el genero narrativo

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© Jesús G. Maestro · Introducción a la teoría de la literatura – ISBN 84-605-6717-6

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El discurso narrativo 5.1. El discurso narrativo. Narración y narratividad1 Al comenzar el desarrollo de un conjunto de temas que tienen como objeto el estudio de las formas literarias narrativas, insistiendo de forma especial en la novela, consideramos conveniente dedicar un apartado a los conceptos de narratividad y discur-so narrativo, como marco general que hará más adecuado el estudio y conocimiento de las diferentes manifestaciones (novela, cuento, novela corta, narración cinematográfica, discurso televisivo, comic, etc...) La problemática general de la narratividad no deja de estar implicada en cualquier tipo de aproximación, sea teórica o crítica, a las diferentes formas narrativas que vinculamos a la literatura. No hay que olvidar que la narración no designa una realidad unívoca; en alter-nancia con el término relato, puede referirse a la novela, el cuento o la novela corta, incluso también puede hablarse de narración cinematográfica, televisiva, de poemas líricos narrativos, etc. A propósito del énfasis narrativo desarrollado en medios afines a la filosofía de la ciencia, o a la filosofía y teoría de la historia, P. Ricoeur ha hablado de “plaidoyers pour le récit”, y ha llegado a considerar la narración como uno de los me-dios de comprensión más relevantes, junto a los teóricos y categoriales, señalados por L.O. Mink. En la misma línea podría situarse el planteamiento del “saber narrativo”, propuesto por J.F. Lyotard, o la defensa que hace F. Jameson de una “causalidad narra- 1 Cfr. AA. VV. (1966, 1979a), J.M. Adam (1984, reed. 1987; 1985, reed. 1994), T. Albaladejo (1986, 1992), Aristóteles (1990, 1992), E. Artaza (1989), R. Barthes et al. (1977), J. Bessière (1984), C. Bremond (1973, trad. 1990), J. Bres (1994), S. Chatman (1978, trad. 1990), F. Chico Rico (1988), D. Combe (1989), J. Courtés (1976, trad. 1980), M. Cruz Rodríguez (1986), A. Danto (1965, trad. 1989), U. Eco (1979, trad. 1981), A. García Berrio (1975, reed. 1988; 1994), G. Genette (1972, trad. 1989), R. Ingarden (1937, trad. 1989), R. Jakobson (1981), F. Jameson (1981, trad. 1989), D. Jones (1990), F. Kermode (1979, 1988, 1990), J.F. Lyotard (1979, trad. 1989), M. Mathieu-Colas (1977, 1986), L.O. Mink (1970), W.J.T. Mitchell (1980, 1981), Ch. Nash (1990), J.M. Pozuelo (1988, 1992a, 1994), G. Prince (1982, 1988), P. Ricoeur (1977, trad. 1988; 1977a, trad. 1987; 1983-1985, trad. 1987), R. Scholes y R. Kellog (1966, trad. 1970), E. Staiger (1946, trad. 1966), F.K. Stanzel (1979, trad. 1986), Ph.J.M. Sturgess (1992), E. Sullà (1985, 1996), J. Talens et al. (1978), M.J. Toolan (1988), E. Volek (1985), H. White (1987, trad. 1992). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas: Recherches sémilogi-ques. L’analyse structurale du récit, en Comunications, 8 (1966); trad. esp. en R. Barthes et al., Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970; Narratologie, en Poétique, 24 (1975); On Narrative and Narratives, en New Literary History, 6, 2 (1975); On Narrative and Narratives II, en New Literary History, 11, 3 (1980); Narratology I: Poetics of Fiction, en Poetics Today, 1, 3 (1980); Narratology II: The Fictional Text and the Reader, en Poetics Today, 1, 4 (1980); On Narrative, en Critical Inquiry, 7, 1 (1980); Narrative Analysis and Interpretation, en New Literary History, 13, 2 (1982); Narrative, en Poetics Today, 3, 4 (1982); Discours du récit, en Poétique, 61 (1985); Raconter, représenter, décrire, en Poétique, 65 (1986); Les genres du récit, en Pratiques, 59 (1988); Narratology Revisited III, en Poetics Today, 12, 3 (1991); Narrer. L’art et la menière, en Revue des Sciences Humai-nes, 221 (1991).

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tológica”, que puede añadirse a las tres que según Althusser actúan en la historia (me-cánica, expresiva y estructural). En el ámbito de los estudios literarios, la cuestión de la narratividad debe consi-derarse en relación a diferentes conceptos. Entre ellos figura la noción de muthos, clave desde la propuesta teórica de la Poética aristotélica, y que permite contrastar la tragedia y la epopeya desde su común fundamento narrativo. El concepto de narratio, por parte de la retórica, proporcionará un marco adecuado a su concepción discursiva, en un sen-tido amplio y operativo. No hay que olvidar, paralelamente, el interés que las diversas corrientes formalistas y estructuralistas han puesto en el análisis de la narratividad y sus diferentes manifestaciones estéticas, como objeto de análisis intertextual y comparación interdiscursiva. Convencionalmente se admite el uso del término relato para designar un conjun-to de obras cuyo discurso es fundamentalmente narrativo (novela, cuento, filme, co-mic...) La narratividad es una propiedad discursiva que, surgida originariamente en formas épicas, se sistematiza literariamente en la novela con la llegada de la moderni-dad; la narratividad puede manifestarse en sistemas sémicos muy diversos, en manifes-taciones artísticas pertenecientes a géneros muy distintos entre sí. Pese a las múltiples diferencias de tipo formal, el esquema narrativo tiende a caracterizarse por la implica-ción recurrente de acciones y cambios, lo que exige la presencia de personajes, tiempos y espacios, así como de un “narrador”, que se objetive en el discurso a través de deter-minados procedimientos formales y funcionales. El conjunto diverso de acciones y cambios se manifiesta con frecuencia a través de un recorrido narrativo, en el que cada uno de los cambios fundamentales que se produce es funcional, y hace progresar la ac-ción en un determinado sentido. Se pretende, en último término, que el planteamiento general de la narratividad y de su trascendencia cultural contribuya a situar la cuestión de la narración literaria y sus formas en un contexto adecuado. Se trataría de considerar la novela, frente a las demás formas narrativas, como un caso particular que, si por un lado se diferencia de ellas, no es menos cierto que, por otro lado, puede encontrar en las demás formas un marco de referencias adecuado, respecto al cual resulte más asequible su comprensión. 5.2. La narración no literaria Dentro de una visión panorámica de las formas de la narración, es posible con-siderar, aunque se distancie sensiblemente de la realidad literaria, que no artística, algu-nas de las manifestaciones formales de la narración no literaria, especialmente el relato cinematográfico2. Su presencia en el presente contexto puede considerarse desde el punto de vista de su relación con la literatura (C. Peña-Ardid, 1992).

2 Cfr. AA.VV. (1987), R. Arnheim (1988), V. Attolini (1988), F. Ayala (1966, 1972), P. Baldelli (1964, reed. 1966), A. Bazin (1958, reed. 1990), J. Bersani y M. Autrand (1974), G. Bettetini (1984), G. Blue-stone (1957), D. Bordwell (1986),), S. Chatman (1978, reed. 1990), J.M. Clerc (1985), J.M. Company (1987), U. Eco (1962, reed. 1970), S. Eisenstein (1986), J.L. Fell (1977), R.W. Fiddian y P.W. Ewans (1988), A. Gardies (1983), A. Gaudreault (1988), H.M. Geruld (1972, reed. 1981), P. Gimferrer (1985),

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Las relaciones entre cine y literatura constituyen un campo de estudio importan-te y amplio, del que acaso no se han ocupado hasta el momento presente demasiados autores. La traducción o transducción de textos literarios al cine, los problemas deriva-dos de la influencia temática o formal de un medio sobre otro, las diversas posibilidades de intervención del escritor en el cine (guionista, adaptador, realizador...), paralelismos formales y convergencias de estructura entre obras del cine y de la literatura, son algu-nas de las características que puede tener en cuenta un estudio conjunto de ambas for-mas narrativas: la literaria y la cinematográfica. Diferentes autores, entre ellos J.M. Clerc (1985), han discutido acerca de la disciplina que debiera ocuparse del estudio de este tipo de relaciones: ¿literatura comparada, estética, semiología, teoría de la comuni-cación, etc...? Un estudio de esta naturaleza permitiría confirmar la doble competencia, literaria y cinematográfica, de autores como Robbe-Grillet, incluso verificar si la expe-riencia teatral de Eisenstein condiciona la puesta en escena de sus filmes, o hasta qué punto el teatro de Valle está determinado por las primeras representaciones cinemato-gráficas que su autor tiene ocasión de ver. La historia de las relaciones entre el cine y la literatura se presenta con frecuen-cia como algo complejo, variado, e incluso conflictivo. Es posible hablar, en este senti-do, de relaciones de dependencia, como las adaptaciones cinematográficas de narracio-nes literarias; de interferencias múltiples entre el medio literario y el medio fílmico, especialmente intensas en determinadas etapas históricas, como las vanguardias o du-rante la segunda posguerra mundial, en que numerosos escritores y poetas admiran y se implican en actividades cinematográficas; la actitud de los escritores ante el cine, de-terminada en muchos casos por la búsqueda de una renovación de los géneros literarios, de las formas y técnicas de la narración literaria, de una reflexión sobre el movimiento, los valores plásticos y expresivos, etc.; y finalmente habría que tener el cuenta también el papel de la crítica y de la teoría literarias respecto al relato fílmico. En su obra Cine y lenguaje, de 1923, Viktor Sklovski afirma que, “hablando en términos cuantitativos, el espectáculo está representado en el mundo de hoy esencial-mente por el cine [...]. El arte en general —y la literatura en particular— vive junto al cine y finge ignorarlo (Sklovski, 1923/1971: 44)”. El interés de los formalistas rusos por ampliar sus reflexiones sobre el arte y la literatura hacia el estudio del discurso ci-nematográfico ha sido una de las facetas menos consideradas de su trabajo. En este sen-tido, cabe recordar los ensayos teóricos que aparecieron colectivamente en Poètika Ki-

I. Gordillo (1988), Groupe MI (1992, trad. 1993), K. Hamburger (1957, reed. 1995), F. Jost (1978, 1980, 1983, 1984), G. Kriaski (1971), W. Luhr y P. Lehman (1977), J. Mata Moncho (1986), C.B. Morris (1980), B. Morrissette (1985), G. Navajas (1996), C. Peña-Ardid (1992), L. Quesada (1986), A. Remesal (1995), J. Romera Castillo et al. (1997), M. Roppars-Willeumier (1981), V. Sánchez Biosca (1985, 1994), V. Sklovski (1923, reed. 1971), A. Spiegel (1975), I. Tenorio (1989), J. Urrutia (1984, 1985), R. Utrera (1985, 1987). Vid. los siguientes números monográficos de revistas: Cinéma et Roman. Eléments d’appreciation, en Revue des lettres modernes, 30-38 (1958); Cinema e letterature, en Film Selezione, 13-14 (1962); Cinéma et Roman, en Cahiers du cinéma, 185 (1966); Cinéma et littérature, en Cinéma 70, 148 (1970); Littérature et cinéma, en Magazine littéraire, 41 (1970); Cinéma et littérature, en Ca-hiers XXe siècle, 9 (1978); Cine y literatura, en Revista de Occidente, 40 (1984); Les écrivans et le ciné-ma, en Cinématographie, 107 (1985); Cine y literatura, en 1616. Anuario de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, 8 (1990: 103-157).

