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Cuentos Medievales Selección de relatos recopilada por Esteban Martínez Marcial

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Cuentos

Medievales

Selección de relatos recopilada por

Esteban Martínez Marcial

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Índice

Los fabliaux ..................................................................... 3

La burguesa de Orléans ........................................................ 4

La grulla ............................................................................. 16

Las mil y una noches ............................................. 24

La historia del rey Schariar yde su hermano el rey Schahzaman ....................................... 25

Fábula del asno, el buey y el labrador .................................. 44

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Los fabliaux

Escritos casi todos durante el siglo XIII, los

fabliaux son pequeños relatos en verso que tuvieron

un gran éxito en la época. Compuestos con el objetivo

de divertir al público, predomina en ellos el elemento

ficticio, pero basados en la realidad cotidiana. Cubrían

desde las historias moralizantes hasta la comicidad

grosera de dudoso gusto, caracterizándose todos por

su desparpajo.

Presentamos aquí dos de estos cuentos, en una

versión prosificada: La burguesa de Orleáns y La

grulla, dos divertidas y pícaras historias que seguro le

gustarán.

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La burguesa de Orléans

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Ahora os contaré una aventura bastante

cortés, ocurrida a una dama burguesa que había

nacido y se había criado en Orléans. Su señor,

nacido en Amiens, era un burgués enormemente

rico que de negocios y usura se sabía todos los

trucos y recovecos. Cuando agarraba algo,

quedaba bien sujeto.

Llegaron a la ciudad tres jóvenes clérigos

estudiantes, con sus bolsas colgando del cuello.

Los clérigos eran grandes y fuertes, comían con

buen apetito sin andarse con bromas, alegres y

con buena voz. En la ciudad eran muy

estimados, y uno de ellos frecuentaba mucho la

casa del rico campesino; allí lo apreciaban por su

cortesía, no era altanero ni de malos modales y a

la dama le agradaba de veras su compañía.

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Pero tantas idas y venidas y tantas atenciones

a su esposa terminaron por escamar al burgués

que decidió que, con hechos o con palabras, le

daría una lección al estudiante si lograba

agarrarlo en un lugar seguro. En su casa vivía

una sobrina a la que había criado desde niña; la

llamó a parte y le prometió un corpiño si espiaba

a su esposa y al joven clérigo y le contaba lo que

escuchase y viese.

Ocurrió que el estudiante tanto suplicó a la

burguesa que ésta le concedió su amor y se

pusieron de acuerdo, cosa que la sobrina del

burgués escuchó y puso en conocimiento de éste.

El plan era el siguiente: cuando su señor se

marchase, la dama avisaría a su amado y él

acudiría a la puerta del huerto cuando fuese

noche cerrada; allí estaría ella para abrirle.

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El burgués escuchó todo esto y, contento de

poder dar cumplimiento a sus intenciones, fue a

ver a su mujer y le dijo:

—Señora, es necesario que me vaya a mis

negocios. Cuidad de la casa, querida amiga,

como conviene a una mujer honesta. No sé

cuando regresaré.

A lo que ella respondió:

—Señor, no dejaré de hacerlo con mucho

gusto.

El burgués avisó a sus carreteros y les dijo

que, para ir adelantando camino, pasarían la

noche a tres leguas de la ciudad.

La dama, que no sabía de las intenciones de

su esposo, mandó recado al estudiante. El

marido, que pensaba sorprenderlos, mandó a su

gente a la posada y se volvió hasta la puerta del

huerto, porque ya caía la noche y allí esperó,

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embozado en un capuchón. La dama, muy a

escondidas, acudió al encuentro, abrió la puerta

y lo acogió en sus brazos creyendo que era su

amado. Pero estaba muy equivocada.

—¡Bienvenido seáis! —le dice.

Él, que tiene cubierto el rostro con el

capuchón, se abstiene de hablar en voz alta y le

devuelve el saludo con un murmullo.

Se encaminaron hacia la casa atravesando el

huerto y ella se inclinó un poco para ver por

debajo del capuchón, reconociendo de inmediato

las facciones de su esposo. Al darse cuenta de

que era una trampa, decidió que sería ella la que

le engañase. La mujer siempre ha vencido a

Argos. Por sus tretas se han visto engañados los

sabios desde los tiempos de Abel.

—Señor —le dice—, mucho me agrada

poderos tener conmigo. Os daré de mi propio

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dinero para que podáis recuperar vuestras

prendas empeñadas, pero debéis celar muy bien

este asunto y ahora vayamos sin más. Os llevaré

en secreto a una habitación de arriba de la que

tengo la llave; ahí me esperaréis sin hacer ruido

hasta que hayan comido los criados: cuando

todos estén acostados, os llevaré tras las cortinas

de mi cama y nadie se enterará.

