la voluntad de orden. una genealogía histórica del pensamiento conservador iberoamericano

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1 LA VOLUNTAD DE ORDEN 1 Una genealogía histórica del pensamiento conservador iberoamericano Francisco Colom González El relato convencional sobre la formación histórica del Estado moderno suele centrarse en las dificultades del liberalismo para consolidar un orden político asentado en la secularización del poder y la representación parlamentaria. En Europa, liberales, demócratas y republicanos abordaron a lo largo del siglo XIX la construcción del Estado nacional como expresión de un nuevo universo político en el que la religión y las iglesias, relegadas a la esfera privada, quedarían desprovistas de su antigua y privilegiada relación con el poder terrenal. La modernidad política, entendida como sustitución de los valores religiosos por la idea de ciudadanía y la articulación de los derechos en torno al individuo, la libertad de conciencia y la soberanía popular, estaba llamada a adquirir sus plenas credenciales cuando hubiese culminado esa tarea. La tesis de Max Weber sobre el desencantamiento del mundo como consecuencia del proceso de racionalización social sancionó la interpretación canónica de la modernidad como un irreversible proceso de secularización, un diagnóstico que encontró sus epígonos durante el siglo XX en la teoría sociológica de la modernización. 2 Frente a todo ello, los sectores conservadores reivindicaron, si no necesariamente la vieja alianza entre el trono y el altar, sí al menos el papel estabilizador de la monarquía y la restauración de un orden social cristiano perdido tras las convulsiones de la revolución francesa. En ese contexto, los debates sobre el espacio cívico de la religión y la relación de la autoridad política con la institución eclesiástica se convirtieron en factores decisivos de polarización política. En el mundo hispánico, los valores sociales y posiciones políticas subsumibles bajo el término del conservadurismo muestran al menos dos peculiaridades frente a los de otras latitudes. La primera de ellas atañe al componente católico como principal referencia ideológica del mismo, un elemento que en el caso español abarca desde el núcleo del pensamiento reaccionario (carlismo e integrismo) hasta los aledaños del moderantismo liberal decimonónico. 3 La segunda 1 Publicado en en Carlos Alberto Patiño Villa (ed.): Estados, guerras internacionales e idearios políticos en Iberoamérica. Bogotá, Editorial Universidad Nacional de Colombia. 2012, pp. 89-108. ISBN: 978-958-761-152-6 2 Esteban, Valeriano (2008) La secularización en entredicho: la revisión de un debate clásico de la sociología. En E. Bericay Alastuet (Coord.): El Fenómeno Religioso. Presencia de la religión y religiosidad en las sociedades avanzadas, Sevilla, Centro de Estudios Andaluces. Junta de Andalucía. pp. 299 - 315 3 Véase Herrero, Javier (1988): Los orígenes del pensamiento reaccionario español. Madrid, Alianza y Novella Suárez, Jorge: El pensamiento reaccionario español (1812-1975): tradición y contrarrevolución en España. Madrid, Biblioteca Nueva y Colom González, Francisco (2006): El hispanismo

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LA VOLUNTAD DE ORDEN1 Una genealogía histórica del pensamiento conservador iberoamericano

Francisco Colom González

El relato convencional sobre la formación histórica del Estado moderno suele centrarse en las dificultades del liberalismo para consolidar un orden político asentado en la secularización del poder y la representación parlamentaria. En Europa, liberales, demócratas y republicanos abordaron a lo largo del siglo XIX la construcción del Estado nacional como expresión de un nuevo universo político en el que la religión y las iglesias, relegadas a la esfera privada, quedarían desprovistas de su antigua y privilegiada relación con el poder terrenal. La modernidad política, entendida como sustitución de los valores religiosos por la idea de ciudadanía y la articulación de los derechos en torno al individuo, la libertad de conciencia y la soberanía popular, estaba llamada a adquirir sus plenas credenciales cuando hubiese culminado esa tarea. La tesis de Max Weber sobre el desencantamiento del mundo como consecuencia del proceso de racionalización social sancionó la interpretación canónica de la modernidad como un irreversible proceso de secularización, un diagnóstico que encontró sus epígonos durante el siglo XX en la teoría sociológica de la modernización.2 Frente a todo ello, los sectores conservadores reivindicaron, si no necesariamente la vieja alianza entre el trono y el altar, sí al menos el papel estabilizador de la monarquía y la restauración de un orden social cristiano perdido tras las convulsiones de la revolución francesa. En ese contexto, los debates sobre el espacio cívico de la religión y la relación de la autoridad política con la institución eclesiástica se convirtieron en factores decisivos de polarización política. En el mundo hispánico, los valores sociales y posiciones políticas subsumibles bajo el término del conservadurismo muestran al menos dos peculiaridades frente a los de otras latitudes. La primera de ellas atañe al componente católico como principal referencia ideológica del mismo, un elemento que en el caso español abarca desde el núcleo del pensamiento reaccionario (carlismo e integrismo) hasta los aledaños del moderantismo liberal decimonónico.3 La segunda 1 Publicado en en Carlos Alberto Patiño Villa (ed.): Estados, guerras internacionales e idearios políticos en Iberoamérica. Bogotá, Editorial Universidad Nacional de Colombia. 2012, pp. 89-108. ISBN: 978-958-761-152-6 2 Esteban, Valeriano (2008) La secularización en entredicho: la revisión de un debate clásico de la sociología. En E. Bericay Alastuet (Coord.): El Fenómeno Religioso. Presencia de la religión y religiosidad en las sociedades avanzadas, Sevilla, Centro de Estudios Andaluces. Junta de Andalucía. pp. 299 - 315 3 Véase Herrero, Javier (1988): Los orígenes del pensamiento reaccionario español. Madrid, Alianza y Novella Suárez, Jorge: El pensamiento reaccionario español (1812-1975): tradición y contrarrevolución en España. Madrid, Biblioteca Nueva y Colom González, Francisco (2006): El hispanismo

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particularidad estriba en que, en Hispanoamérica, las revoluciones de independencia supusieron asimismo la liquidación del Antiguo Régimen colonial. Por ello, los sectores más apegados al orden tradicional quedaron, al menos inicialmente, incapacitados para la melancolía política. En el continente americano no podemos encontrar un conservadurismo ultra-católico y absolutista como el que surgió en España por reacción al liberalismo gaditano. Los epígrafes liberal y conservador, tal y como se aplicaron en ese contexto a lo largo del siglo XIX, no respondieron de forma coherente a los modelos originales. Estos términos fueron acuñados en Europa y, al importarlos, cada grupo los usó a su conveniencia.4 José Luis Romero advirtió que “esas doctrinas se habían constituido sobre situaciones ajenas al mundo hispano-lusitano y más ajenas aún al mundo colonial que dependía de las dos naciones ibéricas… Por ello llegaron a Latinoamérica no sólo constituidas como un cuerpo teórico, sino como un conjunto de verdades compendiadas y casi de prescripciones prácticas”.5 Al igual que sucediera con la interpretación de las revoluciones de independencia con respecto a sus antecesoras francesa y norteamericana, los conflictos del período post-colonial se confrontaron con ideas preconcebidas. La familiaridad de las élites latinoamericanas con los acontecimientos de la España de su tiempo, donde la sublevación carlista de 1833 dio lugar a que se identificara con esos epítetos a dos grupos con actitudes e idearios reconocidamente opuestos, contribuyó sin duda a la difusión de los mismos al otro lado del Atlántico. Pero, más que nada, hay que ver en su ambigüedad denotativa el efecto de un juego de intereses contrapuestos. La oposición ideológica y los continuos cambios constitucionales apenas podían velar la tendencia espontánea al ejercicio del poder de facto. En 1863, al repasar la dinámica política de su país, el publicista y político venezolano Pedro José Rojas advirtió que “los partidos nunca ha sido doctrinarios en Venezuela. Su fuente fueron los odios personales. El que se apellidó liberal encontró hechas por el contrario cuantas reformas liberales se han consagrado en códigos modernos. El que se llamó oligarca luchaba por la exclusión del otro. Cuando se constituyeron, gobernaron con las mismas leyes y con las mismas instituciones. La diferencia consistió en los hombres”.6

reaccionario. Catolicismo y nacionalismo en la tradición antiliberal española. En F. Colom González y A. Rivero: El altar y el trono: ensayos sobre el catolicismo político iberoamericano. Barcelona, Anthropos, págs. 43-82 4 Como es sabido, el uso del término liberal como una adscripción política se identifica por primera vez en los debates constitucionales de las Cortes de Cádiz. Véase Marichal, Juan (1995): Liberal: su cambio semántico en el Cádiz de las Cortes. En El secreto de España, Madrid, Taurus, págs. 29-46. 5 Romero, José Luis (2001): Situaciones e ideologías en Latinoamérica. Medellín, Universidad de Antioquia, pág. 67. 6 Citado por Romero, José Luis (1998): El pensamiento político latinoamericano, Buenos Aires, A-Z Editores, pág. 201.

