la historia en amÉrica latina

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JurandirMalerbaLa Historia en América LatinaEnsayo de crítica historiográ�ca

Rosario, 2010

Malerba, JurandirLa historia en América Latina : ensayo de crítica historiográfica.1a ed.-Rosario: Prohistoria Ediciones, 2010.130 p.; 21x14 cm. - (Fundamentos / Darío G. Barriera; 3)

ISBN 978-987-1304-47-9

1. Historiografía Latinoamericana. I. TítuloCDD 907.2

Fecha de catalogación: 11/12/2009

colección fundamentos – 3

Primera edición en portugués: FGV, Río de Janeiro, 2009Primera edición argentina: prohistoria edicionesISBN 978-987-1304-47-9© Jurandir Malerba© de esta edición prohistoria ediciones.Tucumán 2253 (S2002JVA) – ROSARIO, Argentina

Traducción: Milena De Souza Da SilvaRevisión Técnica: M. Paula PolimeneDiseño gráfico y formación: estudio.milanoDiseño de Tapa: Marta Pereyra

Esta edición de 300 ejemplares se terminó de imprimir en TalleresGráficos FERVIL, Rosario, en el mes de febrero de 2010.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su di-seño tipográfico y de portada, en cualquier formato y por cualquiermedio, mecánico o electrónico, sin expresa autorización del editor.Impreso en la Argentina – Printed in Argentina

ParaArcemiro, Aparecida y José Amélio,

in memorian

Dora y Giulia,celebración de la vida

Índice

PresentaciónCarlos Antonio Aguirre Rojas

Prólogo

INTRODUCCIÓNAntes de la década de 1960Contexto histórico e intelectual de la “transición paradigmática”Las relaciones con los polos culturales hegemónicosNuevos objetosMarxismo e historiografía latinoamericana

CAPÍTULO IAños 1970-1980La historia económicaLa historia social

CAPÍTULO IIAños 1980-1990Historia políticaHistoria cultural

CONSIDERACIONES FINALES

Orientación bibliográfica

Bibliografía

Presentación

CARLOSANTONIOAGUIRRE ROJAS

El libro de Jurandir Malerba, La Historia en América Latina. En-sayo de crítica historiográfica, es un esfuerzo importante y bas-tante pionero para darnos un panorama general de lo que han sido

los estudios históricos latinoamericanos en los últimos siete u ocho lus-tros. Es decir, un intento de reconstruir para nosotros, los modos espe-cíficos y las formas concretas en que se ha reconfigurado y rehecho elmapa general del conjunto de las historiografías de todaAmérica Latina,después de esa enorme fractura cultural, y también historiográfica, queha representado la revolución cultural mundial de 1968.

Entonces, y de los varios criterios posibles para organizar este com-plejo mapa de lo que han sido las líneas de evolución principales de lahistoriografía de América Latina en las ultimas cuatro décadas, nuestroautor ha elegido la de los campos temáticos sucesivamente abordados poresta historiografía latinoamericana, subrayando entonces la clara expan-sión de la historia económica y de la historia social durante las décadas de1970 y 1980, y luego la irrupción y también fuerte difusión de la nuevahistoria política y de la historia cultural, durante los años 1980 y 1990.

Pues en contra de la tradicional y limitada historia positivista, pu-ramente descriptiva y monográfica, ampliamente restringida a los temaspolítico, militar, diplomático y a lo évènementielle, que fue ampliamentedominante en todaAmérica Latina hasta la ruptura ya mencionada de fi-nales de los años 1960, en contra de este tipo de historia se desarrollaron,en los años 1970 y 1980 diferentes versiones de la historia crítica ali-mentada por los también varios marxismos entonces existentes y se pro-dujo una clara recuperación y aclimatación de las lecciones principalesde la mal llamada “Escuela” de los Annales francesa.

Lo que entonces se popularizó e instauró, de pleno derecho, fue lahistoria económica y la historia social en la mayoría de los países deAmérica Latina y especialmente y con mayor intensidad en las histo-riografías de México, Brasil, Argentina, Colombia y Perú. Pues a tonocon la diversidad de los grados de desarrollo económico de los diferentes

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países de América Latina, también serían desiguales los ritmos de re-ceptividad y despliegue de esas saludables consecuencias de las revolu-ciones culturales de 1968, dentro de las distintas historiografías de lasvarias naciones latinoamericanas.

Así, y gracias a la libertad cultural conquistada por los movimientossociales que protagonizaron las grandes rebeliones de 1968 enAméricaLatina, florecieron esas nuevas corrientes, de las diferentes vertientesdel marxismo y de las diversas reinterpretaciones del bagaje annalista,dentro de los estudios históricos latinoamericanos de 1970 y 1980. Pero,junto a estas dos matrices historiográficas venidas del exterior, y queprosperaron con fuerza en la Latinoamérica hace cuatro y tres décadas,se afirmó también una corriente innovadora y crítica muy interesante,que se gestó desde la propia cultura latinoamericana y que autobauti-zándose con el nombre de “teoría de la dependencia” influyó también demanera significativa en el seno de las historiografías de todo el semicon-tinente latinoamericano. Con lo cual, y a partir de estas tres fuentes derenovación intelectual, se recrean los distintos paisajes historiográficosnacionales de las diferentes regiones de América Latina, desplegandocon fuerza los diversos temas y problemas de la historia económica y dela historia social, ya mencionadas.

Renovación que, si en los años 1970 y 1980 se concentró en la aper-tura o instauración de esos campos de la historia económica y social,dentro de los espacios historiográficos latinoamericanos, en cambiomudó de ejes de concentración después de la también importante rupturamundial simbolizada por la emblemática caída del Muro de Berlín de1989. Pues si entre 1968 y 1989 las escuelas históricas de nuestro semi-continente latinoamericano se aplicaron con rigor y amplitud en el des-cubrimiento y cultivo de la historia social y económica, el períodocomprendido desde 1989 hasta la actualidad sería, en cambio, según lainterpretación del profesor Jurandir Malerba, aquel en el que se promue-van y afirmen con mayor fuerza tanto las versiones de una “nueva” his-toria política, como y sobre todo, las muy diferentes y heterogéneasvariantes de una igualmente autonombrada “nueva” historia cultural.

Lo que, naturalmente, transformó otra vez las matrices intelectualesde referencia que alimentan a esta historia política y a esta historia cul-tural de los últimos lustros. Ya que si durante las décadas de 1970 y 1980en América Latina se popularizaron y difundieron las obras de MarcBloch, Fernand Braudel o Henri Pirenne, junto a los aportes de Marx y

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de las diferentes escuelas marxistas de la historia económica y social,los años 1990 y más recientes, en cambio, están marcados por la expan-sión y recuperación de los trabajos de Michel Foucault, Norbert Elias oAntonio Gramsci, junto a las lecciones de Edward Palmer Thompson,Clifford Geertz, Claude Lévi-Strauss o algunas de las distintas corrientesde la antropología cultural.

Cambio de referentes intelectuales que, junto al desplazamiento delos ámbitos temáticos ya mencionado, confronta también una cierta di-fusión y presencia, en algunas de las historiografías de América Latina,de las posturas posmodernas irracionalistas dentro de la historia. Puescomo resultado del llamado “giro lingüístico” y también de una cierta in-fluencia de las ciencias sociales norteamericanas en nuestro semiconti-nente, prosperarían limitadamente esas desencantadas e irracionalesvisiones posmodernas que, dentro de la historia, pretenden reorientarprivilegiadamente el trabajo del historiador hacia el análisis central delos discursos históricos, equiparando a absolutamente todas las interpre-taciones históricas y negando cínicamente la posibilidad de alcanzar yestablecer verdades históricas y científicas, como fruto del trabajo de in-vestigación.

Perspectiva posmoderna que, siendo débil y efímera en ciertos paí-ses, como es el caso de México, tuvo en cambio más fuerza y presenciaen otros lugares, como por ejemplo Brasil. Pero que, en cualquiera de loscasos, fue más un síntoma marginal de las transformaciones generales dela historiografía latinoamericana reciente que una tendencia fuerte de lamisma. Lo que atinadamente es señalado por nuestro autor, y que secomprueba con el hecho de que estas visiones posmodernas han sidobastante estériles en cuanto a generar nuevos problemas o nuevas inter-pretaciones de los hechos históricos fundamentales de la historia deAmérica Latina, limitándose en cambio a revisar, sin gran creatividadni aportes, algunos de los discursos de los personajes de esta misma his-toria latinoamericana. Limitaciones enormes de esta empobrecida e irra-cionalista perspectiva posmoderna dentro de la historiografíalatinoamericana reciente, que también serán adecuadamente señaladas ycriticadas por el autor de este breve ensayo.

Certeras críticas a esa irracional postura posmoderna en la historia,que se acompañan de un cuestionamiento radical a la extendida prácticade los historiadores latinoamericanos de limitarse a “copiar e imitar”acríticamente los modelos historiográficos importados de Europa o de

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Estados Unidos. Lo que lleva al profesor Jurandir Malerba a la paradó-jica conclusión de que, en un balance global de lo que han sido los logrosesenciales de estos últimos cuarenta años de vida de la historiografía la-tinoamericana, lo más “nuevo” en ella no ha sido lo más reciente, sinolo más antiguo de este mismo período, es decir el aporte de la teoría dela dependencia.

Lo que sin duda es cierto, si pensamos sobre todo desde el punto devista de la posible originalidad del pensamiento latinoamericano y enclave de una critica racional y bien mesurada de un cierto eurocentrismoaún ampliamente difundido en nuestro semicontinente. Es decir, nodesde la facilona postura fundamentalista del antieurocentrismo a ul-tranza, propia del pensamiento poscolonial, que imagina que todo pen-samiento venido de Europa es malo sólo por ser europeo(deslegitimando así, por ejemplo, al pensamiento de Marx y al marxismoen general) y que todo pensamiento nacido enAmérica Latina es buenosólo por ser latinoamericano.

Entonces, frente a todos estos desvaríos del pensamiento supuesta-mente poscolonial, posestructuralista y posmoderno que pretende des-cubrir “pensamientos fronterizos”, “transmodernidades” o “éticas de laliberación”, cuando solo repite mal y vulgarmente ciertos lugares co-munes, nuestro autor reivindica con fuerza tanto la necesidad fundamen-tal de la visión globalizante o totalizante dentro de los estudioshistóricos, como también el rol esencial de la teoría para el desarrollocrítico de esa misma historiografía actual. Pues no es por la vía de lafragmentación y del encerramiento de las nuevas identidades, que frag-mentan también a la teoría y pretenden convertirla en múltiples teorías“regionales” o “locales”, que descifraremos los complejos problemasde la historia latinoamericana, ni tampoco lo haremos recayendo en unempirismo descriptivo que ya hemos conocido y padecido durante variasdécadas del siglo XX.

