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De casas, ángeles y lobos: la novelística inicial de Gloria Elena Espinoza de Tercero

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Jorge Chen Sham, editor.

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De casas, ángeles y lobos: la novelística inicial de Gloria Elena Espinoza de Tercero

DE CASAS, ÁNGELES Y LOBOS: LA NOVELÍSTICA INICIAL DE

GLORIA ELENA ESPINOZA DE TERCERO

Jorge Chen ShamEditor

Editorial Universitaria

Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, León

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Jorge Chen Sham, editor.

© Jorge Chen Sham© Editorial Universitaria, UNAN-León. 2007Diseño de Portada: Silvio Mauricio Tercero Espinoza

ISBN:

Diseño y Diagramación Editorial Universitaria Iglesia La Recolección 85 vrs. al oeste. León, Nicaragua.PBX.: +505 (0)311-5013 ext. 1062 Fax 311-5013 ext. 1051E-mail: [email protected]

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De casas, ángeles y lobos: la novelística inicial de Gloria Elena Espinoza de Tercero

INDICE

Escritura autoconsciente y experimentación en la novelística de Gloria Elena Espinoza de TerceroJorge Chen Sham............................................................. 7

Una novelización alternativa del tiempo folklórico en el costumbrismo contemporáneoMaría Amoretti Hurtado.................................................. 23

Los secretos de la biblioteca y el triunfo de la nueva Eva en La casa de los Mondragón

Jorge Chen Sham........................................................... 63

Las relaciones de poder en La casa de los MondragónNydia Palacios Vivas...................................................... 87

Tradición genérica del sueño: las visiones místicas y apocalípticas en El sueño del ángelJorge Chen Sham............................................................ 103

Fragmentaciones del deseo en El sueño del ángelde Gloria Elena Espinoza de TerceroLuis A. Jiménez............................................................... 129

El sueño del ángel: el retorno Vincent Spina.................................................................. 147

La enfermedad: tema y metáfora en Túnica de lobosMaría Amoretti Hurtado.................................................. 167

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Jorge Chen Sham, editor.

Espacios interiores en Túnica de lobos Luis A. Jiménez............................................................. 185

Modalidades discursivas en Túnica de lobos. Novela de Gloria Elena Espinoza de TerceroNydia Palacios Vivas.................................................... 203

Minibiografías de los autores........................................ 225

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De casas, ángeles y lobos: la novelística inicial de Gloria Elena Espinoza de Tercero

Escritura autoconsciente y experimentación en la novelística de

Gloria Elena Espinoza de Tercero(Introducción)

Jorge Chen Sham

El libro De casas, ángeles y lobos: la novelística

inicial de Gloria Elena Espinoza de Tercero ofrece una aproximación a la producción de una escritora en constante metamorfosis y en perpetua refl exión sobre las condiciones mismas del lenguaje y de la escritura fi ccional. Por ello, este libro se acerca a las tres primeras novelas que Gloria Elena Espinoza de Tercero ha publicado hasta este momento:1 La casa de los Mondragón (1998), El sueño del ángel (2001) y Túnica de lobos (2005), con el fi n de presentarnos una imagen crítica de conjunto acerca de éstas y reunir, para el público, los estudios más interesantes que especialistas en la novelística espinoziana han escrito. Aunque diferentes en cuanto a la concepción discursiva, la estructura y las técnicas narrativas empleadas en cada una de sus novelas, una mirada en la sucesión temporal y en la continuidad de los supuestos estético-ideológicos nos permitiría caracterizar a Gloria Elena Espinoza de Tercero como una escritora autoconsciente del medio utilizado, la palabra literaria, y de las posibilidades artísticas que ese medio puede crear y modelar.

1/Ha terminado otras dos más y están en espera de su publicación Conspiración y Aurora del ocaso: el secreto.

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Educadora de formación; actriz, pintora y crítica de arte respectivamente en su etapa dedicada a las artes del espectáculo y a las visuales, Gloria Elena Espinoza de Tercero opta después y en forma decisiva por la promoción de la cultura y se consagra al ejercicio de la escritura literaria como una forma de salvación personal, en un momento en que las condiciones socio-políticas de su Nicaragua querida la obligan a un autoexilio y su salud física le exige tomar una decisión radical en su carrera como pintora primitivista.2 Descubre, de este modo, la creación literaria y las posibilidades del nuevo lenguaje artístico, que asume y aprisiona con sus manos, transforman el pincel y el caballete en pluma y papel primeramente, y luego cuando la tecnología se impone, en el teclado y pantalla de su aliada y querida computadora. Todo su esfuerzo creador se vuelca hacia la literatura, en donde su labor al mismo tiempo metódica e impulsiva hace de su cuartel-claustro ubicado en las afueras de su León, un cálido y acendrado taller de la palabra. En esto me parece extraordinaria su carrera literaria, el tiempo y la dedicación al estudio y la lectura de literatura por un lado, y, por otro, su conversación y tertulia con sus lectores y críticos, hacen de ella una escritora excepcional y de una sensibilidad depurada, que busca el contacto con sus lectores y estudiosos.

Ahora bien, ¿cómo se manifi estan estas cualidades humanas y biográfi cas en su escritura? En un meticuloso y refl exionado artículo sobre la realidad del escritor en Hispanoamérica, la narradora costarricense Rima de Vallbona compara la realidad de sus pares en nuestro continente con los grandes circuitos de edición/comercialización

2/Un momento triste y doloroso para la escritora, pero del cual sale con esa revuelta que cataliza hacia la literatura.

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de Norteamérica, con el fi n de valorar el desfase entre el quehacer literario supeditado al circuito mercantil frente a una concepción todavía idealista y romántica de quien se consagra y vive el arte sin lucrar; sin embargo, una idea de las casas editoriales norteamericanas, que esgrime Vallbona, me parece también válida para quien se dedica a la escritura desde estos linderos del sur. Alude ella a la fórmula para conseguir el éxito comercial que, en inglés, condensa la máxima de las tres erres, a saber, “Recycle, Rejuvenate and Revamp”, que podríamos traducir, siguiendo a Vallbona, como “Reactivar, rejuvenecer y renovar” (1997: 356).3 Creo que la fórmula es válida y pertinente, haciendo las salvedades del caso, y encierra una gran verdad para el escritor auténtico y riguroso; se trata de esa capacidad de innovación (de experimentación y de análisis) y estudio (en cuanto trabajo y escritura), que el escritor debe esgrimir y adoptar como modus essendi. Gloria Elena Espinoza de Tercero lo asume y acepta de buen grado esta tarea para vivir su escritura y modelarla según su intuición artística y según una determinada concepción de vivir la cultura y el arte.

Esta depuración de la escritura y la experimentación de formas discursivas, de la novela con rasgos costumbristas en La casa de los Mondragón, pasando al malestar fi nisecular y la estructura fragmentaria de El sueño del ángel, hacia la recapitulación autobiográfi ca y la conciencia aguda del dolor en Túnica de lobos, posee tres rasgos transversales a lo largo de su proyecto novelístico:

3/El original que reproduce Vallbona dice lo siguiente: “Reading, Riting Rithmetic? Forget’em. The Freelance Writer’s R’s are Recycle, Rejuvenate and Revamp —and sticking with them could earn you thousands of dollars in multiple sales” (Vallbona 356).

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1) Muy tempranamente María Amoretti Hurtado lanzó, en forma de una intuición, una idea que me parece resume acertadamente la escritura espinoziana cuando, a propósito de La casa de los Mondragón, planteaba la plasticidad de su lenguaje y la técnica de pintar con y gracias al lenguaje. Recordemos que las relaciones entre la literatura y las demás artes tienen una larga tradición en nuestra literatura occidental desde Platón y Aristóteles. En el pensamiento griego, la mimesis literaria en cuanto TEKJNE se emparentaba con las otras artes por su carácter delectable y por sus efectos sugestivos del lenguaje. Debido a esto, no es casual que la asociación de la palabra con la descripción esté en el origen mismo de la mimesis, en cuanto a que la plasticidad despliega el recurso de la apelación de los sentidos, fundante de la imagen literaria. Ahora bien, desde el clásico Ut Pictura Poesis, que la tradición griega aprehende como esa manera de transponer los sentidos y conseguir un lenguaje poético transformado en pintura verbal, también los poetas han intentado acercar la Literatura a otras representaciones artísticas (Welleck y Warren 1979:150).

Esta interdependencia es posible por el despliegue de sensaciones que tanto la narrativa espinoziana provoca. Creo que Gloria Elena Espinoza de Tercero no ha olvidado su vocación a la pintura y compone sus novelas como esos cuadros que sus telas primitivistas intentan plasmar, cuando nos relatan vivencias de un pueblo e intentan reproducir la emoción de un instante. Al presentarnos un pedazo de su Nicaragua, al contarnos sus historias a través de unas relaciones familiares y sociales, el espacio de la página va dibujando, contorneando y representando fi guras humanas, objetos, sentimientos que cobran vida frente a nuestros ojos, mediante una actitud irónica o lúdica de la

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4/Podría verse en términos de un distanciamiento/acercamiento al mundo narrado en esa relación entre el narrador y los personajes/objetos. Gloria Elena Espinoza de Tercero prefi ere acercarse desde el interior al mundo narrado para dibujar con rasgos nítidos y pertinentes.

5/Ello explicaría, a mi modo de ver, las razones por las cuales todas sus novelas tienen como asidero geográfi co León y Nicaragua, escenario histórico y lugar de los procesos de construcción de la identidad.

instancia narrativa hacia el mundo novelado (Boves 1985: 285).4 No estamos planteando una simple adecuación de lo literario al recurso visual-emotivo como si fuera una simple transposición artística, ni tampoco como relación intertextual en el caso de que asociemos sus textos literarios a otras obras artísticas identifi cables, lo cual además sucede. Todo lo contrario, el grado de representación plástica se logra en esa convocatoria de lo cromático-visual, lo auditivo-melodioso y lo táctilsensorial dentro de un efecto compositivo-estructural propio de un lenguaje poético, el cual depende del régimen de descodifi cación que, por medio de los sentidos y de las imágenes forjadas, evidencie.

2) La experiencia y los afectos en esa búsqueda de la alteridad. La narrativa de Gloria Elena Espinoza de Tercero se decanta hacia el privilegio de la experiencia en tanto régimen ontológico y semántico de su producción. La experiencia no solo desemboca, en ella, a la utilización desde formas de recapitulación en primera persona y el monólogo interior, a la retrospección interior de los personajes que escudriñan su pasado y sus recuerdos, no solo es eso; es también problematizador del lenguaje y del proceso de escritura, por lo que por un lado “atribuye valor de verdad a todo aquello que aparece como naturalmente producido por la experiencia” (Mattalía 2003: 20) y, por otro, insiste en el motivo de la refl exión sobre el espacio en donde ese produce esa experiencia, en tanto locus obligatorio para que la escritora hable.5 Esto explicaría una evolución de Gloria

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Elena Espinoza de Tercero hacia consideraciones sobre: a) la preponderancia de las relaciones humanas y los afectos en sus novelas, b) el intento por plasmar un medio crítico que les permita a los personajes inventariar y problematizar sus existencias, y c) la prioridad de los afectos en el tejido de esos espacios humanos y culturales, los cuales se metaforizan en mágicos lugares de ensoñación, como pueden ser las casas, las bibliotecas, las habitaciones personales, los techos de las catedrales, los jardines, etc.

Verdadera poética del espacio de la ensoñación en el sentido bachelardiano, en las novelas de Gloria Elena Espinoza de Tercero los sujetos buscan salirse de sí mismos para que, su acto refl exivo de conciencia, los conduzca a encarar la paradoja radical de su existencia, como lo explica Gastón Bachelard: “para nosotros cada toma de conciencia es un crecimiento de la conciencia […] un refuerzo de la coherencia psíquica […]. La conciencia es contemporánea de un devenir psíquico vigoroso, un devenir que propaga su vigor en todo su psiquismo” (2004: 15). Por ello, esta conciencia se manifi esta plenamente en la imaginación que crea y vive las imágenes poéticas, produciendo actos de imaginación/refl exión en los que los personajes espinozianos viven y actualizan su existencia. Una fl or, un olor, una sensación, un objeto, un paisaje, todo despierta una red de sensaciones gracias a las cuales Gloria Elena Espinoza de Tercero escucha, huele, toca, ve y gusta; el abanico de los sentidos está al servicio de la palabra escrita, pues “[t]odos los sentidos se despiertan y armonizan la ensoñación poética. Y esta polifonía de sentidos es aquello que la ensoñación poética escucha y la conciencia poética debe registrar” (Bachelard 2004: 17).

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3) En este impulso creador, el espacio nicaragüense se abre a nuestros ojos. Ésta es la tercera constante de la novelas de Gloria Elena Espinoza de Tercero, sin ser novelas históricas, de realismo crítico o desmitifi cadoras de los grandes mitos e identidades nacionales. Detrás de las historias personales que problematizan sus novelas, de la saga de los Mondragón a los casos personales de la enfermedad del lupus en María Esperanza, pasando por los confl ictos existenciales de José y Augusta, las novelas espinozianas nos radiografían una historia nicaragüense que es imposible de analizar si no es a través del prisma muy privado y personal de personajes que están ahí para mostrarnos cómo la circunstancia nicaragüense los afecta y los envuelve. Hay, pues, en estas novelas una conceptualización de la historia nicaragüense del siglo XX, de manera que sus grandes hitos sirven de theatrum mundi en el que los acontecimientos y las historias privadas cobran vida.

Sin embargo, hay que señalar la predilección de Gloria Elena Espinoza de Tercero por situar sus novelas en el espacio geográfi co de su León querido. Centro de acción de la acción novelística, León es el motor de un universo narrativo cuyas notaciones orográfi cas, arquitectónicas y humanas sirven para crear una geografía humana, que para mí es trasunto de la estructura socio-económica de Nicaragua; eso sí, ni se presenta esquemáticamente en forma de un confl icto de clases ni se narra desde una perspectiva de los de abajo. Al ubicar en el rancio y de abolengo espacio leonés, la novelística espinoziana más bien enfoca y se sitúa en una perspectiva en que se destacan tanto las casas solariegas y sus linajes enraizados en la Nicaragua colonial, como los sectores de la clase media e intelectual que viven de su esfuerzo creativo y económico. En esta geografía, los criados y los pobres,

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aunque se les presenta con un gran calor humano y efecto estilístico, no son los actores de la realidad nicaragüense, a no ser por ese personaje paradigmático y transversal en las novelas espinozianas, don Fito, quien, como el loco cuerdo de nuestra tradición occidental, se mueve horizontalmente y logra traspasar las jerarquías en las relaciones sociales.

Vayamos ahora a los estudios que integran este libro. En “La casa de los Mondragón: Una novelización alternativa del tiempo folklórico en el costumbrismo contemporáneo”, María Amoretti Hurtado subraya la utilización de un tiempo folklórico dentro de la noción bajtiniana de cronotopo, como una manera de relacionar lo espacial con representaciones de la vivencia y su valoración temporal. Al contarnos la historia de una estirpe, la novela se ofrece como historia de un espacio, la casa, de manera que se produce una transferencia de propiedades arquitectónicas y materiales de la casa a la familia Mondragón. Todo está, entonces, para subrayar el abolengo y el patrimonio de esta familia, hasta la onomástica del apellido contribuye a intensifi car el linaje y la vida idílica, relacionada con el orden familiar y el paisaje urbano pintoresco. Sin embargo, para Amoretti Hurtado, el orden del tiempo folklórico viene a cuestionarse con Lucrecia, quien viene a quebrantar la legitimidad fundada sobre la estirpe y la tradición de un régimen cuasi-feudal. Lucrecia es la amenaza que, desde el seno de la propia familia, se transforma en deshonra y desventura para el clan Mondragón, con esa hija bastarda que trae al mundo, cuya rebelión radica en su silencio para nunca revelar el nombre del padre de su criatura. Por ello, el cronotopo sufre un saboteamiento desde adentro y produce un espacio en el que con la casa venida a menos, se produzca una revisión crítica de la cultura nicaragüense fi jada por el régimen colonial en criterios de

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exclusión racial o social. La voz narrativa destruye lo idílico del pasado con la desmitifi cación del presente, en un intento por proponernos una interpretación del devenir histórico de la Nicaragua moderna.

Por su parte, en “Los secretos de la biblioteca y el triunfo de la nueva Eva en La casa de los Mondragón”, Jorge Chen Sham sigue la línea de interpretación de lo espacial, inaugurada por Amoretti Hurtado, para subrayar la fi ccionalización y el simbolismo de la biblioteca en esta novela, verdadero motor de la intriga narrativa. Ello no es casual a causa de las signifi caciones simbólicas de la biblioteca dentro de nuestra cultura occidental, lugar del conocimiento reservado para resguardar los secretos del saber. De niña Lucrecia se encerraba horas y horas en esa biblioteca, hojeando libros y estampas que hacían volar su imaginación y acrecentar su capacidad ensoñadora y visionaria, pues recitando poesía o actuando los textos poéticos, ella entra en trances extáticos como si propiamente recibiera una iniciación a misterios femeninos. Si el destino de Lucrecia está conectado a la biblioteca, es porque la prohibición de saber por parte de don Venturita es el elemento que la asocia a la fi gura mítica de Eva, quien, como ella, comete una falta y se deja llevar por la tentación; es la causante de la perdición de la familia. Sin embargo, un nuevo papel le es asignado a Lucrecia, cuando reincorporada al seno familiar, se le transfi eran todas las bendiciones del clan. El linaje de los Mondragón ahora continúa en la sobrina dentro de una estructura propia del avunculado (tío materno y sobrina), por lo que el linaje ahora se construirá por vía femenina, es decir, por línea matrilineal. En La casa de los Mondragón, la estructura del parentesco está al servicio de la creación de una legitimidad fundada sobre las mujeres.

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En esta misma perspectiva, Nydia Palacios Vivas en “Las relaciones de poder en La casa de los Mondragón” también subraya la creación de un sentido espacial en la novela y lo relaciona con el poder ejercido por el pater familias don Buenaventura sobre los habitantes de la casa; un espacio cerrado representado por el tío autoritario versus la transgresión al orden patriarcal en manos de Lucrecia. Al señalar el parentesco simbólico con La casa de Bernarda Alba, Palacios Vivas interpreta el espacio de la casa como una cárcel que reproduce y mantiene las relaciones socio-económicas heredadas de la Colonia nicaragüense. La rebeldía se instala por medio de la sobrina, quien maneja en forma autónoma el espacio haciendo que, con la literatura y la escritura, surja la liberación de la imaginación. Se trata, a todas luces, para Palacios Vivas del desarrollo de una identidad femenina a través de experiencias formativas, como las que ofrece el bildungsroman escrito por mujeres: el énfasis en la lectura y en la exquisita educación que ella misma se forja, así como la construcción de un espacio de exilio interior y físico, desembocan en Lucrecia en ese viaje de búsqueda imaginativa, frente a las recriminaciones del poder masculino y su salvaguardia del honor de la familia.

La segunda novela de la escritora ha generado estudios muy diversos pero que pueden complementarse para ofrecernos una lectura múltiple y compleja, gracias a la experimentación discursiva y a su estructura fragmentaria. En el primero de ellos, “Tradición genérica del sueño: Las visiones en El sueño del ángel de Gloria Elena Espinoza de Tercero”, Jorge Chen Sham pondera la utilización de un tiempo escatológico que presenta un mundo en descomposición social y crisis por un lado y, por otro, una cierta idea de la esperanza originada en la regeneración

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posible de la vida. El régimen discursivo propio de esta segunda novela son las revelaciones por medio de visiones y sueños. Chen Sham las asocia a la tradición de los sueños satíricos y apocalípticos para descubrir el ligamen de la arquitectura narrativa a experiencias visionarias y psíquicas, las cuales nos proponen la fragmentación y la discontinuidad dentro de un extrañamiento (salir de sí mismo o exilio), que sufren los personajes principales de la novela, el ángel, José y Augusta. En el caso del ángel, se trata de sueños que muestran el malestar fi nisecular con cataclismos y destrucción; son visiones en el caso de José con ese desequilibrio y pérdida de la orientación de la realidad; o en el caso de Augusta, también con visiones que la retrotraen a su pasado doloroso.

En esta misma línea, Vincent Spina subraya en “El sueño del ángel: el retorno”, el débito de las técnicas de fragmentación discursiva al clima de caos y de devastación que Gloria Elena Espinoza de Tercero observa en la realidad nicaragüense y que se asocia a la dualidad ambigua que se encuentra arraigada en su identidad socio-cultural. El sustrato costumbrista de la novela se enfrenta con un dominio novedoso de las técnicas modernas del relato, ahí en donde aquél se utiliza para redefi nir las cualidades y los valores de una sociedad en crisis. Retomando las ideas del poeta Pablo Antonio Cuadra sobre los arquetipos culturales del nicaragüense, que se remontan a la tradición grecolatina, Spina quiere destacar el vaivén del héroe virgiliano, el Ulises, en ese viaje por lo extraño y lo autóctono, entre un pasado nostálgico y el presente siempre problemático. Esta difracción perspectivística es la que encuentra Spina en El sueño del ángel, tanto por la apelación de las imágenes que perpetúan valores identifi cables en el imaginario social gracias al personaje de don Fito, como por ese mitema

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que encuentra realizándose constantemente en la novela espinoziana, la salida y el retorno del héroe a su tierra natal, no sólo en el caso de José, quien debe abandonar su país sino también en la evasión catártica de Augusta.

También Luis A. Jiménez desea ver estas fragmentaciones pero en el ámbito de la construcción de la subjetividad y para ello, remite a la representación de mujer que se encarna en el personaje de Augusta, cargada de una sexualidad reprimida y culpable, propia de una familia bajo el dominio de una mater fálica, que la obliga a la disciplina y a la sumisión; el odio a la madre se concreta, entonces, como interdicción sexual. Ello es posible por la marca de escritura femenina con la que Gloria Elena Espinoza de Tercero se refi ere a la experiencia fragmentaria del deseo y, por consiguiente, a la construcción de la subjetividad. Para Jiménez, Augusta vive el drama de la identidad, que se corporaliza primeramente en la búsqueda del otro en tanto aspiración de la liberación del sujeto; así es como debemos interpretar ya sea la escena de amor irreverente en los techos de la catedral leonesa, ya sea su involucramiento en la revolución sandinista y su idilio amoroso con el internacionalista. Augusta subvierte los índices propios de la nicaraguanidad fundada sobre el respeto mariano y la familia patriarcal, en tanto que el cuerpo y la sexualidad, paradoja en la novela, comienzan el proceso de resistencia al patriarcado; pero con un gran peso por pagar, cuando las transgresiones la inducen al miedo y a la culpabilidad.

Por su parte, en la tercera novela que ha publicado Gloria Elena Espinoza de Tercero, el régimen narrativo se decanta por completo hacia la recapitulación autobiográfi ca y la complejidad del discurso en primera persona. En su estudio “Modalidades discursivas en Túnica de lobos, novela

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de Gloria Elena Espinoza de Tercero”, Nydia Palacios Vivas considera esta novela como polifónica, pues fractura la secuencialidad de la enunciación para encubrir, en los retazos que deben ser hilvanados, el dolor y el sufrimiento de la protagonista, María Esperanza, quien en sus monólogos pone en escena la angustia de morir. En ellos se mezclan los miedos infantiles, el aullido del lobo en tanto leitmotiv que anuncia el peligro inminente, con una atmósfera alucinante de fantasmas y de miedos. Para Palacios Vivas, esta complejidad hace que la novela deba interpretarse en el marco de lo fantástico, con ese dominio del espacio onírico de los sueños y de las premoniciones anticipatorias para sumergirnos en el mundo de lo reprimido y de los temores humanos; único desdoblamiento para alcanzar la liberación de ese cuerpo sufriente. De esta manera, quiere Nydia Palacios Vivas también interpretar la complejidad enunciativa de la novela, ya que María Esperanza se desdobla en tanto autora, narradora y protagonista, ofreciéndonos un juego especular de alta tensión y complejidad enunciativa.

A la luz de lo anterior, en “Espacios interiores en Túnica de lobos” Luis A. Jiménez se interroga por esta manera tan particular de confi gurar la percepción del espacio en consonancia con las experiencias de los personajes; por lo tanto, el espacio se desdobla y se fragmenta, tal y como quiere ver ya Jiménez en la confi guración metafi ccional de la novela, el libro de “lomo azul” que escribe la protagonista, a la par de la novela cuya autoría recae en Gloria Elena Espinoza de Tercero en tanto función autorial. Por ello, los espacios interiores nos proporcionan una gran oscilación de imágenes, desde el ático de la casa paterna en Randolph (Nueva Inglaterra) a la casa materna de Jinotepe. En los recuerdos, las imágenes de la casa paterna surgen para

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contraponerse al calor tropical ligado con la cocina y con sus olores/sabores; mientras que la descodifi cación espacial privilegia el signo de la ventana, el cual permite al sujeto que mira, pasar de adentro hacia fuera apropiándose de lo observado en tanto espacio suyo; así funcionan la memoria en tanto punto focal discriminador, gracias a la cual el proceso de narración neutraliza las divergencias temporales o espaciales.

Por último, el trabajo de María Amoretti Hurtado, “La enfermedad: tema y metáfora en Túnica de lobos”, plantea que la novela narra la experiencia tanto física como mental del padecimiento de la protagonista, el lupus. Para ella, la enfermedad del “lobo” se transforma en motor morfogenético del texto y ella lo encuentra desde su inicio, en donde su asociación al miedo y a los terrores infantiles en brujas y en animales grotescos desencadena el régimen de las pesadillas y alucinaciones que domina Túnica de lobos. El miedo frente al futuro se instala en el recuerdo y contamina la retrospección realizada por la protagonista; hay cambios y transformaciones que se van a producir en su escritura y en su cuerpo. El libro por venir, ése que escribe Ma. Esperanza, ocupa la atención de Amoretti Hurtado, pues es paralelo a la autorefl exión que genera su encamamiento forzoso y obligado, cuando se exacerban los dolores y el único espacio de liberación es la conciencia. La enfermedad transforma a María Esperanza y la obliga tanto a interpelar a la divinidad como a sublimar el sufrimiento con ese conocimiento de la enfermedad. Remodelar su subjetividad y transformar su medio circundante, he aquí como la paisajista de decorados se convierte en verdadera paisajista de interiores.

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Obras citadas

Bachelard, Gastón. La poética de la ensoñación. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 5ª reimpresión, 2004.

Boves Naves, María del Carmen. Teoría general de la novela: Semiología de “La Regenta”. Madrid: Editorial Gredos, 1985.

Espinoza de Tercero, Gloria Elena. La casa de los Mondragón León, Nicaragua: Editorial Universitaria UNAN-León. 1998.

—. El sueño del ángel. Managua: Ediciones Distribuidora Cultural, 2001.

—. Túnica de Lobos. Managua: PAVSA, 2005. Mattalía, Sonia. Máscaras suele vestir: Pasión y revuelta: escrituras de mujeres en América Latina. Madrid / Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, 2003.

Vallbona, Rima de. “Espinas y laureles del quehacer literario en Hispanoamérica”. Protestas, interrogantes y agonías en la obra de Rima de Vallbona. Juana A. Arancibia y Luis A. Jiménez (Eds.). San José: Ediciones Perro Azul, 1997. 343-83.

Wellek, René y Austin Warren. Teoría literaria. 3ª reimpresión. Madrid: Editorial Gredos, 1979.

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La casa de los Mondragón:

Una novelización alternativa del tiempo folklórico en el costumbrismo contemporáneo1

María Amoretti Hurtado

La casa de los Mondragón es una publicación de la Editorial Universitaria de la UNAN-León. El libro salió al consumo público en el mes de marzo del año 1998. Menos de dos meses después, un grupo del posgrado de la Universidad de Costa Rica en San Ramón, llega a esa ciudad en una gira cultural motivada por el curso de Sociocrítica. En este curso el programa giraba en torno al sujeto cultural colonial, el cual había sido defi nido como una estructura intrapsíquica indisociable, profundamente difractada y condenada, por eso, a proyectarse siempre bajo la forma de fi guras híbridas (Cros 1995).

Aprovechando los entronques que ya la Sede de San Ramón había establecido con la Universidad de León, nos fuimos para allá, al encuentro de las formas primigenias de ese sujeto colonial en los testimonios arquitectónicos y documentales de los primeros asentamientos españoles hechos en tierra fi rme durante los inicios del siglo XVI (debemos recordar que León Viejo y Granada de Nicaragua están entre las primeras fundaciones de América continental: 1524).

1/Publicado en: ISTMICA. 5-6. (1999-2000): Revista de la Facultad de Filosofi a y Letras. Universidad Nacional. Costa Rica. También en Lengua 22 (2000, 71-107).

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Así conocí yo, una mañana soleada, en el atrio de la imponente Catedral de León, a Gloria Elena Espinoza de Tercero, la autora del libro al que dedicaremos las siguientes páginas.

Ya conocía de su labor de mecenas de las artes plásticas de esa ciudad y había leído su libro sobre la plástica leonesa, pero me faltaba conocer otras dotes más de esta singular mujer: su enorme capacidad fabuladora y su talento narrativo.

Aunque parece que la música ha sido la madre de todas las artes, en estos tiempos de predomino del régimen visual, la plástica adquiere cada vez mayor relevancia epistemológica, sobre todo en la comprensión del fenómeno de la representación. De ahí que los más preclaros pensadores del símbolo y sus formas acudan constantemente a ella.

Recuerdo concretamente a Foucault y su estudio de “Las Meninas”, de Velázquez; o al estudio del cuadro “Los embajadores”, de Holbein, llevado a cabo por Michel Butor para explicar el fenómeno de la anamorfosis barroca y retomado luego por el mismo Lacan. Pues bien, plástica y literatura parecen llevarse muy bien de la mano y muy especialmente en esta novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero, aunque no falta en ella tampoco la intervención de la música y del bel canto.

Esta importancia de la representación plástica, unida a la representación temporal por la que normalmente caracterizamos la esencia de la narratividad, será el tema fundamental de este análisis en el que revisaremos la relación de la categoría espacial con el tiempo, en el marco de las formas genéricas que subyacen, ordenan y programan esta novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero; su primera incursión en el mundo de la literatura después de una larga

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trayectoria en la pintura principalmente y, en el canto y la danza paralelamente.

Como se desprende del título, en La casa de los Mondragón el relato cuenta la historia de una casa y, dentro de ella, la historia de quienes la habitan, la estirpe de los Mondragón.

La casa, como motivo literario, ha sido un elemento muy productivo en la tradición literaria y constituye el nódulo de base de ciertas formas genéricas caracterizadas por el tiempo folklórico, tal y como Bajtín lo ha prolijamente estudiado.

Como esta novela nicaragüense es, a nuestro juicio, una estupenda muestra de la evolución del tiempo folklórico en algunos de los géneros literarios más importantes de los últimos dos siglos, vamos a detenernos unos cuantos párrafos para enmarcar el análisis dentro de ciertas consideraciones teóricas que posteriormente nos permitirán comprender mejor tanto el argumento de este relato como sus formas de representación. Por otra parte, este marco teórico nos facilitará una mejor valoración de la obra al permitirnos ubicarla dentro de las preocupaciones estéticas que actualmente caracterizan la producción literaria de la región y de Latinoamérica como un todo cultural e histórico.

El tiempo folklórico está constituido por una serie de elementos que forman un complejo que ha venido evolucionando a través de la historia, gracias a la acción parodiadora ejercida por la novela moderna respecto de los géneros antiguos en los que, sin embargo, ella se basa.

Según Bajtín, la transformación más importante del tiempo folklórico y sus series se da a partir de la obra de Rabelais y esta transformación alcanza su mayor riqueza y productividad en los siglos XVII y XVIII, pero sobre todo a principios del siglo XIX.

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La novelización de los antiguos modelos genéricos consiste en desenmascarar el convencionalismo de sus formas y su lenguaje, desalojar a unos e introducir a otros, sometiéndolos a una continua reelaboración y reevaluación.

A ese respecto, deberíamos hacernos algunas preguntas en este momento:

1.- ¿Por qué la novela hace esto? 2.- ¿Cuál es la función, el sentido, de esta constante

revisión que la novela hace de los géneros?Una primera respuesta nos aclararía que no es única y

precisamente la novela la que realiza estos cambios y estos ajustes retóricos de las antiguas formas, conservándolas al tiempo que las modifi ca; sino que es el mismo factor histórico, por el que la novela está sobredeterminada, el que la obliga a permanecer en continuo proceso de formación. En otras palabras, la novela está obligada a revisar la tradición genérica y sus moldes, porque ella ocupa un lugar en la historia y quiere ser la conciencia cultural de su momento histórico.

Una segunda respuesta nos indicaría que de todos los géneros, la novela es el que refl eja de modo más profundo y sutil el devenir de la realidad misma y prepara y educa para vivir en esa realidad que ella describe y muchas veces anticipa. Por eso, la novela siempre habla al presente.

Así, el análisis de La casa de los Mondragón debería entonces permitirnos echar una mirada al devenir mismo de la realidad social de la que ella emerge: la sociedad nicaragüense que hace el paso entre el siglo XIX y el XX.

Como ya dijimos, a partir de la obra de Rabelais, el tiempo folklórico sufre, gracias al proceso de novelización al que es sometido, un profundo cambio. A partir de la obra de Rabelais se van a esbozar las imágenes fundamentales del

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nuevo tiempo folklórico, el cual pone en crisis la concepción temporal medieval.

Para los objetivos del análisis de esta novela en particular, de todos los cambios que es posible señalar en ese nuevo esquema del tiempo folklórico, vamos a retener aquella modifi cación según la cual, a partir de esa época, se establece una especial relación entre el tiempo y el mundo espacial. De esta nueva relación entre el tiempo y el espacio, surge un cronotopo que vincula la vida real (la historia) con la tierra real, de ahí su importancia para el examen de La casa de los Mondragón, pues es gracias a esa modifi cación que entonces adquieren importancia los siguientes elementos:

1.- El paisaje (pero comprendido, no como arena del encuentro con el hombre, sino como el lugar de la acción).

2.- El régimen sociopolítico y...3.- El sistema moral.A este respecto, nada mejor que escuchar las palabras

que el propio Bajtín emplea para explicar la diferenciada inserción de lo espacial en el nuevo tiempo folklórico, lo cual nos permitirá, a su vez, valorar el sentido de la “casa” como metáfora básica de la novela que analizaremos. A ese respecto afi rma Bajtín:

Cuando se desintegró la unidad total del tiempo, cuando se separaron las series de las vidas individuales en las cuales las grandes realidades de la vida general se convirtieron en pequeñas cuestiones particulares y cuando el trabajo colectivo y la lucha contra la naturaleza, dejaron de ser la única arena de encuentro del hombre con ésta y con el mundo, entonces también la naturaleza dejó de ser partícipe viva de los hechos de la vida; se hizo fundamentalmente el lugar de la acción, y su fondo se convirtió en paisaje, se fraccionó en metáforas y símiles que servían para la sublimación de los asuntos y

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vivencias individuales y particulares no ligados en forma real y sustancial a la naturaleza. (Bajtín 1989: 424. El subrayado es nuestro)Como podemos deducir de las ideas que acabamos

de destacar subrayándolas en la cita precedente, la transformación clave del tiempo folklórico en la época de Rabelais reside en insertar lo espacial (el lugar), bajo una nueva relevancia que se evidencia en el trabajo poético del que va a ser objeto: su metaforización. Esta conversión simbólica del espacio explica la operatividad que de ahora en adelante va a tener lo espacial en la representación de lo vivencial y su valorización.

En otras palabras, se trata entonces de una nueva forma de reconfi gurar el tiempo a través de la categoría espacial, de modo que ambas se subsumen en una unidad inseparable. Ahora el tiempo va como a diluirse en el espacio y a fl uir por él y el espacio da la apariencia de estar hecho de tiempo.

Por otro lado, con la inserción del espacio y su metaforización temporal va a ser posible que la novela incluya la contemporaneidad. Esto es precisamente lo que podemos observar en La casa de los Mondragón: un contraste entre el tiempo épico (tiempo absoluto) de los antepasados y los héroes, y el tiempo real de la actualidad (tiempo histórico).

La frontera entre esos dos tipos de tiempo, cuya crisis se relaciona estrechamente con la metáfora de la casa y su destrucción, se hará nítidamente evidente precisamente entre Buenaventura Mondragón y Lucrecia Mondragón, los personajes principales de esta novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero.

Después de esta rápida pero necesaria incursión teórica que acabamos de esbozar, estamos en mejor disposición de comprender la forma argumental y los modos de representación que la novela en estudio nos presenta.

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Como lo señalábamos anteriormente, la novela que analizaremos cuenta la historia de una familia y su estirpe, pero esta historia se nos ofrece como la historia de un espacio: su casa.

En la novela moderna, el motivo de la “casa”, extensamente estudiado por Gastón Bachelard en Poética del espacio (1965), va a constituir un motivo tan fuerte como el motivo del “camino”, estudiado por Bajtín en Teoría y estética de la novela (1989). Para ser más precisos en la forma en que consideramos estos motivos, deberíamos más bien hablar de cronotopos, pues ambos no son más que metáforas de una unidad espacio-temporal, tal y como Bajtín defi ne esta noción de cronotopo, tan productiva en la actual teoría literaria.

Pero estos cronotopos, el de la “casa” y el del “camino”, caracterizan de forma muy diferente las acciones que en ellos pueden darse; lo mismo que sus agentes, los cuales, de todas formas, se defi nen gracias a esos aconteceres. Así, mientras “el camino” nos obliga a esperar un mundo de aventuras, sumamente dinámico y sorpresivo, y eventualmente afectado por transformaciones; “la casa” nos proyecta una expectativa argumental y fi losófi ca muy distinta, ya que implica mayor estabilidad y estatismo, seguridad y protección.

En cuanto a los agentes de esos dos cronotopos, las diferencias son también evidentes y suplementarias de las distinciones anteriormente enunciadas. “El viajero” de “el camino” está amenazado por cambios y sorpresas y recorre espacios normalmente ajenos y extraños; mientras que “el habitante” o “morador”de “la casa” se visualiza estático, tan sólo envuelto por el movimiento de un acontecer al que podríamos califi car de cotidiano.

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Obviamente, esos elementos, “viajero” y “morador”, se someten en todo proceso de novelización a conversiones y en eso consiste precisamente, como ya lo afi rmamos, el rasgo más trascendente de la novela como género: su condición de género en constante formación gracias a la relación que ella tiene con su entorno histórico.

Las preguntas que a partir de las anteriores consideraciones nos hacemos en este momento son las siguientes:

1.- ¿Cuáles son las reelaboraciones que la novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero procede a efectuar sobre el tiempo folklórico y el cronotopo de “la casa”? y...

2.- ¿Qué nos dicen esas reelaboraciones de la historia social de la cual esa novela es tributaria?

Contestar a estas preguntas es la tarea del presente análisis.

Volviendo a nuestro punto de partida, el título, lo segundo que tendríamos que destacar es la situación de núcleo nominal que ocupa en él la palabra “casa”; los Mondragón no es más que el califi cativo de esa casa, y es ella, por tanto, la que se va a encargar de caracterizar a sus moradores mediante una transferencia de sus propiedades materiales, arquitectónicas y de ubicación. Como se observará en el párrafo inaugural de la novela, que transcribiremos a continuación, es desde el elemento espacial que el sentido va a hablar del tiempo, los agentes y sus aconteceres. Declara el incipit:

Una calle bien empedrada enmarcaba su majestuosa presencia. La casa solariega de los Mondragón estaba en el centro de la ciudad. Sus aleros cubrían la acera. Era esbelta, maciza, grande; con un portón, dos puertas y tres ventanales con pollinos, de donde surgían verjas altas de hierro encolochado, formando una panza salida hacia la acera. (3)

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Si buscamos en el diccionario la palabra “solariega”, podremos leer lo siguiente: “Perteneciente al solar de antigüedad y nobleza”. De modo que el término remite a antigüedad y nobleza y data este uso desde la Edad Media. A “solariego” también están unidas las palabras “solar” y “solera”. Todas estas palabras se derivan de “suelo”. “Casa solar” es una locución registrada también por el Diccionario de la Real Academia Española en su edición vigésimo primera (Madrid, 1992); esta locución se remite a descendencia, linaje noble. “Solera” denota, por su parte, el carácter tradicional de las cosas, usos o costumbres. No nos sorprenden entonces las elecciones del texto al describir esta casa por medio de adjetivos como “majestuosa” y “esbelta”, descriptores que la ubican desde el comienzo en la línea de la verticalidad, de la ascendencia y orientada hacia lo alto. La casa está también descrita, como se puede observar, en términos de lo grande, lo voluminoso (macizo) y corpóreo hasta el punto que para su encuadre acude la imagen de la piedra bien colocada, inamovible, ordenada, de la calle que, sin embargo, no logra limitarla, pues sus aleros se explayan, lo mismo que sus ventanales, hasta cubrir la acera. Es, pues, una casa que no cabe en sí misma de grande y ufana. Por eso, los verbos que a ella corresponden son “surgir” y “cubrir”, todo, en el centro mismo de la ciudad.

Al igual que la casa que caracteriza a la llamada novela familiar, la casa de los Mondragón corresponde a la idea de lo “familiar-patrimonial” y es, además, una casa urbana. El concepto de “solariego” es el que introduce esta idea de lo patrimonial (la antigüedad y la herencia), la cual está íntimamente relacionada con la idea de “inmueble” en el nuevo marco de la sociedad capitalista. No obstante, lo feudal se mantiene por intermedio de la noción de jerarquía

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implicada en la orientación vertical de la descripción asentada en adjetivos como “esbelto”, “alto” y “majestuoso”, que remiten a la idea de “nobleza” que el califi cativo de “solariego” también proyecta.

Esta sensación de verticalidad y solidez al mismo tiempo, la vamos a encontrar también dentro de la casa; su interior está lleno de espaciosos corredores, los cuales están sostenidos por pilares que se elevan hasta una techumbre soportada igualmente por soleras y tejas pesadas y sólidas. Elevación, pero también fundación, pesantez, en una construcción de paredes “altísimas, fuertes”, vuelve a repetir el texto inaugural, al interior de las cuales habitan vivos y muertos, es decir, el pasado y el presente. Por eso las puertas son formas de lo abierto (el presente, el mundo liberal que busca explayarse más allá de la estrechez local), pero igualmente son imagen de lo cerrado (el pasado, el mundo patriarcal que se resiste al cambio y se encierra en sí mismo como las ancianas conventuales que habitan el fondo más oscuro y olvidado de esta casa). De ahí que la casa tenga estas puertas abiertas hacia el exterior y adentro; en el fondo de ella, se encuentren aposentos vedados, de puertas cerradas en donde el pasado sin embargo sigue en estática presencia. De igual forma, como se verá más adelante, las puertas de la biblioteca y su relación con el secreto, cuyo descubrimiento es la promesa implícitamente renovada de cada página de la novela, tendrán una singular trascendencia.