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Hacia 1830 apareció ya en México una corriente identificada con el republicanismo conservador que defendía la moderación política, el orden legal, la virtud ciudadana y expresaba su admiración por la monarquía de julio francesa y el republicanismo norteamericano.7 Con todo, la opción más identificada con el continuismo institucional operó inicialmente en este país bajo la advocación de la logia masónica de los escoceses. A lo largo del siglo los sistemas gubernamentales hispanoamericanos fueron decantando agrupaciones de intereses políticos que, en algunos casos, llegaron a emplear el epígrafe conservador. Con este nombre aparecieron partidos en Chile en 1836, en Venezuela en 1845, en Colombia en 1848 y en Ecuador en 1869. Aún así, la monarquía carecía de verdaderos defensores en el continente y no se presentó como una alternativa viable salvo en el caso de Brasil y, esporádicamente, de México. La división entre conservadores y liberales fue por ello más una cuestión de táctica y de grado que de diferencias profundas. Éstas, cuando afloraban, giraron sobre todo en torno al estatus de la Iglesia católica y el mantenimiento del patronato heredado del régimen colonial, un reflejo a su vez de las tendencias regalistas de la extinta Monarquía Hispánica. Pero aun en este sentido, señalan Bushnell y Macauley, “los conservadores eran poco más que liberales moderados: aquéllos más inclinados que sus contrapartes de la corriente liberal mayoritaria a filtrar la expresión de la libertad popular a través de un sistema de elecciones indirectas o a ampliar las prerrogativas del ejecutivo. También estaban menos dispuestos que los liberales a mirar hacia los Estados Unidos como modelo y más inclinados, si había que importar leyes o instituciones, a adaptarlas de las monarquías constitucionales europeas”.8 Cultural y socialmente, el conservadurismo latinoamericano se articuló en torno a las tradiciones ligadas a la posesión de la tierra y las jerarquías sociales. Sus rasgos característicos fueron la reticencia al monocultivo exportador, la organización paternalista del trabajo en la hacienda, los privilegios de casta, la concepción autoritaria y centralizada de la vida política, la defensa del orden frente a la anarquía y el reconocimiento de un papel privilegiado a la Iglesia en la conducción de la vida social. Más allá de ello, su apego a las referencias hispano-criollas contrasta con el eurocentrismo y el voluntarismo jurídico de los liberales. La primera generación de próceres hispanoamericanos tras la independencia –figuras como los argentinos Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, los chilenos José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao, José María Samper en Colombia o Carlos María de Bustamante en México- se planteó la deshispanización como vía rápida para el acceso de sus respectivas sociedades a la modernidad cultural, política y económica vislumbrada por aquél entonces en Francia, Inglaterra y los Estados 7 Véase Rojas, Rafael (2009): Las repúblicas del aire. Madrid, Taurus. Rojas se refiere en concreto al periódico El conservador, editado en Toluca en 1830 por el refugiado cubano José María Heredia. 8 Bushnell, David, Macaulay, Neill (1994): The emergence of Latin America in the nineteenth century. New York, Oxford University Press, pág. 34.

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Unidos. Esta vía pasaba por la implantación del individualismo liberal en las nuevas repúblicas y por quebrar las estructuras corporativas del viejo orden colonial. Tal y como se entendía, España se había marginado de los procesos de creación de la cultura moderna y no podía responder ni transmitir soluciones a los problemas contemporáneos. Sin embargo, durante este mismo período podemos encontrar también figuras como Lucas Alamán en México, Sergio Arboleda en Colombia o Andrés Bello en Chile que, pese a denostar la tutela colonial, defendieron el derecho de los americanos a preservar y participar en pie de igualdad de un legado histórico tenido por valioso para el desarrollo de las incipientes instituciones nacionales. - Liberalismo, secularismo y construcción del Estado. En las sociedades del Antiguo Régimen, las referencias religiosas eran las únicas capaces de trascender los vínculos locales y llegar hasta grupos humanos más amplios que los delimitados por las jerarquías y corporaciones tradicionales. La Reforma protestante ofreció a los príncipes cismáticos europeos la ocasión de reafirmar su autonomía política frente al papado y consolidar la hegemonía religiosa sobre sus súbditos. En el caso católico, por el contrario, el gobierno eclesiástico dependía de una estructura hierocrática cuyo centro de autoridad se encontraba ubicado más allá de la potestad del soberano. A finales del siglo XVIII este esquema comenzó a tambalearse, dando paso a Estados legitimados por un nuevo tipo de soberanía nacional. Este proceso supuso la erosión de las funciones tradicionales de la religión como agente socializador y su paulatina sustitución por una novedosa cultura nacional a cargo del Estado. La Iglesia católica, sin embargo, por su propia naturaleza ecuménica, encajaba difícilmente en esta nueva concepción. Las viejas tesis regalistas del siglo XVIII, con sus intentos de supeditar la Iglesia a la autoridad monárquica, encontraron así su reverso en las tesis ultramontanas decimonónicas. La beligerancia ideológica del catolicismo contra el Estado liberal, cuya expresión en la Alemania de Bismarck quedó acuñada con el término emblemático de Kulturkampf, alcanzó su punto álgido con el Concilio Vaticano I (1869-70) y la ocupación italiana de los Estados Pontificios. El principal objeto en liza entre católicos y liberales giraba en torno a la propia identidad de la nación, sus referencias culturales, grado de autonomía y origen de su legitimidad, pero este conflicto ha de inscribirse en el marco más amplio de la reacción contra los cambios políticos y culturales modernos. Christopher Clark y Wolfram Kaiser han señalado que “el problema fundamental al que se enfrentaban las grandes formaciones ideológicas de finales del siglo XIX en Europa no era el de abrazar o rechazar la ‘modernidad’ sino cómo responder de forma adecuada a los desafíos

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que ésta planteaba”.9 El auge de un catolicismo política y culturalmente renovado durante la segunda mitad de siglo, con sus redes asociativas, medios de divulgación masiva y capacidad movilizadora, constituye por ello un capítulo de la modernidad en no menor medida que el socialismo, el nacionalismo o el secularismo liberal. Al igual que ellos, el catolicismo se implicó de lleno en la conformación política y cultural de las nuevas sociedades en un contexto de rápidas y profundas transformaciones. El papado utilizó todos los medios a su alcance para defender su autoridad en el proceso de homogeneización y renovación del dogma católico, pero sobre todo buscó la romanización de su cultura devocional y asociativa. El culto al Sagrado Corazón de Jesús, a Cristo Rey y a la Virgen María son rasgos prominentes de un catolicismo finisecular impulsado por iniciativa vaticana. El ultramontanismo no sólo justificaba la autoridad suprema del papa, su infalibilidad y jurisdicción universal, sino que animaba al catolicismo a ofrecer su propia visión del mundo frente a los efectos disgregadores de los cambios modernos. El corporativismo católico, tal y como fue formulado por la nueva doctrina social de la Iglesia, vislumbrada una autoridad eclesiástica reforzada que debía combinarse con un nuevo orden social: “Un orden de comunidades en el que la anomia del interés personal propia del individualismo liberal, así como el colectivismo estatalista del socialismo y del fascismo, debían dar lugar a un nuevo espíritu de autorrealización personal y de apoyo mutuo”.10 El liberalismo hispanoamericano, en contraste con la experiencia europea, consiguió desmantelar las estructuras administrativas de la colonia antes de llegar a ser capaz de gobernar las nuevas sociedades surgidas de sus ruinas. La destrucción de las formas comunitarias que sometían los comportamientos, las voluntades y los bienes individuales a los criterios de utilidad pública típicos de la sociedad tradicional no logró encontrar un sustituto inmediato para aquéllas. La formación social heredada del período colonial tardó por ello mucho más en cambiar que los lenguajes políticos empleados para vilipendiarla y anunciar la llegada de una nueva era. Tanto es así que se ha empleado el término de repúblicas barrocas para referirse al primer periodo de vida política independiente.11 A lo largo de los enfrentamientos entre conservadores y liberales, entre los intereses de la tierra y del comercio, del campo y la ciudad, de la costa y el interior –de la contraposición sarmientina entre civilización y barbarie- se hizo evidente que el orden social y cultural de la colonia, si bien no

9 Clark, Christopher (2003): The New Catholicism and the European Culture Wars, en Ch. Clark – W. Kaiser (eds.) Culture Wars. Secular-Catholic Conflict in Nineteenth-Century Europe. Cambridge University Press, Cambridge, pág. 13. 10 Buchanan, Tom – Conway, Martin (1996): Political Catholicism in Europe, 1918-1965. Clarendon Press, Oxford, pág. 14. 11 Lempérière, Annick (2005) ¿Nación moderna o república barroca? México 1823-1857, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, BAC - Biblioteca de Autores del Centro. [En línea] URL : http://nuevomundo.revues.org/648. Consultado el 22 de agosto de 2011.