Así, lo que se impone ahora a nuestra historiografía latinoamericanaes el enorme reto de incorporarse, en condiciones de igualdad total, aldebate historiográfico mundial en curso. Y ello sin renegar de los in-mensos aportes del pensamiento social crítico europeo, pero sin que-darse tampoco limitadamente en ellos, sino siendo capaz detrascenderlos creativa y heurísticamente. Pero, también, sin caer en lasridículas posiciones fundamentalistas antieurocéntricas del pensamiento

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poscolonial, aunque no renuncie a la necesaria y legítima crítica de cier-tas expresiones y manifestaciones de ese eurocentrismo intelectual.

Y todo esto desde una clara asunción de una perspectiva al mismotiempo crítica y global. Es decir, desde una postura que rescata todasaquellas visiones que han intentado marchar en contra del pensamientohistórico dominante, para abrir nuevas miradas, problemas, territoriosy paradigmas historiográficos de esa misma historia crítica. E, igual-mente, desde un horizonte que reconoce la necesidad de mirar amplio,insertando siempre el específico y concreto problema abordado dentrode las sucesivas totalidades mayores que lo envuelven y que le dansentido. Para lo cual, será siempre esencial el rol de la teoría en generaly de las teorías generales en particular.

Parámetros que el lector podrá encontrar también, aplicados y enacto, dentro de este útil y condensado texto sobre La Historia en AméricaLatina, redactado por el profesor Jurandir Malerba. Algo que podrá serjuzgado por ese mismo lector, al abordar las páginas de este libro queahora tiene entre sus manos y que hoy ve la luz en esta cuidada versióny edición en la bella lengua de Cervantes.

Prólogo

Lainvestigación que dio origen a este libro se inició a mediados de2004, gracias a una invitación realizada por Héctor Pérez Brignoliy Estevâo Martins, los editores del último volumen de laHistória

Geral da América Latina titulado Teoría y metodología en la Historia deAmérica Latina (UNESCO-Trotta, París-Madrid, 2006, Vol. 9). Mi es-trategia para escribir el capítulo sobre “perspectiva y problemas” en lahistoriografía latinoamericana fue realizar un recorte que cubriese, apro-ximadamente, desde la ruptura epistemológica ocurrida en la década de1960 hasta la actualidad, cuando los efectos de aquella ruptura aún sehacen sentir. El capítulo que me habían encargado debía constar de 25páginas y para ello produje un texto borrador de 75; esa versión extensa,revisada y acrecentada en más de 20 páginas –profundizando algunascuestiones (como el contexto de la transición paradigmática) y acrecen-tando otros temas (como el debate sobre el marxismo en aquel mismocontexto) y ejemplos de las vertientes historiográficas analizadas– cons-tituye el cuerpo de este libro.

El lector podrá notar que el texto se estructura en dos ejes principa-les, uno lógico y otro cronológico. Desde el punto de vista lógico, seabordan las formas de escritura histórica que fueron preponderantes enAmérica Latina (antes y) a partir de la fractura epistemológica iniciadaen los años 1960 en los centros hegemónicos de la cultura occidental,con la emergencia del movimiento intelectual del postestructuralismoen las ciencias humanas; y su recepción paulatina, con relativo descom-pás cronológico, en los ambientes intelectuales latinoamericanos. Esedesajuste se explica, en buena medida, porque la historia económica ysocial se mantuvo aún, por casi dos décadas, como el registro historio-gráfico más importante entre los historiadores de la región, hacia me-diados de los años 1980, cuando se inició la afluencia vertiginosa de lasnuevas orientaciones temáticas y teóricas asentadas, grosso modo, enaquello que se bautizó como cultural turn en las ciencias humanas y enla Historia.

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Cronológicamente, ese movimiento es presentado a partir de la crí-tica de los patrones historiográficos hegemónicos en la región desde losaños 1970-80 y 1980-90 hasta la actualidad. En la introducción son tra-tados algunos elementos fundamentales para la comprensión de la di-námica de la historiografía latinoamericana en el período en cuestión,como el propio contexto de la transición paradigmática y las relacionesque los diferentes polos de producción intelectual (y, en particular, his-toriográfica) de nuestra región mantienen con los centros culturalmentehegemónicos; se enfatizarán especialmente las ascendencias intelectuale institucional norteamericana en los países del sur del continente.

Un aspecto importante a subrayar es la estrategia argumentativaadoptada ya que, por la propia amplitud del objeto de análisis, hubo queoperar inevitables recortes en el tratamiento de la historiografía latino-americana; primero, al no poder contemplar las innumerables “canteras”de esa rica historiografía, el análisis se centra en aquellas formas de es-critura entendidas como preponderantes en los respectivos períodos. Se-gundo, además de ese primer recorte, la necesidad de ilustrar las tesispropuestas con ejemplos tomados de la producción historiográfica lati-noamericana impuso una inevitable selección de esos ejemplos; nuestroscriterios de inclusión priman, en este particular, por la representatividadde la vertiente en cuestión, de modo que muchos autores y obras impor-tantes quedaron fuera de este análisis, estructurado a partir de ejemplos.

Por fin, una palabra de agradecimiento a aquellos que, de diferentesmodos, contribuyeron a la producción de este libro: profesores Ciro Car-doso y Francisco Falcon, por la sugerencia de títulos importantes ademásde análisis que beneficiaron el propio; profesores Hendrik Kraay, LuizGeraldo Silva y Carlos Aguirre Rojas, por la permanente interlocución;al consultor ad hoc de la Editorial de la FGV, cuya lectura notablementeprofesional permitió limar asperezas y agregó calidad al producto final.Por fin, mis agradecimientos a la Editorial de la FGV, en la persona dela profesora Marieta de Morais Ferreira, por la distinción de la invitaciónpara contribuir con la colección FGV de Bolso y al profesor Darío Ba-rriera, que posibilitó la edición de este libro en Argentina.

Jurandir MalerbaPorto Alegre, octubre de 2009

INTRODUCCIÓN

Enun excelente balance de los estudios históricos sobre AméricaLatina, escrito hace poco más de tres décadas, el historiador suecoMagnus Morner (1973) reconocía la dificultad de analizar, en

pocas páginas, un asunto tan vasto y complejo como las “nuevas pers-pectivas y problemas en la historiografía latinoamericana”, especial-mente si el autor no era Richard Morse (1964). Para la generación enque ambos célebres latinoamericanistas produjeron, aún era posible paraun único historiador, como Morner o Morse, enfrentar un trabajo de ta-maña envergadura. Desde entonces, sin embargo, se asiste a una verda-dera explosión de la producción historiográfica, marcada por un cuadrode expansión de las historiografías nacionales, de consolidación de susprogramas de postgrado, de los vehículos de difusión del conocimientohistórico, de una mayor inserción de los historiadores latinoamericanosen el debate internacional y de una relativa profesionalización del áreaen gran parte de los países deAmérica Latina. Esa expansión, tanto cua-litativa como cuantitativa, de producción en las últimas tres décadas, asu vez exige un esfuerzo de evaluación permanente, que fue practicadoen la región por investigadores aislados o por los centros que comenza-ban a surgir. Dada la extensión y diversidad que alcanzó la historiografíalatinoamericana en las últimas décadas, la propuesta, hoy urgente e im-periosa, de evaluaciones críticas de sus itinerarios, demanda esfuerzoscolectivos y coordinados, que sólo tímidamente se anuncian. En estesentido, el alcance y el objetivo de este pequeño libro son necesaria-mente heurísticos, en el sentido de que muchas de las afirmaciones aquísostenidas tendrán el carácter de hipótesis de investigación, que deberánser testeadas a la luz de investigaciones posteriores. Que sirva, entonces,como un estímulo a nuevas incursiones en el campo.

Más oportuno que intentar mapear un cuadro general de la historio-grafía latinoamericana contemporánea, que redundaría en una tipologíao en una clasificación estática y no más que descriptiva de las vertienteshistoriográficas del continente, me pareció presentarlas en una perspec-tiva histórica; o sea, rehacer sus itinerarios en las últimas cuatro décadas,

1 Aunque los propios líderes de aquel movimiento quieran negarlo. LICHFIELD, John“Ex-anarchist visits ‘enemy’ Sarkozy”, en The Independent, Londres, 17 de abril de2008, sobre un libro recién lanzado donde Daniel Cohn-Bendit, “el rojo”, uno de losmás prominentes líderes de las jornadas francesas de 1968, reniega de la importanciadel movimiento y prácticamente “pide disculpas” por su actuación en él.

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a partir de un cuadro interpretativo que posibilite percibir el proceso detransformación de esa historiografía en el mismo período.Aquí, dos pun-tos son fundamentales. Primero, el contexto histórico más amplio detransformaciones societales y epistemológicas catalizadas en la décadade 1960, dentro de un escenario de crisis de valores de la cultura occi-dental, de la cual las intentonas revolucionarias de 1968 fueron la mejorexpresión. En este sentido, los años 1960 deben ser tomados como unverdadero punto de inflexión como, además, lo fueron para toda la his-toria contemporánea, en una perspectiva de larga duración.1 Eso no tantopor la calidad y cantidad de lo que entonces se produjo allí, sino por elcarácter casi traumático de la transformación del modo de concebir yescribir la historia. En esa dirección, mi argumento es que la historia dela historiografía deAmérica Latina, en el período en cuestión, está mar-cada por una radical transición paradigmática, que ha llevado –más alláde la historiografía tradicional aún numéricamente mayoritaria y bajo elinflujo de perspectivas innovadoras entonces emergentes– al abandonode las historias de carácter holístico y sintético que entonces se elabora-ban, basadas en grandes teorías explicativas, en favor de nuevas moda-lidades analíticas de escritura histórica, centradas en objetos construidosen escala reducida. Los años 1968 y 1989 fueron dos momentos simbó-licos fuertes de ese movimiento.

