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M MAGISTERI AGISTERIO O 41 41 H istóricamente, la educación ha sido vista como un proceso que atiende la necesidad humana en plenitud. Y es que el hombre, desde la concep- ción misma de los griegos hasta nuestros días, no es propiamente sino que está siendo. Este “estar sien- do”, este devenir que es la esencia misma del cosmos, como advirtió Heráclito, nos incluye. Al transformar- se el universo nos transformamos con él. De ahí que, como señala atinadamente Octavi Fullat, la existencia sea problema, problématos; es decir, tarea, trabajo, quehacer, empresa, peonada. 1 El ser humano requiere hacerse humano y la educación contribuye a alcanzar ese propósito. Así, desde el mito de Prometeo hasta las aportaciones más recientes, se enfatiza el hecho de que la educación busca reparar un déficit en nuestra naturaleza, persigue completarnos. En este sentido tie- ne, como advierte Fernando Savater, un doble valor. Primero, porque ella misma representa algo valioso y válido en sí misma y, segundo, porque da cuenta de un acto de coraje, de valentía. 2 Y es que definir el tipo de ser humano que debe habitar el mundo en el futuro no sólo atañe a la pedagogía sino a la política, relación de donde se desprende lo trágico de la educación. Utilizo este término no para indicar que ésta sea un proceso Docencia con decencia: Paulo Freire y Paulo Freire y los saberes necesarios los saberes necesarios para la práctica educativa para la práctica educativa Germán Iván Martínez Gómez Escuela Normal de Tenancingo, Estado de México [email protected] 1 cfr. Fullat, Octavi. Antropología y educación. Lupus Magíster. Universidad Iberoamericana-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Universidad Autónoma de Tlaxcala. México, 2001. 199 pp. 2 cfr. Savater, Fernando. El valor de educar. Ariel. México, 1997. 222 pp.

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H istóricamente, la educación ha sido vista como un proceso que atiende la necesidad humana en plenitud. Y es que el hombre, desde la concep-

ción misma de los griegos hasta nuestros días, no es propiamente sino que está siendo. Este “estar sien-do”, este devenir que es la esencia misma del cosmos, como advirtió Heráclito, nos incluye. Al transformar-se el universo nos transformamos con él. De ahí que, como señala atinadamente Octavi Fullat, la existencia sea problema, problématos; es decir, tarea, trabajo, quehacer, empresa, peonada.1 El ser humano requiere hacerse humano y la educación contribuye a alcanzar ese propósito. Así, desde el mito de Prometeo hasta las aportaciones más recientes, se enfatiza el hecho de que la educación busca reparar un défi cit en nuestra naturaleza, persigue completarnos. En este sentido tie-ne, como advierte Fernando Savater, un doble valor. Primero, porque ella misma representa algo valioso y válido en sí misma y, segundo, porque da cuenta de un acto de coraje, de valentía.2 Y es que defi nir el tipo de ser humano que debe habitar el mundo en el futuro no sólo atañe a la pedagogía sino a la política, relación de donde se desprende lo trágico de la educación. Utilizo este término no para indicar que ésta sea un proceso

Docencia con decencia:Paulo Freire y Paulo Freire y

los saberes necesarios los saberes necesarios para la práctica educativapara la práctica educativa

Germán Iván Martínez GómezEscuela Normal de Tenancingo,

Estado de Mé[email protected]

1 cfr. Fullat, Octavi. Antropología y educación. Lupus Magíster. Universidad Iberoamericana-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Universidad Autónoma de Tlaxcala. México, 2001. 199 pp.2 cfr. Savater, Fernando. El valor de educar. Ariel. México, 1997. 222 pp.

