novela historia de un padre desempleado

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El papel higiénico (capítulo 1) Primera entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio. Septiembre, 2000: mes con la más alta cifra de desempleo en la historia de Colombia. Alfonso entró a uno de los baños del centro comercial. No había nadie. Hizo una rápida inspección de los cinco retretes y escogió el que parecía menos sucio. Bajó la tapa, cerró la puerta y se sentó. Miró detenidamente el enorme rollo de papel higiénico a su derecha. Dudó… pero lo hizo: comenzó a enmadejarlo en su mano. Durante los últimos dos días, su esposa, sus hijos y él habían tenido que limpiarse el culo con unas servilletas rescatadas de algún cajón olvidado. Aunque sintió vergüenza, no se detuvo. Sabía que robar papel higiénico era un acto de miseria, un comportamiento indigno, pero también era consciente de que la dignidad no servía para sonarse los mocos, ni para llevar comida a la casa, ni para pagar la cuota del apartamento. Mientras enrollaba el papel con lentitud, su mirada se perdió en la baldosa del piso y su mente se enredó en un inevitable sentimiento de culpa: “Por Dios… ¿qué estoy haciendo?”. Ese hombre que parecía inquebrantable –de espalda ancha y de 1,87 metros de estatura– se sumió de pronto en un llanto patético y descarnado. Había encarcelado la frustración en su pecho y ahora salía desbordada como el agua expulsada a presión de una represa rota. Empezó a gemir con su cara enrojecida y su postura encorvada,

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El papel higiénico (capítulo 1)

Primera entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio.

Septiembre, 2000:

mes con la más alta cifra de desempleo en la historia de Colombia.

Alfonso entró a uno de los baños del centro comercial. No había nadie. Hizo una rápida inspección de los cinco retretes y escogió el que parecía menos sucio. Bajó la tapa, cerró la puerta y se sentó. Miró detenidamente el enorme rollo de papel higiénico a su derecha. Dudó… pero lo hizo: comenzó a enmadejarlo en su mano. Durante los últimos dos días, su esposa, sus hijos y él habían tenido que limpiarse el culo con unas servilletas rescatadas de algún cajón olvidado.

Aunque sintió vergüenza, no se detuvo. Sabía que robar papel higiénico era un acto de miseria, un comportamiento indigno, pero también era consciente de que la dignidad no servía para sonarse los mocos, ni para llevar comida a la casa, ni para pagar la cuota del apartamento. Mientras enrollaba el papel con lentitud, su mirada se perdió en la baldosa del piso y su mente se enredó en un inevitable sentimiento de culpa: “Por Dios… ¿qué estoy haciendo?”.

Ese hombre que parecía inquebrantable –de espalda ancha y de 1,87 metros de estatura– se sumió de pronto en un llanto patético y descarnado. Había encarcelado la frustración en su pecho y ahora salía desbordada como el agua expulsada a presión de una represa rota. Empezó a gemir con su cara enrojecida y su postura encorvada,

frunciendo el ceño con dolor, cerrando los ojos con fuerza –con rabia– y torciendo la boca como un lamento. Sus babas se estiraban de labio a labio. Las lágrimas lavaban su rostro deslizándose por las ojeras, las mejillas y el mentón. Los mocos se le escurrían hasta la lengua. No se limpiaba porque sus manos aún seguían sacando papel higiénico. Además, su aspecto era lo que menos le importaba. En ese pequeño espacio había encontrado un lugar de intimidad para desahogarse, pues aunque pasaba días enteros en su apartamento, solo, a la espera de una llamada que le devolviera el trabajo, temía que sus hijos o su mujer llegaran de improviso y lo encontraran sollozando.

Odió a Dios y lo cuestionó, gritándole internamente que él no había nacido para verse derrotado a los 40 años, que no tenía sentido traer hijos al mundo si luego no podía responder por el pago atrasado de la pensión del colegio, que no entendía para qué se había casado si su matrimonio se había reducido a una pelotera diaria por cuenta de la falta de plata. “¿Pa’ qué formar una familia que hoy come mierda por culpa mía?”, preguntaba. No entendía cómo había llegado hasta ese punto, en qué momento pasó de ser un ingeniero con un futuro prometedor a un desempleado con un presente vergonzoso, cuándo apareció por primera vez en las carteleras de morosos que colgaban a la entrada de su conjunto residencial, a qué hora los bancos comenzaron a llamarlo para presionar el pago de sus deudas y no para ofrecerle más tarjetas de crédito. Intentaba recordar cuándo dejó de llevar mercado a su hogar y empezó a robarse el jabón de manos de los centros comerciales para proveer su propio baño.

El Cielo no respondió ninguno de sus reclamos. En el fondo esperaba con ingenuidad que un evento Divino le señalara el camino o le diera una pista. Por un momento fugaz creyó que Alguien –Dios, la Virgen, un ángel, cualquiera– se le revelaría para decirle que todo iba a estar mejor. Pero muy pronto se le acabó la fe. Concluyó que los seres humanos creen en los milagros por física necesidad, para mantener la esperanza cuando sus problemas más cruciales no tienen una solución terrenal, como le ocurre a un enfermo de cáncer terminal, igual que a un desempleado que lleva dos años enviando hojas de vida sin éxito: ambos sienten profunda impotencia al no poder cambiar su destino y dejan su suerte a la voluntad de Dios. “Soy un güevón”, murmuró Alfonso.

Lloró durante 15 minutos, silenciando sus gemidos cada vez que otra persona entraba a lavarse las manos o a usar uno de los orinales. Se detuvo por completo cuando dos aseadoras llegaron conversando a hacer la última limpieza del día, justo cuando empezaba la noche. Guardó el papel higiénico en el morral que se colgaba siempre a la espalda y sacó otro poco para sonarse la nariz y secarse la cara. Esperó unos minutos, dándose tiempo para recuperarse, de manera que su rostro no se viera tan rojo ni sus ojos tan hinchados. Las aseadoras, que habían observado sus zapatos por debajo de la puerta, se hicieron señas al notar semejante demora de un ocupante que no tenía los pantalones abajo. Finalmente, Alfonso salió y se dirigió a los lavamanos. Aguardó a que las empleadas se atarearan limpiando los sanitarios y sacó de su morral un pequeño frasco vacío que solía contener crema humectante de su esposa. Lo rellenó con jabón de manos. Se miró en el espejo, sintiendo pena por sí mismo, y recordó entonces las

recientes declaraciones lapidarias y realistas de Juan Manuel Santos, el nuevo Ministro de Hacienda que acababa de posesionarse en julio: “Los próximos meses serán de sudor y lágrimas”.

Eran justo las 7 de la noche en Bogotá. Tardó casi una hora en recorrer las 28 cuadras que había desde el Centro Comercial Unicentro hasta su apartamento, en Cedritos. Sabía que su esposa lo esperaba con una violenta cantaleta, de manera que caminó sin afán entre esos edificios de clase media-alta, en donde las porterías con jardines bien cuidados servían de fachada para ocultar las dificultades económicas que vivían otras familias al interior de sus apartamentos. A esa hora, varios residentes paseaban a sus perros para que hicieran de las suyas en las zonas verdes. Una expresión burlona se asomó en Alfonso al pensar que esos animales no tenían que preocuparse de comprar papel higiénico para limpiar su propia suciedad. También le causó gracia ver a tantos “french poodle”, la misma raza que en algún momento se puso de moda entre la aristocracia europea –incluyendo a la pomposa corte de Luis XVI– y cuyo pedigrí había trascendido en el tiempo y en el espacio para convertirse en la mascota “oficial” de un barrio bogotano, en pleno amanecer del siglo XXI. Tal vez simbolizaba la ambición de un vecindario que deseaba un mejor estatus. Tal vez, simplemente, era un perro pequeño y barato, ideal para el limitado tamaño de un apartamento.

A excepción de su interés pasajero en las mascotas de la zona, Alfonso anduvo ensimismado, con los mocos escurridos y con sus manos en los bolsillos de la chaqueta para resguardarse del frío. No pensaba en nada, absolutamente en nada. Recobró la consciencia cuando se paró frente a la puerta del apartamento. Meditó sobre qué responderle a su esposa si le preguntaba de dónde había sacado el papel higiénico. Tuvo miedo y se le agitó el corazón, como un niño asustado que espera una reprimenda. Concluyó que, en cualquier circunstancia, estaba destinado a que ella lo regañara esa noche, igual que la noche anterior, igual que las noches que vendrían. Los reclamos arrebatados de su mujer se habían convertido en la cena de todos los días, porque él llegaba con las manos vacías o porque traía plata prestada, porque no compraba nada para la comida o porque compraba muy poco.

Alfonso sacó sus llaves y abrió la puerta, pero no la cruzó. La primera imagen que encontró fue la de su esposa, en el comedor, ayudándole a su hijo menor con la tarea de matemáticas. Escuchó el “hola, papito” de Miguel y se quedó esperando el saludo de ella, como si fuera una señal de aprobación que necesitara antes de seguir. “¿Dónde estaba?”, fueron las palabras de recibimiento de Martha, al tiempo que le lanzaba una mirada de reproche. Alfonso le devolvió una sonrisa de vergüenza y agachó la cabeza sin contestar. Se limpió los zapatos mirando hacia el piso y entró.

Año 2020Santiago revisó el primer capítulo del libro que había empezado a escribir y pensó en qué diría su padre cuando lo leyera. Nunca habían hablado del tema, pero recordaba muy bien el día que vio a Alfonso sacar papel higiénico del morral, en ese mes de septiembre del año 2000. Santiago supo que provenía de un centro comercial porque

era una tira algo amarillenta, áspera, sin aquellas subdivisiones que caracterizan al papel de uso doméstico y que permiten cortarlo en cuadritos. Se basó en esa imagen para inventar la escena del llanto desconsolado de su padre en el baño, con el propósito de darle fuerza dramática al libro. Supuso que así debía sentirse cualquier otro hombre –derrotado, perdedor– ante la imposibilidad de conseguir unos pesos para comprar un rollo de papel higiénico.

No le había preguntado a Alfonso qué tipo de sensaciones se le cruzaron realmente por la cabeza en esos años, no solo porque su padre se transformó en un hombre reservado y poco expresivo, sino también porque su drama de desempleado se convirtió en una especie de tabú que Alfonso prefirió padecer en silencio. En todo caso, fue un tabú que él y su familia tuvieron que enfrentar a diario durante la crisis, porque los titulares de todas las noches hablaban del desempleo y de la recesión. Era imposible ver un noticiero y no pensar en la situación de Alfonso.

Minutos antes de comenzar a escribir, sin saber por dónde empezar, Santiago recordaba esa época. Después de mucho reflexionar, su memoria lo transportó en el tiempo y revivió con precisión el día que estaba en el apartamento de un amigo, haciendo un trabajo de la universidad. Allí, cuando pidió el baño prestado, se encontró con una pila de servilletas. Esa imagen en casa ajena –idéntica a la de su propio hogar– lo impulsó a teclear las primeras letras. Santiago comprendió que la falta de papel higiénico era un símbolo de cuán grave llegó a ser el desempleo, más allá de una escandalosa cifra en los titulares de los periódicos. Aquellas familias que tocaron fondo debían pensarlo dos veces antes de usar el baño, asegurándose primero de tener con qué limpiarse. Ni siquiera podían cagar en paz.

Haciendo oficio y vomitando rabia (capítulo 2)

Segunda entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio.

Septiembre, 2000

–“¿Y su papá?”, le preguntó Martha a Santiago, su hijo mayor.

–“Se fue hace como dos horas y dijo que ya volvía”, contestó él, sintiendo el mal genio de su madre.

–“Lo que faltaba, pues. Van a ser las 8 de la noche y Alfonso desaparecido”, murmuró ella con amargura.

Había llegado al apartamento con el alma envenenada. La semana anterior le había pedido plata prestada a una compañera de oficina y debía pagarle ese día. “Deme plazo hasta la otra quincena, por favor”, tuvo que decir sonrojada y con el orgullo herido. Le parecía humillante que le cobraran y sentía un inaguantable deseo de desquitarse con su marido. Por eso había pasado la tarde repitiéndose entre dientes las palabras de reclamo que luego expulsaría desde sus vísceras. Tenía enumerado un listado de quejas que iban desde la suspensión de la línea telefónica hasta el recibo del agua que estaba próximo a vencerse.

Cuando llegó, Alfonso la saludó con un fugaz beso que Martha recibió de mala gana. Él se metió en su cuarto. Ella esperó unos minutos antes de dejar a Miguel en el comedor para que terminara su tarea y finalmente emboscó a su esposo mientras se ponía la piyama:

–“Le debemos 300 mil pesos a Doris y se los teníamos que pagar hoy”, le dijo en tono acusador, cruzándose de brazos y recostándose sobre el marco de la puerta, como desafiándolo con sus escasos 155 centímetros de estatura.

Alfonso guardó silencio porque, simplemente, no había respuesta posible de su parte que le diera solución al problema. Martha insistió, sabiendo que –en efecto– él no tenía forma de resolver el asunto:

–“¿Ah? ¿No va a decir nada? ¿Y entonces? ¿Qué le digo a Doris?”.

–“Pues…, déjame hablo con mi mamá, a ver si ella nos presta”, contestó él finalmente, dudoso, encogiendo un poco sus 187 centímetros de altura.

–“¿Se supone que eso le voy a decir a Doris mañana?, ¿que ‘espéreme a ver’ si la suegra nos saca de esta? ¡¿Pa’ qué putas me dice que pida plata prestada si después se va a hacer el loco a la hora de pagar?! ¡¿Pa’ qué?! Ahí mandaron una nota del colegio de los niños recordándonos que debemos todo el año en pensión. ¿Les vamos a decir lo mismo?, ¿que ‘esperen a ver’? Esta situación me tiene mamada. Lo que más piedra me da es que usted ni siquiera parece preocuparse y se queda callado, como si eso fuera suficiente para pagar las cuentas. No, mijo, así no son las cosas…”.

Martha hizo una pausa. Por alguna razón perdió el impulso inicial, tal vez conmovida ante la expresión sumisa de Alfonso. Quiso recuperar el ímpetu y decidió ir al baño para quemar algo de tiempo y recordar las cosas que había planeado decirle. Sin embargo, antes de siquiera cruzar la puerta, vio el papel higiénico un poco arrugado sobre el tanque del retrete. Lo acababa de poner su marido en remplazo de las servilletas. Ahí se le volvió a encender la chispa y estalló:

–“¡Qué es esa mierda, Alfonso! ¡QUÉ… ES… ESA… MIERDA!”, repitió acentuando cada palabra.

Él la miró con los ojos asustados, como implorándole que no lo fuera a regañar. Le hizo señas con las manos para que se calmara y no alzara la voz, pero ella ya iba disparada, tan incontenible como un toro que embiste a su matador y no se detiene hasta verlo inmóvil:

–“¡¿De dónde sacó eso, Alfonso?! ¿Ahora estamos robando papel higiénico? ¡Esto es el colmo de la ‘miserableza’! ¿Y entonces mañana qué? ¿Vamos a subirnos a un poste con un cable para robarle luz a la empresa de energía? ¿O vamos a pararnos a las afueras

de un restaurante para mendigar sobras? No, mijo, así no vamos a llegar a ningún lado. Uno no puede ser tan cómodo en la vida (…)”.

Se dirigió al armario, casi empujando al grandulón de Alfonso para abrirse paso con su diminuta figura. Buscó una camiseta vieja y un pantalón de sudadera desteñido para cambiarse y empezar a hacer oficio. Esa era su reacción automática cada vez que peleaba con él.

–“(…) Yo aquí no puedo ser la única que esté pensando en cómo pagar los tenis de Santiago para que vaya al colegio. ¿Usted ha visto cómo están de rotos? Y qué me dice de Miguel, que llevaba una semana pidiendo unas ‘pinches’ cartulinas. Usted no se pellizcó para conseguirlas y tampoco me llamó para acordarme, porque si yo las traje apenas hoy es porque se me habían olvidado en medio de tantas maricadas que tengo pendientes en la oficina (…)”.

Salió rabiosa de la habitación y se dirigió hacia el cuarto de ropas, en la cocina, haciendo sonar con fuerza sus pies desnudos en la baldosa, al tiempo que seguía vociferando para que Alfonso pudiera escuchar cada una de sus palabras y palabrotas, a pesar de que no hacía falta alzar la voz en ese pequeño apartamento de 73 metros cuadrados, en un conjunto residencial donde todo se oía. La limpieza de la casa se había convertido en una terapia a la que siempre acudía para desahogarse y quitarse de encima una tonelada de sentimientos amontonados. Además, cantarle la tabla a su esposo mientras hacía oficio era práctico porque no tenía que verle la cara y así evitaba enfrentarse a esa eterna mudez que caracterizaba a Alfonso.

Martha se armó con una aspiradora, un trapero y un balde de agua con un poco de detergente. Regresó directamente a lavar el baño de su habitación matrimonial. Agarró el papel higiénico con ira y lo botó sobre la cama. Sin detener su retahíla, empezó a restregar las paredes de la ducha:

–“(…) Me muero de la pena, Alfonso, pero yo no puedo sola con todo. Vea lo que pasó con Doris. Usted debió pensar en pedirle plata prestada a su mamá antes de que Doris me fuera a cobrar hoy. Pero claro, como usted no es el que tiene que poner la cara. Le apuesto a que ni siquiera ha pensado en qué darle de comer esta noche a los niños. ¡Jah! Qué va usted a pensar en eso. Más güevona yo que todavía creo que va a hacer algo. Ahí traje una panela y un paquete de galletas para que al menos no se acuesten con el estómago vacío (…)”.

Alfonso no hallaba qué hacer. No podía responderle a Martha porque sentía que tenía razón en la mayoría de sus reclamos. Al principio decidió escucharla, pacientemente, sentado en el borde de la cama, permitiéndole exorcizar sus demonios con esa voz que se oía distorsionada por la acústica del baño. Luego sintió alivio cuando ella dijo que había traído algo de comida, porque así pudo huir de la regañina y refugiarse en la cocina, con la excusa de hervir la panela y servirla con galletas a sus hijos.

Transcurrió un poco más de media hora. Martha terminó de arreglar el baño y volvió al cuarto de ropas para guardar su arsenal de aseo. En ese momento, Alfonso recogía los pocillos y los platos de la modesta cena que dejó insatisfechos a Miguel y a Santiago. Pensó que su mujer se había calmado, pero estaba equivocado. Ella aún tenía un malestar en el pecho que necesitaba escupir y por eso abrió la llave del lavaplatos y se dispuso a lavar la loza.

–“No, amor, yo limpio esto mañana”, le dijo él tomándola del brazo, presintiendo que volvería a explotar.

–“No, Alfonso, ¡no!”, respondió ella, quitándose con fuerza la mano de encima.

Enjabonó la loza con violencia mientras hablaba de la impotencia que sentía frente a tantas deudas. Decía que sus días nunca transcurrían en paz porque siempre había alguien cobrándole, no solo Doris, sino también las operadoras de los bancos que llamaban a la oficina para recordarle la deuda en aumento de las tarjetas de crédito, las cartas de los abogados poniendo el dedo en la llaga de una hipoteca impagable, sus propios hijos pidiéndole plata para comprar quién sabe qué cosa que necesitaban en el colegio y la infame cartelera de morosos que le daba la ‘bienvenida’ a la entrada de su edificio.

–“¡No me mamo más esta situación! ¡No me la mamo más!”, gritó Martha apretando los dientes y usando las dos manos para estrellar contra el fregadero el plato que estaba enjuagando. La cerámica se rompió con el impacto y cortó su pulgar derecho.

–“Por favor…, ¡tienes que calmarte!”, exclamó él con nerviosismo.

Al ver que no había un solo trapo limpio, Alfonso hizo el intento de correr a su habitación para recoger el papel higiénico que ella había despreciado. Martha lo paró en seco con una mirada retadora:

–“Ni crea que voy a usar eso que usted se robó. Más bien termine de lavar aquí”.

Salió de la cocina, recogió el bolso que había dejado en el comedor y se encerró en el baño. Abrió la llave del lavamanos para limpiar la herida. Respiró profundo. No tuvo las más mínimas ganas de llorar. Incluso, sintió algo de tranquilidad tras haber liberado tanta frustración acumulada.

Se quedó un buen tiempo distraída mientras sentía el agua correr sobre sus dedos. Luego de un par de minutos cerró el grifo, secó su mano izquierda –restregándola contra el pantalón de sudadera– y con la misma esculcó en su cartera. De allí sacó una tira de papel higiénico que había tomado de los baños de su oficina. La puso sobre su herida y esperó a que la sangre se coagulara. Botó el papel enrojecido en la taza, soltó la cadena y salió.

Martha se puso la piyama sin afán y se acostó al lado de Alfonso, quien ya la esperaba en su cama, aunque dándole la espalda. Él se volteó lentamente para abrazarla con cuidado, sabiendo que podía ser rechazado. Ella no solo permitió que se acercara, sino que suspiró y apretó los ojos aliviada de que así lo hiciera, porque –por encima de todo– Martha amaba dormir reconciliada con ese gigante en desgracia que le sacaba tanto la piedra.

"Desempleo es cuando mi mamá se pone brava con mi papá" (capítulo 3)

Tercera entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio.

