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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) Por Luis LAVAUR * Concluida en 1918 «la guerra del 14», el turismo volvió donde solía. Prestamente des- entumecido de un ocio forzado, pero con nota- bles alteraciones. Tanto en su sustancia interna como por el hecho de que el tráfico humano que en 1919 pudo considerarse restablecido a niveles numéricos normales, fluyó por un nuevo mundo engendrado por la gran confla- gración. De todo tuvo para el turismo aquel Vae victis, spolia victoribus, aplicado a ultranza en el tratado de Versalles, firmado en junio de 1919. En contraste con una dilatación de hori- zontes a escala mundial, el turismo vio redu- cido su campo de actuación en el subcontinente europeo, apeado de su secular puesto axial en la actividad, sin que desde la desaparición de Napoleón hubiera experimentado su mapa sacu- dida de tal magnitud, tanto en el orden físico como en el moral. Desguazados los imperios centrales, tras una guerra de leves daños en ciudades y patrimo- nios monumentales, los imperios perdedores reemergieron parcelados en repúblicas, con sus estructuras sociales depauperadas. Más aún, una Rusia despojada de Finlandia, Polonia y los Estados bálticos. Transformado el viejo im- perio zarista en la URSS, sin cerrarse del todo al visitante, se replegó tras una roja cortina de recelo acentuando su marginalidad respecto a lo occidental. Escritor. Porque Europa amaneció a la paz en cier- to modo empequeñecida y atomizada en mu- chos países que a su vez diversificaron el caleidoscopio del turismo internacional. Pero también erizada de más fronteras, haciéndose preciso para franquearlas proveerse de pasa- portes, ahora con fotografías de los titulares, y visados consulares. Señal inequívoca de ha- ber quedado la belle époque proscrita del mundo del viaje, y que de intentar recuperar sus dominios no hubiera su frágil naturaleza encontrado sitio ni acomodo en el crispado y apresurado mundo surgido de una gran gue- rra, que había roto el equilibrio anterior. Muy diferentes claves psicológicas y econó- micas facilitan la periodización en dos del par de decenios que cronológicamente enmarcan el turismo de entreguerras. Tanto o más que la Gran Depresión, que hace su aparición al prin- cipio de 1930, los divide con trazo saliente el contraste entre la trepidante, iconoclasta y desenfadada euforia de la fase primera, al rit- mo sincopado del «jazz», aromada de whisky y gasolina, con la tensa incertidumbre que gra- vita sobre el pujante turismo de los diez años postreros. Dos fases bien marcadas del fenó- meno que encontraron apta crónica y reflejo en le román cosmopolite, cultivado en tradu- cidísimas novelas por Paul Morand, Somerset Maugham, Maurice Dekobra, Guido da Verona, Cecil Roberts, A. Huxley, Hemingway y Scott Fitzgerald. 11

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TURISMO DE ENTREGUERRAS(1919-1939)

Por Luis LAVAUR *

Concluida en 1918 «la guerra del 14», elturismo volvió donde solía. Prestamente des-entumecido de un ocio forzado, pero con nota-bles alteraciones. Tanto en su sustancia internacomo por el hecho de que el tráfico humanoque en 1919 pudo considerarse restablecidoa niveles numéricos normales, fluyó por unnuevo mundo engendrado por la gran confla-gración.

De todo tuvo para el turismo aquel Vaevictis, spolia victoribus, aplicado a ultranza enel tratado de Versalles, firmado en junio de1919. En contraste con una dilatación de hori-zontes a escala mundial, el turismo vio redu-cido su campo de actuación en el subcontinenteeuropeo, apeado de su secular puesto axial enla actividad, sin que desde la desaparición deNapoleón hubiera experimentado su mapa sacu-dida de tal magnitud, tanto en el orden físicocomo en el moral.

Desguazados los imperios centrales, tras unaguerra de leves daños en ciudades y patrimo-nios monumentales, los imperios perdedoresreemergieron parcelados en repúblicas, con susestructuras sociales depauperadas. Más aún,una Rusia despojada de Finlandia, Polonia ylos Estados bálticos. Transformado el viejo im-perio zarista en la URSS, sin cerrarse del todoal visitante, se replegó tras una roja cortina derecelo acentuando su marginalidad respecto alo occidental.

Escritor.

Porque Europa amaneció a la paz en cier-to modo empequeñecida y atomizada en mu-chos países que a su vez diversificaron elcaleidoscopio del turismo internacional. Perotambién erizada de más fronteras, haciéndosepreciso para franquearlas proveerse de pasa-portes, ahora con fotografías de los titulares,y visados consulares. Señal inequívoca de ha-ber quedado la belle époque proscrita delmundo del viaje, y que de intentar recuperarsus dominios no hubiera su frágil naturalezaencontrado sitio ni acomodo en el crispadoy apresurado mundo surgido de una gran gue-rra, que había roto el equilibrio anterior.

Muy diferentes claves psicológicas y econó-micas facilitan la periodización en dos del parde decenios que cronológicamente enmarcan elturismo de entreguerras. Tanto o más que laGran Depresión, que hace su aparición al prin-cipio de 1930, los divide con trazo saliente elcontraste entre la trepidante, iconoclasta ydesenfadada euforia de la fase primera, al rit-mo sincopado del «jazz», aromada de whiskyy gasolina, con la tensa incertidumbre que gra-vita sobre el pujante turismo de los diez añospostreros. Dos fases bien marcadas del fenó-meno que encontraron apta crónica y reflejoen le román cosmopolite, cultivado en tradu-cidísimas novelas por Paul Morand, SomersetMaugham, Maurice Dekobra, Guido da Verona,Cecil Roberts, A. Huxley, Hemingway y ScottFitzgerald.

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«LOS LOCOS AÑOS VEINTE»

(1919-1929)

Primero los usos y desusos de una nuevafauna viajera, altamente consciente de su nove-dad. En acorde perfecto con la constante deque nuevos tonos de vida impliquen nuevosmodos de viajar, que nuevas modas reflejaranlos modos de viaje de la posguerra. Máxime alprotagonizarlos una generación forjada en lastrincheras, o condicionada por su recuerdo. Se-ría demasiado pedir a quienes al reintegrarsea la vida civil dejaron tras sí chisteras, bigotesengomados y un sentido reverencial por órdenesestablecidos y jerarquías sociales, que preserva-ran en sus desplazamientos hábitos como elde, para fumar, recluirse en los salones «sólopara caballeros» de hoteles, paquebotes y res-taurantes, justamente cuando el consumo decigarrillos, a veces cruzando las piernas en lostaburetes de los bars, constituye, de golpe yporrazo, signo de distinción en el tipo defémina alumbrado por la contienda. ¡Cómono aceptar las consecuencias de que aquellasinglesas, francesas, alemanas y americanas, quecondujeron tranvías y ambulancias y mantuvie-ron operantes oficinas, hospitales y talleres,rehusaran volver, dóciles y sumisas, a sus «ca-sas de muñecas», como denominó a sus hogaresIbsen, apóstol de su movimiento de liberación!Sobre todo cuando en los países claves vanobteniendo el derecho a votar. Se lo arrancaronen 1918 las inglesas al Parlamento británico,dos años antes de que se lo otorgara su Con-greso a las americanas. Desterrado el corsé deballenas, en compañía de tantas otras inhibicio-nes, las mujeres simbolizan su emancipaciónlevantándose las faldas unos milímetros pordebajo de la rodilla y eliminan moños y cabe-lleras, innecesarias al quedar los voluminosossombrerazos de antaño démodés, y seguir a lamedia melena el período á la gargonne, conel cogote rapado.

La morfología del turismo acusa el hechode que la mujer viaja como nunca. A cualquierpunto del planeta y esencialmente al modo dela señorita que por todo el mundo, y en len-guas diversas, anuncia las livianas máquinasde retratar, emblema distintivo del turista. Aptasobremanera su vestimenta para ilustrar conacento de actualidad el slogan publicitario,afortunado si los hubo, de «Vacaciones sinKodak, vacaciones perdidas». Holgado vestidode listas blancas y azules, manga corta, al igualque la falda y la melena muchachil. Atuendoidóneo para viajar de modo deportivo en rau-dos automóviles de enorme potencia. El mediode transporte más representativo de la época,pero disonante, por supuesto, con el décor delos hoteles arquetipo del período anterior.

Porque la bella hotelería de la belle époquedeclina y envejece. Prematuramente. Demasiadocostoso mantener en forma aquellas grandiosasinstituciones. Rezagadas en el tiempo, tratande sobrevivir en un mundo que de pronto noes el suyo, en un estilo de vida que ya no seestila. Van desapareciendo jubiladas por unapromoción hotelera hija del futurismo y delcemento armado: cúbica, fea y descarnada-mente utilitaria y funcional.

Nada testimonia con patetismo mayor el cre-púsculo de aquella hotelería que los lugaresdonde floreció con rutilancia suprema. En lasvillas termales, donde no se reemplazan lospalaces que se van cerrando. Nuevas farma-copeas retornan los manantiales a su funciónancestral. Frecuentados por valetudinarios se-dentarios y enemigos de trasnochar, los grandesbalnearios se desturistizan a ojos vista. Despo-jado el termalismo de toda dimensión hedonís-tica, se divorcia del turismo, en cuyo seno viviósu era de máximo esplendor.

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En su aspecto antropológico, el turismo deentreguerras presenta hondas variables, conse-cuencia de profundas conmociones en su tex-tura interna y en el entorno social. La cúspidede la pirámide humana del viaje pierde altivez,radicalmente desmochada al disminuirse el po-tencial económico de la minoría que le diosu especial tono y panache al turismo de labelle époque. Virtualmente desaparecidas deltráfico las familias que sufragaban la pompay boato de sus viajes con las descomunalesrentas extraídas de sus posesiones en Polonia,Bohemia o el Cáucaso, descuellan poco los su-pervivientes, devorados gran parte de sus recur-sos por las expropiaciones y reformas agrariasllevadas a efecto por los gobiernos de losnuevos Estados surgidos de la contienda. Expo-nente llamativo de este proceso el que poralgún tiempo constituyera nota humana carac-terística por las Rivieras, Ostende y Marienbad,y otros focos turísticos en fase de transición,el residuo de «rusos blancos», no siempre tanarchiducales ni eslavos como puntualizan mali-ciosamente las crónicas del tiempo.

Ahora bien: en contra de un criterio inme-recidamente generalizado, el turismo de altosvuelos no sufrió en su expresión econométricadevaluación alguna a consecuencia de la guerra,por más que padeciera un claro descenso enprestancia y brillo, resultante de un relevo deprotagonistas por otros de más hirsuto pelaje. Ala clase arruinada o postergada por la conflagra-ción, de sobra reemplazó en su proyección eco-nómica la nueva promoción de los enriquecidostraficando en caucho, petróleo, navieras, textilesy vituallas precisados por las naciones belige-rantes y los ejércitos en pugna. Con arreglo aeste replanteamiento del tema, no conviene,pues, malinterpretar en un rasgo de simplismola decadencia de los núcleos hoteleros de grandstanding de Baden-Baden, Cimiez y Mentón,atribuyéndola, sin más, a una depauperaciónen el estrato superior del turismo. Obedeciósimple y primordialmente a una menor sofisti-cación en los gustos y costumbres de una clien-tela, no menos adinerada, que irrumpió en lospuestos dejados por el estamento afectado porla guerra.

También contribuyó al cambio de décor enlos centros turísticos de prestigio cosmopolitael hecho de generalizarse entre las clases medias

de países de no gran tradición turística el holidayen el extranjero como vacación laboral. Cos-tumbre asimismo implantada en los segmentossociales más afluyentes, en la nueva clase direc-tamente involucrada en grandes negocios, alentender no suponía desdoro o pérdida destatus seguir dirigiéndolos, por la simple razónde no ser ya la entrega absoluta al ocio insti-tucionalizado emblema exclusivo de eleganciay distinción. Cambio de norma o de perspectivaque no dejó de repercutir en el declive delturismo invernal, al menos en sus formas clási-cas, así como en que en era de bruscas muta-ciones de todo orden el almanaque del granturismo siguiera regido por los imperativos dela estacionalidad. Sin perjuicio de que se regis-trase a orillas del mar una revolución motivadapor cambios de actitud respecto a la climatolo-gía. Principalmente, al alcanzar la cotizaciónturística del sol en el playismo, alturas desco-nocidas desde los tiempos en que los patriciosy las matronas del Imperio romano acudían acongregarse en los litorales de Baiae y de Ale-jandría.

La inversión del calendario tradicional en lasplayas más cálidas hace cambiar por completoel disfrute de todas. Desaparecidos los sombre-rones y parasoles, entran en decadencia losinmensos y polícromos toldos, que antaño pro-curaban sombra a los bañistas —es un decir—que, vestidos con estudiada elegancia estival,interrumpían momentáneamente el respiro dela brisa marina con el disfrute de un chapuzón;de un chapuzón púdico, perentorio y fugaz.Máxime de haber señores con «kodak» a lavista. Ahora es más dinámica e hidráulicala función de las playas turísticas. Lo propio esgozarlas nadando o aprendiendo a hacerlo, altiempo que deviene status symbol pasajero,lucir epidermis bronceadas. Sobre todo en pier-nas y brazos de damas jóvenes, o en estado demerecer, que, de regreso a su vida ordinaria,gustarán vestir atuendos que no ocultan losefectos del sol.

Los trajes de baño se abrevian y se ciñena la silueta del cuerpo. Y no es insólito que conel nombre internacional de maillot, sobre todoen su versión femenina, a veces no se empleenpara otros baños que los de sol. Hábito queexhala su perfume característico en los me-diodías playeros, al derrotar los efluvios del

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aceite de coco a la fragancia de la brisamarina. En playas en las que es chic en atar-deceres y noches vestir los pyjamas de seda,lanzados en el Lido veneciano, con los que lamujer satisface sus ansias ocasionales de vestirpantalón en trances viajeros.

En el campo de la publicidad turística com-pite con el affiche el influjo del cinematógrafo.No tiene que tratarse precisamente de docu-mentales. Más bien los que en «Rien que laterre» (1928) alude un experto en el tema dela categoría de Paul Morand:

«Las epopeyas cinematográficas llenan de re-cuerdos a pequeñas poblaciones anónimas, quelas visitamos hoy con la misma emoción que enArgos visitamos los lugares cantados por Eurí-pides.»

Cantos que ahora canta Hollywood con imá-genes de acento americano.

Su Majestad el Dólar

Dólares fueron triunfos en la década de losveinte y por consiguiente el turismo norteame-ricano imperó en peso. Y por lo general deven-gando en antipatía el impuesto de lujo adscritoa su primacía. Tópicos y estereotipos acapara-dos antes de la guerra por los ingleses, Europalos tranfería ahora a los visitantes de ultramar.Con sólo cambiar la nacionalidad del blanco,por lo demás los clichés subsistían con su mal-intencionalidad intacta. Ejemplo, la bienvenidaque a principios del verano de 1926 campeabaen la sección «Courier de París», del semanario«L'lllustration»:

«Por obra y gracia del dólar todopoderoso. Amé-rica disfruta en este momento el orgullo de ser lanación reina. Con jactancia que tal vez debieradisimular con mayor tacto, el americano trata alplaneta como país conquistado. Por dondequieraque pasa adopta aires de soberano, sin que unsolo visitante parezca poner en duda su superio-ridad sobre las razas que va conquistando.»

Un punto de vista fraguado en París, centroneurálgico del turismo internacional de la pos-guerra. Y un hecho evidente por latitudes exóti-cas, donde la preeminencia universal del turis-mo americano heredó la detentada por losingleses. Metaforizándola en el dólar, pudoapreciarla Vicente Blasco Ibáñez, en 1923, porlos antípodas de su villa en la Costa Azul, en

ocasión de dar la vuelta al mundo en un buquefletado por la «American Express»:

«En todo el Extremo Oriente se nota unaidolatría monetaria que puede titularse la "supers-tición del dólar". En China, en lava, en la India,hasta en el I apon, cuyos habitantes no sientengran amor hacia los Estados Unidos, lo mismo lostenderos que los míseros vendedores instaladosen plena calle, o a la puerta de los templos, mues-tran un respeto casi místico por el dólar ameri-cano. Aun en los países de dominación inglesala libra esterlina representa poco comparada conaquél. Cuando se desea comprar un objeto, elvendedor, en mitad de sus regateos, hace unarebaja considerable si le pagan en dólares. Peroha de ser en moneda, nada de cheque: en billetesde los Estados Unidos. Es la única moneda queinspira fe. y por adquirirla lo dan todo másbarato.»

Transportes turísticos

Un cotejo entre las dos etapas de entregue-rras reafirma una constante en la historia delturismo; la fijeza con que jalonan sus grandesperíodos determinados sistemas de locomoción.Fructifican en el seno de la industria bélicados notables adelantos, que no inventos, en ma-teria de transporte de pasajeros: el automóvily el avión. Beneficiado el primero de notablesmejoras técnicas al fabricarse modelos dise-ñados con arreglo a módulos más utilitariosque los caros y aparatosos armatostes de labelle époque, así como autobuses, todo lo sóli-dos que requirió el transporte de tropas yheridos.

El tráfico automovilístico de la paz exigióque por las rutas por donde se densificó se lediera fluidez y seguridad por medio de víasad hoc. Las nuevas supercarreteras renunciana su función original, bordeando los centrosde los núcleos de población. Italia se adelantaimplantando en Europa sistemas ensayados porlos americanos, inaugurando en 1925 los pri-meros 85 kilómetros de autostrade entre Milány Várese. Primicia que en 1927 reconocía«L'lllustration» a la nación rival, preconizandose aplicara el invento en Francia con el nombrede autoroute. para no quedar descolgada de lasSchnellenstrassen que estaban construyéndoselos alemanes.

Con más envidia que preocupación, la re-vista comentaba el proyecto de autoroute ger-

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mano-suiza-italiana, desde Hamburgo a ReggioCalabria, pasando por Zurich. Con Suiza depor medio, no veía en el asunto intencionalidadmilitar, pero sí una amenaza expresa en lapregunta que se hacía el semanario: «¿No po-dría hacer Francia algo parecido, para no dejarescapar a los turistas que vienen de los EstadosUnidos?»

Grecia, Italia, Argentina, España, todas lasnaciones, y cada una a su modo, modernizabansus carreteras para que rindieran pleitesía altransporte turístico ideal. La fabricación deautomóviles en cadena lanzaba al mercado tiposmás variados y baratos cuyo manejo y entrete-nimiento no precisaban servicios de un chauf-feur profesional. Su motor no se ponía en mar-cha a golpe de manivela desde el exterior:bastaba que un dedo, incluso femenino apre-tase un botón.

El automóvil se erige en un eficaz instru-mento de autodefensa individual contra lacolectivización impersonal del viaje. Al diver-sificar el repertorio de los itinerarios por víaterrestre, se amplía ad libitum la gama de luga-res a visitar, liberando al viajero del rígidoenmarque de los carriles ferroviarios o de la dis-ciplina de los viajes organizados touí compris.

A la democratización del automóvil en lospaíses turísticamente emisores se une otro hechoque algo más tarde revolucionaría la industriadel viaje. De momento, son débiles los impac-tos de la aviación comercial en el turismo,por la escasa cuantía global de los pasajerosque utilizan un sistema de transporte no muyseguro que tiene su razón de ser en la necesi-dad de acelerar el transporte postal. No obstan-te, queda claro el gran porvenir del avión, queen contraposición a la función turística delautomóvil, eliminará el tiempo y el espacio quedistancia a los puntos que comprenden los iti-nerarios de largo recorrido.

Aquella hipermovilidad, tintada y tensa depremuras, acelera la decadencia del turismode baedeker, potenciando el de paisaje, el deevasión o el de viajar por viajar. Mutaciónque en forma de atisbo registra la literaturadel tiempo, así como el boletín de «Statistica»turística del ENIT italiano, correspondiente a1928: «II turismo pare che vada perdendo ilsuo carattere di viaggio istruttivo e divertende

ad un tempo, per assumere le caratterische diun sport.»

Acción institucional

Digna de nota en la vertiente oficial delturismo la actividad desplegada por numerososEstados, con vistas a revivificarlo y fomentarloen propio provecho. La sincronía del soploburocratizador del turismo, que agita los minis-terios de medio mundo, puede interpretarsecomo reacción natural contra cuatro años deforzada inactividad viajera, precedidos por de-masiados más, de mal justificada inhibición enel tema por parte de los poderes públicos.

Como en la época precedente, sienta lapauta el veterano «Office National» francés,disuelto al comienzo de ta guerra. Nada másresurgir transformado en un departamento esta-tal de autoridad superior, y en un lapso tem-poral, notable por lo breve, y como movidospor un impulso mimético, raro el gobiernoque en sus organigramas operativos no inter-caló un organismo específicamente dedicado ala ordenación y propaganda de su turismo nacio-nal. Casi al unísono aparecen el ENIT italiano(1919), el «Verkehrsbureau» austríaco (1919), elalemán (1920), ejemplos que naciones acabadasde nacer se apresuran a imitar, adscribiendo alente oficialmente encargado del tema una agen-cia de viajes paraestatal. En secuencia veloz seinstauran el «Cedok» checoslovaco (1920). el«Orbis» polaco (1921), el «Ibusz» húngaroy el «Putnik» yugoslavo, coronados, como enel desenlace de una comedia surrealista o dada,entonces en boga, por el organismo más ines-perado y superestatal de todos ellos: el «Intou-rist» soviético (1926), parido en medio de losespasmos de una violenta fiebre revolucionaria.

Incursos en cierto grado en órbita estataloperan las Oficinas y Bureaux que desarrollanlabores de promoción turística por el exterior,como filiales de los respectivos ferrocarrilesnacionales y nacionalizados: fórmula seguidapor Suiza, Francia y Alemania y escogida poralgún otro país más. Fechas aparte, un tantotardía la fundación, en 1928, del «PatronatoNacional del Turismo» español, que, dotadode considerables medios económicos y una es-tructura orgánica altamente funcional, sustituyó

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con brío estimable a la avejentada y estáti-ca «Comisaría Regia de Turismo», creada en

Por su ámbito de actuación, adopta ciertocarácter de organización oficiosa supranacionalla «Alliance Internationale de Tourisme» (AIT).fundada en París en mayo de 1919, fijando susede en las instalaciones del «Touring Club»de Bruselas. Heredera de la AIT, fundada enagosto de 1898, en su reaparición persigue losmismos objetivos que en su etapa original; pri-mordialmente gestionar la unificación y agili-zación de las normativas y trámites vigentesen cada país con referencia al tráfico automo-vilístico. Más influyente que en el pasado, alampliar el número de Asociaciones miembros,con la «American Automobile Association». laequivalente del Canadá, y los «Touring Club»argentino, brasileño, uruguayo y chileno.

Elemento decisivo en un decenio de grantrajín institucional para internacionalizar elenfoque analítico del turismo, la publicaciónpor parte del Servicio de Estudios Económicosde la Sociedad de las Naciones, en Ginebra, delas balanzas de pagos de los países miembros,en las que se insertaron resúmenes de los ingre-sos en concepto de turismo. Servicio que vinoa ser el vivero del Subcomité de Expertosen Turismo, perfectamente configurado eltipo. Con predominio de economistas centro-europeos, acento germano-itálico, y una fe ciegaen los recuentos de un flujo y reflujo porfluido y humano, reacio a dejarse representaren expresiones macronuméricas, rebelde a sercondensado en las tasas anuales del equis comasabe Dios cuántos.

Defecto apreciado por los estadísticos profe-sionales al indicar la necesidad de elaborar concriterios críticos el instrumento de conocimientofundamental: las estadísticas del tráfico turís-tico. Cuestión de desesperante complejidad, va-lientemente abordada por el Congreso Interna-cional de Estadística, celebrado en El Cairodel 20 de diciembre al 5 de enero de 1928,acordando la necesidad de estructurar con arre-glo a módulos más estrictos y uniformes unaestadística general del movimiento turístico.Examinadas en el Congreso de Varsovia, en1929, las veinticuatro respuestas nacionales aunos cuestionarios previamente enviados, losexpertos llegaron a la conclusión de que úni-

camente los cumplimentados por Suiza, Italia.Alemania, Austria, Hungría, Estados Unidos.Canadá, Rusia, Suecia, Noruega, Checoslova-quia, Australia y Japón satisfacían los mínimosde fiabilidad especificados. Tan significativo co-mo sorprendente que aquel visto bueno recibidopor los datos remitidos por la Unión Soviéticano lo merecieran los presentados, entre otrospaíses, por Inglaterra, Francia y España (1).

En un orden de cosas menos mensurable,es obligado consignar que, como reacción apersistentes oleadas de agitación social, algu-nos de los Estados amenazados de desestabili-zación, desde Portugal al |apón, pasando porItalia, España, Hungría, Polonia, Yugoslavia,Grecia y Turquía, así como algunas nacionesamericanas de habla hispana, endurecieran suimagen política al hacerse con el poder regí-menes autoritarios, de signo antibolcheviquey nacionalista más o menos pronunciado. Entérminos generales, y hasta el decenio siguiente,el colectivo turístico no los vio con antipatíao recelo. A tenor de las estadísticas disponibles,diríase que más bien los recibieron con agradoy satisfacción, en especial en lo que respectaal fascismo italiano y al efímero régimen pri-morriverista español.

La propaganda turística actualiza su lenguajeadaptándose a la nueva sensibilidad. Reafirmasus mensajes a doble banda: en la de la palabray en la de la imagen. En las vertientes ¡cónicasy verbales, como dirían más tarde los semiólo-gos al encararse con la cuestión. Al tiempo queel instrumental léxico afila su poder de penetra-ción con las técnicas del marketing industrial,el cartel turístico, inmune aún a la ampliaciónfotográfica y a los «ismos» que distorsionan lasplásticas, se sirve de los últimos avances de lalitografía para, en volandas de un arte figura-tivo a ultranza, remontarse a cumbres de visto-sidad publicitaria jamás superadas. Categoríaestética que en un libro dedicado a un tema desu predilección {Carteles, Madrid, 1927) reco-noce Ernesto Giménez Caballero al affiche tu-rístico, por medio de una alegoría bíblicaexpresiva de la función promotora del cartel,en los viajes por parajes normalmente intransi-tados por el turista ordinario:

(1) Vide: Ogilvie, F. W., The Tourist Movement(Londres, 1933).

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«El sortilegio de unas llamaradas cromáticas, sa-biamente repartidas, y he aquí de nuevo al puebloconducido por el desierto como por la voz deMoisés.»

Observación aplicable al afianzamiento delos viajes turísticos a Oriente, dentro de unadinámica acusadamante expansiva. Y no enexclusiva por la publicidad que de antiguo losvino recomendando. Antes bien, por las nuevasvacunas anti casi todo, recién perfeccionadasen los laboratorios de los países en guerra.Inoculado con aquellos potentes quitamiedos,que eliminan gran parte de los pánicos y disua-siones que frenaron la dilatación del turismopor aquella dirección, el turista se lanza confor-

tado y animoso al disfrute de la excursión reinaen un abanico de opciones turísticas geográfi-camente enriquecido.

Una vez trazados los rasgos que turísticamenteconfiguran a la década, se complementarán conuna revisión tópica y general de lo sucedido enunos puntos clave en los que el turismo inicióuna fase más de su histórico devenir, adecuada-mente denominada de entreguerras. No sinantes superar, en su base cronológica de par-tida, el factor retardatario de una mortíferay casi universal epidemia de «grippe», respon-sable, según parece, de haber causado en elaño 1918 más bajas vistas, más muertos, quela propia gran guerra en cuatro.

FRANCIA, LA VISITADA

Durante les années folies, como los francesesllamaron al decenio siguiente al conflicto, elpaís encontró cierta compensación a sus esca-lofriantes pérdidas en población, en la recupe-ración de Alsacia y Lorena, y al verse invadidopor oleadas de un turismo no de la clase quizámás deseable, pero abundante y con unas ganaslocas de gastar. Las zonas de su suelo tomadas,perdidas y retomadas al asalto en mortíferasofensivas, en un reducido espacio del Nordestedel país, llegada la paz o armisticio tuvieronal menos la contraprestación de recibir sustan-ciosos dividendos turísticos.

Tanto montó que los visitantes procedierande país vencedor o neutral. Para ellos era apa-sionante, dentro de lo mórbido, rememorarvisualmente sobre el terreno el recuerdo de lasgrandes sangrías bélicas recorriendo los bucóli-cos escenarios en que fueron perpetradas. Mien-tras que por las alturas que rodean a Verdúnse realizaban importantes trabajos para conser-var en forma los campos atrincherados que pre-senciaron la mayor carnicería humana que vie-ron los siglos, a la catedral de Reims, enproceso de reconstrucción, acudieron visitantesen muy superiores cuantías a las que llegaron

cuando podía admirarse el monumento sin des-perfecto alguno.

La proximidad a la frontera francesa permi-tió a los belgas cosechar pingües beneficios alcontar con la ciudad mejor preparada parapresentar al curioso los desastres de la guerracomo en un diorama. Un párrafo al efecto deStefan Zweig, acerca de su visita a la ciudaden ruinas urbanizadas, capta admirablementelas condiciones en que la visitó la masa anó-nima:

«Hoy en día el nombre de "Ypres, ville mar-tyre" flamea en todos los carteles y letreros desdeLille a Ostende, desde Ostende a Amberes, y másallá, incluso, por extensas zonas de Holanda: hayexceso de oferta de viajes colectivos, excursionesen autocares de turismo y en coches particulares.Diez mil personas, tal vez más, acuden cada día,y por unas horas a Ypres, que ha llegado a serel great show de Bélgica, lugar de peregrinaciónpara todo turista y peligroso rival de Waterloo.Vamos, pues, a Ypres en autocar colectivo, conguías que a lo largo de un itinerario fijo recitanmaquinalmente el mismo disco, a base de cemen-terios, ruinas y doscientos mil muertos» (1).

(1) Zweig, Stefan, El mundo insomne.

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No fue recorriendo campos de muertos ymustios collados acotados por alambradas oxi-dadas por donde se realizó a sí mismo el turis-mo de la inmediata posguerra, sino conver-giendo sobre una descollante ciudad, sin dudaalguna la reina o vedette de los insensatos añosveinte».

Toujours, París

No es poco que, vuelta a la normalidad, lacapital de Francia recibiera desde el primermomento más afluencia turística que ningunaotra ciudad del planeta. Haciéndose al prin-cipio un tipo inédito de turista que la guerraalumbró: los excombatientes, ingleses y ameri-canos en particular. Esta vez sin uniformey disfrutando a fondo la oportunidad de mos-trar a sus allegados la bonita ciudad, en la quea fin de cuentas no lo pasaron del todo mal.Clientela atendida por las nuevas guías al cata-logar como anexo a la sección de museos ymonumentos la exacta ubicación de los embu-dos excavados por los obuses lanzados por loszeppelines y las cavidades dejadas por losedificios desventrados por los proyectiles dis-parados por la artillería germana de largoalcance.

Visita de rigor, hasta 1925 y en la explanadade los Inválidos, el vagón-restaurante de la«Wagons-Lits» en el que en 1918 el mariscalFoch firmó el armisticio con los alemanes, y latumba del Soldado Desconocido, instalada en1921 al aire libre y en un emplazamiento nadafuneral, la base del Arco del Triunfo. Ardiendonoche y día sobre su losa de granito, hasta hoy,una llamarada de gas.

Por aquello del vivo al bollo, pasó pronto laexplotación del perfil bélico de París. Al me-nos como elemento esencial del sight-seeing.Para satisfacer los flecos de una demanda queno cejó estuvieron los tours en autocar a loscampos de batalla, que en ningún momentodejaron de funcionar. El colectivo que afluíaa la capital llegaba con inmensas ansias dedivertirse, en pos del París alegre y proustianode la anteguerra, demanda que exigía euforia,esparcimiento, elegancia y placer: los encontra-ría sin. brizna de esfuerzo gracias a un montajecon varias décadas de práctica y de savoir faire.

La capital había de hacer honor a su logo-tipo de «Ciudad Luz», ahora proclamado publi-citariamente por las noches por los millaresde bombillas de colores prendidas en las cade-ras de hierro de la torre Eiffel, anunciando,primero, los automóviles «Citroen», y luego,cualquier bien de consumo, siempre y cuandoentendieran los fabricantes de la mercancía lestrajera cuenta derrochar una fortuna en aquelcostoso tipo de publicidad.

El indiscreto encanto del Paríspomo y libertino

Nada como tener presente las servidumbresque impone el turismo al por mayor para des-cubrirle atenuantes a la «pose» priápica, des-melenada, canallesca, etílica y libidinosa adop-tada por el «gay Paree» de los insensatos añosveinte. Demasiado intransigentes quienes nadamás olfatearlo condenaron y repelieron lo quedaba de sí aquel desabrochado París. Sin teneren cuenta la necesidad de que el disposi-tivo turístico «de la Meca del pecado», teníaque mantener el tipo de cara a los habituadosa los strip tease de Chicago y Nueva York,y una reputación casquivana que le venía deantaño.

Hubo un destape generalizado por los esce-narios, bien que a la francesa y copiado porlos music halls de medio mundo, desde Berlíny Viena a San Francisco y Barcelona. Sentópautas y cánones en 1919 el «Café de París»,en la rué Clichy, al presentar el cuerpo debailarinas, y más expresamente sus cuerpos,vestidos tan sólo de collares, empinadísimotacón que realzaba los glúteos, abanicos de plu-mas y malcubierto el distrito al sur del om-bligo, donde cambian de nombre los vien-tres por otros menos castos, por trianguli-tos de terciopelo y lentejuelas con el vérticeinvertido. Un exitazo. Tanto así, que, proce-sado el patrón del establecimiento, por atentarcontra la moral y las buenas costumbres, huboal instante de extenderse la inculpación a varioscabarets más, al solidarizarse todos ellos, demodo ostensible, con el excelente negocio del«Café de París».

Volvieron a imprimirse guías que hubieranescandalizado a los hermanos Baedeker y a los

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«Sons» de Thomas Cook. La «Guide des Plai-sirs á Paris» enfatizaba los espectáculos noc-turnos y añadía un léxico de argot barriobajero.Los americanos llegaron provistos de otra delmismo género, estupendamente escrita, con cua-tro ediciones anuales, advirtiendo en todas la«introducción»:

«No hay una palabra sobre el Louvre. la torreEiffel o la tumba de Napoleón. Ni una sílabaacerca de iglesias, galerías de pintura, museos,etcétera» (1).

Promesa no del todo cumplida. Al finalde 281 páginas de detalladísima informaciónsobre cabarets, music-halls, bares de alterne,etcétera, y bajo el epígrafe «He aquí tu aceitede ricino», relacionaba sucintamente el clásicorepertorio turístico de la ciudad, «para usode los que, al quedarse sin dinero, merecen elcastigo de pasar una semana extra en París,una vez conocido lo verdaderamente impor-tante».

Sumamente explícita la guía sobre lo trulyimportant. Recomendaba la «Revue Négre»,montada en 1925 por dos empresarias inglesas,con Josephine Baker de vedette, una negritade diecinueve años importada del Bronx, sinolvidar las actuaciones de Mistinguette y Mau-rice Chevalier, cada cual en su respectivo feudo.La guía sugería rematar la noche en bares muyde moda, como «Le Fetiche», donde las cama-reras, vistiendo smoking y muy ajustado panta-lón, sacaban a bailar a las señoras, pudiendoinvertirse el proceso acudiendo a «Le GrandEcarte», tomado del título de una obra deCocteau, o puede que al revés. Servido en todocaso por los más bonitos y maquillados cama-reros de la capital, que por nada del mundosacarían a una turista a bailar. Por preferir,entre comanda y comanda, bailar unos con otrosmuy juntitos. Cualquier cosa para épater lebourgeois y no remitiera la alegría y muchomenos las consumiciones.

Embriagados por el ambiente, no tenían elmenor escrúpulo los matrimonios de la burgue-sía progresista en patrocinar prostíbulos del his-torial de «L'Esfinge» y «Le Chabanais», dedi-cados ahora casi en exclusiva a la explotacióndel voyeurisme forastero, con sus famosos ta-bleaux vivants. Lo único en discrepancia con

(1) Reynolds, Bruce, París wilh the lid lifted.

la permisividad desenfrenada de los cabarets,el inflexible rigor con que regía la norma de«le champagne obligatoire».

Al encargarse las agencias de viajes de co-mercializarlo en favor del turismo de grupo,el «Paris la nuit» deja de ser coto cerradoreservado al disfrute del visitante bon vivanty libertino. Se impone la égalité. O sea, quelos mismos autocares que durante el día trans-portaban turistas a la tumba de Napoleón, aNotre Dame y a que fotografiaran el panoramade la capital desde el Sacre Coeur de Mont-martre, por las noches tomaban posición detrásde la Opera, a las puertas de la «Cook's» y dela «American Express», para enseñarles «TheParis no tourist has ever seen», según rezabanlos carteles en los vestíbulos de los hoteles. Sinque tuviera gran cosa que ver el París novisto por el turista. Consistía sustancialmenteen entrar y salir de dos o tres bistrots mal ilu-minados, en los que nada más descargar losvehículos su cargamento de intrépidas maes-tras de escuela, y arrojados valetudiarios, pres-tos a dejarse unas cuantas canas en el airenocturno de la ciudad del pecado, unos cuan-tos ciudadanos y ciudadanas, vestidos de apa-ches y apachas, se ponían a bailar al son deun acordeón. La salida del último estableci-miento de la serie se aceleraba con un simu-lacro de reyerta a navajazos y banquetazos,incluida la intervención de unos empleadosdisfrazados de flics, que irrumpían blandiendoporras y resoplando en sus silbatos. La nochede farra tarifada y prét-á-porter concluía en uncabaret convencional, de no ser que se tomara elcircuito denominado «La Tournée des GrandsDucs». Redondeándola en este caso con unacena de madrugada, a base de ostras y sopade cebolla, en algún figón de Les Halles, biena la vista del proletariado que se desriñonabadescargando vituallas.

Eran del dominio público los porqués dela ida a París. En motonaves o en tren, y algu-nos pocos ingleses y alemanes en avión, a Parísse acudía con expectaciones similares a las quellevaron hasta Corinto a los turistas romanosdel tiempo de Nerón, o a la Venecia de lascortegiane a los jóvenes gentleman del «GrandTour». Lo que nada más darle un vistazo futu-rista y madrileño al París «del sexo y delsenso», hizo escribir a nuestro Ernesto Gimé-

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nez Caballero, en su «Circuito Imperial»(1929), como un Savonarola revivido:

«Cualquier otro París ya no tiene interés. Si lotuvo, lo ha perdido. París es hoy solamente unaferia de carnes pintadas y de carnes desnudas. Poreso acuden a él todos los burgueses con dineroy todos los pintores sin él. Que son otros bur-gueses.»

Americanos en París

La afluencia norteamericana revistió pro-porciones colosales. Y desde el primer momen-to. El aislacionismo de la postguerra, que man-tuvo al país distante de la Sociedad de lasNaciones, se mostró impotente para contra-rrestar el magnetismo irradiado por París. Des-cubierto por centenares de millares de compo-nentes del cuerpo expedicionario, contaban yno acababan de lo visto y vivido a orillas delSena, desde donde Gertrude Stein proclamó:«América mi patria, París mi hogar», pocomás o menos, lo que Josephine Baker cantabaen una popularísima canción: ¡'ai deux amours.mon pays et París.

La riada ultramarina arreció conforme sedebilitaba el franco respecto al dólar y sehacían sentir los efectos de «la ley seca». Unpar de motivaciones, psicológicas las dos, quehicieron salir de su granja a un personaje enuna novela de Sinclair Lewis, que regresó com-placido: «El vino es barato, las chicas bonitas,fenomenal el crepé Suzette y bellísima la placede la Concorde.» Ciertamente, no fueron mo-numentos ni recuerdos del pasado lo que desen-cadenó la marcha sobre París del grueso delturismo americano. Mucho más, bares y restau-rantes, como el de Mme. Lecompte, en la islaSan Luis, al que hizo llegar Hemingway a unospersonajes de su «The Sun also raises» (1926):

«Estaba repleto de americanos y tuvimos queesperar de pie a que se librara una mesa. Alguienhabía incluido el establecimiento en la lista del"American Women's Club" como típico y aún sindescubrir por americanos, así que tuvimos queaguardar cuarenta y cinco minutos a que nos die-ran una mesa.»

Situaciones que empezaron a ser vistas conmalos ojos por el sector de la población deParís con menos tiempo y dinero para diver-tirse, sobre todo cuando a últimos de 1925,

al no abonar Alemania las astronómicas canti-dades obligadas a pagar a los franceses enconcepto de reparaciones de guerra, empezóel franco a tambalearse, y los precios a subir,aproximadamente, en la misma cuantía en queel precio de las cosas en Francia bajaba paralos visitantes extranjeros.

Las frustraciones del parisiense de a pie pro-piciaron la elección de un chivo expiatorioque las catalizara en una dirección determinada.Coincidente la pérdida del valor del franco conel final del proceso criminal seguido en NuevaYork contra los anarquistas Sacco y Venzetti.cierto segmento de la prensa arreció sus ata-ques contra los Estados Unidos, fustigando alos ciudadanos de aquel país que tenía mása mano, censurando la indiferencia del turistayanqui respecto a los problemas que atosigabana la economía nacional, que, pese al mal estadode las finanzas del Estado, atravesaba una rachade prosperidad. A la clase política le vino deperlas que los periódicos desviaran el blancode la irascibilidad popular recalentando loscascos del personal con historietas de turistasamericanos que transgredían la ilustre costum-bre de pegar en sus maletas etiquetas de hote-les, decorándolas con billetes de banco fran-ceses, alemanes e italianos. Sin ser la especiedel todo fabulosa, no pudo decirse se generali-zara más allá de algún que otro caso aislado.Pero al prohijarla la vox populi como de recibo,los bonachones niños grandes del tópico pasa-ron de la noche a la mañana, como aquel quedice, a desempeñar el papel del «ugly Ame-rican».

El francés moyen rehusaba presenciar lasexpansiones de sus ex aliados con un mínimode tolerancia, dejando de encontrarle graciaalguna que algunos visitantes de ultramar sepasaran de la raya al resarcirse por cabaretsy bistrots, y con estrépito excesivo, de los rigo-res antialcohólicos que la «ley seca» les impo-nía at home. Y lejos de corresponder con unmerci bien, el parisiense consideró afrenta into-lerable su obediencia al precepto estampadopor una popularísima guía americana de París,ya mencionada, en la que bajo el epígrafe «TIPGENEROUSLY», exhortaba al usuario a dis-tribuir propinas a diestro y siniestro, muy porencima del 10 por 100 de ritual, «dado queun franco equivale a dos centavos de dólar».

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Esta actitud llevaba a reacciones inconse-cuentes, como las que en uno de sus despachosal «New York Times», resaltaba el humoristaWilly Rogers con su genialidad habitual:

«La gente con la que los americanos entran encontacto más directo —cablegrafiaba desde Pa-rís—, es decir, hoteleros, camareros, guías y taxis-tas, sufren el dilema de odiar intensamente a lagente de la que depende su existencia. Ayer sil-baron y apedrearon a un grupo de turistas ameri-canos... pero no antes de que terminaran de hacersu shopping.»

Al alcanzar en la primavera de 1926 la inva-sión turística de París cotas imprevistas, inver-sas a las simas en que iba hundiéndose elfranco, afloró por las calles de la capital unaerupción de chauvinisme con el vigor de lasflores de los almendros de los jardines deLuxemburgo. En rigurosa sincronía con que laprensa de los puntos de origen de los visitantes,y no por capricho, empezó a publicar sueltosy artículos reprobando la xenófoba rudeza delos habitantes de una ciudad que tanto se pre-ciaba de su cosmopolitanismo y buenas mane-ras con los forasteros. Censuras totalmente in-justificadas para el editorialista de «L'lllustra-tion», que se sintió obligado de rechazarlas conargumentos no los más indicados para aplacarla ira de sus lectores. Para negar fundamentoa las acusaciones de sus colegas, sacaba a cola-ción escenas que por lo visto se veían por laciudad:

«Es fácil constatar que en París extendemos alos extranjeros indulgencias que rehusamos a nues-tros compatriotas. Nuestros establecimientos de lu-jo, nuestros mejores restaurantes y teatros, mani-fiestan tolerancias y mansedumbres infinitas haciaciertos patanes endomingados. A mineros ingleses,a campesinos westfalianos y al más ínfimo tenderosueco se les perdona, sin la menor vacilación,extravagancias que no se las tolerarían a un hon-rado indígena de la Saboya o del Plateau Central.»

¡Helas! No era el París de los años veinteaquel fetiche de lujo que hizo furor durantelas décadas de la belle époque. Clamaban alcielo los modales de los turistas de medio pelodesperdigados por restaurantes y cabarets decategoría superior. Sin atreverse a mencionar-los de modo expreso, su defensa trasluce unataque frontal contra los visitantes americanos,al redondear su perorata con un párrafo inci-sivo:

«En estos tiempos, los caprichos del cambio demoneda han enriquecido bruscamente a gentes que

no han tenido tiempo de elevar su educación a lavertiginosa altura de sus carteras, con lo que esta-mos inundados de nuevos ricos de todos los países,que parecen sufrir el gran error de creer que loslujos se compran.»

Nada más falso para el editorialista del gransemanario, aterrado al presenciar la rupturadel frágil equilibrio de imponderables que ve-nían los extranjeros de buen gusto y paladara saborear en París.

«Yankees, go home»

A mediados de junio, y en pleno desarrollouna óptima temporada, se intuía que el francono tenía salvación. Cayó a razón de 240 porlibra esterlina, cuando hacía dos años tan sólola unidad inglesa se cotizaba a 70, al tiempoque los cinco francos que se obtenían pordólar al final de la guerra, ascendieron a 48en favor del visitante americano.

Inútil que al relente de una ráfaga de patrio-tismo se montara una anémica campaña de«Relévement du Franc», a la que con máximapublicidad periodística posible aportaron suóbolo bastantes ingleses residentes en la CostaAzul, para atenuar por allí un brote súbito deimpopularidad. Se iba fraguando la tormentaque en la mañana del 24 de julio de 1926descargó su furia por las calles de París, alrecorrerlas en multitudinaria manifestación unamuchedumbre a los gritos de Sauvez le Franc,A bas les americains, equivalente al luego másextendido y preciso de Yankees, go home.

Apacentados por algunos especialistas en des-virtuar en propio beneficio aquella clase deríos revueltos, unos cuantos centenares de ma-nifestantes se hallaron concentrados en la plazade la Opera, frente a las oficinas de la «Ame-rican Express», en el momento justo en quese disponían a zarpar media docena de auto-buses para los sight seeing cotidianos. Cargadosde turistas, por su edad y circunspecta condi-ción, los menos acreedores en justicia para ser-vir de blanco a la irascibilidad popular. Unosturistas que al vislumbrar arrollada la cortinaprotectora de los gendarmes, por la embestidade la turbamulta, echaron pie a tierra de losautocares y, presa de pánico, se pusieron abuen recaudo en un sprint más deportivo queturístico.

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Motivo para que la prensa americana pusie-ra el grito en el cielo en momento de lo másinoportuno para suavizar las tensas relacionesentre ambos países a causa de tiras y aflojasen el tema del pago de las deudas de guerra.Tanto así, que para calmar los ánimos, y ainstancias del Departamento de Estado, el nor-malmente impávido y hermético presidenteCoolidge hubo de romper un mutismo perfec-cionado con el uso, para hacer pública unalarga declaración, instando a sus compatriotasa mostrarse más comedidos en la forma decostearse sus vacaciones. Sugirió, no sin faltade lógica, un fácil remedio para el disgusto delos americanos en Europa: les recordó que que-daban al cabo de la calle haciendo las maletasy volviéndose a casa.

Esto por parte agraviada. Por parte francesa,y en previsión de la reacción de sus más ren-tables visitantes, hubo de recurrirse a lo dea grandes males grandes remedios. Vista lagravedad de la situación, entró temporalmenteen razón la clase política. Envainadas en tre-gua transicional las facas de la retórica parla-mentaria, en la noche de aquel julio, y presi-dido por el anciano Raymond Poincaré, seimprovisó un gobierno de coalición del quesólo quedó excluido el partido socialista. Ungobierno oficialmente llamado de Salud Pú-blica y vulgarmente «de los seis presidentes»,por integrarlo media docena de ex jefes degabinete, fijándose como objetivo principal elde «Salvad el franco», clamado por la mani-festación que les llevó al poder.

Se consideró modélico el proyecto de sanea-miento financiero y monetario presentado alParlamento por Poincaré. En realidad nadatuvo su fórmula de mágica ni extraordinaria.Consistía en reducir el despilfarro del gastopúblico, aumentar la presión fiscal y encarecerlos créditos, con vistas a aminorar el déficiten la balanza de pagos, que con tanta divisacambiada por los turistas en el mercado negroexterior e interior estaba acabando con el fran-co. La verdadera novedad se registró al apro-barse el proyecto sin discusión alguna y dejarel consenso entre los partidos libres las manosal ejecutivo para implementarlo con absolutorigor.

Nada extraño que con arreglo a tales premi-sas, hacia fines de año el gabinete Poincaré se un-

giera de gloria al lograr cotizar el franco a 124por libra esterlina. Todo listo para que en latemporada siguiente Francia les saliera algo me-nos barata al turista y mucho menos antipáticosen Francia los turistas americanos. Y así, hasta1928, cuando, roto el consenso, volvieron lospolíticos a las andadas, camuflándose las nue-vas tribulaciones del franco en las consecuen-cias del crack americano de 1929.

Veraneos playeros

La pleamar vacacional que acostumbrabasedimentarse estivalmente a lo largo de cente-nares de kilómetros de playas atlánticas france-sas, en los años de trasguerra experimentó unaespecie de reordenación sociométrica, motivadaa la par por el signo igualitario de los nuevostiempos así como por la política de billetesde precios reducidos de las compañías ferro-viarias. Factores que tuvieron como resultanteun incremento de la tendencia a frecuentar,en la medida de los posibles de cada cual,playas hasta entonces reservadas al disfrute ysolaz de clases socialmente encumbradas.

La dificultad que al análisis del fenómenoopone la multiplicidad de puntos en que tuvolugar puede obviarse circunscribiendo la reseñaa unos cuantos centros representativos, comolos binomios Dinard-Saint Malo, en Bretaña, ycon relieve mayor en el de Deauville-Trouville.en la costa normanda: topográficamente, po-blaciones vecinas y gemelas ambas, bien queseparadas, como los vagones de un tren, enclases de primera y segunda por la desembo-cadura de un río.

El bañista de los años veinte, además debañarse con deportiva fruición, exigía estimu-lantes más dinámicos que el de la belle épo-que. Para retenerlo se hizo preciso procurarleentretenimientos a granel. Causa de la tónicadel brioso despertar del centro playístico deDeauville, regido en las postrimerías de su vidapor su indispuntado revitalizador, el celebradoEugéne Cornuché, soberano fáctico de la dis-tinguida playa normanda. Como si la gran gue-rra hubiera sido algo así como una humoradade periodista, monsieur Cornuché restablecióla animación social de la «Plage Fleurie» muyal estilo de los viejos tiempos, a base de un

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costosísimo programa de festejos. Con su ápideen una «Grande Semaine» integrada por cam-peonatos de golf, tenis, polo y carreras de caba-llos, sin posibilidad de impedir que la mesocrá-tica colonia veraniega de Trouville los gozarade visu, con tan sólo cruzar el río.

Consciente monsieur André de lo desacon-sejable de aislarse de la nueva ola, ladeó elpunto de mira de la promoción, fijando suobjetivo en atraer a Deauville la fauna quetan excitantes hacían a las noches de París.La captó con un cebo irresistible al poneral frente del mundialmente célebre restauranteCiro's a Albert Blazer, hijo de un profesionalsuizo de la buena mesa, seguido como el flau-tista de Hamelín por su cortejo de cocones depostín y de snobs que consideraban pruebainequívoca de haber llegado socialmente alsummum al dignarse el insigne «Albert» lla-

' marles por sus nombres de pila.

Al hermosísimo Casino que señoreaba laplaya más chic de Francia apenas cubría gastosjugándose como máximo, y al igual que todoslos franceses, al chemin-de-fer, o sea, al baccarasin croupier profesional, y con mínima ganan-cia, por tanto, para la empresa. Para ello sepotenció a su privé con el consortium griegode jugadores profesionales, manejados por ellegendario Mr. Zog, el aliciente preciso paraque prestigiaran al Casino el Aga Khan, elpríncipe Selim de Egipto, el pintor japonésFujita y Alfonso XIII. en coyunturas relacio-nadas con los matchs de polo, y se extrajeransustanciosos beneficios económicos de una des-mesurada afluencia de americanos e ingleses.

- •" Ocasión acaso oportuna para señalar el apa-

rente contrasentido que cimentó el esplendorde Deauville y su cortejo de playas normandas,al beneficiarse de que también padecieran suproblema capital las playas inglesas de enfrente.Cuestión que desde el lado inglés precisa unhistoriador de las vacaciones de sus compatrio-tas, con apoyo en un dato revelador: «En mar-zo de 1925, según cálculos del Ministerio deTrabajo, un millón y medio de trabajadoresmanuales disfrutaban de vacaciones pagadas,obtenidas a través de convenios colectivos» (1).Con oportunidades de pasarlas a poco costo •>

(1) R. Pimlott, |. A., «The Englishman's Holiday».A Social History (Londres. 1947).

a orillas del mar, afiliándose a la Agencia deViajes Worker's Travel Association (WTA),fundada en 1921 en régimen colectivo.

El empeño de numerosos ingleses en ponerel Canal de por medio, con tal de distanciarsede las increíbles aglomeraciones de Blackpool,Brighton y de otras playas, originó una resacabritánica que repercutió fuertemente en la costafrontera, desde Deauville a Le Touquet, muni-cipio surgido de la nada al socaire de docekilómetros de espléndida playa, que en 1912entendió traerle cuenta cambiar su denomina-ción oficial y tradicional por el Paris-Plage, ypor lo visto acertó.

Con todo, sin poder extraerle a Deauville elcoeficiente de rendimiento que llevaba dentroa causa de uno de esos incomprensibles repen-tes de los que depende la jerarquía de loscentros turísticos á la mode. Su temporada seacortaba ominosamente sin saberse de fijo porqué. Además de empezar cada vez más tarde,'concluía contra programa el 26 de agosto, nadamás ventilarse en el hipódromo el Grand Prix.Señal para la desbandada de los elegantes, nopocos para volver a reunirse en Biarritz, conmás sol y menos lluvias que Deauville, lavedette del veraneo francés de los años veinte.

Biarritz

Amén de la climatología, otras diferenciasdistinguían a la playa vasco-navarra de la nor-manda. En lugar de controlar su entramadoturístico un grupo de empresarios, el de Biarritzdependía de la municipalidad, como el Sindi-cato de Iniciativas, tan municipalizado comoel de San Sebastián, al que sirvió de modelo.

