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MÁXIMO GORKI Cuentos de Italia Cuentos de Italia

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Cuentos de Italia - Gorki Maximo

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MÁXIMO GORKI

Cuentos de ItaliaCuentos de Italia

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La huelga.............................................................................................................................................. 3

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No hay mejores cuentos que los que crea la propia vida.

ANDERSEN

La huelgaEn Nápoles los tranviarios se han declarado en huelga. a lo largo de toda la Riviera. di

Chiaia se extiende una cadena de vagones vacíos, y en la Piazza delta Vittoria se hacongregado una multitud de conductores y cobradores de tranvías; todos ellos sonnapolitanos, alegres, bulliciosos, inquietos como el azogue. Sobre sus cabezas, sobre laverja del parque, refulge en el aire el surtidor de una fontana, fino como la lisia de unaespada; una muchedumbre de personas que necesitan ir a sus quehaceres, a todos losconfines de la gran urbe, les rodea hostil, y todos estos dependientes, menestrales,pequeños comerciantes, costureras increpan iracundos, a grandes gritos, a los huelguistas.Restallan los denuestos, las hirientes pullas, se agitan sin cesar las manos, con las que losnapolitanos hablan tan expresiva y elocuentemente como con sus lenguas infatigables.

Del mar viene una leve brisa, las grandes palmeras del parque urbano balanceansuavemente, como abanicos, sus ramas de un color verde obscuro, y sus troncos tienen unparecido extraño con las monstruosas patas de los pesados elefantes. Los chicos mediodesnudos, hijos de las calles napolitanas, corretean a saltitos, como gorriones, llenando elaire con sus sonoros gritos y risas.

La ciudad se asemeja a un grabado antiguo, bailado pródigamente de cálido sol, y todaella canta como un órgano; las olas azules del golfo baten los bloques del malecón,imitando con su sordo fragor los broncos sones de un pandero.

Los huelguistas se agrupan sombríos, apretándose unos contra otros, casi sin respondera los airados gritos de la muchedumbre, trepan a la verja del parque, mirando intranquilos,por encima de las cabezas de la gente, como una manada .de lobos rodeada de perros. Todoel mundo ve con claridad que estos hombres, que llevan un mismo uniforme, estánestrechamente unidos por la inquebrantable decisión de no retroceder, y ello aumenta másla irritación del gentío, pero no faltan entre él filósofos que, fumando tranquilamente,exhortan a los más ardientes enemigos de la huelga:

—¡Ay, signore! ¿Y qué hacer cuando no se tiene ni para comprar macarrones a loshijos?

En parejas e grupos de tres, con sus elegantes uniformes, están plantados los guardiasmunicipales, cuidando de que la multitud no impida eI tráfico de los coches de caballos. Semantienen estrictamente neutrales, vigilan, con la misma imparcialidad, a increpadores eincrepados y se burlan bonachones de unos y otros cuando los ademanes y los gritos tomanun carácter demasiado ardiente. Para intervenir en caso de fuertes colisiones, está apostadoa lo largo de la estrecha calle, junto a las fachadas de las casas, un destacamento decarabinieri empuñando sus cortas y ligeras carabinas. Forman un grupo, de aspectobastante siniestro, con sus tricornios, sus capas cortas y las estrechas franjas rojas, comodos chorrillos de sangre, en las perneras de los pantalones.

Los mutuos denuestos, burlas, reproches y exhortaciones cesan todos de pronto; algocomo un aliento nuevo, que parece reconciliar a la gente, se expande sobre la

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muchedumbre; los huelguistas miran más sombríos, mientras se aprietan máscompactamente unos contra otros; en la multitud resuenan unas voces:

—¡Los soldados!Rasga el aire un silbido burlón y jubiloso lanzado contra los huelguistas, restallan unos

vivos, y un hombre gordo con ligero traje gris y jipijapa empieza a bailotear pateando sobreel empedrado de la calle. Cobradores y conductores avanzan a través del gentío y seacercan a los tranvías, algunos suben a las plataformas; ahora están aún más sombríos y, enrespuesta a los gritos de la muchedumbre, enseñan severos los dientes obligando a que seles abra camino. Se hace el silencio.

Con leve paso de danza, vienen del malecón de Santa Lucía unos soldaditos grises, quegolpetean rítmicos el suelo con los pies y mueven mecánicamente el brazo izquierdo.Parecen de hoja de lata y, frágiles, como de juguete, andan igual que si se les hubiera dadocuerda. Al frente de ellos va un oficial guapo y alto, de entrecejo fruncido y boca torcida enuna mueca de desprecio; junto a él, dando saltitos, corre un hombretón corpulento consombrero de copa, que dice algo sin cesar, hendiendo el aire con sus innumerablesmanotazos.

Refluye la multitud, apartándose de los vagones; los soldados, como abalorios grisesdesensartados, se extienden a lo largo de los tranvías, se detienen junto a las plataformas enlas que se alzan ya los huelguistas.

El hombre del sombrero de copa y las personas de respeto que. le rodean manoteanfuriosamente, vociferando:

—Es la última vez... Última volta... ¿Habéis oído?El oficial, con aburrido gesto, se retuerce las guías del bigote, con la cabeza gacha;

agitando el sombrero de copa, se le acerca corriendo el hombretón y le grita algo con vozcavernosa. El oficial le mira de soslayo, endereza el cuerpo, saca el pecho, y resuenan susvoces de mando.

Entonces, los soldados empiezan a saltar a las plataformas de los tranvías, dos a cadauna, mientras van cayendo de ellas los conductores y los cobradores.

A la multitud se le antoja gracioso esto: se oyen rugidos, silbidos, carcajadas, pero alinstante se acallan, y la gente, en silencio, largas, anubarradas las caras, desencajados losojos de asombro, empieza a retroceder pesadamente, apartándose de los tranvías, y adirigirse en masa hacia el primero. .

Y en ese momento se ve que, a dos pasos de sus ruedas, atravesado sobre los rieles,está tumbado un conductor, sin gorra, al descubierto la cabeza cana, con cara de soldado;yace boca arriba y sus bigotes se yerguen amenazadores hacia el cielo. A su lado se echasobre la tierra un muchachito, pequeño de estatura, ágil como un mono; y a continuación,se tiende calmoso sobre la vía un hombre, y otro, y otro más.. .

De la multitud se alza un sordo rumor, resuenan voces que imploran, asustadas, a laMadonna; algunos, sombríos, lanzan juramentos; chillan, dan alaridos las mujeres, y loschiquillos, asombrados del espectáculo, corretean por todas partes, saltando como pelotasde goma.

El hombretón del sombrero de copa dice algo a grandes gritos, con voz sollozante, eloficial le mira y se encoge de hombros: él debe sustituir a los conductores con sussoldados, pero no tiene órdenes de luchar contra los huelguistas.

Entonces, el del sombrero de copa, rodeado de gente adulona, se abalanza hacia dondese encuentran los carabinieri. Ya se han puesto éstos en marcha, ye. se acercan a íos queyacen sobre los rieles, se inclinan sobre ellos e intentan levantarles.

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Ha comenzado la lucha, el alboroto; pero, de pronto, toda la masa gris y polvorienta delos espectadores se balancea, ruge, aúlla y se derrumba sobre los rieles; el hombre deljipijapa se ha quitado el sombrero, lo ha tirado al aire y se ha tendido el primero sobre latierra, junto a un huelguista; luego de darle una palmada en el hombro, le lanza a la caraunas palabras de aliento.

Y en pos de él empiezan a caer —como si les hubieran cortado las piernas— unoshombres bulliciosos, alegres, que .no estaban aquí hace dos minutos. Se han echado a tierrariendo, haciéndose muecas unos a otros y le gritan al oficial, que, agitando los guantes antelas narices del hombretón del sombrero de copa, le dice algo, con sarcástica sonrisa,meneando bruscamente la bella cabeza.

En tanto, sobre los rieles sigue echándose la gente; las mujeres han tirado sobre ellossus cestas y envoltorios; los chiquillos se han tumbado riendo, hechos un ovillo, comoperros encogidos de frío; rebozándose en polvo, personas bien vestidas se revuelcan en latierra.

Cinco soldados miran desde la plataforma del primer tranvía hacia abajo, a los cuerposamontonados bajo las ruedas, y ríen a carcajadas, balanceándose, agarrándose a las manisvelas, echando hacia atrás la cabeza: ahora ya no parecen soldaditos de hoja de lata, dejuguete, a los que se diera cuerda.

...Al cabo de media hora, por todo Nápoles circulan los tranvías, chirriantes y rápidos;los vencedores, sonriendo alegremente, están en pie en las plataformas o recorren losvagones preguntando amables:

—Los billetes, ¿hacen el favor?La gente les tiende unos papelitos rojos y amarillos, les guiña el ojo, sonríe, rezonga

bonachona.

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Acogida a los niños de ParmaEn Génova, en la pequeña plaza que se extiende ante la estación, se ha congregado una

compacta multitud, de obreros en su mayoría, pero también de gente bien vestida y biencomida. Al frente de la multitud se hallan los concejales del Ayuntamiento, sobre suscabezas ondea, artísticamente bordada, la pesada bandera de la ciudad y junto a ellaflamean las enseñas, de diversos colores, de las organizaciones obreras. Brilla el oro de lasborlas, flecos y cordones, refulgen las puntas de las astas, susurra la seda y, como un coroque cantase a media voz, rumorea el gentío en el solemne ambiente de fiesta.

Sobre la multitud, en un alto pedestal se alza la figura de Colón, de aquel soñador quetanto sufrió por creer y que venció porque creía. Aun ahora mira a la gente desde la altura,como queriendo decir con sus labios de mármol;

"Sólo vencen los que creen".

A sus pies, en torno al pedestal, los músicos han colocado sus instrumentos de cobre,que centellean al sol como el oro.

En forma de herradura, se eleva el macizo edificio de mármol de la estación, con susalas desplegadas como si quisiera abrazar a la gente. Del puerto llega el fatigoso jadeo delos barcos, el sordo rumor de las hélices en el agua, el rechinar de las cadenas, el estruendode las pitadas y los gritos, mientras que en la plaza reina el silencio, hace un calorsofocante y todo está bañado por el cálido sol. En los balcones y ventanas de las casas haymujeres con flores, y las figurillas de los niños, vestidos de fiesta, parecen también flores.

Pita una locomotora que llega presurosa a la estación, la multitud se estremece; sobrelas cabezas, corno pájaros negros, levantan el vuelo unos sombreros arrugados, los músicostoman sus instrumentos, unas personas serias, ya entradas en años, avanzan, estirándose laropa, de cara a la multitud y dicen algo, agitando los brazos a derecha e izquierda.

Pesadamente, sin precipitarse, la multitud se aparta dejando un ancho paso hacia lacalle.

—¿Quién viene?—¡Los niños de Parma!Allí, en Parma, hay una huelga. Los patronos no ceden, y como la situación de los

obreros es difícil, reunieron a sus hijos, que empezaban ya a enfermar de inanición, y losenviaron a sus camaradas de Génova.

Desde las columnas de la estación central, vienen en procesión, correctamenteformados, niños y niñas medio desnudos que, cubiertos de harapos, parecen extrañosanimalillos de alborotado pelaje. Vienen cogidos de la mano, en filas de a cinco,chiquitines, polvorientos, cansados al parecer. Tienen las caritas serias, pero sus ojos brillanluminosos, vivos, y cuando la banda de música les acoge con el Himno de Garibaldi, porlos pequeños rostros enjutos, afilados, hambrientos, se expande una sonrisa de satisfacciónque les riza alegremente, como el vientecillo el agua, la tez.

La multitud aclama, con ensordecedor griterío, a los hombres y mujeres del futuro;ante ellos se inclinan las banderas, resuenan los instrumentos de cobré, aturdiendo ydeslumbrando a los niños que, un poco sorprendidos por el recibimiento, retroceden uninstante, pero al punto, como si hubieran crecido y se hubiesen hecho mayores de pronto,se unen, formando un solo cuerpo, y centenares de voces, fundidas en una sola que parecesalida de un mismo pecho, gritan;

—¡Viva Italia!—¡Viva la joven Parma! —ruge la multitud, lanzándose hacia ellos.

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—Evviva Garibaldi! —gritan los niños, incrustándose en la multitud, como una cuñagris, y desapareciendo entre ella.

En las ventanas de los hoteles y en los tejados de las casas, aletean los pañuelos, comopájaros blancos; de allí cae sobre las cabezas de la gente una lluvia de flores y alegres,fuertes gritos.

Todo ha tomado ambiente de fiesta, todo ha cobrado nueva vida, hasta el mármol grisse ha teñido de vivos y brillantes colores.

Se balancean las banderas, vuelan sombreros y flores; sobre las cabezas de las personasmayores han surgido unas cabecitas pequeñas, infantiles, se agitan por un instante unasmanos chiquitinas, morenas, atrapando las flores y saludando, mientras en el aire restallade continuo un grito poderoso, ininterrumpido:

—¡Viva el socialismo!—Evviva Italia!Casi todos los niños han sido tomados en brazos; están ahora sobre los hombros de los

mayores o apretados contra el ancho pecho de rudos hombres de grandes bigotes y severoaspecto; la música no se oye apenas entre la algarabía, las risas y los gritos.

Las mujeres se meten entre el gentío, buscando a los recién llegados que quedan, y segritan unas a otras:

—¿Se lleva usted a dos, Anita?— Sí. ¿Y usted también?—Y uno para Margarita la coja...Por doquier, reina una alegre excitación, se ven caras de fiesta, ojos bondadosos y

humedecidos, y en algunos sitios, los hijos de los huelguistas ya comen pan.—¡En nuestros tiempos no se nos ocurrió esto! —dice un viejo con nariz como el pico

de un pájaro y un cigarro negro en los labios.—Y es tan sencillo...—¡Sí! Tan sencillo y tan inteligente.El viejo se quita el cigarro de la boca, mira a su punta v, dando un suspiro, le sacude la

ceniza. Luego, al ver a dos chiquillos de Parma que están cerca de él y deben ser hermanos,pone una cara amenazadora, arquea el lomo —los pequeños le miran serios— se echa elsombrero sobre los ojos y abre los brazos; los niños, apretados uno contra otro, fruncido elceño, retroceden, pero el viejo se pone en cuclillas y lanza un sonoro ki-ki-ri-kí, muysemejante al de un gallo auténtico. Los niños ríen a carcajadas, golpeando las piedras delarroyo con sus pies descalzos, y él se levanta, se endereza el sombrero y, convencido deque ha hecho todo lo que había que hacer, se marcha tambaleándose, a paso vacilante.

Una mujer canosa y jorobada, con cara de bruja y ásperas cerdas grises en la huesudabarbilla, está en pie junto al pedestal de la estatua de Colón y llora, enjugándose losenrojecidos ojos con una punta del desteñido chal. Obscura y fea, está tan extrañamentesola entre la agitada multitud...

Bailoteando, una genovesa de negros cabellos lleva de la mano a un chiquillo, de unossiete años, con almadreñas y sombrero gris calado hasta los hombros. El chico alzabruscamente la cabeza, tratando de echar el sombrero hacia atrás, sobre la nuca, pero éstele cae de continuo sobre la cara; la mujer se lo quita de la pequeña cabeza y, agitándolo altoen el aire, canta y ríe, mientras el pequeño, echada hacia atrás la cabecita, la mira, todo élsonriente; luego, empieza a dar saltos, procurando alcanzar el sombrero, y ambosdesaparecen.

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Un hombre alto con mandil de cuero, de grandes manazas y brazos arremangados,lleva sentada en el hombro a una niña de unos seis años, gris como un ratoncillo, y le dice auna mujer que camina a su lado llevando de la mano a un chico de pelo tan amarillo rojizocomo el fuego:

—¿Te das cuenta?, si esto arraiga... Será difícil vencernos, ¿eh?Y ríe con ganas, fuerte, con triunfante risa; luego, arrojando su pequeña carga al aire

azul, para recogerla en sus brazos, grita:—Evviva Parma!Se va la gente, llevándose a los niños, de la mano o cargada con ellos; en la plaza

quedan flores aplastadas, papeles de bombones, un alegre grupo de mozos de cuerda y,sobre ellos, la noble figura del hombre que descubrió el Nuevo Mundo.

De las calles, como toques de inmensos clarines, llega una bella música: los alegresgritos de la gente que va al encuentro de la nueva vida.

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La florecillaMediodía. Hace un calor sofocante. Acaba de resonar un cañonazo con estampido

blando, extraño, corno si hubiera reventado un enorme huevo podrido. En el aire,conmovido por la explosión, empiezan a percibirse mejor los acres hedores de la ciudad:un intenso olor a aceite de oliva, a ajo, a vino y a polvo caliente.

El cálido fragor del día meridional, dominado por el fatigoso jadeo del cañón, quedaaplastado por un instante contra los recalentados adoquines del arroyo y vuelve a alzarsesobre las calles para desembocar en el mar, como un ancho río de turbias aguas.

La ciudad tiene una luminosidad y un colorido múltiple, de fiesta, es como la casullade un sacerdote, ricamente bordada; en sus apasionados gritos, palpitar y gemidos resuenacon solemnidad de función religiosa, un canto a la vida. Cada ciudad es un templo erigidopor los trabajadores; cada trabajo, una oración al Futuro.

El sol está en el cenit, el candente cielo añil deslumbra cegador, como si de cada unode sus puntos cayera sobre la tierra y el mar un rayo azul de fuego que penetrase hondo enlas piedras de la ciudad y en las profundidades de las aguas. El mar brilla como una seda,toda bordada de plata, y apenas roza el malecón con sus soñolientas olas, cálidas, verdosas,mientras entona en voz baja una sabia canción al sol, fuente de la vida y la dicha.

Gente polvorienta, sudorosa, llamándose alegremente unos a otros con bulliciososgritos, va de prisa a comer, muchos se dirigen con premura a la orilla y, luego de quitarserápidos la ropa gris, saltan al mar; sus cuerpos morenos, al caer al agua, se tornan alinstante graciosamente pequeños, como obscuras partículas de polvo en una gran copa devino.

El susurro de seda del agua, los jubilosos gritos que surgen de los cuerpos refrescados,las sonoras risas y chillidos de los chiquillos, todo, en unión de las irisadas salpicaduras delmar, horadado por la gente que salta de continuo a él, se eleva hacia el sol, corno unaalegre ofrenda al astro rey.

En la acera, a la sombra de una casa grande, se han sentado a comer cuatro obreros dela pavimentación, grises, secos y duros como piedras. Un viejo canoso, cubierto de polvo,como espolvoreado de ceniza, entornados los avizores ojos de ave de rapiña, corta con lanavaja un pan largo, procurando que cada trozo no sea más pequeño que los otros. Lleva unrojo gorro de punto con una borla que le cae sobre la cara; el viejo menea con bruscassacudidas la cabeza, grande, de apóstol, mientras las aletas de su larga nariz de papagayo sedilatan, dando sorbetones.

Junto a él, sobre las recalentadas piedras, está tumbado boca arriba un mocetónmoreno, broncíneo como un escarabajo; a la cara le saltan migas de pan, él entornaperezosamente los ojos y canturrea a media voz, como en sueños. Otros dos, sentados,apoyada la espalda contra la blanca fachada de la casa, dormitan.

Hacia ellos viene un muchachito con un frasco de vino en una mano y un pequeñohatillo en la otra; se aproxima, echa hacia atrás la cabeza y grita con voz sonora, como unpájaro, sin reparar en que, a través de la paja en que está envuelto el botellón, caen a tierra,con fulgor de sangre y de rubíes, unos goterones de vino espeso.

El viejo lo advierte, deja el pan y la navaja sobre el pecho del mozo y, agitandoalarmado la mano, apresura al chiquillo:

—¡Date prisa, ciego! ¡Cuidado con el vino!El chico alza el frasco a la altura de la cara, lanza una exclamación y se acerca

corriendo a los empedradores; todos se remueven inquietos, gritan emocionados, palpan el

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frasco, mientras el chico sale disparado como una flecha, se mete en el patio y, con lamisma celeridad, vuelve de allí con una gran fuente amarilla en las manos.

La fuente es dejada sobre la tierra, y el viejo, con cuidado, vierte' en ella un rojo chorrode vino, que fluye vivo; cuatro pares de ojos se deleitan contemplando los destellos delvino al sol, los resecos labios de los hombres tiemblan ansiosos.

Viene una mujer con vestido azul pálido y un chal de dorado encaje sobre los cabellosnegros, resuena neto el golpeteo de los altos tacones de sus zapatos castaños. Trae de lamano a una nena de ensortijado pelo; moviendo acompasadamente la mano derecha condos claveles grana, la nena se contonea al andar, canturreando:

¡Oh, ma, oh, ma, oh, mía ma-a!..

Luego de pararse tras la espalda del viejo empedrador, calla, se empina de puntillas ymira seriamente, por encima del hombro del viejo, cómo cae el vino en la fuente amarilla,cómo cae y murmura, igual que si continuase su canción,

La niña se suelta de la mano de la madre, arranca unos pétalos y, levantando mucho lamanecita, obscura, como el ala de un gorrión, lanza los pétalos de las flores grana a lafuente de vino.

Los cuatro hombres se estremecen, alzan enojados las polvorientas cabezas: la nenabate palmas y ríe alborozada, golpeando el suelo con sus piececitos; la madre,avergonzada, la coge de la mano y le dice algo en voz alta; el chiquillo, agachándose,suelta la carcajada, mientras en el plato, por el vino obscuro, flotan como barquichuelosgrana los pétalos de los claveles.

El viejo trae un vaso, saca vino de la fuente, en unión de unos pétalos, se hincapesadamente de rodillas y, llevándose el vaso a los labios, dice tranquilizador y serio:

—¡No importa, signara! El don de una criatura es un don del cielo... ¡A su salud, guapasignara, y a la tuya también, pequeña! Que seas tan guapa como tu madre y el doble defeliz...

Hunde en el vaso los canosos bigotes, entorna los ojos y, chasqueando los labios,moviendo 'la corva nariz, sorbe lentamente esta bendición de color obscuro.

La madre, sonriendo y saludando con inclinaciones de cabeza, se aleja llevándose de lamano a la niña, que, contoneándose, arrastra sus piececitos por las piedras y grita con losojillos entornados:

—¡Oh, masa... oh, mía ma-a!...Los obreros, meneando la cabeza con aire de cansancio, contemplan el vino y siguen

con la mirada a la nena; la miran y, sonrientes, empiezan a hablar unos con otros, dandosuelta a sus expeditas lenguas de meridionales.

Y en la fuente, sobre la superficie del vino rojo obscuro, se balancean los pétalos granade las flores.

Canta el mar, rumorea la ciudad, brilla radiante el sol, forjando bellos cuentos.

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El túnelUn lago, sereno y azul, en el marco profundo de las montañas, coronadas de nieves

perpetuas; el encaje obscuro de los jardines desciende hacia el lago, formando fastuosospliegues; desde la orilla miran al agua unas casas blancas, como de azúcar, y todo enderredor se asemeja al apacible sueño de un niño.

Es la mañana. De las montañas fluye acariciante el aroma de las flores, acaba de salirel sol; en las hojas de los árboles, en los tallos de las plantas brillan aún las gotas de rocío.La cinta gris de una carretera se interna en un silencioso desfiladero; la carretera estáempedrada, pero parece blanca y suave, como de terciopelo, y se sienten deseos deacariciarla pasándole la mano.

Junto a un montón de grava está sentado un obrero, negro como un escarabajo, con unamedalla sobre el pecho; su cara tiene una expresión audaz y cariñosa.

Apoyadas las broncíneas manos en las rodillas, erguida la cabeza, mira al caminanteque se ha parado al pie de un castaño y le dice:

—Esto, signore, es la medalla del trabajo en el túnel del Simplón.Y, posados los ojos en el pecho, sonríe cariñoso al bello trozo de metal.—Sí, todo trabajo es duro hasta que no se le toma cariño; luego, enardece y se torna

más fácil. Pero, de todos modos, ¡ése fue penoso¡Menea suavemente la cabeza, sonriendo al sol, y de improviso se anima y alza la

mano, mientras sus negros ojos empiezan a relucir.A veces, hasta daba miedo. Pues también la tierra debía sentir algo, ¿no es verdad?

Cuando penetramos en sus honduras, después de haber abierto esa herida en la montaña, latierra nos recibió allí severa. Nos echaba su cálido aliento, que hacía sentir opresión en elpecho, pesadez en la cabeza y dolor en los huesos. ¡Muchos sufrieron aquello! Luego,arrojaba piedras sobre los hombres, vertía sobre nosotros agua caliente. ¡Era espantoso! Aveces, a la luz, el agua se volvía roja, y mi padre decía: "Hemos herido a la tierra, y ellanos abrasará, nos ahogará a todos en su sangre, ¡ya lo verás!" Claro que aquello eranfantasías, pero cuando se oyen tales palabras en lo profundo de la tierra, entre asfixiantessombras, el plañidero chapoteo del agua y el rechinar del hierro contra la piedra, se olvidauno de las fantasías. Allí todo era fantástico, querido signare; los hombres, tan pequeños,mientras que la mole cuyas entrañas horadábamos llegaba hasta el cielo.. . ¡Había que verlopara comprenderlo! Había que ver aquella negra bocaza, abierta por nosotros, a aquelloshombres pequeñitos, que entrábamos por ella de mañana, al salir el sol, y el mismo solseguía tristemente con la mirada a los desvalidos seres que se perdían en las entrañas de latierra, Había que ver las máquinas, la faz sombría de la montaña; oír el sordo rumor en lohondo de ella y el eco de las explosiones, semejante a las carcajadas de un loco.

Se mira las manos, endereza la medalla sobre la chaqueta azul y da un leve suspiro.¡El hombre sabe trabajar! —continúa con orgullo—. ¡Ay, signare, cuando el hombre

quiere trabajar, se convierte en una fuerza invencible! Y créame, ese mismo hombrepequeñito acaba por hacer todo cuanto quiere. Mi padre, al principio, no lo creía.

—"Perforar una montaña de parte a parte entre dos países —me decía— es ir en contrade Dios, que ha dividido la tierra con los muros de las montañas. ¡Ya veréis cómo laMadonna no estará con nosotros!" Se equivocaba, porque la Madonna está con todos losque la aman. Más tarde, mi padre empezó a pensar casi lo mismo que le digo yo, porque sesentía más alto y más fuerte que las montañas, pero hubo un tiempo en que, sentado a lamesa ante una botella de vino, en los días de fiesta, nos exhortaba, a mí y a los otros:

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—"Hijos de Dios" —aquella era su expresión favorita, porque era un hombre bueno yreligioso—, "Hijos de Dios, no se puede luchar así contra la tierra, se vengará de susheridas, ¡y quedará invencible! Ya lo veréis: perforaremos la tierra hasta el corazón, ycuando se lo toquemos, nos abrasará, porque el corazón de la tierra es de fuego, ¡eso losabe todo el mundo! Cultivar la tierra es ayudarla a que dé fruto, y nos está mandadohacerlo, pero nosotros desfiguramos su faz, sus formas. Ya veréis: cuanto más nosinternemos en la montaña, más caliente será el aire y más difícil el respirar"...

El hombre ríe bajito, retorciéndose ambas guías del bigote.—No sólo él pensaba así, y además era cierto: cuanto más nos internábamos, más calor

hacía en el túnel, más gente enfermaba y caía a tierra. Y con mayor fuerza brotaban losmanantiales de agua caliente, se producían desmoronamientos; dos compañeros nuestros,de Lugano, se volvieron locos. Por la noche, en el cuartel, muchos deliraban y gemían,saltaban del lecho, llenos de espanto...

—"¿Qué, tenía yo razón?" —preguntaba mi padre con el pavor en los ojos y una toscada vez más frecuente y bronca...— "¿Qué, tenía yo razón? —repetía—. Esto, la tierra, ¡esinvencible!"

—Y por último, se acostó para no levantarse más. Era fuerte mi viejo, estuvo más detres semanas luchando con la muerte, con tesón, sin quejas, como el hombre que sabe suvalor.

—"Mi trabajo ha terminado, Paolo —me dijo una noche—. Guárdate bien y regresa acasa, ¡que la Madonna te acompañe!". Luego, permaneció en silencio largo rato, cerradoslos ojos, ahogándose.

El hombre se pone en pie, mira a las montañas y se estira con tal fuerza, que le crujenlos huesos.

Me cogió de' brazo, me aproximó a él y dijo:—¡Le estoy contando la pura verdad, signore!—: "¿Sabes, Paolo, hijo mío, que, a

pesar de todo, creo que esto se realizará? Nosotros y los que vienen desde el otro lado nosencontraremos en el interior de la montaña. ¿Tú lo crees?" Yo lo creía. "¡Está bien, hijomío? Eso hace falta: todo hay que hacerlo con fe en su feliz término y en Dios, que, con laintercesión de la Madonna, ayuda las buenas obras. Te pido, hijo mío, que si esto ocurre yla gente llega a encontrarse, vengas a mi tumba y me digas: ¡Padre, ya está hecho! ¡Paraque yo lo sepa!"

—Aquello estaba bien, querido signore, y se lo prometí. Murió a los cinco días depronunciar tales palabras; dos días antes de su muerte, nos pidió que le enterráramos en elmismo sitio donde había trabajado, en el túnel; lo pidió muy encarecidamente, pero yo creoque aquello era ya un delirio...

—Nosotros y los que venían desde el otro lado nos encontramos, en el interior de lamontaña, trece semanas después de la muerte de mi padre. ¡Fue aquél un día de locura,signore! ¡Oh, cuando oímos allí, bajo tierra, en las tinieblas, el ruido de los que trabajabanviniendo a nuestro encuentro...! Ya comprenderá usted, signore. Bajo el enorme peso de latierra que podría aplastamos a nosotros, pequeños seres, ¡a todos a la vez!

—Muchos, días estuvimos oyendo aquellos ruidos, sordos, retumbantes, que eran cadadía más comprensibles y claros, y el jubiloso frenesí de los vencedores se apoderó denosotros: trabajábamos como condenados, como seres de otro mundo, sin sentir cansancioni pedir instrucciones, Aquello estaba bien, era como una danza en un día de sol, ¡palabra!y todos nos habíamos vuelto tan buenos y cariñosos como niños. ¡Oh, si usted supiera con

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qué fuerza, con qué ansia infinita se desea encontrar al hombre en las tinieblas, bajo tierra,donde uno lleva escarbando, como un topo, meses enteros!

Lleno de exaltación todo él, se aproxima a su oyente y, mirándole a los ojos con lossuyos, profundos, humanos, continúa en voz queda, alegre:

—Y cuando por fin se derrumbó una capa de tierra y en el boquete empezó a brillar laluz roja de una antorcha, una cara negra, gozosa, bañada en lágrimas, y más antorchas yrostros, mientras resonaban atronadores los gritos de júbilo y de triunfo... ¡Oh, aquél fue eldía mejor de mi vida! Y al recordarlo, ¡comprendo que no he vivido en vano! Tuve trabajo,mi trabajo, un trabajo santo, signore, ¡se lo digo yo! Y cuando salimos de debajo de latierra al sol, muchos, echándose de bruces sobre ella, la besaban, lloraban, ¡y aquello eratan hermoso como un cuento! Sí, besaban la montaña vencida, besaban la tierra, y aqueldía, signore, la sentí especialmente mía, entrañable, la comprendí mejor que nunca, ¡Y laamé como a una mujer?

—Fui adonde estaba enterrado mi padre, ¡desde luego! Y aunque, claro, yo sé que losmuertos no oyen, fui allá, pues hay que respetar los deseos de quienes trabajaron paranosotros e sufrieron no menos que nosotros mismos, ¿no es verdad?

—Sí, fui a su tumba, golpeé la tierra con el pie y le dije, como él deseara en vida:—¡Padre, ya está hecho! Los hombres han vencido. ¡Ya está hecho, padre!

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La ciudadUn joven músico, mirando fijamente a la lejanía con sus ojos negros, decía en voz

queda:—La música que yo quisiera escribir sería así:"Por la carretera, despacio, un niño camina hacia una gran ciudad.La ciudad yace, apoyando sobre la tierra las moles de sus edificios; se aprieta contra el

suelo y gime y gruñe sordamente. De lejos, parece que acaba de ser destruida por unincendio, pues sobre ella no se ha apagado aún la sangrienta llama del crepúsculo y lascruces de las iglesias, las agujas de las torres, de las veletas, están al rojo vivo.

Los bordes de los negros nubarrones parecen también de fuego; sobre los manchonesrojos se perfilan, siniestros, angulosos, trozos de enormes edificios; por doquier, comoheridas, brillan los cristales; la ciudad destruida, exhausta —lugar de incesante combatepor la dicha—, mana sangre cálida, de la que se alza un humo amarillento, sofocante.

En el crepúsculo de los campos, camina el niño por la ancha cinta gris de la carreteraque, recta como una espada dirigida por una mano poderosa e invisible, se clava en uncostado de la ciudad. Los árboles, a sus lados, se asemejan a grandes antorchas apagadas,cuyas negras puntas se. yerguen inmóviles sobre la tierra callada, expectante.

El cielo está cubierto de nubes, no se divisan las estrellas, no hay sombras; elanochecer es triste y silencioso, únicamente se oyen los pasos leves, lentos, del niño queapenas suenan en el cansado silencio vespertino de los adormecidos campos.

Y en pos del niño, cubriendo con el negro manto del olvido las lejanías de donde élpartiera, va silenciosa la noche.

Las sombras del crepúsculo, espesándose, ocultan en su cálido abrazo las casas,blancas y rojas, que, esparcidas por las colinas, se aprietan huérfanas y sumisas contra latierra. Los jardines, los árboles, las chimeneas, todo se torna negro en derredor, desapareceaplastado por las tinieblas de la noche, como si se. asustara de la pequeña figurilla queavanza con un palo en la mano y se escondiese o jugase con ella.

El niño camina en silencio y mira tranquilo a la ciudad sin apretar el paso, solo,pequeño, como si llevase consigo algo necesario, esperado hace tiempo por todos allí, en laurbe, donde empiezan a encenderse inquietas, a su encuentro, unas luces azules, amarillas yrojas.

Ya se han apagado los resplandores del crepúsculo. Se han fundido, han desaparecidolas cruces, las veletas y las agujas de hierro de las torres; la ciudad es ahora más baja seaprieta más estrechamente contra la tierra muda.

Sobre ella, ha surgido de pronto y se agranda una nube opalina, una niebla amarilla yfosforescente se extiende desigual sobre la red gris de los compactos edificios. Ahora laciudad no parece destruida por el fuego ni bañada en sangre; las líneas irregulares de lostejados y de los muros recuerdan algo impreciso, maravilloso, pero incompleto, sinterminar aún, como si el que ideara esta gran ciudad para los hombres se hubiese cansado yestuviese durmiendo o, desilusionado de su obra, se hubiese marchado, abandonándolotodo, y, perdida la fe, hubiera muerto.

Mas la ciudad vive, consumida por el torturante anhelo de alzarse hacia el sol bella yarrogante. Gime en su delirio, en sus anhelos múltiples de dicha, la agita el apasionado afánde vivir, y en el obscuro silencio de los campos que la circundan fluyen, como apaciblesarroyuelos, los sofocados rumores, mientras la negra cúpula del cielo se va llenando cadavez más de una luz turbia, triste.

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El niño se detiene, echa hacia atrás la cabeza y, muy enarcadas las cejas, miraserenamente, con ojos audaces, hacia adelante; luego, balanceándose, sigue más de prisa sucamino.

Y la noche, en pos de él, le dice con cariñosa y dulce voz de madre:—¡Ve, pequeño, ya es hora! Te esperan..."—...Esto, naturalmente, ¡es imposible de escribir! —concluyó el joven músico,

sonriendo soñador.Y luego de un instante de silencio, juntó las manos implorante y exclamó con amoroso

susurro, lleno de inquietud:—¡Santísima Virgen María! ¿Qué le esperará?

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MediodíaEn el cielo azul de mediodía se derrite el sol, vertiendo sobre el agua y la tierra sus

cálidos rayos de diversos colores. Dormita el mar, exhalando un vaho opalino; el aguaazulenca refulge como el acero; el fuerte olor de la sal del mar se expande, espeso, hasta lacosta.

Rumorean sonoras las olas, chapoteando perezosas en un ingente montón de piedrasgrises, corren saltando por encima de las afiladas aristas; susurran los guijarrillos; lascrestas de las olas, transparentes como el cristal, no son altas y no tienen espuma.

La montaña está envuelta en el cendal liláceo del bochorno; las hojas grises de losolivos parecen de plata vieja a la luz del sol; en las mesetas de los jardines que engalanan lamontaña, sobre el terciopelo obscuro del verdor, reluce el oro de los limones y las naranjasy sonríen brillantes las rojas flores de los granados; flores y más flores por doquier.

El sol ama a esta tierra...En las piedras hay dos pescadores: uno viejo, con sombrero de paja, carilleno, de ojos

hundidos en la grasa, mejillas, labios y mentón cubiertos de abundante pelambre canosa,nariz colorada y manos bronceadas por el sol. Tendida sobre el mar la larga y flexible cañade pescar, está sentado en una piedra, colgantes las velludas piernas sobre el agua verde;las olas, al saltar, le bañan los pies, y de sus obscuros dedos caen unos goterones claros.

A espaldas del viejo; acodado en la piedra, está un mozo moreno, de ojos negros,esbelto, bien proporcionado, con una barretina encarnada en la cabeza, una camiseta blancaque le ciñe el abombado pecho y unos pantalones azules arremangados hasta las rodillas.Con la mano derecha se atusa el bigote, y mira pensativo a la lejanía, al mar, donde semecen las rayas negras de los barquitos pesqueros y, mucho más allá, tras ellos, apenas secolumbra una vela blanca que se deslíe inmóvil, como una nube, en el bochornoso calor.

—¿Era rica la signora? —pregunta el viejo con aguardentosa voz, dando inútilmenteun tironazo de la caña.

El mozo le responde, en voz baja:—¡Me parece que sí! Llevaba un broche con una piedra grande, azul, unos pendientes,

muchas sortijas y un reloj... Creo que es americana...—¿Y guapa?—¡Oh, si! Muy delgada, es verdad, pero con unos ojos como dos flores, y, ¿sabes?, una

boca pequeña, un poco entreabierta...—Boca de mujer honrada, de las que sólo quieren una vez en la vida.—Eso mismo me parece a mí...El viejo tira de la caña, mira, guiñando un ojo, al anzuelo vacío y rezonga con

sarcástica sonrisa:—Los peces no son más tontos que nosotros, no lo son.. .—¿A quién se le ocurre pescar a mediodía? —pregunta el mozo, poniéndose en

cuclillas.—A mí —responde el viejo, hincando un nuevo cebo en el ganchillo.Y luego de echar el anzuelo al mar, lejos, inquiere:—¿Dices que estuvisteis paseando en la barca hasta el amanecer?—Ya había salido el sol cuando saltamos a la orilla —contesta de buena gana el mozo,

después de un hondo suspiro.—¿Te dio veinte liras?—Veinte.—Podía haberte dado más.

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—Ella podía haberme dado mucho...—¿Y de qué hablasteis?El mozo inclina la cabeza, tristemente, con pena.—Ella no sabe más que una decena de palabras, y callamos...—El verdadero amor —sentencia el viejo, volviéndose y mostrando los blancos dientes

en una ancha sonrisa— golpea el corazón corno un rayo, y como el rayo es mudo. ¿No losabías?

El mozo coge una piedra grande, .con intención de tirarla al mar; toma impulso con elbrazo, pero la arroja hacia atrás, por encima de su hombro, y dice:

—A veces, no comprende uno en absoluto: ¿para qué necesitan las gentes idiomasdistintos?

