revolución cubana, crítica latinoamericana, academia norteamericana

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Revolución cubana, crítica latinoamericana, academia norteamericana (Crítica de la crítica) Entre los muchos visitantes extranjeros que pasaron por la Lenin en los años ochenta estaba Fredric Jameson. En uno de sus ensayos más conocidos, “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism” (1986), Jameson apela a esa experiencia cubana para ilustrar la tesis de que el escritor en el Tercer Mundo es “siempre, de un modo u otro, un intelectual político”. Confiesa que nunca sintió más extrañeza sobre la inexistencia del intelectual público en Estados Unidos, que durante un reciente viaje a Cuba, en el que tuvo ocasión de visitar una “extraordinaria escuela preparatoria en las afueras de La Habana”. Para vergüenza suya, vio cómo en ese contexto socialista y tercermundista los jóvenes cubanos estudiaban “los poemas de Homero, el Infierno de Dante, los clásicos del teatro español, las grandes novelas realistas del siglo XIX, y finalmente las novelas revolucionarias contemporáneas cubanas”. Según

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Revolución cubana, crítica latinoamericana, academia

norteamericana

(Crítica de la crítica)

Entre los muchos visitantes extranjeros que pasaron

por la Lenin en los años ochenta estaba Fredric Jameson. En

uno de sus ensayos más conocidos, “Third-World Literature

in the Era of Multinational Capitalism” (1986), Jameson

apela a esa experiencia cubana para ilustrar la tesis de

que el escritor en el Tercer Mundo es “siempre, de un modo

u otro, un intelectual político”. Confiesa que nunca sintió

más extrañeza sobre la inexistencia del intelectual público

en Estados Unidos, que durante un reciente viaje a Cuba, en

el que tuvo ocasión de visitar una “extraordinaria escuela

preparatoria en las afueras de La Habana”. Para vergüenza

suya, vio cómo en ese contexto socialista y tercermundista

los jóvenes cubanos estudiaban “los poemas de Homero, el

Infierno de Dante, los clásicos del teatro español, las

grandes novelas realistas del siglo XIX, y finalmente las

novelas revolucionarias contemporáneas cubanas”. Según

Jameson, en la isla se estudia, además, el papel del

intelectual, “el intelectual cultural que es también un

militante político, el intelectual que produce tanto poesía

como praxis”. Ho Chi Minh y Agostinho Neto, apunta el

crítico, antes de añadir otros insignes ejemplos: Neruda,

Sartre, Brecht, Du Bois…

Jameson propone que en Estados Unidos también se

estudie el papel del intelectual, pero sobre el probado

antintelectualismo del régimen cubano nada dice.

Irónicamente, la creación de la Lenin, escuela que fungió

por dos décadas como vitrina de la educación socialista,

fue en alguna medida consecuencia del cierre de otro

instituto que sí ofrecía un currículo humanístico parecido

al que describe Jameson. Esa otra escuela, el instituto

preuniversitario especial Raúl Cepero Bonilla, fue

clausurada en 1971, cuando el dogmatismo marxista-leninista

se apoderó de la educación y la cultura cubanas. Unos años

después, el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de

Ciencias Exactas) V.I. Lenin era inaugurado por Brezhnev,

como parte de una campaña de promoción de la cultura

científico-técnica en absoluta consonancia con los nuevos

tiempos de “amistad cubano-soviética”.

No cabría, desde luego, reprochar a Jameson su

desconocimiento de estos hechos, si no fuera por su

fervorosa defensa de la política educativa y cultural del

castrismo, que no se limitó a aquel ensayo de 1986. Para el

gran crítico norteamericano el mejor exponente de una

literatura crítica en Cuba es Las iniciales de la tierra, cuya

edición en inglés generosamente prologó en 2006. Allí

afirma Jameson que la “crítica de la burocracia es una de

las vocaciones centrales y características distintivas de

la literatura socialista”, cuya función no ha de ser

salvaguardar las instituciones existentes, sino participar

en el gran proceso colectivo de transformación social

mediante la crítica de prácticas y actitudes presentes

tanto en la administración como en la vida cotidiana. Y una

de las cosas a criticar es ese “serio error político” que

fue la prisión de Padilla.

