2012, estado de la cuestión de la antropología en guatemala

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Estado de la cuestión sobre la investigación socio-antropológica en Guatemala Investigadora Isabel Rodas Núñez, 15 de noviembre 2011 1 Estado de la cuestión sobre la investigación socio-antropológica en Guatemala Sobre los estudios de identidad Un acercamiento a la producción antropológica de los últimos 10 años en y sobre Guatemala Isabel Rodas Núñez Investigadora Instituto de Investigaciones Humanísticas Universidad Rafael Landívar 15 de noviembre 2011 Índice Introducción 1. Objeto de estudio y fronteras disciplinarias, métodos y cuerpos académicos 1.1 El objeto de estudio y las fronteras disciplinarias 1.2 Los métodos en la antropología: la construcción de la mirada y la formación disciplinaria 1.3 Cuerpos académicos: una función de la articulación institucional 2. El corpus: la producción contemporánea, un acercamiento a partir de una selección de obras 2.1 Los análisis sobre los discursos de la identidad 2.2 Los estudios sobre las dimensiones simbólicas, sociológicas e históricas de las identidades colectivas 3. Conclusiones preliminares

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Estado de la cuestión sobre la investigación socio-antropológica en Guatemala

Investigadora Isabel Rodas Núñez, 15 de noviembre 2011

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Estado de la cuestión sobre la investigación socio-antropológica

en Guatemala

Sobre los estudios de identidad

Un acercamiento a la producción antropológica de los últimos 10 años en y sobre Guatemala

Isabel Rodas Núñez Investigadora Instituto de Investigaciones Humanísticas Universidad Rafael Landívar 15 de noviembre 2011

Índice

Introducción 1. Objeto de estudio y fronteras disciplinarias, mé todos y cuerpos académicos 1.1 El objeto de estudio y las fronteras disciplinarias 1.2 Los métodos en la antropología: la construcción de la mirada y la formación disciplinaria 1.3 Cuerpos académicos: una función de la articulación institucional 2. El corpus: la producción contemporánea, un acercamiento a part ir de una selección de obras

2.1 Los análisis sobre los discursos de la identidad 2.2 Los estudios sobre las dimensiones simbólicas, sociológicas e históricas de las identidades colectivas

3. Conclusiones preliminares

Estado de la cuestión sobre la investigación socio-antropológica en Guatemala

Investigadora Isabel Rodas Núñez, 15 de noviembre 2011

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Introducción

El presente trabajo forma parte de un abordaje sobre el estado de la cuestión de la investigación antropológica en y sobre Guatemala. Dada la vasta producción, en esta etapa nos limitamos al análisis de algunos textos de menos de diez años de producidos en el contexto editorial de los centros de investigación localizados en el país. Una siguiente delimitación se hizo para iniciar la discusión sobre las definiciones de identidad que subyacen en algunos trabajos recientes sobre los grupos étnicos y las etnografías de grupos sociales en Guatemala. Para introducirnos en el nivel analítico de sus contenidos, reconocimos dos formas de definir la identidad: la primera, parte del discurso de la identidad cultural y las clasificaciones sociales que, focalizando sobre contenidos que permiten describirla como perteneciente a una cultura cerrada, la terminan esencializando; la segunda, que enfatiza en las condiciones estratégicas de su realización. Para ello los investigadores trabajaron la descripción de las condiciones materiales de existencia de un grupo social, desde donde analizan el sentido de las relaciones que se efectúan. En sus trabajos, de esa relación emergen, actualizados, los contenidos de la identidad individual y de los grupos que la han constituido.

Para ello organizamos el texto en dos partes. La primera proporciona las definiciones generales de la disciplina antropológica, y sitúa dentro de ella la evolución del objeto de estudio de la antropología y cómo en Guatemala éste pudo ser aprehendido. El abordaje de la investigación en Guatemala ha dependido, desde nuestro punto de vista, de cómo se ha definido el objeto intelectual de la antropología, los métodos (que implica formación, influencias teóricas y de prácticas, entre ella la mirada del investigador) empleados para su abordaje y los contextos institucionales que permiten la discusión de las metodologías, las críticas, los debates (tanto académicos como políticos) y la construcción de las problemáticas para la investigación. La segunda parte, presenta primero aquellos trabajos que asumieron, desde nuestra comprensión, una definición esencialista de la identidad. En un segundo momento se exponen los resúmenes de aquellos que se consideran que parten de una explicación de la identidad en términos relacionales y estratégicos. Aunque está iniciado, falta aún un trabajo de comparación de las proposiciones, las preguntas y los resultados que cada investigación aportó al problema de la comprensión de las construcciones identitarias en Guatemala.

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1. Objeto de estudio y fronteras disciplinarias, mé todos y cuerpos académicos

En esta primera parte del trabajo, explicaremos algunos ejes sobre los que la antropología ha fundado su particularidad como disciplina social. A partir de ellos instalaremos algunos elementos sobre los que se organizará parte del análisis de los contenidos de alguna de la producción antropológica en y sobre Guatemala de los últimos diez años. Bajo estas perspectiva discutiremos sobre los textos etnográficos o de micro-historia escogidos en términos de su relación de lo que considero el objeto de análisis contemporáneo de la antropología y de las ciencias sociales, en la medida que cada vez más los métodos de la antropología son empleados para estudiar los objetos tradicionalmente tratados por la sociología, la psicología y la ciencia política. En contraste a esta adopción de método, en Guatemala se han relegado los estudios de los objetos de conocimiento que históricamente han distinguido a la antropología: pocos son los abordajes de temas sobre el parentesco, las relaciones de filiación, las alianzas y el poder, los ritos y la magia (salud-enfermedad) y sus intermediarios que tienen que ver con la creencia y la construcción de significación, la antropología política o la antropología económica y los sistemas de intercambio, que fueron trabajados a partir de las sociedades tradicionales, y que permiten replantear las problemáticas de las llamadas sociedades modernas y posmodernas. En su lugar, se ha privilegiado el análisis del discurso sobre la identidad étnica.

En cuanto a su relación con la perspectiva histórica, la antropología contemporánea no

puede prescindir de una vista de proceso, sin la que no lograría comprender el sentido y la significación de lo social como construcciones sobre bases sociológicas y que presentan los contenidos simbólicos como una expresión de cultural estática, cerrada y auto-producida. Por eso consideramos pertinente la inclusión del trabajo que se ha hecho en Guatemala desde la perspectiva de la micro-historia. Es más, el reto de las etnografías de lo contemporáneo, además de contener una perspectiva histórica, consiste en no reducirse a lo local. Adicional a la explicación del presente como una construcción social, los análisis tendrían que buscar algunas determinantes de esas formaciones sociales en sus vínculos económicos y políticos regionales, nacionales y globales.

Para ello, abordaremos un primer eje donde, a grandes rasgos, se evidencie el

planteamiento del objeto de estudio antropológico y por lo tanto de esa frontera con las otras disciplinas sociales. Un segundo eje tiene que ver, a partir de la redefinición del objeto contemporáneo de la antropología, con el método y la fabricación del punto de vista de los antropólogos. Con él se aprehende el objeto, se produce el conocimiento y se evidencia la subjetividad del autor, es decir, el partido tomado cuando observa, selecciona, organiza y escribe. El punto de vista adoptado, además de poner en funcionamiento la subjetividad del etnógrafo, se materializa en la práctica de terreno enfrentado con los conceptos de las escuelas que lo influenciaron y la formación con la que fue disciplinado. Esto significa acercarnos y apreciar el método (relación y coherencia entre presupuestos teóricos implicados en la problematización, la información de campo y las fuentes, y la producción del texto etnográfico) con el que cada uno escogió producir su obra. El tercer eje, y no de menor peso, se relaciona con la existencia de cuerpos académicos y sus formas de trabajo institucionales: la relación con pares tanto para la discusión de las problemáticas, de su pertinencia, en sus presupuestos y en las preguntas que se plantea el investigador dentro de un marco institucional. Este eje considera, más allá de las voluntades individuales, a las instituciones que potencializan, construyen el campo de la producción y de la difusión, tanto en términos del ejercicio de la investigación, sino también en el de la formación de nuevas generaciones y en la influencia que lo producido pueda tener sobre actores políticos y sociales. En síntesis, a través de la identificación de una producción en Guatemala se intenta poner en perspectiva el entorno institucional que permite el ejercicio de un recurso formado para la la producción de conocimiento antropológico, para su socialización y discusión, lo que trae como consecuencia su articulación en el ámbito político y en el de las prácticas sociales en general.

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1.1 El objeto de estudio y las fronteras disciplina rias

La antropología nace hace cien años, más o menos, relacionada con la expansión colonial de Europa y de los Estados Unidos. Hija del colonialismo, como la llama Boremanse (1991), la historia negra de la disciplina se asocia a la producción de conocimiento que perseguía, estimulada por la constatación de la diferencia de las formas sociales y culturales, la comprensión de esas otredades distantes, para modelar el vínculo colonial con el que establecieron su dominio político y económico extraterritorial. Para mediados del siglo XX, sobre la aún vigente fase indigenista en América Latina que se asume como política de Estado para promover la integración y asimilación de sus poblaciones indígenas, y ante las posturas críticas del marxismo al régimen capitalista, en la década de los sesenta, se inicia un nuevo momento para la antropología europea: ante la develación de su inexorable desaparición, se organiza la disposición por inventariar las sociedades en vías de extinción1 (Lévi-Strauss, 1955).

Frente a las mismas evidencias, para las ya bien asentadas segundas generaciones de

antropólogos latinoamericanos inmersas en la construcción de los nacionalismos, en su ejercicio profesional se posiciona como elemento fundamental la práctica política tanto en el ámbito estatal como dentro de los grupos contestatarios a los regímenes económicos y gubernamentales nacionales. Para estos productores locales de conocimiento, la pérdida del objeto exótico, una de las marcas originarias y distintivas de la disciplina, generó una serie de etapas críticas que van desde el cuestionamiento de las políticas de asimilación y al rol de los antropólogos como intermediarios, incluso como funcionarios de Estado en el caso mexicano, por ejemplo, o por su actuación como los “interlocutores autorizados” de los grupos “primitivos” hasta la puesta en duda sobre su qué hacer ante la emergencia de los observados como sujetos políticos. A este respecto, y en el ámbito de los estudios subalternos y de la teoría de la pos-colonialidad, Mario Roberto Morales (2008) nos relata el reciente episodio de la crítica literaria primermundista. La puesta en escena se realizó en los campos universitarios norteamericanos. Se dirigió a los criollos y mestizos latinoamericanos juzgados por acontecimientos políticos y económicos “extra-literarios tercermundistas” y por apropiarse del sujeto subalterno esencializado -en aquel momento encarnado por Rigoberta Menchú. El acto final terminaría con la polémica desatada por David Stoll y su trabajo de verificación del relato testimonial de la Nobel.

El cambio de objetos observados a sujetos políticos y la misma profesionalización como antropólogos de quienes eran considerados como los interlocutores o - en el peor de los casos como informantes- ha traído consigo el debate sobre los presupuestos teóricos y políticos, poniendo en discusión el objeto de conocimiento de la antropología. En oposición a un siempre presente requerimiento de compromiso político (y social que se juega en el campo académico latinoamericano frente al poder hegemónico de lo nacional y de los grupos poderosos, o frente al imperialismo), podemos identificar una postura en teóricos europeos, de quienes tomamos nuestra referencia para este texto, cuyo interés se orienta en develar los mecanismos de funcionamiento, subyacentes a las relaciones de toda sociedad, que se manifiestan con sus particularidades históricas. Una búsqueda e interrogación que pareciera ubicarse en una aparente neutralidad política, que discutiremos más adelante. Pero desde nuestro punto de vista, sus planteamientos permiten asirse de elementos para el constante ejercicio del pensamiento crítico, aún ante las creencias y preferencias que se apoderan de nuestras acciones.

Así, bajo la idea del distanciamiento, manteniendo la exterioridad al contexto de indagación

como principio metodológico de la disciplina de aquellos pueblos distantes, el antropólogo francés Marc Augé (1998) nos hace notar que la discusión sobre la pérdida del objeto exótico de la antropología fue una oportunidad para comprender los términos bajo los que se vive un nuevo mundo, que no se caracteriza por la coexistencia de culturas cerradas sobre ellas mismas - lo que nos lleva al pluri-culturalismo- sino a la existencia de individualidades

1 “De aquí a unos cientos de años, en este mismo lugar, otro viajero tan desesperado como yo llorará la desaparición de lo que yo hubiera podido ver y no he visto. Víctima de una doble invalidez, todo lo que percibo me hiere, y me reprocho sin cesar por no haber sabido mirar lo suficiente.” (1988:47)

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complejas en relación con otras - lo que llama trans-culturalismo. La trans-culturalidad la concibe como una travesía individual de culturas entre individuos. Es decir, no podemos rehuir de la idea que la modernidad2 y la posmodernidad han hecho desaparecer a esos grupos culturales observados por los primeros etnólogos y que produjeron las descripciones de las diferencias. La modernidad y la pos-modernidad han actuado sobre ellas, haciéndolas cambiar al punto de que a través de la apropiación de tecnologías, ideologías, mercados y de desplazamientos, como sociedades observadas, han llegado a parecerse cada vez más en sus procesos a las mismas sociedades de las que provenían aquellos observadores. Pero también es evidente la constatación que las sociedades occidentales son observables bajo la misma lupa del principio de exterioridad y extranjería con la que se miraba a las que parecían sociedades lejanas. Parte del problema de la descripción etnográfica contemporánea es comprender estas aparentes semejanzas que se explican para este autor a partir de tres tipos de excesos3: de tiempo, de espacio, de individualidad. En otras palabras, para este autor, que se reafirma en su ejercicio como antropólogo, esta disciplina es como una etnología comparada que se define no por el tipo de población a la que estudia sino por el objeto intelectual. Su objeto es el de las identidades individuales y colectivas, no como contenidos estables, sino en su continua búsqueda de equilibrio, en el enfrentamiento a las crisis que puedan provocar por los encuentros con el otro y los espacios relacionales en los que su contenido es capaz de re-elaborarse. “No hay identidad sin la presencia de los otros. No hay identidad sin alteridad” (2005), nos dice.

Para Aníbal Quijano (2000), sociólogo peruano y profesor de la Binghamton University en

Nueva York, desde la teoría crítica latinoamericana y la teoría poscolonial, esa Modernidad y posmodernidad de los excesos no puede ser entendida fuera de la lógica del poder, y sobre todo del control sobre el trabajo y la producción. La Modernidad, nos dice, ha sido además un proceso de expansión colonial que implicó la destrucción de estructuras societales, el despojo de saberes intelectuales y sus medios de expresión, imponiéndose la perspectiva eurocéntrica de las relaciones intersubjetivas. De ella emergen las clasificaciones sociales, como expresión del poder colonial, que organizan la producción, la organización del trabajo y el intercambio en el ámbito de la producción capitalista. Nos parece importante introducir la perspectiva de Quijano porque sitúa una ineludible reflexión sobre las clasificaciones sociales que produce la relación colonial y que es precisamente una de las discusiones que ocupa al trabajo antropológico en Guatemala, donde el tema de las categorías sociales no ha sido suficientemente trabajado y donde se confunden estas construcciones de significado con los contenidos de las identidades colectivas e individuales.

Pero además, el uso de las categorías sociales como categorías analíticas ha complicado

el avance en la comprensión de la construcción de identidades, pertenencias y sentidos sociales. Adicionalmente, como a estas categorías se les ha asignado un contenido cultural, un contenido étnico, se han pensado como objetos propios de la antropología social. No obstante,

2 Dussel (1994) nos ubica en dos definiciones de la Modernidad. Una de orden eurocéntrica, provincial, regional determinada por los acontecimientos políticos claves para la implantación del principio de subjetividad (moderna): la Reforma, la Ilustración, la Revolución Francesa, serie a la que Paul Ricoeur agrega el parlamento inglés. Esta perspectiva cronológica intra-europea, nos dice Dussel, está marcada por un análisis sobre la racionalización y el desencanto. La segunda definición es la que tiene un sentido mundial como hecho determinante, y no ocurre sino hasta 1492, cuando Europa moderna constituye a todas las otras culturas como su periferia. En esa expansión, el etnocentrismo europeo moderno es el único que tuvo la pretensión de identificarse como la universalidad-mundial, confundiéndola con universalidad abstracta, con lo que justificaron una práctica irracional de la violencia para el sometimiento del bárbaro que se opone al proceso de civilización. 3 Marc Augé identifica las construcciones simbólicas de la modernidad y la pos-modernidad a partir de la figura de los tres excesos: 1. El exceso de tiempo : la superabundancia de acontecimientos sumado al poder multiplicador de la movilización de los individuos, que genera una sobre carga de sentido y como consecuencia una crisis del mismo ante las decepciones y desengaños del liberalismo y del poscomunismo. 2. El exceso de espacio : como la superabundancia que genera un efecto manipulador construyendo universos ficticios, que operan como universos de reconocimiento (y no de conocimientos), cerrados, donde todo constituye un signo y códigos a utilizar. Por último el exceso del individualismo de las referencias donde el individuo se halla ante un universo sin territorios, sin grandes relatos. Cada quien debe, en esas condiciones, creerse el mundo, creer interpretarlo a través de las informaciones a las que accede, por lo que la producción individual de sentido es más necesaria que nunca.

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el trabajo en ciencias sociales, que las ha retomado como lugares de explicación de las relaciones de poder y de desigualdad en Guatemala (la jerarquía racial), se ha hecho desde el ámbito de la sociología, la historia, la crítica literaria, la estadística, la educación, la lingüística y no necesariamente recurriendo a métodos de la disciplina antropológica que comprenda cómo, bajo qué prácticas, y bajo qué condiciones se articulan los contenidos implicados en esas abstracciones. Como consecuencia, se ha trabajado poco en los problemas de la antropología urbana, por ejemplo, o de las identidades producidas por la inserción económica del grupo de pertenencia, y que han dejado de lado la problematización de la existencia social de las clases y las capas medias (los problemas de la movilidad social en sociedades que salen de una economía agro-exportadora combinada con formas campesinas hacia sociedades de servicio combinadas con migración y una agricultura de subsistencia), tanto urbanas como rurales, o la comprensión, más allá de la pertenencia y la adscripción a los lugares de partida y llegada, de las identidades que se forjan en y durante los desplazamientos y migraciones de grupos e individuos.

Estas categorías sociales, el binomio indígena / ladino o mestizo / maya, necesitan un

trabajo de deconstrucción, de comprensión de su génesis social y de su empleo en distintos contextos y momentos históricos en Guatemala y nos lleva a preguntarnos si la sociedad guatemalteca necesita realmente seguirse pensando en términos raciales y continuar con los estamentos establecidos en la régimen colonial. Esta posición conlleva las críticas de la asimilación y la integración, pero la construcción de la ciudadanía, del ser guatemalteco, debería permitir y no vulnerar las particularidades de los grupos sociales a la vez que abra las oportunidades a la equidad social. Las categorías racializadas –o étnicas- son un producto social y como tal deberían, en vez de ser las matrices explicativas, ser explicadas, para, por ejemplo, pensar cómo la población excluida ha accedido a la ciudadanía (bajo vínculos clientelares y de uso de la asistencia social) o la explicitación de historias negadas (del mestizaje, de la guerra, de la violencia, de la exclusión, de las mujeres…) y a la constitución de poderes que se fundan en el mantenimiento de las desigualdades. Nos preguntamos entonces si la “diferencia étnica” es un objeto de conocimiento de la antropología, que ha sido abordado reflexivamente o si el binomio ha funcionado hasta ahora como un recurso ideológico que califica pero no explica la realidad. Consideramos que el análisis de la sociedad desde lo étnico ha sido un objeto tradicionalmente atribuido a la antropología en Guatemala pero no necesariamente todos los autores han trabajado con la metodología que esta disciplina implica. Expondremos, más adelante y a partir de los textos seleccionados, las ideas de lo que llamaremos el estado actual sobre el discurso de las identidades étnicas.