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profesión –la de educador–”.5 Política y educación son entonces las caras de una misma moneda; y es en esa tensión que se da entre el ejercicio del poder y la búsqueda del saber, donde se si-túa el maestro. Al respecto, George Steiner afi rma que: “La profesión del «profesor» [...] abarca todos los ma-tices imaginables, desde una vida ruti-naria y desencantada hasta un elevado sentido de la vocación”.6 Él mismo se-ñala tres escenarios principales o es-tructuras de relación entre maestros y discípulos, entre profesores y alumnos. En el inicial, los primeros han destrui-do a los segundos, psicológica e incluso físicamente. En el segundo, han sido los aprendices quienes, tergiversando las ideas de sus maestros, los han traicio-nado. Y el tercero, es el que subraya el intercambio y la mutua dependencia. Es este último, en donde “el Maestro aprende de su discípulo cuando le en-seña”,7 el que en esta ocasión me inte-resa y sobre el que versaré.

Empezaré diciendo que el maestro debe sentirse orgulloso por haber elegido como profesión, la tarea que todos ejercemos en la vida. Juan José Arreola, en su libro La palabra educa-ción, decía que todos somos maestros de buena o mala conducta, pues todos enseñamos, mediante nuestro testimo-nio, a los más jóvenes; les enseñamos, consciente o inconscientemente, a ser lo que somos o deberíamos ser. De este modo, no sólo la enseñanza sino también el aprendizaje se dan, como señala Ignacio Pozo, de manera implí-cita –o incidental– y explícita –o inten-cional.8 Lo que quiere decir que si bien es propio del ser humano compartir lo que sabe a quienes no lo saben, tam-bién es un hecho que dicho compartir involucra un proceso educativo que no siempre se da de manera formal. Así, “La instrucción, hablada y representa-da, por medio de la palabra o de la de-mostración ejemplar, es evidentemen-te tan antigua como la humanidad. No puede haber sistema familiar ni social,

3 En el presente texto utilizo indistintamente la palabra profesor, docente, maestro o educador. Lo hago sólo por una cuestión de estilo. Esto no quiere decir que no distinga entre una persona que profesa o ejerce una ciencia o arte (profesor), de uno que se dedica a la enseñanza (docente). Por otro lado, si bien me gusta el término maestro por la carga afectiva que conlleva (magíster signifi ca “el que es más” o “el más mérito tiene entre los de su clase”), digo que si bien esta última noción, como las anteriores, implica conocimiento y pericia, particularmente prefi ero la de educador, pues la sola palabra alude el desarrollo y la perfección de las facultades intelectuales, de habilidades tanto cognoscitivas como prácticas pero, sobretodo, de valores morales y principios éticos.4 Freire, Paulo. Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. p. 68. 5 loc. cit. p. 56.6 Steiner, George. Lecciones de los maestros. p.11.7 ibídem. p. 12.8 cfr. Pozo Municio, Ignacio. Aprendices y maestros. La nueva cultura del aprendizaje. Alianza. Madrid, 2005.

caracterizado por la desilusión o la des-gracia, sino para apuntar que ella trata un tema serio y trascendente: la forma-

ción humana; y que uno de sus protago-nistas princi-pales, el maes-

tro,3 se puede ver arrastrado

o por la pasión o por la fatalidad. Y

es que, como apun-ta Paulo Freire:

[...] toda prác-tica educativa de-

manda la existencia de sujetos, uno que,

al enseñar, aprende, otro que, al aprender,

enseña, de allí su cuño gnoseológico; la existen-

cia de sujetos, conteni-dos para ser enseñados y

aprendidos, incluye el uso de métodos, de técnicas, de

materiales; implica, a causa de su carácter directivo, objetivo,

sueños, utopías, ideales. De allí su politicidad, cualidad que tiene la práctica educativa de ser polí-tica, de no poder ser neutral.4

Octavi Fullat dice: “El maestro se halla al servicio histórico de lo políti-co, pero asimismo sabe que es porta-voz de lo eterno. Calvario y drama de una función social –la escuela– y de una

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por aislado que esté y por rudimenta-rio que sea, sin enseñanza y discipulaz-go, sin magisterio y aprendizaje consu-mados”.9 Pero, ¿podemos, en nuestro afán por enseñar, enseñar mal? Paulo Freire dirá que sí, pues:

Tratamos con gente, con niños, adolescentes o adultos. Participamos en su formación. Los ayudamos o los perjudicamos en su búsqueda. Estamos intrínsecamente conectados con ellos en su proceso de conocimiento. Pode-mos contribuir a su fracaso con nues-tra incompetencia, mala preparación o irresponsabilidad. Pero también pode-mos contribuir con nuestra responsa-bilidad, preparación científi ca y gusto por la enseñanza, con nuestra seriedad y nuestro testimonio de lucha contra las injusticias, a que los educandos se vayan transformando en presencias notables en el mundo.10

De ahí la trascendencia de nuestra tarea; la cual, querámoslo o no, es in-dispensable para la vida social. Pero, en resumidas cuentas, ¿qué es enseñar? Enseñar “[…] es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser huma-no. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto”.11 Enseñar es in-dicar mediante consejo o ejemplo, lo que se debe hacer. Pero es también mostrar algo asombroso, develar algo que subyace en la realidad. El mismo Arreola dice: “El verdadero maestro no es depósito de conocimientos es-tancados, no es el muro impenetrable y macizo que detiene las aguas en la re-presa, sino el vertedor en demasías de lo que en su alma es plenitud. Maestro es el hombre henchido que desborda, si no sabiduría, afán de comprender el mundo y hacerse comprensible a los demás”.12 Así entendida, la enseñan-za no sólo es proceso y profesión, es también práctica y arte, ocupación y

9 Steiner, George. op. cit. p. 17.10 Freire, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. pp. 52 y 53.11 loc. cit. p. 26.12 Arreola, Juan José. La palabra educación. p. 133.

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ejercicio, refl exión y acción, teoría y práctica. Enseñar, dice Ignacio Pozo, es “ayudar a otros a aprender”.

Esta última idea es esencial. Sólo ahora hemos comprendido que la en-señanza, más que estar centrada en el maestro, debe estarlo en el alumno; más que estar fi ncada en la enseñanza, debe fundamentarse en el aprendizaje. Sólo ahora hemos entendido, como señalaron Earl V. Pullias y James D. Young, que “El maestro es un discípulo algo más maduro”;13 que es, como sus propios alumnos, un estudiante más.

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez, ci-tando a Ezequiel Martínez Estrada, dice que:

[…] estudiante es el que su-fre o adolece de una especie de mal sagrado o fatalidad in-fortunada que consiste en no estar satisfecho con las razones que recibe de cualquier fuente de información o explicación, el que en sí mismo encuentra difi cultades para interpretar y asir los enigmas que lo rodean y que por lo tanto no se satisface con sofi smas y circunloquios. Especie de ser sediento, ese es-tudiante, hidrópico, insaciable, voraz, omnívoro, canibalesco. El que padece una pasión en ocasiones furiosa por saber, por comprender, por leer, por mirar, por escuchar, más insa-ciable y molesto que los niños que preguntan siempre.14

Estudiante es aquel que asume el estudio como compromiso y desafío.

Quien, aplicando su inteligencia, anali-za detenidamente un asunto, observa y examina. “Estudiar –sostiene Freire– es una preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente [...] es desocultar, es alcanzar la compren-sión más exacta del objeto, es percibir las relaciones con los otros objetos”.15 Estudiar es un quehacer que exige hábito y disciplina. Estudiante es, por tanto, quien lleva a cabo un quehacer intelectual que es a la vez refl exivo, crítico, creativo y recreativo; es quien encuentra en el aprendizaje una moti-vación; y en la duda y, el escudriñar, un pretexto y una vía para alcanzar un conocimiento con el que se satisface.

