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CUENTOS DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN Los cisnes salvajes Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino. ¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre. Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a "visitas"; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa. A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos. - ¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a volar como grandes aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque. Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose hasta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar. La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y parecióle como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos. Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas: - ¿Qué puede haber más hermoso que vosotras? -. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían: - Elisa es más hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro: - ¿Quién puede ser más piadoso que tú? - Elisa es más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir. Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija. Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero: - Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: - Siéntate

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CUENTOS DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Los cisnes salvajes

Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía

once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al

cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la

misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel

de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino.

¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre.

Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron

ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a "visitas"; pero en

vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que

arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.

A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya

dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.

- ¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a volar como grandes

aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once

hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el

parque, desaparecieron en el bosque.

Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los

campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando

vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose hasta las nubes, por esos mundos de

Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.

La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía.

Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y parecióle como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y

cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.

Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados

delante de la casa, susurraba a las rosas:

- ¿Qué puede haber más hermoso que vosotras? -. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían: - Elisa es más

hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las

hojas, y preguntaba al libro: - ¿Quién puede ser más piadoso que tú? - Elisa es más piadosa -replicaba el

devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.

Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo

hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se

atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.

Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con

espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:

- Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su

frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: - Siéntate

Page 2: CUENTOS DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN · CUENTOS DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN Los cisnes salvajes ... parque, desaparecieron en el bosque. Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar

sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra -. Echó luego los sapos al agua clara, que

inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de

los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notario; y en

cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran

ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin

embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la

princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.

Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; untóle

luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.

Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las

golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba.

La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante

todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse,

pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando

por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.

Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Tendióse sobre el

blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio

absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de

luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas

fugaces.

Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de

oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero

no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las

cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las

páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no

se produjesen confusiones en el texto.

Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un

techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía

sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos

alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si,

matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al

agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido

pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el

sol como las que se hallaban en la sombra.

Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente

con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y metióse en el agua pura; en el mundo entero

no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.

Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y

prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios

misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los

hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y,

después de colocar apoyos para las ramas, adentróse en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan

profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies.

No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos

altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parecíale verse rodeada por un

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enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido.

La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y

entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro

Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos.

Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad.

Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y

Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque. - No -respondió la

vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo.

Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas

extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento

natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.

Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto.

Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir

adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro,

piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano.

"La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por

vuestra lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevaréis al lado de mis hermanos

queridos."

Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un

haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe? Se hallaba sola en la orilla, pero

no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los

lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: "¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!"

Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos

dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en

él reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un

niño dormido.

A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno

tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se

posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.

No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, desprendióse el plumaje de las aves y aparecieron once apuestos

príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la

muchacha comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó en sus brazos,

llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan

mayor ya y tan hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel proceder de su

madrastra.

- Nosotros - dijo el hermano mayor- volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo; pero en

cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de

apoyo para los pies a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las nubes, nos precipitaríamos al

abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa

como ésta, pero el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo un arrecife solitario

emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan

por encima de nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella pasamos la noche en

figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de

los días más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está permitido permanecer

por espacio de once días, volando por encima del bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es

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morada de nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando allí, nos

parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los

vimos en nuestra infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es

nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita querida. Tenemos aún dos días para

quedarnos aquí, pero luego deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra.

¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en absoluto que pueda flotar.

- ¿Cómo podría yo redimiros? -preguntó la muchacha.

Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas.

Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus hermanos, transformados de

nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra;

reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos todo el día. Al anochecer

regresaron los otros, y cuando el sol se puso recobraron todos su figura natural.

- Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos dejarte de este modo.

¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y,

¿no tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar?

- ¡Sí, llevadme con vosotros! -dijo Elisa.

Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible corteza de sauce. Tendióse en ella

Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los

picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta las nubes. Al ver que los

rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra

con sus anchas alas extendidas.

Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le parecía verse en los

aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de

raíces aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella.

Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra

con las alas.

Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota posada sobre el agua. Tenían a

sus espaldas una gran nube; era una montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello

demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la muchacha; pero al elevarse

más el sol y quedar rezagada la nube, se desvaneció la hermosa silueta.

Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo, llevaban menos velocidad

que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa

veía angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la superficie del mar.