En efecto, la producción antropológica al focalizar su trabajo sobre los grupos étnicos, se

ha fundamentado en el empleo de la construcción ideológica que comporta el binomio indígena / ladino bajo el que se explica la relación social guatemalteca (el analfabetismo, el acceso a la salud y la educación del Estado, la pobreza, la distribución de la tierra, etc.), pero que como binomio forma parte de esa producción de pensamiento colonialista del que Quijano nos invita a tomar distancia como principio metodológico para generar nuevas observaciones, problemáticas e interpretaciones a la contemporaneidad de nuestra realidad social. No obstante, Mario Roberto Morales nos advierte que los estudios poscoloniales, tal como fueron desarrollados para los contextos coloniales asiáticos y africanos, no pueden ser aplicados mecánicamente sobre la realidad latinoamericana. Los procesos coloniales en América se diferencian de los otros en que produjeron “intricados mestizajes diferenciados y diferenciantes”. Por lo tanto, no es realizable el planteamiento de una historia “al revés”, donde el orientalismo como construcción ideológica de occidente sobre oriente es deconstruida por los sujetos coloniales sin mestizajes. Morales continúa diciéndonos que en ese contexto “el mestizado sujeto criollo latinoamericano se propone a sí mismo como una clave para establecer, en la historia, la especificidad de la cultura latinoamericana hegemónica en relación no sólo con la cultura de la metrópolis sino también con las de otras regiones colonizadas con las que comparte el rasgo de formar parte del proyecto modernizador mundial, y con las culturas locales sub-alternizadas con las que establece una interculturalidad mestizada en el marco de una estructura económica y política heredada de la Colonia” (2008). Es decir, no es el sujeto opuesto de esa imagen, sino que su construcción es la que satisface el deseo de ser el otro y formar parte de la jerarquía racial sobre la que legitima sus privilegios sociales.

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Aún más, cuando se introduce la discusión sobre el multiculturalismo, no se cuestiona el carácter ideológico del binomio que no es más que, como nos hace notar Augé, la puesta en juego de la relación entre culturas que se piensan como cerradas, la ladina y las mayas. Con ello, y en aras de no vulnerar a los sujetos colectivos movilizables políticamente, se evita el problema de comprender la emergencia de nuevas identificaciones fabricadas bajo el peso de la individualidad con que cada quien en Guatemala, tanto en el ámbito rural como urbano, ha entrado a lidiar con los excesos de esa posmodernidad. Pero como ya se ha discutido, la identidad ladina es una que fue forjada en la relación de mediación que necesitó el estado republicano agro-exportador, es una identidad política (Rodas, 1997 y 2004) que ha querido ser interpretada como identidad étnica ahistórica y que ante las características del Estado contemporáneo, ha dejado de cumplir las funciones de intermediación de una fase capitalista que dependió de la agro-exportación de monocultivos en el sistema de fincas. A este respecto, Morales nos invita a estudiar las articulaciones a partir de las “realidades interculturales a partir de la teorización de nuestro mestizaje plural y diferenciado, y no desde criterios multiculturalistas que separan artificialmente a los grupos mediante la magnificación de sus diferencias, soslayando el hecho de que se trata de diferencias mestizadas, resultantes de articulaciones diversas en el tiempo y el espacio de la historia colonial, primero, y, después, de la historia republicana, capitalista y “moderna”.

Aunque coincidimos con Morales en que es necesario el estudio de las articulaciones

diversas en el tiempo y en el espacio, de la historia colonial, republicana y del capitalismo reciente, si partimos de la propuesta sobre el mestizaje volvemos a tropezarnos con conceptos que nos llevan a los criterios biologistas y culturalistas, en el sentido que apunta Augé, es decir, bajo la creencia que existen núcleos cerrados o sistemas coherentes y totalizantes (biológicos o culturales), basados en criterios raciales o de producción simbólica que se hibridan, se mezclan. En ese sentido, las acciones y las construcciones de sentido y puntos de referencia para la identidad (o para las identificaciones) pueden explicarse mucho más eficazmente si se analizan las estrategias en los contextos de las relaciones sociales y los distintos tipos de capital que poseen los individuos y los grupos sociales, que en la práctica, ponen en funcionamiento los contenidos simbólicos que cada uno ha interiorizado (habitus) y a los que puede recurrir como sus principios para la acción (Bourdieu).

La posición de Quijano expuesta anteriormente no deja de ser la que plantea Augé, pero por supuesto –como sociólogo- carece de los cuestionamientos que siempre se infligen los antropólogos latinoamericanos. Para Quijano su compromiso está con una época en la que es imperativa la deconstrucción del colonialismo, y señala una estrategia precisa que apunta a la observación del control sobre el trabajo y las formas de clasificación de la población. A diferencia, el antropólogo francés plantea la práctica antropológica en el plano de una acción crítica constante que no se preocupa solamente de este momento histórico, instituyéndolo en una problemática que va más allá del posicionamiento a una macro estructura, el capitalismo y sus fases de expansión colonial, y su coyuntura.

Tomando en cuenta el cambio de época marcado por la aparición de nuevas problemáticas

y por la multiplicación de los puntos de vista para producir descripciones etnográficas, Augé define al objeto intelectual del antropólogo como el:

“…formulado de una manera más amplia y precisa a la vez, [que] es el estudio de las relaciones

simbolizadas e instituidas entre individuos tal y como toman forma en contextos más o menos complejos…”. Y agrega: “Los etnólogos se interesan por los rasgos sociales, intentan comprender la concepción de las relaciones entre los unos y los otros en el interior de una configuración cultural determinada…, “la cultura es, pues, el conjunto de esas relaciones en tanto que son representadas e instituidas, en tanto poseen, simultáneamente, una dimensión intelectual y simbólica, por un lado, y una dimensión concreta, histórica y sociológica, una dimensión por donde pasa su funcionamiento...”. Vemos pues que la idea de cultura como sistema, como texto, se queda atrás de la idea

donde la cultura es la que se pone en juego y permite la relación social sin olvidar las condiciones de posibilidad para su realización.

Para Augé la práctica de la antropología es la de la crítica del etnocentrismo cultural local,

es decir, si la antropología se ocupa del análisis de las relaciones sociales, uno de los objetivos

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es comprender la tensión que esas relaciones crean entre el sentido social y la libertad individual como fuente de cualquier modelo de organización social. Vemos pues que en la instalación de este objeto de estudio no hay un retraimiento de posturas políticas, sino al contrario, permite armarse de una problemática fundamental para una reflexión crítica a los modelos políticos, o en cualquier nivel de organización o relación social, en los que participamos. Desde este punto de vista, el objetivo político del antropólogo es aportar desde el interior a la comprensión de esos principios de organización, que crean posiciones y generan sentidos colectivos, de lo que significa el control, la obediencia o consentimiento y en donde se ve implicada la limitación de las libertades individuales pero también las condiciones de obediencia que permitan la vida social. Por lo tanto, sus observaciones se constituyen en una fuente para el cuestionamiento y la fundamentación de las formas de poder en contra de la desigualdad en las organizaciones y colectivos que observamos, a los que pertenecemos, y su relación con otros planos mayores de influencia en su constitución. En síntesis, Augé nos señala la vigencia de la antropología en “su tradición de reflexión autocrítica y de observación de las concepciones locales del espacio y del tiempo que le permite adaptarse a los cambios de la historia y tomar en cuenta las nuevas modalidades de simbolización o desimbolización que obran en el conjunto planetario”.

En cuanto al problema de la diferenciación y las fronteras disciplinarias, entre sociología y etnografía, este puede convertirse en la característica discusión sobre la falsa frontera, puesto que su diferenciación, como disciplinas, es el producto de la historia colonial y carece de una justificación lógica (Bourdieu, 1980). Nos parece mucho más relevante considerar que el problema de la investigación social es, antes que nada, captar la lógica de funcionamiento del mundo social a través de su inmersión en la particularidad de una realidad empírica, históricamente fechada y situada, que permite trabajar casos comparados aplicados al presente o a una contemporaneidad con especificidades expresadas en espacios diferenciados. En cuanto a la diferencia entre antropología, etnohistoria y micro-historia, Augé nos dice que lo que diferencia a la primera de la historia, es que el historiador siempre conoce el final, mientras que la interpretación del antropólogo queda abierta a la incertidumbre. En cuanto a la etnohistoria podríamos restringirla a la definición de la historia especial de los indígenas, lo que nos remite a la ya rebasada discusión de si los pueblos ágrafos poseían o no historia, y a la validez de otras fuentes que las documentales, como las orales. De Hoyos (1999) resitúa la definición y nos dice que etnohistoria es la historia de los contactos y de sus consecuencias en cada una de las culturas participantes. Palermo, citado por esta autora, más que restringirla a los contactos y por lo tanto la diferencia cultural, la considera como la lectura antropológica de las fuentes históricas. Es decir, el uso de perspectivas de la antropología en objetos que han sido trabajados por otras disciplinas.

La búsqueda por comprender la dimensión simbólica -que solo existe y funciona sobre

dimensiones sociológicas e históricas- como principio axiológico de la antropología, nos remite a la futilidad por distinguir objetos de conocimiento exclusivos a diferentes campos disciplinarios, que son objeto de disputa y control en espacios institucionalizados, y no un problema para la producción de conocimiento. Estas discusiones sobre la propiedad disciplinaria no hacen necesariamente avanzar las reflexiones, al contrario las estancan. Resulta mucho más productivo discutir sobre la coherencia interna de las obras, de las preguntas que se plantea, de las fuentes, las metodologías empleadas para responder a la problematización. Es más, la investigación importante radica en aquella que sabe plantearse preguntas originales, propias de la realidad que problematiza, que pone en marcha la conformación del corpus de información y de una estructura conceptual para organizar una interpretación que dé cuenta del funcionamiento de lo social y de las estructuras subyacentes que lo sostienen. Pero estas buenas preguntas tienen una relación directa con la acumulación de conocimiento disciplinar y la especificidad está en la dedicación en horas de lectura a cada uno de estos corpus.

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1.2 Los métodos en la antropología: la construcción de la mirada y la formación disciplinaria

El objeto de conocimiento es pues una marca distintiva de la antropología y que

permite tener otras entradas analíticas, otros objetos de conocimiento, diferentes a las que otras disciplinas han trabajado. Pero también lo es el método. Krotz nos refiere que la característica que diferencia a la antropología de las otras disciplinas es el “trabajo de campo”. Lo define como un viaje, pero no cualquier tipo de viaje sino uno donde: “…se quiere conocer un determinado aspecto de la realidad sociocultural, una problemática, un sector poblacional, los habitantes de una región, un grupo social, una cultura o como se quiera decir. Querer conocer significa aquí reunir información empírica desconocida suficiente en cantidad y calidad y basar en ella argumentos sobre causas y perspectivas de la situación bajo estudio...” (1991).

La información empírica se produce bajo el ejercicio etnográfico. A la etnografía se le

distingue por los estudios de caso que recurren al uso de los métodos cualitativos tales como el trabajo de campo de largo aliento, la observación participante y la entrevista a profundidad, lo que hace de la subjetividad del investigador un fundamento esencial en la investigación. Deveraux (citado en Warnier, 2006) incluso insiste que el problema del método etnográfico es darse el tiempo de establecer una relación de sujeto a sujeto, de comprometerse en un ejercicio de larga duración sobre una situación de conocimiento de fondo, no tener miedo de asumir una relación intersubjetiva con el otro. Porque la verdadera herramienta del investigador es su subjetividad misma y su compromiso con la situación es la que produce la objetivación.

Son precisamente estas herramientas que han sido adoptadas por otras disciplinas

ante la necesidad de abordar distintas dimensiones de sus objetos disciplinarios tradicionales. Por ejemplo, la ciudadanía ya no es sólo el problema por comprender los comportamientos en la participación electoral, sino el de explicar las prácticas históricas que han construido al ciudadano, dentro de las que su participación en las urnas solo es un breve momento, acto que finalmente está orientado por las representaciones sociales y los procesos de simbolización subyacentes. Se evidencian entonces los límites explicativos de las herramientas tradicionales de la sociología que privilegia los métodos cualitativos, los sondeos y las encuestas, para incorporar el método etnográfico en el trabajo de investigación de los objetos tradicionales de otras disciplinas.

En ese contexto es cuando adquiere importancia la noción del extrañamiento, como le

llama Lins Ribeiro (1989), dentro del método antropológico. El trabajo de campo implica una inmersión total, una “observación participante” que necesariamente involucra al antropólogo con las personas con las que comparte, con quienes debe lograr la confianza y el respeto en donde ha de permanecer como extranjero. Augé insiste que el antropólogo debe guardar siempre una posición externa – tanto desde el punto de vista del método como del objeto. En cuanto al método, el antropólogo debe ser externo al juego de relaciones que estudia y externo al objeto en tanto que nunca podrá formar parte del grupo al que trata de comprender, aunque algunos se hagan la ilusión. Esa exterioridad tiene como finalidad establecer una conversación con los interlocutores en la que al narrar sus experiencias, al trasladar la práctica al lenguaje, a partir de su enunciación, permite una mirada crítica, reflexiva, de los mismos actores sobre esa cotidianidad (Augé, 2007).

Una última característica del trabajo antropológico es que ninguna de las etapas del

proceso de producción del conocimiento es delegable. Desde la problematización misma, la subjetividad con la que es planteada, pasando por esa implicación personal en el campo, ese saber ver, la sensibilidad que se desata en la relación con las personas y el problema que como antropólogo se plantea, se construye también en esta fase de campo. Igualmente, la fase de transcripción, de procesamiento de los datos, son momentos de reflexión personal, de recuperación de una serie de detalles, matices y relaciones que solo es posible advertirlos en la medida que se estuvo allí, en la medida en que el material cobra sentido porque la inmersión total rememorar el escenario en donde sucedieron las acciones. Finalmente, no menos personal es la organización del material y la estructura del texto que corresponde a aquella entrada analítica con la que se inició el trabajo y que puede o no mantenerse a partir de ese acercamiento reflexivo que haya podido hacerse con las personas con las que el antropólogo

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entró en contacto. A diferencia de esta experiencia, la mirada objetivista que señala Bourdieu (1990) para el trabajo cualitativo de la sociología, permite un manejo frío de los datos, donde generalmente puede incluso plantearse una división de trabajo: entre los formuladores conceptuales de gabinete de la encuesta o de las entrevistas, los encuestadores o entrevistadores en el campo, los tabuladores o transcriptores y nuevamente el trabajo de interpretación de los datos sobre el escritorio para organizar la escritura. Obviamente, dentro del ambiente laboral guatemalteco, es fácil distinguir que lo que más se practica localmente como experiencia de campo es la marcada por los instrumentos de la sociología. Las consultorías, pagadas por meses o semanas, no permiten la inmersión y la comprensión que exige el método etnográfico para su realización. Es una disciplina, en ese sentido, desfinanciada e impracticable en el contexto guatemalteco.

Pero si quisiéramos fundar la frontera disciplinaria a partir de principios metodológicos

específicos de la antropología con respecto a las otras (la de inmersión total y distanciamiento) nuevamente caeríamos en una discusión trivial, porque hasta el principio de exterioridad, siempre tan propiamente atribuido a la antropología, es relativizado y resituado por Bourdieu en lo que él llama la mirada objetivista. Desde su nacimiento, a la antropología le corresponde la visión del extranjero, de quien al estar fuera de la rutina y de los códigos locales no hace más que el esfuerzo por descifrarlos y comprenderlos, práctica con la que Malinowski precisó el método etnográfico a principios del siglo XX cuando tuvo forzadamente que quedarse en las islas Trobriand durante la Primera Guerra Mundial4. Bourdieu nos evidencia que para la sociología y sus métodos el ufanado principio de exterioridad también existe ya que el sociólogo tradicional trabaja las encuestas como fuentes y no a los encuestados, distanciándose como observador de sus interlocutores para convertirlos en unidades estadísticas intercambiables. Es más, el objetivismo del antropólogo no es tal, puesto que su primera virtud profesional es la capacidad para establecer una relación real con los encuestados. De hecho, nos dice Augé, el informador del etnólogo es un personaje con relevancia en su contexto con el que se guarda contacto por mucho tiempo.

Por su parte, dentro de las particularidades del método etnográfico, la mirada del

antropólogo ha sido también todo un objeto de reflexión. Un primero lugar de cuestionamientos es la existencia de la producción etnográfica de extranjeros y de autóctonos. En esta distinción está implícita la producción de la academia del norte y del sur. De ellas se han elaborado varias clasificaciones que permiten a varios intelectuales reunidos en la Red de Antropologías del Mundo reflexionar sobre la producción, la hegemonía y disciplinación del discurso antropológico comprendiendo las desigualdades estructurales instituidas en las llamadas antropologías del centro / periferia o la que prefiere adoptar Restrepo (2006), la de antropologías imperiales / antropologías nacionales y que le permite introducir en el análisis las genealogías y las estructuración actual de las formaciones de los antropólogos y, por lo tanto, de las producciones locales y extranjeras sobre los territorios.

Entre aquellas primeras descripciones de los especialistas europeos5 y

norteamericanos y la práctica de los antropólogos nativos, es decir los que hemos sido formados localmente y nos toca ejercernos en nuestros propios contextos, podemos pensar en distintos tipos de miradas construidas desde el interior, lo que implica un ejercicio de desprendimiento para lograr el distanciamiento y extrañamiento de la propia cotidianidad. Restrepo, antropólogo colombiano, recuerda que esta posición recibió la apelación de “antropologías indígenas” que no deja de tener un sentido de subordinación frente a la antropología de los países del norte. Por su parte, desde su práctica en México, Krotz (2005) niega la idea que este acercamiento disciplinario, que implica la pertenencia o cuando menos el posicionamiento en el contexto político y social, pudiera convertirse en una suerte de sociología nativa, en tanto que instrumento de dominación al interior de la misma sociedad. Compartimos con él lo inadecuado de la apelación, sobre todo porque desde el punto de vista de la metodología, el ángulo de acercamiento de la sociología sigue trabajándose bajo un fuerte

4 Malinowski, Bronislaw (2001) Los argonautas del Pacífico Occidental, Ediciones Península 5 Las etnografías del siglo XIX de los alemanes nos señalan la influencia que tuvieron en la reproducción de la idea del racismo en Guatemala, influidas por la ideología nazi de principios del siglo, (González, Matilde, tesis para obtener el grado de doctora en sociología, COLMEX ).

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énfasis en los métodos cualitativos, tales como sondeos, cuestionarios, entrevistas individuales, con la preocupación de la representatividad de los estudios.