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ya el político, gozaba de un notable arraigo entre importantes segmentos de las sociedades americanas.12 El dictamen por el que la Asamblea General de Notables ofreció en 1862 el trono mexicano a Maximiliano de Austria identificó la dolencia fundamental que aquejaba a la nación desde la independencia en “haber cambiado radicalmente en su manera de ser, en su administración interior, sin dejar casi nada en pie de la legislación y el orden antiguos, que habían formado sus hábitos y sus costumbres”. Entre los males enumerados se citaban el dominio de las sociedades secretas, la expulsión de la comunidad española, la soberanía de los estados federados, los ataques a la propiedad y la entrega a los Estados Unidos. Las miserias del momento se contraponían nostálgicamente al orden de la colonia, asociado a la eficiencia paternal de la institución monárquica. En razón de ello, la Asamblea se proponía fijar “la forma de gobierno que, reviviendo el principio de autoridad, restituya el lustre a la religión, a las leyes el vigor, la unidad a la administración, la confianza a las familias, la paz y el orden a la sociedad, cierre la puerta a la ambición y ponga fin a las revoluciones”.13 El proyecto de construcción nacional contó con puntos de partida distintos en los países católicos y en los protestantes. En estos últimos, la neutralidad religiosa del Estado o el control de la autoridad eclesiástica por el mismo explican su secularización como un proceso relativamente poco conflictivo de diferenciación social e institucional. En los países católicos, por el contrario, el poder político hubo de asumir una dinámica activa de laicización con el fin de separar las esferas cívica y religiosa.14 Este programa no necesariamente implicaba la erradicación social de la religión, sino la asunción por el Estado de los instrumentos administrativos y culturales de reproducción social. El liberalismo hispánico no se desprendió totalmente de la inercia regalista del absolutismo borbónico. En términos generales puede afirmarse que los gobiernos liberales de este ámbito, más que la separación del Estado y la Iglesia, pretendieron reformar y poner bajo su control las instituciones eclesiásticas, un proyecto que las corrientes ultramontanas estaban poco dispuestas a aceptar.

12 Burns, E. Bradford (1980): The poverty of progress: Latin America in the nineteenth century. Berkeley, University of California Press 13 Documentos relativos a la misión política encomendada a la Asamblea general de notables, que dio por resultado la adopción del sistema monárquico en México, y la elección para emperador de S.A.I. y R. el archiduque Fernando Maximiliano de Austria (1864). México, Imprenta Literaria, págs. 31 y 23 respectivamente. Sobre el significado de esta opción política en el contexto hispanoamericano, véase Pérez Vejo, Tomás: El monarquismo mexicano ¿Una modernidad conservadora?, En Colom González (ed.; 2009): Modernidad Iberoamericana. Cultura, política y cambio social. Madrid-Frankfurt, Iberoamericana / Vervuert, págs. 439-465. 14 Sobre esta acepción de la secularización y la laicización, véase Champion, Françoise (1993): Les rapports Eglise-Etat Dans les pays européens de tradition protestante et de tradition catholique: essai d’analyse, Social Compass, 40 (4), págs .589 –609. Véase asimismo De la Cueva Merino, Julio (2008): Una vieja cuestión para un nuevo liberalismo: laicización y democracia en España (1898-1931). En García Sebastiani - del Rey Reguillo, Op. Cit., págs. 303-319.

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Con excepción de la constitución Argentina de 1819, que aludía a la autonomía de las convicciones privadas de los ciudadanos en lo referente a la religión del Estado, los primeros códigos constitucionales iberoamericanos, empezando por el de Cádiz, declararon el carácter oficial de la religión católica y excluyeron la libertad de credo de su listado de garantías individuales. La postura del prócer liberal chileno Juan Egaña a este respecto es ilustrativa. En respuesta a las opiniones de Blanco White a favor de la libertad de cultos, Egaña defendió el monismo religioso de la constitución chilena de 1823 en nombre precisamente de los valores liberales, “pues sin religión uniforme no puede haber un civismo concorde”.15 En España, el general Espartero, principal espadón del liberalismo progresista durante el convulso período de la Regencia, llegó incluso a acariciar la idea de crear una iglesia nacional como respuesta a la actitud levantisca de la jerarquía católica. Tanto en Europa como en América, pues, las tensiones con el catolicismo políticamente organizado marcaron el derrotero de la construcción nacional. En México, las Leyes de Reforma, que abolieron el fuero eclesiástico y militar, desamortizaron los bienes de manos muertas, instauraron el registro y el matrimonio civil y establecieron la libertad de cultos, fueron correlato de un enfrentamiento civil y sirvieron de prolegómeno para la intervención francesa de 1862 y la instauración del Segundo Imperio. Pero, sin duda, el ejemplo más conspicuo de clericalismo en todo el continente lo ofrece el régimen de Gabriel García Moreno en Ecuador entre 1859 y 1875. Durante su presidencia se llegó a establecer constitucionalmente la condición de católico como requisito para poseer la ciudadanía, al tiempo que se entregó a la Iglesia el monopolio educativo del país.16 En Colombia, Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez depuraron intelectual y constitucionalmente un programa similar al de García Moreno durante la Regeneración (1880-1899), término con el que se alude al período de reformas conservadoras inspiradas en el tradicionalismo católico. Caro, correspondiente asiduo de Menéndez Pelayo, redactó las bases de la constitución colombiana de 1886, que arrancaba con la proclamación de Dios como fuente de toda autoridad, consagraba la confesionalidad del Estado y se mantuvo en vigor durante más de cien años. Lector asiduo de Balmes, Caro participó asimismo en los rifirrafes filosóficos que los ultramontanos colombianos mantenían regularmente con la secta benthamista, cuya implantación había favorecido Francisco de Paula Santander en 1824. Lo que más apreciaba Caro del catolicismo era la certificación de un orden moral, “el

15 Egaña, Juan (1825): Memoria política sobre si conviene a Chile la libertad de cultos. Imprenta de la Independencia, Santiago, pág. 15. 16 Sobre García Moreno, Henderson, Peter (2008): Gabriel García Moreno and conservative state formation in the Andes. Austin, University of Texas Press.

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sello de la sanción divina a los principios inconclusos del derecho natural”.17 Esa certidumbre religiosa se extendía sin solución de continuidad al orden político: todo poder proviene de Dios; un gobernó ateo sería por ello un contrasentido. República unitaria, religión y lengua, subsumidos en la lealtad a la tradición hispana, representaban para Caro los pilares constitutivos de la nacionalidad colombiana y un baluarte cultural frente a las contaminaciones externas que habían ayudado a disolver el orden social en el pasado. “El catolicismo –afirmó- es la religión de Colombia, no solo porque los colombianos la profesan, sino por ser una religión benemérita de la patria y elemento de la nacionalidad, y también porque no puede ser sustituida por otra. La religión católica fue la que trajo la civilización a nuestro suelo, educó a la raza criolla y acompañó a nuestro pueblo como maestra y amiga en todos los tiempos, en próspera y adversa fortuna”.18 Por la misma época, Pedro Goyena y José Manuel Estrada clamaban en Argentina contra los pactos afeminados con la rebelión anticristiana y defendían la potestad eclesiástica sobre los asuntos temporales de los Estados. En Chile, donde pocas décadas antes Francisco Bilbao clamara contra la dictadura jesuítica y el despotismo legal, Carlos Walker y el Partido Conservador combatían con igual énfasis la secularización del Estado y la instauración de las leyes civiles. Este conservadurismo confesional se sirvió con frecuencia de las ideas importadas del tradicionalismo español para su beligerancia intelectual. Es así como el pensamiento reaccionario de Jaime Balmes, Juan Donoso Cortés, Juan Vázquez de Mella o Marcelino Menéndez Pelayo logró hacerse un espacio en el discurso conservador hispanoamericano del último tercio de siglo. - El tradicionalismo político español. La genealogía del tradicionalismo español hay que buscarla en la trayectoria que discurre desde los absolutistas apostólicos de principios del siglo XIX hasta la síntesis nacional-católica elaborada por Menéndez Pelayo y los integristas neocatólicos a finales del mismo. Para esta corriente ideológica, la identidad de la nación española resulta indisociable de la fe católica e, inversamente, la condición de católico constituye la única forma posible de ser español. En las palabras del filósofo y político integrista Vázquez de Mella, “la religión católica es la inspiradora de España, la informadora de toda su vida, la que le ha dado el ser, y sin ella no hay alma, ni carácter, ni espíritu nacional”.19 El excepcionalismo ha sido un rasgo compartido por casi todos los idearios nacionalistas, que han buscado en la devoción por su singularidad las señas de un designio histórico propio. El

