historias isleñas de ultramar

342

Upload: independent

Post on 24-Nov-2023

0 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Historias Isleñas de Ultramar

3

Antonio G. González

4

Historias Isleñas de Ultramar

5

Antonio G. González

Historias Isleñas de Ultramar

Antonio G. González

6

Copyright © Antonio G. González, 2004 Copyright © Anroart Ediciones, SL, 2004 Edita Anroart Ediciones, SL Calle Doctor Chil, 28 35001 Las Palmas de Gran Canaria www.anroart.com ISBN: 84-609-0825-9 Depósito Legal: GC 407-2004 Imprime Gráficas Atlanta C/ San Nicolás de Tolentino, s/n Las Palmas de Gran Canaria. Impreso en las Islas Canarias España Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

Historias Isleñas de Ultramar

7

Para Sonia, Julia y Vera.

Antonio G. González

8

Historias Isleñas de Ultramar

ÍNDICE LA AVENTURA EUROPEA

Capítulo 1. El Mencey de Venecia 22

Capítulo 2. Cita en Flandes con Spinoza 34

Capítulo 3. El vizconde irreductible 44

Capítulo 4. Viera y el Mar 54

Capítulo 5. Vendaval en La Bastilla 66

Capítulo 6. Al servicio del Zar 76

Capítulo 7. Diplomacia colonial 86

Capítulo 8. La luz llega a París 98

Capítulo 9. Maquis en el sur de Francia 108

Capítulo 10. La sagacidad frutera 118

Capítulo 11. Signos del glamour 128

Capítulo 12. La voz de oro 136

AFRICANA

Capítulo 13. El marqués esclavista 150

Capítulo 14. Corsario de leyenda 160

Capítulo 15. Un tinerfeño en Trípoli 168

Capítulo 16. Viaje mortal a Annobon 174

Capítulo 17. Mackenzie, el regreso al Sahara 184

Capítulo 18. La burguesía africanista 192

Capítulo 19. Albores de la pesquería industrial 202

Capítulo 20. Vanguardista peculiar en Guinea 210

Capítulo 21. Vértigo bélico en el Atlántico 220

Capítulo 22. El gofio en Senegal 230

Capítulo 23. Una misión en Kigali 238

AMERICANA

Capítulo 24. El conquistador guanche 250

Capítulo 25. Aventureros en Indias 258

Capítulo 26. En las misiones guaraníes 266

Capítulo 27. El comerciante judío atlántico 280

Capítulo 28. Contrabando masón en Boston 288

Capítulo 29. La emancipación venezolana 296

Capítulo 30. Indiano ilustrado en Cuba 304

Capítulo 31. El salto del Ángel 312

Capítulo 32. De Viana a Bolívar 322

10

PRÓLOGO

He aquí el logro de que una compleja realidad acabe transformándose en un libro. Sobre el extenso desarrollo de una serie de artículos aparecidos en el periódico La Provincia/Diario de Las Palmas, Antonio G. González ha aplicado las elementales operaciones de selección y combinación, y ha obtenido la impecable “construcción” textual de Historias isleñas de Ultramar. Antonio G. González es, además de un excelente periodista, un intelectual, alguien, en suma, esencialmente preocupado por el proceso de entendimiento y comprensión de las cosas transmitidas por escritura. Su libro no es una mercancía verbal gratuita o innecesaria, y no sólo interesará en el ámbito insular. Lejos de hallar en sus páginas la perpetuación de la imagen a que estamos acostumbrados de un talante isleño que se goza en la pasividad de lo a-histórico, encontramos la imagen –no menos auténtica, aunque infrecuente- del isleño en acción, en un estar fuera de lugar y de sí. Los datos empíricos de esta situación sin duda vienen a enriquecer la literatura de reflexión sobre lo canario. Antonio G. González ha tenido en cuenta la relación del hombre insular con tres dimensiones: el lugar de su origen (cualquiera de las islas de Canarias), su condición fronteriza (el afuera y el adentro de las islas), y su proyección espacial o

Historias Isleñas de Ultramar

11

tricontinental (Europa, África y América). Estamos ante una materia verbal que nos entrega un raro ángulo de visión de historicidad y tiempos canarios. Tricontinentalidad hecha carne. No es, desde luego, un tiempo hecho de la repetición de vidas más o menos afines por sus intereses, sino de vidas -entre ellas no hay repetición- con muy variados intereses: mercantiles, artísticos, políticos… En unos casos, el desplazamiento fue propiciado por un impulso desconocido; en otros, el ponerse en camino se acoge al pretexto de un exilio voluntario; en ocasiones, el abandono de la tierra natal adquiere los tintes dramáticos de un desarraigo impuesto por reconocibles poderes abusivos. Y a esa variedad de misteriosas tramas de “azar, destino y carácter”, como definiría Dilthey la vida de los hombres, responde el término historias exhibido en el título del libro, que presumiblemente equivale a relato plural, a recreación e iluminación de un pasado en el que más que el recuerdo –Antonio G. González es un escritor joven- ha intervenido la investigación en bibliotecas y archivos. En esta labor se oculta, no obstante, la más importante navegación de libro: la del lenguaje del texto mismo. Se convendrá conmigo que en estas historias han sido recreados los trazos que delimitan cada una de las biografías en su específica tensión, sin olvidar un intento de armonización del conjunto, de ofrecer ciertos rasgos del acaecer de una comunidad, con el consiguiente des-ocultamiento de sus claves esenciales. Pero el contar de Antonio G. González posee por añadidura el raro secreto de la amenidad, que es la virtud que importa al mejor lector.

Eugenio Padorno Istmo. Abril de ´04.

12

INTRODUCCIÓN

"(..) Sal, salada de sal, agua morena;

vete por esos mares para que traigas

la medida exacta de las profundidades. Sal (..)"

(Domingo López Torres, "Diario de un sol de verano", 1932)

Historias Isleñas de Ultramar

13

EL GRADO CERO DE LA FRONTERA El suave vértigo que proyecta la salida de Canarias emerge nada más se adentra el isleño en el espacio aéreo o marítimo que lo conduce a Ultramar y observa acaso el ondulado alejarse del trazo costero. La isla siempre es un lugar marcado. Incluso navegar por el ciberespacio, demorarse con el ordenador, posee una escala también más alta en lo insular, pues aumenta la sensación de contraste entre la facilidad creciente de acceso virtual al mundo y la contingencia de la geografía, aún cuando ésta haya impelido en las Islas al trasiego continuo. Pero no sólo es intenso el viaje canario por el mero dato de la insularidad, una variable dispar, sino por el modo en que el océano ha ido actuado en el lugar, por su naturaleza constitutiva de un universo canario que, aún aconteciendo en un puñado de puntos casi imperceptible en el mapa, se mece en las olas de la historia internacional y sus múltiples comercios, y convierte esa circulación permanente en una primera determinación a afrontar. El Atlántico -casi una categoría para el Archipiélago- ha desencadenado la experiencia de una sociedad abierta, pero también cerrada, que se confronta sin cesar con sus aperturas y repliegues, lo cual, más allá de lo que Freud denominó el narcisismo de las pequeñas diferencias, ha concretado cierta cosmogonía. De algún modo el Atlántico ha sido el Otro, una metáfora de ese resto indomable e inapropiable que da cuenta, en primer lugar, del enigmático exilio de la existencia, de la imposibilidad de conquistar una identidad plena pero que, justamente por ello, completa a las Islas. Y ahora Canarias, atravesada por su marca como destino turístico, por esa

Antonio G. González

14

centralidad etérea que le confiere el auge mundial de la llamada geografía del sol, no deja de acoger una reedición -de nuevo formato- de esa lógica del flujo que hubo de alumbrar a las Islas a la historia moderna y en torno a la cual se organizó el lugar. Que su geografía -sus playas, su clima- haya sido capturada por la técnica, deviniendo hoy estructura de emplazamiento de la industria del ocio, es un modo universal de darse los flujos en la actualidad. Que esa geografía haya sido conminada a entregar su fuerza -su belleza- a fin de transformarla en la energía necesaria para la producción de servicios turísticos y que, con ello, el lugar modifique irreversiblemente su curso, dejando para siempre de constituir un paisaje ahí arrojado y abierto al potencial de su propia inclasificación, constituye un procedimiento característico del llamado capitalismo tardío. Y, en todo caso, si ello traduce un nuevo procedimiento de circulación propio de lo insular es porque también el Archipiélago se ha transfigurado, se ha vuelto parque temático, simulacro entregado a la circulación efímera de doce millones de turistas que lo ritualizan y de una población inserta en las dinámicas propias de lo que ha venido a llamarse los no-lugares. No es un fenómeno necesariamente nuevo. Esa navegación continua de comercios intercontinentales de todo orden, armados en sucesivas triangulaciones calidoscópicas, había hecho de las Islas una prototípica región frontera, deshacedora de cánones y reunificadora de espacios dispersos, desde el siglo XV. Y lo fronterizo, con esa perpetua voluntad de negación de lo estable y fijo, ha ido dibujando aventuras y recorridos que en su propio fluir y en el decurso de sus múltiples direcciones calibran en toda su dimensión el sincretismo insular. Si la condición fronteriza inclina a una apertura y flexibilidad mental, a una adaptabilidad natural ante lo cambiante, tal condición acaba destilando en una u otra medida una conciencia íntima del mundo como flujo cuando finalmente se produce una

Historias Isleñas de Ultramar

15

traducción al curso vital de aquellas personas que la hacen suya. Hoy en día, por lo demás, en lo fronterizo, en el límite entre dos mundos, dos esferas, en los extrarradios y las periferias, ha encontrado la filosofía de las últimas décadas claves más que sustanciales de lo que siempre se buscó en el centro con más o menos éxito. Esos desplazamientos han tenido lugar luego en la economía, en la arquitectura y el urbanismo, en la física, en casi todas las disciplinas. Se tejen, no se sabe bien si causal o casualmente, en la famosa globalización. Y arrojan por resultado que el centro ya no sea tan centro ni la periferia tan periferia, y que lo realmente central en este mundo ya no sea un lugar sino el fluir de las cosas, esa lógica de la circulación, lo que da de sí aquello que tiene lugar en los propios recorridos. No significa que nada se sujete a una formalización, digamos, al uso, sino que todo, desde los discursos dominantes hasta las respuestas ensayadas se han preñado de los avatares de la velocidad. Canarias, en realidad, ya había producido ese dispositivo de alguna manera, ese modo de aprehenderse en lo que fluye. Y este libro trata de hacer la experiencia de ir al encuentro de la condición fronteriza insular tal y como se ha materializado en personas concretas y a través de los siglos, en las vidas de algunos isleños que, por una u otra razón, en sus viajes llevaron consigo la levedad instintiva, la apertura mental de la frontera canaria, y la usaron con cierta fortuna. Con todo, esa suerte de intemperie oceánica ha hecho oscilar el tono insular, cabe recalcarlo, entre el impulso creativo que contiene la libertad de lo sincrético para las refundaciones más diversas y una compulsiva repetición de su negación, un freno insular al vértigo de la frontera. Claramente en ello el océano -ese Otro inasible, finalmente simbólico- ha sido determinante en lo que respecta a los

Antonio G. González

16

canarios que encaminaban sus vidas hacia el exterior como a aquéllos que vivieron las suyas en unas islas anidadas en los bordes y que nunca han dejado de someterse a una tormenta de personas, mercancías, signos, estéticas, creencias, anhelos y azares. Por ello, un paralelo, cierta repetición, entre el signo de lo humano -el decurso de un sujeto dividido, apresado en redes discursivas que ya estaban ahí esperándolo para determinarlo pero que, sin embargo, no le ahorran las decisiones- y unas islas igualmente determinadas como lugar por la condición fronteriza quizás forje más de un lazo y más de un equívoco. Sea como fuere, la llamada tradición cultural canaria se ha construido tan atada a la geografía como presa de lo “éxtimo”, si designamos así a una suerte de exterior íntimo. Inevitablemente esa circunstancia favorece tanto las vinculaciones como los extrañamientos en relación con el lugar, si bien es posible que en espacios como Canarias no sean ambos procedimientos muy distintos. Quizás por eso los avances técnico-científicos no atenúen -aunque, sin duda, abran a una experiencia determinada de cercanía global- sino que reafirmen ese singular movimiento de lo fronterizo, ese estar a ambos lados, dentro y fuera, a la vez. Y no sería del todo extraño que la sociedad de la información fijara en este sentido lo que tiene de propio lo insular, en tanto que se consolida el doble juego de la globalización, esa operación bicéfala de uniformización y desdibujamiento de lo universal. En esta nueva edición de la diversidad del mundo, puede que incluso se acentúe en las Islas el entredicho creciente entre la velocidad imaginaria de lo virtual y el "tempo" insospechado de lo real -un campo siempre inobjetivable- en un

Historias Isleñas de Ultramar

17

juego que convoca la idea de que este último se aleja aún más. De modo que las Islas se vuelven por ahí metáfora de ese carácter impreciso y huidizo de lo real. La sal marina, el olor a salado que tiene el hecho de salir de las Islas o bien de recibir lo que llega de Ultramar sin pausa -inmigrantes nigerianos o colombianos, turistas alemanes, juguetes chinos, coches japoneses, mantequilla polaca, gadgets…- recalca en el universo insular ese enigma de término homónimo que la palabra "sal" tiene en castellano respecto al mandato un tanto mortificador hecho a los canarios por el afuera. Adentrarse en el Ultramar, virtual o físico, y, sobre todo, dejar que tenga lugar la experiencia de la salida, ha sido una imagen recurrente con la que jugó el soberbio vanguardista Domingo López Torres. Y ha sido también el recorrido de numerosos canarios que a lo largo de los siglos han fatigado al Atlántico en todas las direcciones, siempre entrecruzadas, y quizás en ello calibraran "la medida exacta de las profundidades". Las páginas siguientes son, en realidad, el relato de un aspecto singular de este viaje isleño, de esta crónica del cosmopolitismo insular. Se trata de la casi íntima relación entre las circunstancias precisas del Archipiélago a lo largo de sus etapas históricas -la historia es siempre un relato- y el curso propio de las biografías de muchos canarios, conocidos o anónimos, que recorrieron distintos suelos continentales en diferentes épocas determinados pro el signo del horizonte insular. De modo que podríamos decir que las Islas los impulsaron al viaje al tiempo que viajaron también ellas, mezclándose en un juego de trayectos, entrecruzamientos y líneas de fuga que invitan, sin duda, a formular una teoría de la intemperie. No en vano el Archipiélago canario ha sido siempre uno de esos lugares que se han constituido como una intemperie del mundo, un espacio en el que éste se

Antonio G. González

18

condensa, dejando marcas en cada época pero, a la vez, fagocitándolas e incluso borrándolas con extraordinaria facilidad en su lógica de circulación y desde su naturaleza siempre cambiante. De modo que en las épocas en las que no acierta a asumir su indeclinable latido fronterizo Canarias pierde de vista sus vectores de sentido. Esos reflujos, que adelgazan casi hasta lo paródico el pulso de lo insular, son, con todo, igualmente definitorios de las Islas.

En cualquier caso, con esa capacidad para borrar las marcas el Archipiélago atesora una levedad instintiva; es por ello que, aún su reducida dimensión, se ha configurado como un lector óptico de eficacia sorprendente en la deconstrucción del acontecer universal a poco que se preste la atención precisa. Esta ceremonia de la frontera tiene, no obstante, tanto de constitutiva como de disolvente y es difícil manejarla. Pero inevitablemente sólo analizando sus intersticios se puede echar luz sobre la identidad oceánica de las Islas, que es por naturaleza un movimiento de imposible cosificación.

El canon canario existe, se ha ido forjando y es obvio que va a continuar reformulándose en adelante pero, sin embargo, se ha construido no tanto como una afirmación frente al mundo, aunque albergue en su interior un lógico sentido aseverativo. Tampoco lo ha hecho como una operación para hacer de las Islas un lugar que hubiera de ser asumido como único e incomparable. Ni se ha forjado siquiera como una colección de blasones e insignias, aunque necesariamente haya surgido un inventario que es pertinente conocer. Por el contrario, el canon canario, como puesta en escena del sincretismo cultural, es parte de esa antigua operación de frontera que hace encarar el interior y el exterior del Archipiélago, su afuera y su adentro, de modo que ambos acaben

Historias Isleñas de Ultramar

19

confundiéndose en un diálogo inevitable y difícil, desde el que no siempre es posible fijar los límites. Ello explica el fuerte componente de ironía –socarronería- en la mentalidad insular, que no pocos equívocos suscita a propios y a extraños. La identidad es siempre una operación que trata de combatir el hecho mortificante de que la existencia, al decir de Jorge Alemán, “siempre construye su casa o refugio desde el temblor de las huellas de lo imposible”. Tal vez por ello no sea tan paradójico que la identidad constituya un signo más rotundo, más discreto y menos presuntuoso en los territorios que, como Canarias, se han cifrado en la omnipresencia del flujo. Este aspecto central de lo insular es lo que despliega al final la conciencia de esa existencia siempre enigmática, porque el mundo ha sido filtrado. En cierto modo podría entenderse que en Canarias se extravió la geografía para volver ésta a alumbrarse en un torbellino desde donde mejor puede el mundo ser pensado a la vez que, justamente por ello, se van pensando también las Islas. En este aspecto se incide en el libro al desgranar la vida de unos personajes convocados para ser releídos desde esta perspectiva. Enfrentarse a figuras tales como el Mencey de Venecia, Duarte Enríquez, Alí Arráez Romero, Francisco Díaz Taño, el Vizconde del Buen Paso o Inmaculada Cabrera se convierte en una experiencia plena de significación. El monarca guanche llegó a desfilar con tamarco en la Plaza de San Marcos detrás del Duce y luego se perdió en Padua para siempre; Enríquez, un judeoconverso de origen luso llegado de Holanda, arrendó la Renta de Aduanas de Canarias para organizar el gran contrabando judío con la América hispana; Arráez Romero, un pescador cautivo y convertido al Islam, acabó siendo un legendario pirata en Argel y embajador de esta plaza en la musulmana Constantinopla; el palmero Díaz Taño fue uno de esos religiosos con visión de Estado que forjaron los pactos políticos para convertir a las

Antonio G. González

20

misiones guaraníes en un auténtico Imperio Jesuítico; el irreverente Cristóbal del Hoyo es hoy reconocido como un genial "Rabelais" de los archipiélagos atlánticos; Cabrera, una anónima monja misionera con una temprana pasión por África, dirige ahora un pequeño hospital para enfermos terminales de sida en Kigali. Todos ellos revelan la plasticidad de una mentalidad oceánica que, constitutivamente, no obliga a renunciar al lugar para abrazar al mundo. La frontera constituye el paradigma del cosmopolitismo, que es por ahora la única versión no abstracta de lo universal. Historias Isleñas de Ultramar surgió como una serie periodística en el diario La Provincia. Se trata de una selección que no se ha pretendido exhaustiva -lo que sería una empresa imposible- sino indicativa, reveladora, del viaje canario. Su presentación ahora en libro, tras un tiempo de reposo, distancia y depuración, pretende constituir una contribución a la todavía pendiente historia del Atlántico. Esta crónica de la atlanticidad -término antiguo, a veces torturado por discursos redundantes, pero en vigor perpetuo- ha constituido un ejercicio de reencuentro con la tierra natal. Un cúmulo de sentimientos encontrados me provoca hoy Canarias, lo que quizás tampoco sea ajeno al hecho de que el lugar de origen es siempre lo más misterioso. Pero tal reencuentro ha conducido no a otra cosa que a la puesta en valor de mi condición de canario en lo que lo isleño tiene de ser de la frontera, de habitante también de la extraterritorialidad. Tal vez, esta forma de entenderla constituya una ventaja a la hora de descifrar el mundo y la época, y de encontrarme con los hombres y con las mujeres, con las palabras y con las cosas.

Playa Chica, 2004.

LA AVENTURA EUROPEA

22

CAPÍTULO UNO EL MENCEY DE VENECIA

-En mayo de 1497 un rey aborigen canario fue presentado ante el Senado

veneciano por el embajador cesante en España, Francesco Capello, como regalo de los monarcas de Castilla y Aragón

-Tras desfilar bajo su condición real, de la que nunca se le despojó, se le concedió

una pensión vitalicia, criados y alojamiento en Padua

Historias Isleñas de Ultramar

23

El 20 de mayo de 1497 uno de los menceyes de Tenerife fue presentado ante el Consiglio dei Pregadi –el famoso Senado veneciano– por Francesco Capello, embajador cesante de esa república ante los Reyes Católicos. Capello era un personaje capital en las relaciones entre ambos Estados y había sido recién nombrado por Isabel y Fernando marqués de Rosas de los Caníbales. Tras destacar como uno de los artífices de la Liga Santa, que destruyó el poderío francés en Italia en favor de la hegemonía española, el diplomático conducía a este monarca canario a orillas de los canales venecianos como el más honorable presente de los reyes hispanos: "E il pìu famoso y pìu bello re de quelli de l'Isole Canarie che sono state trovate, qui hano voluto donare la Signoria nostra." No venía, sin embargo, el jerarca guanche "más famoso y bello" como esclavo, aunque fuera un cautivo, pues se le dio una acogida respetable en medio del asombro por su presencia y se le mantuvo en consideración, al menos hasta donde se sabe de él.

Antonio G. González

24

En realidad, la enigmática historia del mencey de Venecia es una soberbia expresión fundacional de la Canarias moderna. Y lo es porque su vida finalmente se convirtió en paradigma del tránsito de las Islas desde un neolítico en crisis, que ya arrojaba formas proto-históricas, a la modernidad renacentista en su expresión más radical: la gran travesía atlántica de Europa. Al propio tiempo este mencey llevó a Europa un interrogante central. Para un continente en pleno Renacimiento el descubrimiento de los guanches -unos salvajes blancos, procedentes de unas islas africanas y muy parecidos a los propios europeos- constituyó un sobresalto. El antiguo isleño, que se hizo popular después en la Europa del siglo XVI, sobre todo con el cortesano Baile de los Canarios, era el primer salvaje blanco que conocía el mundo renacentista. Era la otredad más parecida y, por lo tanto, la más enigmática. Por la monumental obra histórica de Mariano Sanuto, un destacado personaje veneciano renacentista, se sabe con detalle de las cartas que envió el embajador Capello a Venecia anunciando este singular regalo. Sin embargo, aún se desconoce la identidad exacta del mencey. Todo lo más se sabe, por las indicaciones del propio Capello, que fue uno de los nueve reyes guanches que el conquistador Alonso de Lugo llevó a los Reyes Católicos hasta Almanzor, ciudad capital de sus reinos en aquel momento, a las pocas semanas de concluir la conquista de Tenerife, a mediados de 1496. La historia del mencey fue recogida en el XVIII por el ilustrado José Viera y Clavijo para la historiografía insular. Lo hizo a partir de los textos de Juan de Zurita y Juan de Mariana y la incluyó en su monumental Noticias de Historia de las Islas Canarias (1772). Luego la estudiaría Antonio Rumeu de Armas, al que se le deben aportaciones pioneras y decisivas en el siglo XX sobre la perspectiva histórica del

Historias Isleñas de Ultramar

25

Archipiélago como región atlántica. Y también ha sido abordada su figura enigmática por la estudiosa de la literatura insular María Rosa Alonso en su ensayo La Luz viene del Este. Pero la narratividad que ofrece la historia del mencey es siempre superior a cualquier materialización disciplinar, deviene en relato irreductible que se resiste a quedar despojado de su magnífico potencial como instrumento de simbolización. Viera sostuvo que se trataba de Bencomo, el caudillo guanche más poderoso y hostil a la invasión castellana, pero la investigación posterior ha constatado que éste murió en la batalla de La Laguna. Tampoco pudieron ser los reyes de Anaga o Adeje, bautizados como don Fernando y don Diego, dado que murieron de viejos en Tenerife; ni el de Icod, que, por el contrario, fue engañado y vendido como esclavo en tierras peninsulares como otros muchísimos primitivos canarios. Quizás se tratara del de Abona o Güímar, los restantes bandos de paces, que fueron los que pactaron con los conquistadores a cambio de mantener estatus y tierras con muy desigual fortuna, pues Lugo recomendó luego al rey Fernando, por ejemplo, que enviara al de Güímar fuera de España. O es posible que fuera uno de los reyes de los bandos de guerra, nunca avenidos a los conquistadores (Daute, Tacoronte o Tegueste). En la actualidad, a pesar del anhelo de algún municipio tinerfeño por desentrañar este enigma en una cierta clave de enseña patrimonial, sólo son posibles las conjeturas. El hecho cierto es que una vez llegados los menceyes a Almanzor, uno de ellos fue entregado a Francisco Capello. El embajador, no obstante, no sabía dónde

Antonio G. González

26

La estancia de los menceyes coincidió en Almanzor con la visita de Cristóbal Colón se encontraba Canarias, que confundió con islas americanas, pues diría ante el Senado de este "rey de Canarias" que "ha sido preso en las Indias". Tal desconocimiento tenía su razón de ser: Venecia había centrado su comercio en el Oriente, siendo los genoveses –conocedores de las Islas, con cuyos indígenas habían hecho tratos comerciales desde entrado el siglo XIII– los que seguramente nunca habrían cometido tal error. La estancia de los menceyes coincidió en Almanzor con la visita de Cristóbal Colón a esta capital tras su segundo viaje a América, desde donde éste había trasladado a varios caciques caníbales de las Antillas como regalo para los monarcas. Primitivos canarios y americanos se iban a mirar las caras, por vez primera seguramente, convocados por un destino urdido por la marca de lo hispano. Pero lo que el embajador veneciano cesante recibió como el más primoroso presente para la Signoria fue al cautivo blanco. El mencey de Venecia debió entonces sentir el mayor vértigo del mundo en su piel. Una diáspora de tal alcance, tal viaje a otro tiempo, sin embargo, no sólo

Historias Isleñas de Ultramar

27

El rey canario fue presentado ante el Senado veneciano, reunido en sesión especial no lo quebró, sino que el canario se abrió a lo nuevo sutilmente, sin pretender nunca por ello, según las crónicas, dejar de ser lo que era, un monarca. Una vez entregado el mencey a Capello en Almanzor, el embajador y el canario partieron rumbo a Burgos, y luego a Barcelona, donde no lograron embarcar para Venecia. Tal contratiempo hizo al diplomático dirigirse a Valencia, donde se encontraba atracada la flota de galeras venecianas de Berbería, al mando del famoso capitán Piero Contarini. Desde allí, el recién nombrado conde de Rosas de los Caníbales partió de regreso a través de un largo viaje, que le condujo en diciembre como primera escala a Túnez. En esta ciudad fue agasajado por el monarca mahometano, aliado circunstancial de no pocos reinos de la orilla norte del Mediterráneo. Fueron unas recepciones a las que asistió como invitado el mencey en lo que quizás no constituyera su primer contacto con los árabes, siendo, como era, bereber el origen de la población insular. Llegaron a la ciudad de los canales el 17 de mayo de 1497. Dos días después el rey canario fue presentado ante el Senado veneciano, que se encontraba reunido en sesión especial para conocer y analizar las noticias

Antonio G. González

28

cruciales de su embajador ante los Reyes Católicos, de los que mucho iba a depender el papel de Venecia en el intrincado calidoscopio italiano. Capello llevaba a su lado al mencey, sobre el que realizó una larga exaltación de sus virtudes personales, un modo evidente de enfatizar la excelencia de este regalo de Estado y la alta significación política que entrañaba. Según las memorias de Sanuto, el embajador cesante hizo referencia a las "virtudes heroicas" de su pueblo, elogiando que hubiese vendido cara su libertad. Capello refirió, a su vez, detalles sobre la población de las islas, su organización y costumbres y agregó ante el Senado sobre este singular regalo: "Es de muy buena costumbres, pero no habla bien; sin embargo ha sido bautizado". Fue tal la sensación que despertó, añade el autor citado, "causando admiración la novedad y lo extraño de su figura, su manera de vestir, lengua y costumbres", que toda Venecia mostró su ansiedad por verlo. Y el Senado resolvió presentarlo socialmente en la mejor ocasión. En realidad, el mencey apareció en las capitales del Viejo Continente como un sorprendente adelanto de lo que más tarde representó el indio americano para el debate sobre la condición humana. Hasta ese entonces, la cultura medieval, una mezcla intrincada de la fábula popular y el pensamiento escolástico, había producido una imagen cercana a lo demoníaco de la alteridad, de todo lo que quedara extramuros al mundo cristiano. Y en ese espacio demoníaco concurrían tanto el salvaje medieval (ese monstruo sátiro y velludo que desfloraba muchachas, esculpido en piedra en catedrales e iglesias), las brujas (mezcla inquietante de mujer y demonio para el hombre de la época, que casaba con el pánico medieval a la capacidad de penetración del segundo en el interior de los cuerpos) o bien el turco o el sarraceno, que estaban en las fronteras físicas de la civilización de Dios,

Historias Isleñas de Ultramar

29

en sintonía con el espíritu de las cruzadas. De la imagen del aborigen canario como tal monstruo medieval sólo un siglo antes de este episodio veneciano existe una muestra en el Libro del Conoscimiento de todos los reinos, tierras y señoríos...., escrito en 1348 por un anónimo fraile minorita sevillano. El códice doce de esta obra, considerada la primera geografía medieval, lo caracteriza de ese modo monstruoso en un soberbio grabado. De hecho, este mencey no fue el primero en ser trasladado a suelo europeo. Ya en 1351, tras constituirse el misional Obispado de Telde, doce aborígenes grancanarios se educaban en Mallorca, según las crónicas vaticanas, del mismo modo que otros muchos fueron vendidos como esclavos en las décadas sucesivas. Algunas comunidades de eremitas se habían instalado en La Aldea de San Nicolás y en la desembocadura del Barranco de Guiniguada (Gran Canaria) predicando en lengua aborigen. Y poco después lo hicieron también en el sur de Tenerife y La Gomera. Pero eran unos tiempos de transición, en los que, a pesar de la precoz ascensión del humanismo cristiano, la imagen del antiguo canario como salvaje medieval aún imperaba en las expediciones de los hermanos Vivaldi, Lancelotto Maloccelo o Niccoloso da Reco, comerciantes genoveses todos ellos. Sin embargo, a partir de la segundad mitad del siglo XIV la figura del salvaje blanco fue surgiendo a la luz de otro modo. Un progresivo cambio tuvo lugar al abrirse paso un marco histórico de cambio, un escenario prerrenacentista que preparaba la gran expansión atlántica. De la mano del humanismo renacentista, una lenta y prolija secularización de su antecedente cristiano, la pregunta central suscitada por el mencey al desfilar por Venecia se desplegó en su verdadera dimensión: Este salvaje, que tiene nuestro cuerpo y habla nuestra lengua, ¿es un ser demoníaco o, por el contrario, podría ser nuestro antepasado? No fue

Antonio G. González

30

Desfiló en la procesión de la Veracruz delante del Duce y como hombre libre poca la excitación que produjo a orillas del Gran Canal el monarca isleño ni menor el hecho de poder éste mostrarse por vez primera en su voluptuosa majestuosidad ante una Europa renacentista. El mencey desfiló por las calles venecianas el jueves 25 de mayo, día del Corpus Christi, en la procesión de la Vera Cruz, que salía de la iglesia catedral de San Pedro del Castillo, pues entonces San Marcos era capilla privada del Duce. Lo hizo de un modo harto singular: como hombre libre, en primer término, y justamente delante del Duce Agostino Barbarigo, una posición que habría sido impensable sólo un siglo antes. La orientación de tales detalles, esa significación un tanto inaudita, habría que analizarla a partir de no pocos interrogantes: ¿Constituía, de algún modo, la forma de mostrar el nuevo afecto de España por esta república? ¿Era una manera, consciente o no, de resaltar ante la sociedad europea a un nuevo salvaje, a ese otro hombre blanco? ¿Ambas cosas a un tiempo? ¿O ninguna? Sea como fuere, el mencey desfiló como tal, con su tamarco de piel y, según las referencias, con particular prestancia. Con todo, algo de italiano debió aprender a lo largo del viaje por mar, pues

Historias Isleñas de Ultramar

31

El neolítico tardío canario no era ajeno a la existencia de otros mundos señalan las crónicas de Sanuto que el mencey repetía que creía "estar en el paraíso". No era para menos, tratándose de una Venecia que a finales del XV deslumbraba a toda Europa; y que obviamente mayor impacto aún iba a causarle a un monarca salido de un neolítico tardío aún cuando no fuera del todo ajeno a la otredad, a la existencia de otros mundos y de gentes distintas. Al menos así sucedería desde que el contacto comercial de la sociedad prehispánica insular con los europeos desde mediados del XIII arrojara las señaladas formas y comportamientos protohistóricos en las primitivas poblaciones costeras de las Islas. De una convivencia cotidiana incluso, que este mencey quizás experimentara, dan la medida los restos arqueológicos de viviendas con tipologías diferenciadas de comerciantes mallorquines y misioneros hallados en los poblados prehispánicos de Gáldar (Gran Canaria). Casualmente, como revela María Rosa Alonso, en el año en que llegó el antiguo canario a la ciudad de los canales, Paolo Savin esculpió sus célebres moros en bronce, las dos grandes figuras después fundidas sobre la Torre del Reloj de la catedral de San Marcos. Constituyen una imagen turística tópica de la ciudad -una imagen ya pastichizada, pura postal de vuelo charter- esos bronces que hacen

Antonio G. González

32

El Senado veneciano acordó que el mencey viviera en Padua con una pensión de cinco ducados al mes en un apartamento amueblado sonar las horas. Y tal vez no sea casualidad que en éstas se representen a dos indígenas vestidos con unas pieles de ovejas llevadas de un modo semejante a cómo los guanches usaban el tamarco. El carácter insólito del nuevo personaje en la sociedad europea lo refrendó a los pocos días el Senado veneciano, reunido para deliberar sobre el futuro del mencey. Se produjo una viva polémica. Ambos hechos, la reunión y el debate, expresan gráficamente que un caso singular se mostraba ante ellos. Había sido regalado un monarca vencido, como hombre libre. Sanuto revela que hubo quien exigió que Venecia se encargara directamente de su manutención, mientras otros querían que fuera puesto a cargo del marqués de Mantua, bajo la expresa obligación de mantenerlo de por vida. Se optó por lo segundo, quedando establecido por el Senado que el mencey "tenga que residir en Padua, en casa del capitán, dándole un apartamento amueblado, y de pensión cinco ducados al mes, y tenga consigo dos criados que reciban del dinero de la Cámara sendos ducados mensuales. Y dicho rey de Canarias sea vestido, de vez en cuando, según sean sus

Historias Isleñas de Ultramar

33

El final de la historia del Mencey es una incógnita que produce su propia significación necesidades". Fue a mediados de junio de ese año, 1497, un mes después de su llegada a Venecia, cuando vino a buscarlo el capitán Fantin de Pésaro, para conducirlo hasta Padua, a donde llegarían el día dieciocho. Pero ahí se pierde por el momento el rastro de esta aventura guanche en Europa. ¿Qué fue de él? ¿Cómo vivió esta nueva vida? ¿Qué sintió? ¿Acabó vendido como esclavo o se integró en la sociedad paduana y se hizo tal vez comerciante? ¿Volvió alguna vez a Canarias? ¿Tuvo hijos en Padua? ¿O en algún lugar...?. Son muchos interrogantes sin respuesta que proyectan una aureola de misterio sobre uno de los personajes insulares más enigmáticos del renacimiento italiano. Pero se trata de una incógnita que produce su propia significación. En la pérdida del rastro del mencey se despliega en toda su dimensión este guiño del sincretismo insular que vendría a darse en Venecia.

34

CAPÍTULO DOS CITA EN FLANDES CON SPINOZA

-El aristócrata Joseph de la Guerra celebró en su casa de Ámsterdam una tertulia a

la que acudía el filósofo judío Baruch Spinoza

-Viajó a Flandes en 1656 aquejado de sífilis y, a su regreso, hubo de dar cuenta de sus amistades judías, pronto conocidas en las Islas, al Santo Oficio de La Orotava

Historias Isleñas de Ultramar

35

Joseph de La Guerra y Ayala, octavo señor de la Casa y Valle Guerra, era un hombre del Barroco. Descendiente del conquistador Lope Fernández de La Reguera y Guerra, formaba parte de la particular aristocracia isleña. La constituían gentes forjadas en títulos a golpe de favores y servicios a la Corona durante la expansión atlántica de Castilla, como fue el caso de su familia, o nobles segundones procedente de los reinos peninsulares. Desde la colonización, más de un siglo antes, la aristocracia local se había vinculado a la actividad mercantil en las Islas, cuya dimensión transoceánica se desplegaba entonces enteramente. Fue un hecho tributario de las paradojas de la condición fronteriza canaria, pues tal ocupación –los intercambios mercantiles- era por lo general exclusiva de las entonces nacientes burguesías urbanas. En el caso del Archipiélago, el origen de este comercio estuvo en la exportación de azúcar y luego de vinos al Viejo Continente, cultivados en las tierras recibidas como datas durante la llamada Conquista y que –por su altísima rentabilidad- dio lugar a un rápido y notable proceso de acumulación de capital. Fruto de ese particular

Antonio G. González

36

universo de circunstancias e intereses, la aristocracia local emparentó con las poderosas colonias de comerciantes europeos que se habían asentado en Canarias también desde los albores de la colonización, forjándose entre ellas una tupida red de alianzas familiares de la que destilaron modos, usos y costumbres. El padre de Joseph, Hernando Esteban Guerra de Ayala y Ascanio, fue capitán de milicias (cuerpo militar financiado por las propias autoridades canarias) y alcaide del castillo principal de Santa Cruz. Contribuyó con no pocos capitales a los gastos de los ejércitos españoles en la tercera guerra de Flandes (1622-1634), algo que también hicieron otras familias. Allí incluso murió otro hijo suyo, Andrés de la Guerra, oficial de tercios. Sin embargo, ni él mismo ni los demás aristócratas isleños dejaron de comerciar por ellos con los enemigos de España en el norte de Europa en tiempos de guerra, despachando vinos hacia los Países Bajos a cambio de mercaderías que, tras abastecer el mercado local, se reenviaban de contrabando a América. La propia lógica geoestratégica canaria, de cuya renta de situación vivían las Islas, había dado lugar a esta cultura de la ambigüedad entre intereses patrióticos y comerciales, que siempre se compaginaban en el límite. En realidad, el siglo XVII fue en Canarias el de la gran eclosión de ese comercio triangular con Europa y América, hito legendario de la historia económica isleña. Las capitales canarias se convirtieron en auténticos focos comerciales mundiales así como, naturalmente, plazas del contrabando a gran escala de mercaderías y metales preciosos en competencia con Acapulco. Este flujo incesante de operaciones mercantiles gestionado por esas colonias de comerciantes flamencos, franceses, ingleses y portugueses no pasó desapercibido para la colonia judía asentada en el norte de Europa tras su expulsión de España y Portugal, que vino a poner sus ojos en las Islas.

Historias Isleñas de Ultramar

37

Algunos de sus miembros llegaron a obtener el arrendamiento de las rentas de aduana, haciendo ganar dinero incluso al Santo Oficio con ello cuando, en rigor, la función de esta institución represiva en el Archipiélago era perseguirlos, entre otras cosas. Que no sucediera así prácticamente, a diferencia de en el resto de España, fue algo que facilitó en extremo los negocios oceánicos de una tupida red comercial judía. Pero, junto a las mercancías, circularon también por Canarias, y con igual profusión, las nuevas ideas y los tapices de Flandes en un contexto de opulencia que acabaría por consolidar a unas élites locales abiertas a las novedades y en contacto directo con focos culturales europeos, como Ámsterdam. Concretamente, las relaciones del Archipiélago con Flandes datan de comienzos del siglo XVI, como acredita el fresco que cuelga hoy en el Ayuntamiento de Amberes, pintado en 1899, que conmemora la llegada del primer cargamento de azúcar isleño en 1508. Muchos son los apellidos flamencos luego hispanizados que aún hoy perduran: Artiles (Art Tile), Febles (Le Fevre), Groenenberg (Monteverde), Bandama (Van Dam), Vandevalle (Van der Valle), etcétera. De hecho, ni las cruentas hostilidades con España durante el reinado de Felipe II ni siquiera, inauditamente, los ataques corsarios –e intentos de ocupación- de algunas de las islas por parte de flotas flamencas llegaron a quebrar el indeclinable poder de ese comercio oceánico. Expresivo resulta a estos efectos que, por ejemplo, más de la mitad de los bienes capturados por el corsario holandés Van der Does en su devastador ataque al Real de Las Palmas en 1599 fueran mercancías holandesas adquiridas en origen por la sociedad local y pendientes de enviar de contrabando a Indias, que regresaron de modo inusitado. Capitán de milicias, como su propio padre, Joseph de La Guerra había enfermado gravemente con sólo veintisiete años en La Laguna de lo que, en

Antonio G. González

38

Culto e instruido, mantenía en Tenerife una Estrecha relación con la nutrida colonia de judeoconversos llegados a las Islas principio creyó que era "lacaro" o lepra. Culto e instruido, mantenía una estrecha relación con la nutrida colonia de cristianos nuevos (supuestos judeoconversos) llegados a las Islas. Y entre ellos buscó incluso remedios para curar su enfermedad. Esta presencia judía en las Islas era poderosa y, además, se encontraba, dicho está, conectada con la red comercial cuyo epicentro era Ámsterdam. No en vano, de esta colonia sefardí salieron los fondos para que el también judío Duarte Henríquez arrendara justo por esas fechas las rentas de aduanas, facilitando el contrabando atlántico no solo de los suyos, sino de las élites canarias. Tal iba a ser su poder que, con frecuencia, la Corona frenaba las pesquisas de la Inquisición sobre el comercio judío con las naciones enemigas, como Holanda o Inglaterra, incluso en tiempos de guerra con España, por ser "asunto de autoridades civiles". Así, de esos contactos surgió para Joseph de La Guerra la posibilidad de viajar a Ámsterdam para ser allí tratado por un afamado doctor judío de origen español, Juan de Prado. Cuando consiguió recuperarse de las fiebres para emprender el largo viaje, Joseph partió sin demora. Hizo la travesía en compañía de un fraile, Fray Joseph Franco, que después, escandalizado por sus andanzas y

Historias Isleñas de Ultramar

39

En Ámsterdam, a donde llegó De La Guerra el 6 de julio de 1656, los médicos le revelaron que su enfermedad no era la lepra, sino sífilis compañías en la boyante urbe del norte de Europa, lo delató al comisario del Santo Oficio de La Orotava. En Ámsterdam, a donde llegó Joseph de La Guerra el 6 de julio de 1656, una junta de médicos le reveló que su enfermedad no era la lepra, sino que lo que tenía eran "bubas", es decir, sífilis, que con el tiempo lo dejaría casi ciego. Fue por ello por lo que se encomendó a Juan del Prado, al que ofrecería doscientos pesos en caso de su curación. Prado no era sólo un médico eminente, sino un intelectual de relieve. Y a medida que se extendían ambos en el trato, la relación se fue intensificando y derivando hacia latitudes de orden filosófico y cultural. El afamado médico había nacido en Portugal en una familia judía que tuvo que huir de España, aunque luego pudiera regresar episódicamente. Prado era también un personaje típicamente del Barroco, que ejerció una gran influencia intelectual entre los que lo frecuentaban. Estudió Medicina y Teología en Alcalá y Toledo, donde prendió en él la llama de la heterodoxia. Antes de acabar su formación académica, Juan del Prado ya profesaba el marranismo, una versión del judaísmo combativa con el rigorismo oficial y prohibida en la Europa católica pero

Antonio G. González

40

igualmente denostada y perseguida por los rabinos. Ejerció en España y luego en Roma, como médico del cardenal Pimentel. De ahí se trasladó a Hamburgo, donde se involucró de lleno en la poderosa colonia judía de esa ciudad, si bien de ella acabaría alejándose por sus viejas desavenencias religiosas con la ortodoxia del judaísmo. La ruptura se produjo cuando Prado, en sus escritos, negó la existencia de una revelación divina en el pensamiento religioso en favor del predominio de la razón como procedimiento frente al mundo, al que identificaba con Dios. Lo que planteaba, en realidad, era una suerte de panteísmo que algo después se desarrolló como programa filosófico de largo alcance de manos de Baruch Spinoza (1632-1677), el polémico e influyente filósofo racionalista judío, del que el propio Del Prado no por casualidad era amigo íntimo. Historiadores de la cultura como Carl Gebhardt o bien el filósofo español Gabriel Albiac, cuyo libro sobre este autor, La sinagoga vacía (1987), es aún obra de referencia, han señalado, de hecho, la poderosa influencia intelectual que el médico ejerció sobre el pensamiento del filósofo. Tal es así que el mismo año de la llegada de Joseph de la Guerra a Ámsterdam ambos -Juan Del Prado y Baruch Spinoza- fueron excomulgados por las autoridades judías en dos procesos muy sonados, por cuanto adquirieron un cariz de ejemplaridad en el restablecimiento de la ortodoxia de los rabinos, que tanto Gebhardt como Albiac señalan que se desarrollaron casi como uno solo. Este hecho no rebajó el interés que de pronto mostró el acaudalado tinerfeño por las cuestiones filosóficas bajo el extraordinario influjo de su médico. Ni le intimidó a la hora de perseverar en esa amistad. Durante una estancia holandesa que se prolongó durante varios años, Joseph de La Guerra estableció una tertulia en su casa a la que asistían habitualmente tanto Prado como Spinoza, hasta que la

Historias Isleñas de Ultramar

41

sentencia de los rabinos supuso el destierro del filósofo de Ámsterdam durante cinco años. Igualmente acudían a su casa otros "españoles y judíos libertinos". Spinoza había recibido una educación humanística organizada en torno a las fuentes clásicas judías. Pero sus posteriores estudios de física (trabajó como óptico) y una penetrante lectura de los escritos de Hobbes y Descartes lo condujeron a desarrollar, deslumbrado por el concepto de cogito cartesiano, un complejo pensamiento propio bajo nociones racionalistas cuya influencia en el curso de las corrientes de pensamiento sólo fue superada por Kant al menos hasta finales del XIX. En esos años de destierro escribió el Tratado de Dios, del hombre y de su felicidad, avanzando ya un sistema filosófico en el que conjugaba nuevos abordajes de los conceptos de materia, potencia y de libertad -como voluntad de saber- que hizo centrales en el marco de una teoría de la verdad en la que ésta es “proceder absoluto de la mente”. Identificada a Dios como una substancia infinita que lo contiene todo, de modo que los seres vivos serían atributos de ésta y su proceder vendría determinado por la combinación de distintos grados de potencia, planteamiento que, como ha señalado Gilles Deleuze, tiene un claro aire de familia con la voluntad de poder de Nietzsche. La substancia spinoziana sería causa de todo pero –y aquí estaba lo que lo convirtió en hereje- no causa trascendente, sino inmanente. El judío de origen español hacía con ello una operación conceptual de extraordinaria importancia en la historia de la filosofía, pues eliminaba las jerarquías de los entes al situarlos en un plano fijo de inmanencia. Considerado antecedente de referencia del materialismo moderno, el filósofo judío también redactó en esos años, mientras pulía lentes para sobrevivir, su Tratado teológico-político y la disertación De la reforma del entendimiento, que no se publicaron hasta 1670 y 1677.

Antonio G. González

42

No pocos capítulos de este edificio filosófico, que ya en el siglo XX fue también determinante para algunas figuras centrales del pensamiento como el citado Gilles Deleuze, hubo de esbozar y poner en palabras el propio Spinoza en la tertulia holandesa del Joseph de La Guerra. De estos encuentros, sin embargo, se tuvo conocimiento en Canarias por la denuncia que el fraile que había acompañado al aristócrata tinerfeño hizo a su regreso. Escandalizado por el cariz que adquirían las nuevas amistades de De la Guerra y, después de conminarlo en vano a que se deshiciera de ellas, se alejó de él en Ámsterdam. Pero, habiéndose quedado de ese modo sin fondos para continuar el viaje, el fraile tuvo que regresar a las Islas donde puso el nombre de quien le había financiado durante meses a los pies del Santo Oficio. Un año después, aparentemente restablecido de su enfermedad, Joseph de la Guerra regresó a Tenerife. Y de inmediato tuvo problemas serios con la Inquisición. Su nombre había sido citado no sólo por el fraile sino por diversos testigos –como el capitán Miguel Pérez de Maltranilla- en varios casos abiertos en las Islas al objeto de delatar a judíos de Ámsterdam con relaciones en Canarias, aunque salió airoso de estos primeros procesos. Fue, paradójicamente y de una manera involuntaria, por culpa de su amigo y médico Juan del Prado como sería nuevamente citado a declarar a instancias del comisario del Santo Oficio en Tenerife. Estos hechos se desencadenaron cuando el médico dirigió una petición a la Inquisición canaria para poder trasladarse a las Islas. Pretendía recuperar los bienes de su familia en España, para lo que trató, como otros judeoconversos, de regresar a suelo hispano de un modo usual, a través del territorio más ultramarino del lado oriental del Atlántico. Y en esa petición citó su relación con el joven aristócrata.

Historias Isleñas de Ultramar

43

Joseph de la Guerra declaró entonces que Prado, un hombre ya excomulgado por los judíos y sin el menor vínculo con esa comunidad, le confesó su intención de volver a abrazar el catolicismo. Pero, con posterioridad, y tal vez por miedo a las consecuencias ante el Santo Oficio de su apoyo a un médico cuyas ideas también atentaban contra la esencia del catolicismo, subrayó el tinerfeño que la intención de éste de regresar a la fe de Cristo la consideró siempre como “una burla”. No se quedó Joseph ahí, pues agregó que lo había observado visitar en Flandes diversas iglesias de otras religiones con el mismo deseo aún cuando, según el caballero mayorazgo lagunero, el médico se ufanaba de que "a cualquiera religión a que me llegare he de engañar con mis razones". Naturalmente Juan del Prado vio denegada su petición de regresar a España a través del Archipiélago y acabó sus días en Flandes. Joseph de La Guerra moriría en 1662 soltero y definitivamente ciego. Tenía treinta y cuatro años. La sífilis le había pasado factura.

44

CAPÍTULO TRES EL VIZCONDE IRREDUCTIBLE

-Cristóbal del Hoyo-Solórzano, vizconde de Buen Paso, crítico y mordaz, irreverente

y novelesco, frecuentó la Europa de comienzos del XVIII para luego convertirse en un hito de la literatura canaria

-Sus piezas satíricas, sus burlas de la fe tradicional y una afición desmedida al sexo

lo mantuvieron en guerra con el Santo Oficio, a cuyo poder se opuso de manera compulsiva, temeraria y airada

Historias Isleñas de Ultramar

45

El palmero Cristóbal del Hoyo-Solórzano y Sotomayor, primer vizconde de Buen Paso y Marqués de la Villa de San Andrés, ha sido uno de los personajes más divertidos, novelescos y satíricos de la historia isleña, además de uno de los más cultos y extraordinarios escritores de la literatura canaria. Fue un hombre a caballo entre el Barroco y la Ilustración. Poeta al estilo del siglo XVII y prosista del XVIII, participó del espíritu del siglo entrante fusionando vida y literatura en una densa trama biográfica y creativa, lo que imprimió a su obra esa clase de intensidad de la que siglos después haría bandera el Romanticismo. La compulsión a la escritura del Vizconde siempre se desató como producto de una rebelión obsesiva, temeraria y airada contra cualquier forma de opresión, en particular la que ejercían los poderes político y religioso, hacia los que siempre se mostró desafiante e irreverente. Esto le creó serios problemas con el Santo Oficio y lo condujo incluso a prisión más de una vez. La condición fronteriza del Vizconde, entre barroco e ilustrado, entre noble y trasgresor, entre miembro de la clase social que producía y sustentaba la ideología dominante y víctima del poder, la recorrió Cristóbal del Hoyo-Solórzano a caballo de una mentalidad desenfadada pero sobre todo marcada por la impronta

Antonio G. González

46

de un descreimiento próximo al de Voltaire. No en vano, la obra de Feijoó fue una de sus referencias. Nacido en Tazacorte el 31 de diciembre de 1677 en el seno de una familia de la nobleza palmera, se crió en La Palma, donde permaneció hasta los veintiséis años. Pero desde la adolescencia vivió la ausencia de su padre, Gaspar del Hoyo-Solórzano, que en 1692 partió de Tenerife para hacer las Américas a lo grande, donde ejerció como gobernador y capitán general de Nueva Andalucía, Cumaná y Nueva Barcelona, en Venezuela. La ausencia de una autoridad de referencia en el seno familiar condujo desde los quince años al futuro Vizconde a un desorden vital determinado. La falta de límites y su propia condición de hijo de la clase dirigente, lo que le confería ya un poder para ejercer su voluntad, lo fue determinando para una lógica de la trasgresión. Se ocupó de su esmerada educación Fray Juan de Leiva, que no escaparía a las ocurrencias del joven palmero, pues el Marqués lo señalaría en su obra como aquél que le enseñó a jugar a la "pechigonga", a masturbarse en definitiva. Cierto o no, el hecho revela ya la presencia de la pulsión del deseo como elemento constituyente en un período de formación, que continuó con su traslado a La Laguna (Tenerife). Ya en esa isla capitalina, Cristóbal del Hoyo sirvió en el ejército, como todo hidalgo. E incluso jugó un papel destacado en la negociación entablada con el contralmirante británico John Jennings tras su frustrado intento de invasión de Santa Cruz de Tenerife en 1706 al frente de una flota de trece navíos de la Marina inglesa. Ser capitán del Regimiento Provincial de Caballería no le evitó, sin embargo, con veintinueve años unos primeros roces con el Santo Oficio después de dedicarle unos poemas más que atrevidos a la sobrina de un inquisidor. No pasó de una amonestación severa pero la contrariedad que le produjo este choque con el

Historias Isleñas de Ultramar

47

poder religioso se convirtió en la huella original de una opción por la rebeldía que comenzó a determinar el curso literario y vital de quien acabaría profesando de escritor maldito. Londres fue el destino elegido para huir de la opresión emocional que aquel episodio le había impuesto. En la capital británica estuvo siete meses antes de partir hacia París, a donde se había trasladado a vivir su propio padre. Fue el momento de un reencuentro que quedó muy lejos de satisfacer cualquier anhelo de sosiego y dirección que Cristóbal del Hoyo-Solórzano quizás reclamara de su progenitor. Caballero de la Orden de Calatrava, Don Gaspar había contribuido a las necesidades de la Corona con importantes cantidades, lo que le deparó el título de Marqués de la Villa de San Andrés, y el de Vizconde del Buen Paso para su primogénito. Sin embargo, habiendo hecho una gran fortuna, optó por instalarse en París, de donde, ya viudo, nunca quiso regresar a las Islas, aún cuando su hijo intentara llevarlo de vuelta una y otra vez. Su afición desmedida al juego lo había conducido a una vida de sexo y dispendio, a un mundo cortesano y decadente que sofisticaba con maestría la condición ociosa. El vizconde no sólo no pudo hacer que Don Gaspar dejara la capital francesa, sino que se quedó a vivir con él dos años. Fue una etapa parisina alocada en la que acabó de recibir el complemento intelectual necesario para desarticular las escasas inhibiciones que sujetaban su ímpetu provocador. En 1714 dejó París en dirección a Flandes, visitó La Haya y volvió a Inglaterra en un recorrido que le ocuparía otros tres años. Desde Dover emprendió un nuevo regreso a Canarias. Pero poco tiempo aguantaría en una tierra natal que seguramente le asfixiaba. A los pocos meses se empeñó en un segundo y vano intento de hacer volver a su padre, embarcándose hacia Saint Malo, camino de

Antonio G. González

48

París. Fueron nuevos años de viaje europeo. Finalmente lo que no pudo el hijo lo logró un revés económico, a cuenta de un fraude, que forzó a Don Gaspar a volver a Granadilla, donde murió con lo puesto. El Vizconde de Buen Paso había comenzado a escribir influido por los nuevos aires del XVIII. Aún ilustrado en la mentalidad, buena parte de su escritura poética fue más un producto del barroco tardío, a cuyas maneras versificaba, apreciándose en ella la gravedad de ese estilo. Poeta irregular, produjo, sin embargo, algunos hitos poéticos difícilmente igualables como las Soledades escritas desde la Isla de la Madera (1737). Lo hizo desde esa difusa tensión entre imitación y originalidad que, ya inscrita en el código literario del Renacimiento, se reforzaría en el Barroco. Era un esquema creativo desde el que el Vizconde tomó sin duda por modelo a Góngora. En la prosa, por el contrario, Cristóbal del Hoyo-Solórzano se reveló drásticamente como un avanzado del XVIII, prescindiendo de cualquier canon y desplegando de manera más explícita su propia escritura, que halló en la crítica al poder el mayor grado de impulso irreverente. De vuelta de la capital francesa por segunda vez, se estableció en Garachico

Poeta irregular, produjo, sin embargo, algunos hitos poéticos difícilmente igualables, como las Soledades escritas desde la Isla de la Madera (1737)

Historias Isleñas de Ultramar

49

y en Icod en 1717, construyendo varias casas que decoró con mobiliario traído de Londres. No tardó la Inquisición en abrirle un nuevo juicio a raíz de las opiniones vertidas por el Vizconde contra la Bula Unigenitud, en la que Roma condenaba el jansenismo. Su carácter mujeriego le jugaría otra primera mala pasada, al cortejar a su sobrina Leonor, hija de su hermana Isabel, que dio lugar a una demanda de matrimonio. La sobrina lo acusó de “robarle la honra” sin una promesa nupcial. El vizconde fue encerrado en el castillo de Paso Alto en 1723, aunque se comprometió a comprar en Roma la dispensa de parentesco. Al Vaticano mandó a Fray Antonio Arbelo, que escribió diciendo haberla obtenido por dos mil quinientos escudos y entregado a cuenta mil cuatrocientos, pero el fraile falleció de regreso en Sanlúcar, sin que nunca más se supiera de tal dispensa. El vizconde finalmente logró salir de la cárcel. Fue por poco tiempo, pues, visto que rehuía a su sobrina y no hacía por ejecutar el procedimiento para la boda, un hermano de ésta, Juan, le abrió proceso

No tardó la Inquisición en abrirle un nuevo juicio a raíz de las opiniones vertidas por el Vizconde contra la Bula Unigenitud, en la que Roma condenaba el jansenismo

Antonio G. González

50

en Madrid. Ayudó a este otro sobrino el obispo Lucas Conejero, que en Tenerife se había puesto en contra del Vizconde en la demanda familiar y que en esas fechas había sido promovido a arzobispo de Burgos. Como resultado, Luis I ordenó su ingreso en prisión, una orden que ejecutó con gusto, según José Viera y Clavijo, el general Vallehermoso, capitán general de Canarias, que había sido satirizado por el detenido en varios poemas. En Paso Alto pasaría siete años y medio "siempre asistido por las musas, acompañado de su buen humor y sostenido por sus memorables chistes", señala Viera, a la vez que entregado a su actividad literaria. Sin embargo, el régimen carcelario se fue haciendo más severo a medida que se consolidaba su rechazo al matrimonio, por lo que el Vizconde decidió fugarse. Huyó en 1731 haciendo honor a su fama, de la manera más novelesca: escribió cartas irónicas a Vallehermoso y a su sobrina, que dejó sobre la mesa del calabozo y, armado con dos pistolas que de algún modo logro obtener, desquició la puerta, redujo a dos centinelas, compró “a golpe de plata” a otros dos y escaló los muros de la prisión. La movilización militar ordenada por Vallehermoso sorprendió en Tenerife, pues –furibundo- amenazó con multas, azotes y galeras a quienes lo ayudaran. Sin embargo, y para desesperación de quienes lo hacían con el mayor riesgo, no quiso embarcar desde el Puerto de la Cruz hacia la isla de Madeira sin antes satisfacer durante dos días sus ansias amatorias en medio de tal algarabía en una casa de prostitución. Entre sus cómplices en esa ocasión destacó el también ilustrado Domingo de Franchi, un animador, como el propio vizconde, de Papel del Hebdomario, la primera publicación periódica de las Islas, que se alumbró en la tertulia lagunera de Nava.