Volcado su alcalde, Joseph Petit (1919-1929),en la promoción turística de la localidad, conlos abundantes fondos que le procuró la taxede séjour instaló el Centro de turismo en elpalacio (avalquinto, construido en el corazónde la villa por el duque de Osuna, y emprendióuna campaña publicitaria puesto el rabillo delojo en la clientela donostiarra.

Para aplicar la fórmula festera de Deauville,Biarritz tuvo su animateur en la persona delmarqués Pierre d'Arcangues, quien en 1922,y en el hotel du Palais, montó un baile «Second

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Empire», animado por un tableau vivanl. muyacorde con el lugar, centrado por la marquesade Nájera, muy en plan de emperatriz Eugenia,rodeada de otras escotadísimas beldades: mis-mito como en el cuadro de Winterhalter. Pre-sidieron la fiesta los reyes de España, con laasistencia del sha de Persia, el maharajah deKapurtala y la crema de la crema de la aristo-cracia española. Para menos elitistas promocio-nes se recurrió al prácticamente descubiertofolklore vasco-francés, con mano de obra abun-dante y baratísima merced a la predisposicióndel francés a desfilar marcando el paso tras unabandera a los acordes de trompeta, txistu otambor.

Decisiva la temporada de 1926 al recibirvaliosa sanción internacional con la presenciadel príncipe de Gales, de visita unas cuantasveces a su tía Victoria Eugenia en San Sebas-tián, y electrificarse el tramo ferroviario Bur-deos-Hendaya, que acortó la distancia desdeParís, y aún más para los valientes que a partirde 1928 utilizaron la línea aérea con la capi-tal de Francia.

El veraneo funcionó en Biarritz regido porun protocolo estricto y particular. Entre elbaño matinal, no de rigor, y el almuerzo, l'apé-ritif, preferentemente en la terraza del bar Bas-que, un hermosísimo café-restaurante, dominan-do la playa y el du Palais, llena de jovencitas,de damas en pijama o en traje de baño. Con-currencia y establecimiento sujeto en 1925 deuna lírica evocación por parte de don loséOrtega y Gasset, en las páginas de su «Espec-tador», sazonada con un apunte referido alelemento femenino:

«Entre las consumidoras predominan las norte-americanas. El viejo continente se ha llenado denorteamericanas que llegan de ultramar decididasa confundirlo todo. Nadan, reman, beben, flirtean,juegan al golf, bailan sin cesar.»

Por la tarde, después de la siesta y del tédansant. la cena, bien en el hotel o en algunode los restaurantes en boga. Dos o tres horasjugando a la boule, en el nuevo Casino Muni-cipal, refuerzo del, por tradicional, más ele-gante Bellevue, para terminar la madrugadaen L'Auberge, el más lujoso cabaret.

El prestigio de playas como la de Biarritzdescansaba en una ecuación comparable a unarepresentación de ópera o de ballet. En primerplano, en una especie de escenario inundadopor los focos de la publicidad, una minoríaactuante: los selectos, los renombrados, numé-ricamente inferiores, por tanto, y por fuerzaa los ocupantes de las localidades inmersasen la opacidad del anonimato. Dualidad funda-mento de una posible teoría socio-dinámica delplayismo de moda, esbozada en 1927, en Bia-rritz, por Wenceslao Fernández Flórez:

«Fuera de la espesa vulgaridad de la muchedum-bre, que únicamente se preocupa de tomar susbaños, bailar, escudriñar con avidez todos losalmacenes en busca de una ganga, estudiar dia-riamente el cambio y escribir postales a todos losconocidos de su provincia, hay tipos de colección,caracteres formidables, almas extrañas. En un me-dio más burgués, de mayor restricciones éticas(por ejemplo, San Sebastián), no podrían subsistirestos curiosos ejemplares humanos, que necesitanuna atmósfera especial para la combustión de susvidas» (1).

(I) Fernández Flórez, Wenceslao, l.a conquista delhorizonte. <<

CAMBIO DE RÉGIMEN EN LA COSTA AZUL

Sirva la Riviera francesa de tubo de ensayo,o banco de pruebas, para, en función de com-pendio, reconstruir en aquella privilegiada fran-ja costera el proceso de mutación de signoturístico sufrido por las playas, o estaciones

balnearias invernales. Lo interesante es quepor causas más sociológicas que higrométricas.De resultas de un relevo de clientela llegadacon nuevas ideas respecto a la manera de acre-centar el disfrute del ocio a orillas del mar.

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TURISMO DE ENTRECUERRAS (1919-1939)

Para reseñar con el debido pormenor laetapa de transición que abocaría a un truequede señas de identidad, no por gradual menosradical, un punto de partida tan válido comootro cualquiera, consignar cualquier referenciatópica alusiva a la desaparición de la clasesocial que con incomparable vistosidad vinodándole el tono al invierno de la Riviera. Esta,por ejemplo:

«Después de la primera guerra mundial, elentorno social del sur de Francia se alteró porcompleto. Se acabaron los grandes duques, losbarones bálticos, los principillos germánicos y losarchiduques austríacos. La revolución rusa y lainflación del marco les pusieron fuera de la circu-lación» (I).

Hecho sólo en parte responsable de un pro-ceso de bastante complejidad. De ahí que nosobre configurar sus límites, indicando, conayuda de un fácil calembour, que terminada laguerra, la Costa Azul siguió por bastante tiem-po empeñada en recibir a sus visitantes consólo dos estaciones: la del ferrocarril PLMy la invernal.

Al estrenar los años de posguerra, la Costase sintió a punto de materializar la gran ilusiónde todo centro turístico: vivir en permanentetemporada. Apoyada en su invierno, como lasaison más segura y rentable, empezó a compu-tar en baja temporada algunas llegadas deveraneantes. Norteamericanos en particular, acuyo servicio la «American Express» abrió en1920 una sucursal en Niza, seguida al pocode otras en Cannes y Montecarlo. Al percibirlos precios que por Antibes y Villefranche abo-naban los yanquis por el alquiler de villasy palacios —una fortuna le procuró anualmenteal mítico gran duque Miguel en Cannes, elalquiler de su villa «Kasbek»—, la Costa se pre-paró a vivir jornadas memorables: Niza enparticular.

En 1921, por donación del quinto príncipede Essling, la ciudad se enriqueció con la mag-nífica «Villa Massena», un interesante museocon unos espléndidos jardines a disposición delpúblico, junto al «Negresco», eliminadas yadel hotel más característico de Niza las huellasde los años en que funcionó como hospital desangre.

(1) Graves, Charles. Royal Riviera (Londres. 1957).

En aquella dilatación de temporada no dejóde influir la permanencia forzosa, por Nizay alrededores, de alguna que otra gran familiaducal, rusa de verdad, capeando el temporalcon la venta de villas y de otras pertenencias,así como algunos grupúsculos eslavos, peorpertrechados para aguantar la dureza de lostiempos en calidad de refugiados. Motivo paraque, como nota pintoresca de la zona, algunoscronistas señalaran la desusada cantidad detaxistas, maitres y gerentes de salas de fiestas,polacos, checoslovacos y yugoslavos, dándo-selas de aristócratas rusos arruinados por larevolución.

En lo que a color respecta, sustitutos encierto modo del cese de la puntual arribadade auténticos aristócratas austríacos y rusos enel expreso Petrogrado-Cannes, de grata recor-dación. Incomparecencia que empezó a olvi-darse al poco de que en diciembre de 1922pusiera en servicio la «Wagons Lits» el expresonocturno Calais-San Remo, el más primorosoy fastuoso tren que desde la invención delferrocarril rodó por raíles europeos. Con im-portantes inversiones en la Costa que proteger,la «Compagnie» echó el resto en el diseñoy construcción de los vagones azul oscuro del«Train Bleu» o «Blue Train», con camarotesy salones decorados por Rene Prou, decoradordel comedor del hotel Waldorf-Astoria y de laSala del Consejo del Palacio de la Sociedadde las Naciones, y del vagón-bar, al decir delos entendidos, más elegante que el del hotelRitz de París. Lo bastante imaginativo y chicpara que en Montecarlo montara el gran Dia-ghilev uno de sus ballets, con el nombre y argu-mento de aquella maravilla de «tren azul» (elcolor de la Costa), que partía de París a lasocho de la noche, una hora o dos antes de lacena, para llegar a Niza a las diez y mediade la mañana, casi sin detenerse hasta SaintRaphaél.

En paralelo con la clase de turistas impres-cindible a la Costa Azul para preservar suestilo y distinción, otros intereses actuaban pa-ra los que extender la temporada constituíaobjetivo esencial. Para la compañía del trenParís-Lyon-Mediterráneo, que no encontró arbi-trio mejor para aminorar déficits de explota-ción que incrementando las reducciones en losbilletes de ida y vuelta a la Riviera, del 1 de

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junio al 30 de septiembre; rebajando en un30 por 100 los de primera clase, en un 20 por100 los de segunda, sin entrar los de terceraen el trato. Objetivo al que también apuntaronlas excursiones en automóvil desde Niza a losVosgos, Grenoble y lago de Annecy, organi-zadas durante los veranos por la PLM.

En años en que iniciaron su decadencia lossuperhoteles no próximos al mar, por lo rui-noso de funcionar a base de dos o tres mesesde invierno. Primero en doblar la rodilla, en1926, el gigantesco Grand Palais, al trans-formar sus suites en apartamentos con cocina.Dura prueba para sus suntuosos ascensores,habituados a transportar a damas que en suvida se habían acercado a un fogón, verseobligados a servir a amas de casa en vacación,cargadas con la cesta de la compra.

Con todo, pudo rutilar el invierno en la Cos-ta Azul, con la intensidad garantizada por Gó-mez Carrillo, en sus crónicas postreras, redac-tadas con éxito y lirismos belle époque, en suvillita roja de Niza, emplazada en parte delgrandioso parque de la villa del multimillona-rio boliviano Patino. Distintas de la reproba-toria óptica con que prefirió ver la temporadade invierno de 1922, un autor inglés, imbuidopor la crítica social típica en los escritoresde la nueva generación:

«En Montecarlo y Niza, uno se encuentra conlos ricos cuyos intereses dominantes son el juegoy el amor. Dos millones de personas, según miguide-book. visitan anualmente Montecarlo. Sieteoctavos de los ociosos de Europa deben congre-garse en esta franja costera. Cinco mil bandas dejazz tocan diariamente para su deleite y cien milvehículos a motor les transportan de un sitio a otroa gran velocidad. Inmensas sociedades anónimasles ofrecen toda clase de distracciones, desde laruleta al golf. Entre legiones de prostitutas de to-das las partes del mundo, abundan las entusiastasaficionadas a tan gentil pasión» (I).

Merced a la querencia a repetirse que tie-nen los grandes estereotipos que segregan lasgrandes manifestaciones turísticas, basta tansólo eliminar de la diatriba del autor de «Unmundo feliz», el tanto de estadística inflacio-nada y el tráfico de automóviles con fondo demúsica americana, para, a dos siglos de distan-cia, oírla idéntica en tono e intención al cono-

d i Huxley, Aldous. Along ihe Roacl (Londres.1925).

cido pasaje de una epístola de Séneca en laque se autorretrata el moralista cordobéshuyendo de las playas de la Baiae romana, dis-parando venablos contra la disipación de lospatricios y matronas que pasaban sus inviernosretozando en el soleado litoral al norte deÑapóles.

Si el clima, el paisaje y las instalaciones deuna Costa en la que la construcción de hotelessufría un serio relapso subsistían estáticas, encambio la manera de sentirla y gozarla mudabasin remisión. Poderoso agente del cambio, elautomóvil. Todo un símbolo encerró el he-cho de que en el Carnaval de Niza de 1921,el primero de la posguerra, las carrozas desfi-laran montadas en chasis de camioneta. Sim-bología que vuelve a la carga en más patéticaversión al morir Isadora Duncan como prota-gonizando una de sus danzas: la más trágicade todas por su realismo. Románticamenteestrangulada al enredársele el extremo delecharpe que envolvía a su cuello en la ruedadel automóvil que a setenta por hora le pasea-ba por el asfalto del Promenade des Anglais.Algo así como el asesinato de uno de los másfulgurantes símbolos de la belle époque atro-pellado por el imperio del automóvil. Imperioque hizo urgente construir más que de prisauna corniche más para agilizar el tráfico roda-do que se espesaba por la antigua carreteraentre Niza y Montecarlo.

Mucho se ha escrito, y jamás para bien,sobre la americanización de la Costa Azuldurante la década de los veinte. Sin tener encuenta que la responsabilidad de la afluenciaamericana en ciertas bogas que arraigaron porla Costa Azul, por nula, es la misma que lade los extranjeros que ven hoy anulada todaposibilidad de descanso por las playas deTorremolinos y Fuengirola por culpa de lasestentóreas tabarras «flamencas» que con lamejor intención les obsequian los altavoces delos chiringuitos playeros. La música negra, lasorquestinas de jazz compuestas de músicos decolor, y los concursos de belleza con maillotimportados de los Estados Unidos, vía París,se trasplantaron a la Costa Azul sobre la hipó-tesis, errónea por lo general, de ser lo quevinieron buscando allí los visitantes ultraoceá-nicos. De hecho constituyeron atracciones pa-trocinadas por clientela no americana que alte-

TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 323

raron, y no para bien, el tono del turismo enla Costa Azul.

Evidenciando ya el Carnaval síntomas dedecaimiento, aún alcanzó en 1929 el de Nizainusitada brillantez. Claro que a costa de enor-mes inversiones por parte del Comité de Festejos,empeñado con la tenacidad con que un náufragose aferra a su salvavidas en mantener vivo un fes-tival en el que apenas participaba más que encalidad de espectadora la población local. Aquelaño se consiguió que, apeado de su cargo depresidente de la república polaca y reintegradoa su profesión original, viniera Paderewski acosechar más aplausos que en su carrera polí-tica dando recitales de piano en el CasinoMunicipal, donde actuaba Cecil Sorel, mien-tras en la Opera de Montecarlo representabanel «Turandot» de Puccini y los «Ballets Rus-ses» de Diaghilev. A los tés del Negresco seacudió con la certeza de ver en el gran salóna Pola Negri, al ex rey Carol de Rumania consu madame Lupescu, al maharajah de Kapurtalay a la Bella Otero, residente permanente enNiza, contándole cosas de los viejos tiemposa Maurice Chevalier. Y muchos más: todos ala espera del comienzo del gran festival cuyoinicio lo reseñó así un turista peruano:

«Es febrero y el primer día de Carnaval. Aquí,las elegantes del mundo entero vienen a lucir unpoquito de tela sobre carnes marchitas, a beberchampaña con agua de Vitel y a pasear por la"Promenade" perros exóticos con tantas medallascomo un introductor de embajadores» (I).

No olvida el señor Mould puntualizar lopoco que el clima y el paisaje, e incluso losdesfiles de máscaras y carrozas, tuvieron quever con la animación del Ll Carnaval:

«Aquí la gente viene a divertirse. Todo el mun-do invita, sin pedir informes de las personas quede veras interesan: la mejor recomendación paraser invitado es saber bailar bien y ser discreto.Los casinos, verdaderas mezquitas del placer, enlas formas más conocidas, abren sus puertas alvisitante... porque la Costa Azul vive su mes devida intensa.»

Y preservando las batallas de flores toda suvistosidad. Llevándose aquel año el primerpremio de carrozas la bellísima madame Mar-

quet, esposa del propietario del «Negresco» ydel «Palace» y el «Ritz» de Madrid. No envano desfiló —según refieren los cronistas—con su carroza adornada con medio millón defrancos en orquídeas, inversión publicitaria in-dispensable para mantener animado el turis-mo de Niza en fechas a contrapelo del calen-dario del signo de los tiempos.

Cambio de signo en la Costa Azul

Aleccionador espectáculo ofrece al observa-dor de los avatares turísticos, en espacios biendeterminados, la Costa Azul en su época deentreguerras, al cambiarse de temporada, ce-diendo a móviles, como cuantos determinan losgrandes vaivenes turísticos de no fácil ubica-ción: sin descartar, por ejemplo, la materiali-dad de progresos técnicos en los sistemas decalefacción en las residencias de zonas frías.

Sin embargo, y buscándolas donde se debe,se encuentran evidencias indicativas de que lainvención del veraneo en la Costa Azul, comola del submarino, el automóvil y el avión,corresponde a un anónimo colectivo en pos deplayas superabundantemente dotadas de sol.Pertinente en este sentido el testimonio quereferido a sus desplazamientos en el año 1924refiere en sus Memorias un escritor escocés.Dedicado a unas traducciones, con las que secosteaba su estancia por tierras francesas, encompañía de su esposa, sienta temporalmentesu residencia en dos localidades sitas en losextremos terminales de la Costa Azul. La expo-sición de hechos ganará expresividad alterandoel orden cronológico y comenzando con lasegunda estancia:

«Al acercarse el invierno fuimos a Mentón, don-de vivimos en una casita en la ladera de una colinasobre la ciudad. Con su rancia colonia inglesa, sugracia victoriana. sus ladies avejentadas, vestidasa la reina Alejandra, de rentas modestas y costum-bres regulares, con su biblioteca circulante inglesa,Mentón nos sentó como un gran alivio viniendode St. Tropez» (1).

El pueblecito pesquero del sur de Francia,«del que habíamos oído que living was cheap»,al que, llegado en el verano de 1924, Mr. Muir

(1) Mould Távara. Federico, Viajar... (Barcelona,I933J.

(1) Muir, Edwin. An Aulobiographv (Londres,1954).

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lo describo insólitamente concurrido atendidala estación:

«St. Tropcz estaba lleno de escritores > pintores,con su esleía de seguidores de Inglaterra. América.Francia. Checoslovaquia y Polonia, una poblaciónextranjera con costumbres propias, dislintas a lasseguidas en sus propios países y sin semejanzaalguna con los hábitos de las gentes de St. Tro-pez. Estábamos en el mundo de los "veintes"y del culto a la libertad sin trabas, implantadoentre artistas e intelectuales. Eliminada toda inhi-bición, nada, ni siquiera el goce, parecía ya impor-tarles, v bajo su supuesta independencia vivíanunas vidas privadas de alegría y de sabor.»

Nada recomendable, pues, el veraneo enSt. Tropez si nos atenemos a las valoracionesmorales de Mr. Muir. Sin embargo, un modode pasar las vacaciones muy afín al espíritu delos veinte, que por su difusión sitúa las clavesdel proceso del cambio de calendario en latemporada turística de la Costa Azul distantesde aquel litoral.

No obstante, haciendo caso omiso del dato,es costumbre individualizar el inicio del vera-neo en la Riviera atribuyendo su paternidada responsables varios actuando en pu:.tos dis-tintos. Cronistas de orientación literaria se fijanen el traslado de París a Antibes de GertrudeStein con su secretaria y amante, y otros, enSomerset Maugham, venido de Londres o losmares del Sur para veranear en Cap Ferratcon su guapísimo acompañante americano y laseñora con la que por algún tiempo estuvo casa-do para despistar.

Candidato preferente a cuanta gloria quepadistribuir en el lance, Edgar Baudoin, un modes-to hotelero de Niza, con arrestos y amigos sufi-cientes; Custave Cornuché, el emperador delos casinos de Deauville, sin ir más lejos, paraen 1924, y en la densa pinada de la entoncesdesértica playa de |uan-les-Pins, abrir el HotelCap d'Antibes con pretensiones de casino deverano.

Sensacional el éxito de aquel casino en despo-blado, modelo del Hotel Formentor, enclavadoen muy parecido paisaje. Culpable de que alpoco de inaugurarse los hermanos Sella no ce-rraran en los veranos su Grand Hotel y el EdénRock, de Antibes, y de que se desatara unafiebre edificadora de la que en el invierno de1925 fue testigo un famoso novelista inglés,

indignado al presenciar la forma en que se eva-poraba el encanto de su retiro:

«Al marcarlo como su presa el constructorespeculador —escribía desde |uan-les-P¡ns— es co-mo si los cielos se hubieran abierto para dejar caerun torrente de mortero, andamios. bloques de ce-mento y pilas de ladrillos de toda descripción. Lasvillas crecen como setas nocturnas y todo el pue-blo es una barahunda de ruidosa actividad. Pormuchos atractivos que posea un lugar, mal puedesobrevivir a un ambiente de nuevos edificios, demartilleo incesante y de la agitación que embriagaa una comunidad despierta a la excitante idea dehacer dinero cor insospechada facilidad. Especu-ladores en terrenos merodean por los bares de loshoteles y del Casino, sugiriendo extraordinarios ne-gocios que dependen de decisiones que han de sertomadas en pocas horas y susurran gigantescostratos consumados el día anterior. Se cuentan his-torias de parcelas que han cambiado de manosmedia docena de veces durante la semana y en elambiente exaltado hay toda la fiebre de la ganan-cia fácil. Nada hará decrecer la popularidad dela playa de |uan-les-Pins mientras quede una pul-gada de espacio para tenderse en su arena parda,un metro de cara al mar o una mesa vacía enalgún rincón retirado del Casino: pero quien loelija para su residencia tendrá que ser un hombreperdidamente enamorado de los codos de sus veci-nos» (I).

Una vez lanzado luan-les-Pins, pasó a erigirseen principal promotor de aquella rentable agre-sión ecológica que iba extendiéndose desdeCannes a Saint-Raphael el multimillonario ame-ricano Franck Jay Gould, hermano de aquellaAnne Gould que despilfarró gran parte delfortunón amasado por el padre de ambos trafi-cando en ferrocarriles, señora a quien le costócarísimo sufragar las previsibles consecuenciasde casarse con el célebre conde Boni de Caste-llane. Recluido Mr. Gould en su «Villa Semira-mis», en las afueras de Cannes, solazó el tediode sus ocios de misántropo forzado muy a laamericana: modificando la fisonomía de laszonas menos edificadas de la Costa Azul pormedio de inversiones inmobiliarias de enormecuantía. Incitado quizá por impulsos de sub-consciente añoranza, ya que sus proyectos pre-sentan agudos caracteres de trasplante a laRiviera del formidable boom urbanístico desen-cadenado al servicio del turismo por aquellosaños en las costas atlánticas del Estado deFlorida.

Adquirido por Mr. Gould el casino de Juan-

(1) Oppenheim, E. Phillips, The Quest jor WinterSunshine (Londres. 1926).

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les-Pins. Edgar Baudoin pasó a actuar comohombre de paja y brazo ejecutor visible de otrosambiciosos proyectos de Mr. Gould. Entre otros,la construcción del Majestic Hotel, en Niza, ydel supermodernista Palais de la Méditerránée.que rompió la armonía estilística victoriana yedwardiana del Promenade des Anglais.

La nueva arquitectura implantada en la CostaAzul denunciaba los impactos de la irrigaciónde capital americano con contundencia parejaa las bandas negras de jazz que amenizaban lasdiversiones nocturnas de la zona. Al devenir laposesión de una villa en la Riviera, cotizablestatus symbol del ricachón transatlántico y delparvenú continental, rivalizaron entre sí com-prando algunas villas ya existentes o bien cons-truyéndose y a su gusto las suyas propias: fre-cuentemente en parcelas desgajadas a precioexcelente para el vendedor de los inmensos jar-dines adyacentes a las villas de la preguerra.

Demandas de nouveaux riches, en suma, queabrieron campo de acción profesional suficientepara que Barry Dierks, un arquitecto de Pitts-burg, experto en ajardinamientos, asentara en1925 su estudio en Niza. A su gusto y técnicasdeben su existencia y carácter la promoción devillas al estilo de las californianas casi todas conswimming pool, con su prototipo o arquetipoen la «Ville Mauresque», de Cap Ferrat, que leencargó Somerset Maugham para utilizarladurante los veranos.

Con todo aquello la Costa Azul ni prosperóni declinó. Simplemente, cambió, marchando laoferta local a remolque de la demanda exterior.Cierto que con un elevado coste en ámbitos nomensurables al perder el puesto estelar turís-tico que había ocupado en su refinado pasado.

Invierno y verano en Montecarlo

Imposible evitar que al trasladar a Monte-carlo el análisis de lo sucedido en torno alenclave monegasco deje de sufrir la tara anejaa toda redundancia. Le salva ai menos el inte-rés adscrito al hecho de repetirse el episodio enun encuadre turísticamente puro. Circunscritopor las lindes de un Estado políticamente inde-pendiente y teóricamente soberano, sometido encuerpo y alma como aquel que dice al impera-tivo de satisfacer las veleidades y demandas

de S. M. el Turismo. Diluido su órgano efectivode gobierno tras las siglas SBM. equivalentes enMontecarlo al SPQR de la Roma imperial, pan-talla de la vocacionalmente elusiva e impercep-tible Société Anonyme des Bains de Mer et duCercle des Etrangers, cuya fundación, en 1963.por el ex croupier de Baden-Baden FrancoisBlanc, fecha asimismo la fundación de Monte-carlo en un despoblado del extrarradio de Mo-naco. Así de simple, así de llano y así de origi-nal desde el punto de vista turístico.

Para el supercasino monegasco nada malosfueron en términos de brillantez social los añosde la guerra, vividamente descritos por BlascoIbáñez, desde su villa de Mentón, en la novela«Los enemigos de la mujer» (1919). No tantopara la Société, mermados sus ingresos por losgastos derivados del rasgo patriótico de abonarla integridad de sus sueldos a todos loscroupiers y empleados movilizados en los ejér-citos del bando aliado.

Las dificultades surgieron en la paz al noretornar la clientela habitual que tanto se echa-ba en falta por la Costa Azul. Con el fin dereanimar unos inviernos que no terminaban deambientarse, Camille Blanc pensó en Diaghilevy sus «Ballets Russes», a quien, tras larga ydesastrosa gira por el continente americano, lapaz y la revolución bolchevique sorprendieronen España sin un rublo y recluido el insusti-tuible Nijinsky de por vida en un manicomio.Subsanado aquel vacío con otro bailarín sensa-cional, el jovencísimo Sergei Lifar, huido deRusia, el gran coreógrafo volvió a reverdecertriunfos donde tantos obtuvo. Con escenografíade su admirado Pablo Picasso y diseñado elvestuario por otro amigo español, el modistaPepito Zamora, Diaghilev estrenó en el teatrodel Casino unos memorables ballets, que elec-trizarían después a los auditorios europeos, yaque su contrato tan sólo le obligaba a actuaren Montecarlo durante los inviernos. Allí leretrató Strawinsky «como un emperador roma-no rodeado de su Guardia Pretoriana de homo-sexuales».

El tránsito de Montecarlo a los nuevos tiem-pos se inició al alterar penurias de tesoreríaexperimentadas por la SBM sus tradicionalesbuenas relaciones con el soberano del Princi-pado. Empeoradas en 1922 al acceder al tronoLuis II. abuelo del actual Raniero y padre en-

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tonces de su única hija, la princesa Carolina,Charlotte en los ecos de sociedad, una bastardaque le nació en Constantina (Argel) durante suépoca de oficial de la Legión Extranjera fran-cesa. Hombre el príncipe Luis de trato difícily grandes dispendios, la ruptura entre el poderfáctico y el legal era predecible al ponerseCamille Blanc a regatear la cuantía del canonque debía anualmente ingresar en las arcas delPrincipado. Diferencias de opinión zanjadas demodo imprevisto al entrar en escena, con unmillón de libras esterlinas en la mano, sir BasilZaharoff. Un greco-turco, armenio o vaya usteda saber, par de Inglaterra y titular de una delas más impresionantes fortunas de la época,amasada suministrando armamento o municio-nes, de la Vickers o la Krupp, para el caso lefue igual, a cuanto Estado o facción balcánica,ruso-china o sudamericana en posesión de dine-ro contante y sonante e intenciones de atacaro defenderse de algún vecino.

No es preciso indicar que ni Zaharoff tuvoel menor interés personal en el juego ni nece-sidad de ganar más dinero. Lo que le apetecíaera dominar a una clase social que se resistíaa aceptarle como igual. Móvil que le indujoa adquirir el paquete de acciones de la Sociétépara deshancar a Camille Blanc y arrebatarleuna concesión que vencía en 1948. Casado alfin, y a sus setenta años, con su acompañanteperpetua, la duquesa de Marchena, sir Basiljamás aparecía por las salas de juego ni por lasoficinas de la SBM. Su placer consistió en retre-parse en un balcón de su Hotel de París y con-templar a la gente bien penetrar a perder sudinero en el establecimiento vecino. Colmadosu capricho en 1925 vendió Zaharoff su Sociétéa un consorcio controlado por la Banca Drey-fuss, reservándose en propiedad su queridoHotel de París, en el que no mucho despuésfalleció.

Sueños de verano en Montecarlo

La nueva empresa rompió con un gloriosopasado al dar un completo vuelco al régimende explotación del más célebre casino del mun-do. El nuevo presidente de la Société, M. Dal-pierre, nombró director general y cabeza visiblede la organización a Rene Léon, jugador empe-dernido, dentro de un orden, que se ocupó de

regentar personalmente un casino que iba avulgarizarlo, con el acierto de designar presi-dente del exclusivo Sporting Club al generalPlovtsoff, inmensamente rico en tiempo pre-revolucionarios, hasta que exiliado en Monte-cario dejó uno a uno sus millones en la mesadel baccará. Al llevarse lo ruso auténtico porla Costa Azul, le fue llevadero al general servirde «gancho» para reforzar con adinerados lalista de socios del Club.

Otro interesante fichaje de Rene Léon: elde la mejor «relaciones públicas» en el merca-do, Elsa Maxwell, fresco aún su triunfo en elLido veneciano, interpolando una remesa demillonarios norteamericanos en un feudo vera-niego del haute monde centroeuropeo. Tipoextraordinario la famosa cuarentona americana,de profesión indefinida, con las dosis de inteli-gencia y psicología precisas para superar elperfil cetáceo de su figura y su vulgaridad yfealdad y meterse en el bolsillo a la flor y natade la gente bien de la época. Con un sueldoanual de 6.000 dólares. Rene Léon le asignóuna misión concreta: darle publicidad al vera-neo en Montecarlo. A través de sus crónicasde sociedad y con sus parí íes. En sus «Memo-rias», que de todo tienen menos modestia, ElsaMaxwell define su cometido con el laconismode un César lanzado a la conquista de lasGalias: «En 1926, Montecarlo me suplicó pres-cribirle un remedio susceptible de sacarle de suanemia.» Como en todo tópico, no falta aciertoen el diagnóstico sobre la dolencia turística delPrincipado:

«La riqueza pasaba de largo ante Montecarlo,antes la perla de la Riviera. Comenzó su declivecon la guerra del 14, acelerándolo los golpes ases-tados a la aristocracia europea. Los grandes du-ques, por tradición, los mayores jugadores de Euro-pa, habían desaparecido durante la revolución ru-sa. La supresión de los Imperios alemán y austro-húngaro había eliminado otra fuente regular deingresos. Hubo algunos intentos de recuperacióninmediatamente después de la guerra, cuando losnuevos ricos americanos se pusieron a vivir unavida alegre, y Niza y Cannes eclipsaron rápida-mente a Montecarlo gracias a casinos más moder-nos, financiados por consorcios franceses.»

Pura fantasía y desfachatez, en cambio, quesus consejos de técnica en localizaciones turís-ticas y otras zarandajas convencieran al prín-cipe de Polignac (el padre del Raniero de hoy)de la necesidad de construir una playa, uncasino de verano con una gran piscina a la

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americana, obras planificadas motu proprio porM. Léon y concluidas en 1928. La verdad esque miss Maxwell no necesitaba adornarse conpiscinas ajenas ni canchas de tenis para quedarcomo un sol satisfaciendo su cometido con laperfección con que se hacen las cosas que a unole gustan corriendo los gastos por cuenta ajena.

En el verano de 1928 se hallaba en plenofuncionamiento la «Montecarlo beach». fre-cuentando sus pistas de tenis el rey Gustavode Suecia, haciendo en el casino veraniego,filial del Sporting Club, sus apariciones relám-pago el duque de Windsor, que heredó la pasióndel juego de su abuelo Eduardo VII, con ladiferencia de preferir la Costa Azul en la tem-porada veraniega.

En lo que atañe a la asistencia al casino-casino, Rene Léon la promovió vulgarizándo-la con métodos propios de tómbola ferial.A hora variable e indeterminada, un campani-llazo anunciaba que por espacio de media horalas ruletas girarían renunciando la casa suventaja al cero. De caer la bolita en el númeroque hizo la fortuna de Montecarlo se repetíala partida como si tal cosa.

El imaginativo promotor de Montecarlo re-dondeó en 1928 su campaña de verano con unainiciativa orientada al deporte automovilístico,que hacía entonces furor. Mantuvo durante losinviernos el Rallye por razones publicitarias.Indiferente a la orografía de su feudo, un ama-sijo de calles y avenidas en cuesta pendienteentre la montaña y el mar, organizó en plenoverano el Grand Prix de Montecarlo, denomi-nado «la carrera de las mil esquinas», el prime-ro corrido por las calles de una ciudad hechay derecha, que atrajo el tipo de clientela queinteresaba atraer.

Pese a tanto derroche de planificación, erreque erre, y no por propia voluntad, Montecarloseguía dependiendo primordialmente del invier-no. Y como el resto de la Riviera, desgranandootoños y primaveras turísticamente desvaído y amedio gas. Fenómeno éste que en el curso deuna breve detención en Montecarlo, durante laprimavera de 1929, causó la perplejidad de unjoven profesor inglés que, inmerso en la deliciade un lugar en su mejor estación, se abandonóa hondas reflexiones acerca de la irracionali-

dad, de los mecanismos psicológicos que rigenlos ciclos turísticos sometidos a la dictadura dela moda:

«Montecarlo estaba prácticamente desierto. El"Sporting Club" cerrado, y los "ballets rusos"habían hecho las maletas y partido para Londresen tournée; las boutiques o habían cerrado o anun-ciaban sus ventas fin de temporada; la mayoríade las villas y hoteles habían echado las persianasy unos pocos valetudinarios obstruían los paseosen sus sillas de ruedas. Al tiempo que divagaba yopor calles soleadas y tranquilas, o dormitaba sen-tado a la sombra de los jardines del Casino, medi-taba en esa provisión del destino que hace a lagente rica tan rígidamente litúrgica en sus movi-mientos, que vendrán a Montecarlo durante losmeses de nieve, porque es la fecha que les ordenanlos cánones de su calendario y se marcharán a susgrises y decrépitas ciudades del norte, tan prontose hace este lugar habitable. ¡Cuan diferentes a lagente rica los lirios del campo, qué lejos de divi-dir su tiempo con sistemas métricos, hacen brotarjoviales sus yemas a la primera insinuación pri-maveral, perdiéndolas casi al momento en que seacercan las heladas» (I).

Acción estatal

La Administración francesa afrontó una nue-va época de su turismo pertrechándose en elorden institucional, y al menos sobre el papel,en forma considerada arquetípica y modélica.El ámbito operativo quedó delimitado y siste-matizado en torno a una concepción tripartitade la política turística, articulada en un tríode vectores convergiendo cada uno desde suparticular parámetro operacional al logro deuna finalidad común.

Primero, y en lugar preferente, el Estado,interviniendo en el tema a través del «OfficeNational de Tourisme», profundamente rees-tructurado en su aparición. Organismo encarga-do de controlar y, en la medida de lo aconseja-ble, coordinar y orientar la actuación de dosmagnas entidades turísticas representantes delos intereses privados. La «Unión de Federacio-nes de los Sindicatos de Iniciativa (UFSI), cons-tituida en 1921, agrupando algunos años des-pués a treinta Federaciones regionales, con másde seiscientos sindicatos locales en total, inclui-dos los establecidos en Argel, Indochina y algúnotro punto del imperio colonial. Ente éste de

(1) Waugh. Evelyn. Labels (Londres, 1930).

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hecho ejecutor a escala territorial del aspectopromocional de los fines perseguidos por lapoderosa y compacta «Unión Nacional de Aso-ciaciones de Turismo», aglutinando orgánica-mente a una dilatada panoplia de asociacioneshoteleras y balnearias, de agencias de viajes,empresas de transporte de viajeros y demásempresas turísticas de índole comercial, esque-ma completado por el «Touring Club» y susfiliales.

Con vistas a dotar de fondos a los entes turísti-cos locales, interesante arbitrio la laxe de séjourimplantada por ley de septiembre de 1919. Nin-gún invento en realidad por aplicarse de antiguoen la mayoría de los balnearios centroeuropeos.La novedad francesa estribó en la posibilidad debeneficiarse del impuesto cualquier municipioen posesión de las condiciones estipuladas poraquel texto legal, al disponer que lo cargado alturista por aquel concepto en la factura delhotel revertía en parte a la caja del Sindicatolocal de Iniciativa o a la del municipio, conobligación de ser invertido el monto en obrasde mejora y embellecimiento de la localidad.

Urgencia especial revistió la rehabilitacióndel más que decaído equipo hotelero nacional,que salió de la guerra erosionado por el tráficomilitar y la dedicación integral o parcial de nu-merosos establecimientos, casi todos los deVichy, Vitel y Evian, por ejemplo, a hospitalesde sangre. Para atender a la puesta a punto dela industria se fundó en 1917 la «ChambreNationale d'Hotelerie», a cuyas instancias elEstado creó en 1923 «Le Crédit Hotelier», ins-titución paraestatal surtida de fondos por laBanca privada especializada en créditos indus-triales.

Característica del decenio de la trasguerra, elímpetu turístico despertado en las capas infe-riores de la sociedad francesa radicadas enzonas metropolitanas. Por vía indirecta si sequiere, fuerte estímulo al turismo doméstico delimitado potencial económico el aportado en1923 por una ley explícitamente tendente a es-timular un índice nacional de natalidad alar-mantemente exiguo. En su virtud, unas compa-ñías ferroviarias en trance de estatalizacióngradual se vieron obligadas a establecer en sustarifas sensibles reducciones en favor de lasfamilias numerosas. Las de más de tres hijos

pagaron en taquilla un 30 por 100 menos quelas nada prolíficas. llegando al 70 por 100 larebaja para las pocas que pasaron de la barrerademográfica de los seis.

El turismo automovilístico no pudo menosque merecer de las autoridades cuanta atencióncupo esperar del país en cierto modo padredel invento. Tanta como inspiró en los turistasde tendencias modernistas, sin el menor reparoen adaptar, motorizándola, la modalidad cam-pista ensayada en Inglaterra. Patrocinado porel «Touring» y el «Automobile Club», elcamping, que puso ser en roulotte. ingresó contodos los honores en el vocabulario turísticofrancés, mientras que al ventear las compañíasferroviarias claras tendencias hacia la carreteraexteriorizadas por unas agencias de viajes en fasede proliferación, se curaron en salud estable-ciendo desde las principales estaciones multitudde servicios excursionísticos en autocares de supropiedad.

La diversificación de los servicios de trans-porte encontró reflejo en la popularidad de losdeportes de invierno, para satisfacción de la in-dustria hotelera de montaña. Al peso de Fran-cia en el concierto de las naciones deben losdeportes blancos trascendental impulso a escalamundial, al lograr en 1924, con beneplácitosuizo y oposición escandinava, la celebraciónde las primeras Olimpíadas de Invierno en Cha-monix, trascendiendo así los |uegos Olímpicos,y desde entonces, su rígido enmarque estival.

Gran actividad ordenadora y promocional, ensuma, por un frente turístico de gran variedad,con rendimientos sobre los que el «Office Na-tional» rehusaba facilitar estadísticas por consi-derar el dato punto menos que secreto deEstado. Pudo serlo en años en que Francia tratópor todos los medios sacarles a los americanosrebajas en el pago de sus deudas de guerra, sinpoder evitar que fuentes extraoficiales estima-ron en 1924 en 400.000 la entrada de visitan-tes ingleses y en 150.000 las de norteamerica-nos, estos últimos desembarcando con 525 auto-viles propios. Cuantías de sobrada amplitudpara que informaciones ulteriores registraran en1927 la entrada en Francia de 2.125.000 turis-tas en el subsiguiente bienio (1929-1930), quecon la contundencia de guarismos ahora oficia-les marcaron el techo de la supremacía turísticafrancesa en el plano internacional.

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Inglaterra en «off side»

Poco sustantivo que reseñar en el ReinoUnido, por definición, vocación y tradición paísexportador de turistas, enfrentado a la posgue-rra en mala postura para atraer y recibir turistasextranjeros, norteamericanos en particular, porobvios motivos de siempre su clientela mayor.Si no patrocinadores, simpatizantes ahora y porno menos obvios motivos relacionados con elnúmero de norteamericanos de origen irlandés,con el sangriento movimiento independentistade Irlanda, enconado al fin de la contienda conel toma y daca de atentados terroristas reprimi-dos no pocas veces con la pena capital. Los90.000 soldados británicos luchando en 1921en lo que había degenerado en una auténticay fea guerra civil, hicieron desplegar a Inglate-rra por las primeras páginas de la prensa mun-dial una imagen tiránica y desapacible.

Proclamado en 1922 con sanción regia y par-lamentaria el Estado Libre de Irlanda, si bienel Reino ya no tan Unido perdió un impor-tante dominio, el repertorio viajero se ampliócon un país más a visitar. Una isla que parasubsanar su escasez de recursos, inclusive hu-manos, puso grandes esperanzas en la explota-ción del turismo, a sabiendas del beneficio quereportaría a una población inferior en númeroa la de varias capitales inglesas.

Lo contrario de lo sucedido en Inglaterra,demasiado aferrada quizá a presuntas sinoni-mias entre turista e inglés. Cierto que el exorbi-tante precio en jóvenes vidas humanas pagadasen la guerra por la gentry británica restó luci-miento a las saisons londineses previas al vera-no, al tiempo de decrecer sensiblemente losviajes de los elegantes europeos para comprarsetrajes, corbatas y equipos deportivos en loscomercios de Kensington y Regent's Street. Paraestropear el cuadro, tensiones sociales derivadasdel cuarteamiento del Imperio indujeron alinglés de posibles a buscarse olvido temporal desus tribulaciones domésticas en vacaciones porel exterior.

Sin que hicieran nada las poderosas agenciasde viajes británicas para restañar aquella san-gría de divisas. Doblegándose a la ley del me-nor esfuerzo y a los imperativos de una tradiciónempresarial casi secular, funcionaron al servi-cio de un tráfico centrífugo y monodireccional.

favoreciendo el nisus migratorio de sus conciu-dadanos a salir de la isla en holiday. Fenómenonada nuevo en la dinámica del turismo inglés,excepto en su intensidad al englobar en su senonuevos estratos sociales. Una variante descom-puesta en sus elementos sociológicos por uncélebre autor, activo participante en la moda-lidad invernal del éxodo vacacional:

«Vivimos hoy una especie de revuelta repri-mida por siglos, que parece desarrollarse tantoentre los ricos como entre todas las clases socia-les, contra el deprimente influjo de nuestros largosy sombríos inviernos. El tráfico invernal hacia elcontinente ha crecido vertiginosamente hasta unpunto asombroso. Los vapores del Canal zarpaninvariablemente atestados, haciendo preciso reser-var plazas de tren con semanas de anticipacióny a veces meses. Podría el cínico atribuir elaumento anual del éxodo en busca de sol a lacaída del franco y de la lira, factor decisivo engentes de moderados posibles. Pero personalmentehe llegado a la conclusión de cierto cambio en eltemperamento anglosajón, evidenciado en sus crea-ciones artísticas y literarias. La vida se ha hechomás frivola y menos pomposa. Y en todas lasclases, hartas de luchar incesantemente contra difí-ciles condiciones, existen anhelos de un tránsitohacia la vejez más fácil y gracioso. No es sóloun ansia física por la luz del sol, por aires másdulces y el rumor de las olas gentiles lo que nosimpulsa hacia el sur: sino también el inconfesadodeseo de vivir bajo menos severas condiciones elansia de cierto grado de laxitud, diferente delsevero código de vida que parece prevalecer bajonuestros grises y nebulosos cielos» (1).

Párrafo exudando a través de todas sus síla-bas ecos de las asperezas de la vida colectivaen Inglaterra, así como resonancias de la huelgageneral de mayo de 1926, revestida, no obstan-te su éxito limitado, de todas las connotacionesinherentes al hecho de ser la primera huelgageneral declarada en la Gran Bretaña y la únicahasta nuestros días.

La estampida vacacional que trasponía elCanal incitó a la «Wagons Lits», dirigida porlord Daziel, a incrementar los beneficios y pres-tigio de la «Compagnie», interviniendo con elfin de establecer cierta jerarquización en aqueldesusado tráfico. Propósito brillantemente ma-terializado al inaugurar, el 15 de septiembre de1926, un servicio extrarrápido Londres-París,prestado por uno de los grandes trenes delperíodo. El lujoso y bilingüe «Fleche d'Or», o el«Golden Arrow»: en otras palabras, tomadas

(1) Oppenheim. E. Philips, In Quest for WinterSunshine (Londres, 1926).

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de su campaña de lanzamiento publicitario, thePrincely Path to París.

En suntuosísimos vagones de acero, herma-nos gemelos de los del «Blue Train» París-Costa Azul, coloreados estos al modo de unatarta nupcial (chocolate en la franja inferior, encrema claro y delicado la superior), y con el«Trianon Bar» intercalado en el centro del con-voy, el viaje entre las dos capitales devino una

manera movible de entretener unas cuantashoras en un ambiente social refinado dentro desu variedad. Viaje que rizó el rizo del confortal entrar en liza el «Canterbury», una moto-nave al exclusivo servicio entre Dover y Calais,del distinguido pasaje del «Flecha de Oro». Unfactor retardatario en ningún modo desdeñablepara entorpecer la consolidación de los vuelosentre Londres y París.

CAMBIOS DE RUMBO EN EL TURISMO ITALIANO

«El País del Arte» saldó su vacilante entradaen la Gran Guerra con un balance bastanteaceptable: militarmente malparado, sí, peroterritorialmente engrandecido con vastas zonasnorteñas de montaña y mar. Regalo de los Tra-tados de Versalles y Trianon, que adjudicarona los italianos todos los Alpes del Trentino, conlos Dolomitas, el puerto de Trieste y la penínsu-la de Iliria, con la famosa estación climáticade Abbazia. Todo poco con tal de encerrarlesa los ex imperiales austríacos en sus montañasy distantes del mar.

En lo que respecta al turismo, la Adminis-tración italiana de la posguerra es una de lasque siguió la moda de acentuar su intervenciónen el tema. Al menos en el ámbito legislativo.Sin menoscabo de las importantes funcionesdesempeñadas a la perfección por el ubicuo«Touring Club», regido aún por su fundador,Bertarelli, se instituyó por decreto-ley de 22 denoviembre de 1919 el perdurable «Ente Nazio-nale per le Industrie Turistiche» (ENIT), esta-talizado por ley de 7 de abril de 1921. Un orga-nismo esencialmente consultivo en origen, deplanteamientos acertados y originales, imposibi-litado de dar al pronto frutos tangibles porculpa de la inestabilidad política y social delpaís, que no hubo manera de serenar.

En un orden de cosas más objetivo y funcio-nal, las ciudades monumentales se aprestarona recibir a los visitantes que se supo iban a acu-

dir. Reducida la revisión a objetos que las guíasacostumbran relacionar acompañados de asteris-cos, cabe señalar la reposición en Venecia, en1919 y en su emplazamiento habitual, de loscuatro broncíneos caballos sobre el pórtico dela basílica de San Marcos, sin devolver «L'As-sunta» desde su refugio antiaéreo al museo del'Accademia, sino al lugar para el que Tizianola pintó: el altar mayor de la iglesia de losFrari.

Trasiegos por el estilo tuvieron lugar en Flo-rencia. La «Primavera», de Botticcelli, pasó del'Accademia a los Uffizi, compartiendo sala con«El Nacimiento de Venus», mientras traslada-ron al «David», de Miguel Ángel, a la Accade-mia, ocupando su stio en la piazza de la Signo-ria una reproducción facsimilar, fotografiadacomo la auténtica y original por más de unturista. También hubo reajustes por Tivoli.Expropiada la villa d'Este a la casa imperialde Austria, pasó a integrar el elenco de monu-mentos nacionales del Estado, muy a punto parasalvar la ruina y la desidia a sus maravillosascascatelle y jardines.

Buena, en consecuencia, la actitud hacia elturismo a casi todo nivel, pronosticándose ópti-mos logros. De no terciar las condiciones gene-rales del país, que iban de mal en peor. PorqueItalia entera se agitaba conmovida por un vio-lento seísmo de huelgas, motines y ocupacionesde fábricas, promovidas en un letal mano a

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mano por los piquetes anarcos de Malatesta yla militancia socialista, por no ser menos niquedarse atrás. La Italia de la paz no vuelvea su ser, y a su paso por Siena, en el veranode 1920, consigna su desencanto un autor fran-cés de libros de viajes de renombre:

«Los viajes son hoy difíciles, costosos e incier-tos. Es preciso renunciar a las encantadoras sema-nas italianas de antaño, en las que se soñabadurante el invierno convirtiéndolas en la flor delas vacaciones. Hay que dejar sitio a los nuevosricos, que hacen tanto ruido en los hoteles, quede noche calzan con el smoking zapatos de color.Pienso en los muy jóvenes, que desconocen aque-llos viajes d'avant guerre. en los que a veces seorillaban las villas de renombre para encontraraislamiento y sorpresa en el corazón de menoscélebres ciudades. Estos viajeros no encontraránmás que hoteles atestados y trenes infieles. Sehabla de la carestía de la vida, de la dificultadpara comer bien, y ese viaje encantador se aplazapara otro año. ¡Dios sabe hasta cuándo!» (I).

Italia en la encrucijada

Arduo de precisar. Porque nada más rebasa-do el umbral de la década de los veinte elambiente italiano se enrarecía y crispaba pormomentos, asemejándose demasiado al quehacía tres años precedió en Rusia a las jornadasde octubre. Al principio la Rivoluzione de laque tanto se hablaba adoptaba carices tolera-bles para el visitante. Como los que el 14 deoctubre de 1920 revistieron para un periodistaespañol al detenerse sin aparente motivo el trenen que viaja nada más adentrarse en sueloitaliano:

«Ocurría que los obreros italianos habían acor-dado hacer una huelga general de dos horas: perosi me preguntan ustedes para qué, no sabré con-testarles. Un conductor decía que era para obligaral Gobierno a reconocer la República rusa de lossoviets, y un fogonero, con una cara que, más porlos menesteres de su trabajo, parecía tiznada deli-beradamente, aseguraba que tenía por objeto pro-testar contra el terror blanco de las clases direc-toras» (2).

El viajero sospechaba que los ferroviarioshacían la huelga por el simple gusto de hacerla.

(1) Vaudoyer, lean-Louis. Les Délices de l'ltalie(París. 1928).

(2) Camba, lulio. «La peseta en Italia» (Aventu-ras de una peseta. Col. Austral, núm. 295).

y expone los motivos en que basa su pre-sunción:

«Si yo me encontrase de pronto en posesión deuna fuerza tal que me permitiese paralizar en unmomento dado el tráfico de toda una nación, yono creo que pudiese resistir ni media hora aldeseo imperioso de ensayarla. La ensayaría, a verlo que pasaba, y cuanto más oyese chillar en lostrenes detenidos a las señoras gordas y comodo-nas y a los turistas de la Agencia Cook, que creenque si Dios ha hecho el mundo, con sus montañasy sus mares, y si el hombre lo ha cubierto deobras de arte, ha sido únicamente para que ellospuedan verlo entero en un viaje circular de dosmeses por un puñado de libras esterlinas, tantomás me divertiría para mis adentros.»

Menos divertido al evolucionar al siguienteaño las cosas a peor, conforme vividamentereseña una aristocrática viajera española al ex-poner las razones que en 1921 la instigarona abandonar Italia más que aprisa en pos demás tranquilos entornos, como precisa la dama,«bajo el cielo apacible de la Riviera». He aquísu informe sobre las perspectivas para el visi-tante de Roma:

«La vida se hacía imposible en la capital italia-na. En el Gran Hotel, en que estaba alojada, llegóa faltar el servicio, y a la servidumbre en huelgasustituyeron los jóvenes de las familias de másalcurnia romana. Por momentos la situación seagravaba. Banderas rojas con la hoz y el martilloaparecían en las ventanas romanas. Los sacerdotesno se atrevían a salir a la calle, en donde se lesinsultaba con vejámenes llenos de soez agresivi-dad. A los oficiales de los regimientos se les arran-caba en los tranvías las charreteras, y ya consti-tuía un peligro y una aventura salir a la callemedianamente vestida» (I).

Situación que llegó a límites insostenibles alparalizarse, ocupada por los huelguistas, todala industria del país y no eximir de insultos yagresiones callejeras ni siquiera a los mutiladosde guerra. Una de las causas determinantes dela entrada en liza de los fasci di combatimento,de los «camisas negras» de Benito Mussolini, unex socialista radical y ex combatiente, avezadoa enardecer a las masas desde sus tiempos deactivista revolucionario de izquierda.

Dos impresiones viajeras, ambas fechadas enla primavera de 1922, testimonian los modosde actuación directa de aquella nueva fuerzapolítica, presta a dar un vuelco por las bravas

(1) Memorias de doña Eulalia de Borbón (Bar-celona. 1967).

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a una explosiva situación a punto de estallar.Monsieur Vaudoyer, primero, que evoca en Flo-rencia tiempos pasados para camuflar la simpa-tía que le inspiran algunas escenas que pre-sencia:

«Un viajero que ama y frecuenta Italia desdehace veinte años, tiene derecho a calificar a estegran partido desde el punto de vista pittoresque.Antes de la guerra, a la hora del aperitivo o delcafé, siempre se veía en las plazas públicas ita-lianas a jóvenes ociosos que miraban pasar a lasmujeres, sin mantener secretas sus apreciaciones,resueltamente halagadoras de ser las mujeres boni-tas. Hoy en día la ociosidad ha dado paso a lapasión. A estos jóvenes se les nota que sabenlo que quieren y que están decididos a obtener loque desean. Hay noches en las que por las callesde Florencia se pelea como en las más bellas no-ches del "Quattrocento".»

Aunque emitida desde perspectivas geográfi-cas y culturalmente opuestas, análoga en loesencial a la del académico francés la valora-ción de un turista mexicano, al contemplar enun «binario» de la estación ferroviaria de Nápo-les la partida, en correcta formación militar,de unidades fascistas en comisión de servicio:

«Todos son jóvenes, fuertes, garbosos y marcia-les. La sencillez de su uniforme les da un aspectodemocrático que sugestiona. La negra camisa quevisten, de sencillos obreros, es más simpática queel complicado dolman de alamares y colorinesde los húsares. Empuñan como arma un reciobastón de madera; los jefes y oficiales llevan,además, revólver al cinto: es la única diferenciaque tienen. Estos fascistas que vemos forman unbatallón y cohorte, que marcha a Venecia a disol-ver una huelga de obreros comunistas. Es unaverdadera y nueva milicia, es un ejército que ven-ce por la fuerza de sus brazos, que reparte palosy hace funcionar las máquinas; es una fuerzaarrolladura que se apodera de Italia y aun, quizá,del mundo entero. El porvenir de Italia está ensus manos: en ellos está que siga siendo grande oque se precipite en el abismo de la anarquía» (1).