17 Caro Miguel, Antonio (1869): Escritos sobre el utilitarismo. Bogotá, imprenta F. Mantilla, pág. 96. 18 Caro, Miguel Antonio (1970): Los fundamentos constitucionales y jurídicos del Estado". En Antología del pensamiento político colombiano. Bogotá, Banco de la República, pág. 170. 19 Vázquez de Mella, Juan (1953): Textos de doctrina política. Publicaciones Españolas, Madrid, pág. 74

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tradicionalismo español es, sin embargo, menos excepcional de lo que la historiografía liberal le ha achacado. Su peculiaridad estriba más bien en sus ritmos de articulación política y en su capacidad para hacerse valer y desafiar al orden liberal durante un largo e inusualmente tardío período de la historia contemporánea española. Con todo, su pensamiento muestra algunos rasgos propios. De entre ellos cabe destacar, además de su identificación del catolicismo con la identidad nacional y la convicción en la excepcionalidad del carácter hispano, la tendencia a vincular ambos elementos –cultura y credo- con un imaginario político, como el de la Hispanidad, más amplio que el del propio Estado nacional. El patriotismo premoderno español cultivó los tópicos sobre las virtudes naturales del territorio patrio, el origen ancestral de sus gentes y su fiera voluntad de independencia. El nacionalismo que nace con el liberalismo gaditano estuvo condicionado, sin embargo, por el carácter mimético y exógeno de su proceso modernizador. Su singularidad consistiría en la anómala prolongación del enfrentamiento entre castizos y europeístas y en la pervivencia de un sentimiento de alienación frente a lo español entre una parte importante de sus élites hasta bien entrado el siglo XX, lo que permitió a sus adversarios presentar la modernidad política como una traición a la identidad heredada.20 El problema de los liberales decimonónicos, prolongadores a su manera del elitismo borbónico del XVIII, pero privados ya del apoyo de la Corona, radicaba en que optaron por un proyecto modernizador que entraba en conflicto y resultaba difícilmente comprensible para gran parte de la población, cuyas principales señas de identidad se habían forjado bajo el catolicismo de la Contrarreforma. Su principal bastión fue el ejército, remozado por las reformas borbónicas y convulsionado en su estructura interna por las guerras napoleónicas. Los jefes militares del período isabelino se percibían a sí mismos como hombres de partido, espadones políticos que provocaban la caída de los gobiernos en un sistema asentado en la invariable y fraudulenta fabricación de las mayorías parlamentarias por el poder ejecutivo. La regencia de la reina María Cristina, viuda de Fernando VII, se alió con el partido moderado para defender los derechos sucesorios de su hija Isabel II frente a los carlistas, excluyendo del circuito político a los liberales exaltados o progresistas. Esta alianza no dejaba a éstos otra alternativa que el recurso a pronunciamientos militares y levantamientos urbanos con el fin de legitimar desde el poder una situación de hecho. Para ello contaban con la reacción preventiva de la Corona, que se adelantaba en cada caso al asalto insurreccional al poder depositando su confianza en la facción exitosamente alzada. El partido triunfante disolvía las juntas insurgentes y, mediante la convocatoria a Cortes y la fabricación de una nueva mayoría parlamentaria, reinstauraba el sistema constitucional, iniciándose así un nuevo ciclo que a medio o largo plazo tendía a reinstaurar

20 Álvarez Junco, José (2001): Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Taurus, Madrid, pág. 118 y ss.

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hegemonías gubernamentales moderadas, las preferidas por la Corona. Este esquema se repitió con escasas variaciones desde 1834 hasta la Restauración borbónica de 1874, cuando fue sustituido por el sistema de turnos gubernamentales entre liberales y conservadores. Prescindiendo del papel arbitral de la Corona, el modelo se asemejaba notablemente al tipo de agitaciones políticas que sacudieron las repúblicas hispanoamericanas durante todo el siglo XIX.21 En este contexto de fuerzas, los conservadores españoles buscaron su apoyo en las redes clericales. Si bien la jerarquía eclesiástica se mantuvo siempre en las proximidades del poder instituido, una parte significativa del clero rural, sobre todo en el norte peninsular, optó por echarse al monte y respaldar la insurgencia carlista. El carlismo representa la facción más montaraz del tradicionalismo español. De él se ha dicho que viene a constituir “la versión española de los legitimismos europeos, la expresión más perfilada de la oposición a las monarquías representativas, de opinión, que pretendían estar basadas en la voluntad de los gobernados, fundamento que acabaron aceptando las monarquías dinásticas europeas que se acomodaron al régimen liberal”.22 No todos los tradicionalistas fueron carlistas, como demuestran las figuras señeras de Marcelino Menéndez Pelayo o de Donoso Cortés. El conflicto dinástico derivado de la promulgación en 1830 de la Pragmática Sanción por Fernando VII, que inhabilitaba la Ley Sálica, con el consiguiente desplazamiento de su hermano Don Carlos María Isidro por la infanta Isabel en el orden de sucesión al trono, fue un elemento accesorio en la génesis del carlismo. De hecho, la teoría sobre el derecho divino de los reyes llegó a ser relativizada en 1861 por la propia Princesa de Beira, viuda de Don Carlos, al distinguir entre una legitimidad de origen y una legitimidad de ejercicio para repudiar el filo-liberalismo de su hijo Juan, pretendiente carlista al trono. Las claves del surgimiento del carlismo hay que buscarlas más atrás en el tiempo, en el enfrentamiento que se abrió entre los grupos rectores de la sociedad española durante el ocaso del Antiguo Régimen y en el extrañamiento experimentado por determinados sectores de la sociedad tradicional con las reformas liberales. Se trata sin embargo de un movimiento que, más allá de las adhesiones emocionales y de su substrato social, nunca llegó a desarrollar una ideología elaborada y coherente, por lo que resulta difícil interpretarlo acudiendo exclusivamente a sus ideas.

21 Véase Artola, Miguel (1973): Historia de España: la burguesía revolucionaria (1808-1869). Madrid, Alfaguara y Colom González, Francisco (2009): La tutela del bien común. La cultura política de los liberalismos hispánicos. En F. Colom González (ed.): Modernidad Iberoamericana. Op. Cit., págs. 269-298. 22 Aróstegui, Julio, et al. (2003): El carlismo y las guerras carlistas. La esfera de los libros, Madrid, pág. 16

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La militancia religiosa constituye uno de los ejes en torno a los que evolucionaron las ideologías conservadoras del mundo latino a lo largo del siglo XIX. La reacción intelectual contra la destrucción del bien común de la sociedad tradicional recurrió en el ámbito católico a la restauración filosófica del tomismo. La doctrina de Santo Tomás ofrecía una visión arquitectónica y racionalmente ordenada del mundo sostenida por la voluntad divina. Jaime Balmes, próximo a la facción del partido moderado encabezada por Juan de la Pezuela, marqués de Viluma, ha sido identificado como el primer sintetizador del historicismo español con la doctrina católico-tomista.23 Su principal interés se dirigía a resolver el litigio dinástico con el carlismo para aproximar éste a los moderados con el fin de crear un régimen capaz de enfrentarse a la revolución liberal. Para Balmes, la regeneración de España tan sólo podía llevarse a cabo mediante la recuperación de la tradición religiosa y monárquica que históricamente la había constituido. Esta es la razón por la que se ha querido ver en él –y en los neocatólicos del período isabelino en general- el principal antecedente del nacional-catolicismo moderno. Aunque la presencia pública del integrismo ultramontano se difuminó tras la crisis colonial de 1898, sus reflejos ideológicos no desaparecieron, sino que quedaron integrados en la propia evolución del tradicionalismo. En una fecha tan tardía como 1934, Ramiro de Maeztu seguía defendiendo sin apenas variaciones la vieja fórmula balmesiana y su convicción de que la salvación de los españoles pasaba necesariamente por el retorno a la tradición abandonada “hacia 1750, cuando las ideas de la Enciclopedia hicieron prevalecer la de que las leyes son la expresión de la voluntad del soberano, en vez de ser adecuación de la razón al bien común”.24 Lo cierto es que el pensamiento conservador español desarrolló iniciativas políticas y sociales que, aunque autoritarias y confesionales, no pueden interpretarse estrictamente como un retorno literal al pasado. La voluntad de enfrentarse a los efectos disolventes del liberalismo llevaron a la Iglesia católica y a sus aliados políticos a recurrir a referencias culturales que buscaban su legitimidad en la historia y a desarrollar iniciativas socialmente restauradoras, pero que creaban de hecho nuevas realidades. Se ha especulado por ello con la posibilidad de ver en las doctrinas tradicionalistas una modernidad a la contra que intentó conjurar los peligros inducidos por la revolución liberal primero y por la revolución industrial después, “una ideología no arcaizante ni antimoderna, sino dispuesta a filtrar los aspectos considerados compatibles de la modernidad en un constante examen de la misma”.25 La idea de una modernidad reaccionaria requeriría,