—Señora, bien habéis hablado —concedió él,

en un murmullo.

¡Ay! ¡Si supiera lo que ella maquina! Una cosa

piensa el arriero y otra muy distinta el mulo.

Pronto tendrá mala posada.

Cuando la dama lo hubo encerrado en la

habitación de la que no podía salir, volvió a la

puerta del huerto, acogió a su amigo y lo abrazó

y besó. Y mucho más a gusto estaba, me parece,

el segundo que el primero, porque la dama lo

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dejó solo durante un buen rato, esperando en la

habitación de arriba.

No tardaron en cruzar el huerto y llegar al

dormitorio , donde la dama lo acuesta en su

cama y comienzan de inmediato el juego que el

amor les ordena, que es lo que más desean. Se

divirtieron así largo rato y, cuando terminaron

de besarse y abrazarse, dijo ella:

—Amigo mío, quedaos aquí un momento y

esperadme, porque tengo que ir adentro a dar de

comer a los criados; después cenaremos los dos

aquí, a escondidas.

—Señora, haré todo lo que queráis —

responde él.

La dama se fue tranquilamente a la sala en la

que estaba su gente y la atendió lo mejor que

pudo. Cuando estuvo la cena preparada

comieron y bebieron hasta la saciedad.

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Una vez todos hubieron comido y bebido,

antes de que se dispersaran, la dama los llamó y

se dirigió a ellos amablemente. Había dos

sobrinos del marido, un mozo que traía el agua y

tres criadas; también estaban allí la sobrina de su

esposo, dos vagabundos y un mendigo. Y a todos

les dijo:

—Señores, Dios os guarde y ahora

escuchadme: habéis visto venir aquí, a esta casa,

a un clérigo que no me deja en paz; me ha

solicitado de amores mucho tiempo y treinta

veces se lo he prohibido. Al ver que era inútil, le

prometí que haría su voluntad cuando mi señor

estuviera ausente. Hoy se ha ido, Dios lo guíe. Al

clérigo que me molesta cada día, he cumplido mi

promesa y me espera en la habitación de arriba.

Os daré un galón del mejor vino que haya en esta

casa si me prometéis que seré vengada; subid a

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esa habitación y dadle palos sin piedad, tantos

que nunca vuelva a tener ganas de cortejar a una

mujer honrada.

Cuando oyen de lo que se trata, todos salen

corriendo y suben a la habitación del piso de

arriba —en la que esperaba el esposo burlado

con su capuchón aún puesto—, uno con un

bastón, otro con un palo y el otro con una maza

grande y sólida. La dama les dio la llave, y al que

fuese capaz de contar todos los golpes que

recibió el burgués, lo tendría yo por buen

cuentista.

—¡No dejéis que se escape! ¡Sujetadlo!

—¡Por Dios, señor clericastro, que vais a

recibir una buena tunda!

Uno lo echó al suelo y otro lo agarró por el

cuello de tal manera que el infeliz no podía

pronunciar palabra, mientras todos comenzaban

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a darle palos, cosa en la que no se mostraron

roñosos, pues ni aun pagando mil marcos de oro

le habrían arreglado mejor la cabeza. Para

hacerlo con más facilidad, se turnaron varias

veces sus dos sobrinos, primero por arriba, luego

por abajo, sin que gritar le sirviese al burgués de

nada.

Cuando hubieron terminado, lo sacaron

fuera, arrastrándolo como un perro muerto, y

echaron sobre un estercolero y se volvieron a

casa, donde tuvieron buen vino en abundancia,

los mejores de la bodega, blancos y tintos de

Auverña, como si fuesen reyes.

La dama cogió pasteles, vino una blanca

servilleta de lino y una gran vela de cera e hizo

amable compañía a su amigo el clérigo hasta que

se hizo de día. Al despedirse, hizo el amor que le

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diese diez marcos de oro y le rogó que volviese

todas las veces que pudiera.

Mientras, el que estaba tirado en el estercolero

se levantó como pudo y se fue a donde le

esperaban sus carreteros. Cuando lo vieron tan

apaleado, se sintieron desolados y, asombrados,

le preguntaron cómo estaba.

—Malamente estoy —les dijo—. Llevadme a

mi casa y no me preguntéis nada más.

Lo alzaron y sin más se lo llevaron en tan

lamentable estado, pero al burgués lo

reconfortaba y le aliviaba los dolores el saber a su

mujer tan fiel y pensaba que, si llegaba a curarse,

la tendría siempre en gran estima.