Por otra parte, la emergencia de antropólogos diferentemente posicionados trae

consigo la de su entrenamiento. En Guatemala, evidentemente, nos ubicamos en una que fue objeto de las antropologías imperialistas (desde los etnógrafos alemanes hasta la Escuela de Chicago y su continuo interés por instituir al país en un laboratorio de dimensiones adecuadas para observar la diversidad cultural, la diversidad ecológica y los paisajes culturales, la acción política y militar, aspectos sobre salud, por mencionar algunas temáticas) a partir de lo cual se indagaron grupos diversos sin que el Estado llegara nunca a apropiarse de esos conocimientos (de allí la debilidad de las formaciones) para fortalecer la condición ciudadana de su población. En efecto, vincular nuestra producción con esa antropología imperialista permite comprender las influencias, o sus dependencias, teóricas y políticas de los primeros antropólogos guatemaltecos así como los de sus pares que asumieron posiciones contra-hegemónicas durante la década de los años sesenta y setenta. Pero también nos hace comprender los mapas semánticos y la perspectiva analítica heredados después de ese despliegue inaugural, seguido de la violencia que paralizó al campo académico del país. Este comienza a restaurarse en la década de los noventa del siglo XX, a través de la formación de nuevas generaciones que partieron después de la firma de los Acuerdos de Paz (1996) a programas en la academia europea y norteamericana y, más recientemente, a los instalados en América Latina. A ellas también ha coincidido el retorno de las generaciones en el exilio, lo que ha producido un encuentro inter-generacional que permite recuperar la memoria de las temáticas dejadas pendientes durante la guerra. Dentro de esas discusiones que quedaron pendientes, y que siguen reproduciéndose a partir de comprensiones totalizantes de la cultura, son precisamente las que tienen que ver con el binomio indígena / ladino, cuyos principios para su deconstrucción están en el trabajo de Severo Martínez (1971) y su discusión política, que refuncionaliza la dicotomía colonial para explicar el poder y la dominación, en la exposición de Carlos Guzmán Böckler y Jean Luc Herbet (1970), sin dejar de lado los promisorios abordajes del antropólogo Joaquín Noval, cuya desaparición dejó truncada la perspectiva de clase en los análisis de comunidad6 en la década de los sesenta.

Pero ¿cuánta de esa producción de las nuevas generaciones pondrá en cuestión o

recuperará los contenidos aún no desmenuzados de lo que trabajaron los antropólogos en los años 60 en Guatemala? Aquella producción de mediados del siglo XX está asociada con lo que solemos nombrar en Guatemala como antropología culturalista, un término que sirvió para referirse (o descalificar) a la antropología cultural producida por extranjeros, y que tuvo como espacio de difusión el Seminario de Integración Social7. Richard Adams8 nos dice que en ese momento antropología cultural y antropología social se referían al tratamiento de la cultura viva, a diferencia de la arqueología que trataba con culturas pasadas. Entonces la etiqueta de antropología cultural incluía a todas las áreas teóricas (el funcionalismo inglés, el estructuralismo francés, el historicismo norte-americano y también el marxismo). No obstante, los antropólogos culturalistas del siglo XX, y pese a la crítica desde las ópticas inspiradas de un incipiente materialismo histórico9, produjeron detalladas descripciones etnográficas cuya limitación fue circunscribirse al análisis de unidades cerradas, sin vínculos con la economía y el Estado nacional, con perspectivas sincrónicas. En la década de los noventa, a esta apelación se le agregó una nueva, la Antropología de la Ocupación, que fue usada para referirse tanto a

6 Ver: 1965, "Situación económico actual de los indígenas de Guatemala." Cuadernos de Antropología, No. 6, pp. 7-23, Instituto de Investigaciones Históricos, USAC, Guatemala 1968, "Acera de la Existencia de clases sociales en la comunidad pequeña," Estudios. Revista Semestral del círculo José Joaquín Pardo. No. 2, pp. 31-41. Departamento de Historia, USAC. Guatemala 1972, "La visión de una estructura." Economía, Publication del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Año X-4, No. 34, pp. 3-36. Guatemala: USAC; Imprenta EROS. 7 Normalmente asociamos a esta corriente la producción publicada en el Seminario de Integración Social. 8 Intercambio de correos electrónicos (9-13 octubre 2011) 9 El acercamiento e inmersión pero también abordaje crítico de Joaquín Noval, las férreas críticas de Carlos Guzmán Böckler o Humberto Alvarado Flores, y la acuñación del término Antropología de la Ocupación por Celso Lara, por ejemplo.

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aquella herencia como a las prácticas etnográficas de estudiosos norteamericanos que en ese momento se practicaban.

No obstante, si la antropología cultural pudo introducirse como método con los

antropólogos y etnógrafos norteamericanos en la segunda mitad del siglo, su práctica fue simplificada en el subsiguiente ejercicio local. La radicalización de las posturas políticas limitó la lectura de esa bibliografía, que se acompañó de un contexto de violencia en donde no pudo mantenerse un ámbito político e institucional que propiciara la perspectiva analítica y mucho menos el trabajo de campo. Los primeros antropólogos10 se ejercieron en relación a círculos políticos, vinculados con el Estado (Seminario de Integración Social, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto de Antropología e Historia) durante las décadas de los cincuenta y sesenta. Muchos realizaron sus posgrados en Estados Unidos, dada su cercanía a los antropólogos culturales norteamericanos que hicieron su trabajo de campo en Guatemala.

Más tarde, en la década de los setenta se abre la primera formación en antropología,

en grado de licenciatura, en la Universidad de San Carlos de Guatemala, Desde 1975 ha graduado a más de 90 antropólogos. La segunda licenciatura se habilitó en la Universidad del Valle de Guatemala e inició una década después, en 1984. De ella han egresado 33 profesionales. En el caso de la licenciatura en antropología enseñada en la universidad pública, el objeto de estudio se desplazó hacia el folklore11 con la combinación de una incipiente discusión sobre el materialismo histórico como método. Estas tendencias se expresaron a través de la malla currilar hasta el 2011 a través de cursos que tratan estas temáticas. En esta producción, con poca descripción etnográfica, se concentró en el reconocimiento de un sujeto popular indígena y ladino y al inventario y a la descripción de objetos artesanales, la transcripción de la tradición oral y a la descripción de rituales y festividades locales, aplicando la distinción según la clasificación étnica de indígenas y ladinos. El ejercicio no dio importancia a la contextualización y análisis y se empleó de la manera más lata las clasificaciones sociales prevalecientes en el medio político y social nacional.

En el caso de la Universidad del Valle de Guatemala, el M. Andrés Álvarez (actual

coordinador de la carrera después que su fundador, el Dr. Boremanse, se retirara) nos relata que antes de la fundación de la licenciatura, el Dr. Alfredo Méndez Domínguez, formado en aquella esfera de antropólogos culturales norteamericanos, participó en el inicio del departamento de Ciencias Sociales. Posteriormente, los fundadores de la carrera, el Dr. Boremanse y la Dra. Nancie Solien de González la orientaron hacia la antropología aplicada, perspectiva que se ha fortalecido con la experiencia laboral que sus egresados han obtenido en las investigaciones aplicadas y para el desarrollo (2010) en las que se han empleado. Estas experiencias las han trasladado a través de la docencia a sus actuales alumnos. La producción de los profesionales de esta universidad, dado los tipos de financiamiento y relaciones laborales que lo impulsan, forman parte de los “documentos grises” que refiere Álvarez en su texto. Pero no son solo los egresados de la UVG los que han producido en los ámbitos del desarrollo y la política pública. Es perceptible que mucha investigación ha sido realizada como requerimientos de los organismos multilaterales (PNUD, BM, FMI) y desde organizaciones no gubernamentales que se financian con fondos de cooperación internacional. Los trabajos requeridos se vinculan con los campos de la antropología del desarrollo, antropología y ecología, antropología forense, antropología de género, antropología y violencia, antropología y derecho consuetudinario por mencionar algunas temáticas. Una producción que como él mismo nos refiere “nunca se convierte en material académico, [ni es] revisado por pares o analizado desde la teoría” y por lo tanto queda al margen de la formación de grado. 10

Sobre una primera generación de antropólogos guatemaltecos ver Mendoza, Edgar S.G, 2000. 11 El Centro de Estudios Folklóricos fue creado por el Consejo Superior Universitario en julio de 1967 y la Escuela de Historia, bajo la que se acoge la carrera de antropología social, fue establecida desde 1972. En su pensum de estudio, vigente hasta el 2011, figuran entre sus cursos Teoría del folklore I y II, pero también muestra la influencia de la entonces influyente perspectiva del materialismo histórico, que también aporta a la instalación de cursos tales como estructura social i y II, Clases sociales y grupos étnicos por ejemplo. No obstante, el folklore se fortaleció como tema a partir de las iniciativas de la UNESCO (1982) para proteger estas manifestaciones como patrimonio de la Humanidad. Hasta 1987 significó un esfuerzo por organizar el reglamento general sobre la salvaguardia del folklore (IGC (1971)/VII/19, Paris, 12 de junio de 1987, http://unesdoc.unesco.org/images/0007/000750/075015sb.pdf)

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Aunque de esta producción, todavía hay que separar los textos producidos a partir de

prácticas de intervención e impacto. Estas suelen suelen solicitarse como investigaciones por estas entidades de cooperación internacional y para ejecutarse, aunque sean los objetos de conocimiento de la antropología, requieren metodologías adecuadas a la gestión y administración que identifiquen problemáticas y sus soluciones en algunas semanas y a la vez puedan ser seguidas y evaluadas administrativamente (marcos lógicos, árboles de problemas, FODAS, grupos focales, entrevistas que no se transcriben ni analizan, etc.). Para terminar con este tema, es importante reconocer entonces que la evaluación – y validación- de la producción no le pertenece al campo académico, sino al administrativo en función de cumplimiento de metas. Los avances en la producción de conocimiento sobre los temas prioritarios son oídos o conocidos, pero raramente discutidos o enseñados en las aulas entre los cuerpos académicos y los estudiantes. La relación de pares y de filiaciones es asumida y sustituida por la función administrativa.

Además de las licenciaturas, son muchos profesionales de otras disciplinas quienes

buscan profundizar su mirada analítica con posgrado en Antropología Social. En esa disciplinarización (como le llama Restrepo) de la mirada para la producción del texto etnográfico, sin ninguna duda, tienen un gran peso las escuelas de formación, las corrientes teóricas a las que hemos tenido algún acercamiento: las europeas, las norteamericanas y las de más reciente reconocimiento, de los países del sur y de nuestro propio ámbito nacional. Entonces, bajo la influencia teórica y de la tradición del saber-hacer de las escuelas de antropología prestigiosas ¿qué tan autóctona logra ser la mirada del antropólogo nativo guatemalteco? Sin tradición disciplinaria, sin un trabajo de pares, ¿qué tanto logra, a pesar de su introducción en ese entrenamiento en las academias del norte, mantener una crítica metodológica en su trabajo y objetos de conocimiento que sean producto de su acercamiento a la realidad social del país? Porque en efecto, en los últimos veinte años es notoria la cantidad de antropólogos que continúan su formación en otros países, a través de becas auspiciadas por financiamientos de la cooperación internacional y que, a su retorno, traerán consigo las reflexiones y experiencias de esas regiones y sus academias.

Así por ejemplo, el programa de becas CIRMA-FORD. Inició en el 2001 y recién finalizó

su ejecución becando a una última cohorte en el 2011. Durante esa década sostuvo los estudios de 127 jóvenes (priorizando en su selección a personas pertenecientes a grupos excluidos y vulnerados –mayas y mujeres). De ellos, el 59.84% eligieron especialidades en ciencias sociales, de las cuales 22 personas se inclinaron por estudios en antropología social (4 doctorados y 18 maestrías). La escogencia de las universidades, en términos de dispersión geográfica, fue amplia: México (5), España (5), Estados Unidos (5), Brasil (4), Chile (1), Alemania (1), Francia (1)12. Por su parte, la Universidad de Oslo, en convenio con la USAC, patrocinó un programa (1999-2002), realizado localmente con profesores noruegos, para 10 estudiantes de maestría y dos doctorados (en España y Francia). Así mismo también existen ayudas becarias de la embajada norteamericana, a través de las Becas Fullbright y becas del gobierno francés. En el caso de estas últimas, es notoria la generación que partió en la década de los setenta para el estudio de las ciencias sociales, entre ellos Arturo Taracena, Carlos Guzmán Böckler, Víctor Gálvez, René Poitevin, pero no fue posible obtener datos que permitan conocer más sobre estos apoyos a la formación de cientistas sociales. A estos profesionales con estudios de posgrados hay que agregar a los que, durante el conflicto armado y como exilados, se incorporaron a las sociedades receptoras realizando sus estudios. Muchos han regresado e indudablemente inciden en la composición diversa de prácticas y propuestas teóricas y metodológicas para el abordaje de los estudios antropológicos.

En cuanto a las influencias teóricas que esto pueda significar podemos retener los tres

grandes paradigmas, sin que, como sociedades periféricas y con pocas lecturas y discusiones al respecto, las hayamos apropiado e interiorizado para hacerlas funcionar, más allá del discurso ideológico o como declaraciones dogmáticas o de deber ser. Estas declaraciones suelen quedarse en el capítulo dedicado a la descripción del método y del marco conceptual

12 Base de datos de CIRMA, suministrados vía correo electrónico por Luisa Fernanda Paniagua el 4 de octubre 2011.

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sin llegar a funcionar como herramientas heurísticas, operadores y articuladores analíticos de los datos de campo o de archivo. Estas tres corrientes son las de liberalismo, que ponen como centro de análisis la relación entre individuo y mercado; el marxismo que analizan la organización y los cambios de la sociedad a partir de la producción y el trabajo; y el posestructuralismo cuyo foco de análisis se concentra en el lenguaje y la significación. En la antropología estas tendencias aterrizaron a partir de las discusiones de la diferencia entre lo ideal y lo material; el imaginario y lo real; el pensamiento y el ser, instalando corrientes que se constituyeron en lo que Restrepo (2006b) llama los clásicos de nivel intermedio de una primera generación: funcionalistas, evolucionistas y difusionistas.

Posteriormente, y de los que podemos pensar que pueda existir alguna influencia en el

trabajo de investigación en o sobre Guatemala, se producen nuevas síntesis que se concretan los segundos clásicos de nivel intermedio posteriores al empirismo, al funcionalismo británico y a la escuela historicista culturalista norteamericana, es decir a las corrientes antropológicas: 1.) estructuralista, representada en la obra de Lévi-Strauss, cuyo objeto es la identificación de los órdenes subyacentes detrás de las manifestaciones sociales; 2.) interpretativismo, que se concreta tras el trabajo de Geertz y cuyo interés se concentra en comprender, antes que las estructuras ocultas, a la cultura como texto, es decir identificar los significados que los actores les dan a sus expresiones culturales a través de una descripción densa; y 3.) posestructuralismo, en la que los trabajos de Foucault y Said encuentra su desarrollo a través de una exposición de la historicidad de órdenes sociales y estructurales que busca constituir un encuadre hermenéutico de significados situados y compartidos por comunidades de sentido. Pero también abren una crítica a la ficción epistemológica de la etnografía realista, cuestionan la noción totalitaria de cultura e instalan la crítica política a la relación asimétrica entre el etnógrafo y el objeto de estudio (Restrepo, 2006b), una discusión que hemos mencionado más arriba. ¿Pero qué de esto ha llegado a influenciar la producción sobre y en Guatemala? Por supuesto, esto implica darle tratamiento diferenciado a la producción de académicos que pertenecen a la estructura institucional extranjera y a los que pertenecemos a nuestros precarios escenarios de producción.

En Guatemala, grosso modo, podríamos decir que de estas corrientes, el

estructuralismo francés y su insigne autor nunca fue leído en la Universidad de San Carlos y Geertz ha llegado como una curiosidad para las nuevas generaciones de estudiantes y profesionales de la universidad pública puedan por lo menos decir que existe la descripción densa sin que necesariamente se haya aventurado ninguno de sus enunciadores a embarcarse en una. Igual sucedió con Benedict Anderson. Fue leído y usado como referencia y organizador de la problemática y de los datos de archivo y de campo de la producción de principios del siglo XXI. El posestructuralismo, y la lectura muy de moda de Foucault y Said (a través de los estudios subalternos, los estudios culturales y la teoría poscolonial) parecen tener una mayor circulación y se usa como referente en los discursos que inician alguna discusión sobre la realidad guatemalteca. Dentro de la perspectiva de los estudios culturales, también resuena la construcción de las subjetividades como una preocupación y fueron ampliamente usados los conceptos de inter-multi-culturalidad que se convertirán en los orientadores de las reflexiones de lo que debería ser el Estado, sobre todo, en el campo de la lingüística, la educación y los derechos sociales y políticos de las poblaciones mayoritarias y diferenciadas.

La cercanía siempre nos ha hecho más susceptibles al desarrollo de las ciencias

sociales en Estados Unidos, y como producto de ello resuenan varios de los conceptos que forman parte de las propuestas de interpretación de lo social. Mario Roberto Morales, en un curso de introducción a los Estudios Culturales (FLACSO, 2011), nos explicitó seis de los principios teóricos de esa tendencia (aunque parecieran más éticos) que nos llegan de la misma manera que el resto de propuestas teóricas, fragmentada y dispersa: 1.) el multiculturalismo (como condición para explicar la diversidad); 2.) La acción afirmativa (para estimular el empoderamiento del subalterno); 3.) La corrección política (para contrarrestar el racismo); 4.) The Identity politics (para reinvindicar la subalternidad); 5.) El poscolonialismo (para explicar la situación histórica); 6.) El subalternismo (para explicar la condición cultural de las diferencias excluidas). The Theory, como le llaman actualmente en los campus norteamericanos a la propuesta teórica en los trabajos en ciencias sociales, no implica una clara ubicación entre el entramado de escuelas europeas y propuestas norteamericanas, sino -

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como ya hemos advertido anteriormente- sino que a partir de las distintas influencia se aprecia el trabajo que alcanza alguna coherencia interna en la propuesta del autor entre herramientas teóricas, información de campo y descripción explicativa de la realidad social problematizada.

Con la actual facilidad de acceso a estos textos, y a su propagación a través de autores

latinoamericanos, su lectura ha sido mucho más regular que lo que pudo ser para Lévi-Strauss en la década de los ochenta cuando se le asociaba con los académicos de las torres de marfil y la intelectualidad pequeño-burguesa. Sin embargo no dejan de hacer falta los espacios para situar estos contenidos y comprender sus implicaciones en el trabajo de investigación. En cuanto a la UVG, el programa de lecturas de la formación de la licenciatura en antropología es mucho más consistente. Aunque para ambas faltaría tener un acercamiento a la producción de tesis de grado para conocer el uso que estas perspectivas analíticas puedan tener en la producción de un trabajo de terreno, del trabajo de campo, que es el que finalmente hace al antropólogo.

1.3 Cuerpos académicos: una función de la articulac ión institucional En Guatemala somos receptores de influencias teóricas que nos llegan dispersas,

fragmentadas. Carecemos de métodos, mecanismos e instituciones que permitan poner en perspectiva las posturas epistemológicas importadas, pero también –y sobre todo- para reconocer, comentar y debatir la producción local. Las incursiones a las Grandes Escuelas de tradición antropológica de quienes tienen en suerte realizar estudios de posgrado en el extranjero son temporales. Esta experiencia solo puede considerarse un acercamiento cuya profundización dependerá de la estrategia y las capacidades individuales, las redes, la estabilidad laboral y la organización de los equipos de investigación para poner en movimiento lo aprendido. Lo que nos parece fundamental analizar y distinguir de esa aprehensión no es la capacidad discursiva que reproduce terminología, sino la posibilidad de poner en práctica, en la investigación, las consecuencias de la adopción de los presupuestos teóricos aprendidos. Porque finalmente, la adopción de corrientes teóricas son irrelevantes si la práctica de investigación sigue separando la reflexión teórica de la investigación de campo y la producción final del texto etnográfico que materializa el análisis y la interpretación del dato, y produce en su lugar discursos ideologizados.