Bueno, eso, en cuanto a la casa... ¿Y en cuanto a los Mondragón? Ya la casa ha dicho mucho de ellos, la casa se ha encargado ya de decirnos quiénes son: es familia de solar conocido, de clara ascendencia, de tradiciones que se materializan en esa casa y cuyo guardián es el señor don Buenaventura Mondragón.

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Detengámonos un poco en el nombre de este personaje que es el jefe de la familia y la última generación de una estirpe. El nombre de pila, Buenaventura, que signifi ca suerte, parece bastante obvio como para dispendiar esfuerzos interpretativos; sin embargo, la buenaventura es también una locución adverbial que implica “contingencia”, “azar”. Extraño nombre para un personaje cuya función esencial en la casa es la de evitar el azar, lo nuevo y extraño, y la del control absoluto, lo mismo que la custodia de una tradición que al parecer está histórica y arquitectónicamente certifi cada y garantizada. El apellido Mondragón precisamente nos habla de esta tradición reforzando en él, además, la solera nobiliaria con ribetes de realeza de esta tradición.

Independientemente de la incursión que podríamos hacer en las heráldicas particulares, el apellido Mondragón nos trae innumerables resonancias que debemos limitar, sin embargo, por mandato de la misma estructura textual, a las connotaciones que el dragón tiene y mantiene en la cultura occidental como emblema del árbol genealógico.

El dragón es el señor progenitor, representa el espíritu de los antepasados; por eso representa frecuentemente la realeza, pues el rey es no solamente esposo de la reina, sino de todo su reino y, efectivamente, el señor Mondragón, esposo de doña Marcelina Mondragón, es también el único varón de una casa de mujeres.

En la casa de los Mondragón, habitan, además de los esposos Mondragón, las hermanas solteronas de éste, Chona y Prudenciana y una sobrina adoptiva llamada Lucrecia.

Párrafo aparte merecen otras mujeres, como la madre de don Buenaventura y su vieja tía de él, la Pipe, enclaustradas de por vida y dedicadas día y noche a los rezos, al silicio y al ayuno, en sus recintos monacales, allá en el fondo de

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la casa. Pero éstas no son todas las mujeres de la casa de los Mondragón. Están, además, un sinnúmero de empleadas domésticas como la nana Leonarda, Lupe la lavandera, y la Mina.

Estos últimos personajes permiten el contraste entre la estirpe nobiliaria de los Mondragón, especialmente intensifi cada en la fi gura de don Buenaventura, y el pueblo. La presencia de la gente del pueblo es, por lo demás, otra consecuencia del cronotopo idílico, del cual hablaremos en breve.

Los sirvientes, las criadas, son portadores de la sabiduría popular que va a entrar en franco diálogo y oposición con la sabiduría ilustrada del señor de la casa. Unas veces de manera implícita, como en el caso del silente y hermético Pepe, el capataz de la fi nca de los Mondragón y de cuyo conocimiento, pericia y sabiduría en los asuntos laborales y agrícolas se vale don Buenaventura para administrar su fi nca; y otras veces, de forma explícita, como en el caso de la nana Leonarda, una de las criadas de la casa, la de mayor antigüedad, y cuya atrevida locuacidad polemiza abiertamente no sólo con Prudenciana, sino también con las elevadas y profundas fi losofías del señor y sus amigos.

En este punto, una nueva pausa teórica se nos impone. Para Bajtín, en el nuevo tiempo folklórico se caracteriza también por el cronotopo que él llama idílico y distingue diferentes tipos de éste. A saber:

1.- El idilio amoroso, del cual la forma pastoral sería su expresión antonomasia.

2.- El idilio laboral-agrícola.3.- El idilio laboral de ofi cio.4.- El idilio familiar.

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La importancia del cronotopo idílico consiste en que favorece en gran medida justamente esa relación del tiempo con el espacio de la que venimos hablando hace rato y la cual es fundamental en esta novela que estudiamos.

La vida idílica y sus acontecimientos tienen una fi jación orgánica, inseparable, con el rincón espacial concreto en donde vivieron los antepasados y en donde necesariamente deberán vivir también los hijos y los nietos. De ahí además su relevancia en una novela como ésta, a la que podemos sin lugar a dudas adscribir al tipo de novela que Bajtín llama novela familiar.

Ese mundo espacial concreto de la novela familiar está limitado y es independiente, no está relacionado de modo espacial a otros lugares, al resto del mundo.

Así van a presentarse las cosas en La casa de los Mondragón, pero tan sólo al inicio, ya que esa unidad de lugar (la casa familiar y la ciudad natal) en la que han venido viviendo las diferentes generaciones será rota prontamente para iniciar el verdadero argumento del relato, en el que se insertará el tiempo de la vida urbana y el tiempo histórico (el desarrollo urbanístico del espacio folklórico y el acontecer político y social correspondiente).

El desarraigo de la estrecha localidad feudal se va a iniciar metafóricamente en la biblioteca de la casa, en donde, la más joven y rebelde de los Mondragón, Lucrecia, se embarca en viajes imaginarios hacia remotos países y lugares. Pero de esto hablaremos más adelante.

En resumen, en la novela de generaciones y en la novela familiar, es imposible no encontrar el cronotopo idílico; lo mismo que en el relato costumbrista del siglo XIX o en el relato regionalista de las primeras décadas del XX, aunque en estas dos últimas escuelas literarias, el cronotopo idílico

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se da por negación; así, normalmente lo que los argumentos de los relatos costumbristas nos presentan es la anticipación de la inminente pérdida del rincón idílico que ellos describen con evidente simpatía; mientras tanto, lo que el relato regionalista nos presenta muchas veces es el agonizante rezago del mundillo patriarcal y provinciano y su entrada a una franca crisis.

En La casa de los Mondragón vamos a encontrar todos los elementos característicos del cronotopo idílico: el paisaje y la localidad natal, la casa natal, algunos elementos de la vida laboral-agrícola y el aspecto ideológico que se vincula con la localidad: la lengua, las costumbres, las creencias, la moral. Pero lejos de la sublimación característica del relato costumbrista, esta novela dirige una crítica al esquema familiar-patrimonial, sin dejar, no obstante, de valorar algunos de sus aspectos. Ya se explicará esto posteriormente, por el momento continuemos con el análisis de las primeras connotaciones desprendidas del título y del incipit de la novela.

Don Buenaventura Mondragón es el primogénito de la última generación de esta inmemorial estirpe, por lo que a él le ha correspondido la función de custodio familiar, siguiendo las antiguas leyes del mayorazgo. Como reptil, los ojos de ese animal fabuloso, saurio mitológico, que es el dragón, no tienen párpados. Su etimología (del griego derkesthai: echar miradas fugaces) consigna además la función básica para la que esos ojos sin párpados fueron hechos: la vigilancia.

Así, don Buenaventura representa el control disciplinario de la familia y la severidad con que lo ejerce nos vuelve a remitir a lo “draconiano” de sus juicios y decisiones. Él es el ojo que todo lo ve, como los ojos panópticos de la divinidad, que encontramos en el decorado interior de la propia Catedral de León.

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Pero este Mondragón de la novela, lejos de metonimizar la corpulencia de la casa que habita, es pequeño de cuerpo; por eso su nombre de pila se reduce, tan sólo después de unas cuantas páginas, al de don Venturita. Su poder reside no más en el ejercicio de su mirada inquisidora y en la autoridad que su ascendencia le da, la cual él se encarga de recordar cada vez que puede:

Carraspeó y quedó en silencio un instante pensando que el eco de su voz había sonado fuerte, disuadiendo a su obediente familia. Se sintió grande, poderoso en sus dominios; se impulsó en la silla hacia atrás para enderezarse y destacar más su figura; sus pies no alcanzaban tocar el suelo en la especie de trono enorme. (11)Pero su diminuta estatura no es la única contradicción

en la fi gura de este personaje, pues a pesar de que su apellido connota al señor de las progenies, don Venturita no tiene hijos y esto es una signifi cativa modifi cación del género que la novela hila en su base; no obstante, Lucrecia, la sobrina huérfana, ha sido adoptada, por ello, para que Venturita pueda ejercer su función de pater familias en el texto y podamos entonces testimoniar las formas de educación y transmisión de los valores de esta familia paradigmática, alimentada de dogmas, orientada por dogmas y que, por lo tanto, es además de paradigmática, una familia “paradogmática”. Allí la obediencia es ley, dura lex sed lex, inexplicable, pero ley:

Era una orden de don Venturita. No se sabía por qué esa rotunda obediencia, ese temor a disgustar al señor. Ni siquiera se podía decir que había antecedentes de autoritarismo o de ira manifiesta, sólo contenida. Es más, el señor siempre había sido educado y moderado; pero le temían con sólo la mirada que tiraba desde su pequeña estatura. (125)Lucrecia está allí, precisamente, para cuestionar los

dogmas y romper los eslabones de la tradición. Lucrecia es la

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contradicción y la contrariedad mayor de don Venturita y de todo lo que él representa: el proyecto de autoinvención liberal-criollo que no es otra cosa que el mantenimiento camufl ado de los valores españoles de la colonia; otra contradicción más del señor de la casa, quien se defi ne fervientemente liberal. La prueba fehaciente de lo anterior está en el orgullo épico y nobiliario que don Venturita ostenta al proclamarse constantemente descendiente directo del Cid Campeador, “por línea directa de varón”, según sus propias palabras.

La antigüedad de su origen es una garantía más de nobleza y de legitimidad; esa antigüedad dota a sus descendientes de virtudes fundamentales y al proyectarse en el esquema histórico, le permite extraer la conciencia de la continuidad de su identidad. Claro que en el caso de don Venturita, esta proyección es un poco exagerada al remontar su ascendencia nada menos que al Cid Campeador, ideal del espíritu de caballería y de cruzada, como también del nacionalismo unifi cador español. Todo lo cual entra en contradicción con su afi liación a la ideología liberal criolla y con su esquiva participación en las campañas bélicas de cualquier índole; pero es perfectamente congruente con los valores rezagados sociales de la colonia y las formas en que estos se reorganizaron en nuestras sociedades pos-independentistas.

Por todo lo anterior, el texto da a ver la colonia como un proceso de larga duración. En la sociedad representada del texto se muestra la vitalidad del pasado colonial en tanto un fantasma del que nos hablan los espacios de la casa en tanto condensaciones del tiempo, tal es el caso del fantasma de la pared encalada:

Se creía que aquellas paredes altísimas, gruesas, pintadas con cal, solían ser visitadas por almas en pena de tiempos pasados. Decían que dentro de ellas, había ollas con

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monedas de oro o botijas desde el tiempo colonial. Dichos tesoros circulaban profusamente, cuando el puerto El Realejo era floreciente y desembarcaban toda clase de personajes importantes traficantes de oro, joyas e imágenes sagradas. La codicia provocaba que fueran arrebatadas en el mar por marineros y piratas en intrincados y sangrientos combates cuerpo a cuerpo y con cañones, como los que sobresalían a la orilla del Rio Chiquito. El reino inglés enviaba a tales salvajes aventureros a robar riquezas a los conquistadores españoles, que las trasladaban desde estas tierras fecundas americanas a la península Ibérica. (4)La fi gura del boticario, amigo y encargado de una

farmacia de la que don Venturita también es el propietario, en una ocasión no deja pasar el descomedido alarde al que don Venturita tenía acostumbrada a la familia en cuanto a su distinguida solera española y heroica, y comenta:

—Mi muy querido amigo, siento discrepar en lo que acaba de decir, porque según los últimos estudios sobre la raza, los europeos o los americanos que sepan cuáles fueron sus antepasados de los que derivaron sus apellidos es muy posible que subestimen ridículamente la naturaleza mezclada de su descendencia. (73)Este sincero, aunque mordaz comentario del boticario

saca de casillas al dueño de la casa, quien lo considera un muy grande insulto, ya que siente su honor fuertemente lesionado. Por lo tanto, la indignación de don Venturita no se deja esperar. La siguiente cita describe la situación mejor de lo que nosotros podríamos parafrasearla:

Hasta aquí llegó el boticario con sonrisa burlona, paseándose frente a su amigo, que casi parecía dragón por la furia que aplacaba, con su perorata científica basada en los estudios, que dijo que conocía y eran aún inéditos del antropólogo Clyde Kluckhohn, cuando vio a Don Venturita que llevaba el puro por la mitad, en señal

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de disgusto, estaba colorado, miraba insistentemente su leontina y sólo acertó a decirle a su amigo de toda la vida:—Le agradezco el esclarecimiento de algunos puntos antropológicos, lo que no me gusta es que un amigo como es usted y que con tanto aprecio acojo en mi casa, me diga ignorante!, es una ofensa que no le voy a tolerar. (74. El subrayado es nuestro)Obsérvese cómo en esa situación en la que se dirime la

cuestión de la genealogía, la fi gura del “dragón” emerge en los dos sentidos que ya hemos señalado: como signo de la estirpe y como furia contenida. El puro, lo “colorado” del gesto, complementan la imagen de uno de los elementos del motivo: el fuego. Ese puro (y su brasa) entrará en escena de nuevo en los sitios y episodios más candentes, quemando la alfombra de la biblioteca, el espacio de los confl ictos garrafales alrededor de los que el argumento anuda lo nuclear de la anécdota y su sentido ideológico.

Este sentido del honor caballeresco, la nobleza y la estirpe, de los que don Venturita es muy consciente, lo coloca por encima de los otros integrantes de la sociedad. Es esa posición lo que el personaje defi ende aquí “a capa y espada”.

Siguiendo las pautas de la ideología feudal-caballeresca, don Venturita no trabaja, vive de sus rentas. Su función se limita en este aspecto, otra vez, únicamente a vigilar. De su fi nca al sur de la ciudad se encarga un capataz, Pepe, en quien don Venturita deja toda la responsabilidad y de esa forma evita verse en circunstancias penosas para su condición y estado social:

Don Buenaventura Mondragón había heredado la hacienda de ganado ‘El Ternero Moto’ (...) El dueño no la visitaba porque era enemigo de las disputas y pleitos y

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en ese oficio de hacendado siempre se suscitaban enredos por asuntos de linderos, semovientes que pasaban a los terrenos ajenos, cercas que se rompían en algunos trechos por lo cual ambos propietarios se culpaban y... un sin fin de nimiedades que provocaban disputas.Contaban que había familias enteras que se mataban a balazos por desavenencias personales o cuestiones de herencia de tierras. Apellidos no identificados porque no morían en sus camas, sino tendidos en los caminos, especialmente rumbo a Chinandega; hasta que aparecían los deudos recogiendo cada uno a sus muertos y lanzándose amenazas, por lo cual un día no muy lejano ocurría otra vendetta. (87)La novela dirige una fuerte crítica a la jerarquía

feudal del patriarca, el retrato de la desigualdad y del falso convencionalismo social; pero igualmente critica, ve con desconfi anza, la codicia y el individualismo del esquema burgués. En este sentido corresponde muy bien a uno de los esquemas transformativos del cronotopo idílico, al que aludiremos también dentro de poco en relación con el papel de Lucrecia en la novela. En esa variante del cronotopo idílico, según Bajtín:

Se trata, ante todo, del hundimiento y la transformación de la ideología y la psicología idílicas, no adecuadas al nuevo mundo capitalista. Aquí en la mayoría de los casos no hay sublimación filosófica del idilio. Se representa su hundimiento en las condiciones del centro capitalista del idealismo provinciano o del romanticismo de provincia de los héroes, los cuales no se idealizan en absoluto; tampoco se idealiza la sociedad capitalista: se revela su inhumanidad. (Bajtín 1989: 442)Por eso la novela pinta también, junto con la de la casa, la

paulatina transformación de la ciudad. Así, en el apartado 33 titulado “Polvo de oro” se describe el exterminio ecológico

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producido por la introducción del cultivo del algodón en gran escala y el enriquecimiento de algunos terratenientes, de los que alquilaban tierras y de los que vendían pesticidas.

E igualmente le dedica numerosas páginas al vecindario de “Las gavetas”, sector de miseria en el que vive la gente hacinada y en promiscuidad social, pero igualmente unida por una solidaridad que no encontramos en la clase de los Mondragón.

Allí se trasladan también las familias venidas a menos, como la del señor Kafafi , descenso social que su esposa nunca pudo aceptar y por el cual pierde su cordura, pero a quien sus humanitarios y míseros vecinos le siguen el juego de sus grandezas alucinadas.

Por razones de espacio y de cohesión de nuestra exposición, no nos detendremos más en este punto, pero bástenos llamar la atención en el nombre de “gavetas” que reciben las casas del lumpen leonés en esta novela. Mientras la casa de los Mondragón no cabe de ufana en sus altas paredes y espaciosos corredores, en sus aleros y ventanas que se explayan hacia la calle; los cuartuchos de estos pobres no son más que gavetas, es decir, encierros oscuros y desvencijados que, además, están a punto de derrumbarse en un equilibrio inexplicable contra la gravedad.

Frente a la sobriedad de una prosa realista que toma a su cargo la descripción de la casa solariega; la pluma que nos pinta “Las gavetas” llega a adquirir tonalidades del más puro naturalismo, como es el caso del recién nacido que es devorado por los cerdos que se disputan sus restos en medio del patio de la vecindad.

Volviendo al punto de la transformación de la ciudad, ante las nuevas condiciones, el hombre del mundo idílico

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sólo tiene dos alternativas: o perece o se reeduca para la vida en la sociedad burguesa.

Uno de los Mondragón, sin proponérselo conscientemente, iniciará el cambio, gracias a las lúdicas visitas a la biblioteca de la casa. Las lecturas, que le estaban prohibidas, provocarán este proceso de manera sutil. Su transformación, al principio meramente imaginativa, comienza muy pronto a generar conductas reactivas frente al mundo idílico, cuyo centro gira alrededor de don Venturita. Estas conductas reactivas se dirigen a mostrar las debilidades de ese universo en medio de los cambios históricos que acechan, desde el exterior, a la casa de los Mondragón.

En esa jerarquía feudal de la desigualdad y de la arbitrariedad absolutista, de la cual es representante don Venturita, las más excluidas y recluidas son las mujeres. Lucrecia es, por esto, el auténtico héroe de la novela, quien romperá la continuidad de la tradición aunque ella sea una Mondragón, por línea directa de mujer, ya que ese apellido le es prestado por línea materna. Lucrecia es hija de una hermana de don Venturita que se enamoró perdidamente de un actor de circo, con quien se casa para ser abandonada prontamente antes de descubrir el engaño de un matrimonio que resulta ser una estafa.

Este detalle argumental, vuelve a enlazar La casa de los Mondragón con la línea tradicional del cronotopo idílico en la variante ya citada en el párrafo precedente, y la cual es defi nida por Bajtín del modo siguiente:

El otro esquema (su base fue puesta por Richardson) es el siguiente: en el mundillo familiar irrumpe una fuerza extraña que amenaza con destruirlo. (1989: 440)Por eso, cuando Lucrecia repite el destino de su madre

ampliando la desventura de la familia (ya que en su caso no

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media ni siquiera un matrimonio espurio), don Venturita no duda en pensar que el origen de la falta le viene a su casa desde el exterior, aunque esta variante del cronotopo idílico también será cuestionada por el texto, como lo apreciaremos posteriormente en nuestro análisis.

Por todo lo anterior, Lucrecia sufrirá el castigo por su preñez de madre soltera y será no sólo expulsada del paraíso, la casa, sino además desheredada de ella.

En este sentido La casa de los Mondragón, como novela familiar y de generaciones, tiene como tema principal la destrucción del idilio y de las relaciones idílico-familiares que lo caracterizan, las relaciones patriarcales. Frente a la “buenaventura” del nombre del patriarca de la estirpe, se erige Lucrecia como motivo de la “desventura” de la familia.

No obstante, la cosmogonía se reescribirá de otra manera: Lucrecia será la mujer que aplastará la cabeza del dragón, cuya furia y fuego romperá la integridad de la alfombra de la biblioteca anticipando con ese gesto también el rompimiento de la integridad de la familia patriarcal.

Lucrecia hará, entonces, que a partir de ese momento el edén y el apocalipsis se confundan en esa casa, la cual terminará invadida, derruida y abandonada.

Lucrecia es Eva arrollada al árbol genealógico, un cuerpo doble de serpiente con cara de mujer, como reza la mitología ancestral que subyace en este episodio de la novela (apartado 9) titulado precisamente “El escándalo, deshonra y expulsión”.

Después de descubierta la falta, Lucrecia será expulsada del paraíso, pero en ella se va a representar, ambiguamente, la caída y la salvación a su vez. Lucrecia regresará a esa casa en el fruto de su vientre, su hija Lidia (nótese el sentido de ese

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nombre), para consumar la derrota del patriarca Mondragón y su mundo de convenciones.

Será entonces una lucha de saurios, el dragón y la serpiente; la fuerza ostensible de uno frente a la sutil efi cacia de la otra. La caída de Lucrecia, estrechamente alimentada de la semiótica mariana, aunque deconstruida en favor de una propuesta inédita, va a ser favorecida por ella misma, en el devenir del argumento. La serpiente tiene cara de mujer para presagiar precisamente la derrota del mal masculino, el patriarcalismo machista, por la planta femenina.

Las anteriores elucubraciones nos invitan a pensar en una nueva reelaboración realizada por esta novela en los cronotopos idílicos, pues pone en evidencia la relación en que estos entran con un elemento que es nuevo para el esquema idílico: la incidencia de ellos con las tendencias actuales de la literatura llamada feminista y con la tradición mariana implicada en los marcos sociogénicos de género en Latinoamérica, marianismo que tiene un signifi cado sumamente particular en el caso de la sociedad nicaragüense, como lo anotaremos más adelante.

Lucrecia revelará justamente en la casa, la falsa apropiación del macho, quien, como dice Gastón Bachelard, sólo sabe construir la casa desde el exterior (Bachelard 1965: 101), es decir, desde la apariencia y el buen nombre, defendido aun a costa de la felicidad de sus moradores.

La casa, símbolo femenino por antonomasia, “no es un objeto, una máquina para vivir en ella”, según afi rma Mircea Eliade (Eliade 1997: 43), sino un universo. Pero este universo vive tan sólo por la acción doméstica. La casa de los Mondragón es, por eso, una casa de mujeres, a pesar de la obstinada y severa presencia del poder patriarcal.

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Además de la manifi esta y protagónica rebeldía de Lucrecia, la obediencia de las mujeres no impide que en ellas se textualicen otras oposiciones, como una manera más en que el texto se enfrenta a la autoridad del patriarca; a saber:

Frente a la moderación y frugalidad de don Venturita se opone la glotonería de doña Marcelina, su esposa, que se la pasa comiendo dulces y ahogándose entre los bocados de chicharrones. Por eso, si su marido es pequeñito, ella es la auténtica y fornida matrona que al reír sacude todo su cuerpo y a quien todos acuden como a cariñoso regazo.

Frente a la noción ilustrada e imperial de cultura que representa don Venturita como centrada en el arte y la educación, la nana Leonarda es la ciencia infusa, la sabia ignorancia que se bate a duelo con las citaciones clásicas de los ilustrados señores defendiéndose con sus dichos y refranes populares.

Frente a la reserva de don Venturita, se opone la locuacidad de Prudenciana, que de prudente no tiene nada.

Y aún cuando a la autoridad de la ley de don Venturita, se suma el silencio de la ciega obediencia de su hermana María de la Anunciación, mejor conocida como la Chona, más virgen y casta que su propia abuela, María de las Nieves Inmaculada Carranza de Mondragón, este sumiso personaje femenino también tendrá al fi nal de la novela su momento de afi rmación.

Pero este patriarca, jefe, cacique o emperador, como grita la Domitila, la humanitaria cartomancista del pueblo y protectora de Lucrecia en su desventura, está más enclaustrado en el tiempo que las beatas en sus recintos monacales del fondo de la casa. La fi gura señera de Venturita está desde el inicio marcada por la fi nitud, por el acabamiento de la

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continuidad, ya que siendo el señor progenitor no tiene progenie auténtica.

La fi gura de Lucrecia, metáfora del vuelo ensoñador, ávida lectora creativa y viajera intrépida de mares imaginarios, es, frente a la neoclásica racionalidad del señor y su ley, la señora de la fantasía y de la rebeldía, transida por el arrebato barroco de la fabulación libertaria, de ahí su casi obsesiva adoración por la imagen del pirata. Por eso ella es la imagen dominante que no se va a repetir ni siquiera en su hija Lidia, aunque será, por intermedio de ésta que entre el hombre nuevo a la casa de los Mondragón. Un hombre sin nombre que se llama Rolando López, “el advenedizo”, como lo llama don Venturita, y quien tendrá que “lidiar” con los estigmas que la estirpe Mondragón deja en su esposa, sumiéndola en una profunda tristeza desde que estaba en el vientre de su madre. El nombre de Lidia es por eso una ironía.

Pero esta transición no se da con facilidad y requiere necesariamente una salida, esta vez sin retorno, de la casa de los Mondragón, que terminará en manos de la criada Mina y sus críos, el oxímoron viviente de todo lo que ese apellido representaba, pues Mina y su prole son el bullicio, el caos, la vulgaridad, la sexualidad liberada fuera de todo convencionalismo, la descendencia incontrolada y sin estirpe.

La novela es una revisión crítica de los espacios históricos, lingüísticos y culturales fi jados por el discurso colonial en el que la clase, la etnia, pero sobre todo el sexo, son los criterios de exclusión.

La narración es omnisciente e interesada. El mundo de don Venturita, cuyo tiempo es absoluto como el de toda épica o epopeya, no es el mismo de la voz narradora que evoca, pero no idealiza y más bien desmitifi ca a los ancestros,

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pintándolos como líderes que fallaron y los hace responsables de los desastres sociales del presente desde donde narra identifi cándose con la protagonista. Por eso, la antipatía de la voz narradora hacia el mundo fosilizado de la autoridad patriarcal es algo que no se oculta; por el contrario, esa voz juzga y se lamenta:

Lágrimas de feto. Aguacero de inocentes acusando al machismo imperante en sociedades cursis, mediocres; acusando al padre irresponsable y cobarde. Acusando sin voz. Acusando y rumiando su propio dolor. Dolor eterno de hijos de madres solas eternas. Hijos dejados en el instante del amor, solos en el vientre, con los ojos tristes y el futuro incierto. En una sociedad cerrada, suspendida por los siglos de los siglos, amén. (123)León de Santiago de los Caballeros, ciudad viril y

aguerrida que se canta y se grita en el reto del “¡Viva León... Jodido!”, acude sin embargo a sus vírgenes tutelares a quienes rinde un culto tan acendrado que logra convertirse en culto nacional (no en vano Nicaragua ha sido el primer país de Hispanoamérica en poner una mujer en la Presidencia de la República. Pero de estas contradicciones culturales uno de los personajes de esta novela hablará después).

La novela, por eso mismo, describe la historia de este culto en la ciudad de León. El pasaje de la tragedia del Cerro Negro explica el origen de una devoción y las prácticas populares (la gritería, los altares callejeros, las comilonas, etc.) que la expresan y se extienden desde León a otras ciudades nicaragüenses como Granada y luego al resto del territorio nacional.

El culto mariano, resabio de los movimientos contrarreformistas, pero forma de control popular instaurado por las órdenes mendicantes y cuyas consecuencias todavía perviven y nos las recuerdan obras como La Lengua Madre,

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de Carlos Mántica, o los innumerables monumentos a la madre y a la maternidad esparcidos por tantos parques de las ciudades nicaragüenses, subraya el discurso subterráneo que sobre el feminismo deja escapar esta novela.

La Casa de los Mondragón es otro monumento a esa maternidad solitaria, como la de Lucrecia o la de su propia madre María Amalia, y que la cita anterior denuncia a través de las lágrimas, el dolor y la acusación sin voz del feto. De ahí que, para crear la imagen y la memoria de la colectividad, el relato haya seleccionado una casa y una ciudad, ambas símbolos femeninos, a pesar del león aguerrido de Castilla a que esta ciudad, en particular, hace referencia.

Pero el retrato de ambas no es el de la casa real o el de la ciudad real, sino el de la metáfora que hace de esos espacios la representación de lo vivido; por eso la novela es un documento pero un documento artístico doblemente iluminado por las artes de la imagen en la palabra y en la plástica, como por el dato sociohistórico de sus ritos y sus lenguajes. Hay pues, una conjunción entre conciencia histórica y poetológica, de ahí los epígrafes líricos que encabezan cada uno de los capítulos y los cuales son casi un recuento antológico de la poesía nicaragüense, con excepción de unos pocos poetas extranjeros.

La casa es, entonces, una imagen antropo-cósmica en la que se cruzan la historia familiar, la historia sagrada y la historia nacional, no exenta de gracia en medio de su destino apocalíptico, en el que, a pesar de las guerras, pestes y desastres naturales, asoma siempre el chiste, el ingenio no sólo de sus personajes, sino también de la socarronería narradora. Veamos tan sólo algunos ejemplos:

Verdaderamente la guerra era un infierno. Para todos era un problema el estado de sitio y los retenes; todo

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lo que significara guerra era oprobioso para el pueblo. Pero quizás se convertía en un problema mayor para el chinito Tchú, porque al encontrarse con los retenes le preguntaban:—¿Quién vive?—La pata.—¿Es liberal o conservador?—Libelal.Entonces le asestaban un buen golpe en la cabeza, por lo que el chinito se iba caminando por las calles, pensando en que la próxima vez contestaría de manera más inteligente. Y de nuevo surgía un retén:—¿Quién vive?—La pata.—¿Es liberal o conservador?—Conselvadol —contestó el chinito con mucha inteligencia; pero cuál fue su asombro que otra vez le pegaron. En la próxima, se iba diciendo, contestaría algo mejor.—¿Quién vive?—La pata.—¿Es liberal o conservador?—Licí vos plimelo, polque, si ligo libelal, pega; si ligo, conselvalol, también pega. Yo sólo quielo tlabajal, pala eso vinil aquí.Los guardias soltaron la carcajada al ver la ingenuidad del pobre chinito y a la vez retratada el alma del pueblo aunque fuera en un extranjero. Lo que Nicaragua deseaba era la paz, no la consigna de un partido.” (172)La descripción es magistral, detallista pero sumamente

perceptiva, intuitiva, creadora de verdaderas imágenes, como es el caso de la etopeya de la señora Tiliuita:

Tenía una cara redonda, pequeña con referencia al cuerpo, regordeta, plácida, que caía muy bien. Su semblante era risueño sin reír. Estaba bordeada por un montón de

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gorduras alrededor, parecían olas temblorosas, de esas que no revientan. Toda ella era olas sin reventar. Sus enormes pechos parecían tener leche para un orfanatorio, sin embargo, no se miraban obscenos en su ropa sencilla, con dos cenefas bordeando el cuello que se adhería en perfecta juntura con la cabeza. Cuando volteaba a mirar, parecía poseer un mecanismo hidráulico, de esos que hacen dar vuelta a los chunches de los mecánicos, para un lado y otro, como una lechuza, sólo que su movimiento tenía un límite muy corto, debido a su inmensa gordura y las olas que se formaban alrededor de su cara y pecho. Los brazos eran unas acumulaciones de pelotas, unas más grandes que otras, ondulantes y flexibles, brincaban al dar el paso. El enorme cuerpo se cubría con un vestido descomunal. No se sabe cuántas yardas de tela podrían haberse gastado en su confección. Las mangas empopadas con un vuelo gracioso, delgado, fruncido, haciendo juego con las cenefas del cuello, parecía quitado a una muñeca. Esos adornos eran incongruentes con su inmensa figura. Una faja en su cintura como división, de tan gruesa, parecía que cargaba todos los enseres del hogar. La falda le llegaba bajo las rodillas, porque a todas luces se miraba su honestidad. Las piernas eran dos cilindros cuyo grosor disminuía peligrosamente, hasta culminar en los pies esponjados, pequeños. Daba miedo que ese monumento pudiera caer. Hacía un equilibrio que cualquiera de los sabios que descubrieron palancas, o la traslación matemática de los astros en el cielo, no podrían entender. Era extraordinario el aguante de esos pies, enfundados en zapatos de punta redonda, con una delgada faja atravesada de tela, delicados, suaves, inconexos. (173-174)Tiene mucha razón Jorge Eduardo Arellano en una carta

que le envía a la autora y que sirve como especie de prólogo

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a la novela, cuando dice que lo mejor logrado de este texto son los personajes.

Como se ve en la cita anterior, hay un deleite en el detalle descriptivo que no es meramente realista; es más bien un esfuerzo semiótico imaginativo que además crea una morosidad que hurga en el espacio y los seres que en él se estacionan o mueven, para provocar una intuición temporal que se disuelve en la unidad espacial. El espacio se muestra allí como una prescripción de temporalidad de recorrido.

La suya, la de la conciencia narradora, es una imaginación en la que se da una caída de la temporalidad en la espacialidad. Es una representación topográfi ca de la memoria que está de acuerdo con una estética y una fi losofía de la percepción muy contemporáneas, y que sustituyen, además, el tiempo de las cosas por el presente puro de las vivencias. Así, el pasado y el futuro no son más que relaciones y perspectivas del presente. Por eso, en esta morosidad de la descripción, se produce el efecto de que no es el tiempo el que pasa, sino nuestra conciencia la que transita y transitando adquiere conciencia de ella misma.

Por eso no se trata de la búsqueda del tiempo perdido, sino de la contemplación de éste en el instante eterno de una conciencia con voluntad de autodefi nición.

La historia nacional es vista a través de la historia de la casa como metonimia de la familia y de la ciudad, pero no se trata de la historia real de esa familia y de esa ciudad, como ya dijimos, sino de sus historias vividas, porque sólo a través de la vivencia es posible encontrar el rincón oscuro del ser que se arrebuja en la conciencia, todavía sin forma.

De ahí que, cuando al fi nal de la novela, cuya historia ha recorrido el siglo, el boticario se va, no atina a comprender la paradoja de estos sujetos históricos con los que sin embargo

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ha habitado toda una vida en esa ciudad y en esa casa y dice:

Esa gente es una curiosa y difícil combinación de la filosofía hedonista de Epicuro y el Estoicismo de Marco Aurelio y Epicteto con sus buenas dosis de quien sabe quien. (...) El sufrimiento no lo desespera, en cambio lo lleva a actitudes nobles, espirituales, casi de oblación. Hay una resignación que denota ostensiblemente la aflicción interior, no se sabe si para producir lástima o admiración. Su manera de vivir humilde y a veces antiestética demuestra una resignación estoica. Es conforme, no aspira al lujo, para poder ahorrar lo suficiente, no se sabe para qué, sin embargo se siente de noble cuna y rancia aristocracia. Y además, como fin de mis observaciones, puedo decir curiosamente que es optimista, vaya pues, ¡esto sí que es el colmo! (...) Yo no puedo soportar tanta contradicción, no puedo. (410)Además este pueblo es heredero de los árabes por medio de España con eso del amor, miren a la Mina con sus hombres. Aquí creen en la libertad sexual del hombre y no de la mujer. No sé por qué me enojo, si estoy acostumbrado a vivir con toda esta gente y para colmo no soy uno de ellos, lo único que me reservo es el derecho de entender objetivamente y observo en estos personajes que han vivido conmigo. Aquí se guían por la intuición y no por la razón. (409)Esta contradicción de la que habla el boticario es

precisamente aquella por la que se defi ne lo que ahora se llama “el sujeto colonial”: una estructura intrapsíquica indisociable, profundamente difractada y condenada, por lo tanto, a proyectarse siempre bajo la forma de fi guras híbridas o contradictorias, encabalgadas entre lo disímil y lo semejante (Cros 1995). Los nuevos rumbos del tiempo folklórico en las literaturas poscoloniales, tienen pues

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marcadores particularizantes entre los cuales se destaca el sentido simbólico de un realismo que quiere ser distinto y en el que la presencia de la casa tiene un lugar especial.

La casa ha sido, por lo demás, el cronotopo fundante de la metáfora de la nación, mediante la cual en muchos de estos pueblos, especialmente los latinoamericanos, se elaboraron las fi cciones de su identidad a fi nales del siglo pasado. Pero igualmente, la casa reaparece en la literatua contemporánea que revisa y cuestiona esas identidades. Como se da en el caso de la literatura costarricense, cuya evolución ha sido resumida en una interesante historiografía (Ovares, Rojas y otros 1993) la cual se fundamenta en el seguimiento del devenir de esta metáfora a través de las diferentes encrucijadas históricas, sociales y estéticas de Costa Rica. No en balde ese ensayo crítico e historiográfi co se titula La casa paterna: Escritura y Nación en Costa Rica.

A la par de la casa, en la más importante literatura hispanoamericana se juega el cronotopo de la novela familiar y el de la saga de generaciones aunque reelaborando su complejo retórico al punto de encontrar lo que hoy se considera una expresión estética genuina, no sólo de la hispanoamericaneidad, sino también de otros pueblos y culturas homólogos por su condición poscolonial. Tal es el caso de Cien años de soledad y la evaluación metanacional que de ella ofrece Carlos Rincón en su libro Mapas y pliegues: Ensayos de cartografía cultural y de lectura del neobarroco (1996).

Ni qué decir de la presencia de la casa en otros relatos paradigmáticos en la más connotada literatura latinoamericana, como es Viaje a la semilla de Alejo Carpentier o Casa tomada de Julio Cortázar, o en poesía el caso de Ultimos días de una casa de la laureada escritora cubana Dulce María Loynaz

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(1993). La casa vuelve a aparecer también en las literaturas minoritarias como la literatura chicana de los Estados Unidos. Un magnífi co ejemplo de ello podría ser la novela de Sandra Cisneros, The House on Mango Street (1991), en la cual la problemática identitaria se encuentra triplicada en un complejo encuentro de la identidad nacional, la identidad traumática del exiliado y la identidad de género.

La casa de los Mondragón se inserta en esta nueva era de preocupaciones en las que la identidad histórica se enfrenta a la identidad poética en el difícil entramado dialéctico entre lo idéntico y lo diverso del mundo contemporáneo.

De ese modo, si bien la novela que estudiamos se proyecta hacia el pasado, la conciencia narradora que es el presente, al convertir aquel en memoria, lo contiene; así, lo que se explaya en el relato es el presente de lo pasado. El futuro es mera expectativa que queda pendiendo, al fi nal del texto, de un secreto que no se pudo desentrañar: la paternidad de Lidia, iniciadora de una nueva era y de una nueva generación, pero también iniciadora de una categoría identitaria diferenciada de la tradición.

Desde el primer instante en que don Venturita se entera de la preñez de Lucrecia, lo único que le interesa es la forma de cobrar la afrenta, pero Lucrecia no dará nunca el nombre del responsable de su deshonor. En el transcurso de las casi quinientas páginas del texto el lector tiene la esperanza de que su curiosidad será en algún momento satisfecha, pero no es así.

El nimbo de ambigüedad en que la novela abandona esta cuestión fundamental ofrece material sufi ciente para que no dejemos de pensar en este relato.

Cuando descubren a don Venturita muerto, boca abajo, sobre la alfombra del simbólico espacio de la biblioteca de la

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casa, a su lado tiene un cuaderno. En la alfombra se destaca el orifi cio que había dejado la brasa del puro de don Venturita en el traumático episodio que sirve de antecedente a esta escena. Ese orifi cio es, a estas alturas del texto, casi un leitmotiv. El cuaderno que se ha desprendido de las manos de don Venturita en el momento de su desplome fi nal, es el diario de Lucrecia, abierto justamente en la página de su desventura, la cual relata bajo el título de “Crónica de un fi asco”.

La metonimia, la contigüedad de los objetos y acontecimientos, es demasiado sugerente: don Venturita, su muerte, la alfombra, el orifi cio, el diario de Lucrecia, el nombre de “Confesiones” en la portada, la página aquella...Pero aún más inquietantes son las frases que lee Prudenciana en la página abierta de ese diario:

“...Y cerró cuidadoso, con llave la puerta.Yo estaba entre mis dulces éxtasis transportada,(...)en la alfombra entregué lo más íntimo y puro que tenía guardado(...)El dejóme en la alfombra, se compuso y se fue” (Espinoza 1998: 397-398)Al no saciar la voraz curiosidad del lector a este respecto,

el texto provoca inevitablemnte el esfuerzo interpretativo y las conjeturas. Ya sabemos que el espacio de la casa es un coto cerrado bajo la estricta vigilancia de la mirada de don Venturita. ¿Quién pudo entrar precisamente a la biblioteca, el sitio de los éxtasis imaginarios de Lucrecia y el reducto más íntimo del señor, en el que sólo recibía sus más selectos amigos? ¿El boticario? ¿El padre Santolín? ¿El señor Kafi fa? Difíciles elecciones. No entremos mejor en las connotaciones del nombre de Lucrecia, nombre también del célebre

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personaje femenino de la estirpe Borgia del papado español de la época de la Conquista. Dejemos las cosas ahí...

Tanto el texto, que ha querido guardar silencio al respecto, como la fi gura semiótica de la representación de don Venturita, el señor feudal, el Mondragón, custodio de la “pureza de la sangre” y la progenie, nos obligan a no abrir ese otro cofre en el que se encierra un espanto más sobrecogedor que el de las paredes encaladas.

No en balde se ha dicho que las cerraduras de las puertas signifi can más el verbo “cerrar” que el verbo “abrir”… La casa de los Mondragón ha elegido precisamente el “cerrar” dejando incólume el secreto que ha de originar el advenimiento de la nueva generación.

Bajo este secreto, la hija bastarda de Lucrecia, inicia una generación cuya novedad es precisamente el no tener fi liación y que, en lugar de la casa solariega en el centro de la ciudad de León, tendrá una casa en las afueras de Jinotepe construida con un préstamo del Banco Nacional de Nicaragua, signo del rompimiento de la continuidad patrimonial de la herencia, lejos de sus ancestros y sus fantasmas.

La casa de los Mondragón había sido edén y alero protector, pero también apocalipsis y reclusión. Sin embargo, en la nueva casa en la que ahora vive Prudenciana junto a su sobrina-nieta, “aún no se terminaba el mundo”.

Ahora, “una calle asfaltada, enmarcaba su vetusta presencia. La casa solariega de los Mondragón, lucía derruida y sola” (Espinoza 1998: 421). De su destrucción emerge la renovación social y cultural de la que da cuenta la novela en sus últimos capítulos.

