las promesas del realismo (o cómo una campesina rusa llegó a ser un cuadrado rojo)

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Theo van Doesburg, Composición aritmética, 1930. Óleo sobre tela, 101 x 101 cm.Friedrich Gilly, Estudio de perspectiva, 1798-1799.

Theo van Doesburg, Diseño de color para una habitación de la casa Bart de Ligt, 1919-1920. Fragmento del libro Ilustración creativa, de Andrew Loomis.

RealismoCompulsivoArtistas Universidad Diego Portales

Textos de presentación :RAMÓN CASTILLOGUILLERMO MACHUCA

Texto curatorial :CLAUDIO GUERRERO

27Kazimir Malevich, Realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones, 1915. Óleo sobre tela, 53 x 53 cm .

La política y la ficción de una generación

Los ar tistas que componen la muestra Realismo compulsivo nacieron en la década del 80 del siglo pasado. Para la mayo -ría, la Dictadura es una realidad que conocen sólo a través de documentos y relatos, o bien a través de las huellas de ese periodo que aún perciben en nuestra sociedad. Su vida escolar se desarrolló en los años de la llamada « transición a la democracia», donde los traumas de la Guerra Fría ya eran sólo el tema de algunas películas o bien punzantes fantasmas del pasado. Sí conocieron — conocen— los traumas de los noventa: el anunciado f in de las ideologías, el neoliberalismo

Las promesas del realismo (o cómo unacampesina rusa llegó a ser un cuadrado rojo)

Lo que hemos descubierto nosotros no podrá ser redescubierto.Kazimir Malevich

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transnacional, el delirio del «jaguar latinoamericano» edif ica-do sobre casas «copeva» y chilenos con deudas impagables del tipo «eurolatina». Crecieron en un país en que la justicia no es un valor tanto como un bien a repar tir «en la medida de lo posible».

Han habitado ciudades en las que el mall era una realidad incuestionable. Les guste o no, tienen pocas posibilidades de sentir melancolía de ese Chile mítico de sus padres: de la plaza, de los vecinos que se conocían y respetaban, del alma-cén en cada esquina. Ya no alcanzaron a sentir nostalgia de un mundo sin televisión, a lo más podrán añorar, si gustan, un mundo sin internet. Tienen acceso a una parte importante del mundo desde sus computadores y, por cierto, la mayoría tiene un perf il en una o más redes sociales.

Desarrollaron sus estudios universitarios, y en varios casos también los secundarios, en el mundo hiperconectado y tra-mado por la paranoia del terrorismo de estos primeros años del siglo XXI. Saben de Guantánamo. También en medio de una oleada mundial de movilizaciones que estalló hacia el 2011: la Primavera Árabe, los «indignados» y, en el contexto local, las masivas manifestaciones lideradas por estudiantes escolares

y universitarios, de las que varios participaron como escolares en su versión anterior del 2006. También han escuchado de las crisis que sobrevienen cuando las anteriores aún no habían pasado, de las burbujas inmobiliarias y de todo este lenguaje particularmente abstracto al que nos tiene acostumbrado la especulación económica actual: bonos, créditos, commodities.

Como la mayoría nació después de la Escena de Avanzada (el momento de mayor intensidad vanguardista en el arte chileno contemporáneo), no sienten de cerca la presión que sí sintieron generaciones anteriores —sus profesores— por estar a su altura en lo intelectual, lo simbólica y lo material. Tal vez debido a una formación pasada por el cedazo de lo posmoderno, casi ninguno ubica su identidad en alguna disciplina artística —pintura, escul-tura, grabado u otra—, lo que no obsta de que puedan servirse estratégicamente de estas identidades disciplinares. Trabajan el arte en la era de la expansión: la discusión acerca de lo que es o no es una obra de arte no les quita el sueño. Crecieron en un medio en que estos cuestionamientos obtienen respuestas tan relati-vas que muchos los han abandonado.

En relación a las instituciones locales, han ingresado al mundo del arte en un momento donde existe una quincena de escuelas

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universitarias que ofrecen la carrera de artes visuales, lo que agudiza la competencia entre estas instituciones por establecer una identidad e instalar a los alumnos en el campo local de exhi-biciones y publicaciones, algo que a esta curaduría no le resulta ajeno. De hecho, la promesa de la identidad es aquí una expec-tativa crucial.

De manera más o menos explícita, y con resultados más o menos felices, una curaduría siempre propone alguna clase de identidad entre los elementos que la integran. Apuesta por algo que sería compartido por los artistas, obras o poéticas que se hacen presentes en una exhibición. En nuestro caso, propone-mos una identidad basada en un esquema que llamamos Realis-mo compulsivo. Por tanto, pido algo de paciencia al lector, pues para comprender a qué nos referimos con aquella combinación de palabras, deberemos explicar nuestra política acerca de qué es la realidad, lo real y, luego, el realismo.