Un segundo punto de referencia para comprender la trayectoria dela historiografía latinoamericana lo constituyen las fuertes y ambiguasrelaciones que mantuvo con otros centros culturales en general, e histo-riográficos en particular, durante el período reseñado. Esos dos aspectosserán analizados en mayor detalle más adelante. Previamente es posiblepintar, a grandes rasgos, el estado de la historiografía latinoamericanaanterior al período de transformaciones que se inició en la década de1960. Después de esbozar las circunstancias generales que han redun-dado en el acogimiento de nuevos objetos por parte de la misma, estasección introductoria analizará el marxismo en el escenario continental,en función del papel central que cumplió en la renovación de la disci-

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plina desde su recepción por los circuitos académicos en la década de1960; marxismo que no pasó incólume por las transformaciones episte-mológicas radicales deflagradas desde aquella misma década, como severá a continuación.

Antes, sin embargo, dos acotaciones. Innecesario será intentar jus-tificar el acento marcadamente brasileño presente en este análisis de laproducción historiográfica latinoamericana y, sobre todo, en los ejemplosrecordados. El propio objetivo del texto de dibujar tendencias lleva in-evitablemente a la proposición de generalizaciones, que son un recursodel raciocinio y una estrategia argumentativa. Es natural que muchas deellas valgan con mayor propiedad para un país que para otro, para unatradición que para otra, incluso por causa del descompás, de los ritmosy trayectorias diferenciadas de cada una de esas historiografías naciona-les. Así, tal vez muchos trazos aquí destacados sean válidos para unaparte y no para otra de América Latina, pues tanto en las esferas econó-mica, social y política como en el ámbito historiográfico continúa exis-tiendo una gradación de ritmos, de trayectorias. En los extremos,tenemos unaAmérica Latina más desarrollada y otra menos, de acuerdocon cualesquiera índices internacionales usados para esas medicionessiempre controvertidas. Esas diferencias surgen inevitablemente en elcampo historiográfico también. Tal característica es marcada, por ejem-plo, en lo que atañe a la propia periodización propuesta para los años1970 a 1990. Ella debe ser concebida como instrumento de análisis yexposición y jamás ser considerada de manera rígida pues, generalistacomo es, en esta amplia periodización no se visualizan con detalle mu-chas sutiles diferencias nacionales.

Por otro lado, la magnitud de la producción historiográfica latinoa-mericana en los últimos cuarenta años torna imposible contemplar en elanálisis los innumerables y riquísimos campos de investigación en elárea, imponiéndonos inevitables recortes. El criterio adoptado se basaen la mayor representatividad de determinados campos en el período es-tudiado, para la caracterización de las que considero las tendencias ma-yoritarias, las líneas fuerza de esa historiografía. Así, después depresentar el cuadro general de transición paradigmática –y sus conse-cuencias sobre la historiografía latinoamericana– se destacan los vastosy diversificados campos de la historia social y de la historia económica,representativos de lo que más y mejor caracteriza nuestra producción enlos años 1970 y 1980 y la “nueva” historia política y cultural, para los

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años 1980 y 1990. Vale aclarar la plena consciencia del alto grado dealeatoriedad inscripto en esas clasificaciones y cronologías, que aquí seadoptan con fines exclusivamente heurísticos y expositivos. El criteriode inclusión será, sin duda, mucho más fácil de justificar que los de ex-clusión, en tanto se reconoce la frustración de no contemplar en este en-sayo vertientes importantísimas y con fuerte tradición en la producciónhistoriográfica de la región, como la historia de las ideas, la historia in-telectual y de los intelectuales, la historia administrativa, diplomática yde las relaciones internacionales, la historia de la Iglesia y de las religio-nes, la historia militar, la historia demográfica y la historia urbana yagraria; y otras, más recientes, pero no menos vigorosas, como la historiadel deporte y la historia ambiental. Los campos incluidos son suficientes,con todo, para esbozar las tendencias generales de transformación enlas concepciones del quehacer historiográfico en América Latina.

Antes de la década de 1960Es importante subrayar que se focalizarán aquellas prácticas y resultadoshistoriográficos que pueden entenderse como innovadores. Antes de1960 –y después de eso, como muestran diversos estudios historiográ-ficos– prevalecía, en términos cuantitativos, un tipo de historia que sepodría llamar “tradicional”, o sea, no profesional, producida por inte-lectuales autodidactas provenientes de las más diversas formaciones,pero también vinculados con instituciones de enseñanza o agrupacionestradicionales como sociedades e institutos históricos. Para el historiadormexicano Álvaro Matute (1974), en una compilación sobre la naturalezadel conocimiento histórico con textos escritos en México entre 1940 y1968 –período que marcaría el inicio de la profesionalización de la His-toria en el país, con su establecimiento como carrera profesional en laUniversidad Nacional– las dos principales posturas históricas asumidaspor entonces eran el positivismo y el historicismo. Aunque con un én-fasis tendencioso en la segunda, de la cual el editor es simpatizante, yaún lacunar, por no incluir nombres y vertientes ya importantes a aquellaaltura, esa obra indica el tipo de historia tradicional que se practicabaantes de 1960, no sólo en México sino también en otros centros histo-riográficos importantes, como Brasil. Aquí, donde la “profesionaliza-ción” fue mucho más tardía y todavía es incompleta (aun contando conhistoriadores profesionales, la profesión en sí no es reconocida por elEstado en la actualidad), la prevalencia de una historia centrada en el

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Estado, historia oficial (cuando no oficiosa), apologética de las elitesgobernantes, cuando no parroquial y biográfica, fue también la reglahasta avanzada la década de 1960. El profesor Francisco Falcon (2001),al analizar la historiografía brasileña en los años 1950 y 1960, revela elmodo prosaico en que se concebía la Historia en un centro tan importantecomo la Facultad Nacional de Filosofía de Río de Janeiro, cuando la au-sencia de discusión teórica era la norma, así como el ejercicio de la his-toria política y diplomática tradicionales, cuando el ejercicio de lainvestigación era prácticamente inexistente –cuadro que comenzó a cam-biar con los sucesos históricos del golpe militar de 1964. Está claro queotras concepciones más innovadoras existían, como en el caso de Brasil–pero en general fuera del círculo de los historiadores. En otro ensayo,el Prof. Falcon (2004) muestra cómo, a lo largo de los años 1950, la his-toriografía propiamente dicha continuaba fiel al empirismo positivista,cultivando una historia del Estado y de sus agentes políticos, militares,administrativos y diplomáticos. La renovación, aún incipiente, acontecíafuera de la “academia”, como en la obra de autodidactas, sociólogos, ju-ristas, etc. Personas como Caio Prado, Sérgio Buarque de Holanda yRaymundo Faoro en Brasil, Mario Góngora en Chile, Renato Rosaldo yDaniel Cosío Villegas en México, entre muchos pares en esos y en otrospaíses latinoamericanos, practicaban historia creativa y rigurosa, com-parable a cualquier producción de otros países “centrales”, como Franciay Estados Unidos. Todavía la regla era el predominio numérico de auto-res y obras rotuladas bajo el epíteto de “tradicional”.

Contexto histórico e intelectual de la “transición paradigmática”Se puede decir que la década de 1960 estuvo marcada por una violentaaceleración del tiempo histórico, que incidió en las formas del ser, perotambién del hacer y del pensar históricos. Muchos de sus ecos se oyenclaramente hasta hoy. En lo que concierne a la disciplina histórica, en1979, el historiador inglés Lawrence Stone diagnosticaba en ella uncambio estructural: la historia-ciencia social, que postulaba la posibili-dad de una explicación coherente de la transformación histórica, habríasido abiertamente rechazada. En su lugar emergía un renovado interéspor los más variados aspectos de la existencia humana, acompañado dela convicción de que la cultura de grupo y el deseo mismo del individuopueden ser, en determinadas circunstancias, vectores de mudanza poten-cialmente tan importantes cuanto las fuerzas impersonales del desarro-

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llo material y del crecimiento demográfico. Ese énfasis en las experien-cias de seres humanos reales ha implicado el retorno a formas narrativasde historia.

Ese “viraje” es un síntoma de un giro cultural mayor vivido en elmundo occidental, que se reveló de forma dramática en la propia con-cepción del ámbito y de los límites de las ciencias humanas y sociales,e implicó un reexamen crítico de la racionalidad científica entonces vi-gente. La historia orientada por la ciencia social, que dominó el escena-rio historiográfico en Occidente en el medio siglo que se extendió entre1930 y 1970 aproximadamente, presuponía una relación positiva en di-rección a un mundo industrial moderno y en expansión, donde cienciay tecnología contribuirían para el crecimiento y el desarrollo. Esa fe enel progreso y en la civilización del mundo moderno fue puesta en jaquedesde los años 1960, con los cuestionamientos radicales que culminaronen las revueltas antisistémicas de fines de la década. En una época en quelos intelectuales de los países de economía central hablaban tranquila-mente sobre el consenso, la sociedad sin clase y libre de conflictos, co-menzaron a surgir estudios sobre los “excluidos”, pobres y excluidos engeneral, que no formaban parte del consenso. La mirada etnológica des-cubría al “otro” en el propio centro. Ese fue el fermento de innumerablesmovimientos (contra) culturales en el auge de la Guerra Fría y en el con-texto de la Guerra de Vietnam, que evidenciaban los conflictos inheren-tes a la propia sociedad industrial, como la cuestión del sexismo y delracismo. La sociedad industrial desarrollada descubría los personajescolocados en el margen de su historia victoriosa.

En un contexto políticamente agitado, marcado por contestacionesviscerales al colonialismo europeo, a las distintas expresiones del impe-rialismo económico y cultural, por la propagación vertiginosa de los me-dios de comunicación en masa y por un proceso creciente deacortamiento de las distancias y de los espacios, las viejas certezas quecaracterizaban la razón occidental fueron radicalmente cuestionadas. Lafe en la ciencia y en el progreso, base no sólo del marxismo sino tambiénde la New Economic History, portavoz del liberalismo, fue conmovidapor mayo de 1968. Los modelos macrohistóricos y macrosociales, basa-dos en el Estado, en el mercado o en el antagonismo de clase, ya no po-dían dar cuenta de los anhelos del momento.

Esa visión pesimista en torno al curso y a la calidad de la civiliza-ción occidental moderna ocupa un espacio central dentro de la “nueva

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historia cultural”. Ésta vino a intentar llenar las lagunas existentes; com-parte con el marxismo el entendimiento de la función emancipadora dela historiografía (pero considera de manera distinta los límites que hom-bres y mujeres deben superar). Los modos de exploración y dominaciónno se encuentran más, por los menos primordialmente, en las estructurasinstitucionalizadas, en la política o en la economía, sino fundamental-mente en las diversas relaciones interpersonales en las cuales los sereshumanos ejercen poder unos sobre otros. Así, la cuestión de géneroasume un papel importante. Foucault sustituye a Marx en tanto analistadel poder y sus relaciones con el conocimiento (Iggers, 1997: 98). Asíempezaba a definirse el estatuto epistemológico de una corriente depensamiento que se denominó “postestructuralismo”, precursora delpostmodernismo veinte años más tarde.