Historias Isleñas de Ultramar

51

En Madeira estuvo siete meses viviendo en casa de Luis Agustín del Castillo. Allí escribiría sus famosas Soledades pero, nuevamente enemistado con la nobleza por sus irrefrenables escarceos sexuales, embarcó en Funchal camino de Lisboa. Con su extraordinaria capacidad de seducción, Cristóbal del Hoyo cautivó al embajador de España, Marqués de Capicelatro, y al propio ministro de Estado portugués, Diego de Mendoza, en las veladas habituales que ofrecía el primero. Mendoza incluso llegó a presentarlo ante la Familia Real. Puso el Vizconde una gran casa en Lisboa, producto de la venta de un patrimonio inmobiliario recuperado después de numerosos pleitos, que paradójicamente pudo interponer en las Islas a pesar de estar perseguido. Y se hizo famoso entre la gran nobleza lusa. Almorzaba a diario en casa del Duque de Aveiro, quizás el principal prócer portugués de la época. Tales relaciones le permitieron finalmente comprar los favores de España. Para su país realizó Cristóbal del Hoyo importantes misiones diplomáticas en esa capital los años siguientes. El Vizconde finalmente se casó. Lo hizo con una hija de Benito Gabriel de Losada, noble gallego que le ofreció elegir entre varias de sus descendientes. Claro que sería después de no lograr reunir fondos suficientes para hacerlo con una hija del Marqués del Prado. Satisfaciendo su compulsión por el riesgo, entró clandestinamente en Galicia para la boda, pues aún no tenía un indulto solicitado ante la nueva condena sobrevenida por su huida del penal tinerfeño. Sin embargo, después de contraer matrimonio decidió seguir viaje por España, hasta el punto de que su esposa le denunció por incumplimiento matrimonial. Este hecho lo obligó a volver a Galicia a hacerse perdonar. Pero fue un falso arreglo porque, tras llegarle el indulto en 1736, Cristóbal del Hoyo huyó definitivamente a Madrid, en donde asistió sin falta a las tertulias de la aristocracia culta y los círculos ilustrados, donde

Antonio G. González

52

pronto destacaría. El indulto, no obstante, se hizo acompañar de una notificación de embargo sobre sus fincas canarias, que lo dejó en la ruina. Ejerció su defensa con la publicación de sus famosas Cartas diferentes a diferentes asumptos y a un asumpto mismo (1740). Prensadas en Lisboa, Santiago, Sevilla y Madrid, el Vizconde trazaba una descripción de primer orden de la corrupción política y del estamento religioso del Antiguo Régimen, lo que de nuevo lo condujo ante los Tribunales del Santo Oficio. Editadas por dos razones, como refirió el autor en la introducción: "La primera, porque sí, y la segunda, porque no", se trata de una obra, espléndida, variada, llena de composiciones ligeras, muchas de ellas profanas, incluso, lascivas, pero también de otras graves, como la famosa "Paráfrasis del Psalmo Miserere", que lo convertiría en una suerte de tardío Rabelais español. Estas Cartas fueron incluídas en el edicto de libros prohibidos de 1741, publicado en Las Palmas. La Inquisición canaria retiró los ejemplares puestos en circulación por el Vizconde en las Islas. Otros libros posteriores fueron acogidos con iguales censuras. De 1745 data su Carta de la Corte de Madrid que, según el historiador de la literatura canaria Alejandro Cioranescu, constituye un documento de primer orden para conocer la decadencia política del Antiguo Régimen español y el cambio de mentalidad de la burguesía madrileña de mediados del XVIII, que trataba de abrirse a otra perspectiva más europea del país a través de la lectura de los nuevos autores franceses y alemanes. Se retiró finalmente a Tenerife y allí se incorporó a la Tertulia de Nava,

Historias Isleñas de Ultramar

53

sintiendo por él especial debilidad el propio Marqués de Villanueva del Prado. De ahí data su Soneto al Teide, otro de los mitos de la literatura insular. Sin embargo, a pesar de sus ochenta y un años, no cesó en su talante crítico, mordaz y en la compulsión a un sinfín de extravagancias tales que, denunciado por francmasón por un sirviente, hubo de comparecer de nuevo ante la Inquisición en 1759 "cuando ya la mona", diría el mismo vizconde, "no está para fiestas". Volvió a tener desagradables problemas con la Inquisición ese mismo año por negarse a ejercer la Vara de Alguacil Mayor, que le correspondía por familia. Y dio de nuevo con sus huesos en la cárcel de Las Palmas de Gran Canaria, donde permaneció hasta 1761. Nada más salir, ni siquiera sus ochenta y un años le arredraron para volver a disparar sus garras literarias contra un comisario de la Inquisición. El malditismo irreductible de Cristóbal del Hoyo-Solórzano, un personaje que en la sociedad palmera cobró ribetes de espectralidad, era el fruto de un destino forjado que sólo cesaría ya con la muerte. Milagrosamente pudo volver a La Laguna. Y allí, fruto de la posición aristocrática que le correspondía, fue nombrado para un cargo en lo que constituyó una decisión inusitada, que superaba en ironía y sarcasmo a la propia obra literaria del Vizconde: alcaide principal del Castillo de San Cristóbal. Tampoco lo aceptó. Pero su quebrada salud le tenía ya más próximo al otro mundo que a éste. Murió al año siguiente, en 1762, tras ordenar en su testamento que fuera enterrado en "un ataúd que se alquilará como al más pobre" y en "una sepultura de las más umildes que aia, sin tumba ni escudo, ni honra, ni salida de misa, ni ofrenda, que todas esas pompas funerales son vanidad e ignorancia de que no se sirve Dios… (sic)". José Viera y Clavijo despidió con versos a este noble irreductible en la parroquia de Los Remedios, que décadas después se convirtió en la Catedral de La Laguna.

54

CAPÍTULO CUATRO VIERA Y EL MAR

-A la vera del Marqués de Santa Cruz, el ilustrado José Viera y Clavijo vivió en París

a finales del XVIII, trató a Voltaire, Condorcet, D´Alambert e hizo cierta amistad con Franklin

-En largos viajes por Europa recabó informes para su Historia de Canarias, la

primera historia regional publicada en España y realizada con criterios científicos

Historias Isleñas de Ultramar

55

Hay nombres cuya irradiación alcanza tal intensidad que los proyecta como paradigmas de una categoría. José de Viera y Clavijo representa la alta cultura en Canarias. El formato clásico de esta categoría. Y no parece casualidad que lo sea el máximo exponente de la Ilustración en las Islas, un pasaje de la historia del pensamiento que, volcado en dimensionar la idea de autonomía del sujeto, en el caso de Viera legó claves de referencia para la reflexión sobre lo insular. Aunque otras figuras, como las de Agustín de Betancourt, el Vizconde del Bueno Paso, Tomás de Nava y Grimón, los Iriarte o su propio primo, Clavijo y Fajardo -autor de El Pensador- no le vayan a la zaga, la condición de paradigma ilustrado la ostenta Viera no sólo por una obra ingente, sino por encarnar ciertos elementos distintivos isleños de esa luminosa aventura intelectual. Se trata de la estricta circunscripción de Las Luces a los círculos de la aristocracia y la burguesía comercial y la completa ausencia de un programa social reformador. No obstante, a pesar de tales rasgos distintivos la Ilustración canaria estuvo vinculada a la española, con la que compartió claramente un acento en la

Antonio G. González

56

dimensión científica y una querencia moralizante propias de un país aislado tras dos siglos de decadencia imperial. Constituye este circunstancia una diferencia respecto de otros hitos del curso cultural canario, profundamente autónomos del hispano, como fueron el Barroco y luego el Modernismo. Bajo estas premisas se inscriben no sólo la monumental Noticias de Historia de Canarias (1772) de Viera -la primera versión del pasado del Archipiélago elaborada con pretensión científica y, a la vez, la primera historia regional escrita de España- sino su también famoso Diccionario de historia natural de las Islas Canarias (1799), no pocas de sus obras satíricas e incluso la novela picaresca Vida de Jorge Sargo. Viera nació en Los Realejos (Tenerife) en 1731. Hijo del escribano del Cabildo, Gabriel del Álamo y Viera, estudió la carrera eclesiástica en el convento de San Benito de La Orotava, donde el azar lo llevaría a conocer la obra de José Feijoó, precursor de lo que Paul Hazard acertadamente denominó el "catolicismo ilustrado". Feijó representaba una corriente que buscaba despojar la religión de las estratificaciones forjadas con el tiempo. Y al efecto, ofrecía el programa de una creencia más liberal en la doctrina y “pura” en su moral, a la vez que, en cierto modo, pragmática –una solución claramente ajustada a la voluntad de encaje de lo religioso en una época que entronizaba al individuo-, una religión "de la que nadie”, sostenía Feijoó, “pueda negar su eficacia en la práctica". Esta perspectiva prendió en Viera. Hombre de unas islas de comercio y trasiego, la idea de despojamiento de lo artificioso para retomar lo esencial desde procedimientos organizados por la razón, lo sedujo y arbitró su trayectoria. Viera había hallado un camino que

Historias Isleñas de Ultramar

57

desataría una vasta curiosidad intelectual. Pero igualmente esa voluntad de hallar el nexo lógico de los acontecimientos y los hechos naturales, y de desconfiar de cualquier afirmación que no haya pasado por la prueba de fuego de su propia verificación, granjearía a este sacerdote problemas constantes con el Santo Oficio. Viera y Clavijo se ordenó y fue destinado como cura en La Laguna, a donde se trasladó su familia en 1756. Pronto levantaron resquemor sus afilados sermones, famosos porque propagaban sin disimulos sus heterodoxas posiciones religiosas. El púlpito, la palabra, iban haciendo su trabajo para el definitivo impulso de Viera como intelectual, que se produjo al ingresar en 1760 en la tertulia ilustrada establecida por el Marqués de Villa Nueva del Prado, Tomas de Nava y Grimón. Ello le permitió leer a los clásicos franceses del pensamiento y a los filósofos ilustrados (Fontenelle, el marqués d´Argens, Voltaire, Montesquieu, Rousseau…). Y le enriqueció la construcción de un pensamiento que, siendo claramente ilustrado, incorporaba acentos propios derivados de su atención especial a algunas corrientes de pensamiento que precursaban a las Luces. No en vano, para el historiador de la cultura Alejandro Cioranescu, “(…) Esta alianza de Montaigne con Descartes, este escepticismo frente a las verdades adquiridas íntimamente mezclado con la fe ciega en las verdades personalmente comprobadas por el método silogístico son la principal característica de Viera”. Constituyendo uno de los focos culturales más interesante del período ilustrado en España, la Tertulia de Nava estaba básicamente integrada por aristócratas, algo paradójico quizás, pero habitual en Canarias. No en vano la ligazón entre las élites locales y la actividad mercantil en el Archipiélago condujo a

Antonio G. González

58

No tardaron algunos canarios en imitar a flamencos, franceses o ingleses instalados en las Islas en esa abierta propensión a un liberalismo ideológico que entroncaba con lo comercial

que la Ilustración fuera más el resultado espontáneo y natural de una situación dada de libertad espiritual y trasiego libresco, en consonancia con esa dimensión individual de la ideas liberales que luego alumbrarían el desarrollo del capitalismo, que una operación reformadora en lo social. De hecho, no tardaron algunos canarios en imitar a flamencos, franceses o ingleses instalados en las Islas en esa abierta propensión a un liberalismo que entroncaba con lo comercial –categoría casi ontológica en las Islas- y acababa en el desarrollo de un espíritu librepensador. Tempranamente circularon primeras ediciones de los nuevos autores del siglo por los muelles canarios y los isleños emularon a las colonias extranjeras en la práctica de mandar a sus hijos a estudiar a las capitales europeas. Viera se convirtió en el principal animador de la tertulia lagunera, integrada por los nobles ya citados y otros, como Fernando y Lope de La Guerra o los Franchi, donde se discutían, por tener acceso rápido a ellos, los libros que más

Historias Isleñas de Ultramar

59

Su orientación intelectual entroncó con un escepticismo que derivó en los ilustrados isleños en la crítica moralizante y en una apertura a la ciencia ruido estaban causando en París. Su orientación intelectual entroncó con un escepticismo que derivó en los ilustrados isleños en la crítica moralizante y en la apuesta por una apertura a las posibilidades de la ciencia. En ese aspecto era notable la diferencia con lo que proyectaba la Ilustración hispana, que centraba su espíritu librepensador en la idea de que ello condujera a la modernización social de una España que, a diferencia de las Islas, vivía plenamente aislada. Era, en suma, un anhelo de reencuentro con Europa mucho más intenso que el que pudiera haber en un Archipiélago que se hallaba desde hacia tres siglos plenamente inserto en las corrientes de intercambio con el Viejo Continente. A Viera se le tiene por el redactor principal de las publicaciones de la Tertulia de Nava, como La Gaceta de Daute, una especie de confidencial periódico que no se conserva, o La Aurora boreal, a las que se ha considerado como precursoras del periodismo canario. Fueron unos años de producción incesante, en los que el sacerdote ilustrado hizo diversas piezas satíricas, burlescas sobre los frailes, un libro de doctrina rural, obras de astronomía para niños, varias traducciones de

Antonio G. González

60

obras de Voltaire o estudios económicos sobre la barrilla (planta salitrosa de la que se obtiene la sosa, de uso masivo en el XIX en la industria textil y que constituyó entonces un efímero cultivo canario de exportación). Era un orden de motivos calidoscópico del que no quedó fuera el rito ilustrado de publicar un tratado sobre la educación, El Síndico Personero (1764), que tuvo gran proyección nacional. También es de esa época la publicación de la que se considera la primera novela canaria que se conserva, Vida de Jorge Sargo. Se trata de una obra de juventud, una suerte de pieza del género picaresco cuyo personaje es, al modo de El Buscón, un buscavidas nacido en El Puerto de la Cruz y que, pese a sus irregularidades narrativas, arroja un buen estilo. Se fue así perfilando en Viera una necesidad de nombrar lo canario, de hacer el relato de lo insular desde su perspectiva de época, en lo que resultó ser una empresa que adquiriría un valor casi constituyente para la propia historiografía isleña. El sacerdote ilustrado comenzó a pergeñar una obra general sobre el Archipiélago que, por vez primera, adoptaba una óptica científica en el campo de los estudios historiográfico. Su publicación, que tendría lugar años después, fue lo que le hizo poner la vista en la capital de España, a donde se trasladó -concluida su redacción- tan pronto como pudo. Y, sin embargo, ese propósito no se daría aislado, pues fue el origen del gran viaje europeo de Viera. En Madrid comenzó a trabajar como censor de libros históricos y religiosos para luego entrar a trabajar para un grande de España, el Marqués de Santa Cruz de Tudela, como educador de su hijo. Su antecesor, el también portuense Agustín Ricardo Madán, había obtenido la cátedra de hebreo en los Reales Estudios de San Isidro –el origen de la Universidad de Madrid- y su plaza vacante representaba para Viera la posibilidad de demorarse en ese encuentro con la Corte.

Historias Isleñas de Ultramar

61

Comenzó pronto a relacionarse con los ilustrados y científicos del momento, como el botánico Cabanilles. Para satisfacer la curiosidad cultural de su mentor, Viera llegó incuso a montar un gabinete de física y maquinaria, dos disciplinas que ejercían fascinación en él. Pero eso sería a la vuelta de su primer viaje europeo, cuando en los jardines del marqués izara el ilustrado canario el primer globo aerostático, que causó sensación en la sociedad madrileña. Fue un espectáculo científico organizado a raíz de la publicación de su obra Los aires fijos (1780), un poema didáctico sobre los principios de la aeroestación en la estela de las enseñanzas recibidas de La Font en París. Con posterioridad, su pupilo, el Marqués del Viso, contrajo matrimonio con otra grande de España, la princesa de Salem. De salud delicada, que la hacia enfermar con frecuencia, le fueron recomendados los baños medicinales de Spa (Alemania). Fue entonces cuando, acompañando a la pareja, el sacerdote canario tuvo la oportunidad de realizar su primer gran viaje europeo por Flandes y Francia durante los años 1777 y 1778. Fue, obviamente, en París donde obtuvo Viera el mayor partido intelectual del largo viaje. Allí quedó fascinado por una sociedad avanzada, en claro contraste con la de España, por una ciudad repleta de academias de ciencias y artes. El tinerfeño se vestiría, incluso, a la manera de los clérigos franceses, que llevaban un hábito distinto, con la calota y el rabat. Esa vestimenta diferenciada se había convertido en expresión plástica de una reivindicación, la de un nuevo clero nacional, un clero francés, de los obispos. En Francia la nueva jerarquía religiosa

Antonio G. González

62

intentaba zafarse así del omnímodo poder del Vaticano. Hacer penetrar nuevas ideas en la Iglesia, como el polémico rechazo de la infalibilidad papal, estaba en el ánimo de la aguerrida jerarquía católica gala. Viera siguió también cursos científicos, por ejemplo, de física experimental con Sigaude de la Fond, de química con Sage y de historia natural con el famoso Valmont de Bomare. La capital francesa era un hervidero. Gracias a las puertas que le abría viajar con un grande de España, pudo relacionarse en París con famosos astrónomos como La Lande, con el filósofo Condorcet, con D´Alambert, director de la Enciclopedia. Viera pudo incluso asistir al último acto público de Voltaire en la Academia de Ciencias de París, que le fue presentado pocos días antes de su muerte. En esa ocasión conoció también a un norteamericano llegado a París atraído por los aires librepensadores, con el que tuvo un trato más intenso, un joven llamado Benjamín Franklin. Como quiera que el rastro de la historia insular había llegado también hasta el centro de Europa, Viera y Clavijo decidió indagar en archivos sobre el pasado canario. Tuvo noticia así por vez primera de un pequeño libro, la Crónica normanda

Viera siguió en París cursos de física experimental con Sigaude de la Fond, de

química con Sage y de historia natural con Valmont de Bomare

Historias Isleñas de Ultramar

63

de la conquista, de Jean de Bethencourt y Gadifer de la Salle, que hoy en día es un auténtico icono de la historiografía canaria. El sacerdote de Los Realejos descubrió esa joya en la biblioteca de la citada Academia de Ciencias y la pondría en circulación. Fue de vuelta en Madrid cuando Viera tradujo la crónica y la mandó publicar. Su nombre habría de adquirir un peso notable en la escena intelectual de la capital de España y no tardó en producirse su ingreso en la Real Academia, donde su famoso Elogio de Felipe V (1779), una pieza política, recibió el premio de elocuencia. Madrid no le bastaba a Viera tras su experiencia parisina, pero la suerte hizo que no tardara en darse la oportunidad de un segundo regreso a Europa. El Marqués de Santa Cruz, que había enviudado, decidió casarse de nuevo. Y contrajo matrimonio con la condesa Mariane de Waldenstein. La boda se celebró en Lieja y, acompañado por su pequeña corte, el marqués emprendió viaje en 1780. Fue un trayecto que, después de la boda, llevó al tinerfeño también a Italia y Austria.

Madrid no le bastaba tras su experiencia parisina, pero la suerte hizo que no tardara

en darse la oportunidad de un segundo regreso a Europa

Antonio G. González

64

En Roma, logró Viera permiso de Pío V para leer libros prohibidos. Y en ello estaba en la biblioteca vaticana cuando dio con nuevos documentos inestimables sobre la llamada conquista de las Islas y los Obispado de Telde y San Marcial del Rubicón (Fuerteventura), entre otros muchos, que incorporaría este ilustrado a su Historia de Canarias. Visitó Pompeya y Herculano, Nápoles, Bolonia -a cuyo Colegio de España regaló un ejemplar de su Elogio a Felipe V- y el Venetto, antes de partir hacia Viena, donde se encontraba de secretario de la embajada el canario Domingo de Iriarte. En la capital austrohúngara trataría con el poeta Pedro Metastasio y con el célebre naturalista Jaquin, que cultivaba ya plantas endémicas canarias en el Jardín Botánico Real. Seguiría Viera el viaje por Ausburg, Litz, Munich, Lovaina, Bruselas para regresar finalmente a Madrid, donde varios años le ocuparon en la redacción final de su Noticias de Historia de Canarias. Cuando ésta vio la luz, el universo intelectual español la acogió como una doble novedad. El gran trabajo de Viera de valoración de las fuentes, la visión crítica de los textos anteriores o la fijación de una bibliografía de base se aplicaba, además, a la construcción del relato histórico de una región. Era la primera vez que una parte de España –y no casualmente las Islas- era singularizada para que su específico desarrollo moderno adviniera como acontecimiento. Y también que se despojaba de mitología religiosa a los orígenes modernos de las Islas. Por esa misma razón su Historia le acarreó numerosos problemas y algún serio disgusto con los estamentos eclesiásticos en Canarias. Años después morirá el Marqués de Santa Cruz. Y el tinerfeño optó por volverse a las Islas. El canario Antonio Porlier, recién nombrado miembro del

Historias Isleñas de Ultramar

65

Consejo de Indias, le ofreció varios trabajos en Madrid. Pero Viera no aceptó. En 1782 sacó la plaza de arcediano de Fuerteventura en la Catedral de Las Palmas, donde ya era también canónigo su hermano Nicolás. Ya no saldría de la capital grancanaria, donde se convirtió en un personaje central del ambiente cultural. Se implicó en la Real Sociedad Económica de Amigos del País y en su labor docente en el Colegio de San Marcial. Publicó en 1789 el Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias, que es el gran trabajo clásico sobre el reino animal, vegetal y mineral del Archipiélago. Tradujo obras del catolicismo ilustrado como las del abate Fleury y Dupin, defensor de aquel sector del clero nacional galo que tanto gustó a Viera y cuyas ideas luego defendieron en el Archipiélago clérigos liberales como Graciliano Afonso, Gordillo o Ruiz de Padrón. La larga e intensa vida del primer ilustrado canario se extinguiría el 21 de febrero de en 1813, justo al año del triunfo de las Cortes de Cádiz.

66

CAPÍTULO CINCO VENDAVAL EN LA BASTILLA

-Miembro de una saga ilustrada, Domingo de Iriarte fue el diplomático extranjero

que más de cerca vivió la Revolución Francesa, como agregado comercial en París

-Negoció la paz de Basilea con Francia, que exigió en vano la cesión de la isla de La Palma en 1795 pues sólo logró entonces la actual República Dominicana

Historias Isleñas de Ultramar

67

Al igual que José Viera y Clavijo fue el prototipo de la Ilustración canaria, con todos sus aristocráticos rasgos diferenciales, Domingo de Iriarte, diplomático y escritor, miembro de una gran familia de comerciantes e intelectuales tinerfeños del siglo XVIII, constituyó un ejemplo de otro grupo de librepensadores de las Islas que hicieron carrera en Madrid como protagonistas políticos de la Ilustración, solidarios de los destinos españoles y vinculados muy intensamente a las estructuras de poder. Domingo era hermano del célebre fabulista Tomás de Iriarte y del que fuera secretario del Despacho de Estado de Felipe IV y consejero de Estado con José Bonaparte, Bernardo de Iriarte, ambos de una extraordinaria estatura intelectual. Y se abrió camino en la capital de España en el contexto de otro fenómeno típicamente ilustrado, como fue el acceso a la cúspide del Estado de algunos personajes de la clase media hispana pero, sobre todo, de los miembros de la burguesía culta de la periferia territorial española.

Antonio G. González

68

No pocos isleños verían entonces culminadas sus aspiraciones políticas. Y para ello se valieron de un tesoro, que era herencia natural en ellos y que cobraría un valor inusitado en un Madrid que pretendía abrirse a Europa: el conocimiento de la política internacional –algo inherente a los negocios del Archipiélago- y los estrechos contactos europeos de esas élites comerciales canarias. Este fenómeno se incrementaría con el Estado Liberal y tendría su mayor exponente en la figura excepcional de Fernando León y Castillo a final del XIX. La historia de los Iriarte está íntimamente vinculada a la del Puerto de la Cruz, un núcleo urbano costero que, como también Garachico, fue desde el siglo XVII elegido como lugar de residencia por la burguesía comercial asentada en Tenerife. Tanto los descendientes de los primeros colonos hispanos como de las familias extranjeras llegadas al calor del auge de los azúcares y los caldos canarios durante el Antiguo Régimen en el mercado europeo acabarían entrelazados. Compartirían no sólo negocios e hijos, sino también ideas, relaciones con las distintas capitales y modos de vida liberales. Los Iriarte fueron una de estas familias, que pronto destacaron tanto en las actividades mercantiles como en la gestión de las rentas de aduanas. Esto último constituyó una actividad que quedó en manos generalmente de testaferros de las grandes redes comerciales del Viejo Continente, como la de los así llamados "marranos" de Ámsterdam, judíos expulsados de España y Portugal que acabaron profesando su religión al margen de la ortodoxia. Nacido el 18 de marzo de 1739 en ese localidad norteña de Tenerife, Tomás de Iriarte lo tuvo fácil siendo joven en su decisión de seguir los pasos familiares y optar a cargos políticos en Madrid. Su tío Juan, que ejerció de protector, así como

Historias Isleñas de Ultramar

69

también lo fuera de sus hermanos Bernardo y Tomás, le hizo estudiar cuatro idiomas -inglés, francés, alemán e italiano-. Y logró que entrara a trabajar en la Secretaría de Estado, el departamento encargado de los asuntos exteriores del Gobierno en la capital de España. No le resultó complicado a Juan de Iriarte colocar a sus sobrinos. Prestigioso gramático y latinista, la familia lo había mandado a estudiar al Colegio Luis el Grande de Francia, donde fue condiscípulo del propio Voltaire, con quien mantuvo estrecha relación. Por aquel entonces tenía una gran influencia en la Corte, era director de la Biblioteca Nacional Real en Madrid y principal artífice de la publicación ilustrada Diario de los literatos de España (1737-1742), defensora de la obra de Feijoó y de Luzán y claro antecedente de la prensa escrita en España. Juan de Iriarte no era, con todo, el único canario con posición en Madrid. De hecho, allí se encontraba un buen plantel de isleños ilustrados fieles al monarca y claro correlato de los Gálvez de Andalucía, que era otra saga de comerciantes gaditanos en ascenso en la capital. Destacaban entre ellos Antonio Porlier, luego marqués de Bajamar, que fue ministro y presidente del Consejo de Indias, como también Estanislao de Lugo o Antonio Machado y Fiesco, que en Tenerife habían sido igualmente miembros de la lagunera Tertulia de Nava. Bajo esta cobertura, fue Domingo de Iriarte enviado nada menos que a Viena como secretario de la embajada en 1776, donde permaneció diez años. Hombre de una amplia cultura y fortuna, comenzó a comprar obras de arte, adquiriendo un Rivera y, sobre todo, una muestra inestimable de pintura alemana.

Antonio G. González

70

Domingo de Iriarte llegó a París el 22 de febrero de 1787, dos años antes de la proclamación de la Asamblea Nacional La vocación de coleccionista era compartida con su hermano Bernardo, amigo íntimo de Goya -que le hizo un retrato- e iniciador de una gran pinacoteca. Bernardo, un afrancesado más radical que Domingo, pues éste era más bien un liberal moderado, llegó a ser secretario de Asuntos de Estado con Carlos III y algo más tarde fue consejero de Estado de José Bonaparte, pero habría de morir exiliado en Burdeos después de un agrio enfrentamiento con Godoy. Sin embargo, Domingo de Iriarte no llegaría a sufrir por el desangelado fin de Bernardo, pues, tras una agitada vida diplomática, falleció casi diez años antes. Tras su década en Viena, fue ascendido a la embajada de España en Francia como encargado de negocios, un cargo en el que se desenvolvía con extrema soltura dada la larga tradición de su familia en las transacciones comerciales y los negocios financieros en Europa. Domingo de Iriarte llegó a París el 22 de febrero de 1787, dos años antes de la proclamación de la Asamblea Nacional que expulsó del poder a Luis XVI y promovió el asalto a la Bastilla. Tenía cuarenta años cuando aconteció la

Historias Isleñas de Ultramar

71

Su hermano Bernardo se carteaba con Voltaire y con el Conde de Aranda, único político español largamente elogiado por el filósofo francés Revolución Francesa. No sólo pudo vivir aquellos capitales acontecimientos de una forma directa e informar al presidente del Gobierno en España, el Conde de Aranda, amigo de su familia en aquel entonces, sino que se convirtió en el único diplomático del resto de Europa que continuó en París hasta 1792. Aún cuando España había retirado a su embajador un año antes, Domingo de Iriarte se propuso permanecer en la capital francesa, lo que –para sorpresa de la Secretaría de Estado de España- logró gracias a sus relaciones excepcionales. No sólo su hermano Bernardo continuaba carteándose con el propio Voltaire, del que tradujo al español Tancredo (1760), sino con el Conde de Aranda, entonces máximo valedor de Domingo de Iriarte, que fue el único político español largamente elogiado por este pensador. Aranda, un ilustrado avanzado, y que se encontraba enfrentado, por lo tanto, a los moderados de Floridablanca -que le ganaría al final la partida en España-, había conocido en París al legendario filósofo y a los enciclopedistas cuando ejerció de embajador. Con estas credenciales, Domingo de Iriarte, cuyas posiciones liberales, sin

Antonio G. González

72

"Lo cierto es que esto no está divertido", escribió con canario tono socarrón en uno de sus últimos informes embargo, lo situaban más a favor de una revolución girondina que del radicalismo de los jacobinos imperante entonces, no cesó de remitir cartas a Madrid con la información directa de los acontecimientos revolucionarios. "Lo cierto es que esto no está divertido", escribió con isleño tono socarrón en uno de sus últimos informes. Lo envío a Madrid por postas cuando la Revolución Francesa comenzaba a irse de las manos a algunos de sus promotores, cuando comenzaba a tener lugar ese sangriento delirio revolucionario que Anatole France legaría a la literatura en Los dioses tienen sed (1912). Unos meses después la embajada española fue sitiada. Fue la señal que condujo a Domingo de Iriarte a abandonar la capital francesa. Lo hizo por orden expresa del rey el 23 de agosto de 1792, fecha en la que pudo salir de París con dirección a Suiza. El terror se había desatado y comenzaba a correr la sangre por unas guillotinas que en esos meses acabarían con la vida de toda la familia real. En España se habían impuesto los moderados de Floridablanca, fruto en

Historias Isleñas de Ultramar

73

Un batallón de isleños, a las órdenes de Juan Antonio de Urtusáustegui, capitán de milicias canarias, participó en la Guerra del Rosellón parte del miedo a la radicalidad que la Ilustración política había alcanzado en el país vecino, lo que llevó a Carlos IV a aliarse con diversas potencias europeas contra el nuevo poder galo. Fruto de esta nueva correlación de alianzas, España declaró la Guerra del Rosellón a Francia. España perdió estrepitosamente esa contienda, en la que, por cierto, luchó un nutrido batallón de isleños a las órdenes de Juan Antonio de Urtusáustegui, capitán de milicias canarias, que constituían parte de la contribución canaria al Estado a cambio de disfrutar de libertad de acción económica. Domingo de Iriarte fue en seguida nombrado ministro plenipotenciario en Varsovia, ciudad que era entonces uno de los escenarios claves para el curso de las alianzas políticas europeas contra la Revolución Francesa. Y fue encargado por el rey de negociar la paz con París, que culminó con la firma del Tratado de Basilea de 1795. Curiosamente, aquella negociación tuvo un doble acento canario. En primer término, por haber sido llevada a cabo por un tinerfeño. Pero, en segundo lugar, y principalmente, porque el representante francés, Francois Berthelem, insistió hasta el final en exigir la cesión a Francia de la isla de La Palma.

Antonio G. González

74

La importancia del Archipiélago como estación marítima para el comercio atlántico, aún a pesar de haberse registrado la grave crisis del comercio vinícola a lo largo del siglo XVIII, era la causa de la apetencia gala. Esa isla canaria había sido reclamada también años antes por el primer ministro británico William Pitt, que no ahorró gastos militares para obtener para Londres los derechos sobre Norteamérica al norte del Río Missisippi en unos interminables repartos territoriales de la época. Iriarte, que -como es obvio- negociaba desde la óptica de los intereses españoles, tuvo que negarse aún a pesar de que los sectores más avanzados de la burguesía palmera, claramente afrancesados al igual que las élites tinerfeñas, no acogieran tal posibilidad ni con sorpresa ni con malos ojos. Madrid no transigió pero tuvo que ceder, a cambio, a Francia la parte de la isla La Española que se corresponde con la República Dominicana, pues la otra parte, Haití, probablemente la colonia francesa más rica, se había emancipado –aunque sólo fuera por una década- con la famosa revuelta antiesclavista de L´Ouverture. Cuando se firmó el Tratado de Basilea, Godoy ya estaba en el poder en España. Pronto iba a comenzar el desmontaje del tímido avance ilustrado español. Godoy ensalzó la negociación llevada a cabo por Iriarte, al que designó embajador en Francia, pero el tinerfeño ya estaba gravemente enfermo. No pudo tomar posesión de un cargo que, paradójicamente, en el siglo XIX y en un contexto también de repartos territoriales, llevaría a París como representante español a León y Castillo. Domingo de Iriarte ni siquiera pudo regresar a Madrid. Murió tísico cerca de Gerona en el viaje de vuelta, el 22 de noviembre de 1795.

76

CAPÍTULO SEIS AL SERVICIO DEL ZAR

-Huyendo de Napoleón, el ingeniero Agustín de Betancourt entró al servicio del zar

Alejandro I en el siglo XVIII, fue general del Ejército ruso y dirigió un inmenso plan de obras en el imperio zarista

-Mantuvo relaciones con los grandes ilustrados españoles desde su periplo oriental

y, a su vez, facilitó el acceso de los vinos canarios a la alta sociedad rusa

Historias Isleñas de Ultramar

77

Cuando el célebre naturalista Alexander von Humboldt se alojó en el Puerto de la Cruz, en junio de 1799, como huésped de la familia Cólogan, camino de Sudamérica, mostró su asombro por el cosmopolitismo y el nivel cultural de una élite ilustrada canaria. De igual modo le sorprendió y criticó la miseria que azotaba a los campesinos isleños del siglo XVIII en plena crisis del vino y la soberbia clasista de la nobleza tinerfeña. En una carta al barón de Forell, von Humboldt se refirió, en cualquier caso, a la "amabilidad social, afición por la instrucción y sentimiento artístico" de dicha élite, algo que se imaginaba reservado "para una pequeña parte de Europa". Dentro de esta percepción diversa de la clase dirigente canaria, Humboldt subrayó que existen "personas que cultivan las letras y la música y que han trasplantado a este clima tan lejano los deleites de la sociedad europea". En ese ambiente nació en 1758 en el Puerto de la Cruz Agustín de Betancourt y Molina. Niño sumamente despierto, se sabe, por ejemplo, de su temprano interés infantil por el tratamiento de la seda, entonces una actividad preindustrial que en

Antonio G. González

78

Agustín de Betancourt activó tan tempranamente su luego proverbial capacidad inventiva. La seda constituía una industria al alza en las Islas, aunque su historia resultara efímera. Era una expresión, a su vez, de la búsqueda de alternativas económicas a la crisis del vino en Tenerife surgida en el contexto del auge de las disciplinas científicas propio de los círculos ilustrados de las élites isleñas. Esta suerte de apuestas por algún tipo de industrialización solían barajarse siempre en tiempos de declive comercial. Tal afición infantil llevaría a Agustín a inventar, en colaboración con su hermana, una máquina para el hilado de la seda, casi más a modo de un divertimiento familiar pero que, sin embargo, fue presentada en Tenerife cuando el futuro ingeniero apenas contaba veinte años. La creación de máquinas era una inclinación familiar. Al menos lo había sido desde que Marcos Verde de Betancourt, abuelo del inventor y pariente de Maciot -un sobrino del conquistador normando Jean de Bethencourt- se trasladó de Lanzarote a Tenerife a finales del XVI, donde igualmente se consagró a la invención de maquinaria para el trabajo agrícola. Asimismo, el padre del personaje, Agustín de Betancourt y Castro, nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1720 por azares del destino militar del abuelo, era en aquellas fechas un ferviente ilustrado, integrante de la tertulia de Nava, como lo fueron Viera, los Iriarte y otros muchos. La revolución científica europea apenas había tenido eco en España. La resistencia de las universidades a acogerla obligó a los ilustrados a fundar las Sociedades Económicas de Amigos del País, como la de La Laguna (1777), que presidiría el padre de Agustín, y a la que vinculó a sus hijos. De esta sociedad también fue activo miembro su hermano José, tío de Agustín, y promotor de

Historias Isleñas de Ultramar

79

reformas técnicas y de la implantación de la imprenta. Las aptitudes de Agustín llevarían a la familia a hacer las gestiones para que estudiara en Madrid, capital en la que se encontraban no pocos ilustrados isleños, como los Clavijo (Viera y su primo, Clavijo y Fajardo). Las relaciones del amplio plantel de canarios en Madrid haría valedor del futuro ingeniero nada menos que al ministro de Indias, José de Gálvez, marqués de la Sonora, andaluz ilustrado con el que tenían amistad los Betancourt, que eran, a su vez, de origen cordobés. Tales contactos con el ministro se consolidaron de la mano del hermano de Agustín, Matías, teniente del Rey en Tenerife y recién nombrado Gobernador de Guatemala, y del ingeniero tinerfeño y primo suyo, Estanislao de Lugo. Con esos apoyos, que algo después le abrieron las puertas para cursar especialidades en el extranjero, se trasladó Agustín a estudiar ingeniería en los Reales Estudios de San Isidro en 1788. Por ese entonces era ya subteniente de infantería de las milicias canarias, fruto de las tradiciones de las familias de abolengo como la suya. Completó la formación como ingeniero con los estudios de Bellas Artes en San Fernando, donde recibió diversos premios. La vocación artística había sido otra constante de Agustín y fue algo que retomó al final de su vida en San Petersburgo. Pero, de igual forma, San Fernando dio entidad a una extraordinaria capacidad como dibujante que Agustín acreditaría a lo largo de su dilatada carrera. Por esas fechas, su pronta fama y las relaciones del grupo canario hicieron que Floridablanca, presidente del Gobierno e ilustrado moderado, le encomendara la mejora técnica de las minas de Almadén y del Canal Imperial de Aragón. Betancourt acometió tales tareas y realizó otros trabajos en campos diversos como

Antonio G. González

80

la fundición de cañones, el telégrafo óptico, entonces en sus albores, y la aerostación. A ésta se había aficionado después de ver a su paisano Viera y Clavijo izar un globo aerostático en los jardines del Marqués de Santa Cruz. Pero España era un erial en relación a los desarrollos técnicos que surgían en Europa. Tan sólo trataba de paliarlo una minoría ilustrada emergente, avalada por el propio Carlos IV, pero chocaba con unas inercias endurecidas en el país. Por ello, perfeccionar sus estudios en las mejores escuelas de Europa se convirtió en su objetivo. Sería ya 1784 cuando obtuvo de la Secretaria de Indias una beca para estudiar Geometría y Arquitectura subterránea en París, una fecha en la que Agustín ya había ascendido, en una carrera paralela, a teniente del regimiento de milicias de La Orotava. En la capital francesa Betancourt dirigió a un grupo de pensionados, como Tomás de Veri, Juan de la Fuente, Joaquín Abaitúa, Juan de la Mata o Juan Peñalver. Fue el último una persona luego fundamental en la creación de la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid, concebida como otro instrumento del reformismo ilustrado, que fundaría el propio Agustín.

Los avances científicos europeos apenas habían calado en España. Para paliarlo, los ilustrados fundaron las sociedades

económicas de amigos del país

Historias Isleñas de Ultramar

81

Crearon un gabinete en la capital francesa, con el apoyo entusiasta de Floridablanca, que engrosaron con diseños, maquetas modelos y con memorias científicas de extraordinario valor y, además, del mayor interés para un país como España, con su enorme retraso científico. Tal fue así que Carlos IV lo convirtió en Real Gabinete de Máquinas. Allí estaban las últimas innovaciones de Perronet sobre la construcción de puentes, técnicas de minería y metalurgia, y un sinfín de artefactos e inventos ideados, en especial, por Agustín de Betancourt, cuyo prestigio fue considerable en ambientes científicos galos. Amigo personal de Domingo de Iriarte, que ejercía como encargado de negocios de la embajada española, Betancourt vio estallar la Revolución Francesa. Pero el Rey le ordenó el traslado a Madrid del Real Gabinete a comienzos de 1791, dado el peligro que corría aquel importante tesoro para España. De regreso a España tras un viaje incierto, la colección fue ubicada en el Casón del Buen Retiro. El ingeniero canario, instalado de nuevo en la capital de España, continuó dirigiéndola hasta 1807. No obstante, durante este último período en Madrid, el ingeniero canario

Cuando estalló la Revolución Francesa, atesoraba en París un gabinete de

máquinas para Carlos IV; y el rey le ordenó trasladarlo de inmediato a España

Antonio G. González

82

Betancourt se trasladó de Londres a París a perfeccionar su telégrafo óptico y se casó con una inglesa católica, Ana Jourdain. Al poco regresó de nuevo a Madrid, aunque fue ésta la última vez que pisara suelo español realizó un viaje sonado a Londres, donde se vio acusado de espionaje industrial y expulsado del país. En realidad, fueron las disputas con Inglaterra, tras la paz de Basilea firmada entre España y Francia, las que provocaron este incidente, pues la acusación nunca pudo ser probada en rigor y Betancourt contó en su defensa incluso con eminencias británicas como el botánico George Sinclair. Sería la intervención de éste lo que permitió que fuera sólo expulsado, y no encarcelado, tras hallársele culpable en un turbio proceso, que encontró en esta otra solución una conveniente salida política. Betancourt se trasladó entonces de Londres a París a perfeccionar su telégrafo óptico y se casó con una inglesa católica, Ana Jourdain. Al poco regresó de nuevo a Madrid, aunque fue ésta la última vez que pisara suelo español. La inestabilidad política, con los conflictos entre Godoy y Floridablanca con Aranda, le hicieron intuir el riesgo inminente de una guerra civil, por lo que se marchó, de nuevo, esta vez con su familia, a la capital francesa en 1807, de cuya Academia de Ciencias era corresponsal en Madrid.

Historias Isleñas de Ultramar

83

Ya en Moscú recibió una extraordinaria acogida incluso de tipo personal por el propio zar, que le propuso entrar a su servicio; pudo así colmar su aspiración de encontrar un país en paz que le dejara vivir y trabajar Sin embargo, tampoco pudo permanecer en Francia una larga temporada. Napoleón acariciaba la idea de invadir España, lo que colocaba a Betancourt en peligro, pues, o bien se alineaba con los francófonos, contrarios al monarca, o no podría vivir ni en París ni en Madrid. Optó por una tercera vía y tomó una decisión drástica al solicitar permiso al zar Alejandro I, hombre abierto al progreso técnico y ávido de una modernización industrial, para viajar a Rusia. Ya en Moscú recibió una extraordinaria acogida incluso de tipo personal por el propio zar, que le propuso entrar a su servicio; pudo así colmar su aspiración de encontrar un país en paz que le dejara vivir y trabajar. Aquello constituyó el comienzo de una segunda fase de su vida, la etapa en la que desarrolló toda su potencialidad. Betancourt recogió a su familia en París y se trasladó a San Petersburgo. De la importancia que se le otorgó y del alcance de los planes que se le encomendaron -cuya relación era tan brillante en lo cualitativo como apabullante en el número- da buena cuenta el que en 1809 el ingeniero canario fuera nombrado teniente general del Ejército ruso e inspector del nuevo Instituto de Vías de Comunicación y del Cuerpo de Ingenieros, la mayor maquinaria de ingeniería.

Antonio G. González

84

Allí compatibilizó la formación de ingenieros con la proyección de puentes en los ríos próximos a Moscú, capital a la que se trasladó, aunque fuera por poco tiempo. La ciudad fue tomada por las tropas napoleónicas en su célebre campaña por la anexión de Rusia, lo que hizo que Betancourt, como miembro de la corte zarista, se retirase a San Petersburgo. Tras la derrota invernal de los ejércitos napoleónicos, el canario coordinó la reconstrucción urbana de prácticamente todo el imperio, una tarea en la que también participó proyectando y dirigiendo infinidad de proyectos concretos. En este aspecto, destacó sobre manera el papel del ingeniero canario en la transformación de San Petersburgo en una gran capital. Hizo puentes, reformó la catedral de San Isaac, proyectó todos los nuevos barrios y acometió también los grandes equipamientos urbanos, como el famoso canal de Obvodny. Del mismo modo, Betancourt diseñó canales y viaductos por todo el país, llevó de Francia ingenieros para la reconstrucción de otras ciudades rusas bajo su supervisión y terminó la también célebre Feria de Nizhni Nóvgorod, en lo que constituyó entonces un desembolso por parte del Estado zarista de cientos de millones de rublos. Serían dos décadas febriles, pero que acabaron convirtiéndole en un mito. Siempre mantuvo, a pesar de la distancia, una fluida relación con Canarias, sobre todo durante esta segunda etapa rusa. Un extenso rastro epistolar revela que se mantuvo al tanto de las novedades y controversias de la sociedad insular y que participó en ellas con interés cierto desde Moscú y San Petersburgo. No pocos fueron, por ejemplo, los exportadores de vinos isleños a los que ayudó a abrirse camino en el mercado ruso, como Guillermo Cúllen o Antonio Dalmani. O bien su

Historias Isleñas de Ultramar

85

hermano José, que proveyó de malvasía a la alta sociedad rusa durante años. Al final, ya con sesenta y seis años, agotado y enfermo, solicitó en 1824 el retiro al zar, que le concedió una lujosa pensión. Agustín de Betancourt murió ese mismo año en San Petersburgo, rodeado de obras de arte que había adquirido a lo largo de la vida, entre ellas, dos Murillos, que se hizo traer desde España. En la actualidad, Betancourt es uno de los pocos extranjeros que forman parte del panteón de celebridades nacionales en Rusia.

86

CAPÍTULO SIETE DIPLOMACIA COLONIAL

-Embajador en Francia y ministro liberal, Fernando León y Castillo ideó un africanismo de nuevo cuño a finales del XIX que orientó a España a través de los

pacto coloniales, pero Madrid fracasó en África

-Fue un claro ejemplo de cómo el conocimiento natural de la realidad internacional facilitó a las élites isleñas su acceso a la cúspide del Estado

Historias Isleñas de Ultramar

87

Al igual que a finales del siglo XVIII, la Revolución francesa, tuvo como principal testigo español al tinerfeño Domingo de Iriarte, durante el tránsito del siglo XIX al XX –los años del colonialismo europeo contemporáneo- igualmente contaría Madrid como actor principal en París a un isleño, el grancanario Fernando León y Castillo. Dos embajadores canarios, pues, condujeron los intereses españoles en los escenarios más importantes del concierto europeo contemporáneo. Ambos fueron claves para la política exterior española, sobre todo porque tuvieron un papel avanzado -muchas veces contra la corriente general- en favor de la apertura de España. Tal extremo podría parecer una mera casualidad, pero nada más lejos de serlo. La historiografía canaria reciente apunta cómo, a raíz de la Ilustración, la clave del acceso de muchos miembros de las élites locales de la periferia española -en particular, Canarias- a la cúspide del Estado estuvo directamente relacionada con su dominio de la dinámica de la realidad internacional y del comercio exterior por su condición propia de isleños, algo que una España ensimismada empezaba a

Antonio G. González

88

necesitar. Incidir en la faceta diplomática de León y Castillo no es, con todo, capítulo fácilmente separable de su condición sempiterna de hombre fuerte de la política canaria. Cuando fue nombrado embajador en París el 12 de noviembre de 1887 por el liberal Sagasta era ya el personaje clave de la Restauración en las Islas. Su papel, por tanto, consistía en actuar de interlocutor entre las oligarquías canarias y Madrid en un contexto en el que las Islas pugnaban por dotarse del marco y las condiciones para sacar partido a su renta de situación en pleno apogeo de la economía mundial del capitalismo en la era imperialista. Tal objetivo se traducía en el Archipiélago en los intentos de rentabilizar el tránsito europeo, sobre todo, británico, en el África colonial y el tráfico comercial oceánico como una estación marítima geográficamente privilegiada en el Atlántico Medio Oriental. Esta dinámica isleña, pues, destacaba a León y Castillo para afrontar en la capital gala el debate europeo del reparto colonial de la época. Pero había algo más. A Inglaterra, que era la que impulsaba la economía canaria como destino natural de sus exportaciones fruteras y como potencia militar y comercial en las rutas marítimas coloniales del XIX en las que se inscribían las Islas, no le interesaba que el norte de África se quedara en manos exclusivas de Francia, su eterna oponente. Londres temía sobre todo que el Estrecho de Gibraltar se cerrara al sur en manos galas y, en este sentido, tenía especial interés en que España disputara esa zona en el reparto colonial europeo para que finalmente al menos la compartieran París y Madrid. Esas circunstancias eran bien conocidas por León y Castillo, figura política central de unas Islas a las que comenzaban a llegar las compañías británicas de transporte y servicios marítimos para establecerse.

Historias Isleñas de Ultramar

89

Ya desde su llegada a Madrid como diputado a Cortes, el político isleño había ido perfilando una posición ideológica que le inscribía dentro de un sector monárquico moderado, de tinte liberal. No era sólo una postura teórica, sino que la puso en práctica con su intensa participación en la oposición a la Primera República. De hecho, el apoyo de León y Castillo al pronunciamiento del general Martínez Campos, que restituyó a Madrid a Alfonso XII, le fue compensado por la monarquía con el Ministerio de Ultramar. Desde esa privilegiada posición política, León y Castillo consolidó su papel arbitral en el seno de la política canaria, trufada ya por el llamado pleito insular entre dos islas capitalinas que habían dejado de ser complementarias a finales del XVIII. Al desaparecer un fluido mercado de capitales, bienes y servicios que había funcionado en el Antiguo Régimen, Gran Canaria y Tenerife finalmente pasaron a ser sobre todo dos economías insulares competitivas con el despliegue capitalista atlántico y su plena recepción en unas Islas que optaron sin ambages por la estrategia librecambista. El ministro de Ultramar era el líder indiscutible del Partido Liberal Canario, bajo el cual subyacía un complejo entramado caciquil favorable a cierto tipo de aperturismo político -lo que cuadraba mejor con ese modelo económico librecambista-, aunque a cambio de perpetuar el inmovilismo social. Pero no era solamente su posición de ministro, sino también su estrecha vinculación a las relaciones internacionales españolas el factor esencial de su omnímodo poder. El comercio exterior -las relaciones con los países europeos, unos mercados tradicionales para los productos agrícolas de exportación isleños-, toda la política ultramarina y el colonialismo contemporáneo en África, en torno al cual el

Antonio G. González

90

El paso de León y Castillo por el Ministerio de Ultramar acabó mal. El motivo sería el conflicto con Cuba Archipiélago se había incorporado al área de la esterlina, eran tres factores que atañían medularmente a Canarias. No obstante, el paso de León y Castillo por el Ministerio de Ultramar acabó mal. El motivo sería el conflicto con Cuba. El ministro no consiguió aplicar su propuesta de desarrollo económico para paliar en la isla caribeña los muchos desmanes de un entramado colonial corrupto, que fomentaba las revueltas independentistas, aún cuando nunca estuviera León y Castillo a favor de una autonomía para esa colonia. Optó por dimitir cuando el Gobierno cedió a las presiones del lobbie español en la Cuba colonial para que no se aplicaran las medidas antiesclavistas de los tratados internacionales firmados por Madrid hacía algunos años. Esa experiencia consolidó, además, su rechazo natural, como oriundo de unas islas volcadas al exterior, al secular aislacionismo español en un contexto, además, en el que la imbricación internacional había devenido ineludible. En realidad, el recelo aislacionista de Madrid lo había experimentado ya León y Castillo

Historias Isleñas de Ultramar

91

El ministro canario combatió sin ambages las cortapisas impuestas por Madrid a la libertad comercial tradicional de las Islas en el Archipiélago, que vivía, dicho está, su gran etapa inglesa. Sin cuestionar nunca las relaciones con el Estado, de las que no en vano emanaba su poder, el político isleño criticó sin ambages "la opresión del elemento peninsular sobre nuestra vida y costumbres", con sus "corrupciones" y rechazos al "comercio libre", en clara referencia a las cortapisas impuestas por Madrid a la libertad comercial tradicional de las Islas. Con este antecedente insular sobre los perjuicios del cerril aislacionismo hispano que constituyó su experiencia respecto a Cuba, León y Castillo se convirtió en un aperturista combativo y pragmático. Una opción que lo colocó a contracorriente. Con este criterio dejaría su primer cargo ministerial para pasar al departamento de la Gobernación, en el cual no dejó más que testimonio de su condición de político de la Restauración con el falseamiento oficial de sucesivos resultados electorales. Sería en 1887 cuando ocupó por vez primera la estratégica embajada de España en París. Este cargo lo desempeñaría a lo largo de cuatro etapas, hasta 1918, fecha inserta ya en la I Guerra Mundial, ante la que se postuló anticipada y ruidosamente por la neutralidad. Como embajador se empleó de

Antonio G. González

92

inmediato en restaurar las relaciones comerciales con Francia, entonces deterioradas por el apoyo galo al republicanismo hispano que conspiraba contra el régimen de la Restauración que él representaba. En París, además, se afirmaba esta oposición a España con su recelo visceral hacia un borbón como Alfonso XII. Las dificultades eran aún mayores cuando Antonio Cánovas y los conservadores clamaban por aplicar otra vuelca de tuerca el más cerrado proteccionismo en lo económico. Alentados por las burguesías industriales catalana y vasca, cada vez más temerosas del poderío de la industria británica, los conservadores impedían así todo consenso político sobre la apertura de España al exterior. Para colmo, el polo opuesto a León y Castillo surgía en las mismas filas liberales, pues el ministro Moret intentaba vincular a España a una muy conservadora alianza europea conjurada contra Francia. Fue algo que logró este último de algún modo con la firma posterior con Italia de un pacto de garantías en el Mediterráneo a finales de ese año, en el cual León y Castillo pasó a ocupar la estratégica embajada de París. No siendo republicano, León y Castillo sí que, al menos, no tenía prejuicios ideológicos. Apostaba por Francia con realismo por tres razones: ambos países compartían una amplia frontera territorial, existía una relación económica bilateral de enorme importancia, que interesaba ampliar, y había unos intereses coloniales comunes en todo el norte de África que León y Castillo se propuso aunar. Más aún se convenció de esto último el político isleño cuando comenzó a presentir el desastre colonial español en Cuba y la necesidad, llegado ese momento, de abrir el mercado francés para España como alternativa a la pérdida del ya exiguo mercado colonial. No eran ajenos a su interés por la alternativa colonial africana sus propios intereses como cacique político de unas islas que tenían en ese continente su

Historias Isleñas de Ultramar

93

hinterland natural y que, a su vez, buscaban entonces establecer una explotación industrial de la pesca. Pronto fue León y Castillo atrayéndose a Sadi Carnot, el presidente francés, con extraordinaria habilidad. Y, aunque la solución a la disputa de Guinea, como la de Río de Oro y Marruecos, habría de esperar más de una década, París comenzó a mostrarse favorable a un entendimiento africano con España. Prueba de ello, y gran éxito del diplomático isleño, fue el apoyo militar galo a Madrid ante los ataques de las tribus bereberes rifeñas a Melilla en 1893, lo que mostraba, por otra parte, la debilidad del poder del sultán de Marruecos sobre un territorio que había quedado hasta entonces fuera del reparto colonial. A cambio de la buena predisposición francesa con España en el norte de África, León y Castillo abanderó un tratado comercial librecambista con París, una muestra de dinamización comercial que fue objeto de una dura campaña de críticas conservadoras. Sólo tras consumarse el llamado desastre del 98, con la pérdida de Cuba y Filipinas como colonias, España comenzó a reflexionar en serio sobre la vulnerabilidad que le acarreaba su tendencia al aislamiento internacional. Durante años había clamado el político canario por una alianza europea que contrapesara la creciente injerencia norteamericana en Cuba, lo que adelantó la pérdida de esa isla. A partir de entonces se le haría caso, aunque sólo en parte. Ello dio lugar al segundo gran éxito del diplomático isleño, esta vez en África: El 27 de junio de 1900 España obtuvo de París el reconocimiento de su soberanía sobre las islas del Golfo de Guinea hasta la desembocadura del Río Muni. Fue un gran triunfo, porque la presencia española en esa zona, que le había

Antonio G. González

94

El tratado antiesclavista suscrito incluso por Madrid establecía que cualquier país podía atacar con su flota a ejércitos a instalaciones negreras o buques de transporte de esclavos correspondido ya nominalmente, se había debilitado en extremo. Tal debilidad obedecía no sólo a la casi nula presencia colonial española sino, lo que era aún peor, al hecho de que la única actividad hispana en esa costa occidental subsahariana habían consistido en unas renacidas estaciones esclavistas, aún a pesar de que éstas contrariaban ya entonces al derecho internacional. Tales estaciones las habían establecido empresarios catalanes llegados a Canarias en el último tercio del XIX para el envío de mercancía humana a los ingenios azucareros cubanos, seriamente necesitados de mano de obra a raíz de las revueltas antiesclavistas de Haití, que había sido el principal proveedor. El tratado internacional suscrito incluso por España -aún cuando el propio marido de Isabel II era un conocido esclavista- establecía que cualquier país podía atacar con su flota o ejércitos a instalaciones negreras o buques de transporte de esclavos independientemente de la nacionalidad y en cualquier territorio. Por ello, Francia e Inglaterra no tardaron en destruir los campamentos de los

Historias Isleñas de Ultramar

95

Dado que España contaba con la ocupación efectiva de las plazas del norte de Marruecos, Guinea y Mar Pequeña, tenía claros derechos sobre el área sahariana empresarios catalanes en la costa de Guinea, aprovechando de paso la ausencia de una mayor presencia hispana en sus colonias para asentarse y penetrar en esas tierras. Fue un dominio de hecho de París y Londres en los posteriores repartos coloniales el que prevaleció siempre frente a las titularidades de derecho. El logro de León y Castillo, aún siendo menor en el contexto de una época en la que las potencias europeas se repartían el mundo, era relevante para España. Pero, a cambio de la marcha atrás de la pretensión gala sobre la costa de Guinea, Madrid debió ceder la región marroquí de Adrar, lo que habría de delimitar el ex Sahara español. Adrar le habría correspondido a España según el procedimiento denominado “unión de puntos”. Consistía en asignar –en principio- a cada potencia europea los territorios que quedaran en el espacio delimitado por las líneas trazadas para unir sobre el mapa los enclaves que el país aspirante a administrarlos tuviera en ese territorio. Dado que España contaba con la ocupación efectiva de las plazas del norte de Marruecos, Guinea y Mar Pequeña –el viejo emplazamiento pesquero canario en

Antonio G. González

96

la costa atlántica sahariana- tenía claros derechos en todo el área. No lo logró, pero la habilidad de León y Castillo deparó que el ministro francés Theophile Declaseé transigiera con lo que hasta entonces habría resultado impensable: concesiones importantes en el reparto de las zonas de influencia en Marruecos, que en principio debía acabar siendo un protectorado compartido. España consiguió así adelantarse y neutralizar las pretensiones, sobre todo, alemanas sobre ese territorio, que habían quedado patentes incluso con la instalación de firmas germanas en Tenerife para una colonización del Sahara. Era una nueva gran oportunidad económica para España. Y para Canarias. Pero con el tiempo España fue reticente a adquirir en la práctica este compromiso internacional, ensimismada aún en un tiempo en el que la señalada economía mundial del capitalismo había penetrado y transformado prácticamente todas las regiones del planeta -entre ellas, Canarias- y en el que la nueva cifra del potencial de los estados europeos se vinculaba a su dominio y explotación colonial. España demostró ser una potencia de tercera cuando siguió demorándose en sus compromisos coloniales aún a pesar del apremio de París y nada pudo hacer ante la firma de un posterior acuerdo anglo-francés que acabaría dejando a España en fuera de juego en Marruecos en 1912. A partir de entonces a Madrid sólo le quedaron las migajas marroquíes, logradas cuando a Francia le convino para bloquear aspiraciones de otros países, como Alemania. No aprovechar la oportunidad colonial brindada a finales del siglo XIX fue el principio del fracaso español en África en el período contemporáneo. Sería, con todo, otra derrota más desde la fallida política africanista de los Austrias, en particular, la de Felipe II, dirigida también desde las Islas. España no quiso

Historias Isleñas de Ultramar

97

aprovechar el marco potencialmente atractivo, para lo que era un país empequeñecido, que le había facilitado León y Castillo en el reparto colonial. Y también fue aquella inhibición política hispana en la escena internacional el comienzo de muchos errores y disparates, sobre todo en el Magreb. El político canario murió en Biarritz en 1918. Al menos se evitaría el espectáculo atroz de la Guerra de África.