La realidad y lo real: es lo mismo, pero no es igual

Más que una fotografía, ver un video o escuchar una grabación de la propia voz en nuestra primera infancia resulta siempre una experiencia alteradora. Sobre todo si la grabación no la hemos

visto nunca antes o, al menos, desde hace un buen tiempo. No es fácil reconocernos en ese ser que tiene una voz chillona y rasgos reconocibles pero sin duda diferentes, que habitó otro tiempo y otro espacio. La realidad es lo que nos lleva a pensar que ese ser y nuestro yo actual conforman una misma unidad, una persona, un mismo individuo; lo real es la incomodidad y la falta de certeza que tenemos acerca de esa identificación.

La realidad y lo real son dos cosas diferentes, antagónicas has-ta cierto punto. La realidad es lo que creemos saber acerca de lo real, y en tal sentido lo real resulta siempre un desborde cuyo contenido es una incógnita, un signo de interrogación. La reali-dad no es más, ni menos, que una respuesta a este desborde, una entre tantas posibles. Lo real, por su parte, es aquello que cada tanto nos recuerda que la realidad es, en estricto rigor, algo que aprendimos. Lo real es eso que queremos pensar que es seguro y absoluto más allá de nuestras impresiones relativas acerca del mundo, en especial cuando descubrimos que son históricas y que lo que hoy sabemos (aprendimos) acerca del mundo no es lo mismo que se supo ayer ni lo mismo que se sabrá mañana. Una vez supimos que la Tierra era una superficie plana y hoy que es una esfera achatada en los polos. Lo real es lo que se escapa a la antigua explicación y que hoy también se sigue escapando.

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Si la realidad es la imagen que nos hacemos del mundo para poder lidiar con él, significa que de ella forman parte Newton con sus leyes y Einstein con su relatividad. También la causali-dad: cómo poder estar seguros, se preguntaba Hume, de que cuando una bola de billar golpee a otra ésta se moverá sólo por-que esto ha sucedido antes otros cientos o miles de veces. En tal sentido, la realidad es la ciencia y el método científico, pero también la doxa, el sentido común. Ante todo, la realidad es el sutil y evidente velo compartido con que cubrimos la incerti-dumbre diaria de nuestras existencias.

La realidad también es la ley: «Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos»; «La familia es el núcleo fundamental de la sociedad»; «Chile es una república democrática». La realidad es el estrato que más inmediatamente se intenta controlar desde el poder y las voluntades colectivas que configuran la esfera de lo político.

La realidad la encontramos también en calendarios, relojes, re-glas y unidades de medida, en la conciencia colectiva del tiempo y del espacio. Ejemplo de esto es la vieja costumbre del conquis-tador de imponer el calendario al conquistado, con más fuerza que la religión y la lengua en algunas ocasiones. Recordemos que

gracias a la Revolución francesa y sus ínfulas fundacionales es que buena parte del mundo hoy se rige gracias al sistema métrico decimal. Por otro lado, resulta tentador pensar, si los arqueólo-gos e intérpretes no se equivocan, que en medio de toda la char-latanería y la comprensible alteración que rodeó al apocalíptico 21 de diciembre de 2012, un fragmento de una temporalidad otra se coló en nuestra realidad, como un cometa que no nos visi-taba hace varios cientos de años. Tentador pensar que de manera oblicua y lateral tuvimos un fugaz acceso colectivo al tiempo cícli-co de aquel misterio que llamamos «civilización maya».

Lo real, en cambio, es lo que se escapa a los calendarios y unida-des de medida. Algo de lo real aparece en el hecho que durante el año tengamos un horario de verano y otro de invierno. La mayor o menor incomodidad que provoca el cambio nos recuerda lo con-vencional de nuestra administración del tiempo. Ahora son las nueve de la mañana de un lunes, pero si un número suficiente de personas lo quisiera, podrían ser las seis de la tarde de un viernes.

Real resulta también el que debamos aprender quiénes somos. De quienes nos rodean aprendemos nuestros nombres y apelli-dos, nuestra nación, nuestros derechos y deberes. En el espejo que es la mirada y las palabras de los otros descubriremos si

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somos hombres o mujeres, gordos o flacos, hétero u homo-sexuales, inteligentes o limitados. Pero que no se malentienda este punto, la realidad es todo lo que hemos aprendido sobre la realidad. Lo real, en cambio, es el hecho de que debamos apren-derlo, de que la realidad no se nos dé inmediatamente.

Real es que para poder ver algo no se pueda ver todo. Para ver una cara de la Luna, la otra debe permanecer oculta. Real es que el ojo no vea desde dentro al propio ojo y que la lengua no puede sentir su propio sabor (¿o sí puede?). Lo que no vemos cada vez que sí vemos algo, eso es real. Aquello que nunca dejamos de no sentir, aquello que no dejamos de no poder ver.

