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Del álbum de un cazador recogeimpresiones de la vida rural cazadasal vuelo por un autor que en susandanzas por los campos y lasaldeas de Rusia supo plasmar susobservaciones de primera mano conhumor y poesía. Las anécdotas,retratos e impresiones líricas quecomponen este retablo de la vidacampestre muestran la vida de loscampesinos y los siervos sineufemismos y con total inmediatez.Cuando estas prosas se publicaronpor primera vez en un volumen, en1852, provocaron tanta controversia

que Turguéniev fue detenido yconfinado en arresto domiciliariodurante meses en su hacienda deSpasskoie. Estos esbozos ocupanhoy un lugar especial en la literaturadel siglo XIX: más allá de su valordocumental y la influencia decisivaque tuvieron en la subsiguiente ydefinitiva emancipación de lossiervos, las prosas reunidas en Delálbum de un cazador se leen comorelatos, las primeras joyas de unescritor que más tarde dejaría parala Historia obras maestras comoPrimer amor y Padres e hijos.

Ivan Turguéniev

Del álbum de uncazador

ePub r1.0Daruma 26.09.14

Título original: Zapiski OkhotnikaIvan Turguéniev, 1852Traducción: James y Marian WomackDiseño de cubierta: Daruma

Editor digital: DarumaePub base r1.1

NOTA DEL EDITOR

Del álbum de un cazador fue publicadopor primera vez por entregas en larevista Sovreménnik (Elcontemporáneo) entre 1847 y 1851. Lapresente traducción sigue el texto de laprimera edición amalgamada de dichostextos publicada en 1852. En 1872 y en1874 Turguénev publicó otros tres textosque fueron incluidos en ediciones

posteriores de Del álbum de uncazador. Sin embargo, estos textosfueron escritos por encargo con motivode ocasiones específicas, como es elcaso de «Zhivye Moschi» («Costal dehuesos»), que lejos de pertenecer a lacolección fue concebido para obtenerbeneficios para la causa de las víctimasdel hambre. Aunque no desmerecen asus antecesores, no acaban de encajarcomo parte del todo orgánico que elpropio Turguénev concibió cuandoreunió los textos en su primera ediciónde 1852. Los traductores han utilizado laedición de la Academia de las CienciasRusa de esta primera y fresca versión de

Del álbum de un cazador.

EL TURÓN YKALÍNICH

Quien haya viajado desde el distrito deBoljov hasta la región de Zhizdra sinduda se habrá asombrado por lasmarcadas diferencias de carácter entrelas gentes de la provincia de Oriol y lasde Kaluga. El campesino de Oriol es unhombre de corta estatura, encorvado,cabizbajo, acostumbrado a mirarte por

debajo de las cejas y a vivir en cabañasmiserables de madera de álamo, cobrapor faena, no se inmiscuye en locomercial, come mal y luce lapti[1];mientras que el campesino de Kaluga,que paga su renta en especies, estáacostumbrado a espaciosas cabañas demadera de pino, es alto, de complexiónrobusta, sus ojos son vivarachos y mirade frente, con aspecto limpio y pálido,comercia en grasas y brea y calza botaslos días de fiesta. Una aldea de Oriol(me refiero a las partes más orientalesde la provincia de Oriol), sueleencontrarse entre campos sembrados ycerca de algún barranco que, de una

forma u otra, se ha transformado en unestanque sucio. Aparte de algún sauceque se tenga a mano, o un par deescuálidos abedules, no habrá un soloárbol visible en muchas verstas[2]; lascabañas se sucederán unas a otras, sustejados cosidos con paja podrida… Unaaldea de Kaluga, por otra parte, estarárodeada en su mayor parte por bosques;las cabañas serán más independientesunas de otras, estarán mejor alineadas,además de poseer tejados de tabla; lasverjas cierran bien, los cercados debarro que rodean el patio no se hancaído hacia dentro, ofreciendo paso alprimer cerdo vagabundo… Y para el

cazador la provincia de Kaluga ofrecemuchas ventajas. En la provincia deOriol, las últimas zonas de bosque y de«plazas»[3] desaparecerán en unos cincoaños y no existen zonas pantanosas;mientras que en la provincia de Kalugalas zonas de bosque se extienden porcentenares, y las ciénagas por docenasde verstas, y ese noble pájaro, elurogallo, no ha desaparecido todavía;abunda la becada bondadosa, así comola ruidosa perdiz, que con su revoloteoestrepitoso causa tanto alborozo comoterror al cazador y a su perro.

Cazando en la región de Zhizdra mehice amigo de un pequeño terrateniente

de Kaluga, Polutikin, apasionadocazador y, por consiguiente, excelentepersona. Hay que admitir que habíaadquirido un par de debilidades: porejemplo, cortejaba a todas las jóvenesricas de la provincia y, cuando se ledenegaban tanto sus manos como laadmisión a sus casas, confesaba suinmensa desdicha a todos sus amigos yconocidos sin dejar por ello de enviarpresentes a los padres de las muchachas,melocotones amargos y otros manjaresde su jardín; le gustaba repetir la mismaanécdota, la cual, a pesar de la altaopinión que el señor Polutikin poseíasobre ella, no lograba arrancar risas de

nadie; elogiaba los trabajos de AkimNajímov y la novela corta Pinna[4];tartamudeaba; llamaba Astrónomo a superro; en lugar de decir pero decía noobstante, e introdujo la cocina francesaen su casa, el secreto de la cual, deacuerdo con las ideas de su cocinero,consistía en alterar por completo elsabor natural de cada plato. En lasmanos de este maestro la carne parecíapescado, el pescado setas, y losmacarrones polvo; es más, no sepermitía la inclusión de ningunazanahoria en sus sopas si antes no habíaasumido una figura de rombo o trapecio.Pero dejando a un lado aquellos

defectos parcos e insignificantes, elseñor Polutikin era, como he dicho, untipo excelente.

El día de nuestro encuentro Polutikinme invitó a pasar la noche en su casa.

—Estamos a unas cinco verstas —añadió—, un largo camino a pie, así queacerquémonos antes a ver al Turón. (Ellector me permitirá que no reproduzcasu tartamudeo).

—¿Y quién es ese Turón?—Uno de mis campesinos… No

vive lejos de aquí.Nos pusimos en marcha. La aislada

cabaña del Turón se encontraba en mitadde un bosque, en un claro destinado a la

labranza. Eran varias construcciones demadera de pino unidas por verjas; unatechumbre sobre el conjunto, sostenidopor finos pilares, recorría el frontal dela cabaña principal. Entramos. Nosrecibió un joven de unos veinte años deedad, alto y apuesto.

—¡Ah, Fedia! ¿Está el Turón encasa? —le preguntó Polutikin.

—No, el Turón ha ido a la ciudad —respondió el joven, sonriendo ymostrando una hilera de dientes blancoscomo la nieve—. ¿Desea que leenganche el carro?

—Sí, hijo, engánchalo. Y tráenosalgo de kvas[5].

Entramos en la cabaña. Las paredeslimpias recorridas por travesaños noestaban cubiertas de pinturas baratascomo las que se realizan en Suzdal. Enuna esquina, ante el pesado icono metidoen su marco de plata, ardía unalamparita; la mesa, de madera de tilo,había sido limpiada recientemente, yentre los travesaños y los marcos de lasventanas no había ni escarabajoscorreteando ni cucarachas mediodormidas. El muchacho no tardó enaparecer con una enorme jarra blancallena de un kvas riquísimo, una rebanadade pan de trigo y una docena depepinillos salados en un cuenco de

madera. Colocó las viandas sobre lamesa, se apoyó contra el marco de lapuerta y se dedicó a observarnossonriendo mientras comíamos. Salimos.Un muchacho de unos quince años, depelo rizado y mejillas sonrosadas,estaba sentado en el pescante ycontrolando con dificultad al caballo píoy juguetón. Rodeaban el carromato unosseis jóvenes gigantescos, todos muysimilares entre sí y al propio Fedia.

—Son todos muchachos del Turón—comentó Polutikin.

—Somos los chicos del Turón —repitió Fedia, que nos había seguidohasta el porche— y no estamos todos

aquí. Potap está en el bosque, y Sídor haacompañado al viejo Jor a la ciudad…¡Despacio, Vasia —continuó,dirigiéndose al joven cochero—,recuerda que llevas al señor! ¡Cuidadocon los socavones o romperás el carro ymarearás al señor!

El resto de los hermanos del Turónfestejaron con amplias sonrisas la graciade Fedia.

—Dejemos que se siente Astrónomo—exclamó Polutikin con aire solemne.

Fedia levantó en el aire al perro, quesonreía nervioso, no sin cierto regocijo,y lo depositó en el suelo del carro. Vasiaaplicó el látigo a los caballos. Nos

pusimos en marcha.—Y esa de ahí es mi oficina —dijo

de repente Polutikin, señalando unacasita diminuta de paredes bajas—. ¿Legustaría verla por dentro?

—Por supuesto.—Ahora no la uso mucho —explicó,

descendiendo del carro—, pero merecela pena echarle un vistazo.

La oficina consistía en doshabitaciones vacías. Desde el patiotrasero, el guarda, un anciano enjuto,corrió a recibirnos.

—Buenos días, Miniáich —dijo elseñor Polutikin—, ¿tienes por ahí algode esa agua?

El anciano guarda se alejó y regresóde inmediato con una botella y dosvasos.

Bebimos cada uno un vaso llenohasta arriba, mientras el anciano nosobsequiaba con profundas reverencias.

—Bueno, ya es hora, o eso creo, deque nos vayamos —comentó mi nuevoamigo—. En esta oficina conseguí abuen precio cuatro desiatinas[6] deforesta del comerciante Allilúiev.

Tomamos nuestros asientos en elcarruaje y en media hora entrábamos enel patio delantero de la mansión dePolutikin.

—Dime, te lo ruego —le pregunté

durante la cena—, ¿por qué razón elTurón vive apartado del resto de tuscampesinos?

—Vive apartado porque es el máslisto que tengo. Hará unos veinticincoaños su cabaña se quemó, y vino a ver ami difunto padre y le dijo: «Se lo ruego,Nikolái Kúzmich, permítame vivir enalguna zona cenagosa del bosque. Lepagaré un alquiler sustancioso». «¿Y porqué quieres irte a vivir a una ciénaga?».«Pues verá, señor, Nikolái Kúzmich; loúnico que le pido, señor, es que no meexija que la trabaje, sino que fije unalquiler apropiado». «¡Cincuenta rublosal año!». «Gracias, señor». «¡Pero ten

cuidado de no retrasarte en ningúnpago!». «Por supuesto, señor, no meretrasaré…». Así que se asentó en mitadde la ciénaga. Y desde entonces se leconoce como el Turón.

—¿Y es de suponer que se ha hechorico? —pregunté.

—Así es. Ahora me paga cien rublosal año de alquiler, y es probable que selo suba pronto. Muchas veces le hedicho: «¡Cómprate, Turón, compra tulibertad!». Pero el muy bestia siempreme asegura que no tiene nada con quéhacerlo, ni dinero ni nada… ¡Porsupuesto que no!

Al día siguiente, justo después del té dela mañana, marchamos a una excursiónde caza. Al pasar por la aldea mi amigoPolutikin ordenó al cochero que sedetuviese en una cabañita insignificantey achaparrada, y gritó a todo pulmón:

—¡Kalínich!—¡En seguida, señor! —respondió

una voz desde el patio—. Me estoyponiendo el lapot.

Continuamos al paso, y acabábamosde salir de la aldea cuando nos alcanzóun hombre de unos cuarenta años, alto,delgado, de cabeza pequeña y enjuta. Setrataba de Kalínich. A primera vista me

agradó su rostro generoso, colorado ycon marcas de viruela. Kalínich (comome enteraría más tarde) acostumbraba asalir todos los días de cacería con suseñor, y cargaba el morral, en ocasionesla escopeta, observaba dónde habíancaído los pájaros, ejercía de aguador,recogía fresas salvajes, erigíaconstrucciones en las que guarecerse ycorría detrás del droshki[7]; sin élPolutikin no podía dar ni un paso.Kalínich era el hombre más alegre ydispuesto que pueda imaginarse; sepasaba el rato canturreando, mirando asu alrededor con aire resuelto ymascullando en su voz nasal, sonriente y

entrecerrando sus ojillos azules, ymesándose con frecuencia la barbaescasa y bien recortada. Caminabadespacio pero a largas zancadas,apoyándose levemente en un bastónlargo y fino. En el curso del díaintercambió algunas palabras conmigo,sin actitud servil hacia mi persona; sinembargo, cuidaba de su señor como sifuera un niño. Cuando el calorinsoportable del mediodía nos obligó acobijarnos, nos condujo hacia lo másprofundo del bosque, al lugar en el queguardaba sus abejas. Kalínich nos invitóa entrar en su pequeña cabaña, adornadacon manojos de hierbas aromáticas

secas, preparó heno fresco, y acontinuación se colocó una especie desaco sobre la cabeza, cogió un cuchillo,un tarro y un tizón, y se dirigió hacia susabejas para cortarnos un panal. Nosbebimos la miel, transparente y cálidacomo el agua de un manantial, y nosadormilamos acunados por el monótonozumbido de las abejas y el parloteosusurrante de las hojas.

Me despertó una delicada brisa.Abrí mis ojos y vi a Kalínich. Estabasentado en el umbral de la puerta medioabierta tallando una cuchara de madera.Pasé largo rato admirando su rostrodulce y puro como el cielo de la tarde.

El señor Polutikin también se despertó.No nos incorporamos de inmediato.Después de una larga caminata y unsueño profundo es muy agradablequedarse tranquilamente tumbado sobreel heno: el cuerpo se relaja, lánguido, undébil calor inunda el rostro y una dulceholgazanería mantiene los ojos cerrados.Al cabo nos levantamos y volvimos aponernos en marcha, hasta el anochecer.Durante la cena dirigí una vez más lacharla hacia el Turón y Kalínich.

—Kalínich es un buen hombre —medijo el señor Polutikin—, diligente,servicial, buen campesino. No logramantener sus tierras en orden porque

siempre me lo estoy llevando comoacompañante. Sale conmigo de cazatodos los días… Juzgue usted mismo loque le ocurre a su tierra.

Me mostré de acuerdo con él, y nosfuimos a la cama.

Al día siguiente, Polutikin tenía que ir ala ciudad por asuntos relacionados consu vecino, Pichúkov. Pichúkov habíaarado parte de la propiedad dePolutikin, y en este terreno arado hastahabía administrado una tunda a una delas siervas de Polutikin. Salí de cazasolo, y poco antes del crepúsculo meencontré en la propiedad del Turón. En

el umbral de su casa me recibió unanciano calvo, de pequeña estatura,fornido y de hombros anchos: se tratabadel propio Turón. Lo miré con grancuriosidad. Sus rasgos me recordaban aSócrates: tenía la misma frente alta yprotuberante, los mismos ojos pequeños,la misma nariz respingona. Entramosjuntos en la cabaña. De nuevo Fediatrajo algo de leche y pan negro. El Turónse sentó en un banco y, masajeándose labarba rizada con la mayor calma quepueda imaginarse, inició unaconversación conmigo. Era conscientede su posición, sus movimientos ypalabras eran pausados, y solo de

cuando en cuando se le escapaba unarisilla entre sus considerables bigotes.

Conversamos sobre la siembra, lacosecha, la vida del campesinado engeneral… Parecía coincidir conmigo enla mayoría de las cosas; al cabocomencé a sentirme algo incómodo,como si no estuviera diciendo locorrecto… Todo cuanto salía de mi bocacomenzó a parecerme extraño. El Turónde vez en cuando se expresaba de unaforma algo enrevesada y cautelosa…Reproduzco un ejemplo de nuestraconversación:

—Escucha, Turón —le decía yo—,¿por qué no le compras tu libertad a tu

amo?—¿Y por qué debería hacerlo?

Conozco bien a mi amo y sé cuánto debopagarle por arrendar las tierras. Mi amoes un buen hombre.

—Pero ser un hombre libre debe sermejor —comenté.

El Turón me miró de soslayo.—Eso es bien cierto —murmuró.—Entonces, ¿por qué no hacerlo?El Turón giró un tanto la cabeza.—¿Y con qué, señor mío, podría

comprar mí libertad?—Venga ya, anciano…—Si el Turón se encontrara entre la

gente libre —continuó en un susurro,

como si hablara consigo mismo—,entonces cualquier imberbe sería másimportante que él.

—Pues aféitate la barba.—¿Y de qué sirve una barba? Un

barba es como la hierba, la puedescortar.

—¿Y entonces a qué te refieres?—Mira, la cosa es así: el Turón se

encontraría de buenas a primeras entrecomerciantes; los comerciantes vivenbien, eso no lo niego, y tienen barbas.

—Pero ¿no te dedicas ya alcomercio? —le pregunté.

—Un poquito, algo de aceite por ahí,algo de brea por allá… ¿Qué me dices,

señor, pido que te preparen el carro?«Estás muy seguro de tus propias

opiniones, y sabes controlar la lengua»,me dije.

—No —dije en voz alta—. Nonecesito el carro. Pienso continuarcazando por esta zona mañana, y, si melo permites, me gustaría pasar la nocheen tu granero.

—Encantado. ¿Estás seguro de queestarás bien en el granero? Le diré a lasmujeres que te preparen una sábana yuna almohada. ¡Eh, muchachas, venid!—gritó, poniéndose de pie—. Y tú,Fedia, ve con ellas. Las mujeres sontontas.

Un cuarto de hora más tarde, Fediame mostraba con su farol el camino algranero. Me eché sobre el henoaromático, y mi perro se enroscó a mispies; Fedia me deseó buenas noches, lapuerta crujió y se cerró de golpe. Tardéen dormirme. Una vaca se acercó hastala puerta y resopló una o dos veces; elperro emitió un quejido de heridadignidad; un cerdo se paseó por lasinmediaciones, gruñendo a su manerapreocupado; un caballo que estaba cercacomenzó a mascar heno y a resoplar…Al cabo me dormí.

Fedia me despertó con el alba.Sentía mucho cariño por el joven y

animoso muchacho y, por lo que meparecía, también se trataba del favoritodel Turón. Se gastaban bromas el uno alotro continuamente. El anciano salió ami encuentro. Ya fuera porque habíapasado la noche bajo su techo, o porcualquier otra razón, el caso es que elTurón me trató con mayor amabilidadque el día anterior.

—Tienen el samovar listo en tuhonor —dijo sonriendo—. Vamos atomar té.

Ocupamos nuestros lugaresalrededor de la mesa. Una joven rolliza,una de sus nueras, trajo un cuenco deleche. Uno a uno todos sus hijos entraron

en la cabaña.—¡Qué estupendo grupo de

muchachotes tienes! —comenté.—Así es —murmuró,

mordisqueando un terroncito de azúcar—. No creo que tengan muchas quejascontra mí o la vieja.

—¿Y todos viven contigo?—Todos. Ellos lo quieren así.—¿Y están todos casados?—Uno de ellos aún no lo está —

contestó, señalando a Fedia, que comode costumbre estaba apoyado contra lapuerta—. Vaska es joven todavía, y aúnpuede esperar.

—¿Y para qué quiero casarme? —

protestó Fedia—. Estoy bien comoestoy. ¿De qué sirve una esposa? Parapelearse a gritos, ¿no es eso?

—Ahí lo tiene… ¡Conozco a los detu clase! Tienes todos esos anillos deplata en los dedos… Te pasas todo eltiempo olisqueando a las chicas en elpatio. «¡Déjame, deberíasavergonzarte!» —continuó el anciano,imitando a las criadas—. ¡Te conozco,con las manos tan blancas!

—Pero ¿qué tiene una esposa debueno?

—Una esposa es una trabajadora —sentenció el Turón—. Una mujer cuidade un hombre.

—¿Y para qué necesito yo unatrabajadora?

—Tú eres de los que esperan que tesaquen siempre las castañas del fuego,¡conozco a los de tu calaña!

—Muy bien, entonces cásame, ¿deacuerdo? ¿No dices nada?

—¡Ya basta! Eres un bromista, esoes lo que eres. Mira cómo preocupamosal señor. Ya te casaré… Y ahora, señor,te ruego que no te molestes: comopuedes ver, no es más que un niño, ytodavía no tiene sentido común.

Fedia sacudió la cabeza…—¿Está el Turón en casa? —se oyó

una voz familiar proveniente del otro

lado de la puerta, y Kalínich entró en lacabaña con un manojo de fresas salvajesque había recogido para su amigo, elTurón. El anciano le dio una calurosabienvenida. Lo contemplé atónito,porque confieso que no había esperadotales «delicadezas» de un campesino.

Aquel día salí a cazar cuatro horasmás tarde que de costumbre, y pasé lossiguientes tres días en la casa del Turón.Me interesaban mis nuevos conocidos.No sé cómo me había hecho merecedorde su confianza, pero me hablaban sinningún tipo de azoro. Yo disfrutabaescuchándolos y observándolos.

Los dos amigos no se parecían en

nada. El Turón era un hombre positivo,práctico, un administrador, unracionalista; Kalínich, por su parte,pertenecía al grupo de los idealistas yrománticos, los hombres de sueños eideas elevadas. El Turón entendía larealidad; con esto quiero decir que sehabía construido un hogar para símismo, había logrado ahorrar algo dedinero, y lo había dispuesto todo de lamanera más satisfactoria tanto con suamo como con el resto de autoridades;Kalínich iba por ahí calzando lapti ypasando los días como buenamentepodía. El Turón había formado unafamilia extensa, obediente y unida;

Kalínich tuvo una esposa que loaterrorizaba, y no tenía hijos. El Turónentendía al señor Polutikin; Kalínichadoraba a su amo. El Turón amaba aKalínich, y siempre le ofrecería suprotección; Kalínich amaba y respetabaal Turón. El Turón era parco enpalabras, se guardaba sus ideas para símismo; Kalínich se expresabaapasionadamente, aunque no tenía elpico de oro de los vivarachostrabajadores de las fábricas… Sinembargo, poseía ciertas habilidadesinnatas que el mismo Turón reconocía;era capaz de detener con encantamientosel correr de la sangre, ahuyentar los

terrores y los accesos de furia, y tenía lahabilidad de curar las lombrices; lasabejas lo obedecían, tenía buena manoen su trabajo. Mientras estuve allí elTurón le pidió que condujera a un nuevocaballo a los establos, y Kalínich fuecapaz de llevar a cabo, con orgullo yeficacia, la petición del escépticoanciano. Kalínich estaba más cerca de lanaturaleza; el Turón, de las personas yde la sociedad; a Kalínich no le gustabatener que plantearse las cosas, y creíacon fe ciega en cuanto le decían,mientras que el Turón había alcanzadouna concepción irónica frente a la vida.Había visto muchas cosas, conocía

muchas cosas, y yo aprendí mucho de él.Por ejemplo, por las historias que

contaba me enteré de que todos losveranos, antes de la cosecha, unpequeño carro hace su aparición en lasaldeas. En él va sentado un hombre concaftán que va vendiendo guadañas. Si sele paga en efectivo, pide un rublo yveinticinco kópeks en monedas de plata,y un rublo y cincuenta kópeks en dineroen billetes; si se le paga a crédito pidetres billetes de rublo y un rublo de plata.Todos los campesinos, como es lógico,compran a crédito. Al cabo de dos o tressemanas el hombre regresa y reclama sudinero. Para entonces el campesino ha

cosechado su avena, y tiene el dineronecesario para pagarle; acompaña alcomerciante hasta la taberna, dondesellan el negocio. A algunos de losterratenientes se les metió en la cabezacomprar sus propias guadañas enefectivo y distribuirlas a crédito entresus campesinos por el mismo precio;pero los campesinos parecíandescontentos con el arreglo, y hastamelancólicos; se les había privado delgoce de elegir entre las guadañas,escucharlas, calibrarlas en las manos yespetarle al granuja del vendedor unaveintena de veces: «Vaya, es casi unrobo, ¿no te parece?». Algo parecido

ocurre cuando se compran las hoces, conla única diferencia de que en ese casoson las mujeres las que se veninvolucradas, y en ocasiones obligan alcomerciante a que las abofetee, y lohace por el propio bien de ellas.

Sin embargo, el asunto con el quesufren más las mujeres es otro. Losresponsables de proporcionar materialesa las fábricas de papel encargan lacompra de harapos a un tipo específicode persona, conocido en ciertos distritoscomo «águilas». Un «águila» recibedoscientos billetes de rublo de manos deun comerciante, y a continuación se alejaen busca de su presa. Sin embargo, a

diferencia del noble animal cuyo nombrerecibe, no se lanza de forma impetuosacontra sus víctimas; al contrario, esta«águila» utiliza formas astutas y algosospechosas. Deja su carro en algúnlugar entre los arbustos a las afueras dela aldea y, a continuación, pretendiendoque es alguien que pasa por allí porcasualidad, se aproxima cruzando lospatios traseros de las cabañas. Lasmujeres intuyen su proximidad y salen asu encuentro. El negocio entre ambaspartes se resuelve con rapidez. Por unaspocas monedas de cobre, las mujeresentregan a estas «águilas» no solo losharapos más indecibles, sino con

frecuencia la camisa de su marido o supropia falda de diario. Recientemente,las mujeres han descubierto que lescompensa robarse las unas a las otras ydescargarse del cáñamo obtenido porestos métodos poco ortodoxos, o tela desaco, en los «águilas», lo cual hasupuesto un importante crecimiento en elnegocio. Los campesinos, por su parte,erizan las orejas a la mínima señal, almínimo indicio de la proximidad de un«águila», y promueven de formaenérgica medidas preventivas ycorrectoras de su actuación. En efecto,resulta insultante, ¿no es cierto?Depende de ellas vender el cáñamo, y

así lo hacen, pero no en la ciudad,puesto que tendrían que desplazarse;prefieren hacerlo a comerciantesitinerantes, los cuales, al no poseerformas apropiadas de medición,consideran que cuarenta manojos soniguales a un pud[8], ¡y ya se sabe eltamaño que puede darle un ruso a unmanojo de su mano cuando tiene ganasde conseguir algo!

Yo, al no tener mucha experiencia enestas cuestiones y no ser un «hombre decampo» (como decimos en el distrito deOriol), había escuchado incontableshistorias parecidas. Pero el Turón no fueel único que habló; también me hizo

numerosas preguntas. Sabía que habíaestado en el extranjero, y ello despertósu curiosidad… El interés de Kalínichno era menor, pero se encontraba másafectado por las descripciones depaisajes campestres, montañas,cascadas, edificios poco usuales ygrandes ciudades. Al Turón leinteresaban las cuestiones relativas a laadministración y la forma de gobierno.Preguntaba las cosas una por una:«¿Funcionan las cosas allí como aquí, ode forma distinta? Vaya, caballero, ¿quétiene que decir sobre eso?». Mientrasque durante el curso de mi exposiciónKalínich exclamaba: «¡Ah, Señor mío!

¡Se hará tu voluntad!». El Turón semantenía en silencio, apretando sushirsutas cejas y solo de vez en cuandocomentaba: «Eso no funcionaría aquí,pero para otros es la forma apropiada dehacer las cosas, y eso está bien».

No sabría reproducir todas suspreguntas, y tampoco es necesario; denuestras conversaciones extraje unaconvicción que mis lectores no habránesperado: la de que Pedro el Grande eraun monarca predominantemente ruso ensu carácter y en las reformas queimplantó. Un ruso se halla tanconvencido de su fuerza y de sucomplexión robusta que no tiene miedo

de sobrecargarse de trabajo, le importapoco su pasado, y mira de frente alfuturo. Si algo es bueno, le gustará; sialgo es terrible, lo rechazará, pero no leimportará de dónde haya venido. Susentido común y su lógica se burlarándel racionalismo superficial de losalemanes; sin embargo los alemanes, enpalabras del Turón, eran un pueblo losuficientemente interesante como paraaprender algo de él. Debido a lanaturaleza peculiar de su estatus social,su virtual independencia, el Turónmencionó muchas cosas al charlarconmigo que otros no habrían sidocapaces de sacarle ni con una palanca,

o, como decían los campesinos, nohabría podido moler un grano tan fino nicon la muela del molino. Él, por suparte, comprendía perfectamente susituación. Charlando con el Turónescuché por vez primera el dialectosimple e inteligente del campesino ruso.Su conocimiento era extenso, al menos asu manera, pero no sabía leer, mientrasque Kalínich sí.

—Ese granuja ha aprendido a leer ya escribir —comentó el Turón—, y no sele ha muerto una abeja desde que nació.

—¿Y han aprendido tus hijos a leer ya escribir?

Tras una pausa el Turón dijo:

—Fedia sabe leer y escribir.—¿Y los otros?—Los otros no.—¿Por qué no?El anciano no respondió a mi

pregunta y cambió de conversación. Dehecho, a pesar de toda su inteligencia, seagarraba a muchos prejuicios e ideaspreconcebidas. Por ejemplo, desde lomás profundo de su alma despreciaba alas mujeres, y cuando estaba de buenhumor se burlaba de ellas. Su mujer, unaanciana quejumbrosa, se pasaba el díasubida al horno sin dejar de protestar.Sus hijos no le prestaban ningunaatención, pero ella mantenía

aterrorizadas a sus nueras. No essorprendente que en la canción rusa lasuegra cante:

¿Qué clase de hijo eres,qué clase de padre de

familia?No pegas a tu esposa,ni a los pequeños de la

casa…

En una ocasión se me pasó por lacabeza defender a las nueras, y traté deencontrar en el Turón un aliado; pero élse limitó a responder:

—Tal vez sería mejor si no te

molestases con esas tonterías… Dejaque las mujeres se peleen entre ellas…Solo lograrás más problemas si intentassepararlas, y el asunto no merece que teensucies las manos.

En ocasiones la anciana de malcarácter se bajaba a rastras del horno yllamaba al perro para que entrara delpatio, atrayéndolo con frases como:«¡Vamos, vamos, perrito!», para luegoapalearle el espinazo con una pala, obien se situaba en el zaguán y «ladraba»,como decía el Turón, a todo el quepasaba. Sin embargo, a su marido letemía, y en cuanto escuchaba susórdenes volvía a subirse a su lugar

sobre el horno. Lo que resultabaespecialmente curioso era escuchar aKalínich y el Turón expresar susdistintas opiniones sobre Polutikin.

—Oye, Turón, no digas nada en sucontra en mi presencia —decíaKalínich.

—Entonces, ¿por qué no se preocupade que tengas un par de botas? —objetaba el otro.

—¡Al diablo con las botas! ¿Paraqué quiero botas? No soy más que uncampesino…

—Yo también lo soy, pero fíjate…—y Khor levantaba la pierna y lemostraba a Kalínich una bota que

parecía haber sido confeccionada con lapiel de un mamut.

—¡Oh, pero tú no eres de losnuestros! —respondía Kalínich.

—Pero él tendría que darte al menosel dinero para que compraras lapti:después de todo vas de caza con éltodos los días, y necesitas un par nuevo.

—Me da para que compre lapti.—Es cierto, el año pasado te regaló

diez kópeks.Kalínich se volvía enojado y el

Turón rompía a carcajadas, haciendocasi desaparecer sus ojillos.

Kalínich cantaba de forma bastanteagradable y tocaba un poco la balalaika.

El Turón lo escuchaba embelesado, y alcabo echaba a un lado la cabeza einiciaba su acompañamiento en una vozquejumbrosa. Le gustaba sobre todo lacanción: «¡Qué duro es mi destino!».

Fedia nunca dejaba escapar unaoportunidad de reírse de su padre,diciendo:

—Dígame, anciano, ¿y de qué tieneusted que quejarse?

Pero el Turón apoyaba la mejilla ensu mano, cerraba los ojos y continuabaquejándose sobre su dura existencia…Sin embargo, en otras ocasiones nadieera más activo que el viejo: siempreestaba ocupado con algo, reparando el

carro, construyendo nuevos cercados, orevisando los arneses. No obstante, noinsistía en que las cosas estuvieranexcesivamente limpias, y en respuesta amis comentarios una vez sentenció que«una cabaña debía poseer el olor de servivida».

—Pero —apunté yo a modo derespuesta—, mira lo limpio que es elcolmenar de Kalínich.

—Las abejas no vivirían allí, señormío, si el lugar no estuviera limpio —dijo suspirando.

En otra ocasión me preguntó:—¿Posee usted su propia finca?—Así es.

—¿Y está lejos de aquí?—A unas cien verstas.—Y bien, señor mío, ¿vive usted en

su finca?—Así es.—Pero lo que más le gusta, o eso me

parece, es salir y divertirse con laescopeta.

—Sí, debo admitir que eso es cierto.—Y hace usted bien. Mate usted

tantos urogallos como desee, peroasegúrese de que cambia aladministrador de su finca a menudo.

En la noche del cuarto día el señorPolutikin mandó a buscarme. Sentídespedirme del anciano, pero me monté

al carromato con Kalínich.—Pues, adiós, Khor, te deseo lo

mejor —dije—. Adiós, Fedia.—Adiós, señor, adiós. No se olvide

de nosotros.Nos alejamos. El alba enrojecía el

cielo.—El tiempo será excelente mañana

—dije, mirando al cielo brillante.—En absoluto; va a llover —me

contradijo Kalínich—. Mire cómorevolotean los patos, y el olor de lahierba.

Avanzamos sobre la espesura.Kalínich comenzó a cantar en falseto,brincando arriba y abajo sobre el

pescante delantero, sin dejar de admirarla amanecida.

Al día siguiente me marché de lahospitalaria morada de Polutikin.

YERMOLÁI Y LAMOLINERA

Al crepúsculo, el cazador Yermolái y yosalimos en busca de «vuelo bajo»…Pero tal vez sea el caso de que no todosmis lectores sepan lo que «vuelo bajo»significa. Les ruego que escuchen,caballeros.

Un cuarto de hora antes de queanochezca, durante la primavera, entras

en un bosquejuelo, pertrechado con tuescopeta pero sin tu perro. Hallas algúnescondrijo cercano al linde, miras a tualrededor, revisas los pistones,intercambias guiños con tu compañero.Transcurre un cuarto de hora. El sol seha puesto, pero una luz tenue ilumina elbosque; el aire es límpido, translúcido;los pájaros parlotean con animación; lahierba joven resplandece comobrillantes esmeraldas… Esperas. Elinterior del bosque va oscureciéndosepoco a poco; la luz carmesí delcrepúsculo se desplaza con parsimonia através de las raíces y los troncos de losárboles, elevándose más y más,

ascendiendo desde las ramas bajas, casidesnudas todavía, hacia las copasdetenidas de los árboles adormecidos…A continuación son las copas de losárboles las que inician su fuga; el cielorosado se oscurece de azul. Los aromasdel bosque se intensifican, dulcementetransportados por ráfagas de humedadcálida; la brisa que ha descendidoexpira a tu alrededor.

Los pájaros se adormecen, no todosal mismo tiempo, sino de familia enfamilia; primero se amodorran lospinzones, unos instantes después lospetirrojos, y tras ellos los verderones.El bosque se llena de sombras. Los

árboles se funden en manchasennegrecidas; las primeras estrellasdiminutas emergen tímidamente en elcielo azulado y oscuro. Todos lospájaros se adormecen. Los colirrojos ylos pequeños carpinteros son los únicosque emiten algún silbido mediodespiertos… Tampoco ellos tardan enenmudecer. La voz de tintineo delmosquitero resuena sobre nuestrascabezas una última vez; en algún rincónuna oropéndola emite un gemidolastimero, y el ruiseñor ha iniciado sugorgojeo cantarín. El corazón pesa deanticipación en el pecho cuando, deforma inesperada… Pero solo los

cazadores entenderán mis palabras: conprecipitación rompe en mitad de laquietud densa un graznido y un bisbiseoconcreto, reconoces el batir monocordede unas alas flexibles, y unachochaperdiz, su largo pico bellamenteinclinado, alza el vuelo desde un abeduloscurecido, encontrándose con tudisparo.

Y eso es lo que significa esperar«vuelo bajo».

Con tal propósito salimos Yermoláiy yo por «vuelo bajo»; perodiscúlpenme, caballeros: antes debofamiliarizarlos con Yermolái.

Imagínense a un hombre de unoscuarenta y cinco años, alto y enjuto, conuna larga y delicada nariz, una frenteestrecha, ojillos grises, cabelloenrevesado y unos labios hinchados ysarcásticos. Este individuo solía vestirun caftán de nankeen amarillo de estiloalemán lo mismo en invierno que enverano, atado con un fajín; unosbombachos azul oscuro y una gorrarematada de astracán, que unterrateniente arruinado le habíaobsequiado durante alguna celebración.Llevaba dos bolsas enganchadas al fajín,una en la parte delantera, doblada sobre

sí misma con maestría para transportaren una mirad la pólvora y losperdigones, y otra a la espalda, para laspresas; los trocitos de algodón quenecesitaba Yermolái solía extraerlos desu propia gorra, que parecía contenercantidades infinitas. Con el dinero queganaba vendiendo sus presas no habríatenido dificultad en comprarse unacartuchera y una bolsa, pero realizar unacompra de ese tipo no se le ocurrió niuna vez, y nunca dejó de cargar su armacomo acostumbraba, despertando laadmiración de los testigos por lahabilidad con la que evitaba echar máspólvora de la necesaria, o bien

mezclarla con los perdigones. Sumosquete tenía un solo cañón con unpedernal, y por lo tanto poseía lacostumbre terrible de dar culatazos, yesta era la razón por la cual la mejilladerecha de Yermolái siempre estaba máshinchada que la izquierda. Una personaobsequiada con elevadas capacidadesmentales no podría imaginarse cómoYermolái llegaba a acertar con estaarma, pero así era.

También poseía un perro llamadoValetka, una criatura de lo más increíble.Yermolái jamás lo alimentaba. «¡Comosi yo pudiera darle de comer a unperro!», decía. «Un perro es listo y

puede encontrar sus propias vituallas».Y en realidad así ocurría: aunqueValetka sorprendía a los transeúntes consu asombrosa delgadez, vivo estaba, yvivo permaneció durante un tiempo muylargo. Así mismo, a pesar de su posiciónpaupérrima, nunca se perdió ni tampocodemostró deseo alguno de abandonar asu dueño. En una ocasión, en sujuventud, se había escapado durante dosdías a causa de un enamoramiento; perodicha estupidez no tardó en abandonarlo.La característica más notable de Valetkaera su indiferencia inescrutable haciatodo aquello que lo rodeaba… Si yo noestuviera hablando de un perro,

utilizaría la palabra «desencanto». Sesentaría sin moverse, con su colitaenroscada debajo del cuerpo, el ceñofruncido, con un temblor involuntario ysin sonreír nunca. (Es bien sabido quelos perros son capaces de sonreír, yhasta de sonreír con dulzura). Eraincreíblemente feo, y no había un solosirviente ocioso en la casa quedesperdiciara la oportunidad de burlarsecon crueldad de su apariencia, perotodas estas bromas despiadadas, asícomo los golpes que recibía, Valetka lossoportaba con una composturaasombrosa. Los cocineros eran quienesdisfrutaban más de este orden de cosas,

puesto que de inmediato abandonaban sutrabajo y, con todo tipo de gritos eimproperios, lo perseguían siempre queel animal, por una debilidad que no solodebe aplicarse a los perros, metía sumorro hambriento por la puerta medioabierta de la cocina, tentadoramentecálida y repleta de los más suavesaromas. Cuando estaba cazando sedistinguía por su entusiasmo, y tenía unsentido del olfato perfectamenteapropiado; pero si por casualidadconseguía hacerse con una liebre malherida, de inmediato se la comía confruición sin dejar un solo huesecillo,apostado en algún lugar a la sombra

bajo un matorral a una distanciarespetable de Yermolái, que lo insultaríaen todos los dialectos conocidos ydesconocidos.

Yermolái pertenecía a uno de misvecinos, un terrateniente de la antiguaescuela. A los terratenientes de laantigua escuela no les gustaban las avesde presa, y preferían las aves de corral.Únicamente en situaciones especiales,como por ejemplo los nacimientos, lasonomásticas y durante las elecciones,sus cocineros prefieren aves de picolargo, y proceden a cocinarlas decualquier manera, que es lo que hace unruso cuando no sabe cómo hacer algo,

inventándose tales acompañamientosque la mayoría de los invitados miran elplato que se les ha puesto delante concuriosidad y atención, pero sin animarsea probar bocado. Yermolái teníainstrucciones de proveer la cocina de suamo una vez al mes con dos pares deurogallos o perdices, pero durante elresto del tiempo se le permitía hacer loque quisiera. Lo juzgaban incapacitadopara cualquier clase de trabajo, unmequetrefe, como los llaman aquí en laregión de Oriol. Por supuesto, no se leentregaba pólvora y perdigones por lamisma razón por la que él no le daba asu perro ninguna comida.

Yermolái era una persona de lo máscuriosa: tan despreocupado como unpájaro, bastante hablador, torpe ydespistado en apariencia; le gustabamucho beber, era incapaz de echarraíces en ningún sitio, cuando caminabaarrastraba los pies por el suelo y semovía de un lado a otro; pero aunarrastrándose y tambaleándoseconseguía andar sesenta verstas cadadía. Había vivido las peripecias másinsólitas: había dormido en pantanos,subido a árboles, sobre tejados, debajode puentes. En más de una ocasión habíasido encerrado en un ático o en unabodega o en un granero; se le había

confiscado su escopeta, su perro, susvestimentas más necesarias, lo habíanapaleado con saña, y siempre, tras algúntiempo prudencial, regresaba a la casaperfectamente vestido, con su arma yacompañado por su perro. Seríaimposible llamarlo un hombre alegre,aunque casi siempre se encontraba en unestado mental de lo más predispuesto; engeneral puede decirse que tenía ciertareputación de estrafalario.

A Yermolái le gustaba charlar congente agradable, especialmente sicompartían una bebida, pero nuncamucho tiempo. Se levantaba y sedisponía a salir: «¿Adónde demonios

vas? Ya ha caído la noche». «Voy aChaplino». «¿Y qué hay en Chaplino,que está a diez verstas?». «Voy a pasarla noche con el campesino Sofron».«Pues pasa la noche aquí». «No, eso noes posible». Y Yermolái se alejaba consu Valetka hacia la noche oscuraatravesando matorrales y socavones; elcampesino Sofron probablemente lepermitiría quedarse en su patio y tal vez,quién sabe, le daría un pequeña tunda:no se viene a molestar a los individuoshonestos.

Pero nadie se comparaba conYermolái en su habilidad para cazarpeces en la primavera, durante las

crecidas, o en atrapar cangrejos con lasmanos desnudas, intuir las presas, atraercodornices, amaestrar halcones, capturarruiseñores con el «caramillo» o el«vuelo del cuclillo»[9]. Solo de una cosaera completamente incapaz: amaestrarperros. No tenía la paciencia necesaria.

También tenía una esposa. Lavisitaba una vez por semana. Vivía enuna cabaña medio derruida y miserable,más o menos se apañaba de una forma uotra, nunca sabía de un día para otro sitendría algo de comer y, en general,llevaba una vida bastante amarga.Yermolái, aquel tipo despreocupado yde buen corazón, la trataba con crudeza;

en su casa adoptaba un aire amenazantey severo, y su pobre mujer no tenía niidea de qué hacer para que fuera másamable con ella. En su presencia seechaba a temblar, le compraba la bebidacon el último kópek y lo cubría con supropio abrigo de piel de cordero cuandoél se desplomaba majestuosamentesobre el horno y caía en el sueño de losjustos. Yo mismo tuve más de unaocasión de observar señalesinvoluntarias en él de cierta ferocidadlatente: no me agradaba la expresión desu rostro cuando mataba a mordiscosalgún pájaro que alcanzábamos connuestros disparos. Pero Yermolái nunca

se quedaba en su casa más de unajornada, y una vez fuera de su territoriohabitual de nuevo se volvía «Yermolka»,el mote por el que se le conocía a unascien verstas más o menos y que élmismo utilizaba en ocasiones. El siervomás inferior se creía superior a estevagabundo, y tal vez precisamente poreso siempre lo trataban de formaamigable; aunque al principio loscampesinos gustaban de echarlo y dedarle caza como si fuera una liebre decampo, al cabo siempre lo despedíancon un trozo de pan y una bendición y,una vez que llegaban a conocer a estetipo excéntrico, no lo tocaban…

Así era el personaje que yo habíaelegido como compañero, y en sucompañía me dirigí a apostarme aesperar «bajo vuelo» en un ampliobosque de abedules a orillas del Ista.

Multitud de ríos rusos, al igual que elVolga, poseen una orilla empinada comouna colina y otra cenagosa; tal es el casodel Ista. Este río pequeño se tuerce deuna forma excesivamente caprichosa,arrastrándose como una serpiente, sinseguir nunca un fluir rectilíneo durantemedia versta, y en un lugar concreto,apostado sobre una colina, pueden versediez verstas de embalses, estanques,

molinos y huertas rodeadas por sauces ybandadas de gansos. Es un ríoinfinitamente rico en peces, sobre todolos bagres (en el tiempo caluroso loscampesinos los sacan con las manos dedetrás de los arbustos que acaban en elagua). Pequeños andarríos silban yrevolotean de un lado a otro a lo largode las orillas arenosas, salpicadas dehelados manantiales de agua cristalina;los patos salvajes se alejan hacia elcentro de los estanques oteandoprecavidos cuanto les rodea; las garzasse estiran hieráticas en la sombra, en losremansos del agua, bajo las lindes delrío…

Permanecimos en «bajo vuelo»durante una hora más o menos,disparamos a dos pares de perdices y,deseando probar fortuna una vez másantes del amanecer (ya que es posiblesalir por «bajo vuelo» también a lamañana), decidimos pasar la noche en elmolino más cercano. Salimos del bosquecolina abajo. El río marchaba con susondas grises y azules; el aire secondensó inundado por la humedad de lanoche. Llamamos a la puerta del molino.Algunos perros aullaron en el patio.

—¿Quién anda ahí? —exclamó unavoz profunda y adormilada.

—Cazadores. Permítanos entrar a

guarecernos.No hubo respuesta.—Pagaremos.—Iré a decírselo al amo… ¡Quietos,

perros endemoniados! ¡Nadie os estámaltratando!

Escuchamos al empleado entrar en lacasa; no tardó en regresar a la cancela.

—El amo dice que no, ha mandadoque no se os deje entrar.

—¿Y eso por qué?—Tiene miedo. Son cazadores: tan

pronto como entren seguro que prendenfuego al molino; solo hay que ver lasescopetas que llevan encima.

—¡Eso es una tontería!

—Hace dos años perdimos unmolino. Unos vaqueros que pasaron lanoche y, de alguna forma, vaya usted asaber cómo, acabaron por incendiarlo.

—¡Pero, amigo mío, no podemospasar la noche al raso!

—Pueden pasarla donde les vengamejor…

El hombre se alejó y sus botasresonaron sobre el suelo.

Yermolái soltó una variedad decoloridas expresiones de desconcierto.

—Vayamos a la aldea —dijo al cabocon un suspiro. Pero hasta la aldea máscercana había dos verstas.

—Pasaremos la noche aquí mismo

—dije—. No hace frío, y el molineronos traerá algo de heno si le pagamos.

Yermolái accedió sin decir nadamás. Volvimos a golpear la cancela.

—¿Qué quieren ahora? —volvió aoírse la misma voz—. Ya se lo he dicho,no pueden entrar.

Le explicamos lo que queríamos.Fue a consultar a su amo y regresó.Chirrió la cancela y apareció elmolinero, un hombre de gran estaturacon la cara redondeada, el cuello de untoro, y una barriga protuberante.Accedió a mi sugerencia. A unos cienpasos del molino se alzaba unaestructura con un tejado, aunque carecía

de paredes. Se nos trajo paja, heno; unempleado del molinero preparó unsamovar sobre la hierba cercana al río y,poniéndose en cuclillas, comenzó aafanarse soplando por el tubo… Alencenderse, el carboncillo iluminó surostro juvenil. El molinero corrió adespertar a su mujer y llegó sugerir alcabo que yo debería pasar la nochedentro de la casa; sin embargo, preferíquedarme al aire libre. La molinera nostrajo leche, huevos, patatas, pan. Elsamovar no tardó en hervir y nosdispusimos a tomar el té. La humedad sedispersaba desde el río, no había viento;los rascones se llamaban los unos a los

otros en los alrededores; desde lasruedas del molino llegaban ruidos vagoscomo el gotear de las palas y el filtrardel líquido a través de los troncos de lapresa. Encendimos un pequeño fuego.Mientras Yermolái asaba unas patatassobre las cenizas, conseguíadormilarme…

Me despertó el contenido murmurar deuna vocecilla. Levanté la cabeza: frenteal fuego estaba sentada la molinerasobre una tina volcada, conversando conmi compañero de caza. Desde elprincipio me había dado cuenta, tantopor su forma de vestir, sus movimientos

y su forma de hablar, que se trataba deuna antigua sierva doméstica, ni unacampesina ni una burguesa; pero soloahora me era posible echarle un buenvistazo a sus rasgos. Parecía tener unostreinta años de edad; su rostro pálido yfino aún conservaba rasgos de unadescomunal belleza; sobre todo measombraron sus ojos, enormes ymelancólicos. Estaba sentada con loscodos apoyados sobre las rodillas, y conla cara apoyada en las manos. Yermoláiestaba sentado dándome la espalda,ocupado en avivar el fuego.

—La epidemia ha regresado aZholtújina —decía la molinera—. Las

dos vacas del padre de Iván se hanmuerto… ¡El Señor tenga misericordiade nosotros!

—¿Y qué hay de los cerdos? —preguntó Yermolái tras un corto silencio.

—Todos viven.—Deberías regalarme un cochinillo.La molinera no dijo nada, y tras un

rato dejó escapar un suspiro.—¿Quién te acompaña? —preguntó.—El amo… De Kostomárov.Yermolái echó unas pinas de abeto

en el fuego; de inmediato rompieron enun amigable crujido y un humo blanco leinundó la cara.

—¿Por qué no nos dejó entrar tu

marido?—Tiene miedo.—¡El barrigón…! Arina

Timoféievna, se lo ruego, ¡tráigame unvaso de algo de verdad!

La molinera se levantó ydesapareció en la oscuridad. Yermoláicomenzó a cantar en voz queda:

De camino hasta miamada

Se desgastaban misbotas…

Arina regresó con una jarra pequeña yun vaso. Yermolái se incorporó, se

santiguó y se zampó la bebida de untrago.

—¡Esto me encanta! —añadió.La molinera volvió a sentarse sobre

la tina.—Dime, Arina Timoféievna,

¿todavía sigue enferma?—Así es.—¿Y qué le ocurre?—Toso por las noches.—Parece que el amo se ha dormido

—añadió Yermolái tras un brevesilencio—. No se le ocurra ir a ningúnmédico, Arina, o se pondrá peor.

—No pensaba ir de todos modos.—Ven a verme a mí de todas formas.

Arina bajó la mirada.—A la mía, a mi mujer, quiero

decir… la echaré de la casa para laocasión —continuó Yermolái—. ¡Vayasi lo haré!

—Lo que deberías hacer esdespertar a tu amo, Yermolái Petróvich.Mira, las patatas ya están hechas.

—Que se quemen —dijo mi fielsirviente—, está agotado, es mejor quedescanse.

Me revolví en la paja. Yermolái sepuso de pie y se acercó hasta mí.

—Las patatas están preparadas,señor, venga a comer.

Salí de debajo de la estructura

techada, y la molinera se levantó conintención de marcharse. Comencé ahablar con ella.

—¿Llevas mucho tiempo en estemolino?

—En Pentecostés hará dos años.—¿Y de dónde es tu esposo?Arina no entendió mi pregunta.—¿De qué parte viene tu marido? —

repitió Yermolái, elevando la voz.—De Bélev. Es de la ciudad de

Bélev.—¿Y tú también eres de Bélev?—No, yo soy una sierva… Quiero

decir que lo era.—¿A quién pertenecías?

—A Zvérkov. Ahora soy libre.—¿Qué Zvérkov?—Alexánder Sílich.—¿Por casualidad eras la doncella

de su mujer?—¿Cómo sabe usted eso? Sí, lo era.Mi curiosidad y simpatía por Arina

aumentaron.—Conozco a tu amo —continué.—¿Lo conoce? —contestó en voz

baja, bajando los ojos.

Debería explicarle al lector por quésentí simpatía por Arina. Durante miestancia en San Petersburgo conocí alseñor Zvérkov. Ocupaba una posición

relevante, y se le tenía por ser unhombre capaz y bien informado. Teníauna esposa oronda, sentimental, dada alas lágrimas y de mal carácter, uncriatura vulgar y problemática; luegoestaba el canalla del hijo, todo unpequeño milord, mimado y tonto. Laapariencia de Zvérkov no lorecomendaba en exceso: desde un rostroancho y casi cuadrado, espiaban conastucia unos pequeños ojillos de ratón, ysobresalía una nariz, alargada y afiladacon enormes orificios; el cabello canosoy muy corto se erizaba sobre su frentearrugada, y sus labios finos no cesabande moverse y de formar sonrisas poco

sinceras. Normalmente se quedaba depie con las piernecillas separadas y susgruesas manos metidas en los bolsillos.En una ocasión acabé compartiendo uncarruaje con él en un viaje fuera de laciudad. Iniciamos una conversación.Como hombre de experiencia yperspicaz en los negocios, Zvérkovcomenzó a darme lecciones sobre el«camino de la verdad».

—Permítame que le indique —llegóa decir con voz aflautada—, que todosustedes, los jóvenes, juzgan y explicantodas y cada una de las cuestiones de laforma más absurda que puedaimaginarse. No saben nada sobre su

propio país; Rusia, mi buen señor, es unlibro cerrado para ustedes. ¡Eso es loque es! Todos leen libros alemanes. Porejemplo, acaba de decirme usted esto yaquello sobre este asunto, hablo de lacuestión de los siervos… En fin, noestoy en desacuerdo, todo está muy bien;pero usted no los conoce, no tiene niidea de la clase de gente que son.

El señor Zvérkov se sonó la narizruidosamente y aspiró una pizca de rapé.

—Permítame contarle, por ejemplo,solo una pequeña anécdota que tal vezsea de su interés. —Zvérkov carraspeó ytosió—. Usted debe de saber la clase deesposa que tengo. Sería imposible

encontrar una más bondadosa, estoyseguro de que se mostrará de acuerdoconmigo. Sus doncellas no solo tienencomida y un techo que las guarezca,también gozan de un auténtico paraíso enla Tierra… Pero mi esposa haestablecido una única regla en suparaíso: no consiente en empleardoncellas casadas. Eso simplemente nopuede hacerse; luego vienen los niños y,en fin. Una doncella en ese caso no escapaz de cuidar de su ama comodebería, no es capaz de cumplir contodos sus cometidos; no tiene ladisposición adecuada, su mentevagabundea por otros asuntos. Debemos

tener en cuenta la naturaleza humana.»Pues bien, mi querido señor, un día

salíamos de nuestra aldea, sería digamosque hace unos quince años. Vimos unanciano que tenía una niñita, su hija, queera de una hermosura sin igual, ytambién con cierta natural elegancia. Medice mi mujer: «Coco…». Entiendeusted que esa era… en fin, así es comoella me llama. «Nos llevaremos a estaniñita a San Petersburgo. Me gusta,Coco…». «Con mucho gusto loharemos», respondo. El anciano, comoes natural, se echa a nuestros pies; talalegría, entiende usted, era demasiadopara lo que esperaba… Y la niña, claro,

rompe a llorar como una idiota. Debe deser muy duro para ellos al principio,quiero decir, abandonar la casa en laque han nacido, pero es comprensible.Sin embargo, no tarda en acostumbrarsea nosotros. Para empezar la ponemos enla habitación de las doncellas; leenseñan lo que tiene que hacer, porsupuesto. ¿Y qué cree que ocurre? Lamuchacha progresa de forma admirable;mi esposa la adora y al fin, saltándose amuchas otras, la convierte en una de suspropias doncellas personales… ¡Fíjese!Y hay que ser justos: mi esposa nunca hatenido una doncella, absolutamenteninguna, como aquella muchacha:

servicial, modesta, obediente… Sin irmás lejos todo lo que pueda desearse.Como resultado, debo admitirlo, mimujer hasta comenzó a mimarla unpoquito: la vestía muy bien, laalimentaba con la misma comida quetomaba ella, le daba té… ¡En fin, yapuede imaginarse cómo fue la cosa! Asíse pasó diez años al servicio de miesposa. De repente, una mañana, fíjese,Arina —Arina era su nombre— entrósin ser anunciada en mi gabinete y seechó a mis pies… Le diré con todasinceridad que no soporto ese tipo decosas. Un hombre nunca deberíaolvidarse de su dignidad, ¿no es cierto?

«¿Qué es lo que quieres?». «Buen amo,Alexánder Sílich, le ruego que seaclemente». «¿Sobre qué?». «Permítamecasarme». Le confieso que estabaaturdido. «¿Acaso no sabes, tonta, queeres la única doncella de mi esposa?».«Continuaré sirviendo a la señora comolo he hecho hasta ahora». «¡Bobadas!¡Bobadas! La señora no empleadoncellas casadas». «Malania puedeocupar mi sitio». «Te ruego que teguardes tus ideas para ti misma».«Como desee…». Confieso que mequedé de piedra. Le confesaré que soyde la clase de hombre que no encuentranada tan insultante, incluso afirmaré que

es lo que encuentro más insultante en elmundo, como la ingratitud… Nonecesito explicarle nada, usted ya sabeque mi esposa es un ángel encarnado, deuna bondad inexplicable… El canallamás terrible, estoy convencido, seríamisericordioso con ella. Eché a Arinadel gabinete. Pensé que entraría enrazón; no soy el tipo de persona al quele gusta creer que exista la ingratitud enel ser humano, o la naturaleza malvada.¿Pues qué cree que ocurrió? Seis mesesmás tarde, vuelve a honrarme con unavisita y me hace la misma petición. Estavez, he de admitirlo, la echo con rudeza,y le aseguro que se lo contaré todo a mi

esposa. No podía creerlo… Peroimagine mi asombro cuando, pocotiempo después, mi esposa viene averme con lágrimas en los ojos y en unestado de agitación de tal calibre quellegué a preocuparme por su estado desalud. «¿Qué ha ocurrido?». «EsArina…». Entenderá que mi delicadezame avergüence decirlo en voz alta. «¡Nopuede ser! ¿Quién es el responsable?».«Petrushka, el lacayo». Exploté de furia.Soy de esa clase de hombre… ¡No megusta quedarme en medias tintas!…Petrushka… No era responsable.Podíamos castigarlo, pero en mi opiniónno era responsable. Arina… En fin, lo

que quiero decir es… ¿Necesito deciralgo más? No tengo que explicarle quede inmediato ordené que le cortaran elcabello, la vistieran de harapos y laenviasen al campo. Mi esposa perdióuna doncella excelente, pero no tuveopción: no se puede tolerar este tipo decomportamiento en la propia casa. Lomejor que puede hacerse es cortar deraíz la extremidad enferma… En fin,ahora juzgue usted mismo, porque lo quequiero decirle es que mi esposa, ella es,es, es… ¡Es un ángel, después de todo!Al fin y al cabo, estaba muy unida aArina, y Arina lo sabía y se comportó deuna forma bochornosa… ¿Lo ve? No,

diga usted lo que quiera… ¡No tienesentido discutirlo! De cualquier forma,no tuve otra opción. La ingratitud de estamuchacha me hirió a mí,personalmente… Así es, a mí… Y eldolor duró un tiempo considerable. Nome importa lo que usted diga, ¡pero noencontrará ni corazón, ni sentimientos enestas personas! No importa lo bien quese alimente a un lobo, siempre estarápendiente del bosque… ¡Que avance laciencia cuanto guste! Pero queríademostrárselo…

Y el señor Zvérkov, sin terminar sufrase, giró su cabeza y se enterró deforma más cómoda en su abrigo,

evitando con hombría cualquier tipo deexpresión emotiva.

El lector entenderá, sin duda, porqué ahora miraba con simpatía a Arina.

—¿Hace mucho que estás casadacon el molinero? —le pregunté al cabo.

—Dos años.—¿Quieres decir que al final tu amo

consintió en que te casaras?—Alguien compró mi libertad.—¿Quién?—Saveli Alekséievich.—¿Quién es?—Mi marido.Yermolái sonrió.—Pero ¿le habló mi amo a usted

sobre mí? —añadió Arina tras una cortapausa.

No tenía ni idea de cómo debíaresponder su pregunta.

—¡Arina! —gritó el molinero a lolejos. Ella se levantó y se alejócaminando.

—¿Es su esposo un buen hombre? —le pregunté a Yermolái.

—No es malo.—¿Tienen hijos?—Tenían uno, pero se murió.—El molinero debe de haberla

querido mucho, ¿verdad? ¿Tuvo quepagar mucho dinero para comprarla?

—No lo sé. Sabe leer y escribir. En

su negocio eso vale mucho… Es algobueno. Supongo que debe de haberlaquerido.

—¿Y tú la conoces hace mucho?—Pues sí. Solía ir a casa de su

antiguo amo. Tienen la finca por aquí.—¿Y conociste a Petrushka el

lacayo?—¿Piotr Vasílievich? Claro que lo

conocía.—¿Y dónde está ahora?—Se alistó.Ambos guardamos silencio.—Parece que ella no tiene buena

salud, ¿estoy en lo cierto? —le preguntéal fin.

—¡Tiene una salud que…! Mañana,ya lo verá, estarán todos volando por lobajo. Sería buena idea si durmiera unpoco.

Una bandada de patos salvajes pasósilbando sobre nuestras cabezas, y losoímos aterrizar sobre el río cercano.Estaba bastante oscuro y comenzaba ahacer frío; en el bosque un ruiseñorcantaba con ganas. Nos metimos entre elheno y nos dispusimos a dormir.

AGUA DEFRAMBUESAS

A principios de agosto, las olas de calorsuelen ser intolerables. En esa época delaño, desde las doce hasta las tres, elhombre más determinado y cabezota nose halla en condiciones de cazar, y elperro más devoto comienza a «lamer lasespuelas del cazador», es decir, que sequeda pegado a sus tacones, apretando

los ojos con dolor y con la lenguacolgando de forma exagerada. Comorespuesta a los reproches de su amo bajala cola desanimado y adopta unaexpresión confundida, pero por nada delmundo se atreve a avanzar. Me hallabacazando en un día como aquel. Resistíadesde hacía un buen rato la tentación deecharme en algún lugar a la sombra,aunque fuera un momento; mi incansableperra se había alejado a investigar entrelos arbustos hacía rato, aunque eraevidente que no esperaba nada quemereciera la pena de aquella frenéticaactividad. El calor sofocante me habíaobligado al fin a pensar en reservar las

últimas energías que nos quedaban aambos. De alguna forma llegué hasta elrío Ista, con el que ya son familiares mistolerantes lectores, bajé hasta la orillacenagosa y caminé sobre la arenaamarilla y mojada en dirección alfamoso manantial conocido en toda laregión por su nombre, «Agua deframbuesas». El manantial brota de unahendidura en la orilla que poco a pocose ha vuelto un barranco pequeño peroprofundo, y a veinte pasos más o menosdel mismo regresa, con un alegreparloteo, de vuelta al río. Los robles seextienden a lo largo del riachuelo, ycerca del nacimiento del propio

manantial hay una zona de hierbarecortada, reverdecida y aterciopelada;los rayos del sol casi nunca atraviesansu humedad plateada y fría. Alcancé elmanantial y encontré tirado sobre lahierba un cuenco de madera de abedul,abandonado por algún campesino depaso para quien quisiera beber. Tomé untrago, me eché en la sombra y observécuanto me rodeaba. Cerca de laensenada que formaba la caída delmanantial en el río, y por lo tantosiempre cubierta por pequeñas ondas,dos ancianos estaban sentados dándomela espalda. Uno de ellos, bastante alto yrobusto, vestido con un caftán verde

oscuro y en buen estado y con una gorrade lana, pescaba. El otro, delgado ybajito, ataviado con una levitadesgarbada y corta de diversosmateriales y sin gorro, sostenía sobresus rodillas un tarro de gusanos y de vezen cuando, como tratando de protegersedel sol, sostenía una mano sobre sucalva. Lo observé algo más de cerca ylo reconocí como Stépushka, deShumíjino. Ruego al lector que mepermita presentarle a este hombre.

A unas cuantas verstas de mi propiaaldea se encuentra Shumíjino, unasentamiento de grandes proporciones

con una iglesia de piedra erigida enhonor de los santos Cosme y Damián.Frente a la iglesia solía haberimponentes residencias rodeadas devarias estructuras como graneros,talleres, establos, invernaderos, asícomo cocheras, baños y cocinas decampaña, columpios para el disfrute delos campesinos y otros edificios más omenos útiles. En las residencias solíanvivir ricos terratenientes a los que todoles iba a las mil maravillas, hasta que,una mañana cualquiera, todo el benditolugar ardió hasta quedar reducido acenizas. Los terratenientes se marcharona otras residencias, y la finca cayó en

desuso. La extensa zona quemada seconvirtió en una huerta rodeada aquí yallá por pilas de ladrillos abandonadosde los antiguos cimientos. Las maderasque habían sobrevivido se utilizaronpara construir de cualquier manera unapequeña cabaña campesina techada contablazones de cubierta de barco quehabían sido adquiridos unos diez añosantes con el objetivo de construir unpabellón de estilo gótico. Un jardinerollamado Mitrofán, su mujer Aksinia ysus siete hijos residían en esa cabaña. Eltrabajo de Mitrofán consistía en proveerde ensaladas y legumbres la mesaseñorial, situada a ciento cincuenta

verstas; Aksinia estaba al cargo de unavaca tirolesa comprada en Moscú poruna suma considerable, pero,desgraciadamente, desprovista decualquier forma de reproducirse y, porlo tanto, tan seca de leche como elmismo día de su compra; también se leconfiaba el cuidado de un pato concresta y ahumado, el único supervivientede todas las aves de los viejos tiemposde la finca. A los niños no se lesasignaban tareas debido a su tiernaedad, la cual, sin embargo, no evitabaque se comportasen como completosharaganes.

En un par de ocasiones había

pernoctado en la cabaña de estejardinero, y en ambas había obtenido deél unos pepinos que, el Señor sabrá porqué, hasta en lo más caluroso del veranoposeían un tamaño asombroso, un sabordesagradable y aguado, y cortezasgruesas y amarillas. Había sido en aquellugar donde había visto a Stépushka porvez primera. Aparte de Mitrofán y de sufamilia, y de un capillero viejo y sordollamado Gerasim, que vivía por puracaridad en una habitación diminuta encasa de una viuda de soldado tuerta, noquedaba ni uno solo de los sirvientesoriginarios en Shumíjino, puesto queStépushka, con quien pretendo

familiarizar al lector, no podía sertomado como un hombre en el sentidogeneral de la palabra, ni tampoco comoun sirviente al uso de la finca. Todos loshombres poseen un lugar concreto en lasociedad, o al menos algún tipo derelaciones personales. Cada sirviente deuna finca recibe, si no una paga, almenos algo que se llama«mantenimiento»: Stépushka no recibíaningún tipo de ayuda financiera, no teníatipo alguno de relación con nadie, ynadie sabía nada de su vida. No tenía nisiquiera pasado; nadie hablaba de él ynunca había sido incluido en un censo.Existían algunos turbios rumores de que,

en algún momento, había sido el ayudade cámara de alguien, pero quién era, dedónde venía, quién era su padre, cómohabía llegado a ser residente deShumíjino, de qué forma había dado conaquella levita de telas inciertas quellevaba puesta desde tiemposinmemoriales, dónde vivía y de quéhabía vivido; sobre todas estascuestiones nadie tenía la más mínimaidea, y, para ser sincero, no lesimportaba nada.

El abuelo Trofímich, que se sabía elárbol genealógico de cada siervo de lafinca en línea ascendente hasta la cuartageneración, en una ocasión había

llegado a afirmar que él pensaba, o esose decía, que Stepán había sido parientede una mujer turca a la que el anterioramo, el Brigadier Alekséi Románich,había traído con él en un carro desde laguerra. Durante las vacaciones y losdías de fiesta, jornadas de celebracionesy de visitas, de pasteles de trigo, y vinoverde, siguiendo la tradición rusa, nisiquiera en aquellas ocasionesStépushka se acercaba a las mesasrepletas y a los barriles llenos hastaarriba, no hacía reverencias, no besabala mano del amo, no se bebía de un tragoun vaso entero en presencia de este y asu salud, un vaso que habría sido

rellenado por la mano regordeta de unmayordomo de la finca; sin embargo,siempre había algún alma caritativa que,al pasar a su lado, le ofrecía al pobrediablo un trozo medio comido de pastel.Cada domingo de Pascua se le daba elsaludo de Cristo, pero él nunca serecogía la grasienta manga para meter lamano en el bolsillo trasero y extraer suhuevo pintado y entregarlo, cantando yguiñando un ojo, al joven amo o ama, ohasta a la propia esposa del hacendado.Durante el verano vivía en un almacéndetrás de la casa, y en invierno en laentrada de los baños; los días deheladas severas pasaba la noche en el

granero. La gente estaba acostumbrada atenerlo por allí; algunas veces llegaba agolpearle, pero nadie solía dirigirle lapalabra y él, o eso parecía, se habíaacostumbrado a mantener la bocacerrada desde su propio nacimiento.

Después del incendio, este hombreabandonado encontró refugio en (o,como dicen los campesinos de Oriol,«se apoyó contra») la casa del jardineroMitrofán. El jardinero no le dijo nada, nile invitó a quedarse ni lo echó.Stépushka no vivía en realidad en lacabaña. Vivía, o más bien se refugiaba,en la propia huerta. Se movía ycaminaba por allí sin emitir un sonido, y

estornudaba y tosía tapándose con lamano, no sin cierta aprensión,continuamente preocupado con algo y ensilencio, como una hormiga, siemprebuscando comida, solo comida. ¡Y si nohubiera pasado de la mañana a la nochepreocupándose por encontrar comida, miStépushka se habría muerto de hambre!¡Está muy mal no saber por la mañanacon qué vas a llenarte el buche cuandollegue la noche! Así que Stépushka sepasaba todo el tiempo sentado debajo dela verja comiéndose un rábano ochupando una zanahoria o rompiendo ensu regazo un sucio repollo; o bien loveías gruñir bajo el peso de un cubo de

agua que cargaba a alguna parte; o bienencendía un fueguecillo debajo de uncaldero y echaba algunos trocitos dealgo negro que se sacaba de la bolsa quecargaba en su pecho; o bien tallaba unpedazo de madera en su pequeñaguarida, clavaba una puntilla y sefabricaba un balde pequeño paracolocar sus mendrugos. Y todo lo hacíasin articular palabra, como si tuvieraque pasarse la vida al acecho y a puntode esconderse. Luego desaparecíadurante un par de días, pero nadie sepercataba de su ausencia… Volvías amirar y allí estaba, sentado debajo de laverja y alimentando furtivamente un

fuego escuálido.Tenía la cara pequeña, diminutos

ojos amarillentos, el pelo le cubría lascejas, una pequeña y afilada nariz,orejones grandes y translúcidos, comoun murciélago, y una barba rasuradajustamente hace dos semanas, nunca máslarga ni más corta. Este era el Stépushkacon el que me encontré a orillas de Istaen la compañía del otro anciano.

Me acerqué a ellos, intercambié saludosy me senté. En el compañero deStépushka reconocí a otro personaje. Setrataba de Mijailo Saveliov, conocidocomo «Niebla», uno de los siervos

liberados del Conde Piotr Ilych***.Vivía en casa de un hombre tísico deBoljov, el propietario de una posada enla que me había alojado muy a menudo.Incluso hoy día, oficiales jóvenes yotros ociosos (comerciantes condescomunales cargamentos de plumasrayadas que les eran del todoindiferentes) que viajaban por lacarretera principal de Oriol pueden ver,a poca distancia de la aldea de Troítski,una enorme cabaña de madera de dosplantas pegada al camino completamenteabandonada, con el tejado derrumbado ylas ventanas cubiertas con tablones. Amediodía, cuando hace buen tiempo, es

difícil imaginar nada más triste que estaruina. Aquí solía vivir el Conde PiotrIlych***, y era famoso por suhospitalidad, un rico magnate del últimosiglo. Toda la provincia solía visitarle yse dedicaban a bailar y a divertirse,acompañados por la ensordecedoramúsica producida por los habitantes dela casa, y el estallido de los fuegosartificiales y de las tracas. Y esprobable que más de una anciana damaque hoy día pase al lado de la mansiónabandonada, suspire y recuerde tiempospasados hace mucho. El Conde pasabaun tiempo considerable en festines,paseando con sonrisas de bienvenida

entre la multitud de obsequiososinvitados; pero, desgraciadamente, sufortuna no le duró toda la vida. Trashaberse arruinado completamente,marchó a San Petersburgo para hacerseun hueco de algún tipo, y murió en unahabitación de hotel sin haber decididonada. Niebla había sido empleado comomayordomo en su casa, y había obtenidosu libertad en vida del Conde. Era unhombre de unos setenta años de edad,con rasgos agradables y regulares.Sonreía durante casi todo el tiempo,como hoy día solo están acostumbradosa sonreír los de la época de Catalina laGrande, de forma amable y digna;

cuando se hablaba con él, siempreapretaba y echaba sus labios haciadelante, mientras entrecerraba sus ojosgraciosamente, y pronunciaba suspalabras con una ligera entonaciónnasal. Se sonaba la nariz y aspirabatabaco sin apresurarse, como si fuerauna importante ocupación.

—Y bien, Mijailo Sávelich —comencé—, ¿has atrapado algo?

—Echa un vistazo a la cesta. Un parde percas y unos cinco bagres.Enséñaselos, Stepán.

Stépushka me tendió la cesta.—¿Cómo estás, Stepán? —le

pregunté.—M… m… m… me… me las

apaño, señor —respondió Stepán,tartamudeando como si un enorme pesole detuviera la lengua.

—¿Cómo se encuentra Mitrofán?—Bi… bien, señor.El pobre diablo se dio la vuelta.—No está picando, qué va —dijo

Niebla—. Hace demasiado calor. Lospeces están escondidos debajo de losramajes, todos dormidos… Pásame otrogusano, Stepán. (Stépushka sacó otrogusano, lo colocó en la palma de lamano, le dio un par de golpes, lo colgódel gancho, escupió sobre él, y se lo

pasó a Niebla). Gracias, Stepán… Yusted, señor —continuó, volviéndose enmi dirección—, ¿de caza?

—Como podéis ver.—Ya veo, señor… ¿Y qué perro

lleva, señor, inglés o friulano?El anciano quería aprovechar la

oportunidad de demostrar que era unhombre de mundo y sabía una o doscosas.

—No sé de qué raza es, pero es unbuen perro.

—Ya veo, señor… ¿Sale a cabalgarcon jauría?

—Tengo un par de manadas.Niebla sonrió y meneó la cabeza.

—Lo cierto es que los hay que amanlos perros, y los hay que no estáninteresados. Lo que yo pienso es que,según mi propia forma de pensar, losperros deberían reservarse para laexhibición, como quien dice… Y asítodo estaría donde tiene que estar, losperros en su sitio, los caballos en susitio, y los hombres cuidando de losperros y todo eso. El Conde, ¡que en pazdescanse!, no era mucho de cacerías, adecir verdad, pero tenía sus perros y unao dos veces al año salía con ellos y conlos caballos. Los cazadores seagrupaban en el patio con sus caftanesrojos con brocados dorados y tocaban el

cuerno. Entonces su excelencia salía y leacercaban el caballo, luego se montabaen el caballo, y el guardián de los perrosle ayudaba con los estribos, y se sacabael sombrero y le acercaba las riendas.Entonces su excelencia chasqueaba lafusta y los cazadores comenzaban aazuzar a los perros, y todos salían delpatio. Un lacayo iba justo detrás delConde, con dos de sus perros favoritosatados en correas de seda mirando a sualrededor, vigilando todo, ya sabe… Yeste lacayo iba sentado muy alto sobreuna montura cosaca, todo enrojecido,atento a todo… En fin, había algunosinvitados, ya sabe, en una cosa como

esa. Todo era muy agradable de verse,pero había que observar el decoro…Oh, se ha escapado, ¡maldita sea! —añadió de pronto, tirando de su caña.

—Dicen por ahí, o eso creo, que elConde vivía por todo lo alto, ¿no escierto? —pregunté.

El viejo escupió sobre un gusano yvolvió a lanzar la caña.

—Un ricachón, eso es lo que era, sihe de decirle la verdad. Las personasmás relevantes de San Petersburgosolían visitarle. Se sentaban a comertodos cubiertos de lacitos azules comoel cielo. Y él era muy generoso comoanfitrión. Me hacía llamar y me decía:

«Niebla, para mañana quiero esturionesvivos. Manda que traigan, ¿me hasoído?». «Sí, su excelencia». Se hacíatraer caftanes bordados, pelucas,bastones, ungüentos, odecolón, lo mejorque había, cajitas de rapé y cuadros asíde grandes desde París. Y cuando dabaun banquete, ¡oh, Dios mío! ¡Qué tracashabía, qué excursiones! Hasta disparosde cañones. Tenía cuarenta músicos opor ahí, y un director alemán, y esealemán se daba unos aires…; fíjese, quequería comer en la misma mesa que losinvitados. Así que su excelencia lo echóde su casa, diciendo: «En mi casa losmúsicos tienen que saber el lugar que

les corresponde». Ese era su derechocomo amo, y no hay más que decir. Seponían a bailar, y bailaban hasta elamanecer, sobre todo bailes escoceses yde esa clase… E… e… e… ¡tengo uno!(El viejo tiró y sacó una pequeña percadel agua). Cógelo, Stepán. El amo era unamo como deberían ser todos los amos—continuó, volviendo a lanzar la caña—, y tenía un corazón muy generoso. Tedaba un sopapo, y al rato ya se habíaolvidado de todo el asunto. Solo tenía undefecto, le gustaba mantener a mujerescaras. Oh, mi buen Señor, ¡qué mujeres!Ellas fueron las que lo arruinaron. Y lamayoría las sacaba de entre las gentes

más bajas. ¡Uno se pregunta qué máspodrían querer! Oh, pero querían lomejor que se pudiera conseguir en todaEuropa, ¡eso es lo que querían! Y diráusted que por qué no iba a vivir comoquería, que para eso era el amo… Peroarruinarse por ello, eso no está bien.Había una sobre todo: se llamabaAkulina, ahora está muerta, ¡que en pazdescanse! Era de lo más común, la hijade un policía de Sítov, ¡pero qué perraera! Llegó a darle una bofetada. Lo teníaembrujado. Hizo que raparan y enviaranal ejército a uno de mis parientes porquederramó shocolat sobre su vestido… Yno fue el único, tampoco. Y… a pesar

de todo, eran buenos tiempos aquellos,¡sí que lo eran! —añadió el viejo con unprofundo suspiro, agachó la cabeza y yano dijo nada más.

—Tu amo, por lo que puedoentender, era un hombre severo, ¿no? —comencé a decir después de un brevesilencio.

—Era lo que se llevaba, señor —contestó el anciano, meneando lacabeza.

—Ahora no se comportan de esamanera —comenté, sin dejar de mirarlo.

Él me observó de soslayo.—Ahora las cosas son mejores, o

eso dicen —murmuró, lanzando la caña

a lo lejos.

Estábamos sentados a la sombra, perotambién allí el calor era sofocante. Elviento pesado y caluroso se habíadespejado; los rostros ardientesbuscaban cualquier tipo de brisa, perono la había. El sol nos golpeaba desdeun cielo azul oscuro; justo frente anosotros, en la otra orilla del río, uncampo de avena refulgía amarillo, conramajes de ajenjo que crecían aquí yallá. Un poco más lejos el caballo de uncampesino estaba de pie en el río, con elagua hasta las rodillas, y meneaba convagancia su cola mojada. De vez en

cuando, un pescado enorme subía hastala zona de la superficie protegida poralgún arbusto que crecía hasta el agua,burbujeaba y a continuación volvía ahundirse lentamente hasta el fondo,dejando detrás de sí una onda suave enla superficie. Los grillos chirriaban enla hierba que ardía bajo del sol; unaperdiz emitió un grito desganado; loshalcones flotaban con suavidad sobrelos caminos, se detenían a menudo sobreun punto, batían con rapidez sus alas ydesplegaban las plumas de sus colas.Estábamos sentados sin movernos,agobiados por el calor. De pronto,detrás de nosotros, llegó un ruido desde

el barranco: alguien se acercaba. Miréhacia atrás y vi a un campesino de unoscincuenta años, cubierto de polvo, conuna camisa de campesino y lapti, unacesta y un abrigo rudo echado sobre suhombro. Se acercó al manantial, bebiócon ansia y luego se incorporó.

—Eh, ¿Vlas? —gritó Niebla,mirando hacia él—. Hola, hermano. ¿Dedónde te trae el Señor?

—Hola, Mijailo Savélich —dijo elcampesino, acercándose a nosotros—.De muy lejos.

—¿Y dónde es eso? —le preguntóNiebla.

—He ido a Moscú a ver al amo.

—¿Y eso por qué?—Para preguntarle una cosa.—¿Para preguntarle el qué?—Para preguntarle si pago menos

alquiler, o le pago trabajando, ya sabes,o me manda a otro sitio… Mi hijomurió, ¿sabes? Así que es duro para míarreglármelas solo.

—¿Tu hijo ha muerto?—Ha muerto. Mi hijo —añadió el

campesino tras una pausa— era cocheroen Moscú; solía pagar mi alquiler,¿sabes?

—¿Entonces pagas en especie?—Así es.—¿Y qué te dijo el amo?

—¿Que qué me dijo? Me echó, esoes lo que hizo. Dijo que cómo meatrevía a ir a verlo a él, que tenía unintendente y que tenía que verlo a élprimero, eso me dijo. «¿Y adónde voy amandarte de todas formas? Antes tienesque pagarme lo que me debes», me dijo.Se puso furioso, eso es lo que hizo.

—¿Así que has vuelto aquí?—He vuelto aquí. Quería saber si mi

hijo dejó algo al morirse, pero no pudeentenderme con ellos. Le dije al amo:«Soy el padre de Filipp», y él me dice:«¿Y cómo sé yo que eso es verdad? Detodas formas, tu hijo no ha dejado nadasuyo; y me debía dinero». Así que he

regresado.El campesino relató todo esto con un

ligero tono irónico, como si nada tuvieraque ver con él, pero le asomabanlágrimas en los pequeños y apretadosojillos y le temblaban los labios.

—Así que ahora vas para casa, ¿no?—¿Adónde si no? Claro que voy a

casa. Mi mujer estará royéndose losnudillos de hambre, seguro.

—Pero tú… Deberías… —comenzóde pronto a decir Stépushka, pero se lio,dejó de hablar y comenzó a rebuscaralgo en el tarro.

—¿Entonces vas a ir a ver alintendente? —continuó Niebla, mirando

a Stepán sorprendido.—¿Y para qué? Les debo dinero, eso

es cierto. Antes de que mi hijo murierase había pasado enfermo un año entero,y no pagó ni su propio alquiler… Eso nome preocupa, porque no tiene nada quever conmigo de todas formas… Noimporta lo listo que seas, hermano, nadade lo que se te ocurra servirá. ¡Tengo laconciencia tranquila! —el campesino sepuso a reír—. No importa lo que se leocurra a ese Kintilian Semiónich… —yVlas volvió a reírse de nuevo.

—¿Qué has dicho? Eso está muymal, Vlas, hermano —anunció Niebla,haciendo una pausa después de cada

palabra.—¿Qué hay de malo en ello? No

es… —Pero la voz de Vlas se quebró eneste punto—. Oh, hace un calor… —continuó, secándose la cara con lamanga.

—¿Quién es tu amo? —pregunté.—El Conde, Valerian Petróvich.—¿El hijo de Piotr Ílich?—El hijo de Piotr Ílich —dijo

Niebla—. Piotr Ílich, el Conde anterior,le regaló la aldea de Vlas cuandotodavía vivía.

—¿Y tiene buena salud?—Pues sí, gracias a Dios —

respondió Vlas—. Se ha puesto todo

rojo, con la cara gorda.—Ya ve, señor —continuó Niebla,

volviéndose en mi dirección—, todo sesolucionaría si estuviera a las afueras deMoscú; pero es aquí donde debealquiler.

—¿Cuánto?—Noventa y cinco rublos —

murmuró Vlas.—Ya ve usted cómo es, no hay más

que un poquito de tierra, y todo lo demásson los bosques del amo.

—Y eso lo han vendido, o eso dicen—comentó el campesino.

—Bueno, pues ya ve usted…Pásame un gusano, Stepán… Eh, Stepán,

¿te has dormido?Stépushka se despertó. El campesino

se sentó con nosotros. Todos guardamossilencio. En la orilla opuesta una vozinició una tonada, pero era triste ydemasiado larga… Mi pobre Vlas diorienda suelta a su desesperación…

Media hora más tarde, cada unosiguió su camino.

EL MÉDICO DELDISTRITO

Una vez, en otoño, de regreso de unlugar lejano, cogí un resfriado y tuve queguardar cama. Por suerte la fiebre medio en una ciudad de provincias, en unhotel; mandé buscar a un médico. Elmédico del distrito apareció en mediahora, un hombre no muy alto, delgaduchoy de cabello oscuro.

Escribió la receta habitual para algoque me provocara sudores, ordenó laaplicación de una cataplasma y conmucho tacto deslizó mi pago de cincorublos en los puños de su abrigo sindejar de emitir una tos seca y mirar dereojo. Estaba a punto de marcharsecuando iniciamos una charla y se quedó.La fiebre me atormentaba; anticipé unanoche en vela y la charla con un hombreamable me alegró. Sirvieron té. Mi buendoctor comenzó a hablar. No era tonto,se expresaba animadamente y de formabastante entretenida. Cosas extrañasocurren sobre esta tierra: uno puedevivir durante mucho tiempo con alguien

en los términos más amigables, y aun asíno mantener ni una sola conversaciónsincera con él, desde el fondo del alma;mientras que con otra persona a la queuno acaba de conocer, en un momentouno le suelta entera la historia de lapropia vida. Ignoro qué me hizo dignode las confidencias de mi nuevo amigo,a no ser que desarrollase una simpatíainstantánea por mi persona, pero debuenas a primeras me relató un episodiobastante increíble. Es su historia la queahora deseo relatar al bien dispuestolector. Trataré de expresarme con lasmismas palabras que utilizó él.