98

CAPÍTULO OCHO LA LUZ LLEGA DE PARÍS

-Vinculado al grupo francés de André Breton, el pintor Óscar Domínguez llegaría a

ser la más internacional expresión de las vanguardias históricas insulares durante el primer tercio del siglo XX

-Conectó con los surrealistas en los ambientes de la bohemia en París, capital a la

que acudió a ocuparse del negocio frutero familiar, pero una cruel enfermedad degenerativa lo condujo al suicidio

Historias Isleñas de Ultramar

99

Óscar Domínguez Palazón nació el 3 de enero de 1906 en La Laguna, en el seno de una familia de la burguesía platanera tinerfeña. Relata la crítica que su padre era un hombre culto, muy elegante, solitario y mujeriego, que emprendía frecuentes viajes a Europa, destino habitual de la fruta producida en sus fincas. Y venía siempre con alguna novedad científica. Creció el pintor rodeado de colecciones de mariposas, cerámicas, cráneos y restos guanches, libros con tricomías, cámaras fotográficas, prismáticos o un gran telescopio, lo que le despertaría aún más su luego legendaria imaginación. Sería, a su vez, un niño especialmente mimado, sobre todo a raíz de la temprana muerte de su madre, María, cuando apenas contaba dos años. Él mismo recordaría en París, quizás en una mezcla de fantasía y realidad, que su madre le hizo prometer al padre en el lecho de muerte que nunca lo dejaría llorar, de tal modo que la movilización de las criadas cada vez que el niño hacía el menor gesto de disgusto era de órdago.

Antonio G. González

100

Con sólo veintiún años partió hacia la capital francesa, enviado por su padre para que, andando el tiempo, se hiciera cargo de la recepción de la fruta. Allí vivía ya su hermana Antonia, con su marido, el pintor tinerfeño Álvaro Fariña, así como un primo, también pintor, Juan Domínguez Abad. Su ocupación principal, con todo, fue desde los primeros años la juerga nocturna. Pronto su personalidad le haría un hombre conocido en los ambientes más glamorosos. Se fue ganando fama de dandy de vida desordenada y desahogada posición económica en lo que constituyó un despilfarro permanente a cargo de las cuentas familiares. Fueron licencias que su padre siempre conoció y nunca le recriminó. No pocas veces llegaría a Les Halles a las cinco de la madrugada, vestido de esmoquin, tras una densa y alcohólica noche de clubes nocturnos y camas revueltas, para supervisar el descargue de la fruta. Su desatención hacia el negocio frutero era absoluta, lo fue siempre y nunca hizo nada por cambiarla. Pero serían justamente esos ambientes frívolos los que lo conectaron con los surrealistas en Montparnasse. Domínguez, de la mano de la bohemia, comenzó a ver arte, a valorarlo, a hacerlo suyo. Y debió entender -con buen juicio, sin duda alguna- que la impronta onírica de las obras de esos vanguardistas era el medio para dar curso a su desbordante imaginación y conjurar no pocos fantasmas interiores. El arte se lo ganó cuando, al poco tiempo, Domínguez se matriculó en una de aquellas escuelas de pintura del legendario barrio parisino, que concentraba la ebullición cultural francesa del momento. A partir de ahí se forjaría la más destacada carrera artística de las primeras décadas del siglo en las Islas. La realizó en París, ciudad en la que Domínguez viviría ya hasta su muerte en 1957, aún cuando expuso con asiduidad en Tenerife

Historias Isleñas de Ultramar

101

y mantuvo estrecho contacto con el grupo tinerfeño de Gaceta de Arte. El tinerfeño fue desde sus comienzos artísticos un continuador de la vertiente más experimental del movimiento surrealista, de modo que encarnó lo más central de su esencia. Siempre se mostró cuidadoso de construir nuevos procedimiento para la creación plástica que plasmaran el trabajo de lo onírico en la obra, por ejemplo a través del grafismo automático. Sin embargo, al propio tiempo, esa obra pronto comenzó a volverse convulsa e, incluso, tormentosa. Iría traduciéndose en símbolos y peculiares alegorías del inconsciente de manera hiriente hasta adquirir perfiles de drama. Fue una tendencia que se desbocó a raíz de la aparición de la acromegalia, enfermedad cruel que paulatinamente iba a deformar, sobre todo, el rostro de un hombre cuyo físico imponente y personalidad poderosa lo habían convertido en un icono social del movimiento surrealista. La pintura del "dragón de Canarias", como le llamó André Breton, pasó por variados e interesantes períodos, no todas de la misma intensidad. Se traslucen influencias dalinianas en una primera etapa, en la que le obsesionaba como temas el cuerpo de la mujer pero también la sangre animal y la fusión de formas en una suerte de querencia compulsiva por la decadencia orgánica que él ya padecía. Domínguez dejó su huella particular como artífice de técnicas surrealistas, tales como la decalcomanía o el litocronismo, que utilizaron asiduamente Max Ernst y no pocos de los creadores posteriores. Aunque su inclinación por tales técnicas derivaba de su condición de surrealista puro, no fue ajeno a éstas el hecho de que Óscar Domínguez se considerarse carente de pericia técnica en el dibujo. Era una impresión errónea que, sin embargo, lo torturó, pues lienzos como Cueva de guanches o El cazador revelarían, en todo caso, justamente lo contrario.

Antonio G. González

102

Los años veinte y treinta del siglo XX acogieron un retorno a lo más rico del espíritu isleño: la inclinación por las nuevas tendencias artísticas internacionales Por otro lado, Canarias en ese momento comenzaba a desprenderse de un acusado regionalismo cultural y de la impronta positivista que la ocupó durante todo el XIX. Había sido éste un siglo en el que las Islas no habían dado sustancialmente la talla en el orden de la creación artística, aún cuando ese regionalismo de pobre factura colocaría los cimientos de una reflexión más madura sobre el Archipiélago. Se erigieron entonces el arte y la literatura del siglo XX para ofrecer el gran momento de las vanguardias históricas, auténtica edad de oro insular. Los años veinte y treinta constituyeron un retorno a lo más rico del espíritu isleño, como era la inclinación por los nuevos lenguajes artísticos internacionales. No obstante, la idea de universalidad cultural de las vanguardias, alzada como una reacción ante el romanticismo regionalista, paradójicamente no sólo no hizo a los creadores canarios volver la espalda a la indagación sobre lo insular, sino que -al contrario- se convirtió en el mejor presupuesto para abordar una actualización de enfoques sobre las cuestiones canarias en la literatura y el arte.

Historias Isleñas de Ultramar

103

Las vanguardias históricas casaban bien con las irresolubles obsesiones metafísicas insulares en su búsqueda incesante de lenguajes nuevos para representar lo esencial de las Islas Nuevamente el exterior y el interior insular se mezclaban y confundían en un torbellino de frontera, constituyéndose Canarias además en avanzadilla de la actualidad europea en España. La relectura de la tradición, de los símbolos, la reflexión sobre lo geográfico, la refundación de lo insular —que era una inclinación tan vanguardista— o la indagación sobre el enigma y la estela aborigen, temática cara al esencialismo experimental, se convirtieron en materia para la abstracción, el surrealismo o el mal llamado indigenismo canario, rebautizado en la actualidad por algunos como un cierto primitivismo de vanguardia. En cierto modo herederas del modernismo de Néstor de la Torre y de Tomás Morales, las vanguardias históricas casaban bien con las irresolubles obsesiones metafísicas insulares en su búsqueda incesante de lenguajes nuevos para representar la esencia de unas islas a la intemperie frente a falseantes realismos. En torno a la Escuela Luján Pérez en Las Palmas y a la revista Gaceta de Arte en Tenerife, artistas como Jorge Oramas, Juan Ismael, Felo Monzón o Santiago Santana aportaron obras de valor a la historia cultural de las Islas. Pero, muy por encima de todos, estaría Óscar Domínguez.

Antonio G. González

104

De vuelta del primer viaje a París, el artista hizo su primera exposición en Tenerife, junto a la pintora Lily Guetta; luego Juan Gris le haría madurar De vuelta del primer viaje a París, el artista hizo su primera exposición en Tenerife, junto a la pintora Lily Guetta, una muestra en la que se presentó ya una clara búsqueda de lenguajes nuevos. Recibió entonces duras críticas, como la de Ernesto Pestana en La Rosa de los Vientos, la otra gran revista del vanguardismo insular, que le acusaba de querer simplemente impresionar con un rupturismo vacuo sin entender lo que era el arte abstracto. De vuelta a París, Juan Gris le advirtió duramente que para pintar "no basta con armarse de telas", podrá pintarse así, pero "no habrá pintura si no ha existido, a priori, la idea de pintura". Domínguez debía madurar, aún estaba en proceso de búsqueda. Pero progresaría lo suficiente como para que el artista canario fuera admitido por Breton en su escogido grupo en 1934, dos años después del primer Manifiesto Surrealista. Algo antes Óscar Domínguez había vuelto a exponer en Tenerife unas obras ya de marcada filiación surrealista en varias muestras que, esta vez, recibieron el elogio unánime de críticos insulares tan impuestos como Domingo López Torres, Eduardo Westerdahl o Domingo Pérez Minik. Su buena acogida intranquilizó a la encorsetada clase media de las islas, como pudo comprobarse en numerosos

Historias Isleñas de Ultramar

105

Diseñó la portada de la primera edición de Crimen (1934), del grancanario Agustín Espinosa, hoy en día considerada la mejor novela surrealista española artículos de prensa, por la pulsión sexual y onírica de los cuadros. Pero los nuevos círculos artísticos locales mostraron un notable empuje y Óscar Domínguez se convirtió en el nexo siempre tan celebrado entre André Breton y los vanguardistas isleños. Diseñó la portada de la primera edición de Crimen (1934), del grancanario Agustín Espinosa, considerada hoy en día la mejor novela surrealista española. Y al año siguiente, en 1935, Domínguez se convirtió en el artífice del célebre viaje de Breton, su mujer Jacqueline y de Benjamin Péret a Tenerife, en cuya capital, Santa Cruz, se iba a celebrar la primera Exposición Internacional de este movimiento literario y artístico capital del siglo XX. Al propio tiempo, Domínguez había sido incorporado a las colectivas del grupo de Breton, produciendo sin parar y exponiendo por toda Europa -Londres, Copenhague, París y Barcelona-. En Nueva York, por ejemplo, fue incluido en la gran exposición organizada en el MoMA por Alfred H. Barr, mientras que en Tokio sus obras integraron una importante muestra comisariada por el crítico Shuzo

Antonio G. González

106

Takiguchi. En esa época, que abarcaría hasta 1937, se desplegó enteramente el universo surrealista en su obra: los paisajes cósmicos, los abrelatas, la calculadora automática se enlazaron con una reflexión de claves oníricas sobre su tierra natal, el drago, las arenas y lavas o los aborígenes en un juego múltiples de planos. Un umbral creador contra el que, sin embargo, se manifestó la terrible enfermedad del pintor. Y la angustia comenzó a aflorar. Domínguez era entonces una suerte de fetiche de lo más esnob de la sociedad parisina, un papel que él había buscado pero que, en el fondo, ya no deseaba, aunque su pasión por el sexo y el desenfreno vital lo arrastrara a las borracheras y excentricidades continuas. Sin embargo, a partir de 1940, tras una violenta disputa con Breton que le llevó a abandonar incluso las filas del Movimiento Surrealista, fue su gran amigo Picasso el que pasó a convertirse en referencia creativa En esa fecha, como otros tantos artistas huyó de París por la ocupación nazi. Se trasladó a Marsella y el pintor malagueño lo acogió. La influencia picassiana se tradujo en la importancia que adquirió en la obra de Óscar Domínguez la realidad plástica y el repliegue del impulso de la fantasía, aunque los cuadros de esta etapa nunca perdieron un tono de humor. También retomó la escultura en Marsella, descargada de los elementos tipo ready-made que había incorporado a las piezas en París. Poco después fue Giorgio De Chirico, artífice de referencia de la llamada pintura metafísica, otra gran fuente de inspiración para el tinerfeño. Finalmente Óscar Domínguez se volvió en cierto grado abstracto a través de un proceso de simplificación de formas y líneas, e incluso presentó leves figuraciones geométricas de tonos suaves que aparentemente mostraban cierta serenidad emocional. Nunca

Historias Isleñas de Ultramar

107

llegó a encontrar un estilo absolutamente propio. Y aunque, por otra parte, era difícil de hallar entre sus coetáneos, Domínguez lo vivió como un fracaso. Junto a su degeneración física, una agobiante sensación de artista incompleto, sin un lenguaje personal, acabó amargándole. En 1952 se separó de su mujer, Maud, para vivir con la Vizcondesa de Noailles, una multimillonaria que lo introdujo en la alta sociedad parisina. Pero la cruel enfermedad que padecía no perdonaba y acabaría mermando incluso sus capacidades. Domínguez cosechó el fracaso en diversas exposiciones entonces. Y hubo un momento en el que no lo soportó más. En la nochevieja de 1957 estaba invitado en casa de su amiga Ninette, junto con Man Ray, Patrick Waldberg, Felix Labisse, Max Ernst y Roberto Matta. Pero nunca llegó a la cena. Lo encontraron muerto horas después. Completamente borracho, se había abierto las venas en la bañera de su casa de Montparnasse con una hojilla de afeitar.

108

CAPÍTULO NUEVE MAQUIS EN EL SUR DE FRANCIA

-Tras la Guerra Civil, el republicano Antonio Medina Vega fue héroe de la

Resistencia francesa, se sumó luego a la guerrilla antifranquista en Madrid y murió ejecutado a mediados del siglo XX tras el asalto a un cuartel de Falange

-De Gaulle, que le había agradecido expresamente sus éxitos contra los nazis, exigió

sin éxito a Franco la conmutación de la pena y, tras el fusilamiento, cerró la frontera con España

Historias Isleñas de Ultramar

109

El despliegue de la actividad portuaria en Las Palmas de Gran Canaria a comienzos del pasado siglo XX coincidió en las Islas con el incremento de la conflictividad obrera. Por efecto de la expansión capitalista europea, Canarias vio multiplicada su actividad comercial, monopolizada por las firmas británicas asentadas en las Islas, que no en vano se convirtieron en estación marítima de las rutas de la marina mercante británica en el Atlántico Medio Oriental. El desarrollo de los principales núcleos urbanos canarios, que acogieron entonces a miles de personas procedentes de todas las islas, condujo a una importante transformación social. El proceso de proletarización en las capitales isleñas traería consigo el surgimiento del movimiento obrero y de nuevas fuerzas sociales y políticas, tanto republicanas como de izquierdas, que alcanzaron un peso considerable. En este escenario histórico nació Antonio Medina Vega el 13 de junio de 1914 en Las Palmas de Gran Canaria. Lo hizo en el seno de una familia que vivía inmersa en la emergente actividad portuaria. Inicialmente eran suministradores de sogas aunque, con el tiempo, extendieron su negocio a todo el avituallamiento de los buques,

Antonio G. González

110

Cuando estalló la Guerra Civil, Canarias quedó inmersa en la zona golpista y Medina Vega fue movilizado, como todos los jóvenes canarios, por los partidarios de Franco fundando la emblemática firma comercial grancanaria Alcorde. Medina asistió a una pequeña escuela en el Parque de Santa Catalina, para luego dedicarse al negocio familiar, por lo que su formación posterior fue autodidacta. El ambiente portuario le llevó a aprender idiomas, en particular, el francés, lo que no dejaría de ser premonitorio en su vida. A la vez, se vio asaltado por inquietudes sociales. La nueva conflictividad obrera tenía como escenario principal los puertos y como causa primera la explotación de los asalariados isleños por las firmas inglesas. Pero también el comercio y la agricultura -más en Tenerife y La Palma que en Gran Canaria- se cifraron como escenarios de conflicto laboral. El Partido Republicano Federal, fundado por José Franchy y Roca en 1903 en la capital grancanaria, se consolidó durante esos años, en los que cobraron una fuerza considerable las federaciones obreras. Al propio tiempo surgió con empuje el anarcosindicalismo en Tenerife, en la estela del liderazgo que esta corriente ejercía en el movimiento obrero español, o en los partidos de izquierdas, como el PSOE, cuya primera agrupación local ya había sido creada en Santa Cruz de Tenerife en

Historias Isleñas de Ultramar

111

Ya de joven había participado de forma directa en la solución de conflictos y huelgas, destacando su papel en la de los pescadores de bajura del sur grancanario 1917. La irrupción de estas nuevas fuerzas hacía ya presagiar el fin del modelo de la Restauración monárquica, que acabó dando lugar en el país a su segunda experiencia republicana, aún cuando el movimiento sindical canario nunca llegó a desplegarse con la intensidad registrada en la España peninsular. Un creciente interés por la participación en la vida social llevó a Medina Vega a ser nombrado secretario del Club Marítimo Las Canteras, adquiriendo fama de hombre sencillo, de grandes cualidades personales, aunque relativamente reservado. Aún a pesar de su condición de pequeño empresario, militó en la Alianza Obrera y Campesina (AOC), que constituiría uno de los embriones del Partido Comunista fundado primero en La Palma en torno a 1930 por José Miguel Pérez, un emigrante isleño que antes de su regreso había dirigido el Partido Comunista Cubano. Adentrándose ya en la política, Medina Vega participó también de forma directa en la solución de conflictos y huelgas, destacando su papel en la de los pescadores de bajura del sur de su isla. La AOC se había constituido en Las Palmas durante la dictadura de Primo de

Antonio G. González

112

Con el legendario comandante guerrillero Cristino García le unió una estrecha amistad y un trágico destino común Rivera, aunque no fue legalizada hasta entrado 1931, en los inicios de la Segunda República. Medina Vega, aún siendo un hijo de la burguesía portuaria, atesoró un activismo creciente en la izquierda política, posición ideológica hacia la que las propias derivas de su experiencia le hicieron girar. Cuando estalló la Guerra Civil, Canarias quedó inmersa en la zona golpista y Medina Vega fue movilizado, como todos los jóvenes canarios, por los partidarios de Franco. No se sabe bien en qué circunstancias se produjo su paso a la Península como soldado, pero el hecho cierto es que poco después logró cambiarse de bando, pues se encontró en el 14 Regimiento (del Ejército republicano) en el frente norte, que luchaba en los valles del Ebro. De aquellas fechas data su amistad con el legendario Cristino García, considerado, como él, héroe nacional en Francia por su papel en la Resistencia francesa contra los nazis. Fue un hombre al que le unió a partir de entonces no sólo una estrecha amistad sino un trágico destino común.

Historias Isleñas de Ultramar

113

El joven canario pasó un tiempo en los campos de Saint Cyprien, Argeles Sur Mer y Barcares, hasta que el 4 de junio de 1940 las tropas de Hitler llegaron a París En enero de 1939 el ejército de Franco dominaba casi toda la Península. Fue entonces cuando comenzó el éxodo de los republicanos hacia la frontera con Francia. Medina Vega integraría aquellas terribles caravanas de hombres, mujeres y niños hacia los pirenaicos puestos fronterizos, tras los cuales -y salvo para los pocos que tuvieran un pasaporte diplomático- les esperaban los campos de concentración que el Gobierno del General Petain, colaborador de Hitler, les tenía vergonzosamente reservados a los refugiados hispanos. El joven canario pasó un tiempo en los campos de Saint Cyprien, Argeles Sur Mer y Barcares, hasta que el 4 de junio de 1940 las tropas de Hitler llegaron a París. Fue entonces cuando algunos sectores sociales franceses, que habían observado el colaboracionismo con la Alemania nazi como un mal menor, comenzaron a vislumbrar la verdadera dimensión del expansionismo hitleriano. A pesar del grave maltrato que los refugiados republicanos españoles recibieron en Francia -de lo que intelectuales como Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir se avergonzarían y pedirían perdón en nombre de su país-, muchos de ellos se incorporaron a los brotes de la Resistencia Francesa cuando de una u otra manera

Antonio G. González

114

lograban escapar de los campos de reclusión en los que el Régimen de Vichy los había ido encerrando al llegar. Los españoles actuaron primero en grupos pequeños en los departamentos de Gard, Lozére, Ardéche y Vauclase, para luego fusionarse en 1942, creándose la Tercera División de las Fuerzas Francesas del Interior, cuyo comandante en jefe fue Cristino García. Pero, a medida que se incrementaban los éxitos sobre el ejército alemán en los Bajos Pirineos, la citada división quedaría engrosada por altos mandos galos. Sería entonces cuando Medina Vega fue nombrado comandante de la Segunda Compañía de la 5ª Brigada de la 26 División, mandada por Manuel Castro, que actuaría en la zona de Aude. Ya cerca del desembarco aliado de Normandía, el papel de la compañía de Medina Vega en la liberación de esta región de su control por las tropas nazis fue patente tras sus acciones decisivas en las batallas de Prayols y Rimont, en la zona de Ariège, fuertemente defendidas por la Wehrmacht. Un telegrama del propio De Gaulle así lo atestiguó entonces: "Al capitán Antonio Medina Vega, campo de batalla de Ariège Foix. Francia. Querido capitán de la FFI: Enterado de las batallas de Prayols y Rimont por los brazos luchadores republicanos españoles, al mando del comandante Cristino García y su destacamento, donde hicieron sucumbir a un contingente de la Wehrmacht por la liberación de Francia, reciba mi felicitación que nuestro pueblo jamás olvidará. Viva la Francia Libre. Firmado, el general Charles De Gaulle. Londres. Marzo de 1944.” A la captura, entonces, de miles de soldados alemanes por las fuerzas de Medina Vega, se añadió la incautación de abundante material bélico y, en particular, el rescate de un contingente de varias decenas familias judías, que

Historias Isleñas de Ultramar

115

estaban a punto de ser enviadas en trenes a los campos de exterminio nazis. Recién culminada la victoria aliada, Medina Vega participó en la tanqueta Guadalajara, como otros republicanos españoles, entre ellos el tinerfeño alférez Campos, en el histórico desfile de la victoria de París. Con todo, apenas se dieron un respiro. Fue el momento del maquis español. A las pocas semanas, junto con Cristino García planeó su vuelta a la España franquista para organizar una resistencia armada, confiados en que, derrotado Hitler, el propio Franco no podría durar mucho. El objetivo era una intervención militar guerrillera, que penetrara en España por los Pirineos, desde Francia, y por Andalucía, desde Orán y Argel, que acabara provocando un levantamiento popular y finalmente la intervención decisiva del ejército aliado. Antonio se había casado por esas fechas en Francia con Natividad Peribáñez, una miliciana aragonesa, involucrada en la Resistencia francesa también, cuyo nombre de guerra era Tere. El grupo, dependiente del comité central del PCE, entró en España en 1944, alineado dentro de una operación que incluyó a varios miles de milicianos republicanos exiliados, denominada `Reconquista de España´. Tras ocupar el vallé de Arán, en Aragón, el grueso fue repelido por una fuerza militar de cuarenta mil hombres, aún cuando apenas por minutos estuvieron a punto de capturar al general Mola, que dirigió la operación de las tropas franquistas. Murieron varios cientos de milicianos, pero otros tantos lograron regresar a la frontera pirenaica. El grupo de Cristino García optó por la dirección opuesta y, de hecho, consiguió llegar a Madrid a duras penas tras verse involucrado en varios tiroteos con la Guardia Civil en la Sierra de Guadarrama, donde hubo algunas muertes más.

Antonio G. González

116

A pesar de haber sido detectada su presencia, lograron esquivar la búsqueda que se desencadenó en la capital de España durante algunos meses, para lo que previsiblemente contaron con alguna infraestructura de apoyo. Incluso el canario haría un viaje relámpago a Francia para conocer a su hija, recién nacida, jugándose aún más la vida en este tierno episodio de amor filial. El 15 de octubre asaltaron el cuartel de Falange en Bellavista, quizás su golpe más espectacular. Si bien, poco después, tal vez por delación, fueron detenidos en la calle Cea Bermúdez y torturados salvajemente en la Dirección General de Seguridad. La dureza represiva del franquismo sembró de confusión -y de sucesos oscuros- a la entonces tímida resistencia interna al Régimen, de modo tal que a finales de los años cuarenta la infiltración de la policía franquista en los grupos del maquis era alarmante. De hecho, otro de los cometidos del grupo de Medina Vera en Madrid fue ajustar cuentas con algunos dirigentes de la resistencia, hecho que hicieron al matar a varios dirigentes del PCE, si bien nunca ha sido determinada con claridad la naturaleza de este conflicto. Lo cierto es que Cristino García, Antonio Medina Vega y los demás fueron juzgados en la condiciones de la época, pues nadie quiso ser su abogado defensor y tampoco les fue asignado siquiera uno de oficio. El resultado no fue otro que el de su condena a muerte. No constituyó, sin embargo, un hecho silencioso. La reacción internacional resultó contundente, más aún cuando se trataba de personajes relevantes de la Resistencia francesa. Toda la prensa europea y, en particular, la gala exigió de inmediato la conmutación de la pena a estos "héroes nacionales de Francia".

Historias Isleñas de Ultramar

117

El presidente de la República española en el exilio, José Giral, protestó ante las Naciones Unidas. El general De Gaulle fue más allá, al amenazar oficialmente a España con un bloqueo total en caso de llevarse a cabo la ejecución. De nada valió. El grupo entero fue fusilado el 21 de febrero de 1946 en Alcalá de Henares. A los pocos días, Francia cerró la frontera con la España de Franco, que comenzó así a soportar el mayor aislamiento internacional.

118

CAPÍTULO DIEZ LA SAGACIDAD FRUTERA

-Hijo de un agente de compañías fruteras europeas en las Islas, Luis Peñate levantó

en Rotterdam a mediados del siglo XX un emporio que luego vendió a la multinacional europea Fyffes

-Su empresa, Anaco Internacional, importa fruta de medio mundo a Europa,

mientras que su ex propietario invertía en industrias agroalimentarias en Cuba

Historias Isleñas de Ultramar

119

Fue siempre un fanático de la playa, un playero. Pero a finales del siglo XX llevaba ya treinta años en Rotterdam. En sus fugaces viajes a Las Palmas de Gran Canaria -casi siempre como escala de varios días hacia Marruecos-, camina temprano cada mañana por Las Canteras. No en vano, La Barra, el juego del clavo, las pandillas reunidas en la arena, los primeros besos bajo las barcas, sellaron en su día, como la de tantos, su infancia insular y sus años adolescentes. Nacido en el barrio de Arenales en 1946, fue el cuarto de los siete hijos de Domingo Peñate Padrón, un conocido agente en Las Palmas de compañías fruteras europeas. Peñate Padrón había sido uno de los pioneros de la renovación de la exportación tomatera a Liverpool, Hamburgo o Dieppe tras la II Guerra Mundial. Los cincuenta fueron años movidos para el negocio frutero canario, pues la necesidad de divisas de España en plena época del Mando Económico había hecho intervenir el tipo de cambio para los beneficios de esta actividad por parte del Instituto de Moneda Extranjera (IME). Era un hecho que no afectaba al padre de Luis Peñate, pues éste trabajaba

Antonio G. González

120

con empresas foráneas que no tenían que repatriar capitales a las Islas, pero sí daba cuenta de lo estratégico que era para España este negocio isleño. El cambio oficial de divisas era muy inferior al del mercado, con lo que el Gobierno se quedaba con buena parte de los beneficios de los tomateros canarios. En ese escenario, los cosecheros hortofrutícolas isleños optaron por dejar una parte de los capitales obtenidos en el extranjero, o bien declarar una cantidad y hacer la mayor parte del cambio de divisas en el mercado negro, en buena parte dirigido por la colonia indostánica de Las Palmas de Gran Canaria. Peor suerte correría con todo el negocio platanero, aún mucho más intervenido. Más de uno daría con sus huesos en la cárcel aunque, finalmente, tal era la fuente de divisas que representaba el tomate, que el célebre ministro de Industria y Comercio, Juan Antonio Suanzes, se vio obligado a pactar con ellos. Así, se elevó el tipo de cambio oficial y, a su vez, se permitió que un porcentaje de los ingresos pudieran ser invertidos en productos manufacturados y, en especial, en maquinaria y vehículos. Los tomateros los traerían de Europa para su venta en el mercado isleño, lo cual venía a restablecer una vieja dinámica de la economía canaria. Por entonces no pocos agentes canarios se habían ya establecido en los puertos europeos para recibir la fruta, algunos por cuenta propia aunque la mayoría enviados por firmas isleñas como la familia Del Castillo, los Benítez Galindo o los Bonny. El padre de Luis Peñate, que siempre fue un ferviente europeísta, no dudó en mandar al mayor de sus hijos, Domingo, y luego al propio Luis a estudiar idiomas cuando ambos acabaron los estudios de peritaje en la Escuela de Comercio. Con dieciséis años, Luis Peñate se vio en Frankfurt y en Colonia trabajando

Historias Isleñas de Ultramar

121

en la empresa de transporte de frutas Frans Maas, con la que su padre tenía relaciones. "Estuve trabajando de empleado, cargando fruta y haciendo lo que hubiera que hacer". Después lo enviarían a Liverpool, donde realizó la misma actividad, esta vez en la empresa Har Greaves, que exportaba a toda Europa y también a las Islas papas de Inglaterra y Escocia. Llegó entonces el dilema del servicio militar. Sólo podía librarse si seguía viviendo en el extranjero. Y no lo pensó dos veces cuando recibió la oferta de Pedro del Castillo, hijo del entonces Conde de la Vega Grande, de instalarse en Francia para recibir la fruta de esta familia. Se trasladó a Dieppe, puerto galo de la costa atlántica, donde ya estaban varios isleños en este negocio. Antonio Calderín, de Telde, y Jorge Abicarán, hijo de un libanés afincado en Guía, habían sido los pioneros, junto a Francisco Bravo de Laguna, que actuaba en Marsella. En Francia estuvo tres años y, obviamente, acabó conociendo bien ese mercado, lo que luego, ya instalado por su cuenta, le iba a ser de gran utilidad. Fue allí donde conoció a su mujer, Martine, con la que se casó para, casi de inmediato, regresar a Londres. El Mayo del 68 se había entremezclado con durísimas huelgas de los portuarios franceses, que acabaron asustando a los tomateros canarios. Éstos desviaron casi toda su fruta a los puertos británicos (Liverpool, Southampton...), aunque también al viejo destino continental de Hamburgo. "Fue un grave error, pues entonces el tomate marroquí comenzaba a circular y, al abandonar Dieppe, les dejamos en bandeja todo el mercado galo. Ya nunca lo recuperó Canarias, aunque se siguiera mandando fruta a Francia desde Hamburgo y luego Rotterdam, y menos aún a medida que Rabat lo fue teniendo más fácil por sus relaciones y acuerdos preferenciales con Francia". Por entonces, su hermano Domingo, que había seguido un recorrido parecido

Antonio G. González

122

al de Luis, sólo que diez años antes, era el agente de Bonny en Europa. Se convirtió Domingo Peñate en el principal artífice del traslado del centro de operaciones de los tomateros canarios en el Continente, desde Hamburgo a la holandesa Rotterdam. Fue una decisión que animó las cuentas de resultados isleñas, pues los mecanismos de intermediación en la distribución comercial de la fruta desde Alemania ya no resultaban soportables. Con el hermano mayor de Luis Peñate, que se casó con una holandesa y murió en Rotterdam en 1995, se trasladaron también a Holanda todos los receptores canarios -Mario y Cecilio Hernández, Cristóbal Pérez, Francisco Batista...-. E igualmente llegó en 1970 desde Londres Luis Peñate. Allí, con el aval de su hermano, obtuvo un préstamo de veinte mil florines (ochocientas mil pesetas de la época) para establecerse por su cuenta. Para ello creó Luis Peñate la sociedad Incoland, que constituyó el comienzo de una pujante carrera empresarial, forjada en la década de los setenta. "El primer año hice un movimiento de seiscientos mil florines, que me dio para devolver el préstamo y para vivir, pues no había nacido aún mi primer hijo". Entonces, salvo algunos grandes productores, que tenían agentes en Europa –como era su hermano-, los receptores isleños recibían fruta de varios exportadores, de entre los casi ochenta que había entonces entre Gran Canaria y Tenerife, para colocarla entre los mayoristas de los mercados capitalinos europeos. Luis Peñate aprovechó bien los contactos de su etapa francesa, a pesar de la preeminencia del tomate marroquí. Pero, a su vez, fue logrando extender su red comercial a los países escandinavos y a todo el Benelux, de modo que en 1983 la facturación de su negocio -ayudado sólo por dos empleados, pues él seguía

Historias Isleñas de Ultramar

123

haciéndolo casi todo- había crecido hasta manejar movimientos cifrados en veinte millones de florines. Sin embargo, la década de los ochenta iba a ser distinta. Por un lado, Marruecos comenzó a introducirse más allá de las fronteras francesas -en Suiza, Austria y en el sur de Alemania-, mientras que la fruta canaria comenzó a perder calidad y a ganar en cantidad, lo que no le favoreció en absoluto. Por otra parte, la concentración empresarial en el sector europeo de la alimentación -la proliferación de cadenas de supermercados y de las grandes superficies…- acabó revolucionando este mercado en unos pocos años. Eliminados los viejos mayoristas por los nuevos agentes dominantes del negocio alimentario, los receptores isleños debían ahora verse las caras con unos grandes emporios. "Los proveedores nos vimos obligados a tomar una decisión nada fácil: o hacíamos lo mismo, unirnos y crecer, o vendíamos y desaparecíamos". La gran mayoría de los canarios, y sobre todo los mayores, optaron por un final de rentistas, regresando a las Islas. Pero Luis Peñate, por el contrario, decidió crecer para poder continuar y se asoció con dos competidores directos. Miguel Untiedt, hijo de unos alemanes afincados en Tenerife, que también comercializaba productos hortícolas de Almería, y un holandés, que representaba en Rotterdam a los Benítez Galindo, se le unieron creando la firma Anaco. Pronto manejaron el veinte por ciento de los tomates y pepinos canarios enviados al Viejo Continente lo que, a su vez, representa el sesenta por ciento de toda la exportación hortofrutícola del Archipiélago en los años ochenta del pasado siglo.

Antonio G. González

124

El crecimiento de la firma Anaco le obligaba, sin embargo, a continuar elevando de forma exponencial la dimensión del negocio Este movimiento representaba una facturación de sesenta millones de florines que luego se duplicó, llegando en 1999 a los nueve mil millones de pesetas. La expansión del negocio hizo que Untiedt, uno de sus socios, se trasladara a la sucursal que Anaco abrió en Londres, quedándose Luis Peñate como uno de los dos receptores canarios que seguían a finales del siglo XX en Rotterdam, junto a Pedro Franco, agente de la poderosa cooperativa tomatera Yeoward, de Vecindario (Gran Canaria). El crecimiento de la firma Anaco le obligaba, sin embargo, a continuar elevando sus saltos en el negocio. En una dinámica sin marcha atrás, una nueva elevación de escala vino con la ampliación de las operaciones fruteras a Marruecos. El producto fueron los cítricos. Anaco comenzó a comercializar los cítricos de ese país, que ya representaban una competencia para los españoles en Europa, sobre todo en el mercado francés, que Luis Peñate conocía bien. La competencia de los cítricos marroquíes a la producción española era aún más intensa que la de los tomates y, además, muy anterior en el tiempo, al menos desde que los colonos valencianos asentados en el viejo protectorado español llenaran sus fincas

Historias Isleñas de Ultramar

125

A pesar de constituir un auténtico emporio, Anaco no escapó en los años noventa a la vuelta de tuerca de las multinacionales magrebíes de naranjas y limones, luego nacionalizadas por Mohamed V. A pesar de constituir un auténtico emporio, Anaco no escapó en los años noventa a una tendencia general ante la vuelta de tuerca de las multinacionales del sector. En 1995 Luis Peñate y sus socios vendieron la mitad de su negocio a la firma Fyffes, primera multinacional frutera europea, de origen irlandés, creándose así Anaco Internacional, aunque mantuvieron la gestión de las operaciones. Era ésta una práctica habitual de Fyffes, que en España repitió ese modelo de alianzas con Coplaca, la primera distribuidora canaria de plátanos en España, con la que constituyó Eurobanan Canarias, a cuyo frente continuó el tinerfeño Leopoldo Cólogan. La ausencia de herederos que quisieran dedicarse a la distribución hortofrutícola (la medicina y la arquitectura habían reclamado ya a sus dos hijos) convenció a Luis Peñate para aceptar el desembarco de Fyffes en su empresa. La nueva alianza le permitió naturalmente crecer más aún. Y, de hecho, Anaco Internacional no tuvo dificultad para afrontar el fenómeno de la contra estación frutera que vivió Europa entonces y que revolucionó por completo la

Antonio G. González

126

distribución de frutas y verduras. La adaptación progresiva de numerosos países americanos, africanos y asiáticos a las normas fitosanitarias de la Unión Europea, Estados Unidos y Japón les permitió en los años noventa importar a esos tres mercados, que acaparaban una parte sustancial del consumo mundial. Tal circunstancia rompió de golpe con la vieja dinámica europea y norteamericana de la fruta y verdura de temporada, que era algo que respondía a las épocas en que la producción propia monopolizaba sus mercados. A partir de los años noventa, cualquier fruta o verdura, cultivada a lo largo de todo el año en uno u otro lugar del mundo, estuvo al alcance del consumidor americano, europeo y japonés durante casi todos los meses, lo cual obligó a las empresas distribuidoras a adecuarse a un nuevo mercado mundializado donde debían ofrecerse grandes lotes de productos y garantizar, además, una oferta que incorpora la máxima variedad de productos. Luis Peñate, apoyado por la presencia internacional de Fyffes en países de medio mundo, pasó con éxito esta prueba de fuego. A finales de siglo había entrado de lleno en esta nueva dimensión mundial de los negocios fruteros. Importaba pomelos y naranjas en fresco de Cuba durante el otoño, adelantándose a los grandes envíos de Florida a Europa. De igual manera colocaba en Europa naranjas, peras y uvas de Chile en primavera, o bien estas mismas frutas, así como ciruelas y melocotones, de Sudáfrica en invierno, adelantándose al ciclo natural de la fruta comunitaria. El aumento de la baraja de suministradores le fue, a su vez, deparando otras oportunidades en distintas partes del mundo. Pero Cuba fue la tierra que envolvió a Peñate en esos años. Allí creó dos sociedades mixtas. Una de ellas estuvo dedicada a elaborar distinto productos alimenticios -aperitivos- destinados al sector turístico, mientras que la segunda fue una fábrica de cartonajes destinados al

Historias Isleñas de Ultramar

127

embalaje de la producción frutera cubana de exportación. Luis Peñate se convirtió así en uno de los isleños que en las últimas décadas del siglo XX volvió a involucrarse en la Cuba de Fidel Castro tras su apertura a la inversión extranjera, como lo fue el tinerfeño Antonio Martinón, uno de los principales constructores de hoteles de esa isla. "No es que quiera hacer propaganda de Cuba, pero algunas de las cooperativas agrícolas cubanas, aunque dependen de la Corporación de Cítricos, tienen ahora cierta autonomía y pueden comprar fuera del país, con dólares, productos industriales. Nadie se imagina cómo mejora el rendimiento", hacía notar el empresario. Aún así, Peñate mantuvo vínculos con las Islas. Compró un chalet en Ciudad Jardín, en Las Palmas de Gran Canaria, para alojarse durante sus breves estancias, aunque fuera sobre todo un gesto ritual, su particular participación en la cultura del arraigo local de los isleños. También abrió un negocio de neumáticos en Vecindario, que luego traspasó, así como una charcutería en la capital grancanaria, quizás más por empeño de algunos viejos amigos. Los viajes a las Islas se incrementaron, pero siempre como una escala en las rutas del negocio. Luis Peñate cruzó el milenio como uno de los últimos receptores de fruta isleña de Rótterdam ya investido plenamente de la nueva condición de empresario global.

128

CAPÍTULO ONCE SIGNOS DEL GLAMOUR

-Paradigma de la sofisticación, Manolo Blahnik se ha convertido en el más exclusivo

diseñador de zapatos del mundo y posee un emporio con tiendas en Londres, Nueva York, Tokio y fábricas en Italia

-Ensalzado por Carolina Herrera, Cerruti, Ungaro o Narciso Rodríguez, sus pares son

imprescindibles en las noches de la aristocracia europeas y en las grandes ocasiones de Hollywood

Historias Isleñas de Ultramar

129

En un restaurante neoyorquino de moda una superestrella norteamericana presumía una noche de finales de los años setenta de vestir como nadie. Hubo bromas, algún que otro pique entre comensales, con las copas, sobre el poder de cada cual en el negocio del espectáculo, pero la actriz halló el modo de demostrar su primacía. Al advertir que Manolo Blahnik se encontraba en el local, se las ideó para acercarse por la espalda a este exclusivo diseñador de zapatos y colocar, con elegancia felina, un pie descalzo sobre su rodilla: "¡Raquel!", exclamó Blahnik. Era Raquel Welch y aquella prueba, a la vista de todos, resultaba definitiva. Seguía siendo una reina. Nacido en La Palma, Manolo Blahnik soñaba ya de niño en la casona familiar de Garafía leyendo las revistas americanas de moda —Vanity Fair, Vogue...— que adquiría su madre. "Las compraba antes de que estuvieran en Europa. Había un kiosco en Santa Cruz de Tenerife al que llegaban desde Argentina traducidas al francés e italiano, pues no se enviaba la versión en español", recuerda. "Ese kiosco era el punto para su distribución hacia las capitales europeas. Fantástico, ¿no? ¡era

Antonio G. González

130

El viejo cosmopolitismo isleño hizo su trabajo en Blahnik, más cuando éste había nacido en el seno de una familia de la burguesía liberal palmera entonces Canarias tan cosmopolita! y mire ahora, qué horror, esa masa horrible de cemento, todo este turismo masivo, ¡cómo la han destrozado!". El viejo cosmopolitismo isleño hizo su trabajo en Blahnik, más cuando éste había nacido en el seno de una familia de la burguesía palmera. Las élites locales de esa isla habían destacado siempre por su carácter ilustrado y avanzado en lo político. No en vano, algunos de sus miembros, como la familia Rodríguez Acosta, fundaron a comienzos de los años veinte del pasado siglo La Cosmológica, una sociedad masónica de largo aliento, y serían más tarde los dirigentes del Partido Republicano Palmero, vinculado al programa de Manuel Azaña. Poco antes de la Guerra Civil se conocieron los padres de Blahnik. Él era un joven checo, hijo de una familia de farmacéuticos -su abuelo fue además un conocido perfumista de Praga- que hizo escala en La Palma durante una travesía hacia Sudamérica. Como sucedía con los viajeros de primera, se hospedaron en el Hotel Bajamar, propiedad de la familia materna de Blahnik, un magnífico balneario de regusto viscontiano en la salida sur de Santa Cruz de La Palma. Entre estanques con nenúfares y un jardín botánico con árboles exóticos traídos de todo el mundo, los pasajeros de la Yeoobard solían pasar unas semanas jugando al tenis, tomando el sol y bebiendo ginebra en el Bajamar.

Historias Isleñas de Ultramar

131

La sensibilidad artística de Blahnik tuvo en el seno familiar su aliento. Pronto quedó marcada por las “influencias árabes", que le llegaban de Casablanca a través de la radio "Detrás de una celosía conocería mi padre a mi madre. Y se enamoraron como locos", cuenta. "Él volvió años después, con mis abuelos paternos, y logró vencer los recelos típicos hacia los extranjeros, se casó con mi madre y se trasladó a La Palma, desde donde llevó sus negocios comerciales, además de convertirse en el abogado de la familia de su mujer”. La sensibilidad artística de Blahnik tuvo en el seno familiar su aliento. Pronto quedó marcada por las "influencias árabes", que le llegaban a través de las ondas de radio. "Jugaba con mi hermana Evangelina [que con los años llevaría sus negocios en Londres] en las salinas de los Cancajos, que eran de mi familia, y a las que no quiero volver jamás desde que hay allí un complejo turístico espantoso". Blahnik es rotundo: "Con aquella imagen tan africana escuchábamos en casa la música árabe de las emisoras de Casablanca en una radio potentísima, que mi familia tenía para escuchar Radio España Independiente”, la emisora de los exiliados republicanos en el franquismo. Entonces, la música mexicana dominaba en la radio canaria. "Las muchachas cantaban cosas tipo Pedro Infante, Jorge Negrete, o bien “Doce cascabeles”, rancheras... era insoportable, pero a mí lo que me seducía era Om Kalthoum”, la gran estrella de la canción popular egipcia del siglo XX. La voz de esta diva, cuya figura obesa es, aún en la actualidad, un icono en los países árabes, sonaba tardes enteras, "de Marruecos nos llegaba sin cesar; bailábamos sus canciones".

Antonio G. González

132

Al cumplir dieciséis años su padre lo envió a estudiar derecho en Ginebra. "Allí trabajaba un tío mío, que era un alto cargo de la Oficina Internacional del Turismo (OIT)". El tío se ocupó de tutelarlo, como también a Evangelina, a la que mandaron a Alemania después. Además de derecho internacional, especialidad que escogió, el joven palmero realizó diversos estudios de literatura europea. Pronto comenzó a trabajar como becario en conferencias y actos al amparo de ese organismo de Naciones Unidas. Pero no era lo suyo. "No sabía bien qué hacía yo ahí, cuando lo que me gustaba era el arte, la creación, construir cosas. Y pensé que una solución sería matricularme en la Escuela de Arte de Ginebra". Allí estudió gráficas y luego se fue a París, a donde llegó, en principio, para asistir a un concierto de los Beatles en el Olympia. "Pero al final me quedé. Era una ciudad divina, no parábamos, queríamos verlo todo, íbamos al Odeon una y otra vez, a oír a Silvie Vartan, a Trini López". Pasado el tiempo inauguró con varias amigas una tienda de antigüedades, mientras cursaba dibujo en la Escuela del Louvre. Entonces le impactó el teatro. Ocurrió tras asistir a una representación de una obra de John Ford, Qué pena que sea prostituta se titulaba, interpretada por unos jovencísimos Alain Delon y Rommy Schneider. Con el tiempo ese interés no decayó y le llevaría a realizar incluso varios decorados teatrales. Viajaba con frecuencia a Londres, donde el rock y la contracultura hippie habían tomado sus calles. Luego le tocó vivir las barricadas del Mayo del 68 en París, si bien lo hizo más como "una fantasía, una película divina, en la que todo el mundo se encontraba muy unido". Su pasión por la moda llevó a Blahnik a abandonar la tienda de antigüedades, "que me resultaba una pérdida de tiempo". Y

Historias Isleñas de Ultramar

133

comenzó a trabajar en GO, boutique de ropa de vanguardia británica en Rue Bonaparte que tenía como una de sus copropietarias a la actriz Anouk Aimée. Allí comenzó a diseñar camisas con "la estética de Jimmi Hendrix". Y a relacionarse. Pasó igualmente unos meses en Londres diseñando pantalones vaqueros para Joan Burstein, lo que le permitió adquirir un permiso de trabajo y comenzar a diseñar zapatos para hombres al modo de los clásicos de los años treinta. Pero pronto cambiaría, no obstante, su estilo hacia lo vanguardista, aunque partiendo de la revisión de motivos clásicos -la zapatilla goyesca, el brocado y los arabescos de época…-, a lo que se unieron influencias de otro orden, como la ejercida por un amigo, el pintor David Hockney. En 1970 tuvo "la inmensa suerte" de conocer en Saint Tropez a Moris Huggenboom, un fotógrafo holandés, que le presentó a la que sería una de las grandes amigas de su vida, Paloma Picasso. "En esos años yo también escribía cosas para el Vogue italiano, y a la vez diseñaba muebles y vajillas". La hija de Picasso le abrió muchas puertas. Viajaron juntos a Nueva York, donde le concertó una cita con Diana Vreeland, mítica editora del Vogue americano. Ella dio con la clave. Al ver los trabajos de Manolo Blahnik, lo obsequió con un consejo definitivo. Vreeland le dijo: "Jovencito, dedíquese sólo a hacer accesorios y llegará lejos". Blahnik se lo tomó en serio. "Y no me equivoqué, lo mío no era la ropa, sino algo más, digamos, arquitectónico, como los zapatos". Pudo entonces visitar las mejores fábricas de zapatos de Nueva York, donde se hizo con las cuestiones técnicas de rigor para en 1971 encontrarse ya haciéndolos en Londres. Al año siguiente Ossie Clark, el más famoso diseñador londinense, usaría sus creaciones para diversas colecciones, lo que catapultó al joven palmero, que se decidió al poco por la creación de su propio negocio.

Antonio G. González

134

"Había una tienda de flores en Chelsea, la compré y, bueno, sigue hoy siendo mi tienda preferida, además de un expositor permanente de las cosas más exclusivas que hago". Después sería Fiorucci, "con el que gané mucho dinero en los años setenta", el que le daría otro gran empujón. Fue ya el inicio de una carrera imparable que lo ha convertido en el más cotizado diseñador de zapatos de alta costura del mundo. Hoy en día Blahnik es alabado por todos los grandes, ensalzado por Carolina Herrera -"sus zapatos hacen mis piernas", asegura-, Cerruti o Ungaro. Igualmente los grandes valores de la pasarela en la Europa de los años noventa -Tom Ford, John Galiano, Jean Paul Gaultier o el canario-cubano Narciso Rodríguez- lo consideran paradigma de la sofisticación. Zapatos elegantísimos, de factura aristocrática, que engarzan bien, además, con el reflujo del efectismo barroco y posmoderno. Sus pares se han vuelto imprescindibles en los pies de estrellas del cine y la música de varias generaciones. Bianca Jagger, Paloma Picasso, Marisa Berengson, Liza Minelli, Diana Ross, Angelica Houston, Winona Ryder o Gwyneth Paltrow -ésta última ha convertido a Blahnik en un lema- hicieron de "los manolos" casi una cuestión de principios para las grandes ocasiones. Y lo mismo ha venido sucediendo desde hace más de veinte años con mujeres de la realeza europea. Diana de Gales era una adicta a sus tiendas de Londres. Sin embargo, fue la década de los ochenta del siglo XX la de la gran expansión comercial de su firma. Por entonces, Blahnik recuperó su afición por el diseño de muebles, dedicándose a hacer también sillas y otras piezas de mobiliario. Años después firmó un contrato con Calvin Klein, del que pronto se desligaría tras un evidente desencuentro. Él lo atribuye a esa "horrible americanización de la moda, esa masa inmunda, sucia y despeinada bajo el síndrome de Calvin Klein, que

Historias Isleñas de Ultramar

135

ha acabado invadiendo también a Europa". Blahnik había abierto ya una segunda tienda en Nueva York, en Madison Avenue. Y finalmente se asoció en 1983 con el financiero tejano George Malkemus, que -aconsejado por la editora de Vogue- le visitó en Londres con la propuesta de obtener la exclusiva de sus ventas en América, a cambio de ir hacia una ampliación del negocio también en el resto de Europa y, a su vez, franquiciar sus productos en Japón. "Ahora Manolo Blahnik es una marca", apostilla este diseñador canario. Ya asociado con Malkemus, pronto abrió en Manhattan una segunda tienda, en la calle 55 -el exclusivo Upper East Side- y en 1999 inauguró una tercera, de cinco plantas, justo en frente del MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York). "Se trata de una calle magnífica, que es de 1910". Igualmente, son ya cinco las fábricas de esta marca que se mantienen con dos premisas ineludibles impuestas por Blahnik: La calidad en el diseño y la elaboración manual, lo que, no por casualidad, los hizo elegir Italia para la fabricación. "Hacemos los zapatos especiales en la fábrica de Vigebano, a dos horas de Milán, pero mantenemos dos en Parabiago, otra en Venecia y una quinta factoría en las afueras de Nueva York". Sentado en la finca familiar de Garafía, Blahnik habla siempre a borbotones. Suele acudir allí, rodeado por una celosa privacidad, que los suyos preservan, para estar con su madre. A veces viene de su casa de Bath, un exclusivo pueblo cercano a Londres, pero "intento recalar cada vez que me cuadra en los viajes". Un tributo filial que, sin pretenderlo abiertamente, lo tiene enlazado con el lugar de origen, el lugar de aquellas melodías árabes...