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no, en 1927, y obras como la ya citada de Sklovski, sobre cine y literatura, entre otros títulos como La literatura y el film (1926), de Boris Einchenbaum. Sólo cuando a lo largo de los años sesenta y siguientes la teoría literaria y lin-güística de los formalistas rusos es sistematizada y asumida por los movimientos estruc-turalistas, con el apoyo de nuevos conceptos que han resultado esenciales en el desarro-llo de la moderna narratología, se ha conseguido un nuevo acercamiento formal al estu-dio del lenguaje cinematográfico. A partir de los trabajos de Chr. Metz (1968, 1972), irán surgiendo, desde finales de los años sesenta, una serie de estudios de R. Barthes, P.P. Pasolini, U. Eco, E. Ga-rroni y I. Lotman, continuados posteriormente en direcciones muy diversas por la narra-tología comparada (F. Jost, A. Gardies, A. Gaudreault), la pragmática (K. Hamburger, R. Odin, F. Casetti), o la semiología generativa (M. Colin). Quizá el ámbito de la semiología y el de la narratología comparada sea uno de los que más hayan contribuido al estudio de las relaciones entre el relato literario y el cinematográfico. Los conceptos de “código”, “texto” y “transposición”, han resultado esenciales, en este sentido, para muchos autores, hasta el extremo de considerar que estas orientaciones constituyen el punto de partida más eficaz para examinar el proble-ma de las correspondencias entre el cine y la novela, como han tratado de demostrar, entre otros, Metz, Jost o Gardies. 5.3. Las formas de la narración literaria3 Dentro de las formas narrativas literarias, la novela y el cuento, en sus diferentes manifestaciones formales y genológicas, pueden considerarse como las categorías más representativas. Desde su nacimiento en la Edad Moderna, y debido a su notable trayec-toria expansiva, la novela ha llegado a convertirse en una forma dominante sobre otros tipos de narración, hasta el extremo de resultar, como apuntaba F. Schlegel, una especie de “metaforma”. En este sentido, la novela ha tendido a subsumir otros tipos de narra-

3Cfr. AA. VV. (1966, 1984b, 1991a), A. Adam (1985, reed. 1994), E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), M. de Andrés (1984), M. Bajtín (1975, trad. 1989), M. Baquero Goyanes (1949, reed. 1992; 1970, reed. 1989; 1988; 1992), G. Beer (1970), H. Bonheim (1982), C. Brooks y R.P. Warren (1943), K. Brownlee y M. Scordilis (1987), R.J. Clements y J. Gilbaldi (1977), N. Everaert-Desmedt (1988), H. Felperin (1980), Y.F. Fonquerne y A. Egido (1986), A. Fowler (1982), P. Fröhlicher y G. Güntert (1995), N. Frye (1957, trad. 1977; 1976, trad. 1980; 1982, trad. 1988; 1996), G. Gillespie (1967), G.W.F. Hegel (1835-1838, trad. 1988), A. Jolles (1930, trad. 1972), W. Krysinski (1981, trad. 1997), S. Lohafer y J.E. Clarey (1989), G. Lukács (1920, trad. 1975; 1955, trad. 1966), Ch.E. May (1976), W. Pabst (1953, reed. 1967, trad. 1972), J. Paredes (1984), P.A. Parker (1979), V. Propp (1928, trad. 1977; 1974; 1976), M. Raimond (1967, reed. 1988), M.D. Rajoy (1984), C. Reeve (1930), J. Reid (1977), S. Rochette-Crawley (1991), M.A. Rodríguez Fontela (1996), E. Serra (1978), V. Shaw (1983), V. Sklovski (1929, trad. 1971), K. Spang et al. (1995), J. Stevens (1973), E. Sullà (1985, 1996), J. Talens (1977), A.B. Tay-lor (1930, reed. 1971), J. Voisine (1992, 1992a). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas: Les contes: Oral / écrit, théorie / pratique, en Littérature, 45 (1982); Légendes et contes, en Poétique, 60 (1984); Hispanic Short Story, en Monographic Review / Revista Monográfica, 4 (1988); The Short Story, en László Halász, János László y Csaba Pléh (eds.), Poetics, 17, 4-5 (1988); Les genres du récit, en Pra-tiques, 65 (1990); Formes littéraires breves, en Romanica Wratislaviensia, 36 (1991).

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ción, o a relegarlos a un plano secundario. Por otra parte, la novela encuentra con fre-cuencia sus raíces en algunas de estas formas y tradiciones —algunas de ellas sólo defi-nibles y considerables acudiendo a relaciones de familia—, en las que se incluyen ma-nifestaciones no estrictamente literarias, como pueden ser la historiografía o las formas autobiográficas y epistolares. Desde el Romanticismo se ha institucionalizado una división tripartita de los géneros literarios que ha provocado, entre otras consecuencias, que se consideren, des-de el ámbito de la épica, y con una jerarquía que no siempre coincide con su génesis y desarrollo posterior, las diferentes modalidades y formas de la narración literaria. Es bien expresiva, en este sentido, la relación entre epopeya y novela, que habrá de ser considerada en el tema siguiente bajo distintos puntos de vista. Como en otros casos, parece recomendable partir de consideraciones terminoló-gicas en torno a vocablos como novela y sus equivalentes en otras lenguas. Considera-ciones de las que surge la evidencia de una serie de contrastes conceptuales que nos permitirán perfilar mejor las diferencias respecto a estas formas de manifestación litera-ria, o modos, si seguimos la propuesta de Robert Scholes. La contraposición de los diferentes términos y conceptos mostrará la indetermi-nación existente entre las formas narrativas más breves, especialmente en lenguas en las que los derivados de novella se han utilizado para designar las formas más extensas. No obstante, la distinción no parece ser un fundamento sólo cuantitativo. Históricamente puede hablarse de tradiciones bien diferenciadas, incluso en el marco de la narrativa breve; sería el caso del cuento, en el sentido más estricto, como narración ligada a la cultura oral y al ámbito de lo folclórico. Frente a la disposición de la novela, se admite convencionalmente que el cuento presenta una fábula más sencilla, pues suele tener una sola “veta” narrativa, y el narra-dor se presenta como transmisor fundamental o único del relato. Se ha hablado de “real-ce intensivo” para designar algunas de las características formales de la novela corta frente al cuento, especialmente a partir de la obra de Boccaccio y Cervantes, y sobre todo en autores más modernos, como Goethe, Kleist, Merimée, Flaubert, Bourget, Maupassant, Chejov, James, Faulkner, Pérez de Ayala, Mann. Esta forma de expresión narrativa se caracterizaría por la presentación de un suceso memorable, intensificado a través de una serie de motivos que lo van configurando, hasta llegar a un punto culmi-nante que introduce una transformación en la consideración de los hechos narrados has-ta entonces. Diferentes autores se han referido al cuento como aquella forma narrativa carac-terizada por lo que se ha denominado “unidad partitiva”: el cuento refiere un suceso o estado, cuyas circunstancias y contrastes de valores representan un determinado aspecto de la realidad; el cuento se distinguiría por la brevedad, tendencia a la unidad (acciones, espacios, tiempos, personajes...), desenlace sorprendente, concentración de los hechos en elementos dominantes, que provocan efectos sintéticos, etc.

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5.4. El concepto de novela. Hacia una teoría general de la novela4 El presente tema tiene como fin dar cuenta del concepto de novela, y de las dife-rentes interpretaciones y valoraciones de que ha sido objeto por parte de las distintas corrientes críticas y teóricas que se han ocupado de la ella como forma literaria. No conviene olvidar, como ha señalado D. Villanueva (1989: 10), que la novela es un género post-aristotélico, al que no está consagrada la Poética, que nace “sin nom-bre, sin prosapia, sin modelo normativo específico”. En la época helenística fluctúa entre la forma de la Historia y el contenido de la comedia, y durante mucho tiempo tuvo una función social antes que estética, una función de divertimiento intrascendente. Los comienzos de la narratología pueden situarse muy a fines del siglo XIX: la polémica del naturalismo en Francia; los escritos sobre la novela de Menéndez Pelayo, Galdós, Clarín, Pereda, Pardo Bazán...; la escuela morfológica alemana; los formalis-mos y estructuralismos, etc.; y especialmente la obra crítica y literaria de Henry James, patriarca de los modernos estudios sobre retórica narrativa. A finales del siglo XIX se desarrollan en Alemania y Austria importantes estudios sobre la novela, orientados especialmente hacia el análisis formal, cuyos principales representantes fueron O. Schissel von Fleschenberg, B. Seuffert y W. Dibelius. Con la obra de estos autores se establecen en la poética alemana los primeros fundamentos de la moderna narratología, a partir de los presupuestos procedentes de la antigua retórica y de la emergente teoría del arte (Kunstwissenschaft). O. Schissel representa, junto con R. Riemann, el primer intento de estudio moderno de la composición narrativa, mien-tras que a W. Dibelius se debe la formulación más sistemática de la poética alemana sobre la novela, así como al germanista B. Seuffert debe considerársele como el primer promotor de los presupuestos metodológicos de esta escuela morfológica. Mientras que en su país de origen la morfología narrativa alemana tuvo un desa-rrollo que pasó prácticamente desapercibido, no sucedió lo mismo en Rusia, donde sus 4 Cfr. J.M. Adam (1985, reed. 1994), R.M. Albérès (1962, 1966), M. Allott (1960, trad. 1966), R. Alter (1975), G. Anderson (1983), M. Bajtín (1963, trad. 1986; 1975, trad. 1989), A.L. Baquero Escudero (1988), S. Benassi (1989), M.C. Bobes (1985, 1993), R. Bourneuf y R. Ouellet (1972, trad. 1975), F. Carmona Fernández (1982, 1984), A.J. Cascardi (1987, 1992), P. Chartier (1990), J. Chénieux (1983), M. Fusillo (1989, trad. 1991), C. García Gual (1972, reed. 1988; 1972b, reed. 1988; 1975), R. Girard (1961, trad. 1985), L. Goldmann (1964, trad. 1967, reed. 1975), P. Grimal (1958), D.I. Grossvogel (1968), G. y A. Gullón (1974), T. Hägg (1983), J. Hawthorn (1992), G.W.F. Hegel (1835-1838, trad. 1988), A. Heisermann (1977), P.D. Huet (1971), H. James (1884, trad. 1975; 1934), P. Janni (1987), J. Kittay y W. Godzich (1987), Z. Konstantinovic et al. (1981), J. Kristeva (1970, trad. 1974), W. Krysin-ski (1981, trad. 1997), Ph. Lacou-Labarthe y J.L. Nancy (1978), G. Lukács (1920, trad. 1975), C. Martí-nez Romero (1989), E. Mattioli (1983), C. Miralles (1968), G. Molinié (1982), G.S. Morson y C. Emer-son (1990), W. Nelson (1973), G. Navajas (1985), J. Ortega y Gasset (1983: III, 353-419), A.A. Parker (1967, trad. 1975; 1979), B.F. Perry (1967), G. Pérez Firmat (1979), J.M. Pozuelo (1992a), A. Prieto (1975), M. Raimond (1967, trad. 1988), W.L. Reed (1983), C. Reeve (1930), Y. Reuter (1991), E.O. Riley (1962, trad. 1981), M. Robert (1972, reed. 1977), J. Rousset (1973), C. Ruiz Montero (1988), V. Sklovski (1929, trad. 1971), K. Spang et al. (1995), M. Stanesco (1987), E. Sullà (1996), D. Villanueva (1977, reed. 1994; 1983; 1988; 1991), N.H. Visser (1978), K. Wheeler (1984), U. Wicks (1989), I. Wil-liams (1978). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas: Types of the Novel, en Poetics Today, 3, 1 (1982); Why the Novel Matters: A Postmodern Perplex, en Novel, 21, 2-3 (1988).

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presupuestos de investigación fueron rápidamente asumidos por autores como V. Sklovski, B. Eichenbaum y V. Zirmunskij, entre otros, de modo que hacia 1920 los mé-todos y resultados de la poética narrativa alemana eran bien conocidos entre los forma-listas rusos. En este sentido, B. Eichenbaum sitúa a W. Dibelius entre los precursores de la poética narrativa formalista, y V. Zirmunskij señalaba en 1923 las afinidades princi-pales entre la morfología alemana y el formalismo ruso. Los formalistas rusos estudiaron detenidamente diferentes aspectos relacionados con la obra narrativa, tales como la diferenciación entre novela, cuento y novela corta (V. Shklovski); diferentes formas de construcción de la novela; la importancia del tiempo como unidad sintáctica del relato; la diferencia entre fábula (historia o trama) y sujeto (discurso o argumento); nociones como motivación y skaz, etc... B. Eichenbaum (1925) destaca tres aspectos fundamentales para una morfología de la narración: 1) la diferencia historia / discurso ; 2) el descubrimiento de que determi-nados recursos de la historia tienen valor literario, de modo que los recursos literarios no son sólo los retóricos, como pensaban los alemanes; y 3) la posibilidad de que exis-tan novelas sin historia, pues hay otros principios constructores: no todos los relatos reconocerán la división tradicional de motivos ordenados en una composición. B. To-machevski distingue a este respecto entre Motivo (V. Veselovski), como unidad narrati-va más pequeña en que se descompone el complejo concepto de trama, y que se dispone a lo largo de la narración (los motivos serán “libres” si se pueden eliminar sin alteración de la fábula (historia), y serán “ligados” en caso contrario); Trama (discurso) o “Zju-jet”, que identifica con la distribución de los acontecimientos en el orden, disposición y conversión que adquieren en una combinación literaria, en el texto literario; y Fábula (historia o trama), como conjunto de acontecimientos en sus relaciones internas. En sus estudios sobre la novela, M. Bajtín había observado, desde presupuestos posformalistas, que las formas estéticas son resultado y expresión de hechos sociales. En el discurso de los personajes subyace un intenso dialogismo, ya que cada uno de ellos se expresa teniendo en cuenta ideas y formas procedentes de otros. El discurso intersubjetivo, el intenso dialogismo y la polifonía cultural son los rasgos fundamenta-les de la novela moderna como género literario. Acaso las aportaciones más célebres, respecto a las investigaciones sobre narratolo-gía, corresponden al etnólogo y folclorista V. Propp, cuya Morfología del cuento (1928) ha sido una obra esencial en la configuración y desarrollo de los modernos estudios sobre la novela. Frente a la variedad de elementos que integran la narración (personajes, espacios, acciones...), V. Propp se propone identificar en el relato un conjunto de ele-mentos invariantes, a partir de los cuales resulte posible establecer un determinado nú-mero de unidades funcionales, cuya ordenación y disposición estructural faciliten la comprensión del discurso y la identidad de sus diferentes elementos compositivos. Al igual que los formalistas rusos, los neoformalistas franceses no se separan mucho de Aristóteles en sus estudios sobre la morfología del relato: el funcionalismo considera que el elemento fundamental del relato son las acciones y las situaciones en sus valores funcionales (funciones), y sólo por relación a ellas se configuran los actantes, o sujetos

