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PRELUDIO El Hamburg, una galeaza a remo y vela, de tres pa- los, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, de- dicada al cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el mes de octubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mar y la estabilidad de la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal vez calurosa, de sol vivo y suave viento del norte. Era el Hamburg un pequeño barco de carga, dotado con cincuenta y dos marineros, al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido de la economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuader- nas de toldilla para alojar a cuatro posibles pasajeros de confianza, mediante un módico estipendio. En la primera de estas tiendas, viniendo de proa, viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero, con calzas, jubón y ropilla de Segovia, que, acodado en el pasamanos de babor, oteaba con un anteojo el puerto que acababan de abandonar. Una bandada de gaviotas que sobrevolaba la estela del Hamburg se reunía, graznando destempla- 15 El hereje, Miguel Delibes

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PRELUDIO

El Hamburg, una galeaza a remo y vela, de tres pa-los, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, de-dicada al cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el mes deoctubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mary la estabilidad de la nave presagiaban bonanza, unajornada calma, tal vez calurosa, de sol vivo y suaveviento del norte. Era el Hamburg un pequeño barco decarga, dotado con cincuenta y dos marineros, al quesu capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido dela economía personal, superponía en el buen tiempodos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuader-nas de toldilla para alojar a cuatro posibles pasajerosde confianza, mediante un módico estipendio.

En la primera de estas tiendas, viniendo de proa,viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barbacorta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocadode sombrero, con calzas, jubón y ropilla de Segovia,que, acodado en el pasamanos de babor, oteaba conun anteojo el puerto que acababan de abandonar.Una bandada de gaviotas que sobrevolaba la estela del Hamburg se reunía, graznando destempla-

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damente, preparando el regreso a puerto. Por laamura, sobre la silueta de tierra, la bruma comenzabaa rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, frag-mentos del cielo azul que la calma chicha de la ma-drugada auguraba. El hombre menudo y aseadohurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso dela ropilla, extrajo el papel plegado que le había entre-gado un marinero al embarcar y leyó de nuevo elbreve mensaje que contenía: «Bienvenido a bordo. Leespero a almorzar en mi camareta a la una del me-diodía. El capitán Berger».

El Doctor le había hablado con afecto del capitánen Valladolid. Aunque hacía mucho tiempo que no seveían, entre el Doctor y Heinrich Berger se anuda-ba una vieja amistad de lustros. El Doctor confiabade tal modo en el capitán que hasta que no supo supropósito de regresar a España en el otoño no se de-terminó a autorizar el viaje a Alemania de su correli-gionario Cipriano Salcedo. El hombre menudo con-templaba la mar mientras reconstruía mentalmentela imagen del Doctor, tan taciturno y medroso en losúltimos tiempos, advirtiéndole de los riesgos de suestancia en Europa. La reciente prohibición de salvarlas fronteras concernía, es cierto, a clérigos y estu-diantes, pero era sabido que cualquier viajero que de-cidiera moverse por Alemania en estos días sería so-metido a una discreta vigilancia. El Doctor había dichodiscreta vigilancia, pero de su tono de voz dedujo Ci-priano Salcedo que la vigilancia sería estrecha y con-minatoria. De ahí sus precauciones a lo largo delviaje: sus repentinos cambios de medio de trans-porte, el miramiento en la elección de posada o de lu-gares de encuentro para sus citas, y aun en sus sim-

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ples visitas a los libreros. Cipriano Salcedo se sentíaorgulloso de que el Doctor le hubiera elegido a élpara tan delicada misión. Su decisión le liberó de vie-jos complejos, le permitió pensar que todavía podíaser útil a alguien, que todavía existía un ser en elmundo capaz de confiar en él y ponerse en sus ma-nos. Y el hecho de que este ser fuera un hombre sa-bio, inteligente y prudente como el Doctor satisfizosu incipiente vanidad. Ahora Salcedo, en la cubierta,pensaba que estaba a punto de rendir viaje; que du-rante la penúltima etapa, en el Hamburg, patronea-do por el capitán Berger, podía dormir tranquilo, yque los encargos del Doctor Cazalla habían sido cum-plidos.

Oyó voces en cubierta y se volvió con el anteojoen su mano pequeña y velluda. Media docena demarineros descalzos transportaban hacia popa unosmaderos y las correspondientes estachas para unir-los. Detrás de ellos, otros tres cargaban con una es-tructura de madera, adaptable a la popa de la nave,en la que podía leerse, en letras grandes y doradas:Dante Alighieri. En pocos minutos, con una eficaciaque revelaba una práctica habitual, el equipo des-colgó los tablones por la popa y afianzó los cabosque los sujetaban a la mesana. Dos marineros salta-ron a la guindola, mientras el resto dejaba resbalarcon cuerdas el gran cartel que los de abajo superpu-sieron al nombre de Hamburg. Desde el andamio col-gante, ajustaron con puntas y pasadores la estruc-tura con el nuevo nombre y de esta manera, enapenas media hora, la galeaza quedó discretamenterebautizada.

Dos horas más tarde, en la camareta del capitán,

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donde un marmitón les servía el almuerzo, aquélprecisó que el cambio de nombre era una elementalmedida de precaución que se adoptaba cada vez quela nave frecuentaba países enemigos de la Reformade Lutero. Pero como el hombre menudo y aseado semostrase dubitativo, el capitán Berger, que hablabasiempre con los ojos entrecerrados como si perma-nentemente escudriñase el horizonte, agregó, con lavoz apolillada y bronca frecuente en los hombres quehan vivido en el mar:

—El riesgo se evita fácilmente. El Hamburg tienedoble matrícula, en Hamburgo y en Venecia. Ambosnombres son, pues, legítimos. Usar uno u otro de-pende de nuestra conveniencia.

Acababan de tomar asiento alrededor de la mesa yCipriano Salcedo reparó por vez primera en el tercercomensal, su vecino en la otra tienda de toldilla, aquien el capitán Berger había presentado como donIsidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco, ra-surado, vestido totalmente de negro, que reconocióhaber pasado en Ginebra el último medio año.Cuando el capitán inició la conversación, él guardósilencio y tan sólo levantó la vista del plato cuandoaquél preguntó a Salcedo por el Doktor.