No cabe aquí buscar una definición del concepto de postmoderno,ese sincretismo de diferentes teorías, tesis y reivindicaciones que tuvie-ron origen en la filosofía germánica moderna, especialmente en Nietzs-che extendiéndose hasta Heidegger –y en la adaptación de esa filosofíapor varios intelectuales franceses, particularmente los impulsores de lasteorías postestructuralistas del lenguaje desde la década de 1960, comoMichel Foucault y Roland Barthes.

En un sentido muy general, el postmodernismo sustenta la propo-sición de que la sociedad occidental pasó, en las últimas décadas, poruna transformación desde una era moderna hacia una “postmoderna”;que se caracterizaría por el repudio final de la herencia de la Ilustración,particularmente la creencia en la Razón y en el Progreso, y por una in-sistente incredulidad en las grandes meta-narrativas, que impondríanuna dirección y un sentido a la Historia, en particular la noción de quela historia humana es un proceso de emancipación universal. En el lugarde esas grandes meta-narrativas surge ahora una multiplicidad de dis-cursos y juegos de lenguaje, el cuestionamiento de la naturaleza del co-nocimiento junto con la disolución de la idea de verdad, y otrosproblemas de legitimación en varios campos. El impacto de las propo-siciones postmodernas en la teoría de la historia, más específicamente,en la teoría de la historiografía, fue enorme.

Antes de proseguir con las transformaciones paradigmáticas en lahistoriografía latinoamericana, cabe profundizar un poco esos dos pos-tulados axiomáticos de la teoría del conocimiento postmoderna –si asípodemos llamarla– que son su teoría del lenguaje y su vehemente nega-

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ción del realismo. Las dos bases del postmodernismo asientan su con-cepción en el lenguaje y en la negación del realismo. La primera es tri-butaria directa de los desdoblamientos del linguistic turn y de lasnegaciones postestructuralistas, que llevaron al paroxismo las apropia-ciones que los primeros estructuralistas, como Lévi-Strauss, hicieron dela obra de Saussure. Se trata ahora de una filosofía del idealismo lin-güístico o pan-lingüismo (panléxico) que afirma que el lenguaje consti-tuye y define la realidad para las mentes humanas, v. g. que no existerealidad extralingüística independientemente de nuestras representacio-nes de esa realidad en el lenguaje o en el discurso. Ese idealismo lingüís-tico considera el lenguaje como un sistema de signos que se refierensólo unos a los otros internamente, en procesos sin significación quenunca llegarán a un sentido establecido.

La gran vulgarización de esa concepción de lenguaje en años recienteses un aspecto fuerte de aquello que se acordó en llamar linguistic turn en laHistoria y en otras ciencias sociales.Así, el postmodernismo niega tanto lacapacidad del lenguaje o del discurso de referir a un mundo independientede hechos y cosas, cuanto la determinación final –o la “resolutibilidad”–del sentido textual.Apartir de ahí, niega también la posibilidad del conoci-miento objetivo y de la verdad como horizontes utópicos de cualquier inves-tigación. El lector crítico, con todo, no tendrá dificultad en percibir que esafilosofía idealista es ella misma una especie de metafísica fundada en afir-maciones no probadas e improbables respecto de la naturaleza del lenguaje.

La teoría postmoderna del lenguaje es producto de las sesgadas in-terpretaciones postestructuralistas del trabajo del lingüista suizo Ferdi-nand de Saussure, expuestas en su Curso de lingüística general,publicado póstumamente. Sólo para recordar los principales ejes de suteoría, Saussure se tornó el fundador de la lingüística estructural al en-señar que el objeto de las ciencias de la lingüística debía ser la langue oel estudio sincrónico, a-histórico del lenguaje como un sistema total,antes que la parole o el estudio diacrónico e histórico del lenguaje ha-blado. Su explicación del lenguaje como un sistema de signos distingui-bles sólo por su oposición y diferencia –y su definición del signo comoun significante arbitrariamente ligado al significado– no implicó, contodo, la renuncia al realismo o la negación de que palabras pueden refe-rirse a objetos en el mundo.Aunque formado por una conexión arbitrariaentre un sonido y un sentido particular, el signo, tal como Saussure lo de-finía, era un concepto con una relación referencial a la realidad. Saussure

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jamás supuso que el mundo fuera construido o fundado en el lenguaje yque no existiese independientemente de nuestras descripciones lingüís-ticas. Conforme demostraron numerosos intelectuales, como Perry An-derson (1984: 47 y ss.; 1992), esas opiniones idealistas no eran delpropio Saussure, sino conclusiones sacadas de –e impuestas a– su trabajopor postestructuralistas y teóricos literarios subsecuentes, creadores dela filosofía postmoderna del lenguaje.

En lo que nos respecta, los teóricos postmodernos son críticos de loque ellos llaman la “práctica histórica normal” por algunas razones: loque los incomoda son las cosas como la fe de los practicantes de esa“historia normal” en la posibilidad de una historia objetiva, su convic-ción temosa de que la historia no sólo está relacionada con textos y dis-cursos, sino que aspira a proporcionar, en algún sentido, no absolutoaunque válido, una representación y un entendimiento verdaderos delpasado, y su supuesta complicidad con el soporte ideológico del statuquo político y económico. Uno de los más reconocidos teóricos historia-dores postmodernos, Keith Jenkins, afirma que las diferentes interpreta-ciones existen porque la historia es, básicamente, un discurso en litigio,un campo ideológico de batalla donde personas, clases y grupos elaboranautobiográficamente sus interpretaciones del pasado. Todo consenso sólosería alcanzado cuando las voces dominantes consiguiesen silenciarotras. “Al fin, la historia es teoría, la teoría es ideología y la ideología espura y simplemente interés material” (Jenkins, 2001: 43).

En ese litigio de interpretaciones, cualquier anhelo de buscar la ver-dad está definitivamente comprometido, ya que no existe un referenteno lingüístico que garantice cualquier objetividad al texto del historia-dor. En ese sentido, todos los textos se equivalen y la búsqueda de laverdad y de la totalidad están definitivamente comprometidas, puestodo se resume, al final, a puntos de vista, perspectivas fundadas en tex-tos que remiten a otros textos y que se configuran por fin en textos, pa-sibles, en tanto tales, de todo tipo de lectura, ya que el producto de lahistoria no es nada además de interpretación. Tales postulados formu-lados por postestructuralistas y, después, por sus herederos intelectualespostmodernos son fundamentales para la comprensión de la “nueva his-toria cultural” y, por extensión, de la “nueva historia política”, comoveremos adelante para el caso de la historiografía latinoamericana.

En Historia eso se ha proyectado en la creencia y en la práctica fácilde que el mundo no sería más que un campo demanifestación de discursos

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en conflicto.Así, cada uno puede crear lo suyo, sin que haya parámetro decrítica entre uno y otro, ya que cada cual funciona a partir de sus propiospostulados –o dentro de “intradominios especializados”. El fundamento deesa nueva actitud epistemológica es la elevación –o la reducción– de todoconocimiento a un efecto de lenguaje, a un producto discursivo, en una pa-labra: la representación (Cardoso yMalerba, 2000). El abandono de las to-talidades como horizontes utópicos es uno de los soportes de la vagaecléctica de pensamiento que se bautizó como “postmodernidad”. En unapalabra, y según Cardoso (1999), no habría más “historia” sino historias“de” y “para” determinados grupos definidos por posiciones dadas, por los“lugares desde donde se habla”. Para un gran número de autores postmo-dernos eso implica que, al escribir, un historiador se dirige, en realidad, aalguno de aquellos grupos, justamente aquél con el que comparta el mismocampo semántico. Esa pulverización de los sujetos del discurso ha culmi-nado en la proposición de la existencia de una historia de las mujeres, unahistoria de los negros, una historia de los homosexuales, una historia cons-truida en torno de intereses ecológicos, de jóvenes y viejos, en relación condiversos grupos étnicos o nacionales. Tal actitud es marcada en los estu-dios históricos en la década de 1990, incluso enAmérica Latina, como severá a continuación.

Los presupuestos elementales de tal actitud cognoscitiva son laexistencia de una sociedad fragmentada en subculturas, la desistenciade la búsqueda de horizontes holísticos, colectivos; como corolario, elabandono de cualquier propuesta de explicación de fenómenos socialese históricos a partir de una comprensión totalizada y su desdoblamientopolítico, la recusación a cualquier tipo de movilización colectiva, biencaracterística de esta época de individualismo y narcisismo exacerba-dos. La actitud de procurar retirar a los seres humanos su potencial deagente transformador es una de las consecuencias directas de la procla-mada “muerte de la Historia” y de la “muerte de las ideologías”. Lospostmodernos consideran al “hombre” solamente en tanto miembro decomunidades de sentido, en una sociedad irrecuperablemente fragmen-tada. Es importante señalar que ese gran movimiento se desarrollabaen los polos hegemónicos de la cultura occidental, en los países de eco-nomía capitalista central. En América Latina, otra ola innovadora sepropagaba aún bajo la égida de la racionalidad moderna, en las diversasexpresiones de la teoría de la dependencia. La misma será abordada enparticular más adelante.

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Las relaciones con los polos culturales hegemónicosEsbozado el cuadro general de profundas transformaciones que marca-ron el pensamiento occidental en sus centros hegemónicos a lo largo delos años 1960 y antes de abordar la emergencia de un genuino pensa-miento latinoamericano, representado por las teorías de la dependencia–que algunos autores identificaron como un nuevo “paradigma” (Berg-quist, 1970)– es imperioso enunciar un segundo punto de referencia parala comprensión de la trayectoria de la historiografía latinoamericana, es-tableciendo las relaciones que ésta mantuvo y mantiene con otros polosculturales. Es claro que la historiografía latinoamericana no surgió ni sedesarrolló “en el vacío”, sino íntimamente conectada con las matrices delpensamiento histórico occidental. Esa conexión es parte constituyentede su propia historia y reveladora del dilema de la crónica subordinaciónpresente en esa relación. El fardo de la herencia colonial que cargan lospueblos de América Latina echa profundas raíces en la historia y en lacultura de la región, que las independencias del siglo XIX sólo en parteconsiguieron superar. Este es un punto de partida para el entendimientode nuestra historiografía y de nuestras culturas, de un modo general.