No pensemos tampoco de buenas a primeras que lo real es lo que está más allá de la realidad. Hasta donde sabemos, lo único que está más allá de la realidad es el hecho de que el sujeto crea en algo que se esconde tras de ella. Sin embargo, lo que nos com-pete aquí es la fuerza concreta que adquiere tal creencia en la configuración de nuestra subjetividad, en nuestra concepción del mundo y en nuestras acciones. Por cierto, se trata de un orde-namiento que trama todas las dimensiones de nuestra vida so-cial, y el arte no es la excepción. De hecho, lo que en el contexto de las artes visuales llamamos realismo no es más que intento de

simbolizar y establecer una relación comunicable con la reali-dad; un intento que sólo en contadas ocasiones logra dar cuenta de la dimensión más escurridiza de lo real.

El realismo y sus tres opciones

Definir al realismo resulta un asunto complejo, en el cual el len-guaje cotidiano no siempre nos ayuda. La mayoría de las veces que escuchamos las palabras «realismo» o «realista» referidas a una obra de arte o al programa estético de algún artista, se utilizan para describir a una representación reconocible y vero-símil de la apariencia visible del mundo que nos rodea. En el arte moderno, sin embargo, han aparecido diversos artistas y movi-mientos que han reclamado para sí la idea de realismo, aun cuan-do sus obras no eran figurativas ni representativas, es decir, no parecían hacer referencia a la realidad visible y sus formas. Como un modo de ordenar este panorama, y de manera provisional, propondremos tres opciones del realismo en las artes visuales que llamaremos naturalismo, concretismo y literalismo (si se nos permite este último neologismo).

En 1821, un artículo anónimo de un diario de París definió al rea-lismo como la «imitación fidedigna de los modelos que provee

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la naturaleza». Aunque se refería a la literatura, parece ser la primera aparición del término «realismo». Dos siglos después, tal definición sigue siendo el significado más común e inmediato que se otorga a la palabra «realismo», y a esta opción llamamos naturalismo.

Su origen es antiguo y usualmente se remite a la definición del arte como mímesis con la que Platón terminó expulsando a los artistas de la sociedad ideal que describió en su diálogo La república. Esta definición del arte ahí se ejemplifica con el famoso caso de las tres camas. Una primera cama es la realidad de la mis-ma, que en la metafísica platónica equivale a la idea de cama, su esencia. La cama que realiza el carpintero, en la que nos acosta-mos, es sólo una copia de la cama ideal. La que realiza el artista, en tanto, resulta una tercera cama que es copia de la copia de la cama real (ideal), y por tanto el arte queda así confinado a la innoble misión de multiplicar la ilusión y no la realidad en el mundo: el filósofo dirige nuestro pensamiento a la cama ideal (la realidad de la cama), el carpintero copia esta idea y realiza camas útiles en las que podemos acostarnos y el artista, en cambio, realiza una copia de la copia de la cama que es una mera ilusión y, además, inútil, pues no podemos usarla como tal.

Desde una perspectiva histórica, el realismo naturalista ha depositado sus mayores esperanzas de captar la realidad en la perspectiva lineal y la idea del cuadro-ventana, que tuvieron su apogeo en los siglos que siguieron al Renacimiento, cuando la idea del arte como mimesis se volvió hegemónica. La pers-pectiva, por una parte, materializa una concepción de la reali-dad que la comprende como un conjunto de cosas que tienen posiciones geométricamente determinables en un espacio abstracto e ideal. El cuadro-ventana, por otra, resulta una cul-minación del realismo naturalista al establecer para la pintura una condición de transparencia: la función de representar un más allá que requiere que la misma pintura no aparezca como un objeto en sí mismo, sino como una realidad transitoria que nos entrega imágenes del mundo que trasciende al cuadro.

Desde las fisuras del realismo naturalista surgió otra opción que llamaremos concretismo. Como praxis, podemos ubicar sus orí-genes en el siglo XIX, con artistas como Joseph Mallord William Turner y Édouard Manet (con antecedentes variados, desde Rembrandt van Rijn a Francisco de Goya), en una senda que con-tinuó luego el Impresionismo. Su teorización comenzó en el mis-mo siglo de la mano de Gustave Courbet y su apogeo llegó, con diversos matices, de la mano de algunas de las más importantes

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vanguardias del siglo XX: Neoplasticismo, Constructivismo, Concretismo, entre otras.

En el origen del concretismo está la crítica de los presupuestos del naturalismo pictórico a través del uso de las retóricas de la atmósfera y la mancha. La atmósfera, porque su aparición evi-dencia que era necesario ponerla entre paréntesis para realizar la ilusión de la perspectiva lineal: entre un objeto y otro no debía haber nada, la densidad del aire debía ser ignorada para obtener el espacio abstracto en el que las cosas podían ubicarse con la certeza de la geometría. La mancha, por su parte con su materia-lidad informe y opaca, impedía que una pintura se volviera trans-parente y, por tanto, en vez de un cuadro-ventana se generaba un cuadro-objeto o un cuadro-cosa que ya no servía como pasaje a un más allá, sino que establecía como objeto de la mirada al más acá que él mismo representaba. Turner y Manet seguían esta senda cuando sus cuadros ostentaban una superficie homogé-neamente cubierta de manchas que las tornaban opacas, referi-das a sí mismas, y establecían a la misma mancha como una cifra o traducción o de la densidad de la atmósfera y del peso específi-co del espacio que rodea a los objetos. De este modo, en un sólo gesto rescataban a la atmósfera y la mancha de la censura que las sometía la tradición naturalista de la pintura occidental.