136

CAPÍTULO DOCE LA VOZ DE ORO

-Nacido en Vegueta en 1927, Alfredo Kraus ha sido el mayor tenor lírico de la

segunda mitad del siglo XX y se mantuvo, contra corriente, como modelo de las formas selectas del canto

-Al día siguiente de su muerte, Il Corriere de la Sera afirmó que el artista canario

"cierra un siglo como Caruso lo abrió, como testimonio de un valor llamado estilo"

Historias Isleñas de Ultramar

137

En 1961 el gran director Tullio Serafin, que años antes había lanzado al estrellato a María Callas en La Fenice de Venecia -tras convencerla de que relevara a Margherita Carosio en I Puritani- quedó deslumbrado por Alfredo Kraus. El tenor canario había triunfado en templos europeos como Turín o Londres, tras sus primeros éxito internacional con Rigoletto en El Cairo en 1956. Y ensayaba bajo la batuta de Serafin precisamente la ópera que había encumbrado a la Callas en el San Carlo de Lisboa. En ese teatro ya había sido Kraus su partenaire en La Traviata tres años antes, lo que significó un espaldarazo en su imparable ascenso internacional. "Dígame, Kraus", le preguntó Serafín, "¿con quién estudió?". Kraus le respondió que con el Maestro Fornasari, legendario preparador milanés, si bien, preocupado, añadió: "¿Qué ocurre, maestro? ¿algo va mal?". Y Serafín le dijo: "¡No!, al contrario, es que parece que Bellini hubiera escrito esta ópera para usted". Las primeras décadas del pasado siglo fueron en Las Palmas de Gran Canaria las de una vuelta a los viejos aires cosmopolitas, tras el repliegue regionalista del XIX. La capital grancanaria se había vinculado, de nuevo, al área de la esterlina, en

Antonio G. González

138

lo que sería su gran etapa inglesa. El modernismo tardío, con fondo simbolista, de Néstor de la Torre y el universo poético de Tomás Morales eran ya entonces un adelanto de los tiempos de las vanguardias históricas, del mismo modo que un ensayismo liberal acompañaba intelectualmente al despliegue puertofranquista del capitalismo insular. Justamente a través del Puerto de La Luz se había dotado la ciudad de una vasta cultura musical, a golpe de escalas de las grandes orquestas y solistas en sus muelles exultantes, camino de los grandes foros musicales de La Habana y Caracas o del Buenos Aires del gran Teatro Colón, que hizo de Las Palmas de Gran Canaria un lugar culturalmente muy privilegiado en ese aspecto. En ese escenario nació Alfredo Kraus Trujillo el 24 de noviembre de 1927. Lo hizo en el histórico barrio de Vegueta, en el edificio que hoy en día alberga a la Casa de Colón, que en ese entonces era la sede del periódico La Provincia. La administración de ese diario la ejercía precisamente el padre de Alfredo, Otto Kraus, un periodista austriaco nacionalizado español. Fue aquél un año político agitado por la eclosión del insularismo grancanario, una reacción al centralismo ejercido por la capitalina isla de Tenerife que finalmente condujo a la división administrativa de Canarias en dos provincias irreconciliables. Una iniciativa abanderada precisamente por el fundador del citado diario, Gustavo Navarro Nieto. Viena, Salzsburgo, Mozart... la música era -y es- indisociable de la mentalidad austriaca. Y la familia Kraus no podía ser una excepción. Menos aún cuando a ello se le unía la propia tradición musical isleña. La ópera, en concreto, constituía una pasión familiar, Otto y su mujer- Josefa Trujillo- no dejaban de asistir a ninguna de esas formidables representaciones en el teatro que la estratégica situación geográfica había entregado a las Islas. En la salita familiar hacían

Historias Isleñas de Ultramar

139

audiciones y se cantaban arias y canciones líricas. Kraus conservaría toda la vida un fonógrafo que su padre le regaló a su madre, en el que escuchaban discos de la casa Edison. "Recuerdo el “Ay, ay, ay” de Fleta, cosas de Schipa, y bastante zarzuela". A los cuatro años comenzó a estudiar piano y a los ocho entró a formar parte del coro infantil del Corazón de María (Colegio Claret), dirigido por el padre Zabaleta, junto con su hermano Francisco. Kraus recibió sus primeras lecciones de canto de María Suárez Fiol de León, una conocida animadora cultural que organizaba reuniones musicales y conciertos benéficos en calidad de miembro de La Sociedad Filarmónica de Gran Canaria. Inició estudios de peritaje mercantil en 1945, pero la opción por una carrera musical iba en ascenso. Alfredo ya acompañaba a sus padres o acudía con los amigos a todas las óperas y zarzuelas que se ponían en escena en Las Palmas de Gran Canaria. En una de ellas la voz del tenor danés Roswaenge lo extasió. Las grabaciones de cantantes italianos como Beniamino Gigli, Maria Caniglia o Gino Bechi no cesaba de hacerlas sonar en el gramófono familiar. En el coro de la Sociedad Filarmónica cantaba Alfredo Kraus desde los diecisiete. Cuando pasó a hacerlo como segundo tenor en la Coral Polifónica de Las Palmas de Gran Canaria, su extraordinario talento vocal ya no pasó desapercibido. Tanto llamó la atención de los aficionados canarios que algunos acabaron influyendo en Otto para que barajara la posibilidad de que su hijo Alfredo se tomara en serio una opción profesional por la música. No debieron de insistir para convencer al padre, ni mucho menos al propio Kraus, que ya se había decantado por la ópera hacía tiempo.

Antonio G. González

140

Acabados los estudios de peritaje mercantil, el padre lo envió a Barcelona en 1948, donde recibió durante dos años lecciones de canto con la profesora rusa Galy Markoff, quien aplicaba un riguroso método científico determinante para el timbre natural y ligero del canario. Durante seis meses -y mientras hacía el servicio militar en Valencia- tomó también lecciones con Francisco Andrés, un famoso profesor ya mayor que impartía una técnica similar a la utilizada por Mercedes Llopart, otra gran cantante y profesora española afincada en Milán. Kraus regreso a Las Palmas en 1954, donde conoció a Rosa Blanca Ley Bird, hija de una familia de origen escocés afincada hacía varios siglos en las Islas. Con ella, y enamorado para siempre, se casaría dos años después. Pero antes de la boda decidió ir a Milán, considerado el centro por excelencia del melodrama musical. En esta ciudad conoció accidentalmente a la propia Llopart. Y con ella concluyó su formación inicial. Bajo su orientación, el cantante canario aprendió a dominar todos los elementos del trabajoso pero eficaz método técnico Lamperti-García de mediados del XIX. Este lento aprendizaje lo indujo a un rigor extremo, que el tenor canario extendió no sólo al propio ejercicio de la voz sino a los demás capítulos relativos a su carrera musical. Viviendo en Milán, Alfredo Kraus quedó finalista del prestigioso Concurso Internacional de Ejecución Musical del Conservatorio de Ginebra. Y en el mismo edificio donde se celebró la final del concurso, al que asistían directores de escena y teatros de todo el mundo en busca de nuevos talentos, firmó su primer contrato. Debutó con el Rigoletto de Verdi en la Real Ópera de El Cairo el 17 de enero de 1956, en el papel del Duque de Mantua, donde también hizo Tosca, de Puccini, al año siguiente. En la capital egipcia, un importante foro operístico de entonces,

Historias Isleñas de Ultramar

141

bordó el papel del Duque, lo que hizo de esta ópera la principal de entre las tres obras del italiano que formaron parte de su repertorio. Un aria, "La donna é móbile", cuya versión sigue considerada aún hoy en día como insuperable, electrizó al público de El Cairo. Su orientación hacia roles lírico-ligeros tras el éxito en Egipto le fue indicada por Mercedes Llopart, que le aconsejo ese repertorio al menos para sus comienzos. Pero Kraus lo convirtió en definitivo, entendió que era el terreno en que podía darlo todo. Y no se equivocó. Apenas tardó cinco años en adquirir proyección a lo largo de un intenso periodo inicial en el que primero lo fue conociendo el público europeo. En Turín hizo La Traviata con el rol de Alfredo Germont el mismo año de su debut egipcio, repitiendo éxito al siguiente en Londres. Pero el despegue definitivo en la vieja Europa lo alcanzaría a través de una serie de deslumbrantes actuaciones. La primera fue La Traviata ya citada en Lisboa, en 1958 con la Callas como pareja. Ella lo acogió primero con recelo, “no quiero más sorpresitas como la de ese tenor canario”, llegó a advertir, molesta, acerca de un aún desconocido cantante que cubría por sustitución el papel para, tras la representación, mostrar su reconocimiento a ese joven isleño de apellido austriaco. Luego haría Alfredo Kraus una memorable Lucía de Lamemoor en el Covent Garden de Londres en 1959, encarnando el papel de Edgardo -uno de sus hitos- y, por último, La Sonámbula, en el Teatro La Scala de Milán en 1960, en el papel de Elvino. Fueron tres momentos de su apertura a la escena internacional en cuyo recuerdo sobresalió siempre su presencia en escena junto a la electrizante Maria Callas. Cuando en una ocasión anterior la había oído cantar Norma le pareció un

Antonio G. González

142

Pronto conquistó también los escenarios de Tokio y Buenos Aires, para en 1962 triunfar en Estados Unidos milagro, "el fin del mundo". La Callas lo "instó a cantar mejor de lo que jamás había hecho en mi vida". Así debió ser, sin duda, pues pronto conquistó también los escenarios de Tokio y Buenos Aires, para en 1962 triunfar en Estados Unidos. Su formación técnica y una acusada prestancia aristocrática -tenía, además, una gran planta física- hicieron que la voz de Kraus irrumpiera entre los Del Monaco, Corelli, Di Stefano, Tucker o Bjorling como un hecho natural. Debutó en ese país interpretando el papel de Nemorino con la Chicago Lyric Opera. Giulietta Simionato se desharía en elogios: "Me hizo pensar que la perfección sí existe en algún caso rarísimo. La perfección, en todo caso, es hoy en día Alfredo Kraus". Fue el comienzo de la intensa relación con los escenarios operísticos norteamericanos, que le llevaría, por ejemplo, en 1965 a interpretar al Duque de su caro Rigoletto en el Metropolitan, para concluir esa gira en Dallas y San Francisco, donde hizo Werther, otro capítulo aparte del tenor. Una excepción que vino a confirmar la regla de este rigor selectivo, centrado en el repertorio lírico-ligero, fueron sus breves incursiones mozartianas. En 1968

Historias Isleñas de Ultramar

143

En 1968 causó auténtica sensación en Salzsburgo, encarnado al Don Ottavio de Don Giovanni, con Nicolaj Ghiaurov en el papel principal causó auténtica sensación en Salzsburgo, encarnando al Don Ottavio de Don Giovanni, con Nicolaj Ghiaurov en el papel principal y bajo la dirección de Von Karajan al frente de la Filarmónica de Viena. El papel lo repitió al año siguiente en Roma con la orquesta de la RAI, dirigida esta vez por Carlo María Giulini. E, igualmente, interpretó otro papel al año siguiente también en el festival salzsburgués en Cosi fan tutte, acompañado por la batuta de Karl Böhm. El temido y admirado Von Karajan y Alfredo Kraus coincidían plenamente: La caracterización central de todas las óperas mozartianas descansaba en los recitativos, a los que había que prestar la máxima atención, por contraste con la lectura habitual que solía hacerse de este compositor. Pero el director alemán preocupó al tenor canario cuando le conminó a que se ejercitase sólo en esos recitativos durante tres semanas. Cuando Kraus le preguntó por la insólita indicación no recibió de Karajan uno de sus paralizantes alardes de soberbia sino el mayor cumplido: “No se preocupe de las arias, yo sé como canta usted”. La debilidad del legendario y todopoderoso director con este tenor isleño de apellido austriaco lo llevó incluso a aceptar una explicación

Antonio G. González

144

igualmente insólita que Kraus le dio para rechazar de forma inapelable el contrato que le había dejado en su camerino para repetir en el verano de 1970. No podía eludir las vacaciones con su familia en Lanzarote que, además, eran un período de descanso que su voz reclamaba. “Váyase tranquilo, que yo tengo un gran respeto por usted y por su arte”, respondió Karajan. Kraus regresó estrictamente al repertorio clásico francés e italiano, el de los siglos XVIII y XIX, que siempre consideró el adecuado a su registro. Rigoletto acabó convertido en un símbolo que paseó por el mundo. Los ya citados, así como Donizetti (La hija del regimiento, Lucrecia Borgia o Linda de Chamounix) o Bellini, que habían sido los creadores de los grandes héroes líricos de la ópera, dominaron en la vida artística de Kraus. Pero, a su Duque de Mantua, en Rigoletto, no le fue a la zaga la interpretación del rol principal de Werther, el del propio poeta, con el que andando el tiempo alcanzó al más absoluto virtuosismo. Su debut con esta ópera de Massenet había tenido lugar ya en 1965 en el Teatro Municipal de Piacenza (Italia) con Ana Maria Rota y Franco Bordón como Carlotta y Alberto. Kraus bordó “Pourquoi me reveiller”, el difícil aria del acto tercero, con una tersura y brillo en la línea de canto, un alarde de capacidad para la regulación, una igualdad absoluta de registros, un fraseo exquisito y una dicción tan impecable del francés que el teatro literalmente se vino abajo. Y le abrió de par en par las puertas del circuito italiano, que era entonces la gran obsesión del tenor. “Primero está el circuito italiano, luego el resto del mundo”, decía. La técnica vocal de este canario rubio y de ojos azules, capaz de acometer unos agudos tan poderosos y timbrados y unos graves tan coloreados, se combinó en Werther con una extraordinaria afinidad escénica de Kraus con el héroe trágico

Historias Isleñas de Ultramar

145

de Massenet, que alternaba a la perfección intimismo y pasión en escena. Lo demostró una y otra vez con esta ópera, con la que se ganó en 1970 a Roma y en 1984 a París. "Desde que cantó Werther por primera vez en Roma está considerado como su mejor intérprete", resaltó Opera Internacional. A partir de entonces el tenor canario desarrolló una dilatadísima vida artística, inusualmente larga, que alcanzó los cuarenta y cuatro años en escena. Nunca dejó el nombre de Alfredo Kraus de estar dominado por ese extremo rigor selectivo, sustentado en una implacabilidad de factura germana a la que quizás su origen austriaco no fuera ajeno. Y no afectaba esta marca característica del tenor sólo el repertorio sino que incidía en el número de representaciones que aceptaba -siempre por debajo de la media de cantantes de su categoría- de entre la tormenta de ofertas que le acosaban. No cedió al ritmo marcado por una voz entregada al refinamiento, que se retaba a sí misma una y otra vez en el horizonte del virtuosismo, por tentadoras que fueran algunas propuestas, a diferencia de lo que hacían la mayoría de los divos de la ópera. Todo ello, unido a un estilo exquisito, en lo vocal y en lo escénico, hizo de Kraus el mejor tenor ligero de su generación y, sin duda, uno de los grandes del siglo XX. Fue la suya una trayectoria que finalmente lo consagró como el último gran cultivador de las formas selectas del canto, el último caballero del bel canto. De hecho la creciente conversión de este arte en espectáculo mediático para masas fue una tendencia frente a la que Kraus siempre se mostró crítico, por entender que el modo en que muchos tenores actuaban dejaba de ser arte para convertirse en un mero show.

Antonio G. González

146

No era actuar al aire libre lo que el tenor canario rechazaba, pues él mismo aceptó hacerlo ya en 1962 en la plaza de toros de Alicante y también en el Estadio Insular de su ciudad natal, ni tampoco la voluntad de democratizar un arte elitista, sino la banalización y la pérdida de calidad que entendía que estaba teniendo lugar por esa suerte de espectacularización mediática ajena al rol de la ópera. Lo cierto es que un tenor para el que el reposo de la voz lo llevó no sólo a descansar implacablemente un mes cada verano en su magnífica villa lanzaroteña, sino a plantear desplazamientos en barco sólo con el mismo objeto, no habría de casar en modo alguno con esa aceleración requerida por el show. En su etapa de madurez, Kraus decidió convertir también su experiencia musical en magisterio impagable. Lo hizo en Perugia, En Nueva York –impartiendo clases en el Lincoln Center- en el Liceu de Barcelona, en la Escuela Reina Sofía de Madrid, en Santander y también en su ciudad natal. No en vano Las Palmas de Gran Canaria se convirtió en sede de la final del Concurso Internacional de Canto Alfredo Kraus. Su labor docente vino naturalmente determinada por su decisión de darle continuidad a una técnica ardua y compleja, incluso polémica y debatida pero que –a los hechos cabe remitirse- hizo del tenor canario, que le otorgó siempre la máxima importancia, un hito musical. Cuestiones como la correcta posición del sonido en las cavidades faciales de la resonancia o una determinada manera de respirar con el diafragma así como también de contener la respiración entre éste y las citadas cavidades, eran para Kraus la clave para un canto natural, sin sensación de esfuerzo ni forzamientos de la voz. El modo por el cual las notas, sobre todo las altas, se alojaban exactas y con una naturalidad que la mayoría sólo logra con el denostado recurso a la técnica del falsetto.

Historias Isleñas de Ultramar

147

La faceta docente, cursada con la colaboración del también tenor canario Suso Mariategui y del pianista Edelmiro Arnaltes, dio resultados. De su mano surgieron cantantes de todos los registros, alguno de los cuales entraron en el siglo XXI al mayor nivel, como fue el venezolano Aquiles Machado. El tenor isleño mantuvo hasta el final sus facultades prácticamente intactas. El crítico Guillermo García-Alcalde recalcó en su día en el diario La Provincia/DLP cómo Alfredo Kraus cantó "tres Lucías (Lucía de Lammemoor) apoteósicas en la Deutche Oper de Berlín durante la Semana Santa de 1998", fechas en las que, por lo demás, era difícil llenar el aforo como él hizo, pues colgaba el cartel de “no hay entradas” en la apabullante oferta cultural berlinesa. Fue la muerte de su esposa, Rosa Blanca, una mujer con la que alcanzó la mayor compenetración y con la que tuvo cuatro hijos, lo que acabó por debilitarlo profundamente en su ánimo para luchar contra el cáncer que acabó con su vida. Nunca superó esa pérdida. Tras enviudar, reapareció en el Teatro Real, e incluso zanjó después una cierta deuda en las Islas al cantar en el Auditorio que lleva su nombre en Las Palmas de Gran Canaria el año anterior. Murió el 10 de septiembre de 1999, siendo enterrado en Boadilla del Monte (Madrid) junto a su mujer. Al día siguiente, Il Corriere de la Sera fue terminante. El periódico romano señalaba en un editorial: "Kraus es el último tenor ligado a un concepto aristocrático y casi real del arte (...) Kraus cierra un siglo como Caruso lo abrió, como testimonio de un valor que se llama estilo".

LA AVENTURA AFRICANA

150

CAPÍTULO TRECE EL MARQUÉS ESCLAVISTA

-Señor de Lanzarote y Fuerteventura, Agustín de Herrera y Rojas llegó a capturar mil

doscientos esclavos en Berbería a mediados del siglo XVI

-Actuó como agente de Felipe II en África y tuvo una compañía de milicias morisca que se desplegó en Madeira

Historias Isleñas de Ultramar

151

Hijo y nieto de nobles variopintos, entregados al gobierno del señorío insular y a la incursión esclavista en Berbería y Guinea, Agustín de Herrera y Rojas no tenía aún dieciocho años cumplidos cuando fue jurado como señor de Lanzarote y Fuerteventura el 10 de agosto de 1545. Lo primero que hizo fue organizar una incursión de represalia en tierras moriscas para vengar la muerte violenta de su padre, Pedro Fernández de Saavedra. Éste había caído en un ataque al puerto de Tafetana durante una operación militar que le había sido ordenada por el propio Carlos V. Sería el comienzo de una vida de aventuras en la que Agustín de Herrera llevaría más lejos aún estos episodios familiares. Herrera y Rojas, luego primer Marqués de Lanzarote, es uno de los personajes más importantes de la Canarias del siglo XVI. Es su historia, en consecuencia, un episodio fundacional isleño. Y, a su vez, constituye una expresión del carácter hondamente mestizo de la sociedad insular surgida a raíz de la Conquista. Su trayectoria vital, además de constituir una trama novelesca, se ha

Antonio G. González

152

convertido en un paradigma de la aventura canaria en África, en donde Herrera llegó a ser el hombre clave para la política de Felipe II. La de África fue la primera de las tres grandes aventuras oceánicas de las Islas, como, a su vez, el Archipiélago había sido algunos siglos antes un capítulo, aún entre brumas, de las tribus beréberes de la áspera ribera noroccidental africana. En todo ese ir y venir constante de los territorios insulares, las largas andanzas de Herrera muestran cómo esas mismas riberas se convertirían desde comienzos del XVI en la primera gran fuente de riqueza de la sociedad isleña a través del comercio pero, sobre todo, de la trata de esclavos negros y bereberes a gran escala, de la que se registran testimonios documentales desde 1507. Este colosal negocio conformó un comercio organizado en tales dimensiones que, incluso, cuando las cabalgadas fueron prohibidas por Felipe II en 1572, habida cuenta de la amenaza de una venganza militar norteafricana a gran escala contra España, Herrera exigió por sus servicios a la Corona una licencia especial para continuar con ellas. Y obtuvo ese favor, lo que da cuenta de lo estratégico de su papel en el Magreb para los Austrias, aún cuando tal licencia acarrearía consecuencias seriamente negativas para la tranquilidad insular a causa de las iras berberiscas. La trata de esclavos duró hasta bien entrado el siglo XVI, e incluso fue retomada siglos después, en el período contemporáneo, ante la demanda de mano de obra de los cultivos de azúcar y cacao de América. Todo ese entramado de sincretismo que dio lugar a la sociedad insular de la era moderna apareció plasmado en la genealogía de Agustín de Herrera. En los orígenes del Marqués de Lanzarote concurrían los primeros conquistadores normandos, como Jean de Bethencourt, las primeras familias castellano-andaluzas

Historias Isleñas de Ultramar

153

que se hicieron con el Señorío de Canarias, como sus bisabuelos Diego García de Herrera e Inés Peraza -amante desterrada de Fernando el Católico-, y también la antigua estirpe prehispánica de los primeros reyes de Lanzarote. Desde la cuna fue, por tanto, Herrera y Rojas ese paradigma de sociedad atlántica, de aluvión, que acogió en su seno a gentes de toda Europa y de modo particular a comerciantes normandos, genoveses, malteses, catalanes, mallorquines, británicos, así como a importantes judíos conversos procedentes de Portugal, que pronto harían del Real de Las Palmas un punto caliente de su poderosa red internacional de negocios. La sociedad insular de la época se fue convirtiendo, en definitiva, en una expresión renacentista y en insignia de la mundialización resultante tras la llegada de los europeos a Indias. Al bagaje nobiliario añadía Agustín de Herrera el patrimonio heredado de su madre, Constanza Sarmiento. El futuro marqués poseyó así cinco doceavas partes del Señorío de Lanzarote y Fuerteventura, por ese entonces fraccionado a vueltas de un sinfín de disputas que luego permitiría a la Corona retomar los derechos de conquista de las islas mayores. Sin embargo, Herrera lo incrementó con adquisiciones a sus propios parientes, hasta hacerse con once de las doceavas partes de ese señorío. El interés por el África atlántica entre las potencias europeas llevaba ya un siglo convertido en una sucesión de disputas políticas. Se trataba no sólo de un interés económico vinculado a las capturas y tráfico de esclavos en un contexto europeo marcado por un acusado declive demográfico y, por lo tanto, escasez de mano de obra. La creación de nuevas rutas comerciales, sobre todo para el oro transportado

Antonio G. González

154

desde el corazón africano, que era una zona extractiva fundamental para el sistema financiero del Viejo Continente, y la necesidad de nuevas pesquerías que completaran a las nórdicas tradicionales también cifraban la atención hacia África. La penetración militar para la dominación política era, por tanto, un objetivo largamente acariciado. En torno a esos objetivos anduvieron los familiares de Herrera, al menos, desde que su bisabuelo, Diego García de Herrera, señor de Canarias, obtuviera del rey castellano Enrique IV, padre de Fernando el Católico, la posesión de la costa africana entre Cabo Aguer y Cabo Bogador. Allí estableció Diego de Herrera varios emplazamientos, como Santa Cruz de Mar Pequeña, cuya motivación inicial fue la penetración comercial pacífica. Pero estas cabalgadas, realizadas en las zonas colindantes para no entorpecer el comercio y el reparto territorial con los portugueses, se volvieron permanentes ya en el siglo XVI y traspasaron con creces los límites territoriales asignados a los señores de Canarias, permitiendo cierta dominación política sobre el territorio. Este modo de actuar no dejaba de ser la expresión de una mezcla de mentalidades al borde de un período de cambio histórico. El imaginario del señorío medieval, sus alardes de valor cristiano y sus arremetidas contra los infieles como signos del demonio se cruzaban ya de plano con la nueva lógica del comercio renacentista, del espíritu de empresa. Agustín de Herrera superó a todos sus antecesores en la aventura africana. No sólo los sobrepasó por el volumen de su tráfico esclavista, con el que llegaría a capturar en diecisiete expediciones a más de mil doscientos moriscos, sino sobre todo por la dimensión política que con el tiempo fue adquiriendo su papel en Berbería para la Corona castellana.

Historias Isleñas de Ultramar

155

El negocio esclavista consistía en suministrar fuerza de trabajo para los ingenios azucareros, en especial a los de Gran Canaria, y para tareas agrícolas de subsistencia en las demás islas orientales. Ése era el destino de los bereberes pobres. Pero cuando los capturados tenían bienes, o contaban con valedores, se iniciaban negociaciones para su rescate. Y se hacía, además, a cambio de esclavos de raza negra de Guinea, que eran codiciados en los mercados esclavistas de Europa, "a razón de varias piezas por cada moro liberado", según Rumeu de Armas. Tales intercambios permitían, a su vez, a los ingenios azucareros isleños contar con una mano de obra negra más barata que la que se obtenía en los mercados portugueses de Goreé y Cabo Verde. Las expediciones esclavistas de Herrera le ocuparon entre los años 1550 y 1572. Se organizaban a lo grande, con gran despliegue de medios. El noble isleño contrataba los servicios de pilotos, expertos conocedores de la costa africana, negociaba con ellos el fletamento y, a su vez, armaba buques para doscientos y hasta trescientos hombres, entre los que muchos eran sus vasallos. Otros eran moriscos formalmente conversos, capturados en entradas anteriores, que llegaron a constituir una compañía de milicias a las ordenes de Herrera de la que mucho receló la Inquisición. La fuerza de esta compañía la llevó a ser la que acompañara al Marqués cuando, como capitán general de Madeira y Puerto Santo, debió pacificar estas islas en 1582 por encargo de Felipe II. Casado con Inés Benítez de Cuevas por esas fechas, con la que no tuvo hijos, Agustín de Herrera fue también un mujeriego, que no sólo mantenía diversas amantes en su isla, sino que mantenía relaciones habitualmente con moriscas en sus aventuras africanas. Bernardina de Cabrera y Bethencourt, una mujer casada con el genovés Teodoro Espelta, le dio finalmente dos hijas, Juana y Constanza.

Antonio G. González

156

Los saqueos en Berbería encendieron las iras de los jeques ribereños y las quejas obligaron al Rey de Fez, ambiguo siempre en su relación con España, a ordenar una ofensiva naval de castigo a Lanzarote De ellas, la segunda, llamada como la madre del noble isleño, fue su legítima heredera. Teodoro Espelta apareció un día muerto detrás de su casa y a las niñas acabó criándolas la primera mujer de Herrera y Rojas, después de que la madre legítima, Bernardina, ya viuda, tomara los hábitos en Madeira. Sin embargo, no fue una infancia tranquila la que tuvo su familia. Los saqueos en Berbería encendieron las iras de los jeques ribereños y las quejas obligaron al Rey de Fez, ambiguo siempre en su relación con España, a ordenar una ofensiva naval de castigo a Lanzarote, aunque también obedeciera a su nuevo deseo de perturbar la vida española. Tres ataques devastadores se sucedieron y obligaron a la población a luchar durante meses contra las expediciones organizadas desde las plazas piráticas de Salé y, luego, de Argel. Pero lo que inicialmente fue una operación de castigo contra los canarios, finalmente se convirtió en un negocio disperso y fuera del control de los jefes políticos magrebíes. Tanto ocurrió así que durante el tercero de los citados ataques, iniciado en 1586 y comandado por Morato Arráez, fueron

Historias Isleñas de Ultramar

157

Morato Arráez había partido de Argel para atacar la costa portuguesa del Algarbe, si bien, para evitar una emboscada que le tenían preparada los lusos, enfiló hacia Lanzarote apresadas la mujer de Herrera y Constanza, su segunda hija, constituyendo las piezas mayores de una captura en la que se calcula que se prendieron a cientos. Arráez era un buen conocedor de las Islas. Había partido de Argel con el mandato del Sultán de atacar la costa portuguesa del Algarbe si bien, para evitar una emboscada que le tenían preparada los lusos, enfiló hacia Lanzarote, no sin antes recalar en Salé. En este barrio de Rabat incrementó sus fuerzas con otros trescientos moros, resultando de ello una flota combinada argelino-marroquí con la que atacó a las islas del Marqués. Fue un hecho del que el sultán argelino, aliado más firme de España que el Rey de Fez, no quiso saber nada. Se había quizás ido demasiado lejos y cortó sus lazos con Arráez. Largas negociaciones se entablaron hasta la devolución de las dos mujeres en Marruecos, pero en ello no sólo se estaban dirimiendo asuntos de venganza o motivaciones económicas, sino cuestiones políticas. Todas estas circunstancias se derivaban del hecho de que Agustín de Herrera había actuado en el norte de África como el agente de Felipe II, a cuyo consejo real pertenecía. De este modo, en el

Antonio G. González

158

rescate de su familia se tejieron nuevos compromisos políticos. Herrera era bien conocido y respetado en ambas cortes, dado su papel estratégico y su control de fuentes privilegiadas de información en las relaciones ribereñas. Así lo muestra el hecho de que fuera él quien dio cuenta a Felipe II de la muerte del rey Sebastián de Portugal durante su expedición africana, un gran desastre militar tras el que la corona portuguesa pasó a la casa de Austria. Sus despachos en Madrid no eran infrecuentes. De esas estancias surgió, por otra parte, una vida cortesana, de la cual derivó una segunda boda, con Mariana Manrique. Pero la tranquilidad de la corte fue episódica en la vida del primer peón de Felipe II en África. La gran inestabilidad política de esta zona obligaba a Herrera a un permanente, complejo y arriesgado juego. A veces la tarea del marqués consistía en hostigar a los alarbes del sur de Marruecos para forzar un entendimiento entre los xarifes y el monarca español, pero otras veces tenía que luchar, incluso con su compañía de moriscos, contra el Xarife de Salé o el propio rey de Fez. No en vano, fueron estos caros servicios políticos los que le reportaron el título de marqués y los que, a su vez, le dispensaron un trato especial, del que habla por sí solo el hecho singular de que el monarca le permitiera continuar con las cabalgadas en exclusiva una vez prohibidas en 1572. Felipe II, un ferviente africanista, fue incluso más lejos y, de una manera inaudita, llegó a anular las cortapisas que el Santo Oficio pretendió imponer a la compañía de moriscos de Herrera. Hasta tal punto era clave su papel en África. Fue la muerte de Herrera, acaecida poco después, un signo del fin de las acciones canarias a gran escala en África. Con Herrera también concluyó la aventura africana hispana durante siglos. La fuerza creciente de la dinastía jerifiana consolidó vínculos tribales en el territorio magrebí, reduciendo el margen de la

Historias Isleñas de Ultramar

159

injerencia extranjera, y sobre todo el imparable viraje de los intereses españoles hacia América trajeron consigo el comienzo de una nueva época.

160

CAPÍTULO CATORCE CORSARIO DE LEYENDA

-Alí Arráez Romero, un pescador del Real de Las Palmas, fue capturado por

moriscos y trasladado a Argel en el siglo XVII; se hizo un corsario de renombre y llegó a ejercer de embajador de esta plaza pirática en Constantinopla

-El poder y la leyenda de este renegado isleño fue tal que, décadas después de su

muerte, las moras norteñas solían repetir a sus hijos: "Has de ser moro fino como Alí Romero. Alá te haga como él”

Historias Isleñas de Ultramar

161

No pocos corsarios berberiscos fueron, en realidad, canarios cuando la piratería emergió con fuerza a finales del siglo XVI. El final de la guerra entre los Estados del Mediterráneo fue lo que la posibilitó y ese momento alcanzó su época dorada. Una serie de ciudades, entre ellas Argel, vivirían entonces de tales prácticas. Salé sería otro de los focos piráticos, situado en la costa atlántica. Era un barrio costero de la ciudad de Rabat cuya vida corsaria engrosaron moriscos extremeños que renegaron cuando esta plaza comenzó a ser temida. Salé, desde donde se atacaría de manera brutal a Lanzarote, sería, junto con la república pirática de Argel, el mayor centro de hostigamiento de las costas canarias en el siglo XVII y comienzos del XVIII. Del corso hicieron un modo de vida muchos de los isleños que en su día habían sido capturados generalmente en tareas pesqueras por los moriscos. El caso principal fue el de Alí Arráez Romero, pescador del barrio de Triana (Las Palmas de Gran Canaria), apresado y llevado a Berbería, que llegó a ser el mayor corsario de Argel. Sin embargo, Romero iría más allá, como veremos, e intentó crear una red comercial con Canarias a través de Cádiz, llegando a entrar en tratos con el

Antonio G. González

162

Obispo para el rescate de cautivos canarios. Tal fue su poder que ejerció como embajador de esta pirática ciudad en Constantinopla, la capital del imperio turco, donde Romero quiso organizar un ataque a la plaza española de Orán. Y es que Canarias y África son una vieja historia de ida y vuelta. Toda la captura de esclavos en Berbería por parte de los señores de Canarias a lo largo del siglo XVI fue, con el tiempo, devuelta por los berberiscos. El corso bereber hizo pagar a los isleños con la misma moneda, sobre todo a partir de la segunda mitad de ese siglo, en el que arrasaron en múltiples ocasiones Lanzarote y Fuerteventura. A tal extremo llegó el saqueo que Felipe II prohibió las cabalgadas canarias, pero era ya tarde. Las incursiones piráticas o corsarias de navíos o flotillas procedentes de Argel, Larache, Sah, Túnez o Salé se disparó en el siglo XVII por todo el Mediterráneo y una franja del Atlántico Oriental. En esas costas de las islas orientales fueron capturados muchos cristianos por los que, en algunos casos, los bereberes reclamaban un rescate, como habían hecho los mismos isleños en toda la costa ribereña, llegando a contarse por centenares los canarios apresados. A los efectos, los calificaban recabando informes de las más diversas maneras, siendo una de las más obvias el hecho de mirarles la palma de las manos, cuyo estado revelaba sin trampa la condición social. Era un negocio que los mismos berberiscos perfeccionaron después de siglos de práctica pues las racias de las tribus del Atlas y Saguía El Hamra en el África subsahariana venían de tiempos inmemoriales. En el capítulo anterior quedó registrada una buena muestra de rescate, cuando el propio Agustín de Herrera y Rojas, principal esclavista canario, hubo de negociar la vuelta de su mujer y de su hija, Inés Benítez y Constanza Herrera,

Historias Isleñas de Ultramar

163

desde Marruecos en 1586, apresadas durante una expedición de Morato Arráez a Arrecife, que arrasó la isla e hizo huir a la población. Sin embargo, muchos canarios con nada que ofrecer a cambio de su regreso, como fue el caso de Alí Romero, fueron mantenidos esclavos. Por ello en ocasiones optaban por renegar de la fe católica o llegaban, incluso, a integrarse en las tareas corsarias. Renegar de la religión sería cosa habitual entre los canarios capturados. La imposibilidad de obtener dinero para el rescate y la necesidad de mejorar su vida y lograr ser libres en Berbería eran causas más que obvias de tal disposición. La historiografía insular estima que renegaron al menos la mitad de los isleños enfrentados a esa difícil situación. Con todo, se trataba en muchos casos de un episodio más formal que en verdad espiritual, de mera supervivencia, pues, al igual que sucediera con tantos judíos conversos, muchos siguieron profesando en secreto su fe originaria, o bien, si no lo hacían, mantenían el vínculo cultural originario. Era común que los renegados ayudaran a cristianos esclavizados en ciudades musulmanas. Alí Romero vivía en la calle de Triana, del Real de Las Palmas, con su madre, su padre Juan Romero, y varios hermanos, uno de los cuales, Felipe, emigró a América. Por lo que luego se verá, sabía mucho de marinería, con lo que todo apunta a su condición de pescador, como tantos lo eran en los alrededores del muelle de San Telmo. Siendo las aguas canario-saharianas su destino de una u otra manera, Alí Romero fue capturado por corsarios moriscos en torno a 1655, siendo aún un adolescente. Trasladado a Argel, el joven fue allí vendido a un patrón armador llamado Trique. No se conocen más circunstancias de este episodio pero, de una forma

Antonio G. González

164

habitual, los pescadores canarios eran apresados en alta mar, frente a las costas saharianas. Ello hizo de la profesión de Romero una labor tan peligrosa como bien remunerada, lo que a su vez explica el altísimo valor alcanzado por la salazón de pescado en la dieta isleña. Además, su importancia para los barcos que se dirigían a Indias era capital, de modo que en épocas difíciles en el banco canario-sahariano llegó a importarse de Holanda. Romero, ya esclavo, comenzó siendo el contramaestre de un navío con el mencionado patrón y se hizo musulmán, adoptando el nombre de Alí Arráez Romero al poco tiempo. Este hecho lo justificaría después por "la inocencia de mi niñez" pero nunca abjuró con claridad de su nueva religión, aunque al final de su vida se confesara con un monje en Argel. Debió tener éxito, pues pronto Alí se hizo con otro barco mayor, con el que entre 1668 y 1675 llegó a conducir a Argel a más de treinta navíos como presas. Del poder alcanzado en ese puerto, que se había convertido en una república pirática unos años antes aunque bajo la soberanía nominal del imperio turco, da cuenta el siguiente episodio: En 1668 Romero capturó un navío inglés en el que viajaba Lorenzo Santos de San Pedro, regente de la Audiencia de Sevilla, que retornaba de un viaje a las Islas. Inglaterra exigió de las autoridades de Argel la liberación por el corsario canario de este alto cargo, sobre todo para evita malentendidos innecesarios con España, y la devolución del barco. Pero Alí se negó a devolverlo. E Inglaterra no sólo no consiguió su propósito con lides diplomáticas sino que tan siquiera rescató el navío a pesar de bombardear la ciudad meses después. Sólo hubo arreglo mediante una fabulosa suma de dinero, que Romero, para compensar los perjuicios causados, donó enteramente a la ciudad.

Historias Isleñas de Ultramar

165

Por entonces el puerto de Argel había alcanzado gran prosperidad con las actividades corsarias. Llegó a contar a finales del XVII con cerca de treinta y cinco mil esclavos de orígenes diversos. En cuanto al sistema político, aunque los turcos designaban cada año a un pachá y a un gobernador, la ciudad era regida en la práctica por una suerte de aristocracia local. Ésta la constituían dos grupos: los corsarios y las tropas jenízaras, aunque los comerciantes, engrosados con los moriscos llegados de Portugal y España, llegaron a tener gran relevancia social. Atraídos por la opulencia económica, afluyó gente de todas partes a esta ciudad cosmopolita en la que un esclavo renegado podía, si se daban las circunstancias, ocupar los mayores cargos. Documentos de la Inquisición revelan que Alí Romero adquirió una condición legendaria como corsario, en cuya flota acabó empleando a un hermano, varios primos y a otros canarios renegados. En un testimonio ante el Santo Oficio se declara: "Que es tan fino moro y de tanto nombre que las moras le dicen a sus hijos, hijo mío, has de ser moro fino, y contestan que sí, y ellas replican si has de ser tan fino como Alí Romero, y ellos responden que sí, y las dichas moras les dicen Alá te haga como él." Tenía el canario un fastuoso palacete en Argel, acorde con su posición social, que hizo decorar con frescos realizados por otro cautivo isleño, José de Araujo, que luego actuó como agente comercial suyo en Cádiz y Las Palmas. En esta residencia prestaban servicios domésticos más de treinta personas, sobre todo cristianos y renegados. Frente a éstos adoptó siempre una marcada actitud favorable. Y, en particular, pagaba los rescates de todo los canarios que podía o les prestaba fondos que luego les exigía, si bien con escaso éxito, en muchas de las ocasiones después de que su propia flota los capturase en las aguas o costas de

Antonio G. González

166

las Islas. Otro testigo en un proceso del Santo Oficio sobre las relaciones de Romero con comerciantes canarios, Mateo Luis, llegó a declarar que "Alí, por cincuenta pesos, no deja cautivo en Argel". Sin embargo, el corsario de origen isleño llegó a hartarse de no cobrar. Los impagos los protagonizaron incluso algunos familiares cercanos, capturados por el corso argelino y liberados gracias a su mediación y finanzas. Dándole vueltas al modo de cobrar lo adeudado, advirtió así la posibilidad de convertir el origen de tales deudas en un negocio de intermediación, habida cuenta de la creciente actividad pirática y corsaria en tierras isleñas. Con el propósito de hacerlo, llegó a estar en tratos con el Obispo de Canarias, al que remitió cartas y joyas, que le había regalado el propio sultán de Turquía. De esta manera el obispo garantizaba el cobro de los préstamos por rescate, a cambio de un porcentaje teniendo que remitirse las sumas devueltas "a una tal doña Estefanía, en Cádiz", con la que el pintor tinerfeño protegido por Alí Romero actuaba de mediador. La relación con el citado sultán, todopoderoso en esta época, hubo de ser bien estrecha, ya que Alí Romero fue designado unos años después como embajador de Argel en Constantinopla. Una vez en la capital turca, el isleño se mostró tremendamente activo en la consolidación del estatus de Argel como una plaza con autonomía, consolidada a cambio de los importantes favores de las flotas piráticas de esta ciudad al turco en el saqueo marítimo y en el vasallaje territorial y control de la zona para ese imperio. Existe un elocuente documento de la época en el que el cónsul genovés en esa ciudad informa a la Corona en 1683, fecha de la estancia de Romero, que el corsario “El Canario" está organizando una importante flota y que ha ido a pedir armas al sultán para invadir Orán, que era una preciada plaza española.

Historias Isleñas de Ultramar

167

Sin embargo, como se ha puesto de manifiesto, no fue Alí Romero un simple jefe corsario dedicado al saqueo y, de manera residual, al negocio incierto del rescate de supuestos compatriotas en las Islas. Y no lo fue no sólo por su vertiente política, de por sí bastante ilustrativa de su singularidad personal. El canario se dotó igualmente de una auténtica mentalidad mercantil e intentó establecer un comercio regular a través de un corresponsal en las Islas con las mercancías capturadas con el corso. Su agente fue, de nuevo, el citado Araujo, al que liberó y envió a Cádiz con diez mil pesos en mercancía, lo que constituía toda una fortuna para la época, para su venta allí y en Las Palmas. Romero le prometió enviarle más a través de barcos ingleses con los que, a su vez, andaba en otros tratos comerciales. Al agente tinerfeño, sin embargo, lo apresaron en Cádiz y las mercancías fueron confiscadas. Ante tal revés, Alí intentó con éxito algo propio de un personaje que era algo más que un corsario, pues revelaba su poder político en la escena mediterránea. Envió emisarios a Cádiz y Madrid para que negociaran el levantamiento del embargo, a los que recibieron las autoridades españolas. “El Canario” estaba casado con una hija de Chirivino -otro afamado pirata- y tuvo varios hijos que no han dejado la menor pista. Nunca regresó a las Islas, lo que vuelve a poner de manifiesto el carácter doblemente fronterizo de su historia, entre dos épocas y entre dos territorios. Al final de su vida, ya muy enfermo, el corsario se confesó con Fray Antonio Romero, pero el religioso refirió luego en Las Palmas que no estaba claro que hubiese renegado del Islam. Alí Arráez murió en Argel.

168

CAPÍTULO QUINCE UN TINERFEÑO EN TRÍPOLI

-Vendido con su hija como esclavos en Argel en el siglo XVII, Fernando Álvarez de

Rivera fue separado de ésta y enviado a Trípoli, donde lo liberaron e hizo carrera política, llegando a trabajar como secretario del virrey

-Ana Álvarez fue obligada a renegar del catolicismo con sólo siete años, adoptando

el nombre de Joshani, se casó y tuvo hijos con el descendiente de un famoso corsario

Historias Isleñas de Ultramar

169

La historia rocambolesca de Fernando Álvarez de Rivera no deja de ser otra viva expresión del trasiego del tráfico esclavista registrado en torno a Canarias a lo largo de los siglos XVI y XVII, aunque tales prácticas comenzaran antes incluso de la Conquista de las Islas. Pero es esta historia también un episodio tierno y, a la vez, dramático de amor filial. Como se ha abordado en capítulos anteriores, las entradas isleñas en la costa norafricana, entre Cabo Aguer y Cabo Bogador, en busca de presas humanas y de ganados, pronto fueron respondidas con ataques piráticos a Canarias y con la captura de isleños por parte del corso berberisco y de gente de toda índole. Los raptos se producían tanto en alta mar, sobre todo durante las faenas pesqueras en aguas saharianas, como en el suelo de Fuerteventura y Lanzarote, e incluso esporádicamente en las islas más occidentales. Los ataques y saqueos se organizaban desde los refugios piráticos de Salé, un barrio de Rabat, y Argel. Algunos años después del primer ataque de Berbería a Canarias, de Argel partieron los corsarios que en 1635 capturaron a Álvarez de Rivera, su mujer y una hija

Antonio G. González

170

recién nacida en aguas de Tenerife cuando regresaban del Brasil. Por lo general, no eran personas de relevancia social las que sufrían en Canarias estas suertes, puesto que las flotillas berberiscas que hacían el corso en las Islas no eran grandes, y solían preferir apostarse en recodos de la franja costera para atacar a barcos pesqueros y a pequeños cargueros que continuamente entraban y salían. Sin embargo, no fue Álvarez de Rivera, ni mucho menos, el primer miembro de una familia principal en ser apresado. Entre las grandes operaciones de corsarios figura la protagonizada por una flota de mil hombres que arrasó media centuria antes, en 1586, Lanzarote, de donde se llevaron a cerca de cuatrocientos canarios, entre ellos, a la mujer y la hija del Marqués de Lanzarote, como se relata en el capítulo trece. Por entonces Canarias vivía entregada a una densa y agitada intemperie atlántica y sería indistintamente origen y destino, verdugo y víctima, y, en cualquier ocasión, un escenario caliente de las relaciones hispano-africanas durante el período moderno. Lo hispano y lo africano se daban la mano en las Islas de un modo que sólo tiene lugar en la frontera. Convivían, se mezclaban hasta la simbiosis y finalmente se confundían. Antes de volver a Álvarez de Rivera, veamos un ejemplo de este sincretismo. Es el caso de Mulaid Rais, uno de las más célebres figuras de Salé, que no sólo conocía bien sino que, incluso, había vivido en Lanzarote antes de atacarla. Rais era, en realidad, el nombre musulmán de Jans Jansz, un renegado holandés que había combatido en su país contra el dominio español como corsario, tras lo cual tendría que huir, habiendo llegado hasta Arrecife en uno de esos barcos holandeses que comerciaban con Canarias incluso en tiempos de las guerras de

Historias Isleñas de Ultramar

171

Flandes. En Lanzarote fue capturado por los berberiscos en la invasión de 1618 y trasladado a Argel, donde se hizo musulmán. Dada su pericia náutica, se colocó como piloto del pirata Solimán Seis. Luego se trasladó a Salé, donde con el tiempo fue el primer presidente del diván de dieciséis miembros que gobernó esa ciudad, dependiente del Sultán no sin antes, en un acto de una osadía sin igual, atacar Reykiavik (Islandia) en 1626, de donde regreso a su emplazamiento mediterráneo con algo más de ochocientos esclavos. En este escenario, el segundo caso de un personaje relevante capturado por los corsarios de Berbería en las Islas fue justamente Fernando Álvarez de Rivera. Hijo del regidor de Tenerife Hernando Álvarez de Rivera y de Ana Calvo, su barco resultó abordado por una flotilla pirática cuando regresaba de Brasil a Santa Cruz de Tenerife. En el asalto falleció su mujer, desgracia que no alcanzó, sin embargo, a la hija de ambos, Ana, que había nacido a bordo durante la travesía desde América. Fernando y Ana fueron vendidos a un patrón llamado Mohamed. Y desde entonces la vida de padre e hija fue una sucesión de hechos novelescos. De inmediato comenzó el regidor de Tenerife a negociar el rescate de su hijo y su nieta, lo que duraría años, a lo largo de los cuales Ana fue siendo educada a escondidas en la tradición católica. Sin embargo, Mohamed lo descubrió y obligó a Ana a hacerse musulmana con siete años, según su propio testimonio ante el tribunal del Santo Oficio en Santa Cruz, adoptando para la niña el nombre de Joshani. Los intentos de separar al padre de la hija no se hicieron esperar y, de hecho, figura entre los términos del mismo acuerdo alcanzado para el rescate que solamente sería devuelto Fernando. Pero éste se negó a dejarse rescatar en tales

Antonio G. González

172

condiciones, pues no consentía separarse de Joshani, cuya vida inspiró en el siglo XX la leyenda de Néstor Álamo, folklorista, compositor y maestro de ceremonias del tipismo insular durante el franquismo. Álvarez de Rivera fue encerrado por ello en unas mazmorras, a pesar de lo cual logró enviar una carta al Bajé (gobernador) de Argel protestando por la crueldad de su situación. Sin embargo, el Bajé, que en un principio era favorable a esas reclamaciones, no acabó de atenderlas, tras sobornarlo el patrón Mohamed con veinticinco cahiches de trigo. Su desesperación fue doble, como su desgracia y las circunstancias que le llevaron a vivir en su fracaso. En primer lugar, se topó con la negligencia inaudita de la que iba a hacer gala su propio hermano, Fray Melchor Álvarez. Habiendo sido éste enviado por el regidor de Tenerife, padre de ambos, a Sevilla con la suma de cinco mil ducados para negociar el rescate, se dedicó durante cinco años a hacer negocios con ese dinero, aún a pesar de las protestas amargas de su hermano, que tuvo conocimiento de tales pormenores, de los que le informó su patrón. El callejón sin salida al que llevó el enmarañamiento de las circunstancias condujo a Fernando a la decisión de hacerse musulmán, una manera de ganar bazas para seguir junto a su hija. Debido a su posición social, tal paso causó escándalo en Santa Cruz de Tenerife, donde para un sector de las élites locales, que seguía con interés el caso, quedó deslegitimado. Al margen de ello, tampoco logró Fernando su objetivo, pues fue vendido en Trípoli a un capitán de galeras por su patrón, que no quería más líos. Su vida entonces acabó torciéndose definitivamente. Álvarez de Rivera fue

Historias Isleñas de Ultramar

173

liberado a la muerte del capitán, que así lo había establecido en su testamento. Pero tal llegó a ser el grado de desavenencias con su familia que optó por continuar en Trípoli. Fue la ruptura. Allí prosperó, como hicieron tantos renegados que quisieron ponerse al servicio de estos incipientes y débiles estados. Por sus conocimientos de la escritura árabe, escaló posiciones en la Administración hasta llegar a ser secretario del Virrey de Trípoli. Pero fue asesinado poco después. Su hija Joshani contrajo matrimonio varias veces en Argel e, incluso, tras su primera boda, mostró especial interés en volver a Tenerife, según declararon varios testigos en un proceso inquisitorial en el Real de Las Palmas. Nunca regresó. Se casó después con un cololio llamado Rechepe, familia de grandes piratas argelinos, con el que tuvo hijos. No se sabe si padre e hija volvieron a encontrarse.

174

CAPÍTULO DIECISÉIS VIAJE MORTAL A ANNOBON

-Hijo de comerciantes irlandeses afincados en el siglo XVIII en Tenerife, Antonio

José Eduardo pilotó el primer intento canario de colonización esclavista del África negra

-Tras el desastre de la expedición a Annobon, en la que falleció víctima del

escorbuto, las familias isleñas supervivientes fueron conducidas hasta Río de la Plata

Historias Isleñas de Ultramar

175

A lo largo del siglo XVIII el comercio del vino canario decayó. La restricción del monopolio peninsular en la América hispana -que siempre se saltó Canarias con el contrabando- tenía por objeto favorecer a los vinos peninsulares y se unió a la pérdida constante del mercado de América del Norte para los caldos isleños. Inglaterra había prohibido todo comercio con mercancías y barcos hispanos después del apoyo de Madrid al independentismo norteamericano en la Guerra de las Trece Colonias. De igual modo, los caldos canarios habían sufrido la pérdida del mercado europeo y, en particular, del británico, desde que Londres extendió las restricciones arancelarias a Canarias para favorecer en la metrópoli y en su imperio ultramarino los vinos portugueses de Madeira, país que era su aliado. En ese momento se produjo la llegada de la familia Edwards al Puerto de la Cruz, así como de otros tantos comerciantes irlandeses, que desde entonces comenzaron a sustituir a los británicos en la exportación isleña. La razón del relevo estaba clara. Primero, los irlandeses eran católicos, con lo que no tenían mayores conflictos con la Inquisición, aún cuando fuera débil su actuación en las Islas. Pero,

Antonio G. González

176

sobre todo, los irlandeses contaban con el pasaporte inglés -Irlanda era colonia británica- y no mostraban reparos patrióticos, sino más bien al contrario, para introducir vinos canarios bajo pabellón británico en los puertos de La Florida o de Boston como si se tratara de caldos madeirenses o bien convertidos en aguardiente. Junto a los Edwards -apellido luego hispanizado como Eduardo- llegarían los Callagan -luego Cólogan-, los White -Blanco- y un buen número de familias irlandesas que pronto se integraron en la sociedad insular. De esta manera pronto participaron con sus flotas de barcos de la lógica isleña en el Caribe y Venezuela. Estos territorios constituyeron junto con Canarias una región integrada en la que las Islas exportaban capitales en tiempos boyantes y mano de obra constante -en función de la evolución de los salarios y los precios del suelo, y no sólo en las épocas de crisis-, sucediendo lo mismo a la inversa. El padre de Antonio José Eduardo era un dublinés –Santiago Eduardo- emparentado con una familia lagunera de origen flamenco tras casarse con Ana María Roo. Esta familia, a su vez, haciendo honor al incesante trasiego atlántico, estaba también afincada en Méjico y comerciaba entre ambas orillas. Manuel Roo, el abuelo de nuestro personaje, ejerció mucho tiempo como alcalde de Mérida (Yucatán). Y uno de sus nietos, Quintana Roo, fue una gran figura intelectual y política que le da nombre al departamento federal mejicano en el que vivió. Antonio José Eduardo nació en La Laguna en 1718. Se hizo capitán de buques y a los treinta años ya se dedicaba de lleno al comercio con América, primero en los barcos de su padre, pero luego también en los buques de la familia Blanco White, del Puerto de la Cruz. Iba a La Habana, a Campeche (Yucatán) y a

Historias Isleñas de Ultramar

177

Santo Domingo, a donde conducía a emigrantes canarios. La Corona española fomentaba estos traslados, tratando así, sobre todo en el caso de Cuba, de poblar la isla para evitar su ocupación total por los franceses. Y a este tráfico se prestaba la burguesía comercial de las Islas, que conseguía así importantes privilegios comerciales de España en la América hispana. Tanto como emigrantes en tráfico regular llevaba Antonio José vinos en barcos como El Santiago, de la familia Blanco, y traía cacao y azúcar a Tenerife. Era un hombre culto. Un ilustrado. Sargento mayor de las milicias canarias, que lo era en su calidad de miembro de las élites isleñas, Santiago Eduardo fue el primer secretario de la Sociedad Económica de Amigos del País de La Laguna, creada en 1777 para el fomento científico y cultural. Este espíritu ilustrado llevaba aparejado un discurso de modernización económica burguesa, librecambista, lo que, por otra parte, casaba muy bien con el viejo discurso canario de las libertades económicas. El perfil de Antonio José Eduardo encajaba con su tradición familiar. También su hermano, Diego Nicolás Eduardo, fue un célebre ilustrado, así como canónigo de la Catedral de Las Palmas, debiéndosele, en concreto, la gran reforma de este templo. Antonio José también se dedicó al arte y a la proyección de edificios, siendo nada menos que el autor de los planos de dos iglesias muy simbólicas de la identidad religiosa insular: La Concepción de La Laguna y la Iglesia de Santiago de los Caballeros de Gáldar. En aquellos años el comercio canario con América menguaba indefectiblemente. Y esas élites ilustradas isleñas buscaban salidas. Una de ellas era la vuelta a la explotación pesquera del caladero sahariano, actividad de la que

Antonio G. González

178

las Islas nunca se habían ausentado pues, de hecho, constituía el pescado salado un capítulo fundamental del abastecimiento a los barcos que recalaban con destino a Indias y, a su vez, también constituía elemento esencial de la dieta local. Tal es así que, en ciertas épocas de dificultad pesquera, las salazones llegarían a importarse del norte de Europa. Sin embargo, lo que se buscaba ahora era darle a la pesca una dimensión principal en las Islas. Comenzaron a ampliarse las salinas en Gran Canaria, las que describe George Glass en Castillo del Romeral o en Juan Grande, e incluso a armarse una flota pesquera, aún cuando finalmente no sería hasta finales del XIX cuando la pesca adquiriese la dimensión industrial que se planteaba. Fueron, sin embargo, acontecimientos relacionados con la otra orilla, la cubana, los que paradójicamente pusieron en marcha la fatídica y mortal aventura africanista de Antonio José. Este hecho no deja, por otra parte, de expresar otra vez más el alto grado de integración de la economía atlántica en no pocas etapas históricas. De hecho, a finales de este siglo XVIII había comenzado el desarrollo azucarero en Cuba. La mano de obra esclava era masiva y fundamental. Pero pronto se plantearon problemas de abastecimiento. En primer lugar, tuvieron lugar las revueltas antiesclavistas de Haití, principal suministrador de esclavos a Cuba, que acabarían en 1804 con la proclamación por Dessalines del estado negro de esta antigua colonia La Española. Esta revuelta constituyó un gravísimo revés para los ingenios cubanos. A este inconveniente se sumó la enemistad española con varias naciones que en ese entonces prácticamente detentaban el boyante tráfico de esclavos en el Caribe. España, para empezar, se había quedado fuera de este negocio, cediéndolo a los franceses, que se habían hecho con la mitad de Haití -rebautizándola como

Historias Isleñas de Ultramar

179

Saint Dominique- con el tratado de Ryswick. Igualmente los portugueses y británicos lo regían en el resto no sólo de Haití sino en todo el Caribe a través de la Compañía Inglesa de los Mares del Sur con la exclusiva, además, del "asiento de negros" tras el Tratado de Utrecht. El apoyo español a los grupos independentistas norteamericanos irritó a Inglaterra. Y la ruptura de relaciones españolas con Portugal a raíz de la austriaca Guerra de la Oreja en 1739 privó también a Cuba del suministro luso de esclavos. A la fuerza se impuso en Madrid la necesidad de participar directamente en la trata de esclavos, un asunto que iba a contar hasta finales del siglo XIX con una compleja historia. En realidad, el tráfico de esclavos había sido ya el origen de la Compañía Gaditana de Negros, en 1767, fechas en que Cádiz sustituyó a Sevilla como sede del monopolio comercial español con América. Esta compañía fue un desastre por la absoluta falta de experiencia en un negocio que constituía entonces una exclusiva estatal en toda Europa, hasta que poco a poco fue liberalizándose a finales de ese siglo. Esto sucedería en España en 1789, no casualmente el año de la Revolución Francesa. Con todo, el fracaso de la Compañía Gaditana de Negros era por completo inadmisible para la estrategia colonial hispana en la Perla de las Antillas, por lo que España no pudo dejar pasar el tiempo, tal y como se habían conducido los acontecimientos en el Caribe, y se fue imponiendo el señalado cambio de óptica. Había que estar en África y capturar directamente esclavos, en vez de comprarlos para poder hacer rentable el cultivo azucarero. España vio entonces que debía hacerse colonizando algunos territorios que le habían correspondido en la costa occidental africana en los repartos coloniales y que entonces sólo eran colonias hispanas sobre el papel. A España le había tocado en las negociaciones europeas en esos mismos

Antonio G. González

180

Los canarios fundaron Montevideo en 1728, que fue una plaza militar y un enclave portuario años las islas de Annobón y Fernando Poo, y la costa continental vecina comprendida entre el Cabo Fermoso y el Río Gabón, lo que en términos coloniales se denominó Río Muni, al menos hasta 1968. En realidad, había sido un canje con Portugal por cuenta de los conflictos jurisdiccionales coloniales en el sur de Brasil, que Madrid aprovechó para intentar esa penetración en África negra. Hasta entonces, y al menos desde los intentos africanistas de Felipe II, España no había vuelto a interesarse por ese continente, salvo en lo referido a las plazas de soberanía magrebíes y algún emplazamiento pesquero, como Santa Cruz de Mar Pequeña, sobre todo a cuenta de intereses canarios. No obstante, su gran vuelco hacia tierra americana obviamente le deparó conflictos con otras potencias. Por ejemplo, Uruguay y Brasil eran portuguesas, si bien la falta de ocupación del territorio acabaría haciendo que España ocupase de hecho buena parte de estas extensiones. Entonces los canarios fundaron Montevideo en 1728, que fue una plaza militar y un enclave portuario, mientras que las misiones jesuíticas hispanas penetraron a fondo en Uruguay.