Al fi nal de la novela, el asfalto, que sustituye el noble marco de la calle empedrada de la casa en la entrada inaugural del texto, condensa el inicio de una transformación

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urbana que ha venido anunciándose también con elementos espaciales en la descripción de los muebles de la nueva casa de la generación alternativa. Esos muebles resumen un nuevo estilo de vida: la fórmica, el plástico de los marcos de las mesas y sillas, el televisor, la cocina de gas, la refrigeradora “General Electric”, etc.

El borramiento de los límites de las antiguas poblaciones y el desarrollo de los caminos y carreteras, todo indica el paso hacia otro tipo de sociedad, en la que el sujeto cultural necesitará, si no una renuncia, al menos una rectifi cación de su patrimonio simbólico.

Al fi nal, La casa de los Modragón aparece como un fósil, pero “el fósil, decía Robinet, no es simplemente un ser que ha vivido; es un ser que vive todavía dormido en su forma”(Bachelard 1965). La novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero se ha encargado de describirnos esa compleja y contradictoria forma en la que todavía nuestros pueblos viven su antepasado y de la que no sabemos si salimos o entramos. Pero sobre todo, la contradictoria vivencia de la identidad en las castas que la han forjado a base de mitos patrimoniales en los que ya se ha dejado de creer. Porque no se vaya a pensar que la casa de los Mondragón es la casa del nicaragüense, sino la metáfora de una fantasía política que ha sido desenmascarada por la historiografía crítica de los últimos tiempos al desentrañar los agenciamientos simbólicos que hicieron posible la fi cción de la nación como un todo, como una comunidad homogénea y continua. Ha sido precisamente en la epistemología que enseña la narratividad literaria y su teoría, donde la moderna historiografía ha encontrado las herramientas necesarias para iniciar este proceso de desmantelamiento de los mitos que ella misma ayudó a construir al fi nal de la centuria anterior.

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Hoy, la derrota de los límites y las barreras de la antigua cartografía, nos obliga, nos urge a construir una nueva casa y una nueva identidad. Estamos actualmente en un proceso histórico que requiere de una especie de “expatriación”. En vez del limitado colectivo idílico se busca un nuevo colectivo capaz de albergar a toda la humanidad con su multicultural diversidad.

Se busca una casa onírica en la que quepan todos, sin exclusiones territoriales o de dominio; una casa de claros y espaciosos aposentos donde la imaginación se regodee en su intimidad sin culpas.

Esta casa urge y debemos conseguirla, aunque tengamos que pagarla en cómodos abonos mensuales; porque nuestra generación no es ya, no puede ser, omphálica sino una gene-ración transicional, que tendrá que renegociar la adecuada relación entre el pasado y el presente, entre lo local y lo global, entre la tradición y la modernidad, en nombre de un futuro si no más feliz, al menos más inteligible.

La casa de los Mondragón nos ha ofrecido una imagen poética del proceso histórico contemporáneo, del momento histórico que vivimos, caracterizado por una pugna que es todo un dilema entre la estrecha localidad de la nación y sus tiempos folklóricos, y el horizonte abierto e incierto de una metanación, cuyo tiempo todavía no atinamos a nombrar y muchos menos a caracterizar.

Hay en esa novela una pasión por la regresión que se debate entre la nostalgia y la anulación. A través de su análisis observamos unos esquemas costumbristas (formas del tiempo folklórico), en los que esa pasión por la regresión no es un gesto inútil, sino una forma de saltar hacia atrás para rebotar hacia adelante; es decir, un deseo de encontrar entre el diálogo del presente con el pasado y las proposiciones

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epistémicas que cada uno de ellos contiene dentro del otro, una tercera posibilidad aún no dada: nuestro futuro.

Obras citadas

Bachelard. Gastón. La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica, 1965.

Bajtín, Mijail. Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus. 1989.

Cisneros, Sandra. The House on Mango Street. New York: Vintages Contemporaries, 1991.

Cros, Edmond. D’un sujet a l’autre: Sociocritique et Psychanalyse. Montpellier, 1995.

Cuadra, Pablo Antonio. El nicaragüense. Managua: Hispamer S. A., 1997.

Eliade, Mircea. Ocultismo, brujería y modas culturales. Barcelona: Paidós, 1997.

Espinoza de Tercero, Gloria Elena. La casa de los Mondragón. León, Nicaragua: Editorial Universitaria UNAN-León, 1998.

Herren, Ricardo. La conquista erótica de las Indias. Bogotá: Planeta, 1991.

Huxley, Francis. El dragón. Madrid: Ediciones del Prado. 1994.Loynaz, Dulce María. Últimos días de una casa. La Habana:

Ediciones Torremozas, 1993.Ovares, Flora y otros. La casa paterna. Literatura y Nación en

Costa Rica, San José: Editorial Universidad de Costa Rica. 1993.

Real Academia Española. Diccionario de la lengua Española. Vigésima primera edición. Madrid: Editorial Espasa Calpe, 1992.

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Rincón, Carlos. Mapas y pliegues. Ensayos de cartografía cultural y de lectura del neobarroco. Colombia: Colcultura, 1996.

Viñuales, G. M. et alii. Iberoamérica. Tradiciones, utopías y novedad cristiana. Madrid: Encuentro Ediciones, 1992.

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Los secretos de la biblioteca y el triunfo de la nueva Eva en La casa de los Mondragón1

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Con el éxito alcanzado por La casa de los Mondragón (1998),2 la artista y humanista Gloria Elena Espinoza de Tercero3 irrumpe en la narrativa nicaragüense con una novela de gran simbolismo espacial y de ecos eminentemente femeninos. En relación con la dimensión espacial basada en una plasticidad de su lenguaje narrativo, cosa que muy tempranamente reconoció María Amoretti en su predominio visual (2000: 72), la importancia de la “casa” surge como metáfora, ya que “se va a encargar de caracterizar a sus moradores mediante una transferencia de

1/ Publicado en: DE MÁRGENES Y ADICIONES: Novelistas Latinoamericanas de los 90. Chen Sham, Jorge e Isela Chu-Olivares, editores. San Jose. C.R.: Ediciones Perro Azul. 2004: 315-338.

2/ Se trata de un verdadero boom dentro de Nicaragua; la primera edición de 3000 ejemplares está agotada y su autora está preparando una nueva edición corregida de la novela.

3/ Ejerció la docencia en el Colegio de la Asunción de la ciudad de León; en sus años de estudiante universitaria estuvo ligada al mundo teatral de la UNAN-León. Se ha destacado como una excelente y prolífi ca conferencista en temas de literatura y artes nicaragüenses por la cual se le ha reconocido su trabajo por la cultura nicaragüense, amén de su destacada labor a la plástica de su país como pintora primitivista e historiadora (Breve historia de la plástica leonesa, 1996). Más recientemente ha publicado otra novela con el título de El sueño del ángel (2001), ganadora del concurso de novela de FUNISIGLO.

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sus propiedades materiales, arquitectónicas y de ubicación” (1). La importancia del espacio, en tanto marco o escenario en donde evolucionan los personajes y se desarrolla la acción (Esquerro 1983: 72), se percibe desde el título y el primer capítulo de la novela; no solo constituye el desencadenante de la fi cción al situar los acontecimientos en la casa solariega de la familia Mondragón, sino también puntualiza un espacio fi ccional que es productor de imágenes y de percepciones en torno a referentes geográfi cos y orográfi cos verosímiles para los lectores nicaragüenses y latinoamericanos.

La riqueza de la toposemia ayuda a la construcción de la ciudad de León en la que se mueven los más diversos personajes, pero que tiene, en la casa habitada por la familia Mondragón, su centro neurálgico. Sin embargo, la distribución de las distintas habitaciones y aposentos, desde el comedor, la sala del piano, las recámaras, la gran sala de las visitas, los corredores, los jardines, aparecen para mostrarnos la heterogeneidad y la diversidad en los espacios de la casa. Con ello podríamos profundizar en las relaciones humanas que se establecen en esos lugares con vocación a ser espacios abiertos a la sociabilidad en donde el grupo se reúne (la gran sala o el comedor), frente a los lugares cerrados, en los que el individuo despliega su individualidad y la privacidad de sus acciones y sentimientos (por ejemplo, las recámaras). Sin embargo, hay un espacio que reclama su lugar preponde-rante en la economía espacial de La casa de los Mondragón y adquiere una signifi cación especial; se trata de la biblioteca. Al estudiar el espacio fi ccional, Milagros Esquerro plantea que éste puede asumir una función simbólica que apela al imaginario y a las representaciones de la cultura, pues es

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[…] à la fois l’espace de la recontre du moi avec sa propre image, et de la recontre avec le semblable, l’autre qui est aussi moi. (1983: 74, el subrayado es de la autora)El modo de presentación del espacio depende

estrictamente de su descodifi cación social y de las resonancias estilísticas que produzca. No es casual que sea la biblioteca el motor de la historia que nos cuenta La casa de los Mondragón, pues se transforma como el lugar privilegiado para la búsqueda de conocimiento y del sujeto, como si fuera “un viejo grimorio misterioso, generalmente bañado de luz, que simboliza el conocimiento en el pleno sentido del término, es decir, la experiencia vivida” (Chevalier y Gheerbrant: 189, la cursiva es de los autores). En los fundamentos de nuestra cultura occidental, la biblioteca siempre se ha representado como un espacio cerrado, en donde se guardan los secretos de la cultura, tal y como sucede en las bibliotecas medievales, más propensas a resguardar el saber que podría ser perjudicial y nocivo, además de salvaguardarlo de los ojos de curiosos y profanos lectores.4

La primera referencia a la biblioteca de los Mondragón aparece de manera indirecta, por medio de Lucrecia, la protagonista y sobrina de los dueños de la casa. El mundo de ensoñación, de fantasía juvenil y una tremenda imaginación hacen de Lucrecia el ejemplo paradigmático de la joven lectora bovaryana, enfrascada en novelas de aventuras y de idilios románticos. Sin embargo, es en el capítulo 2, “Don Ausberto en su caballete”, cuando se establece por medio de una sinécdoque, la relación espacial de la biblioteca

4/ Piense en el caso de la Biblioteca en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa.

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espinoziana con el castigo y el secreto. Sin que haya una indicación espacial, pasamos de la revista de los retratos de la familia Mondragón a la biblioteca de la casa, en donde Lucrecia abre y hojea libros con estampas; ella se detiene en uno que, a lo seguro, contiene láminas sobre el Vaticano. La curiosidad y el ansia de aventurarse en lo desconocido es tal que, en la mente de Lucrecia, se confunden las imágenes de castigo y de seres deformados que contienen los frescos de la Capilla Sixtina, con las palabras conminatorias tanto de la tía Prudenciana, como las del padre Santolín:

De inmediato venían a su memoria los sustos que provocaba a la tía Prudenciana y a la nana Leonarda, sus lecturas y fantasías en la biblioteca [….] (17)Tales palabras han dejado en Lucrecia alguna resonan-

cia, pues insiste como conclusión a las láminas de pintura encontradas en la biblioteca de su tío don Venturita, que en todas las religiones existe un temor de Dios y el hombre se representa en castigos (18). Tales asociaciones no son ca-suales en el imaginario simbólico de la Biblioteca, relaciona-do con la transgresión del precepto divino del conocimiento prohibido a la humanidad, según el “Génesis”. Por ello, al fi nal de este capítulo II, en lo que parece una experiencia extática y poniéndose en el centro de la biblioteca, Lucrecia canta, baila y recita el poema dariano “A Goya” de Cantos de vida y esperanza (1905). Como si fuera una apelación a fuerzas insondables, Lucrecia interpela el numen poético del ensueño y de la visión. Ella entra en un trance místico. En un arrebato de sensualidad que convoca el numen de la Poesía, Lucrecia tiene una visión extraordinaria en la que se superponen y se imbrican diferentes fi guras/ elementos. Todo comienza con la abolición del tiempo y de las fronteras espaciales; de ahí que se asocie el lienzo y el ojo en tanto

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inicio de una percepción intelectual:—Y me haría un lienzo… Ojo… Mueca de dolor… Maja desnuda… Ángel… Serpiente… Virgen… Nube… Mar… Eva… Pecado… Me haría color… Universo… Sibila… ¿Sería solo la tela que absorbe la imagen…?, ¿el bastidor que carga la tela…?, o… ¿en realidad soy… enigma? (20)La eternidad se sucede en un instante y Lucrecia se

abandona en una experiencia mística que la conduce desde su cuerpo hacia el lienzo; así, desde el envés (su cuerpo) hacia el reverso de sí misma (la tela), ella puede ahora ver fragmentos de cuadros que se suceden rápidamente y que su cerebro atisba en forma fragmentaria; estos cuadros son la “Maja desnuda” de Francisco de Goya, “El nacimiento de Venus” de Sandro Botticelli”, “Eva” de Albert Durero y “La Virgen de Guadalupe”. Se trata de una cadena sinecdótica altamente signifi cativa; comienza con la “maja desnuda” y termina en el “Pecado” y el núcleo programático trae implícita la noción de “mujer” en sus dos arquetipos “Virgen” y “Eva”, es decir, la mujer que viene a salvar a la humanidad y la mujer que trajo su perdición. En cuanto a la implicación prospectiva de una visión, en el sentido de que anuncia realidades ulteriores, la visión de Lucrecia funciona como una verdadera prolepsis que predice el desenlace de la novela. Tampoco es casual que esta visión se asocie con los recuerdos infantiles de Lucrecia sobre la prohibición de lo sexual y con las ideas de pecado y de castigo que la religión le habían infundido; por ello, desde un punto de vista psicoanalítico, esta visión desemboca un movimiento en el que el ser se disuelve y pasa a mostrarnos los deseos y miedos de Lucrecia.

Queda claro que tal visión del futuro de Lucrecia está relacionada con los libros y su necesidad de saber, de manera

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que el interés y la curiosidad van de la mano; ejemplo de ello es el Capítulo 4 “El espanto del piano”. Así, la novela insiste en poner en estrecha sincronía las travesuras de la niña Lucrecia con sus constantes huidas-refugio a la biblioteca de la casa. Contigüidad obliga, el fantasma del piano, situado en la sala, y la curiosidad de la biblioteca con unas lecturas que la hacen viajar imaginariamente, funcionan como elementos extraordinarios que desencadenan el mundo de lo extraordinario y maravilloso de la casa de los Mondragón. Por eso, decidida a averiguar el enigma que se esconde en la sala del piano, Lucrecia se esconde detrás de unas cortinas y descubre a un espanto que toca el piano; su visión del fantasma está mediatizada por sus lecturas literarias, las cuales le sirven de punto de comparación: “Se parece tanto a la lámina de aquel libro de música que vi en la biblioteca donde se representaba a Bach con su familia” (41), concluye.

A la luz de lo anterior, la infancia de Lucrecia pasa sin sobresaltos en un mundo poblado de fantasmas y de personajes de aventura por un lado, y por el otro, de resabios de beatería y unas costumbres cristianas ortodoxas como las que se practican en el rancio León de abolengo. Las ideas del castigo y del pecado, constantemente planteadas hasta en los detalles mínimos, las cuales manifi estan la religiosidad de las tías de Lucrecia y de las sirvientas de la casa, se refuerzan, cuando en este capítulo 4 el narrador informa de que a don Buenaventura, tío de Lucrecia y el señor de la casa de los Mondragón, “le disgustaba que Lucrecia pasara mucho tiempo en la biblioteca leyendo” (43). Reafi rmando el peso de la prohibición del conocimiento y la negativa a la educación femenina; don Venturita decía que “—las mujeres son para los trabajos hogareños, no para los libros” (44). Ello es capital para comprender dos cosas:

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• La interdicción social y simbólica recae sobre Lucrecia, la heredera de la familia Mondragón; es más, en el capítulo 7 el narrador vuelve a recordar la prohibición que pesa sobre la biblioteca; Lucrecia lee a escondidas de su tío, el garante de las tradiciones falocéntricas: “Lucrecia era adicta a ese cuarto de biblioteca y a leer los libros sin que nadie se diera cuenta, porque leía lo que no le correspondía dada su edad, y sobre todo, porque era mujer” (65), por lo que la biblioteca sería una realización de ese espacio cerrado, prisión, tal y como lo ve Nydia Palacios (202). La rebelión silenciosa de Lucrecia está marcada por la biblioteca: “sin proponérselo conscientemente, [ella] iniciará el cambio, gracias a las lúdicas visitas a la biblioteca de la casa. Las lecturas, que le estaban prohibidas, provocarán este proceso de manera sutil” (Amoretti 2000: 90).

• El futuro de un clan familiar de rancio abolengo, cuya estirpe se pierde en los orígenes de la nación y de la historia leonesa,5 es de linaje patrilineal. En la constitución del núcleo familiar de los Mondragón, tenemos al pater familias, su esposa, los otros tíos, los sirvientes, todos adultos, frente a Lucrecia, la sobrina de don Buenaventura y a la que crían desde niña en la casa solariega: “Lucrecia […] romperá la continuidad de la tradición aunque ella sea una Mondragón, por línea directa de mujer, ya que ese apellido le es prestado por línea materna” (Amoretti 2000: 90). De esta manera,

5/ Por ejemplo: “Uno de los accesorios más importantes era un retrato del ancestro familiar que los emparentaba con El Cid Campeador, parecido a Don Nereo, estaba muy oscuro pero se atisbaba su vesti-menta militar. Contaban los hermanos Mondragón, que fue un capi-tán mestizo que dirigió un famoso levantamiento de pardos, uno de los movimientos precursores de nuestra Independencia y que había sido brutalmente asesinado” (68).

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6/ Ello sirve para que La casa de los Mondragón se regodee en una exploración nostálgica de las costumbres, utensilios, usos e historias de un pasado inserto en el cronotopo folklórico-costumbrista. Ver Amoretti (2000).

7/ En La casa de los Mondragón, “[l]a culture est le privilège d’une élite, suffi samment libérée des soucis matériels pour se consacrer aux labeurs de l’esprit” (Jacob 24).

también Nydia Palacios desea leer las relaciones familiares en un espacio social en el que las relaciones de poder se cuestionan (205).

En efecto, desde el principio de la novela, la presentación de la familia Mondragón, la insistencia en el linaje por medio de las historias y retratos de los antepasados, tienen como efecto subrayar la presencia del pater familias, don Venturita, quien domina y hace cumplir la ley y el orden: “Había una obediencia rotunda y terminante al mandato de Don Buenaventura” (12). Ello contribuye a una distribución ordenada y jerárquica de las distintas habitaciones de las que se compone la casa, con el fi n de insistir en la riqueza de muebles y objetos que ha ido acumulando la familia Mondragón.6 De esta manera al llegar en el capítulo 7, a la descripción de la biblioteca, el narrador se esfuerza en darnos una descripción deta-llada de los objetos y muebles; no es un inventario con una simple función decorativa, sino con función simbólica, de un derroche y de un amontonamiento de objetos y muebles que, generación tras generación, van agregando los Mondragón a su patrimonio. Se trata de un afán de colección —o de museo— que delata el frenesí del acumulamiento burgués y que, en el caso de La casa de los Mondragón, confi rma el abolengo de la familia, es decir, la distinción simbólica gracias al acumulamiento:7

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Atornillados a la pared se elevaban algunos estantes hechos de madera oscura que contenían muchos libros y adornos como cajas de concha, cuadro pequeños bordados [y] enmarcados, flores enceradas dentro de recipientes de cristal, fotografías de mujeres con sombreros […]. (63)Este derroche y amontonamiento de mobiliario y

decoración, ese gusto por contar y describir hasta los mínimos detalles de estos, entran en una estrategia que Luis A. Jiménez relaciona con el ensimismamiento de los habitantes de este espacio, un modo de refugiarse en la casa solariega (185) y en la historia de una familia venida a menos, que vive de los recuerdos, de historias pasadas, de objetos un poco ya démodés. También la biblioteca desempeña una función primordial en el proceso de socialización de la casa de los Mondragón; es lugar de encuentro y de tertulia y lo es porque prolonga una cierta idea de refi namiento de la cultura en la “que se vivía en un lejano mundo clásico” (68) y se afi rma como “lieu de convergence des productions de l’esprit, étape obligée pour tous les intellectuels, les penseur et les écrivains” de León (Jacob: 24). Es decir, nueva y criolla Biblioteca de Alejandría, además de ser muy nicaragüense, convoca a todos a las veladas artísticas y a las justas oratorias, de tal suerte que es una perfecta mise en abyme espacial, la metonimia perfecta de una casa con distinción social: “Se podía ver en las paredes de la sagrada estancia intelectual, litografías con suaves colores pasteles de ninfas y lagos tranquilos, la Venus de Boticelli, angelitos y palacios con columnas truncadas, túnicas y mantos tirados al descuido [y] cubiertos de neblina” (68). La acumulación y la recolección de objetos funda la legitimidad simbólica de una familia que ha dado próceres, artistas, pensadores, etc., y determina, así también, las posibilidades genéticas

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de Lucrecia. Por otra parte, la biblioteca no tiene la misma función para todos los miembros de la familia; por ejemplo doña Marcelina la utiliza como bodega en donde “ponía chunches en un extremo de ese cuarto de la biblioteca” (65), lo cual facilita que desde niña Lucrecia la convierta en un espacio íntimo y personal para sus juegos y, sobre todo, para esconderse de la prohibición de la lectura, pues “[n]adie se daba cuenta que allí estaba parapetada entre tanto cachivache que, dichosamente, quedaba en la penumbra de la estancia” (65).

En tanto espacio que contribuye al desarrollo de la individualidad, la biblioteca representa el lugar preferencial para el repliegue de sí mismo, al mismo tiempo que funciona como espejo del alma en tanto posibilidad de libertad creadora y capacidad refl exiva. Para la Lucrecia niña, la biblioteca de la casa de los Mondragón es el país mágico de ensueños y de la libertad, apto para el viaje de una fantasía desbordada: “Su mente viajaba en esos armatostes, entre el oleaje, con las velas desplegadas, salpicada de agua salobre” (76), como también para la creación de reinos imaginarios a través de los libros: “La historia, la geografía y la literatura las interpretaba a su manera y las convertía en apasionadas historietas épicas y amorosas con ella de protagonista” (76). Lucrecia se transforma en una bibliófi la y en los libros encuentra a sus confi dentes e interlocutores en su soledad infantil; con ellos se inventa amigos imaginarios y reescribe su historia personal, pues como afi rma Palacios, “la lectura y la escritura constituyen la única forma para trascender las limitaciones de su condición” (205). Sin embargo, la biblioteca de La casa de los Mondragón encierra una paradoja; en cuanto propiedad de don Buenaventura, ella representa la sinécdoque del poder del dueño y señor de la

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casa; pero he aquí como esta legitimidad social y simbólica empieza a cuestionarse con Lucrecia, quien se apropia e invade, clandestinamente, este espacio y lo hace suyo; esta usurpación no es inocente según veremos más adelante.

De esta manera, en un ceremonial que la instancia narrativa reproduce como si fuera una acción habitual en ella, gracias a la utilización del imperfecto de indicativo, cada vez que Lucrecia se apodera de este espacio, entra en un escenario y transforma la biblioteca en un lugar para representar: “Esa biblioteca era el refugio de sus idealizaciones, el juguete secreto donde representaba, como en un teatro, una vida que no era la de ella y suspiraba porque hubiera sido” (77). La biblioteca es, entonces, como “des espaces refuges, hors du monde, où se constitue une manière de vivre […] ainsi Montaigne qui privilégie la retraite et le commerce des muses, l’image du secret et de l’intime” (Roche: 95). La construcción de este escenario está determinada por las posibilidades de representación que implican los libros de la biblioteca; para Lucrecia son verdaderos libretos cuya virtualidad teatral ella resuelve fi cticiamente: “Sumergida en sus trances, vagaba por los territorios de [O]ccidente, componía su lenguaje con palabras que encontraba en el libro y adecuaba a sus viajes imaginarios” (77). Si como plantea Anne Ubersfeld, “le théâtre est tout entier dans la cérémonie qui se réalise en face ou au milieu des spectateurs” (18) y si el actor “est celui qui joue un rôle fi xe dans une cérémonie” (100), Lucrecia desempeña para sí misma una serie de papeles en las que ella es protagonista y heroína del espectáculo que representa en la biblioteca, ahora convertida en escenario lúdico. Se trata de un ceremonial en el sentido ritual que tiene el término. Ello no es inocente, pues Lucrecia recita unas palabras mágicas,

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8/ Esto sería un común denominador en ambas novelas de Gloria Ele-na, los elementos oníricos, la plasticidad de las imágenes que dan profundidad e inmensidad dependen de este dominio de un lenguaje pictórico y psicológico, véase mi artículo sobre El sueño del ángel (Chen 2002).

una especie de encantamiento que transforma la biblioteca gracias a la imaginación y sus sueños.8 La ligereza y el vuelo del pájaro simbolizan el ascenso místico (Chevalier y Gheerbrant: 154-5), esa búsqueda iniciática en la que Lucrecia quiere desprenderse de su cuerpo y volar. Además, ella quiere ser pájaro azul; para Cirlot es “un símbolo de lo imposible” (352), mientras en Chevalier y Gheerbrant lo es de “las aspiraciones amorosas” (157). Al recitar el conjuro se produce la metamorfosis:

Al terminar sus palabras como de embrujo, supuestamente entraba en el ave y tenía un gran estremecimiento; lo hacía como si se encontrara en esa situación mutante. Se preparaba para una danza ritual totalmente inventada por ella. Manejaba sus brazos y manos […] Se deslizaba por la alfombra, bailando y hablando, modulando su voz como una verdadera artista. (78)Para Aintzane Doiz, en ciertos contextos las oraciones

con imperfecto designan la propiedad o la capacidad del sujeto a llevar a cabo una acción (134), dentro de un mundo o realidad que pueden ser descritos de dos formas distintas: el plano de la actualidad en donde “podemos describir las cosas que suceden en el mundo” y, b) el plano de la estructura de mundo en donde “podemos describir la estructura o propiedades del mundo que hacen posible que sucedan las situaciones” (137). Las acciones iniciales, “entraba”, “tenía”, “hacía” y “preparaba”, describen la estructura de mundo que posibilita que Lucrecia pueda llevar a cabo en situación real

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el bailar, hablar y modular su voz. Como actriz se prepara y se apodera de ese papel que va a representar en la escena teatro-biblioteca; su conciencia se eleva y tiene visiones que se concretan en esa inmensidad íntima que Gaston Bachelard encuentra en el ensueño y en la imaginación, nutriente de los espectáculos de conciencia humana: “un estado de alma tan particular que el ensueño pone al soñador fuera del mundo próximo, ante un mundo que lleva el signo de un infi nito” (220).

La relación sintagmática entre Lucrecia y la biblioteca desde ahora está asegurada con este rito de iniciación al que asistimos en el capítulo 7 de la novela. La ceremonia de la metamorfosis en pájaro azul, que se eleva por los territorios de lo imaginario y de lo inconsciente, funciona a la perfección y prepara el terreno para el destronamiento y usurpación de este espacio resguardado por los adultos y del que, a través de esta ceremonia, Lucrecia se ha posesionado. Los signos se suceden; ella se sienta en el trono y recibe la señal de su nueva condición de elegida:

[…]. Estoy hundida en el sillón de mi tío, mi padre Buenaventura. La luz de la claraboya traspasó los muebles, traspasó mi cuerpo; estuve translúcida en el tránsito, en mis transformaciones. Los chocoyos chirriando son mi realidad, soy una mujer. (80)La metamorfosis es visible en tanto iniciada en los

secretos de la biblioteca. Por ello, ninguno de los habitantes de la casa capta su transformación ni mucho menos pueden verla en la biblioteca, la cual se convierte en una verdadera prolongación de su propio ser en el sentido junguiano. De ahí que el narrador señale con toda pertinencia lo inaccesible y la forma imperceptible en que Lucrecia se desarrolla fuera de los ojos y el escrutinio de sus mayores:

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El mundo de la casa de los Mondragón era ajeno a las fantasías de Lucrecia que iban creciendo con ella. La alfombra turca, la biblioteca, junto a todo el cachivachero de mama Marcelina, eran los únicos testigos de su metamorfosis. (80)Contigüidad obliga, la metamorfosis de Lucrecia, con

esa conciencia de que es mujer, desemboca en el capítulo siguiente, el 8, en la noticia que trae el caos y la destrucción de la casa de los Mondragón: Lucrecia está encinta. La metamorfosis es física también y nadie puede hasta ese momento percibir sus transformaciones. Nadie se había dado cuenta, a pesar de que como indica el texto, “se atisbaba un abultamiento inusual en su cuerpo esbelto y además fi no” (97). Estas equivalencias en La casa de los Mondragón son sugestivas: el secreto de la transformación a mujer es concomitante al secreto de su embarazo; el proceso de iniciación de Lucrecia en esos nuevos “misterios eleusinos” tiene como consecuencia su embarazo. Por lo demás, el título de este capítulo es sintomático “El escándalo, deshonra y expulsión”. Desde el punto de vista del patriarca de la familia Mondragón, se trata no solo de un escándalo evidente para una familia conservadora y de buenas costumbres, sino también es un ultraje para don Buenaventura, herido en su condición de pater familias que resguardaba la honra de su sobrina. Han irrespetado su casa y a su familia, de manera que se impone el código del honor. Cuando el tío se entera de la noticia y sale corriendo hacia la casa como si fuera un energúmeno, así lo describe el narrador haciendo nombre a su apellido: “sin meditar, arrebatado y con la violencia de su sangre irrigando caudalosa en su cerebro que enviaba mensajes de ira a sus ojos. Parecían de dragón expeliendo fuego” (96-7).

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La escena del careo entre don Buenaventura Mondragón y Lucrecia ocurre nada menos que en la biblioteca. En primer lugar, la joven no entiende los sobresaltos y el malhumor de su tío, no logra comprender lo que sucede, ya que su competencia socio-discursiva y su experiencia de la vida, incompleta e inmadura, no le permite decodifi car el comportamiento de rabia experimentado por su tío; aclara el narrador al respecto: “Dentro de una ignorancia voluntaria, no se había dado cuenta de su estado; sólo se extrañaba de su metamorfosis y sospechaba, pero como de esos libros no había leído y en las novelas no explicaban pormenores, detalles o cambios como esos” (98). En segundo lugar, a manera de una nueva Emma Bovary o de un don Quijote de la Mancha, la Lucrecia espinoziana, lectora ingenua cuyo criterio de verdad lo establece la Literatura, no sabe cómo enfrentar esta situación confl ictiva y, a las preguntas de don Buenaventura exigiéndole revelar el nombre del responsable de su deshonra y “ultraje” (99), ella se refugia en los corredores de la fi cción hamletiana y se apoya en un libro como si fuera su escudo protector (100). Tercero, cuando entra en razón y toma conciencia de la realidad comparando su caso con el de tantas historias de amor que ha leído, Lucrecia contrasta “sus libros con historias de lejanos delirios como el suyo ahora […] con su propia historia cursi” (100). El efecto de realidad es aplastante y el ensueño de heroína la arroja ahora a su material y humana condición:

Esos eran los momentos, allí en esa biblioteca se estaba decidiendo su futuro y el de la criatura que ahora estaba segura — de que llevaba en su vientre, fruto de un amor soñado, casi mítico, idealizado, que de pronto se hacía tan real (101).

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9/“— Cuando una persona no vale la pena, es mejor dejarla sin rostro y sin nombre en la oscuridad del recuerdo. Perder algo o alguien que no sirve, es ganar. Voy a zambullirme en el Leteo para olvidar porque ya bebí la amargura del desprecio y debo luchar para estar en dis-posición de retornar a la vida— […] Se dijo a sí misma” (101).

10/Al respecto agrega Guerra lo siguiente: “Será sólo después de la caída y la pérdida del Paraíso cuando Adán la llamará Eva, palabra que signifi ca ‘dar la vida’ y ‘madre de todas las cosas’. […] Ella es una prolongación y una derivación que únicamente adquiere un nombre autónomo, luego de convertirse en una fi gura peligrosa que causa la caída y la pérdida del Paraíso” (38).

Llega a la resolución de no revelar el nombre del padre de su hijo y olvidarlo para siempre;9 un nuevo secreto se cierne sobre la biblioteca. Ante los silencios de Lucrecia, la cólera de don Buenaventura es implacable, expulsa a la joven de su paraíso, la casa de los Mondragón. María Amoretti subraya la cosmogonía que se construye sobre el personaje de Lucrecia, en cuanto nueva Eva “arrollada al árbol genealógico, un cuerpo de serpiente con cara de mujer” (91), según lo sueña y lo predice la niña Lucrecia en su primer arrebato místico en la biblioteca. Pero lo es en tanto realización de la arquetípica Eva, la que hace que Adán infrinja el mandato divino y es tentada por el conocimiento de sí misma: “Puedes comer de todos los árboles del jardín; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás en modo alguno, porque el día en que comieres, ciertamente morirás” (“Génesis” 2: 16-7; La Santa Biblia 11). Con gran perspicacia, Lucía Guerra desmonta el arquetipo fundante del discurso patriarcal, al tener en Eva la fi gura de la mujer subordinada al hombre, cuya fragilidad e imperfección conducen a la ruina del hombre;10 es decir, en tanto causante del pecado y del sufrimiento de la humanidad. Ello incide,

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afi rma Guerra, en “la anulación de la autonomía de la mujer” (38) con dos consecuencias capitales, a) está al servicio de su esposo o padre, y b) su función es la crianza y las tareas domésticas.

Por lo tanto, ¿es Lucrecia una nueva Eva? Sí, lo es desde el momento en que desestabiliza el orden familiar de los Mondragón y, desatendiendo la prohibición que pesa sobre la biblioteca y el conocimiento que ella encierra, desobedece el mandato del patriarca de la familia Mondragón. Ahora bien, ¿dónde se llevó a cabo el acto amoroso?, ¿se entregó Lucrecia voluntariamente? Deteniéndose en lo que piensa Lucrecia, el narrador describe el asombro y la perplejidad de la muchacha, quien recién empieza a tomar conciencia de su estado físico y de la gravedad de las palabras conminatorias de su tío; el narrador reproduce así lo que fl uye por la cabeza de Lucrecia:

Ella se sobó el vestido, tallándolo hasta abajo del vientre para reconocer su pecado, y en realidad notó la vuelta del mundo que le iniciaba una nueva vida; era pequeña pero notoria. ¡Qué estúpida había sido! ¿Cómo no se fijó? Definitivamente, era alocada, fantasiosa; pero nunca había sido tan ignorante e ingenua y en algo tan evidente y consecuente con lo ocurrido precisamente allí hacía pocos meses. (103)Todo ocurrió en la biblioteca, lugar en donde Lucrecia

se entregó por amor. Ahora bien, su silencio es aquí rebelión en contra del poder del patriarca y su negativa a revelar el nombre de su amante es síntoma de que afronta su condición con aplomo, pues toma la resolución de olvidar “sufriendo el desierto que dejó el hombre que se fue” (106). La novela insiste en que Lucrecia estaba enamorada y creía vivir un idílico romance que se destruye cuando tiene que volver a

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11/Coincidencias obligan, Lucrecia parece repetir el destino de su madre, Amalia Ángeles, quien contrajo nupcias con Vermeer Van Den Vondel, nombre artístico del cantante, quien en el altar nunca utilizó su verdadero nombre; quiere decir, entonces, que Lucrecia es hija ilegítima. Sería un caso de determinación biológica.

la realidad apabullante de su embarazo.11 Ahora, señalada por los suyos, en una soledad que la carcome por dentro, Lucrecia se identifi ca con la Eva mítica y La casa de los Mondragón insiste de nuevo en tal equivalencia:

Era abortada de su casa donde había vivido desde que nació. Tenía que salir como Eva del paraíso. Recordaba aquella lámina que se llamaba “El pecado original” de Miguel Ángel, representaba la tentación y la expulsión del Edén; así la había expulsado su tío, su papa. (109)Estratégicamente la comparación se hace con los dos

últimos términos, la expulsión; sin embargo Lucrecia no se refi ere al primero de ellos, “la tentación”. Ha cometido un grave error desde la óptica del falocentrismo, por el cual debe pagar y comienza, para ella, su camino de pasión “al calvario” (114), en la medida en que recorre las calles de León mientras es la comidilla de todos y le cierran las puertas de las casas a su paso. A los ojos de la sociedad leonesa ella debe “purgar [su] pecado” y hacer “penitencia” (115); la sanción moral cae sobre la que ha infringido las leyes sociales y el temor a represalias del patriarca hace que todo el León de prosapia le niegue cualquier ayuda a Lucrecia.

Una vez que Lucrecia es expulsada, la tristeza se apodera de todos los miembros del clan; ni las tías ni las sirvientas tienen ganas de reír y se despreocupan de la casa, al punto de que “[l]a apariencia reinaba en la familia para sostener la altura de su apellido” (191). El nombre de Lucrecia es prohibido y el silencio esconde el verdadero drama familiar;

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la desolación y la tristeza se apoderan de la casa de los Mondragón, en donde nada es igual desde ese momento. El dolor por la ausencia de la muchacha llega a su clímax en el capítulo 18, cuando el calor de la noche reúne a los contertulios en el jardín y doña Marcelina se lamente del triste destino de su sobrina, llegando a culpar al atavismo de la sangre los excesos de su comportamiento; piensa para sus adentros lo siguiente: “Seguramente la sangre de ese hombre europeo se impuso en ella, pudo más que el recato nuestro” (195), pues Lucrecia es un hija de un comediante que nunca la reconoció ofi cialmente; por consiguiente una bastarda que recogió don Buenaventura bajo su cobijo. Para doña Marcelina el jardín se asocia a Lucrecia;12 ello es capital para comprender la signifi cación del espacio del jardín en tanto realización del paraíso destruido, pues la fuente de alegría y de vida ha desaparecido. De manera que detrás de la poda realizada por los gemelos Tiliuitas, la cual causa la destrucción del jardín, se esconde un gesto simbólico en La casa de los Mondragón: la decrepitud y la desolación se han instalado en la casa.

Al plantear los alcances de las crisis en el imaginario social, las consecuencias de ella no pueden durar eternamente y, en el caso de la expulsión de Lucrecia, ella es reinstalada en el reino de los Mondragón por orden de doña Marcelina, quien pide antes de morir ver a la que reconoce como hija con todos los derechos patrimoniales del nombre y de la sucesión. No es casual que la novela hable de una reintegración de

12/“Esa noche, estaban reunidos mirando el jardín frondoso que Doña Marcelina tenía como orgullo e íntimamente le recordaba a Lucrecia, porque en este lugar, donde corría el aire fresco y era tan fl orido, pasaron muchos ratos agradables. En este lugar, Lucrecia siempre compartió sus sentimientos sobre animales y plantas […]” (194).

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13/Recordemos el sentido etimológico de “exhalar”, es decir, quien da su espíritu.

14/Como si fuera un Jacob a lo femenino, Lucrecia es bendecida por su tía-madre, cfr. Génesis 27: 26-29.

Lucrecia al seno de su familia (243), en el sentido de que ella ya ha purgado su castigo y puede reinstalarse en la casa de los Mondragón y ocupar su lugar en el clan. Ante la mirada de todo León, que asiste al sepelio de doña Marcelina, el cortejo fúnebre lo encabezan don Buenaventura y, a “su lado, de negro riguroso, Lucrecia con Lidia entre sus brazos” (246). Simbólicamente el poder del linaje es transferido a la sobrina por boca de doña Marcelina, quien in extremis exhalando,13 transfi ere en su sobrina las bendiciones del clan.14 De ahora en adelante, el sistema de parentesco de La casa de los Mondragón se invierte y comienza a perfi larse claramente una línea matrilineal. No es casual que un poco desvariando, don Buenaventura establezca unas semejanzas entre Lidia, la hija de Lucrecia, y doña Marcelina:

La miraba transformarse, apreciaba cómo sus brazos y piernas se alargaban, su voz cambiaba, sus facciones se hacían cada vez más parecidas a las de su amada Marcelina. ¡Cómo se parecía esa niña a su mujer!Eso sucedía en su imaginación porque Lidia era una muchacha fina, parecida a Lucrecia [;] nada tenía a la gran matrona hermosa, pero de abundantes gorduras, el corazón de Don Venturita deseaba que así fuera. (248)Este movimiento es paralelo al envejecimiento y

ensimismamiento de don Buenaventura, quien adelgaza y empequeñece en sus atributos tanto físico como simbólicos; la decadencia de su poder aparece; por ejemplo, las criadas de la casa no le guarden respeto alguno y lo tratan de “roquito, vejete y se imaginaba cosas” (247). La sucesión está ya

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asegurada y la genealogía de los Mondragón pasará ahora a manos de las descendientes mujeres del clan. Además, otro detalle que explica el restablecimiento del orden social en la casa es la primera tarea doméstica ordenada por Lucrecia: bajo sus manos el jardín, que era una de las prerrogativas de doña Marcelina, empieza a fl orecer de nuevo. Así las siguientes palabras de Lucrecia tienen también una proyección que irradia sobre el espacio de la casa y de sus habitantes: “—No cabe duda [de] que la tierra que tenemos es pródiga, sólo basta con plantar y ya surge la vida de sus entrañas” (247).

Con la construcción del mito de una nueva Eva,15 que causa la perdición del orden masculino, La casa de los Mondragón insiste, como otras novelas de escritoras latinoamericanas que tienen que ver con genealogías femeninas,16 en la confi guración de una nueva sociedad

15/A diferencia de Eva, muestra Lucrecia que también puede revertir el efecto perverso del mito, y ella puede verse como creadora, con ese poder de nombrar y dar realidad a las cosas; Lucía Guerra ha insistido en la voluntad castradora del mito, al otorgar a un poder masculino la capacidad de crear, pues “la Diosa Creadora o Madre de todo lo viviente es desplazada o depuesta por una fi gura creadora […] que anuló lo concreto biológico y fue concebido como algo completa-mente diferente a toda experiencia humana” (36). En el capítulo 13, Lucrecia está en contra de esta preeminencia creadora del hombre; refuta Génesis 2:19-20 y empieza a dar nombre a los seres imagi-narios que crea: “Lo único en que no estaba de acuerdo con el creador era que Eva no hubiera sido partícipe de esa palabra […] para ella demasiado importante. En ocasiones se la escuchaba diciendo: —Te llamarás tililín porque eres un aparatito que canta… Te llamarás prin-cipio porque sos lo que me ha dado el comienzo en mi cuaderno… Te llamarás sualini ito porque sos suave y pequeño…” (133).

16/Por ejemplo, La casa de los espíritus de Isabel Allende o Como agua para chocolate de Laura Esquivel.

