cuentos para esperar en los semáforos
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Antología de microrrelatos de Aster NavasTRANSCRIPT
Cuentos para esperar en los semáforos
Aster Navas
ESTIMADO PEATÓN
No, si ya sé que no llega usted al metro o al médico y que así, a primera vista no se
acerca ningún vehículo en ninguno –cerciórese, haga el favor- de los dos sentidos pero se la
está usted jugando.
¿Cuánto puede tardar en cambiar el semáforo? ¿Unos segundos? Justo lo que tardará
en leer uno de estos relatos.
INMEJORABLES VISTAS.
Les juro que yo quería venderla. De hecho no tardé en poner el cartel –SE VENDE- en
su entrada y mi número de teléfono.
Nadie me llamó y en un segundo pasquín intenté ser más explícito: SE VENDE
CASA.
Tampoco recibí ninguna oferta y decidí afinar más: SE VENDE ESTA CASA.
Nadie se interesó por ella. Tal vez –pensé- la construcción (se) impersonal haga pensar
a más de uno que tendrá que bregar con una inmobiliaria.
VENDO ESTA CASA, redacté finalmente pero al tercer día comprendí que ese “esta”
parecía mostrar fastidio: “esta (puñetera, miserable, ruinosa...) casa”.
Lo corregí: VENDO MI CASA. Al de pocas horas lo retiré. Más que un cartel parecía
una confesión, una renuncia, un naufragio. El texto sugería que estaba desahuciado; un tipo
que ponía el hogar familiar en venta carecía de sentimientos o el agua le llegaba al cuello.
Por eso rectifiqué: NO SE VENDE. Muchos me llamaron preguntando qué era lo que
no se vendía y me vi obligado a aclararlo: NO SE VENDE CASA.
¿Qué casa? –preguntaban. No dejaba de sonar el teléfono y tuve que ser categórico:
NO SE VENDE ESTA CASA.
Las llamadas pedían una explicación más detallada; la razón o las causas por las que
no se vendía. Resultaba –me señaló un señor de Murcia- además confuso: ¿No quería o no
podía venderla?
Intenté ser más elocuente: NO VENDO MI CASA.
Recibí entonces ofertas multimillonarias y hube de ser tajante: NUNCA VENDERÉ
MI CASA.
En fin.
TRES MILÍMETROS
Últimamente, amor, nadie me llama.
He buscado por si acaso mi nombre en la guía. Estoy –fíjate bien- en la cuarta
columna de la página trescientos cuarenta y cinco: GARRIDO, Juan José.
Tres milímetros más abajo he tropezado contigo: GARRIGAS, Marta. No te conozco
de nada pero me ha parecido ver en esa proximidad la mano del destino.
He marcado intrigado tu número. No he sabido qué responder a tu dígame: Lo siento.
Tan sólo estaba comprobando –a veces es tan equívoca- la realidad.
He mirado la dirección y vives dos calles más arriba; según el buzón de tu portal en un
tercero luminoso.
No me ha quedado más remedio –compréndelo- que sitiarte: emboscarme en el bar de
enfrente hasta memorizarte; apostarme en el rellano hasta enamorarme. Tu marido –
convéncete: esta misma mañana te ha dado un beso tan neutro...- te quiere menos que a mí mi
esposa.
Al volver a casa ha sonado por fin el teléfono: GARMA, Claudia. Tan sólo –se ha
disculpado- quería comprobar la realidad: últimamente nadie le llama.
Le he asegurado –no te preocupes- que eras la mujer de mi vida. ¡Cachis! ¡Por tres
milímetros...! –ha dicho y ha colgado. Parecía despechada: seguro que había visto en el
alfabeto el inconfundible dardo de Cupido.
¡La muy tonta!
__________________________________________LOS COCHES DE PAPÁ
Papá siempre tuvo muy bien la cabeza:
- A la chiquilla la operamos de anginas cuando compramos el Gordini -decía con una
seguridad envidiable.
- Recuerdo perfectamente aquellas Navidades -rememoraba- porque tuve un golpe de lo más
tonto con el Seiscientos.
- Cuando se casó Juan aún no teníamos el 124 -argumentaba, y todos nos asombrábamos del
tiempo transcurrido. Fuimos -insistía- a la boda en el Milquinientos; no sé -nos miraba
extrañado- cómo no os acordáis.
Cuando murió mamá malvendió el Clyo y dejó de conducir.
Físicamente está muy bien pero desde entonces -no me digan por qué- le falla cada vez más la
memoria.
Fue a finales del verano; en Septiembre. Lo recuerdo perfectamente: acababa de comprarme
el Ford Mondeo.
En fin.
CUIDADO CON LAS MEDUSAS
Nunca pregunté nada. De niña me dejaba tomar de la mano hasta la playa y allí me apostaba
como el resto. Algo, pensaba, crucial ocurrirá allá en el horizonte, Martita, para que nadie lo
pierda de vista, para que, religiosamente y todos los días este arenal se llene de gente con los
ojos fijos en el mar. Sólo los niños le dábamos de cuando en cuando la espalda para jugar con
la arena; el resto, desde las terrazas, desde las toallas, incorporados en sus tumbonas, no
perdían detalle; contemplaban expectantes las aguas, seguros de que ese martes, de que aquel
jueves, de que ese mismo miércoles ocurriría, por fin, lo que esperaban. Curiosamente ese
acontecimiento sólo tendría lugar –arbitrariedades del destino- un día soleado pues los días
nublados y aún más los lluviosos bajaba curiosamente el número de asistentes.
Con la pubertad seguí acudiendo con mis amigas a las que –tal vez, pensaba, era algo
demasiado evidente y se burlarían de mí- tampoco planteé nada. Continué, pues, plantándome
frente al océano sin cuestionarme el motivo.
Más tarde fui con mi novio de toda la vida; no sabría decirles en qué punto la inercia
desahució al amor.
¿A qué estamos, cielo, esperando? –le pregunté una mañana de Agosto con la vista fija en el
Cantábrico.
Él se puso inesperadamente lívido, como sorprendido en una falta grave y, sin desviar la vista
de las olas, me propuso matrimonio.
Mis niños nunca han preguntado nada; se dejan llevar de la mano hasta la playa.
En fin
DEMASIADO CORAZÓN
El otro día escuché en el metro una confesión inquietante: El sueldo era inmejorable pero yo –
ya me conoces- no tengo estómago.
El estómago se las trae.
De hecho hablamos de él como si tuviera –mi estómago no me tolera el picante- una
existencia independiente.
Mi Antonio tenía –no me puedo quejar- estómago. Sí, estaba completo. De vez en cuando yo
lo decía que no tenía corazón y otros le aseguraban que no tenía cojones. Pero son cosas que
se dicen en sentido figurado: bastaba llevarle al Antonio la mano al pecho o a la entrepierna
para comprobar que tenía lo que hay que tener.
No; todo estaba en su sitio. Lástima –eso acabó con nuestro matrimonio- que tuviera un colon
tan irritable.
Me ponía del hígado.
En fin.
Sol
Munduruk se adentró en la cueva buscando un espacio para una nueva pintura. Un
dardo de luz le iluminó los pies: por un pequeño agujero en la pared entraba una luz blanca y
fría.
Aplicó el ojo a aquel orificio; desde la minúscula ventana vio sin poder leerlo un cartel
que decía Sol y un grupo de mujeres y hombres, ridículamente vestidos, con gesto impaciente.
Primero fue el temblor, luego el estrépito y por fin la enorme culebra metálica.
Cegó asustado la hendidura y alcanzó la salida. Desde entonces, se quedaba, por
momentos, ausente, como si le llegara, difuminado, el inconfundible fragor del metro;
absorto, inmóvil, como aquella tarde en que lo embistió el bisonte.
En punto
Elenita, así, a simple vista, es un encanto, una niña modelo.
La muchacha, de unos diez años, escoge cuidadosamente a sus víctimas: suelen ser
hombres y mujeres que rozan los cuarenta.
Los asalta en plena calle. Señor, ¿qué hora tiene, por favor? –pregunta a bocajarro.