El caso Padilla, mencionado en el prólogo a la

novela de Jesús Díaz, y la cuestión de los intelectuales,

central en el ensayo de 1986, son desde luego la misma

cosa, pero Jameson evita entrar en esa historia de sombras:

prefiere ver lo de Padilla como un error, y quedarse con lo

luminoso, recordarle a su público norteamericano los

estudiantes cubanos discutiendo animadamente sobre la

función de los intelectuales. En otro prólogo a un autor

cubano, esta vez una antología en inglés de Roberto

Fernández Retamar (Caliban and Other Essays, 1989), Jameson

elogió “Calibán” sin advertir siquiera la consecuencia

entre ese sobrevalorado ensayo y el caso Padilla. En su

opinión, se trata del “equivalente latinoamericano de

Orientalismo, de Said”.1

En el contexto norteamericano, donde el intelectual

es prácticamente “una especie extinta”, la libertad de

decirlo todo estaría garantizada a condición de permanecer

dentro de esa suerte de gueto que es la academia, donde las

1 “Calibán” poco tiene que ver con Said, y aun menos con los otros dosgrandes teóricos poscoloniales, Bhabha y Spivak. El propio FernándezRetamar lo reconoce al apuntar en una nota al pie del ensayo “Calibánquinientos años más tarde” (Nuevo Texto Crítico, enero-junio, 1993) queGayatri C. Spivak no lo ha comprendido bien cuando en “Three Women’sTexts and a Critique of Imperialism” (Critical Inquiry, otoño de 1985)afirma que “Calibán” niega “la posibilidad de una ‘culturalatinoamericana’ identificable”. Raigalmente extraña al espíritu y laletra del ensayo de Fernández Retamar, esta negación caracteriza a lateoría poscolonial, cuyo intento de superar la dicotomía de locolonial y lo anticolonial pasa por la crítica –de inspiraciónderrideana en el caso de Spivak y en el de Bhabha, foucaultiana en elde Said– de todo esencialismo identitario. La mala lectura de Spivakevidencia entonces el abismo entre la perspectiva anticolonial delensayo de Retamar y la que, en rigor, cabe llamar poscolonial.

teorías más radicales son producidas y consumidas sin que

puedan incidir sobre el mundo exterior. Y es esta

incidencia lo que a los ojos de Jameson existe en Cuba,

haciendo de la isla un espacio no ya de “teoría”, sino más

bien de praxis. Acá, la ansiada superación de la filosofía

burguesa habría comenzado, en tanto no se trata tanto de

pensar el mundo como de transformarlo, realizando así la

filosofía. Pero esta idea clásicamente marxista se confunde

en el discurso de Jameson con otra de raigambre más bien

conservadora: en Cuba, como en otros países del Tercer

Mundo, no se ha producido la escisión de lo público y lo

privado, la conciencia nacional y la psicología individual,

que caracteriza a la cultura capitalista de Europa y

Norteamérica, afirma el crítico2, y no es difícil percibir

en semejante elogio del subdesarrollo esa noción

fundamental de la historia intelectual del novecientos que

es la decadencia de Occidente.

Acaso sin advertirlo, Jameson reproduce un

señalamiento de otro gran profesor norteamericano, el

2 “Third-world texts, even those which are seemingly private andinvested with a properly libidinal dynamic, necessarily project apolitical dimension in the form of national allegory: the story of the privateindividual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-worldculture and society.” (énfasis de F.J.)

sociólogo C.Wright Mills. Según cuenta Carlos Fuentes, en

una visita a México éste confesaba que “la suerte del

escritor en ciertos países de América Latina le parecía

envidiable.” “Cuando la respuesta a la palabra -decía

entonces Mills- es la prisión y quizás la muerte, esto

quiere decir que lo dicho y lo escrito cuentan.” (La nueva

novela hispanoamericana) En Estados Unidos, en cambio, el

escritor disidente corría el peligro de terminar convertido

en estrella de televisión. Esas palabras habían sido

dichas, aclara Fuentes, poco antes del decisivo encuentro

de Mills con Cuba, que le granjearía la persecución de las

autoridades de su país y marcaría el comienzo de una nueva

disidencia intelectual en Estados Unidos, agudizada a fines

de los sesenta en los movimientos por los derechos civiles

y contra la guerra de Vietnam.