—¿No conocerá usted —comenzó, convoz débil y temblorosa (resultado delrapé de abedul sin adulterar)— noconocerá usted por casualidad al juezlocal, Milov, Pável Lúkich…? No loconoce… Bueno, no importa. —Tosiódurante un rato y se secó los ojos—.Verá, fue así, como suele decirse, «porno mentir»; fue durante la Cuaresma, enpleno deshielo. Estaba sentado con él,nos encontrábamos en su casa, yjugábamos al préférence. Este juez es unbuen hombre y le encanta jugar alpréférence. De pronto —mi médicoparecía afecto a esta expresión—, de

pronto me dicen que hay alguien que mebusca. Pregunto qué es lo que quiere. Lapersona en cuestión trae una nota, debede ser de un paciente. Déjeme verla,digo. Sí, es de un paciente… Muy bien,está bien, ya sabe, es nuestro pan decada día… La cosa es como sigue: lanota es de una dama, la viuda de unterrateniente que dice que su hija semuere, venga por el amor de Dios, heenviado caballos a recogerlo. Bueno,hasta aquí la cosa es normal, ¡exceptoque vive a veinte verstas, afuera estáoscuro y el camino es deplorable! Y loque es más, ella misma no posee unagran fortuna, es posible que solo me

signifique un par de monedas de plata, oni eso, probablemente tendré queconformarme con un trozo de tela y unoscuantos mendrugos, o algo por el estilo.Pero el deber es lo primero, ya sabe,cuando alguien se está muriendo. Depronto le paso mis cartas a un miembrodel grupo de siempre, Kalliopín, y salgoen dirección a mi casa. Veo un pequeñocarro frente a mi porche, enganchadocon caballos de campesinos, con laspanzas que les cuelgan, panzas enormes,y con unas mantas de lana gruesas comofieltro echadas por encima, y un cocherosentado en el pescante con la cabezadescubierta en señal de respeto…

Bueno, me digo, está claro como elagua, mi querido amigo, tus amos nocomen de un plato de oro… Puedereírse, pero le diré una cosa, los quesomos pobres nos damos cuenta decosas así… Si el cochero está ahísentado como un príncipe, por ejemplo,si no se descubre la cabeza y hastasonríe bajo la barba, y hace floriturascon el látigo, ¡puede apostar que sellevará usted un par de billetes gordos!Pero me huelo que no va a haber nada deesto en este caso. De todas formas, medigo, no puedes hacer nada sobre ello,el deber es lo primero. Cojo losmedicamentos más habituales y me

pongo en marcha. Lo crea o no, apenasconsigo llegar hasta a mi destino. Elcamino es un infierno: riachuelos, nieve,barro, ráfagas de viento de repentehuracanadas; ¡un desastre! Aun así,logro llegar. La casa es pequeña, contecho de paja. Hay luz en las ventanas,aún me esperan. Entro. Me encuentrocon una anciana muy digna, con unacofia. «Por favor, ayúdenos», me dice,«se muere». Yo le digo: «No sepreocupe. ¿Dónde está la paciente?».«Por aquí, por favor». Echo un vistazo ala limpia habitación, con una lámpara enla esquina y una muchacha de unosveinte años echada sobre la cama,

inconsciente. Está ardiendo y respiracon dificultad febril. Hay dos muchachasmás, sus hermanas, asustadas ysollozantes. «Ayer por la noche», meexplican, «estaba perfectamente y teníabuen apetito; esta mañana se ha quejadode un dolor de cabeza, pero hacia elcrepúsculo se ha puesto así, depronto…». Yo les repito: «No sepreocupen», es el deber de un médico,ya sabe; así que me pongo a trabajar. Lasangro, pido cataplasmas, escribo unareceta. Entretanto la miro, no puedodejar de mirar, ya sabe; en fin, Dios mío,nunca he visto un rostro como el suyo…en una palabra, ¡una hermosura! Mi

compasión por la joven me estámatando. Unos rasgos tan delicados,unos ojos… Entonces, gracias a Dios,comenzó a mejorar, a sudar la fiebre, sedio cuenta de dónde se encontraba, miróa su alrededor, sonrió, se pasó la manopor la cara… Sus hermanas se echaronsobre ella y le preguntaron: «¿Cómo teencuentras?». «Estoy bien», dijo y sedio la vuelta… Veo que se ha quedadodormida. Muy bien, digo, debemosdejarla descansar. Así que todos salimosde puntillas de la habitación; solo sequeda una criada para vigilarla. En lasalita el samovar está listo, y tambiénuna botella de ron jamaicano… En mi

negocio son cosas inevitables. Meofrecen té y me ruegan que me quede apasar la noche… Digo que sí: ¿adóndevoy a irme a esas horas? La anciana nodeja de gemir y de suspirar. «¿Por quésuspira?», le digo. «Va a salir de esta,no se preocupe. Sería mejor si ustedtambién descansara. Son las dos de lamañana». «Pero ¿me despertará usted sipasa algo?». «Haré que la despierten, nose preocupe». La anciana se retira a suhabitación y las hermanas a las suyas.Me prepararon una cama en la salita. Meeché, pero no lograba dormirme, ¡todoera tan insólito! Cualquiera habríapensado que estaría destrozado por el

viaje. Pero no podía quitarme de lacabeza a la paciente. Al cabo no pudeaguantarlo más y de pronto me levanté,con la idea de ir a ver cómo seencontraba. Su habitación era contigua ala salita. Pues bien, me levanté y abrí supuerta con cuidado, el corazón me latíaintensamente. Veo que la criada estádormida, ¡la maldita tiene la bocaabierta y está roncando! Pero la enfermaestá echada con el rostro vuelto hacia míy con los brazos caídos de cualquiermanera, pobrecilla. En cuanto me acercoabre los ojos de pronto y los clava enmí. «¿Quién es? ¿Quién es?». Me entróel pánico. «Muy bien, no te asustes,

querida», le digo. «Soy el médico, y hevenido a ver cómo estás». «¿Usted es elmédico?». «El médico, sí, el médico…Tu madre envió por mí a la ciudad. Tehe sangrado, querida, y ahora debesdescansar y en un par de días, si Diosquiere, estarás andando». «Oh, sí,doctor, no debe usted dejarme morir…Se lo ruego». «No digas esas cosas, ¡queel Señor te guarde!». Pero le habíavuelto la fiebre, o eso me parecía; letomé el pulso: sí, la fiebre. Me mirófijamente y, de pronto, me agarró de lamano. «Le contaré por qué no quieromorirme, se lo contaré todo… Ahoraque estamos a solas. Solo le pido que no

se lo diga… A nadie… Escúcheme». Meagaché hasta ella y con esfuerzo mehabló al oído, y su cabello me rozó lamejilla; entonces comenzó a murmurar…No entendía nada de lo que decía…Obviamente, deliraba… Susurró,susurró, tan rápido que no parecía ruso,y entonces, estremeciéndose, dejó dehablar, volvió a dejar caer la cabezasobre la almohada y me amenazó con eldedo: «Tenga cuidado de no contárselo anadie, doctor». Logré calmarla dealguna forma, le di algo de beber,desperté a la criada y salí de allí.

En aquel momento, suspirando conamargura, el médico del distrito tomó un

poco de rapé y por un minuto cesó dehablar.

—Sin embargo —continuó—, al díasiguiente, la enferma, al contrario de loque esperaba, no mejoró. Pensé y penséqué podía hacerse, y de pronto tomé ladecisión de quedarme con ella, aunqueme esperaban otros pacientes… Y, yasabe, uno no debe abandonar a lospacientes: una consulta puede sufrircuando se hacen esas cosas. Pero, enprimer lugar, la enferma estaba en unestado desesperado; y, en segundo lugar,para serle sincero, me sentía muyatraído por ella. Lo que es más, toda lafamilia me gustaba. Aunque no tenían

muchas posesiones materiales, eranextraordinariamente bien educados,podría decirse. Su padre había sido unhombre de gran cultura, un escritor; porsupuesto, había muerto en la pobreza,pero había logrado dar a sus hijos unaformación excelente, y también les habíaproporcionado una excelente biblioteca.Por haber cuidado de la enferma contanta devoción, o por la razón que fuera,en la casa me tomaron mucho cariño, metrataban como uno más de la familia…Mientras tanto, el estado de lascarreteras se había vuelto muypreocupante. Todas las comunicacionesestaban cortadas. Los medicamentos

solo podían obtenerse en la ciudad, condificultad… La enferma no mejoraba…Pasaba un día y otro día… Bueno, verá,señor mío… —El doctor guardósilencio—. No sé muy bien cómoexplicarlo, señor… —Volvió a tomaralgo de rapé, estornudó y bebió algo deté—. Se lo diré sin rodeos, mipaciente… ¿Cómo explicarlo?… En fin,se enamoró de mí… O no, no seenamoró tanto como… En fin, a pesar detodo… No puedo estar seguro del todo,señor… —El médico dejó caer lacabeza y enrojeció.

»¡No! —continuó con animación—,¡no era amor! Al fin y al cabo uno debe

conocer su propia valía. Ella era unamuchacha educada, inteligente, culta,que había leído ampliamente, mientrasque yo me había olvidado, podríadecirse, de todo el latín que habíaestudiado. En lo que se refiere a miaspecto —el médico se echó un vistazocon una sonrisa—, no tenía nada de quéenorgullecerme. Pero el buen Señor nome había convertido en un auténticoidiota; no llamaré al negro blanco, y soycapaz de entender las cosas. Porejemplo, entendí muy bien queAlexandra Andréievna, se llamaba así,no sentía tanto amor como más bien loque podría llamarse una disposición

amigable, una suerte de respeto. Aunquees posible que pudiera tener la actituderrónea, su estado era, bueno, puedejuzgarlo usted mismo… Además —añadió el médico, que había hablado deforma entrecortada y casi sin tomaraliento, algo confundido—, es probableque lo haya explicado todo mal… asíque no va usted a entender nada… Asíque, mire, si no le incomoda, se locontaré exactamente como ocurrió.

Apuró su té, y comenzó a explicarseen un tono más calmado.

—Ocurrió así. Mi pacienteempeoraba, cada día un poco más. Ustedno es hombre de medicina, mi querido

señor, de manera que no puede entenderlo que ocurre dentro del alma de alguiencomo yo, especialmente al principio desu profesión, cuando comienza a darsecuenta de que la enfermedad va ganando.¡Toda confianza en uno mismo sedesvanece! Uno se siente taninsignificante, es indescriptible. Pareceque-uno ha olvidado todo lo que haaprendido, que su paciente ya no confíaen él, los que lo rodean empiezan adarse cuenta de que está perdido, ycomienzan a explicarle los síntomas y amirarlo por debajo de las cejas y asusurrar entre sí… ¡Oh, es terrible! Nohay duda, uno se dice, de que debe

existir un remedio para esta enfermedad,que solo se trata de encontrarlo. ¿No escierto? Uno lo intenta y… ¡Nada! Unono le da tiempo a los medicamentos paraque funcionen y ya está probando otro, yotro más. Se coge el libro de recetas,y… ¡Ah, es este el que necesito! A vecesse abre el libro por la primera páginaque sale, uno cree que la casualidad, eldestino… Pero durante todo ese tiempoel paciente se está muriendo, mientrasque otro médico podría haberlo salvado.Uno se dice que necesita una segundaopinión, porque no puede aceptar laresponsabilidad. ¡Y qué estúpido resultaentonces! Bueno, el tiempo pasa y uno se

acostumbra, y ya no importa nada. Lospacientes se mueren, pero no es culpa deuno, uno se ha limitado a seguir lasreglas. Lo peor es cuando se ve laconfianza ciega que depositan en uno, ysiente que no está en posición de ayudar.Era precisamente ese tipo de confianzala que depositó en mí la familia deAlexandra Andréievna, olvidándose delverdadero peligro que corría su hija. Yomismo, por mi parte, les aseguraba quetodo saldría bien, con el alma por lossuelos. Para coronar mi mala suerte, elclima empeoró tanto que el cochero aveces tardaba días enteros en traer losmedicamentos. Y yo nunca abandonaba

la habitación de la enferma, no podíamantenerme alejado, le contaba bromastontas y jugaba con ella a las cartas. Mequedaba toda la noche acompañándola.La anciana me lo agradecía con lágrimasen los ojos, y yo pensaba: «No merezcotu gratitud». Le confieso abiertamente,puesto que ya no hay nada que ocultar,que me había enamorado de mi paciente.Y Alexandra Andréievna me tomómucho cariño, y no permitía que nadiemás entrara en su cuarto. Comenzamos atener conversaciones sobre dónde habíaestudiado medicina, cómo era mi vida,quiénes eran mis padres, o a quiénesfrecuentaba en la aldea. Yo me daba

cuenta de que no debía aceptar este tipode proximidad, pero no podía detener sucharla, pararla del todo, ya sabe. De vezen cuando volvía a mis cabales y medecía: «Pero ¿qué estás haciendo,cretino?». Pero ella tomaba mi manoentre las suyas, me miraba sin descanso,se volvía suspirando y decía: «¡Québueno es usted!». Sus manos ardían, susojos contemplaban con anhelo. Medecía: «Sí, es usted bueno, un buenhombre, no como nuestros vecinos…No, usted no se parece a ellos en nada,en nada de nada… ¿Cómo es posibleque nunca nos hayamos conocido?». Yyo le decía: «Alexandra Andréievna, no

debe excitarse… Créame, no tengo ideade por qué soy merecedor de suspalabras, solo le ruego que no sesobreexcite, por amor de Dios, no lohaga… Todo saldrá bien, recuperará lasalud». Pero tengo que decirle, de todasformas —añadió el médico,inclinándose hacia mí y elevando lascejas— que no tenían mucha relacióncon los vecinos, porque los vecinosinsignificantes no les gustaban y erandemasiado orgullosas para buscar favorcon los ricos. Ya le digo que era unafamilia muy culta, de manera que paramí era un privilegio estar allí. Ella soloaceptaba medicamentos de mi mano…

Se incorporaba, pobrecilla, con miayuda, se tomaba la medicina y memiraba… mi corazón comenzaba adesbocarse. Pero durante todo aqueltiempo ella empeoraba más y más, ypensé que se moriría, que acabaría pormorirse. Créame, yo estaba dispuesto ameterme en el ataúd en su lugar, antesque ver cómo la madre y las hermanaseran conscientes de todo, me mirabandirectamente a los ojos… y su confianzaen mí iba mermándose: «¿Qué pasa?¿Cómo está?». «¡Oh, no es nada, nada enabsoluto!». ¿Y cómo podía no ser nada?Su mente ya estaba afectada. Así que allíestoy una de aquellas noches, sentado de

nuevo cerca de la cama de la enferma.La criada también está en la habitación,roncando… No podía culparla tampoco,había, sido enviada a todas partes deuna tarea a otra. Alexandra Andréievnahabía estado mala toda la tarde,atormentada por la fiebre. Justo hasta lamedianoche había estado inquieta y alfinal había acabado por dormirse; o almenos estaba echada ahí calmada. Lalámpara en la esquina ardía ante elicono. Yo estaba allí sentado, ya sabe,echado hacia ella, también roncando. Depronto siento como si alguien me dieraun golpe en el costado, me vuelvo y, ¡oh,Dios mío!, ahí está Alexandra

Andréievna despierta, mirándome conlos ojos inmensos… los labiosentreabiertos y las mejillas ardiendo.«¿Qué ocurre?». «Doctor, voy amorirme, ¿verdad?». «¡El Señor no lopermita!». «No, doctor, se lo ruego, nome diga que viviré… No diga eso…¡Oh, si solo usted supiera! Escúcheme,por Dios, ¡no me oculte lo que tengo!».Hablaba tomando aire con rapidez. «¡Sisupiera que voy a morirme entonces selo contaría todo, todo!». «¡Por favor,Alexandra Andréievna, se lo ruego!».«Escuche, no he dormido nada y lo heestado observando… Por Dios… se loruego… Confío en usted, usted es un

buen hombre, un hombre honesto, ¡leruego en nombre de todo lo que essagrado que me diga la verdad! Si ustedsupiera lo importante que es para mí…Doctor, por Dios, dígamelo, ¿estoy enpeligro de muerte?». «¿Qué puedo decir,Alexandra Andréievna? Por favor…».«¡Por Dios bendito, se lo imploro!».«No puedo ocultarle, AlexandraAndréievna, que está usted en peligro,pero el Señor es misericordioso…».«Moriré, moriré…». Y estabaliteralmente pletórica de dicha, su rostrose cubrió de tal alegría que me asusté.«No se asuste, no se asuste, la muerte nome preocupa en absoluto». De pronto se

incorporó y se echó sobre mi hombro.«Ahora… Bueno, ahora puedo contarleque le estoy agradecida desde lo máshondo de mi alma, que es usted unhombre bueno, y que lo amo…». La mirécomo un loco, me sentí aterrorizado, yasabe… «¿No oye lo que le digo? Lequiero…». «Alexandra Andréievna,¿qué he hecho para merecer su amor?».«No, no, usted no me entiende, tú noentiendes…». Y de pronto alargó susbrazos y me cogió de la cabeza y mebesó… Créame que casi grito… mearrojé de rodillas y escondí mi cabezaentre las almohadas. Ella guardósilencio, y con sus dedos mesó mi

cabello; oí que lloraba. Comencé aconsolarla, a tratar de asegurarle que…¡Oh, no tengo ni idea de lo que le dije!Le dije: «Va a despertar a la criada,Alexandra Andréievna… gracias,gracias… créame que… Pero ahoratiene que guardar silencio». «Essuficiente, eso es suficiente», continuódiciendo. «El Señor esté con ellos, dejeque se despierten, que entren todos, nome importa, de todas formas voy amorir… ¿Qué le pasa, por qué está tanasustado? Levante la cabeza… ¿O esposible que no me ame usted, que yohaya cometido un error terrible…? Enese caso, perdóneme». «Alexandra

Andréievna, ¿qué está diciendo? Yo laamo, Alexandra Andréievna». Me miródirectamente a los ojos y extendió susbrazos. «Abrázame entonces». Le dirécon toda honestidad que no sé cómo nome volví loco esa noche. Sentí que mienferma se estaba destruyendo; podíaver que no decía nada sensato, y entendíque si no hubiera creído que estaba apunto de morirse, no habría pensado enmí ni un minuto. Ya sabe, nos guste o no,es horrible estar muñéndose a losveinticinco años de edad sin haberamado a nadie, y eso era lo que laestaba enloqueciendo, y por esa razón,como un acto desesperado, me había

elegido… ¿Sabe lo que quiero decir?Bueno, no me dejaba apartarme de susbrazos. «Tenga piedad de mí, AlexandraAndréievna, y tenga piedad de símisma», dije. «¿Por qué?», preguntó.«¿Qué tiene que ver la piedad con esto?Después de todo voy a morirme».Repetía esto una vez y otra. «Si supieraque iba a vivir, y de nuevo ser una jovendecente, estaría avergonzada, muyavergonzada… Pero no es ese el caso,¿verdad?». «Pero ¿quién dice que vaya amorirse usted?». «Oh, no, ya essuficiente, no puede usted engañarme, esusted un mentiroso terrible, solo tieneque mirarse a sí mismo para darse

cuenta». «Usted vivirá, AlexandraAndréievna, yo la curaré. Pediremos elpermiso de su madre, nos casaremos yviviremos felices para siempre». «No,no, tengo su palabra, voy a morirme…Usted me lo ha prometido… Usted me lodijo…». Era amargo para mí, por variasrazones. Usted sabe a qué me refiero sile digo que a veces ocurren menudenciassin importancia, pero que hacen daño.Se le ocurrió preguntarme mi nombre depila. Mala suerte, he sido bautizado conel nombre de Trifón. Sí, sí, Trifón,Tritón Ivánich. En aquella casa todos mellamaban «doctor». No había nada quepudiera hacerse, de manera que dije:

«Trifón, señora». Entrecerró los ojos,denegó con la cabeza, susurró algunacosa en francés, algo poco educado, y seechó a reír, lo cual también estuvo mal.Y así fue cómo pasé con ella casi toda lanoche. Por la mañana dejé su habitaciónmedio loco. Volví solo por la tarde,después del té. ¡Oh Señor, Señor! Nopodía reconocerla; he puesto en féretrosa personas con mejor aspecto que ella.Para ser sincero del todo, le juro queahora no lo entiendo, de veras noentiendo cómo sobreviví a aquellatortura. Durante tres días y tres noches laenferma se aferró a la vida… ¡Y quénoches! ¡Y las cosas que me dijo! Y en

la última noche, imagínese, ahí estaba,sentado a su lado y rezando con un únicoobjetivo, que se muriera con rapidez, yde paso que yo también fuera llamadojunto al Altísimo. De pronto entra a todaprisa la anciana, su madre. Ya le habíadicho el día anterior que había pocaesperanza, que las cosas estaban muyfeas y que sería una buena idea llamar alsacerdote. La enferma, al ver a sumadre, dijo: «Oh, qué bueno que hayasvenido… Mira, nos amamos, nos hemosprometido…». «Doctor, ¿qué ocurreaquí? ¿Qué está diciendo?». Yo mequedé helado. «Está delirando», dije.«Es la fiebre». Pero ella continuó: «Es

suficiente, decías algo muy distintoahora mismo, y has aceptado mi anillo…¿Por qué mentir? Mi madre es generosa,ella nos perdonará, ella lo entenderátodo, y yo me muero, ¿por qué morirmemintiendo? Dame tu mano…», salté ysalí de allí corriendo. La anciana, porsupuesto, imaginó todo lo que habíaocurrido.

»No le aburriré más con estahistoria, de todas formas es dolorosopara mí recordarla. Mi paciente murió aldía siguiente. ¡Descanse en paz! —añadió el doctor con rapidez ysuspirando—. Antes de morirse pidióque saliera toda la familia y que yo me

quedara a solas con ella. «Perdóname»,dijo. «Veo mi culpa en tus ojos… Es laenfermedad… Pero créeme, nunca heamado a nadie más que a ti… No meolvides… Cuida de mi anillo…».

El médico del distrito se volvió de lado;le tomé la mano.

—Oh, hablemos de otra cosa —gritó—. O a lo mejor deberíamos echarnosuna partidita de préférence, ¿qué medice? Los tipos como nosotros, ya sabe,no deberían abandonarse a sentimientostan mundanos. Los tipos como nosotrossolo deberíamos preocuparnos de quelos niños no lloren ni se maltrate a las

mujeres. Desde entonces he contraídomatrimonio legal, como suele decirse…Bueno, ya sabe… Conocí a la hija de uncomerciante. Una dote de siete milrublos. Se llama Akulina, lo cual no estámal para un Trifón. Es una mujer mala,pero gracias al cielo duerme todo eldía… ¿Y esa partida de préférence?

Jugamos apostando kópeks. TrifónIvánich me ganó dos rublos y medio, yse marchó a casa tarde, muy contentocon su victoria.

MI VECINORADÍLOV

En el otoño suele encontrarsechochaperdices en los bosquecillos deancianos tilos. Existen muchos de esosbosquecillos en la provincia de Oriol.Nuestros antepasados, cuando tenían queelegir un lugar donde asentarse, siemprese decantaban por un par de desiatinasde buena tierra para un huerto de frutas

bordeado por avenidas de tilos. Despuésde cincuenta años, como mucho setenta,estas fincas solariegas, estos «nidos dela alta burguesía», han desaparecido unopor uno de la faz de la tierra, las casashan caído en un estado de abandono obien sus tablones han sido vendidos apeso, las zonas construidas en piedra sehan convertido en montones deescombros, los manzanos han sucumbidoy se utilizan para leña, las verjas y lascancelas han desaparecido. Solo lostilos han continuado creciendo, comoantes, en todo su esplendor y, rodeadospor los campos arados, nos hablan a lageneración actual de «todos los padres y

hermanos ya muertos y enterrados». Untilo anciano es un árbol hermoso… Sesalva hasta del hacha inmisericorde delcampesino ruso. Sus hojas sonpequeñas, sus ramas poderosas seextienden en todas direcciones y hay unasombra eterna debajo de ellas.

Una vez, vagabundeando conYermolái por los campos en busca deperdices, vi una huerta en estado deabandono, y allí me dirigí. Apenas habíaentrado cuando una chochaperdizlevantó vuelo desde detrás de unosarbustos. Justo cuando disparaba, apocos pasos de mí, se oyó un grito, y elrostro acongojado de una muchacha

joven se asomó desde detrás de losárboles para desvanecerse al instante.Yermolái corrió hasta mí: «¿Por quédispara? ¡Aquí vive un terrateniente!».

Apenas tuve tiempo de responderle,mi perro apenas había tenido tiempo detraerme la presa con digno orgullo,cuando se oyeron pasos presurosos y unhombre alto y bigotudo emergió dedetrás de un arbusto grueso,contemplándome con desaprobación. Medisculpé lo mejor que pude, le di minombre y le ofrecí la presa que habíaabatido en su tierra.

—Como guste —dijo con unasonrisa—. Aceptaré su presa, con la

condición de que se quede y ceneconmigo.

Confieso que su oferta no mesatisfacía, pero me era imposiblerechazarla.

—Soy Radílov, un terrateniente deesta zona, y vecino suyo: es posible quehaya oído hablar de mí —continuó mirecién conocido—. Hoy es domingo ydeberíamos tener una buena cena, o nolo habría invitado.

Respondí como se debe en dichascircunstancias y me dispuse a seguirlo.Un camino recientemente despejado dehierba nos condujo directamente fueradel bosquecillo de tilos y entramos en

una huerta doméstica.Entre viejos manzanos y arbustos de

grosellas crecidos más de la cuenta,había innumerables coles redondas yverdes; los lúpulos se retorcíanalrededor de sus largos tallos;sobresaliendo de los parterres habíafilas muy juntas de palos marronesenredados entre sí por guisantes resecos;había enormes y gordas calabazasesparcidas por todas partes; los pepinoscolgaban amarilleándose bajo hojasangulosas y polvorientas; altas ortigas secolumpiaban sobre la verja; en dos otres lugares crecían montones demadreselvas, saúco y escaramujo, o lo

que quedaba de lo que habían sido«parterres». Cerca de un estanque parapeces de reducidas dimensiones, Henode un agua aceitosa y rojiza, había unpozo rodeado de charcos. Los patoschapoteaban en ellos con afán y losremovían; un perro, tembloroso y conojos entrecerrados, roía un hueso sobrela hierba; en el mismo lugar, una vacapastaba con desgana, moviendo la colade vez en cuando sobre su lomo flaco.

El camino giraba y desde más alláde unos altos sauces y abedules nosmiraba una pequeña y anticuada casa decolor gris, con tejado de tablillas yporche torcido. Radílov se detuvo.

—Por supuesto —dijo mirándomecon simpatía y directamente a la cara—se me acaba de ocurrir que tal vez nodesee acompañarme en la cena, en cuyocaso…

No le dejé terminar, asegurándoleque, al contrario, sería muy agradablecenar con él.

—Bueno, como desee.

Entramos en la casa. Un joven con uncaftán largo de paño azul nos recibió enel zaguán. Radílov le ordenó deinmediato que sirviera vodka aYermolái; mi compañero de cacería sedobló en una respetuosa reverencia

hacia el amable anfitrión.Del vestíbulo, empapelado con

varias pinturas coloridas y en dondecolgaban varias jaulas, pasamos a unapequeña habitación, el gabinete deRadílov. Me desprendí de mis ropas decaza y dejé mi escopeta en una esquina.El joven con la larga levita me cepilló aconciencia.

—Bien, entremos en la salita —dijoRadílov con amabilidad—. Lepresentaré a mi madre.

Lo seguí. En la salita estaba sentadaen un diván en el centro de la sala unaanciana diminuta con vestido marrón ycofia blanca, de rostro minúsculo y

arrugado y expresión modesta yapocada.

—Madre, me gustaría presentarle anuestro vecino.

La anciana se puso de pie y me hizouna reverencia sin soltar una bolsa deestambre grande como un saco.

—¿Lleva usted mucho tiempo poresta zona? —preguntó en un tono triste ydébil, parpadeando.

—No señora, no hace mucho.—¿Y tiene la intención de quedarse

mucho tiempo?—Creo que hasta el invierno.La anciana guardó silencio.—Y aquí —repiqueteó Radílov,

apuntando a un hombre alto y delgado enel que no había reparado cuando entré—tiene a Fiódor Mijéich… Ven, Fedia,ofrece a nuestro invitado un poco de tuarte. ¿Por qué te escondes en esaesquina?

Fiódor Mijéich saltó de inmediatode su silla, cogió del asiento de laventana un violín de aspecto burdo,agarró un arco, no como suele hacerse,por el extremo, sino por la mitad, apoyóel violín sobre el pecho, cerró los ojos yse lanzó a bailar, cantando unacancioncilla y rascando las cuerdas.Parecía tener unos setenta años; unalevita larga de nankeen flotaba

tristemente sobre sus extremidadeshuesudas. Bailaba, bien arrancándose enmovimientos intrépidos o bien, como siestuviera a punto de desmayarse,balanceando su diminuta cabeza calva,estirando el cuello venoso, dandogolpecitos con los pies y, a ratos, conevidente dificultad, doblando lasrodillas. Una voz débil y vacilante salíade su boca desdentada. Radílov debióde haber juzgado por mi expresión queel «arte» de Fedia me gustaba bienpoco.

—Ya vale, viejo —dijo—, puedes irpor tu «recompensa».

Fiódor Mijéich depositó de

inmediato su violín en el asiento de laventana, me hizo una reverencia a míprimero en calidad de invitado, despuésa la anciana, después a Radílov, y acontinuación abandonó la sala.

—Él también fue terrateniente —continuó mi amigo—, y muy rico; perose arruinó y ahora vive conmigo… Ensus tiempos se lo consideraba el mayormujeriego de la provincia. Robó dosesposas a sus maridos, solía mantener acantantes, él mismo cantaba y era unexcelente bailarín… ¿Tal vez desearíaun trago de vodka? La cena ya estáservida.

Una muchacha joven, la misma que

había visto brevemente en el jardín,entró en la habitación.

—¡Ah, aquí está Olga! —observóRadílov, volviendo su cabeza—. Leruego que sea amigo suyo… Muy bien,vamos a cenar.

Entramos en el comedor y nossentamos. Mientras íbamos ocupandonuestros sitios, Fiódor Mijéich, cuyosojos relucían y cuya nariz habíaenrojecido por la «recompensa», cantó«¡Que resuene el sonido de la victoria!».Tenía un lugar asignado especialmentepara él en una mesa pequeña sinservilleta. El pobre viejo no podíapresumir de buenas maneras, así que se

lo mantenía a cierta distancia de lasociedad educada. Se persignó con unsuspiro y comenzó a comer como untiburón. La cena de hecho no era mala:siendo domingo, no habría podidolimitarse a unas gelatinas temblorosas yempanadas españolas. En el transcursode la cena Radílov, que había servido enel ejército durante diez años en unregimiento de infantería y había estadoen Turquía, se puso a contar historias;escuché con atención mientrasobservaba a Olga sin que ella lo notase.No era muy bonita, pero la expresiónresuelta y tranquila de su rostro, suamplia frente, el pelo abundante y, en

particular, sus ojos color avellana,pequeños pero inteligentes, claros yvivarachos, habrían causado impresiónen cualquiera en mi lugar. Daba laimpresión de seguir cada palabra quedecía Radílov con especial atención, yno era la simpatía lo que se mostraba ensu expresión, sino más bien la atenciónpasional. Por la edad, Radílov podríahaber sido su padre; la tuteaba, pero deinmediato supuse que no podía tratarsede su hija. En el curso de laconversación mencionó a su difuntaesposa, «su hermana», añadió,señalando a Olga. Ella no tardó enenrojecer y bajó los ojos. Radílov hizo

una pausa y cambió de conversación. Laanciana no dijo ni una palabra durantetoda la comida, apenas probó bocado yno me prestó atención. De sus rasgosemanaba una suerte de expectacióntímida y desesperada, ese tipo detristeza de los mayores que puedesobrecargar tanto el corazón de quien laobserva. Hacia el final de la comidaFiódor Mijéich se levantó con laintención de «cantar las alabanzas» desu anfitrión y su invitado; pero Radílovme miró y le dijo que lo dejara para otraocasión. El anciano se pasó las manospor los labios, parpadeó, hizo una nuevareverencia y volvió a sentarse, pero esta

vez al borde de la silla. Después de lacena Radílov y yo nos dirigimos a sugabinete.

Siempre hay algún rasgo común que nopasa desapercibido en las personas quese encuentran constante y gravementepreocupadas por una idea fija o por unaúnica pasión, alguna forma similar decomportarse, cualesquiera sean suscualidades, sus habilidades, su posiciónen sociedad y su educación. Cuanto másobservaba a Radílov, más me parecíaque pertenecía a esta categoría depersona. Hablaba sobre la organizaciónde su finca, sobre las cosechas, sobre la

producción de heno, sobre la guerra,sobre los cotilleos en la ciudad y laselecciones venideras, sin azoro,implicándose en lo que relataba, pero depronto se le escapaba un suspiro y sehundía en el sillón, se pasaba las manospor la cara y parecía un hombreexhausto por una dura labor física.Como si toda su alma, generosa yamable, estuviera enteramente inundadapor un sentimiento único. Me sorprendióel no ser capaz de encontrar en él pasiónalguna por la comida, ni el vino, ni lacaza, ni los ruiseñores de Kursk, ni laspalomas epilépticas, ni la literatura rusa,ni los caballos de paseo, ni las

chaquetas de corte húngaro, ni losnaipes o billares, ni ir a bailes por lanoche, ni hacer visitas a la ciudadcercana o a la capital, ni las fábricas depapel, ni las azucareras o cenadoresdecorados en colores chillones, nitardes de té, ni carreras de encuartes malconducidos o incluso cocheros orondoscon cinturones que les llegan a lossobacos, esos cocheros majestuososcuyos movimientos de cuello, Diossabrá por qué, hace que sus ojos saltenliteralmente de sus cabezas…

«¡Qué clase de terrateniente tan raroes este!», pensé. Además, no daba lamás mínima impresión de estar triste o

insatisfecho con su destino. Al contrario,radiaba buena voluntad indiscriminada,cordialidad y una casi servil disposicióna trabar amistad con todo el mundo. Escierto que, al mismo tiempo, se tenía laimpresión de que no se lograría fraguaruna amistad auténtica con él, puesto queno podría mantener una relación íntimacon nadie; y esto no porque nonecesitara de los demás, sino más bienporque su vida entera había sido vueltadel revés. Observando a Radílov decerca no podía imaginarlo feliz, ni ahorani en ningún otro momento. No habíasido bendecido con un físico atractivo,al contrario, sus ojos abogaban el

secretismo, aunque en su sonrisa y enconjunto existiera algo agradable, peroque permanecía escondido. De maneraque uno imaginaba que quería conocerlomejor y convertirse en su amigo. Porsupuesto, de cuando en cuando secomportaba como el terrateniente y elhabitante de la estepa que era, peronunca dejaba de ser buena persona.

Acabábamos de iniciar unaconversación sobre el nuevo comisarioprovincial de la nobleza cuando, depronto, la voz de Olga, al otro lado de lapuerta, anunció: «El té está listo». Nosdirigimos a la salita. Fiódor Mijéichestaba como antes en su esquina, entre la

ventana y la puerta, con sus piernasmodestamente juntas. La madre deRadílov tejía un calcetín. Por lasventanas abiertas entraba la frescuraotoñal y un aroma a manzanas. Olga seocupó de servir el té. Ahora tuveoportunidad de observarla con mayoratención que durante la cena. Hablabamuy poco, como era costumbre entre lasmuchachas de provincia, pero en ella, almenos, no vi inclinación alguna aproferir comentarios sin pensar, vacuosy estúpidos; tampoco se dedicaba asuspirar como si la embargara un excesode sentimientos inexplicables, nitampoco ocultaba los ojos, ni sonreía de

forma vaga y misteriosa. Tenía unaspecto calmo y tranquilo, como el dealguien que descansa después de unagran alegría o de una gran congoja. Sumodo de andar y sus gestos eran segurosy confiados. Me gustó de inmediato.

Radílov y yo retomamos nuestraconversación. No recuerdo cómo nospusimos de acuerdo en que a veces sonlas cosas más insignificantes las queproducen mayor impresión, en lugar delas más importantes.

—Así es —dijo Radílov—, yomismo lo experimenté una vez. Estuvecasado, como sabe. No duró mucho… alos tres años mi esposa murió al dar a

luz. Pensé que nunca me recuperaría; mitristeza no conocía límites, me golpeó delleno, pero no era capaz de llorar, ibapor ahí como un loco. La vistieron conropas apropiadas y la pusieron sobre lamesa, ahí mismo, en esta habitación.Vino el sacerdote, vinieron lossacristanes, comenzaron a cantar, arezar, a quemar incienso; yo hice todo loque se debía, me doblé en reverenciashasta el suelo, y aun así era incapaz desoltar una lágrima. Mi corazón se habíavuelto literalmente de piedra, y tambiénmi cabeza, y no sentía nada. Asítranscurrió el primer día. ¿Puedecreerlo? Pude dormir aquella noche. A

la mañana siguiente entré para verla. Eraverano y el sol brillaba sobre ella de lacabeza a los pies, y relucía tanto. Derepente vi… —En este momento,Radílov se estremeció—. ¿Qué cree queera? Uno de sus ojos no estaba cerradodel todo, y había una mosca caminandosobre él… Me derrumbé como el trigo,y cuando recobré la conciencia me pusea gritar, y ya no pude detenerme…

Radílov dejó de hablar. Lo miré,después a Olga, y nunca olvidaré laexpresión de sus rostros. La ancianadejó el calcetín sobre sus rodillas, sacóun pañuelo de su bolso y se secó unalágrima. Fiódor Mijéich se puso de pie

de un salto, agarró su violín, y comenzóa cantar con su voz temblorosa y sinformación. Era muy probable quequisiera animarnos, pero todos nosestremecimos desde que emitió elprimer sonido, y Radílov le pidió queparase.

—Además —continuó—, ya hapasado todo; el pasado no puederegresar, y al final, ya sabe, todo es paramejor en el mejor de los mundosposibles… Como dijo Voltaire, o esocreo —añadió a toda prisa.

—Sí, por supuesto —accedí—. Y loque es más, uno puede soportar lainfelicidad, y no existe ninguna situación

tan horrible de la que uno no pueda salirde alguna forma.

—¿De veras lo cree? —preguntóRadílov—. Bien, tal vez esté en locierto. Recuerdo una vez en Turquía,estaba medio muerto en un hospital:tenía fiebre tifoidea. No podíamosenorgullecemos de nuestro hospital,después de todo estábamos en guerra.De repente nos trajeron muchos másenfermos, pero ¿dónde ponerlos? Eldoctor iba como loco de un lugar a otro,pero no había sitio. Entonces se acercóhasta mí y preguntó al ordenanza:«¿Vivo?». El ordenanza respondió: «Loestaba por la mañana». El doctor se

agachó sobre mi cuerpo y me oyórespirar. El tipo no pudo evitar decir:«La naturaleza es idiota. Aquí hay unhombre muñéndose, es absolutamentecierto que se muere, que solo estáagarrándose a la vida, y todo lo quehace es ocupar un sitio y evitar queentren otros». «Pues bien», pensé yo,«no estás tan mal después de todo,Mijailo Mijáilich…». Pero mejoré, yhasta hoy estoy vivo, como puede ver.Así que parece que tiene usted razón.

—Oh, siempre tengo razón —respondí—. Y si usted hubiera muerto,también habría dejado atrás unasituación difícil.

—Muy bien, sí —añadió, de repentegolpeando con fuerza la mesa con sumano—. ¡Todo lo que uno debe hacer esdecidirse! ¿Por qué soportar unasituación difícil? ¿De qué sirveagarrarse a la vida, continuar…?

Olga se puso de pie y salió conrapidez al jardín.

—¡Venga, Fedia, toca algo! —gritóRadílov.

Fedia se puso de pie de un salto yanduvo por la habitación como si fueraun niño ante un oso, y cantó: «Una vez, anuestras puertas…».

Se oyó desde el porche el ruido deun carro, y al cabo de un rato entró en la

habitación un hombre bien formado,viejo y de gran estatura, el granjeroOvsiánikov… Pero Ovsiánikov es unapersona tan extraordinaria y poco usualque, con el permiso del lector,hablaremos de él en nuestra siguientenota. En lo que concierne a la historiaactual, diré simplemente que al díasiguiente Yermolái y yo salimos de cazatan pronto como amaneció, y después decazar volvimos a casa, y una semanamás tarde fui de nuevo a visitar aRadílov, pero me encontré con que ni élni Olga estaban en casa: un par desemanas antes, como después meenteraría, se había esfumado

abandonando a su madre y marchándosea algún sitio con su cuñada. Laprovincia al completo estabasorprendida por aquello, y no dejó dehablar del suceso, y solo entoncescomprendí el significado de la miradaen la cara de Olga durante la narraciónde Radílov. No había sido una miradade compasión, sino de ardiente envidia.

Antes de dejar el campo visité a laanciana madre de Radílov. La encontréen la salita jugando al durachki[10] conFiódor Mijéich.

—¿Tiene alguna noticia de su hijo?—le pregunté al cabo.

La anciana rompió a llorar. Ya nunca

más volví a preguntarle sobre Radílov.

OVSIÁNIKOV ELODNODVORETS[11]

Imaginen, queridos lectores, un hombreorondo, alto, de unos setenta años, conuna cara que recuerda un tanto a la deKrílov, con una mirada sabia y honestabajo unas cejas saltonas, decomportamiento digno, discurso medidoy andares lentos: ahí tienen aOvsiánikov. Vestía una levita azul de

mangas largas, abotonada hasta arriba,un pañuelo de seda lila, botas lustradascon espuelas, y en general aspecto decomerciante próspero. Sus manos eranhermosas, blancas y suaves, y a menudo,en el curso de la conversación, jugabacon los botones de su levita.Ovsiánikov, con toda su dignidad yaspecto de estatua, con toda su malicia eindolencia, su forma directa de dirigirsea los demás y su cabezonería, merecordaba a los boyares rusos de lostiempos anteriores a Pedro el Grande…Una feriaz[12] le habría sentado bien.Era uno de los últimos representantes deaquella época pretérita.

Todos sus vecinos lo tenían en lamás alta estima, y consideraban un honorconocerlo. Sus propios empleados, losodnodvortsi, prácticamente lo adoraban,se quitaban los sombreros en supresencia, y ya lo admiraban en ladistancia. En términos generales, entrenosotros ha sido complicado distinguiral granjero de caserío del campesino.Sus fincas están apenas mejor cuidadasque las de estos últimos, alimentan a lasterneras con alforfón, sus caballosapenas están vivos y tienen riendas decuerdas. Ovsiánikov era una excepción ala regla, aunque no habría podido pasarpor rico. Vivía solo con su esposa en

una casita cómoda y bien cuidada, y solotenía unos cuantos criados, vestidos conropas típicas rusas y por él llamados«obreros». Eran los que le trabajaban latierra. Él no se propuso convertirse enmiembro de la clase acomodada, nuncapretendió ser un terrateniente, nunca «seolvidó de su lugar», hasta el punto desentarse a la primera invitación ahacerlo: cuando aparecía un nuevoinvitado, siempre se alzaba; pero lohacía con tal dignidad, con talexhibición de buenas maneras, que elinvitado no podía evitar doblarse en unaprofunda reverencia.

Ovsiánikov seguía las antiguas

tradiciones no por superstición (teníauna personalidad razonablementeliberal) sino más bien por costumbre.Por ejemplo, no le gustaban los carroscon muelles porque no los encontrabacómodos, de manera que o bien iba porahí en su droshki o en un pequeño carrorojo con un cojín de piel, tirado por subuen bayo trotador, que conducía élmismo. (Solo poseía bayos). El cochero,un muchacho joven con las mejillasencendidas y un flequillo, vestido conuna chaqueta de cuero azulada yamarrada con un cinto y con una gorrade lana, iba sentado respetuosamente asu lado. Ovsiánikov siempre dormía

después de la cena, visitaba los bañoslos sábados, solo leía libros filosóficos(para cuyo propósito se colocaba conimportancia unas gafas redondas sobrela nariz), se levantaba y se iba a la camatemprano. Sin embargo, iba siempreafeitado y llevaba el pelo cortado alestilo alemán. Recibía a sus invitados deforma muy cortés y amigable, pero nosolía doblarse en reverencias delante deellos; nunca organizaba nada especialpara ninguno de ellos, nunca les ofrecíasalazones o frutos secos. «¡Mujer!»,decía despacio, sin levantarse yvolviendo apenas la cabeza hacia ella.«¡Trae algo de comer a los caballeros!».

Consideraba que era pecado vendertrigo, puesto que era el regalo de Dios alos hombres, y en 1840, durante untiempo de hambruna y de inflaciónterrible, había repartido sus reservasentre todos los terratenientes locales ylos campesinos. Al año siguiente,agradecidos, todos pagaron esta deudaen especies.

Los vecinos solían acudir aOvsiánikov con peticiones de quearbitrara sus conflictos, y casi siemprese sometían a su juicio y seguían susconsejos. Muchos volvieron a dividirsus tierras a causa de susintervenciones… Pero después de dos o

tres encontronazos con los terratenientesanunció que a partir de entonces senegaba a mediar entre los miembros delsexo femenino. No soportaba los líos nilas ansiedades femeninas, ni tampoco elparloteo incesante y la «agitación». Undía su casa ardió. Uno de sustrabajadores corrió a él gritando«¡Fuego! ¡Fuego!», «¿Por qué gritas?»,preguntó Ovsiánikov con calma.«Tráeme mi sombrero y mi bastón…».Le encantaba entrenar caballos. En unaocasión un caballo, un bitiuk[13] algonervioso, lo lanzó colina abajo a unahondonada. «Eh, eh, pequeño demente,te vas a matar», le reprochó Ovsiánikov

con ternura, y un instante después élmismo cayó en la hondonada junto conel droshki, el muchacho sentado detrásde él y el propio caballo. Por fortunahabía montículos de arena al fondo de lahondonada. Nadie resultó herido y elcaballo solo se dislocó la pata. «Bueno,ya ves», continuó Ovsiánikov con vozcalma, levantándose del suelo, «ya te lodije».

Y había elegido a su esposa élmismo, Tatiana Ilínichna Ovsiánikov,una mujer alta, digna y taciturna, con unpañuelo de seda siempre atadoalrededor de la cabeza. Transmitía unasensación de frialdad, aunque no se

trataba de que se quejasen de su tratosevero, al contrario, muchos pobres lallamaban madre y benefactora. Susfacciones regulares, los grandes ojososcuros y los labios finos delataban quehabía sido una mujer muy bella. LosOvsiánikov no tenían hijos.

Me lo encontré en Radílov, como yasabe el lector, y un par de días más tardefui a visitarlo. Lo hallé en casa. Estabasentado en un amplio sillón y estabaleyendo un libro sobre la vida de lossantos. Un gato gris ronroneaba sobre suhombro. Iniciamos una conversación.

—Dime la verdad, Lulca Petróvich

—comenté de pasada—. Seguro que entus tiempos las cosas eran mejores.

—Algunas cosas lo eran de verdad,te lo aseguro —respondió Ovsiánikov—. Vivíamos vidas tranquilas, y escierto que había mucho más de todas lascosas… Pero todo es mejor ahora. Yserá incluso mejor para tus hijos, siDios quiere.

—Luka Petróvich, esperaba que tepusieras a cantar las alabanzas de losdías pasados.

—No, no tengo ninguna razón enespecial para hacerlo. Te daré unejemplo. Piensa en ti, eres unterrateniente, tanto como lo era tu

difunto abuelo, ¡pero nunca tendrás tantaautoridad como él! Y lo que es más, noeres el mismo tipo de hombre. Hoy díason otras las personas que nospresionan, parece que uno nunca se librade eso. Moler es la única forma deobtener harina. No, no creo que vea hoydía mucho de lo que solía ver en mijuventud.

—¿Cómo qué?—Fíjate, por ejemplo, en lo que te

voy a contar sobre tu abuelo. ¡Era unhombre de autoridad, sin duda! Nosaplastaría. Es muy probable que sepas…Bueno, por supuesto conoces tus tierras;pues el trozo de tierra que se extiende

desde Chapligino hasta Malinin, queahora está cubierto de avena… Bueno,pues esa tierra es nuestra, como siemprelo fue. Tu abuelo nos la arrebató. Fue acaballo hasta allí, apuntó con el dedo ydijo: «Esa tierra es mía», y la cogió. Mipadre, que ahora está muerto (el Señorlo tenga en su gloria), no era más que unhombre, pero tenía un carácter de mildemonios, y no se quedó callado, ¿quiénquiere perder sus tierras, de todasformas?; así que lo llevó a juicio. Él fuea juicio, como te digo, pero muchosotros no; tenían demasiado miedo. Asíque a tu abuelo se le comunicó que PiotrOvsiánikov había presentado una queja

en su contra, al efecto de que se le habíaarrebatado tierra… Tu abuelo no tardóen enviarnos a su montero junto conotros hombres. Agarraron a mi padre ylo llevaron a tu finca. Yo era un niñopequeño, y corrí detrás de él descalzo.¿Y qué crees que pasó? Lo llevaron a tucasa y allí le dieron una paliza justodebajo de las ventanas. Y tu abuelo salióal porche a verlo todo, eso hizo. Y tuabuela estaba sentada a la ventana,mirando también. Mi padre gritó:«Querida señora, Maria Vasílievna,¡ayúdeme, tenga piedad de mí!». Peroella se limitó a ponerse un poco de piepara verlo mejor. Así que obligaron a mi

padre a prometer que entregaría latierra, y le ordenaron que lesagradeciera que lo dejaran con vida. Asíque desde entonces es tuya. Ve ypregúntale a los campesinos cómo sellama ese trozo de tierra. «El trozo de laporra» lo llaman, porque fue conseguidocon una porra. Por eso, como te digo, lagente simple no tenemos mucho queechar de menos de épocas pasadas.

No sabía qué decirle y no me atrevíaa mirarlo a los ojos.

—Y había otro vecino nuestro enaquellos días, Kómov, StepánNiktopoliónich. Era un auténticoproblema para mi padre; si no era por

una cosa, era por otra. Era un borracho yle gustaba hacer de anfitrión, y tanpronto como había tomado un sorbo dealgo decía en francés, «Se bon»,lamiéndose los labios; ¡y entonces searmaba la de Dios! Enviaba decir atodos sus vecinos que lo visitasen. Teníasiempre las troikas preparadas, y si unono iba a verlo, entonces él bajaba averlo a uno sin perder un minuto… ¡Quétipo tan extraño! En un estado «sobrio»nunca contaba una mentira, pero tanpronto como bebía un sorbo empezaba adecir que tenía tres casas en SanPetersburgo en la Fontanka, una roja conuna chimenea, otra amarilla con dos

chimeneas y una tercera azul sinchimeneas, y tres hijos (aunque nuncahabía estado casado), uno en el ejército,uno en la caballería, y el otro soldadoraso… Y después decía que cada uno delos hijos vivía en una de las casas, queel mayor recibía almirantes, el segundogenerales, ¡y el tercero nada exceptoingleses! Después se ponía de pie ydecía: «¡A la salud de mí hijo mayor, elmás respetado de todos!», y entonces seponía a llorar. ¡Y cuidado con oponersea brindar con él! «¡Te dispararé!»,gritaba entonces. «¡Y no permitiré que teentierren!». O bien se ponía a dar saltosy a gritar: «¡Bailad, gentes de bien,

bailad hasta que no podáis más, para miregocijo!». Bueno, pues había quebailar; aunque aquello matara, había quehacerlo. Era un auténtico incordio parasus muchachas campesinas. Las hacíacantar a coro toda la noche, hasta elamanecer, y la que alcanzara la nota másaguda se llevaba un premio. Y tan prontocomo se cansaban él apoyaba su cabezaen su mano y comenzaba a lloriquear:«¡Soy el mayor huérfano del mundo!¡Todos me abandonáis!». Entonces losmuchachos de los establos trataban dedarles fuerzas para que continuaran. Mipadre se convirtió en uno de susfavoritos, pero no podía evitarlo, ¿no

cree? Casi lo lleva a la tumba, y lohabría hecho si no se hubiera muertoantes, gracias al cielo, cayéndose de unpalomar una vez borracho… ¡Esa era laclase de vecinos que teníamos entonces!

—Cómo han cambiado los tiempos—observé.

—Sí, sí —accedió Ovsiánikov—.Aun así, debe decirse que en el pasadolos caballeros vivían con mássuntuosidad. Y no digamos losaristócratas, de los que vi hasta hartarmeen Moscú. Dicen que ya no quedanmuchos.

—¿Ha estado en Moscú?—Sí, hace mucho, mucho tiempo.

Pronto cumpliré los setenta y tres años,y fui a Moscú cuando tenía dieciséis.

Ovsiánikov suspiró.—¿A quién vio allí?—Vi a muchos personajes

importantes, y me enteraba de todas suscosas, y todos ellos vivían su vida enpúblico, para que todos los admirasen yse maravillasen. Solo que ni uno podíacompararse con el Conde AlekséiGrigórievich Orlov-Chesmenski. Solíaver a Alekséi Grigórievich a menudoporque mi tío era su mayordomo. ElConde vivía cerca de las puertas deKaluga, en Shabálovka. ¡Era unauténtico aristócrata! Una compostura,

unas palabras tan graciosas debienvenida… Inimaginable,indescriptible. Solo su altura era algovalioso, y en lo que concierne a sufuerza… ¡Qué ojos! Si uno no loconocía, no lo había visto cara a cara, sehabría sentido muy asustado y tímido,pero tan pronto como se lo conocía éltraía el calor del sol para inundar lavida, y uno se sentía lleno de dicha.Admitía a todos a su presencia, y leinteresaban todas las cosas. En lascarreras conducía él mismo, y no leimportaba competir con cualquiera,nunca adelantándolos, nunca humillandoa nadie, nunca alejándose, limitándose a

ganar terreno al final. Y era tan amable,sobre todo consolando a su oponente yalabando su caballo. Solía poseer lamejor clase de paloma volteadora. Salíaal patio, se sentaba en un sillón yordenaba que las soltaran. Y sobre todoslos techos había hombres a su cargoarmados con escopetas para protegerlasde los halcones. Colocaban un enormecuenco de plata lleno de agua a sus pies,y el Conde veía las palomas reflejadasen ella. Cientos de mendigos yvagabundos vivían de su caridad, ¡y lacantidad de dinero que entregaba! Perocuando se enfadaba era como el rugir dela tormenta. Asustaba aunque uno no

tuviera nada que reprocharse. Uninstante después se lo miraba y ya estabasonriendo. Daba festines, ¡todo Moscúse emborrachaba! ¡Qué tipo tan listo!Después de todo, había vencido a losturcos. Amaba la lucha cuerpo a cuerpotambién. Se hacía traer tipos fuertes deTula y de Járkov y de Tambov, y demuchos otros lugares. Si él ganaba aalguien, le daba un premio, pero si leganaban a él entregaba una recompensaprodigiosa, y besaba al vencedor en loslabios… Durante mi estancia en Moscúorganizó una cacería como nunca se havisto en Rusia. Invitó a todos loscazadores de todas partes del reino a

que asistieran, y anunció la fecha tresmeses antes. Así se reunieron todos.Trajeron perros y cazadores, ¡formabanun ejército entero! Primero festejaroncómo debía hacerse, y después todos sepusieron en marcha hacia las puertas dela ciudad. ¡Qué multitud, empujando,dando bandazos! ¿Y qué cree queocurrió? Fue la perra de su abuelo laque los venció a todos.

—¿Se refiere a Apuesta? —pregunté.

—Sí, Apuesta, eso era… El Condecomenzó a decir: «Véndeme a tu perra.Te doy lo que quieras por ella». «No,Conde», dijo su abuelo, «no soy un

comerciante, no voy por ahí vendiendoporquerías, y como cuestión de honorestaría preparado a entregar mi vida,pero no me desprenderé de Apuesta…Antes que me encierren». Y AlekséiGrigórievich alabó sus palabras. «Esoes lo que me gusta oír», dijo. Su abuelola trajo de vuelta montada en el carruaje.Y cuando Apuesta murió, la enterró en eljardín con una banda de música, ydespués levantó una lápida con unainscripción sobre su tumba.

—Así que Alekséi Grigórievichnunca trató a nadie mal —observé.

—Así es como ocurre: son losmenos importantes los que se ceban en

la poca importancia de los demás.—¿Y qué clase de tipo era este

Baush? —pregunté tras una pausa.—¿Cómo es posible que haya oído

hablar de Apuesta pero no de Baush?Era el montero jefe de su abuelo, estabaa cargo de los perros. Su abuelo le teníatanto cariño como a Apuesta. Erasalvajemente leal, y siempre que suabuelo le ordenaba que hiciera algo, lohacía en un momento, aun si podíallevarse una puñalada por ello… Ycuando soltaba los perros a seguir algúnrastro, el bosque entero se llenaba desus gritos. Y entonces de pronto se poníarecto, se deslizaba de su caballo y se

tiraba al suelo. Cuando los perros nopodían oír su voz, entonces ya estaba¡todo había terminado! Abandonaban elrastro y todo les daba igual. ¡Y suabuelo se enfadaba, ya le digo! «¡Lavida», decía, «no merece la pena servivida, a no ser que le dé su merecido aese inútil! ¡Le arrancaré al Anticristo dedentro! ¡Le meteré las espuelas por lagarganta, lo prometo!». Y entonces loenviaban a enterarse de qué iba mal, ypor qué los perros no habían sidodespachados. Y cuando las cosas seterciaban de esa guisa, Baush solía pediralgo de beber, se tomaba una copa, seponía de pie y comenzaba sus aullidos

de nuevo.—Me da la impresión de que a usted

también le gusta cazar, Luka Petróvich.—Me habría gustado… Es cierto.

Pero ahora no, ahora ya soy viejo… Dejoven habría estado bien… Pero ahoraresulta complicado, debido a miposición. No está bien que los de miclase intentemos comportarnos comocaballeros. Bueno, ya sabe que hahabido muchos entre nosotros, granjeros,borrachos e incompetentes, que han sidoserviles con sus señores y amos; ¡ymucho bien que les ha hecho eso! Solohan conseguido ponerse en evidencia.Les darán algún caballo de tercera que

anda dando brincos y que les arrancaráel sombrero de la cabeza una y otra vez,o bien los alcanzará alguna fustasupuestamente dirigida al animal, ytendrán que pretender reírse de todo yhacer que los demás se rían. No, comodigo, cuanto más baja sea tu posición,más estrictamente deberás comportarte,si no terminas en el barro.

»Así es —continuó Ovsiánikov conun suspiro—, ha llovido mucho desdeque nací y los tiempos ahora sondistintos. Sobre todo he observado ungran cambio entre los caballeros. Losmenos importantes entran a formar partedel servicio burocrático. Si no lo logran

no pueden quedarse en el mismo sitio; yrespecto a los importantes, bueno, ya nose los reconoce. Me he hartado deobservarlos, por ejemplo, con objeto dela división última de la tierra. Y tengoque decirle una cosa: anima el corazónde un hombre ver cuánto se preocupan yel buen corazón que tienen. Lo único queme sorprende es que son tan educados yhablan tan bien que uno no puede evitarsentirse impresionado, y sin embargo noentienden cómo funcionan los negocios,ni se dan cuenta de qué es lo que más lesconviene. ¡Fíjese que cualquiera de suscampesinos, digamos un intendente, lospuede manipular a su antojo!

Probablemente conoce a Koroliov,Alexánder Vladímirich; él es uncaballero, ¿verdad? Apuesto, rico, hasido universitario, o eso parece, haestado en el extranjero, es un hombre depalabras mansas, sin pizca de vanidad yque le estrecha la mano a todo el mundo.¿Sabe a quién me refiero? Bueno, puesescuche esto. La semana pasada noscongregamos todos en Beriózovka porinvitación del mediador Nikífor Ílich. Yel mediador Nikífor Ílich nos dijo:«Caballeros, tenemos que revisar loslímites de nuestras propiedades. Es unavergüenza que nuestra zona haya caídoen tal confusión. Sentémonos y hagamos

el trabajo». Así que todos nos pusimosmanos a la obra. Como era habitual,hubo debates y discusiones y nuestroasesor legal comenzó a enfadarse. Peroel primero que estalló fue Ovchínnikov,Porfiri. ¿Y por qué? No poseía ni unvershok de tierra, pero actuaba ennombre de su hermano. Gritó: «¡No, nome engañaréis! ¡No me convertiréis enun tonto! ¡Entregadme los planos!¡Dejadme que le ponga la mano encimaal agrimensor, dejadme que atrape a eseJudas!». «Entonces ¿qué quieres?».«¡Señor, qué idiota! ¿De veras crees quevoy a decirte abiertamente lo quequiero? ¡Limítate a entregarme esos

planos!». Y descargó su puño contraellos. Marfa Dmítrievna se sintióinsultada, y gritó: «¿Cómo te atreves ainsultar mi buen nombre?». Y él dijo:«Tu buen nombre no valdría para miyegua». Lo obligaron a tomar un sorbode Madeira. Se calmó, pero entoncescomenzaron otros. Koroliov, AlexánderVladímirich, estuvo sentado todo eltiempo sin decir ni media palabra en unaesquina mientras chupaba el mango desu bastón, y se limitaba a mover sucabeza arriba y abajo. Y yo me preguntéqué pensaba sobre todos nosotros.Entonces vi que mi AlexánderVladímirich se había levantado y daba

la impresión de que quería decir algo.El mediador dijo dándose aires:«Caballeros, caballeros. AlexánderVladímirich quiere decir algo». Y hayque admitir su mérito, puesto que todosdejaron de hablar. Así que AlexánderVladímirich comenzó y dijo quenosotros, por así decir, nos habíamosolvidado de por qué estábamos allí, queaunque la revisión de las particiones eraindiscutiblemente más beneficiosa paralos terratenientes, ¿para qué había sidointroducida realmente? Pues paraasegurar que los campesinos tuvieranuna vida más sencilla, pudieran trabajary cumplir con sus obligaciones de forma

más fácil. Tal y como estaban las cosas,el campesino ni siquiera sabía qué tierrale correspondía, o bien tenía quedesplazarse cinco verstas o más paraararla, así que nunca se sabía cuánto sele debía pedir como pago. DespuésAlexánder Vladímirich dijo que era unpecado para el terrateniente nomolestarse por la calidad de vida de suscampesinos, que los campesinos losponía Dios en sus manos, y finalmenteque, si uno pensaba sobre ellorazonablemente, las ventajas para elloseran las mismas que para nosotros, quetodo era al final lo mismo: lo que erabueno para ellos lo era también para

nosotros, lo que los perjudicaba nosperjudicaba a nosotros, y que enconsecuencia era pecaminoso y estúpidono lograr acuerdos a causa de disputassuperficiales, etc., etc. ¡Cómo hablaba!Le arrancaba a cualquiera el alma.Todos los presentes adoptaron unaactitud de decepción, y yo estaba alborde del llanto. ¡No se encontraría undiscurso como aquel ni en los librosantiguos! Pero ¿cómo terminó todo? Élmismo no quería entregar y vender unamera docena de desiatinas de ciénagamusgosa. Dijo: «Arrancaré la ciénagacon mis propios hombres y colocaré allíuna fábrica de paño, con las últimas

mejoras. He elegido ese lugar enparticular», explicó, «y tengo mispropias razones para ello…». Aunqueen cierta forma tenía derecho a hacerlo,todo se debía a que su vecino, AntónKarásikov, no le había entregado aladministrador de Koroliov un sobornode cien rublos en billetes. Así que nosdispersamos sin haber llevado a cabo loque teníamos que hacer. Y AlexánderVladímirich aún continúa creyéndosecon la razón, y habla sobre la fábrica depaño, aunque no hace nada por eldrenaje.

—¿Cómo administra su finca?—Siempre está introduciendo

nuevas reglas, eso es lo que hace. A suscampesinos no les gusta, pero no tienemotivos para escucharlos. Él estáhaciendo lo correcto.

—¿Cómo puede decir eso, LukaPetróvich? Creía que deseaba mantenerel viejo orden.

—Yo soy distinto. No soy caballero,ni dueño de una finca. ¿A cuánto sumami granja, después de todo? De todasformas, no sé hacer las cosas de otramanera. Intento seguir la justicia y lasleyes, ¡y doy gracias a Dios de queexistan! A los caballeros jóvenes no lesconvence el viejo orden, y yo los admiropor ello. Es hora de que empecemos a

usar la cabeza. El único problema esque los caballeros de la nueva era sondemasiado listos. Tratan al campesinocomo si fuera un muñeco, juegan con él,le mandan hacer esto y lo otro, lorompen y luego lo tiran. Y suadministrador, que es un campesinotambién, o su encargado, que es unalemán, ellos también clavan sus garrasen el campesino. ¡Si solo uno de losjóvenes caballeros diera ejemplo decómo debería tratarse a los campesinos!¿Dónde terminaría entonces? ¿Es que mevoy a morir sin ver ninguna forma nuevade actuar? ¡Qué parábola! ¡Los viejoshan muerto, pero los jóvenes no han

nacido todavía!No sabía qué decirle a Ovsiánikov.

Él se volvió, se acercó hasta mí, ycontinuó en voz baja:

—¿Has oído hablar de VasiliNikoláich Liubozvónov?

—No, no he oído hablar sobre él.—Entonces, por favor, explícame

esta increíble forma de actuar. No soycapaz de entenderlo. Sus propioscampesinos me lo han contado, pero noentiendo de qué me hablan. Es unhombre joven, y acaba de obtener suherencia tras la muerte de su madre.Pues bien, viajó hasta su finca. Loscampesinos todos se reunieron para ver

a su amo. Vasili Nikoláich se acercó aconocerlos. Los campesinos loobservaron y, ¡qué visión!, el amoapareció con pantalones de terciopelocomo si fuera un cochero, y se habíaplantado unas botas muy vistosas conlacitos y una camisa roja de campesino yel caftán de un cochero. Llevaba labarba larga y tenía un sombrero de unaclase tan extraña que su cabeza y surostro parecían algo raros; tal vezestuviera borracho, o tal vez no, perociertamente no estaba en sus cabales.«¡Salud, muchachos!», dijo. «¡El Señoresté con vosotros!». Los campesinos lehicieron una reverencia, solo que no

dijeron nada, todos apocados, ya sabes.Así que él también se sintió azorado.Intentó improvisar un discurso: «Soyruso, ya veis», dijo, «y vosotros soisrusos. Amo todo lo ruso… Tengo unalma rusa, como si dijéramos, y eh…Tengo sangre rusa…». Entonces, derepente dio una orden: «¡Hijos míos,cantadme una auténtica canción rusa, unade vuestras tonadillas!». Las rodillas delos campesinos temblaron ante esto, y sesintieron auténticos idiotas. Un tipovaleroso inició una tonada, solo parasentarse de repente en el suelo yesconderse detrás de los otros… Eso eslo que tiene que sorprenderte, ya sabes,

que tengamos terratenientes como ese,terribles como caballeros, locos deremate, es cierto, que se visten decochero y bailan y tocan la guitarra ycantan y beben con sus propios criadosdomésticos, y festejan con loscampesinos. Pero este, Vasili Nikoláich,es igualito a una muchacha, se Pasa todoel tiempo leyendo y escribiendo libros,o si no va Por ahí recitando versos, sinhablar con nadie, no creas, es muytímido con la gente, así que sale depaseo él solo en el jardín, o estáaburrido o triste. El antiguo intendente alprincipio estaba aterrorizado. Antes dela llegada de Vasili Nikoláich iba de una

a otra casa de campesinos,comportándose como un gato que sabeque se ha comido la carne de otro. Y loscampesinos se animaron y pensaron:«¡La que te va a caer! ¡Oh, oh, tecolgarán por lo que has hecho, tendrásque aprender un nuevo baile,malnacido!». Pero en lugar de esoresultó que… ¿Cómo explicarlo? ¡Nocreo que el mismo Señor sepa realmentecómo resultó! Vasili Nikoláich hizovenir al intendente y le dijo: «Tienes quelimitarte a tu trabajo, sin machacar anadie, ¿me oyes?». ¡Pero desde entoncesno ha vuelto a hablar con él! Vive en supropia finca como si no le perteneciera.

Bueno, por supuesto que el intendentesuspiró de alivio, y los campesinostampoco se han atrevido a acercarse aVasili Nikoláich porque tienen miedo. Ylo que también es sorprendente es que suamo va por ahí haciéndoles reverenciasa todos, y mirándolos con simpatía, loque a ellos solo les provoca ardores deestómago. ¿Qué tipo de maravillas sonesas, digo yo?… Oh, es posible que mehaya vuelto viejo y estúpido, y que ya noentienda las cosas…

Dije a Ovsiánikov que lo másprobable era que el señor Liubozvónovestuviera enfermo.

—¡Enfermo! Es más ancho que alto,

y su cara, el Señor lo ayude, tan ampliacomo puede serlo, a pesar de sujuventud… Y aun así, ¡el Señor sabrá!—Y Ovsiánikov emitió un profundosuspiro.

—Bueno —dije—, dejando aparte alos caballeros, ¿qué me dices de loscampesinos, Luka Petróvich?

—No, permíteme que me niegue acontestar esa pregunta —declaró sindilación—. Bueno, te contaría una cosao dos; pero ¡y qué! —Ovsiánikov hizoun gesto con la mano—. Tomemos el té.Los campesinos son los campesinos, esaes la verdad, ¿y cómo podría ser de otramanera?

Guardó silencio. Se sirvió el té. TatianaIlínichna se levantó y se acercó hastanosotros. En el curso de la tarde, envarias ocasiones había salido sin hacerruido y había regresado silenciosamente.El silencio reinaba en la habitación.Ovsiánikov bebía taza tras taza de téelegante y pausadamente.

—Mitia vino a vernos hoy —apuntóquedamente Tatiana Ilínichna;Ovsiánikov frunció el ceño.

—¿Qué quería?—Vino a presentar sus disculpas.Ovsiánikov negó con la cabeza.—En fin —continuó, volviéndose

hacia mí—, dime, ¿qué puede hacersecon los parientes? No puedes darles laespalda… El Señor me premió con unsobrino un poco especial. Es un hombrejoven e inteligente, con mucho carisma,no se puede negar. Era bueno en laescuela, pero no lo creo capaz deafanarse por conseguir nada. Estuvo enel servicio burocrático y acabóechándolo todo a perder porque no creíallegar a ninguna parte… Claro, no es unauténtico caballero, ¿sabes? Y no todoslos caballeros se convierten engenerales sin dilación, ¿no es cierto?Así que ahora no tiene trabajo… ¡Yquién sabe a qué se dedicará ahora,

puede terminar de informante delgobierno! Escribe peticiones para loscampesinos, informes, le dice alcomisario de la aldea lo que tiene quehacer, le hace la vida imposible a losagrimensores, va por las tabernasbebiendo y se pasa el día con soldadosde permiso, con individuos de la ciudady porteros de las casas de postas.¿Cuánto tiempo pasará hasta que seproduzca el desastre? Ya ha sidoamenazado por la policía. Pero ha sidoalgo bueno, porque no se toma nada enserio. Es posible que les haga reír alprincipio, pero que acabe metidodespués en un lío… Ya basta de

cháchara, ¿lo tienes en tu habitación? —añadió, volviéndose hacia su esposa—.Te conozco, tienes un corazóndemasiado indulgente. Lo has estadoprotegiendo, ¿a que sí?

Tatiana Ilínichna bajó la cabeza,sonrió y se ruborizó.

—En fin, ya lo ves —continuóOvsiánikov—. ¡Oh, mira que eresblanda! Está bien, dile que entre… Perosolo porque tenemos un invitado connosotros, lo perdono… Vamos, díselo,ve.

Tatiana Ilínichna se acercó a lapuerta y llamó: «¡Mitia!».

Mitia, un tipo de unos veintiocho

años, alto, de complexión robusta y pelorizado, entró en la sala y, al verme, sedetuvo en el umbral. Vestía ropasalemanas, pero la protuberancia de lasmangas en los hombros era tan poconatural que demostraba a la perfecciónque no había sido cualquier sastre el quelas había confeccionado, sino un sastreauténticamente ruso.

—Vamos, entra —dijo el anciano—,¿a qué viene tanta timidez? Agradece atu tía que se te haya perdonado. Ahí lotiene, señor mío, me gustaría presentarle—continuó, señalando a Mitia—. ¡Mipropio sobrino, pero nunca nospondremos de acuerdo en nada, ya

puede acabarse el mundo! —Ambos noshicimos reverencias—. Bien, díganos,¿a qué se ha estado dedicando? ¿Por quéoigo quejas contra usted?

Era evidente que Mitia no deseabaexplicarse ni justificarse frente a mí.

—Después se lo explico, tío.—No, de después nada; ahora

mismo —continuó el anciano—. Sé quete sientes extraño delante de unterrateniente que además es uncaballero. Pues mejor, eso te servirá delección. Venga, cuéntanos… Teescuchamos.

—No tengo nada de quéavergonzarme —comenzó Mitia

animadamente, y negó con la cabeza—.Juzgue usted mismo, tío. Los granjerosde Reshetílov vinieron a verme y medijeron: «Ayúdanos, hermano». «¿Quéos pasa?». «Esto es lo que nos pasa:nuestras reservas de grano estánrepletas, no podrían estar en mejorestado, cuando de repente viene unoficial y dice que tiene órdenes deinspeccionarlas». Las mira y dice:«Están hechas un desastre, tienenmuchos problemas. Tendré que informarde ello a las autoridades competentes».«¿Y qué problemas son esos?». «Yo séqué son», les dice… Nos reunimos paradecidir qué clase de soborno debíamos

darle, cuando de repente el ancianoProjórich dice que solo estaremosconsiguiendo que prefiera siempre estetipo de arreglo. ¿De qué sirve? ¿O esque no tenemos ningún modo deprotegernos? Hicimos caso de lo quedijo el anciano, y el oficial se enfadómuchísimo y escribió una queja contranosotros. Y ahora debemos responderpor ello. «Muy bien, pero ¿estánvuestros graneros en orden?», pregunto.«Como el Señor es nuestro testigo, estánen excelente estado, y contienen lacantidad de grano que estipula laley…». «Muy bien», les digo, «no tenéisnada de qué preocuparos en ese caso», y

les escribí una declaración… Y ahorano está nada claro en qué quedará elasunto… Pero es normal que la gente sehaya quejado de mí en este caso porquetodo el mundo conoce el asunto.

—Sí, todo el mundo lo sabe exceptotú —dijo el anciano por lo bajo—. Pero¿a qué has estado jugando con loscampesinos de Shutolómovski?

—¿Y cómo sabe eso?—Oh, lo sé y punto.—También en eso tengo razón. De

nuevo, juzgue usted mismo. El vecino delos campesinos de Shutolómovski, elseñor Bespandin, comenzó a arar unadocena de desiatinas de sus tierras. «Es

mía», dijo, «mía». La gente deShutolómovski paga el alquiler enespecie, y su amo se ha marchado alextranjero, así que, ¿quién queda paraecharles una mano, eh? Júzguelo ustedmismo. Vinieron a verme para que lesredactase una petición. Y yo lo hice. Yel señor Bespandin se enteró de ello ycomenzó a amenazarme: «Le arrancarélos ojos a ese maldito Mitia», dijo, «y lacabeza de los hombros…». Bueno, puesveamos si lo hace. Todavía parece queestá en su sitio.

—No vayas por ahí dándote aires,eso no te ayudará mucho —sentenció elviejo—. ¡Estás loco, completamente

loco!—Tío, ¿no es justo lo que usted me

ha estado contando…?—Lo sé, sé a qué te vas a referir —

le interrumpió Ovsiánikov—. Vas adecirme: un hombre debe vivir según loque es justo y debería ayudar a suvecino. También es cierto que un hombredebería tratar de no meterse en asuntosque lo perjudiquen. ¿Es que siempre tecomportas como deberías? ¿No te llevande vez en cuando a la taberna, eh? Tedan algo de beber y te dicen: «DmitriAlekséich, señor, si nos ayuda ledemostraremos nuestra gratitud», ybueno, ya sabes, igual hay una moneda o

un billete que se desliza hasta tu manodesde algún sitio, ¿eh? ¿Acaso no ocurreeso? Dime, ¿tengo razón?

—De acuerdo, soy culpable de loque dice —respondió Mitia, mirando alsuelo—, pero no cojo nada de lospobres y no tengo nada de quéavergonzarme.

—No coges nada ahora, pero cuandolas cosas se tuerzan, empezarás ahacerlo. Nada de qué avergonzarse,dice… ¡Si es que crees que estás departe de los santos! ¿Es que te hasolvidado ya de Borka Perejódov?¿Quién lo metió en esos líos? ¿Quién leofreció su protección?

—Perejódov sufrió por lo que élmismo hizo, eso es cierto…

—Robó dinero del gobierno… ¡Vayabroma!

—Su pobreza, su familia… Era unborracho y un jugador, ¡ese era elproblema!

—Empezó a beber por pena —apuntó Mitia, bajando la voz.

—¡Por pena! Bien, pues si lo sentíastanto por él deberías haberlo ayudado,en lugar de sentarte junto a él en lastabernas. Habla tan bien… ¡Nunca hevisto nada parecido!

—Posee el alma más bondadosa queexiste…

—Para ti todos son los másbondadosos… Era, eh… —continuóOvsiánikov, volviéndose hacia su mujer—, algo que se le envió… Bueno, túsabrás dónde está.

Tatiana Ilínichna asintió.—¿Y dónde has pasado los últimos

días? —comenzó el anciano.—En la ciudad.—Supongo que jugando al billar y

bebiendo té, y aporreando la guitarra ycorriendo de una oficina del gobierno aotra, y redactando peticiones enhabitaciones traseras, y dejándote vercon hijos de comerciantes, ¿verdad?Tengo razón, ¿a que sí? ¡Vamos,

cuéntanos!—Muy bien, exactamente así —dijo

Mitia sonriendo—. Oh, casi lo olvido:Fúntikov, Antón Parfiónich, lo invita acomer el domingo.

—No iré a ver a ese individuo depanza redonda. Nos dará buen pescadocubierto de mantequilla rancia. ¡ElSeñor lo bendiga, de todas formas!

—Y me encontré con FedosiaMikháilovna.

—¿Qué Fedosia?—La que pertenece a Gárpenchenko,

el terrateniente, la que compró Mikúlinoen una subasta. La Fedosia de Mikúlino.Vivió como modista en Moscú pagando

en especies y nunca se retrasaba en elpago, ciento ochenta y dos rublos cadamedio año. Y era buena en su oficio,solía obtener buenos encargos enMoscú. Pero ahora Gárpenchenko se laha traído de vuelta y la tiene aquí sintrabajo. A ella le gustaría comprar sulibertad, y ha hablado sobre ello con suamo, solo que él no ha llegado a ningunadecisión. Tío, usted conoce aGárpenchenko, ¿verdad? ¿No podríadecirle algo? Fedosia pagará bien.

—No se trata de tu dinero, ¿verdad?Bueno, muy bien, hablaré con él. Aunqueno sé —continuó el anciano, con unaexpresión de enojo—. El Señor le

perdone, pero ese Gárpenchenko es unauténtico rácano; la forma en la quenegocia con letras, presta dinero conalto interés y adquiere fincas en subastapública… ¿Quién demonios lo colocóen nuestras vidas? ¡Oh, malditosextranjeros! Costará hacerlo entrar enrazón, pero bueno, ya se verá.

—Haga lo que pueda, tío.—Muy bien, lo intentaré. Solo

cuídate. No, no, nada de excusas… ¡ElSeñor te acompañe, que el Señor teacompañe! Pero ten cuidado, Mitia, o noacabarás bien, te darás un batacazo,estoy convencido. Y de todas formas, noquiero tenerte todo el tiempo por aquí.

No soy capaz de lidiar contigo con tantafrecuencia. Así que márchate, por Diossanto.

Mitia salió. Tatiana Ilínichna fue trasél.

—Dale un poco de té, buena mujer—gritó Ovsiánikov detrás de ella—. Elchico no es tonto —continuó—, y tieneun buen corazón, solo que temo por él…En cualquier caso, perdóneme por darlela lata con estas tonterías.

Se abrió la puerta del vestíbulo. Unhombre pequeño, con el pelo algocanoso y con una chaqueta de terciopeloentró.

—¡Ah, Frants Ivánich! —gritóOvsiánikov—. ¡Salud! ¿Cómo lo trata elbuen Señor?

Permítame, querido lector, que lofamiliarice con este caballero.

Frants Ivánich Lejeune, mi vecino yterrateniente de Oriol, alcanzó el títulode noble y caballero ruso de una formabastante poco usual. Nació en Orleánsde padres franceses, y junto conNapoleón se puso en marcha paraconquistar Rusia como tambor. Alprincipio todo fue como esperaban, ynuestro francés entró en Moscú con lacabeza bien alta. Pero en el camino deregreso, el pobre Monsieur Lejeune,

medio helado y sin tambor, cayó enmanos de campesinos de Smolensk. Loscampesinos de Smolensk lo encerrarondurante la noche en un batánabandonado, y al día siguiente locondujeron hasta un agujero en el hielocercano a la presa y rogaron al tambor«de la grrrrande armée» que les hicierael honor, o sea, que se hundiera bajo elhielo. M. Lejeune fue incapaz deacceder a tal invitación, e intentóconvencer a los campesinos deSmolensk, en su dialecto francés, que lodejaran regresar a Orleáns. «Allí,messieurs», les dijo, «vive mi madre,une tendre mère». Pero los campesinos,

sin duda por ignorancia de la situacióngeográfica de Orleáns, continuaronsugiriendo que bajara por el ríoGniloterka, y comenzaron a animarlodándole con sus palas en el cuello y enla espalda cuando de pronto, paraindescriptible dicha de Lejeune, seoyeron las campanillas de un caballo, ysobre la presa subió un trineo enormecon la más colorida de las mantasechada sobre su exagerado asiento, yconducido por un grupo de caballos deViatka marrón claro. En el trineo estabasentado un terrateniente grueso y con lasmejillas enrojecidas envuelto en unapiel de lobo.

—¿Qué estáis haciendo ahí? —preguntó a los campesinos.

—Ahogando a un franchute, señor.—¡Ah! —respondió el terrateniente

con indiferencia, y se dio la vuelta.—¡Monsieur! ¡Monsieur! —exclamó

el pobre tipo.—¡Ahá! —dijo con reproche el

hombre en la piel de lobo—. ¡Convuestras docenas de lenguas venís aRusia, quemáis Moscú, rufianes, robáisla cruz de Iván el Grande, y ahora estodo musié, musié! ¡Ahora tienes el raboentre las piernas! Un ladrón se merecelo que le llega… ¡Vámonos, Filka!

Los caballos se pusieron en marcha.

—Oh, por cierto, ¡parad unmomento! —añadió el terrateniente—.¿El musié sabe algo de música?

—Sauvez moi, sauvez moi, mon bonmonsieur —rogaba Lejeune.

—¡Qué gente más ignoranteencuentra uno! ¡Ni uno de ellos saberuso! ¡Música, música! ¿Saber músicavú? ¿Saber? ¡Responde! ¿Comprendes?¿Sáve music vú? ¿Pianoforte, sávezhué?

Lejeune comprendió al fin lo que elterrateniente le preguntaba, y respondióasintiendo.

—Oui, monsieur, oui, oui, je suismusicien; je joue de tous les

instruments posibles! Oui, monsieur…Sauvez moi, monsieur!

—Bien, agradéceselo a tu buenaestrella —respondió el terrateniente—.Chicos, soltadlo. ¡Aquí tenéis veintekópeks para un trago!

—Gracias señor, gracias. Lléveselo,por favor.

Lejeune fue colocado en el trineo.Suspiró con alivio, lloró de dicha,tembló, les hizo una profunda reverenciaa todos, y mostró su agradecimiento alterrateniente, el cochero y loscampesinos. Solo llevaba puesto unjersey verde con lacitos rosas y estabahelado hasta los huesos. El terrateniente

le echó una mirada silenciosa a susextremidades azules y moradas, yenvolvió al desafortunado individuo ensu propio abrigo de pieles parallevárselo a casa. Toda la familia corrióa su encuentro. El francés entró en calorcon rapidez, y fue alimentado y vestido.El terrateniente lo llevó a sus hijas.

—Aquí tenéis, hijas —les dijo—, oshe encontrado un maestro. No hacíaismás que decirme cuánto queríaisaprender música y el dialecto francés.Bueno, pues aquí tenéis un francés quetoca el pianoforte… Bien, musié —continuó, señalando un pequeño pianoque había comprado cinco años atrás a

un judío, que, en todo caso, era unvendedor ambulante de ungüentos—muéstranos lo que sabes, ¡zhué!

Lejeune se sentó en la silla con elcorazón encogido, porque no habíatocado un piano en su vida.

—¡Zhué, zhué! —repitió elterrateniente.

El pobre tipo, desesperado, rozó lasteclas, como si golpeara un tambor, ytocó lo primero que le vino a la cabeza.«Pensé», solía contar años después,«que mi salvador me agarraría por elcuello y me echaría de la casa». Pero,para gran sorpresa del fortuitoimprovisador, el terrateniente le dio

golpecitos de aprecio al poco rato sobreel hombro:

—Bien, bien —decía—. Veo quesabe lo que hay que hacer. Ahora vaya adescansar.

Dos semanas después, Lejeune setrasladó de este terrateniente a otro, unhombre muy rico con gran educación,del que se encariñó por su carácterdichoso y afable, se casó con su pupila,entró en el servicio burocrático, seconvirtió en noble y caballero, casó a suhija con un terrateniente de Oriolllamado Lobyzániev, un oficial de losdragones, retirado y poeta amateur, y élmismo se estableció en Oriol.

Era este mismo Lejeune, o, como selo conocía, Frants Ivánich, quien entróen la salita de Ovsiánikov, quien teníacon él una relación de amistad.

Pero es posible que el lector se hayacansado de estar sentado aquí conmigo yel granjero Ovsiánikov, así que guardaréun elocuente silencio.

LGOV

—Vayamos a Lgov —me dijo un díaYermolái, a quien ya conocen nuestroslectores—, cazaremos patos hastahartarnos.

Aunque los patos salvajes no sonparticularmente atractivos para loscazadores de verdad, a falta de otrasaves (era principios de septiembre, lasbecadas no habían aparecido todavía y

estaba aburrido de cruzar los campos enbusca de perdices) le hice caso a micompañero y partimos hacia Lgov.

Lgov es una aldea considerable enmitad de la estepa, con una iglesia deuna única torre de piedra antiquísima ydos molinos sobre el riachuelo cenagosode Rosota. A unas cinco verstas de Lgovel riachuelo se vuelve un amplioestanque, con sus orillas salpicadas porgruesos juncos conocidos como «mayer»en la región de Oriol. Sobre dichoestanque, en los meandros y remansos,gran número de patos de todas lasvariedades posibles han encontrado suhábitat: ánado, mestizo, lavanco,

cerceta, somormujo, etc. Pequeñasbandadas suelen tomar vuelo decontinuo, sobre el agua, pero al sonidode un arma de fuego se elevan en talesnubes que el cazador debe agarrarse elsombrero y emitir un prolongado:«¡Ufff!». Yermolái y yo empezamos porrodear el estanque, pero, en primerlugar, el pato, ave cautelosa, no seacerca a la orilla y, en segundo lugar, sialgún despistado o ave de pocaexperiencia se hubiera expuesto yentregado su vida a nuestros disparos,nuestros perros no habrían podidoatraparlos de entre los gruesos juncos,puesto que, pese a sus esfuerzos más

nobles y sacrificados, no habrían podidonadar o hacer pie, y únicamente habríanherido en vano sus preciosos hocicos enlos tallos filosos de los juncos.

—No —dijo al fin Yermolái—, estono sirve de nada, tenemos que conseguiruna barca. Regresemos a Lgov.

Nos pusimos en marcha. Apenashabíamos avanzado unos cuantos pasoscuando un sabueso de bastante malaspecto se abalanzó sobre nosotrosdesde el tronco de un enorme sauce, y acontinuación apareció un hombre deestatura mediana, con un abrigo azulhecho jirones, un chaleco amarillento ypantalones del color de gris de lin o

bleu d’amour, que había sidopresurosamente metido por dentro deunas botas agujereadas, con un pañuelorojo al cuello y una escopeta de uncañón al hombro. Mientras nuestrosperros, con el ceremonial chino propiode su especie, olisqueaban a su nuevoamigo (el cual, o eso parecía, se habíaarrepentido de su entrada y tenía el raboentre las piernas, las orejas erizadas y elcuerpo que se balanceaba adelante yatrás, rígido y mostrando los dientes), elextraño se acercó hasta nosotros e hizouna educadísima reverencia. Parecíatener unos veinticinco años; su largopelo castaño claro, embadurnado de

kvas, se erizaba en rígidas púas, suspequeños ojos marrones parpadeaban ytodo su rostro, cubierto con un pañuelonegro como si tuviera dolor de muelas,sonreía afablemente.

—Permítanme que me presente —comenzó con tono meloso—. Soy elcazador local, Vladímir… Al saber desu llegada y que su excelencia sedirigiría hacia las orillas de nuestroestanque, me decidí, si no tieneobjeción, a ofrecerle mis servicios.

El cazador Vladímir hablaba, paraque nos entendamos, como un jovenactor de provincias que interpreta unprotagonista juvenil. Accedí a su oferta

y, antes de que alcanzáramos Lgov, yaconocía la historia de su vida. Era elsiervo liberado de una casa solariega;en su más tierna juventud habíaaprendido música, después habíatrabajado como ayuda de cámara, habíaaprendido a leer y había leído, por loque pude entender, algunos libricos, y,viviendo ahora como tantos en Rusia,sin dinero propio y sin empleo fijo, sealimentaba prácticamente de cualquiercosa excepto maná del cielo. Seexpresaba de forma elegante y pocohabitual, era obvio que se envanecía desus maneras educadas. También era, nolo dudo, un gran conquistador, y con

éxito, puesto que las jóvenes rusas amanla elocuencia. Además, me contó que amenudo visitaba en la ciudad a losterratenientes locales en calidad deinvitado, y que jugaba con ellos alpréférence y se llevaba muy bien con lagente de la capital. Era experto en elarte de sonreír y poseía un númeroextraordinario de sonrisas. Una de ellasle sentaba particularmente bien, unasonrisa modesta y desprendida, queperpetraban sus labios cuandoescuchaba hablar a alguien que acababade conocer. Escuchaba y se mostraba deacuerdo en todo, pero nunca perdía susentido de dignidad personal, y siempre

buscaba la forma de hacer saber que élpodía, si la ocasión se presentaba,expresar su propia opinión al respecto.Yermolái, como hombre carente deamplia cultura y nada sutil, comenzó atutearlo. Deberían haber visto lacondescendencia con la que Vladímir sedirigió a él, diciendo: «Usted, señor…».

—¿Por qué lleva ese pañuelo? —lepregunté—. ¿Le duelen los dientes?

—No, señor —respondió— esconsecuencia de una falta de atenciónmucho más grave. Tengo un amigo, unbuen hombre, señor, no un cazador, paranada, tal como ha resultado el caso,señor. Un día, señor, me dice: «Mi

querido amigo, llévame de caza, estoydeseando saber de qué clase dediversión se trata». Yo, por supuesto, noquería negarme a un amigo, de maneraque por mi parte le procuro un arma,señor, y lo llevo de caza. Bien, señor,cazamos, como es nuestra costumbre, ydespués descansamos, señor. Yo mesenté debajo de un árbol y él, por suparte, señor, se sentó frente a mí, ycomenzó a jugar con su escopeta y aapuntarme. Le rogué que desistiera,pero, en su inexperiencia, no prestóninguna atención, señor. Resonó undisparo y perdí mi mentón, además deldedo índice de la mano derecha.

Alcanzamos Lgov. Vladímir yYermolái habían decidido que eraimposible cazar sin una barca.

—El Nudo tiene una batea[14] —apuntó Vladímir—, pero no sé dónde laha escondido. Iré a verlo.

—¿Quién es ese? —pregunté.—Hay un hombre que vive por aquí

conocido como el Nudo.

Vladímir y Yermolái se pusieron enmarcha para encontrar al Nudo. Les dijeque esperaría cerca de la iglesia.Mirando las tumbas en el cementerio metopé con una urna de cuatro esquinasoscurecida con las siguientes

inscripciones: en un lado, en francés,«Ci gît Théophile Henri, vicomte deBlangy», y en la otra, «Debajo de estapiedra reposa el cuerpo de un francés, elConde Blangy, nacido en 1737, muertoen 1799, habiendo alcanzado su vida lossesenta y dos años de edad»; y latercera: «Que sus cenizas descansen enpaz», y la cuarta:

Debajo de esta piedra reposa unemigrante francés,

de linaje noble y de talento.Después de llorar la muerte de su

esposa y su familia,dejó su país natal, pisado por

tiranos;alcanzó las orillas de las tierras

rusas,y encontró un techo acogedor para

su vejez.Educó a sus hijos, enterró a sus

padres…La justicia del más alto le permita

reposar aquí…

La llegada de Yermolái, Vladímir y elhombre con el extraño mote, el Nudo,interrumpieron mis reflexiones.

El Nudo, descalzo, desastrado ysucio, parecía, a juzgar por suapariencia, un antiguo siervo sesentónde una casa solariega.