Y otra cuestión más, no estrictamente musi-cal aunque a primera vista lo parezca. Lo fácilde vaticinar que en tímpanos de extranjeros condinero suficiente para pagarse unas vacacionesen Italia «Giovenezza» sonó menos amenazanteque «La Internazionale». El confrontamientofinal de las fuerzas que polarizaron la políticaitaliana se resolvió el 28 de octubre de 1922,en la llamada marcha sobre Roma, que demarcha no tuvo demasiado. Controlados por las

(1) Urquizo. Francisco L., Europa central en 1922(Madrid, 1923).

milicias fascistas los medios de comunicacióndesde el norte de Italia hasta la capital delreino, en la tarde del 29 el rey salió del atascollamando a Benito Musolini, quien salió paraRoma en coche-cama, para recibir el encargo deformar un Gabinete bajo su presidencia. De losdiez componentes, sólo cuatro ministros perte-necían a su partido.

II nuovo ordine

Al principio el vencedor se mostró generosocon sus enemigos y paciente con un Parlamentoadverso. Táctica contribuyente a que, bien queguardándose de reconocerlo en público, los diri-gentes políticos de las grandes potencias consi-deraron la toma del Poder por los fascistas comouna salvaguarda contra la expansión bolchevi-que y que entidades extranjeras, relacionadas deuna u otra forma con el turismo, vieran la nuevasituación italiana con más simpatía que otracosa. El término fascista no era un adjetivopeyorativo, un vituperio de aplicación indiscri-minada y universal, conservando su significadooriginal, calificativo de un movimiento políticotípica y exclusivamente italiano. Podría moles-tar más o menos la heterodoxia de sus modales,su atrezzo y sus hipernacionalistas ribetes. Perofaut de mieux, aceptable en conjunto comoalternativa al caos que hacía de Italia un paísinseguro e incómodo para el turista. Un seriocontratiempo hacia la respetabilidad, el raptoy asesinato en junio de 1924 del diputado socia-lista Mateotti. Excepto en medios resueltosa priori a no admitir nada bueno del nuevorégimen, se aceptó la versión oficial, probable-mente veraz. El desmán de un grupúsculo defanáticos incontrolados, condenados por los Tri-bunales de lusticia una vez identificados.

El viaje italiano

En términos mayoritarios, el visitante semovió a gusto y a sus anchas por la Italia fas-cista, adjetivo de nuevo cuño con cierto resabora la Roma cesárea, exento de las connotacionesque más tarde le fueron adscritas. En las inevi-tables comparaciones formuladas por los buenosconocedores del país, la nueva situación salíafavorecida en grado superlativo. Como en lasde un académico y novelista francés de fama

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-universal, que en diciembre de 1927 publicó en«L'Illustration» de París las impresiones recogi-das en la enésima visita a la península: Commej'ai trouvée changée, ma chére ¡talle d'autre-fois!, exclamaba en uno de sus artículos, parade seguido exponer y en cotejo los componentesdel cambio:

«Se llegaba cuando se podía, sin que hubieramotivo para apresurarnos cuando nada nos inci-taba a ello. Los retrasos de los trenes y de lacorrespondencia, la obstinada amabilidad de losmendigos, la jovialidad de los cocheros que pare-cían amenazar a la indolencia de sus caballos, consólo fustigarles en forma de caricia con el látigo;todo nos invitaba a una amable filosofía. Pensaden que hoy los trenes se ajustan estrictamente alhorario (ni un minuto de retraso durante todami estancia), las cartas se reparten con regularidady las ciudades se cuidan con esmero manteniendoa las calles barridas, limpias, pulcras y relucientes.El extranjero más despreocupado tiene la certezade encontrar vehículos y fachini, que la manda eabolitata, que no hay, por decirlo así, mendigos,y que el funcionario que en un museo se arries-gue a aceptar una propina corre el peligro de serdespedido. L'ltalie a pris la passion de l'ordre» ( t ) .

Un orden que encontró dinámica expresiónen la conclusión de un sinfín de obras hacíatiempo planeadas. Concretando la enumeracióna las de significación turística cabe señalar laapoteosis en modern style de las «Terme Ber-zieri», en la ciudad balnearia de Salsomaggiore,comenzadas en 1913 y terminadas en 1924, asícomo la operática y babilónica estación ferro-viaria de Milán, proyectada en 1912 y ultimadaen 1929.

De poco le sirvió al antifascismo del exterioraferrarse a decir y escribir una y otra vez que elúnico logro del fascismo se redujo a hacer quelos trenes llegasen a su hora. Como sarcasmo noestuvo mal y por eso cundió. No tanto entre losvisitantes de Italia. Pues al parangonar el nuevoestado de cosas con el anterior, los turistastomaron la ironía al pie de la letra y por ellado bueno: como un merecido cumplido. Unpunto de vista anecdótico que, trasladado a unservicio de transporte urbano, supo elevarloEugenio d'Ors a categoría al glosar su escerj*ticismo sobre la permanencia de la «psicologíade los pueblos»:

«Quien haya visto a un cobrador de tranvía enMilán, primero, el año mil novecientos veinte,luego, el año mil novecientos treinta, empezará

(I) Bordeaux. Henry, La Claire I tal te (París, 1929).

a medir lo que la energía misional de un Gobiernoautoritario puede obtener en punto la transforma-ción del carácter nacional.»

Con la excepción del de los pobladores deÑapóles y dlntomi, a buen seguro. Lo bonan-cible del clima nacional y del ambiente ciudada-no es cuestión que a ciertos admiradores deItalia, como Ezra Pund y Jorge Santayana,indujo a elegirla como residencia permanente.En cuanto a los visitantes, es fácil constatarque la mayoría regresó convencida de que Mus-solini gobernaba y modernizaba a Italia conacierto y en olor de multitud. Sin más oposicióninterna que la alta aristocracia, parte del gene-ralato y algunos artistas e intelectuales (Croce,Malaparte, Toscanini...), al principio férvidosentusiastas todos ellos de un modo de gobernarque presumieron efímero y pasajero.

«II Duce»

Para muchos turistas, como aquella riada deingleses que acudieron al París de 1801 con elfin primordial de atisbar en la Opera o en algúndesfile o recepción al primer cónsul Bonaparte,nada tuvo la Roma de los años veinte más inte-resante curiosidad que el hombre fuerte deItalia. )amás estuvo personaje alguno como elDuce tan vinculado al interés del turista deforma tan activamente pasiva, o sea, como unmonumento o una escultura más. El mismoviajero que de visita por cualquier otro país sehubiera visto y deseado para recordar el nombredel jefe de Gobierno, en Italia le envolvía el deBenito Mussolini.

Divulgado su prominente mentón y su mira-da alucinada por las fotos y caricaturas de laprensa mundial, los noticiarios cinematográficosgustaban sorprenderle en movimiento continuo.Ora manejando un tractor, inaugurando algunaobra de empuje hundiendo el pico o la palaen tierra con el torso desnudo, o bien nadando,pilotando un avión, besando niños y niñasa granel, cuando no expectorando discursos en-caramado sobre una segadora o una tanqueta.Siempre haciendo algo fotogénico y teatral.

Cierto que parte de la prensa de las grandesdemocracias, no carentes en casa de problemassociales con que bregar, mencionaba ocasional-mente a los presos en la isla de Lampedusa, ensu mayoría dirigentes sindicales y activistas de

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armas tomar. Pero mucho más a menudo a visi-tantes extranjeros de viso, que como en cum-plimiento de un rito publicitario acudían a unaaudiencia con el inmensamente popular jefe deGobierno. Siempre con tiempo suficiente —diezminutos exactamente, por lo general— pararecibirles, pese al desempeño simultáneo de sietecarteras ministeriales. Primero en el palazzoChiggi y luego en la impresionante sala delMappamondo, en el palazzo Venezia.

Entre docenas y docenas de personajes des-aparecidos con la nube pasajera de su populari-dad, comparecieron para estrecharle la manoy ofrecerle sus respetos Rabindranath Tagore,Cecile Sorel, ciclistas, aviadores, boxeadores,Douglas Fairbanks, Mary Pickford, JackieCoogan, el «Chiquitín» de Charlot, Edison, PaulValery, Henry Bordeaux, Emil Ludwig, emer-giendo todos y cada uno de la entrevista conuna frase amable para «il Duce», ávidamenterecogida por los teletipos de las agencias multi-nacionales de la noticia. En su «SpektrumEuropas» (1926), el conde de Keyserling lecalificó: «Después de la muerte de Lenin, elmás grande estadista de Europa.» Y WinstonChurchill no tuvo remilgos en declarar: «Sifuera italiano estaría a su lado.» Distinguidoentre periodistas por sus panegíricos, HerbertL. Mathews, corresponsal del «WashingtonPost», que como más de un colega, al volverselas tornas, purgaría durante el resto de su vidaprofesional aquel pecadillo de juventud teclean-do con furia de relapso contra toda autocraciano homologable de izquierdas.

Cuestiones romanas

Ironía de un destino travieso y burlón quea un férvido militante socialista y librepensadorde la anteguerra, del activismo revolucionariode Mussolini, le tocara solventar un intrincadoproblema político-religioso, pendiente por tiem-po excesivo de solución. Últimamente Pío XIse mostraba menos intransigente y retraído quesus antecesores al iniciar en 1922 la costumbrede, en fechas determinadas, saludar y bendecira la muchedumbre congregada en la plaza deSan Pedro desde una ventana de su reclusiónvaticana.

Prometedores auspicios de la apoteósica ce-lebración del Año Santo de 1925 asistiendo los

reyes de Italia por vez primera a sus ceremo-nias, reintegrándose en la arena del Coliseo elgran crucifijo retirado por los invasores gari-baldinos en 1870. Un clima de distensión pro-picio para iniciar una larga serie de conversa-ciones secretas, que cristalizarían en el PactoLaterano, firmado en febrero de 1929, creándo-se el Estado Vaticano a cambio del reconoci-miento oficial por parte del Estado italiano dela religión católica como religión del reino. Mo-tivo para que al siguiente día de la firmaPío XI bendijera al pueblo desde el balcónprincipal de la basílica de San Pedro.

La resolución de la llamada «cuestión roma-na» le produjo al líder del movimiento fascistaun suplemento de popularidad internacional.Le granjeó la simpatía de ciertos reductos cató-licos que, dados su pasado y modales respectoa organizaciones políticas de inspiración cleri-cal, habían visto su accesión al poder con todasuerte de recelos.

En aspectos más directamente relacionadoscon el turismo, Roma y sus visitantes se bene-ficiaron grandemente de que los restos arqueo-lógicos del paganismo infundieran a Mussoliniintensa preocupación, en el mejor sentido de lapalabra. Pensara o no servirse de ellos comofuente de inspiración y antecedente directo delImperio que soñaba en reconstruir, en 1926.y con arreglo a una meticulosa planificación, seiniciaron grandes expropiaciones en los invisi-bles Foros Imperiales para derribar las manza-nas de casas que ocultaban sus restos y los delTeatro de Marcello, emprendiéndose la rehabi-litación turística de la colina del Palatino, aso-mada a dos bandas al sitio del Circo Máximoy al Foro Romano. Derribada de «Villa Mins»,construida por unos ingleses en el períodoromántico, se exhumaron a la diurna luz elrevuelto amasijo de cimientos y muros de lospalacios desde los que los Césares imperaron,emprendiéndose en 1928 colosales trabajos pa-ra desecar el lago de Nemi, para tres años des-pués recuperar, casi intactos, varios navios dela flota cesárea.

Italización de las playas

La duplicidad de estación que tuvo lugar enla Costa Azul, aunque en versión económicao popular, como aquel que dice, se repitió en

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la, con mucho, más modesta Riviera italiana,corriendo aquí el relevo del contingente inver-nal a cargo de la clientela indígena. Probable-mente, en los términos en que los describe unobservador inglés, estacionado en Alassio, pun-to vigorosamente promovido entre su parroquiadel Reino Unido por la Agencia Cook. Condos alicientes principales: por hallarse encla-vado a cierta distancia de la línea del ferroca-rril tendido bordeando el mar y sin las coloniasalemanas congregadas en San Remo:

«De noviembre a mayo, Alassio es más inglésque italiano. Posee un "English Club», pistas detenis inglesas una excelente biblioteca circulanteinglesa, así como una capilla inglesa y un capelláninglés. El tipo de compatriota que forma la ma-yoría de la clientela extranjera, de éste y de otroslugares análogos, será familiar para los que reco-rren las principales rutas de Europa. Son en sumayoría militares retirados, marinos o funciona-rios, viviendo de pensiones demasiado exiguas pa-ra satisfacer las aspiraciones sociales de sus hijasy esposas en Earl's Court, Chattenham o Crom-well's Road. Pero con la libra a unas cien liras,en Alassio pueden vivir en tolerable confort ydesarrollar una suerte de vida social sobre respe-tables bases suburbanas. Las chicas pueden bailara discreción por poco dinero y contar con la com-pañía de cierto número de jóvenes casaderos. Lasesposas pueden tomar el té unas con otras, jugara ser reinas de sociedad y patrocinar a los turistasingleses que se prestan a ello. No se molestan enaprender italiano, importándoles un comino lahistoria o el arte del país que invaden. Todosestán cortados por un mismo patrón y forman laespecie que nuestras costas ahora exportan en cre-cientes números» (I).

La mesocrática población flotante que infun-día vida y color a Alassio, cambiaba de modoradical al ceder paso el invierno a la arribadadel verano, ostentando el elenco del reemplazosíntomas de la mejoría del nivel de vida na-cional:

«Hacia finales de mayo, una severa expresiónaparece en el rostro del hotelero al saludar a sushuéspedes ingleses. Les informa con una muecasignificativa que pronto el calor se hará insopor-table. Se cierran las pistas de tenis, clausura suspuertas la excelente biblioteca circulante inglesay el local del Club. La "English season" se declaraover y otra vez vuelve Alassio a ser italiano.Sigue antes un mes de preparación durante elcual se introducen camas extra en cada habitacióndisponible, se contratan más camareros y cama-reras, y la pequeña población se limpia y acicala.Siguen luego los meses de la grand season, cuando

(1) Goldring, Douglas. Gone Abroad (Londres,1925).

se duplican los precios y el pueblo hace másdinero que durante todo el medio año de la ocu-pación inglesa.»

Un fenómeno, en versión exclusivamente ita-liana, observable durante los veranos a lo largode las estiradísimas playas adriáticas con cen-tro en Rímini, acrecentada su concurrencia porla creciente producción de FÍATS de escasoconsumo de carburante. De muchísimo másalto copete económico e internacional la afluen-cia que durante los veranos se congregaba enel Lido de Venecia, centrada por la mole orien-talizante del Hotel Excelsior, promovida laconcurrencia norteamericana por Elsa Maxwell.

Acción estatal

Durante los primeros años de gobierno fas-cista, el turismo no tuvo cabida específica enlos planes de Mussolini. Temas más perento-rios que algo que no planteaba problemasparecieron absorber su actividad, sin olvidar laconveniencia de tomarse cierto tiempo para su-perar cierto palpito infuso en la ideología delmovimiento que acaudilló, con la estampa denación de hoteleres y cicerones, denostada porD'Annunzio en un vibrante discurso callejero.

Así, pues, y de momento, las numerosasaportaciones del régimen a un turismo queprosperaba por sí solo, atendido por el sectorprivado, se realizaron al sesgo, de rebote y porañadidura. Del modo más efectivo en últimainstancia. A través de la modernización delsistema de transportes y de un grandioso pro-grama de restauración de monumentos. Sin omi-tir en el ámbito de lo que después se llamaríaturismo social, la originalísima creación en 1925del «Dopolavoro», que de modo activo incor-poró al turismo, o arbitró medios para incor-porarse a él, a varios millones de empleadosy obreros.

Sólo con algunas matizaciones correctoraspuede computarse entre las realizaciones máspositivas del régimen el que al poco de asen-tado estrenara en materia de recepción deturistas extranjeros un triunfalismo estadísticoque haría prosélitos. Aseguró el año 1924 ha-berse rebasado la barrera del millón, tabulandola entrada de 1.060.000 extranjeros, que ladejaron cerca de tres mil millones de liras. Más

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aceptable el sensible tirón numérico registradoen 1925 —Año Santo en una Italia en calma—,con 1.340.000 visitantes, no mejorado hasta elsiguiente decenio.

Únicamente al consolidarse el régimen y te-ner que enfrentarse con las realidades de laeconomía, dio muestras el gobierno italiano detomar clara conciencia del valor del turismoextranjero, tanto como fuente de divisas comode vehículo de propaganda del régimen. Esta-bilizada la lira en 1927, se ensayó un intentode intervenir directa y disimuladamente en laexplotación del turismo, al fundar aquel año,con el nombre de Compagnia Italiana de Turis-mo (CIT), una superagencia de viajes actuandoen el exterior, con su capital suscrito por losferrocarriles estatales y cuatro Bancos naciona-lizados.

Data también de 1927 la fundación en elseno del ENIT de un Centro de Estudios Turís-ticos, dirigido por el profesor Mariotti, cate-drático de Economía Política en la Universidadde Roma y profesor de Economía Turística

en el Instituto Superior de Ciencias Económi-cas y Comerciales de la misma capital.

Merced a los esfuerzos de los doctores Ma-riotti y Benini, Italia contó con el servicio deestadística turística más tecnificado de todoslos existentes, en un campo todavía práctica-mente en baldío. Lo que en ningún modo sig-nifica que sus cálculos y estimaciones resolvie-ran el jeroglífico de traducir a guarismos ladinámica del turismo en su expresión global.Utópico, por ejemplo, sin la invención de unaparato que discerniera la especie del turistadel género del viajero ferroviario, prestar cre-dibilidad a los pormenarizados estadillos anua-les de turistas extranjeros entrados anualmenteen Italia por ferrocarril. Más indicativa de ladimensión del tráfico la introducción por partedel doctor Mariotti del cómputo de presenzasturísticas, equivalentes a las nuiíées helvéticashacía algún tiempo en uso (1).

(1) Cfr., Ogilvie, F. W., The Tourist Movement(Londres, 1933).

EL PROBLEMÁTICO TURISMO SUIZO

Desconcertante en buena lógica para losenunciadores de aquel futurismo oficialista, nohace tanto en boga, postulando erre que errey a troche y moche la doctrina del crecimientolineal e indiscriminado del turismo, y al correrde los tiempos por venir, el recuerdo de loacontecido en los años veinte al país turísticopor antonomasia y por excelencia. Y precisa-mente por serlo.

Pudo a primera vista pensarse que la nación,que en materia de organización y explotaciónde la industria del viaje sentó dentro de susfronteras pautas y módulos de eficacia sin para-lelo, afrontarían su posguerra particular poten-ciada por cuantas ventajas le reportó su con-dición de enclave pacífico y neutral, rodeadade países involucrados en la gran carnicería.

El caso fue que las cosas le rodaron más bienal revés, al actuar en contra de tan risueñaperspectiva varios factores negativos, tales co-mo, y por citar los más aducidos, la carestíade los precios de unos bienes y servicios tarifa-dos en divisa fuerte, un flujo visitante másdado a la movilidad y menos al remanso queel de la anteguerra y una lujosa hosteleríaansiosa de resarcirse de su descapitalización.

Sin incidencia, claro está, en los circuitos degrupos organizados que jamás soslayaron Sui-za como terminal ideal, propondía por cuen-ta propia la inserción de un factor negati-vo más que no es costumbre mencionar.Cierta pérdida de imagen. Empezando conque aquella altamente cotizada garantía depaz, orden y serenidad helvéticas resaltaba con

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menos relieve que en el pasado en el mundoeufórico y boyante de los años veinte, paraterminar con lo poco que a la estampa pinto-resca de país bucólico y pastoral favorecieronciertos logros de los que los suizos se mostra-ban justamente orgullosos. El prestigio interna-cional de sus industrias químicas y mecánicas,unido al de siete señoras universidades ubica-das en un territorio semejante en extensióna Extremadura.

Sin olvidar bajo ningún concepto la acciónsubliminal de otro factor disuasorio, decisivoen más de un caso. Lisa y llanamente: la noto-riedad de las montañas suizas como asientoprincipal de los mejores sanatorios antitubercu-losos del mundo, hecho responsable de lo queyo llamaría el síndrome «Zauberger», tomán-dolo del título de «La Montaña Mágica» (1924),de Thomas Mann. Y, por supuesto, sin faltaalguna de consideración al cúmulo de simbo-logías que atestan uno de los más eminentesproductos de la narrativa del siglo, si parasimbolizar un momento particular del turismosuizo extraigo en función de símbolo de lo queen las páginas de la voluminosa novela sucedeal protagonista, en la parte más accesoria de laobra, pero más perceptible también para el lectorcorriente. Me refiero a lo ocurrido al turistaalemán que al visitar a un primo suyo tubercu-loso, recluido en una residencia de Davos, con-trajo una especie de tisis psicosomática quele arrumbó en el sanatorio por espacio de cincoaños.

Un conjunto de submúltiplos, pues, arduo desintetizar, contribuyentes a un total claro ypreciso. El hacer comparecer a Suiza en elmercado turístico de la trasguerra con su mag-netismo disminuido. Dando la sensación de ha-ber perdido puntos en la escala de preferenciasdel colectivo turístico, con una resultante ensu dispositivo receptor definitoria de la tónicadel período. Con una industria turística sumidaen crisis permanente. Percance de enorme im-pacto en desfavor de la alta concienciaciónturística del país, entibiaba al percibir la vulne-rabilidad de su más llamativa industria, parali-zada a causa de la guerra. Un tema de sumointerés para la Sociología del Turismo, porvertientes inexploradas aún.

Una industria en transición

Durante los años de guerra, y al igual queen España, en Suiza subsistieron vigentes cier-tas formas de viaje más o menos paraturísticas,estimuladas en parte y contra viento y mareapor la Oficina de Turismo suiza, que perma-neció abierta en la rué La Fayette de París,mientras duró la contienda. De cierta entidadlas estancias de algunas familias refugiadas biendotadas de recursos, e Incluso el nutrido tráficode corresponsales de guerra e invitados a visi-tar los frentes de combate por las potenciasbeligerantes. Algunos hoteles de la zona deLausanne y Montreux y del lago de Constanzaconsiguieron liquidar sus balances con númerosnegros albergando, bajo el patrocinio de laCruz Roja, con casa central en Ginebra, a im-portante cantidad de oficiales heridos o conva-lecientes de los bandos en lucha, así comoa internados y contingentes afectados por loscanjes de prisioneros. Clientela mucho menosinteresante desde el punto de vista anecdóticoque las expediciones de miembros de las fuer-zas armadas británicas que hacia el fin de laconflagración disfrutaron de vacaciones en Sui-za, beneficiándose del programa establecido porlas autoridades militares inglesas para premiarel buen comportamiento de sus combatientes.Tráfico presumiblemente envidiable para la ho-telería de más de un país, pero insuficientepara mantener en rodaje a una industria hote-lera del acendrado signo turístico y dimensionesde la helvética.

Restablecida la normalidad, el dispositivoreceptor ingresó en una fase de profundos y aveces penosos reajustes. Enfrentado con unaproblemática turística distinta por completoa la desaparecida con César Ritz, muerto enoctubre de 1918, a solas con su locura, enuna clínica privada de Küssnacht, en el lagode los Cuatro Cantones, y al pie del Righi,donde inició su fulgurante carrera. (Dato, elde la soledad, que con sorprendente serenidadfacilita su viuda, a la sazón al frente del HotelRitz de París, en la biografía que publicó amayor gloria de su ilustre marido.)

Obligado consignar en aspectos más positi-vos los preparativos para recibir adecuada-mente a la clientela norteamericana, de la quetanto se esperaba, al instalar en 1920 la Ame-

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rican Express en el Hotel Nacional de Lucerna,la primera oficina de la empresa en territoriosuizo. Otra iniciativa tendente a estimular untráfico que se intuyó premioso, el que Suiza,como el resto de los países, tuviera que exigirpasaporte a sus visitantes, pero no así visadosconsulares.

La falta de homologación en estadísticas fre-cuentemente dispares impide cuantificar conexactitud los resultados obtenidos. Un estadillopor nacionalidades, expresivo del tráfico turís-tico en tres años claves del decenio, muestrade modo sinóptico, y en rampa ascendente, elpunto cumbre del empinamiento, con indica-ción del inicio de la flexión:

1925 1929 1930

AlemanesInglesesNorteamericanos ...Franceses y belgas...

360.000 557.000 513.000156.000 204.000 190.000129.000 196.000 175.00076.000 169.000 150.500 (1)

Cifras satisfactorias las de 1929, al rebasarligeramente las cotas máximas de la anteguerra.No tanto si, comparadas con las estadísticasllevadas por la Sociedad de Hoteleros, conbase a las nuilées, reveladoras de que los turis-tas se alojaban en sus establecimientos por espa-cios de tiempo menos prolongados que en elpasado (2).

Suiza, en baja

Nada más normal en acto de naturaleza tantornadiza como el turismo que al fervor inhe-rente a toda moda le siguiera un bache de pre-terición, no menos indispensable al vaivénforzosamente pendular de las bogas. Nada departicular que la opacidad de la oferta turísticasuiza no afectara al turismo gregario y desindi-vidualizado, regido por esos extraños movimien-tos inerciales que le son propios. Sometido alefecto que los expertos en publicidad gráficallaman el efecto halo, consistente en la vendi-

(1) El inleresado en mayores pormenores estadís-ticos consultará con fruto las estadísticas elaboradaspor don losé Ignacio de Arrillaga. en su El turismoen la economía nacional, págs. 201-202 (Madrid, 1955).

(2) Información complementaria sobre la crisis delturismo suizo en el análisis publicado en 1929 porL'Office National, transcrito en su parte esencial porLuis Fernández Fuster, en su Teoría y técnica delturismo (tomo II. págs. 796-798, 5.* edición. 1980).

bilidad, por simple rutina, de un productointensamente acreditado. Cuestión ajena porcompleto al tipo de turista más interesantepara los suizos, el sensible de siempre a la pro-yección literaria irradiada por los países objetode sus visitas.

Suiza había perdido carisma literario. Losescritores de la nueva promoción consideraronagotada la gran fuente de inspiración de losescritores románticos y posrománticos. Si An-dré Gide, Hermann Hesse, Selma Lagerloff,Robert Hitchens y otros autores en candelerapasaban en ella sus vacaciones, en parte algunade sus escritos halló sitio ni reflejo el país. Conmenos motivo pudo figurar Suiza en las obrasde los autores de la nueva ola que pasaron porella repudiándola por estereotipada con un este-reotipo más. Para éstos, imperturbable en de-masía, insolentemente próspera y aburguesada,con fama de egoísta y mercenaria, desprovistade mar y de playas, pulcra y metódica hastala exasperación y encima carísima. En otraspalabras: revestida de cuantos signos externosprecisaba para granjearse la indiferencia, cuan-do no la antipatía de artistas e intelectualesa la búsqueda de más excitantes escenarios.Un autor belga denunció la moda de vituperara Suiza. Dándole la razón D. H. Lawrence,que en su «Twilight in Italy» escribió sobreella auténticas atrocidades. Como cuando, sinvenir a cuento, le dio por arremeter contra ellago de Zurich:

«Insoportable... tan pequeño, tan irreal. Da laimpresión de falso, como un mapa en relieve queme hubiera gustado despedazar. Como una decora-ción fabricada, un paisaje aburrido pintado sobreun muro, para ocultar el verdadero paisaje.»

Dicterio, curiosamente inspirado por la galade la ciudad favorita de otro escritor, el irlan-dés lames |oyce, a la que años después, yafamoso, volvió para fallecer en ella y dondeyace sepultado. La ciudad en la que, dandoclases de inglés en la Berlitz School local, seayudó para, con la mente puesta en Dublín,escribir los más trascendentales capítulos de su«Ulysses».

Algo más atractivo para escritores de notael valle del Ródano, francófono, y en el Valais,que sin poblaciones, eminencias ni hoteleríade fuste, no lograba retener a los turistas enruta hacia más amenos parajes. Razón por la

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que Rainer Maria Rillke se compró, en 1921,y en Muzot, sobre Sierre, una casona parapasar en ella los veranos. En una de sus innú-meras cartas, revelaba a una de sus princesasel motivo de su elección: «El paisaje presentaaquí una extraña mezcla y feliz del de Españacon el de la Provenza.» Disfrutándolo, moriríaa los cincuenta y un años de una muerte depoeta. Agravada su leucemia por la espina quele clavó una rosa que recogió en su jardín deMuzot.

A corta distancia de Montana-Vermala, uncaserío desperdigado por una ladera monta-ñosa, enlazado con Sierre y su estación delferrocarril por un funicular. El lugar al queen 1921, neurasténica perdida, plagada de deu-das y minada por la tuberculosis, llegó desdela Costa Azul, con su spleen y su genio, Kathe-rine Mansfield. Para en los dos veranos últimosde su vida concluir, en carrera contra el reloj,sus obras más definitivas. Sin referencia algunaen ellas a Suiza. Las referencias al país lasconsignó la escritora neozelandesa en su «Dia-rio», entreverando sus pestes contra los nativoscon algún que otro elogio al paisaje. Razón demás para resaltar el encomio a los habitantesdel Valais que recién llegada, en junio de 1921,inserta en carta escrita a su cuñado:

«Son "simples", sin malear, honrados y auténti-cos demócratas. En Suiza, el viajero de terceraclase es tan aceptable como el de primera, y cuan-to más desarrapado, menos te miran. Esto mehace grata la vida; muy grata.»

Cumplido de filo dual, pero de agradecera fin de cuentas. Especialmente por parte dela organización turística de un país, breve enextensión, confrontado con el problema dehaberse incrementado más de lo deseable lamovilidad de sus visitantes.

Adecuación del transporte

Fresca aún en la memoria una de las duraslecciones aprendidas durante la guerra, Suizaaceleró la electrificación de su red ferroviaria,más que por consideraciones turísticas, paraliberarse al máximo de su dependencia de uncarbón del que el país carecía. Restringida laconstruccción de funiculares y teleféricos aalgún que otro centro de deportes invernalesen alza, no pocos suizos vieron con preocupa-

ción la alarmante premura con que atravesabansu país los expresos internacionales, desde quea partir de 1924 potentes locomotoras pasabana los trenes de un lado a otro de los sacacor-chos de los túneles del San Gothardo. Dehecho, la edad del ferrocarril concluye paraSuiza en 1926 con un brusco frenazo. Al ter-minarse el último auténticamente turístico, elde Brigg a Dissentis, por Andermatt, a caballoen transversal por encima del macizo del SanGothardo y con el glaciar del Ródano a mediocamino.

El adiós a las locomotoras, digámoslo así,expresa el grado con que el turismo automo-vilístico imponía su ley, afianzado su dominiocon la complicidad de las pluscuamperfectascarreteras suizas. Sin cotas para su expansiónal doblegar la obstinada resistencia impuestaen los Grisones a admitir en su territorio vehícu-los a motor. Rechazada su presencia en variosreferendums, el de 1927 les levantó finalmentela proscripción debiendo en todo caso abonarun impuesto para entrar y circular por las rutasdel más extenso y quebrado cantón de la Con-federación Helvética.

Puntualizaron algunos que no antes de quelos hijos de los cocheros aprendieran a condu-cir. Puras habladurías, que omiten tomar encuenta la inminencia de la celebración en St.Moritz de las Olimpíadas de Invierno. En todocaso, ingenuo e impertinente atribuir la posturaantiautomovilista a sentimientos contra el pro-greso en el ánimo de los habitantes del cantón,error en el que deliberadamente incurre la me-jor guía automovilística de Europa, editada enBerna, al recomendar en 1928, y en tres idio-mas, «conducir en este montañoso distritomás despacio y con mayor cuidado que enotros, pues sus habitantes necesitan tiempo pa-ra acostumbrarse a esta novedad».

Prudente consejo, aunque la aversión haciael modo de locomoción que venía pegando nodimanara de idiosincrasias rústicas y monta-races de los vecindarios de St. Moritz y con-tornos. Surgía de las compañías de transportea tracción animal, pintorescos trineos incluidos,al considerar lesionados sus intereses por unmedio de transporte que confería al turistauna autonomía de movimientos peligrosa parael turismo de residencia. No así los autocarespostales del gobierno federal, entusiásticamente

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acogidos, con los alemanes en cabeza, por losturistas de disponibilidades económicas limita-das y por la modesta hotelería instalada enalturas de escaso renombre.

Resta saber el porcentaje de turistas extran-jeros deducible de los 991.000 pasajeros trans-portados en el año 1921. En cambio, constacon exactitud, el salto de los 78.900 automóvi-les extranjeros entrados en Suiza en 1927 a los104.000 el año siguiente, interesante aporte alentretenimiento de la red de carreteras debidoal peaje que hubieron de abonar al circularpor pasos de montaña importantes.

En medios inveteradamente alertas a todainnovación, recibió cuanta atención cupo espe-rar la modalidad aérea. Pionera en el ramola compañía Ad Astra Aero Suisse, fundadaen 1920. Con aviones de escasa capacidad, ysubvención estatal, estableció en 1922 vuelosentre Ginebra y París y Zurich-Nuremberg,cerrando el ejercicio de 1928 transportando19.590 pasajeros: no mal comienzo para unpaís excelentemente dotado con enlaces conel exterior por vía terrestre.

Involución hotelera

Improbable que al epíteto de «fenómeno irre-versible», aplicado al turismo por estamentosburocratizados, en década y país, por conti-guos, descortés señalar, le encontraran funda-mento y sentido los hoteleros suizos de losaños veinte. Ni siquiera los ginebrinos, cuandotras el referéndum de mayo de 1920, y no pordilatado margen, se incorporó su país a laSociedad de las Naciones como miembro noalineado o neutral.

Escogida Ginebra como sede de la organi-zación, mientras iba planificándose la construc-ción del Palais des Nations y edificios anexos,el grueso de su hostelería capeó la recesiónbien que mal dando cobijo a las carnadas defuncionarios y taqui-mecas de nacionalidad va-ria, empleados por los nuevos organismos, algu-nos provisionalmente instalados en los mejoresestablecimientos de la ciudad. Negocio inalcan-zable para el rosario hotelero de Vevey-Mon-treus, incapaz de reaccionar sin sus rusos ypolacos de otrora.

En un país de núcleos de población sepa-

rados por cortas distancias, servido por unóptimo sistema de transportes, la clientela na-cional aportaba muy poco volumen de negocioa una industria hotelera consagrada en su ma-yor y mejor parte a la recepción de turismoextranjero, en proporción superior a la de nin-gún otro país, considerablemente incrementadossus gastos de explotación. Industria aquejadapor tribulaciones económicas que el gobiernofederal, y los cantonales en su caso, procuraronaliviar por medio de reducciones sustancialesen la presión fiscal. Ayudas cuya insuficienciase procuró subsanar, bajo el lema de la solida-ridad, al fundarse en 1923, y en el seno dela poderosa Sociedad Hotelera, la Société Fidu-ciaire de l'Industrie Hoteliére, con el fin desuministrar créditos a los miembros en seriosapuros, proporcionándoles asistencia técnica anivel empresarial.

Una evaluación en sus justos términos de laatonía acusada por la no hacía mucho másfloreciente hotelería europea exige tener pre-sente un hecho poco comentado. Los fuertestrasvases de capital, técnica y personal direc-tivo de las principales cadenas y organizacionesdel ramo a más rentables mercados: el italianoy el egipcio, por ejemplo.

Dentro de casa por lo menos se consiguióimprimir cierta elasticidad a la oferta, indican-do la fluctuación anual de las tarifas hoteleras,con tanta o más expresividad que cualquier esta-dística convencional las tendencias del movi-miento turístico en el curso del año. Unos pre-cios moderados por la parte del Oberland enprimavera y otoño, se disparaban a la alza enjulio y agosto, elevándose en el área de St. Mo-ritz en invierno y en verano, al tiempo queen la zona de Lugano y Locarno se desatabandurante los meses de septiembre y abril.

Invierno en Suiza

Nada más natural en un decenio turística-mente recesivo que el cepo de la estacionalidadconstriñera con agobios redoblados el desarro-llo del turismo suizo. Razón determinante paraque los adalides de la hotelería helvética demontaña se esforzaran en aclarar el porvenirde sus establecimientos, proporcionando entresu clientela tradicional las vacaciones inverna-

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les en Suiza, ya boyantes durante la belleépoque.

Los años de guerra no embotaron el poten-cial persuasivo de promotores del calibre delos hermanos Seiler, Hermann (presidente dela Alianza Internacional de Hotelería de 1925a 1928) y el de Josef, dueño de la hoteleríade Zermatt, sin olvidar el prestigio social entrela aristocracia inglesa de Hans Badrutt, reysin corona del soberbio complejo hotelero deSt. Moritz.

Con tan influyentes tentadores, casi al puntose restableció la llamada British Season porlugares alpinos muy calificados. Integrada porgrupos de familias británicas de alto copete rea-cias a gozar de Suiza en plena temporada. PorMürren, Gstaad, Lucerna e incluso Zurich,satisfactorios los coeficientes de ocupación quese alcanzaron durante las denominadas «Navi-dades inglesas», al haberse preparado los pobla-dos alpinos para suministrar esparcimientos alaire libre, en días fríos y cortísimos. Los inver-nantes no se conformaban con la perspectivade aprovechar las breves horas de luz solar,retozando entre nieve, para luego tratar deahuyentar el tedio recluidos en el hotel, bai-lando o jugando al «bridge» o al billar, sinotra variante que, de cuando en cuando, cenaren algún hotel de la vecindad. En lugares comoGrindelwald y St. Moritz se programaban gym-khanas y pruebas hípicas nocturnas, hasta lamadrugada, gracias a la potencia de las insta-laciones eléctricas, que, a calles, placitas, co-mercios, bares y pistas de patinaje, hacían res-plandecer como carámbanos en árboles navi-deños inundados de luz.

La temporada de los ingleses, propiamentedicha, corría del 1 de diciembre al 1 de febrero.Sucedida, al parecer, por lo advertido en unaguía inglesa de Suiza en invierno:

«Hacia la segunda semana de febrero, la En-gadina, y en especial St. Moritz. se ven invadidospor hordas teutónicas que llegan no a cientos,sino literalmente a millares. Vienen equipados pa-ra la práctica de deportes de invierno, pero dandoa la vista del imparcial observador la impresiónde pasarse el día montados en inmensos toboganestirados por troncos de caballos alegremente enjae-zados. Algunos ocupan las pistas de patinaje yotros se van a esquiar a Pontresina. unas cincoo seis millas más lejos. Todas las tardes, de lastres en adelante, se aglomeran por la callecita en

cuesta de las tiendas de postín y de las orquestasde los hoteles se pasan la noche tocando jazzalemán» (1).

La práctica del rey del deporte blanco con-tinuó turistizándose al fundar Arnold Lunn, el30 de enero de 1924, en su feudo de Mürren,el Kandahar Ski Club, base para instaurar elaño siguiente su Agencia de Viajes la pruebaanual «Anglo Swiss University Race», factorcontribuyente para que St. Moritz afianzara sueminencia con un golpe maestro, al encargarsede preparar la segunda Olimpíada de Inviernopara 1928. El aristocrático edén invernal mudóde aspecto al construirse pistas y toda suertede instalaciones deportivas para celebrar digna-mente el evento, revistiendo en lo sucesivo susinviernos extrema rutilancia social, al parecer,pródigamente adjetivado por un periodista ma-drileño, que en el curso de su visita «a la mecadel verdadero y entusiasta deportista», redactóun deslumbrante reportaje del lugar en su me-jor momento:

«Sobre el lago se deslizan las gentiles patina-doras, que lucen las más caprichosas y audaces"creaciones" de los modistas parisienses. Y en elcuadro implacable del crudo invierno, sobre elfondo que refulge del cielo y de la nieve, resaltanlos trajes femeninos, tenues y alados, blancos ytransparentes, que, a favor de los rayos solares,fuertes y cegadores, dan a esta altura maravillosade St. Moritz la atrayente y paradójica impresiónde playa mediterránea, cálida y agosteña. Estacióninvernal "a la moda", apenas si la redimen de lafrivolidad esa fiebre loca de los deportes» (2).

Del conjunto de un artículo extractado aquíen su exposición esencial se desprende la claveque a St. Moritz le confería indisputada prima-cía. Que, por lo leído, no radicaba en la prác-tica de los deportes en sí:

«La elegancia de las espectadoras que no prac-tican el sport es lo que le da aspecto de estaciónveraniega en pleno invierno. Tejidos vaporososy obligatoriamente blancos se ocultan bajo los am-plios abrigos de pieles durante las horas en quela temperatura baja, para emerger triunfantes apleno sol o en los salones de los grandes hoteles.En las horas mundanas y galantes del Carltony del Suvretta, es posible que el tango o el char-lestón pretendan recobrar sus prestigios; pero aldía siguiente se correrán gintkhanas sobre la pista

(1) DomviUe-Fife, Charles W., Things seen inWinter (Londres, 1926).

(2) Martínez de la Riva, Ramón, Los deportes, ¡aelegancia y la belleza de St. Moritz (Madrid, 1928).

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del bobsleigh o habrá carreras en el lago, o sejugará la copa de lady Curzon. o comenzaránOxford. Cambridge y St. Moritz a disputarse elmatch de hockey y el deporte lanzará de nuevoa los felices del helado paraíso sobre la nieve, quefortalecerá sus almas, haciéndoles vivir inlensa-

Así, pues, sin vencedores ni vencidos, y enun encarte totalmente belle époque, proseguíandirimiendo sus invernales porfías la frivolidady la fiebre loca de los deportes sobre las nievessoleadas del más célebre resort suizo. En sus-tancia, y resumiendo cuentas, una esperanza-dora contribución a la ruptura del marco de laestacionalidad, de alcance bastante limitado enel cuadro general del turismo suizo.

Inhibición institucional

Cuesta poco imaginar atenuantes explicati-vas de la pérdida de peso específico del turismoen la conciencia colectiva del pueblo suizo. Unpueblo que vio amasar fortunas viendo vendermaquinaria y otros productos manufacturados,al tiempo que se derrumbaban otras vinculadasa la industria turística. Razón suficiente enprincipio para entender que el gobierno federalsiguiera desentendiéndose de intervenir en unacuestión hasta entonces privativa de los canto-nes y de las asociaciones del ramo. Sintomá-tica al respecto la falta de apoyo por partedel personaje político dominante, GiuseppeMotta (1871-1940), hijo y hermano de hotele-ros del Ticino, cinco veces presidente de laConfederación Helvética.

Con la industria relojera sumida en crisisprofunda e irrecuperable, exportaciones de másvisible naturaleza que las provinientes de la

industria del viaje imprimían huella más hondaen una balanza comercial endémicamente defi-citaria, así como en la gestión administrativade los encargados de equilibrarla. Excesivo, portanto, asignar a la fundación en 1917, concentral en Zurich, del Office National de Turis-me, por bien que sonara, trascendencia mayorque la merecida por un ademán testimonialdel gobierno federal, habida cuenta que laactuación del organismo, y hasta su reorganiza-ción en 1933, se limitó al desempeño de funcio-nes propias de un Instituto de Estudios Turís-ticos. La propaganda turística por el exteriorsiguió siendo competencia del servicio de publi-cidad de los Ferrocarriles Federales, a travésde sus oficinas en el extranjero, reforzada porla desarrollada dentro de casa por el TouringClub, con sede en Berna, y por la Société desHoteliers, establecida en Basilea.

Acorde con la norma al uso en países recep-tores, tampoco Suiza publicó informes sobreel saldo turístico: en el supuesto de que seconfeccionaran. En su defecto circularon varioselaborados por entidades privadas, que de pe-car en algo, más lo hicieron por exceso quepor omisión. En un estudio publicado en 1929por M. Scherz, director del Banco cantonal deBerna, estimó el aporte global del turismo a laeconomía suiza en 900 millones de francos,suizos, por descontado, con un saldo neto de500. Equivalente a una cobertura de dos ter-cios del pasivo de la balanza comercial, y laconsiguiente liquidación de la de pagos consuperávit. Datos inequívocamente trascenden-tes para modificar en más favorable sentido laactitud de las altas instancias gubernamentalesrespecto al turismo. Pero ya en la década si-guiente.

EL TURISMO EN ALEMANIA

Muy en primer lugar, unos cuantos recorda-torios situacionales expresivos de las condicio-nes en que la gran vencida en la gran guerraextendió a los turistas una bienvenida, si no

cordial, digna y decorosa al menos. Por unanación, si bien exenta de sufrir en su propio sue-lo el fragor de la contienda, llegada a la pazterritorialmente truncada, hecha trizas su eco-

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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 343

nomía y con una población infraalimentada ymaltrajeada con los ersatz inventados en lasfases postrimeras de la guerra. Con base a loexpuesto y a la documentación disponible, ins-pira respeto y admiración la enorme capacidadde recuperación para acoger visitantes que encircunstancias catastróficas a más no poderdemostró una nueva y capitidisminuida Alema-nia, convulsa, por si fuera poco, por tremendasconmociones políticas y sociales.

El esfuerzo alemán para sobreponerse a suscuitas y recibir con dignidad y cierto conforta sus visitantes supo apreciarlo un periodistagallego, al desplazarse en 1920, desde una Co-lonia aún ocupada por el ejército inglés, a lacapital de la recién estrenada república ger-mana:

«Restablecidas las comunicaciones con Berlín,una buena mañana el tren que debía dejarme enla gran ciudad a las ocho y treinta y uno, medejaba a las ocho y treinta y uno, efectivamente.Y era un tren medio huelguista, todavía, e ibaarrastrado por una de esas locomotoras prehistó-ricas que los aliados le dejaron a Alemania. Yodescendí, maravillado, en la estación de Friedrich-strasse, y poco después me paseaba por unas calleslimpísimas, donde no se veía un papel de fumar.y en las que la semana anterior se había suble-vado un ejército y después había habido una huel-ga general» (1).

Para el visitante, pleitos de familia, por de-cirlo así, solventados a puerta cerrada comoaquel que dice. Por lo demás, Sehr Korrect laactitud de la ciudadanía en relación con contin-gentes procedentes en su mayoría de países ha-cia poco enemigos. Como se vio en el veranode 1920, al mostrar Alemania de modo renta-ble y ejemplar el espíritu con que encajó laderrota, al celebrar en Oberammergau, en losAlpes bávaros su famoso «Passionspiele». Co-mo si en los últimos diez años nada hubieraocurrido y con arreglo al calendario tradicional.De mayo a septiembre, con un par de repre-sentaciones por semana. Y con tan descomunalafluencia extranjera también, que para compla-cerla y no desaprovechar la coyuntura, doblan-do las representaciones populares de la Pasión,programando cuatro semanales en lugar de lasdos de costumbre.

(1) Camba, lulio: Aventuras de una peseta (Co-lección Austral, núm. 295).

El marco, «kaputt»

El turismo se desenvolvía por Alemania nu-méricamente a más y aparentemente a mejor,indiferente al hecho de tener que fluir en elkafkiano contexto de un episodio típico en elámbito económico de la posguerra, que co-menzó a fraguarse en el otoño de 1920, aldenotar la moneda alemana patéticas flojerasen proporción inversa a la creciente fortalezade la moneda de sus visitantes. De ahí el con-tento y satisfacción que aquel verano rezumabadurante su visita a Nuremberg cierto turistanorteamericano al constatar que la palacialsuite con baño que ocupó en el Wittelsbachle costaba 200 marcos por día: 0,20 centavosamericanos, según puntualiza, al haber cam-biado a 1.000 marcos cada uno de sus dólares.Se entiende no le diera importancia alguna aque rigieran dos distintos precios para entraren museos y monumentos de la hipergóticacapital: uno para los Auslanderen y otro paralos alemanes. Al igual que en Munich, dondele cuesta 100 marcos entrar en la Altenpina-kothek, desdeñando consignar, por irrisoria, lacantidad cobrada al autóctono. Observa inten-sísimo tráfico civil por los trenes de toda Ale-mania y en los hoteles el cartelito de Aliesbesetz, todo ocupado, y por motivos tan sóloparcialmente discernidos por el detallista via-jero:

«Los alemanes ahora viajan por su país natalmás que en el pasado, posiblemente por temora no ser recibidos afuera tan bien como en otrostiempos, en el supuesto de disponer del dineronecesario para salir al extranjero» (1).

Flor de un día el conato de estabilizaciónmonetaria que se inició al poco. Empeñoimposible para el gobierno alemán el pagardentro de plazo las exorbitantes reparacionesde guerra impuestas por el «Diktat» de Versa-lles, al mismo tiempo que ahuyentar el fantas-ma del paro manteniendo a tope el funciona-miento de una industria en rápida fase de recu-peración. Sin otro respaldo para su programaeconómico que imprimir billetes de banco aritmo frenéticamente acelerado.

Al sucumbir un marco convaleciente bajoel peso del papel moneda, Alemania empieza

(1) Flambeau. Viktor. Red Letter days in Europe(Nueva York. 1925).

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a sumergirse en el abismo sin fondo de unaterrible inflación, tocándole al visitante del paísvivir experiencias tan sólo hallables en las se-cuencias de una obra de teatro surrealista. Elcaso del turista mexicano, que tan felices selas prometía en materia de shopping a la vistade los precios de los artículos expuestos en losescaparates. Ensueño del que le extrajo el guíade la Cook, al advertirle que los precios queleía eran para los ciudadanos alemanes, aumen-tándose en un 50 ó 100 por 100 para los extran-jeros:

«Nuestro intérprete nos explica que ésta es unamedida tomada por el Gobierno, en vista de losabusos. Dice que meses atrás llegaban extranjeros,aprovechándose de la baja tan escandalosa delmarco, cargados de dinero, que les había costadocasi regalado, y vaciaban materialmente los alma-cenes. Que ni siquiera se fijaban en lo que com-praban. Que aun cuando los comerciantes hacíannegocio, el Gobierno vio que. de seguir así, ibaa resultar que Alemania quedaría sin tiendas, pueséstas se vaciarían y no les sería posible a los pro-pietarios volverlas a surtir por la diferencia tangrande en el cambio para poder importar mercan-cías. De modo que para los alemanes los preciosles resultan más bien caros de acuerdo con lo queganan: pero para los extranjeros, con el cientopor ciento más, y las dificultades para poder com-prar, primero, y las de Aduanas para sacar, des-pués, es verdaderamente imposible» (1).

Al no rezar trabas tales con hoteles, res-taurantes y otros bienes de consumo interno,un viaje por Alemania venía a salir por unabagatela. Y por menos aún al ocupar en enerode 1923 la cuenca del Ruhr las tropas enviadaspor los gobiernos de Francia y Bélgica, al ne-garse a cobrar sus reparaciones de guerra enuna moneda virtualmente imaginaria. Tropelíano exenta de culpabilidad de que en abril seobtuvieran 17.792 marcos por dólar, 350.000en julio, 4,5 millones en agosto, 25 millonesen octubre, y a mediados de noviembre 4,5 bi-llones de marcos por un solo dólar mondoy lirondo y 228.000 millones por un devaluadí-simo franco francés.

«No hay restaurante en todo Berlín que notriplique el precio de una cena de la sopa alpostre», ni taxista que por la carrera de laestación al hotel no cobre más de un millónde veces de lo que pagó por el automóvil, soncomentarios que con mínimas variantes constan

(1) Urquizo, Francisco L., Europa Central en 1922.Impresiones de un viaje por Francia. Alemania. Che-coslovaquia. Austria e Italia (Madrid, sin fecha).

en toda impresión del turista del tiempo. Muydistintos en tono, a buen seguro, de los profe-ridos por funcionarios y empleados que debíancobrar cada dos o tres días el sueldo mensual,en dinero inferior en valor al papel recibido.Y por quienes tras matarse por ahorrar una di-minuta fortuna creyeron despejar de incerti-dumbre a su retiro, sin otro resultado terminalde no alcanzarles el monto de años de econo-mías y privaciones ni para comprarse un perió-dico en el quiosco de la esquina tan siquiera.

Pudo observarse entonces lo fatal que alturismo le sientan las baraturas exageradas. Enigual medida que en dosis razonables nada me-jor para realzar y potenciar el encanto delpaís que se visita, no hay duda de lo muchoque lo avinagran y estropean al rebasar loslímites de la mesura. En este supuesto, unaventaja teórica se troca en una desventaja real,y tanto para visitantes como para visitados.Doctrina evidenciada al desplomarse rumbo alinfinito la cotización hacia la baja del marco,en magnitudes desafiantes por astronómicas dela capacidad de la mente humana para el cálcu-lo. Sin que hubiera manera de comprar un parde zapatos o unos prismáticos, pongamos porcaso, más que pesando el contenido de unamaleta repleta de billetes de banco, evitandoasí la molestia de tener que contarlos-. Ni modode dar en los grandes comercios con un solodependiente que hablara otro idioma que elvernáculo, al tiempo de proliferar que fue unprimor los almacenes que colocaban en susescaparates cartelitos con un inamistoso «Nose vende a extranjeros». A nivel personal, Ale-mania frunció el ceño respecto a sus visitantes.Al barrer aquella inflación galopante y enlo-quecida de comercios y hogares productos quehabían hecho del país una jauja para el turis-ta, tuvo la consecuencia de que el alemán con-siderara al turista extranjero como una remorapara su bienestar y al turismo como una plagaletal y antipática.

Una xenofobia pasajera que por su raíz eco-nómica remitió al ir dando sus frutos el geniode Schacht, un mago de las finanzas formadoen los Estados Unidos, que en agosto de 1924emprendió un saneamiento de la economía nacio-nal con ayuda crediticia extranjera, americana enparticular. El reemplazo a razón de 0,23 pordólar de un Reichsmark polimillonario y fan-

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tasmal por un «Rentenmark» comedido y sen-sato, creó las condiciones objetivas indispensa-bles para que en abril de 1925 accediera porsufragio universal el mariscal Hindenburg a lapresidencia del Reich, considerándose el hecho,y con razón, prueba concluyeme de la consoli-dación de la República, refrendado el siguienteaño al ingresar Alemania en la Sociedad de lasNaciones. La estabilidad económica aparejó lapolítica y la social, sin por las muestras dedu-cir los gobiernos sucesivos la lección despren-dida del hecho de que los partidos revanchis-tas, como el nacionalsocialista, que veníapegando, no redujeran los logros proselitistascosechados durante la recesión.

Restablecimiento alemán

Con el retorno a la normalidad volvió a serrecomendable para los sensibles al buen tratoy a la cordura en precios y cambio monetariorecorrer una Alemania vuelta a su ser. Conciertos distingos que hacen al caso señalar. Em-pezando con aquello tan utópico y bonito del«turismo, pasaporte para la paz», puesto encirculación por el mundo de los tópicos durantelos prósperos años sesenta, carente de aplica-ción en la Alemania de los felices veinte. Engran parte por culpa de su espectacular recu-peración y justo en el preciso momento en queparecía hundirse sin remedio el franco francés.Circunstancia generadora de sentimientos nadaamistosos ni fraternales entre los pocos turis-tas de allende el Rhin, de visita por un paísen abierta rebeldía a representar el papel devencido a perpetuidad que le asignaron susvencedores.