Que la Revolución Cubana inspiró no poco aquellos

variados radicalismos es bien conocido. Baste recordar que

en la conferencia de OLAS celebrada en La Habana en agosto

de 1967, Stokely Carmichael declaró que los afroamericanos

compartían la lucha común contra “White Western imperialist

society” (John Gerassi, “Havana: A New International is

Born”). Cuba se había convertido en capital de una “nueva

Internacional”, la de los “condenados de la tierra”, que

incluía también a los negros norteamericanos. Si décadas

atrás la Gran Guerra había contribuido decisivamente a

extender la creencia en la decadencia de Occidente, ahora

las revoluciones de China, Argelia y Cuba venían a ser el

golpe de gracia: “Europa hace aguas por todas partes”,

proclamaba Sartre en su incendiario prólogo al libro de

Fanon.

En ese contexto marcado por los movimientos de

liberación nacional y la crisis del papel revolucionario de

la clase obrera en los países desarrollados, se produce una

especie de aggiornamento del marxismo; la afirmación de la

necesidad histórica de una revolución proletaria que

comportaría una superación dialéctica de la sociedad

burguesa es desplazada por nociones más o menos

reaccionarias: regreso a la pureza del “país natal”,

anticapitalismo romántico, culto de la violencia… No poco

de la fascinación de la guerrilla latinoamericana entre la

izquierda radical de la época procede justo de ese

hontanar: reléase, por ejemplo, el “Prólogo político”(1966)

a la segunda edición de Eros y civilización, donde Marcuse

celebra la lucha guerrillera como una rebelión de la

potencia vital del cuerpo humano, frente a la creciente

tecnificación de la modernidad burguesa.

En el mundo cada vez más desencantado del

capitalismo tardío, ¿cómo no iba a triunfar el realismo

mágico con su retrato de un continente prodigioso, donde se

desafiaba tanto la ley de la gravedad como la férrea

linealidad del tiempo europeo? La “nueva narrativa

latinoamericana” contribuía decisivamente, mientras tanto,

al desplazamiento de la centralidad de la literatura

española por la literatura latinoamericana en los

departamentos de Estudios Hispánicos y de Lenguas Romances,

al tiempo que surgían los programas de estudios

latinoamericanos, en parte como un intento de contrarrestar

la creciente influencia del castrismo en América Latina.

Mucho se ha escrito sobre la relación entre el boom y la

Revolución Cubana, pero la impronta de lo que David Viñas

llama el “momento caliente de la Revolución”3 sobre la

crítica literaria latinoamericana, y en particular la

escrita desde la academia norteamericana, está por

estudiarse en detalle.

La hoguera revolucionaria no se refractó sólo en la

narrativa, sino también en la crítica y el ensayo: piénsese

en Literatura argentina y realidad política, del propio Viñas, donde

las letras argentinas, desde Sarmiento a Cortázar, son

comprendidas como expresión de una burguesía nacional que

ha entrado en estado comatoso, o en Lima la horrible, de

Sebastián Salazar Bondy, formidable crítica de la

idealización de la época colonial por la oligarquía

peruana. Aun cuando, evidentemente, estos ensayos responden

a tradiciones nacionales diversas, es indudable que

comparten un cierto momentum procedente de la Revolución

Cubana, no sólo en su contenido desmitificador sino también

en la retórica combativa, casi panfletaria. La idea según

3 “Si el “momento caliente” de 1810 al 1824 se refracta, mediatamente,en los textos de Bolívar, Monteagudo, Artigas o Hidalgo –izquierdainaugural (¿y premonitoria?) que funcionó entonces (¿y ahora?), devanguardia, de víctimas o de chivos expiatorios-, o si esa misma“calentura histórico-coyuntural” se espejea (melancólicamente pero conespesa cuota de legitimidad circunstancial: en la apasionante aunqueritualizada serie de Himnos Nacionales patrios, desde México a laArgentina), si el otro “momento caliente” del tenentismo y de la columnaPrestes puede recuperarse –a través de matizados, minúsculos a vecesfragmentos especuladores- en Verde-Amarelo o Macunaima, el más reciente“momento caliente” de la revolución cubana, me parece, no sólorefracta su dramaticidad inaugural, sino que es uno de los pivotes yrampas de lanzamiento fundamentales de la nueva narrativalatinoamericana.” (“Pareceres y digresiones en torno a la nuevanarrativa latinoamericana”, El boom en perspectiva)