23 Varela Suances, Joaquín (1988): “Estudio Preliminar” a Jaime Balmes, Política y Constitución, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, pp. IX-XCI. 24 Maeztu, Ramiro de (1959): El nuevo tradicionalismo y la revolución social. Editora Nacional, Madrid, pág. 23. 25 Botti, Alfonso (1992): Nazionalcattolicesimo e Spagna Nuova (1881-1975). Franco Angeli, Milano, pág. 18.

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como es obvio, una reconsideración general de lo que entendemos como valores y procesos modernos, pero en cualquier caso debería cuidarse de no caer en el reduccionismo sociológico, ya que el industrialismo capitalista fue por lo general un fenómeno tardío en los países en los que prendió la llama del integrismo. - La sociedad como organismo. La oposición a la doctrina de la soberanía nacional y la naturaleza contractual de la misma constituyó un punto de encuentro para las distintas corrientes conservadoras. En España podemos encontrarla ya en los debates de las Cortes de Cádiz, donde la fracción más próxima al absolutismo excluyó la posibilidad de que la nación fuese titular de una verdadera autoridad constituyente. Con diversos matices, diputados como Gaspar de Jovellanos, Antonio Capmany, Pedro Inguanzo o Francisco Javier Borrull entendieron la nación como un ente constituido con anterioridad al propio texto constitucional y, por lo tanto, superior al mismo. Al existir una religión, una dinastía reinante y unas leyes históricas, la soberanía se sobreentendía ya definida, quedando por ello inhabilitada la nación para proclamarla o ejercerla. Estos tópicos tradicionalistas, que apelaron a la costumbre política hispana en su defensa, poseían irónicamente una raíz foránea.26 Contrarrevolucionarios franceses como Antoine de Rivarol o los abates Barruel y Duvoisin habían defendido ya en el siglo anterior la existencia de un orden natural conformado por la tradición, las costumbres y la providencia al que toda acción humana debía acomodarse. La obediencia al rey, como representante de la voluntad divina, constituía desde esa perspectiva una obligación moral. Esta postura abrigaba una concepción patrimonialista de la autoridad real, entendida como patria potestad sobre un cuerpo social de naturaleza orgánica. En el Antiguo Régimen, las dimensiones fundamentales de la política, como la administración y la representación del poder, se encontraban inscritas en el ámbito del derecho privado, ligadas a las figuras de la tutela, la familia y su economía. Se trataba de un conglomerado en el que coexistían diversos órdenes normativos autónomos: jurisdicciones eclesiásticas, entidades territoriales y corporativas dotadas de fueros, etc. Por ello, difícilmente podemos hablar del Estado monárquico en términos estrictos, en el sentido de una autoridad normativa única y soberana: “Para que un Estado pudiera ser garante de la solidez normativa de un espacio público compuesto por individuos, primero sería necesario que la persona del rey, su familia, sus amigos, sus deudos y paniaguados, dejaran de ejercer un papel de mediación en el permanente proceso de definición de los estatutos y posiciones sociales”.27 La imaginación liberal 26 Herrero, Javier (1988), Op. cit. 27 Schaub, Jean-Frédéric (1998): El pasado republicano del espacio público. En Guerra, François-Xavier y Lempérière, Annick (eds.): Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX, Fondo de Cultura Económica, México, pág. 53

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de la soberanía como un contrato entre individuos libres chocaba necesaria y frontalmente con estas concepciones. Aun así, José María Portillo ha querido ver en el sistema constitucional gaditano la inercia de una concepción orgánica de la nación que habría consagrado a ésta como titular prioritario de derecho frente a los individuos que la componen: “La nación es el sujeto fuerte del sistema de Cádiz, posee necesariamente un estatuto supraindividual y, por consiguiente, la constitución la define en términos políticos, geográficos y religiosos. El sistema no repudió del todo la noción de los derechos individuales, pero los integró en otro lugar diverso del habitual para la cultura constitucional atlántica, estadounidense y francesa”.28 La antropología subyacente al texto gaditano, prosigue Portillo, no tomó al individuo como sujeto fundamental del orden social y político. El ciudadano español sólo podía realizar sus derechos en el seno de la nación, en la que el Artículo 4 de la constitución delegaba la obligación de protegerlos. La capacidad de actuación del cuerpo nacional se encontraba, además, limitada por la religión, ya que ésta, una vez excluida la libertad de conciencia, no sería la religión de los individuos, sino de la propia nación. La religión se presentaría así como un bien nacional que debía ser protegido por la comunidad política en su conjunto. Con ello, concluye este autor, la nación española tan sólo poseía una identidad en cuanto nación de católicos, lo que equivalía a concebir el Estado como una república de almas.29 Esta interpretación parece abonar la idea de que en la constitución de Cádiz existía, más allá de la pervivencia de una cultura patrimonialista propia de la sociedad tradicional, algo así como un espíritu nacional-católico avant la lettre. Es cierto que en España la tolerancia de cultos no se legisló hasta 1856 y que sólo con la revolución gloriosa de 1868 y la constitución del sexenio democrático se reconoció la libertad confesional al máximo nivel jurídico. En el código penal de 1848, el respeto a las normas de la jurisdicción civil y la defensa de la ortodoxia católica contaban con el mismo nivel de protección. De hecho, hasta 1870 no se aprobaron las primeras leyes de matrimonio y de registro civil.30 Pero también es cierto que la salvaguardia estatal de la religión, tal y como aparece recogida en la constitución de Cádiz y en los restantes códigos iberoamericanos, puede ser interpretada como una derivación del viejo regalismo ilustrado, que pretendía subordinar la dimensión pública de la misma a la autoridad política.31 La hostilidad contra la concepción contractual de la soberanía, la resistencia a

28 Portillo, José María (1998): La nazione cattolica. Piero Lacaita Editore, Manduria, pág. 83. 29 Op. Cit., pág. 128. 30 Véase Alonso García, Gregorio (2008): Ciudadanía católica y ciudadanía laica en la experiencia liberal. En Pérez Ledesma, Manuel a (dir.), De súbditos a ciudadanos. Una historia de la ciudadanía en España, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, págs. 165-192. 31 Rivera García, Antonio (2001): Catolicismo y revolución: el mito de la nación católica. En Araucaria (Año 3, Nº 6). URL: http://www-en.us.es/araucaria/nro6/rese6_2.htm [fecha de acceso 9 de Diciembre, 2010]