Volvió, pues, a su casa y, cuando la dama lo

vio, le preparó un baño con buenas hierbas y por

entero lo curó de sus desgracias. Una vez

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repuesto, le preguntó cómo le había sucedido

aquello, a lo que él contestó:

—Señora, tuve que pasar por un gran peligro

en el que me rompieron los huesos.

Los de la casa le contaron cómo habían dejado

al clericastro y cómo se lo había entregado la

dama. A fe mía, que se comportó como mujer

prudente y sabia.

Nunca en toda su vida dudó el burgués de

ella, ni la censuró, y ella tampoco dudó en amar a

su amigo cada día, hasta que él volvió a su tierra.

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La grulla

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Hubo una vez un noble que no era loco ni

villano, sino cortés y bien educado. Tenía una

hija extraordinaria, de gran belleza, pero el noble

señor no quería la viesen demasiado ni que con

ella hablase ningún hombre. Tanto la quería y

apreciaba que la había encerrado en una torre;

con ella sólo estaba su nodriza, que no era tonta

ni loca sino mujer prudente y de gran sabiduría.

Había cuidado siempre de la doncella y la había

educado.

Un día, por la mañana, quiso la nodriza

preparar la comida de la doncella. Necesitaba

una escudilla y se fue corriendo hasta la casa,

que no estaba lejos, a buscar lo que necesitaba,

dejando abierta la puerta de la torre. Mientras

tanto pasó por delante un joven que llevaba en la

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mano derecha una grulla que acababa de coger.

La doncella, que estaba en la ventana, se

entretenía mirándolo y, al cabo de un momento,

llamó al joven:

—Querido amigo, dime, ¿qué pájaro es ese

que llevas?

—Señora, por todos los santos de Orléans —

respondió él—, es una buena y hermosa grulla.

—¡Por Dios que es muy grande y gorda!

Nunca había visto una igual. Si quisieras te la

compraría.

—Señora, si ello os place, os la venderé.

—Di, ¿qué te daré por ella? —quiso saber la

doncella.

—Señora, es vuestra por un polvo.

La joven dama se quedó un tanto

desconcertada.

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—Por la fe que debo a San Pedro el Apóstol

—dijo al fin—, que no tengo ningún polvo para

darte a cambio; no te quiero engañar, si lo

tuviese, así Dios me ayude, la grulla sería mía.

A lo que el joven, presintiendo la candidez de

la doncella, repuso:

—Señora, bromeáis; estoy seguro de que si

buscase, encontraría a montones; daos prisa y

pagadme.

Ella juró por Dios que nunca vio un polvo.

—Joven, sube —le dice—. Busca por arriba y

por abajo, debajo de los bancos, de la cama, por

donde quieras, a ver si encuentras un polvo.

El joven, que era bastante cortés, subió

rápidamente y simuló buscar por todos lados.

—Señora, sospecho que está debajo de

vuestra pelliza —dijo.

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Ella, que era muy ingenua y tonta, ni siquiera

sospechó:

—¡Ven y mira! —le dijo.

El joven no se lo hizo repetir. Abrazó a la

doncella, la puso sobre la cama, le levantó la

camisa y también las piernas. Y entre ellas no

tardó en encontrar lo que buscaba.

—Joven, buscas con demasiada brusquedad

—suspiró ella.

Él, que estaba muy atareado, no contestó

nada hasta que terminó su obra. Luego, se echó a

reír y exclamó:

—¡Es justo que os dé mi grulla! ¡Ya es vuestra!

—Has hablado bien. Ahora vete.

Y allí la dejó el joven, triste y pensativa.

No tardó en llegar la nodriza y, al ver la

grulla, se le estremeció la sangre.

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—¿Quién ha traído aquí este pájaro? Señora,

decídmelo —preguntó, alarmada.

—Lo he comprado yo. Se lo compré a un

joven que me lo trajo aquí.

—¿Qué le diste?

—Un polvo, señora, eso fue lo único que le di,

por mi alma.

—¡Un polvo! ¡Desgraciada infeliz! —exclamó

desconsolada la nodriza— ¡Qué loca fui cuando

os dejé sola! ¡Cien veces me siente mal cuanto he

comido en mi vida! ¡Ahora sí que tengo un buen

plato! Y me temo que por mucho tiempo…

Y cayó desmayada al suelo.

Cuando volvió en sí desplumó la grulla y la

preparó. No la quería con ajos, le apetecía con

pimienta. A menudo había oído decir en muchos

sitios: la desgracia que acaba en el fogón vale

más que la que no aprovecha. Así que, aunque

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con pesar, preparó la grulla y se fue a la casa a

por un cuchillo para vaciarla.