Dábase cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar

con la ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se precipitarían en el mar y se

ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía.

Los negros nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento anunciaban la tempestad. Las

nubes formaban un único arco, grande y amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se

sucedían sin interrupción.

El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes descendieron bruscamente, con tanta

rapidez, que la muchacha tuvo la sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había

desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por primera vez el arrecife al fondo, tan

pequeño, que habríase dicho la cabeza de una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose

rápidamente, ya no era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro

del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del

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brazo; había el sitio justo para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua

pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin interrupción. Los hermanos, cogidos

de las manos, cantaban salmos y encontraban en ellos confianza y valor.

Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose

de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, parecióles como si

las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca, fuesen millones de cisnes

nadando entre las olas.

Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra montañosa, con las rocas cubiertas

de brillantes masas de hielo; en el centro se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con

atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores, grandes como ruedas

de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía

era el soberbio castillo de nubes de la Hada Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar para criaturas

humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las montañas, los bosques y el castillo, quedando

reemplazados por veinte altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír los

sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar. Estaba ya muy cerca de los templos cuando

éstos se transformaron en una gran flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas

marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes desfilaban ante sus ojos, hasta que al

fin vislumbró la tierra real, término de su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros,

ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol encontróse en la cima de una roca, frente a una gran cueva

revestida de delicadas y verdes plantas trepadoras, comparables a bordadas alfombras.

- Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche -dijo el menor de los hermanos, mostrándole el dormitorio.

- ¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvaros! -respondió ella; aquella idea no se le iba de la mente, y rogaba a

Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando

a gran altura, hacia el castillo de la Hada Morgana; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su encuentro; y, sin

embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro.

- Tus hermanos pueden ser redimidos -le dijo-; pero, ¿tendrás tú valor y constancia suficientes? Cierto que el agua

moldea las piedras a pesar de ser más blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y

no tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves esta ortiga que tengo en la

mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que

únicamente sirven las que crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te llenen las

manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los

echas sobre los once cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en que empieces

la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera

que pronuncies, un puñal homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua dependen sus vidas. No

olvides nada de lo que te he dicho.

El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó como al contacto del fuego. Era

ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de

rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar su trabajo.

Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le formaron grandes ampollas

en manos y brazos; pero todo lo resistía gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas

con los pies descalzos y trenzó el verde lino.

Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa muda. Creyeron que se trataba de

algún nuevo embrujo de su perversa madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana

se había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus lágrimas se le mitigaban los

dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas.

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Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que hubiese redimido a sus

hermanos queridos; y continuó durante todo el día siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca

pasó para ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo.

En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se acercaban

progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un

fajo las ortigas que había recogido y peinado, sentóse encima.

En aquel mismo momento apareció en el valle, saltando, un enorme perro, seguido muy pronto de otros, que

ladraban y corrían de uno a otro lado. Poco después todos los cazadores estaban delante de la gruta; el más apuesto

era el rey del país. Acercóse a Elisa; nunca había visto a una muchacha tan bella.

- ¿Cómo llegaste aquí, preciosa? -dijo. Elisa sacudió la cabeza, pues no podía hablar: iba en ello la redención y la

vida de sus hermanos; y ocultó las manos debajo del delantal para que el Rey no viese el dolor que la afligía.

- Vente conmigo -dijo el príncipe-, no puedes seguir aquí. Si eres tan buena como hermosa, te vestiré de seda y

terciopelo, te pondré la corona de oro en la cabeza y vivirás en el más espléndido de mis palacios -y así diciendo la

subió sobre su caballo.

Ella lloraba y agitaba las manos, pero el Rey dijo:

- Sólo quiero tu felicidad. Un día me lo agradecerás -. Y se alejaron todos por entre las montañas, montada ella

delante y escoltada de los demás cazadores.

Al ponerse el sol llegaron a la vista de la hermosa capital del reino, con sus iglesias y cúpulas. El Soberano la

condujo a palacio, un soberbio edificio con grandes surtidores en las altas salas de mármol; las paredes y techos

estaban cubiertos de pinturas; pero Elisa no veía nada, sus ojos estaban henchidos de lágrimas, y su alma, de

tristeza; indiferente a todo, dejóse poner vestidos reales, perlas en el cabello y guantes en las inflamadas manos.