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involucrados en las acciones. Los personajes son los actantes, revestidos de caracteres físicos, psíquicos y sociales, que los individualizan. B. Tomachevski consideraba en su obra de 1928 que el personaje era un elemento secundario en la trama. R. Barthes (1966), en Comunications 8, también sostenía que la noción de personaje era comple-tamente secundaria, y que estaba subordinada a la trama; le negaba de este modo su dimensión psicológica, que consideraba de influjo burgués. La influencia de la obra de V. Propp en Europa Occidental comienza desde 1958, con la traducción al inglés de la Morfología del cuento (1928), precisamente el mismo año en que Cl. Lévi-Strauss publica su Antropologie structurale, y ocho años antes de la aparición de la Semántique structural de Greimas, obra que reformula pro-fundamente el pensamiento de V. Propp y construye un modelo de gran rentabilidad y solidez para el análisis estructural del relato y el desarrollo de la ciencia narratológica. 5.5. La novela como construcción lingüística y literaria5 El estudio de la novela, como construcción lingüística y literaria, ha de conside-rar la totalidad de las actividades formales que ejecuta el narrador en el discurso, así como todos los elementos que aportan sentido al texto, bien porque sean significativos en sí mismos (palabras, objetos...), bien porque se hayan semiotizado en el conjunto (relaciones intratextuales...), bien porque cobren sentido desde la competencia del lec-tor en relaciones extratextuales. Los estudios narratológicos suelen distinguir en el análisis de la novela la histo-ria o trama y el discurso o argumento. Se entiende que la historia es el material narrati-vo, el contenido de la novela, la serie de acontecimientos tal como se producen en su orden cronológico. Por su parte, el discurso se identifica con la forma y disposición discursiva del material narrativo. Según Carmen Bobes (1985, 1993), frente a lo que sucede con las unidades de la sintaxis, que se identifican mediante referencias lingüísticas muy precisas (función ‘carencia’, tiempo ‘presente’, personaje ‘sujeto’...), los valores semánticos carecen de una entidad formal que permita identificarlos en unos límites concretos, pues se esta-blecen al interpretar las relaciones intra y extratextuales, varían notablemente de unas obras a otras, y a causa de la inestabilidad del sentido, específica del signo literario, exigen una interpretación semántica propia y diferente en cada obra. El narrador deter-mina con frecuencia el valor de los objetos en el texto, que puede ser óntico (están en el

5 Cfr. T. Albaladejo (1986, 1992), M. Bal (1977, trad. 1985), R. Barthes et al. (1966, trad. 1970), M.C. Bobes (1985, 1993), E. Benveniste (1966, trad. 1971), C. Bremond (1973, reed. 1990), S. Chatman (1978, trad. 1990), F. Chico Rico (1988), J. Culler (1975, trad. 1978; 1980), L. Dolezel (1989), U. Eco (1979, trad. 1981; 1990, trad. 1992), E.M. Forster (1927, trad. 1983), A. García Berrio y T. Albaladejo (1984), G. Genette (1972, trad. 1989; 1983; 1991), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1970, trad. 1973; 1976, trad. 1983), A.J. Greimas (en C. Chabrol [1973: 161-176]), D. Maingueneau (1986), J.M. Pozuelo Yvancos (1988, 1994), V. Propp (1928, trad. 1977), P. Ricoeur (1983-1985, trad. 1987), S. Rimmon-Kenan (1983), C. Segre (1974, trad. 1976; 1985, trad. 1985), B.H. Smith (1980), T. Todorov (1966; 1969, trad. 1973; 1984), B. Tomachevski (1928, trad. 1982), E. Volek (1985). Vid. el siguiente volumen monográfico de la revista Poetics of Fiction, en Poetics Today, 7, 3 (1986).

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texto por lo que son: hechos, realidades...) o sémico (están en el texto por lo que signi-fican en él o en los procesos de su lectura), cuando se trata de realidades que represen-tan a otras realidades, conceptos, ideas..., cuando funcionan, pues, como signos litera-rios (presencia semántica). Una vez que la sintaxis literaria ha identificado las unidades formales y ha des-cubierto sus relaciones en el modelo estructural en que están ordenadas, es decir, la red de dependencias internas, la semántica literaria tratará de interpretar los diferentes tipos de coherencia semántica, o conjuntos de inferencias posibles, para proponer un estudio de la novela. Hay que advertir en este sentido que el signo lingüístico posee una capacidad denotativa respecto a la realidad extratextual; se objetiva en términos de significación ostensiva, en el uso señalador de determinadas unidades lingüísticas (‘este libro’, ‘mi lápiz’), y queda interferido por el interpretante (Sinn) del objeto real (Bedeutung) al que formalmente nos referimos con una expresión verbal (Ausdruck). Por su parte, el signo literario no está codificado establemente, no es capaz de sostener la precisión denotati-va del signo lingüístico, y por ello pierde las relaciones referenciales, lo cual hace posi-ble que se convierta en creador de su propia referencia, remitiéndola a mundos de fic-ción, actualizables en cada lectura merced al interpretante aportado por el lector6 . La semántica tiene como objeto de estudio las relaciones que el signo establece con su denotatum (Bedeutung), objeto o referente, así como el conjunto de sentidos (Sinn) e imágenes asociadas que suscita en el lector cada una de estas relaciones (la representación formal del sentido que adquieren las palabras al referirse a los objetos). En la expresión literaria resulta difícil la distinción objetiva de la forma y del significa-do, porque las formas se semiotizan y crean su propia referencia, el discurso admite varias lecturas coherentes y posibles, y el significado del texto no puede precisarse de forma definitivamente estable. El narrador utiliza signos lingüísticos, de estable codificación, para expresar signos literarios, que adquieren múltiples sentidos por relación a la forma y contenido de los signos referidos en el conjunto de la obra literaria, como marco de referencias que permite interpretarlos. En consecuencia, el narrador adquiere la posibilidad de ma-nipular, de la forma y modo que considera convenientes, un sistema de signos lingüísti-cos y un conjunto de signos literarios, de modo que sostiene una triple relación, como ha sugerido M.C. Bobes (1985), con la forma del texto (Ausdruck), su sentido o inter-pretante (Sinn) y su objeto o referente (Bedeutung). Estos son los elementos en que se apoya C. Bobes para disponer el estudio de la semántica narrativa, al considerar las relaciones entre 1) el narrador y el lenguaje que

6 “En procesos semiósicos no literarios, artísticos o convencionales, el mensaje se objetiva en signos cuyo material no es significante en sí mismo. Los signos literarios proceden de un sistema previamente semiótico; de ahí que sea necesario tener en cuenta la referencia inicial que corresponda a los signos lingüísticos, y que se incorpora a la obra literaria. El estudio semántico de una pintura se centra en el sentido que adquieren sus elementos organizados en un conjunto, pero no en el significado que tienen sus materiales (tela, colores, aceite, línea...), que nada significan en sí mismos” (M.C. Bobes, 1985: 230).

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utiliza, y 2) el narrador y los valores referenciales creados en el texto. La propuesta de C. Bobes (1985, 1993) es la siguiente: I. Relaciones Narrador-Lenguaje (lo que dice) a) Deixis b) Forma interior / exterior del discurso c) Lengua del narrador / lengua de los personajes d) Signos no lingüísticos II. Relaciones Narrador-Referencia (lo que sabe) a) Conocimiento de la historia (parcial / total) b) Presentación escénica / panorámica c) Recurrencias narrativas d) Relaciones enunciación / enunciado 5.6. El narrador: sus relaciones con el lenguaje y la referencia7 La teoría literaria actual considera al narrador como una de las figuras más im-portantes del relato, hasta el punto de convertirlo en uno de los objetos centrales del estudio de la narratología, ya que a él corresponde la organización, valoración y comen-tario en el discurso del material narrativo. El acto de decir, que en el relato literario equivale al arte de narrar, constituye la actividad estética más específica del narrador. Como ha señalado J.M. Pozuelo (1988: 240), “narrar es administrar un tiempo, elegir una óptica, optar por una modalidad (diálogo, narración pura, descripción), realizar en suma un argumento entendido como la composición o construcción artística e intencio-nada de un discurso sobre las cosas”. M.C. Bobes considera que el narrador puede identificarse con aquella persona ficta, interpuesta entre el autor y los lectores, que manipula directamente las unidades sintácticas del relato: “El narrador distribuye las unidades en un conjunto cerrado, en el que cobran sentido literario; el orden temporal, las relaciones formales y semánticas, la forma de presentarlas, etc., crean nuevas relaciones sémicas, que insisten en el signifi-cado de la historia y lo orientan hacia el sentido literario” (M.C. Bobes, 1985: 219). El narrador es, pues, aquel personaje existente en todo discurso narrativo, crea-do por el autor real del mismo, y que, de forma latente o manifiesta en el enunciado, envuelve y domina jerárquicamente con su enunciación (voz), modalidad (relación de

7 Cfr. M. Aguirre (1990), T. Albaladejo (1986, 1992), M. Bajtín (1963, trad. 1986; 1975, trad. 1989), M. Bal (1977, trad. 1985; 1977a), J.M. Bardavío (1977), M.C. Bobes (1985, 1993), C. Brooke-Rose (1981), S. Chatman (1978, trad. 1990), G. Cordesse (1986, 1988), L. Dolezel (1967, 1973, 1976, 1980a, 1983, 1989), E. Frenzel (1963, 1966, 1980), N. Friedman (en Ph. Stevick [1967: 145-166]), G. Genette (1969; 1972; 1972, trad. 1989; 1989), C. Guillén (1985, 1989), A.W. Halsall (1988), W. Krysinski (1981, trad. 1997), J.M. Pozuelo (1988a), G. Prince (1973, 1982), J. Pouillon (1946, trad. 1970), M. Raimond (1967, trad. 1988), F. Stanzel (1979, trad. 1986), S.R. Suleiman (1983), E. Sullà (1985, 1996), J.Y. Tadié (1982), S. Thompson (1955-1958), T. Todorov (1966, 1970), B. Tomachevski (1928, trad. 1982), B. Uspenski (1970, trad. 1973), S. Volpe (1984). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas: Thématique et thématologie, en Révue des langues vivantes (1977); Sémiotiques du roman, en Littératu-re, 36 (1979). Vid. también la bibliografía señalada en los capítulos 5.7, 5.8 y 5.9.

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lenguaje con los personajes) y competencias (discursiva o lógica, semántica, lingüísti-ca), la presencia y manifestaciones de los demás personajes del discurso. Corrientes como el formalismo ruso, y especialmente el estructuralismo francés, han concebido al narrador como un auténtico constructor y diseñador del material na-rrativo, cuyas funciones principales se objetivan en la construcción formal del relato, y responden a clasificaciones relativamente sistemáticas de su punto de vista, conoci-miento de los hechos, modos de narración, relaciones con el lenguaje y sus referentes, etc... Por su parte, estudiosos procedentes de la escuela inglesa y la tradición anglo-norteamericana (H. James, P. Lubbock, N. Friedman, W. Schmid...) se inclinan por la concepción del narrador como un discreto observador de los hechos, de actitud más bien neutral ante la naturaleza de los acontecimientos, y en este sentido se ha llegado incluso a hablar de “asepsia narrativa” (J. Ricardou), habitual en los relatos conductis-tas y en la novela behaviorista de la psicología del comportamiento. Desde este punto de vista, se ha llegado incluso a formular la hipótesis de la existencia de relatos sin narrador, enfoque que parece haber encontrado ciertos apoyos en la teoría de la enunciación de E. Benveniste. Estructuralistas franceses como R. Barthes, T. Todorov, G. Genette..., y autores norteamericanos como W.C. Booth, han insistido firmemente en la imposibilidad de la existencia de relatos sin narrador, al con-siderar que todo discurso requiere y postula de forma imprescindible un sujeto de enun-ciación, identificable con el índice de primera persona del singular Yo. El enfoque es-tructuralista de G. Genette, y sus teorías sobre la voz y la focalización del discurso na-rrativo, han tratado de justificar, de forma muy sistemática, la imposibilidad de prescin-dir del narrador en cualquier modalidad de relato8 . El narrador es uno de los elementos de ficción más específicamente novelescos, al operar alternativamente en el relato con tres capacidades que le permiten el control y la manipulación de la totalidad de las relaciones que pueden reconocerse en el discurso literario. Su capacidad épica le permite contar una historia; su capacidad dramática, distribuir el material de la historia o trama hasta transfigurarlo en discurso literario y estimular así la expectación del lector; por último, su capacidad reflexiva le permite hacer pausas para describir y valorar lo que cuenta, contrastando así narración y meta-narración. A estas funciones del narrador, señaladas por Bobes desde 1985, es posible añadir otras procedentes de G. Genette (1972), L. Dolezel (1973) y L. Linvelt (1981). G. Genette (1972/1989: 308 ss) ha hablado de función narrativa para designar la relación del narrador con la historia; función de control o metanarrativa, que permite valorar las relaciones del narrador con el texto; función comunicativa, que comprende las relaciones que el narrador establece con el narratario; función testimonial, que da cuenta de un determinado estado moral, intelectual, emotivo, etc..., del narrador en re-lación al mundo y contenidos que refiere; finalmente, la función ideológica permite descubrir la valoración que el narrador hace de la acción de los personajes.

8 “El narrador es quien encarna los principios a partir de los cuales se establecen juicios de valor: él es quien disimula o revela los pensamientos de los personajes, haciéndolos participar así de su concepción de la psicología; él es quien escoge entre el discurso transpuesto, entre el orden cronológico y los cam-bios en el orden temporal. No hay relato sin narrador” (T. Todorov, 1968/1973: 75).