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concebir los vínculos sociales en los términos individualistas del liberalismo y la defensa de las sociedades naturales -fundamentalmente la familia y los cuerpos intermedios- constituyen elementos comunes a todo el tradicionalismo católico europeo. Su variante española fue, además, profundamente beligerante con el parlamentarismo, tachado de disolvente y corrupto, pero se opuso con igual vehemencia a la idea de una monarquía ilimitada. De ahí su defensa del derecho natural y de la doctrina de los cuerpos intermedios. Para Balmes, los límites adecuados al poder del monarca absoluto eran los de la constitución histórica española, fundamentalmente la estructura polisinodial de la monarquía y las cortes estamentales, que en su versión restaurada debían otorgar representación a las clases propietarias y a la aristocracia material y espiritual. Por las mismas fechas Aparisi y Guijarro, abanderado de los postulados carlistas, advirtió que no se trataba ya de implantar la monarquía absoluta de los tiempos de Fernando VII, sino de restaurar “en cuanto sea posible, la antigua y gloriosa monarquía española, que conocía legítimas libertades en Castilla y mayores en Aragón”. Con este fin, al acceder al poder, el pretendiente carlista convocaría Cortes y daría una ley fundamental definitiva y española. La fórmula vislumbrada por Aparisi se resumía en “unidad católica, rey que reine y gobierne, Cortes a la española, descentralización y vida propia del municipio y de la provincia y el espíritu católico sobre todo, viviendo en las instituciones, en las leyes y en las costumbres”.32 Tras esta concepción pervivía la vieja noción paulina sobre el origen divino del poder, actualizada por León XIII en su encíclica Inmortale Dei (1885), así como la convicción de que toda sociedad que identificase su origen en la soberanía del hombre está abocada a su disolución, pues la constitución de un pueblo no la hace la voluntad individual, sino los siglos, de la misma manera “como se forman los metales en las entrañas de los montes”. Aparisi ubicaba al monarca tradicional al frente de este proceso telúrico. Su figura era la llamada a realizar lo que vivía en las costumbres del pueblo, la encargada de empujar a éste “a la empresa a que por sus condiciones naturales parece formado”.33 La ideología territorial, y más concretamente la cuestión foral, ingresó tardíamente en la agenda política del carlismo, aunque terminaría por convertirse en uno de sus principales emblemas. Frente al centralismo liberal, Aparisi y Guijarro defendió la diputación como la más alta instancia de representación territorial. Ésta debía reproducir la composición corporativa de las viejas cortes estamentales e incluir a los municipios, la Iglesia, la universidad y los gremios. Las tendencias organicistas de la teoría política católica se vieron reforzadas por la doctrina social de la Iglesia. Con en ella se reafirmó la voluntad de restaurar el orden social siguiendo la inspiración del personalismo cristiano,

32 Aparisi y Guijarro, Antonio (1957): En defensa de la libertad (selección a cargo de Santiago Galindo). Madrid, Rialp, pág. 73. 33 Op. Cit., pág. 323.

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que tomaba a la persona humana como sujeto trascendente de los derechos fundamentales y defendía la autonomía de las sociedades naturales en el seno del Estado. Tal y como se sedimentó en la imaginación tradicionalista, la nación aparecía como una entidad orgánica dotada de identidad moral que había que organizar políticamente con criterios corporativos. Vázquez de Mella expuso el núcleo de esta concepción en un discurso ante las Cortes en 1907. En él contrapuso la soberanía social a la artificiosidad de la soberanía política: “Si no existe más que una sola soberanía, que emana de la muchedumbre y lleva a la cumbre del Estado, del Estado descenderá en forma de una inmensa jerarquía de delegados y funcionarios. Y si existe una soberanía social que emerge de la familia y que, por una escala gradual de necesidades, produce el municipio y, por otra escala análoga, engendra, por la federación de los municipios, la comarca y después, por la federación de éstas, la región, esa soberanía social limitará la soberanía política, que sólo existe como una necesidad colectiva de orden y de dirección para todo lo que es común”.34 Según esta doctrina, el tejido social lo forman personas colectivas, las que constituyen los hombres por corporación para conseguir lo que no pueden conseguir aislados, así como una serie de sociedades complementarias (municipio, comarca, región) y sociedades derivativas (escuela, universidad, corporación) cuya protección y dirección compete al Estado. Este último sería la persona colectiva más extensa, efecto, pero no causa, de las demás personas, fundamentalmente por la existencia de la Iglesia, que según la doctrina católica es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta al tener en sí y por sí misma todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Vázquez de Mella reconocía el Estado como una entidad soberana en su propia órbita, pero le atribuía una necesaria unidad moral que lo supeditaba a la Iglesia, para la que reclamaba independencia económica y autonomía jurisdiccional. El tradicionalismo de finales del siglo XIX no pretendía ya, pues, la supervivencia del Antiguo Régimen sino fundar una nueva identidad política sobre el ideal católico. Sin embargo, con su concepción teocrática del Estado los tradicionalistas españoles renunciaron a determinar los confines sociales de la nación históricamente existente. Como ha señalado Álvarez Junco, “lo que ni los absolutistas fernandinos, ni los moderados de Narváez, ni los conservadores de Cánovas y más tarde de Maura parecían comprender es que la Iglesia católica tenía una veta, no ya anti-liberal, sino anti-estatal. Una veta que, al disputar al Estado las competencias educativas, se convertía en ‘antinacional’, en obstáculo a la nacionalización”.35 El pensamiento tradicionalista español no puede considerarse aisladamente del clima intelectual que imperaba en la Europa de su época. La noción de la sociedad como un organismo vivo, divulgada por los primeros románticos y

34 Vázquez de Mella, Op. Cit. pág. 47 35 Op. Cit., pág. 549.

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asumida después por el catolicismo político, confluyó a comienzos del siglo XX con el descubrimiento del inconsciente por la psicología moderna y el énfasis en las motivaciones irracionales del comportamiento humano. Este giro cultural, que formaba parte de una reacción más amplia contra el positivismo, el liberalismo y lo que se percibía como un estado general de decadencia moral, constituyó uno de los desencadenantes de la eclosión de los nacionalismos en Europa. La teoría sobre los orígenes pre-conscientes de la emotividad mantenía una notable afinidad con el proyecto de anclar el gobierno colectivo en las fuerzas vitales del alma nacional. Esta intuición maduró con el nacionalismo integral francés y con la revolución conservadora de la Alemania de entreguerras. La inspiración intelectual de este último movimiento, que se anticipó a la política de masas de los años treinta, se encontraba muy próxima a las fuentes filosóficas del irracionalismo alemán y su búsqueda metafísica del absoluto. El vínculo del conservadurismo germano con el tradicionalismo católico fue, sin embargo, menos evidente que en el caso del integralismo francés, muy pronto emulado en otras partes del orbe latino. El integralismo cuestionó la sociedad industrial en su conjunto y renegó de los valores heredados de la Ilustración. Vinculado al legitimismo contrarrevolucionario decimonónico, el integralismo encontró su caldo de cultivo en el anticlericalismo de la Tercera República y en el caso Dreyfus, a cuya sombra se difundieron las ideas del culto a la nación, la necesaria regeneración de Francia y la recuperación del orden social. Las relaciones de Francia con el Vaticano se regían durante el siglo XIX por un concordato de los tiempos del Consulado, cuyos Artículos Orgánicos, añadidos unilateralmente por Napoleón, nunca fueron plenamente aceptados por Roma. El concordato estipulaba la remuneración del clero secular por las autoridades civiles, quienes a cambio se reservaban el privilegio de nombrar los obispos. Las tensiones gubernamentales con la Iglesia se avivaron con la Tercera República, aunque parecieron amainar hacia 1892, cuando León XIII, en su encíclica Au milieu de sollicitudes, animó a los católicos franceses –como había hecho previamente con los españoles- a unirse para formar una mayoría parlamentaria capaz de sustituir las malas leyes republicanas. La hostilidad recíproca estalló finalmente en 1904, momento en que la República rompió sus relaciones con la Santa Sede. Un año más tarde promulgó la ley de separación entre la Iglesia y el Estado, plasmación jurídica de la ideología de la laicidad. Por esas fechas, el viejo legitimismo francés se encontraba ya prácticamente extinto. El neotradicionalismo que ocupó su lugar no fue una mera prolongación del anterior sino que aglutinó en su seno influencias diversas, como el catolicismo social, el bonapartismo y el resentimiento nacionalista generado por la derrota de 1870 ante Prusia. De su seno emergió un nuevo movimiento comprometido con la restauración de la autoridad como base intangible de la sociedad: Action Française. No fue éste un partido en sentido estricto, sino un grupo de opinión y de presión sobre el poder que alcanzó su apogeo durante el período de