—¿Tiene usted una barca? —pregunté.

—La tengo —respondió en una vozcaballuna y rota—, pero en mal estado.

—¿Qué le ocurre?—Le entra agua. Y se han salido los

remaches.—¡Eso no es nada! —exclamó

Yermolái—. Puedes rellenarlos conestopa.

—Por supuesto que sí —accedió elNudo.

—¿Quién es usted?—Soy el pescador del amo.—¿Y cómo es posible que seas

pescador, pero que tengas la barca en talestado?

—Pues mire, es que no hay peces en

el río.—A los peces no les gustan las

aguas pantanosas y mohosas —explicómi cazador dándose importancia.

—Bien —le dije a Yermolái— ve yconsigue algo de estopa para arreglar labarca cuanto antes.

Yermolái se alejó.—No hay duda de que nos iremos a

pique muy deprisa, ¿verdad? —le dije aVladímir.

—El Señor es piadoso —respondió—. En cualquier caso, debemos suponerque el estanque no es profundo.

—Seguro que no —el Nudo habló deforma algo extraña, medio adormecida

—. Seguro que tiene el fondo lleno dealgas y hierbajos, y seguro que estálleno de hierba crecida demasiado, esoserá. Pero cuidado, que también tieneunos agujeros profundísimos.

—De todas formas, si la hierba esdemasiado gruesa —apuntó Vladímir—no será posible remar.

—¿Y quién rema en una batea, eh?Tienes que empujarla. Yo iré conustedes, porque tengo el palo allí. Otambién es posible usar una pala.

—Una pala lo hace más incómodo,algunas veces no se llega hasta el fondo—dijo Vladímir.

—Es cierto, es más incómodo.

Me senté sobre una tumba a esperar aYermolái. Un poco por educaciónVladímir se alejó y también se sentó. ElNudo se quedó de pie donde estaba, conla cabeza gacha y sus manos detrás de laespalda, de acuerdo con la viejacostumbre.

—Dígame, por favor —comencé—,¿ha sido pescador aquí durante muchotiempo?

—Ya es el séptimo año —fue surespuesta, enderezándose.

—¿Y qué eras antes de eso?—Antes era cochero.—¿Y por qué dejaste de serlo?

—Nuestra nueva señora.—¿Qué señora?—La que nos compró. Usted no la

conoce, señor: Aliona Timoféievna, unadama gorda… nada joven.

—¿Y por qué demonios se hizopescador?

—Dios lo sabe. Vino desde su finca,desde Tambov, y nos ordenó a todos lostrabajadores que nos agrupáramos, yvino a inspeccionarnos. Primero fuimosa besarle la mano y no le importó, no seenojó… Luego comenzó a preguntarnosuno tras otro qué hacíamos, en qué nosempleábamos. Cuando llegó mi turno,me preguntó: «¿Y tú que hacías?». Le

dije: «Cochero». «¿Cochero? Vaya, ¿quéclase de cochero crees que eres? Solotienes que mirarte en el espejo, piensaen ello, ¿eh? No está bien que seascochero, pero puedes ser mi pescador yte afeitas la barba. Siempre que tengaocasión de venir a visitaros y me quedea cenar, tendrás pescado listo, ¿meoyes?». Desde entonces se me considerapescador. «Y preocúpate de que miestanque de agua esté en buenascondiciones», me dijo. Pero ¿cómopuedo hacer eso?

—¿De quién habías sido siervoantes?

—Serguéi Serguéich Pajterev.

Éramos parte de su herencia. Pero nopor mucho tiempo, solo seis años. Acausa de él era yo cochero, aunquenunca en la ciudad, para la ciudad teníaotros, solo para el campo.

—¿Siempre fuiste cochero?—¡No siempre! Me convertí en

cochero bajo Serguéi Serguéich, peroantes fui cocinero, pero no de la ciudad,cocinero aquí en el campo.

—¿Y para quién fuiste cocinero?—Para el caballero de antes,

Afanasi Nefédich, el tío de SerguéiSerguéich. Él compró Lgov, eso hizoAfanasi Nefédich, mientras que SerguéiSerguéich heredó la finca.

—¿Y de quién lo compró?—De Tatiana Vasílievna.—¿Qué Tatiana Vasílievna?—La que murió el año pasado cerca

de Vólkov, esto es, cerca de Karáchev,la soltera, la que nunca se casó. ¿Tal vezusted la conocía? Pasamos a su posesióna través de su padre, de VasiliSemiónich. Fue nuestra dueña durantemucho, mucho tiempo, unos veinte añosmás o menos…

—¿Así que eras cocinero para ella?—Al principio solo era eso, un

cocinero, pero luego me convertí encafecial.

—¿En qué?

—Un cafecial.—¿Y qué clase de trabajo es ese?—En realidad no lo sé, señor. Estar

de pie al lado del aparador y que tellamen Antón en lugar de Kuzma. Eso eslo que ordenó su excelencia.

—¿Tu nombre verdadero es Kuzma?—Kuzma.—¿Y fuiste un cafecial todo el

tiempo?—No, no todo el tiempo. También

fui actor.—¿De veras?—De veras. Un actor en un teatra.

Nuestra señora tenía un teatra.—¿Y qué papeles solías interpretar?

—¿Perdone?—¿Qué hacías en el teatro?—¿Usted no sabe lo que hacíamos?,

ya. Me cogían y me disfrazaban, y teníaque andar por allí todo emperifollado, oquedarme quieto, lo que se necesitara.Me decían, tú dices esto, y yo lo decía.Una vez interpreté a un ciego. Mepusieron un guisante debajo de cadapárpado… Eso hicieron.

—¿Y después qué hiciste?—Después volví a ser cocinero.—¿Y por qué te rebajaron a

cocinero?—Porque mi hermano se escapó.—Ya veo. Pero ¿qué hacías bajo el

padre de tu señora?—Tuve varias ocupaciones: primero

fui lacayo, luego corría al lado delcarruaje, luego jardinero, luego cazador.

—¿Cazador? ¿Entonces te ocupabasde las jaurías?

—Pues sí, pero me hice daño. Mecaí del caballo y el rocín se lastimó. Elviejo amo era muy estricto con nosotros.Ordenó que me azotaran y me envió aMoscú para ser aprendiz de zapatero.

—¿Para ser aprendiz? Pero ya noserías un niño cuando te pusieron decazador, ¿no?

—No, tenía veinte años más omenos.

—¿Qué clase de aprendiz serías conveinte años?

—Eso no importaba, es lo quehabría ocurrido puesto que el amo lohabía ordenado. Por suerte, se muriópoco después y me enviaron de vuelta alcampo.

—¿Cuándo aprendiste a cocinar?El Nudo elevó su delgado y

amarillento rostro y sonrió.—¿Es que se tiene que aprender

eso? ¡Es trabajo de mujeres!—Bien —dije—, ¡has visto algunas

cosas en tu vida, Kuzma! ¿Qué hacesahora como pescador si no hay peces?

—No me quejo, señor. Y gracias a

Dios que me hicieron Pescador. Hayotro hombre viejo como yo, AndréiPupir, su señoría le ordenó trabajar enlas salas de la tina en la fábrica depapel. «Es un pecado», dijo la señora,«que coma pan a cambio de nada»…Pero Pupir había esperado que leconcediera el favor: tenía un parientetrabajando como oficinista para ella.Había prometido decir una palabra en sufavor, recordárselo, ya sabe… Bueno,¡se lo recordó pero bien! Pupir, sabe, sehabía doblado hasta los pies de supariente delante de mis ojos…

—¿Tienes familia? ¿Estuvistecasado?

—No señor, nunca lo estuve. Ladifunta Tatiana Vasílievna, ¡el Señorguarde su gloria!, no nos dejabacasarnos. ¡El cielo lo evite! Ella solíadecir: «He vivido soltera, así que, ¿québobadas son esas? ¿Qué es lo quequieren estos?».

—¿Cómo te ganas la vida ahora?¿Tienes paga?

—¿Paga, señor? ¡No…! Me dancomida, y el Señor sea alabado, estoymuy satisfecho. ¡El Señor le dé una largavida a su señoría!

Yermolái regresó.—La barca está bien —dijo muy

serio—. ¡Ve y coge tu vara!

El Nudo corrió por su vara. Durantemi conversación con el pobre anciano elcazador Vladímir había estadoechándole miradas y sonriendo conironía.

—Un hombre estúpido, señor —dijocuando el otro se hubo marchado—, sineducación alguna, señor, nada más queun campesino. No se le puede llamar unsirviente doméstico, señor… Y quéaires se da… ¿Cómo iba a pasar poractor? ¡Júzguelo usted mismo! ¡Haperdido usted el tiempo, habiéndolecomo lo ha hecho, señor!

En un cuarto de hora estábamos ya

sentados en la batea del Nudo. (Dejamosa los perros en una cabaña decampesinos a cargo del cocheroIegúdiil). No era muy cómodo paratodos nosotros, pero los cazadoresnunca son exigentes. En la parte traseraalargada estaba de pie el Nudo«dándole» a la vara. Vladímir y yoíbamos sentados en los tablones delcentro, y Yermolái se encaramó alfrente, en la parte arqueada. A pesar dela estopa, el agua no tardó en aparecer anuestros pies. Por suerte el tiempoestaba tranquilo y el estanque parecíahaberse literalmente dormido.

Atravesamos el agua muy

lentamente. El viejo tenía dificultad parasacar su larga vara del barro pegajosoporque se enredaba con los hilillosverdes de la hierba que crecía bajo lasuperficie, y los círculos hieráticos delos lirios de la ciénaga tambiéndemoraban el avance de la barca. Alcabo de un rato alcanzamos las matas dejuncos y comenzó la diversión. Lospatos alzaron el vuelo con ruidoinfernal, «explotando» desde elestanque, asustados por nuestra súbitaaparición en sus dominios, y resonaronlas escopetas al unísono tras ellos, y erauna delicia ver a las pesadas avesalcanzadas en el aire caer aleteando de

nuevo al agua. Por supuesto norecogimos todas las presas. Algunos delos heridos se sumergieron, algunos delos muertos cayeron entre matorrales tanespesos que ni siquiera Yermolái, quetenía ojos de lince, podía encontrarlos.Sin embargo, para la hora de la cenanuestra barca estaba llena hasta losbordes con nuestro botín.

Vladímir, para gran satisfacción deYermolái, no era, por cierto, un tiradorexperto y tras cada fracaso demostrabasu sorpresa, inspeccionaba su escopeta,soplaba dentro, expresaba superplejidad y al cabo explicaba lasrazones por las que había errado el tiro.

Yermolái, como de costumbre, saliótriunfador, y yo, como de costumbretambién, tuve un resultado mediocre. ElNudo nos observaba con los ojos dequien se ha pasado la vida al servicio deotros, y de tanto en tanto gritaba: «¡Ahíhay uno, un pato!», rascándose laespalda todo el tiempo no con susmanos, sino con movimientos de sushombros. El clima continuó perfecto:sobre nosotros colgaban nubes blancas yredondas en perfecta calma, y sereflejaban con claridad sobre el agua,los juncos murmuraban en voz baja anuestro alrededor; en ciertos lugares elestanque refulgía bajo el sol dorado

como si fuera de acero. Estábamos apunto de regresar a la aldea cuando, depronto tuvo lugar algo bastantedesagradable.

Hacía un rato que habíamosobservado que el agua se estabafiltrando dentro de la batea. A Vladímirse le había asignado la tarea deachicarla con un cazo que mi prudentecazador había tomado prestado de unaanciana medio dormida. Todo iría bienmientras Vladímir recordase sucometido. Pero hacia el final de nuestracacería, como si se estuvierandespidiendo, los patos comenzaron avolar en tales bandadas que apenas

teníamos tiempo para cargar nuestrasescopetas. En la excitación causada porlos fogonazos dejamos de prestarleatención al estado de la batea, cuando derepente (como resultado de unmovimiento brusco de Yermolái, quiense había extendido en toda su alturasobre la borda para alcanzar un ave),nuestra vieja nave se movió hacia unlado, se volcó y se fue a piquesolemnemente, por suerte en una zonapoco profunda. Gritamos pero ya erademasiado tarde; en un momentoestábamos con el agua hasta el cuello,rodeados por los cadáveres flotantes delos patos muertos. Ahora no puedo

evitar recordar sin asomo de risa lascaras pálidas y asustadas de miscamaradas (era muy probable que en eseinstante tampoco la mía propia estuvieracubierta por el rubor de la salud), perodebo confesar que en aquel momento nose me ocurrió reírme de nada. Cada unode nosotros sostuvo su escopeta sobre lacabeza y el Nudo, sin duda a causa de sucostumbre de imitar siempre a sus amos,también elevó su vara. El primero enromper el silencio fue Yermolái.

—¡Uf, todo perdido! —se quejó,escupiendo en el agua—. ¡Vaya gracia!¡Y todo culpa tuya, viejo demonio! —añadió con enojo, volviéndose hacia el

Nudo—. ¿Qué clase de barca tienes?—Lo siento —murmuró el anciano.—Sí, y tú también te has portado de

maravilla —continuó mi cazador,volviendo la cabeza en dirección aVladímir—. ¿Adónde estabas mirando?¿Por qué dejaste de achicar? Tú, tú, tú…

Pero Vladímir no estaba de humorpara responderle nada puesto quetemblaba como una hoja, los dientes lecastañeteaban a pesar de tener la bocaabierta en una sonrisa sin sentido.¿Adónde habían ido a parar suelocuencia y su sentido de las elegantesbuenas maneras, y su dignidad personal?

La batea maldita se balanceaba

débilmente bajo nuestros pies… Unmomento después del naufragio el aguanos había parecido extremadamente fría,pero pronto nos acostumbramos a ella.Cuando pasó el susto miré a mialrededor y vi que a diez pasos más omenos de donde nos encontrábamoshabía juncos, y que más allá, sobre lospenachos, podía verse la orilla. «¡Nadabueno!», pensé.

—¿Qué podemos hacer? —lepregunté a Yermolái.

—Bien, echemos un vistazo, nopodemos pasarnos la noche aquí —respondió—. Toma, agarra mi escopeta—le dijo a Vladímir.

Vladímir obedeció sin articularpalabra.

—Voy a buscar un lugar por dondevadear —continuó Yermolái, con laconvicción de que cada trozo deestanque debía de poseer un vado.Agarró la vara del Nudo y se puso enmarcha en dirección de la orilla,probando con cuidado cada paso quedaba por el fondo.

—¿Sabes nadar? —le pregunté.—No —resonó su voz más allá de

los juncos.—Bien, pues se ahogará —comentó

con indiferencia el Nudo, quien, comoantes, no había sentido miedo tanto por

el peligro en sí como por nuestra cólera,y que ahora, completamente calmado, selimitaba a emitir un largo suspiroocasional, y daba la impresión de que seresignaba a su postura.

—Y su muerte será en vano, señor—añadió con piedad Vladímir.

Yermolái tardó más de una hora envolver. La hora nos pareció unaeternidad. Al principio intercambiamosgritos entusiastas con él, pero al caborespondía cada vez con menosfrecuencia, y al final cesó por completo.En la aldea repiqueteaban las campanaspara el servicio vespertino. Nohablábamos entre nosotros y tratábamos

de evitar mirarnos a los ojos. Los patospasaban volando por encima; algunos apunto estuvieron de posarse a nuestrolado, pero de pronto salían volando,como suele decirse, en formación, y sealejaban entre graznidos. Empezamos asentirnos rígidos. El Nudo comenzó aparpadear como si estuviera a punto dequedarse dormido.

Al fin, para nuestra indescriptibledicha, regresó Yermolái.

—Bien, ¿qué has encontrado?—He estado en la orilla y hay un

sitio por donde vadear… Pongámonosen marcha.

Nos habría gustado ponernos en

camino de inmediato, pero primeroYermolái extrajo una cuerda del bolsillobajo el agua y ató todos los patos quehabíamos cazado por sus aletas, agarrólas dos puntas de la cuerda con losdientes y marchó delante de nosotros,Vladímir detrás de él y yo detrás deVladímir. El Nudo iba el último. Eranunos doscientos pasos hasta la orilla yYermolái nos condujo hasta allí concoraje y sin detenerse ni una vez (tanbien había memorizado la ruta), sologritando de cuando en cuando: «¡A laizquierda! ¡Hay un agujero a laderecha!», o bien: «¡A la derecha! A laizquierda os quedaréis atrapados…». En

ocasiones el agua nos llegaba hasta elcuello, y una o dos veces el pobre Nudose limitó a arrastrarse como pudo, a darsaltitos con las piernas extendidas y dealguna forma logró alcanzar una zonamenos profunda, pero ni en los tramosmás difíciles soltó mi abrigo. Por fin,agotados, sucios, y empapados,alcanzamos la orilla.

Un par de horas más tarde estábamostodos, secos en la medida de lo posible,sentados en un enorme graneroesperando la cena. El cochero Iegúdiil,un hombre de movimientosextremadamente lentos, arrastrados,

deliberados y pesados, estaba de pie enel umbral y no paraba de compartir rapécon el Nudo. (He observado que loscocheros en Rusia hacen amistad conrapidez). El Nudo aspiraba conansiedad, casi hasta el punto deenfermarse: escupía y tosía y era obvioque estaba disfrutando. Vladímir parecíamelancólico, tenía la cabeza ladeada yapenas hablaba. Yermolái se dedicaba alimpiar nuestras escopetas. Los perrosmeneaban sus colas de forma exageradaanticipando su avena, mientras que loscaballos estampaban sus cascos yrelinchaban bajo el toldo. El sol caíadespacio. Sus últimos rayos recorrían la

tierra en franjas anchas y rosadas.Pequeñas nubes doradas se extendíansobre el cielo, achicándose,deshilachándose… Desde la aldeallegaba una canción.

LA PRADERA DEBEZHIN

Era un hermoso día de julio, uno deaquellos días que solo ocurren cuando elbuen tiempo ha permanecido constantedurante un período considerable. Elcielo está claro desde el alba; la luz dela aurora no se enciende como unallama, se extiende como un rubor. El solno brilla como un fuego ni como metal

fundido, como durante los tiempos desequía; no es de color carmesíoscurecido como justo antes de unatormenta, sino brillante y reluciente,asciende pacíficamente desde debajo deuna estrecha línea de nubes atravesadapor sus rayos, teñida de púrpura. Elestrecho límite superior de una nubealargada recuerda a una relucienteserpiente, brillante como el fulgor de laplata… Y entonces los rayos juguetonesvuelven a brillar, alegres y magníficos,como a punto de salir volando, y el solpoderoso se eleva en el cielo.

Hacia el mediodía aparecen grancantidad de nubes altas y redondas de un

gris dorado, con bordes suaves yblancos. Parecen islas esparcidas sobreun río inacabable, que las rodea conarroyos transparentes y azul claro.Apenas se mueven; se agrupan a lolejos, en el horizonte, no puede verse elazul entre ellas, pues son tan azulescomo el mismo cielo, inundadas por laluz y el calor. El color del horizonte,rosa pálido y ligero, no cambia durantetodo el día, y es el mismo se mire dondese mire; en ningún lugar es más oscuroque en otro, no hay amenaza de lluvia,aunque de vez en cuando unas columnasazul pálido parecen extenderse haciaabajo desde el cielo, y traen consigo una

lluvia apenas perceptible.Hacia la noche estas nubes

desaparecen; las últimas, ennegrecidas yvagas como el humo, planean enbocanadas rosas frente al sol que sepone; en el momento en el que el sol seha ocultado, tan pacíficamente como seelevó en el cielo, un brillo doradopermanece durante un breve instantesobre la tierra oscurecida y, guiñando ensilencio, como una vela transportada concuidado, aparece la estrella vespertina.

En días como este los colores sonmás suaves, brillantes pero nocegadores, y todo parece conquistadopor una conmovedora timidez. En días

como este el calor puede ser asfixiante,tanto que a veces es posible ver loscampos «hervir»; pero el vientodesplaza y arranca el sofoco, y pequeñastormentas de polvo —una señalinequívoca de clima estable—,languidecen por los caminos hacia loscampos en altas columnas de colorblanco. En el aire puro y seco se hueleel ajenjo, el centeno segado y elalforfón; hasta una hora antes de lapuesta de sol no se siente ningunahumedad. Este es el tiempo que desea elgranjero para cosechar su trigo…

Fue en un día como este cuando salía cazar urogallos en el distrito de

Chernsk, en Tula. Encontré y abatí unagran cantidad de volatería; mi morral,lleno hasta el tope, me hería el hombrosin misericordia; pero el brillo delanochecer ya había desaparecido, y elaire quieto y reluciente —aunque pocoiluminado por los rayos del sol poniente— había comenzado a adensarse yextender sombras frías, antes de quedecidiera por fin irme a casa. Crucé laamplia expansión de maleza, subí unapequeña colina y, en lugar de laesperada y familiar llanura, con elbosquecillo de robles a la derecha y •aiglesia baja y blanca en la distancia,encontré un lugar que desconocía,

totalmente diferente.Un estrecho valle se extendía a mis

pies y en el lado directamente opuestose divisaba una abrupta colina cubiertade pobos. Me detuve confundido, miré ami alrededor… «¡Ajá!», pensé, «Aquíno es donde tenía que estar: me hedesplazado demasiado hacia laderecha». Y, sorprendido por mi error,descendí la colina. No tardó enenvolverme una desagradable humedad,como si acabara de entrar en un sótano;la hierba alta y gruesa al fondo del valleestaba empapada y tan blanquecinacomo un mantel recién puesto. Resultabamuy penoso caminar sobre ella. Alcancé

el lado opuesto no sin esfuerzo y lo másaprisa que pude, y continué caminando,manteniéndome hacia la izquierda, alborde de los pobos. Los murciélagoscomenzaban a revolotear sobre lascopas adormecidas de los árboles,estremeciéndose y dando girosmisteriosos sobre el cielo oscurecido; elúltimo gavilán cruzó presuroso elfirmamento hacia su nido. «No bienalcance esa curva», pensé, «hallaré elcamino y habré atajado una versta más omenos».

Por fin alcancé la esquina delbosque, pero no había ningún camino:frente a mí, algunos arbustos escapados

a la siega y, detrás de ellos, a grandistancia, un campo desierto. Volví adetenerme. «¿Qué significa esto?Entonces ¿dónde estoy?». Comencé arecordar el camino que había recorridodurante el día… «¡Ah! Estos deben deser los arbustos en Parajín», exclaméfinalmente. «¡Eso es! Así que aquellodebe de ser el bosque de Sindéiev…Pero ¿cómo he acabado aquí, tan lejos?¡Es muy extraño! Ahora tengo que irhacia la derecha otra vez».

Me dirigí hacia la derechaatravesando los arbustos. Mientras tantoiba cayendo la noche, como un nubarrón;la oscuridad se alzaba como la niebla al

atardecer, se derramaba desde lo alto.Llegué junto a un caminito mal cuidado yrecubierto de hierbajos, y avancéprestando atención a dónde pisaba. A mialrededor todo se iba adormeciendo y elsilencio se imponía. Solo de vez encuando ululaba una codorniz. Casi chocacontra mí, volando bajo sobre sus alassuaves, un diminuto pájaro nocturno,veloz en el mayor de los sigilos.Aterrado, se echó a un lado. Salí de losarbustos y caminé sobre el linde de uncampo. Solo con dificultad me eraposible distinguir objetos distantes; elcampo aparecía vagamente blanco a mialrededor. Más allá, imponiéndose por

momentos, una oscuridad amenazadorase levantaba en enormes columnas. Mispasos resonaban ahogados en la densaatmósfera nocturna. El cielo pálidovolvió a refulgir, azulado; pero era elañil de la noche. Pequeñas estrellitascomenzaron a parpadear y a puntuarlotodo.

Lo que había tomado por un bosqueresultó ser una oscura y redondeadacolina. «¿Dónde estoy?», repetí en vozalta, deteniéndome por tercera vez,echando una mirada inquisitiva a miperro amarillo inglés, Dianka, la másinteligente de todas las criaturas decuatro patas. Pero la más inteligente de

todas las criaturas a cuatro patas selimitó a menear la cola, parpadear condecepción con sus ojillos cansados, y nome dio ningún consejo práctico. Mesentí un poco avergonzado ante ella, yeché a andar con desesperación, como side repente hubiera adivinado haciadónde debía dirigirme. Rodeé la colinay me encontré en una hondonada quehabía sido arada. Me embargó unsentimiento extraño. Esta colina teníacasi la forma exacta de un caldero conladeras en declive; al fondo habíaagrupadas unas cuantas rocas blancas(parecían haberse citado allí para unencuentro secreto) y la hondonada era

tan silenciosa y tan recta, y el cielosobre mí tan deprimente que se mehundió el corazón. Algún pequeñoanimal gimió débil y penosamente entrelas piedras. Me apresuré y regresé a loalto de la colina. No había perdido aúnla esperanza de encontrar el camino acasa, pero ahora estaba convencido deque me había perdido y, sin esfuerzoalguno por reconocer lo que me rodeaba(de todos modos hundido en laoscuridad), seguí andando con ayuda delas estrellas, esperando que la cosa sesolucionara…

Continué así durante una media hora,arrastrando los Pies con dificultad. Me

pareció que nunca me había visto enlugar tan abandonado: no había luz porningún lado, ni se oía un solo ruido. Unacolina seguía a la anterior, los camposse sucedían uno tras otro, los arbustosparecían saltar del suelo justo ante minariz. Continué andando, y cuando yabuscaba un sitio donde echarme hasta lamañana, de repente me vi al borde de unabismo terrible.

Rápidamente retiré la pierna y, através de la oscuridad apenastranslúcida, vi una enorme planicie amucha distancia por debajo de mí. Unrío blanco la rodeaba, alejándose en unsemicírculo; el brillo metalizado del

agua, que chispeaba de cuando encuando en la oscuridad, marcaba elcurso. La colina sobre la que meencontraba se precipitaba hacia abajo deforma casi vertical; su enorme silueta sedistinguía por su negrura contra el vacíoazul del cielo. Directamente debajo demí, en el punto en el que la colina seencontraba con la llanura cercana al río,que en aquel momento era un espejooscuro y quieto, ardían y humeaban dosfuegos rojizos uno al lado del otro,rodeados por sombras que se movían.De cuando en cuando las llamasiluminaban alguna cabecita rizada…

Al fin me di cuenta de dónde me

encontraba. Esta pradera es conocida ennuestro distrito como la pradera deBezhin… La posibilidad de regresar esanoche a casa era nula, las piernas metemblaban de puro cansancio. Decidíacercarme a los fuegos y esperar elamanecer en compañía de aquellaspersonas, que tomé por pastores. Bajésin problemas, pero ni siquiera habíasoltado la última rama de la que meagarraba cuando dos enormes y peludosperros se echaron sobre mí ladrando conferocidad. Voces chillonas de niños seoían desde los fuegos, y dos o tresmuchachos se levantaron en seguida.Respondí a las preguntas que me

gritaron. Corrieron dirección a mí,retiraron los perros, a los que enparticular había sorprendido laaparición de Dianka, y me acerqué.

Me equivocaba suponiendo que la genteque había alrededor de las fogatas eranpastores. No eran sino niños campesinosde las aldeas vecinas que vigilaban suscaballos. Durante la época más calurosadel verano tenemos la costumbre deenviar a los caballos a pastar durante lanoche: durante el día las moscas ymoscardones no los dejan en paz. Paralos niños campesinos, es una aventurallevarse a los caballos por la noche y

volver a agruparlos durante la mañana.Sentados sin sombreros y con viejoschalecos de piel de oveja, más quecorren vuelan montados sobre los ponismás salvajes agitando los brazos y laspiernas, dando tumbos, acompañadospor un griterío y entre carcajadas defelicidad. El finísimo polvo se eleva porel camino en columnas amarillas. A lolejos aún se oye el animado galopar delos caballos, que corren con las orejasalzadas; y al frente a todos, con la colaempinada y cambiando la velocidadconstantemente, galopa un garañónpeludo y rojizo con la crin erizada yenredada.

Les dije a los chicos que me habíaperdido y me senté con ellos. Mepreguntaron de dónde era, silenciosos yalgo azorados en mi presencia.Charlamos un rato. Me eché junto a unarbusto del que los caballos se habíancomido el follaje y miré a mi alrededor.Era una visión maravillosa: unresplandor circular y rojizo palpitaba entorno a las fogatas, y parecía extinguirsecomo si se apoyase contra la oscuridad;de vez en cuando una llama, elevándose,emitía unas ráfagas luminosas más alláde los límites del resplandor. Una lenguade fuego lamía de pronto las ramasdesnudas de los sauces para extinguirse

al instante; aparecían momentáneamentesombras picudas y alargadas, quecorrían hasta los fuegos como si laoscuridad batallara con la luz. Enocasiones, cuando las llamas se hacíanmás débiles y el círculo de luz secontraía, emergía de pronto de laoscuridad la cabeza de un caballomarrón rojizo, con marcas sinuosas ocompletamente blanco, y nos observabacon atención y severidad mientasmascaba con rapidez un poco de hierbalarga y luego, al volver a bajar lacabeza, desaparecía en las tinieblas.Todo lo que quedaba del animal era elruido de mascar y resoplar. Desde la

zona iluminada era difícil discernir quéocurría en la oscuridad más allá. Tododaba la impresión de encontrarse detrásde una cortina negra, pero a lo lejos,hacia el horizonte, las colinas y losbosques solemnes y altísimos sedistinguían sobre nosotros en toda sumisteriosa magnificencia. Mis pulmonesse inundaron del placer dulce de inhalarese perfume especial, lánguido y fresco,el aroma de la noche rusa. Apenas se oíaun sonido a nuestro alrededor… De vezen cuando algún enorme pez chapoteabaruidosamente en el agua del río cercano,y los juncos de la orilla repetían el ruidodébilmente cuando las ondas los

balanceaban… De vez en cuando lasllamas emitían un suave crujido.

Alrededor de las fogatas estabansentados los muchachos con los dosperros que me habían querido comer.Aún no aceptaban mi presencia y,aunque iban cerrando los ojos por elcansancio mientras observaban el fuego,en ocasiones gruñían con sentido de supropia dignidad. Pero no se tratabaúnicamente de gruñidos; al cabo sevolvieron quejidos débiles, como si losperros se lamentaran de no podersatisfacer su apetito por mi persona.Había cinco muchachos en total: Fedia,Pavlusha, Iliusha, Kostia y Vania.

(Aprendí sus nombres de susconversaciones, y ahora tengo laintención de familiarizar al lector concada uno de ellos).

El primero de todos, Fedia, el mayor,debía de tener unos catorce años. Era unmuchacho de complexión fuerte, conrasgos apuestos y delicados, algo vagos,pelo rubio y rizado, ojos claros y unapermanente sonrisa, mezcla de alegría ydespreocupación. A juzgar por suaspecto, pertenecía a una familiaacomodada y había salido a los camposno por necesidad, sino simplemente paradivertirse. Llevaba una camisa de

algodón de colores vivos con los bordesamarillos, una levita corta de paño dereciente confección, echada algoprecariamente sobre sus hombrosmenudos, y de su cinturón celestecolgaba un peine. Las botas hasta lasrodillas eran suyas, no de su progenitor.

El segundo muchacho, Pavlusha,tenía el pelo negro y enredado, ojosgrises, pómulos altos, piel pálida ypecosa, boca enorme bien formada, unacabeza enorme —grande como un tonel,como suele decirse—, un cuerpo pesadoy poco apuesto. No era una criaturamemorable, eso es innegable. Sinembargo, me cayó bien desde el

principio: tenía una mirada directa einteligente y una voz en la que resonabauna gran fortaleza. Sus ropas no lepermitían presumir tampoco: poco másque una camisa muy simple de lino yunos pantalones llenos de remiendos.

El rostro del tercer muchacho,Iliusha, no tenía nada notable: narizaguileña y larga, miope, mostraba unaansiedad obtusa y morbosa. Sus labiosapretados no se movían, sus cejasfruncidas no se relajaban; se pasaba eltiempo mirando al fuego con los ojosentrecerrados. Su pelo amarillo, casiblanco, despuntaba en pequeñas mechaspor debajo de una gorra pequeña de

fieltro que se apretaba contra las orejascon ambas manos. Tenía unos zapatonesnuevos y trapos para los pies, unacuerda gruesa le rodeaba tres veces lacintura e iba elegantemente atada sobresu chaqueta negra. Tanto él comoPavlusha parecían no tener más de doceaños.

El cuarto, Kostia, un chico de unosdiez años, despertó mi curiosidad por sumirada triste y pensativa. Tenía el rostropequeño, delgado y pecoso, alargadocomo el de una ardilla, apenas se leveían los labios. Sus ojos, grandes,oscuros y brillantemente anegados,producían una impresión difícil de

explicar, como si quisieran transmitiralgún tipo de información que ningunalengua, al menos no la suya, tenía elpoder de expresar. Era de estaturapequeña, de aspecto endeble y más bienmal vestido.

Apenas reparé al principio en elúltimo muchacho, Vania: estaba echadoen el suelo enroscado sin decir nadabajo una manta, y solo de vez en cuandoasomaba la cabeza de pelo castaño yrizado. Este solo tenía siete años.

Pues ahí estaba tumbado yo, algoapartado de ellos, cobijado por unarbusto y, de vez en cuando, los miraba.

Una pequeña cazuela colgaba sobre unade las fogatas, en la que cocinaban unaspatatas. Pavlusha les echaba una ojeaday, arrodillándose, las removía con unpalito de madera en el agua hirviendo.Fedia estaba echado apoyado sobre uncodo sobre su piel de cordero. Iliushaestaba al lado de Kostia sin dejar deapretar los ojos. Kostia, con la cabezaligeramente inclinada, oteaba ladistancia. Vania no se movía bajo sumanta. Yo fingía dormir. Después de unrato, los muchachos reanudaron sucharla.

Al principio chismorrearon sobreesto y aquello, el trabajo del día

siguiente, los caballos. Pero de prontoFedia se volvió hacia Iliusha y, como silo retomara donde lo habían dejado ensu interrumpida conversación, lepreguntó:

—Así que tú viste de verdad aldomovói[15], ¿eh?

—No, yo no lo vi, no se lo puedever nunca —respondió Iliusha con vozdébil y temblorosa, que coincidía con laexpresión de su rostro— pero lo oí, esosí. Y no fui el único.

—¿Y dónde vive en tu aldea? —preguntó Pavlusha.

—En el viejo cuarto de las tinas[16]

de la fábrica de papel.

—¿Quieres decir que trabajas en lafábrica?

—Pues claro. Yo y Avdiushka, mihermano, trabajamos comoglaseadores[17].

—¡Córcholis! ¡Así que soistrabajadores de la fábrica!

—Vale, ¿y cómo fue que lo oíste? —preguntó Fedia.

—Pues fue así. Mi hermano,Avdiushka, y Fiódor Mijéievski, eIvashka Kosói, y el otro Ivashka de laColina Roja, e Ivashka Sujorúkovtambién, y había otros chicos, unos diezseríamos, todo el turno; bueno, puestuvimos que pasar la noche entera en el

cuarto de las tinas, no era quetuviéramos qué hacer, solo que Nazárov,el capataz, no nos dejó salir; nos dijo:«Como tenéis mucho trabajo aquímañana, muchachos, es mejor que osquedéis; no hay motivo para que osarrastréis hasta vuestras casas». Bueno,pues nos tuvimos que quedar y todos nosechamos juntos en el suelo, y entoncesAvdiushka comenzó a decir algo como:«Eh, muchachos, ¡imaginaos que vieneel domovói!», y no lo había ni terminadode decir, cuando de repente sobrenuestras cabezas alguien viene andando,pero estamos todos echados abajo,¿sabes?, y él estaba allí en lo alto, y los

tablones del suelo de veras que sedoblaban bajo su peso y crujían deverdad. Entonces se colocó justo encimade nosotros y el agua empieza de repentea ir más deprisa, moviendo la rueda, y larueda empieza a hacer ruido y a darvueltas, pero todas las palas delcastillo[18] están bajadas. Así queempezamos a pensar en quién va a ir alevantarlas para que pase el agua. Y larueda sigue dando vueltas, y entonces derepente se para. Quien quiera que fuera,regresó a la puerta de arriba y comenzóa bajar las escaleras, y bajó, y se tomósu tiempo, y las escaleras crujían bajosu peso… Bueno, pues llegó hasta

nuestra puerta, y se quedó ahíesperando, y esperando, y esperando unpoquito más, y entonces la puerta seabrió de pronto, eso hizo. A nosotros senos salían los ojos de las órbitas, ymiramos hacia allí, y no había nada denada… Y de pronto en una de las tinasla malla con el papel empieza amoverse, a levantarse y a hundirse por sísola, y luego otra vez recupera suposición. Y luego en otra tina elgancho[19] se sale de la palanca, yvuelve a colocarse solo. Luego fue comosi alguien se acercara hasta la puerta ycomenzara a toser de pronto, como si lehubiera dado un picor, y sonaba igual

que un cordero balando… Todos nostiramos al suelo y todo eso, intentamosescondernos unos bajo los otros,¡estábamos muertos de miedo!

—¡Córcholis! —dijo Pavlusha—.¿Y por qué tosía de aquella forma?

—Ni idea. Tal vez fuera por lahumedad.

Todos guardaron silencio.—¿Están las patatas listas? —

preguntó Fedia.Pavlusha les hincó el palo.—Todavía no… Córcholis, ese sí

que ha pegado un salto —añadió,volviéndose hacia el río—, seguro queera un lucio… Y mirad esa estrellita

fugaz ahí arriba.—Bueno, muchachos, yo sí que

tengo una historia para vosotros —comenzó Kostia con voz aflautada—.Escuchad de lo que hablaba mi papácuando estuve con él.

—Vale, te escuchamos —dijo Fediacon un aire condescendiente.

—¿Conocéis a Gavrila, el carpinterodel poblado?

—Claro que sí.—Pero ¿sabéis por qué anda

siempre tan triste, por qué no hablanunca, lo sabéis? Pues veréis. Mi papádice que salió un día al bosque pararecoger nueces y se perdió. Llegó a

alguna parte, pero solo Dios sabe dónde.Había estado caminando, ya sabéis, yqué va, no podía encontrar ni un solocamino, y empezaba a caer la noche. Asíque se sentó debajo de un árbol y se dijoque esperaría allí hasta la mañana, ycomenzó a dar cabezadas. Estaba asímedio dormido cuando de pronto oyeque alguien lo llama. Mira a sualrededor, y allí no hay nadie. De nuevose adormila, y de nuevo lo llaman por sunombre. Así que busca y busca, yentonces ve justo delante de él unarusalka[20] sentada sobre una rama,columpiándose en ella, y es ella la quelo está llamando, y se está partiendo de

risa… Entonces la luna brilla reluciente,con tanta fuerza que muestra todo tal ycomo es, muchachos. Así que ahí estáella llamándolo por su nombre, y es todabrillante, sentada sobre la rama blanca,como si fuera un albur o un gobio, o talvez una carpa reluciente con brillosplateados por encima… Y Gavrila elcarpintero, muerto de miedo,muchachos, y ella que se reía de él, yasabéis, y lo incitaba a que se acercasemás. Gavrila estaba a punto delevantarse y obedecer al hada cuando,muchachos, el buen Dios le pone la ideaen la cabeza de que antes se persigne…Y era terriblemente difícil, muchachos,

dijo que era muy complicado hacer laseñal de la cruz porque el brazo lepesaba como la piedra y no queríamoverse, ¡la maldita cosa no se movía!Pero tan pronto como se ha santiguado,el hada del agua dejó de reírse y empezóa sollozar… Y lloraba y lloraba, y selimpiaba los ojos con su cabello verdepesado como el cáñamo. Así queGavrila sigue mirándola y mirándola, yentonces le pregunta: «¿Por qué lloras,espíritu del bosque?». Y la rusalkaempieza a decirle: «Si no te hubierassantiguado, aunque fueras humanopodrías haber vivido conmigo hasta elfinal de tus días en la mayor alegría

posible, y estoy llorando y muriéndomede pena porque lo hayas hecho, y no seréla única que me muera de pena, sino quetú también te apagarás por la desdichahasta que terminen tus días». Entonces,muchachos, desapareció, y Gavrilacomprendió así cómo tenía que salir delbosque; pero desde entonces va portodas partes ahogado en la tristeza.

—¡Uf! —exclamó Fedia tras uncorto silencio—. Pero ¿cómo podía unacriatura del bosque infectar a un almacristiana? Has dicho que no la obedeció,¿verdad?

—¡No te lo creerás, pero así fuecomo ocurrió! —dijo Kostia—. Gavrila

decía que ella tenía una voz diminuta,chiquitina como la de un sapo.

—¿Tu viejo contó esa historia? —continuó Fedia.

—Así es. Yo estaba echado sobre micamastro cuando lo escuché todo.

—¡Qué asunto tan increíble! Pero¿por qué tiene que estar apenado? A elladebía de gustarle, puesto que lo llamó.

—¡Por supuesto que le gustaba! —interrumpió Iliusha—. ¿Y por qué no?Ella quería hacerle cosquillas, eso es loque quería. Eso es lo que hacen esasrusalkas.

—Seguro que hay alguna por aquí —apuntó Fedia.

—No —respondió Kostia—, estelugar está limpio. Solo que el río estácerca.

Todos guardaron silencio. Depronto, en algún lugar a lo lejos,desgarró el silencio un sonidoprolongado, altisonante, prácticamenteun quejido, uno de esos incomprensiblesruidos nocturnos que se despiertan en eldenso silencio que lo cubre todo, seeleva en el aire y cuelga de él, paradispersarse lentamente como si sedisolviera. Lo escuchas con atención, yes como si no hubiera nada allí, peroaun así continúa resonando. Esta vezparecía que alguien daba una serie de

largos y prolongados alaridos justo en lalínea del horizonte, y otro ser lerespondía desde el bosque con unarisotada aguda como un quejido, y undelgado silbido de víbora se alejaba atoda prisa por el río. Los chicos semiraron los unos a los otrosestremeciéndose.

—¡El poder de la cruz esté connosotros! —susurró Iliusha.

—¡Cuervos tontos! —gritó Pavlusha—. ¿Qué os ha entrado? Mirad, laspatatas están listas. —Todos seacercaron a la pequeña cazuela ycomenzaron a comerse las patatashumeantes; Vania era el único que no se

movió—. ¿Qué te pasa? —preguntóPavlusha.

Pero él no se deslizó de debajo desu manta. La cazuelita no tardó envaciarse.

—Muchachos, ¿os habéis enterado—comenzó a decir Iliusha— de lo quenos ocurrió en Varnavitsy hace poco?

—¿Quieres decir en la presa? —preguntó Fedia.

—Sí, en la presa, la que está rota. Esun lugar realmente oscuro, sórdido yvacío. Por allí no hay más que barrancosy hondonadas, y montones de serpientes.

—¿Y bien, qué ocurrió?Escuchémoslo.

—Esto es lo que pasó. A lo mejor nolo sabes, Fedia, pero ese es el sitio en elque está enterrado uno de los nuestros,que se ahogó. Y se ahogó hace muchotiempo, cuando el estanque todavía eraprofundo. Ahora solo se ve la lápida,pero no queda mucho de ella, no es másque un pequeño montículo… En fin, quehace un día o así, el administrador llamaal montero Yermil, el que cuida de lajauría, y le dice: «¡Vete y tráeme elcorreo!». Yermil siempre es el que vapor el correo. Ha acabado con todos losperros; simplemente no parecen vivirmucho tiempo cuando están a sucuidado, y nunca ha sido un lumbreras,

aunque es bueno con ellos e hizo todo loque pudo. En fin, que Yermil fue enbusca del correo, y se entretuvo en laciudad y volvió completamenteborracho. Era por la noche, una nocheclara, con la luna brillante… Va acaballo por la presa, porque por ahíacaba pasando la ruta que ha elegido, yve un corderito sobre la tumba delmuerto, blanco y con la lana rizadita ymuy hermoso, que anda solo, y Yermilpiensa: «¡Lo recogeré, no tiene sentidoque se pierda por aquí!», así quedesmonta y lo coge en brazos, y alcordero ni se le eriza un pelo. Así queYermil regresa a su caballo, pero el

caballo retrocede al verlo, resopla ymenea la cabeza. Cuando se ha calmado,Yermil monta con el cordero y se poneen marcha sosteniendo el cordero anteél. Mira al cordero, eso hace, y elcordero lo mira directamente a los ojos.Entonces Yermil se asusta: «No acuerdoen mi vida», piensa, «que un cordero mehaya mirado de esa manera». De todasformas, no le parece tan raro y comienzaa acariciarle la lana, diciendo: «¡Shh, yaestá, shh!». Y el cordero, de repente,enseña los dientes y le responde: «¡Shh,ya está, shh!»…

Apenas había pronunciado esto último el

narrador, cuando los perros se pusieronen pie de un salto dando ladridosconvulsivos y se alejaron corriendo delfuego y desaparecieron en la oscuridad.Los muchachos estaban aterrorizados.Vania saltó de debajo de su manta.Gritando, Pavlusha siguió como un locoa los perros. Sus ladridos poco a pocose perdieron en la lejanía. Se oyó elruido de un menear de cascos inquietoentre los caballos. Pavlusha gritaba tanalto como podía: «¡Sery! ¡Zhuchka!».Tras unos momentos cesaron losladridos, y la voz de Pavlusha se oyó alo lejos. Siguió otra pausa mientras losmuchachos intercambiaban miradas

perplejas como anticipando algo queestaba a punto de suceder. De repente seoyó un caballo que se acercaba algalope; se detuvo en seco al filo delfuego y Pavlusha, agarrando las riendas,saltó con agilidad de su lomo. Ambosperros también regresaron al círculo deluz y volvieron a sentarse, con laslenguas rojas colgando.

—¿Qué hay ahí? ¿Qué es eso? —preguntaron los muchachos.

—Nada —respondió Pavlusha,despidiendo al caballo con un gesto—.Los perros olisquearon algo. Creí quehabía sido un lobo —añadió con una vozde indiferencia, hinchando el pecho al

ritmo de su respiración.Sentí admiración por Pavlusha. Su

comportamiento me resultó digno dealabarse. Su rostro ordinario, excitadopor el rápido galope, brillaba con corajey una firme resolución. Sin una fusta enmano para controlar al caballo y en totaloscuridad, sin parpadear siquiera, habíagalopado solo tras un lobo… «¡Quémaravilla de muchacho!», pensémientras lo observaba.

—¿Y viste a esos lobos? —preguntóKostia con cobardía.

—Hay muchos por estas partes —respondió Pavlusha—, pero solo son unproblema en invierno.

De nuevo se sentó ante el fuego.Dejó caer una mano sobre el cuelloarrugado de uno de los perros, y eldichoso animal mantuvo la cabezaerguida un buen rato, dirigiendo miradasfurtivas de orgullo agradecido aPavlusha.

Vania desapareció de nuevo bajo lamanta.

—Qué montón de cosas terribles nos hascontado, Iliusha —comenzó Fedia.Como el hijo de un campesinoacaudalado, le correspondía adoptar elpapel de líder, aunque en realidadhablaba poco, como si temiera quedar

mal con los otros chicos—. Nada de esohabría hecho ladrar a los perros… Peroes verdad, o eso he oído, que tenéisespíritus malignos donde vivís.

—¿Quieres decir en Varnavitsy?¡Seguro que sí! ¡Hay tantos espíritusmalignos…! Más de una vez dicen quehan visto por allí al antiguoterrateniente, el que murió. Dicen que vapor ahí con un caftán hasta las rodillas,dando gruñidos, como si estuvierabuscando algo. Una vez el tío Trofímichse lo encontró y le preguntó: «¿Québusca usted en la tierra, buen amo IvánIvánich?».

—¿En serio le preguntó eso? —

interrumpió atónito Fedia.—Eso mismo.—¡Bien por Trofímich! ¿Y qué dijo

el otro?—«La hierba que rompe», le dice,

«eso es lo que estoy buscando». Y hablaen una voz hueca, hueca: «Hierbarompedora». «¿Y para qué quiere eso,amo Iván Ivánich?». «Oh, mi tumba esmuy pesada», dice, «muy pesada sobremí, Trofímich, y quiero salir de ella,quiero escaparme…».

—¡Así que eso era! —dijo Fedia—.Había vivido una vida demasiado corta,eso era.

—¡Qué raro! —exclamó Kostia—.

Pensé que solo se podían ver muertoslos sábados de las almas[21].

—Puedes verlos a todas horas —declaró Iliusha con confianza. Alparecer, sabía más de las costumbrespopulares que los otros—. Pero lossábados de las almas también puedesver a los que van a morirse ese año.Todo lo que tienes que hacer es sentartepor la noche en el porche de la iglesia ymantener los ojos fijos en el camino.Todos pasan por ahí, todos los que sevan a morir, quiero decir. El añopasado, la vieja Uliana fue al porche denuestra iglesia.

—¿Y vio a alguien? —le preguntó

Kostia con curiosidad.—Por supuesto. Al principio pasó

allí sentada mucho, mucho tiempo, y novio a nadie ni oyó nada. Solo que todoel tiempo oía el ladrido de un perrocercano. Entonces de pronto ve a alguienque se aproxima por el camino, es unniñito que no lleva nada puesto exceptouna camisa. Se fija mejor y ve que esIvashka Fedoséiev.

—¿El niño que murió en laprimavera? —interrumpió Fedia.

—El mismo. Va andando y nisiquiera levanta la cabeza. Pero Ulianalo reconoce. Entonces vuelve a mirar yve a una mujer caminando, y se fija todo

lo que puede, y ¡el Señor nos proteja!,se ve a sí misma, Uliana, caminando porel camino.

—¿Era ella de verdad? —preguntóFedia.

—Palabra de Dios. Era ella.—Pero ella no se ha muerto, ¿no?—No, pero el año tampoco se ha

terminado. Si te fijas, te preguntarás quéclase de cuerpo tiene para darle cobijo aun alma.

De nuevo todos guardaron silencio.Pavlusha arrojó un montón de ramassecas al fuego. Al instante dibujaron unaoscura línea negra contra las llamas, ycomenzaron a crujir y a soltar humo y a

torcerse, enroscando sus puntasquemadas. Los reflejos de luz,temblando de forma convulsiva, sedirigieron en todas direcciones, perosobre todo hacia arriba. De pronto,inesperadamente, una pequeña palomablanca voló directamente hacia elreflejo, movió las alas aterrorizada, sedio un baño en la luz salvaje, ydesapareció con un rápido aletear.

—Seguro que se ha perdido caminode casa —apuntó Pavlusha—. Ahoravolará hasta que se encuentre con algo, yentonces ahí pasará la noche hasta queamanezca.

—Mira, Pavlusha —dijo Kostia—,

podría haber sido el alma de algunapersona volando hacia el cielo, ¿no?

Pavlusha tiró otro montón de ramasal fuego.

—Puede ser.—Cuéntanos, Pavlusha —comenzó

Fedia—, ¿viste la horrible premonicióndel cielo[22] en Shalamovo?

—¿Quieres decir aquella vez que seocultó el sol? Claro.

—¿No te asustaste?—Pues claro que sí, y no fuimos los

únicos. Nuestro amo, aunque nos avisóde que «tendréis la premonición», tanpronto como oscureció se asustó deveras. Y en la cabaña de los criados, esa

anciana, la cocinera, en fin, en cuantooscureció, escuchad, se levanta y rompetodas las cazuelas del horno con un parde pinzas. «¿Quién va a necesitarcazuelas en el fin del mundo?», dice. Lasopa de col corrió por todas partes. ¡Y,muchacho! ¡Qué rumores se escuchabanen nuestra aldea, como que habría lobosblancos, y aves de presa que cazaríanseres humanos, y que todos verían aTrishka[23]!

—¿Y quién es Trishka? —preguntóKostia.

—¿No conoces a Trishka? —comenzó Iliusha con animación—. Erestonto, tú, si no sabes quién es Trishka.

En tu aldea solo hay idiotas, ¡nada más!Trishka será una persona asombrosa quetodavía tiene que venir, y vendrá cuandose aproximen los últimos días. Y será laclase de ser asombroso al que no sepuede atrapar, no serás capaz de hacerlenada, esa es la clase increíble de ser queserá. Los campesinos, por ejemplo,intentarán atraparle, y correrán tras élcon palos y lo rodearán; pero todo loque hará él será obligarlos mirar a otraparte, de manera que acabaránpegándose con el vecino. Imagina que lometen en prisión y que pide agua en uncazo; le traerán el cazo y saltará dentro,y desaparecerá, no quedará rastro de él.

Imagina que le ponen cadenas, solo tieneque batir las palmas y se le caerán. Asíque Trishka recorrerá las aldeas y lasciudades; y este tipo listo, este Trishka,tentará a todos los buenos cristianos…Pero no podrán hacerle nada… Esa es laclase de ser increíble que será.

—Sí, así es —continuó Pavlusha ensu voz lenta—. Es el que todosesperamos. Los viejos dicen que tanpronto como el sol comience a cubrirsecon un mal augurio, vendrá. Así quecomenzó el mal augurio, y todo el mundosalió a las calles y a los campos paraver lo que ocurriría. Como sabes,nuestra aldea está en lo alto y todo se ve

muy despejado a muchos kilómetros.Todos miran, y de repente, desde elpoblado en la montaña, baja un hombrede aspecto extraño, con una cabezaenorme… Todo el mundo se pone agritar: «Eh, eh, ¡que viene Trishka! Eh,eh, ¡es Trishka!», y todos corren aesconderse, por aquí y por allá. Elanciano de nuestra aldea se arrastróhasta una zanja, y su mujer se quedóatascada en una verja y dejó escapar tallamento que aterrorizó a su propio perroguardián, que rompió la cadena, cruzó laverja a toda prisa, y se adentró en elbosque. Y el padre de Kuzka, Doroféich,saltó entre la avena, se quedó allí de

rodillas y comenzó a imitar los sonidosde una codorniz, porque pensó: «¡Seguroque ese destructor de almas, enemigo dela humanidad, perdonará la vida a unave diminuta!». ¡Tan grande era laconfusión que reinaba…! Y resulta queel hombre que venía no era otro queVávila, nuestro tornero, que se habíacomprado un nuevo bidón, y que ibaandando con ese bidón vacío apostadosobre su cabeza.

Todos los muchachos rompieron acarcajadas, y después volvieron aguardar silencio un instante, como leocurre a la gente que charla al aire libre.

Miré a mi alrededor: la noche hacía

guardia en majestuosa solemnidad; lahumedad de la última hora de la tardehabía sido reemplazada por unaagradable temperatura a la medianoche,y todavía quedaba mucho tiempo paraecharse sobre los campos dormidoscomo si fueran una colcha suave;todavía quedaba mucho tiempo paraesperar el primer murmullo, losprimeros y dulces sonidos de la mañana,las primeras gotas de rocío delamanecer. No había luna en el cielo; enaquella estación salía más tarde.Miríadas de estrellas doradas, o esoparecía, flotaban silenciosas juntasrivalizando en su fulgor con la Vía

Láctea, y en verdad, al mirarlas, sesentía vagamente la palpitaciónincesante de la tierra debajo…

Un grito extraño, agudo y enfermizoresonó dos veces en rápida sucesión alotro lado del río, y, tras unos minutos, serepitió más allá…

Kostia se echó a temblar.—¿Qué ha sido eso?—Era una garza —respondió con

calma Pavlusha.—Una garza —repitió Kostia—.

¿Entonces era eso, Pavlusha, lo que oíanoche? —añadió tras una breve pausa—. Tal vez tú lo sepas.

—¿Qué oíste?

—Esto es lo que oí. Caminaba desdeKámennaia Griada hasta Sháshkino, y alprincipio marchaba al lado de nuestrosnogales, pero al rato me adentré por esapradera, ya sabes, cerca de donde seencuentra con la ensenada, donde hay unestanque natural. Ya sabes, el que estálleno de juncos. Así Que, compañeros,paso al lado de este estanque, y depronto alguien empieza a lanzar alaridoscomo desde dentro, tanta pena daban,algo así: U-ú… u-ú… u-ú… ¡Eraterrorífico! Era muy tarde y esa vozsonaba como si alguien estuvierarealmente enfermo. Me hacía llorar ytodo… ¿Qué podía ser?

—Hace dos veranos, unos ladronesahogaron allí a Akim el guardabosques—apuntó Pavlusha—. Así que puedehaber sido su alma lamentándose.

—Ya, pues podría ser eso, chicos —volvió a la conversación Kostia,abriendo sus ya de por sí enormes ojos—. No sabía que Akim se había ahogadoallí. Si lo hubiera sabido, no me habríaasustado tanto.

—Pero dicen —continuó Pavlusha—que hay un tipo de ranita pequeña quehace un ruido penoso como ese.

—¿Ranas? No, eso no eran ranas…¿Qué clase de…? —La garza realvolvió a emitir su sollozo al otro lado

del río—. ¡Escuchadlo! —Kostia nopudo evitar decir—. Hace un ruidocomo si fuera el demonio del bosque.

—El demonio del bosque no grita,es mudo —apuntó Iliusha—. Se limita abatir las palmas y a charlar…

—¿Así que has visto al demonio delbosque? —interrumpió Fedia con ironía.

—No, no lo he visto, y el Señorquiera que no lo vea. Pero otra gente síque lo ha visto. Hace apenas un par dedías uno alcanzó a uno de nuestroscampesinos y lo condujo por todaspartes, cruzando el bosque y hasta algúnque otro claro… Solo consiguióregresar a casa antes del amanecer.

—¿Y bien? ¿Lo vio?—Lo vio. Era grandísimo, dijo, y

moreno, cubierto completamente, comosi estuviera detrás de un árbol que nopudieras ver con claridad, o como siestuviera colgando de la luna y mirandohacia abajo todo el tiempo, espiandocon sus ojos maliciosos, y guiñándolos,guiñándolos todo el rato…

—¡Ya es suficiente! —exclamóFedia, estremeciéndose un poco yencogiéndose de hombros de formacompulsiva—. ¡Uf!

—¿Por qué tiene que haber esta cosamaldita en el mundo? —comentóPavlusha—. ¡No entiendo nada de nada!

—¡No te quejes! Te escuchará, ya loverás —dijo Iliusha.

De nuevo todos guardaron silencio.

—¡Mirad allí arriba, vamos, miradtodos! —gritó de pronto la voz infantilde Vania—. ¡Mirad las estrellitas deDios, todas en enjambre como lasabejas!

Había sacado su carita pequeña y decomplexión saludable de debajo de lamanta, estaba apoyado sobre un pequeñopuñito, y miraba hacia arriba con susojos tranquilos y grandes. Todos losmuchachos elevaron sus ojos hacia elcielo, y tardaron en bajarlos un buen

rato.—Dime, Vania —comenzó Fedia en

tono educado—, ¿está bien tu hermanaAniutka?

—Está bien —respondió Vania, conun débil ceceo.

—Le dices que tiene que venir avernos, ¿por qué no viene?

—No lo sé.—Dile que debería venir.—Se lo diré.—Dile que le daré un regalo.—¿Y me darás uno a mí también?—Te daré uno a ti también.Vania suspiró.—No, no hace falta que me des

nada. Mejor se lo das a ella, que es tanbuena con todos nosotros.

Y Vania volvió a echar la cabeza alsuelo. Pável se levantó y cogió elpequeño cazo, ahora vacío.

—¿Adónde vas? —preguntó Fedia.—Al río, a buscar un poco de agua.

Me gustaría beber un poco.Los perros se levantaron y lo

siguieron.—¡Cuídate de no caer en el río! —

gritó Iliusha a su espalda.—¿Por qué debería caerse? —

preguntó Fedia—. Tendrá cuidado.—Muy bien, pues tendrá cuidado.

Puede pasar cualquier cosa, a pesar de

todo. Imagínate que se agacha, comienzaa llenar el cazo de agua, pero entoncesun espíritu del agua lo agarra de la manoy lo empuja hacia lo más profundo.Empezarán a decir después de eso,pobre muchacho, se cayó al agua… Pero¿qué clase de persona se cae de esaforma? Escuchad, escuchad, está entrelos juncos —añadió, levantando lasorejas.

Los juncos se movían, «susurraban»,como dicen en nuestra región.

—¿Es cierto —preguntó Kostia—que esa mujer tan fea, Akulina, ha estadomal de la cabeza desde que se cayó alagua?

—Desde entonces… ¡Y miradlaahora! Dicen que solía ser muy guapa.El espíritu del agua lo hizo. Seguramenteno esperaban poder sacarla tan pronto.Él la corrompió ahí abajo, en el fondodel agua.

(Yo me había encontrado con estaAkulina más de una vez. Vestida deforma andrajosa, delgada enfermiza, conla cara negra como el carbón, la miradaperdida y siempre mostrando losdientes, solía estar en el mismo sitiodurante horas, en algún punto delcamino, abrazándose el pecho confiereza con sus manos huesudas, ycambiando pausadamente su peso de un

pie al otro, como un animal salvaje enuna jaula. No daba señal de entendernada, por mucho que se le dijera,excepto que de tanto en tanto rompía enunas carcajadas convulsas).

—Dicen —continuó Kostia— queAkulina se tiró al río porque su amantela engañó.

—Por eso mismo.—Pero ¿te acuerdas de Vasia? —

añadió Kostia con tristeza.—¿Qué Vasia? —preguntó Fedia.—El que se ahogó —respondió

Kostia— en este mismo río. ¡Era un granmuchacho, realmente estupendo! Esamadre que tenía, Feklista, ¡cómo lo

amaba, cómo amaba a su Vasia! Y ellamás o menos intuía que la ruina llegaríapor el agua. Ese Vasia solía venir connosotros los veranos cuando nos íbamosa bañar al río, y ella estaba preocupada.A las otras mujeres no les importaba,pasaban al lado con sus pilas de lavar,pero Feklista dejaba la tina en el suelo yempezaba a llamarlo: «¡Vuelve, luz demi vida! ¡Vuelve, mi pequeño halcón!».Y cómo pudo ahogarse, solo Dios losabe. Estaba jugando en la orilla, y sumadre estaba allí, recogiendo paja, y depronto oye un ruido como de alguien queburbujea en el agua, mira, y no hay nadaallí, excepto la pequeña gorrita de Vasia

que flota en el río. Desde entonces,como sabéis, Feklista ha perdido larazón: se va y se tiende en el lugar en elque se ahogó, y allí se queda echada,chicos, y se pone a cantarle canciones,esa canción que Vasia cantaba todo eltiempo, ¿os acordáis?; esa es la quecanta, como para ella misma, sin pararde llorar, quejándose a Dios conamargura.

—Aquí viene Pavlusha —dijoFedia.

Pavlusha se acercó al fuego con elcazo lleno en su mano.

—Bueno, chicos —comenzó tras unapausa—, las cosas no van bien.

—¿Qué ha pasado? —preguntóKostia sin perder un segundo.

—He oído la voz de Vasia.Todos se estremecieron.—¿Qué estás diciendo? ¿De qué va

todo esto? —balbució Kostia.—Os lo juro por Dios. Estaba

agachándome hacia el agua y de prontooigo alguien que me llama con la voz deVasia, como si saliera del agua:«¡Pavlusha, eh Pavlusha!». Escuchoatento, y otra vez me llama: «¡Pavlusha,baja aquí!», así que me alejé. Pero heconseguido coger algo de agua.

—¡El Señor se apiade de nosotros!—dijeron los muchachos santiguándose.

—Era un espíritu del agua, seguro,llamándote, Pavlusha —añadió Fedia—.Y nosotros hablando precisamente de él,de Vasia.

—¡Es un mal presagio! —dijoIliusha, separando cada Palabra.

—¡No es nada, olvidadlo! —declaróPavlusha con resolución y de nuevo sesentó—. No se puede evitar el propiodestino.

Los muchachos fueron guardandosilencio. Estaba claro que las palabrasde Pavlusha les habían causado hondaimpresión. Comenzaron a echarse ante elfuego, como si se preparasen paradormir.

—¿Qué ha sido eso? —preguntóKostia de repente, levantando la cabeza.

Pavlusha escuchó.—Es una becada que vuela y silba.—¿Adónde irá?—A un lugar donde nunca es

invierno, es lo que dicen.—No existe un lugar así, ¿verdad?—Ya lo creo.—¿Y está lejos?—Muy, muy lejos, al otro lado de

los mares cálidos.Kostia suspiró y cerró los ojos.

Habían pasado más de tres horas desdeque me uní a los muchachos. Al cabo se

elevó la luna. Tardé en darme cuenta deello, porque era pequeña y delgada. Lanoche, débilmente iluminada, parecía tanesplendorosa como se había iniciado.Pero muchas de las estrellas queacababan de salir en el cielocomenzaban a desplazarse hacia suoscuro filo; alrededor todo estabasilencioso, como suele ocurrir justoantes de la mañana: todo a nuestroalrededor dormía el profundísimosilencio de las horas anteriores alamanecer. El aire no poseía el aroma dehacía un rato, y de nuevo parecíapermeado de una cruda humedad. ¡Oh,las breves noches de verano! La charla

de los muchachos fue muriendo juntocon las fogatas. Hasta los perrosdormitaban, y los caballos, por lo quepodía ver por el vago centellear de lasdébiles estrellas, también estabanechados con sus cabezas bajas. Unolvido dulce descendió sobre mí y caíen un sueño.

Una corriente de aire fresco acarició mirostro. Abrí los ojos: una mañana nueva.Aún no había señal del rosado delamanecer, pero el este ya comenzaba ailuminarse. El cielo gris pálido brillabafrío y tintado de azul; las estrellas o biencentelleaban con su pálida

luminiscencia, o se disolvían; el sueloestaba húmedo y las hojas sudaban delrocío, aquí y allá podían oírse lossonidos de vida, voces, un frágil vientode primera hora de la mañana quecomenzó su vagabundeo sobre la tierra.Mi cuerpo respondió a todo ello con unestremecimiento débil y agradecido. Melevanté de un salto y caminé hacia losmuchachos. Estaban dormidosprofundamente al lado de las ascuas delfuego; solo Pavlusha se incorporó y memiró con atención.

Le dije adiós con la cabeza y mepuse camino a casa por la orilla del río,temblando por la húmeda bruma. Apenas

había caminado más de dos verstascuando la luz del sol se extendió a mialrededor a lo largo del prado inmenso yempapado, y ante mí por las colinasreverdecidas, de bosque en bosque, ydetrás de mí a lo largo del camino largoy polvoriento, sobre los arbustos querefulgían rojos como la sangre, y al otrolado del río que ahora brillaba con unazul modesto debajo de la bruma que sedisolvía. Corrieron torrentes de rayos desol, cálidos y recién nacidos, rojizos alprincipio y al cabo brillantemente rojos,brillantemente dorados. Todo comenzó aestremecerse, despertarse, cantar,resonar, parlotear. En todas partes,

grandes gotas de rocío comenzaron abrillar como diamantes. Trajeron hastamí, puro y cristalino como si estuvieralavado por la frescura de la atmósferade la mañana, el sonido de un campana.Y de pronto me adelantaron a la carreralos caballos, frescos de nuevo tras lanoche, dirigidos por mis nuevosconocidos, los muchachos.

Debo añadir, desgraciadamente, queaquel mismo año murió Pavlusha. No seahogó; se mató al caerse de un caballo.¡Una pena, era un muchacho estupendo!

KASIÁN DEKRASÍVAIA MECH

Regresaba de una cacería en un carropequeño y destartalado y, bajo losefectos del calor asfixiante de un díanublado de verano (es sabido que endías así el calor puede ser másinsufrible que en días despejados,especialmente cuando no hay viento),iba adormilado por el traqueteo, con

malhumorada paciencia, dejando que elfino polvo blanquecino que subíaincesante desde las ruedas crujientes porel calor y las vibraciones sobre el durocamino de tierra, me agrediesen la piel.De repente, despertaron mi atención losmovimientos súbitos y la inusualagitación de mi conductor, hasta aquelinstante en un estado de somnolencia aúnmayor que la mía. Tiró de las riendas, seremovió en su asiento y les gritó a loscaballos, sin dejar de mirar hacia unlado. Me volví hacia allí. Pasábamospor una zona amplia y llana de tierraarada, en la que las colinas, aradascomo el resto de los campos, bajaban

como ondulaciones inusualmente suaves.Podía verlo todo a cinco verstas de mí,en el campo que se extendía desierto; loúnico que rompía la línea del horizonte,prácticamente recta, eran los lejanos ydiminutos bosquecillos de abedules consus puntas redondas como dientes. Loscaminos estrechos se alargaban a travésde los campos, se metían por lashondonadas y rodeaban los montículos,y sobre uno de estos, que cruzabanuestro camino a unos quinientos pasosde donde nos encontrábamos, pudedistinguir una procesión. Esto era lo quemi conductor había observado.

Se trataba de un funeral. Lo abría un

carro tirado por un único caballo alpaso, sobre el que iba montado unsacerdote con el sacristán a su ladohaciendo de cochero. Detrás del carro,cuatro campesinos con las cabezasdescubiertas cargaban con un ataúd. Depronto alcanzó mis oídos la voz frágil yquejumbrosa de una mujer. Su lamentoululante, monótono y desesperado,flotaba en el vacío de los campos comouna tristísima melodía. Mi cocherofustigó a los caballos con la intención deadelantarse a la procesión. Encontrarsecon un muerto por el camino es un malaugurio. En efecto, consiguió cruzargalopando el camino justo antes de que

la procesión lo alcanzase. Pero apenashabíamos avanzado cien pasos, nuestrocarro dio una fuerte sacudida, se inclinóa un lado y casi volcó. El cocherodetuvo los caballos enloquecidos, seinclinó desde su asiento para ver quéhabía ocurrido, hizo un gesto con lamano y escupió.

—¿Qué pasa? —pregunté.El cochero se apeó sin responder y

sin señales de prisa.—Y bien, ¿qué es?—Se ha roto el eje… Ha cedido —

respondió taciturno, y, en un súbitoarranque de ira, tiró con tanta fuerza dela brida del caballo que el animal

perdió el equilibrio y estuvo a punto decaer de lado. Sin embargo, se enderezó,resopló, meneó las crines, y procediócon la calma más absoluta a rascarse lapantorrilla de la pata delantera con losdientes.

Me apeé y me quedé de pie uninstante en el camino, haciéndome a unvago y desagradable sentimiento deasombro. La rueda derecha estaba casihundida para adentro debajo del carro, yparecía elevar su cubo en el aire en unainútil resignación.

—¿Qué se puede hacer? —preguntépor fin.

—¡Ese tiene la culpa! —contestó mi

cochero, dirigiendo su fusta en direccióna la procesión que para entonces habíaalcanzando el camino y se aproximaba anosotros—. Siempre ha sido así —continuó—. Es un mal augurioencontrarse con un muerto, eso seguro.

De nuevo se despachó contra elcaballo. Este, viendo lo irritable ysevero que estaba su dueño, decidióquedarse quieto y solo de vez en cuandomeneaba modestamente la cola. Dialgunos pasos adelante y atrás por elcamino y me detuve frente a la rueda.

Mientras tanto, el muerto nos habíaalcanzado. Girando desde el caminohasta la hierba, el triste cortejo pasó al

lado de nuestro carro. Mi cochero y yonos quitamos las gorras, intercambiamosreverencias con el sacerdote y miramosa | los que llevaban el féretro.Avanzaban con dificultad, sus ampliospechos se hinchaban bajo el peso. Delas dos mujeres que caminaban detrásdel féretro, una era muy vieja y pálida;sus rasgos hieráticos, cruelmentecontorsionados por el sufrimiento,preservaban una expresión seria y desolemne dignidad. Caminaba ensilencio, y de vez en cuando elevaba unamano frágil a sus labios finos yhundidos. La otra mujer, de unosveinticinco años, tenía los ojos

enrojecidos y húmedos por las lágrimas,y la cara hinchada por el llanto.Mientras se acercaba cesó sus lamentosy se cubrió la cara con la manga.Entonces la procesión se alejó, de nuevovolviéndose hacia el camino, y ellareinició su piadoso y desgarradorlamento. Tras seguir con los ojos elmovimiento regular del féretro sin decirnada, mi cochero se volvió hacia mí:

—Es Martin, el carpintero, el deRiabo, al que van a enterrar —dijo.

—¿Cómo sabes eso?—Puedo saberlo por las mujeres. La

vieja es su madre, y la joven su esposa.—¿Ha estado enfermo, entonces?

—Sí… Fiebres… El intendenteenvió por el médico hace tres días, peroel médico no estaba en casa. Era un buencarpintero, sí que lo era. Era algobebedor, pero era realmente un buencarpintero. Ya ves cómo se lamenta sumujer por él. Ya se sabe, de todosmodos, que las lágrimas de una mujer nocuestan nada, fluyen como el agua, esodesde luego.

Y se agachó, gateó bajo las riendasdel caballo y agarró la vara del carrocon ambas manos.

—Bien —observé—, ¿qué podemoshacer ahora?

Lo primero que hizo mi cochero fue

apoyar su rodilla contra el hombro delotro caballo, y dio a la vara un par deempujones; la recolocó en su sitio,volvió a gatear bajo las riendas delcaballo, y, tras darle un manotazo en elhocico, se aproximó a la rueda, caminóhacia ella y, sin quitarle los ojos deencima, extrajo despacio una cajita derapé de la falda de su larga túnica, abrióla tapa por su pequeña correa, insertódos gruesos dedos (las puntas apenasentraban en la cajita a la vez), amasó eltabaco, encogió la nariz para prepararse,dio varias inhalaciones moderadas,acompañándolas con prolongadosresoplidos y quejidos, y, tras apretar y

guiñar los ojos lagrimeantes, se dejóllevar por profundos pensamientos.

—¿Entonces? —pregunté cuando porfin había terminado.

Mi cochero volvió a meterse lacajita de rapé con cuidado en elbolsillo, se bajó el sombrero sobre lascejas sin tocarlo, con un simplemovimiento de la cabeza, y escalópensativamente al pescante.

—¿Adónde vas? —le preguntébastante asombrado.

—Por favor, tome asiento —respondió con calma, y cogió lasriendas.

—Pero ¿cómo vamos a andar?

—Irá bien…—Pero el eje…—Por favor, tome asiento.—Pero el eje está roto…—Sí, está roto, pero llegaremos a la

nueva aldea, al paso, eso es. Está porahí a la derecha, más allá del bosque,allí está la aldea, lo que llaman elpueblo, Yudin.

—Pero ¿crees que llegaremos hastaallí?

Mi conductor ni siquiera se dignóresponderme.

—Prefiero ir a pie —dije.—Como desee…Movió su látigo y los caballos se

pusieron en marcha.En efecto, alcanzamos la nueva

aldea, aunque la rueda derecha delanteraapenas se sostenía en su sitio y semeneaba de forma muy extraña. Casisalió despedida cuando pasamos por unapequeña hondonada, pero mi cocherogritó enfadado y descendimos la cuestacon éxito.

Yudin consistía en seis cabañaspequeñas de techo bajo que habíancomenzado a inclinarse de un lado u otroa pesar de que era evidente queacababan de ser construidas; aún nocontaban siquiera con una verjacompleta. Al entrar en la aldea no vimos

a nadie, ni gallinas por las calles, niperros, salvo uno, negro, con la colapartida que saltó apresurado de unazanja completamente seca a la que debíahaberlo empujado la sed, solo parameterse de cabeza por debajo de laentrada de una casa sin un ladrido. Medirigí hacia la primera cabaña, abrí elporche y llamé a los dueños: nadierespondió. Volví a llamar: un miauhambriento llegó desde detrás de lapuerta. La empujé con el pie y un gatopasó volando a mi lado; sus ojos verdesbrillaban en la oscuridad. Metí lacabeza en la habitación y miréalrededor: estaba oscuro, lleno de humo,

todo parecía vacío. Me dirigí hacia elpatio trasero pero nadie se cruzóconmigo. Un ternero mugió en el espaciocerrado, y un ganso gris y cojo dio unoscuantos pasos hacia un lado. Me dirigí ala segunda cabaña, donde tampocoencontré a nadie. Así que salí al patio…

En medio del patio a pleno sol,como dicen, había alguien echado quetomé por un muchacho, con la cara en elsuelo y la cabeza cubierta por un abrigode paño. A unos cuantos pasos, al ladode un carro pequeño y destartalado, uncaballo diminuto y miserable, todopellejo y huesos, estaba enganchado aunos arreos echados a perder bajo un

tejadillo de paja. La luz del solsalpicaba el abrigo del muchacho enpequeños rayos que se colaban por lasaberturas estrechas del tejadillo. Loestorninos cotorreaban, encaramados asus casitas, contemplando el mundodesde su morada alada con plácidacuriosidad. Me acerqué hasta la figuraque dormitaba e intenté despertarla…

Levantó la cabeza, y en cuanto mevio se puso en pie de un salto.

—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? —murmuró sorprendido.

No le respondí de inmediato: suapariencia me había sorprendido a mí.Imagínense un enano de unos cincuenta

años, de rostro pequeño, moreno y llenode arrugas, nariz respingona, ojosmarrones y diminutos prácticamenteimperceptibles y una melena negraabundante sobre su cabecita, ampliacomo la cabeza de un hongo sobre eltallo. Todo su cuerpo eraextraordinariamente frágil y delgado, yes imposible poner en palabras loinusual y extraño de su mirada.

—¿Qué pasa? —volvió apreguntarme.

Le expliqué nuestra situación. Meescuchó sin bajar los ojos, queparpadeaban despacio.

—¿Sería posible sustituir el eje? —

pregunté al fin—. Pagaría con gusto.—Pero ¿quién es usted? ¿Está de

cacería? —me preguntó, mirándome dearriba abajo.

—Así es.—Usted dispara a los pájaros que

vuelan, ¿eh?… ¿Y a los animalessalvajes del bosque?… ¿No es pecadomatar a los pajarillos del señor yderramar sangre inocente?

El extraño hombrecillo hablabaalargando mucho cada Palabra. Elsonido de su voz también me sorprendió.No solo no había nada decrépito en sutono, era sorprendentemente dulce,juvenil y casi femenino en su ternura.

—No tengo eje —añadió tras uncorto silencio—. Este no le servirá —dijo, apuntando a su propio carro—,porque, en definitiva, su carro es grande.

—Pero ¿sería posible encontrar unoen la aldea?

—¡Qué clase de aldea tenemosaquí…! En este sitio nadie tiene nada denada. Tampoco hay nadie en casa; leaseguro que están trabajando. ¡Lárguese!—dijo de repente, y volvió a tirarse alsuelo.

No había imaginado semejanteconclusión.

—Escuche, anciano —comencé,rozándole el hombro—, tenga corazón,

ayúdeme.—¡Lárguese, por lo que más quiera!

Estoy cansado, y tendré que ir hasta laciudad y regresar… —me dijo,echándose el abrigo de paño sobre lacara.

—Por favor, se lo ruego —continué—, le pagaré…

—No necesito su dinero.—Se lo ruego…Se incorporó a medias y se sentó,

cruzando sus piernas delgadas.—Lo podría llevar donde están

cortando los árboles. Es un sitio que hancomprado los comerciantes del lugar, untrozo de arboleda, y la están diezmando,

el Señor los juzgará, están quitando losárboles y construyendo, el Señor losjuzgará por ello. Ahí es donde puedebuscar su eje o comprar uno ya hecho.

—¡Excelente! —exclamé—.Pongámonos en marcha.

—Un eje de roble, eso sí, uno bueno—continuó sin levantarse de su sitio.

—¿Y está lejos ese lugar?—Tres verstas.—Bien, entonces podemos ir hasta

allí en su carrito.—¡Que no…!—Venga, vámonos —dije—.

¡Vamos, anciano! Mi cochero nos estáesperando.

El anciano se levantó con desgana yme siguió al camino. Mi cochero estabaen un terrible estado mental: habíaintentado dar de beber a los caballos,pero había poca agua en el pozo y sabíamal; eso era lo primero, como suelendecir los cocheros… Sin embargo, nadamás ver al anciano sonrió de oreja aoreja, asintió con la cabeza y gritó:

—¡Vaya! Kasiánushka, ¡un placerverte!

—También lo es verte a ti, Yeroféi,¡eres un buen hombre! —respondióKasián con voz melancólica.

De inmediato comuniqué a micochero la sugerencia del anciano;

Yeroféi expresó su acuerdo y llevó sucarro al patio delantero. MientrasYeroféi se afanaba en demostrar suhabilidad desenganchando a losanimales, el anciano estaba de pie conun hombro apoyado contra la verja y nosmiraba enfadado, ya a Yeroféi, ya a mí.Parecía algo perplejo y, por lo que pudeintuir, no se alegraba de nuestrainesperada visita.

—¿Te han cambiado también a ti dealdea? —le preguntó Yeroféi de prontomientras retiraba el arco.

—Así es.—¡Vaya! —espetó mi cochero entre

dientes—. ¿Conoces a Martin, el

carpintero… Martin de Riábovo?—Pues sí.—Se ha muerto. Acabamos de

toparnos con su ataúd.Kasián se estremeció.—¿Muerto? —murmuró, y dirigió su

mirada hacia el suelo.—Así es, muerto. ¿Por qué no lo

curaste, eh? La gente dice que curas, quetienes el don.

Mi cochero estaba, obviamente,burlándose del anciano.

—Ah, ese es tu carro, ¿no? —añadió, moviendo el hombro hacia él.

—Es mío.—¡Un carro, eso! ¿Eh? ¡Un carro! —

repitió y, agarrándolo de las varas, porpoco lo vuelca—. ¡Pues eso, un carro!Pero ¿con qué vamos a llegar hasta elclaro? No te será posible enganchar anuestros caballos en esas varas.Nuestros caballos son grandes, pero¿qué significa esto?

—No sé —respondió Kasián— quéutilizaréis como tiro; aunque tenéis aeste pobre animal —añadió suspirando.

—¿Te refieres a este? —preguntóYeroféi tras escuchar las palabras de suinterlocutor, y dirigiéndose hacia elmiserable caballito de Kasián,clavándole el dedo medio de su manoderecha en el cuello, con desprecio—.

Mira —añadió con desdén—, se hadormido, ¡qué inútil!

Le pedí a Yeroféi que lo engancharatan pronto como pudiera. Queríaacercarme con Kasián al lugar en queestaban talando la arboleda, puesto queen esos lugares suele haber urogallos.Cuando el carrito estuvo preparado alfin, me acomodé como pude con miperro en el suelo del mismo, recubiertocon cortezas de tilo, y Kasián, encogidocomo una bola, también se sentó en elpescante delantero con la mismaexpresión desganada en su cara; yentonces fue cuando Yeroféi se acercóhasta mí y, lanzándome una mirada

misteriosa, susurró:—Y es bueno, señor, que le

acompañe usted. Es uno de esoshombres santos, ¿sabe?, le llaman LaPulga. No sé cómo ha podidoentenderle…

Estaba a punto de decirle a Yeroféique, hasta entonces, Kasián me habíaparecido un hombre sensato, pero micochero continuó diciendo en el mismotono:

—Tenga cuidado de que le lleveadonde han quedado. Y elija ustedmismo el eje, cuanto más fuerte mejor…¿Hay por aquí, Pulga —añadió en vozalta—, algún bocado para ayudarme a

sobrevivir?—Busca y encontrarás —respondió

Kasián, tirando de las riendas, y nospusimos en marcha.

Para mi sorpresa, su pequeño caballitono iba nada mal. Durante todo eltrayecto Kasián mantuvo el mismosilencio terco, y respondió a todas mispreguntas a la fuerza y desganado. Notardamos en alcanzar los claros, yllegamos a la oficina, una alta cabañaaislada sobre un pequeño barranco quehabía sido provisto de una presaimprovisada y convertido en estanque.Allí encontré dos jóvenes oficinistas que

trabajaban para los comerciantes, amboscon dientes blancos como la nieve, ojosmelosos, charla ruidosa y melosa, ymelosas sonrisitas. Llegué a un acuerdocon ellos por un eje y me dirigí a losclaros. Pensé que Kasián se quedaríaesperándome con el caballo, pero derepente se dirigió hacia mí.

—¿Y ahora vas a tirar a lospajarillos? —preguntó—. ¿A eso vas?

—Sí, si encuentro alguno.—Iré contigo. ¿Me permites?—Por supuesto, claro.Nos pusimos en marcha. La zona de

los árboles talados se extendía menos deuna versta. Confieso que observé a

Kasián más que a mi perro. Elsobrenombre de Pulga le venía muybien. Su cabecita negra y sin sombrero(su cabello, por cierto, era sustituto decualquier gorra) sobresalía para volvera esconderse entre los arbustos.Caminaba con paso ligero, literalmentea saltitos, sin dejar de agacharse,recoger hierbas, metérselas debajo de sucamiseta, susurrar palabras por la nariz,y lanzar miraditas a mí y a mi perro, muyatentas e insólitas. En las matas másbajas y en los claros suele haberpequeños pajarillos grises, que van deramita en ramita emitiendo silbidoscortos antes de tomar vuelo. Kasián

solía llamarlos, intercambiaba llamadascon ellos; una codorniz joven salíavolando de entre sus pies, y él emitía unalarido detrás de ella; una alondracomenzaba a elevarse, aleteando ycantando; Kasián de inmediato aprendíasu cancioncilla. Pero a mí no me decíani una palabra…

El tiempo era excelente, aún más queantes; pero el calor no cedía.Atravesando el cielo apenas se movíanunas cuantas nubes lejanas, amarillas yblancas, del color de la nieve tardía dela primavera, alargadas y aplastadascomo velas Plegadas. Sus contornos deplumas, ligeras y tenues como el

algodón, cambiaban a cada instante;parecían derretirse y no tenían sombras.

Durante un buen rato Kasián y yovagabundeamos por los claros. Brotesjóvenes que todavía no habían tenidoéxito en crecer más de un arshínextendían sus tallos suaves y finosalrededor de los negros tocones de losárboles; adheridas a dichos tocones,había emulsiones musgosas redondeadasy esponjosas con los filos grisáceos, deltipo que se hierven para hacer yesca; lasfresas silvestres extendían sus tenuesredondeces rosadas; las setas tambiénestaban presentes en familias, pegadasunas a otras. Los pies se enredaban de

continuo en la hierba crecida, bañadapor el calor del sol; en todas lasdirecciones los agudos brillos metálicosde luz proveniente de las hojas rojizas yjóvenes en los árboles cegaban los ojos;por todas partes, en alegre abundancia,aparecían matazas de arvejas colorceleste, los diminutos cálices doradosde los ranúnculos, los pensamientosmalvas y amarillos; aquí y allá, cerca delos caminos conquistados por la hierba,en donde las huellas de los carrosestaban marcadas por zonas cubiertas dehierba corta rojiza, se alzaban bloquesde leña en pilas oscurecidas por elviento y la lluvia. Sombras ligeras se

extendían en rectángulos inclinados; erala única sombra que podía encontrarse.Una brisa ligera se levantaba de tanto entanto para volver a morir. De prontosoplaba directamente en la cara yjugueteaba, haciendo que todo emitieraun feliz murmullo y que las puntasflexibles de los helechos se inclinasentan graciosamente que solo se podíapensar en lo delicioso que era, pero denuevo se disolvía, y todo volvía aquedar quieto. Solo las cigarraschirriaban todas a la vez, como furiosas,con un sonido opresivo, incesante,insípido y seco. Era apropiado al calordel mediodía que no cesaba, como

engendrado literalmente por él,literalmente atraído desde la tierra queel sol derretía.

Sin encontrarnos con una solanidada, al fin alcanzamos los claros.Allí, los álamos talados tendidostristemente en el suelo, aplastaban bajosu peso tanto la hierba como las matas;sobre algunos de ellos las hojas, aúnverdes pero muertas, colgabanfrágilmente de las ramas rígidas; sobreotros ya se habían secado y enroscado.Un olor agradable y punzante llegabadesde las astillas frescas de la madera,blancas y doradas, amontonadas sobrelos tocones relucientes y humedecidos.

Más lejos, cerca del bosque, se dejabaoír el débil estrépito de las hachas, y devez en cuando, solemne y callado, comohaciendo una reverencia y extendiendolos brazos, caía un árbol de cabelleraenroscada…

Tardé un buen rato en encontrarpresas; al cabo, un rascón salió volandode un área cubierta de robles invadidapor el ajenjo. Disparé: el pájaro giró enel cielo y cayó. Rápido, al oír eldisparo, Kasián se cubrió el rostro conla mano y se quedó quieto hasta quevolví a cargar mi escopeta y huberecogido la presa. Justo cuando medisponía a avanzar, se acercó hasta el

lugar en el que había caído el pájaro, seagachó a la hierba salpicada con gotasde sangre, meneó la cabeza y me miróasustado. Después lo oí susurrar:«¡Pecado! ¡Es pecado, pecado!».