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L. Dolezel (1973: 6-10 y 160 ss), por su parte, elabora un modelo de cuatro fun-ciones narrativas, de las cuales las de representación y de control son primarias en el narrador, mientras que las funciones de interpretación y acción lo son en el personaje. L. Linvelt (1981), en sus estudios sobre tipología narrativa, censura el modelo de L. Dolezel, al considerar que no resulta demasiado coherente identificar en el personaje actividades funcionales propias del narrador, ya que esto conduciría a una neutralidad o identidad narrador-personaje sumamente discutible9. 5.7. La modalidad narrativa: tipología del discurso verbal en el relato En sus escritos sobre las figuras del relato, G. Genette (1972) se ha referido a la modalidad como aquella forma de discurso (showing / telling, narración / descripción...) utilizada por el narrador para dar a conocer la historia a un público receptor, y en ella incluye no sólo los problemas relativos a la descripción en el relato, sino también los conceptos de distancia y perspectiva. Por su parte, J.M. Pozuelo Yvancos ha hablado de la modalidad narrativa como de aquella figura del relato que “atiende al tipo de discurso utilizado por el narrador, al cómo se relatan los hechos, con qué palabras se narra una historia” (1988: 31), y sostie-ne, tras una detenida valoración del modelo genettiano, que la modalidad sería aquella faceta de la narratología que ha de responder al ¿cómo reproduce verbalmente el na-rrador los hechos de la historia?, es decir, ¿qué tipo o tipos de discurso verbal utilizará en su relato al contarnos lo sucedido? Bobes Naves, en su propuesta de estudio de la semántica narrativa, considera la modalidad dentro de las relaciones narrador-lenguaje, y dispone su estudio en dos apartados, en los que considera sucesivamente la forma exterior e interior del discurso narrativo y la distancia modal entre el lenguaje del narrador y el de sus personajes. El diseño de una tipología del discurso verbal puede partir del estudio del siste-ma verbal que, en la obra narrativa, forman el discurso del narrador y las voces o actos locutivos del personaje10. Tras las investigaciones llevadas a cabo por L. Dolezel

9 No conviene olvidar, a este respecto, algunos de los planteamientos formulados por teóricos como M. Bajtín y Ph. Lejeune. M. Bajtín (1963, 1975) establece, en sus estudios sobre la obra de F. Dostoievski, una estable diferencia polifónica entre autor, narrador y personaje, de forma que el primero de ellos, sin confundirse en ningún momento con el sujeto de la enunciación ni con los sujetos de la acción narrativa y sus múltiples voces, trasciende ampliamente cada uno de sus ámbitos, y domina de forma absoluta sobre el conjunto del universo narrativo, sin renunciar a adquirir una imagen propia en el texto de la novela, en condiciones acaso muy semejantes a las propuestas por W.C. Booth (1964) para su “author implied”. Ph. Lejeune (1973), en sus estudios sobre la autobiografía, ha formulado el concepto de “pacto autobiográfico” con objeto de designar la relación de identidad que el lector establece entre el autor real del texto, su narrador o sujeto de la enunciación inmanente, y el protagonista o trasunto del autor real en el texto, entidades todas ellas que adquieren expresión sincrética en la forma Yo. 10 Cfr. E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), E. Aznar Anglés (1996), M. Bajtín (1975, trad. 1989), M. Bal (1977, trad. 1985), A. Banfield (1973, 1978, 1978a, 1982), L. Beltrán (1992), M.C. Bobes (1985, 1991, 1992), H. Bonheim (1982), W. Booth (1961, trad. 1974, reed. 1983), D.F. Chamberlain (1990), S. Chatman (1978, trad. 1990), D. Cohn (1978, 1978a), G. Cordesse (1986, 1988), F. Delgado (1973, 1988), L. Dolezel (1967, 1973, 1980a, 1989), E. Dujardin (1931), N. Friedman (1975), G. Genette (1972,

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(1973) en este terreno de la narratología, el discurso del narrador y el discurso del per-sonaje (mímesis / diégesis, showing / telling) han quedado configurados como las dos categorías locutivas constituyentes del texto narrativo en su estrato profundo. Si inicialmente L. Dolezel (1973) había recurrido a la siguiente expresión gráfi-ca para expresar la equivalencia del texto narrativo (T) a la adición del discurso del personaje (DP) y el discurso del narrador (DN), posteriormente M. Gryger propuso una más precisa corrección con objeto de reflejar la relación jerárquica existente entre am-bas naturalezas discursivas.

T ---> DN + DP

En los textos narrativos de la literatura contemporánea es frecuente la presencia de secuencias locutivas ambiguas, que tienden a neutralizar la oposición discurso del narrador/ discurso del personaje, con objeto de provocar una incertidumbre tal que no es posible reconocer con certeza la naturaleza y procedencia de las voces, es decir, quién habla. El efecto conseguido mediante el empleo de este tipo de discurso se de-nomina ambigüedad locucional (L. Dolezel, 1973; B. Mc Hale, 1978; S. Chatman, 1981; M.C. Bobes Naves, 1985: 239-315; M. Rojas, 1987; J.M. Pozuelo, 1988: 226 ss) G. Genette (1972) distingue tres tipos de discurso de personaje: 1. Reproducido (rapporté): el habla del personaje se reproduce tal como supuestamente ha sido pronun-ciada. 2. Traspuesto (transposé): el narrador transmite, insertándolos en su propio dis-curso —y sin explicitar un cambio de nivel discursivo— los enunciados del personaje, cuyas palabras se registran sólo parcialmente. 3. Narrativizado (narrativisé): es el me-nos mimético de los tres, pues el narrador reduce el diálogo o el acto de habla entre los personajes a un acontecimiento más. He aquí algunas de las diferentes modalidades discursivas utilizadas en la novela. Discurso exterior directo libre es aquel discurso en que se ofrece el diálogo con las palabras textuales del personaje, sin instancias intermedias entre ellos y el lector. El discurso del personaje no es introducido por el narrador mediante ningún tipo de fórmu-la declarativa (verba dicendi o sentiendi) o signos ortográficos (comillas). El discurso exterior directo referido puede definirse como aquel procedimiento verbal en el que el

trad. 1989; 1983), P. Hernadi (1972, trad. 1978), S.S. Lanser (1981), J. Lintvelt (1981), M. Lips (1926), P. Lubbock (1921, reed. 1965), B. McHale (1978, 1983), W. Martin (1985, 1986), J. Oleza (1985), J. Ortega y Gasset (1983: III, 143-242), R. Pascal (1977), C. Pérez Gallego (1988), J.M. Pozuelo (1988, 1988a, 1994a), M. Raimond (1967, trad. 1988), V.K. Ramazani (1988), S. Reisz (1989), Y. Reuter (1991), S. Rimmon-Kenan (1983), M. Rojas (1980-1981), M. Ron (1981), P. Rubio (1990), D. Sallneve (1972), R. Scholes y R. Kellog (1966, 1970), F. Stanzel (1979, trad. 1986), E.R. Steinberg (1958, 1979), O. Tacca (1973, 1986), B. Uspenski (1970, trad. 1973), G. Verdín (1970), F. Vicente (1987), D. Villa-nueva (1977, 1984, 1989, 1991), S. Volpe (1984), H. Weinrich (1964, trad. 1968, reimpr.) Vid. los si-guientes volúmenes monográficos de revistas: Narratology III: Narrators and Voices in Fiction, en Poe-tics Today, 2, 2 (1981); Paroles de personnages, en Pratiques, 64 (1989); Dialogues de romans, en Pra-tiques, 65 (1990); Análisis del relato. El punto de vista, en Estudios de Lengua y Literatura Francesas, 4 (1990).

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discurso del personaje se recoge textualmente al ser introducido por el narrador median-te los verba dicendi o sentiendi, o mediante fórmulas declarativas del tipo “sugerir”, “responder”, “murmurar”... El estilo directo referido está determinado básicamente por la presencia del verbo dicendi, contenido en el discurso del narrador, quien introduce el discurso exterior del personaje en estilo directo referido o regido. Dentro de la modalidad discursiva del estilo exterior indirecto referido, B. Mc Hale (1978) distingue varios tipos de enunciaciones en discurso sumario diegético, que clasifica según el grado de información acerca del contenido de cada uno de los actos de habla. El discurso indirecto libre, en palabras de J.M. Pozuelo (1988: 255), “se le suele definir como una forma intermedia entre el discurso del narrador y el discurso del personaje, en el que tanto gramaticalmente como semánticamente se produce una con-taminación del discurso del narrador por el discurso del personaje”. Dentro del discurso interior directo libre es posible incluir el denominado monó-logo interior, que algunos autores designan también bajo la expresión “corriente de con-ciencia” (M.C. Bobes Naves, 1985: 254-282; E. Dujardin, 1931; M. Mancas; M. Rojas, 1987). La “corriente de conciencia” se caracteriza por ser un discurso interior, pues constituye un ejercicio de pensamiento y no propiamente un acto de habla; libre, porque es la cesión de la capacidad épica del narrador en favor de la forma dramática, es decir, la cesión de la palabra a los personajes y la desaparición textual del narrador; y directo, porque las categorías de persona y tiempo del personaje no están transpuestas a otro régimen gramatical en el discurso del narrador. El discurso interior directo referido es aquel discurso del personaje que, no ver-balizado exteriormente, constituye un monólogo razonado en el que las palabras textua-les van entre comillas, y la fórmula declarativa —entre guiones— aparece inserta en el discurso directo que se desenvuelve en la interioridad del personaje, y nos es referido por el narrador como la transcripción de un acto de pensamiento. El discurso interior indirecto referido es aquel discurso del narrador en que se reproduce un discurso del personaje no verbalizado exteriormente, al integrar tales pa-labras, presuntamente pronunciadas por el personaje, en una unidad sintáctica superior, como lo es en este caso el enunciado del agente reproductor, mediante el uso de los verba dicendi o sentiendi y de la conjunción subordinante que. La única diferencia que manifiesta esta clase de discurso respecto al estilo exterior indirecto referido es la opo-sición en el rasgo interior / exterior. 5.8. Los sistemas sémicos no lingüísticos en el relato11

11 Cfr. Barbotin, E. (1970, trad. 1977), Birdwhistell, R.L. (1970), Bouissac, P. (1973), Coppieters, F. (1981), Cosnier, J. y Kerbrat-Orecchioni, C. (1987), Davis, F. (1971, trad. 1976), Ekman, P. y Friesen, W. (1981), Fast, J. (1970, trad. 1983), Felman, Sh. (1980), Heinemann, P. (1980), Helbo, A. (1983, 1987), Iribarren Borges, I. (1981), Kendon, A. (1981), Knapp, M.L. (1980, trad. 1982), La Barre, W. (1978), Pease, A. (1981, trad. 1988), Poyatos, F. (1993), Ricci Bitti, P.E. y Cortesi, S. (1977, trad. 1980), Scheflen, A. (1972, trad. 1977), Vergine, L. (1974).

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Con frecuencia se ha planteado si los signos no verbales del discurso literario comunican o no realmente algo, en qué medida esta forma de expresión requiere el apo-yo de los sistemas verbales, y en función de qué procedimientos formales puede llevarse a cabo la transmisión de tales contenidos e informaciones, a veces completa-mente desvinculados del código lingüístico.

Los signos no verbales desempeñan con frecuencia una función de complemento

de los signos verbales, que difícilmente pueden funcionar de forma aislada en el circui-to de la comunicación.

En los diferentes procesos de la comunicación no verbal existen movimientos,

gestos, sonidos..., que con frecuencia no son pertinentes, al carecer de todo valor en el proceso dialógico de la comunicación. ¿Cuáles son, pues, los comportamientos no ver-bales que la cultura retiene como significativos, y a causa de qué? Buena parte de los estudiosos de la comunicación no verbal han tratado de dilucidar esta cuestión, e inclu-so se ha ensayado la sistematización de un corpus posible de movimientos y actitudes, que las diferentes culturas humanas han ido codificando —o abandonando— muy len-tamente, a través de sus diferentes manifestaciones sociológicas y culturales en el paso del tiempo (E. Barbotín, 1970).

Los mensajes no verbales que resulta posible codificar carecen con frecuencia

de fuerza locutiva propia, y su sentido viene determinado habitualmente por el contex-to, que puede adquirir incluso más importancia que en los mensajes lingüísticos. U. Eco, en su Tratado de semiótica general (1976), se refiere al lenguaje como un sistema de referencias, y a la lingüística como el método fundamental para su codificación, si bien el discurso no verbal debe ser integrado en una comunicación traducible a térmi-nos verbales.

El narrador interviene en la novela con tal insistencia que, con frecuencia, su ca-

pacidad de interpretación limita considerablemente la actuación del lector sobre los signos no verbales; acaso en la novela conductista, y también en la novela negra, las intervenciones del narrador, limitadas y muy ocasionales, permiten que los signos de comunicación no lingüística adquieran una mayor trascendencia desde el punto de vista de las interpretaciones y competencias del lector.

A. Scheflen (1977), en sus estudios sobre el lenguaje del cuerpo y sus funciones

en el orden social, estudia el comportamiento comunicativo de la persona desde el pun-to de vista de sus funciones y posibilidades en el seno de la vida social. De este modo, distingue entre comportamiento verbal, referente al sistema lingüístico y a los medios de comunicación verbales, y comportamiento no verbal, cuyo análisis dispone según los principios de la paralingüística, kinésica, mirada, gestualidad, emblemática, sistema neurovegetativo, comportamiento táctil, proxémica, artefactos y factores de entorno.