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17/Esta relación entre tío materno y sobrina es de una gran resonancia simbólica en literatura; he estudiado la inversión del avunculado en La tía Tula, de Miguel de Unamuno, en donde la tía materna será la heredera y la que posee los derechos de autoridad parental, cfr. Chen 2000.

en la que las mujeres vienen a cuestionar el falocentrismo occidental. Con ello se modeliza la experiencia de subalternidad, que signifi caba la exclusión de cualquier fi liación femenina, porque construía una genealogía de carácter patriarcal (Guerra: 25). Ésta traduce una nueva realidad del sistema de parentesco, fundada sobre una estructura avuncular, en la que el tío materno,17 a pesar de que sea doña Marcelina la que ordene la reinstalación de Lucrecia en el seno de la familia, “representa la autoridad familiar; es temido, obedecido, y posee derechos sobre el sobrino” (Lévi-Strauss: 39). En este caso, la línea de la sucesión del parentesco se heredera a la sobrina, quien gozará desde ahora de los privilegios de la transmisión simbólica del linaje y de la prosapia de los Mondragón: Buenaventura → Lucrecia → Lidia. La insistencia en la estirpe, con las distintas generaciones de ese árbol familiar, y la detallada descripción del patrimonio de la casa —sinécdoque de la familia— están en la novela para proponernos el viraje del sistema de parentesco patrilineal, que tiene en don Buenaventura Mondragón su último descendiente. Ello se revierte en La casa de los Mondragón y ésa es la función de Lucrecia, cuya rebeldía y sus afi ciones a los libros y espantos, representan esa herencia biológica y espiritual de todos los Mondragón artistas, héroes y próceres, locos, libertarios y emprendedores, que ella subsume y condensa en sí misma.

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Obras Citadas

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Bachelard, Gaston. La poética del espacio. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 2a. edición, 1975.

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Ubersfeld, Anne. Lire le Théâtre. París: Messidor/ Éditions Sociales, 1982.

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Las relaciones de poder en la Casa de los Mondragón1

Nydia Palacios Vivas

Mujer que sabe latín ni tiene marido ni tiene buen fin.

Existe toda una tradición literaria sobre la casa como refugio, prisión, nido de amor, morada del peregrino, albergue para desamparados, etc. Títulos como La caída de la casa Usher, de Edgard A. Poe, La Casa de Bernarda de Alba, de García Lorca, La casa verde de Vargas Llosa, La casa de los espíritus, de Isabel Allende, La casa de Asterión, el magistral cuento de Borges, La casa blanqueada, de Alfredo Valessi y ahora se suma, en la literatura nicaragüense, La casa de los Mondragón de la escritora leonesa Gloria Elena Espinoza de Tercero.

En todas las obras antes mencionadas predomina el sentido de espacio que puede ser acogedor o destructivo. En sus interiores, como sucedía en las buhardillas de las novelas del siglo XIX, se recluía a la loca o histérica que prendía fuego a su prisión como en Jane Eyre, de Carlota Brönte. Cuartos interiores, pasillos, y ventanas suelen ser mudos testigos de pasiones, tristezas, esperas, horrores,

1/ Publicado en: Estudios de literatura Hispanoamericana y Nicaragüense. Nydia Palacios Rivas. Managua: Fondo Editorial Inc., 2000.

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amores, celos y traiciones. La palabra “casa” es portadora de múltiples signifi cados, pero predomina la idea de felicidad o desdicha, el espacio feliz u hostil, como afi rma Gastón Bachelard en su famoso libro La poética del espacio. Este trabajo está en deuda con este fi lósofo francés y con Michael Foucault cuyo libro Power and Knowledge constituyen el marco teórico del presente estudio. La casa paterna suele ser el cordón umbilical que une a los miembros de una misma familia. El hijo que se va y regresa después de muchos años, revive el pasado en cada cuarto, en cada rincón. Triunfante o desgraciado, retorna al espacio amado, al espacio feliz: “Al acordarnos de las casa y los cuartos aprendemos a morar en nosotros mismos” (Bachelard 30). Estos espacios interiores se evocan con nostalgia porque la casa es nuestro rincón del mundo. Por muy humilde que sea, “la casa es realmente un cosmos. Un cosmos con toda la aceptación del término” (34).

Sin embargo, la casa de la familia Mondragón, contrario al espacio feliz de que habla Bachelard, constituye en esta novela el espacio del poder, ejercido por el señor Mondragón, en contra de su sobrina, Lucrecia, encerrada en su hogar-prisión, en una jaula de oro, como la princesa de la “Sonatina”. La protagonista, ligada por el apellido con el señor Mondragón, permanece custodiada por “un labrel que no duerme y un dragón colosal”. Sin duda alguna el apellido hace referencia a ese ser mitológico que escupe fuego por la boca.

Al igual que en Bernarda Alba, símbolo de lo autoritario y lo despótico, que mantiene a sus hijas bajo su control absoluto, así el señor Mondragón maneja a su esposa, madre, tías solteronas y las sirvientas, a su capricho y voluntad, a excepción de su sobrina Lucrecia, la heroína de la novela, como lo demostraremos más adelante.

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Consideraciones generales

A través de la vida de una familia, las costumbres ancestrales y la vida cotidiana, León adquiere categoría universal en la novela de Gloria Espinoza de Tercero. Como bien señala María Amoretti, “el análisis de La casa de los Mondragón debería entonces permitirnos echar una mirada al devenir mismo de la realidad social de la que ella emerge: la sociedad nicaragüense que hace paso entre el siglo XIX y el siglo XX” (3). El excelente trabajo de la profesora costarricense, especialista en socio-crítica, apuntala hacia los cambios que pueden palparse entre estos siglos a través de los sucesos históricos, los pensamientos, actitudes y conductas de los personajes de la novela. Amoretti muestra en este trabajo inédito, leído en la Universidad de Costa Rica, el contraste épico (tiempo absoluto) de los antepasados y los héroes, y el tiempo real de la actualidad (tiempo histórico)” (4).

Para mí, León es el gran personaje colectivo. Esta ciudad con sus innumerables iglesias y su calor sofocante, sufre la invasión de los piratas, las erupciones de sus volcanes, los desastres naturales, los cambios sucedidos con el régimen de Zelaya, la prosperidad económica con la siembra del “oro blanco”, el asesinato de Somoza por Rigoberto López Pérez. La vida de su gente sencilla que acude a los falsos adivinadores del futuro, sus gigantonas y sus Purísimas, y los locos que deambulan por las calles, constituyen todo un mosaico de tradiciones y costumbres de los habitantes de la ciudad, donde reina el tedio y la apatía y donde lo más importante es la misa de los domingos.

Espinoza de Tercero, con un detallismo sorprendente, recoge en sus páginas, los acontecimientos cotidianos, y con una buena dosis de humor, nos introduce en el mundo

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privado de la casa de los Mondragón, para hacer una crítica soterrada a una sociedad patriarcal, representada por Don Ventura Mondragón con unos rígidos valores que impiden la realización personal.

Esta novela constituye un inmenso mural donde se inscriben los más ínfi mos detalles de lo que sucede en los interiores de la casa, al mismo tiempo que describe lo que sucede fuera de los muros de la casa-prisión, como el lente de una cámara, que va fi lmando de adentro hacia afuera. De esta manera, desde ese microcosmo, la casa solariega, la escritora nos toma de la mano y nos conduce a un espacio más amplio, el macrocosmo de una ciudad provinciana, cuna de apellidos ilustres, pero también espacio donde los pobres luchan por sobrevivir con sus trabajos artesanales y sus humildes ofi cios.

Un rico anecdotario confi ere amenidad al relato. El siguiente pasaje puede servir de ejemplo. El protagonista es Don Eustaquio, un huésped del ilustre señor Mondragón. Las posaderas de este señor sufren el aguijonazo de un alacrán. Su fi gura esperpéntica se emparienta con la fi gura del ilustre manchego en el episodio de los cueros de vino:

Parecía el padre eterno en persona, como en una pintura manierista de el Greco, con la salvedad de que la gran cotona blanca la mantenía suspendida por ambas manos, desde donde se divisaban las piernas flacas y arrugadas, con sus genitales colgados y las nalgas flacas en los pliegues que hacían resaltar al negro y ponzoñoso animal. (51)Por otra parte, la descripción de una de las mujeres de la

casa, se asemeja a la descripción caricaturesca de Maritornes, la criada de la venta donde se hospeda Don Quijote. El parentesco físico de ambas es enorme. Maritornes es jorobada, chaparra, “de un ojo tuerta y del otro no muy sana”, por su

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parte, el cuerpo de la sirvienta de los Mondragón carece de cintura “como un barril lo ceñía con faldas talladas y blusas socadas de colores brillantes y fl oreados. Su cara parecía luna llena, sonriente o seria, pero siempre serena. Los ojos eran absolutamente redondos, grandotes, parecían ir antes que ella a todas partes. Se afeitaba las cejas” (153).

Como lo comprueban las citas anteriores, Espinoza reescribe, parodia y reelabora textos precedentes, en especial de las letras clásicas, la Biblia, Homero, Ovidio, Dante y Shakespeare y Cervantes; héroes mitológicos, fi lósofos como Platón, Séneca, Descartes, Rosseau; poetas como Béquer, Darío, Cortés, y muchos otros escritores nicaragüenses, por medio de citas y paráfrasis que demuestran que la escritora leonesa posee una erudición poco común. Pero no sólo textos literarios, fi losófi cos o científi cos conforman el entramado de su novela, sino que la intertextualidad abarca una amplia gama de partituras musicales de Bethoven, Bach, canciones populares, cantos a la Purísima, alusiones a cuadros de pintores célebres como Da Vinci, Miguel Ángel, Goya, Velázquez, El Greco, etc. y muchos más que evidencian la solidez y riqueza de sus conocimientos pictóricos y musicales. De esta manera, La casa de los Mondragón posee el diseño de un inmenso mural como decíamos al principio de este trabajo, donde, a manera de collage, apreciamos los varios textos de los que abstraemos la forma de una relación intertextual dentro de un solo texto, que mantiene el poder absoluto de dar sentido a los otros que se han asimilado. Anderson Imbert afi rma:

Se supone que el escritor es un hombre culto. Cuanto más culto sea más libros habrá leído. Sin duda sus lecturas influyen en la creación de sus propias obras. Es más: muchos escritores cultos se complacen en integrar a sus

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escritos lo que han leído. Tanto es así que se ha llegado a decir que una obra literaria siempre evoca a otra, y que al final de cuentas todas son intertextuales. (46)Éste es el caso de Gloria Elena Espinoza de Tercero, que

ha dado muestra en la elaboración de su novela de la amplia y variada gama de conocimientos que posee.

Don Ventura Mondragón y Lucrecia Mondragón: poder y desafío, autoritarismo versus transgresión.

En esta novela la representación literaria de Don Ventura encaja dentro del arquetipo del hombre autoritario, que ejerce un poder absoluto sobre todas las mujeres de su casa: su esposa, su hermana, su sobrina y las empleadas domésticas. La casa de los Mondragón es como una gran cárcel donde el patrón controla hasta el pensamiento de las mujeres. Ninguna se atreve a contradecirle, muchos menos a desobedecerle. Agachan la cabeza, sumisas, sin un asomo de rebeldía. Dice Foucault: “El poder no es sólo el mantenimiento y reproducción de las relaciones económicas, sino por encima de todo constituye una relación de fuerza. El poder es esencialmente aquello que reprime. El poder reprime lo natural, lo instintivo, una clase social y a los individuos” (88).

Sólo Lucrecia en un momento de su vida y su hija Lidia, muchos años después, enfrentan su poder. Ella lee todo tipo de lecturas y escribe versos en un tosco cuaderno. Lucrecia reúne las características del personaje típico del Bildungsroman, la novela de aprendizaje de origen alemán: juventud, orfandad (hija ilegítima de un cirquero ambulante y huérfana de madre), provincialismo, la sociedad circundante, autoeducación por medio de las lecturas prohibidas, una

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relación amorosa y búsqueda de valores. De acuerdo con Ester Kleinbord (Tod Konjte: 108) en este tipo de novela que se inició en Alemania en el siglo XVIII y cuyo protagonista era un hombre, sufrió un cambio súbito a partir de 1900, cuando las escritoras comenzaron a diseñar personajes femeninos de fi cción que llegaron a desarrollar una identidad a través de experiencias signifi cativas producto del aprendizaje.

En el caso específi co de Lucrecia, la lectura y la escritura constituyen la única forma para trascender las limitaciones de su condición. “Nacer mujer es el peor castigo” dice García Lorca en La casa de Bernarda Alba. La rebeldía de nuestra heroína está en manejar su propio espacio mágico, en el cual ella optó por transportarse al más allá de la realidad y sumergirse en el universo literario donde compartía las aventuras de Ulises, Marco Polo y otros viajeros famosos. En su mundo de fantasía, ella dialoga con los personajes de fi cción y siente como suyos sus experiencias y emociones. Por medio de la lectura ella se escapa de la realidad prosaica y la rutina espantosa que vive la familia Mondragón. Suele remontarse al pasado precolombino y a veces siente que es el ave Fénix o un dragón chino.

Ella es una protagonista que capta nuestra atención por ser una joven con una prodigiosa imaginación que vive las experiencias de las novelas que lee con delirio. Esconderse era la estrategia para escapar del castigo de su tío, porque según él, podía pervertirse y faltar a la moral y a las buenas costumbres. Existía el peligro de convertirse en una transgresora del canon social:

Lucrecia era adicta a ese cuarto de biblioteca y a leer los libros sin que nadie se diera cuenta, porque leía lo que no correspondía a su edad y, sobre todo, por que era mujer. Algunas veces, ocultándose, encendía una candela y se

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sentaba detrás de la silla alta de Don Venturita para no ser descubierta: se percataba de que no la vieran, porque sabía la opinión de los de la casa al respecto. (65)Ante lo pernicioso de la palabra escrita que ella devora

con avidez, tenía que ocultarse de la mirada de su tío. En una ocasión tomó fuego el colchón y las sábanas al dormirse y no apagar la candela con la que se alumbraba debajo de la cama, y así queda al descubierto la joven infractora de la ley que leía Madame Bovary. Don Ventura con rigor inquisitorial, arrebata el libro que él considera peligrosísimo para su sobrina. Al igual que en el famoso escrutinio de los libros de caballería de la primera parte del Quijote, donde el brazo seglar del Ama condena a la hoguera a muchos de ellos, así las mujeres de la casa Mondragón prenden fuego a la novela de Flaubert y obligan a Lucrecia a permanecer postrada ante los santos:

[...]la obligaron, de nuevo, a rezar arrodillada frente a los santos durante una hora, rezando sobre todo, para quitarle de la cabeza todos los pecados proporcionados por el libro corrupto que rompieron y quemaron en una pana. A las cenizas vertieron agua bendita, para que su contenido no le hiciera daño a la niña soliviantada por la denigrante y lujuriosa lectura. (160)El uso del intertexto cervantino suele ser frecuente en el

mundo narrativo de La casa de los Mondragón, que merece un estudio especial. Por otra parte, Lucrecia se siente exiliada en su propia casa. No le gustan las tareas domésticas, no suele salir con amigas, no participa del chismorreo permanente de las mujeres de la casa. Reiteramos que ella se evade por medio de la lectura y sueña con viajar a países ignotos y maravillosos. Ansía explorar lugares desconocidos. No es igual a los demás. Ella vive en su exilio interior. A este respecto, Paul llie considera dos tipos de exilio: el exterior

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y el interior. El primero equivale a un destierro físico, el segundo puede vivirse en un mismo espacio geográfi co, pero no sentirse igual a los que nos rodean, especialmente cuando no se comulga con las ideas de otros. El que sufre el exilio interior inicia un peregrinaje, una búsqueda, un ansia de viajar dentro de sí mismo buscando respuestas: “Desde el punto de vista espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo” (Cirlot: 471). Los héroes son siempre viajeros, es decir, inquietos. El viaje es una imagen de la aspiración del anhelo nunca saciado, que en parte alguna encuentra su objeto. De esta manera, Lucrecia se transporta a otras épocas, a otros espacios, es la eterna viajera de un viaje que parece no tener fi n. Por ello, Marco Polo, Colón y Ulises son sus personajes favoritos.

Esta joven soñadora, de una relación efímera, resulta embarazada. Como en el libro del Génesis, la expulsión del Edén no se hace esperar. Al enterarse del suceso, Don Venturita, como despectivamente lo llama la voz narrativa por su bajísima estatura, luego de sorprender a Lucrecia que leía a escondidas El Conde de Montecristo, le asesta tremenda bofetada, gritándole:

¡Usted, muchachita indómita, no reparó en el daño que hacía a toda esta familia, estricta en asuntos de la honra de las señoritas! Si fuera en los tiempos de mi antepasado, el Cid Campeador, seguro que empeñaría mi palabra para batirme a duelo con ese imbécil que cometió este ultraje...! (99)Don Ventura responde al retrato del viejo patriarca,

como un epítome del egoísmo y de la mediocridad. El señor Mondragón convertido en un juez implacable, la expulsa de

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la casa. La infracción a los interdictos sobre todo, tratándose de la moral convencional, sitúa a la mujer en el ámbito de ángel o demonio, de acuerdo con una dicotomía postulada por el discurso masculino heredado. La crítica chilena Lucía Guerra Cunningham afi rma:

Un elemento importante en el dialogismo básico que se establece entre la voz convencional izada del Orden masculino y sus resonancias en la imaginación femenina, es sin lugar a dudas, la categoría del Deber-Ser que ha escindido a la mujer en virgen o pecadora, santa o bruja, propiciado por la moral patriarcal y teorizado desde una perspectiva positivista por Augusto Comte. (380)De esta manera, el pecado o la amenaza del No Deber-

Ser, de acuerdo con estos parámetros, se convierte en el núcleo más problemático de la identidad femenina. Lucrecia recibe todo el peso de la ley. De ahora en adelante, deambulará sin rumbo fi jo, despreciada por las amistades de Don Ventura, que no se atreven a darle refugio en sus hogares por el miedo a enemistarse con el señor Mondragón. Esta protagonista es un caso de Bildungsroman, pero al revés: en vez de un proceso positivo hacia la madurez como producto de sus lecturas, este autodidactismo aparece coartado por un monstruo de varias cabezas, como dice la escritora venezolana Teresa de la Parra: religión, moral, sociedad, deber, principios y honor familiar.

No obstante, la voz narrativa en la novela que comentamos, cuestiona la polaridad que mencionábamos antes equilibrando las fuerzas y denunciando la doble moral. Crítica abiertamente a la sociedad machista adjudicándole la responsabilidad al hombre causante de la desgracia de Lucrecia:

Soledad y abandono de mujeres usadas y después tiradas a su suerte, a lo que la vida les pudiera dar. Trillada

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soledad en todos los tiempos y lugares. Realidad de la mujer que vivía en esos pueblos olvidados en los mapas, con un sin fin de crueles reglas de machismo y severidad social... ¡Inocente! (...) Regaló su amor, sin cumplir los reglamentos y protocolarios acuerdos matrimoniales, cuando el pecado era mayor hacia los preceptos de la sociedad que hacia Dios... (105)Observemos que la voz narrativa omnisciente, en

este trozo como en otros, abandona su punto de vista y se identifi ca con su personaje convirtiéndose en una narradora cómplice con la madre soltera. Así se aprecia cuando aúna su voz a la de Lucrecia, quien ante un grabado del pecado original pintado por Miguel Ángel increpa al pintor. La voz narrativa enfatiza en la indefensión de la mujer ante una ética masculina que sólo censura la conducta femenina. La escritora Espinoza de Tercero reescribe la palabra bíblica y emplea un intertexto pictórico que aparece reproducido en un libro: Las dos voces, la narradora y la de su personaje se juntan en un enérgico reclamo:

Siempre la mujer tendría la culpa, ¿y el hombre?—Luego continuaba evocando la pintura—: El ángel llameante expulsándolos. En esa lámina del libro, dos pagaban el precio del pecado, aquí soy yo y mi pequeño ser flotante, palpitante, inocente de su origen. (110)Sólo un personaje, de dudosa reputación, la Domitila,

cuyo ofi cio es leer las cartas, alberga en su casa a la Eva expulsada del paraíso. Lucrecia encuentra solidaridad en una mujer que le tiene sin cuidado el qué dirán y, sobre todo, lo que piense Don Ventura Mondragón. Esta madre soltera constituye un caso típico de nuestra enfermedad contemporánea que ve con indiferencia la paternidad irresponsable. “Hijos sin padres acusando al machismo imperante en sociedades cursis, mediocres” afi rma con

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vehemencia la autora. Lucrecia sufre los rigores de una sociedad cerrada cuyos miembros más ilustres se jactaban de ser descendientes del Cid Campeador y de ostentar escudos de armas y blasones que confi rmaban el abolengo de sus antepasados. En más de una ocasión, la narradora se refi ere irónicamente a los orígenes de estas familias como lo hiciera Sergio Ramírez en su primera novela Tiempo de Fulgor.

La historia de Lucrecia es la historia de un talento artístico que no culmina con la exitosa consagración de una escritora, sino con el fracaso, el silenciamiento de lo que el patriarcado llama burlonamente “la mujer bachillera”, como dice Edna Aizenberg. Después del nacimiento de su hija ilegítima, Lydia, con el tiempo Lucrecia regresa a la casa de los Mondragón. Ella sacrifi ca su orgullo por el porvenir de su hija. Lucrecia se rinde ante el poder y acepta las condiciones del patriarca enterrando para siempre sus ilusiones, su afi ción por los libros, y su pasión por la escritura hasta el día de su muerte prematura. Al volver a la casa se dedica a las tareas domésticas limpiando de gorgojos y piedras los frijoles. Ella ejemplifi ca la mujer con talento que se malogró. Su trayectoria de protagonista subversiva sucumbe al orden patriarcal estrictamente resguardado por su tío. Lucrecia es una nueva Ifi genia sacrifi cada por su padre Agamenón. La representación literaria de Lucrecia obedece a la heroína de un Bildungsroman fracasado.

Diferente es la óptica del diseño de Lidia. Espinoza de Tercero incursiona en lo íntimo femenino de este personaje al transgredir el código textual de una tradición eminentemente masculina y a la vez subvierte las imágenes prístinas elaboradas por el orden burgués y patriarcal como afi rma Lucía Guerra:

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Anulando los dualismos mutiladores que hacen de la madre abnegada o pecadora, las escritoras latinoamericanas la representan como un ser complejo y contradictorio, como un ser que infructuosamente busca la gratificación sensual en un impulso de carácter ontológico. (376)Así Lidia, aunque dócil y tímida, en lo exterior, en la

intimidad desata sus deseos sexuales reprimidos. En ella es persistente la idea de que el deseo es perverso y obsceno. Reza constantemente y pide perdón a Dios por tener tantos pensamientos pecaminosos. Piensa que vertiéndose alcohol en sus genitales disminuirá el ardor pasional que la obse-siona, pero pronto deshecha esta idea y siente una necesidad de entregarse al marido. El deseo es el elemento disidente contra la moral impuesta y de esta manera ofrece resistencia al sistema ético dominante. El goce sexual femenino es pre-sentado por Espinoza de Tercero en forma franca y abierta y sin mistifi caciones de ningún tipo. Su escritura constituye un discurso en que lo erótico, la sensualidad femenina, es legítima.

[...] el marido joven y enamorado llegaba con urgencias apasionadas. Deseaba tocarla, palpar dunas, valles y colinas, olfatear rincones. Ella florecía desde que él entraba [...] Terminaba rindiéndose, porque ella también sentía la vertiente que salía con violencia de la hembra [...] Jadeantes, sudorosos, expeliendo olores que aspiraban con delirio, ondulantes en la cama, desarreglaban sábanas cuidadosamente extendidas, dejándolas perfumadas con el aroma del amor... (301)Este despertar erótico se suma al aprendizaje de las

diferencias socio económicas al comprobar que Don Ventura desprecia a Rolando, su marido, un don nadie. Para el señor Mondragón, descendiente del capitán español Don Alonso, venido a León por el año 1600 y emparentado con Rodrigo

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Díaz de Vivar, el matrimonio de Lidia constituye un insulto a la honrosa sangre que corre por sus venas. De esta manera, ella opone resistencia a la voluntad de su despótico tío-abuelo.

Don Ventura, en un alarde de poder, pretende acaparar hasta el amor de sus sobrinitos, pero en un gesto digno y valiente, Rolando, quien nunca le cruzó palabra, aun viviendo en la misma casa, se lleva a Jinotepe a su esposa y a sus hijos. Se había establecido una guerra silenciosa entre Don Ventura y Rolando. El señor Mondragón deshereda a Lidia y sólo le dejó una máquina de coser, símbolo de la subyugación femenina.

Asimismo, las demás mujeres de la casa, responden a los estereotipos con que solían representarse las mujeres en la literatura: la que soporta una eterna soltería; la recatada, que aplasta la turgencia de sus pechos con fajas muy apretadas para no despertar lascivia en los hombres; la que encerrada en la cocina pasa la vida entera preparando la comida de los señores, toda una constelación de mujeres sufridas, reprimidas en su sensualidad, temerosas del qué dirán, soportando sobre sus hombros todo el “peso ancestral”, el peso de la tradición. Por otra parte, el lenguaje como instrumento de poder se manifi esta en los distintos niveles de lengua que usan los patrones y los sirvientes. El habla popular está plagada de dichos, de pronunciación y dicción defectuosa, del abuso de la jota en vez de eses, etc. El habla culta está en boca de los señores, el cura español y el boticario. La esposa de Don Ventura se dirige a Dámaso el sirviente:

—y dónde es que me dijiste que vivías, porque a lo mejor algún día te vamos a ver.—Puej ej del Tamarindón un guindo abajo y tres palos a la derecha, ay por ‘onde se regresan los vientos; o sella

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puej, di’onde mataron al indio tres piedras a la quebrada. (58)Observamos la contraposición entre el lenguaje que ella

usa y la oralidad del analfabeta, del ignorante.Finalmente, no sólo en lo sexual, de acuerdo con

Gabriela Mora, las escritoras de estos últimos años, van mos-trando nuevas experiencias. Un aspecto muy importante es el quehacer literario mismo. Las autoras están experimentando nuevas formas de expresión. Éste es el caso de Gloria Espinoza de Tercero, que hace gala de un empleo acertado del intertexto poético, fi losófi co e histórico. Las páginas de su primera novela revelan un sólido conocimiento de los clásicos, en especial Platón, Dante, Shakespeare, Cervantes, y sobre todo, la lírica nicaragüense.

La casa de los Mondragón es una novela en donde se entretejen refranes, citas en latín, hasta canciones populares de Agustín Lara y Olimpo Cárdenas. A este mosaico plurivocal habría que sumarle el hábil recurso de las artes plásticas que agregan colorido, tonalidad y una variedad de matices que denotan una prosa muy rica en elementos pictóricos, musicales y sinestésicos.

En conclusión, La casa de los Mondragón es la representación de la vida provinciana de León a fi nales del siglo hasta las últimas décadas del presente, Sus costumbres y tradiciones son captadas por el lente de una cámara que se centra en el acontecer cotidiano de los moradores de la casa de Don Ventura, imagen del patriarca cuya palabra es ley. Sobresale Lucrecia; la gran lectora y escritora que ocupa el espacio de las márgenes, se esconde para leer detrás de alto espaldar de la silla del señor de la casa, un no-lugar. Las relaciones de los personajes femeninos y masculinos no se horizontalizan. El poder se da en forma vertical y aniquila

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la fi gura femenina que se reduce al perímetro de la casa coartando la identidad y la creación femenina.

Obras Citadas

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Tradición genérica del sueño: las visiones místicas

y apocalípticas en El sueño del ángel1

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La más reciente novela de la nicaragüense Gloria Elena Espinoza de Tercero, El sueño del ángel (2001)2 se caracteriza por una experimentación discursiva y una fragmentación textual que ponen a la escritura espinoziana en esas corrientes posteriores al Boom que piensan el lenguaje en tanto objeto de escritura y cuestionan su capacidad para signifi car (Becerra: 48-9) una realidad compleja. Alejándose del tiempo folclórico y del modelo costumbrista que le habían granjeado la aceptación de los lectores nicaragüenses (Amoretti 2000), El sueño del ángel pondera la discontinuidad narrativa y se acerca a una tradición genérica que desarrolla un tiempo escatológico.3 Recordemos que en español escatología viene de dos étimos griegos distintos:

1/ Publicado en: El Pez y la Serpiente. No. 47. Mayo-Junio 2002. Managua, Nicaragua.

2/ Con esta novela la autora gana el Premio Funisiglo, en lo que se considera uno de esos grandes eventos literarios, ya que viene a llenar este premio un vacío dentro de la sociedad nicaragüense.

3/ Precisamente, en las dos presentaciones al alimón que hicimos María Amoretti Hurtado y un servidor, durante el lanzamiento de la novela en octubre del 2001, insistí en interpretar esta novela bajo un tiempo escatológico propio, como apuntaba Amoretti, dentro de un modelo apocalíptico. Ver Amoretti y Chen (2001).

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— Skor, skatos “excremento”; es un sustantivo refe-rente a los excrementos y a las suciedades.

— Eskatos, ou “último”; es un adjetivo y se utiliza para referirse al conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba.

Desde el punto de vista cristiano, la escatología se relaciona con la posibilidad de trascendencia humana y con la esperanza de una vida más allá de la terrenal; mientras que con la primera acepción de escatología nos adentramos en un mundo en crisis, en descomposición social, como derivación fi gurativa de la podredumbre y la ruina posibles. Para esta dimensión escatológica, la confusión y el caos se apoderan de la sociedad haciendo que se privilegien las imágenes de degradación, vicios y abusos, con el señalamiento del juicio fi nal y la guerra simbólica entre el Bien y el Mal. Por ejemplo, en el Antiguo Testamento, el surgimiento del profetismo está estrechamente ligado a una serie de oráculos que se referían a la situación política contemporánea, a través de los cuales la divinidad anunciaba la necesidad de la conversión o del cambio por un lado, y por otro, denunciaba la destrucción de los impíos y pecadores (Asurmendi: 14-5). Por eso, en la tradición judeo-cristiana, el profeta (el vidente) tendrá esa capacidad de leer o de interpretar los designios de la divinidad, la cual se manifi esta por medio de visiones o de sueños, de manera que la revelación se halla entroncada a la práctica de la adivinación y a una interpretación escatológica. Lo anterior quiere decir que, por su papel de mensajero o de intermediación, el profeta se transforma en un mediador entre los hombres y la divinidad, con lo cual el profetismo introduce la práctica de la revelación de los oráculos como principal actividad de ese misterium tremendum que signifi ca escuchar la palabra sagrada:

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Tiene también como característica una cierta mentalidad profética, que se exterioriza principalmente en el modo de hacer intervenir a Dios, que se manifiesta principalmente por sueños y visiones. (La Santa Biblia 1972: 25)Precisamente, los sueños y las visiones se transforman

en los medios por excelencia gracias a los cuales el profeta ejerce su función de ser mensajero que denuncia el alejamiento del pueblo judío del camino de la alianza con Yahvé, al mismo tiempo que anuncia la llegada del Reino (del Mesías); la conversión es el paso obligatorio hacia la aceptación de la palabra divina. He aquí expuesta la doble interpretación escatológica en el mensaje de los profetas del Antiguo Testamento: anuncian el castigo de los hombres si no hay arrepentimiento.

Ahora bien, la bíblica no es la única tradición textual que pondera el uso de sueños y de visiones. Recordemos que, en Occidente, existe otro género que utiliza estos recursos para lograr su efectividad discursiva. Remite a la sátira grecorromana en la que aparecen las diatribas y los sueños como una manera de criticar y de denunciar una realidad extrareferencial pero que tienen la forma de viajes imaginarios. Aunque surjan mecanismos para ocultar tales identifi caciones con la realidad criticada, las sátiras, basadas en juicios fi nales, sueños o discursos morales, convocan el artifi cio fi ccional del sueño o de las visiones para neutralizar cualquier autentifi cación histórica o documental. Pero como indica Lía Schwartz-Lerner, a pesar de tales artifi cios fi ccionales, la sátira impone un tipo de descodifi cación en la cual su comunicación “presenta la enunciación del discurso como respuesta a una situación histórica real” (1985: 215), ya que el sujeto narrador de la sátira se encuentra en una atalaya desde la que divisa el mundo y los hombres (Schwartz-

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4/ El título completo de la sátira quevediana es Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños, en todos los ofi cios y estados del mundo. La edición original contenía los siguien-tes discursos: “El sueño del juicio fi nal”, “El alguacil endemoniado”, “El sueño del infi erno”, “El mundo por de dentro” y “El sueño de la muerte”. Posteriormente se agregaron otros dos discursos a la colec-ción; el más famoso de ellos es “La hora de todos y la fortuna con seso”, publicado en 1650.

Lerner 1986: 29). Desde allí, el satírico observa los vicios y los abusos de los hombres con el fi n de censurarlos y lograr un efecto correctivo. No es casual la existencia, en las letras hispánicas, de una serie de sátiras que acogen la forma del sueño o de las visiones como vehículo modelizante de su denuncia; la principal obra de esta serie son los Sueños de Francisco de Quevedo cuya primera edición data de 16274 y desarrolla una serie de visiones cuyo tema es el juicio fi nal y la condenación de los hombres a causa del prevaricato y del abuso.

Al respecto, plantea Teresa Gómez Trueba que, en estos casos, deberíamos distinguir el mecanismo del sueño del procedimiento de la visión desde un punto de vista formal, eso sí dentro de la correlación sueño/vigilia en tanto estados psíquico-fi siológicos diferentes pero complementarios:

[…] hay razones para distinguir entre las auténticas ficciones “soñadas”, de la “visión” tenida en estado de vigilia, […], salvo que en las primeras el autor dice que lo relatado es sueño y que, por lo tanto, un proceso fisiológico precede y justifica la experiencia fantástica, y que en las segundas estamos ante una aparición sobrenatural, milagrosa. Pero, una vez dentro del sueño o la visión propiamente dichos, las diferencias son escasas, pues el sueño siempre sirve para introducir fenómenos sobrenaturales, apariciones de seres misteriosos o viajes a un mundo de ultratumba o inexistente. (20-21)

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De manera que debemos distinguir en cuanto mecanismo el sueño (sueños) de la visión (vigilia), aunque en cuanto a su contenido y a su fi nalidad sirvan para adentrarnos en un plano distinto de lo real, acceder a una realidad intangible o trascendental

Ahora bien, el punto en donde ambas tradiciones textuales de sueños, esbozadas más arriba, se interpelan mutuamente, conduce irremediablemente al Apocalipsis de San Juan, por cuanto las visiones místicas o los sueños son aquí tanto palabra de la divinidad, como anuncio de un oráculo de destrucción dentro de una comunicación de tono místico. Así, las visiones apocalípticas (por cierto también escatológicas en su doble acepción) nos permiten descubrir la arquitectura narrativa de El sueño del ángel. Esa manera tan sui generis en la que Gloria Elena Espinoza de Tercero plantea las experiencias psíquicas o visionarias dentro de lo que denominamos como un “cronotopo apocalíptico”, debe asociarse con una retórica del caos o de la destrucción. Esto es clarísimo en una novela en donde la fragmentación y la discontinuidad obligan al lector a “desfamiliarizarse” con la realidad o a exigir un modo de respuesta “desautomática”, tal y como deseaba por ejemplo el surrealismo5 o planteaban los formalistas rusos para el lenguaje poético; por su intencionalidad desviatoria hace recalcar que su realidad es

5/ Esto no es casual, la misma Gloria Elena confi esa la infl uencia pictórica, en muchos momentos de la escritura de esta novela, de la gran pintora surrealista hispano-mexicana Remedios Varo. Esto sería el motivo de otro trabajo.

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6/ De esta manera, el poeta tendría esa intuición y esa maestría para quebrar las leyes del lenguaje de la comunicación, de registrar otros usos y sentidos de las palabras, de revolucionar las estructuras lingüísticas o discursivas en lo que radica la tendencia innovadora y revolucionaria del lenguaje poético, de ahí el término de desautomatización para explicar esta capacidad de desvío de la poesía, véase García Berrio, 112-116.

distinta a la racional.6 De esta manera, la experiencia de los límites del lenguaje y el extrañamiento como artifi cio que desnaturaliza el consumo lineal de la novela comienzan con la aparición del ángel, sin ninguna conexión lógica aparente o inmediata con las historias de José o de Augusta. Ahora bien, habría que buscar el régimen de relación de estas historias o tres hilos narrativos (el ángel, José y Augusta) que se van narrando en capítulos alternos, aunque es posible establecer algunas relaciones diegéticas entre las historias conforme avanzamos en la novela. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, la tradición genérica del sueño místico, para decirlo de una vez por todas, permite la imbricación de las tres historias con la aparición del tiempo escatológico, para que sea éste su elemento aglutinador.

Para comenzar es necesario indicar algo que parece obvio, pero no lo es tanto si tomamos en consideración que existe una variedad de sueños/visiones muy diferentes por su función, su régimen y su modalidad en esta novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero. Por ejemplo, los sueños del ángel se producen dentro de una situación en la que el personaje duerme y se despierta abruptamente como si fuera una pesadilla recurrente; éste es el inicio de la novela:

Despertó y escuchó un silencio inusual. No entreoía oraciones, alabanzas, cantos, coros, ni trompetas. Parecía desviado de su estado celestial. Su lira estaba junto a las

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alas, colgada de un cirro. Probablemente su extravío tenía que ver con la esencia del mal, ¡el diablo! […]Desconcertado y atemorizado oteó por el orbe, escaló montañas de espacio-tiempo, padeció vértigos en las pendientes, viajó millones de años luz desde un racimo de galaxias de giros rojos hacia quién sabe donde; quizá hasta la encorvadura del cosmos. (9)Detengámonos sobre varios elementos que reproducen

el clima de confusión y de malestar ocasionados por esta pesadilla que el ángel no logra comprender enteramente; tampoco busca la ayuda necesaria para intentar descifrar su sentido. En tanto ángel que alaba las glorias de la divinidad y las canta con su “lira”, el personaje se siente fuera de su estado celestial; por ello intuye que se ha “desviado” de su camino, lo cual no quiere aceptar, cuando en realidad vive un “exilio” interior que recuerda la expulsión edénica y el castigo divino. A este ángel le falta entendimiento para descifrar la visión sobrenatural de lo que el narrador extradiegético denomina como una pesadilla cuyo protagonista es él, un ángel caído: “veía su túnica teñida de sangre, las alas rotas y sucias, la lira silente…” (9). Según la acotación del mismo narrador, la pesadilla la puede producir “la esencia del mal, ¡el diablo!” (9), quien actúa sobre él poniéndole una especie de tentación o prueba, aunque el mismo ángel descarta tal posibilidad como si se autocensurara:

Ni debía mencionarlo, ¡zape! Descansó y reflexionó que al demonio no le interesan los ángeles porque tiene fascinación por el hombre y la mujer en su oficio externo de retar a Dios. (9)Por lo tanto, el ángel espinoziano carece de clarividencia

para poder interpretar su sueño y ello deriva en una incertidumbre generadora de angustia, lo cual se transmite también al lector, mediante una zozobra manifestada en el

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7/ Es uno de los grandes escritores del siglo XVIII español (1694-1770), su sueño moral mantiene una deuda con don Francisco de Quevedo y sus sueños escatológicos que está planteada en el mismo título del texto.

terreno de la inteligibilidad de la novela y de la comprensión hermenéutica del entramado textual. Analizando la tradición de los sueños y de las visiones místicas, a partir del sueño satírico Visiones y visitas con don Francisco de Quevedo (1743) de Diego de Torres Villarroel,7 Russell Sebold plantea que en ambos fenómenos psico-fi siológicos las tres facultades del alma, a saber, el entendimiento, la memoria y la voluntad, quedan neutralizadas o pierden sus potencialidades en benefi cio de la fantasía-engañosa (Sebold 69). Al ángel espinoziano le sucede lo mismo, no le permiten comprender lo que le sucede. Como el sentido y la procedencia del sueño le están vedados al ángel, sus visiones se encuentran a caballo entre el sueño-engaño y el sueño premonitorio de la divinidad (Lévy 30); el hecho de que no pueda interpretarlo contribuye a subrayar esta oscilación genérica. Pero volviendo al Capítulo I de la novela, la inquietud por este sueño es tal que él experimentará todo el proceso que conduce a una visión intelectual en la que la intervención de los sentidos exteriores es el paso previo para hacer “entender al alma verdades desnudas” (San Juan, Subida al monte Carmelo, citado por Sebold 75).

Es decir, este sueño no es el fruto ni de los deseos ni de las frustraciones del ángel, sino que proviene, según nuestra opinión para el caso de El sueño del ángel, del demonio que lo atormenta, aunque en ningún momento explícitamente el ángel achaque sus pesadillas a éste. No olvidemos que, para los grandes místicos españoles entre los que se destaca San

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Juan de la Cruz, el “sentido de la imaginación y fantasía es donde ordinariamente acude el demonio con sus ardides” (Subida del monte Carmelo, citado por Sebold 68), lo cual representaba para ellos un problema en la distinción entre visiones y sueños-pesadillas.8 Lo cierto es que el sueño inicial del ángel desencadena su “angustia” existencial y desemboca en una serie de visiones reveladoras de su estado espiritual, lo cual subraya la coherencia textual de la novela en su mismo título: el ángel experimenta un único sueño dividido en varias visiones proféticas. Gracias a la idea de que la experiencia mística “ve con los ojos del alma” en ese desarrollo de la dicotomía luz/oscuridad, tan propia a San Juan de la Cruz, la visión y los ojos adquieren una importancia capital9 a la hora de intentar explicar los éxtasis místicos. San Teresa de Jesús explica, en el Libro de la Vida (1588), sus éxtasis místicos como una representación en la que la divinidad se le aparece y le habla:

Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo que he dicho, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios […]. Esto no era manera de visión; creo que lo llaman “mística teulogía” [sic]; suspende el alma de suerte que todavía parecía estar fuera de sí: ama la voluntad, la memoria me parece está casi perdida, el entendimiento no discurre […]. (184)

8/ Volveremos sobre este aspecto más adelante cuando abordemos las visiones de José.

9/ No olvidemos las connotaciones del simbolismo del “ojo” en el imaginario occidental. En este sentido, Luce López Baralt examina la importancia de los ojos en la vía unitiva de la experiencia mística, en donde “la fuente del conocimiento espiritual último refl eja unos misteriosos ojos en el momento justo de la transformación mística” (167).

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10/ No es casual que Sebold relacione los sueños torresianos con el gran pintor fl amenco Hieronymus van Aaken, o Bosch (1450?-1516), cuyos cuadros presentan un mundo en descomposición, a causa de los vicios y de los pecados humanos.

11/ Rasgo señalado ya tanto por María Amoretti como por un servidor en la descripción espinoziana, en donde hasta los objetos cobran vida y un gran dinamismo.