La doncella volvió entonces a mirar por la

ventana y vio pasar de nuevo al joven, muy

contento de su aventura. De inmediato, lo llamó:

—¡Joven, venid aquí!

—¿Qué ocurre, señora?

—Mi nodriza se enfadó porque os habíais

llevado mi polvo y me habíais dejado la grulla.

Por favor, venid a devolvérmelo. No debéis

enfadaros conmigo; venid y me dejaréis en paz.

—Con gusto, señora, ahora subo.

Dicho y hecho, el joven volvió a tumbar a la

joven sobre la cama, le levantó la camisa y se

metió entre sus piernas. Cuando hubo acabado

se fue, pero no dejó la grulla sino que se la llevó

con él.

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Cuando volvió la nodriza, dispuesta a

ensartar el ave, se encontró con que ya no estaba.

—Señora —explicó sonriente la ingenua

doncella—, no necesitáis ensartarla. Se la ha

llevado el joven al que se la compré, que me ha

devuelto el polvo.

Al oír semejante cosa, la nodriza se desesperó

y maldijo:

—¡Maldita sea la hora en que os guardé!

¡Mala guardia hice cuando así estáis empolvada

y yo sin grulla! Yo misma di lugar a ello: el mal

guardián da de comer al lobo.

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Las mil y una noches

La mayoría de los expertos coinciden en afirmar

que Las mil y una noches fue llevada a la forma

escrita entre los siglos VII y XVI de nuestra era,

coincidiendo también en el hecho de que las

narraciones son el resultado de una lenta mezcla

folklórica, fruto de tradiciones provenientes de

multitud de lugares y tiempos distintos.

Presentamos en esta recopilación de narraciones

medievales La historia del rey Schariar y de su

hermano el rey Schahzaman, la primera de las

historias contenidas dentro de Las mil y una noches.

Dentro de este cuento se incluye la Fábula del asno,

el buey y el labrador.

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La historia del rey Schariar y de

su hermano el rey Schahzaman

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Cuéntase -pero Alah es más sabio, más

prudente, más poderoso y más benéfico- que en

lo que transcurrió en la antigüedad del tiempo y

en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los

reyes de Sassan, en las islas de la India y de la

China. Era dueño de ejércitos y señor de

auxiliares, de servidores y de un séquito

numeroso. Tenía dos hijos, y ambos eran

heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que

el menor. El mayor reinó en los países, gobernó

con justicia entre los hombres, y por eso le

querían los habitantes del país y del reino.

Llamábase el rey Schahriar. Su hermano, llamado

Schahzaman, era el rey de Samarcanda Al Ajam.

Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron

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cada uno en su país, y gobernaron con justicia a

sus ovejas durante veinte años. Y llegaron ambos

hasta el límite del desarrollo y el florecimiento.

No dejaron de ser así, hasta que el mayor

sintió vehementes deseos de ver a su hermano.

Entonces ordenó a su visir que partiese y

volviese con él. El visir contestó:

—Escucho y obedezco.

Partió, pues, y llegó felizmente por la gracia de

Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió

la paz, le dijo que el rey Schahriar deseaba

ardientemente verle, y que el objeto de su viaje

era invitarle a visitar a su hermano. El rey

Schahzaman contestó:

—Escucho y obedezco.

Dispuso los preparativos de la partida,

mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus

mulos, y que saliesen sus servidores y sus

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auxiliares. Nombró a su visir gobernador del

reino y salió en demanda de las comarcas de su

hermano.

Pero a media noche recordó una cosa que

había olvidado; volvió a su palacio secretamente

y se encaminó a los aposentos de su esposa a

quien pensaba encontrar triste y llorando por su

ausencia. Grande fue pues, su sorpresa al hallarla

divirtiéndose con un negro, esclavo entre los

esclavos. Al ver tal desacato, el mundo se

obscureció ante sus ojos. Y se dijo:

-Si ha sobrevenido ésto cuando apenas acabo

de dejar la ciudad. ¿Cuál sería la conducta de

esta esposa si me ausentase algún tiempo para

estar con mi hermano?

Desenvainó inmediatamente el alfanje, y

acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los

tapices del lecho. Volvió a salir, sin perder una

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hora ni un instante, y ordenó la marcha de la

comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad

de su hermano.

Entonces éste se alegró de su proximidad,

salió a su encuentro, y al recibirlo le deseó la paz.