Cipriano Salcedo carraspeó. Vaciló al empezar ahablar. Era la reliquia que le había dejado el miedo alpadre, a su mirada helada, a sus reproches, a sus to-ses espasmódicas en las mañanas de invierno. No eratartamudez sino un leve tropiezo en la sílaba inicial,como un titubeo intrascendente:

—E... el Doctor está bien de salud, capitán. Si escaso un poco más magro y desencantado, las cosasdistan de ir bien allí. Teme que Trento devuelva el

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problema a su origen, que no consigamos nada. Ésteha sido el motivo de mi viaje: informarme. Conocerde cerca la realidad alemana, entrevistarme con Fe-lipe Melanchton y adquirir libros...

—¿Qué clase de libros?—De todo tipo, especialmente los últimos edita-

dos. Hace tiempo que no entran libros en España. ElSanto Oficio acentúa su vigilancia. En este momentoestá revisando el Índice de libros prohibidos. Leeresos libros, venderlos o difundirlos constituyen depor sí graves delitos.

Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán nose conformaría con su vaga respuesta y, en vista de susilencio, añadió:

—La que murió fue la madre del Doctor. La ente-rramos en el Convento de San Benito con ciertapompa, guardando debidamente las formas. Así ytodo hubo murmullos y protestas en el funeral.

—¿Doña Leonor de Vivero? —inquirió el capitán.—Doña Leonor de Vivero, exactamente. En cierto

modo ella fue en tiempos el alma del negocio en Va-lladolid.

El capitán Berger denegó con la cabeza, sonriendo.Tendría doce o quince años más que su interlocutor,una roja perilla y un pelo muy rubio, casi albino, máspropio de un escandinavo que de un alemán. Seguíaobservando las pequeñas manos de Salcedo con vivacuriosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente,elevó la mirada hasta su rostro, reducido también,como reducidas y correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y profundos. Para escapar de la sugestión del personaje, bebió me-dio vaso de vino de Burdeos, de una jarra colocada

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en el centro de la mesa, levantó los ojos y precisó:—Creo que el alma del negocio en Valladolid fue

siempre el Doktor. La madre fue uno de sus apoyos.Tal vez la que acogió la doctrina de la justificacióncon mayor entusiasmo. Al Doktor le conocí en Ale-mania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado eras-mista. Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya la le-pra consigo.

Salcedo se revolvió inquieto. Le ocurría siempreque creía haber dicho algo improcedente, tal vez otrareminiscencia de su temor filial:

—En realidad, lo que quería decir —aclaró— esque doña Leonor era la mujer fuerte, la que sosteníaal Doctor en sus horas bajas y daba vida y sentido alos conventículos.

El capitán Berger prosiguió como si no le hubieraoído:

—No le devolví la visita al Doktor hasta ocho añosmás tarde. Fue aquél un viaje inolvidable a Vallado-lid. Tuve el honor de asistir a un conventículo presi-dido por el Doktor junto a su madre, doña Leonor deVivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara delas cosas, una idea inequívoca de lo esencial, aunqueen sus modales mostrase un cierto autoritarismo.

La línea azul del mar subía y bajaba en la portilla,acorde con el leve balanceo del navío. También acom-pañaba a los comensales un reiterado crujido delmamparo de madera que separaba el pequeño refec-torio de la camareta del capitán. Dijo Cipriano Sal-cedo asintiendo:

—Todos sus hijos la veneraban. Les confortaba sufe. Uno de ellos, Pedro, párroco de Pedrosa, compar-tía con ella la afición de Lutero por la música porque

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entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, de-ben marchar unidas.

El joven marmitón les servía ahora un plato decarne y, al concluir, colocó sobre la mesa otra jarra de tinto de Burdeos antes de ausentarse. El capitánvertió vino en el vaso de Salcedo. Tellería aún no lohabía probado y seguía observando a Berger con unacuriosidad de entomólogo, mientras cargaba de ta-baco la cazoleta de su pipa, una pipa india, de barro,que los matuteros de los galeones introducían en Se-villa, junto con el tabaco, cuyo consumo empezaba adifundirse entre el pueblo pese a la enemiga de la In-quisición. El capitán aguardó a que el pinche cerrarala puerta corredera para decir:

—Al referirnos a Valladolid no debemos olvidar aun hombre clave, don Carlos de Seso, encarnaciónperfecta del macho veronés: apuesto, fuerte, inteli-gente y presumido. A mi entender, don Carlos deSeso es una figura imprescindible en el despertar delluteranismo castellano.

Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su cortabarba. Asentía de una manera mecánica, un pocoforzada:

—Don Carlos de Seso es un hombre interesante,muy leído, pero hay algo oscuro en torno a su per-sona: ¿por qué marchó de Verona? ¿Por qué recaló enEspaña? ¿Huía tal vez de algo o por simple espíritude misión?

El capitán Berger no ocultaba ningún detalle quepudiera interpretarse como desconocimiento de larealidad luterana:

—Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuen-tan con él. Incluso lo enviaron a Trento, al Concilio,

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acompañando al obispo de Calahorra. Algún malin-tencionado llegó a decir que iba de intérprete simple-mente, pero esto no es cierto. El propio obispo le dijoa Carranza, cuando preparaba el viaje de regreso a Es-paña, que con don Carlos de Seso iba en buena com-pañía, que era un caballero afable e ilustrado y que sehablaba de él con satisfacción y sin ningún escándaloen todos los círculos intelectuales. Por medio estuvosu famosa entrevista con el gran teólogo Carranza enValladolid, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es loque ocurrió allí.

La galeaza empezó a cabecear ligeramente y Telle-ría, que acababa de dar una profunda fumada a supipa, miró hacia el ojo de buey sorprendido, como si estuviera jugando a las cartas y hubiera advertidode pronto que le estaban haciendo trampas. Por suparte, Cipriano observaba con una viva desconfianzaal sevillano, aquel hombre hierático y enlutado quefumaba su pipa sin inmiscuirse en la conversación.Pero la abierta actitud del capitán Berger hacia él, elirónico desdén con que le miraba, disipaba de ante-mano todo recelo. Sus ojos grises, tan conscientes yresponsables, parecían decirle: Hable sin temor,amigo Salcedo. Nuestro invitado, don Isidoro Telle-ría, tiene más motivos que nosotros para callar. No obstante, el capitán miró a Tellería antes de aclarar lacónicamente:

—Hemos entrado en el Canal.Retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra. Isidoro

Tellería, que seguía sin probar el vino, observaba asus contertulios con una mezcla de estupor y escepti-cismo. Por contra, el capitán Berger ganaba en locua-cidad a cada vaso que bebía:

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—Me interesa el viaje de vuesa merced —dijo aSalcedo—. Comprar libros, buscar apoyos, visitar aMelanchton, dice que eran sus objetivos. ¿Ha podi-do usted cumplirlos? ¿Cómo ha viajado por el país?¿Qué ciudades ha visitado?