En este sentido, la educación es un proceso que implica una relación de complicidad entre quien enseña y quien aprende. En el entendido de que, quien enseña, sabe que no lo sabe todo; y quien es enseñado, sabe que puede a su vez, brindar él mismo alguna ense-ñanza. “Un discípulo no es, por tanto, un ‘seguidor fi el’ sino más bien un ‘he-reje’, uno que interroga las fuentes de su maestro y puede, por ello, realizar aportaciones valiosas”.16 Freire sinte-tizará lo anterior diciendo que “Quien enseña aprende al enseñar y quien aprende enseña al aprender”.17

Esta relación de complicidad involu-cra una estrecha relación con el otro. Una relación de intimidad, incluso de amor. “Educar es seducir”, advierte Luis Tamayo. Es “una actividad eróti-ca en el mejor sentido de la palabra”.18

Actividad a través de la cual el maes-tro participa a sus discípulos no sólo sus conocimientos sino también sus dudas. El propio Steiner señala que la enseñanza tiene que ver con una diná-mica en la que se busca “[….] cons-truir una comunidad sobre la base de la comunicación, una coherencia de sentimientos, pasiones y frustraciones compartidas”.19

Empero, ¿qué debe saber un maes-tro para ser tal? Esta es una pregun-ta sumamente difícil que no puede

13 cfr. Earl V. Pullias y James D. Young. El maestro ideal. Pax. México, 1999.14 Freire, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. p. 38.15 Pau1o Freire. Cartas a quien pretende enseñar. p. 36 y 38.16 Tamayo, Luis. El discipulado en la formación del psicoanalista. Un aporte del psicoanálisis a la pedagogía. p. 16.17 Paulo, Freire. Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. p. 25.18 loc. cit. 19 Steiner, George. op. cit. p. 33.

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20 cfr. Morin, Edgar et al. Educar en la era planetaria. Gedisa. Barcelona, 2003.21 Steiner, George. op. cit. p. 26.

contestarse unívocamente y que hace que toda respuesta no sea defi nitiva sino provisional, pues atiende tanto el tiempo como el lugar en los que sur-ge y una toma de postura ideológica de quien responde. No obstante, creo que son tres los aspectos esenciales que deben cualifi car a un maestro. El primero de ellos es la vocación. Ésta, si bien representa en sí misma “una lla-mada”, también es fundamentum, base, cimiento, fondo.

Alguien que no está llamado a ser maestro, que no tiene vocatio, está condenado a sufrir su profesión y a menospreciar su ejercicio.

La vocación es aquello sobre lo que reposa toda actitud. Cada postura do-cente, para bien o para mal, se basa en ella. Un buen maestro o uno malo, difi eren esencialmente en el hecho de que se entienda y atienda la exhorta-ción interior de compartir con otros lo que se sabe y lo que se ignora. Por eso la vocación es diálogo. Dialogar es compartir el pensamiento, brindar a los demás nuestra propia palabra. De este modo, es coparticipación; es decir, implica conversación y controversia. Con-versar es participar a otros de los temas y asuntos que tratamos. Por su parte la contro-versia, es en sí misma una discusión en la que, opiniones en-contradas y posturas opuestas, se ex-presan y defi enden. En este sentido, un buen maestro está llamado a vivir siempre la relación dialéctica entre en-señar y aprender, entre educar y ser educado. Así lo entendió Karl Marx y lo expresó magistralmente en la terce-ra tesis sobre Feuerbach.

El segundo aspecto que debe po-seer un maestro es fi delidad. Esta pa-labra viene de fi des, que quiere decir confi anza. El maestro debe confi ar no sólo en sí mismo, sino también en sus alumnos, que son, a la vez, amigos y compañeros de una misma empresa: la comprensión del mundo y de uno mis-mo. Debe confi ar en su vocación y su competencia, en sus autoridades y su

institución, en su estado y su país. También en que es posi-ble, como dice Edgar Morin, superar el empobrecimiento de la inteligencia humana para salvaguardar la humanidad.20

El tercer aspecto es tam-bién crucial, se refi ere a la capacidad. La palabra provie-ne del latín capax, que quiere decir apto, bueno, grande. Ser capaz es ser apto para ejercer un ofi cio o profesión. Por otra parte, ser apto es estar prepa-rado, equipado mental, técnica, científi ca y emocionalmente pa-ra un desempeño específi co. Es, también, estar en conformidad con nuestra empresa, estar “a la altura de las circunstancias”.