Se regocijó hasta los mayores límites del

contento, mandó adornar en honor suyo la

ciudad y se puso a hablarle lleno de efusión. Pero

el rey Schahzaman recordaba la fragilidad de su

esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su

tez se había puesto pálida y su cuerpo se había

debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar

creyó en su alma que aquello se debía a haberse

alejado de su reino y de su país, y lo dejaba estar

sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo:

—Hermano, tu cuerpo enflaquece y su cara

amarillea.

Y el otro respondió:

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—¡Ay, hermano, tengo en mi interior como

una llaga en carne viva!

Pero no le reveló lo que le había ocurrido con

su esposa. El rey Schahriar le dijo:

—Quisiera que me acompañases a cazar a pie

y a caballo, pues así tal vez se esparciera tu

espíritu.

El rey Schahzaman no quiso aceptar y su

hermano se fue solo a la cacería.

Había en el palacio unas ventanas que daban

al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas el

rey Schahzaman, vio como se abría una puerta

secreta para dar salida a veinte esclavas y veinte

esclavos, entre los cuales avanzaba la mujer del

rey Schahriar en todo el esplendor de su belleza,

y ocultándose para observar lo que hacían, pudo

convencerse de que la misma desgracia de que él

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había sido víctima, la misma o mayor, cabía a su

hermano el sultán.

Al ver aquello, pensó el hermano del rey:

—¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que

esta otra.

Inmediatamente, dejando que se desvaneciese

su aflicción, se dijo:

—¡En verdad, esto es más enorme que cuanto

me ocurrió a mí!

Y desde aquel momento volvió a comer y

beber cuanto pudo.

A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su

excursión y ambos se desearon la paz

íntimamente. Luego el rey Schahriar observó que

su hermano el rey Schahzaman acababa de

recobrar el buen color, pues su semblante había

adquirido nueva vida, y advirtió también que

comía con toda su alma después de haberse

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alimentado parcamente en los primeros días. Se

asombró de ello, y dijo:

—Hermano, poco hace te veía amarillo de tez

y ahora has recuperado los colores. Cuéntame

qué te pasa

El rey le dijo:

—Te contaré la causa de mi anterior palidez,

pero dispénsame de referirte el motivo de haber

recobrado los colores.

El rey replicó:

—Para entendernos, relata primeramente la

causa de tu pérdida de color y tu debilidad.

Y se explicó de este modo:

—Sabrás, hermano, que cuando enviaste tu

visir para requerir mi presencia, hice mis

preparativos de marcha, y salí de la ciudad. Pero

después me acordé de la joya que te destinaba y

que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y

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encontré a mi mujer y a un esclavo negro

solazándose. Los maté a los dos, y vine hacia ti,

muy atormentado por el recuerdo de tal

aventura. Este fue el motivo de mi primera

palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la

causa de haber recobrado mi buen color,

dispénsame de mencionarla.

Cuando su hermano oyó estas palabras, le

dijo:

—Por Alah te conjuro a que me cuentes la

causa de haber recobrado tus colores.

Entonces el rey Schahzaman le refirió cuanto

había visto. Y el rey Schahriar dijo:

—Ante todo, es necesario que mis ojos vean

semejante cosa.

Su hermano le respondió:

—Finge que vas de caza, pero escóndete en

mis aposentos, y serás testigo del espectáculo:

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tus ojos lo comprobarán.

Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero

divulgase la orden de marcha. Los soldados

salieron con sus tiendas fuera de la ciudad. El rey

marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a

sus jóvenes esclavos:

—¡Que nadie entre!

Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se

dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su

hermano, y se asomó a la ventana que daba al

jardín. Apenas había pasado una hora, cuando

salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras

ellas los esclavos. E hicieron cuanto había

contado Schahzaman.

Cuando vio estas cosas el rey Schahriar, la

razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su

hermano:

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—Marchemos para saber cuál es nuestro

destino en el camino de Alah, porque nada de

común debemos tener con la realeza hasta

encontrar a alguien que haya sufrido una

aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte

sería preferible a nuestra vida.

Su hermano le contestó lo que era apropiado,

y ambos salieron por una puerta secreta del

palacio. Y no cesaron de caminar día y noche,

hasta que por fin llegaron a un árbol, en medio

de una solitaria pradera, junto al mar salado.

En aquella pradera había un manantial de

agua dulce. Bebieron de ella y se sentaron a

descansar.

Apenas había transcurrido una hora del día,

cuando el mar empezó a agitarse. De pronto

brotó de él una negra columna de humo, que

llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la

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pradera. Los reyes, asustados, se subieron a la

cima del árbol, que era muy alto, y se pusieron a

mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la

columna de humo se convirtió en un efrit de

elevada estatura, poderoso de hombros y robusto

de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso

el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se

sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa del

arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apareció

enseguida una encantadora joven, de espléndida

hermosura, luminosa lo mismo que el sol, como

dijo el poeta:

¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es el día!

¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras!

¡Los soles irradiar con su claridad

y las lunas con las sonrisas de sus ojos!

¡Que los velos de su misterio se rasguen, e inmediatamente

las criaturas se prosternan encantadas a sus pies!

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¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada, el rocío de las

lágrimas de pasión humedece todos los párpados!

Después que el efrit hubo contemplado a la

hermosa joven, le dijo:

—¡Oh soberana de las sederías! ¡Oh tú, a

quien rapté el mismo día de tu boda! Quisiera

dormir un poco.

Y el efrit colocó la cabeza en las rodillas de la

joven y se durmió.

Entonces la joven levantó la cabeza hacia la

copa del árbol y vio ocultos en las ramas a los

dos reyes. Enseguida apartó de sus rodillas la

cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por

señas:

—Bajad, y no tengáis miedo de este efrit.

Por señas, le respondieron:

—¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance

tan peligroso!

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Ella les dijo:

—¡Por Alah sobre vosotros! Bajad enseguida

si no queréis que avise al efrit, que os dará la

peor muerte.

Entonces, asustados, bajaron hasta donde

estaba ella, la joven los tomó de las manos, se

internó con ellos en el bosque y les exigió que

ambos la satisfacieran carnalmente, lo que no

pudieron negarle. Una vez estuvieron cumplidos

sus deseos sacó del bolsillo un saquito, y del

saquito un collar compuesto de quinientas

setenta sortijas con sellos, y les preguntó

—¿Sabéis lo que es esto?

Ellos contestaron:

—No lo sabemos.

Entonces les explicó la joven:

—Los dueños de estos anillos hicieron lo

mismo que vosotros junto a los cuernos

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insensibles de este efrit. De suerte que me vais a

dar vuestros anillos.

Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y

ella entonces les dijo:

—Sabed que este efrit me robó la noche de mi

boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el

arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo

del mar, allí donde se combaten las olas. Pero no

sabía que cuando desea alguna cosa una mujer

no hay quien la venza. Ya lo dijo el poeta:

¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas!

¡Su buen o mal humor depende de sus caprichos!

¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las llena y forma

como la trama de sus vestidos!

¡Recuerda respetuosamente las palabras de Yusuf!

¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por

causa de la mujer!

¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil!

¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al

amor puro una pasión loca!

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Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las locuras de los

enamorados!" ¡No lo digas!

¡Sería verdaderamente un prodigio único ver salir a un

hombre sano y salvo de la seducción de las mujeres!

Los dos hermanos, al oír estas palabras, se

maravillaron hasta más no poder, y se dijeron

uno a otro:

—Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le

han ocurrido cosas más enormes que a nosotros,

esta aventura debe consolarnos.

Inmediatamente se despidieron de la joven y

regresaron cada uno a su ciudad.

En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio,

mandó degollar a su esposa, así como a los

esclavos y esclavas. Después persuadido de que

no existía mujer alguna de cuya fidelidad

pudiese estar seguro, resolvió desposarse cada

noche con una y hacerla degollar apenas

alborease el día siguiente. Así estuvo haciendo

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durante tres años, y todo eran lamentos y voces

de horror. Los hombres huían con las hijas que

les quedaban.

En esta situación, el rey mandó al visir que,

como de costumbre, le trajese una joven. El visir,

por más que buscó, no pudo encontrar ninguna,

y regresó muy triste a su casa, con el alma

transida de miedo ante el furor del rey. Pero este

visir tenía dos hijas de gran hermosura, que

poseían todos los encantos, todas las

perfecciones y eran de una delicadeza exquisita.

La mayor se llamaba Sheherazade, y el nombre

de la menor era Doniazada.

La mayor, Sheherazade, había leído los libros,

los anales, las leyendas de los reyes antiguos y

las historias de los pueblos pasados. Dicen que

poseía también mil libros de crónicas referentes a

los pueblos de las edades remotas, a los reyes de

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la antigüedad v sus poetas. Y era muy elocuente

y daba gusto oírla.

Al ver a su padre, le habló así:

—¿,Por qué te veo tan cambiado, soportando

un peso abrumador de pesadumbres y

aflicciones? Sabe, padre, que el poeta dice:

¡Oh tú, que te apenas, consuélate!

Nada es duradero, toda alegría se desvanece

y todo pesar se olvida.