Al rato el calor nos obligó a buscarcobijo. Me eché bajo un arbusto crecidode avellano, sobre el que un arceextendía graciosamente sus ramas.Kasián se sentó sobre un grueso abedulcaído. Lo observé. Las hojas se mecíancon calma más arriba, y sus sombraslíquidas y verdes se deslizaban adelantey atrás sobre su cuerpecillo, más omenos cubierto por el abrigo oscuro, ysobre su pequeña cara. No levantó la

cabeza. Aburrido por su silencio, meeché de espaldas y comencé a observarcon admiración el juego suave de lashojas enredadas, contrastadas contra elcielo claro. ¡Es una ocupación de lo másagradable, echarse de espaldas en unbosque y mirar el cielo! Causa la mismaimpresión que contemplar el fondo delmar, que se extiende lejano y amplio pordebajo, donde los árboles no se elevandesde la tierra sino, como las raíces deplantas enormes, descienden o caen deforma empinada dentro de esas ondastranslúcidas de hierba, mientras que lashojas de los árboles resplandecen comoesmeraldas o bien se convierten en una

espesura teñida de oro, casiennegrecida. En algún lugar en lo alto, alfinal de una delicada rama, una únicahoja se destaca quieta contra un trozo decielo azul translúcido y, más allá, otra sebalancea, recordando en susmovimientos las ondas sobre lasuperficie del agua, como si elmovimiento fuera espontáneo, nocausado por el viento. Como islassubmarinas mágicas, las nubes redondasy blancas flotan hasta situarse en elcampo de visión, y se alejan, y derepente todo este mar, este aire radiante,estas ramas y hojas llenas de sol, todode pronto comienza a flotar con el

viento, destella con un brillo fugitivo, yse levanta un fresco y tumultuosomurmullo que se asemeja al continuochapoteo de las olas. Tendido sinmoverse y observándolo todo, laspalabras no pueden expresar la delicia yla calma, y el dulcísimo sentimiento quese adentra en el corazón. Se continúaobservando, y ese azul intenso y clarotrae una sonrisa a los labios tan inocentecomo él mismo, tan inocente como lasnubes que lo cruzan, y como si en sucompañía la mente atravesara una lentacabalgata de recuerdos felices, y pareceque durante todo ese tiempo la mirada seencuentra viajando más y más lejos, y

trasladándolo a uno a ese calmo,resplandeciente infinito, hasta queresulta del todo imposible arrancarse deesas alturas distantes, de esas lejanasprofundidades…

—¡Señor, eh señor! —dijo de repenteKasián en su voz altisonante.

Me incorporé sorprendido; hastaaquel momento mi acompañante apenashabía respondido a mis preguntas, y |ahora de pronto comenzaba unaconversación.

—¿Qué quieres? —respondí.—¿Y por qué tienes tú que matar a

ese pajarillo? —comenzó a decir,

mirándome directamente a los ojos.—¿Qué quieres decir, por qué? Es

una ave de presa. Se puede comer.—No, no lo matabas por eso, señor.

¡Tu no vas a comértelo! Lo has matadopor divertirte.

—Pero ¿acaso no comes tú un gansoo un pollo?

—Aves como esas las creó el Señorpara que el hombre se las comiera, peroun rascón… Es un ave libre, un ave delbosque. Y no es la única; no hay muchas,todas las bestias del bosque y delcampo, las criaturas de los ríos, las delas ciénagas y las praderas, y de lo altoy de las profundidades; es un pecado

matarlas, deberían estar sobre la tierrahasta que llegue su hora de formanatural… Para el hombre ya hay otracomida, otra comida y otra bebida; elpan es el regalo de Dios al hombre, y lasaguas de los cielos, y las criaturasamaestradas que nos han llegado denuestros ancestros.

Miré a Kasián asombrado. Suspalabras fluían con libertad; no hacíapausas tratando de encontrarlas, hablabacon una animación calma y con modestadignidad, de vez en cuando cerraba losojos.

—Así que, de acuerdo contigo,también es pecado matar a un pez —

pregunté.—Un pez tiene la sangre fría —

protestó con seguridad—, es unacriatura muda. Un pez no siente miedo,ni alegría: un pez no tiene lengua. Un pezno tiene sentimientos, no tiene sangreviva en él… La sangre —continuó trasuna pausa— ¡la sangre es sagrada! Lasangre no ve la luz del sol del Señor, lasangre está escondida de la luz… Y esun gran pecado mostrar la sangre a la luzdel día, un gran pecado y algo que temer,¡oh, se trata de algo que hay que temer!

Suspiró y bajó los ojos. Deboadmitir que miré al extraño ancianocompletamente sorprendido. Su discurso

no sonaba como el de un campesino: nilos charlatanes ni la gente del pueblohablaban de aquella manera. Yo nuncahabía oído este lenguaje, solemne yreflexivo.

—Dime, Kasián, te lo ruego —comencé sin bajar mis ojos de su caraalgo enrojecida—, ¿a qué te dedicas?

No respondió mi pregunta deinmediato. Su mirada pareció inquietadurante un momento.

—Vivo como lo ordena el Señor —dijo al cabo—, pero en lo que respecta auna ocupación no, no tengo ocupaciónalguna. No tengo cabeza para ello, desdepequeño he sido así. Trabajo todo lo que

puedo, pero no lo hago en condiciones.¡No puedo evitarlo! He perdido la saludy mis manos son torpes. Durante laprimavera me dedico a cazar ruiseñores.

—¿Atrapas ruiseñores? Entonces¿por qué estás diciendo que no debetocarse a las bestias del bosque ni delcampo ni a ninguna otra criatura?

—No para matarlos, esa es ladiferencia; la muerte ya se cobrará loque le corresponde. Mire, piense enMartin el carpintero: vivió su vida, y nofue larga y se murió; y ahora su mujerestá desconsolada por el marido y sushijos… No le corresponde ni al hombreni a las bestias ser mejor que la muerte.

La muerte no corre hacia ti, pero tútampoco puedes escaparte de ella; nitampoco debes ayudarla. Yo no mato alos ruiseñores, ¡el Señor nos proteja! Nolos atrapo para causarles dolor, ni paraponer sus vidas en peligro, sino para eldisfrute de los hombres, para suconsuelo y alegría.

—¿Vas a Kursk a cazarlos?—Voy a Kursk y también más lejos,

dependiendo de cómo estén las cosas.Duermo en las ciénagas, en lasarboledas, y duermo completamente soloen los campos y en las zonas salvajes:ahí es donde las agachadillas canturrean,donde se pueden oír las liebres que

sollozan, donde los patos sisean… Porla noche me fijo por dónde están, ycuando llega la mañana agudizo el oído,y al amanecer extiendo mi red sobre losarbustos. Hay un tipo de ruiseñor quecanta una dulce y lastimosa tonada…

—¿Y los vendes?—Los regalo a la gente buena.—¿Y qué haces además de esto?—¿Que qué hago?—¿Cómo pasas el tiempo?El anciano guardó silencio durante

un rato.—De ninguna forma. No tengo

cabeza para trabajar. Pero sé leer yescribir.

—¿Así que sabes leer y escribir?—Sí. El Buen Señor me ayudó, y

alguna gente buena también.—¿Tienes familia?—No, no tengo familia.—¿Y por qué? ¿Han muerto todos?—No, es solo que no era mi misión

en la vida, nada más. Todo se hace deacuerdo con la voluntad de Dios,vivimos nuestras vidas de acuerdo conla voluntad de Dios, pero un hombredebe ser bueno, ¡eso sí! Eso quiere decirque debe vivir de buena forma a los ojosde Dios

—¿Y tienes algún pariente?—Tengo… Tengo —el anciano

parecía confundido.—Dime, por favor —comencé—.

He oído que mi cochero te preguntabapor qué no habías curado a Martin elcarpintero. ¿Es cierto que puedes curar ala gente?

—Tu cochero es un hombre justo —respondió Kasián pensativo—, pero éltampoco está libre de pecado. Dice quetengo el poder de sanar. ¡Vaya poder! ¿Yquién puede tener eso? Todo viene deDios. Pero ahí mismo… Ahí hay unahierbas, unas flores: ayudan, es cierto.Está la maravilla, esa es una, un tipo dehierba que cura a los seres humanos;está el llantén, también; no es

vergonzoso hablar de ellas, las hierbaspuras y buenas las hace Dios. Pero lasotras no. Tal vez ayuden, pero son unpecado y es pecaminoso hablar de ellas.Tal vez puedan usarse con la ayuda de laoración… Bueno, por supuesto, sonpalabras especiales… Pero solo el quetiene fe será salvado —añadió, bajandola voz.

—¿Le diste algo a Martin? —pregunté.

—Me enteré demasiado tarde —respondió el anciano—. ¿De qué habríaservido? Todo hombre tiene su propiodestino. No iba a vivir mucho, Martin elcarpintero, no iba a vivir mucho en esta

tierra: y así ocurrió. No, cuando no estáescrito que un hombre tenga que vivir enesta tierra los suaves rayos del sol no localientan como a los demás, las vituallasno lo alimentan, como si de continuo sele estuviera llamando a marcharse… ¡ElSeñor acoja su alma!

—¿Te han trasladado a esta zonahace mucho? —pregunté tras un cortosilencio.

Kasián se estremeció.—No, no hace mucho, unos cuatro

años. En los tiempos del antiguo amovivíamos siempre donde habíamosnacido pero fueron los guardas de lafinca los que nos movieron. E amo

antiguo tenía un alma bondadosa, era unser humilde ¡el Señor lo tenga en sugloria! Pero los guardas, por supuesto,hicieron lo que debían. Parece que esasí como debe ser.

—Pero ¿dónde vivías antes?—Somos de Krasívaia Mech.—¿Lejos de aquí?—A unas cien verstas.—¿Y era mejor allí la vida?—Mejor… Era mejor. La tierra es

inmensa, con muchos ríos, nuestro hogar;aquí todo está hacinado y seco. Noshemos convertido en huérfanos. Allí, ennuestra tierra, en Krasívaia Mech,quiero decir, uno subía una colina, y

Señor, ¿qué cree que se veía desde allí?Se veía un río por ahí, una pradera porahí, y un bosque por allá. Y después unaiglesia, y luego más prados a lo lejos,hasta donde llegaba la vista. Y unomiraba tan lejos como podía sin dejar demaravillarse, ¡eso desde luego! Mientrasque aquí, es cierto, la tierra es mejor,más arcillosa, de la buena, eso dicen loscampesinos. Pero en lo que a mírespecta, en cualquier sitio hay tantacomida como pueda necesitarse.

—Pero, siendo sincero, amigo,preferirías estar en tu tierra, ¿verdad?

—Desde luego que me gustaríavolver a verla. De todas formas, no tiene

importancia dónde estoy. No tengofamilia, nada me ata a ningún sitio. ¿Yque haría sentado en casa todo el día?Es cuando me pongo en marcha —comenzó a decir en una voz más alta—cuando todo me parece más sencillo.Brilla la dulce luz del sol y se es máspuro a ojos de Dios, se canta una tonadamás alegre. Entonces uno mira quéhierbas crecen por ahí, y se fija en ellasy recoge las que necesita. Tal vezencuentre un manantial, así que toma unsorbo y recuerda que está ahí también.Los pájaros cantan en el aire… Ydespués, en la otra parte de Kursk, seencuentran las estepas, y qué estepas;

ahí tenemos una auténtica maravilla, unagran satisfacción para el hombre, tanamplias, una muestra de lo que Diospuede ofrecer. Y continúan sin cesar,como dice la gente, justo hasta los marescálidos en los que vive Gamaiún, elpájaro con el canto más dulce de todos,hasta el lugar en el que las hojas no secaen de los árboles en invierno, ni enotoño, y donde crecen manzanas doradasen ramas de plata y cada hombre vivecontento con lo que tiene y en justaalianza con sus semejantes… Ahí esadonde me gustaría dirigirme… ¡Y esoque he andado por todas partes! Heestado en Romión y en Simbirsk, una

ciudad como Dios manda, y en el mismoMoscú, engalanado con sus coronasdoradas. Y en el Oka, el que nosalimenta, y en Tsna, la paloma, y en elVolga, nuestra madre, y he visto a muchagente, todos buenos cristianos, y enmuchas ciudades honestas he estado…Pero me gustaría ir a aquel lugar… Yeso es todo… Y pronto… Y no solo yo,que soy un pecador más, sino muchosotros cristianos que se ponen en marchay caminan por el ancho mundo sin nadaexcepto cortezas de tilo a modo dezapatos en busca de la verdad… ¡Porsupuesto que lo hacen!… ¿De qué sirvequedarse en casa? No es justo cómo

tienen que vivir los hombres, eso es…Kasián murmuró estas últimas

palabras deprisa y de forma casiinaudible; después dijo algo más que mefue imposible descifrar, y su rostroadoptó una expresión tan extraña querecordé sin querer el título de «hombresanto» que Yeroféi le había impuesto. Sequedó mirando el suelo fijamente, tosióy pareció recuperar el sentido:

—¡Sol dulcísimo! —murmuró casientre dientes—. ¡Qué bendición, Señor!¡Este calor que baña el bosque!

Se encogió de hombros, guardósilencio, miró a su alrededor con airedistraído y comenzó a cantar en voz

baja. No alcancé a discernir todas laspalabras de su melancólica cancioncilla,pero entendí las siguientes:

Pero Kasián es minombre

Y la Pulga lo que mellaman.

«¡Ah!», pensé, «se lo estáinventando…».

De pronto se estremeció y guardósilencio, contemplando con fijeza lasprofundidades del bosque. Me volví y via una pequeña campesina de unos ocho

años con abrigo azul, un pañuelo acuadros atado alrededor de su cabeza yuna pequeña cesta en su bracitoquemado por el sol. Era evidente que nohabía esperado encontrarse con nadie;se había topado con nosotros, comosuele decirse, y ahora estaba inmóvil, depie sobre un retazo de hierba a lasombra en una zona fronda de avellanos,contemplándonos asustada con sus ojosnegros. Apenas había tenido tiempo deobservar su aparición cuando volvió adesaparecer detrás de un árbol.

—¡Annushka! ¡Annushka! Ven aquí,no tengas miedo —la llamó el ancianocon voz amable.

—Tengo miedo —respondió unavocecilla.

—Vamos, no tengas miedo, acércate.Annushka salió de su escondite sin

decir nada y se acercó a nosotros ensilencio, sin que sus pies infantileshicieran apenas ruido en la hierbaespesa, y emergió de la frondosidadjunto al anciano. No tenía ocho años,como me había parecido por su cortaestatura, sino trece o catorce. Todo sucuerpo era pequeño y delgado, pero muybien formado y flexible, y su hermosacarita era increíblemente similar a la deKasián, aunque el viejo no tenía bellezaalguna. Los mismos rasgos agudos, la

misma mirada poco habitual, a untiempo astuta y confiada, pensativa ypenetrante, y exactamente los mismosgestos… Kasián le echó una miradamientras ella se colocaba a su lado.

—¿Así que estás recogiendo setas?—preguntó.

—Sí, setas —respondió ella con unasonrisa tímida.

—¿Y has encontrado muchas?—Muchas.Ella lo miró de reojo y sonrió de

nuevo.—¿Hay algunas de las blancas?—Sí, también de las blancas.—Venga, enséñanoslas… —Ella se

quitó la cesta del brazo y levantó unpoco la hoja que cubría las setas—. ¡Ah!—dijo Kasián, inclinándose sobre lacesta—, ¡son preciosas! ¡Estupendo,Annushka!

—¿Es tu hija, Kasián? —le pregunté.El rostro de Annushka se ruborizóligeramente.

—No, es solo una pariente —dijoKasián con indiferencia afectada—.Bueno, Annushka, ve con Dios —añadióde inmediato—, ¡y cuidado por dóndeandas!

—Pero ¿por qué tiene que irse apie? —interrumpí—. Podríamos llevarlaa casa en el carro…

Annushka enrojeció como unaamapola, agarró la cesta por el cordónque hacía de asa y miró alarmada alanciano.

—No, irá caminando —objetó él,con el mismo tono de voz indiferente—.¿Por qué no iba a hacerlo? Llegará sinproblema… ¡Venga, andando!

Annushka se adentró con paso ligeroen el bosque. Kasián la siguió con lamirada, después miró al suelo y sonriópara sí. En aquella sonrisa melancólica,en las pocas palabras que habíaintercambiado con Annushka y en el tonode su voz cuando hablaba con ella habíaun amor apasionado y una ternura

inconfundibles. Volvió a mirar en ladirección por donde ella habíadesaparecido, sonrió de nuevo y,secándose el rostro, asintió variasveces.

—¿Por qué le dijiste que semarchara tan pronto? —le pregunté—.Le habría comprado unas setas…

—Puede usted comprarlas en lacasa, si eso es lo que desea, no tieneimportancia —me contestó, tratándomepor primera vez de «usted».

—Es muy bonita.—No… Como… Es… —respondió

con aparente desgana, y desde aquelmomento regresó a su previa

melancolía.Al ver que todos mis esfuerzos por

que volviera a hablar eran vanos, medirigí hacia los claros. Mientras tanto, elcalor se había disipado un tanto; pero mimala suerte, o, como dicen de dondevengo, mi «perder tiempo en vano» nocambió, regresé a la aldea sin más queun rascón y un nuevo eje. Mientras nosdirigíamos al patio, Kasián se volvió derepente hacia mí.

—Señor, señor —comenzó—,seguro que tengo la culpa, seguro que heapartado todas las presas de su camino.

—¿Y cómo es eso?—Es una cosa que sé hacer. Tiene

usted ese perro, un buen perro cazador,pero no ha podido hacer gran cosa.Piénselo, la gente es la gente, ¿verdad?Después tenemos a este animal aquí,pero ¿en qué lo hemos convertido?

Me habría sido imposible persuadira Kasián de que era imposible «echaruna maldición» sobre la caza, así que nole respondí. En aquel momentoatravesamos la cancela del patio.

Annushka no estaba en la cabaña;había llegado y había dejado su cestacon setas. Yeroféi instaló el nuevo ejetras haberlo sometido a una rígida y algosubjetiva evaluación; y una hora mástarde nos marchábamos, dejando algo de

dinero para Kasián, quien al principiono deseaba aceptarlo pero que al final,tras sopesarlo un minuto y sostenerlo enla palma de su mano, se metió en lacamisa. Durante toda esta hora apenasdijo una palabra; como antes, se quedóde pie apoyado contra la cancela, sinresponder a los comentarios y reprochesde mi cochero, y se despidió de mí conbastante frialdad.

En cuanto llegamos reparé que miYeroféi de nuevo estaba sumido en ladesesperación. En efecto, no habíaencontrado nada comestible en la aldeay el agua para los caballos había sido de

mala calidad. Así que nos pusimos enmarcha. Con una insatisfacción que seexpresaba hasta en la nuca, iba sentadoen el pescante deseoso de iniciar unacharla conmigo, pero, anticipando miprimera pregunta, se limitó a gruñirdébilmente por lo bajo y a dirigircharlas edificantes y ocasionalmentesarcásticas a los caballos.

—¡Una aldea! —murmuró—.¡Llamar a eso una aldea! Pedí kvas y nieso tenían… ¡Por todos los santos! ¡Y elagua no era más que lodo! —Escupiósonoramente—. Ni pepinillos, ni kvas,ni nada de nada. Mientras que tú —añadió gritando, volviéndose hacia el

caballo derecho—, ¡te conozco, malditayegua! Solo finges trabajar, eso haces…—Y la golpeó con el látigo—. Es astuta,la maldita, o ahora lo es; antes era unacriatura buena y afable… ¡Venga,adelante, con brío!

—Dime, Yeroféi —comencé—, ¿quéclase de persona es Kasián?

—¿El Pulga, quiere decir? —dijo alcabo, tirando de las riendas—. Unhombre extraño y maravilloso, eso es,un auténtico santo, y no encontrará ustedotro como él. Es, cómo decirlo, igualque nuestra yegua; se ha descocado igualque ella… Quiero decir, ha dejado detrabajar. En fin, no es que fuera

trabajador. Se dedica a ir tirando, pero apesar de todo… Seguro que siempre hasido así. Al principio solía ir decochero con sus tíos; eran tres, perodespués de un tiempo, en fin, ya sabeusted, se aburrió y lo abandonó. Empezóa vivir en casa, eso, pero no podíaestarse quieto; es igualito a una pulga.Gracias a Dios, tenía un amo bueno queno lo obligó a trabajar. Así que decuando en cuando se lo vevagabundeando por aquí y por allá, portodas partes, como una ovejadescarriada. Y Dios lo sabe, es unhombre poco común, de prontosilencioso como un tocón, y al siguiente

minuto parloteando; y lo que dice, soloDios lo entenderá. Pensará usted quetiene educación, pero no es eso, no tienebuenas maneras. Sin embargo, no cantamal, un poco pomposamente, pero nadamal para serle sincero.

—¿Es cierto que tiene el poder desanar?

—¡El poder de sanar! ¿Y qué iba ahacer con eso? Es un hombre corriente,aunque es cierto que me curó de laescrófula… Es estúpido como el quemás, eso es —añadió, tras una pausa.

—¿Hace mucho que lo conoces?—Bastante. Eramos vecinos en

Sichovka, en Krasívaia Mech.

—Y esa chica con la que nosencontramos en el bosque, Annushka,¿es pariente suya?

Yeroféi me miró por encima delhombro y mostró sus dientes en unaamplia sonrisa.

—¡Ja!… Sí, están emparentados.Ella es huérfana, no tiene madre ni nadiesabe quién lo fue. Pero es muy probableque estén emparentados, porque ella esla viva imagen del viejo… Y ademásvive en su casa. Es una muchacha conluces, eso no lo niego; y buena chica, yel viejo la adora: es buena chica. Lomás seguro, aunque usted no lo crea, esque se empeñe en enseñarle a leer y

escribir. Nunca se sabe, es justo el tipode cosa que se le ocurriría, así de raroes, así de variable… ¡E-e-e! —Micochero se interrumpió de pronto y,deteniendo los caballos, se asomó por ellado y comenzó a olisquear—. ¿Nohuele por ahí a quemado? ¡Pues sí! ¡Esteeje me va a salir caro! Y pensar que lohabía engrasado a gusto. Tendré que ir abuscar agua; por ahí veo un estanquito.

Y Yeroféi se bajó del pescante,desamarró un cubo, caminó hasta elestanque, y, cuando regresó, escuchó conconsiderable placer cómo el agujero deleje siseaba al ser cubierto de aguarepentinamente. En el transcurso de unas

diez verstas más o menos tuvo queempapar seis veces más el ejerecalentado, y la noche había caídohacía ya mucho tiempo cuandoregresamos a casa.

EL INTENDENTE

A unas quince verstas de mi haciendavive un cierto conocido mío, un joventerrateniente retirado de la guardia deoficiales, Arkadi Pávlich Pénochkin. Sustierras poseen abundante caza, su casaestá diseñada por un arquitecto francés,sus sirvientes van vestidos a la manerainglesa, da cenas estupendas y unacordial bienvenida a sus huéspedes; aun

así, solo se le visita por obligación. Esun hombre de inteligencia y buen gusto,educado de acuerdo con las normas máselevadas, ha cumplido con su servicioen un regimiento de oficiales y harecorrido la más alta sociedad, y ahorase dedica a su hacienda con bastanteéxito. Para usar sus propias palabras,Arkadi Pávlich es firme pero justo, sepreocupa por el bienestar de susempleados y solo los castiga por supropio bien. «Se los debe tratar como sifueran niños», dice en esas ocasiones.«Su ignorancia, mon cher; il fautprendre cela en considération». Élmismo, siempre que hay ocasión para la

llamada severidad desafortunada, evitalos gestos altivos y bruscos, prefiere noalzar la voz sino que adelanta su manodirectamente al frente y se limita adecir: «Seguro que te lo había pedido,mi querido amigo», o bien, «¿Qué teocurre, amigo mío? Contrólate», sindejar de apretar los dientes y con unaligera contracción en la boca. No es unhombre alto, tiene aspecto siemprepulcro, es bastante apuesto y siempretiene las manos y las uñasadmirablemente impolutas; sus labiosrosados y sus mejillas brillan de buenasalud. Posee una risa clara y estridente,y entrecierra con gracia sus brillantes

ojos castaños. Se viste de formaexcelente y con gusto; se hace traerlibros franceses, cuadros y periódicos,pero no es un ratón de biblioteca:apenas consiguió acabarse El judíoerrante. Es un jugador de naipesexperto. Hablando en general, ArkadiPávlich está considerado como uno delos miembros más cultos de la nobleza yes el soltero más codiciado en nuestraprovincia; las mujeres están locas por ély son especialmente exquisitas alabandosus maneras. Tiene una inmensahabilidad para comportarse siemprecomo lo dicta la situación, cautelosocomo un gato, y nunca en su vida ha

permitido que lo salpique el más mínimoescándalo, aunque en ocasiones permiteal mundo conocer qué clase de personaes burlándose de algún pobredesgraciado. Evita las malas compañíaspor miedo a verse comprometido,aunque en los días de fiesta le gustadeclararse devoto de Epicuro pese a supobre opinión general sobre la filosofía,que él llama el alimento nebuloso de losintelectuales alemanes, o en ocasionessimplemente una tontería. También legusta la música; mientras juega a lascartas silba entre dientes, pero siemprelo hace con gusto; se sabe partes deLucía y La sonámbula, aunque siempre

sube demasiado la voz. Pasa el inviernoen San Petersburgo. Mantiene su casa enestado de inspección; hasta sus cocheroshan sucumbido a su influencia y no sololavan a diario los arneses y sus propiosabrigos, sino que también se lavan lacara. Los siervos domésticos de ArkadiPávlich, es cierto, tienen la costumbrede mirar por debajo de las cejas, peroen Rusia no es sencillo distinguir unrostro lúgubre de uno adormilado.Arkadi Pávlich habla con voz dulce yagradable, hace pausas y disfruta delmomento en que a cada palabra se lepermite traspasar sus espléndidosbigotes perfumados; también utiliza

muchos giros franceses, tales como«Mais, c’est impayable!», «Maiscomment donc!», etc.

A pesar de ello, yo al menos lovisito con gran reticencia, y si nohubiera sido por los urogallos y lasperdices no hay duda de que hacetiempo habría puesto fin a nuestrarelación. En su casa se siente un extrañomalestar; ni siquiera el alto nivel decomodidad anima, y cada tarde, cuandose presenta el lacayo de pelo rizado ensu librea celeste con botones deescudos, y procede a quitar las botasceremoniosamente, uno siente que seríamucho más feliz si en lugar de esa

famélica figura se presentasen de pronto,a petición del amo, las asombrosamenteamplias mejillas e imposible narizota deun muchacho robusto, arrancado delarado, que ya habría reventado por docesitios distintos la túnica nueva y reciénestrenada; uno se sometería con gusto alpeligro de perder la pierna hasta elmuslo junto con la bota…

A pesar de mi aversión por ArkadiPávlich, en una ocasión tuve que pasarla noche en su casa. Por la mañanatemprano pedí que me engancharan elcarruaje, pero se resistía a dejarmemarchar sin ofrecerme un desayuno alestilo inglés y me condujo a su gabinete.

El té se servía con chuletas, huevospasados por agua, mantequilla, miel,queso, etc. Dos lacayos con guantesblancos y limpios anticipaban conrapidez y eficacia todos nuestros deseos.Estábamos en un diván persa. ArkadiPávlich iba vestido con pantalones deseda amplios, una chaqueta deterciopelo negro, un fez con borla azul yzapatillas amarillas chinas sin tacones.Bebía su té, se reía, estudiaba sus uñas,fumaba, ahuecaba los cojines a amboslados y se encontraba de excelentehumor. Tras haber comido mucho y conevidente fruición, Arkadi Pávlich sesirvió un vaso de vino tinto, se lo llevó

a los labios y de repente frunció el ceño.—¿Por qué este vino no ha sido

calentado? —preguntó a uno de loslacayos con tono algo apremiante.

El hombre parecía confuso, se quedóinmóvil y empalideció.

—Le estoy preguntando algo, miquerido amigo —continuó ArkadiPávlich despacio, sin dejar de mirarlo.

El lacayo se revolvió incómodo,retorció su servilleta y no emitiópalabra. Arkadi Pávlich bajó la cabeza ylo observó por debajo de las cejas.

—Pardon, mon cher —dijo con unaagradable sonrisa, dándome unapalmadita amigable sobre la rodilla, y

de nuevo volvió a dirigir la miradahacia su criado—. Bien, puedes retirarte—añadió tras un corto silencio, levantólas cejas y tocó la campana.

Apareció entonces un hombre gordode rasgos morenos y pelo oscuro, confrente achaparrada y ojos completamentehundidos.

—Ese Fiódor… Encárgate de él —dijo Arkadi Pávlich en voz baja y conperfecto dominio de sí mismo.

—Por supuesto, señor —respondióel gordo antes de salir.

—Voilà, mon cher, lesdésagréments de la campagne —subrayó alegremente Arkadi Pávlich—.

¿Y adónde va ahora? Quédese un ratoaún.

—No —respondí—, es hora de queme marche.

—¡Siempre cazando! ¡Vosotros loscazadores seréis mi fin! ¿Adónde sedirige usted hoy?

—A Riábovo, a unas cuarentaverstas de aquí.

—¿Así que Riábovo? Dios mío, enese caso lo acompaño. Riábovo estásolo a cinco verstas de mi aldea deShipílovka; llevo una eternidad sinpasar por Shipílovka, no he encontradotiempo. Lo haremos de este modo: ustedse marcha a cazar a Riábovo hoy y esta

noche será mi invitado. Ce seracharmant. Cenaremos juntos, podemosllevarnos al cocinero con nosotros, ydespués puede pasar la noche en micasa. ¡Excelente! ¡Excelente! —añadiósin esperar mi respuesta—. C’estarrangé… ¿Hay alguien por ahí? Quepreparen el carruaje, ¡y deprisa! Ustednunca ha estado en Shipílovka, ¿verdad?No me parece correcto pedirle que pasela noche en la cabaña de miadministrador de allí, porque sé que nole hace ascos a nada y que pasaría lanoche en Riábovo en granero…¡Pongámonos en marcha!

Y Arkadi Pávlich comenzó a cantar

una canción francesa.—Por supuesto que usted no debe

saberlo —continuó, balanceándosesobre sus tacones—, que miscampesinos de allí pagan el alquiler enespecie. Es la Constitución, así que,¿qué se puede hacer? De todos modos,me lo pagan a tiempo. Hace mucho, loadmito, los habría hecho trabajar paramí directamente, pero tampoco haymucha tierra para trabajar allí:realmente me sorprende que se lasapañen. De cualquier modo, c’est leuraffaire. El administrador que tengo allíes buen tipo, une forte tête, ¡un hombrede Estado! Ya verá lo bien que sale

todo, desde luego.

No tenía opción. En lugar de salir a lasnueve de la mañana partimos a las dosde la tarde. Los cazadores entenderán miimpaciencia. A Arkadi Pávlich legustaba, como solía decir, «cuidarse» enocasiones como aquella, y llevó con éluna ingente cantidad de enseresdomésticos, provisiones, ropas,perfumes, cojines y diversos baúles enlos cuales cualquier alemán económicoy disciplinado habría encontradoabundancia para todo un año. Con cadadesnivel del camino Arkadi Pávlich sedirigía a su cochero con un breve

enfado, por lo que concluí que miconocido era un cobarde. A pesar detodo, el viaje fue satisfactorio; exceptoel momento en el que cruzamos unpuente pequeño y recientementereparado, cuando el carro que llevaba alcocinero se desmoronó y una de lasruedas traseras pasó por encima de suabdomen.

Arkadi Pávlich, tras ver la caída quehabía sufrido su propio Carême,consideró que el asunto era serio y,asustado, inquirió sin perder un minutosi las manos del desafortunado habíanresultado heridas. Tras recibir unarespuesta negativa, no tardó en recobrar

la compostura. Viajamos un largo trecho;yo iba en el mismo carruaje que ArkadiPávlich, y hacia el final del viaje estabamortalmente aburrido, y más Puesto queen el curso de varias horas micompañero se había cansado y habíaempezado a mostrarse como un liberal.Al final alcanzamos nuestro destino,aunque no a Riábovo sino directamentea Shipílovka; por alguna razón, las cosasfueron así. Aquel día, como es obvio, nopude salir de caza, y con un peso en elcorazón me entregué a lo que meesperaba.

El cocinero había llegado unosminutos antes y era obvio que había

dado instrucciones a algunas personasinteresadas, puesto que al entrar en laslindes de la aldea nos recibió suresponsable (el hijo del intendente), uncampesino fornido, pelirrojo y muy alto,a caballo y sin sombrero, con un abrigonuevo desabotonado por delante.

—Pero ¿dónde está Sofron? —preguntó Arkadi Pávlich.

El responsable saltó del caballo,hizo una profunda reverencia a su amo ydeclaró: «Le deseo un buen día, amoArkadi Pávlich», y a continuaciónlevantó la cabeza, se irguió lo mejor quepudo, y anunció que Sofron se habíamarchado a Pérov, pero que ya se había

enviado a alguien en su busca.—Síganos —dijo Arkadi Pávlich.Por cortesía el responsable condujo

su caballo a un lado, montó y se puso altrote detrás del carruaje, con la gorra enla mano. Atravesamos la aldea. Noscruzamos con varios campesinos encarros vacíos por el camino; venían dela trilla cantando, saltando arriba yabajo por el movimiento de sus carros,las piernas bailándoles en el aire; peroal ver nuestro carruaje y al responsablecallaron de pronto, se quitaron losgorros de invierno (aunque estábamos enverano) y se irguieron como siesperasen órdenes. Arkadi Pávlich les

hizo una fina reverencia. Una excitaciónalarmada se iba extendiendo por laaldea. Las mujeres con faldas a cuadrosahuyentaban a los perros poco diligenteso demasiado ruidosos; un anciano cojocon una barba que le empezaba debajode los ojos tiró de un caballo que nohabía terminado de beber del pozo, lepegó en el costado por alguna razón y sedobló en una profunda reverencia. Losniños pequeños, con camisolasdemasiado largas, corrían aullandohacia las cabañas, apoyaban susbarrigas sobre los altos umbrales,agachaban sus cabezas, hacían cabriolasy así se introducían con rapidez por las

puertas hacia los oscuros zaguanes, delos que no volvían a emerger. Incluso lasgallinas corrían en grupo y se metían porlos huecos debajo de las verjas; un gallovivaracho, de pecho como un chaleco deseda y una cola roja que se le enrollabaalrededor de la cresta, habríapermanecido en el camino a punto decacarear, pero de pronto se asustó ycorrió como los otros. La cabaña delintendente se erguía sola en medio de untrozo de tierra cubierto de cáñamoverde. Nos detuvimos frente a la cancelade entrada. El señor Pénochkin se pusode pie, se quitó la levita de viaje con ungesto afectado y saltó del carruaje,

mirando a su alrededor con una sonrisade aprobación. La esposa del intendentenos dio la bienvenida con profundasreverencias y se aproximó a la pequeñamano de su amo. Arkadi Pávlich lepermitió besarla tanto como la mujerquiso, y entró en el porche.

En una esquina oscurecida delzaguán también se encontraba la mujerdel responsable, pero esta no se atrevióa acercarse a besar la mano del amo. Enla llamada habitación fría, a la derechade la entrada, otras dos mujeres estabanatareadas; sacaban todo tipo dedeshechos, jarras vacías, abrigos de pielde oveja rígidos como de madera, tarros

de mantequilla, un barreño con una pilade harapos y un niño vestido en unasuerte de ropaje variopinto, y estabanbarriendo la suciedad con ramas queutilizaban en los baños. Arkadi Pávlichlas echó y se acomodó en un bancodebajo de los iconos. Los cocheroscomenzaron a traer baúles, cajas y otrosenseres para la comodidad del amo,tratando en todo momento de moderar elruido de sus pesadas botas.

Mientras tanto, Arkadi Pávlichestaba preguntando al responsable sobrela cosecha, la siembra y otros asuntoseconómicos. El responsable le dabarespuestas satisfactorias, que no dejaban

de ser vagas o extrañas, como quien seabotona un abrigo con los dedoscongelados. Se quedó de pie en elumbral, encogiéndose de tanto en tanto ymirando por encima del hombro paradejar paso al lacayo que iba y ve nía.Detrás de sus hombros enormesconseguí echarle un vistazo a la mujerdel intendente, quien se afanaba en darempellones a otra mujer en el zaguán.De pronto se oyó el ruido de un carroque se detenía frente al porche. Entró elintendente.

El hombre de estado, como lo habíadescrito Arkadi Pávlich, era de pequeñaestatura, hombros anchos, pelo canoso,

barriga amplia, con una nariz roja,ojillos azules y una barba en forma deabanico. Permítanme apuntar aquí que,desde que Rusia ha existido, no hahabido ejemplo de alguien que progreseen riquezas y corpulencia sin poseer unabarba abundante; un hombre puede nohaber llevado en toda su vida más queuna barbita de chivo y de pronto, de undía para otro, le ha salido pelo por todaspartes como si una luz benigna lohubiera iluminado; ¡y la maravilla es dedónde sale todo ese pelo! Era obvio quese había estado portando mal en Pérov,puesto que tenía el rostro hinchado yexhalaba un fuerte olor a vino.

—Oh, nuestro padrecito, nuestrobenefactor —comenzó diciendo con unavoz cantarina, con una mirada tanexaltada sobre su rostro que parecíaestar a punto de echarse a llorar—, ¡noshas bendecido con tu visita! Permítemetu mano, te lo ruego —añadió, alargandosus labios con anticipación.

Arkadi Pávlich satisfizo su deseo.—Bien, Sofron, amigo mío, ¿cómo

van las cosas? —preguntó con tonomeloso.

—Oh, padrecito —exclamó Sofron—, cómo podrían ir mal, ¡nuestrosasuntos, digo! ¡Tú, nuestro padrecito,nuestro benefactor, has permitido que

brille la luz en la vida de nuestra aldeacon tu visita, y nos has bendecido hastael final de nuestros días! El Señor loguarde, Arkadi Pávlich. ¡La gloria estécon usted, Señor! Por su graciosabondad todo está como debe estar.

En este momento Sofron se detuvo,miró a su amo y, como si de nuevotomara posesión de él una emociónincontrolable (la bebida, todo hay quedecirlo, tenía algo de culpa), volvió apedirle la mano y arrancó en un tonocantarín peor que el anterior:

—Oh, nuestro padrecito, nuestrobenefactor… Y… ¡Mire lo que haocurrido! Dios mío, me he vuelto

completamente idiota debido a laalegría… Dios mío, lo miro y no puedocreerlo… ¡Oh, nuestro padrecito!

Arkadi Pávlich miró hacia mí,sonrió de forma malintencionada y mepreguntó: «N’est-ce pas que c’esttouchant?».

—En efecto, buen amo, ArkadiPávlich —continuó el incansableintendente— ¿cómo podría hacer algoasí? Me ha hundido al no anunciarme suvisita. Después de todo, ¿dónde va apasar la noche? Aquí todo es suciedad,guarrería…

—No importa, Sofron, no importa —respondió Arkadi Pávlich sonriendo—.

Aquí está bien.—Pero padrecito, ¿para quién está

esto bien? Puede que esté bien paranuestros amigos campesinos, pero usted,padrecito, ¿cómo podría…?¡Perdóneme, soy un estúpido y heperdido la cabeza, Dios mío, me hevuelto loco!

Mientras tanto se sirvió la cena;Arkadi Pávlich empezó a comer. Elanciano echó a su hijo, explicando quequería que la habitación estuviera menosrecargada.

—Bueno, queridos, ¿habéisrealizado las divisiones? —preguntó elseñor Pénochkin, quien era obvio que

quería dar la impresión de conocer ellenguaje de los campesinos, y no dejabade guiñarme el ojo.

—Está hecho, buen amo, todo por sugenerosidad. Anteayer se firmaron losdocumentos y todo. Los de Jlinovestaban siendo difíciles, eso estabanhaciendo… Poniendo dificultades, y nohablaré más. Pedían… pedían… ElSeñor solo sabe por qué las pedían,pero no eran más que tonterías, buenamo, gente estúpida, eso es lo que son.Pero nosotros, buen amo, gracias a suamabilidad tuvimos que agradecer yhacer lo que tenía que hacerse gracias aMikolái Mikoláich, el que vino a

mediar, y todo se hizo tal y como ustedordenó, buen amo. Justo como usteddeseó que se hiciera, así fue como sehizo, buen amo, todo se dispuso con elconocimiento de Yégor Dmítrich.

—Así me ha informado Yégor —comentó Arkadi Pávlich con aires deimportancia.

—Pues sí, buen amo, YégorDmítrich.

—Bueno, ahora tendríais que estarsatisfechos, ¿no?

Sofron había estado esperando estaspalabras exactas.

—Oh, padrecito, ¡nuestrobenefactor! —comenzó de nuevo en su

voz cantarina—. Tenga piedad de mí,porque ¿acaso no nos pasamos todo eldía, toda la noche, rezándole a Dios porusted…? Por supuesto, la tierra se haquedado en nada, es muy poca…

Pénochkin lo interrumpió:—Bien, está bien, Sofron, sé que me

sirves de forma concienzuda… ¿Qué hayde la trilla?

Sofron suspiró.—Bueno, padrecito de todos

nosotros, la trilla no está marchando deltodo bien. Y hay una cosa, ArkadiPávlich, permítame que lo informe, unpequeño asuntillo que se nos ha colado.—En este momento se acercó hacia el

señor Pénochkin con los brazosextendidos, se agachó y entrecerró unojo—. Apareció un cadáver en nuestratierra.

—¿Cómo es eso?—Ni yo mismo puedo entenderlo,

buen amo, padrecito; lo más seguro esque haya sido un enemigo el que lo hizo,parece cosa del diablo. La buena fortunaquiso que fuera el siervo de otrapersona, y aun así, no hay por quéesconderlo, ocurrió justo en nuestratierra. Así que de inmediato ordené quelo arrastraran hasta la otra tierramientras tuvimos ocasión de hacerlo,coloqué un vigía y dije a nuestra gente:

«Que nadie diga una palabra», eso dije.Pero de todas formas se lo expliqué alalguacil, eso hice. Le dije: «Así es comoson las cosas», eso fue lo que le dije, yle di algo de té y alguna cosilla que meagradeció… ¿Y qué cree que pasó, buenamo? El cadáver se quedó en la tierra delos otros. Después de todo, un cadáverpuede costamos hasta doscientos rublos,y eso no es poco pan.

El señor Pénochkin se rio mucho conesta historieta de su intendente, y medijo en varias ocasiones, señalándolocon la cabeza: «Quel gaillard, hein?».

Mientras tanto afuera habíaoscurecido; Arkadi Pávlich ordenó que

recogieran la mesa y trajeran heno. Elayuda de cámara extendió sábanas ycolocó cojines; nos echamos. Sofron seretiró a sus habitaciones tras haberrecibido las órdenes para el díasiguiente. Arkadi Pávlich, a punto dedormirse, persistía en charlar un pocosobre las espléndidas cualidades delcampesino ruso y me señaló à propos deeste tema que desde que Sofron se habíahecho cargo de los campesinos deShipílovka no había habido pagos derenta en especie que valieran la pena…El vigilante nocturno hizo crujir lamadera sobre la que caminaba; un niño,quien evidentemente no había logrado

sucumbir al espíritu de sacrificio que serequería, comenzó a lloriquear en algunaparte de la cabaña. Todos nosdormimos.

A la mañana siguiente nos levantamosbastante temprano. Mi intención habíasido ponerme en marcha hacia Riábovo,pero Arkadi Pávlich quería mostrarmesu hacienda y me rogó que me quedase.Por mi parte, no era contrario a quererreconocer las extraordinarias cualidadesde aquel hombre de Estado, Sofron.Apareció el intendente. Llevaba puestoun abrigo azul con una banda roja.Estaba bastante menos hablador que el

día anterior, miraba con fijeza a los ojosdel amo y daba respuestas directas yeficaces a todas sus preguntas. Con élnos dirigimos hacia el lugar de la trilla.El hijo de Sofron, el responsable, degran altura, un hombre que a todas lucesparecía extremadamente estúpido,caminaba detrás, y también se nos unióel oficinista del administrador,Fedoséich, un soldado retirado con unosbigotes enormes y una expresión hartoinusual en el rostro, que daba a entenderque se había sentido extraordinariamentesorprendido por algo hacía muchotiempo y que todavía no se habíarepuesto. Inspeccionamos el trillar, el

granero, los almacenes y las otrasconstrucciones, el molino, el establo, lashuertas y las plantaciones de cáñamo;todo se encontraba en un ordenespléndido, sin duda, y lo único que mesorprendía eran las caras de loscampesinos. Aparte de asuntosprácticos, Sofron también se preocupabade arreglar el lugar: todos los canaleshabían sido plantados con retama, sehabían practicado senderos entre losalmiares de la trilla, que se habíancubierto de arena, se había colocadosobre el molino una veleta con forma deoso con la boca abierta y lengua decolor rojo. Una especie de frontón

griego se había colocado sobre elestablo construido de ladrillo, y bajo élse podía leer en pintura blanca:«Construido en la aldea de Shipílovka elaño mil ochocientos cuarrenta.Establo».

Arkadi Pávlich se sintió enternecido portodo lo que vio, y arrancó, para mibeneficio, en una disertación en francéssobre las ventajas del alquiler enespecie, aunque apuntó que el sistema detrabajo directo resultaba másbeneficioso para los terratenientes.¡Pero qué importaba! Comenzó a dar asu intendente consejos sobre cómo

plantar patatas, cómo preparar piensopara el ganado y cosas por el estilo.Sofron escuchaba las palabras de suamo sin perder detalle, haciendo algúncomentario de cuando en cuando, perosin alabar a Arkadi Pávlich con lostítulos grandilocuentes de «nuestropadrecito» o «nuestro benefactor», einsistiendo todo el tiempo en que latierra, después de todo, no era muyabundante, y que a nadie le haría dañocomprar más.

—Cómprala entonces —dijo ArkadiPávlich—, cómprala en mi nombre, nome opongo a ello.

A lo cual Sofron no dijo nada, y se

limitó a acariciarse la barba.—Ahora no haría daño a nadie si

nos acercáramos al bosque —comentóel señor Pénochkin.

De inmediato nos trajeron caballos ynos dirigimos al bosque o «reserva»,como solemos llamar a las zonasforestales. En dicha «reserva»encontramos mucha vegetación salvaje ygran abundancia de caza, por lo queArkadi Pávlich felicitó a Sofron conpalmaditas en la espalda. El señorPénochkin era un firme defensor de lasprácticas forestales rusas, y me contóallí mismo una ocurrencia, a su parecermuy divertida, de cómo un cierto

terrateniente, al que le gustaba gastarbromas, había dado una lección a suguardabosques arrancándole casi lamitad de la barba para probar el hechode que los árboles caídos no hacen unbosque más frondoso… A pesar de todo,en otros aspectos, Sofron y ArkadiPávlich no eran reticentes a lasinnovaciones. Al regresar de la aldea, elintendente nos llevó a ver la máquina deaventado que acababa de pedir deMoscú. Era cierto que la máquinafuncionaba bien, pero si Sofron hubierasabido todas las cosas desagradablesque lo aguardaban tanto a él como a suamo en este último paseo, no habría

dudado en quedarse en casa connosotros.

Esto fue lo que ocurrió. Mientrassalíamos de la construcción aneja nosencontramos con el siguienteespectáculo. A unos pasos de la puerta,detrás de un charco lodoso en el que trespatos se bañaban despreocupados, doscampesinos estaban arrodillados: unoera un hombre de unos sesenta años, elotro un joven de unos veinte, ambosdescalzos, con camisas remendadashechas de hilo de cáñamo con cuerdasatadas a modo de cinturones. Eloficinista, Fedoséich, estaba armando un

jaleo alrededor de ellos yprobablemente habría conseguido que semarcharan si hubiéramos permanecidomás tiempo en el edificio, pero alvernos se puso rígido como una cuerda yse quedó petrificado. El responsabletambién estaba allí con la boca abierta ylos puños apretados e indecisos. ArkadiPávlich frunció el entrecejo, se mordióel labio y se acercó a los peticionarios.Ambos se echaron a sus pies sin decirnada.

—¿Qué os ocurre? ¿Qué queréispedirme? —les preguntó con voz seria yalgo nasal. (Los campesinos se miraronel uno al otro y no dijeron nada, se

limitaron a apretar los ojos, como si elsol los cegase, y su respiración sevolvió más entrecortada).

—Y bien, ¿qué ocurre? —continuóArkadi Pávlich y de inmediato se volvióhacia Sofron—. ¿De qué familia son?

—De los Toboléiev —respondiódespacio el intendente.

—Bien, ¿y qué queréis? —volvió apreguntar el señor Pénochkin—. ¿Notenéis lengua? ¿No me podéis decir enqué consiste todo esto? —añadió,señalando con la cabeza al viejo—. Notengas miedo, no seas bobo.

El viejo alargó su cuello, oscuro yarrugado, y como pudo despegó los

labios que la edad había vuelto azules, yemitió en una voz profunda:

—¡Ayúdenos, señor!Y volvió a poner la cabeza contra la

tierra. El campesino joven también hizouna reverencia. Arkadi Pávlich miró condignidad sus nucas, echó atrás la cabezay separó un poco los pies.

—¿Qué ocurre? ¿De qué os quejáis?—¡Ten piedad de nosotros, señor!

Danos una oportunidad para recobrar elaliento… Estamos exhaustos. —El viejohablaba con dificultad—.

—¿Y qué os ha dejado así?—Sofron Yákovlich, buen amo.Arkadi Pávlich guardó silencio un

momento.—¿Cómo te llamas?—Antip, buen señor.—¿Y quién es este?—Mi chico, buen amo.Arkadi Pávlich guardó silencio de

nuevo y se retorció los bigotes.—Bien, ¿y cómo os ha dejado medio

muertos? —preguntó por fin, mirando alviejo por encima de su bigote.

—Buen amo, nos ha arruinado. Doshijos, buen amo, los ha enviado comoreclutas cuando no les correspondía, yahora se lleva al tercero… Ayer, buenamo, se llevó la última vaca de miparcela y golpeó a mi esposa; ¡ese de

ahí, señoría, es quien lo hizo! (Y señalóal responsable).

—¡Hum! —dijo Arkadi Pávlich.—¡No deje que nos arruinemos por

completo, buen amo!El señor Pénochkin frunció él ceño.—¿Qué quiere decir todo esto? —le

preguntó al intendente por lo bajo conuna mirada de desaprobación.

—Un borracho, señor —respondióel intendente, usando el formal «señor»por primera vez—. No trabaja nada. Yaestá en su quinto año, señor, de retrasocon sus pagos.

—Sofron Yákovlich pagó por mí —continuó el anciano—. Es el quinto año

que lo hace, y ha pagado los atrasospara tenerme como esclavo, buen señor,así es como son las cosas…

—¿Y por qué te metiste en atrasos?—preguntó el señor Pénochkin con aireamenazador (El viejo bajó la cabeza.)—. Supongo que es porque te gustaemborracharte, ir de taberna en taberna.—El viejo estaba a punto de abrir laboca—. Conozco a los de tu clase —continuó con vehemencia Arkadi Pávlich—, todo lo que hacéis es beber yecharos sobre el horno y dejar que losbuenos campesinos paguen por vosotros.

—Además insolente —insertó elintendente en el discurso de su amo.

—Eso es evidente. Así es comosiempre resulta, lo he visto más de unavez. ¡Se pasará todo el año vagando ysiendo insolente y ahora se tira a lospies de usted!

—Buen amo, Arkadi Pávlich —comenzó con desesperación el viejo—,tenga piedad, ayúdeme, ¿cómo estoysiendo insolente? Por el Señor Dios ledigo que todo esto está acabandoconmigo. No le caigo bien a SofronYákovlich, ¡por qué se enojó conmigo,solo el Buen Señor lo sabe! Me estáarruinando, buen amo… Este es el únicohijo que me queda… Y ahora tiene queirse, también… —Las lágrimas

brillaban en los ojos amarillos yarrugados del anciano—. Tenga piedad,mi señor y amo, ayúdeme…

—Eso, y no somos los únicos… —comenzó el campesino más joven.

Arkadi Pávlich se enfureció depronto.

—¿Y a ti quién te está preguntandonada, eh? Nadie te está preguntando a ti,así que guarda silencio… ¿Qué pasaaquí? ¡Silencio, te lo advierto!¡Silencio! Oh, Dios mío, es unarebelión. No, amigo mío, no te aconsejoque empieces una rebelión en mispropiedades… En mis propiedades…—Arkadi Pávlich avanzó un paso y

después, sin duda, recordó mi presencia,se dio la vuelta y se metió las manos enlos bolsillos—. Je vous demande bienpardon, mon cher —dijo con sonrisaforzada, bajando la vozsignificativamente—. C’est le mauvaiscôté de la médaille… Bien, muy bien,muy bien… —continuó sin mirar a loscampesinos—. Daré una orden… Muybien, largaos. —Los campesinos no selevantaron—. No os he dicho que…Muy bien. Largaos. Daré la orden, os loestoy diciendo.

Arkadi Pávlich les dio la espalda.—Las cosas desagradables nunca

terminan —pronunció entre dientes, y se

dirigió a la casa a grandes zancadas.Sofron lo seguía de cerca. Los ojos deloficinista casi se le salían de la cabeza,como si se preparara para dar un gransalto. El responsable de la aldea echó alos patos del charco. Los peticionariosse quedaron un rato donde estaban,mirándose el uno al otro, y luego semarcharon sin mirar atrás.

Dos horas más tarde me encontrabaen Riábovo, y en compañía de Anpadist,un campesino conocido mío, mepreparaba para salir de caza. Hasta elmomento de mi partida Pénochkin habíaestado malhumorado con Sofron. Iniciéuna charla con Anpadist sobre los

campesinos de Shipílovka y el señorPénochkin, y le pregunté si conocía alintendente de esa aldea.

—¿Quiere decir a SofronYákovlich? ¡Pues claro!

—¿Y qué clase de hombre es?—Es un perro, no un hombre. No

encontrará otro perro como él a estelado de Kursk.

—¿Qué quieres decir?—La cosa va de esta manera.

Shipílovka no está registrada a nombrede… ¿Cómo se llama?, ese Pénkin. Élno la tiene bajo su control, sino Sofron.

—¿Lo dices en serio?—Bueno, al menos se comporta

como si fuera su propiedad. Loscampesinos a su alrededor, todos, ledeben dinero. Trabajan para él como sifueran sus esclavos. Manda a uno conuna caravana de carros, a otro lo mandaa otro sitio… Los ha arruinado, eso eslo que ha hecho.

—Parece que no tienen mucha tierra.—¿Que no? El tipo alquila

doscientas dieciséis desiatinassolamente de los campesinos de Jlinov,y trescientas veinticuatro de losnuestros; ahí tiene unas buenasquinientas desiatinas. Y no solocomercia con la tierra: tambiéncomercia en caballos, y en ganado, y en

brea, y en manteca, y en esto y en lootro… ¡Listo, listísimo es, y muy ricotambién, la alimaña! Lo que tiene demalo es que siempre anda enzarzándosecon alguien. Es una bestia salvaje, no esun hombre. Ya le digo que es un perro,un lobo auténtico si hubo alguno algunavez.

—¿Y por qué no se quejan de él?—¡Bah! ¡El amo no tiene que

preocuparse con esto! No hay nadie conatrasos para él, así que, ¿qué más le daeste asunto? A ver quién lo intenta —añadió tras una pausa—, eso dequejarse. No, él lo agarraría después…Sí, a ver quién se atreve. Él lo agarraría,

así, y el otro se enteraría…Recordé el asunto con Antip y le

expliqué cuanto había visto.—Bien —declaró Anpadist—, ahora

se lo comerá vivo, eso es lo que hará. Elresponsable empezará a darle palizas.¡Qué mala suerte ha tenido el pobrediablo, cuando lo piensas! ¿Y por quéestá sufriendo tanto…? Todo fue porqueen una reunión se enfadó con él, con elintendente, ya no lo soportaba más, yasabe… ¡Como si eso fuera algo grave!Así que comenzó a tomarla con Antip.Ahora se lo tragará entero. Es esa clasede perro, el Señor me perdone mispecados, pero sabe bien dónde clavar

los dientes. A los viejos más ricos y confamilias más grandes, a esos no los toca,el demonio pelón; ¡pero en este caso haperdido el control! Después de todo, haenviado a todos los hijos de Antip, unopor uno, al ejército, el villanoimperdonable, el perro; ¡el Señorperdone mis pecados!

Salimos de caza.

Salzbrunn, en SilesiaJulio 1847

LA OFICINA

Fue en otoño. Llevaba varias horasvagando por los campos con miescopeta y probablemente no habríaregresado hasta el crepúsculo a laposada de la carretera de Kursk dondeme esperaba mi troika, si una lluviaextraordinariamente fina y helada, queme había acechado desde principios dela mañana, fraccionada y sin piedad

como una vieja solterona quejica, no mehubiera obligado al fin a buscar algúnasilo cercano para resguardarme.Considerando en qué dirección ir, misojos tropezaron con un cobertizodiminuto junto a un campo de guisantes.Me aproximé, eché un vistazo bajo eltecho de paja y vi a un anciano tandecrépito que me hizo pensar en la cabramoribunda que Robinson Crusoe seencuentra en una de las cuevas de laisla. El anciano estaba agachado,apretaba los ojillos oscuros y mascaba,con rapidez y cuidado como una liebre(el pobre no tenía ni un diente), unguisante duro y seco, haciéndolo rodar

sin cesar de un lado a otro. Estaba tanocupado en esto que no se dio cuenta deque me acercaba.

—¡Abuelo! ¡Eh, abuelo! —dije.Dejó de mascar, levantó las cejas y

abrió los ojos con dificultad.—¿Cómo? —murmuró con una voz

profunda.—¿Dónde hay alguna aldea cercana?

—le pregunté.El anciano volvió a mascar. No me

había oído. Repetí la Pregunta en vozmás alta.

—Una aldea. ¿Cuál quiere?—Es solo para resguardarme de la

lluvia.

—¿Cómo?—Para resguardarme de la lluvia.—¡Ah! —Se rascó la calva quemada

por el sol—. Bueno, pues tiene que ir, aver —comenzó a decir de pronto,meneando sus brazos de formadesconectada de sus palabras— porahí… Verá, camina usted por esebosque, el que ve ahí, y se va por ahí, yentonces hay un camino; no le presteatención al camino, y échese a laderecha, siempre a la derecha, laderecha, la derecha… Bueno, llegaráentonces a Anánevo. Del otro lado estáSítovka.

Tenía dificultad para comprender al

anciano. Hablaba bigotes por medio y lalengua no le obedecía.

—¿De dónde eres? —pregunté.—¿Cómo?—¿Qué de dónde eres?—De Anánevo.—¿Y qué estás haciendo aquí?—¿Cómo?—¿Qué estás haciendo aquí?—Estoy vigilando.—¿El qué?—Los guisantes.No pude contener la risa.—Por Dios bendito, ¿qué edad

tienes?—Solo Dios lo sabe.

—¿Es posible que no veas muybien?

—¿Cómo?—Tu vista es mala, ¿no?—Lo es. Y la verdad es que tampoco

oigo nada.—Entonces, dime, ¿cómo puedes ser

un guarda?—Eso pregúnteselo al amo.—¡Los amos! —medité sobre sus

palabras y observé al anciano no sincierta pena. Palpó con sus manos yencontró un trozo de pan seco en elbolsillo cercano a su pecho, y comenzóa chuparlo como un bebé, hundiendotodavía más en el esfuerzo sus ya

hundidas mejillas.

Salí en dirección al bosque, giré a laderecha y me mantuve a la derecha, a laderecha, como el anciano me habíaaconsejado, y al fin alcancé una aldeacon una iglesia de piedra al nuevoestilo, esto es, de columnas, como unacasa solariega también con columnas.Desde la distancia, a través de lainterminable lluvia que caía, reconocí loque debía ser una cabaña con un tejadode tablones del que sobresalían doschimeneas, probablemente la casa delresponsable de la aldea, y allí dirigí mispasos con la esperanza de encontrar un

samovar, té, azúcar y crema que noestuviera del todo agria. En compañíade mi perro, que no dejaba de temblar,escalé el porche, entré en el zaguán yabrí la puerta, pero en lugar de loshabituales accesorios de una cabaña decampesinos, encontré varias mesas conpapeles apilados, dos armarios rojos deconsiderable tamaño, tinterosmanchados, cajas metálicas de arena deenorme peso, las más largas plumas quepuedan imaginarse, y cosas por el estilo.Sentado a una de las mesas había unjoven de unos veinte años con rostrohinchado y malsano, ojos diminutos,ancha frente y entradas[a]. Iba

apropiadamente vestido con un caftán denankeen gris brillante de mugre en elcuello y sobre la parte delantera.

—¿Qué es lo que quiere? —mepreguntó, levantando la cabeza como uncaballo que ha sido agarrado por elhocico de forma inesperada.

—¿Vive aquí el intendente o…?—Esta es la oficina principal de la

finca —me interrumpió—. Estoysentando aquí trabajando. ¿No ha vistoel cartel? Para eso está.

—¿Hay algún lugar por aquí en elque pueda secarme? ¿Alguien en laaldea tiene un samovar?

—Por supuesto que tenemos

samovares —respondió pomposamenteel joven del caftán gris—. Intente encasa del Padre Timoféi, si no allíentonces en la cabaña de los siervos, osi no Nazar Tarásich, o si no en casa deAgrafena, la mujer de las gallinas.

—¿Con quién estás hablando,maldito imbécil? ¡No me estás dejandodormir, imbécil! —gritó una voz desdela habitación contigua.

—Ha entrado un caballero, estápreguntando dónde puede secarse.

—¿Qué caballero?—No tengo ni idea. Lleva un perro y

una escopeta.Una cama crujió en la habitación

contigua. Se abrió puerta y apareció unhombre de unos cincuenta años, gordo,fornido, con cuello de toro, ojoshinchados, carrillos inusualmenteredondeados y cara reluciente ysudorosa.

—¿Qué es lo que quiere? —mepreguntó.

—Secarme.—Este no es el lugar.—No sabía que era una oficina. En

cualquier lugar, no me importa pagar…—Por favor, acomódese aquí —

respondió el hombre gordo—. Si no leimporta venir por aquí. —Me condujo aotro cuarto, no el mismo del que él había

salido—. ¿Es esto de su gusto?—Está bien… ¿Sería posible tomar

un poco de té con crema?—Por supuesto, en seguida. Usted

quítese esa ropa mojada, y el té estarálisto en seguida.

—¿De quién es esta finca?—Pertenece a la señora Losniakova,

Yelena Nikoláievna.

Salió. Miré a mi alrededor. Pegado a lapared que separaba la estancia de laoficina había un diván de cueroalargado; dos sillas, también tapizadasen cuero, con unos respaldos bastantealtos, estaban a cada lado de la única

ventana que daba a la calle. Sobre lasparedes empapeladas de verde conmotivos rosados había tres cuadrosenormes. Uno que representaba a unsetter con collar azul llevaba por títuloAsí lo deseo; a los pies del perro habíaun río, y en la orilla opuesta del río,sentada bajo un abeto, una liebre deproporciones increíblemente grandescon una oreja levantada. Otro cuadrorepresentaba dos viejos comiéndose unmelón; el paisaje detrás del melóncontenía un pórtico griego que llevaba ellema: «El Templo de la Felicidad». Eltercer cuadro representaba una mujermedio desnuda echada en una postura en

raccourci, con una perspectiva taninclinada que sus rodillas estaban rojasy sus talones demasiado gordos.

Sin perder un segundo, mi perro searrastró debajo del diván con unesfuerzo considerable, donde halló,como era obvio, tanto polvo que lofestejó con terribles estornudos. Medirigí a la ventana. Dispuestos endiagonal por toda la calle, desde lamansión hasta la oficina había tablonesde madera, lo cual era una precauciónmuy útil ya que todo estaba cubierto porel fango de tierra ennegrecida y la lluviaincesante. En los alrededores de lapropia casa, que daba la espalda a la

calle, las cosas se desarrollaban comoes habitual; mujeres en descoloridasfaldas de percal iban y venían; loslacayos iban de un lado a otro sobre ellodo, se detenían pensativos de cuandoen cuando para rascarse las espinillas;el caballo del policía local, amarrado,meneaba la cola con desgana y, con elhocico bien alto, mordisqueaba la verja;las gallinas cloqueaban, los pavos deaspecto consumido no dejaban de comer.Sentado en el porche de una estructuraoscurecida y podrida, con todaprobabilidad los baños, un jovenrobusto con una guitarra cantaba consentimiento la conocida tonada:

Oh, me marcho a losdesiertos lejanos

Muy lejanos de estoshermosos lugares…

El gordo entró en mi habitación.—Ahora mismo traen su té —me

dijo con una agradable sonrisa.El individuo del caftán gris, el

oficinista de turno, colocó sobre unavieja mesa de naipes un samovar, unatetera, un vaso sobre un platilloquebrado, una jarrita de crema y una filade sequillos locales duros comopiedras. El gordo salió.

—¿Quién es? —pregunté al

oficinista de turno—. ¿El mayordomo?—No señor, de ninguna manera.

Solía ser el cajero principal, pero ahoralo han nombrado oficinista principal.

—¿Entonces no tenéis mayordomo?—No señor, de ninguna manera. Hay

un intendente, Mijaíl Víkulov, pero nohay mayordomos.

—¿Entonces hay un encargado?—Pues claro que sí, un alemán,

Lindamandol, Karlo Karlich, solo queno se encarga de nada.

—¿Quién lo hace entonces?—La señora, ella lo organiza todo,

ella misma.—¡Anda! Dime, ¿sois muchos en la

oficina?El tipo lo pensó un rato.—Somos seis.—¿Y quiénes sois?—Pues verá. Primero está Vasili

Nikoláievich, es el cajero principal.Luego está Piotr, oficinista, y suhermano Iván, que también es oficinista,y otro Iván que también es oficinista.Kóskenkin Narkízov, él también esoficinista, y luego estoy yo. Oh, ya nome acuerdo de cuántos he nombrado.

—¿Tu ama tiene muchos siervos?—No, no muchos…—¿Cuántos?—Unos ciento cincuenta.

Ambos guardamos silencio.—¿Escribes bien? —le pregunté.El tipo me devolvió una amplia

sonrisa, asintió, salió de la oficina ytrajo consigo una cuartilla escrita.

—Mire cómo escribo —dijo,todavía sonriendo.

Observé la cuartilla de papelgrisáceo. Sobre la misma estaba escritolo siguiente en una letra amplia y conbuen gusto:

UNA ORDENDE LA PRINCIPAL OFICINA

DE LA CASADE ANÁNEVO AL

INTENDENTE MIJAÍLVÍKULOV

Número 209

Se le ordena de inmediato queen cuanto reciba esto expliquequé fue lo que hizo anoche, todoborracho y cantando tonadillasindecentes, pasando al lado delos jardines ingleses, ydespertando a la institutriz, ladama francesa MadameEugenie. Así como qué estabahaciendo el guarda nocturnoque estaba de guardia en eljardín y por qué permitió que

ocurriera tal desorden. Se leordena de inmediato que seinforme con todo detalle sobretodo lo descrito más arriba, yque informe de ello sin dilacióna la oficina.

El jefe de oficinistas NikoláiJvostov

La orden llevaba un amplio selloheráldico con la leyenda: «Sello de laOficina Principal de la Casa deAnánevo», y debajo del mismo una notamanuscrita: «Hágase de inmediato.Yelena Lonskaya».

—¿Escribió esto tu ama? —pregunté.

—Por supuesto, señor. Siempre loescribe ella misma. Una orden no seríauna orden de otra forma.

—Entonces, le enviarán esta nota alintendente, ¿correcto?

—No, señor. Vendrá él mismo aleerla. Solo que se la tendremos queleer, porque él no sabe leer. —Eloficinista de turno de nuevo guardósilencio—. ¿Qué cree usted, señor? —añadió con una sonrisa—. ¿Está bienescrita?

—Está bien escrita.—No me la inventé, lo admito.

Kóskenkin es mejor con esas cosas.—¿Cómo? ¿Quieres decir que tus

órdenes antes tienen que inventarse?—Por supuesto, señor. No se pueden

escribir por sí solas.—¿Cuánto te pagan? —le pregunté.—Treinta y cinco rublos y cinco

rublos para zapatos.—¿Y estás contento con eso?—Por supuesto que sí. No todo el

mundo consigue un trabajo en la oficina.Admito que fue una orden de arriba,porque mi tío es mayordomo.

—¿Y estás a gusto?—Pues sí, señor. Para decirle la

verdad —continuó con un suspiro—, es

mejor para nosotros trabajar para loscomerciantes. Los que son como yotienen más suerte si trabajan para loscomerciantes. Mire, solo anoche uncomerciante vino de Veniovo y sutrabajador me estaba diciendo… Estábien, no importa lo que diga usted, seestá muy bien con ellos.

—¿Me estás diciendo que elcomerciante paga un sueldo mejor?

—¡Dios no lo permita! Uno solo semetería en líos si le preguntara por eldinero. No, con un comerciante se vivede fe y miedo. Provee comida y bebida yropas y todo lo necesario. Si se le sirvebien dará más… ¿Qué sueldos? No hace

falta… Uno va por ahí viajando con él, ycuando beba té uno beberá té, cuandocoma uno comerá. Un comerciante…¿Cómo puedo explicarlo? No es comoun amo. Un comerciante no tienecaprichos. Bueno, se enfada y pega, peroahí termina. No se queja, no pide todo eltiempo… ¡Pero trabajar para un amo esun infierno! Nunca nada está como debe.Esto está mal, lo otro no le gusta.Vamos, que se le da un vaso de agua oalgo de comer, «¡Esta agua apesta! ¡Estacomida apesta!». Uno lo retira y lo traeun rato después, «Bueno, ahora estácomo debe, no apesta». Y en lo queconcierne a la señora de la casa, ¡es

harina de otro costal! Y las muchachasjóvenes también.

—¡Fédiushka! —se oyó la voz delgordo en la oficina.

El oficinista de turno saliócorriendo. Terminé mi vaso de té, meeché sobre el diván y me dormí. Dormíunas dos horas.

Cuando me desperté estaba a punto deincorporarme, pero me sentí muycansado. Cerré los ojos sin dormirme.La gente conversaba en voz baja al otrolado de la pared. No pude evitar oír loque decía.

—Síseñor, síseñor, Nikolái

Yereméich —dijo una voz—, síseñor.Ezo tiene que tenerse en cuenta. Exacto,no es posible si no, señor… ¡Hum! —elque hablaba tosió.

—Créame, Gavrila Antónich —objetó la voz del gordo—, juzga por timismo, soy el único que sabe cómo sonlas cosas por aquí.

—Y quién mejor que usted, NikoláiYereméich. Síseñor, podría decirse quees usted el que manda por aquí enrealidad. Bien, entonces, ¿cómo va aser? —continuó la voz poco familiar—.¿Cómo vamos a decidirlo, NikoláiYereméich? Tengo que preguntarle eso.

—¿Cómo lo decidiremos, Gavrila

Antónich? Todo depende de usted, paraser sinceros. Parece que usted no quierehacerlo.

—Se lo ruego, Nikolái Yereméich,¿qué está diciendo? Es asunto nuestrovender y comprar. Eso es lo que nos traehasta aquí, Nikolái Yereméich.

—Ocho rublos —dijo el gordo,alargando las palabras.

Se escuchó un suspiro.—Nikolái Yereméich, está usted

pidiendo mucho.—No puedo hacer otra cosa, Gavrila

Antónich. Se lo digo en nombre delAltísimo.

Hubo un silencio.

Me incorporé en silencio y espié poruna ranura en el ubique. El gordo estabasentado dándome la espalda. Delante deél se encontraba el comerciante, de unoscuarenta años, delgado y tan pálido queparecía que lo acabaran de untar conaceite. Jugueteaba sin cesar con subarba, parpadeaba rápidamente y suslabios se movían con un tic nervioso.

—Los campos este año han dado unfruto sorprendente, en efecto —comenzóde nuevo—. Durante el viaje los heestado admirando. Desde Vorónezh hastaaquí, lo que he visto ha sidosensacional, de primera, podría decirse.

—Tiene razón, no está mal la cosa

—dijo el oficinista principal—. Pero yasabe lo que dicen, Gavrila Antónich, elotoño puede ser sensacional, y laprimavera un desastre.

—Así es, Nikolái Yereméich, estátodo en manos de Dios; esa es la únicaverdad en todo lo que acaba de decir…Y creo que su invitado está despierto.

El gordo se volvió y prestó atención.—No, sigue dormido. Sin embargo,

déjeme…Se acercó a la puerta.—Bueno, ¿es así como vamos a

hacerlo, Nikolái Yereméich? —volvió acomenzar el comerciante—. Tenemosque terminar nuestro pequeño negocio…

Será así, Nikolái Yereméich, así —continuó sin dejar de parpadear—. Dospequeños billetes grises, y uno blancopara usted; pero para ellos —señaló conun gesto la casa de los amos— seis ymedio. ¿Nos damos la mano?

—Cuatro grises —respondió eloficinista principal.

—Bueno, tres.—Cuatro grises sin el blanco.—Tres, Nikolái Yereméich.—Tres y medio y ni un kópek menos.—Tres, Nikolái Yereméich.—Ni una palabra más, Gavrila

Antónich.—¡Qué difícil es usted! —murmuró

el comerciante—. Me convendría máscerrar el trato con la señora.

—Haga lo que quiera —respondióel gordo—. Debería haberlo hecho hacetiempo. ¿Qué le preocupa? ¡Muchomejor si lo hiciera así!

—No, no, ya es suficiente, NikoláiYereméich. ¡Me he alterado, eso estodo! Ya se lo he dicho.

—Pues no es así…—¡Ya está bien! Le digo que estaba

bromeando, eso es todo. Está bien, cojasus tres y medio, no hay otra forma dearreglar las cosas con usted.

—Deberían haber sido cuatro, perosoy un tonto, y tengo prisa —murmuró el

gordo.—Entonces, ¿en la casa pagarán seis

y medio, Nikolái Yereméich, señor, seisy medio por el grano?

—Eso es lo que hemos acordado,seis y medio.

—Bien, cerremos el trato, NikoláiYereméich —el comerciante chocó susdedos extendidos sobre la palma de lamano del oficinista principal—.¡Gracias a Dios! —el comerciante selevantó—. Bien, señor, NikoláiYereméich, iré a ver a la señora ahoramismo y seré anunciado, y le diré queNikolái Yereméich ha acordado quesean seis y medio.

—Hazlo, Gavrila Antónich.—Aquí tiene lo que le debo.El comerciante le entregó al

oficinista principal un pequeño fajo debilletes, hizo una reverencia, meneó lacabeza, cogió con dos dedos susombrero, se encogió de hombros,flexionó la cintura y salió con un crujidoeducado de sus botas. NikoláiYereméich salió al vestíbulo y, por loque pude ver, se puso a contar losbilletes que le había entregado elcomerciante. Una cabeza roja conpatillas se asomó por la puerta.

—¿Y bien? —preguntó la cabeza—.¿Todo en orden?

—Así es.—¿Cuánto?El gordo hizo un gesto irritado con

las manos y señaló a mi habitación.—¡Muy bien! —dijo la cabeza, y

desapareció.

El gordo se dirigió hacia la mesa, sesentó, abrió un libro, cogió un ábaco, ycomenzó a desplazar las cuentas de unlado a otro, no con el dedo índice sinocon el medio de su mano derecha,porque resulta más elegante.

Entró el oficinista de turno.—¿Qué hay?—Ha venido Sídor de Golopleki.

—¡Ah! Que entre. Un momento,únicamente un momento… Echa unvistazo antes y mira si el caballero… Elcaballero que no es de por aquí… Siestá despierto.

El oficinista de turno entró concautela en mi habitación. Eché la cabezasobre mi morral, que me servía dealmohada, y cerré los ojos.

—Está dormido —susurró eloficinista de turno, regresando a laoficina.

El Gordo murmuró algo entredientes.

—Bien, llama a Sídor —dijo al fin.De nuevo me incorporé. Entró un

campesino descomunal, de unos treintaaños, la imagen de la buena salud, conlas mejillas rojas, el pelo castaño y unabarba corta y rizada. Se santiguómirando el icono, hizo una reverencia aloficinista principal, sostuvo su gorraentre las manos y enderezó la espalda.

—Buen día, Sídor —dijo el Gordo,haciendo ruido con el ábaco.

—Buen día, Nikolái Yereméich.—Y bien, ¿cómo estaba el camino?—En buen estado, Nikolái

Yereméich. Un poco empantanado.El campesino hablaba de forma lenta

y calma.—¿Está bien tu mujer?

—¡Bastante bien!El campesino suspiró y adelantó un

pie. Nikolái Yereméich se colocó lapluma detrás de la oreja y se sonó lanariz.

—Entonces, ¿para qué has venido?—continuó preguntando, metiéndose elpañuelo a cuadros en el bolsillo.

—Mire, Nikolái Yereméich, nosestán pidiendo carpinteros.

—Bien, pues tenéis carpinteros, ¿noes así?

—Claro que sí, Nikolái Yereméich.Todo el mundo sabe que las casas estánhechas de madera. Pero es una época demucho trabajo, Nikolái Yereméich.

—¡Así que es eso! Te gusta trabajarpara otros, pero no quieres trabajar paratu ama… ¡Es lo mismo una cosa queotra!

—En eso tiene razón, NikoláiYereméich, pero…

—¿Y bien?—Pagan muy mal… Y sabe…—¡No, no lo sé! Es increíble lo mal

acostumbrados que estáis. ¡Lárgate!—Y tengo que decirle, Nikolái

Yereméich, que el trabajo durará unasemana, pero nos tendrán allí un mesentero. O bien no habrá suficientesmateriales, o nos mandarán a barrer loscaminos del jardín.

—¡No sé de qué me estás hablando!La señora ha dado la orden ella misma,así que no tiene sentido que tú y yodiscutamos nada.

Sídor guardó silencio y comenzó amover su peso de un pie a otro.

Nikolái Yereméich echó la cabeza aun lado y comenzó a hacer ruido con elábaco.

—Nuestros… campesinos… NikoláiYereméich —dijo al fin Sídor,atragantándose con cada palabra—, mehan pedido que… Para usted, señor…Aquí tiene… Yo… —Se metió la manoen el bolsillo delantero del abrigo depiel de oveja y comenzó a sacar un trapo

enrollado con motivos rojos—.—¿Qué demonios haces, imbécil, te

has vuelto loco? —lo interrumpió elgordo a toda prisa—. Ve a mi cabaña —continuó, casi empujando afuera alsorprendido campesino—, pregunta pormi mujer, ella te dará té. Estaré allí enun minuto. Vamos, haz lo que te digo.

Sídor salió.—¡Qué… oso! —murmuró el

oficinista principal a su espalda, negócon la cabeza y volvió a ocuparse de lascuentas.

De pronto se oyeron gritos de «¡Kupria!¡Kupria! ¡Kupria está bien!» fuera, en la

calle y en el porche, y un minuto despuésentró en la oficina un hombre pequeñode aspecto consumido, narizinusualmente alargada, ojos enormes yaspecto altanero. Vestía un abrigoantiquísimo y roto de suave color lilaadelaida, con un cuello de falsoterciopelo y pequeños botoncitos.Llevaba un montón de leña sobre loshombros. Estaba rodeado de unos cincosirvientes de la casa, todos ellosgritando: «¡Kupria! ¡Kupria está bien!¡Kupria ha sido nombrado fogonero!¡Kupria ha sido nombrado fogonero!».Pero el hombre del abrigo de falsoterciopelo no prestaba la más mínima

atención a los gritos salvajes de suscamaradas y su expresión no cambió.Con pasos medidos se acercó al horno,soltó la leña, se irguió, sacó una bolsade tabaco del bolsillo trasero, apretó losojos y se metió por la nariz rapé demeliloto mezclado con ceniza.

A la entrada del exuberante cortejo,el gordo se dispuso a adoptar un aireserio y a levantarse de su asiento; peroal ver de qué se trataba, se limitó asonreír y ordenó que no gritasen, quehabía un cazador descansando en lahabitación contigua.

—¿Qué cazador? —preguntaron doshombres a la vez.

—Un terrateniente.—¡Ah!—Déjelos que griten —dijo el

individuo con el cuello de falsoterciopelo, extendiendo los brazos—,¡no me molesta! Mientras no me ponganla mano encima, porque ahora soyfogonero…

—¡Fogonero! ¡Fogonero! —canturreaba alegre la concurrencia.

—Lo ha ordenado la señora —continuó encogiéndose de hombros—,así que cuidado, todos vosotros… Osmandarán a cuidar cerdos, eso harán. Ysoy un sastre, y de los buenos, aprendí aser sastre con los mejores profesores de

Moscú y trabajé para generales, esohice. Nadie podrá quitarme eso. ¿Y quétenéis vosotros para presumir, digo yo?Os habéis liberado del poder de losamos, ¿verdad? ¡No sois más quemalditos parásitos, eso es lo que sois, unpuñado de vagos, nada más! Si yoconsigo mi libertad, no me moriré dehambre, me las apañaré. Dadme mispapeles y pagaré mi alquiler y tendrécontento a los amos. Pero vosotros, ¿quépodríais hacer? Sería vuestro final, estáclaro, como moscas, ¡seguro!

—¡Maldita mentira! —interrumpióun muchacho marcado por la viruela ycon el pelo liso, corbata roja y mangas

agujereadas en los codos—. Tuviste tuspapeles, y los amos no recibieron ni unkópek tuyo en concepto de alquiler, nitampoco ganaste nada. Tenías lo justopara arrastrarte de vuelta a casa, y desdeentonces has estado viviendoúnicamente con el caftán que llevaspuesto.

—¿Y qué, Konstantín Narkízich? —contestó Kupria—. Un tipo se enamora,y ya está, se acabó. Tendrías que pasarpor lo que pasé yo, KonstantínNarkízich, y entonces podrías juzgar.

—¡Y mirad de quién se enamoró!¡Era feísima!

—No, no debes decir esas cosas,

Konstantín Narkízich.—¿A quién tratas de engañar? La vi

con mis propios ojos. El año pasado enMoscú, la vi con mis propios ojos.

—El año pasado se encontraba muydesmejorada, eso es cierto —comentóKupria.

—No, caballeros, lo que yo… —interrumpió con un tono de vozdespectivo un hombre alto y delgado,con la cara cubierta de granos, sin dudaun ayuda de cámara, de pelo rizado yuntado con pomada—. Dejen que KupriaAfanásich cante su cancioncilla. ¡Vamos,Kupria Afanásich, cante!

—¡Sí, sí! —gritaron los otros—.

¡Vamos, Alexandra! ¡Estás listo, Kupria!¡Vamos, Kupria, canta! ¡Vamos,Alexandra! —Los sirvientes de lascasas solariegas muy a menudo hablande un hombre utilizando el femenino,como muestra de cariño—. ¡Vamos,canta!

—Este lugar no es para cantar —objetó Kupria con firmeza—, es unaoficina.

—¿Y qué te importa a ti eso? Tegustaría ser oficinista, ¿no es así? —respondió Konstantín con una risa ruda—. ¡Ni que decirlo!

—Todo está en manos de la señora—contestó el pobre hombre.

—Lo veis, ¿no? Eso es lo que legustaría. ¡Ja, ja!

Todos rompieron en carcajadas, yalgunos empezaron a dar saltos dealegría. Uno de ellos se reía más altoque los demás, un muchacho de unosquince años, aparentemente lacayo, hijode algún aristócrata, puesto que llevabaun chaleco con botones de bronce y unacorbata color lila y había empezado adesarrollar una oronda panza.

—Escucha un momento, Kupria,admítelo —dijo Nikolái Yereméichdándose importancia y evidentementedisfrutando de la situación—. No estábien ser fogonero, ¿verdad? Es un

trabajo vacío, ¿no lo crees?—Mire, Nikolái Yereméich —dijo

Kupria—, ahora es usted nuestrooficinista principal, eso es cierto. Nadielo discute, nadie en absoluto. Pero ustedtambién cayó en desgracia una vez ytuvo que vivir en una cabaña.

—¡Más te vale no olvidar con quiénestás hablando! —lo interrumpió elgordo enfadado—. Se están burlando deti, idiota. Imbécil, deberías ser capaz dever cómo son las cosas y agradecer quese preocuparan por ti, aunque seas tonto.

—No ha sido mi intención, NikoláiYereméich, lo lamento…

—Más vale que lo digas en serio.

La puerta se abrió y entró corriendoun muchacho.

—Nikolái Yereméich, la señorapregunta por usted.

—¿Quién está con ella? —preguntóYereméich al muchacho.

—Aksinia Nikítishna y elcomerciante de Veniovo.

—Estaré allí en un minuto. Yvosotros, muchachos —continuó contono persuasivo—, será mejor que osmarchéis de aquí con el reciénnombrado fogonero, porque es posibleque el alemán se deje caer con una quejade un momento a otro.

El gordo se arregló el pelo, tosió en sumano que estaba prácticamente cubiertapor la manga de un abrigo, se abotonó yse puso en marcha, separando los pies alandar, a ver a la señora. Poco despuéshacía lo propio todo el grupo junto conKupria. El único que se quedó fue miviejo amigo, el oficinista de turno. Sededicó a afilar las plumas, pero al pocode sentarse se quedó dormido. Variasmoscas aprovecharon de inmediato subuena suerte y se asentaron sobre suslabios. Un mosquito se posó sobre sufrente, separó sus piececillos de formacorrecta y con parsimonia insertó todo

su aguijón en aquel cuerpo suave. Elpelirrojo de un rato antes, con laspatillas, apareció en el umbral de lapuerta, echó un vistazo una y otra vez yentró con su poco atractivo torso.

—¡Fédiushka! ¡Fédiushka! ¡Siempredormido! —dijo.

El oficinista de turno abrió los ojosy se levantó de la silla.

—¿Ha ido Nikolái Yereméich a vera la señora?

—Así es, Vasili Nikoláich.Ah, pensé, es este, el cajero

principal.Comenzó a recorrer la habitación,

aunque parecía más bien merodear que

caminar y recordaba el movimiento deun gato. Una viejísima levita negra decola estrecha saltaba sobre sus hombros,se llevaba una mano al pecho mientrascon la otra acariciaba sin cesar sucorbata de crin de caballo demasiadoapretada, y giraba la cabeza de un lado aotro con evidente esfuerzo. Lucía botasde piel de cordero que no chirriaban yse movía con precaución.

—Hoy el terrateniente de Yágushkapreguntó por usted —dijo el oficinistade turno.

—¿De veras? ¿Qué dijo?—Dijo que iría a Tiútiurev por la

noche y que lo esperaría allí. Dijo que

quería discutir algo con VasiliNikoláich, pero no dijo qué, dijo que élya lo sabía.

—¡Hum! —exclamó el cajeroprincipal, y se dirigió a la ventana.

—¿Está Nikolái Yereméich en laoficina? —se oyó una voz desde elporche, y un hombre alto, evidentementeenfadado, con rasgos poco regularespero expresivos y bastante bien ataviadoentró en la habitación—. ¿No está? —preguntó, mirando sin perder un minuto asu alrededor.

—Nikolái Yereméich está con laseñora —respondió el cajero—. Dígame

lo que quiere, Pável Andréich. Ustedsabe que me lo puede decir… ¿Qué eslo que quiere?

—¿Qué qué quiero? ¿Quiere saberlo que quiero? —El cajero asintió conesfuerzo—. Quiero darle una lección, aese gordo inútil, esa víbora… ¡Le daréalgo por lo que merecerá la pena que seoculte!

Pável se tiró a una silla.—Pero ¿qué ocurre, Pável

Andréich? Cálmese… ¿No le davergüenza? ¡No debe olvidar a quién serefiere, Pável Andréich! —comenzó abalbucir el cajero.

—¿Y a quién? ¿Qué más me da que

lo hayan nombrado oficinista principal?¡Vaya tipo al que ascender, digan lo quedigan! ¡Todo lo que puede decirse esque han soltado al zorro en el corral!

—¡Ya basta, Pável Andréich! ¡Yabasta! ¡No diga más! ¿Qué tonterías sonesas?

—Bueno, el zorro ha ido de paseo.¡Lo esperaré aquí! —dijo Pávelenfurecido, y golpeó la mesa con supuño—. ¡Ah, ahí viene! —dijo,asomándose a la ventana—. ¡Hablandodel Rey de Roma! ¡Lo saludo, señor! —se puso de pie.

Nikolái Yereméich entró en laoficina. Su rostro brillaba de

satisfacción, pero al ver a Pável parecióalgo embarazado.

—Hola, Nikolái Yereméich —dijoPável con intención, acercándosedespacio a saludarlo—, hola.

El oficinista principal no respondió.El rostro del comerciante se asomó porel umbral.

—¿Por qué no tiene la cortesía deresponder? —continuó Pável—. Detodas formas, no… No —añadió—, noson formas, no se conseguirá nadagritando y maldiciendo. No, lo mejorsería que hicieras lo correcto y medijeras, Nikolái Yereméich, por qué meestás persiguiendo. Por qué me quieres

arruinar, ¿eh? Bien, pues habla,oigámoslo.

—Este no es el lugar paraexplicaciones —contestó el oficinistaprincipal, no sin cierto sentimiento—. Ytampoco el momento. Solo confieso queuna cosa sí me sorprende. ¿De dóndehas sacado la idea de que quieroarruinarte o de que te estoypersiguiendo? Después de todo, ¿cómopodría perseguirte yo? No trabajas aquí,en la oficina.

—Eso es cierto —contestó Pável—,¡sería lo que faltaba! Pero ¿por quéseguir fingiendo, Nikolái Yereméich? Yasabes a qué me refiero.

—Pues no.—Sí, lo sabes muy bien.—No, por Dios, no lo sé.—¡Y encima por Dios! Si estamos

con esas, dime: ¿es que no tienes miedode Dios? ¿Por qué estás arruinando lapobre vida de una muchacha? ¿Para quéla necesitas?

—¿De quién hablas, PávelAndréich? —preguntó el gordo conasombro fingido.

—¡Ah! Así que no lo sabe, ¿verdad?Le hablo de Tatiana. Usted debería serun hombre temeroso de Dios, ¿por quéintenta vengarse? ¡Deberíaavergonzarse! Es un hombre casado,

tiene hijos altos como yo, y yo no soydistinto, quiero casarme. Actúo de formahonorable.

—¿Y de qué tengo culpa yo, PávelAndréich? La señora no le permite austed casarse, ¡ella es la que manda!¿Qué tengo yo que ver con esto?

—¿Cómo? Entonces ¿no ha estadousted maquinando a nuestras espaldascon esa vieja arpía, el ama de llaves?Entonces ¿no ha estado usted armandolíos por aquí y por allá? ¿No ha estadousted contando todo tipo de mentirassobre esa pobre muchacha indefensa?¿No ha sido entonces gracias a susesfuerzos que la han rebajado de la

lavandería a fregar platos? ¿Y no hasido por sus esfuerzos que la estángolpeando y obligándola a llevarharapos? ¡Debería avergonzarse, viejoverde! ¡Debería quedarse paralítico!¡Espere y verá! ¡Tendrá que responder alAltísimo por su comportamiento!