Vocación, fi delidad y capaci-dad son aspectos que se relacio-nan y complementan. Uno, sin los otros, es nada. Así, un maestro que quiera enseñar y que no tenga qué compartir, que no sepa cómo ni con qué hacerla, ni a quién va di-rigido su mensaje, ni para qué; un maestro que desconozca el dónde de su enseñanza y el por qué de la misma, carece de sentido. Como carece de sentido también que al-guien que quiere enseñar desconfíe de su propia capacidad o de la de sus alumnos.

Y es que es propio del enseñar, enseñar mal. George Steiner, apunta al respecto:

Una enseñanza defi ciente, una ru-tina pedagógica, un estilo de instruc-ción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utili-taristas, son destructivos. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafórica-mente, un pecado. Disminuye al alum-no [...] Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío.21

Hoy, recomienda Morin a partir de su propuesta del pensamiento complejo, “La enseñanza tiene que de-jar de ser solamente una función, una especialización, una profesión y volver a convertirse en una tarea política por excelencia, en una misión de transmi-

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sión de estrategias para la vida”.22 Y es que el también

autor de Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, señala que la propia humanidad requiere fusionar lo que ella misma ha fraccionado en el transcurso de los siglos. Para él, es im-prescindible “civilizar la Civilización”, lo que entraña esencialmente una re-

forma del pensamiento y la superación de nuestro subdesarrollo moral, psíquico e intelectual. Esto im-plica ir más allá de una inteligencia que él denomina parcelada. “La inteligencia parcelada, compartimentada, mecani-cista, desunida, reduccionista de la ges-tión política unidimensional destruye el complejo mundo en fragmentos des-unidos, fracciona los problemas, separa lo que está unido, unidimensionaliza lo multidimensional. Es una inteligencia a la vez miope, présbita, daltónica, tuer-ta, [que] muy a menudo termina sien-do ciega”.23

Desde esta perspectiva, hoy debe ser una prioridad no sólo para México sino para todos los países del mundo, la formación de los maestros, pues, como advierte Ana María Saul, en un mundo marcado por las nuevas tecnologías, aquellos requerirán nue-vos dominios y competencias.24

Paulo Freire, ahondando en la for-mación docente, escribió dos libros maravillosos titulados Cartas a quien pretende enseñar y Pedagogía de la auto-nomía. Saberes necesarios para la prácti-ca educativa. Título el primero, un tan-to infi el, pues en portugués, cartas a quem ousa ensinar, se enfatiza precisa-

22 Morin, Edgar. et al. op. cit. p. 122.23 ibídem. p. 134.24 cfr. Saul, Ana María. (coord.) Paulo Freire y la formación de educadores: múltiples miradas. Siglo XXI. México, 2002.

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De éstos, dice Freire, debemos res-petar sus saberes y reconocer su iden-tidad. Lo que nos obliga a rechazar toda forma de discriminación. Pero para ello es vital aprender a escucharlos, apren-der a dialogar. Debemos, igualmente, promover su autonomía. Ésta, sostiene el pedagogo brasileño, “[...] en cuan-to maduración del ser para sí, es pro-ceso, es llegar a ser”.25 La autonomía es la capacidad que tiene el hombre de darse sus propias de leyes. Es, en pa-labras de Immanuel Kant, la posibili-dad que tenemos de convertimos en autolegisladores.

Por otra parte, es fundamental des-pertar su curiosidad y corporalizar nuestras palabras por medio de nues-tros actos. Educamos ejemplarmente. De este modo, no podemos exigir lo que no damos ni pedirles a nuestros estudiantes algo que nosotros mismos somos incapaces de hacer. Por eso digo que la docencia exige decencia, es decir, honestidad en el decir y el hacer. La decentia también tiene que ver con la actitud de respeto a la que hemos he-cho ya referencia, con el cumplimiento de las normas que la propia sociedad ha establecido y determinado. Se rela-ciona, igualmente, con una manera de ser y obrar moderada y modesta; con un talante que evita la presunción y el engreimiento. Finalmente, la decencia alude a una limpieza en la intención y a cierto recato y reserva. Decencia es decoro y prudencia; es asumir que la irresponsabilidad y la falta de compro-miso envilecen, y la desvergüenza y la soberbia degradan.