Salcedo asentía a las palabras de Berger:—El 13 de abril salí de Valladolid —respondió—.

Salvo la cada día más problemática conexión con Se-villa, llevábamos meses aislados. Después de largascharlas, el Doctor reconoció que necesitábamos infor-mación de primera mano. Le interesaba mucho elpensamiento de Melanchton una vez muerto Lutero.No sabía exactamente de qué pie cojeaba.

—Y ¿cómo se las arregló vuesa merced?—Era delicado —admitió Salcedo, que aún consi-

deraba a Tellería con suspicacia—. El Santo Oficioacababa de prohibir las salidas de España a clérigose intelectuales. Viajé, pues, a caballo hasta Pamplonay un experto me ayudó a pasar el Pirineo. Despuéscombiné todos los medios de transporte imagina-bles: calchona, barco, a pie, a caballo. Era aconsejableno seguir una línea recta y cambiar a menudo de alo-jamiento y medio de locomoción. Así recorrí el surde Francia: Burdeos, Toulouse hasta Lausana. Fran-cia tiene buenos caminos a pesar de la densidad detráfico.

El capitán se mostraba impaciente:—Y ¿en Alemania?—Continué con mis precauciones. Decían que ha-

bía espías por todas partes y me dejaba ver lo menosposible. Tomaba contactos en las ciudades importan-tes. Visité Hamburgo, Erfurt, Eisleben y Wittenberg,el meollo luterano, con escapadas frecuentes al en-

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torno rural. Pero fue en Wittenberg donde compré loslibros y pude, al fin, entrevistarme con Felipe Me-lanchton.

Los ojos amusgados del capitán Berger animabana Salcedo en su relato, le estimulaban. Prosiguió:

—Wittenberg me sorprendió por su actividad edi-torial. Había imprentas y librerías por todas partes.Recorriendo la ciudad entendí aquello de que «Lu-tero era hijo de la imprenta», porque, bien mirado, sufuerza estaba en ella. Era el primer hereje que dispo-nía de un medio de comunicación tan eficaz, tan po-deroso, tan rápido. Por otra parte advertí que la ma-yoría de los tipógrafos eran secuaces suyos, y, comoseguidores fieles, se mostraban diligentes en aquellostrabajos que interesaban al reformador y, por contra,se demoraban y llenaban de erratas aquellos otrosque venían de sus adversarios. Fue allí, en Witten-berg, donde pude hojear Pasional, ese libelo antipa-pista, lleno de textos torpes e ilustraciones groserasen las que conciben la figura del Papa como un asnodefecado por el diablo.

Isidoro Tellería terminaba de fumar su pipa y sa-cudía la cazoleta de barro en un plato, cuando el ca-pitán Berger atajó a Salcedo:

—Esos papeluchos no son la Reforma. No debejuzgar la Reforma por ellos. En toda revolución hayexcesos. Es inevitable. En la crítica revolucionarianunca hay matices.

Se le había calentado la boca y Salcedo hablaba yhablaba sin la menor vacilación, desapasionada-mente, como si juzgase algo ajeno a sus ideas, com-pletamente obvio:

—No son la Reforma, capitán, pero operan contra

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ella. Ante estas cosas, el visitante extranjero en Ale-mania tiene la impresión de que Lutero fue dema-siado lejos. Con razón consideraba la imprenta in-vento divino, pero sospecho que no hubieraaprobado el mal uso que una vez muerto se está ha-ciendo de ella, siquiera sus primeros libros Cautividadde Babilonia y El Papado fundado por el demonio tam-poco fueran cuentos de hadas.

—Pero piense en su Biblia, no olvide lo funda-mental.

—Lo sé, capitán. La Biblia alemana, un monu-mento ¿no? Según algunos intelectuales españoleseste libro justifica por sí solo la célebre frase de que«Dios ha hablado en alemán», tan bello es, tan eufó-nico. Lutero y su Biblia universalizan el idioma ale-mán sacralizado. Es evidente.

Se acentuaba el balanceo del Hamburg y don Isi-doro Tellería se sujetaba la cabeza entre las manoscomo con temor de que se le despegara de los hom-bros en uno de aquellos vaivenes. El marmitón, quehabía retirado los platos, recogía ahora las migas de lamesa en una bandeja y, al concluir, sirvió unas copasde aguardiente. El capitán Berger contempló compa-sivamente a Isidoro Tellería y aguardó a que el pinchesaliera y cerrara la puerta corredera para añadir:

—Es significativo que Lutero utilizara la música yla imprenta. Esto dice más a su favor que sus explo-siones montaraces; al menos es más convincente. Ycuando dice: «No quiero retractarme de nada porqueno es honrado actuar contra la propia conciencia» estáhablando de sus tesis, no de sus escarnios y agravios.

La mirada fija, escrutadora, del capitán Bergerdesconcertaba a Salcedo. Le recordaba la mirada he-

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lada de su padre ante don Álvaro Cabeza de Vacacuando éste le delataba: «Está ausente; no logro con-centrarlo, señor Salcedo».

—Pero —advirtió rascándose la barba— en la Cau-tividad de Babilonia Lutero afirma que los sacramentosinstituidos por Nuestro Señor son sólo dos: bautismoy comunión. Probablemente no es más que eso lo quese proponía decir pero aprovecha la ocasión para sol-tar la lengua, zaherir e insultar. Algo semejante su-cede con El Papado de Roma.

El capitán alzó la mano derecha:—Por favor, permítame una palabra. Las burlas de

los papistas contra esos libros y contra el matrimoniode Lutero con una monja son aún más despiadadasque las de Lutero contra ellos.

Era un duelo verbal que Salcedo proseguía parasondear al capitán, para ver hasta dónde le dejaba lle-gar, para poner a prueba la ductilidad luterana. No lerespondió porque notaba que algo le quedaba aúnpor desembuchar. Le miró fijamente a la punta de lanariz que era, según decía el padre Arnaldo en losExpósitos, lo que había que hacer con el desalmadopara hacerle vomitar todo lo que ocultaba. El capitánBerger dijo:

—Insisto en que lo justo es poner en el otro pla-tillo la sensibilidad del reformador, su amor a lasbellas artes, el hecho de que utilizara la música en laliturgia. Concretamente el himno Un castillo inexpug-nable es nuestro Dios tuvo más resonancia en Centro-europa que el Tedeum.