Siguiendo esta vía, el concretismo postuló la autonomía de la for-ma artística respecto de la realidad circundante y planteó al arte como una parte de la realidad por derecho propio. Para el con-cretismo, el artista no debía reproducir (como haría en el natura-lismo), sino crear, otorgar existencia a formas cuyo significado y valor dependían de sí mismas o bien del acceso que permitían a dimensiones más profundas e irrepresentables de lo real.

El nombre «concretismo» viene de un movimiento de vanguar-dia de la primera mitad del siglo XX que buscó reemplazar el con-cepto más difundido de «arte abstracto» por el de «arte concreto». Para ellos, la verdadera abstracción era la pintura naturalista y su ilusión de contener a una realidad tridimensional en la superficie bidimensional del cuadro. Lo concreto, en cambio, era la obra de arte que no recibía nada de «las formas dadas de la naturaleza» y se constituía «con elementos puramente plásticos, es decir, planos y colores».

Sin embargo, quizá la más radical de todas las manifestacio -nes del concretismo fue la que articuló el artista ruso Kazimir Malevich bajo el concepto de Suprematismo, que para él era un medio que permitía reeducar la visión y la percepción de los objetos por parte del espectador, lo que signif icaba mostrarle

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que las formas pictóricas poseían una realidad concreta y no eran transparentes. En tal sentido, llegó a la conclusión de que debía liberarse a los elementos propiamente pictóricos de la función representativa, en especial al color. Mientras éste estuviera atado a la f iguración no lograría ser autónomo ni se percibiría como materia concreta de la pintura.

En esa línea se aventuró Malevich cuando pintó sus conocidos Cuadrado negro y Cuadrado rojo. Este último cuadro también fue luego conocido con el irónico título de Realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones. En él se nos muestra nada más y nada menos que un cuadrado imperfecto cuya superfi-cie completamente roja vibra sobre un fondo blanco. Estamos ante un juego de palabras, imágenes y objetos que se traduce en una aparente contradicción irónica entre el título y el conte-nido la obra (procedimiento muy utilizado por la Vanguardia, en el que descollaron Francis Picabia, Marcel Duchamp y René Magritte), que en este caso insinuaba que la única posibilidad para una campesina rusa —o cualquier objeto del «mundo ex-terior»— de comparecer en la superficie de una pintura era que se sintetizara como un elemento pictórico, en este caso, una mancha roja irregular que tensionaba la perfección del cuadra-do. Esta constatación nos enseñaba que la verdad en la pintura

no tiene relación con la verdad de la apariencia de las cosas en el mundo, a la vez que nos exigía relacionarnos con los signos del cuadro como objetos en sí mismos y no como signos reconoci-bles del mundo visible.

Necesariamente, la crítica radical del concretismo a la represen-tación llevaba a la elevación absoluta de la pintura no objetiva o a un camino sin salida, dependiendo de quién la juzgara. «Cada vez que un pintor ha querido liberarse realmente de la repre-sentación, no ha podido hacerlo sino al precio de la destrucción de la pintura y de su suicidio como pintor», esa fue la postura de Nikolai Tarabukin y también la que siguió Aleksandr Rodchenko, siempre en el contexto de la vanguardia rusa. Este último artista expuso en 1921 un tríptico compuesto por cuadros monocro-mos de igual medida pintados cada uno de un color primario —rojo, azul y amarillo— y declaró: «todo ha terminado. Los colores básicos. Cada plano es un plano y no tiene que haber más repre-sentación». Este gesto, conocido como «el último cuadro», ad-quirió de inmediato un aura mítica, que sin embargo llevó a este artista por un camino diferente del que había seguido Malevich y de paso abrió una de las vías por las que el arte moderno llegaría a la que hemos definido como una tercera opción del realismo, el literalismo.

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Rodchenko se definió por un más acá del arte que lo suprimía como esfera autónoma y optaba por la producción de objetos reales. En el contexto revolucionario y progresista de Rusia, eso significaba enfocar al arte en el diseño de objetos útiles o aplicar la capacidad de éste de ser constructivo, es decir, de producir cosas a partir de un análisis racional de la forma, la función y los materiales involucrados. Estas cosas que ahora produciría el arte ya no constituían representaciones del mundo, como en el naturalismo, ni afirmaban el valor autónomo de la forma artísti-ca, sino que se trataba de objetos que constituían una afirmación literal de sí mismos (como un árbol o una piedra) y por tanto que aludían de modo literal a la realidad a la que pertenecían, y de ahí que nombremos a esta opción como literalismo.