De esta forma,

El profesor que menosprecia la curiosidad del educando, su gusto estético, su inquietud, su lenguaje, más precisamente, su sintaxis y su prosodia; el pro-fesor que trata con ironía al

mente el hecho de que la educación es una osadía, un atrevimiento. Digo que esos dos libros señalan que la forma-ción de educadores es un gran desafío. De ellos retomo los puntos que Freire considera indispensables para realizar con humildad y con pasión, una de las tareas que, junto con la de gobernar y psicoanalizar, Sigmund Freud llegó a considerar imposibles: la educación.

Lo primero que tenemos que ha-cer es subrayar el hecho de que Paulo Freire concibe la educación no como un proceso de información o adiestra-miento, sino de formación. Educar es, para él, y sustantivamente, formar. Pero también es trans- formar. La educación implica un cambio de forma, una trans-fi guración. Y todo aprendizaje tiene que ver con una modifi cación de nuestro conocimiento, de nuestras actitudes, incluso de nuestros valores y principios éticos. Desde luego, también atañe a un mejoramiento de nuestras habilidades, tanto cognoscitivas como prácticas. De ahí que el pensador de Recife advierta que la naturaleza de la educación no tiene que ver solamente con la episte-mología o la gnoseología, la pedagogía o la didáctica, sino con una concepción antropológica y una opción política y ética. De ahí también que entienda que la enseñanza aglutina un número im-portante de imperativos y exigencias, sin los cuales perdería su sentido.

De esta forma, para él no puede ha-ber docencia sin discencia. Lo que quiere decir que es impensable un maestro sin alumnos. Los alumnos son la razón de ser de los maestros; mas no a la inver-sa. Alguien puede aprender algo sin re-currir a ellos. Hoy, la internet y los de-más medios de comunicación, así como los recursos disponibles por las nuevas tecnologías de la información, acentúan esta idea. No obstante, el maestro sólo es tal si se hallan junto a él hombres y mujeres que le comparten su ser y ha-cer. Quienes tenemos la tarea de edu-car, debemos asumir que sin alumnos nada somos. 25 Freire, Paulo. Pedagogía de la autonomía. Saberes

necesarios para la practica educativa. p. 103.

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alumno, que lo minimiza, que lo manda “ponerse en su lugar” al más leve indicio de su rebeldía legítima, así como el profesor que elude el cumplimiento de su deber de poner límites a la libertad del alumno, que esqui-va el deber de enseñar, de estar respetuosamente presente en la experiencia formadora del educando, transgrede los prin-cipios fundamentalmente éticos de nuestra existencia.26

Freire subraya el hecho de que en-señar es leer e investigar la realidad; lo que implica compromiso, crítica y rigor metodológico. Enseñar exige refl exión sobre la práctica, pero tam-bién humildad y tolerancia, alegría y esperanza. Enseñar exige generosidad, pero también seguridad y competencia profesional, seriedad y alegría. Por eso asegura que “[...] la tarea del docente, que también es aprendiz, es placente-ra y a la vez exigente, Exige seriedad, preparación científi ca, preparación fí-sica, emocional, afectiva. Es una tarea que requiere, de quien se comprome-te con ella, un gusto especial de que-rer bien, no sólo a los alumnos sino al propio proceso que ella implica”.27

Así, el maestro no sólo debe conocer la materia que quiere enseñar, sino el conocimiento que está asociado a ella, el entorno y el contexto, que no re-presentan otra cosa sino el conjunto de personas, cosas y circunstancias que rodean su labor e infl uyen, positiva o negativamente, en su desarrollo.

Por otra parte, para Freire enseñar no es transferir conocimiento “[...] sino crear las posibilidades de su pro-ducción o construcción”.28 En este sentido, no es pasar el saber de una persona a otra sino ser copartícipes en

26 ibídem. p. 59.27 Freire, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. p. 8.28 Freire, Paulo. Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. p. 24.

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la construcción de la propia humanidad.

Humanus representa todo aquello que concierne al hombre, todo lo que emana de la humanítas, de la naturaleza humana.