—¡Dicen que llegará un día en que no ocurra eso! —observa el viejo, luego de quedarpensativo unos instantes. Sobre el manto azul del mar, en la lochosa neblina de la lejanía,se desliza sin ruido, como la sombra de una nube, un barco blanco.

—¡Va a Sicilia! —afirma cl viejo, moviendo la cabeza.Saca, no se sabe de dónde, un cigarro negro, largo y rugoso, lo parte y, dándole la

mitad al mozo, por encima del hombro, vuelve a preguntar:—¿En qué pensabas cuando ibas con ella?—El hombre piensa siempre en la dicha...—¡Por eso es tonto siempre; —intercala con calma el viejo.Encienden los medios cigarros. Unas columnillas de humo azul se extienden sobre las

piedras, en el aire en calma, impregnado del aroma de la tierra fecunda y del agua cariñosa.—Yo le cantaba una canción, y ella sonreía...—¿Y qué más?—Pero tú sabes que yo canto mal.—Lo sé.—Luego, dejé caer los remos y la miré.—¿Ah, sí?—La miré, diciéndome: "Yo soy joven y fuerte, y tú te aburres, ¡quiéreme y dame una

vida buena!..."—¿Se aburría ella?—¿Quién va a un país extranjero cuando no es pobre y se divierte?—¡Bravo!—"Te prometo en el santo nombre de la Virgen María —pensaba yo— que seré bueno

contigo y todo el mundo estará bien a nuestro alrededor..."—Ecco! —exclama el viejo, echando hacia atrás la cabeza grande y riendo con bronca

carcajada.

"Te seré fiel siempre..."

—Hum...—O pensaba: "Viviremos juntos una temporadita, te amaré cuanto quieras, y luego me,

darás dinero para que me compre una barca, los aparejos y una pequeña parcela; entonces,volveré a mi buena tierra y guardaré siempre un grato recuerdo de ti..."

—No está mal pensado...Después, a eso del amanecer, pensaba ya que no necesitaba nada, ni dinero, que sólo

me hacía falta ella, aunque no fuera más que por aquella noche...—Eso es más sencillo...

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—¡Por una sola noche!...—Ecco! —repite el viejo.—A mí me parece, tío Pietro, que las pequeñas dichas son siempre más honradas...El viejo calla, prietos los abultados labios, y mira con fijeza al agua verde, mientras el

mozo entona tristemente una queda canción:—Oh, sol mío...—Cierto, cierto —dice de pronto el viejo, meneando la cabeza—, las dichas pequeñas

son más honradas, pero las grandes son mejores... Los pobres son más guapos, pero losricos son más fuertes... Y así pasa con todo... ¡Con todo!

Susurran chapoteantes las olas. Las columnillas de humo azul flotan nimbando lascabezas de los dos hombres. El mozo se ha levantado, y canta quedo, sosteniendo el cigarroen una comisura de los labios. Apoyado el hombro en el costado gris de la piedra, cruzadaslas manos sobre el pecho, mira a la lejanía, al mar, con ojos soñadores, grandes.

En tanto, el viejo, gacha la cabeza, permanece inmóvil, dormitando al parecer.Las liláceas sombras, en las montañas, se van haciendo más densas y acariciantes.—¡Oh, sol mío! —canta el mozo...

Nació el solaún más bello,¡aún más bello que tú!¡Oh, sol, oh, sol!¡Ilumina mi pecho!...

Rumorean alegres las verdes olas.

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La bodaEn una pequeña estación, entre Roma y Génova, el revisor abrió la puerta y, ayudado

por un engrasador, todo sucio, metió en nuestro compartimento, sujetándolo casi en vilo, aun vejete pequeñajo y tuerto.

—¡Es muy viejecito! —dijeron a un tiempo, sonriendo bonachones.Pero el viejo resultó tener bríos; después de dar las gracias, alzando la rugosa mano, a

quienes le habían ayudado, se quitó alegre v cortés el roto sombrero dejando al descubiertola canosa cabeza y, mirando con su único ojo avizor a los tapizados bancos, preguntó:

—¿Me permiten ustedes?Le hicieron sitio, se sentó, dejó escapar un suspiro de alivio y, luego de posar las

manos sobre las huesudas rodillas, sonrió bondadoso con la desdentada boca.—¿Va usted lejos, abuelo? —le preguntó mi compañero.—¡No, sólo tres estaciones más allá! —repuso de buena gana el tuerto—, Voy a la

boda de mi nieto...Y al cabo de unos minutos, contaba locuaz, acompañado del traqueteo de las ruedas del

tren, balanceándose como una rama tronchada en un día desapacible:—Soy de Líguela; nosotros, todos los ligurinos somos muy fuertes. Yo, por ejemplo,

tengo trece hijos, cuatro hijas y tantos nietos, que he perdido la cuenta; éste es el segundoque se casa. Buena cosa, ¿verdad que sí?

Y mirando orgulloso a todos con su ojo, descolorido va, pero aún alegre, dijo riendobajito:

—¡Ya ven cuánta gente he dado a la Patria y al rey!¿Que cómo perdí el ojo? ¡Oh, eso fue hace mucho!, entonces yo era todavía un

chiquillo, pero ayudaba ya a mi padre. Estaba él cavando en un viñedo, y nuestra tierra esdura, pedregosa, requiere muchos cuidados. Una piedra saltó de la azada del padre y osedio en un ojo; no recuerdo el dolor, pero, cuando estábamos comiendo, se me cayó el ojo,¡Aquello fue espantoso, signori! ... Me lo volvieron a poner en su sitio y le aplicaron unmigajón de pan caliente, ¡pero el ojo estaba muerto!

El viejo se frotó con fuerza la mejilla, terrosa, fláccida, sonriendo de nuevo bondadosoy alegre.

—Por aquel tiempo no había tantos doctores y la gente vivía más tontamente, ¡desdeluego! Aunque puede que fuera más buena. ¿Eh?

Y su rostro apergaminado, con un solo ojo, surcado de profundas arrugas y cubierto deun vello verde grisáceo como el musgo, tomó en aquel instante una expresión pícara,jubilosa.

—Cuando se ha vivido tanto como yo, se puede hablar, sin temor, de la gente. ¿Verdadque sí?

Alzó aleccionador el índice obscuro, engarfiado, como amenazando a alguien.—Les contaré, signori, algo de la gente.. .—Cuando murió mi padre, yo tenía trece años, ¡y ya ven ustedes lo pequeño que soy,

incluso ahora! Pero era infatigable y hábil para el trabajo, fue todo lo que me dejó deherencia mi padre, pues nuestra casa y la tierra las vendieron para pagar las deudas. Y asíviví, con un ojo y dos manos, trabajando en todas partes donde me daban trabajo... Eraduro, pero los jóvenes no temen aI trabajo, ¿No es así?

A los diez y nueve años tropecé con la muchacha que me había deparado el destinopara que la amase. Era tan pobre como yo, aunque más corpulenta y fuerte, vivía con sumadre, una vieja enferma, y como yo, trabajaba donde podía. No era muy guapa, pero sí

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buena y lista. Y con una voz... ¡qué voz tenía! Cantaba como una artista, ¡y eso ya es unariqueza! Yo tampoco cantaba mal.

—"¿Nos casamos?", le pregunté.—"¡Sería un disparate, tuerto! —respondió con tristeza—. Ni tú ni yo tenemos nada,

¿cómo vamos a vivir?"—Era la pura verdad: ¡ni ella ni yo teníamos dónde caernos muertos! ¿Pero qué se

necesita para el amor cuando se es joven? Todos ustedes saben lo poco que se necesita parael amor; insistí y me salí con la mía.

—"Oye, tal vez tengas razón —dijo al fin Ida—. Si la Santa Madre de Dios nos ayudaa los dos ahora que vivimos separados, ¡más fácil le será, desde. luego, ayudarnos cuandovivamos juntos!"

—Fuimos a ver al cura.—"!Eso es una locura! —nos dijo—. ¿Acaso hay pocos pobres en Liguria? Vosotros,

desgraciados, debéis resistir a las tentaciones del diablo; de lo contrario, ¡pagaréis bien caravuestra debilidad!"

—Los jóvenes del pueblo se reían de nosotros, los viejos nos censuraban. Pero lajuventud es terca, ¡e inteligente a su manera? Se aproximó el día de la boda, sin que paraesa fecha nos hubiésemos hecho más ricos; ni siquiera sabíamos dónde íbamos aacostarnos la primera noche.

—"¡Nos iremos al campo! —propuso Ida—. ¿Qué tiene eso de malo? La Madre deDios es igualmente buena con las personas en todas partes".

—Así lo acordamos: la tierra sería nuestro lecho, ¡y que el cielo nos abrigara!—Aquí comienza otra historia, signori; les ruego que presten atención, les la mejor

historia de mi larga vida! La víspera de la boda, por la mañana temprano, el viejoGiovanni, con eI que yo había trabajado mucho, me dijo, así, entre dientes, ¡como si setratara de una broma!

—"Tú, Hugo, deberías limpiar el viejo establo de las ovejas y preparar un lecho depaja. Aunque aquello está seco y hace más de un año que no hay allí ovejas, de todosmodos hay que limpiar bien el establo, si es que Ida y tú queréis vivir en él".

—¡Ya teníamos casa!—Estaba yo trabajando y cantando, cuando a la puerta se para el carpintero Constancio

y me pregunta:—"Vas a vivir aquí con Ida. ¿Y dónde está vuestra cama? Cuando termines, vente por

casa y coge una que tengo de sobra".Y al ir para allá la María, una tendera de malas pulgas, me gritó:—"¡Se van a casar, los desgraciados, sin tener sábanas, ni almohadas, ni nada! ¡Estás

loco de remate, tuerto! Mándame a la tienda a tu novia..."—Y el cojo Ettore Viano, atormentado por el reuma y consumido por la fiebre, llamó a

Ida, a voces, desde la puerta de su casa:—"Pregúntale a tu novio si tiene mucho vino preparado para los invitados. ¡Ay,

hombres, hombres! ¿Acaso hay en el mundo nada más despreocupado que ellos?En una profunda arruga de la mejilla del viejo, brilló una lágrima de gozo; echó hacia

atrás la cabeza y rió con silenciosa risa —que movía la saliente nuez y estremecía la ajadapiel del rostro—, al tiempo que manoteaba como un niño.

¡Oh, signori, signori! —exclamó, ahogándose de la risa—. Cuando llegó la mañana deldía de la boda, ya teníamos cuanto se necesita en una casa: una imagen de la Mandona,cacharros, ropa blanca, muebles, de todo había, ¡se lo . juro a ustedes! Ida lloraba y reía, yo

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también, y todos chanceaban, pues no está bien llorar el día de la boda. ¡Todos los nuestrosse reían de nosotros!..

¡Qué gran ventura, signan., es poder llamar "nuestra" a la gente! ¡Y aún mayor es ladicha de sentir tuyas, cerca de ti, entrañables, a unas personas para quienes tu vida no esuna broma ni tu dicha cosa de juego!

—¡La boda fue de rumbo! ¡Asombroso día aquel! Todo el pueblo estaba pendiente denosotros, y todos vinieron a nuestro establo que, de pronto, se había convertido en una casarica... Teníamos de todo: vino, frutas, carne, pan, y todos comimos y no hubo nadie que nosintiese alegría... Porque no hay mayor gozo, signori, que hacer bien a la gente; créanme,¡do hay nada más hermoso y alegre que eso!

—Y el cura también estuvo en casa. "Aquí tenéis —dijo, con palabras severas y buenas—, a unas personas que han trabajado para todos vosotros, y ahora vosotros os habéispreocupado de ellos para hacerles grato este día, que es el mejor de su vida. Ese era vuestrodeber; pues ellos trabajaron para vosotros, y el trabajo vale más que las monedas de cobrey de plata, ¡el trabajo vale siempre más que lo que se paga por él! Él dinero se va, el trabajoqueda... Estas dos personas, alegres y sencillas, han vivido penosamente, sin proferir tinaqueja; su vida será aún más dura en adelante, pero no se lamentarán tampoco; ayudadles enlos trances difíciles. Pues tienen buenas manos y aún mejor corazón.":

—¿Muchas cosas de provecho nos dijo a Ida y a mí, y a todo al pueblo!...El viejo miró a todos triunfante, con su único ojo —juvenil en aquel momento—, y

preguntó:—Ya han oído, signori, algo acerca de la gente. El caso tiene substancia, ¿verdad que

sí?

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El propagandistaPrimavera. Brilla esplendoroso el sol, la gente está alegre, y hasta los cristales de las

ventanas sonríen afectuosos en las viejas casas de piedra.Por la calle de la pequeña ciudad circula, en abigarrado torrente, una multitud

endomingada; está aquí la ciudad en pleno: obreros, soldados, burgueses, curas,administradores, pescadores. Todos, excitados por la alegría embriagadora de la primavera,hablan en voz alta, ríen, cantan y, como un solo cuerpo sano, están henchidos del gozo devivir.

Las sombrillas de diversos colores, los sombreros de las mujeres, los globos rojos yazules en las manos infantiles, son como flores maravillosas, y por doquier, semejandopolicromadas gemas en el fastuoso manto de un rey de leyenda, resplandecen, jubilosos yreidores, los niños, alegres dueños de la tierra.

Las hojas blanquiverdes de los árboles no se han abierto aún; enrolladas en espléndidosbrotes, absorben con ansia los cálidos rayos del sol. A lo lejos se oyen los sones de unemúsica, que llama insinuante.

Diríase que la gente ha pasado ya sus desdichas, que el día de ayer fue el último de lavida penosa que a todos abrumaba, y que hoy se han despertado con el alma clara, comoniños, con una fe alegre y recia en sí mismos, en su invencible voluntad ante la que ha dedoblegarse todo, y por ello marchan ahora unidos, firme el paso, hacia el futuro.

Se siente extrañeza, agravio y pena al observar, entre esta multitud llena de vida, unrostro triste: del brazo de una mujer joven camina un hombre alto y fuerte; aunque,seguramente, no pasará de los treinta años, tiene los cabellos grises. Lleva el sombrero enla mano, y su cabeza redonda parece toda de plata. En su rostro, enjuto, de hombre sano,hay una expresión de tristeza serena, Los ojos grandes, obscuros, cubiertos por laspestañas, miran como suelen mirar únicamente los ojos del hombre que no puede olvidarun amargo dolor experimentado por él mismo.

—Fíjate en esa pareja —me dice mi amigo—, sobre todo en él: ha sufrido una de esastragedias que, con frecuencia cada vez mayor, se desarrollan entre los trabajadores delnorte de Italia.

Y mi amigo me cuenta:"Ese hombre es socialista, redactor de un pequeño periódico local para los

trabajadores; es obrero, pintor. Se trata de una de esas personas para quienes el saber seconvierte en fe, una fe que aviva aún más el ansia de saber; de un anticlerical furibundo einteligente. ¿Ves con qué ojos le miran a la espalda los curas negros?

Hace cinco años, cuando era propagandista, conoció en uno de sus círculos a unamuchacha que le llamó en seguida la atención. Aquí a las muchachas las enseñan a creersin rechistar, a pies juntillas; los curas vienen fomentando en ellas esta facultad desde hacemuchos siglos. Y han conseguido sus propósitos. Alguien ha dicho con razón que la Iglesiacatólica ha sido construida sobre los pechos de la mujer. El culto a la Madonna, además deser de una belleza pagana, es, ante todo, un culto inteligente; la Madonna es más sencillaque Cristo, más entrañable, no hay en ella contradicciones, no amenaza con el averno,únicamente ama, se compadece, perdona; le es fácil cautivar el corazón de las mujeres,para toda la vida.

Pues bien, nuestro hombre encuentra a una muchacha que sabe hablar, que es capaz depreguntar, y en las preguntas de ella percibe siempre, junto a un ingenuo asombro ante susideas, una desconfianza inocultable hacia él y, con frecuencia, miedo e incluso aversión. Elpropagandista italiano tiene que hablar mucho de religión y, con crudeza, del Papa y de los

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curas; cada vez que hablaba de esto, leía en los ojos de la muchacha desprecio y odio a supersona; cuando ella le hacía alguna pregunta, sus palabras rebosaban hostilidad y su dulcevoz estaba saturada de veneno. Veíase que conocía la literatura católica dirigida contra elsocialismo y que en el círculo gozaba de tanta atención como él mismo.

Aquí se trata a la mujer con bastante menos delicadeza y de un modo más grosero queen Rusia, y —hasta los últimos tiempos— las italianas han dado muchos motivos para ello;no les interesa nada más que la Iglesia; en el mejor de los casos, son ajenas a la laborcultural de Ios hombres y no comprenden su importancia.

Su amor propio de hombre se sentía herido, su fama de hábil propagandista sufríadetrimento en las controversias con aquella muchacha, y se irritaba, más de una vez sehabía burlado de la joven con fortuna, pero ella le pagaba con la misma moneda,suscitando involuntariamente en él un sentimiento de respeto y obligándole a prepararsecon especial cuidado para las clases en el círculo de que ella formaba parte.

Mas, a la par que todo aquello, el propagandista había observado que cada vez quetenía que hablar del bochornoso presente, de cómo oprimía al hombre deformándole elcuerpo y el alma, cuando pintaba el cuadro de la vida en el futuro, donde el ser humanoquedaría liberado exterior e interiormente, veía ante él a otra persona distinta: escuchabasus palabras con el odio de la mujer fuerte e inteligente que conoce el peso de las cadenasde la vida, con la crédula ansia de la niña que oye un maravilloso cuento de hadas, uncuento en armonía con su alarma, también maravillosamente compleja.

Y aquello le hacía presentir la victoria sobre su contrincante, que podía llegar a ser unaexcelente camarada.

Casi un año se prolongó la contienda sin despertar en ambos el deseo de acercarse unoa otro y discutir a solas, pero al fin él fue el primero en abordarla.

—Siga orine. mi eterna contradictora —le dijo—, ¿no cree usted que, en beneficio dela causa, sería mejor que nos conociéramos más de cerca?

Ella accedió de buena gana, y, casi desde las primeras palabras, entraron en combate: lamuchacha defendía con furia a la Iglesia, asegurando que era el sitio donde la personaatormentada puede dar descanso al alma y donde todos, aunque vayan distintamentevestidos, son iguales ante la bondadosa Madonna y le inspiran la misma compasión; élobjetaba que las gentes no necesitan descanso, sino lucha, que no es posible la igualdadcivil sin la igualdad de los bienes materiales y que, tras la espalda de la Madonna, se ocultael hombre a quien le es beneficioso que las gentes sean desdichadas y necias.

A partir de entonces, aquellas discusiones constituyeron toda su vida; cada entrevistaera una continuación de la misma y apasionada charla, y cada día se iba poniendo másclaramente de manifiesto la fatal incompatibilidad de sus respectivas creencias.

Para él, la vida era la lucha para ampliar los conocimientos, la lucha para someter a lavoluntad del hombre las misteriosas energías de la naturaleza; todas las gentes debían estarigualmente pertrechadas para esa lucha, a cuyo final nos esperan la libertad y el triunfo dela razón: la fuerza más grande de todas y la (mica en el mundo que actúa de un modoconsciente, Para ella, la vida era una torturante inmolación en aras de lo desconocido, elsometimiento de la razón a una voluntad cuyas leyes y objetivos sólo conoce el sacerdote.

El, sorprendido, le preguntaba:—Entonces, ¿para qué va a mis conferencias, qué espera usted del socialismo?—Sí, ¡yo sé que cometo un pecado y que me contradigo a mí misma! —reconocía con

tristeza—. ¡Pero es tan agradable oírle a usted y soñar con la posibilidad de la dicha paratodas las gentes!

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No era muy guapa: era feble y tenía una carita inteligente, grandes ojos, cuya miradapodía ser tímida o iracunda, cariñosa o severa; trabajaba en una fábrica de tejidos de seda,vivía con su anciana madre, su padre cojo y una hermana menor que estudiaba en laescuela de artes y oficios. A veces, estaba alegre, y era su alegría silenciosa, peroencantadora; le gustaban los museos y las viejas iglesias, la entusiasmaban los cuadros, labelleza de las cosas y, al contemplarlas, solía decir:

—Cuánta extrañeza se siente al pensar que estas cosas tan bellas estuvieron en untiempo encerradas en las casas de los particulares y que una sola persona tenía derecho adisfrutarlas! Lo bello lo deben ver todos, ¡únicamente entonces vive!

Con frecuencia, hablaba de aquel modo tan extraño, y al propagandista le parecía quesus palabras brotaban de algún dolor que le estaba torturando el alma y él no podíacomprender: eran como lamentos de un herido. Percibía que aquella muchacha amaba lavida y a las gentes con un amor de madre, hondo, lleno de inquietud y compasión; esperabapaciente el momento en que su propia fe encendiese el corazón de ella y aquel apacibleamor se convirtiese en pasión; le parecía que la joven escuchaba sus discursos concreciente interés y que, en el fondo de su corazón, ya estaba de acuerdo con él. Y cada vezcon mayor ardor, le hablaba de la necesidad de luchar sin descanso para liberar al hombre—al pueblo, a la humanidad— de las viejas cadenas cuya herrumbre corroía el alma, y laensombrecía y envenenaba.

Un día, cuando la acompañaba a casa, le dijo que la amaba, que quería que fuese sumujer, y se asustó de la impresión que le produjeron aquellas palabras: se tambaleó, comosi la hubiera golpeado, apoyó la espalda contra la pared y, muy abiertos los ojos, lívida,escondidas las manos, mirándole a la cara casi con espanto, le repuso:

—Me lo figuraba, casi lo percibía, porque yo también le amo a usted hace tiempo,¿pero qué ocurrirá ahora, Dios mío?

—¡Empezarán los días de tu dicha y la mía, los días de nuestro trabajo común! —exclamó él,

—No —denegó la muchacha, bajando la cabeza—. ¡No! Nosotros no debemos hablarde amor.

—¿Por qué? ¿Te casarás por la Iglesia? —preguntó queda.—¡No!—Entonces, ¡adiós para siempre!Y se alejó de él con rapidez.El la alcanzó y trató de convencerla; ella, después de oírle en silencio, sin objetar nada,

respondió:—Mi madre, mi padre y yo, todos nosotros somos creyentes, y creyentes moriremos.

Para mí, el casarse en la alcaldía no es casarse; yo sé que si nacen hijos de un matrimoniosemejante, serán desgraciados. Sólo el matrimonio bendecido por la Iglesia santifica elamor, únicamente él proporciona la felicidad y la calma.

El comprendió que ella no cedería pronto; en cuanto a él mismo, claro está, no podíaceder. Se separaron; al despedirse, la muchacha dijo:

—¡No nos atormentemos mutuamente, no busques las entrevistas conmigo! ¡Oh, si túpudieras marcharte de aquí!.. . Yo no puedo, soy tan pobre...

—No te prometo nada —contestó él.Y comenzó la lucha entre dos personas fuertes: se entrevistaban, claro está, e incluso

con mayor frecuencia que antes, y se veían porque buscaban las entrevistas confiando enque uno de los dos no soportaría el martirio de aquel sentimiento insatisfecho y cada vez

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más ardoroso. Sus encuentros rebosaban desesperación y amargura; después de cadaentrevista, él se sentía destrozado, impotente, y ella, con lágrimas en los ojos, iba aconfesarse; él lo sabía, y parecíale que la negra muralla de tonsurados se hacía cada vezmás alta e inexpugnable e iba creciendo de día en día, separándoles para siempre.

Un día de fiesta, cuando paseaban los dos por el campo, él le dijo, no como unaamenaza, sino sencillamente, pensando en voz alta:

—¿Sabes? A veces, me parece que sería capaz de matarte...Ella guardó silencio.—¿No has oído lo que te he dicho?Mirándole cariñosa al rostro, contestó:—Sí.Y él comprendió que ella podría morir, pero no cedería. Antes de aquel "sí", solía

abrazarla y besarla; ella se debatía, pero su resistencia era cada vez más débil, y él soñabaya con que llegaría un día en que ella acabaría por ceder, y entonces su instinto de mujer leayudaría a vencerla. Pero ahora se había dado cuenta de que aquello no sería una victoria,sino un avasallamiento, y en adelante dejó de despertar en ella a la mujer.

Así caminaban ambos en el tenebroso círculo de las concepciones de ella acerca de lavida; él encendía ante la muchacha todas las luces que podía encender, pero ella —comociega— le escuchaba, con una sonrisa soñadora en los labios, y no le creía.

Un día, le dijo:—A veces, comprendo que todo lo que me dices es posible, ¡pero pienso que eso es

porque te quiero! Yo comprendo, pero no creo, ¡no puedo! Y cuando te vas, todo lo tuyo seva también contigo,

Aquello se prolongó casi' dos años, y, de pronto, la muchacha enfermó; él abandonó eltrabajo, dejó de ocuparse de los asuntos de la organización, contrajo deudas; procurandoevitar los encuentros con los camaradas, rondaba la casa de ella o permanecía junto a sulecho, observando cómo se consumía, volviéndose cada día más transparente, y cómo ardíaen sus ojos, con fulgor cada vez más intenso, la llama de la enfermedad.

—Háblame del futuro —rogaba ella.Y él hablaba del presente, enumerando vengativo todo lo que nos pierde, todo aquello

contra lo que él lucharía siempre y que es preciso arrancar de la vida de las gentes, comoharapos obscuros, sucios, viejos.

Ella escuchaba, y cuando su dolor se hacía insoportable, le detenía rozándole la mano ymirándole a los ojos implorante.

—¿Me moriré? —le preguntó una vez, muchos días después de que el doctor le dijeraque tenía una tisis galopante y que su estado era desesperado.

El bajó los ojos y no respondió.Sé que me moriré pronto —afirmó—. Dame la mano. Y cuando él se la hubo tendido,

ella se la besó con labios ardientes y profirió:—Perdóname, soy culpable ante ti, me he equivocado y te he hecho sufrir mucho.

Ahora, cuando ya estoy muerta, veo que mi fe era sólo el miedo ante lo que yo no podíacomprender, a pesar de todos mis deseos y de tus esfuerzos. Aquello era miedo, pero lollevo en la masa de la sangre, nací con él. Poseo mi inteligencia, o la tuya, mas el corazónno es mío; tienes razón, lo he comprendido, pero mi corazón no podía estar de acuerdocontigo.

Unos días más tarde murió, y él encaneció durante su agonía; encaneció a losveintisiete años.

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Hace poco se casó con una discípula suya, la única amiga de aquella muchacha; ahoravan al cementerio, a visitar la tumba de ella; van allí todos los domingos y dejan unasflores sobre su sepultura.

El no cree en su victoria, está convencido de que cuando ella dijo: "tienes razón",mentía para consolarle. Su mujer cree lo mismo, ambos honran amorosamente su memoria,y esta historia penosa del perecimiento de una persona buena, renovando de continuo susfuerzas en el deseo de vengarla, da a su trabajo conjunto un carácter singular, anchuroso,bello".

...Fluye bajo el sol el río humano, vivo, abigarrado con sus galas de fiesta, un alegrerumor acompaña su curso, gritan y ríen los niños; no todos, claro está, se sienten felices ycontentos, seguramente hay muchos corazones oprimidos por un obscuro dolor, muchasmentes torturadas por las contradicciones, pero todos marchamos hacia la libertad, ¡hacia lalibertad!

Y cuanto más unidos, ¡más de prisa avanzaremos todos!

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La madre¡Glorifiquemos a la mujer-Madre, inagotable fuente de la vida, siempre triunfante!En este relato se habla del férreo Timur Leng, la pantera coja, de Sakhih-i-Kirán, el

afortunado conquistador, de Tamerlán, como le llamaban los infieles, del hombre quequería destruir el mundo entero.

Cincuenta años anduvo por la tierra; su planta de hierro aplastaba ciudades y estados,como la pata de un elefante los hormigueros, rojos ríos de sangre fluían de su camino, entodas direcciones; construía altas torres con los huesos de los pueblos vencidos; destrozabala vida, rivalizando en fuerza con la propia Muerte, se vengaba de ella por haberle quitadoa su hijo Jigangir; hombre terrible, quería arrebatarle todas sus víctimas, ¡para quepereciera de hambre y de añoranza!

Desde el día en que murió su hijo Jigangir y el pueblo de Samarcanda recibió alvencedor de los feroces getas, vestido de negro y azul, cubiertas las cabezas de polvo y deceniza; desde aquel día hasta la hora de su encuentro con la Muerte en Otrara, donde ella levenció, treinta años estuvo Timur sin sonreír ni una vez siquiera; así vivió, prietos loslabios, sin inclinar la cerviz ante nadie, y su corazón permaneció —¡treinta años!— cerradopor completo a la compasión.

Glorifiquemos en el mundo a la mujer-Madre, única fuerza ante la que se doblegasumisa la Muerte En este relato diremos la verdad acerca de la Madre, de cómo se inclinóante ella el esclavo y siervo de la Muerte, el férreo Tamerlán, sangriento azote de la tierra.

He aquí cómo fue aquello.Celebraba Timur-bey un gran festín en el magnífico Valle de Canígula, cubierto de

nubes de rosas y jazmines, en el valle al que los poetas de Samarcanda llamaban Amor delas flores y desde donde se divisan los minaretes azules de la gran ciudad y las celestescúpulas de sus mezquitas.

Quince mil tiendas redondas de campaña se extienden por el valle en ancho abanico,todas ellas como tulipanes, y sobre cada una, centenares de banderas de seda, palpitantescomo flores vivas.

Y en medio de ellas, se alza la tienda de Timur-Gurugán, como una reina entre susamigas. Es cuadrangular, de un lado a otro hay cien pasos de distancia, su altura es de treslanzas, y en su centro se yerguen doce columnas de oro, cada una del grosor de un hombre;una cúpula de color celeste la remata, y toda ella es de franjas de seda, negras, amarillas,azules; quinientos cordones rojos la sujetan a tierra para que no se eleve al cielo; cuatroáguilas de plata se yerguen en sus esquinas, y bajo la cúpula, en medio de la tienda, sobreun estrado, la quinta águila, Timur-Gurugán en persona, el invencible rey de reyes.

Lleva amplias vestiduras de seda del color del cielo, recamadas de perlas, ¡no más decinco mil, grandes! y en la canosa cabeza, que infunde pavor, un gorro blanco con un rubíen la afilada punta, un rubí como un ojo sangriento que oscila, oscila y fulgura avizorandoel mundo.

La cara del cojo, semejante a la ancha hoja de un cuchillo, está recubierta de laherrumbre de la sangre en que él se bañara millares de veces; sus ojos son estrechos, perolo ventodo, y su brillo recuerda los fríos destellos del diamante verde, la gema preferida delos árabes, que cura la epilepsia y es conocida entre los infieles con el nombre deesmeralda. De las orejas del rey penden unos zarcillos de rubíes de Ceilán, del color de loslabios de las lindas doncellas.

En tierra, sobre las alfombras sin par, hay trescientas jarras de oro llenas de vino, ytodo cuanto es preciso para un regio festín; detrás de Timur están sentados los músicos;

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junto a él, nadie; a sus plantas, reyes y príncipes de su propia sangre, los jefes de las tropas,y más cerca de él que ninguno, borracho, el poeta Kermani, el mismo que, cierta vez, a lapregunta del destructor del mundo:

—¡Kermani! ¿Cuánto darías tú por mí si me vendieran? —respondiera al sembrador dela muerte y del espanto:

—Veinticinco askers.—!Pero eso vale solamente mi cinturón! —exclamó asombrado Timur.—Precisamente, sólo tu cinturón tengo en cuenta —repuso Kermani , sólo tu cinturón,

¡porque tú mismo no vales ni un comino!Así hablaba el poeta Kermani al rey de los reyes, al hombre del mal y del espanto. Sea

para nosotros la gloria del poeta, amigo de la verdad, siempre más alta que la gloria deTimur.

Glorifiquemos a los poetas, que no tienen más que un Dios: la palabra intrépida de laverdad, bellamente expresada; ella es su Dios, ¡para siempre!

Pues bien, en esos momentos de diversión y orgía, de orgullosos recuerdos de batallasy victorias, entre los sones de la música y el bullicio de los juegos populares ante la tiendadel rey, donde daban cabriolas innumerables bufones, con sus trajes de vivos colores,luchaban los atletas, hacían contorsiones en la cuerda los volatineros, obligando a pensarque sus cuerpos no tenían huesos, celebraban los guerreros competiciones de esgrima,rivalizando en el arte de matar, tenían lugar funciones circenses con elefantes pintados derojo o de verde, cuyos colores hacían espantosos a unos y grotescos a

otros; en aquellos instantes de alegría de los hombres de Timor, ebrios de miedo anteél, de orgullo por la gloria de su jefe, del cansancio de las victorias, así como del vino y delkumís, en aquella hora de locura, de pronto, rasgando el fragor corno el rayo la nube, llegóa oídos del vencedor del sultán Bayaceto un grito de mujer, orgulloso como el del águila,un grito conocido y entrañable para su alma agraviada, ultrajada por la Muerte y, por ello,cruel para las gentes y la vida.

Ordenó que averiguaran quién gritaba con aquella voz sin alegría, y le dijeron que sehabía presentado una mujer, toda cubierta de polvo, harapienta, que parecía loca, hablaba elárabe y exigía —¡exigía!— verle a él, al soberano de tres partes del mundo.

—¡Traedla! —ordenó el rey.Ya estaba ante él la mujer, descalza, vestida de andrajos descoloridos por el sol,

esparcidos los cabellos negros para ocultar el pecho desnudo, la cara como el bronce, losojos imperiosos, y la mano obscura, tendida hacia el Cojo, no temblaba.

—¿Tú eres el que venció al sultán Bayaceto? —preguntó.—Sí, yo soy. He vencido a muchos, y a él también, pero aún no estoy cansado de

victorias. ¿Y tú quién eres, mujer?—¡Escúchame! —repuso ella—. Por mucho que hayas hecho, tú no eres más que un

hombre, mientras que yo, ¡soy Madre! Tú sirves a la muerte, y yo a la vida. Eres culpableante mí, y vengo a exigirte que expíes tu culpa; me han dicho que tu divisa es: "la fuerzaestá en la justicia"; yo no lo creo, pero conmigo debes ser justo, ¡porque yo soy Madre!

El rey tenía la suficiente sensatez para percibir, tras la insolencia de aquellas palabras,la fuerza que encerraban, y le dijo:

—Siéntate y habla, ¡quiero escucharte!Ella se sentó cómodamente sobre la alfombra, rodeada de un apretado corrillo de reyes.

Y he aquí lo que refirió:

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—Soy de la región de Salerno; eso está lejos, en Italia, ¡tú no sabes dónde! Mi padreera pescador, mi marido también, y guapo como un hombre dichoso, ¡yo le embriagabadedicha! Y tenía además un hijo, ¡el niño más hermoso de la tierra!

—Como mi Jigangir —dijo en voz queda el viejo guerrero.—¡El chiquillo más guapo y más listo de todos! ¡Ese era mi hijo! Tenía ya seis años;

cuando a nuestras costas llegaron unos piratas sarracenos; mataron a mi padre, a mimarido, así como a otros muchos, y se llevaron al niño. Hace ya cuatro años que lo buscopor el mundo. Ahora lo tienes tú, lo sé, porque los guerreros de Bayaceto hicieronprisioneros a los piratas y tú has vencido a Bayaceto y le has arrebatado todo; tú debessaber dónde está mi hijo, ¡tú debes devolvérmele!

Todos se echaron a reír, y entonces hablaron los reyes, ¡ellos siempre se creen sabios!—¡Está loca! —afirmaron los reyes y los amigos de Timur, los príncipes y sus jefes de

tropas, y todos prorrumpieron en risas.Sólo Kermani miraba a la mujer, seriamente, y Tamerlán, con gran asombro.—¡Loca como una Madre! —profirió quedo, borracho, el poeta Kermani, y el rey, el

enemigo del mundo, dijo:—¡Mujer! ¿Cómo has venido de ese país, para mi ignoto, a través de mares, ríos,

montañas y bosques? ¿Por qué las fieras y los hombres, que con frecuencia son peores quelas bestias feroces, no te han acometido? Pues tú ibas sin arma alguna, y el arma es el únicoamigo de los indefensos que no les traiciona nunca, mientras tengan fuerza en las manos.¡Yo necesito saber todo esto para creerte y para que el asombro ante ti no me impidacomprenderte!

¡Glorifiquemos a la mujer-Madre, cuyo amor no reconoce barreras y cuyo pecho haalimentado al mundo entero! ¡Todo cuanto hay de magnífico en el hombre proviene de losrayos del sol y de la leche materna! ¡Eso es lo que nos llena de amor a la vida!

Y ella respondió a Timur Leng:—Mares no encontré más que uno, y en él había muchas islas y barcas de pescadores;

además, cuando se busca lo amado, el viento siempre es favorable. Pasar los ríos a nado efácil para quien ha nacido y se ha criado en las costas de mar. ¿Las montañas? No hereparado en ellas.

El ebrio Kermani comentó con alegría:—Cuando se ama, ¡la montaña se convierte en valle!—Había bosques en el camino, sí, dos había! Encontré jabalíes, osos, linces y unos

toros espantosos con la cabeza agachada sobre la tierra, y por dos veces me miraron laspanteras con unos ojos como los tuyos. Pero todas las fieras tienen corazón, y yo hablabacon ellas, como contigo; ellas me creían, cuando les decía que yo era Madre, y se alejabansuspirando. ¡Les daba lástima de mí! ¿Acaso tú no sabes que las fieras quieren también asus hijos y saben luchar por su vida y su libertad no peor que los hombres?

—¡Así es, mujer! —asintió Timur—. Y con frecuencia, yo lo sé bien, ¡aman con másfuerza, luchan con más tenacidad que los hombres!

—Los hombres —continuó ella, corno una niña, pues cada Madre es, por su alma, cienveces niña—, los hombres son siempre hijos de sus madres, porque cada uno tiene unaMadre, cada uno es hijo de alguien; hasta a ti mismo, viejo, tú lo sabes bien, te ha paridouna mujer; puedes negar a Dios, ¡pero esto no lo podrás negar, ni siquiera tú, viejo!

—¡Así es, mujer! —exclamó Kerrnani, el poeta sin miedo—. Así es, porque pormuchos toros que se junten, no habrá terneros; sin sol, no nacen flores; sin amor, no haydicha; sin la mujer, no hay amor, ¡sin la Madre, no hay poetas ni héroes!

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Y la mujer dijo:—¡Devuélveme a mi hijo, porque yo soy madre y le quiero!Inclinémonos ante la mujer; ella parió a Moisés, a Mahoma y al gran profeta Jesús, que

fue muerto por los malos, pero que, como dijo Sharifu’d-Din, resucitará y vendrá a juzgar alos vivos y a los muertos, y esto acontecerá en Damasco, ¡en Damasco!

¡Inclinémonos ante La qué nos da sin descanso grandes hombres! Aristóteles fue hijode Ella, y Ferdusi, y Saadi, dulce como la miel, y Ornar Khayyam, semejante a un vinomezclado son veneno, e Iskander y el ciego Hornero. Todos fueron hijos de Ella, todosbebieron Su leche, y a cada uno Ella lo llevó de la mano por el mundo cuando no era másalto que un tulipán, ¡todo cuanto es honra y prez del mundo proviene de la Madre!