Pero no mucho menos característico es la inestabilidad laboral en el ámbito de la

investigación, de la producción de conocimiento y de su transmisión a través de la docencia y la escritura lo que imposibilita la constitución de esos cuerpos académicos. Desde mi punto de vista, se suele despreciar esta tecnología: leer analíticamente, escribir estructuradamente, registrar y sistematizar la información de campo, organizar los datos, su propio archivo. Cuando se habla de impactos y resultados institucionales, se ignoran como indicadores los cambios en la organización del trabajo individual y colectivo, en los estilos de argumentación y de debates, su estructuración y su lógica interna, el grado de problematización de las discusiones (que suele implicar niveles de abstracción de los temas), los tipos de escritura, capacidad argumentativa y comparativa o las clases de conclusiones a los que llegan los grupos de investigadores y cada uno de sus miembros. En ese sentido nos parece importante insistir en observar y comprender las preguntas planteadas en la investigación, que luego construyan la coherencia de los marcos teóricos con la producción o el replanteamiento que obliga el dato.

No obstante, no basta con el grado de especialización adquirido, sobre todo tomando

en cuenta que esto ha sido organizado desde el interés de fundaciones y de la cooperación internacional. La reinserción laboral es un problema a analizar, dado que al no pertenecer a una iniciativa de formación de cuadros institucionales, estos esfuerzos se traducen en acciones individualizadas. Al carecer de marcos institucionales difícilmente actuarán como agentes de cambio en la producción de conocimiento local. Por lo tanto, las personas con especializaciones tienen una incidencia incierta en la formulación de conocimientos útiles para la vida social y política del país, e intervienen poco en la renovación de un sistema institucional agotado, tanto en los ámbitos de las instituciones de Estado como en la universidad pública y las privadas. Participan en la lógica de empleos temporales, de consultorías, donde suelen ser

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empleados dado la eficacia con la que pueden resolver los cada vez más cortos, en términos de ejecución presupuestaria y temporal, trabajos de incidencia que los convocan.

Construir el objeto, influenciados por corrientes teóricas contemporáneas, y aplicar

métodos de trabajo puede ser un asunto de formación y disciplina personal. Pero así como no debería estudiarse la producción antropológica como un proceso sin sujeto y separada de los además aspectos de la realidad, no debe olvidarse que el conocimiento es una producción colectiva, de cuerpos académicos, que dependen de estructuras organizacionales vinculadas a la realidad social. Compartimos con Krotz el hecho de que, como cualquier proceso de creación cultural, la producción de conocimiento debe ser analizado, como sistema simbólico, junto con los demás aspectos de la realidad social (2005) que soportan sus condiciones de posibilidad.

Hemos ya situado las dos universidades que forman antropólogos en Guatemala, pero solo

desde el punto de vista de sus graduados. No obstante, un lugar de análisis fundamental para comprender la producción de conocimiento desde la antropología es la constitución de sus cuadros docentes y de investigación, de su cuerpo académico. En la Universidad estatal, los cuadros docentes de la carrera son a tiempos parciales. A pesar de que existe un Instituto de Investigaciones con cuatro antropólogos empleados, de los cuales dos a tiempo completo y ambos con funciones administrativas que limitan su trabajo de investigación, no se vinculan con regularidad a la docencia. El trabajo en equipo tampoco es estimulado ni forma parte de las perspectivas institucionales. Dentro de ese mismo ámbito podemos situar a la Maestría en Antropología. En ella se pudo vincular a una serie de profesionales que recién han regresado con sus estudios de posgrado. Pero al carecer de una relación institucional estable -puesto que el reglamento universitario establece que los docentes que se ejercen en los posgrados se contratan fuera de la carrera docente- como profesores-horario, el vínculo temporal no permitió ir más allá de informarnos sobre la perspectiva novedosa que pudieron adquirir con la producción de sus trabajos de tesis doctoral y facilitar la lectura de la bibliografía con la que trabajaron. La discontinuidad de estas aproximaciones imposibilita el acercamiento como cuerpo docente, pero también con los estudiantes en la formación. La transmisión y fabricación de las preguntas de investigación no pudieron montarse sobre la experiencia acumulada individualmente y mucho menos habrá un seguimiento al trabajo de campo y posterior escritura del texto que se vincule con algún eje de producción.

La Universidad del Valle cuenta con el Centro de Investigaciones Arqueológicas y

Antropológicas, que a su vez forma parte del Instituto de Investigaciones de la UVG. Por el momento, solamente el actual coordinador de la carrera de antropología cuenta con una plaza fija que le permite, además de cumplir con las funciones de administración académica y docencia, dedicarle un cuarto del tiempo laboral a la investigación. El Centro cuenta con plazas para otros cuatro investigadores, todos en temas de Arqueología, así como fondos para contratar a estudiantes.

Pero además de la Universidad nacional y la Universidad del Valle, desde los años

ochenta, luego de la apertura política y la instauración de un gobierno civil, iniciaron sus actividades una serie de centros de investigación y editoriales (entre ellos AVANCSO13, FLACSO14, IDEI-USAC15, CIRMA16, ASIES17, F&G, Cholsamaj18, Editorial del Pensativo) que han posibilitado mucha de la producción y la difusión de un conocimiento sobre la realidad social guatemalteca con distintas temáticas y enfoques disciplinarios.

. El corpus temático: la producción contemporánea, un acercamiento a partir de una selección de obras

13 Asociación para el Avance en las Ciencias Sociales, fundada en 1986 14 Facultad Latinoamericana en Ciencias Sociales, fundada en 1987 15 Instituto de Estudios Interétnicos, fundado en 1992 16Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica, fundado antes de 1979 17 Asociación de Investigación y Estudios Sociales, fundado en 1979 18 Fundación que nació como un centro educativo y cultural maya, fundado en 1990

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En un rápido inventario de obras publicadas en Guatemala19, elaborado durante junio y julio del 2011 y a partir de la producción editorial de los centros de investigación y editoriales arriba mencionados, se contabilizaron desde 1984 alrededor de 800 textos dedicados al análisis de la sociedad guatemalteca, sin que la lista haya sido exhaustiva. El registro de títulos organizados por años e institución encargada del trabajo editorial, muestra la fluctuación de temáticas que obedece al financiamiento internacional que solicitó su producción a través de la ejecución de investigadores locales. El listado permite, incluso, ver cómo se fueron sustituyendo a los ejecutores de los proyectos, formando olas temáticas retomadas por los distintos equipos de profesionales (o a veces los mismos, que por haber trabajado el tema, fueron contratados para trabajar con la institución favorecida con el financiamiento) que se adscribieron a estos centros, cada uno con su matiz ideológico diferenciado, lo que nos puede también dar algunos índices de las modalidades de la difusión y de la apropiación temática ordenada desde esa agenda de investigación subvencionada por los agentes internacionales del desarrollo, la que se ha convertido con mucha dificultad (luego de la des-financiación) en la propia de cada centro de investigación.

No nos detendremos en analizar este listado que aún necesita un trabajo de

organización para demostrar estas intuiciones iniciales, producidas al momento de ingreso de los datos al listado. Lo que nos interesa es situar la selección de textos leídos en la producción institucional como parte de ese universo de producción constituido luego de la esperanza que produjo para Guatemala la posibilidad de la construcción de una sociedad democrática. Los textos los hemos elegido no solo por sus autores, y sus influencias teóricas y sus aplicaciones metodológicas, sino por los centros de investigación en los que les fue posible producirlos, que a su vez responden a un momento político y a los financiamientos internacionales que los sostuvieron. Las publicaciones forman parte de algunas de las iniciativas institucionales y de allí su difusión, de allí la socialización que tuvieron para los pares académicos y su relación con la sociedad. Este es el caso, por ejemplo, de los títulos de las publicaciones editadas por AVANCSO y CIRMA. Obedecen a estrategias institucionales que orientaron políticamente las investigaciones y produjeron un entorno para la producción de la investigación. En el caso de AVANCSO, nos restringiremos a la producción de una de sus áreas, la de historia local (1999-2007). De CIRMA, los textos corresponden al período en el que la dirección del Centro (1996-2008 aprox.) propició la producción de dos importantes obras sobre historia y antropología en Guatemala (Adams, 2003 y Taracena, 2009), ejercicio que además incluyó otros textos y finalizó con el montaje museográfico de sus resultados. Largamente exhibida, la exposición ¿Por qué estamos como estamos? ha funcionado como productora de discurso alrededor de las relaciones interétnicas y de la identidad de los pueblos originarios, lo ladino y las identidades mestizas. En ambos centros de investigación, además de producir sus propios programas de investigación, sus investigadores se vincularon con doctorantes extranjeros que aportaron a las discusiones que el grupo mismo de académicos desarrolló en su momento y que dieron como resultado la publicación de sus tesis de grado20.

Otros textos seleccionados son el producto de los resultados de estudios de maestría y

doctorado de sus autores y que de alguna manera fueron producidos en el contexto de ejercicio profesional que sus instituciones les permitieron21. Nos parece importante recalcarlo, porque es mucho más difícil pensar que los datos producidos en otros contextos laborales, tales como los de consultorías, por las prohibiciones de uso establecidas en los contratos, las tensiones por modelar un discurso políticamente correcto y los tiempos limitados para producirlos, sirvan para trabajos de naturaleza reflexiva. Lastimosamente, es allí donde muchos de los profesionales especializados se aplican y producen la información de la realidad social contemporánea, pero su difusión y discusión es limitada como principio de las entidades que los financian.

Tomando en cuenta esas condiciones institucionales de producción de conocimiento,

habíamos propuesto inicialmente discutir tres temáticas que preocupan la producción

19 Listado elaborado junto con Ajbee’ Jiménez y Victoria Tubín, julio-agosto 2011 20 AVANCSO: González, Matilde (2002); Grandia, Liza (2009); Hale, Charles (2007) CIRMA: Taracena Arriola, Arturo (2009); Grandin, Greg (2007) 21 Piedrasanta Herrera, Ruth (2009); Esquit, Edgar (2010); Rodas Núñez, Isabel (1997); Rodas Núñez, Isabel (2004); Ekern, Stener (2010)

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contemporánea (el discurso sobre la identidad, el territorio y la violencia). Las obras podrían clasificarse como parte de los aportes a los conocimientos sobre dimensiones antropológicas tanto desde el punto de vista del objeto (las temáticas aludidas) como del método. Pero debido a la premura del tiempo, para este texto, en cuanto al objeto, nos limitaremos al tratamiento de una temática que atraviesa a todos los textos escogidos: el discurso sobre la identidad. En cuanto al método, privilegiamos la lectura de aquellos que hicieron un ejercicio basado en las fuentes primarias, de archivo y de terreno, hayan sido estas bases documentales de distintos archivos, como fuentes orales tales como entrevistas a profundidad o historias de vida o de observación participante. Para contrastar los resultados de los análisis, incluimos de manera superficial algunas observaciones sobre los textos que, basados en trabajos etnográficos o historiográficos de distintos autores, elaboraron síntesis –un meta-discurso- sobre las identidades étnicas, objeto intelectual que se le ha conferido por tradición a la antropología social, tales como las obras de Richard Adams (CIRMA, 2003) y, siguiendo la misma línea, el trabajo de Bastos (FLACSO, 2007). En ellos, la metodología se basó en la discusión de etnografías de distintos autores. En el primer caso, el ejercicio tenía como objetivo entender cómo habían evolucionado en Guatemala las identidades y las relaciones étnicas desde finales del régimen liberal hasta la actualidad. Para ello instalaron una mirada analítica sobre lo nacional a partir de estudios monográficos que fueron re-trabajados por dieciséis autores en diferentes épocas, con problemáticas diferenciadas, durante seis meses. En el balance regional que recuperaron, se evidenció el poco trabajo descriptivo que se había hecho hasta entonces del oriente y del norte del país. Aún con las limitantes de información, se buscó dar cuenta de las relaciones inter-étnicas a nivel nacional, expresando regionalmente sus particularidades, y su determinación en la distribución de la tierra, en las relaciones de trabajo – especialmente la agrícola y la referida a la profesionalización-, en la educación y las prácticas religiosas.

En el segundo caso, el texto dirigido por Bastos se realizó bajo una metodología

similar, que se diferenció de la primera experiencia en CIRMA en que los etnógrafos, a partir de sus particulares formas de organizar el material de sus trabajos, discutieron para elaborar textos que pudieran aportar a la comprensión de cómo podía estarse mayanizando la sociedad guatemalteca. La mayanización quiso entenderse no desde la cúpula política del movimiento maya (problema al que ha dedicado gran parte de su trabajo, junto con Manuela Camus22), sino desde la vida cotidiana de las comunidades, de la percepción de las personas y de su adhesión a este movimiento.

En cuanto al texto Etnicidad, estado y nación (2009) dirigido por Taracena, en relación

con la producción de las categorías étnicas, como terminología clasificatoria naturalizada que participa de los procesos hegemónicos de la nación homogeneizante, los resultados de la investigación nos abren las posibilidades de comprender cómo este binomio se puso en funcionamiento con el estado republicano, bajo los regímenes conservador y liberal. El interés por incorporar esta obra histórica en el estado del arte de la investigación en antropología es porque la discusión sobre las identidades, y sobre los discursos de identidad, necesariamente tiene que pasar por la reflexión sobre su génesis y los procesos de cristalización en las prácticas sociales (organización e institucionalización de rutinas y comportamientos) de las categorías con los que se nombran y mantienen las diferencias de los grupos sociales en una sociedad. En este caso, estas categorías fueron parte de las herramientas para la planificación de la política pública y el desarrollo político de la nación. Pero, para el estudio del Estado, consideramos no perder de vista la sugerencia de Bourdieu cuando nos dice que intentar pensarlo es siempre exponerse a retomar, en su provecho, las categorías de pensamiento producidas y garantizadas por él y por consiguiente pasar de lado por la verdad más fundamental que lo constituye. En ese sentido, el binomio indígena / ladino, como producción simbólica de la sociedad y empleada por la administración pública, es sin ninguna duda, junto con el empleo de la violencia y la práctica religiosa, uno de los instrumentos de ordenamiento

22 Entre ellas Bastos y Camus , (1990) Indígenas en la ciudad de Guatemala: subsistencia y cambio étnico Bastos y Camus , (2003) Entre el mecapal y el cielo : Desarrollo del movimiento maya en Guatemala; Bastos y Camus , (2003) El movimiento maya en perspectiva : texto para reflexión y debate; Bastos y Camus , (2005) Abriendo caminos: las organizaciones mayas desde el nobel hasta el acuerdo de derechos indígenas; Bastos, (2005) Etnicidad y fuerzas armadas en Guatemala: algunas ideas para el debate; Bastos y Brett (2007) El movimiento maya en la década despúes de la paz

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institucional, prácticas sociales e interiorización subjetiva más eficaces del Estado y de los grupos que han gobernado Guatemala.

Para analizar el estado y la producción de sus categorías, nos dice, que no hay

instrumento de ruptura más poderoso que la reconstrucción de la génesis de sus usos que rompan con la tentación del análisis de esencia (1993). En ese sentido, esa fue nuestra intención cuando hicimos el estudio de un caso familiar colonial de una familia española en el altiplano guatemalteco (Rodas, 1997), y su paulatino proceso de ruralización y pauperización que les hizo entrar bajo la categoría de ladinos, para no referirse a la multiplicidad de apelaciones de castas, desde finales del siglo XVIII, en los censos demográficos de la época. En ese trabajo evidenciamos que lo ladino no explica, sino que es una construcción que hay que explicar.

En ese sentido, la obra histórica de los investigadores de CIRMA (2003) tiene como objetivo conocer cómo el estado, y los grupos (las élites) que ejercieron su gobierno, se sirvieron de los instrumentos (ciudadanía, educación, prensa, historiografía, burocracia, ejército, entre otros) para construir su poder bajo la idea moderna de nación y garantizar un lugar en el contexto del desarrollo capitalista mundial. Para ello, emplean la definición de imaginarios colectivos de Anderson, que permite comprender la construcción y difusión de una ideología nacional que incluyó o excluyó a los diferentes grupos sociales del territorio nacional. No obstante en la introducción se esclarece que esta construcción que parte del análisis de los grupos en el poder y del aparato de Estado, no significa comprender la instalación de los contenidos de la nación con un sentido unidireccional, y sus ideologías nacionalistas, edificada de arriba abajo. Se trata también de comprender cómo los pobladores se apropian de estas ideas en términos de hechos, intereses, supuestos, esperanzas y anhelos. El estudio trata de comprender cómo el proyecto nacional guatemalteco se vinculó o no con las identidades de los distintos grupos sociales a lo largo del territorio nacional. Para ello fue importante constatar la evolución de la estructura colonial de castas (criollos, ladinos, mestizos, indios, mulatos y negros), y su utilidad en la resolución de tensiones.

Escogieron comprender esta tensión generada por la existencia de una diversidad

inter-étnica y su tratamiento en el seno de un estado nacional tomando en cuenta dos sentidos en las acciones públicas para su tratamiento: como segregación, que consolidó las divisiones étnicas, o a través de la búsqueda de la homogeneización obtenida a través de acciones de asimilación. En síntesis, nos dicen los autores, la existencia de la diversidad étnica puede tratarse en el seno de un Estado nacional en dos sentidos: como segregación o asimilación, en un plano de desigualdad estructural o en el plano de la igualdad. En el caso de la historia guatemalteca es la relación asimétrica entre segregación y asimilación la que explica la manera en que lo resolvieron las élites nacionales. Su ejercicio de poder institucionalizó un discurso de asimilación mientras ejecutó prácticas, en torno a la construcción de la ciudadanía, la propiedad de la tierra, la política laboral y educativa (a través del roce con lo ladino), que mantuvo la desigualdad y la diferencia, manifiestas en las expresiones racistas que organizan muchas de las relaciones sociales en Guatemala.

En el fondo, el dilema del estado, y sus ideólogos, se concentró en la discusión de la

creación de consumidores para el mercado interno o la creación de la estructura coercitiva (trabajo forzado y sistema de deudas, pago con especie) para mantener una disponibilidad de trabajadores (Capítulo IV). La opción fue la segunda y se crearon las estructuras necesarias para mantener una fuerza de trabajo por la fuerza ante la incapacidad de crear condiciones de trabajadores libres. En ese contexto de relaciones productivas aparece un sistema de clases ordenado por los polos patrón-colono/jornalero (sin salarios ni capacidad de acumulación de capital para la inversión). Entre ellos, aparecieron los mediadores, habilitadores de 1º, 2º y 3º clase especializados en el manejo de brazos para la agricultura, instituyendo una praxis del manejo gubernamental de las relaciones inter-étnicas: cuadrilleros, contratistas, administradores, posiciones ocupadas generalmente por ladinos o indígenas con mayores recursos, a lo que se sumó un cuerpo de policía particular ocupado en la cacería de los mozos prófugos.

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El primer tomo de la obra concluye enfatizando sobre la civilización como proceso de asimilación (a casta, a ladinos) de una nación elaborada desde la ideología de un patriotismo criollo, nutrido por las ideas liberales y las cortes de Cádiz. En ese sentido civilizar -más que significar el esfuerzo por otorgar la ciudadanía plena, crear las condiciones de un trabajador libre- significó que el indio debiera vestir y hablar a la castellana y ser alfabeto, consumidor, propietario individual y productor de cultivos exportables. En su opuesto, el ciudadano fue el propietario. Los indígenas mantenidos por su comunitarismo, reforzaron su identidad étnica al margen de la ciudadanía y la identidad nacional. Fueron presos de instituciones de subordinación y excluidos de la educación.