Historias Isleñas de Ultramar

181

El Atlántico se convirtió en un océano peligroso para España tras apoyar la independencia de EEUU También ocuparon los españoles la colonia de Sacramento, en la orilla norte de la desembocadura del Río de la Plata, aún cuando ésta la habían establecido paulistas portugueses para poder apoyar desde tierra sus ataques marítimos a Buenos Aires. Esta situación, que incumplía el Tratado de Tordesillas, acabó volviéndose crítica. Y España se vio obligada a pactar con Lisboa el Tratado de Límites de la América Meridional, el 1 de octubre de 1777. Se cambiaron territorios de América por plazas de África. Sacramento se cambió por Annobón, Fernando Poo y Río Muni. En principio parecía un mal negocio para España, que se vio forzada a aceptar el trato con este país aliado de Inglaterra en razón de su pérdida de poder a raíz del Tratado de Utrecht, pero al final no dejaba de ser oportuno para los objetivos esclavistas de Madrid. Y así lo acabaron percibiendo. Ahora sí que podía España tener una plaza esclavista. Madrid se puso manos a la obra y, además, pretendió que su nueva base africana sirviera igualmente para relanzar el comercio con Filipinas -hasta entonces realizado desde Acapulco a través del célebre galeón de Manila- por nuevas rutas. El Atlántico se había convertido en un océano peligroso para España tras el citado apoyo hispano a los

Antonio G. González

182

norteamericanos en su emancipación política de Londres. El control marítimo de Inglaterra hacía que los emigrantes isleños surcaban esas aguas con miedo. Y más porque la colonización española de Luisiana, a la que se dirigió parte de la remesa isleña, y a la que tanto contribuyó la familia Blanco White con sus barcos, se volvió realmente conflictiva. Fue esa familia, naturalizada canaria, la que hizo entonces del Archipiélago base de partida para Guinea. A cambio de privilegios comerciales con la América hispana, los Blanco White se ofrecieron para trasladar canarios a Annobón, al más puro estilo de las aventuras poblacionistas españolas en América. A esta isla africana habían llegado ya Fernando Primo de Rivera y el conde de Argelejos, que encargaron informes científicos a Varela y Ulloa para poder concretar la estrategia esclavista. Una vez definida la operación, el capitán Antonio José Eduardo se dirigió en el barco El Santiago a Adobón el 21 de noviembre de 1779, llevando consigo a varias decenas de familias isleñas para iniciar el nuevo tráfico esclavista hispano. Fue un desastre descomunal. Detalles concretos los ofreció un fraile lagunero, Manuel González Ramos, que iba en la expedición, en una narración que aún se conserva manuscrita. Los informes españoles previos eran un despropósito. Eduardo contaba con utilizar esclavos negros de Santo Tomé para edificar un pueblo, pero finalmente no había nadie en toda la zona. No sólo tal grado de desinformación perturbó en sus inicios la aventura, sino que las calamidades aparecieron durante la misma travesía, donde el escorbuto hizo estragos. Se registraron seis muertes diarias a bordo antes de llegar. Una vez en la isla guineana, sólo entre el 13 de febrero y el 14 de abril del

Historias Isleñas de Ultramar

183

año siguiente murieron otras cuarenta personas. Se pidieron entonces refuerzos y les llegaron, pero fue para peor. En 1781, nuevas familias isleñas desembarcaron en esta isla africana desde el Nuestra Señora del Carmen para correr la misma suerte. Los estragos finales del escorbuto de los pioneros se vieron sobrepasados por las múltiples enfermedades tropicales, que acabaron igualmente matando al propio Antonio José Eduardo. Fue la señal definitiva. De Madrid llegaron órdenes para evacuar de inmediato a los supervivientes. El establecimiento fue abandonado por España hasta 1830, fecha en la que volverían a plantearse nuevas iniciativas esclavistas, aunque esta vez a través de negreros catalanes llegados ya en pleno XIX a Gran Canaria. Muchos de éstos eran de origen judío y algunos incluso representaban al marido de Isabel II, cuyos negocio esclavista ponía en evidencia el nulo interés español por cumplir el tratado de abolición, firmado en 1817 en Londres. Mientras tanto, todos aquellos isleños de Annobón regresaron de nuevo al Atlántico, después de que África se revelara como una tumba lejana y un deseo inalcanzado. Se les lanzó entonces hacia América, a un territorio virgen, el sur del Río de la Plata, donde con los años fundaron Arroyo de San José, pequeño pueblo orillero. Hoy son memoria argentina, ingredientes de un relato borgiano.

184

CAPÍTULO DIECISIETE MACKENZIE, EL REGRESO Al SAHARA

-Comerciante británico del período colonial, Donald Mackenzie estableció una factoría en Cabo Juby en el XIX construida por un numeroso grupo de trabajadores

canarios

-Su aventura canario-africana fue boicoteada sin tregua por Madrid y el Sultán de Marruecos, pero adelantó el africanismo español contemporáneo y la vuelta al

Sahara

Historias Isleñas de Ultramar

185

La aparición del comerciante inglés Donald Mackenzie en las Islas, en 1876, fue providencial, pues supuso el adelanto de un cambio radical de rumbo de Canarias en dos direcciones que finalmente se revelaron como fundamentales a comienzos del siglo XX. Su historia isleña supuso el comienzo de un lento regreso a África de los canarios a finales del novecientos, tras los desastrosos intentos colonizadores del siglo anterior y la desgana retórica con que las tentativas pesqueras isleñas en el Sahara eran acogidas por Madrid. Y, a la vez, las aventuras de este comerciante avanzaron la incorporación de Canarias al área de influencia británica, con su legendaria etapa inglesa. Precisamente África, siempre tan cerca, había vuelto a quedar lejos para los isleños. La extrema orientación americanista de las Islas -y de toda la actividad atlántica de Europa- acabó dejando al primer continente de lado sobre todo durante la Ilustración tardía y las primeras décadas del Estado Liberal, decayendo unas relaciones que tantas vidas ocuparon en siglos anteriores. Iba a ser, de nuevo, el colonialismo europeo lo que cambió el viento. Mackenzie, como veremos,

Antonio G. González

186

construyó una factoría en Cabo Juby al objeto de incrementar el intenso comercio anglo-africano. Y eligió ese lugar para acercar a Londres las rutas de las caravanas saharauis hasta Tombuctú, con la intermediación canaria. Era patente entonces que la costa de Berbería había ido desapareciendo de la actualidad insular, aún cuando hubo diversos ataques de corsarios a Lanzarote a comienzos del siglo XVIII y, al propio tiempo, nunca se interrumpió la pesca a escala de actividad tradicional en las aguas saharianas ni el contacto con las poblaciones ribereñas. Fue la grave crisis del comercio de vinos con América lo que replegó al Archipiélago, forzó a un segundo éxodo migratorio y obligó a buscar alternativas en el exterior. A tal punto llegó esta crisis agraria que, aún siendo la dimensión africana sólo un débil hilo por esa época, sería el propio marqués de Branciforte, entonces Capitán General de Canarias, autor de una propuesta en 1784 para crear "una compañía mercantil orientada a productos y esclavos africanos". Aquello quedó en nada, entre otras cosas porque España, aún a pesar de contar con colonias sobre el mapa, no mostraba aún interés y también porque Madrid liberalizó entonces la trata en favor de capitales madrileños y catalanes que operaron desde el Archipiélago. Sin embargo, el XIX iba a constituir el siglo del colonialismo en África. Y España, una potencia de segundo orden, tuvo su pequeña cuota, aunque sería en el noroeste africano a raíz del célebre Tratado de Uad Ras, firmado en Tetuán en 1860. Fue un acuerdo que puso fin a la Guerra de África, dirigida por O'Donnell. Nada tenía que ver, por tanto, tal episodio con el rico territorio subsahariano que era objeto de disputas entre los grandes de Europa, pero fue ésta la mayor ocasión hispana, al menos hasta que ya después España recuperara y ocupara Guinea y Río

Historias Isleñas de Ultramar

187

Muni. Durante el verano de 1876 el comerciante inglés Donald Mackenzie visitó la zona de Cabo Juby en la búsqueda de un emplazamiento fijo. Su objetivo era acortar las rutas terrestres de dos mil millas que encarecía el intenso comercio británico con todo el África subsahariana, y de manera especial con Sudán, que debía realizarse a través de los puertos mediterráneos. Cabo Juby se encontraba emplazado a sólo ochocientas millas de Tombuctú –una ciudad que centralizaba las principales rutas terrestres–, y en frente se encuentra Canarias, distante mil quinientas millas de las costas inglesas, un factor geográfico que podía reducir sensiblemente los costes del transporte de mercancías. Dos años más tarde Donald Mackenzie visitó Santa Cruz de Tenerife, obteniendo el apoyo del Gobernador Civil y del Capitán General para su empresa. El inglés solicitó también poder contratar a trabajadores canarios y ofreció hacer de los puertos isleños su lugar de abastecimiento para barcos y provisiones. Esto último fue, en realidad, una idea que partió de un consejo del cónsul británico en Santa Cruz, Charles S. Lundas, y que el aventurero siguió a rajatabla. Esta oferta no era sólo un modo de intentar compensar a los españoles por la posible presencia inglesa en un territorio africano que había quedado bajo tutela de Madrid. La idea británica de asentarse en Las Palmas y Santa Cruz era la expresión del interés no declarado aún de Londres por hacer de Canarias punto de escala para sus vapores que hacían las rutas con África del Sur y Asia.

Antonio G. González

188

El comerciante inglés contactó, de hecho, con algunos miembros de las élites isleñas, sobre todo de Gran Canaria y Lanzarote, que vieron bien sus propósitos. Pero pronto surgieron los recelos de España, que aducía al efecto que los propósitos de Mackenzie eran un peligro para unos proyectos norafricanos hispanos que, en realidad, nunca llegaron a verse. Dentro de su lógica de país endógeno España ni hacía ni dejaba hacer. Y Mackenzie tuvo que ver cómo crecían los impedimentos para su asentamiento en Cabo Juby, que llegaron hasta el extremo de dificultar incluso la escala de sus barcos en los puertos de las Islas. Madrid obligaba a pasar cuarentena en Cádiz a todos sus buques antes de poder regresar a los puertos canarios, haciendo fracasar una y otra vez las gestiones de Mackenzie para agilizar tales cargas. A los obstáculos españoles, el inglés pronto vio cómo se unía la oposición a sus proyectos del Sultán, Abdul Kader. Puestos en contacto, éste había rechazado la iniciativa del británico aduciendo que Cabo Juby quedaba fuera del límite sur de su imperio, de manera tal que excedía de su jurisdicción. En realidad, lo que temía el Sultán era que la factoría inglesa se convirtiera en un lugar para el aprovisionamiento de armas de las cabilas que le eran más hostiles y, por otro lado, que desviara, como era realmente la intención, el tráfico comercial desde el Sudán hacia puertos mediterráneos, como Mogador, de cuyas rutas terrestres obtenía unos enormes beneficios fiscales la hacienda del majzén. Fue entonces cuando el secretario de Estado británico de Asuntos Extranjeros, John D. Hay, aconsejó a Mackenzie viajar a la zona para llegar a acuerdos con los jefes de las tribus locales. Logró el inglés que Sheik ben-Beirook, jefe de las cabilas de Uad-Nun, le otorgara a perpetuidad entre 1878 y 1879 la porción de terreno que éste deseaba adquirir (desde Cabo Juby a Cabo Bogador) y

Historias Isleñas de Ultramar

189

extendiera los derechos y obligaciones a ambos sucesores. Pero Mackenzie fue más allá. Constituyó de inmediato en Londres la compañía The North West Africa Company Ltd. y pocos meses después, el 12 de noviembre de 1879, promovió una reunión en la capital británica en la que participaron el Sheik El Mohady, hijo de ben-Beirook, y una amplia representación de comerciantes ingleses con interés por hacer negocios en la costa noroccidental africana para tratar la posibilidad de crear en la zona adquirida por Mackenzie una nueva colonia, una especie de protectorado británico en los territorios saharauis norteños. Al año siguiente el inglés reclutó a decenas de trabajadores canarios para levantar su factoría de Cabo Juby, cuyas ruinas aún son hoy bien visibles. Y comenzó a comerciar. Sin embargo, el Sultán, con renovados recelos, soliviantó contra él a los jeques locales, como Abdeen, cuyas tropas no sólo lo amenazaron sino que pasaron a la acción, provocando sucesivos incendios y otros muchos actos de sabotaje. Con todo, la férrea voluntad de Mackenzie pudo más y fue hábil al aprovechar a su favor la rivalidad siempre latente entre las diversas tribus ribereñas. Aún con tantos factores en contra logró iniciar un próspero comercio con las caravanas terrestres que iban y venían a Tombuctú. Embarcaba mercancías en Cabo Juby que llegaban a Londres en unos tiempos y costes sensiblemente inferiores a los de las rutas tradicionales británicas. La prosperidad lograda era innegable y acabó beneficiando a la población ribereña. Cada vez que el Sultán apretaba, Mackenzie recibía las ofertas amistosas de los jeques locales para trasladar su factoría a otros puntos costeros.

Antonio G. González

190

Finalmente, el Sultán se soliviantó, sobre todo a medida que iba viendo en Mackenzie una posibilidad de que algunas de las tribus locales pudieran prosperar seriamente al margen de su órbita. Entendió que el comerciante inglés había ido demasiado lejos. Sus relaciones amistosas con el Sheik Mohammed ben-Beirook se convirtieron en una amenaza política. En 1881 el Sultán, viendo el creciente desembarco británico al sur del Río Senegal, decidió cortar de raíz. Le envió al inglés una advertencia directa, invitándole a irse ante el riesgo de sufrir un ataque organizado. Le enseñó los dientes y Mackenzie, sin otro remedio, se fue. A pesar del fracaso que coronó la aventura de Donald Mackenzie, su empresa se convirtió en un revulsivo en Canarias, donde despertó un vivo interés, que quedaría perfectamente reflejado en los periódicos de la época, obsesionados por encontrar salidas a la crisis agrícola. Pero las Islas remontaron en esos años de forma más o menos coyuntural con nuevos envíos vinícolas hacia La Florida. Por otra parte, Mackenzie adelantó en el Archipiélago dos elementos que serían fundamentales para el tránsito del siglo XIX al XX. Por un lado, su empresa, y la estela que dejó en la sociedad insular, contribuyeron a que España acelerara su presencia sahariana, lo cual vendría a darle seguridad a los pesqueros isleños y reabriría el comercio canario-saharaui. En 1894 Madrid tomó la franja entre Cabo Blanco y Cabo Bogador como protectorado tras las expediciones de Emilio Borelli y después de que una comisión canaria, presidida por Juan de León y Castillo, dilucidara sobre el emplazamiento de Santa Cruz de Mar Pequeña, viejo enclave pesquero y comercial isleño. Luego tomaría Ifni en 1934. De la misma manera la presencia isleña de Mackenzie constituyó un colorista ensayo, en parte orientado por la administración inglesa, que al poco sería seguido

Historias Isleñas de Ultramar

191

a gran escala por las compañías británicas del período colonial, que hicieron de las Islas una próspera colonia ultramarina. El Archipiélago viviría entonces su boyante etapa inglesa.

192

CAPÍTULO DIECIOCHO

LA BURGUESÍA AFRICANISTA

-El notario Antonio María Manrique fue autor de los primeros estudios de campo comparativos entre la lengua guanche y el bereber a finales del XIX, anticipando los

trabajos de Dominic Wölfel

-Activo negociador para la recuperación frustrada de la plaza africana de Mar Pequeña, a él se deben los primeros estudios cartográficos del banco pesquero

canario-sahariano

Historias Isleñas de Ultramar

193

Quizás no fuera una casualidad que Antonio María Manrique y Saavedra naciera en Tetir el 10 de septiembre de 1837. Justo el año en que el Ministerio de Instrucción Pública de Francia publicaba en París -por fascículos- La Historia Natural de las Islas Canarias escrita por Sabino Berthelot, entonces cónsul galo en Santa Cruz de Tenerife, con la colaboración de Barker-Webb. La misión de Berthelot en las Islas no era menor. París estaba interesada en Canarias, como lo estaban Londres, Berlín, e incluso Washington, que en 1879 trató de comprar la isla de la Graciosa para faenas pesqueras. África le era a Francia del mayor interés en los albores de la carrera colonial del XIX y las Islas eran un excelente cuartel en esa costa noroccidental. El comercio franco-africano era entonces fluido. Y aún lo sería más. Dos cuestiones ocuparían la larga tarea intelectual posterior de Berthelot, un hombre inquieto, paradigma del republicanismo romántico y expansionista galo de la época: Las pesquerías canario-saharianas y el enigma del aborigen isleño y su cráneo cromañoide, pariente de los hallados en 1868 en la estación francesa de

Antonio G. González

194

Cro-Magnon. Ambos asuntos extrañamente entrelazados fueron dejando tras de sí un hilo tendido que enlazaría con el africanismo culto de Manrique. A los diecisiete años, Antonio María Manrique, hijo de una familia de la incipiente burguesía conejera, se trasladó al Colegio San Agustín de Las Palmas. No hizo comercio -como habría sido de esperar- sino magisterio, graduándose primero como maestro de instrucción primaria, y obteniendo luego en La Laguna el título de instrucción superior. La crisis de la cochinilla era feroz entonces, como fue la del vino en el XVIII, e hizo que su familia quedara en la ruina y él sin trabajo. Manrique se vio forzado indefectiblemente a emigrar a América en 1856. Venezuela fue su primer destino. Ejerció la enseñanza en La Guaira y Caracas. Pronto se involucró en la política de la forma más radical, al coger las armas en defensa del presidente Julián Castro cuando la sublevación militar de Ezequiel Mora. Su bando perdió la contienda, de modo que al año siguiente, en 1860, se trasladó a Puerto Rico por unos meses, para finalmente acabar en Cuba. Dio lecciones de gramática castellana y dibujo, siendo luego director del Colegio San José en la villa de Colón. Su colaboración en la prensa local fue asidua. Y tan intensa como su interés por la historia. Escribió Guarahaní, una novela sobre el primer encuentro de Colón con las tierras caribeñas, lo sucedido cuando los miembros de aquella expedición inaudita “toda la noche oyeron pasar pájaros…”, que luego fue publicada en Tenerife. Los cruentos episodios militares de Venezuela le hicieron mella. Poco después ingresó Manrique en la Armada española, incorporándose a buques que perseguían el tráfico negrero con las colonias hispanas no controlado por el monopolio de las compañías españolas en las Antillas. Su última etapa americana

Historias Isleñas de Ultramar

195

fue en Santo Domingo, donde vivió la insurrección que siguió a su anexión por España. La agitación del período de emancipación colonial hizo a Manrique regresar a Canarias en 1864. Y su decisión inmediata fue promocionarse profesionalmente. Obtuvo el título de bachiller en la Universidad de La Laguna y, al propio tiempo, hizo peritaje mercantil y agrimensura. La experiencia marina le llevó después a estudiar Náutica, pero no terminaría estos otros estudios tras decidir dar un giro radical y prepararse las oposiciones a notarías. Primero estudiando por libre en Las Palmas, y más tarde en Madrid, Manrique se hizo notario en 1876. Fue al principio destinado a Valverde y, luego a Arrecife, en su isla natal. Ejerció de notario, pero no por ello redujo el resto de sus actividades anteriores. Mientras ejercía, Manrique, que aún seguía formando parte de la Marina española, tuvo su primer contacto con África, un encuentro que le marcó hondamente. Eran los tiempos de la expansión colonial europea en ese continente. Como es sabido España había quedado descolgada de la política internacional de las potencias europeas, pero en esos años intentaba buscarse un hueco dentro de la nueva dinámica imperialista, alentada por un pujante africanismo español y también por las demandas canarias para expandir las actividades pesqueras y comerciales. No pocos buques de la Armada recorrieron esas costas y condujeron expediciones hispanas para estudiar posibles asentamientos. Fue así como Antonio María Manrique recorrió el litoral de Gambia, Costa de Marfil y la franja costera saharaui. Lo hizo de un modo singular. El viaje lo motivó por la dimensión intelectual que encerraba, concretada esta vez en el interés por el estudio de la raza y lengua guanche y sus conexiones bereberes.

Antonio G. González

196

Esta inquietud se había despertado en el contexto de la atmósfera cultural isleña, guiada por un espíritu ilustrado tardío, imbuída en ese entonces de un regionalismo romántico y excitada por el despliegue del cientificismo antropológico en su interés por detectar los orígenes. La investigación sobre la conexión bereber de los primeros canarios se convirtió en un episodio pionero de la aproximación cultural canario-africano en el periodo contemporáneo, aún cuando fuera apenas un destello luego largamente interrumpido. Manrique se leyó toda la literatura que había al respecto, incluyendo toda la obra del aventurero y comerciante escocés George Glass -que en 1764 publicó su Descripción de las Islas Canarias-, quizás su más directo antecesor en el estudio in situ de las pesquerías saharauis y del origen bereber del idioma prehispánico insular. Era una tesis, en cualquier caso, ya apuntada por autores canarios desde el XVIII. Tal fue su interés que, aprovechando los recorridos de los buques de la Armada, en los que solía enrolarse, Manrique llevó a cabo los primeros estudios de campo de lingüística comparada con las tribus saharauis ribereñas. Esta investigación le llevó a mantener correspondencia con algunos de los mejores estudiosos de la época, como fue René Basset, director de L´École Superieur de Lettres de Argel, o B. Moritz, director de la Bibliothéque Khédivial al-Kutabjâna al-Jediwî. Con este último Manrique constató concomitancias del guanche con el chelha de Marruecos, el zenaga de Tharzat (Senegal) e incluso con la variante del tuareg de Urgla. El trabajo del notario canario desembocó años más tarde en la publicación de sus Estudios sobre el lenguaje de los primitivos canarios o guanches, editada en 1896, una obra valiosa, en parte discutible hoy en día, pero con la que, en todo caso, Manrique avanzó en décadas el trabajo capital de Dominik J. Wölfel. El notario lanzaroteño partía de un falso monogenismo

Historias Isleñas de Ultramar

197

lingüístico y nunca pudo sistematizar comparaciones con el bereber o shelojh, pero su indagación elevó la dimensión de tales estudios. Sin embargo, África le iba a ocupar también en otras aventuras, pues era un signo insular de la época. A pesar del gran giro americano de los intereses exteriores isleños desde mediados del XVI, el contacto canario con las poblaciones de Berbería nunca llegó a interrumpirse. Continuaron los intercambios isleños con las poblaciones de Sus, Uad Nun y Teckna, sobre todo, a partir del XIX e incluso ya antes habían tenido cierto relieve los contactos comerciales emprendidos por los tinerfeños Juan Cumella y José O'Shanahan con el Sheik Beiruk en 1845. Sin embargo, el Sultán de Marruecos gravaba con elevados impuestos las transacciones, lo que impedía la necesaria fluidez comercial para el comercio canario. El intercambio canario-africano de la época, aunque escaso, tenía lugar en realidad a través de las poblaciones nómadas saharauis y de los morabitos -líderes religiosos con poder político local– de la costa sahariana. Eran la vía de penetración comercial para los isleños, que eludían así las gravosas condiciones impuestas por la dinastía xerifiana. A causa de sus intereses lingüísticos, Manrique estudió árabe. Y, además, su ya creciente filiación africanista lo aproximó al grupo político capitaneado por Fernando León y Castillo. Embajador de España en París, el político grancanario era el valedor de una nueva política africana durante la Restauración y de la consolidación de un hinterland en el Magreb occidental para las Islas. Todo esto aproximó a Manrique a figuras como Joaquín Costa, al Marqués de Villasegura, Emilia Pardo Bazán, Alcalá Galiano, al conde de Xiquena, Martínez de Escobar o al

Antonio G. González

198

propio José Canalejas, con los que mantuvo una correspondencia bastante fluida. África había vuelto entonces al primer plano de la actualidad española después de cuatro siglos americanos. Estando aún Manrique en América, España había librado con Marruecos la llamada guerra de África, que concluyó con la firma del tratado de Uad-Ras el 26 de abril de 1860. Entre otros aspectos, el reino alauita debía entregarle a Madrid un territorio comprendido entre la costa mediterránea y Angêra y, en el litoral atlántico, la antigua pesquería de Santa Cruz de Mar Pequeña, emplazamiento fundado en 1476 por el Adelantado Diego de Herrera. Pero surgieron problemas. El primero fue la dificultad para fijar su ubicación real y el segundo consistió en la fuerte resistencia marroquí a hacer efectivo este punto ocho del acuerdo con España. Una sucesión de requerimientos y dilaciones marcó casi veinte años de relación hispano-marroquí durante la etapa posterior a la guerra dirigida por O´Donnell. En 1860 el sultán Sayyidi Muhammad b.`Abd al-Rahman adujo ante España que no controlaba las regiones del sur, en las que debía figurar este antiguo emplazamiento canario en Berbería, por lo que el ministro de Estado conminó al cónsul de España en Bojador a negociar con el jeque Habib b. Biruk, uno de los principales señores de las arenas del oeste sahariano. Tal decisión se cobró buenos resultados. Aun cuando no conllevaba reconocimiento oficial, ni era siquiera una autoridad marroquí, el pacto con Biruk dio lugar a que España permitiera en 1867 el restablecimiento de las relaciones comerciales canario-africanas, frenadas por la guerra. Un año después, el gran visir Sidi Musà b. Ahmed se vio obligado a admitir en Fez la constitución de una comisión mixta hispano-marroquí que dilucidara de

Historias Isleñas de Ultramar

199

manera definitiva el emplazamiento de Mar Pequeña, aún cuando luego Marruecos volvió a frenar ásperamente cualquier avance. Fue éste, con todo, motivo para una nueva visita de Manrique a la zona. En 1880, la parte española de la citada comisión, presidida por Juan León y Castillo e integrada, entre otros por el notario conejero —en calidad de auxiliar principal del Gobierno español—, embarcó en el Blasco de Garay rumbo al Sahara. Manrique aprovechó el viaje. No sólo protagonizó una sonada polémica con el afamado africanista madrileño Fernando Duro y Navarrete sobre Mar Pequeña, sino que realizó la primera descripción cartográfica del banco pesquero saharaui del norte, que fue de especial utilidad. Respecto de Mar Pequeña, en 1861 habían aparecido unas ruinas en la desembocadura del río Ifni, que Duro dio por los restos de ésta. Pero no eran las únicas huellas de una presencia renacentista hispana. Otro insigne africanista español sostuvo que el enclave isleño correspondía a unos restos en la desembocadura del río Nun, mientras que el propio Alcalá Galiano lo situó en las ruinas halladas junto al Río Xibica. Incrementó la polémica un cuarto hallazgo personal de Manrique, que recorriendo la zona encontró restos de un fortín en Puerto Cansado en 1881, un punto más cercano a Canarias, que el lanzaroteño reclamó como Mar Pequeña en noviembre de 1882 en un artículo en Diario de Cádiz. En realidad, los dispares intereses canarios y peninsulares sobre la pesca atravesaban el debate, dado que estaba en juego el lugar para crear un nuevo emplazamiento. El acuerdo con el jeque Biruk animó de una forma definitiva las iniciativas pesqueras isleñas. Aún así, en un principio se trataría de capitales hispano-

Antonio G. González

200

catalanes los que constituyeron en 1881 la Sociedad Pesquera Canario-Africana. Esta compañía instaló una base en Río de Oro al año siguiente, lo que en parte adelantó la ocupación española de la franja costera comprendida entre Cabo Bojador y Cabo Blanco en 1884, derivada de los ondulantes pactos europeos de reparto colonial. Fracasó, sin embargo, la base pesquera hispana por falta de un apoyo político y por su escasa capacidad técnica, como tampoco prosperaron toda una serie de proyectos pesqueros ya netamente canarios en esta época finisecular de tránsito hacia el siglo XX. Manrique, a su vez, contempló cómo España optó por Ifni como lugar a ocupar en la costa de Berbería, dando por hecho que allí se había encontrado la antigua Mar Pequeña. Esta decisión fue una derrota para las Islas, pues no tenía el menor interés para su estrategia de desarrollo pesquero, aparte de que su ocupación no se haría efectiva luego hasta 1934, aún cuando se adscribiera oficialmente en 1887 a la Capitanía General de Canarias. En 1881, Manrique recibió un homenaje en Madrid de los círculos africanistas hispanos pero, en gran medida decepcionado, rechazó su nominación como Caballero de la Real Orden Isabel la Católica. No dejó por ello, sin embargo, de seguir vinculado al africanismo hispano y, de hecho, Joaquín Costa lo hizo vocal de la mesa presidencial del Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil de 1887, el mayor evento de esta corriente política. Una iniciativa de los diputados isleños en Madrid fue la propuesta, aprobada por ese congreso, de instar al Gobierno a crear una cátedra universitaria de árabe y estudios bereberes en Canarias. En los últimos años de su vida, Manrique se dedicó a escribir. Volvió a

Historias Isleñas de Ultramar

201

ocuparse de temas históricos locales, si bien fue objeto de su atención el período moderno de las Islas. No pocos Episodios Regionales, que bajo ese nombre agrupó, fueron publicados por este autor en una pequeña colección tinerfeña. Fernando de Guanarteme", "Blake o la guerilla de Caranuel", "San Borondón o la isla misteriosa" fueron los títulos narrativos a los que pronto se unieron obras ensayísticas como Elementos de Geografía e Historia Natural de las Islas Canarias (1873) o bien Resumen de la Historia de Fuerteventura y Lanzarote (1889). Se trataba de publicaciones que, por otra parte, constituían un intento por contrarrestar la clara inclinación de la atención historiográfica por la provincia occidental. También vieron edición sus antiguos estudios lingüísticos sobre el guanche, si buen fueron publicados sólo parcialmente en 1881 en la revista de El Museo Canario. Rebasado el siglo Manrique contempló en su vejez el fracaso del africanismo hispano. La indecisión política española era fruto de una mezcla indolente. Las viejas ansias expansivas españolas se habían reflotado tras el golpe psicológico de la pérdida de Cuba y Filipinas, y se unieron a la necesidad empresarial de tener alternativas a los restrictivos caladeros pesqueros del Atlántico Norte. Pero pudo más la falta de confianza en las fuerzas propias y el miedo ante la posibilidad de otra sangría militar frente a un emergente Marruecos nacional, como la sufrida en la llamada Guerra de África. Antonio María Manrique murió en Arrecife el 27 de febrero de 1907. No sería casualidad que, décadas después, uno de sus nietos, César Manrique, paisajista y pintor de proyección internacional, convirtiera a Lanzarote en un nuevo paradigma de belleza al desocultar la potencia plástica del paisaje árido, el paisaje de su intenso sustrato africano.

202

CAPÍTULO DIECINUEVE ALBORES DE LA PESQUERÍA INDUSTRIAL

-Pionero de la pesca sahariana intensiva a finales del siglo XIX, Francisco Reina

Lorenzo se alió luego con las compañías inglesas para el suministro de la flota colonial en los puertos isleños

-Su historia es una muestra del fracaso de las tentativas africanistas de la burguesía

canaria y el esclavismo hecho en Guinea por comerciantes catalanes llegados a las Islas

Historias Isleñas de Ultramar

203

La vida del capitán mercante Francisco Reina Lorenzo refleja bien las frustradas tentativas africanistas de la burguesía insular a finales del XIX. Pero también muestra la conversión del Puerto de La Luz en estación de suministro de las rutas marítimas abiertas por el colonialismo europeo en África, lo que insertó a las Islas en el capitalismo atlántico. Nació en 1840, en una época marcada por la crisis económica. Al uniformismo fiscal impuesto desde comienzos de siglo por el Estado Liberal español, que ahogaba a unas Islas cuyo motor eran el comercio exterior, se unió la emancipación americana, cuyas nuevas naciones optaron por estrategias altamente proteccionistas en favor de los intereses de las élites nacionalistas criollas. Doce años después, cuando Francisco Reina se adentraba en la adolescencia, el ministro Bravo Murillo habría de readmitir las franquicias aduaneras y fiscales en las Islas, único modo posible de contrapesar en Canarias unos rigores uniformistas españoles que habían desconectado al Archipiélago del trasiego atlántico en un momento, además, de incremento de los intercambios comerciales. Esta estrategia librecambista fue, por lo demás, el modo que tuvo de darse la

Antonio G. González

204

Sucesos drásticos marcaron la niñez de Francisco Reina, pues escapó del cólera de milagro emergencia del capitalismo en las Islas, donde quedaría desplegada su pléyade de signos. Sucesos drásticos marcaron la niñez de Francisco Reina, pues escapó del cólera de milagro. A los once años toda su familia cerró la casa de la calle de Triana (Las Palmas de Gran Canaria) y huyó a Telde por la atroz epidemia, tan bien narrada en la novela El verano de Juan el Chino (1971), de Claudio de la Torre. A causa de este contagioso brote murió su padre, Matías José, alcalde-mayordomo de la Cofradía de Mareantes de San Telmo. Había sido una de los grandes empresarios del transporte interinsular, un negocio para el que fue fletando y comprando barcos hasta hacerse con una significada flota. Y también murieron otros tres hermanos del modo más dramático. El mar sería el destino de los dos hermanos Reina Lorenzo que sobrevivieron. El transporte de mercancías entre Gran Canaria y América constituyó, como era de esperar, la primera ocupación de ambos como capitanes de navío. Nueva Orleáns y La Habana eran los principales puertos receptores de la cochinilla (tinte natural)

Historias Isleñas de Ultramar

205

Francisco y Luis Reina exportaban cochinilla e importaban manufacturas de Nueva Orleáns y azúcar de Cuba producida en las Islas, aún cuando se trataba de un producto que daba sus últimos coletazos. Francisco y Luis Reina exportaban cochinilla y, con los beneficios, importaban manufacturas de Nueva Orleáns y azúcar de Cuba para el consumo isleño. Intensa y agitada fue su vinculación a América, pues, cuando el segundo se casó, el Obispado de Canarias le abrió expediente para verificar los rumores de que ya había contraído matrimonio en tierras indianas, como ha relatado Martín Moreno en sus crónicas. No obstante, esta exportación isleña en América estaba ya entonces tocando a su fin con la agitación política de las últimas colonias españolas. En tan sólo unos años obtendría Cuba la independencia —con la ayuda de no pocos canarios— causando así la conocida crisis psicológica en España. Era una España que aún se quería soñar colonial y que pretendió reproducir a la desesperada ese modelo en África con muy dudoso éxito. A la dificultad comercial se unió la aparición de las anilinas sintéticas, fatídica para el cultivo de la cochinilla, que pronto se vio desplazada en toda la industria textil europea.

Antonio G. González

206

Por esta causa no tardó Francisco Reina en tener que buscar otras rutas y otros cargamentos para su dinámico negocio de transporte marítimo. Y lógico fue que entroncara, como lo hizo toda la burguesía comercial canaria, con el nuevo despertar del africanismo español. Era ésta una orientación promovida en Madrid, entre otros, por el político e historiador Joaquín Costa (1846-1911), figura central del regeneracionismo que tanto fomentó las sociedades geográficas y la ideología neocolonial de la que se encontraban imbuidas las potencias europeas en su interés por ese continente. Los canarios se vieron en la necesidad de buscar alternativas ante la quiebra de su último gran producto de exportación. El recambio, por otra parte, no tardó en llegar a través de un gerente de Elder Dempster, Alfredo L. Jones, que en 1882 envío a Liverpool con gran éxito los primeros plátanos. Pero hasta entonces Canarias centró sus objetivos en el establecimiento de factorías pesqueras en la costa del Sahara y la penetración comercial en Marruecos a través de Agadir, para aprovechar las renovadas franquicias isleñas. La extraordinaria riqueza ictiológica del llamado banco canario-sahariano era bien conocida desde hacía siglos pues, de hecho, la marinería canaria siempre había faenado en esa costa. Hasta el punto de que las salazones de pescado llegaron a ser, tras el trigo, el segundo alimento de la dieta isleña. Pero se había tratado siempre de una explotación hecha a la medida del consumo local y del tráfico marítimo con América del período moderno. Nunca se trató de una actividad pensada a gran escala. Por otra parte, el intercambio comercial con África siempre constituyó una preocupación de la sociedad insular, aunque hacía siglos que, salvo episodios ocasionales, no se había podido recuperar. Reina Lorenzo hizo de la citada actividad pesquera su nueva ocupación. Tratando de abordarla desde una nueva

Historias Isleñas de Ultramar

207

dimensión industrial, reconvirtió varios barcos en factorías flotantes, como luego continuaron haciendo sus hijos ya avanzado el siglo XX. Llegó así a embarcar a decenas de isleños, sobre todo en los meses de invierno, hacia las aguas de Cabo Blanco. No obstante, los recelos del sultán de Marruecos, que ya había expulsado al inglés Donald Mackenzie de Cabo Juby, donde instaló una célebre factoría, nunca cesaron. Y no lo hicieron siquiera después de la llamada Guerra de África y los pactos entre España y Marruecos. Tal circunstancia, unida a la inestable relación del sultán con las tribus ribereñas, hacían de esta preciada costa un serio peligro. Sin embargo, la situación resultante de los acuerdos de Uad Ras de 1860 y la ratificación de derechos coloniales sobre Guinea, Fernando Poo y la costa entre el Río Níger y el sur de Gabón, abrió magníficas perspectivas para las Islas. Se encontraba ahí todo un territorio apropiado para que Canarias lograse un acceso de privilegio a las rutas terrestres de las caravanas comerciales panafricanas que confluían en Tombuctú y a zonas de gran riqueza pesquera. Pero nada de eso sucedió. Para empezar, España tuvo la infeliz idea de llenar de centros esclavistas toda esa costa que le tocó en los repartos coloniales, dada la necesidad apremiante de mano de obra en los ingenios azucareros de Cuba, sobre todo a raíz de las revueltas antiesclavistas de Haití. La legislación derivada de los tratados internacionales, suscritos también por España, prohibía la esclavitud. Es más, permitía a cualquier nación entrar en los territorios coloniales de otra para destruir los centros esclavistas. Fue este punto de los tratados internacionales lo que aprovecharon Inglaterra y Alemania para penetrar en los territorios africanos de España y finalmente asentarse. La política de hechos consumados en el nuevo

Antonio G. González

208

reparto colonial de la conferencia de Berlín hizo el resto, y España se resignó a reducir su vieja presencia africana a la mínima expresión durante la etapa colonial. Por otro lado, la obsesión de España por mantener buenas relaciones con el sultán de Marruecos, para evitar la sangría humana y económica de otra guerra africana, le hizo desistir incluso del emplazamiento de Santa Cruz de Mar Pequeña. Su devolución a España se pactó en Uad Ras ante los impedimentos y dilaciones que oponía el reino jerifiano a la toma efectiva de ese viejo fortín por parte de España. Así sucedió al menos hasta 1884, pero Canarias había abandonado su sueño pesquero y, de la mano de los ingleses, consolidaba el nuevo cultivo del plátano. Sea como fuere, se sucedieron las reclamaciones de la Sociedad Económica de Amigos del País de Las Palmas a este respecto entre 1874 y 1882 y la constante intervención de políticos canarios en foros africanistas madrileños. Pero sólo sirvieron para la creación de compañías estatales. Una de ellas fue la Sociedad de Pesquerías Canario-Africanas, constituida en 1880 para actuar con base en Gran Canaria. Reina Lorenzo fue, de hecho, designado agente en Las Palmas. Pero, salvo el establecimiento de una factoría en La Graciosa, poco iba a dar de sí esta sociedad. Mejor funcionaron compañías inglesas como la South and North African Trading Compañy. Por ello Francisco Reina, junto con su hermano, que había sido elegido concejal del Ayuntamiento de Las Palmas en las filas del liberal Francisco León y Castillo, se percataron de que, dadas las circunstancias, el papel de la burguesía insular era otro. Su función era prestar servicios a los ingleses y hacer de los muelles isleños el gran puerto de La Luz, que poco después promovería el ministro

Historias Isleñas de Ultramar

209

canario de Ultramar. Así fue cómo al hilo de la etapa colonial europea en África llegó el proceso de la modernización insular. Ambos hermanos comenzaron a suministrar el agua a buques carboneros ingleses. Y, de hecho, fueron pioneros en llegar a acuerdos comerciales con Elder Dempster, y luego con Miller, para el transporte marítimo regular con la costa sahariana. Este último se desarrolló aún más, como es obvio, después de que España ocupara parte del Sáhara Occidental como nuevo protectorado, una iniciativa que la desastrosa política africana le obligó a acometer para no quedarse fuera del reparto colonial a sólo escasas millas de la metrópoli. El desembarco inglés en las Islas fue apoyado ampliamente por la burguesía insular, que de manera astuta jugó a todas las bandas para salir de la crisis ante los recelos mostrados por Madrid en relación con esta nueva vinculación económica canaria a otras potencias europeas. Y es que el llamado desastre del 98 -la emancipación de Cuba y Filipinas- colocó en una nueva posición de debilidad a España, que se hizo susceptible. Fue entonces cuando las miras volvieron a África, aunque era ya algo tarde para hacer carrera colonial. De nuevo fracasó España en África.

210

CAPÍTULO VEINTE VANGUARDISTA PECULIAR EN GUINEA

-Poeta surrealista y crítico literario, Agustín Miranda Junco colaboró en La Rosa de

los Vientos y Revista de Occidente, para luego hacerse notario y ejercer, ya adscrito al franquismo, de Secretario General de la Administración colonial de Guinea, en

Malabo

-Fue gran amigo de Agustín Espinosa, al que se mantuvo fiel tras la Guerra Civil, pero también fue íntimo de José Antonio Girón de Velasco, con el que ocupó altos

cargos en Madrid

Historias Isleñas de Ultramar

211

La relación entre algunas vanguardias literarias y artísticas de los años veinte del pasado siglo y los radicalismos políticos del momento -el comunismo y, de igual manera, el facismo- fue en toda Europa una expresión de las paradojas de la Modernidad en su estadio más tardío. Experimentación creativa y revolución política fueron, en realidad, senderos por los que transitó el motor principal de este período histórico, basado en la idea de que el mundo giraba acompasado por un progreso inexorable hacia la perfectibilidad humana. El curso singular de España, en su aislamiento contemporáneo, la desmarcó globalmente del acontecer europeo, de modo que apenas hubo correlato político o artístico ni, obviamente, relación entre ambos, al menos hasta el breve y dramático período republicano. Sin embargo, Canarias vivía en aquel entonces su etapa inglesa y se cursaba una dinámica ajena culturalmente a lo español. Esta relación entre vanguardia y fascismo, por lo demás, sí se dio en las Islas a través de un exponente singular, el poeta y notario Agustín Miranda Junco.

Antonio G. González

212

Nació en la calle Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria en 1910 en el seno de una prototípica familia de la burguesía local. Tras pasar la infancia y la adolescencia en esta capital, donde pronto se despertó su inclinación literaria, estudió Derecho en la Universidad de La Laguna. Aunque no siempre residió en esta ciudad tinerfeña, pues hizo varios cursos por libre desde la capital grancanaria, Miranda Junco entroncó tempranamente con las vanguardias artísticas y literarias insulares, cuya impronta sería fundamental en la elevación de la escala cultural canaria tras un largo siglo XIX regionalista y provinciano que iba ya quedando atrás. Los nuevos lenguajes surgidos en la creación artística y literaria le sedujeron. Amigo íntimo de Agustín Espinosa, el mejor de los escritores surrealistas y autor de Lancelot, 28º-7º (1929) y Crimen (1934), dos hitos de este movimiento en España, Miranda comenzó con tan sólo diecisiete años a colaborar en La Rosa de los Vientos (1927-1928). Convertida en una de las revistas claves para la recepción de las más innovadoras tendencias del panorama cultural internacional, como lo fueron algo después Cartones (1930) y Gaceta de Arte (1932-1936), Miranda firmó el manifiesto inicial de La Rosa de los Vientos. En este famoso texto se abogaba sin ambajes por el universalismo como expresión de rechazo al tibio regionalismo romántico decimonónico. Eduardo Westerdhal, Domingo Pérez Minik, el propio Espinosa, Juan Manuel Trujillo o el mismo Valbuena Prat –principales críticos de la primera mitad del siglo XX- alabaron su obra poética, dentro de la que sobresalió el gran poema "Tiovivo para las vacaciones", una obra recogida en esa publicación y en diarios como La Tarde. Desde el principio los críticos isleños advirtieron en Miranda Junco influencias de Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Lorca o Alberti, lo que

Historias Isleñas de Ultramar

213

consolidó el "corte vanguardista" de una producción breve pero suficiente, que del mismo modo sería muy alabada por la crítica madrileña unos años después. En la década de los treinta, Miranda Junco se trasladó a Madrid, para preparar las oposiciones a abogado del Estado, que obtuvo con el número uno de su promoción en 1934. Sin embargo, aún le quedó tiempo para iniciar una prolija colaboración en Revista de Occidente, bajo la tutela de Ortega y Gasset. En esta publicación Miranda desarrolló de modo especialmente incisivo una labor de crítica literaria y de cine, una disciplina ya consolidada, cuya actualidad europea y norteamericana arreciaba como campo de influencia no sólo cultural. Se afianzó pronto como integrante del núcleo de colaboradores jóvenes que iba a aportar un nuevo espíritu al conjunto de la producción cultural española. Ricardo Gullón, Javier Zubiri, Maravall, María Zambrano o José Gaos, entre otros, enlazaron plenamente con la atmósfera del período republicano de Revista de Occidente y su programa de europeización de España. Las reseñas del canario sobre los libros de Malaise, Fauconnier o Les Bestiaires (1925), la obra de Henry de Montherland que ensalza la figura del toro y el campo andaluz en una cierta clave nietzscheana, hicieron de él un valor en alza. Agustín Miranda destacó, a su vez, como ensayista, abordando, por ejemplo, con tono ultraísta la cuestión de la tradición arábigo-andaluza española. En este trabajo ya se observó su atracción por el esencialismo, por una nueva indagación de la raíz de la pulsión humana, tan propio de las vanguardias históricas. Se trataba de una inclinación que en aquellos momentos llevaba implícita la búsqueda de un hombre nuevo, en el que se resolvieran definitivamente el dolor existencial y el conflicto del ser para la muerte mediante la emergencia de

Antonio G. González

214

una nueva totalidad espiritual, que dejara atrás para siempre las determinaciones. Característico de ese universo cultural fue su enorme atracción conceptual por el deporte, por la perfectibilidad corporal, como expresión de esa ansiada totalidad de la que Miranda esperaba que surgiera expresamente un "creyente nuevo". Fue ahí donde los vanguardistas se aproximaron a motivaciones que movían a los radicalismos políticos de la época. La atracción por el cuerpo, por la velocidad y las máquinas, expresión de la potencia de la técnica que nutría al convulso capitalismo de entreguerras alió, por ejemplo, a los futuristas italianos y a Benito Mussolini, conducido al poder por unas clases medias radicalizadas. Compartida por el movimiento fascista y por ciertas vanguardias artísticas era la ambición de protagonizar una reapropiación del progreso en favor de ese hombre nuevo que renovara la identidad nacional. También lo era el ansia fusionadora del pasado arcano y el futuro más prometedor a través de una gran revolución, de una suerte de corte alumbrador de lo nuevo, lo cual es sin duda el gran mito moderno. También trató Miranda Junco en la publicación de Ortega la cuestión de la muerte. Partiendo de la figura de Don Juan, que Tirso de Molina alumbra en El Burlador de Sevilla (1630), el creador grancanario conectó a este personaje clásico con la tensión entre vida y muerte, constitutiva de la tauromaquia, al modo en que también lo haría José Bergamín. El renovado interés por indagar la idea de la muerte no dejaba de ser un tema vinculado en España con la temprana traducción de la obra de Freud, realizada por encargo expreso de Ortega y Gasset mucho antes que en otros países donde posteriormente las ideas del psiquiatra vienés arraigaron fuertemente. Este caldo de cultivo condujo de hecho a Agustín Miranda a abordar con vocación psicologista –que no siempre freudiana- el sexo y la muerte.

Historias Isleñas de Ultramar

215

Sin embargo, la Guerra Civil truncó la efervescencia cultural en España, que fue sustituida a su término por una intelectualidad franquista a la que no fue del todo ajeno el propio Ortega. En 1936 Miranda Junco ejercía como alto cargo de Papelera Española en su calidad de abogado del Estado, pero tuvo que refugiarse en la embajada de Méjico en Madrid. Su desacuerdo con el izquierdismo republicano, radicalizado con la revolución social que se desató en la zona controlada por el gobierno legítimo durante la Guerra Civil, terminó por poner su vida en peligro. Miranda Junco se había hecho de Falange, correlato fascista en España que, en realidad, tenía un carácter minoritario frente al conservadurismo católico. Había hecho suya la idea de una nueva derecha transformadora del orden tradicional desde un individualismo redentor, posición ideológica que combatía a los comunitarismos marxista y anarquista. Miranda pudo escapar de una reclusión segura en los centros de internamiento republicanos, las tristemente célebres checas, pues la diplomacia mejicana le ayudó a exiliarse en Marsella. Allí lo pasó mal y sobrevivió con la venta de algunas joyas, según testimonió su hermano Agustín. No tuvo la suerte de otros isleños de encontrarse con José Bravo de Laguna, agente de las empresas fruteras canarias, que tanta ayuda prestó en esa ciudad gala a sus paisanos exilados. Sin embargo, Miranda consiguió regresar a Las Palmas de Gran Canaria en 1937, donde de inmediato se sumó al franquismo. Se hizo sargento provisional y fue destinado al frente de Aragón. A los pocos meses, las influencias familiares determinaron un cambio de destino. El General Fontán, gran amigo de Franco, había estado destinado en Las Palmas de Gran Canaria, donde se casó con una hermana del influyente abogado

Antonio G. González

216

Guinea, la llamada "perla de África", se había convertido en la retaguardia franquista. Desde allí se abastecía abundantemente el ejército sublevado de materias primas, cacao, café y otros productos básicos Francisco Hernández, que años después sería alcalde capitalino. Fontán, que trabó amistad con las familias de la burguesía insular, sacó a Miranda del frente bélico. Y se lo llevó de secretario general a la Administración de España en Guinea, donde había sido nombrado gobernador general. Guinea, la llamada "perla de África", se había convertido en la retaguardia franquista. Y desde allí se abastecía abundantemente el ejército sublevado de materias primas, cacao, café y otros productos básicos. Al propio tiempo, los pactos secretos de Franco con Hitler hicieron de esa colonia africana un punto de abastecimiento de la Alemania nazi. La autoridad colonial española materializó dichos acuerdos a través de un grupo de empresarios germanos en Fernando Poo y Río Muni, que se pudieron servir de los puertos canarios para operaciones diversas. En realidad, Guinea nunca fue una carga económica para España, más bien todo lo contrario, dada la riqueza material existente, lo que le bastó a Madrid, que no hizo así de ella plataforma de penetración comercial en el área subsahariana. No obstante, tras los acuerdos de París, urdidos entre el ministro Theophile Declassé

Historias Isleñas de Ultramar

217

El franquismo, de hecho, se volcó en la administración de Guinea, fomentando nuevamente el traslado de colonos canarios, como ya lo hiciera España en el siglo XVIII con estrepitoso fracaso y el entonces embajador español, Fernando León y Castillo, a comienzos del siglo XX España se empleó en el desarrollo de Guinea. Era algo que no había querido hacer a lo largo del siglo XIX y que le costó la pérdida de otros territorios africanos que le habían sido asignados en los sucesivos repartos coloniales entre las potencias europeas. Y España tomó nota de ello. El franquismo, de hecho, se volcó en la administración de Guinea, fomentando nuevamente el traslado de colonos canarios, como ya lo hiciera España en el siglo XVIII con estrepitoso fracaso. Fue una tarea adobada por un discurso muy en línea, por otra parte, con el ejercido por Londres, París o Berlín de colonización espiritual y eurocentrismo paternalista. De hecho, la impronta imperial del régimen de Franco, tan deudora de la nostalgia de la época dorada de España, le hacía aguardar el sueño de protagonizar la gran expansión africana, un viejo anhelo inconcluso hispano que aún se consideraba inauditamente por venir. Hasta tales extremos cuajó en el franquismo ese sueño que inicialmente se planeó reforzar a Guinea para, en unos años, rebasar las exiguas fronteras asignadas a España en la Conferencia de Berlín.

Antonio G. González

218

Esa ideología caló en lo más hondo de Miranda Junco, que se entregó a la tarea en una doble dimensión. En su calidad de jurista riguroso recopiló, de un lado, en un completo tratado, el intrincado derecho colonial europeo y español. Y, a su vez, hizo literatura. Amparado naturalmente por su rico bagaje cultural, escribió un único libro, Cartas de la Guinea, publicado por Espasa-Calpe en 1940. Miranda Junco aunó un claro vanguardismo formal de notable calidad literaria con el nuevo cometido espiritualizador que se había propuesto. A la manera de un diario, vertió sus impresiones en un recorrido que comienza con la salida del barco del Puerto de La Luz y concluye con su regreso desde Guinea a Las Palmas de Gran Canaria, donde divisa el faro de Maspalomas, "la primera luz de España en el Atlántico". No faltarán citas de André Gide, Eugenio D´Ors, elementos de la estética ultraísta, capítulos dedicados a su amigo Espinosa, como el excelente "Paisaje con antílopes", entremezclados con la ideología colonial, típicamente fascista en la España del siglo XX, y la exaltación espiritual del supuesto cometido civilizador de lo español. "Desbosca, hombre blanco, desbosca. El bosque es lo primitivo, lo salvaje, lo oscuro y tenebroso. Tú eres la civilización, la cultura, la luz. El bosque es la Geografía. Tú eres la Historia. El bosque es lo Romántico. Tú eres nuestro clásico del XVII". Se trata de pasajes que se combinan con ritmos que recuerdan a Nicolás Guillén: "Suena la tumba, sobre el cadáver de la alegría de la raza negra. Suena la tumba". Es el hombre negro justamente el objeto de su atención, junto al paisaje: "Civilizar al negro es, pues, en el más literal sentido de la palabra, liberarlo". Poco después regresó Agustín Miranda. Pero, aunque lo hizo con escala en Las Palmas, su destino iba a ser para siempre Madrid. En la capital de España se

Historias Isleñas de Ultramar

219

había casado ya y tuvo ocho hijos. La Administración pública le siguió ocupando durante una década. Con el tiempo pidió la excedencia como abogado del Estado y se dedicó a ejercer la abogacía y, sobre todo, la asesoría jurídica de empresas, participando en los consejos de innumerables sociedades. A través de Fontán, trabó mucha amistad con la cúpula del franquismo, como José Antonio Girón de Velasco en los años cincuenta, con el que fue director general de Trabajo durante un largo periodo. Agustín Miranda dejó de escribir, aunque legó como un rastro difuso el borrador de una biografía de Luis Candela. Sólo volvió a Las Palmas de Gran Canaria para asistir al entierro de su padre en 1941. Murió en Madrid en 1992.