Scheflen sostiene un concepto de paralenguaje semejante al desarrollado poste-

riormente por F. Poyatos (1994), en su Estructura Triple Básica, formada por el len-guaje, el paralenguaje y la kinésica. La paralingüística se configura en esta terna como aquella disciplina destinada al estudio de todos los elementos de la comunicación refe-

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ridos al modo de expresión de los contenidos que se pretenden transmitir. El paralen-guaje responde, en este caso, al cómo se dice lo que se dice cuando el emisor prescinde de signos verbales en el proceso de comunicación.

La kinésica ha sido tradicionalmente una de las categorías más estudiadas de la

comunicación humana, al comprender el análisis del conjunto de posiciones y movi-mientos corporales, tanto de individuos aislados como de grupos sociales o étnicos, a cuya comprensión se accede a través de la observación de la vida social o de la consi-deración de las formas artísticas en que se expresa su modo de vivir y de actuar. Los signos kinésicos suelen ser habitualmente signos intencionales, cuyo significado resulta al cabo fácilmente descodificable, al informar sobre actitudes, personalidad, ideología, ritos, costumbres, etc...

La mirada, el color de los ojos, su disposición y movimientos, la forma de los

párpados, etc..., acumulan en la literatura abundantes referencias, como tendremos oca-sión de comprobar a propósito de la “mirada semántica” de objetos y personajes, y de su focalización y punto de vista en la configuración del discurso narrativo. En La Re-genta, la mirada “cálida” de Ana Ozores se contrapone fácilmente a la de los ojos ver-des del Magistral, sus párpados gordezuelos, y su mirada punzante, “que pocos resistí-an”; en la misma novela se habla con frecuencia de la mirada ladeada de don Cayetano Ripamilán, levemente inclinada hacia los extremos, y a la que acaba comparándose con la de una gallina...

Los gestos se identifican con movimientos corporales concretos, cuyo valor se-

miótico es sumamente amplio y resulta muy utilizado en la literatura. Los emblemas, en la terminología de A. Scheflen, designan aquellos comportamientos no verbales que difieren de otros por su uso frecuente, su escasa pero precisa información, su explícita intencionalidad y su traducción directa al lenguaje verbal.

Los llamados elementos del sistema neurovegetativo son todos aquellos elemen-

tos físicos de la persona que pueden adquirir sentido en los procesos de comunicación no verbal inherentes a la interacción humana. Se incluyen en este apartado todos aque-llos actos no verbales que, similares a los anteriores, carecen de movimiento, tal es su característica principal: color de la piel, olores, rubor de las mejillas, peinado, etc... El comportamiento táctil se refiere al contacto físico mantenido por dos o más interlocuto-res durante el tiempo en que transcurre la conversación o diálogo. La proxémica se re-fiere al uso y percepción que el ser humano hace de la distancia, posición y movimien-tos en el espacio interlocutivo del diálogo.

El fenómeno de los denominados por A. Scheflen artefactos se relaciona con la

manipulación, uso y función de los objetos que sirven de estímulo a los sistemas de comunicación no verbales (colonias, productos de cosmética, indumentaria, objetos personales...) Finalmente, los “factores del entorno” son aquellos elementos que, inter-firiéndose en la comunicación humana, no forman esencialmente parte de ella (muebles, luz, decorado, paredes, escenografía en general...), si bien ejercen una gran influencia en la interacción comunicativa.

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La comunicación no verbal mantiene siempre su sistema de independencia res-pecto a la comunicación verbal, si bien ninguna de las dos puede estudiarse absoluta-mente como un fenómeno aislado, al tratarse de algo que forma parte esencial de un proceso de comunicación que no permite hacer abstracción de tales categorías del len-guaje.

Con frecuencia, los signos no verbales pueden contradecir el sistema referencial de los signos verbales; estos últimos son habitualmente más fáciles de dominar que aquéllos, los cuales se manifiestan de forma mucho más sincera. El comportamiento no verbal proporciona indicios para comprobar si el pensamiento coincide o no con la ex-presión externa: los signos no verbales escapan casi siempre a la expresión del hablante y pueden funcionar como sustitutos del lenguaje verbal, acentuando o confirmando par-te de él, y regulándolo en todo caso. 5.9. La perspectiva o focalización en el discurso narrativo12 El conocimiento que el narrador dice o manifiesta tener de la historia puede ser total (omnisciencia), parcial (equisciencia) o nulo (deficiencia), lo cual se revela a lo largo del discurso, ya que todo texto narrativo incluye una fábula (trama), en la que se exponen los acontecimientos que integran la novela, y una metanarración, en que se dispone el proceso de su conocimiento por parte del narrador. Existen diferentes modos de regular la información, que dependen del punto de vista en que se sitúa el narrador para contar la historia. Nos referimos ahora a la moda-lidad según la perspectiva, representada por la focalización —punto de vista o foco de la narración— y que responde al interrogante de ¿quién ve los hechos?, que no debe confundirse con la voz, otra de las figuras del discurso a través de la que se identifica al narrador y que responde a la pregunta ¿quién habla? Paralelamente, el narrador puede decidir la forma en que desea exponer los hechos, y consiguientemente proceder de dos modos: 1) Mediante la reproducción de las escenas en la forma en que se supone que se desarrollan, conservando el lenguaje, el espacio y el tiempo originales (exposición escénica); 2) Mediante la reproducción de los hechos desde su propia visión e interpretación, es decir, dándoles la forma lingüísti-ca y literaria de su propia competencia y modalidad, con su propio idiolecto, y su per-sonal disposición espacial y temporal (exposición panorámica). Se constituye de este

12 Cfr. M. Bal (1977, trad. 1985: 107-127; 1977a; 1978; 1981), M.C. Bobes (1985, 1991, 1993), W.C. Booth (1961, trad. 1974: 511-524; 1967, trad. 1970), Cl. Bremond (1964, trad. 1976; 1966, trad. 1970; 1973), W. Bronzwaer (1978), C. Brooks y R.P. Warren (1943), S. Chatman (1978, trad. 1981), A. Díaz Arenas (1988), N. Friedman (1955, reed. 1967; 1975), W. Füger (1972), A. Garrido Domínguez (1993: 141-155), G. Genette (1966a; 1969; 1972, trad. 1989), P.A. Ifri (1983), R. Ingarden (1931, trad. 1983), J. Linvelt (1981: 116-176), I. Lotman (1970, trad. 1973), P. Lubbock (1921, reed. 1965), J. Ortega y Gasset (1983: III, 143-242), J. Pouillon (1946, trad. 1970), J.M. Pozuelo (1988: 243 ss; 1988a, 1994), S. Reisz (1989), F. Rico (1973, reed. 1982), S. Rimmon-Kenan (1983), F. Rossum-Guyon (1970a), C. Segre (1984: 85-102; 1985), F.K. Stanzel (1964; 1979, trad. 1986), T. Todorov (1966, trad. 1974; 1969, trad. 1973; 1984), B. Uspenski (1970, trad. 1973), D. Villanueva (1984, 1989), P. Vitoux (1982).

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modo el resumen de varias escenas, las cuales se manifiestan ejemplificadas en sus ras-gos esenciales en una descripción referida o expuesta por el narrador. En un procedimiento de estas características son dos los hechos que hay que tener en cuenta: a) Una situación espacio-temporal que se reproduce en sus propios términos (1) o se resume (2), y b) un lenguaje que se reproduce miméticamente (1) o se interpreta (2). Desde el punto de vista de la teoría de G. Genette (1972), el aspecto o focaliza-ción comprende el conjunto de los diferentes tipos de percepción reconocibles en el relato, y cuya elaboración corresponde al narrador y sus modos y procedimientos de captación. El análisis de la perspectiva permite responder a preguntas como ¿quién ve los hechos?, ¿desde qué perspectiva los enfoca?, ¿bajo qué modo de percepción nos comunica la visión?... El concepto de “punto de vista” procede de la física, y es introducido por Leib-niz en el ámbito de las ciencias humanas, donde ha sido utilizado con frecuencia como sinónimo de expresiones afines, siendo el término “perspectivismo” uno de los más recurrentes (H. James, The Portrait of a Lady), entre otros como “focalización”, “vi-sión” o “foco de la narración” (C. Brooks y R.P. Warren). M. Baquero Goyanes consi-dera la perspectiva como una de las características más importantes del discurso narra-tivo, y B. Uspenski le ha dedicado una monografía donde afirma que la perspectiva es un elemento modelizador y un fenómeno estilístico decisivo en la construcción en la novela. J. Ortega y Gasset convierte el concepto de perspectivismo en una de las catego-rías fundamentales de su pensamiento epistemológico, en clara relación con sus ideas sobre el idealismo y las corrientes de conocimiento subjetivo, que proyecta a modo de poética sobre la estética vanguardista, y con las teorías que surgen a comienzos del si-glo XX sobre el relativismo en las ciencias naturales. Entre los formalistas rusos, V.V. Vinogradov y B. Eichenbaum han insistido en la noción de punto de vista como uno de los aspectos que configuran la estructura de la trama, especialmente a partir del concepto de Skaz, como modelo de narración caracte-rizada por la presencia de procedimientos formales propios del lenguaje y el relato ora-les (V. Erlich, 1969/1974: 106 ss y 341 ss). R. Ingarden (1931), a propósito de la interpretación fenomenológica de los fenómenos literarios, ha hablado de “centro de orientación” para designar la función del narrador en el relato, en relación a los cambios de perspectiva que éste puede experi-mentar a lo largo del discurso. I. Lotman (1970), desde el ámbito de una semiótica de la cultura, se ha referido a la noción de perspectiva con objeto de designar el papel que adquiere la conciencia del sujeto individual en la actividad modelizadora del mundo, propia de los sistemas secundarios. Autores como E. Leibfried, W. Füger o F.K. Stan-zel, de amplia tradición alemana, se han ocupado de la perspectiva desde el punto de vista de la cantidad de información proporcionada por el narrador en cada una de sus

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posiciones discursivas, estableciendo un estrecho paralelismo entre punto de vista y grado de conocimiento. La labor del estructuralismo francés ha sido decisiva en relación a los elementos formales de la obra literaria, entre ellos el de la perspectiva o focalización. Desde los primeros estudios de J. Pouillon (1946/1973: 66 ss) se había considerado la perspectiva como la visualización de los hechos narrados desde una determinada posición o punto de vista, que por el hecho mismo de ser adoptada introduce determinadas transforma-ciones en la percepción del objeto. T. Todorov (1969/1973: 70 ss), por su parte, se es-forzó tempranamente en elaborar una tipología de la perspectiva narrativa en relación al tipo de conocimiento adquirido en ella por el narrador: objetivo, si informa sobre el objeto de la visión, y subjetivo, si lo hace sobre el sujeto que lo focaliza. La tipología que ofrece G. Genette en Figures III sobre la perspectiva, y la dife-rencia que este autor ha establecido entre focalización, o sujeto de la visión (modali-dad) —¿quién ve los hechos?— y voz, o sujeto de la enunciación —¿quién habla?—, ha constituido una aportación de suma importancia en el estudio del discurso narrativo. Según Genette, la confusión entre punto de vista o focalización y voz del personaje o narrador ha sido un equívoco sostenido durante mucho tiempo por diferentes estudiosos de la narratología (W.C. Booth, F.K. Stanzel, P. Lubbock, N. Friedman, C. Brooks, R.P. Warren...) G. Genette establece esta clasificación en Figures III (“Discours du récit”, 1972), en cierto paralelismo con la distinción que ofrece J. Pouillon en Tiempo y novela (1946), y que reproduce T. Todorov en 1966 y 1969 en sus estudios sobre el discurso narrativo. Crítica anglosajona Pouillon Genette Todorov narrador omnisciente por detrás cero Narrador > personaje narrador equiscente visión con interna Narrador = personaje narrador deficiente por fuera externa Narrador < personaje focalización No han faltado objeciones a la propuesta de G. Genette, entre las que debe men-cionarse la de M. Bal (1977). Esta autora sostiene un concepto de perspectiva sensible-mente diferente del de Genette, ya que, si bien define la focalización en virtud de la relación entre los objetos presentados y el sentido a través del cual adquieren valor en el discurso, M. Bal sitúa la focalización en una de las fases del proceso de expresión de la historia, es decir, en el momento en que el material de la fábula recibe una determinada configuración formal, lo que equivale a sostener, frente al modelo de Genette, la inexis-tencia de relatos de focalización cero. 5.10. La pragmática de la comunicación narrativa13

13 Cfr. E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), M. Bal (1978, 1981, 1984), E. Benveniste (1966, trad. 1971; 1974, trad. 1977), W. Booth (1961, trad. 1974), G. Cordesse (1986), S. Chatman (1978, trad. 1990), L. Dallenbach (1977, trad. 1991), O. Ducrot (1972, reed. 1980, trad. 1982), G. Genette (1972, trad. 1989; 1983), W. Gibson (1950), K. Hamburger (1957, trad. 1995), L. Hutcheon (1985), W. Iser