Los griegos llamaron paideia al pro-ceso de producción y transmisión de su cultura, a aquello que explica cómo el ánthropos se construye a sí mismo. Con Cicerón, el término se sustituyó por humanitas, palabra que subraya el transcurso que ha de seguirse para que un niño se convierta en hombre, un in-dividuo en ciudadano y un ser bárbaro en uno civilizado, fi el a su ciudad, a su tierra. Humano viene de humus, que signifi ca precisamente eso: tierra. El hombre es, entonces un componente orgánico del suelo, pero, además, “[...] un ser animal incesantemente per-fectible”.29 Un ser que se caracteriza, dice Freire, por tener una vocación ontológica de ser más.

Tanto paideia como humanitas ex-ternan una tradición. Trádere signifi ca entregar. A través de ellas griegos y romanos entregaron, pusieron en las manos de sus generaciones más jóve-nes, los pensamientos, sentimientos,

29 Fullat, Octavi. op. cit. p. 30.30 Freire, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. p. 27.31 Morin, Edgar, et al. op. cit. p. 80.32 Freire, Paulo. Pedagogía de la autonomi. Saberes necesarios para la practica educativa. p. 50.33 ibídem. p. 88.

valores y conduc-tas que creyeron dignas

de preservación. A través de la educación, griegos y romanos entre-garon su propia memoria, tal y como aún lo hacemos nosotros. De ahí que, históricamente, la educación y toda pe-dagogía, sean un gran ensayo a través del cual el hombre busca, por una par-te, conocerse a sí mismo, descubrirse e interpretarse, traducir sus actos y explicarlos; y por otra, sentar las ba-ses necesarias para diseñar un futuro mejor.

De esta manera, dice Freire, ense-ñar es un acto de valor y de amor. De valor porque, como decía Savater, re-quiere coraje y osadía y es válido en sí mismo. De amor, porque a través de él se busca modelar las almas de los alumnos. “No es posible ser maestro [a] sin amar a los alumnos y sin gusto por lo que se hace”.30 Es esa philia, ese gusto, ese deleite, ese placer, el que nos mueve como educadores a buscar el perfeccionamiento del ser humano, un ser que está en proceso de ser. Morin refi riéndose al ser humano, dirá que

[...] un ser extraño al planeta porque es un ser a la vez na-tural y sobrenatural. Natural porque tiene un doble arraigo: el cosmos físico y la esfera vi-

viente. Y sobrenatural por-que el hombre, al mismo tiempo, sufre un cierto des-arraigo y enseñanza debido a las características propias de la humanidad, a la cultura, a las religiones, a la mente, a la conciencia que lo han vuelto extraño al cosmos, del cual no deja de ser secretamente íntimo.31

El hombre es un microcos-mos, un ser que se forma y se transforma con el tiempo y que no cesará en su empeño de edu-

car y educarse. Paulo Freire es, quizás, el pedagogo latinoamericano que más énfasis ha puesto en nuestra inconclu-sion. Según él, “[...] sólo entre hombres y mujeres el inacabamiento se torna consciente”.32

Pensar entonces en el maestro del siglo XXI es pensar detenidamente en la formación inicial que ha de re-cibir, pero también despertar en él la necesidad de una formación continua o permanente y de autoformación, que lo ubique como un agente activo, no único ni mucho meno exclusivo, en el proceso de enseñar, aprender y evaluar.

Bajo esta óptica, “El profesor que no lleve en serio su formación, que no estudie, que no se esfuerce por estar a la altura de su tarea no tiene fuerza moral para coordinar las actividades de su clase”.33 Y es que para Freire, ser maestro es asumir una profesión, lo que tiene que ver por una parte con la defensa de la propia identidad y, por otro, con la obligación que como docentes tenemos de nuestra capacitación.

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Revisión David René Thierry García]

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Enseñar es, entonces, desempolvar la imaginación y provocar la creativi-dad indócil. Es hablar de un “yo” en es-trecha relación con un “tú”, que ansía alcanzar un “nosotros”. Es un vínculo que se busca establecer con “lo otro” y “los otros”. Es reconocer la otredady apostarle a la solidaridad social y política, y a una ética del género hu-mano que respete nuestra identidad planetaria.