220

CAPÍTULO VEINTIUNO VÉRTIGO BÉLICO EN EL ATLÁNTICO

-Marino mercante, Manuel González Quevedo vivió de cerca la contienda submarina del

Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial

-Su barco fue ametrallado por cazas americanos cerca de Guantánamo y retenido luego por submarinos alemanes en Angola, que se abastecían en el Puerto de La Luz

Historias Isleñas de Ultramar

221

Tras los intentos británicos y holandeses de invadir las Islas en los siglos XVI y XVII en el contexto de la disputa con España por obtener la primacía marítima y apoderarse del oro, metales preciosos y manufacturas que circulaban por las rutas de Indias, no volvió Canarias a convertirse en escenario bélico internacional casi hasta el siglo XX. Cerca estuvo de ello en 1989 cuando, en plena guerra de Cuba, Estados Unidos estudió seriamente invadirla, lo que apoyó algún sector de la burguesía local animado por las corrientes americanistas. Pero aquellos planes de Washington los frenó Inglaterra, que había hecho del Archipiélago su estación marítima para las rutas coloniales africanas y no quería correr riesgos. Durante la Primera Guerra Mundial, Inglaterra y Francia vigilaron a las Islas para frenar los fulgores coloniales de Alemania, que ya había intentado penetrar en Río Muni y asentar negocios en Canarias. Fruto de esa disputa bélica europea, un vapor frutero de la Naviera de Tenerife, el Punta Teno, fue hundido en el Mar del Norte por los submarinos alemanes cuando transportaba plátanos hacia el Reino Unido en 1917. Sin embargo, fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando el Archipiélago más cerca estuvo de ser invadido tanto por los nazis como por los Aliados para fortalecer sus posiciones en África. Y no pocos episodios de la guerra

Antonio G. González

222

submarina del Atlántico Oriental se libraron en el entorno de las Islas. El canario Manuel González Quevedo, entonces marino mercante en las rutas transoceánicas, sería testigo de excepción de este acontecimiento. Hijo de un conocido ingeniero, Manuel González Cabrera, nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1923. El padre había trabajado muchos años como experto en prospecciones acuíferas destinadas al suministro urbano -que estaba en manos de compañías británicas en Las Palmas de Gran Canaria- y a los cultivos intensivos de plátanos. Y lo hizo estudiar el bachillerato en el Colegio Viera y Clavijo, un centro liberal al que acudieron no pocos hijos de la burguesía grancanaria como Ignacio Bethencourt Massieu, Antonio Miranda Junco o Luis Bello Valle. González Quevedo se matriculó después en Derecho por libre en la Universidad de La Laguna. Aunque, a escondidas de su padre, estudió Náutica. Tal era su pasión por el mar y los barcos que hizo los tres años teóricos en uno. Y, por último, asumido este hecho inevitable por la familia, culminó los años de prácticas. Como piloto se embarcó en el vapor Lanzarote, un correíllo que hacía la línea entre Las Palmas y los puertos africanos bajo control español: Cabo Juby, Tan-Tan, Aaiún, Villa Cisneros y La Güera durante los años 1941 y 1942. Estados Unidos ya había entrado en la contienda mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbour y el Atlántico se convirtió en un cruento escenario de la batalla marítima. En 1943 González Quevedo fichó por la naviera Aznar, principal compañía española que, amparada en la neutralidad teórica de Madrid, operaba con fletes internacionales. Y se le asignó el Monte Altube. Su destino fueron las rutas con Sudamérica y el Caribe. Rutas peligrosas, pues fue el Caribe la zona en la que se emplearon los submarinos alemanes con mayor intensidad en 1942 y 1943,

Historias Isleñas de Ultramar

223

causando muchos y graves hundimientos de buques aliados. De hecho, Aznar fue la naviera que más pérdidas humanas y de flota sufrió. González Quevedo hacía la ruta entre Rosario (Argentina) y Tenerife, de donde traía trigo y millo en plena época del Mando Económico de Canarias, organismo encargado de ejecutar una suerte de intervencionismo militar de la economía insular que en la práctica significaba mantener a las Islas en una economía de guerra. También cargaba en La Guayana inglesa azúcar negra para Cádiz, o cacao y tabaco desde Haití, Cárdenas y La Habana con destino al norte de España. En el Caribe se encontraba el Monte Altube cuando en septiembre de 1942, el submarino nazi U-512 hundió al Monte Gorbea, otro barco de esa misma naviera, a unas cien millas al este de Martinica, suceso en el que murió la compañía de teatro de Fernando Díaz de Mendoza y muchos tripulantes. En realidad, todos los barcos mercantes tenían que tocar en Puerto España (Trinidad) para control aliado y toma de combustible. Y hubo no pocas confusiones y errores desgraciados. Venezuela y Caribe eran la zona más incierta por ser objeto de atención de los submarinos alemanes más peligrosos, estando al frente los comandantes veteranos. En 1944, saliendo de Haití en dirección a La Habana, González Quevedo fue impelido por orden de radio desde la estación de EEUU en Guantánamo a entrar en la bahía para un control. Sin embargo, el canario recibió una orden de ruta equivocada para la aproximación a Guantánamo por el norte de Cuba y su barco fue ametrallado por la proa por dos caza USA Curtis, haciéndole rectificar el rumbo, auque finalmente salió indemne del aviso. Otros no tuvieron tanta suerte.

Antonio G. González

224

Sin embargo, ya se había recrudecido la guerra de África y la confrontación submarina se trasladó a la costa norte occidental de ese continente y a la zona de Sierra Leona, que fue especialmente caliente. Fue aquél el momento de mayor vulnerabilidad de Canarias. El alto mando nazi ideó una operación para invadir las Islas, bajo el código de "Operación Felix", con la intención de dispersar y forzar a la retirada a las unidades navales angloamericanas en esta parte del Atlántico desde el Archipiélago. Eran aún los tiempos del avance alemán e Inglaterra prácticamente se batía sola contra el ejército nazi. El propio Hitler intervino en el debate sobre la citada iniciativa. Según las actas del Alto Mando alemán, el Führer señaló que "aunque los ingleses sufran de una situación precaria actualmente, en cualquier golpe de mano podrían hacerse con las Islas Canarias y sería, desde luego, un golpe muy fuerte contra la campaña submarina que con gran eficacia estamos llevando a cabo". En respuesta, Winston Churchill hizo diseñar una actuación similar, cifrada bajo el código "Pilgrim" (peregrino). Al final, ninguna de las dos tentativas de invasión tuvo lugar. Y varias fueron los razones. En primer lugar, los pactos secretos entre Franco y Hitler transados en Hendaya incluyeron la llamada "Operación Moro", que sí que se llevó a término, pues condujo a que el principal puerto canario abasteciera a los alemanes en la feroz guerra submarina librada en las aguas africanas. Puesto en marcha este dispositivo, las instalaciones portuarias de Vigo, Ferrol, Cádiz y Las Palmas comenzaron a suministrar combustible, pertrechos y efectivos de refresco a la flota submarina nazi, que hacía escalas en las horas nocturnas. Este hecho le constaba al Mando Británico, pero los avances militares en África frente a las tropas del general Rommel, que se quedó estancado en El Alamein, y el declive de los nazis a partir de 1943 en esa guerra submarina librada

Historias Isleñas de Ultramar

225

en el Atlántico hicieron innecesaria la toma de Canarias por los Aliados que fue proyectada al detalle en 1941 en una primera operación llamada "Puma", en desarrollo de la orden de Churchill. El cambio de escenario de la contienda en el mar, desde el lado occidental del Atlántico hasta su extremo medio oriental, lo marcó el endurecimiento de la campaña de África, lo que afectó obviamente a las rutas mercantes con ese continente. Se disparó el precio de los fletes y la naviera Aznar decidió sacar partido intensificando su tráfico en toda esta zona. González Quevedo comenzó a hacer nuevas rutas. Cargaba, por ejemplo, cacao en Costa de Oro, en los puertos de Accra y Takoradi para el Gobierno suizo, que conducía hasta Bilbao. Hasta este puerto vasco los suizos, en teoría neutrales, enviaban constantemente trenes precintados a través de la Francia ocupada por los nazis. Pero igualmente hacía González Quevedo transportes marítimos entre Angola y Europa. En estos trayectos, al norte de Freetown, entre Dakar y Cabo Blanco, los buques de Aznar y todos los mercantes españoles eran obligados a parar siempre de noche por submarinos alemanes. Tuvo suerte, pues en esas aguas ya había sido torpedeado en abril de 1943 el barco de la Compañía Transmediterránea Castillo-Monte Alegre por el submarino nazi U-123. Pensaron que era un buque rezagado de un convoy inglés con destino a Londres que venían vigilando a los alemanes y a los italianos desde hacía semanas, cuando en realidad el barco español estaba haciendo la ruta entre Guinea y Canarias. Pero quizás el suceso más trágico de las costas africanas al sur de Canarias -que a González Quevedo se le quedó grabado- fue el hundimiento del buque inglés Laconia por el submarino alemán U-156 en septiembre de 1942. Este barco traía

Antonio G. González

226

de Sudáfrica a mil quinientos prisioneros italianos capturados por los británicos en Abisinia y Somalia, extremo que desconocían los submarinos alemanes que lo hundieron. Fue una confusión que acabó en tragedia. Enterado Berlín del grave error de haber destruido un barco con prisioneros de su propio bando, envió a todos los submarinos alemanes apostados en la zona a salvar náufragos. Y dio esa misma orden al Gobierno de Vichy, acudiendo también el submarino italiano C. Capellini, que había entrado en enero de 1941 en el Puerto de La Luz. Para rematar la crueldad de la tragedia, aviones estadounidenses despegaron de sus bases norteafricanas, entre ellas, Agadir, para ametrallar, en plena operación de rescate, a los botes salvavidas que llevaban los submarinos nazis a remolque, decisión atroz que aumentó el número de muertos. Precisamente desde Agadir partían a diario los aviones de reconocimiento aliados que vigilaban el sabido suministro de submarinos alemanes en el puerto grancanario. Hacían un vuelo diario de reconocimiento que era respondido, en un ridículo acto de patriotismo, con el disparo de una artillería antiaérea desde un batería de cañones alemanes "8/8" situado prácticamente en frente del céntrico Hotel Santa Catalina, en la capital grancanaria. Fruto de los citados acuerdos secretos entre Franco y Hitler, al Puerto de La Luz habían llegado ya en 1940 los mercantes alemanes Charlotte Schlieman y Corrientes transportando lubrificantes, toneladas de gasoil y también torpedos. El primer submarino nazi abastecido en las Islas fue el U-124. Y pronto otros incluso harían operaciones en las aguas canario-africanas. En 1940 el U-37 hundió al vapor San Carlos al sur de Fuerteventura, que volvía del ex Sahara español fuera del rumbo fijado. No fue el único episodio de la guerra submarina en las mismas costas de las Islas. En 1943, por ejemplo, el U-167 resultó hundido por aviones ingleses

Historias Isleñas de Ultramar

227

en la playa de las Burras (Gran Canaria), siendo su tripulación repatriada desde el Puerto de La Luz por otras dos unidades nazis en un acto que oficialmente nunca existió. Se les trasladó de noche hasta la Base Naval de Las Palmas de Gran Canaria, antiguo muelle frutero confiscado por el Gobierno español. Tampoco existió oficialmente para la España supuestamente neutral una fulgurante aproximación a la entrada del Puerto de La Luz de otro submarino, previsiblemente británico, que atacaría de noche a un buque nodriza alemán fondeado en frente del actual Club Metropole, aunque sin hundirlo. La colaboración española con el régimen nazi fue más que obvia, e incluso gran parte de la prensa canaria era germanófila. La colonia española de Guinea, como se abordó en la entrega anterior, abasteció de materias primas a Berlín. En este contexto, recuerda González Quevedo el registro que le hizo la policía española mientras su barco estaba atracado en Santa Cruz de Tenerife, requisándole revistas inglesas, "cuando todas las revistas alemanas contra los aliados se vendían a plena luz en los kioscos" de la capital tinerfeña. Fue también en las inmediaciones de Canarias, en concreto, al sur de las costas del Sahara Occidental, donde los aliados asestaron un golpe definitivo a la flota submarina alemana. Se trató de la captura del submarino U-505 y toda su tripulación en junio de 1944 en aguas próximas a Río de Oro (ex Sahara español), de cuyo registro obtuvieron claves y planos de situación por cuadrículas de todas las zonas de encuentro en el Atlántico de la flota nazi. Manuel González Quevedo hacía la ruta entre La Habana y Gibraltar ese mismo día, una travesía que en su último tramo surcaba las aguas situadas a unas quinientas millas al norte. El señalado apresamiento constituyó el principio de la

Antonio G. González

228

derrota nazi en el Atlántico, pues descifraron el código "Enigma" a partir del cual fue totalmente aniquilada su flota submarina. No en vano diecinueve días después de que los aliados descifraran esas claves en Río de Oro, así como las comunicaciones secretas entre Berlín y Tokio, fue hundido de noche al sur de Canarias y al este de Cabo Verde el I-52, un submarino japonés de carga, por la escuadra del portaaviones Bogue. La nave transportaba cargamentos minerales estratégicos y un nutrido equipo de técnicos nipones que se dirigía a Alemania. En sus rutas atlánticas el marino grancanario fue interceptado otras muchas veces. Una de ellas corrió a cargo de las corbetas que custodiaban un enorme convoy de barcos norteamericanos que transportaba refuerzos hacia el norte de África. Habían visto parar su barco por averías al norte de Madeira y sospecharon, como habitualmente hacían, de los mercantes españoles por cuanto pudieran ser un apoyo de los submarinos alemanes que Estados Unidos sabía que estaban apostados en la zona. Pero, tras dos horas parados, finalmente les permitieron continuar. Acabada la guerra, González Quevedo pasó a la naviera Pinillos haciendo las rutas con África. No pocos viajes realizó a la inversa, desde el Norte de Europa con restos de material bélico aliado comprado por los comerciantes judíos de Tánger en 1950. Con posterioridad pasó a la Escuela Naval de Marín, de la que salió como alférez de navío. Sus primeros destinos de esta etapa en la Armada española fueron en el buque oceanográfico Xaúen y en el guardacostas Pegaso como segundo comandante hasta 1955. Ya siendo teniente de navío, fue destinado a Cabo Juby en 1956 y a Sidi Ifni en 1958. Allí vivió en primera línea todas las operaciones navales y las

Historias Isleñas de Ultramar

229

escaramuzas con los nativos que conllevaron para España la pérdida de este aislado enclave. También se ocupó de la evacuación de Cabo Juby, zona sur del protectorado, en su condición de miembro de la "Comisión de Entrega" en representación de la Armada, siendo González Quevedo el último español en abandonar esas playas al arriarse la bandera española en mayo de 1958. En los años siguientes, González Quevedo, un hombre intelectualmente muy inquieto, continuó ocupándose de los estudios oceanográficos, una de sus grandes pasiones, al frente del buque tanque A-6, que suministraba agua al Sáhara. Tuvo igualmente por destino la vigilancia de las actividades pesqueras en la costa sahariana, ya como capitán de corbeta del barco RA-2. Finalmente dejó la Armada española para ocupar plaza de práctico en el Puerto La Luz en 1965, en donde adquirió un extraordinario prestigio profesional. Manuel González Quevedo fue siempre el hombre para los atraques más difíciles. Lo fue hasta su jubilación. En la actualidad, una intensa correspondencia con los más inverosímiles puntos del globo relacionada con la investigación de la guerra submarina del Atlántico ocupa buena parte de su tiempo. Ahora, en los inicios del siglo XXI sigue siendo aún una de las personas que mejor conoce el territorio marino canario.

230

CAPÍTULO VEINTIDÓS EL GOFIO EN SENEGAL

-Maximino Pérez elaboró en el siglo XX en Dakar una mezcla de productos tostados

para una red asistencial de la FAO destinada a la manutención de cientos de personas

-El empresario instaló en los años noventa molinos para tostar millo, influyó en la

dieta senegalesa y llegó a dar empleo indirecto a 3.000 personas con programas de la ONU

Historias Isleñas de Ultramar

231

La anexión por Marruecos de la entonces colonia española del Sahara Occidental, en noviembre de 1975, supuso la quiebra de un pujante puente comercial de Las Palmas de Gran Canaria con el sur del reino alauita y el África subsahariana que, a finales del siglo XX, aún no se había recuperado. La cesión de esta colonia a Marruecos significó, además, el principio del declive del negocio pesquero isleño en el llamado caladero canario-sahariano. Fue un choque psicológico en las Islas, que atravesaban por una grave crisis económica en plena Transición política hacia la democracia en España, al convertirse el Archipiélago en una incierta frontera del polvorín africano. Los productos isleños que se enviaban a las ciudades saharauis, cifrados en 50.000 millones de pesetas de la época, eran luego distribuidos por tierra hacia los destinos señalados, llegando incluso a verse contenedores completos en El Cairo. Privada de la puerta natural del Sahara y carente de una salida alternativa,

Antonio G. González

232

Canarias se quedó ausente de África. Sólo existían al término de la pasada centuria algunas excepciones. En Marruecos lo eran sobre todo las firmas canarias de reparación naval que trasladaron sus talleres a Agadir desde el Puerto de La Luz. En el África subsahariana, una de esas rara avis isleñas fue Maximino Pérez, empresario grancanario que contra viento y marea instaló en los años ochenta molinos de gofio en Senegal y abrió camino, de paso, para que otras empresas agroalimentarias y de servicios acabaran desembarcando en Dakar en 2000. Su apuesta por África partió de la nada al menos en materia de experiencia empresarial, aunque no en cuanto a visión del escenario insular. En realidad, por alguna razón había existido siempre en Maximino una preocupación personal por la cuestión africana. Era una inquietud compartidas por muchos isleños y surgida a cuentas del orden geográfico, de la proximidad de Canarias a la costa sahariana y subsahariana, lo que había forjado vinculaciones siempre intermitentes. Maximino siempre había tenido debilidad por África, lugar al que nunca hasta entonces había ido. Sentía una gran curiosidad como empresario por experimentar el papel que podía jugar allí, en lo industrial y en lo comercial, una vez cerrado el episodio colonial español. De hecho, la guerra del Sahara, entre Marruecos y el Frente Polisario, había engullido a El Aaiún, Villa Cisneros y La Güera, en un tiempo en el que demasiado lejos sonaba ya Fernando Poo o Malabo. A Maximino le parecía inexplicable que Canarias estuviera tan próxima y que esta circunstancia no se aprovechara para abrir campo a la exportación hacia unos países con tantas necesidades, que las Islas podían satisfacer. Pero hacía falta iniciativa. Eran ideas simples y claras, además de incontestables. Fue a finales de los años ochenta cuando decidió actuar. Había fundado

Historias Isleñas de Ultramar

233

hacía treinta años una empresa de velas de parafina y cera, Velas Archipiélago, que aún era una sociedad familiar. Y pensó, hallando con ello el hilo de Arianna de la experiencia histórica insular, que el gofio podía constituir un alimento básico para unos países lastrados por la pobreza, las guerras y las hambrunas. Maximino Pérez recabó información en la Cámara de Comercio de Las Palmas, lo que le facilitó el contacto con un comerciante de Ghana en 1990. Fue el comienzo de una aventura exitosa, pero también el inicio de una lucha difícil contra la complejidad burocrática, política e incluso psicológica de unos países subsaharianos cuyas estructuras administrativas se ahogan en la corrupción. Intentó primero instalar una pequeña industria -un molino- en ese país, pero las labores de intermediación de su contacto en África no pudieron salvar los múltiples escollos y, a su vez, la inestabilidad política creciente en Accra entonces le hizo desistir. Lo intentó luego en Togo y ocurrió lo mismo. Al final Maximino buscó asentamiento en Senegal, el estado mejor dotado y estable de esa zona. Se movió por embajadas y organismos públicos en Madrid, como el Instituto de Comercio Exterior (ICEX), en el que finalmente lo ayudaron después de no encontrar apoyo alguno en las Islas. Concretó la inversión y puso en marcha un molino de gofio en Dakar, que empezó a funcionar con ocho trabajadores senegaleses y un encargado canario. El trabajo fue doble o, más bien, triple. No se trataba sólo de fabricar y vender el millo tostado en la capital senegalesa, una ciudad de cuatro millones de habitantes, sino que había primero que difundir la excelencia de un alimento nuevo para esa población. No era un asunto fácil, pues la sociedad senegalesa, como es habitual en

Antonio G. González

234

países que apenas han afrontado una modernización en los términos contemporáneos y siguen aún apegados a arcanas tradiciones, está escasamente abierta a la variación de los hábitos alimentarios, a pesar de las miles de personas acogidas a los centros de beneficencia pero, con un apoyo creciente de la Embajada de España, que le resultó crucial para aprender a sortear la endemoniada picaresca administrativa, Maximino Pérez se trasladó a vivir a Dakar. Diseñó y lanzó una campaña de promoción del gofio que incluía el reparto de cientos de kilos en escuelas, hospitales o centros de acogida y anuncios en la televisión local. La publicidad incluía, a su vez, una ardua tarea pedagógica. Les enseñó a comer el gofio: con agua, con leche, con plátanos y con el caldo de pescado haciendo una pella, sobre todo aprovechando el hecho de que en Dakar la pesca es abundante y, además, barata. Fueron unos años difíciles y, aunque los senegaleses respondieron bien frente a este nuevo alimento, no sucedió en la medida en que el empresario canario hubiera deseado. Con todo, la penetración de este producto se había producido al menos hasta el punto de hacer posible la extensión de las ventas al resto del país. Para ello Maximino organizó una red de distribución propia que en los años noventa contaba con cinco vehículos. Aprovechó la flota para colocar también otros productos por él importados desde las Islas, como sus propias paravelas y parapapel, y producciones de la industrial agroalimentaria del Archipiélago, como pasta, cacao, galletas o ketchup. No era tampoco fácil la vida cotidiana en Dakar. Maximino Pérez se integró en la reducida colonia española, conformada básicamente por el personal de la

Historias Isleñas de Ultramar

235

embajada, por algunos fabricantes peninsulares vinculados al negocio del vino, importadores canarios de pescado que, en realidad, no tenían residencia estable pero que viajaban con frecuencia, y un nutrido grupo de misioneras. Inevitablemente su relación con los senegaleses fue sólo profesional al principio. A Maximino Pérez le resultaba difícil trabar amistades en una sociedad abierta de trato, pero en la que el instinto de supervivencia atraviesa siempre la relación personal ante un extranjero con recursos. Con todo, no pocos senegaleses acabaron con el tiempo granjeándose su confianza. Tal es así que, pasado un cierto tiempo, no sólo sus trabajadores, sino también los contables y asesores fiscales de su empresa africana son de Dakar. Así logró el éxito empresarial en África, cimentado en la premisa de la dedicación personal al negocio. De hecho, un buen número de multinacionales que lo habían intentado en las últimas décadas del siglo XX a través de delegaciones acabaron desistiendo. El plus de atención que el África subsahariana exigía para consolidar una actividad económica excedía lo que razonablemente puede pedírsele a un alto ejecutivo, más aún cuando las grandes sociedades tienen potencial sobrado para la máxima movilidad de su inversión. En este país francófono sólo dos grandes firmas se habían consolidado a la vuelta del milenio después de muchos años. La primera era Nestlé, que tenía una planta en el país. Y la otra, Jumbo, que fabricaba en Senegal una especie de "avecrem". Los propios franceses y una nutrida colonia comercial libanesa, llegada desde Liberia, eran el grupo extranjero más asentado, junto con algunos empresarios turísticos italianos especialmente activos, que en la actualidad dominan una emergente actividad turística.

Antonio G. González

236

La perseverancia de Pérez tuvo recompensa. En 1991, el PMA (Programa Mundial de Alimentos) puso los ojos en las instalaciones de este canario en Dakar. La mayor organización de asistencia alimentaria del planeta ideó, en su sede de Roma, un producto alimenticio para paliar el azote del hambre en el África subsahariana. El objetivo era que se consolidase un producto barato a partir de una materia prima que pudiera ser local, nutritivo, vitamínico y fácilmente combinable con dietas subsaharianas tradicionales. Diseñaron un compuesto, para distribuir sin nombre, de cacahuete, mijo, nieve (una judía pequeña), vitaminas y azúcar, fabricado como una mezcla molida y tostada. El PMA optó por Senegal para producirlo y se dirigió a los molinos existentes para la elaboración de productos básicos de la dieta local, como cuscús o harina de millo. Hizo pruebas y finalmente eligió, junto a otras, las instalaciones de Maximino Pérez en 1996. El perseverante empresario isleño, que, ya consolidado en Senegal, comenzó a recibir el apoyo del Gobierno canario, consiguió renovar el contrato con el PMA. Logró un acuerdo por nueve años, revisable cada seis meses, que le obligaría a una producción anual de varios cientos de toneladas, un volumen muy superior que el adjudicado a su más directo competidor senegalés. Estas cantidades, además, prácticamente se duplicaban al término de cada semestre. Pérez se vio obligado a ampliar su personal, llegando a contar con una nómina de catorce trabajadores, para fabricar este nuevo producto, al tiempo que continuó produciendo gofio en sus molinos en cantidades también ascendentes. A finales de los años noventa el PMA ya había creado doscientos puntos de nutrición sólo en Dakar que, además, daban empleo a unas tres mil personas entre

Historias Isleñas de Ultramar

237

los encargados por médicos, enfermeros, transportistas y proveedores. El producto alimentario encargado por Naciones Unidas a Maximino Pérez no se comercializaba, pero su éxito fue tal que la oficina de este programa que se instaló en la capital de Senegal diseñaba en el 2000 su extensión al resto del país. Y desde Roma, este organismo internacional proyectaba a finales del siglo XX llevar el producto a Mauritania, Mali y Nigeria. El trato dispensado por los técnicos del PMA a Maximino Pérez fue de auténtico mimo. Sabían que sin su seriedad profesional y su saber hacer industrial quizás no habrían podido funcionar mínimamente esos centros de nutrición. Al final, su perseverancia y el ancestral gofio canario, una valiosa y celebrada herencia de la sociedad prehispánica de origen bereber de las Islas, se mostraron capaces de llevar solidaridad, contribuir al desarrollo económico y hacer negocios en la costa africana. En la estela de Maximino, un grupo de industrias agroalimentarias y de repuestos de vehículos tinerfeñas establecieron en Dakar centrales de venta con la vista puesta en todo el área subsahariana a finales del siglo XX. Del mismo modo, la división sanitaria del grupo González Santiago negoció con el Gobierno senegalés la construcción de una clínica y un convenio de prestación asistencial avanzada desde Las Palmas de Gran Canaria en lo que constituyó la primera exportación canaria de servicios hospitalarios. En el contexto de la relevante capitalización experimentada por las empresas canarias a partir de la segunda generación de empresarios turísticos y de la construcción, África comenzó de nuevo a tomar forma como un territorio propicio para la internacionalización empresarial isleña.

238

CAPÍTULO VEINTITRÉS UNA MISIÓN EN KIGALI

-Las revistas misioneras hicieron a Inmaculada Cabrera decantarse por los hábitos

con la vista puesta en África, un destino poco habitual entre las monjas isleñas

-Al llegar a Malawi en 1984 el virus del sida había comenzado a extenderse y el pequeño dispensario rural al que fue destinada se convirtió en hospital para

enfermos terminales

Historias Isleñas de Ultramar

239

Durante el último cuarto del siglo XX un temblor recorrió África. Se trataba de una epidemia que prácticamente destruyó cualquier perspectiva de futuro a medio plazo de muchos países de este continente. En los centros asistenciales de los misioneros, prácticamente los más efectivos de la paupérrima red sanitaria de la zona subsahariana, cundió el mayor desconcierto. Un número cada vez mayor de personas acudían afectadas por distintos síntomas que, aún cuando no tenían necesariamente relación entre sí, acabaron constituyendo un cuadro común que conducía siempre a la muerte. En torno a los orígenes de este virus mortal posteriormente se ha establecido -mediante simulaciones biológico-informáticas- que apareció para los humanos en los años treinta del pasado siglo en el Congo, cuando algunos hombres seguramente heridos en una cacería de monos quedaron afectados tras el contacto con la sangre de simio. Pero el círculo de esa enfermedad, el sida, quedó en aquel entonces circunscrito a la muerte de ciertas tribus menores, no migratorias. Así incubada, y seguramente mutada, con una ampliación de su dispositivo de contagio, esta plaga del siglo XX se propagó en África hace dos décadas con la

Antonio G. González

240

ayuda de las guerras y las catástrofes naturales y, como consecuencia, de la miseria y las crecientes migraciones subsaharianas. Inmaculada Cabrera, natural de Firgas (Gran Canaria), había llegado a Malawi en 1984. Y su primer destino fue un dispensario de la orden de las Carmelitas en la localidad rural de Ntengo Wa Nthenga, a unos cuarenta kilómetros de la capital, Lilongwe. Se había hecho enfermera en Lisboa, y desde siempre había sentido la llamada de África. Aún así, cuando leía de niña aquellas revistas misioneras que tanto marcaron su vida, o cuando escuchaba los relatos de algunos vecinos sobre su vida en el Sahara, sobre las faenas pesqueras e intercambios con saharauis, no imaginaba el panorama dantesco que habría de vivir allí. Cabrera nació en los años cincuenta, en el seno de una familia en la que había numerosas vocaciones misioneras; no en vano su tía Teresa, la primera misionera carmelita española, seguía en Japón en el 2000 a sus setenta años ejerciendo el apostolado tras permanecer décadas en Filipinas y Taiwán. Como otras niñas en sus circunstancias, recibió la educación primaria de una manera informal para luego, adolescente, pasar al convento carmelita de Agüimes, con la intención familiar de hacerla a la clausura. Pero no funcionó. Inmaculada se rebeló ante la perspectiva de la pérdida de identidad personal intrínseca al enclaustramiento religioso. Sentía especial temor ante ese cambio forzoso de nombre a que obligaban a las monjas como mecanismo de desvinculación del entorno familiar ante el ingreso en la nueva comunidad confesional. De sufrir esa situación se salvó azarosamente ya que poco después debió dejar el convento por razones económicas. Se fue entonces, ya con dieciocho años, a trabajar a Las Palmas de Gran Canaria. Pero, de igual forma que la clausura conventual no le convenció, sí lo hizo otro reto religioso.

Historias Isleñas de Ultramar

241

En parte por el influjo de la tía misionera, en parte porque el panorama laboral de tareas domésticas al que se vio abocada no le interesó, y quizás porque ni siquiera los primeros novios dejaron especial huella, la joven firguense buscó nuevas posibilidades. No quería resignarse a un destino de sirvienta y sintió la llamada del apostolado en tierras lejanas. Fue una llamada interior que le condujo de nuevo al convento. Inmaculada hizo el postulado en Agüimes en 1969, el noviciado en Pamplona y Salamanca y terminó el juniorado en Barcelona. También acabó los estudios medios, obtuvo el graduado escolar y estudió enfermería. La actividad misional española en África nunca había sido importante, al contrario que en América, lo que, a su vez, es clara expresión del débil papel colonial hispano en el primero de los continentes citados. No deja de ser paradójico que fuera un catalán, Ramón Llull, el que en 1311, lograra de la Iglesia una atención a esta actividad durante el Concilio de Viena, pensando en Asia y en África, aunque apenas fuera un primer paso, que se tradujo en la creación en Europa de colegios de lenguas orientales. La Ilustración frenó las misiones, pero su fracaso político hizo que en el siglo XIX se reemprendieran, a partir de 1830, bajo el impulso de Gregorio XVI, financiado por obras misionales francesas. Nuevas congregaciones de Bélgica, Alemania e Italia, más protestantes que católicas, se les sumaron después, al albur de la colonización europea de África, siendo las órdenes franciscanas y dominicas las más activas. Sin embargo, no fue suficiente para ganar la batalla confesional en el Tercer Mundo. La fuerza de las misiones musulmanas a lo largo del siglo XX en el África negra, que se adelantaron en la promoción de un clero indígena, llevó a Pío XI a fijarse ese mismo objetivo. A t ravés del Rerum Eclesiae y a partir de la

Antonio G. González

242

No fue hasta finales del pasado siglo XX cuando varias de las congregaciones españolas, como los salesianos o los carmelitas, se tomaron en serio al continente africano experiencia evangelizadora, este pontífice decidió vincular la tarea evangélica a la mejora de las condiciones sociales de los nuevos cristianos, aspecto que se consolidó e impulsó como doctrina a partir del Concilio Vaticano II. Sin embargo, no fue hasta finales del pasado siglo XX cuando varias de las congregaciones españolas, como los salesianos o los carmelitas, se tomaron en serio al continente africano. En este contexto, Inmaculada Cabrera intentó ya en Barcelona ser destinada a este desconocido y complejo continente. "Ah, tú eres la africana", le decía siempre una vieja monja barcelonesa casi ciega mientras fregaba las escaleras de la casa de esta orden cuando reconocía la voz de la novicia. En realidad, se refería a su condición de canaria, lo que nunca molestó a la firguense: "Sí, madre, eso es lo que yo quiero ser, africana". Pero no lo logró a la primera. Debió estar cinco años en Faro, localidad del Algarbe portugués, donde realizó prácticas de enfermería. No se desanimó y su paciencia dio frutos. Durante este tiempo supo de otra monja destinada en Tenerife que había

Historias Isleñas de Ultramar

243

Por fin en 1984 llegó a su destino, Malawi. Se trata de un pequeño país, ex colonia inglesa que se independizó en julio de 1964, con una población entonces de 6,5 millones de personas sido la elegida por la Orden de las Carmelitas para abrir una nueva misión sanitaria en Malawi. Lo requerían los padres carmelitas, que se habían instalado en ese empobrecido y pequeño país en 1973. Trabó contacto con ella en cuanto pudo, realizó en Tenerife los cursos de comadrona y completó su formación con el estudio de idiomas, para lo que estuvo varios meses en Londres. Por fin en 1984 llegó a su destino, Malawi. Se trata de un pequeño país, ex colonia inglesa que se independizó en julio de 1964, con una población en auge que en esa década ascendía a 6,5 millones de personas. Malawi ha vivido de una agricultura rudimentaria de abastecimiento, de su cabaña ganadera de bovino y de aves de corral y de una pesca artesanal en el lago Malawi, el segundo mayor de África. El único cultivo de exportación es el té, cuya producción sólo es superada por Kenia en este continente. Sus fronteras limitan con Mozambique, Zambia y Tanzania y está considerado uno de los países más pobres del planeta. El dispensario de Ntengo Wa Nthenga, al que fue enviada Inmaculada, sólo tenía dos camas. Era lógico, en cierta medida, pues el centro estaba destinado a la

Antonio G. González

244

vacunación de la población rural, pero también a la asistencia a partos y a las diversas labores pediátricas y ginecológicas, aún cuando las costumbres locales colisionaban con la intromisión de extranjeros en tales ocupaciones. Sin embargo, hacía ya meses que el dispensario de las Carmelitas Misioneras no daba abasto. En 1984 comenzaron a aparecer casos de gente que presentaban los síntomas desarrollados de lo que luego se denominó Sida, pero del que aún nada se sabía: diarreas, avitaminosis, neumonías, fiebres altas, herpes... A los enfermos los traían en carros de bueyes o venían caminando kilómetros. Dormían en esteras en el suelo de lo que acabó convirtiéndose en un improvisado hospital de urgencias. La situación sanitaria del país, que sólo contaba con una farmacia en todo su territorio, no estaba en absoluto preparada para afrontar un problema de ese calibre y, por el contrario, contribuyó a difundir el virus. La promiscuidad sexual fue definitiva a la hora de propagar esta vertiginosa epidemia, pero no fue en absoluto la única causa del desaforado contagio. En Malawi funcionaba una cultura de la poligamia, combinada con los habituales índices de natalidad de zonas subdesarrolladas, que arrojaban una media de diez hijos por mujer, de los que solían sobrevivir una media de cuatro. A la poligamia se había ido uniendo progresivamente en esas décadas una promiscuidad creciente derivada del desarraigo y la miseria de una población que había emigrado del campo a los arrabales de los principales núcleos urbanos en busca de nuevos medios para la supervivencia. De modo, que el contacto sexual sin control sanitario era altísimo, más cuando tanto hombres como mujeres rechazaban tomar las medidas que incluso en dispensarios misioneros se les intentaba facilitar. Pero, no obstante, las transfusiones de sangre contaminada en los hospitales de Malawi fueron decisivas en la rápida propagación del sida. Habituales a causa de que una

Historias Isleñas de Ultramar

245

enfermedad tropical tan común como la malaria suele producir anemia, lo que obliga al suministro de sangre, el VIH se expandió. Malawi contaba con una sanidad gratuita, que se contaba como el principal logro social desde la emancipación colonial, aún cuando se tratara de una red de modestos hospitales que ofrecía una cobertura de servicios muy reducidos. Y el tratamiento de la malaria fue un hito celebrado pero finalmente convertido en una trampa mortal. Cuando llegaron los expertos europeos para investigar el estado de contagio de lo que ya se había nominado en los laboratorios mundiales como Sida, el resultado no pudo ser más nefasto. La enfermedad estaba generalizada, la había contraído más de la mitad de la población. "Nos echamos las manos a la cabeza", explica Inmaculada. La vida de esta misionera cambió de golpe. Se trataba de ayudar a morir a muchas personas y, al propio tiempo, de intentar salvar a la otra parte de una sociedad potencialmente moribunda, lo cual constituía una tarea muy lejana del papel paternalista y compasivo que habría imaginado esta canaria respecto a su estancia en África. Sin embargo, a los meses de su llegada a Malawi, Inmaculada tuvo la valentía de responder a tal desafío. No sólo se quedó sino que se involucró a fondo en la tragedia. Sin embargo, poco tardó en presentarse un importante problema añadido, como fue la desestabilización política. La atención repentina de la comunidad internacional hacia Malawi, más derivada del interés por las consecuencias en el primer mundo del desarrollo del sida en África que de una voluntad por salvar de la enfermedad a la sociedad africana, se enfrentó con la corrupción del régimen dictatorial que sostenía a Hastigs Kamusu Banda a la hora de la colaboración ante esta tragedia humanitaria.

Antonio G. González

246

Kamusu, que había sido el líder indiscutible del país desde la independencia en 1966, se había hecho designar presidente vitalicio al llegar al poder. Y, si bien al principio se alineó con los sectores más moderados de la Organización para la Unidad Africana (OUA) y mantuvo los lazos comerciales con la ex metrópoli, Inglaterra, que importaba la producción de té y algodón de su antigua colonia de Nyassaland, acabó aliándose con el régimen racista de Pretoria, país al que acudían importantes contingentes de mano de obra malawense. La ayuda sudafricana le permitió hacer obras de carreteras e infraestructuras, inexistentes durante el período colonial, pero no se tradujo en un desarrollo económico estable. La quiebra progresiva del viejo sueño de la emancipación colonial, un episodio frecuente en casi toda África, condujo a una gran frustración y a las protestas sociales. Kamusu Banda optó por endurecer su régimen político, haciéndose entonces célebre su guardia personal, los llamadas "camisas rojas", que se encargaron de las más atroz represión. Los trabajos forzados o la desaparición de personas que morían, literalmente, arrojados a los cocodrilos en los ríos, terminaron por ser norma frente a la menor sospecha. "Le llevaban después la camisa a la familia, como medida ejemplarizante, por eso lo de rojas, porque siempre estaba ensangrentada", subraya Inmaculada Cabrera. La política del miedo y la mentira llegó a hacerse insostenible en un país en crisis. Hasta que, en 1992, una carta pastoral conjunta de los obispos, en protesta por los abusos del régimen, fue el comienzo del cambio. "En esos días los religiosos tuvimos que escondernos, pues nos trataron como a criminales y los obispos fueron sometidos a interrogatorios de veinticuatro horas en medio de una represión generalizada. Las organizaciones internacionales suspendieron las ayudas, salvo la humanitaria, y Banda fue obligado a convocar un referéndum que trajo la

Historias Isleñas de Ultramar

247

democracia”. El antiguo líder se negó a dimitir, pero vio recortados sus poderes presidenciales hasta que en las elecciones de 1994 fue vencido por Bakili Muluzu, musulmán moderado, representante de esta minoría religiosa en expansión. No deja, por lo demás, de ser esta elección un elemento significativo en un país mayoritariamente animista, en el que el catolicismo ocupa, a pesar de sus esfuerzos, un modesto tercer lugar. La década transcurrida desde la llegada de las carretas de bueyes a Ntengo Wa Nthenga no habían pasado en balde. Las muertes por el sida habían dejado un rastro cruel de millones de niños huérfanos abandonados a su suerte. El virus seguía propagándose e incluso había alcanzado a los sectores profesionales -a los maestros, funcionarios, médicos, enfermeros- que, en teoría, eran los menos susceptibles al contagio. Y, a su vez, la llegada de miles refugiados de los países limítrofes por conflictos políticos, hambrunas o catástrofes naturales, no cesó. Procedían de Ruanda, Burundi, Etiopía, con la guerra de Mozambique llegó casi un millón de personas, a los que debe añadirse los que han seguido desplazándose después. Malawi, que en el 2000 debía de haber alcanzado los quince millones de habitantes, según las estimaciones de Naciones Unidas, apenas rebasa los once a final de siglo y, a su vez, la media de vida descendió de cuarenta y cinco a cuarenta y tres años. Esta situación, en general, es también extensible a Zambia, a Zimbabue -aún a pesar de ser un país más desarrollado- a Tanzania y, sin duda, al mismo Mozambique. "El Sida en África es imparable a corto plazo", recalcaba Inmaculada Cabrera a finales del siglo XX.

Antonio G. González

248

El analfabetismo atroz, la escasa ayuda internacional, que hizo saltar la alarma en la ONU por la dimensión actual y las perspectivas dantescas de esta tragedia en África, y la quiebra financiera estatal, como la de Malawi, donde la democracia no ha logrado atajar la corrupción, hacían prever al acabar el siglo lo peor para el futuro. Toda esta situación impedía que la cooperación eliminara carencias básicas, pues la bancarrota del Estado llegaba a extremos inconcebibles. La propia Administración pública carecía de papel, se escribían las certificaciones oficiales "en cualquier papel, en páginas usadas de periódicos, revistas, o incluso en el reverso de prospectos de medicamentos". La ayuda se malgastaba o ni siquiera llegaba. Malawi saludó el nuevo milenio en medio de un caos cuyos únicos salvavidas de efecto real eran las congregaciones misioneras y los grupos voluntarios de las organizaciones no gubernamentales, que gestionaban la ayuda humanitaria. El sida había ganado la batalla en África y se convirtió en la mayor amenaza del futuro subsahariano. Inmaculada Cabrera se ha convertido finalmente en una de esas religiosas misioneras de nueva generación, formadas profesionalmente, que han relevado a la figura de "la monja piadosa e integrista" de la que tanto recelaba Albert Camus. Su tarea asistencial, en ocasiones acometida al margen de la doctrina de la Iglesia, por ejemplo, en materia de control de la natalidad, y no exenta de esa clase de conciencia política a la que la mera honestidad conduce, ha dejado de ser en buena medida coartada del neocolonialismo de los países ricos.

LA AVENTURA AMERICANA

250

CAPÍTULO VEINTICUATRO EL CONQUISTADOR GUANCHE

-Nieto del guanarteme de Telde, Agustín Delgado se casó con una nieta del aborigen Maninidra, capturó esclavos en África y conquistó parte de la Venezuela

oriental en el siglo XVI

-Llegó a ser general en la plaza de Paria, medió en la guerra entre gobernadores españoles, hizo nuevas alianzas con los indios y murió por un dardo envenenado en

el río Meta

Historias Isleñas de Ultramar

251

La vida aventurera del aborigen isleño Agustín Delgado ilustra la sucesión de encrucijadas atlánticas de Canarias durante los siglos XV y XVI. Su padre, Juan Delgado, era hijo de Bentaguaire -o Bentagoyhe-, guanarteme de Telde, y se incorporó, como otros muchos indígenas, a los contingentes militares que, al mando de Alonso de Lugo, conquistaron La Palma y Tenerife. Los acuerdos entre los españoles y algunas élites aborígenes eran, en gran medida, consecuencia del contacto no siempre pacífico establecido entre ambos bandos mucho tiempo atrás y respondían, a su vez, a rivalidades internas entre los antiguos canarios. Juan Delgado recibió numerosas datas de tierras y, a su muerte, en 1501, su hijo no sólo las heredó sino que recibió otras cincuenta fanegadas en Taoro, logradas por sus méritos personales en la campaña de conquista de Tenerife. Según Núñez de la Peña, Agustín Delgado se casó en 1513 con Inés González Maninidra, nieta del famoso indígena grancanario Pedro Maninidra. El hijo de este último, Miguel González, acreditó tal brillantez militar en Tenerife que

Antonio G. González

252

recibió, sólo como dote por la boda de su hija, ocho cahices de tierra en Acentejo (Tenerife). Pertenecía, por tanto, Delgado a la "casta superior de los indígenas conquistadores", según Alejandro Cioranescu. Unos pocos privilegiados que pronto pusieron miras en África. No en vano, África había estado en el origen de la conquista castellana del Archipiélago. Su anexión estuvo motivada por la búsqueda de nuevas rutas, en este caso marítimas, para el comercio del oro de Guinea, del que se proveía Europa para mantener su economía financiera. Y, a un mismo tiempo, la captura de esclavos en tierras de Berbería constituía un negocio al alza, dado el déficit demográfico europeo. Fue por ello por lo que a Pedro de Lugo, así como al Adelantado Alonso Fernández de Lugo, les fue asignada por los Reyes Católicos la inmediata misión de extender los nuevos dominios insulares hispanos hasta esos territorio del noroeste africano colindantes con Tombouctú, que era el nudo de las rutas de las caravanas procedentes del África subsahariana hacia puertos magrebíes mediterráneos. Agustín Delgado formó parte de una expedición a la costa de Berbería capitaneada por Fernández de Lugo en 1527, donde se capturó a un importante contingente de esclavos. Pero pronto iba a surgir el reto de las Indias, descubiertas por Europa en la última década de la anexión de Canarias, y ya convertidas por su riqueza en metales preciosos en la meta principal de los Austrias. En realidad, la presencia isleña en la así llamada Conquista de América fue numerosa, si bien no figuró ningún personaje canario entre las individualidades épicas -Pizarro, Cortés, Alvarado...- que centraron el intenso siglo XVI indiano. Muchos isleños hubo en la toma de territorios y fundación de pueblos y ciudades.

Historias Isleñas de Ultramar

253

Y, a medida que fue avanzando la colonización, creció su impronta. Fue con el comercio, con el envío de los caldos, azúcares y manufacturas europeas de contrabando y la importación de cereales y metales como fue ganando terreno el papel americano de los canarios. E igualmente estuvo el Archipiélago en Indias a través de las oleadas sucesivas de inmigrantes y con la introducción de técnicas de cultivo. Posteriormente, bajo el influjo del movimiento ilustrado en el siglo XVIII y la emancipación colonial del XIX, adquirieron los isleños más protagonismo, aunque lo tuvieran igualmente a finales de ese último siglo a través de la reanudación contemporánea de la trata de esclavos. Sin embargo, Agustín Delgado fue una de las raras excepciones a la ausencia de conquistadores canarios. En 1531 vendió parte de sus tierras para preparar el viaje a América. Había hecho buena amistad en Tenerife con Antonio Sedeño, que fue nombrado gobernador de Trinidad, pero también con su mayor oponente, Alonso de Herrera, lugarteniente de Diego de Ordaz, que posteriormente fue gobernador de Paria, una rica península en la Venezuela oriental, tras la conquista de Méjico. La vida de conquistador de este nieto del guanarteme de Telde se iba a desarrollar a partir de entonces en el contexto de las pugnas por el control de esta zona de Venezuela, que llegaba al Río Orinoco por el sur. La región de Paria contaba con tierras míticas por su riqueza en oro, como Meta, al este, que creó unas ansias no menores a las registradas en El Dorado, situado por el contrario al oeste de esta zona oriental. Delgado llegó a la isla de Trinidad con hombres reclutados por Herrera en Canarias. En esos años llegaron a ser, en realidad, más de ochocientos isleños los que engrosaron las expediciones de conquista hacia las tierras venezolanas y Nueva Granada (Colombia), como fue el caso de la dirigida por el tinerfeño Lázaro Fonte.

Antonio G. González

254

Desde Trinidad, Delgado partió hacia Paria con Herrera, que iba a relevar al

gobernador Ordaz, acusado de irregularidades y compelido a regresar a España

Desde Trinidad Delgado partió hacia Paria con Herrera, que iba a relevar al gobernador Ordaz, acusado de irregularidades y compelido a regresar a España. Pero el gobernador de Trinidad, Sedeño, que aspiraba a controlar la Venezuela oriental, zarpó también hacia allí, con la intención de arrebatarle el mando a Herrera. La distancia enorme con la metrópoli daba lugar a este tipo de pugnas, que derivaron en guerras abiertas entre los altos mandos del poder colonial hispano. No consiguió Sedeño hacerse con el territorio venezolano, tras lo cual trató de aliarse con Herrera, ofreciéndole diversos beneficios si volvían juntos a Trinidad para intentar doblegar a varias tribus indígenas que por ese entonces se habían alzado en armas. Herrera aceptó. Sin embargo, una vez de vuelta a esa isla estratégica, que luego perdió importancia con la conquista de Cuba, Sedeño rompió el trato y lo encarceló. Fue el canario Delgado el que exigió su liberación como condición innegociable para entrar en la guerra contra los alzados, cuya rebelión se había vuelto más peligrosa de lo que cabía imaginar. Y el canario consiguió sus propósitos.

Historias Isleñas de Ultramar

255

Vista la dificultad de penetrar en lo más selvático, Agustín Delgado fue nombrado general con el mandato expreso de aumentar los dominios por las tierras de los llanos Cuenta la crónica de Juan de Castellanos que Agustín de Herrera, al igual que Delgado, mostraron una ferocidad extraordinaria, batiéndose este último cuerpo a cuerpo con los tres jefes indígenas, de lo cual cabe deducir al menos que sofocaron la señalada rebelión. Al poco, volvieron ambos a Venezuela, a donde también llegó meses después el nuevo gobernador mandado por España, Jerónimo de Ortal. Lo primero que hizo Ortal fue enviar a Herrera a conquistar las tierras interiores del Orinoco, empresa en la que el segundo murió. Vista la dificultad de penetrar en lo más selvático, Agustín Delgado fue nombrado general con el mandato expreso de aumentar los dominios por las tierras de los llanos. Su expedición por los parajes de Cumanagoto, Guancharuco y Paripamotú fue extenuante, pero al final logró vencer en batalla abierta al cacique Unarime, lo que hizo que cedieran los demás jefes locales. Sin embargo, Delgado optó por evitar los saqueos al uso y entabló un juego de alianzas con los indígenas, que cumplió a rajatabla, aprovechando con buena

Antonio G. González

256

inteligencia estratégica las divisiones internas del mundo aborigen, lo que incluso acabó haciéndole fundamental como mediador en las constantes disputas locales. El conquistador canario llegó incluso a pactar con el cacique Guaramental, uno de los más poderosos de los llanos del noroeste, tras haber rechazado el ofrecimiento hecho por éste para que Delgado se anexionara pacíficamente sus tierras a cambio de mantener él su estatus personal y entrar en la estructura del poder colonial. La negativa de Delgado obedecía a un propósito de mucho más largo alcance. En vez de desarmar a Guaramental, unió sus fuerzas a las tropas hispanas para derrotar al gran enemigo de ambos, un tercer cacique nativo llamado Orocopón, contrario a todo entendimiento. Granjeándose la admiración y gratitud de los indios, el nieto del guanarteme grancanario logró pacificar la región de Paria. Tal fue así que los propios indígenas ayudaron finalmente a Delgado contra una nueva invasión de esta región por las tropas del gobernador de Trinidad, Antonio Sedeño, que intentó así por las armas hacerse con la Venezuela oriental. Al frente de un ejército mestizo, expresión, a su vez, que define la condición fronteriza del conquistador guanche, Agustín Delgado no sólo derrotó al invasor sino que, incluso, se vio en condiciones de afrontar el mayor de todos sus retos, como fue la conquista de Meta, mítica región que se creía que ocultaba inmensas riquezas. El canario organizó la expedición mandada por el propio gobernador Ortal. Pero fue a encontrar la muerte a lo largo de la remontada del Río Meta, al recibir un dardo envenenado. Fallecido el isleño, la alianza con los indios tan pacientemente labrada por Delgado se quebró y la gesta del Río Meta se disolvió, no sin convertirse antes en una tragedia.

Historias Isleñas de Ultramar

257

Emprendido el regreso a Paria, fueron capturados buena parte de los hombres que integraban la expedición por varias tribus de esta intrincada región, muriendo después de ser sometidos a unos tormentos espantosos, que quedaron relatados con macabro detalle en las crónicas de Indias. El resto de los equilibrios labrados por el conquistador canario se rompieron y no tardaron en volver las disputas internas entre los españoles y unos indios que vieron vulnerados los acuerdos alcanzados con Agustín Delgado.

258

CAPÍTULO VEINTICINCO AVENTUREROS EN INDIAS

-De origen portugués, los hermanos Silva llevaron a la conquista de Venezuela a los

primeros trescientos canarios tras vender sus ricas haciendas de Tenerife y cometer diversos saqueos y pillajes

-Al llegar a Indias con refuerzos y víveres, fueron ajusticiados por Diego de Ordaz,

gobernador de Paria, y socio de estos hermanos en la aventura americana

Historias Isleñas de Ultramar

259

El aporte financiero de familias canarias a la llamada Conquista de América es un episodio relevante, ya que el rápido florecimiento del comercio triangular atlántico contribuyó a tales empresas. Con este aporte se inició, a su vez, la emigración isleña a Indias, primero fomentada, e incluso forzada, y luego, cuando era imparable, frenada desde España a finales del siglo XVI por miedo a la despoblación de las Islas, cuyo control castellano seguía siendo clave en la ruta de Indias. Canarias era en el XVI una sociedad en formación, con gentes venidas de todas partes, aventureros, comerciantes, indígenas, esclavos, una impronta singular que marcó sus primeros nexos con Indias. Una muestra de ello fueron los hermanos Silva, comerciantes que llevaron a la conquista americana el primer gran contingente conocido de canarios. Su padre, Gonzalo Yanes de Daute, fue un prototipo de la segunda

Antonio G. González

260

colonización canaria, inmediatamente posterior a la anexión española de las Islas, proceso que duró un siglo. Portugués llegado a Tenerife por las oportunidades que ofrecía el repartimiento de tierras, Yanes acabó siendo uno de los protegidos del primer adelantado de Canarias, Alonso Fernández de Lugo. Recibió numerosas datas que lo hicieron uno de los principales hacendados de la isla. Obtuvo a su vez de Fernández de Lugo tierras para varios de sus hermanos, venidos del sur de Portugal, que concedió también datas para sus hijos, los protagonistas de esta historia, siendo aún niños, que era una forma encubierta de engrosar la fortuna del padre. Como puede imaginarse, no se trataba de unos favores desinteresados, pues Daute era, en realidad, un testaferro del Adelantado, que cobraba tributos por los beneficios anuales de la hacienda de Garachico y de otros ingenios azucareros. La influencia social del portugués, cuya propiedad se conocía como Los Silos de Daute, dando nombre al lugar, fue creciente. Mandó edificar en su mismo heredamiento la Ermita de la Concepción, luego iglesia parroquial de los Silos. Y tuvo ocho hijos, de los cuales tres optaron por una vida agitada, muy de la época, que acabó trágicamente. Convulsas, en realidad, fueron entonces las andanzas de muchos canarios en unas islas volcadas en plena fiebre colonizadora. El período de transición hasta la formación de la sociedad isleña deparó que un significado número de aventureros alcanzasen la condición de aristócratas con inusitada facilidad, que miembros de esa nobleza local se hicieran comerciantes esclavistas y, al tiempo, que no pocos hidalgos y hacendados se sumaran a la piratería, o bien a la conquista americana. Todo un cruce fronterizo.