La voz del capitán Berger cobraba trémolos emo-tivos como los de los nuevos predicadores. Se acalo-raba. Deliberadamente Salcedo suavizó el tono:

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—Lutero debe responder de todo, también de losluteranos, de sus ultrajes. Yo he aceptado la doctrinade la justificación por la fe, capitán, como todo elgrupo de Valladolid, porque creo que la fe es lo esen-cial y que el sacrificio de Cristo tiene mayor valorpara redimirme que mis buenas obras por despren-didas que sean.

Como un perro de caza siguiendo un rastro, Ci-priano Salcedo no alzaba la nariz del suelo. Un rastropartía de otro y Salcedo hallaba un raro placer en le-vantar la pieza antes de tomar el nuevo. Todas susdenuncias respondían sin duda a un mismo origenpero él gozaba parcelándolas, atribuyéndolas moti-vaciones distintas, sacando al capitán del habitualproceso mental seguido en sus normales discusiones:

—Otra cosa, capitán; la furia de los campesinos deTuringia. Veinte años después de los «profetas deZwickau», todavía aletea allí la violencia. El cambioreligioso no lo entienden sin un cambio social. El malejemplo vino de los príncipes al adueñarse de los bie-nes del clero. Para los campesinos un cambio reli-gioso sin dinero carece de interés.

El capitán Berger dejó el vaso sobre la mesa:—La religión tiene inevitablemente un aspecto so-

cial —dijo midiendo las palabras, como queriendoponer las cosas en su sitio––: «Los profetas de Zwic-kau» eran los reformadores de la Reforma. Rompíanimágenes sagradas y anhelaban dinero por encimade todo. Eran humanos. Aspiraban a que la religiónlos redimiera; luchaban por una religión práctica. Poresa razón provocaron la guerra. Franz von Siecbin-gen, con todo su prestigio, se puso al frente de ellos,pero Lutero pudo más, los derrotó. Y no porque le

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parecieran mezquinas sus aspiraciones, sino porqueno era bueno el camino escogido para alcanzarlas.

—Tampoco yo apruebo ese camino.—Todo es humano y comprensible. Los campesi-

nos, los menestrales, los mineros no contaban congrandes cabezas, tan sólo disponían de cuatro ideaselementales pero bastaban para enardecerles. Así seextendieron por Alsacia. Ante todo el Derecho Di-vino, se decían. Pero ese Derecho debería prevalecersobre la servidumbre, el privilegio de la caza, o el de-recho de pernada... en suma, sobre todos los abusosseñoriales. Y, al propio tiempo, aspiraban a elegir suspárrocos, a modificar el diezmo que les exigía su Igle-sia y a vivir una vida evangélica. Para ellos, todo erareligión.

Cipriano Salcedo no pensaba lo contrario pero ha-llaba cierto placer en desbaratar los planteamientosde su interlocutor:

—Hasta aquí, así fue. Más tarde pudo más la po-lítica.

—¿Se refiere vuesa merced a la pretensión de crearun Parlamento de campesinos? ¿Le parece excesivaesa aspiración de los desheredados? ¿No la consideracristiana? Thomas Müntzer, creyéndose un ilumi-nado, decidió formar una teocracia, pero fue aniqui-lado en Frankenhausen. Más de cien mil muertos,una matanza. Y todavía hay quien afirma que Luterofirmó panfletos «contra las hordas ladronas y asesi-nas de los campesinos», pero no se ha demostradoque así fuera. Lutero detestaba la algarada peroamaba la justicia.

—Pero lo de los anabaptistas fue algo parecido.—Lo que hizo impopulares a los anabaptistas fue

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el hecho de retrasar el bautismo de los niños. A lagente le asustaba la amenaza del limbo. Por lo demásfue un grupo idealista que enarboló el anarquismocomo bandera; Hubmaier lo llevó a Turingia. Peroademás de la anulación del Estado, pretendían supri-mir la Iglesia, la jerarquía, los sacramentos y la pro-piedad privada. Todo un programa revolucionario.Tenga usted en cuenta que Hutter, por hacer estomismo, fue quemado en Austria en esos años. A lapostre el pueblo mismo acabó levantándose y católi-cos y protestantes unidos los derrotaron en Münster.Después de tanta sangre ¿cómo le puede extrañar austed que aún haya huellas de violencia en Turingia?

La voz apolillada de Berger se enardecía. «Hay ve-ces en que parece un canónigo magistral», le habíadicho bromeando el Doctor en una de las conversa-ciones anteriores a su viaje. «Hombre bueno, funda-mentalmente bueno, e instruido», añadía inmediata-mente ante el temor de estar atribuyendo a su amigouna imagen que no le correspondía. Salcedo advertíaque el capitán conocía al dedillo la reciente historiaalemana, los pros y los contras de la revolución deLutero y que, probablemente, le consideraba a él unpobre intruso, un párvulo ayuno de toda formación.La nave continuaba moviéndose, cabeceaba, a ratosinsistentemente, y don Isidoro Tellería, imperturba-ble, llenaba de nuevo la cazoleta de la pipa. CiprianoSalcedo hizo una pausa, miró a los ojos claros de Ber-ger y prosiguió:

—Estas cosas y otras del mismo tenor avivaron mideseo de conocer a Melanchton. Lutero y él no siem-pre habían marchado de acuerdo pero los partidariosde uno y otro le reconocen ahora como la cabeza del

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protestantismo. Al fin conseguí ser recibido en Wit-tenberg. Se mostró afable y comprensivo conmigo.Me habló de Lutero con exaltada devoción, conafecto filial. Habló del Lutero reformador y del Lu-tero exclaustrado, fiel esposo y padre amantísimo. Seinteresó por los grupos luteranos españoles y metransmitió un saludo para ellos. Luego se sometió su-misamente a mi interrogatorio, un largo interrogato-rio que arrancó de la Guerra de las hogueras en 1521,y terminó con la derrota del Emperador en Innsbrucky la división de Europa en dos bandos: católicos yprotestantes.

—Y ¿no le habló a vuesa merced de su actuaciónpersonal?

—Naturalmente. Melanchton reconoció que élmismo alentó a los estudiantes de Wittenberg a que-mar la bula papal y aludió luego a sus posteriores di-ferencias con Lutero en las dietas de Worms y deSpira que, en el fondo, no sirvieron más que paraacrecentar la tensión entre ambos bandos. Melanch-ton se mostró en aquellos momentos humanista yconciliador, pero Lutero desaprobó su postura. Segúnme dijo expresamente, con un punto de añoranza,Roma y la Reforma estuvieron a punto de entenderseincluso en aspectos muy delicados como el del matri-monio de los clérigos y la comunión en las dos espe-cies, pero ni Lutero ni los príncipes aceptaron talespropuestas.