Las once y cuarto, cielo –dicen, alejándose acera adelante, con los hombros más
caídos que hace apenas un instante, con algunas canas más en las sienes que hace tan sólo un
segundo.
Mejor no les cuento lo que hace con los ancianos.
Manchas
El vecino del quinto coincide con la vecina del tercero en el ascensor. Lleva meses soñando
con ella: se acuesta y la recrea cada noche, desnuda y cómplice, en su misma cama.
Con un gesto que le desarma, la mujer se aparta la melena y muestra en su cuello la deliciosa
mancha de café que el tipo tantas veces ha imaginado.
Se despide fría y distante; no sabe que ese cuarentón conoce las coordenadas exactas de su
ombligo.
Sobrinos, primos y demás familia
Don Marcial García Ruibarbo
CATEDRÁTICO DE HISTORIA DEL ARTE
D.E.P.
Misa funeral a las siete y media de la tarde de mañana Miércoles, 25 de Mayo, en la Basílica de Santa María: Planta de cruz latina, bóveda de crucería; gótico tardío.
En fin.
Hechos consumados.
El tipo, mal que bien, consumó su matrimonio.
Años después, arruinado, consumó un atraco.
Nunca me explicó por cuál de los dos delitos acabó en la cárcel.
En fin.
Recórcholis.
Tengo un montón de palabras muertas de la risa. Me pasa con ellas lo que con una
camisa estampada que nunca saco del armario: no encuentro el momento, la ocasión de
lucirla; no encaja con ninguno de mis pantalones.
Además con las palabras hay que tener un cuidado especial porque se oxidan: decide
uno, tras mucho meditarlo, decir “jolín” y la puñetera exclamación suena mal, como una
bisagra herrumbrosa.
Hoy, por fin, he tenido la oportunidad de decir “¡cáspita!”. La tenía especialmente
abandonada. Sí, “¡cáspita!” he dicho presuroso –la ocasión la pintan calva- cuando mi mujer
me ha confesado –“tenemos que hablar, cariño”- que tiene un amante.
Ella entonces me ha mirado alarmada.
Te perdono porque te veo “contrita” –he añadido.
Más que nada para tranquilizarla.
En fin.
Ocho
Salí del garaje y tropecé con el semáforo cerrado.
Me impacienté esperando la luz verde y miré incluso con antipatía a los peatones.
Era el primer disco -pensé- de los ocho que me separaban de la autopista. Embragué, metí
primera y llegué al segundo; en el octavo me enzarcé con el vendedor de kleenex.
Al volver del trabajo recorrí aquel laberinto de luces en sentido inverso.
Al llegar a casa respiré aliviada. Pablo me abrazó y yo me separé delicadamente.
Nunca debí regalarle aquel pijama rojo.
En fin.
Zoco
A Antonio Miranda le fascinó Estambul.
En el zoco se encaprichó de un brazalete de bronce y ámbar y, por señas, preguntó su precio
al orfebre.
Regateó con gestos hasta que, sin esperarlo, le brotaron las primeras palabras en turco: unos
monosílabos que crecieron y se hicieron frases.
Incapaz -no entendía ni papa de castellano- de volver a casa, abrió el puesto más humilde de
este mercado: el de contador de historias.
Yo -por cuarenta piastras- le compré ésta.
Un poco -no sé regatear- cara...
En fin.
Yo (quizás él)
Paciencia y barajar -me dije.
Sí. Paciencia y barajar, Bernardo -me dije el día que me rescindieron el contrato.
Sí; eso me dije en el ascensor. No; por supuesto que no hablo solo; como mucho -la jodiste,
Bernardo- alguna exclamación, uno de esos exabruptos reflejos que a usted también se le
escapan si se corta al afeitarse.
Poco a poco, sin embargo, empecé (acaso debería decir "empezó") a hacerme preguntas -¿Por
qué no te tomas la tarde libre, Bernardo? y -es una idea cojonuda- a responderlas.
Aquellas frases se convirtieron en reflexiones, anécdotas...
Ayer mismo me conté (tal vez debería decir "me contó") un chiste buenísimo. Es (no sé si
decir "soy") un cachondo.
Estás loco, Bernardo -me dije, (bueno, me dijo) muy serio, tras escuchar mi (no sé si decir
"su") risa floja.
En fin.
Te imagino
Durante un tiempo viví junto a un campo de fútbol. Las tardes de domingo podía ver los
encuentros que disputaban voluntariosos equipos de Regional Preferente. Un edificio más alto
me impedía ver la mitad del estadio; tuve que inventar muchos goles, arriesgados avances por
la banda y memorables paradas.
Más tarde me mudé a un bloque cercano a la estación: desde su balcón podía ver los vagones
apostados en las vías. Un pabellón industrial me ocultaba los andenes de los trenes de largo
recorrido; intuí presurosos viajeros, emocionadas despedidas, gestos desatados y
contenidos.
Vine después a este apartamento frontero al tuyo. A diario te puedo ver deambular por la casa;
leer en el salón, trajinar en la cocina. Una torre de oficinas me oculta tu alcoba; te
imagino…
En fin.
Dominó
El tipo del andén bostezó. La mujer lo vio desde el vagón y no pudo reprimir otro bostezo que
viajó por todo el convoy rebotando de boca en boca.
Una niña de trenzas lo apeó por fin en Embajadores y se lo contagió a un mantero con el que
alcanzó la calle.
Allí el bostezo se subió a una motocicleta, enfiló la avenida y se repartió a derecha e izquierda
en un semáforo.
A mí me ha atrapado sentado con Marisa en esta terraza.
Te aburres conmigo -me ha dicho, enfadada, y se ha perdido calle abajo.
Hacia Embajadores.
En fin.
Sol
Munduruk se adentró en la cueva buscando un espacio para una nueva pintura. Un dardo de
luz le iluminó los pies: por un pequeño agujero en la pared entraba una luz blanca y fría.
Aplicó el ojo a aquel orificio; desde la minúscula ventana vio sin poder leerlo un cartel
que decía Sol y un grupo de mujeres y hombres, ridículamente vestidos, con gesto impaciente.
Primero fue el temblor, luego el estrépito y por fin la enorme culebra metálica.
Cegó asustado la hendidura y alcanzó la salida. Desde entonces, se quedaba, por
momentos, ausente, como si le llegara, difuminado, el inconfundible fragor del metro.
Absorto, inmóvil, como aquella tarde en que lo embistió el bisonte.
Cuestión de detalle
Llevo quince años yendo al mismo peluquero; como profesional es un desastre pero, mientras
perpetra su corte de pelo, el tipo se interesa por mi úlcera de estómago; eso le absuelve.
Llevo diez años con el mismo mecánico; como profesional es lamentable pero, mientras me
cobra las bujías que no me ha cambiado, el hombre me regala un ambientador con aroma de
lavanda; eso le indulta.
Mi mujer lleva ya tres meses con la misma aventura; como amante, según ella, el tipo es un
fraude pero, cuando abandona nuestro dormitorio, olvida siempre sobre la mesilla una
cajetilla de Chesterfield; eso le salva.
Carne
Cuenta la leyenda que hubo un rey de Arabia que abdicó inesperadamente en su
primogénito.
Su poder alcanzaba las nieves del Atlas pero nada podía contra la muerte. Fue por eso
que una mañana de Abril e subió a un alazán blanco y con una docena de hombres abandonó
el palacio.
Durante años recorrió todas las regiones de su inmenso reino. En cada pueblo, en cada
aldea, junto a cada oasis encontró siempre un cuidado cementerio.
Cuenta la leyenda que llegó un buen día a un valle que no recogían los mapas. Era un
lugar insólito pues no había rastro de tumbas, panteones, piras ni mausoleos. Fueron recibidos
con una hospitalidad encomiable y acomodados en un hermoso palacete. Los trataron con una
delicadeza exquisita: comieron los mejores platos, bebieron una hidromiel deliciosa y
durmieron con la certeza de saberse inmortales.
Sólo meses más tarde, cuando el chamán lo desnudó bruscamente y, mirándolo
satisfecho, desenvainó la daga, comprendió que eran caníbales.
Frente frío.
Nunca fui mujer de un solo paraguas. Pocos, muy pocos me han durado semanas; la
mayoría días contados.