Dentro de este conjunto, nos parece pertinente incluir el trabajo histórico de CIRMA,

coordinado por Arturo Taracena (2009) porque forma parte también de estas miradas sobre lo nacional, presentando un cuadro que examina las relaciones interétnicas de manera general para comprender el sentido nacional -o el sentido común que propició- bajo el que fue construida la ideología, trasladada en las leyes y en las prácticas institucionales del Estado, que orientó, o limitó, la relación ciudadana de los habitantes del país. Es más, de particular interés sería levantar la discusión sobre estos ejercicios de miradas sobre lo nacional y los estudios locales, tanto de la historia como de la antropología. ¿Cómo se construyen ambas miradas? ¿Lo nacional no sería, igual que para lo local, un estudio de las particularidades, que más allá de las construcciones ideológicas, comporta un análisis de las prácticas institucionales, de un grupo en su intento de hegemonizar el conjunto de relaciones sobre un territorio, con relativo o total éxito? Es decir, ¿no es también un estudio circunscrito a la especificidad de núcleos familiares cuyas particularidades residen en que se ejercen en el ámbito institucional? ¿No existe desde ese espacio específico también toda una cultura organizativa, redes de relaciones y un territorio construido a través de una ocupación histórica? ¿Cómo responden los otros grupos en competencia a esa iniciativa de organización del conjunto de relaciones confrontada a sus propios intereses? En estos casos ¿quiénes son los sujetos de la alteridad y cómo se produce la identidad que permite la vida social? Por otra parte, en el ámbito rural o urbano, en las llamadas comunidades o vecindades, es decir en el espacio de vida cotidiano, ¿es el objetivo de estos estudios locales generar una mirada general? o, lo local ¿es sólo una expresión particular de la contemporaneidad posibilitada por la historicidad del grupo en un espacio determinado y su relación con las fuerzas organizadas en su exterioridad? Es decir, el ejercicio que nos ayude a entender el tipo de sociedad que poseemos es: ¿comprender cómo han sido constituidos los trazos generales con los que se articuló el conjunto de relaciones sociales en un espacio regional, nacional amplio? o ¿darse las herramientas necesarias para identificar y analizar las expresiones particulares de tendencias generalizadas que dan sentido y organizan la relación social? En el fondo está la discusión de cómo producir un conocimiento de particularidades que puedan, en la comparación, darnos cuenta de las estructuras subyacentes que ordenan nuestra sociedad, o si es necesario generar modelos que expliquen las tendencias de las conductas generales o comunes.

2.1 Los análisis sobre los discursos de la identida d y los estudios sobre las

dimensiones simbólicas, sociológicas e históricas d e las identidades colectivas ¿Cómo se ha trabajado recientemente el tema de las identidades sociales en

Guatemala? ¿Por qué los abordajes no permiten pasar del análisis de las identidades étnicas a otras constituidas por otras relaciones? Luego de explicar la selección que hicimos de los textos a partir de sus aplicaciones metodológicas, para responder a estas preguntas retomaremos la perspectiva con la que se ha definido el objeto intelectual. Tomándolo en cuenta, responderemos a la primera pregunta clasificando los trabajos a partir de dos abordajes. El primero realizado desde los discursos de la identidad fundada sobre el presupuesto de la existencia de grupos culturalmente –o racialmente diferenciados- englobados por el binomio indígena / ladino. El segundo abordaje incluye a un grupo de estudios que trabaja, a partir de la descripción de las relaciones sociales, un conjunto de componentes que, sin que en todos los casos sea el objetivo fundamental, aborda el problema del sentido social y de las identidades en los contextos sociológicos de estudio. Es decir, se visibiliza la dimensión simbólica sobre la dimensión sociológica e histórica en la que funcionan. Esta diferenciación, de la iniciativa metodológica, la establecemos a partir de las concepciones

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teóricas diferenciadas de la identidad que subyacen en los trabajos de investigación, y que a continuación desarrollamos.

2.1.1 Los análisis sobre los discursos de la identi dad La primera forma de abordar la problemática de las identidades es la que toma al

binomio indígena / ladino como centro del análisis, por eso la nombraremos análisis sobre el discurso de la identidad. Dados los atributos y estereotipos que de ellas se desprenden, consideramos que este abordaje sobre las identidades se constituye en el seguimiento de la perspectiva culturalista de los años cincuenta. Tiene como presupuesto la existencia de culturas diferenciadas, cerradas, cuyos contenidos simbólicos (culturales o de base racial) se consideran puros. Hereda el uso -como categoría analítica extraída del sentido común de la sociedad guatemalteca- del binomio indígena / ladino sin tomarlo como constructo que reproducimos como sociedad. Al refuncionalizarse como terminología analítica, asociada a la discusión sobre el reconocimiento de la multiculturalidad, tuvo una rápida difusión y re-adopción en el campo político nacional, recuperando los contenidos implícitos que le sirvieron a la política liberal para organizar y justificar la discriminación sobre la que se montó el modelo económico basado en el sistema de finca durante el siglo XIX y XX.

En este nuevo contexto, ha sido útil para el posicionamiento de los actores y los

discursos políticamente correctos para la que los ladinos, –como actores intermediarios- que perdieron los privilegios de capa media que aquella relación patrón-mozo les otorgó- arguyan la emergencia de un racismo al revés, tan evocado por Hale (2007) en su trabajo en Chimaltenango. El multiculturalismo y el binomio han sido la base para la enunciación de contenidos en la política pública y un deber ser del Estado, influenciados por las posiciones políticas y las posturas antes descritas en los campus universitarios norteamericanos que Mario Roberto Morales describe con mucha intensidad. Así, por ejemplo, aunque no entramos al análisis del estudio sobre la mayanización, el título del trabajo, al retomar el binomio a partir de este neologismo tuvo un efecto de campaña publicitaria, posicionándose en un escenario político, que recurrió a una inversión de la perspectiva de la teoría folk-urbano. Emulando el uso analítico del concepto sesentero de ladinización, como forma de comprender el proceso de modernización a través de la asimilación cultural, fue sustituido por el de mayanización. Se trabajó desde el ángulo de la vida cotidiana y la ideología, para analizar si existía una identificación y una aceptación para la participación de las personas étnicamente diferenciadas en el movimiento maya.

Para el conjunto de textos que adoptan esta posición teórica y trabajan sobre los

discursos, la identidad suele analizarse como el lado subjetivo de la cultura. Esto significa que, al ser apropiada e interiorizada por los individuos, opera como una función distintiva donde las personas se perciben diferentes bajo algún aspecto, pero además, deben ser percibidas y reconocidas por los otros como tales. Un ejemplo de la adopción de esta perspectiva teórica, es la adopción de la definición de Erikson en el texto de Adams y Bastos (2003:38), en la que “la identidad individual depende de la identidad yo que proporcione la persona de sí misma, que implica un sentido subjetivo de existencia continua y de memoria coherente, así como de la posición social que ocupe dentro de su comunidad”. En otras palabras, bajo esta concepción, toda identidad (individual o colectiva) requiere de la auto-percepción y del reconocimiento a través de de la sanción social para la existencia social y pública (Giménez, 2008). En Guatemala, hasta finales del siglo XX, muchos análisis han considerado la auto-percepción y la percepción del otro como componentes centrales de las definiciones de las identidades y las pertenencias étnicas. Adams (1996) las definió a partir de este carácter distintivo: la pertenencia étnica existe cuando hay una declaración explícita de ascendencia (ancestros) común, de forma tal que sus miembros se distinguen a sí mismos de los no miembros. Agrega una dimensión política, en la medida que exista una convocatoria que movilice a los individuos. En el texto de su co-autoría del 2003, a la definición de identidad individual, para ubicar la identidad colectiva, le sumaron la idea de comunidades imaginarias de Anderson, “puesto que la única manera como un individuo puede relacionarse e identificarse con otros depende de la creación de una imagen mental subjetiva de los demás… para referirse a la visión que un individuo tiene de esos posibles conjuntos sociales” (2003:42).

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Pero también es importante resaltar la difusión que estas opciones interpretativas han tenido, puesto que los investigadores -como en el caso del Dr. Richard Adams- poseen un largo y reconocido prestigio. Su trabajo como consultor para el PNUD durante la década de los ochenta y noventa sirvió como caja de resonancia sumado a la capacidad que posee este organismo para la difusión de sus síntesis temáticas sobre la realidad social guatemalteca. Pero además, esta opción teórica que esencializa la cultura ofrece una serie de diacríticos medibles que sostienen la base argumentativa de estos informes internacionales. Permiten, desde el ángulo cuantitativo, la comparación de variables demográficas e indicadores de desarrollo entre países del mundo. Igualmente Adams manejó consultorías en instituciones nacionales cuyo ejercicio depende de la clasificación de los grupos sociales sobre las que se basan las mediciones y la elaboración de política pública del Estado, tal como el INE, y con entidades internacionales, tales como la CEPAL. Aunque estas definiciones comienzan a ser permeadas por perspectivas relacionales para dar cuenta de la complejidad del mundo social contemporáneo, lo que amplía la definición que relativiza el principio de auto-percepción, en ellas, tal como queda expresado en el Manual para la transversalización de género y pueblos del INE (2009) para el análisis demográfico, se mantiene como fundamental el criterio de auto-identificación. Así, el Manual aclara que la auto-definición categorial debería ser complementada con otros parámetros, descritos en el Convenio 169 y en el grupo de trabajo sobre las poblaciones indígenas, tales como:

a) el tiempo de ocupación y el uso de determinados territorios; b) la perpetuación voluntaria de la distinción cultural, que puede incluir los aspectos del idioma, la organización social, la religión y los valores espirituales, los modos de producción, las leyes e instituciones; c) la conciencia de la propia identidad, así como su reconocimiento por otros grupos, o por las autoridades estatales, como una colectividad distinta; y, d) una experiencia de sometimiento, marginación, desposeimiento, exclusión o discriminación.”

Empero de esta ampliación de las características de la definición esencialista de las

identidades, los autores del Manual aún perciben lo restrictivo de sus contenidos para dar cuenta de procesos de movilidad social, por lo que más adelante agregan:

“No obstante, es innegable que el concepto de “Pueblos indígenas” es, en sí un concepto relacional: se construye sobre la dinámica de las relaciones de las personas de diferentes pueblos y etnias con “los otros”. De esta forma, es necesario tener en cuenta que dicho concepto es susceptible de modificación en el tiempo, y depende así mismo de la delimitación geográfica en la que se aplique”.

A pesar de lo relacional con que puedan pensar la identidad, pragmáticamente, el

Manual termina adoptando la terminología empleada por el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas, estableciendo como etiquetas de pueblos indígenas a los maya, xinca, garífunas y entre los no-indígenas las denominaciones de ladinos, mestizos y blancos (INE, 2009).

En efecto, como parte de esta lógica analítica donde interviene el reconocimiento (el

propio y el del otro), el ejercicio implica consecuentemente la elaboración de una tipología de identidades, tal como la explicitada en el Manual, retomada de los Acuerdos de Paz (1996). Giménez nos dice que estas tipologías surgen en función de auto-reconocimiento o de hetero-reconocimientos articulados a una doble dimensión. En primer lugar, ambas formas de reconocimiento (de sí y del otro) tienen que ver con la capacidad del actor para afirmar su continuidad y permanencia. En segundo, el auto y el hetero-reconocimiento están vinculados con la capacidad de hacer reconocer su identidad por los otros, lo que produce otra serie de sub-tipologías donde intervienen procesos de segregación, etiquetaciones y la identificación de desviaciones en función de los núcleos duros definidos por la pureza cultural o de raza que sirve como base para la identificación.

Bajo esta determinación teórica, el estudio de Adams y Bastos (CIRMA, 2003) re-abre

el período contemporáneo de la discusión sobre las identidades colectivas. Por eso, a pesar que no le dedicamos una atención a profundad, es ineludible cuando menos situar los conceptos que nos deja en el trabajo en su introducción. Estos tienen que ver con la discusión terminológica, donde ha reinado una confusión entre los usos de una terminología de sentido

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común, creación ideológica y política histórica de una sociedad, su uso como descriptores morfológicos de la sociedad (para su uso en la vida cotidiana pero también dentro del vocabulario de los instrumentos de gobierno) y en su empleo como categorías de análisis de la antropología. Creo que son estos aspectos los más difíciles de separar y que complican los nuevos abordajes de las identidades, más allá de las étnica o culturalmente definidas.

Hemos ya discutido cómo el objeto intelectual de la antropología ha sido, por tradición,

el problema de la diferencia, de la comprensión del otro distante, exótico. Desde ese punto de vista, más que la identidad, el problema es la alteridad. Que esa alteridad haya sido construida en un contexto colonial a partir de una terminología racial es un problema, y como tal, el aporte de la disciplina consiste en aclarar los mecanismos que usan de esa construcción ideológica para justificar la naturalización de órdenes, divisiones y funciones dispares en una sociedad. Pero si esa alteridad, basada en la discriminación racial se produce en un contexto nacional, el neologismo empleado para sustituir al de raza, la etnia23 introducido por las disciplinas sociales a principios del siglo XX y re-apropiado por los actores sociales, también tiene sus complejidades de uso. En la práctica de la disciplina en el país, esto se concretó con el empleo de clasificaciones sociales, de sentido común, que en Guatemala funcionaron para ordenar las relaciones políticas, económicas y sociales.

Pero si la definición de la identidad, como herramienta heurística de la antropología,

toma como fundamento el reconocimiento, de sí y del otro en él, es entonces aún más difícil separar la producción de identidad (que comporta lo ideológico simbólico) de las prácticas económicas y sociales que históricamente le hacen funcionar, el problema de reificación que Bourdieu advierte al tomar como herramientas analíticas la terminología empleada por el Estado para la organización del orden social. Hay aquí una terminología confusa, que usa escasos datos de campo, que en no pocas ocasiones se restringe a discursos descontextualizados, y la reiteración del binomio indígena / ladino para explicar el conjunto de la organización y el poder en la sociedad guatemalteca.

Además del binomio, el otro concepto fundamental con el que se describieron los

procesos de cambio en Guatemala fue el de ladinización; o el concepto de transculturación, cuando se quiso explicar el proceso de cambio adoptado por el grupo en su conjunto. De uso común en la sociedad guatemalteca, la ladinización como término fue adoptado como un sinónimo, particularizado a nuestro contexto, de aculturación. Con él que se explicó la pérdida de contenidos de identidad en los individuos, entendida como la materializada, por ejemplo, en el abandono de los idiomas maternos, de las formas de vestir tradicionales y comunitarias, o el uso de tecnología. Es decir, cambios en una cultura material que señalan la adopción de los hábitos sociales y las costumbres de la cultura dominante. Ladinización también se empleó, nos dicen los autores, para describir procesos de modernización. Pero precisamente, los nuevos trabajos descriptivos han refutado que la modernización pudiese darse solamente por la vía de la asimilación. La introducción del texto de Adams finaliza diciéndonos que aunque el término ladinización siga usándose en el lenguaje común, ha perdido todo valor analítico

23 Guillaumin sintetiza: “Étnico y racial no son estrictamente sinónimos (suponiendo que dos palabras pudieran llegar a serlo). Tampoco son contemporáneos. Como recordatorio, el término “raza” es antiguo, los diccionarios lo localizan en las lenguas latinas en la época del Renacimiento. Entonces tenía un sentido completamente distinto al que le conocemos hoy en día; donde los regímenes monárquicos entendían por “raza” los grandes linajes aristocráticos, los tiempos modernos –y esto desde el siglo XVIII, como lo más temprano, y de manera masiva a partir del siglo XIX– distinguen a grandes grupos de hombres que presentan características somáticas comunes. Estos grupos ya no tienen nada de familiar ni de aristocrático. El término “etnia” es mucho más reciente. Su referencia griega (ethnos) indica su origen culto o científico. Supuestamente designa a grupos humanos definidos por su cohesión social y, además, cuyos lazos políticos pueden ser diversos; no tiene, en principio, una implicación somática. Resulta más complejo el adjetivo “étnico”, que posee por sí mismo una historia particular anterior de dos siglos: data de la segunda mitad del siglo XVIII, mientras que “etnia” remonta a la primera mitad de nuestro siglo [XX]. “Étnico” era en su origen un equivalente de “racial”; contiene, lo queramos o no, una coloración somática a pesar de la presunta limpidez de la palabra etnia, cuya forma adjetiva conforma. El funcionamiento social es astuto: no es el término “etnia” que, borrando los presupuestos biogenéticos, ha sustituido al término “raza”, sino que el sentido del término “raza” se ha transferido subrepticiamente a “etnia” (2010:9).

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(2003:55), sobre todo tras del reconocimiento del Estado que los indígenas, se han transformado, pero no para ladinizarse, sino exigiendo la ciudadanía diferenciada. Nos preguntamos si alguna vez tuvo ese valor y si no fue siempre un concepto de política nacional que designó la aparición de un estrecho mercado interno y los procesos (medibles) que organizaron las relaciones laborales y asalariadas en el campo y la ciudad.

Los trabajos que parten de este tipo de definición de identidades aplican un

procedimiento intelectual, que parte de tipologías y clasificaciones. Este ejercicio está presente en el trabajo de Hale (2007) cuyo objetivo es investigar sobre las respuestas ladinas al florecimiento maya a partir de una base etnográfica elaborada en Chimaltenango durante los primeros años del siglo XXI. Para este autor, el examen de los pensamientos y las prácticas de los ladinos con respecto a este movimiento ayuda a explicar el surgimiento, florecimiento y decaimiento del empoderamiento maya. Las preguntas que orientan su estudio son: “¿Qué significa identificarse, o ser identificado, como ladino? ¿Comparten los ladinos un conjunto de características culturales comunes? ¿Cómo están cambiando esas características e identidades? O ¿cómo piensan los ladinos sobre su propio dominio racial conforme enfrentan la posibilidad de perderlo?”. Las responde luego de identificar en los actores sociales una exposición de ideas y prácticas que expresan una “ambivalencia racial ladina24”que, combinada con “la ideología liberal”, produce una afirmación discursiva que comparte la idea sobre el principio de igualdad pero que en la práctica evidencia la indisposición a perder sus posiciones de privilegio. Concluye que prevalece la re-creación de sociedades con formas de jerarquías sociales más incrustadas y fuertes”, que hizo emerger el sentimiento, entre los ladinos, que en ese momento (en la primera década del siglo XXI) se estaba viviendo un racismo al revés, donde el ladino progresista, que aceptaba la igualdad, percibía la nueva relación como una traición por parte del “indígena insurrecto”.

Aunque el autor declara que su objetivo es deconstruir las categorías de raza e

identidad como parte de un poder estructural e ideológico para reemplazarlo con nociones de fluidez, heterogeneidad y diferencia, su demostración, a partir de los datos del campo, se concentra en el problema de la nominación entre actores que emplea como eje analítico la construcción ideológica con la que efectivamente las personas explican su posición en el espacio social y económico históricamente constituido. Es decir, el texto afirma lo que ya sabemos sin aportar a la explicitación de la estructuración subyacente a esta ideología que es la que podría dar cuenta de esa fluidez y heterogeneidad que buscaba explicar.