Pues bien, el encanecido destructor de ciudades, el tigre cojo, Timur-Gurugán, quedópensativo y estuvo callado largo rato; luego, dijo a todos:

—Men, tangrí kuli Timur! ¡Yo, Timur, siervo de Dios, os digo! Yo vivía; hace yamuchos años que la tierra gime bajo mis plantas y treinta que vengo destrozándole a laMuerte su cosecha, con esta misma mano, ¡y se la destrozo para vengarme de ella porhaberme quitado a mi hijo Jigangir, por haber apagado el sol de mi corazón! Han luchadocontra mí por reinos y ciudades, pero nadie ha luchado jamás por el hombre, y el hombreno valía nada ante mis ojos, yo no sabía quién era él ni para qué se interponía en micamino. Fui yo, Timur, quien le dijo a Bayaceto después de vencerle: "Oh, Bayaceto, a loque parece, no son nada ante Dios los estados ni las gentes; ya ves, los entrega a merced dehombres como nosotros: ¡un tuerto y un cojo!" Eso le dije cuando me lo trajeron cargadode cadenas y no podía tenerse en pie a causa de aquel peso; eso le dije mirándole en la horade la desgracia, ¡y percibí que la vida es amarga como el ajenjo. la hierba de las ruinas!

—¡Yo, Timur, siervo de Dios, os digo! Aquí está sentada ante mí una mujer, como otrasmuchas; ella ha despertado en mi alma un sentimiento que yo no conocía. Me habla como aun igual, y no pide, exige. Y yo veo, he comprendido ya, por qué es tan fuerte esta mujer:ama, y el amor le ha ayudado a averiguar que su hijito es una chispa de la vida, una chispade la que puede surgir una llama que alumbre durante muchos siglos. ¿Acaso todos losprofetas no fueron niños y todos los héroes seres débiles? ¡Oh, Jigangir, luz de mis ojos!,tal vez tú estuvieses llamado a dar calor a la tierra, a sembrarla de dicha ¡yo la he regadobien de sangre, y ahora ya está fertilizada!

Volvió a quedar largo rato pensativo el azote de los pueblos, y al fin continuó:—Yo, Timur, siervo de Dios, os digo! Que trescientos jinetes partan ahora mismo a

todos los confines de mis tierras y encuentren al hijo de esta mujer; ella esperará aquí, y yotambién esperaré, junto a ella; el que vuelva con el niño sobre la silla de su caballo, seráfeliz, ¡lo dice Timar! ¿No es verdad, mujer?

Ella apartó de la cara los negros cabellos, le sonrió y repuso, asintiendo con la cabeza:—¡Verdad, rey!Entonces el espantoso viejo se levantó e inclinóse en silencio ante ella, mientras el

alegre poeta Kermani decía, gozoso como una criatura:

¿Qué es más bello que las canciones a las flores y a las estrellas?¡Los cantos al amor!, responderá cualquiera.¿Qué es más bello que el sol en un hermoso día de Mayo?¡La mujer que yo amo!, responderá el enamorado.¡h, bellas son las estrellas en el cielo de la medianoche, ¡lo sé!Y bello el sol en un hermoso día de verano, ¡lo sé!

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Los ojos de mi amada son más bellos que todas las flores, ¡lo sé!Y su sonrisa más acariciadora que el sol mismo, ¡lo sé!Mas, aún nadie ha cantado la canción más bella,la canción a la fuente de todas las fuentes de la tierra,¡la canción al corazón del mundo, al corazón admirablede aquella a quien los hombres llamamos Madre!

Y dijo Timur Leng a su poeta:—¡Así es, Kermani! ¡No se equivocó Dios al elegir tus labios para que ensalcen su

sabiduría!—¡Bah! —repuso el borracho Kermani—. ¡El mismo Dios es un buen poeta!Y en tanto, la mujer sonreía, y sonreían también todos los reyes y príncipes, los jefes

de las tropas y todos los demás hijos, mirándola a ella, la Madre!Cuanto aquí se refiere es verdad: todas estas palabras son ciertas; esto lo saben nuestras

madres, preguntadles a ellas, y os responderán:—Sí, todo esto es una verdad eterna, nosotras somos más fuertes que la muerte,

nosotras somos las que damos al mundo, sin descanso, sabios, poetas y héroes, ¡ilas quesembramos en la tierra todo cuanto la llena de gloria!

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El monstruoBochornoso calor, silencio; la vida ha quedado inmóvil, cuajada en la luminosa calma

del día; el cielo mira acariciador a la tierra, como un claro ojo azul en el que el sol es suígnea pupila.

El mar, liso, parece forjado de metal azul; las barcas de los pescadores, de diversastonalidades, permanecen quietas, igual que si estuvieran soldadas en el semicírculo delgolfo, tan claro como el cielo. Vuela una gaviota, agitando perezosa las alas, y el aguarefleja otro pájaro, más blanco y bello que el que está en el aire.

Se desvanecen las lejanías; allá, en la bruma, flota dulcemente o se funde, derretida porel sol, una isla lilácea —roca solitaria en medio del mar— como una gema de acariciadoresdestellos en el anillo del golfo de Nápoles.

La quebrada y pedregosa costa desciende hacia el mar, roda ella ensortijada y fastuosacon las obscuras hojas de las vides, de los naranjos, de los limoneros y las higueras; con laplata sin brillo del follaje de los olivos. A través del torrente de verdor que cae al mar por laescarpada orilla, sonríen afables las flores, doradas, rojas, blancas, mientras los frutosamarillos y anaranjados se asemejan a las estrellas en una de esas calurosas noches sin lunaen que el cielo está obscuro y el aire saturado de humedad.

Calma en el cielo, en el mar y en el alma; se sienten deseos de oír la silenciosa plegariaque todo lo vivo canta al dios Sol.

Entre los huertos serpentea un sendero, y por él, bajando despacio, de piedra en piedra,va hacia el mar una mujer alta, enlutada; su negro vestido, desteñido por el sol, tiene unosmanchones pardos y sus remiendos se divisan incluso desde lejos. Lleva la cabezadescubierta y brillan sus argentados cabellos blancos, que, formando pequeños anillos, lecaen sobre la despejada frente, las sienes y la obscura tez de las mejillas; tales cabellosdebe ser imposible alisarlos.

Su rostro severo, de pronunciadas facciones, es de los que, con una sola vez que sevean, no se olvidan jamás: hay algo profundamente antiguo en esta cara enjuta, y si setropieza con la obscura mirada de sus ojos tenaces, no se puede por menos de recordar losdesiertos de Oriente, a Débora y a Judit.

Inclinada la cabeza, hace ganchillo, algo de color escarlata, refulge el acero de la aguja,lleva metido entre la ropa el ovillo de lana, pero parece que el hilo rojo brota del pecho dela mujer. El sendero es empinado y tortuoso, se oye el susurro de las piedras al caer, mas lade los blancos cabellos desciende con paso tan seguro, que parece que sus pies ven elcamino.

He aquí lo que cuentan de esta mujer: es viuda; su marido, un pescador, fue a pescarpoco después de la boda, dejándola embarazada, y no volvió más. Cuando nació el niño,ella empezó a ocultarlo de la gente, no salía con él a la calle a tomar el sol y vanagloriarsedel hijo, como hacen todas las madres; lo tenía escondido en un obscuro rincón de sucasucha, envuelto en trapos, y durante largo tiempo ninguno de los vecinos vio cómoestaba constituido el recién nacido; veían solamente su cabeza grande y unos ojazosinmóviles en el rostro amarillento. Observaron también que ella, mujer hábil y fuerte, queantes luchaba incansable y alegre con la miseria y sabía infundir ánimo a los demás, sehabía vuelto ahora taciturna, estaba obsesionada con algún pensamiento fijo, tenía decontinuo fruncido el ceño y miraba a todo, a través de la neblina de su pena, con unos ojosextraños que parecían preguntar algo.

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No hizo falta mucho tiempo para que todos supieran las causas de la aflicción de lamadre: el niño había nacido monstruoso; por eso lo ocultaba, aquello era el motivo de sudoloroso abatimiento,

Entonces los vecinos le dijeron que ellos comprendían, desde luego, la gran vergüenzaque era para una mujer ser madre de un monstruo; nadie, a excepción de la Madonna, sabíasi ella merecía o no aquel castigo, pero el niño no era culpable de. nada, y hacía mal enprivarle del sol.

Ella obedeció el consejo de la gente y les mostró el hijo: tenía unas piernas y unosbrazos cortos como aletas de pescado; la cabeza, hinchada igual que un gran globo, apenasse sostenía sobre el cuello delgado y fláccido, y en la cara, toda llena de arrugas, queparecía de un viejo, había un par de ojos turbios y una bocaza dilatada en una sonrisamuerta.

Las mujeres lloraban al verlo; los hombres, torciendo el gesto con repugnancia, sealejaban sombríos; la madre del monstruo, sentada sobre la tierra, unas veces ocultaba elrostro y otras alzaba la cabeza al tiempo que miraba a todos, en muda interrogante, comoqueriendo preguntar algo que nadie comprendía.

Los vecinos hicieron un cajón, semejante a un ataúd, para la deforme criatura, lollenaron de borra de lana y trapos, metieron al monstruo en aquel nido blando y cálido ypusieron el cajón a la sombra, en el patio, con la secreta esperanza de que el sol, que hacemilagros cada día, realizara un prodigio más.

Pero el tiempo pasaba, y el niño continuaba igual: la cabeza enorme, el cuerpo largo,con cuatro imponentes apéndices; únicamente la sonrisa iba tomando una expresión, cadavez más definida, de avaricia insaciable, mientras la boca se llenaba de dos filas de dientesafilados y corvos. Las cortas garras aprendieron a atrapar los pedazos de pan y a llevárselosa la ardiente bocaza, sin equivocarse casi nunca.

Era mudo, pero, cuando alguien comía cerca del monstruo y éste percibía el olor de lacomida, lanzaba unos mugidos sordos, con las fauces abiertas, balanceando la cabezota,mientras las turbias córneas de sus ojos se cubrían de una redecilla de vetas sanguinolentas.

Engullía mucho y, cuanto más tiempo pasaba, aumentaba su gula y su mugir se ibahaciendo más constante; la madre trabajaba sin descanso, pero su salario era mísero confrecuencia y a veces no ganaba absolutamente nada. No profería una sola queja y aceptabade mala gana —siempre callada— la ayuda de los vecinos, pero éstos, cuando ella noestaba en casa, irritados por el continuo mugir, corrían al patio y metían en aquella bocainsaciable cortezas de pan, hortalizas, frutas, cuanto era comestible.

—¡Pronto se te comerá todo! —le decían—. ¿Por qué no lo metes en el hospicio o enun hospital?

Ella contestaba sombría:—Yo lo he parido, y yo debo alimentarlo.Era guapa, y más de un hombre la había requerido de amores, sin que ninguno tuviese

éxito; al que más le gustaba a ella, le dijo:—No puedo ser tu mujer; temo parir otro monstruo, y eso sería una vergüenza para ti.

No, ¡vete!El intentó convencerla, le recordó a la Madonna, que es justa con todas las madres y

las considera sus hermanas, pero la madre del engendro le repuso:—¡Ay! No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad. El pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió. —Me da miedo —decía—. He perdido la fe en mi destino...

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El hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca. Durante muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que

engullía sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la vidade la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era horrible. Semejaba unglobo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para elevarse por el aire, tras habertopado contra las esquinas de las casas.

Todos los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían estupefactos,estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja estaba adosada a un muropor el que se enredaba una parra, y de su interior surgía la cabeza del monstruo.

El amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los ojosmates, desencajados, casi salían de las órbitas.

Aquella horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz,achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al descubierto unosdientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas orejas que parecíantener vida propia e independiente... Aquel horripilante mascarón estaba rematado por unmanojo de pelos negros y rizados como los de un africano.

Casi siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la manodiminuta y breve como la patita de una lagartija.

Entonces inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y losojos se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida faz,cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre, alargaba el cuello yabría la boca enrojecido, de lo que salía una delgada lengua de víbora, para mugir conacento imperativo.

La gente se marchaba santiguándose y musitando una oración. Aquello les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida. Un herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo: —Cuando veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido

también devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todosnosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.

Aquella cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientosde espanto.

La madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Suscabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su rostro.Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los vecinos que la infelizse pasaba las noches enteras a la puerta de su casa mirando al cielo, como si esperase quede allí pudiera llegar el socorro. Y se decían unos a otros, encogiéndose de hombros:

—¿Qué debe estar esperando? Terminaron por aconsejarle: —¡Llévalo a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán

limosna. —Sería horrible que lo vieran los extranjeros —contestó la madre, horrorizada—.

¿Qué pensarían de nosotros? —La desgracia existe en todos los países —le contestaron—, cosa que nadie ignora. La madre negó con un movimiento de cabeza. Cierto día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo,

entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja. La madre fuetestigo de sus gestos de de asco y repugnancia en los rostros satisfechos de aquellas gentes

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ociosas, oía que hablaban de su hijo, torciendo la boca y entornando los ojos.Singularmente hirieron su corazón unas palabras pronunciadas con desprecio, hostilidad ymanifiesto aire de triunfo.

Guardó en su memoria aquellos sonidos, repitió mentalmente, muchas veces, laspalabras extrañas en que su corazón de italiana y de madre percibía un sentido ofensivo;aquel mismo día fue a ver a un conocido suyo, viajante de comercio, y le preguntó quésignificaban aquellas palabras.

—¡Depende de quién las diga! —repuso el viajante, frunciendo el ceño—. Significan:Italia degenera antes que todas las demás razas latinas, ¿Dónde has oído esa mentira?

Ella se fue sin responder.Al día siguiente, su hijo se dio un atracón y murió entre convulsiones.Ella estaba sentada en el patio, junto al cajón, posada la mano en la cabeza sin vida del

hijo, esperando serenamente algo, mirando interrogante a los ojos de cuantos se acercabana ella para ver al muerto.

Todos guardaban silencio, nadie le preguntaba nada, aunque quizás muchos quisieranfelicitarla pues se había librado de su esclavitud, decirle unas palabras de consuelo —pueshabía perdido a su hijo—, pero todos callaban. A veces, la gente comprende que hay cosasde las que no es posible hablar hasta el fin.

Después de aquello, la mujer continuó largo tiempo mirando a la cara a la gente, comopreguntándole algo; luego, se tornó tan corriente y sencilla como todos.

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La madre del traidorDe las madres se puede hablar eternamente.Hacía ya varias semanas que la ciudad estaba rodeada de un estrecho cerco de

enemigos, acorazados de hierro; por las noches encendían hogueras, y el fuego mirabadesde las negras sombras a las murallas de la ciudad con multitud de ojos rojos querefulgían malignos, y aquel fulgor, siniestro y acechante, suscitaba en la ciudad sitiadasombríos pensamientos.

Desde las murallas se veía cómo se iba apretando el dogal del enemigo, se divisabansus negras sombras, que surgían por un instante en torno al fuego; oíase el relinchar de loscebados caballos, el metálico fragor de las armas, las sonoras carcajadas y alegrescanciones de unos hombres seguros de su victoria... ¿Y acaso hay algo más torturante queoír las risas y los cantos guerreros del adversario?

El enemigo había cegado con cadáveres todos los riachuelos que abastecían de agua laciudad, prendido fuego a los viñedos alrededor de las murallas, pisoteado los campos,asolado los huertos: la ciudad estaba abierta por sus cuatro costados y, casi diariamente, losmosquetes y cañones del enemigo la sembraban de plomo y de hierro fundido.

Por las angostas calles de la ciudad pasaban los destacamentos de soldados sombríos,exhaustos del pelear, medio hambrientos; las ventanas vertían al arroyo los ayes de losheridos, los gritos delirantes, las plegarias de las mujeres y el llanto de los niños; sehablaba con abatimiento, a media voz, y las quedas conversaciones se interrumpían a mitadde palabra para prestar oído, con intensa atención: ¿No habría emprendido el enemigoalgún asalto?

Singularmente insoportable se hacía la vida a partir del anochecer, cuando, en elsilencio, los gemidos y llantos se tornaban más nítidos y abundantes; saliendo de losdesfiladeros de las lejanas montañas, venían reptantes unas sombras negro azulencas, quecubrían el campo enemigo y avanzaban hacia las semiderruídas murallas, mientras sobrelas negras crestas asomaba la luna, como un escudo perdido, maltrecho por los golpes delas espadas.

Sin aguardar ayuda alguna, extenuados por el hambre y los trabajos, perdiendo laesperanza de día en día, los hombres miraban con temor a la luna aquella, a los afiladospicachos de las montañas, a las negras fauces de los desfiladeros y al fragoroso campoenemigo; todo les recordaba la muerte, sin que una sola estrella brillase consoladora en elcielo.

En las calles temían encender luces, densas sombras las inundaban, y en aquellastinieblas. como un pez en el fondo de un río, aparecía fugaz, silenciosa, una mujer con lacabeza cubierta por un capuchón negro.

La gente, al verla, se preguntaba:—¿Es ella?—¡La misma!Y se escondían en los quicios de las puertas o, agachando la cabeza, pasaban de largo

presurosos y en silencio; los jefes de las patrullas Ie advertían severos:—¿Otra vez en la calle, monna Marianna? Tenga usted cuidado, la pueden matar, y

nadie se pondrá a buscar al culpable...Ella erguía el cuerpo y esperaba, pero la patrulla seguía su camino y la dejaba atrás, sin

decidirse a levantar la mano contra ella o sintiendo repugnancia de hacerlo; se iba la gentearmada, apartándose de ella como de un cadáver, la mujer quedaba sumida en las tinieblas,y de nuevo, sola, despacio, echaba a andar a la ventura, de calle en calle, muda y negra,

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como la encarnación del infortunio de la ciudad, mientras en torno suyo, persiguiéndola,arrastrábanse quejumbrosos tristes rumores: ayes, llantos, rezos y el sombrío murmullo delos soldados que habían perdida la fe en la victoria.

Ciudadana y madre, pensaba en su hijo y en la Patria: al frente de los hombres quedestrozaban la ciudad, se hallaba su hijo, mozo guapo, alegre y despiadado; hacía poco,ella le contemplaba aún con orgullo, como un valioso presente hecho a la Patria, como unafuerza buena engendrada por ella para ayudar a la gente de la ciudad, e[ nido donde ellamisma naciera, donde le bahía parido y alimentado. Centenares de lazos indisolubles uníanel corazón aquel a las viejas piedras con que sus mayores construyeran las casas y alzaranlas murallas de la ciudad, a la tierra donde yacían los restos de los seres queridos, a lasleyendas, canciones y esperanzas de sus gentes; aquel corazón había perdido al ser másentrañable, y lloraba: era como una balanza, pero al pesar en él su amor al hijo y a laciudad, la mujer no podía discernir qué era más leve y qué pesaba más.

Así deambulaba de noche por las calles; muchos, al no reconocerla, se asustaban,tomando aquella negra figura por la personificación de la muerte, tan cercana a todos, ycuando veían quién era, se alejaban en silencio de la madre del traidor.

Pero una vez, en un apartado rincón, cerca de una muralla de la ciudad, divisó a otramujer: de rodillas ante un cadáver, inmóvil como un trozo de tierra, rezaba, alzado hacialas estrellas el afligido rostro, mientras en lo alto de la muralla, sobre su cabeza, hablabanen voz baja unos centinelas y chirriaban sus armas al rozar la piedra de las almenas.

La madre del traidor le preguntó:—¿Era su marido?—No.—¿Su hermano?—Era mi hijo. A mi marido lo mataron hace trece días, a éste me lo mataron hoy.Y luego de incorporarse, la madre del muerto dijo con humildad:—La Madonna lo ve todo, todo lo sabe, ¡y yo le doy gracias!—¿Por qué? —preguntó la madre del traidor, y la del caído le repuso:—Ahora, cuando él ha muerto con honor, luchando por la Patria, puedo decir que antes

me infundía miedo: era frívolo, amaba demasiado la vida alegre, y yo temía que ello lellevase a traicionar a la ciudad, como ha hecho el hijo de Marianna, jefe de nuestroadversario, enemigo de Dios y de los hombres, ¡maldito sea y maldito el vientre que loengendró!...

Tapado el rostro, Marianna se alejó; a la mañana siguiente se presentó a los defensoresde la ciudad y les dijo:

—Matadme, ya que mí hijo se ha convertido en enemigo vuestro, o abridme las puertasde la ciudad; iré a donde está él.

—Tú eres un ser humano le respondieron—, y la Patria debe ser preciada para ti; tuhijo es tan enemigo tuyo como de cada uno de nosotros.

—Yo soy madre, le quiero y me considero culpable de que él haya llegado a ser lo quees hoy.

Entonces, deliberaron sobre lo que procedía hacer, y decidieron:—Honradamente, no podemos matarte por los pecados de tu hijo; nosotros sabemos

que no has podido inculcarle ese espantoso delito, y comprendemos cuán grande debe sertu sufrimiento. Pero tú no eres necesaria a la ciudad, ni siquiera en rehenes, pues tu hijo nose preocupa de ti; creemos que incluso te ha olvidado el miserable, ¡y ahí tienes el castigo,si crees que eres merecedora de él! Para nosotros, leso es más espantoso que la muerte!

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—Sí —repuso ella—, es más espantoso.Le abrieron las puertas, la dejaron salir de la ciudad y estuvieron largo rato viendo,

desde las murallas, cómo caminaba por la tierra natal, empapada en la sangre vertida por suhijo: iba despacio, separando con supremo esfuerzo las plantas de aquella tierra,inclinándose ante los cadáveres de los defensores de la ciudad, apartando con repugnancia,con el pie, las armas rotas, pues las madres odian las armas de la agresión y sólo reconocenlas que defienden la vida.

Era como si llevase en las manos, bajo el capuchón, una gran copa, llena hasta losbordes de un líquido preciado y temiese verterlo; conforme se alejaba, se iba tornando máspequeña, y a los que la observaban desde las murallas les parecía que con ella se iban ladesesperanza y el abatimiento.

Vieron cómo se detenía a mitad del camino y, luego de echarse hacia atrás la capuchade la capa, permanecía largo rato contemplando la ciudad; allá, en terreno enemigo, laadvirtieron, sola en medio del campo, y unas figuras negras como ella empezaron aacercársele despacio, con cautela.

Llegaron a ella y le preguntaron quién era y a dónde se dirigía.—Vuestro jefe es mi hijo —respondió, y ninguno de los soldados dudó de que fuese

cierto. Ahora iban junto a ella, encomiándole lo muy inteligente y arrojado que era su hijo;ella les escuchaba, erguida con orgullo la cabeza, sin asombrarse de que su hijo fuese así,¡así tenía que ser!

Ya estaba ante el hombre a quien conocía desde nueve meses antes de que naciera, antela persona que siempre había sentido dentro de su corazón; vestido de terciopelos y sedas,se hallaba frente a ella, sus armas estaban cuajadas de piedras preciosas. Todo era comodebía ser, así precisamente lo había visto ella en sueño muchas veces: rico, famoso, amado.

—¡Madre! —dijo, besándole las manos—. Has venido a mi campo, me hascomprendido, mañana mismo tomaré esa maldita ciudad]

—En la que has nacido —le recordó ella.Embriagado por sus hazañas, enloquecido por el ansia de mayores glorias, le habló con

el insolente ardor de la juventud:—Yo he nacido en el mundo y para el mundo, ¡para llenarle de asombro! Compadecía

a esa ciudad por ti, ella es como una espina, clavada en el pie, que me impide ir hacia lagloria tan de prisa como deseo. Pero ahora, mañana mismo, destrozará ese nido de tercos!

—Donde cada piedra te conoce y recuerda de niño —dijo ella.—Las piedras son mudas, cuando el hombre no las obliga a hablar; que las montañas

hablen de mí, leso es lo que yo quiero!—Pero, ¿y los hombres? —preguntó ella.—¡Oh, sí, yo no me olvido de ellos, madre! A ellos también los necesito, ¡pues sólo en

la memoria de las gentes es inmortal el héroe!Ella repuso:—Héroe es el que crea la vida en contra de la muerte, el que vence a la muerte..—¡No! —denegó él—. El que destruye es tan glorioso como el que erige las ciudades.

Ya ves, no sabemos quién construyó Roma, si Eneas o Rómulo, y sin embargo se conocencon certeza los nombres de Alarico y de otros héroes que destruyeron esa ciudad...

—Que ha sobrevivido a todos los nombres —le recordó la madre.Estuvieron hablando los dos de esta suerte hasta la puesta del sol; ella interrumpía cada

vez menos sus insensatas peroraciones y su orgullosa cabeza se iba inclinando cada vezmás.

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La Madre crea, la Madre salvaguarda, y hablarle de destrucciones es hablar contra ella,pero él no lo sabía y negaba lo que constituye la razón de su vida.

La Madre está siempre en contra de la muerte; la mano que lleva la muerte a la moradade los hombres es odiosa y hostil para las Madres, pero su hijo no veía esto, cegado por elfrío fulgor de la gloria, que mata el corazón.

Y no sabía tampoco que la. Madre se convierte en una fiera, tan inteligente ydespiadada como impávida, cuando se trata de la vida que ella, la Madre, crea ysalvaguarda.

Estaba sentada, combada la espalda y, a través de la entreabierta lona de la lujosatienda del jefe de las tropas, veía la ciudad donde por vez primera experimentara los dulcestemblores de la concepción y las torturantes convulsiones del parto del hiño que ahoraquería destruir.

Los purpúreos rayos del sol bañaban de sangre las murallas y torreones; reverberabancon siniestro fulgor los cristales de las ventanas; era como si toda la ciudad fuese vertiendo,por centenares de heridas, el rojo jugo de la vida; transcurría el tiempo y la ciudadempezaba ya a negrear, como un cadáver, mientras se encendíais en el cielo las estrellas,semejantes a cirios funerarios.

Veía allá, en las obscuras casas donde temían encender luz para no llamar la atencióndel enemigo, en las calles, llenas de tinieblas, del olor de los cadáveres, del abatida susurrode las gentes que esperaban la muerte, veía todo y a todos; cuanto le era entrañable yquerido se alzaba ante ella, cerca, ésperando su decisión en silencio, y ella se sentía madrede todas las gentes de su ciudad.

Desde las negras cimas de las montañas, iban descendiendo al valle unas nubes que,como alados caballos, volaban sobre la ciudad condenada a muerte.

—Tal vez arremetamos contra ella esta misma noche —le comunicó el hijo—, isi esbastante obscura! Es difícil matar cuando el sol de en los ojos y el brillo de las armas losciega; siempre que ocurre eso, fallan muchos golpes —añadió, mirando a su espada.

La madre le dijo:—Ven aquí, apoya la cabeza en mi pecho, descansa y recuerda lo alegre v bueno que

eras de niño y cuánto te querían todos...El obedeció, reclinóse en su regazo y cerró los ojos, diciendo:—Sólo amo la gloria y a ti, por haberme parido tal y como soy.—¿Y las mujeres? —inquirió inclinándose sobre él.—Mujeres hay muchas; empalagan pronto, como todo lo dulce.Ella le preguntó por vez postrera:—¿Y no quieres tener hijos?—¿Para qué? ¿Para que los maten? Alguien como yo los mataría, y yo sería ya viejo y

débil para vengarlos.—Eres guapo, pero infecundo como el rayo —dijo ella, luego de un suspiro.El repuso, sonriendo:—Sí, como el rayo...Y se quedó adormecido en el pecho de la madre, igual que un niño.Entonces ella le cubrió con su capuchón negro y le clavó un puñal en el corazón; él

estremecióse y murió al instante, pues ella sabía bien donde latía el corazón del hijo. Yluego de arrojar el cadáver de sus rodillas a los pies de los asombrados centinelas, dijodirigiéndose a la ciudad:

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—Como ser humano, he hecho por la Patria todo cuanto podía; como Madre, ¡mequedo con mi hijo! Ya es tarde para parir otro, mí vida no es necesaria.

Y con mano firme, se clavó en el pecho el mismo puñal, cálido aún de la sangre delhijo —de su propia sangre— y también acertó con el corazón, pues cuando éste duele, esfácil acertar con él.

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El legado del pescadorChirrían las cigarras.Como miles de cuerdas metálicas tendidas entre el espeso follaje de Ios olivos, el

viento mece las rígidas hojas, que tocan las cuerdas, y este leve y continuo roce llena elaire de un sonido cálido, embriagador. No es aún verdadera música, pero parece ya queunas manos imperceptibles templan millares de invisibles arpas, y se espera en tensión quede un momento a otro se haga el silencio v resuene potente un himno al sol, al cielo y almar.

Sopla el viento, se bambolean los árboles, y parece que, sacudiendo sus copas, van dela montaña al mar. Los olas baten rítmicas, con sordo fragor, las rocas de la costa; el marestá cubierto de blancas manchas, móviles, vivas, semejantes a innumerables bandadas depájaros posados en la llanura azul; nadan en la misma dirección, desaparecen,zambulléndose hondo, surgen de nuevo y rumorean con un murmullo que apenas se oye,mientras en el horizonte, como invitándoles a que les sigan, se balancean dos barcos —muy izadas las tres velas de cada palo—, también semejantes a pájaros grises. Todorecuerda un sueño muy lejano, casi olvidado, irreal.

—¡Esta noche tendremos viento fuerte! anuncia un viejo pescador, sentado a la sombrade las rocas en la pequeña playa, sembrada de rumorosos guijarrillos.

La marejada ha lanzado sobre las rocas manojos de aromosas algas rojizas, doradas,verdes; las hierbas marinas se secan al sol en las cálidas piedras, el aire salobre estáimpregnado de un penetrante y acre olor a yodo. Una tras otra, llegan raudas a la playa lasrizosas olas.

El viejo pescador se asemeja a un ave: tiene una carita pequeña, agarbanzada, una narizcorva y unos ojos redondos —invisibles entre los obscuros pliegues de la piel— que debenser muy avizores. Sus dedos son ganchudos, poco ágiles, secos.

—Hace cosa de medio siglo, signore —dice el viejo en el tono en que susurran las olasy chirrían las cigarras—, amaneció un día tan alegre y sonoro como éste, en que todo ríe ycanta. Mi padre tenía entonces cuarenta años; yo diez y seis, y estaba enamorado, como esinevitable a esa edad, cuando se vive bajo un sol bueno.

—"Vamos, Guido, a pescar pezzoni", me dijo mi padre. El pezzoni, signare, es unpescado muy fino y sabroso, de aletas sonrosadas; se le llama también pez de coral, porquevive donde hay corales, muy en el fondo. Se le pesca con la harca anclada, por medio de unanzuelo con un plomo muy pesado. Es un pez bonito.

Llegamos, sin esperar más que buena suerte. Mi padre era un hombre fornido y unpescador experto, pero poco antes de aquello había enfermado, le dolía el pecho y tenía losdedos agarrotados por el reuma, dolencia de pescadores.

Este es un viento muy pícaro y malo; este mismo que ahora sopla acariciador sobrenosotros, desde la costa, como empujándonos con suavidad hacia el mar, allí se acerca austed furtivo y, de pronto, se le echa encima como si le hubiera usted ofendido. La barca sesuelta del ancla en un santiamén y vuela por los aires; a veces, con la quilla para arriba, yusted queda en el agua. Todo esto ocurre en menos que se cuenta, y antes de que tengatiempo de blasfemar o de recordar el nombre de Dios, ya ha empezado a darle vueltas y allevárselo lejos. Los corsarios son más honrados que este viento. Por cierto que loshombres son siempre más honrados que los elementos.

Pues bien, este viento nos embistió a cuatro kilómetros de la costa, muy cerca, ya veusted; nos acometió inesperadamente, como un cobarde y un canalla.

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—"¡Guido! —me dijo mi padre, empuñando los remos con sus manos deformadas—.¡Aguanta, Cuido! in ancla, pronto!"

Pero en tanto yo levaba el anda, mi padre recibió un golpe en el pecho con uno de losremos —que se soltaron de sus manos— y derrumbóse sin sentido en el fondo de la barca.Yo no tenía tiempo para ayudarle, a cada segundo podíamos volcar. Al principio, todoocurre de prisa: cuando agarré los remos, el viento ya nos llevaba lejos, rodeados depolvillo de agua, arrancaba las crestas de las olas y nos rociaba como un cura con elhisopo, pero con mayor celo y no para lavar nuestros pecados precisamente.

—"¡Esto es cosa seria, hijo mío! —dijo mi padre al recobrar el conocimiento y mirandohacia la costa—. Va para largo, querido".

Cuando se es joven, cuesta trabajo creer en el peligro; intenté bogar, hice cuanto espreciso hacer en los momentos peligrosos en el mar, cuando este viento —que es el alientode los malos diablos— le cava a usted, amablemente, miles de sepulturas y le canta elréquiem sin cobrarle nada.

—"Estáte quieto, Guido —dijo mi padre, sonriendo sarcástico y sacudiéndose el aguade la cabeza—. ¿Qué objeto tiene hurgar en el mar con unos palillos de dientes? Guarda tusfuerzas; de lo contrario, te esperarán en vano en casa".

Las olas verdes lanzaban de un lado para otro nuestra pequeña barca, como los niñosuna pelota, se asomaban para mirarnos por encima de la borda, se alzaban sobre nuestrascabezas, rugían, nos zarandeaban, y nosotros caíamos en profundas simas o noselevábamos sobre las blancas crestas, mientras la orilla se alejaba cada vez más, huyendode nosotros, y danzaba lo mismo que nuestra barca. Entonces, mi padre me dijo:

—"Tú quizás vuelvas a tierra, ¡pero yo no volveré! Oye lo que voy a decirte acerca dela pesca y el trabajo..."

Y empezó a contarme todo lo que sabía sobre las costumbres de los diversos peces,dónde, cuándo y cómo se les podía pescar con más fortuna.

—"¿No sería mejor que rezásemos, padre?" le pregunté cuando me di cuenta de que lacosa se ponía mal para nosotros: éramos como dos conejillos entre una jauría de perrazosblancos que nos enseñaban los colmillos desde todas partes.

—"¡Dios lo ve todo! —respondió—. El sabe que unos hombres creados para la tierraperecen en el mar y que uno de ellos, que no confía en salvarse, debe transmitir a su hijotodo su saber. El trabajo es necesario a la tierra y a las gentes; esto Dios lo comprende..."

Y después de decirme todo lo que sabía acerca del trabajo, mi padre empezó ahablarme de cómo había que vivir con la gente.

—"Acaso son ahora momentos de aleccionarme? —le dije yo—. ¡En tierra no hacíaseso!"

—"En tierra yo no sentía la muerte tan cerca".El viento aullaba como una fiera, bramaban las olas; mi padre tenía que gritar para que

yo le oyera, y gritó:—"Compórtate siempre como si no hubiera en el mundo nadie mejor que tú, ni peor

que tú tampoco, ¡eso será lo justo! El noble y el pescador, el cura y el soldado forman partede un mismo cuerpo, del que tú eres un miembro tan necesario como todos los demás.Nunca te acerques a ninguna persona pensando que en ella hay más de malo que de bueno,cree que encierra más de bueno, ¡y acertarás! ¡La gente da lo que se pide de ella!"

Todo esto, claro está, no lo dijo de un tirón, sino a retazos, como voces de mando: senos arrojaba de ola en ola, tan pronto hacia arriba como hacia abajo; yo oía aquellaspalabras a través de las salpicaduras. Mucho fue lo que se llevó el viento antes de que

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llegara a mis oídos, muchas las cosas que yo no pude comprender. ¿Acaso, signore, estiempo de aprender cuando a cada minuto nos amenaza la muerte? Yo estaba espantado, erala primera vez que veía el mar tan enfurecido y me sentía tan impotente ante él. Y no sécon certeza si fue entonces o después, al recordar aquellas horas, cuando experimenté unsentimiento que llevo hasta la fecha grabado en la memoria de mi corazón.

Veo ahora a mi padre como sí lo tuviera delante: sentado en el fondo de la barca,abiertos los brazos enfermos, aferrado con las manos a las bordas; su sombrero se lo habíallevado el vendaval, las olas caían sobre su cabeza y sobre sus hombros, tan pronto debabor corno de estribor, embestían por la proa o por la popa, y él sacudía la cabeza,resoplaba y me gritaba de vez en cuando. Mojado, se había vuelto más pequeño y sus ojoseran enormes, agrandados por el espanto o quizás por el dolor. .. Yo creo que por el dolor.

—"¡Escucha! —me gritaba—, ¡Eh!, ¿me oyes?"

A veces, yo le respondía:—"¡Te oigo!"—"¡Recuerda que todo lo bueno proviene del hombre!"

—"¡Lo recordaré!"

Nunca había hablado conmigo así en tierra. Él era alegre, bondadoso, pero a mí meparecía que me miraba burlón, con desconfianza, que yo era para él un niño. Y en algunasocasiones aquello me ofendía, porque la juventud tiene mucho amor propio.

Sus voces amansaban mi miedo, tal vez por eso recuerdo todo tan bien.El viejo pescador calla un instante, mirando al albo mar; luego, se sonríe y dice,

guiñando un ojo:Después de observar con atención a la gente, signore, yo sé que recordar es lo mismo

que comprender, y cuanto más comprende uno, más ve de bueno, ¡así es, créame!Como le iba diciendo, recuerdo su rostro mojado, querido, sus ojos enormes, que me

miraban serios, con amor, y de una manera, que yo estaba seguro entonces de que mi sinono era morir aquel día. Tenía miedo, pero sabía que no iba a perecer.

Volcamos, claro está. Ya estábamos los dos en el agua hirviente, entre la espuma, quenos cegaba; las olas arrojaban nuestros cuerpos, los golpeaban contra la quilla de la barca.Antes habíamos atado a los travesaños de los asientos todo cuanto se podía atar y teníamosen las manos las cuerdas, no nos separaríamos de la barca mientras no nos abandonasen lasfuerzas; pero mantenerse en el agua es difícil. Varias veces, él y yo fuimos lanzados sobrela quilla para ser barridos de ella al momento. Lo peor es que, en esos casos, da vueltas lacabeza, se queda uno sordo y ciego, pues los oídos y los ojos están hundidos y se tragamucha agua.

Aquello duró mucho tiempo, unas siete horas; luego, el viento cambió de repente y seabalanzó compacto hacia la costa, empujándonos raudo en dirección a tierra. Entonces, yome puse muy contento y grité:

—"¡Aguanta!"

Mi padre también gritó no sé qué, sólo comprendí unas palabras:—"¡Nos destrozará!...Se refería a las rocas; aún estaban lejos, y yo no le creí. Pero él conocía el asunto mejor

que yo. El vendaval nos llevaba, entre montañas de agua, íbamos pegados como lapas a laembarcación que nos daba el pan, bastante golpeados contra ella, sin fuerzas, entumecidos.Aquello se prolongó mucho tiempo, pero cuando se divisaban ya las obscuras montañas dela costa, todo empezó a desarrollarse con una rapidez indecible. Parecía que las montañasavanzaban hacia nosotros balanceantes, inclinándose sobre el agua, dispuestas a

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derrumbarse sobre nuestras cabezas. Una y otra, vez, las blancas olas arrojaban nuestroscuerpos con ímpetu, crujía nuestra harca como una nuez bajo el tacón de una bota recia; yofui arrancado de ella, vi las quebradas aristas negras de las rocas, afiladas como cuchillos,la cabeza de mi padre, a gran altura sobre mí; luego la volví a ver sobre aquellas garras delos demonios. Lo cogieron dos horas más tarde, con el espinazo roto y el cráneo hendidohasta el cerebro. La herida de la cabeza era enorme, el agua le había vaciado parte de lossesos, pero lo que más recuerdo son aquellos colgajos grises, con vetas rojas, semejantes almármol o a una espuma sanguinolenta. Estaba espantosamente desfigurado, roto, pero teníael rostro limpio y sereno; los ojos, completamente cerrados, le daban una expresión bella.

¿Yo? Sí, yo también estaba bastante chafado; me sacaron a la orilla sin conocimiento;el mar nos había arrojado al continente, más allá de Amalfi, a tierra extraña, pero la gente,claro está, era nuestra, pescadores también; tales casos no les asombran, pero les hacenbondadosos; ¡los hombres que llevan una vida de peligros son siempre buenos!