Septiembre, 2000

Antes de salir a esperar el bus del colegio, Santiago miró por la ventana y confirmó que llovía. Para él, a sus 15 años, eso solo significaba una cosa: se le iban a mojar los pies. El agua se filtraba por las suelas rotas de sus tenis y esa se había convertido en razón suficiente para odiar los días en los que debía ir de sudadera, por cuenta de las clases de educación física.

Se descalzó y buscó entre su maleta una bolsa plástica que tenía guardada para la ocasión. Cortó dos pedazos y con ellos se envolvió los pies, desde la planta hasta el empeine. Era la solución que había encontrado para menguar la humedad en sus medias. Un par de compañeros del colegio ya se habían burlado de él alguna vez, cuando se dieron cuenta del miserable remiendo. Santiago inventó por esos días una ridícula explicación, para contener las bromas crueles de los otros niños: “Lo hago por higiene… es que oí a un doctor decir que ponerse bolsas en los pies evita bacterias… es mejor que echarse talco”.

–“¿Qué dijeron sus papás de los meses que me deben?”, reclamó malhumorado el

conductor de la ruta escolar.

–“Mi mamá le manda a decir que la otra semana”, contestó Santiago de mala gana.

Él y Miguel mantuvieron silencio de camino al colegio. Aunque ya estaban acostumbrados a las frecuentes discusiones de sus padres, pensaban en la noche anterior. Se habían acostado con las pulsaciones disparadas por el susto, escuchando en la oscuridad de su habitación el intenso y perturbador desahogo de Martha. Cuando oyeron el estrepitoso ruido del plato quebrándose en la cocina, Miguel –con la ingenuidad propia de sus 8 años– quiso levantarse para ver qué había pasado, pero Santiago acudió a su jerarquía de hermano mayor y se lo impidió: “¿Para dónde va? Acuéstese”, le ordenó.

En la mañana, Miguel supo que su mamá se había cortado el pulgar derecho. Cuando ella le dio la bendición, él notó la escandalosa pero inofensiva herida al aire, sin nada que la protegiera. Preguntó qué le había pasado, pero Martha no respondió. No era necesario; Miguel ya había visto los rastros de sangre en los trozos de cerámica que habían sido botados en la caneca de la cocina.

Se preocupó por ella. A esa edad, los niños ya interpretaban la realidad de sus hogares, apoyándose en las fugaces imágenes de los noticieros; mientras unos temían por la seguridad de sus padres –influenciados por las noticias de ataques guerrilleros, secuestros masivos y delincuencia en las ciudades–, Miguel se había formado un concepto de la palabra “desempleo”: “Es cuando mi mamá se pone brava con mi papá porque él no lleva plata”. Con lo ocurrido la noche anterior, esa definición cambió sustancialmente para él, porque ahora implicaba que la furia de Martha podía escalar desde el mal genio hasta la agresión física.

En clase de matemáticas Miguel estuvo disperso, pensando en el dedo herido de su madre y alimentando un malestar anímico que explotaría en los próximos minutos. La profesora pidió sacar la tarea: los números del uno al diez que –la noche anterior– Martha le había ayudado a recortar en cartulinas cuadradas de siete centímetros a cada lado. La actividad consistía en ordenar cifras de tres dígitos –según las centenas que dictara la maestra– y luego escribirlas en letras. Miguel atendió con desgano las instrucciones y erró en la mayoría de los ejercicios. La maestra percibió su desinterés, tal vez por la postura encorvada y la cabeza que descansaba perezosa en su pequeña mano izquierda.

–“A ver, Miguel, eso no es trescientos veintiocho”, le dijo.

Los cachetes del niño se ruborizaron. Era tímido y de bajo perfil, como su padre. Detestaba ser puesto en evidencia. Ante su silencio, ella insistió:

–“Dale, organízalos. Si yo digo trescientos, ¿cuál sería el primer número que debes poner?”.

Con fastidio, Miguel señaló el número tres.

–“Eso, y acuérdate que si digo ‘veinti’ me refiero al número dos. Ahí está: trescientos

veintiocho”, concluyó ella dejando en orden las cartulinas y esperando algún tipo de reacción positiva por parte del niño.

Él se quedó mirando con rabia los números, alterado por el hecho de tener encima los ojos de todo el salón. Arrugó la boca y su respiración se empezó a agitar, como preparando el grito que estaba a punto de expulsar desde el fondo de su inconsciencia, imitando el tono pausado que su madre había empleado la noche anterior para hacer énfasis en una de sus frases:

–“¡Qué… mierda!”, bramó Miguel mientras empujaba furioso las cartulinas sobre la mesa.

La clase entera quedó pasmada y el silencio solo se rompió unos segundos después, cuando el compañero de pupitre de Miguel le apuntó con el dedo, mirando a la sorprendida profesora: “Ayyy… dijo una grosería”.

Fue castigado a quedarse en el salón durante el recreo. A Miguel no le importó, porque prefería estar encerrado –solo– y no en otro lado donde sus compañeros tuvieran oportunidad de hacerle preguntas o comentarios sobre su inusual comportamiento. Tampoco temía que lo regañaran en casa porque su excusa era perfecta: había repetido palabras que escuchó de su propia mamá y eso, de alguna manera, lo justificaba.

Permaneció sentado, meditabundo. Su preocupación seguía siendo el dedo de Martha. Desde su inocente perspectiva, quería ayudarla. Pensaba en eso al tiempo que sus manos –casi involuntariamente– jugaban con las cartulinas, incrustándolas en la punta de un tornillo que sobresalía de la superficie del pupitre. De repente, como en una especie de trance, se quedó inmóvil durante algunos segundos, mirando detalladamente la punta de ese tornillo. Lo palpó con el índice derecho y comprobó la agudeza del filo. Una idea empezó a gestarse en su cabeza. Se congeló nuevamente. Dudó. Reflexionó sobre las posibles consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, pero no llegó a ninguna conclusión que lo persuadiera para detenerse. Tomó la decisión: con fuerza, empujó su dedo contra el tornillo. Sintió el metal quebrándole la piel y abriéndose paso entre las fibras de su índice. Supuso que eso no era suficiente para cumplir con la misión que se había propuesto, de manera que jaló el brazo hacia atrás, con brusquedad, provocándose al instante una herida de siete milímetros y cuya cicatriz le quedaría impresa para siempre en su huella dactilar. Recuperó plenamente la consciencia tras sentir el ardor intenso aunque pasajero. Esperó unos momentos hasta que vio la sangre escurrir más de lo que había previsto. Salió del salón, un poco asustado, y le mostró su índice al primer profesor que encontró.

Fue conducido a la enfermería. Allí no le dieron trascendencia al asunto y, en consecuencia, tampoco tuvo que ofrecer mayores explicaciones. La enfermera lo alzó para sentarlo en la camilla, usó un desinfectante que le produjo un nuevo ardor –más intenso y menos pasajero que el primero– y le dio la opción de escoger entre una curita con estampado de perros y otra con figuras de patos. Miguel escogió la primera aunque –una vez puesta en su índice– se quedó viendo con antojo la segunda. Bajó de la

camilla y, mientras la enfermera se lavaba las manos, se fue apresuradamente sin siquiera dar las gracias. Sentía satisfacción por lo que había hecho. Una y otra vez miraba su dedo adornado con perros, como si fuera una medalla. El resto de la jornada volvió a ser el niño de siempre, tímido pero activo y concentrado en sus clases. Esa actitud fue suficiente para que la profesora desistiera de enviarles un memorando a los padres de Miguel, para informarles de su violento comportamiento en clase de matemáticas.

Cuando llegó al apartamento, el niño se sintió especialmente ansioso por el encuentro de esa noche con Martha y quiso ocuparse haciendo las tareas con prontitud. Llamó a su madre a la oficina para asegurarse de que regresaría temprano y luego terminó de calmar su impaciencia jugando en el Súper Nintendo que le compraron a Santiago seis años atrás –antes de la crisis– y que éste ya no usaba porque soñaba con un Play Station que nunca tendría.

Martha apareció poco antes de las 7:00 de la noche. Miguel corrió hasta la puerta y se colgó de su cuello.

–“Te tengo una sorpresa, mamita”, le murmuró en secreto.

La jaló hacia su cuarto sin darle oportunidad de saludar a los demás. Le pidió que se sentara en la cama, que cerrara los ojos y que extendiera las manos. Ella obedeció curiosa y sonriente por el inesperado recibimiento. Miguel sacó un cuaderno de su maleta y buscó impaciente entre las hojas. Allí estaba la curita con estampado de patos que había atesorado toda la tarde, luego de tomarla a escondidas de la enfermería.

–“Es para hacerte una curación”, le dijo.

Martha abrió los ojos. Se quedó muda, profundamente conmovida. Sin embargo, antes de que pudiera demostrar su emoción, notó la otra curita, la que rodeaba el índice de Miguel. Comenzó a presentir lo que había tramado su hijo para llevarle semejante sorpresa.

–“¿De dónde la sacaste?”, preguntó Martha.

A Miguel se le borró la expresión alegre. No se suponía que tuviera que dar explicaciones. Palideció, además, porque recordó el detonante que hizo enfurecer a su madre la noche anterior: el papel higiénico que Alfonso había robado de un centro comercial. En ese momento, Miguel entendió que había hecho exactamente lo mismo: robar. Y prueba de ello era que había salido corriendo de la enfermería, como un ladrón. Pensó que su madre le lanzaría las mismas palabras crudas que antes había clavado en su padre (“¡QUÉ… ES… ESA… MIERDA!”). Dio un paso atrás, lleno de pánico:

–“Mamita, no te pongas brava, no me vayas a pegar”, rogó con la voz entrecortada.

Martha sintió un hueco entre los pulmones: era el vacío que le producía el sentimiento de culpa. Entendió de inmediato que el susto de Miguel era consecuencia de sus

desaforados ataques de ira, por lo que se lanzó a abrazarlo con fuerza para quitarle la angustia:

–“Claro que no, bebé. Claro que no te voy a pegar”.

El rencor de una mujer hacia su marido (capítulo 4)

Cuarta entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio.

Año 2020

—Entonces, la mala del paseo soy yo —dijo Martha con indignación y tras guardar un breve silencio.

Acababa de leer los tres capítulos que hasta el momento había escrito su hijo Santiago en el computador. Durante la lectura mantuvo una mueca de desagrado y en algunos apartes negó con la cabeza al tiempo que hacía un involuntario sonido gutural en señal de desaprobación (“jah”).

Santiago había ido a visitarla para compartirle las primeras líneas del libro, no con el propósito de tener su beneplácito, sino buscando la oportunidad de preguntarle sobre ese periodo oscuro de su matrimonio con Alfonso, en el que ella fue tan amargada, tan conflictiva, tan intolerante y tan destructiva.

Por regla general, a Martha no le gustaba verse reflejada en los espejos del pasado. Siempre que podía evitaba el ejercicio de memorar viejas épocas a través de fotos. Algunos creían que le daba vergüenza reconocerse debajo de esos peinados rimbombantes que solía lucir. Otros pensaban que se deprimía al observar la textura

lisa de su piel joven, tan distinta y tan lejana de su presente lleno de manchas y de arrugas, como era apenas natural a sus 58 años.

La verdad era otra. Detestaba ver fotos porque le recordaban lo estúpida que había sido. Sentía ira contra sí misma cada vez que se topaba con esas imágenes en las que siempre estaba acompañada de Alfonso. Inevitablemente, revivía aquel día traumático de 1998, justo una semana antes de que él fuera despedido de su trabajo. Ella quiso darle una sorpresa, visitándolo en la oficina sin previo aviso con la espontánea intención de almorzar juntos, pero lo encontró con la cabeza metida entre las piernas de su secretaria, moviendo la lengua con voracidad. Semejante escena de horror se plasmó para siempre en su memoria, como la cicatriz que deja el hierro ardiente sobre el pellejo del ganado. Ese momento exacto de su vida explicaba la verdadera razón del rencor, la cizaña y la violencia verbal que le profesó a su marido por tantos años.

En el álbum familiar era evidente que Martha había dejado de sonreír abruptamente en un punto de la secuencia fotográfica. Tras haber descubierto la infidelidad, aparecía con cara de fastidio al lado de Alfonso y evitando el contacto físico con él. En contraste, las primeras imágenes mostraban un matrimonio feliz y por eso, cuando ella repasaba esas páginas, se dolía por su papel de idiota, de mujer ingenua que en algún momento vivió engañada, en función de su marido, mientras él se acostaba con una amante de mal gusto, una solterona trepadora que no sabía maquillarse y que —pa’ más piedra— andaba con un repulsivo pelo graso que demostraba su poco sentido de la higiene. Le asqueaba pensar que Alfonso había puesto la boca en la intimidad de esa mujer —quién sabe cuántas veces— y que con esos mismos labios llegaba a casa en las noches para besarla a ella y a sus hijos.

—Aquí no se trata de decir que tú eras la mala del paseo —dijo Santiago, interrumpiendo la ráfaga de recuerdos que atravesaban el pensamiento de Martha y cuyos detalles él desconocía—. Se trata de contar la historia de mi papá.

—No sabes nada —replicó ella en tono despectivo, levantándose de la silla con brusquedad y cruzándose de brazos.

—Pues sé que te costó mucho perdonarle la… pues… la…

Santiago iba a decir “infidelidad”, pero se sintió incómodo con esa palabra, a pesar de que era la más apropiada. Al fin y al cabo, era un tema que todos conocían y no necesitaba de eufemismos. Sin embargo, su torpeza lo llevó a escoger otra opción menos afortunada:

—… la “aventura” que tuvo con otra mujer.

La reacción de Martha fue automática:

—¡Jah! Nooo, mijito. “Aventura” es subirse a una montaña rusa. “Aventura” es irse de safari al África. Lo que su papá hizo se llama canallada. Así de sencillo.

Santiago sintió vergüenza por haberla indispuesto. Si bien quería comprender el tipo de relación que habían tenido sus padres en tiempos de crisis, su propósito no era

revolver las entrañas de Martha con un tema que ya era cosa del pasado. Ella se dio cuenta de la expresión apenada de su hijo y entró en razón. Justamente, recordó que hace muchos años había decidido enterrar ese asunto, aunque de vez en cuando reaparecía para atormentarla de nuevo. Volvió a sentarse. Aspiró una larga bocanada de aire, como llenando sus pulmones de paciencia, y exhaló con resignación:

—¿Qué es exactamente lo que quieres saber? —preguntó Martha.

—Pues… quiero entender si tu actitud… digamos… si tu actitud “hostil” era por la infidelidad de mi papá… o si se debía más a la angustia de las deudas.

Su madre calló durante algunos segundos, con la cabeza gacha, organizando sus ideas. Luego habló sin pausa, por cerca de 25 minutos. Le explicó a Santiago que sí, que obvio, que odió intensamente a Alfonso, pero que también se odió a sí misma por cobarde, por no haber tenido las agallas de abandonarlo. Y para soportar la culpa se llenó de motivos: creía en la importancia de darles a sus hijos la figura de un matrimonio estable y la de un padre siempre presente; además, sentía el deber cristiano de apoyarlo en esos momentos difíciles de desempleo, al menos hasta que normalizara su situación laboral. Con el tiempo entendió que se estaba diciendo mentiras. En realidad, no se le dio la gana de echar a Alfonso porque, sencillamente, no podía vivir sin el malnacido de su marido. Y esa dependencia le repugnaba aún más. No solo lo amaba, sino que se sentía obligada a honrar el matrimonio católico que tanto había defendido —y del que tanto se había jactado—. Siempre había cuestionado a esos “hogares de garaje” que, según ella, estaban condenados al fracaso porque no tenían la “bendición de Dios”. Acostumbraba a mirar con desprecio a las parejas divorciadas, tanto como a los niños bastardos. Al final, Martha no quiso sumarse a la fila de mujeres separadas y tuvo que pagar las consecuencias: terminó inscribiéndose en el club de esposas heridas, infelices y amargadas. Y en medio de esa tortura diaria debía enfrentar las urgencias económicas y la presión constante por cuenta de los recibos que siempre estaban vencidos. Cada semana había un mensaje intimidante: “Van a cortar el agua, van a cortar la luz, van a devolver a los niños del colegio, van a quitarnos el apartamento, van a embargarme el sueldo”. Vivía bajo un régimen del terror, desde que abría los ojos en la mañana hasta que lograba dormirse en las noches. La situación financiera de su hogar se había vuelto tan insostenible que ella no tenía tiempo para reprocharle la infidelidad a Alfonso, pero al menos podía desquitarse humillándolo por su improductividad.

La narración sincera de Martha fue suficiente para que Santiago interpretara muy bien la dinámica que tuvo el matrimonio de sus padres en esos años. Era muy simple: ella descargaba contra Alfonso su rencor de mujer herida, echándole en cara las cuentas atrasadas, pero sin restregarle explícitamente su infidelidad; a cambio de ese “silencio”, él debía soportar la eterna cantaleta, por muy injusta que fuera, sin derecho a réplica. De hecho, Santiago recordó la única vez que su papá se armó de bríos para alzarle la voz a Martha, cansado de tanta agresividad, pero ella supo contestarle con el veneno suficiente para que él no se atreviera a contradecirla, nunca más: “Si no le gusta, vaya a que lo mantenga esa vieja que usted se comió”.

Santiago obtuvo la información que buscaba para escribir el cuarto capítulo de su libro, en el que expondría el punto de vista de su madre, tal como ella se lo había relatado.

—Me voy, mamá. Muchas gracias por todo —dijo caminando hacia la puerta.

—¿No vas a esperar a tu papá? ¿Cuándo le vas a mostrar la novela? —preguntó ella al tiempo que seguía sus pasos.

—Se me hace tarde. Después hablo con él.

—Hijo, no todo lo que estás escribiendo es real, ¿cierto? A mí no me suena para nada ese cuento de tu papá pegándose semejante “chillada” en un centro comercial. ¿Eso es verdad? ¿Él te lo contó?

—No. Eso me lo inventé.

Santiago dio una última mirada al apartamento en el que ahora vivían sus padres. Recordó con nostalgia que él y su hermano Miguel alcanzaron a estar allí, luego de que perdieran el apartamento en Cedritos. Sonrió con satisfacción porque —a pesar de no estar tan bien ubicado como el anterior—, los muebles nuevos indicaban que se trataba de un hogar digno y cómodo, sin dificultades financieras. Abrazó a su madre, recibió la bendición y se fue.

Más tarde, hacia la medianoche, metida en su cama, Martha no lograba dormir. Pensaba en las cosas que no le había contado a Santiago. Su hijo ignoraba, por ejemplo, la posición exacta en la que ella sorprendió a Alfonso con la secretaria. Eso era fundamental para comprender por qué había sido tan amargada, tan conflictiva, tan intolerante y tan destructiva. Habría sido menos rencorosa si se hubiera enterado del engaño a través de una amiga o, incluso, si su propio marido se lo hubiera confesado. Pero no, tuvo que verlo con sus propios ojos. Fue tal el impacto que Martha castigó a Alfonso —y se castigó a ella misma— con cuatro años de abstinencia sexual. Ahora, más de dos décadas después de ese día infame, el mismo hombre traicionero seguía durmiendo a su lado. Ya lo había perdonado, pero esa noche los recuerdos la animaron a despertarlo con un violento codazo. Alfonso, confundido, despegó la cabeza de la almohada.

—¿Y a ti qué te pasó? —le preguntó a Martha en medio de la oscuridad.

—Nada. Duérmase.

Cuando un profesional se enamora de una bachiller de pueblo (cap. 5)

Quinta entrega de la novela de Andrés Gómez Osorio.

Año 1983

Alfonso tenía 22 años cuando les contó a sus padres que se casaría. Había pensado en invitarlos a un fino restaurante, pero descartó la idea tras aceptar la realidad: ellos no se alegrarían con la noticia. A su madre la había escuchado decir, con visceral desprecio, que Martha le parecía una “manteca analfabeta”. Prefirió no malgastar su dinero en una cena y en un vino que nadie disfrutaría. Los cuatro terminaron yendo a una pizzería familiar, rodeados de niños bulliciosos que coloreaban en individuales de papel. No era el ambiente más aconsejable para anunciar un matrimonio, pero sí era un escenario aceptable para que los padres de Alfonso hicieran toda la mala cara que les viniera en gana.

—Quiero formar una familia con ella. Para mí… para nosotros, es muy importante la bendición de ustedes —dijo Alfonso tomando a Martha de la mano.

Él sabía muy bien que sus palabras eran un inútil formalismo, porque la reacción de sus padres no podía ser distinta a la de una rabiosa decepción. La mueca de disgusto fue más evidente en doña Beatriz. Le fastidiaba todo lo que tenía que ver con Martha: su

baja estatura —que contrastaba con la grandeza física de Alfonso—; su ignorancia manifiesta en el uso equivocado de palabras como “siéntesen”, “asolapado” y “desmeritar”, además del inaguantable seseo al pronunciar cada una de ellas; el envejecido saco de lana que siempre usaba en ocasiones especiales —el más “elegante” en el ajuar de su limitado clóset—; la falta de estilo en su corte de pelo, tan de quinta como las sombras en sus párpados; la ausencia de joyas en sus orejas, manos y cuello. Doña Beatriz pensaba con burlona arrogancia que la argolla de matrimonio sería el único anillo fino que Martha usaría en toda su vida. El solo hecho de estar sentada en frente de ella —escuchando una noticia tan ridícula— le parecía un chiste de pésimo gusto. Prefirió morderse la lengua y quedarse callada, porque de otra manera le hubiera dicho a “esa muchachita” sus tres verdades llenas de malasangre: que era una pobretona queriendo aprovecharse de su hijo, que las buenas costumbres no se adquirían de la noche a la mañana casándose con alguien de mejor familia y que no esperara trato de nuera porque —tarde o temprano— llegaría una mujer de verdad para Alfonso.