Moderador y exponente a la vez —uno detantos— del punto de vista francés respectoa la Alemania «del milagro» —término tam-bién en boga en aquel entonces—, el experi-mentado e influyente repórter, y muchas cosasmás, Henri Béraud, llegado a Berlín a pri-meros de agosto de 1926, con unos cuantosescocedores interrogantes a flor de pluma:

«¿Cómo es que un pueblo económica y militar-mente derrotado, reducido a los peores expedientesfinancieros, abocado a los límites extremos deldesorden y la desesperación, ha podido, de lanoche a la mañana, emitir, casi sin reservas de oro,un papel-moneda susceptible de superar al franco,a la lira y hasta a la libra esterlina en el mercado

internacional? ¿Cómo fue que la Alemania queproclamó a todos los vientos su hambre y su penu-ria, se las haya arreglado para llenar al instantesus graneros y comercios, permitiendo a sus másmodestos ciudadanos disfrutar por medio mundovacaciones de nababs7 Mesas abundantes, trenesrepletos hacia los centros de placer. Tales son lossignos de su prosperidad, y sería inútil negar-los» (I).

Y tres cuartos de lo mismo con el inglésmedio. Deformada su visión por lo poquísimoque coadyuvó su prensa a hacerle sentirse de-masiado cómodo en una Alemania rehaciéndoseindustrialmente a paso de carga y tratando detú a tú su moneda a una libra esterlina debili-tada. Acrecentaba el peso del yugo de la impo-pularidad la modernidad de los magníficossuperliners de la Hamburg-Amerika-Linie, com-pitiendo por la ruta del Atlántico Norte, ypreeminentes en el tráfico de Sudamérica aEuropa.

Recuperación turística

Con la casa en orden, la Administraciónfederal estimó llegada la hora de prestar ciertaatención al turismo extranjero. Tarea asumidapor la «Reichszentrale für Deutsche Verkehrs-werdung» (R. D. V.), fundada en 1920. Dehecho, una versión germana de cualquier Fede-ración de Sindicatos de Iniciativa y Turismo,aséptico el caso alemán de la sobrecarga galicis-ta infusa en la denominación en vigor por Fran-cia y su zona de influencia. En todo caso, unaentidad paraoficial dispuesta a cumplir conrigurosa lateralidad lo exigido por su denomi-nación de Centro de Promoción del Turismo.Con dedicación especial a la «Auskunft», a lainformación, caballo de batalla de la promocióngermana. En lugares estratégicos de Berlín y deotros puntos, la R. D. V. emplazó casetas enlas que, en idiomas varios, se impartió a los vi-sitantes información turística de alta precisión,haciéndose sentir por el exterior los efectos deuna propaganda impresa inteligentemente con-feccionada.

Labor secundada por la reorganizada «Allge-meine Deutsche Automobil Club», la eficiente«A. D. A. C» , o Touring Club alemán, artíficeen 1927 del montaje por los principales accesos

(1) Béraud, Henri, Ce que ¡'ai vu á Berlín (París,1926).

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a Berlín de un servicio turístico ciertamente ori-ginal e imaginativo. El de los «Auto Lotsen»,literalmente «prácticos automovilísticos», utili-zado el primer término en el sentido de los ave-zados pilotos que suben a los barcos para, timónen mano, atracarlos salvos y sanos en los mue-lles portuarios.

Lo mismo que el cuerpo auxiliar de laA. D. A. C, uniformados y con el distintivo«Auto Lotsen Dienst» en brazalete y gorra deplato, el «Lotse» de servicio, y a petición delconductor del vehículo desconocedor del terrenohacíase con el volante del coche para conduciral turista desde la periferia al centro de la enre-vesada capital.

Síntomas expresivos de la recuperación turís-tica la inauguración del pétreo y colosal «Peters-berg Hotel», construido con dudosa oportuni-dad en 1914 por un fabricante en Colonia delagua que pasea por el mundo el nombre de laciudad: en la cima de una colina sobre el Rhin,a la altura de Bonn, y con el río surcado pormás y mejores vapores en excursión de por me-dio. La irrupción de las «Leicas» en el cotocerrado y multinacional de las Kodaks ameri-canas y la vuelta de los baedekers donde solían.

Regida la casa central de Leipzig por Hans,nieto del fundador, los acreditados libritos ro-jos, en alemán, francés e inglés, reconquistarongran parte de su hegemonía en el campo delas guías turísticas. Circunstancias idóneas ajuicio del gobierno alemán para aprobar elproyecto de la Dirección de los ferrocarriles deabrir en 1927 su primera Oficina de Turismoen el extranjero, predeciblemente en NuevaYork, y en el mejor tramo de la QuintaAvenida.

Con una moneda decorosa y respetada yaminorada por un reciente golpetazo la propen-sión nacional al ahorro, el ciudadano alemánde los años veinte se entregó al disfrute delturismo con ímpetus que por imprevistos asom-braron a propios y a extraños. Por itinerariosparcialmente configurados por un analista espa-ñol del fenómeno a escala mundial:

«El germen de odios y recelos, el sedimento queha dejado en pos de sí la guerra europea, culmi-nan particularmente en el país vencido. Los ale-manes, que formaban antes de la guerra una bri-llante clientela para el turismo francés, alejadoshoy de dicho país por la razón natural de la

pasada contienda, vuelven sus ojos a otros países,en busca de nuevos horizontes para sus aficionesturísticas. Así. Suiza ve aumentar cada día elnúmero de visitantes alemanes, y aun Italia anotaen el año 1924 la exorbitante cifra de 285.406 via-jeros de aquel país, constituyendo el mayor desus contingentes entre todas las demás naciona-lidades» (I).

El Berlín de los «Narrenjahre»

La brutal sacudida infligida a la sensibilidadcolectiva alemana por la gran derrota repercu-tió en el aspecto externo de la capital de laRepública, que creció con un sarpullido deacero y cristal. Expresión de un ánimo de rup-tura con la tradición, no umversalmente sen-tido, como luego se vio. Por de pronto, elPalacio Real, en cuyo balcón comparecía antesu pueblo el kaiser Guillermo, tocado con cascode plata y blanca capa nibelunga, se reabrió ennoviembre de 1925 al público como museo—uno más y no demasiado interesante—, mien-tras que demolidos bloques enteros en solemnegranito, los arquitectos de la Baukunst inten-taban erradicar un pasado ensayando por callesy avenidas los más ultravanguardistas edificiosque pudieron verse por la Europa de la tras-guerra.

De más tradicionales hechuras la Funkturm,la torre de la Radio, erigida con fines decla-radamente turísticos en 1926. Una estructurametálica, afilada como un minarete otomano,de 138 metros de altura, con una plataforma-mirador en la cúspide y a medio camino unrestaurante de moda. Saltó a la vista tratarsede una réplica más bajita de la torre Eiffel. Unajfiche en acero expresivo del sentido ocultode lo que sucedía en la aglomeración urbanaque trepidaba a sus pies. Archivada por algu-nos años y sin vigor alguno la savia de laGermania rígida e imperialista, el clima ciuda-dano berlinés proporcionó hartos motivos parasumirle en perplejidad a cualquier creyente enla fijeza permanente de las psicologías nacio-nales.

Porque en el cuartel general del más milita-rista y envarado prusianismo priva ahora lapintura más iconoclasta y masoquista del con-

(I) Herrera Anguita, losé. Estudio del turismo yproyecto para su desarrollo en España (Barcelona.1926).

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tinente: con genios del arte dada como Grosz.Beckmann y Max Ernst, derrochando por losteatros atrevimiento y talento creadores del ran-go de Bertolt Brecht y Max Reinhardt.

Contrapunto a la tónica de la metrópolis me-canizada y laboriosa, la vida nocturna berli-nesa, desmelenada y desabrochada, desarrolladacon destellos futuristas al morbo excitante delexhibicionismo «pomo» y la depravación. «Denueve de la noche a las dos de la mañana,Berlín sent l'amour y la Friedrichstrasse es unmercado de placeres que no teme la competen-cia de nadie, ni siquiera oriental», escribe unvisitante francés.

Sin focos de dispersión arrabalera, como losfauburgos de Montmartre o Montparnasse, lomejor del centro de Berlín se transformó porlas noches en un mercado de blancas y no tanblancas al aire libre y a tanto la hora. Todoun espectáculo. Superados por el ambiente enel interior de los Kabareten —desde el Ku-Kla,o Kunstler Kaffe, a El Dorado, edén de la máspostinera homosexualidad— en los que elchampagne con vaharadas de cocaína fluyó co-mo el fácil dinero de los valuta schweine, el delos espabilados que, oportunos, cambiaron enfuerte divisa las compras en marcos débiles,la fauna de los enriquecidos en negocios nuncaescasos para los avisados en las vorágines detoda gran inflación.

Para los más permeables a barreras idioma-ticas, checos, suizos, polacos, americanos yescandinavos, nada ofrecieron las noches deEuropa en materia de orgiástica diversión com-parable en desenfreno al del extrovertido Ber-lín de los «años locos».

De no ser en el nuevo Hamburgo, punto deembarque y desembarque preferido por el pa-saje sudamericano de los buques de la Amerika-Linie, perfectamente preparado para recibirles.Con hotelazos del tonelaje del Atlantic, con airede trasatlántico en cemento pretensado, con800 habitaciones como 800 camarotes de lujo,con blancura de quirófano y sin más a faltarque un salvavidas en cada pared. Símbolo deuna nueva forma de hacer turismo por Ale-mania que se repitió al hacer de pronto a laopulenta ciudad hanseática poseedora de algoque en el interés del visitante sobresalió sobresu Zoo, el megalítico monumento a Bismarck,

el túnel bajo el Elba y algunas cosas más de lasque la ciudad se sentía orgullosa.

Se trató del barrio de St. Pauli, asomado almuelle de atraque de los paquebotes, patroci-nado en exclusiva, y desde tiempos inmemoria-les, por la turbamulta marinera escupida desdetodos los pétalos de la rosa de los vientos.Surge la variable en los años veinte por moti-vos de indudable interés para el estudioso dela sociología del turismo en sus menos edifican-tes vertientes. Matrimonios bien y señoritasmejor no vacilaron en seguir la corriente y sa-cudirse de inhibiciones incluyendo en su pro-grama de sightseeing una visita nocturna, porsupuesto organizada, al barrio maldito. Al Yos-hiwara germano en miniatura. «Algo que losdignos hamburgueses no gustan mostrar, peroque el extranjero encuentra sin ayuda de guías»,dice Henri Béraud, quien nos servirá de cice-rone por «el Gran Bazar nórdico de la embria-guez y la prostitución, la Gomorra de lasbrumas, encrucijada de las más turbias lubrici-dades, bien merecedora de su renombre y porelementos de notable pintoresquismo, puede quesin igual».

Seguidamente, y entre otros antros de relajoa escala industrial, menciona el Trichter, elEmbudo, «en el que millares de cosmopolitasen juerga charlestonean envueltos en una nie-bla de tabaco opiáceo, transformado en un vahode pesadilla al perforarla la verde luz de losproyectores, mientras que cuatro Brunhildas desenos altivos ensordecen con sus vocalizacionesla bacanal del jazz-band». Alude después a lascarreras de caballos montados por prostitutasen traje de baño en el mejor de los supuestos,a los combates femeninos de lucha libre a seisrounds: a las once, a la una y a las tres de lamañana, destacando en el laberinto de la crápu-la una callejuela en particular:

«La Pelerstrasse, en escuadra, cerradas sus dosentradas por puertas de hierro, vigiladas por guar-dias a caballo, viéndose desde el medio de la callea un centenar de mujeres, en sus escaparates comocasilleros, parecidas todas a muías en sus establos.»

Como suele acontecer en tales aconteceres, alalemán medio disgustó infinito la participaciónde los turistas en aquella distorsión de la vidanacional, consciente de que su extremosidad bo-rraba el efecto del turismo tradicional discurrien-do sin estridencias por los parajes más líricos y

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artísticos del país. El aspecto negativo del infra-turismo es certeramente entrevisto por un perio-dista sevillano en su crónica de las representa-ciones en los escenarios de ciertos music-halls deBerlín: «Los alemanes se divierten, eso sí; perolos que arremeten contra la vieja Alemania noson alemanes: judíos, negros, eslavos...» (1).

Observación vaticinadora de determinadasreacciones nacionalistas a sobrevenir a cortoplazo que, por motivos de opuesto signo, ennada suavizarían la imagen de una Alemaniaen laboriosa recuperación.

Turismo doméstico

En años en los que las clases medias y popu-lares alemanas hubieron de moverse pocosobradas de numerario, vibrante revulsivo alturismo interno imprimió el renacer de losWandervogel, una forma corporativa de prac-ticar la actividad de modo económico y talantenaturista. Fundada la organización en 1911,al estilo de los boy scouts, de la que no que-daron excluidos los no tan muchachos, en 1921disponía con sus diversas filiales de 1.200refugios, utilizados por 506.000 estancias deasociados, ascendiendo en 1927 a 2.318, enlos que se alojaron 2.665.000 excursionistas.

En 1929 una escritora describía a los espa-ñoles las particularidades de —y transcribo—«los aves de paso, antigua asociación de lasjuventudes alemanas, establecida en Germaniahace tres siglos, para fomentar el amor a loscampos y a los viajes, al conocimiento de lospaíses y a la expansión de los espíritus».Proemio que sirva a doña Concha Espina parapasar a explicar a sus conciudadanos el com-portamiento de los Wandervogel en acción:

«Miles de asociados van y vienen por los cami-nos alemanes en expediciones curiosas y denoda-das al nacer cada primavera. Son jóvenes: estu-diantes, empleados, burgueses, a los que se unentambién mozos de arresto, y aprovechando lasfiestas y vacaciones, se ciñen polainas, visten eltraje holgado propio de la excursión y cuelgana la espalda una mochila con provisiones. Así via-jan, de día o de noche, según sea menester, porla carretera, por los canales y el ferrocarril. Mu-chas veces llegaban a Italia y a Rusia. Despuésde la guerra se contienen en los límites germanos,si no pasan la margen de Suiza y de Polonia.

Los Wandervogel duermen al raso o piden hospe-daje liberal en los cuarteles. Forman un bolsillocomún y no tienen más disciplina que la de unasaludable fraternidad. Pero cada grupo elige elcamino que más le gusta y la compañía que másle agrada» (1).

La cuantiosa proporción de asalariados quea partir del final de la guerra, y a través delos convenios laborales colectivos, conquista-ron el derecho a disfrutar de vacaciones anua-les mejor o peor pagadas, dio origen a otrasorganizaciones, como la agencia de viajes cató-lica Rotala, fundada en 1925, dedicadas a es-timular y organizar los viajes de recreo entre susasociados. Sólida infraestructura, pues, la delos Wandervogel y similares, que supo elIII Reich aprovechar para erigir sobre ellaotra aún más compacta y expansiva, estructu-rada en torno a un concepto populista del viajeturístico, que a continuación de la II GuerraMundial dióse en llamar como algo nuevoturismo social.

Como no pudo ser menos, no se precisaronestímulos para que en el pueblo alemán pren-diera con virulencia el playismo típico de losaños veinte, en favor del corpore sano conmínimos de vestimenta y en desfavor de losbalnearios del país. Impulsos mayormenteconstreñidos a ser satisfechos absorbiendo lamáxima cantidad de sol a orillas de las nomuy tibias aguas del mar del Norte y del Bálti-co, disminuido este último litoral por la cuñadivisoria del corredor polaco que partió Ale-mania en dos. Las playas marítimas funciona-ron al servicio del veraneo nacional con unasinstalaciones concebidas a medida de los gustosde la sociedad kaiseriana, como las de la islade Sylt, apreciándose afluencia escandinava enlas playas bálticas de Travemünde y de la islade Rugen, así como en torno al Kasino Hotel,abierto en 1927, con el aliciente de las ruletas,en el término municipal de la ciudad libre deDanzig.

Una de las singularidades del playismo ale-mán, anotada por el visitante extranjero, losinmensos Freibaden de Berlín, las playas quecon arena importada del Báltico habilitaron lasautoridades municipales en lagos naturales oartificiales, como la playa del Wannsee, en losparques ex imperiales de Potsdam.

(1) Chaves Nogales, Manuel, La vuelta a Europaen avión (Madrid, 1929). (1) Espina, Concha. Cosmópolis (Madrid. 1929).

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Las proporciones con que el despertar eco-nómico e industrial del país repercutió en elturismo alemán asombraron por su magnituda José María Salaverría, tal y como refiere enuna de sus «Notas de vjaje», fechada en Colo-nia en agosto de 1926. Tras evocar la quietudreinante en el pasado en torno a la catedral,pasa a informar de la situación en el momen-to de su visita:

«La estación del ferrocarril, emplazada allí cer-ca, la llena del estruendo de sus convoyes y de susestridentes pitidos; chirrían los tranvías; alboro-tan los automóviles; los mejores hoteles paraviajeros, las bulliciosas cervecerías, los restauran-tes y las grandes tiendas se aglomeran en la proxi-midad de la catedral; la Agencia Cook, en suma,está allí mismo instalada. En medio de ese torbe-llino ciudadano con que se manifiesta nuestracivilización de motores, dínamos y calderas, lagigantesca catedral de Colonia, oscurecida hasta elnegro de carbón por el humo industrial, haceel ademán anhelante de elevarse, de evadirse alcielo» (1).

Ni siquiera refugiándose en el asilo de susnaves consiguió librarse de las molestias deltráfago y estruendo desatados en derredor delmonumento cumbre de Colonia, en cuyo inte-rior confecciona una reseña descriptiva delboom turístico vivido por el país:

«La Agencia Cook, el Baedeker y todas lasguías y agencias de viajes, sin contar la industriade postales en colores, arrojan sobre la catedralde Colonia, pero sin descanso, no centenares, sinomiles de turistas de incontables especies, desdeel grupo de ingleses o americanos que dan lavuelta a Europa, o la vuelta al mundo, hasta loschicos de las escuelas alemanas que van en vaca-ciones, con sus maestros a la cabeza, recorriendoconcienzudamente todos los monumentos naciona-les. Y las compañías de boy-scouls. Y los equiposde fútbol. Y los infinitos alemanes y alemanasque, con sus mochilas de alpinistas, están en todaspartes, se meten por todos los lados.»

Transportes alemanes

Con un equipo hotelero adecuado y virtual-mente ileso, correspondió a una red ferrovia-ria totalmente estatalizada en 1920 reanimarel tráfico turístico por venir, sin dejar de repo-ner las bajas de material rodante requisadopor los vencedores. Tentador el incentivo ads-crito a la Feria de Leipzig, celebrada dos veces

(1) Salaverría, (osé María. La catedral de Colonia(Blanco y Negro. Madrid).

por año. Beneficiado cuanto extranjero decla-ró en taquilla intenciones de visitarla con un60 por 100 de descuento en los billetes de tren,con tal de presentarlos al salir del país estam-pados con un sello acreditativo de su asisten-cia a la más importante Exposición industrialde Europa. Trámite que le permitió viajar aprecios reducidos por todos los ferrocarriles ale-manes casi por cuanto tiempo le plugo.

En un mercado viajero fascinado por elmaquinismo y la velocidad, la técnica germa-na sobresalió con impresionantes realizacionesen el ramo del transporte. Tanto por tierracomo por mar y aire. Perdidos por la WagonsLits sus derechos al tráfico por territorio ale-mán, sustituyó a la multinacionalidad de suspullmans el vagonaje de la empresa Mitropa,nacional y estatal, con un servicio no menosimpecable. Orgullo de la compañía los espec-taculares y americanizados «Rheingold» y«Edelweiss», en servicio desde 1928, desdelas lindes con Holanda hasta Basilea, por iti-nerarios paralelos a uno y otro lado del Rhin.Otro prodigio técnico, el «Zugspitzebahn»,inaugurado en 1928, que a los devotos delmontañismo mecanizado y del deporte blancoles transportó, por un túnel de cinco kilóme-tros casi vertical, a las pistas del monte másalto de Alemania, en cuya cúspide se abriópara acogerles el superlujo Schneferhaus.

La prohibición de contar con una Marinade guerra, y menos aún con una Aviación mili-tar, se tradujo para los alemanes en una ben-dición. De momento al menos. Además dealigerarles considerablemente el presupuesto na-cional, la restricción encarriló hacia industriasmás productivas que las bélicas los recursos yenergías que posibilitaron la consecución delogros en la esfera de los transportes turísticos,aéreos y acuáticos, imprevistos con toda proba-bilidad en los designios de los mandamases deVersalles.

La calidad de los transatlánticos botados enlos astilleros germanos recibió su consagraciónal alzarse en 1929 con la «cinta azul» el «Bre-men» de la Norddeutscher, triunfo de alta ren-tabilidad precedido por las sensacionales noti-cias de la prensa mundial narrando las proezasfuturistas de los zeppelines que despegaban dela orilla norte del lago Constanza. Más efectiva,aunque de menor relieve periodístico, la hege-

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monía de la Lufthansa, apoyada en los trimoto-res totalmente metálicos —los primeros— dise-ñados por el doctor Junkers. Tripulados por lapericia de los pilotos y observadores desahu-ciados de una Luftwafe desguazada y por lavocación de jóvenes promociones privado suacceso a una aviación militar inexistente porimposición de las potencias aliadas.

De todas formas, y pese a tantos pesares,Alemania sufrió las consecuencias de presentar

una imagen no muy atrayente en la bolsa mun-dial del viaje, cerrando su balanza turística consaldos deficitarios. Al menos en las tablas esti-mativas de Ogilvie. Con referencia a los años1928 y 1929, figura con unos ingresos de alre-dedor de ocho millones y medio de libras ester-linas y unos gastos turísticos de los alemanessuperiores a los catorce millones y medio, si-tuándose éstos en los dos años indicados a lacabeza de los visitantes de Italia.

TURISMO CENTROEUROPEO

Triturado territorialmente por el Tratado deVersalles, y privado de sus salidas al mar, el eximperio de los Habsburgo reaparece con forma-to de república federal como una parodia de símismo. Presentando tan desalentador futuropara su población que en 1919 un plebiscitoen el Voralberg decidió por mayoría incorpo-rarse a la Confederación Helvética, resoluciónde la que los suizos optaron no darse poraludidos, al igual de lo ocurrido con el acuerdode la Asamblea de Viena solicitando formalmen-te el Anschluss con Alemania. Decisión acepta-da en principio por los Estados Unidos, peroque Francia e Italia se apresuraron a vetar.

El turismo en Austria

Producto de esa simpatía que en la mala con-ciencia del vencedor a veces inspira la suertede un vencido tratado inmisericordemente,Austria recibió afluencias visitantes que en unterritorio empequeñecido se hicieron más evi-dentes. Concurrencia que tuvo en las autorida-des austríacas la virtud de generar una concien-cia turística hasta entonces inédita. Discernieronen aquel tráfico una vía para paliar la descapi-talización de un país repartidos sus núcleos in-dustriales entre naciones de nueva creación,afligido por una miseria generalizada y por unainflación que dejaba en mantillas a la alemana.En aquella actitud aperturista respecto al turis-

mo tuvo su génesis aquel un tanto altisonanteFremdverkehrministerium, integrando por algúntiempo el estrato superior de la Administraciónaustríaca, consciente de verse de golpe y porra-zo rigiendo un país predominantemente alpino.Una manera de enfocar la realidad a la quepuede adscribirse la terminación en 1925, en laaristocrática ciudad-balneario de Badén, cercanaa la capital, de la colosal piscina termal aptapara millares de bañistas, indicativa de unaconcepción naturista y popular del termalismo,muy en consonancia con el nuevo signo de lostiempos.

Domeñado el caos monetario en marzo de1925, con ayuda de considerables préstamosnegociados a través de la Sociedad de Naciones,en el curso de la operación desapareció elkrone imperial, sustituido por el modesto y de-mocrático schilling, medida básica para que elGobierno de monseñor Seipel desencadenarauna campaña de promoción por el exterior quehizo observar a un especialista inglés en polí-tica internacional:

«Austria necesita de los turistas. Antes auto-suficiente, con más de cincuenta millones de habi-tantes, ahora cuenta con menos de siete, de losque casi dos se concentran en Viena. Austria estáhaciendo un enérgico esfuerzo para recibir visitan-tes extranjeros, mientras se acrece la popularidaddel Tirol y de otros centros turísticos» (1).

(1) Huddleston. Sisley. Europe in Zigzags (Lon-dres. 1929).

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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 351

Lo que puede tomarse como expresión dehaber visto los gobernantes austríacos en la po-sibilidad de un turismo floreciente un reto delque en gran parte dependía la supervivenciadel país.

El Festival de Salzburgo

Un reto que despertó una de sus primerasrespuestas en el Festival Mozart, de Salzburgo,en el verano de 1921, montado al estilo delwagneriano de Bayruth, su modelo aparente.Conscientes sus organizadores del limitado hori-zonte de lo monográfico, lo repitieron al siguien-te año con el aditivo de internacional, alcanzan-do rápida y merecida reputación entre turistasmelómanos, para quienes programas a platoúnico, por mozartiano que fuese, despertabanentusiasmo escaso. El novelista inglés CecilRoberts, que asistió a su premier, recuerda elfino paisaje de la ciudad inundado de bávarosque cruzaron la cercanísima frontera por moti-vaciones no del todo musicales. Atribuyó laafluencia a que al cambio normal de moneda, lacerveza austríaca costaba veinte veces menosque la alemana, y en la misma proporción losWienerschnitzels, siempre y cuando se obtuvie-ran en los cafés y cervecerías en los que porlas noches pululaban enjambres de frauleins.con aires de venidas a menos, dispensando favo-res más accesibles que unos alimentos no fáci-les de conseguir.

Testigo de excepción de la apoteosis del Salz-burger Festspiel, una vez normalizadas las cir-cunstancias, el escritor Stefan Zweig, poseedoren la ciudad de una casita en la que acostum-braba pasar los veranos con tranquilidad. Ensu autobiografía describe los efectos del famosoFestival al regresar a su retiro tras algunos añosde ausencia:

«Una pequeña ciudad de 40.000 habitantes, quehabía elegido por su romántico aislamiento, se ha-bía transformado asombrosamente convirtiéndoseen la capital artística no sólo de Europa, sino delmundo entero. Con objeto de aliviar el problemade desempleo de numerosos músicos y actoresdurante los duros veranos de la posguerra, MaxReinhardt y Hugo von Hofmannsthal habían orga-nizado algunas representaciones al aire libre en laplaza de la catedral. Poco a poco el mundo fueenterándose. Los mejores directores, cantantes ycompositores compitieron por revelar sus talentos.Estas extraordinarias representaciones se hicieron

algo que nadie quiso perder. En Salzburgo se con-gregaban reyes y príncipes, millonarios america-nos, artistas de cine, melómanos, poetas y snobs.Veíanse en verano por sus calles a todos loseuropeos y americanos, en búsqueda de las eleva-das manifestaciones del arte, vestidos a la modade Salzburgo. Los hombres con calzones cortosy chaquetas de lino blanco y las mujeres con elalegre dirndl. Así, me encontré en mi propio pue-blo, en el mismo centro de Europa.»

A sensibles baraturas en las tarifas hotelerasobedeció la animación del elegante'balneario deBadgestein, patrocinado por los restos de laaristocracia rusa y germana, favorecido los in-viernos por una clientela que hasta entoncessatisfacía sus aficiones en las montañas suizas.En la incorporación de Austria a los deportes deinvierno.súbita la boga internacional del centroturístico de S. Anton-am-Arlberg, estratégica-mente situado en la línea Zurich-Viena, vigoro-samente promovido en 1926 por Hannes Schnei-der, con técnicas modernísimas: exhibiendo porvarias capitales europeas la película documental«Las maravillas del ski». Y con fruto. Estable-cido contacto con sir Arnold Lunn, inventor del«slalom» moderno, según dicen los expertos,y propietario de la agencia de viajes británicade su nombre, se instaló en la villa una acredi-tada escuela de esquí, con el deportista agacha-do en lugar de erecto. Fundamento para queen 1928 se celebrara el gran premio Arlberg-Kandahar, el más importante en su clase, unaespecie de trampolín para que Austria se pusie-ra a explotar en gran escala y en serio el poten-cial turístico latente en sus macizos alpinos.

La atrayente decadencia de Viena

En Viena, naturalmente, no se partió de ceroal tratarse de adecuar la capital a las nuevascircunstancias. Gran mérito el del Ayuntamien-to de la capital, asediado por enormes proble-mas, el denodado esfuerzo que desplegó paraque la ciudad no perdiera su imagen proverbial.Una de sus iniciativas, enriquecer en 1923 lasin par colección callejera de monumentos amúsicos insignes, relacionados de alguna mane-ra con Viena, erigiendo en el Stadtpark, enbronce Biedermeier y una especie de arcoirisen alabastro belle époque, un monumento retroen memoria de Johann Strauss hijo, por su belle-za y originalidad, el más fotografiado de todos.

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Atracción turística capital de nueva creación,las exhibiciones cotidianas, en los imperialesestablos de la Hofburg, y con arreglo a horarioy tarifas, de los niveos, melómanos y saltarinescaballos de la Escuela Española de Equitación.Una vez rehabilitado el elenco, que para elevarla moral de una población sometida a inmensasprivaciones hubo de sufrir un día la afrenta dever al hercúleo e idolatrado «Florian», progeni-tor de tanta maravilla equina, salir a la calletirando de un carromato repartidor de leche.

La intimidad de los palacios imperiales quedóaccesible al público general. En el de Schón-brunn, utlizado como centro distribuidor de ali-mentos a una población hambrienta, pudo verseluego la humilde cama en la que en 1916expiró el emperador Francisco José. En el deHofburg, las alcobas de su esposa, la emperatriz«Sissi», sin desmontar las barras y paralelascon las que se embriagaba de gimnasia uno delos cuerpos más esbeltos del fin del siglo ante-rior. Con más fuerza que los Bruegels y el sale-'O de Benvenuto Cellini en el Museo Imperialatraía la nostalgia del amante de la Viena quese fue, el celebérrimo mantel que en el HotelSacher, detrás de la Opera, seguía mostrandola ya anciana Frau Sacher, con su buen cigarropuro en la boca. Un mantel en el que habíaperpetuado, bordándolas, las firmas de los re-yes, emperadores y celebridades que desfilaronpor su establecimiento.

La Opera cedía posiciones ante el brote decabarets y music-halls, metodizándose en favorde los visitantes extranjeros las peregrinacionesnocturnas a los Heuriger por los barrios perifé-ricos, adquiriendo prestigio y aceptación, enlas viejas calles de la ciudad, las bacanales or-feónicas en la cervecería Augustine Kellers, enlos sótanos de la Albertina, y en la Zwolf-Apos-tel-Keller (los Doce Apóstoles), en la Sonnen-fleggassen.

En un mundo maquinista, depauperado y gen-til, Viena pulsa la tecla opuesta que Berlín yvive turísticamente de las rentas de su inme-diato pretérito. De un intangible, de un logotipopublicitario universalmente difundido, que confino instinto profesional, como suele decirse,capta en 1928 un periodista sevillano:

«Viena es hoy en día la ciudad más europeade Europa. No hay modo de explicarse lógica-mente sus contradicciones, su apariencia fastuosa

y su miseria interna. Sus palacios, sus museos,sus porcelanas y éstas muchachitas graciosas, conlas piernas desnudas porque no hay medias. Viena.ciudad imperial y mendicante, es hoy el granenigma de Europa. No se explica su tono másque al pensar que está viviendo a costa delpasado. En sus cabarets se bailan bailes vienesestodavía, aunque instrumentados por los jazz-bands.La vida galante de Viena conserva, estilizado, elritmo de la opereta. Europa se americaniza, secharlestoniza. Los negros han tomado París y Ber-lín es una colonia yanqui. Viena es lo únicoeuropeo que queda en Europa» (1).

Al resto de los países centroeuropeos les tocósufrir las consecuencias del desfase entre laamplificación de una oferta respecto a una de-manda levemente incrementada.

La novedad checoslovaca

El caso de la más dolorosa amputación infli-gida al ex Imperio austro-húngaro, la niña boni-ta de la Europa central, concebida en Versalles,a base de aglutinar bajo un solo himno y unamisma bandera a trece millones de seres devariadísima etnia. Preside la nueva Repúblicala venerable figura del anciano profesor Masa-ryk, como su hijo, casado con una señora nor-teamericana. Circunstancia no del todo ajenaal ambiente proamericano que por algunos añosse respiró por las calles de Praga, adornada conlos prestigios de ser capital de un país eu-ropeo más.

Por comercios y cafés al retrato de Masarykacompañó otro del presidente Wilson. Intere-sante espectáculo para el turista presenciarpor campos deportivos y plazas de gran ampli-tud las exhibiciones de los Sokol, las asociacio-nes gimnásticas fundadas como tapadera delmovimiento independentista checo. De todasformas, y muy por encima de los pujos modernizantes y del cultivo del rasgo diferencial, sonlos recuerdos del ayer lo que más cautiva alvisitante de Praga. El Ruku Libam, el beso austed la mano, que pronuncia la camarera cadavez que penetra en la habitación del hotel, o elmagnífico monumento a [uan Huss, carboniza-do en Constanza, instalado en la plaza delAyuntamiento durante los últimos años delImperio.

(1) Chaves Nogales. Manuel, La vuelta a Europaen avión (Madrid, 1929).

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Por el originalísimo puente Carlos, erizado deestatuaria barroca, sobre el romántico Ultava,se pasa a la Mala Strana, donde un desplaza-miento de vecindario hacia las modernas barria-das la ha dejado más a su antiguo ser, y laposibilidad de restaurar el exterior de los pala-cios del repecho de la calle Neruda (el Nerudaoriginal) que lleva al Radshin: a la colina conlos reales palacios de los reyes bohemios y lacatedral. Cobra notable realce turístico en laciudad baja el ghetto con sus sinagogas y su ex-trañísimo cementerio hebreo.

Óptima ocasión para promocionarse, quePraga no desaprovecha, la celebración en sep-tiembre de 1929 del milenario de San Wences-lao, patrón de Bohemia, «que cuenta en Poloniacon tantos devotos como en España Santiagoel Mayor», según informa el más célebre Wen-ceslao español al asistir, si no en compañía,mezclado con millares de peregrinos polacos, alos brillantes festivales del milenario. El encantode Praga, «una de las capitales más interesantesde Europa», lo cifra el turista español en elcontraste entre su modernidad y «los jirones delturbulento pasado». O sea, y reduciendo la me-táfora a términos concretos, los monumentos delas partes antiguas de la ciudad:

«Que subsisten a pesar de los grandes comer-cios, de los anuncios luminosos, que disparan con-tra ellos sus intermitencias desde la amplia plazade San Wenceslao; del tintineo con que les ame-trallan los tranvías que suben las cuestas de laMala Strana; de los bocinazos de los autos innú-meros, que obedecen a los guardias encaramadosen pulpitos listados de blanco y rojo. Perseveranentre el poderoso resurgimiento de Praga traba-jadora y feliz» (1).

Exenta de las tremendas turbulencias moneta-rias padecidas por sus vecinos, Checoslovaquiapresenta estadísticas turísticas lúcidas en suvalor numérico facial, que como es frecuentesólo muestran un aspecto de la realidad. Delmedio millón de visitante extranjeros en 1929,el 54 por 100 son turistas alemanes, y austríacosel restante 16 por 100. índice de la gran con-currencia a los balnearios próximos a la fronte-ra alemana y a las visitas de alemanes a suscompatriotas atrapados en la zona de los Sude-tes. Gracias a no padecer los problemas sufridospor las ciudades-balnearias alemanas y austría-

(I) Fernández Flórez, Wenceslao. La conquista delhorizonte (Madrid. 1942).

cas, los balnearios de Karlsbad y Marienbadproporcionan al erario checoslovaco, y con mu-cho, el grueso de los ingresos en concepto deturismo. Claro está que frecuentados por unaclientela de pelaje más democrático que la delpasado. Como pudo comprobarlo Máximo Gorkien 1923 y 1924, en el curso de sus temporadasde reposo y reflexión que pasó en el aristo-crático balneario de Marienbad.

La laboriosa recuperación de Hungría

Malos inicios los de la nueva República ma-gyar al hacer su debut en el mercado turísticopresentando en todos los órdenes el caso opuestoal del Checoslovaquia, con toda agravante ima-ginable. Volatilizada de momento toda aspira-ción a recibir visitantes al instaurar Bela Kun,en marzo de 1919, y en un golpe de fuerzacontra el vacío de un inexistente poder, unadictadura del proletariado de cuño soviético.Que perduró ciento treinta y tres días, hastatomar en agosto del mismo año las tropas ruma-nas Budapest, y no precisamente por las buenas.

Con el resultado de quedar Hungría tan pos-trada y deshecha que al año siguiente pudieronlos redactores de la paz de Trianon privarlatranquilamente de las dos terceras partes de suterritorio, sin contemplación alguna por losdeseos de las poblaciones involucradas en elincalificable despojo.

Condiciones ideales para desencadenarse unainflación monetaria que batió todo récord hastahoy conocido. Como bien sabe cualquier filaté-lico, llegando a ostentar como valor facial unsello postal de curso corriente una cantidadsuperior en diez o doce ceros al total del presu-puesto nacional húngaro durante su etapa im-perial. Situación que abocó en que casi derodillas se le pidiera al almirante NicolásHorthy hacerse cargo del poder en condicionespoco comunes. Como son las de regir en calidadde regente un reino sin rey, ni probabilidades detenerlo, el almirante de un país sin Marina. Dehecho, una dictadura sin paliativos ni Constitu-ción escrita, aceptada por la mayoría de loshúngaros como mal menor.

Los turistas que transportó el «Orient Ex-press», una vez restablecido, apreciaron el posode resentimiento dejado en Budapest por el

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fugaz régimen de Bela Kun. así como la viru-lencia del antisemitismo derivado de la compo-sición étnica de su Gobierno. Anotaron el ape-lativo de «|udapest», aplicado a la capital.y el empeño de los guías, que les enseñabanel inmenso e inoperante Parlamento, en condu-cirles a los sótanos del edificio para mostrarlesel lugar en el que los piquetes de Cserny liqui-daron a los adversarios de Bela Kun.

La inagotable vitalidad húngara superó tanadversas circunstancias e hizo grata a los extran-jeros la estancia en «el París del Danubio».Para disfrutar como un archiduque de los mag-níficos hoteles de la capital, ningún salvocon-ducto mejor que la moneda de un país vencedoro neutral. Hasta llevarse a cabo en 1926 unaoperación de estabilización monetaria que hizodesaparecer a la kruna sustituyéndola por elpengo.

Inveterada la relevancia que ante la estima-tiva del turista adquiere la capital de todo paíspor el mero hecho de serlo. Al instante se vioque era la capitalidad el único atributo que lefaltaba a Budapest para desplegar en toda suplenitud la suprema belleza que le confería suespléndido asentamiento, a dos niveles topográ-ficos, separados por el majestuoso y anchurosoDanubio. En «La Nuit Hongroise», PaulMorand encomienda a una frase fluvial, henchi-da del mejor resabor de la prosa del tiempo,narrar el espectáculo de la llegada noctur-na a la ciudad en los vapores de Viena: «Losgrandes hoteles, con todas sus ventanas ilumi-nadas, amarrados a lo largo de los muelles,suspendidos del cielo por la luz frambuesa delos roof-gardens.»

Imagen correcta al reflejar sus nobles arqui-tecturas en las aguas de un río que en Vienano es más que metáfora, el Donau Palota o elDanubio, y el opulento Gelert, nutridos suscuartos de baño-balnearios por el agua de unode los innúmeros manantiales termales de lacapital, sito en los cimientos del establecimiento.Más en sintonía con el espíritu de las operetasde Franz Lehar, el Astoria, en el centro de laciudad, cerca del Moulin Rouge, y no lejos delgigantesco Hungaria, emporio del goulash, lapaprika y el Tokay, sobre el trasfondo musicalde los violines de las orquestas zíngaras.

La riqueza monumental de «La Perla del

Danubio», ciertamente extraordinaria, recibiónotable incremento al concluirse en 1926, alfinal de la Avenida Andrassy, con un vagoaire al paseo de Gracia barcelonés (por más quela propaganda insistiera en su parecido con lo*Campos Elíseos parisienses) la aparatosa y bella-mente grandilocuente plaza del Milenario, quecuriosamente para el no iniciado en los intrin-camientos de la historia y el alma magyar, con-memoraba el milenario de la conquista de Hun-gría por los húngaros.

Pudo pecar de poco agresiva la publicidadturística desplegada por el reino sin rey delregente Horthy. Bien es verdad que compen-sada por la excelente acogida extendida a losturistas por la Ibusz, la gran agencia de viajesparaestatal. Responsable en gran medida dehacer olvidar la inexistencia de mar dentro defronteras húngaras, al promocionar el veraneoa orillas del inmenso lago Balaton, «el mar deHungría», más extenso que el de Ginebra, atres o cuatro horas de tren o autocar desdeBudapest. «La Riviera centroeuropea» fue elslogan esgrimido para popularizar un lago cuyasriberas poblaron en rápida floración un conjun-to de hoteles e instalaciones deportivas. Unatractivo más de un país que tal vez no recibióestadísticamente el fruto al que le hizo acreedorlo mucho que ofrendó el visitante.

El envite polaco

A un impulso mimético por parte del esta-mento burocrático o reflejo condicionado, tra-tándose del país donde se inventaron, cabe atri-buir la oferta turística formulada por Polonia.Por un Estado de nueva creación desglosado delimperio zarista, y recompuesto con algunas por-ciones de territorio austríaco y alemán, y recien-tes aún en la mitad oriental de su área lashuellas de la ofensiva y retirada del Ejércitorojo, que llegó a los arrabales de Varsovia.

A partir del golpe de Estado del mariscalPildswsky, en 1926, el intenso sentimiento na-cionalista y la fibra de los polacos posibilitóuna planificación turística que con clima y cir-cunstancias menos desapacibles es posible quehubiera obtenido logros de entidad. No queda-ron por falta de voluntad por parte del doctorOrlowicz, director de la Oficina Nacional de

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Turismo, vinculada al Ministerio de Obras Pú-blicas, que escogió como brazo ejecutor de supolítica a la agencia de viajes Orbis, previa-mente nacionalizada. Un calco, pues, de lafórmula húngara y checoslovaca.

Nota curiosa por lo original en organismosde la clase de la Oficina Nacional del Turismopolaco la postergación explícita del número devisitantes, en aras de un superior rendimientoper cápita. Principio proclamado con claridaden una admonición inserta en lugar destacadoen la guía turística oficial editada en 1927 y enfrancés por el departamento del doctor Or-lovicz:

«Hasta 1924, los gastos de estancia del extran-jero en Polonia eran muy poco elevados a causade la depreciación de la moneda. Desde la refor-ma financiera en 1924. y la introducción del zlolycomo unidad monetaria, los precios han aumen-tado y los extranjeros deben llegar preparados agastarse de tres a seis dólares por día.»

Cantidad elevada para la época, arbitradapara sacarles máximo rendimiento a las ínfimasdisponibilidades de plazas en hoteles de calidad.

Otra iniciativa imprescindible para darle con-tenido a la oferta turística polaca fue la puestaen juego de un acervo monumental bastantedescuidado por la Administración rusa. Empe-zando por restaurar en Cracovia, la ciudadmonumental por excelencia, los destrozos causa-dos al retirarse las tropas alemanas y austríacasderrotadas en Versalles. Interesante, por la con-fianza en el futuro que denotó, la rápida reha-bilitación y ampliación de las instalacionesturísticas en la playa de Gdinia, sita en elangosto tramo litoral báltico cedido a Poloniapor el tratado de Versalles para darle salida almar, construyéndose con fondos estatales unaserie de hoteles, de aire un tanto espartano, entorno al rebautizado Polska Riviera.

Empeños en gran parte limitados a logrosfuera de programación. A hacer figurar a lacapital de Polonia como etapa bastante socorri-da en los viajes turísticos a la URSS; viajesque será preciso dedicarles en ocasión ulteriorel comentario y evaluación que por su volumenmerecen. Lo acaecido en Polonia a nivel institu-cional, e independientemente de los resultadosobtenidos, prueba de modo manifiesto algo deinequívoco significado: la intensidad con quela noción del turismo, como panacea económica.

caló en los aparatos burocráticos de los Estadoseuropeos de los años veinte.

El «Orient Express»

Trasladada la Wagons-Lits de Bruselas aParís a causa de la ocupación de Bélgica porlos alemanes, la Compagnie o la Maison, quees como se la conocía entre sus miles de polí-glotas empleados, fija su cuartel general demodo permanente a orillas del Sena. Prestaa reanudar sus servicios, uno de los primerosen relanzar su train de prestige, el «OrientExpress», previsto su restablecimiento en unartículo del Tratado de Versalles.

Inicialmente, por el trayecto más corto y di-recto, orillando el avispero autro-húngaro y laoposición alemana. Por el túnel del Simplón,siguiendo ruta por Venecia, Trieste y Belgrado.Algo más tarde, simultaneándolo con otro ser-vicio adicional, por la línea tradicional deViena, Budapest y Bucarest.

No hay duda de que campeando en affichesy en las plaquetas de los sleepings el mágicovocablo «Orient», el tren preservó su secu-lar carisma viajero. Sin embargo, y en rigorsemántico, es preciso entender su incidencia enel turismo en sentido inverso. Es decir: en sutrayectoria hacia Occidente, por ser el «OrientExpress» el sistema favorito de locomoción derumanos, servios, griegos y turcos en sus viajesturísticos a Italia, París y Viena.

Curioso, en cambio, que el haberle pasadosu edad dorada le confiriera al tren en sí larara cualidad de erigirse en una motivaciónturística por derecho propio. Dimensión clara-mente percibida por algunos cultivadores de laromán cosmopoliíe en obras cuya temática versócon las facetas mundanas y snobs del viaje,conscientes de que el máximo incentivo del trenradicaba en su aire «proustiano», en la atmós-fera belle époque y kitsch, que irradiaba unaelegante forma de viajar, ya un tanto démodépara largas distancias. Pero al mismo tiempocon una mezcla de cosmopolitismo, exotismo yerótica aventura. Una manera de viajar, ensuma, condensada en la frase que en una novelafrancesa su autor, un rumano, pone en labiosde una bellísima, riquísima, enigmática, rubia

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e impredecible viuda inglesa, a punto de subiren su sleeping, en un andén de la Gare de l'Estde París:

«Tengo un billete para Constantinopla. Peropuede que me detenga en Viena o Budapest...Todo dependerá del azar o del color de los ojosde mi vecino de compartimiento. Tengo reservadassuiles en el "Imperial", en el "Ring" y en el"Hungaria". de los muelles de Pest; pero es posi-ble que duerma en un hotelucho de la losephs-tadl o en un palacio de la colina de Buda. Es queme siento muy abierta a todas las incitaciones delo imprevisto...» (1).

(1) Dekobra. Maurice. La Madone des Sleepings(París. 1925).

Malo fuera que el acertado título de una obracon varios millones de ejemplares impresos enveintisiete lenguas distintas, divulgada por elfilm americano «La Madonna de los Coches-Cama», dejara de orientar la imaginación delectores y cinefilos hacia el «Orient Express», elgran símbolo ferroviario de la belle époque. Untren en el que incluso en el trayecto París-Vie-na-Budapest (el único recomendable a causa dela situación explosiva por los Balcanes) ofrecíaposibilidades de tropezarse con trasuntos delady Diana, o bien con el tipo de caballerocon el que lady Diana gustaba tropezar.

EL TURISMO ESPAÑOL, EN ALZA

No fueron en arranque los inicios del turis-mo español de la posguerra todo lo brillantesque pudieron y debieron ser en uno de loscontados países europeos físicamente ilesosdel confrontamiento bélico y vigorizada sueconomía por el empobrecimiento de las de-más. Dos notas negativas actuaron en desfa-vor de un despegue turístico brioso, por todosconceptos previsible. Por un lado, el malestarsocial generado en un marco inflacionario porel constante encarecimiento de las subsistencias,que en 1917 culminó en la primera huelgageneral revolucionaria que conoció el continen-te europeo, y con mayor incidencia en el tráficoque dejó de venir, la letal epidemia de gripeque asoló el globo al final de la conflagración,sin distinguir entre neutrales y ex beligerantes,injustamente bautizada por el exterior comoel Spanish flou, o la Grippe espagnole. Remo-quetes que, con independencia del idioma enque los difundieron las primeras planas de laprensa mundial, no dejaron de surtir efectosdisuasorios en todo plan de excursión a España,hasta desaparecer la epidemia y su recuerdo.

Para dar paso a un lapso de signo expectanteabierto a toda suerte de optimistas eventualida-des. Talante del que queda constancia en uno

de los aún escasos análisis serios del turismonacional, fechado en Zurich y en 1918 (1). Ensu sucinta revisión, el conde de Bailen, agrega-do en la Embajada española de Berlín, explayósu abanico de previsiones turísticas partiendocomo premisa de su temor de que una inva-sión de capital foráneo hipotecara, en detri-mento de los españoles, la ubérrima fuente deriqueza acarreada por el tropel de visitan-tes extranjeros a punto de recibir España.Proponía como antídoto una vigorosa acciónestatal a todos los niveles, resultando significa-tiva su desganada alusión a la Comisaría Regiade Turismo, al anunciar lo poco que a su juiciose hacía en su patria añorada en favor delturismo.

Los hechos no respondieron a las expectacio-nes. Por razones no fácilmente discernibles abote pronto, España no ejerció en el mercadoturístico de los primeros años de la trasguerrala atracción que pudo derivar de su neutralidad.Orientado el tráfico hacia países no hacíamucho beligerantes, es dudoso que en oídosanhelantes de oír de guerras únicamente en pre-

(1) Areces, Carlos, La industria del Turismo enEspaña (Barcelona. 1918).

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térito, y como una pesadilla superada, sonarancomo invitación al viaje las noticias emitidaspor un área involucrada con Marruecos en unaguerra de nunca acabar, sin posibilidad de olvi-dar sucesos del potencial de rechazo como elasesinato de un cardenal en Zaragoza, el deun jefe del Gobierno en Madrid y las matanzasperpetradas por las calles barcelonesas por lospistoleros de los sindicatos y los de la patronal.

La Dictadura primorriverista

Un cuadro cuya tonalidad cambia casi degolpe al implantarse el 15 de septiembre de1923, prácticamente sin oposición interna y sindisparar un tiro, un régimen anticonstitucional,de signo y sustancia militarista, cuyos méritoso deméritos histórico-políticos no toca aquívalorar. Si corresponde, en cambio, indicar, conreferencia expresa al turismo y como punto departida, la nula reacción negativa producida porla instauración del nuevo régimen por el exte-rior. Podría decirse que más bien positiva, alconsiderarlo más allá de nuestras fronterascomo un dique más contra el espectro bolche-vique, que tanto aterraba a las clases entoncesmás adeptas al viaje internacional, en tantoque la mayoría de los dirigentes de los partidospolíticos de las democracias aceptaban comomal y menor y transitorio los nuevos órdenesde cosas, de signo más o menos autoritario, queiban asentándose en Italia, Hungría, Grecia yPolonia.

Entre los grandes logros de la Dictaduraprocede anotar la fulminante pacificación delpaís, gracias a la cooperación inhibicionista yexpectante de la mayor sindical obrera, y enmayo de 1926, la conclusión definitiva de laguerra en Marruecos, éxitos ambos contribuyen-tes para generar el clima necesario para haceraltamente positivos para el turismo nacional losseis años de gobierno del general Primo deRivera. Parece improbable que ni la más exigen-te crítica deje de reconocer que durante su noparticularmente represivo mandato se imprimióconsiderable avance al dispositivo receptor aritmos previamente desconocidos, se promovióla elaboración de una infraestructura turísticade más que aceptable solidez, creando en sufase postrera un organismo específicamenteconcebido para abordar a nivel estatal y enserio la problemática turística del país, cuya

filosofía, estructura y líneas directrices de actua-ción se repitirían en los diversos avatares admi-nistrativos sufridos por los varios departamentosministeriales continuadores de su labor.

La hora española

Salga al paso de posibles suspicacias de tipoideológico el recuerdo de la tangencia cronoló-gica de la Dictadura con un momento deeuforia viajera por el exterior. Esto sentado,confío en, sin molestia para nadie, puedaaventurarse la tesis de que, sin llegar a codear-se con preeminencias tan acreditadas como lasde Francia e Italia, es muy probable que tantoen su dimensión numérica como económicafuera entonces cuando en su no muy dilatadahistoria el turismo español, momentáneamentey por vez primera, ocupó un relevante puestoen el encuadre del turismo europeo.

Sin aureolarla los trágicos tremendismos con-feccionados por la literatura extranjera, Espa-ña proyectaba una imagen extremadamenteincitante al turismo fuera de sus fronteras. Demodo especial, en el país emisor entonces delturismo más codiciado por Europa. Ciertoturista americano, acaudalado e intelectual-mente del montón, revelaba a la cabeza dellibro en que narró su excursión la índole de lapromoción turística de nuestro país en el suyo.Inmejorable desde cuantos puntos de vista sela mire:

«Mantillas españolas alegran los escaparates denuestros comercios y melodías españolas acom-pañan los pasos de los bailes de nuestra juventud.Arquitectura española presta su gracia y bellezaa nuestros edificios y muebles y herrajes españolesles dan a nuestros hogares tono y color. Las come-dias en nuestros teatros, los escenarios de nuestraspelículas y otras diversiones populares, canciones,bailes, todo, todo está teñido de color español» (I).

La sustancia y alcance de la oleada de hispa-nismo embebida en el turismo de los añosveinte admitía matizaciones como las formula-das por un especialista inglés en temas france-ses en una serie de artículos viajeros redactadosen 1928:

«España es el país europeo menos conocido.Queda fuera de las rutas del viajero americano

(1) Mitchell Chapple. loe. Vivid Spain (Boston.1926).

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y del inglés. Para un hombre de cultura media.Francia. Alemania. Italia. Holanda y Suiza sonpaíses que. aunque los desconozcan, pueden, sinembargo, entenderlos. Pero sobre España sólo po-see nociones fantásticas. Piensa vagamente en laInquisición, en la Armada Invencible, en la con-quista de Granada... Extiende su asociación deideas a Cervantes, a Don Quijote, a Ceorge Borrowy sus Biblias, a los toros, a las mantillas. Sabeque hay gitanos y gitanas. Vírgenes con joyasmagníficas, naranjas y flores, fábricas de tabacoy bailarinas con castañuelas. Ha oído hablar deEl Escorial y de sus tumbas reales, del puertode Barcelona, de las procesiones de Sevilla, conenormes imágenes llevadas a hombros: de los par-ques, del Museo del Prado, del puente de Toledo,del Cádiz azul y de la blanca Valencia... Pero,en cierto modo, España permanece desconoci-da» (I).