Me parece que no he sabido hablar de mi padre tal y como lo siento, ni decir lo queguardo en el corazón, desde hace cincuenta y un años; para eso harían falta palabrasespeciales, quizás hasta canciones, pero nosotros somos gente sencilla como los peces, ¡yno sabemos hablar de un modo tan bonito como quisiéramos! Sentimos y sabemos siempremás de lo que somos capaces de decir.

Lo principal en este caso es que mi padre, en la hora de su muerte, cuando sabía que noescapada de ella, no sintió miedo, no se olvidó de su hijo y encontró fuerzas paratransmitirle todo lo que él consideraba importante. Llevo ya en el mundo sesenta y sieteaños, y puedo decir que todo lo que me aconsejó ¡es cierto!

El viejo se quita el gorro de punto, que en tiempos ha debido ser rojo y ahora tiene uncolor parduzco, saca de él la pipa y, agachando la cabeza calva, broncínea, dice con reciavoz:

—¡Todo eso es cierto, querido signore! Los hombres son según quiere usted verlos; silos mira con buenos ojos, eso será bueno para usted y para ellos, que se volverán aúnmejores, ¡y usted también! ¡Es tan sencillo!

El viento arrecia sin cesar, las olas son cada vez más altas, de crestas más afiladas yblancas; los pájaros del mar se han hecho más grandes y nadan presurosos hacia la lejanía;los dos barcos, desplegadas las tres velas en cada uno de sus palos, han desaparecido yatras la línea azul del horizonte.

La escarpada costa de la isla está cubierta de espuma, brama alborotada el agua azul, ylas cigarras, incansables, chirrían con ardor.

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La sentenciaEl día en que ocurrió esto soplaba el siroco, viento húmedo del África. ¡Mal viento!,

irrita los nervios y pone de mal humor; por ello, dos cocheros —Giuseppe Cirotta y LuigiMeta— riñeron. El altercado surgió sin que nadie se apercibiese; no era posible saber quiénhabía sido el primero en provocarlo, pues la gente sólo vio que Luigi se abalanzaba hacia elpecho de Giuseppe, tratando de agarrarle por la garganta, v que éste, encogiendo la cabezaentre los hombros, escondía su grueso cuello rojo y adelantaba los puños negros y fuertes.

Al instante los separaron e inquirieron:—¿Qué pasa?Cárdeno de coraje, Luigi gritó:—¡Que este toro repita, delante de todos, lo que ha dicho de mi mujer!Cirotta intentó marcharse, escondió los ojillos entre los pliegues de una mueca

despectiva y meneando la redonda cabeza negra, se negó a repetir lo dicho. Yentonces,Meta manifestó en voz alta:

—Dice que conoce la dulzura escondida de mi mujer.—¡Atiza! —exclamó la gente—. Eso as: es ninguna broma, el asunto requiere seria

atención. ¡Cálmate, Luigi! Tú aquí eres forastero, mientras que tu mujer es del lugar; todosla conocemos desde niña, y si te ha faltado, su culpa recae sobre todos nosotros. ¡Seremosjusticieros!

Se acercaron a Cirotta.—¿Tú has dicho eso?—Sí, lo he dicho —reconoció.—¿Y es verdad?—¿Quién me ha cogido alguna vez en una mentira?Cirotta es un hombre decente, y buen padre de familia, el asunto tomaba mal cariz; la

gente quedó turbada y pensativa, y Luigi se fue a casa y le dijo a Conchetta:—¡Me marcho! No quiero saber nada de ti hasta que no me demuestres que las

palabras de ese miserable son una calumniaElla, claro está, se echó a llorar, pero como las lágrimas no prueban la inculpabilidad,

Luigi la apartó de un empujón, y la mujer se quedó sola, con un niño pequeño en losbrazos, sin dinero y sin pan.

Las mujeres terciaron en el asunto; la primera en hacerlo fue Caterina, una verdulera,astuta como una zorra, que parece talmente un viejo saco repleto de carne y huesos, muyarrugado en algunas partes.

—Signori —dijo—, ya habéis oído que el asunto atañe al honor de todos nosotros. Estono es una barrabasada cualquiera de una noche de luna, está en juego la suerte de dosmadres, ¿no es verdad? Yo me llevo a Conchetta a mi casa, vivirá conmigo hasta quedescubramos la verdad.

Así lo hicieron. Más tarde, Caterina y la Lucia, esa bruja seca y gritona, cuyas voces seoyen a tres leguas a la redonda, la emprendieron con el pobre Giuseppe: le llamaron y sepusieron a sacarle a tirones lo que llevaba dentro, como el que arranca tiras de un trapoviejo.

—Anda, buenazo, cuéntanos. ¿Te acostaste con la Conchetta muchas veces?El gordo Giuseppe infló los carrillos, permaneció pensativo unos instantes y repuso:—Una vez.—Eso lo podía haber dicho sin pararse tanto a pensar —insinuó la Lucia, como para su

coleto, pero en voz alta.

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—¿Y cuándo fue: por la tarde, por la noche o por la mañana? —le preguntó Caterinaen tono de juez.

Giuseppe, sin pensarlo, eligió la tarde.—¿No había obscurecido aún?—No —contestó el tontaina.—Bien. Por consiguiente, ¿viste su cuerpo?—¡Claro que lo vi!—Pues entonces, ¡dinos cómo es!En aquel momento, él se dio cuenta de adónde iban los tiros; al comprenderlo, abrió el

pico, como un gorrión atragantado con un grano de cebada, y barbotó, lleno de un corajeque le inyectaba de sangre las orejazas hasta ponérselas moradas.

—¿Qué puedo yo decir? ¡Yo no la reconocí como un doctor!—¿Tú te comes la fruta sin deleitarte antes contemplándola? —inquiere la Lucia—.

Bueno, ¿pero seguramente observarías una particularidad de Conchetta? —añade acontinuación, guiñándole un ojo, la muy víbora.

—Todo ocurrió con tanta rapidez, que la verdad, no observé nada.—Por consiguiente, ¡tú no la poseíste! —dijo Caterina, que, a pesar de que es buena,

sabe mostrarse severa cuando es menester. En resumidas cuentas, le enredaron de tal modoen sus propias contradicciones, que el galán acabó por agachar la tonta cabezota yreconocer:

—No ocurrió nada, lo dije porque estaba enrabiado...Las viejas no se asombraron.—Nos lo figurábamos —replicaron y, después de dejarle en libertad, entregaron el

asunto al tribunal de los hombres.Dos días más tarde se reunió nuestra sociedad obrera. Cirotta compareció ante los

trabajadores, acusado de haber calumniado a una mujer, y el viejo Jacomo Fasca, elherrero, habló con mucha sensatez:

—¡Ciudadanos, camaradas, buena gente! Nosotros exigimos que se nos haga justicia, ydebemos ser justos unos con otros; que todo el mundo sepa que comprendemos el altovalor de lo que necesitamos y que la justicia no es para nosotros una palabra huera, comolo es para nuestros patronos. Aquí tenéis a un hombre que ha calumniado a una mujer,ofendido a un camarada, deshecho un hogar y llevado la aflicción a otro, obligando a sumujer a sufrir el tormento de los celos y de la vergüenza. Debemos proceder con élseveramente. ¿Qué proponéis vosotros?

Sesenta y siete voces dijeron unánimes:—¡Que se le eche del pueblo!Pero quince consideraron que el castigo era demasiado duro, y se entabló una

discusión. Gritaban con furia: se trataba de la suerte de un hombre, y no de él solo, puesestá casado, tiene tres hijos... ¿Y qué culpa tenían la mujer y los chicos? Es dueño de unacasa, de un viñedo, de un par de caballos, de cuatro borricos para los extranjeros... Y todoeso conseguido con su sudor, a costa de mucho trabajo. El pobre de Giuseppe estabasentado en un rincón, solo, sombrío como un diablo entre unos niños, encorvado, con lacabeza gacha, y estrujaba el sombrero entre las manos; ya le había arrancado la cinta y unpoco del ala; sus dedos danzaban como los de un violinista. Y cuando le preguntaron sitenía algo que alegar, enderezó el cuerpo con esfuerzo, se puso en pie y dijo:

—¡Pido clemencia! Nadie está limpio de pecado. Echarme de la tierra donde he vividomás de treinta años y donde trabajaron mis abuelos, ¡no sería justo!

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Las mujeres también estaban en contra de la expulsión; por último, Pasea propuso losiguiente:

—Yo creo, amigos, que estará bien castigado si le obligamos a mantener a la mujer y alhijo de Luigi, ¡que pague la mitad de lo que ganaba Luigi!

Continuamos discutiendo largo rato aún, pero en definitiva quedamos en aquello;Giuseppe Cirotta estaba muy contento de haber escapado del trance con tan poco daño, ytodos nos sentíamos también satisfechos: el asunto se había resuelto sin juzgados nipuñaladas, dentro de nuestro propio medio. A nosotros, pignore, no nos gusta que losperiódicos traten de nuestros asuntos con un lenguaje en el que las palabras comprensiblesson tan escasas como los dientes en la boca de un viejo o que los jueces —gente que nos esajena y que entiende muy poco de la vida— hablen de nosotros en un tono de superioridad,como si fuésemos unos salvajes y ellos unos angelitos de Dios que no conocen el gusto delvino ni del pescado, ni han tocado jamás a ninguna mujer. Nosotros somos gente sencilla, yexaminamos la vida sencillamente.

Así lo acordamos: Giuseppe Cirotta mantendría a la mujer y al niño de Luigi Meta,pero la cosa no quedó ahí; cuando Luigi se enteró de que las palabras de Cirotta eranmentira, y su signora inocente, y conoció nuestra sentencia, le escribió conciso,llamándola:

"Ven conmigo y volveremos a vivir bien. No tomes ni un céntimo de esehombre, y si has recibido ya dinero de él, ¡tíraselo a la cara! Yo tampocosoy culpable ante ti, ¿acaso podía yo suponer que un hombre iba a mentiren un asunto como el amor?"

Y a Cirotta le escribió otra carta:

"Tengo tres hermanos, y los cuatro hemos jurado que te degollaremoscomo a un carnero si sales algún día de la isla y asomas por las tierras deSorrento, Castellamare, Torre o donde sea. En cuanto nos enteremos, tedegollaremos, ¡recuérdalo bien! Esto es tan cierto como que la gente de tupueblo es buena y honrada. Mi signora no necesita la ayuda tuya, hasta micerdo se negaría a comer tu pan. Vive, sin salir de la isla, hasta que yo tediga: ¡puedes hacerlo!"

Dicen que Cirotta llevó la carta a nuestro juez y le preguntó si se podría procesar aLuigi por haberle amenazado. Y que el juez le contestó:

—Se podría, claro está, pero entonces sus hermanos le degollarían a ustedseguramente; vendrían aquí y le matarían a puñaladas. Le aconsejo que espere. Será mejor.La ira no es como el amor, pasa pronto...

Es muy posible que dijera eso, porque nuestro juez es un hombre muy bondadoso einteligente, y escribe buenos versos, pero yo no creo que Cirotta fuese a verle y le enseñasela carta. No, Cirotta, a pesar de todo, es un muchacho decente, y no cometería una torpezamás, pues se habrían reído de él.

Nosotros somos gente sencilla, obrera, signo re; tenemos nuestra vida, nuestrasconceptos y opiniones, y también el derecho a construir la vida como queramos y de lamejor manera para nosotros.

¿Socialistas? ¡Oh, amigo mío! A mi entender, el obrero nace ya socialista, y aunque noleemos libros, conocemos la verdad por el olor, y la verdad huele intensamente y siempre alo mismo: ¡al sudor del trabajo!

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De como Giovanni se hizo socialistaA la puerta de la blanca cantina, escondida entre las gruesas cepas de una vieja parra, a

la sombra del dosel que forma su follaje entrelazado con una enredadera y un pequeñorosal chino, están sentados a una mesa, ante una garrafa de vino, el pintor de brocha gordaVineenzo y el mecánico Giovanni. El pintor es pequeño, huesudo, negrete; en sus obscurosojos brilla una sonrisa dulce, de soñador; aunque su labio y sus mejillas estáncuidadosamente rasurados, el rostro, a causa de esa sonrisa, parece ingenuo, infantil. Tieneuna boca pequeña y bonita como la de una muchacha, sus manos son largas, y da vueltasentre los vivos dedos a una dorada rosa, que se lleva a los abultados labios, cerrando losojos.

—Puede que yo no lo sepa, ¡puede ser! —dice en voz baja, meneando la cabeza,achatada por las sienes, mientras unos rizos, de una tonalidad rojiza, le caen sobre ladespejada frente.

—Pues así es, ¡así es! Cuanto más al norte, ¡más tenaces son los hombres! —aseguraGiovanni, muchacho de cabeza grande, anchas espaldas y negros cabellos ensortijados; sucara es de color cobrizo, y la nariz, quemada por el sol, está cubierta por las blancasescamas del calcinado pellejo; tiene unos ojos grandes, bondadosos, de buey, y en la manoizquierda le fala el pulgar. Sus palabras son tan lentas como los movimientos de sus manos,impregnadas de grasa y polvillo de hierro. Apretando el vaso con los obscuros dedos, deuñas rotas, continúa, con voz de bajo:

—Milán, Turín, ¡ésos son los magníficos talleres donde se están formando unoshombres nuevos y un nuevo cerebro! Aguarda un poco, ¡y la tierra se volverá honrada einteligente!

—¡Cierto! —dice el pequeño pintor, alzando el vaso, y, tratando de captar con el vinoun rayo de sol, canturrea:

¡Oh, qué cálida es la tierra en el amanecer de nuestros días!Pero, en cuanto nos hacemos hombres, ¡se torna fría!

—Cuanto más al norte, te repito, mejor se trabaja. La vida de los franceses no es ya tanperezosa como la nuestra; más allá, están los alemanes, y por último, los rusos, ¡ésos sí queson hombres!

—¡Cierto!—Sin derechos, arriesgando la libertad y la vida, han hecho una obra grandiosa, pues

gracias a ellos, iba despertado de pronto todo el Oriente?—¡País de héroes! —dice el pintor, inclinando la cabeza—. Yo quisiera vivir con

ellos...—¿Tú? —exclama el mecánico, dándose una fuerte palmada en la rodilla—. ¡Al cabo

de una semana, te convertirías en un trozo de hielo!Y ambos ríen bonachones.—Flores azules y doradas les rodean, unas franjas de solEl muchachito echó a andar hacia mí con el jarro en la mano; se me acercó y dijo, por

cierto que no de muy buena gana:"Mi padre cree que tiene usted sed, ¡y le ofrece vino!"Aquello era violento, pero agradable; rehusé la invitación y le di las gracias al viejo,

inclinando la cabeza; éI me contestó, mirando al cielo:"¡Beba, signora, beba usted! Se lo ofrecemos al hombre, y no al soldado, pues no

esperamos que el soldado se vuelva más bueno por beber nuestro vino".

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"¡No muerdas, viejo de Satanás!", me dije para mis adentros, y, después de beber dos otres tragos, le agradecí la fineza. Ellos, allá abajo, empezaron a comer, Poco después merelevaron y mi puesto lo ocupó Hugo, un salernitano; yo le dije bajito que aquellos doscampesinos eran buena gente. Aquel mismo día, al anochecer, cuando yo estaba de guardiaa la puerta de un almacén donde se guardaban las máquinas agrícolas, de la techumbrecayó una teja y me dio en la cabeza; el golpe no fue muy fuerte, pero otra teja me golpeóde canto en un hombro con tanta fuerza, que el brazo izquierdo se me quedó colgando.

Y el mecánico ríe a carcajadas, muy abierta la boca, entornados los ojos.—En aquellos días y en aquel sitio —dice con voz entrecortada por la risa—, tejas,

piedras y palos obraban por su cuenta, y semejante autonomía de los objetos inanimadosnos hacía chichones bastante gordos. Un soldado iba andando o estaba parado, y de pronto,de la tierra saltaba un palo sobre él o caía del cielo una piedra. Nosotros nos irritábamos,¡claro está!

Los ojos del pequeño pintor se han tornado tristes, su rostro está ahora pálido, y dicequedo:

—Siempre es una vergüenza oír hablar de tales cosas...—¡Qué le vamos a hacer! Los hombres se hacen juiciosos despacio. Sigamos. Pedí

socorro y ene llevaron a una casa donde vacía ya otro, al que le habían dado una pedradaen la cara; cuando le pregunté cómo le había ocurrido aquello, me contestó, riendo de malagana, sin alegría:

"Una vieja, compañero, una vieja bruja con el pelo blanco me da la pedrada, ¡y pideque la mate!"

"¿La han detenido?"

"Yo dije que me lo había hecho yo mismo, al caer. El jefe de la unidad no lo creyó, seveía en sus ojos. Pero, estarás de acuerdo conmigo en que da lacha reconocer que le haherido a uno una vieja. ¡Diablo! Ellos las pasan estrechas, y es natural que no nos quieran".

"Cierto", pensé yo. Vino el doctor acompañado de dos damas; una de ellas muy guapa,rubia, veneciana sin duda; la otra no recuerdo cómo era. Examinaron mi contusión —unainsignificancia, claro está— me pusieron una compresa y se largaron.

El mecánico frunce el ceño, calla y se frota las manos con fuerza; su compañero vuelvea llenar los vasos, y al hacerlo, levantando en alto la garrafa, tiembla el vino en el aire,como un chorrillo vivo, rojo.

Nos sentamos los dos junto a la ventana —continúa, ceñudo, el mecánico—, de maneraque no nos diese el sol, y de pronto, oímos la dulce voz de la rubia aquella: en unión de suamiga y de! doctor, iba por el jardín, cerca de la ventana, hablando en francés, lengua queyo comprendo bien.

"¿Han observado ustedes qué ojos tiene? —les decía—. No cabe duda de que estambién campesino, y si se le quita el uniforme, tal vez sea también un socialista, comotodos los de nuestra tierra. Y ya ven, una gente con semejantes ojos quiere conquistar elmundo entero, reconstruir toda la vida, echarnos a nosotros, aniquilarnos, ¡y todo eso paraque triunfe una justicia ciega, tediosa!"

"¡Necios muchachos —comentó el doctor—, mitad niños, mitad fieras!"

"Lo de fieras, ¡es cierto! ¿Pero qué tienen de niños?" "Esos sueños de la igualdad detodos..."

"¡Imagínese! ¿Yo igual a ese muchacho de los ojos de buey y a ese otro de la cara depájaro? ¿Nosotros, usted, ella y yo iguales a ellos, a esa gente de sangre plebeya? A una

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gente que se la puede llamar para que golpee a sus semejantes, a los que son tan fierascomo ellos..

Hablaba mucho y con calor, yo la escuchaba y me decía: "¡Muy bien, signora!" No erala primera vez que la veía, y tú ya sabes, claro está, que nadie ansía la mujer tanardientemente como el soldado. Yo, por supuesto, me la imaginaba bondadosa, inteligente,de buen corazón, y al propio tiempo me figuraba que las nobles eran de una inteligenciasingular.

Le pregunté al compañero: "¿Tú comprendes esa lengua?" No, no la comprendía.Entonces le traduje las palabras de la rubia. El muchacho se puso furioso y empezó a darsaltos por la habitación, echando chispas por un ojo, pues el otro lo tenía vendado.

"Vaya, vaya —barbotaba—. ¿Conque ésas tenemos? Ella me utiliza, ¡y no meconsidera un ser humano! Por ella yo permito que ultrajen mi dignidad, ¡y ella me la niega!Por defender sus bienes, corro el riesgo de perder mi alma..."

El muchacho no era tonto y se sentía profundamente ofendido, y yo también. Al díasiguiente, hablábamos ya de la dama en voz alta, sin cohibirnos. Luoto se limitaba a mugir,aconsejándonos:

"¡Más cuidado, hijos míos! ¡No olvidéis que sois saldados y que existe la disciplina!"No, no lo olvidábamos. Pero, a decir verdad, muchos, casi todos, nos habíamos vuelto

sordos y ciegos, y aquellos campesinos valientes se aprovechaban con gran maña denuestra sordera y ceguera. Ganaron la partida. Nos trataban muy bien; la rubia habríapodido aprender mucho de ellos; por ejemplo, le habrían enseñado muy bien cómo hay queapreciar a las personas honradas. Guando nos marchamos de, aquel lugar, a dondehabíamos llegado con el propósito de verter sangre, muchos de nosotros recibimos flores.Al pasar por las calles de la aldea, ya no nos tiraban piedras ni tejas, ¡sino flores, amigomío! Yo creo que nos las habíamos merecido. Un mal recibimiento se puede olvidar,¡cuando se tiene una buena despedida!

Se echa a reír; luego, dice:—Todo eso lo debías poner en verso, Vincenzo... El pintor responde, sonriendo

pensativo:—¡Sí, el asunto es muy apropiado para un poema! Creo que sabré hacerlo. Cuando el

hombre pasa de los veinticinco años, se convierte en un mal lírico.Tira la flor, ya mustia, arranca otra y prosigue en voz baja, mirando en derredor:Después de haber recorrido el camino que va del pecho de la madre al de la amada, el

hombre debe seguir adelante, en busca de otra dicha...El mecánico calla, agitando el vino del vaso. Rumorea suavemente el mar; allá, abajo,

pasado el parral, el aroma de las flores flota en el aire cálido.El sol es el que nos hace demasiado perezosos, excesivamente blandos —barbota el

mecánico.—A mí, la poesía lírica ya se me da mal, estoy muy descontento de mí mismo —dice

quedo Vincenzo, juntando las finas cejas.—¿Has hecho algo?El pintor responde, luego de una pausa:—Sí, ayer, en el tejado del hotel Como.Y recita a inedia voz, soñador, como si cantase:

El sol de otoño, en la costa desierta,

cariñoso, da su adiós a las piedras, grises,

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viejas.

Las olas se abalanzan sobre las negras rocas

y se llevan al sol, bañándolo en sus aguas,

frías, azulencas.

Unas hojas cobrizas de los árboles, arrancadas

por el viento,

rebrillan en la espuma del oleaje, como pájaros

muertos.

El cielo está pálido y triste, el mar sombrío

y encrespado,

tan sólo ríe el sol, descendiendo sumiso hacia su

ocaso.

Ambos permanecen largo rato en silencio. El pintor, gacha la cabeza, mira a la tierra; elmecánico, macizo, corpulento, sonríe y al fin dice:

—De todo se puede hablar con bellas palabras, pero las más hermosas son lasdedicadas a ensalzar al hombre bueno, a cantar a las buenas gentes.

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El hermano y la hermanaEn la terraza del hotel, a través de la cortina verde obscura de un parral, el sol vierte su

luz romo una lluvia de oro; unos áureos hilos se tienden en el aire. Sobre los baldosinesgrises del suelo y los blancos manteles de las mesas, los clarobscuros forman extrañosdibujos, y cuando se les mira largo rato, atentamente, parece que se podrán leer, como sifueran versos, y desentrañar lo que dicen. Los racimos de uvas brillan al sol concambiantes reflejos, semejantes a perlas o a olivinas, turbias gemas raras, mientras sobreuna mesa refulge el agua de una garrafa con destellos de diamantes azules. .

En el pasadizo que hay entre las mesas, yace un pañuelo de encaje. Sin duda, lo haperdido una dama de divina belleza; tiene que ser así, forzosamente, pues no es posiblepensar otra cosa en este plácido día, lleno de ardiente lirismo, en que todo lo habitual ytedioso se torna invisible, como si se ocultase, avergonzado, del sol.

Reina el silencio turbado solamente por el gorjeo de los pájaros en el jardín y elzumbido de las abejas sobre las flores; además, allá lejos, en la montaña, entre los viñedos,suspira ardorosa una canción: cantan una mujer y un hombre, y después de cada estrofa hayuna pausa de un instante, que da a la copla singular fuerza de expresión y una solemnidadde plegaria.

Y en efecto, viniendo del jardín, una dama sube despacio por la ancha escalinata demármol; pero es una vieja, muy alta, de rostro obscuro y austero, finas cejas, que se juntanseveras, y labios tenaces, prietos, como si acabaran de decir: "¡No!"

Echada sobre los descarnados hombros, luce una manteleta de dorada seda, revestidade encajes, ancha y larga como una capa; los blancos cabellos de la pequeña cabeza,desproporcionada para la estatura de la dama, están también cubiertos de encaje negro;lleva en una mano una sombrilla roja, de largo puño, y en la otra un bolso de terciopelonegro, recamado de plata. Avanza a través de la telaraña de los rayos de sol, en línea recta,firme como un soldado, y golpea con la contera de la sombrilla los baldosines del suelo. Deperfil, su rostro es aún más severo: nariz corva, puntiaguda barbilla con un verrugón gris,abultada frente que sobresale grande sombreando las obscuras cuencas donde, entremultitud de arrugas, se esconden unos ojos tan hundidos, que le. vieja parece ciega.

En pos de ella, balanceándose como un pato, aparece silenciosa en la escalinata lafigura cuadrada de un jorobado, cuya cabezota, cubierta por un sombrero flexible gris, caepesadamente sobre el pecho. Tiene metidas las manos en los bolsillos del chaleco, y ello lehace más ancho y anguloso. Lleva un traje blanco y unos zapatos también blancos, deblanda suela. Su boca, entreabierta en una mueca de dolor, deja al descubierto los dientes,desiguales, amarillos, mientras en el labio superior se eriza desagradablemente un bigoteobscuro, ralo, de ásperas cerdas; su respirar es fatigoso, frecuente, y aunque le tiemblan lasaletas de la nariz, el bigote no se estremece. Camina torciendo feamente las cortas piernas,sus enormes ojos miran aburridos a la tierra. Sobre este pequeño cuerpo hay muchas cosasgrandes: grande es la sortija de oro, con un camafeo, en el anular de la mano izquierda; grandeel dije de oro, con dos rubíes, colgante de la cinta negra que lleva en vez de cadena delreloj, y también es de excesivo tamaño el ópalo, piedra maléfica, del alfiler de la corbataazul.

Una tercera figura entra lentamente en la terraza; es también una vieja, pequeña y regordeta,

de rostro bondadoso y sonrosado, con unos ojos vivos; debe ser alegre y charlatana,Cruzan la terraza y se dirigen hacia la puerta del hotel, como personajes de un cuadro de

Hogarth: feos, tristes, grotescos, ajenos a cuanto brilla bajo este sol, y parece que todo setorna sombrío y opaco con su presencia.

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Son dos holandeses, hermano y hermana, hijos de un mercader de diamantes ybanquero, y a creer lo que se cuenta de ellos en tono burlón, gente de muy extraño destino.

El jorobado era de niño calladito, pasaba inadvertido, estaba siempre pensativo y no legustaban los juguetes. Aquello no sorprendía mucho a los de la casa, excepto a la hermana,pues el padre y la madre consideraban que así debían ser las personas malogradas; peto a la niñaque tenía cuatro años más que su hermano, el carácter del pequeño le producía inquietud.

Pasaba con él casi todo el día procurando, por todos los medios, animarle, hacerle reir,le obligaba a tomar los juguetes; él los colocaba uno sobre otro, formando pirámides, yúnicamente de tarde en tarde dilataba los labios con forzada sonrisa; de ordinario, miraba ala hermana, como a todo, con ojazos tristones que parecían deslumbrados por algo desconocido;aquella mirada la irritaba.

— ¡No me mires así, te estás haciendo un idiota! —gritaba, dando patadas en el suelo,

y le pellizcaba y le pegaba; él sollozaba, alzando las largos brazos para protegerse lacabeza, pero nunca huía de ella ni se quejaba de sus palizas.

Más tarde, cuando a la hermana le pareció que el niño podía comprender lo que paraella ya estaba claro, empezó a tratar de convencerle:

— Ya que eres un monstruo, debes ser listo; de lo contrario todos se avergonzarán deti: papá, mamá, ¡todos! Hasta a la gente Ie dará vergüenza de que en una casa tan rica comola nuestra haya un pequeño engendro. En una casa rica, todo debe ser bonito o inteligente,¿comprendes?

—Sí —decía él, serio, ladeando la cabezota y mirándola a la cara con una miradasombría de sus ojos sin vida.

Al padre y a la madre les encantaba la tutela que ejercía la niña sobre el hermanito, yelogiaban delante de éste su buen corazón; de un modo imperceptible, se iba convirtiendoen la preceptora del jorobado, reconocida por todos: le enseñaba a utilizar los juguetes, leayudaba a preparar las lecciones, le leía cuentos de príncipes y de hadas.

Mas él, al igual que antes, continuaba apilando los juguetes en altos montones, como siquisiera alcanzar alguna cima ignota; estudiaba con poca atención y sin aprovechamiento,únicamente el hechizo de los cuentos le obligaba a esbozar una tímida sonrisa. Un día lepreguntó a la hermana:

—¿Hay príncipes jorobados?—No.—¿Y caballeros?—¡Claro que no!El chiquillo suspiró con hastío, y ella, posando la mano en los ásperos cabellos de él,

dijo:—Pero los sabios magos siempre son jorobados.Por consiguiente, yo seré mago —repuso el jorobado, sumiso; luego quedó pensativo

un instante y añadió:—¿Y las hadas, son siempre guapas?—Siempre.—¿Como tú?—¡Tal vez! Yo creo que incluso más guapas —declaró honradamente.Tenía ya ocho años, y la hermana observó que, siempre que iban de paseo, cuando

pasaban a pie o en coche frente a las casas en construcción, el rostro del chico expresabaasombro; se quedaba mirando largo rato, con fijeza, cómo trabajaban los hombres, y luego,interrogante, volvía los ojos mudos hacia ella.

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—¿Te interesa eso? —le preguntó.El respondió conciso:—Sí.—¿Por qué?—No lo sé.Pero una vez, aclaró:—Unos hombres y unos ladrillos tan pequeños, ¡y qué casas tan enormes resultan

luego! ¿Toda la ciudad la han hecho así?—Claro, desde luego.—¿Y también nuestra casa?—¡Naturalmente!Le miró y dijo con resolución:—Serás un arquitecto célebre, ¡eso serás!Le compraron multitud de cubitos de madera, y desde entonces se desató en él una

pasión ardiente por la construcción; se pasaba los días enteros sentado en el suelo de sucuarto, erigiendo en silencio altas torres que se derrumbaban con estrépito. Las volvía alevantar, y aquello llegó a constituir para él una necesidad tan imperiosa, que incluso a lahora de comer, sentado a la mesa, procuraba construir algo con los cuchillos, tenedores yservilleteros. Su mirada se había vuelto más profunda y concentrada, sus manos habíancobrado vida y se movían de continuo, palpando cuantos objetos se encontraban a sualcance.

Ahora, cuando salían a pasear por la ciudad, estaba siempre dispuesto a pasarse lashoras muertas ante las casas en construcción observando cómo, de lo pequeño, surgía loenorme para alzarse hacia el cielo; las aletas de su nariz se dilataban semblantes aspirandocon fruición el polvo de ladrillo y el olor de la cal viva, mientras sus ojos se tornabansoñolientos cubriéndose del cendal de una meditación intensa, y cuando le decían que noestaba bien pararse en la calle, él no oía.

—¡Vamos! —le despertaba su hermana, tirándole de la mano.El agachaba la cabeza y echaba a andar, volviendo de continuo la mirada hacia atrás.—¿Serás arquitecto, verdad? —inquiría y le inculcaba ella.—Sí.Una vez, después de comer, cuando estaban en la sala esperando el café, el padre

empezó a hablar de que ya era hora de dejar los juegos y ponerse a estudiar en serio, perola hermana, con el tono de la persona cuya inteligencia ha sido reconocida y cuya opiniónes forzoso tener en cuenta, preguntó:

—¿Confío, papá, en que no lo mandará usted a ningún centro de enseñanza?El padre, corpulento, rasurada toda la cara, ornado con multitud de refulgentes piedras

preciosas, dijo, encendiendo un puro:—¿Y por qué no?—¡Usted sabe por qué!Como hablaban de él, el jorobado alejóse en silencio; echó a andar despacio y oyó que

su hermana decía:—¡Pues todos se reirían de él!—¡Oh, sí, desde luego! —terció la madre con una voz pastosa, húmeda como el viento

de otoño.—¡A los seres como él hay que esconderlos! —afirmó la hermana con calor.

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—¡Oh, sí, no hay motivos para enorgullecerse! —exclamó la madre—. ¡Cuántainteligencia encierra esta cabecita! ¡Oh!

—¡Quizás tengáis razón! —asintió el padre.—Cierto, cuánta inteligencia...El jorobado se volvió, paróse en la puerta y dijo:—Yo tampoco soy tonto...—Ya veremos —repuso el padre, y la madre observó:—Nadie piensa nada semejante...—Estudiarás en casa —manifestó la hermana, sentando al chico junto a ella—.

Estudiarás todo lo necesario para ser arquitecto, ¿Te gusta eso?—Sí. Ya verás.—¿Qué veré?—Lo que me gusta.Ella era un poco más alta que él —sólo le llevaba media cabeza— pero lo tapaba todo,

incluso al padre y a la madre. Y a la sazón tenía quince años. El parecía un cangrejo demar, mientras que ella —esbelta, bien formada y fuerte— era para el niño como un hadabajo cuya férula vivía la casa entera, y también él, el pequeño jorobado.

Pues bien, ya venían a verle unos hombres corteses, fríos, que le explicaban algo, lepreguntaban; él les confesaba indiferente que no comprendía las ciencias y miraba confrialdad a lo lejos, más allá de los maestros, pensando en sus cosas. Para todos estaba claroque sus pensamientos se salían de lo corriente; el chico hablaba poco, pero a vecesformulaba preguntas extrañas:

—¿Qué les ocurre a los que no quieren hacer nada?Un bien educado maestro, todo vestido de negro, completamente abotonada la levita,

semejante a un clérigo y a un militar a un tiempo, le contestó:A esas personas les ocurre todo lo peor que uno se puede imaginar. Por ejemplo,

muchos de ellos acaban por hacerse socialistas.—¡Muchas gracias! —dijo el jorobado, que se mostraba con los maestros correcto y

seco como una persona mayor—. ¿Y qué es un socialista?—En el mejor de los casos un fantaseador y un vago; en general, moralmente, un

monstruo privado de toda idea acerca de Dios, de la propiedad y de la nación.Los maestros siempre le contestaban con brevedad, y sus respuestas se le incrustaban

en la memoria, firmes y compactas, como piedras en una calzada.—¿Y moralmente, puede también ser un monstruo una vieja?—Oh, desde luego, entre ellas...—¿Y una muchacha?—Sí. Esa es una cualidad innata...Los maestros decían de él:—Tiene poca capacidad para las matemáticas, pero gran interés por las cuestiones de

moral...—Hablas mucho —le reprochó su hermana al enterarse de sus conversaciones con los

maestros.—Más hablan ellos.—Y tú le rezas poco a Dios...—No me enderezará la joroba...—¡Ah!, ¿conque empiezas ya a pensar así?... —exclamó asombrada, y declaró:—Por esta vez, te perdono, pero olvida todas esas cosas, ¿has oído?

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—Sí.Ella vestía ya de largo, mientras que él sólo había cumplido trece años.A partir de entonces, sobre la muchacha empezaron a llover las desgracias: casi cada

vez que entraba en la habitación donde trabajaba su hermano, caían en sus pies vigas,tablas, herramientas que, después de rozarle ya un hombro, ya la cabeza, le golpeaban losdedos; el jorobado siempre advertía a gritos:

—¡Cuidado!Pero la advertencia siempre llegaba tarde, y la muchacha tenía que sufrir el dolor del

golpe.Una vez, cojeando, se abalanzó hacia él, pálida de coraje, y le gritó en la cara:—¡Tú lo haces adrede, monstruo! —y le dio una bofetada.Las piernas del chico eran débiles, cayó y, sentado en el suelo, en voz baja, sin

lágrimas ni agravio, le dijo:—¿Cómo puedes pensar eso? Pues tú me quieres, ¿no es verdad? ¿Tú me quieres?Ella se fue corriendo, lanzando ayes de dolor; luego, vino a darle una explicación.—Oye tú, antes no ocurría nada de esto...—Ni tampoco había nada de esto —repuso tranquilo, trazando un amplio círculo con la

larga mano: en los rincones de la habitación había amontonados un sinfín de cajones ytablas, todo tenía un aspecto caótico, el banco de carpintero y el del torno estabanabarrotados de maderas.

—¿Para qué has traído aquí tanta porquería? —le preguntó mirando en derredor conrepugnancia y recelo.

—¡Ya lo verás!Había ya empezado a construir: había hecho una pequeña casa para los conejos y una

garita para el perro y estaba inventando una ratonera; la hermana observaba celosamentesus trabajos y a las horas de comer, en la mesa, hablaba de ellos con orgullo al padre y a lamadre; el padre asentía aprobatorio, diciendo:

—Todo empezó por menudencias, ¡y siempre empieza todo así!Y la madre, abrazándola, le preguntaba al hijo:—¿Tú te das cuenta del mérito que tiene su preocupación por ti?—Sí —respondía el jorobado.Cuando hubo hecho la ratonera, llamó a la hermana a su habitación y, mostrándole su

torpe obra, se jactó:—Esto ya no es un juguete, ¡se puede sacar patente de ella! Fíjate qué sencilla y qué

fuerte, toca aquí.Así lo hizo, oyóse un chasquido, y la muchacha prorrumpió en terribles gritos,

mientras el jorobado, saltando en torno de ella, barbotaba:—Oh, no era con ésa, no era con ésa...Vino corriendo la madre, acudieron los criados, rompieron la ratonera, libertaron el

dedo aprisionado, ya azulenco, y se llevaron a la joven desmayada.Al anochecer le llamaron al cuarto de la hermana, y ésta dijo:—Lo hiciste adrede, me odias, ¿y por qué?Moviendo bruscamente la joroba, repuso tranquilo, en voz baja:—Ocurrió sencillamente que no tocaste con la mano que debías.—¡Mientes!—No. ¿Qué interés puedo tener yo en estropearte las manos? Pues ésa ni siquiera es la

mano con que me diste la bofetada...

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—Ten cuidado, monstruo, ¡mira que tú no eres más listo que yo!...El asintió:—Ya lo sé.Su rostro anguloso estaba sereno como siempre, sus ojos miraban concentrados, y

costaba trabajo creer que fuese malo y capaz de mentir.Después de aquello, ella ya no iba con tanta frecuencia al cuarto de él. La visitaban las

amigas, muchachas bulliciosas. de policromos vestidos, que correteaban gráciles por lasgrandes habitaciones, un poco frías y sombrías, y todo —cuadros, estatuas, flores ydorados— se tornaba con su presencia más acogedor y bello. A veces, la hermana entrabacon ellas en el cuarto de él; las muchachas le tendían ceremoniosas sus pequeños deditosde uñas sonrosadas y le rozaban la mano con tanto cuidado como si temieran rompérsela.Le hablaban con singular timidez y cariño, mirando con asombro, pero sin interés, aljorobado entre sus instrumentos, diseños, tarugos y virutas. El sabía que todas lasmuchachas le llamaban "el inventor" —aquello era obra de su hermana— y que esperabande él, en el futuro, algo que habría de hacer célebre el nombre de su padre; la hermana loaseguraba llena de convencimiento.

— Es feo, claro está, pero muy inteligente —recordaba con frecuencia.Ella había cumplido diez y nueve años y ya tenía novio, cuando el padre y la madre

perecieron en el mar, durante un paseo en un yate. La embarcación de recreo fuedestrozada y hundida por un barco mercante americano cuyo piloto estaba borracho; lamuchacha también debía haber ido a la excursión, pero inesperadamente le había entradoun dolor de muelas.