Así ataviada, su belleza era tan deslumbrante, que toda la Corte se inclinó respetuosamente ante ella; y el Rey la

proclamó su novia, pese a que el arzobispo sacudía la cabeza y murmuraba que seguramente la doncella del bosque

era una bruja, que había ofuscado los ojos y trastornado el corazón del Rey.

Éste, empero, no le hizo caso y mandó que tocase la música, sirviesen los manjares más exquisitos y bailasen las

muchachas más lindas; luego la condujo a unos magníficos salones, pasando por olorosos jardines. Pero ni la más

leve sonrisa se dibujó en sus labios ni se reflejó en sus ojos, llenos de tristeza. El Rey abrió una pequeña habitación

destinada a dormitorio de Elisa; estaba adornada con preciosos tapices verdes, y se parecía sorprendentemente a la

gruta que le había servido de refugio. En el suelo había el fajo de lino hilado de las ortigas, y debajo de la manta, el

camisón ya terminado. Todo lo había traído uno de los cazadores.

- Aquí podrás imaginarte que estás en tu antiguo hogar -le dijo el Rey-. Ahí tienes el trabajo en que te ocupabas; en

medio de todo este esplendor te agradará recordar aquellos tiempos.

Al ver Elisa aquellas cosas tan queridas de su corazón, sintió que una sonrisa se dibujaba en su boca y que la sangre

afluía de nuevo a sus mejillas. Pensó en la salvación de sus hermanos y besó la mano del Rey, quien la estrechó

contra su pecho y dio orden de que las campanas de las iglesias anunciasen la próxima boda. La hermosa y muda

doncella del bosque iba a ser reina del país.

El arzobispo no cesaba de murmurar palabras malévolas a los oídos del Rey, pero no penetraban en su corazón,

pues estaba firmemente decidido a celebrar la boda. El propio arzobispo tuvo que poner la corona a la nueva

soberana; en su enojo, se la encasquetó hasta la frente, con tal violencia que le hizo daño. Pero mayor era la

opresión que la nueva reina sentía en el pecho: la angustia por sus hermanos; y esta pena del alma le impedía notar

los sufrimientos del cuerpo. Su boca seguía muda, pues una sola palabra habría costado la vida a sus hermanos;

mas sus ojos expresaban un amor sincero por aquel rey bueno y apuesto, que se desvivía por complacerla. De día

en día iba queriéndolo más tiernamente, y sólo deseaba poder comunicarle sus penas. Pero no tenía más remedio

que seguir muda, y muda debía terminar su tarea. Por eso, durante la noche se deslizaba de su lado y, yendo al

pequeño aposento adornado como la gruta, confeccionaba los camisones, uno tras otro; pero al disponerse a

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empezar el séptimo, vio que se le había terminado el lino.

No ignoraba que en el cementerio crecían las ortigas que necesitaba; pero debía cogerlas ella misma. ¿Cómo

hacerlo? ¿Cómo salir sin ser observada?

"¡Ah, qué representa el dolor de mis dedos comparado con el tormento que sufre mi corazón! -pensaba-. Es

necesario que me aventure. Nuestro Señor no retirará de mí su mano bondadosa." Angustiada, como si fuese a

cometer una mala acción, salió a hurtadillas al jardín. A la luz de la luna, siguió por las largas avenidas y por las calles

solitarias, dirigiéndose al cementerio. Sentadas en una gran losa funeraria vio un corro de feas brujas; y presenció

cómo se despojaban de sus harapos, cual si se dispusieran a bañarse, y con los dedos largos y escuálidos extraía la

tierra de las sepulturas recientes, sacaban los cadáveres y devoraban su carne. Elisa hubo de pasar cerca de ellas y

fue blanco de sus malas miradas, pero la muchacha, orando en silencio, recogió sus ortigas y las llevó a palacio.

Una sola persona la había visto, el arzobispo, el cual velaba mientras los demás dormían. Así, pues, había tenido

razón al sospechar que la Reina era una bruja; por eso había hechizado al Rey y a todo el pueblo.