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entreguerras. Hacia 1940, en el momento de instaurarse el régimen de Vichy, el movimiento había ya periclitado, según Eugen Weber porque había cumplido su función histórica, que no habría sido otra que la de poner a disposición de la derecha francesa una ideología que ocultase su carencia de un programa positivo, y no reactivo, de acción.36 En su ideario encontramos viejos tópicos tradicionalistas, como el de que la libertad inorgánica condena al individuo a la sumisión anónima a una inmensa y lejana burocracia o que 1789 constituye la fecha en que Francia tomó el fatal camino de su desintegración moral y física. Frente al sentimiento de decadencia finisecular, el nuevo nacionalismo integral proponía una agenda de renovación social: “A la duda y al pesimismo se opusieron las certidumbres de la historia; al artificio, el culto a la energía y la vitalidad; a una civilización envejecida, la juventud; a la desagregación y el individualismo, el sentido de la disciplina; al nacionalismo científico se opusieron las fuerzas del instinto”.37 Un rasgo común entre sus primeros militantes fue el de no haber participado en los movimientos legitimistas tradicionales. Maurice Barrès y su culto al yo, un destilado del idealismo fichteano, derivó pronto hacia la devoción por el yo colectivo y la subordinación del individuo a la colectividad, pero nunca llegó a defender la monarquía como tal. Figuras como Henri Vaugeois, Léon Daudet, Léon de Montesquiou, René Quinton, Lucien Moreau, Jacques Maritain o Maurice Pujo carecían asimismo de antecedentes monárquicos. De hecho, en 1937 la Casa de Anjou desautorizó públicamente a Action Française como intérprete de la causa realista. Charles Maurras, por el contrario, combinó su filiación positivista con un catolicismo meramente intelectual que poco tenía que ver con el dogma tradicional católico. Su interés por la monarquía y su encomio de la jerarquía eclesiástica por su actitud en el caso Dreyfus eran puramente instrumentales, ya que ayudaban a reproducir la alianza de los tiempos monárquicos entre la Iglesia y el ejército. Maurras veía en la Iglesia un aliado contra la Tercera República y en el catolicismo una garantía histórica para la personalidad nacional de Francia, asediada por elementos anti-franceses o metecos, esto es, judaicos, masónicos y protestantes. En uno de los puntos fundacionales de Action Française, publicados en 1899, Maurras llegó a afirmar que, tras la disolución de la cristiandad como sostén unitario del viejo mundo romano, “la nacionalidad es la única condición rigurosa y absoluta que resta de toda humanidad. Las relaciones internacionales, ya sean políticas, morales o científicas, dependen a partir de ahora de las nacionalidades […] El nacionalismo no es sólo un hecho de sentimiento: es una obligación racional y matemática”.38 El Vaticano, sin embargo, al igual que ocurrió con los grupos monárquicos tradicionales, prefería contar con sus propias organizaciones políticas sin tener que 36 Weber, Eugen (1985): L’Action Française. Fayard, Paris, pág. 579. 37 Sternhell, Zeev (2000): Maurice Barrès et le nationalisme français. Fayard, Paris, pág. 76. 38 Citado por Thomas, Lucien (1965): L’Action Française devant l’Église. Nouvelles Editions Latines, Paris, pág. 31.

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supeditarlas a una agenda ideológica ajena, lo que explica quizá su súbita condena y ruptura con el movimiento integralista en 1926. - Del corporativismo autoritario a la sociedad como mercado. Durante el siglo XX fueron nuevas doctrinas las que impusieron su hegemonía sobre el pensamiento conservador iberoamericano, infundiendo en algunos casos un nuevo sentido a un fenómeno autóctono como el caudillaje. En el caso español, la asimilación del nacionalismo autoritario se hizo sin llegar a abandonar los viejos postulados tradicionalistas. Ramiro de Maeztu y su idea de la Hispanidad bebieron tanto del maurrasianismo como de las fuentes católicas. Según explicaba en 1926 Zacarías de Vizcarra, inventor del término, la Hispanidad expresaba “el conjunto de cualidades que distinguen del resto de las naciones del mundo a los pueblos de estirpe y cultura hispánica […] La Hispanidad Católica tiene que prepararse para su futura misión de abnegada nodriza y caritativa samaritana de los infelices de todas las razas que se arrojarán a sus brazos generosos. La Providencia le depara a corto plazo enormes posibilidades para extender en gran escala su acción evangelizadora a todos los pueblos del orbe, poniendo una vez más a prueba su vocación católica y su misión histórica de brazo derecho de la Cristiandad”.39 La idea de una integración de España con los países hispanoamericanos había sido ya esbozada retóricamente a finales del siglo XIX por el pretendiente carlista al trono. Su impracticabilidad no fue, sin embargo, menor que la voluntad de imperio, plagada de resabios metafísicos, manifestada por los émulos españoles del fascismo en el siglo XX. España, según rezaba uno de los puntos fundacionales de la Falange, alegaba “su condición de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales”. Con el desenlace de la guerra civil esa idea imperial, vinculada a la de Hispanidad, pasaría a ocupar un lugar central en el discurso de falangistas y reaccionarios y a consolidarse como una consigna ideológica del régimen de Franco. Su eficacia, sin embargo, apenas logró trascender el ámbito retórico. El hispanismo funcionó como un instrumento dialéctico para abrirle al régimen un espacio de maniobra diplomática. En el mundo de la post-guerra mundial, los postulados que planteaban la reconquista del mundo moderno para la catolicidad podían proporcionarle al franquismo algunos aliados externos, empezando por la propia Iglesia pre-conciliar, pero la grandilocuencia imperial debe entenderse también como un ejercicio sublimatorio para consumo interno, ya que el hispanismo amparado por el régimen nunca tuvo una estrategia política clara, objetivos definidos ni medios para realizarlos. Sus rendimientos simbólicos fueron, por ello, relevantes sólo para la construcción de una identidad y una

39 Vizacarra, Zacarías (1944): Origen del nombre, concepto y fiesta de la Hispanidad. En El Español. Semanario de la política y del espíritu (Año III, n° 102), pág. 1.

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filosofía de la historia acordes con las necesidades del nuevo Estado autoritario. Por necesidad y por vocación, el régimen del general Franco concedió a la Iglesia el espacio autónomo que ésta venía exigiendo desde un siglo atrás, así como reconocimiento y respaldo oficial para sus funciones públicas. La estructura política del franquismo remedó las concepciones organicistas del tradicionalismo católico y cifró en la familia, el municipio y el sindicato corporativo los instrumentos mediante los que expresar y someter a control los intereses sociales. En la inmediata postguerra su ideario fue divulgado, entre tantos otros, por Joaquín Azpiazu, un jesuita próximo al régimen que recuperó la vieja doctrina de las sociedades intermedias. Según ésta, la relación del individuo con el Estado no es directa, sino que se encuentra mediada por toda una serie de agrupaciones sociales naturales. La primera, más básica e íntima de ellas es la familia, en cuyo seno la autoridad se ejerce a través del padre. El municipio, que no sería fruto de la politiquería liberal del siglo XIX, sino “una agrupación perfectamente natural y universal en todos los pueblos”, disfrutaría de una autarquía funcional y se sumaría como unidad social básica a la profesión organizada según el modelo de las corporaciones medievales. Todo ello respondería a un “concepto fundamentalísimo en la formación de los pueblos: que el acoplamiento de las entidades de la vida nacional ha de ser por ensamblaje orgánico, nunca mecánico, de los miembros, aun desiguales; nunca de entidades medidas con el metro de la ley, hecha a priori en las interinidades de un gabinete”.40 Doctrinas de este jaez se propalaron también al otro lado del Atlántico, teñidas en este caso de una retórica populista dirigida a alimentar e integrar en un orden de conjunto las expectativas de justicia social de las masas urbanas generadas y marginadas por el auge de la economía exportadora de finales del siglo anterior. En Argentina, Leopoldo Lugones ilustra la evolución intelectual de algunas de sus élites desde el modernismo estético hasta el nacionalismo autoritario, la admiración por Mussolini y la defensa del papel político del ejército, un presagio del ciclo que se iniciaría con el derrocamiento del presidente Irigoyen en 1930 y culminaría con el peronismo. En su campaña presidencial de 1946 Perón proclamó las claves de su programa justicialista, basado en la soberanía política, la independencia económica y la compensación social: “Los partidos comunistas y socialistas, que hipócritamente se presentan como obreristas, pero que están sirviendo a los intereses capitalistas, no tienen inconvenientes en hacer la propaganda electoral con el dinero entregado por la entidad patronal…. Nosotros defendemos la posición del trabajador y creemos que sólo aumentando enormemente su bienestar e incrementando su participación en el Estado y la intervención de éste en las relaciones del trabajo, será posible que subsista lo que el sistema capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de aprovechable frente a los