Y no, no es cuestión de olvido o memoria. Si los abandono –escojo minuciosamente el
espacio y el momento- en el metro o sobre la mesa de un restaurante es, simple y llanamente,
por desamor.
Necesito cada vez más tiempo para superar esos naufragios. Paso meses buscando un
nuevo candidato: prefiero, después de tanto fracaso, calarme hasta los huesos a equivocarme.
Me pateo tiendas y centros comerciales: unos chulean de doble varilla, otros –los más
vulgares- de centímetros de contero; los plegables juran y perjuran que se adaptarán a mi vida.
Este otoño torrencial me ha hecho precipitarme: ahí lo tienen, en el atestado paragüero
de esta cafetería. Sí, el estampado.
Como lo pierda de vista o lo deje de la mano, me abandonará y se irá con cualquiera.
No; no parece –fíjense cómo presume de mango- paraguas de una sola mujer.
En fin.
Parche
Si lo cuento es porque estoy preocupado: llevo una semana viendo esas bicicletas. No, ya sé
que es normal ver una bicicleta pero no así: con su rueda trasera -siempre la misma...-
pinchada. Sus dueños las arrastran con gesto de fastidio por parques, calles y avenidas; otros
desmontan en mitad de las aceras la cubierta y componen el neumático.
Si lo cuento es porque tal vez tenga algún significado: son demasiadas bicicletas pinchadas;
hoy, sin ir más lejos, ya he visto tres.
Tal vez los hados quieren decirme que algo va mal; ya sabe, que debo detenerme, "apearme"
y poner remedio a mi vida.
Sí, es algo parecido a cuando veía bailarinas de ballet. ¿Recuerda, doctor? Una esperando el
autobús; otra, más allá, en la frutería; aquella, en la boca del metro.
No sé; no sé...
En fin.
Titulares
La mujer del tren desplegó el periódico.
El hombre que viajaba a su lado desvió la vista hacia el diario. Al principio, tímidamente;
luego, tras ponerse unas gafas graduadas, con total desparpajo. Se sentía incómodo así, con la
cabeza ladeada, y acabó pasando el brazo por sus hombros.
Si quiere usted echarle un vistazo, caballero... -se enfadó ella, plegándolo y tendiéndoselo.
El hombre del tren lo abrió entonces por la sección de deportes.
La mujer desvió los ojos hacia las noticias. Al principio, tímidamente; luego, sin ningún
recato.
Se sentía incómoda así, con la cabeza inclinada, y acabó apoyándola sobre el antebrazo de
aquel tipo.
Terminaron haciendo el amor en un hotel que se anunciaba en la página 14.
En fin.
Guau
Vivía al lado de la estación. De hecho, el tren pasaba a escasos metros de su propia casa; lo
suficientemente cerca como para apreciar cada detalle.
Hacía ese trayecto -ida y vuelta- cada día. Una mañana reparó en -nunca se hubiera comprado
aquellos pantalones- la ropa que colgaba en el balcón, en el extraño coche aparcado en su
entrada; en el -de dónde demonios habría salido- inquieto perro que custodiaba la verja.
Algunos días un tipo de bigote asomaba a alguna de sus ventanas; otros, una mujer pelirroja.
Un niño de unos cuatro años trastabilleaba por el... por su... -¡qué coño!- jardín.
A su regreso nada quedaba de aquella absurda alucinación cotidiana.
Tras el desconcierto acabó gritando a aquellos intrusos desde la ventanilla. Ni siquiera -debían
llevar tanto tiempo viviendo allí- levantaban la vista al paso del convoy.
En fin.
Palabras
Se conocieron en el funeral de un amigo común.
Estoy tan... no sé; me siento tan... -dijo ella.
Consternada -sugirió tímidamente él.
Se vieron durante un tiempo.
Tal vez... se me ocurre... claro que no sé qué pensarás tú. Tal vez podríamos vivir... -propuso ella.
Juntos -concluyó él.
Creo... claro que habría que confirmarlo... que estoy... -anunció ella, al de un par de años de casados.
Embarazada -dedujo él.
Vino después el desencanto y ella le reprochó lo que ya era un secreto a voces.
No es necesario que te inventes más congresos. Ya sé que este fin de semana has quedado con... ya sabes... tu -le reprochó ella.
Amante -reconoció él.
Quiero que sepas que eres, eres... -se irritó ella.
¿Despreciable? -preguntó él.
No. Eres un... lo tengo -es una palabrota- en la punta de la lengua; eres un...
¿Un hijoputa? -reconoció él.
No exactamente; eres un... le espetó.
¿Un cabrón? -aventuró él.
Sí; pero un cabrón, cabrón; un cabro...
¡Ah! Un cabronazo -sentenció él.
Eso mismo -le abrazó, aliviada: sin aquel tipo estaba perdida; no encontraba, ya
saben..., las... sí, hombre; las...
En fin.
Cebra
Aparte de los lugares de encuentro convencionales como bares, cines o cafeterías, los
seres humanos se suelen agrupar en los pasos de peatones.
Se apostan unos frente a otros, impacientes, y, guiados por una señal convenida del
semáforo o del sentido común, se lanzan como posesos unos hacia otros. Pero esta
impulsividad apenas dura unos instantes pues, justo en el preciso momento en que deberían
encontrarse, se esquivan disimulada o descaradamente.
Muy pocos son los que se detienen en mitad de la carretera o de la calle y se dan un
abrazo, un apretón de manos, uno de esos curiosos besos...
A pesar de que este tipo de espacios acotados con rayas blancas son muy numerosos,
el tiempo del que se dispone para cruzarlos es tan limitado que resulta difícil relacionarse e
intimar: para cuando se balbucea un buenos días o está usted preciosa, señorita, el semáforo se
cierra o un vehículo los disuade de seguir en la vía pública.
Una lástima. Se los ve –no sé...- tan solos.
Trescuartos.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Pablo Neruda
Jodida ropa, Natalia. Ahora, al abrir el armario, tengo la sensación de enfrentarme a un
peligro tácito, a una mina antipersona. Jamás imaginé que entre el algodón, el lino, el tergal y
las microfibras se agazaparan bombas racimo, tomahawks y misiles de largo alcance.
Jamás imaginé que en los recovecos de las chaquetas, de los abrigos, de los pantalones
se ocultaran armas tan refinadas, artefactos –nuestro matrimonio fue una guerra- sin explotar
con los detonadores aún intactos.
Lo había, Natalia, superado tan bien: el desamor, el divorcio, la guerra por la custodia,
la soledad desconcertante del apartamento. Cuatro años olvidándote, dando esquinazo a la
nostalgia, borrándote del disco duro.
Jamás debí ponerme aquella trenca, la marinera; ya sabes, aquel viejo tres cuartos azul
oscuro. Pero, este invierno, tesoro, es muy crudo y la pensión que os paso no me deja renovar
mi vestuario.
Fue frente al espejo; al guardar la billetera -con una mano ya en la puerta, con un pie
casi en el felpudo- cuando tropecé en su bolsillo interior con las entradas: el cine Rex, la peca
tostada de tu cuello intermitente bajo la bufanda.
Hijos de un dios menor, Fila 7; 20:30.
Me ha costado llegar a Cortefiel. Iba, amor, tan malherido.
A diestro y siniestro
Siempre tuve ese problema. Por lo demás -créame- siempre fui un chico brillante pero me
hacía un lío con izquierda y derecha.
Ponga su nombre a la derecha, Gutiérrez -me decía Don Félix, mi maestro de primeras letras.
Yo me bloqueaba entonces por unos instantes y lo colocaba finalmente a la izquierda.
Ni qué decir tiene que mis problemas crecieron en la mili: las horas de instrucción eran un
tormento y no tardé en convertirme en mofa, befa y bufa de todo el destacamento.
Luego llegó la democracia y nunca supe si votar izquierda o derecha.
¿Y dice usted que ésta no es mi casa sino el 5º izquierda?
Entonces ¿quién coño es la mujer que está aquí en la cama, a mi derecha?.
No sabe, créame, cuánto lo lamento.