—Son palabras muy fuertes, PávelAndréich, muy fuertes… ¡Pero no va adurar mucho más!

Pável explotó.—¿Cómo dice? Así que ahora

amenaza, ¿no? —dijo enojado—.¿Piensa que le tengo miedo? ¡No, viejo,ha encontrado la horma de su zapato!¿De qué tengo que asustarme? Puedo

ganarme la vida como quiera. Perousted, ¡eso es distinto! Usted solo puedevivir aquí, y vivir de sus rumores y desus pillajes…

—¡Oh, escuchadlo, dándose aires!—interrumpió el oficinista principal,quien también comenzaba a perder lapaciencia—. Un médico, no es más queeso, ¡un maldito doctorcillo de tres alcuarto! ¡Pero escuchadlo, se cree que esalguien importante!

—¡Sí, un médico, sin el cual suseñoría estaría pudriéndose en elcementerio ahora mismo! No sé por quélo curé, señor mío —añadió entredientes.

—¿Que usted me curó? No, no, ustedquería envenenarme, me hizo beberacíbar —objetó el oficinista principal.

—¿Y qué, si era lo único que lehacía efecto?

—El acíbar está prohibido por lasautoridades médicas —continuó Nikolái—, y tendré que quejarme contra usted.Diré que ha intentado matarme, ¡lo haré!Pero que el Buen Dios no lo permitió.

—Ya es suficiente, caballeros —empezó el cajero.

—¡Cállese! —gritó el oficinistaprincipal—. ¡Quería envenenarme! ¿Esque no lo entiende?

—Lo entiendo todo… Mire, Nikolái

Yereméich —exclamó Páveldesesperado—, por última vez se lopido; usted me ha estado presionando,me ha hecho las cosas imposibles.Déjenos en paz, ¿lo entiende? O si no,por Dios se lo juro, uno de los dos searrepentirá de esto, ¡puedo asegurárselo!

El gordo se volvió loco.—¡No le tengo miedo! —gritó—.

¿Me oye, pipiolo? ¡No tiene usted nimedia vuelta! Se lo hice a su padre ¡yharé lo mismo con usted!

—¡No mencione usted a mi padre,Nikolái Yereméich, déjelo fuera de esto!

—¡No me lo puedo creer! ¿Quién esusted para darme ordenes?

—¡Se lo advierto, déjelo fuera!—Y yo se lo advierto a usted, no se

olvide de sus maneras… ¡No importa lomucho que la señora lo necesite a usteden su opinión; si tiene que elegir entreambos, usted no tendría ni unaoportunidad, amigo mío! —Pável seestremeció de furia—. Y la muchacha,Tatiana, se merece lo que le ha tocado…¡Ya verá lo que le espera!

Pável se abalanzó hacia el hombrecon los puños alzados y el oficinistaprincipal cayó al suelo con estrépito.

—¡Encadénenlo! —rugía NikoláiYereméich.

No me molestaré en describir el

final de esta escena porque me temo queya he mancillado la sensibilidad de loslectores.

Aquel día regresé a casa. Unasemana más tarde me enteré de que laseñora Losniakova había mantenido a suservicio tanto a Pável como a Nikolái,pero que se había desprendido de lamuchacha llamada Tatiana;evidentemente no la necesitaba.

EL ERMITAÑO

Una tarde, después de ir de caza, meencontraba solo en mi droshki. Todavíame quedaban unas ocho verstas antes dellegar a casa; mi yegua de paseomarchaba alegre por el caminopolvoriento, de vez en cuando resoplabay estiraba las orejas; mi perro, agotado,nunca se rezagaba, como si corrieraatado a las ruedas traseras. Amenazaba

tormenta. Una mancha violeta subíalentamente del bosque; justo frente a míuna enorme nube gris avanzaba sobre micabeza; los sauces se balanceaban ysusurraban alarmados. El calor pegajosofue reemplazado de pronto por un airehúmedo y frío; las sombras seacentuaron. Golpeé el caballo con lasriendas, descendí un barranco, crucé unriachuelo seco invadido por matojos desauce, subí la cuesta y me adentré en laforesta. El camino penetraba entregrupos de castaños ya arropados por laoscuridad, y mi progreso no resultabasencillo. El droshki daba bandazos cadavez que las ruedas golpeaban las raíces

endurecidas de robles centenarios y tilosque se cruzaban en las hondas huellas delos carros, y mi caballo comenzó a dartropezones. Un viento fuerte de prontocomenzó a rugir en lo alto, los árbolesempezaron a moverse de un lado a otro,comenzaron a desplomarse enormesgotas de lluvia que aguijoneaban lashojas de los árboles y lo mojaban todo,un rayo refulgió y estalló la tormenta. Lalluvia caía torrencial. Avanzaba al pasoy pronto me vi obligado a detenermeporque mi caballo se había quedadoatascado y yo no veía nada. De algunaforma encontré refugio cerca de unosarbustos. Me puse en cuclillas y,

cubriéndome la cara, esperé conpaciencia que la tormenta terminara,cuando de pronto, iluminado por la luzde un rayo, creí ver una alta figura en elcamino. Miré intensamente en aquelladirección, y vi que la figura se habíamaterializado literalmente de la nada allado de mi droshki.

—¿Quién va? —preguntó una vozaltisonante.

—¿Quién es usted?—Soy el guardabosques local.Le dije mi nombre.—Ah, lo conozco. De camino a casa,

¿verdad?—Así es. Pero, como puede ver, con

la tormenta…—Pues sí, la tormenta —respondió

la voz.La luz blanca de un rayo iluminó al

guardabosques de pies a cabeza. Siguióun chasquido estruendoso. La lluvia caíacon fuerzas redobladas.

—No terminará pronto —continuó elguardabosques.

—¿Qué podemos hacer?—Permítame que lo lleve a mi casa

—dijo secamente.—Por favor.—Sea tan amable de tomar su

asiento.Él se acercó al caballo, agarró la

brida y echó a andar. Nos pusimos enmarcha. Yo me agarré al cojín deldroshki que se movía como una barcasobre las olas y llamé a mi perro. Mipobre yegua avanzó como pudo sobre eldenso lodo, resbalando y casi cayendo,mientras que el guardabosques se movíaa derecha e izquierda como un fantasma.Avanzamos durante un tiempoconsiderable cuando mi guía, finalmente,nos hizo detenernos.

—Estamos en casa, señor —dijo convoz calma.

La puerta del jardín crujió y variosperros se pusieron a ladrar al unísono.Levanté la cabeza y vi a la luz de un

rayo una casita pequeña emplazada enuna parcela de grandes proporcionesrodeada de una verja de cáñamotrenzado. En una ventanita brillaba unaluz débil. El guardabosques condujo elcaballo hasta el porche y golpeó lapuerta. «¡Ya voy! ¡Ya voy!», se oyó unavoz fina, seguida por el ruido de piesdescalzos y el crujido de un cerrojo, yapareció en la entrada una niña pequeña,de unos doce años, con una camisa atadacon orillo y con una lámpara en la mano.

—Acompaña al caballero —le dijoa la niña—. Mientras, pongo su droshkia cubierto.

La niña me observó y entró. La

seguí.La casa del guardabosques consistía

en una única habitación ahumada, baja ydesnuda, sin particiones ni camastros.Una piel de oveja hecha jirones colgabade una de las paredes. Sobre un bancohabía una escopeta de un solo cañón, yen una esquina una pila de harapos; allado del horno, dos grandes jarras. Unavela delgada ardía sobre la mesa,iluminando con tristeza la estancia comoa punto de extinguirse. En mitad de lacasa colgaba una cuna atada al extremode una larga vara. La niña apagó lalámpara, se sentó en un banco diminuto ycomenzó a balancear la cuna con la

mano derecha, y con la otra a ajustar lavela. Miré a mi alrededor y el corazónme dio un vuelco; no es una experienciaagradable entrar en la casa de uncampesino por la noche. El bebé en lacuna respiraba rápida y pesadamente.

—¿Estás sola aquí? —le pregunté a laniña.

—Lo estoy —dijo de forma apenasaudible.

—¿Eres la hija del guardabosques?—Sí —murmuró.La puerta crujió y el guardabosques

cruzó el umbral, agachando la cabeza.Levantó la lámpara del suelo, se dirigió

a la mesa y encendió la mecha.—Es posible que no esté

acostumbrado a la luz de una sola vela,¿me equivoco? —dijo, sacudiendo susrizos.

Lo observé. Pocas veces había vistoun hombre tan apuesto. Era alto, dehombros anchos, con un físicoespléndido. Debajo de la tela húmeda yruda de su camisa se destacabanclaramente sus músculos poderosos. Unabarba negra y rizada le cubría la partebaja de sus rasgos masculinos y severos,y bajo las cejas amplias en mitad de sufrente espiaban unos ojillos coloravellana. Posó las manos en las caderas

y se quedó frente a mí.Le di las gracias y le pregunté su

nombre.—Me llamo Fomá —respondió—,

pero me llaman el Ermitaño.—¿Así que eres tú el Ermitaño?Lo observé con redoblado interés.

Había oído historias, tanto de miYermolái como de otros campesinos, deun tal Ermitaño al que todos loscampesinos locales temían como alfuego. Según ellos, nadie en el mundoera mejor en su trabajo: «¡No deja quete lleves ni unas cuantas ramillas! Noimporta cuándo, incluso en lo másprofundo de la noche, se te echará

encima como una tonelada de nieve, ¡yni se te ocurra enfrentarte a él, es fuertey habilidoso como el mismísimo diablo!Y no se lo puede sobornar, ni conbebida, ni con dinero, ni con ningúntruco sucio. En más de una ocasión hanintentado borrarlo de la faz de la tierra,pero nunca se ha rendido».

Así hablaban del Ermitaño loscampesinos locales.

—Así que tú eres el Ermitaño —repetí—. He oído hablar de ti, amigomío. Dicen que no se te pasa una.

—Me encargo de mi trabajo —respondió de forma sombría—. No roboel pan que como.

Sacó un hacha de su cinturón, sepuso en cuclillas y empezó a cortar unavelita.

—¿No tienes una mujer en la casa?—le pregunté.

—No —respondió, y dio un grangolpe con el hacha.

—Ella murió, ¿no es cierto…?—No… Sí… Está muerta —añadió,

y se dio la vuelta.No dije nada. Él levantó los ojos y

me miró.—Se escapó con uno que iba de

paso, un tipo de la ciudad —pronunciócon una sonrisa cruel. La niña bajó lacabeza; el bebé se despertó y empezó a

llorar; la niña se acercó a la cuna—.Toma, dale esto —dijo el Ermitaño,poniéndole un biberón sucio en la mano—. También a él lo abandonó —continuó con voz sombría, señalando albebé. Se dirigió a la puerta, se detuvo yse dio media vuelta.

—Es posible, señor —comenzó—,que no quiera usted comer nuestro pan,pero además de pan tengo por ahí…

—No tengo hambre.—Bueno, como quiera. Encendería

el samovar, es solo que no tengo té… Iréa ver cómo está su caballo.

Salió y dio un portazo. De nuevoobservé cuanto me rodeaba. La casita

me parecía aún más miserable que antes.El hedor agrio a fuego de leñadificultaba la respiración. La niña no semovió de donde estaba y no levantó losojos del suelo. De vez en cuandomeneaba la cuna y con modestia searreglaba la camisa sobre los hombros.Sus pies desnudos colgaban inmóviles.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.—Ulita —dijo, bajando su rostro

apesadumbrado aún más.El guardabosques entró de nuevo y

se sentó en el banco.—La tormenta está pasando —

comentó tras un corto silencio—. Siquiere lo guiaré fuera del bosque.

Me puse de pie. El Ermitaño agarrósu escopeta y examinó la carga.

—¿Para qué es eso? —pregunté.—Ocurre algo en el bosque…

Alguien está talando un árbol en laHondonada de la Yegua —añadió comorespuesta a mi mirada interrogante.

—¿Lo oye desde aquí?—Se oye afuera.Salimos juntos. La lluvia había

parado. En la distancia, grupos de nubespesadas aún se agrupaban y aúnrefulgían rayos alargados, pero sobrenuestras cabezas pedazos de cielo azuloscuro se veían aquí y allá, y algunasestrellitas titilaban entre los jirones de

nubes que se disolvían. Las líneas de losárboles, empapados por la lluvia yestremecidos por el viento, comenzarona emerger de la oscuridad. Nosdispusimos a escuchar. Elguardabosques se quitó la gorra einclinó la cabeza.

—¡Ahí…! ¡Ahí…! —dijo de pronto,y señaló a alguna parte—. Dios mío,¡qué nochecita han elegido!

Yo no oí nada aparte del ruido de lashojas. El Ermitaño sacó el caballo de uncobertizo.

—Es posible —añadió— que nollegue a tiempo.

—Iré contigo… ¿Te parece bien?

—Muy bien —respondió, y volvió ameter al caballo a cubierto—. Loscogeremos y después lo sacaré delbosque. Vamos.

Nos pusimos en marcha, el Ermitañoabriendo camino y yo detrás. Dios sabrácómo conocía el camino, pero solo sedetuvo de cuando en cuando paraescuchar el ruido del hacha.

—Mire —silbó entre dientes—, ¿looye? ¿Lo oye?

—Pero ¿dónde?El Ermitaño se encogió de hombros.

Descendimos hacia un barranco, elviento se aplacó un momento y los

golpes de un hacha alcanzaron mis oídoscon claridad. El Ermitaño me miró yasintió. Nos alejamos a través deramajes mojados y espinas. Se oyó unprolongado y sordo crujido.

—Lo ha abatido —dijo el Ermitaño.Mientras tanto el cielo continuaba

clareándose y en el bosque se veía algomás. Al fin salimos del barranco.

—Usted espere aquí —me susurró elguardabosques, se agachó y, subiendo laescopeta, desapareció entre losarbustos. Me dispuse a escucharatentamente. A través del ruido incesantedel viento creí oír los sonidos apenasaudibles de un hacha que cortaba ramas

cuidadosamente, el crujir de unas ruedasy el resoplar de un caballo…

—¿Qué estás haciendo? ¡Detente! —gritó la voz de hierro del Ermitaño.

Otra voz gritó lastimeramente, comouna liebre atrapada. Se oyeron ruidos detrifulca.

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —aseveró el Ermitaño, respirando deforma entrecortada—. No te saldrás conla tuya…

Me apresuré hacia donde se oían losruidos tropezando a cada paso. Elguardabosques estaba ocupado con algoque había en el suelo al lado del árbolcaído: estaba agarrando al ladrón

debajo de él y retorciéndole el brazodetrás de la espalda con un cinturón. Meacerqué. El Ermitaño se irguió y levantóal otro. Vi a un campesino empapado ydesaliñado, con una barba larga yenredada. Más allá también había uncaballo delgado, medio cubierto por untrozo de estera y atado a un carro. Elguardabosques no dijo nada, ni tampocoel campesino. Se limitó a menear lacabeza con desaprobación.

—Déjale marcharse —susurré en eloído del Ermitaño—. Yo pagaré por lamadera.

El Ermitaño, sin decir nada, agarró ala yegua por la crin con su mano

izquierda, mientras con la derechaagarraba al ladrón por el cinto.

—Bueno, empieza a andar, cuervo—dijo con severidad.

—Esa es mi hacha —murmuró elladrón.

—No tiene por qué perderse —dijoel guardabosques y la cogió.

Nos pusimos en marcha, yo detrás deellos. Volvió a llover y no tardó en caera torrentes. Regresamos con dificultadhasta la casita. El Ermitaño abandonó elcaballo en medio de la parcela, condujoal campesino dentro, soltó el nudo delcinto y sentó al campesino en unaesquina. La niña, que había estado

dormida al lado del horno, se levantó ynos miró asustada. Yo me senté en unbanco.

—Qué forma de llover —comentó elguardabosques—, tendremos queesperar un rato. ¿Le gustaría echarse?

—Gracias.—Lo encerraría dentro de ese

armario —continuó, señalando alcampesino—, pero ya ve que no tienecerrojo…

—Déjalo, no lo toques —lointerrumpí.

El campesino me observó pordebajo de sus cejas. Me prometí a mímismo liberar al pobre diablo ocurriera

lo que ocurriera. Estaba sentado en elbanco sin moverse. Por la luz de lalámpara podía distinguir su rostrocansado y arrugado, las cejas quesobresalían y colgaban, los ojosinquietos y los miembros flacos. La niñaestaba echada en el suelo cerca de suspies y volvió a dormirse. El Ermitaño sesentó a la mesa, y apoyó el rostro en lasmanos. Se oyó un grillo cantar en laesquina… la lluvia golpeaba el tejado yse escurría por las ventanas; todosguardábamos silencio.

—Fomá Kúzmich —comenzó depronto el campesino en una voz rota yprofunda—, Fomá Kúzmich…

—¿Qué quieres?—Déjame marcharme.El Ermitaño no respondió.—Deja que me vaya… Todo es por

el hambre… Deja que me vaya.—Conozco a los de tu clase —dijo

el guardabosques de forma sombría—.De donde tú vienes todos sois iguales,¡un hatajo de ladrones!

—Deja que me vaya —repitió elcampesino—. Es el intendente, ya sabescómo nos ha arruinado… ¡Deja que mevaya!

—¡Arruinado! Nadie tiene derecho arobar.

—¡Deja que me vaya, Fomá

Kúzmich! ¡No me entregues! ¡Tu amo, losabes muy bien, me devorará, lo verás!

El Ermitaño se volvió. El campesinose echó a temblar como si tuviera fiebre.No dejaba de mover la cabeza yrespiraba con dificultad.

—Deja que me vaya —repitió conmiserable desesperación—, ¡por Diosbendito! Te lo pagaré, lo prometo, ¡porDios que lo haré! Por Dios, es elhambre… Y los niños llorando, ya sabescómo es. Es muy duro, lo verás.

—Pero a pesar de todo no deberíasir por ahí robando.

—Mi caballito… —continuó elcampesino—, deja que se vaya… Es

todo lo que tengo. ¡Deja que se vaya!—Te digo que no puedo. Yo también

cumplo mis órdenes y tendré queresponder por ello. Y no tengo razonespara portarme bien con los que soncomo tú.

—¡Deja que me vaya! La necesidad,Fomá Kúzmich, no ha sido otra cosa…¡Deja que me vaya!

—¡Conozco a los de tu clase!—¡Solo deja que me vaya!—¿De qué me sirve hablar contigo,

eh? Quédate ahí sentado sin decir nada,o verás la que te doy, ¿no es eso? ¿Esque no ves que hay un caballero ahísentado?

El pobre individuo bajó los ojos. ElErmitaño bostezó y apoyó la cabezasobre la mesa. La lluvia continuaba.Esperé a ver qué ocurría.

De pronto el campesino se irguió.Los ojos le ardían y su cara habíaenrojecido.

—¡Muy bien, pues mátame túmismo! —comenzó, entrecerrando losojos y bajando las comisuras de la boca—. ¡Vamos, maldito cabrón, chupa misangre cristiana, vamos, hazlo!

El guardabosques se volvió.—¡Te estoy hablando a ti, asiático,

chupasangre, a ti!—¿Estás borracho? ¿Es por eso por

lo que me hablas así? —dijo elguardabosques sorprendido—. ¿Hasperdido el sentido?

—¡Borracho dice! ¡No, malditocabrón, por nada del mundo, malditoanimal, animal, animal!

—¡Eh, ya está bien! ¡O haré que tearrepientas!

—¿Y qué me importa? Da lo mismo,¡estoy acabado! ¿Qué puedo hacer sin uncaballo? Mátame, será lo mismo, si noes de hambre serás tú, ¡qué más me da!Todo se ha terminado, mujer, hijos, ¡todose ha acabado! ¡Pero espérate, que alfinal te cogeremos!

El Ermitaño se levantó.

—¡Pégame! ¡Pégame! —gritaba elcampesino con una voz furiosa—.¡Vamos, pégame! ¡Pégame! —La niña selevantó del suelo y se puso a mirarlo—.¡Pégame! ¡Pégame!

—¡Cállate! —tronó elguardabosques, y se acercó un par depasos hacia el hombre.

—¡Ya es suficiente, Fomá! ¡Detente!—grité—. ¡Déjalo en paz! ¡El Señor seapiade de él!

—¡No pienso callarme! —continuóel desgraciado—. Todo me da igual, ¡yaestoy muerto! ¡Maldito cabrón, animal,haces mucho daño a la gente, peroespérate y verás, no mandarás por aquí

mucho más tiempo! ¡Te romperán elcuello, ya lo verás!

El Ermitaño lo agarró por elhombro… Me lancé en ayuda delcampesino…

—¡No lo toque, señor! —me gritó elguardabosques.

No presté atención a esta amenaza yestaba a punto de extender mi manocuando, para mi extremado asombro,sacó el cinto de los codos delcampesino con un rápido movimiento, loagarró por la nuca, le metió el gorrohasta las orejas, abrió la puerta y loempujó afuera.

—¡Vete al infierno con tu caballo!

—le gritó—. ¡Ten cuidado de no volvera cruzarte en mi camino!

Regresó a la casita y comenzó aafanarse en un rincón.

—Vaya, Ermitaño —dije al fin—,¡me has asombrado! Ahora me doycuenta de que eres un gran tipo.

—Ya es suficiente, señor —meinterrumpió enojado—. Por favor, tengala bondad de no hablar de ello. Es mejorque lo guíe fuera del bosque, no tieneque esperar que acabe la lluvia…

Las ruedas del carro del campesinoresonaron fuera de la parcela.

—¡Mire, ya se larga! —dijo—. ¡Ledaré su merecido!

Media hora más tarde me despedí deél en las lindes del bosque.

LOS DOSTERRATENIENTES

Ya he tenido el honor, amables lectores,de familiarizarlos con algunos de misvecinos. Les ruego me permitan ahora,ya que tengo la ocasión (para nosotros,los escritores, toda ocasión es buena),familiarizarlos con dos terratenientesmás, en cuyas tierras he cazado amenudo, hombres muy respetados y

honorables que gozan de una reputaciónexcelente en varios distritos.

Para empezar, les describiré al generalmayor retirado Viácheslav IllariónovichJvalinski. Imagínense a un hombre alto,que posee a un tiempo una figuraelegante, aunque ahora tal vez algo ajadapero en nada envejecida, ni siquieraanciano; un hombre de edad madura, ensu mejor edad, como suele decirse. Escierto que sus rasgos, antes regulares,aunque siempre hermosos, han cambiadoun tanto, que sus mejillas se hanhundido, que las arrugas frecuentescomponen aureolas como rayos del sol

alrededor de sus ojos, que «aquí y allí lefalta un diente, como otrora dijo Saadi»,según Pushkin. El pelo cobrizo, almenos el que aún posee, se ha vuelto deun gris violáceo merced a un preparadocomprado en la feria de caballos deRomen a un judío que se hacía pasar porarmenio; pero Viácheslav Illariónovichposee una conversación animada, se ríede forma atronadora, hace tintinear susespuelas, se retuerce el bigote y, paracoronarlo todo, habla de sí mismo comoun viejo oficial de caballería, cuandotodos saben que los ancianos auténticosnunca se refieren a sí mismos comoancianos. Suele llevar un abrigo

abotonado hasta el cuello, una corbataalta con el cuello almidonado y ampliospantalones salpicados de corte militar;la gorra, encajada sobre la frente, dejaal descubierto la parte trasera de sucabeza. Hombre de gran bondad, poseealgunas ideas y costumbres algoextrañas. Por ejemplo, nunca puedetratar como iguales a los caballerosarruinados o a quienes no poseen unrango. Cuando habla con ellos suelemirarlos de soslayo, apoyando la mejillacontra su cuello duro y blanco, o depronto se pone de pie y les clava sumirada lúcida e inquietante, deja dehablar y comienza a estremecer su cuero

cabelludo; incluso le da por pronunciarlas palabras de forma distinta y no dice,por ejemplo: «Gracias, Pável Vasílich»,o «Acérquese, por favor, MijailoIvánich», sino más bien: «Grasas, PalAsílich», o «Acese, porfor, MijalVánich». Trata de forma aún más extrañaa quienes ocupan los más bajoseslabones de la sociedad: nunca losmira y, antes de explicarles lo que deseao darles alguna orden, tiene una formade repetir, varias veces y con unamirada perpleja y soñadora en su rostro:«¿Cómo te llamas?… ¿Cómo te llamas?…», poniendo énfasis inusual en laprimera palabra, «cómo», y

pronunciando el resto muy deprisa, locual hace que su forma de hablar seamuy similar al grito de un macho decodorniz. Arma unos escándalosterribles y no le gusta gastar dinero,pero al mismo tiempo no sabe organizarsus asuntos, y tiene un administrador enla finca, un sargento mayor retiradoucraniano, hombre extraordinariamenteestúpido.

En la cuestión de la organización desu hacienda, por cierto, ninguno denosotros ha superado, por ahora, a ciertoimportante oficial de San Petersburgoquien, tras observar por los informes desu administrador que los graneros de su

hacienda a menudo se incendiaban(como resultado de lo cual se perdíagran cantidad de grano), enunció eledicto más severo al efecto de que no sedispusieran las gavillas del trigo en losgraneros hasta que todos los fuegosestuvieran apagados. A este mismopersonaje se le metió en la cabezasembrar todos sus campos con amapolassegún el principio más que evidente, oeso mantenía, de que las amapolas sonmás caras que el centeno, y enconsecuencia debían ser más rentables.Fue él quien ordenó a todas suscampesinas que se cubrieran la cabezacon un diseño extraído de un patrón

enviado desde San Petersburgo, y enefecto, hasta el día de hoy, las mujeresde su hacienda llevan dos tocados,excepto que los altos tocados han sidoplegados hacia abajo…

Pero regresemos a ViácheslavIllariónovich. Viácheslav Illariónoviches un gran cazador del sexo femenino, yen cuanto ve por la calle a algunamuchacha bonita, se lanza a su captura,lo que siempre acaba por producirlecojera, y ello no deja de ser admirable.Le gusta jugar a los naipes, pero solocon gente de rango inferior al suyo, paraque lo llamen «Su Excelencia», mientrasque él puede gritarles y abusar de ellos

cuanto le place. Siempre que juega conel gobernador o con cualquier oficial dealto rango, le sobreviene un cambiobrusco: hasta sonríe y afirma con lacabeza, y mira intensamente a los ojos…Exhala almíbar y dulzura… Y pierde sinquejarse.

Viácheslav Illariónovich lee muypoco y, cuando lee, no deja de mover elbigote y las cejas, primero el bigote,después las cejas, como si una ola lerecorriera la cara hacia arriba. Estemovimiento del rostro de ViácheslavIllariónovich es particularmente visiblecuando lee, en presencia de invitados,por supuesto, las columnas del Journal

des Débats. Posee un papel derelevancia en la elección de mariscalesde la nobleza, pero por racaneríasiempre rehúsa el título él mismo.«Caballeros», dice a los miembros de lanobleza que lo interpelan sobre estetema, y lo dice con algo decondescendencia y confianza, «lesagradezco mucho el honor; pero hedecidido dedicar mis horas libres a lasoledad». Y, tras haber pronunciadoestas palabras, gira varias veces lacabeza a izquierda y derecha, y luego,con dignidad, permite que sus carrillos ysu mentón le cubran la corbata. En losdías de su juventud era adjunto a algún

personaje importante, a quien nunca sedirigió excepto por su nombre ypatronímico; dicen que asumía deberesque sobrepasaban al del mero ayudante,que se vestía, por ejemplo, con eluniforme completo, todo abotonado y enorden, que solía atender las necesidadesde su amo en los baños, pero uno nopuede creer todo lo que oye. Además, alGeneral Jvalinski no le gusta mencionarsu carrera en el servicio, lo cual no dejade ser una circunstancia extraña:tampoco, o eso parece, tiene experienciade guerra. El General Jvalinski vive enuna casa pequeña y solo; no haexperimentado la felicidad marital, y

por consiguiente se lo considera unsoltero y buen partido hasta hoy. Sí tieneun ama de llaves, mujer de unos treinta ycinco años, de ojos negros y expresiónsevera, pecho amplio, rostro fresco ycon algo de vello, que se pasea losmiércoles en un vestido almidonado, alque añade mangas de muselina losdomingos.

El comportamiento de ViácheslavIllariónovich es espléndido en losbanquetes multitudinarios que dan losterratenientes en honor del Gobernador yde otras personas de autoridad: en talesocasiones, podría decirse que seencuentra ciertamente en su elemento. Es

normal que en esas ocasiones se siente,si no directamente a la derecha, almenos cerca del Gobernador; alprincipio del festín, más que otra cosa lopreocupa no perder el sentido de supropia dignidad, y, echándose haciaatrás, aunque sin girar la cabeza, dirigesu mirada de soslayo a los cuellosrígidos de todos los demás huéspedes ya sus nucas redondeadas; después, haciael final de la noche, se va animando,sonríe en todas direcciones (lo ha hechoen dirección al Gobernador desde elprincipio de la comida), yocasionalmente propone un brindis enhonor del sexo débil, ornamento de

nuestro planeta, como suele afirmar. Deigual forma, el General Jvalinski caebien en todas las ocasiones solemnes ypúblicas, en exámenes, asambleas yexposiciones; también es maestro enrecibir la bendición de un sacerdote. Alfinal de las representaciones teatrales,en los cruces de los ríos y lugaressimilares, los siervos de ViácheslavIllariónovich nunca hacen ruido nigritan; al contrario, le abren camino através de una multitud o se encargan debuscar la berlina, y siempre lo dicentodo en agradable registro de barítono,algo gutural: «Si es tan amable, si es tanamable de abrir paso al General

Jvalinski», o bien «la berlina delGeneral Jvalinski…». Su carruaje, paraser sinceros, es de un diseño algoanticuado; sus lacayos llevan levitasbastante desgastadas (apenas merece lapena mencionar que son grisesrematadas en rojo); sus caballos tambiénson algo anticuados y han servido lo queles tocaba; pero ViácheslavIllariónovich no intenta pasar por dandini considera apropiado para un hombrede su rango echar polvo en los ojos delos demás.

Jvalinski no tiene habilidadparticular para las palabras, o debe serque no tiene oportunidad de exhibir su

elocuencia, puesto que no tolera ni lasdisputas ni las discusiones, y evita muydeliberadamente las conversacioneslargas, especialmente con los jóvenes.En efecto, es la forma apropiada dehacer las cosas; cualquier otra formaresultaría desastrosa tal y como es lagente hoy día, pues sin dilación todosdejarían de ser serviles y empezarían aperder el interés en uno. En presencia delos de rango más elevado, Jvalinski escasi siempre taciturno, pero con los derango bajo, a quienes evidentementedesprecia pero que son los únicos queconoce, se enfrasca en agudos yabruptos discursos, utilizando sin cesar

expresiones como: «Estás, sin embargo,diciendo tonterías», o bien: «Ha llegadoel momento en el que me parecenecesario, mi buen amigo, ponerte en tulugar»; o bien: «Mira, por fin deberíassaber con quién estás hablando», etc. Esla bestia negra de los encargados decorreos, de comités, o de casas depostas. Nunca recibe invitados en sucasa y vive, como se rumorea, como uncicatero. A pesar de esto, es unterrateniente excelente. Sus vecinos serefieren a él como «un tipo anciano queha cumplido con su deber, generoso, conprincipios, vieux grognard». El fiscalde la provincia es el único que se

permite una sonrisa cuando se mencionaen su presencia las espléndidas ysólidas cualidades del GeneralJvalinski; ¡tal es el poder de la envidia!

Ahora permítanme que pase a otroterrateniente.

Mardari Apollónich Stegunov no separecía en nada a Jvalinski; era pocoprobable que hubiera servido en ningúnlugar y nunca se lo había consideradoapuesto. Mardari Apollónich es unviejecito achaparrado, gordito y calvetecon una gran papada, manos pequeñas ysuaves, y una barrigota incipiente. Leencanta ejercer de anfitrión y le gustan

mucho las bromas; vive, como dicen, acuerpo de rey; y tanto en invierno comoen verano lleva batín de rayas. Solo separece al General Jvalinski en una cosa:también es soltero. Tiene quinientossiervos. Mardari Apollónich se toma uninterés solo superficial en su hacienda;hace diez años, para no quedarse muypor detrás de los tiempos, compró de losButenop en Moscú una máquina de trilla,la metió bajo llave y candado en sugranero, y se quedó tan tranquilo. Un díaagradable de verano es posible que pidaque le enganchen su vehículo de paseo yque se acerque a los campos a ver cómoflorece el grano y a recoger acianos.

Mardari Apollónich vive por completoal estilo antiguo. Hasta su casa es deestilo anticuado: el vestíbulo de entrada,como podría esperarse, huele a kvas, avelas de sebo y a cuero; a la derecha hayun mueble con pipas y toallas paralimpiarlas; el comedor contiene retratosde familia, moscas, una enorme plantade geranios y un piano quejumbroso; lasalita tiene tres divanes, tres mesas, dosespejos y un reloj ronco de esmalteennegrecido y agujas de broncerecortado; el estudio posee una mesacon una pila de documentos, un biombode color azul con figuras recortadas devarias obras del siglo pasado, armarios

llenos de libros malolientes, arañas ypolvo denso y negro, un sillón relleno yuna ventana italiana y una puerta que daal jardín, tapiada… En una palabra, todoes de lo más apropiado.

Mardari Apollónich tiene muchossiervos, y todos vestidos a la antigua:caftanes azules largos de cuellos altos,pantalones de color indeterminado ychalecos cortos amarillentos. Todos sedirigen a los huéspedes como «buenamo». Lleva su hacienda un intendentesacado de entre sus campesinos, unhombre con una barba larga como suabrigo de piel de oveja; su casa la llevauna anciana arrugada y tacaña, con un

pañuelo marrón en la cabeza. Susestablos contienen treinta caballos devarios tamaños; él mismo se desplaza enun carruaje hecho en casa y que pesamás de ciento cincuenta puds.

Recibe a sus invitados con la mayorgenerosidad y los trata con todo lujo; esdecir que, gracias a las característicasembriagadoras de la cocina rusa, hastabien entrada la noche, no pueden hacerotra cosa que jugar préférence. Élmismo nunca se ocupa de nada y hastaha dejado de leer su libro de sueños.Pero todavía tenemos muchosterratenientes como él en Rusia. Podríauno preguntarse: ¿qué me ha llevado a

mencionarlo a él y por qué razón? Enlugar de dar una respuesta, déjenme queles describa una de mis visitas aMardari Apollónich.

Fui a su casa un verano, sobre las sietede la tarde. Las oraciones de la tardeacababan de terminar y el sacerdote,hombre joven evidentemente muy tímidoy apenas recién salido del seminario,estaba en la salita cercana a la puerta,sentado en el mismo borde de una silla.Mardari Apollónich, como decostumbre, me recibió con muchocariño: realmente le encantaba recibirinvitados y era, de lejos, el hombre más

agradable que pueda imaginarse. Elsacerdote se levantó y cogió susombrero.

—Un momento, un momento, mibuen amigo —dijo Mardari Apollónichsin soltarme el brazo—. No debesmarcharte. He pedido que te traiganvodka.

—No bebo, señor —murmuróconfundido el sacerdote, enrojeciendohasta las orejas.

—¡Qué tontería! ¡Un sacerdote y nobebe! —saltó Mardari Apollónich—.¡Mishka! ¡Yushka! ¡Vodka para elcaballero!

Yushka, octogenario alto y delgado,

entró con un vaso de vodka en unabandeja oscura; con una variedad demotivos de tonos vivos.

El sacerdote intentó rehusar.—Beba, mi buen hombre, y sin

rechistar, no es de buena educación —apuntó el terrateniente en un tono dereproche.

El pobre joven se rindió.—Bien, ahora, mi buen amigo, puede

usted marcharse.El sacerdote inició sus reverencias.—Muy bien, muy bien, lárguese…

Un tipo excelente —continuó MardariApollónich, mirando cómo se alejaba—,y estoy muy satisfecho de él. Lo único es

que todavía es muy joven. Se pasa el díaechando sermones y no bebe. Pero¿cómo estás tú, mi querido amigo? ¿Quéhas estado haciendo? ¿Cómo van lascosas? Salgamos al balcón; verás quétarde tan agradable.

Salimos al balcón, nos sentamos einiciamos una charla. MardariApollónich miró hacia abajo y derepente se puso terriblemente excitado.

—¿De quién son esas gallinas? ¿Dequién son esas gallinas? —comenzó agritar—. ¿De quién son esas gallinas quese pasean por el jardín? ¡Yushka!¡Yushka! Vete a enterarte de quién sonesas gallinas que andan por el jardín.

¿De quién son? ¿Cuántas veces heprohibido esto? ¿Cuántas veces más lotengo que decir?

Yushka desapareció.—¡Qué desórdenes son estos! —

repetía Mardari Apollónich—. ¡Esterrible!

Las desafortunadas gallinas,recuerdo que eran dos manchadas y unablanca con cresta, continuaron su paseobajo los manzanos con totaldespreocupación, expresando sussentimientos cloqueando de vez encuando de forma prolongada, cuando derepente Yushka, sin sombrero y armadocon una vara, y con otros tres siervos

domésticos, realizaron un ataqueorganizado contra ellas. Se montó unbuen jaleo. Las gallinas se quejaban,abrían las alas, daban saltos ycloqueaban de forma ensordecedora; losdomésticos corrían de un lado a otro,tropezaban, se caían; y su amo gritabadesde el balcón como un poseído:«¡Atrapadlas, atrapadlas! ¡Atrapadlas,atrapadlas! ¡Atrapadlas, atrapadlas,atrapadlas! ¿De quién son esas gallinas,de quién?». Al final, uno de los siervosdomésticos logró atrapar a la de lacresta apretándola contra el suelo, y enaquel momento una niña de unos onceaños, totalmente desaliñada y con un

pequeño látigo en la mano, saltó sobrela verja del jardín desde la calle.

—¿Así que es esa la dueña de lasgallinas? —exclamó triunfalmente elterrateniente—. ¡Son de Yermila, elcochero! ¡Mira, ha enviado a la pequeñaNatalia a que las recoja! Seguro que noenviará a Parasha —escupió elterrateniente entre bocanadas de aire ysonrió de forma significativa—. ¡Eh,Yushka! Olvídate de las gallinas ymanda a Natalia que venga aquí.

Pero antes de que Yushka, a quienapenas le quedaba aliento pudieraatrapar a la niña, la cogió el ama dellaves, aparecida de la nada, y le dio

varias palmadas en la espalda…—Eso es, eso es —dijo el

terrateniente, acompañando laspalmadas—. ¡Sí, sí, sí! ¡Sí, sí, sí! Y quese lleve las gallinas, Avdotia —añadióen voz bien alta, y se volvió hacia mícon el rostro reluciente—: Vayacarrerita, querido amigo, ¿cómo? Estoysudando, ¡míreme!

Y Mardari Apollónich rompió a reírestruendosamente.

Permanecimos en el balcón. La tardeera inusualmente hermosa. Nos sirvieronté.

—Dime —comencé—, MardariApollónich, ¿son tuyos esos

asentamientos que hay en la carretera,cerca del barranco?

—Son míos. ¿Qué pasa con ellos?—¿Cómo puedes permitir algo así,

Mardari Apollónich? No está nada bien.Las cabañas diminutas que se dan a loscampesinos son horribles, no hay sitiopara nada en ellas; no hay un solo árbolpor ninguna parte, nada que se parezca aun estanque; solo tienen un pozo y nosirve para nada. Seguro que podríashaber dado con algún otro sitio. Hay unrumor por ahí de que hasta les hasconfiscado sus viejos campos decáñamo.

—Pero ¿qué se puede hacer por esta

redistribución de la tierra? —mepreguntó a su vez Mardari Apollónich—. Este asunto de la redistribución metiene hasta aquí —y se señaló la nuca—.No creo que nada bueno salga de ello. Yen lo que concierne a si les quité suscampos de cáñamo y no les cavéestanques, bueno, amigo mío, sobre esosasuntos no tengo mucha idea, la verdad.No soy más que un hombre simple demodales anticuados. A mi modo de ver,si uno es el amo, es el amo, y si uno escampesino, es campesino. Y eso es todo.

No tengo que aclarar que argumentotan lúcido y convincente no podía serrebatido.

—Lo que es más —continuó—, esoscampesinos son malas personas,desgraciados. En especial dos familiasque hay por allí. Ni siquiera mi difuntopadre, que el Señor tenga su alma en elReino de los Cielos, ni siquiera él lestenía afecto, ningún afecto. Y te diréalgo que he observado: si el padre es unladrón, el hijo también lo será, pormucho que desees que las cosas seandistintas… Oh, la sangre, la sangre…¡Es lo más importante! Te diré confranqueza que he enviado a hombres deesas dos familias como reclutas cuandono les tocaba, y los he obligado a ir atodas partes. Pero ¿qué se puede hacer?

No dejan de reproducirse. ¡Son tanfértiles, los malditos!

Mientras tanto, el aire quedócompletamente quieto. Solo de vez encuando una ligera brisa giraba a nuestroalrededor, y, en la última ocasión,mientras moría alrededor de la casa,trajo a nuestros oídos el ruido de golpesfrecuentes y regulares que provenían delestablo. Mardari Apollónich acababa deacercarse el platillo a sus labios yestaba a punto de abrir sus orificiosnasales, un gesto sin el cual, como todoel mundo sabe, ningún ruso auténticopuede beber su té. Cuando se detuvo,aguzó el oído, bajó la cabeza, se lo

bebió todo de un trago y, depositando elplatillo sobre la mesa, recompuso lasonrisa más agradable y dijo, de formainconsciente al ritmo de los golpes:«¡Cloc, cloc, cloc! ¡Cloc, cloc! ¡Cloc,cloc!».

—¿Qué demonios es eso? —dijeasombrado.

—Es un diablillo que está siendoaleccionado por órdenes mías. ¿Porcasualidad conoces a Vasia elmayordomo?

—¿Qué Vasia?—El que nos ha estado sirviendo la

cena. Ese que tiene esas patillas tandesmesuradas.

El mayor sentimiento de indignaciónno habría sobrevivido a la miradalimpia y dócil de Apollónich.

—¿Qué te está molestando,jovencito? —dijo, moviendo la cabezade un lado a otro—. ¿Crees que soymalvado, por eso me miras así? Jarabede palo, lo sabes tan bien como yo.

Un cuarto de hora más tarde dije adiós aMardari Apollónich. De camino a laaldea vi a Vasia, el mayordomo.Caminaba por la calle mascando nueces.Le pedí a mi cochero que parara loscaballos y lo llamé.

—¿Te han pegado hoy, amigo mío?

—le pregunté.—¿Cómo lo sabe? —fue su

respuesta.—Tu amo me lo contó.—¿El amo?—¿Por qué te mandó pegar?—Me lo tenía merecido, buen amo,

me lo tenía merecido. Aquí no le pegana uno por nada. No es así como tenemosorganizadas las cosas, oh, no. Nuestroamo no es así, nuestro amo… Noencontrará usted otro amo como elnuestro en ningún lugar de la provincia.

—¡Vámonos! —le dije a mi cochero.«¡En fin, eso sí que es la antiguaRusia!», me dije mientras me dirigía a

casa.

LEBEDIÁN

Una de las principales ventajas de cazar,mis queridos lectores, es que obliga adesplazarse de un lado a otro sin cesar,lo cual para alguien sin ningunaocupación es de lo más agradable. Escierto que en ocasiones (sobre todo contiempo lluvioso) no es muy divertidovagabundear por los caminos que cruzanel distrito, aceptar las cosas como van

viniendo y detener a los campesinos conla pregunta: «Eh, amigo, ¿cómo se llegaa Mordovka?», para después enMordovka tratar de sacarle a algunamujer idiota (todos los trabajadoresestán en los campos) cuánto queda hastalas posadas de la carretera principal ycómo llegar hasta allí, y después, trashaber recorrido diez verstas, en lugar deencontrar las posadas encontrarse con laaldea de mala reputación deJudobúbnovo, para el increíble asombrode una manada de cerdos que, enlodadoshasta las orejas en mitad de la calle, loque menos esperaban es que alguienviniera a molestarlos.

Tampoco resulta muy dichoso tratarde cruzar puentes a punto dederrumbarse, descender barrancos yatravesar riachuelos cenagosos; no haynada alegre en viajar, día tras día, através del mar verdoso de los caminosprincipales anegados, o, el Señor loimpida, quedarse atrapado en el barrodurante varias horas cerca de una señalque dice 22 de un lado y 23 del otro; noes divertido pasar semanas enterascomiendo solo huevos, leche y pan decenteno… Pero todas estasincomodidades y problemas estáncompensados por ventajas ysatisfacciones de otra índole. De todas

formas, vamos con mi relato.Como consecuencia de lo que acabo

de explicar, no tengo necesidad deinformar al lector de cómo, hará cincoaños, me encontré en Lebedián en elculmen de su feria del caballo. Loscazadores como nosotros pueden saliruna buena mañana de sus casas más omenos solariegas con la intención deregresar por la tarde del día siguiente y,poco a poco, sin dejar de disparar a lasbecadas, puede terminar alcanzando lasbenditas orillas del Pechora; además,todos los que gustan de las escopetas ylos perros es posible que también seanadmiradores apasionados del más noble

de los animales, el caballo. Así quealcancé Lebedián, me alojé en un hotel,me cambié de ropa y me dirigí a la feriadel caballo. (Un camarero, un tipo alto ydelgado de unos veinte años, acababa deinformarme con voz nasal de tenor deque su Excelencia, el Príncipe N.,Oficial de Remonta en el*** regimiento,había cenado allí mismo, que muchosotros caballeros habían llegado, quehabía cantantes gitanos que actuaban porlas noches, que también habría unarepresentación de Pan Tvardovski en elteatro y que los caballos estabanconsiguiendo buenos precios porque alfinal se habían traído buenos caballos a

la feria).En la feria se extendía una fila

inacabable de carromatos y, detrás delos carros, caballos de todas lasdescripciones, trotones, sementales, decarro, de tiro, de posta, así comocaballos ordinarios para loscampesinos. Algunos, lustrosos y bienalimentados, dispuestos con arreglo a sucolor, cubiertos con materiales de variascalidades y atados a las partes traserasde las carretas con sogas recortadas,miraban con aprensión detrás de elloslas fustas de sus amos, que bienconocían. Los caballos de losterratenientes, enviados por los nobles

de las estepas desde ciento cincuentaverstas o más a cargo de algún cocherogreñoso y dos o tres caballerizosarrogantes, meneaban sus largos cuellos,estampaban sus cascos y mordisqueabanlas barras por puro aburrimiento. Bayosde Viatica se apretujaban unos contraotros. En una inmovilidad magnífica,como leones, se erguían los trotones deancha grupa, de colas ondulantes ycrines revueltas en tonos tordos,azabaches y bayos. Los entendidos sedetenían respetuosamente frente a ellos.En los pasillos entre las líneas de carrosse hacinaban personas de todas lascondiciones, edades y aspectos:

tratantes con caftanes azules ysombreros altos se afanaban en buscarposibles compradores; gitanos de pelorizado y ojos saltones iban de un lado aotro como enloquecidos, mirando losdientes de los caballos, levantándoleslos cascos y las colas, gritando,maldiciendo, actuando comointermediarios, haciendo apuestas oformando un enjambre alrededor dealgún Oficial de Remonta que llevarapuesta su capa del ejército y un abrigoforrado de piel de castor. Un cosacoinmenso montado sobre un flaco caballocastrado con cuello de ciervo lo ofrecía«con todo puesto», lo que significaba

silla y riendas. Los campesinos llevabanchaquetas de piel de oveja desgastadasen los sobacos, y se abrían pasodesesperados, por docenas, a través dela multitud hasta alguno de los carros, alque algún caballo había sidoenganchado «como prueba»; o bien sehacinaban en algún recodo y, con ayudade un gitano de aspecto astuto,negociaban hasta el hastío batiendo laspalmas cien veces, insistiendo cada vezen su precio mientras el objeto de ladisputa, un diminuta yegua cubierta poralgún tipo de jubón, apenas parpadeaba,como si el asunto no tuviera nada quever con ella… ¡Y en efecto no podía

importarle menos quién le pegaría apartir de ese momento! Terratenientes defrente despejada, bigotes teñidos yexpresiones orgullosas, con gorrascuadradas sin pico y chaquetas de pañoinglés enfundadas en uno de los brazos,charlaban condescendientes concomerciantes robustos con gorros delana y guantes de color verde. Tambiénse amontonaban por allí oficiales devarios regimientos. Un coraceroinusualmente alto, de origen alemán, lepreguntaba con toda frialdad a untratante cojo cuánto quería por «etstecaballo catstaño». Un húsar bajito yrubio de unos diecinueve años intentaba

encontrar una pareja adecuada para sucaballo flaco. Un cochero de sombrerobajo, adornado con una pluma de pavoreal, y abrigo marrón con mangas decuero metido por debajo de un estrechocinturón verdoso, buscaba un caballo detiro para un carromato. Los cocherostrenzaban las colas de sus caballos,mojaban sus crines y ofrecíanrespetuosos consejos a sus señores.Todos los que habían llegado a acuerdosse marchaban presurosos a la posada o ala taberna, según sus medios… Y todoeste tumulto y griterío y enfados y peleasy negociaciones y juramentos y risastranscurría entre gente con el fango hasta

las rodillas.

Yo quería comprar un trío de caballosdecentes para mi berlina, puesto que losque tenía habían dejado atrás su mejormomento. Encontré dos, pero no pudedar con el tercero. Después de la cena,que no intentaré describir (ya Eneassabía lo desagradable que es recordardesgracias pasadas), me dirigí hacia elasí llamado café, donde todas las nocheshabía encuentros de remontistas,criadores de caballos y otros tipos. Enla sala de billares, nebulosa por laspesadas capas de humo de tabaco, habíaunos veinte hombres. Entre ellos,

terratenientes disolutos enfundados enrígidas chaquetas y pantalones grises,con largas patillas y bigotes untados conpomada, miraban con condescendencia yaltanería a su alrededor. Otros miembrosde la nobleza con largas casaquillas, decuellos extraordinariamente cortos yojillos que nadaban en mitad de unrostro engordado, resollaban mientras semovían por la estancia. Loscomerciantes estaban sentados a un lado«a lo suyo», como suele decirse,mientras los oficiales charlabanlibremente entre ellos. El Príncipe N.,un hombre joven de unos veintidós añoscon chaqueta abierta, falda de seda roja

y pantalones amplios de terciopelo, derostro simpático pero un tanto altanero,jugaba una partida con un tenienteretirado, Víktor Jlopákov.

El teniente retirado Víktor Jlopákov,individuo bajito, oscuro, delgado, deunos treinta años, con pelo negrorecortado, ojos castaños y una naricillarespingona, es un visitante asiduo de laselecciones de la nobleza y las ferias.Posee un caminar animoso, una formaalgo exagerada de mover sus manosredondeadas, lleva un sombrero puestocon ángulo elegante, y las mangas de suabrigo militar enrolladas de manera quese vea el forro de calicó. El señor

Jlopákov posee una habilidad innatapara hacerse notar por los ricos dandisde San Petersburgo, y fuma, bebe y juegaa los naipes con ellos, y los tutea. No estan sencillo de entender por qué loaguantan. No es inteligente, ni siquieragracioso; no serviría como bufón. Escierto que lo tratan de forma amigable ydespreocupada como el tipo bienintencionado y cabeza vacía que es, alque pueden tolerar dos o tres semanaspara de pronto ni siquiera hacerle unareverencia, como él no se la hace aellos.

Una particularidad del tenienteJlopákov es que, durante un año, en

ocasiones dos, utiliza de forma constantela misma expresión, resulte apropiada oinapropiada, una expresión nadahumorística que, Dios sabrá por qué,hace reír a todos. Hará unos ocho añosmás o menos decía en cuanto teníaoportunidad: «Lo honro, señor, y leofrezco mi más humilde gratitud», y susmecenas de aquellos días se morían derisa cada vez que lo decía, y loobligaban a que lo repitiera: «Lo honro,señor». Más tarde adoptó una frase aúnmás rebuscada: «No, estás haciendo tuqu’est-ce que c’est, lo que tenga quepasar que pase», con el mismo éxitobrillante. Hace un par de años acuñó una

frase más: «¡No se vous altere pas,hombre de Dios, pedazo de piel deoveja!», etcétera. ¡Pues ahí lo tienen!Estas, como puede verse, coletillas sinrelevancia, son su alimento, bebida yropas. (Hace mucho que terminó degastarse el valor de su hacienda, y ahorasolo vive de sus amigos). Observen queno tiene nada más que lo recomiende. Escierto que fuma cien pipas de tabaco deZhukov al día y que mientras juega albillar levanta el pie derecho sobre sucabeza y, al apuntar, monta un granespectáculo con su taco; pero en fin, notodo el mundo es sensible a taleshabilidades. También bebe como una

esponja, pero es difícil que alguien sedestaque en Rusia por esa habilidad…En una palabra, para mí su éxito es unauténtico misterio. Tal vez se deba a quees cuidadoso, no difunde rumoresmaliciosos sobre nadie, nunca dice nadamalo de nadie…

—Bien —pensé al ver a Jlopákov—, ¿cuál será su última frase, mepregunto?

El príncipe metió la bola blanca.—Treinta a nada —gritó un

apuntador consumido de rostro sombríoy enormes ojeras plomizas.

El príncipe coló una bola amarillapor una de las esquinas.

—¡Muy bien! —aprobó un robustocomerciante haciendo temblar suestómago mientras se sentaba en unaesquina en una mesita coja, silbó y secalló avergonzado. Por fortuna nadie sedio cuenta de nada. Suspiró y seacarició la barba.

—¡Treinta y seis y poco puedehacerse! —gritó el apuntador por sunariz.

—¿Qué piensas de eso, viejo? —preguntó el príncipe a Jlopákov.

—¿Qué qué pienso? ¡Es un auténticoracaillón, un racaillón clásico, eso eslo que es!

El príncipe explotó en carcajadas.

—¿Cómo? ¡Dilo otra vez!—¡Racaillón! —repitió satisfecho

consigo mismo el teniente retirado.—¡Así que esa es la nueva coletilla!

—pensé.El príncipe metió una bola roja.—¡Eh! ¡Así no, príncipe, así no! —

balbució de pronto un oficial bajito yrubio con los ojos inyectados en sangre,nariz pequeñita y rostro infantil yadormilado—. ¡No juegue así! ¡Nodebería hacer eso!

—¿Cómo dices? —le preguntó elpríncipe por encima del hombro.

—Debería haber… así… a triplet.—¿En serio? —murmuró el príncipe

entre dientes.—¿Qué hay de ir a ver a los gitanos

esta noche, príncipe? —preguntó eljoven de inmediato para ocultar su azoro—. Cantará Stioshka… Y tambiénIliushka…

El príncipe no respondió.—¡Racaillón, viejo amigo! —repitió

Jlopákov, guiñando el ojo izquierdo.—Mirad… Observad lo que hago

con esa amarilla…Jlopákov hizo una gran exhibición al

coger su taco, apuntó y erró el tiro.—Oh… ¡Racaillón! —gritó

enojado.El príncipe volvió a reírse.

—¿Cómo? ¿Cómo has dicho?Pero Jlopákov no quería repetir su

palabra especial. Tenía que moderar eluso de su única cosa de valor.

—Ha errado el tiro —anunció elapuntador—. Permítame que le ofrezcatiza… ¡Cuarenta y poco más!

—Sí, caballeros —comenzó elpríncipe, volviéndose hacia toda lacompañía y sin mirar a nadie enparticular—, ya saben que hoy debemosasegurar que haya una ovación paraVerzhembítskaia en el teatro.

—Por supuesto, por supuesto, sinduda —exclamaron varios de lospresentes en rivalidad amistosa,

asombrosamente halagados de poderresponder al príncipe—. PorVerzhembítskaia…

—Verzhembítskaia es una actriz deprimera categoría, mucho mejor queSopniakova —anunció en una vocecillaaguda un hombre desaliñado con patillasy gafas. El pobre hombre amaba ensecreto a Sopniakova, ¡pero el príncipeni se dignó mirarlo!

—¡Oiga, una pipa! —pronunció unhombre alto de rasgos angulosos y deporte más distinguido; a todas luces untahúr.

Un camarero corrió a buscarle unapipa, y, al regresar informó a Su

Excelencia de que Baklaga, el cochero,al parecer había estado preguntando porél.

—¡Ah! Bueno, dile que espere yllévale un poco de vodka, buen chico.

—Sí, señor.Baklaga, como se me informó más

tarde, era el apodo de un cochero muyapuesto y excesivamente mimado. Elpríncipe le tenía mucho cariño, leregalaba caballos, iba a las carreras conél y se pasaba noches enteras en sucompañía… ¡A este mismo príncipe,antiguo casanova y despilfarrador, no selo reconocería ahora, tan perfumado sehabía puesto, tan erguido y orgulloso!

¡Tan ocupado se encuentra con sucomisión en el gobierno, pero sobretodo, cuán extremadamentecircunspecto!

A pesar de todo, el humo de tabacocomenzó a hacer que me picaran losojos. Tras haber oído por última vez laexhortación de Jlopákov y la respuestade la risa del príncipe, me dirigí a mihabitación, donde mi ayuda de cámarame había preparado una cama en undiván estrecho forrado de crin, conrespaldo alto.

Al día siguiente fui a mirar los caballosen varias de las parcelas y comencé por

acercarme al conocido tratante Sítnikov.Por una especie de cancela entré en unaparcela recubierta de arena. Delante dela puerta abierta de los establos estabael propietario de pie, un hombre que yano era joven, pero alto y robusto, conuna chaqueta de piel de liebre y elcuello levantado. Al verme, se movióhacia mí con parsimonia, sujetándose elsombrero con ambas manos y diciendocon voz cantarina:

—Nuestros respetos, señor. ¿Buscaalgo en particular?

—Así es. He venido a echarle unvistazo a los caballos.

—¿De qué clase, si puede saberse?

—Muéstreme lo que tiene.—Con mucho gusto.Entramos en los establos. Varios

pequeños perros blancos se levantaronde la paja y corrieron hacia nosotrosmeneando las colas. Una cabra añosa delarga barba se hizo a un ladodescontenta. Tres caballerizos jóvenescon abrigos fuertes de piel de ovejapero grasientos nos hicieron unasilenciosa reverencia. A izquierda yderecha, en unos establos individualesprovisionales, había unos treintacaballos perfectamente limpios yarreglados. Entre las vigas unas cuantaspalomas volaban de un lado a otro y

arrullaban.—¿Y para qué querrá el caballo,

para montarlo o como semental? —mepreguntó Sítnikov.

—Para ambas cosas.—Entendido, señor, entendido,

señor —dijo el tratante, deteniéndoseentre las palabras—. Petia, enseñaArmiño al caballero.

Salimos a la parcela.—¿Saco un banco, señor? ¿No

quiere? Como prefiera…Se oyeron unos cascos sobre los

tablones de madera, el ruido ocasionalde un látigo y Petia, un tipo de unoscuarenta años con marcas de viruela y

piel oscurecida, apareció de detrás delos establos con un semental gris deaspecto elegante. Lo hizo alzarse sobrelas patas traseras, lo hizo correr por laparcela una o dos veces, y con habilidadlo hizo detenerse en una postura quepropiciaba su exhibición. Armiño alargóel cuello, dio un relincho silbante,meneó la cola, resopló una o dos vecesy nos miró de reojo.

—Sabe dos o tres trucos —pensé.—Suéltalo, suéltalo… —dijo

Sítnikov y me miró con fijeza.—¿Qué le parece? ¿Le servirá,

señor? —me preguntó por fin.—El caballo no está mal, excepto

que no tiene las patas delanteras deltodo bien.

—¡Tiene buenas patas! —respondióSítnikov convencido—. Mire la grupa,solo mírela, ancha como un horno, ¡sepodría dormir encima!

—Tiene las cuartillas largas.—¡Largas, dice! ¡Tenga piedad,

señor! Que corra un poco, Petia, quetrote un poquito, ¡no lo dejes galopar!

Petia corrió de nuevo por la parcelacon Armiño. Todos guardamos silencio.

—Bien, ponlo dentro de nuevo —dijo Sítnikov—, y saca a Halcón.

Halcón, un semental holandés negrocomo un escarabajo, algo cansado y con

la grupa un poco caída, era algo mejorque Armiño. Pertenecía a esa clase decaballo del que dicen los cazadores que«trinchan y cortan y te retienen preso»,es decir, que cuando se los montaarrojan sus cascos delanteros aizquierda y derecha y avanzan pocohacia delante. Los comerciantes de edadmediana les tienen cariño. Al troterecuerdan el andar vistoso de algunoscamareros vivarachos. Por sí solos sonmuy buenos para dar un paseo tras lacena, porque como se dan aires con elcuello estirado, causan muy buenaimpresión arrastrando un droshki decolores vivos, cargado con un cochero

que se ha dado un atracón, uncomerciante obeso que sufre de ardoresy su esposa oronda con abrigo de sedaazul cielo y un pequeño pañuelo lilasobre la cabeza. Rechacé también aHalcón. Sítnikov me mostró otrosmuchos caballos. Al fin, un sementalmanchado de gris de la famosa cuadrade Voéikovski, captó mi interés. Nopude resistirme y le di palmadasaprobatorias sobre los flancos. Sítnikovde inmediato fingió indiferencia.

—Dígame, ¿se monta bien? —pregunté. (Nunca se dice «galopar»sobre un trotador).

—Se monta —respondió el tratante

con calma.—¿Puedo echarle un vistazo?—Por supuesto que puede, señor.

Eh, Kuzia, engancha Adelantador aldroshki.

Kuzia, el jockey principal, hizopasar el droshki ante nosotros al menostres veces por la calle. El caballo corríabien, no se giraba, no adelantaba laspatas traseras, levantaba sus patas conlibertad, mantenía la cola alta y era unbuen trotador.

—¿Cuánto pide por él?Sítnikov dio un precio desorbitado.

Comenzamos a regatear allí mismo, enla calle, cuando de pronto, veloz como

el rayo, un carruaje de caza con trescaballos excepcionales giró una esquinay se detuvo con despreocupación antelas verjas de la casa de Sítnikov. ElPríncipe N. iba sentado en elextravagante carruaje con Jlopákov a sulado. Baklaga conducía los trescaballos, ¡y cómo! ¡El villano los podríahaber conducido por un zarcillo! Losbayos laterales eran pequeños,animosos, de ojos negros, patas negras,parecían realmente apasionados, comoliteralmente deseando ponerse enmarcha; ¡un silbido y se echarían aandar! El caballo central, un bayooscuro, estaba calmo, con el cuello

echado atrás como un cisne y el pechohenchido, las patas como flechas,meneaba la cabeza y cerraba los ojoscon orgullo. ¡Un conjunto espléndido!¡El mismo Zar Iván Vasílievich habríapodido ser llevado por ellos en su paseode Pascua!

—¡Su Excelencia! ¡Sea bienvenido!—exclamó Sítnikov.

El príncipe saltó del carruaje.Jlopákov se apeó despacio por el otrolado.

—Hola, buen hombre… ¿Tienescaballos?

—Para su excelencia… ¡Porsupuesto! Se lo ruego, por aquí… ¡Petia,

trae a Pavo Real! ¡Y prepara a Loable!Y usted, señor —continuó, volviéndosehacia mí—, terminaremos nuestrosnegocios más tarde… ¡Fomka, unasiento para Su Excelencia!

Pavo Real fue sacado de unosestablos especiales en los que yo nohabía reparado. El poderoso caballomarrón oscuro parecía azotar el aire consus cascos. Sítnikov incluso giró lacabeza y entrecerró los ojos.

—¡Oh, el racaillón! —declaróJlopákov—. J’aime ça!

El príncipe se desternilló de risa.Pavo Real fue parado con cierta

dificultad. Tiró del caballerizo por toda

la cuadra hasta que al fin este lo empujócontra una valla. Resopló, se estremecióy estaba desesperado por salirgalopando mientras Sítnikov loatormentaba enseñándole el látigo.

—¿A quién estás mirando? ¡Yo teenseñaré! ¡Sooo! —dijo el tratante en untono amenazador pero cariñoso,admirando a su caballo pese a todo.

—¿Cuánto? —preguntó el Príncipe.—Para Su Excelencia, cinco mil.—Tres.—Es imposible, Su Excelencia, si

no le importa…—¡Ha dicho tres, racaillón! —

tintineó Jlopákov.

No esperé a ver la conclusión del trato yme marché. En la última esquina de lacalle me topé con una cuartilla de papelalargada clavada sobre las verjas de unapequeña casita gris. En la parte superiortenía dibujado un caballo con un cuelloenorme y una cola que parecía unatrompeta, y debajo de los cascos estabanlas siguientes palabras, escritas en unacaligrafía anticuada:

A la venta aquí, caballos dedistintos colores, traídos a laFeria de Lebedián desde elfamoso criadero de la estepa de

Anastasei Ivánich Chernobái,terrateniente de Tambor. Estoscaballos poseen cualidadesexcepcionales; entrenados a laperfección y de costumbrescalmas. A los caballeros quedeseen comprar se les ruegaque pregunten por AnastaseiIvánich mismo; en su ausencia,preguntar por el cochero NazarKubishkin. ¡A los caballeros quedeseen comprar se les pideamablemente que tengan piedaddel anciano!

Me detuve. Muy bien, pensé. Echaré

un vistazo a los caballos del famosocriador de la estepa, el señor Chernobái.

Estaba a punto de cruzar la verjacuando, contrariamente a lo habitual, laencontré cerrada. Llamé.

—¿Quién está ahí? ¿Un comprador?—gimió una voz femenina.

—Un comprador.—En seguida, señor, en seguida.Se abrió la verja. Vi a una mujer de

unos cincuenta años, con la cabezadescubierta, botas y una chaqueta abiertade piel de oveja.

—Por favor, adelante, buen señor.Iré a decirle a Anastasei Ivánich ahoramismo… ¡Nazar, Nazar…!

—¿Qué? —murmuró la voz de unseptuagenario desde los establos.

—Prepara los caballos. Ha venidoun comprador.

La anciana entró a toda prisa en lacasa.

—Un comprador, un comprador —gruñió Nazar a modo de respuesta—.Todavía no les he lavado las colas atodos.

—¡Oh, Arcadia! —fue lo que pensé.—Buenos días, señor, y sea

bienvenido —resonó una voz lenta,pastosa y agradable. Me volví y vi ahíde pie, con una larga levita azul, a unanciano de estatura media, pelo blanco,

sonrisa encantadora y preciosos ojosazules.

—¿Está buscando caballos? Porsupuesto, señor, por supuesto… ¿Noquerría entrar a tomar el té antes?

Le di las gracias y rehusé.—Muy bien, como desee. Debe

perdonarme, señor, pero soy anticuado.—El señor Chernobái hablabapausadamente y subrayaba las «o»—.Me gustan las cosas simples, ya sabe.¡Nazar, oh Nazar! —añadió, alargandola vocal pero sin elevar el tono de suvoz.

Nazar, un tipo viejo y arrugado denariz aguileña y diminuta y barba de

cabrito, apareció a la puerta de losestablos.

—¿Qué clase de caballos estábuscando, señor? —continuó el señorChernobái.

—No demasiado caro, bienentrenado, que me sirva de tiro.

—Por supuesto, tenemos algunoscomo esos, por supuesto… Nazar,Nazar, enséñale al caballero el castrado,el pequeñito gris, ya sabes, el de laesquina, y la yegua baya con la calva,no, no esa, la otra baya, la cría dePreciosidad, ¿sabes cuál?

Nazar volvió a los establos.—Oh, ¡y tráelos como están! —gritó

el señor Chernobái a su espalda—.Conmigo, señor —continuó, mirándomede frente y con calma a la cara—, no escomo con los tratantes, que no losalimentan como es debido. Les danjengibre y sal y orujo, ¡y Dios sabrá quémás![24] Pero conmigo, lo puede verusted mismo, todo es como debería y nohay trucos que valgan.

Los caballos fueron conducidosfuera de los establos. No me causaronbuena impresión.

—Bien, ponlos con Dios de vueltade donde han salido —dijo AnastaseiIvánich—. Enséñanos otros.

Me mostraron otros. Al final escogí

uno más barato que los demás. Se inicióun regateo. El señor Chernobái no sealarmó, habló de forma razonable y citóa Dios como testigo dándose tantaimportancia que no pude evitar «tenerpiedad por el anciano», y entregué unaseñal.

—Muy bien, ahora —murmuróAnastasei Ivánich—, permítame, comoen los viejos tiempos, entregarle elcaballo, de faldón a faldón… Me loagradecerá, después de todo está reciénrecogido, como quien dice, nadie lo hatocado, ¡acaba de salir de la estepa! Iréa engancharlo.

Se santiguó, se cubrió las manos con

el faldón de su levita, agarró la brida yme entregó el caballo.

—Guárdalo, y que el Señor teacompañe… ¿Estás seguro de que noquieres un poco de té?

—No, se lo agradezcohumildemente. Debo regresar a casa.

—Como desees… ¿Quieres que micochero te lleve ahora el caballo?

—Sí, cuanto antes, si es tan amable.—Por supuesto, querido amigo, por

supuesto… Vasili, eh, Vasili, acompañaal caballero. Lleva el caballo y recogeel dinero. Bien, adiós, señor, Dios teacompañe.

—Adiós, Anastasei Ivánich.

Llevaron el caballo al lugar en elque me alojaba. Al día siguiente resultóque estaba derrengado y cojo. Intentéengancharlo, pero el caballo reculó, ycuando le apliqué el látigo se volviócabezota, se encabritó y se echó en elsuelo. De inmediato me dirigí a buscaral señor Chernobái.

—¿Está en casa? —pregunté.—Está en casa.—¿Qué has hecho? —pregunté—.

Me has vendido un caballo derrengado.—¿Sin aliento? ¡Que el Señor nos

proteja!—También está cojo y tiene un fuerte

temperamento.

—¿Cojo? No sé nada de eso. Estáclaro que tu cochero se ha ocupado malde él… Pero en lo que a mí respecta, elSeñor es mi testigo…

—Es necesario que se lo vuelva atraer, Anastasei Ivánich.

—No, señor, no se enoje, pero unavez que salen de la cuadra el asunto estáconcluido. Debería haber visto todo esoantes de llevárselo.

Comprendí de qué se trataba, aceptémi mala suerte, rompí a carcajadas y memarché. Por suerte no había pagado unprecio muy alto por aquella lección.

Un par de días más tarde me marché y

una semana después volví a recalar enLebedián en mi viaje de regreso. En lacafetería encontré a casi la misma gente,y de nuevo me crucé con el Príncipe enla sala del billar. Pero el cambiohabitual se había producido en la fortunadel señor Jlopákov. El pequeño oficialrubio había ocupado su lugar en losafectos del Príncipe. El pobre tenienteretirado trató una vez más en mipresencia de efectuar su truco, pero elpríncipe no solo no sonrió, sino quefrunció el ceño y se estremeció. El señorJlopákov estaba apesadumbrado, sehundió en una esquina y comenzó arellenar su pipa en silencio…

TATIANABORÍSOVNA Y SU

SOBRINO

Deme su mano, querido lector; yvenga conmigo de paseo. El tiempo eshermoso; el cielo de mayo reluce con unsuave azul; las hojas jóvenes y suavesdel sauce refulgen como si acabaran delavarse; el camino ancho y bien cuidadoestá enteramente cubierto por esa hierbacorta de tallos rojos que las ovejasadoran mascar; a izquierda y derecha delos alargados desniveles de las colinas

bajas, el centeno verde se balancea conla brisa, en silencio; las sombras de lasnubes pequeñas lo cruzan como manchasde humedad. En la distancia brillan losbosques umbríos, destellan losestanques y se destacan las aldeasamarillas; las alondras se alzan encentenares, cantan y planean en ángulosatrevidos y, estirando sus pequeñoscuellos, se las ve en pequeños salientesde tierra; los grajos se detienen en mitaddel camino a observarnos, se agachanpara dejarnos pasar, dan un par desaltitos y se alejan volando pesadamentehacia un lado. Sobre un promontoriomás allá de un valle hundido, un

campesino ara la tierra; un potro gris demanchas blancas, cola corta y crinrevuelta, corre sobre patas insegurasdetrás de su madre, se oye su agudorelincho. Nos adentramos en un bosquede abedules; el aroma fresco y fuertedeja sin respiración. Estamos en laslindes de una aldea. El cochero se apea,los caballos resoplan, los lateralesmiran a su alrededor y el rocín centralmenea la cola y apoya la cabeza contrael arco del arnés… la verja se abre conun crujido ruidoso. El cochero vuelve asu asiento… ¡nos ponemos en marcha!La aldea está frente a nosotros. Pasamosjunto a unas cinco casas, giramos a la

derecha, descendemos a una cañada ycruzamos la presa. Más allá de unpequeño estanque, por detrás de lasredondeadas copas de manzanos y lilas,se ve un tejado de madera antañopintado de rojo, y dos chimeneas; elcochero elige un camino a la izquierdacercano a una valla, con la compañía delos ladridos roncos y ruidosos de tresperros muy viejos, entra por las verjasabiertas, se lanza hacia una parcelaamplia más allá de los establos y losgraneros, hace una reverencia picara auna vieja ama de llaves que acaba deentrar de lado por un umbral elevadohacia la despensa abierta, y por fin se

detiene frente a la entrada de una casitaoscura con ventanas relucientes…Hemos llegado al hogar de TatianaBorísovna. Y ahí está ella misma,abriendo la ventanita y saludándonos…¡Hola, tía!

Tatiana Borísovna es una dama deunos cincuenta años, de enormes ojosgrises salientes, nariz redondeada,mejillas rosas y papada. Su rostrodespide calor y bienvenida. En unaocasión estuvo casada pero no tardó enenviudar. Tatiana Borísovna es una damaexcepcional. Vive permanentemente ensu pequeña hacienda, se relaciona pococon sus vecinos y solo recibe la visita

de gente joven. Era la hija deterratenientes muy pobres y no recibióeducación alguna, lo que quiere decirque no habla francés; tampoco ha estadonunca en Moscú y sin embargo, a pesarde esas desventajas, se conduce con talnaturalidad y saber estar, sussentimientos e ideas son tan libres y leafectan tan poco las habitualesenfermedades de las damas de las fincaspequeñas que uno no puede evitarsentirse asombrado… ¡Y, por supuesto,una dama que vive todo el año en unaaldea en medio del campo sin ocuparsede murmuraciones, ni hablar con tonoagudo retorciéndose en reverencias,

convirtiéndose en una histérica,atragantándose de miedo yestremeciéndose de curiosidad es algomilagroso! Suele lucir un vestido gris detafetán y un gorro blanco del que cuelganlazos violeta; le gusta comer pero sinexceso, y deja que su ama de llaves seocupe de hacer las mermeladas, lasconservas y las salmueras. Sepreguntarán ustedes en qué ocupa su día.¿Acaso lee? No, no lee, y, para sersinceros, los libros no se imprimen parapersonas como ella. Si mi TatianaBorísovna no tiene invitados, eninvierno se sienta cerca de la ventana yse dedica a tejer medias; durante el

verano da paseos por el jardín, plantaflores y las riega, juega durante horascon sus gatitos y da de comer a laspalomas. No se interesa mucho por laorganización de la casa. Pero tan prontocomo llega un invitado, algún vecinojoven al que le tenga cariño, TatianaBorísovna se anima; lo sienta, le sirve elté, escucha sus historias, se ríe, enocasiones le palmea la mejilla, pero ellamisma dice muy poco; en casosdesgraciados y tristes siempre ofrececonsuelo y da buenos consejos. ¡Cuántosle han confiado sus secretos másprivados y domésticos, y han llorado ensu hombro! Por lo general se sienta

frente a su huésped, apoya el codo y lomira a los ojos con tanta comprensión ysonriendo con tanta amabilidad, que elinvitado no puede evitar pensar: «¡Québuena persona eres, Tatiana Borísovna!Me encantará abrirte mi corazón». Ensus habitaciones pequeñas y cómodassiempre se siente una calidez especial;se podría decir que el tiempo es siempremaravilloso en su casa.

Tatiana Borísovna es una mujersorprendente y sin embargo nadie sesorprende. Su sentido común, su firmezay honestidad, su inmersión apasionadaen las alegrías y las penas de los demás,en una palabra, todo su talento innato,

los recibió al nacer y nunca le hancostado ningún esfuerzo… Seríaimposible imaginarla distinta, yrealmente no hay nada que agradecerle.Le gusta sobre todo mirar los juegos ybromas de los jóvenes. Cruza los brazosdebajo del pecho, echa la cabeza haciaatrás, entrecierra los ojos y sonríe ahísentada, y entonces de pronto suspira ydice: «¡Oh, vosotros los jóvenes, cómosois!». Dan ganas de levantarse,acercarse a ella, cogerle de la mano ydecirle: «¡Tatiana Borísovna, escucha,no sabes cuánto vales, tú con tunaturalidad y tan desprovista deartificio, eres simplemente una persona

excepcional!». Hasta su propio nombresuena familiar, es agradable oírlo y aúnmás pronunciarlo, y arranca sonrisasamigables. El número de ocasiones, porejemplo, en las que he tenido ocasión depreguntarle a algún campesino cómollegar hasta Grachovka, digamos, heescuchado: «Pues verá, señor, vayaprimero a Viázovoie y desde allí a lacasa de Tatiana Borísovna; allícualquiera le dirá». Y cuando pronunciael nombre de Tatiana Borísovna elcampesino mueve la cabeza de formaparticular.

Ella tiene pocos sirvientes, deacuerdo con sus necesidades. La casa, la

colada, la despensa y la cocina son losdominios de su ama de llaves, Agafia, suantigua niñera, la más buena de lascriaturas, desdentada y de llanto fácil;está a cargo de dos robustas muchachasde mejillas firmes del color de lasmanzanas maduras. Las posiciones delacayo, mayordomo y administrador laslleva el sirviente septuagenarioPolikarp, un individuo muy poco común,que ha leído mucho, violinista retirado ydevoto de Viotti, enemigo personal deNapoleón o «Bonapartito», como lollama, y cazador apasionado deruiseñores. Siempre tiene cinco o seisen su habitación, y a principios de la

primavera se pasa días enteros sentadocerca de las jaulas a la espera delprimer arranque musical, y, cuandollega, se cubre el rostro con las manos ygime: «¡Oh, qué conmovedor!», y rompea llorar. Polikarp tiene un nieto que loayuda, Vasia, un muchacho de unos doceaños, de pelo rizado y ojillosvivarachos; Polikarp lo adora y se pasael día riñéndolo. También se ocupa desu educación.

—Vasia —dice—, repite:Bonapartito es un ladronzuelo.

—¿Qué me darás, abuelo?—¿Que qué te daré? No te daré

nada. ¿Quién te crees que eres? Eres un

ruso, ¿no?—Soy un amchenio, abuelo. Nací en

Amchensk[25].—¡Oh, tonto idiota! ¿Y dónde crees

que está Amchensk?—¿Y cómo voy a saberlo?—¡Amchensk está en Rusia,

tontorrón!—¿Y qué si está en Rusia?—¿Cómo y qué? Pues que Su

Magnificencia, el difunto y lloradoPríncipe Mijailo IllariónovichGoleníschev-Kutúzov de Smolensk, conla ayuda de Dios, echó a ese Bonapartitomás allá de las fronteras rusas. Y poreso mismo se hizo esta canción:

«Bonaparte se ha largado y ha perdidolos tirantes, así no puede ya bailar…».Él liberó a la patria, ¿lo entiendes?

—¿Y a mí qué más me da?:—¡Oh, pero mira que eres bruto! Si

su Magnificencia el Príncipe MijailoIllariónovich no hubiera echado aBonapartito, algún franchute te estaríadando en la cabeza ahora mismo con unpalo. Vendría y te diría: Komán vu portévu? Y entonces, ¡raca, raca! ¡Eso es loque haría!

—¡Entonces yo le daría un puñetazoen la barriga!

—Y él te diría: Bonzbur, bonzhur,vené isí, ¡y te agarraría del pelo, eso es!

—¡Pues yo lo agarraría por laspiernas! ¡Por las piernas de cabrito!

—¡Es verdad que parecen piernas decabras las que tienen…! Pero ¿y si teatara las manos?

—¡No se lo permitiría! Llamaría aMijéi, el cochero, que viniera aayudarme.

—Vaya, Vasia, ¿entonces crees queMijéi podría con un franchute?

—¡Pues claro que sí! ¡Mijéi es muyfuerte!

—Muy bien, ¿y tú que harías?—¡Lo golpearía en la espalda, eso

haría!—Y se pondría a gritar: ¡Pardón,

pardón, silvuplé!—¡Y yo le diría, nada silvuplé para

ti, franchute!—¡Bravo, Vasia! Bien, entonces,

grita: «¡Bonapartito es un ladronzuelo!».—¡Pues dame azúcar!—¡Oh, hay que ver cómo eres!

Tatiana Borísovna se relaciona poco conlas damas de la localidad. A ellas no lesgusta visitarla, y ella misma no sabecómo entretenerlas, se duerme con sucharleta, entonces se espabila, se obligaa abrir los ojos y vuelve a dormirse. ATatiana Borísovna no le gustan lasmujeres en general. Uno de sus amigos,

un joven decente y callado, tenía unahermana solterona de treinta y ocho añosy medio, la criatura más buena, peroplagada de artificios, histérica ysentimental. Su hermano solía hablarlede su vecina. Una buena mañana, misolterona, sin avisar a nadie, pidió queensillaran un caballo y se dirigió a casade Tatiana Borísovna. Entró en el zaguáncon su largo vestido, un sombrero en lacabeza, un velo verde y los rizosdeshechos, pasando al lado de un Vasiaasombrado que la tomó por un espíritudel agua, y entró en la salita. TatianaBorísovna se llevó un susto de muerte;intentó levantarse, pero las piernas no le

respondían.—Tatiana Borísovna —comenzó la

visitante con voz suplicante—,discúlpeme el atrevimiento. Soy lahermana de su vecino, AlekséiNikoláievich K., y he oído hablar muchode usted y he decidido conocerla.

—Es un gran honor —murmuró laasombrada anfitriona.

La mujer se quitó el sombrero,meneó los rizos, tomó asiento junto aTatiana Borísovna y le cogió la mano.

—Así que aquí está —comenzó convoz pensativa y afectada—, ¡aquí está ladulce, plácida, noble, santa criatura!¡Aquí está, la dama natural pero con

capacidades profundas deentendimiento! ¡Cuánto me alegro deconocerla, cuánto! ¡Cuán amigas nosharemos! ¡Por fin me quedo tranquila…!Es usted exactamente como la habíaimaginado —añadió en un suspiro,mirando a los ojos a Tatiana Borísovna—. Dígame la verdad, no está ustedenfadada conmigo, querida mía,¿verdad?

—En absoluto, estoy muy contentade que haya venido… ¿Le gustaría tomarel té?

La visitante sonrió concondescendencia.

—Wie wahr, wie unreflekiert —

susurró como para sí—. ¡Permítame quela abrace, querida amiga!

La solterona pasó tres horas en casade Tatiana Borísovna sin dejar de hablarun instante. Intentaba mostrarle a sunueva conocida su propia importancia.En cuanto la inesperada invitada se hubomarchado la pobre señora se dirigió alos baños, bebió una gran cantidad detila y se metió en la cama. Pero al díasiguiente la solterona regresó, pasócuatro horas con ella y se marchóprometiendo que visitaría a TatianaBorísovna todos los días. Se habíapropuesto, verán ustedes, completar eldesarrollo, o bien la educación, de un

alma tan rica, como ella solía decir, ycon toda probabilidad lo habría llevadoa cabo hasta sus últimas consecuenciassi, primero, no se hubiera desilusionado«por entero» tras un par de semanas conla amiga de su hermano, y, segundo, sino se hubiera enamorado de un jovenestudiante que entró en su vida y con elcual de inmediato se enfrascó en unaintensa y apasionada correspondencia.En sus cartas le ofrecía, como suele serel caso, sus bendiciones para una vidasagrada y hermosa, le aseguraba quesacrificaría «todo» cuanto él necesitase,solo pedía que la llamara hermana; seembarcaba en descripciones de la

naturaleza, mencionaba a Goethe,Schiller, Bettina von Arnim y la filosofíaalemana, y terminó por volver loco alpobre muchacho. Pero el joven no sedejó amedrentar: una buena mañana sedespertó en tal frenesí de odio por su«hermana y mejor amiga» que le faltópoco para propinarle un puñetazo a suayuda de cámara, y hasta mucho tiempodespués tuvo el deseo de morder alprimero que mencionase, aun de pasada,el amor exaltado y desinteresado… Deahí en adelante Tatiana Borísovnacomenzó a evitar todo contacto con susvecinas mujeres, y más que antes.

¡Cáspita, nada es seguro en nuestratierra! Todo cuanto les he contado sobrela vida y milagros de mi amable damaha quedado en el pasado. Latranquilidad que imperaba en su casa hadesaparecido para siempre. Lleva yamás de un año viviendo con su sobrino,un artista de San Petersburgo. Y así fuecomo ocurrió.

Hará unos ocho años, TatianaBorísovna tenía en su casa a unmuchacho de unos doce años llamadoAndriusha, huérfano de madre y padre ehijo de su difunto hermano. Andriushatenía ojos grandes, brillantes y húmedos,

boca pequeña, nariz recta y frente alta.Hablaba con voz tranquila y dulce, secomportaba con decoro y buenasmaneras, era muy considerado con losinvitados y siempre besaba la mano desu tía con la ternura que corresponde aun muchacho huérfano. Apenas unoentraba, él, ¡qué sorpresa!, ya le habíaacercado un sillón. No le gustaban lasbromas de ningún tipo y nunca hacía elmenor ruido sino que se sentaba en unrincón con un libro, tan respetuosamenteque ni siquiera hacía crujir el respaldode la silla. Un invitado aparecía y miAndriusha ya estaba de pie, sonriendocon educación y un poco sonrojado.

Cuando los invitados se marchaban,volvía a sentarse, sacaba un pequeñocepillo y un espejo de su bolsillo yprocedía a cepillarse el cabello. Desdemuy temprana edad le encantaba dibujar.Si se le cruzaba algún jirón de papel, deinmediato rogaba a Agafia, el ama dellaves, que le diera unas tijeras, y concuidado lo cortaba en un perfectorectángulo, le pintaba un borde y sedisponía a trabajar, dibujando un ojocon una pupila enorme, o bien una narizgriega, o una casa con chimenea y elhumo subiendo en espiral, o bien unperro en face igualito al banco de unparque, o un árbol diminuto con dos

pequeñas palomas, y después lofirmaba: «Dibujado por AndréiBelovzórov en tal y tal día de tal y cualaño en la aldea de Malie Briki».

Solía afanarse sobre todo durante elpar de semanas anterior al santo deTatiana Borísovna. Era el primero enaparecer con sus mejores deseos, yllevaba consigo una cuartilla enrolladacon lazo rosa. Tatiana Borísovna besabaa su sobrino en la frente, y la cuartillaera desenrollada para revelar al ojocurioso un dibujo sombreado con prisasde un templo redondo con columnas y unaltar en el centro. Sobre el altar ardía uncorazón y había una corona, y, por

encima, en un papiro desenrollado, seleía la siguiente inscripción: «A mi tía ybenefactora Tatiana BorísovnaBogdanova, de su respetuoso y amantesobrino, como muestra de mi afecto másprofundo». Tatiana Borísovna entonceslo besaba de nuevo y le entregaba unamoneda. Sin embargo, ella nunca sesintió muy cercana al niño, y la actitudengatusadora de Andriusha nunca legustó demasiado. Mientras tanto,Andriusha fue creciendo. TatianaBorísovna comenzó a preocuparse porsu futuro. Un suceso inesperado lepermitió arreglar su problema…

Fue lo siguiente: en una ocasión, hacíaunos ocho años, la había visitado un talseñor Benevolenski, Piotr Mijáilich, unconsejero colegiado y caballero. Elseñor Benevolenski en cierta ocasiónestuvo de servicio en el distrito vecino,y había visitado a Tatiana Borísovna concierta frecuencia; más tarde se habíamudado a San Petersburgo, habíaservido en un ministerio, habíaalcanzado una posición de granrelevancia y, durante uno de sus viajesoficiales, se había acordado de suantigua conocida y se había desviadopara verla con la intención de descansar

de las exigencias de su misión duranteun par de días «en lo más profundo de lacalma rural», como dice Pushkin.Tatiana Borísovna lo recibió con susmuestras de cariño habituales, y el señorBenevolenski… Pero antes de seguircon nuestra historia, permítanme,queridos lectores, que los familiaricecon este nuevo personaje.

El señor Benevolenski era más biengordo, de estatura mediana y aparienciafofa, pies diminutos y pequeñas manosregordetas: solía vestir una especie defrac en estado impecable y bastanteamplio, corbata alta y ancha, prendas de

lino blancas como la nieve, una cadenade oro en el chaleco de seda, un anillode camafeo en el dedo índice y unapeluca rubia; solía hablar conconvicción y deferencia dandosilenciosas zancadas por la habitación,sonriendo de forma agradable,entornando los ojos de forma agradabley hundiendo agradablemente el mentónen la corbata: en términos generales eraun hombre agradable. El Buen Señortambién le había obsequiado el másgeneroso de los corazones. Lloraba o seemocionaba fácilmente y, sobre todo,ardía con una pasión desinteresada porel arte, y era genuinamente

desinteresado, puesto que precisamenteen arte el señor Benevolenski, para sersinceros, carecía del más mínimoconocimiento. Resultaba hastaasombroso qué leyes incomprensibles ymisteriosas habían logrado obrar elmilagro de anidar tal pasión en su alma.Al parecer también era un hombrepositivo, y bastante sencillo… A pesarde todo, en Rusia tenemos muchaspersonas como él.