Fue don Eliécer quien asumió la vocería, evitando así que su mujer se explayara en adjetivos insultantes.

—Pues… ¿Qué quieres que te digamos, hijo? Lo cierto es que hubiéramos querido algo mejor para ti, pero si “esa” es tu decisión, ni modo —opinó él desganadamente, alzando la ceja izquierda con aire de superioridad y dando a entender que cuando decía “esa” se refería a Martha.

Ni siquiera se dignó a mirarla. Su indiferencia fue más que desdeñosa. Incluso, le parecía estorbosa la presencia de ella, como si no tuviera derecho a acompañar a Alfonso al momento de anunciar su propio matrimonio.

—Ojalá te vaya bien, hijo, pero no esperes que estemos de acuerdo con esto —concluyó don Eliécer, rechazando el menú que en ese momento le ofrecía un mesero y haciéndole una señal a su esposa para retirarse.

Martha, a sus 20 años, veía con claridad la complejidad del asunto. Ella se había criado en el campo. Terminó su bachillerato en la Escuela Rural Mixta del Kilómetro 42, en una calurosa vereda del municipio de Honda, en el departamento del Tolima. Junto a sus cinco hermanas mayores solía asistir a clases transportándose en bus, en carrotanque o en un campero de acarreos, lo que se detuviera primero en el vía principal. Vivían modestamente en un predio de 37 hectáreas y sus pasatiempos favoritos eran perseguir salamanquejas y bajar mangos maduros de los árboles. Tan pronto se graduó Martha —la última en hacerlo—, su padre vendió lo que tenía y viajó con toda la familia a un barrio pobre del sur de Bogotá, con la idea de comercializar frutas y hortalizas en la principal central de abastos. El negocio fracasó a los dos años y el papá de Martha terminó cargando bultos en el mismo lugar, provocándose una hernia inguinal que empeoraría con el tiempo hasta matarlo. Dos de las hermanas de Martha quedaron embarazadas y se fueron a vivir con los padres de sus bebés —el aseador de un colegio y un zapatero—; dos más trabajaron como cajeras en tiendas de

barrio; la otra consiguió un empleo de secretaria y al mismo tiempo estudió en las noches en una universidad de bajo presupuesto. Martha vendió fracciones de lotería en el centro de Bogotá y después fue “impulsadora” en un supermercado del norte, donde repetía la misma frase hasta 100 veces en una jornada: “Señora, ¿ya conoce la calidad del arroz ‘Sonora’?”. Luego ofreció enciclopedias puerta a puerta y así llegó un día a la empresa de don Eliécer, quien no solo compró los 20 tomos de una de las colecciones que ella vendía, sino que decidió contratarla como recepcionista en su próspera fábrica de muebles. Allí, Martha conoció a Alfonso, el administrador del negocio familiar, el menor de cinco hermanos, el recién graduado como ingeniero industrial, cuyos pasatiempos favoritos eran fumar marihuana los viernes en la tarde y hacer carreras en el Renault 18 GTX que le prestaba su padre. Doña Beatriz hablaba con orgullo de sus hijos “profesionales” —aparte del ingeniero, un médico, un abogado, un economista y un arquitecto—, pero de lo que más se jactaba era de vivir en la calle 70 con carrera 12, en Quinta Camacho, un barrio de casas grandes y apellidos influyentes donde también residía el expresidente Carlos Lleras Restrepo. “Somos vecinos”, alardeaba ella con frecuencia. Es por eso que, sentada en la pizzería —escuchando a Alfonso decir que se casaría con Martha—, le caía como una patada en el estómago pensar que tanta alcurnia no le servía de nada para evitar una vergüenza mayúscula: la campesina que antes se dirigía a ella como “patrona”, pronto le diría “suegra”.

—Solo tengo que agregar una cosa… —dijo doña Beatriz poniéndose de pie y clavando en Martha una mirada amenazante—. Usted no se moleste en volver a la fábrica.

Alfonso ya había previsto que sus padres se irían sin siquiera ordenar la comida. No le importaba. Su objetivo era notificarles la decisión que había tomado y en ningún caso discutiría con ellos ni se esforzaría para convencerlos de nada. En su casa había una especie de acuerdo tácito: don Eliécer y doña Beatriz siempre tenían “la última palabra” y sus hijos nunca perdían el tiempo refutando sus opiniones, aunque al final cada uno hacía lo que le daba la gana. Martha estaba al tanto de esa dinámica familiar y, por lo mismo, no esperaba que Alfonso la defendiera ni la hiciera respetar enfrascándose en una pelea con sus padres. Además, ella interpretaba muy bien las razones que motivaban la actitud displicente de doña Beatriz y de don Eliécer: para ellos era inaceptable el matrimonio de Alfonso con alguien de tan baja escala social, con la aparecida que había llegado a sus vidas vendiendo libros y a la que le habían dado una mejor oportunidad laboral, para que luego terminara “traicionándolos” y “enredando” a su hijo consentido. El nivel de tolerancia de Martha era tan absurdo que en ningún momento se sintió ofendida o humillada. De hecho, se mostró comprensiva, en buena parte porque su propia madre le había hecho entender la lógica de la situación: “Mijita, alístese pa’ que le hagan mala jeta. A mí, por ejemplo, me daría maluquera que usted se casara con un hombre que no supiera leer ni escribir, sabiendo el esfuerzo que su papá y yo hicimos sacando adelante su bachillerato y hasta arriesgándolo todo aquí en Bogotá para darles una mejor vida a usted y a sus hermanas. El problema es que, en este caso, el mal partido viene siendo usted, al lado

de ese muchacho que es de buena familia y hasta es profesional. Así que, mijita, hacer de tripas corazón, porque qué más”.

Alfonso y Martha se casaron un mes después, el 18 de febrero de 1983. No hubo fiesta ni luna de miel. Si bien él contaba con el salario de la fábrica de muebles, que hasta ese entonces le había sido suficiente para sus gastos mensuales de soltero, no tenía ahorros para costear el matrimonio que hubiera querido. En algún arranque de compasión, don Eliécer se sintió tentado a ayudarlo con algo de dinero, pero doña Beatriz supo contenerlo. Ni siquiera fueron a la boda. Aunque Alfonso sabía desde un principio que sus padres no se presentarían, durante la misa volteó varias veces la cabeza con la esperanza de encontrarlos en las bancas. A la modesta ceremonia en una iglesia de barrio asistieron sus cuatro hermanos mayores, además de la madre y las cinco hermanas de la novia.

Ese mismo día, la página 6-B de “El Tiempo” sugería que soplaban mejores vientos para la economía mundial, luego del periodo de recesión más largo en la historia desde la crisis del 29. Sin embargo, la buena noticia no aplicaba para Colombia. La página siguiente del mismo diario registraba el difícil panorama nacional, en palabras del entonces presidente Belisario Betancur: “Difícilmente puede encontrarse en el curso de las cuatro décadas anteriores una situación con índices más agudos de estancamiento en la producción”. En efecto, el desempleo que había sido de 9 por ciento el año anterior, subiría a 11 por ciento en los próximos meses y llegaría a más de 13 por ciento al año siguiente. Ni Alfonso ni Martha tenían por qué preocuparse. La crisis de los 80 no los afectaría. Él sería la base financiera del hogar que estaba naciendo y eso era lo mínimo que podía esperarse del ingeniero industrial, el hijo consentido del empresario, el vecino del expresidente. Lo que nadie estaba en capacidad de anticipar era que ese estado de cosas se mantendría —únicamente— durante los primeros 15 años, porque luego sería ella —la bachiller, la campesina, la malhablada, la “manteca analfabeta”— quien terminaría asumiendo el peso económico y emocional de su matrimonio, al menos, durante 22 años más.

La versión colombiana de la vecindad de "El Chavo" (capítulo 6)

En 1992, el nacimiento de Miguel marcó un giro definitivo en la relación de Alfonso con sus padres. No pudo visitarlos para presentarles al nuevo nieto porque Martha tuvo algunas complicaciones durante el parto. Así las cosas, don Eliécer y doña Beatriz fueron hasta el barrio Bravo Páez, en el sur de Bogotá, y al fin conocieron —después de nueve años— el triste inquilinato donde había estado viviendo su hijo. “Es como la vecindad de ‘El Chavo’”, le dijo doña Beatriz a su marido cuando regresaron a su casa acomodada. “¿Cómo es posible que hayamos abandonado así a nuestro muchacho?”, se preguntó con los ojos aguados.

Quedaron impresionados con el diminuto cuarto en el que dormían Alfonso y Martha, en el mismo espacio de la cama-cuna que ya parecía insuficiente para el cuerpo de Santiago —de casi siete años—. El lugar era tan estrecho que guardaban los juguetes debajo de la cama matrimonial, más pequeña que el catre de soltero de Alfonso en su antiguo hogar. Allí mismo tendrían que abrir campo para el nuevo bebé. Compartían la cocina —y una estufa eléctrica defectuosa que sacaba chispas— con tres familias más que pagaban arriendo en otras piezas del primer piso. También se turnaban el lavadero, ubicado en un patio céntrico al que daban las puertas de todos los residentes. Doña Beatriz tuvo que reprimir el llanto cuando vio a algunos de los amiguitos de Santiago, habitantes de la misma vecindad: niños flacos, sucios y mocosos… niños que parecían pobres.Se trataba de un barrio de clase media-baja y de casas apeñuscadas, apenas separadas por delgados muros que impedían encapsular la intimidad de cada familia. En las mañanas se oían con nitidez los relojes despertadores; al mediodía, las ollas pitadoras; en las noches, los noticieros de televisión. También se escuchaban con claridad los golpes que algunos hombres les zampaban a sus mujeres y se podía

adivinar si les estaban dando cachetadas, puños, patadas o correazos. “No hay mucha diferencia con el barrio de mis papás”, decía Alfonso sin inmutarse ante los gritos en hogares ajenos. “Lo único distinto es que allá se emborrachan con güisqui antes de pegarles a sus esposas. Aquí lo hacen con cerveza”.Cada propietario pintaba su fachada de un color distinto, como para dejar claro en qué punto terminaba una casa y empezaba la otra —un verde sin gracia al lado de un naranja chillón o un café oscuro al lado de un azul simplón—. La mayor aspiración de muchos era construir segundos y terceros pisos en sus respectivas viviendas —para tener más cuartos y alquilarlos a nuevos inquilinos— y de cuando en cuando llegaban con ladrillos y cemento para ir armando su sueño de a pedazos. Los cables de la luz salían desordenadamente de los postes y entraban directamente por las ventanas, a manera de conexiones artesanales que se ingeniaban para llevar energía a los nuevos niveles. Solo unos pocos alcanzaban a construir un cuarto nivel: una terraza ordinaria bordeada de ladrillos sin empañetar, dándole al vecindario un aspecto de eterna obra negra. Allí, además de montar tendederos para secar la ropa al sol, los residentes terminaban dándoles albergue a perros callejeros que pasaban sus vidas asomando la cabeza y ladrando incansablemente desde lo alto hasta la 1 de la mañana.Cuando se casaron, en 1983, a la misma Martha le costó entender que Alfonso hubiera abandonado su vida de niño rico, con escasos 22 años, para terminar echándose al hombro el peso de un nuevo hogar. “Debe ser que soy muy buena en la cama”, pensaba ella. A su juicio, esa era la explicación más razonable para comprender por qué Alfonso soportaba la nueva cotidianidad, sin renegar una sola vez de su suerte. Él, que solía manejar el carro que le prestaba su papá, se había convertido en pasajero frecuente de buses y busetas. Él, que antes recibía el desayuno de manos de una empleada de servicio, ahora salía a la tienda de la esquina —que en las noches se transformaba en cantina— para comprar el pan y la leche del día siguiente. Él, que en su antiguo vecindario se codeaba con “gente divinamente”, ahora convivía con hombres y mujeres rebuscadores —buseteros, secretarias, obreros, celadores y pequeños comerciantes—, sin mayor educación que el bachillerato, como Martha. Para los habitantes del barrio era evidente que Alfonso no pertenecía a ese lugar. Le decían “el niño bien”, no solo por su ropa fina y su buen hablar, sino también por su notable estatura y su espalda ancha —producto de la sana alimentación que recibieron él y su familia a lo largo de varias generaciones—. A su lado, los demás parecían un ejército de liliputienses —víctimas de una malnutrición heredada, también a lo largo de varias generaciones—.Al principio, Martha observaba con curiosidad a su marido, pensando que podría sentirse en un mundo de bichos raros. Sin embargo, Alfonso sabía perfectamente que el único bicho raro del vecindario era él. Eso le importaba poco o nada porque, como nunca antes, había empezado a hallarle sentido a la vida. Disfrutaba su papel de jefe de hogar, responsable de las cuentas domésticas y de consentir a la ama de casa que lo esperaba todas las noches con las camisas planchadas y la comida lista. Meses más tarde, nada le importaba más que salir temprano de la oficina para encontrarse con el

vientre hinchado de su esposa —en donde empezaba a crecer Santiago—. Se sentía el hombre más pleno de la Tierra, creyendo estar al lado de la mujer más exótica de todas. Amaba la sencillez de Martha, su facilidad para reírse, su espíritu despreocupado, su personalidad sin complejos, su actitud de cero quejas hacia la vida, su versatilidad a la hora del sexo, su cuerpo desnudo. Más aún, adoraba sus defectos: se enternecía cada vez que ella lanzaba un comentario cargado de ignorancia, como cuando dijo que la “peseca” era la moneda de España o cuando aseguró que el departamento del Amazonas era el llamado “cono sur” de América Latina. A Alfonso también le parecía “sexy” el carácter verdulero de Martha, que unas veces se manifestaba en regaños hacia él —cargados de franqueza, sin matices, ni eufemismos, ni palabras corteses— y otras veces se expresaba en violentos y desmedidos ataques de mal genio, como cuando un ladrón le rapó el bolso y ella lo persiguió hasta hacerle zancadilla, provocando que cayera de frente y se rompiera la boca. En esa ocasión, no solo recuperó sus pertenencias, sino que le quitó la billetera al ladrón, gritando a los cuatro vientos: “¡Pa’ que aprenda lo que se siente, malparido!”.En el fondo, Alfonso se sentía poderosamente atraído por una mujer tan auténtica como deslenguada, que desafiaba las convenciones sociales sobre las que él se había criado y de las que renegaba en silencio: el exceso de etiqueta y de formalismos, la falta de diálogo sincero y abierto, el apego casi infantil por los lujos y la tediosa necesidad de agradar a los de su clase. Por lo mismo, sintió un alivio estremecedor el día que se destetó por completo de su familia, cuando renunció a la fábrica de muebles de su papá un mes después de casarse. Consiguió un nuevo trabajo como Coordinador de Planta en una empresa de plásticos donde le pagaban un poco mejor. Don Eliécer ni siquiera intentó hacerle una contraoferta. Sabía que su hijo no se iba para ganar más plata, sino porque no soportaba ver la cara de resentimiento de doña Beatriz. Durante los primeros dos años, Alfonso los visitó solo para ocasiones especiales, como los días de la madre y del padre, además de las tardes de Navidad. No iba acompañado de Martha. Ellos no preguntaban por ella, ni él la traía a colación. Así, bloqueando el tema que los tenía distanciados, habían mantenido un vínculo familiar frío pero cordial.Las cosas cambiaron un poco —solo un poco— con el nacimiento de Santiago, en 1985. Don Eliécer y doña Beatriz, en su genuino afán de disfrutar al primero de sus nietos, tuvieron que aceptar en su casa la presencia ocasional de la indeseable nuera. Sin embargo, se siguieron negando a corresponder las visitas yendo hasta el Bravo Páez, no solo porque les causaba fastidio —y miedo— desplazarse hasta un barrio “pobre”, sino también porque preferían mantenerse a distancia de Martha, esperando que Alfonso la dejara algún día. Solo cuando fueron a conocer a Miguel, en 1992, se estrellaron contra la realidad que quisieron ignorar por tantos años: Alfonso era un padre de familia feliz y Martha era parte innegable de esa felicidad, sin importar en qué pocilga vivieran.Don Eliécer y doña Beatriz se rindieron ante las circunstancias y cambiaron de lógica: dejaron de ver a Alfonso como el hijo que los había deshonrado al casarse con una “muerta de hambre” y decidieron tenderle la mano con la solidaridad de unos padres

arrepentidos por haber abandonado a su sangre —y por haber permitido que uno de los suyos se convirtiera en eso que tanto les repugnaba: un “muerto de hambre”—. Así las cosas, se avecinaban tiempos mejores con la ayuda de don Eliécer y doña Beatriz. Alfonso conduciría su propio carro, conseguiría un mejor empleo y compraría aquel apartamento en Cedritos; Santiago y Miguel dormirían en cuartos separados y vivirían Navidades llenas de regalos; Martha al fin tendría una lavadora, trabajaría de nuevo y estudiaría contaduría en las noches. Sería una vida soñada para cualquier residente de la “vecindad de ‘El Chavo’”, una burbuja fascinante que —sin embargo— estallaría pronto, haciéndolos caer en un terreno fangoso de sofocantes deudas —todas ellas acumuladas en ese periodo fugaz que, en principio, parecía llevarlos a una vida mejor—. Lo que hicieron fue comprar —a crédito— seis años de vida próspera, a cambio de 12 años de sufrimiento y un resto de existencia sin pena ni gloria.

Verdades sobre un hombre arrogante e infiel (capítulo 7)

Marzo 31, 1998

—Se lo voy a poner en estos términos, Alfonso: usted se va de esta empresa por haberse puesto a tirar con una secretaria en la oficina. Así de sencillo.Apoltronado detrás de su escritorio, Sergio quiso ser cortante para no alargar la difícil conversación. Sentado al otro lado del mueble, sin lucir sorprendido, Alfonso miró a su jefe con desdén. Inclinó su robusto torso hacia adelante —desafiante—, apoyándose con las manos en los brazos de la silla, y le habló directo a los ojos con ese detestable tonito de arrogancia que acostumbraba a usar con los demás:—Increíble… Soy el que mejor hace su trabajo en el Departamento de Producción, INCLUSO MEJOR QUE USTED, ¿y me terminan crucificando por un desliz con una secretaria que, por cierto, todo el mundo se quería comer?Sergio se sintió intimidado ante la imponente figura de Alfonso apuntando hacia su cuerpo. Lo percibió como un predador alistándose para saltarle encima. Su instinto de conservación le sugirió quedarse callado, pero el orgullo le impidió pasar por alto la insolencia de aquel subalterno. Aunque intentó armarse de valor para responder con determinación, se desinfló muy pronto y terminó hablando con nerviosismo, sin sostener la mirada:—Vea… usted siempre se ha creído superior… piensa que se las sabe todas y nunca quiso entender que aquí yo soy el Jefe de Producción y usted el Subjefe… Pero bueno… Ese no es el tema de discusión. Le repito: se ha tomado la decisión de prescindir de sus servicios por una conducta inmoral con una secretaria. Eso es todo.Alfonso arrugó la cara con molestia. Esta vez fue él quien desvió la mirada, tomándose

unos segundos para pensar. Finalmente, acercó su silla al escritorio, apoyó los codos en la superficie de la mesa, entrecruzó sus manos a la altura de la barbilla y volvió a inclinarse hacia adelante, invadiendo amenazante el espacio de Sergio.—¿En serio? ¿Me va a venir a hablar de “conductas inmorales”? Aquí son varios los que andan acostándose con la nómina, y no solo con las secretarias. ¿También van a echar al Jefe de Mercadeo por tirarse a las recién graduadas que llegan a esta empresa? ¿O por qué no sacan al maricón de la Oficina Jurídica, que se la pasa acosando a uno que otro muchachito?Más por miedo que por indignación, Sergio elevó el tono de su voz, al tiempo que empezó a encenderse el color de su rostro:—Mire, yo lo llamé para notificarle una decisión que tomaron mis superiores. No tengo que discutir nada con usted. No sé quién se está comiendo a quién y tampoco me importa. Lo que sí sé es que todo el mundo se enteró de su caso, desde la recepcionista hasta los dueños de esta compañía. Su pecado fue la falta de discreción, porque cogió esto de motel en pleno horario de oficina y a eso súmele el bochornoso escándalo que armó su mujer aquí. ¡Esta es una empresa seria, carajo!Alfonso, sin inmutarse ante la inesperada vehemencia de su jefe, sonrió con sarcasmo y se echó cómodamente para atrás:—Esta no puede ser una empresa seria si lo tienen a usted como Jefe de Producción.Era su frase de despedida. Estaba listo para retirarse, pero fue detenido por la súbita y descontrolada reacción de Sergio, quien se levantó iracundo de su silla —ahora sí indignado y lleno de bríos—, dando un fuerte manotazo sobre la mesa:—¡A mí me respeta! —gritó, queriendo imponer su autoridad y mostrándose retador, de pie, por encima de la altura de su interlocutor.Alfonso, imperturbable, tuvo que mirar hacia arriba para no perder de vista a su jefe. Volvió a sonreír —despreocupado— y se paró lentamente, extendiendo sus 1,87 metros de altura y provocando que ahora Sergio tuviera que mirarlo desde abajo.—Tenga cuidado, “jefe”. Yo le di motivos para sacarme de esta empresa. Le recomiendo que usted no me dé razones para romperle la nariz.Sergio —volviendo a su estado de hombre intimidado— retrocedió. Alfonso sintió placer al verlo acobardado y, sin decir más, dio media vuelta y abrió la puerta para irse.—Eso… —dijo Sergio casi susurrando, como permitiéndose el deseo infantil de quedarse con la última palabra— más bien vaya a ver si su esposa lo recibe en la casa…Alfonso quedó paralizado justo bajo el marco de la puerta. Apretó la mandíbula con furia, respiró profundo y exhaló bruscamente por la nariz. Cinco pasos largos fueron suficientes para rodear el escritorio y clavar su puño derecho en la cara de Sergio, botándolo contra la pared y magullándole las encías hasta hacerlas sangrar por encima de los dientes.—¡Auxilio! —exclamó Sergio con la voz quebrada y cubriéndose torpemente con los antebrazos, temeroso de recibir más golpes.Se lanzaron a su rescate tres de los empleados que, afuera de la oficina, escuchaban