—Y ¿de su papel de sistematizador?—Me habló de ello también. Mencionó a Lutero, a

la necesidad de crear unos códigos de fe y de con-ducta. Lutero mismo, con una clara visión del pro-blema, redactó dos catecismos, uno para predicado-

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res, muy elevado, y otro para el pueblo, más simple;ambos resultaron sumamente eficaces. También creóuna bendición bautismal y otra nupcial para sustituira los sacramentos del bautismo y el matrimonio sinprovocar escándalo en el pueblo sencillo, que pen-saba que con la nueva liturgia los cónyuges y los ni-ños quedaban espiritualmente desamparados, eranun poco como animales sin alma. Personalmente—me dijo—, para participar en la organización delsistema, escribí el libro Hogares comunes que tuvobuena acogida. La formación dogmática era elemen-tal: sólo Cristo, sólo la Escritura, sólo la gracia; bastala fe. El luteranismo falló a la hora de hacer de la Igle-sia un ente invisible, sin estructura. Semejante cosano fue posible y en este aspecto tanto Zuinglio comoCalvino le desbordaron.

Isidoro Tellería tosió dos veces, dos toses secas yásperas tras una larga fumada. Había sido tan her-mético su silencio que el capitán Berger se volvió ha-cia él sobresaltado. Había olvidado por completo supresencia y su vozarrón oscuro, tan abrumador comosu atuendo, atronó ahora en la pequeña camareta:

—Estoy de acuerdo —dijo, jugueteando con lapipa encendida a sabiendas de que iba a sorprendera sus contertulios—: Lutero creó una Iglesia en elaire; Calvino ha sido más práctico: ha hecho de Gine-bra una ciudad-iglesia. He viajado mucho estos me-ses por Ginebra, Basilea y París, pero fue en una co-munidad parisina, oyendo cantar el salmo Levanta elcorazón, abre los oídos, cuando me sentí tocado por lagracia. Salí luterano de Sevilla y regreso calvinista.

El capitán Berger, por no enfrentar descarada-mente su mirada a la de Tellería, volvió a observar las

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pequeñas manos inquietas de Salcedo tabaleando so-bre la mesa:

—¿Cree vuesa merced en el poder absoluto? —in-quirió.

—Amo la disciplina. Calvino acepta el beneficiode la fe y nos facilita un orden, una Iglesia y un modode vida austero, vigilado discretamente por el Con-sistorio.

—Y ¿no ve usted en esa discreta vigilancia una ré-plica de la Inquisición?

Isidoro Tellería traía la lección bien aprendida:—La fe sola no basta —dijo—. Debe ser servida.

En este aspecto discrepo de Lutero. El calvinismotiene espíritu misionero, algo que le falta al lutera-nismo y crea un concepto de Iglesia un tanto exaspe-rado y radical.

—Usted lo dice: exasperado y radical.—Entiéndame, no me refiero tanto a las normas en

sí como a la exigencia de su cumplimiento: Calvinoamenaza con la excomunión a todo aquel que no lasacepte, que no acepte las normas. ¿Excesivo? Tal vez,pero un hombre tiene que estar muy seguro de lo quedice para adoptar una medida semejante. Creo que elasunto bien merece una reflexión. Y Calvino se so-mete voluntariamente a ella en Estrasburgo, durantetres años, el tiempo que permanece en la ciudadcomo capellán de la colonia francesa. Al mismotiempo aprovecha para darle un empujón al libro quetrae entre manos, Institución Cristiana, tan largo comoedificante. En Estrasburgo, la posición de Calvino espasiva, de simple espera.

—¿Cree usted que esperaba la llamada de los gi-nebrinos?

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—La esperara o no, la llamada se produce. Gine-bra se pone en sus manos y se somete al experi-mento. Los ginebrinos están arrepentidos de ha-berle expulsado. Entonces Calvino inicia la formaciónde una Iglesia. Esto es esencial. Pertenecer a ella, aesa Iglesia, es algo así como la fe para ustedes, unagarantía de salvación. Calvino organiza una ver-dadera teocracia, el gobierno de Dios. A partir deese momento en la pequeña ciudad apenas fun-ciona otra cosa que la predicación y los sacramen-tos. El creyente viene obligado a ser devoto. Elmundo es un valle de lágrimas y debemos acomo-dar la vida a una idea religiosa y a una actitud deservicio.

—Y todavía va más allá. Todo lo que no aparece enla Biblia está de más, queda prohibido.

—Cierto, pero este rigor, alejado de las frivolida-des luteranas, es lo que en principio me atrajo del cal-vinismo; un poco más tarde vino la caída del caballo,en París. Cuando regresé a Ginebra, la ciudad meedificó. Era como un templo gigantesco en contrastecon las ciudades luteranas: nombres bíblicos en losniños, catequesis, estudio, oraciones, prédicas... Eljuego fue declarado maldito y a los jóvenes se lesprohibió cantar y bailar. Se les imponía el espíritu desacrificio. Naturalmente se produjeron algunas pro-testas, pero, al cabo, prevaleció la razón: el mundo noestaba hecho para gozar y el pueblo aceptó de gradola autoridad de Calvino.

La luz del portillo languidecía. Cipriano Salcedoconsideraba a don Isidoro Tellería con una remotapiedad. Le roían la cabeza sus escrúpulos de infancia,su azarosa vida espiritual, el nacimiento de su pesi-

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mismo. Las negras palabras de Tellería le habían abs-traído de tal forma que tuvo que hacer un esfuerzopara reintegrarse a la realidad, volver a notar el ba-lanceo de la nave, el crujido de las cuadernas maes-tras y del mamparo. Vagamente tomó conciencia deque, de una manera u otra, todos buscaban a Dios enaquella extraña reunión en alta mar. Se sintió en lanecesidad de intervenir:

—Pero en Francia —dijo, recordando su paso poreste país— los hugonotes bautizan a sus hijos en ca-tólico a escondidas y, a escondidas, asisten a las mi-sas papistas en París. Es decir, la doctrina de Calvino,aun siendo éste francés y francesa su lengua, no hauniformado religiosamente a Francia.

Cuando se le contradecía, la voz oscura de Telleríase tornaba más opaca y brumosa, fruto del acalora-miento:

—No es lo mismo —sonrió rígidamente con me-dia boca—. No es lo mismo una pequeña ciudadcomo Ginebra que un reino entero como Francia.Francia es un vasto mundo por conquistar y Calvinoha aceptado este desafío: ha enviado allí grandescontingentes de misioneros. He aquí otro tanto a sufavor. De este modo, y poco a poco, el calvinismo seva afirmando: Francia, Escocia, Países Bajos... Son losintelectuales, formados en la Academia de Ginebra,los que han catequizado estos países. Yo vengo de Gi-nebra, he pasado seis meses allí y puedo asegurarleque la ciudad es un ejemplo de religiosidad paracualquier persona que sepa verlo sin prejuicios.