Suelte, se lo ruego, la pistola que tiene en su mano izquierda.
¿O es la derecha?
En fin.
Piel de naranja
(Hombre y mujer caminan por la playa. Atardece. Han hablado ya de los hijos, del tiempo, de
la excelente residencia donde, por fin, han admitido a la madre de él; de la reforma –
inaplazable- de la cocina, de la revisión –hace un ruido tan raro- del coche; de que ella no sea
acaba de fiar del Fresh Banking, de que él sí; de Bertín, de House –no es tan diferente, cielo,
de nuestro médico de familia-; de las ventajas de viajar en tren...)
ELLA. (Llevándose de repente las manos a las piernas) ¿Crees que tengo celulitis?
ÉL. (Rotundo, acompañándose incluso de un exagerado movimiento de cabeza) No, cariño.
En absoluto.
ELLA. Lo niegas con tanta firmeza para no preocuparme. Por lo menos (se detiene) podías
mirarme.
ÉL. Tal vez tengas (fija la vista en los glúteos de ella y entrecierra con gesto de avezado
cirujano los ojos) un poco; pero muy poco... Yo te veo aún (nada más decirla repara en lo
desafortunado de la palabra y se muerde el labio inferior) guapísima.
ELLA. ¿Insinúas que empiezo a estar mayor? (Ha subido el tono de voz)
ÉL. (Pasándole la mano sobre el hombro) Yo no he dicho eso, ratón.
ELLA. Pero lo piensas; sé que lo piensas (dice ella buscando los labios de su marido: juraría
que ayer mismo -¿o sí?- no tenía ese bigote)
En fin
Cajas
A Dios gracias la señora acabó serenándose. Deshechita había estado la pobre Doña
Noelia hasta ese instante.
Claro que no era para menos. Mira que también Don Pablo morirse así, de esa manera
tan turbia, en ese horrible garito –siempre llevó una vida tan desordenada- del Barrio Chino…
Sí; menos mal que, al verlo en el féretro, la señora acabó tranquilizándose: todos la
vieron tan entera en las exequias, tan conforme junto al ataúd de pino, tan fuerte cuando
sellaron el nicho...
Ya en casa sorteó con una sorprendente elocuencia los últimos pésames y se encerró
en el vestidor. Fue colocando cada prenda en su percha, cada complemento en su cajón; esta
pulsera en este joyero; el broche de ámbar en aquel cofrecito; los pendientes en su cajita
nacarada.
Sonreía.
El hombre del tiempo
El tipo, menudo y achaparrado, no tenía la apariencia de mago, adivino ni zahorí. No tenía en
los ojos una fuerza especial, movía las manos con una torpeza descorazonadora y hubo que
ayudarlo a colocar aquel baúl en medio de la plaza.
No perdió el tiempo en presentaciones y en medio de un silencio clamoroso abrió la
tapa del arca y extrajo de ella unas katiuskas y un impermeable.
Se calzó y se vistió con una absurda premura, miró al cielo y abrió un paraguas de
fieltro bajo el cielo raso.
Llovió durante dos semanas mansamente; se llenó el pantano y concluyó la pertinaz
sequía.
El forastero vivió desde entonces en palacio con su mágico equipaje. Durante años se
vistió según las necesidades del reino, asegurando la siega y la vendimia. Durante años
tuvimos nieve en Enero y un tibio sol en mayo. Durante años el invierno no fue
excesivamente severo ni la canícula demasiado rigurosa. Durante años el crudo viento del
nordeste fue una brisa tenue que apenas alteraba a las veletas.
El monarca, tan vanidoso, le pidió un día disfrutar de la playa en Febrero.
Los trigos, majestad, esperan la lluvia para espigar; ya os bronceareis en julio –le
repuso convencido.
El hombre del tiempo fue ajusticiado y desde entonces el rey dispuso a su antojo de su
vestuario.
Es una pena que a las infantas les haya apetecido esquiar en Mayo: estaban ya tan
hermosos los naranjos…
Fe de vida
En este mundo –créanme- hay sitios increíbles. Posiblemente el más increíble de todos sea el
Registro Civil.
Ayer mismo me pasé por allí en busca –abrigaba algunas dudas- de mi fe de vida. Una
funcionaria muy amable me ha certificado en un folio sepia que le consta que sí, que juraría
que un servidor está vivo; muy desmejorado pero vivo. Vamos, que ella pondría la mano en el
fuego
Mientras estampaba el membrete pensé que si yo estuviera en su lugar me sentiría
desbordado: antes de mí había asegurado por escrito a una mujer que su marido estaba
muerto. Que no le diera más vueltas; que desde ese momento no contara con él para bajarle la
basura.
Al salir coincidí con la viuda en el ascensor. Yo me sentía tan vital y ella... tan liberada.
Entiéndanlo.
Together
Un buen día me asomé al espejo y me saludé.
Buenos días, cabronazo –me dije, ya saben, en tono de broma; una tontería como otra
cualquiera para enfrentar el lunes.
Un respeto, caballero –me respondió con voz más grave y pausada el tipo del otro
lado, un individuo con idéntica apariencia pero -a la vista estaba- bastante mejor educado.
Durante un tiempo siguió así, manifestándose discretamente: una maldición, un
juramento o una salida de tono y el otro Mariano asomaba y me afeaba –cálmate, hombre-
con un susurro conciliador tanto temperamento.
Paulatinamente debió ir tomando confianza pues fue subiendo el volumen. Ya hace
meses que discute –hemos llegado a la descalificación en el metro y a acalorados
enfrentamientos en autobuses interurbanos- conmigo en público. Se atreve a reconvenirme –
no digas tonterías, capullo- y amonestarme con un tono cada vez más insolente; me quita la
razón delante de mi mujer e hijos y, cuando veo un partido de fútbol, anima siempre al equipo
contrario.
Cuando pido un con leche él prefiere un cortado y me he llegado a cambiar diez veces
de zapatos.
Sí. Sé lo que están pensando. Yo también hubiera ido hace años al psiquiatra pero el
muy hijoputa –he trepado varios puestos en la empresa- habla un inglés comercial impecable
y tiene conocimientos de informática a nivel de usuario.
Además, hago el amor todas las noches: el muy canalla tiene enamoradísima a mi
esposa.
En fin.
La vida es móvil
En el compartimento viajábamos cuatro pasajeros.
El primero en sonar –el tren acababa de salir de Bilbao- fue el del señor calvo.
De acuerdo, cielo- respondió.
El segundo –el convoy se acercaba a Miranda- fue el del joven de la corbata.
Sí; me abrigaré, cariño- aseguró.
El tercero –por los cristales se adivinaba la silueta de Burgos- fue el de la monja
mercedaria.
Llevo las pastas, madre –confirmó la sor a su abadesa.
Luego fue creciendo aquel silencio incómodo y expectante y me tuve que apear,
abochornado, antes de llegar a mi destino.
Sólo entonces sonó mi móvil; aún se distinguía el furgón de cola.
En fin.
No me lo tomen a coÑa
En lugar de tela siempre digo paño. Nunca peleo; riño. A la patria siempre la llamé
terruño; cariño, a mi compañera.
El óxido es para un servidor roña; el aseo, un baño; la felicidad, un sueño.
No hay rocas sino peñas; no hay tubos, sino caños. Cuando me sorprendo digo
¡Coño...!
Sobre cualquier fruta dadme piña; no hay río como el Miño, deporte como la caña.
De cuando en cuando tengo el corazón en un puño.
Me llamo Toño. Toño Egaña Vicuña.
Prefiero no dar más señas
Nos ha jodido Mayo con las flores
Al Corte Inglés. Aquel año, amor, también la primavera llegó primero al Corte Ingles
y del brazo de Emidio Tucci fue escalando plantas hasta llegar a Oportunidades.
Sólo después se asomó a las calles y fue reclamando el ombligo de las adolescentes,
los bancos de los parques y las terrazas de las avenidas.
El caso es que un buen día el aire se nos antojó tibio y la luz eterna; cargamos
entonces el coche con una mesa de camping y una nevera y nos fuimos de picnic.
Tras los postres tú seguiste deshojando margaritas.