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El estudio de la voz en el relato, es decir, el análisis de la identidad del sujeto de la enunciación y de las circunstancias textuales en que ésta se produce (¿quién habla? ¿desde dónde lo hace? ¿a qué o a quién se refiere?), está determinado con frecuencia por dos propiedades fundamentales del discurso narrativo, que son la posición que adopta el sujeto de la enunciación frente a la historia o enunciado que refiere (fuera / dentro, participación / no participación), y la posición que el mismo hablante asume desde el punto de vista de su implicación en los diferentes estratos o niveles discursivos que puede establecer recursivamente la narración. Corresponde a G. Genette haber distinguido en el discurso las categorías de voz y perspectiva, así como haber señalado metodológicamente los problemas relativos a los sujetos de la enunciación (¿quién habla, dice o refiere el discurso?), de los proble-mas que implica la noción de punto de vista, en relación al sujeto que ve los hechos, y a las condiciones de forma y de sentido en que los percibe y comunica. G. Genette ha propuesto una clasificación de los relatos que se configura según la posición de presencia o ausencia que adopta el narrador respecto a la historia que cuenta, y en relación al grado de responsabilidad locutiva que adquiere en el proceso de su enunciación. Desde este punto de vista, es posible señalar al menos tres formas de relato que, según la posición del narrador ante la historia (fuera / dentro), entendemos del modo siguiente. 1. Narrador autodiegético. Es aquel que participa como protagonista en la histo-ria que él mismo cuenta. Se trataría, pues, de un sujeto de la enunciación (Yo) intensa-mente modalizado en el enunciado de la historia, al convertirse él mismo en el objeto principal del relato (Yo), y adquirir de este modo una relación de identidad entre narra-dor y personaje protagonista. Este tipo de narrador es el habitual de los diarios, memo-rias, y relatos autobiográficos en general, en que el sujeto hablante se convierte con frecuencia en tema de la historia, y se sirve habitualmente de la focalización interna, al contemplar la realidad desde el punto de vista de su conciencia individual. 2. Narrador homodiegético. En este caso, el narrador, como sujeto de la enun-ciación novelesca, forma parte de la historia que cuenta, pero, si bien puede hacerlo como protagonista, no utilizará el lenguaje para referirse siempre a sí mismo, de forma reflexiva, como sucede en la autodiégesis, sino para comunicarse, bien con otro perso-naje, al que convierte en destinatario inmanente de su propio discurso, bien con el na-rratario mismo del relato. El modelo comunicativo de este tipo de narraciones dispone la presencia de un sujeto de la enunciación (Yo), que participa en la historia que cuenta, y cuyo discurso se dirige formalmente a un destinatario inmanente, explícito con fre-cuencia en la historia, y denotado en el texto por el índice de segunda persona tú. (1972, trad. 1974), W. Kayser (1958, trad. 1970), W. Krysinski (1977), J. Lintvel (1981), D. Mainguenau (1981, 1990), W. Martin (1986), F. Martínez Bonati (1960, reed. 1983; 1978; 1980), J. Oleza (1979), W.J. Ong (1975), M. Pagnini (1980, 1986), M.A. Piwowarczyk (1976), J.M. Pozuelo (1988a; 1990), G. Prince (1973, 1982, 1988), P. Rabinowitz (1977), M. Raimond (1967, trad. 1988), W. Ray (1977), C. Reis y A.C. Lopes (1987), S. Renard (1985), Y. Reuter (1991), S. Rimmon-Kenan (1983), F. Schuerewegen (1987), B.H. Smith (1978), F. Stanzel (1979, trad. 1986), O. Tacca (1973), D. Villanueva (1989, 1991a), P. Waugh (1984), T. Yacobi (1981, 1987).

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3. Narrador heterodiegético. El discurso heterodiegético se caracteriza porque el narrador no forma parte de la historia por él relatada. La narración presenta esta vez una realidad referencial de la que el narrador está excluido, y que habitualmente él mismo expresa con un lenguaje apenas modalizado, evitando en el enunciado las hue-llas formales y semánticas de su enunciación, y apoyándose con frecuencia en la om-nisciencia que proporciona la focalización cero o “visión por detrás”, como sucede en la novela realista y naturalista; la focalización externa o “visión por fuera”, como es habitual en la novela behaviorista ; y la focalización interna o “visión con”, propia del narrador equiscente que aparece en obras como La metamorfosis de F. Kafka, o el Re-trato del artista adolescente de J. Joyce. También es posible ofrecer una clasificación de la voz en el relato atendiendo a la posición que puede ocupar el personaje narrador en cada uno de los niveles o estrati-ficaciones discursivas de la narración. La derivación recursiva, como proceso de comunicación con caracteres propios desde el punto de vista semiológico, se constituye sobre una jerarquía de niveles de inserción de unos discursos en otros, de modo que el lenguaje actúa como forma envol-vente de sí misma. A propósito de los niveles narrativos, G. Genette (1972: 238-243; 1983: 55-64) ha empleado los términos extradiegético, para designar el acto narrativo productor del relato (o primera instancia que origina la diégesis); intradiegético o sim-plemente diegético para el relato que se sitúa recursivamente dentro de él; y metadiegé-tico o hipodiegético —siguiendo a M. Bal y S. Rimmon-Kenan (1983: 91-100)— para la narración subordinada jerárquicamente a aquella otra que se sitúa en el nivel de derivación inmediatamente anterior. Con el fin de salvaguardar la concepción organicista de la obra literaria, G. Ge-nette identifica en el discurso narrativo un conjunto de funciones que permiten estable-cer diferentes relaciones entre los relatos intradiegético y metadiegético. Se ha hablado en este sentido de función explicativa, para designar el discurso del personaje narrador que explica cómo se ha producido el paso de una situación a otra en el transcurso de una vida, de un viaje, etc..., lo que sucede con frecuencia en relatos biográficos y auto-biográficos, tales como la vida de Ulises, o la narración que el cautivo hace de su tra-yectoria vital en la primera parte del Quijote. La función predicativa tiene como fin anticipar a través de prolepsis concretas las consecuencias de determinadas acciones o situaciones narrativas, que resultan frecuentes en los relatos proféticos o predictivos. Genette habla de función temática para designar la coincidencia de determinados aspectos temáticos, por analogía o contraste, entre los relatos contenidos en dos o más estratificaciones discursivas. Esta función es acaso la que más directamente se relaciona con la noción de recursvidad, propia de la mise en abyme y del relato especular (Dällenbach, 1977), tan recurrente en el Nouveau roman, y en autores como Butor, Ricardou y Robbe-Grillet. Frente a la función temática, la denominada persuasiva insiste en la dimensión argumentativa del relato diegético, y su capacidad para insistir en el comportamiento y valoración del personaje, el tiempo o el espacio, presentes en la narración intradiegética, como derivación recursiva del relato primero. Las denominadas funciones distractiva y obstructiva no remiten directamente

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funciones distractiva y obstructiva no remiten directamente a las relaciones que puedan existir entre dos o más estratificaciones discursivas, sino que se refieren a la función que el acto mismo de narrar puede adquirir en el desarrollo de la historia o trama, tal como sucede, por ejemplo, en el argumento de Las mil y una noches, en que Scherezade salva su vida cada noche gracias a la disposición ininterrumpida de la narración. 5.11. El personaje en el relato14

Para Forster (1927/1985: 54), el personaje es una persona que inicia su vida con una experiencia que olvida y la termina con otra que imagina pero que no puede com-prender. Situados en un conjunto cerrado dentro del que cobran sentido literario, los personajes son unidades objeto de distribución y manipulación por parte del narrador, que es también una de las creaciones autoriales más específicamente novelescas, y mer-ced a la cual es gobernada la realidad convencional que se nos presenta en la novela.

Como han escrito R. Wellek y A. Warren (1949/1984: 181), “un personaje de novela sólo nace de las unidades de sentido; está hecho de las frases que pronuncia o que se pronuncian sobre él. Tiene una estructura indeterminada en comparación con una persona biológica que tiene su pasado coherente. Estas distinciones de estratos tie-nen la ventaja de acabar con la distinción tradicional y equívoca entre fondo y forma. El fondo reaparecerá en íntimo contacto con el substrato lingüístico, en el que va envuelto y del cual depende”.

Ph. Hamon (1972: 99) considera que “ce qui différence un personnage P1 d’un

personnage P2 c’est son mode de relation avec les autres personnages de l’oeuvre, c’est à dire, un jeu de ressemblances ou de différences sémantiques”. Desde este punto de vista, el personaje novelesco queda configurado como un signo complejo que desarro-lla una función e inviste una idea. El personaje adquiere un status de unidad semiológi-ca al quedar justificadas las siguientes exigencias: 1) Forma parte de un proceso de co-municación que es la obra literaria; 2) Puede identificarse en el mensaje, pues ofrece un número de unidades distintas, esto es, un léxico; 3) Se somete en sus combinaciones y construcciones a unas normas, es decir, a una sintaxis; 4) El personaje es independiente del número de funciones, de su orden y su complejidad y, consiguientemente, también de su significado. En suma, el personaje adquiere una significación propia que le permi-te formar mensajes en número ilimitado.

14 Cfr. AA. VV. (1984, 1984b), G. Achard-Boyle (1996), A.I. Alonso Martín (1986), M.C. Bobes (1984, 1985, 1986a, 1991), C. Bremond (1973, reed. 1990), J. Campbell (1949, trad. 1959), C. Castilla del Pino (1989), J. Courtés (1976, trad. 1980), S. Chatman (1978, trad. 1990), R.E. Elliott (1982), E.M. Forster (1927, trad. 1983), R. Gaudeault (1996), E. Garroni (1973, trad. 1980), J.E. Gillet (1974 [en G. y A. Gullón: 273-285]), R. Girard (1961), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1966a, trad. 1974; 1970, trad. 1973; 1976, trad. 1983), Ph. Hamon (1972), H. James (1934, trad. 1975), U. Margolin (1989), F. Mau-riac (1952, trad. 1955), M. Mayoral (1990), J.H. Miller (1992), J.A. Pérez Rioja (1997), J.M. Pozuelo (1994), V. Propp (1928, trad. 1971), F. Rastier (1972), J. Ricardou (1971), P. Ricoeur (1990, trad. 1996), V. Sklovski (1975), G. Torrente Ballester (1985), D. Villanueva (1990), J. Villegas (1978), M. Zéraffa (1969).

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El personaje ha sido considerado por M.C. Bobes como una unidad sintáctica del relato, al igual que las funciones, el tiempo y el espacio, también elementos estruc-turantes de la trama, y sobre los que es igualmente posible un análisis semántico y pragmático. El personaje literario se configura como: 1) Unidad de función : puede de-limitarse funcionalmente al ser sujeto de acciones propias; 2) Unidad de sentido : es objeto de la conducta de otros personajes y puede delimitarse por relación a ellos; 3) Unidad de referencias lingüísticas : es unidad de todas aquellas referencias lingüísticas y predicados semánticos que se dicen sobre él, de modo que es posible delimitarlo ver-balmente como depositario de las notas intensivas que, de forma discontinua, se suce-den sobre él a lo largo del relato. El estudio del personaje novelesco puede abordarse teniendo en cuenta los siguientes aspectos.

El nombre propio, o un nombre común que funcione como propio, garantiza la

unidad de las referencias lingüísticas que se dicen sobre el personaje, las cuales, proce-dentes de fuentes textuales muy diversas, constituyen su etiqueta semántica.

Si el nombre de cada personaje dispone la posibilidad de referirse, de forma rela-

tivamente unitaria y estable, al conjunto de referencias y acciones que a lo largo de la novela encarna como construcción actancial y discursiva, la etiqueta semántica del per-sonaje es resultado de la lectura que el intérprete realiza de la novela, a través de los datos que de forma sucesiva y discontinua aparecen a lo largo de la obra, con objeto de construir interpretativamente lo que el personaje novelesco es y representa textualmen-te. A veces el lector sabe muchos datos sobre el personaje antes de que éste haya apare-cido directamente, es decir, por sí mismo. Conviene determinar la procedencia de estos datos, así como la modalidad bajo la que se comunican al lector. La etiqueta semántica se construye a partir de predicados semánticos y notas intensivas que se dicen sobre el personaje a lo largo del discurso, y que proceden de fuentes diversas.

La descripción física de los personajes se ha considerado desde Balzac como

uno de los recursos del discurso realista, es decir, como uno de los signos generadores de realismo. Hoy no se puede admitir que el personaje se construya como una copia directa de una persona; el autor proyecta una idea a la que inviste con un personaje al que presenta con unos rasgos determinados, que pueden coincidir o no —no importa— con los de personas reales y concretas. Los rasgos físicos, procedentes de una realidad en forma directa o analógica, son en el discurso novelesco signos caracterizadores de la función que desempeñan los personajes en la historia, y forman un sistema cuyas uni-dades significan por sí mismas (su significado es socialmente admitido), y por oposi-ción dentro de la misma obra (forman un sistema).

Conviene tener en cuenta además el conjunto de signos de acción y de relación

del personaje con los demás personajes del discurso. Los signos de relación se refieren a los rasgos distintivos que oponen en el cuadro de actuantes, o en el conjunto de per-sonajes, unos a otros, y pueden apoyarse en criterios funcionales (agresor / agredido); aluden al ser o a sus cualidades semánticas (hábil, astuto, ingenioso... / inhábil, inge-nuo, antipático...); a los signos de acción, etc...

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A propósito del personaje de novela, Pouillon ha hablado de la “conciencia irre-flexiva”, con objeto de designar la actuación, por parte de los personajes, sin pleno co-nocimiento de la trascendencia de sus acciones. No quiere decir esto que los personajes no sepan lo que hacen, ya que cada uno tiene sus propios fines y los persigue. Se trata más bien de designar el sentido trascendente que alcanzan en el entramado de la vida narrativa determinadas acciones, que son realizadas por los personajes como actos coti-dianos, diarios, y ante los cuales no resulta posible prever la trascendencia finalmente alcanzada.