con atención la tensa conversación. Entraron apresuradamente y empezaron a jalar con dificultad los 95 kilos de Alfonso, a pesar de que él no oponía mayor resistencia. Sergio, desconcertado y exaltado —viendo que su agresor ya estaba neutralizado y a varios metros de distancia—, alcanzó a maldecirlo con falsa valentía:—¡Lo veré arrastrándose entre la mierda y pidiendo cacao, hijueputa!***Con o sin el escándalo de la secretaria, a Alfonso lo iban a despedir de la fábrica de textiles: su nombre ya había sido incluido, desde un par de meses atrás, en la “lista negra” de una inminente reestructuración. El país sumaba más de 30 meses con la producción estancada y muchas otras compañías también se alistaban para iniciar un proceso de despidos masivos. La recesión que se avecinaba era inevitable, aunque en ese momento no pasaba de ser una simple conjetura de analistas económicos. En el caso de Alfonso, la “conducta inmoral” sirvió de excusa para adelantar su salida y provocar la de Nancy —su secretaria durante el último año y efímera amante de solo tres semanas—. Ambos se quedaron sin derecho a indemnización.Nadie extrañaría a Alfonso, porque a nadie le caía bien. Sería recordado como un empleado prepotente con los subalternos y engreído con sus pares y superiores. Tenía la petulancia propia de quien cree estar rodeado de incompetentes y solo se da la razón a sí mismo. Su trato con los demás fue en muchos casos soberbio y ofensivo. Al verlo cargar su caja llena de artículos personales, varios recordaron con amargura las palabras insultantes que él les lanzó alguna vez: “Estoy empezando a dudar que usted se haya graduado siquiera de bachiller…”; “Debería darle vergüenza reclamar el sueldo con un desempeño tan mediocre…”; “A juzgar por sus resultados, usted lo único que produce en esta empresa es lástima…”. Nadie sintió compasión. Al contrario, lo observaron con desprecio mientras salía caminando erguido, tan orgulloso y tan pedante —tan insoportable, como de costumbre—.No siempre fue así. Es más, Alfonso solía ser un adolescente terriblemente acomplejado —y por lo mismo odió esa vida social que tanto disfrutaba su familia y en la que solo él desentonaba—. Dos factores alimentaron sus inseguridades de entonces, convirtiéndolo en un joven tímido, pusilánime y afligido: de un lado, siempre anduvo a la sombra de sus cuatro hermanos mayores —amigueros, donjuanes y presumidos— sin animarse a demostrar iniciativa o liderazgo; de otra parte, el acné se apoderó ampliamente de su cara durante cuatro años, al final del bachillerato y a comienzos de la universidad —le decían “la bestia”, por feo y grande—. El miedo al rechazo lo condujo al aislamiento y solo quiso aceptar la amistad interesada de quienes lo buscaban para fumar de su marihuana o para competir en carreras nocturnas a bordo del Renault 18 GTX que le prestaba su papá. Era una manera de comprar el respeto de sus acompañantes, como el niño que es “el dueño del balón” e impone sus reglas.Solamente empezó a tenerse confianza cuando conoció a Martha y sintió —como nunca antes— que podía resultar atractivo para una mujer. Aunque seguía siendo apocado e inseguro, a ella le gustó de entrada aquel hombre alto y de “buena familia” que acababa de recibir su título profesional. Fue coqueta desde el principio y él descubrió

que era muy fácil impresionar a esa niña linda de origen campesino que a duras penas había llegado a bachiller en una escuela rural; los paseos en carro y sus historias de universitario eran suficientes para asombrarla. Alfonso, a los 21 años, perdió la virginidad con ella. También por primera vez se sintió un hombre seguro y por eso —sin haber completado un año de noviazgo— le propuso matrimonio, aferrándose desesperadamente a la única mujer que lo había valorado. Vino entonces la arrogancia, que comenzó a gestarse tan pronto como se fueron a vivir al barrio Bravo Páez. Allí, los vecinos humildes —y con precaria educación— le rendían pleitesía a Alfonso sin que él hiciera mayor esfuerzo. El mismo trato recibía de la familia de Martha. Lo admiraban por el simple hecho de haberse graduado como ingeniero industrial y por sus características de “doctor” con oficina. El joven que poco antes era tímido, pusilánime y afligido no solo había encontrado a una gran mujer que lo veneraba, sino que había llegado a un lugar en donde todos le profesaban un genuino respeto. Su autoestima creció desproporcionadamente, creyéndose el cuento de ser un hombre excepcional —sumamente preparado e inteligente—, cuando en realidad era un tuerto engreído que había impresionado a una aldea de ciegos.Martha fue quien más alcanzó a detestar su prepotencia. En las reuniones familiares con las hermanas de ella, Alfonso hacía chistes de mal gusto contra sus novios y esposos, sintiéndose superior frente a hombres de la misma edad que no estaban a la altura de su nivel educativo. “¿Qué se siente ir a la escuela todos los días y no aprender nada?”, le preguntaba con sorna a Jairo, quien trabajaba como aseador en un colegio. “Usted no es un zapatero remendón, sino un zapatero ‘re-mensón’”, le decía a Arnoldo, soltando una carcajada estridente. Las bromas displicentes solo le hacían gracia a él, mientras Martha se retorcía de la ira y de la vergüenza, mordiéndose la lengua para no pelearle en presencia de sus hermanas y cuñados, aunque luego le hacía el respectivo reclamo cuando llegaban a casa: “Definitivamente, Alfonso, a usted la universidad no le sirvió para evitar la idiotez. Yo me sentía orgullosa de tener un esposo profesional, pero ahora me da pena, porque no puede ser que todo un ingeniero diga semejante cantidad de estupideces en un día. Lo peor es que usted, con todo ese estudio encima, ni se da cuenta del ridículo que hace”.En efecto, Alfonso era un torpe social. Nunca dimensionaba el tedio que su actitud provocaba en un almuerzo familiar, en una reunión laboral o en cualquier charla informal con desconocidos. Tampoco comprendía lo lejos que estaba de convertirse en el trabajador brillante e indispensable que creía ser. Por eso se fue de la fábrica de textiles envalentonado, pensando que cualquier empresa estaría dichosa de reclutarlo. Sin embargo, la incertidumbre le llegó muy pronto, 22 días después de haber sido despedido, cuando vio en la primera página del periódico una noticia que parecía escrita para entender el calvario que le esperaba: “Si usted no hizo parte de los 982 mil desempleados que se quedaron sin salario en el primer trimestre del año, puede darse por bien servido. Conseguir trabajo en Colombia se volvió una tarea titánica”.

El que con los bancos se viste, con las deudas lo desvisten (cap. 8)

Marzo 31 y 1º de abril, 1998

Martha ya había metido su cuello en el camisón de dormir e intentaba acomodar el brazo derecho en la manga cuando escuchó la noticia.—Me despidieron —dijo Alfonso parado en la puerta del cuarto, sin sentarse en la cama.Por unos segundos, Martha se quedó quieta y reflexiva, haciendo saltar sus ojos pensativos.—Bien hecho —respondió finalmente, cortante y revanchista, torciendo la boca con indiferencia y retomando su actividad.Fueron las únicas cuatro palabras que intercambiaron ese día. También eran las primeras palabras que se cruzaban en toda una semana, desde esa noche en la que Martha lo esperó en su habitación matrimonial, para derramar frente a él su alma adolorida, celosa y descontrolada, gastando todas las frases violentas de odio, furia y reproche que había acumulado durante las últimas ocho horas, recreando en su mente —una y otra vez— la imagen reciente y espeluznante de Alfonso con la cabeza metida entre las piernas de una secretaria.No se atrevió a echarlo. No quiso tomar decisiones extremas que fueran difíciles de reversar. Lo aborrecía con una intensidad que solo se comparaba al amor que le seguía guardando. No lograba concebir la vida sin él, a pesar del tortuoso sufrimiento que ahora significaba su presencia. También pensaba en sus hijos y en las explicaciones impronunciables que tendría que darles frente a una ausencia permanente de Alfonso. El mal menor era mandarlo a dormir en la sala y soportar con resignación esos días marcados por un fúnebre silencio. A Santiago y a Miguel les dijeron que se trataba de una simple pelea, aunque ellos sabían muy bien los detalles de lo que había pasado

porque escucharon con nitidez los gritos y lágrimas de la primera noche. Alfonso tampoco se fue por iniciativa propia, de solo imaginar la vergonzosa y humillante verdad que se vería obligado a confesar frente a sus padres y hermanos, cuando ellos indagaran por qué ya no dormía con su familia.En la primera mañana como desempleado, Alfonso se levantó temprano del incómodo sofá y preparó el desayuno de sus hijos. Como nunca antes, lo hizo sin bañarse. Cuando Miguel y Santiago salieron a esperar la ruta del colegio, Martha —vestida y maquillada— le hizo una señal para que se sentaran en el comedor:—Esta no es una conversación, Alfonso. Esta es una decisión que quiero notificarle.Lucía determinada pero a la vez proyectaba una sospechosa calma. Esperó a que su marido asintiera tímidamente con la cabeza y continuó:—A partir de esta noche, usted vuelve a dormir en la cama. Pero, que le quede muy claro, eso no cambia en nada la situación. Para mí este matrimonio no existe. Lo que quiero es evitar que los niños se llenen la cabeza con más preguntas de las que ya tienen.Alfonso volvió a dar una señal muda de aprobación, suficiente para que Martha se pusiera de pie, colgándose el bolso al hombro. Cuando abrió la puerta para marcharse cayó en cuenta de una imagen extraña que nunca había visto: su esposo estaba sin rasurarse y en piyama a las 6:30 de la mañana de un día laboral. Por primera vez ella se iba a trabajar y él se quedaba en casa. En ese momento empezó a dimensionar el anuncio que Alfonso le había hecho la noche anterior. Sin soltar la chapa de la puerta, Martha se dejó llevar por el impulso de improvisar unas últimas palabras:—Yo no sé qué va a hacer para conseguir trabajo. Conociéndolo, usted debe creer que hay mil empresas que lo quieren contratar. Ojalá sea así, pero la situación está muy dura. Acuérdese que usted ya falló en esta familia como hombre y como marido; ahora no les vaya a fallar a Miguel y a Santiago como padre. Lo que yo me gano no alcanza para sostener esta casa.La advertencia surgió como una genuina preocupación. El día que fue despedido, Alfonso solo tenía en sus bolsillos lo justo para tanquear su Chevrolet Monza modelo 89. Además de no haber ahorrado durante 15 años de matrimonio, debía 60 millones de pesos por cuenta de la hipoteca —habiéndose endeudado por apenas la mitad de eso— y otros 4 millones de pesos en tarjetas de crédito —el doble de su salario—. La última quincena decente que habría de recibir en su vida le fue consignada cinco días después, aunque el dinero se evaporó tan rápido como un reguero de agua al sol, alcanzándole para cubrir el pago mínimo de los extractos bancarios, la administración del apartamento, el colegio de sus hijos y la gasolina del carro. Nada más.En los años 80, cuando vivía en el barrio Bravo Páez, la máxima preocupación financiera de Alfonso —que realmente no era motivo de intranquilidad— consistía en la deuda permanente con el tendero de la esquina, a quien le compraba todo al fiado —eso sí, pagándole cumplidamente a final de mes—. Su salario de entonces era suficiente para vivir sin presiones, asumiendo los gastos regulares de un hogar más que modesto, velando únicamente por su esposa y su primer hijo. Le gustaba que los días

transcurrieran así, sin angustias, siendo cabeza de ratón en vez matarse la existencia intentando subirse al lomo de un león. Esa era, al menos, la interpretación de él. Sus hermanos tenían otra teoría: Alfonso era un hombre sin aspiraciones. Como fuera, renunció a la “comodidad” de esa rutina humilde cuando aceptó la ayuda de sus padres, quienes lo convencieron de saltar de estrato con el argumento de darles mejores oportunidades a Santiago y a Miguel. No solo sonaba bien, sino que era imposible prever que las cosas se saldrían de control. Es más, antes de empezar a endeudarse, Alfonso recibió un buen empujón: entró a trabajar en la empresa de textiles a finales de 1992, con un “considerable aumento salarial” —en palabras de don Eliécer—, gracias a la amistad de su padre con el Jefe de Recursos Humanos, un viejo socio que pudo contratar a Alfonso antes de pensionarse. El siguiente paso, a principios de 1993, fue buscar un apartamento “en un sector de la ciudad más digno” —en palabras de doña Beatriz—. Costó 50 millones de pesos y, aunque sus padres le regalaron la mitad, Alfonso tuvo que pedirle 30 millones al banco —25 para completar el valor de su nuevo hogar y 5 más para dotarlo desde cero—. Don Eliécer también le obsequió a su hijo el carro que antes había pensado vender: el Chevrolet Monza.No sería barata la vida en Cedritos, un barrio de abogados, médicos, ingenieros y administradores, asalariados de clase media-alta como Alfonso. Había que ajustarse al contexto y por eso estrenaron sala, comedor, televisor y cama “king”. También amoblaron las habitaciones independientes que por primera vez tuvieron Santiago y Miguel. Compraron vajilla, nevera y la anhelada lavadora que a Martha le hacía falta. El “considerable aumento salarial” que había conseguido Alfonso en la empresa de textiles, pronto dejó de parecer tan robusto. Inscribió a Santiago en un nuevo colegio —privado, recomendado por doña Beatriz—, asumiendo el respectivo incremento de costos en matrícula, pensión, uniformes, útiles y ruta escolar. Miguel era entonces un bebé que demandaba a diario pañales, consultas médicas, juguetes y ropa. Además, comenzaron a visitar con mayor frecuencia los centros comerciales, a comer por fuera los fines de semana y a andar cargados de regalos en cada diciembre. Semejante ritmo de consumo fue posible gracias a otro “lujo” que se puso de moda por esa época y que también decidieron estrenar: la tarjeta de crédito. Alfonso pasó de no aspirar a nada para él mismo, a quererlo todo para su mujer y sus hijos. Les dio la vida que don Eliécer y doña Beatriz habían planeado, sin estar en capacidad de pagar por ella. Su gasto desmedido fue avivado por la ingenuidad: difería las cuotas a 12 meses, creyendo que así mantenía una “deuda sostenible”. En realidad estaba eternizando sus obligaciones con unas tasas de interés sin sentido que llegaron a superar el 50 por ciento. Hubiera podido sobrevivir así hasta pensionarse. Lo único que falló en sus cálculos es que nunca contempló la posibilidad de quedarse sin empleo.Para finales de 1996, Alfonso ya tenía empeñado todo su sueldo. Las cuentas atrasadas alcanzaba a cubrirlas, a ras, con las primas salariales de cada semestre. Ese mismo año, Martha consiguió trabajo como secretaria en una universidad de mediano presupuesto —gracias a otro palancazo de don Eliécer con uno de sus amigos—. Sin embargo, fue mínimo el aporte de ella a las finanzas de la familia, porque con esa plata

empezó a pagar sus estudios nocturnos de contaduría en la misma universidad. Es más, al retirarse de sus labores como ama de casa, tuvieron que acudir al gasto adicional que implicaba una empleada de servicio.Alfonso era consciente del panorama. Sabía que no contaba con mucho tiempo, pero —como lo había dicho su mujer— juraba que le lloverían ofertas de trabajo. Tampoco quería “pre-ocuparse”, porque creía que esa era la palabra favorita de los perezosos para evitar “ocuparse”. Por eso, tan pronto salió Martha del apartamento, se bañó y se rasuró con la misma dedicación de siempre. A las 7:30 de la mañana ya estaba frente al computador actualizando su hoja de vida. A las 8:30 imprimió tres copias. Serían las primeras de un total de 571 que enviaría en vano durante los próximos 14 años.Año 2020Después de invertir horas haciendo cuentas sobre las viejas deudas de sus padres, Santiago quiso echarle un vistazo a las propias. A pesar de tantas promesas que se había hecho para nunca acudir a los bancos, ahí estaban los extractos de sus tarjetas de crédito y la hipoteca de su pequeño apartamento. Sonrió con ironía al recordar que, en su infancia, Martha solía regañarlo cada vez que llegaba a casa con juguetes prestados de sus compañeros de colegio. “El que con lo ajeno se viste, en la calle lo desvisten”, decía ella.—No… —pensó él mientras observaba sus obligaciones pendientes—, la frase debería ser otra: “El que con los bancos se viste…”.

Cuando un padre pierde la admiración de su hijo (capítulo 9)

Año 2020

—¡Agh! Sabes que ODIO el atún. Esto es comida de gatos —dijo Santiago irritado, casi ofendido, tras abrir en la cocina una de las bolsas que su esposa acababa de traer del supermercado.Natalia, que en ese momento acomodaba otras cosas en la alacena, lo miró desconcertada.—Pues… sabía que no era de tus comidas favoritas, pero no que la “odiaras”…—¿Llevamos cuatro años de casados y hasta ahora te enteras que detesto el atún? —insistió Santiago con agresividad, recriminándola a través de su mirada llena de enfado.—Eh… simplemente me pareció saludable para esta noche… quería preparar una ensalada de atún… yo… —dijo ella mientras se daba cuenta de lo absurdo que resultaba dar explicaciones sobre un asunto tan irrelevante.—En fin. Olvídalo… Sobra decir que no quiero comer. Y ni se te ocurra darle de ese atún a Mariana. Ni mi hija ni yo somos unos hijueputas gatos —quiso concluir Santiago, odioso y ordinario, empleando ese característico tono absolutista y pendenciero que lo volvía sordo frente a cualquier argumento.A Natalia le supo a maltrato semejante reacción de ingratitud tan desproporcionada, grosera e injusta. Solía ceder en las discusiones con él, pero en esta ocasión le parecieron demasiado inmerecidas las palabras de su marido.—La próxima vez le traigo caviar al doctor —se desahogó ella finalmente, saliendo de la cocina y caminando indignada hacia el cuarto, tan exasperada como sorprendida por la discusión que había iniciado Santiago.