La tez de Isidoro Tellería había empalidecido y losojos amusgados del capitán Berger se posaban en élcon evidente escepticismo. Se diría arrepentido de

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haberle dado acogida en su galeaza. Volvió la miradahacia el ojo de buey:

—Señores —dijo de repente, dando por terminadala reunión que empezaba a pesarle demasiado—, estáanocheciendo.

Se puso en pie torpemente. El taburete, sujeto a lasplanchas del suelo, le obligaba a flexionar las piernaspara salir. Cipriano Salcedo le imitó. Cuando, a suvez, fue a hacerlo Isidoro Tellería dio un traspiés, sesujetó a la mesa y se llevó la mano derecha a la frentesudorosa:

—Se mueve mucho este barco —dijo—. Estoy unpoco mareado.

El capitán Berger se aplastó contra la mamparapara dejar pasar a su invitado:

—Es el encierro —corrigió—. Y la pipa. El tabacohace más daño a la cabeza que el mar. ¿Por qué eseempeño en imitar a los indios?

Cipriano Salcedo ayudaba a un trémulo IsidoroTellería a subir a cubierta por la escotilla de proa.Contra el cielo se divisaba un marinero inmóvil en lacofa y, por babor, muy diluida, la tenue silueta de lacosta francesa. Isidoro Tellería inspiró profunda-mente el aire puro y sacudió la cabeza de un lado aotro:

—Olía intensamente a brea, ahí abajo —protestó—:olía a brea como si acabaran de calafatear el barco.

Con el mareo, Tellería había perdido su austeraapostura. Ante un rollo de cuerdas en cubierta, Sal-cedo le animó a sentarse, a hacer un alto en su ca-mino hacia toldilla, donde se levantaba la tienda. Laspequeñas manos peludas y vitales de Cipriano Sal-cedo sujetaban a su compañero de travesía por un

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brazo. Entre los celajes, una luna menguante exhibíaun resplandor desvaído, sin contrastes. Un jirónsuelto de lona azotaba la vela mayor con violencia in-termitente. Tellería renunció a sentarse. El cambio depostura habría acrecentado su sensación de inestabi-lidad:

—Puedo llegar a mi cama —dijo—. Prefiero acos-tarme.

El tiempo había refrescado y, cuando alcanzaronsu tienda, Tellería se metió por la rendija de la puertay se tumbó en el coy sin descalzarse. Apenas habíaluz dentro y Tellería, apoyándose en el codo, encen-dió el candil que tenía a la cabecera. A su lado, amon-tonados, estaban los fardos del equipaje. Salcedo sesentó en el arcón que, con el coy, componía el mobi-liario de la tienda. El viento traía la voz de un mari-nero que cantaba, lejos, en alguna parte. A la luz delcandil, y en contraste con sus ropas fúnebres, IsidoroTellería estaba verde, desencajado. Salcedo se incor-poró y se inclinó sobre él:

—¿Le traigo algo para cenar?Tellería denegó:—No debo comer. En mi situación no sería conve-

niente.Extendió la manta sobre el estómago y el vientre.

Cipriano Salcedo dijo a media voz:—Le dejo descansar. Volveré dentro de un rato.Salió de la tienda y entró en la suya. Divisó en

el rincón el fardillo de los libros y, casi ocultándolo,los tres del equipaje. Llevaba varios meses en esta in-cómoda provisionalidad, con la ropa enfardada, defonda en fonda. Soñaba con verse estabilizado en unacasa, la ropa limpia y planchada, bienoliente, orde-

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nada en un gran armario. Faltaban poco más detreinta horas para arribar a puerto y confiaba en queVicente, su criado, no faltara a la cita concertada cua-tro meses antes. Si Vicente había cumplido sus indi-caciones, dispondría de alojamiento en Laredo, en laposada del Fraile, y de un caballo y una mula parallegar a Valladolid. Dudó un momento sobre si ten-derse también en el coy, como Tellería, pero final-mente desistió y salió de nuevo a cubierta. Era, efec-tivamente, el marinero de la cofa el que canturreabay el jirón de vela continuaba azotando a la mayormientras dos jóvenes se encaramaban descalzos porlas jarcias con ánimo de reparar el pequeño estropi-cio. Infló el pecho y una bocanada de aire salino ven-tiló sus pulmones. Paseó despacio por cubierta pen-sando en sus cofrades de Valladolid, en su casa, en eltaller de confección de la Judería, en sus propiedadesde Pedrosa, donde su amigo Pedro Cazalla, el pá-rroco, seguiría armando el tollo cada tarde, a la en-trada de La Gallarita, para cazar con el perdigón. Porasociación de ideas pensó en el Doctor, su hermano,tan pusilánime y abatido en los últimos tiempos,como si barruntara una tragedia, en el empeño conque le propuso este viaje y sus cautelas exageradas.Salcedo estaba ese invierno enredado en mil asuntos,pero le conmovió la confianza del Doctor, el hecho deque le antepusiera a los demás miembros del grupo,más antiguos que él. Entonces le expuso su temor deque la Inquisición tuviera alguna sospecha de la exis-tencia del conventículo. Al Doctor hacía tiempo quele desazonaba la actividad de Cristóbal de Padilla, elcriado de los marqueses de Alcañices, su torpe pro-selitismo en Toro y Zamora. En líneas generales es-