Pero de los entrevistados, a parte de quienes participaron en el movimiento insurgente,

no nos informa mucho de su historia como grupo, de la inserción económica. Eran ladinos ¿campesinos? ¿terratenientes? ¿empresarios? o ¿de la élite histórica de Chimaltenango? o ¿se establecieron en el siglo XIX? o ¿son grupos expulsados de sus localidades instalados en la cabecera departamental en épocas más recientes? Eso podría explicar, la migración intra-regional, por qué en Chimaltenango habrán confluido grupos de ladinos25 que comparten y transmiten a sus sucesores el imaginario de terror por la masacre de Patzicía (1944), como

24 La ambivalencia racial, nos dice Hale, es la que incorpora dos deseos sociales incompatibles: librarse del pasado racista, vivir de conformidad con un ideal más igualitaria; pero también se funda en la creencia estructurada, y continúan beneficiándose de ella, de que el ladino es “… más que un indio” (2007:xxix) 25 En el estudio sobre un grupo familiar español (Rodas, 2004) que en el transcurso de la época colonial fue incorporado bajo la nominación de ladino, demostramos que estos grupos tenían una dinámica familiar que permitió guardar una relación ancestral, como la que menciona Adams para los indígenas, como base de un reconocimiento mutuo. Pero tras el vínculo familiar, alianzas entre ellos a pesar del cercano parentesco que guardaron, también se organizó toda una lógica de propiedad y herencia de la tierra, de comercio (por ejemplo, los dueños de patachos que llevaron granos del altiplano a la boca costa, o la producción de trigo y ganado, las hermandades y formas de solidaridad que se circunscribieron a este grupo con una base consanguínea que podría ser mejor comprendida). Así, encontramos grupos familiares en cada cabecera municipal (en el siglo XVII todavía estaban bastante localizados los Herrera en San Martín Jilotepeque, los de la Roca y los Girón en Acatenango, los De Matta en Patzicía por mencionar solo algunos nombres que luego, en el siglo XIX fueron mostrando una dispersión territorial que podría explicar también las lógicas económicas y de integración a espacios políticos de estos grupos sociales).

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descubre Hale, pero sobre esas olas de ocupación, para el período en que abarcan las entrevistas (1940-2004), no se dice nada. Tampoco nos dice nada de la relación concreta de esos ladinos con los indígenas ¿fue como jornaleros, caporales, clientes o clientelas? Enfocado de esta manera la racialización ¿justifica una relación subordinada en la organización del trabajo en el contexto de un capitalismo agro-exportador? Después de la guerra interna, ¿cómo se modifica esta relación económica en el contexto de emergencia del trabajo asalariado auspiciado por la cooperación internacional o por el Estado? ¿Qué nuevas formas de acumulación de capital permite esta desestructuración de las sociedades tradicionales?

Esto nos lleva al problema de la organización del parentesco, como dominio de la

reflexión clásica de la antropología, en donde los conceptos de filiación, de alianzas, de herencias con otros grupos son clave, y de los que tampoco sabemos mucho para comprender mejor cómo funciona esa construcción colectiva de pertenencia a lo ladino más allá de lo ideológico. Si la base de la identidad de los grupos sociales está en el reconocimiento de los ancestros tal como nos señala Adams, relaciones consanguíneas que dan pie a la emergencia de grupos étnicamente diferenciados, habría que comprender cómo de estas particularidades se pasa a la participación dentro de una identidad política nacional, desde donde estos grupos consanguíneos se beneficiaron, en algún momento de la historia nacional, de la intermediación que le autorizó el Estado liberal del siglo XIX.

Estos aspectos no son secundarios en el análisis de la identidad, sobre todo tomando

en cuenta la posición estratégica de la cabecera departamental de Chimaltenango, su cercanía a la ciudad, donde justo antes de iniciarse la intensidad del conflicto armado (1940-60) se posicionaron los indígenas en las alcaldías de aquellas cabeceras que contemporáneamente abandonaron esas élites ladinas. Habría que explorar estos movimientos y sus estrategias en función del desarrollo de sus propias acumulaciones de capital (económico, político y cultural) dentro de los cuales la pertenencia o la identificación étnica o de raza fueron un componente, pero no necesariamente el determinante. Organizada así la descripción, permitiría interesantes comparaciones que permitiría comprender las diferencias en el desarrollo de las clases medias en Quezaltenango y en esta otra región ubicada dentro de un perímetro mucho más vulnerable a las dinámicas centralizadas del Estado nacional y que obedecieron probablemente a la emergencia del sector terciario de la economía nacional.

Con esta mirada etnográfica, el acercamiento teórico de Hale le permite identificar, bajo

la categoría paraguas de “ladinos solidarios”, a cuatro tipos de prácticas que se distinguieron por “su habla de identidad”. En su texto etnográfico le dedica descripciones a 1.) “los universalistas mestizos”, influenciados por la Revolución de octubre y el discurso sobre la ciudadanía universal que promueven vigorosamente una sociedad igualitaria, ciegos a las razas y donde no existen ni indígenas ni ladinos, sino sólo guatemaltecos. 2.) Los nuevos mestizos, habitantes de vecindarios pobres en Chimaltenango y otros municipios, que son mestizos porque no caben bajo ninguna otra clasificación. 3.) Los mestizos militantes que expresan solidaridad con los mayas y buscan su ascendencia maya sin renunciar a la asociación con el racismo y la opresión ladina para forjar una nueva identidad que exprese esos ideales. 4.) Los ladinos disidentes que critican la categoría de identidad ladina pero siguen identificándose como tales y luchan por transformar la identidad desde dentro. Estos cuatro sub-tipos de desviaciones ladinas, denominaciones que surgen de su análisis y no de las categorías de auto-identificación que usan en su vida cotidiana los actores, los define por el grado de aceptación que tengan de la igualdad con los indígenas. No obstante, nos remarca que esta aceptación quebranta la esencialidad del ser ladino porque vulnera su posición en la jerarquía racial, con la que mantenían su capacidad de continuidad y permanencia como individuos y grupo. En todos los casos, los individuos tras su insistencia a auto-definirse como ladinos o mestizos (para ubicarlos en la escala antedicha), enfrentados a la ideología del multiculturalismo neoliberal26, viven esta voluntad por el reconocimiento a la igualdad en constante contradicción al ser confrontados por sus grupos familiares y de pertenencia en el

26 Hale nos dice que el multiculturalismo neoliberal es el que reconoce la diferencia cultural y establece distinciones interesadas entre los derechos culturales que merecen ser reconocidos y los que no. Es más, citando a Povinelli, nos dice que esta ideología inspira deseos imposibles en los sujetos subalternos y de las minorías a identificarse con objetivos imposibles de una auténtica identidad propia.

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contexto municipal. Al igual que para los ladinos entrevistados - en quienes identifica una contradicción entre el discurso de igualdad y una posición que se niega a perder las prerrogativas de la diferencia- su orientación política -atrapada por la voluntad teórica de demostrar la diversidad y la fluidez pero que necesita enjuiciar a los intermediarios en el régimen de la opresión- su práctica descriptiva no le permite salirse de una demostración, de una exposición de los datos que se vale de la elaboración de una tipología de los más o menos ladinos, que no escapa al determinismo de las identidades esencializadas.

Otro aspecto que nos lleva a resultados que esencializan las identidades sociales es el

metodológico, desde el planteamiento de la pregunta inicial hasta el levantamiento de los datos de campo. Su observación de terreno se orienta por su identificación con el movimiento maya, y una suerte de revanchismo contra la antropología que ha tenido como objeto de estudio a los indígenas pero también por su solidaridad con algunos actores mayas que identifican en los ladinos la fuente de la dominación y explotación colonial (frase con la que me gano un escaño para clasificar con los advierten la enunciación de un racismo al revés). Así, su trabajo lo inicia con una primera idea para pensar sobre las condiciones de igualdad sobre las que podrían trabajar mayas y ladinos. Pero animado por sugerencias de sus amigos y colegas mayas, Hale opta por un estudio exclusivo sobre ladinos. Para ello, se sitúa en los mundos de vida de los actores, en los contextos de interacción donde expresan sus esperanzas y temores frente al creciente poder de los mayas. Los hace hablar, los observa, anota cualquier declaración racista. Con estos datos elaborará la escala de ladinos y mestizos con la que concluye su trabajo. No obstante, al tener como punto de referencia analítico la identidad ladina, en contraposición a la maya, su apuesta por observar la fluidez, heterogeneidad y diferencia se ve dificultada al desvincular estos constructos ideológicos de las bases materiales e históricas que los formularon y que, ante los contextos contemporáneos donde efectivamente este tipo de intermediación de la que gozaban los ladinos del siglo XIX y XX no le sirve más al modelo económico guatemalteco, los ponen a prueba como re-articuladores de las relaciones colectivas en lo local.

La concepción de Hale sobre identidad parte, pues, de la referencia categorial y

círculos de pertenencia determinados por su lugar en la jerarquía racial, construidos sobre los estamentos heredados de la colonia. El ser “más que un indio” en efecto hace referencia a una serie de atributos de una identidad esencializada con las que las personas se distinguen y son distinguidas. La perspectiva conduce a los estereotipos ligados a prejuicios sociales. Pero en síntesis, esta opción teórica no explica el por qué de esta construcción ideológica que justifica el orden de las relaciones, sino la reifica, potencializa lo que ya creíamos, y con ello exacerba el sentimiento religioso, tan inculcado en la sociedad guatemalteca, de culpa de estos ladinos de buena voluntad. Captados infraganti, bajo su escrutadora mirada, en las contradicciones propias del pasaje de sociedades tradicionales fundadas en ideologías liberales en contextos donde el capitalismo creó mecanismos que dependieron del salario pero también mantuvo los propios de la organización estamental y patriarcal, podemos pensar que producirá más desasosiego que reflexión y posibilidades de alianzas en un contexto político y económico más que fragmentado. En la presentación de su libro, una de las comentaristas no dejó de expresar su desencanto del resultado, aunque el borrador haya sido leído y comentado por sus informantes clave. Una decepción que seguramente aportará a la inmovilización política de sus interlocutores, de esos ladinos solidarios, que no obtuvieron una explicación sino un juicio moral que invisibiliza el fondo sobre el que se erige la ideología racial de las que somos practicantes como sociedad.

2.1.2 Los estudios sobre las dimensiones simbólicas , sociológicas e históricas de las identidades colectivas

Dentro de la perspectiva abierta por la definición relacional de la identidad, más que

reparar en los contenidos culturales y las clasificaciones sociales, se trata de comprender la identidad a partir de la relación intersubjetiva, la relación del individuo dentro de un grupo y la relación entre grupos. Es decir, el sentido bajo el que se establece la relación social. Más que sobre los contenidos de la cultura, Augé enfatiza que el problema para la antropología es comprender el sentido que los humanos en colectivo le dan a su existencia, a través de relaciones simbolizadas y concretadas en enunciados particulares que se actualizan al

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orientarse bajo una normalidad de relaciones en y por la vida social. Para él, el problema está en comprender cómo se actualiza la relación con el otro, la que puede efectuarse sobre la estructura simbólica compartida por todos, pero que finalmente pasa por la puesta en práctica y por las combinaciones de sistemas que cada uno de sus miembros forje, es decir, una identidad que se juega estratégicamente en esa constante búsqueda de cada uno por dar sentido a las relaciones individuales y colectivas que establece.

A esta concepción que enfatiza en la estrategia como realización del sentido, de la

pertenencia y la identidad, le anteceden las propuestas funcionalistas: la cultural-funcionalista donde la relación tiene sentido en el marco de una cultura como una configuración singular que la hace particular y dentro del cual tiene coherencia; y la propuesta marxista, en donde la cultura es un conjunto de valores que se deducen de la infraestructura económica. Una tercera perspectiva de lectura del sentido de la relación fue el estructuralismo francés, que debatió las interpretaciones funcionalistas (tanto la finalista del culturalismo como la mecanicista del marxismo) en donde la cultura se define por un conjunto de sistemas simbólicos anteriores al conocimiento, con los que necesariamente el individuo tiene que alienarse para pertenecer al grupo y poder interactuar con él (Augé, 1994).

Para dar cuenta de los contenidos simbólicos de la relación, del sentido social con la

que se establece, se suele observar al otro, aquel que está constituido como persona realizada, completada, dentro de un linaje, dentro de un colectivo diferenciado desde donde emergen los grupos que se identifican y los que se distinguen de ellos por los niveles de solidaridad y de oposición con los que interactúan. Para Augé, lo observado no son los contenidos de la cultura en sí, sino el sentido de la relación social simbolizada. El sentido social, continúa diciéndonos este autor, es el que se actualiza en enunciados particulares que especifican la relación dentro de una normalidad de relaciones de parentesco o institucionalizadas, en donde esperamos obtener de la pareja, del compañero de la vida social, económica o política una respuesta adecuada a la necesidad planteada. Es decir obtener conductas o respuestas conforme a las simbolizadas e instituidas en y por la sociedad lo que implica la existencia de una cultura pre-existente al individuo, y en la que ha de ser socializado para contar con estos contenidos para emplearlos en el establecimiento de las relaciones sociales.

Bajo esa perspectiva, en este segundo apartado queremos ubicar algunos trabajos

que, aportando un corpus descriptivo de una realidad social ubicada históricamente en algún espacio definido dentro del territorio guatemalteco, permiten comprender a partir del despliegue de las dimensiones sociológicas, los mecanismos por los que funcionan las identidades sociales e individuales. Aunque aún nos movemos en el terreno de las identidades diferenciadas culturalmente, este abordaje de pie a la comprensión de nuevas formas de relación y de identificaciones que emergen de los contextos contemporáneos de la sociedad guatemalteca. Para ello recordaremos que la antropología nace bajo el problema de comprender al otro. Pero comprender al otro no es más que una manera de indagar sobre “el mismo”, nos dice Augé (1994), señalándonos el problema fundamental de la antropología resumido en la identidad / alteridad. Este principio fue aplicado por las ciencias sociales occidentales con las que alimentó su ideología evolucionista cuyas bases explicativas las obtuvo catalogando a las culturas de los otros como las etapas de su propio desarrollo, un eurocentrismo que se explicó a sí mismo, y se posicionó en la cúspide, situando a las otras sociedades como ilustraciones de su pasado.

Para discutir sobre esta forma de analizar la identidad en términos relacionales, hemos

tomado seis trabajos que nos parecen, que luego de describir la configuración social e histórica, aportan suficientes elementos para iniciar este debate de cómo se analizan y comprenden las identidades sociales, y en cómo estamos produciendo o reproduciendo interpretaciones esencialistas o relacionales con los trabajos de investigación y los textos que de ella se derivan. Como mencionamos anteriormente, escogimos parámetros para seleccionar estas investigaciones que obedecen a, primero, la producción de autores inscritos en dinámicas institucionales. Segundo que sus trabajos poseyeran un corpus documental o etnográfico que les permitiera describir las bases sociológicas e históricas donde se produce la dimensión simbólica de cualquier grupo social. Los textos que pudieron ser trabajados en estos

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tres meses fueron los de Greg Grandin, Edgar Esquit, Matilde González, Ruth Piedra Santa, Stern Ekern27 y Lisa Grandia.

En su trabajo La sangre de Guatemala, raza y nación en Quetzaltenango, (1750-1954),

Greg Grandin critica los trabajos que se han hecho en Guatemala porque en ellos, el análisis codifica a los indígenas como víctimas y a los ladinos como villanos. Pero más que eso, los trabajos antropológicos, la cultura se piensa como un contenido superpuesto y diferente de los análisis de clase y del poder de Estado. Para él, no ha dejado de verse a las clases populares, entre ellas a los mayas, como excluidos de la historia y de la cultura que ha producido el Estado guatemalteco. Nos hace notar -a diferencia de la tesis de Taracena et.al. donde los grupos étnicos están en posición de subordinación y exclusión- que el fracaso del nacionalismo guatemalteco se debe -y en relación con esta forma de pensar excluyente- al modelo que combinó profundas divisiones étnicas que impidieron la evolución de un proyecto nacional inclusivo, separación que llevó a la emergencia de dos etnonacionalismos rivales (k’iche’ y ladino), en donde el ladino no tuvo la capacidad de plantear el suyo como el universal en el ámbito nacional.

A partir de estas constataciones se pregunta ¿en qué medida puede variar el

nacionalismo según la clase? ¿En qué medida ciertas formas de conciencia nacionalista se desarrollan en conflicto y contradicción con el proceso de unificación nacional? Nos sitúa en la vía de la comparación, para averiguar si el nacionalismo de los agentes regionales k’iche’s fue más o menos elitista que su contraparte ladina. Para contestar nos dice que el capitalismo produce distintas identidades de clase, étnicas y de género, pero estas se producen, como tácticas, arraigadas en procesos materiales. Sobre todo el capitalismo dependiente que precisa de otras relaciones, no capitalistas de producción, para funcionar.

La tesis de Grandin demuestra que estos etnonacionalismos tienen una base común.

Para las élites k’iche’s, dada la posición que heredaron de la colonia en una ciudad ocupada y gobernada por ellos sin intervención de los españoles o los criollos colonizadores, re-elaboraron los contenidos ideológicos y negociaron con los recursos de comunidad que poseían y con los que el Estado les ofreció para reproducir su status quo cuando sucedió el cambio hacia el modelo económico cafetalero. Para explicarlo, en su análisis, Grandin propone vincular los problemas del poder y la cultura de dos maneras. La primera, ver a las élites k’iche’s como intermediarios en la formación regional con vínculos con gobiernos imperiales y nacionales. En esa posición, sus alianzas con las élites criollas sirvieron a sus intereses de clase, incrementando su capital, a la vez que les sirvió para la conservación de su autoridad cultural manteniendo una división a partir de un sistema de castas que a la vez dificultó las alianzas populares multiétnicas (entre campesinos pobres indígenas y ladinos). La segunda permite comprender, tras el examen de la transición económica del siglo XIX al capitalismo cafetalero, cómo la élite k’iche’ desarrolló conceptos adecuados sobre etnicidad y nacionalismo para conservar su posición social y seguir movilizando mano de obra en términos de comunidad pero a la vez desarrollando un concepto de nación vinculado a la noción de progreso. Ambas variables le llevan a identificar el efecto contradictorio producido por la economía cafetalera en Guatemala: a la vez que desarrolló una conciencia étnica frente a los cambios económicos, culturales y políticos, desencadenó una confrontación frente a una creciente estratificación de clase y un debilitamiento de la autoridad comunal, haciéndoles reposar en la función represiva e ideológica del estado ladino para conservar, como élite k’iche’, su poder y privilegios.

En resumen, mientras que para los ladinos, los conceptos de nacionalismo y etnicidad

fueron formulados de manera excluyente (la incorporación pasaba por la asimilación), para los k’iche’s eran dependientes (la incorporación pasaba por la superación y regeneración del indígena). La idea de regeneración de los indígenas llevaría a la igualdad política y civil.

Por su parte, el trabajo de Edgar Esquit (2010), en su tesis doctoral publicada bajo el título La superación del indígena: la política de la modernización entre las élites indígenas de Comalapa, siglo XX, hace lo propio para comprender cómo los grupos kaqchikeles de

27 El trabajo de Ekern quedó pendiente.

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avanzada en Comalapa maniobraron, desde ese margen, para emplear el dispositivo de acumulación de capital de la época.

Esquit, con este estudio, tiene como objetivo comprender la articulación entre identidad y los proyectos políticos de la república liberal. Describe el significado, la calidad y la forma que tuvo el vínculo entre ideas de modernidad y opresión, para los indígenas de Comalapa en su vida social, cultural y política. Investiga lo que significó el impulso de la lucha por obtener la ciudadanía a través de la construcción de la noción de superación del indígena mediante la apropiación, selección y reacomodo de discursos sobre la educación, la regeneración, el trabajo y la participación política y la modernidad. Llama descolonización a la lucha por su auto representación dentro del Estado y de la relación con los grupos dominantes y la nación. Para ello, los indígenas crean un pensamiento que no escapa a esa condición de colonizaje, la ideología de la superación , como forma de buscar la igualdad, la ciudadanización y la modernización como los mecanismos concretos para llevar adelante esa liberación. La acción política para alcanzar la ciudadanía y la superación del indígena se materializa en la búsqueda de la pluralización del gobierno local , como forma de eliminar los prejuicios racistas (es decir el identificado maltrato ladino). La lucha por el poder local tiene tres ámbitos: primero frente a lo político ladino local, luego en la esfera departamental para finalmente incursionar en lo estatal. La superación (alfabetización, educación, profesionalización) fue pensada, primero, como forma de eliminar la pobreza, que permitiera establecer un ámbito legítimo de autoridad indígena.