—No seas ridícula —alcanzó a decirle él.Natalia no aguantó las ganas de contestar.—¡Me haces el favor y me respetas, Santiago! —gritó al tiempo que se daba la vuelta y regresaba furibunda para confrontarlo—. ¿En serio crees que aquí la ridícula soy yo? —le preguntó arrugando la cara y achicando los ojos, con esa expresión inconfundible de quien no puede creer lo que está escuchando.Santiago guardó silencio. Un par de segundos fueron suficientes para sentir vergüenza. Esquivó la mirada de Natalia y pensó con desazón en esos defectos que más les había reprochado a sus padres y que —justamente— resultó emulando: intransigencia, tozudez, arrogancia y vulgaridad. Peor aún: había heredado los mismos miedos e inseguridades que consumieron a Alfonso durante la crisis. Esas taras de su padre —que poco antes le parecían tan lejanas en el tiempo como ajenas a su personalidad—, habían empezado a revelarse con fuerza en el comportamiento de Santiago al mismo ritmo en el que escribía las páginas de su libro.Noviembre, 1998—Aquí, comiendo arroz y atún, porque en esta casa no dan más. Parecemos pobretones… —dijo Santiago en la mesa mientras hablaba por el teléfono inalámbrico con una de sus compañeras del colegio. Hizo su mejor esfuerzo por sonar chistoso, enredando entre sus palabras un falso intento de carcajada.Alfonso, quien hasta ese momento comía encorvado, mudo y ensimismado junto a Santiago y Miguel, detuvo a mitad de camino la cucharada que se iba a meter en la boca. Comprendió de inmediato que el comentario de su hijo mayor era una indirecta, un insultante reclamo por el reducido menú al que habían tenido que acostumbrarse en los últimos meses. Se quedó viéndolo sin pestañear, primero con perplejidad, luego con profunda ira. Nunca en su vida había sentido tanta cólera.—¡Cuelgue! —le dijo cortante, sin cambiar de postura pero haciendo evidente que su sistema sanguíneo hervía por dentro.Santiago observó temeroso el pecho de Alfonso, que se ensanchaba y se recogía más de lo normal por cuenta de la respiración agitada. Consciente de su insolencia, quiso escudarse en la llamada para evitar las consecuencias.—Es que me llamaron para preguntarme una tarea…—CUEL - GUE —repitió Alfonso, esta vez enfatizando cada sílaba, soltando la cuchara, enderezando su cuerpo y apretando los puños con desespero.Santiago palideció. Colgó sin despedirse. Entrelazó sus dedos por debajo de la mesa y agachó la cabeza esperando lo peor.Alfonso logró contener la cachetada que varias veces estuvo a punto de lanzar, luchando internamente contra el instinto de cualquier padre de hacerse respetar. Fue aún más difícil tener que aguantarse las lágrimas. Las palabras de su hijo de 13 años, más que atrevidas y desconsideradas, demostraban que ya no lo admiraba. Ese niño que antes se dirigía a él con reverencia, haciéndole toda clase de consultas como si estuviera frente a un gran sabio, había perdido interés en sus respuestas. Alfonso recordó que, durante sus primeras semanas como desempleado, Santiago le

preguntaba animado —casi a diario— si había conseguido trabajo. Al principio le contestaba cariñosamente, conmovido por la preocupación de su hijo: “Hoy me presenté en una empresa y mañana voy a otra (…) Me fue muy bien en la entrevista; quedaron de llamarme (…) Les gustó mucho mi hoja de vida, vamos a ver qué pasa (…) No te preocupes, creo que pronto habrá buenas noticias”. Luego, la inquietud rutinaria de Santiago se volvió incómoda e impertinente: “No me llamaron (…) Contrataron a otro (…) Ni idea (…) Cuando me avisen de algo les cuento”, respondía Alfonso con molestia.La verdad es que, desde su despido, solo había tenido cuatro entrevistas —todas cortas y desalentadoras—. En una tuvo oportunidad real de ser contratado —otra vez, gracias a una recomendación de don Eliécer—, pero rechazó la oferta al saber que el sueldo representaba las tres cuartas partes de su último salario. El tiempo restante lo invirtió en llevar hojas de vida por toda la ciudad, frustrándose cada vez que observaba a secretarias y recepcionistas poner sus copias sobre otras decenas que habían llegado antes. En las primeras ocho semanas distribuyó casi 150. No era nada si se comparaba con una pareja de esposos, ambos desempleados, que habían repartido más de 1.000 durante 10 meses. Al menos alguien en Colombia hacía plata en medio de la crisis: mensualmente se estaban vendiendo más de un millón de formatos de hoja de vida Minerva. A esas alturas, ni siquiera la fábrica de muebles de don Eliécer era una opción laboral; su padre tuvo que cerrarla a principios de 1998, siendo apenas una entre 20.000 empresas que habían corrido con la misma suerte en los últimos cuatro años. Alfonso tampoco tenía amigos a quien llamar. Se había encargado de despreciar todo tipo de amistad que, en diferentes momentos, pudo haber iniciado con algunos compañeros de trabajo. En consecuencia, su única “red de contactos” consistía en los avisos clasificados que leía en las madrugadas, primero desde el comedor de su apartamento y meses después, cuando se le venció la suscripción al periódico, desde la portería del conjunto residencial, gracias a la complicidad de un celador que le permitía revisar a las 4 de la mañana los diarios que aún no habían recogido los vecinos.Suponía que su hijo se había decepcionado al ver derrumbada la imagen del “padre que todo lo puede”. Alfonso sentía que se había encaramado en un altar, vendiendo la idea de ser un hombre brillante, para luego quedar expuesto como un don nadie que ninguna empresa quería contratar y que dormía hasta dos veces durante el día para matar los minutos de la eterna desocupación en la que estaba atrapado. También creía haber malcriado a Santiago mientras tuvo con qué complacer sus gustos —como permitiéndole que llenara su propio carro de golosinas, cereales y lácteos en el supermercado—, pagando ahora las consecuencias de tener un hijo que lo tildaba de “pobretón”. Pero no era solo eso.Santiago empezó a sentir literal fastidio hacia su padre a partir de las vacaciones escolares de mitad de año, cuando Alfonso llegó al cuarto mes de desempleo y pasaba más tiempo en casa que afuera buscando trabajo. Si bien Santiago estuvo un par de semanas en donde sus abuelos, los demás días de descanso fueron tediosos. Él, que solía ser su propio adulto responsable —y de su hermano, Miguel—, se encontró de

pronto con la extraña e intensa presencia de Alfonso a plena luz del día, recibiendo de súbito todo un rosario de instrucciones “cantaletosas” —la mayoría relacionadas con los oficios domésticos que recién habían tenido que asumir, a falta dinero para seguir pagándole a una empleada—. “¿Qué es esa maña de dormir hasta tan tarde? Levántese (…) Le voy a acabar esa costumbre de andar por ahí sin tender la cama (…) Aspire su cuarto. ¿Cómo puede vivir en este mugrerío? (…) Aliste la mesa… ¿Y los vasos? Siempre le falta cinco pa’l peso (…) Venga a secar la loza. No se me haga el loco (…) Yo barro y usted trapea. Hay que colaborar porque yo no soy la ‘coima’ de ustedes (…) Hoy vamos a lavar las ventanas. Si no le digo, a usted ni se le ocurre, ¿no?”. Las cosas no mejoraron con el regreso a clases: “¿Por qué se demoró en llegar? (…) Lávese las manos. Increíble que tenga que repetírselo todos los días (…) Cámbiese. ¿Es que no se da cuenta cómo está de sucio? (…) Ya sabe que primero las tareas, porque no demora en aplastarse dos horas a jugar en ese Súper Nintendo (…) Lea. Qué pereza usted pegado a ese televisor (…) Lustre sus zapatos, ¿o está esperando que los lustre yo?”.Sin embargo, por encima de la fatigante supervisión, Santiago se sentía dolido y afligido por la distancia y el desdén con que Alfonso lo había empezado a tratar desde mediados del año. Prueba evidente de ello era que ya no lo tuteaba —como sí lo seguía haciendo con Miguel, en ese entonces de 5 años—. Creía que Alfonso, y no él, había sido el primero en cogerle fastidio al otro. En efecto, aquel hombre cálido y amoroso con su familia se había vuelto especialmente frío e irascible con Santiago. Lo que parecía ser el natural comportamiento de cualquier padre que descarga sus duras exigencias en el mayor de sus hijos, era en realidad la reacción de un hombre desesperado que no encontró un mejor objetivo para proyectar su frustración, más aún cuando no podía desahogarse con Martha. En el fondo, cuando el pequeño Santiago se refirió al arroz y al atún como alimento de “pobretones”, se trató más del grito revanchista de un hijo herido. Él no había dejado de idolatrar a Alfonso por ser un hombre incapaz de conseguir trabajo, sino por percibirlo como un padre que lo había dejado de querer.

La rutina deprimente y maldita de un hombre sin trabajo (capítulo 10)

Septiembre, 1999

A las 3 de la mañana del martes 28 de septiembre Alfonso intentó masturbarse en el baño. No pudo. Tal vez, no quiso. Apenas trató de estimularse durante 15 segundos y desistió. Llevaba tres meses sin hacerlo —y un año y medio sin tener sexo con su esposa—. Ya ni siquiera le provocaba recurrir a esa actividad de autocomplacencia que, estando desempleado, llegó a practicar hasta tres veces al día en medio de su insoportable ocio. La profunda desolación que ahora padecía, y que le consumía el alma, anulaba sus más básicos instintos.Las madrugadas se habían convertido en el único momento destacable de su insípida agenda. Durante 45 minutos escuchaba el intenso ajetreo de su familia alistándose para salir: el sonido de la regadera mientras Miguel se duchaba, el golpeteo de Santiago en la puerta del baño para afanar a su hermano, el apresurado taconeo de Martha que permitía adivinar hacia donde caminaba. Alfonso se movía con sigilo, casi desde el anonimato, cubriéndoles la espalda a los demás: recuperaba la toalla que Miguel había puesto a secar el día anterior en el cuarto de ropas y la colgaba en el baño antes de que él entrara; guardaba en la maleta de Santiago los trabajos del colegio que solía olvidar sobre el comedor; y metía en el bolso de Martha las gafas que ella nunca recogía de la mesa de noche. Finalmente, servía el agua de panela acompañada de un pan, una mogolla o unos pequeños calados —el mismo menú de las noches, porque la situación ya no daba para cenar con atún—. Su presencia era casi fantasmal. Deambulaba sin ánimo en el espíritu, sin fuerza en los brazos, sin energía en las piernas, como sufriendo de una enfermedad debilitante que lo obligaba a

moverse con lentitud y a respirar con parsimonia, como un paciente terminal que no tiene de dónde aferrarse a la vida, pero que necesita sentirse útil con cualquier responsabilidad doméstica para justificar su existencia. Cuando los veía partir, Alfonso experimentaba algo de envidia al pensar que ellos sí tenían una jornada activa por delante, un lugar en el mundo donde los estaban esperando. Y luego, de repente, se encontraba con el principio de su rutina maldita, con ese silencio aterrador que le producía un vacío de soledad y abandono en el pecho, una especie de hueco entre los pulmones que le quitaba el aire.Los días eran idénticos. Se bañaba por mero hábito, tendía la cama y volvía a acostarse, arropándose con una cobija extra. Dormía hasta las 11 de la mañana con el propósito consciente de no enfrentar despierto su patética realidad. Al mediodía fritaba huevos y cocinaba arroz (o comía del mismo que había sobrado de su almuerzo anterior). Dormía de nuevo. Limpiaba los platos y, dependiendo del día, aspiraba y trapeaba el piso (los lunes), echaba a lavar la ropa sucia (miércoles y viernes) o descolgaba las prendas secas (jueves y sábados). Cuando sus hijos llegaban del colegio lo encontraban sacudiendo el polvo, aseando alguno de los baños, doblando la ropa interior de todos o planchando camisas y pantalones. A las 5 de la tarde retomaba el volumen tres de la enciclopedia Salvat que había empezado a leer. Dormía otra vez. Preparaba el agua de panela y la servía a Santiago y a Miguel. Veía el noticiero de las 7 y luego el de las 9:30, marchitándose de desesperanza con los titulares de los últimos meses: “El desempleo en Colombia llegó a 15,9%” (enero de 1999); “El desempleo explotó:19,5%” (abril, 1999); “El desempleo sigue asustando” (19,8%, julio de 1999). Y todavía faltaba para que el país tocara fondo. Los medios explicarían después que las nuevas cifras de desocupación eran aún más graves que las reportadas antes: “Colombia, peor desempleo del continente” (20,1%, octubre de 2000); “Desempleo desbocado” (20,2%, abril de 2000); “El desempleo se trepó” (20,4%, julio de 2000); “Récord del desempleo” (20,5%, octubre de 2000, un millón y medio de personas sin trabajo).Había días enteros que transcurrían sin que Alfonso pronunciara una sola palabra, sin ganas siquiera de decir “hola” cuando les abría la puerta a Santiago y a Miguel. La falta de contacto con el mundo lo deprimía, la poca actividad mental le causaba sopor y su fracaso lo acomplejaba a tal punto que ya no cantaleteaba a nadie por el oficio de la casa, simplemente, porque comprendía que no estaba legitimado para impartir órdenes ni para hacer reclamos. Más que nunca detestaba los eventos sociales, que en su caso se limitaban a esporádicas reuniones con la familia de Martha o con los compañeros de oficina o de universidad de ella. Asistía obligado, sabiendo que en esos encuentros no hallaría trabajo y que, en cambio, sí tendría que enfrentar preguntas básicas sobre su insignificante vida: “¿Cómo estás?”, “¿Qué has hecho?”, “¿En qué andas ahora?”. Todas sus respuestas eran lastimeras: “Todo igual”, “Nada de nuevo”, “Ahí, en la casa… vamos a ver si en estos días sale algo”.Hacia las 10 de la noche llegaba Martha de la universidad. La envidia volvía a tentar a Alfonso al verla tan ocupada, pero en el fondo sentía alivio de que su mujer pudiera

seguir estudiando a pesar de la crisis. No solo las hermanas de ella le ayudaban a pagar cada semestre. Don Eliécer, por iniciativa de la mismísima doña Beatriz, asumía el 70 por ciento de la matrícula: “No puede dejar de estudiar, Marthica —sí, ahora los suegros le decían ‘Marthica’—, menos ahora que su hogar depende tanto de usted y quién sabe hasta cuándo”. En ese entonces don Eliécer y doña Beatriz vivían de las modestas rentas que habían alcanzado a acumular hasta antes de cerrar la fábrica de muebles. De ahí también sacaban para ayudarle a Alfonso con un monto que variaba entre los 200 y los 300 mil pesos mensuales, dinero que le daban cada vez que él los acompañaba a hacer diligencias o cuando realizaba por ellos alguna que otra tarea, como cambiar de lugar un mueble pesado o reparar una conexión eléctrica de la casa en Quinta Camacho. No es que lo necesitaran para esas cosas, sino que así —creían don Eliécer y doña Beatriz— su hijo se avergonzaría menos de recibir unos pesos untados de caridad. En efecto, Alfonso respondía con gratitud a sus llamadas, a veces esforzando la voz para no revelar que acababan de interrumpir su siesta a las 9 o a las 10 de la mañana. Los favores que le encomendaban eran refrescantes para él, no solo porque atenuaban su incomodidad de aceptar plata regalada, sino también porque lo excusaban para salir de ese apartamento que a veces percibía como un sepulcro del que no resucitaría.Dos veces al mes iba al supermercado con el dinero de sus padres o con la colaboración adicional de alguno de sus hermanos o con los billetes que Martha le botaba displicente sobre la mesa de noche. Alfonso, que antes disfrutaba de ese plan en compañía de Santiago y de Miguel, ahora prefería ir solo para no ver que ellos se antojaran de dulces, yogures o cajas de cereales. Duraba hasta dos horas comparando precios, cruzándose en los pasillos con otros padres y madres sin trabajo que también caminaban desganados y absortos en su búsqueda de los productos más económicos, incluso, compartiendo entre ellos consejos sobre cuál jabón rendía más o sobre cuál crema dental resultaba más barata por cada 100 centímetros cúbicos. Disponía de todo el tiempo del mundo para hacer sumas pormenorizadas en aquellas calculadoras que los almacenes ya habían instalado en los carritos del mercado, evitando así el riesgo de someterse a una humillante situación que se había vuelto recurrente en el país: hombres y mujeres que llegaban hasta las cajas registradoras sin prever que sus listas de compras superaban la capacidad de sus bolsillos, viéndose obligados a devolver varios de los artículos frente a las miradas condescendientes de otros clientes en la fila, exponiendo su penosa impotencia para costear productos básicos que necesitaban llevar a sus hogares. Oficialmente, Colombia estaba en recesión y pronto la sociedad alcanzaría su máximo nivel de pesimismo, cuando se conociera que durante 1999 —por primera vez en 80 años— la economía había tenido un crecimiento negativo y que, además, era escandalosamente superior al 4 por ciento.Alfonso, a sus 39 años, no tenía un solo motivo para creer que las cosas mejorarían. Reflexionaba sobre sí mismo como un hombre sin futuro, como un cadáver condenado a seguir respirando sin un propósito aparente. Su mayor deseo era sumirse en un profundo sueño del que solo valdría la pena despertar cuando el teléfono sonara con la

noticia de un trabajo. Aquella madrugada del martes 28 de septiembre —mientras su familia descansaba después de la habitual rabieta nocturna de Martha por las cuentas sin pagar—, estaba pasmado en la oscuridad, como de costumbre, no por el desvelo que le causaban sus siestas durante el día, sino por el pavor que le producía la inminente rutina con la que volvería a encontrarse en algunas horas. Fue entonces cuando, tras el intento fallido en el baño y queriendo despejar su mente, salió a la portería. Le pidió al celador un cigarrillo regalado y aprovechó para ojear los avisos clasificados de los periódicos que aún no habían sido entregados a los suscriptores del conjunto residencial. Tal y como lo esperaba, no encontró nada. El portero, de reojo, notó compadecido la cara de decepción de Alfonso.—De pronto hay algo en este. Es de ayer. El propietario no lo recogió —dijo el vigilante extendiéndole un ejemplar del lunes.Alfonso lo revisó con escepticismo, casi de mala gana, hasta que detuvo su mirada en un anuncio que llamó su atención. Era de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá:“Convocatoria a concurso público de ingreso al siguiente cargo vacante:AYUDANTE NIVEL 590DIRECCIÓN DE MANTENIMIENTO Y ALCANTARILLADO”.

ncuentro con el diablo de un pecador en deuda (capítulo 11)

Septiembre 28, 1999

Alfonso se estremeció cuando la vio, como quien se encuentra de frente con el diablo sabiendo que ha venido para llevarse el alma empeñada. Su mandíbula se descolgó por la estupefacción y —como si algo le drenara la sangre del cuerpo— el color en su cara se desvaneció. Nancy, la secretaria de aquel desliz que le dio una estocada a su vida profesional y a su matrimonio —hacía apenas 18 meses—, estaba 20 metros delante suyo. Sin saberlo, habían hecho la misma fila durante dos horas y media, apenas separados por poco menos de 50 personas.Eran las 11:00 de la mañana. Cerca de 4.500 desempleados habían llegado ya para sumarse a una eterna cola que pronto le daría la vuelta a Corferias —el centro de ferias y eventos más grande del país—, bordeando un área equiparable a la de tres estadios de fútbol. Alrededor de 350 personas habían esperado a las afueras desde la noche anterior. La convocatoria hecha por la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, para contratar a 30 limpiadores de cañerías, congregó a los hombres y mujeres más desesperados de la ciudad. En total, como hormigas atraídas por un vasto reguero de azúcar, ese martes acudieron 6.734 aspirantes. La recompensa: un simple formulario que deberían entregar diligenciado al día siguiente y que no les serviría de nada a 6.704 desempleados que no iban a ser llamados.Alfonso no había dormido. Pasó la noche pensando en semejante ocupación. Varias veces se levantó de su cama, inquieto, refugiándose en la luz de la cocina para releer lo que decía el anuncio: “El desarrollo de las funciones implica trabajar continuamente a la intemperie, periódicamente fuera de la jornada ordinaria, levantar objetos

pesados y estar expuesto o en contacto con aguas residuales domésticas o industriales (líquidos o vapores)”. Intentó imaginarse en medio del sistema de alcantarillado de Bogotá, de botas y casco, removiendo excrementos, condones y pañales, conteniendo la respiración para no vomitar. “Ni por el berraco”, se dijo. Sin embargo, tan pronto como descartó la idea, comenzó a pensar con angustia en la rutina maldita que lo seguiría esperando puntualmente cada mañana mientras estuviera desempleado. Peor aún, a tres meses de acabarse el año, estaba próximo a enfrentar dos realidades inminentes que lo aterraban. Por un lado, Santiago y Miguel entrarían en una nueva época de vacaciones, lo que le significaba someterse —una vez más— a la vergüenza de que ellos lo vieran todo el día sumido en su fracasada cotidianidad. De otra parte, le intranquilizaban los seis meses de pensión que debía en el colegio y los otros dos que se avecinaban —octubre y noviembre—; si no pagaba, no podría matricular a sus hijos para el año siguiente. “Ni por el berraco”, volvió a decirse.Llegó a Corferias hacia las 8:30 de la mañana, cuando ya la fila superaba las 1.500 personas. Había caos en la entrada habilitada para la ocasión, una especie de puerta trasera —angosta y enrejada— que apenas lograba contener el ingreso desbordado de la multitud. La gente se apeñuscaba peligrosamente en ese punto, impaciente, ansiosa, restregando sus humanidades entre sí, aferrándose a un espacio en la fila como si se tratara de una muchedumbre de desahuciados luchando por la vida misma. Allí, el primer filtro del personal de logística solo le daba paso a grupos de 50 para impedir que el alboroto se armara adentro. “Lo que faltaba”, pensó Alfonso con desagrado. “Ahora me toca hacer parte de tremenda romería, a ver si el Acueducto me da la ‘oportunidad’ de untarme de mierda”. Caminó medio kilómetro para alcanzar la cola, bordeando por fuera la extensa superficie del centro de ferias y eventos. En el trayecto analizó con cierto morbo lo “incluyente” que resultaba el desempleo, escaneando en detalle las caras y pintas de quienes allí estaban, de casi todos los estratos, con o sin estudios, de las más variadas edades. Y sin embargo, no vio a Nancy. Hacia el final de la línea pasó por su lado (tampoco ella lo notó) y se ubicó en el último puesto. Fueron apenas dos minutos de diferencia entre el arribo de uno y otro, tiempo suficiente para que medio centenar de personas se sumaran a la fila, interponiéndose entre ambos e impidiendo que se encontraran, al menos momentáneamente.—¡Siguiente! —dijo a las 11 de la mañana uno de los asistentes de logística, removiendo la cinta amarilla que limitaba el paso hacia las ventanillas, allí donde los aspirantes respondían algunas preguntas y reclamaban el dichoso formulario para dar por concluida su tediosa espera.Alfonso ya estaba adentro, en el pabellón 16. Había superado el tumulto del primer filtro y ahora alistaba los documentos exigidos en la convocatoria: cédula, libreta militar y la fotocopia de su acta de grado como bachiller. No necesitaba más. Solo por si acaso llevaba en su maleta un variado portafolio de hojas de vida —con y sin título profesional, con más o menos experiencia, con o sin foto—. Había aprendido a manejar diferentes perfiles, dependiendo del tipo de trabajo al que se estuviera presentando.