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taba satisfecho del grupo, de su alto nivel intelectual,su posición social, su discreción, pero desconfiaba dela gente baja, de algunos pobres analfabetos, decía,que se habían infiltrado en el mismo. «¿Qué puedeesperarse —le decía a Salcedo días antes de mar-char— de ese impenitente correveidile haciendo pro-selitismo?» En la carta a Erfurt había vuelto sobre eltema. Salcedo compartía su temor en cierto modo,pero recelaba aún más de Paula Rupérez, la mujer deljoyero Juan García, aunque no perteneciera al con-ventículo. Ello le llevó a pensar en Teo, su propia es-posa, el extraño fracaso de su matrimonio, la dispari-dad física entre los dos, su incapacidad para hacerlamadre y su hundimiento final. Teo carecía del calormaternal que ingenuamente le había atribuido al co-nocerla. De esta manera, la soledad de Cipriano sehabía acrecentado con el matrimonio. Había admi-tido impávido la separación de lechos, de habitacio-nes, de vidas. A Pedro Cazalla, párroco de Pedrosa, lehabló un día del asunto: no sólo no quería a su mujersino que la despreciaba. Era un grave pecado y Nues-tro Señor se lo tendría en cuenta. Con su padre, donBernardo, le había sucedido algo parecido. ¿Es quehabía seres que nacían solamente para odiar? Fue en-tonces cuando Pedro Cazalla le dijo que confiara enlos méritos de Cristo y no diera tanta importancia asus sentimientos. Una nueva luz apareció en su an-gosto horizonte. Así que no todo estaba perdido, laPasión de Cristo valía más que sus propias obras, quesus sentimientos mezquinos. Detrás vino don Carlosde Seso y, más tarde, el Doctor, a profundizar en lamisma idea: el purgatorio no era, pues, necesario. Lasecta venía a ofrecerle una fraternidad que no había

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conocido hasta entonces. Se entregó a ella con frui-ción, con entusiasmo. El viaje a Alemania formabaparte de esta entrega.

Pero ahora, mientras recorría en la noche la cu-bierta del Hamburg, el tierno recuerdo de Ana Enrí-quez no podía impedir que se encontrase solo e in-significante. Costeaban Francia y, de cuando encuando, una luz vacilante y mortecina hacía guiñosdesde tierra, señalaba los difusos límites del mar. Lagaleaza se aproximaba al litoral, esperando hallarmar planchada, pero, pese a todos los esfuerzos, nocesaba de cabecear. Salcedo pensó en Tellería y pasópor las cocinas. Un pinche grueso y rosado, con eltorso desnudo y las tetillas rojizas, le dio dos man-zanas para «el pasajero español que se sentía indis-puesto». Isidoro Tellería se las comió sin mondarlas,a grandes mordiscos, sentado en el coy, a la luz delcandil. Tenía mejor aspecto que por la tarde y, al con-cluir, sopló la llama, se arrebujó en la manta y se des-pidió hasta la mañana siguiente.

Salcedo madrugó. Lo primero que advirtió fueque la costa francesa había desaparecido de la amuray un viento terral desmelenado sacudía las velas fre-néticamente. Hacía frío. Salvo una alargada franjaazul a poniente, los nimbos grises entoldaban el cielo.Media docena de marineros descalzos baldeaban conbruzas y lampazos la cubierta de estribor y, a inter-valos, vaciaban los cubos de golpe y el agua burbujea-ba en los imbornales antes de perderse en el mar. Pa-seó por cubierta para estirar las piernas y, al cabo,pasó por las cocinas donde el marmitón de las tetillasrojas le facilitó una tisana para don Isidoro Tellería.

Lo encontró despierto, más entonado, pero se

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negó a levantarse. Lo mismo le ocurrió a la hora delalmuerzo —un caldo y dos manzanas— de lo queSalcedo dedujo que, así durase un mes la travesía, elsevillano permanecería tumbado en el coy sin mo-verse. Salcedo le acompañó un rato, sentado en el ar-cón, y casualmente descubrió el Nuevo Testamento dePérez de Pineda, como libro de cabecera, junto al can-dil, a su lado.

Cipriano Salcedo dedicó la tarde a recorrer las de-pendencias del pequeño navío: el sollado de los re-meros, vacío ahora, las sentinas de carga, la duneta,el puente, los pañoles, el castillo de mando... Apenasreposó la comida unos minutos. Había pasado malanoche y se sentía intranquilo y nervioso. Le asaltabantemores infundados que se incrementaban cuantasmás vueltas les daba en la cabeza. Recelaba que Vi-cente, su criado, por ejemplo, no saliera a esperarle almuelle al día siguiente y él se encontrase solo, sinmedio de transporte, en el amarradero, con un fardode libros prohibidos en la mano. Después de cenar, seserenó contemplando la puesta de sol, aun resistién-dose a admitir que aquel astro brillante y húmedoque se acostaba en el mar fuese el mismo que PedroCazalla y él veían desaparecer tras los ardientes ras-trojos desde los cerros de Pedrosa. Ya anochecido, seacodó en la popa, mirando distraído los dibujos de laestela dividiendo el mar, y no oyó llegar al capitánBerger. Lo vio alzarse, de repente, a su lado, las an-chas manos en la baranda, inquiriendo con acentoburlón:

—¿Descansa nuestro amigo, el ínclito calvinista?Cipriano Salcedo señaló con un dedo la tienda si-

lenciosa. Luego se acodó de nuevo en el pasamanos e

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informó al capitán de sus motivos de preocupación.Le inquietaba la posibilidad de que su criado hubieratergiversado sus instrucciones y no le aguardase en elpuerto al día siguiente. Le inquietaba, asimismo, que,durante su ausencia, el Santo Oficio hubiese decre-tado nuevas normas para impedir la circulación de li-bros peligrosos. Ambos recelos, unidos, le producíanuna profunda desazón.

El capitán Berger no pareció dar a sus temores ex-cesiva importancia. Los guardas y alguaciles delSanto Oficio vigilaban la carga de los barcos, destri-paban los toneles o los fardos si les parecían sospe-chosos, pero no solían molestar a los viajeros. Al con-cluir le preguntó si traía muchos. Cipriano Salcedolevantó la cabeza hacia él:

—¿Libros? —inquirió.—Libros, claro.—Diecinueve —respondió Salcedo y, abriendo un

hueco entre sus manos, precisó—: Un fardo pe-queño... pero lo arriesgado es el contenido: Lutero,Melanchton, Erasmo, dos Biblias y una coleccióncompleta del Pasional. —Algo impensado le vino depronto a la cabeza y añadió con alguna precipita-ción—: ¿Sabía usted que la censura de Biblias im-puesta en Valladolid hace tres años supuso la reco-gida de más de cien ediciones distintas del libro delibros, la mayor parte de autores protestantes?

Los dientes del capitán Berger brillaban en la os-curidad al sonreír:

—Los capitanes de barco somos expertos en esetema. Los últimos veinte años los hemos vivido enperpetuo sobresalto. De una de las Biblias de las queusted habla introduje doscientos ejemplares por el

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puerto de Santoña el año 28 en dos toneles. No pasónada. Entonces los toneles eran una cosa inocente.Hoy meter un libro en una cuba es como fabricar unexplosivo.