Me quieres; no me quieres; me quieres; no me quieres; me quieres; ¡no me quieres!
¿Lo ves Mariano? –me dijiste lanzándome una mirada implacable mientras yo me levantaba
azorado en busca de otra flor (la vigésimo sexta) que desmintiera rotundamente a sus
compañeras.
Prueba, cariño, con ésta –sonreí forzadamente, un poco harto de aquel juego.
Comenzaba a odiarte con la misma fuerza con que te amé en invierno. En fin, amor,
que nos ha jodido –y bien- Mayo con las flores.
Ponte a la cola
Desde niño me fascinaron las colas. Recuerdo que en la escuela, Don Evaristo nos hacía
formar antes de subir a las aulas. De cuando en cuando me asalta la nitidez de aquel recuerdo:
el desangelado patio, el tono casi marcial del maestro, las filas cerradas y perfectas, mi primer
pantalón largo.
He hecho auténticos amigos en las colas: avanzan con una lentitud exasperante e invitan a la
conversación y a la confidencia. Haciendo, en fin, cola en el cine conocí a mi esposa; una
pelirroja de pies zambos y ojos almendrados que suspiraba por Errol Flynn. Años después me
abandonó por un tipo que encontró en la cola de un autoservicio. Antes -contémoslo todo- yo
le había sido infiel con una viuda que me tropecé en la cola del registro Civil.
El fin de semana que me corresponde llevo a mi hijo al Parque de Atracciones; hacemos cola
disciplinadamente hasta alcanzar -nos da tiempo a hablar de tantas cosas...- la noria o la
montaña rusa.
Me fascinan -ya ven- las colas: es tan intrigante saber quién es la morena que tienes por
delante; quién, en cuestión de segundos se te pondrá detrás; indagar para qué puñetas vamos a
esperar así, pacientemente, en fila de a uno, civilizada y ordenadamente; cómo reaccionará la
gente si intentas colarte... Al llegar mi turno y para no levantar sospecha me matriculo sin
mucho convencimiento en italiano, me subo a un escandaloso tren turístico, compro una
entrada para un concierto de Azúcar Moreno o doy la señal para un apartamento en
Torrevieja.
Hoy, por cambiar, he intentado colarme en esta fila interminable. Nadie, curiosamente, se ha
indignado; han tolerado mi escaramuza con una sonrisa condescendiente, casi agradecida.
Sólo -hay tan buena gente…- podía ser la cola del Infierno.
Las horas
Hasta hace nada –apenas unos meses- Gregorio Costa había sido un tipo equilibrado y
juicioso.
Su vida y su psique dieron un vuelco a raíz de aquel telediario. Nada en definitiva del
otro jueves: las primeras nieves, una calle de Cisjordania, Bagdad...
Gracias por elegirnos para informarse y recuerden que hoy a las tres serán las dos –concluyó
la locutora sin despeinarse.
Al bueno de Gregorio el mundo se le vino abajo. Su vida era de una regularidad
aritmética: los días tenían veinticuatro horas; las horas, sesenta minutos.
Algo, resumiendo, se quebró en su interior. Medio año en una –qué amables los
eufemismos...- casa de reposo le había devuelto una estabilidad que por momentos creyó
irrecuperable.
La doctora Uriarte convirtió durante ese tiempo al enemigo de Gregorio en su mejor
aliado. La terapia fue la rutina: los miércoles, garbanzos; a las dieciocho veinticinco –así
caigan chuzos de punta- paseo; cinco cucharadas soperas de cereales, siete –ni uno más ni uno
menos- largos de piscina; el patio mide novecientos cincuenta y dos pies, a las veinte cuarenta
y cinco se apaga la luz.
El veintisiete de Marzo el paciente fue finalmente dado de alta. Todos lo vieron
traspasar, renuente, la verja de la calle.
Unas horas más tarde hubo de ser ingresado aquejado de una crisis de pánico:
acababan de afirmar por televisión que esa misma noche a las dos serían las tres.
La extraña pareja
(Hombre y mujer apostados en el alféizar de una ventana. El sol de media tarde ha
tomado la ciudad y da gusto estar así, mano sobre mano, entreverados los ojos. La calle se
muestra extrañamente vacía: ni coches ni peatones)
HOMBRE: Un día de estos (por su tono diríase que intenta impresionar a su esposa)
me armo de valor y salgo de casa.
MUJER: (Aferrándose a su brazo) No digas (por su mirada, se siente orgullosa de su
marido) tonterías.
(Unos inesperados pasos sobre la acera interrumpen la conversación de la pareja. El
caminante avanza con pies de plomo. De vez en cuando se detiene como si no supiera por
dónde continuar su camino. A doscientos metros del súper el asfalto se abre y lo devora.
Anochece)
Rain man
El joven se metió bajo su paraguas en el semáforo. Llovía a mares y el tipo –disculpe-
se acercó a la mujer.
Al cambiar el disco ella apresuró el paso pero él no se despegó de su lado. La mujer no
se atrevió a disuadirle: diluviaba y no hubiera sido justo reprocharle su conducta.
Por otro lado, la naturalidad y el desparpajo con que el extraño se movía la
descolocaba. Por eso siguieron así, sin mirarse, durante un buen rato por la Avenida.
El intruso era ligeramente más alto y, al tercer varillazo, se ofreció –permítame- él a
empuñarlo.
Poco después la pasó el brazo por los hombros y la dejó sin argumentos para
despedirlo en el portal o impedir que subiera en el ascensor: para cuando se quiso dar cuenta
lo tenía tomando una cerveza en el sofá.
Le costó convencer a su marido para que le hicieran –en el tresillo, amor, no hay
quien duerma- un hueco en la cama y mediar –no querrás, Teodoro, que contraiga cualquier
cosa- cuando aquel desconocido pidió un preservativo.
A ella –hay que probar de todo, Marisa- le resultó aún más difícil aceptar que aquel
adonis fuera bisexual.
Se despidió a primera hora y lo vieron alcanzar la calle desde la ventana; llovía a
cántaros y, al llegar al semáforo se refugió –disculpe-bajo el paraguas de una mujer.
Nunca se había sentido tan celosa.
En fin.
Complementarios
El resto de pájaros solía preferir los cables del tendido, las antenas, las chimeneas.
Sólo el inquieto arrendajo se posaba sobre aquella oxidada veleta.
La veleta era para el arrendajo una atalaya excelente; de la veleta partía y a la veleta
volvía una y mil veces.
El arrendajo embellecía el desnudo brazo de la veleta; ésta lo sujetaba orgullosa, como
quien muestra un tesoro.
Aquel matrimonio tan bien avenido naufragó una tarde de Noviembre:
No paras en casa –dijo la veleta al pájaro reprochándole tanto trajín.
Pues a ti te dan a veces unas ventoleras… –respondió el pájaro afeándole a la veleta su
volubilidad.
Esa misma tarde el arrendajo se apoyó en la parabólica. La veleta, despechada, le dio
la espalda aprovechando el inesperado viento del nordeste.
Tras la torre de la iglesia se agazapaba el invierno.
Mi mano derecha
Hace un tiempo que mis manos se llevan fatal.
La diestra se debió hartar un día de tanto agravio comparativo: mientras su compañera
se entregaba a la desidia, a ella se le confiaban todas las tareas.
La gota que colmó el vaso debió ser el Rolex que hace un mes coloqué a la izquierda
en su muñeca. Ese mismo día intenté aplaudir y ambas se cruzaron en el aire sin llegar a
encontrarse. Desde entonces la derecha, despechada, no responde a ninguno de mis dictados y
actúa con una independencia retadora. Delega las labores más ingratas en su contraria y me
pone en un brete continuo: ayer mismo en una reunión de trabajo se dedicó a hurgar en mis
narices, hoy a la mañana - cuando se lo he reprochado me ha soltado un soplamocos- ha
pellizcado en el trasero a la vecina del quinto. Prescinde de los cubiertos, roba en el
supermercado y hace gestos obscenos a la policía.
Es inútil, créame, recluirla en un bolsillo o intentar controlarla llevando el brazo en
cabestrillo.
Por eso, amigo mío, hágale caso y deme su cartera. La muy puñetera es muy capaz de
apretar el gatillo.