El amor al arte y los artistas da adichas personas una afectacióninexplicable. Conocerlos y charlar conellos es una tortura, puesto que enrealidad no son más que alcornoques

untados con miel. Por ejemplo, nunca serefieren a Rafael como Rafael, o aCorreggio como Correggio, son siempre,como suele decirse: «¡Oh, el divinoSanzio, oh, el inimitable Allegri!», ysiempre subrayan el «oh». A cualquiertalento local, ambicioso, sobrevaloradoy mediocre lo tachan de genio, nuncadejan de parlotear sobre el cielo azul deItalia, los limones del sur, los airessaludables de las orillas del Brenta.«Oh, Vania, Vania», o bien, «Oh, Sasha,Sasha», se dicen los unos a los otros consentimiento, «debemos marcharnos alsur, al sur… ¡Tú y yo somos griegos deespíritu, griegos clásicos!». Se los

puede ver en las exposiciones ante lasobras de los pintores rusos. (Debenotarse que, en su mayor parte, estoscaballeros son patriotas redomados).Retroceden un par de pasos, echan haciaatrás sus cabezas, y de nuevo avanzanhacia el cuadro, con sus ojillos nubladosde ternura. «¡Dios mío, ahí lo tienes!»,suelen decirse por fin en voces roncasde emoción. «¡Qué alma, qué alma! ¡Quécorazón, qué corazón! ¡Oh, qué alma taninmensa ha demostrado, qué alma! ¡Oh,y cómo está ejecutado! ¡Una obramaestra!». ¡Y aun así, qué dibujos tienencolgados en sus salitas! ¡Los artistas quereciben por las tardes, beben té con

ellos y escuchan su cháchara! ¡Y lasvistas que le traen de sus propiashabitaciones, con una escoba a laderecha, un montón de basura sobre elsuelo encerado, un samovar amarillosobre una mesa cercana a la ventana, yel propio señor de la casa envuelto enun batín y con el gorro de dormir y unbrillo dorado pintado en la mejilla! ¡Quédevotos pupilos de las Musas los visitancon sus sonrisas febriles ycondescendientes! ¡Qué jóvenes damasde palidez verdosa aúllan interminablescanciones en sus pianos! Porque ahoranos ocurre en Rusia que nadie se dedicaa un solo arte: es todo o nada. Y por lo

tanto no es sorprendente que estoscaballeros aficionados demuestrentambién sus fuertes sentimientos deprotección por la literatura rusa,especialmente por las obras teatrales…Los «Giacobo Sannazaros» de estemundo se han escrito para ellos: lapugna de estos talentos no reconocidoscontra la gente, contra el mundo entero,algo que se ha contado ya miles deveces, estremece sus almas hasta lo másprofundo…

El día después de la llegada del señorBenevolenski, Tatiana Borísovna a lahora del té pidió a su sobrino que trajera

sus dibujos.—¿Así que dibuja? —murmuró el

señor Benevolenski, no sin ciertasorpresa, y se volvió hacia Andriushacon interés.

—Por supuesto que sí —dijo TatianaBorísovna—. ¡Le encanta dibujar! Lohace todo él solo, sin profesor.

—Muéstrame tus dibujos —canturreó el señor Benevolenski.

Andriusha, azorado y sonriente, trajoal huésped su cuaderno de dibujos.

El señor Benevolenski comenzó aadmirarlo con aire de entendido.

—Muy bien, jovencito —dijo alfinal—. Bien, muy bien —y acarició a

Andriusha la cabeza. Andriusha le besóla mano—. ¡Vaya, qué talento! Le doy laenhorabuena, Tatiana Borísovna, le doyla enhorabuena.

—Pero ya ve, Piotr Mijáilich, me esimposible encontrarle al muchacho unprofesor por estos lugares. Y sale muycaro traer uno de la ciudad. Nuestrosvecinos, los Artamónov, tienen un pintory dicen que es muy bueno, pero la jovenseñora de allí le prohíbe dar clases anadie más. Dice que podríaestropeársele el gusto.

—Hmmm —dijo el señorBenevolenski, reflexionó un segundo ymiró a Andriusha por debajo de sus

cejas—. Bueno, bueno, pensemos sobreello —añadió, frotándose las manos.

Aquel mismo día le pidió a TatianaBorísovna permiso para una charlaprivada. Ambos se encerraron en unasala. Media hora después mandaronllamar a Andriusha. El niño entró. Elseñor Benevolenski estaba de pie cercade la ventana con el rostro algoenrojecido y los ojos brillantes. TatianaBorísovna estaba sentada en un rincónsecándose las lágrimas.

—Bueno, Andriusha —comenzó alfin—, debes estar agradecido a PiotrMijáilich, te va a llevar a vivir con él aSan Petersburgo.

Andriusha se quedó petrificado.—Debes decirme con sinceridad —

comenzó el señor Benevolenski en tonode orgullo y deferencia—, ¿deseas serartista, jovencito, sientes una llamadasagrada hacia el arte?

—Quiero ser artista, Piotr Mijáilich—confirmó Andriusha conteniendo elaliento.

—En ese caso me alegro mucho.Será muy duro para ti, estoy convencido—continuó el señor Benevolenski—,despedirte de tu honorable tiíta. Debessentir por ella la más profunda gratitud.

—Adoro a mi tía —interrumpióAndriusha parpadeando.

—Por supuesto, por supuesto… Esmuy comprensible y te honra. Pero, porotra parte, imagínate la alegría que ledarás en cuanto… Con tu éxito…

—Abrázame, Andriusha —murmuróla buena mujer. Andriusha se le echó alcuello—. Bueno, ahora dale las graciasa tu benefactor.

Andriusha abrazó al señorBenevolenski por la tripa, se puso depuntillas y le alcanzó la mano, la cual,es cierto, el benefactor estaba a puntodarle pero no de inmediato, como sidijera: uno debe acceder a los deseos delos niños y satisfacerlos, pero tambiéntomarse tiempo para divertirse. Un par

de días después el señor Benevolenskise marchó con su nuevo protégé.

En el curso de los primeros tres años deseparación, Andriusha escribió muy amenudo y en ocasiones adjuntabadibujos a sus cartas. De cuando encuando el señor Benevolenski tambiénañadía algunas palabras, en su mayorparte expresando su aprobación.Después las cartas se volvieron menosfrecuentes, y al final dejaron de llegar.Durante todo un año el sobrino guardósilencio, y Tatiana Borísovna comenzó apreocuparse, cuando de repente recibióuna misiva con el siguiente contenido:

¡Querida tiíta!Hace tres días falleció Piotr

Mijáilich, mi protector. Uncruel síncope me ha privado desu apoyo hasta el final de miaprendizaje. Por supuesto,tengo ya casi veinte años. En eltranscurso de estos siete añoshe logrado cierto éxito. Tengomuchas esperanzas en mitalento y en que me será posiblevivir gracias a él. No me sientodesdichado, pero pese a todo, site es posible, envíame cuantoantes doscientos cincuentarublos en billetes. Te beso la

mano y continúo siendo,etcétera, etcétera.

Tatiana Borísovna envió doscientoscincuenta rublos a su sobrino. Un par demeses después se repitió la petición.Ella juntó todo el dinero que le quedabay se lo envió. Habían transcurrido seissemanas desde ese envío cuando llegóuna tercera petición de dinero, alparecer para comprar pinturas para unretrato que le había encargado laPrincesa Terteresheneva. TatianaBorísovna se negó. «En ese caso», leescribió el joven, «mi intención esviajar al campo contigo por mi salud».

Y en efecto, en mayo de aquel mismoaño, Andriusha regresó a Malie Briki.

Al principio Tatiana Borísovna no loreconoció. A partir de sus cartas habíaesperado a alguien demacrado yenfermo, pero lo que tenía ante ella eraun grueso joven de aspecto fornido,rostro amplio y enrojecido y pelo rizadoy abundante. El delgaducho y pálidoAndriusha se había convertido en elfortachón Andréi Ivánich Belovzórov.No era solo su aspecto lo que habíacambiado. La puntillosa timidez,cuidado y pulcritud de sus añosanteriores se habían convertido en laarrogancia desconsiderada de la

juventud, y en un insoportable desaliño.Se balanceaba a derecha e izquierdacuando caminaba y se arrojaba sobre lossillones, se dejaba caer sobre las mesascon descaro, bostezaba a gritos. Eramaleducado con su tiíta y con lossirvientes. Era como si estuvieradiciendo: «¡Soy un artista, libre como unCosaco! ¡Deberíais saber cómo noscomportamos!». Durante días enteros notocaba un pincel. Cuando le sobreveníala así llamada inspiración, se daba airescomo si estuviera bebido, cansado,inepto y ruidoso. Las mejillas lebrillaban enrojecidas y los ojos se lecubrían de una pátina cristalina.

Entonces se ponía a perorar sobre sutalento, sus éxitos, sobre cómo nuncadejaba de mejorar y progresar…Resultó que sus habilidades se limitabana la realización de unos cuantos retratosdecentes. Era un completo ignorante ynunca leía, porque, ¿de qué le sirve leera un artista? La naturaleza, la libertad, lapoesía, ahí estaba en su elemento. Todolo que tenía que saber era cómo sacudirlos rizos y cantar como un ruiseñor yaspirar tabaco de Zhíkov. La audaciarusa está bien, aunque solo unos pocospueden realmente llevarla con decencia;para los artistas sin talento y de segundafila de este mundo no es posible.

Andréi Ivánich se acomodó en casade su tía porque la comida y la estanciagratis evidentemente correspondían asus gustos. Aburría soberanamente atodos los invitados. Solía sentarse alpiano (Tatiana Borísovna tenía uno) ycomenzaba a tocar con un dedo «Quérápida era la troika», o bien tocabaacordes martillando las teclas; o biendurante horas enteras se dedicaba atorturar las canciones de Varlamov«Pino solitario», o bien, «No, doctor, novuelva…», con los ojos nadando en lagrasa de sus relucientes mejillas tensascomo panderetas… De pronto soltaríaun «¡Márchate, pasión inmunda!», y

Tatiana Borísovna se estremecía.—Es increíble —me comentó en una

ocasión— la clase de canciones que seescriben hoy día, tan sentimentalonas.En mi época eran distintas. Erancanciones tristes, pero sin embargogustaba oírlas. Por ejemplo la quedecía:

Ven, ven a la pradera,Donde te espero en

vano;Ven, ven a la pradera,Donde mis lágrimas

fluyen…Ay, vendrás a verme en

la pradera,¡Pero llegarás

demasiado tarde, amigomío!

Tatiana Borísovna sonrió, astuta.—Cuánto su-u-u-fro, cuánto su-u-

u-fro —se quejó su sobrino en lahabitación contigua.

—Ya basta, Andriusha.—Mi espíritu sabe que te has

marcha-a-a-do —continuó el incansablecantarín.

Tatiana Borísovna meneó la cabezacon desaprobación.

—¡Oh, Señor, estos artistas!

Ha pasado un año desde entonces.Belovzórov todavía vive con su tiíta yaún planea regresar a San Petersburgo.Ha crecido más a lo ancho que a lo altodesde que llegó al campo. Su tía, ¿quiénlo habría pensado?, no puede ayudarlocuanto desea, y las jóvenes de la regiónempiezan a enamorarse de él…

Muchos de sus antiguos amigos handejado de visitar a Tatiana Borísovna.

LA MUERTE

Tengo un vecino, terrateniente y cazadorbastante joven. Una hermosa mañana dejulio fui a caballo hasta su casa con laidea de que me acompañara a cazarurogallos. Accedió. «Pero», me dijo,«pasemos de camino por una pequeñahacienda que tengo en la carretera deZusha. Me gustaría echarle un vistazo aChapligino, mi bosque de robles, ¿lo

conoces? Lo están talando».—Pongámonos en marcha.Pidió que le ensillaran un caballo, se

vistió con una chaqueta corta verde debotones de bronce con la imagen de lacabeza de un jabalí, cogió un morral quehabía conocido tiempos mejores, paralas piezas, y una petaca de plata, y,después de echarse una flamanteescopeta de caza francesa sobre elhombro, se inspeccionó frente al espejo,no sin cierta aprobación, y llamó a superro, Esperance, regalo de una primasuya, solterona de cierta edad, decorazón generoso pero sin un pelo en lacabeza. Nos pusimos en marcha. Mi

vecino se llevó al policía local, Arjip,un campesino fornido y achaparrado conrostro anguloso y mejillas deproporciones considerables, y también aun muchacho de unos diecinueve años,delgado, rubio y corto de vista, dehombros caídos y cuello largo, el señorGottlieb von der Kock, recientementecontratado como intendente, queprovenía del Báltico. No hacía muchoque mi vecino había heredado suhacienda. Le había llegado comoherencia por su tía, Kardón-Katáeva,viuda de un consejero de estado, mujerde obesidad inaudita quien, aun echadaen la cama, tenía la costumbre de emitir

quejidos inacabables y penosos.Alcanzamos su «pequeña hacienda» yArdalión Mijáilich (mi vecino) dijo,dirigiéndose a sus acompañantes:

—Esperadme aquí en el claro.El alemán hizo una reverencia, se

dejó caer del caballo, extrajo unpequeño libro de su bolsillo —parecíauna novela de Johanna Schopenhauer—y se sentó a la sombra de un arbusto,mientras que Arjip permaneció al soltoda una hora, de pie sin mover unmúsculo. Ardalión Mijáilich y yo nosdirigimos hacia la espesura, pero noencontramos un solo pájaro. Mi amigoanunció su intención de dirigirse a su

bosque. También yo estaba lejos decreer que nuestra cacería tendría éxitoen un día como aquel, de manera quedecidí acompañarlo. Regresamos alclaro. El alemán marcó su página, selevantó, se puso el libro en el bolsillo y,no sin cierta dificultad, montó sudesastrosa yegua, que se meneaba yencabritaba al menor roce. Arjip entróen acción, dio un tiro seco a las riendasde su cabalgadura, aplicó ambas piernasa los flancos del animal, y por fin logróhacer andar a su semental pequeñito ytembloroso. Nos pusimos en marcha.

Conocía el bosque de ArdaliónMijáilich desde que era niño. A menudo

había ido a Chapligino en compañía demi preceptor francés, Monsieur DésiréFleury, un tipo excelente (que, sinembargo, por poco me arruina la saludpara siempre obligándome a tomar lasmedicinas de Leroy cada noche). Elbosque consistía en unos doscientos otrescientos robles y fresnos enormes.Sus troncos fuertes y majestuosos solíandestacarse como magníficas siluetasnegras contra la transparencia dorada delos serbales de hojas verdes y de losnogales; elevándose muy alto, sussiluetas formaban figuras contra eltranslúcido cielo azul, donde extendíanlas cúpulas de sus ramas, alargadas y

angulosas; los halcones, los azores, loscernícalos, todos silbaban y sepavoneaban sobre sus crestas estáticas,y los pájaros carpinteros de vivoscolores golpeaban sonoramente susanchas ramas; de pronto se oía entre laespesura la canción resonante del mirlo,contestando a la llamada melodiosa deloriol; más abajo, entre los matorrales, seoían gorjear y cantar los ruiseñores, loschamarices y el mosquitero; lospinzones cruzaban de un lado a otro loscaminos; las liebres blancas corrían porla linde del bosque cautelosas, sedetenían y volvían a echarse a corretear,y las ardillas rojizas saltaban nerviosas

de árbol en árbol, deteniéndose derepente con las colas levantadas sobresus cabezas. En la hierba, alrededor delos altos hormigueros y en los retazos desombra que ofrecían los hermososhelechos horadados, florecían lasvioletas y los lirios del valle, crecíanchampiñones rojizos, cetrinos, amanitas;en los prados, entre los arbustoscrecidos, las rojizas fresas salvajes…¡Y qué sombra tan profunda, la delbosque! A mediodía, cuando el caloracuciaba, era oscuro como la noche:pacífico, fragante, húmedo…

Había pasado unas horas tan felicesen Chapligino, que admito que ahora me

aproximaba con una punzada de tristeza.El amargo invierno sin nieve de 1840 nohabía tenido piedad con mis viejosamigos, los robles y los fresnos.Deshidratados y desnudos, cubiertosaquí y allá con hojas moribundas, seelevaban tristemente sobre los árbolesjóvenes que los «habían suplantado perono reemplazado»[26]. Algunos, con susramas más bajas bien cubiertas de hojas,elevaban con gallardía, comoquejándose desesperados, sus ramassuperiores sin vida y rotas; de otrosárboles en medio de un follaje aúnespeso, aunque no tan abundante ysuntuoso como años atrás, salían aquí y

allá las orondas y resecas extremidadesde la madera muerta; las ramas de losotros ya se habían caído, y había algunosque habían sido talados y se pudrían enel suelo como cadáveres. ¡Quién habríaprevisto sombras en Chapligino, dondeotrora no había ni una! Al contemplar elárbol moribundo, pensé: ahora seguroque sabes lo que es la vergüenza, laamargura. Y recordé los siguientesversos de Koltsov:

¿Dónde estáTu discurso tan altivo,Tu poder tan orgulloso,Tu brillo real?

¿Dónde estáTu potencia verde?

—Dime, Ardalión Mijáilich —comencé—, ¿por qué no se talaron estosárboles al año siguiente? No te darán nila décima parte de lo que valían.

Se limitó a encogerse de hombros.—Tendrías que haberle preguntado a

mi tía. Vinieron a verla comerciantes, leofrecieron dinero, le rogaron una y otravez.

—Mein Gott! Mein Gott! —exclamaba Von der Kock a cada paso—.¡Qué verkuenza!

—¿Qué dice? —le preguntó mi

vecino con una sonrisa.—Esto es una vergüenza, es lo que

quiero decir. (Es bien sabido quecuando los alemanes logran dominarnuestra pronunciación, lo hacenadmirablemente bien).

Se conmovió sobre todo por losrobles tirados en el suelo, y no es deextrañar; muchos molineros habríanpagado una fortuna por ellos. PeroArjip, mantuvo una composturaimperturbable y no mostró el menorsigno de pena; al contrario, saltabasobre los árboles caídos dándole con lafusta a su caballo con cierta animación.

Nos dirigimos hacia el lugar en

donde se talaba cuando, de pronto, trasoír un árbol que caía, se oyeron gritos yvoces, y unos segundos después un jovencampesino, pálido y desaliñado, saliócorriendo de un matorral.

—¿Qué ocurre? ¿Adónde corres? —le preguntó Ardalión Mijáilich.

Se paró en seco.—Ardalión Mijáilich, señor, ha

habido un accidente.—¿Qué ha ocurrido?—Maxim, lo ha alcanzado un árbol.—¿Cómo ha podido ocurrir?

¿Quieres decir Maxim el contratista?—Así es, señor, el contratista.

Empezamos a cortar un fresno, y se

quedó mirando… Estuvo allí de piemucho tiempo, y entonces fue al pozopor agua, porque tenía sed, ya sabe.Entonces, de pronto el fresno empieza aceder y a caerse justo donde él está. Legritamos: corre, corre, corre… Podríahaberse echado a un lado, pero se ponea correr para delante… Se asustó, yasabe. El fresno le cayó con toda la copaencima y lo cubrió. El Señor sabrá porqué cayó tan deprisa, probablementeestaba podrido por dentro.

—¿Y ha aplastado a Maxim?—Lo aplastó, sí.—¿Y lo ha matado?—No, señor, está vivo todavía, pero

el asunto es feo: tiene las piernas y losbrazos rotos. Yo corría a Selivérstich enbusca del médico.

Ardalión Mijáilich ordenó a Arjipque fuera al galope hasta la aldea deSelivérstich y él mismo se dirigió conpaso rápido al lugar de la desgracia. Yolo seguí.

Encontramos al pobre Maxim en elsuelo. Lo rodeaban unos diezcampesinos. Nos apeamos de nuestroscaballos. Apenas se quejaba, aunque detanto en tanto abría mucho los ojos ymiraba a su alrededor sorprendido, y semordía los labios azulados. Le temblabael mentón, tenía el pelo pegado a las

sienes y su pecho se elevabairregularmente; era obvio que se moría.La débil sombra de un tilo joven seextendía calma sobre su rostrodescompuesto.

Nos agachamos a su lado yreconoció a Ardalión Mijáilich.

—Señor —comenzó a decir en unavoz apenas audible—, el sacerdote…Mándelo a buscar… Mándelo a… ElSeñor… Me ha castigado… Mispiernas, mis brazos, todo roto… Hoy…Es domingo… Pero yo… Yo… Ya love… No dejé que los muchachos…

Se quedó callado. La respiración erairregular y entrecortada.

—Mi dinero… La mujer… Déselo ami mujer… Luego, lo que quede…Onisim sabe… A quién le debo…

—Hemos ido por el médico, Maxim—dijo mi vecino—. ¡Es posible que note mueras hoy, amigo!

Él quería abrir los ojos, conesfuerzo desmesurado elevó las cejas ylos párpados.

—No, moriré hoy… Ya verá… Verá,ahí viene ella, ella… Ahí…Perdonadme, muchachos, si en algúnmomento…

—El Señor te perdonará, MaximAndréich —dijeron los campesinostodos a una, y se quitaron las gorras—.

Y tú perdónanos a nosotros.Él se estremeció súbita y

desesperadamente, levantó el pecho conpesadumbre y de nuevo se hundió.

—No tendría que morirse aquí —exclamó Ardalión Mijáilich—.Muchachos, coged esa manta del carro yllevémoslo al hospital.

Un par de hombres corrieron haciael carro.

—Efim… de Sichovsk —comenzó abalbucir el moribundo—, ayer lecompré un caballo… Le dejé unaseñal… El caballo es mío… Que mimujer se quede con eso también…

Se dispusieron a colocarlo sobre la

manta. Comenzó a estremecer todo elcuerpo, como un pájaro abatido, y depronto se puso rígido.

—Ha muerto —dijo un campesino.En silencio montamos en los

caballos y nos marchamos. La muertedel pobre Maxim me dejó de humorpensativo. ¡Qué cosa tan asombrosa, lamuerte de un campesino ruso! Su estadomental antes de morir no podríallamarse ni indiferente ni estúpido;muere como si estuviera llevando a cabouna ceremonia: fríamente, con sencillez.

Hace algunos años, un campesinoque pertenecía a otro de mis vecinos delcampo se quemó en un granero. (De

hecho, habría permanecido dentro delgranero si no hubiera sido porque unvisitante de la ciudad lo sacó de allímedio muerto: se remojó en una jarra deagua y sin perder un segundo rompió lapuerta sobre la que colgaba una viga queya ardía). Lo visité en su cabaña. Dentroestaba oscuro. Era un ambienterecargado y lleno de humo.

—¿Dónde está el enfermo? —pregunté.

—Ahí, señor, sobre el horno —merespondió la voz cantarina de unaanciana, abatida por el peso de sudesgracia.

Me acerqué y encontré al campesino

envuelto en una piel de oveja,respirando con dificultad.

—¿Cómo te encuentras?El enfermo se puso nervioso, trató

de incorporarse, pero estaba cubierto deheridas y próximo a la muerte.

—Échate, échate. ¿Y bien? ¿Cómoestás?

—Estoy mal, eso seguro —dijo.—¿Te duele?No respondió.—¿Hay algo que necesites?Silencio.—¿Mando que te traigan té?—No hace falta.Lo dejé y me senté en un banco. Allí

estuve un cuarto de hora, media hora,reinaba sobre la cabaña un silencio decementerio. En un rincón, junto a unamesa bajo los iconos, se escondía unaniña de cinco años comiendo pan. Devez en cuando su madre le pedía queestuviera callada. Afuera en el porche lagente iba y venía, hacía ruido ycharlaba, y la cuñada del moribundocortaba coliflor.

—¡Ah, Aksinia! —murmuró elhombre.

—¿Qué quieres?—Dame un poquito de kvas.Aksinia le dio de beber. Se hizo

silencio. Pregunté en un susurro:

—¿Le han dado la extremaunción?—Sí.En ese caso, todo estaba como

debía: el hombre, sencillamente, estabaesperando la muerte, nada más. No pudesoportarlo y me marché…

En otra ocasión, me acuerdo, visité unhospital en la aldea de la Krasnogoriapara ver al ayudante del médico,Kapitón, conocido mío y devotocazador.

El hospital ocupaba lo que habíasido el ala de una casa solariega. Ladama de la mansión lo había montadoella misma, es decir, había ordenado que

sobre la puerta se colocara un letreroazul con letras blancas que decían:«Hospital de Krasnogoria», y ellamisma había confiado a Kapitón unhermoso álbum en donde apuntar losnombres de los enfermos. En la primerapágina del álbum uno de los benévolosaduladores de la dama, sirviente atiempo parcial, había inscrito lossiguientes versos manidos:

Dans ces beaux lieux,où règne l’allégresse,

Ce temple fût ouvertpar la Beauté;

De vos seigneurs

admirez la tendresse,Bons habitants de

Krasnogorié![27]

Y otro caballero había añadido másabajo:

Et moi aussi j’aime lanature!

Jean Kobyliátnikov[28].

El ayudante del médico habíacomprado seis camas de su propiodinero y, tras pedir una bendición por sutrabajo, se había puesto a cuidar detodas las criaturas del Señor. Aparte de

él mismo, el hospital tenía dosempleados: Pável, tallador de madera alque le daban ataques de locura, y unamujer con un brazo paralizado,Melikitrisa, la cocinera. Ambospreparaban los medicamentos, secabanhierbas y preparaban las infusiones;también solían contener a los pacientesen delirio. El tallador tenía aspectosombrío y era hombre de pocaspalabras: por la noche solía cantar unatonadilla sobre «una hermosa Venus» ymolestar a los visitantes del hospitalpidiéndoles que le permitieran casarsecon una cierta Malania, una chica quehacía tiempo que había muerto. La mujer

con el brazo paralizado solía golpearloy lo obligaba a cuidar de los pavos. Undía, sentado junto a Kapitón, empezamosa charlar sobre nuestra últimaexpedición de caza cuando de pronto uncarro entró en el patio tirado por uncaballo gris inusualmente engordado, lavariedad de rocín que solo utilizan losmolineros. En el carro iba un campesinode buen ver, con abrigo nuevo y unabarba moteada.

—Eh, Vasili Dmítrich —gritóKapitón desde la ventana—, puedesquedarte si lo deseas… Es el molinerode Libovshinski —me susurró.

El campesino saltó del carro con un

gruñido, y entró en la habitación deKapitón. Miró a su alrededor buscandoel icono y se persignó.

—Y bien, Vasili Dmítrich, ¿qué hay?Estás enfermo, eso es evidente: tienesmala cara.

—Así es, Kapitón Timoféich, hayalgo que no va bien.

—¿Cuál es el problema?—Es así, Kapitón Timoféich. No

hace mucho compré unas piedras demolino en la ciudad. Bueno, pues lasllevé a casa, pero cuando me puse adescargarlas del carro, me esforcédemasiado, ya sabes, y algo explotódentro de mi estómago, como si se

hubiera desgarrado. Y desde entoncesme siento mal. Hoy me duele mucho.

—Hum —murmuró Kapitón, yaspiró algo de tabaco—. Eso significaque tienes una hernia. ¿Y cuánto haceque te pasó esto?

—Unos diez días.—¿Diez días? —Kapitón exhaló con

los dientes apretados y meneó la cabeza—. Déjame que te palpe. Bueno, VasiliDmítrich —dijo al fin—. Lo siento porti, porque me caes bien, pero lo quetienes no es bueno. Estás muy enfermo, yno bromeo. Quédate conmigo, haré todolo que pueda por ti, pero no puedoprometerte nada.

—¿Dice usted en serio que es muymalo? —murmuró el asombradomolinero.

—Sí, Vasili Dmítrich, es muy malo.Si hubieras venido a verme hace un parde días, habría podido curarte con unamano. Pero ahora tienes esta parteinflamada, eso es lo que te pasa, y antesde que te des cuenta se habrágangrenado. —Pero no es posible,Kapitón Timoféich.

—Te digo que lo es.—¿Cómo puede ser? —Kapitón se

encogió de hombros—. ¿Me voy a morirde esta tontería?

—No estoy diciendo eso.

Simplemente te digo que te quedes aquí.El campesino lo pensó un rato, miró

al suelo, volvió a mirarnos a nosotros,se rascó la nuca y estuvo a punto deponerse la gorra.

—¿Adónde vas, Vasili Dmítrich?—¿Cómo que adónde? Es evidente,

a casa, si es que las cosas están así demal. Si están así, tengo muchas cosasque poner en orden.

—Pero te lastimarás de verdad,Vasili Dmítrich. Me sorprende que hayasllegado hasta hoy. Quédate aquí, te loruego.

—No, hermano Kapitón Timoféich,si voy a morirme, lo haré en casa. Si me

muero aquí, el Señor sabe lo que pasaríaen casa.

—Todavía no es seguro, VasiliDmítrich, saber cómo van a salir lascosas… Por supuesto que correspeligro, no hay duda, y por eso deberíasquedarte aquí.

El campesino negó con la cabeza.—No, Kapitón Timoféich, no lo

haré. Usted escríbame una receta conalguna medicinita.

—La medicina por sí sola no teservirá de mucho.

—No voy a quedarme, ya se lo hedicho.

—Bien, como desees… ¡Pero será

culpa tuya lo que ocurra!Kapitón arrancó una cuartilla del

álbum y, tras escribir una receta, le dioalgún consejo sobre lo que todavíapodía hacerse. El campesino cogió lacuartilla, le dio a Kapitón una monedade medio rublo, salió del cuarto y sesentó en su carro.

—Adiós, entonces, KapitónTimoféich. Piense de vez en cuando enmí y no se olvide de mis huérfanos, si esque llega a pasar…

—¡Quédese aquí, Vasili, quédeseaquí!

El campesino se limitó a negar conla cabeza, a golpear al caballo con las

riendas y salió del patio. Yo salí a lacalle y lo seguí con la mirada. El caminoestaba empantanado y lleno desocavones. El molinero iba con cuidado,sin prisa, guiando al caballo conhabilidad y haciendo reverencias acuantos encontraba por el camino…Cuatro días después estaba muerto.

En general, los rusos nos sorprendencuando se trata de morirse. Ahora meacuerdo de muchos que han muerto. Deti por ejemplo, amigo mío, el estudianteque nunca terminó su formación, AvenirSorokoúmov, ¡una persona magnífica ynoble! Te vuelvo a ver, consumido, conel rostro verdoso, tu pelo fino y rojizo,

tu sonrisa tímida, tu mirada asombrada ylas largas extremidades de tu cuerpo;oigo tu voz débil y amable. Vivías en lacasa del Gran Terrateniente Ruso, GurKrupiánikov, enseñabas gramática rusa ehistoria a sus hijos, Fofa y Ziozia, ysoportabas con paciencia los pesadoshumores del mismo Gur, la rudaconfianza de su mayordomo, las bromassoeces de sus malvados vástagos, y nosin una amarga sonrisa, pero también sinuna queja, cumpliendo con todas lasexigencias que te imponía su aburridaesposa; a pesar de esto, cómo solíasdisfrutar de tu tiempo libre, cómollenabas tus noches, tras la cena, cuando,

liberado al fin de todas las obligacionesy deberes, te sentabas junto a la ventanay pensativo fumabas tu pipa, o pasabascon avidez las páginas de alguna gruesarevista leída muchas veces, que habíatraído desde la ciudad un agrimensor tanpobre y sin hogar como tú. ¡Cómodisfrutabas en aquellos días de todaclase de versos e historias, con quéfacilidad las lágrimas se asomaban a tusojos, con qué placer te reías, cuán ricaera tu alma infantil y pura que amabasinceramente la humanidad y sentíaelevada compasión por todo lo bueno yhermoso! Es cierto, no eras famoso portu humor: la naturaleza no te había

bendecido ni con una buena memoria, nicon diligencia en tu trabajo; en launiversidad te consideraban uno de lospeores estudiantes; solías dormirte enlas clases y guardabas un silenciosolemne durante los exámenes. Pero¿qué ojos se iluminaban de alegría,quién solía quedarse sin aliento cuandoalgún compañero lograba un gran éxito?Tú lo hacías, Avenir… ¿Quién creía, porencima de todo, en la lealtad de losamigos, quién se enorgullecía de alabarsus habilidades, quién los defendía conmayor fiereza? ¿Quién de entre nosotrosno conocía la envidia ni la ambición,sacrificaba sus propios intereses

desinteresadamente, dejaba paso a otrosque no se merecían ni desabrocharle losbotines?… ¡Tú lo hacías, tú, mi queridoAvenir!

Recuerdo cómo te despediste de tuscamaradas con el corazón pesadocuando te marchaste a tu «empleotemporal»; presagios diabólicos teatormentaban… Y con buena razón: enel campo las cosas no fueron buenaspara ti; no había nadie a cuyos piespudieras sentarte a escuchar cadapalabra con admiración, nadie a quienamar… Los terratenientes, tanto losprovincianos como los cultos, tetrataban como si fueras un maestro de

escuela, algunos por maleducados, otrospor indiferentes. Y tú, por tu parte, nodescollabas mucho con tu timidez, tusonrojo, tu forma de sudar y tutartamudeo… Ni siquiera tu saludmejoró por el aire del campo; ¡tefundiste, pobre amigo, como una vela decera! Es cierto, tu pequeña habitacióndaba al jardín; cerezos, manzanos y tilosinundaban tu mesa, tu tintero, tus libros,con sus flores; de la pared colgaba unpequeño cojincillo para un reloj, regalode despedida de un ama de llavesalemana de rizos dorados y dulces ojosazules, sensible y de buen corazón; y devez en cuando algún viejo amigo de tus

días de Moscú te visitaba y te conducíaal éxtasis del entusiasmo sobre susversos o los de algún otro; pero tusoledad, el insoportable y duro trabajode tu vocación como profesor, losotoños interminables, los inviernosinacabables, el avance imparable de tuenfermedad… ¡Pobre, pobre, Avenir!

Visité a Sorokoúmov poco antes desu muerte. Apenas podía andar. Elterrateniente Gur Krupiánikov no lohabía echado de su casa, pero habíadejado de pagarle y había contratadootro maestro para Ziozia. Fofa habíaentrado en el cuerpo de cadetes. Avenirestaba sentado junto a la ventana en un

antiguo sillón Voltaire. Hacía un díahermoso. Un radiante cielo otoñalrelucía alegre y azulado sobre una filaoscura de tilos desnudos; aquí y allá, ensus ramas, se mecían y susurraban lasúltimas y radiantes hojas doradas. Latierra endurecida por la helada exhalabael vaho bajo el sol; sus rayos rosadosgolpeaban al bies la hierba pálida; undébil crujido parecía flotar en el aire, yen el jardín se oían las voces de lostrabajadores, de resonancia aguda ycristalina. Avenir llevaba puesto unbatín anticuado de Bokhara; un pañueloverde confería un destello cadavérico asu rostro ya demacrado. Estaba

encantado de verme, alargó la mano,comenzó a decir algo y se puso a toser.Le di tiempo para recuperarse y toméasiento cerca de él. Sobre sus rodillastenía un cuadernillo en donde habíansido copiados con gran esfuerzo lospoemas de Koltsov. Sonriendo, golpeóel libro con la mano.

—Esto es un poeta —consiguiódecir, conteniendo la tos con esfuerzo, ycomenzó a recitar algunos versos en unavoz apenas audible:

¿Qué importa si un halcónTiene las alas atadas?¿Qué importa si todos los senderos

Están cerrados para él?Le pedí que se detuviera; el médico

le había prohibido hablar. Yo sabíacómo entretenerlo. Sorokoúmov nuncahabía «seguido» la ciencia, como sueledecirse, pero siempre sentía curiosidadpor conocer lo que, por así decir, habíanestado meditando las grandes mentes delpresente, y las conclusiones a las quehabían llegado. Hubo una época en quesolía atrapar a otros estudiantes en unaesquina e interrogarlos: él se limitaba aescuchar, a maravillarse, a creer cadapalabra, y después las repetía como sifueran suyas. La filosofía alemanaejercía en él una gran fascinación.

Comencé a hablarle de Hegel (comose puede apreciar, todo esto ocurrióhace mucho tiempo). Avenir asintió conla cabeza, elevó las cejas, sonrió,susurró, «¡Lo entiendo, lo entiendo!…¡Ah, eso está muy bien!». La curiosidadinfantil del moribundo, de aquel hombrepobre, descuidado y sin casa, meconmovió, lo confieso, hasta laslágrimas. Debo explicar que Avenir, alcontrario que la mayoría de lostuberculosos, nunca se mentía a símismo sobre su enfermedad. ¿Y por quéiba a hacerlo? No suspiraba por ello, sualma no estaba sometida a aquelconocimiento, ni una sola vez se refirió

a su enfermedad.Haciendo acopio de fuerzas,

comenzó a hablar de Moscú, de loscompañeros estudiantes, de Pushkin y elteatro y la literatura rusa; recordónuestros festines, los debates acaloradosen nuestro círculo, y pronunció con penalos nombres de dos o tres amigos quehabían muerto…

—¿Te acuerdas de Dasha? —añadióal fin—. ¡Ahí tenías un alma de oro! ¡Uncorazón puro! ¡Y cómo me amaba…!¿Qué le habrá ocurrido ahora?Probablemente esté reseca y vieja,consumida, ¿no crees? Pobrecilla.

No me atreví a desencantar al

enfermo, no había razón alguna paradecirle que su Dasha era ahora másancha que alta, que salía concomerciantes, los hermanosKondachkov, que se pintaba y se dabapolvos y hablaba con tono altisonante yusaba un lenguaje poco apropiado.

De todos modos, pensé, mirando susrasgos exhaustos: ¿es imposible sacarlode este lugar? Tal vez aún puedacurarse… Pero Avenir no me dejóterminar lo que le estaba proponiendo.

—No, gracias, querido amigo —murmuró—, no importa dónde se muereuno. Puedes ver que no llegaré alinvierno, de manera que, ¿por qué

molestar a la gente de formainnecesaria? Estoy acostumbrado a estacasa. Es cierto que la gente al cargoaquí…

—¿… son malas personas? —interrumpí.

—No, no son malas, solo son unpoco como trocitos de madera. Pero notengo razones para quejarme de ellos.Están los vecinos: Kasatkin, elterrateniente, que tiene una hija de buenaformación, amable, la criatura másdulce… No de esas orgullosas…

Sorokoúmov volvió a tener unacceso de tos.

—Podría estar mejor —continuó,

tras haber recuperado el aliento— sisolo me permitieran fumarme una pipa…¡No, no pienso morirme antes defumarme una pipa entera! —añadió,guiñándome el ojo—. Dios mío, hevivido lo suficiente, y he conocido apersonas buenas…

—Al menos deberías escribir a tusparientes —lo volví a interrumpir.

—¿Para qué? ¿Para pedirles ayuda?No podrán ayudarme, y no tardarán ensaber de mí cuando muera. No hay razónpara hablar de ello… Mejor cuéntametodo lo que viste en el extranjero.

Comencé a contarle cosas. Memiraba, bebiendo cada una de mis

palabras. Hacia el crepúsculo memarché, y diez días más tarde recibí lasiguiente carta del señor Krupiánikov:

Con esta carta tengo elhonor de hacerle participe, miquerido señor, de la noticia deque su amigo, el estudianteseñor Avenir Sorokoúmov, queha estado viviendo en mi casa,falleció hace cuatro días a lasdos en punto de la tarde y quehoy se le ha enterrado en miparroquia y yo he corrido contodos los gastos. Me imploróque le enviara a usted los

volúmenes que adjunto y loscuadernillos. Hemosdescubierto que tenía veintidósrublos y medio, los cuales, juntocon el resto de sus pertenencias,serán enviados a sus parientes.Su amigo falleció siendoplenamente consciente y, sidebe decirse, con cierto gradode insensibilidad, y por lo tantosin exhibir la menor señal detristeza, aun cuando nosestábamos despidiendo de él engrupo, toda la familia. Miesposa, KleopatraAlexándrovna, le envía a usted

sus respetos. La muerte de suamigo solo podía tener unefecto negativo en sus nervios;en lo que a mí respecta, meencuentro bien, gracias alSeñor, y tengo el honor deseguir siendo

Su más humilde servidor,G. Krupiánikov

Se me ocurren muchos otrosejemplos, tantos que sería imposiblecontarlos todos. Me limitaré a uno.

Una anciana dama, terrateniente ellamisma, moría en mi presencia. El

sacerdote comenzó a leer la oraciónpara los moribundos sobre su cuerpo,cuando de pronto se dio cuenta de que laenferma estaba en efecto muriendo y contoda prisa le pasó la cruz. La ancianadama se mostró ofendida por el gesto.

—¿A qué tanta prisa, señor? —leespetó, con un tono de voz que yadenotaba la rigidez que la esperaba—.Le dará tiempo…

Se echó para atrás y terminó decolocar su mano bajo la almohadacuando exhaló su último suspiro. Habíauna moneda de rublo debajo de laalmohada: había tenido la intención depagar ella misma al sacerdote por leer

las plegarias de su propiofallecimiento…

¡Sí, los rusos son asombrososcuando se trata de la muerte!

CANTANTES

La pequeña aldea de Kolotovka, queperteneció en el pasado a una hacendadalocalmente conocida como laCacareadora por su temperamentoanimoso y parlanchín (su auténticonombre continúa siendo un misterio),pero que ahora pertenece a algún alemánpetersburgués, se encuentra en la faldade una colina sin apenas vegetación,

separada de abajo a arriba por unterrible barranco que se abre como laboca de un abismo, cuyo curso desocavones erosionados por el agua seextiende hasta el centro de la calleprincipal y divide en dos el miserableasentamiento de manera más efectivaque un río, puesto que sobre un río almenos se puede tender un puente. Unospocos sauces consumidos se apiñantímidamente aquí y allá sobre sus orillasarenosas; al fondo, seco y amarillentocomo el cobre, yacen enormesrectángulos de piedra arcillosa. Nopuede negarse que su aspecto distamucho de ser alegre, y aun así todos

quienes viven en la localidad estáncompletamente familiarizados con lacarretera de Kolotovka, y la suelenfrecuentar con animación.

Al principio del barranco, a pocospasos de donde comienza la estrechagrieta, hay una cabaña pequeña ycuadrada, completamente apartada delas otras. Tiene techo de paja y unachimenea; una ventana se abre sobre elbarranco como un ojo avizor, y en lasnoches de invierno, iluminada desdedentro, puede verse de lejos a través dela débil niebla de la escarcha, titilandocomo una estrella que guía a muchoscampesinos de vuelta a casa. Un

pequeño letrero azul ha sido colocadosobre la puerta de la cabaña: se trata deuna taberna conocida como LaBienvenida[29]. No puede decirse que labebida se venda a menor precio delhabitual, pero es mucho más frecuentadaque los demás establecimientos de suclase en la localidad. La razón es eltabernero, Nikolái Ivánich.

Nikolái Ivánich, en otra época jovenrobusto de pelo rizado y mejillas rojas,es hoy un hombre achaparrado y canosode cara fofa, mirada astuta y bonachonay sienes abultadas cruzadas por arrugasfinas como hilos. Ha vivido más deveinte años en Kolotovka. Como Ja

mayoría de los taberneros, es un hombrecompetente y ocupado, y si bien nodescuella por su especial amabilidad nipor su habilidad para contar historias,posee una habilidad innata para atraer yretener a sus clientes, quienes a sumanera se sienten felices ante su bebidabajo la mirada tranquila y hospitalaria,aunque atenta, de anfitrión tan flemático.Es un hombre con sentido común; estáfamiliarizado con la forma de vida tantode los terratenientes como de loscampesinos y la gente de ciudad; cuandoalguien está ante una situacióncomplicada es capaz de ofrecerconsejos que nada tienen de estúpidos;

sin embargo, hombre de naturalezaegoísta y cauta, prefiere mantenerse almargen y solo desde allí, como quien noquiere la cosa, murmura una palabra odos con aparente desinterés, y sugiere asus clientes, pero solo a sus favoritos, elprocedimiento más indicado. Tiene buenconocimiento de lo que importa ointeresa a los rusos: caballos, ganado,temas forestales, fabricación deladrillos, alfarería, textiles y prendas decuero, canto y baile.

Cuando no tiene clientes, suelesentarse como un saco en el suelo fuerade la puerta de su cabaña, con suspiernecillas recogidas, e intercambia

saludos con todos los pasantes. Ha vistomuchas cosas en su vida y hasobrevivido a numerosos pequeñosnobles que lo han visitado para echarseun trago «del licor ruso auténtico»; sabetodo lo que pasa en la región, y sinembargo jamás chismorrea, jamás daseñales de saber cosas insospechadaspara el policía de mejor olfato para elcrimen. Se guarda lo que sabe para él,ríe por dentro y se afana con sus jarrasde cerveza. Los vecinos lo respetan: elterrateniente de mayor rango del distrito,el General Scherepetenko, lo saluda conuna respetuosa reverencia al pasar frentea la pequeña cabaña. Nikolái Ivánich

tiene cierta influencia: obligó a unconocido ladrón de caballos a devolverun rocín robado de la parcela de uno desus amigos, e hizo entrar en razón a loscampesinos de una aldea vecina reaciosa aceptar un nuevo intendente, etc. Perono se debe imaginar que lo hace poramor a la justicia o el bien de lacomunidad, ¡oh, no! Simplemente tratade impedir lo que pueda afectar a supropia tranquilidad. Nikolái Ivánich estácasado y tiene hijos. Su mujer, burguesade origen, una señora nerviosa de narizafilada y ojos inquietos, también haengordado últimamente, como sumarido. Él se apoya en ella en todo, y es

ella quien guarda el dinero bajocandado. Los borrachos más bocazas latemen, pero ella no los soporta: gastanmenos que el ruido que hacen; le gustanmás los clientes taciturnos y serios.Nikolái Ivánich tiene hijos todavíapequeños; los primeros que tuvieronmurieron durante la infancia, pero losque han sobrevivido se parecen cada díamás a sus padres. Es un placer ver losrostros inteligentes de esos niños sanos.

Era un día muy caluroso de juliocuando, arrastrando los pies condificultad, mi perro y yo escalamos elbarranco cercano a Kolotovka endirección a la taberna La Bienvenida. El

sol refulgía en el cielo y lo asaba todosin misericordia; el polvo sofocanteimpregnaba el aire. Grajos y cornejas deplumas brillantes apuntaban hacia abajosus picos y miraban con pesadumbre alos pasantes, como pidiendo clemencia;solo los gorriones conservaban laanimación, extendían las plumas,gorjeaban más que de costumbre, sepeleaban alrededor de las verjas yemprendían vuelo desde el caminopolvoriento en nubes grisáceas sobre lasplantaciones verdes de cáñamo. La sedme atormentaba. No había agua en elvecindario: en Kolotovka, como entantas otras aldeas de la estepa, los

campesinos, sin riachuelos ni pozas,están acostumbrados a beber el fangolicuoso de los estanques… Pero ¿quiénpodría decir que aquel horrible mejunjefuera agua? Quería pedir un vaso decerveza o de kvas a Nikolái Ivánich.

Debo confesar que en ningúnmomento del año Kolotovka ofrece unespectáculo agradable; pero despierta unsentimiento especialmente triste cuándoel sol de julio vierte sin piedad susrayos sobre los desvencijados tejadoscolor óxido, y sobre el barrancoprofundo y la tierra común, reseca ypolvorienta, por donde gallinas malalimentadas corretean sobre unas patas

raquíticas sin dirección alguna, y sobreel armazón gris y esquelético de unacasa de madera de álamo, con agujerospor ventanas (es cuanto queda de lamansión solariega, ahora invadida porortigas, hierbas y otros yuyos), y sobreel estanque verde oscuro literalmentefundido por el sol, cubierto de plumillasde ganso y rodeado de fango medioreseco, con una presa torcida cerca de lacual, sobre una tierra tan desmenuzadapor los pasos que parece ceniza, seagrupan míseras las ovejas, queestornudan, apenas pueden respirar porel calor y con paciente desaliento dejancolgar sus cabezas lo más bajo posible,

como esperando que pase el calorinsoportable.

Con pasos desganados me fuiacercando al hogar de Nikolái Ivánich,despertando, naturalmente, la excitaciónde los niños pequeños, que me miraronfijamente, y, en los perros, un enfado deladridos agudos y maliciosos como siles arrancaran las entrañas hastaquedarse solo con su tos y laimposibilidad de respirar, cuando depronto apareció en el umbral de lataberna un hombre alto sin sombrero,con una casaca de entretela atada con uncordón azul. A simple vista parecía unsiervo doméstico; sobre su rostro reseco

y arrugado se alzaban en desordenmechones de pelo gris. Llamó a alguien,agitando los brazos de forma mucho másexagerada de lo que él mismo habríaquerido. Era evidente que ya habíaconseguido beber algo.

—¡Venga, vamos! —balbució,levantando con inmenso esfuerzo suscejas espesas—. ¡Vamos, Guiñador,venga! Solo te arrastras, vamos, hombre.No está bien, qué va. Aquí te estánesperando, y tú solo te mueves a gatas…¡Vamos!

—Bien, ya voy, ya voy —respondióuna voz molesta, y desde detrás de lacabaña, por la derecha, apareció un

hombre pequeño, gordo y cojo. Llevabauna chaqueta de paño bastante elegante,con un brazo metido por una de lasmangas; una gorra alta y puntiaguda,echada hacia delante, confería a surostro hinchado un aspecto cómico,astuto. Sus ojillos amarillentos mirabanen todas direcciones, y una sonrisaforzada y respetuosa dibujaba sus labiosfinos; su nariz larga, afilada, seproyectaba frente a él con impudicia,como un timón.

—Ya voy, mi querido amigo —continuó, cojeando en dirección a lataberna—. ¿Por qué me gritas? ¿Quiénme espera?

—¿Qué por qué? —dijo conreproche el hombre con la casaca deentretela—. Oh, Guiñador, eres unamaravilla, amigo, eso eres… ¿Te llamande la taberna y tú preguntas por qué?Los que te esperan son buena gente;Yashka el Turco está ahí, y el CaballeroSalvaje, y el Contratista de Zhizdra.Yashka ha hecho una apuesta con elContratista, ha apostado una jarra decerveza sobre quién es mejor, quiéncanta mejor, quiero decir… ¿Lo ves?

—¿Va a cantar Yashka? —preguntóel llamado Guiñador con gran interés—.¿Lo dices en serio, Atontao?

—Pues sí —respondió Atontao muy

digno—, y no tienes que ir preguntandotonterías. Claro que va a cantar si hahecho una apuesta, viejo idiota.¡Guiñador!

—¡Pues ve entrando, que parecestonto! —respondió el Guiñador.

—Venga, dame un beso, querido —dijo el Atontao socarrón, abriendo losbrazos.

—¡Míralo! ¡Se ha vuelto tonto en lavejez! —respondió el Guiñador condesdén, haciéndolo a un lado con elcodo, y ambos, agachándose, entraronpor la puerta baja.

La conversación que acababa deescuchar azuzó mi curiosidad. Más de

una vez me habían llegado rumoressobre cómo Yashka el Turco era elmejor cantante del distrito, y ahora depronto tenía la oportunidad deescucharlo competir con otro maestro.Apuré el paso y entré en el local.

Es posible que pocos de mislectores hayan tenido la oportunidad deentrar en una taberna rural; peronosotros los cazadores ¿en dónde no nosmetemos? Son muy sencillas. Suelenconsistir en un zaguán oscuro y unsaloncito dividido en dos por unapartición, más allá de la cual ningúncliente puede asomarse. En la mitad queocupamos, sobre una amplia mesa de

roble, hay un hueco de grandesproporciones que se usa para despacharlas bebidas. Sobre las estanteríasdirectamente opuestas a este mostradorestán las botellas etiquetadas en fila. Enla parte delantera de la cabaña,destinada a los clientes, hay bancos, unoo dos barriles vacíos y una mesa en elrincón. Las tabernas rurales suelen serbastante oscuras, casi nunca se ven enlas paredes de troncos esos cartelespopulares y coloridos con los que estánempapeladas la mayoría de las cabañascampesinas.

Cuando entré en La Bienvenida, yase habían congregado un buen número de

personas.Detrás del mostrador, como siempre,

ocupando casi toda la apertura, estabaNikolái Ivánich luciendo una coloridacamisa de percal. Una sonrisa indolenteampliaba sus mejillas fofas mientrasservía, con su mano redonda y blanca,dos vasos de licor para los dos amigosque acababan de entrar, el Guiñador y elAtontao. Desde un rincón cerca de laventana, a su espalda, llegaba la miradapenetrante de su esposa. En mitad dellocal estaba de pie Yashka el Turco,hombre delgado y pequeño de unosveintitrés años, con un caftán largo azulpálido. Parecía un gallardo obrero de

fábrica pero no podía presumir de muybuena salud, o eso parecía. Mejillashundidas, enormes ojos verdes, narizrecta y delicada, frente blanca bajo unosrizos castaños, labios grandes, hermososy expresivos, todo su rostro hablaba deun hombre de sensibilidad y pasión.Estaba muy emocionado: parpadeaba sincesar, respiraba de forma irregular ymovía nervioso las manos,afiebradamente; de hecho, estabaafiebrado, o más bien en ese ansiosoestado febril que bien conoce quienhabla o canta en público.

Tenía a su lado un hombre de unoscuarenta años, hombros amplios,

mejillas salientes, frente achaparrada,estrechos ojos de tártaro, nariz pequeñay plana, mandíbula cuadrada y pelonegro y reluciente, duro como uncepillo. La expresión de su rostrooscuro como el plomo, sobre todo en suslabios pálidos, se habría dicho salvajesi no hubiera sido tan calma ymeditativa. Apenas se movía, solomiraba despacio a su alrededor decuando en cuando, como un buey pordebajo del yugo. Lo llamaban elCaballero Salvaje.

Justo frente a él, en el banco bajo losiconos, esperaba sentado el rival deYashka, el Contratista de Zhizdra. Era un

hombre achaparrado de unos treintaaños, corto de estatura, picado deviruelas y con el pelo rizado, denaricilla respingona, ojos vivacesmarrones y barbita rala. Mirabanervioso a su alrededor, sentado sobresus manos, charlaba despreocupado y devez en cuando golpeaba el suelo con susbotas vivazmente decoradas. Sus ropasconsistían en una chaqueta campesinanueva de fino paño gris con el cuello deterciopelo, que contrastaba con el bordede una camisa roja anudada a la nuca.

Sentado en el rincón opuesto, a laderecha de la puerta, un campesinovestía un abrigo raído y estrecho con un

enorme jirón sobre el hombro.El pálido amarillo de la luz del sol

se filtraba por los paneles polvorientosde las dos pequeñas ventanas, y parecíaincapaz de vencer la oscuridad habitualdel local: todo estaba tan pobrementeiluminado que las figuras sedifuminaban. Pese a ello, el aire era casifrío, y toda sensación de calor sofocantey opresivo se desprendió como un pesomuerto de mis hombros en cuantotraspuse el umbral.

Advertí que mi llegada generó confusiónentre los huéspedes de Nikolái Ivánich,pero cuando el tabernero me hizo una

reverencia como si fuera alguienconocido, todos se relajaron y ya no meprestaron atención. Pedí una cerveza yme senté en un rincón, cerca delcampesino del abrigo harapiento.

—Y bien, ¿qué ocurre? —rugió depronto el Atontao, bebiéndose su jarrade un trago y acompañando laexclamación con los mismos extrañosgestos de los brazos, sin los cuales,evidentemente, nunca pronunciabapalabra—. ¿Qué estamos esperando?Empieza ya, si vas a cantar. ¿Eh,Yashka?

—Empieza, empieza —añadióNikolái Ivánich para darle ánimos.

—Empezaremos, suponiendo que vaa salir bien —anunció el Contratista consangre fría audaz y una sonrisa deconfianza—. Estoy preparado.

—Y yo también —declaró Yákovcon animación.

—Muy bien, pues adelante,muchachos —siseó el Guiñador condificultad.

Pero, a pesar del deseo unánime,nadie empezó a cantar; el Contratista nisiquiera se levantó. Reinaba unaexpectación generalizada.

—¡Empezad! —dijo el CaballeroSalvaje con voz aguda y mal humor.

Yákov se estremeció. El Contratista

se puso de pie, dio un fuerte tirón de sucinto y tosió.

—¿Y quién canta primero? —preguntó con voz algo menos segura,dirigiéndose al Caballero Salvaje, queseguía inmóvil en mitad de la sala, conlas piernas robustas separadas y susbrazos poderosos metidos casi hasta loscodos en los bolsillos de sus ampliospantalones.

—Tú, tú, Contratista —balbució elAtontao—, te toca, amigo.

El Caballero Salvaje le echó unamirada por debajo del entrecejo. ElAtontao croó débilmente, algoconfundido, miró hacia el techo, se

encogió de hombros y guardó silencio.—Echadlo a suertes —anunció el

Caballero Salvaje serenamente—.Poned cerveza sobre el mostrador.

Nikolái Ivánich se agachó, levantó labotella del suelo, y con un gruñido ladepositó sobre la mesa.

El Caballero Salvaje miró a Yákovy dijo: «¡Bien!», Yákov rebuscó en susbolsillos, extrajo una moneda pequeña yla puso a prueba con los dientes. ElContratista sacó de debajo de losfaldones de su abrigo un monedero decuero reluciente, lo desanudó con calma,vertió un montón de cambio en la mano yeligió una moneda nueva. El Atontao

colocó su gorra viejísima de punta rotafrente a ambos: Yákov arrojó dentro sumoneda, y lo mismo hizo el Contratista.

—Elige tú —dijo el CaballeroSalvaje, volviéndose hacia el Guiñador.

El Guiñador sonrió con satisfacción,agarró la gorra con ambas manos ycomenzó a menearla. Durante unmomento imperó el silencio mientras lasmonedas chocaban. Observé conatención a mi alrededor. Todos losrostros expresaban una expectativatensa; el Caballero Salvaje apretó losojos. Mi vecino, el campesino delabrigo harapiento, alargó el cuello conviva curiosidad. El Guiñador metió la

mano en la gorra y sacó la moneda delContratista; todo el mundo suspiró.Yákov enrojeció, y el Contratistaextendió su mano.

—¿No dije que serías tú? —exclamóel Atontao—. ¡Claro que sí!

—No grites —apuntó con severidadel Caballero Salvaje—. ¡Adelante! —continuó, inclinando la cabeza endirección al Contratista.

—¿Y qué canto? —preguntó este,algo preocupado.

—Lo que quieras —respondió elGuiñador—. Lo que te venga a la mente,canta eso.

—Por supuesto, canta lo que quieras

—añadió Nikolái Ivánich, cruzandolentamente los brazos—. Nadie te estádando ninguna orden. Canta lo quequieras, pero cántalo bien. Despuésdecidiremos como nos dicte laconciencia.

—Pues claro que sí, como nos dictela conciencia —interrumpió el Atontao,y lamió el borde de su vaso vacío.

—Dadme tiempo, amigos, paraaclararme la garganta —comenzó adecir el Contratista, pasándose losdedos por el cuello del abrigo.

—¡Vamos, vamos, no intentesescabullirte ahora! ¡Empieza! —dijo condecisión el Caballero Salvaje, y bajó la

mirada al suelo.El Contratista pensó durante un

momento, meneó la cabeza y dio un pasohacia delante. Yákov lo miraba fijo, consuma atención…

Pero antes de que empiece unadescripción del concierto en sí,considero necesario decir un par decosas sobre cada uno de losparticipantes en mi relato. Las vidas dealgunos de ellos ya me eran conocidasantes de que me los encontrara en lataberna La Bienvenida; sobre los demásme informé más tarde.

Comencemos por el Atontao. Elauténtico nombre de este individuo era

Yevgraf Ivanov; pero nadie lo conocíaen la región sino como el Atontao, y élse enorgullecía de su apodo que tan bienle sentaba. Y no hay duda de que nadapodría haber sido más apropiado paradescribir su aspecto siempre nervioso.Era un siervo doméstico, soltero y, comosirviente, un auténtico desastre. Hacíamucho que sus amos lo habíandesahuciado, si bien, sin ocupación nirecibir un kópek como paga, todos losdías encontraba argucias para divertirsea expensas de los demás. Teníamuchísimos conocidos que lo invitabana alcohol y té, aunque ellos mismos noentendían por qué: no solo estaba lejos

de ser buena compañía sino que, alcontrario, los aburría con su chácharainsensata, su forma intolerable deaprovecharse, sus movimientos febrilesy su manera de reírse, sin parar y tanafectada. No sabía cantar ni bailar, ydesde su nacimiento jamás había dichouna palabra no ya inteligente, sinorazonable; su cháchara era incesante ysiempre decía lo primero que le venía ala cabeza, ¡era un Atontao, no hay dudade ello! Aun así, no había juergaalcohólica en cuarenta verstas a laredonda sin que se distinguiera entre losinvitados su silueta famélica y alargada;la gente se había acostumbrado a su

presencia como a un mal inevitable. Selo trataba con desprecio, y únicamenteel Caballero Salvaje sabía controlar sussalidas de tono.

El Guiñador no se parecía en nada alAtontao. Su apodo también le cuadraba,aunque no solía guiñar más que losdemás; sin embargo, todos saben lointeligentes que son los rusos con losapodos. A pesar de mis intentos porsaber más sobre el pasado del hombre,su vida aún contiene para mí, yprobablemente también para otros, áreasnebulosas o, como dicen las personasleídas, oscuras por la niebla profunda delo incierto. Solo llegué a saber que en un

tiempo había sido el cochero de unadama mayor y sin hijos, que se habíaescapado con la troika y los caballosque estaban a su cargo, habíadesaparecido durante un año y, sin duda,tras descubrir por sí mismo lasdesventajas y miserias de la vida devagabundo, había vuelto, pero ya cojo,se había arrojado a los pies de su ama y,habiendo expiado su crimen con variosaños de servicio ejemplar, había vueltoa ganar su favor gradualmente hastaobtener su entera confianza, convertirseen uno de sus intendentes y, a la muertedel ama, de alguna forma misteriosa,obtener su libertad; entonces se enroló

en el estrato de la sociedad pequeño-burguesa, comenzó a alquilar zonas dehuerto de sus vecinos, se enriqueció yahora vivía como un gran señor. Era unhombre de experiencia amplia, sabía loque le convenía, no era malicioso nigeneroso, sino más bien de unaprudencia envidiable; era hueso duro deroer, sabía cómo eran las personas yhabía aprendido a usarlas. Era cautelosopero tenía los recursos de un zorro;hablaba como una vieja pero nuncadecía demasiado, aunque siemprelograba que los demás dijeran lo quepensaban; esto no quiere decir quepretendiera ser tonto, como algunos

granujas, y le habría sido complicadopretenderlo puesto que nunca he visto anadie con ojos tan perspicaces einteligentes como sus pequeñas«mirillas»[30]. Su mirada nunca erasencilla y clara; siempre miraba dearriba abajo, investigando. Enocasiones, el Guiñador se pasabasemanas pensado alguna operación enapariencia sencilla, y luego, en unsegundo, tomaba una decisión y seembarcaba en algún curso de acciónaudaz; parecía a punto de perderlo todo,y de repente su negocio había sidoresuelto con el mayor de los éxitos, ytodo le iba a las mil maravillas. Era

afortunado y creía en su buena fortuna, ytambién en los augurios. Solía ser muysupersticioso. No caía muy bien porqueno se preocupaba por los demás, pero lorespetaban. Toda su familia consistía enun único hijo pequeño, mimado, quiensin duda llegaría muy lejos con un padrecomo él. «El pequeño Guiñadorito esidéntico a su padre», decían entonceslos viejos conversando en las nochesestivales; y todos sabían lo quesignificaba, y nadie veía necesarioañadir más.

Sobre Yákov el Turco y elContratista no hay razón para decirmucho. Yákov, al que llamaban el Turco

por ser hijo de una muchacha turcacapturada, era artista por naturalezaaunque por vocación trabajaba en lastinas de una fábrica de papel de uncomerciante local; mientras que elContratista, cuyo destino, deboadmitirlo, me es desconocido, parecía eltípico producto malicioso de laburguesía de una ciudad de provincias.Pero merece la pena entrar en algúndetalle más sobre el Caballero Salvaje.

A primera vista surgía su cruda ypoderosa, y a la vez irresistible, fuerzafísica. Su figura era irregular, como si lahubieran «montado» de varias partesdistintas, pero emanaba un aire de salud

de hierro y, aunque parezca extraño, sufigura de oso no estaba exenta de ciertaelegancia natural, debida tal vez altranquilo conocimiento de su propiopoder. De entrada era difícil decidir aqué clase social pertenecía esteHércules; no parecía siervo doméstico,ni miembro de la pequeña burguesía, nioficinista pobre retirado, ni miembroarruinado de la nobleza local convertidoen cazador y hombre para todoquehacer: era él mismo y nada más.Nadie sabía de dónde había salido antesde dejarse caer por nuestro distrito; lasmalas lenguas decían que provenía depequeños terratenientes venidos a

menos, y que había pertenecido alservicio burocrático; pero nadie sabíanada seguro sobre su pasado, ni habíanadie de quien obtener información;desde luego de él mismo era imposible,puesto que nadie era más taciturno ymalhumorado que él. Además, nadiepodía asegurar de qué vivía: no seocupaba de ningún negocio en particular,nunca viajaba para trabajar con nadie,casi no tenía amigos, y sin embargonunca parecía carecer de dinero, nomucho, es cierto, pero algo tenía. No esque llevara una vida modesta, nada engeneral era modesto en él, sino que nohacía mucho ruido; había existido sin

preocuparse por quienes lo rodeaban, yestaba claro que no necesitaba de nadie.El Caballero Salvaje (tal era su apodo;su nombre verdadero era Perevlésov)disfrutaba de una autoridad enorme entoda la región; se lo obedecía al instantey sin cuestionarlo, aunque no solo notenía derecho a dar órdenes a nadie, sinoque tampoco daba la impresión deesperar que lo obedecieran. Solo teníaque decir algo para que se le hicieracaso; la fortaleza física siempre tieneventajas. Apenas bebía, no iba conmujeres y le encantaba cantar. Muchosmisterios rodeaban a este individuo;daba la impresión de que en él dormían

ciertos poderes superiores, y que unavez despertados y liberados, destruiríanpor seguro tanto al hombre como todoaquello con lo que entrara en contacto; ysi no me equivoco, había tenido lugar ensu vida un arrebato de ese tipo, y él, quelo sabía por experiencia y que salvó lavida de milagro, se imponía unadisciplina de hierro. Me fascinaba en élla mezcla de cierta ferocidad natural yuna nobleza de espíritu igualmenteinnata, una mezcla que nunca antes habíaencontrado en nadie.

En fin, el Contratista había dado unpaso al frente, entrecerrado los ojos, yhabía comenzado a cantar en un falsete

extraordinariamente elevado. Tenía vozdulce y bastante agradable, aunque algoronca; jugaba con ella, haciéndola girarcomo un trompo y subir y bajar laescala, regresando constantemente a lasnotas más altas, intentando sostenerlas yprolongarlas, sucumbiendo al silenciopara, de pronto, regresar a la melodíarecién abandonada con ciertadespreocupada y arrogante audacia. Suscambios de uno a otro modo unas vecesresultaban muy osados, y otras muyentretenidos: a un aficionado le habríanresultado placenteros; un alemán nohabría tenido paciencia para eso. Era untenore di grazia ruso, un ténor léger. La

canción que cantaba era animada, parabailar, y la letra, por lo que pudeentender a pesar de las interminablesfioriture, decía así:

Yo araré, mi belloamorcito,

Un terreno pequeñito;Yo sembraré, mi bello

amorcito,Flores escarlatas para

ti.

Cantaba, y todos lo escuchaban con granatención. Era obvio que lo intimidaba unpoco cantar ante aquella gente experta

en el arte, por lo que dio todo de sí. Escierto que de donde vengo la gente sabealgo de canto, y no es casualidad que laaldea de Sergíievski, en el caminoprincipal de Orlov, tenga fama a lo largoy ancho de Rusia por sus melodíasespecialmente harmoniosas y bellas. ElContratista cantó durante un buen ratosin conmover mucho a su público; notenía apoyo de ningún tipo, nadie lehacía de coro. Al cabo, tras un cambioespecialmente vistoso que hizo sonreíral Caballero Salvaje, el Atontao nopudo contenerse más y dio un grito dealegría. Todos se animaron. El Atontao yel Guiñador comenzaron a repetir la

melodía por lo bajo, uniéndose ygritando de tanto en tanto:

—¡Muy bien, amigo! ¡Así se hace!¡Eso es, amárralo bien, estíralo,viborilla! ¡Agárralo, otra vez! ¡Que nodecaiga, perro! ¡Que el diablo se telleve el alma! —etc.

Detrás del mostrador, NikoláiIvánich meneaba la cabeza a izquierda yderecha con aprobación. El Atontaocomenzó a golpear el suelo con los pies,y a sostenerse sobre las puntas convistosos andares, y a menear loshombros, y los ojos de Yákovsimplemente se incendiaron como elcarbón, y su cuerpo tembló como una

hoja mientras no dejaba de sonreír. Soloel Caballero Salvaje no alteró suexpresión y permaneció sin mover unmúsculo. Pero su mirada, dirigida alContratista, se suavizó un tanto, sin quela expresión de sus labios dejara de seralgo despectiva. Animado por la alegríageneral, el Contratista se entregó porentero a la algarabía de sonidos ycomenzó a ejecutar giros, a chasquear lalengua y a emitir terribles quejidos degarganta, hasta que al final, exhausto,pálido y cubierto de sudor, echó atrás sucuerpo entero y emitió el último grito, yun estruendo de aprobación general fuesu recompensa. El Atontao se echó al

cuello del Contratista y se puso aabrazarlo hasta que por poco lo ahogacon sus largos y huesudos brazos; unrubor apareció en el rostro carnoso deNikolái Ivánich, que lo rejuvenecía;Yákov, como loco, comenzó a repetir:«¡Oh, bravo! ¡Oh, bravo!». Mi propiovecino, el campesino del abrigoharapiento, no pudo contenerse, y,golpeando la mesa con el puño, gritó:«¡Ajá, eso estuvo muy bien, que eldiablo se lo lleve; pero que muy bien!»,y escupió con resolución de lado.

—¡Muy bien, amigo, ha sidoestupendo! —gritó el Atontao sin soltaral agotado Contratista—. ¡Estupendo, no

puede negarse! ¡Has ganado, amigo, hasganado! ¡Enhorabuena! ¡La jarra es tuya!Yashka ni se te acercará. Te digo que nise te acercará… ¡Recuerda lo que tedigo! —Y lo golpeó en el pecho denuevo.

—Suéltalo, suéltalo, ¡qué pesadoeres! —comenzó a decir el Guiñadorenojado—. Deja que se siente. Estáagotado. ¡Un idiota auténtico, eso es loque eres, un idiota! ¿De qué valepegarse a él como una hoja mojada, eh?

—Muy bien, dejad que se siente, ybeberé a su salud —dijo el Atontao, y seacercó a la barra—. Tú pagas, amigo —añadió, volviéndose al Contratista.

Este asintió, se sentó de nuevo en elbanco, sacó un trapo de su gorra ycomenzó a secarse la cabeza; mientras,el Atontao tragó rápido una copa y,como los bebedores natos, gruñió yadoptó una mirada severa.

—Cantas bien, amigo, muy bien —apuntó con amabilidad Nikolái Ivánich—. Y ahora es tu turno, Yashka. No seastímido. Veamos quién es el mejor de losdos… Veamos… ¡Pero el Contratistacanta de maravilla, por Dios que sí!

—Muy bien —comentó su esposa, ymiró sonriendo a Yákov.

—Ah, sí, ha estado bien —repitió micompañero en voz baja.

—¡Eh! ¡Maderero retorcido![31] —comenzó a berrear el Atontao derepente, acercándose al pequeñocampesino con el roto en el hombro delabrigo, lo apuntó con el dedo, empezó adar saltos y a reírse como un poseso—.¡Maderero! ¡Maderero! ¡Ja, babúm,malnacido![32] ¿Cómo es que estás poraquí? —gritó entre risas.

El pobre campesino, confuso, estuvoa punto de marcharse cuando resonó lapoderosa voz del Caballero Salvaje.

—¿Qué clase de animal hace eseruido? —escupió entre dientes.

—Yo, no estaba haciendo nada… —murmuró el Atontao—, no es nada… Es

solo que…—¡Bien, pues cierra el pico! —le

espetó el Caballero Salvaje—. ¡Yákov,adelante!

Yákov se agarró el cuello.—Es que… En fin… Algo va mal…

Hum… En serio, no sé muy bien qué,pero algo va mal…

—Ya está bien, no seas tímido.¡Debería darte vergüenza! ¿A qué tantaqueja? Canta, enseña esa voz que Dioste ha dado.

Y el Caballero Salvaje miró alsuelo, esperando.

Yákov no decía nada, miró a su

alrededor y se cubrió la cara con lamano. Todos lo miraban fijamente, sobretodo el Contratista, en cuya caraapareció, sobre su expresión habitual deseguridad y su mirada triunfal por eléxito, un débil e involuntario malestar.Se apoyó contra la pared y de nuevo sesentó sobre las dos manos, pero ya nomovía los pies de un lado a otro.Cuando, por fin, Yákov se descubrió elrostro, estaba pálido como la muerte;sus ojos apenas tenían vida entre suspestañas caídas. Respiró hondo ycomenzó a cantar… El primer sonidoque emitió fue débil e inseguro, parecíano emerger de su pecho, sino conjurado

desde una gran distancia, como sihubiera entrado por casualidad en lahabitación. Este sonido, un quejidotintineante, tuvo un efecto extraño sobretodos nosotros; nos miramos y la mujerde Nikolái Ivánich se irguió. El primersonido fue seguido por otro, mucho másfirme y pausado, pero aún claramentecomo el lamento de una cuerda de violíncuando, tras ser pulsada de repente porun dedo fuerte, vacila en un trémolofinal rápido que se deshace, tras el cualsiguió un tercero, y poco a poco,ganando volumen e intensidad, laconmovedora canción emergió. «Haymás de un camino que cruza el bosque»,

fue la canción elegida, y cada uno denosotros sintió una ráfaga de ternura yuna temblorosa anticipación que nos fueembargando. Confieso que pocas veceshabía escuchado una voz como la suya:algo rota, sonaba cascada, hasta sugeríaenfermedad; pero también conteníaignotas profundidades apasionadas, yjuventud, y fuerza, y dulzura, y algunaclase de atractiva despreocupación, yuna piedad lúgubre. Resonaba yrespiraba por ella el sonido honesto yfiero de Rusia, y simplemente nos atrapópor el corazón, tocó nuestra fibra máspuramente rusa.

La canción crecía, y lo iba

inundando todo. Yákov estabaobviamente poseído por una inspiración.Toda su timidez había desaparecido, seiba entregando por entero a suexaltación; su voz ya no vibraba, sinoque sollozaba con el temblor de algunapasión innata y sutil que se clava comouna flecha en el alma misma del queescucha, y no deja de crecer, en fuerza,en firmeza, en volumen. Recordé unanoche, con la marea baja, sobre la orillade suave arena de un mar rugiente ytonante en la distancia, con cada nueva ypoderosa ola, cuando vi una enormegaviota blanca. Estaba quieta, supenacho suave giraba hacia el rojizo

fulgor del crepúsculo y solo de vez encuando desplegaba las alas conparsimonia, como dando la bienvenidaal mar familiar y al sol bajo y tintado desangre; esto fue lo que me recordóescuchar a Yákov. Cantó sin serconsciente de su rival ni de nosotros, yaun así estaba evidentemente inspirado.Como un nadador experimentado querecibe el apoyo de las olas, así loapoyaba nuestra silenciosa y devotaparticipación. Cantó, y cada sonido queemitió insuflaba algo familiar, algo queposeíamos desde nuestro nacimiento, tanvasto que ningún ojo podía abarcarlo,como si la propia estepa estuviera

siendo expuesta ante nosotros,extendiéndose en la lejanía hasta elinfinito. Sentí como si ardiera pordentro, y me asomaron las lágrimas. Depronto me sobresaltó el sonido de unllanto apocado… miré a mi alrededor;la mujer del tabernero estaba llorando,con su pecho pegado a la ventana.Yákov echó una rápida mirada haciadonde estaba ella y dio a la canción aúnmás intensidad, aún más dulzura queantes; Nikolái Ivánich miró fijamente alsuelo y el Guiñador se volvió; elAtontao, empapado de emoción, sequedó plantado en su sitio, con la bocaestúpidamente abierta; el campesino gris

lloraba en silencio en su rincón y movíala cabeza al ritmo de un susurrolacrimoso; y sobre la expresión hieráticadel Caballero Salvaje, desde debajo desus cejas que se habían unido en un nudoprofundo, una única y pesada lágrimacomenzó a resbalar lentamente; elContratista había elevado un puñocerrado hasta la cabeza, completamenteinmóvil… No sé cómo se habríadisuelto el ánimo general si Yákov nohubiera terminado de repente con unanota aguda y tenue, como si su voz sehubiera roto.

Nadie gritó, ni siquiera se movió;todos se limitaron a esperar, a ver si

continuaba. Él se limitó a abrir los ojos,asombrado por nuestro silencio, miró asu alrededor con mirada inquisitiva y sedio cuenta de que había ganado…

—Yashka —dijo el CaballeroSalvaje, depositando una mano sobre suhombro; y no dijo nada más.

Nadie se movía, como si se hubieranconvertido en estatuas. El Contratista selevantó sin decir nada, y se acercó aYákov.

—Tú… Es tu… Has ganado —soltópor fin con dificultad, y abandonó lasala.

Su movimiento rápido y decisivopareció romper el encanto: todo el

mundo rompió de pronto en una charlaanimada y ruidosa. El Atontao dio saltosen el aire, comenzó a balbucir y a agitarlos brazos como un molino de viento; elGuiñador se acercó cojeando hastaYákov y le besó ambas mejillas; NikoláiIvánich se irguió y anunció con todasolemnidad que él mismo sumaría otrajarra de cerveza de su bolsillo; elCaballero Salvaje dio una serie dejoviales carcajadas, insólitas en él; elcampesino descolorido murmuraba una yotra vez en su rincón mientras se secabacon ambas mangas sus ojos, mejillas,nariz y barba: «¡Ah, eso estuvo bien, porDios que lo estuvo, seré un malnacido,

pero eso estuvo bien!»; y la mujer deNikolái Ivánich, con el rostroenrojecido, se levantó y se retiró conrapidez. Yákov estaba contento como unniño con su victoria; su rostro estabatransfigurado, sus ojos brillaban felices.Lo arrastraron hasta el mostrador, llamóal campesino lloroso del rincón paraque se uniera, y pidió a uno de los hijosde nuestro anfitrión que saliera en buscadel Contratista, al que no encontraron, ydio comienzo la celebración.

—Tienes que cantar otra vez, tienesque cantar hasta que se acabe el día —repetía una y otra vez el Atontao,elevando sus brazos al cielo.

Eché un último vistazo a Yákov ysalí. No quería quedarme, temía echar aperder el momento.

Sin embargo, el calor era taninsoportable como antes. Parecía colgarsobre la misma superficie de la tierra enuna capa gruesa y pesada; contra el cieloazul oscuro diminutos fulgores parecíanrelucir contra una pesada cortina depolvo fino y casi negro. No se oía nada;había algo desesperanzado, triste, sobreeste profundo silencio en la naturalezaexhausta. Me dirigí hacia un granero yme eché sobre la hierba recién cortada,ya casi seca. Durante un buen rato nopude dormirme; la voz conmovedora de

Yákov resonaba en mis oídos… Al finel calor y el cansancio ganaron lapartida y caí en un sueño de muerte.

Cuando me desperté, todo estabaoscuro; la hierba a mi alrededordespedía un fuerte aroma y estaba algohúmeda; a través de los finos tablonesdel tejado medio cubierto las pálidasestrellas brillaban débilmente. Salí. Elbrillo de la puesta de sol había muertohacía rato, y sus últimos fulgores apenasse intuían en la línea del horizonte; peroaún se sentía el aire que hasta hacíapoco había sido irrespirable, incluso através de la frescura de la noche, y lospulmones ansiaban una brisa fresca. No

había viento ni nubes; me rodeaba uncielo translúcido y oscuro, en el quetitilaban estrellas silenciosas eincontables, apenas visibles. Las lucesparpadeaban en la aldea; desde lataberna, muy iluminada, llegaba unmurmullo vago sobre el que sedestacaba la voz de Yákov. De cuandoen cuando el murmullo rompía encarcajadas explosivas. Me acerqué a laventanita y apoyé el rostro contra elcristal.

Vi una escena infeliz, a pesar de laanimación. Todos estaban borrachos,empezando por Yákov. Con el pechodescubierto y sentado en un banco,

cantaba con voz profunda algunas rondaspopulares y pulsaba con descuido lascuerdas de una guitarra. Mechones de sucabello mojado le caían sobre el rostro,terriblemente pálido. En medio de lataberna el Atontao, sin abrigo ytotalmente ido, bailaba a pasos y saltosfrente al campesino de casacadescolorida; el hombrecillo marcaba elritmo dificultosamente con los piesagotados y, sonriendo sin sentido con labarba desaliñada, de tanto en tantoagitaba la mano siguiendo la música,como queriendo decir: «¡Sí, quédiablos!». Nada más cómico que surostro; por mucho que alzara las cejas,

sus pesados párpados se negaban aalzarse y seguían echados sobre susojillos apenas visibles y adormilados.Se encontraba en esa condiciónagradable de borrachera al que,cualquier pasante, tras mirarle la cara,le dice: «¡Se te ve bien, amigo, se te vebien!». El Guiñador, enrojecido comouna langosta y con las narices abiertas,se reía maliciosamente en un rincón;solo Nikolái Ivánich mantenía suinvariable compostura, comocorresponde al tabernero. Muchosnuevos rostros se habían sumado a lacelebración, pero no vi al CaballeroSalvaje.

Di media vuelta y comencé adescender la colina sobre la que estásituada Kolotovka. Al pie hay unaextensa meseta; inundada por olas deniebla nocturna parecía aún más inmensade lo que era, como si se extendiesehacia el cielo oscurecido. Iba azancadas por el camino que bordea elbarranco, cuando de repente desde algúnpunto lejano de la meseta se oyó una vozinfantil:

—¡Antropkaaa! ¡Antropkaaa! —gritaba con insistencia y desesperaciónlacrimosa, prolongando al infinito laúltima sílaba.

Permaneció algunos instantes en

silencio y reinició sus gritos. En el airequieto y adormilado la voz adquiría unalcance inmenso. Al menos treinta vecesllamó a Antropka, cuando de pronto,desde el extremo opuesto del campo,como proveniente de otro mundo, llególa respuesta apenas audible:

—¿Quéeee?El muchacho gritó con un desprecio

que le hacía disfrutar:—¡Ven aquí, maldito demonio del

bosqueeee!—¿Por quéeee?—Porque padre quiere

apaleaaaaaarte —gritó a toda prisa laprimera voz.

La segunda voz no añadió nada, y elmuchacho comenzó a llamar a Antropkade nuevo. Sus gritos, cada vez menosfrecuentes, más débiles, me llegabantodavía cuando todo se había vueltocompletamente oscuro, mientras yoseguía las lindes de la foresta en torno ami pequeña aldea, a unas cinco verstasde Kolotovka.

—¡Antropkaaaa! —seguía resonandoen la noche llena de sombras.

PIOTRPETRÓVICHKARATÁIEV

Un otoño de hará unos cinco años, me viobligado, por falta de caballos, a pasarcasi todo un día en una casa de postas enla carretera de Moscú a Tula. Regresabade cazar, y cometí la imprudencia deenviar mi troika antes que yo. El

encargado de la casa de postas, unanciano de carácter sombrío, con el peloque le caía hasta la nariz y ojospequeños y adormilados, respondió atodas mis quejas y peticiones congruñidos irascibles, me dio un portazoen la cara como lamentándose de suprofesión y, saliendo al porche, insultó alos cocheros quienes, o bienchapoteaban por el fango cargando enbrazos pesados arneses, o bien, sentadosen un banco, bostezaban y se rascabansin prestar atención a las enfadadasexhortaciones de su jefe. Ya habíabebido tres veces té, había intentadoechar una siesta varias veces sin éxito y

había leído todos los anuncios que habíaen ventanas y paredes y estabamortalmente aburrido. Desesperado,eché un vistazo a las varas levantadas demi tarantás cuando de repente se oyó uncascabel y delante del porche se detuvouna troika tirada por caballos exhaustos.El recién llegado saltó del carrogritando: «¡Caballos nuevos!», y entróen la habitación. La respuesta negativadel encargado de la casa de postas losumió en la sorpresa habitual, y yo tuvela oportunidad, con la ávida curiosidadpropia del aburrimiento, deinspeccionarlo de pies a cabeza. Parecíarondar los treinta años. La viruela le

había marcado la cara para toda la vida,una cara de piel reseca y amarillenta conel desagradable brillo del cobre; suslargos rizos negro azabache le colgabansobre las sienes y la nuca, y por delantesobre el cuello; sus pequeños ojosabultados carecían de expresión; unoscuantos pelos se erizaban sobre su labiosuperior. Iba vestido como unterrateniente de los que no se quedan encasa, y que son presencia frecuente enlas ferias de caballos, con un caftáncolorido y no muy limpio, corbata deseda malva descolorida, chaleco conbotones de cobre y pantalones grises,debajo de cuyas amplias campanas

apenas se veían las puntas de loszapatos. Apestaba a tabaco y vodka.Llegaba anillos de plata de Tula en susdedos enrojecidos y regordetesescondidos bajo las mangas. Gente asíse encuentra no por docenas sino porcentenares en Rusia. Conocerlos, a decirverdad, no supone ningún placer, pero apesar de la prevención con que loestudié, no pude evitar detectar en elrecién llegado amabilidad y pasión.

—Este caballero lleva más de unahora esperando, señor —le informó elencargado, señalándome.

¡Más de una hora! El villano se reíaa mi costa.

—A lo mejor no los necesita contanta urgencia como yo —respondió elrecién llegado.

—Eso, señor mío, no podemossaberlo —respondió sombríamente elencargado.

—Entonces, ¿no puede hacer nada?¿De veras no hay ningún caballo?

—Ni uno solo, señor. Ni un solocaballo.

—Muy bien, entonces tráigame elsamovar. Si hay que esperar, así lo haré.

El recién llegado se sentó en unbanco, arrojó su gorra sobre la mesa yse mesó el pelo.

—¿Ha tomado usted el té? —me

preguntó.—Así es.—¿Le importaría repetir para

hacerme compañía?Accedí. El gran samovar rojizo

apareció sobre la mesa por cuarta vez.Saqué una botella de ron. No me habíaequivocado suponiendo que miacompañante era un pequeño hacendado.Se llamaba Piotr Petróvich Karatáiev.

Comenzamos a charlar. A la mediahora, con la candidez más natural, ya mehabía contado la historia de su vida.

—Ahora voy camino a Moscú —medijo, terminando su cuarto vaso—. Nome queda nada en el campo.

—¿Por qué dice eso?—Simplemente es así, no me queda

nada. La hacienda está hecha undesastre, y he arruinado a loscampesinos. Vinieron malos años, lascosechas fracasaron y, como puedaimaginar, ocurrieron varias desgracias.Además —añadió, mirando hacia elinfinito con tristeza—, soy un terribleadministrador.

—¿Por qué lo dice?—Mire —me interrumpió—, ¡vaya

terrateniente que soy! Quiero decir —continuó, girando la cabeza a un lado ychupando su pipa—, usted puede creer,al primer buen vistazo, que yo, en fin…

Y aun así he de confesarle que herecibido una educación muy ordinaria,en casa no había mucho dinero. Debedisculparme, suelo ser bastante honesto,después de todo…

No terminó lo que estaba diciendo ehizo un gesto con la mano. Le aseguréque estaba equivocado, que me alegrabade haberlo conocido, etc., y luego señaléque no se necesitaba una ampliaformación para administrar una finca, oasí me parecía.

—Es cierto —respondió—, estoy deacuerdo. Pero al menos una cosa esnecesaria, la dedicación. Algunostorturan a los campesinos como si a

nadie le importara y se salen con lasuya, pero yo… Permítame que lepregunte, ¿es usted de Pe-ter o deMoscú?

—Soy de Petersburgo.Exhaló un buen montón de humo por

la nariz.—Me marcho a Moscú, a enrolarme

en el servicio burocrático.—¿Y dónde piensa encontrar un

lugar?—No lo sé; cogeré lo que salga. Le

confieso que me asusta el servicio,porque de inmediato uno se convierte enresponsable a los ojos de otra persona.Yo he vivido toda mi vida en el campo,

me he acostumbrado, ya sabe… Aun así,no se puede hacer nada, ¡la necesidadobliga! ¡Oh, lo que está necesidad meaterra!

—No se preocupe, vivirá en lacapital.

—En la capital… Bueno, pues no sési saldrá algo bueno de eso. Veremos, talvez salga bien. Pero no pienso que hayanada mejor que el campo.

—¿Y está seguro de que ya fio puedeseguir en el campo?

Suspiró.—Imposible. Mi hacienda ya no me

pertenece.—¿Qué ha sucedido?

—La compró un buen tipo de allí, mivecino… Una letra de cambio…

Piotr Petróvich se pasó las manospor la cara, se quedó un momentopensativo y sacudió la cabeza.

—¡En fin, ya no hay nada que hacer!… En verdad —añadió tras un cortosilencio—, no puedo echarle la culpa anadie, todo es culpa mía. ¡Me gustabapasarlo bien! ¡Qué demonios! Todavíame gusta pasarlo bien…

—¿Y lo pasó bien mientras vivió enel campo? —le pregunté.