En este caso, el aviso del periódico explicaba claramente que se debía “acreditar cuarto año de primaria y máximo grado once de educación secundaria”. También advertía sobre el nivel de experiencia: “No requerida”. Fue entonces cuando dos desempleados alegrones, escapando repentinamente de su aburrimiento, comenzaron a chiflar con ramplona coquetería al percatarse de una joven voluptuosa y escotada, de minifalda y tacones, que cruzaba la cinta amarilla. La mujer, que se volvió para identificar el motivo de los silbidos, solo comprendió que el asunto era con ella cuando vio a un tercero guiñarle el ojo, un pobre diablo que quiso aprovechar el espontáneo y refrescante impulso de otros para darle algo de picardía a la jornada.—¡¿A cómo la porción de pechugas y perniles?! —gritó con sorna aquel hombre.Ofendida, indignada y, además, harta de haber hecho fila por más de dos horas —con la respectiva refregada corporal en la puerta—, la mujer respondió vociferante, estrujándose los senos con rabia:—¡Con estas pechugas no alimentan a cerdos como usted!El gentío que a esa hora ocupaba el pabellón 16 estalló en júbilo, soltando primero una estruendosa exclamación colectiva:—¡Uyyyyyy!Las carcajadas empezaron a emerger como una ráfaga de pequeñas explosiones, acompañadas de una multitudinaria silbatina. Alfonso, que había escuchado todo pero sin ver a los protagonistas de tan memorable escena —por estar concentrado en la revisión de sus documentos—, asomó finalmente la cabeza, irresistiblemente tentado por la curiosidad. A diferencia de las caras largas que encontró cuando llegó, ahora tenía al frente un panorama de expresiones alegres y llenas de energía, como si les hubieran inyectado una dosis de felicidad.—¡Yo como de todo, pero esas pechugas tan venenosas indigestan! —gritó otra voz, anónima, dándole un nuevo aire a la algarabía popular.Alfonso, que ya sonreía por el contagioso regocijo, se sumó a la bulla con una sonora carcajada —como no le ocurría hace más de un año—.—¿Cuál es la vieja? —preguntó intrigado a su vecino de enfrente, quien le señaló con malicia la ventanilla número cuatro.La mujer en minifalda, de espaldas, ahora hacía su respectivo trámite. Alfonso quiso hacer un comentario sigiloso e inofensivo, ni siquiera divertido, solo para quienes estaban a su alrededor. “No hace falta verle las pechugas, porque con esos perniles…”, iba a decir. Se detuvo porque fue ahí cuando su visión periférica detectó una cartera amarilla que le resultó familiar y que sostenía una segunda mujer en la ventanilla contigua. De inmediato supo de quién se trataba esa otra aspirante a limpiadora de alcantarillas.Nancy —que había sido indiferente frente a lo ocurrido, esforzándose por escuchar las instrucciones del funcionario que la atendía— se dio la vuelta y alzó la mirada en busca de la salida. Alfonso, como lo haría un ladrón que se esconde de la policía, retrocedió y se agachó con exageración para ocultar los 187 centímetros de estatura que lo hacían tan notorio. “Me tengo que ir”, pensó. Abandonó la fila de súbito, dando

pasos largos y devolviéndose por el mismo camino que lo condujo hasta allí. El apuro solo le alcanzó para cuatro zancadas. En medio de su afán, no vio al frente y se estrelló bruscamente con alguien.—¡Cuidado! —gritó el hombre atropellado, evitando una caída que pudo ser estrepitosa.Alfonso, atónito, reconoció la voz. Sintió que el diablo lo buscaba por segunda vez en el mismo día. Incrédulo, observó en detalle a su accidentada contraparte, esforzándose por confirmar la identidad de aquella persona que vestía con un chaleco y una gorra de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado. En principio, a Sergio también le costó trabajo convencerse de estar en frente de Alfonso, no porque vistiera diferente, sino porque halló en él una expresión de angustia e inseguridad que —por como lo recordaba— le pareció impropia.—No me diga… —dijo Sergio sorprendido, sin terminar la frase, concediéndose unos segundos para asomar una sonrisa de mezquina satisfacción que empezó a dibujarse lentamente en sus labios—. No me diga que vino por el anuncio del periódico.Alfonso revivió las circunstancias del último encuentro que había tenido con su exjefe, cuando se dio el gusto de reventarle las encías. Sergio también memoró ese instante, pero sobre todo reconstruyó con precisión las palabras que alcanzó a lanzarle a Alfonso antes de verlo salir de su oficina (“¡Lo veré arrastrándose entre la mierda y pidiendo cacao, hijueputa!”).—No sé si esté enterado… —continuó Sergio, absorto, saboreando con desfachatez esa oportunidad de venganza que nunca creyó que llegaría—. Yo estoy liderando este proceso de contratación.Enmudecido, Alfonso hizo un esfuerzo mental para atar cabos. Supuso que a su exjefe también lo habían despedido de la fábrica de textiles. Lo que le pareció inconcebible es que él sí hubiera conseguido trabajo, quién sabe en qué cargo de la Empresa de Acueducto.—Cómo es la vida, ¿no? —añadió Sergio con fascinación—. Prácticamente, usted ha venido hoy a pedirme cacao, a ver si yo lo dejo arrastrarse entre la mierda del alcantarillado…Alfonso tragó saliva. Sus ojos estuvieron a punto de encharcarse. “Yo solo quiero pagar el colegio de mis hijos”, pensó consternado, al tiempo que recordó la presencia de Nancy a pocos metros de distancia. Creyó ser víctima de una infeliz coincidencia, pero casi al instante comprendió que era apenas lógico toparse con personas conocidas en ese punto de la ciudad. “Solo a mí se me ocurre venir al único lugar donde me iba a encontrar con todo el mundo”, se dijo. Miró a Sergio con tristeza y suspiró entrecortadamente, como lo hace un niño que acaba de llorar. Antes de continuar su camino, le recriminó con melancolía:—El hecho de que usted se alegre de mi desgracia, lo convierte en el hombre más miserable de este lugar… incluso, en un hombre más miserable que yo.Doce pasos después, tuvo que detenerse de nuevo.-!Alfonso ! - grito Nancy,

Mujer herida y despechada es presa fácil (capítulo 12)

Septiembre 28, 1999

—¿Usted me está siendo infiel? —preguntó Alfonso en la oscuridad de su cuarto matrimonial, acostado boca arriba.Martha contuvo la respiración. Acababa de apagar la luz y, como de costumbre, se había tendido de espaldas a su marido. Entendió que la inquietud era real, no solo por la solemnidad de la voz, sino porque —a diferencia de ella— él nunca la había tratado de “usted”.—¡Jah! —respondió Martha sin cambiar de postura, evitando darle la cara para ocultar su rostro inseguro—. Hay que tener mucho descaro para hacerme esa pregunta.Alfonso insistió, sin descomponerse ni levantar la voz:—Contésteme.—Deje la bobada —dijo ella—. Yo no le estoy siendo infiel… Y no se equivoque conmigo. Aquí, el que no ha respetado este matrimonio es otro.Alfonso dudó un par de segundos. Temió que su siguiente pregunta lo llevara, de manera irreversible, al descubrimiento de una verdad que no quería oír. Sin embargo, no se pudo contener.—¿Quién es Gerardo?Martha tragó una bocanada de aire. Su inquietante silencio se clavó en el pecho de Alfonso. “Es cierto”, pensó adolorido.Ella entendió que si permanecía muda sería para siempre culpable frente a los ojos de él. Reaccionó con brusquedad. Se sentó intempestivamente y buscó afanosamente el interruptor de la lámpara sobre su mesa de noche.—¿A usted quién le está echando chismes sobre mí? —preguntó Martha a la defensiva.

Alfonso se incorporó lentamente. Sabía muy bien que, esta vez, no era él quien debía dar explicaciones; no tenía por qué contarle que Nancy —ni más ni menos, su examante— era su fuente de información.***—¡Alfonso, espere! —gritó Nancy mientras corría a las afueras de Corferias.Lo alcanzó en la calle, cuando él alzaba la mano para detener el primer bus que pasaba por allí.—Tenemos que hablar —dijo ella recuperando el aliento.—Nancy, estoy pasando por un mal momento. No me parece buena idea que nos pongamos a hablar de lo que pasó —respondió casi sin mirarla, alistándose para abordar el bus.—Su esposa le está poniendo los cachos —advirtió Nancy apresurada para impedir que se fuera.Alfonso la observó con desconfianza. Sobre ellos se posó una nube de humo negro proveniente del escape del bus que reinició su camino.—Bueno… la verdad no estoy segura, pero… pues… creo que ella le está siendo infiel.—¿De qué está hablando? —preguntó Alfonso confundido, algo irritado, intentando descubrir si se trataba de un testimonio certero o de un vil chisme, si detrás de ese rostro hablaba una persona desinteresada o una mujer dolida.—Vea, yo sé que Martha trabaja en una universidad y estudia ahí mismo en las noches, ¿cierto? Pues… yo sé eso porque cuando usted y yo… pues, usted alguna vez me contó, ¿no?...—Nancy, por Dios, termine de decirme de una vez —exigió Alfonso con impaciencia.—Mire, yo estaba la semana pasada con una amiga en uno de los bares que quedan al lado de esa universidad y la vi entrar con un muchacho… Pues, digo “muchacho” porque se veía más joven que ella. Martha no se dio cuenta que yo estaba ahí, pero yo sí vi que él la invitó a una cerveza y… pues…Nancy no supo cómo continuar. Alfonso la presionó exasperado, dándose cuenta de lo absurdo que resultaba escuchar semejante acusación contra su esposa, en boca de su examante:—¡¿Y qué?!—Pues que él fue muy coqueto con ella. Le decía que “tan linda”, que “esos ojos tan bonitos”… Le cogía las manos, le tocaba la pierna como quien no quiere la cosa… y así, por el estilo…Alfonso imaginó en su cabeza cada detalle.—Pero… ¡¿Pero es que usted los vio darse un beso, o salir juntos, o qué?! —increpó fastidiado, queriendo desestimar las palabras de Nancy, llevando la conversación a un punto en el que ella no pudiera entregar un dato contundente sobre la supuesta infidelidad.—Pues… La verdad es que no los vi darse un beso ni nada… Me fui antes que ellos, porque ya iba de salida…Nancy comprendió que a su historia le faltaba un hecho irrefutable. Sin embargo,

estaba convencida de que Martha era infiel.—Vea, yo soy mujer y sé cuando a una mujer le gusta un tipo. Martha estaba risueña y se dejaba tocar. Apenas decía “ay, Gerardo, usted sí dice muchas bobadas”.Alfonso no aguantó más.—Párela ya, Nancy —ordenó, haciendo una señal con la mano y permitiéndose una pausa para grabar en su memoria el nombre de Gerardo—. No creo en una sola palabra de lo que dice y le voy a pedir un favor: nunca más se vuelva a acercar a mí para contarme nada que tenga que ver con Martha. ¿Me entendió?Nancy lo miró perpleja, sin saber cómo reaccionar. Él tampoco le dio tiempo, porque se dio media vuelta y empezó a andar.No hizo falta coger bus. Alfonso caminó absorto y deprisa por cerca de cuatro horas hasta llegar al apartamento. Al principio de su recorrido solo podía pensar en lo disparatado que sonaba el relato de Nancy. Pero con cada paso que daba, y mientras más se lo negaba, más entendía que era posible. En el fondo, el temor de perder a su esposa había estado latente durante el último año. Y ese miedo no era infundado: en los próximos meses se dispararían los divorcios en Colombia, la mayoría de ellos por causa de la infidelidad, la crisis económica y la creciente participación de la mujer en el mundo laboral. Esas tres cosas encajaban en su matrimonio.Martha, en efecto, vivía ahora en función del trabajo. Su jornada se extendía hasta la noche con las clases de contaduría y el tiempo restante lo dedicaba a sus hijos. Alfonso había sido relegado a ocupar un simple espacio simbólico en la cama. Y mientras él veía congelada su propia existencia, observaba cómo ella evolucionaba, creciendo profesionalmente, mejorando su comunicación verbal y liderando las finanzas de un hogar que ahora dependía de sus decisiones. A mediados de 1999, además, Martha fue ascendida: ya no era secretaria sino asistente contable, lo que le daba una proyección totalmente distinta a aquella “manteca analfabeta” que conocieron don Eliécer y doña Beatriz.Aunque Martha no hablaba de su día a día como estudiante, sí se aseguraba de dejar a la vista el respectivo boletín con las notas finales de cada semestre. Alfonso sentía orgullo de esa universitaria capaz de mantener un promedio académico superior a 4,2 sin descuidar su rol de madre consumada, dispuesta a suspender la lectura atrasada de sus fotocopias —un domingo en la noche— para ayudarle a Miguel con una tarea anunciada a última hora. Estaba más enamorado que nunca de la mujer con la que se había casado. Cuando Martha se reunía en el apartamento con sus compañeros de universidad, Alfonso bajaba el volumen del televisor y escuchaba fascinado lo que ella decía. Admiraba su agudeza —hasta entonces oculta— para defender y argumentar una posición. Amaba oírla reír, así fuera con otros. Seguía siendo sencilla e irreverente como antes, pero ahora la descubría inteligente. Le alegraba verla sumergida en esa vida académica que ella solía desear cuando él le contaba de sus anécdotas como estudiante de ingeniería.Al mismo tiempo, a la par con el orgullo, Alfonso sentía una intensa envidia cuando Martha se iba a celebrar la despedida de cada semestre, no porque ella sí pudiera

disfrutar de unos tragos o de un baile ocasional, sino porque él ya no tenía el privilegio de compartir espacios similares con su esposa. Además, la percibía más atractiva que de costumbre, en su rol de mujer independiente y empoderada, con esos sastres que resaltaban sus piernas y su cintura, sin importar que fueran trajes baratos que de vez en cuando debía remendar.En medio de su larga caminata de regreso a casa, Alfonso pasó por tres estados. El primero de ellos fue de incredulidad: sabía que cualquier hombre podría fijarse en Martha, pero confiaba en los inquebrantables valores morales que ella le había demostrado. Luego, vino la ira: entendió que su mujer era una presa fácil, una esposa despechada y resentida, deseosa de venganza. Llegó a imaginar diferentes maneras de revelar la traición; pensó en esculcar cajones y en revisar cuadernos, esperando encontrar una carta o una nota que le sirviera como prueba. Incluso, estuvo tentado a aparecerse en la universidad para espiarla. Sin embargo, al final, llegó a un estado de resignación: Alfonso comprendió que ya no tenía nada que ofrecerle a semejante mujer y tampoco podía exigirle lealtad. “Al menos tengo derecho a saber la verdad”, fue su conclusión.***—Lo que menos importa en esta conversación es cómo me enteré. Dígame quién es Gerardo —insistió Alfonso con voz firme, ciñéndose a uno de los diálogos que había practicado decenas de veces desde el mediodía.Martha no pudo sostener la mirada, pero conservó su expresión de indignación, mordiéndose los labios en señal de incomodidad.—Mire… Eso no tiene ningún misterio. Es un compañero de la oficina, ¿ya? Es nuevo y trabaja en Tesorería —contestó a regañadientes.—¿Y usted se va a tomar cerveza y a dejar que le coja las manos cualquier aparecido?Martha lo observó estupefacta, con la boca entreabierta y los ojos agrandados. Comprendió de inmediato que a Alfonso no le habían contado un simple chisme, sino que habían recreado para él toda una escena que ella recordaba con precisión. Al verse contra las cuerdas, su instinto la llevó a una desesperada contraofensiva:—¡Mucho cuidadito con lo que dice, Alfonso! —exclamó rabiosa.—Mire, Martha… —dijo él, desoyendo la advertencia—. Si usted me está poniendo los cachos, o está pensando en hacerlo, mejor me lo dice de una vez y acabamos con esto. Aquí está claro que quien cometió un error imperdonable fui yo, pero eso no se soluciona cometiendo otro error de la misma gravedad.Sus palabras frías y racionales fustigaron la consciencia de Martha. Alfonso continuó:—La verdad es que aún tengo esperanzas de arreglar las cosas con usted. Todavía creo que podemos ser el marido y mujer que alguna vez fuimos. Sé que hoy no la merezco, Martha, pero puedo volver a merecerla. Mi fracaso da vergüenza… pues… es que no hay otro nombre para eso, pero soy un hombre que la ama y la admira de una forma que no se imagina. A pesar de la situación por la que estamos pasando, yo adoro vivir la vida a través de usted. Soy feliz al verla en esta nueva etapa… Ahora, si lo que quiere es irse con otro tipo, adelante. Lo único que le pido es que sea honesta conmigo.

A Martha le tomó tres segundos dar una respuesta.—Ya le dije que no tengo nada con nadie. Si me cree, bien, y si no, también.Alfonso se cruzó de brazos. Miró hacia arriba y reflexionó. Cerró los ojos, respiró hondo, agachó la cabeza y siguió pensando. Los de él fueron veinte segundos.—Vea, yo no tengo más opción que creerle… —respondió al fin, sin mucha convicción—. Pero eso sí, le advierto una cosa: donde me entere que el tal Gerardo le sigue coqueteando, voy y le rompo los dientes a ese malparido.Martha comprendió que hablaba en serio, pero evitó mostrarse temerosa. Mantuvo su estrategia de jugadora de póker, hablando con seguridad a pesar de sus débiles cartas.—Se lo repito por última vez: NO LE ESTOY PONIENDO LOS CACHOS CON NADIE. ¿Me entendió? Este temita lo doy por terminado aquí y ahora —sentenció en tono concluyente, dándose la vuelta y apagando la luz.En silencio, Alfonso le rogó a Dios que su mujer estuviera diciendo la verdad. Eligió tener fe, a pesar de la incertidumbre.Martha, por el contrario, estaba llena de certezas. Sonrió en la penumbra. Estaba feliz. Nunca la habían celado. El reclamo de su esposo fue un duchazo refrescante para ese matrimonio que ella quería revivir.

Lo que nadie dijo: desempleados casi suman población de Cali (cap. 13)

Septiembre, 2013

—¿Sí sabe la última? Van a echar gente.

Santiago paró de teclear. Aunque estaba profundamente concentrado, escribiendo un artículo para la edición del día siguiente, semejante “titular” capturó su atención. Arrugó la frente y miró con extrañeza a su compañero Fabio. Instintivamente, levantó la cabeza y escaneó con los ojos aquella amplia sala de redacción que se asemejaba a un “call center”, como queriendo adivinar quiénes eran los desgraciados que ignoraban su mala suerte.No le inquietaba su situación personal. A esas alturas era un reportero joven —de 28 años— que pasaba por un buen momento profesional. Su fuente principal era la Presidencia de la República: una responsabilidad envidiable para muchos en el gremio. Cubrir al Jefe de Estado daba prestigio y buenas conexiones, más en un país donde los medios de comunicación se desvivían por reproducir cuanto suspiro viniera de la Casa de Nariño. Santiago estaba “a salvo”, no porque fuera un gran periodista que investigara a fondo o que se destacara por revelar escándalos, sino porque guardaba una relación conveniente con funcionarios de alto nivel: ellos lo mantenían bien informado —adelantándole noticias o información privilegiada, como inminentes “remezones ministeriales” o simples anuncios de gobierno— , a cambio de un periodismo ausente de crítica.—¿Y a cuento de qué van a echar gente? Están vendiendo más publicidad que nunca —preguntó Santiago sin darle completo crédito a lo que acababa de oír.Fabio hizo una señal con la mano para indicarle que bajara la voz.