En el confesionario comunicó al Rey lo que había visto y lo que temía; y cuando las duras palabras salieron de su

boca, los santos de talla menearon las cabezas, como diciendo: "No es verdad, Elisa es inocente." Pero el arzobispo

interpretó el gesto de modo distinto; pensó que declaraban contra ella y que eran sus pecados los que hacían agitar

las cabezas de los santos. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del Rey, y volvió a palacio con la duda en el

corazón. A la noche siguiente simuló dormir, aunque el sueño no había acudido a sus ojos, vio cómo Elisa se

levantaba, y lo mismo se repitió en las noches siguientes; y, siguiéndola, la veía desaparecer en el aposento.

Su semblante se tornaba cada día más sombrío. Elisa se daba cuenta, sin comprender el motivo, y, angustiada, sufría

cada vez más en su corazón por sus hermanos. Sus ardientes lágrimas fluían por el terciopelo y la púrpura reales,

depositándose cual diamantes purísimos; y todos los que veían el rico esplendor de sus ropas la envidiaban por ser

Reina. Estaba ya a punto de terminar su tarea; y sólo le faltaba un camisón; pero no le quedaba ya ni lino ni ortigas.

Por tanto, tuvo que dirigirse por última vez al cementerio a recoger unos manojos. Pensó con angustia en la solitaria

expedición y en las horribles brujas, pero su voluntad seguía firme, como su confianza en Dios.

Salió Elisa, seguida por el Rey y el arzobispo, quienes la vieron desaparecer tras la reja, y al acercarse vieron

también las brujas sentadas en las losas sepulcrales; y el Rey se volvió, convencido de que era una de ellas la que

aquella misma noche había reclinado aún la cabeza sobre su pecho.

- ¡Que el pueblo la juzgue! -dijo; y el pueblo sentenció que fuese quemada viva.

De los lujosos salones de palacio la condujeron a un calabozo oscuro y húmedo, donde el viento silbaba a través de

la reja. En vez de terciopelo y seda, diéronle el montón de ortigas que había recogido, para que le sirviesen de

almohada; los burdos y ardorosos camisones que había confeccionado serían sus mantas; y, sin embargo, aquello

era lo mejor que podían darle; reanudó su trabajo y elevó sus preces a Dios. Fuera, los golfos callejeros le cantaban

canciones insultantes; ni un alma acudía a prodigarle palabras de consuelo.

Hacia el anochecer oyó delante de la reja el rumor de las alas de un cisne; era su hermano menor, que había

encontrado a su hermana. Prorrumpió ésta en sollozos de alegría, a pesar de saber que aquella noche sería

probablemente la última de su existencia. Pero tenía el trabajo casi terminado, y sus hermanos estaban allí.

Presentóse el arzobispo para asistirla en su última hora, como había prometido al Rey; mas ella meneó la cabeza, y

con la mirada y el gesto le pidió que se marchase. Aquella noche debía terminar su tarea; de otro modo, todo habría

sido inútil: el dolor, las lágrimas, las largas noches en vela. El prelado se alejó dirigiéndole palabras de enojo, mas la

pobre Elisa sabía que era inocente y prosiguió su labor.

Los ratoncillos corrían por el suelo, acercándole las ortigas a sus pies, deseosos de ayudarla, y un tordo se posó en

la reja de la cárcel y estuvo cantando toda la noche sus más alegres canciones, para infundir valor a Elisa.

Rayaba ya el alba; faltaba una hora para salir el sol, cuando los once hermanos se presentaron a la puerta de

palacio, suplicando ser conducidos a presencia del Rey. Imposible -se les respondió-, era de noche todavía, el

Soberano estaba durmiendo y no se le podía despertar. Rogaron, amenazaron, vino la guardia, y el propio Rey salió

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preguntando qué significaba aquello. En aquel momento salió el sol y desaparecieron los hermanos, pero once cisnes

salvajes volaron encima del palacio.

Por la puerta de la ciudad afluía una gran multitud; el pueblo quería asistir a la quema de la bruja. Un viejo jamelgo

tiraba de la carreta en que ésta era conducida, cubierta con una túnica de ruda arpillera, suelto el hermoso cabello

alrededor de la cabeza, una palidez de muerte pintada en las mejillas. Sus labios se movían levemente, mientras los

dedos seguían tejiendo el verde lino. Ni siquiera camino del suplicio interrumpía Elisa su trabajo; a sus pies se

amontonaban diez camisones, y estaba terminando el último. El populacho la escarnecía:

- ¡Mirad la bruja cómo murmura! No lleva en la mano un devocionario, no, sigue con sus brujerías. ¡Destrozadla en

mil pedazos!