La otra cara de la misma moneda está conformada por las relacionesculturales asimétricas establecidas entre las potencias capitalistas hegemó-nicas y la región a lo largo de los siglos XIX y XX. En esta perspectiva, noes correcto hablar de dependencia, ya que la cultura hegemónica enAmé-rica (del Norte y del Sur) es también “europea”, en el sentido de que sus es-tructuras mentales, su ancestralidad intelectual, provienen de las matricesforjadas en el Viejo Mundo. Las lenguas oficiales en América Latina nocasualmente son el español y el portugués (el inglés y el francés en menorextensión). No obstante, buena parte de los cuadros de las elites dirigentesde la región fue formada en las universidades metropolitanas, principal-mente en el caso de laAmérica portuguesa, donde la universidad se cons-tituyó recién en el siglo XX –y aún bajo el patrocinio de una “misiónfrancesa”. Durante el siglo XIX, París era la capital cultural de Occidentey dictaba las modas de pensamiento. Basta recordar la vitalidad que expe-rimentó el positivismo comteano enAmérica Latina. Esa posición hegemó-nica francesa se perdió en función de los reordenamientos geopolíticos demediados del siglo XX, de la expoliación de la Segunda Guerra Mundial,a partir del advenimiento de Estados Unidos como potencia global.

En relación con este último caso, constituye un lugar común entrelos estudiosos, incluso entre los norteamericanos, la percepción de cierto

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“pragmatismo” dictando los intereses de investigación sobre temas deAmérica Latina. El historiador Thomas Skidmore reconstruye el reco-rrido de la presencia del “tema”América Latina en la pauta de la acade-mia americana y concluye que existió un relativo desinterés por la regiónentre los intelectuales americanos en general, y los historiadores en par-ticular, a lo largo del siglo XX. Tal cuadro se habría alterado con la Re-volución Cubana, cuando millones de dólares fueron inmediatamentepuestos a disposición de los investigadores, denunciando el equívoco dela negligencia anterior. Solamente después de Fidel –verdadero patronode los estudios latinoamericanistas en los Estados Unidos– se crearonallí sociedades de estudio como la Latin America Studies Association(LASA), el National Directory of Latin Americanists (NDLA) y la Con-ference of Latin American History (CLAH).

El pragmatismo americano, en los inicios de la década de 1960, se evi-denciaba en el compromiso de la intelectualidad, que se colocó al serviciodeWashington en una verdadera “cruzada por la democracia”, representadapor la “Alianza para el Progreso”; el objetivo era conocer la región para ex-portar el modelo americano de democracia liberal. Tal pragmatismo tam-bién se evidenció después, en la década de 1970, con el auge de losmovimientos insurreccionales en América Central –Nicaragua y Guate-mala– que captó la atención de la academia americana sobre una regiónhasta entonces completamente ignorada (Rosemberg, 1984). La intelligent-sia americana fue constantemente estimulada a definir su agenda bajo elimpulso más que convincente de la disponibilidad de fondos –que, a suvez, a lo largo de décadas estuvo fuertemente dictada por intereses estra-tégicos de los police-makers norteamericanos, fueran de orden geopolítico,económico, cultural o de cualquier otro.

Algunos autores, por otro lado, entienden que la ola de intereses enAmérica Latina por parte de los scholars americanos tendría por finalidadel imperialismo cultural y científico, buscando consolidar intereses ideo-lógicos, económicos y políticos de los Estados Unidos en la región. Seme-jante entendimiento hasta sería plausible para el período inmediatamenteposterior a la Revolución Cubana, en el auge de la Guerra Fría (Grover,1988: 350). Desde mediados de la década de 1980, sin embargo, ya notiene sentido pensar en una fuerza conspiradora y maquiavélica emanadade Washington, responsable del interés de la academia norteamericanapor el sur del hemisferio. No pienso el “imperialismo científico” en térmi-nos simplistas, como que toda investigación producida en Estados Unidos

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es resultado de una política deliberada con motivaciones estratégicas. Perono será difícil argumentar que cierto sesgo de “colonialismo” cultural (esemás evidente) y científico exista de una forma más sutil. Determinados cam-pos de estudio se impusieron entre las prioridades de muchos investigadoreslatinoamericanos, incluyendo los historiadores (entre otros, los brasileños),como por ejemplo: las cuestiones ligadas con el problema ecológico, los de-rechos civiles, los derechos de las “minorías” –comprendiendo los estudios delas relaciones raciales, sexuales, religiosas, etc.–, las relaciones de poder in-terpersonales (entre hombres y mujeres, pero también las relaciones domés-ticas cotidianas, las relaciones en los lugares de trabajo o en la escuela), quevienen implantándose sutil e irreversiblemente en la agenda de los científicossociales latinoamericanos desde hace dos décadas o un poco más.

La entrada de nuevos personajes y temáticas en la agenda de los inves-tigadores fue, para Carlos Aguirre Rojas (1998), uno de los efectos de 1968sobre la historiografía occidental. Este historiador mexicano entiende queese año se produjo una verdadera revolución cultural a escala mundial, queafectó las bases culturales de la civilización occidental –la familia, la escuelay los medios masivos de comunicación. Una de las características de esa re-volución, que marcó profundamente el modo en que se concibió y escribióla historia en las décadas siguientes, se denominó “irrupción del presente enla historia”, según la cual el presente inmediato se manifestaría con muchomás fuerza en la historiografía, rompiendo con la rígida división, hasta en-tonces vigente, entre presente y pasado, e instalando la actualidad, la contem-poraneidad como objetos de la investigación histórica. Esto se verificó conel surgimiento de muchos temas que ganaron importancia en los últimostreinta años; dentro de las perspectivas de la llamada antropología histórica,se destacaron tópicos como la privacidad, la intimidad, la sexualidad, la his-toria de las mujeres, de los niños, de la familia, de la locura, de los margina-les, de la cultura popular, de las cuestiones raciales, ecológicas, etc. SegúnAguirre Rojas, en la estela de Foucault, en 1968 se habría derrumbado la“episteme” vigente desde finales del siglo XIX. Desde el punto de vista dela institucionalización de los lugares de producción de conocimiento, aquellaepisteme se caracterizaría por la compartimentación del saber disciplinar,parcelado, atomizado y basado en la especialización –no obstante la percep-ción, por parte de sus representantes (principalmente del marxismo), de es-tructuras sociales y cortes históricos abordables teóricamente comototalidades coherentes. La crítica reiterada a ese modo de aproximación socialfue una de las grandes impugnaciones de 1968, que influenció fuertemente

2 Por cierto que Europa desde siempre tuvo aAmérica Latina como una gran área de in-fluencia, incluso intelectual. Sin embargo, ese influjo fue notoriamente suplantado porla ascendencia norteamericana en la región desde la Segunda Guerra Mundial. Y esaascendencia no necesariamente se hizo de manera directa. Europa fue destruida durantela guerra y su reconstrucción se ha beneficiado no sólo de los dólares americanos allícanalizados por el Plan Marshall, sino también por la llegada de historiadores y cien-tíficos sociales americanos (con sus teorías) a los nuevos centros de investigación queentonces se levantaron por todas partes, bajo los auspicios de la UNESCO. AcuerdaFrançois Dosse (1992: 105 y ss.) que si Francia no tenía más que veinte centros de in-vestigación en ciencias sociales en 1955, diez años más tarde ya contaba con más detrescientos. Sería un estimulante objeto de investigación el estudio del “intercambio”de ideas entre la intelligentsia europea y la norteamericana. Basta recordar, por ejemplo,que si el postmodernismo fue destilado y ganó cuerpo enAmérica del Norte con autorescomo HydenWhite, sus bases teóricas eran eminentemente francesas: Barthes, Derrida,Deleuze, Lacan, Foucault.

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al conjunto de las disciplinas sociales y a la historiografía posterior. Unapluralidad que se registraría también, como veremos adelante, en las de-mandas de los nuevos movimientos sociales, que dejaron de ser econó-micas o políticas para diversificarse y fragmentarse en feministas,pacifistas, ecologistas, urbanas, antirracistas, étnicas, comunitarias o deotras minorías reprimidas que afloraron en el contexto de las luchas so-ciales posteriores a 1968.

Por fin, otro aspecto importante, que marca las relaciones de la co-munidad académica latinoamericana en general –e historiográfica enparticular– con los polos hegemónicos de la cultura occidental, y parti-cularmente con los Estados Unidos, es el hecho de que muchos historia-dores latinoamericanos han sido formados, entrenados, en institucionesamericanas, desde la formación universitaria básica hasta el postgrado.

Nuevos objetosLa actual proliferación de objetos de investigación entre los historiadoreslatinoamericanos, si por un lado espeja la fragmentación general carac-terística de la fase de transición paradigmática iniciada a finales de la dé-cada de 1960, por otro evidencia la dependencia –a falta de un mejortérmino– cultural, de la comunidad intelectual latinoamericana, de cáno-nes producidos en otro lugar –principalmente en los países de economíacentral del sistema capitalista mundial.2 En 1985, John Johnson argu-mentaba que el desarrollo realmente significativo en la escritura de lahistoria moderna de América Latina en los Estados Unidos desde los

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años 1960 tenía como marca distintiva el compromiso de los investiga-dores con una diversidad más amplia de nuevas cuestiones que incidíandirectamente en la vida cotidiana de hombres y mujeres. Entre esas nue-vas cuestiones estarían la historia urbana, el creciente interés por la his-toria de los “desposeídos”, la “black experience” (y las cuestiones deraza) y la esclavitud (en nuevos abordajes de tipo microanáliticos), lahistoria social del trabajo y, particularmente, el crecimiento dramático dela historia de las mujeres (“un tema prácticamente inexistente como tó-pico de investigación antes de los años 1970”). Otros temas vendrían aconquistar el espacio académico posteriormente al análisis de Johnsoncomo, por ejemplo, los estudios referentes a la sexualidad (gays y lesbia-nas) y a cuestiones ambientales (Johnson, 1985: 757 y ss.; Skidmore,1998: 113 y ss.; Eakin, 1998: 550-561).