40 Azpiazu, Joaquín (1939): El Estado católico. Editorial Rayfe, Madrid-Burgos, pág. 116.

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sistemas colectivistas”.41 Fue Brasil, sin embargo, el primer país del continente en experimentar un régimen corporativo inspirado en las nuevas ideas. El Estado novo instaurado por Getúlio Vargas en 1937, émulo de su homónimo portugués, se autodefinió como una democracia autoritaria comprometida con la armonía social y la unidad nacional: “No hay en nuestra actitud –declaró Vargas- ningún indicio de hostilidad al capital, que, al contrario, necesita ser atraído, amparado y garantizado por el poder público. Pero la mejor manera de garantizarlo está, justamente, en transformar el proletariado en una fuerza orgánica de cooperación con el Estado y no dejarlo que, por el abandono de la ley, se entregue a la acción disolvente de elementos perturbadores, privados de sentimiento de patria y de familia”.42 Sus principales valedores intelectuales, los representantes del pensamiento autoritario brasileño, fueron Francisco Campos, Azevedo Amaral y Oliveira Vianna.43 Mucho antes de que Juan José Linz o la embajadora estadounidense Jeane Kirkpatrick hicieran uso de la distinción entre regímenes autoritarios y totalitarios, estos autores trataron de resaltar las diferencias del sistema brasileño con el fascismo, señalando que, en el primer caso, la organización estatal no abarcaba el conjunto de la vida colectiva de la nación. Puesto que no reconocían capacidad de autorregulación alguna a la sociedad civil, consideraban que el Estado brasileño, bajo la guía de una presidencia firme, se limitaba a liderar el proceso de construcción nacional. Muy distinto fue el caso de Plinio Salgado, fundador de la Alianza Integralista Brasileña, quien con el lema Dios, patria y familia organizó un remedo autóctono del fascismo que terminaría por enfrentarlo con el propio régimen de Vargas. En Chile, Alberto Edwards desarrolló en una serie de artículos publicados a lo largo de 1928 en El Mercurio lo que terminaría por convertirse en el canon de la interpretación conservadora de la historia nacional.44 Según éste, la marca diferencial de Chile como un país próspero y estable en el contexto del siglo XIX hispanoamericano había que buscarla en la figura de Diego Portales, quien durante el período fundacional consiguió restaurar la esencia de la monarquía bajo formas republicanas. Sin embargo, mantenía Edwards, la solvencia política del Estado portaliano había entrado en crisis con la rebelión de los intereses aristocráticos que condujeron a la guerra civil de 1891 y a la instauración de un régimen parlamentario oligárquico e inoperante. El conservadurismo chileno

41 Perón, Juan Domingo (1946): Discurso del acto de proclamación de su candidatura presidencial. En http://argentinahistorica.com.ar/intro_archivo.php?tema=8&titulo=17&subtitulo=56&doc=168, consultado el 21 de septiembre de 2011 42 Citado por Romero, José Luis (1976): Latinoamérica: las ciudades y las ideas. México, Siglo XXI, pág. 385. 43 Azevedo Amaral, Antonio José (1938): O Estado autoritario e a realidade nacional. Rio de Janeiro, Olympio; Oliveira Vianna, Francisco José (1927): O idealismo da constitução. Rio de Janeiro, Edição de Terra de Sol. 44 Edwards, Alberto (1928): La fronda aristocrática en Chile. Santiago, Imprenta Nacional.

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recibió nuevos aires con la publicación de la encíclica Quadragesimo Anno en 1931. Pensadores social-cristianos como el jesuita Fernando Vives y el historiador Jaime Eyzaguirre se aproximaron así al corporativismo político defendido por Eduardo Frei desde la Falange Nacional, germen del futuro Partido Demócrata Cristiano. Su ideario, en corcondancia con la nueva doctrina vaticana, concedía un papel privilegiado a la familia, el municipio, la región y la corporación. Aunque las connotaciones prácticas de ese ideario se fueron diluyendo con el tiempo, llegaron todavía a gozar de cierta influencia en la constitución pinochetista de 1980 a través de Jaime Guzmán, discípulo de Eyzaguirre y del sacerdote integrista Osvaldo Lira, conocedor de primera mano del régimen franquista.45 En Colombia, por último, la repercusión política del corporativismo católico fue menor que en Chile. Aún así podemos reconocer su impronta en la figura del presidente Laureano Gómez, quien trató de reorientar la constitución de 1886 y de dar una solución autoritaria a la violencia que embargaba al país desde el asesinato del líder liberal Eliécer Gaitán, una posibilidad que se cerró con el golpe del general Rojas Pinilla en 1953.46 Este último representaba una posición autoritaria más convencional, apegada a las nociones tradicionales de ley y orden: “Democracia –afirmó Rojas Pinilla en uno de sus discursos- es la mejor interpretación de la voluntad soberana del pueblo; democracia es oportunidad para que todos trabajen honrada y pacíficamente; democracia es otorgamiento de garantías sin discriminación alguna; democracia es gobierno de las fuerzas armadas… Vosotros diréis ahora si preferís la democracia de parlamentos vociferantes, prensa irresponsable, huelgas ilegales, elecciones prematuras y sangrientas y burocracia partidista, o preferís la democracia que los resentidos llaman dictadura, de tranquilidad y sosiego ciudadano, obras de aliento nacional, garantías para el trabajo, técnica y pulcritud administrativa y mucho campo para la verdadera libertad”.47 Las ideas conservadoras iberoamericanas experimentaron con el tiempo una transformación a la que no fue ajena la propia evolución internacional de las grandes corrientes ideológicas. Su inveterada resistencia a concebir la sociedad en los términos del individualismo posesivo y su aquiescencia a la intervención económica del Estado mudó en los años setenta en una inopinada aceptación de las fuerzas irrestrictas del mercado como instrumento para el desarrollo. Irónicamente, los adalides del orden, la organización corporativa de los intereses sociales y los valores tradicionales se convirtieron así en defensores de una concepción neoliberal de la sociedad como mercado. La tradición quedó restringida al plano de la integración social, en la función compensadora

45 Véase Cristi, Renato y Ruiz, Carlos (1992): El pensamiento conservador en Chile. Santiago, Editorial Universitaria. 46 Sobre Laureano Gómez, Henderson, James D. (1988): Conservative Thought in Twentieth Century Latin America. The Ideas of Laureano Gómez. Athens, Ohio University Center for International Studies, Center for Latin American Studies. 47 Citado por J. L. Romero (1976), Op. Cit. págs. 381-382.

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concedida a los valores patrióticos, religiosos y familiares frente a los efectos disolventes de la mercantilización. Los países del Cono Sur fueron de hecho el primer laboratorio a gran escala de políticas neoliberales desarrolladas en un marco autoritario.48 Regulación cultural, en la forma de nacionalismo y valores sociales tradicionales, y desregulación económica, en la forma de privatizaciones y liberalización comercial, ha sido la contradictoria combinación que desde el consenso de Washington ha campeado triunfante por todo el continente. Su desigual balance, con un estrepitoso fracaso en Argentina y su exitosa consolidación en Chile, con posterioridad incluso a la dictadura del general Pinochet, anunció una reconfiguración general de las adscripciones ideológicas identificables como conservadoras y progresistas en el continente de cara al nuevo siglo. - Conclusiones. El conservadurismo iberoamericano ha padecido durante largo tiempo la condición de un objeto histórico no identificado. Al igual que ocurre con su tradición liberal, se trata de una corriente que apenas ha contado con una teorización política autóctona. La dificultad en este caso se ha visto incrementada por la necesidad de especificar el patrimonio simbólico y material objeto de un deseo de conservación. La ausencia de movimientos legitimistas en la América decimonónica obliga a rastrear las claves de su tradicionalismo en la defensa del orden social heredado de la colonia, en los intereses de la propiedad latifundista y en el papel otorgado a la Iglesia en la administración y reproducción de los valores socio-culturales. Es, pues, en la práctica política y en el juego histórico de intereses contrapuestos donde hay que ubicar las adscripciones liberales y conservadoras. Aunque la diferencia entre ambas posiciones en América fue más una cuestión de grado que de fondo, la religión católica jugó un papel determinante como referente del deseo de continuidad histórica o, por el contario, como adversaria ideológica y política a batir. Este es un rasgo compartido con la Europa meridional y marca diferencias importantes con los países de tradición protestante, en los que la instauración de un orden estatal y nacional no contó con un adversario ecuménico de la envergadura de la Iglesia católica. A esa marca diferencial debe añadirse la aceptación relativamente tardía del individualismo y del ethos económico capitalista, lo que en última instancia no ha impedido la fervorosa conversión de las derechas iberoamericanas contemporáneas a las doctrinas del libre mercado. Al margen de la división hemisférica y de la respectiva idiosincrasia socio-cultural de cada país, la condición post-colonial permite reconocer una cierta sincronía en el

48 Sobre esta evolución en el caso del conservadurismo chileno, véase Carlos Ruiz (2006): Del corporativismo al neoliberalismo. El conservadurismo católico en Chile. En F. Colom González y A. Rivero eds. El altar y el trono. Op cit., págs. 105-128.

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mundo latino y católico transatlántico en lo que respecta al ritmo de las transformaciones históricas de la modernidad y la recepción de las doctrinas políticas emanadas como reacción frente a la misma. ****** Francisco Colom González es Profesor de Investigación del Centro de Ciencias Humanas y Sociales, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España).