Además de la línea trazada por la vanguardia rusa, esta opción in-gresó al arte moderno a través de otra poderosa corriente. Hacia 1912, Georges Braque y Pablo Picasso inventaron el collage, un tipo de obra bidimensional que utilizaba de manera parcial o exclusiva materiales pertenecientes al mundo cotidiano: papel mural, periódicos, etiquetas, fotografías, entre otros.

Quien otorgó, sin embargo, un empuje radical a esta vía fue el ar-tista francés Marcel Duchamp, hoy ya canonizado prócer de la

Vanguardia heroica. Él realizó, en la segunda década del siglo XX, un gesto que con los años ha ido creciendo en radicalidad e im-portancia, al inventar o descubir el ready-made entre 1913 (La rueda de bicicleta) y 1914 (El porta-botellas). Se trata de un ob-jeto de la vida cotidiana que deviene obra de arte en el momento que un artista lo designa como tal, gesto que amplió con creces el horizonte de posibilidades críticas del arte moderno. De ahí en adelante, las consideraciones acerca de cómo una obra de arte adquiere el estatuto de tal tuvieron que fijarse necesariamente en aspectos contextuales y contingentes que antes se ignora-ban, tales como las condiciones institucionales, la genialidad que se proyecta sobre la personalidad del artista y los límites entre el arte, la realidad y la mercancía, entre otros.

Repetir y compeler: realismo compulsivo

En las relativamente breves trayectorias de los artistas que componen esta muestra pueden apreciarse diversas articula-ciones de los realismos anteriormente descritos. Pero en ellos también puede apreciarse una corriente algo más subterránea que trasciende a estas opciones y que hemos llamado Rea-lismo compulsivo. Se trata de un tipo de realismo en el que la apelación a la realidad desde el arte toma el carácter de una com-

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pulsión, tanto en el sentido de un impulso repetitivo e irresistible como de algo que obliga y compele por la fuerza. En ambos ca-sos, se trata de obras que presentan a la realidad en sus inters-ticios, apuntan a ella de tal modo que la evidencian como una convención que se ve permanentemente superada por lo real.

En el realismo compulsivo conviven dos direcciones. Por una par-te, la repetición compulsiva de lo real tiende a transformarlo en una ficción o un objeto perdido, volviendo a lo literal un modo de lo ambiguo. Esto es lo que sucede en ciertas pinturas de Magritte en las que la repetición de lo real a partir de una técnica natura-lista se suma a ingeniosos juegos visuales y de lenguaje (el caso más conocido es Esto no es una pipa); también en las acumula-ciones de Arman, las banderas de Jasper Johns, las repetitivas se-rigrafías de Andy Warhol, las fotografías de Bern y Hilla Becher y en las de David Hockney. Por otra parte, existen ficciones cuyo carácter artificioso resulta evidente, pero en su repetición com-pulsiva pueden llegar a captar elementos de lo real que no apare-cen en una aproximación naturalista o literal. Sucede esto en las exploraciones del azar, el absurdo y el inconsciente que propicia-ron dadaístas y surrealistas, en la literatura de Samuel Beckett y en algunos momentos delirantes del cine de David Lynch o Raúl Ruiz, así como en ciertos rituales colectivos de Santiago Sierra.

En las obras de quienes integran Realismo compulsivo pueden observarse toda clase de procedimientos formales sofisticados que apuntan alternativamente a acercarse y tomar distancia, a repetir y compeler las complejas instancias que nos llevan des-de la realidad a lo real. En sus poéticas existen ritmos y fuerzas pulsionales y repetitivos, así como dispositivos que operan mo-dalidades algo apremiantes de conducir la mirada y el sentido. Veámoslo ahora caso por caso.

Se ha dicho irónicamente que la práctica artística de Takuri Tapia puede ser asemejada a la del «cazador-recolector» y, más allá de la caricatura, aquella noción no deja de ser sugerente. Cazado-res-recolectores se llama a los grupos humanos cuyo sistema de subsistencia o economía no se basa en la producción y la transfor-mación de su ambiente respecto a sus necesidades, sino en la ex-plotación nómade de los recursos inmediatamente proporciona-dos por el contexto, a través de estrategias de supervivencia que dependen de un minucioso conocimiento de su entorno.

La relación de este concepto con la obra Tapia no alude sólo al hecho de que buena parte de su trabajo se articule desde la poé-tica del objeto «encontrado» («recolectado»). Más bien, la idea del cazador-recolector se verifica en una economía estética

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nómade y plástica. Puede ser minimalista o povera según sus ne-cesidades, posibilidades y ambiciones, recolectar o elaborar los objetos que utiliza, así como desplegarse en el contexto cotidia-no tanto como en los espacios protegidos de exhibición.

Su realismo apunta tanto a lo concreto como a lo literal a través de objetos e imágenes dotados de una importante capacidad de extrañamiento, que constatan compulsivamente el hecho de que la realidad no es idéntica a sí misma o que bajo los objetos más ordinarios se esconden los misterios insondables de lo real.