la cual “El sistema burgués se viene abajo”, primera frase

del prólogo del libro de Viñas, es desde luego muy anterior

a 1959, pero la radicalización socialista de la revolución

había venido a darle cuerpo, ofreciendo la certeza, al cabo

desmentida por la historia, de una inevitable

transformación continental.4 En palabras de Salazar Bondy,

“en Cuba ha comenzado nuestra revolución. Sé que, suceda lo

que sucediere, esa verdad, a la postre, se impondrá, y

Cuba, y América Latina, y el Perú amado, vencerán.” (Cuba,

nuestra revolución, 1962)

Curiosamente, libros como los de Viñas y Salazar

Bondy no tuvieron parangón en la Cuba de los sesenta; los

mejores críticos de la llamada “primera generación de la

revolución” (Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, Graziella

Pogolotti, Rine Leal) no produjeron obras así de redondas,

de contundentes. El mejor estudio sobre la literatura

cubana de la década fue escrito por un extranjero, el

peruano Julio Ortega. Relato de la utopía (1973) reúne ensayos y

notas sobre muchas de las obras canónicas de la narrativa4 De hecho muchos de los capítulos del libro de Viñas habían aparecidoen la revista argentina Contorno antes de 1959. Quiero agradecer aGerardo Muñoz, quien a partir de su lectura de una versión anterior deeste trabajo, me ha recordado este dato, y también que la frase citadapor mí aparece en el prólogo de la edición de 1970, no en la primeraversión del libro de Viñas, que es de 1964.

de los sesenta; ahí están los que hacen parte de lo que

Fornet llamó “la narrativa de la revolución” (Los años duros,

Condenados de Condado), pero también los que la crítica

cubana contemporánea de la publicación del libro de Ortega

anatematizó como decadentes y burguesas: Paradiso, De donde

son los cantantes y Tres tristes tigres. A tono con las lecturas

nacionalistas o americanistas de la Revolución –como la de

Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo- que tendían, contra

el peligro de la sovietización, a destacar su autoctonía,

Ortega afirma que existe un “componente utópico en la

historia cubana”; es ese componente, presente en las obras

de Martí y de Lezama, el que se manifiesta de algún modo en

esas obras literarias: “lo que hace única a la literatura

cubana de la década última es su apasionante vida de una

historia animada por el esplendor utópico.” Como bien

aclara el crítico peruano, se trata aquí de utopía no en el

sentido clásico, racionalista, sino en el sentido moderno,

“poético”; una utopía que necesariamente es recuperada en

la realidad histórica, y sería esa tensión entre “el

desencanto crítico ante la historicidad” y el

“encantamiento idealista ante la utopía” lo que anima toda

esa rica literatura.

La imposición del realismo socialista en los

setenta, desde esta perspectiva, vendría a apagar ese fuego

utópico, sofocando toda tensión a favor de la historia. De

esta otra literatura surgida del Congreso Nacional de

Educación y Cultura (Cofiño, la “novela policial

revolucionaria”), didascálica y anodina hasta la saciedad,

nada tiene que decir Julio Ortega.5 En Relato de la utopía, la

clausura del debate intelectual en Cuba hacia fines de los

sesenta no es vivida como un drama, en tanto el

desencuentro entre imaginación utópica e historia real se

percibe en cierto modo como inevitable, inscrito, por así

decir, en la naturaleza misma de las cosas. Muy distinta

fue la reacción de aquellos otros críticos que, en los años

felices de la Casa de las Américas, habían esgrimido a Cuba

como un precioso ejemplo de que la sociedad socialista no

era necesariamente represiva de la creatividad artística y

5 “Sólo se anota, pues, un período inicial de esa narrativa cubana através de los que son probablemente sus principales textos. Decualquier modo, cada texto es leído en su sistema específico, y nocabe aquí discutir la situación de los autores mismos en relación alrégimen cubano, ni tampoco las variaciones de ese medio intelectual,cuyos últimos acontecimientos indican, por lo menos, que su literaturase encamina a otro período: estos aspectos tienen y tendrán su crónicay su historia, géneros que no me interesa frecuentar.”