Cuando llegó la noticia de la muerte de los padres, empezó a correr por la habitación,olvidada del dolor de muelas, y a dar gritos, elevando los brazos al cielo:

—¡No! ¡Eso no es posible, no puede ser!El jorobado, en pie en el umbral, envuelto en el portier, la miraba atentamente y decía,

moviendo la joroba con bruscas sacudidas:El padre era tan redondo y vacío, que no comprendo cómo se ha podido hundir...—¡Calla! ¡Tú no quieres a nadie! —gritaba la hermana.—Lo que ocurre es que no sé decir palabras cariñosas —repuso él.No encontraron el cadáver del padre; la madre había muerto antes de caer al agua. La

sacaron, y ahora yacía en el ataúd tan seca y frágil como una rama muerta de un viejoárbol, lo mismo que fuera en la vida.

—Ya ves, nos hemos quedado solos los dos —dijo la hermana al hermano conseveridad y pena, después del entierro de la madre, apartándole con la punzante mirada desus ojos grises—. Nos será difícil vivir, pues no sabemos nada y es mucho lo que podemosperder. ¡Qué lástima que yo no pueda casarme ahora mismo!

—¡Oh! —exclamó el jorobado.—¿Qué quieres decir con eso?El, luego de pensarlo un poco, contestó:—Estamos solos.—¡Hablas como si te alegraras de algo!—Yo no me alegro de nada.—¡Eso es también una lástima! No pareces en absoluto un ser humano vivo.Por las tardes, al anochecer, venía el novio de ella. Era un hombrecillo pequeño y

vivaracho, rubio, con un bigote encrespado en el redondo rostro tostado por el sol; nocesaba de reir en toda la velada y seguramente era capaz de estarse riendo el día entero. Ya

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se habían efectuado los esponsales y estaban construyendo una casa para ellos en una delas mejores calles de la ciudad, la más limpia y tranquila. El jorobado nunca había ido a verlas obras y no le gustaba oír hablar de ellas. El novio dándole palmadas en el hombro conla mano pequeña y regordeta, ornada de sortijas, Ie decía, mostrando multitud de dientesmenudos:

—Deberías ir a echarle un vistazo a eso, ¿Qué te parece, eh?El estuvo excusándose largo tiempo, alegando diversos pretextos, pero acabó por ceder

y fue allá con él y la hermana. Cuando los dos subieron a los andamios del último piso, elnovio cayó directamente a tierra, en una lechada de cal, y el hermano quedó en el aire,pendiente de un andamio donde se le había enganchado el traje, y fue sacado en vilo porlos albañiles. Solamente se dislocó una pierna y un brazo y se hizo unas desolladuras en lacara, pero el novio se partió la columna vertebral y se destrozó un costado.

La hermana se debatía entre convulsiones, sus manos arañaban la tierra, levantandonubecillas de polvo blanca Estuvo llorando largo tiempo, más de un mes; luego, se tornósemejante a la madre; enflaqueció, se hizo más alta y empezó a decir con voz húmeda yfría:

—¿Tú eres mi desgracia!El callaba, posando en tierra los grandes ojos. La hermana se vistió de negro, sus cejas

se juntaron en una sola línea y, cuando veía al hermano, apretaba los dientes con tal fuerza,que sus mandíbulas sobresalían aristadas; él procuraba no aparecer ante sus ojos ycontinuaba haciendo de continuo misteriosos diseños, solo, taciturno. Así vivió hasta sumayoría de edad, y a partir de entonces comenzó entre ellos una lucha abierta a la queconsagraron toda su vida, una lucha que les enlazaba con los recios eslabones de losmutuos Insultos y agravios.

El día en que llegó a su mayoría de edad, dijo en tono de superior:—No existen sabios magos ni hadas buenas, no hay más que gente; unos son malos,

otros necios, y todo eso que se dice acerca de la bondad ¡es un cuento! Pero yo quiero queel cuento se convierta en realidad. ¿Recuerdas cuando me dijiste que en una casa rica tododebe ser bonito e inteligente? Pues en una ciudad rica todo debe ser también bello.Compraré tierra en las afueras y construiré allí una casa para mí y para los monstruos comoyo; me los llevaré de esta ciudad donde su vida es demasiado penosa, y donde a quienesson como tú les desagrada verlos.. .

—No —repuso ella . Tú, claro está, ¡no harás eso! ¡La idea es descabellada!—Es una idea tuya.Discutieron, moderados y fríos, como discuten las personas que se odian con encono,

cuando no tienen necesidad de ocultar su odio,—¡Es cosa decidida! —afirmó él.—No por mí —repuso ella.El alzó la joroba y se fue. Al cabo de algún tiempo la hermana se entero de que no sólo

había sido comprada la tierra, sino que unos cavadores estaban abriendo ya los fosos paraIos cimientos y decenas de carros llevaban allá ladrillos, piedra, hierro y madera.

—¿Tú te sigues creyendo todavía un chiquillo? —le preguntó—. ¿Te figuras que estoes un juego?

El calló.Una vez a la semana, la hermana —seca, esbelta, orgullosa se dirigía a las afueras de la

ciudad en un cochecillo, conduciendo ella misma el caballo blanco, y, al pasar despaciofrente a las obras, observaba con frialdad cómo la carne roja de los ladrillos se iba ligando

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con los tendones de las vigas de hierro mientras la madera amarilla se incrustaba en aquellamole, a manera de nervios. Veía desde lejos la figura del hermano, semejante a un cangrejo,que se deslizaba por los andamios empuñando el bastón, chafado el sombrero, polvorientoy gris, como una araña; luego, en casa, le miraba con fijeza al rostro excitado, a losobscuros ojos, que se habían vuelto más dulces y claros.

Desde luego —decía en voz baja—, he tenido una buena ocurrencia, ¡tan buena paravosotros como para nosotros! Esto de construir es algo maravilloso; y me parece quepronto podré considerarme un hombre feliz...

Ella le preguntó, recorriendo su cuerpo monstruoso con enigmática mirada:—¿Feliz?—¡Sí! ¿Sabes?, la gente que trabaja no se parece en absoluto a nosotros, suscita

singulares pensamientos. !Qué grata emoción debe sentir el albañil al pasar por las callesde la ciudad donde él ha construido decenas de casas! Entre los obreros hay muchossocialistas; son, ante todo, gente sensata, y en verdad te digo que tienen su sentido de ladignidad. A veces, me parece que conocemos mal a nuestro pueblo...

—Hablas de un modo extraño —observó ella.El jorobado se animaba, se iba volviendo más locuaz cada día.En el fondo, todo marcha como tú querías: ya ves, me estoy convirtiendo en un sabio

mago, al liberar de monstruos a la ciudad, y tú, si quisieras, ¡podrías ser un hada buena!¿Por qué no contestas?

—Ya hablaremos de eso más tarde —repuso ella, jugando con la cadenilla de oro delreloj.

Una vez, él empezó a hablar en un lenguaje que ella desconocía por completo:—Puede que yo sea más culpable ante ti que tú ante mí.. . Ella se asombró.—¿Culpable yo? ¿Ante ti?—¡Espera! Palabra de honor que no soy tan culpable corno tú supones. Yo ando mal,

puede ser que le empujase entonces, ¡pero en ello no hubo mala intención, no, créeme!Bastante más culpa tengo en haber querido estropearte la mano con que me diste labofetada...

—¡Dejemos eso! —dijo ella,—Me parece ¡que hay que ser más buenos! —barbotó el jorobado—. Yo creo que la

bondad no es un cuento, es posible.. .El enorme edificio de las afueras de la ciudad crecía con gran rapidez, se extendía por

la tierra fértil y elevábase hacia el cielo, que siempre estaba gris y siempre amenazaballuvia.

Un día, en las obras se presentó un grupo de autoridades; examinaron los trabajosrealizados y, después de cambiar entre sí unas palabras, en voz baja, prohibieron que sesiguiera construyendo...

—¡Eso es obra tuya! —gritó el jorobado, abalanzándose hacia ella y agarrándola por lagarganta con sus manos largas, recias, pero acudió gente extraña, no se sabía de dónde, y learrancaron de la hermana, que les dijo:

—¡Ya ven ustedes, señores, que en efecto es un anormal y precisa tutela! Esto leempezó a raíz de la muerte de nuestro padre, al que él quería con pasión; pregunten a loscriados, todos ellos están enterados de su enfermedad. Han venido callando hasta hacepoco porque son buena gente y aprecian el honor de la casa, en la que muchos de ellosviven desde la infancia. Yo también ocultaba esta desgracia, pues no hay motivos paraenorgullecerse de tener un hermano loco...

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Al oír aquellas palabras, al hermano se le puso el rostro violáceo, sus ojos sedesencajaron, perdió el uso de la palabra y, en silencio, arañó las manos de las personasque le sujetaban, mientras ella proseguía:

—Ruinosa ha sido la empresa de construir esta casa que yo me propongo entregar a laciudad como clínica de psiquiatría que llevará el nombre de mi padre....

El lanzó un alarido, perdió el conocimiento y se lo llevaron...La hermana continuó y dio remate a las obras con la misma celeridad con que las

realizara su hermano, y cuando la casa estuvo terminada por completo, el primer pacienteque entró en ella fue su hermano. Siete años pasó allí, tiempo más que suficiente paraconvertirse en un idiota; la melancolía se iba apoderando de él, mientras la hermanaenvejecía, hasta perder las esperanzas de ser madre. Cuando, al fin, se cercioró de que suenemigo estaba muerto y no resucitaría jamás, lo tomó bajo su tutela.

Y ahora dan vueltas por el mundo los dos, de un lado para otro, como pájaros ciegos,sin objeto ni alegría, mirando todo sin ver más que a sí mismos,

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IntelectualesEl agua azul parece espesa, como de aceite; la hélice del barco se incrusta en ella

suavemente, casi sin ruido. No retiembla la cubierta bajo las plantas; tan sólo se estremece,tirante, el mástil que se eleva hacia el cielo claro; los cables, tensos como cuerdas deguitarra, cantan en tono bajo, pero esta vibración es ya tan habitual, que no se percibe, y sediría que el barco, blanco y esbelto como un cisne, permanece inmóvil en el aguaresbaladiza. Para advertir su movimiento hay que mirar fuera de la borda: allá, de losblancos costados, parten tersas olas verdosas que se arrugan en suaves pliegues paraalejarse raudas, ondulantes, con fulgores de azogue y soñoliento susurrar.

Es la hora del amanecer, todavía no se ha despertado por completo el mar ni se handesvanecido en el cielo los rosados tintes de la aurora, pero ya queda atrás la isla deGorgona: una severa roca solitaria, cubierta de bosque, con una torre circular gris en lacima y multitud de casitas blancas junto a las aguas dormidas. Unas pequeñas barcas pasanveloces frente a los costados de la nave: hombres de la isla van a la pesca de la sardina. Enla memoria quedan grabados el rítmico chapoteo de los largos remos y las enjutas figurasde los pescadores que bogan en pie y se inclinan, como saludando al sol.

La popa del barco va dejando una ancha estela de verdosa espuma, sobre la querevolotean perezosas las gaviotas; de vez en cuando, sin que se sepa de dónde viene,aparece un pez volador, que, estirado corno una cigarra, vuela silencioso a ras de agua parahincarse de pronto en ella lo mismo que una saeta.

A lo lejos, nebulosas, se alzan del mar las costas de Ligue tia, unas montañas liláceas;dos o tres horas más, y el barco entrará en el abarrotado puerto de Génova, la ciudad demármol.

El sol se eleva cada vez más, prometiendo un caluroso día.A cubierta salen presurosos dos camaradas; uno de ellos, joven, delgadito y despierto,

napolitano, con una expresión indefinida en el rostro vivaz, el otro es un hombre demediana edad, bigote canoso, cejas negras y erizados cabellos, cortos, argentados, en laredonda cabeza; tiene una nariz corva y unos ojos serios e inteligentes. Bromeando yriendo, ponen con rapidez la mesa para el café y se alejan de prisa; acto seguido, vansaliendo despacio de sus camarotes unos pasajeros: un gordinflón de cabeza pequeña, caraabotargada y rojas mejillas, pero de aspecto triste, con una mueca de cansancio en losrelajados Iabios abiertos, abultados, de color grosella; un hombre de patillas grises, deelevada estatura, que parece todo él recién planchado, con unos ojos insignificantes y unanariz pequeña, como un botón, en la cara amarilla y achatada; en pos de ellos, tropezandocon la plancha de cobre del umbral, salta afuera un pelirrojo regordete y barrigudo, conunos bigotes de guías marcialmente retorcidas hacia arriba, en traje de alpinista y con unapluma verde en el sombrero. Los tres se paran ante la borda, y el gordo dice, entornandotristemente los ojos:

—¡Qué calma!, ¿eh?El de las patillas se ha metido las marros en los bolsillos; está en pie, despatarrado, y

parece unas tijeras abiertas. El pelirrojo saca el reloj de oro, grande como un péndulo, lomira, dirige sus ojos hacia el cielo y a lo largo de la cubierta; luego, empieza a silbarbalanceando el reloj y golpeando en el suelo con un pie.

Aparecen dos damas: la primera es joven, metida en carnes, con carita de porcelana,dulces ojos azul lechoso y cejas obscuras —una más alta que la otra— que parecendibujadas; la segunda es de más edad y nariz puntiaguda, con los cabellos, de un colorimpreciso, recogidos en fastuoso peinado, un gran lunar negro en la mejilla izquierda y dos

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cadenas de oro pendientes del cuello, lleva impertinentes y multitud de dijes en el cinturóndel vestido gris.

El café está servido. La mujer joven se sienta a la mesa en silencio y empieza a verteren las tazas el líquido negro, combando de un modo singular los brazos, desnudos hasta elcodo. Los hombres se acercan, se sientan sin decir palabra; el gordinflón toma la taza ydice suspirando:

—El día será caluroso...—Te estás echando gotas en las rodillas —observa la dama más vieja.El inclina la cabeza —las mejillas y el mentón se le dilatan al hincarse en el pecho—,

deja la taza sobre la mesa, se sacude con el pañuelo las gotas de café de los pantalonesgrises y se enjuga el rostro sudoroso.

—¡Sí! —exclama de pronto en voz alta el pelirrojo, de cortas piernas, escarbando conlos pies—. ¡Sí, no cabe duda! Cuando hasta los izquierdistas se quejan de la golfería,quiere decir que...

—¡Aguarda un poco, Iván! Ya tendrás tiempo de charlar... —le interrumpe la viejadama—. ¿No viene Lisa?

—No se siente bien —responde la joven con voz sonora.—Pero si el mar está tranquilo...—Sin embargo, cuando una mujer se encuentra en tal estado...El gordinflón sonríe y cierra voluptuosamente los ojos.Más allá de la borda, rasgando la tersa superficie del mar, saltan los delfines; el de las

patillas, que los observa con atención, dice:—El delfín se parece al marrano.El pelirrojo responde.—En general, aquí hay mucha marranería.La dama descolorida se lleva a la nariz la taza, huele el café y tuerce el gesto con asco.—¡Repugnante!—¿Y la leche, eh? —la apoya el gordinflón, parpadeando asustado.La dama del rostro de porcelana afirma cantarina:—Todo está sucio, ¡sucio! Y todos se parecen terriblemente a los judiotes.El pelirrojo habla sin cesar, con precipitación, atropelladamente, a la oreja del hombre

de las patillas, como contesta aI maestro el discípulo que se sabe bien la lección y estáorgulloso de ello. Su oyente, intrigado y curioso, balancea la cabeza, mientras en elachatado rostro se abre la boca igual que una grieta en una tabla reseca. A veces, quieredecir algo, y comienza la frase con una voz extraña, afelpada:

—En mi provincia...Y, sin continuarla, vuelve a ladear la cabeza, atentamente, hacia el bigote del pelirrojo.El gordinflón suspira fatigoso y dice:—Zumbas como un moscardón, Iván...—Bueno, ¡dadme café!Se acerca a la mesa, con crujido y estruendo, mientras su interlocutor dice en tono

insignificativo:—Iván es hombre de ideas.—Tú no has dormido bien la mona —dice la dama de más edad observando con Ios

impertinentes al de las patillas, que se pasa la mano por el rostro y se mira la palma.—Tengo la impresión de que estoy lleno de polvo. ¿Y a ti, no te lo parece?

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—¡Ay, tío! —exclama la joven—. ¡Esa es una particularidad de Italia! l Aquí se seca lapiel terriblemente!

La dama mayor pregunta:—¿Te das cuenta, Lidia, de lo mala que es su azúcar?A cubierta sale un hombre corpulento, de abundantes cabellos grises y ensortijados,

nariz grande, ojos alegres y con un puro en los labios; los camareros que están en pie juntoa la borda le hacen una respetuosa reverencia.

—¡Buenos días, muchachos, buenos días! —dice fuerte con ronca voz, inclinandobenévolo la cabeza.

Los rusos se callan, mirándole de reojo, y el bigotudo Iván manifiesta quedo:—Es un militar retirado, se ve en seguida...Al observar que le están mirando, el canoso se quita el puro de la boca y saluda cortés

a los rusos con una inclinación; la dama de más edad, echa bruscamente hacia atrás lacabeza, se cala los impertinentes y le mira desafiante; el bigotudo, sin que se sepa por qué,se turba y, luego de volverse de espaldas con rapidez, saca el reloj y se pone de nuevo abalancearlo en el aire. A la inclinación sólo responde el gordo, hincando la barbilla en elpecho; esto desconcierta al italiano, que se lleva nerviosamente el puro a la boca, junto a lacomisura, y pregunta a media voz al camarero ya entrado en años:

—¿Son rusos?—¡Sí, señor! Un gobernador ruso y su familia... —Qué cara tan bondadosa tienen siempre todos ellos...—Son muy buena gente...—De los eslavos, los mejores, desde luego...—Yo diría que un poquitín despectivos...—¿Despectivos? ¿Será posible?—Me parece que se muestran desdeñosos con la gente.El ruso gordo se pone colorado y dice en un susurro, con ancha sonrisa:—Están hablando de nosotros...—¿Qué? —pregunta la dama de más edad, con un mohín de repugnancia.—Dice que somos los mejores de los eslavos —responde el gordo, soltando una risita.—Son unos adulones —declara la dama; y el pelirrojo Iván se guarda el reloj, y

retorciéndose con ambas manos las guías del bigote, empieza a decir:—Todos ellos están en la más asombrosa ignorancia con respecto a nosotros...—Te elogian —comenta el gordo—, y todavía piensas que es por ignorancia...—¡Tonterías! No me refiero a eso, hablo en general... Yo mismo sé que sonsos los

mejores.El de las patillas, que ha estado todo el tiempo siguiendo con la mirada el jugueteo de

los delfines, suspira y, meneando la cabeza observa:—¡Qué pez más tonto!Al italiano canoso se acercan otros dos: un viejo con levita negra y gafas y un joven

melenudo, pálido, de despejada frente y pobladas cejas; los tres se sitúan junto a la borda, aunos cinco pasos de los rusos, y el canoso dice en voz baja:

—Cuando veo a los rusos me acuerdo de Mesina...—¿Recuerda el recibimiento que hicimos a los marineros en Nápoles? —pregunta el

joven.—¡Si! ¡No olvidarán ese día, en sus bosques!—¿Ha visto usted la medalla en honor de ellos?

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—No me gusta ese trabajo.—Están hablando de Mesina —comunica el gordo a los suyos.—¡Y se ríen! —exclama la dama más joven—. ¡Es asombroso!Las gaviotas han alcanzado al barco; una de ellas, agitando fuertemente las alas curvas,

está cernida sobre la borda, y la joven dama empieza a echarle bizcochos. Los pájaros, alcoger los trozos en el aire, caen al agua y, graznando ansiosos, se vuelven a elevar en lainmensidad azul, sobre el mar.

A los italianos les han servido café; ellos también empiezan a alimentar a los pájaros,tirándoles a lo alto bizcochos; la dama frunce severa el ceño y dice:

—¡Qué orangutanes!El gordo presta oído a la animada charla de los italianos y comunica de nuevo :—No es militar, sino negociante; habla del comercio con nuestro trigo y asegura que

nos podrían comprar también petróleo, madera y hulla.—Yo me di cuenta en seguida de que no era militar —confiesa la dama de más edad.El pelirrojo empieza otra vez a hablar junto a la oreja del patilludo, que le escucha

dilatando los labios con escepticismo, mientras el joven italiano dice, mirando de soslayohacia donde están los rusos:

—¡Qué lástima que conozcamos tan poco a este país de hombres altos y de ojosazules!

El sol, ya muy arriba, calienta intensamente; brilla cegador el mar; a lo lejos, a estriborde la nave, se alzan del agua montañas o nubes.

—Annette —dice el de las patillas, con sonrisa ancha, de toda la boca—, oye lo que sele ha ocurrido a este gracioso de Jean para exterminar a los revoltosos en la aldea, ¡elremedio es muy ingenioso!

Y, meciéndose en la silla, cuenta despacio, tedioso, como si tradujese de una lenguaextranjera:

—Dice que es preciso que los días de feria, así como los de fiestas rurales, el jefe delzemstvo de la localidad prepare con anterioridad, por cuenta del Estado, estacas y piedras;luego, les dará a los mujiks, también a cargo del Tesoro, diez, veinte o cincuenta —según lacantidad de gente— cubos de vodka. ¡Y no hará falta nada más!

—¡No comprendo! —manifiesta la dama de más edad—. ¿Es una broma?El pelirrojo responde con rapidez:—¡No, es en serio! Reflexione usted, ma tante...La dama más joven se encoge de hombros, abriendo mucho los ojos.—¡Qué absurdo! Emborracharlos con vodka del Estado, cuando ellos ya de por sí...—¡No te precipites, Lidia! —grita el pelirrojo, saltando en la silla. El patilludo ríe

silencioso, dilatando mucho la boca y bamboleándose de un lado a otro.—Párate a pensar; los maleantes que no hayan tenido tiempo de emborracharse a

conciencia se matarán unos a otros a estacazos y pedradas. ¿Está claro?—¿Y por qué unos a otros? —pregunta el gordinflón.—¿Es una broma? —se interesa de nuevo la dama de más edad.El pelirrojo, abriendo los cortos brazos, en ademán suave y lento, explica con calor:Cuando las autoridades los amansan, los izquierdistas alborotan diciendo que es una

crueldad y un salvajismo; por consiguiente, hay que encontrar un medio para que seapacigüen ellos mismos, ¿no es eso?

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El barco da un bandazo, la dama metida en carnes se agarra asustada a la mesa, tintineala vajilla, y la dama mayor, poniendo una mano en el hombro del gordinflón, le interrogasevera:

—¿Qué es esto?—Estamos virando...Cada vez más alta y neta, se va elevando del agua la costa: colinas y montañas

envueltas en la bruma, cubiertas de jardines. Por entre los viñedos, asoman unas piedrasgris azuladas, en las compactas nubes de verdor se esconden las casas blancas, refulgen alsol los cristales de las ventanas, y se perciben ya unos manchones luminosos: en la mismaorilla, al abrigo de las rocas, hay una casita cuya fachada mira al mar, toda engalanada demultitud de brillantes flores liláceas, y más arriba, desde una terraza de piedra, se derramay esparce, en espesos chorros, un gran geranio rojo. Los colores son alegres, la costa pareceacogedora y hospitalaria, los suaves contornos de las montañas llaman a gozar de lasombra de los jardines.

—Qué poco espacio hay aquí para todo —se lamenta el gordo, suspirando; la dama demás edad le mira intransigente; luego, se cala los impertinentes y dirige sus ojos hacia lacosta, muy prietos los finos labios, alzada la cabeza.

En cubierta hay ya mucha gente morena con ligeros vestidos; conversan bulliciosos, ylas damas rusas les miran con desdén, como unas reinas a sus súbditos.

—Cómo manotean —dice la más joven; el gordinflón explica, respirando fatigoso:—Eso es una cualidad de su idioma; como es pobre, requiere ademanes y gestos.. .—¡Dios mío! ¡Dios mío! —suspira hondamente la de más edad; luego, queda un

instante pensativa e inquiere:—¿Qué, hay también muchos museos en Génova?—Me parece que sólo tres —le contesta el gordo.—¿Y ése es un cementerio? —pregunta la joven.—Un camposanto. E iglesias, claro está.—¿Y los cocheros, son tan malos como en Nápoles?El pelirrojo y el patilludo se han levantado de la mesa, y están junto a la borda,

conversando preocupados e interrumpiéndose el uno al otro.—¿Qué dice ese italiano? —pregunta la dama, arreglándose el fastuoso peinado. Tiene

unos codos puntiagudos, sus orejas son grandes y amarillas como hojas marchitas. Elgordinflón, atento y sumiso, presta oído al animado relato de un italiano de ensortijadoscabellos.

Entre ellos, signori, existe una ley, muy antigua seguramente, que prohibe a loshebreos visitar Moscú; eso debe ser, sin duda, un vestigio del despotismo, pues ya sabenustedes, ¡Iván el Terrible! Incluso en Inglaterra existen muchas leyes arcaicas que no hansido revocadas hasta hoy. Puede ser que ese hebreo me mixtificase el asunto, pero el casoes que, por no sé qué razones, no tenía derecho a visitar Moscú, la antigua ciudad de loszares, lugar sagrado...

—Pues nosotros, en Roma, tenemos un alcalde que es judío; en Roma, que es másantigua y sagrada que Moscú —dice un muchacho, sonriendo burlón.

—¡Y bien que le zurra al Papa-sarto1 —intercala un viejo con gafas, palmoteando confuerza.

—¿Qué grita el viejo ese? —inquiere la dama, dejando caer los brazos.

1 Sarta; apellido del Papa, en italiano: sastre.

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—Alguna majadería. Hablan en dialecto napolitano...—Llegó a Moscú, y, como necesitaba albergue, el hebreo fue a casa de una prostituta,

signori, pues no tenía otro sitio a donde ir; al menos eso dijo él...—¡Fábulas! —afirma categórico el viejo, rechazando al narrador con un ademán.—A decir verdad, yo también creo lo mismo.—¿Y qué pasó después? —pregunta el muchacho.—Ella lo entregó a la policía, pero antes hizo que le pagase, como si se hubiera

acostado con ella...—¡Qué porquería! —exclama el viejo—. Ese es un hombre de imaginación abyecta, y

nada más. Yo conozco a los rusos, de la universidad, y sé que son buenos muchachos...El ruso gordo, enjugándose con el pañuelo el sudoroso rostro, dice a las damas con

desgana e indiferencia:—Está contando un cuento verde hebreo.—¿Con este calor? —responde sonriente la joven dama, y la otra observa:—Estas gentes, a pesar de sus gestos y bullicio, tienen algo de aburrido...En la costa va creciendo la ciudad; las casas se elevan tras las colinas y, cada vez más

contiguas, forman un compacto muro de edificios, como de marfil, que refulgen al sol.—Se parece a Yalta —determina la dama más joven, levantándose —. Voy a ver a Lisa.Balanceándose, arrastra lentamente por la cubierta su cuerpo grande, envuelto en tela

azulada; cuando llega a la altura del grupo de italianos, el canoso interrumpe suconversación y dice en voz baja:

—¡Qué ojos tan hermosos!—Sí —asiente con la cabeza el viejo de las gafas—. ¡Así debía ser Basilida!—¿Basilida la bizantina?—Yo me la imagino eslava...—Hablan de Lidia —informa el gordo.—¿Qué? —pregunta la dama—. ¿Seguramente alguna villanía?— De sus ojos. Los alaban...La dama hace una mueca.Fulgurante el cobre, el barco se acerca cada vez más a la costa, rápido y cariñoso; se

ven ya los negros muros del muelle, tras los que se elevan al cielo centenares de mástiles,de algunos palos penden inmóviles jirones de banderas de vivos colores, un humo negro sedesvanece en el aire, de allá llega el olor de la grasa, del polvillo de carbón, el ruido de lostrabajos en el puerto y el complejo rumoreo de una gran ciudad.

El gordinflón se echa a reír de pronto.—¿Qué te pasa? —pregunta la dama, entornando sus ojos grises, descoloridos.—Los alemanes los destrozarán, como hay Dios, ¡ya lo veréis?—¿Por qué te alegras?—Porque si...El patilludo, mirando al suelo, le pregunta al pelirrojo en voz alta y forma

estrictamente gramatical:—¿Y si se produjese esa sorpresa, te sentirías satisfecho?El pelirrojo, retorciéndose con furia los bigotes, queda callado, sin contestar.El barco aminora la marcha. En los blancos costados de la nave chapotea plañidera,

como si se quejase, el agua, de un color verde turbio; los edificios de mármol, las altastorres, los calados de piedra de las terrazas no se reflejan en ella. El puerto abre sus negrasfauces, repletas de multitud de embarcaciones,

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ConversaciónAnte un velador, a la puerta de un restaurant, está sentado un hombre con traje claro,

enjuto y afeitado como un americano, que llama con desgana, igual que si cantara:—Ga-ar-çon-n...En derredor todo está pródigamente sembrado de flores de acacia, blancas y doradas:

por doquier brillan los rayos del sol; en la tierra y en el cielo reina la apacible alegría de laprimavera. Por en medio de la calle, con alegre resonar de cascos, como de castañuelas,corren unos borriquillos de peludas orejas; van andando lentamente pesados caballos;camina sin prisas la gente, y se ve con claridad que todo ser vivo desea permanecer elmayor tiempo posible al sol, al aire, impregnado del olor a miel de las flores.

Pasan fugaces los niños, heraldos de la primavera, el sol arranca fulgores de sustrajecillos; oscilantes, se deslizan, como si flotaran, las mujeres, engalanadas conpolicromos vesríelos, que son tan necesarias en sin día de sol. como las estrellas en lanoche,

El hombre del traje claro tiene un aspecto extraño: diríase que estaba muy sucio yúnicamente hoy le han lavado, pero tan a conciencia, que le han quitado para siempre todosu brillo. Mira alrededor con ojos descoloridos, igual que si estuviese contando lasmanchas de sol en las fachadas de las casas y en cuanto se mueve por la umbría carretera,por las anchas losas del bulevar. Tiene fruncidos los fláccidos labios, y silba quedo,afinadamente, un motivo musical triste y extraño; Ios largos dedos de sus blancas manostamborilean sonoros en el borde del velador —relucen mortecinas sus uñas— y con elguante amarillo que sostiene en la otra mano se da golpecitos en la rodilla, llevando elcompás. Su rostro es de hombre inteligente y decidido, lástima que parezca borroso, comosi se lo hubieran restregado con algo áspero y duro.

Inclinándose con respeto, el garlan pone ante él una taza de café, una pequeña botellade licor verde y unos bizcochos; al velador de al lado se sienta un hombre ancho de pecho,con ojos de ágata, mejillas, cuello y manos ennegrecidos por el humo; todo él es aristado ytiene reciedumbre de metal, como una pieza de una máquina grande.

Cuando los ojos cansados del hombre limpio se posan en él, se incorpora un poco, selleva la mano al sombrero y dice a través de los poblados bigotes:

—Buenos días, señor ingeniero.—¡Ah, Trama! ¿Otra vez usted?—Sí, soy yo, señor ingeniero...—¿Esperando los acontecimientos, eh?—¿Cómo va su trabajo?El ingeniero observa, con una leve ironía burlona en los finos labios:—Me parece, amigo mío, que no se puede conversar a base de preguntas solamente...Su interlocutor, ladeándose el sombrero, ríe con franqueza, sonoramente, y responde

ron voz entrecortada por la risa:—¡Desde luego! Pero, palabra de honor, tengo tantos deseos de saber...Un borriquillo pío, de áspero pelaje, enganchado a un carro cargado de carbón, se para,

estira el cuello y empieza a rebuznar tristemente; mas, por lo visto, no le debe gustar su vozen este día, y, avergonzado, interrumpe eI rebuzno en una nota alta, sacude las peludasorejas y, agachando la cabeza, prosigue su camino al trotecillo, acompañado del alegrerepiqueteo de sus cascos.

—Espero su máquina con la misma impaciencia con que esperaría un libro que meprometiera hacerme más inteligente...

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El ingeniero dice, después de tomar un sorbo de café:—No comprendo muy bien la comparación...—¿Acaso usted no cree que la máquina libera la energía física del hombre, lo mismo

que un buen libro su alma?—¡Ah! —exclama el ingeniero echando hacia atrás la cabeza—. Ya...E inquiere, dejando sobre la mesa la caza vacía:—Usted, claro está, ¿empezará a hacer agitación?—Ya he empezado...—De nuevo, huelgas, desórdenes, ¿no es eso?El preguntado se encoge de hombros, sonriendo suavemente.—Si se pudiera pasar sin ello...Una vieja, con vestido negro y severa traza de monja, le ofrece al ingeniero en silencio

unos ramitos de violetas; él compra dos y tiende uno a su interlocutor, diciendo pensativo:—Usted, Trama, tiene mucho cerebro, y es una verdadera lástima que sea idealista...—Le agradezco las flores y el cumplido. ¿Dice usted que es una lástima?—¡Sí! Usted, en el fondo, es un poeta, y necesita estudiar para llegar a ser un buen

ingeniero, . .Trama ríe bajito, mostrando sus blancos dientes, y responde:—¡Oh, cierto! El ingeniero es poeta; yo me he convencido de ello trabajando con

usted...—Es usted muy amable...—Y yo pensaba: ¿por qué el señor ingeniero no se hará socialista? Pues el socialista

debe ser también poeta...Ríen los dos, mirándose con igual aspecto inteligente, pero asombrosamente distintos:

uno de ellos enjuto, nervioso, desgastado, de ojos descoloridos; el otro, parece haber sidoforjado ayer mismo, y estar aún sin pulimentar.

—No, Trama, yo preferiría tener mi taller y unas tres docenas de mozos de tantotemple como usted. Y entonces haríamos aquí algo grande...

Golpea suavemente el velador con los dedos y suspira, poniéndose las flores en el ojalde la solapa.

—¡Maldita sea! —exclama Trama excitado—. Qué menudencias impiden vivir ytrabajar...

—¿Llama usted menudencias a la historia de la humanidad, contramaestre Trama? —pregunta el ingeniero sonriendo sutil; el obrero se arranca el sombrero bruscamente, loagita en el aire, con amplio ademán, y dice con viveza y calor:

—¿Y qué es la historia de mis antepasados?—¿De sus antepasados? —replica el ingeniero recalcando la segunda palabra, con una

sonrisa más aguda aún.—Sí, ¡de los míos! ¿Es esto una insolencia? ¡Pues que lo sea! Pero, ¿por qué no han de

ser mis antepasados Giordano Bruno, Vico y Mazzini? ¿Acaso no vivo yo en su mundo,acaso no aprovecho yo lo que sus grandes mentes sembraron a mi alrededor?

—¡Ah! ¿Se refiere usted a eso?—Todo cuanto dieron al mundo los que se fueron de él, ¡me ha sido dado a mí!—Naturalmente —responde el ingeniero, frunciendo serio el ceño.—Y todo lo que ha sido hecho antes de mí, de nosotros, es mineral al que hemos de

convertir en acero, ¿no es verdad?—¿Por qué no? ¡Eso es claro!

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—Pues ustedes, los hombres de ciencia, como nosotros, los obreros, viven a costa deltrabajo de las mentes del pasado.

—Yo no lo discuto —dice el ingeniero, inclinando la cabeza; junto a él se ha parado unchiquillo cubierto de andrajos grises, pequeño como una pelota destrozada por el juego;tiene en las sucias manos un ramito de flores de croco y repite con insistencia:

—Cómpreme flores, signore...—Ya tengo...—Nunca se tienen bastantes flores.. .—¡Bravo, pequeño! —dice Trama . Bravo, y dame a mí dos...Y cuando el chiquillo le entrega las flores, él, quitándose el sombrero, se las ofrece al

ingeniero con cortesía:—¿Tiene la bondad?—Gracias.—Qué día tan hermoso, ¿verdad?—Esto se siente incluso a mis cincuenta años...—Mira pensativo en derredor, entornados los ojos, y suspira.—Me parece que usted debe sentir, como singular fuerza, la acción del sol de

primavera en las venas, y no solamente porque es joven, sino porque, según veo, para ustedtodo el mundo es distinto que para mí, ¿cierto?

—No sé —responde el obrero, sonriendo burlón—, ¡pero la vida es hermosa!—¿En sus promesas? —inquiere escéptico el ingeniero, y la pregunta parece herir a su

interlocutor, que, poniéndose el sombrero, contesta con rapidez:—¡La vida es hermosa en todo lo que me gusta de ella! Per ha ceo!, mi querido

ingeniero, que para mí las palabras no son sólo sonidos y letras; cuando leo un libro, veoun cuadro o me deleito con algo hermoso, siento como si hubiera hecho yo mismo todoaquello.

Los dos ríen; uno, sonoramente, con franqueza, como sí se jactara de un arte en el reir,echada hacia atrás la cabeza, sacando el ancho pecho; el otro, con risa sollozante, casi sinruido, mostrando la dentadura llena de briznas de oro, como si acabara de masticarlo y sehubiera olvidado de limpiarse los verdosos dientes.

—Es usted un buen muchacho, Trama, siempre es agradable verle —dice el ingeniero,y añade, guiñando un ojo—: Pero a condición de que no se rebele usted...

—¡Oh!, yo siempre me rebelo...Y poniendo una cara seria, entornados los insondables ojos negros, pregunta:—¿Supongo que el otro día nos comportaríamos con entera corrección?El ingeniero se encoge de hombros y se levanta.—¡Oh, sí! ¡Desde luego! Esa historia, ¿sabe usted?, le ha costado a la empresa treinta y

siete mil liras...—Más sensato habría sido invertirlas en los salarios...—¡Hum! Mal calcula usted. ¿La sensatez? Cada fiera tiene la suya.Tiende la mano descarnada y amarilla, y cuando el obrero se la estrecha, dice:—A pesar de todo, le repito que usted debe estudiar y estudiar...—Yo estudio a cada minuto...—De usted saldría un ingeniero de buena fantasía.—¡Bah! La fantasía tampoco me impide ahora vivir...—Hasta la vista, testarudo...

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El ingeniero echa a andar, a la sombra de las acacias; camina despacio, atravesando elenrejado de los rayos de sol, con sus largas y enjutas piernas, mientras enfunda con cuidadoen el guante los finos dedos de la mano derecha; el garçon —pequeño y tan moreno queaparece azulado— viene de la puerta del restaurant, desde donde ha estado oyendo laconversación, y le dice al obrero, que hurga en el monedero buscando unas monedas decobre:

—Mucho envejece nuestro famoso...—¡Aún se mantiene firme! —exclama el obrero con convencimiento—. Tiene mucho

fuego en la mollera...— ¿Dónde van ustedes a hablar la próxima vez?—Allí mismo, en la bolsa del trabajo. ¿Es que me ha oído usted?—Tres veces, camarada...Después de estrecharse la mano con fuerza, se separan con una sonrisa en Ios labios;

uno echa a andar en dirección contraria al lugar por donde ha desaparecido el ingeniero; elotro, tarareando pensativo, empieza a retirar la vajilla de los veladores.

Un grupo de escolares con delantales blancos —niños y niñas— desfila por en mediode la carretera, esparciendo —como chispas— sus risas y alegre bullicio; los dos que vanen cabeza tocan sonoramente unas trompetillas de papel, mientras las acacias vierten consuavidad sobre ellos la nieve de sus blancos pétalos. Siempre —y en primavera consingular fuerza— se sienten deseos de contemplar a los niños, y entran ganas de gritar enpos de ellos, con alegría y recia voz:

—¡Eh, gentes del mañana! ¡Viva vuestro porvenir!

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La «vendetta»Si la vida se ha puesto de tal forma, que el hombre no encuentra ya un pedazo de pan

en la tierra abonada con los huesos de sus mayores y, empujado por la necesidad, con elcorazón dolorido, se marcha al sur de América, a treinta días de viaje de su patria; si la vidaes así, ¿qué va usted a pedirle al hombre?