—Poseía, mi querido amigo —respondió, deteniéndose en cada palabray mirándome directamente a los ojos—

una docena de perros de caza, comohabía pocos, créame, pocos. —Estaúltima palabra prácticamente la cantó—.Se abalanzaban sobre un zorro en uninstante; eran como serpientes, víboras.Y puedo enorgullecerme también de miborzoi. Ahora todo pertenece al pasado,no tengo por qué mentirle. También salíade caza con escopeta. Tenía una perrallamada Conteska, una excepcionalperra de muestra, atrapaba todo comocon un sexto sentido. Digamos queentrábamos en una marisma. Le decía:cherche! Si no le daba por buscar, yahabría podido enviar una docena yhabría perdido el tiempo, ¡no

encontraría nada de nada! Pero cuandobuscaba, se habría dejado matar. Y encasa era tan bien educada. Le daba untrozo de pan con la mano izquierda y ledecía: «Los judíos han comido el resto»,y no lo cogía; pero si se lo daba con laderecha y le decía: «Una señorita secome esto», se lo zampaba en unsantiamén. Tuve una cría suya, un ca-chorrito excelente, quería traérmeloconmigo a Moscú, pero un amigo mepidió que se lo regalara junto con miescopeta. Me dijo: «No lo necesitarásen Moscú, querido amigo. En Moscú lascosas son muy distintas». Así que ledejé el cachorro y la escopeta. Todo ha

quedado atrás ahora, como ve.—Pero en Moscú se puede ir de

caza.—No, ¿para qué? Volvería a

perderlo todo, ahora tengo que tomarmetiempo. Pero por favor, dígame, ¿es caroMoscú?

—No, no demasiado.—¿No demasiado? Entonces, por

favor, dígame, ¿hay gitanos en Moscú?—¿Qué clase de gitanos?—Los que se desplazan con las

ferias de caballos.—Pues sí, en Moscú…—Espléndido. Me encantan los

gitanos, diablos, los adoro…

Y los ojos de Piotr Petróvichbrillaron con felicidad feroz. De prontose retorció en su asiento, se quedópensativo, agachó la cabeza y meextendió su vaso vacío.

—Deme una gota de su ron —medijo.

—Ya no queda té.—No importa, lo tomaré solo, sin

té… ¡Oh!Karatáiev se llevó las manos a la

cabeza y apoyó los codos sobre la mesa.Lo contemplé en silencio y esperé elarranque pasional, las lágrimas a las quelos borrachos son tan aficionados, perocuando levantó la cabeza lo que me

sorprendió, lo confieso, fue lapesadumbre que le cubría el rostro.

—¿Qué le ocurre?—Nada… Es que me estaba

acordando de los viejos tiempos. Es unalarga historia. No quiero hacerle perderel tiempo…

—¡Se lo ruego!—Muy bien —continuó suspirando

—, hay ocasiones en las cuales… Tome,por ejemplo, mi caso. Si quiere se locuento. Pero no sé si…

—Cuénteme, mi querido PiotrPetróvich.

—Puede ser, aunque resulta que…Bueno, verá —comenzó—, pero en serio

que no sé si-debería…—Déjese de tonterías, mi querido

Piotr Petróvich.—Está bien. Entonces, esto es lo que

me ocurrió a mí, en todo caso. Vivía enel campo, señor. Me fijé en unamuchacha, ¡qué muchacha! Bonita,inteligente y generosa como no puedeimaginarse. Su nombre era Matriona.Era sencilla, una campesina, solo unasierva. Y además no me pertenecía sinoque era de otra persona, ese era elproblema. Pues bien, me enamoré, esuna historia antigua, no lo niego, y ellade mí. Así que empieza a suplicarme:cómprame a mi ama. Y yo pensaba eso

mismo. Pero su ama era rica, una viejaterrible. Vivía a unas quince verstas demi casa. Pues bien, un buen día pedí queme engancharan el droshki, en el centroiba mi caballo más bárbaro, un asiáticoinusual, razón por la que lo llamábamosLampurdos. Me vestí con mis mejoresropas y me dirigí a ver a la dueña deMatriona. Llegué. La casa era enorme,con pabellones y un jardín… Matrioname estaba esperando en la curva delcamino, quería decirme algo, pero selimitó a besarme la mano y a dar un pasoatrás. Entré en el vestíbulo y pregunté:«¿Hay alguien en casa?». Un lacayo muyalto me preguntó a su vez: «¿Cómo lo

anuncio, señor?», y le dije: «Anuncia,mi querido amigo, que el terratenienteKaratáiev ha venido para tratar unasunto de negocios». El lacayo se retiró.Esperé y me pregunté qué ocurriría. Eramuy posible que la vieja me exigiera unprecio descomunal, no por nada era rica.Entonces regresó el lacayo y dijo:«Sígame, por favor». Lo seguí hasta unasala de recibir. En un sillón había unaanciana diminuta y amarillenta queguiñaba los ojos todo el tiempo. «¿Quépuedo hacer por usted?». Lo primeroque consideré necesario, se imagina, fuedecirle cuánto me alegraba conocerla.«Se equivoca, no soy la dueña de casa,

sino miembro de la familia… ¿Quépuedo hacer por usted?». Dije deinmediato que tenía un asunto quediscutir con la dueña de la hacienda.«Maria Ilínichna no recibe hoy. No seencuentra bien. ¿Qué puedo hacer porusted?». Bien, pensé, así no sirve.Tendré que explicárselo todo a estamujer. La vieja escuchó mi historia.«¿Matriona? ¿Qué Matriona?».«Matriona Fiódorova, la hija de Kulik».«La hija de Fiódor Kulik… ¿Y cómo laconoce usted?». «La conocí porcasualidad». «¿Y ella conoce susintenciones?». «Así es». La ancianaestuvo un rato callada. «¡Se va a enterar,

la malnacida!». Me quedé helado, se loaseguro. «¿Por qué ha dicho eso? Estoydispuesto a comprarla. Dígame unacifra, se lo ruego». La vieja brujacomenzó a sisear: «¡Vaya vaya, como sinecesitásemos su dinero! ¡Déjeme que leponga las manos encima! ¡Piensohacerla entrar en razón!». El enojo leprovocó un ataque de tos. «Así que noestá contenta aquí, ¿no es eso? ¡Oh, lapequeña diabla, el Señor perdone mispalabras!». Le confieso que ahí perdílos nervios. «¿Por qué amenaza a lapobre muchacha? ¿Qué ha hecho?». Lavieja se persignó. «¡Oh, que diga ustedeso, Dios, Jesucristo! ¿Es que no puedo

tratar a mis siervos como juzgueconveniente?». «¡Pero ella no lepertenece!». «Bien, Maria Ilínichna losabe todo. No le incumbe a usted lo quehagamos, mi buen hombre. ¡Yo leenseñaré a Matriona a quiénpertenece!». Le puedo decir que casi meecho encima de ella, pero me acordé deMatriona y dejé caer los brazos. Mesentía tan escarmentado, no puedoexplicárselo con palabras, y comencé anegociar con la anciana. «Pídame lo quequiera». «¿Qué es para usted?». «Letengo cariño, mi querida señora;entienda mi situación… permítame quebese su mano». ¡Dicho y hecho, le besé

la mano a la bruja! «Bueno», murmuró lavieja, «se lo diré a Maria Ilínichna. Elladecidirá. Regrese dentro de dos días».Volví a casa con gran desasosiego.Comenzaba a darme cuenta de que lohabía hecho todo mal, que habíarevelado mis sentimientos en vano, y mehabía dado cuenta demasiado tarde demi error. Un par de días después regreséa casa de la anciana. Me condujeron a suboudoir. Había montones de flores portodas partes, muebles espléndidos, yella misma ocupaba un sillón muyextraño, con la cabeza apoyada encojines; y la pariente de la vez pasadatambién estaba allí, así como otra dama

de pelo blanco con un vestido verde y laboca algo caída de lado, supongo queuna dama de compañía. «Siéntese, porfavor», dijo la anciana con voz nasal.Me senté. Comenzó a preguntarme miedad, dónde había hecho mi serviciocivil, cuáles eran mis intenciones,dándose aires y con tono altanero.Respondí con todo detalle. La viejadama cogió un pañuelo de la mesa paraabanicarse. «Katerina Karpovna», dijo,«me ha informado de sus intenciones,pero tengo una regla: no permito que missiervos sean liberados para servir enninguna otra parte. No es decente, y esdel todo inapropiado para el orden de

una casa: es desordenado. Ya hedespachado el asunto», dijo, «así que nose verá usted afectado nunca más poresto». «Afectado, pero… ¿Necesitausted a Matriona Fiódorova?». «No»,dijo, «no la necesito». «Entonces, ¿porqué no le permite que venga conmigo?».«Porque no quiero hacerlo; no quiero, yesa es mi última palabra. Ya hedespachado el asunto: ha sido enviada auna aldea en mitad de la estepa». Mesentó como un rayo. La anciana dijo unpar de palabras en francés a la dama deverde, y la dama de verde salió. «Soyuna mujer de normas estrictas», dijo, «ymi salud es débil. No soporto

alteraciones de ningún tipo. Usted estodavía un hombre joven, pero yo soyuna anciana y me he ganado el derechode dar algún que otro consejo. Lo quedebería hacer usted es casarse, buscarseun buen partido. Las novias ricas sonpocas, pero es posible encontrar algunachica pobre pero de moral sólida».¿Sabe? Miraba a la anciana y noentendía una palabra de lo queparloteaba. La escuché decir algo sobreel matrimonio, pero lo único quetintineaba en mis oídos era lo que habíadicho sobre la aldea de la estepa. ¡Queme casara! Qué demonios…

En este momento el narrador se paró

en seco y me miró.—¿Está usted casado? —No.—Bien… Pues podrá suponer lo que

ocurrió. No pude contenerme más.«Bueno, mi querida señora», dije, «¿quétonterías está diciendo? ¿De quématrimonio me está hablando? Lo únicoque quiero saber es si está o nodispuesta a que le compre a Matriona».La vieja empezó a quejarse. «¡Oh, me haindispuesto! ¡Oh, dile que se marche!¡Oh…!». Su pariente corrió hacia ella ycomenzó a gritarme, pero la vieja damacontinuaba quejándose y diciendo:«¿Por qué me trata así? Ya no soy ladueña de mi casa, ¿es eso? ¡Oh, oh!».

Agarré mi sombrero y me largué de allícomo enloquecido.

»Es posible —continuó el narrador— que me acuse usted por encariñarmede una chica de la clase baja. Nopretendo justificarme, ¡es lo queocurrió! Créame, no estaba tranquilo, nide día ni de noche. ¡Me atormentaba!¿Por qué habré arruinado la vida de lamuchacha?, pensaba. No bien me laimaginaba con un rudo abrigo de pañopaseando los gansos, viviendo en lascondiciones más aberrantes por órdenesde su ama, y con los insultos delresponsable de la aldea, un campesinode botas untadas en brea, me venía un

sudor frío. En fin, un buen día no losoporté más. Descubrí a qué aldea lahabían enviado, monté mi caballo y medirigí hacia allí. Llegué en la noche deldía siguiente. Era evidente que noesperaban mi reacción, y no teníanórdenes concretas sobre cómo lidiarconmigo. Me dirigí directamente alresponsable como un vecino más. Entréen la parcela y vi a Matriona sentada enel porche, con la cabeza apoyada en lamano. A punto estuvo de gritar, pero lehice un gesto y señalé hacia el campotrasero y los campos de siembra. Entréen la cabaña del campesino, comencé acharlar con el responsable, le conté no

sé qué tontería, y en cuanto tuve ocasiónsalí a encontrarme con Matriona. Lapobrecita se me echó al cuello. Estabapálida y delgada, mi querida. Le dije:«Está bien, Matriona, no llores», peromis propias lágrimas me corrían por lasmejillas. En fin, que al final me sentímuy avergonzado por lo que había hechoy le dije: «Matriona, las lágrimas no nosayudarán, lo que tenemos que hacer esactuar con decisión, como se dice.Tienes que venirte conmigo ahora. Esoes lo que tenemos que hacer». Matrionase quedó helada. «¡No podemos! ¡Estaréperdida, me comerán viva!». «Estássiendo una chiquilla, ¿quién va a venir a

buscarte?». «Alguien vendrá, eso esseguro. Se lo agradezco, Piotr Petróvich,jamás podré olvidar su generosidad,pero debe usted marcharse ahora. Yapuedo ver lo que el destino me depara».«¡Oh, Matriona, Matriona, y yo quecreía que eras una joven de carácter!».Y en efecto, tenía mucho carácter, ytambién tenía un corazón… ¡un corazónde oro! «¡No te hará ningún bienquedarte aquí! No será peor si vienesconmigo. Dime, ¿ya te ha golpeado elresponsable con sus puños?». Cuandodije eso me miró con ojos febriles y suslabios temblaron. «Por mi culpa mifamilia va a perder su puesto». «Bien, tu

familia, ¿van a enviarlos a algunaparte?». «Sí. Mi hermano será enviadoal ejército». «¿Y tu padre?». «No, a élno lo tocarán; es el único sastre buenode estos lugares». «Bien, pues ya lo ves.Y tampoco eso será malo para tuhermano». Créame, me costópersuadirla, pero al final dijo que lo queocurriera sería mi responsabilidad…«Eso», le dije, «no te incumbe». Perome la llevé conmigo, aunque no en esemismo momento. Fui con un carro por lanoche y me la llevé.

—¿Se la llevó?—Sí, me la llevé. En fin, pues se

vino a vivir conmigo. Mi casa no era

grande ni yo tenía muchos criados.Puedo decir sin temor de mentir que missirvientes me respetaban, y no mehabrían denunciado en ningún caso pordinero. Comencé a vivir feliz. Matrionadescansó un tiempo y se fue adaptando asu nueva vida, y yo me enamoré aúnmucho más de ella, ¡qué muchacha! ¿Dedónde le venía todo? Podía cantar ybailar y tocar la guitarra… Nunca lamostré a los vecinos, no nos habríahecho ningún bien, ¡se habrían burlado!Pero tenía un amigo del alma, PanteléiGornostáiev, ¿tal vez usted lo conoce?Simplemente la adoraba. Le besaba lamano como a una dama de alta cuna. Y,

por cierto, Gornostáiev no se parecía amí en nada. Era un hombre conformación, había leído todo Pushkin. Aveces, cuando se ponía a hablarnos,Matriona y yo lo escuchábamos con laboca abierta. ¡Él le enseñó a escribir,qué hombre tan raro! Y la forma en laque yo solía vestirla, mejor que la mujerdel gobernador… Para salir le mandéhacer un abriguito de terciopelo rojorematado en piel, ¡y qué bien le sentaba!Una madame de Moscú se loconfeccionó a la última moda, con lacintura estrecha. ¡Y qué insólita ymaravillosa era Matriona! En ocasionesse quedaba pensativa y pasaba horas

mirando el suelo, sin mover una pestaña.Yo me sentaba junto a ella y laobservaba, no me habría cansado dehacerlo, como si nunca la hubiera vistoantes. Cuando sonreía mi corazón dabaun salto, como si alguien me hubierahecho cosquillas. O de pronto empezabaa reírse y a contar bromas y a bailar, yme daba unos abrazos tan apasionadosque la cabeza me daba vueltas. De lamañana a la noche solo pensaba encómo entretenerla. Y, créame, solo lehacía regalos por ver cómo la alegraban,cómo enrojecía de placer, cómo seprobaría lo que fuera que le habíaregalado, y cómo venía en su nuevo traje

a besarme. No sé bien cómo su padre,Kulik, se enteró de todo, pero vino avernos y derramó una lágrima o dos.Seguro que eran lágrimas de alegría, oeso habría pensado cualquiera, ¿verdad?Le dimos algunas cosas. Ella, miquerida, le dio cuando se marchaba unbillete de cinco rublos, ¡y él se echó asus pies, el viejo idiota! ¡Y así fue comovivimos juntos más o menos cincomeses, y no me habría negado a vivir asíel resto de mi vida, pero he tenido tanmala suerte!

Piotr Petróvich dejó de hablar.—¿Y qué ocurrió después? —le

pregunté con curiosidad.

Hizo un gesto con la mano.^—Todo se fue al diablo. Y fue culpa

mía. A mi Matriona le encantaban lostrineos y le gustaba conducir. Se poníasu abriguito y unos guantes bordados deTorzhok y ahí iba. Solíamos dar paseospor la noche, ¿sabe?, para que nadie nosviera. Entonces, uno de esos días, ustedsabe, un día espléndido, helado, claro,sin viento, fuimos a dar un paseo.Matriona cogió las riendas. Entonces viadónde se dirigía. ¿No sería aKukúievka, la hacienda de su ama? Sí, aKukúievka. Le dije: «¡Estás loca!¿Sabes lo que estás haciendo?». Ella memiró por encima del hombro y se rio,

como diciendo: arriesguémonos. Ah,pensé, si haces algo, más vale que lolleves hasta el final. ¿No sería divertidopasar al lado de la casa de su ama? ¿Nolo cree usted? Bien, pues allá fuimos.Mis caballos no corrían, volaban. Ya seveía la iglesia de Kukúievka cuando viun vehículo verde que se deslizaba porel camino con un lacayo apostado en elpescante trasero. ¡Era la señora de lacasa, que salía a dar un paseo, comonosotros! Yo estaba por darme la vuelta,¡pero Matriona golpeó a los caballoscon las riendas y se dirigió, sinpensarlo, directamente hacia elvehículo! El cochero, quiero decir, el de

la dama, vio este artefacto deArquímedes que corría hacia él eintentó, ya lo sabe, apartarse, realizó unbrusco giro y su vehículo se volcó sobreun montón de nieve. El cristal se habíaroto y la señora gritaba: «¡Ay, ay, ay!¡Ay, ay, ay!». Su dama de compañía gritóde forma lastimera: «¡Agárrate, agárratefuerte!». Pasamos por su lado comodemonios y galopamos, pero pensé queno nos saldríamos con la nuestra, supeque me había equivocado al permitirle aMatriona que se dirigiera a Kukúievka.Bueno, ¡puede imaginarse lo queocurrió! La dama, por supuesto, noshabía reconocido, la vieja bruja, a mí y

a Matriona, y denunció que su siervahuida estaba viviendo con elterrateniente Karatáiev, y por supuestoexpresó su gratitud a las autoridades dela forma apropiada. Lo siguiente fue quevi al alguacil llegar a mi casa, y resultaque era conocido mío, Stepán SerguéichKuzovkin, buen tipo, quiero decir, perosin un pelo de bondad. Bueno, puesviene y me dice que las cosas son así yasá, Piotr Petróvich, te das cuenta de loque ocurre, ¿no? Existenresponsabilidades serias y la ley es muyclara en lo que respecta a este asunto…Y yo le digo: «Bueno, tenemos quehablar, por supuesto, así que, ¿no

quieres un bocado ya que has venidohasta aquí?». Accede a tomar algo, perodice: «La justicia lo exige, PiotrPetróvich, júzgalo tú mismo». «Oh, porsupuesto, la justicia», digo yo, «porsupuesto… Es que, mira, tienes uncaballito negro. ¿No te gustaríaintercambiarlo por Lampurdos? En esecaso, ¡la muchacha Matriona Fiódorovano está aquí!». «Bueno», me dice, «PiotrPetróvich, sabemos que la muchachaestá aquí, no estamos viviendo en Suiza,sabes… Pero sobre Lampurdos, te locambiaré por mi caballo, o a lo mejorsimplemente me lo llevo conmigo». Enfin, que en aquella ocasión me salí con

la mía. Pero la vieja, la ama, ahoraempieza a dar más lata que antes. «Nome importa si cuesta diez mil rublos»,dice. Verá, la cosa es que, cuando mevio, se le metió en la cabeza casarmecon su dama de compañía, la del trajeverde, o eso fue de lo que me enteré mástarde, y eso es por lo que se enfadó. ¡Lascosas que se le ocurren a estas damas!Debe de ser porque se aburren. Así quelas cosas se me presentaban mal, entreel dinero que me había gastado y ocultara Matriona, no, mucho peor, ¡me dieronla lata y casi me vuelven loco! Incurrí endeudas, sufrió mi salud. Una nocheestaba echado en mi cama y pensando,

Dios mío, ¿por qué tengo que soportartodo esto? ¿Qué voy a hacer si no puedoabandonarla? ¡Bueno, pues no puedohacerlo, y se acabó! Cuando de prontoMatriona entró en mi habitación. Poraquel entonces la tenía oculta en unagranja a una versta más o menos de micasa. Me quedé helado. «¿Qué? ¿Haocurrido algo? ¿Se han enterado dedónde estás?». «No, Piotr Petróvich»,me dijo, «pero ¿cuánto tiempo va duraresto? Tengo el corazón roto, PiotrPetróvich», me dijo, «siento tanta penapor ti, querido mío. Durante un sigloentero, nunca olvidaré tu generosidad,Piotr Petróvich, pero ahora ha llegado el

momento de decirnos adiós». «¿Quéestás diciendo? ¿Estás loca? ¿Decirnosadiós, qué quieres decir?». «Pues eso.Voy a entregarme». «Entonces teencerraré en el ático, porque estásloca… ¿O es que has decididoarruinarme por completo? Quieresacabar conmigo, ¿no es cierto?». Ella nodijo nada y se limitó a mirar el suelo.«Dime, dime». «No quiero causarteningún otro problema, Piotr Petróvich».Bueno, pues traté de razonar con ella, lointenté… Le dije: «No lo sabes, tontita,no lo ves, loquita… Loca…».

Y Piotr Petróvich rompió en amargaslágrimas.

—¿Qué cree usted que pasó? —continuó, golpeando la mesa con lospuños e intentando fruncir el entrecejomientras las lágrimas resbalaban por susmejillas ardientes—. La chica seentregó, fue y se entregó…

—¡Los caballos están listos, señor!—exclamó triunfal el encargadoentrando en la sala.

Ambos nos levantamos.—¿Qué fue de Matriona? —

pregunté.Karatáiev hizo un gesto con la mano.

Un año más tarde de mi encuentro conKaratáiev tuve ocasión de viajar a

Moscú. Una noche, justo antes de lacena, entré por casualidad en unacafetería en la calle Ojotny Riad, laprimera cafetería de Moscú. En la saladel billar, a través de las capas de humo,se podían ver caras rojas comoremolachas, bigotes, peinados,chaquetas cortas de estilo húngaropasadas de moda y lo último en la modaeslava. Caballeros de edad, esqueléticosen sus levitas modestas, leían periódicosrusos. Los camareros corrían enérgicoscon bandejas pero sus pasos sesuavizaban por las alfombras verdes.Los comerciantes bebían su té con unaconcentración que daba pena. De pronto,

un hombre salió de la sala del billar conaspecto algo desaliñado y paso pocofirme. Se metió las manos en losbolsillos, estiró la cabeza y miró conexpresión atontada a su alrededor.

—Bueno, bueno, bueno… ¡PiotrPetróvich! ¿Cómo se encuentra?

Piotr Petróvich casi se me echó alcuello y luego, balanceándose un tanto,me arrastró hasta un cuarto privado.

—Aquí —dijo, llevándome concuidado a un sillón—, estaremos bienaquí. ¡Camarero, cerveza! No, ¡mejorchampán! Bueno, debo decirle, nuncahabría esperado, nunca… ¿Lleva muchotiempo aquí? ¿Será larga su estancia?

Bueno, es cosa de Dios, como sueledecirse, lo que le ha traído…

—Así que se acuerda…—¿Cómo iba a olvidarlo? —me

interrumpió presurosamente—. Todoestá en el pasado… Todo en el pasado.

—Y bien, ¿cómo le va la vida aquí,mi querido Piotr Petróvich?

—Pues vivo, como puede observar.Aquí se vive bien, la gente es amigable.He encontrado la paz.

Suspiró y elevó los ojos al cielo.—¿Entró en el servicio burocrático?—No, señor, no estoy en el servicio

burocrático, pero creo que no tardaré enconseguir un empleo. De todas formas,

¿qué es el servicio burocrático? Gente,eso es lo principal. ¡Y la gente que heconocido aquí!

Un muchacho entró con una botellade champán sobre una bandeja negra.

—Bien, eres un buen chico… ¿No escierto, Vasia, que eres un buen tipo, eh?¡A tu salud!

El muchacho esperó un momento,meneó la cabeza con educación, sonrió yvolvió a salir.

—Sí, la gente es buena aquí… —continuó Piotr Petróvich—. Gente quesiente y padece, con alma… Si lo deseapuedo presentarle a algunos. Son unostipos estupendos, les gustará conocerlos.

Les diré… Pero Bobrov se murió, esuna lástima.

—¿Quién es Bobrov?—Serguéi Bobrov. Era un tipo

estupendo. Me apoyó, a mí, un hombrede la estepa. Y Panteléi Gornostáievtambién se murió. ¡Todos ellos hanmuerto, todos!

—¿Lleva todo este tiempo enMoscú? ¿No ha regresado al campo?

—Al campo… Mi hacienda sevendió.

—¿Se vendió?—Se subastó… ¡Es una pena que no

la comprara usted!—¿Y de qué va a vivir, Piotr

Petróvich?—No me moriré de hambre. ¡Dios

proveerá! No habrá dinero, pero habrábuenos amigos. De todas formas, ¿qué esel dinero? ¡Polvo! ¿Oro? ¡Polvo!

Entrecerró los ojos, rebuscó en susbolsillos y luego me mostró en la palmade su mano dos monedas de quincekópeks y una de diez.

—¿Qué es eso? ¡No es más quepolvo! —tiró el dinero al suelo—.Dígame, ¿ha leído a Polezháiev?

—Sí.—¿Ha visto a Mochalov en Hamlet?—No, no lo he visto.—Nunca lo ha visto… —Y

Karatáiev empalideció, y sus ojos semovieron con nerviosismo. Volviéndose,sus labios temblaron débilmente—. ¡Oh,Mochalov, Mochalov! «Morir, dormir»,dice con su voz ronca:

Nada más. Y si durmiendoterminaran

las angustias y los milataques naturales

herencia de la carne, seríauna conclusión

seriamente deseable. Morir,dormir[33].

¡«Dormir, dormir»!, murmuró varias

veces.—Dígame, por favor —comencé a

decir, pero él continuó animadamente:

Pues, ¿quién soportaría losazotes e injurias de este mundo,

el desmán del tirano, laafrenta del soberbio,

las penas del amormenospreciado,

la tardanza de la ley, laarrogancia del cargo,

los insultos que sufre lapaciencia,

pudiendo cerrar cuentas unomismo

con un simple puñal?… Peroalto:

la bella Ofelia. Hermosa, entus plegarias

recuerda mis pecados[34].

Y desplomó su mano sobre la mesa.Acto seguido comenzó a tartamudear y abalbucir.

—Un mes más tarde —dijo conredoblados esfuerzos.

Al mes apenas, antes quegastase los zapatos

con los que acompañó elcadáver de mi padre,

como Níobe, toda llanto,ella…

(Dios mío, una bestia sin usode razón

le habría llorado más!).[35]

Se llevó la copa de champán a loslabios, pero no bebió nada, y continuó:

¿Quién es Hécuba para él, oél para Hécuba,

que le hace llorar?… Másyo… me arrastro en la apatía

como un soñador, impasibleante mi causa.

Y sin decir palabra. ¿Soy un

cobarde?¿Quién me llama infame…

me acusa de embusteroen cuerpo y alma? Lo

sufriría… Pues seguroque soy dulce cual paloma y

no tengo la hielque encona los agravios…

[36]

Karatáiev dejó caer su vaso y sesujetó la cabeza con las manos. Me dicuenta de que lo entendía.

—Bien, eso es todo —dijo al final—. El pasado es un país extranjero, nodebería visitarse… ¿No es cierto? —se

rio—. ¡A su salud!—¿Piensa quedarse en Moscú? —le

pregunté.—¡Pienso morir en Moscú!—¡Karatáiev! —gritó alguien desde

la habitación contigua—. Karatáiev,¿dónde andas? ¡Ven aquí, queridoamigo!

—Me están llamando —dijo,levantándose pesadamente de su asiento—. Adiós. Venga a verme si puede.Estoy viviendo en…

Pero al día siguiente, debido acircunstancias imprevistas, tuve queabandonar Moscú, y nunca volví a ver aPiotr Petróvich Karatáiev.

LA CITA

Descansaba en un bosque de abedules unotoño, hacia me diados de septiembre.Era una época de tiempo cambiante:desde la mañana había estado cayendouna lluvia fina e irregular, seguida devez en cuando por radiantes intervalosde calor soleado. El cielo, cubierto porlivianas nubes blancas, de pronto seaclaraba en algunos puntos y, desde

detrás de las nubes que se abrían,aparecía el cielo azul, lúcido ysonriente, como un ojo hermoso.Sentado, miraba a mi alrededor yescuchaba. Las hojas apenas se movíansobre mí; por su sonido se adivinaba elmomento del año. No era el alegre,riente, temblor primaveral, ni los suavesy largos murmullos veraniegos, ni elbalbuceo apocado y helado de finales deotoño, sino un susurro apenas audible.Un viento débil se movía apenas por lascopas de los árboles. El interior delbosque, mojado por la lluvia, no dejabade cambiar, según sí brillaba el sol oestaba cubierto; tan pronto se inundaba

de luz, como si repentinamente todohubiera decidido sonreír: los delicadostroncos de los escasos abedulesadquirían un brillo de seda blanquecina,las hojas caídas vestían tonalidadesmulticolores y ardían como el ororutilante, la luz atravesaba los penachosde los helechos, embellecidos aún máspor sus matices otoñales como las uvasdemasiado maduras, enredándose ycruzándose; o bien súbitamente laoscuridad azulada lo envolvía todo denuevo. Los colores vivos se extinguían ylos abedules se quedaban quietos yblanquecinos, sin un destello, blancoscomo cuando la nieve recién caída no ha

sido tocada aún por los rayos heladosdel sol invernal; y secretamente, unallovizna ladina extendía su empapadosusurro por el bosque. El follaje estabatodavía casi verde, pero ya bastantedescolorido; aquí y allá se alzaba algúnárbol joven cubierto de rojo o dorado, yera inevitable ver cómo refulgía cuandorompían los rayos del sol, deslizandosus destellos a través del espesoentramado de finas ramas reciénmojadas por la lluvia. No se oía unpájaro: habían buscado refugio y habíancallado; solo la jocosa vocecilla delalionín tintineaba ocasionalmente comouna campanilla.

Antes de detenerme en estebosquecillo de abedules, habíaatravesado con mi perro una arboleda dealtos álamos. Confieso que no es unárbol que me entusiasme, el álamo, consu tronco de un violeta pálido y sufollaje verde-grisáceo que se eleva tanalto como es posible para extendersearriba como un abanico tembloroso;tampoco me gusta el balanceo constantey nervioso de las hojas que con tan pocaelegancia aparecen atadas a los tallosinterminables que nacen de su tronco.Solo es hermoso en ciertas nochesestivales, cuando, en medio de losarbustos más bajos, se enfrenta en

soledad a los rayos inflamados delocaso, y reluce y se estremece, bañadodesde sus copas más altas hasta lasraíces por una luz uniforme, amarilla ypúrpura; o cuando, en un claro díaventoso, se estremece y murmura,recortado contra el azul del cielo, y cadauna de sus hojas, inundada por el ardordel viento, parece querer zafarse yperderse a lo lejos. Pero en general nome gusta este árbol y, por lo tanto, sindetenerme a descansar en la arboleda deálamos, me dirigí hacia el pequeñobosque de abedules, me acomodé bajoun espécimen cuyas ramas comenzabancasi a ras de suelo y me protegían de la

lluvia. Admirando cuanto me rodeaba,caí en esa clase de sueñodespreocupado y poco profundo quesolo reconocerán los cazadores.

No puedo decir cuánto tiempo estuvedormido, pero cuando abrí los ojos elinterior del bosque estaba inundado desol, y en todas las direcciones, a travésdel follaje que el viento mecía jubiloso,se intuía un cielo azulado que parecíaresplandecer; las nubes se habíandesvanecido, dispersadas por el vientoque se había levantado; el tiempo estabaclaro y en el aire se sentía esa frescuraque inunda el corazón de felicidad y

significa casi siempre que la noche serádespejada y tranquila tras un día delluvia. Estaba a punto de levantarme yprobar suerte de nuevo, cuando mis ojosse toparon con una forma humanainmóvil. Agucé la vista. Se trataba deuna joven campesina. Estaba sentada aveinte pasos de mí, con la cabeza gachay pensativa y los brazos sobre susrodillas. En la palma medio abierta deuna mano tenía un grueso manojo deflores silvestres, y cada vez querespiraba el ramillete iba resbalandosobre su falda de cuadros. Una blusablanca limpia, abotonada en el cuello yen los puños, terminaba en suaves

pliegues alrededor de su cintura; uncollar de cuentas amarillas le caía hastael pecho en una doble vuelta. Era muybonita. Llevaba su abundante cabellerarubio ceniciento cuidadosamentepeinada con una raya que la dividía endos semicírculos debajo de un cinta rojaque le enmarcaba la frente, blanca comoel marfil; el resto de su cara estabaligeramente quemada por el sol con esebrillo dorado que solo adquiere una pieldelicada. No podía ver sus ojos porqueno los alzó, pero sí vi sus finas cejasaltas y largas pestañas, mojadas; y sobreuna de sus mejillas vi brillar al sol elrastro seco de una lágrima que le

llegaba al filo de sus labios algopálidos. El aspecto de su cabeza eraencantador; ni siquiera la nariz algoredonda y gruesa lograba enturbiar elconjunto. En particular me gustaba suexpresión tan natural y desprovista deartificio, tan melancólica y llena desorpresa infantil por su propia tristeza.

Era obvio que esperaba a alguien: seoyó un crujido débil en el bosque; deinmediato levantó la cabeza y miró a sualrededor; en las sombras transparentesvi por un instante relampaguearbrevemente sus ojos enormes, brillantesy asustados como los de un cervatillo.Escuchó durante unos momentos, sin

apartar sus grandes ojos del lugar dedonde provenía el débil ruido; despuésemitió un suspiro, volvió a girarpausadamente la cabeza, se agachótodavía más y comenzó a acariciar lasflores. Sus párpados enrojecieron, suslabios se estremecieron con amargura yotra lágrima se escurrió entre susgruesas pestañas y se detuvo sobre sumejilla, donde lanzó un destello. Pasó unrato y la pobre muchacha no se movió,salvo para gesticular apesadumbradacon las manos, o para continuarescuchando y escuchando. De nuevollegó un ruido del bosque y ella parecióalterarse. El ruido continuó, aumentó

mientras alguien se acercaba, y al finalse oyó el ruido de pasos rápidos ydecididos. Ella se irguió y pareciósobrecogida por la timidez; comenzó atemblar y arder de expectación. A travésde la espesura se distinguía la figura deun hombre. Ella miró hacia él,enrojeció, sonrió dichosa, se preparópara levantarse y de nuevo volvió abajar la cabeza, empalideció y parecióconfusa. Solo elevó su miradadesmayada, casi implorante, al reciénllegado cuando este se detuvo a su lado.

Desde mi escondrijo lo examiné concuriosidad. Confieso que me produjomala impresión. Parecía el pomposo

ayuda de cámara de algún amoadinerado. Sus ropajes reflejaban unacierta pretensión de buen gusto ynaturalidad propia de los dandis:consistían en un abrigo corto de colorbronce, abotonado hasta el cuello y, lomás probable, heredado de su amo, unacorbatita violácea y rosada y una gorranegra rematada en hilo doradoencasquetada hasta las cejas. El cuellode su camisa blanca le presionaba sinmisericordia las orejas e inclusomordisqueaba su mentón, mientras quelos puños almidonados cubrían susmanos hasta los dedos rojizos yretorcidos, adornados con anillos de oro

y plata que contenían nomeolvidesmoradas. Su rostro encendido,descansado e insolente, pertenecía a lacategoría de rostros que, por lo que hepodido juzgar, casi de forma invariableenojan a los hombres, y,desafortunadamente, suelen agradar a lasmujeres. Era evidente que estabahaciendo un esfuerzo para dotar a susrasgos poco agraciados con unaexpresión de superioridad yaburrimiento; no dejaba de entrecerrarsus ya diminutos ojos grises y lechosos,fruncía el ceño, dejaba colgar su bocaen las comisuras, bostezaba y, con airedespreocupado, aunque no enteramente

satisfactorio, de desenfreno, o bien seretocaba el rojo cabello repeinado, obien se retorcía los pequeños pelillosrubios que sobresalían de su labiosuperior. En una palabra, era unengreído de aúpa. Comenzó a presumiren cuanto vio a la muchacha campesinaesperándole; se le acercó conparsimonia, se detuvo, se encogió dehombros, se metió las dos manos en losbolsillos de su abrigo y, con apenas unamirada indiferente a la pobre muchacha,se sentó en el suelo.

—Bueno —comenzó, mirando aúnde soslayo, balanceando la pierna ydando un bostezo—, ¿llevas mucho

tiempo aquí?La muchacha no fue capaz de

contestarle de inmediato.—Mucho tiempo, señor, Víktor

Aleksándrich —dijo al fin con unavocecilla apenas audible.

—¡Ah! —se quitó la gorra, se mesólos cabellos abundantes ycuidadosamente peinados con airesatisfecho, que empezaban casi en suscejas, y mirando a su alrededor condignidad, volvió a cubrirse su valiosacabeza—. Y yo casi me había olvidado.¡Después de todo, mira cómo ha llovido!—volvió a bostezar—. Hay un montónde cosas por hacer, hay que prepararlo

todo, y el amo no para de quejarse. Nosmarchamos mañana…

—¿Mañana? —dijo la muchacha, yle dirigió una mirada asustada.

—Así es, mañana. Bueno, bueno,por favor —añadió con rapidez eirritación cuando vio que ella habíaempezado a temblar y que bajaba lacabeza—. Por favor, Akulina, no llores.Ya sabes que no lo soporto —y subió suorgullosa naricilla—. Si sigues así mevoy de inmediato. Lloriquear, ¡quéridículo!

—No, no lloraré más —murmuróAkulina a toda prisa, obligándose atragarse sus lágrimas—. ¿Así que te

marchas mañana? —añadió tras unabreve pausa—. ¿Cuándo querrá Diosque volvamos a vernos, VíktorAleksándrich?

—Volveremos a vernos, volveremosa vernos. Si no el año que viene,entonces el siguiente. Parece que el amoquiere entrar en el servicio burocráticoen San Petersburgo, y es posible que nosvayamos al extranjero.

—Te olvidarás de mí, VíktorAleksándrich —dijo Akulina contristeza.

—No, ¿por qué iba a hacerlo? No teolvidaré. Solo que tienes que serrazonable, no portarte mal, obedecer a tu

padre… No te olvidaré, noooo —y concalma se desperezó y volvió a bostezar.

—No debes olvidarme VíktorAleksándrich —continuó la muchachacon una voz suplicante—, te he amadomucho, eso parece, y parece que lo hehecho todo por ti… Me dices queobedezca a mi padre, VíktorAleksándrich… No hay razón para quelo haga…

—¿Y por qué no? —él murmuróestas palabras como si le salieran delestómago, echado sobre la espalda conlos brazos detrás de su cabeza.

—No hay razón, VíktorAleksándrich. Tú mismo lo sabes…

Ella no dijo nada. Víktor jugueteócon la cadena metálica de su reloj.

—No eres tonta, Akulina —comenzóa decir al cabo—, así que no digastonterías. Quiero lo mejor para ti, ¿loentiendes? Por supuesto que no eresestúpida, no eres una chica campesinadel todo, por así decirlo; y tu madretampoco fue siempre una muchachacampesina. Pero no tienes formación, asíque tienes que escuchar cuando la gentete dice lo que debes hacer.

—Tengo miedo, VíktorAleksándrich.

—Eh, vamos, eso son tonterías,querida. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué

tienes ahí? —añadió, volviéndose haciaella—. ¿Flores?

—Flores —respondió Akulinasombríamente—. Son unas atanasias quehe recogido en el campo —continuó,animándose un poco—, y son buenaspara los terneros. Y estas soncaléndulas, ayudan contra la escrófula.¡Mira qué florecilla tan diminuta es!Nunca he visto una florecita tan hermosaen toda mi vida. Luego están losnomeolvides, y algunas violetas. Peroestas son para ti —añadió, sacando dedetrás de las atanasias amarillas unramo pequeño de acianos atados con untrozo de hierba—, ¿las quieres?

Víktor extendió su mano condesgana, cogió el ramillete, olisqueó lasflores y comenzó a toquetearlas con susdedos, contemplando la nada de vez encuando dándose aires. Akulina loobservó con una triste mirada quecontenía una devoción tierna, unaadoración humillante y amor. Y a la veztambién tenía miedo de él, y de llorar, yde despedirse por última vez; pero élestaba ahí echado en la pose lánguida deun sultán, soportando su adoración conpaciencia magnánima ycondescendencia. Confieso que su caraenrojecida me estaba enojando, con sudesdén pretencioso e indiferente, a

través de la cual se podía discernir unacompleta y satisfecha vanidad. Akulinaestuvo espléndida en aquel momento,puesto que su corazón estaba dispuesto,entregado, abierto, suplicando seramado, pero él en cambio… Élsimplemente dejó que los acianos secayeran a la hierba, se sacó unimpertinente engarzado en bronce delbolsillo lateral de su abrigo, y comenzóa tratar de acomodarlo sobre su ojo;pero no importaba cuánto intentabamantenerlo en su lugar con la cejabajada, la mejilla levantada e inclusocon la nariz, ya que el diminuto cristalse caía y regresaba a su mano.

—¿Qué es eso? —le preguntóasombrada Akulina.

—Unos impertinentes —respondióél, dándose importancia.

—¿Para qué son?—Para ver mejor.—Enséñamelos.Víktor frunció el ceño, pero le

tendió el cristal.—Cuidado, no lo rompas.—No tienes que preocuparte, no lo

haré —lo levantó con cuidado hasta suojos—. No veo nada —añadió consimpleza.

—Es el ojo, tienes que entrecerrarlo—replicó él con la voz de un profesor

descontento. Ella entrecerró el ojodelante del cual sujetaba el cristal—.¡No ese no es, idiota! ¡El otro ojo! —exclamó Víktor, y, sin darle tiempo decorregir su error, le quitó losimpertinentes.

Akulina se rio con nerviosismo y sevolvió.

—Es obvio que no es para la gentecomo yo —murmuró.

—¡Sin duda!La pobre muchacha guardó silencio

y exhaló un profundo suspiro.—Oh, Víktor Aleksándrich, ¿qué voy

a hacer sin ti? —dijo de pronto.Víktor limpió los impertinentes con

el filo de su abrigo y se los volvió aguardar en el bolsillo.

—Ya, ya —dijo al cabo—, seguroque será duro para ti al principio —ledio unas palmaditas condescendientes enel hombro; ella, con una gran dulzura,retiró la mano de él de su propiohombro y la besó con timidez—. Bien,bien, muy bien, eres una buena chica —continuó él, sonriendo con petulancia—,pero ¿qué es lo que puedo hacer yo?¡Piénsalo! El amo y yo no podemosquedarnos aquí; pronto será invierno ypasar el invierno en el campo… Tú yasabes lo que es. Es horrible. ¡En SanPetersburgo es distinto! ¡Allí hay cosas

sencillamente maravillosas, cosas quetú, estúpida, no te imaginarías ni ensueños! ¡Qué mansiones y qué calles, yla sociedad, la cultura, es estupendo! —Akulina lo escuchaba todo con graninterés, con los labios brevementeabiertos como los de una niña pequeña—. De todas formas —añadió él,volviéndose—, ¿para qué te cuento todoesto? No podrías entenderlo.

—¿Por qué dices eso, VíktorAleksándrich? Lo he comprendido, lo hecomprendido todo.

—¡Anda ya!Akulina bajó la mirada.—No solías hablarme de ese modo

antes, Víktor Aleksándrich —dijo ellasin levantar los ojos del suelo.

—¿Cómo que no lo hacía antes?¡Vaya con la niñita! ¡Antes, dice! —comentó con fingida indignación.

Ambos permanecieron callados unrato.

—De todas formas, es hora de queme marche —dijo Víktor, a punto deincorporarse sobre un codo.

—Quédate un rato más —imploróAkulina.

Víktor volvió a echarse y comenzó asilbar. Akulina no apartaba la mirada deél. Era evidente que estaba entrando enun estado de agitación gradual: los

labios le temblaban y sus pálidasmejillas se iban enrojeciendodébilmente.

—Víktor Aleksándrich —dijo alcabo en una voz rota—, no está bien loque haces, no está bien… ¡Te lo digo ennombre de Dios!

—¿El qué no está bien? —preguntóél, con el ceño fruncido, mientras seincorporaba ligeramente y volvía lacabeza hacia ella.

—No está bien, VíktorAleksándrich. Sí solo me dijeras unapalabra amable antes de marcharte, solouna palabra, a esta huérfanadesgraciada…

—Pero ¿qué quieres que te diga?—No lo sé. Tú deberías saberlo

mejor que yo. Víktor Aleksándrich.Ahora te marchas, y si solo me dijerasuna palabra… ¿Acaso me merezco esto?

—¡Qué muchacha tan extraña eres!¿Qué es lo que quieres que te diga?

—Solo una palabra…—En fin, ya, ya me lo has dicho, una

y otra vez —sentenció él y se levantóvisiblemente disgustado.

—No te enfades, VíktorAleksándrich —añadió ella con rapidez,conteniendo las lágrimas con dificultad.

—No estoy enfadado, es solo queeres tonta… ¿Qué es lo que quieres?

Sabes que no me puedo casar contigo,¿no? De bes saberlo, ¿verdad? Entonces,¿qué quieres? Dime —echó el rostrohacia delante esperando su respuesta yextendió sus manos.

—No quiero nada… nada —fue larespuesta, insegura, y apenas capaz deextender las temblorosas manos hacia él—; únicamente que me digas unapalabra de despedida.

Y las lágrimas corrieron por susmejillas.

—Muy bien, y ahora te pones allorar —dijo Víktor con frialdad,tapándose los ojos con la gorra.

—No quiero nada —continuó la

muchacha, tragándose las lágrimas ycubriéndose el rostro con ambas manos—, solo que, ¿qué será de mí ahora en lafamilia? ¿Y qué va a ocurrirme, qué va apasarme, desgraciada como soy?Entregarán a esta pobre huérfana aalguien que no la ame… ¡Oh, pobre demí!

—¡Quéjate cuanto gustes! —murmuró entre dientes Víktor,balanceándose de un pie al otro.

—Si solo él dijera una únicapalabra… Solo una palabra… ComoAkulina, yo, yo…

De pronto un llanto desesperadodominó a la muchacha, y no pudo

terminar lo que estaba diciendo. Echó elrostro sobre la hierba y rompió enlágrimas, amargas lágrimas. Todo sucuerpo se estremecía con abandono, lanuca subía y bajaba. Su tristeza, quehabía contenido durante tanto tiempo, alfin se desató en un torrente. Víktor sequedó un momento mirándola desdearriba, se encogió de hombros, se diomedia vuelta y se alejó dando grandeszancadas.

Pasaron varios minutos…Gradualmente la joven fue calmándose,levantó la cabeza, dio un salto, miró a sualrededor y juntó las manos; estaba apunto de correr detrás de él, pero sus

piernas débiles se desplomaron y cayósobre las rodillas. Yo no pudecontenerme más y corrí hacia ella, perola joven apenas había tenido tiempopara advertir mi presencia cuando yahabía encontrado la fuerza paralevantarse con un débil quejido ydesapareció entre los árboles,abandonando sus flores en el suelo.

Me quedé allí un momento, recogí elramillete de aciano y salí del bosque aun campo. El sol estaba bajo en elpálido y despejado cielo, y sus rayosparecían haber perdido su color yhaberse enfriado; más que refulgir

parecían desplazarse por el aireemitiendo su luz translúcida y acuosa.No quedaba ni media hora para queanocheciera, pero el crepúsculoempezaba a teñir el cielo carmesí. Unaráfaga de viento corrió hacia mícruzando los rastrojos resecos yamarillos, formando apresuradosremolinos a su paso; las hojillastemblonas me adelantaban por elsendero, alcanzando los límites delbosque. La zona arbolada que lo vallabafrente a los pastos se estremeció porentero y relució con un débil parpadeopropio; sobre la hierba rojiza, sobre losmatojos aislados, sobre los montones de

paja, en todas partes, restos incontablesde telarañas otoñales parecían refulgir.Me detuve… y una melancólicasensación tomó posesión de mí, puestoque me pareció que el oscuro terror queasociamos con la llegada del invierno seimponía sobre toda aquella naturalezaque sonreía con pesadumbre en aqueltiempo en el que todo se marchitaba.Sobre mí, en lo alto, removiendo el airecon sus alas, trabajosa y eficientemente,pasó un cuervo, giró su cabeza de vigía,me echó una mirada de soslayo, remontóel vuelo y desapareció más allá delbosque con sus estridentes graznidos;una bandada de palomas se elevó

hermosamente de alguna zona de trilla, ytras realizar un súbito giro en el aire,volvieron a depositarse y a afanarsesobre el pasto: ¡una señal inequívoca dela llegada del otoño! Se oyó el carrovacío de alguien traqueteando al otrolado de una loma desnuda…

Regresé a casa, pero la imagen de lapobre Akulina tardó mucho tiempo endesvanecerse de mi memoria; y susacianos, que hace mucho que semarchitaron ya, permanecen conmigohasta el día de hoy…

UN HAMLET DELDISTRITO DE

SCHIGROVSKI

Durante uno de mis viajes recibí unainvitación para cenar con unterrateniente acomodado y cazador,Aleksandr Mijáilich G. Su aldea seencontraba a unas cinco verstas de unpequeño grupo de casas donde me

encontraba en aquel momento. Me pusemi levita de gala, sin la cual no aconsejoa nadie que abandone su casa, aunquesolo vaya a una excursión de caza, y medirigí al hogar de Aleksandr Mijáilich.La cena estaba prevista para las seis;llegué a las cinco y encontré ya allíreunidos a un número considerable demiembros de la nobleza enfundados enuniformes, trajes de gala y otras clasessimilares de vestimentas. Mi anfitriónme recibió con amabilidad, pero deinmediato se apresuró hacia el ala de lossirvientes. Esperaba la llegada de uneminente dignatario y se sentíaemocionado de una forma que no se

correspondía con sus riquezas y suposición en el mundo. AleksandrMijáilich nunca había estado casado yera algo misógino, por lo que soloinvitaba a hombres a sus fiestas. Vivía alo grande, había ampliado y reformadola casa de sus ancestros a la últimamoda, cada año pedía vinos de Moscúpor valor de quince mil rublos, y engeneral era una persona muy respetada.Era desde hacía tiempo un funcionarioretirado y no pretendía obtener ningúntipo de honores… ¿Por qué demonios,en aquel caso, tenía que ponerse tannervioso a propósito de la visita de uninvitado oficial, hasta el punto de que la

situación lo tenía en ascuas desde lamisma mañana de la fiesta? Aquellocontinúa siendo un misterio envueltoentre las brumas de la incertidumbre,como solía decir un notario amigo míosiempre que le preguntaban si aceptabasobornos de donantes dispuestos adarlos.

Al quedarme solo comencé arecorrer las habitaciones. Casi todos loshuéspedes eran desconocidos para mí;habría unos veinte, sentados en lasmesas de juego. Entre los jugadores depréférence, se encontraban dosdistinguidos militares, aunque un pococansados, unos cuantos caballeros

civiles con los cuellos erguidos yrígidos y la clase de bigotes pedantes yteñidos que solo llevan las personasobstinadas pero bien intencionadas(estas personas bien intencionadas seencontraban ocupadas con el importantetrabajo de repartir las cartas y mirar dereojo a los recién llegados sin mover lacabeza). También había unos cinco oseis oficiales de distrito con las panzasredondas, pequeñas manos sudorosas yregordetas y piececillos inmóviles(estos caballeros hablabaneducadamente, regalaban a todos lospresentes con tímidas sonrisas, sosteníansus cartas pegadas a los penachos de sus

camisas, y, cuando jugaban con arrastre,no las depositaban sobre la mesa con unmanotazo, sino que, al contrario, lasdejaban caer con gracia voladora sobreel tapete verde y, cuando agrupaban susganancias, lo hacían crujir con un sonidodébil pero decoroso y educado). Otrosmiembros de la nobleza se encontrabansentados sobre los divanes, o agrupadosalrededor de puertas y ventanas; unterrateniente añoso pero afeminadoestaba de pie en un rincón, temblando yenrojeciéndose, y jugaba nerviosamentecon el medallón que colgaba de su relojsobre su abdomen, aunque nadie leprestaba la más mínima atención. Otros

caballeros, adornados con levitas degala y pantalones a cuadros provenientesde Moscú y confeccionados por FirsKliujin, extranjero y gran maestro de suoficio, se encontraban enfrascados enuna conversación inusualmente honesta yanimada; un joven de unos veinte años,rubio y miope, vestido de negro de lacabeza a los pies, estaba evidentementeazorado, pero no dejaba de sonreír conmalicia…

Yo estaba, sin embargo, comenzando aaburrirme un poco cuando de repente seme unió un tal Voinitsin, un joven quehabía abandonado sus estudios y que

ahora vivía en casa de AleksandrMijáilich como… Sería difícil decirexactamente qué hacía. Era un tiradorexcelente y tenía muy buena mano paraentrenar a los perros. Yo ya lo habíaconocido en Moscú. Pertenecía a laclase de jóvenes que solían «hacerse elpalo» en todos los exámenes, es decir,que nunca abrían la boca para responderlas preguntas de los profesores. Estoscaballeros eran también conocidos en lajerga moderna como «patilleros». (Estascuestiones forman parte del pasadoremoto, como el lector apreciará). Todosolía suceder de la siguiente forma:llamaban a Voinitsin, por ejemplo, y él,

que hasta el momento habría estadosentado rígido e inmóvil sobre su banco,sudando y acalorado de la cabeza a lospies, entornando los ojos, se levantaba,se abotonaba el uniformepresurosamente hasta arriba y searrastraba hasta la mesa del examinador.

—Tenga la bondad de sacar unacarta —le decía el profesor conamabilidad.

Entonces Voinitsin alargaba unamano y con nerviosismo rozaba ladiminuta pila de cartas.

—No puede elegir la que más leguste —apuntaba algún viejo irritablequejumbrosamente, profesor en otra

facultad, quien de inmediato habíadesarrollado un tremendo odio por eldesafortunado «patillero». Voinitsin sesometía a su destino, elegía una carta,mostraba el número y caminaba hacia laventana para sentarse mientras elanterior examinado respondía unapregunta. En la ventana Voinitsin noapartaba los ojos de la tarjeta, salvo talvez en una ocasión para entornarlos conparsimonia, y tenía todas susextremidades rígidas. Cuando terminaseel examinado anterior, le dirían: «Bien,señor», o incluso, «muy bien, señor»,dependiendo de cómo lo hubiera hecho.Entonces llamaban a Voinitsin. Este se

levantaba y se acercaba a la mesa conpaso firme.

—Lea la pregunta —le decían.Cogiéndola con ambas manos,

Voinitsin levantaba la carta hasta lapunta de la nariz, leía la preguntadespacio y con la misma lentitud bajabalos brazos.

—Bien, señor, tenga la bondad deresponder —decía de formadespreocupada el primer profesor,apoyándose en su silla y cruzando lasmanos sobre el pecho.

Un profundo silencio sepulcraldescendía sobre todas ellas.

—¿Qué le sucede?

Voinitsin permanecía callado. Elviejo profesor de la otra facultadcomenzaba a enojarse.

—¡Vamos, diga algo, hombre!Entonces Voinitsin permanecía en

silencio, como si acabara de morirse. Laparte afeitada de su cuello despuntabainmóvil frente a la mirada curiosa de suscamaradas. Los ojos del viejo estaban apunto de salirse de sus órbitas: habíapasado a aborrecer a Voinitsin.

—¿No es bastante extraño, despuésde todo —apuntaba otro de losexaminadores—, que se limite aquedarse ahí, quieto como un palo?Entonces, ¿no sabe usted la respuesta?

Si se trata de eso, dígalo.—Permítame que saque otra carta —

murmuraba el pobre tipo. Los profesoresse miraban entre sí.

—De acuerdo, hágalo —indicaba eljefe de los examinadores con un gesto dela mano.

Voinitsin volvía a sacar de nuevouna carta, se acercaba otra vez a laventana y regresaba a la mesa y luegovolvía a quedarse callado como unmuerto. Al viejo profesor de la otrafacultad le faltaba poco para comérselovivo. Al final le pondrían un cero. Paraentonces uno pensaría que se habíamarchado. ¡Para nada! Regresaba a su

sitio y adoptaba la misma posturainmóvil hasta la conclusión del examen,cuando se marchaba exclamando: «¡Quédifícil ha sido! ¡Qué duro ha sido!». Yse pasaría todo el día vagabundeandopor Moscú, llevándose las manos a lacabeza y lamentándose amargamente porsu desgraciado destino. Ni una sola vez,por supuesto, se le ocurrió leer un libro,y al día siguiente todo volvía arepetirse.

Era el mismísimo Voinitsin el que sesentaba ahora a mi lado. Charlamossobre nuestros días de Moscú, sobrenuestras aventuras de del lugar.

—Si lo desea —me susurró— puedopresentarle al más ingenioso del lugar.

—Se lo ruego.Voinitsin me condujo hasta un

hombre bajito con un jójol[37] y unbigote, vestido con una levita marrón yuna corbata colorida. Sus rasgosamargados ciertamente transmitían unaura de agudeza y crueldad deliberada.Una sonrisa fugitiva y agriacontorsionaba sus labios en todomomento; sus ojillos oscuros yarrugados miraban con descaro desdedetrás de unas pestañas desiguales. Depie a su lado había un terrateniente dehombros anchos, fofo, dulzón, un

auténtico goloso, y tuerto. Su risasiempre se anticipaba a las agudezas delhombrecillo que estaba a su lado, y sederretía literalmente de gusto. Voinitsinme presentó al gracioso, llamado PiotrPetróvich Lupíjin. Hicimos sendasreverencias e intercambiamos unaspalabras de saludo.

—Y permítame que le presente a mimejor amigo —dijo Lupíjin de repenteen un tono agudo, cogiendo alterrateniente del brazo—. Espera, no tevayas, Kirila Selifánich —añadió—, novan a morderte. Aquí tienen, misqueridos señores —continuó, mientrasque el avergonzado Kirila Selifánich se

doblaba en reverencias tan pocoelegantes que parecía que se le fuera acaer la barriga al suelo—, aquí letienen, señor, uno de los miembros másespléndidos de la alta burguesía.Disfrutó de una salud excelente hasta loscincuenta años de edad, y después depronto se le metió en la cabeza curarsede la vista, y como resultado perdió lavisión de uno de sus ojos. Desdeentonces se dedica a dispensartratamientos a los campesinos con elmismo éxito… Y ellos, no hay ni quedecirlo, le han correspondido con lamisma devoción.

—Vaya tipo —murmuró Kirila

Selifánich, y se echó a reír.—Termina lo que estabas diciendo,

amigo mío, termina —interrumpióLupíjin—. Después de todo, podríannombrarte juez, y lo harán sin duda. Enfin, supón que todos los asesores deljuzgado se dedican a pensar por ti, peroaun así habrá ocasiones en las queexpresar las ideas de los demás. Imaginaque Gobernador se acercara a visitartede pronto y preguntara: «¿Por quétartamudea el juez?». En fin, supón queconsideran que se trata de un ataque deparálisis, y que dicen: «¡Sangradlo deinmediato!». Y eso, en tu posición,estarás de acuerdo en que no sería

apropiado.El terrateniente se partió de la risa.—Miradlo cómo se ríe —continuó

Lupíjin, echando miraditas maliciosas ala barriga de Kirila Selifánich—. ¿Y porqué no debería hacerlo? —añadióvolviéndose hacia mí—. Está bienalimentado, goza de buena salud, notiene descendencia, sus campesinos noestán endeudados, y además él los estácurando a todos, y su mujer está un pocomajara. —Kirila Selifánich se volvióligeramente a un lado, pretendiendo queno lo oía, y continuó riéndose acarcajada limpia—. Yo puedo reírmeigual que él, y mi esposa se ha fugado

con un agrimensor. —Volvió a reírseenseñando los dientes—. ¿Quizá no losabían? ¡Pues sí señor! Sencillamente selargó dejándome una carta que decía:«Querido Piotr Petróvich, perdóname,me dejé llevar por la pasión. Me marchocon mi alma gemela…». Y el agrimensorsolo ha conquistado su alma porque nose ha cortado las uñas y ha llevadopantalones estrechos. ¿Les sorprende?«Un tipo tan honrado», dirán… ¡Diosmío! Nosotros, los hombres de la estepa,somos sinceros. En fin, echémonos a unlado. No tenemos necesidad de estarcerca de un futuro juez…

Me cogió del brazo y nos acercamos

a la ventana.—Aquí se me tiene por ingenioso —

me dijo en el curso de la conversación—, pero no debe usted creerlo. No soymás que un hombre amargado y que dicelo que piensa en voz alta. Por eso no mecontrolo. ¿Y por qué debería hacerlo?No me importan un bledo ninguna de lasopiniones de nadie y no persigo nada.Soy malicioso, ¿y qué? Un hombre conla lengua maliciosa al menos no necesitapensar. Pero cuán refrescante es nopensar, no se lo imagina usted… En fin,echemos un vistazo, por ejemplo, anuestro anfitrión. Déjeme que lepregunte, ¿por qué razón está

correteando por ahí, sin perder de vistael reloj, sonriendo, sudando, dándoseaires de importancia y dejando que nosmuramos de hambre? ¡Un alto dignatariono es una visión tan poco usual, despuésde todo! Ahí lo tiene, mire, de nuevocorriendo de un lado a otro. ¡Incluso haempezado a cojear, mírele!

Y Lupíjin se rio con estridencia.—La lástima es que no haya damas

—continuó con un profundo suspiro—.Es una fiesta para solterones, de otraforma habría resultado útil para los queson como nosotros. Eche un vistazo,hágalo —exclamó de pronto—, viene elPríncipe Koziolski; y ahí está, el hombre

alto con barba y guantes amarillos. Esevidente que ha estado en elextranjero… Y tiene por costumbrellegar tarde. Ese hombre por sí solo, selo digo, es tan estúpido como un par decaballos de un comerciante, pero uno seesfuerza en no darse cuenta de la formatan condescendiente con la que se dirigea los que son como nosotros, de quéforma tan magnánima se permite sonreíra los halagos de nuestras madres e hijasfamélicas. A veces incluso intenta élmismo ser ingenioso, aunque no resideen nuestra localidad; ¡y el tipo deagudos comentarios que se inventa! ¡Escomo intentar segar un cordón de

arrastre con un cuchillo romo!Sencillamente no me soporta… Debo ira presentarle mis respetos.

Y Lupíjin se apresuró hacia elpríncipe.

—Y aquí viene mi enemigoparticular —anunció, de repentevolviéndose de nuevo hacia mí—. ¿Ve aese individuo grandullón con el rostromoreno y mechones en la cabeza; ese deahí asiendo su gorro en la mano ydesapareciendo pegado a la pared,mirando a su alrededor como un lobo?Por cuatrocientos rublos le vendí uncaballo que valía mil, y ahora estacriatura de baja cuna se cree que tiene

todo el derecho del mundo adespreciarme; y aun así, se encuentradesprovisto por entero de entendimiento,sobre todo por la mañana, antes dehaberse bebido su té, o inmediatamenteantes de la cena, tanto que si dices: «¿Ycómo te va?» te responde: «¿Que cómoqué, señor?». Y ahí viene un general —continuó Lupíjin—, un general delservicio estatal ahora retirado, que haperdido todo su dinero. Tiene una hijacomo azúcar de remolacha y una fábricade escrófula… Lo siento, no lo he dichobien… En fin, seguro que me entiende.¡Ah! ¡Y acaba de asomarse unarquitecto! Un alemán con la cara

cubierta de pelo sin idea alguna de sunegocio; ¡nunca cesan los prodigios!Pero para ser francos tampoco necesitaconocerlo: todo lo que tiene que haceres aceptar sobornos y colocar máscolumnas, más pilares, ¡quiero decir,para los pilares de nuestra aristocracia!

Lupíjin de nuevo estalló en risotadas.Pero de pronto un nerviosismo especialse propagó por toda la casa. Eldignatario había llegado. Nuestroanfitrión se zambulló de forma literal enel vestíbulo. Varios devotos miembrosde su servicio y algunos huéspedescontagiados por la animación salieron

corriendo tras él. Las conversacionesruidosas se convirtieron en charlastibias y amigables, similares al zumbidoprimaveral de las abejas en suscolmenas. Solo el incasable y avispadoLupíjin y el magníficamente tediosoKoziolski no bajaron su tono de voz… Yal cabo entró la reina en persona, eldignatario. Los corazones volaron a suencuentro, torsos sentados se alzaron enun santiamén; incluso el terratenienteque había comprado el caballo a buenprecio de Lupíjin hundió el mentón en supecho. El dignatario conservó sudignidad con el mayor aplomo:asintiendo con la cabeza como si

estuviera realizando reverencias, dijounas cuantas palabras deagradecimiento, cada una de las cualescomenzaba con la letra «a» pronunciadanasalmente, y con una desaprobaciónsimilar al hambre más famélica miróhacia la barba del Príncipe Koziolski yofreció el dedo índice de su manoizquierda al general civil arruinado.Tras unos cuantos minutos, durante loscuales el dignatario logró decir dosveces cuán feliz estaba de no haberllegado tarde a la cena, todos lospresentes nos dirigimos hacia elcomedor. Los de mayor rango fueronabriendo camino.

No es necesario decirle al lectorcómo se le ofreció el lugar de honor aldignatario, entre el general de estado yel mariscal de la nobleza local, unhombre de expresión orgullosa del todoacorde con el penacho almidonado de sucamisa, su chaleco demasiado ancho ysu cajita de rapé redondeada rellena detabaco francés. Cuánto jaleo organizónuestro anfitrión y corrió de un lado aotro, dándose aires de importancia,alentando a los invitados a que comieranlo que se les ofrecía, sonriendo al pasarla espalda del dignatario, y cómo, de pieen un rincón como si fuera un colegial,se tragó un plato enterito de sopa o

probaba un bocado de ternera; cómo elmayordomo entró con un pescado dearshín y medio de largo con un arreglofloral en la boca; cómo los sirvientes,todos en librea y con expresionescontritas, se aproximabanmalhumoradamente a cada miembro delo más granado de la sociedad local conMálaga o Madeira seco, y cómo casitodos estos caballeros, sobre todo losmás ancianos, bebían copa tras copacomo si se sometieran a regañadientes aalgún tipo de deber. Al cabo empezarona descorcharse botellas de champán ydieron inicio los brindis; no hay duda deque el lector se encontrará familiarizado

con dichas cuestiones. Pero deberíaresaltar, o eso me lo parece, la anécdotacontada por el propio dignatario entre unmurmullo especialmente jovial. Alguien,tal vez el general empobrecido, unhombre familiarizado con la literaturacontemporánea, hizo un comentariosobre la influencia de las mujeres engeneral, y en particular sobre suinfluencia en los hombres jóvenes.

—Así es —dijo el dignatario en vozalta—, eso es cierto. Pero los jóvenesdeben ser controlados en todo momento,de otra forma suelen volverse locos antecualquier falda que aparezca. —Sonrisas de felicidad infantil se vieron a

lo largo de la mesa sobre todos losinvitados; la expresión de uno de losterratenientes llegaba a ser de gratitud—. Porque los jóvenes son idiotas. —Seguramente porque la nobleza obliga,el dignatario, en ocasiones, cambiaba laacentuación de las palabras—. Tomencomo ejemplo a mi hijo Iván —continuó—. El idiota no tiene más que veinteaños de edad, pero viene a verme y medice: «Permítame, señor, que me case».Así que le digo: «Eres un idiota. Antesdebes cumplir con tu servicio alEstado…». En fin, por supuestolágrimas y pesadumbre… Pero en miopinión así son las cosas… —El

dignatario pronunció la palabra «así»más con el estómago que con los labios;hizo una pausa y dirigió una regiamirada a su vecino, el general, al mismotiempo que levantaba las cejas a unaaltura inesperada. El general del Estadoinclinó su cabeza con un gesto tierno unpoco hacia un lado y parpadeó conextraordinaria rapidez un ojo, el que sedirigía hacia el dignatario—. Y ahora,¿qué creen que ha hecho? —volvió acomenzar el dignatario—. Pues ahorame escribe y dice: «Gracias, señor, porenseñarme a no ser tan idiota». Así escomo debe lidiarse con ese tipo deasuntos.

Todos los invitados, no hay quedecirlo, estaban totalmente de acuerdocon el dignatario y aparentemente sehallaban encantados de recibir taleslecciones.

Después de la cena los comensalesse levantaron y se dirigieron hacia lasalita haciendo bastante más ruido,aunque aún dentro de los límites de lodecoroso y en la ocasión que se terciabaestaba justificado. Todos se sentaron ajugar a las cartas.

Pasé el tiempo como pude hasta quellegó la noche, y, tras haber pedido a micochero que me tuviera el carruaje listoa las cinco de la siguiente mañana, me

retiré a dormir. Pero durante el curso deaquel día aún tenía que conocer a unapersona excepcional.

Debido al elevado número de invitados,nadie dormía solo en una habitación. Lapequeña, verdosa y húmeda estancia a laque me llevó el mayordomo de mianfitrión estaba ya ocupada por otroinvitado que se había desvestido porcompleto. Al verme se metió entre lassábanas a toda prisa, y se tapó hasta laaltura de la nariz, se revolvió incómodosobre el colchón de plumas hechopedazos y se quedó callado, mirandocon fijeza desde debajo del borde de su

gorro de dormir de algodón. Me dirigí ala otra cama (solo había dos en elcuarto), me desvestí y me acosté entrelas sábanas húmedas. Mi vecinocomenzó a dar vueltas. Le deseé buenasnoches.

Transcurrió media hora. A pesar detodos mis esfuerzos, no era capaz dedormirme: una fila interminable depensamientos vagos e innecesarios searrastraban uno detrás de otro conpersistencia y monotonía por mi cabeza,igual que las palas de un molino.

—Parece que no puede dormir —dijo mi vecino.

—Ya lo ve —respondí—. ¿También

está usted desvelado?—Yo siempre estoy desvelado.—¿Por qué?—Se lo explicaré. Me acuesto sin

saber por qué; así me paso una hora trasotra, hasta que al final acabo pordormirme.

—Entonces ¿por qué se acuestaantes de que le entre sueño?

—¿Y qué sugiere que haga?No respondí la pregunta de mi

vecino.—Me sorprende —continuó después

de un corto silencio— que no hayapulgas aquí. Uno se pregunta adónde sehabrán ido.

—Lo dice usted como si las echarade menos —comenté.

—No, no lo hago, pero me gusta quelas cosas sean consistentes.

«Vaya palabritas está usando»,pensé.

Mi vecino volvió a guardar silencio.—¿Le gustaría hacer una apuesta

conmigo? —preguntó de repenteelevando la voz.

—¿Sobre qué? —Mi vecinoempezaba a divertirme.

—Hum… ¿Sobre qué? Sobre esto:estoy seguro de que usted me toma portonto.

—Por favor… —murmuré

sorprendido.—Un tosco provinciano, un

ignorante… Admítalo.—No tengo el placer de conocerle

—protesté—. ¿Cómo puede usteddeducir…?

—¡Cómo! Lo deduzco por su tono devoz: me ha dado unas respuestas tandesdeñosas… Pero no soy solo lo queusted cree.

—Permítame…—No, permítame usted a mí. En

primer lugar, no hablo francés peor queusted, y alemán incluso mejor. Ensegundo lugar, he pasado tres años en elextranjero; solo en Berlín residí durante

ocho meses. He estudiado a Hegel, mibuen señor, y me sé a Goethe dememoria. Y lo que es más, durante untiempo bastante largo estuve enamoradode la hija de un profesor alemán, ydespués, ya de vuelta, me casé con unadama tuberculosa, calva pero era unacriatura excepcional. Podría parecer,por lo tanto, que soy de la misma clasede persona que usted. No soy un toscoprovinciano, como supone… Tambiénme consume la melancolía y no soy nadaespontáneo.

Levanté mi cabeza y miré conredoblado interés a este tipo tansingular. En la débil luminosidad

nocturna, apenas podía discernir susrasgos.

—Ahí está, mirándome —continuó,ajustándose el gorro de dormir—, y sinduda se está usted preguntando: ¿cómoes posible que no haya reparado en él entoda la velada? Le diré por qué noreparó en mí: porque nunca habloalzando la voz; porque me oculto detrásde otros que se colocan en medio de laszonas de paso, y no hablo con nadie;porque cuando el mayordomo pasa a milado con una bandeja levantada me meteel codo en el pecho… ¿Y por quéocurren estas cosas? Por dos razones:primero, soy pobre, y segundo, me he

resignado a ello… Dígame la verdad, noreparó en mí, ¿no es cierto?

—En realidad no he tenido elplacer…

—Oh, por supuesto, por supuesto…—me interrumpió—. Lo sabía.

Se incorporó un poco y se cruzó debrazos; la sombra alargada de su gorrode dormir se dobló desde la pared hastael techo.

—Pero admítalo —añadió, depronto mirándome de lado—, debo deparecerle un individuo de lo mássingular, un carácter único, como sueledecirse; o tal vez algo incluso peor,supongamos: ¿tal vez cree usted que

estoy intentando pasar por excéntrico?—De nuevo debo repetirle que no le

conozco…Bajó la cabeza un instante.—Por qué habré empezado a decirle

estas cosas así sin más a usted, alguien aquien no conozco de nada… ¡Solo elSeñor lo sabe! —Suspiró—. ¡No sedebe a ninguna comunión de las almas!Tanto usted como yo somos personasrespetables, somos egoístas, quierodecir: mis asuntos no le conciernen austed, ni los suyos a mí, ¿no es cierto?Sin embargo, ninguno de los dospodemos dormir… Así que, ¿por qué nocharlamos un ratito? Estoy de un humor

excelente, lo cual no suele ocurrirme.Soy de naturaleza tímida, ¿sabe? Pero nome refiero a apocamiento provinciano,de alguien sin rango o empobrecido,sino en el sentido de que soy un tipo delo más engreído. Sin embargo, a veces,bajo la influencia de condicionesfavorables, de ciertas circunstancias, lascuales, por cierto, no estoy encondiciones de definir ni anticipar, mitimidez desaparece por enteco, comoahora, por ejemplo. Póngame enfrentedel mismo Dalai Lama y soy capaz depedirle una pizca de rapé. Pero ¿no leapetece dormir?

—Al contrario —me apresuré a

contestar—. Encuentro muy agradablecharlar con usted.

—Quiere usted decir que ledivierto… Pues mucho mejor. En fin,señor, le diré que por estos lugares lagente me hace el honor de llamarmeoriginal, la misma gente que podría, porasí decirlo, dejar caer mi nombre juntocon las otras tonterías que suelen decir.«Nadie se interesa mucho por midestino…». Su intención es hacermedaño. ¡Oh, Dios mío! Si supieran que loque me pasa es precisamente que no haynada en absoluto original sobre mí, nadaen absoluto, nada excepto bromasinfantiles, por ejemplo, esta

conversación con usted; pero talescomportamientos no valen un kópek. Sonla más barata y despreciable forma deoriginalidad.

Se volvió hacia mí y extendió losbrazos ampliamente.

—¡Mi querido señor! —exclamó—.Yo pienso que la vida en esta tierra estádestinada, para que nos entendamos,para la gente original; solo ellos tienenderecho a vivir. Mon verre n’est pasgrand, mais je bois dans mon verre, hadicho alguien —bajo la voz y añadió—.¿Ve qué buen acento francés tengo? Quéimporta si tienes una leonina yabundante cabeza y lo entiendes todo,

sabes un montón sobre todas las cosas,te mantienes informado, ¡pero no tienesnada personal, realmente único! Noserás más que otra colección de tópicoscon los que abarrotar el mundo; ¿y dequé sirve eso? No, sea un tonto, ¡perohágalo a su manera! Por lo menos tengaun olor característico, ¡un olor personal!Y no piense que mis exigencias conrespecto al olor son excesivas… ¡ElSeñor no lo permita! Existe un pozo sinfondo de personas así de originales:donde quiera que mire encontrará uno;todos los seres humanos, en ese sentido,lo son, ¡pero yo no soy uno de ellos!

»A pesar de todo —continuó tras una

breve pausa—, ¡las expectativas quedesperté en mi juventud! ¡La opinión tanelevada que tenía de mí mismo antes departir al extranjero e inmediatamentetras mi regreso! En el extranjero, porsupuesto, mantuve mi cabeza alzada,labré mi propio camino, justo como seespera de la gente como nosotros, lagente que lo sabe todo, que entiende elporqué de todas las cosas. Pero, al cabo,¡cuando los miras te das cuenta de queno han aprendido nada de nada!

—¡Original, original! —dijo,meneando la cabeza con reproche—. Mellaman original, pero resulta que enrealidad no hay en la tierra nadie menos

original que su humilde servidor. Esposible que hasta naciera imitando aalguien… ¡Sí, por Dios! Vivo mi vidaimitando a unos cuantos autores que heestudiado con el sudor de mi frente. Heestudiado en mis tiempos lo mío, ytambién me he enamorado, y me casé, nopor voluntad propia, sino como quienhace los deberes para aprender unalección. ¿Quién sabe qué lección sería?

Se arrancó el gorro de dormir de lacabeza y lo lanzó contra la cama.

—Si le parece, le contaré la historiade mi vida —me dijo de forma súbita—,o mejor aún, unas cuantas anécdotas demi vida.

—Hágame ese honor.—O, mejor, le contaré cómo me

casé. Después de todo, el matrimonio esalgo serio, la piedra de toque decualquier hombre; se refleja él como enun espejo… No, esa analogía esdemasiado banal. Si no le importa,tomaré un poco de rapé.

Sacó una cajita de debajo de sualmohada, la abrió y comenzó a tomarlomientras ondeaba la cajita en el aire.

—Mi buen señor, debería usted apreciarmi situación. Juzgue por usted mismo, sies tan amable, ¿qué se puede sacar deprovecho de la Enciclopedia de Hegel?

¿Dónde está el punto común, me lopuede decir, entre esta enciclopedia y lavida rusa? ¿Y cómo se supone quedebemos aplicarla a nuestrascircunstancias, no ya la enciclopedia,sino toda la filosofía alemana engeneral, y aún más, la ciencia alemana?

Saltó arriba y abajo en su camamurmurando en voz baja, y apretandolos dientes con malicia:

—De manera que así es como es,¡así es como es! Entonces, ¿para quédiablos nos obligamos a salir alextranjero? ¿Por qué no se queda uno encasa a estudiar la vida de su alrededor?Entonces uno reconocería sus

necesidades y sus posibilidades, y en loconcerniente a la vocación sería posiblellegar a entender… Sí, si usted me lopermite —continuó, de nuevocambiando el tono de voz, como sitratara de justificarse, sucumbiendo denuevo a la timidez—, ¿dónde podemosla gente como nosotros aprender algoque ningún estudioso haya puesto ya enalgún libro? Yo habría tomado clases deeso gustoso, de la vida rusa, quierodecir; pero el problema es que laquerida vida rusa no se explica.«Tómame o déjame», parece que nosdice. Pero eso es demasiado para mí.Tendría que darme algo a lo que

agarrarme, ofrecerme alguna certeza.«¿Alguna certeza?», preguntan; «aquítiene una certeza: preste oído a la gentede Moscú, ¿no cantan tan dulcementecomo los ruiseñores?». Pero ese es elproblema, precisamente: silban comolos ruiseñores de Kursk y no hablancomo seres humanos… Así que dediquémucho tiempo a meditar sobre esteproblema y llegué a la conclusión de quela ciencia era, en apariencia, igual entodo el mundo, lo mismo que la verdad,y me arriesgué marchándome, con laayuda de Dios, a tierras extranjeras paravivir entre infieles… ¿Cómo más puedojustificarme? La juventud y la arrogancia

me vencieron. No quería dejarmeengordar antes de mi tiempo, aunquedicen que merece la pena. Y lo que esmás, si la naturaleza no te ha concedidomucha carne sobre los huesos paraempezar, no amasarás mucha carne, ¡noimporta lo que hagas!

»De todas formas —añadió, trastomarse un momento para pensar—, heprometido contarle cómo me casé.Escuche. En primer lugar, deberíadecirle que mi esposa ya no se encuentraentre los vivos, y en segundo lugar… Ensegundo lugar veo que tendré quehablarle de mi niñez, de otra forma noentenderá usted nada… ¿Seguro que no

quiere dormir?—No, en absoluto.—Excelente. ¡Pero escuche al señor

Kantagriujin cómo bosteza en lahabitación de al lado! Nací de padrespobres; digo padres porque cuenta laleyenda que, además de una madre,también tuve un padre. Yo no lerecuerdo. Dicen que era bastante cortode luces, con una nariz grande y pecoso,pelo castaño claro y la costumbre detomar rapé solo por un orificio; había unretrato de él colgado de la habitación demi madre, en un uniforme rojo con elcuello negro que le llegaba hasta lasorejas, extraordinariamente feo. Yo solía

pasar a su lado siempre que me llevabanpara darme una tunda, y mi mamá, en taleventualidad, siempre lo señalaba ydecía: «El no te habría dado tan poco».Puede imaginarse el efecto tan positivoque eso tuvo en mí. No tenía nihermanos ni hermanas, aunque, a decirverdad, hubo un hermano pequeñomaldecido con raquitismo cervical, y notardó en morirse… ¿Y cómo, sepreguntará usted, llegaría la enfermedadinglesa hasta el distrito de Schigrovskien la provincia de Kursk? Pero eso noviene al caso. Mi mamá se encargó demi educación con todo el ardorobstinado de una grande dame de la

estepa; se encargó desde el día de minacimiento hasta el momento en el quealcancé los dieciséis años de edad…¿Me sigue por ahora?

—Por supuesto, continúe.—Muy bien. Tan pronto como

alcancé los dieciséis años de edad, mimamá, sin tardar ni un minuto, despidióa mi preceptor de francés, un alemán quese llamaba Filípovich, de parientesgriegos de Nizhyn, y me envió a Moscú,me matriculó en la universidad y entregósu alma al Altísimo, dejándome enmanos de un pariente mío, el abogadoKoltún-Babura, un pájaro viejo famosono solo en el distrito de Schigrovski.

Este tío carnal, el abogado Koltún-Babura, se quedó con toda mi fortuna,como suele ocurrir en esos casos…Pero, de nuevo, eso tampoco viene alcaso. Entré en la universidad bastantebien preparado, eso se lo debo a mimadre; pero ya incluso entonces la faltade originalidad comenzaba a hacersepatente. Mi niñez no se habíadiferenciado en ninguna manera de la delos otros jóvenes: me había criado tanestúpido y fofo como ellos, igual que sihubiera vivido mi vida hasta entoncesentre colchones de plumas, y tan prontocomo ellos había empezado a repetirversos de memoria y a quejarme por ahí,

pretendiendo tener una disposiciónsoñadora… ¿Para soñar con qué? Conideas vagas de la belleza… y todas esascosas. Con estas ideas iba a launiversidad, y de inmediato me uní a unahermandad. Era una época distinta…Pero tal vez usted no sepa lo que es unahermanad. Recuerdo que Schiller dijo enalguna ocasión:

Gefahrlich ist’s den Leuzu wecken,

Und schrecklich ist desTigers Lahn,

Doch das schrecklichsteder Schrecken –

Das ist der Mensch inseinnem Wahn![38]

Le aseguro que no era lo que queríadecir; lo que quería decir era:

Das ist ein kruzhok inder Stadt Moskau![39]

—Pero ¿qué encuentra usted tanaborrecible de esas hermandades deestudiantes? —le pregunté.

Mi vecino cogió su gorro de dormiry se lo echó hacia delante hasta que letapó la nariz.

—¿Qué qué encuentro tan horrible?

—gritó—. Se lo diré: las hermandades,las hermandades, son la destrucción deldesarrollo de toda originalidad; unahermandad es un sustituto horrendo de lainteracción social, de la relación con lasmujeres, de la vida; una hermandad…Espere un minuto, le diré exactamente loque es un grupo de estudiantes. Unahermandad es un tipo de existenciaparalela, en común en teoría con otros,pero sin ningún objetivo, al que la genteatribuye significado y le da el aura de lainteligencia; una hermandad sustituye laconversación por los discursos, induce asus miembros a la cháchara sin sentido,distrae del trabajo solitario y

beneficioso, te implanta la picazónliteraria; al final, te priva de toda lafrescura y de la expansión virginal delespíritu. Una hermandad es lamediocridad y el aburrimientopaseándose bajo el nombre defraternidad y amistad, una cadenainmensa de equívocos y pretensionespaseándose bajo el pretexto de lahonestidad y el respeto; en unahermandad, gracias al derecho de cadauno de sus miembros de tocar con susdedos sucios los sentimientos másíntimos de sus camaradas en cualquiermomento, nadie está limpio, ni poseeuna región pura en su alma; en una

hermandad se respeta a los cabezahueca, a las mentes engreídas, a losjóvenes que han adquirido lascostumbres de los viejos; y losversificadores sin talento pero con ideas«misteriosas» son cuidados con mimo;en una hermandad, jóvenes de diecisieteaños hablan de forma picara y sabiondasobre las mujeres y el amor, pero anteellas o bien guardan silencio o sedirigen a ellas como si estuvieranhablándole a un libro. ¡Y las cosas quedicen! Una hermandad estudiantil es ellugar en el que florece una elocuencianunca antes vista; en una hermandad, susmiembros se vigilan como si fueran

oficiales de policía… ¡Oh, lashermandades estudiantiles! No son tales,¡son círculos encantados de los que másde un tipo decente no ha salido con vida!

—Pero tiene usted que estarexagerando, permítame que le diga —leinterrumpí.

Mi vecino me observó sin decirnada.

—Tal vez el Buen Señor sabe el tipode persona que soy; tal vez estoyexagerando. Para la gente de mi clasesolo nos queda una cosa, el placer de laexageración. En cualquier caso, miquerido señor, así es como pasé cuatroaños en Moscú. Soy incapaz de

describirle en profundidad, amableseñor, cuán rápido, cuán terriblementerápido, pasó el tiempo; incluso ahora meentristece y enoja recordarlo. Televantabas por la mañana y era como sitodo cayera en picado por una colina; derepente te encontrabas con que el díahabía terminado. De pronto era denoche, tu lacayo medio dormido estaríaponiéndote la levita de gala encima dela ropa y te dirigías a casa de algúnamigo y encendías tu pequeña pipa,bebías un vaso detrás de otro de téaguado y hablabas sobre la filosofíaalemana, el amor, el sol eterno delespíritu y otros temas elevados. Pero

aquí yo solía encontrarme con genteindependiente, original: no importabacuánto trataran de anularse según losdictados de las modas, la naturalezasiempre volvía a reinsertarse; ¡solo yo,un miserable individuo, continuémoldeándome a los dictados de otroscomo si fuera cera suave, y minaturaleza penosa no ofrecía la másmínima resistencia!

»En aquel tiempo cumplí veintiúnaños. Entré en posesión de mi herencia,o debería decir de la escasa herenciaque mi tutor había decidido dejarme,confié la administración de mis bienes aun siervo liberado, Vasili Kuriáshev, y

me marché al extranjero, a Berlín. Mepasé allí, como ya he tenido el placer deinformarle, tres años. ¿Y qué obtuve deeso? En el extranjero seguí siendo tanpoco original como aquí. En primerlugar, no tengo que decirle que noadquirí el más mínimo conocimientosobre Europa y las circunstanciaseuropeas; escuché a los profesoresalemanes y leí libros alemanes en sulugar de origen, esa era la únicadiferencia. Llevaba una vida apartada,como si fuera un monje; me hice amigode los tenientes que habían dejado elservicio y me consumía, por así decirlo,una sed por el conocimiento, pero era

muy duro de mollera y no poseía el donde las palabras. Me entendía confamilias mediocres de Penza y otrasprovincias agrícolas; me arrastré decafetería en cafetería, leí las revistas yfui al teatro por las noches. Tenía pocarelación con los alemanes, solo hablabacon ellos si no tenía más remedio, ynunca me visitó ninguno de ellos, con laexcepción de dos o tres jóvenesinoportunos de origen judío que nohacían sino perseguirme y pedirmedinero prestado; creen que der Russe esuna criatura generosa. Un extraño juegode la fortuna me llevó a la casa de unode mis profesores. Ocurrió de la

siguiente manera: fui a apuntarme a sucurso, cuando se obstinó en que lovisitara aquella tarde. Este profesortenía dos hijas, de unos veintisiete añosde edad, regordetas, el Señor esté conellas, con unas narices respingonas, elpelo todo rizadito, los ojos del azul másclaro y manos rojas con las uñasblancas. Una de ellas se llamabaLinchen, la otra Minchen. Comencé avisitarles con asiduidad. Deberíadecirle que este profesor no es que fueratonto, sino que era realmente idiota:cuando daba lecciones magistralesresultaba bastante coherente, pero encasa se tropezaba con las palabras y

llevaba las gafas pegadas a la frente; yaun así era un tipo con muchosconocimientos… ¿Y qué pasó? Depronto me pareció que me habíaenamorado de Linchen, y así me lopareció durante seis meses. Es ciertoque apenas hablaba con ella, melimitaba a mirarla; pero le leía en vozalta varias obras conmovedoras de laliteratura, le apretaba las manos,mirando hacia la luna o simplemente a lanada. Al mismo tiempo, ¡hacía un caféexcelente! ¿Qué más podía pedirse?Solo una cosa me aburría: en aquelmomento de, como suele decirse, dichainexplicable, había una sensación de

hormigueo en la boca de mi estómago ymi abdomen se veía inundado por untemblor melancólico y helado. Al finalno podía soportar tanta felicidad ydesaparecí. Me fui a Italia, y en Romame quedé un tiempo frente a laTransfiguración; y en Florencia hice lomismo frente a la Venus; me convertí enpresa de súbitos accesos de entusiasmo,como los ataques de cólera; por lasnoches escribía unos versos, comencé allevar un diario; en resumen, que hiceexactamente lo que habrían hecho todoslos demás. Y aun así, ¡mira que essencillo ser original! Por ejemplo, soyun completo filisteo cuando se trata de

la pintura y de la escultura, peroadmitirlo en voz alta… ¡Imposible! Asíque uno contrata un guía, y se va a verlos frescos.