Convendrán conmigo
Vaya por delante que nunca me gustaron las multitudes. No; no es que sea un tipo
insociable pero –convendrán conmigo- que las aglomeraciones resultan agobiantes.
Hace un par de años comencé a esquivar a los vecinos. Escuchaba pacientemente tras
la puerta, miraba y remiraba por la mirilla y sólo cuando juzgaba libres reallano y ascensor me
aventuraba a salir de mi domicilio.
A fin de cuentas –convendrán conmigo- es gente con la que uno sólo habla del tiempo
o del mantenimiento del edificio.
No me costó demasiado evitar a los amigos. Los que lo eran de verdad –convendrán
conmigo- hubieran persistido y no lo hicieron.
Fui restringiendo las visitas a mis padres argumentando distancia, exceso de trabajo y
compromisos ineludibles. Su ojito derecho –créanme- fue siempre mi hermano mediano: yo
fui un susto o una sorpresa.
Cambié mi horario de trabajo para no coincidir con mi esposa: es cada día más
violento tropezármela en el baño o en el pasillo. Ayer, por fin, la convencí de las ventajas de
camas y cuartos separados y de lo olvidadita –debería acercarse los fines de semana- que tiene
a su hermana. El roce diario –convendrán conmigo- es lo que destruye los más sólidos
matrimonios.
Tengo –perdónenme- que dejarles. Debo apagar el ordenador y alcanzar la calle: mi
hija va a llegar de un momento a otro. Pertenece –convendrán conmigo- a una generación que
me resulta incomprensible.
Antes debería afeitarme pero he decidido no volver a mirarme en los espejos. No hay
mayor –convendrán conmigo- extraño que ese ser simétrico que nos mira con cara de pasmo.
En fin.
La princesa descalza
Jassim engendró a Besalú, el Prudente; Bessalú engendró a Touzer, el Magnánimo;
Touzer engendró a Tepuí, El Iluminado; Tepuí fecundó entonces a Naroé y ésta concibió a
Ifaín, El Ilustrado.
El reinado de Ifaín fue de lo más convencional hasta que su hija tuvo edad de merecer.
El monarca decidió entonces convocar a justas literarias a sus súbditos: la blanca mano de la
princesa Zulema sería de aquel que cautivara a la Corte con el mejor de los cuentos.
A tan curioso certamen se presentaron ciudadanos de todas las medinas y uno a uno
recitaron en el Salón del Trono sus relatos. Sorprendieron a su majestad el del sapo
astrónomo, el de la mujer de los pies menguantes, el del constructor de laberintos y el del
jardinero perezoso.
Creía el sultán haberlos escuchado todos y a punto estaba de dar su fallo inapelable
cuando apareció ante él el último candidato: era un tipo desvalido pero de mirada,
paradójicamente, desafiante.
Sois, señor, un rey de cuento; un… personaje de papel –dijo y, sin mediar reverencia,
dio al monarca la espalda y caminó hacia la puerta.
El rey, indignado, lanzó tras él al cuerpo de guardia. Los soldados tropezaron en el
primer párrafo y fueron dando tumbos hasta la última –“y comieron perdices”- línea.
A pie de página encontraron el zapato izquierdo de la princesa.
Junto al número 137.
Diana
El paje, un doncel de quince años de nombre Edmond, se dejó poner sobre la cabeza una
manzana Golden y se encomendó a Saint Etienne.
El arquero tomó entonces de su carcaj una de las saetas, humedeció su áspid entre los labios,
la ajustó delicadamente a la ballesta y apuntó hacia el objetivo. El dardo cruzó El Salón de los
Requiebros, apagó con su rebufo las velas de un candelabro de alpaca y rompió el corazón del
fruto que quedó ensartado sobre un precioso tapiz florentino que reproducía las murallas de
Carcasonne.
Doisneau; Marcel Doisneau. Medalla al mérito en la batalla de Poitiers, cruz de plata en las
justas de Avignon, flecha de honor en Savigny -se presentó el tirador, dando por suyo el
trofeo: la mano de la princesa Margueritte.
Aún no se habían acallado las muestras de admiración cuando el segundo doncel se colocó
sobre los cabellos una ciruela Claudia y se encomendó a Sant Antoine. El arquero tomó una
de sus flechas, recorrió su tallo con la yema de los dedos, la apoyó sobre la cuerda y la lanzó
hacia la diminuta esfera. El venablo describió una línea perfecta, despeinó a Mme Givenchy y
reventó la fruta.
Tavernier; Pascual Tavernier. Real caballero de Santiago, lis de oro en los Juegos de Vichy,
Primera Ballesta de Bayonne –se descubrió el tipo volviendo goloso los ojos hacia la infanta.
Se mandó coronar la cabeza del último muchacho con una picota. Mientras el joven se
encomendaba a Saint Maurice, el tirador escogía una saeta de cedro y enderezaba las plumas
de su culatín.
Tensó el arco y el afilado dardo, olvidándose de la cereza, se escoró hacia el flanco derecho,
rozó la nariz de Mme Grenouille y atravesó limpiamente la garganta del rey.
Brosseur; Patrick Brosseur. Republicano; aficionado.
Tamaños
Bajo el microscopio, la bacteria que está acabando con la vida del paciente parece una
galaxia: tiene un núcleo dorado y sus esporas, de diferentes tamaños, orbitan en un mar de
leche.
Nos alejamos del enfermo: ahora vemos su piel, su cuerpo, su cama, la habitación 504,
los tejados del Hospital Clínico; la ciudad a vista de pájaro, la región; el país en una imagen
de satélite; el planeta azul con su luna, la Vía Láctea.
Desde el telescopio la galaxia parece una bacteria: tiene un núcleo dorado y sus
planetas, grandes y pequeños, orbitan en un mar de leche.
En fin.
Bolígrafo
¿Bo-lí-gra-fo? –me preguntó el policía sin mirarme dando vueltas al BIC intentando
desentrañar su funcionamiento.
Sirve para escribir. Antes –miré al tipo con una complicidad ridícula- la gente
“escribía” sobre una superficie de celulosa llamada “papel”.
Es un simple cilindro de tinta con una bola en su extremo –añadí viendo que cada vez
miraba el boli con mayor recelo. Me lo he traído –dije en mi descargo- del 2005. Trabajo en
ese cuadrante del pasado. Se quedó en uno –puse cara de inocente- de mis bolsillos al subir a
la cronocápsula
Se coge así –se lo arrebaté y escribí “BIC” sobre la palma de mi mano. Es –se lo juro,
agente- completamente inofensivo. Allá, en el sigo XXI los muchachos lo llevan a la escuela.
El guardia me lo requisó y mientras me iba empezó a garabatear sobre un pañuelo
desechable.
El preservativo –aquí lo tengo, amor- no me lo encontraron
Bucaramanga
El 24 de Marzo de 1907 el tren llegó a Bucaramanga. El acontecimiento hizo que el
Gobernador en persona viajara en el primer vagón de aquel viaje inaugural.
Al apearse los indígenas lo abuchearon; sólo el alcalde se le acercó con un obsequio en
la mano.
No sé de qué carajo se quejan estos boludos –espetó al edil el Gobernador, mientras
abría el estuche. Dos trenes al día –continuó- tendrán a estos indios desagradecidos
comunicados con el mundo.
Luego se ató a la muñeca el reloj de oro que costeó el ayuntamiento y emprendió el
regreso acompañado por su séquito. Sólo a mitad de camino se percató de que las manecillas
no se movían. Malhumorado lo lanzó por la ventanilla; el muy desagradecido no supo apreciar
que dos veces al día el reloj le daría la hora exacta.
En fin.
XL
El cinco de Octubre de 1972 mi difunta madre me compró en Vistebién una trenca.
Mentiría si dijera que me sentaba como un guante: yo por aquel entonces acababa de cumplir
los cinco años y mamá quería que aquel gabán me abrigara hasta la llegada de la democracia.
Tuve –no les quiero aburrir- una infancia difícil y me recuerdo refugiado en aquella
prenda enorme que se iba adaptando a mí a regañadientes. Una eternidad tardaron en
aparecerme las manos por sus bocamangas y su longitud de sotana hipotecó buena parte de
mis juegos infantiles.