la crítica intelectual. Para Ángel Rama, el más notable de

todos ellos, el caso Padilla constituyó una dolorosa crisis

de consciencia.

Me duele –anotaba Rama en su diario- que los

escritores que siguieron diciéndose públicamente

amigos de Cuba, hayan callado sobre todo esto. Me

duele que desde mi alejamiento en el 71 con el

desastrado caso Padilla […] no haya hablado

públicamente de esto y haya preferido el silencio. No

lo he guardado nunca en el caso de la Unión Soviética

e incluso he escrito desde siempre a favor de los

disidentes (desde el juicio a Siniavski allá por los

sesenta) pero en el caso de Cuba era más complicado

todo. La revolución en las puertas del imperio tenía

un heroísmo y una verdad, había luchado a favor de

tantas cosas por las que creo en nuestra América

Latina, que parecía injusto hablar del error en que se

había entrado. (Diario 1974-1983)

En un ensayo sobre los relatos de Norberto Fuentes

(“Norberto Fuentes: el narrador en la tormenta

revolucionaria”) escrito a raíz del caso Padilla, Rama

insiste en su apuesta por una narrativa arriesgada,

fundamentalmente crítica, cercana a la idea de Sartre de la

literatura como “subjetividad de una sociedad en revolución

permanente”, o a la de Gramsci sobre el necesario

desencuentro entre el escritor y el político. Ello

comportaba, desde luego, un cuestionamiento más o menos

explícito de lo que con el tiempo se conocería como

pavonato, pero este trabajo de Rama no se publicó hasta más

de una década después, en el volumen Literatura y clase social

(1983). En su extenso artículo de Marcha, donde la cuestión

de la nueva política cultural se planteaba de manera

directa, el crítico uruguayo se resistía a condenar el

socialismo cubano. A diferencia de Vargas Llosa, cuya

ruptura con el régimen castrista acentuaría en adelante su

reafirmación de la función eminentemente crítica de la

intelligentsia, Rama, más que fracaso del sistema cubano,

hablaba del fracaso de los intelectuales:

Querría agregar algunas reflexiones sobre un problema

que debe abordarse con toda honradez. No faltarán

ahora quienes vengan afirmando que el socialismo es

sinónimo de regimentación, que fatalmente concluye en

la liquidación de la creatividad y que nos condena a

una grisura democrática, funcionarial. La madre, en el

drama de Wesker, decía que cuando saltaba la

instalación eléctrica ella descreía del electricista y

no de la electricidad, pero además es cuestión de

preguntarse si este fracaso de los intelectuales para

encontrar nuevas fórmulas es consecuencia de que no

hay ninguna otra que la ya probada en otros países

socialistas, o de que el desarrollo creciente del

socialismo todavía no ha podido alcanzar la

acumulación que le permita sortear indemne estos

períodos o, por último, que ellos, los intelectuales,

no fueron capaces de esa invención a que los llamaba

el Che Guevara en su famoso texto, como lamentándose

de no poder él acometer también ese campo del nuevo

mundo, de la nueva sociedad, con ánimo templado y

audacia creativa. (“Una nueva política cultural en

Cuba”, Cuadernos de Marcha, mayo 1971)

Este dilema en que se vio abocada la izquierda

latinoamericana tras el fracaso de lo que K.S. Karol llamó

la “herejía cubana” es resuelto por el crítico

norteamericano John Beverley, mediante una especie de fuite

en avant: no se trata ya de aquellas polémicas sobre la

literatura revolucionaria, si debía ser vanguardista o

realista, reivindicar la ‘libertad abstracta’ de la cultura

burguesa o la ‘libertad concreta’ de la nueva ligazón al

proletariado, para decirlo en palabras de Lenin, sino de

que toda literatura es burguesa. De la dicotomía gramsciana

entre ‘intelectuales tradicionales’ e ‘intelectuales

orgánicos’, sino de una crítica a fondo de la clase

intelectual y de su función histórica en las sociedades

latinoamericanas. Desde una posición tan radical, la opción

entre Condenados de Condado y La última mujer y el próximo combate,

entre Fuera de juego y Calibán, pierde sentido.