Volvió a bajar la cabeza y aremeterse hacia abajo el gorro dedormir.

—Así que al cabo regresé a mipropio país —continuó en un tonocansado—, y llegué a Moscú. Allícambié de forma increíble. En elextranjero me había dedicado amantener la boca cerrada, pero ahora depronto comencé a hablar con uninusitada animación, y al mismo tiempoa concebir Dios sabe cuántas ideas

exaltadas sobre mí mismo. La genteindulgente salía de todas partesllamándome genio; las damas prestabanmucha atención a mis tonterías; pero yono logré mantenerme en el pico de mifama. Un buen día empezaron a correrrumores sobre mi persona (no sé quiénse lo inventó; probablemente algunavieja solterona del sexo masculino, cuyonúmero es infinito en Moscú), ycomenzaron a multiplicarse tan rápidocomo las plantas de fresas. Me enredéen ellos, quise liberarme, romper sushilos pegajosos, pero no había nada quehacer. Así que me marché. Ahí fuedonde demostré el tipo de persona vacía

que era en realidad; debería haberesperado hasta que se hubieran disuelto,así como la gente espera que se le pasenlos accesos cutáneos, y aquellaspersonas tan indulgentes me habríanvuelto a abrir los brazos, esas mismasdamas habrían vuelto a reír con mielocuencia… Pero ese era justamente miproblema: no soy original. Unsentimiento de honestidad despertó enmí: me avergonzaba de mi chácharaconstante, de estar ayer en el Arbat, hoyen Truba y mañana en el Sívtsevo-Vrazhók, y siempre lidiando con lomismo. ¿No es eso es lo que esperan deti? Eche un vistazo a los auténticos

vejestorios que brillan en ese sentido:no les importa lo más mínimo, enabsoluto, eso es lo que quieren; algunosde ellos lo han estado esperando duranteveinte años. Eso es confianza auténtica,¡ambición egoísta de verdad! Yo teníatambién amor propio, e incluso ahora nolo he perdido del todo. Pero lo peor detodo esto es, lo repito, que no soyoriginal. Me he quedado a mediocamino: la naturaleza debería o bienhaberme permitido una ambición aúnmayor, o bien no haber concedidoninguna en absoluto. Pero en lasprimeras etapas de la vida las cosas seme pusieron demasiado cuesta arriba;

así mismo, mi viaje al extranjeroterminó por dejarme sin dinero y noquería casarme con la hija de algúncomerciante con el cuerpo tan fláccidocomo la gelatina, aunque fuera joven.Así que me retiré a mi casa en el campo.Supongo —añadió mi vecino mirándomede reojo— que puedo saltarme lasprimeras impresiones que me produjo elretiro campestre, todas las referencias ala belleza de la naturaleza, el discretoencanto de la vida en soledad,etcétera…

—Sí, por supuesto —respondí.—Mucho mejor —continuó el

orador—, ya que no dejan de ser

tonterías, al menos en lo que a míconcierne. Estaba tan aburrido en elcampo como un cachorrillo encerrado,aunque, lo admito, cuando regresé porprimera vez en la primavera y pasé unbosquejuelo de abedules que me erafamiliar, mi cabeza se puso a dar vueltasy mi corazón empezó a batir conaceleración en anticipación vaga ydeliciosa. Pero tales vagas expectativas,como usted mismo sabe, nunca sematerializan; al contrario, las cosas quesuelen pasar siempre son esas que unode alguna forma nunca ha esperado:epidemias entre el ganado, alquileresatrasados, subastas públicas, y todo eso.

Así iba pasando un día tras otro con laayuda de mi intendente, Yákov, quehabía sustituido al intendente anterior, yque había resultado ser un pillastre tangrande como aquel, si no mayor, y quien,para coronarlo todo, envenenaba miexistencia con el olor de sus botasuntadas en brea. Un día recordé laexistencia de una familia de vecinos a laque conocíamos, que estaba formada porla viuda de un coronel y dos de sushijas; pedí que me prepararan la berlinay me dirigí a visitarles. Aquel díapermanecerá para siempre fijado en mimemoria: ¡seis meses más tarde mecasaría con la hija más joven de la

viuda!El orador dejó caer la cabeza y

levantó los brazos en el aire.—No es que —continuó con

animación— le quiera dar una pobreimpresión de mi difunta esposa. ¡ElSeñor no lo permita! Era la más noblede las criaturas y capaz de cualquiertipo de sacrificio, aunque entre nosotrosdebo admitirle que, si no hubiera tenidola desgracia de perderla, probablementehoy no podría estar aquí hablando conusted, ¡puesto que en mi granero aún estála viga de la cual intenté colgarme másde una vez!

»Algunas peras —continuó tras un

corto silencio— necesitan quedarse untiempo en una bodega para alcanzar,como dicen, su auténtico sabor; midifunta esposa, al parecer, pertenecía aesa clase de producto natural.Únicamente ahora puedo hacerlejusticia. Solo ahora, por ejemplo, lamemoria de ciertos hechos ocurridosjunto a ella durante nuestro matrimoniono solo no despiertan en mí la másmínima amargura, al contrario, meconmueven hasta el punto de laslágrimas. No eran gente rica; su casa,muy antigua, construida en madera perocómoda, estaba sobre una colina entreun jardín descuidado y un patio medio

abandonado. Al pie de la colina fluía unrío que apenas era visible a través deldenso follaje. Un balcón inmensoconducía de la casa al jardín, y frente aella un parterre exhibía el esplendor delas rosas; al final del mismo crecían dosacacias que habían sido enrolladascuando aún eran tallos por el antiguopropietario de la casa. Un poco másallá, en lo más profundo de una parcelaabandonada a su suerte llena de fresassalvajes, se alzaba una casa de verano,decorada a las mil maravillas pordentro, pero tan decrépita y dilapidadaen el exterior que uno se estremecía solocon mirarla. Desde la terraza una puerta

de cristal conducía a la sala de estar,mientras que dentro de la sala seexhibían a la mirada curiosa delespectador casual hornos de loza en losrincones, un piano de sonido rudo a laderecha, apilado con partiturasmusicales, un diván tapizado con unatela azul pálida y descolorida, conenormes figuras blanquecinas, una mesaredonda, dos armarios que conteníanporcelana y abalorios de cuentas de lostiempos de Catalina la Grande. Sobre lapared colgaban el conocido retrato de lamuchacha rubia con una paloma en supecho y los ojos alzados, sobre la mesahabía un jarrón con rosas frescas…

Fíjese con cuánto detalle lo describotodo. En aquella salita y en aquellaterraza tuvo lugar la tragicomedia enterade mi amor. La propia viuda era unamujer odiosa; continuos gruñidosmaliciosos salían de su garganta, era unacriatura gruñona y onerosa; una de sushijas, Vera, no se distinguía en nada delresto de las damas provincianas. La otraera Sofía, y de Sofía me enamoré.Ambas hermanas tenían otra pequeñasala, su dormitorio compartido, quecontenía dos inocentes camitas demadera, unos álbumes amarillos, reseda,retratos de amigos de ambos sexos,bastante mal dibujados a carboncillo

(entre ellos destacaba un caballero conuna expresión inusualmente enérgicasobre su cara que había adornado suretrato con una firma aún más enérgica yhabía despertado en la joven en cuestiónexpectativas inusuales, pero que habíanacabado, como suele ocurrir, en nada),bustos de Goethe y Schiller, algunoslibros en alemán, algunas coronas deflores marchitas y otros objetosguardados por motivos sentimentales.Pero entré en la habitación en pocasocasiones y siempre a desgana: de unaforma u otra me hacía contener elaliento. Además, ¡y es una cosa extraña!,Sofia me gustaba sobre todo cuando me

sentaba dándole la espalda, o cuandoestaba pensando, o, incluso más, cuandosoñaba con ella, sobre todo por lanoche, afuera en la balaustrada.Dirigiría mi mirada hacia el crepúsculo,los árboles, las pequeñas hojillas decolor verde que, aunque ya oscurecidas,se destacan contra el cielo rosado; en lasalita Sofía estaría sentada al piano sindejar de tocar algún pasaje preferido ydemasiado melancólico de Beethoven;la malvada vieja estaría roncandoechada en el diván; en el comedor,iluminado por un torrente de luzcarmesí, Vera estaría afanándose con elté; el samovar siseaba graciosamente

para sí, como si disfrutara de algo; losbollos se quebraban con su dichosocrujir, las cucharas resonaban al golpearcontra las tazas; el canario, incansableen su piar durante todo el santo día, depronto caería en un silencio y solopiaría de vez en cuando como sipreguntase algo; un par de gotas delluvia caerían de una nube translúcida yligera que pasaba… Pero yo mesentaría, me sentaría, escuchando,observando, y mi corazón se encontraríalleno de emoción, y de nuevo meparecería que estaba enamorado. Así,bajo la influencia de tardes comoaquellas, le pedí a la vieja permiso para

casarme con su hija, y dos mesesdespués estaba casado. Supongo que laamaba… Incluso aunque ahora deberíasaberlo, aun así, ¡Dios mío!, no sétodavía si amaba a Sofía o no la amaba.Era una criatura amable, inteligente,tranquila, con el corazón bondadoso;pero Dios sabrá por qué, si por habervivido durante mucho tiempo en elcampo o por alguna otra razón, guardabaun secreto en lo más hondo de su alma(si puede decirse que el alma tenga unfinal), una herida que era imposible deser curada, y a la que ni ella ni yopudimos ponerle nombre. Como eslógico, yo no me percaté de su

existencia hasta después de nuestromatrimonio. ¡Hice todo lo posible porayudarla! Pero nada servía. De pequeñotuve un pinzón al que el gato clavó laszarpas una vez; lo rescatamos, locuidamos, pero mi maldito pinzón novolvió a recuperarse; comenzó amarchitarse y dejó de cantar. Todoacabó una noche cuando una rata semetió en su jaula abierta y le arrancó elpico, como resultado de lo cualfinalmente decidió morirse. Yo no sabíaqué gato había clavado las uñas en mimujer, pero ella también comenzó amarchitarse como mi desdichado pinzón.A veces era obvio que quería extender

sus alas y juguetear en el aire fresco, ala luz del sol y en libertad; entonces lointentaba, pero siempre acabaríahaciéndose una bolita de nuevo. Y eracierto que me amaba: me aseguraba unavez y otra que no deseaba nada más, ¡oh,el demonio se lo lleve!; y a pesar detodo había algo en sus ojos que ya sedesvanecía. ¿Acaso había algo en supasado?, me preguntaba. Busqué a mialrededor toda la información que mefue posible recabar, pero no encontrénada. Pues juzgue usted mismo: unindividuo original se habría encogido dehombros, tal vez habría suspirado una odos veces y después se habría

conformado con vivir la vida de lamejor forma posible; pero yo, al ser lacriatura tan poco original que soy,comencé a buscar vigas. Mi mujer sehabía empapado tanto de las costumbresde las solteronas (Beethoven, paseos ala luz de la luna, la reseda, las cartas alas amigas, los álbumes de recortes ytodo eso) que era completamenteincapaz de acostumbrarse a otra formade vida, especialmente la de mujer de lacasa; y aun así, es ridículo que unamujer casada languidezca por algunadecepción sin nombre y que se pase lastardes cantando: «No la despierteshasta que rompa el alba».

»Sin embargo, señor, así fue comopasamos unos felices tres años. En elcuarto Sofia murió al dar a luz y, aunquepueda parecer extraño, yo tenía lapremonición de que no estaría encondiciones de entregarme a mí un hijoo hija, y a la tierra un nuevo habitante.Recuerdo su funeral. Era primavera.Nuestra iglesia parroquial no esdemasiado grande y es antiquísima, conun icono oscurecido, paredes desnudas yel suelo de ladrillo con socavones; cadasilla del coro tiene un enorme y antiguoicono. Trajeron el féretro, lo pusieron enmitad de la iglesia frente a las grandespuertas del iconostasio, lo envolvieron

con un paño descolorido y colocarontres velas a su alrededor. Comenzó elservicio. Un sacristán desgarbado, conuna coletita anudada a la nuca y una fajaverde ceñida, murmuró sombríamentefrente al facistol; el sacerdote, tambiénun anciano, con un rostro pequeño yagradable, con una casaca malva conunos dibujos amarillos, ofició tanto porél como por el sacristán. Toda la zonade las ventanas abiertas estaba inundadacon los brillos y los susurros de lasjóvenes hojas de los sauces llorones; unolor a hierba nos alcanzaba desde elcamposanto; las rojas llamas de lasvelas de cera palidecían en la alegre luz

del día primaveral; los gorriones piabanpor la iglesia, y de vez en cuando elruidoso parloteo de las golondrinas quehabían entrado resonaba debajo de lacúpula. En el polvo dorado de los rayosdel sol las cabezas rojizas de la limitadacongregación de campesinos selevantaba y se sentaba en rápidaobediencia mientras murmurabanoraciones destinadas al alma de losfallecidos; el incienso se elevaba desdela apertura del incensario en un flujoazul pálido. Miré el rostro de mí esposafallecida. ¡Dios mío! Incluso la muerte,la propia muerte, no la había liberado,no había curado su herida: su rostro

poseía la misma expresión enfermiza,apocada y absurda, como si se sintieraavergonzada de hallarse en un ataúd. Misangre se movió con amargura dentro demí. ¡Era una criatura bondadosa, perohizo bien al morirse!

Las mejillas del oradorenrojecieron, y sus ojos perdieron elbrillo.

—Tras haberme liberado al fin —comenzó de nuevo— del peso deldesaliento que se instaló en mí tras lamuerte de mi esposa, pensé que lo mejorera que buscara una ocupación, comodicen. Así que encontré un empleo en

una ciudad de provincia, pero las salasenormes de los edificiosgubernamentales me daban dolor decabeza, y tenían un efecto negativo sobremi vista; también hubo otrascuestiones… Así que dimití. Habríaquerido marcharme a Moscú, pero, enprimer lugar, no tenía suficiente dinero,y en segundo… Ya le he mencionado queme he resignado a mi destino. Dicharesignación no ocurrió de la noche a lamañana. Por así decirlo, hacía tiempoque me había reconciliado en espíritu,sin embargo mi cabeza se negaba adoblarse en reverencias. Solía adscribirmis sentimientos y pensamientos

humildes a la influencia de la vidacampestre y a mis desventuras. Por otraparte, hacía tiempo que había reparadoen que casi todos mis vecinos, tanto losviejos como los jóvenes, quienes paraempezar se sentían intimidados por misamplios conocimientos, mis viajes porel extranjero y otras particularidades demi formación, no solo se acostumbrarona mi presencia, sino que inclusocomenzaron a tratarme de forma un tantodescarada, sin preocuparse por escucharmis diatribas hasta el final y evitandotratarme de usted cuando se dirigían ami. También he olvidado decirle quedurante el primer año de mi matrimonio,

por puro aburrimiento, probé suerte conla escritura, e incluso llegué a enviar unensayo, si no recuerdo mal, a unarevista; pero tras cierto lapso de tiemporecibí una educada carta del editor, en laque se mencionaba, entre otras cosas, elhecho de que era imposible negarme elintelecto, pero sí el talento, y el talentoera lo que se necesitaba para dedicarsea la literatura. Sobre todo lo demás,llegó a mi conocimiento que un ciertomoscovita que estaba de paso por laprovincia, el hombre más bondadosoque pueda imaginarse, por cierto, habíahecho un comentario como quien noquiere la cosa en una de las veladas en

casa del Gobernador, refiriéndose a mipersona como un ser sin importancia quehabía agotado todas sus posibilidades.Pero aún persistí en mantener miceguera voluntaria; no me apetecía, yasabe, subirme las orejeras. Al cabo, unamañana al fin abrí los ojos. Ocurrió dela siguiente manera. El inspector localde policía me visitó con el objeto dedirigir mi atención a un puente que secaía a pedazos en mi propiedad, y queyo desde luego no tenía posibles parareparar. Tomando un vasito de vodkajunto con esturión curado, estecondescendiente pilar de la leyreprochó, de una forma paternal, mi

ausencia de escrúpulos, y sin embargose permitió aconsejarme que ordenara amis campesinos que extendieran algo debarro a modo de reparación, después delo cual encendió su pipa diminuta ycomenzó a hablar sobre las eleccionesque se acercaban. El honorable título demariscal de la nobleza era pretendido,por aquella época, por un ciertoOrbassánov, un cántaro hueco, y, lo quees peor, que aceptaba sobornos.Además, no lo distinguían ni la riquezani la cuna. Expresé mi opinión sobre elsujeto con un cierto desdén, confiesoque no fui magnánimo con el señorOrbassánov. El inspector me contempló

un momento, me dio unos golpecitos conternura en el hombro y declaró conbenevolencia: «Bueno, bueno, VasiliVasílich, no le compete a usted opinarsobre personas como él, ¿qué tiene todoeso que ver con nosotros? Cada grillodebe conocer su horno». «Le ruego queme diga», protesté enojado, «¿quédiferencia existe entre el señorOrbassánov y yo?». El inspector se sacóla pipa de la boca, entrecerró los ojos, yempezó a reír a carcajadas. «¡Bueno,pues sí que es usted bromista!», soltó alfin, casi llorando de risa. «¡Vaya cosa,lo que ha soltado así sin más! ¡Es ustedtremendo!», y hasta que se marchó

continuó burlándose de mí, dándomecodazos de cuando en cuando o inclusotuteándome. Al final se marchó. Esa gotacolmó el vaso: mi copa se desbordaba.Caminé varias veces por la habitación,me detuve delante del espejo, contemplédurante un buen rato la confusión sobremi rostro y, sacándome la lengua, movíla cabeza con amargura. Me había caídola venda de los ojos: ¡ahora veía, másclaro incluso que cuando contemplabami propia cara en el espejo, la personavacía, inútil, innecesaria y vulgar queera!

El orador guardó silencio.—En una de las tragedias de Voltaire

—continuó con pesadumbre— hay uncaballero que está encantado de haberalcanzado los límites de la infelicidad.Aunque no hay nada trágico en midestino, admito que en aquel momentoexperimenté algo parecido a aquello.Aprendí a reconocer la alegría venenosade la más helada desesperación; aprendía conocer su dulzura durante el curso deuna mañana entera en la que me quedétumbado en la cama, otorgándole laatención que se merecía, a maldecir elmismo día de mi nacimiento. No podíaresignarme de inmediato. Quiero decir,juzgue usted mismo: la falta de medioseconómicos me ataba al campo, que

odiaba; ni la organización de mi finca, niel servicio al Estado, ni la literatura,habían servido para nada; evitaba a losterratenientes locales como la plaga, ylos libros me repugnaban; a los ojos delas jóvenes damas crónicamentesensibleras, que tenían la costumbre demenearse los rizos y reiterar febrilmentela palabra «vida», dejé de ser objeto deinterés en cuanto dejé de parlotear y detener accesos de melancolía.Simplemente no supe cómo desligarmepor completo y era físicamente incapazde hacerlo… Así que comencé a, ¿loadivina?, a arrastrarme de vecindario envecindario. Me despreciaba a mí mismo,

me ofrecía de forma abierta a todo tipode pequeñas humillaciones. Lossirvientes en la mesa me pasaban poralto, me saludan de forma fría yarrogante, y al final no se reparaba en míen absoluto; ni siquiera se me permitíaaportar algo a la conversación general, yyo mismo llegué a asentir de formadeliberada desde mi rincón a algúncharlatán u otro que, en el pasado, enMoscú, habría estado encantado delamer el polvo de mis pies y besar elfaldón de mi levita… Ni siquiera mepermití pensar que me sometía a losamargos placeres de la ironía; ¡despuésde todo, no hay tal cosa como la ironía

en el aislamiento! Así que ese es el tipode vida que he llevado durante variosaños, y así es como están las cosasactualmente.

—Nunca había escuchado nadaparecido —resonó la voz adormiladadel señor Kantagriujin en la habitacióncontigua—, ¿a qué idiota se le ocurrehablar toda la noche?

Mi compañero de habitación secubrió rápidamente con la manta y meamenazó tímidamente con un dedo.

—Shh… shh… —susurró, a modode disculpa en dirección a la voz deKantagriujin. Y murmurórespetuosamente—: Por supuesto, señor,

por supuesto. Discúlpeme… Su señoríatiene todo el derecho a dormir, deberíadormir —continuó en un susurro—, deberecuperar las fuerzas, al menos para quemañana pueda llenarse la panza con elmismo placer que hoy. No tenemosderecho a molestarle. Además, pareceque le he contado todo lo que quería; sinduda usted también querrá dormirse. Ledeseo buenas noches.

El orador se volvió con febrilrapidez y hundió la cabeza en laalmohada.

—Permítame al menos saber —pregunté—, con quién tengo el placerde…

Alzó su cabeza con rapidez.—De ninguna manera, Dios mío —

interrumpió—, no me pregunte minombre ni trate de averiguarlo. Dejemosque sea para usted una personadesconocida, un Vasili Vasílevich al queel destino ha destrozado. Al mismotiempo, alguien común, sin pizca deoriginalidad. No merezco ningúnnombre. Pero si realmente desea darmealgún tipo de título, entonces puedellamarme… Llámeme el Hamlet deldistrito de Schigrovski. Hay muchosHamlets en cada distrito, pero esposible que todavía no se haya topadocon ninguno… Hasta siempre.

Hundió de nuevo su cabeza en lacama de plumas, y a la mañanasiguiente, cuando vinieron adespertarme, ya no estaba en lahabitación. Se había marchado antes delalba.

CHERTOPJÁNOV YNEDOPIÚSKIN

En una ocasión, en un caluroso día deverano, regresaba de cazar cuandoYermolái, sentado en el carro a mi lado,dormitaba dando cabezadas. Los perrosadormilados se sobresaltaban con cadatraqueteo a nuestros pies como si fuerancadáveres. El cochero apartaba decuando en cuando las moscas de los

caballos con su látigo. El polvoblanquecino se levantaba en una nubeligera al paso del carro. Despuéscruzamos unos matojos. El camino sevolvió más empedrado y las ruedascomenzaron a enredarse con las ramas.Yermolái se despertó de repente y miróa su alrededor.

—¡Eh! —gritó—. ¡Por aquí seguroque hay urogallos! ¡Bajemos!

Nos detuvimos y nos adentramos enel bosque. Mi perro encontró porcasualidad una nidada de pájaros.Disparé y estaba a punto de recargar miescopeta cuando de pronto, detrás de mí,se oyó un estrépito y un hombre a

caballo se acercó hasta nosotros,apartando los arbustos con sus manos.

—Permítame preguntarle, señor —dijo en una voz altanera—, ¿con quéderecho está usted cazando aquí?

El extraño hablaba con voz nasal, atrompicones y con inusitada rapidez. Lemiré el rostro. En todos los días de mivida nunca he visto nadie como él.Imagínense, queridos lectores, unhombre bajito, rubio, con una narizpequeña y levantada hacia arriba y losbigotes rojizos más largos que puedaimaginarse. Un sombrero cónico deestilo persa con la parte superiorforrada de un material de color grana le

cubría la frente hasta las cejas. Llevabaun abrigo amarillo, desgastado yestrecho, con cartucheras de terciopelonegro sobre el penacho y un forro decolor plata deshilachado en las costuras.Tenía un cuerno sobre el hombro y unadaga en el cinturón. Un desarrapadocaballo de manto rojizo no paraba demoverse debajo de su montura, como siestuviera poseído, y un par de perros deborzoi, delgados y patizambos,correteaban a sus pies. El rostro, lamirada, la voz y cada uno de susmovimientos, desprendían un valor sinlímites y temerario, así como unaarrogancia desmedida. Sus ojos

vidriosos de color azul miraban de unlado a otro, como si estuviera borracho.Tenía una forma de echar la cabezahacia atrás inflando los carrillos,resoplando y estremeciendo todo sucuerpo, sin importarle nada, como sifuera un pavo. Repitió su pregunta.

—No sabía que estuviera prohibidocazar aquí —respondí.

—Usted lo tiene prohibido, mi buenseñor —continuó— en mis tierras.

—Lo siento, me marcharé.—Permítame que le pregunte —dijo

—, ¿tengo el honor de dirigirme a algúnmiembro de la nobleza?

Le dije mi nombre.

—En ese caso, por favor sigacazando. Yo también soy un miembro dela nobleza y me alegra ser de servicio aotro… Mi nombre es Chertopjánov,Panteléi.

Se agachó, dio un grito de júbilo ytiró con fuerza del cuello de su rocín. Elcaballo comenzó a dar sacudidas y sepuso sobre sus dos patas traseras, seechó a un lado y aplastó la pata de unode los perros. El perro emitió una seriede aullidos agudos. Chertopjánov,enfurecido y profiriendo alaridos,golpeó al caballo entre las orejas con elpuño, saltó al suelo, le dio una patada alperro para obligarlo a callarse, agarró

la alzada del caballo y metió el pie en elestribo. El caballo levantó el morrohacia arriba, subió la cola y saliódisparado hacia los matorrales mientrasél lo seguía con un pie adelantado antesde lograr finalmente montarse de algunaforma. Ondeó el látigo como si sehubiera vuelto loco, resonó el cuerno yse alejó galopando. Apenas me habíarecuperado de la inesperada apariciónde Chertopjánov cuando de pronto, sinapenas hacer ruido, salió de entre losmatorrales un hombre robusto de unoscuarenta años de edad sobre un pequeñocaballo negro. Se detuvo, se quitó de lacabeza una gorra de piel verde y me

preguntó con una voz delicada si habíavisto a un jinete sobre un caballo depelo rojizo. Le dije que sí.

—¿En qué dirección se marchó, si estan amable? —continuó en el mismotono y sin volver a ponerse la gorra.

—Por allí, señor.—Muy agradecido, señor.Hizo un ruido con los labios,

golpeteó arriba y abajo los flancos de supequeño caballo y se alejó a pasoconstante, cloc-cloc, cloc-cloc, en ladirección que le había indicado. Loseguí con la mirada hasta que perdí devista su gorra puntiaguda entre lasramas. Este nuevo extraño no se parecía

en nada a su predecesor. Su rostro, fofoy redondo como una pelota, expresabaapocamiento, generosidad y una mansahumildad. Su nariz, también fofa yredonda y cruzada por diminutas venasazules, denotaba su inclinación por labuena vida. No tenía un solo cabello enla parte delantera de la cabeza, mientrasque en la trasera sobresalían escasosmechones castaños. Sus ojillos,diminutos agujeros, parpadeaban conamabilidad. Sus labios pequeños perocarnosos y carmesíes sonreían condulzura. Llevaba puesta una levita con elcuello levantado y botones de bronce,muy desgastada pero limpia; sus

pantalones cortos de paño se le habíansubido dejando a la vista las redondaspantorrillas, visibles sobre los bordesamarillos de sus botas.

—¿Quién es ese? —le pregunté aYermolái.

—¿Ese? Es Nedopiúskin, TijónIvánich. Vive con Chertopjánov.

—¿Entonces es pobre?—No es rico; pero tampoco

Chertopjánov tiene nada.—Entonces, ¿por qué vive con él?—Pues verá, son amigos. Ninguno

va a ninguna parte sin el otro… De ellosse puede decir que donde va el caballocon su casco, va el cangrejo con su

pinza.Salimos de la espesura. De pronto

dos perros comenzaron a aullar anuestro lado y una liebre enorme seprecipitó desde la avena crecida. Losperros salieron disparados desde unaarboleda cercana, tanto los de cazacomo los borzoi, y tras ellos volabaChertopjánov. No gritaba ni azuzaba alos perros, ni les ordenaba que semantuvieran a la carrera. Estabajadeante y descolocado, y de su bocasolo salían sonidos sin sentido. Continuóa la carrera con los ojos entrecerrados,golpeando con furia a su caballo con lafusta. Los borzoi estaban prácticamente

sobre la presa… La liebre se sentó, dioun giro y pasó veloz al lado deYermolái, adentrándose entre la maleza.Los borzois también pasaron corriendo anuestro lado.

—¡Vamos! ¡Vamos! —berreaba elcazador medio muerto—. ¡Vamos, buenmuchacho!

Yermolái disparó. La liebre heridase desplomó sobre la hierba, dio unúltimo salto y lanzó un grito agudo entrelos dientes de un perro. Todos lossabuesos saltaron sobre ella.

Chertopjánov disparó desde sucaballo, sacó su cuchillo, pasó porencima de sus perros y con temibles

juramentos les quitó la liebre y, con elrostro contorsionado, le clavó elcuchillo en el cuello, volvió a asestarleuna cuchillada y después explotó encarcajadas. Tijón Ivánich apareció en elprado.

—¡Jo-jo-jo-jo-jo-jo-jo-jo! —volvióa berrear Chertopjánov.

—¡Jo-jo-jo! —repitió su amigo concalma.

—No deberían tomarse tan a pechola cacería durante el verano —comenté,dirigiendo la atención de Chertopjánovhacia la avena destrozada.

—El campo es mío —respondióChertopjánov, apenas capaz de recobrar

el aliento.Cortó las patas de la liebre, ató el

animal a su silla de montar y tiró laspatas a los perros.

—Le debo el tiro, buen hombre, deacuerdo con las reglas de la caza —dijo,volviéndose hacia Yermolái—. Y austed, mi buen señor —añadió con lamisma voz aguda y jadeante—, le doylas gracias.

Se montó en su caballo.—Permítame que le pregunte… Me

he olvidado… ¿Su nombre, por favor?Repetí mi nombre.—Me complace mucho conocerle. Si

se presenta la ocasión, le ruego que me

visite… Bien, ¿dónde está Fornica,Tijón Ivánich? —continuó animadamente—. Hemos atrapado la liebre sin él.

—Su caballo se cayó —respondióTijón Ivánich sonriendo.

—¿Se cayó? ¿Se cayó Orbassán?¡Maldita sea! ¿Dónde está ahora?

—Por ahí, al otro lado del bosque.Chertopjánov golpeó a su caballo en

el hocico con su fusta y se alejógalopando. Tijón Ivánich me hizo unareverencia dos veces, tanto por él comopor su amigo, y de nuevo se alejó altrote entre los matorrales.

Estos dos caballeros despertaron mi

curiosidad enormemente. ¿Qué podríahaber atado mediante los lazosindisolubles de la amistad a dospersonajes tan distintos entre sí?Comencé a preguntar por ahí. Esto fue loque supe.

Chertopjánov, Panteléi Yereméich,tenía en toda la región la fama de serexcéntrico y peligroso, un ser arroganteque se metía en follones de gran calibre.Había servido en el ejército durante untiempo muy corto «por razonesdesagradables», y se había retirado conel rango bajo, el mismo del que dicenque, igual que una gallina no es unpájaro, un hombre de dicho rango no es

un oficial. Provenía de un linaje que enalgún momento había sido acaudalado.Sus antepasados habían vivido de formasuntuosa, al estilo de la estepa, queequivale a decir que ofrecían la casa ainfinidad de huéspedes, festejando conellos hasta las últimas consecuencias,entregando avena a los que pasaban porallí para alimentar a sus caballos, conmúsicos, cantantes, bufones y perros, enlos festivos regalando vino a loscampesinos, y en invierno viajando encalesas enormes y con sus propioscaballos hasta Moscú; y sin embargo,también se pasaban meses enteros sin unkópek, viviendo de las provisiones que

tuvieran más a mano. El padre dePanteléi Yereméich había heredado unahacienda ya de por sí arruinada. Él, porsu parte, había llevado una vidadesmadrada, y a su muerte había dejadoa su único heredero, Panteléi, lapequeña aldea embargada deBessónovo, junto con treinta y cincosiervos varones y setenta y seishembras, así como unos treinta y sietedesiatinas de una tierra tan empobrecidaen la zona de Kolobródova, por la cual,por cierto, no se pudieron encontrarescrituras en los papeles del difunto. Eldifunto se arruinó de la forma mássingular: «contabilidad agrícola» fue lo

que lo hizo. De acuerdo con sus ideas,un miembro de la nobleza no deberíadepender de comerciantes, gente de laciudad y otros «ladrones por el estilo»,como solía decir. Así que instauró todaclase de talleres. «Tanto mejor cuantomás barato», solía decir, «¡así es comofunciona la contabilidad agrícola!».Mantuvo esta ruinosa idea hasta el final,y esto fue lo que lo destruyó. ¡Pero tuvosus compensaciones! Nunca se negaba niun capricho. Entre otros proyectos, enuna ocasión construyó, de acuerdo consus propios planes, un carruaje familiarde proporciones tan descomunales que,a pesar de todos los esfuerzos de todos

los caballos de los campesinos de laaldea y los de sus amos, se dio un golpeen la primera ensenada y acabó hechoañicos. Yereméi Lúkich (como sellamaba el padre de Panteléi) ordenóque se irguiera un monumento en dichaensenada, y, además, no se rindió enabsoluto. También se le metió en lacabeza construir una iglesia, pero porsupuesto él mismo, sin la ayuda de unarquitecto. Quemó un bosque entero parahacer los ladrillos, puso unos cimientosenormes, como si pretendiera construirla catedral de una ciudad de, provincias,levantó las paredes y comenzó aconstruir una cúpula. Esta se cayó.

Volvió a intentarlo y se volvió a caer. Lointentó una tercera vez y la cúpula sedesplomó una tercera vez. Esto dio quepensar a mi Yereméi Lúkich. «Esteasunto no va bien», pensó. «Es evidenteque alguien me ha echado unamaldición». De pronto se le ocurrió quelo que tenía que hacer era mandar azotara todas las viejas de la aldea. Las viejasfueron azotadas, pero aun así la cúpulano se erigió. Después comenzó areorganizar la estructura de las casas desus campesinos de acuerdo con un nuevoplan, todo en pos de la «contabilidadagrícola». Colocó tres casas juntas en untriángulo, y en el medio irguió un mástil

con un nido de estorninos pintado y unabandera. Cada día se le ocurría algonuevo, ya fuera una sopa hecha conbardana, o cortarle la cola a loscaballos para hacerles gorras de crin asus campesinos, cambiar linaza porortigas o alimentar a los cerdos consetas… Un día leyó un artículo en elObservador de Moscú escrito por unhacendado de Járkov, un tal Jriaka-Jrupiorski, sobre el valor de la moral enla vida campesina, y aquel mismo díaordenó que todos sus campesinos se loaprendieran de memoria. Loscampesinos lo hicieron, y él les preguntósi lo habían entendido. Su administrador

respondió que claro que lo habíanentendido, ¿cómo no iban a entenderlo?Por aquella época ordenó que a todasaquellas personas sobre las que teníaautoridad, se les fuera asignado, en elinterés de la «contabilidad agrícola», unnúmero a cada uno, y que este fuerabordado en el cuello de sus camisas.Cuando vieran a su amo todos debíananunciar: «¡El número tal y tal, señor!»,a lo cual él respondería con dulzura:«¡Vaya con Dios!».

Sin embargo, a pesar del orden y dela «contabilidad agrícola», YereméiLúkich se fue encontrando cada vez másen una situación de dificultad extrema, y

comenzó a hipotecar sus aldeas eincluso a venderlas. El último nido desus ancestros, la aldea con la iglesia sinterminar, fue al cabo embargado por elEstado, pero al menos esto no ocurriómientras Yereméi Lúkich aún vivía,nunca habría sobrevivido a un golpe así,sino un par de semanas después de sumuerte. Consiguió morir en casa, en supropia cama, rodeado por sus sirvientesy atendido por su médico. Pero el pobrePanteléi solo heredó Bessónovo.

Panteléi se enteró de la enfermedadde su padre cuando todavía estaba en elejército, y en el punto culminante de lareferida «situación desagradable». Solo

tenía diecinueve años. Desde la infancianunca había estado apartado de su hogary del cuidado de su madre, una mujermuy buena pero tonta, VasilisaVasílevna, que lo había malcriado yconsentido. Ella era la única que sepreocupaba por su educación. YereméiLúkich tenía toda su atención puesta enla contabilidad agrícola, y no se habíapreocupado por ello. Era cierto que, enun momento dado, había administrado elcastigo corporal a su hijo por pronunciarla letra «rtsi» como «artsí», pero aqueldía Yereméi Lúkich estaba disgustado,porque su mejor perro se había matadoal golpearse contra un árbol. Para

Vasilisa Vasílevna, la propiapreocupación por la educación de suhijo se había limitado a un esfuerzotortuoso. Con el sudor de su frente habíacontratado como tutor a un soldadoretirado de la Alsacia, un tal Bierkopf, yse pasó toda la vida temblando como lahoja de un árbol, temiendo que quisieraretirarse: «¡Eso acabaría conmigo!¿Dónde encontraría otro profesor? Fuemuy difícil para mí quitárselo a esavecina mía». Y Bierkopf, al percatarsede estas circunstancias, de inmediato seaprovechó de la situación, y seemborrachaba desde la mañana hasta lanoche. Al final de aquel «período de

instrucción», Panteléi entró en elejército. Para entonces VasilisaVasílevna ya no estaba en este mundo.Falleció seis meses antes de esteimportante suceso, muerta de miedo:había soñado con un hombre montadosobre un oso blanco. Yereméi Lúkich lasiguió a la tumba poco tiempo después.

Panteléi, al enterarse de suenfermedad, galopó hasta su casa sindescanso, pero no llegó a tiempo deencontrar a su padre todavía entre losvivos. ¡Imaginad el asombro del hijoobediente cuando de forma del todoinesperada se encontró convertido deacaudalado en paupérrimo! Pocos son

capaces de sobrevivir a un cambio decircunstancias similares. Panteléi sevolvió salvaje y cruel. De ser unacriatura honrada, generosa y bondadosa,aunque fuera un engreído que siempresiguiera los dictados de su voluntad, sevolvió una persona conflictiva yarrogante, dejó de tener trato con susvecinos, porque se sentía avergonzadodelante de los ricos, y despreciaba a lospobres, y se comportaba de formaincreíblemente maleducada con todos,incluso con las autoridades, como siquisiera dejar claro que era «unaristócrata de pura cepa, eso es lo quesoy». En una ocasión estuvo a punto de

disparar a un alguacil que había entradoen su habitación con la gorra todavíapuesta. No hay ni que decir que lasautoridades, por su parte, no seamedrentaron y le hacían la vidaimposible siempre que tenían ocasión.Sin embargo, la gente estaba algoasustada porque tenía un carácterterrible, y en menos que canta un gallo teretaba a un duelo con espadas. A lamínima objeción de sus opiniones, losojos de Chertopjánov se descontrolabany su voz se quebraba…

—¡Ah va-va-va-va-va! —tartamudeaba—. Perderé la cabeza… ¡yse armará una buena!

Pero sobre todo era un hombrelimpio, nunca se involucraba en ningúnnegocio sucio. Por supuesto, nadie levisitaba. Y sin embargo, a pesar de todoello, poseía un alma bondadosa, inclusomagnánima, a su manera. No podíasoportar ninguna injusticia y protegíaferozmente a sus campesinos.

—¿Cómo? —diría, golpeándose supropia cabeza con furia—. Veremosquién le pone una sola mano encima a migente, ¿eh? Eso no ocurrirá mientras yosea un Chertopjánov…

Tijón Ivánich Nedopiúskin no podía,al igual que Panteléi Yereméich,presumir de su pasado glorioso. Su

padre provenía de una familia modestade granjeros y había adquirido rango denobleza tras cuarenta años al serviciodel Estado. Nedopiúskin père pertenecíaa esa clase de personas cuyas desgraciaslo persiguen con incansable e impávidaamargura, una amargura que bordeaba elodio personal. A lo largo de sesentaaños, desde el día de su nacimientohasta el día de su muerte, el pobrediablo se había enfrentado con todas lasnecesidades, desventajas, calamidadesque suelen ocurrir a los hombressencillos. Había luchado como un pezcontra el hielo, había pasado hambre yfatigas, había adulado y se había

lamentado y se había estremecido porcada kópek que había ganado y sufrió«sin motivo» durante su carrera, y alfinal murió en una buhardilla o en unsótano, sin haber conseguido ningunaestabilidad para sus hijos. El destinosiempre estaba a punto de cruzárselecomo una liebre. Era un hombre bueno yhonrado, pero aceptaba sobornos deacuerdo con el rango, desde diez kópekshasta un par de rublos. Nedopiúskintenía una esposa, delgada y tuberculosa;también tenía hijos. Por suerte todosellos murieron jóvenes, a excepción deTijón y una hija, Mitrodora, conocidacomo la «chica de los comerciantes»,

quien, tras muchas peripecias simpáticasy grotescas, terminó por casarse con unabogado retirado. Aún en vida,Nedopiúskin père consiguió encontrarun puesto de funcionario para Tijón enuna oficina, pero tan pronto como supadre falleció Tijón dimitió. Lasconstantes preocupaciones, la luchaatormentada contra el frío y el hambre,la temible melancolía de su madre, ladesesperación febril de su padre, elacoso de los caseros y los tenderos, todaesta miseria diaria e ininterrumpidaengendró una timidez inexplicable enTijón, de manera que una simple miradade su jefe en la oficina le hacía echarse

a temblar y se desmayaba como si fueraun pájaro en una jaula. Abandonó sutrabajo. La naturaleza, en su indiferenciay, tal vez, su ironía, bendice a laspersonas con distintas habilidades yaptitudes sin tener en cuenta su posiciónen la sociedad ni sus medioseconómicos. Con su habitual diligenciamoldeó a partir de Tijón, el hijo de unburócrata empobrecido, una persona degran sensibilidad, holgazana, abrumadae impresionable, una persona destinadasolo a la buena vida y bendecida con unsentido del olfato y del paladarextremadamente delicado, y lo moldeó ylo terminó con meticulosidad, solo para

dejar luego que su creación se criaracon repollo amargo y pescado podrido.Y así se crio esta perfecta obra, ycomenzó, como suele decirse, a «vivir».Ahí fue donde comenzó la diversión. Eldestino, incansable en su acoso aNedopiúskin père, comenzó a cebarse ensu hijo, pues ya le había tomado gusto ala familia. Pero con Tijón se comportóde forma distinta. No le atormentaba,más bien se burlaba de él. Nunca locondujo a la desesperación y nunca leobligó a experimentar los doloreshumillantes del hambre. Sin embargo, loobligó a correr como un ratoncillo portoda Rusia, desde Veliki Ustiug hasta

Tsarevo-Kokshaisk, de un puestohumillante y risible a otro, nombrándole«mayordomo» en una ocasión de unadama de mal genio que se pasaba el díaquejándose, en otra convirtiéndole enhabitual de la casa de un comercianteacaudalado pero rácano, y en otranombrándolo el asistente doméstico deun terrateniente de ojos saltones al quele gustaba que le cortaran el pelo almodo inglés, y en otra convirtiéndole enun medio-mayordomo, medio-bufón deun tipo que amaba la caza… En breve,el destino obligó al pobre Tijón abeberse gota a gota la taza amarga yenvenenada de una existencia servil. Se

había dedicado a apaciguar losponderosos caprichos de una noblezaque se aburría. ¡Y con cuánta frecuencia,ya en sus propios aposentos, trashabérsele permitido («¡Lárgate conDios!») liberarse de órdagos deinvitados que habían reído a su costa amás no poder, ardiendo de vergüenza,con lágrimas heladas de desesperaciónen los ojos, había jurado que al díasiguiente se escaparía y probaría suerteen la ciudad más cercana, o bienbuscándose un puesto como oficinista omuriéndose de hambre de una vez enmedio de la calle! Pero, en primer lugar,el Señor no le daba el valor. En

segundo, la timidez se impuso y, entercero, ¿cómo diablos podría encontrarun puesto, a quién iba a pedírselo? «Nome darán ninguno», se decía el pobrediablo, dando vueltas desesperado en lacama, «no me darán ninguno». Y al díasiguiente de nuevo se dispondría avivirlo todo otra vez. Su posiciónresultaba todavía más dolorosa por elhecho de que la naturaleza, aunque sehabía tomado con él su tiempo, no sehabía molestado en regalarle ni unabrizna de esas cualidades sin las cualesla posición de bufón resulta imposible.Por ejemplo, no sabía cómo bailar hastacaerse, disfrazarse con la piel de un oso,

ni hacer el tonto divirtiendo a todos alalcance de sus fustas o salir disparadoal exterior sin ropa en mitad de unahelada de veinticinco grados bajo cero.A veces el estómago se le resentía y noera capaz de digerir el vino mezcladocon tinta u otra porquería, igual que nopodía digerir agárico reducido a polvomezclado con vinagre.

Solo el Señor sabe qué habría sidode Tijón si el último de susbenefactores, un recaudador deimpuestos enriquecido, no hubieratenido la idea, en un momento feliz, deincluirlo en su testamento: «Por lapresente lego a Ziozio (también

conocido como Tijón) Nedopiúskin, enposesión perpetua, mi propiedad, laaldea de Besselendéievka, con todas lastierras anexas adquiridas por mí». Unoscuantos días más tarde, mientras comíasopa de esturión, el benefactor cayófulminado por una apoplejía. A eso lesiguió una tremebunda conmoción, conel juzgado sellando los bienes hasta lallegada de los parientes, momento en elque se abrió el testamento y se convocóa Nedopiúskin. Nedopiúskin apareció.La mayoría de los presentes sabía elpapel que había desempeñado TijónIvánich en la vida del benefactor, y conexhortaciones jocosas y burlas le

saludaron y le dieron la enhorabuena.—¡Ahí está el terrateniente! ¡El

nuevo terrateniente! —gritaban los otrosherederos.

—Aquí lo tenemos —interrumpióuno de ellos, un bien conocido bromistae ingenio local—, aquí está, el mismo,lo que suele decirse… ¡El heredero!

Y todos rompieron a carcajadas.Nedopiúskin necesitó un momento

para darse cuenta de su buena fortuna.Le enseñaron el documento y se pusocolorado, apretó los ojos, comenzó ahacer gestos disuasorios con la mano, yal cabo rompió a llorar. Las risas de lospresentes se convirtieron en carcajadas

atronadoras. La aldea deBesselendéievka no consistía en másque veintidós campesinos, así queninguno de los herederos lamentabahaberla perdido. Un poco de diversión,pensaron, ¿por qué no? Solo uno de losherederos de San Petersburgo, uncaballero engreído con la nariz griegacon la más digna de las expresiones,Róstislav Adámich Shtóppel, no pudocontenerse, se acercó de soslayo hastaNedopiúskin y lo miró por encima delhombro.

—Usted, mi buen señor, por lo queparece —comenzó a decir con unamalicia evidente— era para nuestro

respetado Fiódor Fiódorich un lacayo deentretenimiento, para entendernos, ¿noes así?

El caballero de San Petersburgo seexpresaba en un ruso correcto, vivachóne intolerablemente puro. Nedopiúskin, alsentirse abrumado, no entendió deentrada las palabras del caballerodesconocido, pero el resto de presentesguardó un inmediato silencio. El señorShtóppel se frotó las manos y repitió lapregunta. Nedopiúskin levantó los ojosasombrado, boquiabierto. RóstislavAdámich entrecerró los ojos conmalicia.

—Le doy la enhorabuena, mi

querido señor, le doy la enhorabuena —y continuó—: Es cierto, no todo elmundo, podría decirse, estaría deacuerdo en que es la forma correcta deganarse el pan de cada día, pero desgustibus non est disputandum, lo quequiere decir que cada uno tiene susgustos. Estará usted de acuerdo, ¿no esasí?

Alguien al fondo de la casa soltó unarápida pero decorosa carcajada.

—Dígame —continuó el señorShtóppel, animado por las sonrisas detodos los presentes—, ¿a qué talento enparticular le debe usted su buenafortuna? No, no sea tímido, díganoslo.

Todos estamos aquí, como si dijéramos,en famille. Es cierto, caballeros,estamos todos en famille aquí, ¿no esverdad?

El heredero a quien RóstislavAdámich dirigió de forma casual supregunta desgraciadamente no sabíafrancés, de manera que se limitó aaclararse la garganta en señal deaprobación. Por el contrario, otro de losherederos, un hombre joven conmanchas amarillas en la frente, canturreóa toda prisa con «Voui, voui, eso estáclaro».

—Tal vez —continuó el señorShtóppel—, ¿sabe usted cómo andar

sobre sus manos y de patas arriba, más omenos?

Nedopiúskin miró a su alrededormiserablemente. Todas las carassonreían maliciosamente y todos losojos estaban recubiertos por un brillo desatisfacción.

—¿O tal vez sabe usted cómo cantarcomo un gallo?

Una explosión jovial de risascontagió toda la concurrencia, y deinmediato cesó en anticipación de larespuesta.

—O tal vez tiene usted en su nariz…—¡Basta! —interrumpió de pronto

una aguda y resonante vozarrón—.

¡Debería avergonzarse de atormentar aese pobre hombre!

Todos se volvieron hacia aquellavoz. En el umbral aparecióChertopjánov. Como pariente, aunquemuy lejano, del fallecido recaudador deimpuestos, él también había recibido unacarta de invitación a la reunión familiar.En el curso de la lectura del testamentohabía guardado, como era su costumbre,una arrogante distancia respecto delresto de los presentes.

—¡Basta! —repitió, echando lacabeza hacia atrás con orgullo.

El señor Shtóppel se volvió conpresteza y, al ver a un hombre vestido de

forma poco llamativa, inclusodespreocupada, le preguntó a su vecinoen voz baja (es mejor ser cauteloso):

—¿Quién es ese?—Chertopjánov. Ningún pájaro

importante —le susurró el hombre aloído.

Róstislav Adámich le miróaltivamente.

—¿Y quién es usted para darórdenes? —dijo con voz nasalentrecerrando los ojos—. ¿Qué clase depájaro es usted, si me permite que lepregunte?

Chertopjánov explotó como lapólvora a la que roza una chispa. Se

sulfuró de tal manera que apenas podíarespirar.

—¿Dz-dz-dz-dz? —siseó, como si loestuvieran estrangulando, y de prontorugió—. ¿Que quién soy yo? ¿Quién soyyo? Panteléi Chertopjánov, unaristócrata de sangre azul, mitatarabuelo sirvió al Zar, ¿y quiéndemonios es usted?

Róstislav Adámich empalideció ydio un paso hacia atrás. No habíasospechado semejante reacción.

—Yo un pájaro, yo, un pájaro… ¡O,o, o!

Chertopjánov se echó hacia delante.Shtóppel saltó hacia atrás alarmado y

los invitados se dispusieron a detener alairado terrateniente.

—¡A batirse en duelo! ¡A batirse enduelo! ¡Ahora mismo, saquen elpañuelo! —gritaba un frenético Panteléi—. O si no tiene que pedirme perdón, ytambién a él…

—Pídale perdón —murmuraban losaprensivos herederos que protegían aShtóppel—. ¡Ya ve que está loco! ¡Estádispuesto a cortarle el cuello!

—Perdóneme, se lo ruego, no losabía… —balbució Shtóppel—, nosabía…

—¡Y a él también! —rugía elcalentado Panteléi.

—Perdóneme —añadió RóstislavAdámich, volviéndose haciaNedopiúskin, que estaba temblandocomo si tuviera fiebre.

Chertopjánov se calmó, se dirigió aTijón Ivánich, lo agarró del brazo, mirócon gallardía a su alrededor y, al noencontrar una sola mirada dirigida a supersona, con solemnidad y rodeado deun profundo silencio abandonó lahabitación junto con el nuevohacendado, legalmente nombrado señorde Besselendéievka.

A partir de aquel momento ya novolvieron a separarse. (La aldea deBesselendéievka estaba apenas a diez

verstas de Bessónovo). La gratitudilimitada de Nedopiúskin no tardó enconvertirse en adoración por su héroe.El débil, tierno y no enteramente sinmácula Tijón mordía el polvo delantedel valiente y temerario Panteléi.

—¡Es increíble! —se diría enocasiones—. ¡Cuando habla con elGobernador lo mira directamente a losojos, igual que Jesucristo, justo así!

Se sorprendía hasta el punto deldescreimiento, hasta los límites de suscapacidades, y le tenía por un hombreexcepcional, inteligente y educado. Ydebe decirse que, no importa lo pobreque hubiera sido la educación de

Chertopjánov, puesto que encomparación con la de Tijón eranmagnífica. Chertopjánov, es cierto, leíamal el ruso y entendía el francés tanpoco que en una ocasión respondió a unapregunta de su tutor suizo: «Vous parlezfrangais monsieur?», con la respuesta:«Je no puedo…», y después de unmomento de confusión añadió: «pas».Pero aun así sabía lo suficiente pararecordar que había habido un Voltaire, elmás agudo de los escritores, que losfranceses y los ingleses con frecuenciase habían peleado, y que Federico elGrande, Rey de Prusia, también habíasido un líder militar excepcional. De los

escritores rusos tenía respeto porDerzhavin, pero amaba a Marlinski yhabía bautizado a su perro preferido conel nombre Ammalat-Bek, como el héroede una de sus historias.

Unos días después de mi primerencuentro con los dos amigos me dirigíhacia la aldea de Bessónovo a ver aPanteléi Yereméich. Su casita se veíadesde muy lejos, más o menos a mediaversta de la aldea, y estaba, como sueledecirse, como un halcón sobre un campoarado. La totalidad de los dominios deChertopjánov consistían en cuatroedificios antiquísimos de madera dedistintos tamaños: sus aposentos, los

establos, un granero y unos baños. Cadaedificio estaba separado de los demás.No había verja que rodeara el lugar nitampoco cancela. Mi cochero se detuvoalgo confuso cerca de un pozo mediodestruido lleno de basura. Cerca delgranero varios cachorros desastrados deborzoi estaban mordiendo un caballomuerto, probablemente Orbassán. Unode ellos levantó un hocico manchado desangre, dio un rápido ladrido y volvió aroer las costillas. Al lado del caballohabía un muchacho de unos diecisieteaños con el rostro hinchado y amarillo,vestido como un lacayo y descalzo;parecía ocupado con la importante tarea

de cuidar de los perros, y de cuando encuando daba con el látigo al queestuviera zampando con más gula.

—¿Está el amo en casa? —pregunté.—¡Dios sabrá! —respondió el joven

—. Llame a ver.Salté del carro y me acerqué a la

puerta principal. Las dependencias delseñor Chertopjánov tenían unaapariencia deplorable. La madera estabaoscurecida y abombada, una chimenease había caído, las esquinas se habíanpodrido desde abajo y estaban torcidas,y las pequeñas ventanas grisáceasmiraban con inexpresiva acritud desdedebajo de un tejado que se hundía;

recordaban a la mirada de algunasviejas de mala vida. Llamé y no contestónadie. Sin embargo, podía escuchardesde la otra parte de la puerta el ruidode palabras que se pronunciaban conagudeza: «A, B, C… ¡pues sigue tú,idiota!», gritaba una voz enfadada. «A,B, C… ¡No, B! ¡Luego la C! ¡Sigue,imbécil!».

Volví a llamar.La misma voz contestó:—Quien quiera que sea que entre…Entré a un pequeño y vacío zaguán y

por una puerta abierta pude ver almismísimo Chertopjánov. Llevabapuesto un batín de Bokhara, pantalones

amplios y una gorra roja. Estaba sentadoen una silla, apretando con una mano elmorro de un perrito de aguas joven, y enla otra sostenía un trocito de pan justoencima de su nariz.

—¡Ah! —dijo con dignidad y sinlevantarse—. Me alegra que hayavenido. Por favor, tome asiento. Aquíestoy, entretenido con Venzor… TijónIvánich —añadió, alzando la voz—,venga aquí. Tenemos un invitado.

—En seguida, en seguida —respondió Tijón Ivánich desde la otrahabitación—. Masha, mi corbata.

Chertopjánov se volvió de nuevohacia Venzor y puso otra vez el pan

frente a su nariz. Miré a mi alrededor.No había muebles en la habitaciónexcepto una mesa extensible de trecepatas de longitud desigual y cuatro sillasde mimbre desvencijadas. Las paredes,pintadas hacía mucho tiempo, con toposazules en forma de estrellas, estabanmuy gastadas. Entre las ventanascolgaba un espejito roto y borroso conun descomunal marco de caoba. En losrincones reposaban las queridasescopetas y las pipas. Gruesas yoscurecidas telas de araña colgaban deltecho.

—A, B, C, D —dijo Chertopjánovdespacio, y de pronto gritó con fiereza

—: ¡C para comer! ¡Comer! ¡Comer…!¡Qué animal tan estúpido…! ¡Come!

Pero el desgraciado perrito se limitóa echarse a temblar y no se animaba aabrir la boca. Continuó allí sentado, conla cola dolorosamente escondida bajo sucuerpo, y, retirando los labios,parpadeaba miserablemente yentrecerraba los ojos como si estuvieradiciéndose a sí mismo: muy bien, ¡asíque tú eres el que manda!

—¡Vamos, come! ¡Cógelo! —repetíael impaciente hacendado.

—Lo ha asustado —comenté.—Bueno, ¡pues vete por ahí!Empujó al perro con el pie. El pobre

animal se levantó con calma, dejó que eltrozo de pan se cayera de su nariz y seretiró de puntillas, muy ofendido, haciael zaguán. Y con toda la razón: ¡era laprimera vez que llegaba un extraño, y yave cómo le trataban!

La puerta de la habitación contiguacrujió despacio y entró el señorNedopiúskin, haciendo reverencias ysonriendo.

Me levanté y le hice una reverenciayo también.

—¡No se preocupe, por favor! —murmuró.

Tomamos asiento. Chertopjánov sedirigió a una habitación cercana.

—¿Lleva usted tiempo en nuestratierra prometida? —comenzó a decirNedopiúskin con una voz dulce,tosiendo cuidadosamente en su mano ymanteniendo los dedos apretados contralos labios con toda decencia.

—Más o menos un mes.—Bueno, quién lo diría.Ambos guardamos silencio.—Está haciendo muy buen tiempo —

continuó Nedopiúskin y me miró congratitud, como si el tiempo dependierade mí—. Las cosechas parecenincreíblemente buenas.

Incliné la cabeza en señal deasentimiento. Volvimos a guardar

silencio.—Ayer Panteléi Yereméich cazó dos

liebres —comenzó de nuevoNedopiúskin, no sin hacer un terribleesfuerzo, evidentemente intentandoanimar nuestra conversación—. Eranenormes, realmente grandes.

—¿Posee buenos perros el señorChertopjánov?

—¡Excepcionales, señor! —exclamóNedopiúskin con alborozo—. Unopodría decir que son los mejores de todala provincia. —Se acercó a mí—. ¡Quéhombre, señor! ¡Panteléi Yereméich esuna persona tan buena! Todo lo quequiera o lo que se le ocurra… ¡Se hace

inmediatamente a la perfección! PanteléiYereméich, qué personaje…

Chertopjánov entró en la habitación.Nedopiúskin sonrió, dejó de hablar ydirigió mi atención con su mirada haciaél como si quisiera decir: ¡vea ustedmismo! Comenzamos a hablar sobre lacaza.

—¿Le importaría que le enseñase mijauría? —preguntó Chertopjánov y sinesperar mi respuesta llamó a Karp.

Entró un tipo robusto, con un caftánverde de cuello azul y botones de librea.

—Dile a Fomka —dijoChertopjánov sin dar rodeos— quesaque a Ammalat y a Saiga, y hazlo

ahora mismo, ¿entiendes?Karp sonrió ampliamente, emitió un

sonido irreconocible y salió. Entoncesapareció Fomka, repeinado, con losbotones abrochados hasta arriba, lasbotas puestas y acompañado de losperros. Por cortesía expresé miadmiración por los estúpidos animales(todos los perros borzoi sonextraordinariamente estúpidos).Chertopjánov escupió en el hocico deAmmalat, lo cual evidentemente no legustó nada al perro. Nedopiúskin loacariciaba por detrás. De nuevoempezamos a charlar. Poco a pocoChertopjánov se fue apaciguando y dejó

de presumir y de resoplar. La expresiónde su rostro cambió. Nos echó unamirada tanto a mí como a Nedopiúskin.

—¡Eh! —exclamó de pronto—. ¿Porqué tienes que quedarte ahí solasentada? ¡Masha! ¡Masha! ¡Entra aquí!

Alguien se movió en la habitacióncontigua, pero no hubo respuesta.

—¡Maaasha! —repitió con dulzuraChertopjánov—. Ven aquí. No tengasmiedo.

Se abrió la puerta y vi a una mujerde unos veinte años de edad, alta y debuena figura, con un oscuro rostrogitano, ojos amarillentos y el cabellotrenzado, tan negro como la brea.

Grandes dientes blancos brillaban entrelos labios rojizos. Llevaba puesto unvestido blanco; un chal azul cielo sujetoal cuello con un alfiler dorado,arreglado para cubrir la mitad de susdelicados brazos. Dio un par de pasos alfrente con la torpeza propia de lastímidas muchachas salvajes, se paró enseco y bajó la cabeza.

—Permíteme que le presente —dijoPanteléi Yereméich—. Esta es Masha,no es mi esposa, pero como si lo fuera.

Masha se sonrojó y sonríoconfundida. Me doblé en una reverenciainusualmente baja. Era muy atractiva. Lanariz delicadamente aguileña con las

aletas casi transparentes, perfildeterminado de sus altas cejas y lasmejillas pálidas y débilmente hundidas,todos los rasgos de aquel rostroexpresaban una naturaleza apasionada yuna audacia temeraria. Llevaba el pelotrenzado. Por detrás de su nuca corríandos líneas de pequeños y brillantescabellos, señales de raza y de fortaleza.

Se acercó a la ventana y se sentó. Noquise aumentar su confusión y entabléconversación con Chertopjánov. Mashagiró ligeramente la cabeza y me observópor debajo de sus cejas de una formadirecta. Sus ojos relampagueabandelante de mí como la lengua de una

serpiente. Nedopiúskin se sentó a sulado y le susurró algo al oído. Ellavolvió a sonreír. Al hacerlo arrugabaligeramente la nariz y levantaba el labiosuperior, lo que le daba a su rostro unaexpresión no tanto gatuna como leonina.

«Ah, ya veo. Eres de las que “semira pero no se toca”», pensé,observando hasta donde me era posiblesu sinuosa cintura, su pecho menudo ysus movimientos rápidos y angulares.

—Masha ¿tenemos algo queofrecerle a nuestro invitado? —preguntóChertopjánov.

—Tenemos compota —respondió.—Muy bien, entonces trae compota,

y vodka también. Mira, Masha —gritó asu espalda—, trae también la guitarra.

—¿Para qué iba a traerla? No piensocantar.

—¿Por qué no?—Porque no quiero.—Eh, eso son tonterías. Querrás

cuando…—¿Cuándo qué? —preguntó Masha

frunciendo el ceño.—Cuando te lo pida… —dijo

Chertopjánov, no sin cierto azoro.—¡Ah!La mujer salió y regresó al poco

tiempo con la compota, el vodka y sesentó de nuevo junto a la ventana.

Todavía fruncía el entrecejo, y sus doscejas se alzaban y caían como la antenade una avispa. ¿Ha observado, queridolector, los maliciosos rostros de lasabejas? Bueno, pensé, se acerca unatormenta. La conversación decayó.Nedopiúskin estaba en completosilencio y sonreía tensamente.Chertopjánov se removía en el asiento yresoplaba, tenía la cara enrojecida y losojos saltones, y yo estaba a punto deirme. Masha de pronto se puso de pie,abrió la ventana, sacó la cabeza y gritó:«¡Aksinia!» a una mujer que pasaba. Lamujer se sobresaltó, trató de darse lavuelta, se resbaló y cayó pesadamente

sobre el suelo. Masha se echó haciaatrás y rompió a carcajadas.Chertopjánov también empezó a reírse.Nedopiúskin gemía de la risa. Todos nosdesembarazamos de nuestra tristeza. Latormenta había pasado con un únicorelámpago y el cielo estaba despejado.

Media hora más tarde nadie noshabría reconocido, porque estábamoscharlando y bromeando como chiquillos.Masha era la más animada de todos yChertopjánov simplemente la devorabacon los ojos. Su rostro habíaempalidecido, las aletas de su nariz sedilataban y sus ojos refulgían y seoscurecían, todo al mismo tiempo. La

muchacha salvaje se había soltado lamelena. Nedopiúskin renqueaba detrásde ella sobre sus piernas cortas yrollizas, igual que un pato tras una pata.Incluso Venzor salió de debajo delbanco del zaguán, se quedó de pie en elumbral de la puerta, nos contempló y depronto se puso a saltar y a ladrar. Mashase precipitó a la otra habitación, trajo laguitarra, se quitó el chal de los hombros,se sentó a toda prisa, levantó su cabezay comenzó a cantar una canción gitana.Su voz temblaba y vibraba como unacampanilla agrietada, elevándose paraacabar apagándose… El corazón seestremecía tanto como se sentía lleno de

congoja. «Eh, enciende mi corazón, yhabla», cantaba la muchacha, yChertopjánov comenzó a bailar al son.Nedopiúskin pataleaba y se movía concierta afectación. Masha brillaba de lospies a la cabeza, igual que un tronco deabedul en el fuego, y sus finos dedosrecorrían con pericia la guitarra, y sucuello oscuro se elevaba de formagradual sobre su collar de ámbar de dosvueltas. A veces dejaba de hablar, yparecía exhausta, como si no estuvieradispuesta a tocar las cuerdas, y entoncesChertopjánov guardaba silencio,limitándose a encogerse de hombros y amover sus pies, mientras que

Nedopiúskin no hacía más que mover sucabeza como si fuera un chino deporcelana; y entonces de nuevo elladejaba fluir las palabras y comenzaba acantar como una poseída, irguiendo sucintura y sacando el busto, yChertopjánov se encogía de nuevo enuna danza cosaca, para luego saltar hastael techo, gritando:

—¡Muy bien!—¡Muy bien, muy bien! —tintineaba

Nedopiúskin a toda prisa.Ya era noche cerrada cuando me

marché de Bessónovo.

EL BOSQUE Y LAESTEPA

… Y comenzó a sentir cómo / lellamaba de vuelta: la aldea, el jardínoscurecido / donde los tilos songrandes y umbríos, / y los lirios delvalle huelen a muchacha, / donde lossauces redondos se desploman sobre elagua / todos en fila, / donde losenormes robles crecen sobre el trigo, /

donde huele a cáñamo y a ortigas… / alo lejos, a lo lejos, en los camposprofundos, / donde la tierra es tangrande como el terciopelo, / donde elcenteno, donde quieras que mires, / seextiende en suaves hondonadas. / Y lospesados y amarillos rayos del sol sedesprenden / desde las nubes redondasy blancas; / Se está bien allí… (De unpoema entregado al fuego).

El lector, tal vez, esté cansado demis notas, pero me apresuro a calmarsus miedos con la promesa de que van alimitarse a los extractos impresos; y aunasí, antes de despedirme, debo decir

unas cuantas palabras sobre el deportede la caza.

Cazar con una escopeta y un perro esuna delicia en sí mismo, für sich, comosolían decir en otros tiempos. Perosupongamos que no eres un cazador denacimiento, aunque ames la naturaleza;en ese caso, apenas puedes evitarenvidiar al resto de tus hermanoscazadores… Les ruego que escuchen unmomento. ¿Saben ustedes, por ejemplola delicia que es salir antes delamanecer de primavera? Sales delporche y aquí y allá, sobre el oscurocielo gris, una estrella te guiña; ligerasolas de una brisa húmeda de vez en

cuando estremecen el aire a tualrededor; pueden oírse los murmullosamortiguados y confusos de la noche ylos árboles susurran dulcemente,sumergidos en la sombra. Cubren elcarro y a tus pies se colocan una caja yel samovar. Los caballos se quejan,resoplan y estampan sus cascos conafectación; un par de gansos blancos quese acaban de despertar cruzan el caminoen silencio y sin apresurarse. En eljardín, al Otro lado de la verja, elvigilante nocturno ronca pacíficamente.Cada sonido cuelga como congelado enel aire, congelado y quieto. Entoncestomas asiento; los caballos se ponen en

marcha de inmediato, y el carrotraquetea en su camino… Pasas unaiglesia, bajas la colina a la derecha deuna presa; una bruma comienza aelevarse sobre un estanque. El aire tehiela levemente y te cubres la carasubiéndote el cuello del abrigo; unadormidera placentera te conquista. Loscascos de los caballos chapotean en loscharcos y el conductor silba unacancioncilla. Para cuando has avanzadocuatro verstas más o menos, la curva delcielo comienza a enrojecerse; en losabedules las cornejas se despiertan yrevolotean con torpeza de rama en rama;los gorriones trinan por los almiares

oscuros. Clarea, el camino se vuelvemás nítido, el cielo más límpido,permeando las nubes con blancura y loscampos con verde. Las luces arden rojasen las cabañas y las voces adormiladaspueden oírse más allá de las verjas.Mientras tanto, el amanecer haexplotado; tiras doradas se elevan por elcielo y jirones de bruma se forman enlos barrancos; el sol se alzaacompañado por el canto alocado de lasalondras y el murmullo del viento antesde la aurora, silencioso y púrpura, sobreel horizonte. La luz se desparrama sobreel mundo y te tiembla el corazón como sifueras un pajarillo. ¡Todo es tan nuevo,

tan alegre y maravilloso! Se puedecontemplar el paisaje a una grandistancia. Por aquí brilla con luz trémulauna aldea con una iglesia blanca y unacolina con un bosquejuelo de abedules;más allá se encuentra la ciénaga hacia laque te diriges… ¡Paso rápido, caballos!¡Vamos, al trote!… Ya no quedan ni tresverstas. El sol se alza con premura, elcielo clarea-Será un día perfecto. Tetopas con una manada de ganado queavanza en una larga hilera hasta la aldea.Entonces subes la colina… ¡Qué vista!El río ondulea a lo largo de diez verstaso más, un fulgor levemente azulado seabre paso entre la bruma; más allá se

encuentran los prados verdes y acuosos:y aún más lejos, las bajas colinas; a lolejos viran los frailecillos, chillandosobre la ciénaga; a través de la humedadbrillante que se extiende por el aire vaclareando la inmensa distancia… Nohay niebla estival. ¡Con cuánta libertadse hinchan los pulmones, qué ligeras sevuelven las extremidades, qué fuerte sesiente uno bajo la influencia de laatmósfera primaveral!

¡Una hermosa mañana de verano del mesde julio! ¿Ha experimentado alguien,aparte de un cazador, las delicias devagabundear entre los matojos al

amanecer? Tus pies dejan huellas deverdes hojas sobre la hierba pesada yblanca de rocío. Apartas los matojosmojados, el aroma cálido acumuladodurante la noche casi te asfixia; el airese encuentra impregnado con lafragancia fresca y agridulce del ajenjo,el olor azucarado del trigo y del trébol;a lo lejos se alza un robledal como unapared, brillante y purpureo bajo losrayos del sol; el aire aún es fresco, peroya se presiente el calor que se aproxima.La cabeza te da vueltas con tantos y tanvariados aromas dulcísimos. Y losmatojos nunca se terminan… Más allá,en la distancia, el centeno maduro

refulge dorado y hay franjas estrechas dealforfón de color rojo oxidado. Entoncesse oye un carro; un campesino adelantaal paso, y deja su caballo en la sombraantes de que el sol se caliente. Losaludas, avanzas, y al cabo de un rato seoye a tu espalda la rasgadura metálicade una guadaña. El sol se eleva más ymás, y la hierba se seca con rapidez. Yahace calor. Pasa una hora, después otra.El cielo se oscurece en los bordes, y elaire quieto está incendiado con el calorque aguijonea.

—¿Dónde puedo beber algo, amigo?—le preguntas al campesino.

—Ahí abajo, en el barranco, hay un

manantial.Desciendes hasta el fondo del

barranco a través de espesos arbustos denueces enroscados con correhuela. Yallí está, en el mismo fondo del barrancose esconde el manantial. Un roblepequeño ha extendido con avaricia susramas enredadas sobre el agua; enormesburbujas plateadas se elevan enmontones desde el fondo del manantial yvan a parar contra un musgo delgado enla superficie del agua. Te tiras al suelo ybebes hasta quedar harto, pero nosientes deseo de volver a incorporarte.Te encuentras a la sombra, respirando latórrida humedad; te alegra encontrarte en

este lugar mientras más allá brillan lasllamas con el calor y literalmenteamarillean a la luz del sol. Pero ¿qué esaquello? Una brisa se ha elevado depronto y se escabulle a tu lado; todo loque te rodea se estremece. Abandonas elbarranco… ¿Qué es esa franja metálicaque atraviesa el horizonte? Y el aireparece más cálido ahora, ¿no es así? ¿Seestá formando una nube…? Resplandeceentonces un débil relámpago; ¡sí, seaproxima una tormenta! Y sin embargoel sol todavía reluce y es posible salirde caza. Pero la nube se expande: suborde más cercano se extiende como lamanga de una levita y surge

amenazadora. Los matorrales, la hierba,todo se oscurece de pronto… ¡Rápido,rápido! Hay un granero cercano.Rápido… Lo alcanzas, entras y llega lalluvia, el trueno, no importa… Aquí yallá el agua gotea a través del techo depaja hasta alcanzar el heno fragante;pronto el sol volverá a esconderse. Pasala tormenta y te asomas fuera. ¡Oh, quéale reluce todo a tu alrededor, qué puroy líquido es el aire aquí, qué dulce elaroma a setas y fresas salvajes!

Pero ahora se acerca la noche. El solse ha incendiado y ha cubierto mediocielo con su fuego. El sol comienza ahundirse. El aire a su alrededor parece

especialmente luminoso, como siestuviera hecho de cristal; a lo lejos seva asentando una suave neblina, enapariencia cálida; junto al rocíodesciende un brillo carmesí sobre loscampos abiertos, hace tan pocoinundados por los torrentes de orolíquido; desde los árboles, desde losmatorrales, desde los altos almiares seextienden sombras alargadas… El sol sedespide; una estrella reluce y parpadeaen el mar fogoso mientras el sol sehunde… Ahora la luz empalidece: elcielo se torna más azul; sombrasseparadas se desvanecen y el aire seinunda con el ocaso. Es hora de irse a

casa, a la aldea, a la cabaña en la quepasarás la noche. Echándote la escopetaal hombro, caminas a paso rápido apesar del cansancio. Y mientras tantodesciende la noche; apenas puedes ver aveinte pasos de distancia; tus perrosapenas son visibles en las tinieblas. Másallá, sobre los oscuros arbustos, lacurva del cielo brilla débilmente…¿Qué es aquello? ¿Es un fuego? No, esla luna elevándose, y allí debajo de ti, atu derecha, las luces de la aldea ya estánbrillando. Al cabo alcanzas la cabaña.Por la pequeña ventanita ves una mesacubierta con un mantel blanco, una velaencendida y la cena…

O bien pides que enganchen tu carro yahí vas, a por urogallos a la foresta. Tehace feliz desplazarte por el estrechocamino entre dos altas paredes decenteno. Las puntas de las plantas teacarician suavemente la cara, y losacianos te rozan los pies, y lascodornices sollozan en los alrededores,y el caballo marcha con un troteperezoso. Entonces alcanzas la foresta.Sombras y silencio. Álamos elegantesmurmuran mucho más arriba; las ramasque cuelgan de los abedules apenas semueven; un roble poderoso surge comoun guerrero al lado de un gentil tilo.

Marchas por un camino verde moteadode sombras; enormes moscas amarillascuelgan inmóviles del polvo dorado delaire, para de repente alejarse volando.Los zancudos giran formando espirales,brillando entre las sombras,oscureciéndose a la luz del sol; lospájaros cantan pacíficamente. Lavocecilla dorada del ruiseñor resuenacon su inocente y feliz parloteo:concuerda con el aroma de los lirios delvalle. Continúas avanzando,adentrándote más en el bosque… Elbosque se hace más denso. Una quietudinexplicable comienza a descendersobre tu alma; y todo a tu alrededor

resulta tan soñador y sereno. Pero ahorauna brisa se ha despertado, y las copasde los árboles han comenzado a susurrarcomo si se vinieran abajo. A través delas hojas caídas la alta hierba crece poraquí y por allá; las setas están quietasdebajo de sus pequeños sombreritos.Una liebre blanca salta de repentedelante de ti y los perros corren detrásde si con altos ladridos…

¡Y qué hermoso resulta ese mismobosque a finales del otoño, cuandorevolotea la agachadiza! No suelenfrecuentar las profundidades del bosque,y deben buscarse en sus alrededores. No

hay viento ni sol, ni rayos luminosos, nisombra estremecida, nada se mueve y seimpone el silencio; el aire dulcísimo seencuentra saturado con una fraganciaotoñal, como el olor del vino; una niebladelgada cuelga a lo lejos sobre loscaminos amarillos. A través de lasramas desnudas y marrones de losárboles, el cielo brilla con quietud; poraquí y por allá, en los tilos cuelgan lasúltimas hojas doradas. La tierra húmedase hunde a tu paso; las altas briznas dehierba están quietas; los largos hilos delas telas de araña refulgen en la tierraempalidecida. Respiras con calma,aunque una extraña ansiedad invade tu

alma. Caminas por los límites delbosque, manteniendo tus ojos en elperro, pero entretanto aparecen en tumente imágenes, rostros amados, losvivos y los muertos, e impresiones,subyugadas hace mucho, despiertaninesperadamente; la imaginación echaalas, y permanece en el aire como unpájaro, y todo empieza a moverse conclaridad y aparece frente a los ojos. Tucorazón o bien se estremece de pronto yacelera su latido, lanzándoseapasionadamente, o bien se hunde parasiempre en la memoria. La vida enterase extiende tan rápida y fácilmente comoun pergamino; un hombre posee todo su

pasado, todos sus sentimientos, todossus poderes, su alma al completo. Y nohay nada en lo que le rodea que le puedainquietar: no hay sol, ni viento, niruidos…

Y un día claro, otoñal, ligeramente frío,con heladas matinales, cuando el abedul,un árbol sacado literalmente de uncuento de hadas, se viste de dorado,destaca en una silueta hermosa contra elpálido cielo azul, cuando el sol, bajo enel horizonte, no tiene poder paracalentar, pero reluce más brillante que elsol estival, cuando el pequeñobosquejuelo de álamos reluce por

entero, como si estuviera encantado yfeliz de estar allí desnudo, cuando laescarcha blanquea el fondo de losvalles, pero una brisa fresca murmuraquedamente y empuja las hojas caídas ytorcidas delante de él, cuando las olasazules corren graciosamente sobre elrío, y alzan y bajan de nuevo a losgansos y patos desperdigados por susuperficie, cuando en la lejanía unmolino, medio escondido por sauces,traquetea y las palomas vuelan encírculo a toda prisa sobre él, reluciendosus muchos colores en el cielobrillante…

También son maravillosos los díasestivales de neblina, aunque no lesgustan a los cazadores. Es imposibledisparar en días como estos; un pájaro,incluso aunque se eche a volar desde tuspies, desaparece de inmediato en lablanquecina tenebrosidad de la neblinadetenida. ¡Pero qué silencioso, quéincreíblemente silencioso resulta todo!Todo está despierto y quieto. Pasas allado de un árbol, y no se estremece, selimita a balancearse inmóvil. A travésde la agradable neblina que lo llenatodo, una larga fila de algo negroaparece frente a ti. Supones que se trata

de un bosque, te aproximas; y el bosqueresulta ser una ensenada plantada deajenjos al borde de un campo sembrado.La neblina está sobre ti y te rodea. Peroentonces una débil brisa se estremece, yun trozo de cielo azul claro aparece através de la neblina que se disuelve, queha empezado a elevarse como el humo;de repente, un rayo de luz amarillodorado se impone, fluye intrépido comoun río, recorre los campos, alcanza unbosque, y entonces todo vuelve a serconquistado por la bruma. La luchacontinúa durante mucho tiempo; pero¡qué magnífico y claro es el día en elque la luz del sol triunfa al fin, y las

últimas ondulaciones de brumascalentadas por el sol, o bien sedesenrollan y se extienden, tan lisascomo el mantel de una mesa, o bien seenrollan hacia arriba y se disuelven enel cielo inmenso y profundo…!

Pero ahora te has puesto en marcha porlos caminos más lejanos y la estepa. Hascaminado durante unas diez verstas porcaminos rurales, y al fin alcanzas elcamino principal. Más allá de filasinterminables de carros, más allá depequeñas posadas al borde del camino,con samovares silbando dentro delporche, con sus cancelas abiertas por

entero y sus pozos, de una aldea a otra,atravesando interminables campossembrados, al lado de plantaciones decáñamo oscurecido, viajas una hora trasotra. Las urracas vuelan de un montón dehiniesta a otro; mujeres con rastrillosalargados se afanan en los campos; unviajero a pie, que lleva un abrigo denankeen desgastado, y con un pequeñohatillo sobre el hombro, avanza conpaso cansino; un enorme carruaje de unterrateniente, tirado por seis caballosagotados, se aproxima con lentitud haciati. La esquina de una almohadasobresale de una de sus ventanucas, y enel pescante trasero va sentado de lado,

sobre una alfombra y agarrado a unacuerda, un lacayo vestido con una levita,cubierto de fango hasta las cejas.Después están las pequeñas ciudades deprovincias, con las casitas de maderapequeñas y torcidas, verjasinterminables, casas vacías decomerciantes hechas de piedra, y unviejo puente sobre un profundobarranco… ¡Adelante! ¡Adelante! Laestepa se aproxima. Miras desde unacolina hacia abajo, ¡qué vista! Lascolinas redondeadas, aradas ysembradas hasta arriba se extienden entodas las direcciones como ampliasondulaciones; los valles llenos de

matojos se mueven entre ellas; losbosquecillos están repartidos aquí y allácomo islas alargadas; caminos estrechosconducen de una aldea a otra, lasiglesias relucen blancas; un río pequeñofluye entre grupos de sauces y en cuatrolugares distintos están bloqueados porpresas. Muy lejos, en el campo, puedenverse a las grullas caminando en fila; lamansión anticuada de un hacendado, consus edificios anejos, su huerta y sutrillar, está cómodamente dispuestacerca de un estanque pequeño. Perocontinúas viajando, más y más lejos. Lascolinas se van encogiendo y apenas hayárboles. Al fin, ahí está: la infinita

estepa, que ninguna mirada puedeabarcar del todo.

Y en un día de invierno, caminar através de las altas pilas de nieve enbusca de liebres, respirar el aire crudo yhelado, cerrar los ojos de formainvoluntaria contra el cegador brillo dela nieve suave; maravillarse ante elcolor verdoso del cielo sobre el bosquecarmesí…

Y luego están los primeros días deprimavera, en los que todo brilla y elolor de la tierra cálida se eleva a travésdel humo pesado de la nieve que sedisuelve, y las alondras cantan

confiadamente bajo los rayos del solsobre pedazos de suelo en los que lanieve se ha derretido, y con gorgojeos yrugidos alegres los ríos fluyen hacia losvalles.

Pero es hora de terminar. Hemencionado la primavera a propósito;en la primavera es más sencillodespedirse; en la primavera incluso laspersonas felices se sienten tentadas amarcharse a lugares lejanos… Adiós, milector, te deseo eterna felicidad.

IVÁN TURGUÉNIEV. Primer autor rusoen lograr un reconocimientointernacional, Iván Turguéniev (1818-1883) nació en Oriol, en el corazón deRusia, en el seno de una familia noble.Vivió una infancia durísima marcada poruna madre tiránica que lo obligó aalejarse del cerco familiar para viajar

por el extranjero. Turguéniev estudió enlas universidades de Moscú, SanPetersburgo y Berlín. Entre 1838 y1841, durante su estancia en Alemania,recibió la influencia del Idealismoalemán. Cuando regresó a Rusia susideas eran liberales. Autor de poesía,teatro y relatos, Turguéniev cultivó congenio la novela. Entre sus obras esimposible no destacar Rudin (1856),Nido de nobles (1859) y Padres e hijos(1862). La recepción en Rusia de estaúltima obra fue tan fría que contribuyó asu decisión de exiliarse por el resto desu vida, en Baden-Baden (1862-1870) yen París (1871-1873). Murió en

Bougival, cerca de París, en 1883.

Notas

[1] Lapti (en singular lapot): Calzadosde corteza de tilo parecido a lasalpargatas. (N. de los T.). <<

[2] Medida rusa equivalente a 1.067metros. (N. de los T.). <<

[3] En el distrito de Oriol, densas yextensas masas de matas se conocencomo «Plazas»; el dialecto de Oriol sedistingue sobre todo por una granvariedad de frases y giros originales, aveces muy exactos, a vecescompletamente estrafalarios. (N. del A.).<<

[4] Akim Nikoláievich Najímov (1782-1814): poeta satírico ruso; Pinna(1843): novela sentimental de M. A.Márkov (1810-1876). (N. de los T.). <<

[5] Bebida rusa fermentada, realizada apartir de pan de centeno. (N. de los T.).<<

[6] Medida rusa, equivalente a 1,09hectáreas. (N. de los T.). <<

[7] Carro abierto tirado por caballos. (N.de los T.). <<

[8] Medida rusa, equivalente a 16,38kilos. (N. de los T.). <<

[9] Términos que resultarán conocidos alos cazadores de ruiseñores: se utilizanpara indicar las «partes» más hermosasdel canto del ruiseñor. (N. del A.). <<

[10] Juego de cartas. (N. de los T.). <<

[11] Nombre dado a un campesinobastante acaudalado, que posee una casaconsiderable en la que puede vivir contoda su familia. (N. de los T.). <<

[12] El vestido ruso tradicional de laépoca previa a la europeización deRusia. (N. de los T.). <<

[13] Los bitiuk, o los de la raza delbitiuk, es como se conoce a una razaParticular de caballos originarios deldistrito de Vorónezh, en los alrededoresdel famoso «Jrenov» (la antiguacaballeriza de la condesa Orlova). (N.del A.). <<

[14] Barco plano, confeccionado conviejas tablas de barcas. (N. del A.). <<

[15] En el folklore ruso, el duende delhogar. (N. de los T.). <<

[16] «El cuarto de las tinas» o «el cuartodel acetre» son términos utilizados enlas fábricas de papel para designar ellugar en el que se extrae el papel de lastinas. Se encuentra muy cerca del propiomolino, bajo la rueda. (N. del A.). <<

[17] «Glaseadores»: planchan, alisan elpapel (N. del A.). <<

[18] El «castillo» es como se llama ennuestros lares al lugar por el que el aguapasa a la rueda. (N. del A.). <<

[19] Para sacar el papel. (N. del A.). <<

[20] En el folklore ruso, hada del agua.(N. de los T.). <<

[21] Uno de los cinco sábados sagradosen el calendario religioso ortodoxo. (N.de los T.). <<

[22] Nuestros campesinos llaman así a uneclipse de sol (N. del A.). <<

[23] La superstición sobre «Trishka»probablemente sea una referencia aalguna leyenda sobre el Anticristo. (N.de los T.). <<

[24] Un caballo se engorda rápido con saly orujo. (N. del A.). <<

[25] Entre la gente del pueblo la ciudadde Mtsensk se llama Amchensk, y sushabitantes amchenios. Los amcheniosson tipos animados; no es por nada quedecimos a nuestros enemigos queenviaremos «un amchenio a su casa».(N. del A.). <<

[26] En el año 40 se dio una época deheladas muy crueles, y no nevó hastafinales de diciembre; todo el verdormurió congelado, y el invierno destruyósin piedad grandes extensiones debosques de robles. Es difícilsustituirlos: la fertilidad de la tierraevidentemente está mermando; en losdescampados «reservados» (sobre losque las personas pasean iconos), crecenálamos y abedules por sí solos en lugarde estos árboles nobles; no poseemosotra manera de hacer crecer bosques. (N.del A.). <<

[27] En estos lugares hermosos, dondereina la felicidad, / este templo ha sidoabierto para la Belleza; / ¡Esténorgullosos de los sentimientos de susamos, / buenos habitantes deKrasnogoria! (N. de los T.). <<

[28] ¡A mí también me gusta lanaturaleza! Jean Kobyliátnikov. (N. delos T.). <<

[29] La Bienvenida es como llamamos acualquier lugar en el que se reúnenpersonas por voluntad propia, cualquiertipo de refugio. (N. del A.). <<

[30] La gente del gobierno de Orlovllaman a sus ojos «mirillas», igual quellaman a sus bocas «comerillos». (N. delA.). <<

[31] Se llama «Maderero» a loshabitantes de las zonas boscosassureñas, un alargado cinturón forestalque se encuentra en la frontera entre lasregiones de Voljov y Zhizdra. Sedistinguen de sus vecinos por muchaspeculiaridades en sus costumbres,idioma y manera de vivir. Les llaman«retorcidos» por su sospechosa y tacañadisposición. (N. del A.). <<

[32] Los Madereros añaden aprácticamente cada palabra lasexclamaciones «Ja» y «babúm». (N. delA.). <<

[33] Hamlet, acto III, esc. I. Traducciónde Ángel-Luis Pujante. (N. de los T.). <<

[34] Ídem. (N. de los T.). <<

[35] Hamlet, acto I, esc. II. (N. de los T.).<<

[36] Hamlet, acto II, esc. II. (N. de los T.).<<

[37] Corte de pelo ucraniano. (N. de losT.). <<

[38] Es peligroso despertar al león / ytemible es el diente del tigre, / pero elmás horrible de todos los horrores / ¡esel hombre con su locura! (N. de los T.).<<

[39] ¡Es una hermandad estudiantil enla ciudad de Moscú! (N. de los T.). <<

[a] En el original, «una cabellera querecedía». (Nota del editor digital). <<


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