Historias Isleñas de Ultramar

261

De hecho, el tráfico comercial y la perspectiva de Las Indias dispararon la bonanza de los negocios isleños, haciéndose rápidas fortunas, pero la ambición pudo con muchos. En concreto, los tres hijos del hacendado Yanes de Daute se dedicaron desde jóvenes a la navegación. De todos, lo hizo con más empeño Juan, que se empleó a fondo en el transporte, el pillaje y tráfico de esclavos en Berbería y al norte del río Senegal. Estuvo, junto a su hermano, Bartolomé, alrededor de cinco años en Cabo Aguer, en la costa sahariana, donde juntos realizaron una expedición de rescate de esclavos capturados por Juan Daute, a los que iban a devolver la libertad previo pago acordado. Al poco tiempo, éste mismo apareció como propietario de un barco en Tenerife, el Santa María de la Luz, con el que viajó a Cabo Verde. Allí, en las islas de Buenavista y San Nicolás, los hermanos actuaron al modo clásico de la piratería en el robo de ropas, joyas y esclavos, que luego revendían en Tenerife a su inicial propietario, un mercader genovés, que tuvo que pagar por la devolución a través de intermediario. Al año siguiente Juan Daute compró una carabela, también portuguesa, posiblemente la misma con la que luego zarparía hacia Indias. Los motivos para cruzar el Atlántico eran puramente aventureros y no de necesidad, pues en esa época el hijo del hacendado contaba con recursos propios suficientes. De hecho, había mejorado su propia hacienda con granjas de cerdos y colmenas y aún más la acrecentó al casarse con una doncella de Inés de Bobadilla, esposa del Adelantado de Tenerife y socio de su padre. El tercero de los hermanos, Gaspar de Silva, no le fue tampoco a la zaga. Actuó desde Lanzarote también en Berbería, pero lo hizo por su propia cuenta en diversos tratos comerciales y aventuras esclavistas. Gaspar se casó en Sevilla, donde entregó a la familia de su esposa una dote inusual para un hombre joven,

Antonio G. González

262

Todos los nombres relevantes de la aventura americana pasaban por los puertos isleños, al objeto de pertrecharse, aprovechar las corrientes marinas y engrosar sus expediciones aún siendo rico, de cuatrocientos mil maravedíes que causó gran impresión. Sin embargo, los tiempos soplaban ya hacia América, y las grandes expediciones de conquista estaban en marcha. Todos los nombres relevantes de esta aventura pasaban por los puertos isleños, al objeto de pertrecharse, aprovechar las corrientes marinas y engrosar sus expediciones. La mejora financiera y de los medios de muchas de estas expediciones se hacía incluso contraviniendo los permisos reales, pues la Corona recelaba de los tratos financieros con las élites canarias por la absoluta falta de control. Fue éste el caso, de Diego de Ordaz, que obtuvo capitulaciones para la región más allá del río Marañón, hacia el sur de Venezuela, y un permiso especial para proveerse de hasta cien hombres más y provisiones en las Islas. Salió de San Lúcar de Barrameda en octubre de 1530 con tres navíos y quinientos hombres y llegó a Tenerife. Fue ahí cuando aparecieron los hermanos Silva proponiéndole un trato. Ellos se financiarían su propia participación en la expedición, aportando nuevos barcos y hombres, a cambio de compartir la explotación de las nuevas

Historias Isleñas de Ultramar

263

Los hermanos Silva se apresuraron a vender algunas haciendas y compraron una nave, que unieron a la carabela que ya tenía uno de ellos de anteriores correrías y pillajes en Cabo Verde tierras. Ordaz, que luego sería gobernador de Paria, lugar donde el aborigen isleño Agustín Delgado dejaría huella años después, aceptó el trato con los Silva, pero dispuso marcharse antes, pues el tiempo apremiaba y los gastos y jornales le urgían a ello. Quedaron citados en la boca del Río Marañón. Los hermanos Silva, conocedores de la capacidad de Ordaz de nombrar capitanes y cargos en Indias, se apresuraron a vender algunas haciendas y compraron una nave, que unieron a la carabela que ya tenía uno de los hermanos de sus anteriores correrías en Cabo Verde. Sin embargo, poco antes de partir, llegó al puerto de Santa Cruz un galeón de un caballero portugués, cargado de valiosas manufacturas para su venta en la isla. No se sabe bien mediante qué extraños manejos, Gaspar de Silva acordó, previo pago al maestre del galeón, apoderarse de esta nave, con todo lo que tenía dentro, y expulsar a la tripulación, aunque dejó también como irónica compensación su propia nao, que era, a diferencia del barco robado, una

Antonio G. González

264

embarcación vieja. Gaspar repartió a los canarios contratados para ir a América con Ordaz, si bien, en vez de los cien acordados oficialmente fueron trescientos. Puso al mando del galeón a sus dos hermanos, que partieron de inmediato hacia el río Marañón, mientras él zarpó a bordo de la carabela. Este acto de piratería inicial fue complementado con nuevos saqueos efectuados por la expedición de los Silva en Cabo Verde, camino de Indias. Allí no sólo cargaron ganados y pertrechos obtenidos a la fuerza de los naturales de esas islas, sino incluso "al modo de amotinados" también robaron a algunos portugueses en este archipiélago bajo control luso. Por si fuera poco, señala Fray Pedro Aguado, cronista de la conquista de Venezuela, que durante el viaje Gaspar "forzó y corrompió a la doncella que en el galeón avía tomado" y que trasladó en Tenerife a su carabela. Fue esta embarcación la primera en llegar a Indias. Pero al no encontrar a Ordaz en la boca del Marañón, se adentraron por el río Drago —curiosa coincidencia en el nombre— hasta la región de Paria. Allí hallaron al conquistador español, que los recibió con alegría por el acopio de mercancías, y les dio permiso para vender el sobrante. A los pocos días, dos soldados de la tripulación informaron del robo de los hermanos Silva, habría que ver con qué motivos. El hecho fue que Ordaz ordenó a su comendador apresarlos. El alcalde les hizo causa, mandó cortarles las cabeza y azotó a otros participantes. Gaspar de Silva, que llegó poco después en la carabela, corrió la misma suerte cuando fue al encuentro del español en el río Huyuparí, por donde éste se había adentrado en sus

Historias Isleñas de Ultramar

265

primeras tentativas. Sea como fuere, Ordaz quedó libre de sus compromisos con los isleños. Los tres hijos del portugués-tinerfeño Gonzalo Yanes fueron enterrados en la desembocadura de este último río, en el brazo norte del delta del Orinoco, en una isla pequeña que desde entonces se llama Isla de Gaspar de Silva. Las mercancías traídas se vendieron con preferencia a los que venían como oficiales del rey, es decir, a los que habían luchado en los ejércitos españoles en Flandes. Con todo, éste fue el desembarco del primer gran contingente conocido de canarios en América. Pronto se confundieron los isleños con el resto del ejército de Ordaz. Luego muchos de ellos se unieron a la expedición isleña a Santa Marta, una gran gesta que se saldó con un sonoro fracaso. E, igualmente, otros muchos fueron los canarios que, llegados hasta Indias en los barcos de los hermanos Silva, participaron en la aventura de El Dorado.

266

CAPÍTULO VEINTISÉIS EN LAS MISIONES GUARANÍES

-Francisco Díaz Taño fue un hombre clave para las misiones guaraníes en el siglo

XVII al constituir un gran ejército indígena y una red de distribución continental para productos de las reducciones

-Negoció con Felipe IV y con el papa Urbano VIII las condiciones de Estado de

orden político, confesional y militar para que tuviera lugar la gran experiencia de comunitarismo religioso de la América Meridional

Historias Isleñas de Ultramar

267

El ideal teocrático que animó la extraordinaria experiencia de las misiones guaraníes de la Compañía de Jesús tuvo en el palmero Francisco Díaz Taño a uno de sus más eficaces ejecutores. Conocidas como "El Imperio Jesuítico", estas misiones constituyeron un capítulo esencial de dos siglos de duración -XVI y XVII- protagonizado en una gran franja de la América meridional que en su máximo esplendor cruzaba desde el Atlántico brasileño hasta Los Andes. Declaradas estas misiones patrimonio cultural de la Humanidad por la Unesco, se ha rescatado en la actualidad la verdadera dimensión de lo que constituyó una de las más radicales realizaciones culturales, religiosas, económicas y políticas del humanismo tardomedieval. Y Díaz Taño, que fue superior de los enclaves misionales del Río Uruguay, superior general de las Misiones, procurador en Roma y finalmente Rector del Colegio de Buenos Aires, fue un hombre clave en este episodio de comunitarismo religioso que, con sus luces y sus sombras, fue dirigido desde una alta visión estratégica en los pactos de Estado que él transó, aunque luego resultara pasto de las llamas cuando el individualismo mercantilista

Antonio G. González

268

se abrió paso en Indias. Francisco Díaz Taño nació en Los Llanos de Aridane el 17 de mayo de 1593. Se ordenó sacerdote el 13 de julio de 1614 en el Seminario de Sevilla para pronto hacer las Américas. Era hijo de Domingo Díaz Taño, un hacendado que se trasladaría a Buenos Aires, donde acabó destacándose por ejercer la caridad. De hecho, el progenitor del misionero fue conocido en esa ciudad como un verdadero protector de los pobres en épocas de grandes penurias por el azote de la peste. No dejaba con ello de perseverar en un sello de esta familia pudiente, que en tiempos de los abuelos del religioso había recibido ese sobrenombre de Taño, que en La Palma era sinónimo de silo o depósito, por sus donaciones a los menos favorecidos. Pero poco más se sabe sobre la relación entre Francisco y su progenitor. Con todo, no deja de tener un eco simbólico que el hijo siguiera sus huellas geográficas. Ambos vivieron en un mismo tiempo en Río de la Plata, aún cuando las estancias de Francisco Díaz Taño fueran breves en la ciudad de Buenos Aires hasta 1641, fecha en la que su padre, de haber vivido aún, habría sido ya muy anciano. El sacerdote palmero llegó a Buenos Aires el 12 de marzo de 1622 en la expedición del padre Francisco Vázquez Trujillo, que había sido nombrado procurador de las misiones ante la corte papal dos años antes. De Roma regresó Vázquez a la actual capital argentina tras una primera visita con un numeroso grupo de futuros catequistas, entre los que figuraba Díaz Taño. Su carrera misional fue fulgurante. Apenas habían pasado dos años, durante los cuáles el isleño hizo la profesión y juró los votos, fue colocado al frente de la estratégica misión de San

Historias Isleñas de Ultramar

269

Francisco Javier, en la zona de La Guayra (Paraná del Norte). Fue el comienzo de una primera etapa de fundación permanente de reducciones jesuíticas en las tierras de unos neolíticos guaraníes que acabaría en una espantosa tragedia. Ésta sucedió cuando se produjo la invasión de las misiones de La Guayra y Tape en 1628 por la tristemente célebre bandeira de Antonio Raposo, feroz mezcla de paulistas portugueses y mamelucos. Raposo actuó, con todo, en clara connivencia con el gobernador español Céspedes Jeria, un enemigo declarado de la cada vez más fuerte y favorecida Compañía de Jesús, como lo fue realmente el poder colonial hispano y luso en su conjunto. Pero situemos este singular contexto antes de continuar relatando la agitada vida del isleño, porque además ello dará la verdadera dimensión de Taño. Después del llamado descubrimiento de América, la rivalidad conquistadora entre españoles y portugueses deparó la división del subcontinente meridional en dos grandes áreas, establecidas bajo el arbitraje del Vaticano. Perú y Paraguay (una denominación original para Argentina, el Paraguay moderno, el sur de Brasil, Uruguay y Bolivia) fue para los españoles y el resto del actual Brasil, para los lusos. Por razones diversas y complejas fue el dominio portugués el que prosperó antes. Tal es así que en 1530, con una administración regular, el norte de Brasil exportaba a gran escala algodón y azúcares; y tan sólo veinticuatro años más tarde se constituyó como la primera provincia jesuítica, lo que daba cuenta de su emergencia indudable. Eran aquéllos los tiempos del segundo gran capítulo de la aventura americana, el de la conquista laica. Perú y Bolivia -gran fuente de metales preciosos- eran, como se ha dicho, tierras españolas, como el Río de La Plata. Sin embargo, en este último lugar, aparte de estar sometidos los españoles a una feroz

Antonio G. González

270

resistencia indígena, no había riquezas. Sólo tenía valor Río de la Plata si se lograba convertir en un puerto para la salida al Atlántico de las mercancías llevadas hasta allá por un oportuno río que se adentraba hasta el interior rico del subcontinente. Esa conexión, además, era urgente, pues el aislamiento de Perú y Bolivia las hacía vulnerables. Quien lograra enlazar esas regiones andinas, en manos españolas, con el Atlántico, para el envío de los metales preciosos y la plata a Europa acabaría dominando esa zona. España quería una comunicación entre Los Andes y Río de la Plata, mientras Portugal acariciaba la idea de que Sao Paulo, una próspera colonia de deportados lusos y piratas holandeses, se convirtiera en el gran puerto de salida del metal andino al Atlántico. Esta disputa entre España y Portugal por Los Andes iba, en todo caso, a depender de quien dominara una tierra de nadie: las regiones guaraníes -cuyo centro estaba en el actual Paraguay- y, de modo particular, La Guayra, que era un vasto espacio fronterizo entre ambos dominios europeos. En este escenario de rivalidad los primeros jesuitas que la raza guaraní conoció llegaron a Brasil en 1549. Pronto empezaron sus fundaciones, internándose desde el litoral Atlántico hasta los mismos nacientes del Paraná, donde fundaron treinta misiones. La de Manizoba fue erigida en la Guayra, pero duró poco por el rechazo del poder español. En realidad, el ideal jesuítico de crear un orden terrenal teocrático, un proyecto concordante con el modelo político de los Habsburgo, no tuvo su oportunidad hasta que esta dinastía y la orden religiosa entroncaron intereses, lo cual tuvo lugar en los dominios coloniales hispanos. La Compañía era demasiado experta como para no comprender que la restauración teocrática no prosperaría en

Historias Isleñas de Ultramar

271

Europa y era imposible en Asia por lo férreo de sus imperios, por lo que trataba de aprovechar la nueva aventura americana para ejecutar su programa. En 1558 llegaron los primeros jesuitas españoles al Paraguay desde Brasil, animados por la penetración laica y relativamente pacífica que había llevado a cabo años antes el gobernador español Irala. De la habilidad de los misioneros hispanos da cuenta el que ya en 1567 llegaran desde Cádiz jesuitas que hablaban el guaraní. Lo aprendían con textos traducidos en la Casa de Estudios de Lenguas Indígenas fundada por ellos en Lima, especialidad sancionada en 1580 como cátedra por Felipe II. Cinco años después el Obispo Vitoria reclamó a los jesuitas para dirigir la colonización del Tucumán, mandato que cumplieron con éxito. No obstante su implantación ya se había vuelto imparable desde que en 1604 el célebre Diego de Torres se hiciera cargo de las misiones hispanas como superior de la nueva provincia jesuítica de El Paraguay, bajo jurisdicción española. La Corona, mediante la Real Orden de 30 de enero de 1609, decidió así encargar la reducción de todos los indios a los jesuitas. Felipe II entendió que eran los únicos capaces de hacer respetar las Leyes de Indias en estas vastas regiones fronterizas, de organizar la producción económica en poblaciones estables frente a la competencia portuguesa y de denunciar el permanente abuso de unos encomenderos apoyados por los propios delegados reales. A cambio, los religiosos obtuvieron importantes privilegios fiscales, el control interno de las misiones -donde no podían vivir hispanos seglares, mulatos o mestizos- y una completa autonomía política. Excesivas prerrogativas como para no suscitar pronto graves odios. Así estaban las cosas cuando Francisco Díaz Taño recibió en 1625 la orden

Antonio G. González

272

de remontar el río Paranapanema (afluente del Paraná) para fundar otra reducción, la de San José. Era ésta otro eslabón de la red de comunicaciones hacia el Atlántico que los jesuitas estaban estableciendo meticulosamente para dar salida a una producción agrícola que causaba daños a portugueses y encomenderos españoles. Al igual que Taño lo hizo por el río, salieron por tierra los padres Montoya y Massetta hacía la futura San José. Fundada esta reducción, Díaz Taño tuvo la suerte de ser llamado desde Asunción en 1628. Había sido nombrado superior de los pueblos misioneros del Río Uruguay y debía tomar posesión del cargo, lo que le salvo de la gran tragedia que se avecinaba. De hecho, ese mismo año tuvo lugar la invasión paulista de La Guayra, a sangre y fuego, hecha con ánimo de arrasar para siempre el foco comercial rival, lo que consiguió sin apenas oposición. "Aquella soldadesca", diría Leopoldo Lugones en El Imperio Jesuítico, "sugería horrores salvajes con su desarrapada masa, su armamento irregular hasta lo monstruoso y corazas de algodón". El gobernador español Céspedes, además, retiró el permiso de suministrar armas a los jesuitas y también la jurisdicción dada a la Compañía por el poder real, haciendo causa con paulistas y mamelucos contra ésta, con la que rivalizaba ante la metrópoli. Sobre el papel de Céspedes ofreció sobradas pruebas el propio Díaz Taño en un Memorial que envío a la corte española "para que se cumpla con los indios del Paraguay la palabra que se les dio de no servir a los españoles". Sin embargo, la abierta enemistad entre los jesuitas y el poder colonial hispano -y portugués- era un reflejo del odio de las élites coloniales hacia la Compañía por la fuerte rivalidad económica entablada y su celo contra la distribución de indios en encomiendas ya

Historias Isleñas de Ultramar

273

prohibidas. Los de la bandeira de Raposo, necesitados más de minerales que de esclavos, mataron más que apresaron, profanaron y saquearon los ornamentos sagrados, muchos y de inmenso valor logrados del Perú en los intercambios económicos, y "hartos del botín, no pensaron más que en gozarlo". El golpe dejó setenta mil muertos, pero la borrachera de la victoria facilitó la huída de doce mil supervivientes. En setecientas barcas, con el padre Montoya al frente, se movieron aguas abajo del Paraná hacia el otro foco estable de las misiones. Fue un éxodo colosal y trágico, lleno de accidentes, barcas destrozadas al caer por las cataratas, epidemias de peste e inviernos enteros sembrando trigo para sustentarse a medio camino. La epopeya se prolongó hasta 1630, en que los huidos llegaron a orillas del Yabebirí, donde ya desde 1611 funcionaban once misiones jesuíticas. Una década después, desde este nuevo centro, renació la conquista espiritual e inició su andanza el Imperio Jesuítico. Pero esta vez lo hizo con una lección aprendida y un modelo que arbitró Díaz Taño. Ese mismo año el canario consiguió de Lizárrazu, presidente de la Audiencia de Charcas, que nombrara a los propios jesuitas protectores de los indios. Tal decisión los responsabilizaba de su defensa general, lo que traía consigo la obtención de facilidades para comprar armas. En este nuevo escenario, más favorable a la seguridad de las misiones, el provincial de la Compañía, Diego de Boroa, despachó unos años más tarde al propio Díaz Taño y a varios jesuitas que habían sido soldados -Antonio Bernal y Juan de Cárdenas- hacia las misiones de Tape (Río Grande y Uruguay). Boroa había sido informado de que los paulistas preparaban nuevas incursiones tras destruir La Guayra. Y tras el visto bueno del

Antonio G. González

274

gobernador Pedro Esteban a una defensa armada, que se justificaba porque afectaba a la integridad del territorio colonial, partieron Díaz Taño y los demás misioneros en 1635 con un contingente importante de armas, municiones, pertrechos y la misión de instruir en su manejo a los guaraníes de las reducciones. El canario había sido nombrado en mayo superior de las misiones y obtuvo un relativo resultado militar aunque no pocas de las reducciones -San Cristóbal, Jesús María o Navidad- cayeron en manos de los paulistas. Díaz Taño vio claro, entonces, la necesidad de un cambio radical para salvar la "conquista espiritual" jesuítica. Era un cambio que tenía que situarse en el terreno de la alta política, para lo cual debía hacer alguna propuesta valiosa a la Corona y al Papado. Se lo planteó a un consejo interno y, al año siguiente, fue nombrado desde Roma interlocutor directo de las misiones hispanas ante Felipe IV y el Papa Urbano VIII. Díaz Taño le ofreció al monarca garantías militares respecto a la integridad territorial hispana en Indias, extremo para el que el propio poder colonial español se había mostrado incapaz frente a los portugueses. A cambio reclamó que se mantuvieran los privilegios fiscales de las reducciones y se permitiera la provisión de armamento sin límite a los guaraníes, aún aceptando el pago de un tributo por el derecho de fabricación de armamento, que habría de ser recaudado por agentes fiscales especiales de la Corona. Al Papado, Díaz Taño le garantizó la continuidad de la más eficaz labor de proselitismo católico, en un tiempo en el que Roma daba ya por descartado su ambicioso proyecto misional tanto en Asia como en África. Las misiones podían estar bajo la directa supervisión del Papa, pero siempre conservando su intransigente autonomía, lo que incluía el nombramiento del superior de las

Historias Isleñas de Ultramar

275

misiones desde Roma por la Compañía y ninguna intervención de la iglesia local. Ambos acuerdos fueron sellados. Y, con ello, garantizó Díaz Taño un siglo más para las misiones guaraníes. De Felipe IV obtuvo la Real cédula de 16 de septiembre de 1939, aceptando lo que constituyó un pacto de Estado. De Urbano VIII logró el Breve Commissum Nobis, que ampliaba la bula de Paulo II, emitida un siglo antes, a favor de “la condición humana y libre de los indios”, hasta tal punto que amenazaba el Pontífice con pena de excomunión el hecho de "esclavizarlos, venderlos..., llevarlos a otros sitios o privarlos de la libertad en la forma que fuera". El resultado no se hizo esperar y el Imperio Jesuítico se hizo realidad. En tierras guaraníes su monopolio se volvió absoluto a través de un igualitarismo férreo instaurado en las reducciones. No circulaba moneda alguna, no existía derecho de propiedad, los niños pertenecían a la comunidad desde que cumplían cinco años, la autoridad de los padres jesuitas era tan amplia como paternalista y las transacciones exteriores quedaban bajo su entero dominio. No dejaba de ser quizás otro modo de sometimiento. Y fomentó una pasividad que a la larga -cuando la expulsión de los jesuitas en 1766- fue fatal. Pero al menos los indios no eran esclavos, recibían instrucción y podían libremente abandonar de adultos las misiones. A pesar de esta libertad, muy pocos guaraníes rechazaron el amparo de la Compañía, pues la contrapartida era caer en manos de encomenderos sin escrúpulos o de los esclavistas lusos. El Imperio Jesuítico pudo construirse sobre la base de dos grandes pilares. El primero fue la creación de un poderoso ejército guaraní, que incluía un proceso masivo de fabricación de armas, municiones y pertrechos, lo que incluyó la venta

Antonio G. González

276

de excedentes en territorio hispano. El segundo pilar fue la constitución de un auténtico emporio económico con la intensificación de la producción agrícola (en particular del mate y algodón), de la ganadera y de la actividad artesanal, que era comercializada a través de una red de casas de jesuitas en ciudades de América y Europa. El nuevo éxito diplomático de la Compañía no hizo otra cosa que desatar los viejos rencores de las élites económicas hispanas y lusas en Indias. En su viaje de regreso hacia Buenos Aires, Díaz Taño hizo escala en Río de Janeiro, donde la publicación de El Breve -el texto del Papa a favor de los indios- condujo a violentas protestas entre una población en mayor o menor medida vinculada al tráfico esclavista. Tal fue así que, ante la amenaza de arrasar el colegio de los jesuitas, se hizo prometer al canario que no aplicaría la Commission Nobis. En Sao Paulo fue peor, pues se expulsó a los jesuitas y se arrasó la capitanía. Las espadas estaban en alto y los paulistas prepararon un tercer gran ataque militar contra el Imperio Jesuítico. Pero las cosas habían cambiado. Díaz Taño logró del teniente gobernador bonaerense Pedro de Rojas y Acevedo la provisión de un gran contingente de mosquetes, arcabuces y munición con el que se organizó en pocos meses una gran tropa indígena altamente motivada. El 11 de marzo de 1641 una nueva generación de misiones guaraníes hispanas destrozó en la célebre batalla del Río Mbororé, afluente del Paraná, a las bandeiras de Pedrosa do Barros y Manuel Pires, formada cada una por 400 portugueses paulistas y 3.500 flecheros tupíes. Larga, sangrienta, celebrada tanto en tierra como en agua, el relato de la batalla no es menos dantesco que el citado sobre la anterior invasión paulista de la Guayra.

Historias Isleñas de Ultramar

277

En una carta que dirigió entonces el misionero canario al procurador general de Indias, Diego de Montiel, se le recordaban los términos del pacto con Felipe IV. No desaprovechó la victoria Díaz Taño para referir, entre otros hechos, que "los indios volvieron cargados de despojos y animados a defenderse, porque les han salido muchos cautivos, y dicen que quieren volver (...) Se le ha provisto a todo adulto de armas y se van ejercitando en ellas, y esperamos que su digna Majestad los haya de defender siempre, que ellos ya comenzaron a servirle en estas tierras alejadas." Ese mismo año concluyó la actividad misional de Díaz Taño. Llamado a consultas en Roma por la Compañía, se había traído del Vaticano su nombramiento como Rector del Colegio del Salvador, en Buenos Aires, donde enseñó durante algunos años teología y filosofía. Luego rigió otros centros de enseñanza, como el de Córdoba. El canario continuó, sin embargo, como superior de las misiones del Paraná y Uruguay en una actividad no menos agotadora, pues iba a dirigir en esos años la defensa del Imperio Jesuítico en un nuevo frente abierto en el dominio hispano. Díaz Taño actuó en las décadas siguientes como el principal defensor ante los tribunales del Imperio Jesuítico frente a la campaña jurídico-religiosa sostenida incansablemente contra la Compañía por los encomenderos y recaudadores. Fue una campaña a la que se sumaron incluso obispos o gobernadores, como Jerónimo Luis de Cabrera. No obstante, dicha operación se nubló con el descrédito a partir de acusaciones a los jesuitas por el supuesto ocultamiento de riquezas procedentes de unas ricas minas de plata situadas en las misiones. Se trataba de yacimientos que los sacerdotes explotarían secretamente con los indios guaraníes y que explicaba una riqueza, en efecto, inmensa, expresada en la majestuosa orfebrería que

Antonio G. González

278

adornaba los templos misioneros. Estas acusaciones condujeron al gobernador Jacinto Lariz a inspeccionar en 1647 las reducciones sin encontrar dichas riquezas. Por el contrario, ensalzó en un informe la "labor civilizadora" de la orden. No era fácil atacar a unos jesuitas que se habían convertido en el principal garante de la seguridad no sólo de las misiones sino de ciudades como Santa Fe contra indios alzados. El jefe de tropas de esa ciudad, Juan Arias Saavedra, incluso llegó a pedir a Díaz Taño que levantara una misión junto a este núcleo urbano para hacer frente a unos aguerridos calchequíes, lo que Arias Saavedra entendía que sólo los guaraníes podían frenar. Pero Díaz Taño se negó, aduciendo la prohibición de separar a los indios de sus tierras. El mayor conflicto lo suscitó, sin embargo, el obispo Cristóbal de La Mancha y Velasco en el Sínodo de Buenos Aires de 1655. Con el argumento de que los jesuitas incumplían los acuerdos reales y papales a causa de la supuesta industria extractiva, De La Mancha intentó obtener una mayor jurisdicción sobre las misiones. Pero la Audiencia de Charcas, invocando los sucesivos y recurrentes informes de la inspección gubernativa, le obligó a abstenerse. Las diatribas de Mancha y Velasco contra el jesuita canario, al que en misiva oficial a Madrid llegó a tachar de "propenso a pleitear y a toda clase de manipulaciones financieras", no impidió que Díaz Taño lograra otra Real Cédula confirmando el antiguo pacto real durante su segunda estancia europea -entre 1656 y 1660-, período en el que también ejerció de procurador de la provincia jesuítica. Francisco Díaz Taño murió en su habitación del Colegio de Córdoba el 9 de abril de 1677. Compuso en sus últimos años una gramática, un vocabulario y una doctrina cristiana en lengua gualacha. Esta faceta intelectual era, por otra parte,

Historias Isleñas de Ultramar

279

habitual entre los miembros de una orden que centró la actividad docente, cultural y la producción libresca de la América meridional durante ambos siglos.

280

CAPÍTULO VEINTISIETE EL COMERCIO JUDÍO ATLÁNTICO

-Judeoconverso portugués, Duarte Enríquez arrendó en el XVII las rentas reales en

Canarias y, aprovechando la aduana, dirigió el contrabando de comerciantes judíos con la América española

-Instalado después en Londres, su círculo informaba al propio Cromwell del tráfico

atlántico de las Islas, lo que le reportó cierta permisividad religiosa en Inglaterra

Historias Isleñas de Ultramar

281

A lo largo del primer tercio del siglo XVII, los principales flujos comerciales mundiales se trasladaron del Mediterráneo al Atlántico definitivamente, convirtiéndose pronto Ámsterdam y Lisboa en los epicentros del intercambio europeo. Sustituían a Génova, Barcelona, Valencia o bien Marsella. En ese contexto se inserta la historia de Duarte Enríquez. No fue ajena a este hecho la poderosa comunidad judía, cuyos comerciantes habían tejido una tupida y próspera red internacional. Desde Portugal y Holanda, primero, donde se refugiaron tras su expulsión de otros países europeos, y luego desde Londres, Alemania y el sur de Francia, situaron a no pocos agentes en Angola, para actuar en el tráfico esclavista, pero igualmente en las colonias británicas de América y en las portuguesas de Asia. Fueron Acapulco y Canarias dos catapultas hacia los ansiados dominios españoles en Sudamérica y Filipinas, que era la mejor puerta de entrada en Japón. Acapulco, en el Pacífico, y Canarias, en el Atlántico, se consolidaron como dos plazas estratégicas por su posición geográfica y por la permisividad impuesta por unas élites locales vinculadas al

Antonio G. González

282

comercio. Y se convirtieron en los dos polos del contrabando mundial de la época. La llegada de Duarte Enríquez a Canarias se inscribe dentro de la segunda inmigración de esta minoría judía a las Islas en las primeras décadas del XVII, procedentes de Portugal y su biografía adquiere profundos perfiles isleños. Su viaje estuvo motivado por el floreciente comercio de los navíos portugueses, que se aprovisionaban de vino en los puertos isleños, para cambiarlos por esclavos en sus colonias portuguesas de África, desde donde surcaban el Atlántico para venderlos en el Brasil luso y, de forma encubierta, en toda la América hispana. La presión sobre la extensa comunidad judía en Europa, refugiada en tierras lusas y holandesas tras ser expulsada no sólo de España, sino de otros muchos países del continente, y también de Inglaterra, era muy fuerte. Exigía ampliar la diáspora hacia nuevas tierras que requirieran de poblamiento y que, por tanto, no fueran en exceso intolerantes en cuestiones de religión y de raza. Por ello, a partir de 1640, el año de la llegada de Duarte Enríquez a Tenerife, los flujos del intercambio económico con base en Canarias se habían disparado siguiendo el ejemplo portugués. Los comerciantes afincados en las Islas intermediaban en los envíos de unos rentabilísimos vinos, vidueños y azúcares canarios hacia Europa, en cuyos puertos los cobraban en manufacturas. Desde Europa regresaban al Archipiélago con el producto del intercambio, cuando no vendían una parte también en plazas coloniales africanas, a cambio de esclavos. El mercado local consumía, en realidad, una ínfima parte de esos productos importados. El resto de las manufacturas, como de los esclavos en menor medida, se mandaba en flotillas a la América española, en operaciones financiadas tanto por los capitales locales como por extranjeros en tratos con Canarias.

Historias Isleñas de Ultramar

283

Era puro contrabando, pues los isleños sólo podían exportar unos pocos productos agrícolas a Indias en virtud del monopolio español. Una vez llegaban a su destino, vendían esas manufacturas, e igualmente colocaban sus vinos en volúmenes muy superiores a los permitidos, lo que era posible en gran parte debido a que aprovechaban la demanda al llegar antes siempre que los caldos andaluces que viajaban en barcos de ese monopolio hispano. De los embarques en Sevilla y Cádiz de dichos caldos andaluces, los canarios estaban informados para adelantarse a la competencia. No obstante, aún quedaba una fundamental e inédita vuelta de tuerca por dar. A cambio de las manufacturas europeas y de malvasía y vidueño canario, los isleños adquirían en Indias cereales para el consumo local y para su reenvío a España como cereal majorero o conejero. Pero, por encima de todo, conseguían ilegalmente metales preciosos -plata y oro- que traían de vuelta al Archipiélago. De tales volúmenes fue el contrabando que Canarias llegó a convertirse en una encubierta plaza financiera internacional a la que acudían los agentes bancarios ingleses, flamencos y genoveses. La opulencia isleña solía obligar a los cabildos a pedir a Castilla “vellón”, moneda fraccionada, pues "era tanta la plata", señala Núñez de la Peña, que no había con qué pagar los jornales (miserables) del vino. Este hecho explica, a su vez, que las Islas poseyeran el principal patrimonio de orfebrería de plata del XVII español, forjado por artesanos europeos. Duarte Enríquez nació en Fundao (Portugal) en 1613. Nada de él se sabe hasta que apareció en Madrid pujando por las rentas reales de Canarias, que en esa época se otorgaba por períodos, a cambio de una cantidad fija a entregar anualmente a la Corona. Se añadía, además, a cargo del adjudicatario el abono de los sueldos de la administración en las islas, incluido el del Capitán General.

Antonio G. González

284

Enríquez no tenía fondos propios, pues incluso su viaje a Tenerife, ya obtenido el control fiscal, fue pagado por judíos conversos portugueses, como él, afincados en Ámsterdam. Fue imposible competir en la puja con Duarte, dadas las sumas que ofreció. En realidad no les importaba perder dinero en ello a sus financiadores pues, no en vano, la colonia judía de Holanda planeaba extender su red comercial a la América española, la pieza más codiciada del Atlántico, y lo que hacían era invertir en un negocio futuro con una previsible alta rentabilidad. Lo dejó así escrito un regidor de Tenerife, que años después denunció cómo esta poderosa minoría había creado un monopolio para contrabandear con las colonias españolas. Describió el regidor el funcionamiento de esta trama gracias al control aduanero ejercido por Duarte Enríquez, así como después por los también conversos lusos Pereira de Castro. Se da la circunstancia de que estos últimos fundaron -no sin el aporte de los beneficios logrados en las Islas- la banca Pereira en París, considerada la primera entidad financiera privada de Europa. De la misma forma, el citado alto cargo en Tenerife describió el soborno en puertos americanos, pues en éstos estaba prohibida, al principio, la presencia de “cristianos nuevos”. Fueron en cualquier caso denuncias que no prosperaron, pues las mismas élites canarias, aliadas con otros comerciantes europeos, participaban de forma activa de ese contrabando. Los productos ilegales se enviaban a Indias en barcos propios a pesar de estar obligados a hacerlo en gran parte en la flota del monopolio español. Duarte se instaló en La Laguna y convivió extramaritalmente con Magdalena de Rojas y Guzmán en un palacete de la Calle de la Carrera (hoy San Agustín), que luego arrendó a la Inquisición como residencia del Capitán General. Vivió como

Historias Isleñas de Ultramar

285

cristiano, naturalmente sin serlo, haciendo sonoras donaciones a iglesias y conventos, entre ellos, al de San Francisco. Y, a su vez, manejó, además de la aduana, los juros, que constituían un instrumento de control social. Eran unos bonos emitidos por la Renta de Aduanas que adquirían, contra pago de intereses, no sólo las familias pudientes, sino incluso el propio Santo Oficio. Se hizo muy rico en diez años, participando en los intercambios marítimos con Indias que, en teoría, habría tenido que reprimir como aduanero, pero en los que entonces figuraba como financiador de operaciones, bien como titular de los cargamentos o sólo de los fletes. En la mayoría actuaba en calidad de testaferro de la colonia judía de Ámsterdam que, a su vez, cuando operaba desde otros muchos puntos de Europa políticamente fuera de su alcance, lo hacía a través de terceras personas que también hacían operaciones a través de Duarte Enríquez. Tuvo sus propios agentes en Veracruz y La Habana para este comercio americano, pero no dejó de ocuparse también del tráfico interinsular, como del establecido con puertos españoles como Sevilla y Bilbao. Tampoco descuidó el tráfico de vinos y azúcar isleños con Londres y Hamburgo en envíos que, para explicar su dimensión, suponían cada uno de promedio treinta anualidades del Capitán General. Sin embargo, las disensiones internas en la comunidad judía llevaron a los Pereira de Castro, con los que le unía una relación ambigua, a hacerse con las Rentas de Aduanas en 1652 mediante sobornos, como se atestiguó en las poco exitosas reclamaciones de Duarte Enríquez ante la Corona. Fue entonces cuando volvió a Londres, dejando a dos de sus hijos en Tenerife. Allí abrazó de nuevo el judaísmo, se casó nuevamente en Holanda y entró en un círculo judío que trabó

Antonio G. González

286

buenas relaciones de conveniencia con el propio Cromwell, formado por comerciantes, muchos de los cuales también tenían, amplios intereses en Canarias. Las razones de Cromwell para coquetear con los judíos y viceversa eran bien claras. Los judíos habían sido expulsados del Reino Unido en 1290, muchos años antes que de España, y luego volvieron a echarlos en 1610. Pero su papel central a partir de las citadas décadas en el comercio atlántico, lo que incluía por ese entonces a la América hispana, hizo que el estadista británico les dejara hacer en Londres, sobre todo a partir de 1655. A cambio, Cromwell fue informado de forma habitual de las rutas y movimientos de la flota comercial española, como también de muchas operaciones del contrabando insular. De ese momento data un permiso, solicitado a Cromwell, entre otros también por Duarte Enríquez, para construir la primera sinagoga y el primer cementerio judío de Londres. Cromwell accedió. Este hecho provocó que a Duarte le abriera la Inquisición un proceso en Canarias donde, a su vez, fueron confiscados sus bienes. Alguno de sus hijos, no se sabe bien si para preservar el patrimonio u obviando el deber filial, declaró incluso en su contra, aduciendo que, influido por su nueva mujer, Duarte Enríquez había intentando convertirlos por la fuerza, bajo coacción económica, al judaísmo en la capital británica. La pena que le fue impuesta por el Santo Oficio se materializó en un auto de fe en el que se quemó una estatua de madera que representaba a su persona. Esta práctica permitía, de un lado, confiscar sus bienes y, de otro, pretendía simbolizar que la Inquisición perseguía hasta después de la muerte. Con todo, el papel del judío portugués seguía siendo importante en las Islas. De hecho, los negocios que a partir de su etapa británica mantuvo con importantes exportadores canarios en la

Historias Isleñas de Ultramar

287

Bolsa de Londres se prolongaron hasta el final de su vida. Su historia es el puro despliegue de la condición fronteriza.

288

CAPÍTULO VEINTIOCHO CONTRABANDO MASÓN EN BOSTON

-Comerciante irlandés afincado en Tenerife en 1735, Alejandro French llevó los

negocios encubiertos del Capitán General de Canarias en las colonias inglesas a través de una logia masónica

-La Inquisición le abrió en Canarias el primer gran proceso por masonería que hubo

en Las Españas, pero salió absuelto y continuó comerciando

Historias Isleñas de Ultramar

289

Alejandro French nació en el pueblo de Abaloyle (Irlanda) en 1712, en el seno de una familia católica que, al poco tiempo, se fue a vivir a Dublín. En esta ciudad transcurrió su infancia y adolescencia pero, aún joven, se trasladó a Sevilla. No era raro este destino para algunos irlandeses, sobre todo, para los relacionados con el comercio. Éste era el caso de la familia de French y, más en concreto, el de un tío suyo, Oliverio, que se instaló a orillas del Guadalquivir. Junto a él acudió Alejandro. Allí aprendió el joven irlandés los muchos entresijos comerciales, en particular, el despacho de las letras de cambio. Había pasado décadas desde la Guerra de Sucesión, en la que no pocos irlandeses, por efecto del rechazo al dominio británico en esta isla, lucharon con Felipe V contra Inglaterra, lo que luego les granjeó el favor del monarca hispano, favoreciendo sus negocios en España. Sin embargo, Alejandro French optó por el mar y partió hacia Cádiz para alistarse como intérprete de la Armada. En la marina española intervino en la

Antonio G. González

290

Canarias vivía entonces una época de declive por las dificultades del comercio del vino con América y por la ausencia de cultivos de sustitución hasta finales del XVIII reconquista de la plaza de Orán en 1732. Y al año siguiente viajaría por vez primera a Canarias, prestando servicios en navíos de guerra españoles, donde acabó aprendiendo las artes de navegación. En este viaje debió advertir French las posibilidades de prosperar uniendo su experiencia comercial y marina. Por ese entonces, la importancia de Tenerife como centro del comercio con Europa y las colonias británicas era grande y, en su mayor parte, según relató ya George Glass en 1764, estaba en manos de irlandeses católicos, como los Cologan, White o Murphy. Muchos de estas familias acabaron por asentarse en las Islas, fundiéndose con la élite local. Fue ése el caso de Alejandro French. Canarias vivía entonces una época de declive por las dificultades del comercio del vino con América y por la ausencia de cultivos de sustitución hasta finales del XVIII. Los intercambios con las colonias españolas habían decaído, en parte porque el vidueño dejó de gustar dando paso al aguardiente, lo que se añadió a las limitaciones del cupo a los envíos isleños, de dos mil toneladas anuales. Sólo

Historias Isleñas de Ultramar

291

La Staple Act de 1665 obligaba a que los envíos tuvieran que pasar por Londres con grandes costes aduaneros, que llegaron a suponer hasta la mitad del coste de cada pipa de vino Lanzarote consiguió obtener un provecho circunstancial al transformar sus vinos en aguardientes para lo cual, dado el gasto en madera que esta operación implicaba, consumió casi toda la masa arbórea existente en el macizo tinerfeño de Anaga. A su vez, desde finales del XVII Inglaterra frenó el acceso de mercancías no inglesas a sus colonias americanas. La Staple Act de 1665 obligaba a que los envíos tuvieran que pasar por Londres, donde los gravámenes aduaneros llegaron a suponer hasta la mitad del coste de cada pipa de vino. Aún empeoró más este destino tradicional canario con el Tratado de Menthuen de 1701 entre Londres y Lisboa, por el que se prohibió la recepción de vinos que no fueran lusos, o bien bajo bandera española. La salida fue, como siempre, el contrabando, en este caso, con la América inglesa, con mucho éxito. Los caldos portugueses y, en particular, el vino de Madeira, no lograban abastecer el mercado colonial inglés, por lo que la demanda era una tentación. Para su circulación por suelo norteamericano, los canarios transformaban su vidueño en falso Madeira, añadiendo tinto de Tarragona y aguardiente.

Antonio G. González

292

Alejandro French se trasladó a Tenerife en 1735. Y no lo hizo sin contactos. Venía nada menos que en el séquito del nuevo Capitán General, Francisco José de Emparán, con lo que entró fácilmente en el mundo de los negocios Y en la colocación de mercancías en Boston o Filadelfia resultó clave el papel de los comerciantes irlandeses llegados a las Islas. Hasta tal punto que el XVIII es el siglo de los irlandeses en Canarias. Éstos no sólo estaban libres de trabas en el Archipiélago para tratar con Europa debido a su condición de católicos sino que, a su vez, tampoco tenían obstáculos para comerciar con las colonias inglesas de América bajo la bandera de ese país, por ser entonces súbditos ingleses. En este preciso contexto, Alejandro French se trasladó a Tenerife en 1735. Y no lo hizo sin contactos. Venía nada menos que en el séquito del nuevo Capitán General, Francisco José de Emparán, con lo que entró fácilmente en el mundo de los negocios. Emparán pronto se granjeó el favor de las élites isleñas, pues derogó los impuestos comerciales que ahogaban a las Islas y que había fijado su antecesor, Vallehermoso. A su vez, trató con escaso éxito de relanzar el comercio exterior. También ordenó el sistema monetario isleño, dislocado por la presencia de múltiples monedas en curso, lo que no dejaba de ser un elocuente acto de sincretismo cambiario.

Historias Isleñas de Ultramar

293

Su inmunidad como irlandés en el ultramar británico lo convirtió en factor clave del contrabando de sus patrocinadores isleños en Boston y Filadelfia, donde se integró en una influyente logia masónica Emparán sacó provecho personal del trasiego atlántico, pues poco tardó en aliarse, junto con su hermano Antonio, con destacados personajes de la sociedad tinerfeña, como el Marqués de la Celada, el de Torre Hermosa y Acialcázar o bien con el coronel Franchi, para contrabandear con las colonias británicas. Su hombre de negocios fue Alejandro French. Su automática inmunidad como irlandés en el ultramar británico lo convirtió en un factor clave para sus patrocinadores. Al año siguiente partió French para Boston al mando de un barco con ciento doce pipas de vino y la misión de construir, por cuenta de sus consignatarios, una corbeta. Tuvo éxito, y pronto vino French de vuelta, siempre pasando por Madeira, para hacer provisiones y añadir caldos a sus bodegas con destino a la citada ciudad norteamericana. Los viajes se sucedieron y, de hecho, en 1738, hizo una declaración de propiedad ante el escribano Gabriel de Álamo y Viera, curiosamente padre de José Viera y Clavijo, el principal ilustrado canario, en el Puerto de la Cruz en la que atestiguaba que no sólo había fabricado un barco, sino que había comprado otro

Antonio G. González

294

con los beneficios reportados por los negocios, por cuenta del capitán Franchi. Se trataba del navío Emparán -nombre que no podía disimular su propiedad, aunque tuviera bandera inglesa- y la balandra San Antonio. Sin embargo, la clave de la prosperidad comercial fue su ingreso, cinco años antes, en la Real Exchange Lodge, constituida en Boston bajo la obediencia de la Gran Logia de Inglaterra. En realidad ésta era una logia masónica formada por prósperos comerciantes irlandeses y judíos, que habían organizado una tupida red de distribución por la costa este de Norteamérica. Muchos de sus miembros, como Juan Tanner, Alejandro Woodrop o Juan Plunket mantenían negocios con Canarias a través de la ya poderosa colonia irlandesa de Tenerife. French fue ganando posiciones dentro de ese mundo. El fiel testaferro del Capitán General de Canarias en tierras coloniales inglesas desfiló en un lugar destacado en los actos de la festividad francmasónica de San Juan Bautista de Boston, en 1737. De hecho, por esas fechas había llegado incluso a convertirse en socio de uno de los más prósperos astilleros de la ciudad, Benjamín Hollowell. No obstante, el irlandés cometió ese mismo año el error de su vida. Aireó en Tenerife, seguro de su protección política, su creciente vinculación masónica, con tan mala suerte que al año siguiente murió el Capitán General y perdió su inmunidad. No tardó la Inquisición en abrirle un proceso con la relevancia histórica de haber sido el primero que se incoó contra la masonería en lo que se llamaron Las Españas. A pesar de ello, tuvo la suerte de que la singularidad ultramarina de las Islas se puso en circulación. Después de varios años, en que el proceso pasó de Tenerife

Historias Isleñas de Ultramar

295

a Las Palmas de Gran Canaria, al observar el Santo Oficio el bloqueo continuo que su propio personal ejercía a favor de French, fue absuelto gracias a los testimonios favorables de destacados miembros de la colonia irlandesa-canaria. French continuó comerciando en lo sucesivo hasta el final de sus días, aunque formalmente abandonó la Logia a la que fatalmente había admitido pertenecer y se mantuvo como católico. Los negocios siguieron su curso.

296

CAPÍTULO VEINTINUEVE LA EMANCIPACIÓN VENEZOLANA

-Hacendado en Caracas, Fernando Key fue ministro de Hacienda con el presidente

Francisco Miranda en 1811 y organizó las finanzas contra los ejércitos españoles comandados por el también isleño Francisco Monteverde

-Fue uno de los comerciantes isleños integrados en las filas de la oligarquía

venezolana que promovió la emancipación; pero sufrió la guerra, padeció la cárcel y finalmente murió en la miseria

Historias Isleñas de Ultramar

297

Venezuela, como también Cuba, fue un escenario caliente para los isleños durante el XIX, el siglo de la emancipación americana. Durante ese convulso proceso, que condujo a una auténtica guerra civil en el país, los canarios, que eran parte sustancial de la sociedad venezolana, jugaron en los dos bandos. Unos desempeñaron un papel crucial a favor de la independencia, otros lo hicieron en defensa de los intereses de la metrópoli española. Hacía mucho tiempo que los isleños habían dejado de ser una colonia con interés específico para integrarse en los diversos bandos políticos y sociales de este dominio hispano. Jugaron, sin duda, un papel capital no sólo en la política y la guerra, sino también en la propagación de las ideas ilustradas. Éste fue el caso del médico Juan Perdomo Bethencourt, cuyos ensayos políticos influyeron directamente en Francisco de Miranda y Simón Bolívar. Pero, además, la actuación de los isleños no se circunscribió sólo a los asentados en Venezuela, como fue Fernando Key, sino que muchos comerciantes irlandeses y norteamericanos afincados en Tenerife, pero que hacían negocios en el Atlántico a través de redes familiares en ambas orillas, se vieron muy afectados y participaron activamente. Sería éste el caso del isleño

Antonio G. González

298

de origen luso Francisco Caballero Sarmiento, aliado de José Godoy, que tramó una compleja red de espionaje desde Filadelfia, ciudad en la que arbitraba el monopolio de la harina en Caracas. Era un negocio logrado por sus tratos con el Marqués de Branciforte, cuñado del propio Godoy, que ejerció como capitán general de Canarias antes de ser virrey de Méjico. Con todo, la oligarquía caraqueña y, por tanto, los canarios integrados en esta élite económica, se alzó como la gran protagonista de la independencia de Venezuela. Tal fue así que, cuando se declaró en 1811 la independencia del país, el hacendado tinerfeño Fernando Key Muñoz resultó nombrado primer ministro de Hacienda. Key, un hombre emparentado con el entonces presidente Francisco de Miranda, era hijo de una familia de comerciantes canarios asentados en Caracas, desde donde dirigían intercambios con el Archipiélago y Estados Unidos. El nuevo ministro había sintonizado con las corrientes antiespañolas, simpatía que fue común entre muchos de los hacendados canarios que luego se batieron con los ejércitos españoles. Aunque, del mismo modo, las tropas españolas no tuvieron menos presencia canaria pues, de hecho, estaban comandadas por otros dos isleños, Francisco Monteverde y Francisco Tomás Morales, capitanes generales de Venezuela. Con estos últimos se alinearon además las clases menos favorecidas del país –entre las que se hallaban numerosos inmigrantes isleños-, que sentían un gran rechazo al componente reaccionario y clasista del republicanismo. Por eso, el proceso de emancipación nacional de Venezuela constituyó también una guerra civil entre canarios. La emigración isleña a este país se había intensificado sobre manera a lo largo del XVIII, produciéndose una segunda oleada

Historias Isleñas de Ultramar

299

tras la llegada inicial de canarios a Indias. La causa no era otra que el declive del comercio exterior isleño durante el siglo ilustrado, situación que se prolongó hasta la aparición de un cultivo que sustituyó al vino, la orchilla, a comienzos del XIX. El poblamiento por parte de los insulares se dirigió de modo particular a Caracas y La Guaira. La inmensa mayoría emigró a causa de la pobreza, con la vista puesta en el mito indiano, desde un archipiélago en el que, como cita el viajero y comerciante irlandés George Glass, era tal la tensión por las hambrunas en esa centuria que había más crímenes que en Inglaterra. Pero no siempre fue necesaria la condición de la penuria para que hubiera emigración: la perspectiva de poseer una pequeña tierra propia en suelo venezolano o la sustancial diferencia favorable en los jornales de ese país era conocida en el Archipiélago y constituyó un motivo frecuente para el viaje. También fue Venezuela, como igualmente Cuba, lugar natural de huída para los isleños que cometían crímenes o delinquían, o bien contra los que se revelaban contra un caciquismo local que se endurecía en las crisis. Ya en ese país, algunos canarios, los menos en realidad, prosperaron, y se convirtieron en los célebres indianos, que financiaban iglesias y ermitas en sus pueblos de origen y mandaban remesas pecuniarias. Estos flujos de capitales llegaron a ser tan importantes que la interrupción de los envíos, tras la emancipación americana, agravó definitivamente la crisis isleña. Se trasladaron a Venezuela significados miembros de la élite comercial de las Islas, en particular de Tenerife y La Palma, muchos de origen propiamente irlandés. Fue el caso de algunos de los Cólogan, los Blanco (White) o el de la familia de Fernando Key. Se asentaron en Caracas para aprovechar el auge de las colonias

Antonio G. González

300

Los isleños entroncaron con la oligarquía criolla venezolana y sintonizaron con su discurso antiespañol, basado en claves de orden económico hispanas, lo que revela una vez más el flujo constante no sólo de personas, sino también de capitales entre las dos orillas atlánticas. Pronto entroncaron con la oligarquía criolla de Venezuela y sintonizaron con su discurso antiespañol, basado en claves de orden económico. En particular, el monopolio de la Compañía Guipuzcoana en la importación de manufacturas europeas, que ahogaba sus negocios con las Islas, así como con la América inglesa, era objeto de sus frustraciones e iras. Muchos comerciantes canarios se convirtieron en hacendados, alternando el cultivo de la tierra en grandes plantaciones esclavistas, con las lides comerciales relacionadas con el contrabando. Fue de hecho un grancanario, natural de Teror, Bernardo Rodríguez del Toro, luego Marqués del Toro, el mayor terrateniente y propietario de esclavos de la Venezuela del siglo XVIII. Key y Muñoz entró en la política venezolana apadrinado por Francisco de Miranda. Hijo de un humilde emigrante tinerfeño a Indias, Sebastián Miranda, era

Historias Isleñas de Ultramar

301

En realidad, la independencia de Venezuela comenzó cuando se produjo la invasión de España por las tropas napoleónicas en 1810 un ilustrado famoso en Europa, ya que fue el único general del ejército con la Revolución francesa que no era natural de ese país. Francisco de Miranda participó luego en la emancipación norteamericana y fue amante confeso incluso de Catalina de Rusia. En realidad, la independencia de Venezuela comenzó cuando se produjo la invasión de España por las tropas napoleónicas en 1810. Al conocerse la noticia en Caracas, la oligarquía venezolana creó una Junta Suprema, que fue la primera de la América española. Meses después, la junta declaró la independencia del nuevo país. Se conformó un gobierno que presidió Miranda, quien designó ministro de Hacienda a Fernando Key. Aún a pesar de que las ideas del primero, como las de Simón Bolívar, formaban parte del programa ilustrado y proponían, de hecho, la abolición de la esclavitud sobre la que se basaba el hacendismo de la oligarquía a la que pertenecía Key, ambos dirigentes debieron finalmente apoyarse en ésta y atemperar muchas de sus posiciones. El nuevo ministro de Hacienda había prosperado en Caracas en los negocios

Antonio G. González

302

familiares y, como era común, llegó a tener sus propios ingenios azucareros donde, sin embargo, no fue ajeno al mandato técnico del siglo y desarrolló sus propios proyectos de mejora agrícola importantes. Su talante matizado le llevó incluso a trabar amistad con el naturalista Humboldt, al que alojó en su hacienda, aún cuando el científico alemán hablaría con sorpresa de los barracones de esclavos que vio en la finca del tinerfeño. Cuando Fernando Key llegó al Gobierno era ya una importante personalidad económica. Había dirigido el Consulado Caraqueño, una suerte de registro mercantil para grandes operadores, y había sido uno de los impulsores de la Casa de la Bolsa de Caracas. Su tarea inmediata en el gobierno de Miranda, como era previsible, fue organizar la financiación de los ejércitos criollos que ya se batían con las tropas españolas. Fueron unos años de guerra civil en los que el poder español retomó el control de la capital venezolana, hasta que Bolívar consolidó la independencia en 1824. Se evidenció durante esta convulsa etapa la señalada división de los isleños asentados en Venezuela. El carácter oligárquico de los primeros republicanos trajo deserciones y, a su vez, la mayoría de los canarios pobres, llamados "blancos de orilla", se pusieron de parte de España, que abanderaba durante los años breves de las Cortes de Cádiz un ideal ilustrado que no era en absoluto mayoritario entre los independentistas venezolanos. Canarios, como López Méndez o Andrés Bello, fueron también los que acompañaron a Simón Bolívar a Londres, donde se desarrolló una gran campaña internacional a favor de la emancipación del país, que dirigió Francisco de Miranda. Canario fue el primer general del ejército de Bolívar, Francisco del Toro, que no era

Historias Isleñas de Ultramar

303

otro que un descendiente del Marqués del Toro, cuya nieta María Teresa se casó años después con `el Libertador´. Isleños fueron, dicho está, los dos capitanes generales de Venezuela, Francisco Monteverde, un tinerfeño natural de La Laguna, y Francisco Tomás Morales, un grancanario de El Carrizal. Ambos comandaron las tropas "godas" (españolas), así llamadas por los criollos, en las que lucharon la mayoría de los "blancos de orilla" contra los ejércitos de Bolívar. Fernando Key, por su parte, no tuvo la suerte de otros en estos años de guerra civil, aún a pesar de que siguió ocupando cargos estratégicos en los primeros gobiernos venezolanos. Pronto fue encarcelado por las tropas leales a España, que aprovecharon el terremoto de Caracas de 1813 para recuperar la ciudad. Liberado al recuperar Bolívar el control de Caracas, Fernando Key volvió a la política, pero la guerra quebró sus negocios y le devastó sus haciendas. A esta situación se añadió un ruidoso pleito con su propio primo Pedro Muñoz, yerno de Miranda, que lo llevó a la ruina. Caído en desgracia ante la nueva corte republicana, en medio de una maraña de amiguismos, capillas políticas y bajezas, fue mantenido por su hijo Salvador. Fernando Key murió en Caracas en 1845 en la más completa miseria.

304

CAPÍTULO TREINTA INDIANO ILUSTRADO EN CUBA

-Periodista y comerciante, Luis Gómez Wangüemert luchó primero en Cuba con

Weyler contra la independencia pero luego evolucionó hacia el nacionalismo canario, dirigiendo en La Habana la segunda etapa de la publicación El Guanche

-Regresó a La Palma en un paréntesis de su vida americana pero, tras intentar sin

éxito despojar de los tintes caciquiles a las corrientes republicanas y autonomistas, volvió al Caribe

Historias Isleñas de Ultramar

305

La emancipación colonial americana en el siglo XIX también tuvo en Cuba el concurso de los isleños, cuya presencia en la Perla de las Antillas, sobre todo a partir del siglo anterior, no fue menor que en Venezuela. A pesar de que algunas familias canarias engrosaron las filas de la oligarquía cubana, si bien no tanto como en Caracas, los isleños estuvieron en los dos bandos de la independencia cubana, al igual que en la de Venezuela. Los canarios que pertenecían al círculo de los grandes propietarios agrícolas de La Habana inicialmente se mantuvieron al amparo de España, pero acabaron al final combatiendo el dominio español, como lucharon luego contra la penetración norteamericana. En realidad, toda la oligarquía cubana terminó apoyando a José Martí, aunque a cambio de que éste moderara sus posiciones ilustradas, al igual que le sucedió a Bolívar. Por el contrario, los “pulperos” -pequeños agricultores o buhoneros isleños enfrentados a esa oligarquía- engrosaron las filas de los ejércitos españoles comandados por los generales Arsenio Martínez Campos y Valeriano Weyler, antes capitán general de Canarias.

Antonio G. González

306

Luis Gómez Wangüemert nació en Los Llanos de Aridane, en el seno de una familia de la burguesía agraria palmera, aunque de marcadas creencias liberales. Su abuela materna, maestra de Primera Enseñanza profesaba las tendencias de los enciclopedistas y le hizo leer de niño a Rousseau y Voltaire, lo que conformó su amplia formación laica. El propio Wangüemert dio fe de tal orientación familiar al relatar en unas memorias los autos de fe en los que, junto con otros adolescentes, quemaba los retratos borbónicos en alguna vacía tarde de verano. A los diecisiete años, abrazó el republicanismo y comenzó a escribir en publicaciones periódicas antes de irse a Cuba en 1882. Su padre, que era el alcalde de Los LLanos, le dio entonces amplias referencias de la colonia palmera al embarcar con destino a La Habana. En realidad, a lo largo de los siglo XVIII y XIX no cesó la emigración a la Perla de las Antillas que, al igual que ocurriera con la de Venezuela, protagonizaron tanto gentes humildes, huyendo de la pobreza en plena crisis del vino y luego de la orchilla, como también miembros de las élites comerciales isleñas que engrosaron las filas de la oligarquía habanera. Entre estos últimos figuraron los Frías, los Madan, Franchi Alfaro y Alfonso, que compaginaron un comercio exterior dificultado en toda la América colonial hispana por el monopolio español con la explotación de las grandes haciendas esclavistas que protagonizaron la expansión del azúcar y el café. De hecho, no pocos conflictos sociales se generaron a lo largo del XIX entre la terratenencia y los agricultores cubanos modestos cuando la primera fue consolidándose en sus haciendas y ganándole el terreno a las pequeñas fincas de tabaco y la agricultura de interior, que explotaban en gran medida los isleños.