—Y ¿en qué momento cambió la situación?—En el año 30 diez grandes cubas con libros lle-

garon al puerto de Valencia en tres galeazas venecia-nas. Fueron interceptadas y el descubrimiento pusoen guardia al Santo Oficio. Lo más acre de Lutero,todo lo escrito en Wartburg, en docenas de ejempla-res, estaba allí. La Inquisición montó un verdaderoauto de fe. Los capitanes de las galeazas fueron apre-sados y en la plaza de la ciudad ardieron cientos delibros en una pira gigantesca, entre el griterío y el en-tusiasmo del pueblo analfabeto. Al Santo Oficiosiempre le atrajeron los grandes alijos para montarcon ellos un espectáculo popular.

La noche queda, de luceros brillantes, invitaba a laconfidencia. Salcedo no se movió. Esperaba que elcapitán Berger prosiguiera. Estaba seguro de que loharía y lo esperaba mirándole el entrecejo:

—Las quemas de libros han sido en España pasa-tiempos habituales —dijo al fin—. De la quema deSalamanca todavía se está hablando. La ciudad másculta del mundo quemando los vehículos de la cul-tura; no deja de ser un contrasentido. Dos años mástarde hubo otra quema aparatosa en San Sebastián...Pero no vaya usted a pensar que España tuviera laexclusiva. Miles de ejemplares de La libertad del cris-tiano, traducido al español, fueron incinerados enAmberes con toda pompa y solemnidad. Yo estuveallí, viví el acontecimiento.

Salcedo emitió una apagada sonrisa:

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—La Inquisición —dijo— se muestra cada día másintolerante. Ahora exige a los confesores que obli-guen a los penitentes a denunciar a los que ocultan li-bros prohibidos. Y al que se niega no se le absuelve.Ni los obispos, ni el mismo Rey están exentos de estamedida.

El capitán Berger, que había estado recostado en labarandilla, dio media vuelta y se acodó en ella:

—Tengo entendido —dijo— que cada vez que laInquisición condena a un hombre por causa de un li-bro, este libro queda en entredicho. Y no me refierosolamente a obras anticristianas. El Catálogo de Lo-vaina, por ejemplo, prohibió hace seis años la Biblia yel Nuevo Testamento traducidos al castellano. Es cosasabida que el pueblo español está condenado a des-conocer el libro de libros.

Cipriano Salcedo miró de reojo al capitán antes dehacer esta observación:

—La afición a la lectura ha llegado a ser tan sos-pechosa que el analfabetismo se hace deseable y hon-roso. Siendo analfabeto es fácil demostrar que unoestá incontaminado y pertenece a la envidiable castade los cristianos viejos.

Se abrió un alto silencio entre los dos hombres quehizo perceptible el leve murmullo de la estela bajo lasestrellas. Para el capitán Berger no pasó inadvertidoel ademán de Cipriano Salcedo de aproximar el reloja los ojos:

—Es tarde —anticipó.—Son casi las dos, capitán —dijo Salcedo—. Una

hora muy oportuna para retirarse a descansar.

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El nuevo día amaneció con calima. Desde sutienda Salcedo divisó a Isidoro Tellería en cubiertafumando una pipa. Se había quitado el luto. Calzabaunos borceguíes de badana hasta media pierna y, so-bre la camisa fruncida y el jubón, vestía una ropillade paño fuerte. Incomprensiblemente, parecía másalto y delgado que vestido de negro, tal vez a causade las calzas, muy ajustadas, o a que realmente habíaadelgazado por mor de la sobria dieta mantenida abordo durante la travesía. Salcedo se aproximó a él y le saludó. Había dormido bien —le dijo. Los tras-tornos habían desaparecido, se encontraba recupe-rado. Él no abandonaría la galeaza en Laredo sinoque continuaría viaje hasta Sevilla.

La bruma iba levantando y la costa, de nuevo vi-sible y ahora muy próxima, cobraba animación y re-lieve bajo un sol desfallecido. En las leves ondulacio-nes del terreno se alzaban pequeños caseríos dise-minados, ceñidos por bosques de hayas y fresnos, yvacas y yeguas pastando en los prados colindantes.La línea del mar se detenía en los acantilados y, pocomás allá, en la vasta playa dorada, sobre la cual se ex-tendía el pueblo con las chimeneas de sus casas hu-meantes.

El Hamburg viró en redondo a babor y su proahendió las aguas de la bahía con el malecón al fondo.Una tropilla de marineros abatían las velas desde lasjarcias y el barco se deslizaba suavemente sobre la su-perficie para detenerse, minutos después, en la bo-cana, junto al espigón. Isidoro Tellería y Cipriano Sal-cedo se habían aproximado al puente, bajo el cualimpartía órdenes el capitán. De pronto, sonó la cam-pana del portalón, la nave se detuvo y un marinero

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descolgó una escala por la borda, por la que ascendióel práctico que se hizo cargo del timón. Los costadosdel velero se habían erizado de remos que bogaronrítmicamente tan pronto el capitán Berger dio la or-den por el tubo acústico. El Hamburg avanzó hasta elostial lentamente. El capitán se aproximó a Salcedoy le señaló un hueco en los muelles del fondo, a lolargo de los cuales se extendían los almacenes delana:

—Ahí tiene vuesa merced nuestro atracadero—dijo.

La nave se deslizaba sobre la superficie del agua y,poco mas allá, viró de nuevo a babor, colocándoseparalela al muelle. El capitán Berger oteaba los alre-dedores con el anteojo, dos charrúas empujaban lanave contra el atracadero mientras cuatro marinerosarrojaban por el costado las defensas al tiempo quedesaparecían los remos de babor. En tanto amarrabanla nave al bolardo, el capitán dejó de mirar y sonrió aSalcedo entregándole el anteojo:

—No parece que haya moros en la costa —dijo.Salcedo enfocó el anteojo a la dársena y fue reco-

giendo la mirada hacia los diques: los veleros des-mantelados, el pueblo, una reata de mulas por el ca-mino de la playa. Al abocar al bosquecillo de hayas,su ojo retornó poco a poco por la línea de galeazasatracadas, el muelle, los almacenes y, súbitamente, lodescubrió: un hombrecillo desmedrado ante la puertanúmero 2, vestido con un humilde sayo de cordilla ycalzado de cuerda, que miraba sin pestañear el navíorecién atracado. Sostenía dos caballos por las bridas y,detrás, atada a una argolla del almacén, una mula pa-teaba el empedrado con impaciencia.

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Salcedo le señaló con un dedo:—Ahí está —dijo sin cesar de mirar al capitán—.

Ese muchacho de los caballos que está a la puerta delalmacén es Vicente, mi criado. ¿Podrá subir a bordo ahacerse cargo del equipaje?

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