Por razones de prejuicio teológico (recordemos que Santa Teresa escribe por mandato de sus confesores) ella rechaza el término “visión”, debido a las sospechas que podría suscitar su empleo y fi liación con los movimientos de iluminados, perseguidos por la Inquisición española; sin embargo, lo que nos interesa aquí es lo siguiente: San Teresa explica las apariciones de la divinidad en términos de una representación gráfi ca o pictórica que se le presenta al alma, lo cual justifi ca la utilización de los verbos “ver” o “contemplar” para introducir las visiones; además, Luce López Baralt, gran conocedora de San Juan y de la mística árabe, plantea con mucha pertinencia que la visión mística dibuja y crea espacios, pues para ella las imágenes de San Juan se transforman en verdaderas imágenes espaciales (López 159). Lo mismo sucede en las visiones místicas que introducen los sueños satíricos; Ignacio Arellano, quien edita Los sueños quevedianos insiste, precisamente, en esta capacidad de las visiones para crear representaciones pictóricas (93) que causan la impresión de ser concretas y tangibles (Sebold: 75).10 Las visiones que Gloria Elena Espinoza de Tercero pone en El sueño del ángel son altamente gráfi cas;11 espacializan y representan la escena que describen con un gran poder de percepción y de contemplación, que solamente puede venir de una creadora intuitiva como lo es Gloria Elena Espinoza de Tercero.

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Veamos ahora la visión que aparece en el Capítulo IV. Gloria Elena Espinoza de Tercero enfatiza siempre el contexto en el que debemos situar la visión; los elementos que niegan la condición “angelical” del personaje son harto evidentes, pues le molestan (le pesan) sus alas, siente un calor insoportable y, sobre todo, le incomoda la túnica translúcida al contacto de un cuerpo que deja ver, desde nuestra perspectiva, su sexo; ¿cómo puede ocurrir esto cuando los ángeles son inmateriales (incorpóreos) y son asexuales?12 Pues bien, la descripción de estos elementos revela el clima de malestar y de angustia que impregna las visiones del ángel y condicionan el contenido mismo de ella:

De pronto, con todas las incógnitas en su angelical cerebro, vio que encontraba en una gran iglesia donde adornaba una imagen que tenía muchas candelas encendidas. Percibió el lastimero quejido del alma de una mujer que con ojos turbados e intensos miraba el fulgor, le conmovió su propio temor al mirarla y sentir el fuego. (21)En la perspectiva de los místicos, la visión del ángel

corresponde a una de imaginación sobrenatural;13 por cuanto es exclusiva de una sola persona a la que se le presenta tan real como si fuera vista y oída con sus sentidos exteriores. Al ángel la visión de una alma en pena le causa una gran confusión y

12/ “Desabrochó un poco su túnica traslúcida que tapaba no sabía qué; la cosa es que tal ropaje le provocaba calor… y no sabía por qué, ya que en el cielo no hay calor y además estaba sin alas porque las puso en una nube de estratos donde las olvidó para siempre […].” (21).

13/ Básicamente se distinguen dos tipos de visiones, las naturales (corporales) y las sobrenaturales (imaginarias); la diferencia estriba en que las visiones corporales se conceden a todas las personas presentes y los sentidos exteriores (vista, olfato, tacto, gusto, oído) siguen funcionando (Sebold 71).

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un choque tal que huye despavorido de la iglesia; el dolor de la escena y la evocación del fuego destructor no pueden pasar por alto, pues en forma fragmentada, las visiones del ángel desarrollan el cronotopo apocalíptico (Amoretti y Chen 2001: 4). Desde este punto de vista, analicemos la visión del ángel en el Capítulo XVI, en donde precisamente el hecho de subrayar la condición humana del pecado, hace aparecer la dicotomía bien/mal, en la fi gura de una “serpiente”, símbolo por excelencia del pecado, la cual es la imagen tópica que se escoge para ilustrar la portada del libro:

Un día el ángel soñó con una serpiente que crecía. Paseaba por todos los confines de la Tierra estrujándola, abría sus fauces para comer a la humanidad que peleaba entre sí. Ejércitos de diferentes banderas, razas, religiones, de todo color apuntaban con cohetes, asaltaban inocentes, mataban.Vio desolación, agua pestilente, árboles calcinados, desperdicios y muerte como en un gran co[l]lage…y en el planeta negro sólo deambulaban bichos horrendos que comían despojos…Asustado despertó y dispuso bajar para alertar a los hombres. Anduvo en las calles y oficinas viéndolos dentro del humo, pero a él ni siquiera lo presintieron. (73)La lógica escatológica tiñe todos los elementos del

cronotopo apocalíptico14 para evidenciar el mundo de caos y de desolación que se produce cuando la guerra y la maldad se apoderan de los hombres. El enfrentamiento bélico y la

14/ Evidenciamos en otro lugar (Amoretti y Chen 2001), cómo desde el punto de vista de la historia reciente de Nicaragua, se manifestaba textualmente estos acontecimientos cataclísticos: el terremoto de Managua y el huracán Mitch.

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destrucción del planeta crean la visión de un mundo en crisis y en destrucción; por otra parte, observemos que el ángel no puede cumplir su función primordial, “la de ser mensajero” y prevenir a los hombres, tal y como sucede con los profetas y ángeles de la Biblia. Ellos son los portadores de un mensaje a la humanidad y sus oráculos del Reino de Dios (de conversión y de destrucción) deberían ser escuchados por los hombres si quieren aceptar el plan de salvación de la divinidad. Ante este sueño de Apocalipsis, el ángel no solo es impotente para comunicarlo o le resulta tan pavoroso y escalofriante su mensaje que no puede comunicarlo, sino que también ningún mortal lo puede ni ver ni escuchar. No cabe mayor aislamiento y soledad en la novela en un ser excepcional y único desde el momento en que experimenta visiones. A este propósito, también a José y Augusta, los otros dos personajes centrales de la novela, les sucede lo mismo como veremos a continuación.

En el caso de José, El sueño del ángel explicita mejor las condiciones de emergencia de una retórica de las visiones. Él experimentará todo el proceso que conduce a una visión intelectual en la que la intervención de los sentidos exteriores es el paso previo para hacer, como ya lo dijimos, “entender al alma verdades desnudas” (San Juan, Subida al monte Carmelo, citado por Sebold: 75). En primer lugar, en el avión que lo lleva desde Miami rumbo a su natal Nicaragua, José escucha una voz pero no puede precisar su origen; vacila y es reticente a aceptar los acontecimientos preliminares de lo que será su primera experiencia mística, porque según la novela, “[t]rataba de entender y dar explicaciones al fenómeno” (12). Las voces que oye continúan y se complementan con la visión de elementos corpóreos:

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¡No puede ser! Detiene su avance y aparece un libro encima de la nube. Vaya pues…, mi imaginación tiene efectos especiales. ¿Estaré soñ…? No es película, ni me lo cuentan. Debo serenarme. Es estúpido. Aquí adentro nada ocurre. El libro abre sus páginas en blanco. ¿Qué signifi…? Sigue la voz, me impulsa a salir… ¡Ridículo! ¡Un disparate! Mejor voy al baño para ver gente y des-pistar a… Parezco loco. […] (17)Sigue rehusándose a aceptar esta suceso extraordinario

a sus ojos, duda y él mismo intenta explicarlo a lo largo de todo el viaje. Sin embargo, la visión llega a su clímax cuando siente transportarse fuera del avión y sufre un arrebatamiento místico sin duda:

De un momento a otro sintió impalpable su cuerpo. Salió a través de la ventanilla y entró en la nube. Lo importante es que no sentía miedo. Una fila de guerreros brotaba de la juntura de las hojas del libro como si fueran zompopos, marchaban, ras ras raaás, disparaban… taratatatatáaaaa… caían al espacio, perdidos, sin ruido, a la nada. El libro lloraba como una catarata evaporada… Estaba débil, volátil. Miró el tiempo y la historia. (19)A diferencia del ángel, que cobra conciencia de

su cuerpo contra specie, José experimenta lo contrario, el éxtasis de salirse de su cuerpo, ser incorpóreo para así distanciarse de sí mismo; es el exilio ontológico que le permite trascender y tenga una experiencia extática que se concreta en la inmensidad de las alturas. Así, el avión es el instrumento mágico de tal sobrevuelo y trascendencia del cuerpo. La visión resulta críptica; es decir, cifrada y de acceso únicamente para quien logre interpretar el código y sus símbolos. De ese libro que encierra la “Revelación” nos habla Apocalipsis 5:1 de la siguiente manera: “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por

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dentro y por fuera, sellado con siete sellos” (La Santa Biblia: 1439). El libro, en tanto símbolo del mundo, contiene las profecías de destrucción que solamente el Cordero de Dios, su Hijo, puede abrir y develar a los hombres; así cada vez que el Cordero de Dios abre un sello, San Juan tiene una visión profética anunciadora de los últimos tiempos y del Juicio Final hacia los hombres.15 Son siete los sellos que encierran las profecías y, casualmente, son siete los capítulos dedicados al ángel a lo largo de toda la novela.16 De manera que el sentido apocalíptico nos invita a interpretar y a develar lo que está oculto; sólo a los ojos de quien entre en la textualidad del libro cifrado a la manera borgesiana, se le revela el código. El símbolo del libro obliga a una voluntad hermenéutica, ya que el lector debe sumergirse en ese proceso de desciframiento, que es la lectura misma de la novela.17 A José se le revela, la totalidad del universo en este instante; así como el aleph de Jorge Luis Borges, José puede intuir el tiempo y la historia condensarse en el instante de la revelación dentro de lo que denominamos como epifanía mágica y fugaz (Ortega 2000: 95), en la medida en que el cosmos se revela en el descubrimiento de la Letra.

15 San Juan nos invita, al principio de su libro, a saber leer los signos de los tiempos hacerse profecía para el hombre receptivo a su mensaje: “Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y observan su contenido, porque el tiempo está cerca” (Apocalipsis 1.3, La Santa Biblia 1436).

16/ La primera en anotar este sentido cabalístico del siete fue María Amoretti en las presentaciones de la novela; ella observó además que el nombre de Augusta también contempla siete letras.

17/ Se trata de la condición performativa de este tipo de lectura cifrada en la que el acto de lectura es un hacer también.

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Por eso, tanto en José como en Augusta se produce paulatinamente, en la medida en que vamos progresando en la lectura de El sueño del ángel, el descubrimiento del self, es decir, del yo. Esta verdad personal del sujeto exige comprender, entonces, que los personajes de José y Augusta, metonimias del nicaragüense que se fue al exilio como del que se quedó en el país, el esclarecimiento y la indagación de su pasado personal; se trata, a todas luces, de una verdad ineludible e incómoda para ambos personajes. Volviendo al caso de José, la búsqueda iniciática que representa el regreso a su patria se trasluce en esos fenómenos ópticos que desde el avión observa y que culmina con la visión del Libro y otras dos visiones en asociación metafórica: en la primera, surgen del libro una multitud de hormigas “zompopos” que marchan en fi la india y caen al abismo; en la segunda, inexplicablemente brota del libro una catarata que se extingue. La primera imagen remite a dos cuadros del pintor y arquitecto alemán M. C. Escher. María Amoretti ha señalado la infl uencia de la plástica en la construcción del estilo espinoziano (1); tal aserto se concreta en esa remisión de la novela a “Reptiles” y “Banda de Moebius II”, con lo cual precisamente, se plantea la noción de planos en contraste. Se rompe la linealidad y se destruye la ilusión de lo adentro/afuera18 para que de la superposición y de la asociación de imágenes sea necesario un nuevo régimen de lectura. Ello produce un gran dinamismo a esas imágenes visionarias de José, en donde el principio y el

18/ El cuadro “Reptiles” insiste en mostrar el ciclo de un lagarto en tres diferentes espacios, la rígida cartulina, el libro cerrado y el libro abierto, la fi gura rombal y el macetero; subraya la continuidad y el ciclo de la vida. De igual manera, “Banda de Moebius II” rompe con las fronteras del espacio y para ello muestra el ciclo de las hormigas en su recorrido pendular.

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fi nal se convocan mutuamente con una gran desplazamiento correlativo de planos. Así, en la siguiente imagen puesta en un encadenado metafórico, la fi la de hormigas se transforma en la corriente de un río; deconstruye aquí El sueño del ángel, la lexía “ríos de agua viva” en la que se presenta una catarata que forma un amplío río plácido y vivifi cante; es símbolo de la gracia divina que ofrece Jesús a la samaritana en San Juan 4: 7-26.19 Sin embargo, a diferencia de la versión neotestamentaria, el río se “evapora”, se seca, produciéndose una calamidad a causa de los desmanes del hombre sobre la naturaleza.

A partir de esta visión, la estancia de José en Nicaragua se vuelve difícil de soportar, porque su comportamiento es errático ante las voces que lo persiguen y, en su caso, además lo atormentan, mientras que sus parientes creen que está enfermo, según el comentario hecho por el narrador extradiegético, de una “rara enfermedad” (53). Aislado por los suyos para quienes sufre de un desequilibrio mental, José se refugia en su morada interior. Toda la ciudad se entera del grave mal que aqueja a José y el mismo don Fito, el loco-cuerdo de la tradición literaria, lo psicoanaliza y achaca sus males a las condiciones de la vida moderna, a la pérdida de valores que tiene la humanidad, a la desorientación y nihilismo que radiografían ese malestar del hombre ligado al pensamiento de “fi n de siglo”:

—Hummm… La locura es un precio que pagamos por la civilización […]. Ocupaciones más inseguras y arriesgadas, más desilusiones, esperanzas infundadas

19/ Recordemos las palabras de Jesús en este episodio: “El que bebe este agua tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá sed jamás; más aún, el agua que yo le daré será en él un manantial que salte hasta la vida eterna”. (La Santa Biblia 1249).

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20/Lamentablemente, esta segunda interpretación escatológica no la podemos desarrollar por razones de espacio en este estudio, pero se enuncian someramente en Amoretti y en Chen (2001).

y más luchas dolorosas para obtener lo que está fuera de nuestro alcance […], hacen ver un futuro oscuro, nebuloso. La sensación de impotencia desordena la mente, el acaso trae el caos, los presagios del mundo, todo eso ha provocado suicidios en masa. La humanidad está desorientada por la velocidad, asustada de sí misma, con pánico de lo que ha hecho y no puede componer. (61)Por boca de don Fito, escuchamos de nuevo lo que es

una advertencia apocalíptica de quien sabe interpretar los signos escatológicos de un fi nal de siglo y, principalmente, de un fi nal de milenio. Para don Fito la incertidumbre, el caos y el desarraigo se apoderan del hombre moderno y explican, desde otro punto de vista, cómo el confl icto interior de José tiene también su origen en una crisis espiritual de la humanidad. Además, en términos milenaristas, don Fito introduce el esquema simbólico de los mitos cataclísticos, en donde para que se regrese a la armonía y a la integridad del cosmos, es necesario soportar los sufrimientos de los últimos tiempos: los males y los sufrimientos son vistos como acontecimientos que acarrean las transformaciones necesarias para volver al estado inicial.20 Ese sentimiento fi nisecular invade la novela; ello no es casual si se relaciona con la fecha de publicación de El sueño del ángel, escrita entre 1998 y el 2000, haciendo que los personajes se sientan impotentes ante los acontecimientos y predicciones que anuncian el fi nal del mundo; el paroxismo es tal que cualquier catástrofe, acontecimiento singular o extraño, cualquier desgracia, sean vistos a través del prisma del cronotopo

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apocalíptico:Todos los periódicos daban cabida a las noticias del fin de siglo y del milenio. Angelita y Amparo, sentadas frente al televisor, esperaban el programa de Cristina, que según anunciaba, presentaría […] a unos visionarios de dos soles en nuestro Sistema Solar y a unos estudiosos de Nostradamus que formularían toda una gama de predicciones sobre el fin del mundo. (95)En este contexto de noticias sensacionalistas, que

anuncian la destrucción y obligan a interpretar todo lo que suceda como signo de los últimos tiempos, aparece la visión extática más importante por su integración en el conjunto de El sueño del ángel. De nuevo Gloria Elena Espinoza insiste en el arrebatamiento cuasi místico que embarga a José; los sentidos se suspenden y su cuerpo fl ota en un trance que hace pensar en la vía unitiva de la experiencia mística, gracias a esa aparición de nuevo del avión como objeto desencadenante: “Recordó la voz en el avión, la nube, el libro… Dio vuelta al grifo y el agua chorreó produciéndole placer. Dirigió la regadera hacia la pared, cerró los ojos y recostado experimentó una relajación hipnótica” (95). Además, el título de este breve capítulo, el XXIII, permite relacionar en su contigüidad paradigmática, las visiones del ángel con las de José; “José tiene un sueño con don Fito, donde salvan al género humano de sí mismos” (95) reza el título del capítulo. Efectivamente, en su visión José logra remontarse con la ayuda de don Fito hasta las alturas de los Himalayas, otro símbolo de la elevación material y espiritual, en donde percibe la totalidad del universo como si fuera un gran fresco o en un instante en donde sincréticamente se reúne todo el universo. La compleja descripción que nos propone aquí El sueño del ángel se enriquece de un estilo expresivo en el que se concreta la posibilidad de hermandad

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y de comunión entre todos los hombres, de raza, religión y países diferentes. Se trata de una síntesis que reenvía de perspectiva en perspectiva al sujeto, bajo un horizonte en el que el mundo se propone como totalidad y apertura (Collot 42), enunciado por un don Fito, nuevo profeta que enarbola como estandarte el programa mesiánico del Reino de Justicia y de Hermandad:

—Todos los seres humanos que habitan entre el cielo y la zona interna del núcleo terrestre deben postergarse ante el dios Supremo y pedir con toda la fuerza de la mente y del corazón que rompa esa fuerza maligna que nos ace-cha, que destruya esa enredadera venenosa de odio […].En todos los confines de La [sic] Tierra entendieron las palabras y obedientes hicieron lo indicado por aquél a quien llamaron profeta, extraterrestre, ángel […]; no obstante, por si acaso, cayeron de rodillas […].Brotó un gran eco y una fuerza espiritual tomó la forma de halo que bordeó la esfera más allá de la atmósfera, como las auroras boreales, hasta formar el blanco. El monstruo negativo desapareció y los seres del planeta, libres, pintaban su mundo […]. (96)Difícil ha sido cortar esta cita de la novela; pero por

lo menos hemos reproducido los momentos principales de la visión que experimenta José. Como en prédicas de los profetas, don Fito anuncia la necesidad de una conversión en los hombres para que la maldad se erradique de tajo. También don Fito reconoce en acto de alabanza que solamente la divinidad puede redimir con su intercesión (de ahí que todos se postren, es decir, reconozcan su poder salvífi co) y mediante la fi gura del profeta se expone el camino de salvación. En la visión de José, la conversión de la humanidad es posible porque todos escuchan la buena nueva anunciada por don Fito y la lucha contra el mal surte efecto. No cabe mayor

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interrelación entre las visiones del ángel y de José, ya que don Fito desplaza al ángel y se erige en el mensajero-profeta de las revelaciones que ocurrirán al fi nal de los tiempos.

Por otra parte, en sentido estricto Augusta no tiene visiones; en ningún momento el narrador extradiegético las califi ca de esta manera, ni tampoco se utilizan los verbos “ver” u “oír” tan propios de la visiones bíblicas o de los sueños fi cticios. Sin embargo, los mecanismos que plantea El sueño del ángel para exponer en forma retrospectiva la vida de Augusta acusan de un sentido agudo de la percepción del espacio. Dicho de otra manera, al prestar atención al modo de presentación de sus recuerdos, observamos que el narrador subraya determinadas sensaciones que, como las visiones místicas, se originan en la mirada y en los demás sentidos corporales; la red de estas sensaciones son las que posibilitan dar inteligibilidad a cualquier acto humano y le permiten a Augusta actualizar impresiones o informaciones pasadas:

[…] los objetos no aparecen en su discurso de forma ingenua, no son vistos con mirada simplemente testimonial, sino que, al contrario, tienen una carga significativa que la mirada descubre o añade. (Boves 214)Ello implica el valor subjetivo de la mirada, como sucede

con Augusta, en quien siempre un sensación desencadena el proceso retrospectivo de la memoria. Los recuerdos se actualizarán de una forma tan vívida como si los estuviera viviendo de nuevo; ¿no es esto lo que sucede con la visiones que hemos analizado anteriormente? Escojamos dos ejemplos signifi cativos. El primero está ligado con su juventud y el sentimiento de culpa que la embarga desde que cometió el sacrílego pecado de profanar un lugar sagrado, como es la Catedral de León. Al acercarse a este lugar su memoria

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empieza a funcionar y la percepción de las imponentes torres de la Catedral desencadena el recuerdo de su primer y único gran amor:

Caminaba ligera y sudorosa. Hipnotizada miraba las torres incrustadas en el cielo, le hacían recordar momentos vividos con Wodan Mjolnir, uno de tantos internacionalistas que llegaron en los años ochenta y de quien se había enamorado. (41) La importancia de la mirada y de las sensaciones

corporales es tal que reavivan los recuerdos y experimenta Augusta la visión de ese acto de entrega amorosa. Eso sí, no hay efecto de la fantasía o de la imaginación como sucede en los sueños, Augusta recuerda a través de los sentidos y se presenta al entendimiento una imagen tan clara y fehaciente de ese día. Las dos torres de la Catedral desencadenan una cadena de sensaciones dominadas por lo olfativo y lo auditivo, con el fi n de que, en la superposición, aparezcan las imágenes de desolación de la guerra y de los alimentos en descomposición, con las de su relación amorosa:

Para ella, la estructura de torres achaparradas era sólo un escenario donde había protagonizado el acto impúdico. Atravesó retrospectivamente hasta el arco truncado de la parte trasera con estatuas de soldados mutilados a ambos lados. Cerró sus ojos y recordó que estaban sentados en las gradas, comían chancho con yuca e intercambiaban caricias. […]. Los autos Lada y los camiones IFA pasaban zumbados, capeaban baches o hundían en ellos sus grandes llantas, machacaban naranjas podridas que salpicaban, plátanos maduros que estallaban y a la carne vieja convertían en atol… No necesitaban olores gratos; el perfume era un tópico inusual en esos tiempos, cosas insignificantes, pequeño burguesas […]. (43) El análisis retrospectivo al que asistimos aquí permite

el despliegue de la interiorización del personaje y corresponde

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a la modalidad del psicorelato, esa descripción de la vida interior de Augusta captada por el narrador extradiegético (Asís 174), ya que éste interpreta sus sentimientos, los escarba y termina por darnos un juicio de valor sobre ese pasado que Augusta trata de reprimir y de la que se siente culpable. Por eso, en su examen de su relación con Wodan dominan olores nauseabundos y en descomposición que tiñen el recuerdo de su primer gran amor de un hiperrealismo.

Por otra parte, el segundo ejemplo se relaciona con los recuerdos de infancia y la manera en cómo Augusta revive la experiencia traumática también del terremoto de Managua; los ruidos y el movimiento de una aplanadora sirven como desencadenantes de los recuerdos. De nuevo el entorno se capta con sensaciones visuales y auditivas, con lo cual la memoria se vuelve plástica, como si el recuerdo de Augusta se condensara en un cuadro-visión que emerge con colores y tonalidades de una escena de gran plasticidad; es más el narrador insiste en la adecuación pictórica como nexo de la interiorización psíquica:

En la calle una aplanadora hacía temblar el suelo. Conducida por las vibraciones, Hécate, la diosa griega te-rrible, pobló de fantasmas y voces de espíritus horrendos la habitación.Le pareció que una tela de bramante le envolvía cual oruga y sólo sus ojos quedaron al descubierto en el espejo del peinador que de pronto se convirtió en papel blanco.Un pintor incorpóreo empezó a manchar una acuarela nocturna […].Fue dibujando rostros amados, la calle con el ir y venir de la gente […]. (63)En conclusión, en El sueño del ángel advertimos la

estrecha relación entre las visiones traumáticas del ángel, las extáticas de José y los recuerdos que se actualizan en

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forma de una experiencia psíquica en el caso de Augusta; su común denominador es la recreación de imágenes de una gran plasticidad y el empleo de la “visión” como órgano de conocimiento, pues “[e]l espacio que se hace, de pronto, presente en el instante de la visión es una simultaneidad impensable, que sostiene todo el espacio extensible, y se abre así un campo de visión que excede el campo de la mirada” (Ortega 2000: 95). Toda nuestra tradición occidental de sueños y de visiones apocalípticas se basa en este principio de captar la totalidad y la complejidad, más allá de las restricciones del campo de la mirada y de la observación. Gloria Elena Espinoza de Tercero sabe que el lenguaje puede revelar, en un instante/instancia de intuición artística, ese mundo que nos cuesta armar e interpretar y que ella sabe, de rebote, recomponer en la novela para darnos una interpretación del pasado más reciente de Nicaragua. El sueño del ángel se sirve de tales artifi cios para actualizar la doble interpretación escatológica que Gloria Elena Espinoza de Tercero convoca para resignifi car el cronotopo apocalíptico.

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Fragmentaciones del deseo en El sueño del ángel de Gloria Elena Espinoza de Tercero1

Luis A. Jiménez

En el El sueño del ángel (2003) de la autora nicaragüense Gloria Elena Espinoza de Tercero prolifera un nutrido elenco de personajes. Cada uno de ellos cuenta en detalle sus “pequeños relatos” o dialoga con otros, mientras la novelista muestra la verosimilitud exigida en su narración. Recordemos que escribir e imaginar son modos de brindarle al lector una versión de la “realidad” en el discurso novelesco. Siendo objetiva, a veces la representación de esta “realidad” peca de subjetividad dentro del proceso narrativo escindido entre la conciencia autorial y la presentación de los personajes, aspecto primordial no sólo en la construcción de la escritura, sino también desde la óptica de la crítica literaria que se mantiene al tanto de estos pormenores discursivos.

Entre los muchos entes de fi cción que aparecen en esta obra fragmentaria e híbrida a la manera postmoderna, sobresale Augusta Catalina Méndez, personaje poco analizado por los investigadores hasta la fecha. Su participación vital, a veces escueta y ambigua, constituye el marco crítico de este asedio porque el procedimiento de la representación del deseo de la

1/ Publicado en: Cuadernos Universitarios. Segunda Generación. Noviembre 2006. Revista de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, León.

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2/ Sobre otros tópicos temáticos en la novela, véase De plumas y ángeles: presentación al alimón, de María Amoretti Hurtado y Jorge Chen Sham.

mujer se elabora, enmarca y defi ne a partir de la perspectiva femenina. Es más, el cuerpo de esta mujer está cargado de fuerte sexualidad para autodefi nirse como sujeto (Foucault 104), lo que ocurre obviamente en El sueño del ángel.

En una reseña sobre el libro, Vincent Spina ha sugerido que Augusta representa “Nicaragua misma, pueblo por el cual ella ha sacrifi cado la vida”, uno de los fantasmas que la persigue después de la caída de la revolución sandinista (15). Además de la representación de la Nación como ideología y el sacrifi cio por el sandinismo, citemos el juicio de Jorge Chen Sham que pone al descubierto la red de sensaciones corporales desencadenadas en el proceso de la memoria y la experiencia psíquica de Augusta (68-69). Ambos ingredientes son de suma importancia para la comprensión de la caracterización del personaje en su totalidad.2

Desde el ángulo de la mujer que nos concierne aquí, Nydia Palacios Vivas afi rma correctamente que Augusta se siente perseguida por el “miedo” (196). Añade, al mismo tiempo, que el personaje aparece impregnado de “un sentimiento de culpa que no la deja vivir” (196). Más adelante, discutiremos este planteamiento crítico tan revelador en nuestro análisis al tomar en consideración que ambos síntomas ontológicos conducen a la mujer a sentirse fragmentaria y vulnerable, y a compartir su deseo secreto, de manera inquieta y culpable, ya que por defi nición este deseo resulta transgresor en la cultura nicaragüense tradicional que fi ja los parámetros de la sexualidad.

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Aparte del acierto de estos comentarios críticos, nuestro enfoque se basa en las fragmentaciones del deseo de la mujer y en conjunción con la aparente liberación de Augusta en la novela. Agreguemos que, en las autoras latinoamericanas llamadas “novísimas” por la postmodernidad literaria a la que se inserta Gloria Elena, la referencialidad del discurso cuestiona la ideología, lo mismo que lo social, lo familiar, la política del deseo y la sexualidad en relación con el sexo masculino en las cultura hispánicas.3 De Augusta, comenta la voz narrativa en uno de los muchos perfi les que dibuja sobre ella: “Era entonces una fogosa joven con ideales de justicia social y redención de los pobres” (42, la cursiva es nuestra).

Antes de iniciar esta fase explicativa, es factible advertir que la escritura femenina de Gloria Elena se refi ere a un texto escrito desde la experiencia de la autora-mujer y desde su propia mirada para parafrasear a Consuelo Mesa Márquez (15). La investigadora señala también que este tipo de discurso rompe defi nitivamente con los arquetipos y los temores de los hombres. Según su opinión, se podría catalogar “una utopía literaria” (15), puesto que surgen los componentes de una identidad femenina (el caso de Augusta) que con su actuación transgrede las normas tradicionales de la mujer como dependiente y subordinada al varón, el internacionalista Wodan Mjolnir en el texto. Curiosamente, en la novela es este personaje masculino al que se le atribuye irónicamente “el símbolo de su utopía” (45), ideológica, por supuesto, no a Augusta.

3/ Para la práctica política del deseo, véase Lia Cigarini.

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4/ La investigadora sigue muy de cerca las diferentes teorías de Jacques Lacan en Écrits que considera el deseo como objeto esencial en el discurso psicoanalítico. Para el concepto de sujeto-mujer, véase el libro de Nancy Hartsock.

Al hablar de las variadas dinámicas del deseo, Silvia Bermúdez expone que estas refl exiones del lenguaje se apoyan en la relación entre “el sujeto deseante” y “lo deseado”, mecanismos que contienen un referente discursivo inscrito en imágenes y signifi cados (19)4. En otras palabras si articulamos esta proposición a El sueño del ángel, Augusta en su intento de liberación es el sujeto indómito y secreto del deseo que se corporaliza en el “otro” objeto deseado, el internacionalista. De hecho, el lenguaje del deseo en la obra subvierte las imágenes ortodoxas del mismo para acentuar la sexualidad femenina, o al parecer feminista, del personaje. Este “sujeto deseante” no recrea solamente el “objeto deseado”, sino que también se autorepresenta como participante activo en la escena (Laplanche y Portalis 5-34).

A nuestro modo de ver, la mujer fragmentada o, al menos polarizada, por el deseo o por otras razones en la caracterización de Augusta, aspira a su liberación. En términos de liberalismo sexual, la “ideología del sexo” debe exterminar las “tipologías sexuales opuestas” que descartan la inclusión de las mujeres como “objetos sexuales, siervas del matrimonio” (Larguía y Dumoulin 35-56). Como ha expuesto Lucía Guerra, la incorporación de esta mujer al proceso histórico de la nación, dígase sandinismo, trae como consecuencia un horizonte presumible de igualdad que adquiere cierto carácter “justo y simétrico” en las relaciones de género (138). La obvia antonimia aplicada al sujeto y al objeto del deseo impone la lógica de una asignación de

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comarcas genéricas. Esta expresión cultural de hoy, llámese simbólica según Lacan, duplica la asimetría y diferencia entre los sexos. Con la reapropiación del signo patriarcal, el sujeto femenino intenta probar que su capacidad intelectual, física, etc., es semejante a la del hombre. Por sus contribuciones culturales al imaginario sandinista, Augusta se equipara a “la mujer nueva”, imagen bastante ambigua que extraemos del castrismo caduco, pero todavía vigente en algunas comarcas de Hispanoamérica.

Para nuestro propósito expositivo de las vivencias existenciales de Augusta relacionadas al deseo y la liberación de la mujer, se explora detalladamente su consentida entrega carnal al internacionalista Wodan Mjolnir. De inmediato, su presencia en el texto le permite a la voz narrativa expresar claramente una intensa carga discursiva contra el patriarcado: “su propio dios mitológico germano, altivo y corpulento, creador de los hombres, organizador del universo y de la guerra” (41). Este eslabón narrativo de la unión de la pareja, no dictada por el Estado, se conecta en cierto modo con la niñez y la adolescencia de Augusta, que se elabora cronológicamente en el texto, y por su condición represiva y opresiva por parte de la madre contribuye a la permanencia totalizadora del personaje en el proyecto novelesco.

La primera fase del personaje se orienta hacia la niñez y la juventud de Augusta, lo que comienza en el capítulo VII con la participación de Doña Catalina, la “madre fálica” sugerida por Lacan, y que resulta efectiva porque causa la represión en el sujeto-hija (282-283). Esta imagen materna subyugante difumina por completo la “Ley del Padre” lacaniana, que Augusta reconstruye mediante “imágenes” instantáneas positivas cuando recuerda a su progenitor. Desde el nacimiento, el personaje siente el “remordimiento

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de conciencia y un complejo que la envuelve en un halo de tristeza y soledad” (33) por ser hija única, sentimiento de culpabilidad reforzado por la madre dominante.

A través del material novelesco, Doña Catalina implanta su propia ley de “soberanía absoluta sobre ella [Augusta] con real de sumisión y disciplina” (33). La madre es representante y depositaria del supremo poder familiar. Su autoridad total y absorbente subvierte cualquier tipo de severidad paterna y, por ello, la imagen José-hombre-padre se silencia en el texto. Si bien es cierto que María-madre es pobre, humilde, modesta y sin orgullo, Doña Catalina, por el contrario, se perfi la como todo lo opuesto en su actuación contra su agredida predilecta, Augusta que se mantiene vulnerable al poder subyugante de la madre.

El único aliciente de Augusta se reduce a una “muñeca de trapo”, testigo silente del encierro a que la somete la madre opresora. En última instancia, el deseo de la penitencia la conduce ambiguamente al “cuarto de los castigos […], el más alegre de todos los lugares” (39), encerramiento que delata el umbral de la represión infantil. Abusada físicamente por el médico que manoseaba “sus senos incipientes, pezones vírgenes duros, helados y fruncidos”, Augusta “odiaba al doctor y a su mamá; también se odiaba a sí misma por no tener valor de hablar” (52), indicio aclarador de la carencia de discurso de la adolescente. Este médico perverso causa la excitabilidad emotiva de la adolescente traducida en odio, lo que repercute en un episodio que narra el horror del terremoto en la capital. Apunta ahora la voz narrativa: “odiaba Managua, a su mamá y el doctor” (64).

En el capítulo IX, nos enteramos de la pérdida de la virginidad de Augusta en el techo de la sacra Catedral de León, último monumento religioso colonial en América.

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Al recordar el evento, se hace énfasis en su “pecado sacrílego” (41). Como el Paraíso, este otro recinto atestigua secretamente la unión carnal de la pareja. El regocijo erótico-sexual sella el signo-mujer apoyado en su propia anatomía femenina como matriz del discurso en el goce de lo que experimenta: “ardía dentro su cuerpo, corrientes eléctricas la hacían brincar de deseo” (44), la ley de la ideología en el poder. La mujer-sujeto utiliza el espacio de la Catedral para obtener su libre derecho al cuerpo que la sociedad leonesa condena, imposiciones prohibitivas convertidas en tabúes. Esta represión corporal ha sido provocada por los patrones de las clases hegemónicas que encubren los principios del patriarcado.

Con anterioridad al triunfo sandinista, la actitud de Augusta se pudiera silenciar dentro de otro espacio socio-cultural diferente atado a prohibiciones. Pero con el adve-nimiento de la revolución, crea su propio espacio ideológico, el de la izquierda sexual que la política nueva le otorga. La voz entrecortada, el ritmo de la respiración profusa y los quejidos corporalizados dan voz al deseo escindido entre un yo familiar oprimido en la infancia y otro ente cultural del programa sandinista; serio golpe al falocentrismo y que procura la liberación nacional de la mujer a través de su cuerpo libre de prejuicios.

Experimenta fragmentariamente lo que la ideología dominante exige de ella por creerla libre del fetichismo cultural de otros discursos antagónicos al sistema político en vigencia. En efecto, el cuerpo de esta criatura de fi cción se perfi la como construcción ideológica con la dimensión social que el sandinismo proclama. Bastan las palabras de Wodan Mjolnir para corroborarlo: “Eres dueña de tu cuerpo... tú puedes hacer lo que quieres y a nadie tienes que dar cuenta,

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a nadie” (45). En realidad, lo que se escucha en la voz del personaje es su posesión por el poder que el discurso sandinista abiertamente le otorga, y que al mismo tiempo le permite concebir el concepto de sexualidad dentro de los parámetros del discurso masculino (De Lauretis 17). Se cimienta de esta manera el pacto enunciativo de lo puramente sexual entre la pareja que rompe tajantemente con los preceptos del matrimonio establecidos por la normas patriarcales, otro contrato fi jo que no se cumple entre los dos.

La geografía corporal de la fi gura novelesca, por así llamarla, dibuja a grandes rasgos y sin disfraces su perfi l y su función anatómica con la imagen edénica del pecado: “Su lengua parecía la serpiente del Paraíso que lamía al hombre, lamía el espejismo de un amor” (45). Según Lacan, en la relación de la pareja tanto el sujeto como el objeto se sostiene simplemente a causa del deseo, que excluye el amor o la necesidad del mismo (287). Esta serpiente recurrente en el texto nunca llega a convertirse en paloma como en el caso de María (San Jerónimo, Cartas: 22). Pese a su erotismo, en esta instancia narrativa se observa una fragmentación del deseo que se convierte en “espejismo” del amor, y que no existe por parte del internacionalista. De entrada, tal y como sugiere Roland Barthes (1977), la consumación del amor en el discurso es el gesto viviente de cuerpos captados en “acción” que no se contemplan en reposo (8). Toda esta “acción” se capta claramente en el enunciado siguiente en el que el tacto funciona como inicio al acto sexual: “Wodan tocaba sus piernas y sus nalgas a través del pantalón de camufl aje” (44). Es curioso notar que en este ejemplo es el personaje masculino el que se adueña de las partes femeninas que conducen a la práctica sexual del cuerpo, la “experiencia

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interior” vinculada al erotismo que indica Georges Batailles en su libro (1985: 45-57).

Como miembro de la hegomonía patriarcal que conduce simbólicamente al predominio del falo intruso y extranjerizante, Wodan “sintió que tenía en su mano los reinos del mundo, todo era de la revolución, del pueblo” (44). Sexualidad e ideología se aúnan al deseo del “poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault 1970: 12). Este personaje se convierte en referente pasajero ya que abandona a Augusta para trasladarse a otros espacios donde la sexualidad humana se prescribe y practica de otro modo. En esta instancia, el signo-mujer se sujeta a un objeto masculino del deseo que transfi ere en ella cierta “dicotomía identitaria” sexual, lo que la cercena y fragmenta, si se considera que el útero es la matriz de los signos (Guerra 14).

En resumidas cuentas, la alteridad de Augusta se sujeta a la impronta del internacionalista de un pasajero momento histórico en Nicaragua, lo que la reduce y la silencia bajo la culpabilidad que el lenguaje espinoziano refl eja. Al incorporarse a las fi las revolucionarias del sandinismo subvierte temporalmente los parámetros tradicionales de la nicaragüenidad mancomunados a los signos patriarcales de la nación que acatan el respeto mariano. En realidad, dentro de este contexto socio-político se apropia de una ideología promiscua para declarar su identidad de mujer sexuada y libre, exenta de la castidad cristiana: “Te quiero... te amo... te idolatro… sos mi vida... soy tuya, mi Ché Guevara” (44). Priva en este segmento narrativo el hecho que participa y goza del gesto amoroso en el que compara a su amante a una fi gura fundacional de la historia revolucionaria cubana. Por supuesto, todos estos argumentos envían una señal positiva para las posturas críticas feministas que sustentan

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y justifi can este tipo de discurso sexual como versión ofi cial de la historia actual, liberada de modelos tradicionales de conducta. Al dibujar y sellar su cuerpo desfl orado en la escritura, Augusta declara el deseo unido al acto sexual y la liberación de la mujer como proyecto de resistencia contra el patriarcado. No obstante, siempre permanece sumida a las memorias del pasado opresivo y represivo a la vez. Pese al acto consensual, el deseo en el texto se fragmenta en un grave sentido de culpabilidad ocasionado por lo que Augusta considera la transgresión del pecado de la tentación del cuerpo, ese miedo al pecado del que habla Nydia Palacios Vivas.

También con la entrega carnal se borra por completo la noción patriarcal de virgo intacta, simbolizada por la Virgen María, sustraída del pecado en el culto mariano de la superioridad espiritual. Irónicamente todo esta aventura sucede en el techo de un recinto religioso, receptáculo del sonido de dos cuerpos erotizados por el deseo paradisíaco (Génesis 3: 24). Dicho de otra forma, se descarta totalmente la imagen del himen al que no se penetra como indicio seminal del hermetismo del cuerpo, y por medio del cual lo femenino es intocable ante cualquier contacto físico masculino. Se puede interpretar como un impulso subversivo del cuerpo ante el lenguaje espinoziano que no recurre al cinturón de la castidad, hoy día convertido en artefacto de museos: “cabalgaba con desenfreno por el hombre sin prejuicios” (45). Sin embargo, mientras viola el mito mariano de la virginidad, Augusta refl exiona momentáneamente ante Dios, en una escena en la que el sujeto femenino da rienda suelta a su experiencia erótico-sexual. Continúa el desenfreno a la entrega total al otro violando las exigencias religiosas dictadas por el patriarcado bajo la ley de la cultura

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que ella ha roto: “Que lo deseo... Que no puedo... Perdón, perdónperdón-perdón” (45, las cursivas son nuestras).

La consumación del acto sexual fuera del matrimonio no disipa las preocupaciones existenciales de Augusta y, lo que es peor, conduce al embarazo por otro hombre. Dicho embarazo, otra fragmentación del deseo [“ella” y el “otro” que va a nacer] se condensa en el capítulo XXIX. La voz narrativa emite simplemente “un Edén quimérico” (98), o sea, la otra Eva contemplando el fruto prohibido del Paraíso. Comenta sin muchos detalles el ambiente edénico en el escenario del seto del río Chiquito, al poner énfasis en el deseo de las fantasías del personaje. Mediante esta imagen edénica de este río de Nicaragua/mujer, que se puede vincular al mito en nuestro juicio (Génesis 2:10), se limita a representar el signo Eva-Augusta, fragmentado por una visión totalizadora de la pintura del jardín de las delicias sin mencionar a Adán-Wodan. Al no mencionar el nombre de la pareja, se ajusta a una perspectiva femenina (o feminista) del mito bíblico.