Hablar de docencia con decencia es reconocer que nada puede enseñar el que nada sabe, por lo que resulta vigen-te –y urgente– el deber de preparar-nos. También es necesario ejercer una vigilancia sobre nosotros mismos “[...] para evitar los simplismos, las facilida-des, las incoherencias burdas”.34 Es un deber reconocer el carácter formador de la educación y la naturaleza eminen-temente ética de esta actividad.

De esta manera el maestro, cons-ciente de su inconclusión, no debe, al enseñar, castrar en sus alumnos el deseo de aprender. Debe formar y no domesticar. Alentar en sus estudiantes la aventura del pensamiento y no con-fi arlo todo a la memoria ni a la razón. Freire decía “[...] estudiamos, apren-demos, enseñamos y conocemos con nuestro cuerpo entero. Con los sen-timientos, con las emociones, con los deseos, con los miedos, con las dudas, con la pasión y también con la razón crítica. Jamás sólo con esta última”.35

Bajo esta óptica, un maestro que respeta y fomenta el respeto por la dignidad humana y reduce la distancia entre lo que dice y lo que hace, entre lo que piensa y lo que realiza, que ejer-za con responsabilidad su tarea y ame lo que hace, tiene razón de ser.

Enseñar es despertar la esperan-za para enfrentar un mañana que no está dado. Es aprender y compartir

el aprendizaje que nos permite vivir, convivir y sobrevivir; es conocer el mundo y buscar transformarlo. Que la enseñanza tiene que ver también con la disciplina y la autoridad, es cierto. Pero la primera no se refi ere a un adoctrina-miento ni la segunda a un autoritaris-mo. “La única autoridad –afi rma Juan José Arreola– que podemos consentir es la que se desprende de la capacidad, de la categoría intelectual, de los dones del conocimiento obtenido a lo largo del esfuerzo, o de las cualidades a ve-ces innatas que hace del maestro tam-bién un artista”.36

Paulo Freire confesaba:

Soy profesor en favor de la decencia contra la falta de pu-dor, en favor de la libertad con-tra el autoritarismo, de la auto-ridad contra el libertinaje, de la democracia contra la dictadura de derecha o de izquierda. Soy profesor a favor de una lucha constante contra cualquier for-ma de discriminación, contra la dominación económica de los individuos o de las clases so-ciales. Soy profesor contra el orden capitalista vigente que in-ventó esta aberración; la mise-ria en la abundancia. Soy profe-sor a favor de la esperanza que me anima a pesar de todo. Soy profesor contra el desengaño que me consume y me inmo-viliza. Soy profesor a favor de la belleza de mi propia práctica, belleza que se pierde si no cui-do del saber que debo enseñar, si no peleo por este saber, si no lucho por las condiciones ma-teriales necesarias sin las cuales mi cuerpo, descuidado, corre el riesgo de debilitarse y de ya no ser testimonio que deber ser de luchador pertinaz, que se cansa pero no desiste. Belleza que se esfuma de mi práctica si, sober-bio, arrogante y desdeñoso con

los alumnos, no me canso de admirarme.37

En esta cita Freire es contundente. Enseñar no sólo es rechazar dogmas, incentivar la duda, develar la compren-sión de algo, desatar el ingenio, la ima-ginación y la creatividad. Enseñar es, ante todo, emprender una lucha con-tra la ignorancia que nos acecha y que busca anestesiar nuestra mente. Lucha que no se da precisamente de manera violenta sino que es más bien afectiva y alegre. Lucha que se vale de la cali-dez humana de los maestros y de su calidad profesional, de su competencia científi ca y técnica. Lucha que, por ser humana, no es fría o inanimada sino que mezcla sentimientos y emociones, deseos, sueños, utopías, valores.

34 ibídem. p. 49. 35 Freire, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. p. 8.36 Arreola, Juan José. op. cit. p. 121.37 Freire, Paulo. Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. p. 99.