Hasta que conseguí llenarla maldije injustamente aquel trescuartos del que sólo
conseguían librarme los tibios días de principios de Mayo. Sólo la primavera me despojaba de
aquella odiosa armadura que acababa bajo una funda de plástico en el fondo del armario.
Cuando Octubre se encaramaba de nuevo a la copa de los árboles, la pelliza, aún
alcanforada, reaparecía para cerciorarse de que tampoco aquel verano había crecido lo
suficiente.
Tuve que esperar a los nueve años para alcanzarla.
Claro que la historia no termina aquí pues, desde entonces, aquella parca fue creciendo
según yo iba medrando. Al principio atribuí el milagro a la versatilidad de su lana o a los
desconsiderados estirones de mis compañeros con los que siempre andaba enzarzado en
alguna trifulca.
El caso es que alcancé la adolescencia y parecía que me hubieran confeccionado
aquella trenca a medida. Fue también por entonces cuando comencé a sorprender en ella una
complicidad tan humana que me inquietaba. Era ella, motu proprio, la que me cubría con la
capucha cuando el frío o la lluvia arreciaban; era ella la que se desabrochaba disimuladamente
al entrar en un edificio…
En sus bolsillos he encontrado, desde entonces, la solución a infinidad de problemas.
Me basta bucear en ellos para encontrar objetos que hace un minuto no estaban allí: el
preservativo, la moneda que me falta para el bonobús, el calendario de una cafetería que no
conozco; un móvil con el que avisar a la grúa desde la comarcal en la que he pinchado. En
uno de sus huecos estaba ese exquisito regalo de aniversario que olvidé comprar, la aspirina
para ese súbito dolor de cabeza, un encendedor, un mondadientes, un klínex…
Sea cual sea la tesitura ahí está este humilde chambergo para echarme un capote. Por
eso no me lo quito de encima a pesar de los comentarios de la gente; a pesar de que estemos
en Agosto; a pesar de que un industrial como yo parezca con ella -está tan deteriorada- un
pordiosero. A fin de cuentas es el único que ha permanecido a mi lado en este naufragio.
Ahora que mi empresa ha quebrado y los bancos subastan a la baja hasta mis
pertenencias más íntimas, he buscado en sus bolsillos una respuesta.
En el derecho he tropezado –me he sobrecogido; los revólveres tienen el tacto
inconfundible de los reptiles- con una Browning. En el izquierdo una primorosa carta al Sr.
Juez explicándole los motivos para quitarme la vida.
Ya sabía yo que en un momento como éste no iba a dejarme tirado.
Su apenada esposa
Don Pedro Serralvo Garay
METEORÓLOGO
D.E.P.
Misa funeral a las siete y media de la tarde de mañana Martes, 24 de Marzo: cielos nubosos a muy nubosos; riesgo de precipitaciones al final del día.
En fin.
Metro
Gracias a Dios que descubrí el transporte público: hasta hace nada mi difunto me
llevaba en coche a todos los sitios pero desde entonces nada –menos aún esta casa desolada-
es lo mismo.
Me siento tan acompañada; siempre con gente, ahí mismo, a mi lado o en el asiento
frontero: es una proximidad tan reconfortante la de esos pasajeros que apenas encuentran
espacio para esquivarme la mirada.
Eso sí, prefiero el metro. Paso tardes enteras viajando en el suburbano sin alcanzar
nunca esa superficie donde estoy tan sola. Disfruto sobre todo de las horas punta: alientos,
olores, perfumes, pieles. Hoy incluso un joven atractivo ha recorrido mi cuerpo –tenía unas
manos inmensas y cálidas- con una delicadeza desquiciante. Lo he sentido pegado a mi
espalda y me ha hecho jadear después de tanto tiempo.
Sí. Ha merecido la pena: a fin de cuentas apenas llevaba dinero en la cartera.
Arena
Butrek, el mercader de alfombras, salía cada semana hacia Damasco. A mitad de
camino el comerciante volvía los ojos hacia el Este y el desierto le mostraba entonces un
pequeño oasis.
Butrek sonreía desengañado: durante generaciones sus antepasados le hicieron ver que
aquel vergel era tan sólo un espejismo, una travesura de la arena.
Faruk, el hortelano, cultivaba la menguante tierra de un oasis. A mitad de mañana
levantaba su vista de la tierra miraba hacia el Oeste y veía surgir entre las dunas una larga
caravana.
Butrek se enjugaba inalterable el sudor: sus antepasados le hicieron entender que
aquellos jinetes eran una mentira, una impostura del desierto.
Salgo en los papeles
Yo, Pablo Barbeito, salgo en los papeles. No, no soy una celebridad ni un personaje
pero los diarios me reservan siempre –Pablo Barbeito acude al dentista; Barbeito se baña en la
playa; Barbeito se corta el pelo- un espacio en alguna de sus páginas pares.
La primera vez que me vi en el periódico –Don Pablo Barbeito juega a la petanca- me
sentí halagado pero bastaron un par de días para que me preguntara quién demonios me
espiaba: no me sentía perseguido ni acosado por ninguna cámara pero me angustiaba que la
prensa aireara –Pablo Barbeito de compras en el súper- mi vida privada.
Decidí llamar a EL ECO pidiendo explicaciones. Una telefonista me pasó con un
supuesto alto directivo que me atendió –claro, amigo, no volverá a ocurrir- con ese tono
inconfundible que se emplea para despachar a los locos. No sólo no me hicieron caso sino que
a partir de ese momento las noticias –Barbeito bebe más de la cuenta; Barbeito tiene
problemas de sobrepeso; Barbeito malgasta su sueldo- se volvieron agresivas. Las imágenes,
claramente manipuladas, me mostraban bebiendo una pinta de cerveza, luciendo una tripa
innoble o pegado a una máquina tragaperras.
Aquello me pareció excesivo y puse el tema en manos de un abogado que –no sabe
cuánto lamento no poder ocuparme de su caso…- me acompañó hasta la puerta de su
despacho con esa deferencia que reservamos para los pirados.
Decidí entonces que no iba a regalarles ni una sola imagen más y me encerré –Pablo
Barbeito no ha acudido hoy a la oficina- en mi domicilio con la esperanza de acabar con aquel
reality show. EL ECO, sin embargo, continuo dando cumplida cuenta –Barbeito prepara un
pésimo arroz con setas; Barbeito abusa de los somníferos- de mi vida doméstica y me mostró
en bata y zapatillas.
Me presenté en la redacción del tabloide, destrocé un par de ordenadores y exigí
hablar con su Director: el tipo –mañana mismo, señor Barbeito, zanjamos este tema- me miró
con esa sonrisa condescendiente que reservamos para los sonados y me regaló un cohiba.
Les he vuelto a llamar a media mañana: no; no me gusta nada la foto con que ilustran
mi esquela.
Mensaje número uno
Hay aparatos fascinantes. Tal vez el más fascinante de todos sea el contestador
automático.
Ayer llamé por error a mi propia casa. Cinco tonos después me escuché a mí mismo
lamentándome por no poder atenderme y sugiriéndome –ya saben- que me dejara un mensaje
al oír la señal.
No parecía mi voz. Me avergonzó su tono, su fingida cordialidad, el sinsentido del
enunciado y no pude menos que llamarme “capullo” después del pitido.
Desde ese día –soy muy sensible- mi contestador lo atiende una señorita de
Telefónica.
Cada vez telefoneo más a menudo a mi domicilio: me excita tanto imaginar su voz
quebrando el silencio del piso vacío que me atrevo a hacerle las proposiciones más
indecentes.
Ella –es tan seria- se queda muda.
Cuento de la lechera.
Iba una lechera camino del mercado. El cielo –en Abril tan voluble- estaba despejado
y el sol empezaba a calentar.
Con el primer sofoco a la buena mujer le dio por pensar que con aquellos calores el
contenido de su cántara fermentaría en un par de horas y que suerte tendría si lo vendiera a la
mitad de su precio a algún mayorista sin escrúpulos.