—Pues los nuevos dueños del periódico revisaron la nómina y encontraron demasiados editores. En otras palabras, se dieron cuenta de que aquí hay “mucho cacique y poco indio”… Mejor dicho, descubrieron el agua tibia… Pa’ no ir muy lejos, usted sabe que con lo que se gana nuestro jefe le pagan a dos o tres más como nosotros. No es que le esté yendo mal al periódico, sino que concluyeron que pueden facturar lo mismo gastando menos plata. Acuérdese que pasó lo mismo cuando a usted lo “engancharon”.En efecto, el ingreso de Santiago al diario —seis años atrás— se había dado en medio de una intensa reestructuración que descabezó a varios de los periodistas más veteranos. Lo que en su momento fue una conmoción laboral para muchos, significó al mismo tiempo una oportunidad para algunos practicantes que —como Santiago— encontraron vacantes disponibles para iniciar su carrera.—¿Y ya sabe a quién van a echar?—Sé de uno que tiene la salida asegurada —respondió Fabio desviando su mirada hacia un lugar de la redacción para indicar en silencio la ubicación de la víctima.Santiago giró su cabeza con disimulo, siguiendo las pupilas de Fabio.—¿Gonzalo? —cuestionó consternado.Fabio asintió.Santiago, que solía ser indiferente ante cualquier circunstancia ajena a sus propios intereses, sintió pena por el Editor de Reportajes. Incluso, se quedó mirándolo con algo de angustia. Recordó que tenía una hija de ocho años y que hace poco había pedido un préstamo bancario para comprar un apartamento tres veces más grande que el anterior. La memoria de Santiago también se activó con una noticia reciente que había leído en el último año y que no era nada alentadora sobre el futuro inmediato de Gonzalo: “Mayores de 50 años duran hasta 19 meses buscando empleo”.—Como usted se imaginará —continuó Fabio—, ya media redacción sabe que van a echar a Gonzalo, pero él no tiene ni idea. Y no se le haga raro que le avisen al pobre el mismo día en el que le van a acabar el contrato…Fabio hizo una pausa. Su expresión se tornó melancólica, lastimera, y sus ojos se quedaron inmóviles en un punto indeterminado del piso, como dándose espacio para imaginarse la situación a la que pronto tendría que enfrentarse su colega.—Esa vaina debe ser muy dura… —añadió— llegar un día como si nada a la oficina y enterarse de repente de que no va a recibir la próxima quincena… pero eso sí, las cuentas por pagar seguirán llegando puntuales todos los meses.Santiago se preguntó qué habría pasado con aquellos periodistas que quedaron desempleados seis años atrás. Hizo una rápida búsqueda por sus recovecos mentales y halló a ocho de ellos: dos estaban como jefes de prensa en instituciones estatales de mediano presupuesto; cinco hacían parte de oficinas de comunicaciones en organizaciones públicas o privadas —las mismas que solían ser sus fuentes de información—; uno más tenía una “empresa” de relaciones públicas en la que el único empleado era él mismo.No tenía pistas de otros siete: “¿Dónde andarán? ¿Habrán cambiado de oficio? ¿Se habrá muerto alguno?”, pensaba. Sintió intriga por el destino de aquellos

“desaparecidos” y pronto se le llenó el alma de vergüenza al darse cuenta de la indiferencia y el olvido —el de él y el de otros periodistas— hacia esos compañeros de trabajo que un día amanecieron sin con qué pagar el mercado.En medio de sus reflexiones, otra noticia —de principios de 2013— vino a su memoria: “Si los desempleados fueran un país, sería el sexto más poblado del mundo”. Más preguntas lo inquietaron: “Si son tantos, ¿por qué uno no los ve?”. Pronto se dio cuenta de que sí conocía a varios, pero que había olvidado su situación tan pronto como pasaron de largo por su camino: el fotógrafo de la Vicepresidencia, a quien no le habían renovado el contrato por prestación de servicios; una compañera de oficina de su madre, que no aguantó la carga laboral y renunció creyendo que tenía otro puesto asegurado; un amigo de la universidad que le había escrito hace poco por Facebook, contándole que llevaba seis meses sin conseguir trabajo; la esposa de uno de sus primos; el hermano de una de su exnovias; el tío de la novia de su hermano.Santiago supuso que la consciencia humana —o al menos la suya— tenía la capacidad de anular cualquier tragedia impropia, engavetándola en un cajón neuronal marcado con el rótulo de “no me afecta”. Sus pensamientos lo condujeron a otro análisis: el desempleo no era un drama que podía vencerse, sino una realidad latente y constante que dormitaba sin hacer escándalo cuando los niveles de desocupación eran considerados “normales”. Se sintió algo estúpido al recordar el ingenuo y pobre cubrimiento informativo que había hecho del discurso del presidente Juan Manuel Santos el pasado 20 de julio —en la acostumbrada instalación de la legislatura— cuando el Jefe de Estado destacó que el desempleo había bajado a 9,4 por ciento y que durante su gobierno se habían creado 2,3 millones de puestos de trabajo, la misma cantidad de habitantes que tenía Cali. Santiago no pudo evitar la curiosidad y buscó el reporte completo del Departamento Nacional de Estadística: descubrió que los desocupados eran más de 2,2 millones. Mentalmente redactó un titular que ningún periódico había escrito: “Desempleados casi igualan a la tercera ciudad más poblada de Colombia”. Hace quince años, cuando apenas comenzaba la gritería mediática por los estragos de la crisis económica, la cifra era mucho menor —los desempleados solo alcanzaban para ocupar Barranquilla—. Lo paradójico es que ahora, a pesar de ser más, el número de desocupados no generaba un debate nacional.Año 2020Santiago paró de teclear. Hasta ese punto le habían fluido las palabras del capítulo 13, casi de corrido, como si un espíritu con deudas pendientes lo hubiera poseído para enviar un mensaje desde el más allá. Tras releer los párrafos, no entendió muy bien para qué había recreado esa escena de hace siete años. Dedujo que su subconsciente le estaba queriendo decir algo.Calentó un tinto y prendió un cigarrillo. Era el décimo que se fumaba en apenas hora y media. El olor de las colillas acumuladas en el cenicero y el sabor del café en la boca le recordaron la figura de Gonzalo: el veterano Editor de Reportajes solía abordarlo después de almuerzo, con la ropa empapada de nicotina y empuñando su acostumbrada bebida caliente, para especular de manera inútil sobre política y paz. El último día que

caminó entre los puestos de la redacción, lo dedicó a despedirse de tantos periodistas, fotógrafos y diagramadores como pudo, con una sonrisa nostálgica pero sin una gota de resentimiento en sus ojos. “Buena suerte, ‘Santi’”, le dijo entonces aquel hombre antes de salir por la puerta hacia un futuro desasosegante. Seis meses después, nadie estaba preguntando por él.Santiago pensó en Alfonso y lo comparó con Gonzalo. A diferencia del primero, su veterano colega había sido amable y generoso con los demás, genuinamente modesto ante cada felicitación o reconocimiento, y sinceramente humilde frente a los errores cometidos. Le pareció injusto que un buen hombre terminara compartiendo las mismas desgracias de su padre —no solo el desempleo, sino también el olvido colectivo—, más aún cuando la coyuntura económica de 2013 —al menos la que aparecía en las noticias— reflejaba cifras positivas y alentadoras sobre el presente del país.Se fue a la cama con una sensación de incomodidad que al principio atribuyó al exceso de cigarrillo. Volvió a reflexionar sobre lo que había escrito y se percibió aún más fastidiado. Media hora después, comenzó a llorar. De repente entendió la razón de su intranquilidad: se sentía culpable porque durante los últimos 20 años había juzgado a su padre como un hombre malo que mereció padecer la miseria de su fracaso; había reducido la desdicha de Alfonso en una expresión mezquina y simplista: “bien hecho”. Aquel cuento extraño que acababa de escribir en el capítulo 13 —sobre la indiferencia hacia otros desempleados— era en realidad un acto de contrición por haber sido indolente con el hombre desgraciado que a diario se encontraba en casa, con el padre de familia sin trabajo que nunca dejó de esforzarse por surtir su hogar, así fuera con papel higiénico robado de algún centro comercial.

AdicionalesLOS ROSTROS DEL DESEMPLEO

Las conmovedoras imágenes que produjo la simple convocatoria hecha por la Empresa de Acueducto de Bogotá para contratar 30 limpiadores de alcantarillas, son la más desgarradora muestra del drama humano y personal que significa no tener trabajo. En esas interminables filas de varios días, de más de siete mil aspirantes a retirar un formulario, había profesionales, amas de casa, jóvenes que nunca han podido tener un empleo, ejecutivos que lo han perdido...La desesperación reflejada en el rostro de estos compatriotas, dispuestos a cumplir una labor tan poco grata, por una remuneración que apenas supera el salario mínimo, retrata con patética elocuencia el calvario que hoy viven más de tres millones de colombianos desempleados.Los testimonios de esos ciudadanos, registrados por los medios, cuentan la misma triste historia: desprovistos de fuentes de subsistencia al haber perdido sus trabajos; imposibilitados para ejercer los oficios para los cuales estudiaron con enormes sacrificios; con sus ahorros agotados, tras meses y hasta años de buscar empleo, están listos a aceptar cualquier ocupación para hacer frente a la necesidad de mantener a la familia, alimentarse, salvar la vivienda. Ellos son el rostro humano de un problema que reclama la atención prioritaria de la nación.El pésimo comportamiento económico del último año y medio ha acrecentado la desocupación en sectores tan importantes como la construcción. La crisis de la industria, el comercio y el sector financiero no solo ha contribuido a agravar el fenómeno sino que ha generado una reducción de los recaudos tributarios, limitando el campo de maniobra del Gobierno para impulsar programas de inversión y empleo.Las cifras hablan por sí solas. En las siete principales ciudades, 250 mil profesionales y 800 mil bachilleres están desempleados, y más de 700 mil de los ahora desocupados trabajaban anteriormente en los sectores de comercio, industria y servicios. En la construcción el subempleo ha aumentado hasta el 60 por ciento y la generación directa ha disminuido en 22 por ciento.El deterioro social que representa una cifra de desempleo del 20 por ciento, obliga a que una de las prioridades del Gobierno en el corto plazo sea combatirlo frontalmente. Se creó una Misión de Empleo, pero aún no se sabe en qué paró la orden impartida hace varios meses por el presidente Pastrana para que los Ministerios propusieran fórmulas de aplicación inmediata. Entretanto, los pronósticos son desalentadores.Según el Ministerio del Trabajo, no se descarta que el desempleo se mantenga y aun aumente en los próximos meses como consecuencia de la reducción de personal en las entidades públicas. Por otra parte, la creación de nuevos puestos

de trabajo en el sector privado no será inmediata, pues ella solo podrá derivarse de una recuperación económica que hasta ahora se insinúa.En las condiciones de criminalidad y violencia que vive el país, estos índices de desempleo resultan particularmente alarmantes y explosivos. Por ello es indispensable adoptar medidas urgentes y audaces para desactivar este polvorín en cierne. Reducir la jornada laboral con el fin de abrir nuevos espacios para la contratación de trabajadores o intensificar los programas de capacitación para que las personas se adapten más fácilmente al mercado laboral, son alternativas factibles pero no suficientes. Gobierno, empresarios y organizaciones sindicales deben plantear y concertar fórmulas de solución que tengan incidencia real sobre el desempleo. Y es de esperar que lo hagan ya, cuando el problema está adquiriendo las dimensiones de una catástrofe social.

"Estar desempleado no es pecado, pero qué 'oso'" (cap. 14)

Año 2020

Santiago solía ver a sus padres al menos una vez por semana. Así había sido durante los últimos seis años, cuando se fue de la casa para darse una vida de soltero independiente, tras concluir que no podía posar de periodista exitoso y donjuán si aún seguía viviendo con “la mamita”, y menos cuando tenía que encamar a sus conquistas en las trajinadas sábanas de un motel. Desde entonces el contacto con Alfonso y Martha se limitaba al almuerzo de los domingos.Esta vez motivado por la novela que estaba escribiendo, Santiago quiso aprovechar la visita para capturar algunos detalles más precisos sobre la apariencia física de su padre. Lo que descubrió en su análisis le resultó sorprendente: las canas cubrían tres cuartas partes de su pelo, la piel del cuello ya había empezado a descolgarse, las arrugas parecían marcadas por un bisturí, las bolsas en sus ojos brillaban y los párpados caídos opacaban su mirada. De repente, se dio cuenta de todo lo que había envejecido Alfonso, como si se lo acabara de encontrar después de dos décadas de ausencia.—¿Cuántos años es que tienes, papá? —preguntó Santiago en la mesa, aprovechando que su madre estaba metida en la cocina.Sin embargo, Martha —que toda la vida tuvo un oído peligroso para cualquier conversación que quisiera mantenerse en privado— interrumpió a gritos desde el otro lado de la pared:—¡Jah! ¡Ya empezó mi niño con sus cuestionarios controvertidos!Santiago sonrió. Alfonso también y miró a su hijo con cara de “ahí está pintada la metida de su mamá”.

—Tengo 60 años… ¿Sabes? Me gusta decirlo en voz alta porque me recuerda que estoy a solo dos años de alcanzar mi pensión.Era la segunda sorpresa que Santiago se llevaba en el día. Le resultó inverosímil que su padre hubiera cotizado lo suficiente para tener derecho a una pensión.—¿En dos años te pensionas? —preguntó con algo de consternación.—Imagínate. ¡Ni yo me lo creo! —respondió su padre emocionado.—Pero si apenas te volviste a emplear con este trabajo que tienes ahora. Ahí llevas nueve años, desde el 2011, ¿verdad? Pero antes duraste 13 años desempleado, desde el 98, ¿cierto?... ¿Cómo te alcanza eso para cotizar las horas que se necesitan?Alfonso arrugó los ojos, extrañado de la incredulidad de su hijo y, al mismo tiempo, intimidado de que Santiago tuviera tanta claridad sobre unas cuentas que ni él había hecho.—Pues, qué te digo… Yo dejé de cotizar los primeros dos o tres años, pero después volví a hacerlo, así fuera con lo mínimo.—¿Y con qué plata? —insistió Santiago, dándose cuenta al instante de que sus preguntas ya estaban adquiriendo tono de fiscal.—Eh… digamos que yo sí estuve desempleado todo ese tiempo, y sobre todo al principio no encontré nada… pero luego hice varias cositas temporales que me dieron algo de respiro. Es que… al desempleado igual le toca trabajar.—Y eso sí me lo tiene que agradecer a mí —interrumpió Martha de nuevo, mientras salía de la cocina para alistar la mesa—. Yo sí le dije a su papá que tenía que seguir cotizando a salud y a pensión con cada pesito que recibiera.En la consciencia de Santiago empezaron a activarse algunos recuerdos difusos y aislados, como las primeras gotas de una llovizna inesperada. Memoró a su padre hablando en el teléfono sobre una clase que dictaría a unos alumnos de ingeniería, o lavándose las manos ennegrecidas tras intentar arreglar una máquina en quién sabe qué empresa, o redactando en el computador un documento para algún fulano que luego le pagaría una chichigua. Alfonso, entre 2001 y 2011, había dado tumbos en posiciones inestables: como independiente, con contratos de medio tiempo, o por prestación de servicios, o por horas, o recibiendo pagos en efectivo de pequeñas empresas que buscaban evadir los costos que implicaban una relación formal de trabajo.Santiago se reafirmó en que no había prestado suficiente atención a la vida de Alfonso. A pesar de haber convivido con él hasta los 29 años, casi había ignorado su existencia desde los 17, cuando comenzó a estudiar en la universidad. Había dejado de verlo a la cara y por eso desconocía los nuevos detalles de su evolución física. No sabía que aspiraba a una pensión porque nunca más se tomó la molestia de indagar en qué andaba o de dónde venía. Simplemente dejó de importarle cómo hacía para sobrevivir al desempleo y conseguir de vez en cuando dinero, aunque fuera insuficiente. Quizá, pensó Santiago, durante muchísimo tiempo ni siquiera le preguntó algo tan sencillo como “¿cómo estás?”.Dos escenas puntuales se dibujaron con nitidez en su mente, redescubriendo que su padre se había dedicado a asuntos mucho menos relevantes que dar clases, arreglar

máquinas o brindar asesorías insignificantes.La primera imagen correspondía a un mediodía de domingo en el que Alfonso salió del apartamento con un costal de cornetas a la espalda. Iba a venderlas a los hinchas de fútbol que esa tarde acudirían al estadio El Campín. “¿Me acompañas?”, le preguntó entonces Alfonso a su hijo, sonriendo tímidamente para esconder la vergüenza que en el fondo sentía. “No puedo. Tengo que estudiar”, mintió Santiago. Le había comprado las cornetas a uno de las cuñados de Martha —un rebuscador dedicado a comerciar en zonas populares cuanto trebejo se le atravesara—, quien le aseguró que podría ofrecerlas a un precio 10 veces mayor. Al final del día, Santiago observó a su padre regresar con la cara insolada, cargando el costal casi intacto. Luego se enteraría por su madre que las cornetas estaban defectuosas y que había vendido apenas cinco —dos de las cuales le fueron devueltas por compradores insatisfechos—.El segundo recuerdo: una noche de estudio en la que Santiago hacía un trabajo en el comedor del apartamento, con tres de sus compañeros de universidad. Alfonso se acercó a ellos con agua de panela y galletas saladas, invitándolos a tomarse un descanso. Fue una estrategia para capturar la atención de los jóvenes y enseñarles la utilidad de unos productos que había adquirido recientemente a través de un sistema de ventas multinivel: una forma de mercadeo de algunas multinacionales que reclutaban vendedores sin pagarles salario, pero que prometían grandes ingresos a quienes encontraran más adeptos que se sumaran a la cadena. Alfonso se esforzó ese día en demostrarles a los amigos de Santiago la eficacia de una crema dental, asegurándoles que su uso requería mucha menos pasta por cada lavada —lo que significaba un “gran ahorro en comparación con otras marcas comunes”—. Hasta hizo una “prueba de calidad”: utilizó un cepillo para restregar la crema que él vendía contra una tabla de acrílico y repitió el mismo procedimiento con otra crema cualquiera, indicando al final que su producto no rayaba los dientes. Santiago, profundamente apenado, intentó morderse la lengua para no interrumpir la demostración, pero tuvo que intervenir cuando Alfonso se puso molestamente insistente: “Por favor, papá —le dijo mirándolo con reproche—, ellos ya dijeron que no. Tenemos que seguir trabajando”.Santiago se preguntó cómo era posible que hubiera anulado ese tipo de recuerdos. Sobre todo porque Alfonso no pasó desapercibido para nadie durante su época de “evangelizador de las ventas multinivel”. Si bien al principio intentó ofrecer de manera directa los productos, pronto se enfocó en persuadir a otros para que se unieran a su red, y así ganar comisión por cada negocio que hicieran los demás. Durante tres años aprovechó cualquier ocasión para hablar del tema: la reunión de padres de familia de Miguel; los grupos de estudio de Martha; los encuentros familiares en razón de un cumpleaños o de la misma Navidad; incluso, un par de funerales. Si antes era incómodo conversar con él —porque no había nada que preguntarle a un hombre callado que pasaba los días en su casa y no tenía nada nuevo para contar—, luego se tornó fastidioso aquel renovado aire de entusiasmo acompañado de una intensa verborrea sobre cómo todos podían hacerse millonarios con el novedoso sistema.

El impulso se le acabó un 31 de diciembre en la casa de su suegra, cuando escuchó sin querer a dos de las hermanas de Martha mientras tomaban tinto en la cocina: “Pobre Alfonso. Cuánto tiempo lleva metido en ese cuento. Y quiere convencernos de que así se puede hacer plata cuando él ni siquiera puede comprarse ropa decente. ¿Vio cómo tiene de desgastados los cuellos de las camisas? Yo sé que estar desempleado no es pecado… pero qué ‘oso’”. En esa lejana víspera de Año Nuevo, Santiago también oyó accidentalmente a sus tías. Estaba junto a su padre. Santiago desvió instintivamente los ojos hacia el cuello roído de Alfonso y no solo sintió pesar por él, sino que le produjo inmensa ira el impertinente cuchicheo de ese par de mujeres entrometidas. Quiso entrar a la cocina para gritarles que no fueran tan sapas y desconsideradas, pero su padre lo detuvo agarrándolo del brazo e indicándole con una mueca que no valía la pena. Una vez más recibió de él esa sonrisa de resignación que denotaba una dolorosa vergüenza.Ahora, sentado a la mesa con sus padres, Santiago pensaba en cuántas veces pudo haber repetido Alfonso esa expresión durante toda su vida, cuántas veces tuvo que sentirse apenado de verse fracasado ante los demás: desde cuando los celadores de su conjunto residencial le notificaron que a los morosos no les podían seguir guardando su correspondencia en los casilleros —ni anunciarles a un visitante a través el citófono—, hasta cuando tuvo que decirles a sus padres que iba a entregar el apartamento que le ayudaron a pagar o que vendería el carro que le regalaron y que estaba oxidándose en el parqueadero a falta de una batería que no tuvo cómo remplazar. La misma sonrisa vergonzante tuvo que haber aparecido en su rostro cuando leyó lo que alguien escribió con los dedos sobre el polvo acumulado en su Chevrolet Monza: “Lávelo, pobre”.—Es que mi Dios es muy grande —añadió Alfonso, ingenuo de las reflexiones que hacía su hijo.—¿A qué te refieres? —preguntó Santiago con algo de exasperación, negándose en el fondo a aceptar que Dios estuviera involucrado en esa existencia tan azarosa.—Pues… a lo que te acabo de decir. Pensionarme después de haber pasado por tanto es una bendición.Los sentimientos de Santiago distaban mucho de esa gratitud hacia Dios. Para él, la realidad era que Alfonso, en su empleo vigente —con 60 años—, recibía un salario equivalente al promedio de un profesional recién egresado. En dos años, el monto mensual de su pensión sería aún menor que el ingreso actual. En la práctica, su padre seguiría siendo un varado, sin carro ni apartamento propio, un hombre eternamente atrasado en el pago de algo, un tipo jodido que cada mes tenía que pedir plata prestada. “¡Qué va! —pensó Santiago frustrado—. Pensionarse con tan poco, después de haber pasado por tanto, es una maldición”.—Bueno, pero cuéntanos algo de ti, hijo —intervino Martha, queriendo cambiar de tema al notar cierto malestar de Santiago frente al conformismo de su padre—. ¿Qué más de mi nieta? ¿Cómo está Marianita? Hace como dos semanas que no la traes.Santiago sabía que, tarde o temprano, tendría que contarles sobre los efectos que la nueva crisis del país estaba teniendo en su hogar.