Sea quien sea, ¡da igual! Siempre es como un niño arrancado del pecho de la madre; elvino de la tierra extraña le es amargo y, en vez de alegrarle el corazón, se lo envenena denostalgia, se lo torna poroso como una esponja, y este corazón, arrancado del pecho de lapatria, igual que la esponja el agua, absorbe con ansia todo lo malo y engendra sombríossentimientos.

En nuestra región, en Calabria, los jóvenes, antes de marcharse allende los mares, secasan; tal vez para que el amor a la mujer haga aún más hondo el amor a la patria, pues lamujer tira tanto como la patria, y nada conserva al hombre en tierra extraña mejor que elamor, que llama atrás, a volver al seno del terruño y al pecho de la amada.

Mas, estas bodas de los condenados al exilio por la necesidad, casi siempre suelen serel prólogo de terribles dramas, de fatalidad, venganza y sangre. He aquí lo que ocurrió hacepoco en Senerchia, pueblo situado junto a las estribaciones de los Apeninos.

Esta historia, sencilla y espantosa, como arrancada de las páginas de la Biblia, hay queempezarla partiendo de lejos, de cinco años antes de nuestros días y de su final: Hace cincoaños, en la montaña, en la pequeña aldea de Sarachena, vivía la bellísima Emilia Bracco; sumarido se había marchado a América, y ella se encontraba en casa del suegro. Fuerte, sana,hábil trabajadora, poseía una magnífica voz y un carácter alegre; le gustaba reír, bromear,y, coqueteando un poco con su hermosura, despertaba ardientes deseos en los mozosaldeanos y en los leñadores de la montaña,

Jugando con las palabras, sabía guardar su honor de mujer casada; su risa suscitabamuchos dulces sueños, pero nadie podía vanagloriarse de haberla vencido.

Ya sabe usted que los que más padecen de envidia son las viejas y el diablo; cerca deEmilia estaba la suegra, y el diablo siempre se halla donde puede hacer daño.

—Demasiado alegre te muestras, querida, en ausencia del marido —decía la vieja—.Tendré que escribirle diciéndoselo. Ten cuidado, mira que te sigo todos los pasos, recuerdaque tu honor es el nuestro...

Al principio, Emilia procuraba convencerla pacíficamente de que amaba a su hijo y notenía nada que reprocharse. Pero la suegra la ofendía con sus sospechas cada vez más amenudo y más profundamente, e incitada por el diablo, empezó a lanzar a los cuatrovientos que su nuera había perdido la vergüenza.

Cuando se enteró de ello, Emilia se asustó y se puso a rogar a la bruja que no laperdiera con sus chismorreos, jurándole que no tenía culpa ante el esposo y ni siquiera ensueños había sentido la tentación de engañar al marido, pero la vieja no la creía.

—Ya sé yo —le decía—, pues también he sido joven, ¡el valor de esos juramentos! Yalo sé. No te creo, y ya le he escrito a mi hijo que vuelva lo antes posible, ¡a lavar su honor!

—¿Has escrito? —preguntó Emilia con sofocada voz.—Sí.—Está bien...Nuestros hombres son celosos como moros, y Emilia comprendía el peligro que la

amenazaba con el regreso del marido.Al día siguiente, la suegra fue al bosque por ramiza, y Emilia en pos de ella, un hacha

escondida bajo las sayas...

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La beldad se presentó ella misma a los cerabinieri a decirles que había matado a susuegra.

—Más vale ser una asesina que pasar por una sinvergüenza cuando se es honrada —dijo.

El juicio fue un verdadero triunfo para ella: casi todos los vecinos de Senerchiaacudieron a declarar en su favor, y muchos, con lágrimas en los ojos, decían a los jueces:

—Es inocente, ¡le han buscado la, perdición sin motivo!Sólo el reverendo arzobispo Cozzi se atrevió a alzar la voz contra la desdichada: él no

quería creer en su pureza, habló de la necesidad de conservar las viejas tradiciones en elpueblo, advirtió a la gente para que no cayera en la falta cometida por los griegos alabsolver a Friné, cautivados por la belleza de una mujer de dudosa conducta. Dijo cuantoestaba obligado a decir, y, quizás gracias a él, Emilia fue condenada a cuatro años deprisión ordinaria.

Al igual que el marido de Emilia, su paisano Donato Guarnaccia vivía también allendelos mares, después de haber dejado a su joven mujer en la patria, dedicada a la triste laborde Penélope: tejer sueños acerca de la vida y no vivir.

Pues bien, hace tres años, Donato recibió una carta de su madre comunicándole que sumujer, Teresa, se había entregado al suegro —padre de Donato y marido de la vieja— yhacía vida marital con él. Ya ve usted; letra vez la vieja y el diablo juntos!

Guarnaccia hijo tomé el primer barco que salió para Nápoles y, como caído del cielo,se presentó en casa.

La mujer y el padre fingieron asombra, pero él, que es un buen mozo, severo ydesconfiado, se mantuvo en los primeros tiempos tranquilo, a fin de convencerse de lajusticia de la acusación, pues conocía la historia de. Emilia Braceo; prodigó sus caricias ala mujer, y, durante una temporada, ambos vivieron de nuevo en plena luna de miel,ardiente festín de la juventud.

La madre le vertía veneno al oído, pero él la detenía:—¡Basta! Quiero convencerme por mí mismo de la verdad de tus palabras; no me

molestes.Sabía que a una persona agraviada no se la puede creer, aunque sea la propia madre.Casi la mitad del verano transcurrió en paz y tranquilidad. Y así habrían seguido las

cosas durante toda la vida, de no haber empezado de nuevo el padre a perseguir a la nueraen la casa, aprovechando las cortas ausencias del hijo. Ella se resistía al asedio del viejolibertino; ello enfurecía al rijoso —que se había visto privado demasiado súbitamente delgozo de la carne joven—, y decidió vengarse de la mujer.

—Te perderás —la amenazó.—Y tú también —repuso ella.—Nuestra gente es de pocas palabras.Dos días más tarde el padre le dijo al hijo:—¿Tú sabes que tu mujer te fue infiel?Donato, pálido, le miró con fijeza a la cara y le preguntó:—¿Tiene usted pruebas?—Sí. El que disfrutó de sus caricias me dijo que ella tiene en el bajo vientre un gran

lunar. ¿Es verdad eso?—Está bien —contestó Donato—. Ya que usted, que es mi padre, me dice que ella es

culpable, ¡la mataré!El padre, desvergonzadamente, asintió con la cabeza.

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—¡Claro que sí! A las mujeres libertinas hay que matarlas.—¡Y a los hombres también! —añadió Donato al tiempo que se marchaba.Fue a ver a su mujer y le puso sobre los hombros las pesadas manos...—Oye, yo sé que me has engañado, en nombre del amor que existió entre nosotros y

en nuestro corazón antes y después de traicionarme, dime: ¿Con quién?—¡Ah! —exclamó ella—, Eso tú lo has podido saber solamente a través de tu maldito

padre, sólo por él...—¿Fue con él? —preguntó el campesino, y sus ojos se inyectaron de sangre.—Me poseyó a la fuerza, con amenazas; pero puesto que quieres la verdad, conócela

entera...Ella perdió el aliento, el marido la zarandeó.—¡Habla!—Pues bien, sí, sí y si —murmuró la mujer con desesperación, vivimos, él y yo, como

marido y mujer; treinta o cuarenta veces...Donato entró veloz en la casa, tomó la escopeta y corrió al campo a donde había ido su

padre. Allí le dijo todo lo que le puede decir un hombre a otro hombre en tales momentos,y de dos disparos acabó con él; luego, escupió al cadáver y le destrozó el cráneo aculatazos. Dicen que estuvo largo rato ultrajando al muerto; según cuentan saltó a suespalda y bailó sobre ella la danza de la venganza.

Después fue a ver a su mujer y le dijo, cargando la escopeta:—Apártate cuatro pasos y reza.. .Ella se echó a llorar y le pidió que le perdonase la vida.—No —repuso él—. Hago lo que exige la justicia y lo mismo que deberías hacer tú si

yo fuera culpable...La mató como a un pájaro; luego, fue a entregarse a las autoridades; cuando iba por la

calle de la aldea, la gente le abría paso con respeto, y muchos decían :—Has procedido como un hombre honrado, Donato... En el juicio, se defendió con la

sombría energía y la ruda elocuencia de un alma primitiva.—Yo tomo a una mujer para tener, de mi amor y del de ella, un hijo, en el que debemos

de vivir los dos, ¡ella y yo! Cuando se quiere, no hay padre ni madre, no hay más que amor,¡que este amor viva eternamente! Y el que lo ensucie, mujer u hombre, que sufra lamaldición de la infecundidad, de terribles enfermedades y de una muerte de torturas...

La defensa pidió al jurado que reconociera la existencia de un asesinato con lasatenuantes de arrebato y obcecación, pero los miembros del jurado absolvieron al acusadoentre atronadores aplausos del público. Y Donato volvió a Senerchia con una aureola dehéroe, le aclamaron como a un hombre que había seguido severamente las viejastradiciones populares de venganza, lavando con sangre el honor ofendido.

Poco después de la absolución de Donato, fue puesta en libertad su paisana EmiliaBraceo; eran aquellos tristes días de invierno, se aproximaba la fiesta de Nochebuena,tiempo en que la gente siente, con singular fuerza, el deseo de estar entre los suyos bajo eltecho del cálido hogar donde naciera, y Emilia y Donato estaban solos, su triste fama noera de las que despiertan el respeto de las gentes, pues al fin y al cabo el asesino es siempreasesino; puede asombrar, se le puede absolver, pero, ¿cómo quererle? Ambos tenían lasmanos manchadas de sangre y el corazón destrozado, los dos habían vivido la tragedia deljuicio contra ellos, y a nadie de Senerchia le pareció extraño que aquellos seres, marcados

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por la fatalidad, se hicieran amigos y decidieran embellecer mutuamente sus vidas rotas;ambos eran jóvenes y estaban sedientos de cariño.

¿Qué vamos a hacer aquí entre dolorosos recuerdos del pasado? —le dijo Donato aEmilia, después de los primeros besos.

Si vuelve mi marido, me matará, pues ahora le he sido en realidad infiel con elpensamiento —razonaba Emilia.

Decidieron marcharse allende los mares, en cuanto reunieran el dinero preciso para elviaje; tal vez consiguieran hallar en el mundo un poco de dicha, un rincón tranquilo paralos dos. Pero entre las personas que les rodeaban no faltó gente que pensara así:

"Nosotros podemos perdonar el asesinato por pasión amorosa, aplaudimos el delito endefensa del honor, ¿pero acaso no van ahora éstos en contra de esas mismas tradiciones porlas que han vertido tanta sangre?"

Aquellos severos y sombríos razonamientos, como un eco de la austera antigüedad,resonaba cada vez con más fuerza y acabaron por llegar a oídos de la madre de Emilia —Serafina Amato— mujer orgullosa, fuerte y que, a pesar de sus cincuenta años, conservahasta hoy día la belleza de una hija de la montaña.

Al principio, no dio crédito a estos rumores, que la ofendían.—Eso es una calumnia —le dijo a la gente—. ¿Se os ha olvidado ya lo que padeció mi

hija por defender su honor?—No, nosotros no lo hemos olvidado, ha sido ella —le contestaron.Entonces, Serafina, que vivía en otra aldea, vino a ver a la hija y le dijo:—Yo no quiero que andes en lenguas, como empieza a ocurrir. Lo que hiciste en el

pasado es una acción limpia y honrosa, a pesar de la sangre, ¡y así debe quedar paraescarmiento de las gentes!

La hija se echó a llorar y repuso:—El mundo entero es para la gente, ¿pero para qué existe la gente, si no es para sí

misma?—Eso se lo preguntas al cura, si eres tan tonta que no lo sabes —le contestó la madre.Luego, fue a ver a Donato y, con la misma energía, le advirtió:—Deja a mi hija en paz; de lo contrario, ¡lo pasarás mal!—Óyeme —empezó a rogar el joven—. ¡Yo me he enamorado para siempre de esa

mujer tan infortunada como yo! Permíteme que me la lleve a otras tierras, bajo otro cielo,¡y todo terminará bien!

Con aquellas palabras no hizo más que echar leña al fuego.—¿Queréis huir? —gritó Serafina llena de desesperación, hecha una furia—. ¡No, eso

no ocurrirá!Se separaron, rugiendo como fieras, mirándose uno a otro con ojos centelleantes de

irreconciliables enemigos.A partir de aquel día, Serafina empezó a acechar a los enamorados, corno un perro

inteligente la futura presa; sin embargo, ello no les impidió verse a escondidas, por lasnoches, pues el amor es también astuto y hábil corno una fiera.

Pero una vez, Serafina logró escuchar una conversación entre su hija y Guarnaccia,cuando ambos estaban tramando el plan de su fuga, y en aquel mal momento, decidiócometer una acción espantosa.

El domingo la gente se congregó en la iglesia para oír misa; delante, estaban en pie lasmujeres, engalanadas con faldas y pañuelos de vivos colores; detrás de ellas, de rodillas,

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los hombres; llegaron también los enamorados para pedir a la Madonna que protegiesesus destinos.

Serafina Amaso se presentó en la iglesia la última; venía también endomingada, con unancho delantal, bordado con lana de colores, sobre la falda, y bajo ésta, un hacha.

Despacio, con una plegaria en los labios, se acercó a la imagen del Arcángel SanMiguel, patrón de Senerchia, se postró ante él, tocó con su mano la del Arcángel, se lallevó luego a los labios y, sin que nadie se apercibiera, se deslizó hasta donde estaba derodillas el seductor de su hija, le dio dos hachazos en la cabeza, formando una cifraromana, la V, que significaba también vendetta, venganza.

Igual que un torbellino, el espanto se apoderó de la gente; todos, lanzando gritos yalaridos, se abalanzaron hacia la salida, muchos cayeron sin conocimiento sobre lasbaldosas del suelo, otros lloraban como niños, mientras Serafina permanecía en pie con elhacha en la mano, erguida ante el pobre Donato y su desmayada hija corno una Némesisrural, diosa de la justicia de las personas de alma recta.

Permaneció así muchos minutos y cuando la gente, al recobrarse de su espanto, lasujetó, ella empezó a rezar en voz alta, alzados hacia el cielo los ojos, con alegría ardientey salvaje.

—¡Gracias, San Miguel! Tú has sido quien me ha dado la fuerza necesaria paravengarme del ultraje al honor de una mujer, ¡de mí hija!

Cuando se enteró de que Guarnaccia estaba vivo y se lo habían llevado en una silla a labotica para vendarle las terribles heridas, le entró un temblor convulso y, con ojosenloquecidos, llenos de horror, dijo:

—No, yo creo en Dios, ¡ese hombre morirá! Pues las heridas que le hice eran muygrandes, lo sintieron mis manos y Dios es justiciero, ese hombre debe morir!...

Pronto juzgarán a esa mujer y, claro está, la condenarán a una pena grave, mas, ¿quépuede enseñar un duro golpe a una persona que se cree ella misma con derecho a golpear yherir? Pues el hierro no se vuelve más blando porque se le forje.

El tribunal de las gentes le dice a un hombre:—¡Tú eres culpable!Y el hombre contesta "si" o "no", y todo continúa como antes.En resumidas cuentas, queridos signori, hay que decir que el hombre debe crecer y

multiplicarse allí donde le ha plantado el Señor, donde le aman la tierra y la mujer...

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Giovanni TubaEl viejo Giovanni Tuba, a edad temprana, traicionó ya a la tierra cambiándola por la

mar, esa inmensidad azul que unas veces es cariñosa y apacible como la mirada de unadoncella y otras agitada como el alma de una mujer enardecida por la pasión; ese desiertoque se traga al sol —innecesario a los peces— sin engendrar más que belleza y brillocegador al contacto con el oro vivo de sus rayos; la pérfida mar que canta su eternacanción, despertando un inmenso deseo de navegar lejos, muy lejos, y arranca a muchoshombres de la tierra, pétrea y muda, que tanta agua exige del cielo y con tanta ansiademanda el trabajo fecundo de las gentes, dándoles en cambio pocas alegrías, ¡pocas!

Cuando Tuba era todavía un chiquillo y trabajaba en un viñedo que se extendía por laladera de una montaña en escalones de tierra, reforzados con piedras grises, entre higuerasde anchas hojas lobuladas, olivos de broncíneo follaje, el obscuro verdor de los naranjos ylas entrelazadas ramas de los granados, a la radiante luz del sol, sobre la tierra cálida, llenade la fragancia de las flores, ya entonces miraba al ojo azul de la mar con las aletas de lanariz dilatadas y la mirada del hombre bajo cuyas plantas la tierra vacila, se balancea, sedeslíe y flota; miraba, aspirando el aire salado, y se embriagaba, tomándose distraído,perezoso, indócil, como les ocurre siempre a quienes la mar ha cautivado ya y les llama, aquienes se han enamorado de ella con toda el alma.

Y los días de fiesta, muy de mañana, cuando el sol apenas se había alzado tras lasmontañas, sobre Sorrento, y el cielo tenía un matiz rosáceo, corno cuajado de flores de alebaricoquero, Tuba, con el pelo revuelto, semejante a un mastín, descendía raudo, montañaabajo, con las cañas de pescar al hombro, saltando de piedra en piedra igual que una pelotade músculos elásticos, sin hueso alguno; corría hacia la usar, sonriéndole con la ancha cara,rojiza de las pecas, y a su encuentro, flotaba en el aire puro de la mañana un olor fuerte yacre —dominando el dulce aliento de las flores, recién despiertas—, el quedo murmullo delas olas que se abrazaban allá abajo a las rocas y le llamaban, seductoras comomuchachas...

Ya está sentado en el borde de una roca gris rosácea, colgantes las piernas de bronce; lamirada de sus ojos, negros y grandes como cerezas, se ha hundido en el agua verdosa ytransparente; a través del líquido cristal ve un mundo maravilloso, mejor que todos loscuentos; contempla las algas áureo-rojizas en el fondo de la mar, entre piedras cubiertas detapices; del tupido boscaje acuático surgen violi de diversos colores —flores vivas del mar—; como borracha, sale una perecida de ojos estúpidos, boca pintarrajeada y con unamancha azul en el vientre; fulgura por un instante una carpa dorada; asoman descarados,llenos de rayas, unos cagni; van y vienen de un lado para otro, como alegres diablillos, losnegros "guarracini"; semejantes a platos de plata, brillan los sparaglioni, los occhiati yotros bellos peces. ¡Son innumerables!, y todos ellos pícaros: antes de atrapar el gusanohincado al anzuelo y hundirlo en la boca redonda, lo mordisquean hábilmente con susdientecillos, ¡listos peces!

Como pájaros en el aíre, nadan en el agua clara y cariñosa las bigotudas gambas, sedeslizan por las piedras los paguros arrastrando su caprichosa casa-concha; avanzandespacio las estrellas de mar, rojas como la sangre; oscilan suaves, sin sonido, lascampanas de las liláceas medusas; a veces, por debajo de una piedra saca la iracundacabeza una morena de dientes afilados, ondula su abigarrado cuerpo de serpiente, todolleno de manchas coloradas; es como las brujas de los cuentos, pero más espantosa y feaque ellas; de pronto, se extiende en el agua, como un trapo sucio, un pulpo gris y se lanzaimpetuoso, igual que un ave de rapiña, sin que se sepa adónde va; ahora, despacio, se pone

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en marcha una langosta, moviendo suavemente sus larguísimas antenas, a semejanza decañas de bambú; multitud de otras diferentes maravillas viven en el agua transparente, bajoel cielo, tan claro, pero más desierto que la mar.

Y la mar respira, su pecho azul se alza acompasadamente; en la roca, a los pies deTuba, chapotean las olas, verdes con ribetes blancos, retozan, chocan sonoras contra lapiedra, quieren alcanzar las piernas del muchacho; y a veces, lo logran, y él se estremece ysonríe, mientras ellas ríen contentas y retroceden veloces de las piedras, como sí seasustaran, para lanzarse de nuevo contra la roca; un rayo de sol penetra hondo en al agua,formando un embudo de clara luz, hundiéndose cariñoso en el pecho de las olas; dormita elalma con dulce sueño, sin pensar en nada, sin desear comprender nada, saturándose,callada y gozosa, de todo lo que ve, mientras por dentro de ella corren también, en silencio,unas olas luminosas y se siente omnímoda, infinitamente libre como la mar.

Así pasaba el muchacho las fiestas; luego, todo aquello empezó a llamarle, apremiante,también los días laborables, pues cuando la mar se mete en eI corazón del hombre, éste seconvierte él mismo en una parte de ella, igual que el corazón constituye sólo una parte delser humano vivo. Hasta que un buen día, luego de dejar la tierra en manos de su hermano,Tuba partió —en unión de otros, enamorados como él de los amplios espacios—, hacia lascostas de Sicilia, a la pesca del coral, trabajo que aunque duro es bueno, pues corre uno elpeligro de ahogarse diez veces al día, pero en cambio, cuántas cosas sorprendentes ve allí:de las aguas azules se alza pesadamente una red —un semicírculo erizado de férreosdientes— dentro de la cual, como los pensamientos en el cráneo, se remueven objetosanimados, de formas y colores diversos, mientras en medio se extienden las rosadas ramasde los preciados corales, presente que nos ofrece la mar.

Así murió definitivamente para la tierra un hombre cautivado por la mar; amabatambién a las mujeres, pero como en sueños, por poco tiempo y en silencio, porque nosabía hablarles más que de lo que conocía: de los peces y los corales, del retozar de lasolas, de los caprichos del viento, de las grandes naves que partían para mares ignotos; eratímido en la tierra, caminaba por ella con precaución, receloso, se mostraba callado comoun pez con las gentes, escudriñando en todos los ojos con la mirada avizora del hombreacostumbrado a sondear las profundidades traicioneras y a no creer en ellas; en cambio, enla mar se tornaba apacible y alegre, atento con sus compañeros y ágil como un delfín.

Mas, por muy bien que el hombre elija su vida, ésta sólo le alcanza para unas decenasde años; cuando Tuba, curtido por la sal marina, cumplió los ochenta, sus manos,deformadas por el reuma, se negaron a trabajar más —¡bastaba ya!—, sus piernas torcidassostenían con dificultad el encorvado tronco, y el viejo, atezado por todos los vientos,volvió tristemente a la isla, subió por la montaña a la casucha del hermano, donde éstevivía con sus hijos y nietos. Era gente demasiado pobre para ser bondadosa, y ahora eIviejo Tuba ya no podía traerles —como antes— muchos sabrosos pescados.

La vida comenzó a ser penosa para el viejo entre aquella gente; miraban can excesivaatención a los pedazos de pan que él se llevaba a la desdentada boca con la manoengarfiada y obscura. Pronto, comprendió que estaba de más allí; su alma se ensombreció,su corazón oprimióse de pena, mientras se hacían más hondas las arrugas de su piel,desecada por el sol, y un dolor desconocido atenazaba sus huesos. Se pasaba los díasenteros; desde por la mañana hasta la noche, sentado en las piedras, a la puerta de lacasucha, mirando con sus viejos ojos la mar luminosa donde se había desleído su vida, aaquella mar azul, refulgente al sol y bella como un sueño.

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Estaba lejos de la mar y le era difícil llegar hasta la orilla, pero se decidió a hacerlo. Unatardecer sereno, bajó a rastras por la montaña —como una lagartija, aplastada, por losafilados guijarros—, y cuando llegó a las olas, ellas le recibieron con su conocidomurmullo, más cariñoso que la voz de los hombres, y su sonoro chapoteo contra lasmuertas piedras de la tierra. Según averiguó más tarde la gente; el viejo se puso de rodillas,miró al cielo y a la lejanía, rezó un poco, en silencio, por todos los hombres, que le eranigualmente extraños, se quitó de los huesos los harapos, dejó sobre las piedras aquella piel,que siendo suya era ajena al propio tiempo, entró en el agua, sacudiendo la cabeza canosa,tendióse boca arriba y, mirando al cielo, nadó hacia las lejanías donde el obscuro mantoazul del firmamento rozaba con su borde el terciopelo negro de las olas y las estrellasestaban tan cerca del mar, que parecía posible alcanzarlas con la mano.

En las noches serenas del verano, la mar está tranquila, como el alma de un niñofatigado por los juegos del día; dormita con leve respirar, y debe tener radiantes sueños.Cuando se nada de noche en su agua tibia y espesa, unas chispas azules brillan,desprendiéndose de las manos, mientras una llama también azul se esparce en derredor, yel alma del hombre se derrite dulcemente en ese fuego, acariciarte como el cuento de unamadre.

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El viejo CeccoEn el sagrado silencio, sale el sol, y de las piedras de la isla se alza hacia el cielo una

niebla gris azulenca, impregnada del dulce aroma de las doradas flores de la retama.La isla, en medio de la obscura llanura de las aguas dormidas, bajo la pálida cúpula del

cielo, se asemeja a un altar de holocaustos al dios-sol.Acaban de apagarse las estrellas, pero aún brilla la blanca Venus, hundiéndose solitaria

en la fría altura del turbio cielo, sobre la transparente cadena de los cirros; las nubes,cubiertas de un leve tinte rosáceo, se consumen lentamente al fuego del primer rayo de sol,y en la serena superficie del mar sus reflejos son como madre-perlas surgidas de laprofundidad azul de las aguas.

Se yerguen al encuentro del sol las hierbas y los pétalos de las flores, combadas por laplata del rocío, cuyas claras gotas, colgantes en los extremos de los tallos, engruesan, sedesprenden y caen sobre la tierra, sudorosa en su cálido sueño. Se quisiera oír su suavetintineo al caer, lástima que no se oiga,

Los pájaros se han despertado; revolotean entre el follaje de los olivos, cantan,mientras de abajo ascienden a la montaña los profundos suspiros del mar, al que el sol hasacado de su sueño.

Y sin embargo, reina la calma, los hombres no se han despertado aún. En la lozanía delamanecer, los aromas de las hierbas y las flores son más nítidos que los sonidos.

Por la puerta de una casita blanca, inundada por las parras como una barca por lasverdes olas del mar, sale a recibir al sol el anciano Ettore Cecco, hombre solo, huraño, conlargos brazos de orangután, calva cabeza de sabio y cara tan arrugada por los años, queentre sus fláccidos pliegues casi no se ven los ojos.

Luego de llevarse con lentitud a la frente la mano negra y velluda, mira al arreboladocielo; después, en derredor, y ante él, sobre la piedra gris lilácea de la isla, se despliegaanchurosa, con cambiantes reflejas, toda una gansa de esmeralda y de oro, refulgen lasflores, rosáceas, amarillas, rojas; el obscuro rostro del viejo se estremece en contenidarisilla bondadosa, e inclina afirmativo la cabeza, redonda, pesada.

Está en pie, un poco encorvada la espalda, muy abiertas las piernas, como si sostuvieraun gran peso, mientras a su alrededor, cada vez más alegre, retoza el joven día, brilla másintensamente el verde follaje de los parrales y gorjean con más fuerza los pinzones reales ylos pardillos; entre las zarzas, las clemátides y las matas de euforbio, cantan las codornices;en algún lugar silba un mirlo, negro, despreocupado y pinturero como un napolitano.

El viejo Cecco alza sobre la cabeza los largos brazos cansados, los extiende y se estira,igual que si se dispusiera a volar allá abajo, al mar tranquilo como el vino en un cáliz.

Desentumecidos los viejos huesos, se sienta lentamente sobre una piedra, junto a lapuerta, saca del bolsillo de la chaqueta una tarjeta postal, la aparta lo más lejos posible delos ojos, los entorna y la contempla moviendo los labios en silencio. Su cara grande, norasurada hace tiempo, que parece de plata, se ilumina con una nueva sonrisa: en ella seaúnan extrañamente el amor, la tristeza y el orgullo.

Ante él, en el trozo de cartón, aparecen las imágenes, en color azul, de dos muchachos,anchos de pecho, que están sentados juntos, hombro con hombro, y sonríen alegremente;tienen el pelo ensortijado y la cabeza grande, lo mismo que el viejo Cecco, y sobre ellos,con caracteres gruesos y claros, hay impreso:

"ARTURO Y ENRICO CECEO

dos nobles luchadores por los intereses de su clase.

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Organizaron a 25.000 obreros textiles,cuyo salario era de 6 dólares a la semana,

y por ello han sido encarcelados.¡VIVAN LOS LUCHADORES

POR LA JUSTICIA SOCIAL!"

El viejo Ceceo es analfabeto, y además la inscripción está hecha en lengua extranjera,pero él sabe que dice precisamente eso, cada palabra le es conocida y grita, canta al vientocomo un clarín de cobre.

Esta postal azul le ha producido al viejo muchas zozobras y preocupaciones; la recibióhace unos dos meses, e inmediatamente, su instinto de padre le advirtió que el asunto noera bueno, pues los retratos de los pobres tan sólo se publican cuando éstos han cometidoalgún delito.

Aunque Cecco guardó el trozo de cartón en el bolsillo, la postal aquella oprimía sucorazón como una losa, cada día más pesada. Más de una vez sintió deseos de enseñárselaal sacerdote, mas su larga experiencia de la vida le había convencido de que la gente teníarazón cuando sentenciaba: "Puede que

el cura le diga a Dios la verdad acerca de la gente, pero a la gente nunca se la dice".Al primero que preguntó, sobre el misterioso contenido de la postal, fue a un pintor

pelirrojo, un muchacho extranjero alto y delgado que venía con gran frecuencia a casa deCeceo y, después de colocar cómodamente el caballete, se tumbaba a dormir junto a élocultando la cabeza en el rectángulo de sombra del cuadro empezado.

—Signore —le preguntó al pintor—, ¿qué han hecho estos mozos?El pintor miró a los rostros alegres de los hijos del viejo y repuso:—Seguramente algo gracioso...—¿Y qué se dice ahí de ellos?—Esto está escrito en inglés. Y esa lengua, aparte de los ingleses, no la entiende más

que Dios, y también mi mujer, si es que no miente en este caso. Pues en todos los demásnunca dice la verdad...

El pintor era locuaz como un pardillo y, por lo visto, no podía hablar de nada en serio.El viejo se apartó sombrío de él, y al día siguiente fue a ver a la mujer del artista, unasignora gorda; la encontró en el jardín, donde, envuelta en un amplio vestido blanco,transparente, yacía en una hamaca, derritiéndose del calor y mirando enojada al cielo azulcon sus ojos también azules.

—A estos hombres los han encerrado en la cárcel —chapurreó.Al viejo le temblaron las piernas, como si toda la isla se hubiera tambaleado del golpe

aquel; sin embargo, supo encontrar fuerzas para inquirir:—¿Han robado o han matado?—¡Oh, no! Simplemente, son socialistas.—¿Y qué es eso de socialistas?—Eso es política —dijo la signora con voz desfallecida, y cerró los ojos.Ceceo sabía que los extranjeros son la gente más torpe—más tontos que los calabreses

—, pero como quería conocer la verdad acerca de sus hijos, permaneció largo rato en pie,al lado de la signare, esperando a que abriera los grandes ojos perezosos. Cuando al fin lohizo, le preguntó, hincando el dedo en la tarjeta:

—¿Esto es honrado?—No lo sé —contestó ella con enojo—. Ya he dicho que eso es política, ¿entiendes?

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No, no lo entendía: la política la hacían en Roma los ministros y los ricos, paraaumentar los impuestos sobre los pobres. Mientras que sus hijos vivían en América, eranobreros y buenos muchachos, ¿para qué necesitaban ellos hacer política?

Pasó toda la noche con el retrato de sus hijos entre las manos, que, a la luz de la luna,parecía negro y despertaba pensamientos aún más sombríos. Por la mañana, decidió ir apreguntarle al sacerdote; éste, negro, ensotanado, le dijo conciso y severo:

—Los socialistas son gente que niega la voluntad de Dios. Debe bastarte con saber eso.Y agregó, con mayor severidad, en pos del viejo:—¡Es una vergüenza que, a tus años, te intereses por semejantes cosas!"Menos mal que no le he enseñado el retrato", pensó Ceceo.Pasaron unos tres días más, y fue a ver al peluquero, un botarate elegantón. De este

muchacho, fuerte como un burro joven, se decía que, por dinero, consolaba a lasamericanas viejas que, a pretexto de deleitarse con la belleza del mar, venían realmente enbusca de aventuras amorosas con los mozos pobres de la isla.

—¡Dios mío! —exclamó el necio, después de leer la inscripción, y sus mejillasenrojecieron de júbilo—. Estos san Arturo y Enrico, ¡mis amigos! ¡Oh, felicito con toda mialma a usted, Ettore, que es su padre, y a mí mismo! Pues ya tengo otros dos paisanosfamosos, ¿cómo no enorgullecerse?

—No te vayas de la lengua —le advirtió el viejo. Y el peluquero, agitando las manos,gritó:

—¡Eso está muy bien!—¿Qué se dice de ellos?—Yo no puedo leerlo, pero estoy seguro de que ahí dice la verdad. Los pobres tienen

que ser grandes héroes p que, al fin, ¡se diga la verdad acerca de ellos!—Punto en boca, te lo ruego —dijo Ceceo, y se fue, acompañado del furioso golpeteo

de sus zuecos sobre las piedras de la calle.Se dirigió a casa de un signar ruso, el cual, según contaban, era una persona buena y

honrada. Llegó, tomó asiento junto al lecho donde aquél moría lentamente y le preguntó:—¿Qué se dice aquí de estos hombres?Entornando los ojos, descoloridos por la enfermedad y la tristeza, el ruso leyó con voz

débil la inscripción de la postal y sonrió dulcemente al viejo; éste le dijo:—Signore, como usted ve, soy ya muy viejo y pronto compareceré ante mi Dios.

Cuando la Madonna me pregunte qué he hecho yo de mis hijos, yo le debo contar laverdad, con detalle. Estos que están aquí, en la fotografía, son mis hijos, pero yo nocomprendo qué es lo que han hecho ni por qué están en la cárcel.

Entonces el ruso, con mucha seriedad y sencillez, le aconsejó:—Dígale a la Madonna que sus hijos han comprendido bien el principal mandato del

hijo de ella: aman al prójimo con un amor vivo...La mentira no se puede decir con sencillez, requiere palabras altisonantes y que se la

revista de muchas galanuras; por ello, el viejo creyó al ruso y estrechó con fuerza aquellamano pequeña, que no conocía el trabajo.

—Por consiguiente, ¿la cárcel no es ninguna deshonra para ellos?—No —contestó el ruso—. Pues ya sabe usted que a los ricos solamente Ios meten en

la cárcel cuando hacen demasiado mal y no saben ocultarlo, mientras que los pobres van aparar a la cárcel en cuanto quieren un poco de bien. ¡Y le diré que es usted un padre feliz!

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Con su débil vocecita, estuvo largo rato hablándole al viejo de lo que habíanemprendido en la tierra sus hombres honrados, de cómo querían vencer a la miseria, a lanecedad y a todo lo espantoso y malo que la necedad y la miseria engendran...

El sol brilla en el cielo, como una ígnea flor, esparciendo el polvillo de oro de susrayos sobre el lomo de las rocas grises, y por cada grieta de las piedras, asoma, alencuentro del sol, tendiéndose con ansia hacia él, todo lo vivo: hierbas de esmeralda, floresazules como el cielo. Las áureas chispas de la luz del sol se encienden y se apagan en lasgruesas gotas del cristalino rocío.

El viejo observa cómo, a su alrededor, todo respira la luz, absorbe su fuerza viva, eldiligente revoloteo de los pájaros que cantan, construyendo sus nidos; piensa en sus hijos:los muchachos están al otro lado del océano, en la cárcel de una gran ciudad, y eso es malopara su salud, malo, desde luego....

Pero están en la cárcel por haber llegado a ser unos muchachos honrados, como fuerasu padre toda la vida, y esto es buena cosa para ellos y para el alma de él.

Y el rostro broncíneo del viejo parece diluirse en una sonrisa de orgullo.—La tierra es rica, la gente pobre, el sol bueno, el hombre malo. Toda la vida yo he

pensado esto, y, aunque no se lo decía, ellos comprendían los pensamientos de su padre.Seis dólares a la semana, ¡oh, eso son cuarenta liras! Pero a ellos les pareció que era poco,y veinticinco mil como ellos estuvieron de acuerdo con mis hijos en que esto es poco parael hombre que quiere vivir bien.. .

Está convencido de que en sus hijos prendieron y crecieron los pensamientos que élguardara ocultos en su corazón,

y se enorgullece mucho de ello, pero, sabedor de lo poco que la gente cree en loscuentos que ella misma forja cada día, calla.

Sólo de vez en cuando, su viejo corazón, de gran cabida, se colma de pensamientossobre el futuro de sus hijos, y entonces el viejo Ceceo, endereza la espalda laboriosa, sacael pecho y, poniendo en tensión sus últimas fuerzas, grita con ronca voz, al mar, a lalejanía, allá donde se encuentran sus hijos:

¡Valo-or!Y el sol ríe, alzándose cada vez más sobre el agua espesa y suave del mar, mientras la

gente contesta al viejo, desde los viñedos:—¡Oí-í!...

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La fiesta de NochebuenaPronto será medianoche.En el cielo azul, sobre la pequeña plaza de Capri, flotan bajas las nubes, refulgen,

como caprichosos bordados, las estrellas y centellea el azul Sirio, mientras por las puertasde la iglesia fluye anchurosa la grave canción del órgano, y todo esto —el correr de lasnubes, el titilar de las estrellas, la danza de las sombras en las paredes de los edificios y enlas piedras de la plaza— es también música.

A su solemne ritmo, la plaza entera, que parece una decoración de ópera, escilatornándose estrecha y sombría unas veces y otras espaciosa y de una luminosidad espectral.

La espléndida constelación de Orión se extiende sobre el monte Soliaro, cuya cima laremata el fastuoso airón de una nube blanca; su escarpe, vertical como un muro, estásurcado de grietas a semejanza de una obscura esfinge antigua, torturada por grandespensamientos acerca del mundo y de las gentes.

Allá, a una altura de seiscientos metros, cubierto por la nube, se encuentra abandonadoun pequeño monasterio con un camposanto, también pequeño, cuyas tumbas parecenbancales de flores; no son muchas, y en ellas, bajo las flores, yacen todos los monjes delmonasterio. A veces, sus grises muros sobresalen de la nube como si se asomaran aescuchar lo que pasa abajo.

Por la plaza, corren bulliciosos los chiquillos, lanzando buscapiés; por el empedradosaltan unas serpientes de fuego esparciendo, con sonoros estampidos, unas chispas rojas; aveces, una mano audaz arroja al cielo, a gran altura, un cohete encendido que bufa silbanteen el aire, volando de un lado para otro como un murciélago asustado, mientras unas ágilesfigurillas obscuras corren en todas las direcciones entre risas y gritos; resuena un fuerteestampido y un claror ilumina por un segundo a los pequeños, que se esconden tras lasesquinas, decenas de ojos vivarachos se encienden alegremente en las tinieblas.

Las explosiones se suceden casi sin interrupción, dominando el ruido de las carcajadas,los gritos de miedo y el neto golpeteo de los zuecos en la sonora lava; se estremecen lassombras, elevándose altas, se iluminan las nubes con rojos reflejos y los viejos muros delas casas parecen sonreír: recuerdan a los ancianos de hoy cuando eran niños y centenaresde veces han visto esta alborotadora diversión infantil, un poco peligrosa, en la noche delnacimiento de Cristo.

Pero apenas se hace un instante de silencio, vuelven a oírse de nuevo los severos sonesdel órgano, que entona su plegaria, mientras abajo le contesta el mar con el sordo batir delas olas en las piedras de la orilla y el susurro de seda de los guijarrillos.