El intertexto literario y el contexto social designan la presencia de signos de rela-

ción, al menos desde un punto de vista transtextual, al referirse a la relación intertex-tual, es decir, de copresencia, eidética y frecuentemente, de signos literarios que definen o determinan la constitución del personaje en dos o más obras. Se trataría en suma de personajes que, por razones de intertextualidad literaria o contexto social, pueden reci-bir connotaciones que condicionen apriorísticamente su configuración y rol actancial. En tales casos, podría hablarse de prototipos, es decir, de personajes de “nombre lleno” (donjuán, celestina...) que, bien por efecto de un uso social, bien por relaciones con otras obras literarias, adquieren un significado previo a su acción y presentación en el discurso.

El personaje puede considerarse como “plano” (flat) o “redondo” (round) (Fors-ter, 1927). Suele haber una correspondencia entre la cantidad de información que se da sobre un personaje y su valor funcional en el texto. También es posible distinguir entre personajes “fijos” en relación al ambiente social, temporal, espacial..., que en realidad crean, y otros que son “móviles”, porque se transforman a lo largo de la historia y sus circunstancias. 5.12. Acciones y funciones en el discurso narrativo. Abstracción y formalización El presente epígrafe se refiere a las principales propiedades teóricas relacionadas con los conceptos de actancialidad y funcionalidad en el relato literario. El estudio realizado por M. Petrovski en 1925 sobre El disparo, de Pushkin, repre-senta la influencia de la escuela morfológica alemana sobre la labor de los formalistas rusos. M.A. Petrovski es el principal representante ruso de la morfología compositiva. En 1921 realiza un análisis formal del cuento de Maupassant En voyage, y en 1925 estudia, con la misma metodología, el cuento de Pushkin titulado El disparo, en el que distingue “construcción” y “función” de la historia narrativa. La “composición” narra-tiva se caracteriza para este autor por la progresión, tal como la había diseñado Aristó-teles (conflicto-nudo-desenlace), y sigue una serie de principios a través de cuya apli-cación se va convirtiendo en “disposición” (un particular punto de vista, un determina-do modo narrativo...) Petrovski distingue en la forma narrativa del relato la construc-ción (aspecto anatómico) y la función (aspecto fisiológico). La constitución, a su vez, está determinada por dos categorías básicas: 1) la alternancia de segmentos estáticos

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(descriptio) y su segmentación dinámica (narratio), y 2) la oposición entre dispositio y compositio en el sentido propuesto por Schissel en su manifiesto programático15. Discípulo de M.A. Petrovski, A.A. Reformatski escribió en 1922 un Ensayo sobre el análisis de la composición de la novela, donde sigue muy de cerca el modelo de W. Dibelius. Distingue entre categorías estructurales y funcionales, matiza el concepto de compositio (“organización artificial” no cronológica del “tempo narrativo”), oponién-dolo al de dispositio, que es organización cronológica. Establece así un precedente di-recto del concepto de “argumento” (sjuzet), que los formalistas desarrollarán amplia-mente, de la mano de Tomachevski. Respecto al concepto de función narrativa, en el sentido que este concepto ad-quiere en la obra doctrinal de V. Propp (1928), se ha señalado a V. Gippius, B. Nejman y A.I. Nikiforov como autores precursores del funcionalismo narratológico, e introduc-tores en la Rusia de los formalistas de la morfología alemana del Ur-Tipo (L. Dolezel, 1990: 177 ss). En este sentido, A.I. Nikorov había advertido en 1928 que “el reagrupa-miento de las funciones individuales de los personajes principales y secundarios en un cierto número de combinaciones libremente (aunque no del todo libremente) es lo que constituye el núcleo de la trama de la fábula”. Acaso las aportaciones más célebres, respecto a las investigaciones sobre narratolo-gía, corresponden al etnólogo y folclorista V. Propp, cuya Morfología del cuento (1928) ha sido una obra esencial en la configuración y desarrollo de los modernos estudios sobre la novela. Frente a la variedad de elementos que integran la narración (personajes, espacios, acciones...), V. Propp se propone identificar en el relato un conjunto de ele-mentos invariantes, a partir de los cuales resulte posible establecer un determinado nú-mero de unidades funcionales, cuya ordenación y disposición estructural facilite la comprensión del discurso y la identidad de sus diferentes elementos compositivos. Desde esta perspectiva, Propp (1928/1971: 33) elabora el concepto de función, al que considera como “la acción de un personaje definida desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la intriga”. La función es una abstracción de la acción, del mismo modo que el actuante lo es del personaje; un mismo personaje puede desem-peñar varias funciones diferentes (sincretismo), así como una misma función puede ser ejecutada por sucesivos personajes (recurrencia): “Lo que cambia son los nombres (y al mismo tiempo los atributos) de los personajes; lo que no cambia son sus acciones, o sus funciones. Se puede sacar la conclusión de que el cuento atribuye a menudo las mismas

15 Cfr. AA. VV. (1984, 1984b), A.I. Alonso Martín (1986), M.C. Bobes (1985, 1991), C. Bremond (1973, reed. 1990), J. Campbell (1949, trad. 1959), C. Castilla del Pino (1989), J. Courtés (1976, trad. 1980), S. Chatman (1978, trad. 1990), R.E. Elliott (1982), E.M. Forster (1927, trad. 1983), R. Gaudreault (1996), R. Girard (1961, trad. 1985), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1970, trad. 1973; 1976, trad. 1983), Ph. Hamon (en R. Barthes et al. [1977: 136 ss]), H. James (1884, trad. 1975), J. Kristeva (1969, trad. 1981), U. Margolin (1989), F. Mauriac (1952, trad. 1955), M. Mayoral (1990), J.H. Miller (1992), F. Poyatos (1993), V. Propp (1928, trad. 1977), J. Ricardou (1971), P. Ricoeur (1977, trad. 1988; 1977a, trad. 1987), V. Sklovski (1975), J. Villegas (1978), M. Zéraffa (1969). Vid. los siguientes números mo-nográficos de revistas: Character as a Lost Cause, en Novel, 11, 3 (1978); Theory of Character, en Poe-tics Today, 7, 2 (1986); Le personnage, en Pratiques, 60 (1988).

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acciones a personajes diferentes. Esto es lo que nos permite estudiar los cuentos a par-tir de las funciones de los personajes “ (V. Propp, 1928/1972: 32). V. Propp., en su Morfología del cuento (1928), se propone estudiar las formas inva-riantes de los cuentos tradicionales: “La palabra morfología significa el estudio de las formas”. Se apoya en el concepto de “función”, que representa un valor constante en los relatos, son limitadas en número, y su sucesión es con frecuencia idéntica; además, el concepto de función habrá de sustituir en la teoría de Propp las nociones de motivo (Veselovski) y elemento (Bédier). Como veremos, sus ideas fueron desarrolladas am-pliamente por los formalistas franceses, en Europa, y por A. Dundes (1958), en Nor-teamérica.

El funcionalismo iniciado por V. Propp encuentra en el estructuralismo francés,

concretamente en la obra de A.J. Greimas, Cl. Bremond, G. Genette, L. Tesnière, etc., célebres continuadores, que pretendieron “la réinterprétation linguistique des dramatis personae “ (C. Chabrol, ed., 1973), al considerar que la estructura del relato y la sin-taxis de las lenguas serían un modelo único. R. Barthes, en 1966, en Comunications 8, también sostenía, como los formalistas de principios de siglo, que la noción de persona-je era completamente secundaria, subordinada como lo estaba a la trama, y le negaba su dimensión psicológica, que consideraba de influjo burgués.

M.C. Bobes considera que, dentro de la narratología, el enfoque funcionalista es

el que parece tener más aceptación y desarrollo teórico, acaso porque puede ser el más específicamente literario. V. Propp distinguió en 1928, en sus estudios sobre los cuen-tos tradicionales rusos, siete tipos de personajes, desde una dimensión estrictamente funcional: Agresor, Donante, Auxiliar, Princesa, Mandatario, Héroe y Falso-héroe. A.J. Greimas (1966), apoyándose en el léxico de la gramática funcional de Tesnière, deno-mina actantes a los personajes implicados en las acciones, y, precisando el modelo de Propp, los agrupa, por su forma de participar en las acciones, en tres parejas: Destina-dor-Destinatario; Ayudante-Oponente; Sujeto-Objeto. R. Bourneuf y R. Ouellet (1972) siguen las teorías de E. Souriau, y consideran las situaciones, que identifican con los roles funcionales, como el resultado de la combinación de seis fuerzas o funciones: las del protagonista, el antagonista, el objeto, el destinador, el destinatario y el ayudante. En consecuencia, el célebre cuadro actancial de Greimas quedaría integrado por los siguientes actuantes:

Sujeto: fuerza fundamental generadora de la acción en la sintaxis narrativa. Objeto: lo que el sujeto pretende o desea alcanzar. Destinador: instancia que promueve la acción del sujeto y sanciona su actuación. Destinatario: entidad en beneficio de la cual actúa el sujeto. Ayudante: o auxiliar, papel actancial de los actores que ayudan al sujeto. Oponente: actores que adoptan la actitud contraria a la del sujeto.

D. Villanueva (1990: 22) ha escrito a propósito de tales modelos actanciales que “estas teorías no lo son, en puridad, del personaje literario, sino de la estructura de la acción, del argumento, de la historia, independientemente de cómo haya sido contada. Nos conducen hasta una estructura superficial, nunca del discurso, y eso no siempre. El

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método fue concebido para el estudio de formas elementales del relato”. No hay que olvidar, finalmente, la nueva lectura que Gaudreault propone del cuadro actancial grei-masiano, en su trabajo “Renouvellement du modèle actantiel”, publicado en número 107 de la revista Poétique (1996). 5.13. El tiempo en el relato. Formalización literaria y valor sémico. El cronotopo16 No es posible objetivar directamente el tiempo, porque no subsiste por sí mis-mo, ni tampoco permanece en las cosas, sino que actúa como una condición del sujeto. Acaso podría pensarse que el tiempo es sólo una categoría de la acción, o una de sus condiciones formales, desde el momento en que las acciones de los personajes si sitúan en un tiempo, como los fenómenos de la realidad. I. Kant ha explicado que el tiempo no subsiste por sí mismo, ni pertenece a las cosas, como determinación objetiva que per-manezca en el ser en sí. El tiempo y el espacio, como formas apriorísticas de pensa-miento, son las condiciones formales de todos los fenómenos, incluso sin objetos reales. La obra de M. Bajtín constituye, desde este punto de vista, uno de los referentes más importantes, en lo que se refiere al análisis formal y funcional del tiempo y del espacio (cronotopo) en el discurso narrativo. M.C. Bobes (1985: 148), en el marco de la evolución de los conceptos narrato-lógicos, señala dos tipos de relaciones temporales en el discurso narrativo: 1) El tiempo de la historia (o trama) : Es el tiempo de la historia contenida en el discurso, que sigue el modelo del tiempo físico, cronológico, objetivo, lineal, y que sin embargo puede presentarse en el discurso de forma alterada por el narrador, quien lo presenta y manipula en el relato como cree conveniente, en sus formas de expresión, de relación, de sucesividad, de simultaneidad, etc... 2) El tiempo del discurso (o argumento) : Es el resultado de la adaptación, reali-zada por el narrador mediante recursos diversos, del tiempo de la historia. La conciencia del tiempo en el discurso narrativo no se manifiesta propiamente hasta el siglo XVIII, salvo en excepciones como la novela autobiográfica de la antigüe-dad, los géneros hagiográficos, u otras formas de cronotopo señaladas por M. Bajtín 16 Cfr. AA. VV. (1990), A.I. Alonso Martín (1986), E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), M. Bal (1977, trad. 1985), M. Baquero Goyanes (1970, reed. 1989), M. Baquero Goyanes (en G. y A. Gullón [1974; 231-242]), M.C. Bobes Naves (1985, 1991), R.H. Castagnino (1967), F. Delgado León (1973, 1988), E.M. Forster (1927, reed. 1970, trad. 1983), G. Genette (1972, trad. 1989; 1983), W.W. Holdheim (1984), R. Ingarden (1931, trad. 1983; 1937, trad. 1989), F. Kermode (1967, trad. 1983), J. Kristeva (1994), A. Martín Jiménez (1989), A.A. Mendilow (1952, reed. 1972), H. Meyerhoff (1955, reed. 1968), M. Picard (1989), K. Pomian (1984, trad. 1990), J. Pouillon (1946, trad. 1970), J.M. Pozuelo (1988), G. Prince (1982), P. Ricoeur (1983-1985, trad. 1987), S. Rimmon-Kenan (1983), F.K. Stanzel (1979, trad. 1986), M. Sternberg (1978), P.D. Tobin (1978), D. Villanueva (1977, reed. 1994; 1989, 1991), M. Vuil-laume (1990), H. Weinrich (1964, trad. 1968, reed. 1974), A. Yllera (1974, reed. 1986). Vid. los siguien-tes números monográficos de revistas: L’espace perdu et le temps retrouvé, en Communications, 41 (1985); Temps et récit romanesque. Actes du 2ème Colloque International du Centre du Narratologie Appliquée, en Cahiers de Narratologie, 3 (1990).