Al referirse a la segunda generación de latinoamericanistas de supaís, apodados “radicales”, el historiador norteamericano Thomas Skid-more (1998: 113) atribuye su importancia al hecho de que esa generaciónayudó a sacudir el establishment intelectual en los Estados Unidos, alponer en evidencia la historia de los sujetos excluidos (por la historio-grafía oficial) de la historia: los esclavos, los indios, la población rural,los trabajadores urbanos, los fuera de la ley y las mujeres. La entrada deesos nuevos “objetos” –o antes, de esos nuevos sujetos– fuera del círculode las elites, llevó efectivamente a una sofisticación metodológica inevi-table, al demandar nuevos tratamientos para nuevos tipos de fuentes. Esasegunda generación de latinoamericanistas había sido “radical”, paraSkidmore, no en el sentido político, sino porque ofreció una alternativaa la escritura de la historia centrada en las elites que entonces imperaba.Con raras excepciones que confirman la regla (González, 1973), esatransformación de foco aconteció con casi dos décadas de atraso en lashistoriografías latinoamericanas.

En un estudio más reciente, Marshall Eakin pudo confirmar las pre-dicciones anteriores. La tendencia general verificada por este autor parala historiografía norteamericana sobreAmérica Latina puede, con algunatolerancia, ser extrapolada para la evolución de la historiografía latino-americana en el mismo período. Según Eakin (1998), se puede decir queen los años 1980 imperó la historia social, así como los años 1990 la“nueva” historia cultural, renovándose el estudio de grupos que no for-maban parte de las elites, como los esclavos, las mujeres, los indios, lostrabajadores y los campesinos. La influencia del postmodernismo, el lla-

3 Las leyes del Jim Crow constituyeron, a partir de 1876, la base legal de la discrimina-ción contra los negros en los Estados del Sur prohibiendo hasta el hecho de que un es-tudiante pasara un libro escolar a otro que no fuese de la misma raza. En Alabama,ningún hospital podía contratar una enfermera blanca si en él estuviese siendo tratadoun negro. Las estaciones de ómnibus debían tener salas de espera y ventanilla de billetesseparados para cada raza. Los ómnibus tenían asientos separados. Y los restaurantes de-bían proveer separaciones de por lo menos siete pies de altura para negros y blancos.Estas Leis de Jim Crow eran distintas de los Black Codes (1800-1866) que restringíanlas libertades y derechos civiles de los afroamericanos. La segregación escolar patro-cinada por el Estado fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte en 1954 enel caso Brown v. Board of Education. Todas las otras leyes de Jim Crow fueron revo-cadas por el Civil Rights Act de 1964. Cfr. Ayers (1992) y Barnes (1983).

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mado linguistic turn y los estudios postcoloniales con foco en los grupossubalternos surgieron como abordajes preponderantes.

Además, los nuevos temas presentes en los estudios sobre AméricaLatina, derivados de imperativos contemporáneos ligados a actitudes eintereses políticos y sociales, lo que se denominó “políticamente co-rrecto”, reflejan anhelos y demandas de la cultura del investigador (ex-tranjero) y no necesaria o prioritariamente los del pueblo investigado. Larecepción acrítica de cánones y problemas exportados por la fuerte co-munidad académica norteamericana sugiere la progresiva imposición devalores de la socialdemocracia liberal desde los Estados Unidos hacia elmundo, a altos costos, como vimos en la década de 1960 en AméricaLatina –y hoy dramáticamente en el Oriente Medio. Hace treinta años,Magnus Morner constataba con reserva esa asintonía verificada en elcollage de temas de investigación caros a las comunidades intelectualesde los países de economía central a las historias y culturas llamadas “pe-riféricas”, asintonía que ya se verificaba en la propia elección de un tó-pico de investigación para una tesis académica. Observando la elecciónde temas en función de intereses claramente políticos e inmediatistas,como la onda de estudios sobre el militarismo latinoamericano por partede los historiadores norteamericanos durante los años 1960, Morner pre-decía con mucho discernimiento lo que podría venir a ser estudiado enel futuro. El súbito y vertiginoso crecimiento de estudios sobre la escla-vitud enAmérica Latina por investigadores norteamericanos, un campovirgen hasta la década de 1960, fue prácticamente eco del movimientopor los derechos civiles –y, posteriormente, de la affirmative action– enlos Estados Unidos, donde Jim Crow3 permanece como una heridaabierta. Todavía, como lúcidamente ponderaba Morner, si tales objetivos

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son nobles y es deseable el compromiso de los estudiantes con sus temas,tal tipo de motivación, aunque posiblemente relevante para los america-nos –o para los especialistas extranjeros en general– fácilmente se tor-nará etnocéntrica, anacrónica e irrelevante al país y región estudiados.Morner ponderaba más natural que se prestase mayor atención a las pre-ocupaciones e intereses de los propios latinoamericanos...

Sin entrar a discutir el mérito del valor intrínseco de aquellas temá-ticas, cada una altamente pertinente y relevante, deseo destacar solamenteel hecho de que llegaron a América Latina “venidas de afuera”, comoproblemáticas urgentes típicas de sociedades liberales desarrolladas, queya no tienen pendientes de resolución las cuestiones estructurales que ca-racterizan a la totalidad de las naciones latinoamericanas; estas circuns-tancias fueron denunciadas por las llamadas “teorías de la dependencia”en la década de 1960, vis-à-vis las relaciones económicas asimétricas conlas economías centrales y las formas injustas procedentes de la inserciónde esas mismas naciones latinoamericanas en el mercado mundial, comoexportadoras de materia prima e importadoras de productos industriali-zados y tecnología. De esas condiciones se derivan problemas estructu-rales, ligados a cuestiones como la histórica concentración de lapropiedad de la tierra, la constitución de elites políticas y económicas he-gemónicas que se perpetúan en el poder, la mala distribución crónica dela renta, resultando en bajos niveles de educación, condiciones de salud,habitación, dificultades de acceso al trabajo y al conocimiento etc., enfin, diferentes modos de exclusión social para la inmensa mayoría de lapoblación latinoamericana. Esas cuestiones estructurales acaban siendodescuidadas en favor de otros tópicos, que tienen mayor penetración enlos medios de comunicación, que ofrecen mayores ocasiones de desarro-llo institucional, como acceso a becas de estudio y status académico.

Así, los conflictos que a menudo pautaron las relaciones entre aca-démicos del norte y del sur no fueron el resultado solamente de “malosentendidos” de ambas partes. En una evaluación sobre el estado de lasciencias sociales enAmérica Latina publicada en 1967, Manuel DieguesJr. (1967: 3-5) ya enunciaba con propiedad el problema recurrente delos cambios académicos entre Estados Unidos yAmérica Latina, que enmuchos aspectos perdura hasta hoy. Refería, entonces, al hecho de queespecialistas americanos, imbuidos de las mejores intenciones y señoresde las mejores metodologías y técnicas de investigación, intentaran apli-car sus modelos a la realidad latinoamericana; pero acotaba que sus pro-

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blemas y temas, en general, no serían aquellos que interesaban directa-mente a los propios latinoamericanos. En la misma obra de balance, elsociólogo Florestan Fernandes (1967: 19) se posicionaba más severa-mente. Dijo, por entonces, que los norteamericanos venían con unaagenda propia y que, al fin y al cabo, tenían poco interés para con el ob-jeto de su investigación.

No se trata aquí sólo de aquello que Octávio Ianni (1983) ha en-tendido como “parte del proceso de expansión del capitalismo en eltercer mundo” –estrategias maquiavélicas dibujadas sobre la mesa porbusinessmen y police-makers en el sentido de exportar el modelo eco-nómico capitalista y el de la socialdemocracia por el mundo– o, enparticular, un “imperialismo intelectual” que contribuyó a subyugarAmérica Latina a los intereses políticos y económicos de los EstadosUnidos y de las corporaciones multinacionales, ya que la producciónacadémica norteamericana parecía ser tendenciosa a favor del capita-lismo y a la propagación del modelo de democracia norteamericanopor el mundo. Tal vez ese análisis fuese incluso apropiado para lo quepasó hasta la década de 1960, en el auge de la Guerra Fría. Pero hoy,después de 1989, entender el fenómeno como solamente “la expansióndel capitalismo en el tercer mundo” es simple, por maniqueísta, un aná-lisis de alcance muy limitado. Esa imposición de agenda de valores yprincipios caros al modelo de democracia liberal practicado en socieda-des de capitalismo central en la actualidad es un desdoblamiento de lallamada “globalización”, en sí un concepto amorfo y cargado de impli-caciones ideológicas y posicionamientos políticos, que podría ser rápi-damente definido como la época en que el capitalismo se libró de lastrabas nacionales. El problema del intercambio académico Norte-Surguarda elementos mucho más complejos que la competición académicao la “importación/exportación” de modelos metodológicos. La univer-salización del conocimiento es un hecho innegable de nuestro tiempo ymétodos y técnicas circulan por el mundo. La cuestión es anterior y pos-terior al método: se refiere, antes de él, a la definición de las problemá-ticas (en una palabra, a la definición de la agenda) y, después, a laformulación de teorías que posibiliten la adecuada interpretación de losresultados de la investigación.

Antes de observar la trayectoria de la historiografía latinoamericanaen las décadas de 1970 a 1990, reflexionaremos sobre la presencia enella del marxismo, como un aparato teórico, y al mismo tiempo ideoló-

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gico, que ha nutrido el debate dentro de las ciencias sociales y de la His-toria a lo largo del período en foco –y que se ha constituido en la mayorreferencia de renovación historiográfica en la región, a la par de la as-cendencia intelectual de los Annales en nuestra historiografía.

Marxismo e historiografía latinoamericanaEn la larga introducción a la antología sobre el marxismo enAmérica La-tina, el historiador Michael Löwy divide la historia del marxismo latino-americano en tres grandes períodos. El primero se extiende de 1920 a1935, cuando los marxistas tendían a enfatizar el socialismo y el antiim-perialismo. El segundo período, dominado por el stalinismo, comienza amediados de los años 1930 y va hasta 1959. Durante la mayor parte de eseperíodo, la ascendencia soviética hacía definir la revolución por prácticas,situándoseAmérica Latina en la fase nacional democrática. Löwy (1992)observa que, no obstante el dogmatismo stalinista, algún pensamientocientífico marxista más flexible brotó en la región durante el período. Latercera fase comienza con la Revolución Cubana e incluye corrientes ra-dicales inspiradas en Ernesto “Che” Guevara, que pretendían alcanzar elsocialismo por medio de la lucha armada. En la introducción, se esclarececómo los pensamientos trotskista, castrista y maoísta desafiaron, en la re-gión, el dogma del pensamiento tradicional orientado por las directricessoviéticas ejecutadas en cada parte por los partidos comunistas.