Para esta muestra, Tapia ha desarrollado un trabajo que utiliza como materia prima a los zunchos, sellos plásticos con que se aseguran a la mayoría de las cajas de cartón que llegan a nues-tras manos como embalaje de objetos importados. Por un lado, Tapia apunta a un realismo literal al mostrarnos un producto que resume nuestra realidad postindustrial y globalizada de la ob-solescencia y la sobreproducción. Por otro, los objetos que crea entran en operaciones formales de carácter concreto, como ex-ploraciones de las posibilidades plásticas de los zunchos.

Por su parte, Christian Lira nos presenta Proyecto Masa. Este trabajo se inscribe en una trayectoria que ha explorado, con una

insistencia que podríamos calificar de compulsiva, las relaciones entre lo natural y lo artificial, así como al espacio que le queda a tal distinción en el mundo contemporáneo. Lira mostró esta contraposición de forma literal en un trabajo anterior, titulado Naturaleza modular, donde en fragmentos de troncos de pino hacía convivir a la «resistencia» (en sus palabras) de la madera en bruto con la «resistencia» de los cortes rectos que realizaba en algunas de las caras estas piezas, las que también pulía y pin-taba con pintura industrial epóxica. Si por algunas de sus caras los troncos constituían una afirmación literal de la naturaleza, por las otras adquirían la apariencia concretista del monocromo. Todo se coronaba con la ironía literal de que los cuatro colores utilizados partían de la matriz del sistema de color CMYK (cyan, magenta, amarillo y negro) que hoy se utiliza en la mayoría de las técnicas de impresión. Si tomamos en cuenta que el pino es una de las maderas más utilizadas para obtener celulosa y fabricar papel, descubriremos que los troncos modulares de Lira contie-nen metafóricamente a la materia prima de todo diario, libro o afiche de papel que se ha impreso en el sistema CMYK.

En Proyecto Masa, Lira nos ofrece un dispositivo que, software mediante, convierte en imágenes digitales a nuestros movimien-tos en cierta zona del espacio. Se trata de captar la resistencia que

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ofrece el movimiento del cuerpo humano en cuanto «masa» y traducirla a una resistencia visual que se va actualizando en cada contacto con la generación de formas rectangulares similares a pinturas de la línea Neo Geo, en especial las de Peter Halley, con colores que han sido preseleccionados por el propio Lira. Y si dentro de la sala puede ser un mecanismo de interacción con el espectador, fuera de la sala puede ser un instrumento de me-dición portátil, tal como los hay para detectar radiación o par-tículas, aunque en este caso no tiene ningún correlato útil. Así se establece un insólito generador de imágenes poseedoras de un realismo concreto, cuya fuente de estímulos proviene de la existencia efectiva y literal del movimiento humano. Dentro del espacio de arte establece el realismo de una obra que muta en relación a sus espectadores concretos; fuera, en la vida co-tidiana, constituye un instrumento de medición del movimiento real de los cuerpos en cierto tiempo y espacio.

La trayectoria de Camila Ramírez puede ser resumida como la constatación compulsiva de la caída del gran «relato» que fue la utopía del socialismo en cuanto esquema cultural omnicom-prensivo, especialmente en las retóricas de los llamados «socia-lismos reales», es decir, aquellos países que durante el siglo XX proclamaron su adopción de tal sistema económico, político

y social. Lo de Ramírez parece un trabajo de autopsia: ante el cuerpo inerte de este gran relato, ella desarrolla un paciente tra-bajo de disección y análisis. Cada pieza extraída es sometida a pruebas para descubrir su naturaleza, criticar sus presupuestos y detectar sus potenciales (una biopsia, podríamos decir), en un sistema de apariencia lúdica que debe mucho a los juegos de palabras del concretismo y el literalismo. Constata así una y otra vez la muerte del relato, pero también sugiere fragmentos de utopía que, puestos uno al lado del otro, forman un tímido pero innegable comienzo para la reconstrucción de una nueva ideolo-gía orientada a la transformación de la realidad.

En La batalla de la utopía o el fin de lo imposible, proyecto que presenta en esta muestra, Ramírez dispone un objeto inflable que toma prestada su forma desde un conjunto de monumentos construidos en lo que fue la República Socialista de Yugoslavia. Vista desde nuestro contexto, las formas de estos monumentos resultan insólitas, en tanto no se corresponden con el tradicio-nal Realismo socialista que se impuso desde la Unión Soviética (país con el que Yugoslavia tuvo tensas relaciones) y más bien se deciden por volúmenes anti-naturalistas, y por tanto concretos, que están a medio camino de la escultura y la arquitectura.