Paráfrasis de su opinión de que el conceptode España plasmado en los libros de viajesgiraba en torno de la noción de tratarse de unpaís más bien africano, con tres espectáculossin par, vistosos y con solera. A saber: «Bull-fights, processions and Cuadro Flamenco». In-gredientes responsables de que España les caye-ra fenomenal a los autores de libros de viajes,reacios a romper con la rutina de lo histórico-monumental, entreverado de bronco tipismo,sazonado con unas gotas musulmanistas y filo-calés.

Manera distinta, por tanto, a como empezabana ver el país la nueva promoción de escritoresitinerantes o en vacación. Apetecible por demásy por lo fino la retrató Elinor Glyn, famosa no-velista en el género erótico-sentimentaloide,recibida con todos los honores por su compa-triota la reina de España, así como por la tre-me de la créme de la aristocracia local. Lacelebérrima pelirroja disfrutó en España un tipode incentivos que empezaban a escasear en elmundo de la posguera:

«Ahora que por Europa reyes y reinas se hallanen minoría, bueno es rendir a los que todavía nosquedan el homenaje que merecen. En España segoza de continuo la sensación de volver a otrosiglo, en el que no hay que vivir atosigado porideologías radicales, pretendiendo que a una legusta la democracia» (2).

Criterio no del todo disimilar al de otro nove-lista de más fugaz fama, el americano Gouver-

(1) Huddleston. Sisley, Europe in Zigzags (Lon-dres. 1929).

(2) Glynn. Elinor, Letters jrom Spain (Londres.1924).

neur Morris, que en la oferta turística españolaresalta su carácter de remanso en contraste conla vorágine de «los años locos» recién vividaen París:

«Después de conocer España, me dice mi con-ciencia que es el pueblo más calumniado de latierra. La bondad del gesto moral de España res-plandece entre la perversión y corrupción delmundo moderno. Entre sus gentes humildes hesentido la emoción de su honrada pobreza, la dig-nidad y el desinterés de sus clases intelectuales,la honestidad de sus mujeres y la lealtad de supolítica internacional.»

Punto de vista curiosamente en línea con elsentado a más metafísieos niveles por el condede Keyserling, quien, tras reafirmarse en elAteneo de Madrid de que España era un paísafricano, pronunció una frase lapidaria —«Es-paña es la reserva espiritual de Occidente»—que le procuró cordial simpatía entre nuestrosintelectuales más avanzados. Aserto abonadopor el flujo visitante que llegaba de Iberoaméri-ca vigorizado por los aires del Día de la Razay de la Hispanidad. Sentimiento del que sehacía eco en su dimensión viajera un periodistacubano:

«La general tendencia a denigrar a España, ini-ciada en el mundo cuando fue poderosa, y exacer-bada luego cuando se la juzgó caída, ha hechoque las grandes corrientes del turismo de América,desviándose de sus costas, hayan estado llegandoa Europa mucho tiempo sin pasar por ella. ¡Errorlamentable! Por fortuna, con la rectificación deaquella tendencia injusta, ya se va rectificandotambién este insensato desvío. Ya hay muchosamericanos del Sur que visitan España y tambiénmuchos americanos del Norte» (I).

Sin del todo perder la posición marginal enlo que a las magnas rutas turísticas respecta,España se había puesto de moda. Así, como sue-na. Y de modo infinitamente más afectivo quedurante l'heure espagnole de la época román-tica: aquella en la que turísticamente tantísi-mos los llamados por egregios clarines literarioscomo poquísimos los venidos.

Ahora se daba la situación inversa. Al filode una hispanofilia un tanto frivola y conven-cional, Federico García Sanchiz «españoleaba»con aires de reconquistador de virreinatos per-didos, desde el Río Grande a la Tierra delFuego, con sus «Charlas líricas», y Raquel

(I) Villaverde, Manuel. Un verano en España (Ma-drid. 1927).

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Meller triunfaba desde París a Broadway y Bue-nos Aires, pasando por Hollywood, dando lanota justa del viaje español al situar a los mejo-res auditorios del mundo en barrera de sombracon tan sólo cantarles aquellas estrofas erótico-sanguinarias de «El relicario», que decían así:

Al dar un lance cayó en la arena,se sintió herido, vino hacia mí.cuando el torero caía inerme,en su delirio decía así...

El delirio. Y todo aquello, y mucho más, altiempo que Andrés Segovia y «La Argentinita»rivalizaban en los mismos escenarios con Stra-winsky, Toscanini y los «Ballets Russes». Unmovimiento que pudo hallar su más expresivaexpresión musical en la popularidad universaldel pasodoble «Valencia», del alménense maes-tro Padilla, que sonó por el mundo con la mis-ma efectividad de poster auditivo que cincuentaaños después sonaría la «Granada» de AgustínLara.

jamás actuó el hispanismo tan ecuménico,ubicuo y palpable que al considerar Hollywoodaltamente rentable proyectar por las pantallasdel globo algunas novelas de Blasco Ibáñez yotras de tema netamente hiperespañol. Incenti-vos para que por California los millonariosconstruyeran en renacimiento hispano sus másllamativas mansiones, y a la gigantesca urba-nización de Coral Gables, en Florida, se ingre-sara por la Granada Gate, adornándose el Bilt-more Hotel de Miami con una reproducciónde la Giralda, un mucho más rechoncha y ven-truda que la original, pero con manifiestavocación sevillana al fin y a la postre.

Boga que contó con apoyatura literaria deempuje, si no siempre de excepcional calidad.Además de traducirse la narrativa española enproporciones imprevistas, privaron por Francialas obras hispanófilo-taurinas de Henry deMontherland y las de exaltación levantina deValéry Larbaud. Alarmaría reseñar la produc-ción filohispana por las Américas. Según cóm-puto de Stanley T. Williams, de 1922 a 1932se publicaron en los Estados Unidos la asom-brosa cantidad de setenta y tres libros de viajessobre España. Y para todos los gustos. Inclui-das introspecciones como el «Rocinante vuelveal camino», de |ohn dos Passos. y el «VirginSpain». de Waldo Franck, escasamente estimu-

lantes al viaje español, a diferencia del «TheSun Also Raises» (1926), de Hemingway, vi-brante pregón taurino de las fiestas pamplóni-cas de San Fermín.

Madrid-capital

Hasta los años veinte, la visión de los visi-tantes extranjeros no cejó en poner en entre-dicho el desempeño por parte de Madrid dela función representativa que Roma, París.Londres, Viena, e incluso Lisboa, ejercieroncon referencia a sus países respectivos. Ciertorealce urbanístico de los barrios céntricos, y untráfago hasta entonces desusado, hizo al colec-tivo turístico reconsiderar su postura y reticen-cias respecto al rango que desde Felipe 11venía otorgándole la Administración y la Geo-grafía política, aceptando por primera vez, y enplenitud, la capitalidad de Madrid. No en vanoostentaba los mínimos exigibles en cuanto adimensión, cedía terreno el adoquín vencidopor el asfalto, batiéndose en retirada el castizosimón presionado por el ensordecedor acosode más de dos millares de taxis y un númerode automóviles particulares que hacían arries-gado atravesar una calle madrileña sin tomarprecauciones.

El Metro acumulaba kilometrajes a paso decarga. En 1923, a los cuatro años de empezar afuncionar, extendía sus subterráneos tentáculosde Sol a Vallecas, y el año siguiente a Ventas,justo al pie de obras de una gran plaza detoros, pudiendo desde 1925 irse bajo tierrade Sol a Quevedo. Nada le dio a Madrid eltono progresista que andaba buscando queel tramo segundo de la Gran Vía, que adquierecierto aire a lo Broadway gracias a algunosconatos de rascacielos, tales como el Palaciode la Prensa, los cines Avenida y Callao, coro-nados en 1929 por la Telefónica, el primery único rascacielos español por años. Rematede los primeros toques capitalinos que en estiloavant guerre le había dado el arquitecto ponte-vedrés Antonio Palacios, responsable del Pala-cio de Comunicaciones, en la Cibeles, al quesiguieron el hoy Banco Central y el Círculode Bellas Artes (1926). En favor de los foras-teros gustosos de saborear la animación de lacapital, inmersos en el centro de la vorágine,se hizo sitio entre la paella arquitectónica de

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la flamante arteria del último Madrid una pro-moción hotelera advenediza, en la que descolla-ron el Roma, el Gran Vía y el Avenida, zonaa la que en 1927 se trasladó la Agencia Cook.desde su primera instalación en la carrera deSan Jerónimo.

La imprevista modernidad de Madrid, villeparadoxale el féline. fascinó en 1925 a ciertaperiodista-aviadora francesa, corresponsal «vo-lante» de varios diarios parisienses. En suscrónicas habla con elogio de los thes dansantsdel Ritz, del grill-room del Savoy, más turís-tico y animado que el del vecino Palace, «llenode financieros ingleses y americanos hablandodemasiado alto en una lengua universalmenteconocida», y del doble espectáculo del regresode las carreras en el hipódromo de la Castellanay de la salida de una corrida de toros, en amboscasos «un contraste inesperado, un símbolo bas-tante violento entre el lujo de una Españadeslumbrante rozando el barro del arroyo»:

«El "Toul Madrid" despliega su fasto, hecho detradición y de suntuosidad oriental, en un espec-táculo asombroso para nuestros ojos franceses. Enfila ininterrumpida. los largos vehículos america-nos, o los coches con cuatro lacayos uniformados,presentan a la muchedumbre de mujeres enlutadaslos últimos modelos de la rué de la Paix. velandoa veces el esplendor de una antigua mantilla elresplandor de los rubíes» (1).

En su «Espléndida y áspera España», y conese tonillo sarcástico que suele tomarse pararecusar, por inoportuno, cuanto elemento diso-nante perturba la armonía de un conjunto labo-riosamente elaborado, Camille Mauclair no tu-vo más remedio que tomar nota de la nuevaimagen de la capital, que le estropeaba untanto la tónica dominante en su obra:

«Todavía pesa sobre el antiguo Madrid la leyen-da de su falta de comodidad y de aquella terriblecocina que desafiaron los románticos peregrinosde la vieja España. En cambio, por todas partesse elevan a grandes alturas bancos colosales ygigantescos rascacielos, merced a los cuales elorgullo de los negociantes castellanos se pone alnivel de la melagomanía norteamericana, de unmodo muy divertido.»

Todo un signo semiótico y semántico de losnuevos tiempos la aparición, en 1927, de larevista «Cosmópolis», europeísta y chic, unremedo de «L'Illustration». Figuraba en sus

(I) Titayna, Bonjour la Terre (París. 1929).

páginas una «Guía del Turista», en tres idio-mas, en la que se recomendaba a los elegan-tes tomar el aperitivo, bien en Sakuska (Alcalástreet). o en Bakanik (Olózoga), o en el Ma-drid-París, o mejor aún, en el galante Pidoux.El castizo café con puro y copa se eclipsa antela distinción de los tés en el Garibay Tea Room,sin despreciar, por supuesto, al whisky, preci-samente de cinco a siete, que se sirve en elcentenario Lhardy. Sin quedar marginado Parísen un Madrid que se anglosajoniza. Le rindenpleitesía los rótulos de los modistas de moda,Cotret, Cartier, Mioux, Ransinangue y otros,mientras que por las noches, con un tanto debuena voluntad, es posible extraerles ciertoseróticos vahos de place Pigalle a los picares-cos espectáculos musicales del Eldorado y elMartín.

Mucho menos trepidantes los cambios enel orden estético y monumental. Valga recordarque a cuatro pasos del «Museo Romántico» delmarqués de la Vega e Inclán, inaugurado en1924, casi por el canto de un duro se salvóde ser desguazada la portentosa fachada barro-cona del Hospicio, convertido de prisa y co-rriendo, en 1927, en Museo Municipal.

Mejora pensada en el turista la escalinataque en 1925 se le construyó a la fachada nortedel Museo del Prado, frontera al Hotel Ritz.Aditivo sancionado con un estimable visto bue-no de don Eugenio d'Ors: «Ríndasela el elogiode decir que parece haber estado allí siempre.»Escalinata útil para acceder directamente a losVelázquez, a los Grecos y, sobre todo, a losGoyas, reinstalados en la Rotonda a causa dela gran reforma realizada en 1927 en la Pina-coteca.

Por último, en una plaza de España debida-mente ajardinada, se le reparó a Cervantes elminúsculo desaire que se le hizo frente a lasCortes, elevándole en 1929 un aparatoso monu-mento, con su don Quijote y Sancho.

Tauromaquia turística

Sin dejar de ser estructuralmente la mismade antaño, la fiesta nacional va a cobrar distin-tas valoraciones en la óptica del turista. Ganaen espectacularidad. Para destacar en los carte-les los maestros en el candelera han de adap-

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tarse al estilo impuesto por la figura dominantede Juan Belmonte, que torea a insólita proxi-midad de las cornamentas. La nueva promociónde aficionados extranjeros se tecnifica graciasa la intervención didáctica de expertos foráneos.El interesado, o la interesada, cuenta con laayuda de best sellen, como «Les Bestiaires»(1926), de Henry de Montherlant, feo, católicoy homosexual, traducida al siguiente año conel título más explícito de «The Bullfighters»,más algunos escritos de Hemingway y de otrosaficionados de ultrapuertos.

Inconmensurable propaganda universal lesconfiere a las corridas de 1922 en adelante elfilm «Sangre y Arena», montado a la ameri-cana y protagonizado por el mítico RodolfoValentino. Curiosamente, poco antes de ha-cerse las arenas de los ruedos hispanos menossanguinolentas a causa de una disposición gu-bernamental que en 1927 impuso a los caba-llos la obligación de salir a enfrentarse con lostoros provistos de un antiestético peto.

El aditivo marcó una radical divisoria en laestimativa de las corridas por parte del ex-tranjero, despojándolas de gran parte de subronco dramatismo. El parachoques del col-chón eliminó el espectáculo de los cadáveresde los pencos, esparcidos por el redondel, pre-sumiblemente con profundo alivio para la reina,bastante incómoda luchando en su palco paradisimular la repelencia que le inspiró verseobligada a presenciar el entretenimiento mástípico de sus subditos en plan festero.

Desaparecida una de las incidencias de lalidia más arduas de estomagar, se realza sudimensión estética ampliándose el número deturistas que rompen la vieja norma de no vermás que una sola corrida. La prosperidad y losautomóviles coadyuvan a una mayor movilidaden toreros y aficionados, que a su vez contri-buyen a una celebración más intensa de lafiesta. El tráfico da para que con ostensiblesínfulas de monumentalidad se construyan algu-nas plazas con aforos de stadium deportivo quesuperan el tradicional. Por supuesto, todas ycada una musulmanísimas en su exterior. Comola de las Ventas de Madrid, inaugurada en1931, y en la que toma la alternativa Mr. Sid-ney Franklin, un valiente torero rubio deBrooklyn (USA), oprobio de la afición casti-cista, pero popularísimo entre sus compatriotas.

La abolición del juego

Es costumbre suponer que la erradicación delos casinos de juego españoles se debió a unaespecie de alcaldada de Primo de Rivera, de-cretada en un repente del dictador. Nada másinexacto, por ser medida adoptada sin preci-pitaciones de ninguna clase, antes bien, anun-ciada a bombo y platillo con máxima ante-lación.

Nada menos que en el «Manifiesto al paísy al Ejército» fechado el 14 de septiembrede 1923, es decir, al día siguiente del golpe deEstado con el que conquistó el poder. A conti-nuación de una larga serie de cargos contra elgobierno que derrocó, reconocía textualmenteel documento: «Un solo tanto a favor delGobierno: una débil e incompleta persecucióndel juego.»

Por considerarlo, y no sin razón, una plaganacional auténtica, varias intentonas para su-primirlo por vía legal, promovidas por partidospolíticos escorados hacia la izquierda, habíannaufragado varadas por los meandros de lascomisiones del Congreso. Hasta que, tras pen-sárselo bien, y consecuente con su programade saneamiento de la vida nacional, el generalPrimo de Rivera decretó el 1 de noviembrede 1924 la prohibición de los juegos de azar.Un rien ne va plus visto en general con bene-plácito sumo.

Sin otra incidencia inmediata en el turismoque cerrarle al Hotel María Cristina de Alge-ciras el negocio de su Kursaal, así como el dela respetable timba instalada por la empresaMarquet, frente a su Hotel Palace de Madrid.Concretamente, en el Palacio del Hielo, sedesiete años más tarde del órgano rector delturismo español.

Expuesto sea lo antedicho sin negarle el espe-cial tratamiento revisivo que merece el casoparticular de San Sebastián, donde por largotiempo se consideró la prohibición del juegocomo un crimen de leso turismo, perpetradopor el poder central.

Veraneos donostiarras

Contradice parcialmente la noción de quela gran guerra suprimió el turismo de cuajo.

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entre otros, el caso de la capital guipuzcoana.viviendo aquellos años en veraneo perpetuo,actuando como descanso del guerrero, con suscasinos a tope y exenta de las restriccionesvigentes al otro lado de la frontera. Poco des-pués, el aire de prosperidad de la ciudad asom-bró a un viejo conocedor y cronista internacio-nal de reputación que, sentado en la terrazade un café de la avenida de la Libertad, per-geñó en su mejor estilo hiperbolizante unarutilante instantánea del verano de 1919:

«Un alud de automóviles pasa, guiado por chauf-feurs vestidos de blanco. Nunca, ni en París, nien Deauville, ni en Ostende ni en Londres, ni enninguna parte, nuestro forastero ha visto tanto"veinte caballos", ni ha oído tantas bocinas, niha sentido un olor tan terrible a bencina. Si hayuna ciudad que merezca el nombre de "automo-vópolis" es San Sebastián» (1).

Razón suficiente la amenaza de tan horrendonombre para procurarse más espacio vital unapequeña capital, adosado su casco a una mon-taña adentrada en el mar, propiedad del minis-terio de la Guerra, con unas baterías costerasen el castillo de la cima, sin más previsiblefunción que disparar salvas de respeto en díasy jornadas de precepto. El clima de distensiónimperante en los años de la posguerra propicióse llevara a buen término una aspiración hon-damente sentida por una población inclinadaa no oponer resistencia a las únicas invasionesextranjeras que desde hacía más de un siglohabía conocido. Concretamente: la municipa-lización del monte Urgull. Aprovechando queel vizconde de Eza desempeñaba la cartera delramo, el 24 de agosto de 1921, el repiquea voleo de las campanas de todos los templosde la ciudad, y recorriendo sus calles la bandamunicipal, en el despacho del gobernador mili-tar de la plaza se hizo entrega, ante notario,de un cheque por un millón de pesetas, quetransfirió la propiedad del Montjuich donos-tiarra al pueblo de San Sebastián, prestó sumunicipio a poner en práctica los planos y pro-yectos preparados para convertir a la montañaen un bellísimo parque-mirador.

Siempre a la búsqueda de nuevos alicientespara atraer veraneantes el Centro de Atraccióny Turismo y el Automóvil Club se apuntaronun resonante tanto publicitario al duplicar el

(1) Gómez Carrillo. E.. Vistas de Europa (Madrid.1919).

magnetismo del medio millón de pesetas, unode Tos más elevados del mundo, a que ascendíael «Grand Prix» del hipódromo de Lasarte, ce-lebrando en el verano de 1923 el I CircuitoAutomovilístico, con la participación de losmás ruidosos y prestigiosos bólidos de Europa.

Semanas antes de que en el otoño de 1924recibiera el turismo de San Sebastián el durí-simo golpe asestado por la prohibición de losjuegos de azar decretada por el gobierno, hu-bieran de echársele los cierres al Gran Casino,cuya vida no alcanzó la cuarentena, así comoal flamante Gran Kursaal, con sus espaciosasterrazas al Cantábrico, inaugurado dos añosantes de la prohibición.

La capital donostiarra atribuyó efectos catas-tróficos a la clausura de sus casinos, por consi-derar al juego la piedra angular de su esplendory el factor que le procuró tan distinguido puestoen la panorámica del turismo internacional. Sinembargo, ni el juego daba ya tanto de sí, niera tan monográfica y monocorde la ofertaturística de San Sebastián como les interesósuponer a los múltiples intereses vinculados aljuego, sin podérsele negar impacto psicológico ala prohibición de «los prohibidos». Lo indica elque en 1925 se registrara el primer descensodemográfico en la historia de una ciudad queno había hecho más que crecer, desde su des-trucción en 1813, sin perjuicio de mostrarlas mismas estadísticas el carácter propio delretroceso.

Hábilmente promocionado y encauzado porel Centro de Atracción y Turismo Local, y conel apoyo de la Corte y de la prosperidad reinan-te, el turismo donostiarra, constreñido al vera-neo, prontamente se recuperó del bache y reco-bró su proverbial esplendor, no sin dolerle infi-nito tener que compensar con sus corridas detoros la clientela doméstica que le succionabanlos tapetes verdes de los casinos de Biarritzy San Juan de Luz.

Que no se los llevaban con unas ruletastodavía inexistentes, ni siquiera con las mesasde boule del Gran Casino Bellevue, reciéninaugurado en Biarritz con personal cesantede los casinos donostiarras. El incentivo de lasplayas vasco-francesas para el bon yivant his-pano residía, más que nada, en un ambientemás cosmopolita y permisivo que el de San

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Sebastián, siempre ajustado a los gustos de laReina Madre, su más denodada protectora. Escuestión que en 1927 dilucida W. FernándezFlórez, con un argumento vuelto del revés, alexponer el supuesto hastío que invadía el áni-mo del hispano, tras presenciar espectáculoscomo el del interminable desfile de señorasque salían en traje de baño y tacón alto delhotel a la playa, y de la playa al hotel:

«La playa de Biarritz nos toma tan aburrida-mente honorables —mentía el veraneante galle-go—, que nos sentimos llenos de comprensión yde gratitud hacia esos españoles que han dictadomedidas acerca del indumento en las playas.»

Puede que con la abolición del juego y laobligatoriedad de los bañadores con faldeta, elveraneo donostiarra hubiera' disminuido su pro-yección internacional, bastante moderada porotra parte y a fin de cuentas. Pero no su ruti-lancia. Tal es la conclusión a que, en el veranode 1930, el último de la monarquía, llega elcolaborador de un diario madrileño, tras descri-bir la animación infundida a la ciudad «por laalegría, sencillez y distinción de esta burguesíaespañola que llena con gozosas multitudes laprimera ciudad veraniega de España»:

«El cine, los viajes, las revistas, el nuevo tren devida les ha puesto al día y las muchachitas provin-cianas llenan San Sebastián de belleza y buengusto en coches magníficos, como se ven en muypocas playas de Europa. Pienso en el gran errorque supone lamentarse de la decadencia de unsnobismo de terraza de gran casino, a la moda de1900, donde a veces, junto a la extranjera extra-ordinaria, el rudo ricacho de Castilla perdía suentera cosecha. El ricacho ya no es rudo ni havenido a pasar quince días, solo y furtivo en unhotel. Anda bien vestido, conduce satisfecho unbuen automóvil y ha alquilado un paso para todasu familia. No despilfarra ni hace el ridículo.Pero vendrá todos los años. El, con miles de vera-neantes de todas las provincias, va creando enSan Sebastián una base amplísima e inconmoviblede ingresos regulares. Los ingresos no deslumbrancomo los fabulosos de antes. Son ahora ingresosmás difusos, más seguros, más ganados con el tra-bajo y quizá mayores. Crean un cimiento, unabase magnífica que de año en año se ensancha.Sólo el incremento de los simpáticos veraneantesde Aragón equivale a un renglón de muchas no-ches de ruleta» (1).

(1) Sánchez Mazas. Rafael, El Museo de las fami-lias triunfantes («A B C», Madrid. 24 de agosto de1930).

Promoción santanderina

La capital montañesa cifra sus aspiracionesturísticas inspirándose en el modelo de SanSebastián, sin otra opción que poner en juegolos recursos de los que carece la rival donos-tiarra. El puerto, por ejemplo. Lo potencia conun lucido muelle de transatlánticos, bordeadopor la avenida de Alfonso XIII, nacida deterrenos robados al mar. Resultante de su voca-ción turística, Santander cambiaba de faz ytalante a gusto de la mayoría de los santande-rinos, bien que a contragusto de un expertocomo Gómez Carrillo, que dejó escrito en elverano de 1919:

«Por desgracia, cada día va siendo menos fácilhallar un pueblo que conserve con orgullo modes-to su modo de ser de fines del siglo pasado. Elautomóvil, el sport, el turismo, el snobismo, elcasinismo y el polocismo han unificado casi todaslas estaciones estivales, convirtiéndolas en reflejosde Biarritz o de Trouville.»

Censura que, hasta despojarle del juego a suCasino principal, seguro que en Santander se latomaron como un cumplido. En turismo, bue-nas las playas a falta de monumentos. La deComillas hacía las veces de la de Zarauz,polarizando las dos playas del Sardinero elansia municipal de sustraerle turistas a SanSebastián. La grande, pequeño-burguesa y fami-liar, remedando el aristocratismo de la pequeña,el de la de Ondarreta, en San Sebastián. Elnúcleo hotelero, reforzado durante los años deguerra mundial, triplicaba o cuadruplicaba du-rante los veranos la capacidad alojativa de losestablecimientos de la ciudad. Sirvió de nexoa una ciudad un tanto distanciada de sus pla-yas el espléndido Hotel Real, construido porla Banca Botín en una colina ajardinada,mirando al mar Cantábrico y a la penínsulade la Magdalena.

Como en las novelas rosa, Santander persis-tía en representar el papel de novia leal ysufrida, desviviéndose por arrancar al jefe dela real familia del embrujo de la monárquica-mente fría y cosmopolita San Sebastián. Hizoun último intento construyendo un magníficocampo de polo, en la base de otra ofrendaanterior: el palacio de la Magdalena.

De cara al extranjero, empañaba su ofertaturística la escasez de monumentos, un tanto

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incongruente en una ciudad castellana. Penuriaagravada al quedar a trasmano de las princi-pales vías de penetración hacia la España esen-cial. Un par de desventajas geoturísticas abor-dadas por dos frentes. Uno, adelantándose ajugar la carta turístico-cultural, y por todo loalto, al concertar en 1924 la normalmente plá-cida Sociedad «Menéndez Pelayo», con la Uni-versidad de Liverpool, el primer curso deverano para extranjeros, apoyado por el ardien-te hispanista Allison Pears. Idea que en 1928adoptó para sus propios alumnos de filologíala Universidad de Valladolid.

De índole considerablemente más turísticaque la de aquellos meritorios esfuerzos, la ini-ciativa del conde de Güell, nacido en Comillasy propietario virtual de la Compañía Transat-lántica, inmerso a la sazón en ambiciosos pro-yectos relacionados con el turismo español. Enel verano de 1927, y a cargo del «Reina Cris-tina», estableció unos servicios regulares conInglaterra, que en su primer viaje transportóa Alfonso XIII de Southampton a Santander.Al año siguiente, la revista «Cosmópolis» infor-maba de los buenos resultados de la operación:

«Los numerosos turistas ingleses que aprovechanpara conocer España este nuevo servicio de nave-gación, regresaron a su país altamente satisfechos.Un dato que prueba el éxito obtenido por laCompañía Transatlántica Española es el que, des-de su segundo viaje, el "Reina María Cristina"vino con el pasaje completo.»

Olvidándose de precisar que con predominiode pasajeros del Norte de España, interesadosen conocer Inglaterra. Importante refuerzo pa-ra el turismo santanderino el derivado de lapuesta en servicio del conjunto Santillana delMar-Cuevas de Altamira, excursión cumbre des-de Santander. Objeto el caserío de la villa,y su Colegiata, de inteligentes obras de restau-ración, en 1925 se habilitaron las visitas a lasalucinantes pinturas prehistóricas en las afue-ras del pueblo, construyéndose una carreterade acceso a las cuevas, a las que se les habíarebajado el nivel del suelo, instalándose unsistema de iluminación eléctrica adecuado paraadmirar los impresionantes frescos de «la Capi-lla Sixtina del Cuaternario». Descubierta en1928 una cueva más, ésta sin pinturas, en 1929,en el blasonado palacio de los Barradas, seinstaló por cuenta del Estado el Parador GilBlas.

Con pruebas deportivas y otros actos socia-les, el veraneo santanderino alcanzó una cali-dad y brillantez que le aproximaba a su obje-tivo de emular al de San Sebastián.

El turismo en Cataluña

Admitido como hipótesis lo mal que pudocaerle políticamente la Dictadura a Cataluña,de lo que no cabe duda es de lo bien que lesentó al régimen el turismo de la región. Par-ticularmente al de Barcelona, ya en vías deacortar distancias con Madrid en materia hote-lera al incrementar en 1918 la capacidad aloja-tiva del Hotel Colón, en la plaza de Catalu-ña, tras elevar su altura con unos cuantospisos más.

Aportación insuficiente, como no pudo me-nos de reconocer el I Congreso de Turismo deCataluña, celebrado en 1919, y en Barcelonaprecisamente, al deplorar la falta en tan em-prendedora capital de un superhotel, a tonocon su importancia comercial. Deficiencia bri-llantemente subsanada la víspera de celebrarseen marzo de 1921, y en Tarragona, el II Con-greso de Turismo Regional, merced al empeñodel financiero y omnímodo político don Fran-cisco Cambó. Fundada con el respaldo de suBanco Vitalicio una sociedad, de la que forma-ron parte los Güell, don Luis Marsans y donlosé Lázaro Galdeano, y una vez concertadacon la «Ritz Hotel Development» la franqui-cia precisa para la utilización del rótulo, Bar-celona contó con un blanquísimo «Hotel Ritz»,en cuyo interior imperaron las sobredoradasclaridades del refinado rococó Luis XVI derigueur. Establecimiento inaugurado a media-dos 1920, una vez superados los retrasos im-puestos por una pertinaz huelga hotelera.

Importante aporte para el turismo de mon-taña y las comunicaciones con Francia, la en-trada en servicio, en 1924, del ferrocarril inter-nacional de Barcelona a Puigcerdá y a la Tourde Carol. Óptima vía de comunicación para fo-mentar la práctica de los deportes de inviernoen las pistas de Nuria y de La Molina, en lasque, desde 1920, se disputaba la Copa del Reyde esquí, con creciente resonancia internacional.

En 1925, Barcelona recibió clamorosamentea Alfonso XIII, llegado para inaugurar la pri-

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mera línea del Metro de la ciudad, alojándoseel rey en el palacio de Pedralbes, regalado elaño anterior por los Güell al monarca comoresidencia real. Visita que revistió trascenden-cia capital para Barcelona, por señalar, en firmey en serio, el inicio de las obras preparatoriasde la gran Exposición Internacional. Aconteci-miento que cambiaría la fisonomía de la ciudaden parecida medida, si no más, en que la modi-ficó la Exposición de 1888.

Además de ponerse al día el semiimprovi-sado aeródromo del Prat, y rehacerse la esta-ción de Francia, se remodeló a fondo y a logrande la plaza de Cataluña, decorándola conun surtido de fuentes luminosas y estatutaria defuste, frente al conato de rascacielos acabadode terminar. Ajardinadas por Le Forestier lasladeras de Montjuich, se le dieron forma y esti-lo a la plaza de España, virtualmente de nuevaplanta, pórtico del recinto ferial, al que ingre-saría por entre dos torres gemelas, reproducien-do cada una el campanile de la plaza de SanMarcos, en Venecia, claro está que sin la log-•getta de Sansovino. Se tomó muy a pecho laresolución del problema de alojamiento queplantearían las multitudes que atraería el certa-men. Para albergarlas, y en la misma plaza deEspaña y con carácter provisional, se constru-yeron los hoteles números 1, 2 y 3, más elnúmero 4 «para señoras solas», o sólo paraseñoras, que suena mejor. Explotados todos, ypor contrata, por la industria hotelera de lacapital.

La Diputación y el Ayuntamiento, anfitrio-nes del gran evento, compitieron en la realiza-ción de obras destinadas al realce de sus monu-mentales interiores. La Diputación repulió elfino gótico de sus patios y cámaras, dejandose llevara la palma el Ayuntamiento, al decorarJosé María Sert el techo y los muros de la Salade las Crónicas con unos lienzos espectacularesrepatando en sepia y oros la expedición de loscatalanes a Oriente, en el siglo xiv.

Espoleada la «Sociedad de Atracción de Fo-rasteros» por el evento que se avecinaba, redo-bló su reclame con logros cuya sustancia corti-cal, y en la primavera de 1927 sintetiza donJosé Ortega y Gasset en filosofemas de altaplasticidad humana, instalado en el comedordel Hotel Ritz, «una de las creaciones más per-fectas de nuestro tiempo»:

«Desde la mesa donde vaco a la nutrición, ¿quéveo? —exclama el metafísico en vacaciones—. Porlo pronto, a tres indios, tres indios auténticos,de la India verdadera, de la India con los ingle-ses. Vienen del Ganges o del Bramaputra a dispu-tar la copa de un concurso universal de tennis quese celebra ahora en Barcelona... Un poco más alláemerge la enorme cabeza de Diaghilev, el creadorde los Bailes Rusos... Come con dos de sus baila-rinas, de cuerpos largos y testa menuda, que letratan respetuosos, como los jóvenes de Atenas almisterioso Sócrates. Ayer ha llegado un barco car-gado de solteras inglesas. Las hay de toda edad:pero dominan esas viejas inglesas, con moños blan-cos, de una blancura ideal. Van dirigidas por unsolo varón, con monóculo, del que pende una an-cha cinta negra. Cuando se presenta en el come-dor, al frente de su grey femenina, me pareceasistir a una escena de gallinero» (1).

La fiebre constructiva contraída por una Bar-celona en proceso de transformación aceleradose extiende a su vida de noche, con las mejoresaudiciones de tango argentino fuera de BuenosAires y excelente «flamenco» en los teatrosy music-halls del Paralelo. Curioso el escasorealce que en su propaganda recibe el patri-monio histórico y monumental de la ciudad.Desatención sufrida por el inmenso legado deGaudí, muerto en 1926 atropellado por untranvía.

Por desentonar el espíritu de sus obras conel espíritu de la estética del momento, o porrazones derivadas de la idiosincrasia de ungenio entonces polémico y discutido, Barcelonano supo o no quiso incorporar a su repertorioturístico la más vibrante exhibición del modernstyle existente en Europa, plasmada en el raci-mo de torres de la Sagrada Familia, la «Pe-drera» y el Parque Güell, sujetos ya estos edi-ficios de visitas minoritarias de extranjerosenterados y de paladar.

Gaudí y sólo Gaudí es la impresión sobre-saliente recogida en la primavera de 1929 porEvelyn Waugh, the glory and delight of Bar-celona, which no other town in the world canoffer. Frase que compendia el juicio que el des-cubrimiento de la obra del genial arquitectocatalán mereció a un viajero-autor, parco enexteriorizar efusiones estéticas.

El veraneo por el litoral catalán alcanzainusitados niveles de afluencia con el boomautomovilístico. Hasta esbozó ciertos visos de

(1) Ortega y Gasset, |.. Charla, nada más («ElSol». Madrid, mayo 1927).

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despertar al turismo internacional al sedimen-tarse por Cadaqués y Lloret de Mar algunaspequeñas colonias de artistas franceses y ale-manes, muy bien venidas por llegar al ausen-tarse los veraneantes nacionales.

Mucho más trascendental a la larga la inicia-tiva de la familia Ensesa, prominente en laindustria corcho-taponera de S. Feliú de Gui-xols, al sembrar en 1924 y en un hermosopromontorio rocoso de la costa a punto dellamarse Brava, la semilla del centro turísticode S'Agaró, abocado a esplendoroso florecerulterior. Bajo la dirección del arquitecto donRafael Massa, discípulo de Gaudí, y con unaire de parentesco no fortuito con las másaristocráticas urbanizaciones de Beaulieu y CapMartín, en la Costa Azul, se iniciaron los tra-bajos de parcelación y edificación de un plantelde lujosísimas villas, inspirada su arquitecturaen módulos vernáculos.

Sitges toma conciencia de su alto potencialy enfila sus rumbos hacia doradas metas turís-ticas, prestigiada su vida social por los vera-neos de don Santiago Rusiñol y amigos, urba-nizándose graciosamente los aledaños de sucasa-museo, al construirse frente por frente elpalacio «Mar i cel», para residencia de místerDeering, un multimillonario de Chicago. Suplaya la revaloriza con la construcción en unextremo del Hotel Terramar, con piscina y uncampo de golf.

Más al sur, la población de Reus, nuncaremisa a hacerle un desaire a la monumental,archiepiscopal y burocrática Tarragona, se pro-yecta en los veranos sobre el vecino y diminutopueblo pesquero de Salou, sentando los cimien-tos de un centro turístico con futuro.

Al filo de la Exposición que todo lo agitay anima, Barcelona asume el liderazgo en untipo de empresa turística algo reacia a arraigaren el resto de la península. A la hacía añosoperante Viajes Marsans se le van uniendoen sana competencia unas cuantas Agenciasmás. Empresas por lo común establecidas aescala artesanal por personal formado en com-pañías ferroviarias o consignatarias de bu-ques. Con arrestos sobrantes para compensarsu exiguo o inexistente capital operacionalcon el enorme espíritu de iniciativa de sus fun-dadores.

El despegue mallorquín

Vistas las elogiosas referencias, podría decirseque tópicas de puro reiteradas, exaltando suclima y paisaje, que desde los tiempos de Geor-ge Sand no cesaron de sonar, bien pudieraconstituir la demora con que la Isla de laCalma se puso a materializar su alto potencial,por todos reconocido, uno dé los más des-concertantes enigmas del turismo español. Convisos paradójicos habida cuenta de haber alum-brado en 1905 la Sociedad Fomento del Turis-mo, el primer organismo español, tanto a nivelprivado como oficial, dedicado al cumplimientodel objetivo que su denominación expresa.

A mi modo de ver las cosas, la parsimoniacon que Mallorca llevó a efecto su ingreso enel turismo, o viceversa, es cuestión causalmenterelacionada con el tema hotelero. Queda porelucidar si es responsabilidad de los isleñosque los hoteles no se construyeran o si no losconstruyeron por las pocas posibilidades dellenarlos. Más comprensible careciera de se-cuencia la actividad desatada en 1903 por laconstrucción del Gran Hotel, seguido del Al-hambra, ambos en un casco urbano todavíaamurallado. Al interrumpir la gran guerra eltráfico extranjero, el capital mallorquín quedóprivado del acicate para subsanar la increíbleendeblez de su industria del hospedaje. Sinexcluir la posibilidad, ya anotada en Suiza porlas mismas fechas, de que la guerra orientaraa la economía mallorquina por otros derroteros.Como a su paso por la capital, en 1923, obser-vó un escritor turístico inglés:

«La Mallorca de hoy cuenta con su cupo deespeculadores y nuevos ricos. La isla prosperódurante la guerra y está resuelta a seguir prospe-rando. Tan rica y afluente se siente hoy Palma.y tan decidida a expansionarse a toda costa, queha derribado sus murallas medievales y proyectasus tranvías en todas direcciones. No hay dudade que aspira a convertirse en una segunda Bar-celona, y dentro de poco tiempo habrán desapare-cido de la isla todo rastro de vida patriarcal» (I).

A poco turismo podía aspirar Palma mien-tras su industria hotelera no saliera del cascourbano asentándose por el borde de su pro-digiosa bahía, cuajada de villitas por la meso-cracia local. Más concretamente, en la dirección

(I) Coldring. Douglas. Cone Abroaü (Londres.1925).

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señalada por el originalmente modesto HotelVictoria, un chalet a orilla del mar, operandocomo anexo del Gran Hotel. Por donde algu-nos alemanes y algún austríaco iban estable-ciendo un rosario de pensiones y hotelitos, alservicio de una clientela a tono con sus esta-blecimientos que Mr. Goldring caracteriza demodo muy personal:

«Por ser aburrida, respetable, virtuosa, provin-cial y reprobar el cultivo de las artes, Palma ofre-ce hogar perfecto para damas inglesas maduras,hartas de balnearios termales, para coroneles jubi-lados y consortes, para ancianos maestros deescuela y militares retirados. El clima es perfectoy parece difícil morirse en la isla a juzgar por laincreíble edad de algunos residentes ingleses. En"El Terreno", un ameno suburbio con vistas alpuerto, hay una English Colony, creo que uncampo de golf y también un tenis-club. Por su-puesto, y una biblioteca circulante, presidida a mipaso por un matrimonio de edad, que hace muchopara hacer agradable la estancia de los ingleses.»

Ironías expresivas de una realidad que enabsoluto significaron que defraudaría Palmaa cuantos llegaran atraídos por su condición dela isla de la calma a precios asequibles. Nisombra en ella de la ajetreada vida social deCapri, Taormina o de la Riviera. En Palmay contornos, el turista se introducía en losveinte en una especie de túnel del tiempo, paragozar de la existencia inmerso en el ritmo am-biental de Hyéres o Mentón en tiempos de lareina Victoria. Una vez conocidas las cuevasy unos cuantos lugares recomendados sin exce-so de entusiasmo por las guías, el programade alicientes se limitaba a los placeres de laconversación sorbiendo un «palo» en la terrazadel Hotel de Oriente bajo la placidez de laarboleda del Borne, o a aletargarse al solcontemplando el mar. Posible razón justifica-tiva de la incomparecencia mallorquína en laexhaustiva lista de lugares turísticos mediterrá-neos, preparados para recibir ingleses, inglesesadinerados, que en 1926 relaciona Phillips Op-penheim en su «The Quest for Winter Sun-shine».

Tampoco presentaba novedades relevantes larudimentaria hotelería surgida en las más pin-torescas poblaciones de la isla, al filo de laoleada de pintores que durante los años deguerra recalaron en Mallorca, siguiendo lashuellas de Rusiñol, Joaquín Mir y Anglada Ca-marasa, impagables propagadores del paisaje

mallorquín. Una hotelería revitalizada por algu-nos ingleses y alemanes, que llenaron el huecodejado por los pintores, alojándose otros encasitas de campo, nada difíciles de alquilaro adquirir, al registrarse entonces un fuerteéxodo campesino a la capital.

Palma dio el primer paso decisivo para ele-var el volumen y tono de su turismo a la alturade los tiempos en 1926..Al inaugurar junto alVictoria, recién ampliado, y cierto que graciasa capital barcelonés, el resplandeciente HotelMediterráneo, con vistas admirables a la finí-sima mole rosácea de la catedral desde susblanquecinas terrazas, escalonadas sobre el mar.Un suntuoso establecimiento, tipo Ritz, sobreun fondo de tarjeta postal no apto para presu-puestos limitados.

Su función de revulsivo admite equivalenciascon la ejercida al otro extremo de la isla porla apertura, también en 1926, del Hotel For-mentor, construido en terrenos de su propiedadpor Adam Diehl, un multimillonario argentinode origen alemán, como un acto de amor,según dijo, de amor a la isla, y parece ser quecon desastrosos resultados económicos comoinversión. Eso sí, en una localización perfecta:señoreando a solas una decorativa pinada fes-toneando las blanquísimas arenas de la bahíade Pollensa, estación frecuentada por la flotabritánica del Mediterráneo y con facilidadespara suministrar carburante a los yates y enocasiones a los hidroaviones de la línea Mar-sella-Argel.

Con toda probabilidad, el primer hotel decategoría que rindió en España pleitesía a unaplaya distante de una capital o población deimportancia. Pero carente de resalte la tranqui-lidad que brindaba al inscribirse en un entornoradicalmente encalmado de por sí. Ignorar quedesde perspectivas turísticas, la calma, como elclaroscuro en pintura, es calidad que surge enrelación con no excesivas distancias con laanimación, fue el motivo de que al señor Diehlle costara enormes esfuerzos para lanzar a suestablecimiento, sin arredrarse en su campañade captación de clientela costearse un rótuloluminoso, que por espacio de varios meses hizocampear el nombre del Hotel Formentor, y elde Mallorca, en las noches parisienses, pren-dido en las cuatro caras verticales de la torreEiffel.

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Promoción de la isla a la que con coste infi-nitamente menor contribuyó la Sociedad Fo-mento del Turismo, editando en 1925 la «Gui-de to Majorca», de Frederick Chamberlin, exvicecónsul honorario de los Estados Unidos enPalma, pletórica de datos prácticos sobre unaisla pateada palmo a palmo por el autor.

Turistas en Mallorca

La afluencia extranjera recibida por la Ma-llorca de los años veinte la integraron residen-tes y visitantes-cruceristas, cada grupo con suproblemática particular. Notable la persistenciaen ignorarla los escritores, el estamento respon-sable desde los tiempos de Goethe, en Sicilia,del lanzamiento de las islas del Mediterráneo.Desde su malentendu con George Sand, Ma-llorca no logró despertar en literatos extranje-ros de nota la aceptación que halló entre artis-tas, privándose así del valiosísimo tipo depublicidad que ninguna agencia del ramo lepudo procurar.

Nada satisfactorio para D. H. Lawrence elmes de la primavera de 1929 que pasó en Pal-ma, menos de un año antes de morir, a loscuarenta y cuatro años de edad, en Vanee,en la Riviera francesa. Su estancia presenta im-presionantes paralelismos con la del eminentepoeta irlandés W. B. Yeats, premio Nobel deLiteratura en el invierno de 1935, fallecido a suvez y al poco en una población de la CostaAzul, no muy distante de la que vio morir aLawrence, que es quien en este momento inte-resa por imposición de fecha.

Reforzada la tesorería del interesante nove-lista y excelente escritor turístico por las pri-meras ventas de su «Lady Chatterley», editadaa sus expensas en su adorada Florencia (1), elmatrimonio Lawrence se alojó en el hotel Prín-

(1) De publicar Lawrence su escandalosa novelatras su estancia en la isla, y no viceversa, cabe pre-guntarse si la crítica hubiera renunciado a ver en laprotagonista a la esposa de un apasionado de Mallor-ca, el riquísimo magnate griego Sarikadis. retiradocon sus años y achaques-en el palacio Miravent. quese construyó no lejos del Príncipe Alfonso. Hipótesisrobustecida por el inflamable temperamento de unadama, que nada más casarse con su mayordomo tanpronto enviudó, regaló el palacio, hoy residencia deverano de los reyes de España, a la Diputación Pro-vincial.

cipe Alfonso, recién abierto por el Alhambra enun chalet rodeado de un jardín a pico sobre elmar, entre el Terreno y Cala Mayor. Casivacío: ellos y otros dos matrimonios más, comoen una de sus cartas le participó a su amigoAldous Huxley, definiendo a Mallorca de estamanera:

«Muy bonita, meridional y mediterránea. Unpoco como Capri; únicamente, mucho más isla,con mucha menos gente.»

Mallorca impresionó poco al escritor en va-vaciones. Sentimiento enraizable en la quejade George Sand. Decepcionado por la reservay distanciamiento de la población autóctona,discordante en todo caso con la vivacidad meri-dional adscrita al temperamento español, mos-trándose Lawrence en su copiosa corresponden-cia mallorquína particularmente crítico al res-pecto:

«Encuentro a la gente como muerta; son feosy con esos no cuerpos que tienen a menudo losingleses, pero que pensaba inhallables por el Medi-terráneo. Dicen que hay mucha mezcla con sangrejudía. Curioso. Pero que no me incita a vivir aquí.Creo que el español ha rechazado por tanto tiempola vida, que ahora la vida les rechaza a ellos.»

Algún que otro encomio al clima, a la flora,pero sobre monumentos ni una palabra. La faltade apoyatura literaria tuvo, sin duda, la culpade la escasa atención despertada por un con-junto (catedral, lonja, Bellver), capaz por sísolo de conferir celebridad a cualquier capi-tal de la península, y aun de Francia y deItalia. Disculpable la omisión o vaguedad delas referencias a la catedral, llena aún de losandamios instalados por Gaudí, en la restau-ración integral del edificio, como es costumbreacremente censurada por sus colegas. Pero quepor lo menos la devolvió una luminosidad wag-neriana, al descegar los ventanales y desmon-tar de la nave central un bello pero voluminosocoro, dejándola en conjunto más vistosa queen el pasado. Si perdonables los olvidos delcastillo de Bellver, medio tabú bajo jurisdicciónmilitar, lamentable se condenara a unas bazasarquitectónicas de primer orden al papel subal-terno de servir de complemento al paisaje deuna bahía excepcional.

La primacía de la naturaleza sobre el artey la historia redundó en favor de las excur-siones por la isla, encargándose del cometido

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una flotilla de taxis conducidos por chóferesuniformados por blanco guardapolvos hastacerca de los tobillos con cuello azul marino,quedando los autocares en reserva para coyun-turas en las que no dieran abasto los onerosostaxímetros.

La última edición del Baedeker recomendabacomo el más interesante «tour» desde Palmala excursión a Miramar, pasando por Vallde-mosa y regresando por Sóller. La poblaciónde Valldemosa no daba muestras de desearrenunciar a su vida plácida y patriarcal, sinque la fonda El Turista significara ansia des-medida de explotar en serio la memoria de lailustre pareja romántica que tanto renombredio al pueblo y a su Cartuja, y en su guía,Chamberlin puntualiza que se desconocía defijo cuál de las celdas era la inmortal y queel piano de Chopin se conservaba en ciertodomicilio de Palma.

D. H. Lawrence pasó bastante de largo porValldemosa, where Chopin was happy andGeorge Sand hated it, y el francés Flament des-cubrió en el pueblo una calle de Chopin, la-mentando no recibiera pareja remembranza suacompañante, sin pensar que tal vez en Vallde-mosa leyeron «Un invierno en Mallorca» conmayor detenimiento que el común. Por lo me-nos consiguió que en la Cartuja le enseñaranuna celda que tantos otros visitantes la habíanbuscado en vano:

«Un viejo armonium se ve en una de las habita-ciones, de paredes blanqueadas. Pero la actualinquilina ha llenado las paredes de fotografías defamilia, y en la puerta de la primera habitaciónha pegado un cartel anunciando una fábrica debicicletas» (1).

Un calendario publicitario a buen seguro,como un espantapájaros para el viajero senti-mental. La excursión proseguía por la cornichede Dayá, hasta Son Marroig, «la Casa delArchiduque», un palacio desierto y abando-nado desde 1913, al regresar a Viena paramorir S. A. imperial don Luis Salvador. SegúnFlament, «un terminal que añade a su nombreun inmerecido prestigio, al haberse hecho ellugar una reputación gracias a una de esasvagas leyendas de las que por simple evocaciónlos viajeros se hacen voluntariamente cómpu-

to Flament. Albert, Le Voyageur sans bagages(París. 1933).

ees». Algo sibilino, pero probable paráfrasispúdica del párrafo de la guía de Mr. Cham-berlin, en la que, llevado por su afán informa-tivo, recoge ciertos aspectos de la vida mallor-quína del excéntrico archiduque:

«Sus hábitos de solitario no parecen haberleentibiado su actitud ante las mujeres, aunque sírespecto al matrimonio. De todas formas, hay poraquí muchas personas de ambos sexos que preten-den ser de su sangre, a través de un número demujeres muy superior al que las costumbres occi-dentales otorgan a un solo hombre.»

Degustada una paella o langosta en algunade las fondas del bonito y acogedor Sóller, laexcursión concluía con vuelta al hotel, posi-blemente, y dada su escasez, aquel desde cuyaterraza sobre el mar monsieur Flament contem-pló conmiserativo «a los turistas que vienendesde Barcelona a pasar veinticuatro horas enla isla».

Cruceristas con toda probabilidad, cuya pro-blemática privativa pudiera revelar la actitudmental con que en 1929 visitó Palma un via-jero inglés de la sensibilidad estética de EvelynWaugh, llegado a bordo de la motonave norue-ga «Stella Polaris»:

«Por la mañana paseé por la ciudad y vi lacatedral, donde nada había que ver. y el mercado,donde no había nada que comprar. Tomé un ape-ritivo a la sombra en un café de la plaza princi-pal: bastante caro» (I).

Seguidamente realizó en taxi una corta excur-sión por los alrededores, molestándole verificarno se hiciera extensiva a los cruceristas uno delos alicientes extranaturales atribuidos a unaisla que no le dio ni frío ni calor:

«Nada había en Mallorca tan barato como mehabían dado a entender. Los taxis, casi tan exor-bitantes como los de Oxford.»

Requiera al menos un intento de explicaciónla indiferencia que tintó el paso del cruceristapor Mallorca, al fin y al cabo una advenedizaen los programas tradicionales del crucerismomediterráneo. He aquí una posibilidad. Satu-rada la pupila del pasajero de una sucesivavisión de los paisajes del Mare Nostrum histo-riados con mayor insistencia por la culturaoccidental, es comprensible que la etapa ma-llorquína se le difuminara abrumada por el aún

(1) Waugh. Evelyn. Labels (Londres. 1930).

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fresco recuerdo de Venecia, las pirámides, elBosforo o el Partenón. Hipótesis explorada consuma lucidez introspectiva por el propio EvelynWaugh durante su fugaz estancia en Palma:

«Puede que tras desplazarnos de puerto en puer-to con la rapidez con que últimamente lo hemoshecho, se nos vicie el paladar con el exceso de lavariedad, de modo que nos hace perder las mássutiles y fugaces calidades que se revelan a viaje-ros más reposados. O puede ser que los que tanprofundamente aman a las islas Baleares, por fallade experiencia, las juzgan en contraste con lasislas de Wight o de Man. Por las razones quefueran. Mallorca me aburrió. Me pareció unapretly. sleepy. Hule ¡stand, and Palma a prelly.slecpy. Hule town.»

Curioso. Los elementos constitutivos del jarniente que tan atrayente hacía a la isla y sucapital para los turistas residentes. Responsa-bles en última instancia de quebrar aquel statusquo e iniciar la primera fase del proceso queconvierte en centro turístico a un pedazo degeografía en estado natural. Ya que aquellaspequeñas colonias de extranjeros, atraídos porel sol radiante y quietud, a precios razonables,fueron creando, posiblemente bien a su pesar,las condiciones indispensables para hacer sur-gir una infraestructura turística, hotelera enprimer lugar, que tranformó a Mallorca en loque por naturaleza estaba predestinada.

En un área geográfica, turísticamente enrodaje, cuestión espinosa por naturaleza, fijarcon rotundidad los inicios del turismo comofactor de entidad suficiente para ejercer influjomensurable en su entramado ecqnómico. En uninteresante opúsculo, un conspicuo miembrode la Sociedad Fomento del Turismo soslayala fijación de la fecha del acontecimiento sub-dividiéndolo en dos períodos. El primero, delanzamiento, a los veinte años justos de la fun-dación de la Sociedad:

«Es. precisamente, a partir de 1925 que Ma-llorca entra en un período de gran movimientoturístico, con eficaz propaganda directa y la resul-tante de los propios visitantes, los anuncios y noti-cias de las compañías de navegación y la aporta-ción de las agencias de viajes, con Wagons Litsy la Cook en cabeza» (I).