Cuando oyó estas palabras el visir, contó a su

hija cuanto había ocurrido desde el principio al

fin, concerniente al rey. Entonces le dijo

Sheherazade:

—Por Alah, padre, cásame con el rey, porque

si no me mata seré la causa del rescate de las

hijas de los musulmanes y podré salvarlas de

entre las manos del rey.

Entonces el visir contestó:

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—¡Por Alah sobre ti! ¡No te expongas nunca a

tal peligro!

Pero Sheherazade repuso:

—Es imprescindible que así lo haga.

Entonces le dijo su padre:

—Cuidado no te ocurra lo que les ocurrió al

asno y al buey con el labrador. Escucha su

historia:

Fábula del asno, el buey y el labrador

«Has de saber, hija mía, que hubo un

comerciante dueño de grandes riquezas y de

mucho ganado. Estaba casado y con hijos. Alah,

el Altísimo, le dio igualmente el conocimiento de

los lenguajes de los animales y el canto de los

pájaros. Habitaba este comerciante en un país

fértil, a orillas de un río. En su morada había un

asno y un buey.

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Cierto día llegó el buey al lugar ocupado por

el asno y vio aquel sitio barrido y regado. En el

pesebre había cebada y paja bien cribadas, y el

jumento estaba echado, descansando. Cuando el

amo lo montaba, era sólo para algún trayecto

corto y por asunto urgente, y el asno volvía

pronto a descansar. Ese día el comerciante oyó

que el buey decía al pollino:

—Come a gusto y que te sea sano, de

provecho y de buena digestión. ¡Yo estoy

rendido y tú descansando, después de comer

cebada bien cribada! Si el amo te monta alguna

que otra vez, pronto vuelve a traerte. En cambio

yo me reviento arando y con el trabajo del

molino.

El asno le aconsejó:

—Cuando salgas al campo y te echen el yugo,

túmbate y no te menees aunque te den de palos.

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Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y si

entonces te vuelven al establo y te ponen habas,

no las comas, fíngete enfermo. Haz por no comer

ni beber en unos días, y de ese modo descansarás

de la fatiga del trabajo.

Pero el comerciante seguía presente, oyendo

todo lo que hablaban. Se acercó el mayoral al

buey para darle forraje y le vio comer muy poca

cosa. Por la mañana, al llevarlo al trabajo, lo

encontró enfermo. Entonces el amo dijo al

mayoral:

—Coge al asno y que are todo el día en lugar

del buey.

Y el hombre unció al asno en vez del buey y le

hizo arar todo el día.

Al anochecer, cuando el asno regresó al

establo, el buey le dio las gracias por sus

bondades, que le habían proporcionado el

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descanso de todo el día; pero el asno no le

contestó. Estaba muy arrepentido.

Al otro día el asno estuvo arando también

durante toda la jornada y regresó con el

pescuezo desollado, rendido de fatiga. El buey, al

verle en tal estado, le dio las gracias de nuevo y

lo colmó de alabanzas. El asno le dijo:

—Bien tranquilo estaba yo antes. Ya ves cómo

me ha perjudicado el hacer beneficio a los demás.

Y enseguida añadió:

—Voy a darte un buen consejo de todos

modos. He oído decir al amo que te entregarán al

matarife si no te levantas, y harán una cubierta

para la mesa con tu piel. Te lo digo para que te

salves, pues sentiría que te ocurriese algo.

El buey, cuando oyó estas palabras del asno,

le dio las gracias nuevamente, y le dijo:

—Mañana reanudaré mi trabajo.

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Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y

hasta lamió el recipiente con su lengua.

Pero el amo les había oído hablar. En cuanto

amaneció fue con su esposa hacia el establo de

los bueyes y las vacas, y se sentaron a la puerta.

Vino el mayoral y sacó al buey, que en cuanto

vio a su amo empezó a menear la cola, y a

galopar en todas direcciones como si estuviese

loco.

Entonces le entró tal risa al comerciante, que

se cayó de espaldas. Su mujer le preguntó:

—¿De qué te ríes?

Y él dijo:

—De una cosa que he visto y oído; pero no la

puedo descubrir porque me va en ello la vida.

La mujer insistió:

—Pues has de contármela, aunque te cueste

morir.

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Y él dijo:

—Me callo, porque temo a la muerte.

Ella repuso:

—Entonces es que te ríes de mí.