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En la versión de Ramírez, estos objetos aparecen enfatizados en su concretismo a la vez que desprovistos de esqueleto y reduci-dos a una piel que los sostiene en la medida que se han llenado de aire. Tan masivos como fláccidos, tan distantes como lúdicos, estos monumentos son fragmentos perdidos de una utopía po-lítica que supuso una educación estética de la sociedad que la preparara para comprender significados visuales complejos y percibir «sintético-ideográficamente», como diría Apollinaire. Educada en un lenguaje estético internacionalista (la versión socialista de la utopía universalista ilustrada), la sociedad no ne-cesitaría de la representación naturalista ni de las convenciones simbólicas para provocar emociones y comunicar conceptos y valores. Estos monumentos eran obras dirigidas a la sociedad del futuro, una que estaría abierta y preparada a encontrar sen-tidos en los ritmos, materiales y formas concretas de estos mo-numentos «plásticos». El contexto en el que se exhiben hoy las formas monumentales de Ramírez no podría ser más diferente de aquel para el cual fueron pensadas pero, para bien o para mal, se trata de nuestro contexto. Es nuestra tarea ahora dilucidar cómo estos objetos interpelan nuestra educación estética y nuestro sistema de referencias.

Simón Jara trabaja una obra con presupuestos bastante dife-rentes. A partir de técnicas de evidente connotación compulsi-va elabora imágenes que de manera alternativa se deciden por los caminos de lo naturalista y lo concreto. La técnica base es la aplicación de humo de vela —tizne— sobre cartón piedra. En algunos casos, la técnica se completa con un minucioso raspado del humo, con el que se crea una gama de valores entre luz y som-bra que posibilita una apariencia sumamente naturalista de es-tas imágenes, la que combina con tramas que remiten a formas concretas, y de paso ponen entre dicho la posibilidad de esta distinción.

A partir de esta técnica, Jara ha experimentado principalmente con rostros, letras y números. También algunos paisajes, pero nunca en esta escala. El motivo que se revela en FREE, obra que hoy nos presenta, parece tan arbitrario como inquietante. Se trata de la imagen sublime de una mina a cielo abierto vista hacia abajo. El nivel de transformación del mundo por parte la especie humana que se revela en este paisaje no es comparable ni a la más ambiciosa obra de arte o arquitectura. En efecto, la produc-ción de objetos o paisajes sublimes ha quedado, hoy por hoy, en manos de los ingenieros (sean constructores o productores de efectos especiales). En un mundo tramado por la técnica, no son

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ya el arte y siquiera la ciencia quienes están llamados a producir experiencias colectivas significativas, como sí las producen las telecomunicaciones, los medios de transporte y los proyectos de intervención agresiva del medio ambiente.

Además de la contraposición e integración del régimen de lo fi-gurativo y lo no figurativo en el humo de vela, en FREE también nos interroga la ambigüedad de su título. Escrito todo con ma-yúscula, no resulta fácil dilucidar si debemos buscar su sentido como una palabra en inglés o en el signo gráfico literal que es ante todo. El primer camino nos lleva a la arbitrariedad o la ironía, a la existencia de relaciones no reveladas que llevaron a titular con una versión extranjera de nuestro vocablo «libertad» a la imagen de una explotación a gran escala de un recurso natural tan simbólico para la historia nacional. El segundo camino nos lleva a «FREE» como un eslogan, manoseado por izquierdas y de-rechas, y que en Chile tiene la particularidad de permanecer en el inconsciente colectivo de toda una generación como el nombre de una bebida cola alternativa de vida efímera que apareció en la década de 1980.

En esta ocasión, Leonardo Escobar y Jonathan Patiño trabajaron en colectivo y no es la primera vez, pues ya antes presentaron la

provocativa muestra Gollete, en la que cubrieron de concreto y filosos fragmentos de botellas de vidrio los más de 60 m2 de piso de la Sala A.M. de la Universidad Mayor. El revestimiento paro-diaba un sistema de seguridad bastante popular que se aplica en el borde superior de los muros con el fin de intimidar a extraños y resguardar a las personas u objetos que se encuentran dentro su perímetro. Las referencias políticas de esta obra se multiplican si la ponemos en perspectiva con la situación de marginalidad ur-bana en que viven millones de personas en las ciudades de Chile y con la fijación paranoide y compulsiva en la delincuencia como fuente de todos los males de la sociedad. Un espacio de arte, pare-cen sugerir Escobar y Patiño, no puede retrotraerse de la violencia implícita o explícita que estos vidrios testimonian (el «gollete» de una botella de vidrio también puede ser un arma). El espacio exhibitivo opera en esta obra como un laboratorio en el que se ha dejado crecer y reproducirse una bacteria para explorarla. Nunca antes fuimos tan conscientes de las propiedades formales y sim-bólicas este revestimiento, al mismo tiempo que su expansión nos deja imposibilitados de ingresar a la galería de arte a riesgo de salir con cortes graves. Con esa simple y expresiva operación (bastaba dar un vistazo para aprehender su forma y materialidad), conver-tían a la misma galería en la alegoría de un sistema social cada vez más segregado y obsesionado con la «protección».