La fase segunda, la de consolidación, elseñor Mulet la sitúa en el año 1930: a los tres

(I) Mulet, Antonio, Importancia del turismo enMallorca (Palma de Mallorca. 1945).

de encargarse de la Secretaría de la Sociedaddon Francisco Vidal Sureda, un militar decarrera, en posesión entonces de uno de loscerebros más lúcidos y pragmáticos en contactocon el turismo español, al frente desde 1929y en función de subdelegado regional, de laOficina de Información del Patronato Nacionaldel Turismo instalada en el paseo del Borne:

«Ya se precisa de modo inequívoco —escribedon Antonio Mulet. refiriéndose a la Mallorca de1930— un auge que llena todos los augurios conrealidades tangibles, convertida en centro de atrac-ción del Mediterráneo occidental, favorecida porsu situación, que hace que los vapores de muchaslíneas, al entrar por el estrecho de Gibraltar diri-giéndose a Suez, la hagan objeto de su preferenciay de su interés.»

Auge al que, en la parte que la correspondió,contribuyó una naviera española, estrechamen-te vinculada con la isla, en proporción mino-ritaria, a juicio del señor Mulet:

«Renglón importante en el desenvolvimiento denuestro turismo los servicios de la Transmediterrá-nea, pero sin la aportación valiosísima de los me-dios de transporte extranjeros, con turistas de casitodas las nacionalidades, el puerto de Palma nohabría alcanzado una preponderancia difícil desuponer, ya que absorbió tal movimiento que sepuso a la raya de los de Marsella. Genova. Nápo-¡es y Alejandría y superando al de Barcelona eneste aspecto.»

Proeza nada fácil de ser correcta la estima-tiva del señor Mulet, al no contar aún elpuerto de Palma con muelles que eximierana la mayoría de los buques de pasajeros de laobligación de anclar en medio de la bahía.De todas formas, criterio similar en opti-mismo al expuesto en su día, en 1929, por laprimera «Memoria» del Patronato Nacional delTurismo. Con datos, sin duda, compilados porla Cámara de Comercio balear, que aquel añoempezó a llevarlos con precisión desconocidapor otras regiones españolas, pudo el Patronatoresumir con aún poco usual concreción los ópti-mos resultados turísticos del ejercicio de 1929en Mallorca:

«Las islas Baleares resumen la doble condiciónde turismo y estación de invierno y dan un totalde 4.236 viajeros con 41.535 estancias. El prome-dio de estancias de esta provincia ocupa el primerlugar de la serie española, con diez estancias porvisitante. Ingleses, norteamericanos, franceses y sui-zos dan el principal contingente.»

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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 371

Estadística interesante, por más que, al pare-cer, no comprenda el tráfico crucerístico quetanto benefició al comercio de la capital, alertaya desde los tiempos en que hacían escala dedos o tres horas los buques en servicio regularentre Marsella y Argel, tráfico, el de los cru-ceros, que figura en la «Memoria» de la Cá-mara de Comercio, al reseñar en 1930 losresultados de un año turísticamente inmejora-ble para Mallorca y anunciador de otros aúnmejores por venir. Se computaron 20.168 turis-tas residentes, 15.991 en tránsito, correspon-dientes a la escala de 83 buques en cruceroturístico.

Cifras que por su respetabilidad movierona los redactores de la «Memoria» a estamparuna declaración, raramente formulada entonces,por una corporación oficial española: «La co-rriente del turismo aumenta de año en año deuna manera notabilísima: es, quizá, la indus-tria más próspera y de más rendimiento dela isla.»

Transporte turístico

Una suerte para el país que la Dictaduracomprometiera su prestigio en la ejecución deun grandioso programa de obras públicas y quepara sus propósitos encontraran idóneo ejecu-tor en la capacidad de un gran ministro deFomento, el conde de Guadalhorce, quien pro-yectó importante parte de su gestión en moder-nizar el sistema de transporte de pasajeros.Empezando por los ferrocarriles, en estado tandeficiente como el de unas compañías descapi-talizadas por unos topes tarifales insuficientespara cubrir gastos e imposibilitadas para reno-var un baqueteado material rodante que nopudo ser reemplazado a causa de la guerramundial.

Un racimo de problemas abordado por el Di-rectorio Militar a través del Estatuto Ferroviariode 1924, de cuyo desarrollo y puesta en prácticase ocupó nada más tomar posesión de su cargoel conde de Guadalhorce. Como primera provi-dencia revitalizó las escuálidas tesorerías de lascompañías por medio de sólidas subvenciones,que permitieron a las empresas adquirir o fabri-car las locomotoras y vagones precisos paraponer a la altura de los tiempos a los principa-

les trenes españoles, al tiempo que con ayudaestatal se emprendió en tramos de gran pen-diente o mucha circulación la lucha contra lacarbonilla, acérrima enemiga del turismo deverano, por medio de algunas electrificaciones.

La espectacularidad, en 1926, del vuelotransatlántico del comandante Franco, un añopor delante del coronel Lindberg, galvanizó elambiente nacional propiciando que las empre-sas de aviación comerciales trascendieran sufase embrionaria, posibilitando que en 1927la primera Iberia realizara vuelos regularesentre Madrid y Barcelona y que en 1929 seestablecieran servicios Lisboa-Sevilla para laExposición, así como los vuelos Madrid-Bar-celona-Berlín de la Deutsche Lufthansa. Inte-resantes iniciativas todas ellas, pero en cuantosu incidencia en el turismo, de momento pocomás que testimoniales desde puntos de vistaestadísticos.

No así la rápida y ambiciosa empresa derenovar en su totalidad el sistema de carrete-ras principales a través del programa de «Cir-cuitos Especiales», sin lugar a dudas el aportemás tangible y positivo de la Dictadura alturismo en el encuadre del transporte. Prácti-camente concluida en 1928 la parte esencialdel programa, quedaron por fin desprovistosde justificación y sentido más de un siglo dedicterios contra las carreteras ibéricas, siéndolepreciso reconocer al turista más refractario avariar de criterio que nada se oponía en Españaa ser visitada en automóvil. Por razones topo-gráficas y ferroviarias sinrazones, la mejor ma-nera de conocerla en su casi inédita variedadclimática y paisajística.

Concienciación turística

La absoluta falta de ligazón y coordinaciónde la bonanza gozada por el turismo con elente oficialmente encargado de su fomento anivel nacional plantea un interrogante: ¿Cómoun régimen de signo tan resolutivo y genera-cionista como el del general Primo de Riveratardó tanto en inscribir al turismo dentro desu entramado administrativo? La demora enencararse con tan acuciante cuestión pudieratener explicación plausible en dos motivos, enlas buenas relaciones del comisario regio de

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Turismo y de Cultura Artística y Popular conel rey más la intimidad con que el paso deltiempo había adscrito la Regia Comisaría a lapersona de su titular, el marqués de la VegaInclán. A mayor abundamiento, supervivientedesde 1911 de innúmeras crisis políticas devario signo y pelaje, gracias con toda probabi-lidad a una hipótesis expuesta públicamente,en junio de 1927, en tono jocoso pero en so-lemnes circunstancias, en el discurso de con-testación pronunciado al ser recibido el señormarqués como académico de número de laReal Academia de la Historia: al hecho devenir desempeñando su cargo sin emolumentoalguno.

De todas formas, en un país crecientementesensibilizado respecto a los bienes que le pro-curaba su turismo, llamaba la atención subsis-tiera incólume, y como hacía años le parió la«Gaceta» o «Boletín Oficial», un organismoarchipersonalizado, de discutible eficacia, dehecho desconectado de un turismo que habíadejado de ser minoritario y cosa de gentesbien. Cada vez se hacía más audible una co-rriente de opinión, ta vez no espontánea deltodo, que preconizaba la creación de un orga-nismo estatal que de modo efectivo se ocuparade un tema que parecía preocupar sobremane-ra a Su Majestad. De lo que dio fe un turistaamericano de muchos humos, en el curso deuna audiencia privada con el rey, en la que demodo prominente, y aparentemente por inicia-tiva del monarca, salió a colación the touristsituation:

«Su Majestad declaró que creía que España seestaba situando últimamente como uno de lospaíses más atrayentes para el turismo. La creen-cia, en el pasado, de que estaba mal equipada dehoteles y con un defectuoso sistema de transportesse estaba disipando rápidamente. La propagandacontra España, tendente a presentarla a una luzdesfavorable ante los turistas, se parecía muchoa la desatada en otros sitios contra la Florida porperdonas envidiosas» (I).

Referencia inequívoca a los recientes hura-canes que habían asolado al Estado americanoen cuestión, y es curioso consignar que trasunas referencias tópicas a la aviación y temasafines, concluyera el monarca la entrevistacon una opinión personal acerca de un espec-

(I) Mitchell Chapple. loe. Vivid Spain (Boston.1926).

táculo que no se lo perdía ningún turista ex-tranjero:

«Lamenló que la primera cosa que en Españadesea ver un americano sea una corrida de toros,e insistió que no debería de ser juzgada Españapor impresiones externas de su deporte nacional.Hay muchos otros deportes —dijo don Alfonso—más interesantes y menos brutales que practica lanación: golf, polo e incluso base-ball. Tiemposvendrán —añadió— en los que eliminados loshorrores de las corridas, las describirán los román-ticistas como un pasatiempo de la antigüedad.»

Significativa tal vez la sincronía de que aquelmismo año de 1926 se publicara un libro, novenal, distribuido entre personajes influyentespor don |uan Güell y López, tercer marqués deComillas y presidente de la Transatlántica, queel 12 de junio de 1926 había inaugurado unoscruceros de lujo, en el «Manuel Arnús», NuevaYork-Sevilla, con veinte días de travesía y untotal de treinta y dos de duración. El libro sedistribuyó acompañado de una carta del mar-qués de Comillas y conde de Güell en la quese decía: «Ruego a todos los que lo reciban queme comuniquen su adhesión al mismo. Así lacooperación de muchos me permitirá presentareste proyecto con más autoridad al Gobierno.»

Al postular bastante más que una reformaa fondo del departamento encargado del turis-mo, operante tan sólo en materias periféricasa la cuestión, el autor visible del libro expla-yaba su propuesta de cambio antecediéndola deun elogio mortal de necesidad:

«|usto es reconocer los laudables esfuerzos delComisario Regio en favor del turismo, y especial-mente en su aspecto artístico e histórico, quiencon su indiscutible competencia en las cuestionesde arte, presta señalados servicios a nuestro país,dentro de los escasos medios con que cuenta laComisaría y de la limitación impuesta por uncargo puramente personal» (1).

Punto de vista que en su aspecto crítico onegativo pareció compartir Don Alfonso XIII,en ocasión en que aprovechando aquellos añosde calma y tranquilidad practicó el turismo porel extranjero con avidez y fruición. Más o me-nos reelaboradas por el periodista firmante dela entrevista altamente significativas las mani-

(I) Herrero Anguila, losé. Estudio del turismo yproyecto para su desarrollo en España mediante lacreación de un Consejo Nacional y constitución de laCompañía Hispanoamericana de Turismo. 57 págs.folio (Barcelona. 1926).

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festaciones del rey sobre el particular en juliode 1927 y a bordo del buque inaugural del ser-vicio veraniego Inglaterra-Santander, estableci-do por el conde de Güell. Olvidándose de suRegia Comisaría, no anduvo remiso el soberanoen opinar que España debía esmerarse muchomás en robustecer su economía fomentando lasvisitas de extranjeros:

«Creo que estos viajes constituyen la única for-ma práctica de conseguir para España esas corrien-tes de turismo, que son a la vez corrientes deincalculable riqueza, que otras naciones tienen,sin los atractivos ni las bellezas de España. Todapropaganda me parecería poca para fomentar eseturismo, y como reconozco que para quienes enla actualidad acometen la empresa, tiene que serforzosamente con grandes sacrificios económicos,he querido sumarme a ella, inscribiendo una cre-cida cantidad para ayuda del Spanish Travel Bu-reau que en Londres fomenta este turismo y ha-ciendo este viaje que inaugura la línea Southamp-ton-Londres» (1).

Servicio establecido por la Compañía Trans-atlántica, cuyo presidente, el conde de Güell,creador de la Oficina Española de Turismo enLondres y pieza clave en la inminente reordena-ción del turismo, viajaba con el monarca. Elpublicista Antonio Prast da la sensación decontar con información de primera mano cuan-do a principios de 1928, y sin mencionar a laComisaría ni por cortesía, propugnaba en larevista «Cosmópolis» la urgente creación deuna Dirección General del Turismo, llevandosu detallismo hasta a señalar el lugar idóneopara su ubicación: exactamente enfrente deledificio que realmente poco después ocupó. Deacuerdo con su propuesta, en los bajos delnuevo edificio del Ministerio de InstrucciónPública, en la calle de Alcalá, o sea, unasdocenas de pasos más arriba de la actual sedede la Secretaría de Estado de Turismo.

Los días de la Comisaría estaban contados.Sin que su sustitución tuviera nada de preci-pitada al responder a designios bien rumiadosy hacía bastante tiempo articulados hasta elmenor detalle. Excepto fijar la fecha para suóbito. El presidente del Consejo de Ministrosconsideró momento oportuno para poner enpráctica un proyecto minuciosamente elaboradoal cumplir sus setenta años el señor marquésde la Vega Inclán. Tras el «Querido Benigno»de ritual, y en carta autógrafa, el general Primo

(1) Martínez de la Riva, Ramón, Tierra. Mar yCielo (Madrid. 1928).

de Rivera daba el cese a su amigo el comisarioregio de Turismo, comunicándole con referen-cia expresa al turismo:

«Al tratar de ampliar el marco de este impor-tante asunto, en que tú has hecho tan gran labor,había que impersonalizarlo, encomendándolo a unaentidad y reglamentando su enlace con el Estado.»

El Patronato Nacional de Turismo

La misiva lleva la fecha del 25 de abril de1928. No de modo fortuito, la misma del Decre-to que con alusión expresa a las ExposicionesInternacionales de Sevilla y Barcelona anuncióen el «Boletín Oficial del Estado» la creacióndel Patronato Nacional del Turismo, tambiénadscrito a la presidencia del Consejo de Mi-nistros.

Llama un poco la atención la forma institu-cional de Patronato, de aristocráticos y ranciosresabios, un tanto nebulosos, de carácter con-sultivo o de asesoría. Cabe imaginar se arbitróa causa del resplandeciente plantel de títulosnobiliarios que nutrieron sus vocalías, desempe-ñadas a título honorífico y, ¡tiempos aquéllos! ,sin emolumento alguno.

No obstante, y en el orden funcional, el nuevoorganismo denotaba un radical cambio guber-namental respecto al turismo, claramente expli-citado en los postulados programáticos formu-lados en la exposición de motivos que campeanen los decretos fundacionales de una y otraentidad. Mientras que el de la Comisaría Regiadirigía su acción «a procurar por todos losmedios a su alcance que la contemplación de lasbellezas naturales sea todo lo holgada posiblepara el forastero», el Decreto de 1928 da porsobreentendida tan elemental función y arguyecomo razón de ser del Patronato «la organiza-ción del turismo considerado en todas las nacio-nes como fuente de riqueza y prestigio nacio-nales».

Pródigamente dotado el Patronato con fon-dos procedentes de fuentes extrapresupuesta-rias, o sea, y como se dice en el Decreto, «conlos recursos que provengan de la creación delseguro de viajeros y de ganado vivo que setransporte por ferrocarril», su presupuesto par-ticular ascendió en 1929 a 28 millones de pese-tas, más 10 millones adicionales, destinados apréstamos bancarios para la financiación de

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hoteles a través de una Caja de Crédito Ho-telero.

Dentro de su originalidad, el organigramaoperacional del Patronato presenta analogíaspatentes con el Ente Nazionale per le IndustrieTuristiche, fundado en Roma en 1919 y modi-ficado a fondo en 1921. Por no ser menos, y aligual que el EN1T, también tuvo el PNT espa-ñol su Consejo General del Turismo, versiónespañola del Consiglio Céntrale del Turismoitaliano, de hecho tan inoperante como sumodelo.

Presidido por el conde de Güell, su más queprobable inspirador, el Patronato, instalado enmedia docena de despachos del edificio de LaEquitativa, Alcalá esquina a Gran Vía, funcio-nó regido por su secretario general, don loséAntonio de Sangróniz, un joven diplomático decarrera, asesor en el proyecto estructurador delorganismo, encontrando estimable colaboraciónpara su gestión en la experiencia de don Vi-cente Castañeda, ex secretario de la extintaComisaría Regia.

El Patronato no perdió tiempo en justificarsu creación. Se nombraron subdelegados o co-misarios de zona, entre los que por su dinamis-mo destacó el de Andalucía, Extremadura yCanarias, don Luis A. Bolín, malagueño deorigen, corresponsal en el extranjero de «Blancoy Negro» y «A B C», ya imbuido de una ingé-nita vocación por temas turísticos, que añosmás tarde tendría amplias oportunidades dedesarrollar prosiguiendo a nivel nacional lalabor de un Patronato que cifró una de susmás urgente actuaciones organizando para octu-bre de 1928 el IX Congreso Internacional deAgencias de Viajes, que celebró sesiones detrabajo en Madrid y en dos capitales españolasque había especial interés en promocionar almáximo: Sevilla y Barcelona. Declaró al respec-to en la Memoria anual del Patronato: «A esteCongreso concurrieron los directores de 87agencias de viajes extranjeros, que pudieronapreciar directamente la importancia turísticade nuestro país.»

Las Exposiciones de Sevillay Barcelona

Pese a que el Decreto fundacional del Patro-nato le asignó como tarea inmediata y principal

la promoción turística de las dos Exposicionesespañolas de 1929, no está de más puntualizarque aquellos espectaculares certámenes no fue-ron iniciativa del régimen político con el quetan íntimamente los asocia el recuerdo. Comomuchas de las realizaciones de la Dictadura.y dicho sea en su loor, la cosa venía de bastantelejos. En la primavera de 1908 ya competíanBilbao, Madrid y Sevilla para llevarse a su res-pectivo lar la Exposición Hispano-Americanaprogramada por el Gobierno, en compañía delos tres millones de pesetas —de pesetas de lasde entonces— adscritas a la ejecución del pro-yecto.

Proceso análogo al que sin subvención ini-cial, y por tanto sin rivalidad alguna quevencer, siguió la Exposición Internacional deBarcelona, en origen monográfica e industrial,promovida pocos años antes por don FranciscoCambó y otros prohombres catalanes bajo ellema «Exposición Internacional de IndustriasEléctricas». En ambos casos se elaboraron pla-nes, planos y presupuestos, apropiándose alefecto y en cada capital terrenos de excepción.Pero con una guerra mundial de por medio,amén de una serie de incidencias domésti-cas nada propicias para pensar en aquellaclase de eventos, las Exposiciones languidecíanen estado embrionario como cuentos de nuncaacabar.

Demoras que de lleno confieren al generalPrimo de Rivera el mérito del impulso decisivoy final. No puede negársele al general jerezanoque animado por la buena situación económicadel país, y deseoso de glorificar públicamentesu régimen con un golpe de presíige, desempol-vara proyectos virtualmente atascados en la víadel olvido burocrático y en un alarde de euforiay vitalidad de los suyos, y de un modo un tantosalomónico, dispusiera en 1925 la celebraciónsimultánea de las dos Exposiciones, fijando lasfechas del 9 y 20 de mayo de 1929 para suinauguración.

Magnas apoteosis a escala nacional lasExposiciones barcelonesa y sevillana. Inau-guradas a los sones de himnos internaciona-les, acompañados por el aleteo multicolor delas banderas, con soberanos y ministros enprimer plano, y al fondo un friso proustiano de

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concejales, damas de la Cruz Roja y subsecre-tarios en flor.

Certámenes ambos concurridos por multitu-dinaria afluencia, mayormente doméstica. Lasevillana, orientada hacia las Españas de ultra-mar, ofrecía el contenido de los pabellones decada una de las Repúblicas de habla hispana,más lo exhibido en los de Brasil, Portugal y losEstados Unidos, tras modificar la denominaciónoriginal del certamen por la de Ibero-Ameri-cana, quedando a cargo de la hispanofiliaimperante en los Estados Unidos la explicacióndel ensamblaje de lo yanqui en la ampliación.Abiertamente europeísta la barcelonesa, cononce naciones representadas, sufragada en partecon el producto de un sello postal de cincocéntimos, obligatorio en toda la corresponden-cia franqueada desde la capital. En un esfuerzotécnico considerable, que absorbió ingente can-tidad de capital y mano de obra, se levantó enun estilo universalista y en una ladera del Mont-juich convertida en parque un conjunto de edi-ficios presididos desde la altura por la molelevemente vaticanesca del Palacio Nacional, es-caparate de la más completa exhibición de arteespañol jamás reunida bajo un mismo techo. Dela base del palacio manaban, en líquida escali-nata, las aguas que alimentaban las espectacu-lares y jamás vistas cascadas y fuentes lumino-sas, creación del ingeniero Carlos Bohigas,inaugurándose al mismo tiempo que la Expo-sión el entonces estadio deportivo de Españay segundo de Europa por su aforo.

De todas formas conviene someter el éxito delas Exposiciones españolas a un indispensabledistingo. AI celebrarse en décadas en las que elturismo internacional fluyó bastante indiferentea Exposiciones, dudoso, pues, de que por sí ypor su arquitectura bonita atrajeran las españo-las gran afluencia extranjera, sin descartar,claro está, que al doble espectáculo concurrie-ran cuantos turistas visitaron España durantesu celebración: que fueron cantidad.

Así, pues, si no generatrices, las Exposicio-nes coincidieron con la más alta cota numéricay de rentabilidad económica alcanzada en 1930por el turismo español y por muchos años porvenir. Quizá por espacio de una treintena.

Legado turístico de unas Exposiciones

Norma o piedra de toque en Exposicionesde rango, planificadas como es debido y convisión de futuro, que los gastos originados porsu instalación los justifiquen en la medidaen que a sí mismas se trasciendan turística yurbanísticamente: con frecuencia, dos caras deuna misma cuestión. Requisito lucidamentecumplido por las españolas de 1929, al radicarsu, por perdurable, más decisiva función en lomucho que dejaron de recuerdo visible a Sevillay Barcelona una vez clausuradas.

En el primer caso, y muy en primer lugar,incrementando los recursos turísticos sevillanosde empuje con el barrio de Santa Cruz, un sus-tancial aumento en capacidad hotelera de cate-goría y, por supuesto, con el recinto ferial, ajar-dinado por Leforestier y salpimentadas las fron-das del parque de María Luisa por los edificiosdiseñados en óptimo ladrillo moreno por elarquitecto Aníbal González, que sentó altaspautas estilísticas en sus dos realizaciones máslogradas. Las plazas que como el par de focosde una elipse centraron el complejo conjuntoferial. La de la Exposición, formada por trespabellones, uno de estilo gótico-isabelino y losotros en airoso renacimiento mudejar, y el vastohemiciclo de la plaza de España, con un canali-llo navegable y puentecillos, diríase que al esti-lo veneciano de no ser por el toque andalucistade su decoración cerámica, repetido en cincuen-ta bancos en semicírculo, a razón de uno porprovincia española.

Mejor librada a la larga Barcelona al servir-se de la Exposición para enderezar el desarro-llo urbanístico de la capital por medio de unasobras permanentes, ya reseñadas, a las que pro-cede añadir el estadio de Montjuich y la disci-plinada coreografía acuático-luminosa de lascascadas y fuentes del ingeniero Bohigas. Que-dándole el amplísimo Palacio Nacional, sedeluego del Museo que tanta falta le hacía a Bar-celona, así como la creación más original yturística de todas: el ecléctico Pueblo Español,concepción genial de los artistas Miguel Utrilloy |avier Nogués a la manera del vieux París quehizo las delicias de los visitantes a la Exposi-ción de 1900.

Ciento y raya le dio el proyecto barcelonés aSU

Ciento y raya le dio el proyecto barcelonés amodelo parisiense. En el interior de un

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recinto amurallado de hechuras abulenses, ex-quisitamente seleccionadas y emplazadas enperspectivas cambiantes, se ofreció a la contem-plación de los visitantes reproducciones facsimi-lares —como reza un folleto del tiempo— «decalles, plazas y edificios de numerosos pueblosespañoles muy interesantes y apartados de lasrutas del turismo».

Un affiche turístico, pues, y en tres dimen-siones y a escala normal, aquella Hispanolandiade las regiones en cartón-piedra, condenada aser desmantelada una vez clausurada la Expo-sición, cuya vida se prolongó contra programapor un año más, hasta el otoño de 1930. Vienea cuento recordar la razón de la supervivenciadel Pueblo Español. Como a la torre Eiffel, lesalvó la inmensa aceptación que obtuvo porparte de los turistas: que siguen visitándolo contanto entusiasmo y dispendio de carrete foto-gráfico como el día en que se inauguró.

Auge hotelero

A diferencia de la tónica europea, el dece-nio es para España uno de importantes realiza-ciones. Además de inicios de actividad por Ma-llorca, destaca la región andaluza al reforzar sudispositivo hotelero con algunos establecimien-tos de alta categoría en puntos clave. Treshoteles, rodeados de frondosos jardines, jalonanel itinerario andaluz de prestige, esbozado ladécada anterior en solitario por el AlhambraPalace de Granada. Abrió marcha en 1926 elHotel Miramar de Málaga, seguido en 1928por el palacial Alfonso XIII de Sevilla, costeadopor el presupuesto municipal, tocándole com-pletar el trío al Hotel Atlántico, construido enterrenos cedidos por el Ayuntamiento gaditanoen un parque de cara al océano.

En Madrid surgieron hoteles del rango y lacapacidad alojativa del Savoy y el Nacional, yen Bilbao, el Carlton, inaugurado el 1 de enerode 1926, encargándose de explotarlo el MaríaCristina de San Sebastián, y el Gran Hotel deZaragoza, listo para las fiestas del Pilarde 1929.

Mucho menos satisfactoria la situación por laEspaña de más tierra adentro, donde quedaroninmensas áreas sin más alojamientos que los detipo más primitivo y elemental. Bien que en

tiempo mucho más reducido, el salto en línearecta de Burgos a Madrid, y viceversa, siguióhaciéndose en forma nada disimilar que en losaños subsiguientes a la guerra de la Indepen-dencia. Un almuerzo en alguna fonda de Aran-da y a subir y bajar el Guadarrama por unpaisaje desértico y despoblado, hasta entrar enMadrid por la barriada de Cuatro Caminos.Más incómodo aún podía resultar el trayecto enautomóvil de Andalucía a Levante, sin uncuarto de baño ni un decente restaurante entreGranada y Murcia capital.

Lo mismo que cualquier recorrido por lavasta Extremadura, promocionada con vigorenardecido por la retórica toponímica de la His-panidad. La súbita relevancia del monasterio deGuadalupe apremió a mejorar la espartana hos-tería frailuna y dedicar la «iglesia nueva» agaraje turístico. Recién inaugurada en su sober-bia plaza mayor una estatua ecuestre al conquis-tador del Perú, la visita a la Tierra de losConquistadores tuvo su centro logístico en Tru-jillo. Más que al monumento, su preeminenciaderivó de la existencia de un pasable hotel, delque dijo en 1929 García Sanchiz en «El viaje aEspaña»: «Salvo el hotel de Trujillo, con sugaraje, y con baño en los cuartos, no existe entoda Extremadura un refugio confortable, de-coroso.»

Situación que en su último año de actuaciónal frente de la Comisaría de Turismo indujo almarqués de la Vega Inclán a adquirir en Méri-da, por cuenta del Estado, el antiguo convento,entonces cárcel provincial, cuyas celdas presen-taban posibilidades de transformarse en alcobashoteleras.

La nota más interesante en la gran hosteleríaespañola radica en la sensible elevación en elnivel de servicios, cuestión en la que tuvodecisivo influjo la aparición de cadenas hote-leras. Once establecimientos a cual más fino, ysirviendo al mejor turismo, formaron la multi-nacional de Les Grands Hotels Européens, delos Marquet, con sede en Bruselas, al centrar en1927 sus operaciones en España. De los once,tres en la capital belga, otros tres en Francia, elNegresco de Niza entre ellos, y cinco en Espa-ña: el Continental de San Sebastián, los Ritzy Palace de Madrid, el Real de Santander y elAlfonso XIII de Sevilla, a petición de la enti-dad propietaria, el Ayuntamiento de la capital.

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En 1930, con base el Miramar de Málaga, yrespaldada por la Banca Botín, de Santander,empieza a entretejer sus eslabones la HUSA(Hoteles Unidos), cimiento quince años despuésdel restablecimiento del turismo español. Poraquellas fechas de bonanza comenzó a agluti-narse le IHLSA, concebida por el magníficoprofesional barcelonés don José Gaspart, auto-formado al estilo de César Ritz, que con basede operaciones en el Oriente de Barcelona cir-cunscribió sus actividades al área catalana-balear.

El turismo de la época configuraba su cicloanual con claro predominio durante la prima-vera y el otoño.. Lo que concienció al Patro-nato Nacional del Turismo por vez primera delos altibajos de la estacionalidad turística, pre-cisamente en relación con la hostelería. Proble-ma de espinosa solución que trató de paliarexhortando oficialmente a los industriales a re-ducir sus tarifas durante las temporadas de bajaocupación. Comprensible el consejo de referir-se a la temporada invernal. Lo sorprendente esque también aludiera al verano de modo expre-so. Estación «tabú» para el gran turismo debidoal estereotipo de la africanidad de nuestro clima,que, con la excepción de Santander y San Se-bastián, mantenía a las playas españolas taninéditas para los extranjeros como para laindustria hotelera nacional. Dato indicativo deque en relación con el exterior, y a diferenciadel de nuestros días, el turismo español de en-tonces funcionaba con sus temporadas «cambia-das»: como el sueño de un niño acabado denacer.

Desaprovechamiento de las playas

Notoria la oferta en los affiches del granbazar del turismo internacional de los añosveinte de sol abundante y barato a orillas delmar. No así en los de una España si biensobrante por naturaleza de costas soleadas, pa-téticamente faltas de mostrador. Es decir: dehostelería playera. Inexistente por todo el lito-ral español exceptuados los consabidos focoscantábricos y algunos tímidos conatos por Sit-ges y Mallorca.

Desidia que con referencia a las playas mala-gueñas expone sin quererlo una curiosa guía

trilingüe, editada en Motril, bautizada con unslogan, utilizado entonces por la zona de Esto-ril y que veinte años después haría fortuna porel litoral malagueño. El autor justifica el usode «La Costa del Sol» en la página primerade su publicación:

«Esta expresión viene circulando hace bastantetiempo, y nosotros hemos decidido titular con ellanuestra obra, por considerar dicha frase como unasíntesis gráfica de este volumen» (1).

Volumen integrado por artículos más o me-nos literarios sobre Granada, Málaga y Alme-ría, con profusión de fotos y de publicidad. Perolas playas malagueñas brillan por su ausenciaen las páginas de «La Costa del Sol». No lassuplen los «baños del Carmen» y la Caleta,con su adición de canchas de tenis, ni el CaletaPalace, con una especie de restaurante. Conjun-tos ubicados precisamente en la zona de Málagadiametralmente opuesta por donde sesteabanTorremolinos y Marbella. En función de logo-tipo, la Costa del Sol quedó a la espera demejores tiempos.

Significativa al respecto la prolija panopliade la oferta turística nacional confeccionada porun autor de nota:

«España atraviesa por una época de gran exal-tación turística, lo cual es muy razonable, puestoque aquí tenemos cantidades enormes de esos pro-ductos —ya naturales, ya elaborados a brazo—que nutren habitualmente a los turistas, a saber:catedrales, chocolates, ruinas, museos, costumbresarcaicas, puentes romanos, danzas típicas, ciudadesde viejo historial, campesinas guapísimas, monas-terios donde poderosos príncipes han vivido su-mergidos en el tedium vitae de sus últimos años,montañas eternamente nevadas, ferrocarriles decremalleras, cabarets, etc.» (2).

De todo hay, excepto una mención a lasplayas españolas.

Política hotelera del P. N. T.

Entre otras funciones, su Decreto fundacionalle asignaba al Patronato «la de estimular eldesarrollo de la industria hotelera», obligándolelas circunstancias a trascender con mucho las

(1) Pérez García, Francisco, Rutas de turismo. LaCosta del Sol (Motril, 1930).

(2) (ardiel Poncela, Enrique, El turismo en acción.

SI

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lindes del estímulo, erigiéndose en empresa des-de el primer momento de actuación.

Campo en el que debutó inaugurando enoctubre de 1928 el primer Parador Nacional,en la sierra de Gredos, obra debida por enteroa la gestión del marqués de la Vega Inclán,atendiendo a deseos expresos de Su Majestad,gran aficionado a la caza mayor. De escasautilización por parte del turismo extranjero,puede argüirse en su favor el haber servido deprototipo para sus seguidores, los de Mérida yOropesa, ubicados éstos en zonas en las queunas cuantas habitaciones pulcras y con bañodaban un vuelco radical a las condiciones enlas que se realizaba el viaje en automóvil entreMadrid, Lisboa y Sevilla. El Patronato intervi-no en la industria del hospedaje de modo másconvencional al tener que hacerse cargo de laconclusión y explotación, en 1929, del HotelAtlántico de Cádiz, comenzado, con el pieizquierdo al parecer, por una compañía privada.

Otra vía más indirecta de actuación en elfomento de la industria, el «Crédito Hotelero»,calco del «Crédit Hotelier» establecido en 1923por el Gobierno francés, fórmula de financia-ción a la que se acogieron las obras en cursodel Terramar de Sitges, el Carlton de Bilbao,el Gran Hotel de Zaragoza, así como para ini-ciar las obras de sendos campos de golf enMálaga y Santander.

Con vistas a la inminente inauguración de lasExposiciones, no en vano y en cierto modo surazón de ser, el Patronato publicó en 1929 laprimera y suspirada «Guía Oficial de Hoteles».Con intención exhaustiva, informaba acerca de3.276 industrias de hospedaje, de las que a losumo la vigésima parte podrían ser calificadascomo hoteles y el resto de pensiones o posadas.Con lo que el total de 98.280 plazas inventaria-das, más o menos hinchado el perro, arrojabanun promedio aritmético de 30 plazas por esta-blecimiento.

Las demandas planteadas por un turismoautomovilístico en auge creciente aceleró laextensión del programa de construcción deParadores Nacionales, procediéndose, a instan-cias ya antiguas de la Dirección General deCarreteras, a planificar otros de tipo más fun-cional en tramos excesivamente despoblados.

La idea de los Paradores encontró férvida

respuesta en algunos municipios españoles,como los de Oropesa y Ubeda, que cedierongratuitamente al Estado el castillo y el palaciorenacentista, en los que en 1930 se abrieronal público sendos Paradores, aplicando en me-nos abruptos terrenos módulos ensayados enel de Gredos. En enero del citado año se adqui-rió por 115.000 pesetas el castillo de CiudadRodrigo, abriéndose el de Alcalá de Henares,esencialmente un restaurante habilitado en unadependencia de la vieja Universidad complu-tense, que conllevó el adecentamiento del boni-to Patio Trilingüe, que le sirvió de jardín.

La realización del programa de Albergues deCarretera se planificó con diligencia superior.Convocado a fines de noviembre de 1928 con-curso de anteproyectos, se escogió como proto-tipo uno cuyo coste por unidad no debería reba-sar las 50.000 pesetas, procediéndose el 21 dejunio de 1929 a la subasta de los doce primerosalbergues, comenzando en octubre y noviembrede aquel año la edificación de los de Manza-nares, Quintanar de la Orden, Almazán y Beni-carló. El resto, y debido a los recortes presu-puestarios que infligió al Patronato el gobiernoBerenguer, se irían inaugurando en un futuromenos próximo de lo que se calculó.

Merece, pues, en justicia el calificativo deadmirable y ejemplar la labor del primer orga-nismo estatal español, específicamente dedicadoal fomento y ordenación del turismo, en susprimeros dos años de vida normal. Concebidosobre presupuestos de alta operatividad y gene-rosamente dotado de fondos, el Patronato, espo-leado por la inminencia de las Exposiciones,elaboró en tiempo récord un dispositivo de pro-paganda impresa de gran calidad y eficacia yen suficiente cantidad para atender durantevarios años más las demandas en este campo.Además de salpicar el territorio nacional conuna serie de útiles oficinas de información turís-tica, regidas por una nómina improvisada depersonal plurilingüe, instaló otras en el extran-jero, destacando por su rendimiento la activísi-ma establecida en el boulevard de la Madeleine,de París.

También procede anotar entre las numerosasaportaciones del Patronato la confección de lasprimeras estadísticas del turismo en España,bien que expuesta su solvencia a la mismaclase de hipótesis que las presentadas por otros

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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 379

países. Las cifras correspondientes al año 1929arrojaron la entrada de 362.715 extranjeros, conun total de 1.316.898 días de estancia. Ajeno alcrack bolsístico norteamericano, al resumir elPatronato su labor en el año en cuestión semostraba abiertamente optimista con vistas aiinmediato futuro:

«No debe considerarse cálculo exagerado pen-sar que en 1929 los extranjeros han dejado enEspaña cerca de cuatrocientos millones de pesetas.Claro está que si de este volumen cabe estimaruna cuarta parte como consecuencia de las Expo-siciones, no es menos cierto que las previsionesde las agencias de viajes para 1930, y aun para1931, permiten asegurar que en estos dos años nosufrirá disminución el contingente turístico denuestro país» (1).

Estimativas posiblemente válidas y certerasde no estarse fraguando un acontecimiento polí-tico que imprimiría un rumbo escabroso a losdestinos históricos españoles. De todas formas,los datos tabulados por el Patronato referentesa la temporada de 1930, con Primo de Riveraen el exilio y derrumbándose la cotización dela peseta por los mercados internacionales, reve-laron la misma tendencia alcista que el resto delos países europeos. O sea: en auge la entradade turistas extranjeros, que ascendieron a440.552. Setenta y ocho mil más que en el ejer-cicio anterior y la más alta cota alcanzada enmuchos años por venir. Pero registrando tam-bién, como augurio de malos tiempos por el

(1) «Memoria de los trabajos realizados por elPNT desde junio de 1928 a 31 de diciembre de 1929»(Madrid. 1930).

horizonte, un ominoso descenso de 13.000 en-tradas en el apartado de turistas norteame-ricanos.

Valgan a modo de recapitulación unas notascalificativas acerca del turismo que visitó Espa-ña durante los años veinte. Constituyó un trá-fico de alta rentabilidad, nutrido por una altaburguesía desuncida de apremiantes obligacio-nes, en visitas de un mes o de mayor duración.Por entonces no presumía el país de lujo alalcance de cualquiera, cotizándose en 1929 lapeseta a razón de 26,80 por libra esterlina.Menos baratura y playas de postín, España tuvode todo para el turista extranjero. Sobre todo,tranquilidad. Circunstancia que la primera Me-moria del Patronato resaltaba con ufanía, alsubrayar la preferencia anglosajona, con undato ingenuo transido de galantería:

«Estados Unidos y Gran Bretaña constituyenel principal núcleo de nuestro turismo de altura,tanto por el volumen de viajeros y estancias cau-sadas como por sus mayores exigencias, que paganespléndidamente. Hay de estas dos naciones unanota muy agradable, digna de consignarse. Nosreferimos al crecido número de damas que hanvenido a España sin ser acompañadas de varones,demostrando la confianza que inspira la hidalguíaespañola.»

Mediada la primavera de 1931, a punto deiniciarse la temporada turística, unas eleccionesmunicipales instauraron en España por segundavez el régimen republicano. Advenido, en loque al turismo respecta, con planteamientosopuestos a los emanados del sistema que engen-dró el Patronato.

EL TURISMO EN LOS ESTADOS UNIDOS

La victoria de los Estados Unidos en la gue-rra europea, en la que se metieron tarde y másfuertes que nunca, generó en el pueblo america-no un sentimiento colectivo bífido y contradic-torio. Al tiempo que propulsó al summum suproyección al exterior, tanto en el orden eco-nómico como turístico, lo compaginó, a modo

de culatazo, con un violento ramalazo aislacio-nista, en teoría y por extensión, receloso, cuan-do no subconscientemente hostil, respecto alvisitante extranjero, al foreigner. Temerosa deverse invadida por un alud de emigrantes, unaAmérica enriquecida se cerró en banda a unaEuropa empobrecida. Así de llano. Actitud cris-

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380 ESTUDIOS

talizada en 1921 al aprobar el Congreso unapopularísima ley de emigración que estableciócicateros cupos de entrada en el país, por nacio-nalidades, inspirada en postulados racistas maldisimulados.

El «welcome» americano

Una ley de preceptos al principio aplicadoscon dureza extremada contra todo pasajero lle-gado steerage, o sea, con billete de tercera clase.Tal y como tuvo la gallardía de describirlos unturista americano, «con diez generaciones ame-ricanas» en su genealogía, al regreso a NuevaYork de un tour, en el otoño de 1921, en unbuque danés, a causa —y atención al dato— deno encontrar plaza libre en los buques de lascompañías inglesas, francesas y americanas:

«Nadie que no fuera ciudadano de los EstadosUnidos pudo desembarcar, pasando la mayoríadel pasaje a bordo dos días más, por tener unospasajeros cincuenta o cien dólares más que otros.Al que llega en primera o en segunda clase se ledeja entrar en los Estados Unidos sin escrutinioshumillantes y sin conducirle a Ellis Island. Asíque, después de pasar alguna inspección, bajé lapasarela con los de primera clase, por ser ciuda-dano americano, como los que descendieron con-migo. Pero dejando atrás a la mayoría de aquellasespléndidas gentes, los americanos del futuro» (1).

Tratamiento al que se expuso cuanto turistade buena fe llegado en el navio que fuera alos muelles de Nueva York con billete de terce-ra, posibilidad propiciada por la fortaleza deldólar, sin tan siquiera librarse de suspicacias lospasajeros llegados en cabina de lujo de apreciaren su pasaporte o visado algún vicio de formalos inspectores del Departamento de Inmigra-ción que subían a bordo para efectuar el con-trol. Todo presunto reo de infracción hubo desufrir en sus carnes las llamadas formaliíies. EnEllis Island, y para más inri, con óptimasvistas a la estatua de la Libertad. Bienvenidaque, vistas y oídas las quejas que provocó lamedida en el más numeroso contingente visitan-te, británico por supuesto, quedaron éstos exen-tos de la fiscalización.

En cambio, the prohibition, la prohibición deconsumir bebidas alcohólicas, implantada en

(1) Flambeau, Viktor, Red Letter Days in Europe(Nueva York, 1925).

1920 por plebiscito nacional, no pudo decirseirrogara molestias al turista extranjero.. Másbien, motivo de regocijo. Por de pronto le pro-porcionó ocasión de presenciar el espectáculoprotagonizado por el pasaje norteamericano enla última jornada de la travesía, celebrando atumba abierta, bastante antes de avistar lascostas de su país, el rito viajero de la bacanalpostrera. La noche anterior al desembarquetenía lugar a bordo una fiesta no oficialmenteprogramada. Cerrados los bares antes de entraren aguas jurisdiccionales americanas, el pasajeyanqui se congregaba en salones y camarotes delujo para consumir las últimas botellas de licor,arrojando las sobrantes por la borda. Conveníano antagonizar a los inspectores de Aduanas,severísimos en materia de contravenciones a ladecimooctava enmienda a la Constitución. Unavez en tierra la cosa no tenía importancia. Selo explicó a Paul Morand en Nueva York unaelegante señora: «Antes ninguna mujer decenteentraba en un bar: ahora nadie se extraña alvernos.»

Los U. S. A. en el mercado viajero

Empecemos recordando lo mucho que el trá-fico visitante desmereció comparado con el quepartió hacia Europa, en apariencia inconmen-surable. Patentiza visualmente la magnitud desu volumen el número y calidad de los palaciosflotantes navegando en lanzadera por el Atlán-tico Norte. La oferta se diversificó en maticestan variados como las banderas enarboladas porcada buque. Satisfizo el incentivo de la veloci-dad el «Mauritania», de la Cunard, que hasta1929 conservó la «Cinta Azul» en poder de lagran naviera inglesa, repuesta de las pérdidassufridas durante la guerra con buques expro-piados a las navieras alemanas. Entre ellos, elgigantesco «Imperator», de la NorddeutscherLloyd, navegando ahora sus 52.000 toneladascon el nuevo nombre de «Berengaria». En lujoy amenidades a bordo compitieron por un mis-mo trayecto el «Leviathan», de la United StatesLine; el «De Greasse», el «He de France» y amás asequibles tarifas las modernísimas moto-naves de la Hamburg Amerika Linie.

Entre los espectáculos callejeros de NuevaYork tomó carta de naturaleza el show portua-rio que un día sí y otro también tenía lugar en

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los muelles de Manhattan mediada la prima-vera. Cosa de ver el embarque de la masapasajera y acompañantes, que prosigue en am-biente festivo en el interior de los navios:

«En los salones —refiere Paul Morand— los vi-sitantes no parecen oír los timbrazos que anuncianla partida y las cabrías que ya izan las anclas.Ruge la orquesta: los botones uniformados deblanco traen enormes ramos de flores, cajas inmen-sas que no contienen más que una rosa, cestillosde golosinas y todos esos regalos de última horaen los que una vez más sonríe la amistad hospita-laria de América; las damas prenden en su abrigola orquídea, la flor de la partida. Según dicen,hay dos clases de neoyorquinos: los que puedenpagarse un viaje a Europa y los otros.»

Cabe incorporar a estos otros, en aras de lareciprocidad simétrica, los otros otros, mayor-mente europeos, que pudieron pagarse una ex-cursión a los Estados Unidos. Una vez superadala maraña de trabas burocráticas, comparables,exagerando lo preciso, a los obstáculos queretardaron el acceso a la Tierra Prometida, o laruta hacia la alcoba en la que en los cuentosde hadas dormita la princesa, tanto más bellacuanto más inaccesible al común. Porque es jus-tamente al instalar en los consulados americanosde ultramar sus mallas, el filtro inquisitorial delque gota a gota manan los visados, cuando enestratos no necesariamente minoritarios de lasociedad europea cala por vez primera la nociónde no ser los Estados Unidos paradero irrazo-nable para un viaje con billete de ida y vuelta.Algo más que un destino natural para mano deobra emigrante. Sin que la relativa escasez deturistas contradiga la intensa atracción irradia-da por un país, plasmada en el elevadísimo nú-mero de libros de viajes* que se publican,protagonizados en gran medida por el sin parespectáculo de la ciudad de los rascacielos.

El ombligo del mundo

No bastándole a Nueva York ser la ciudadmás populosa del continente americano, ha dedeslumhrar a un tipo de turista jamás escasoaureolándose con un atributo dimensional más.Sobrepasar a Londres es su objetivo cardinal.Lo logra al ascender oficialmente al puesto dela ciudad más grande del mundo gracias a unaficción estadística. Anexionándose Brooklyn, elBronx y alguna población más del Estado deNueva Jersey, al otro lado del río.

De lo que no hay duda, por saltar a la vista,es de tratarse de la más alta ciudad de laTierra. Apunta el racimo de la última genera-ción de rascacielos, construidos los más altosmientras Europa se desangraba en guerra, con-denados a ser rebasados muy pronto por otrosque ya se planean. En la Quinta Avenida sederriba en 1926 la histórica mansión de losVanderbilt para construir un hotel, y el cente-nario Waldorf-Astoria, para ceder su sitio aledificio más alto del mundo, reinaugurándoseel nuevo Waldorf en 1929, en Park Avenue,triplicada con su pareja de «Towers» su ante-rior altitud.

Porque en Nueva York todo ha de crecer conímpetu ascensional. Tanto las acciones en laBolsa como el Roxy, el cinematógrafo másgrande del mundo —faltaría más—, y los nue-vos rascacielos, que hacen escribir a PaulMorand, ferviente exégeta de la ciudad: «Si esestilo la expresión de la vida de un pueblo, enun momento dado, América tiene ahora derechoa decir que tiene estilo.» Un estilo y una luz.Luces más bien. La profusión de anuncios lumi-nosos, «los enjambres de ventanas acribillandoun muslo de la noche», que dijo en verso libreGarcía Lorca, hacen del crepúsculo neoyorqui-no un espectáculo que ya en 1923 fascinó aBlasco Ibáñez:

«Cuando llega la noche no hay aglomeraciónurbana, no la ha habido nunca, que ofrezca elaspecto mágico de esta urbe, en cuyo seno fuesujetado el cuerpo impalpable de la electricidad.»

Más tarde preside el estallido multicolor deTimes Square un inmenso panel, cortesía de laChevrolet, en el que un deslizante friso de bom-billas parpadea de derecha a izquierda facili-tando en telegramas de luz noticias de lo quepasa en el mundo: y en la Bolsa también.Hasta el tráfico rodado se condensa y brincapor el damero de las calles sometido día y no-che al diálogo de unas luces en color que en1927 admiró a André Maurois:

«Luces rojas y verdes, situadas muy altas, visi-bles de lejos, regulan el tráfico constantemente.A intervalos regulares, una luz roja detiene entodas las avenidas a los vehículos en direcciónnorte-sur, dando suelta las calles a la oleada trans-versal. Tres minutos más tarde la luz verde liberaal de las avenidas y las calles quedan en reposo.Bello de ver, en el momento en que cambian las

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luces, y tan lejos como la vista alcanza, detenersea los escuadrones de los automóviles en las esqui-nas de cada calle» (1).

Más que calles, hendiduras en cuadrícula per-pendicular componentes de un panorama urba-no que en 1927, en su segunda visita, fascinó porsu exuberancia surrealista a un visitante inglés:

«Abruman la pupila europea las evidencias deprosperidad de Nueva York. La ciudad está siendogradualmente elevada sobre el nivel de los primi-tivos rascacielos a costa de enormes inversiones decapital y de esfuerzo. Nada hay en el mundo dela magnificencia de la nueva Park Avenue. Losarquitectos han despojado sabiamente a los edifi-cios de todo ornamento a partir del piso tercero,dedicándose a elevar las grandes moles de veintepisos en relación uniforme entre sí. La tara deestos edificios radica en tener los americanos lamisma altura que en cualquier otro sitio, por loque las habitaciones de los edificios han de tenerel mismo tamaño que los de cualquier otro lugar,resultando obligatorio perforar sus muros con in-numerables ventanitas, totalmente fuera de escalay proporción con los grandiosos diseños de lasconstrucciones. Así que uno experimenta la extra-ña sensación de hallarse en una ciudad construidapor gigantes para enanos. Mirada una calle de ras-cacielos desde la ventana de un piso dieciséis, seven bullir hombres y mujeres como hormiguitasa la sombra de inmensos taludes. De todos modos,es algo fantástico, interesante y maravilloso elcontemplar desde Central Park. con un friso deluces donde deberían verse las estrellas, como unverdadero fairy latid» (2).

Es la ciudad de enloquecidas trepidancias ensu ritmo vital que confundió, asustó y atrajoal mismo tiempo a Stephan Zweig, y suyos sonlos calificativos de su reacción. La ciudad en laque el neoyorquino castizo y de pro, taxista,bartender, guardia o banquero, gusta asombrary mixtificar al visitante con unos cuantos afo-rismos tópicos. Todos insisten en subrayar elcarácter único, excepcional, paradójico y sinpar de la capital. La menos americana de lasciudades de la Unión: «Los judíos la poseen, laadministran los irlandeses y los negros la go-zan.» O bien sus variantes de corte estadístico:«La primera ciudad judía del mundo, la segun-da de Italia, la tercera de Alemania y la verda-dera capital de Irlanda.»

«A los visitantes de América siempre se lespregunta qué opinan del país, aunque a losamericanos no les interese mucho saberlo, ya

(1) Maurois, André, En Amerique (París, 1933).(2) Spender, I. A., The America of To-Day (Lon-

dres, 1928).

que tienen sobre él sus opiniones particulares»,observó Cecil Roberts. Por ejemplo, el altonivel alcanzado por su cultura y su civilización.Aun sin participar en las oportunidades que sele ofrecen, el neoyorquino se enorgullece de lagran atención recibida por las artes. Ningúnlugar del mundo celebra conciertos de la calidadde los programados con Rachmaninoff, FritzKreisles, Toscanini y con otros residentes per-manentes. Millonarios afanosos de ganar statussocial compiten en la cancha del MetropolitanMuseum con legados que a donante y receptorconfieren indiscutible categoría. Han de reco-nocerlo, bien que les pese a los visitanteseuropeos. El legado de Mrs. Havermayer loenriquece de golpe con unos Grecos que ya losquisiera Toledo, de donde no hacía mucho vi-nieron; unos Goyas de primera, que lo españolestá de moda, y muestras de la créme de la cré-me del impresionismo francés. Dicho en ameri-cano: The bests money can buy.

Para el visitante europeo, ciudad de super-lativos, Nueva York es mucho más que unaciudad. Más bien una ciudad de ciudades. UnaMegápolis cosmopolita. La definición que en1926 le sale al tratar de sintetizar sus impre-siones a un escritor inglés:

«Con su inmenso tráfico, su inmenso lujo, susinmensos edificios de apartamentos, sus inmensosalmacenes, su inmenso número de visitantes, esCosmópolis, la ciudad de todas las razas, unmonstruoso Frankenstein mecánico de ciudad, lle-na de gente más frenética que activa, locos todospor el ansia de vivir» (1).

No muy conocido el resto del país por eleuropeo. Consta que numerosos visitantes limi-taron el conocimiento de los Estados Unidosa Nueva York y contornos, cataratas del Niá-gara incluidas, completando su tour a lo sumocon un salto a Washington D. C. Partes delpaís que no se las perdieron los autores delibros de viajes y de artículos, es improbablelas recorrieran turistas no animados de propó-sitos de imprimir sus impresiones. Hipótesissugerida por un autor francés de categoría,apoyándola en la acción de dos factores disua-sorios: uno lingüístico y económico el otro:

«El extranjero, el francés que recorre estos des-mesurados territorios, en ningún lugar público

(1) Frankau, Gilbert, My Unsentimental lourney(Londres, 1927).

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verá una palabra, un aviso, un consejo escrito ensu lengua natal. ¿Es una falta de cortesía? Cierta-mente que no. ¿Se trata de que América estádemasiado aislada de otras naciones? Puede ser.Sobre todo porque a pesar de la curiosidad quelos Estados Unidos despiertan en la actualidad,desilusionan al viajero. Exigen al turista disiparuna fortuna. Así es que sólo se encuentran hom-bres de negocios atraídos por el fulgor de unamoneda todopoderosa» (I).

Posible también que el clima social preva-lente por la América esencial y de tierra aden-tro pudiera resultarle incómodo al europeo hi-persensible. La política aislacionista inyectó enlos estratos populares cierto sentimiento xenó-fobo, enraizado en la noción de considerar a supaís expoliado por la ingratitud de una Europamantenida a flote por el capital yanqui, y porlas tropas, que según dictamen del presidenteWilson la habían salvado para la democracia.Molesto sentimiento percibido durante su resi-dencia en Detroit, por otro médico-autor, comoDuhamel, exponente a su modo del espíritu desu tiempo:

«Los americanos no quieren a los que vienen deEuropa. "Todos anarquistas." En suma, no deseanrecibir en su casa más que a curiosos que les trai-gan "pastizara", ya que todo el dinero de Europaes hijo del dólar» (2).

Así que «América para los americanos» pu-do definir el sentido del turismo en los EstadosUnidos durante los años de las vacas gordas.Excusado precisar que para los ciudadanos nor-teamericanos.