Al desaparecer la imagen erótico-sexual de la Catedral de León, sólo persiste el paraíso perdido que Augusta recupera mediante el instintivo papel de la maternidad como modo de conocimiento. Es ahora que la aventura sexual realizada se desfi gura en un sentimiento de culpa y por medio de la naturaleza. En el siguiente segmento narrativo, se fragmenta la imagen culpable de Augusta-madre con otra imagen edénica de las aves del Paraíso (de nuevo Génesis 3:18) en su revoloteo: “Una bandada de chocoyos chilló por el nuevo árbol de un Edén quimérico que nacía del vientre de Augusta. Sus pecados los purgaría en el quinto infi erno de su vida” (98).

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Por un lado, en el enunciado anterior la simplicidad del tratamiento del embarazo pudiera tratarse de un comportamiento escatológico con tendencia moralizante que la autora casi elimina de la empresa narrativa. Se representa bíblicamente en la obra como una “serpiente” que “lamía el cielo” (98), Eva arrastrada al pecado. Por el otro, carece de importancia reveladora porque lo que importa es presentar a una mujer con miedo, desilusionada, insatisfecha, culpable, purgada por los pecados y escindida por los polvos del recuerdo y por la futura presencia del hijo; otro aspecto que se transparenta ambiguamente en el texto. A nivel del imaginario corporal que nos ocupa, el estado biológico de la reproducción y su consecuente procreación que formula Platón en El banquete (385 A. C.), le permitiría al sujeto femenino más participación en la arena de la cultura del país, por ser madre de la nación actual. No olvidemos que en la cultura judeo-cristiana la “representación (religiosa o laica) de la feminidad se traduce en términos de la maternidad” idealización errónea de esta imagen, según Julia Kristeva (209). Especulamos que al no lograrlo se convierte en un ente pasivo y reducido a la inmanencia causada por la culpa y el miedo.

Cabe preguntarnos, ¿se libera Augusta después del deseo carnal a que se somete por voluntad propia? Como se ha indicado con anterioridad, la culpabilidad y el remordimiento la abaten completamente. Reproducimos algunos trozos textuales que prueban sus “fantasmas interiores”:

—Pequé horriblemente, padre...—Me entregué a un hombre en el techo del templo. (42)Me aniquila la duda de conseguir o no el perdón. Creo que en parte soy causante de las desgracias. (43)[…]lloraba su pecado y su mente lo volvía a cometer, en

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una continua condenación provocada por su sentimiento de culpa (80, mi subrayado).En todo caso, la presencia del falo a nivel simbólico de

la escritura inferioriza a la mujer dentro de su propia cultura. Lacan nos informa que el pene, signifi cante visible, se desplaza metonímicamente al falo, su signifi cado e imagen en el discurso (Wodan). No cabe duda que Augusta es un sujeto pensante, antes y después de su arrepentimiento, que satisface su deseo en el sustituto, el objeto, el “otro”, para intentar llenar así el vacío y la ausencia de una niñez infeliz, carente de signifi cado como consecuencia de impulsos reprimidos y causados por una “madre fálica”, como dice Lacan. Augusta, hija y ciudadana de Nicaragua es penetrada por Wodan Mjolnir, intervención foránea indeseada, pero acatada por el sandinismo. La seducción de este personaje femenino viola el concepto de mujer y nación por un objeto narcisista y libertino del deseo que realmente desconoce los valores intrínsicos y extrínsecos de otras culturas ajenas a la suya. A la luz de lo anterior, se deduce que existen gradaciones y posibilidades sexuales diversas del cuerpo erotizado, de acuerdo con la cultura, el clima y la geografía en la que el “sujeto deseante” y el “objeto deseado” se identifi can.

Entre la representación del deseo fragmentado y lo que induce a la culpabilidad que la delata, conviene explicar brevemente que, mientras Augusta recrea la escena de la seducción en el techo de la Catedral de León, recita maquinalmente versos de Gioconda Belli, escritora revolucionaria del sandinismo que representa abiertamente su propio cuerpo por ser la postura pro-feminista del movimiento, y el hecho de que el 37% de los miembros eran mujeres. Este proceso introspectivo de la intertextualidad literaria propicia la articulación del deseo a la poesía. Es

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innegable que el cuerpo deseante se traduce en términos de la palabra escrita y en la experiencia de una mujer, sujeto que sabe lo que quiere ante la presencia del hombre: “y me dolía en el cuerpo sensible y seco de caricias...” (42). Dicho sea de paso, la poesía se adentra en el goce y la satisfacción de la mujer y, por ende, seduce y causa el erotismo en el discurso.

El desfase de Augusta ocurre casi al fi nal de la novela en el capítulo XXXII. Este desfase purifi ca al personaje de sus pasiones, del desplazamiento de la niñez y la entrega sexual, y que actúa como catarsis que la libera momentáneamente de recuerdos traumatizantes de la “madre fálica”, mediante la emoción estética del discurso novelesco. En disquisiciones con su amiga de infancia Victoria Portinari Gallegos, la instancia narrativa nos informa sobre la acción revolucionaria de Augusta y su papel durante el sandinismo. El personaje le confi esa a Victoria sobre el embarazo causado por uno de sus camaradas sandinistas, contemplando ante la imagen del río, lo que promueve más “fantasías interiores” en la escritura del cuerpo, en donde la tierra vegetal resemantiza su papel de madre en un espacio celestial:

[…] ese humus marcó mi pelo, mi piel, mis entrañas y formó un majadear de mi vientre para mi hijo sin nombre, hijo de la tierra, de la selva, mi moreno, mi Juan, mi Pedro mi José… mi ángel. (128)Hijo del cuerpo de la escritura que carece de nombre,

aunque se asocia a dos de los apóstoles y a José-padre, creador de Jesús. “—¿Tu hijo? (!)” (128), responde Victoria anonadada ante lo que oye. Este discurso confesional, en un plano referencial en el que la amiga también relata hechos de su vida privada, se convierte en un diálogo vital en el texto. Le permite a Augusta canalizar con brevedad dialógica sus

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“fantasmas interiores,” en donde el previo y constante deseo carnal fructifi ca y desemboca ahora en la relación madre-hijo. Después de esta breve mención, el hijo está ausente de las páginas de la obra. Toda esta ausencia es parte de la treta autorial para crear cierta intriga novelesca, sin resolver en la obra. El lector sencillamente se acoge a una participación del goce previsible de lo escrito y de lo leíble. La dicotomía patriarcal: placer /dolor, cuerpo/alma, contaminación/pureza se liga a la cultura burguesa occidental que la novelista cuestiona como escritora.

Bastante alejados estamos de encasillar a Gloria Elena Espinoza de Tercero como feminista. Sin embargo, la caracterización de Augusta en El sueño del ángel nos entrega la visión de una mujer fragmentada por el deseo, al parecer liberada y después culpable de la seducción de un pene extranjero y ajeno a lo típicamente nicaragüense. La hibridez y la fragmentación de este texto, acompañado de un nutrido grupo de personajes auténticos en la cultura de Nicaragua, abre la brecha a los investigadores para proseguir la favo-rable recepción crítica que la obra ha recibido. En defi nitiva, la novela rebasa las fronteras discursivas para situar a la mujer/personaje/autora en una oferta literaria, inclusiva y exclusiva del nuevo milenio.

Muchos más tópicos se desarrollan con amplitud discursiva en la novela, otros recodos despliegan la versatilidad polifacética de la escritora. No obstante ello, nuestro acercamiento se ha limitado a lo todavía vedado debido a la trasgresión temática en ciertos círculos de la cultura hispánica En cierta ocasión, la autora inglesa Virginia Woolf pronunció que para este tema controvertido “uno no puede esperar decir la verdad” (9). Y si se dice a la manera de Gloria Elena, se explica “cómo llegó a profesar tal o cual opinión” (9).

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Obras citadas

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Meza Márquez, Consuelo. La utopía femenina. Quehacer literario de cuatro narradoras mexicanas contemporáneas. Aguascalientes: Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2000.

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San Jerónimo. Cartas. Madrid: Editorial Católica, 1962.Spina, Vincent. “La conciencia de la nación en El sueño del ángel

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Woolf, Virginia. Una habitación propia. Barcelona: Seix Barral, 1980.

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El sueño del ángel: el retorno

Vincent Spina

Está dado que la tarea de quien aspire a ser escritor es luchar contra el circumdante caos que le acosa, a veces en forma de un universo variable y sin anclas donde el zumbido cacofónico de la vida danza mezclándose con las notas desafi nadas de la muerte... o, en fi n, en forma del silencio y del vacío. Y la lucha es simple: imponer la palabra sobre la faz del caos y, así, ordenarlo, someterlo a la comprensión humana de modo que todo lo que nos terroriza por ser lo desconocido tenga nombre y el orden que un nombre implica. Desde luego, todo esto no signifi ca necesariamente el triunfo fi nal del ser humano confi gurado como escritor sobre el caos, sino que éste ya cabe dentro de la imaginación de aquél: es palpable. Al fi nal de cuentas el caos puede consu-mirnos pero ya sabemos lo que es, queda contenido dentro de nuestro entendimiento. Así el ser humano confi gurado como el escritor lo “consume”, lo hace suyo. Si sucede así cuando el individuo se enfrenta con su caos personal, ¿cuanto más grave es cuando, además del suyo, éste tiene que luchar con el caos de su país, devastado por una guerra y la pobreza física y espiritual, ademas de la desesperación que la sigue?

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Esto es la problemática que se haya en la novela El sueño del angel,1 escrita por Gloria Elena Espinoza de Tercero.

En una reseña que hice de la novela, noté que Espinoza de Tercero manifi esta su dominio de las diferentes técnicas empleadas2 en la narrativa novelesca comtemporánea y, al mismo tiempo, está consciente del papel cambiante de la mujer, no sólo dentro de esta narrativa sino dentro de la misma cultura.3 Sin embargo, la novela se muda de esta capa de los movimientos contemporáneos para sondear más profundamente dentro de una problemática históricamente nicaragüense: la cuestión de la dualidad del ser, a la cual luego volveremos. De allí que esta corta novela se expande para abarcar otro tema acaso más arraigado al ser nicaragüense, en la medida que éste se ubica dentro de un mundo “hispano:”4 la presencia del tema del costumbrismo y el propósito del mismo como “dominador menor” para llegar a una imagen de posible unidad dentro de la elaboración de una novela contemporánea, donde los estragos de una guerra, el sufrimiento y los rencores que siguen como consecuencia son

1/ Managua: Ediciones Distribuidora Cultural, 2003. Todos los pasajes citados en este artículo son de esta edición.

2/ Alejandro Serrano Caldera nos ofrece un excelente análisis de la novela vista con respecto a las técnicas usadas por la autora en su artículo “Qué pasa cuando un ángel duerme”. La Prensa Literaria. Suplemento semanal del diario La Prensa, sábado, 24/I/04.

3/ Semanario 7 días. No 433, del 26 de julio al 2 de agosto 2004, pp. 34-35 (agrego que el presente análisis es una ampliación de esa reseña).

4/ Se sabe que el mero uso de este término puede ser lugar de otros cuestionamientos dentro de la comunidad latina de los EE.UU, pero aquí sólo se refi ere a “hispano” con respecto a la tradición costumbrista presente desde España hasta todos los países de habla española.

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plenamente visibles. Al mismo tiempo, quisiera sugerir que el uso del costumbrismo para llegar a este dominador menor también se halla en otra cultura “latina” (si no “hispana”) —la italiana—, la cual manifi esta una historia similar a la de Nicaragua.

Para empezar, es necesario tomar en cuenta los personajes y el confl icto que se da en El sueño del ángel. La novela gira alrededor de la vida de dos personajes principales que representan dos tipos humanos signifi cativos dentro de la vida nicaragüense: el que se queda en el país y el que emigra. José Trejos, psiquiatra, casado y con hijos, radicado en Miami, es el emigrante típico, que después de soñar con su país por largos años y aun de ayudar a su familia económicamente, por fi n, está de vuelta en su ciudad natal, León. Augusta Catalina Méndez, descendiente de una familia de abolengo, empobrecida, solitaria, veterana sandinista disilusionada, es la que se queda.

Al llegar a León y pisar sus calles, José va perseguido por una vaga emoción de felicidad al estar en su hogar después de tantos años de ausencia, la cual se mezcla con cierto sentido de enajenación que resulta de esta misma ausencia. Espinoza de Tercero capta esta ambivalencia en estas líneas, al mismo tiempo que muestra el arraigo de José a la cultura literaria de su país:

Compró raspado relleno que comió con deleite. Serio, meditó en los versos de Alvaro Urtecho, que recientemente estuvo hojeando en su casa de Miami; le gustaba la poesía de los poetas nicaragüenses, reflejaba lo que él hubiera querido decir: [...] queriendo estar ya en la propia casa, entre los propios muros de escondida memoria, escrutar la ventana, los ojos, la dimensión,

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el sentido del mundo, rendirse a los silencios, a la hondura de miel de una tristeza súbita...Dio paso a la melancolía. Repasó la dimensión de su mundo. ¿Cuál era su mundo? Ya estaba decidido que el de la otra latitud; o, ¿será éste, al que estaba regresando porque es donde quiere morir, ser enterrado junto a sus ancestros?.... este mundo casi detenido en el tiempo, que rumia su dolor, repite las injusticias, resuscita a personajes políticos que ofrecen la redención que nunca llega... (Espinoza 27-28)Pero aún y todo, a pesar de estas inquietudes, se siente

acechado por algo más inmediato aunque sea menos “real”. En el vuelo entre Miami y Nicaragua oyó voces, vio una nube extraña encima de la que se ubicaba un libro. Como el lector sabe, es la voz de un ángel salido de paraíso para cumplir con una meta que está velada hasta el fi nal de la novela.

Para Augusta, son los fantasmas del pasado que la tienen inmobilizada para cualquier futuro. Si para José es un sentimiento entre la nostalgia y la enajenación que lo persigue; para Augusta los fantasmas son los mismos compañeros muertos de la revolución. Mientras dos señoras, cuyas características personales y conversación las alínean con personajes similares hallados e ironizados en tantos cuadros de costumbre, chismosean entre sí en las bancas de la iglesia de León, Augusta, traída al mismo lugar por motivos más profundos, recuerda, casi de manera alucinatoria, una escena de la guerra sandinista mientras contempla una mujer que sale del sitio:

La miró salir y de inmediato sus ojos volvieron al sortilegio morboso y macabro de la selva de velas donde negro y rojo reflejaban sombras, vivencias del pasado que

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en ese momento volvió a vivir... aquella camioneta llena de hombres vestidos de oscuro que avanzaron cautelosos por el barrio. Era de noche y el fragor de las balas nunca terminba; las casas ardían a un lado y otro, y ella en medio, amarrada dentro de su casa para que no fuera a la lucha... (Espinoza 24)Al mismo tiempo, dentro de esta misma escena,

aprendemos que Augusta es, por naturaleza espiritual, y es un sacerdote quien la convence a dedicarse a la revolución, pues vale más que una vocación religiosa “porque el reino de Dios comenzaría con la guerra de liberación” (Espinoza 24).

Además del sufrimiento y las humillaciones asociadas con el fratricidio que era la guerra, Augusta no puede menos que seguir sintiendo la muerte de su hijo. Sin especifi car los detalles, en un diálogo entablado con su amiga Victoria, vuelta de Europa (otro ejemplo de la dualidad nicaragüense como se verá), Augusta le confi esa que su compañera de guerra, Sofía, y ella fueron traídas a León embarazadas. Aunque no le cuenta cómo su hijo murió ni quién ha sido el padre, por medio del relato de cómo Sofía se muere en el parto y el bebé poco después, podemos inferir lo que le sucedió a Augusta misma:

La tortura fue peor que en la montaña... A mediados del octavo mes del embarazo era un esqueleto. Su panza se levantaba como un cerro pequeño en una árida llanura. Su rostro parecía salido de una imaginación kafkiana (Sofía padecía de un cáncer en la boca). Con su ojo estático, sin lágrimas, mirándome, recibí sus últimas recomendaciones...—Que me saquen a mi hijo... crialo vos—El niño nació pero al poco rato murió en mis brazos... (Espinoza 131)

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Peor aún que esto (si algo puede ser peor que la desolación a causa de la muerte de inocentes), es el sentimiento que le roe el alma a Augusta: el que todo fuera en vano. En un momento dado ella habría podido cambiar su futuro si no hubiese mentido a su amante declarando que no le había sido fi el. No sabemos exactamente por qué le mentiría, acaso fuera para que no se sintiera obligado a quedarse con ella en vez de seguir en la revolución. Sea como sea, no obstante, ahora Augusta ha de vivir con su decisión (Espinoza 94). Espinoza de Tercero capta la desesperación de su personaje mientras éste camina por León y llega a la ribera del río Chiquito, el cual se ha deteriorado a un estado de ser un lugar descargador de los desperdicios de la ciudad, un mero albañal abierto; escribe:

Augusta vivía el pretérito en el escenario del soto del río Chiquito, sumergiéndose sin dejar huellas en el agua. Y la realidad fue en un frondoso ambiente que llegaba por la vía delgada e inestable de la evocación. (Espinoza 98)Y luego:

El río escuálido y Augusta silenciaron el universo, abrazados, dolidos, concupiscentes, hablaron lenguas muertas. Cada vez más rápido flotaron, fusionaron sus almas... En el éxtasis de su cópula con el mar, encontraron entre la viscosidad de aceites, pinturas y pinceles, al Bosco que seguía pintando en la eternidad y hacía modificaciones existenciales con Augusta y su compañero en un tríptico, igual al que está en el Prado, sin saber si debían estar en El infierno o en el Jardín de las Delicias. (Espinoza 98)Así la imagen se convierte en una fusión del pasado

y el presente, del personaje y un paisaje cuyo estado de abandono, por extensión, evoca al país mismo. No hay nada en el presente que valga la pena y Augusta corre el

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5/ www.nicaraguaportal.de/index.php?id=2361. En el mismo artículo Ramírez muesta que el mestizaje se remonta a tiempos aún más remotos, a las épocas de migración de la gente indígena misma, los chorotega, náhuatl y maya, entre otros grupos.

riesgo de ser prisionera de su propia nostalgia. Sin embargo, el texto propone una pregunta: ¿Es el infi erno o el Jardín de la Delicias? Y a medida que la escena se relaciona tan íntimamente con Nicaragua, el mismo interrogatorio se asocia con el estado del país, con vaga esperanza de que sea el Jardín.

En la fi gura de estos dos persanajes, Espinoza de Tercero obviamente refl eja un tema importante en la literatura nicaragüense, probablemente desde sus primeras manifestaciones; es decir, el tema de la dualidad. Y antes de ubicar los personajes de José y Augusta dentro de este esquema, es necesario destacar la cuestión de la dualidad desde el punto de vista de este país. Sergio Ramírez en su análisis de la literatura nicaragüense traza las diversas maneras en las que el tema de la dualidad aparece dentro de este cuerpo colectivo de escritos artísticos. El autor y crítico considera que “El Güegüense”, producto racial y lingüístico del mestizaje entre el español y el indígena, representa “la esencia del ser nicaragüense”. Asimismo, delínea otras formas del fenómeno que siguieron la conquista española, entre ellas, la división cultural del país entre el oeste español/indígena y el este británico/indígena/africano.5 Pero acaso sea el mismo Pablo Antonio Cuadra, quien más ha hecho hincapié en el tema. Además de ampliar lo que Ramírez nos informa, el poeta analiza la poesía, de hecho lo hace con la vida de Rubén Darío siguiendo este paradigma. Del poeta, Cuadra escribe:

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El dos es su drama vital. Sea que se sumerja en sí mismo, sea que afronte sus circunstancias o su mundo exterior, su unidad nicaragüense se desgarra en aquel inquietante “dos-en-mí-mismo” que toma su savia de las más profundas raíces de su pueblo y de su tierra6 Aquí Cuadra cita el soneto “En las constelaciones” y

otros poemas que destacan el desgarramiento profundo de su compatriota; pero en el poema “Nocturno” advierte un rasgo de esperanza:

Pero en esa noche amarga de contradicciones el poeta vislumbra un lejano puerto, oye el toque esperanzador de su fe de cristiano [“que diluye ingenuas campanadas provinciales”] en el recuerdo de su infancia nicaragüense: Y esa atroz amargura de no gustar de nada, de no saber adónde dirigir nuestra proa, mientras el pobre esquife en la noche cerrada va en las hostiles olas huérfanas de la aurora... (¡oh suaves campanas entre la madrugada!) (Cuadra 25)En el mismo artículo Cuadra destaca el aspecto más

esencial de la poesía de Darío y por extensión la esencia del poeta mismo y la de su pueblo:

Desde su primer paso hacia la definición de sí mismo, Rubén lo da fusionando contradicciones. El abandono de su país que parece evasión, es en él un encuentro. Querer “ser otro” fue su modo de saltar a sí mismo. (Cuadra 20).Cuadra reitera este tema de salir para retornar a ser sí

mismo en otro ensayo: “¿Cuál es nuestro Ulises? ¿Cuál

6/ Rubén Darío y la dualidad. El nicaragüense. Managua: Hispamer, S. A. 1997. ps. 19-20. Todas las citas de Pablo Antonio Cuadra son de este libro.

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es nuestro destino?.” Aquí él compara el Ulises de nuestra tradición occidental con el que Dante conoció antes de que se divulgara nuevamente la epopeya anteriormente perdida en el Occidente Medieval. El Ulises conocido desde el Renacimiento es “la conjunción de la osadía hacia el futuro y de la nostalgia de pasado; el hombre que se aleja pero que regresa y cuyo armonioso ‘ciclo‘ simboliza el equilibrio que hizo grande la Civilización de Occidente” (Cuadra 159).

Tal personaje se contrasta radicalmente con el dantesco, un Ulises que muere naufragado por su deseo excesivo de aventurar, un personaje que no completa el círculo y no regresa jamás (Cuadra 160). Y al fi nal del ensayo, Cuadra se pregunta qué fi gura representará el destino de Nicaragua y del nicaragüense:

¿Cuál será el Ulises de nuestra América Latina y de nuestra Nicaragua? ¿Hacia qué aventura vamos? ¿Moriremos frente a las plazas de América sin realizar América?... ¿O volveremos al Hombre enriquecido por la aventura? (Cuadra 162).Estas meditaciones vacilantes de Cuadra resuenan

hondamente en El sueño del ángel. A medida que José Trejos sale de Nicaragua para hacer vida en los Estados Unidos, representa el ciclo homérico del héroe que va en busca de aventuras. Su contrapunto se reconoce en la fi gura de Augusta Catalina Méndez; ella representa esa otra mitad del ciclo que se realiza dentro de los confi nes de su pueblo. Así cada uno incorpora otra fase de un Ulises unido. No obstante esta observación, cada uno como individuo destaca la misma dualidad dentro de sí mismo. Esto es fácil de ver en el caso de José que sale y retorna, pero Augusta también sale..., sale de una problemática nacional, acosada por la dictadura de Somoza, al infi erno de la guerra para regresar

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a una tierra enajenada donde toda política, sea de la derecha o de la izquierda, ha perdido sentido. Además, Cuadra habla del héroe enriquecido por la aventura. Obviamente esto no es el caso para Augusta traumatizada y enajenada debido a la guerra. Pero tampoco es el caso para José; desde la cacofonía lingüística dentro de la que se encuentra con su esposa en el avión, hasta los momentos cuando se halla en las calles de León, este personaje está lejos de simbolizar el hombre unido dentro de sí mismo, el individuo completo gracias a su viaje, como Cuadra delínea al Ulises homérico. Mientras sus raíces se nutren en su tierra natal, su futuro está en Miami donde está su hijo y donde está naciendo su nieto.

De modo que los dos personajes sienten una dualidad interior que los desgarra como una dialéctica que no encuentra una síntesis hasta los últimos capítulos de la novela. Para Augusta la síntesis se realiza cuando se confi esa con su amiga Victoria. Las dos mujeres, la que se quedó para participar en el infi erno de la guerra, y la que se fugó y halló una vida frívola y sin valores en Europa, se abren la una a la otra y hallan consuelo en la amistad de la cual gozaban antiguamente. José, incapaz de sentirse ni arraigado a un pasado nicaragüense ni a un futuro estadounidense, por fi n haya cierta satisfacción al enterarse del nacimiento de su nieto, cuyo ángel de la guarda será el mismo que ha andado por la novela en busca de su propia razón de ser.

Hasta aquí y, de hecho, hasta el fi nal de la narración, entre los dos personajes principales casi no hay ninguna conexión. Aprendemos sólo que cuando Augusta era niña, había conocido a un niño mayor que ella llamado José. El niño irrumpe la soledad y la enajenación de la niña pero al llegar a ser adolescente, éste prefi ere reunirse con otros muchachos de su propia edad. Al verlo por última vez, Augusta le regala

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7/ A mi parecer la novelista no suele usar los nombres de sus personajes para iluminar su personalidad, pero en el caso de don Fito, sea por casualidad o sea a próposito, el nombre sí parece paralelar el carácter del persanaje.

una mecha de su pelo de la que José se olvida en seguida. Pero en tanto que Augusta es un representación de Nicaragua misma, pueblo por el cual ella ha sacrifcado la vida, José no se olvida de ella. Más bien se la lleva dentro de su alma.

No obstante, hay un tercer personaje que merece mención. Es don Fito cuyo nombre signifi ca “hito” o “mojón”7. Un mojón es algo que fi ja el paisaje, que nos ubica dentro de él y, a primera vista, don Fito parece carecer por completo de tal característica. Espinoza de Tercero aquí esboza un personaje con el aspecto físico y los ideales de un don Quijote mezclados con el hambre y el oportunismo de un Sancho Panza. Autodidacta, dotado de un intelecto fundado tanto en el conocimiento como en la fantasía, las palabras de la misma autora lo describen mejor:

Don Fito andaba por las calles desde el amanecer. Imprudente, entraba a las casas, intervenía en asuntos familiares y pedía comida con gestos sugerentes. Su filosofía y razonamiento desconcertaban a todos. Al principio, la gente no sabía donde obtenía tanta información. Siempre tenía respuestas hasta para los más avispados profesionales, catedráticos y estudiantes. Muchas veces inundaba de fantasías sus conocimientos, de tal manera que no sabían donde comenzaba o terminaba la verdad. (Espinoza 83)Lo que tiene de fi rme o fi jo es su presencia. Don Fito

aparece en todas partes de León y en todas las casas. Es una presencia como la de la tradición que él lleva dentro de sí, y visto así, el personaje recuerda un movimiento literario

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importante dentro de la cultura hispana: el costumbrismo. Orlando Gómez Gil comenta lo siguiente sobre este tipo de literatura:

Los cuadros de costumbres, llamados también artículos de costumbres son bocetos cortos en los que se pintan costumbres, usos, hábitos, tipos característicos o representativos de la sociedad, paisaje, diversiones y hasta animales, unas veces con el ánimo de divertir (cuadros amenos) y otras con marcada intención de crítica social y de indicar reformas con dimensión moralizadora.8

Al mismo tiempo es notable que el uso de este mecanismo literario emerge cuando la cultura, por diferentes motivos o en momentos críticos de su desarrollo, advierte dentro de sí la necesidad de defi nirse a sí misma. Tal es el caso a mediados del siglo XIX cuando surge la obra, casi fundadora del costumbrismo, de Luis Mariano de Larra, luego durante la crisis del 98 cuando escritores como Miguel de Unamuno y Antonio Machado luchan para reconstruir una imagen de España después de la humillante guerra con los Estados Unidos, cuando se perdió los últimos vestigios de su imperio. Y, desde luego, es el caso de Nicaragua desgarrada por los ultrajes de los contra, y el desequilibrio estatal que siguió a éstos.

Durante aquellas épocas cuando se aumenta el interés en el costumbrismo, es importante notar que los escritores se remontan a lo “típico” cuando no lo “estereotípico” de su cultura. Escogen a personajes que todo el mundo reconoce dentro de la cultura y, a menudo, los ironizan pero siempre los

8/ Historia crítica de la literatura hispanoamericana. New York: Holt, Rinehart, Winston, 1968. p. 344. La misma cita se encuentra también en la red: www.monografi as.com/trabajos19/costumbrismo/costumbrismo.shtml

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humanizan; es decir, de los elementos y cualidades claramente reconocibles de una cultura, crean seres verosímiles de carne y hueso. Basándose en las idiosincracías de estos seres, en sus cualidades positivas que poseen como seres humanos —tomando en cuenta lo bueno y lo malo— intentan recontruir lo que ha sido destrozado para revalorizar una sociedad en crisis. Tal sucede en la novelística unamuniana a menudo, y tal es el caso de don Fito, creación de Espinoza de Tercero. Así don Fito diagnostica de dónde viene el mal que José sufre (las voces que lo acechan).

Le pregunta si su “Yo” ha muerto (Espinoza 60) y el lector se da cuenta por medio del diálogo que el personaje ha caído en el blanco. Atrapado entre dos países, dos culturas distintas, víctima de la globalización (la cual signifi ca cambios drásticos en todas las culturas), se puede decir que sí, su yo ha muerto.

Del mismo modo, don Fito enfoca el problema que le roe el alma a Augusta. Después de analizar cómicamente el fracaso del sandinismo le explica que ella ha sido la víctima de un error sin darse cuenta que estaba equivocada. Sacrifi có todo —amor, hijo y una vida— por nada.

Así, aunque José y Augusta no se encuentran dentro de la narración sino cuando eran niños, en la medida en que aquel representa el nicaragüense que viaja y ésta la que se queda en el país, se unen por don Fito, representante de Nicaragua misma como incorporación de sus costumbres, es decir, su historia. No obstante, de un modo cómico es portador del futuro también; es amante de los aparatos modernos, no porque sean novedades sino porque unen el individuo al mundo (Espinoza 83-84). Asimismo sabe usar la computadora: “En realidad, don Fito sabía encender, escribir en Word, conectar Internet y enviar mensajes por

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correo eléctronico” (Espinoza 111). Desde luego el humor irónico surge con esta descripción si se recuerda la fi gura quijotesca de don Fito que la autora ya nos pintó. Sin embargo, la ironía cómica no elimina del personaje su cualidad de unir un pasado descrito por el costumbrismo con un futuro de mecanismos empleados para el benefi cio de la humanidad. El resultado es que don Fito es el hito en donde lo paradigmático representado por Augusta y José se cruza con lo diacrónico, en la medida en que el personaje llega a ser el lugar del encuentro de la historia y la tradición y del futuro que les espera.

Claro está que Espinoza no postula una receta dogmática para salvar a Nicaragua y, de paso, al mundo; pero en el episodio cuando José sueña que don Fito, desnudo y parado sobre la montaña Everest, salva el mundo (Espinoza 97), hundido dentro del humorismo, queda la esperanza de que sí hay posiblidad de salvación y será el pueblo (don Fito) el que la lleve a cabo.

La existencia del costumbrismo y su uso para redefi nir o reconfi rmar las cualidades y los valores de una sociedad en crisis no es de sorprendernos dentro de la cultura hispana, pero si examinamos más a fondo este modo particular de confi gurar las circunstancias y eventos que rodean al ser humano en combinación con El sueño del ángel, talvez podemos concluir que dicho modo vislumbra un pueblo o cultura más amplia que la hispana, al tiempo que la novela muestra otra ligazón con ella; es decir, la Mediterránea.

Pablo Antonio Cuadra en numerosas ocasiones hace mención de esta cultura. En su ensayo sobre la arquitectura nicaragüense muestra que sus raíces se encuentran en

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9/ Creo que no hemos de olvidarnos del sur y de la posiblidad de un “continuum” cultural desde la la costa africana del norte hasta la del norte europeo.

10/Es cierto que Cuadra considera a Ulises “el Hombre Occidental” pero su énfasis siempre está en el mediterráneo y lo mediterráneo: el héroe que sale para luego regresar.

Grecia y Roma —las dos grandes civilizaciones del norte mediterráneo9:

En Atenas y en Roma las habitaciones son mero pretexto; el órgano esencial de la ciudad es la plaza, el ágora o el foro (y entre nosotros el parque, el vecindario, la plaza). Y sigue:

Para decirlo de una vez: el impulso creador de la ciudad greco-latina no fue el hogar, ni el mercado, ni la defensa: fue simplemente un apetito genial de conversación. (Cuadra 192)Y el individuo quinta esencial de esta cultura para

Cuadra es Ulises:El Ulises de Homero, héroe de la guerra de Troya que luego se lanza a la aventura del viaje —como protagonista de la Odisea— por todo el Mediterráneo y más allá...pasa por mil encrucijadas y vuelve, al fin, a su isla donde lo espea su fiel esposa Penélope... (Cuadra: 159)10 ...como en el caso de Augusta que vuelve del infi erno de

su pasado, y el de José que regresa del borde de la locura. De modo que El sueño del ángel se ubica dentro de un contexto más amplio: el mediterráneo greco-latino y esto implica un vaso comunicante con una cultura vecina de la hispana, la italiana, donde también se destaca el vaivén del héroe entre lo extraño y lo autóctono, entre un pasado de nostalgia y un presente problemático siempre con miras al futuro. Sin embargo, todo esto, a mi parecer, no se evidencia tanto en

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la narrativa como en la obra cinematográfi ca. Y la obra más contemporánea y representativa es la película “Cinema Paradiso”11 escrita y dirigida por Giuseppe Tonatore.12

La película trata de la relación entre el niño Salvatore, futuro director cinematográfi co famoso y un viejo proyectista que llega a ser su mentor. Se realiza en un pequeño pueblo siciliano, Giancaldo, devastado por los efectos de la Segunda Guerra Mundial (estos efectos no son tan visibles físicamente sino espiritualmente; el padre de Salvatore fue asesinado en el frente ruso y su madre no se recuperó de la pérdida). El niño Salvatore se cría mirando una gama vasta de películas, desde las comedias de Charlie Chaplin hasta las posmodernas de los más famosos directores italianos. Se enamora, pierde a la muchacha cuya familia no lo soporta por ser pobre. Mientras tanto, el cinevidente atestigua, dentro del mundo del cinema, un desfi le de “tipos” que representa la sociedad sureña italiana: el sacerdote que prohíbe toda escena donde los artistas se besen, los enamorados, la prostituta, la beata, aún el asesino.

En un momento dado, después de perder a la que será el único amor de su vida, convencido e impulsado por

11/ Desde Fellini, el cine italiano abunda con películas de esta índole, entre ellas, “El Postino” y “Pane e Tulipane”. Todas muestran el mismo logro artístico y escojemos “Cinema Paradiso” porque es la que más paralela la obra de Epinoza de Tercero en cuanto a la temática.

12/Recientemente ha salido una versión del director, “Il Nuovo Cinema Paradiso”, que añade cincuenta y un minutos a la película sin aumentar su valor artístico. La película salió en 1988. Los persoanjes principales son Salvatore (representado por tres actores respectivamente, Salvatore Cascio, Marco Leonardi, Jacques Perrin, como niño, adolescente y adulto), y Alfredo, representado por Philippe Noiret.

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Alfredo, Salvatore abandona su pueblo para hacer vida en “el Norte”13. Y se queda allí por treinta años hasta que su madre le manda la noticia de la muerte de Alfredo. Han sido treinta años de éxito material, sin que el personaje haya podido aceptar los sucesos de su pasado. A la vuelta sin embargo, se encuentra con los antiguos amigos y conocidos, envejecidos ya, y contempla el cinema mismo que será tumbado dentro de poco para hacer (como se puede imaginar) una nueva playa de estacionamiento municipal. Pero, a pesar de todo, llega a sentir un momento de paz, se siente por fi n arraigado a su propio pasado y a su familia y a los viejos amigos y conocidos. Se siente libre a recordar su pasado sin temor ni remordimiento. En el momento culminante de la película, descubre que Alfredo le ha guardado todas las escenas de besos entre hombres y mujeres, que sacerdote había mandado al antiguo mentor que cortara y se las ha reconstituido en una sola cinta de cortometraje. Desde la primeras películas pasadas en el cine hasta las últimas se le revelan en una explosión de amor carnal y espiritual.

Del “Cinema Paradiso” el crítico Giacomo Striule comenta:

Por medio de imágenes poderosas y perdurables, Cinema Paradiso muestra que el cinema puede iluminar y perpetuar los valores sociales tanto como culturales del pueblo que los formuló. Como cree Carlos Gustavo Jung, los mitos son las imágenes que tienen su origen en las experiencias humanas vividas. Estos mitos logran un sentido de identidad para una sociedad específica.

13/Para el italiano del sur, después de la Segunda Guerra Mundial, el norte de Italia era lo que es los EE.UU para el latinoamericano: tierra de promesa.

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Por medio de los mitos, las aspiraciones humanas, los sueños y las acitividades pasan de una generación a la próxima.14 Desde luego, el crítico no denomina la película

“costumbrista”, pero un simple vistazo al tema, a los “tipos” presentes, la ubica dentro de esta categoria. Además, la película es un intento de reconstruir una Sicilia estremecida por la guerra. El pueblo de Giancaldo de Tornatore, a excepción de la geografía, no difi ere mucho del León de Espinoza de Tercero, ni se halla mucha diferencia entre José y Salvatore. Al mismo tiempo, el tema del viaje y del retorno se atestigua en las dos obras, las cuales no dejan de mostrar resonancias que las ligan con los pensamientos de Pablo Antonio Cuadra.

Finalmente, si damos una breve ojeada a la critíca cinematográfi ca escrita por individuos conscientes del costumbrismo hispano, veremos que éstos no vacilan en llamar el fenómeno entero: “costumbrismo italiano”15.

14/ Traducción mía: Through powerful and enduring images Tornatore’s Cineman Paradiso demonstrates that cinema can illuminate and perpetuate the social as well as the cultural values of the people who fomulated them. As Carl Gustav Jung believes, myths are images that originate from lived human experiences. These myths secure a sense of identity for a given society. Through these myths human aspirations, dream and activities passrom one generation to the next. “Pirandellian echoes in Giuseppe Tornatore’s Cinema Paradiso”: goliath.ecnext.com/coms2/summary_0199-2613528_ITM&referid=2090

15/ Es interesante notar que si buscamos en la red entre las reseñas y estudios escritos por críticos no hispanos y los escritos por hispanos sobre le cinamatografía italiana de esta índole, cada grupo hace hincapié en las mismas cualidades, es decir, el uso de “tipos” y ciertas costumbres para defi nir un pueblo, o para revaluar su pasado vis-à-vis su presente, pero sólo son los hispanos que le dan el nombre de costumbrismo. Y con razón el fenómeno es mediterráneo pero es el mundo hispano que lo ha destacado de otros movimientos artísticos como el realismo y el naturalismo.

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Sin lugar de dudas, el tema de la salida y del retorno del héroe aparece en todas las culturas. Y de la misma manera los pueblos aplastados por las guerras buscan dentro de sus propias raíces los recursos para levantarse de los escombros; pero hay pocas zonas culturales como la mediterránea, extendida desde el mar de su nacimiento hasta las costas y los lagos de las Américas, que hayan experimentado hasta tal grado las guerras, las invasiones y las humillaciones humanas —la pérdida de España de su imperio, su guerra civil, la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y fi nalmente, la historia sangrienta de las Américas—. Sin embargo los pueblos incluidos en esta cultura resisten, se levantan de las cenizas y, a menudo, hallan la fuerza para sonreír.

Obras Citadas

Cuadra, Pablo Antonio. El nicaragüense. Managua: Hispamer, S.A., 1997.

Espinoza de Tercero, Gloria Elena. El sueño del ángel. Managua: Ediciones Distribuidora Cultural, 2003.

Gómez Gil, Orlando. Historia de la literatura hispanoamericana. Nueva York: Holt, Rinehart, Winston, 1968.

Ramírez, Sergio. “La Literatura Nicaragüense”. Enciclopedia de Nicaragua. Managua: Editorial Océano. Ver también:

www.nicaraguaportal.de/index.php?id=2361 y http://www.sergioramirez.org.ni/indexensayo.htmSerrano Caldera. “¿Qué pasa cuando un ángel duerme? Para

un marco fi losófi co de El sueño del ángel de Gloria Elena Espinoza de Tercero”. La Prensa Literaria, Managua: 24 de enero de 2004.

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Spina, Vincent. “La conciencia de la nación en El sueño del ángel de Gloria Elena Espinoza de Tercero”. 7 Días. 433 (2004): 34-35.

Striule, Giacomo. Pirandellian echoes in Giuseppe Tornatore’s Cinema Paradiso. goliath.ecnext.com /coms2/ summary_0199-2613528_ITM&referid-2090.

Tonatore, Giuseppe. Cinema Paradiso.

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La enfermedad: tema y metáfora en Túnica de lobos

María Amoretti Hurtado

Túnica de lobos (2005) es la tercera novela de la escritora nicaragüense Gloria Elena Espinoza de Tercero. En ella se cuenta la historia de la aparición, desarrollo y diagnóstico de una enfermedad, el Lupus, que aqueja a miles de personas en el mundo y cuyas víctimas en su mayoría son mujeres. Por esa razón, el personaje principal de esta historia es una mujer que la padece y que cuenta en primera persona la experiencia física y mental de este padecimiento.

La enfermedad es el motivo de la historia, pero su nombre y los síntomas que le son característicos, facilitan a la autora convertir la enfermedad además en el núcleo que va a gobernar la forma de la historia, su morfogénesis y su tema. El título resume el artefacto generador del texto: su genotexto. Se tratará pues de la historia de una metamorfosis.

La historia de María Esperanza, ése es el nombre de la protagonista, comienza con un recuerdo: el conocimiento de la muerte por primera vez en medio de un paisaje sombrío de luna y de miedo:

El recuerdo más impresionante que aún vive en mí como ese día, es el de la tarde cuando encontramos a la anciana Lois y pude ver la muerte frente a mí con su rostro horrendo.Asomados por la ventana del ático, mi hermano y yo, vimos a la gente congregándose en el patio de los Spencer.

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Los árboles se inclinaban queriendo ocultar la casa de cualquier ojo escudriñador. Montones de periódicos se apilaban en el suelo desde quién sabe cuándo, acojinados por el monte (que algún día fue césped) y chocaban con las ramas de los árboles. El viento tenía rachas fuertes que daban más frío y las hojas, periódicos y desperdicios (que abundaban en el patio de la mujer anciana y fea) volaban produciendo en el cielo grisáceo, un paisaje sombrío de luna y miedo. (17)Orientados por el título, no es difícil asociar de entrada

el miedo con el símbolo del lobo que resume nuestros terrores infantiles desde Perrault y su Caperucita; y la luna, con las dolorosas transformaciones del hombre lobo en los relatos licantrópicos. La asociación no es gratuita, la voz narradora premia esta interpretación al constatarnos que en sus pesadillas infantiles “miraba a la anciana acercarse carbonizada, abriendo la boca; mirándome a los ojos sin ojos; con el humo fétido, la luna y un aullido de lobo triste que se perdía en el cielo negro y en mi alma” (Espinoza, 2005: 19. El destacado es nuestro). En el caso de la cultura leonesa de Nicaragua, este símbolo también se lía con otros motivos: los de Darío (“bestia temerosa de sangre y de...” [Los motivos del lobo]).