La fatalidad querría que ese mercader fuera proveedor del alcázar y que el duque
desayunara esa leche a la mañana siguiente.
El noble, entre estertores, mandaría prender al comerciante y éste no dudaría en dar su
nombre a la justicia.
La arrestarían al ocaso y tras un juicio rápido y sumarísimo la darían garrote en la
Plaza de los Curtidores.
Pensando en esto decidió verter la leche en una acequia y emprender el regreso a casa.
El cielo –en Abril tan voluble- empezaba a encapotarse y el frío viento del Nordeste le hizo
avivar el paso.
Lástima.
De cómo Don Alonso fue de patitas al infierno y de lo que en él le aconteció.
Alonso de Orellana y Cosío abandonó este valle de lágrimas el cuatro de Julio del año
de gracia de 1487. Fue enterrado en sagrado en el monasterio de Valvanera y el sufragio de su
alma fue encomendado a los frailes cartujos de aquella piadosa comunidad.
Orellana sabía que las plegarias de los monjes no lo librarían del infierno: se lo venían
advirtiendo desde niño su madre, su conciencia y su ilustre confesor, Don Toribio Calderón, a
la sazón Arcipreste de Valderas. Hasta sus vasallos, a los que esquilmaba, le auguraban, al
cobro de cada diezmo, el fuego eterno.
Tal vez por eso –y porque la Parca lo sorprendiera ebrio en una de sus tantas orgías-
no le afectó en exceso el tono airado de San Pedro: llevaba tantos años vislumbrando al santo
cancerbero enumerar sus culpas con gesto severo que apenas le molestó la displicencia del
apóstol.
Esperó pacientemente Orellana a que el celestial portero se desahogara recriminándole
tanto licor, tanto devaneo y tanto derecho de pernada y empezó a bajar escaleras dispuesto a
afrontar una más que merecida penitencia.
Al franquear la puerta del infierno se encontró empero –Dios es misericordioso- en
una bulliciosa taberna:
Échese, vuesa merced, un trago al coleto –lo sacó de su pasmo otro condenado
alargándole una jícara de aguardiente.
Orellana se llevó entonces, goloso, la copa a los labios sin ningún resultado:
¡Pardiez! Pero... si no tiene agujero –maldijo Don Alonso examinando el envase del
derecho y del envés.
Pues así todo... amigo mío –suspiró el compañero, mirando resabiado a una de las
exuberantes camareras- así... todo.
Ideas de bombero
No dije ni esta boca es mía. La vida me ha convencido de que no tengo razón; de que lo que
me ronda por la cabeza, como siempre, es una solemne tontería.
Ya desde niño mis padres –“este hijo tiene ideas de bombero”- me lo dejaron claro.
Los profes –“Pero Herrero, alma de cántaro...”- se mofaban en el instituto de mis comentarios
de texto.
En la oficina – “y usted a lo suyo, Don Toribio”- nunca me dejaron opinar.
Los amigos –“¡no digas chorradas, Tori!”- también contribuyeron.
Tuve suerte y me casé contigo, una mujer de temperamento que ni escuchas –“¿tú qué coño
sabrás, cariño…?”- mis descabelladas sugerencias.
Por eso suspiré y guardé un inteligente silencio. No, no podía –parecías tan dormida-
despertarte por semejante tontería.
Cerré la puerta del armario y me olvidé del tipo en pelotas que creí ver entre el chaquetón de
ante y el traje gris marengo.
Elija su destino.
La expendedora automática de billetes casi me lo exigía. No, no era un ¿Te gusta
conducir? del que puedes salir del paso sin despeinarte; un ¿Te falta Tefal? que puedas
ignorar yendo al baño.
Se acercaba tal vez a ese ¿a qué huelen las nubes? que me torturaba durante horas y
me hacía mirar al cielo o al ¿y tú de quién eres? de una empresa de refrescos que me exigía
una apuesta inequívoca por un sabor determinado.
No; allí estaba fijo en su pantalla, en su ojo de cíclope. Aquel trasto no se iba a rendir
hasta que le contestara. Elija su destino me exigía como condición sine qua non para seguir
adelante y añadía –no sé si movido por la cortesía o por la impaciencia- por favor.
Suelo comprar el billete en una ventanilla convencional, atendida por una amable
joven que no hace preguntas tan profundas; como mucho esboza un buenas tardes o menudo
tiempecito. Hoy estaba colapsada y esa frase me ha estropeado el viaje.
A Dios gracias la máquina había desplegado un abanico con algunas sugerencias.
Cerré los ojos –el destino, pensé, debe ser ciego- y sin otra ayuda que el tacto pulsé en la
pantalla sobre una de las posibilidades. Recogí el billete con la angustia del que escucha un
veredicto, el fallo de un jurado inapelable.
Viajé hasta aquella estación de cercanías. Al apearme, una desconocida me dio un
beso neutro en los labios; el niño que la acompañaba me llamó papá.
En fin.
Reproducirse
Existen verbos inquietantes. Posiblemente uno de ellos sea reproducirse.
El vecino de arriba se ha reproducido varias veces con muy desiguales resultados. Al fin, con
la séptima reproducción parece haberse quedado -tiene su misma cara- satisfecho.
El matrimonio joven del ático llevaba años intentando reproducirse pero -no es una mera
cuestión de voluntad- no lo conseguía. Al final adoptaron una niña china que -seamos
sinceros- reproducirles, lo que se dice reproducirles, no les reproduce a ninguno de los dos
pero que les ha hecho muy felices.
A mí me da como miedo reproducirme. En mi vientre crece, según ese término, una copia,
una reproducción que intentaré pulir, igualar con el original, que es una copia de otro original
que también fue una copia, una reproducción de otro original que no fue sino una copia.
Menos mal que salgo de cuentas este mismo viernes...
En fin.
Cielos despejados.
El locutor daba las noticias de madrugada; sin mucho convencimiento, con la íntima sospecha
de que más de una noche nadie le escuchaba.
La primera vez fue una gamberrada, un motín contra las bajas presiones que le aguarían el fin
de semana. Así, al llegar a la información meteorológica dijo -quién coño se iba a dar cuenta-
todo lo contrario de lo que el guión vaticinaba. Cielos despejados y temperaturas primaverales
-aseguró por el micrófono sin que apenas le temblara la voz. A la mañana siguiente el tiempo
era apacible y los termómetros rozaron los veinticinco grados.
Semanas más tarde, felicitó al equipo local por su victoria en el partido de la jornada,
desmintiendo el aciago resultado de aquella misma tarde y haciéndoles trepar varios puestos
en la clasificación general. Meses más tarde desvió un huracán que a esa misma hora debería
haber anegado Cartagena de Indias, abortó un golpe de estado de cuyo éxito llevaba todo el
día hablando la Agencia EFE y dio la mayoría absoluta al partido socialista que, según el
último escrutinio, había recibido un tremendo varapalo.
Era duro enmendar la realidad y una noche, cansado, decidió dejarlo.
Y estos son los números premiados en la Lotería Primitiva -dijo y recito lentamente las cifras
apuntadas en su boleto.
Largo recorrido
Los lunes se acercaba a la librería y empleaba toda la tarde en escoger un buen título.A mitad
de semana hacía cola en las ventanillas de largo recorrido. Allí, según la extensión del
volumen, tomaba un billete de ida y vuelta con algún -León, Madrid, Córdoba- destino.
Acomodado ya en el vagón abría el libro. Mientras el relato avanzaba, el convoy cruzaba El
Bierzo o sorteaba Despeñaperros.
Los años y las responsabilidades le hicieron conformarse con un abono de metro y una novela
en préstamo de alguna biblioteca pública. Su mujer y sus hijos compartieron y toleraron
aquellas horas eternas -"ya está bien, tesoro; volvámonos a casa"- viajando en el suburbano.
Avanzaba la trama y sobre sus cabezas se extendía La Castellana o Nuevos Ministerios.
La edad aconsejó ingresarlo en una residencia. Mientras avanza la intriga deja atrás la
habitación 504 y se detiene bajo una pérgola. Su nieta -chucuchucuchu...- imita, incansable, el
sonido de un tren y mece la silla de ruedas.
En fin.