La Revolución cubana no habría logrado trascender

la ideología burguesa y el tipo de autoridad literaria

asociada a la misma, y es justo desde esa premisa que

Beverley critica el proyecto crítico de Rama en uno de los

capítulos fundamentales de Subalternity and Representation (1999)

A la “transculturación literaria”, que entrañaría la

cooptación de los sujetos subalternos, el crítico

norteamericano opone el testimonio de Rigoberta Menchú,

donde el subalterno habla por sí mismo, más allá de todo

saber letrado. La polémica con Rama está, entonces,

claramente relacionada con el reconocimiento de ese

“impasse de la revolución cubana” que subyace a la

constitución del grupo de Estudios Subalternos

Latinoamericanos en los noventa. Sería Rama, más que el

propio Fernández Retamar, el gran crítico literario de la

Revolución Cubana, en tanto refleja insuperablemente el

límite de un proyecto político que, a pesar de las buenas

intenciones, no alcanza a superar la representación

literaria e intelectual.

Me parece que la crítica de Beverley a Rama refleja,

además, una inflexión en la forma de hacer crítica, en la

proyección misma del discurso: Rama, probablemente el

crítico latinoamericano más importante de las últimas

décadas, es un eslabón entre la gran tradición crítica

latinoamericana, muy ligada a la esfera pública, y la

crítica académica localizada en publicaciones

especializadas. Si aquel magisterio de los intelectuales

públicos en periódicos y revistas de alcance nacional e

incluso continental es inseparable del oscurecimiento de la

historia de los sujetos subalternos, no tiene caso resistir

la especialización de la labor crítica, o cuestionar la

posición académica del discurso. Desmitificadas las

ilusiones humanistas, la crítica se hace cada vez más

sofisticada, abstrusa incluso. El vínculo con la tradición

ensayística latinoamericana, en la que aun Rama se

inscribe, se ha roto definitivamente. Reina la “teoría”.

Como la serie literaria de que hablaba Tynianov, la

de la crítica tiene una dinámica interna: ciertos temas se

agotan, y sobreviene la renovación. Tras el boom del

subalterno y la celebración del testimonio, toca el turno a

una reivindicación de la literatura. No ya en el sentido

‘burgués’ de la autonomía del arte, al modo de aquellos

críticos que Beverley llama “neoarielistas”, sino desde la

izquierda radical, de inspiración marxista y

postestructuralista, predominante en la academia

norteamericana. Esta empresa es acometida por Idelber

Avelar en su influyente libro The Untimely Present. Postdictatorial

Fiction and the Task of Mourning (1999). Aquí el punto de partida

es una sofisticada crítica del boom, que Avelar comprende

como una suerte de reconciliación imaginaria entre “fábulas

de identidad” y “teleologías de modernización”,

compensatoria no sólo del subdesarrollo sino sobre todo de

la pérdida del carácter aurático de la literatura,

consecuencia del mercado editorial y la profesionalización

del escritor. A aquella novelística de los sesenta el

crítico brasileño opone no ya la ‘verdad’ del testimonio,

como Beverley, sino lo “intempestivo” de las ficciones de

posdictadura (Ricardo Piglia, Diamela Eltit, Silvano

Santiago, Tununa Mercado), una literatura de carácter

alegórico –en sentido benjaminiano- que acomete ese

“trabajo de duelo” tan necesario en tiempos de derrota de

la esperanza revolucionaria y obscena apoteosis del

mercado.