Luego de ingresar a la esfera de la educación, algunos grupos familiares introdujeron prácticas comerciales y artesanales. Esta diversificación económica se completó con la ocupación del gobierno local, en donde percibían que se ejercía la tutela ladina. Además enfrentaron el racismo a través de la idea de establecerse como indígena superado, formulación sostenida con la idea del blanqueamiento que les liberaría de los estigmas. Incluso se llegaron a elaborar mitos de origen basados en la pertenencia racial: se hablaba del mejoramiento de la raza materializado con los hijos de linajes prehispánicos y casamientos con blancos, rubios, rizados. El mestizaje fue visto bajo la lupa de la ideología de la superación como parte de la riqueza producida por los vínculos de tradiciones indígenas con españolas, el uso de ropa, o el arreglo de la casa como indicadores de distinción de clase, de educación, de gusto, de refinamiento: una elaboración cultural que diferenció a las capas medias indígenas de las ladinas y de los campesinos indígenas. No obstante estas estrategias no estaban destinadas a terminar con las jerarquías socio-racionales de Guatemala, pues en lugar de eliminarlas, se buscó escalarlas.

Por su parte, el ladino sería generalizado por los indígenas como la persona, el grupo y

la forma de dominación y de control sobre los indígenas. Esta generalización comprendía que existía a su interior una diferenciación (finqueros, funcionarios, intelectuales, mozos, etc). De esta manera, la dicotomía indígena ladino, presente en el estado liberal guatemalteco no solamente fue una construcción dominante de las élites gobernantes y criollas sino además fue una representación que surgió entre los indígenas para enfrentar la dominación. Dio fuerza y límites a la acción política de los indígenas en sus alianzas con sectores subalternos. La superación fue un proyecto inestable, limitado y contradictorio. Las nuevas prácticas artesanales y artísticas mejoraron las condiciones de trabajo y de producción pero también fueron tácticas para enfrentar el dominio político ladino y el racismo. La educación implicó un mayor vínculo con el capitalismo, las escuelas, el ejército, los sacerdotes y ciertos intelectuales capitalinos y de la élite cafetalera. La élite, en su función de intermediaria y con contactos con intelectuales de la capital, tradujo los postulados del progreso (la superación) como el conocimiento o la modernidad (la capacidad de manejar el sistema estatal a través de formalismos liberales, el conocimiento y uso de las leyes y los vínculos clientelares).

El trabajo nos muestra como se ponen en marcha los elementos que reifican la frontera étnica. Los indígenas de élite daban por hecho que los pobres eran los que tenían que trabajar la tierra, pero estaban conscientes de su lugar subordinado a nivel nacional. No trabajaron para el consumo sino para el mercado, lo que determinó la acumulación de riqueza, en términos de capital económico pero también social a través del establecimiento de vínculos con comerciantes, profesionales, políticos e intelectuales capitalinos, la relación con indígenas

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mozos y un capital simbólico, representado en el gusto, la decoración que mencionamos anteriormente pero también en educación que les permitió la definición de nuevas ideas sobre consumo, diferencia social y conocimiento.

En síntesis, la ideología de la superación se vinculó con adquisición de conocimientos y transformación de actividades laborales fomentadas por algunas familias indígenas de élite. Renovaron las técnicas de producción, introduciendo nuevos cultivos y actividades en tierras y hogares (innovaciones dirigidas al comercio y prestación de servicios). Para las mujeres, a diferencia del relato de Grandin para Quezaltenango, en Comalapa el comercio les dio autonomía, distanciándolas de las que de otros municipios donde participaron en la agricultura y reprodujeron su dependencia a la estructura patriarcal, como clase media, lo que lleva a la reflexión sobre roles de género y su reproducción dentro del capitalismo.

Muchos indígenas superados fueron vistos como aliados del Estado autoritario,

controladores de los otros indígenas que tiraron las ideas de solidaridad e identidad entre indígenas y subalternos y las utopías de superación. Los discursos y prácticas cotidianas que surgieron de este pensamiento, en lugar de democratizar a la sociedad reforzaron las jerarquías entre grupos, reprodujeron la visión dicotómica de civilizado-incivilizado, moderno-atrasado, desarrollado-subdesarrollado. Pero la ideología de la superación, nos dice Esquit, no buscaba la homogeneización, la ciudadanía universal, la nacionalización del indio, sino establecer los argumentos para cuestionar el poder ladino local, el de los finqueros y del Estado a nivel nacional con el fin de establecer la ciudadanía para los indígenas, basada en la diferencia étnica. El cosmopolitismo y el control de conocimientos fueron base para élite indígena para la definición de un lugar diferente para ellos en la arena política local y departamental. En la misma línea que Grandin cuando asevera que los k’iche’s usaron la ideología liberal para alcanzar sus propios objetivos, Esquit afirma que el interés indígena por la escolarización y profesionalización fue asumida no por construir la nación guatemalteca moderna sino como mecanismo para enfrentar formas de dominación local, cuestionando la forma local del estado.

A diferencia del ejercicio comprensivo de Hale, que construye categorías para clasificar

a los más o menos ladinos en función de la práctica orientada por la ideología de la multiculturalidad neoliberal, Esquit nos demuestra que la construcción ideológica de superación quedó atrapada en su propia lógica, porque en lugar de hacer iguales a todos los indígenas frente a todos los ladinos, reforzó las clasificaciones y desigualdades sociales y políticas. La investigación evidencia que en lugar de renovar la ciudadanía universal, reforzó la ciudadanía jerarquizada.

La discusión abierta en la investigación persigue la idea de presentar al indígena

superado no como traidor, como más o menos kaqchikel, sino para entender esta estrategia de la élite comalapense como un mecanismo limitado por la posición subalterna y por las formulaciones ideológicas contra-hegemónicas posibles en aquella etapa de la historia indígena y de Guatemala. El indígena superado en vez de subvertir la clasificación socio-racial que define la sociedad guatemalteca la reforzó porque no buscó desmantelar la jerarquía sino escalarla. La ciudadanía la alcanzaron a partir de su educación para ser aceptados en un escalón más alto de la jerarquía socio-racial. Pero finalmente, forjaron nación desde su lugar subalterno.

El estudio de Matilde González Se cambió el tiempo, conflicto y poder en territorio

k’iche’ (AVANCSO, 2002), se reconoce como un trabajo de historia local con un planteamiento micro-histórico. Sus perspectivas y fuentes orales hasta ahora, en Guatemala, se habían trabajado tan sólo desde la perspectiva antropológica. No obstante, y a diferencia de estos estudios, el abordaje busca contribuir a comprender los finos engranajes y su relación con procesos políticos macro-sociales en contextos locales, es decir, rebasar los estudios de comunidad. Esta perspectiva abre a la comprensión de las estrategias de los actores locales, que al haber sido caracterizados como étnicos, tan solo se visualizan como víctimas sumisas al sistema. La investigación de González demuestra en su análisis que no existe tal pasividad de los actores locales, y evidencia sus capacidades de optar y decidir en épocas de crisis, rupturas y divisiones propias de toda sociedad en conflicto. El texto, además de identificar

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estas lógicas de alianzas con los sectores dominantes, también trabaja la recuperación de una memoria colectiva callada por intensas relaciones de dominación, operadas durante la expresión local de la guerra en Guatemala.

De esta manera, el texto recupera los procesos históricos en los que han organizado la

vida social de los grupos sociales en San Bartolo Jocotenango. El trabajo de campo que implicó la recuperación de testimonios orales como principales fuentes de información son las que le hacen hermanarse a las prácticas propias de la antropología: se trata de comprender cómo sucedieron la serie de eventos que han marcado el territorio, la vida política y la economía, relacionándolo con la producción simbólica de los grupos que compiten por el poder local y por el acceso privilegiado que poseen cuando se organiza la fuerza de trabajo (principal recurso, sino es que más valioso que las pobres tierras de cultivo donde se sitúa este municipio del departamento del Quiché), y se administran las redes comerciales y las alianzas con los funcionarios públicos que les permiten tener acceso a los recursos del Estado.

El texto nos introduce a partir de un plan organizado cronológicamente que describe en primer lugar la reconstitución del espacio del pueblo colonial a través de la expropiación que hiciera el régimen liberal de las tierras comunales, y lo que significó que fuera anexado al municipio de Sacapulas. Señala la llegada de los ladinos que les obligaron a las tareas agrícolas en sus propiedades y más adelante organizaron las cuadrillas para el trabajo en la costa sur. Nos hace conocer la persistencia, ante la pérdida de sus autoridades municipales al anexarse a Sacapulas, por recuperar sus registros civiles y la administración de sus tierras comunales. Relata la distinción entre los distintos grupos de las aldeas, sus conflictos por la escasa productividad de la tierra, la emergencia de las primeras diferenciaciones económicas en función de esta propiedad y de la única posibilidad de migrar a la costa sur, a la cosecha de algodón. En un segundo momento nos pone en perspectiva la significación social de las autoridades, tanto municipales como las encargadas de mantener el equilibrio de este grupo, en términos de salud enfermedad (física y espiritual) y para el establecimiento de los vínculos matrimoniales de los jóvenes.

Sin la descripción de este poder simbólico es imposible comprender el papel que jugó

la iglesia católica cuando introdujo los grupos de acción católica. Sobre todo porque las identidades locales, a pesar de estar ubicado en el territorio donde se formularon a partir del binomio indígena / ladino, tiene un peso relativo menor. Los conflictos se organizan a través de identificaciones que pasan por los espacios institucionales que organizan el poder local, notablemente las identidades religiosas, comerciales y las instaladas por la pertenencia a los grupos armados. Dentro de estas relaciones, el pertenecer a aquellas clientelas ladinas del siglo XIX parece ser un campo de poder e influencia menor que los estructurados por estas redes de relaciones organizadas por las instituciones aludidas.

Pero todo esto tiene un entramado que tiene que ver con el poder organizado desde

una élite que es sustituida por el nuevo grupo que legitima su poder sobre la violencia de estado. Así, González nos hacer notar que luego de haber sido desarticuladas como autoridades tradicionales frente al Estado, a su turno la iglesia católica divide y abona a los viejos conflictos que salieron a la superficie tras la expropiación de la tierra que sufrieron los grupos campesinos cuando el estado liberal (finales del S. XIX) las cedió a sus clientelas ladinas. En menos de una década esta nueva fuente de contradicciones será acrecentada por la instalación de iniciativas comerciales (IDESAC) que los comerciantes afectados se encargaron de asociar a prácticas comunistas. Con la llegada del EGP, la dinámica de la guerra se radicalizó. El ejército no tardó en identificar a los inconformes. Con ellos organizará a los grupos contrainsurgentes quienes se encargarán de reprimir y eliminar a los que pudieran estar asociados a la guerrilla o a la competencia que participó en los proyectos formulados desde la AC y los párrocos. Tras el total avasallamiento de los pobladores, y tras la aplicación de prácticas de violación y de secuestro de las mujeres y sus bienes, el ejército y sus reclutados tomaron y organizaron el poder local. Estas acciones les garantizaron la acumulación de un capital que les permitió ampliar sus redes comerciales a la ciudad de Guatemala y, empleando su experiencia para el reclutamiento de mozos de fincas, organizaron el trabajo forzado para los jóvenes en sus tiendas de barrio en la ciudad capital. La autora nos pone en alerta también sobre el significado de las iniciativas de desarrollo que posteriormente

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llegaron al municipio sin comprender estas rupturas y dinámicas de poder instaladas por los acontecimientos recientes de la guerra, pero que también se marcaron por la herencia de conflictos acumulados desde el siglo XIX y la intervención de la clientela ladina de Barrios.

El texto, luego de explicar estas nuevas dinámicas comerciales de los grupos

emergentes, que acumularon riqueza a partir de la expoliación de sus mismos vecinos, nos ilustra sobre la lucha del poder que no termina con la puesta en funcionamiento de esos mecanismos de control del trabajo de los jóvenes, sino con su necesidad de expresarlo y subordinar el poder simbólico que aún sigue latente en el espacio ritual de los otros grupos tradicionales. Durante la fiesta patronal, los nuevos ricos, ex – PAC, inventaron nuevos bailes, usan altoparlantes que compiten con las actividades dentro de la iglesia, y con lo que fueron las actividades tradicionales relacionadas con la tradición católica y los grupos que fueron despojados de su espacio, de sus bienes y de sus miembros (desaparición y muerte de hombres, secuestro y violación de mujeres, trabajo forzado para los jóvenes).

En su conjunto, el trabajo de descripción alcanza los objetivos planteados: nos

introduce, desde el inventario de recursos materiales de existencia, a la construcción simbólica del espacio y de los grupos de poder que lo administran, que lo organizan, pero también nos deja comprender las fuerzas externas que, no importando las ideas que las animan (la iglesia católica y la Acción Católica, los agentes del desarrollo, la guerrilla y el ejército) terminaron por acrecentar el conflicto de la localidad. El texto nos permite comprender las dimensiones materiales que permiten organizar las pertenencias, las identidades y que replantean el nuevo orden social y las relaciones de trabajo al interior del grupo que ocupó históricamente el territorio, reproduciendo en otro sector económico, el del pequeño comercio en tiendas en la ciudad, el trabajo de baja remuneración, con las jerarquías y mecanismos que se implantaron para la movilización de la mano de obra hacia las fincas de café en la costa sur.

En ese sentido, el texto plantea los problemas de la construcción del poder y su

continuidad, a pesar de los cambios en los actores, en las nuevas prácticas económicas vinculadas con el comercio. Describe las expresiones con que simbólicamente se manifiestan y a través de ello nos permite comprender la función de mediación que genera la estratificación social como principio de diferenciación y oposición en las relaciones sociales. Pensar esa relación entre pobladores e intermediarios (del poder entre lo local y el estado, entre la fuerza de trabajo y los medios de producción) a partir de estos datos nos permite salir de la única discusión sobre si el sistema se reproduce únicamente bajo la lógica de la discriminación racial. Las alternativas productivas planteadas a la población hacen recurrir a los mismos mecanismos de expoliación para acceder a una movilización social, a algún estrato medio que haga salir a los grupos sociales de la pobreza y la extrema pobreza. Y evidentemente, el enganchamiento de una mano de obra barata, bajo condiciones de trabajo no salariales, necesita o del vínculo patriarcal y la fidelidad consanguínea que nos describe Grandin o del autoritarismo y la coerción física y psicológica para someter a sus subordinados que nos describe González.

Por su parte, Ruth Piedra Santa (2009) en su estudio sobre los chuj de

Huehuetenango, al fundar su análisis sobre el territorio, nos demuestra cómo determinaciones de índole política, en la construcción de las clientelas liberales ladinas del siglo XIX al fragmentar el espacio vital de este grupo a través de procesos de municipalización, empobrecen en términos económicos al grupo, al punto que su élite es indistinguible del resto de su grupo social. Su enfoque, que diferencia a los actores dominantes y a los dominados, nos permite comprender los procesos sobre los que hay que trabajar para recuperar las bases materiales de reproducción de los grupos sociales.

El objetivo de su trabajo etnográfico es dar cuenta de la construcción del espacio, aún

más que del territorio, de un grupo étnico. Para explicar los procesos de configuración de este espacio acude a tres ejes analíticos: el de la territorialidad, la organización social (constitución del poder y la configuración de las autoridades civiles y religiosas) y las representaciones simbólicas que se inscriben y marcan el espacio que dan cuenta de un tiempo histórico que funda la sociedad desde el período prehispánico. Explica la importancia de acudir a una pluri-disciplinariedad que permite a la antropología acudir a los métodos de la geografía y de la historia para abordar una perspectiva diacrónica que explique las continuidades y rupturas en

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la constitución histórica de la organización social y por lo tanto del espacio ocupado y representado simbólicamente por los chuj. Lo que se ha querido hacer introduciendo la noción de espacio es no restringir la descripción al territorio limitado al concepto de comunidad o como un simple conjunto de tierras. En ese sentido, las descripciones que sólo toman en cuenta un sistema de cargos - la administración a partir de unidades político-administrativas- no dan cuenta de las relaciones simétricas y asimétricas con los pueblos y aldeas vecinas, con la restricción de las tierras durante el siglo XIX ante la reconfiguración de la propiedad marcada por el Estado liberal y sus agentes (ladinos), son insuficientes. Existen otras unidades de análisis, como las del parentesco y la versatilidad que poseen para articular a los grupos sociales a los nuevos contextos económicos, o la relación centro periferia entre cabecera y aldeas, o las rutas comerciales y la ocupación (o desalojo) de tierras productivas en distintas ambientes ecológicos que pueden hacernos comprender las dimensiones de esa espacialidad en donde ocurren las relaciones sociales que establecen los chuj como grupo y con sus vecinos.

De esa cuenta, no es sino hasta la instalación del estado republicano y la llegada de los extranjeros (notablemente un alemán de apellido Kanter) y de los ladinos como sus operadores, a través del establecimiento de nuevos municipios y sus cabeceras, que se inicia una atomización de las lógicas de ese poder religioso y simbólico sustentado en aquella base económica, lo que es ampliamente explicado en la tercera parte del trabajo (caps. 7 – 10). La función social de las élites que se encargaron de administrar la extracción del mineral y sus rutas comerciales y la ocupación de tierras bajas (las agrícolamente más apropiadas) con una lógica de desplazamientos temporales y asentamientos de aldeas que complementaron esta formación productiva y la circulación de bienes de consumo alimenticio se vieron disminuidas ante las nuevas fronteras internas del territorio y la privatización de las propiedades. No obstante, los chuj no permanecen pasivos. A partir de los instrumentos de ley que el Estado liberal dotó, logran algunas titulaciones (y más tarde recuperaran propiedades a través del mercado de tierras), no sin dejar de ver la emergencia de alianzas que efectúan algunos pobladores de aldeas y que contestan el poder tradicional ejercido por esta élite religiosa y espiritual chuj. Se ponen en evidencia dos fuentes de legitimidad del poder: la religiosa, que emerge de esa larga duración del espacio ocupado y que se reproduce como un capital simbólico que da sentido y estructura la pertenencia del grupo a través de la reiteración de los contenidos en los rituales anuales en la salitrera; y el político, obtenido a través de la participación en las alcaldías y funcionando como vínculo con el Estado y sus autoridades regionales.

A pesar de ese cambio en el territorio, su administración y el poder de las élites

tradicionales, este capital simbólico es el que permite, en una dimensión ritual y de temporalidad cíclica, mantener cierta cohesión de grupo. En los rituales anuales se recuerda esta organización social instalada a partir de autoridades religiosas, en aquel centro salitrero prehispánico, que cumplen funciones mayores y menores en los ritos de extracción del mineral, en los recorridos donde han sucedido los acontecimientos históricos que configuran las relaciones del grupo étnico, pero también a los de sus actividades de la vida cotidiana (matrimonio, nacimientos, muerte, comercio, etc.).