—¿Y Natalia? —insistió Martha—. Uno no puede andar por ahí sin su esposa. ¿Cómo van ustedes?La respuesta de Santiago fue premeditadamente cortante:—Mal.

La esperanza no es lo último que se pierde: es la casa (cap. 15)

Año 2020

—¿Y por qué nos tenemos que ir? —preguntó Mariana con su aguda vocecita.Santiago la levantó en brazos y la recostó contra su hombro.—Es solo por unos días. Tus abuelos te van a consentir y tu mamá va a estar contigo—respondió él.Las cuatro valijas ubicadas junto a la puerta principal del apartamento indicaban que sería una ausencia mayor a “solo unos días”.El timbre sonó. Santiago abrió y estrechó la mano de su suegro. Fue incómodo para ambos.—¿Estas son todas las maletas? —preguntó don Raúl.—Sí —se apresuró a contestar Santiago antes que Natalia—. Si quiere, por favor, vaya yendo con Mariana. En un minutico yo ayudo a bajarlas.Don Raúl recibió a la niña.—Te espero en el carro, hija— dijo antes de retirarse.Santiago y su mujer se quedaron solos, sin atreverse a cruzar miradas. No tenían nada más que agregar a lo ya hablado, pero sentían que algo había que decir en un momento como ese.—Eh… Yo… —empezó él, agitando levemente la cabeza de lado a lado, como intentando encontrar las palabras adecuadas— pues, entiendo que hayas querido irte… Las cosas no han sido fáciles conmigo últimamente… Pero… por lo pronto, te pido que me dejes visitar a la niña… Esto… pues, no deja de ser difícil y la que menos debe sufrir, pase lo que pase, es Mariana…

Natalia se cruzó de brazos. Sus ojos tristes estaban cargados de reproche.—¿Eso es todo lo que vas a decir?Santiago encogió los hombros.Decepcionada ante el silencio de su marido, Natalia procedió a llenar el vacío:—Pues… qué te digo… Por lo de Mariana no te preocupes. La verás cada vez que quieras. Yo sí debo decir que… pues… que yo sí tomé la decisión de irme, pero… la verdad es que tú tampoco me pediste en ningún momento que me quedara… Eso me deja un mensaje muy claro.Santiago volvió a quedarse mudo, esta vez no por falta de palabras, sino porque no quería responder al cuestionamiento.—Bueno… —concluyó ella con desilusión— tampoco ahora estás pidiendo que me quede.Agarró dos de las valijas y salió. Santiago cogió el otro par y siguió a su esposa hasta el carro de don Raúl. No se dieron ni un abrazo ni un adiós. Natalia se subió en el puesto del copiloto sin dar espacio para despedidas. Santiago apenas alcanzó a abrir la puerta de atrás para darle un beso a su hija.***La soledad del apartamento le pareció liberadora: no más peleas, ni reclamos, ni miradas de resentimiento. A Santiago ni siquiera le inquietaba la partida de Mariana. Sabía que ella estaría bien bajo el cuidado de sus abuelos maternos.Eso no significaba que estuviera tranquilo. Además de la preocupación por las deudas que seguían en aumento —y la incertidumbre sobre cómo pagarlas—, le perturbaba el sufrimiento de Natalia. Pesaban sobre él las lágrimas que ella estaría expulsando de camino a casa de sus padres. No obstante, la decisión estaba tomada. No prolongaría la existencia de un hogar sumido en la resignación y el pesimismo. Eso ya lo había vivido con Alfonso.Año 2007La graduación de Santiago fue un gran acontecimiento que causó revuelo en su familia materna. La modesta celebración —en casa de la abuela— fue aún más conmovedora que la realizada en 2002, cuando Martha se graduó como contadora a los 40 años. Del grupo de primos, Santiago era el único que hasta ahora obtenía un título profesional —comunicador social y periodista— y eso constituía un orgullo colectivo, un logro que se entendía como propio en una parentela de estirpe campesina que al fin veía a uno de los suyos empuñar un cartón aún siendo joven.El grupo de casi 20 personas —contando a los cuñados— solía festejar ocasiones especiales dándose un banquete de fríjoles con garra. Pero esto ameritaba algo más “gourmet”. Esa fue la expresión que usó la madre de Santiago cuando decidió preparar una “exquisita lasaña de berenjenas”, a pesar del rechazo generalizado por parte de esa “partida de incultos” que no consideraba como almuerzo a nada que se sirviera sin carne, pollo o pescado. Aún así todos comieron y la mayoría repitió, sin desaprovechar la oportunidad para burlarse del novedoso menú: “Claro, como ahora ‘el graduado’ es de mejor familia, se ponen de creativos con la comida”; “¿Qué nos van a ofrecer la próxima vez? ¿Lechona vegetariana?”; “Que no se las vengan a dar de café con leche

deslactosada”; “Se creen la última Coca-Cola del desierto…, pero Coca-Cola dietética, ¿eh?”; “Es que ellos comen repollo y cagan ‘re-fino’”.Fueron más serios a la hora del brindis. La champaña —aunque barata— solemnizó el momento. La primera en hablar fue Martha. Pronunció un sentido y predecible discurso sobre lo gratificante que era haber sacado a Santiago adelante en medio de tantas dificultades, sin omitir el cliché de que lo único que los padres pueden dejarles a los hijos es la educación. A varios se les aguaron los ojos cuando agradeció a dos de sus hermanas por la ayuda que le dieron para completar la matrícula de algún semestre, o para comprarle ropa nueva a Santiago, o para pagarle la ortodoncia. Después la abuela habló de lo feliz que se sentía por haber alcanzado a vivir para ver al menos a uno de sus nietos como profesional. Luego vinieron las tías, quienes aprovecharon su turno para enviarles indirectas a sus respectivos hijos sobre cómo debían seguir el ejemplo de Santiago.Él último en intervenir fue Alfonso. Había permanecido al margen del festejo y eso fue más que evidente para los demás, como ocurre con una figura gris que termina por destacarse en medio de un paisaje colorido. No hizo falta que pidiera la palabra. Ya todos habían hablado, de manera que el silencio y los ojos expectantes sobre Alfonso indicaron que era su turno.—Primero que todo, hijo, felicitaciones —dijo en un tono de fría cordialidad que sonó odiosa—. El paso que acabas de dar es apenas natural y necesario para cualquier persona que quiera progresar…Hizo una pausa para tomar un sorbo de champaña y continuó:—Yo no quiero ser ave de mal agüero, pero puedo decir por mi experiencia que lo que se viene es la parte más difícil. Cada año se gradúan miles de personas y todas salen a competir en un mercado laboral que a veces no tiene vacantes suficientes. El verdadero cartón se gana allá afuera y de nada sirve celebrar hoy si el día de mañana uno se levanta con la intranquilidad de estar sin trabajo. La prioridad ahora es conseguir empleo y ojalá uno que sea estable. El resto son palmaditas en la espalda. Igual, sabes que te deseo lo mejor y espero que este instante de felicidad… pues… espero que no sea solo eso: un instante.A Santiago le supieron a mierda los malos augurios de su padre. Solo años después comprendería mejor el por qué de esas palabras desesperanzadoras —cuando escuchara al presidente Obama hablar de cómo sus abuelos y bisabuelos vivieron en Estados Unidos tras la crisis del 29, padeciendo un largo periodo de miseria que logró quebrantar, incluso, a los hombres de espíritus más fuertes—, pero en ese momento le pareció malaleche que, mientras el resto interpretaba su graduación como una oportunidad, Alfonso la entendiera como el primer paso hacia el fracaso.Tampoco es que le sorprendiera esa actitud. Creía que de haber dependido de su padre nunca hubiera ingresado a una universidad. Toda la gratitud la tenía guardada para Martha. En 2001, cuando pasaba sus últimos días en el colegio, ella le aseguró que seguiría estudiando a como diera lugar, a pesar de la diaria incertidumbre económica en la que vivían: “Tú preocúpate por buscar universidad. De lo otro nos encargamos tu

papá y yo. La plata tendrá que salir de algún lado”. Incrédulo, Santiago quiso confirmar con Alfonso si lo que decía su madre era posible. En el fondo, quería encontrar en él la misma determinación de Martha —o al menos esperaba que le mintiera para darle esperanza—, pero se estrelló contra una indeseable franqueza: “La verdad no creo, hijo. No veo cómo podamos pagarte una carrera. Ahorita la prioridad es conseguir la plata para la matrícula del otro año en el colegio de Miguel. Tú ya vas a ser bachiller y lo más importante es darle esa misma oportunidad a tu hermano”.Desde entonces Santiago se desentendió por completo de Alfonso. Todo asunto de su vida —que debiera ser consultado o solicitado al interior de su hogar— lo empezó a tratar de manera exclusiva con Martha, desde los libros que necesitaba comprar, hasta los permisos para salir con sus nuevos amigos. Tal y como lo dijo su madre, de algún lado salió la plata semestre tras semestre. Martha acudió a cuanta cosa estuvo a su alcance: préstamos con familiares y compañeros de oficina, horas extra en la universidad en la que trabajaba y asesorías contables que hacía por su cuenta para clientes ocasionales —trasnochando hasta las dos o tres de la mañana—. Las primas y cesantías que recibía periódicamente se esfumaban tan pronto le eran consignadas, dirigidas casi en su totalidad a aliviar las deudas más urgentes. El empleo estable de Martha también fue útil para deshacerse de las tarjetas de crédito que seguían usando con alguna frecuencia —forzados por algún gasto ineludible—: la universidad decidió otorgarles préstamos a sus trabajadores, exclusivamente para cancelar sus obligaciones con los bancos, a cambio de que entregaran el “dinero plástico”.Para Santiago, su madre fue una verdadera heroína durante los años más duros de la crisis. Y mientras atribuía a ella todas las cosas buenas que habían pasado en su vida, culpaba de lo malo a su padre. Particularmente lo responsabilizaba por la mayor de todas las pérdidas que tuvieron como familia: el apartamento. A su juicio, Alfonso fue un irremediable pesimista y un resignado perdedor que —a diferencia de Martha— no hizo lo suficiente para evitar semejante despojo.Esa cruda percepción estaba viciada por un sentimiento revanchista, producto de una breve conversación que sostuvo con su padre el mismo día que debieron trastear sus corotos, cuando Santiago —a sus 18 años— quiso darle ánimo diciéndole que todo iba a estar bien y que “la esperanza es lo último que se pierde”. Alfonso rechazó entonces el tono condescendiente de su hijo y lo acusó indirectamente de la situación: “Qué va —respondió con fastidio—. La esperanza se me fue hace rato. Lo último que se pierde es la casa propia. Solo espero que su universidad valga le pena por este sacrificio que estamos haciendo”.

El que se casa por conveniencia, se separa por necesidad (cap. final)

Año 2020

“Esto es lo que he estado escribiendo”. Solo eso decía el correo electrónico que Santiago le envió a Natalia, adjuntándole los capítulos de la novela que no le había compartido. Sabía que su mujer tardaría menos de dos horas en leerlos y que tan pronto lo hiciera recibiría su llamada.Todo estaba listo para la mudanza. A la mañana siguiente Santiago entregaría el apartamento embargado por el banco. Había acordado con Natalia que “aprovecharían” la coyuntura para darse un respiro y vivir separados durante algunos días: él iría a un diminuto “apartaestudio” en arriendo y ella se mantendría en casa de sus padres, a donde llevarían buena parte del trasteo que no cabía en el otro lugar.La verdad es que Santiago quería divorciarse. Por supuesto, muchas cosas lo hacían dudar. Y como le pasa a cualquiera que está a punto de decidir un rompimiento, se llenó de esa nostalgia manipuladora en la que prevalecen los buenos recuerdos y se minimizan los malos momentos. Abrió una de las cajas de la mudanza y de allí extrajo el portarretratos de su matrimonio. El vidrio que cubría la foto estaba destruido. Se quedó viendo la sonrisa infinita que Natalia y él tenían en la imagen. Estaba tan feliz cuando la vio caminar hacia el altar con su porte de modelo hermosa y altiva, orgulloso de haber conquistado a semejante mujer imposible que era una realidad para él y que los demás solo podían contemplar. El día que se casó tenía plena certeza sobre el futuro: nada malo podía pasar mientras permaneciera al lado de aquella abogada bella e inteligente, graduada de Harvard, llena de mundo, hija de un influyente concejal

bogotano que no solo les había regalado parte del apartamento que estrenarían al día siguiente, sino que también costeó la pomposa ceremonia que embelesó a la familia de Santiago. “Ahí quién lo ve —le dijo a carcajadas una de sus tías, animada por las cantidades de fino güisqui que por primera vez consumía en su vida—. Por ahí dicen que solo hay dos maneras de hacerse rico: una es naciendo en cuna de oro; la otra es casándose con alguien que haya nacido en cuna de oro”.Aunque ya todo lo había escrito de manera implícita en el libro, no dejaban de sorprenderle las coincidencias entre la historia de sus padres y la de él con Natalia: cómo su madre se casó con un hombre de buena familia que despertaba admiración —y que en algún momento le permitió soñar con una vida mejor—, para luego terminar reducidos a una rutina conflictiva por cuenta de la crisis. Natalia, igual que Alfonso en su adolescencia, fue una niña consentida que no necesitó mover un dedo para tenerlo todo. Cada uno de los trabajos que desempeñó fueron gracias a las influencias de don Raúl y nunca se destacó por nada distinto a su soberbia. En el fondo, su mayor ambición siempre fue la de formar un hogar y a eso se dedicó con entusiasmo durante los primeros meses de vida de Mariana, poniendo en pausa aquella trayectoria profesional hecha a punta de palancas. La roya cayó sobre el país y sobre su familia justo cuando ella quiso retomar sus actividades laborales. En 2018, mientras Colombia sufría un nuevo periodo de recesión que pronto dejaría como saldo más de cuatro millones de desempleados, don Raúl padeció las consecuencias de una fulminante derrota en la elección de Congreso: los sufragios obtenidos, en su primer intento por ser representante a la Cámara, no solo fueron insuficientes para ganar una curul, sino que todos los candidatos de su movimiento se quedaron sin derecho a reembolso por reposición de votos. El padre de Natalia había empeñado su patrimonio y no tuvo cómo recuperarlo; su grupo político —con el respectivo poder burocrático— quedó sepultado para siempre.Santiago había empezado a escribir el libro nueve meses atrás, justo la noche que vio en su baño una larga tira de papel higiénico que su esposa tomó de un centro comercial. Desde ese día no pudo quitarse la idea de estar conviviendo con la versión femenina del hombre que menos admiraba en el mundo: su padre. Los capítulos no aparecieron al ritmo de recuerdos aislados, sino a la par de cada nueva situación que iba viviendo con Natalia y que le hacían recrear aquellos desesperanzadores días de su adolescencia: el atún que ella compró una noche a falta de plata para cenar algo más elaborado; el miedo de Mariana cuando él rompió el portarretratos en un momento de furia; la conversación de alcoba en la que Natalia le preguntó si le estaba poniendo los cachos con alguna colega del periódico (cosa que era cierta); la inmensa fila que ella hizo en Corferias —en el mismo lugar en el que Alfonso estuvo 30 años atrás— para dejar su hoja de vida y aspirar a uno de cien cargos públicos que ofreció el Gobierno en una convocatoria abierta; los productos cosméticos que su mujer había empezado a vender a través de un sistema multinivel.El último episodio había ocurrido hace tres semanas, en la reunión anual que hacía la familia de Santiago para jugar al amigo secreto. Mientras sus tías y primos

carcajeaban en medio de las acostumbradas burlas, Natalia permaneció aislada y amargada en una esquina. Martha quiso consolarla con palabras similares a las que Santiago empleó años antes para darle ánimo a su padre: “No se preocupe, mija. La esperanza es lo último que se pierde”. La respuesta de Natalia fue casi idéntica a la de Alfonso: “Ay, suegra… la esperanza la perdí hace rato… ahora lo que vamos a perder es el apartamento”.***El celular de Santiago sonó hacia la medianoche. Seis horas después de lo previsto. Pero no era Natalia quien llamaba. Santiago suspiró resignado:—¿Aló?—Hola, hijo. ¿Qué es lo que está pasando? ¿Cómo así que Natalia se fue con la niña a vivir en la casa de los papás?—Nos vamos a divorciar —respondió él con naturalidad, entendiendo que su mujer había llamado a su madre después de leer los capítulos.—Pero… ¿cómo así? ¿Por qué?— insistió Martha confundida.—Así como lo oyes, mamá. Es una decisión tomada. Voy a vivir solo en el apartamento que te había dicho. Mañana le entrego este al banco.—No, hijo… no entiendo. Yo sé que la situación está dura, pero tampoco para…—Mira, esta no es una decisión tomada a la ligera. Simplemente no puedo vivir más con ella. Por favor, agradezco que no te metas. Hablamos luego, ¿vale? Tengo que colgar.Martha, que conocía muy bien el carácter de su hijo, sabía que era capaz de dejarla hablando sola, de manera que se apresuró a detenerlo:—Tu papá y yo leímos lo que le mandaste a Natalia.Santiago se sorprendió. Había calculado que su esposa los llamaría para desahogarse, pero no que les reenviaría la novela. Se quedó mudo y escuchó a Martha en segundo plano, diciéndole a Alfonso “espérame yo hablo sola con él”.—Natalia me llamó —prosiguió Martha bajando la voz—. Estaba muy afectada. Me dijo que tú ya no la querías, que la despreciabas por estar sin trabajo, que… pues… que el libro que has estado escribiendo es una manera de decirle que le recuerdas a tu papá. Yo tampoco sabía que pensabas todas esas cosas de él y… por cierto, me parece algo injusto. De hecho, tu papá quedó como achantado con todas esas cosas que escribiste.Santiago se mantuvo en silencio. Su propósito nunca fue ofender a Alfonso. Había empezado a escribir el libro para exorcizar demonios, en una especie de psicoanálisis para entender por qué había resultado tan agresivo y desconsiderado frente a la desgracia de su propia mujer. Con el tiempo comprendió que en realidad se trataba de un ejercicio para descubrir si estaba dispuesto a convivir de nuevo con lo que él consideraba un lastre.—Supongo que soy muy parecido a ti —dijo Santiago—. Y así como tú no te soportabas a mi papá en esos años… yo… yo simplemente no tolero más a Natalia.—No, no, no… Hijo… sé que ya hablamos de esto, pero de pronto me malinterpretase. Lo del desempleo fue secundario. Yo tuve esa crisis con tú papá por los cachos que me puso, por nada más. ¿Es que ella te ha hecho algo así o qué?

Santiago no pudo esquivar un pensamiento mezquino: “Ojalá me hubiera sido infiel. Así habría tenido una mejor excusa para separarme sin ser el malo del paseo”.—No, qué va… —respondió—. Pero… mira… Esto no tiene reversa… Es más… La verdad es que yo sí he estado viendo a alguien… mejor que lo sepas de una vez.Martha calló por varios segundos.—No puedo creer que me estés diciendo eso… —dijo ella con marcada decepción, dándose una pausa para dejar a un lado el tono conciliador que había usado al principio—. O sea que no solo eres un cobarde que abandona a su familia cuando más te necesita… Ahora resulta que sacaste lo peor de tu padre.A Santiago le parecieron cínicas las palabras de Martha.—No, mamá. Una cosa es poner los cachos porque sí, como lo hizo mi papá, y otra cosa es cuando uno está pasando por un mal momento. Tú misma, en medio de la crisis que tuvieron, terminaste metiéndote con un tipo…—¡Ni se te ocurra decir una estupidez, Santiago! —gritó Martha, olvidándose de bajar la voz—. Si te refieres al “güevón” que mencionas en el libro, te informo que solo fui a tomarme una cerveza con el pendejo ese. No vengas a justificar tu falta de hombría conmigo. ¡Tú y yo no somos iguales! ¿Te quedó claro? ¡¿Te quedó claro?!Martha colgó. Santiago se sintió conturbado. Nunca había recibido semejante carga de enojo de su madre. Volvió a dudar de la decisión que iba a tomar. Empezó a caminar en vaivén por la sala, temeroso de equivocarse con el divorcio y aterrado a la vez de perpetuar su infelicidad al lado de una mujer que desestimaba.El teléfono volvió a sonar. Esta vez sí era Natalia. No contestó. Puso su celular en silencio y prendió un cigarrillo. En su cabeza retumbaban las acusaciones de Martha: “(…) eres un cobarde que abandona a su familia (…) sacaste lo peor de tu padre (…) Tú y yo no somos iguales (…) Tú y yo no somos iguales (…) Tú y yo no somos iguales”. Estaba a punto de colapsar, al borde de expulsar un llanto reprimido, pero no. Se contuvo. De repente entendió que las palabras de Martha lo liberaban: “Yo no soy igual que ella”, pensó con frialdad. Parte de su dilema había estado marcado por la obligación de percibirse tan fuerte y leal como su madre —de acompañar hasta la muerte a su pareja sin importar cuanta desdicha le produjera—, pero ahora podía desentenderse de esa responsabilidad y reconocerse como un cobarde, como un niño asustado que no había dejado de mirar con desconfianza hacia el futuro. Los temores e inseguridades acumuladas en su niñez y en su adolescencia lo habían motivado a casarse por conveniencia. Esos mismos miedos lo excusaban ahora para divorciarse por necesidad.