Turismo casero

Abrió marcha el medio de transporte america-no y americanizador por antonomasia. El auto-móvil. Y con tantos en rodaje que hicieron mo-verse, crecer y reproducirse al grueso del turis-mo nacional devorando millas de carreteraconduciendo el suyo particular.

En 1925, al año siguiente de fracasar unintento de sentar a Henry Ford en la presidenciade los Estados Unidos, llegaron a fabricarsequince millones de vehículos, vendiéndose elindestructible Ford modelo «T» a 260 dólares,

(1) Duhamel, Georges, Scénes de la Vie Future(París, 1927).

(2) Celine, Louis Ferdinand. Voyage au bout dela nuil (París, 1932).

no muchos más que el salario mensual de unobrero especializado, y a cornudísimos plazospor si fuera poco. «Cambió la faz de América»,dijo del automóvil en general Frederick Alienen su «Only Yesterday»:

«Poblaciones que habían prosperado por estaron the railroad, languidecían ahora de anemiaeconómica, mientras por la Ruta 61 florecían gara-jes, estaciones de servicios, puestos de hot-dogs,chicken-dinners, restaurantes, tea-rooms, motelespara turistas, campings y mucha prosperidad.»

La ingente producción de automóviles, unidaa la baratura del carburante, incitaron al ameri-cano medio a familiarizarse de visu con laszonas industrialmente menos incontaminadas delpaís. Tendencia favorecida por los popularesfilms de indios y cow-boys y un Oeste menoslejano cada vez, presto a no defraudar la deman-da. Es posible que la afluencia visitante a latumba de Buffalo Bill (m. en 1917) excavadaen una montaña del Estado de Colorado, tuvieraarte y parte en la idea, de faraónica originali-dad, de las autoridades y fuerzas vivas del semi-desértico Estado de Dakota del Sur al decidirlasa esculpir en la roca viva de una ladera delmonte Rushmore, y en altísimo relieve, losbustos de cuatro eminentes presidentes ameri-canos, proyecto tan sólo viable al subvencio-narlo el Gobierno federal, en 1927, con el 84por 100 del coste.

La popularidad turística del Lejano Oestetuvo cumplido reflejo en los excelentes resul-tados de las campañas de la «Pacific NorthwestTourist Association» del Estado de Washington,lindante con el océano Pacífico y con el Ca-nadá. Asociación que en 1923 calculó en másde 475.000 los automóviles que usaron loscamping sites del panorámico Estado, estable-cidos en su mayoría por las Cámaras de Comer-cio locales, estimándose en cuarenta y ochomillones de dólares los gastos de los excur-sionistas.

Como es de suponer, la hostelería de tipotradicional no permaneció pasiva ante el noma-dismo generado en la población americana porla ola de prosperidad de los años veinte. Unaindustria habituada a edades doradas ingresóen una más, de hecho iniciada ya en los añosde guerra, al servicio de una ciudadanía conmuy pocas salidas al exterior, como no fueran alCanadá. Ejemplar representativo de aquella pro-

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moción, el hotel Radisson Muhlbach, construidoen 1915 y en Kansas City por un riquísimocervecero local. A la par de los mejores deNueva York y Berlín y muy al estilo kaiseriano.Notable, por cierto, por el cúmulo de cuadrosde escuelas europeas de mediados del anteriorsiglo, preferentemente de temática femeninaen diversos grados de desvestido y gordura:una interesante galería que aún hoy decoralos amplios bajos del para mi gusto más rele-vante monumento de la ciudad, del estilo dellujosamente recargado «Mayo Hotel», abiertoen 1925, en Tulsa, capital de la zona petrolí-fera del Estado de Oklahoma.

La hostelería más convencional siguió domi-nada por la figura de Ellworth M. Statler, «elRitz americano». Hasta su muerte, en 1928, nocejó el ex botones de reforzar su cadena hotele-ra con algún otro establecimiento más, siemprede exuberante capacidad alojativa, sin alcanzarla del Stevens de Chicago, el mayor del mundocon sus 3.000 habitaciones, frente al principalmuseo de la capital. La desmesurada dimensióndel hotel americano de ciudad no es productotípico del exhibicionismo de un capitalismo enauge. Surge de la aspiración de algunas unida-des hoteleras a servir de sede integral para con-venciones y congresos. Modalidad de alto rendi-miento económico, hija legítima y al mismotiempo natural de la aplicación al turismo deuna fórmula del viaje tan típica de la sociedadamericana como es la de combinar businesswith pleasure.

No tan en auge la nada definida gastronomíadel país, víctima de los estragos de la Ley Secaen el paladar nacional. Sin poderse medir defijo qué es lo que más lo estropeó. Si el ser-virse las viandas con tazas de té o un vaso deagua con cubitos de hielo o los usos y costum-bres de los inconformistas, dados a saborearlasen compañía de algún latigazo ocasional y amorro —con perdón— de la bebida alcohólicacontenida en un frasco de metal extraplanoextraído del bolso o del bolsillo, según el sexodel comensal.

Por impedimentos constitucionales, escasatirando a nula la participación activa del podercentral en el trepidante momento de auge vividopor el turismo en los Estados de la Unión.Marco idóneo y casi único para su intervenciónla cada vez más espesa red de Parques Nacio-

nales, turísticamente potenciados por la prolife-ración automovilística. El Gobierno federal in-gresa en el ramo hotelero al adquirir en 1921.y con todas sus instalaciones, el decadentesuperbalneario de Hot Springs, en el Estadode Alabama, incorporándolo con sus terrenosadyacentes a la serie de Parques Nacionalescomo uno más.

Sobresaliente exponente de la contribuciónal fomento del turismo por parte del sectorprivado los once millones de dólares que tuvoa bien desprenderse Mr. |ohn Rockefeller )i.para la reconstrucción integral del históricomunicipio de Williamsburg, en el Estado deVirginia, instituyendo una fundación, dotadacon sesenta millones más, garante de la super-vivencia de una ciudad resurrecta, que permi-tió al turista visitarla, poco más o menos, en elprístino y neoclásico estilo colonial en que sehallaba poco antes de iniciarse la revoluciónamericana.

De las cataratas del Niágara, poco nuevo quedecir. De no ser la instalación en 1916 del«Spanish Car» deslizándose en lanzadera sobresus aguas, un transbordador aéreo obra delingeniero español Torres Quevedo, y la eleva-ción del número de visitantes en desaforadascuantías. A la gran maravilla americana, y per-trechado con el sello de la novedad, le salió unremoto competidor en el Gran Cañón del Colo-rado, Parque Nacional desde 1919 y sujetoconstante de numerosas obras de adecuaciónen favor de las oleadas visitantes. He aquí lascondiciones en que en 1928 realizó su visita unturista español:

«El tren ha dejado en la estación una granmasa atolondrada y búlleme de viajeros pintores-cos, que hormiguean en todas direcciones. Variosgrupos toman al asalto grandes automóviles, quelos llevarán a distintos puntos de vista del GranCañón. Otros, más cachazudos y vulgares, nosdirigimos primero al hotel. Al entrar nosotros, elhall está ya lleno de gentes que vienen y vande un lado para otro. Unos compran billetes paraexcursiones en automóvil. Otros alquilan mulospara realizar el difícil descenso hasta el fondo dela cañada gigantesca. Otros, apenas llegados, antesde ver nada, refieren nerviosamente, en cartasy postales, las encantadoras impresiones que expe-rimentarán más tarde. Abundan las muchachasjóvenes, las señoritas de edad indefinible y lasdecididamente viejas, vestidas con pantalones yblusas de pana o de dril. Todo el mundo vienecargado con su cámara fotográfica, con su opti-mismo, con su buen humor: todo el mundo viene

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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 385

decidido a no dejar de ver nada, aunque sólo sepase aquí media docena de horas» (1).

A continuación de una enfervorizada descrip-ción de la espectacularidad de aquella curiosi-dad geológica, y tras un refrigerio en el Hermit'sRest, el viajero entra en contacto con un ejem-plo de explotación folklórica a cargo de ungrupo de la población aborigen de los EstadosUnidos:

«Poco antes de salir del hotel camino de la esta-ción, oigo sordo y pesado golpeteo de tambory gritos terribles, como de hombres a quienes seasesina. No ocurre nada trágico: son los hopis,que danzan. Estos pobres indios, que viven enperpetua mascarada, dos o tres veces al día seciñen a la cabeza su diadema de plumas multico-lores, se embadurnan el rostro de amarillo y ber-mellón, se ponen sus vestiduras tradicionales ybailan y gritan hasta quedar rendidos. La gentese entusiasma, aplaude, ríe, funcionan las cámarasfotográficas, llueven dólares y todo el mundo semuestra satisfecho.»

El primer vuelo «chartered»de la historia

«De cuando en cuando alguien hace algo elprimero», rezaban a fines del verano de 1927unos anuncios de la Thomas Cook & Son, deNueva York, ofertando al público una formainusitada de acudir a presenciar un sensacionalacontecimiento deportivo. El campeonato delmundo de boxeo de los pesos máximos, enChicago, ocasión para la que la Agencia ofre-cía la posibilidad de presenciarlo en avionesespecialmente fletados.

Iniciativa sin precedentes. Con el incentivode materializar en caliente cierta recientísimaasociación alegórica entre la aeronáutica y elpugilismo, establecida la noche del 20 de mayode aquel mismo año, cuando, a punto de comen-zar el combate entre Sharkey y Maloney, unosaltavoces emocionados exhortaron a los 40.000aficionados que llenaban el Yankee Stadiumde Nueva York, a que en pie y en silencio,y cada uno a su modo, rezaran por el coronelLindbergh, volando en aquellos precisos mo-mentos hacia París, para escribir sobre el océa-no una gesta inmarcesible en los anales de laaviación.

(1) Heras, Antonio. De la vida norteamericana(Madrid. 1929).

Hazaña venida como de encargo para popu-larizar la aviación comercial, ya que una seriede accidentes, histériccmente magnificados porlos mass media, dificultaban al joven sistemade transporte vencer la resistencia del viajeroamericano a volar. Valga recordar que por suexigua cuantía, en ningún lugar del globo aúnproporcionaba la aviación al turismo clienteladigna de nota, no hallándose los Estados Uni-dos a la vanguardia en la materia. Les aventa-jaba la primera Lufthansa, empezando a darmuestras de revestir importancia en un próxi-mo futuro los vuelos regulares entre Londresy París. Poderosos incentivos, pues, para arran-carse una Agencia inglesa ofertando un servi-cio turístico que a ninguna americana se leocurrió. Y en momento oportuno por demás,y no sólo en razón de la proyección promo-cional hacia el viaje aéreo de la hazaña deLindbergh.

La pelea concertada para el 22 de septiem-bre en Chicago rezumaba pathos por todos susporos. Como si actuara Karl Marx de empre-sario o promotor, tanto o más que dos hom-bres, dos símbolos antagónicos, dos conceptosdistintos de la vida colectiva cruzarían susguantes en el ring. En un rincón, Jack Dempsey,carne de pueblo, un luchador nato llegado a lacima de su profesión absorbiendo castigos tanhomicidas como los que infligió derrotandoa sus adversarios. En el ángulo opuesto, elapuesto Gene Tunney, que hacía poco habíaarrebatado a Dempsey el título de campeón;esgrimista y cerebral, socialmente bien relacio-nado, y casi intacta la fotogenia de un rostrode niño bien gracias a una prodigiosa esquiva.

Un clima de delirante expectación nacionalaprovechado por la Agencia Cook para lanzaral mercado su «De Luxe Aerial Tour», al pre-cio, todo comprendido, de 575 dólares, con unsolo pernocte y menos de cuarenta y ochohoras de duración. Precio francamente exorbi-tante, considerando que tanto la American Ex-press como la propia Cook's anunciaban excur-siones a Europa, all included, de un mes, amenos de 500 dólares. Cierto que no de luxe,ni mucho menos, pero sin olvidar que los lujosdel tour aéreo, en tierra, se reducían a unanoche en el mastodóntico Stevens Hotel, deChicago, acabado de inaugurar.

Por otra parte, el tentado a inscribirse en

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386 ESTUDIOS

el tour apenas ganaba tiempo en época en queestuvieron prohibidos los vuelos nocturnos. Elexcursionista despegaría a las ocho de la ma-ñana, para regresar a Nueva York antes delanochecer del día siguiente. Realizando al me-nos una escala técnica en algún aeródromointermedio —quizá en el de Columbus (Ohio)—debido a la inexistencia de aeronaves dotadasde suficiente radio de acción para realizar elvuelo non stop.

Expedicionarios que en número indetermi-nado engrosaron los 145.000 espectadores quela noche de autos llenaron hasta los bordesel Anfiteatro de Chicago, prestos a presenciar«la pelea del siglo». Entre la catarata de datosque facilita la literatura generada por el granacontecimiento no figura el crucial. El númerode excursionistas que en sus chartered trans-portó la Cook. Habló su propaganda de «unaflota de modernos aviones a disposición de losexcursionistas», adornando los anuncios el di-bujo de un monomotor monoplano capaz detransportar de veinte a veinticinco pasajerosa lo sumo. De todos modos, sin indicación delnúmero de aviones a los que el 22 el y 23 deseptiembre de 1927 les tocó en suerte prota-gonizar la primera excursión aérea colectivaque registra la historia.

El «Florida boom»

De cuantos acontecimientos tuvieron lugaren el teatro americano del viaje turístico, nin-guno más sonado que el escenificado en elEstado más meridional y soleado de la Unión.Una operación de signo climático o estacionalinverso de la que por las mismas fechas teníacomo marco la Costa Azul, ya que, a diferenciade la francesa, la oferta americana jugó lacarta invernal, de cara a una demanda pura-mente doméstica, detectable entre los habitan-tes de una gran zona o mercado trianguladopor las cosmópolis de Nueva York, Washingtony Chicago.

La rapidez de los pullman Diessel, secun-dada por la rauda generación de los automó-viles de la posguerra, posibilitó que a lo largode la cálida franja litoral de la Florida sellevara a cabo, y en brevísimo tiempo, unaordenación turística a escala jamás vista en los

anales del turismo: lo que se llamó the Floridaboom.

Sin razón alguna para suponer que aquelboom estallara por generación espontánea, nimucho menos sicut tabula rasa, ya que la granconmoción especuladora fijó su epicentro ope-racional en la infraestructura de la poblaciónde Miami, no muy antigua creación turísticadel promotor Henry Flagler, y prolongada haciael sur en 1918 por el mismo señor, al extendersu red ferroviaria por el mar hasta la puntadel rosario de arrecifes de Key West, donde,según costumbre, construyó un hotel de campa-nillas, la Casa Marina Inn.

La transformación de la costa de Floridaen «la Riviera americana» comenzó de PalmBeach para abajo, a lo largo de 150 kilómetrosde playas semidesiertas, al lanzarse la pujanteindustria de la construcción del país a unaempresa prometedora de suculentos beneficiosa quienes dieran primero. Flotas de cargueroscon cemento, ladrillos, madera, vigas de acero,bañeras, cristales y otros materiales de cons-trucción, hacían cola en una bahía desprovistade muelles, descargando lo preciso para quepudieran elevarse contra el azul plano-de-apare-jador del cielo de Florida, los primeros semi-rascacielos de Miami-Beach. En la forma enque algunos años más tarde informaba uno delos numerosos testigos presenciales del suceso:

«Toda la ciudad se convirtió en una febrilagencia inmobiliaria. Se decía actuaban 2.000 agen-cias de fincas y 25.000 agentes traficando en par-celas. Una muchedumbre en mangas de camisabullía al publicitario sol de Florida discutiendopujas y opciones a terrenos con beneficios decentenares de millares de dólares, viéndose obli-gadas las autoridades a decretar una ordenanzaprohibiendo ventas de fincas en la calle, inclusoel mostrar un plano, para prevenir congestionesde tráfico. Vibraba el aire tibio con el tableteo delas remachadoras, al tiempo que surgían los esque-letos de los rascacielos que iban dando a Miamiun perfil apropiado para su destino metropolitano.Hileras de autobuses pasaban rugiendo por Flag-ler Street, conduciendo compradores potenciales,en viajes gratuitos, para que contemplaran cómolos tractores y apisonadoras a vapor transforma-ban los pantanos y arrecifes de Biscayne Bay enesplendorosos barrios venecianos para disfrute delos propietarios y vacacionistas del futuro» (I).

En medio de la vorágine, caso ejemplar de

(1) Lewis Alien, Frederick, Only Yesterday (Nue-va York. 1931).

TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 387

urbanización no tan anárquica y vertical, lade Coral Gables, al sur de Miami-City, y antesdel bcom simplemente lo que el topónimo dabaa entender. La casona cara al mar y en mediode una arenosa y desierta paramera que parasu retiro de jubilado se construyó el reverendoMerrick-, un ministro de la Iglesia protestante.Y no exactamente de coral sus triangularesgabletes, sino de rosada y económica piedracaliza.

Atento su hijo y heredero, George EdgarMerrick, a lo que estaba sucediendo en elcada vez más vecino Miami, decidió conectarde lleno con la corriente, comprando cuantoterreno en torno a su finca le fue posibleadquirir, con créditos bancarios facilísimos deobtener. Seguidamente parceló más o menos,pero con celeridad, lo que en los anuncios dela prensa de Nueva York y de otras capitalesde inclemente invierno se anunció como «Elmás bello suburbio de América». Y con éxitotal que, en 1926, permitió al nuevo Coral Ga-bles adquirir con todos los sacramentos delurbanismo status de ciudad, con más de dosmil edificios en variable estado de conclusión,varios hoteles, campos de golf y centenaresde bungalows en torno a los veintiséis pisosdel Miami Biltmore Hotel, y de los primerospabellones de la Universidad de Miami, fun-dada y costeada por Mr. Merrick Jr., como unMédicis o Cisneros democrático de siglo xx.

Para solaz del ocio de sus residentes detemporada —la tercera edad vino después—hubo de dotarse el área de Miami de cuantasamenidades permitían las leyes. Sobresaliendopor su originalidad el famoso frontón Jai Alai,inaugurado en 1926 con personal importadodel País Vasco, y sostenido con base a lasapuestas. Su proximidad con Cuba vino a pro-porcionar otra amenidad más a la zona. A unaspocas horas de barco desde Biscayne Bay espe-raba La Habana, pletórica de bars con elEnglish Spoken en los escaparates, e infinitasfacilidades en sus interiores para dar a la «leyseca» orgiásticos cortes de mangas.

Como toda especulación a tumba abierta,la inmobiliaria de Florida tuvo un límite parael especulador. Como en todo juego de azar, subeneficio dependía en última instancia de saberretirarse a tiempo con el botín. Tiempo seña-lado en este caso por-la llegada del verano de

1926, cuando, sin el menor síntoma de amainarla oleada de prosperidad vivida por el país,el boom de Florida se liquidó con un crack.El pánico vendedor que se desató al pararseen seco y en cadena las urbanizaciones en cur-so arruinó a multitud de inversores, sin espe-ranza de recuperación pronta al complicar lascosas el inoportuno huracán de septiembre de1926, el primero en veinte años, que porbastantes inviernos por venir dejó a la costade Florida maltrecha y malparada.

La desactivación del boom enunció una lec-ción que, de haber sido escuchada, pudo talvez haber evitado lo sucedido tres años mástarde en la Bolsa de Nueva York. De todasformas no se malogró lo mucho hecho en aquelprivilegiado litoral. Lo construido quedó asícomo poderosos intereses conjurados a revalo-rizarlo. Fundamento para que años después lacosta de Florida reemprendiera sus rumbos ha-cia el esplendor.

California

Con la no desinteresada ayuda de las com-pañías ferroviarias, el carisma de las costas deun Estado de la climatología excepcional de Ca-lifornia, llevaban camino de alcanzar la tras-cendencia nacional de las de Florida. Supe-rando en todo caso cuantos impedimentos creyódiscernir en 1923 el Comisario Regio del Turis-mo español, en el curso de un viaje de prospec-ción por los Estados Unidos, tarea por la quesiempre mostró singular predilección el señormarqués:

«Como país de turismo —opinaba en un infor-me elevado a la superioridad— nada es más atrac-tivo que toda la región californiana, desde SanDiego, en la frontera de Méjico, hasta el nortede San Francisco. A pesar de todo, la corrienteturística hacia California queda muy restringida.Aparte de algunos potentados o personas relacio-nadas con el Oeste, el americano del Norte pre-fiere embarcar para Europa, y soporta mejor latravesía del océano que las fatigas de cuatro díasen ferrocarril en viaje a California» (I).

No del todo exacto. En primer lugar por noser imperativo realizar el viaje de un tirón,precisamente desde Nueva York, y también por

(1) Marqués de la Vega Inclán, Notas sobre tu-rismo hispanoamericano (Madrid. 1923).

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la sensibilidad del americano medio al atrac-tivo ejercido por San Francisco, una de lascontadas capitales del país que crecía animadapor una vocación turística expresamente decla-rada. Rehecha del terremoto, o del Fire, comoeufemísticamente aludían por allí a la catás-trofe, San Francisco se había embellecido paracelebrar en 1915 la Exposición conmemorativade la apertura del canal de Panamá, recurrien-do a la hispanofilia como elemento ornamental.Tendencia concretada en un monumento a sufundador, fray junípero Serra, frente a otro,con don Quijote y Sancho de hinojos ante elbusto de su padre, don Miguel, en un conjuntosufragado por suscripción popular. Pieza fun-damental en la belleza natural de San Franciscosu portentosa bahía que por prohibirlo las auto-ridades de la marina de guerra seguía sin queninguna clase de puente uniera los verdeantesquicios de la Golden Gate

Los Angeles era otra cosa. Un extraño pro-yecto de ciudad que hasta a los americanosasombraba por su vastedad. Con una hoteleríaque en 1923 alcanzó cotas de fastuosidad dig-nas de la Meca del cine, al inaugurarse, consus mil habitaciones, el Biltmore Hotel, decla-rado en 1969, y con sobra de razones, monu-mento histórico-artístico por el ayuntamientode la capital. Para justificar el rasgo del muni-cipio, basta admirar los primores de un esta-blecimiento construido en un estilo recusadoen los hoteles europeos. Pródigo su catedraliciohall en artesonados y herrajes, y portalonesencuadrados en graciosos marcos de piedrarenacentista, que daban paso a las diversas de-pendencias del piano nobile de un edificiode aire hispánico insistentemente buscado. Conporteros ataviados como caballeros ingleses delsiglo XVIII participando en la caza del zorro:chistera, negra levita, blancos calzones de mon-tar y botas altas con vuelta anaranjada.

Famosas las cafeterías self service, las pri-meras de los Estados Unidos y curioso el pai-saje urbano, con más autos que peatones, emer-giendo por entre las casas de vecindad dealgunas barriadas los derricks, las torres metá-licas de los pozos petrolíferos. Ya interesanteel suburbio de Hollywood, la celluloid city, convisitas a los estudios en autocar. Espléndidala cenefa de playas —Malibú, Long Beach, Ca-pistrano— del distrito de Los Angeles. Tierraadentro, más al estilo de las de Florida Palm

Springs, una gran urbanización turística cons-truida sobre las varias decenas de kilómetroscuadrados que en 1884 compró a los indiospor casi nada el juez MacCallum, vendidasahora parcela a parcela, y a peso de oro, porsu hija, Mrs. MacCanus, una vez que unosmanantiales artesianos, oportunamente descu-biertos, hicieran un vergel destinado a conver-tirse en lujosísima ciudad residencial.

Como gran parte del Estado llevaba trazasde hacerlo. Y no de modo gratuito, como se-ñala al hablar de la California de los añosveinte un analista cercano al tema:

«La técnica publicitaria que hacía años se ha-bía elevado en California a alturas de poéticaperfección, atrajo industrias, visitantes de invierno,visitantes de verano y buenos negocios para em-presarios y hoteleros por igual. Se estimó que unmillón de personas llegaban anualmente a Califor-nia, jusl lo look and play. y, naturalmente, gas-tándose el dinero» (I).

Turismo emisor

Una cosa los trasvases de dinero turísticodentro de los Estados de la Unión, y otra muydistinta los dólares diseminados por los ameri-canos en sus viajes overseas o abroad. En alzaconstante y escalofriantes cuantías. Nada opti-mistas desde el punto de vista europeo lasconclusiones extraídas en 1923 sobre este par-ticular por el marqués de la Vega Inclán, desus contactos con funcionarios americanos, queno especifica, en el informe no hace muchocitado:

«Varios de dichos gobernantes eran marcada-mente hostiles a estos viajes, que juzgaban onero-sos para la riqueza pública, al emigrar de Américasumas enormes en provecho del viejo continente.»

Pero cómo contrarrestar la centrífuga pre-sión emulsionada en el ambiente de los roaringtwenties para hacerle salir al americano medioal exterior, al erigirse en el acontecimiento mu-sical cumbre del decenio An American in Paris,con bailables y melodías de George Gerschwiny romper récords de ventas en librería el Gent-lemen prefer blondes, de Anita Loos, narrandolas hilarantes peripecias de Lorelei y su amigaDorothy, dos muchachas pasándolo bomba en

(1) Lewis Alien, Frederick. Only Yesteriiay (Nue-va York. 1931).

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París, Londres, Munich y Viena, to look al allI he Ihings thal Americans come over to Europeto look al.

Equivalente a tratar de ponerle puertas almar todo intento de taponar la hemorragiade divisas con las revistas y diarios del país pla-gados de anuncios de vueltas al mundo y tourseuropeos programados por unas Agencias deViajes en fase de proliferación. El gobiernofederal se limitó a cuantificar con precisiónmáxima las sumas invertidas en este concepto,encomendando en 1922 a su Departamento deComercio econometrizar la evolución del trá-fico turístico, estimando negligible el tráficoreceptor: de noventa a cien mil visitantes anua-les de promedio. Los datos publicados anual-mente por el Departamento se refirieron enexclusiva a los viajes de los ciudadanos ameri-canos al exterior, eso sí, en progresión cons-tante. En 1928 abandonaron los Estados Uni-dos 437.000 personas, estimándose en 600millones los dólares dejados en el extranjero.

ascendiendo a 880 millones al año siguiente.Considerablemente inferior el tráfico intercon-tinental, ascendiendo a unos 15.000 los queutilizando el ferrocarril visitaron por motivosturísticos México y Canadá.

Otro cantar los tres millones de automóvilesque cruzaron en 1927 la frontera con Canadápara ascender a más de cinco millones devehículos en 1930, transportando un indeter-minado número de personas a un país en el quecarecía de plena vigencia «la ley seca». Cir-cunstancia ésta omitida en las estadísticas gu-bernamentales, pero contribuyendo con todaprobabilidad a que, si Ogilvie no me engañay si sus datos no yerran, con 800 millones dedólares de ingresos turísticos en 1929, fueracanadiense el primer ente estatal en proclamaroficialmente al turismo como principal fuentede renta del país.

Cifras en todo caso drásticamente rebajadasa partir de 1931, a causa del crack bursátily financiero del año anterior.

EL TURISMO EN IBEROAMÉRICA

Cabe considerar de momento virtualmenteinabordable el tratamiento histórico unitariodel turismo entre el Río Grande y la Tierra delFuego, tanto por la poca consistencia de con-tenido como por la magnitud de los espacioscasi siderales. No tiene por ello el presenteesbozo otra pretensión que servir de pron-tuario o de guía para futuras exploraciones deun contenido complejo y aún sin perfilar.

Norteamericanos han de ser en los años vein-te los principales puntos de referencia indicati-vos del turismo que por Iberoamérica pudohaber sido y no fue. Terminada la guerra des-de allí llamada «europea», y no sin razón,en los Estados Unidos surgieron indicios devigorizarse la débil corriente visitante hacia lasrepúblicas de habla española. Con un Méxicoen plena revolución, e impracticable para los

gringos, los banana boats de las fruteras yan-quis desempeñaron un papel que recalca So-merset Maugham en un cuento de los suyos,al narrar un viaje, en 1918, a Guatemala desdelos Estados Unidos:

«Acababa de terminar la guerra: era enormeel movimiento de pasajeros en los grandes buquesque cruzaban el océano. Difícilmente podían pe-dirse comodidades, debiendo darse uno por satis-fecho con lo que daban las agencias de vapores.La ofrecida por los buques de la "United FruitLine" apenas alcanzaba a satisfacer la demanda,y si alguno deseaba viajar en camarote individual,tenía que reservar su pasaje con seis meses deantelación» (1).

Inicio prometedor en cuanto a la demandaatañía. Malogrado por la imagen espasmódica

(1) Somerset Maugham, W.. Cosmopolitans.

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que, vista a distancia, ofrecía la porción noanglosajona del continente americano. Ademásdel factor distancia, otros de tipo menos men-surable anularon las perspectivas de internacio-nalización del turismo por el hemisferio Sur,así como por el tramo del itsmo, al mantenerel rosario de cuartelazos, golpazos y guerrasbajo mínimos la atracción irradiada para elturista por aquel considerable trozo del mundo,agitado por campañas contra «el imperialismoyanqui».

Sin entrar ni salir en lo justificado de laactitud, pésima para estimular la corriente tu-rística más interesante y captable desde todoslos puntos de vista. Que en no pocos casosoptó por ahorrarse molestias y desazones parti-cipando en cruceros, como los programadosbisemanalmente, desde 1926, en sus tres lujo-sas motonaves, por la Panamá Pacific Line:trece días de navegación de Nueva York a SanFrancisco, por el canal de Panamá, con escalaen la aún delirantemente pro yanqui La Ha-bana.

Reapertura mexicana

Entre otras consecuencias de mucha mayortrascendencia, la interminable serie de guerrasciviles, englobadas bajo el apellido genérico deRevolución, conllevó la de sumir al incipienteturismo mexicano en la más absoluta de lasinexistencias. Tanto por sus agudas connota-ciones contra sus vecinos del Norte, denomi-nador común a todas las facciones en pugnapor el poder, como las estremecedoras condi-ciones viajeras por allí prevalentes. De las queen 1920, y al regreso de una excursión porMéxico, dio cuenta cumplida Blasco Ibáñez enuna serie de artículos publicados simultánea-mente en los principales periódicos de los Es-tados Unidos:

«De los antiguos ferrocarriles sólo quedan lasvías y unos cuantos centenares de vagones viejísi-mos y unas cuantas locomotoras remendadas yasmáticas, que sirven, unas veces para conducirviajeros que no tengan prisa, y otras, para que losinsurrectos puedan entretener su habilidad porten-tosa de dinamiteros de trenes. Los vagones pull-man son del dominio de la chinche, y la electri-cidad, rebelde a funcionar, es sustituida confrecuencia por la luz de un par de bujías. Muchasde las estaciones son una simple casilla de maderaque está al lado de unas ruinas negras: la antigua

estación, incendiada hace algunos años por \obrevolucionarios» (1).

Criterio muy a su pesar compartido porD. H. Lawrence, en su segunda visita al país,en el invierno de 1925, esta vez acompañadopor su esposa y una joven amiga, para darlelos últimos toques a su novela «The PlumedSerpent» (1926), comenzada en 1923 en el bal-neario de Chápala. Una narración en tornoal alma india y a las matanzas entre anti-clericales y cristeros, menos turística por exi-gencias temáticas que los «Mornings in México»(1927), obra que disimula el desencanto delautor, patente en su correspondencia, con larevolución, que abandonó el país destrozadopor la gripe y la malaria contraídas durantesu estancia en Oaxaca.

Los excesos de la xenofobia revolucionariaproporcionaron a la república mexicana uncerco diplomático que no amainó hasta 1921,bajo la presidencia del general Obregón, oca-sión aprovechada por el ministro Vasconcelospara conmemorar el primer centenario de laindependencia del país. Concurrieron políticosy literatos europeos, Valle-Inclán entre ellos,ceremonia seguida por una oleada revolucio-naria más, que dejó impreparada para recibirvisitas a una nación definida en el verano de1923, por Eugenio Noel, claro que no pública-mente, sino en su «Diario», como «un país delocos, de huelgas, de imprevistos e impondera-bles absurdos».

Y así de problemáticas las cosas en Méxicohasta normalizarse relativamente el caos hacia1926, bajo la presidencia de Portes Gil, y res-tablecer los Ferrocarriles Nacionales sus servi-cios con las fronteras del Norte. Señal paraque las Agencias de Viajes norteamericanasvolvieran a programar excursiones a «el Egiptode las Américas», denominación adjudicada untanto por el clima y más aún por los restosarqueológicos de las culturas precolombinasaptos para recibir visitas organizadas. Corrienteapuntalada en 1927 por el vuelo del coronelLindbergh a México, en un gesto de buenavoluntad por parte de los Estados Unidos.

Se configura la temporada turística mexi-cana, como la taurina, invernal. Sin problemas

(1) Blasco Ibáñez, V., El militarismo mejicano(Valencia. 1921).

TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 391

de alojamiento para el viajero exigente en lacapital federal. Se los resolvieron las 500 habi-taciones del Regis, renovado en 1923, y elGeneve, de propiedad norteamericana, contan-do los visitantes de menos pretensiones con elImperial y el Montecarlo, utilizados por D. H.Lawrence. El restablecimiento de las excursio-nes radiales comenzó por el castillo y parquede Chapultepec, abierto como museo, con acce-so a los salones suntuosamente amueblados porel emperador Maximiliano. Menos de una horaen autobús llevaban al turista a Cuernavaca,evitándole las tres que se consumían a bordode trenes, aun de catadura semirrevolucionaria.En la zona de Guadalajara recibió turistas ellago de Chápala, con la capilla florida de Zapo-tán, y los trabajos de restauración en ChichenItzá, llevados a cabo por el Carnegio Institute,permitieron al interesado en ruinas milenariasedificarse contemplando los restos de la civili-zación maya en la península del Yucatán. Máscómodamente, utilizando los servicios de losbarcos fruteros americanos.

El en estos trances siempre indispensableOgilvie facilita acerca de la afluencia estado-unidense datos bastante impresionantes por sumagnitud sobre esta fase de auge en el turis-mo mexicano:

«De 1928 a 1930 los ocho consulados america-nos a lo largo de la frontera mexicana recibierondel Departamento de Comercio órdenes de facili-tar estimativas de los gastos e ingresos turísticosen sus respectivos distritos. Los resultados, necesa-riamente imperfectos, muestran el gasto de los tu-ristas americanos cuatro o cinco veces superioral de los ingresos, ascendiendo en 1930 a cincuentay cinco millones de dólares. Suma suficiente parafinanciar en una cuarta parte el precio total (216millones de dólares) de las mercancías importadasaquel año de todos los países» (1).

De todas formas, el turismo mexicano sedesenvolvía en una angosta área territorial. Epi-sodio crucial para liberarse del encuadre, laconstrucción, tras ingentes trabajos, de la carre-tera de México a Acapulco, un puerto en elPacífico de cierta importancia, con playas tanprodigiosas como su clima invernal, pero sinotra comunicación con el resto del país que porvía marítima. Inaugurada el 11 de noviembrede 1927 la carretera, con la llegada de doceautomóviles procedentes de la capital de la

(1) Ogilvie. F. W.. The Tourisi Movement (Lon-dres, 1933).

nación, Acapulco quedó dotada con el elementoindispensable para enderezar sus rumbos hacialo que con el tiempo se convertiría en un grancentro turístico internacional.

Turismo interamericano

En un contexto de atonía turística generali-zada descuella con cierto relieve el Perú regidopor la mano dura del presidente Leguía, fun-dándose en 1924 el Touring Club Peruano, consede en Lima. Capital que cuenta a su favorcon la cortísima distancia que la separa delpuerto del Callao y una temporada taurina decalidad. Se pone en marcha una revalorizaciónde monumentos, de forma que en el interior dela catedral no ocurran sucedidos como el queen 1920 refiere Eugenio Noel, en ocasión deir a ver la momia de Pizarra. El sacristán lellevó a una capilla, donde dentro de una urnacubierta por un paño sucio pudo contemplarlos restos del conquistador.

Las alucinantes ruinas de Machu-Pichu, des-cubiertas en 1911 a 112 Km de Cuzco, ingre-san en órbita turística al operar un intrépidotrenecillo montañero que conduce al pie deuna de las grandes maravillas americanas.

En lucha con el agobiante gigantismo delBrasil se hacen notar algunos puntos del paíscuya visita prestigia al turista. En Río de Janei-ro, la playa de Copacabana recibe una vistosaencuademación en cemento con una cenefa derascacielos. Para el disfrute de su primorosabahía se le dotan al picacho del Corcovado deinstalaciones ferroviarias al estilo de las delRighi, en el lago de los Cuatro Cantones, y elCarnaval, a lo grande, es ya un acontecimientoturístico de primera magnitud, organizado conarreglo a pautas inventadas en Niza, que atraecontingentes turísticos de importancia.

Quizá su pequenez y sus buenas vecindadesle sirvan al Uruguay para erigirse como laúnica república del cono sur operando con unaestructura turística racionalmente configurada.En la promoción del país lleva las riendas elTouring Club Uruguayo, el más antiguo delcontinente desde su fundación, en 1890. Suscentenares de kilómetros de buenas playasatraen a creciente número de argentinos y bra-sileños, a quienes no se les exige pasaporte

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para entrar en el país, reforzándose durante losveranos los servicios de vapores que unen aMontevideo con Buenos Aires.

Argentina turística

En una panorámica general, parca en notaspositivas en el campo turístico, destaca por suexcepcionalidad el caso de la República Argen-tina. Contó al efecto con una baza resolutivay sin par. El nuevo Buenos1 Aires. Una señoracapital que, sin eximirle del todo al turista delhemisferio Sur de la obligación social de cruzarde orilla a orilla el océano Atlántico, le sirvióen bandeja, entre la Pampa y el estuario delPlata, una réplica cumplida y perfilada de unametrópolis europea, ornada con todos los atri-butos de sus modelos de ultramar. Pudo verloy gozarlo de esta manera con sólo desprendersede unos cuantos subjetivismos nostálgicos, queiban desde el Imperio romano hasta el rococó.

De hecho, «el París de las Américas», la máspopulosa ciudad de habla española, protago-nista de unos cuantos slongans más del mismotenor, polarizó el gran turismo ibero-americanocon la misma hegemonía monopolítica que cen-tró el turismo europeo el París de la Francia.En el dilatado callejero bonaerense estiraba suaire boulevardier la Avenida de Mayo, recorri-dos sus bajos por el tramo central del únicoMetro en servicio en miles de millas a laredonda. En la calle Florida, con pujos de Ruéde la Paix porteña, se observaba con rigor lacostumbre de suspender el tráfico rodado alatardecer, y la calle Corrientes, emporio de lavida nocturna, resplandecía al polícromo ful-gor de los anuncios luminosos, mientras quelas carreras de caballos, en el hipódromo delJockey Club, resultaban tan elegantes y muchomás concurridas que las de Chantilly y Long-champ. En materia de hoteles, Buenos Airesofertaba maravillas de modernidad y de con-fort como las del Plaza, y en cuanto a teatros,pocos por el mundo de la suntuosidad delColón y del Cervantes, sostenidos por la muni-cipalidad.

Sobresaliente alteración en la fisonomía deBuenos Aires la un tanto incongruente erup-ción de rascacielos brotando del suelo de unacapital nada escasa en terreno edificable a pre-cios accesibles. Un alarde urbanístico de pro-

bada eficacia para densificar las molestias deltráfico automovilístico, a niveles norteamerica-nos, por las barriadas centrales. Desnaturaliza-ción no desprovista de una lógica reaccióncompensativa. Sin poder decirse que se lo inven-tara de golpe y así como así, Buenos Airesorganizó su tipismo porteño adaptándolo algusto de los tiempos. Sometido el barrio exgenovés de La Boca a unos cuantos retoquesideados por el escenógrafo Quíntela Martín,con el visto bueno de la municipalidad y delTouring Club Argentino, y a punto de la visitadel príncipe de Gales, en 1925, reapareciótransformado en una especie de Montmartreitalianizante. Sede del tango rey, consagrado enpropia casa tras larga emigración por tierrasmás distantes que extrañas. Del tango bailadoy cantado. Cantado con dejes operáticos pordivos del prestigio de Discépolo, Canaro, De-mare y Bardi, arrollados por la popularidad deCarlos Gardel, «Carlitos», Charles Gardés enel registro civil de su Toulouse natal. La melo-dramática milonga, baile espectáculo, se exhibecon resabios malevos y montparnassianos.Asunto serio el tango bailado. Exige muchatécnica y oficio su complicado virtuosismo. To-talmente desaconsejable salir a la pista sindominar algunas de las doscientas diez figurasque le adjudican los técnicos. Mejor esperarel momento en que empieza la diversión altocar las orquestas los últimos ritmos norte-americanos.

Por restaurantes y music-halls imperan losproductos de la sublimación del gaucho, prác-ticamente extinto en su versión original. Reavi-vado en la capital tras sufrir el trámite de suexaltación literaria y definidos sus perfiles porel «Don Segundo Sombra» (1926) de Güiral-des. Mucho complace al argentino neto identi-ficarse con el artista que actúa con chambergo,poncho, calzoncillos holgados, rebenque, bo-leadoras y botas de mediacaña con espolones.

Unido a Buenos Aires por una autopista de55 kilómetros, va cobrando forma y prestanciaLa Plata, capital de la República. A seis horasde tren crece con desmesura Mar del Plata, elDeauville o el Montecarlo argentino. Compro-metido a dilatar la temporada de verano, cele-bra al efecto a primeros de noviembre la «Se-mana de Primavera», con campeonatos de golf,carreras de automóviles y otras atracciones, nin-guna tan potente como la de su gigantesco

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casino, alcanzando su ápice la temporada conla canícula, en enero y febrero. La afluenciaa Mar del Plata tiene el resultado, normal encentros turísticos hipertrofiados, de extendersepor el sur, por las playas de las villas de Mira-mar, Necochea y Quenquén, más el estilo deBiarritz.

Por su gran variedad de opciones, importanteel tráfico excursionista ferroviario generadopor las agencias de viajes, al diversificar suorientación pro europea y tomar posicioneshacia objetivos más próximos. Cumplido el ritode la visita a las cataratas de Iguazú, la progra-mación de la oferta compite desde los seisdías en Necochea y Alta Gracia hasta los toursde once y veintidós días a Santiago de Chile, porBahía Blanca, Bariloche y Valparaíso, regresan-do por el Transandino, ofreciéndose tambiénexcursiones colectivas e individuales a SaoPaulo y a Río de Janeiro, ésta con posibilidadde regresar en vapor.

El viaje a Europa

Intenso como nunca el carácter centrífugo, deevasión, del gran turismo iberoamericano al se-guir integrado por contingentes viajeros en rutahacia Europa. Con la gran novedad para los dela franja del Pacífico de la apertura del canalde Panamá, concluido en agosto de 1914 y ofi-cialmente inaugurado el 12 de julio de 1920.El incentivo de pasar por la maravilla técnicade la gran cortadura continental revaloriza laruta a Europa y a Nueva York desde los puer-tos sudamericanos del Pacífico. Atracción desuponer actuante en el pasaje que en 1930, alaño siguiente de terminar su guerrita de turnochilenos y peruanos, emprendían viaje en elpuerto colombiano de Buenaventura según losdescribió un peruano camino del Viejo Conti-nente:

«Aquí embarcan gentes de todos los puntos deColombia en viaje a los Estados Unidos de Amé-rica y a Europa. Familias interminables como lasde los patriarcas bíblicos, lamentando todavía ha-ber tenido que dejar al abuelito y al bisabuelo.Para llegar al "Hotel de Buenaventura" y embar-carse al día siguiente, han viajado en muía, enautomóvil, en avión, en vapor fluvial y en estetrenecito en miniatura. ¡Toda la gama!» (1).

(1) Mould Távara, Federico, Viajar... (Barcelona,1933).

Ya en aguas atlánticas, y rumbo hacia Fran-cia, el viajero visita la oficina del contadorpara dar un vistazo a la lista de pasajeros. Sureseña aporta elementos útiles para perfilar,desde perspectivas sociológicas, la naturalezade un segmento del turismo iberoamericano aEuropa:

«Descubro que todos son doctores. De Chile,militares y marinos en misión. Del Perú, cónsulesy familias numerosas en viaje de recreo: desdeEcuador y Colombia, muchos generales y docto-res-sociólogos, que fueron o continúan siendo poe-tas. Cuando la política se agita en estas zonas, elflujo y reflujo de funcionarios viajeros aumentaconsiderablemente (25 por 100 de rebaja en elpasaje, ocupan la mesa del capitán y presiden lasfiestas de a bordo). ¿Qué importa si al llegar a sudestino ya han sido sustituidos?»

Turístico, en cambio, por contra y hasta lamedula, el personal que por propia cuenta ysin riesgo zarpaba de los puertos americanosdel Atlántico sur. Con los impulsos culturalis-tas más amortiguados que en el ayer, en sumayoría con el propósito de gastarse la platarecorriendo unas cuantas capitales europeas, very retratar lo obligatorio, comprar cosas lindasy pasárselo «regio». Sin mudanza en su puntode destino primordial, en opinión de un porta-voz oficioso de la compañía transatlántica alanalizar las tendencias del mercado:

«Todos los puertos de las Américas aportanconstantemente contingentes formidables de turis-tas a la capital de Francia. El sueño de todoamericano del Sur, del Centro o del Norte esvenir a Europa, y para ellos Europa es, ante todo,París» (1).

Lo señalado por uno de ellos, Jorge LuisBorges, al confesar que aún era Europa para elsudamericano sinécdoque de París. Pudiéndoseañadir que con España como postre o aperitivode tomar nota del sensible escoramiento turís-tico hacia la metrópoli de su idioma. Reorien-tación itineraria en la que no puede negárselesresponsabilidad a ciertas efemérides de resonan-cia. El premio Nobel concedido en 1922 a donJacinto Benavente, y tanto más a la proezaaeronáutica del «Plus Ultra», en febrero de1926, recibido por prácticamente la integridadde los vecindarios de Pernambuco, Río de Janei-ro, Buenos Aires y Montevideo, con ardor que

(1) Herrero Anguila, losé, Estudios del turismoy proyecto para su desarrollo en España (Barcelona,1926).

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un año más tarde ya lo hubiera deseado encon-trar el coronel Lindbergh en París al realizar elmismo viaje en sentido opuesto. Un vuelo histó-rico el de los españoles, que meses más tardedaba pie al señor Herrero Anguita para vatici-nar provechosas consecuencias turísticas enfavor del país de origen de los tripulantes delhidroavión:

«No apagados aún los ecos del desbordanteentusiasmo despertado en los países iberoamerica-nos por la magnífica hazaña de nuestros aviado-res, sentimos con toda su fuerza la emoción deun triunfo de la Raza. Es preciso que los ameri-canos que vienen anualmente a Europa, y cuyonúmero crece considerablemente de día en día.visiten y conozcan nuestra Patria.»

Algo que preferentemente a bordo de losbuques de las líneas italianas venían haciendoya antes de inaugurarse en Sevilla la gran Ex-posición Ibero-Americana de 1929.

La aviación, motor del turismo

Tema complejo de desarrollar en su arranquela función revulsiva de la aviación en el granturismo interamericano. Cuanta validez poseencomo punto de referencia los por su frecuenciarutinarios vuelos Miami-La Habana, reductoresa una hora las siete u ocho invertidas en el tra-yecto por los más rápidos servicios de vapores,es aportación que pierde significado confron-tada con la inmensidad de las distancias queobstaculizaron el trasplante a suelo iberoame-ricano de los módulos estructurales rectores deltráfico turístico europeo. Con la particularidadcompensatoria de propiciar esas mismas distan-cias el arraigo del transporte aéreo de pasajerosentre algunas repúblicas, con asistencia técnica

y financiera de los excedentes del personal dela aviación militar alemana y de las compañíasnorteamericanas, fundamento de las varias y ru-dimentarias Aviancas y Panagras que fueronapareciendo. Al servicio de un tráfico que hizodescollar por su volumen a los aeródromos deLima y Buenos Aires, terminal éste, dentro desu intermitencia, de un servicio regular de laPanamerican desde Miami.

Un anticipo hacia la ruptura de la incomuni-cación continental los servicios trisemanales delos pequeños trimotores de la Pickwick Latino-Americana, de Los Angeles, con vuelos deTijuana a Guatemala, con escalas en Mazatlán,Guadalajara, México y Oaxaca. Objetivo demás viable consecución al sentar en 1929 laPan American Airways los jalones del turismointeramericano, en su acepción integral, al esta-blecer desde Florida su gran línea transcontinen-tal. Un servicio mayormente postal en inicio,que en vuelos diurnos en exclusiva, y con diver-sos pernoctes en tierra, cubrió el trayecto Mia-mi-Montevideo y regreso, con escalas en LaHabana, Panamá, Lima, Santiago de Chile yBuenos Aires. En el itinerario completo se utili-zaban ocho aeronaves, de ellas dos hidroavio-nes, inviniéndose diez días enteros, de los cua-les dos y medio en vuelo. De momento, muyreducidas las perspectivas turísticas de unaaventura excitante por lo arriesgada.

Horizontes considerablemente dilatados cua-tro o cinco años más tarde al entrar en servicioaparatos de mayor capacidad y superior radiode acción. Los vehículos constituyentes de lacolumna vertebral, o piedra angular, de los in-tercambios turísticos a larga distancia entre lospueblos del nuevo continente. A través de latercera dimensión. Por los caminos del aire.

INVIERNO EN EGIPTO

Referido a los años veinte, una razón de pesoredobla el interés adscrito al examen del turis-mo en la tierra de los jeroglíficos y de los Fa-raones, al proporcionar su análisis una de lasclaves explicativas del declive detectado por

aquellas fechas en el tono social de la saisoninvernal en las Rivieras francesa e italiana.

Con los ingleses en cabeza y una notableausencia de alemanes y austríacos, el turismo

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afluyó a Egipto indiferente a la agitación inde-pendentista que acuciada por el signo liberali-zante del Tratado de Versailles estalló por ElCairo y Alejandría finalizada la conflagración.Desactivada a efectos prácticos a partir de enerode 1922, cuando en un gesto más simbólico queotra cosa el Gobierno británico, reconociendocomo rey al prooccidental Fuad, dio por con-cluido el protectorado, pero no la permanenciade las tropas de ocupación y el control deltráfico por el canal de Suez.

Normalizada la situación, mal pudo radicar elaspecto más significativo del turismo en Egiptoen el paso rutinario de las caravanas del turismoorganizado, que por no presentar variantes consituaciones previas no merece reseña especial.La corriente interesante es otra menos dinámicay mucho más individualista discretamentecoexistente con la anterior. La integrada porgentes de más lucido pelaje que sin la chunda-rata del affiche y de la publicidad comercial,y una vez exhausto su limitado interés por cono-cer los más sobresalientes restos de la civiliza-ción faraónica, dio en la flor de afincarse duran-te los inviernos a orillas del Nilo, sensible atres alicientes primordiales: por encontrar allíun clima incomparablemente más soleado queel de una Costa Azul en trance de perder a susojos cachet a pasos agigantados; por la facili-dad de las comunicaciones, al separar nada másque tres días de navegación a Alejandría de laterminal de la Wagons-Lits en el puerto deBrindisi. Y sobre todo y ante todo, por contarEl Cairo y Luxor con un equipo hotelero, aun-que monográfico, con unos servicios de increí-ble calidad.

Hostelería egipcia

Reducida la problemática del turismo egip-cio a la vertiente receptora, el turismo demáximo rendimiento floreció dentro del paístan selecto y pujante como en la época de ante-guerra. Sin variante alguna en el aspecto for-mal. Apuntalados un clima de excepción y unexotismo domesticado por tres pilares de pro-bada solidez. La Cook's, soberana en materiade excursiones fluviales o por tierra, fueran enasno o en autocar, en rivalidad con la «Wagons-Lits», señora en el transporte ferroviario. Unbinomio de corte occidental, potenciado a la

larga y a la corta por el elemento más reso-lutivo del trío. Una hostelería de altísimosvuelos, concentrada en las helvéticas manos deun solo hombre: Charles A. Baehler, unode los más fabulosos personajes en la historiade un ramo pródigo en individualidades de altorelieve escenográfico.

En los años veinte, Mr. Baehler habíase yainstalado en la cumbre de su ambición profe-sional. Partiendo de modestos orígenes, forjópaso a paso los eslabones de su cadena hoste-lera, adquiriendo establecimientos anticuadospara modernizarlos desde los tejados a los ci-mientos, con ayuda de capital suizo y local.Hasta formar su «Egyptian Hotel Ltd.», bajo sucontrol absoluto. Bien que operando en unámbito territorial extraeuropeo y más reducido,sin nada que envidiar sus logros a los de CésarRitz, superando a su más afamado compatriotaen el terreno social y nada digamos en elcomercial, al haber sabido guardarse de que-marse en el negocio merced a su tino pa-ra delegar funciones y preocupaciones en pro-fesionales de competencia y solvencia pro-badas.

Mr. Baehler ajustó su estilo de vida a losimperativos del epíteto de Hotel King, o elrey sin corona de Egipto, como sus mejoresclientes le llamaron desde Alejandría a Assuan.Su aspecto personal contribuyó no poco a re-frendar la pertinencia del título. Numerosasfotografías en la prensa extranjera de Egiptoperpetúan su buena facha de gigantón elegante,afable y jovial, resplandeciente su blanquísimacabellera sobre un saludable rostro de esquia-dor alpino. Relacionado en pie casi de igualdadcon la plana mayor de la nobleza europea y delas finanzas americanas, supo mantenerse entérminos de lo más amistoso con uno de sussocios, el rey Fuad de Egipto, al converger elinterés de ambos prohombres en las carrerasde caballos del hipódromo de Heliópolis, a cu-ya brillantez cooperó la calidad de la cuadracaballar del gran hotelero. Lazos consolidadosal tener Baehler que intervenir a cada paso,en el papel de Cupido conciliador, en el esca-broso romance del rey Fuad con su segundaesposa, huésped permanente en alguno de sushoteles: la condesa Toruk (una húngara untanto más temperamental de lo usual en mu-jeres de su raza, sin que hubiera manera de

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hacerla renunciar a su afición a vestirse de ca-ballero, excepto por vía matrimonial.

Baehler, propietario, entre otras empresas,de la compañía suministradora de energía eléc-trica a El Cairo, amplió su trust con la UpperEgypt Co., propietaria de cuatro hoteles, a cualmejor, en Luxor y Asuan, dejando la explota-ción de los buenos hoteles de El Cairo, el Savoyentre otros, en manos de Georges Nuncovich,un griego chipriota que terminó amasando unfortunen, no muchos años después de probarsuerte en suelo egipcio, empleado de maleteroen la estación ferroviaria de El Cairo.