La aparición de este recuerdo, el recuerdo de la muerte y del miedo en el ático de la vieja casa en que se despiden ella y su familia para asumir nuevos destinos y vidas, llenan a la protagonista de una extraña e indiscernible inquietud:

Hoy es futuro de aquel tiempo. Ahora tengo miedo...me duelen las manos y me pican los brazos. Me siento rara, no solo por la despedida. No sé qué me está pasando. (32)Así comenzamos a internarnos en el doloroso itinerario

de Túnica de lobos y a conocer por adelantado la íntima

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experiencia que se va a desplegar, a partir de ese instante, entre la protagonista y el libro de su conciencia:

No traje mi libro para escribir. Aunque no es un diario, es mi libro donde escribo, dibujo y expreso mi pensamiento. Hubiera podido escribir este recuerdo...no el de la anciana Lois, sino lo que me ha hecho recordarla.... (20)Lo que la ha hecho recordar es el miedo de lo que

va a venir a partir de esta despedida, de los cambios y transformaciones que se avecinan y en los que el verdadero destinatario va a ser ese libro, que no es un diario, porque no podrá escribir en él diariamente, con regularidad, de ahí sus páginas en blanco, sus omisiones y su ambivalencia:

A veces no sé si imagino los recuerdos no sé si los pinto como los quisiera ver hoy y quedan en mi mente como en un lienzo de empastes, veladuras, o quizás como un arte visual, una instalación, un fotomontaje de mis deseos y miedos. (19)Mi libro es como mi conciencia, hago bocetos, imágenes absurdas que solo yo entiendo. Sus páginas como secante absorben mi pensamiento, aunque a veces no se vea en el papel, porque mi mano solo soba la página e imagino, recuerdo mis ensueños, como si con solo mi roce imprimiera mi ser (25).Nos corresponderá, entonces, a nosotros, sus lectores,

llenar las páginas en blanco del libro, que no es diario, de María Esperanza contestando a la pregunta ¿Qué signifi ca esta historia de una mujer arquitecto-paisajista, enferma de lupus, ávida lectora, que tiene a un libro que no es un diario como su más fi el confi dente?

No se pueden dejar pasar las cualidades especiales de este libro, en él no sólo se escribe, se dibuja y se pinta, se hacen bocetos y a la protagonista le basta poner la mano reverente y amorosamente sobre él para que éste desencadene en ella el recuerdo, el pensamiento.

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Pero no todo se imprime en la página, por eso algunas de las páginas de este libro están en blanco y en otras sólo queda una especie de arte visual que al tiempo que muestra esconde e intriga. Pasar la mano por la página, sobarla, son los gestos de un culto o de un ritual que nos recuerda a éste que estamos ejecutando ahora tratando de que el libro recree en nosotros, a través de su lectura, las mismas ensoñaciones que produjo en María Esperanza. El libro, como un fetiche, es nuestro único medio de acceso a la conciencia de María Esperanza. Pasemos, pues, amorosamente también nuestras manos sobre sus páginas.

Haciendo un abordaje meramente semántico podríamos resumir su signifi cado de la siguiente manera: por su condición bicultural, hija de una nicaragüense casada con un norteamericano, la protagonista es, desde antes del advenimiento de los síntomas de la enfermedad, una subjetividad proclive a la auto-refl exión, y a ser en la hibridez, de ahí el símbolo de la muñeca de dos caras, una negra y otra blanca, que le regalara en su infancia Lidia, la descendiente de los Mondragón. Con la aparición de la enfermedad, la experiencia del dolor exacerba los sentidos y la conciencia del propio cuerpo, lo cual sirve de base para un proceso de auto-refl e-xión mucho más complejo, mediante el cual la protagonista se encuentra ante el dilema de padecer o sufrir. La protagonista opta por lo último.

El Lupus es una enfermedad que presenta síntomas múltiples que afectan tanto el cuerpo como el ánimo del paciente: coloraciones rosavioletas abultadas en la piel, afecciones en los huesos y articulaciones que alteran la postura, infl amación de la cara y otras partes del cuerpo, ansiedad, depresión. En María Esperanza el síndrome se da completo:

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La noche se prolonga indiferente, quieta y casi sienciosa. No puedo dormir, agudizan mis dolores. Afuera comienza el viento...(...)Camino (torpe, lenta, agachada, como una anciana) hasta la sala donde no se escuche mi llanto. El ruido del viento ahoga mi cansancio. Pese al dolor, recorro el mismo trecho una y otra vez. Mis rodillas son como bisagras sarrosas. Estoy muy asustada, el horror se magnifica en cada descarga eléctrica dentro de mí. Mis brazos tienen contracciones, me voy transformando en algo horrible antes de la próxima sacudida. ¡Otra vez! Me puede dar un ataque al corazón por tanto dolor y la presión de mis costillas. Lloro y grito pero empuño la boca como presa amordazada. Me retuerzo y me duele. Estoy perdida en una celda invisible, oscura, fría, pequeña. Me atraviesan millones de espinas en los músculos de mis brazos, de mis articulaciones. ¡Otra sacudida!, mis brazos se retuercen con espeluznante convulsión. ¡Dios!, ¡ayúdame!, es un dolor insoportable. Afuera hay viento sin tormenta, la tormenta está dentro de mí. (168-169)Las transformaciones originadas por el Lupus y el dolor

que le causan, producen un transtorno de la identidad de la protagonista, tanto en lo físico como en su comportamiento habitual, que la inducen a encerrarse en sí misma y en su libro más de lo habitual. El dolor siembra soledad a pesar de los afectos que la rodean y por ello invoca a lo trascendente: la fe. En su diálogo con Dios descubre su debilidad y su fortaleza a la vez, y retoma la responsabilidad que le corresponde para con su vida y la de los demás, sus próximos. Su espíritu comienza a transformarse también:

Ya sé. No estoy sola, millones sufren y siempre estuvieron lejos; ahora los siento cerca...Nunca pensé que me podía pasar a mí. ¿Acaso lo pensé?, quizás, mas fui distante,

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compasiva, como benefactora. ¡Dios!, he sido egoísta, inconsciente, con una fe dosificada, hecha a mi medida, para lo que he querido oír y hacer. (70)El sufrimiento y las transformaciones físicas se

subliman en el conocimiento de que si el dolor forma parte de nuestras vidas no debería verse como un mal, sino como una oportunidad de redención y renacimiento. Por eso, gracias a sus habilidades de arquitecto paisajista, que es capaz de transformar el paisaje exterior de sus clientes en paisaje emocional (las historias de doña Vicenta y don Agatón), la protagonista intenta remodelar el paisaje y los aposentos de su propia subjetividad.

De ahí que el título refi era más al signifi cado del signifi cante que al signifi cado del signifi cado. La túnica, ese vestido exterior al cuerpo como el signifi cante lo es del signifi cado, remite al plano de la expresión hjelmsleviana, a lo que comúmente llamamos forma, y los lobos le asignan en el plano mitológico sus cualidades licantrópicas de transformación. Transformación de la forma y de la forma de ser. A través de la introspección que tiene al diario como su artefacto, la protagonista logra encontrar una salida no sólo para su dolor, sino también para su existir. Por eso, tanto la enfermedad como su nombre adquieren, al fi nal de la historia, una valencia diferente. El diagnóstico opera una transformación fi nal: ya el perro lobo de don Agatón no le causa terror y al igual que los lobos, la protagonista ha adquirido la capacidad de ver en la oscuridad de su noche existencial:

No voy a arrastrar a mi familia con esta enfermedad como problema, sino como algo natural. Como si acabara de nacer así y los que me aman me reciben así porque me aman, nada más. Enfrento esta limitación como si fuera mi brazo o mi rodilla.

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Ahora soy así.[...]Voy a aceptarme y a vivir. A disfrutar de los días buenos y momentos de tregua. Dios quiere que viva dando más de mí, aceptándome. Ahora mi alegría es doble, la que está en mí y la que nació de mi debilidad. (296)El lobo, símbolo del mal, guardián de los infi ernos, se

ha metamorfoseado en el símbolo de la luz, tal y como lo reverencian también ciertas mitologías.

Todo ha de pasar por la criba del artefacto transformador de la escritura, tal y como ha sido defi nido por el título mismo del texto, por lo tanto, para que el yo logre mantener la unidad de su cuerpo fragmentado por el sufrimiento debe padecer los efectos de la escritura; es ésta la que le muestra la misteriosa naturaleza de nuestras vidas:

Los recuerdos siguen, vienen en pedazos, sin cotinuidad. Son como el hielo que refleja los colores, las tonalidades de la vida. Cada uno es pintor de su vida. Cada día pintamos lo que tenemos dentro. La historia de nuestra vida es, quizás, esa que formamos después de haberla vivido y no la verdadera. (28-29)Vida informada e investida por la escritura como en el

juego de espejos de su habitación, el de los Arnolfi ni y el de su peinador, entre los que parecen dialogar el alma y el cuerpo. El perturbador juego de esos espejos resemantizan sus metamorfosis, como ejercicios catóptricos, es decir refl exión de imágenes en los que el condicionamiento cultural y la literatura le ofrecen los modelos, signos dispersos y fragmentados:

Enrique siempre me trae libros. En toda la casa hay libros. Me ayudan a pasar las noches. Me reconozco a veces en los personajes, en lo sublime y hasta en lo

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horrendo. Tengo de todo. Todos tenemos de todo eso, eso creo... A veces me parece que soy la reencarnación de todos los protagonistas de mis novelas preferidas. O quizás, tan solo la lectora pero dentro del relato, pues siento lo que sienten... Y, más allá, dentro de mí, como con una linterna, escudriño recovecos y veo a los autores mirándome desde su trono encumbrado; ellos están allí, observándome con sus ojos sabios, a veces burlescos. Sí, ellos ya pasaron por aquí...y me ven escribiendo en mi libro de apuntes, el que pareciera diario y no es, el libro que absorbe mis ideas, se empapa de mi ser y no dice nada, sólo retazos, fragmentos. No hay nada y hay todo en ese libro mío. (128)Se trata entonces de un viaje al fondo del alma pero a

través de los paisajes exteriores que se subjetivan por medio de una serie de correspondencias entre lo externo y lo interno. Por un lado está el libro abierto de la naturaleza y por el otro, su libro interior, ese libro cerrado del alma que hay que descifrar, libro hecho de libros. Así, María Esperanza comienza a travestir su personalidad con los atuendos que le da la literatura sobreimponiendo otras diferentes túnicas: como una estigmata, la de Cristo; como una mística, la de Santa Teresa de Jesús; como una artista plástica, la de Frida Kahlo; como una fi lósofa, la de Unamuno; como una diarista, la de Virginia Woolf.

Túnica de lobos muestra que la intertextualidad de la literatura no es más que una refracción de la intertextualidad de la vida misma, ¿quién no es un collage?, ¿quién no está habitado por la palabra ajena? Éste es el sentido de que la vida se presente allí como boceto, fotomontaje, instalación.

Pero será la re-escritura de esos textos la que va a hacer digerir los fragmentos dispersos en una única totalidad pluridimensional, la túnica fi nal. Por eso, el diseño, el plano

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arquitectónico total del texto no puede ser captado sino en otro nivel de lectura.

Por las razones antes apuntadas, un abordaje semántico no satisface del todo el sentido primordial de este relato de vida motivado por un violento viraje del destino. Una aproximación semántica sólo haría un poco más que parafrasear el texto. El texto es, además, muy obvio en el tratamiento de sus códigos. Son demasiado explícitas, para dar solo un ejemplo, las decodifi caciones relativas al lobo y sus aullidos; se nos ofrecen defi niciones diversas desde las biológico-científi cas hasta las del diccionario de símbolos. Y como si esto no fuera sufi ciente, los sueños premonitorios y los comentarios de don Fito sugieren en abundancia el simbolismo del nombre de la enfermedad. Hasta el nombre de la protagonista es harto sugerente y motivado. Pero como creemos que nada es gratuito en una obra literaria, vamos a entender que esas obvias decodifi caciones nos insinúan que el signifi cado deberíamos más bien buscarlo en el nivel semiótico.

En otras palabras, el texto prescribe de manera muy buscada un tipo particular de lectura, sobre todo cuando se nos insiste que el marco material de la comunicación es un libro que no es un diario, o sea, que es plausible que las confi dencias allí guardadas tengan en el futuro otro destinatario diferente de la conciencia de quien escribe en él y que ese libro ya contiene tres tomos y va para un cuarto. Esto, unido al hecho de que en la historia nos encontramos con personajes como don Fito, Ernesto y Lidia, que pertenecen a otros libros que conocemos de la misma autora, que por su parte también aparece citada, nos dan pistas para entrar en el verdadero juego lúdico que nos propone el texto, el juego metatextual. O sea, que la jugada fi ccional importante

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desborda los límites del nivel semántico para centrarse en los bordes del texto en su relación con el lector y la función autor.

Para nosotros, la clave de desciframiento está a nivel pragmático, muy a la altura de la estética contemporánea, por eso voy a intentar una entrada de ese tipo, es decir, una interpretación desde el último nivel de la semiótica, en el que yo, como usuaria, consumidora del texto, debo reconocer el papel que ocupo y la función que se me asigna como uno de los polos de esta singular comunicación. La cuestión está en el género, en el fi ltro cognoscitivo, es decir, en la forma de consumo del texto. Sus instrucciones deben de estar inscritas en él.

Comencemos por lo último, es decir, por saber cuál es el marco genérico que defi ne esta comunicación. El texto mismo se anuncia negativamente: no es un diario, es un libro. Esto es signifi cativo porque las contradicciones representadas en un texto normalmente revelan algo de su constitución y su origen, de ahí que sea obligado deternernos en esa contradicción. Esta exhibida y reiterada defi nición negativa, un libro que no es un diario, implica que es muy probable confundir el libro con el género del diario porque algo de diario debe tener, sin serlo totalmente. Oigamos la siguiente cita:

Que me dirías libro mío, si entro a tus páginas con la mente...? Haría de cuentas que estás abierto para recibirme como siempre, y escribiría con mi pensamiento. ¿Te imaginas mi pensamiento exprimido? Solo échale una ojeada a mi cuerpo prisionero por el dolor tan fuerte como el pecado, como el abrazo de la anaconda quiroguiana. Para ser más gráfica tiro una lágrima en tu página (si acaso me sale alguna), no he podido llorar; pero de una lágrima en tu página solo quedaría el borde

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expandido, eso sería suficiente. Le pondría la fecha de hoy y mi aliento encuevado para gritar mi horror. (179-180).A pesar de que la protagonista pondría fecha a la

anotación y se dirige al libro como si fuera una diarista, el texto hace de esto una denegación. Se dice que el libro no es un diario y, sin embargo, en él habla y escribe una voz femenina acerca de sus intimidades. Por otra parte, el libro no representa para quien escribe en sus páginas ningún proyecto defi nido, es más que un proyecto una práctica, un ejercicio o disciplina del cuidado de sí, como diría Foucault. Por lo mismo, quien escribe tampoco se comporta como una escritora sino como una recolectora de pensamientos a veces inútiles y difíciles de comprender hasta para ella misma.

—Mami, ayúdame en un trabajo de literatura —me dice con su carita suplicante pero con su sonrisa pícara, de esas que suele hacer cuando quiere jugar.—Y ¿de dónde yo literata?, sos una mirona, viste mi libro, ya me di cuenta —la amonesto haciéndome la enojada.—Como si tuvieras los grandes secretos para una novela de misterio. A veces ni entiendo, son unas cosas... —es evidente que quiere divertirse. (131)El libro, en principio, no tiene clara la expectativa de un

lector y su único propósito es el de representar la conciencia en una conversación con ella misma. Por lo anterior, también en él aparece otra marca del diario que es el impudor de exponer los defectos, las debilidades y las faltas que normalmente uno ocultaría:

Me siento como cucaracha cuando alguien habla sobre tal o cual escritor y yo ya lo he leído y me quedo muda aunque sepa mucho, y sé, y no sé qué decir en el momento, hasta después cuando repaso las conversaciones. Soy muy lenta, por eso mejor evito los contertulios sobre

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libros y similares. Cuando no los puedo evitar hago lo que mamá dice: ‘En boca cerrada no entra mosca’ y ‘la mejor palabra es la que no se dice’; creo que practico ambas, pues si voy a decir alguna barrabasada, mejor no hablo.Todo eso es parte de tu complejo, María Esperanza. Sí, mi complejo. Me parece que no hago bien las cosas, aunque después, cuando las he hecho, veo que están bien pero pudieron estar mejor si... (28)Como el diario, el libro es un texto deliberativo, en

donde el yo se juzga a sí mismo con severidad y, como el diario, también es indiscreto al revelar a los otros tal y como los ve sin decírselo:

Cuando llego a mi casa, busco mi libro y escribo sobre doña Vicenta. ¿Cómo no habría de estar?, con sus canciones, su mente brillante, su cariño, esa coquetería linda que desborda con alegría. Ha sido una persona muy especial. (138)Para rematar, es un diario tipo herbario, tal y como

lo denomina Philippe Lejeune (1998), donde es posible encontrar entre sus hojas elementos recolectados alrededor del yo en su vida cotidiana, tales como una fl or o una hoja seca, una foto, un dibujo, un collage, una lágrima o como en los siguientes casos:

En mi libro que no es diario, pero al fin y al cabo, es mi libro, tengo a mis abuelos, a mis padres, a mi hermano, a mi esposo, a mis hijos, a otros, cosas y formas...todas importantes. Cosas insignificantes cobran gigantescas dimensiones en el alma que se nutre de flores como la rosa china, de clavellinas, mil flores, hormigas y hojas de colores, rocío, agua, galletas, una canción, un arbolito, mi muñeca de dos caras, una sonrisa y una mirada... (114)No voy a copiar las canciones de doña Vicenta en mi libro.

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Mejor voy a pegar las páginas escritas de su puño y letra, como un collage de tiempo y afecto, de amor y cariño. La letra es algo tan especial, sugiere, y las páginas estarán coloreadas con la vidriera de Chartres. (146)Así, la escritura conserva muestras de lo que ha decidido

recolectar de la vida, una lágrima con una fecha, el manuscrito de doña Vicenta, para recordar y tal vez estudiar esos episodios después. La inserción de este otro tipo de signos sirve de testimonio de su autenticidad.

Por eso, lo que nosotros tenemos en nuestras manos no es el diario, sino un libro al que sólo le han quedado algunas trazas de su borrador; en el camino, el original y sus testimonios se han perdido. El diario es el pretexto, en el más prístino sentido de la palabra: pre-texto.

El diario se transformó en libro y la marca de esta transformación ha quedado encerrada en la insistente declaración de que este libro no es un diario, valga decir, que este libro es tan sólo un libro y su género es algo que pasa a formar parte de la tarea de interpretación. Así, si el diario es su borrador, los fragmentos de la cotidianidad de la vida que recoge son asumidos por el trabajo de escritura para darles su unicidad gracias a un efecto de totalidad conclusiva:

Escribo en mi libro y las palabras corren impulsadas por mi mano y las palpo, son mías, más afectuosas que en la computadora, es mi letra deforme, el manchón, la tachadura. Mi letra, no la bonita que me enseñó mi madre... pero sólo será una etapa de mi historia. Ahora cargo mi vida tal cual es y sin sentirme culpable... solo a veces...Llevo el suspiro de un jardín imaginario, de una realidad aceptada por mí y por los míos. Mi realidad, de nadie más, ni parecida a nadie, absolutamente personal, distinta, ni mejor ni peor que las demás: única. (295-296)

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Los cambios producidos por el Lupus alteran la práctica del diario e ilumina (ver fi nal de la novela), como los ojos del lobo en la oscuridad del bosque, el sentido de su vocación vital: para el ser no hay coartada, estamos obligados a ser, según dice Lévinas (1990). La vida es cambio, metamorfosis constante. Esta totalidad conclusiva, en el sentido bajtiniano, sólo es posible gracias al trabajo de la composición y el diseño propios de la fi cción. No queda un sólo testimonio de autenticación, no hace falta, la fi cción es capaz de vivir por sí misma porque se alimenta de los borrones de nuestras vidas. Y en esto último la práctica escolar latinoamericana del cuaderno de borrador y del cuaderno de vida o diario, se inserta directamente para dirigir el trabajo de esta escritura fi ccional que se marca, por eso mismo, como profundamente femenina. Hay en ella la evidencia de un duro aprendizaje del escribir y una modestia típica de la novatez, que es más que inexperiencia, pudor. Una práctica de la creación literaria despojada de su magnifi ciencia y enunciada desde espacios confi nados: el dormitorio o el jardín (lugar sacro de la espiritualidad formadora, espacio de dimensiones térmicas, temperatura agradable, táctiles, plantas acariciantes, olfativas, fl ores perfumadas). La intimidad del espacio corresponde a la intimidad del sujeto. Iconografía de la intimidad que se complementa con la imaginaria del agua, correlativa a la de los espejos en el dormitorio, en donde María Esperanza se sumerge en sus aguas interiores. En el espejo, contemplación de la intimidad. En la habitación, espacio de la estabilidad del sujeto, donde sufre sus peores crisis.

Escritura pudorosa, femeninamente púdica, que se autorepresenta como ejercicio todavía escolar, tanteante, tímido e inseguro, como su protagonista. Ejercicio cobijado

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por una enorme serie de padrinos, en la que la sombra inmensa de Darío, su libro Azul (no olvidar que el libro de María Esperanza es también azul) y Los motivos del lobo, parecen constituirse en la protectora de la infanta escritora. Igualmente se pasea en el proyecto insólito de este nuevo jardín literario el espectro del poeta loco Alfonso Cortés, con el trozo azul de su pequeño jardín.

Pero hay más. Aparte de los grandes señores, maestros de esta escritora escolar que escribe los borradores de su cuaderno de vida, se desenvuelve un diálogo también con los poetas ajenos (universales) y los propios (los poetas leoneses).

Por esa operación imaginativa de la fi cción, los retazos sueltos típicos de la escritura diarística transforman su sentido en borradores de lo que terminará siendo una novela; de ahí que este libro en nuestras manos no sea un diario, sino el tercer tomo de la historia novelada de una vida de escritura que comenzó gracias al giro fatal de una enfermedad:

La quietud de mi jardín resucita mi vida, los retazos que han quedado impregnados reviven en mi libro, que ahora está en el tercer tomo y aún no tiene nombre. ¿Qué escribiré sobre la visita de doña Eva? Nunca hago un relato completo, escribo lo que mi alma dicta, lo que mi mano va traduciendo al sistema maravilloso de las letras, sobre la página en blanco donde cabe todo… mis noches de insomnio, mis fatigas agobiadoras, mis dolores y plegarias, los milagros y mi fe quebradiza pero recurrente, algún chiste que mi hermano manda por correo electrónico, una canción, algún deceso o cumpleaños de los ancianos cuidados por mis padres, una conversación con don Relicario o doña Vicenta, alguien que murió de Lupus, una sonrisa de mis hijos, el amor de Enrique y la vida tormentosa de mi país adoptivo, sus giros y desgracias, líderes voraces con su pueblo que se suicida y

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se ríe de sí mismo en los suplementos semanales de sátira política, en mis sueños, en el vuelo de mi imaginación donde mi vida se engarza, se cuelga, como si fuera mi misma vida. (303)La vida diaria es traducida por la mano de la escritora; la

protagonista viste ahora su túnica defi nitiva, la de la novelista que pinta desde su conciencia no sólo su vida sino también la de su sociedad: León y Nicaragua, porque el dolor, teniendo como referente su propio cuerpo con su acción lo dilata poéticamente en la escritura hacia los cuerpos de los otros, sus próximos, su comunidad.

Así, por un lado el pre-texto diarístico impone a la obra toda la dimensión subjetiva, sin la cual no es posible narrar la experiencia interior del sufrimiento y la autoconciencia; y por otro, el diseño fi nal de novela le permite no sólo la develación de un sentido para la existencia, sino también el contacto de esa subjetividad con la exterioridad social e histórica de su contexto.

Pareciera que estamos a punto de cerrar aunque sea provisionalmente el círculo hermenéutico: la enfermedad exacerba en la conciencia de la protagonista los signos de su propio cuerpo y con esos signos crea una escritura que le es propia, no sin dolor. El sufrimiento se representa en la incapacidad experimentada a veces de contar, el rechazo de contar, de la página en blanco, y en la insistencia de lo inenarrable, pero aún así se escribe y se escribe sintiendo este martirio en primera persona, no podría ser de otra manera, “sentir” no es otra cosa que caracterizar una experiencia en primera persona. Por eso, ésta es la obra más estética que haya escrito Gloria Elena Espinoza de Tercero... hasta la fecha, ya que el objeto de esa experiencia estética arranca de la propia experiencia vital.

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Hay en ella una inteligencia existencial que se esfuerza en encontrar el perturbador misterio que enlaza la realidad y la fi cción en un modo cognoscitivo llamado novela. La semántica del término descubre su sentido cuando se vuelve hacia su propia morfología. La novela es búsqueda de luz simbólica, como lo insinúa don Fito en las líneas fi nales del relato. Lo que novela este relato es una terapia general para la existencia: ninguna vida es tan pequeña, miserable o insignifi cante que no encuentre una metáfora por la cual vivir.

Obras Citadas

Espinoza de Tercero, Gloria Elena. Túnica de lobos. Managua: Ediciones del Centro Nicaragüense de Escritores, 2005.

Bajtín, Mijaíl. Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus. 1989.

Cohn, Dorrit. La transparence intériore. Modes de représentation de la vie psychique dans le roman. París: Éditions du Seuil, 1981.

Foucault, Michel. “Las técnicas de sí”. Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, Volumen III. Barcelona: Ediciones Paidós ibérica, 1999.

Lejeune, Philippe. Les brouillons de soi. París: Éditions du Seuil, 1998.

Lévinas, Emmanuel. Totalidad e infi nito. Salamanca: Sígueme, 1987.

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Espacios interiores en Túnica de lobos

Luis A. Jiménez

En las dos primeras novelas de Gloria Elena Espinoza de Tercero, La casa de los Mandragón y El sueño del ángel, aparecen espacios interiores para la localización de los marcos escénicos en los que actúan los entes de fi cción.1 También en Túnica de lobos, su tercera novela, estos espacios interiores son parte indisolubles del discurso narrativo. Constituyen focos espaciales indispensables en los que se mueven los personajes, de tal manera que se convierten en motivos con funciones diversas, porque sin ellos las fi guras novelescas carecerían de ámbitos de actuación y plano referencial en el desarrollo de la trama.

Al analizar la narrativa española contemporánea, Natalia Álvarez Méndez expone que a través de los espacios interiores se recrea un “microsmos” que vincula las relaciones y experiencias de los personajes, asunto que se elabora en este ensayo. Según Bajtín, el autor y el personaje participan en la actividad estética, pero es el autor quien “sabe y ve más no tan sólo en aquella dirección en que mira, sino también en otra que es inaccesible al personaje” (21).

1/ Jorge Chen Sham ha examinado la función de la biblioteca en La casa de los Mandragón. También Nydia Palacios enfoca la función de la casa en esta novela (202-203). El que escribe ha aludido a la importancia de la Casa Archivo Rubén Darío en León, Nicaragua en su ensayo sobre El sueño del ángel.

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2/ Recordemos que en El sueño del angel aparece un libro que se dispersa a lo largo de la novela.

La autora convence al lector de la validez de esta presencia autorial. En la dedicatoria de la novela a su madre Aurorita Padilla de Espinoza señala: “vivo con mis personajes; / son mis contertulios / mi sombra, / mi alma / Para mí están vivos / Ellos son mi mundo” (160); universo artístico que se confi gura en Túnica de lobos.

Sin embargo, tal y como afi rma Gérard Genette, existe otra espacialidad discursiva que sirve de representación al lenguaje en la página escrita, el texto mismo que va ligado a los temas de la obra literaria (Espace et langage: 101-102). En vena similar, Octavio Paz indica que la página es espacio que participa en la signifi cación del libro y habita con la escritura. Por consiguiente: “La página es escritura, la escritura, espacio” (211). Al hablar de los espacios en el libro, hay dos en Túnica de lobos: (1) el del lomo azul y muy rubendariano que la protagonista María Esperanza escribe (el subtexto), que no es un “diario” y (2) el texto ya escrito por Gloria Elena, el que leemos, cuya portada es de otro color. Nuestro juicio de diferenciación encaja correctamente en la metafi ccionalidad del relato en la obra que enfoca la visión espinoziana en este proyecto de metadiscurso.2 En cuanto al primer libro se describe de la siguiente manera: “el libro donde escribo, dibujo y expreso mi sentimiento. ¿Desde cuándo tengo mi libro?...” (20). Además del novedoso intento de insertar un libro dentro de otro, en la novela leemos cartas mientras que en el primero se guardan cartas de los padres para mantener la privacidad en el relato.

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El marco escénico en el que se ubica María Esperanza oscila primeramente entre la casa paterna de Randolph en Nueva Inglaterra y la casa materna de Jinotepe, Nicaragua. Aclaremos de paso que estos albergues, representaciones de dos culturas diferentes, son el meollo de los sueños y recuerdos de imágenes que experimenta la fi gura novelesca de norte a sur. Dicho a la manera de Gaston Bachelard, constituyen el “rincón del mundo” y el “primer universo en la niñez” (34). El crítico añade que la casa es la morada en la que habitan los seres protectores dentro de su cosmos. Para René Wellek y Austin Warren, los espacios interiores de las casas pertenecen a las expresiones metonímicas y metafóricas en el discurso literario (285). En efecto, las casas manifi estan abiertamente, en su sentido literal, los estados anímicos de sus dueños o moradores que afectan a otros sujetos que han vivido en ellas, lo que observamos en su totalidad en Túnica de lobos.

Al comenzar la novela, desde el ático María Esperanza y su hermano Tony observan cierta anomalía afuera del patio de los Spencer, vecinos de Randolph. Seguidamente, corren hacia la casa vecina y desde la puerta miran hacia adentro del recinto y presencian el cuerpo carbonizado de la anciana Lois, hallada en un escondrijo. Este incidente aterrador, que se recuenta desde el ático de la casa paterna, crea el miedo y la ansiedad de la protagonista y de su hermano Tony. Al relatarse esta experiencia tan fantasmagórica captada por los dos hermanos, el personaje apunta que el ático “es dueño de recuerdos y vivencias compartidas, de rincones y sombras sugerentes”, misterio de sus travesuras infantiles (20).

Se puede aseverar que este ático no es signo de encerramiento por locura y otras aberraciones mentales

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3/ Sandra M. Gilbert y Susn Guber sostienen que el ático focaliza la irracionalidad del sujeto femenino, estado mental que causa la “ansiedad de la autoría” (348-49).

como a veces se ha sugerido,3 sino la morada que representa ensueños y vivencia desde los “rincones” de la niñez, como especula María Esperanza en su relato. Es más, los recuerdos en la página escrita llegan a trasladarse espacialmente en términos de la pintura “como un lienzo con empastes” (19), gesto que trae a colación la asociación entre la literatura con las artes plásticas. Más adelante, compara este ático con el “cordón umbilical” (24) escindido y esparcido en el presente de la “espacialidad del texto escrito,” según la versión de Gérard Genette (La littérature et l’espace 45), pero sujeto a ser revisitado en el pasado de Randolph. Dicho cordón umbilical cortado del cuerpo de la mujer parturienta se remonta a la parábola simbólica de la cueva en La República de Platón (Libro VII), en la que se esconde el sujeto humano.

La casa de Randolph privilegia los eventos familiares efectuados dentro del recinto cerrado debido al frío y a la nieve, una especie de meteorología narrativa, por así llamarla. Por el contrario, en la fi nca del abuelo materno Jinotepe, la amplitud del ámbito tropical que se respira abiertamente desemboca en la cocina. Allí se hacen “enchiladas rellenas, pasteles de perrerreque, marquesote bañado”, al igual que se tuestan “maní, semillas de marañón, elotes y güirilas” (35). Este discurso culinario típicamente nicaragüense que se enumera en el texto, al igual que la casa de Jinotepe, apunta hacia la asociación de la protagonista a una identidad hispanoamericana. Igualmente, se contrasta el espacio de la nación al espacio extranjero, la América Latina contra el imperio. En el siguiente enunciado cubre la

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cuestión tercermundista de la nicaraguanidad, al reclamar el lenguaje de su cultura y sus correspondientes implicaciones sociolingüísticas:

He absorbido el sol de Nicaragua, tanto como la nieve de Randolph, pero tal parece que el sol nicaragüense ha penetrado más profundo en mí y lo he preferido…escogí el sol en vez de la nieve, hablar el idioma Español [sic] y no el Inglés [sic], ser parte del inmenso tercer mundo y no del altivo primer mundo de rascacielos, bolsas de valores, viajes espaciales y guerras exportadas. (32)También los ventanales recurren en Túnica de lobos; son

“testigos” de las fi estas navideñas en la casa de los abuelos paternos de Randolph (27). No se trata aquí de la ventana de la sala en La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca que mantiene a las fi guras del drama en un encierro involuntario. Por el contrario, en la novela de Gloria Elena la transparencia de la ventana comunica y limita lugares abiertos a la exterioridad, lo mismo que los cerrados conducen a la intimidad de los personajes. Compartimos el juicio crítico de José María Martínez Domingo, al indicar que mirar hacia afuera y hacia adentro se transforma en dos caras que simultáneamente crean la “bipartición ambiental” y el control del universo (122). Ocurre pues una separación entre el ámbito privado y la otredad, la calle, espacio abierto que observamos después cuando el marco escénico se traslada a León, Nicaragua, y aparece don Fito en su callejeo habitual. Este personaje de aspecto mundano, provinciano, deambulante y con atuendo estrafalario pertenece al mundo exterior de la ciudad leonesa, es “el peregrino de las calles” (333), lo mismo que su contraparte don Quijote en su constante recorrido manchego.

En este libro sobre los espacios poéticos en Rubén Darío, Martínez Domingo también sostiene que al ubicarse

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frente a una ventana, el sujeto observador se transforma en espectador y conocedor de lo ajeno (123). Expresado de otro modo, el sujeto se apropia del espectáculo de lo que sucede a su alrededor, lo que sucede en el discurso de María Esperanza cuando divisa el patio de la casa de los Spencer a través de la ventana. La descripción espacial se ejecuta sin plétora de detalles: “un escritorio de madera y paredes con estantes colmados de libros” (27). No se trata en esta instancia discursiva de la abrumadora biblioteca borgeana, en donde en el laberinto todos los libros son uno sólo, y cada libro representa a todos los demás.

Como la escritura no tiene que refl ejar necesariamente ningún mito literario, nos inclinamos a ahondar en la función del escritorio en el texto. Es este lugar donde se inicia y se procesa la escritura que se puede convertir en el libro, y que en realidad es donde se engendra. Se utiliza el espacio cerrado para convertirlo en espacio abierto de la expresión literaria. Con respecto a nuestra proposición, la protagonista explica a modo de palimpsesto, porque borra y vuelve a escribir e imprimir espacialmente, el sobeo del cuerpo en la escritura:

Y no es lo mismo escribir en un cuaderno cualquiera o en una hoja de papel. Mi libro es como mi conciencia. Hago bocetos, imágenes absurdas [la bruja Lois, por ejemplo] entendidas sólo por mí. Sus páginas como secante absorben mi pensamiento, aunque, a veces no se vea en el papel, mis manos sólo soban la página e imagino, recuerdo en mis ensueños, como sí [sic] con sólo mi roce impri-miera mi ser. (25, mi subrayado)Además del reclamo de la autoría y del fuerte carácter

metacrítico o metafi ccional del enunciado anterior, se presentan al mismo tiempo los recursos visuales y sígnicos de la escritura y la existencia de un libro de lomo azul que

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se escribe, cuya fi nalidad se concibe como espacio parcial, puesto que no se ha completado como la novela. Por añadidura, va acompañado de inferencias retóricas, palabras y oraciones, en fi n de un discurso que recoge la simultaneidad de todo lo que se nombra en él.

Poco después retorna a la imagen del ático que describe de forma pictórica en movimiento y enfi lando hacia la otredad de lo exterior: “recuerda todo, ensalada de presencias y miradas y de las ventanas abiertas donde se asoman ojos inquisitivos. Los veo y los veo como pintado en un lienzo vivo” (37), de nuevo las artes pictóricas en el texto literario. El lector, por su parte, contempla cómo los signos faciales narran el “yo” externo de María Esperanza. El hecho de que la ventana permanece abierta es un indicio de la posibilidad de comunicación con el exterior, la otredad a la que ya hemos aludido. En efecto, la presencia de la representación de la mirada contribuye a espaciar lo que el lenguaje solo no puede abarcar. El efecto visual del enunciado fi ja y recoge el espectáculo transparente que se observa espacialmente desde la ventana del ático. Las líneas que siguen resumen magistralmente las múltiples funciones de los tres espacios interiores mencionados en relación con la condición anímica de la protagonista:

Por la ventana miro las mismas casas donde quedó el recuerdo de los amigos de mi infancia. El ático viene siendo una barca donde me siento salvaguardada de las impulsivas olas del tiempo. Ahora me parece entrar en una niebla que oscurece en el horizonte… (39)Con este segmento narrativo se vuelve a romper

nuevamente con el “cordón umbilical” escindido que la ha separado de su hermano Tony, mucho antes de que él se emancipe y decida trasladarse a Australia. Después de esta

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segunda ruptura con el umbilicus mundi, dice en esta ocasión: “Ya el ático dejó de ser mío hace mucho tiempo…” (39). Este monólogo de María Esperanza sobre el ático coloca al sujeto narrativo en una dicotomía entre lo viejo, ya acaecido en las anécdotas de la niñez, y lo nuevo, la “niebla” que se avecina.

Junto a la presencia de la imagen del ático, el lector va infi riendo lo nuevo, la opacidad de esta “niebla,” el incipiente padecimiento de María Esperanza sin diagnosticar hasta este momento, el lupus, testimonio personal de la autora. De hecho, la dolencia se transforma en la metáfora de los lobos que da título parcial a la novela, porque rasgan a diario su cuerpo dejando sus huellas, pese al encubrimiento debajo de la túnica. Por un lado, nos apoyamos en el efecto metafórico de los lobos, ya que corresponde a una visión profunda que da acceso a la esencia de la enfermedad (la que Gloria Elena Espinoza padece). En su proyección imaginaria, la protagonista defi ne estos lobos como “el mismo demonio” (84), con “connotación de señor de los infi ernos” (84, 109)4. Por el otro, ¿qué hay detrás de la máscara? La túnica denota convencionalmente un traje interior a modo de camisa, pero que en la obra connota otra vestimenta que encubre los signos corporales del lupus. Constituye el leitmotif insustituible de la novela, que se desarrolla con mucho más amplitud en la casa de la protagonista en León, Nicaragua. Y el sentido polisémico del título túnica / lobos, vestimenta / enfermedad, máscara / demonio se prolonga casi constantemente hasta el fi nal de la narración.

Conviene observar ahora la habitación de Helena, la hija de la protagonista, porque este marco escénico arroja con

4/ Para Gisèle Mathieu-Castellini, los animales muestran el estado em-blemático de la representación designado en concepto o noción (32).

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claridad la utilización de símbolos y signos en un discurso de espacios cerrados. Diseñadora y decoradora por vocación y arquitecta por ofi cio y al avecinarse los quince de Helena, María Esperanza emprende la labor de construir el cuarto de la joven. Sin llegar al detallismo minucioso en el decorado interior, pinta el entarimado de la cama con el respaldo de hierro forjado y el cielo raso con calcomanías de estrellas. En el ambiente contiguo se colocan el “ropero” antiguo y un “cofre” forrado en cuero librado (68). Ambos accesorios invitan a la privacidad y al almacenamiento de pensamientos y recuerdos imborrables como si fueran un “cuento de hadas” (92). No sorprende entonces que sea el sitio nuevo y diferente cuando por fi n abandona y rechaza lo viejo: “Ya no el ático…ya no…” (68-69).

El suelo del recinto de Helena se cubre de una alfombra verde, el color simbólico que sobresale en Túnica de lobos, por su reverberación y frescura imaginativa como “la selva” o la “esmeralda del mar” (68). Lo denominamos símbolo debido a que nos presenta un signifi cado objetivo, tras el cual se esconde otro signifi cado más subjetivo y profundo. La protagonista también admite que el verde la envuelve totalmente como la mitológica “Venus de Fideas, verdefresca” o el “musgo verde” sobre el enladrillado de barro (92). En esta misma página se graban cuatro signos casi circulares que cubren el espacio del lenguaje simbólico. Veamos estos cuatro fragmentos conexos que se dispersan en el espacio de Túnica de lobos e ilustrados en términos de idiogramas:

(1) …EL VERDE ES COLOR DE SENDERO HACIA ALGÚN RÍO…(2) …ES ESPERANZA, EL NOMBRE DE MI MADRE…

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(3) …EL AGUA DESPIERTA LA VIDA Y LA VIDA ES VERDE…(4) QUISIERA QUE EL VERDE ABRAZARA A MIS HIJOS Y LOS CUBRIERA COMO SI FUERA UN ÁNGEL VERDE, LOS AMPARA DE SALUD Y VIDAEn esta simetría, semejante a cuatro cuerpos sólidos,

resalta el verde como símbolo polivalente del camino de la vida, un río en perpetuo movimiento, e igualmente se representa subjetivamente el nombre materno, Esperanza y el del personaje [María] Esperanza. Se asocia el color al agua, otro símbolo de la vida en rotación como las fi guras geométricas mismas. La transparencia del agua en sus diversas manifestaciones en la novela: gotas, rocío, lluvia, lago, rocío, provocan en la protagonista cierta fl uidez para autorefl exionar sobre sus pensamientos: “inundada de agua en un afán de vida y vida…Soy de agua como dice don Fito” (93). Todo esto signifi ca que brota y fl uye hacia la periferia o hacia el centro de su cognito por medio de dibujos en forma de curva, parecidos a una “geometría espacial”, como propone Georges Poulet (“Introduction”: xiii). Algo similar captamos cuando dibuja una pirámide y la encierra entre “una esfera que da vueltas” en el libro que escribe cuando le habla al objeto, lo que no aparece en la novela escrita: “Y ahora te pregunto, libro: ¿quién [sic] verá la pirámide?” (131). En esta armazón fi gurativa, las caras laterales de la pirámide se mantienen fi jas, dentro de ellas gira otro signo geométrico en rotación constante.