De un modo general, se podría tomar esa periodización para acotarcronológicamente el marxismo en América Latina. Cabe aclarar, sinembargo, que el marxismo estuvo presente en todos los frentes del pen-samiento humanístico y en las ciencias sociales en la región, práctica-mente determinando la pauta de esas áreas: en la filosofía, en lasociología, en la ciencia política, en la antropología, en la lingüística yen la historiografía. Por eso, no cabrá en este breve ensayo siquiera ma-pear las polémicas que marcan el itinerario de las demás ciencias socia-les en América Latina en el período en cuestión, sino sólo esbozar losdesarrollos del marxismo dentro de la historiografía.

Tal vez el mayor entre los grandes paradigmas historiográficos con-temporáneos, el marxismo floreció en América Latina en la segundamitad del siglo XX, alterando profundamente el curso de la historiografíaque entonces se practicaba en la región. Con su difusión, se popularizóuna nueva modalidad de escritura histórica de carácter estructural, cien-tífica y objetiva que, superando la narrativa lineal de los grandes indivi-

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duos y hechos históricos, ambiciona ofrecer una visión global de la for-mación histórica de los pueblos latinoamericanos, con énfasis en su di-mensión económica y social.

Claro que el marxismo llegó mucho antes a América Latina y a élse pueden atribuir las primeras grandes aventuras intelectuales de com-prensión de la realidad social e histórica del continente, como las em-prendidas por figuras como el argentinoAníbal Ponce (1890-1938) y elperuano José Carlos Mariátegui (1894-1930). Como prácticamente latotalidad de los pensadores de la primera mitad del siglo, esos pionerosmarxistas latinoamericanos, aunque no siendo historiadores avant laletre, procuraban comprender la realidad latinoamericana desde unaperspectiva histórica y marxista. En cuanto al primero, si bien se destacasu apego excesivo, muchas veces acrítico, a las tesis racistas de Sar-miento, hay que subrayar sus evaluaciones históricas pautadas en el aná-lisis global de los efectos de la penetración del capital extranjero y lasdisputas imperialistas sobre la sociedad latinoamericana. Esa línea inter-pretativa de la evolución social y económica de los países latinoameri-canos posteriormente a su emancipación política se convertiría en unverdadero modelo para toda la historiografía marxista posterior (Mari-nello, 1975: 14; Guerra Vilaboy, 2007).

Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de Car-los Mariátegui, son un verdadero ícono de esa historiografía marxistaheroica de la primera mitad del siglo XX y testimonian el carácter ecléc-tico de esta generación. Aunque se autodenominase como marxista ysocialista, Mariátegui era básicamente un economista político y un an-tropólogo cultural. En realidad, los Ensayos son un tratado académicosobre el desarrollo de Perú en la economía, la sociología, la educación,la religión, el gobierno y la literatura. La cuestión central que Mariáteguienfrenta es la clásica búsqueda de la explicación para la diferencia dra-mática entre las colonias de España e Inglaterra. En respuesta, Mariáte-gui ofrece un examen del bagaje cultural del pueblo peruano. El Perú setorna un microcosmos para analizar la política colonial española.Al ex-plicar Perú, también explica la influencia de la Reforma, del capitalismo,de la industrialización y de la propiedad de la tierra en los desarrollos di-versos de América del Norte y del Sur. En resumen, proporciona unallave para entender por qué en Perú no se desarrolló una fuerte clasemedia como en Brasil, Argentina y Chile, no experimentó una revolu-ción social comoMéxico o Bolivia, por qué fue, por lo tanto, controlado

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por una aristocracia militar y por propietarios de tierra, caracterizadopor un sistema económico extractivista y una estructura social rígida-mente estratificada, resultando en que una gran parte de su poblaciónfuese compuesta de analfabetos, miserables, enfermos, viciados, en fin,de excluidos de la vida nacional. Una de las preocupaciones centrales delos Ensayos son las consecuencias de una sociedad basada en la escla-vitud. De acuerdo con Mariátegui, la esclavización de los indios por losconquistadores y sus descendientes llevó a la economía de plantation.Ésta ha inhibido la difusión de la pequeña propiedad rural. Sin los valo-res de una clase media, Perú no llegó a desarrollar un gobierno democrá-tico, un capitalismo mercantil próspero o un sistema educativo eficiente(Mariátegui, 1979; Guerra Vilaboy, 2007; Vanden, 1986).

Sin embargo, en rigor, las primeras obras dedicadas a la historia la-tinoamericana propiamente dicha, elaboradas con un referencial mar-xista, no surgen sino en el inicio de los años 1930, con La lucha de clasesa través de la historia de México (1932) del historiador mexicano RafaelRamos Pedrueza (1897-1943) y con Evolução política do Brasil. Ensaiode interpretação materialista (1933), del brasileño Caio Prado Jr. (1907-1990), autores que pueden ser considerados como verdaderos iniciadoresde la historiografía marxista en el continente. La historiografía marxistaen México tuvo otros exponentes importantes comoAlfonso Teja Zabre(1888-1962), Miguel Othón de Mendizábal (1890-1945), José Mancisi-dor (1894-1956), Luis Chávez Orozco (1901-1966), José C. Valadés(1901-1976), Agustín Cué Cánovas (1913-1971) y Armando y GermánLizt Arzubide. Fue a partir de las obras pioneras de Ramos Pedrueza yCaio Prado Jr. que verdaderamente se iniciaron los primeros análisis his-tóricos de países latinoamericanos, enfocados en la estructura socioeco-nómica y en la lucha de clases, inaugurándose una discreta producciónhistoriográfica marxista de autores latinoamericanos, la mayoría de ellosvinculada con los partidos comunistas, y que en gran parte del continenteprácticamente no tuvo representantes (Guerra Vilaboy, 2007; Matute,1974: 13-14 y Huerta et al., 1979).

En las décadas de 1950 y 1960, el historiador marxista más impor-tante, al lado de Caio Prado Jr., tal vez haya sido el argentino SergioBagú, cuyos trabajos son verdaderos hitos en la discusión sobre la colo-nización de América Latina. Después de sus primeros estudios biográ-ficos, sus tesis más famosas contra la idea del feudalismo en AméricaLatina surgieron en obras como Economía de la sociedad colonial

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(1949) y Estructura social de la colonia (1952), ambos con el subtítulode “Ensayo de historia comparada en América Latina”.4 En esas obras,basadas en un análisis meticuloso de la estructura socioeconómica lati-noamericana, Bagú defiende la existencia de un capitalismo colonialante la interpretación tradicional, acatada en la época por prácticamentetoda la historiografía marxista, de un régimen feudal dominante en elimperio colonial español. Bagú diferencia claramente entre el modelohistórico del modo de producción capitalista y el capitalismo como sis-tema económico mundial. Sus tesis innovadoras guardan el embrión delo que años más tarde vendrían a ser las teorías de la dependencia y delsubdesarrollo, como condición del desarrollo capitalista, posteriormenteretomadas en los años 1970 por la sociología “dependentista” latinoame-ricana (Bielschowsky, 2000; Lora, 1999; Rodríguez, 1981).

Toda la rica historia social y económica practicada enAmérica Latinaentre finales de los años 1970 hasta la década de 1990 fue basada, enmayor o menor medida, en los soportes teóricos y metodológicos de latradición marxista. Ésta, por su parte, no ha pasado incólume a las gran-des transformaciones –a las verdaderas “revoluciones”– de la sociedad ydel conocimiento en los últimos cuarenta años, cuyos episodios simbó-licos fuertes son la revolución cultural de 1968 y la caída del muro deBerlín en 1989. Con el viraje cultural iniciado a fines de los años 1960,con las proposiciones iconoclastas de los postestructuralistas, culminandoen el recetario pansemiótico de los postmodernos en los años 1990 –queredujo el proceso del conocimiento a un acto de comunicación, a un cam-bio simbólico– el marxismo se transforma, para dejar de tornarse el grancuadro general de interpretación de la realidad para historiadores y cien-tíficos sociales. Por eso, antes de entrar en el análisis de la producción enlos campos de la historia económica y social, cabe una reflexión de fondo,acerca de los motivos por los cuales esa importante tradición marxistafue sensiblemente debilitada en el contexto intelectual del último cuartodel siglo XX, de modo que hoy se asiste a la defensa de la necesidad desu superación, tal como proclama el llamado “postmarxismo”.

4 Cfr. Bagú (1949; 1952). Otros textos importantes de Bagú son: La batalla por la pre-sidencia de Estados Unidos (1948) y “Transformaciones sociales enAmérica Hispana”,ensayo publicado en la revista mexicana Cuadernos Americanos en 1951. Cfr. Löwy(1980).

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Los hitos para el entendimiento de este fenómeno fueron dados ante-riormente y se confunden con la emergencia del llamado postmodernismo.En 1990, Ronald Chilcote, editor de Latin American Perspectives, orga-nizó un número de la revista dedicado al postmarxismo y definió las clavesdel debate. En rigor, el autor se posicionaba contra las proposiciones de Er-nesto Laclau, científico político argentino que renegó del análisis de clasey descalificó el proyecto socialista. Resumiendo las proposiciones del pen-samiento postmarxista, encontramos las siguientes tesis: la clase trabaja-dora no avanzó en la dirección de unmovimiento revolucionario; intereseseconómicos de clase son relativamente autónomos de la ideología y de lapolítica; la clase trabajadora no sustenta cualquier posición de base dentrodel socialismo; una fuerza política puede formarse fuera de círculos polí-ticos e ideológicos “populares”, independientemente de vínculos clasistas,de modo que fuerzas feministas, ecológicas, pacifistas y otras se tornanefectivas en una sociedad en transformación; un movimiento socialistapuede desarrollarse independientemente de la clase; los objetivos del so-cialismo transcienden los intereses de clase; y la lucha por el socialismocongrega una pluralidad de resistencias a la desigualdad y a la opresión(Chilcote, 1990; Meiksins Wood, 1986).