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(1979). La novela de educación incorpora el tiempo histórico al discurso, al que otorga determinados sentidos en el desarrollo de la intriga. Bajtín advierte que este fenómeno se aprecia en Rabelais y en la novela del Renacimiento, para alcanzar una expresión más eficaz en la obra de W. Goethe y J.J. Rousseau, y llegar hasta los siglos XIX y XX con las novelas de Ch. Dickens y Th. Mann. En este sentido, I. Tinianov (1923: 85-88) distingue entre el material narrativo (fábula) y su configuración artística (trama). G. Müller había hablado de tiempo narran-te y tiempo narrado. Tz. Todorov (1972) distingue entre tiempo del relato o de los per-sonajes, tiempo de la escritura o enunciación, y tiempo de la lectura o recepción. G. Genette (1972) propone distinguir los tiempos de la historia (material o significado), del relato (significante o historia configurada formalmente en el texto enunciado), y de la narración (enunciación o proceso que permite el paso de la historia al relato). P. Ricoeur (1983) propone una división triádica: a) Tiempo prefigurado (míme-sis I), que representa el tiempo de la existencia real, el tiempo material sobre el que se ejerce la actividad artística; b) Tiempo configurado (mímesis II), que alude a la manipu-lación y organización del tiempo según las convenciones propias del arte, y designa el tiempo del texto; c) Tiempo refigurado (mímesis III), que es el tiempo reconstruido a través del acto de lectura, y estrechamente vinculado a las condiciones particulares de cada proceso de recepción. El análisis del tiempo del discurso permite establecer el orden de la historia, señalar una sintaxis temporal del discurso por relación a la historia, y establecer un có-digo temporal cuyas unidades adquieran sentido en el conjunto y los límites de la nove-la. El tiempo del discurso narrativo está determinado por las relaciones entre el acto de enunciación, que transcurre siempre en un presente convencional (yo cuento que...), y el discurso enunciado, que puede transcurrir en presente (los personajes hablan direc-tamente, la palabra del narrador discurre en un tiempo simultáneo al de los hechos...), o en pasado, si el narrador transcribe lo ocurrido en discursos indirectos, referidos o en sumario diegético. Convencionalmente se acepta que el tiempo de la enunciación se mantiene siempre en presente (estoy contando), incluso si hay un narrador interpuesto (estoy con-tando que me contaron...), y que el tiempo de la historia —enunciado— puede variar del presente al pasado (sucede que / sucedía que), según haya simultaneidad o anterio-ridad respecto al tiempo de la enunciación (discurso). El presente es la temporalidad que sirve de canon para señalar la relación de presente entre la enunciación (que siem-pre se identifica con un tiempo presente, como el sujeto hablante siempre se identifica con la primera persona “yo”) y el enunciado, que puede situarse en el presente (simul-taneidad) o en el pasado (anterioridad), mas nunca en el futuro (posterioridad). El pro-ceso de comunicación narrador-narratario se realiza siempre en un presente convencio-nal. En sus estudios sobre las figuras del relato, Genette ha elaborado un modelo desde el que pretende identificar formalmente los diferentes procedimientos o figures del tiempo en el relato. En su obra de 1983, Nouveau discours du récit, Genette trató de

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actualizar algunos de sus argumentos, y dar respuesta a varias de las objeciones que la crítica le había planteado. Genette distingue tres aspectos de la temporalidad (orden, duración y frecuencia), con objeto de conocer la disposición del tiempo en el discurso y su organización en la historia. Algunos autores han negado la existencia del tiempo como unidad de sentido y de estructura en la obra literaria. K. Hamburger (1957) sostiene que el pretérito épico, forma verbal específicamente narrativa, se destemporaliza y pierde su valor denotativo de pasado desde el momento en que se utiliza desde la tercera persona en un discurso de ficción, mientras que en las narraciones autobiográficas, y en los discursos enunciados desde la primera o segunda personas (yo/ tú) el pretérito conserva sus valores específi-cos. H. Weinrich (1964) sostiene, al igual que Hamburger, que las formas verbales ca-recen de referente temporal en el discurso de ficción. Weinrich trata de identificar en los adverbios temporales el sentido del tiempo en el relato, y considera que las formas verbales sólo expresan la actitud del hablante ante el objeto del enunciado. P. Ricoeur (1983-1985), por su parte, considera que la mayor parte de los estu-dios narratológicos sobre el tiempo se caracterizan por cierta abstracción que desembo-ca en falta de atención hacia la experiencia creativa (autorial) e interpretativa (lecto-rial). Desde el punto de vista de Ricoeur, la obra literaria no puede considerarse desde una autonomía absoluta (estructuralismo), ya que en todo relato está contenida una de-terminada concepción temporal, resultado de una experiencia literaria que representa un lugar de encuentro para el autor y sus lectores reales, de forma que el tiempo vivido actúa decisivamente en la comprensión e interpretación del tiempo literario. Tal es la tesis recogida en sus estudios sobre el tiempo y la narración, al abordar la etapa de refi-guración (Mímesis III) del fenómeno estético por medio de las formas del arte. 5.14. El espacio en el relato. Formalización literaria y valor sémico. La descripción El espacio17, como el tiempo, puede entenderse como una categoría gnoseológi-ca que permite situar a los objetos y a los personajes por referencias relativas. Es un concepto que se alcanza mediante percepciones visuales, auditivas, táctiles y olfativas. El concepto de espacio es una noción histórica: según las épocas prevalecen por su va- 17 Cfr. J.M. Adam (1992), J.M. Adam y A. Petitjean (1989), M. Aguirre (1990), E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), J. van Appeldoorn (1982), G. Bachelard (1957, trad. 1965), M. Bajtín (1975, trad. 1989), M. Baquero Goyanes (1970, reed. 1989), R. Barthes (1968a, 1968b, 1982), M.C. Bobes (1985, 1991), H. Bonheim (1982), S. Chatman (1978, trad. 1990), R. Debray-Genette (1988), J. Frank (1945, trad. 1972; 1978), A. García Berrio (1989), A. Gelley (1979, 1980), R. Gullón (1980), Ph. Hamon (1981), R. Ingarden (1931, trad. 1983), M. Issacharoff (1976, 1991), J.A. Kestner (1978), H. Miterrand (1980, 1990), J. Oleza (1979a), L.M. O’Toole (1980), C. Pérez Gallego (1971), R. Ronen (1986), C. Segre (1981), J.R. Smitten y A. Daghistany (1981), J. Weisgerber (1978), A. Wright (1987), G. Zoran (1984). Vid. los siguientes números monográficos de revistas: Sémiotique de l’espace, en Communica-tions, 36 (1982); Le décrit, en Littérature, 38 (1980); Sur la description, en Poétique, 43 (1980); To-wards a Theory of Description, en Yale French Studies, 61 (1981); Approches de l’espace, en Degrés, 35-36 (1983); Payages, en Littérature, 61 (1986); Espaces et chemins, en Littérature, 65 (1987); Con-ceptualiser l’espace, en Imprévue, 1 (1988); Análisis del relato. La descripción, en Estudios de Lengua y Literatura Francesas, 5 (1991).

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loración semántica algunos lugares (topoi), o determinadas sensaciones a ellos vincula-das. Es el caso de la tendencia de la novela pastoril por los espacios abiertos, las riberas de los ríos; la novela picaresca tiende por su parte a los cambios de espacio y a la es-tructuración de los escenarios por medio de un viaje; la tendencia de la novela realista a situar la acción en los interiores también entraña un determinado concepto de las for-mas espaciales... J. Frank (1945) utilizó por vez primera la expresión “forma espacial” para referirse a aquellos momentos del transcurso de la escena en los que el fluir natural de la narración se detiene, y la atención se fija en la interacción de relaciones dentro del ámbito espacial. El concepto aristotélico del espacio como lugar en el que se sitúan los objetos —y sujetos— se mantiene, sin discusión teórica, hasta el Renacimiento, y en la práctica lingüística y literaria hasta mucho más tarde. La novela precisa los perfiles de los per-sonajes por relación a los lugares donde viven y a los objetos de que se rodean: predo-minio de paisajes en las novelas románticas y de interiores en las del realismo, por ejemplo. El concepto bajtiniano de cronotopo resulta en este contexto especialmente útil. La novela concreta las ideas de los personajes y las relaciones que establecen en conductas que se proyectan sobre coordenadas temporales y espaciales, y encuentra, tanto en el espacio como en el tiempo, valores sémicos que aprovecha como expresión y forma de modos de ser y de actuar (Bobes, 1985: 199 ss). R. Barthes, en sus estudios sobre el espacio como ilusión o efecto de realidad, distingue diferentes tipos de espacios dentro de su concepción literaria: único/ plural, presentación vaga/ detallada, escénico/ panorámico, narrado/ vivido, protector/ agresi-vo, simbólico, de personaje, etc..., si bien la distinción básica se refiere a los espacios del discurso, por un lado, y a los espacios de la historia o trama, por otro. S. Chatman (1978) y M. Bal (1977) consideran que el espacio contiene a los personajes, signos con los que establece de forma privilegiada relaciones y valoraciones esenciales en el discurso, y que la percepción del espacio depende de la focalización y del punto de vista elegido por el personaje, con frecuencia el narrador, a cuya compe-tencia y modalidad se asocia estrechamente el sentido del espacio. J. Weisgerber (1978) considera igualmente que en el discurso narrativo el espa-cio establece relaciones especiales con el personaje y sus acciones, hasta el punto de dar lugar a dos tipos de novela: aquel en el que dominan los espacios como marco, soporte o configuración de la acción (novela griega, novela de pruebas, picaresca, caballerías...; Jane Austin, etc...), y aquel en el que el personaje se relaciona de tal modo con el espa-cio que su estructura y sentido en la novela quedan definidos por su dimensión espacial (novelas de protagonista colectivo espacializado en una ciudad, como Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo). R. Gullón (1980) y J. Weigerber (1978) han hablado, a propósito de la novela objetivista y conductista, de espacios construidos conforme a determinados modelos referenciales, muy próximos al mundo objetivo, a la realidad natural. Se trataría en su-ma de espacios mínimamente semantizados, en los que dominaría una visión externa,

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superficial, como mero soporte de una acción igualmente referencial y exterior a la vi-vencia psicológica del personaje. Descripción o topografía es la denominación convencional que recibe el discur-so sobre el espacio (A. Garrido, 1993: 218), porque a través de ella el relato adquiere una geografía (localización para la acción narrativa) y un contexto (que justifica y ca-racteriza la conducta del personaje). G. Genette considera que entre narración y des-cripción existe una relación de solidaridad, es decir, de dependencia mutua, ya que re-sulta sumamente difícil e infrecuente narrar sin describir. M.C. Bobes (1985: 196-7 y 213) ha hablado a este propósito de mirada semán-tica, con objeto de designar la mirada narrativa que interpreta los objetos más allá de la mera presencia, y que requiere el análisis de la forma en que la novela y el drama crean los ambientes, es decir, lo que está en el espacio y desde él adquiere sentido. De este modo, el espacio subjetivo son las sensaciones: el hombre se constituye en centro de percepciones en un círculo más o menos amplio, del que puede dar testimonio total o parcial. R. Barthes (1968/1987: 179-187), con objeto de distinguir la oposición que se establece entre narración (temporalidad de los hechos) y descripción (espacialidad de los objetos), habló de esta última como de una actividad inherente al acto mismo de narrar. Barthes revela en la descripción un nuevo significado: la categoría de lo real. “Nosotros somos lo real —parecen decir lo objetos—. El realismo como significante nace del referente desposeído de su significado. Se produce un efecto de realidad, base de esa verosimilitud inconfesada que forma la estética de todas las obras más comunes de la modernidad” (1987: 186). Ph. Hamon (1972: 465-485), en su artículo “Qu’est-ce une description?”, define a ésta como “una expansión del relato, un enunciado continuo o discontinuo unificado desde el punto de vista de los predicados y de los temas cuyos límites y clausura no son previsibles” (p. 466). Hamon formula cinco hipótesis sobre la descripción que, según sus palabras, pueden extraerse de la simple intuición del lector medio: 1) Forma un blo-que semántico autónomo; 2) Está separada de la narración como tal, más o menos ex-plícitamente; 3) Se inserta libremente en el relato; 4) Carece de signos gráficos o mar-cas específicas; 5) No está sujeta a ningún ‘a priori’ en cuanto a forma y disposición. J.M. Pozuelo (1988), en su libro Teoría del lenguaje literario, reproduce una clasificación, propuesta por Hamon, de las posibles funciones que la descripción puede desempeñar en los relatos. Estas funciones generales de la descripción serían las si-guientes: 1) Función demarcativa: señala las divisiones o fronteras en el discurso entre la narración y la descripción (sintaxis); 2) Función dilatoria o retardataria: el desarro-llo de la intriga se detiene al introducirse una descripción de determinados efectos esti-lísticos y semánticos (temporalidad); 3) Función decorativa o estética: quizá la más específica de sus funciones. “Descriptio” u ornamento del discurso era, para la retórica clásica, cuya cultura antigua reconocía también el género “epidíctico”, una propiedad ornamental destinada a la sola admiración del público, que no a su persuasión (retóri-ca); 4) Función simbólica o explicativa: guarda estrecha relación con la semántica lite-

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raria, pues otorga a los objetos, vestidos, moblajes, etc., una presencia semántica, una mirada semántica, de tal modo que no sólo están “presentes” en el relato por su valor testimonial óntico, sino, muy especialmente, por su valor sémico, como realidades que remiten a otras realidades o conceptos, esto es, como signos (competencia reflexiva del narrador).