Pero siempre a varios millones de libras dedistancia del suizo, que redondeó su feudo hos-telero engastando a las habitaciones del «Kasr-el-Nil», las cuatrocientas decoradas en estilomil y una noches del ultramoderno HeliópolisPalace», emplazado en un trozo de desiertoajardinado, cerca del hipódromo y del aero-puerto, a veinte minutos de tranvía de El Cairo,y en un par de alas a bordo de un «RollsRoyce» o de un «Hispano». Sin olvidar la in-congrua mole britanizante del Mena House,de cara a las Pirámides. Añejo, pero carísimo,como todos los establecimientos explotados porMr. Baehler. Conclusión a la que por propiaexperiencia llegó Evelyn Waugh, tras alojarseen él unos pocos días:

«Es uno de los grandes hoteles de Egipto quemás se aproxima a justificar sus terroríficos pre-cios. El Shepheard's, el Mena, el Semíramis, elContinental, el Gran Hotel de Heliópolis, el Palacede Luxor, y dos más, son propiedad de la mismacompañía, y la mayoría cierran durante los vera-nos. Es objetivo de la empresa amasar en cuatromeses de temporada egipcia el beneficio que ensitios de clima más equilibrado distribuyen a lolargo de todo el año» (1).

Los trabajos y los díasen el «Shepheard's»

Menos la más preciada presea del imperio deMr. Baehler, que permanecía abierto casi todoel año. El legendario Shepheard's, el primerhotel occidental instalado en Oriente allá en1845, reformado en 1927 por su último pro-pietario. Dirigido por el suizo Alfred Elwert,«Freddy» para los habituales, al Shepheard's no

(1) Waugh, Evelyn, Labels (Londres. 1930).

se le discutían primacías, y el mero hecho dealojarse en plena temporada en alguna de sus550 suites ya era de por sí clarísimo signo depreeminencia social.

El Shepheard's, como todos los cinco estre-llas de El Cairo, funcionó como una escuela deprimer orden, cotizándose un certificado exten-dido por cualquiera de ellos tan alto como elsuscrito por los mejores hoteles de Canneso de St. Moritz. El cosmopolitanismo de laclientela armonizaba con el del personal a suservicio. Un interesante dato enfatizado por unaapasionada biógrafa del hotel:

«Su multinacional personal probó cómo gentesde diferentes nacionalidades pueden entendersecuando todos trabajan hacia un mismo fin. Loschefs eran por lo general italianos, franceses obritánicos: las orquestas, inglesas o francesas; las.gobernantas, suizas: los camareros, por lo comúnegipcios o sudaneses, e insólito que alguno deellos se marchara antes de haber estado em-pleado durante muchos años: muchos de ellosno conocieron otro tipo de vida que la del She-pheard's» (I).

Nada tuvo de particular la arquitectura ex-terna del más prestigioso hotel de El Cairo.Aún conservan París, Milán o Barcelona cien-tos de edificios parecidos construidos para resi-dencia de la alta burguesía industrial o comer-cial. Al estilo de los buenos palacios cairotasguardaba la mejor en su interior. El «LongBar», vedado a las damas, excepto en la últimanoche del año; el fantástico «Moorish Hall»,escenario de fastuosos festivales y en el hallde verdad, y entre las bcutiques una oficina decorreos y telégrafos funcionando noche y día.

No obstante, era preciso salir al aire librecuando amainaba el calor y situarse al exteriordel hotel, para a la sombra de las palmerasy al tenue son de una orquestina de cuerda,gozar en un aura de notoriedad de lo que porrazones ajenas a la arquitectura constituyó elsupremo puntal de la fama del «Shepheard's».Su celebérrima terraza, simultáneamente palcoy escaparate del mejor turismo de El Cairo,a la que Nina Nelson dedica, transido derecuerdos, un párrafo sensacional:

«Prácticamente toda persona de renombre mun-dial se ha sentado alguna vez en la famosa terra-za. El sitio ideal para ver... y ser visto. Las más

(I) Nelson, Nina, Shepheard's Hotel (Londres.1960).

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eminentes figuras del Oriente y el Occidente hanascendido por su escalinata de granito. Testascoronadas, príncipes asiáticos, magnates del petró-leo y del cine y turistas corrientes. Han holladosus gradas el paso medido de los oficiales de losejércitos de muchos países, con la dignidad delpresidente Teodoro Roosevelt al volver de suaudiencia con el rey Fuad, y con el paso leve delelusivo coronel Lawrence. de retorno de algunode sus raids por el desierto. Conscientes del efectode una buena entrada, estrellas de cine, meticu-losamente vestidas, han descendido del arranquede la escalera, con tanto cuidado como el quetomarían para imprimir las huellas de sus piesen el cemento del "Chínese Theatre" de Holly-wood.»

Todo un espectáculo al caer las soleadas tar-des invernales la terraza del Shephard's. Capta-do a las mil maravillas, en una novela cosmopo-lite, al narrar la llegada de lady Diana, «La Ma-dona de los Coches-Camas», al hotel, si no másfamoso del mundo, como quiere miss Nelson, síel más famoso de Oriente:

«Guías y dragomanes vagaban al pie de laterraza. En la atmósfera, dorada de polvo y sol,se entremezclaban las chilabas azules de los ber-berines, los feces escarlatas de los cairotas, losgrises sombreros flexibles de los turistas, los crá-neos ensortijados de los pequeños limpiabotas ylos blancos velos de las elegantes paseantes. A lolargo de la elevada balaustrada, protegidos losojos por gafas negras, las americanas mostrabana los transeúntes la totalidad de sus piernas, enfun-dadas en medias de seda clara, nasalizando en tor-no a las mesas de mimbre, llenas de cock-tailsinacabados, lugares comunes sobre el rostro deTut-an-Khamen o el perfil leonino de la diosaSekmet. A la izquierda, una quincuagenaria agi-taba unos collares de vidriería comprados en algúntenderete del Mouski, y a derecha, dos girls fuma-ban cigarrillos con boquilla de ámbar, intercam-biando escarabeos de edad milenaria, garantizadapor los traficantes musulmanes de Luxor» (1).

Tutankhamen, promotor turístico

Lo sucedido por Luxor a partir de 1923 nila más fantasiosa agencia de publicidad hubie-ra osado imaginar. ¡Cómo suponer que la re-aparición de los restos y el ajuar funerario deun insignificante faraón de la XVIII dinastíagenerara de modo espontáneo, en favor deLuxor y, por ende, de Egipto también, unapropaganda turística sin paralelo ni fronterasen la historia del ramo! Precisamente en tiem-pos en los que la antigua Tebas iba perdiendo

(I) Dekora, Maurice, La Gondole aux Chimares(París, 1926).

puntos como estación invernal. Con la excep-ción de Axel Munthe, huido de los fríos y dela invasión de los turistas en su adorada Anaca-pri, y de algún que otro entusiasta de la seque-dad de su clima invernal, Luxor tendía a con-vertirse en lugar de paso, en razón de sus tem-plos y de la tumbas del Valle de los Reyes, alotro lado del Nilo. Somnolienta y aletargadahasta descubrirse en 1922 una tumba faraónica,muy inferior desde el punto de vista faraónicoy artístico que cualquiera de sus vecinas, perorepleta de unos tesoros arqueológicos muebles,que en su momento pasaron a enriquecer lassalas del Museo de El Cairo.

Al intervenir los mass media de comunica-ción, allá fue Troya en Luxor. La prensa, laradio, los noticiarios cinematográficos, todoscompitieron en difundir el hallazgo aureorán-dolo de un prestigio y resonancia hasta enton-ces inéditos en cuestiones de arqueología. Conuna repercusión turística detectada sobre elterreno por Blasco Ibáñez a su paso por Luxor,al término de su vuelta al mundo, a fines de laprimavera de 1924 y ya con el calor apretandode firme. Recogió la expectativa despertada porla tumba de moda, de la que sólo pudo ver enel suelo el orificio de entrada, por llegar díasantes de la inauguración oficial de una salasubterránea recién acondicionada al efecto. Elolfato periodístico del viajero valenciano le in-dujo a no dejar sin reseñar tamaña ocasión,sustituyendo lo no visto por una transcripciónde los comentarios del cochero-guía que le mos-traba las maravillas del valle, utilizándolos parademostrar una vez más su estimable conoci-miento de los primum mobile de los movimien-tos turísticos, adquiridos desde que sentó suresidencia permanente entre Montecarlo yMentón:

«Me explica el guía que dentro de unos días,o de una semana, bien pudiera ser pasado unmes, vendrán altos funcionarios del Cairo paraproceder a la apertura de una nueva sala de lafamosa tumba de Tutankhamen. Después añadeque tal vez no vengan nunca, a pesar del grannúmero de viajeros que llenan a estas horas loshoteles de Luxor. El snobismo les ha hecho vol-ver luego de terminada la estación invernal, arros-trando el calor creciente. Hasta príncipes realesy grandes personajes viven en Luxor esperandoesta segunda apertura de la tumba. Creo que a lamayoría de ellos nada les importa Tutankhamen,cuyo nombre ignoraban hace unos meses. Peroahora no se habla de otra cosa, y como el faraónestá de moda, se disputan el honor de entrar en

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su sepultura y esperan en Luxor, aventándose lasmoscas, a que el gobierno egipcio decida unanueva exploración para poder decir: "Yo estabaallí".»

Nada más que la avanzadilla de los que lle-garían a Luxor con idéntico propósito. Sobretodo al fallecer lord Carnarvon, el ex play boyinvernante regular en Luxor y mecenas finan-ciador del descubrimiento. Su muerte a causade la picadura de un insecto, perfectamenteexplicable desde el punto de vista clínico, actuóde detonante para que la prensa sensacionalistase lanzara a ungir de esoterias y novelerías undescubrimiento que no impidió a Howard Cár-ter, su descubridor, morir tranquilamente y auna edad avanzada. Como de costumbre, seimpuso la tesis de «la venganza del Faraón»,con la consecuencia de generar hacia Luxor untráfico turístico de impresionante cuantía. «Du-rante tres meses del año 1926 —escribeC. W. Ceram— el tema principal de discusiónen todo el mundo fue la figura de Tutankha-men: 12.300 turistas visitaron la tumba.»

Oleada que en su calidad de crucerista conel tiempo contado no tuvo ocasión de engrosaren 1929 Evelyn Waugh, contentándose conadmirar en el Museo de El Cairo la originalidady finura de los objetos exhumados de una tum-ba muchísimo más visitada entonces que elSanto Sepulcro de Jerusalén. El examen deltesoro le inspiró una incisiva observación acercade las motivaciones turísticas impulsoras de laviolenta racha de egiptología que le tocó pre-senciar:

«Las románticas circunstancias del descubri-miento de la tumba de Tutankhamen han sido tanvulgarizadas por la prensa popular, que uno tien-de inconscientemente a considerarla menos comoun acontecimiento artístico que como alguna proe-za nacional; algo así como la ruptura de unrécord de velocidad, o un natalicio en nuestrafamilia real: después del descubrimiento vino lamuerte de lord Carnarvon, y la imaginación pú-blica se sumió en profundas simas supersticiosas.Al aparecer fotografías adecuadas, resultó imppsi-ble disociarla de la irrelevancia de la emocióny de la excitación, convirtiéndose la tumba deTutankhamen, en la mente del público, en unasegunda Casa de Muñecas de la reina, llena dejuguetes extraños y divertidos.»

Vacaciones en El Cairo

No basta la excepcionalidad de su clima in-vernal y de su lujosa hostelería para explicar el

éxito de la capital de Egipto entre el hautemonde occidental. Actuaron en determinar supreferencia factores difícilmente hallables hoy,tras la eclosión del nacionalismo musulmán, enlas capitales del mundo árabe. Los turistasencontraron en El Cairo y en Alejandría el con-fortable disfrute de un apasionante exotismoorientalista, dimanante en el sujeto pasivo de sudisfrute, y por partes iguales, tanto en el reve-rencial respeto hacia el extranjero, profunda-mente imbricado en los estratos sociales humil-des del buen pueblo musulmán, así como en elcelo de los agentes de la autoridad local, resuel-tos a evitarles toda clase de molestias a susopulentos visitantes. Indispensables condicionesobjetivas para el funcionamiento, bien que acontracorriente del signo cultural del entorno,de unos centros de diversión, lucimiento y ex-pansión altamente sofisticados.

Brillantísima como en tiempos de la visita dela emperatriz Eugenia la temporada en la Ope-ra, a cuatro pasos del Shephard's, y pura deli-cia el tenis y el golf por las mañanas, y loste dancants por las tardes, en el KhedivalSporting Club; ocupando casi la totalidad de laisla de Gezirah: un enclave británico de tama-rindos y palmeras en medio de El Cairo y delNilo, con hoteles, piscinas y un activísimo cam-po de polo. Fabulosas las noches en el Bardia,fundado en tiempo por la madame del mismonombre, el más alegre y espacioso music-hallentre una o dos docenas más, con atraccionesde París, Barcelona, Estambul o Berlín.

De enero a marzo, un mundo cerrado paralos no iniciados, totalmente aséptico a todaclase de publicidad, fuera de las inevitablescrónicas de sociedad en revistas de circulaciónrestringida y minoritaria. Con una problemáticatotalmente distinta y aislada a la del turismoconvencional, que afluyó a Egipto menos cir-cunscrito a los meses de invierno que en elpasado Para la visita a la Ciudadela, a los Niló-metros y a dos o tres mezquitas incursas en elprograma del sight seeing, éste dispuso de unasflotas de autocares que agudizaron un tráficocallejero más ruidoso y mecanizado, practicán-dose la visita a las Pirámides como hacía cienaños, con la única diferencia de lo rarísimoque a nadie le diera por ascender a la cúspidede una de ellas, como en los buenos tiempos.En su única visita a Egipto, Blasco Ibáñezreseña con desencanto el espectáculo de la llega-

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da de unos grupos de la agencia Cook, recibidospor más de un centenar de camellos aparcadosen doble fila:

«Se agolpan los camelleros en torno al auto-móvil, enalteciendo cada uno a gritos las condicio-nes de su bestia y su propia experiencia comoguía. Los más de los visitantes de las pirámidesconsideran obligación ritual instalarse aquí sobrela giba de un camello manso para subir la cortapendiente que les separa de aquéllas. Saben queal pie de la Gran Pirámide aguarda un enjambrede fotógrafos, prontos a retratarles montados lomismo que si fueran audaces exploradores deldesierto, y estas fotografías circulan como docu-mentos interesantísimos por América y Europa.Las familias se distribuyen estas monturas exó-ticas, escogiéndolas con el pensamiento puesto enel retratista. El padre ocupa una, la madre otra,y siguen tras ellos los diversos hijos, riendo ydando gritos de entusiasmo a causa de la novedadambulatoria. Varias misses ríen como niñas, mien-tras los camelleros de ojos ardientes aprovechanla ocasión para ayudarlas a montar, apoyando susmanos más abajo de las femeninas espaldas.»

Escudado tras un «no quiero hacerme retra-tar en lo alto de uno de estos animales, ocupadosolamente durante algunos minutos», el autorde «Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis» rehusóhacerse cómplice de lo que calificó de «farsaturística». Bien hecho. Loable actitud en prodel purismo en el turismo, salvada la incom-patibilidad entre dos conceptos recíprocamenteantagónicos en la realidad.

De todos modos, postura lineal antes contra-dicha por el propio Blasco Ibáñez al dar cabida

como de recibo a presuntos excesos de familia-ridad en el trato de los camelleros y burrerosautóctonos con las turistas, ya en desuso, peroincorporados en forma de leyenda y en toda suredundancia al rico repertorio chistográfico dellugar. Su mención a la pegajosa oficiosidad delos camelleros de las Pirámides evidencia queal tiempo de su visita aún circulaba por oídosturísticos la reacción de aquella dama, inglesao alemana, de nacionalidad fluctuante en todocaso, pero jamás coincidente con la del relatordel incidente o de su auditorio, quien al perci-bir extrañas maniobras por parte de la manodel guía que al trote por el santo suelo condu-cía a su asno, trajinando con disimulo por lospuntos de contacto del trasero de la turista conel lomo del animal, le advirtió sin perder unadarme de aplomo: «Amigo: si es por el burro,baja la mano; si lo haces por mí, levántalamás.»

Chiste pasable como tal, pero de actualidaddudosa. De resultas de haber reglamentado lasautoridades egipcias la profesión de «drago-mán», imponiendo a los aspirantes a ejercerlala obligación de pasar con éxito unos exámenesde idiomas y de historia del país, subordinandola validez de la placa a sus modales. Cabe,pues, suponer que por los años veinte habíanya alcanzado cierto nivel de refinamiento lasmaneras del cuerpo nativo de guías turísticoscon una clientela que en la siguiente décadaseguiría favoreciendo con sus visitas a la eco-nomía y al renombre de El Cairo.

EL ORIENTE, TURISTIFICADO

La inserción definitiva y en pleno derechodel Oriente en el enmarque del turismo occiden-tal responde a la necesidad de sustituir porotros nuevos focos de atracción los desgastadospor el uso y el abuso. Dicho de otro modo: a laimposibilidad de que centros turísticos vistos yrevistos por el común proporcionaran la granvía al escapismo generado por la vida en el

tráfago de las grandes ciudades oprimidas porcinturones industriales engrandecidos. Agotadoel potencial para la evasión de las riberas medi-terráneas , el antídoto se sitúa en Oriente, si notan lejos ya, siempre misterioso por exigenciasde guión.

Difícil precisar si los desplazamientos delgran turismo siguen aquí los derroteros que le

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marcan la temática de la literatura de viajes o siel fenómeno sucede a la viceversa. Es el casoque escritores que cien años antes se hubieranprestigiado trenzando efusiones retórico-narra-tivas extasiándose ante ruinas romanas, canalesvenecianos, la Alhambra, las Pirámides o laJungfrau, redactan ahora incentivados paraorientar el inconsciente colectivo de la vanguar-dia de la masa viajera por senderos desbrozadospor un todavía actualísimo Pierre Loti y sussecuaces: hacia la India, el |apón y los maresdel Sur.

Los buques surcando trópicos y ecuadorestransportan turistas ingleses, franceses y ameri-canos en primera fila. Cruzándose sus rutascon las de australianos, indios, japoneses, ho-landeses vinculados con sus ricas colonias, enviajes de ida y vuelta a Europa: arduo cuanti-ficar sus motivaciones turísticas por su extremavariedad.

De aquí que' caracterizar a este colectivocon mayor precisión exija descomponerlo endiversos estratos. Básico el contingente de tu-ristas puros, gentes adineradas en pos de nove-dades geográficas, siempre y cuando dotadasde garantizado confort. Se desplazan en com-pañía de militares y funcionarios coloniales enactivo, o retirados con pingüe pensión: viudasde guerra o de paz, ricas por su casa o ensituación desahogada. Profesores, diplomáticos,periodistas, misioneros de diversas confesionescristianas. Autores acreditados, no muchos.Más densa la nube de escritores turísticos máso menos ocasionales (los free lancers), con máso menos probabilidades de costearse el viajevendiendo a revistas de actualidad unos cuantosartículos, narrando en términos sensacionalistasno muy excitantes peripecias viajeras. Impor-tantes los viajes por latitudes exóticas de losex combatientes a quienes la guerra les revelóuna pasajera inadaptación a los absurdos yfalacias latentes en la vida occidental. Huyende Europa al encuentro del buen salvaje, reco-rriendo al azar parcelas del mundo incontami-nadas por la civilización industrial. Sectorrepresentado por autores de linaje del Célinedel «Voyage au bout de la nuit», del suizo Blai-se Cendrars, con un brazo de menos, perdidocombatiendo en el norte de África, el E. M.Foster del «A pasage to India» (1921), PierreMac Orlan, el Henri Michaux de «Un Barbare

en Asie» (1930), y tantos otros contribuyentesal mantenimiento del sortilegio de tierras remo-tas inundadas de sol. En su conjunto, unacorriente turística ya caudalosa, con suficienteentidad para ocupar relevante puesto a la parde las que discurren por cauces más que tri-llados.

Tendencias que cristalizan al ponerse al al-cance de los bastantes la inmersión temporal enel exotismo puro. Y tanto desde puntos de vistaeconómicos como desde los del confort. Reciénabierto al tráfico el atajo interoceánico del canalde Panamá, la forma ideal de disfrutar el supre-mo anhelo viajero del occidental es dándole lavuelta al mundo sin cambiar de navio. Da igualrealizarlo a lo grande, como Blasco Ibáñez, enun paquebote enteramente fletado por la Ame-rican Express, o bien siguiendo la misma rutaa bordo de los buques de una compañía idónea.En los de las Messageries Maritimes, por ejem-plo. Tres años después, y con el franco por lossuelos, baratísimos sus pasajes al cambio vigen-te para los no franceses y asequibles para elpúblico en general. Los recomienda en 1926y con complacencia suma un escritor al términode su circunnavegación:

«Con el solo desembolso de algunos millares defrancos, pero sin ser preciso controlar pozos depetróleo o minas de diamantes, aun puede un pobrediablo francés ser muy dueño de embarcarse enMarsella, darles un vistazo a las Pirámides, con-templar en Ceilán el baño de los elefantes y verMalaca y Singapore. Un alto en los edenes de laBatavia (breve, por desgracia, a causa de la coti-zación del florín), y por las prodigiosas islas deSamoa, la barra de Sydney y Tahití, emprender elcamino de vuelta por Panamá y las Antillas» (I).

Maravilloso abanico de opciones de no serpor su ineluctable reverso. La degradación queel canibalismo encerrado en las corrientes turís-ticas teledirigidas de copioso caudal, inflige alcarisma del Oriente. Fenómeno que a modo deepítome repetido hasta el infinito quintaesenciael desencanto de un novelista francés de laúltima ola orientalista a su paso por Port-Saíd,una vez ultimada la visita a la única mezquitade la población:

«La curiosidad y el dinero de los europeostodo lo profana y mancilla. El muflí, hoy en día,un figurante más. No es necesario descalzarse para

(I) Lichtenberger, André, Le Grand Tourisme enMer («L'Illustration», 25 de septiembre de 1926).

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penetrar en el interior exigencia que espantaríaa la clientela. Basta calzarse sobre los zapatosembarrados unas babuchas de paja, y ya está. Loesencial es pagar a la entrada» (1).

El nuevo Japón

No le fue turísticamente factible a uno de lospaíses más poblados de la Tierra poseer impune-mente unas industrias y marina de muy señormío y preservar aquel aura exótica que tanexquisitamente misterioso le presentó ante laimaginación occidental. Por más que el opor-tunismo de participar en la gran guerra comoaliado de las potencias vencedoras lo duplicaraabriéndoles de par en par unas puertas más queentreabiertas desde la amenaza de la artilleríade las fragatas del comodoro Perry.

El Japan Tourist Bureau, fundado en 1912,redobló su eficacia vinculado al Ministerio deTransportes, y a las ya veteranas oficinas de laCook en Tokyo se les unieron las de la Ameri-can Express, con otras en Osaka, según PaulMorand, «un infierno industrial junto al cualDetroit y Chicago parecen praderas en flor».

Con la fuerza y destreza de la costumbre,Japón borró pronto las huellas de la últimacatástrofe. Desaparecieron rápidos los recuerdosvisibles del teremoto que el 1 de septiembre de1923 dejó a Tokyo, y a su puerto Yokohoma,con más de 100.000 habitantes menos. Ciudaddescrita a los cuatro meses del desastre porBlasco Ibáñez como una Hiroshima después dela bomba. Lo mismo que el caserío de Tokyo,renacido a los cuatro años del cataclismo com-pletamente distinto a su ser anterior, tal ycomo en el invierno de 1927 lo vio un viajeroextremeño:

«El terremoto de 1923 sólo dejó incólume un10 por 100 de los edificios de esta población,y al reconstruirse o restaurarse el otro 90 por 100lo fue con arreglo a la arquitectura actualmentede moda aquí y en todas partes. Grandes alma-cenes, lujosos cafés, elegantes tiendas... Claro quecon banderolas y farolillos y los rótulos en letraschinescas, pero es poco para resultar pintorescoa tantos kilómetros de Europa» (2).

Decrece un tanto el interés para el turista unTokyo plagado de tranvías de cinematógrafos

(1) Dorgelés, Roland, Partir... (París, 1928).(2) Oteyza, Luis de. En el remolo Cipango (Ma-

drid. 1927).

y de department stores, y con el famoso Yoshi-wara, literalmente «el campo de la felicidad»,reconstruido ajustado a pautas modernistas yfuncionales, dedicado en su integridad a la másvieja profesión del mundo, pero invisibles lasgeishas y musmés hasta hacía poco exhibidasen aquellas bonitas jaulas y escaparates lumino-sos. Para ver un Yoshiwara de verdad, a laantigua usanza, con centenares de bellos pros-tíbulos, entreverados de tiendas y casas de té,los turistas han de desplazarse a Kyoto «laSanta», el Toledo nipón, la antigua capital conun magnífico Museo Imperial y el templo delos 33.333 dioses, pero con multitud de cinestambién, ostentando la cartelera de uno de ellosel «Sangre y arena» protagonizado por RodolfoValentino, visión que puso la mar de ufano adon Vicente Blasco Ibáñez.

Las atracciones cumbres del |apón de lasgeishas y de los samurais siguen siendo elfotogénico Buda de Kamakura, de 25 metrosde altitud; el bosque sagrado de Nara, «comotodas las ciudades que viven de la afluencia deperegrinos, una aglomeración de posadas, figo-nes, pequeños comercios de objetos piadosos y"recuerdos" del país». Y pagodas en las queimpúberes sacerdotisas del shintoísmo bailanante las Kodaks sus danzas ancestrales. Prólogopara la montaña sagrada de Nikko a dos horasy media de Tokyo en uno de los increíblementeveloces expresos japoneses.

No hay turista, y más de uno en japonés, querefiriéndose al parque sagrado no recoja en surelato un pareado tan recurrente como aquel de«Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravi-lla», que jamás falta en los libros extranjerosdel romántico. Con notables analogías, hastarítmicas, con la variante nipona «Nunca digasKekko (maravilloso), hasta haber visto Nikko».Lo mejor que puede decirse de las descripcio-nes turísticas del lugar, a cual más rapsódicas.es su parecido con los inmortales cumplidosque le dedicó Pierre Loti, aún operantes. Másinteresantes por lo heterodoxas las impresionesde un turista francés, al mencionar algunos delos inconvenientes adscritos al disfrute de tantabelleza e historia:

«El ejercicio, diez veces repetido, de descal-zarse y calzarse a la entrada de cada templo, aladyertir el gong a los bonzos que dos generososextranjeros acuden para ofrendar a Buda algunasoraciones impresas, al precio de algunos céntimos.

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para concluir la peregrinación con una visita al"Caballo Sagrado", en su sagrado establo, para,previo pago de algunos céntimos más, arrojaralgunas rodajas de zanahoria a dicho cuadrúpedo,para comparecer finalmente ante el fotógrafo ofi-cal. al pie de la pagoda, quien nos convenceráque por algunos céntimos más pasaremos a laposteridad» (I).

Hostelería nipona

El Estado prestó al turismo gran atención.Patentizada en los hoteles al gusto occidentalque edificó y mantuvo. Puede decirse que endesarrollo de la iniciativa del Mikado, allá por1894, que construyó en Tokyo el Hotel Impe-rial, para alojar a los visitantes extranjeros,aún en servicio al haber resistido al terremotoque destruyó Tokyo. A los dos años de quedarYokohama convertida en un amasijo de cascotesincinerados por el fuego que rubricó el cataclis-mo, Paul Morand pudo alojarse en el TenHotel, a la altura de su sibaritismo:

«Sucesor de los grandes palotes aniquilados endiez minutos, sepultando como papilla a sus coci-neros franceses, a sus porteros alemanes, y a susjefes de recepción italianos, en apariencia irrom-pibles a causa de sus flexibles espinazos» (2).

La hostelería estatal está regida por personaljaponés. Inolvidable el Kaneya de Nikko rodea-do de un parque con puentes curvos desde losque se admiran las evoluciones de las bandadasde pececillos rojos. Más prosaico Blasco Ibáñezal reseñar algunas particularidades de la hoste-lería turística japonesa a su paso por Kyoto:

«Debo advertir que la industria de la hostelería;;! entilo moderno sólo existe aquí desde hacepocos años. Los hoteleros japoneses a la moderna,que se educan en el extranjero y copian las cos-tumbres de los occidentales, han querido dar asus palaces de varios pisos una originalidad tradi-cional y patriótica.»

Se refiere en primer lugar a los carteles queinundan el interior, orlando con cenefas de flo-res y pájaros diminutos hai-kais, válidos comoambientación, aunque entiende que la máximaoriginalidad de los hoteles japoneses al uso delos occidentales reside en la meticulosa armoníaentre la modernidad de las instalaciones y lasimbiosis con el espíritu local a través de la

(1) Goerger. André, Le Tour du Monde (París,1935).

(2) Morand, Paul, Rien que la Terre (París, 1928).

comercialización de la artesanía autóctona. In-gredientes que se dan abundantemente en elGrand Hotel de Kyoto:

«Tiene sus pisos bajos ocupados por tiendas»que exhiben los mejores productos de las ricasindustrias de la ciudad: kimonos de maravillososcolores, telas bordadas con faunas y flores fantás-ticos, obras de orfebrería y esmalte. Los directo-res del establecimiento son los únicos que vanvestidos a la europea. Todo el personal llevatrajes japoneses. En los salones hay grupos dehombres con kimono negro de seda, que parecensacerdotes y se abalanzan sobre todo el que entrapara ofrecerle sus tarjetas. Son los corredores yenviados de las grandes tiendas de Kyoto. queascienden a centenares.»

A despecho de los embates de la técnica, delmaquinismo y de la comercialización, todas lasimpresiones de turista denotan la tremendafuerza adhesiva de los estereotipos viajeros.Estereotipos cultivados por el propio viajerocuando en el viaje interviene la distancia. ElJapón siguió tan orientalísimo y misteriosocomo en el ayer. Ungido de un inmarcesibleexotismo a prueba de choques con la realidad.Una supervivencia cuyas claves psicológicas,y sólo en parte, desveló en 1928 con ciertasdosis de cínica objetividad una sagaz visitantefrancesa:

«En el |apon el programa es superior a lacomedia. Pero el anuncio es mendaz. Como en lasbarracas de feria, cuando, atraído por llamativoaffiche, y al encontrarse con un espectáculo com-pletamente distinto, el cliente no protesta al salir,a fin de que engañen a otros como a él. Frentea frente consigo mismo, el viajero, lejos de confe-sar que vino de tan lejos para no encontrar nada,hablará a sus oyentes de las magnificencias "delpaís de las Musmés", y a fuerza de repetirlas seformará de él una imagen aproximada a la queconsta en las tarjetas postales y en las guías dela Cook» (I).

Extremo Oriente

Rematado un altamente receptivo y risueñoJapón, normal al paquebote en crucero enfilarsu proa hacia la China inabarcable e inaprehen-sible como un ensueño: el foco del «peligroamarillo» archicomentado en periódicos porcomentaristas en sintonía con Spengler, muy demoda a la sazón. Impedimento pasajero y bre-

(1) Sauvy, Elizabeth, La vuelta al mundo de unamujer (Barcelona, 1929).

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ve en demasía para interrumpir el tráfico el for-mulado por Paul Morand: «Los terremotos del(apon y la situación en Asia han ahuyentadoa los turistas.»

Situación normalizada con un golpe de efec-to en el verano de 1927, al concertar ChiangChai Chek, presidente de la China sur un pactocon Stalin (antecedente del firmado en 1939por el ruso con Hitler), dejando al caudillo delKuomingtang manos libres para expulsar delas capitales costeras a los comunistas super-vivientes de una carnicería atroz. De momento,la costa, con Nanking, capital desde 1928de la nueva China, e incluso Pekín, con suGran Muralla, retornan a su condición de áreasvisitables.

Etapa cumbre el puerto internacional deShanghai, a 200 kilómetros del mar, a orillasdel anchuroso río Azul. Extendido a lo largode su ribera el «Bund», famoso por su espec-tacular friso occidental de grandes bancos ysuperhoteles: el Cathay, el Plaza, el Majestic,el Carlton, el Grand, éste construido por La-fuente, un arquitecto español. Fabulosos losshows nocturnos en el Shanghai Club, con elmayor bar del mundo, e interesante presenciaren el gran frontón, jugándose las pestañas, laspartidas de pelota vasca.

Próxima escala, Hong-Kong, cabecera delvértice del triángulo turístico Cantón-Macao.Accesible la capital china por tren en pocashoras desde la posesión inglesa y la coloniaportuguesa a tres o cuatro horas de vapordesde Hong-Kong. Las Filipinas, después, conManila, americanizada a marchas forzadas ycon un equipo hostelero de calidad superior.

Indochina a continuación, desahogo de lasmás acuciantes ansias exóticas del francés. Contanta terraza de café y con tantos funcionariosy militares de la metrópoli, muy limitado elorientalismo de Saigón, a orillas del gran Me-kong, parecidísimo a un París en veraneo per-petuo. Más gratificante para el amante de cou-leur lócale la ciudad china de Choion, a pocoskilómetros de Saigón. Excursiones con ida enautomóvil y regreso en vapor navegando porel Mekong.

Navegando en serio y más adelante Siam,ufanísima de sus elefantes blancos y de ser

—en teoría— el único país del continente asiá-tico no sometido al status de colonia europea.Sumamente abiertas al turismo sus autoridades.Los Reales Ferrocarriles mantienen una organi-zación para atraerlo y atenderlo, penetrandolegalmente americanos y franceses sin visadosy sin apenas examinarles los pasaportes a losdemás, conforme se los sellan al desembarcar.

Muy interesante por su orientalismo la super-budista Bangkok —la Venecia del Oriente—,bien que fundada a mediados del XVIII. Fran-queándosele de par en par al visitante occiden-tal las puertas del italianizante Palacio Real,popularizado por operetas, con el fulgurantesalón del Trono, y la Pagoda Real, con el céle-bre Buda de esmeralda. Una de las grandesvisiones del Extremo Oriente, y otra, de dis-tinto género, los millares de tiendas del «Sem-pang», el barrio chino de Bangkok.

Satisfactoriamente representada la hosteleríaoccidental por el Oriental y el Royal, bajodirección francesa. Para los exigentes, y untanto distante del centro, el Phya Thai Palace,un suntuoso palacio real de verano, destinadoa hotel turístico, en un rasgo de cortesía, porS. M. Rama VI. Hermosísimos sus jardines ylas componentes del cuerpo de bailarinas delhotel, desacralizadas sin ancestrales danzas aladaptarlas a las expectativas de los huéspedes.Se habla mucho de la vida nocturna de Bang-kok no obstante presentar al elegante ciertosinconvenientes denunciados por Paul Morand:

«Al salir a cenar a cierta distancia de smokingblanco, bajo plátanos bañados por el resplandorazulado de la luz eléctrica, ha de caminarse pisan-do sapos, saltándose con zapatos de charol raícesmonstruosas, parecidas a lagartos. Y al volver paraacostarse, navegando por entre las luminosas inter-mitencias de las moscas, por húmedos y asfixian-tes canales, es mejor levantar la cabeza antes derecibir sobre ella alguna nuez de aracea o una deesas curvas vainas en forma de sable» (1).

Dos o tres días de navegación por el Marde la China, libre ya de aquellos feroces pira-tas que, enarbolando yataganes, siguen pululan-do por las novelas de Salgari, más de modaahora que antes de suicidarse el autor, y laverde gloria de Singapur, a la vista, tangenteal Ecuador. Parada obligatoria en la Puertadel Extremo Oriente —una más—, antesala

(I) Morand, Paul, Rien que la Terre (París, 1928).Economic Study (Londres, 1933).

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de un vasto pedazo del mapa mundial bajoadministración británica. Sede desde 1922 deuna oficina de la Cook, mitad Agencia de Via-jes y mitad banco, su centro de operacionesen todo caso en el Extremo Oriente, aguan-tando la competencia de la American Express.

Entre otros problemas, el crucerismo solventael de alojamiento. Excepto de desear ver lascosas con detenimiento mayor un tanto eman-cipado de las servidumbres del turismo degrupo. Supuesto que exige distanciarse del refu-gio móvil del barco. Si «en Extremo Oriente,el hotel es rey» (Paul Morand), rey indispu-tado de los hoteles de Singapur el ya legen-dario y casi centenario Raffles, en medio deun jardín botánico ultratropical. Tan archibri-tánico como la monumental chimenea de suinterior, sin más función que decorar su gransalón de baile y de banquetes. Núcleo elRaffles de un pujante comercio artesanal, pres-tan por sus aledaños servicio permanente, y apie de presa, docenas de sastrerías, chinas ymalayas, capaces de hacerle a Blasco Ibáñezcuatro trajes a la medida en otras tantas horas.Pero en cuanto a la venta de joyas, bordados,tallas y sedas en los almacenes indios de HighStreet y Battery Road, la «Guía de Malaysia»de la Cook tiene algo que decir, sin mencionara Manchester y al Japón: «Proceden de paísesextranjeros y no del país.»

En términos extremo-orientales, punto de ci-ta el Raffles y de rendez-vous para cierta cate-goría de turistas, con idéntico significado paralos mismos que el Excelsior, el Carlton, el She-pheard's o el Crillon, de Roma, Londres, ElCairo o París. En una capital obligada a vivirde noche a causa del calor, resonantes aconte-cimientos sociales de amplio radio de acciónsus bailes de gala y garden-paríies, de invierno,finalizados con divertidas escapadas al sulta-nato de lahore. A una hora de tren y a menosen automóvil, pasando a la península malayapor la pareja de puentes que la enlazan conSingapur. Día y noche abierto a los turistasel palacio del soberano, punto fuerte por lassalas de juego de Deauville y Montecarlo, em-presario por amor al arte de la ruleta y losnaipes, de un Casino adyacente a su residenciadonde se juega fortísimo hasta el amanecer.

Grato reencuentro con el confort occidentalen la escala técnica de la islita de Penang,

el Bobadilla o el Entroncamiento marítimo ma-layo, jamás omitida por buque de pasaje alguno.Penang est organisée pour le tourisme, diceGoerger, por más que fuera de los escaparatesde las tiendas de souvenirs. y de los viandan-tes, nada oriental que admirar en la prósperaGeorge Town, la capital diseñada por un coro-nel británico, con mucho que comprar en sufranquísimo puerto.

Más antiguo aún que el Raffles de Singapurel E. & O. de Penang, pero más mundano elRunnymede. Interesante el templo de las ser-pientes, dont parlent toutes les passagéres ense jurant de ne pas y aller, ce qui n'en émpecheaucune de le visiter, revela Roland Dorgelésen su «Partir...» (1928). Excursión de rigora la soberbia panorámica desde el PenangHill, al que se asciende por un tren a crema-llera casi en continuo servicio.

Por el eje Singapur-Penang el turismo dis-curre admirablemente organizado. Pueden de-jarse equipajes y compras en el barco y realizarel viaje a Penang en excursión por tierras den-samente habitadas por población musulmana:por carreteras excelentes o en trenes de granlujo. Más cómodo el tour ferroviario en tresdías, programado por la Cook's Ltd., con undía entero y noche en Kuala Lumpur, a travésde tramos de jungla auténtica, enriquecidos porel cultivo intensivo del arroz y del caucho. Sesale en coche-cama de Singapur a las ocho dela noche, para llegar a Kuala en la mañanasiguiente. Visitada la britanizada capital de laMalaya inglesa, con pernocte en un buen hotely cena en un night club, se rinde viaje enPenang a las seis de la tarde del día siguiente:poco más o menos, a la hora en que llegaronen el «Bangkok Express» los que hicieron altoen la capital siamesa.

Más adelante Birmania, y un tanto distantedel mar la exótica Rangoon, embebidos dosgrandes lagos en su abigarrado caserío. Lospaquebotes se le acercan navegando tierra aden-tro por un ancho río, transbordando luego elpasaje a la flotilla de vaporcitos que les con-ducen a la ciudad. Una ciudad rebosante depagodas, entre ellas la varias veces milenariade Schwe Dagon, la más grande del mundo,relicario de tres invisibles pelos de Buda. Uncentro peregrino tanto o más concurrido que

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Lourdes, edificado en elevada pirámide sobreunas altísimas escalinatas.

Al turista extasiado ante las ancestrales pago-das birmanas le conviene ignorar que excep-tuadas sus líneas arquitectónicas, el resto datade anteayer. Devorados por la mordedura tro-pical del clima, los materiales perecederos em-pleados en su construcción, ladrillos y made-ramen, son constantemente reemplazados porlos bonzos que, estudiando los textos sagrados,capean a cubierto en su interior la estación delas lluvias.

Antesala Birmania del subcontinente indio.Un hervor de humanidad que ya bulle y seagita para apearles del mando a los británicos.Inmenso tema el de la India cuya inmensidadaconseja aplazar su evocación turística paraotra ocasión.

«Shopping» turístico

El turismo femenino por latitudes exóticas deun ya no tan ancho mundo no pudo menos queextender los dominios de la industria de souve-nirs, así como potenciar la vieja práctica delshopping. «Palabra intraducibie que emplearéa fuer de viajera americanizada», escribía en1928 una viajera francesa, antes de pasar asatirizar los caracteres de las orgías comprado-ras a las que por las tiendas de Shanghai seentregaba el pasaje femenino occidental:

«El shopping son las carreras, las compras, lasvisitas a tiendas donde todo os agrada, tienta ydivierte. Para la mayor parte de las americanase inglesas el shopping es todo el viaje. Sin duda,por no haber en sus países un almacén tentador.Así se ve por todo el mundo la hilera ininterrum-pida de las anglosajonas, como un hormigueroque sigue el sendero trazado hacia las tiendas desouvenirs. Nada conocen ni comprenden de lospaíses que recorren, porque nada tratan de cono-cer ni comprender. Se sienten completamente di-chosas comprando en Manila un mantón que sebordó en Cantón: en lava, una tela tejida enManchester, y en El Cairo, frasquitos de cristalchecoslovaco, llenos de esencias y perfumes deGrasse» (I).

Observación reiterada por la misma viajeraal censurar el comportamiento de sus compa-triotas en los bazares de Marakesch:

«Los turistas pasan la mayor parte del tiempoen los zocos. Diversión sin cesar renovada la del

(I) Sauvy, Elisabeth. La vuelta al mundo de unamujer (Barcelona. 1930).

espectáculo caleidoscopio del descubrimiento deobjetos heteróclitos desconocidos en Europa, y.sobre todo, el deseo de encontrar la pieza rara,el objeto de colección comprado por un pedazode pan, que se llevará triunfalmente a París, don-de no se sabrá qué hacer con él» (1).

La vuelta al mundo

Darle la vuelta al planeta de un tirón, porgusto o por capricho, cesa de ser ricJtieia." Ruti-naria de puro cómoda e ínfima su relevanciaturística fuera del círculo de allegados del quela realiza. Las modernas motonaves se la dancon no más de seis o siete escalas forzosas, pararepostarse de combustible, que puede ser Nue-va York, San Francisco, Honolulú, Colombo yGibraltar. Tanto se ha empequeñecido la Tierraque para contornearla en un solo viaje lasagencias ofertan varias alternativas. Cierto quepor itinerarios bastante similares. Hay los yaclásicos y cincuentenarios tours around theWorld, de la Cook's, así como los de la Ame-rican Express, la compañía elegida en 1923 porBlasco Ibáñez, en Nueva York.

Al poco, cada dos semanas zarpa de los mue-lles de Nueva York algún buque de la PresidentLines para la vuelta al mundo en ochenta ycinco días, sólo en clase primera. Desde 1.110dólares y en camarote con baño privado, por260 más. Por Boston, La Habana, California,Honolulú, Japón, China, Manila, y así hastaNueva York. Puede abreviarse la duración dela vuelta yéndose a San Francisco por tren oavión y desembarcar en Nueva York.

No es el único Paul Morand que cuida desu prestigio de autor-viajero sin comprometerloen una narración resistente a admitir acentosde novedad. En un libro de impresiones sobreel |apon, China y Siam, muy hacia el final desu «Rien que la Terre» (1928) desliza una leveindicación expresiva de haber circunnavegadoal planeta en el curso de una vacación.

Para poder un turista presumir de viajeroprecisa bastante más. Algo así como cambiarde medio de transporte y embarcar en un zep-pelín, como el que en septiembre de 1929, y envuelo promocional, volvió a los doce días y docehoras al lago Constanza, desde donde despegó.O bien doblegar al espacio en tiempos más bre-

(I) Tilayna. Bonjour la Terre (París, 1929).

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406 ESTUDIOS

ves todavía. A punto se está de satisfacer elmismo capricho, en cinco o seis días, cambian-do varias veces de avión e hidroavión. En otraspalabras, latinas esta vez y por variar, puededecirse que no queda en la Tierra ningún nonplus ultra para la expansión del turismo quefluye sobre toda su redondez.

El otoño de 1929

Visto el turismo de los veinte desde la distan-cia temporal que de él nos separa todo era con-fianza, euforia, vinos y rosas, conforme desgra-naba anualmente el rosario cada vez másvariado de sus itinerarios. Rosáceo y en super-lativos veían su inmediato futuro las poderosasentidades que en gran parte lo encauzaban.Tanto así que en 1928 la siempre cautelosaWagons-Lits decidió comprarles a los bisnie-tos de Thomas Cook las acciones de la granagencia-madre, pasando a controlar una tupidared de oficinas esparcidas por medio mundo,que fundidas con las suyas propias operaríanbajo el rótulo «Cook's and Wagons-Lits TravelService». No menos ilimitados horizontes leavizoró al turismo la Cunard, al resolver aquelaño incrementar su flota de superliners encar-gando la construcción de dos más, de 80.000 to-neladas de desplazamiento cada uno.

Por lo representativa, válida la impresióngeneral de aquel momento de auge y expansiónsuscrita en 1929 por un periodista inglés, exper-to en política internacional:

«El turismo ha devenido una de las principalesactividades económicas para varios países eu-ropeos. Difíciles de obtener estimativas exactas,según ciertos cálculos solamente los visitantes ame-ricanos han gastado en Europa más de quinientosmillones de dólares, a los que hay que añadir logastado por los viajeros europeos en Europa. Noparece exagerado sugerir que anualmente los tu-ristas dejan en el continente el equivalente de dospresupuestos del gobierno británico» (1).

Típico de la óptica británica tomar al turis-mo norteamericano como punto de referencia yprotagonista principal del turismo de finales delos años veinte. Ningún otro suministraba másprecisa información para evaluar estimativas delos beneficios que dejaba:

«Sería difícil calcular con cierto grado de exac-titud el gasto anual de los turistas británicos, pero

se han hecho intentos para determinar las canti-dades gastadas por las varias categorías de ameri-canos que llegan a los puertos europeos. Estudian-tes y personas en relación con las universidadesse colocan en la categoría de los que dejan qui-nientos dólares en el Viejo Mundo. Los llamadosviajeros «ordinarios» dejan de unos ochocientosa mil dólares. Los "ricos" gastan unos cien mildólares, y anda el promedio en torno a unos 1.254dólares por cabeza. Lo que significa que los cien-tos de miles de turistas que salen de los muellesamericanos sacan del país cientos de miles dedólares que no aparecen en la balanza de pagosde los Estados Unidos. Ni tampoco en la de lospaíses a donde van; no obstante, estas cantidades,que aumentan cada año, forman parte sustancialde la renta de esas naciones.»

Interpretando Mr. Huddleston a su honestosaber y entender los datos que unas imperfectasestadísticas ponen al alcance del interesado enel tema, esboza en curva ascendente una pro-yeción futurista de la renta turística segregadapor un tipo de turismo sin el menor indicio deremitir:

«En 1919 salieron así cincuenta millones dedólares de los Estados Unidos, aunque, natural-mente, no todos camino de Europa, y al añosiguiente, 150 millones. Saltaron luego a 200, y a400 en 1923. Treparon de ahí a los 560 millonesen 1925; en 1926 a 700, acercándose en 1927a los 800 millones, sin mostrar indicios de dis-

Ni por asomo. Sin cesar de encabritarse lascifras en su carrera hacia el infinito. Segúncálculos de uno de los primeros económetrasdel turismo en ejercicio, en 1929 el Reino Unidorecibió 692.000 visitantes del extranjero, de-jándose en la isla un monto superior a los22.445.000 libras esterlinas. Balance satisfac-torio, de no descompensarlo las 32.794.000libras gastadas en el extranjero por 1.O33.OOOturistas británicos (1).

Todo hacia arriba y a mejor en el otoño de1929, cuando, ostensiblemente alegres e indu-dablemente confiados, retornó a sus lares elgrueso de la gran peregrinación anual. En trán-sito por un mundo demasiado seguro de su por-venir y estabilidad, habían recorrido las partesmás carteleadas, divertidas y fotografiables: lasmejor acondicionadas para satisfacerle. De re-pente, sin previo aviso, y sin aún saberse de fijopor qué, el «viernes negro» de octubre de 1929estalló en el vacío la risueña burbuja ascensio-

(I) Huddleston, Sisley, Europe in Zigzag (Lon-dres. 1929).

(1) Ogilvie. F. W., The Tourisl Movement. ArtEconomic Study I Londres. 1933).

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TURISMO DE ENTREGUERRAS (1919-1939) 407

nal de la prosperidad sin límites, al hundirse elmercado de valores de la Bolsa de Nueva York.Volatilizadas millares de fortunas en unos cuan-tos días de contratación, mientras quebrabanBancos por decenas de miles, las finanzas delmundo occidental cedieron al impacto de lasondas sísmicas generadas por un crack bursátilque sacudiría de los cimientos al tejado elentramado económico sustentáculo del esplen-dor del turismo de los años veinte.

Por algún tiempo, y fuera de los EstadosUnidos, aquel turismo tardó en darse por ente-rado de haberse escrito su «Mane, Tecel, Fares»

en los muros de Wall Street. Empañó su visiónque en virtud de uno de esos superávits de trá-fico que registran en su inicio las crisis quehacen perder la fe en el dinero ahorrado, el año1930 se liquidara con cifras altamente satis-factorias. No obstante la engañosa bondad delejercicio, el greaí crash de 1929 marca con niti-dez el punto cronológico de flexión entre dosfases turísticas de signo antagónico. Fijó ladivisoria entre una era de expansión y otra dedepresión, primero financiera y económica lue-go, que a escala mundial canceló el tono irrepe-tible y peculiar del turismo de los roaringtwenties; de los años locos y manirrotos.

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408 E S T U D I O S

R E S U M E

LUIS LAVAUR: Le tourisme dans la décade 1919-1929.Premier d'un ensemble de deux études sur le tourisme dans l'époque "d'entreguerres", cet essaie

prétend suivre son évolution dans la décade des années 20, en la situant dans un cadre d'optimisme et eu-phorie voyageuses généralisées, fondé dans une économie prospere en ligne ascendante, qui se consideranirreversible: tous ees facteurs contribuant au moment de prospérité vécu par le tourisme á échelle mondial.

Trait distingué dans le nouveau marché du voyage, la prééminence du touriste d' U.S.A., appuyerpar la forcé d'une monnaie exténement désireuse qui trouve son contrepoint naturel dans la rigoureuse ex-pansión du tourisme en U.S.A. lis traitent de maniere genérale les dérivations des progrés techniques dansles systémes de transpon touristique et de maniere topique les conséquences resultantes de la parcelle de lacarte d' Europe d'avant-guerre diversifiée par I1 apparition de nouveaux états, en considerant spécialementle décollage touristique en Espagne, aidé par une rapide puissance de son infrastructure culminée parl'instauration d'un nouvel organe de l'Etat chargé spécifiquement de sa protection.

Complétent l'analyse une sommaire revisión des debuts d'une industrie touristique dans les républiquesHispano-Américaines terminant l'étude avec una configuration schématique de l'expansion du tourisme ál'Orient. Une revisión qui passe par une période de changements dans la structure et la géographie de l'ac-tivité, fermé par un événement économique —le "Crack" de la Bourse de New York de 1929— de consé-quences destinées á réposer sur le tourisme de la subséquente décade.

S U M M A R Y

LUIS LAVAUR: Tourism during the decade 1919-1929.This is this first of two studies on the tourism during the "between-wars" period, pretending to follow

its évolution along the twenties, placing it in an atmosphere of general travelling optimism and euphoria,based upon an increasing economical prosperity, which was considered as irreversible. All the factors con-tributed to the high standard reached by tourism in worldwide scope.

An outstanding feature in this new travel market was the importance of the American tourist, backedby the power of a highly desired curreney. Its natural counterpoint is found in the vigorous expansión ofthe domestic tourism in the United States. The dérivations from technical progress in transportador! sys-tems are treated in a general way, while in a topic way are presented the resultant conséquences of the par-celling of the pre-war European map, changed for the appearance of new countries. An especial attention isdevoted to the tourism launching in Spain, thanks to a fast involution of its structures, reinforced by theopenning of a new government organization, especifically in charge of tourism promotion.

The analysis is completed with a brief revisión of the beginnings of tourism industry in Latin Ameri-ca, finishing the study with a schematic assertion about the solid expansión of tourism in the East. Thisrevisión covers a period of deep changes in the structure and geography of tourism; a period which wasended by an economical event, the crack of the New York Stock Market in 1929, with pressing conséquen-ces upon tourism in the next decade.

ZUSAMMENFASSUNG

LUIS LAVAUR : Der Tourismus im Jahrzehnt ztvischen 1919 und 1929.Ais erster einer Gesamtheit von zwei Studien ueber den Tourismus im Zeitraum der "Zwischenkriege",

der gegenwaertige Essay versucht die Entwicklung in den zwanziger Jahren zu verfolgen, in einer Umwelt vonOptimismus und Reisefieber, begruendet in einem aufsteigenden wirtschaftlichen Wohlstand, den man unwi-derruflich glaubte; all diese Faktoren begruendeten den weltweiten Auftieg, den der Tourismus damals erlebte.

Ein herausragendes Merkmal in dem neuen Reisemarkt war der nordamerikanische Tourist, unterstuetztdurch die Potenz einer ausserordentlich begehrenswerten Waehrung, welche ihren natuerlichen Gegenpunktin der starken Ausbreitung des Tourismus in den eigenen Vereinigten Staaten hatte. In allgemeiner Weisewerden die Abzweigungen der technischen Fortschritte der touristischen Transportmittel sowie die resultie-renden Konsequenzen der Aufteilung der europaeischen Landkarte in der Vorkriegszeit behandelt, eine Auf-teilung durch die Bildung neuer Staaten; besondere Beachtung wird dem Beginn des Tourismus in Spaniengewidmet, begruendet in einer raschen Verstaerkung der Infrastruktur und seinem Hoehepunkt in der Gruen-dung eines neuen staatlichen Organismus, der ausschliesslich seiner Fomentierung diente.

Die Analyse wird vervollstaendigt durch eine sumerische Uebersicht der Anfaenge der touristischen In-dustrie in den Ibero-Amerikanischen Republiken und schliesst mit einem Studium einer skematischen Ges-taltung der firmen Ausdehnung des Tourismus in den Orient-Laendern ab. Diese Uebersicht umfasst einenZeitabschnitt von tiefgreifenden Wechseln in der Struktur und Geografie dieser Aktivitaet, klausuriert durchein wirtschaftuches Ereignis —der Boersenkrach in New York im Jahre 1929— mit drastischen Konsequen-zen fuer den Tourismus in dem darauf folgenden Jahrzehnt.

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