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En el proyecto que hoy exhiben, nuevamente Escobar y Patiño optan por cierto realismo de los materiales que transita a medio camino entre sus posibilidades formales concretas y las múl-tiples referencias contextuales que se pueden hacer desde su afirmación literal. El género de la pieza que presentan —o inter-vención, deberíamos decir— es inclasificable y nuevamente nos deja a medio camino entre el arte y la arquitectura. Se trata de una pieza imponente elaborada con una curiosa mezcla de ma-teriales de construcción y objetos asociados. Materiales que se pueden utilizar en la construcción una casa sencilla, pero en este caso forman un conjunto perfectamente inútil.

La constelación de objetos, funciones, formas y referencias re-sulta tan inesperada como inquietante, y nos recuerda la capa-cidad del arte de producir reordenamientos simbólicos y mate-riales en la realidad, así como de establecer nuevos sistemas de referencia que nos ponen en relación con lo real. ¿Estamos ante el templo de un culto literalista? No lo sabemos. ¿Un engendro que debemos al uso no convencional de objetos literales? Es pro-bable. Lo seguro es que debemos actualizar nuestro diccionario de posibilidades visuales y nuestro sistema de referencias ante un objeto de esta naturaleza.

Daniela Compagnon trabaja en la mejor tradición de la expan-sión del «objeto específico», noción propuesta por el artista minimalista Donald Judd para definir a obras de arte que no per-tenecen a ningún género convencional (pintura, escultura), no representan nada sino que se presentan a sí mismas, no tienen ninguna utilidad, enfatizan las características de los materiales en que fueron fabricados, se presentan unitarias y no como un conjunto de partes independientes (por lo mismo se perciben de una sola vez) y activan el espacio que los rodea. Hasta ahí estamos en los límites del concretismo. Sin embargo, hablamos de expansión porque la obra de Compagnon ha sufrido una pro-gresiva contaminación con materiales desplazados literalmen-te desde lo real, y así se ha contaminado con lo útil y lo inútil del mundo que nos rodea.

En tal sentido, resulta reveladora su investigación del año 2012 sobre el Hospital del Salvador, llamada Aguas estancadas. El proceso se ha nutrido de materiales tan diversos como refe-rencias literarias, experiencias personales y registros audiovi-suales clandestinos en video y fotografías. En este contexto, Compagnon llegó a obsesionarse con un conjunto de siete pie-zas metálicas que sostienen a sendas columnas de la parte his-tórica del Hospital que sufrieron daños en el último terremoto.

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A medio camino entre contrafuerte y arquitrabe, las piezas forman un sugerente ángulo que para la artista visibiliza me-tafóricamente a la ortopedia, la muleta, la reparación de un miembro (recordemos la dimensión antropomorfa de la co -lumna), todas funciones hospitalarias. La paradoja implícita en este hecho y las múltiples posibilidades de traducciones formales nos llevan a pensar en un realismo de lo específ ico. Pensar en las estructuras de Compagnon (desde sus «mecanos» hasta sus trabajos en el espacio público con cintas direccionales) como exquisitas destilaciones de lo real, fruto de un pacien-te trabajo de selección de materiales, formas y colores que aluden a situaciones muy concretas, pero se combinan de modo unitario para formar objetos específicos que cumplen la mayoría de las exigencias que hizo Judd medio siglo atrás.

En esta ocasión, Compagnon nos presenta una serie de Arcos (así los ha llamado). Se trata de estructuras adinteladas fabri-cadas en ductos de aluzinc que son usados normalmente en circuitos de ventilación y aire acondicionado. Este material que normalmente se adosa a una estructura mayor, ya fue probado por ella en uno de sus mecanos y como en esa ocasión aquí ha de-cidido explorar sus cualidades estructurales. «La puerta repre-senta de modo decisivo la forma en que el separar y el unir son

sólo dos caras de un mismo e idéntico acto. El primer hombre que levantó una puerta amplió, como el primero que construyó un camino, el poder específicamente humano frente a la natu-raleza, recortando una parte de la continuidad y la infinitud del espacio y conformándola en una determinada unidad según un sentido». Como pocas, la anterior cita de Georg Simmel puede explicitar el cúmulo de referencias antropológicas a las que alu-de la forma de los objetos que presenta Compagnon. Las piezas, sin embargo, exhiben una particularidad. Ninguna es igual a otra pero todas parecen ser las copias parciales de un molde que no se nos ha enseñado. La presencia tan imaginaria como indiscu-tible de este modelo original que permanece oculto, forma un juego sencillo y paradójico que parece probar aquel axioma tan significativo para ciertas teorías filosóficas y psicológicas que dice que «el todo siempre es más que la suma de las partes», una frase significativa para nuestra curaduría con la que ponemos punto final a este texto.

Claudio GuerreroHistoriador del arteEscuela de ArteUniversidad Diego Portales

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REALISMO COMPULSIVO12 mar - 6 abr 2013

Comité Editorial · CCU

Producción · CCU

Diseño · Grupo K

Fotografía e imágenes · Claudio Guerrero, Jorge Brantmayer,Pablo Guerrero, Roberta Rebori y registro de artistas

Edición de textos · Claudio Guerrero

Impresión · Ograma

Tiraje primera edición · 1.000 ejemplares