El golfo es como una gran copa llena de vino obscuro y espumoso, y en sus bordesbrilla con vivos fulgores una cenefa de gemas: las luces de las ciudades, collar de oro delgolfo.

Sobre Nápoles se extiende un resplandor opalino, oscilante, como una aurora boreal;decenas de bengalas y cohetes estallan en él, se esparcen, como ramos de claras luces,quedan por un momento allá arriba, en temblante nube luminosa, y se apagan, mientrasllega hasta nosotros un sordo y grave rumor.

En todo el semicírculo del golfo tiene lugar un bello coloquio de las luces: lanza susfríos fulgores blancos el faro del puerto de Nápoles y centellea el ojo colorado del cabo deMisena; las luces de Prócida y de la falda de Isquia son como sartas de gruesos brillantesengarzados en el suave terciopelo de las tinieblas.

Por el golfo van rebaños de olas blancas, cantarinas; a través de su armonioso rumoreo,llegan de lejos, como apagados suspiros, los estampidos de los cohetes; continúa sonando

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grave el órgano, siguen riendo los niños, pero de pronto, inesperadamente, el reloj de latorre da cuatro campanadas y, a continuación, doce.

Ha terminado la misa; como una abigarrada lava, por la puerta de la iglesia fluye lamultitud a la ancha escalinata, y a su encuentro saltan sinuosas unas serpientes rojas.Chillan asustadas las mujeres, ríen a carcajadas los alborozados chiquillos: ésta es su fiestay nadie se atreverá hoy a prohibirles que jueguen con el bello fuego.

Asustar un poquito al hombre de respeto, vestido de fiesta, obligar al déspota a saltarpor la plaza huyendo de los buscapiés, que le persiguen silbando bufantes y salpicando dechispas sus bes, ¡es un placer tan grande! Y sólo se experimenta una vez al año...

Sintiéndose en esta noche del nacimiento del Niño —que les amaba tanto— dueños yseñores de la vida, los pequeños se vengan de los mayores, resarciéndose de un año deaburrido Poder de éstos con unos minutos de su alegre poderío: hombres hechos y derechossaltan pesadamente, escabulléndose del fuego, y piden clemencia bonachones:

—¡Basta! ¡Eh, bandoleros, basta ya!Llegan presurosos los zampognari, pastores de los Abruzos, montañeses con cortas

capas azules y anchos sombreros.Sus piernas, bien formadas, están ceñidas por tusas medias blancas de lana y cruzadas

de obscuras correas; dos de ellos llevan bajo la capa unas gaitas, cuatro empuñan cuernosde madera, de agudo tono.

Esta gente se presenta en la isla todos los años y se pasa aquí un mes entero,ensalzando cada día, con su extraña y bella música, a Cristo y ala Madre de Dios.

Es enternecedor verles al amanecer, cuando, arrojados los sombreros a sus plantas, enpie ante la imagen de la Mandonna, contemplan iluminados el bondadoso rostro de laMadre y tocan en su honor una melodía que causa una emoción indescriptible y fuecalificada una vez, certeramente, de "percepción física de Dios".

Ahora los pastores van en busca del pesebre del Niño, que se encuentra en casa delviejo carpintero Paolino, desde donde hay que llevarlo a la Iglesia de Santa Teresa.

La chiquillería se lanza en pos de ellos, la angosta calle se traga sus negras figurillas, ydurante unos minutos la plaza queda casi desierta; únicamente, cerca del templo, en la.escalinata se apiña la multitud, esperando la procesión, y las sombras de las nubes,afectuosas, en silencio, se deslizan por las paredes de los edificios y las cabezas de lasgentes, como acariciándolas.

Suspira el mar. En las tinieblas, sobre una angostura de la isla se perfila una pigniacomo un enorme búcaro de fino pie. Reluce Sirio con cegador brillo, la nube se ha apartadodel monte Solario, y ahora se ve con claridad el pequeño monasterio abandonado junto alborde del escarpe y un solitario árbol plantado ante él, igual que un centinela.

Del arco de la calle manan jubilosas, como del caño de una fuente, las canciones de lospastores, en claros arroyuelos; descubiertos, con la nariz aguileña y sus capas se asemejan apájaros gigantescos; van tocando rodeados de multitud de chiquillos con faroles en altospalos; decenas de luces se balancean en el aire alumbrando la redonda figurilla del viejoPaulino, su argentada cabeza, el pesebre que lleva en las manos, lleno de flores, con elcuerpo sonrosado del Niño que eleva sonriente sus manecitas al cielo prodigandobendiciones.

El viejo mira al muñeco de terracota con tanta ternura como si para él estuviese vivo,respirase y le prometiera que, al salir el sol, establecerá "paz en la tierra y buena voluntadentre los hombres".

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Por todas partes se inclinan ante el pesebre canosas cabezas descubiertas, severosrostros, brillan por doquier ojos cariñosos. Se han encendido unas bengalas, y todo losombrío ha desaparecido de la plaza como si hubiera alboreado de pronto. Los niñoscantan, gritan, ríen; en las caras de las personas mayores hay una sonrisa buena, y diríaseque ellos quieren también saltar y alborotar, pero temen perder ante los pequeños suautoridad de gente seria.

Sobre la multitud tiemblan, como pequeñas mariposas de oro, las llamas amarillas delas velas; más arriba, en el azul del cielo, brillan las estrellas con diversos colores; de otracalle brota como un río otra procesión: unas muchachas con la imagen de la Madonna, ymás música, luces, alegres gritos, risas infantiles, y con toda el alma se siente el surgir de lafiesta.

Al Niño lo llevan a la vieja y pequeña iglesia, en la que ya no se celebran oficiosdivinos, debido a su vetustez, y todo el año permanece vacía, pero hoy sus antiguos murosestán adornados con flores, palmas, el oro de los limones y de las mandarinas, y toda ella laocupa un nacimiento hecho con mucho arte.

Con grandes trozos de corcho han sido construidos montes, cuevas, un portal de Belény unos fantásticos castillos en las cumbres de las montañas; un camino serpentea por lasvertientes; en las praderas hay rebaños de ovejas y de cabras; resplandecen las cascadas decristal; unos grupos de pastores miran al cielo, donde centellea un lucero de oro, vuelanunos ángeles señalando con una mano a la estrella polar y con la otra a la cueva donde sealojan la Madre de Dios y José y yace el Niño con las manecitas alzadas hacia e]firmamento.

Marcha una policroma y elegante caravana de reyes magos y monarcas; sobre ellos,pendientes de unos hilos de plata, se balancean ángeles con palmas y rosas en las manos.Reyes magos de luengas barbas, vestidos con sedas de vivos colores, van montados encamellos, monarcas rubios, con fastuosos bucles y brocados, cabalgan en sus corceles, hayaquí númidas, árabes y hebreos de ensortijados cabellos, y otras figurillas de terracotafantásticamente vestidas, se encuentran a centenares en este nacimiento.

Y en torno al pesebre, árabes de blancos albornoces ya han abierto tenderetes en losque venden armas, sedas, dulces y confites hechos de cera; aquí mismo, gentes denacionalidad desconocida despachan vinos, unas mujeres con cántaros sobre el hombro vanpor agua a la fuente, un campesino lleva del ronzal a un burro cargado de ramiza, multitudde gente, de rodillas, rodea al Niño y por doquier juegan los pequeños.

Todo esto ha sido hecho, vestido, pintado y puesto con arte y gusto, y parece que vivey rumorea.

Los niños, parados ante el nacimiento, que ya vieron el año pasado, lo observanatentamente con sus ojillos penetrantes, recordadores, y captan al momento todo lo nuevo,todo lo que ha sido agregado esta vez. Comparten entre ellos sus descubrimientos,discuten, ríen, gritan, mientras en un rincón están los autores de esta bonita obraescuchando, no sin satisfacción, los elogios de los pequeños críticos.

Claro que ellos son personas mayores, padres de familia y demasiado serios paraentusiasmarse con unos juguetillos; por eso se mantienen indiferentes como si todo esto noles afectara lo más mínimo, pero los niños —que con frecuencia son más inteligentes quelos mayores y siempre más sinceros— saben que las alabanzas son gratas, incluso a losviejos, y no regatean elogios a los maestros, obligándoles a pasarse la mano por el bigote ylas barbas a fin de ocultar una sonrisa de satisfacción y contento.

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En algunos sitios los chiquillos se agrupan y deliberan preocupados: forman "bandas",en vísperas de Año Nuevo recorrerán en grandes pandillas la isla con un árbol de Nöel yuna estrella, pertrechados de viejos instrumentos que producen un ensordecedor estruendode repiqueteos, tatachines y retumbantes sones. Acompañados de estos graciosos ruidos,coros de voces infantiles entonan alegres cancioncillas paganas que, para este día,componen todos los años los poetas locales.

¡Feliz Año Nuevo, signore y signora!Reciban con alegría esta felicitación¡que sus pequeños amigosles cantan con ilusión!

No se tapen los oídos,ábrannos el corazón¡y abran también la despensaque hoy es el día de Dios!

Todo desnudito y pobre,ha nacido en este día,unos bueyes con su alientole dan calor al Mesías.

El de todas nuestras penasnos quería liberar.Para eso la vida enteradio el pobre sin vacilar.

Y para honrar bien a Cristoeste memorable día¡debemos pasarlo todoscon la mayor alegría!...

Y mientras una "banda" de chiquillos canta y danza este himno pagano, otra lo apagacon una tonada aún más alegre:

Recordad que los pastores,monarcas y reyes magos,se pusieron de rodillas¡y al niño Dios adoraron!

—Ran-rataplán —lleva el compás el tambor, con sordo redoble, mientras un fino caramillo, incapaz de seguir las voces de los niños, silba cómicamente, aparte de ellos, como ofendido...

Y Herodes, el rey bandido,tembló asustado ante el Niño,y mandó en todo su reino¡degollar a los chiquillos!

Nosotros vivimos, Herodes murió,y hoy la única degollina

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es de pollos y gallinas¡para honrar al niño Dios!

El brioso ritmo de la canción excita también a las personas mayores, y al numerosogrupo de chicuelos se agrega pesadamente, como un fardo, el macizo cochero GarloBambola; inflando los carrillos, congestionado, grita, ahogando las voces de los niños:

¡Fuera las preocupaciones,que acaben todas las penasy nadie enferme este añoni tenga ninguna queja!

¿Veis cómo brilla en el cieloese lucerito bueno?¡Que brille así nuestra vidallena de luz y de afectos!...

Fulguran soñadores los obscuros ojos de las mujeres contemplando a los niños; laalegría es cada vez más luminosa, y las miradas, cada vez más alegres; las muchachas,endomingadas, sonríen pícaras a los mozos; se derriten las estrellas en el cielo. Y de alláarriba —de un tejado o de una ventana— cae, expandiéndose sonora, la voz de un invisibletenor:

La alegría y la salud son lo primero,que lo demás, ¡viene luego!

En el viejo templo, resuenan, cada vez más vivas, las risas infantiles, la mejor músicade la tierra. Sobre la isla, el cielo palidece ya, se acerca el amanecer, las estrellas se elevanmás y más, perdiéndose en la profundidad azul del firmamento.

En el obscuro verdor de los muertos isleños, se encienden los globos de oro de lasnaranjas, los amarillos limones asoman entre las sombras, como ojos de enormes lechuzas.Las copas de los naranjos se iluminan con los nuevos retoños del follaje verde y gualda, secubren de plata mate las hojas de los olivos, se balancean las entrelazadas cepas de lasparras.

Sonríen rojos a la aurora los brillantes claveles y las panículas grosella de las salvias, elintenso olor de los narcisos flota en el aire fresco del amanecer, mezclándose con el alientosalado del mar.

Rumorean más sonoras las olas, que se han tornado más cristalinas, y blanquea suespuma, como de nieve.

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NunciaEl barrio de San Jacobo está orgulloso, y con razón, de su fontana, junto a la que

gustaba de descansar, conversando alegremente, el inmortal Giovanni Boccaccio y que fuellevada más de una vez a sus grandes lienzos por el gran pintor Salvatore Rosa, amigo deTommaso Aniello, o Masianiello, como le llamaba la gente pobre por cuya libertad luchó ymurió. Masianiello nació también en nuestro barrio.

En general, en nuestro barrio nacieron y vivieron muchas personas ilustres; en laantigüedad nacían con más frecuencia que ahora y se destacaban más, mientras que hoydía, cuando todo el mundo gasta chaqueta y se dedica, a la politiza, al hombre le es difícilsobresalir, y su alma, estrechamente envuelta en papel de periódico, crece con mayordificultad.

Hasta el verano pasado, otro orgullo del barrio era Nuncia, una verdulera, la personamás alegre de la tierra y la mujer más guapa de nuestro rincón, donde el sol brilla siempreun ratito más que en otras partes de la ciudad. La fontana, claroestá, continúa hasta elpresente tal y como era; amarilleando sin cesar, de los años, seguirá largo tiemposorprendiendo a los extranjeros con el encanto de su belleza; sus niños de mármol noenvejecen ni se cansan de jugar.

En cambio, la linda Nuncia murió el verano pasado, en la calle, durante un baile. Raravez muere así una persona, y por ello vale la pena de contar lo que sucedió.

Era una mujer demasiado alegre y cordial para vivir tranquilamente con el marido. Suhombre, que durante largo tiempo no comprendió esto, gritaba, ponía a Dios por testigo,agitaba los brazos, amenazaba a la gente con la navaja... Un día pasó a los hechos y le dio auno un navajazo en el costado, pero la policía no es amiga de semejantes bromas, yStefano, después de pasarse una temporadita en la cárcel, se marchó a la Argentina; elcambio de aires es muy beneficioso para las personas ele mal genio.

Nuncia, a los veintitrés años, se quedó viuda con una niña de cinco añitos en losbrazos, un par de borricos, un huerto y un carrillo; una persona alegre no necesita mucho, yella tenía de sobra con aquello. Sabía trabajar y eran numerosos los hombres dispuestos aayudarla de buena gana; cuando no le alcanzaba el dinero para pagarles su trabajo, lespagaba con risas, con canciones y con todo lo demás que siempre ha valido más que eldinero.

No a todas las mujeres les agradaba la vida que llevaba ella, ni tampoco a todos loshombres claro está, pero Nuncia tenía un corazón honrado y, lejos de soliviantar a losmaridos, con frecuencia sabía reconciliarlos con sus mujeres, diciéndoles:

—El que deja de amar a una mujer, es que no sabe querer...Arturo Lano es un pescador que en su juventud estudió en el seminario con el

propósito de hacerse cura, pero luego abandonó el camino de la sotana y del cielo paraextraviarse en el mar, las tabernas y todos los lugares donde reine la alegría. El tal Lano,gran maestro en el arte de componer canciones desvergonzadas, le dijo una vez:

—A lo que parece, tú te figuras que el amor es una ciencia tan difícil como la teología,¿verdad?

Ella le repuso:—Yo no entiendo de ciencias, pero sé todas tus canciones. Y le canturreó al pescador,

gordo como un tonel:

Eso ocurre cada día:Era entonces primavera,

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y se quedó embarazadahasta la Virgen María.

El, como es natural, soltó la carcajada, escondiendo los inteligentes ojillos entre lagrasa roja de los mofletes.

Así vivía Nuncia, gozosa ella, dando gozo a muchos, agradable para todos; hasta susamigas se mostraban tolerantes con ella, comprendiendo que el carácter es cosa que está enlos huesos, en la masa de la sangre de cada persona, y recordando que incluso los santos nosiempre han sabido dominar sus pasiones. En definitiva, el hombre no es Dios, y sólo aDios no se le puede engañar...

Unos diez años brilló Nuncia, igual que una estrella, reconocida por todos como lamujer más guapa y la bailarina mejor del barrio; de haber sido una muchacha, la habríanelegido sin duda reina del mercado, lo que era ya en realidad a los ojos de todos.

La mostraban hasta a los extranjeros, y muchos de ellos sentían grandes ganas dehablar con ella a solas; esto la hacía reir a mandíbula batiente.

—¿Y en qué lengua va a hablar conmigo ese signos tan relamido?—En la lengua de las monedas de oro, tontuela —trataban de convencerla gentes de

respeto, pero ella respondía:—A los extraños yo no puedo venderles más que cebollas, ajos, tomates.. .Hubo veces en que algunas personas que deseaban sinceramente su bien, le dijeron con

mucha insistencia:— Nada más que un mesecito, Nuncia, ¡y te harás rica!, Piénsalo bien, recuerda que

tienes una hija...—No —denegaba ella—. Yo quiero a mi cuerpo, ¡y no puedo ofenderle! Yo sé que

basta hacerlo una vez sin ganas, para que se pierda para siempre el respeto a una misma.. .—¡Pues tú no te niegas a otros!A los míos, y cuando quiero...—¿Qué es eso de los tuyos?Ella lo sabía:—La gente entre la que ha crecido mi alma y que me la comprende...Mas, a pesar de ello, tuvo una historia de amores con un forastero, de Inglaterra,

hombre muy raro y callado, aunque sabía bien nuestra lengua. Era joven, y ya tenía loscabellos blancos; una cicatriz le cruzaba el rostro; su cara era de pirata, sus ojos de santo.Unos decían que escribía libros, otros aseguraban que era un jugador. Ella incluso fue conél a algún lugar de Sicilia, y regresó mucho más delgada. Pero el inglés no debía ser rico,pues Nuncia no trajo ni dinero ni regalos. Y volvió a vivir entre los suyos, alegre comosiempre, accesible a todos los goces.

Pero un día de fiesta, cuando la gente salía de la iglesia, alguien advirtió con asombro:—¡Fijaos, Nina se está poniendo exactamente igual que su madre!Aquello era tan verdad como que el día era de mayo: la hija de Nuncia, sin que la gente

se apercibiera, se había convertido en un lucero tan resplandeciente como la madre. Sólotenía catorce años, pero estaba muy desarrollada, sus cabellos eran espléndidos, sus ojosarrogantes, y parecía mucho mayor y plenamente dispuesta a ser mujer.

Hasta la misma Nuncia se sorprendió al contemplarla con detenimiento:—¡Santa Madonna! ¿Será posible, Nina, que quieras ser más guapa que yo?La muchacha, sonriendo, contestó:—No, sólo como tú; me basta con eso.. .

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Y entonces, por vez primera, vio la gente en el rostro de aquella alegre mujer unasombra de pena; por la tarde, les dijo a las amigas:

—¡Lo que es la vida! No ha tenido una tiempo de beber la mitad de su vaso, y va setiende hacia él una nueva mano...

Como es natural, al principio no se percibía ni asomo de rivalidad entre la madre yNina. La hija se mostraba recatada y prudente, miraba al mundo a través de sus pestañas y,ante los hombres, despegaba los Iabios de mala gana; en cambio los ojos de la madreardían con ansia creciente y había en su voz un tono cada vez más insinuante.

Los hombres parecían encenderse junto a ella, como la vela de un barco al amanecercuando la roza el primer rayo de sol, y en efecto, para muchos Nuncia era el primer rayoque alumbraba el día del amor, otros muchos callaban agradecidos al verla pasar por lacalle junto a su carrillo, esbelta como un mástil, mientras su voz volaba a los tejados de lascasas. También estaba hermosa en el mercado, cuando, en pie ante los montones dehortalizas, de claros y diversos colores, parecía pintada por el pincel de un gran maestrosobre el fondo blanco del muro de la iglesia. Tenía su puesto junto a la iglesia de SanJacobo, a la izquierda del atrio, y murió a tres pasos de él. En pie, parecía arder toda ella, ysus graciosos donaires, su risa y sus canciones —de las que sabía millares— volaban comoalegres chispas sobre las cabezas de la gente.

Sabía vestirse de manera que su belleza ganaba, como el buen vino en un vaso de buencristal; cuanto más transparente es el cristal, mejor muestra el alma del vino, el colorsiempre completa el aroma y el sabor, presta los últimos acordes a esa roja canción sin letraque bebemos para dar al alma un poco de la sangre del sol. El vino, ¡oh, Santo Dios! Elmundo, con todo su ruido y afanes, no valdría ni la pezuña de un asno, si el hombre notuviera la dulce posibilidad de rociar su pobre alma con un buen vaso de vino tinto que, asemejanza de lasanta comunión, nos limpia de la mala ceniza de los pecados y nos enseña aamar y perdonar a este mundo donde hay tanta porquería de toda clase... No tiene ustedmás que mirar al sol a través de su vaso, ¡y el vino le contará unos cuentos tanmaravillosos!.. .

...Nuncia está en pie, al sol, encendiendo alegres pensamientos y deseos de gustarle aella, pues ante una mujer guapa da vergüenza ser un hombre insignificante y uno querríasiempre empinarse más alto de lo que es.

Mucho bien ha hecho Nuncia, muchas fuerzas ha despertado e incorporado a la vida.Lo bueno siempre enciende el deseo de Io mejor.

Y junto a la madre, cada vez con mayor frecuencia, está la hija, recatada como unamonja o como un puñal en su vaina. Los hombres las miran, comparan, y tal vez algunosde ellos comprendan lo que a veces siente la mujer y lo doloroso que es para ella la vida.

Transcurren los días, acelerando de continuo su paso apresurado y corto, y las gentes,como áureas partículas en un rojo rayo de sol, brillan fugaces en el tiempo. Nuncia fruncecada vez más las pobladas cejas, y en algunas ocasiones, mordiéndose los labios, mira a lahija igual que un jugador observa a otro, tratando de adivinarle las cartas...

Pasa un año, otro; la hija está cada vez más cerca de la madre y más lejos de ella.Todos se dan cuenta ya de que los mozos no saben a quién mirar más cariñosamente: a launa o a la otra. Y las amigas —tanto ellas como ellos gustan de hincar el aguijón dondemás duele— preguntan:

—¿Qué, Nuncia, te está eclipsando la hija?La mujer, riéndose, contesta:—A las estrellas grandes se las ve incluso cuando brilla la luna...

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Como madre, estaba orgullosa de la belleza de la hija; como mujer, no podía pormenos de envidiar su juventud. Nina se alzaba entre ella y el sol, y a la madre le dolía viviren la sombra.

Lano compuso una nueva coplilla, en cuya primera estrofa se decía:

Si fuera hombre algún día,yo a mi hija obligaríaa parir una beldadcomo era yo a su edad...

Nuncia no quería cantar la copla aquella. Corrían rumores de que Nina le había dicho aNuncia en más de una ocasión:

—Podríamos vivir mejor, si tu fueras más razonable.Y llegó un día en que la hija le comunicó a la madre:—Mamá, con tu persona me tapas, no dejas que me vea la gente. Yo no soy ya ninguna

niña, ¡y quiero disfrutar de la vida! Tú has vivido mucho y alegremente, ¿no será ya horade que viva yo también?

—¿A qué te refieres? —preguntó la madre, bajando los ojos con aire de culpa, puesella sabía a qué se refería.

Volvió de Australia Enrico Borbone, que era leñador en ese maravilloso país dondetodo el que quiere consigue fácilmente mucho dinero. Venía a calentarse un poco al sol dela patria y se disponía a regresar de nuevo allí, donde se vive con más libertad. Tenía treintay seis años; barbudo, fornido, alegre, contaba admirablemente sus aventuras, la vida en losespesos bosques; todos tomaban aquello por un cuento, la madre y la hija lo creían.

—Yo veo que le gusto a Enrico —decía Nina—, pero tú coqueteas con él, y eso le hacea él frívolo y me molesta a mí.

—Comprendo —repuso Nuncia—. Está bien, no tendrás que ir a la Madonna aquejarte de tu madre...

Y aquella mujer se apartó honradamente del hombre que —todos lo veían— le gustabamás que muchos otros.

Pero ya se sabe que las victorias fáciles engríen al vencedor, y cuando éste es todavíauna criatura, ¡la cosa es mucho peor aún!

Nina empezó a hablar a la madre en un tono que Nuncia no se merecía. Y una vez, eldía de San Jacobo, en la fiesta de nuestro barrio, cuando toda la gente se divertía muy agusto y Nuncia había ya bailado a las mil maravillas la tarantela, la hija le advirtió delantede todos:

—¿No bailas demasiado? Me parece que eso no corresponde a tus años, ya es hora deque cuides de tu corazón...

Los que oyeron aquellas insolentes palabras, dichas cariñosamente, guardaron silencioun segundo, y Nuncia gritó con furia, apoyando las manos en las armoniosas caderas:

—¿Mi corazón? ¿Tú te preocupas de él, verdad? Eso está bien, hijita, ¡muchas gracias!¡Pero ya veremos quién tiene el corazón más fuerte!

Y, después de pensar un poco, propuso:—Correremos las das de aquí a la fuente; tres veces, ida y vuelta, sin descansar, claro

está...A muchos les pareció ridícula aquella carrera de mujeres, no faltaron quienes la

consideraran como un vergonzoso escándalo, pero la mayoría, que respetaba a Nuncia,acogió su proposición con jovial seriedad y obligó a Nina a aceptar el reto de su madre.

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Eligieron los árbitros, determinaron la velocidad máxima y todos los requisitosreglamentarios —como en las carreras— con detalle y exactitud. Había muchas mujeres yhombres que, deseando sinceramente ver a la madre vencedora, la bendecían y prometían ala Madonna buenos exvotos con tal de que accediera a ayudar a Nuncia y a darle fuerza.

Pues bien, ya estaban la madre y la hija plantadas una al lado de la otra, sin mirarse.Resonó sordo un pandero, ambas partieron raudas y volaron a lo largo de la calle, hacia laplaza, como dos grandes pájaros blancos; la madre con un pañuelo rojo a la cabeza, la hijacon uno azul.

En los primeros minutos se vio ya con claridad que la hija no alcanzaba a la madre enligereza y fuerza, mientras que Nuncia corría con tanta facilidad y belleza como si la tierrala llevase en brazos, igual que una madre a su criatura; la gente, desde las aceras y lasventanas, empezó a arrojar flores a sus píes y a aplaudir, lanzando gritos de aprobación; endos vueltas le sacó a la hija una ventaja de más de cuatro minutos, y Nina, deshecha,agraviada por el fracaso, llorando jadeante, se derrumbó sobre los escalones del atrio, y yano pudo correr la tercera vuelta.

Animosa, como una gata, Nuncia se inclinó sobre ella riendo en unión de otrosmuchos.

—Hijita —le dijo, acariciando con su mano recia los esparcidos cabellos de lamuchacha— debes saber que el corazón más fuerte en las diversiones, el trabajo y el amores el de la mujer que ha pasado mucho en la vida, y a la vida sólo se la conoce cuando sehan cumplido hace tiempo los treinta... ¿No te apenes, hijita?...

Y, sin descansar después de la carrera, Nuncia sintió deseos de bailar la tarantela otravez:

—¿Quién quiere?Se adelantó Enrico, quitóse el sombrero, saludando en profunda reverencia a aquella

buena mujer, y permaneció largo rato con la cabeza respetuosamente inclinada ante ella.Resonó el pandero, bronco, retumbante, y surgió ardorosa, con temblores de llama, esa

danza embriagadora como un vino añejo, fuerte y tinto; Nuncia empezó a dar vueltas,ondulando corno una serpiente... Sentía muy hondo esa danza de pasión, y era un granplacer contemplar cómo vivía y palpitaba cadencioso su cuerpo invencible, bello.

Estuvo bailando largo rato, con muchos; los hombres se cansaban, y ella no acababa desaciarse nunca. Era ya más de medianoche, cuando gritó:

—¡Venga, Enrico, otra vez, la última! —y comenzó de nuevo, lentamente, a bailar conél.

Sus ojos, muy abiertos, brillaban cariñosos y prometedores, pero de pronto, luego deexhalar un breve grito, alzó los brazos al cielo y cayó, como abatida por un hachazo en laspiernas.

El médico dijo que había muerto de un fulminante ataque al corazón.Es probable.

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El herrero GagliardiDuerme la isla, envuelta en un severo silencio; el mar duerme también, como muerto.

Diríase que alguien, con mano fuerte, lanzó desde el cielo esta piedra negra, de formaextraña, al pecho del mar, y le quitó la vida.

Cuando se mira a la isla desde la lejanía donde el arco de oro de la Vía Láctea roza lasnegras aguas, parece un animal de gran testuz que, combado el peludo lomo, hundido elenorme hocico en el mar, bebe en silencio agua, quieta como una balsa de aceite.

En diciembre son muy frecuentes estas negras noches de mortal calma, tanextrañamente serenas, que da reparo y es innecesario hablar alto; requieren el susurro, lamedia voz, pues parece de continuo que el sonido fuerte va a turbar el reposo de algo quemadura oculto en el pétreo silencio, bajo el terciopelo azul del cielo nocturno,

Así, a media voz, hablan dos hombres, sentados en las piedras, caóticamenteamontonadas, de la orilla de

la isla; uno es un soldado del Resguardo, con guerrera negra ribeteada de amarillo yuna corta carabina a la espalda; vigila para que los campesinos y los pescadores no selleven la sal que se acumula en las grietas de los pedruscos; el otro es un viejo pescador,rasurado corno un español, de tez morena y argentadas patillas que arrancan de las orejas yvan hacia la nariz, grande y ganchuda corno el pico de un loro.

Las piedras parecen cubiertas de plata, pero el mar ha oxidado el blanco metal.El soldado es joven y, naturalmente, habla de lo que le sugieren sus años mozos; el

viejo le replica de mala gana, y a veces con enfado:—¿A quién se le ocurre amar en diciembre? En este tiempo nacen ya los niños.—¡Quia! Cuando la gente es joven, no aguarda.. ,—Pues hay que aguardar. , .—¿Tú aguardaste?—Yo, amigo, no era soldado, trabajaba, y conocí todo lo que un hombre debe conocer.

A su debido tiempo... No comprendo.. .—Ya comprenderás...No lejos de la orilla, en el agua, se refleja el azul Sirio; cuando se mira largo rato a esta

mancha de mortecino brillo, se divisa junto a ella una boya de corcho, redonda corno unacabeza humana y completamente inmóvil.

—¿Por qué no duermes?El viejo abre la raída capa, rojiza de los años, y contesta, luego de toser un poco:—Hemos echado la red, ¿no ves la baliza?—Ah...—Hace tres días, la red de unos pescadores la rompieron y enredaron...—¿Los delfines?—¿En invierno? Claro que no. Tal vez algún tiburón, los atunes... ¡Vete a saber!Desprendida por la pezuña de alguna bestia, una piedrecilla rueda montaña abajo, con

susurro de hierba seca, y cae al mar rompiendo sonora la superficie del agua. Este breverumor es bien acogido por la noche silenciosa, que lo saca amorosamente de susprofundidades, como si quisiera recordarlo largo tiempo.

El soldado canturrea en voz queda una coplilla burlona:

¿Por qué duermen los viejos mal?¡Anda, Urnberto, ponte a cavilar!

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Porque cuando eran mozosempinaron el codo sin parar...

—Eso no va conmigo —rezonga el viejo.

¿Y por qué más, duermen mal los viejos?¡Venga, Berghito, tú que eres inteligente!Pues porque a su debido tiempono amaron lo suficiente...

—¿Es buena la copia, tío Pascuale?—Tú mismo lo sabrás cuando llegues a los sesenta. ¿A qué preguntas?Ambos permanecen callados largo rato, acordes con el mundo, enmudecido en la

noche; luego, el viejo saca la pipa, la golpea contra una piedra, presta atención a los ruidos,breves, secos y dice:

—Vosotros, los jóvenes, reís bien; pero yo no sé si sabréis amar tan bien como seamaba antiguamente...

—¡Bah! Vieja cantinela... Siempre se ha amado igual; eso creo yo...—¡Crees! Hay que saber. Ahí, tras la montaña, vive la familia Sénzamane; pregúntales

a ellos la historia del abuelo Carlo; será provechoso para tu mujer.—¿Para qué voy a preguntar a gente extraña, cuando tú mismo puedes contar esa

historia?...En algún lugar, vuela invisible un ave nocturna, vibra en el aire un sonido raro,

singular, como si frotasen precipitadamente, con un paño de lana, las piedras secas.Sobre la tierra, las sombras se van tornando más densas, más húmedas y templadas; el

cielo se alza cada vez más alto y las estrellas centellean con mayor brillo en el cendal deplata de la Vía Láctea.

—Antiguamente se apreciaba más a las mujeres...—¿Sí? Nunca he oído hablar de ello.Los hombres guerreaban con frecuencia...—Y quedaban muchas viudas...—Continuamente, piratas, soldados y, casi cada cinco , años, nuevos gobernantes en

Nápoles; a las mujeres había que tenerlas encerradas.—Eso tampoco está mal ahora...—Las robaban como si fueran gallinas...—Aunque se parecen más a las zorras...El viejo calla, enciende la pipa; en el aire inmóvil se eleva una nube blanca de suave

humo. Surge el resplandor del fuego, iluminando la nariz corva y obscura y el recortadobigote bajo ella.

—Bueno, ¿y qué más pasó? —pregunta soñoliento el soldado.—Para escuchar hay que callar...Parpadea Sirio tan intensamente como si la orgullosa estrella quisiera eclipsar, con su

fulgor, a todos los luceros. El mar está sembrado de un polvillo de oro, y este reflejo casiimperceptible del cielo anima un poco el negro y mudo desierto, dándole un brillotornasolado, espectral. Parece que desde las profundidades del mar miran al firmamentomillares de ojos, fosforescentes, luminosos...

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—Ya escucho —dice impaciente el soldado, turbando el ofendido mutismo —depescado— del pescador, y el viejo, calmoso, en voz baja, comienza a desgranar un relatoque todos escuchan siempre con atención.

—Hace cien años, ahí, en esa montaña cubierta de espeso pinar, vivían unos griegos,los Ekellani: un viejo jorobado, brujo y contrabandista, y su hijo Aristido, que era cazador,pues entonces había aún en la isla cabras monteses. Por aquel entonces los Gagliardi eranla familia más rica del lugar —ahora llevan el apodo de su abuelo: Sénzamane—; la mitadde los viñedos estaban en sus manos, tenían ocho bodegas, con más de mil toneles.Entonces nuestro vino blanco era muy apreciado, incluso en Francia, donde, según he oídodecir, no saben apreciar nada más que el vino. Esos franceses son todos jugadores yborrachos; jugando a las cartas con Satanás, perdieron hasta la cabeza de su rey...

El soldado ríe bajito, y en respuesta a su risa, chapotea cerca el agua; ambos callan yprestan atención, alargando el cuello hacia el mar, mientras de la orilla se alejansuavemente unas rizosas ondas concéntricas.

—Esa morralla está picoteando el cebo de los anzuelos.—Continúa...—Sí... los Gagliardi. Eran tres hermanos, esta historia se refiere al mediano, el

Carlone, como le llamaban por su bocaza y su voz tonante. La elegida de su corazón erauna muchacha pobre, Julia, hija del herrero, una mocita muy inteligente; en cambio, losfortachones nunca son listos. Algún motivo les impedía casarse, y los dos se torturabaisesperando el día de la boda, pero el hijo del griego, al que también le gustaba Julia, no sedormía... Durante mucho tiempo procuró conseguir que le amase, pero sin éxito, y decidióquitarle la honra a la muchacha, suponiendo que Carlone renunciaría a la indigna, yentonces a él le sería fácil poseerla, Por aquel tiempo había más severidad que ahora...

—Bueno, ahora también...—El libertinaje es una diversión de ricos, y aquí todos somos pobres —responde

austero el viejo, y prosigue, como si recordase el pasado para sí mismo.—Una vez, cuando la muchacha estaba recogiendo ramillas de las cepas podadas, el

hijo del griego, como si hubiera dado un tropezón, se desplomó del sendero al muro delviñedo de ella y fue a caer a sus pies; la muchacha, como buena cristiana, se inclinó sobreél para ver si estaba herido. El, lanzando gemidos de dolor, le pidió:

—"Julia, no llames a la gente para que me socorra, ¡te lo suplico! Temo que el celosode tu novio, al verme junto a ti, me mate... Déjame descansar un poco y me marcho...

—Apoyó la cabeza en las rodillas de ella y fingió que había perdido el conocimiento;la muchacha, asustada, empezó a dar voces pidiendo socorro, pero cuando acudiócorriendo la gente, él se levantó de pronto de un salto, más sano que una manzana, aunquemuy turbado en apariencia, y comenzó a proclamar a gritos su amor y sus buenasintenciones, jurando que se casaría con la muchacha para devolverle la honra; presentaba lacosa como si, extenuado por las caricias de Julia, se hubiera quedado dormido sobre susrodillas. La gente cándida le creyó, a pesar de la ira de la moza y olvidando que ella mismahabía pedido socorro, pues nadie sabía que los griegos se distinguen por su carácter astuto.A los griegos los bautizó el diablo para enredar mejor todos los asuntos de los cristianos.La moza juraba que el griego mentía, pero él aseguraba que a Julia le daba vergüenzaconfesar la verdad y que temía a la pesada manaza de Carlone. Salió vencedor; lamuchacha estaba como loca, la ataron, porque arremetía contra la gente empuñando unapiedra, y se dirigieron todos hacia la ciudad. Carlone, que había oído los gritos de ella, selanzó a su encuentro, pero cuando le contaron lo ocurrido cayó de rodillas en medio de la

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multitud; luego, se levantó de un brinco, golpeó a la novia en la cara con la mano izquierday, con la derecha, empezó a estrangular al griego; la gente apenas tuvo tiempo dearrancárselo.

—El muchacho era tonto —barbota el soldado.—La inteligencia del hombre honrado ¡está en el corazón! Como ya te he dicho, esta

historia ocurrió en invierno, en vísperas de las fiestas del nacimiento del niño Jesús. Unospocos días antes. En estas fiestas aquí, la gente tiene la costumbre de regalarse unos aotros, de lo que les sobra, vino, fruta, pescado y aves; todos regalan y, como es natural, losque más reciben de todos son los más pobres. Yo no recuerdo cómo se enteró Carlone de laverdad, pero lo cierto es que la supo, y, el primer día de las fiestas, el padre y la madre deJulia, que no habían salido de casa ni para ir a la iglesia, recibieron solamente un regalo: uncestito con ramas de pino, y entre ellas, la mano izquierda, cortada, de Carlone Gagliardi,la misma mano con que golpeara a Julia. Los dos, en unión de la hija, corrieron a casa deél, llenos de espanto. Carlone les recibió de rodillas, en la puerta, tenía el brazo envuelto enun trapo ensangrentado y lloraba como un niño.

—"¿Qué has hecho?" —le preguntaron.Y él respondió:—"He hecho lo que debía hacer: el hombre que ofendió a mi amor no podía vivir, y lo

he matado... La mano que golpeó a mi inocente amada, me ofendía a mí, y la he cortado...Y ahora quiero que tú, Julia, me perdones; tú y todos los tuyos... "

—Ellos le perdonaron, claro está, pero como también hay Ieyes para defender a losmiserables, Gagliardi estuvo dos años en la cárcel, por lo del griego, y a sus hermanos lescostó mucho sacar de allí a Carlone...

—Luego, se casó con Julia y vivió feliz con ella hasta la vejez, creando en la isla unanueva familia, la de los Sénzamane o Mancos...

El viejo calla, dando fuertes chupadas a la pipa.No me gusta la historia —dice en voz queda el soldado—. Ese Carlone tuyo era un

salvaje... Y todo eso es una tontería...—Dentro de cien años, tu vida parecerá también una tontería —sentencia el viejo, y,

luego de lanzar una nube de humo, blanco en las sombras, añade:—Si es que alguien se acuerda de que tú viviste en la tierra...De nuevo, en el silencio, resuena un chapoteo, ahora precipitado y fuerte; el pescador

tira la capa, se levanta con rapidez y desaparece, como si hubiera caído al agua negra, querebulle junto a la orilla en multitud de puntitos luminosos, azulada como las escamas deplata de los peces.