Desde esta perspectiva, el fin del boom vendría

siendo el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, que

da comienzo a la imposición violenta del neoliberalismo en

el continente. De aquella otra hipótesis según la cual el

final sería 1971, con el caso Padilla y la división de la

izquierda latinoamericana, poco dice Avelar. Más allá de

una simple mención6, en el capítulo dedicado al boom

(“Modernization and Mourning in the Spanish American Boom”)

se echa de menos una discusión con aquella crítica que

había señalado la correlación entre ese fenómeno literario

y la Revolución Cubana. En el siguiente capítulo, sobre la

cultura latinoamericana bajo la dictadura, ocurre otro

tanto; a pesar de su relevancia para los temas discutidos,

la Revolución Cubana brilla por su ausencia. Avelar

comprende las dictaduras de derecha como el triunfo de la

violencia contrarrevolucionaria apoyada por Estados Unidos

sobre unas fuerzas revolucionarias que no llegaron al

poder, sin considerar ese otro factor fundamental que en

aquel complicado campo de fuerzas fue la influencia del

castrismo en América Latina. Cuba, foco fundamental de la

insurgencia de los sesenta, queda fuera de foco en la

6 Avelar menciona “the voluntaristic reading of the Cuban revolution –encouraged, it is true, by the Cuban leaders themselves, but a readingappropriated in South America as a kamikaze, suicidal strategy” (p.29)

ambiciosa interpretación de la historia y la cultura

recientes de América Latina que ofrece The Untimely Present.

Me parece que esta ceguera es sintomática de cierta

posición contemporánea de la crítica académica de

izquierdas; no se insiste ya, como Jameson, en la

ejemplaridad de la Revolución Cubana, pero tampoco se acaba

de reconocer su resultado dictatorial, cada vez más

fehaciente. A lo largo de todo este libro, para nosotros

revelador no tanto por lo que dice sobre la Revolución como

por lo que no dice, el autor habla de las “dictaduras

hispanoamericanas” refiriéndose sólo a las dictaduras

militares, aquellas que realizaron esa transición del

estado al mercado que las posteriores transiciones a la

democracia no habrían modificado sustancialmente. Avelar

señala que estas dictaduras, a diferencia de los regímenes

fascistas, no dependieron de las movilizaciones de masas,

sin advertir que ese rasgo sí caracteriza en gran medida al

régimen castrista. La cuestión de cómo la revolución que

inspiró a toda una generación perdida de jóvenes

latinoamericanos se convirtió en dictadura debe ser

soslayada, pues trastocaría la oposición binaria entre

revolución (popular, anticapitalista) y dictadura (militar,

neoliberal). Avelar desconoce esta otra deriva totalitaria

de la izquierda en el continente que es el castrismo,

ejemplo donde los haya de una política radicalmente opuesta

a la democracia liberal y la economía de mercado, cuando

afirma, por ejemplo, que “the truth of defeat […] is the

truth of the Latin American experience of the last decades”

(p.68), aludiendo sólo a la implantación violenta del

neoliberalismo en los años ochenta y noventa.

Parece, así, que la tendencia del latinoamericanismo

más radical, con respecto a la Revolución Cubana, es el

silencio. No sólo se escamotea la miseria del fenómeno

revolucionario, sino también su grandeza, la importancia

histórica de ese “momento caliente” cuya “dramaticidad

inaugural”, para usar los términos de Viñas, no está sólo

en el origen del boom, sino de la propia crítica

latinoamericanista. Como si se pasara desde la acción, ese

apoyo incondicional al castrismo que, a pesar del cisma

causado por el caso Padilla, perduró por décadas, a la

omisión, una especie de olvido voluntario que, aun cuando

no reproduce ya el mito de la Revolución Cubana, lo deja

intacto. Cuestionar a fondo ese mito es una tarea que buena

parte de la izquierda latinoamericana, y de la crítica

académica, tiene aun pendiente. Están dispuestos, si acaso,

a hacer el duelo de la Revolución, como algo valioso o

querido que se pierde (Decadencia y caída de la ciudad letrada, de

Jean Franco, es aquí un escrito crucial), pero no pueden

mirarla a la cara. Esta, como la cabeza de Medusa, los

petrificaría.