De un modo general, las raíces del pensamiento postmarxista pue-den ser encontradas en los desarrollos del eurocomunismo y del euroso-cialismo de los años 1970 y 1980, en el pensamiento que acompañó eldiscurso político sobre la socialdemocracia y el socialismo democráticoen los países donde los partidos socialistas llegaron al poder, como Fran-cia, Italia, España, Portugal y Grecia. Este discurso se ha centrado en latransición hacia el socialismo, en la necesidad de bloques de fuerzas decentroizquierda para garantizar la mayoría política dentro de un escena-rio multipartidario fragmentado, de reformas populares para atenuar lasdemandas de las clases populares (trabajadores y campesinos) y tole-rancia para promover y desarrollar las fuerzas productivas dentro de lapresente práctica de desarrollo capitalista. Las realidades de la políticaconvencional parecen haber oscurecido la retórica revolucionaria demodo tal que términos como lucha de clases, clase trabajadora, dictaduradel proletariado y aun los propios términos socialismo y “marxismo”fueron abolidos del diálogo de las izquierdas. Se puede afirmar que, deun modo general, el postmarxismo llegó primero a la esfera política (delpoder y del Estado) y se reveló prácticamente en la acción de los gober-nantes latinoamericanos desde los años 1990 hasta hoy, incluso en el

5 “Petista”: término derivado de la sigla del Partido de los Trabajadores, el partido polí-tico formado en los años 1980 dentro del movimiento obrero, que alcanzó la presidenciade la República de Brasil en 2003 con Luiz Inácio Lula da Silva.

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caso del Brasil petista5 de Lula (basta recordar que el PT abolió el tér-mino “socialismo” en favor de su nueva meta utópica: la democracia).

El profesor Ronaldo Munck, editor de la mencionada revista LatinAmerican Perspectives y profesor de Sociología Política de la Univer-sidad de Liverpool, presenta de modo comprometido las líneas generalesde la emergencia del postmodernismo en América Latina. El punto departida es la aceptación evidente del fin de la era de las teorías totalizan-tes y de la búsqueda de verdades fundacionales. Antes de entrar en elanálisis de América Latina, deshila su rosario de credos postmodernos,deudor de la figura de Lyotard, por haber inventado el postmodernismocomo el pensamiento que afirma la total incredulidad en las meta-na-rrativas. De Derrida, el autor toma el concepto de logocentrismo, que serefiere a la actitud moderna que impone una jerarquía dentro de oposi-ciones binarias acríticamente aceptadas tales como hombre/mujer, mo-derno/tradicional o centro/periferia, considerando a los primerostérminos como pertenecientes al reino del logos –una presencia pura,invariante, exenta de la necesidad de cualquier explicación. De Foucault,adopta el concepto de poder ubicuo y descentrado (Munck, 2000: 11-26;Iggers, 1997; Pérez Zagorín, 1998).

El autor se refiere al interés creciente en articular una visión postmo-derna de desarrollo, la cual deberá reflejar una “crisis de la concienciade la cultura europea” que, nuevamente, descubre que ya no es el in-cuestionable centro dominante del mundo. Los conceptos no se refierenmás, dentro de los nuevos parámetros postmodernos, a la realidad sinoa meros discursos, los verdaderos constructores del mundo. No se tratade atribuir más atención al lenguaje del desarrollo y a la deconstrucciónde sus presupuestos, pero habría incluso un movimiento para “reinven-tar” el propio sentido de “desarrollo”. “Desarrollo”, de acuerdo con lacrítica postmoderna, sería un arma ideológica acuñada en la modernidad;el postmodernismo deberá, entonces, llevar inevitablemente a un con-cepto de “postdesarrollo”. En ese sentido, la falencia de las meta-narra-tivas de desarrollo, modernización, dependencia y revoluciónimplicarían la necesaria desistencia de respuestas globales, ya que sólopueden alcanzar verdades parciales. El desencantamiento político estaría

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llevando inevitablemente a la fragmentación. Dentro de los debates la-tinoamericanos, las palabras clave son ahora “lo indeterminado, la pro-blematización del centro, la discontinuidad, la simulación, y laprecariedad” (Munck, 2000: passim ).

Los términos más constantes en el texto de Munck son lenguajes,discurso, deconstrucción, reinvención, identidad, representación, hibri-dismo cultural, pluralismo, heterogeneidad. El argumento del autor esque debe abandonarse de una vez cualquier tentativa de pensarAméricaLatina desde un abordaje globalizante, desde un punto de vista de su-puesta totalidad, como una entidad única; la aproximación debe ser di-reccionada a unidades culturales locales, independientes de cualquierreferencia de conjunto. El problema que yo veo, sin contemplarAméricaLatina como un recipiente de culturas locales, sin una perspectiva holís-tica (léase, histórica), es justamente la pérdida de la referencia a la tota-lidad en la cual ella se inserta, sea sincrónica, sea diacrónicamente. Enesa perspectiva, será muy difícil explicar, por ejemplo, tanto el procesode industrialización de la región (¡que no ha pasado por una revoluciónindustrial!), como la diseminación de los íconos de la sociedad de con-sumo americana, de la “sociedad del automóvil” a los shopping centers,de la industria cultural hollywoodiana al Mc Donalds. En fin, cuestionescomo el imperialismo y el colonialismo fueron desterrados de los “dis-cursos postmodernos” o, cuando mucho, reducidos a efectos de lenguaje.Si las grandes teorías hoy elaboradas son eurocéntricas, el problema estáen el eurocentrismo y no en la teoría. No se debe desistir de buscar per-feccionarla, sea a partir de una referencia marxista o no.

Una de las claves del surgimiento del postmodernismo a fines de ladécada de 1980 fue el proclamado “fin del marxismo”, decretado a partirde la caída del muro de Berlín y de la disolución de la Unión Soviética.Ha sido de las ruinas de ese imperio que surgió ese movimiento bastanteextraño que se propone recuperar algunos fragmentos de orientación mar-xista, a partir de las nuevas doctrinas postmodernas. Ese movimiento seapodó “postmarxismo”. Atilio Borón, profesor de Teoría Política en laUniversidad de BuenosAires, escribió un ensayo contundente deshilandolas bases intelectuales del postmarxismo y efectuando su crítica. El inter-locutor electo, exponente del postmarxismo, una vez más Ernesto Laclau,cuyo pensamiento está basado en Wittgenstein, Lacan, Foucault y De-rrida. Para esbozar el “programa” postmarxista, Laclau parte del dato dela siempre reiterada “crisis” del marxismo, a exigir una revisión radical.

6 Cfr. Borón (2000: 49-79). Sobre el rescate del marxismo en el escenario de la postmo-dernidad, ver De Souza Santos (1995b).

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Sobre la supuesta “muerte” del marxismo, que exigiría su definitiva su-peración (esa es la tesis de Laclau y su postmarxismo), Borón afirma queel marxismo, en tanto cuerpo teórico, ya demostró una notable capacidadde sobrevivir a las atrocidades y a la falencia de regímenes políticos y par-tidos fundados en su nombre.Además de eso, en el campo de la teoría so-cial, se observa que en años recientes hubo una saludable vuelta e interésde las ideas de la tradición marxista, tanto en la Europa occidental como,en menor grado, en América Latina y Estados Unidos.6

La crítica a Laclau se funda en su argumento de que, como mar-xista, él desea conservar los mejores fragmentos de tal teoría. Esa,según Borón, sería una actitud eminentemente positivista de apropiarsede la realidad. Lucaks ya había indicado que lo que caracteriza al mar-xismo, lo que constituye su contribución más original, no es la primacíade lo económico, como propagan los aduladores de la vulgata, sino la“perspectiva de la totalidad”, o sea, la capacidad de reconstruir en teo-ría, en la abstracción del pensamiento, la complejidad contradictoria, di-námica y multifacetada de la realidad social. El pensamientofragmentado es incapaz de entender la realidad en su totalidad: él des-compone las partes y las hipostasia, como si ellas fuesen entidades au-tónomas e independientes. Por lo tanto, Marx no está ahí para ser“deconstruido” y apropiarse de sus mejores fragmentos. El pensamientode Marx es vertebrado en la idea de totalidad. Los postmarxistas pare-cen no entender que toda esa operación intelectual reposa en un presu-puesto mecanicista insustentable: la idea de que las teorías son merascolecciones de piezas y fragmentos que, como dominó, pueden ser re-combinados ad infinitum.

Para este momento del análisis, es importante recordar que durantelos años 1960 y 1970, mucho antes del surgimiento de los postmarxis-mos, el análisis marxista propiamente dicho se ha tornado una alternativavital y creativa, aunque lejos de ser hegemónica, para las principales co-rrientes en el campo de los estudios sociales y humanísticos del Occi-dente desarrollado. Allí, a diferencia de lo que pasaba en las sociedadesperiféricas del sistema capitalista comoAmérica Latina, los pensadores

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marxistas tenían libertad de pensamiento y fuentes abundantes de recur-sos para la investigación. Esas condiciones favorables eran parte y con-secuencia de la posición histórica privilegiada de las sociedadescapitalistas desarrolladas en un sistema económico mundial unificado.Corrientes marxistas comenzaron a alimentar a todas las ramas de los es-tudios históricos. Su contribución más creativa e influyente fue en elcampo de la historia social, particularmente en los estudios de la culturade la clase obrera, donde los trabajos de E. P. Thompson, Eric J. Hobs-bawn y de sus otros colegas marxistas británicos pasaron a ser referenciaobligatoria. Ese marxismo, como veremos adelante, fue la base de la his-toria social que se ha practicado desde los años 1970 enAmérica Latina(Bergquist, 1970; Kaye, 1984).

Al lado del marxismo, el movimiento historiográfico francés de losAnnales contribuyó a la diseminación del modelo de historia más fruc-tífero y sofisticado practicado en América Latina entre, a grueso modo,la década de 1970 y la de 1990. Por cierto, hasta hoy, historiadores for-mados en esa tradición –así como en la de los marxistas británicos– con-tinúan practicando una historia inspirada en las enseñanzas de esos dosdiscursos eminentemente críticos, que tienen en común la búsqueda dela construcción de una historia fundada en la formulación de problemas,por lo tanto, que anhela un estatuto científico; una historia que tienecomo parámetro teórico general concebir la sociedad en su devenir y ensu totalidad, en una palabra, la historia global; por fin, una historia que,en el nivel problemático, privilegia el estudio de las estructuras funda-mentales de la sociedad, por lo tanto, una historia eminentemente eco-nómica y social (Aguirre Rojas, 2000: 137-180). Esa tradición quemezcla los aportes de los Annales con los del marxismo más aireado, nodogmático, rindió lo mejor que se produjo en la historiografía latinoame-ricana en los últimos treinta años, en los campos de la historia económicay de la historia social. Un mapeo de esa producción será esbozado a con-tinuación.