Historias Isleñas de Ultramar

307

También los canarios más humildes se atrevieron a entrar en las actividades urbanas, como las pulperías o la venta ambulante de forrajes, lo que los enfrentó con la clase media comercial. Su destino era el de braceros en las zonas remotas, pero naturalmente huían de ese penoso destino en cuanto podían. Wangüemert compaginó pronto las tareas de profesor de instrucción pública, que ya había ejercido en Tazacorte (La Palma), con las actividades comerciales. Fue propietario del Hotel Marina, en Punta de la Sierra, donde montó una escuela gratuita y una biblioteca. Después se dedicó a la manufactura de tabaco, creando su propia marca, "Flor de La Palma". Esta empresa logró prosperar, aunque para sacarla adelante Gómez Wangüemert estuvo varios años trabajando de apoderado de comerciantes y empleado de importadores británicos de tabaco como la Henry Clay and Bock Company. Mientras tanto, avanzaba su vocación periodística en publicaciones oriundas y canario–cubanas, entre ellas, el Diario de la Marina, o bien Paz y Concordia, órgano de la logia masónica de ese nombre, con la que obviamente se relacionó, mostrando especial interés por los problemas de los canarios. En 1896 se vinculó al Partido Reformista Local de Cuba, de tendencias autonomista e izquierdista. Llegó a ser un referente para los isleños cuando vivió en Pinar del Río, la región más occidental de Cuba, donde le conocían como "El Cónsul", siendo alcalde de la localidad. En Cuba los brotes independentistas ya habían surgido en 1868, con el levantamiento fallido de Carlos Manuel Céspedes. Este acontecimiento sentó las

Antonio G. González

308

Cuando el levantamiento de José Martí en 1886, Wangüemert, que militaba en el autonomismo moderado cubano, se alistó en las filas españolas del general Weyler bases para que el general Martínez Campos negociara un cierto grado de autonomía con la oligarquía cubana, al principio muy reticente al proyecto emancipador. Tal descentralización se concedió en 1878, años antes de la llegada de este ilustrado palmero. Sin embargo, cuando el levantamiento de José Martí en 1886, Wangüemert, que militaba en el autonomismo moderado cubano, se alistó en las filas españolas del general Weyler, como hicieron otros miles de canarios sin grandes recursos, opuestos a la oligarquía criolla que apoyó al héroe cubano. Se había alistado antes en los cuerpos del ejército español en las Antillas quizás para evitar un posterior llamamiento a filas, pues no había hecho el servicio militar en La Palma. No obstante, su alineamiento con el poder colonial español fue conflictivo y también confuso. Luchó de forma destacada y fue condecorado, pero también entró en conflictos con los sectores españolistas más reaccionarios. Estos grupos eran muy influyentes en las filas hispanas aún cuando Weyler era un militar profesional y no participara de la lógica política del golpismo, tan cara por entonces al estatuto castrense hispano. De la misma forma, llevado tal vez por la falta de convicciones

Historias Isleñas de Ultramar

309

Acabada la guerra colonial, con la pérdida española de Cuba en 1898, regresó a La Palma. Fue una estancia breve, pero Intensa y finalmente decepcionante sobre su propia posición ante el conflicto cubano, Wangüemert, en un arriesgado juego, protegió a numerosas familias cubanas proclives a José Martí. Acabada la guerra colonial, con la pérdida española de Cuba en 1898, regresó a La Palma. Fue una estancia breve, pero intensa. Participó en el debate autonomista que luego condujo en Canarias a la Ley de Cabildos (1912). Intentó, a la vez, eliminar el acendrado predominio caciquil en el republicanismo palmero, una circunstancia paradójica y producto de la Restauración monárquica en las Islas, por la que los liberales pactaron su alternancia en el poder con los conservadores españoles en una farsa democrática. Wangüemert no tuvo éxito en ese empeño, por lo que acabó limitándose a participar en numerosas iniciativas económicas y culturales. Pero acabó frustrado y admitió la imposibilidad de incardinar un autonomismo auténticamente liberal en las Islas. Y regresó a Cuba en 1905. En La Habana, en medio del ardiente ambiente de un nacionalismo cubano que aún luchaba en armas contra Estados Unidos, la nueva metrópoli, Wangüemert

Antonio G. González

310

entró en las filas del Partido Nacionalista Canario (PNC). Esta formación política había sido creada por Secundino Delgado en Venezuela en la estela de la emancipación americana que, no en vano, contaba en su diseño territorial con Canarias, incluida inicialmente en el proyecto de Simón Bolívar sobre la "Gran Colombia". Wangüemert dirigió el órgano de prensa del PNC, la célebre revista El Guanche, en la segunda etapa de esta publicación, iniciada en 1924. Sus artículos fueron más sociales que políticos, aunque siempre tuvieran por objeto el colectivo isleño en Cuba. Con el tiempo, su conversión al independentismo canario fue oscilando hacia posiciones autonomistas, como las que había tenido en sus orígenes en relación al conflicto de Cuba. Una oscilación parecida se registraría en el pensamiento de Secundino Delgado que, de vuelta en las Islas, centró su objetivo político en la lucha contra el caciquismo local, debate fundamental que se desarrolló en el seno de tal fuerza nacionalista. En 1926 Wangüemert fundó Patria Isleña una vez desaparecido El Guanche. En la nueva revista perseveró en posiciones nacionalistas aún no atemperadas y dedicó elogios y portadas a Secundino Delgado. Posteriormente abandonó la publicación cuando muchos de sus promotores dieron un giro conservador. Su orientación izquierdista se mantuvo e incluso cobró fuerza tras el asesinato en Méjico de Julio Antonio Mella (1904-1929), un mítico líder comunista cubano, al que conoció y trató. Mella, pese a su juventud, había adquirido proyección continental como líder estudiantil. Aquel atentado le causó una viva impresión. Y, en el quinto aniversario de su muerte, Wangüemert fue uno de los promotores de un homenaje semiclandestino que acabó convertido en una movilización popular masiva, duramente reprimida por la policía del régimen de Fulgencio Batista.

Historias Isleñas de Ultramar

311

Después presidió el Ateneo Canario, reorganizado en los años cuarenta del pasado siglo e inspiró también el primer homenaje a la tinerfeña Leonor Pérez, madre de José Martí, mientras mantenía sus negocios tabaqueros y la actividad comercial. El hálito isleño lo atraparía siempre. Falleció el 16 de agosto de 1942 en su casa de La Habana, rodeado de sus tres hijos. Todos ellos abrazaron poco después la revolución cubana, como también hicieron muchos de sus nietos y, en particular, José Luis Gómez Wangüemert, que murió durante el asalto al Palacio de Gobierno de Fulgencio Batista en 1957.

312

CAPÍTULO TREINTA Y UNO EL SALTO DEL ÁNGEL

-Nacida en el seno de una familia del circo, Pinito del Oro llegó a ser la máxima

estrella mundial del trapecio de equilibrio del siglo XX tras su debut en el Madison de Nueva York

-A las órdenes de Cecil B. de Mille rodó junto a Yul Brynner muchas escenas de El

mayor espectáculo del mundo, que le valdría al realizador el Oscar en 1952

Historias Isleñas de Ultramar

313

Su padre era un inquieto alicantino, miembro de una familia burguesa de Alcoy dedicada a su empresa de salazones. "Era un hombre bohemio, muy mujeriego, se fue de casa y acabó conociendo en un cine a un artista de circo, del que se hizo íntimo", explica María Cristina Segura. Su familia se arruinó y, cuando un tío que lo mantenía le exigió que hiciera la carrera religiosa, acabó haciendo del circo su profesión. Fue famoso a partir de ahí como hombre-araña y logró cumplir el sueño de dirigir su propio negocio: El Circo Segura. Pronto el Archipiélago sería su destino. El padre llegó probablemente durante una gira y, por alguna razón, decidió instalarse. Se asoció con Los Totis, unos payasos de Las Palmas de Gran Canaria que actuaban en el Teatro-Circo Cuyás. Y con ellos recorrió las Islas. María Cristina Segura, que adquiriría proyección internacional en el mundo del circo como Pinito del Oro, fue la última de los diecinueve hijos de este hombre-araña y también la única de su extensa pléyade que vio la luz en el Archipiélago. Nació en 1930.

Antonio G. González

314

Durante la infancia, el circo no le interesaba, era una niña enfermiza, tenía incluso algunos complejos físicos, "era muy pequeña..." de estatura. Pero, al cumplir catorce años, tuvo que acompañar a su familia en una gira por la Península. Fue un episodio fatídico, pues en un aparatoso accidente de carretera murieron tres de sus hermanos, que se dedicaban al circo, entre ellos Esther, la mayor, trapecista de equilibrio a vuelo. Aquel suceso conmocionó su vida. El negocio familiar se resintió y no tuvo otro remedio que prepararse. Partiendo de cero comenzó a entrenar y al principio hacía el alambre pero, según recuerda quizás con alguna severidad, "era realmente mala". Un buen día su padre, ya de vuelta en Canarias, comenzó a preparar una nueva gira con la familia Álvarez, una antigua empresa circense de Andalucía. Encontró un trapecio, que había sido de una de las hijas fallecidas. Y a María Cristina se le ocurrió decirle que ella lo podía probar. Se lo tomaron a broma pero, para su sorpresa, aunque el trapecio era muy ancho para ella, encontró pronto el equilibrio, no coleaba. "Al menos para eso sí que me había servido el alambre". Estuvo otros dos años ensayando y el aprendizaje de esta difícil disciplina circense necesariamente había de ser un proceso lento. "No valen las prisas, no se puede subir directamente a las alturas porque el pánico no te permite prosperar". Y, al final, triunfó. Fue su padre quien, inspirado en la arena rubia de las dunas del barrio de Guanarteme en el que vivían, en ese escenario de los juegos infantiles de María Cristina Segura, le eligió un nombre artístico. Fue Pinito del Oro y habría de tener un espectacular largo alcance. El debut fue un éxito y, además, tuvo lugar con una de las actuaciones estelares del circo, puesto que el trapecio se había ganado esa posición hacía mucho tiempo. Sin embargo, otro contrapunto trágico empañó ese día. Su madre, que se había negado a ir a verla y que siempre

Historias Isleñas de Ultramar

315

aspiró a que María Cristiana no siguiera los pasos de sus hermanos, murió esa noche tras un acceso de glucosa. Pinito del Oro escribiría a partir de entonces una página memorable de la historia mundial del circo. En realidad, los números circenses de gran altura habían nacido a mediados del siglo XIX por la necesidad de darle aún una mayor espectacularidad a las acrobacias, y marcaron la evolución de este espectáculo. La historia del trapecio como espectáculo circense tuvo su origen moderno en 1768, cuando el jinete Philip Astley instaló en Londres una célebre pista para exhibir ejercicios ecuestres, y le fue añadiendo números típicos de fiestas populares -danzarines, equilibristas, payasos, domadores de animales- que con el tiempo acabaron siendo centrales, combinados con algunos de los más exitosos renglones del music-hall, como era la magia. La opción de María Cristina Segura estaba clara. "El trapecio a vuelo emociona al público porque siente miedo, hay riesgo, no se sabe qué va a pasar, el artista se juega la vida cada tarde, porque salvo en los trapecios volantes, la norma es actuar sin red". El suyo era, al igual que el de su hermana Esther, trapecio de equilibrio a vuelo. Es el que quizás más potencialidad estética ofrece en torno a esta gran puesta a prueba de la capacidad física humana, frente a los llamados de fuerza o al doble trapecio. Su nombre comenzó a sonar, ella se fue cotizando y pronto le harían un triángulo a su medida en una herrería de Alcázar de San Juan. El primero de muchos. Su carrera artística empezó a despegar al acercarse la década de los cincuenta. En las Navidades de 1949 la vio en Valencia un representante norteamericano, que la quiso contratar. Sin embargo, era menor de edad, y en su

Antonio G. González

316

familia propusieron que fueran a trabajar también varios hermanos, pero el ojeador americano se negó, sólo la quería a ella. Quedaron apalabrados y al año siguiente decidió contraer matrimonio expresamente para poder marcharse. Así comenzó una fulgurante etapa internacional que consagraría a María Cristina como primera figura del trapecio de todas las épocas. Estuvo siete años en Estados Unidos, hasta 1959, en el Circo Ringling Bross, el más importante de América, la mayor parte de este período. En éste se desarrollaban espectáculos en cinco pistas a la vez. Era una dimensión por completo inimaginada por María Cristina Segura, aún cuando ella intuyera que iba a entrar en un nuevo mundo. Tal es así que en París, a donde llegó desde Barcelona para luego tomar el barco en Le Habre hacia Nueva York, se compró un chaquetón y "un sombrerito" con dinero que le prestó el nuevo representante, para no parecer "la típica campesina española". Pat Valdo, el director del Ringling, no se creyó que fuera española cuando la vio. "Pensaba que se iba a encontrar con una especie de Lola Flores, vestida de gitana, cuando yo era mas bien de tez blanca y, para colmo, mi marido, que me asistía entonces en las actuaciones, era de ojos azules". Debutó en Nueva York, en el Madison Square Garden, "pero en el edificio antiguo, no el actual, que está ubicado en otro lugar". Y de inmediato se convirtió en la estrella de un ballet aéreo, que se presentaba en la pista central. Se llamaba el Ballet Web y salían a escena sesenta chicas, "que se subían en unas cuerdas y hacían primero un numerito coral, ejercicios y posturas, hasta que aparecía yo en el trapecio”. España era por entonces de charanga y pandereta, era ésa la imagen por la que llamaba la atención en medio del desprestigio internacional de la dictadura franquista. "Me anunciaban: "From Sevilla, Spain....", claro, porque en EEUU, de España sólo les sonaba Sevilla, como mucho; aunque luego, a medida que mi

Historias Isleñas de Ultramar

317

nombre fue siendo conocido en el país, me citaban solamente como: "Pinito del Oro..." Pero el Ringling no era un circo con sede estable, rotaba continuamente. María Cristina recorrió así gran parte de Estados Unidos, para acabar siendo portada de las grandes revistas de variedades del país como el Billboard y recabar la atención de diarios como The New York Times, que le dedicaron amplios reportajes. Ese mismo año fue contratada por Cecil B. de Mille, junto al actor Yul Brynner, que también había sido trapecista al comienzo de su carrera en la Europa del Este. Rodaron escenas de El mayor espectáculo del mundo, una magnífica cinta sobre la vida del circo, con Charlton Heston, Gloria Grahame y James Stewart, con la que el legendario cineasta obtendría el Oscar a la mejor dirección en 1952. Las giras circenses eran en verano. Y cada año, una distinta: norte, sur, este y oeste. El circo se desplazaba en tres largos trenes privados que, al mismo tiempo, hacían de alojamiento. Y, en general, actuaban bajo las carpas, excepción hecha de cuando lo hacían en el Cow Palace de San Francisco, el Boston Garden y, sobre todo, en el Madison. A veces, sobre finales de verano, prolongaban la gira por Canadá, de Montreal a Quebec. Durante el invierno, el Ringling se retiraba a Sarasota, una pequeña ciudad de Florida, donde contaban con unos inmensos terrenos de finca. "Hacíamos vida allí en caravanas, claro que eran unas caravanas de lujo, con aire acondicionado, baño completo, todas las comodidades imaginables". Se ensayaban nuevos números y a finales de diciembre salían de gira a otros países por unas semanas. Durante tres años, María Cristina actuó en el Palacio de Convenciones y Deportes de La Habana, en los tiempos de Fulgencio Batista, y en Londres lo hacía en el Harringey Arena, un famoso centro de patinaje infantil.

Antonio G. González

318

Desaparecido el Ringling Bross se incorporó al circo Clide Beaty, que hasta entonces se había mantenido en segundo lugar dentro del mercado norteamericano Esa intensa etapa duró hasta 1957, en que hubo una huelga general de artistas que acabó con el Ringling. A Pinito del Oro sólo le faltó un sueño: actuar en Moscú, cuna de la impagable tradición circense rusa que fue llevada a su máximo esplendor durante el período de la Unión Soviética. Tenía contrato pero, aún cuando, al ser residente norteamericana, podía viajar, lo que no sucedía con su pasaporte español, la obligación de actuar con red en la capital rusa le frenó. "No sólo es que fuera peligroso hacerlo con red si se sabe caer en ella, sino, lo que aún era más arriesgado, mi vista en el trapecio siempre estaba en el centro de la pista, lo que es un factor de equilibrio fundamental y la red despista. No me atreví". Desaparecido el Ringling Bross se incorporó al circo Clide Beaty, que hasta entonces se había mantenido en segundo lugar dentro del mercado norteamericano. También había debutado en Barcelona en 1956, a donde había acudido en representación del Ringling al Festival Internacional del Circo, siendo elegida reina de ese año. Pinito del Oro había salido de una España “en blanco y negro” para vivir durante siete años en un país que era el paradigma de la sociedad opulenta, el paraíso del consumo. Fue la primera vez que supo lo que era “una

Historias Isleñas de Ultramar

319

El malliot recortado con el que se subía a veinte metros de altura para volar entre acrobacias chocaba con “una España que seguía enlutada, oscura y supersticiosa” lavadora, un paquete de kleenex o incluso un tampax” y que se vio impelida a mostrar su cuerpo escultural en el trapecio. De regreso al país de origen, el malliot recortado con el que se subía a veinte metros de altura para volar entre acrobacias chocaba con “una España que seguía enlutada, oscura y supersticiosa”. Fue presa de críticas por parte de “aquella Iglesia dominante y de aquellas beatas que venía a verme escandalizadas”. El diario ABC llegó a censurar las fotos de sus actuaciones, sombreándole el escote y colocando dos sellos sobre sus ingles. Sin embargo, el franquismo necesitaba entonces figuras con proyección internacional y Pinito del Oro se convirtió en una intocable del Régimen con ribetes de gloria nacional. La actuación de Barcelona fue el comienzo de su regreso a España. Y, aunque volvió a EEUU, un país cuya forma de vida la ganó para siempre, la temporada 1959/60 la hizo en suelo hispano. Le llovían contratos. Primero estuvo en la capital catalana y luego desembarcó en el Circo Price de Madrid, del que se retiraría en 1970. En realidad, antes ya había abandonado el mundo circense cuando en 1961

Antonio G. González

320

decidió volver a Las Palmas de Gran Canaria. Montó un establecimiento hotelero en la playa de Las Canteras, el Hotel Pinito del Oro. Pero su matrimonio iba bastante mal y se separó. "No sabía bien qué hacer en Las Palmas entonces, porque aún estaba en forma". Por esta razón en 1968 aceptó reaparecer en el Circo Americano, de Feijó Castilla. Fue una nueva experiencia que duró dos años. Volvió a tener éxito, pero en una fatal caída en Laredo (Santander) se partió las dos manos —por tercera vez—, además de sufrir múltiples fracturas de cráneo. "Debía estar seis meses retirada, pero a los tres reaparecí". Del Circo Americano volvió al Price de Madrid, en el que hizo su última temporada en 1970, el año en que este legendario circo español desapareció definitivamente. "Me retiré cuando me llegó el momento". En 1990 recibió el Premio Nacional del Circo en Madrid, lo que sirvió de publicidad para un espectáculo en declive que fue declarado de interés cultural. Y es que los tiempos han cambiado. A lo largo de los últimos veinticinco años este espectáculo había atravesado por una gran crisis, que culminó con la caída del Muro de Berlín, lo que supuso la desaparición del gran capítulo circense soviético. Al igual que sucediera con el teatro, la explosión del fenómeno televisivo también había influido globalmente en una pérdida de cuota de presencia. El circo pasó por una mala racha en las últimas décadas del siglo XX. "Pero se trata del espectáculo más viejo del mundo, un clásico, al que siempre se irá. Es el espectáculo en la calle, que viene de Roma, y que significa el directo más directo que existe. Es popular, en el sentido de que no necesita ritual ni preparación para el espectador, lo que permite ser visto como cada cual quiera verlo”, subraya Pinito del Oro. “En el circo se chilla, se llora, se ríe. Para los niños, por otra parte, es un sueño hecho realidad, que continúa vivo en la edad adulta convertido en imagen de la infancia".

Historias Isleñas de Ultramar

321

Algo de permanencia habría de tener el espíritu del viejo circo cuando, a vueltas del siglo en curso, ha reaparecido como un exitoso espectáculo en las principales capitales europeas. Lo ha hecho de la mano de nuevas compañías multinacionales, nutridas, sobre todo, de profesionales chinos y de artistas de la antigua órbita soviética tras una profunda actualización de su concepción estética. Pero el alma del circo no puede entenderse sin aquéllos que forjaron su leyenda, los que a lo largo de varios siglos han hecho de este espectáculo ambulante una de las mayores fábricas de sueños. El mito de Pinito del Oro está inscrito en esta gran historia.

322

CAPÍTULO TREINTA Y DOS DE VIANA A BOLÍVAR

-Discípula de Américo Castro, María Rosa Alonso era ya una reputada filóloga y

canarista cuando tuvo que exiliarse a Caracas en 1953, donde destacó en el estudio de la literatura latinoamericana, para luego vivir en Madrid al margen del

mundo académico

-Con casi noventa años volvió a La Laguna, a casa de su sobrino el folklorista Elfidio Alonso que, a su vez, reunió en ella también a su padre, reputado intelectual

republicano y director del periódico ABC, en una suerte de gran cónclave familiar

Historias Isleñas de Ultramar

323

Tras la emancipación colonial americana, la emigración canaria menguó durante el siglo XX, aunque los vínculos creados entre ambas orillas no se diluyeron. Sin embargo, a raíz de la Guerra Civil comenzaron los exilios políticos republicanos, lo que condujo a destacados intelectuales españoles a América. Entre los casos isleños figura el del excepcional paleógrafo y latinista Agustín Millares Carló (1911-1999) en Méjico. Otra exiliada fue María Rosa Alonso en Venezuela. Nacida en La Laguna a comienzos de siglo, pronto se decantó por las letras, lo que constituyó una elección que marcaría su trayectoria vital de una forma definitiva. "Se lo he dedicado todo a la literatura, de forma tal que ni siquiera me casé". No siendo frecuente entonces, tras cursar el bachillerato, María Rosa se trasladó a Madrid a estudiar filología en la Universidad Central. En la capital de España vivió la experiencia inestimable del florecimiento intelectual del primer tercio del siglo XX español ya declarada la Segunda

Antonio G. González

324

República, que fue el período de su mayor eclosión. Aunque Américo Castro, su gran maestro, siempre primó para ella, también se vinculó estrechamente a Amado Alonso y a Sánchez Albornoz. Con el primero, historiador de las culturas hispánicas, coincidió incluso en el posterior exilio venezolano, donde Américo Castro, allí refugiado, la introdujo en los círculos culturales de Caracas. Pero igualmente la entonces estudiante tinerfeña entró en el entorno de jóvenes que rodeaba a José Ortega y Gasset en Madrid, a cuyas clases de metafísica asistía "por puro placer, pues era una figura que deslumbraba". En este contexto fue colaboradora habitual de los Cuadernos de la Facultad de Letras, entablando estrecho contacto con Julián Marías -"por aquella época gran amigo de Besteiro”, el histórico dirigente del PSOE-, con Luis Rosales, Darío Fernández Flores o Carlos Alonso del Real, un círculo con tendencias políticas muy diversas. No fue la única canaria del grupo, pues también lo frecuentaba Agustín Miranda Junco, notable poeta vanguardista, muy amigo de Agustín Espinosa, que luego profesó el falangismo. Junco estuvo, a su vez, en el círculo fundador de La Rosa de los Vientos en Tenerife, la primera gran revista de las vanguardias insulares que pusieron en marcha escritores e intelectuales canarios como José Manuel Trujillo o Feo Aguilar reunidos en torno al crítico Valbuena Prat en La Laguna. La filóloga isleña siempre se quejó de que esta revista fuera "injustamente relegada” frente a Gaceta de Arte, la publicación vanguardista que después fundaron en Santa Cruz de Tenerife Domingo Pérez Minik, Eduardo Westherdal y el poeta Domingo López Torres. Pero la efervescencia cultural que tuvo el enorme privilegio de experimentar

Historias Isleñas de Ultramar

325

en Madrid se interrumpió con el levantamiento militar de 1936. María Rosa Alonso vivió este doloroso episodio en medio de un vaivén de tristes y trágicas delaciones entre algunos de los seguidores de Ortega, sobre lo que nunca ha querido dar nombres, que se decantaron por uno de los dos bandos. Al contrario que Millares Carló, que se había destacado políticamente y que fue salvado por Juan Negrín, presidente de la República, de una muerte más que probable al enviarlo a París, María Rosa Alonso no sufrió persecución. Regresó a Tenerife y allí se consagró al estudio de la literatura canaria siguiendo a Valbuena Prat, en la Facultad de Letras, que luego pasó a dirigir como decano Agustín Serra Ràfols, el padre de la renovación de la historiografía insular a lo largo de medio siglo. Se consumó como una muy destacada canarista, sorprendiendo en particular su estudio, que hoy en día es ya un clásico, sobre el extenso poema Las Antigüedades, de Antonio de Viana, una de las obras fundacionales de la literatura insular. Aunque escrito en 1952, El poema de Viana, estudio histórico-literario de un poema épico del siglo XVII, no fue publicado enteramente hasta 1991, en que lo hizo el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). María Rosa Alonso revisó anteriores presupuestos teóricos en relación con la introversión de la poesía renacentista tinerfeña, que parecía oponerse a la extraversión de la obra del grancanario Cairasco de Figueroa, el otro pilar originario de la literatura insular. Analizó esa vocación exterior del autor de Las Antigüedades, en cuyo canto quinto descubrió incluso un inadvertido soneto, a lo largo de una lectura en extremo pormenorizada que quizás ningún otro estudioso haya realizado con tanta paciencia. Ya en San Borondón, signo de Tenerife (1946), Alonso había pergeñado una visión atlántica del curso cultural isleño, lo que tuvo un correlato contundente en el ámbito de los estudios históricos en la figura de Rumeu de Armas. Para la

Antonio G. González

326

estudiosa tinerfeña se trataba, en realidad, de poner en valor la destilación singular que las corrientes culturales había tenido a partir del Renacimiento, y sobre todo, en el Barroco en las Islas, de modo que pudiera, sin especificidades forzadas, abordarse en rigor la idea de una literatura canaria en el marco de las culturas hispánicas. Fue un planteamiento que, por ejemplo, en Manuel Verdugo y su obra poética (1955) se cobró un modelo. Maria Rosa Alonso fue, a su vez, una de las artífices de la fundación del Instituto de Estudios Canarios, institución que cumpliría un papel estratégico para la historiografía insular en la segunda mitad del XX. Sin embargo, su indisimulada tendencia izquierdista durante la República, aunque no le granjeara la represión política, sí que truncó su carrera universitaria. A pesar del decidido apoyo de Serra Ràfols, finalmente sólo pudo aspirar a una adjuntía, pues las denuncias políticas encubiertas de un grupo de profesores laguneros en Madrid lograron que se anulara la nueva plaza de cátedra para la que ella se estaba preparando. Obviamente tampoco fue de gran ayuda su condición de mujer. Las presiones que tuvo que soportar y el bloqueo académico a los que se vio enfrentada fue tal que por último decidió exiliarse en Venezuela en 1953. En Caracas residía nada menos que su admirado Américo Castro, que había sido contratado en la universidad por Mariano Picón Salas, uno de los más notables intelectuales del país. Castro le presentó a Picón Salas que era, a su vez, propietario y director de El Nacional, uno de los grandes periódicos caraqueños, y María Rosa Alonso comenzó a colaborar en el famoso suplemento cultural Papel Literario. Junto a Picón Salas, destacaban entonces en el panorama literario venezolano Ramón Díaz Sánchez y, sobre todo, Arturo Uslar Pietri, “excepcional desde todo punto de vista”.

Historias Isleñas de Ultramar

327

Eran unos tiempos en los que la literatura hispanoamericana había adquirido unos perfiles propios, con figuras como Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias, Alonso Cuesta o bien el ecuatoriano Eustasio Rivera, autor de La Vorágine. Era un camino iniciado ya por Rubén Darío en el Romanticismo en reacción al carácter básicamente epigonal de las letras americanas respecto de la literatura española. La generación de Gallego y Asturias fue, en realidad, un adelanto de lo que en los años sesenta del pasado siglo constituiría el `boom´ de la narrativa sudamericana: Cabrera Infante, García Márquez, Vargas Llosa o Julio Cortázar, "que entonces ya había escrito Rayuela en París, un libro extraordinario que yo leí en Caracas". En la capital venezolana María Rosa Alonso pasó un primer año "callada, leyendo a Bolívar" y luego se consagró al estudio de los autores citados, publicando tanto en El Nacional como en El Universal. En realidad, mantenía escasos contactos con la colonia isleña: "Trabajaba de seis a seis y a los canarios no los vi nunca". Sí que frecuentó, sin embargo, a algunos "trasterrados" españoles, como fue Justino Azcárate, que allí exiliado trabajaba en la Casa Boulton, una poderosa compañía comercial inglesa. Sólo de pasada tuvo contacto con Matías Vega, el hombre fuerte de Canarias durante el franquismo, que fue nombrado embajador en Venezuela tras un tropiezo político como gobernador civil de Barcelona. "Vino a verme una vez con Clara Rosa Sintes, su mujer, pero no tuvimos más trato". María Rosa lo había conocido antes. Aconsejado por Néstor Álamo, “dado que éramos canariólogos ambos dos”, Matías Vega –que era un hombre no adscrito a Falange y que contenía una cierta impronta de criollismo insular- la había contratado en los años cuarenta, antes de su marcha a Venezuela, para impartir unos cursos de literatura canaria en el Gabinete Literario en su calidad de todopoderoso presidente del Cabildo grancanario.

Antonio G. González

328

Aunque en Caracas María Rosa Alonso nunca tuvo vetos en su calidad de española, le fue más fácil ocupar una plaza en la también venezolana Mérida, cuando en esa ciudad fue creada la Facultad de Filología, "que era una disciplina, digamos, más técnica". En Mérida llegó a ser profesora titular en unos años en los que se consagró por completo al estudio de la literatura venezolana, coordinando la revista Humanidades. Publicó la obra Residente en Venezuela (1960), un prolijo análisis comparativo sobre arte e historia venezolana y canaria, aunque no descuidó su faceta docente, para la cual incluso dio a la imprenta un tratado de ortografía que sería objeto de sucesivas reediciones de alcance nacional. En 1967 María Rosa Alonso viajó a Oxford para asistir al Primer Congreso Internacional de Hispanistas, con una ponencia titulada "Sobre el español que se habla en Venezuela". Sería una de sus últimas actividades vinculadas con ese país. Al año siguiente sufrió un severo desprendimiento de retina cuando se encontraba en Madrid, a donde había acudido en diciembre para redactar una historia de la literatura canaria, todavía inconclusa al cruzar el siglo XX. Y se quedó a vivir en la capital de España. Era una ciudad muy distinta que aquélla que había conocido de estudiante durante la Segunda República, pero allí residió durante treinta años. Sin embargo, no se vinculó a la universidad española a su regreso a Madrid. Esa aspiración la habría tenido muy difícil con sus antecedentes. Lo hizo, por el contrario, a una discreta fundación privada, Politeia, que dirigía Josefina Gil Delgado de Satrústegui, en la que se ocupó de coordinar viajes culturales por Europa y el norte de África. En esta segunda etapa madrileña alternó tales actividades con cierto acento isleño, publicando Papeles Tinerfeños (1972) o La ciudad y sus habitantes. Viajó mucho, en particular, a Italia, donde la profundidad de su bagaje intelectual y una amenidad soberbia hicieron de esos viajes una

Historias Isleñas de Ultramar

329

experiencia cultural de gran calado. Mostró Bolonia, "donde estuvo Fray Lesco en el Colegio de San Clemente" o la Venecia a la que llevaron a un mencey tinerfeño en el XVI, "un personaje aún por estudiar, que a mí me ha enamorado". Este mencey ocupó varios capítulos de su última entrega, La luz llega del Este (1998), donde aborda mitos y narraciones isleñas y algunos aspectos del pasado prehistórico desde su tan militante "identidad atlántica". La fidelidad a la reflexión sobre la cultura insular también había tenido una muestra inmejorable a comienzos de los años noventa en Las generaciones y cuatro estudios (El mar, Guillén Peraza, Las Rosas y un misterio), donde el enfoque atlantista alcanza en esta sucesión de apuntes una plenitud serena. Sin embargo, en enero de 1999 cerró la etapa madrileña. El año anterior había sido elegida Premio Canarias de Literatura. Con casi noventa años, María Rosa Alonso volvió a La Laguna, la vieja ciudad señorial de su infancia. Reside en casa de su sobrino, Elfidio Alonso, folclorista y ex alcalde de aquella ciudad, donde saludó el nuevo milenio en la tierra natal disfrutando de una estancia feliz en compañía de su hermano, Elfidio Alonso padre. Este último había sido un prestigioso intelectual y periodista, también exiliado, que dirigió en Madrid el ABC durante la breve etapa republicana de ese diario.

BIBLIOGRAFÍA

Antonio G. González

332

Abreu Galindo, F. J. Historia de la conquista de las siete islas de Canaria, ed. Goya, Santa Cruz de Tenerife, 1955.

Acevedo, E.O., "Canarios en la conquista espiritual del Río de la Plata". IV Coloquio de Historia Canario-Americana, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1980.

-Actas del Congreso de Historia Argentina y Regional, tomo IV, Buenos Aires, 1977. Acosta Barros, L. M., Fernando León y Castillo, ed. Benchomo, La Laguna, 1995. Albiac, G. La sinagoga vacía, ed. Hiperión, Madrid, 1987. Alemán, J. Lacan en la razón posmoderna, Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 2000. -Derivas del Discurso Capitalista (Notas sobre psicoanálisis y política), Miguel Gómez Ediciones,

Málaga, 2003. -Alemán, J. y Larriera, S., Lacan : Heidegger. El psicoanálisis en la tarea del pensar, Miguel

Gómez Ediciones, Málaga, 1998. -Alemán J, Larriera S. y Trías E., Filosofía del límite e inconsciente. Conversación con Eugenio

Trías, Editorial Síntesis, Madrid, 2004. Almeida Cabrera, P., Néstor Martín Fernández de la Torre, Biblioteca de Artistas Canarios,

Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario, Santa Cruz de Tenerife, 1991. Alonso, M. R., Poesía de la segundad mitad del siglo XIX, Biblioteca Básica Canaria, ed.

Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario, Madrid, 1991. -La luz llega del Este, ed. Ayuntamiento de La Laguna, 1998. Anaya Hernández, L. A., Judeoconversos e Inquisición en las Islas Canarias (1402-1605), ed.

Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1996. -"El converso Duarte Enríquez, arrendador de las Rentas Reales de Canarias", Anuario de Estudios

Atlánticos, número 27, ed. Patronato de la Casa de Colón, Las Palmas de Gran Canaria, 1981. -"Repercusiones del corso berberisco en Canarias durante el siglo XVII. Cautivos y renegados

canarios", V Coloquio de Historia Canario-Americana, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1982.

-"La invasión de 1618 en Lanzarote y sus repercusiones socio-económicas", VI Coloquio de Historia Canario-Americana, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1984.

-"Huida de esclavos desde Canarias a Berbería en la segunda mitad del siglo XVI", I Congreso Hispano-Africano de las culturas mediterráneas "Fernando De los Ríos Urruti”, Alicante, 1984.

-"Nuevas aportaciones a la historia de la piratería norteafricana en las Canarias Orientales", VI Coloquio de Historia Canario-Americana, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1984.

Historias Isleñas de Ultramar

333

-"La religión y la cultura de los moriscos de Lanzarote y Fuerteventura a través de los procesos inquisitoriales", IV Simposio Internacional de Estudios Moriscos, ed. Centro de Estudios e Investigaciones Otomanas y Moriscas, Zaghouan (Túnez), 1990.

-"El papel de los judeo-conversos canarios en la fundación de la comunidad judía inglesa y el comercio anglo-canario", Anuario de Estudios Atlánticos, número 41, ed. Patronato de la Casa de Colón, Madrid-Las Palmas de Gran Canaria, 1995.

-"El doctor Juan del Prado y la Inquisición canaria", ed. Fundación Instituto de Historia Social, Revista de Historia Social, número 32, Centro Asociado UNED-Valencia, 1998.

-"Los judeoconversos portugueses en Canarias y sus relaciones con el mundo atlántico europeo", ponencia del Coloquio Internacional Canarias y el Atlántico (1580-1648). "Casa de Colón", Las Palmas de Gran Canaria, 1999.

Artiles, J., Literatura canaria (ss. XV-XIX), ed. Edirca, Las Palmas de Gran Canaria, 1988. Augé, Marc, Los “no lugares”, espacios del anonimato, una antropología de la sobremodernidad,

Gedisa Editorial, Barcelona, 1996. -El viaje imposible: el turismo y sus imágenes, Gedisa Editorial, Barcelona, 1998. Aznar Vallejo, E., La integración de las Islas Canarias en la Corona de Castilla (1478-1530), ed.

Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1992. Bartra, Roger, El salvaje en el espejo, ed. Destino, Barcelona, 1996. -El salvaje artificial, ed. Destino, Barcelona, 1997. Baudrillard, J., Cultura y simulacro, Editorial Kairós, Barcelona, 1993. -La ilusión del fin o la huelga de los acontecimientos, Anagrama, Barcelona, 1997. -Pantalla total, Anagrama, Barcelona, 2000. Béthencourt Massieu, A., Canarias e Inglaterra: el comercio de vinos (1650-1800), ed. Cabildo

Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1991. -(ed.) Historia de Canarias, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria,

1995. -"Canarias, Berbería e Inquisición, 1578-1610. Aportaciones para un estudio", Homenaje a Elías

Serra Ráfols, Servicio de Publicaciones de La Universidad de La Laguna, La Laguna, 1970. Bonet y Reverón, B., Historia de Canarias contemporánea, sus comienzos, ed. Interinsular

Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1980. Borges, A., "La región canaria en los orígenes americanos", Anuario de Estudios Atlánticos,

número 18, ed. Patronato de la Casa de Colón, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1972. -"Contribución de las Islas a la evangelización de América", ed. Comisión V Centenario del

Antonio G. González

334

Descubrimiento y Colonización de América, La Laguna, 1990. -"Ilustres isleños en la colonización americana", Anuario de Estudios Atlánticos, ed. Patronato de

la "Casa de Colón", Cabildo Insular de Gran Canaria. Borges Morán, P., "Aportación canaria a la evangelización americana". IV Coloquio de Historia

Canario-Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1980. Braudel, F., El Mediterráneo y el Mundo Mediterráneo, Fondo de Cultura Económica, México,

1953. Bennassar, B., "El Santo Oficio de Canarias, observatorio de la política africana. El caso de las

guerras civiles marroquíes (1603-1610)", VIII Coloquio de Historia Canario Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1988.

Bruno, C., Historia de la Iglesia de la Argentina, Buenos Aires, 1966. Cabrera Acosta, M., José Miguel Pérez y el movimiento obrero canario (1930-1936), ed.

Benchomo, La Laguna, 1991. Calabrese, O., La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1999. De las Casas, B., Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Ed. Espasa-Calpe, Madrid,

1985. Del Castillo y Ruiz de Vergara, P., Descripción histórica y geográfica de las Islas Canarias, Madrid,

1948. Cioranescu, A., Historia de Santa Cruz de Tenerife, Servicio de Publicaciones de la Caja Insular de

Ahorros de Santa Cruz de Tenerife, 1977. -Alejandro de Humboldt en Tenerife, ed. Goya, Santa Cruz de Tenerife, 1980. -(ed.) Le Canarien, crónicas francesas de la conquista de Canarias, ed. Aula de Cultura de

Tenerife, Cabildo Insular de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 1980. -(ed.) Historia de Nuestra Señora de La Candelaria, de Fray Alonso de Espinosa, ed. Goya, Santa

Cruz de Tenerife, 1980. -"La aventura americana de los hermanos Silva", Anuario de Estudios Atlánticos, número 18, ed.

Cabildo Insular de Gran Canaria, Madrid, 1972. Colón, Cristóbal. Diario. Relaciones de viajes, ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1985. Cotarelo y Mori, E., Iriarte y su época, Madrid, 1987. Châtelet, Francois, Una historia de la razón. Conversaciones con Émile Noël, Pre-Textos,

Valencia, 1998. Chaunu, P., Conquista y explotación de los Nuevos Mundos. La historia y sus problemas (s. XVI),

ed. Labor, Barcelona, 1984.

Historias Isleñas de Ultramar

335

Deleuze, G. Nietzsche, Arenas Libros, Madrid, 2000. -Spinoza, filosofía práctica, Tusquets Editores, Barcelona, 2001. -Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona 2002. Estévez González, F., Indigenismo, raza y evolución. El pensamiento antropológico canario (1750-

1900), ed. Cabildo Insular de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 1987. Estruch, J., Historia oculta del PCE, ed. Temas de Hoy, Barcelona, 2000. Fajardo Spínola, F., La conversión de protestantes en Canarias, Siglos XVII y XVIII, ed. Cabildo

Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1996. -"Comerciar con el enemigo: Canarias y la guerra contra Inglaterra (1625-1630)", XIII Coloquio

de Historia Canario Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1998. Fernández Armesto, F., Las Islas Canarias después de la conquista (la formación de una sociedad

colonial en los inicios del siglo XVI), ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1997.

Fernández de Bethencourt, F., Nobiliario de Canarias, J. Régulo (ed.), La Laguna, 1952-1967. Foucault, M., Nietzsche, la genealogía, la historia, ed. Pre-Textos, Valencia, 1992. -Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, México D.F., 19933. Furlong, G., Misiones y sus pueblos guaraníes, ed. Balmes, Buenos Aires, 1962. -Historia del Colegio de El Salvador, Buenos Aires, 1969. Galván Tudela, J., "Migración insular y procesos de trabajo de los canarios en Cuba (1900-

1930), XII Coloquio de Historia Canario-Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1996.

García Figueras, T., La acción africana de España en torno al 98 (1860-1912), Madrid, 1966. García Ramos, J. M., Ensayos del Nuevo Mundo, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas

de Gran Canaria, 1993. Garí Hayek, D., Historia del nacionalismo canario, ed. Benchomo, Las Palmas de Gran Canaria-

Santa Cruz de Tenerife, 1992. Geertz, C., Los usos de la diversidad, Paidós Ibérica, Barcelona, 1996. Glass, G., Descripción de las Islas Canarias (1796), ed. Goya, Santa Cruz de Tenerife, 1982. G. González, A., "Donde las marcas se borran (homenaje al mono Felipe)", en Translaspalmas,

ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1998. González Ramos, M (fr), Crónica de la expedición a Annobón, Museo Canario, manuscrito, 1878. González Viéitez, A. y Bergasa Perdomo, O., Desarrollo y Subdesarrollo de la economía canaria,

ed. Guadarrama, Madrid, 1969.

Antonio G. González

336

Guigou, E., Óscar Domínguez, Biblioteca de Artistas Canarios, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario, Madrid, 1990.

Guigou y Costa, E., El Puerto de la Cruz y los Iriarte, Tenerife, 1945. Hernández, P., Organización social en las doctrinas guaraníes de la Compañía de Jesús,

Barcelona, 1913. Hernández Bravo de Laguna, J., Franquismo y Transición política, Historia popular de Canarias,

ed. Cabildo Insular de Tenerife, Centro de la Cultura Popular Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1992.

Hernández González, M., La Ilustración, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1988.

-Diego Correa, un liberal canario ante la emancipación americana, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1992.

-La Ilustración canaria y su proyección en América, Colección La Guagua, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1993.

-La emigración canaria a América (1765-1824), ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1996.

-Ciencia e Ilustración en Canarias y Venezuela, Juan Perdomo Bethencourt, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1997.

-Mujer y vida cotidiana en Canarias en el siglo XVIII, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria-Gobierno de Canarias, Santa Cruz de Tenerife, 1998.

-Los canarios en la Venezuela colonial (1670-1810), ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1999.

-"Francisco Caballero Sarmiento y Canarias. Noticias sobre un comerciante ilustrado", con Paz, M., Anuario de Estudios Atlánticos, número 31, ed. Patronato de la "Casa de Colón", Cabildo insular de Gran Canaria, 1985.

-"Francisco Caballero Sarmiento, un empresario al servicio de la contrarrevolución en Venezuela, 1808-1819", Revista de Indias, número 192, Sevilla, 1991.

-"Pedro Eduardo, un comerciante canario en la emancipación venezolana", XII Coloquio de Historia Canario-Americana, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1996.

Hernández Gutiérrez, A. S., Juan de León y Castillo, ingeniero, científico y humanista, ed. Dirección de Universidades del Gobierno canario, Las Palmas de Gran Canaria, 1995.

Hobsbawm, E., Historia del siglo XX, ed. Crítica, Barcelona, 2000. -Entrevista sobre el siglo XXI, ed. Crítica, Barcelona, 2000.

Historias Isleñas de Ultramar

337

-Industria e Imperio, ed. Labor, Barcelona, 1977. Jameson, F., El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós Ibérica,

Barcelona, 1995. -Las semillas del tiempo, ed. Trotta, Madrid, 2000. Leite, S., Cartas do primeros jesuitas do Brasil, ed. Comisión V Centenario Sao Paulo, 1954. León y Castillo, F., Mis tiempos. Memorias, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de

Gran Canaria, 1972. Lipovetsky, G., La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 2002. Lobo Cabrera, M., Grupos humanos en la sociedad canaria del siglo XVI, ed. Cabildo Insular de

Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1979. Liria Rodríguez, Jorge A.: Canarias-Guinea Ecuatorial (1445-1931). La realidad de unas históricas

relaciones, Ed. Anroart Ediciones, Las Palmas de Gran Canaria, 2003. -La esclavitud en las Canarias Orientales en el siglo XVI (negros, moros y moriscos), ed. Cabildo

Insular de Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1982. -El comercio de vinos con las Indias en el siglo XVI, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las

Palmas de Gran Canaria, 1993. -"Los vecinos de Las Palmas y sus viajes de pesquerías a lo largo del siglo XVI", III Coloquio de

Historia Canario-Americana, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1978. -"Flamencos en la carrera de Indias, vía Gran Canaria", VIII Coloquio de Historia Canario

Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria Las Palmas de Gran Canaria, 1988. -"La historia de las Islas: Canarias y Madeira", Actas del II Coloquio Internacional de Historia de

Madeira. Funchal, 1989. -Lobo Cabrera, M. y Bruquetas de Castro, F., Don Agustín de Herrera y Rojas, I marqués de

Lanzarote, ed. Servicios de Publicaciones de los cabildos de Lanzarote y Fuerteventura, Madrid, 1995.

López Torres, D., Obra selecta, Biblioteca Básica Canaria, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario-Socaem, Madrid, 1990.

Lugones, L., El Imperio Jesuítico, col. Biblioteca Personal de José Luis Borges, ed. Orbis, Barcelona, 1985.

Macías Hernández, A., La emigración canaria, 1500-1980, ed. Júcar, Gijón, 1992. Macías Hernández, A. y otros. "Las relaciones económicas canario-cubanas antes y después del

98", Anuario del Instituto de Estudios Atlánticos, La Laguna, 1999. Maffesoli, M., El instante eterno. El retorno de lo trágico en las sociedades posmodernas, Paidós

Antonio G. González

338

Ibérica, Barcelona, 2001. Marrero, M., La esclavitud en Tenerife a raíz de la conquista, La Laguna, 1966. Martínez Marzoa, F., Historia de la Filosofía (2 vol.), Ediciones Istmo, Madrid, 1994. Martínez Millán, J. M., Las pesquerías canario africanas (1800-1914), ed. Cuadernos Canarios de ciencias Sociales, Caja Insular de Ahorros de Canarias,

Las Palmas de Gran Canaria, 1992. Martínez, M., Las Islas Canarias de la Antigüedad al Renacimiento, nuevos aspectos, ed. Centro

de la Cultura Popular Canaria, Cabildo Insular de Tenerife, La Laguna, 1996. Mauricio Subirana, S., La franquicia sobre el consumo en Canarias, análisis histórico y régimen

actual, ed. Marcial Pons, Madrid, 1994. -"La ciudad inabarcable", en Translaspalmas, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de

Gran Canaria, 1998. Millares Cantero, A., Franchy Roca y los federales del "Bienio Azañista", ed. Cabildo Insular de

Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1997 Millares Carlo, A., Bibliografía de escritores naturales de Canarias, siglos XVI, XVII y XVIII, ed.

Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1975-1980. Millares Torres, A., Historia de la Inquisición en las Islas Canarias, ed. Benchomo, La Laguna,

1981. -Historia de la Gran Canaria, ed. La Barra-Real Club Victoria, Las Palmas de Gran Canaria, 1997. Mille, A., Derroteros de la Compañía de Jesús en la conquista del Perú, Tucumán y Paraguay

(1567-1768), ed. Emecé, Buenos Aires, 1968. Minchinton, W. "Las Canarias en el mercado mundial inglés del siglo XVIII", IX Coloquio de

Historia Canario Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1990. Miranda Junco, A., Cartas de la Guinea, ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1952. Morales Lezcano, V., León y Castillo, embajador (1887-1918), ed. Cabildo Insular de Gran

Canaria. Las Palmas de Gran Canaria, 1975. -Los ingleses en Canarias (libro de viajes e historias de vida), ed. Edirca, Las Palmas de Gran

Canaria, 1986. -Morales Lezcano, V. y otros. Canarias y África (altibajos de una gravitación), ed. Cabildo Insular

de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1985. -"Canarias, Azores y Cabo Verde durante la batalla del Atlántico (junio 1940-septiembre 1943),

Anuario de Estudios Atlánticos, número 23, ed. Patronato de la Casa de Colón, Cabildo insular de Gran Canaria, 1977.

Historias Isleñas de Ultramar

339

Morales Padrón, F., Sevilla, Canarias y América, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1970.

-(comp). Canarias: Crónicas de su conquista, ed. El Museo Canario-Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, 1978.

-Canarias en los cronistas de Indias, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1991.

Morner, M., Actividades políticas y económicas de los jesuitas en Río de La Plata, Buenos Aires, 1968.

Noreña Salto, T., Canarias: política y sociedad durante la Restauración, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1977.

De la Nuez, I., La balsa perpetua (soledad y conexiones de la cultura cubana), ed. Casiopea, Barcelona, 1998.

De Ossuna y Saviñón, M., Los guanches o la destrucción de las monarquías de Tenerife, ed. Taller Ediciones JB, Madrid, 1978.

Padorno, E., Teoría de una experiencia, Biblioteca Básica Canaria, ed. Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Madrid, 1989.

Pastells, R.P., Historia de la Compañía de Jesús en la provincia del Paraguay, Madrid, 1915. De Paz, M., Historia de la francmasonería en Canarias, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las

Palmas de Gran Canaria, 1984. -Wanguërmert y Cuba, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1991. Pellegrini, S., Lazzarotto Malocello, un nome genovese su una carta nautica, ed. Societá

Geografica Italiana, Génova, 1999. Peraza de Ayala, J., El régimen comercial de Canarias con las Indias en los siglos XVI, XVII y

XVIII, ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1977. Pérez, J., Historia de España, ed. Crítica, Barcelona, 2000. Pérez García, J.M., Canarias: de los cabildos a la división provincial, ed. Cuadernos Canarios de

Ciencias Sociales, Caja Insular de Ahorros de Canarias, Las Palmas de Gran Canaria, 1997. Porto, Aurelio, Historia de las misiones orientales de Uruguay. Los jesuitas en el sur del Brasil, ed.

Selbach, Porto Alegre, 1954 Quesada, Alonso, Insulario, Biblioteca Básica Canaria, Viceconsejería de Cultura y Deportes del

Gobierno canario, Madrid, 1998. Quintana Navarro, F., Barcos, negocios y burgueses en el Puerto de La Luz (1883-1913), Las

Palmas de Gran Canaria, 1985.

Antonio G. González

340

-Informes consulares británicos sobre Canarias (1856-1912), ed. Centro de Investigación Económico y Social (CIES, Caja Insular de Ahorros de Canarias, Las Palmas de Gran Canaria, 1992.

Renaudeau, M. e Blàchere, J.C., Goreé, ed. Société Africaine D'Édition, Périguex (France), 1978. Rodríguez Padrón, J., Primer ensayo para un diccionario de la literatura en Canarias, Colección

Clavijo y Fajardo, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario, Madrid, 1992. Romeu Palazuelos, E., Biografía de Viera y Clavijo a través de sus obras, Aula de Cultura de

Tenerife, ed. Cabildo Insular de Tenerife, 1981. De la Rosa Olivera, L., Canarios en la conquista y repoblación de Tenerife, ed. Cabildo Insular de

Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1980. Rubert de Ventós, X., El laberinto de la hispanidad, ed. Anagrama, Barcelona, 1999. Rumeu de Armas, A., Piratería y ataques navales contra las Islas Canarias, ed. Instituto Jerónimo

Zurita, C.S.I.C., Madrid, 1950. -España en el África Atlántica, ed. Instituto de Estudios Africanos, C.S.I.C., Madrid, 1956. -El Obispado de Telde, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1986. -"El ilustrado Agustín de Betancourt. Leve cala sobre su mentalidad", Anuario de Estudios

Atlánticos, número 31, ed. Patronato de la "Casa de Colón", Cabildo Insular de Gran Canaria, Madrid, 1985.

-"Agustín de Betancourt, fundador de la Escuela de Caminos y Canales. Nuevos datos biográficos", Anuario de Estudios Atlánticos, número 13, ed. Patronato de la "Casa de Colón, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1967.

-"El conde de Lanzarote: capitán general de la isla de la Madera (1582-1583)", Anuario de Estudios Atlánticos, número 30, ed. Patronato de la "Casa de Colón", Cabildo Insular de Gran Canaria, 1984.

Sánchez Robayna, A., Museo Atlántico (Antología de la poesía canaria), ed. Interinsular Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1983.

Santana Pérez, G., "Las pesquerías en Berbería a mediados del siglo XVII". Anuario del Archivo Histórico Insular de Fuerteventura, número VIII, ed. Cabildo Insular de Fuerteventura, Puerto del Rosario, 1995

Serra Ráfols, E., Alonso Fernández de Lugo, primer colonizador español, ed. Aula de Cultura de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 1972.

Sierra, V., Historia de la Argentina, Buenos Aires, 1957. Suárez Grimón, V.J., "Contribución al estudio de la historia de la fiscalidad en Canarias: Exención

Historias Isleñas de Ultramar

341

y uso del papel sellado (1636-1826), Boletín Millares Carlo, número 17, Centro Asociado UNED-Las Palmas de Gran Canaria, 1988.

Suárez Rosales, M., Secundino Delgado, vida y obra del padre del nacionalismo canario, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1986.

Talavera, D., "Capitán Medina Vega, un canario en el maquis", suplemento dominical de La Provincia, Editorial Prensa Canaria, 22 de febrero de 1981.

Tejera Gaspar, A. (comp)., La sorpresa de Europa (el encuentro de culturas), ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de La Laguna. La Laguna, 1997.

Thomas, W. "Contrabandistas flamencos en Canarias (1593-1597)", IX Coloquio de Historia Canario Americana, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1990.

Torres Santana, E., Relaciones comerciales de Gran Canaria entre 1700 y 1725 (una

aproximación a la burguesía mercantil canaria), ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1981.

-El comercio en las Canarias Orientales en la época de Felipe III, ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1991.

Torriani, L., Descripción de las Islas Canarias, ed. Goya, Santa Cruz de Tenerife, 1978. Trías, E., La razón fronteriza, ed. Destino, Barcelona, 1999. VV.AA., Historia de España y América social y económica, dirigida por J. Vicens Vives, ed.

Vicens-Vives, Barcelona, 1972. VV.AA., Historia General de Las Islas Canarias, de A. Millares Torres, complementada, ed.

Inventarios P. Editores, Santa Cruz de Tenerife, 1975. VV.AA., Canarias ante el cambio, I Jornadas de Estudios Económicos Canarios, ed. Banco de

Bilbao, Santa Cruz de Tenerife, 1981. VV.AA., Revista de Historia de Canarias, tomo XXXVIII (1984-1986), vol, 1, Homenaje al

profesor José Peraza de Ayala, ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de La Laguna, La Laguna, 1983.

VV.AA., Canarias, siglo XX, ed. Edirca, Las Palmas de Gran Canaria, 1983. VV.AA., I Aula Canarias y el Noroeste de África, VI Coloquio de Historia Canario-Americana, ed.

Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1984. VV.AA., II Aula Canarias y el Noroeste de África, VIII Coloquio de Historia Canario-Americana,

ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1986. VV.AA., Historia de Canarias, ed. Editorial Prensa Ibérica, 4 Tomos, Valencia, 1991.

Antonio G. González

342

VV.AA., Canarias, las vanguardias históricas, coordinado por Andrés Sánchez Robayna, ed. Centro Atlántico de Arte Moderno, Cabildo Indular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1992.

VV.AA., Canarias: La emigración, ed. Centro de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1995. VV.AA., Islas, catálogo de la exposición homónima, ed. Centro Atlántico de Arte Moderno,

Cabildo Insular de Gran Canaria, Gobierno de Canarias, Junta de Andalucía, Madrid, 1997. VV.AA., La Laguna, 500 años de historia, coordinado por Manuel de Paz y José M. Castellano

Gil, ed. Ayuntamiento de La Laguna, La Laguna, 1997. VV.AA., La arqueología en Canarias: del mito a la ciencia, ed. Interinsular Canaria, Santa Cruz de

Tenerife, 1992. VV.AA., Las islas extrañas, espacios de la imagen, coordinado por N. Palenzuela, ediciones del

Centro Atlántico de Arte Moderno, Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1997.

Vattimo, G., Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Paidós Ibérica, Barcelona, 1992.

Velázquez Cabrera, M., Resumen histórico y documentado de la autonomía de Canarias. Colección La Memoria, ed. Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario, Las Palmas de Gran Canaria, 1994.

Viana, A. de, Antigüedades de las Islas Afortunadas, Biblioteca Básica Canaria, ed. Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno canario, Madrid, 1991.

Viera y Clavijo, J., Noticias de la Historia de Canarias, ed. Goya, Santa Cruz de Tenerife, 1982. Yanes, J., Crisis económica y emigración en Canarias, el puerto de Tenerife durante la guerra

europea (1914-1918), ed. Centro de la Cultura Popular Canaria-Puertos de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 1997.

Historias Isleñas de Ultramar

343

Antonio G. González

344