Los restantes capítulos de la cuarta parte del trabajo se inician exponiendo precisamente la diferencia entre los tipos de autoridad emergentes y sus fuentes de legitimidad. Cada una de estas autoridades religiosas y políticas tienen su expresión en la cabecera (chonhab’) y en las aldeas (Kalu’um), lo que produce un sistema de autoridades paralelas pero articuladas (p.307-312), en las que cada cargo ejerce funciones que autorizan la actuación sobre su espacio, aunque no queda claro hasta donde pueden interferirse mutuamente, dadas, como mencionamos, las fuentes de legitimidad del poder que manejan (simbólico, en relación a su historia constitutiva o política, legal en relación al Estado nacional que recompone el acceso a los recursos locales e introduce nuevos grupos en el poder local). Así las autoridades religiosas intervienen en peticiones alrededor de lo agrícola, del tiempo y del porvenir, sobre temas de la vida (nacimiento, matrimonios, sexualidad, salud-enfermedad, muerte) y del mundo sobre natural. Hacen recorridos sobre el territorio marcado por cruces, las grutas de sal (y los objetos rituales asociados como el Cajonado) e itinerarios adecuados con las peticiones. Por su

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parte, las autoridades civiles comienzan a ejercerse en la historia reciente: el estado republicano, implementando las políticas de Estado desde las municipalidades. Los partidos políticos, las PAC, la adhesión a programas de gobierno y a programas de desarrollo marcan los ámbitos de estas autoridades. A partir de 1950, estos ámbitos políticos del Estado marcarán con más fuerza el territorio chuj.

En el último capítulo, la autora nos describe la irrupción de la violencia. Señala el

embate especialmente crudo que implementó el ejército como reacción a la instalación de la guerrilla, específicamente las FAR (1970), posterior al inicio de una corriente de desarrollo y cooperativismo implementada por los padres Maryknoll y una corriente evangélica que orientó hacia tendencias individualistas. Las masacres perpetradas en territorio chuj dejan ver ese ímpetu, así como el despliegue de las zonas y destacamentos militares en la década de los 80. También nos informa sobre los cambios en los desplazamientos internos (hacia la costa sur, a contextos urbanos y hacia los Estados Unidos) de las jóvenes generaciones. No obstante, el esfuerzo del trabajo descriptivo y analítico de la configuración del poder y de los recursos sobre los que se produjo un capital simbólico que aún se conserva, y cuya posibilidad descriptiva estuvo en encontrar aún las evidencias de su práctica, focalizan en ese tiempo sagrado, originario y que pone en marcha, cíclicamente, las prácticas sobre el espacio social. Ese contenido es el que permite seguir administrando un tiempo cíclico que construye un espacio que trasciende el territorio y vincula a sus miembros a esas distintas autoridades. Pero queda por ver cuál es el efecto sobre este contenido, de las recomposiciones sociales, tras las rupturas tan drásticas como las acontecidas en la historia del final del siglo XX, con las intervenciones agresivas de lo militar, de lo religioso, del desarrollo y de los actores extraterritoriales en búsqueda de la apropiación de los recursos locales.

En síntesis, se evidencian lógicas de ocupación del espacio, que construyen territorio no sólo en la medida que generan marcas, sino porque construyen un capital simbólico que permite la pertenencia y la identificación de los que participan en él. Estos factores que modifican esa relación pueden ser locales, regionales, nacionales e internacionales, creando proyectos sociales superpuestos, puestos en juego simultáneamente. Esto implica, nos dice la autora: dar cuenta de cómo se ha operado la utilización del espacio en cada unidad espacio-temporal; ubicar a los actores o agentes interventores; distinguir patrones de poblamiento o configuraciones demográficas y situar las rupturas dentro del esquema cronológico planteado. Dentro de los cambios fundamentales a comprender está la configuración de una estratificación que se fundamentaba en el prestigio (autoridades religiosas que manejan el capital simbólico construido por la presencia ancestral del grupo) y el cambio a una estratificación marcada por la diferencia acumulada en bienes y capital económico o político (alianzas con actores regionales, nacionales, globales). Esto significó una cuota de autonomía de una élite que desde el período prehispánico se constituyó sobre la base de la administración de la extracción y comercialización de la sal y de una agricultura complementaria que usó nichos ecológicos situados en las tierras bajas, pero que a diferencia de las élites descritas por Grandin y Esquit no fueron partícipes del marco nacional para la reproducción de su posición privilegiada dentro de su grupo de pertenencia, y que sufrieron junto a él, los procesos de pauperización propios de esa región del país.

El trabajo de Lisa Grandia entre los q’eqchi’ resulta esclarecedor sobre todo en los

contenidos que instituyen al grupo más allá de sus referentes territoriales, y que son los que les sirven para su cohesión a pesar de la migración agrícola temporal que, como campesinos, han encontrado como estrategia de subsistencia. A diferencia que para occidente del siglo XIX y XX, los conflictos actuales en el Petén, marcados por una inmigración de finales del siglo XX, la relación extractiva de la chiclería y sus campamentos, en donde la relación con el otro no pasó tan abiertamente por la discriminación racial como fue en el caso del modelo de finca caporal-mozo, se explican bajo la lógica de un capital que se reformula con un Estado disminuido e incapaz de un control territorial, con una baja presencia institucional que deja operar abiertamente a los agentes del mercado y de organizaciones no gubernamentales, notablemente los relacionados con la ganadería y el mercado de la carne en Estados Unidos de Norteamérica.

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Lisa Grandia, a través de un acucioso trabajo de campo en aldeas q’eqchi’ (en cinco aldeas que representan distintas fases de colonización), aporta una serie de respuestas para explicar las continuidades y discontinuidades del proceso de despojo de tierras que obliga a la migración interna que les hace actualmente ocupar el sur del departamento de Petén e Izabal. Este acercamiento, y su familiaridad con la sociedad norteamericana como mercado y productor agro-industrial, le permitieron comprender la articulación entre ese contexto local y el mercado de carne vacuna de su país, comprender las lógicas de los tratados comerciales entre Estados Unidos y Centroamérica y las implicaciones para estos productores y consumidores de granos básicos. En su estancia en Petén también observó a los grupos de poder local (oficiales del ejército, entre otros grupos como los interesados por el comercio turístico y la extracción de recursos naturales, convertidos en ganaderos) y a las instituciones (del estado pero también las multilaterales como el BID) que han implementado las estrategias que rigen el ordenamiento territorial del norteño departamento guatemalteco.

Nos brinda entonces la perspectiva desde los grupos q’eqchi’ y la de los colonos de clase media y alta y de los inversionistas, en ningún momento llamados “ladinos” y no por eso menos intermediarios u operadores de las formas actuales del capital internacional). Estos gestores, tras la contemporánea implementación del catastro, coadyuvaron a la formulación de la propiedad individual a través del mercado de tierras que conduce al desplazamiento de campesinos con concepciones de usufructo temporal, que terminan funcionando como mano de obra agrícola barata que nunca llega a proletarizarse. Además, las lógicas económicas inducidas por los planes de organización territorial implementados en el PPP, hace un par de décadas, permite comprender que la región se está organizando en tanto que corredor de infraestructura comercial y terreno para la inversión de capitales corporativos y provenientes del narcotráfico que poco tienen que ver con el interés por integrar a ese desarrollo productivo a las poblaciones originarias del país. La producción ganadera es, desde el trabajo de Grandia, una estrategia que permite la organización del territorio para finalmente convertir a la región en ese corredor comercial. La autora se pregunta por qué los q’eqchi’ venden o se ven forzados a vender la tierra por las que ellos y sus ancestros han luchado. A partir de ella despliega la historia colonial y del período republicano que tienen sus propios mecanismos para que los q’eqchi’ tomen tales determinaciones, en lo que ella reconoce como patrones repetitivos de despojo de la tierra. A estos mecanismos coloniales, se agregan los de la era neoliberal, con el agravante que en la actualidad ya no existen las tierras sin dueño que hasta finales del siglo XX aún permitían continuar ese desplazamiento, y aseguraban el reacomodo en nuevas tierras para producir el alimento y sus formas sociales de existencia.

Además de la constatación de estos patrones de despojo repetitivos, son aún más reveladores los procesos de colonización reciente, como el caso petenero, cuyo ritmo de crecimiento demográfico se incrementó ostensiblemente con los arribos espontáneos y las movilizaciones de campesinos dirigidas por el Estado a través del FYDEP, a principios de la década de los setenta. Petén puede considerarse desde este punto de vista como un área fronteriza, y así lo reflexiona Grandia. Las áreas fronterizas, nos dice, permiten observar el dinamismo del movimiento cultural y del intercambio económico de poblaciones diferenciadas, pueden ser comprendidas como áreas de vaciamiento o de libre circulación. Pueden ser comprendidas como lugares de conexión o como fronteras que limitan la circulación. Estos territorios aislados de la dinámica nacional, que han tenido procesos de desarrollo económico diferenciados a los nacionales, debido a las fronteras internas que históricamente los separaron, una vez incorporados, viven los cambios sociales con una sorprendente aceleración, sobre todo dejándonos ver la reestructuración del capitalismo global que opera en esos cambios. La privatización, como núcleo de la economía neoliberal y sus prescripciones políticas contemporáneas tales como recorte de servicios sociales, la desregulación, los tratados de libre comercio forman parte de esas acciones que marcan las dinámicas de las poblaciones que ocupan las poblaciones.

No obstante estas regularidades del capitalismo neoliberal, la autora nos recuerda que

cobra distintas expresiones y particularidades en cuanto a sus formas de acumulación, no todas industriales, como en el caso del capitalismo que llama colonial-ganadero que se instaló

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en el departamento del Petén. De esta manera, analiza la producción ganadera como un mecanismo de control sobre las tierras que sigue operando bajo la lógica de un régimen colonial simple. Este se caracteriza por el mantenimiento de una mano de obra mantenida mientras se despejan de bosques para el cultivo del pastizal, a cambio del usufructo y producción de maíz para la alimentación de los campesinos alojados. Pocas veces interviene un sistema de pago, más que en forma complementaria a la posada que el patrón les cede durante esos años de trabajo en su propiedad. Pero es precisamente sobre esta administración de los recursos que vuelven a formularse los contenidos de la identidad k’ekchi’ que permiten su cohesión, el movimiento organizado en el que todos los miembros del grupo consanguíneo se reconocen con quienes reconstituyen las marcas del espacio para re-estructurar su territorio, en función de sus contenidos sagrados, Tuzuulta q’a (la montaña y lo que hay debajo). Los patrones del despojo y desplazamiento de la población q’eqchi’ obedecen a dos factores: a las condiciones estructurales que hacen que los que poseen el poder en el país sigan usando los mecanismos que han instalado históricamente (tributos, sistemas de peonaje y de deuda en fincas y represión y violencia) y segundo a la voluntad de las familias campesinas por permanecer independientemente o como comerciantes antes que como peones de finca. El problema de esta estrategia es que ya no existe más tierra al norte, ya no hay más tierra para buscar las posibilidades para mantenerse a partir de la agricultura de subsistencia. Además del final de la tierra disponible, las presiones del mercado y del consumo llegan con las nuevas generaciones. Tanto en los aspectos de recursos que tradicionalmente se obtenían gracias a un conocimiento ancestral (relacionado con plantas medicinales, recursos alimenticios alternos y endógenos) y que ahora se ha cambiado por productos industriales –medicinales, alimenticios, de vestimenta y materiales de vivienda, energía eléctrica- , y de la educación como opción para la búsqueda de empleos alternos a la agricultura.

Grandia describe las razones de la migración, constante, y los patrones que esta ha tomado como estrategia para huir de las condiciones serviles del trabajo de las fincas. Implementadas durante el régimen liberal, tienen su antecedente en las estrategias coloniales que les hacía buscar a los q’eqchi’ el refugio en la selva para escapar a los tributos y trabajos forzados. La migración hacia nuevos espacios no fue por la tierra como propiedad, sino por encontrar lugares para sembrar. También se mudaron grupos por hastío, por aburrimiento a los conflictos. Y aunque pareciera que la migración tiene una iniciativa individual, Grandia devela que esta se produce por condiciones estructurales.

Los nuevos asentamientos tienen como base una familia fundacional. Los casos dan cuenta de un patrón multi-generacional, que tienen como fundamento fuertes lazos de parentesco y una flexibilidad de residencia luego del matrimonio, que sin embargo, nos dice la autora, no les atan. Estos asentamientos se instalan con patrones de ocupación escalonados, una expansión territorial potenciada por la búsqueda de las jóvenes parejas para encontrar su tierra, que orientan la búsqueda y el despeje de nuevas tierras de cultivo, moviéndose siempre hacia el norte. Su tecnología de producción del maíz se adecúa al suelo kárstico petenero que necesita el reposo para la recuperación de los suelos y su fertilidad. En esos nuevos asentamientos se instala la disciplina q’eqchi’: se estructura bajo una lógica social igualitarista donde todos aportan al trabajo colectivo y cooperativo, se comparten las decisiones y todos pueden llegar a ejercerse como guías espirituales. Según la autora, que se identifica con los q’eqchi’ porque poseen valores y actitudes similares a los gringos, ellos poseen una inteligencia social basada en principios de balance, equidad y respeto para los otros. A esto se agrega un concepto de espiritualidad flexible y adaptable. El centro de las creencias q’eqchi’ está en la figura de los Tuzuulta q’a. Este desplazamiento, organizado sobre la base del grupo familiar, siempre guarda la esperanza que le da pensar en la frontera, luego de la cual encontraran nuevas tierras para ocupar. No obstante, aquí el dilema, las tierras allende ya están ocupadas.

En efecto, la tierra del norte fue ocupada por campesinos de la costa sur movilizados por

los programas de colonización. El programa fue asesorado por los Estados Unidos de Norteamérica para resolver los problemas dejados tras la contrarrevolución a través de dos programas, uno dirigido por el INTA (para la franja transversal del norte) y el otro por el FYDEP (para el Petén). Al no existir más tierras para dejar el barbecho, la intensificación se convierte

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en la única posibilidad de la agricultura de subsistencia, haciendo de sus prácticas agrícolas el objetivo de las críticas del movimiento ecologista que responsabilizó a estos campesinos de la vulneración de las reservas forestales.

Los últimos cuatro capítulos la autoría nos introduce al marco de acción institucional que

lejos de contrarrestar estos efectos, los acrecienta, al darle continuidad a través del catastro y del mercado de tierras a las dinámicas de despojo, esta vez a través de la venta barata de terrenos despejados y empastados en muchos casos. Es más nos menciona cómo, tras una real puesta en funcionamiento de la hegemonía, las prácticas ganaderas, y los valores asociados a la sociedad de consumo, los q’eqchi’ se apropian de estas prácticas mercantiles. La reflexión va dirigida a estos funcionarios de trajes grises y sus diseños de políticas sobre los territorios y las tendencias neoliberales que siguen apoyando los procesos de privatización individual de la tierra.

Grandia señala a los funcionarios de organismos internacionales como los actores de

esa relación, que diseñan las políticas de mercado sobre la tierra. La lógica de mercado de la tierra vulnera a los grupos q’eqchi’ que se movilizan en el territorio apoyados por estrategias de grupos domésticos. La reflexión, dirigida a estos funcionarios de trajes grises y sus diseños de políticas sobre los territorios y las tendencias neoliberales, evidencian los procesos de privatización individual de la tierra que atentan contra prácticas tradicionales de uso y rotación de la tierra como estrategias de producción alimentaria. Aunque podríamos argüir que bajo estos diseños puede existir la expresión de un racismo estructural de aquellos funcionarios internacionales, el trabajo de Grandia -evidenciando los efectos de empobrecimiento que causa sobre los grupos originarios en los que otros programas del Banco Mundial ha invertido para garantizar su reproducción- ha generado un nuevo financiamiento para una consultoría. Actualmente investigan los efectos reales que esta implementación ha generado, a través del proyecto piloto de elaboración del catastro en ese departamento y la regularización de la propiedad de las tierras. Como señalaba Augé, el efecto del trabajo crítico es producir, a través de la enunciación de la práctica, efectos reflexivos sobre los actores sociales, no inhibitorios y disuasorios.

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Conclusiones preliminares El tema de las identidades étnicas es el que ha organizado muchas de las discusiones

en ciencias sociales sobre la sociedad guatemalteca. Asumido como un tema antropológico, como hemos demostrado, no en todos los casos se ha trabajado con las herramientas propias de esta disciplina, y no necesariamente aplicando sus métodos que implican la observación de larga duración en contextos etnográficos e históricos precisos y entrevistas a profundidad combinados con documentos de archivos y datos estadísticos. La información recopilada en esta iniciativa antropológica construye descripciones de casos, que es finalmente como resultado. Es el estudio de estos contextos y el desvelamiento de las articulaciones y de los mecanismos que organizan las relaciones sociales los que pueden convertirse en materia para los estudios comparados y vinculados a dinámicas regionales, nacionales y globales.

Nos pareció ilustrativo organizar el texto a partir de la diferenciación de las definiciones de la identidad que orientan la iniciativa investigativa. Identificamos dos grandes tendencias, la teoría que maneja contenidos culturales, que la asociamos al estudio de los discursos sobre la identidad y las iniciativas que focalizan en la relación donde se actualizan los contenidos simbólicos que construyen la identidad. En el primer caso, hemos hecho notar que los análisis tienen como centro de atención el binomio indígena / ladino, sin necesariamente tratarlo como un constructo ideológico. En ese sentido, estamos de acuerdo con Esquit cuando identificaba en la ideología de la superación una iniciativa que reprodujo la relación colonial y de subordinación en la élite kakchiqel. En el caso de los trabajos que hacen del binomio su herramienta analítica y reclasifican a los actores en función de estos núcleos que homogenizan la realidad social y los vínculos de los actores, están igualmente reproduciendo un discurso de poder instalado en un contexto económico y político de la vida nacional guatemalteca. No se está afirmando que tales realidades no hayan existido, que los actores no hayan respondido y organizado sus prácticas en función de esos principios que jerarquizaron, a través de valores racializados, el conjunto de relaciones sociales en Guatemala. Sí sucedió todo esto, pero el problema de nuestras iniciativas investigativas es evidenciar cómo funciona el constructo ideológico, cómo puede estar organizando nuestras intimidades, nuestras relaciones sociales y los espacios institucionales. No es el trabajo de la ciencia social reificarlo a través de los usos clasificatorios que las herramientas del Estado ha empleado para construir la política pública.

Sin ninguna duda, uno de los mayores retos para los cientistas sociales que han hecho de Guatemala su terreno es no sólo investigar estas lógicas de poder sino también visibilizar otros puntos de articulación, que como nos advierte Grandin, han mantenido a los grupos subalternos divididos. Esta posibilidad parte de iniciativas de investigación que se plantean la comprensión de los recursos económicos que están funcionando, las formas y la organización del trabajo, de la familia y del poder que los constituye y reproduce. Definitivamente, tenemos que estar dispuestos a abandonar el vocabulario empleado por el poder en Guatemala para describirnos y orientar nuestras relaciones dentro de nuevas formas que posibiliten la movilidad social, la participación en el trabajo y en la distribución de la riqueza que se obtiene de él, en contra de las dinámicas de fragmentación y de desplazamiento que nos ofrece, tras de la guerra, la sociedad posmoderna. Es más, frente a fuerzas externas que organizan nuestros espacios y actividades, hemos de identificar los contenidos que puedan dar pautas para identificarnos y construir la sociedad política desde esa condición contemporánea del ser. Seguir atrapados en las clasificaciones sociales del siglo XIX, heredadas de la colonia española, nos impide comprender las relaciones que están constituyendo los nuevos contenidos simbólicos que nos identifican y acercan o nos sitúan en el campo contrario, a pesar de nuestra vecindad, porque instituyen las fronteras que separan nuestra cercanía. Nos ha tocado una sociedad de individuos, de individualización de las prácticas, ante la que tendríamos que proponer cuál es la vida en sociedad posible, y deseada, para nosotros.

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Investigadora Isabel Rodas Núñez, 15 de noviembre 2011

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