Y desde aquel día no dejó de hostigarle

tenazmente, hasta que le puso en una gran

perplejidad. Entonces el comerciante mandó

llamar a sus hijos, así como al kadí y a unos

testigos. Quiso hacer testamento antes de revelar

el secreto a su mujer, pues amaba a su esposa

entrañablemente porque era la hija de su tío

paterno, madre de sus hijos, y había vivido con

ella ciento veinte años de su edad. Hizo llamar

también a todos los parientes de su esposa y a los

habitantes del barrio y refirió a todos lo ocurrido,

diciendo que moriría en cuanto revelase el

secreto. Entonces toda la gente dijo a la mujer:

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—¡Por Alah sobre ti! No te ocupes más del

asunto; pues va a perecer tu marido, el padre de

tus hijos.

Pero ella replicó:

—Aunque le cueste la vida no le dejaré en paz

hasta que me haya dicho su secreto.

Entonces ya no le rogaron más. El

comerciante se apartó de ellos y se dirigió al

estanque de la huerta vara hacer sus abluciones y

volver inmediatamente a revelar su secreto y

morir.

Pero había allí un gallo lleno de vigor, capaz

de dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a

él hallábase un perro. Y el comerciante oyó que el

perro increpaba al gallo de este modo:

—¿No te avergüenza el estar tan alegre

cuando va a morir nuestro amo?

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Y el gallo preguntó: "¿Por qué causa va a

morir.?

Entonces el perro contó toda la historia, y el

gallo repuso:

—¡Por Alah! Poco talento tiene nuestro amo.

Cincuenta esposas tengo yo, y a todas sé

manejármelas perfectamente, regañando a unas

y contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene

una y no sabe entenderse con ella! El medio es

bien sencillo: bastaría con cortar unas cuantas

varas de morera, entrar en el camarín de su

esposa y darle hasta que sucumbiera o se

arrepintiese. No volvería a importunarle con

preguntas.

Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó

sus palabras se iluminó su razón, y resolvió dar

una paliza a su mujer».

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El visir interrumpió aquí su relato para decir

a su hija Sheherazade:

—Acaso el rey haga contigo lo que el

comerciante con su mujer.

Y Sheherazade preguntó:

—¿Pero qué hizo?

Entonces el visir prosiguió de este modo:

«Entró el comerciante llevando ocultas las

varas de morera, que acababa de cortar, y llamó

aparte a su esposa:

—Ven a nuestro gabinete para que te diga mi

secreto.

La mujer le siguió; el comerciante se encerró

con ella y empezó a sacudirla varazos, hasta que

ella acabó por decir:

—¡Me arrepiento, me arrepiento!

Y besaba las manos y los pies de su marido.

Estaba arrepentida de veras. Salieron entonces, y

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la concurrencia se alegró muchísimo,

regocijándose también los parientes. Y todos

vivieron muy felices hasta la muerte».

Y cuando Sheherazade, hija del visir, hubo

oído este relato, insistió nuevamente en su ruego:

—Padre, de todos modos quiero que hagas lo

que te he pedido.

Entonces el visir, sin replicar nada, mandó

que preparasen el ajuar de su hija, y marchó a

comunicar la nueva al rey Schahriar.

Mientras tanto, Sheherazade decía a su

hermana Doniazada:

—Te mandaré llamar cuando esté en el

palacio, y así que llegues y veas que el rey ha

terminado de hablar conmigo, me dirás:

“Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que

nos haga pasar la noche”. Entonces yo narraré

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cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de la

emancipación de las hijas de los musulmanes.

Fue a buscarla después el visir, y se dirigió

con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró

muchísimo al ver a Sheherazade, y preguntó a su

padre:

—¿Es ésta lo que yo necesito?

Y el visir dijo respetuosamente:

—Sí, lo es.

Pero cuando el rey quiso acercarse a la joven,

ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo:

—¿Qué te pasa?

Y ella contestó:

—¡Oh rey poderoso, tengo una hermanita, de

la cual quisiera despedirme!

El rey mandó buscar a la hermana, y vino

Doniazada.

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Después empezaron a conversar. Doniazada

dijo entonces a Sheherazade:

—¡Hermana, por Alah sobre ti! cuéntanos una

historia que nos haga pasar la noche.

Y Sheherazade contestó:

—De buena gana, y como un debido

homenaje, si es que me lo permite este rey tan

generoso, dotado de tan buenas maneras.

El rey, al oír estas palabras, como no tuviese

ningún sueño, se prestó de buen grado a

escuchar la narración de Sheherazade.

Y Sheherazade, aquella primera noche,

empezó su relato...

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La burguesa de Orleáns y La grulla están adaptados de Fabliaux:

cuentos medievales franceses, de Ediciones Cátedra, Madrid, 1997.

La historia del rey Schariar y de su hermano el rey Schahzaman está

adaptada de Las mil y una noches, de Edimat Libros, Madrid, 1998.