Otro ideograma surge cuando el espacio acuático se contrapone al polvo del pasado, quizás el ático, el “polvo” del qué será, el “happening” que sucede sólo una vez al fi nal, de su madre ya que reafi rma que proviene de “la caverna de mamá” (94), dicho desde la perspectiva del carácter reproductivo de la mujer. La inminencia del signifi cado

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afecta a dos mitades de la esfera en movimiento, a la muerte (el polvo) y a la vida (el agua). Por último, desea que su color predilecto se transforme en un ángel verde que proteja la salud de sus hijos en contraste al “mismo demonio”, los lobos que la invaden físicamente. Después del parlamento anterior, retorna al espacio interior de su libro en el que escribe “sobre cavernas de agua, ahora es mi caverna de paredes de papel” (96). Recordemos que esta instancia narrativa reitera la presencia de las cavernas y las paredes ya que son espacios cerrados e íntimos de protección y aislamiento del sujeto humano.

Dentro de las cuatro paredes de la habitación de María Esperanza, se ubica el marco escénico más sobresaliente de la obra en el que se elaboran detalladamente los síntomas alarmantes, la secuela de su padecimiento: el dolor en las rodillas, la pesadez del brazo, la picazón alrededor de los codos, las manos y las piernas, las manchas en la piel, y muchos más. Encubriendo estos malestares a su esposo Enrique y a sus hijos Helena y Mauricio, la sintomatología que se va enumerando se descubre en el interior del cuarto, espacio de consuelo. Esta representación literaria de la habi-tación posee todos los caracteres de una copia de la realidad, diseño subjetivo que se puede confundir con la autobiografía de Gloria Elena. Postrada en la cama repasa mentalmente las lecturas de Joyce y Virginia Woolf y mira las pinturas de Matisse, Picasso y Remedios Varo. También postrada en el lecho intenta escribir en su libro, lo mismo que Frida Kahlo pinta sus lienzos desde el suyo. Expresa este paralelismo con aplomo formidable cuando emplea la pregunta retórica: “Frida Kahlo pintó su dolor. ¿Cómo voy a hacer con el mío si ni siquiera lo puedo describir?” (204).

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5/ Jenijoy La Belle expresa que el espejo es una supefi cio semiótica del sujeto femenino –“yo” y “ella”/la otra,” una fuerza de doble identidad (30).

6/ Para un análisis de la función pictórica de este espejo, véase la introducción a Túnica de lobos de Jorge Chen Sham.

A menudo, debajo de la mirada frente al espejo del baño aparece la superfi cie de la “otra” enferma.5 La imagen especular que se reproduce revela el estado anímico de la protagonista: “me miro en el espejo y encuentro lágrimas secas y negras en mi mejilla…aparece otro rostro, el doloroso que dice la verdad. Sólo de Enrique me acuerdo…” (147). María Esperanza pretende acercarse al espacio ocular para textualizarlo en un contexto personal y comunicarse con el objeto que paradójicamente no sólo la refl eja, sino que la observa con ironía a la vez. Cualquier espejo, interna o externamente, refl eja las imperfecciones físicas o espirituales del sujeto que se observa en él, y que desea transformar su imagen. Desde la óptica lacaniana, en el estadio del espejo la función del “yo” independizado entra en la dialéctica de identifi cación con la “otra” que amolda identidades del sujeto en constante transformación (86-93). El planteamiento psicoanalítico se confi rma cuando la protagonista mira su cuerpo fragmentado y metamorfoseado en el espejo del baño y lo utiliza como vehículo de la autoescritura: “Mi rostro no es el mismo. El dolor ha estampado su sello. Debo tratar de cambiar esta fi sonomía para que Enrique ni siquiera sospeche (170).

Por la intertextualidad pictórica que trasmite en la novela, más importancia tiene “el espejo de Arnolfi ni” en la habitación, ya que condensa temáticamente el “Retrato del matrimonio Arnolfi ni” (1434) del pintor Jan Van Eyck.6 Este objeto delatador sirve de código visual, omnipresente, siempre en movimiento en el espacio cuadrado y oscuro, y por

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el que se atisba el método de observación de la protagonista: “ve todo y todo se mueve ante mi presencia. Su ojo convexo es escrutiñador, irónico, fi sgón, a veces me da miedo” (166). La indiscreción del espejo se emplea ahora como artifi cio irónico con implicaciones simbólicas paralelas a dos cuerpos: “Presiento que el espejo de los Arnolfi ni me mira con una risa en su borde inferior hecha con el refl ejo de mi cuerpo deforme. La fi gura de Cristo también debe estar deforme…” (189). Curiosamente, el personaje rechaza mirarlo y, por ende, la convexidad del espejo se encarga de hacerlo con ironía para refl ejar la deformidad de su cuerpo.

Por una parte, se invierte la vigencia de la tradición mariana del logo speculum sine macula que representa uno de los atributos esenciales de la Virgen con la encarnación de Cristo, ya que el cuerpo de María Esperanza está marcado de manchas. Por la otra, el espejo se torna igualmente en su doble lingüístico, otro juego pronominal en el texto. Se suscita una duplicación entre el “yo” y el “tú” bajo el di-simulo de la palabra, o tal vez el “disimulo del dolor” (270), proyectado hacia arriba: “veo, esforzándome por subir la cabeza, al Cristo… El espejo de los Arnofi ni te refl eja deforme, como mi fe que va y viene como las fi guras en el espejo. Ahora me detengo a mirarte…” (185). La empresa lúdica en la novela le permite a la protagonista jugar con la imagen visual en el libro de tomo azul que se escribe y que igualmente la observa pero con condescendencia, testigo de su padecimiento: “Mi libro me ve llegar y recoge mi sufrimiento como de color desparramado, desleído como el del cielo” (222).

No cabe duda que el espejo convexo de los Arnolfi ni, incluso el de media luna en la misma habitación, es una de las estrategias más poderosas que se utiliza para subvertir y transformar la imagen de la “otra”, ya sea física, cristiana

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o mentalmente. En su capacidad monológica, la Otra escuchándose a sí misma, la protagonista explica la función espacial, movible y redonda del objeto en su existencia: “me observa de reojo…hay movimiento en su interior…El espejo se ensancha…Me aspira…Vuelo dentro de su burbuja…” (186), lo que conduce a un sueño en la novela.

En la rica tradición folklórica, el espejo puede ser señal diabólica relacionada con el destino o el futuro del individuo. En la novela, este indicio va parejo a una experiencia onírica, después que María Esperanza capta como el espejo de los Arnolfi ni la observa en su totalidad. Reproducimos parcialmente el doble sentido túnica / lobo en la imagen que distingue de este sueño en la novela:

Estoy tiesa en mi cama con la túnica puesta…El lobo terrible, amenazador, pasa por una de las calles de mi alma…El lobo nos persigue…[junto a don Fito]El lobo jadea y desparrama angustia… (186, 187)Detrás de todos estos espejos en la habitación sólo

existe una ilusión, una duplicación transformadora, el fantasma especular que la persigue hasta que obtiene el diagnóstico de su enfermedad. En el último capítulo se entera que padece del Lupus Eritematoso Sistemático (LES), y con esta confi rmación una transformación visita el cuerpo y el espíritu de María Esperanza. Poco a poco, se disipa la “niebla” que la persigue por casi toda la novela. El “verde” de la alfombra de Helena renace y se extiende a la terraza interior de la casa en León, donde se deleita con la imagen del jardín cerrado por muros y que a menudo observa desde la ventana de la habitación. En el mundo cuadrado que rodea el jardín se respiran las fi bras humanas de una familia unida con una esperanza reforzada por la naturaleza.

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En las páginas fi nales de la obra acepta su enfermedad una vez que llega a conocerse a sí misma y reconoce su cambio: “Soy...no necesito ser otra, aparte de quien soy. Mis días se cubrieron de una dolorosa túnica de lobos. Quiero aspirar el aire, lo verde…” (331). Y simultáneamente anticipa la nueva novela que ha empezado, Conspiración, en estos momentos en proceso de publicación: “¡Hola libro! Estamos comenzando tu cuarto tomo” (332). Con este gesto metatextual muestra la perennidad del discurso, inacabable hacia el infi nito porque nunca se termina como estructura abierta ya que ninguna esfera puede detener.

Si bien es verdad que la obra que se escribe ocupa su propio espacio gráfi co, no es menos cierto que los espacios interiores analizados contribuyen a la interacción de los personajes y, en especial, la actuación de María Esperanza que se mantiene en constante movimiento escénico a través de los tres capítulos de la novela. Parte de su nombre acusa el aplomo esperanzador que la protagonista exhibe con insistencia en Túnica de lobos. Su lectura mueve al lector en todas direcciones y dimensiones posibles dentro de los dos espacios del libro: el que está escribiendo María Esperanza y la novela ya publicada por Gloria Elena Espinoza de Tercero, mientras el lector espera con entusiasmo Conspiración, su nueva novela.

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Obras Citadas

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Modalidades discursivas en Túnica de lobos,Novela de Gloria Elena Espinoza de Tercero1

Nydia Palacios Vivas

La muerte es una vida vivida, la muerte es una vida que viene.

Jorge Luis Borges

Rosario Ferré, la famosa escritora puertorriqueña, ha declarado en varias ocasiones que toda escritura es autobiográfi ca. En mayor o menor medida se suele luchar contra los fantasmas que nos acosan para exorcizarlos por medio de la escritura. Al respecto Silvia Molloy afi rma: “Cada periodo tiene su propia concepción de la escritura, y, más, precisamente su propia concepción de la memoria de las maneras de recordar que harán que la escritura del yo coincida con la época del género. (186). En la novela Túnica de lobos, de Gloria Elena Espinoza, encontramos toda una saga familiar, revivida a través del recuerdo. Dentro de la urdimbre del texto se aprecia una intensa simbiosis entre fi cción y autobiografía. En esta su tercera novela “La identidad subyace en el discurso y en un entramado

1/ Una versión resumida fue publicada en: ANIDE N. 9 Managua, 2005.

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de múltiples voces, suele esconderse un yo autobiográfi co fi ccionalizado” (Crivello: 84).

En la novela, la voz narrativa fractura el discurso donde imperan muchas voces textuales que se ocultan bajo una pluralidad de máscaras para encubrir un yo dominante que sufre una tragedia. Se trata de un mal incurable que soporta en silencio para no alarmar a su familia. La angustia, la perplejidad y el desaliento impregnan sus páginas, sin embargo, el nombre de la protagonista, María Esperanza, nos revela una nota de optimismo y un deseo de vivir, pese a la enfermedad que la aqueja. En Túnica de lobos hemos detectado diversos textos: autobiografía, testimonio, fi cción, discurso de género y el texto fantástico- maravilloso. Trataremos de demostrar en este trabajo que en estos discursos sobresalen loa temas del doble, del laberinto y símbolos como el espejo, la muñeca y sobre todo el lobo, que antiguamente se consideró como el mismo demonio.

Lo autobiográfi co, es el primer nivel del discurso que detectamos. Aunque la narradora lo niega repetidas veces, en el enunciado prevalece una voz femenina que escribe un diario abarcando dos etapas de su vida: la primera, se remonta a su niñez vivida en Estados Unidos y Nicaragua y la segunda, su situación actual: una mujer presa de la angustia que se per-cibe en sus monólogos porque teme morir en plena juventud. En sus recuerdos infantiles predomina el miedo al aullido de un lobo y el terror que le provoca una anciana que parece una bruja. La niña cree ver fantasmas en el ático donde se esconde con su hermano. La descripción de la buhardilla acrecienta su terror: paredes desnudas, telarañas, un cofre viejo y un maniquí. La atmósfera es alucinante, todo yace muerto, el frío es intenso, la oscuridad es absoluta, mientras tanto, en la lejanía, escucha el aullido prolongado

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de un lobo que anuncia un peligro inminente, una especie de premonición, la terrible enfermedad que sufrirá más tarde. El diario recoge ese temor. La excelencia del diario como testimonio de una vida se considera un recurso muy empleado por las escritoras de los siglos XIX y XX. Dice Rosario Ferré:

Son testimonios que se vierten sobre sí mismos, a veces con una intensidad aterradora. Diarios como los de Dorothy Wordsworth, Alice James, Nelly Ptaschkina, o Marie Bashkirtaff comparten una atmosfera sobrenatural, casi onírica, comparable a los escritos de Kafka, o a ciertos relatos de Felisberto Hernández. (42) Estos rasgos sobresalen en la novela de Espinoza, por

la innegable presencia de lo sobrenatural. Aquí apreciamos el otro nivel de discurso, el relato fantástico-maravilloso. Es fantástico porque se altera la realidad empírica. No sabemos si la vieja Lois existe o sólo es percibida como bruja por la imaginación de la niña. Tzvetan Todorov afi rma: “Las hadas, brujas, genios, metamorfosis, etc., no se relacionan con las causales que rigen nuestras vidas” (34).

Lo fantástico produce miedo en las personas, no sólo porque persigue violar las leyes físicas, sino que “complementa e intenta compensar las faltas o carencias que resultan de las prohibiciones y censuras del contexto en que se han codifi cado. Es una literatura del deseo que trata de rescatar aquello que se considera una ausencia, aquello que se ha perdido” (Hutcheon: 4). Estas prohibiciones y censuras se patentizan en los cuentos infantiles como en el famoso cuento Caperucita Roja, en donde el lobo representa el peligro, símbolo que responde a las disciplinas sexuales que gobernaron a los niños y niñas a partir del siglo XVIII.

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Los juegos temporales de este texto permiten la coexistencia de tiempos repetitivos simultáneos o estáticos, característica que contribuye a abordar lo fantástico de la novela. Las múltiples variaciones del tiempo violan las leyes que rigen lo cotidiano, subversión de la realidad que es propia de lo fantástico. En la literatura fantástica se rechazan las defi niciones prevalentes de lo real y lo posible. Cuando dentro de lo real se introduce lo irreal, se da lugar a lo otro, al milagro (Muñoz 122). El discurso de los milagros es considerado marginal por contravenir la ortodoxia de la razón (Muñoz 23). En oposición lo concreto, a lo real tangible, la escritora penetra reiteradamente en otro mundo, en el de los sueños y premoniciones. Por medio de los sueños y las premociones, se introduce en las zonas reprimidas del subconsciente. En uno de los sueños está en un desierto, donde el lobo se le acerca y juntos forman una sola sombra, se funde con el animal. Su temor se acrecienta porque no puede interpretar lo soñado. Lo fantástico, lo onírico y la imaginación, constituyen la única forma de introducirse en el campo de lo reprimido y lo escondido. Estos discursos permiten múltiples lecturas no lineales opuestos a la lógica del discurso androcéntrico.

La narradora tiene dudas sobre el origen de sus temores: “A veces no sé si imagino los recuerdos…un fotomontaje de mis deseos y miedos…no sé porqué tanto miedo…un malestar extraño… (20). El lobo constituye un leitmotif en la novela. Este animal siempre se ha considerado como un peligro para el hombre y aquí alude a un referente externo, un mundo pútrido, lleno de maldad. El mundo es malo, el ser humano es su propio infi erno. Por ello, el imaginario popular ha originado una serie de expresiones y refranes: “Negro como boca de lobo”, “El que anda con lobos a aullar aprende”,

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“lobo con piel de oveja”, etc. La escritora intercala como intertexto versos del poema de Rubén Darío Los motivos del lobo, para subrayar su aserto porque: “En el hombre existe mala levadura...desde que nace, nace con pecado”. Con este intertexto, Esperanza universaliza su dolor.

Para nosotros la visión de la bruja y el lobo son presagios de la muerte de Esperanza en la plenitud de su vida. Ella no quiere morir, una forma de rebeldía ante ese destino fatal, esa enfermedad que ya desde niña se anunciaba con su muñeca de dos caras. Este juguete preferido mostraba un rostro de piel blanca y ojos azules y, por el otro lado, una faz negra y de ojos oscuros. En el espacio textual de la memoria, la muñeca de piel chocolate es la sirvienta. La muñeca simboliza la doble identidad: la niña sana del pasado y la adulta que se convertirá en la enferma del futuro. La piel verdadera se cubrirá con otra piel manchada. Cuando ella se mira en el espejo, nota en su espalda, los primeros indicios de una maligna enfermedad. Este sufrimiento de Esperanza nos lleva a otro nivel del discurso, el discurso de género que aparece íntimamente ligado a lo fantástico.

La protagonista sufre por ella y por todos los que padecen. Se pregunta si existe la felicidad: “¿Soy feliz? ¿Cuántas veces he sido feliz? ¿Puedo contestar esta pregunta?” (24). Llora y escribe en silencio. A través de su escritura anhela cambiar el mundo que considera injusto y que parece olvidado de Dios, su fe se tambalea. No se trata de una blasfemia, sino que considera que, el hombre, el gran huérfano, vive en un mundo signado por el dolor: “El hombre nacido para sufrir, se siente solo angustiado, desesperanzado, con miedo e indefenso contra el dolor” (Iris Zavala: Introducción).

La voz narrativa escribe desde una triple perspectiva de narradora, protagonista y escritora. Como narradora se

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desdobla y nos relata la historia de María Esperanza. Un diálogo con ella misma. Pero en este intradiálogo intercala la historia de otras personas, relata anécdotas vividas con su madre, recetas culinarias, juegos con sus hijos, conversa con personajes de sus novelas anteriores como Don Fito y Ernesto. Mientras escribe confi ere enorme importancia a los detalles cotidianos; además, introduce chismes que son rasgos del discurso de las mujeres y con los cuales rompe la linealidad del discurso de patriarcal. El chisme defi ne a las mujeres en lo cotidiano y en lo político; por medio del chisme se comenta lo que sucede en el mundo-social, que no llega a las mujeres más que en esa forma por estar ausentes de lo que sucede en el exterior. De esta manera, dialogan para sentirse vivas, para hacer oír su voz Al introducir estos relatos juega con el lenguaje y escribe balbuceos, diminutivos, canciones y rupturas que subvierten la lógica del discurso; en suma, rompe con la retórica empleada en las narraciones tradicionales.

Por otra parte, encontramos silencios constantes en la novela, interrupciones, ausencias y pistas que nos mantienen en suspenso, lo cual permite establecer un diálogo entre la protagonista y sus lectores y así logramos penetrar en el inconsciente de la narradora. Ferré nos dice: “Escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edifi carme palabra a palabra, para disipar a mi terror a la existencia, como un rostro humano que habla” (“La cocina de la escritura”, en La sartén por el mango: 137-154). Esto sucede con María Esperanza, su escritura en el diario le sirve de catarsis. Asevera Victorina Crivello: “La autobiografía fi ccional permite alumbrar al héroe en el momento de mayor crisis; es el hombre en el umbral emotivo” (102). Sólo su diario

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sabe la verdad y que teme no concluir, que queden algunas páginas en blanco. Pese a su sufrimiento, María Esperanza nos confi esa su necesidad de escribir sobre el martirio de su enfermedad. Sabemos que un rasgo del discurso femenino es confesar en el diario la interioridad de un alma que oculta la verdad a los demás: “En mi libro escribiré ciertos olores, ciertos sabores, ciertas miradas… ciertas voces, ciertas sensaciones... importantes para mí, ciertos colores y forma y ciertas injusticias de la vida. Y quizás, algún dolor” (61).

Asimismo la protagonista responde a la imagen de la mujer con terror a los espacios abiertos, la agorafobia. En sus recuerdos de niña, el ático es como un refugio: “El ático viene siendo una barca donde me siento salvaguardada de las impulsivas olas del tiempo”. Según Susana Gubar en The Madwoman in the Attic, la buhardilla es el lugar donde a la mujer se le confi naba en las crisis de histeria. Gubar señala:

Parece inevitable que las mujeres condicionadas para una vida doméstica de encierro y pasividad pueden desarrollar un miedo a los espacios abiertos. La agorafobia trae consigo definiciones de feminidad hasta extremos absurdos y de esta manera funciona como esencial o al menos inescapable parodia de las prescripciones sociales. (Citado por Nydia Palacios 159).La protagonista, en el presente, se encierra en su estudio

donde escribe un libro que para nosotros corresponde a la novela que estamos leyendo, su vida misma, pero plasmada en forma de diario. Debido a la complejidad del diseño de la novela, resulta difícil separar los límites entre los diversos discursos que se entrecruzan y se fusionan.

En la novela que comentamos, el viejo espacio, la buhardilla, ha sido sustituido por el estudio, donde se oculta físicamente ante los ojos de los demás, mientras esconde en

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su interior los terribles malestares que la agobian. El espacio interior de la protagonista esta marcado por la escisión: su identidad y su oscuro destino. Ambos se simbolizan en la muñeca desvencijada de dos caras. Es como Jano, el dios que inventó las puertas y guardaba las llaves. Con sus dos caras miraba al mismo tiempo el pasado y el futuro. Jano presidía todo lo que se abre y se cierra: puertas de una casa o de la ciudad, años, etc., es el dios que todo lo comienza y termina. De la misma manera, la muñeca con su doble rostro, es la metáfora de la enfermedad que cubrirá todo el cuerpo de la protagonista. La puerta cerrada del ático que salvaba a la niña de la vieja Lois, se ha abierto a otra realidad más cruel, una enfermedad de dos túnicas “Lupus Eritematoso Sistémico”. La angustia de la protagonista se trasparenta en este trozo:

Este ático es un recuerda todo y una ensalada de presencias. Me ocurre algo raro. Mis pensamientos son surrealistas... ¿sueño despierta? A ver, veo, recuerdo o sueño? No, es algo así como una película, como si estuviera en el trance de la muerte... veo muchas ventanas abiertas donde asoman ojos inquisitivos... que querrán decir? Seguramente son influencia de mi muñeca de dos caras con sus ojos negros y azules…me siento como si me envolviera una túnica y como si fuera pintando su sombra…(37)Los sótanos, pasillos, áticos, o cuartos específi cos de

ciertos lugares, se presentan ligados a la infancia. Gastón Bachelard, en su Poética del espacio afi rma:

...gracias a la casa, un gran número de nuestros recuerdos tienen albergue, y si esta casa se complica un poco, si tiene sótano y buhardilla, rincones y corredores, nuestros recuerdos hallan refugios cada vez más caracterizados. Volvemos a ellos toda la vida en nuestros ensueños... Cuando vuelven, en la nueva casa los recuerdos de las

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antiguas moradas, vamos al país de la infancia inmóvil, como lo inmemorial. Nos reconfortamos reviviendo recuerdos de protección... (36) Los espacios donde hemos sufrido de la soledad o gozado de ella, donde la hemos deseado o la hemos comprometido, son en nosotros imborrables. (40) Estos rasgos señalados por el fi lósofo francés permean

todas las páginas de la novela. Por otra parte, el dormitorio de Esperanza, el estudio y su casa abarcan todo su mundo. No sale a la calle por temor a sufrir una crisis, tampoco puede recibir la luz del sol. En este juego formidable de luz y sombras, se encierra en un laberinto, no sólo físico, sino mental. En sus recuerdos surge una y otra vez la muñeca de dos caras que señala la doble identidad. Esperanza y la otra, que es distinta a ella, pero puede ser ella misma. En el discurso literario y en el imaginario social, la mujer suele representar lo femenino, valor que se le ha asignado y que alude a lo infantil. “En este logos binario, la muñeca se refi ere a la zona oscura de la psiquis, un símbolo que muestra las modalidades más secretas del ser” (Eliade 12). Según los estudios de Mircea Eliade los símbolos responden a una necesidad y llenan una función. ¿Será que la narradora nos quiere indicar que ella es un juguete del destino? La cara blanca de la muñeca está siendo subsumida por la otra, que corresponde al espacio de lo oculto, el otro lado del espejo, el espacio del sueño, de la imaginación. Octavio Paz afi rma: “Las imágenes del sueño proporcionan ciertos arquetipos para subversión de la realidad” (El arco y la lira 65).

Dentro de las coordenadas del discurso de género que hemos venido desarrollando, añadimos que para nosotros mujer y muñeca son una sola, quedan unidas en la superfi cialidad queriendo signifi car la construcción de un ser

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femenino basado en lo corpóreo. Asimismo, la fragilidad de la protagonista, representada en la muñeca, puede aludir a la fragilidad de su salud.

Anteriormente hemos mencionado a los espejos, que simbolizan la entrada a otra realidad y donde ella descubre las manchas de los primeros síntomas de su enfermedad, una doble túnica. Pero hay uno que merece una atención especial, se trata del espejo de la pintura “El matrimonio de los Arnolfi ni”. Este cuadro que se exhibe en la Galería Nacional en Londres, ha llamado mucho la atención de la crítica. En él se observa a una joven pareja de pie, tomada de las manos derechas; detrás de los esposos, está una cama y en la pared, encima del espaldar, hay un espejo convexo que refl eja la imagen del pintor holandés Van Dyck., y a los contrayentes de espaldas. Lo que más ha llamado la atención es que entre el espejo y el espaldar, en un pequeño espacio, está escrito el nombre del pintor. Algunos críticos de arte lo han interpretado como una manera de afi rmar que ha sido testigo de la unión matrimonial. Nosotros asumimos que con la mención de este cuadro, Espinoza nos brinda una pista para que reconozcamos la autoría de su novela. Además, el cuarto donde Esperanza pasa una crisis, hay una réplica; el espejo de su peinador y el espejo del matrimonio Arnolfi ni dialogan, pero el espejo convexo se burla de la protagonista. En su delirio, se refl eja su imagen como un monstruo, está infl amada, y su cuerpo cubierto de manchas. Ella expresa:

Los dos espejos recogen las imágenes y me observan. El de la luna del peinador refleja la mitad de lo que sucede desde el lado izquierdo. El de los Arnolfini observa del lado derecho y la muerte esperpéntica en su grotesca sonrisa”. (299)

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Asimismo, contempla horrorizada una visión producto de su psiquis trastornada. Ve a Don Fito navegando en el espacio y dirigiendo una orquesta, un caballo que se desboca y ella cabalgando con Don Fito, ambos a punto de caer en el vacío., su corazón parece estallar. La página se puebla de frases incoherentes. La sintaxis se quiebra, las frases se separan en palabras y en sílabas y estas a su vez en letras que ruedan en la página y que a veces se repiten múltiples veces como la letra “m” que para nosotros puede signifi car, “miedo” y “muerte”. La mente de la protagonista divaga y divaga hasta casi enloquecer. Este recurso surrealista con su escritura automática es un verdadero logro de Espinoza, pues el discurso resulta sumamente complejo. Veamos el siguiente ejemplo:

¿Puedo ver mi sueño? o ¿estoy dentro del sueño?...(…) …El bastón de Don Fito dirige una orquesta…Atrapa estrellas con su sombrero…(…) …Veo…veo para todos lados…(…) Mi cuerpo… contraído…Estoy tiesa en mi cama con mi túnica puesta…Mi cama… es caballo alado…(…)El lobo nos persigue…(…)Aprieto el anca y sudo inconsciencia…Una muchedumbre persigue espejismos y vomita…—¡Desatemos las cadenas!—… dic… la voooooz este-ntór… e… aaaaaaaaaaaaLa bestia alada nos desvuelve… a… la ci… m… a… d… onte…. (186-187)Esta atmósfera alucinante y de suspenso se representa

a través de la desmembración total de la sintaxis, que nos recuerda la caída de Altazor en el célebre poema de Huidobro.

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El tema del doble

Concomitante al simbolismo del espejo y por supuesto al de la identidad, sobresale el tema del doble. Nidia Burgos, sostiene que Jorge Luis Borges ve en el doble una visión independiente y visible del yo, a veces intuye que el odiado otro es el mismo, una parte desconocida y misteriosa de su personalidad, a la que no puede matar y, aunque exista la posibilidad de suicidio, es en vano, porque no puede liberarse de su alter ego. “En Borges como en Heine el miedo al desdoblamiento se expresa mediante el miedo a imágenes refl ejadas. De esta manera el doble se desarrolla técnicamente a partir de una imagen que se proyecta” (Nidia Burgos, inédito). Ese doble se presenta en la novela de Espinoza como enemigo del otro del cual es su espejo, y éste lucha por liberarse, de esa réplica repulsiva y destructora. De allí el temor a los espejos que invade a la protagonista “porque reproducen una imagen distorsionada de cómo es, pero que fatalmente será otra” (Burgos, inédito).

Adicionalmente, el espacio interior de la protagonista está marcado por la escisión, ésa es su verdad: se siente dividida en sus raíces. Duda sobre su identidad. Su padre es nicaragüense y su madre estadounidense. Su abuela materna es inglesa y su abuelo paterno es alemán. Esperanza nació en Nicaragua, pero vivió mucho tiempo en los Estados Unidos. Su marido es de León y ella es de Jinotepe, pero ama a León. Asimismo, la dualidad se acentúa cuando ella habla inglés, pero sueña en español. Un personaje le pregunta: “Pero “usté” es medio gringa ¿verdad?” (72). Ella se pregunta cuál es su identidad: “¿Tuve miedo de enfrentar mi mundo, donde mi identidad es otra? ¿Por qué pongo en duda quién soy?... Ambas nacionalidades están en mí”. (49)

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El tema del laberinto

En sus monólogos expresa su angustia, pues se siente atrapada en un laberinto. Ella se queja:

Se divisa, al final, un lúgubre laberinto/rodeado de temores y aflicciones/y con su arrolladora fuerza centrípeta,/robusteciendo, aún más, las ataduras se halla entronizada la angustia. (257)Una de las concepciones que tiene el gran Jorge Luis

Borges es que el laberinto es un símbolo de perplejidad, un espacio esencialmente construido para equivocar o perturbar al hombre; en otras de sus concepciones:

El laberinto es un símbolo que permite a cualquier al hombre ser creador de sus propias construcciones, talvez para sentirse un Dios, un creador. También se relaciona con un viaje de supervivencia o un viaje heroico en el cual el personaje tiene que encontrar formas de mantenerse en pie y siempre firme para encontrar la salida de ese lugar que lo martiriza y lo daña física y mentalmente (Vázquez, 57-58).Dada su versatilidad, el concepto de laberinto abandona

sus raíces de un simple sustantivo y puede ser transformado en muchos símbolos. “El laberinto en la obra de Borges es una imagen que se reitera en diversos planos, atendiendo a la polivalencia semiótica del signifi cado, enriquecido en la extensa tradición y en la recreación personal” (Balart y Césprd Benítez: Internet). En un sinnúmero de culturas, la literatura se ha empleado como un recurso para describir sentimientos y situaciones humanas a través de los siglos. Suele representar el viaje de la oscuridad, a la luz o de la sabiduría secreta para superar una prueba. Por ello, María Esperanza hace énfasis en el destino del hombre, porque pasa

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a signifi car sus sueños o ideales; cada uno de ellos representa un nuevo laberinto, algunas veces lo recorre triunfante, pero otras veces se enreda con obstáculos y su única salvación puede ser la muerte. También se relaciona con las pesadillas y con el caminar sonámbulo, el hombre vaga extraviado, lo que indica el caos y el infi nito –como lo es el espejo– con el cual se crea un ambiente de irrealidad y de horror.

Adicionalmente, este símbolo puede referirse a una casa, la vida propia, ya que el personaje está encerrado en su propio laberinto como en el caso de Esperanza. Además, como dice Borges en “La muerte y la brújula”, el laberinto puede ser un estado mental, en el cual la persona se siente encerrada y no puede encontrar un guía, un centro para ubicarse en la realidad; o también es la búsqueda de la personalidad o identidad existencial. Varios de estos conceptos pueden aplicarse a María Esperanza, porque ella nos muestra un mundo confuso en donde reina el caos, sin dirección, infi nito. El laberinto psicológico en que se siente atrapada expresa la idea de un mundo anverso y reverso, la teoría del doble, la imagen del otro y la noción que la escritora tiene del mundo. Dice Nidia Burgos: “El odio al doble y el impulso de liberarse del mismo en forma violenta corresponde a uno de los grandes rasgos del motivo”.

Ella quiere escapar, pero no divisa la salida al fi nal del túnel. El mundo le ofrece dolor al hombre. El mal es la vida misma. Para los fi lósofos existencialistas nosotros mismos somos el mal. El mal es algo inseparable del hombre y por ello vemos a un acosado y de éste surge la angustia que es la existencia misma que jamás será colmada: “Beckett, acusado de nihilista, tuvo una salida: la esperanza de la espera. No importa lo que espere, la esperanza es la salvación del hombre. La Biblia habla del sufrimiento y se acepta la

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angustia como inherente al ser humano” (Iris Zavala 1965: 1-27). Ella no se resigna. La protagonista se aferra a la vida, “¡Quiero vivir! ¡Vivir!” grita desgarradoramente, al no encontrar explicación a su sufrimiento. Ella se rebela. Sabe que el hombre es viajero, que la muerte es el fi nal de todo. El ser es ser para la muerte. Siente su vida como algo temporal. Es un viajero en el camino de la vida: “Soy un fui, un será y un es cansado”, nos dice Quevedo. Espinoza expresa:

¿Soy en este momento el resultado del pasado? Podría ser…cada día es consecuencia del ayer. Y… ¿Qué habrá mañana? Estoy entre el ayer y el mañana. Por lo tanto hoy no estoy existiendo. Soy ayer y soy mañana. Vaya, vaya, según este razonamiento te volviste casi fantasma, María. (24)La invade el miedo y llora porque lucha contra lo

imposible. Solo encuentra consuelo en la lectura, la escritura, el sueño y el ensueño y el amor de su familia. En este mundo familiar la paz y tranquilidad se han desvanecido con la enfermedad de Esperanza. A nuestra protagonista la escritura la alivia, la desenmascara, en las páginas de su diario está lo indecible:

Mi libro ha cobrado mayor importancia…un refugio…es como si fuera mi confesor de todo tiempo… ¿Qué escribiré sobre la visita de Doña Eva? Nunca hago un relato completo, escribo el dedicado de mi alma y mi mano va traduciendo al sistema maravilloso de las letras, sobre la página en blanco donde cabe todo… (305)Sufrir y luchar la asemeja al tormento de Sísifo que casi

llega a la cumbre, y que luego resbala para intentar de nuevo y no caer en el vacío. Así Esperanza, al caer en sus crisis, recurre a la medicina oriental, a los remedios caseros que le aconseja su empleada doméstica y a los fármacos recetados por los especialistas en medicina interna. Sin embargo,

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“Las fauces del lobo me acechan…lo detiene la luna con su cacho, enrollándole la cola y yo me encuentro en una estepa desolada, amarilla… y el viento intenso me arrastra hasta el lobo que me traga” (195). Se recupera, pero vuelve a caer, su aliento de vivir es tan fuerte que se involucra en proyectos que le ayudan a superar su tragedia.

Uno de ellos es el diseño del jardín que Don Relicario, quien desea que le haga ese trabajo en recuerdo de su amada esposa fallecida. Esperanza es arquitecta experta en diseños y ese jardín es una representación del Edén terrenal que ella le ayudará a construir, pero que él no verá, pues sufre de glaucoma y sólo ve sombras (Conviene agregar que el empleo de laberintos en jardines se inició en el renacimiento. Su forma crea confusión e intensidad propicias para los enamorados). Este jardín de Don Relicario es irreal, pues del proyecto insólito no hay absolutamente nada. La ceguera del personaje le permite ir más allá de la imaginación donde sueña que, junto con su amada paseará por ese bello e inmenso lugar: “He mandado a construir senderos donde llevo a Don Relicario y le voy describiendo su jardín imaginario en base a los bocetos y conversaciones”, dice Esperanza. Ese locus mítico que también Esperanza desea en su subconsciente, es para nosotros, una forma de afi rmar su fe en Dios.

Además, la reconstrucción y decoración de la casa de Doña Eva y la mención de los bocetos que realiza del jardín de Don Relicario nos remiten a un referente externo autobiográfi co muy conocido de la vida de la autora. Espinoza nos brinda muchas pistas en sus metadiscursos que nos inducen a pensar que es la narradora, la protagonista y la autora. Sabemos que es pintora (Sus cuadros se han exhibido dentro y fuera del país con mucho éxito). Asimismo, se menciona con su nombre propio al igual que lo hiciera Don

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Miguel de Cervantes en su inmortal novela. Adicionalmente, nos brinda otra pista para que no dudemos de su autoría: un personaje conversa con Ernesto, protagonista de la novela El sueño del ángel, acerca de la autoría de La casa de los Mondragón, que él pudo haber escrito: “Era facilísimo escribir esa novela, en realidad, mejor la hubiera hecho yo, pero bueno, la hizo un a mujer, para colmo. No tengo nada en contra de la autora, no, para qué, aunque yo tenía más datos sobre lo sucedido” (302).

Gloria E. Espinoza juega con los espacios textuales. En ellos pinta, canta y escribe. Los personajes de sus novelas anteriores que vuelven a salir en Túnica de lobos representan la pervivencia del espacio y el tiempo. Su escritura es revolucionaria. Rompe con toda una tradición narrativa como lo están haciendo muchas escritoras latinoamericanas. Además, deja varias páginas en su libro para que alguien, cuando ella ya no exista, continúe ese diario incompleto: “Quizás habrán muchas páginas en blanco donde no haya podido escribir, o donde haya dibujado o pintado. Esas páginas las dejaré en blanco, así dirán más” (100).

Por otra parte, considero un recurso formidable la ilustración de una página donde apreciamos las manchas negras de la piel en formada de lunares, sin embargo, sobre ellas, Espinoza ha escrito frases cortas, palabras donde menciona el color verde. La protagonista afi rma que quedarán en ese libro espacios que no pudo alcanzar a escribir. Solo el silencio de su propia mente. Como verdadera artista afi rma que “El pentagrama, aunque poblado de notas, no puede existir sin silencios” (95). Su escritura enmudece cuando la pluma no escribe. Las palabras de ese reino interior se diluyen: “En mi libro escribo, escribo sobre las cavernas de agua; ahora, es mi caverna de paredes de papel, donde el sol

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entra cada vez al abrirlo y sale mi alma de sus palabras y silencios...” (96).

Adicionalmente, recordemos que la protagonista se llama Maria Esperanza, nombre asociado al color verde con diferentes matices que menciona reiteradamente. Verde es el follaje de su jardín interior, verde es un color heráldico, optimista, sinónimo de vida. Para ella todo se tiñe de verde.

Finalmente, consideramos, que Túnica de lobos es una novela diferente, novedosa en su complejidad, donde se dan cita, dentro de la fi cción, una gran variedad de discursos como el diario, el testimonio, el discurso de género, el fantástico, etc. Discursos en los que sobresalen los temas del doble y del laberinto, los símbolos de la oscuridad y la luz, la niebla, la muñeca y sobre todo el lobo y el espejo. Con suma destreza juega con los espacios textuales Sus monólogos y su habilidad al emplear las analepsis y prolepsis, en fi n, todo este cosmos narrativo nos resulta fascinante. Espinoza de Tercero nos alienta en esta novela a tener fe, optimismo, amor y alegría a pesar de las adversidades. En su mundo de fi cción, subyace un canto de vida y esperanza, al sufrir en carne propia el fl agelo de esa terrible enfermedad: El Lupus.

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Minibiografías de los autores

Jorge Chen Sham (Costa Rica). Doctor en Estudios Románicos por la Université Paul Valéry, Montpellier III (1990). Es Profesor Catedrático en Literatura Española y Teoría Literaria de la Universidad de Costa Rica. Ha publicado tres libros y coeditado cinco. Tiene a su haber más de 100 artículos y capítulos de libros o actas, en universidades y editoriales de EE. UU., España, Nicaragua, México, Costa Rica, Francia y Alemania. Ha sido profesor visitante en las Universidades de Murcia, Extremadura, Nacional Autónoma de León y Managua, Paul Valéry (Montpellier III) y Justus Liebig Universitäit (Giessen). Sus temas de investigación son las literaturas centroamericanas, la literatura de mujeres, la poesía de los siglos XIX y XX, la recepción cervantina y la prosa del siglo XVIII español e hispanoamericano.

María Amoretti Hurtado (Costa Rica). Doctora en Estudios Románicos por la Universidad Paul Valéry, Montpellier III (1982). Profesora emérita de la Universidad de Costa Rica y actualmente a cargo de la didáctica de la literatura y la cultura en la enseñanza de las segundas lenguas. Ha publicado tres libros en el campo de la teoría y la crítica literaria. Fue directora de la Revista Káñina y miembro del Consejo Universitario

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de la Universidad de Costa Rica. Premio Nacional en la categoría de libro no ubicable y dos veces Premio Carlos Gagini en investigación.

Nydia Palacios Vivas (Nicaragua). Doctora por la Universidad de Tulane (New Orleáns) con concentración en Literatura Hispanoamericana, Estudios de la mujer y Siglo de Oro español. Enseñó en Loyola University (1994-96), Tulane (1991-1996) y Xavier University (1995-96) en Estados Unidos de Norteamérica. Como Profesora Asociada en la Universidad de Mobile y Ave María Collage (campo latinoamericano), impartió las cátedras de Don Quijote de la Mancha, literatura nicaragüense, en especial Rubén Darío, novela hispanoamericana (1996-2006). Ha dictado conferencias en Costa Rica, Buenos Aires, Puerto Rico y Estados Unidos. Ha publicado tres libros sobre literatura nicaragüense e hispanoamericana. Escribe en diarios y revistas nacionales y extranjeras sobre las escritoras de su país. Ha recibido varios reconocimientos: Maestra Dariana, Hija Ilustre de Masaya, Ciudadana Notable del Siglo y Mención Honorífi ca en Crítica Literaria. Ha sido actriz y dirige un grupo de teatro universitario. Es la encargada de “Miradas Críticas” de la Revista A.N.I.D.E. (Asociación Nicaragüense de Escritoras). Es miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua y la primera mujer presidenta del Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica. Actualmente está retirada.

Luis A. Jiménez (Cuba). Doctor en literatura hispanoamericana por la Universidad de Johns Hopkins. Es catedrático de Florida Southern College. Ha publicado

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dos libros, editado tres volumenes críticos y coeditado siete más. Tiene a su haber ochenta artículos en revistas literarias, capitulos de libros y actas en universidades y editoriales nacionales e internacionales. Se especializa en la literatura de mujeres, el Caribe y el siglo XIX en Hispanoamerica.

Vincent Spina (U.S.A.). Doctorado en Literatura Hispanoamericana y Brasileña, New York University. Es profesor asociado en Literatura Latinoamericana de Clarion University, en Pennsylvania. Ha publicado un libro sobre la obra de José María Arguedas, numerosos artículos, reseñas y actas en inglés y español, en EE.UU, Costa Rica, Nicaragua y la República Dominicana. Su primer libro de poesía saldrá en 2007 en Pecan Tree Press, San Antonio, Texas. Sus temas de investigación son la literatura andina, la cosmología indígena de los Andes y la literatura feminista.

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Impreso en los Talleres de Editorial Universitaria, UNAN-León, C.A.

En el mes de agosto con un tiraje de 500 ejemplares.