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La joven ItaliaDel campo llega a la ciudad la noche, envuelta en su ropaje de terciopelo; la ciudad la

recibe con sus luces de oro; dos mujeres y un joven caminan hacia el campo, como sifueran también al encuentro de la noche, y en pos de ellos va expandiéndose suavemente elrumor de la vida, fatigada de los trabajos del día.

Lentos, susurrantes, tres pares de pies se deslizan por las obscuras losas de la antiguacalzada que empedraran esclavos de Roma, de diversas tribus; en el tibio silencio resuena,cariñosa y convincente, la voz de una mujer:

No seas severo con la gente...—¿Acaso, mamá, has observado eso en mí? —pregunta pensativo el joven.—Discutes con demasiado calor...—Con calor amo a mi verdad...De la mano izquierda del joven va una muchacha, golpeteando en la piedra con sus

zuecos, alzada la cabeza, como una ciega, hacia el cielo, donde brilla un gran lucerovespertino; más abajo, se extiende rojiza la franja del crepúsculo y se perfilan netos, sobreun fondo rojo, dos álamos, semejantes a dos antorchas apagadas.

—A los socialistas los meten en la cárcel con frecuencia —suspira la madre.El hijo responde sereno:—Ya se cansarán. Pues eso es inútil...—Sí, pero entretanto...—No hay ni habrá nunca fuerza capaz de matar el joven corazón del mundo...—Esas son palabras para una canción, hijito...—Millones de voces cantan esa canción, y cada vez la escucha más atentamente la vida

entera... Recuerda: ¿acaso tú nos escuchabas antes, a mí, a Paolo, con tanta paciencia ycariño como escuchas ahora?

—¡Cierto! Cierto... pero, ya ves, la huelga te ha obligado a marcharte de la ciudaddonde naciste...

—Es pequeña para los dos, ¡que se quede Paolo! Y en cuanto a la huelga, la hemosganado...

—La habéis ganado —responde la muchacha con voz sonora—. Tú y Paolo...Y sin terminar la frase, ríe bajito; luego, durante unos segundos, caminan todos en

silencio. A su encuentro, alzándose de la tierra, se destaca un obscuro montículo —lasruinas de algún edificio—, sobre el que un aromoso eucalipto se yergue pensativo con susfinas ramillas caídas; cuando los tres llegan al árbol, las ramas parecen estremecerse conleve temblor.

—Ahí está Paolo —dice la muchacha.Una figura negra y alta se ha separado de las ruinas y está parada en medio de la

carretera.—¿Te lo advirtió el corazón? —pregunta el joven, riendo.Delante, resuena, como un eco:—¿Vienes?—Sí. Y aquí tienes a los míos. No me acompañéis más, ¡no hace falta! Hasta Roma hay

sólo cinco horas de camino, y he resuelto hacerlo a pie, con toda intención, para concentrarmejor mis pensamientos..

Se han detenido... El alto se quita el sombrero y dice con voz desgarrada:—Por tu madre y tu hermana puedes estar tranquilo, ¡todo marchará bien!—Ya lo sé. ¡Hasta. más ver, mamá!

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Ella prorrumpe en leves sollozos y gemidos; luego, se oyen tres fuertes besos y unavoz viril:

—Vete a casa y descansa tranquila, ¡has tenido muchas emociones en estos agitadosdías! Vete, ¡todo marchará bien! ¡Paolo es tan hijo tuyo como yo? Bueno, hermanita...

De nuevo, un beso y el seco susurro de los pies al deslizarse por las piedras; el sensiblesilencio de la noche refleja; como un espejo, todos los sonidos.

Cuatro figuras, envueltas en las sombras, se han fundido en un solo cuerpo y nopueden separarse durante largo rato. Luego, calladas, se desprenden bruscamente: tres seencaminan despacio hacia las luces de la ciudad, una echa a andar de prisa hacia adelante,en dirección a Occidente, donde se han apagado ya los resplandores del crepúsculovespertino y se han encendido en el cielo azul multitud de claras estrellas.

—¡Adiós! —resuena en la noche el grito triste y quedo. Y de lejos le responde una vozanimosa:

—¡Adiós! No pases pena, pronto nos veremos... Golpetean con seco ruido los zuecosde la muchacha, una voz un poco ronca dice palabras de consuelo:

—No se perderá, donna Filomena; puede usted estar tan segura de ello como de lamisericordia de su Madona. Tiene buena mollera y un corazón fuerte; sabe querer élmismo, y obliga fácilmente a los demás a que le quieran... Y el amor a la gente son las alascon que el hombre se remonta siempre a mayores alturas.. .

Pródiga, la ciudad va sembrando cada vez más las tinieblas de luces modestas, depálido fulgor; las palabras del hombre alto brillan también, como chispas de fuego.

—Cuando el hombre lleva en su corazón palabras que unen al mundo, encuentra entodas partes gente capaz de apreciarle, ¡en todas!

Junto a la muralla de la ciudad, apretada contra ella y pegada a la tierra, hay una casitabaja y blanca, un ventorrillo que mira a las gentes, con el ojo cuadrado de su iluminadapuerta, llamándolas acogedor. Cerca de ésta, en torno a tres mesitas, rumorean bulliciosasunas figuras obscuras, gimen las cuerdas de una guitarra y resuena, con briosos trémolos, lavoz metálica de una mandolina.

Cuando los tres llegan a la altura de la puerta, calla la música, las voces se hacen másquedas, varias figuras se levantan...

—Buenas noches, camaradas! —saluda el alto. Y una decena de voces contestanalegres, amistosas:

—Buenas noches, Paolo, camarada! ¿Vienes a vernos?¿Quieres un vaso de vino?—No... ¡Se agradece!La madre, luego de un suspiro, comenta:—A ti también te quieren mucho todos los nuestros.—¿Los nuestros, donna Filomena?—Eh, no te rías!... Que no está hablando contigo una mujer extraña a su pueblo...

Todos os quieren: a ti y a él... El alto toma del brazo a la muchacha y dice:—Todos, y además ésta... ¿Verdad?—Sí —confirma quedo la muchacha—. Desde luego... Entonces la madre ríe bajito:—!Ay, hijos míos! Os oye una, os contempla y cree: sí, vosotros viviréis mejor que

vivimos nosotros...Y, juntos Ios tres, desaparecen en una calle de la ciudad, estrecha, arrugada y deslucida

como la manga de un traje viejo, muy usado ya.. .

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OdioDesde por la mañana, ha estado lloviendo abundantemente, con sonoro rumor, pero a

eso de mediodía las nubes han quedado vacías, exhaustas; su obscuro tejido se ha hechomás fino y, desgarrado en multitud de jirones de humo, ha sido barrido por el viento haciael mar, donde vuelve a unirse compacto en una masa gris azulenca, dejando una densasombra sobre el agua encalmada por la lluvia.

Por Oriente el cielo está obscuro, y en la obscuridad fulguran los relámpagos, mientrassobre la isla brilla cegador un sol espléndido.

La isla, mirada de lejos, desde el mar, debe asemejarse a un suntuoso templo en un díade fiesta —todo él bien lavado, pródigamente ornado de brillantes flores— y por doquierrelucen como gemas Ios goterones de la reciente lluvia: topacios en las amarillas hojasnuevas de las vides, amatistas en los racimos de glicinas, rubíes en los rojos geranios einfinitas esmeraldas por todas partes, en la hierba, en el espeso verdor de los matorrales yen el follaje de los árboles.

Reina la calma, como acontece siempre, inmediatamente después de la lluvia; apenasse oye el leve murmullo de un arroyuelo, invisible entre las piedras, oculto por loseuforbios, las zarzas y las enredadas y aromosas clemátides. Abajo, rumorea suavemente elmar.

Las flechas de oro de la retama se elevan hacia el cielo, cimbreantes, saturadas dehumedad, sacudiéndose silenciosamente las gotas de sus prodigiosas flores.

Sobre el lozano fondo del verdor, rivalizan en luminosidad la flor lilácea clara de laglicina, el geranio de color de sangre y las rosas, el brocado amarillo rojizo de las flores deleuforbio se mezcla con el terciopelo obscuro de los lirios cárdenos y de los alhelíes; todorefulge con una claridad tan intensa, que parece que las flores cantan con violines, flautas yapasionados violoncelos.

El aire húmedo es aromoso y embriagador como un vino añejo y fuerte.Al pie de una roca gris, partida, desgarrada por las explosiones, con sus grietas

cubiertas de grasienta herrumbre, entre piedras amarillas y grises que exhalan el acre olorde la dinamita, están sentados, comiendo, cuatro canteros, hombres fuertes, vestidos demojados harapos, calzados con abarcas de cuero.

Despacio, en una gran fuente, comen con gusto dura carne de pulpo, frita con patatas ytomate en aceite de oliva, y beben por turno, aplicando los labios al gollete de una botellade vino tinto.

Dos de ellos, rasurados, se parecen como hermanos, incluso diríase que son gemelos;el tercero, pequeño, tuerto y cojo, se asemeja, por los diligentes movimientos de su cuerpomagro, a un pájaro viejo y desplumado; el cuarto es un hombre de mediana edad, ancho deespaldas, barbudo, de corva nariz y pelo muy canoso.

El de la nariz corva parte con la mano grandes pedazos de pan, se atusa con ellos losbigotes, mojados de vino, y, luego de meterse el trozo en la obscura boca, dice, moviendorítmicamente las peludas Mandíbulas:

—¡Esos son cuentos, eso es mentira! Yo no he lecho nada espantoso...Sus ojos castaños miran, bajo las pobladas cejas, burlones, sin alegría; su voz es grave,

aguardentosa; habla despacio y de mala gana. El sombrero, la peluda cara de bandido, lasgrandes manos y todo el traje de paño azul están manchados de blanco polvo de piedra; porlo visto, él es el que taladra en las rocas los agujeros para las cargas de dinamita.

Los tres compañeros le escuchan con atención, sin interrumpirle, pero, por turno, lemiran a los ojos, como queriendo decir:

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"Continúa..."Y él cuenta, moviendo las canosas cejas:El hombre aquel —que se llamaba Andrea Grassollegó a nuestro pueblo de noche,

como un ladrón; vestía igual que un mendigo, su sombrero era del mismo color que lasbotas y estaba tan roto como ellas. Era avaro, sinvergüenza y cruel. Al cabo de siete años,los viejos del lugar le saludaban ya los primeros, quitándose el sombrero ante él, mientrasque él apenas les contestaba con una inclinación de cabeza. Y todos, en cuarenta leguas a laredonda, eran sus deudores.

—Sí, hay gente de ésa —dice el cojo, luego de un suspiro, meneando la cabeza.El narrador le mira y pregunta burlón:—¿La has visto alguna vez?El viejo da un manotazo en silencio, los afeitados se ríen los dos a un tiempo, como

uno solo, el de la nariz corva bebe vino y continúa, siguiendo con la mirada d vuelo de unhalcón en el cielo azul:

—Yo tenía trece años cuando él me tomó a su servicio, en unión de otros, para llevarpiedra a las obras de una casa que se estaba haciendo. Nos trataba más despiadadamente

que a las bestias, y cuando un compañero mío, Luchino, se lo dijo, él le contestó: "Elburro es mío, mientras que tú eres ajeno, ¿por qué debo compadecerme de ti?" Aquellaspalabras me golpearon el corazón, y empecé a observarle más atentamente. Veía que semostraba cínico y descarado con todo el mundo, incluso con los viejos y las mujeres, paraél era lo mismo. Y cuando las personas de respeto le decían que aquello estaba mal, él lesreplicaba riéndose en su cara: "Cuando yo era pobre, tampoco se compadecía nadie de mí".Era amigo de los curas, de los carabinieri, de la policía; la demás gente sólo iba a verle Iosdías de negra miseria, cuando él podía hacer con ellos lo que le diera la gana.

—Sí, hay gente de ésa —repite el cojo en voz baja, y los tres le miran compasivos; unode los afeitados le tiende al viejo en silencio la botella de vino, él la toma, la mira al trasluzy dice, antes de llevársela a los labios:

—¡Bebo por el santo corazón de la Madonna?—Con frecuencia, solía decir: "Siempre han trabajado los pobres para los ricos y los

tontos para los listos, y así debe ser siempre".El narrador ríe sarcástico, alarga la mano hacia la botella: está vacía. La arroja con

desdén a las piedras, donde están tirados los martillos, los picos y se alarga sinuosa, comouna obscura serpiente, un trozo de mecha.

— A mí, que era entonces joven, y a mis compañeros nos ofendían especialmenteaquellas palabras, pues mataban nuestras esperanzas, nuestros afanes de una vida mejor.Una vez, mi amigo Luchino y yo lo encontramos al anochecer, en el campo, cuando ibadespacio a caballo, a alguna parte, y le dijimos con educación, pero en tono impresionante:"Le pedimos que sea más bueno con la gente".

Los afeitados sueltan la carcajada, el tuerto ríe también, bajito, y el narrador lanza unsonoro suspiro.

—Sí, desde luego, ¡aquello era una tontería! Pero la juventud es honrada. La juventudcree en la fuerza de laspalabras. Yo os digo que la juventud es la conciencia de la vidaentera...

—¡Y qué hizo él? —pregunta el viejo.—Empezó a gritamos con bastante valor: "¡Soltad el caballo, bandidos!" Y, sacando la

pistola, nos apuntó, ya al uno, ya al otro, Nosotros le dijimos: "Usted, Grasso, no tienenada que temer de nosotros, ni motivos para enfadarse, le damos un consejo, ¡y nada más!"

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—¡Eso estuvo bien! —dice uno de los afeitados, y el otro asiente con la cabeza; elcojo, muy prietos los labios, ha clavado ojos en una piedra y la palpa con sus dedosganchudos.

Ya han terminado de comer. Uno, con un junquillo, sacude las cristalinas gotas de aguade los tallos; otro, observándole, se limpia los dientes con una brizna de hierba seca. Todoestá cada vez más seco y aumenta el calor sin cesar. Las breves sombras de mediodía sedeslíen con rapidez. Rumorea quedo el mar, y el serio relato va fluyendo lentamente:

—Aquel encuentro tuvo malas consecuencias en la vida de Luchino; su padre y su tíoeran deudores de Grasso. El pobre Luchino se consumía, apretaba los dientes y su miradano era de las que gustan a las muchachas. "Ay —me dijo un día—, mala cosa hicimos tú yyo. ¡Las palabras no sirven de nada, cuando se le dicen a un lobo!" Y yo pensé: "Luchinoes capaz de matar". Daba lástima del muchacho y de su buena familia. Mientras que yo eraun hombre solo y pobre. Entonces, acababa de morir mi madre.

El cantero de la nariz corva se atusa el bigote y se alisa la barba con las manos, blancasde yeso; en el índice de su izquierda brilla un anillo de plata, que debe ser pesado, macizo.

—Mi acción habría sido beneficiosa para la gente, si yo hubiera rematado el asuntobien, pero yo tengo el corazón blando. Un día, al encontrarme a Grasso en la calle, eché aandar a su lado y le dije con la mayor moderación posible: "Usted es un hombre avarientoy malo, cuesta trabajo vivir con usted; puede usted darle un empujón a uno, y éste unopuede echar mano de la navaja. Le digo a usted que se largue de aquí, ¡márchese!"

—"¡Tú eres tonto, mocito!" —me contestó, pero yo seguí en mis trece. El me preguntóriendo: "¿Cuánto quieres que te dé para que me dejes en paz: basta con una lira?" Aquelloera un insulto, pero me contuve. "¡Le repito que se vaya!" Yo iba junto a él, a su derecha,hombro con hombro. El, sin que me apercibiera, sacó la navaja y me dio un pinchazo conella. Con la mano izquierda, poco se puede hacer, y sólo me profundizó una pulgada, en elpecho. Yo, claro está, lo derribé a tierra y le aticé una patada, como a un marrano."¡Quedamos en que te irás!", le dije cuando se arrastraba por tierra.

Los dos afeitados miran incrédulos al narrador y bajan los ojos. El cojo se agacha yempieza a atarse las correas de las abarcas.

—Por la mañana, cuando yo estaba todavía durmiendo, llegaron los carabinieri y mellevaron a presencia del comisario, que era compadre de Gramo. "Tú eres un hombrehonrado, Cirome —dijo—, y no negarás que anoche quisiste matar a Grasso... " Yocontesté que aquello no era cierto, pero ellos tienen su opinión sobre estas cosas. Estuvedos meses en la cárcel, antes del juicio, y luego me condenaron a un año y ocho meses."Está bien —les dije a los jueces—, ¡pero yo no considero terminado el asunto!"

Saca de entre las piedras una botella sin empezar, incrusta el gollete en los bigotes ybebe vino largo rato; su peluda nuez se mueve ansiosa, la barba se eriza. Tres pares de ojosle observan severos, en silencio.

—Da grima hablar de esto —dice, entregando la botella a sus compañeros y alisándosela salpicada barba.

—Cuando volví al pueblo, se vio claro que yo no tenía allí sitio: todos me temían.Luchino me contó que la vida había empeorado aún más aquel año. El pobrete era másaburrido que una ostra. "Bien", pensé, y me fui para la casa de Graso; al verme, se asustómucho. "Bueno, ya estoy aquí —le dije—, y ahora, ¡vete tú!" El agarró la escopeta ydisparó, pero la carga era de perdigones y me dio en las piernas.

Ni siquiera me caí "Si me hubieras matado, habría vuelto de la tumba; le he jurado a laMadonna que te echaré de aquí. Tu eres testarudo, yo también". Nos enzarzamos, y yo, sin

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querer, le partí un brazo. Yo no busqué aquello, él fue el primero en acometerme. Acudiógente, me detuvieron. Esta vez me pasé en la cárcel tres años y nueve meses; cuandocumplí la condena, mi carcelero, un hombre que conocía toda esta historia y me apreciaba,procuró por todos los medios convencerme de que no volviera al pueblo y me fuera atrabajar con su yerno, a Apulia, donde éste tenía mucha tierra y un viñedo. Pero yo, claroestá, no podía ya renunciar a seguir lo que había empezado. Volví al terruño con el firmepropósito de no decir palabras de más; yo, entonces, había comprendido ya que, de diezque se digan, sobran nueve. En mi corazón sólo habla una "¡Vete!" Llegué al pueblo endomingo precisamente y me dirigí derecho a la iglesia, a misa. Grasso estaba allí; me vioen seguida, se levantó de un salto y empezó a gritar a voz en cuello: "¡Ese hombre viene amatarme, ciudadanos, lo manda el diablo por mi alma:" Me rodearon antes de que le tocaraun pelo de la ropa y tuviera tiempo de decirle lo que era menester. Pero fue igual, él sederrumbó sobre las losas: le había entrado una parálisis fulminante, tan grande, que se lequedaron inmovilizados todo el lado derecho y la lengua. Murió siete semanas después deaquello... Y no ocurrió nada más. Sin embargo, la gente inventó un cuento acerca de mi...Un cuento terrible, pero todo eso es mentira.

Ríe con sorna, mira al sol y dice:—Ya es hora de empezar...Los otros tres hombres se levantan en silencio y sin prisas; el de la nariz corva clava

sus ojos en las hendiduras rojizas y grasientas de la roca, y repite:—Trabajaremos...El sol, ya en el cénit, ha calcinado todas las sombras. En el horizonte, las nubes han

descendido al mar, y el aguase ha tomado aún más serena y azul.

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PepePepe tiene unos diez años, es feble, delgadito y ligero como una lagartija; de sus

estrechos hombros cuelgan unos andrajos abigarrados, por cuyos infinitos agujeros se ve lapiel, obscura del sol y de la suciedad.

Parece una hierbecilla seca, arrastrada por el viento que viene del mar y juega con ella;Pepe salta por las piedras de la isla desde que sale el sol hasta que se pone, y a todas horasresuena en alguna parte su vocecilla infatigable:

Italia bella,¡Italia mía!...

Todo le interesa grandemente: las flores que se derraman por la tierra buena comoabundantes arroyuelos, las lagartijas entre las piedras liláceas, los pájaros en las cinceladashojas de los olivos o en el encaje de malaquita de las vides, los peces en los umbríosjardines del fondo del mar y los forasteros en las angostas calles de la ciudad: el alemángordo, con el rostro arañado por la espada; el inglés, siempre semejante al actoracostumbrado a representar el papel de misántropo; el americano, que con tenacidad, perosin fortuna, quiere parecerse al inglés, y el inimitable francés, ruidoso como un sonajero.

—¡Vaya una cara! —dice Pepe a sus amigos, mostrándoles con los ojos, que todo loven, a un alemán tan finchado, que hasta tiene los pelos de punta—. ¡Vaya una cara, es tangrande como mi barriga!

A Pepe no le gustan los alemanes, vive, comparte las ideas, los estados de ánimo de lacalle, de la plaza y de los obscuros tenduchos donde la gente suya bebe vino, juega a lascartas y habla de política, leyendo los periódicos.

—Para nosotros —dicen—, pobres meridionales, son más agradables y afines loseslavos de los Balcanes que nuestros buenos aliados, que nos pagan nuestra amistad conarenales en África.

Cada vez con mayor frecuencia hablan de ello las sencillas gentes del sur, y Pepe todolo oye y recuerda.

Tedioso, con sus piernas parecidas a unas tijeras, camina un inglés; Pepe va delante deél entonando algún cántico funerario de iglesia o una triste coplilla:

Mi amigo murió hace poco,mi mujer está apenada,¡yo no sé por qué la pobreanda tan desconsolada!

Los amigos de Pepe van detrás de él, desternillándose de risa, y se esconden comoratones entre los arbustos o tras las esquinas cuando el forastero posa en ellos la tranquilamirada de sus ojos descoloridos.

Acerca de Pepe se podrían contar multitud de interesantes historietas.Una vez, una signara le encargó que llevase a una amigasuya, como regalo, un canasto lleno de manzanas de su jardín.—¡Te ganarás un soldo! —le dijo—. Y eso no te vendrá mal...Con gran diligencia, el chico tomó el canasto, se lo puso sobre la cabeza y se fue, pero

no regresó en busca del soldo hasta la noche.—¡No te has dado mucha prisa! —comentó la mujer.—Sin embargo, ¡estoy muy cansado, querida signara! —contestó Pepe, dando un

suspiro—. ¡Pues eran más de una decena!

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—¿En un canasto lleno hasta los bordes? ¿Sólo una decena de manzanas?—De chiquillos, signara.—Pero, ¿y las manzanas?—Empecemos por los chiquillos: Michel, Giovanni... Ella comenzó a enfadarse, le

agarró del hombro y se puso a zarandearle.—Contesta, ¿llevaste las manzanas?—¡Hasta la plaza, signara! Óigame, y verá qué bien me porté: aI principio, yo no hacía

ningún caso de sus burlas. "Déjalos —me decía— que te comparen con un burro. Loaguantaré todo, por respeto a la signora", a usted, signara. Pero cuando empezaron ameterse con mi madre, pensé: "Esto yo no lo tolero, ¡no escaparéis de rositas!" Dejé elcanasto en tierra. Y si usted hubiera visto, querida signara, la puntería y tino con que mistiros daban en aquellos bandoleros... ¡Se habría usted reído con ganas!

—¿¡Me robaron mi fruta!? —clamó la mujer.Pepe lanzó un triste suspiro y repuso:—¡Oh, no! Pero las manzanas que no daban en el blanco, en los chiquillos, se

estrellaban contra la pared. Y las demás nos las comimos, después de haber vencido yo,cuando hice las paces con mis enemigos.. .

La mujer puso el grito en el cielo y estuvo largo rato descargando sobre la afeitadacabeza de Pepe todas las maldiciones que conocía; él la escuchaba atento y sumiso,chasqueando de cuando en cuando la lengua; a veces, exclamaba aprobatorio, en voz baja.

—¡Oh, qué bien dicho! ¡Qué palabritas!Y cuando, cansada, se alejó, Pepe dijo en pos de ella:—De verdad, si usted hubiera visto lo bien que atinaba yo en las sucias cabezas de

aquellos bribones con la rica fruta de su jardín, no se pondría usted así... ¡Ay, si usted lohubiera visto, me habría dado dos soldi en lugar del uno prometido!

La ruda mujer no comprendió aquel modesto orgullo del vencedor, y limitóse aamenazarle con el puño de hierro.

La hermana de Pepe, una moza mucho mayor que él, pero no más inteligente, entró aservir en la villa de un rico norteamericano, para hacer la limpieza de las habitaciones.Inmediatamente se puso limpita, sonrosada, y, bien comida, empezó a henchirse, a ojosvistas, de saludable jugo, como una pera en agosto.

El hermano le preguntó una vez:—¿Comes todos los días?—Dos veces, y hasta tres si quiero —respondió ella con orgullo.—No debías darles tanto trabajo a las muelas —le aconsejó Pepe, y quedó pensativo;

luego, volvió a preguntarle: ¿Es muy rico tu amo?—¿Mi amo? ¡Yo creo que más que el rey!—Bueno, ¡dejemos las tonterías aparte! ¿Y cuántos pantalones tiene?—Eso es difícil de calcular.—¿Diez?—Puede que más.. .—Oye tú, tráeme unos, de abrigo, y que no sean muy largos —dijo Pepe.—¿Para qué?—¿No has visto los que llevo?

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Era difícil verlo, pues de los calzones de Pepe no quedaban ya en sus piernas más quemíseros restos.

—Sí —asintió la hermana—, ¡necesitas vestirte! Pero él puede pensarse que lo hemosrobado. .

Pepe replicó aleccionador:—¡No hay que creer que la gente es más tonta que nosotros! Cuando, de mucho, se

coge, un poco, ¡eso no es un robo, sino un reparto justo!—¡No me vengas con músicas! —contestó la hermana, disconforme, pero Pepe no

tardó en convencerla. Cuando trajo a la cocina unos pantalones, buenos, de color gris claro,y resultaron ser más largos que todo el cuerpo de Pepe, éste adivinó al momento lo quehabía que hacer.

—¡Dame un cuchillo! —le pidió.Entre los dos, convirtieron al instante los pantalones del norteamericano en un traje

muy cómodo para el chico: era un saco un poco ancho, pero confortable, sujeto a loshombros con unas cuerdas, que se podían enrollar al cuello, y los bolsillos hacíanperfectamente las veces de mangas.

Habrían confeccionado de ellos un traje mejor y más cómodo aún, de no habérseloimpedido la esposa del dueño de los pantalones, que se presentó en la cocina y empezó apronunciar las palabras más soeces, en todos los idiomas e igualmente mal, como escostumbre entre los norteamericanos.

Pepe, incapaz de detener aquel torrente de elocuencia, fruncía el ceño, se llevaba lamano al corazón, se agarraba desesperado la cabeza, suspiraba con aire de cansancio, peroella no pudo apaciguarse hasta que llegó su marido.

—¿Qué pasa? —preguntó éste.Y entonces Pepe le dijo:—Signare, me sorprende mucho el alboroto que ha armado su signara y hasta lo siento

un poco por usted. Según lo que he conseguido entender, ella cree que hemos estropeadolos pantalones, ¡pero le aseguro que a mí me resultan la mar de cómodos! Por lo visto sefigura que yo he cogido sus últimos pantalones y usted no puede comprarse otros...

El norteamericano, después de oírle tranquilamente, manifestó:—Pues yo creo, gollete, que hay que llamar a la policía.— ¿Sí-i? —se asombró mucho Pepe—. ¿Para qué?—Para que te lleven a la cárcel...Aquello impresionó mucho a Pepe, que estuvo a punto de echarse a llorar, pero se

contuvo y dijo muy digno:—Si ése es su gusto, signare, si a usted le agrada mandar a la gente a la cárcel, en ese

caso, ¡desde luego!... Pero si yo tuviera muchos pantalones y usted ninguno, ¡no lo haría!Le daría dos, y quizás, ¡incluso tres! ¡Aunque tres pantalones no es posible ponérselos a lavez! Sobre todo en un día de calor...

El norteamericano soltó la carcajada; pues a veces hasta los ricos sienten alegría.Luego, obsequió a Pepe con chocolate y le dio un franco. El chico mordió la moneda y

expresó su agradecimiento:—¡Gracias, signore! Parece que es de verdad.. .

Pepe ofrece un singular encanto cuando está parado en algún lugar, sobre las rocas,mirando pensativo a sus grietas, como si leyera en ellas la obscura historia de la piedra. En

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tales instantes, sus ojos vivos se dilatan, velados por una bella neblina; tiene las delicadasmanos a la espalda, y su cabeza, levemente inclinada, se balancea un poco, como la corolade una flor. Canturrea algo, impreciso, pues siempre está cantando.

También es grato contemplarle cuando mira a las flores, a las glicinas, que se derramanpor el muro en liláceos arroyuelos; ante ellas, el muchacho se pone tenso como la cuerdade una guitarra, igual que si escuchara el suave vibrar de los pétalos de seda, estremecidospor el hálito del mar.

Mira y canta...—Fiorino-o... fiorino-o...De lejos, como sones de un enorme tambor, llegan los sordos suspiros del mar.

Revolotean las mariposas sobre las flores. Pepe alza la cabeza y sigue su vuelo entornandolos ojos deslumbrados por el sol, mientras a sus labios aflora esa sonrisa un poco envidiosay triste, pero buena, del que se siente dueño en la tierra.

—¡Chas! —exclama, dando una palmada para asustar a una lagartija de esmeralda.Y cuando el mar está sereno como un espejo y no hay en las rocas el albo encaje de la

marejada, Pepe, sentado en algún peñasco, observa con sus ojos penetrantes el aguatransparente: allí, entre las algas rojizas, se deslizan suaves los peces, aparecen fugaces loslangostinos, se arrastra de costado un cangrejo. Y en el silencio, sobre el agua azul, vafluyendo lenta la voz soñadora y cantarina del pequeño:

—Oh mar... oh, mar...Las personas mayores dicen del chicuelo:—¡Será un anarquista!Sin embargo, los más bondadosos, las gentes que acostumbran a observarse unas a

otras con mayor detenimiento, hablan de otra manera:—Pepe será nuestro poeta...Pascualino, el carpintero —viejo de argentada cabeza y rostro semejante a una efigie

de antigua moneda romana—, el sabio Pascualino, respetado de todos, da igualmente suparecer:

—¡Nuestros hijos serán mejores que nosotros, y también vivirán mejor!Y muchos le creen.

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Pascua de ResurrecciónEn la noche sin luna del Viernes Santo, por las afueras de la ciudad, por las estrechas

hendiduras de las calles, camina despacio una mujer, envuelta en una capa negra; el rostro,cubierto por la capucha, no se le ve, y los numerosos pliegues de la amplia capa hacenenorme su figura; camina en silencio, semejante a la encarnación muda de un dolorinextinguible.

Tras ella, con la misma lentitud, en apretado haz, como fundidos en un solo cuerpo, sedeslizan unos músicos, igual que si flotaran; los instrumentos de cobre, muy estirados haciaadelante o alzados hacia el cielo obscuro en ademán de imploración, rugen o suspiran;cantan los clarinetes con gangosa voz de monjes soñolientos; ulula el fagot como un vientomalo; se queja rencorosa la corneta de llaves y le contestan sin esperanza las trompas dearmonía; reza triste el barítono, y, lastimero, resuena sordamente el bombo marcando elcompás de una marcha sombría, mientras el rítmico y seco redoble del tamboril se mezclacon el susurro de centenares de pies al arrastrarse por el empedrado.

Brilla débilmente el cobre con mortecinos reflejos amarillos, dando a la gente cuyocuerpo rodea un aspecto monstruoso, extraño; sobresalen los mástiles de los instrumentosde madera como alargados apéndices; el grupo de músicos se asemeja a la cabeza de unaenorme serpiente negra, cuyo cuerpo repta pesadamente, negreando, por los angostoscallejones, entre los muros grises.

A veces, esta singular procesión, en la noche de los últimos padecimientos deJesucristo, desemboca en una pequeña plaza de irregulares contornos —plazas que soncomo agujeros hechos por los años en el ropaje de piedra de la ciudad— y luego, todacontraída, penetra de nuevo en la rendija de otro callejón, presionándolo como si quisieraensancharlo. Durante varias horas, la sombría serpiente —cada uno de cuyos anillos es elcuerpo vivo de un ser humano—, se arrastra por la ciudad bajo el dosel de un cielosilencioso, en pos de esa mujer, que suscita conjeturas extrañas.

Muda y negra, como petrificada por un dolor insuperable, busca algo en la noche,sumiendo nuestra imaginación en las profundas sombras de las ancestrales creencias yhaciéndonos recordar a Isis, la diosa que perdiera a su hermano y marido, martirizado porel perverso Set-Tifón. Parece que de su rara figura se desprende un negro resplandor,envolviendo todo en las terribles tinieblas de lo que sucediera hace mucho y resucita estanoche para obligarnos a pensar en la proximidad del hombre al pasado.

La marcha fúnebre golpea sonora en las ventanas de las casas, retiemblan los cristales,la gente habla quedo, pero todos los ruidos se pierden dominados por el sordo susurro demiles de pies al rozar el pavimento; firmes son las piedras bajo la planta, en cambio latierra parece vacilar, no se cabe en ella, huele intensamente a humanidad, y, sin querer,mira uno a la altura donde en el cielo, velado por la niebla, brillan mortecinas las estrellas.

Mas, a lo lejos, en un alto muro, en los negros cuadrados de las ventanas, surgen losreflejos de una luz roja que se encienden y se apagan para volver a encenderse, y por lamultitud, como el susurro de un bosque en primavera, se expande un sofocado rumor:

— Ya vienen, ya vienen...Allí, delante, ha nacido y comienza a vivir, agrandándose de continuo otro rumor más

nítido; allí es cada vez más luminosa la claridad; la mujer avanza, más de prisa al parecer, yla multitud bulle y aprieta el paso para lanzarse en pos de ella; diríase que hasta la músicaha perdido su ritmo por un instante; los sonidos se mezclan, apresurados, se confundenunos con otros y la flauta suelta un ridículo silbido, demasiado alto, provocando sofocadasrisas.

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Y al punto, de un modo repentino, tan inesperadamente como en los cuentos, sedespliega ante nuestros ojos una pequeña plaza, y en media de ella, iluminada por lasantorchas y las bengalas, aparecen dos figuras: una con largas vestiduras blancas y claroscabellos, la conocida imagen de Cristo; otra envuelta en una túnica azul, la de Juan, eldiscípulo predilecto de Jesús. Gentes obscuras les rodean con luces en las manos, y en susrostros de meridionales hay una sonrisa, común a todos, de inmensa alegría, que ellosmismos han traído a la vida y de la que se sienten orgullosos.

Cristo está también alegre, sostiene en una mano el instrumento con que le dieranmuerte, todo cubierto de flores, y, agitando con rapidez la otra, dice algo. Juan se ríe,erguida la cabeza de ensortijados cabellos, joven, imberbe, guapo como un Dioniso.

La multitud se ha extendido por la plaza, igual que un torrente de aceite, y al momentose ha formado un corro; de pronto, la mujer —negra como una noche encapotada— pareceelevarse en el aire y flotar hacia Cristo; cuando llega

adonde está él, se detiene y echa hacia atrás la capucha de la cabeza, mientras la capadesciende a sus pies, como una nube.

Entonces, entre el alegre y orgulloso oscilar de las luces, surge de la capucha y refulgeel oro de unos espléndidos cabellos sobre la radiante cabeza de la Madonna, en tanto, de sucapa y de las manos de la gente cercana a la madre de Dios, alzan el vuelo, agitando lasalas en el aire obscuro, decenas de palomas blancas, y por un instante parece que estamujer del blanco vestido con fulgores de plata, adornada de flores, el albo Jesús, etéreo,como transparente, y el celeste Juan —los tres tan prodigiosos, tan de otro mundo—ascienden al cielo entre el vivo aleteo de las palomas blancas, semejantes a multitud dequerubines.

—¡¡Gloria, Madonna, gloria! —resuena potente el grito, saliendo de millares de pechosdel negro gentío, y el mundo se transforma: por doquier, en las ventanas, se encienden depronto luces, se tienden en el aire las manos tremolando antorchas, vuelan por todas parteschispas de oro, rebrillan los colores, verdes, rojos, violados, flotan las palomas sobre lascabezas de la multitud y todos los rostros miran a la altura, gritando gozosos:

—¡Gloria, Madonna, gloria!Oscilan, al resplandor de las luces, los muros de las casas, por todas las ventanas

asoman cabezas de niños, de mujeres, de muchachas; sus claros vestidos de fiesta relucenpolicromos como inmensas flores, y la Madonna, revestida de plata, parece arder yderretirse, en pie entre Juan y Cristo. Su rostro es blanco, sonrosado, grande, sus ojosinmensos, sus dorados cabellos, ondulados en pequeños rizos, forman una corona sobre lacabeza y caen sobre los hombros en dos espléndidas cascadas de oro. Cristo ríe con sonoray alegre risa, como corresponde a un resucitado, la Madonna de ojos azules sonríemoviendo la cabeza, y Juan ha tomado una antorcha y la agita en el aire salpicando fuego;es todavía un chiquillo y, por lo visto, muy aficionado a las travesuras; delgadito de ojospenetrantes y ágil, parece un pajarilla.

Ríen los tres con esa triunfante risa que sólo es posible bajo el sol del sur, a la orilla deun mar alegre, y la gente ríe también, mirándoles al rostro; gente festiva que sabe hacer detodo un bello espectáculo y es ella misma muy bella.

Como es natural, están aquí los niños; van raudos por la tierra, de un lado para otro,cerca de las tres figuras —como los pájaros blancos que vuelan en el aire sobre ellos—lanzando sonoros gritos, gozosos, excitados:

—¡Gloria, Madonna, gloria!

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Las viejas rezan; contemplan a esta trinidad, maravillosa como un ensueño, y aunquesaben que Cristo es un carpintero de la calle de Pizacane, Juan un relojero y la Madonnasimplemente Anita Bragalia, bordadora en oro, aun sabiendo muy bien esto, rezan, susurrancon sus labios marchitos buenas palabras de agradecimiento a la Madonna por todo, portodo... y especialmente porque existe...

En algunos lugares, se oyen solemnes cánticos, e involuntariamente se recuerda unaantigua y conocida canción: "Celebramos la muerte de la Muerte... "

Amanece; en las iglesias hay un alegre repiqueteo, tocan rápidas las campanas,apresurándose a anunciar la nueva de la resurrección de Cristo, el Dios de la primavera; enla plaza, los músicos se han agrupado en estrecho círculo; resuena atronadora la música, y,a su compás, muchos se dirigen a las iglesias, donde vibran también las notas del órgano,cantando a gloria, y vuelan bajo la cúpula multitud de pájaros que trajera la gente parasoltarlos cuando las graves voces del órgano entonasen su loa al Dios de la primaveraresucitado.

Buena costumbre es ésta de traer a los pájaros —los seres vivos más puros de todos losde la tierra— a la mejor fiesta de los hombres; maravillosamente canta el corazón en elinstante en que centenares de pajarillos de diversos colores empiezan a revolotear por laiglesia, y trinan y gorjean al posarse en las cornisas, en las imágenes o llegar al altar,

La plaza se va quedando desierta; las tres luminosas figuras, cogidas de la mano,entonando acordes una hermosa canción, entran en una calle, los músicos avanzan en posde ellas, la multitud les sigue. Corren los chiquillos; al reflejo de las bellas luces, parecencuentas de coral esparcidas; las palomas se han posado ya en los tejados o las cornisas, yzurran.

Y de nuevo viene a la memoria una buena canción: "Cristo ha resucitado...Todos nosotros resucitaremos también de entre los muertos, la muerte con la muerte se

repara.