Lanzáronse hacia ella para arrancarle los camisones, y en el mismo momento acudieron volando once blancos

cisnes, que se posaron a su alrededor en la carreta, agitando las grandes alas. Al verlo, la muchedumbre retrocedió

aterrorizada.

- ¡Es un signo del cielo! ¡No cabe duda de que es inocente! -decían muchos en voz baja; pero no se atrevían a

expresarse de otro modo.

El verdugo la agarró de la mano, y entonces ella echó rápidamente los once camisones sobre los cisnes, que en el

acto quedaron transformados en otros tantos gallardos príncipes; sólo el menor tenía un ala en lugar de un brazo,

pues faltaba una manga a su camisón; la muchacha no había tenido tiempo de terminarlo.

- Ahora ya puedo hablar -exclamó-. ¡Soy inocente! El pueblo, al ver lo ocurrido, postróse ante ella como ante una

santa; pero Elisa cayó desmayada en brazos de sus hermanos, no pudiendo resistir tantas emociones, angustias y

dolores.

- ¡Sí, es inocente! -gritó el hermano mayor, y contó al pueblo todo lo sucedido, y mientras hablaba esparcióse una

fragancia como de millones de rosas, pues cada pedazo de leña de la hoguera había echado raíces y proyectaba

ramas. Era un seto aromático, alto y cuajado de rosas encarnadas, con una flor en la cumbre, blanca y brillante como

una estrella. Cortóla el Rey y la puso en el pecho de Elisa, la cual volvió en sí, lleno el corazón de paz y felicidad,

Las campanas de todas las iglesias se pusieron a repicar por sí mismas y los pájaros acudieron en grandes

bandadas; para regresar a palacio se organizó una cabalgata como, jamás la viera un rey.

* * * FIN * * *

El porquerizo

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Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: - ¿Me quieres por marido? - Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?Pues vamos a verlo.En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, habríase dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a "visitas" con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:- ¡A ver si será un gatito! - pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.- ¡Qué linda es! - dijeron todas las damas.- Es más que bonita - precisó el Emperador -, ¡es hermosa!Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.- ¡Ay, papá, qué lástima! - dijo -. ¡No es artificial, sino natural!- ¡Qué lástima! - corearon las damas -. ¡Es natural!- Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja - aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.- ¡Superbe, charmant! - exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.- Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz - observó un anciano caballero -. Es la misma melodía, el mismo canto.- En efecto - asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.- Espero que no sea natural, ¿verdad? - preguntó la princesa. - Sí, lo es; es un pájaro de verdad - respondieron los que lo habían traído.- Entonces, dejadlo en libertad - ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar apalacio. - Buenos días, señor Emperador - dijo -. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?- Bueno - replicó el Soberano -. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:

¡Ay, querido Agustín,todo tiene su fin!

Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba,por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del "Querido Agustín." Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.- ¡Es mi canción! - exclamó -. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto

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cuesta su instrumento.Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos. - ¿Cuánto pides por tu puchero? - preguntó.- Diez besos de la princesa - respondió el porquerizo.- ¡Dios nos asista! - exclamó la dama.- Éste es el precio, no puedo rebajarlo - observó él.- ¿Qué te ha dicho? - preguntó la princesa.- No me atrevo a repetirlo - replicó la dama -. Es demasiado indecente.- Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así.- ¡Es un grosero! - exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

¡Ay, querido Agustín,todo tiene su fin!

- Escucha - dijo la princesa -. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.- Muchas gracias - fue la réplica del porquerizo -. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.- ¡Es un fastidio! - exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.- Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!- Interesantísimo - asintió la Camarera Mayor.- Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.- ¡No faltaba más! - respondieron todas -. ¡Ni que decir tiene!El porquerizo, o sea, el príncipe - pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico - no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.- ¡Oh, esto es superbe! - exclamó la princesa al pasar por el lugar.- ¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?- Pide cien besos de la princesa - fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.- ¡Este hombre está loco! - gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos -. Hay que estimular el Arte - observó -. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.- ¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! - manifestaron ellas.- ¡Ridiculeces! - replicó la princesa -. Si yo lo beso, también podéis hacerlo vosotras. No olvidéis que os mantengo y ospago -. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.- Serán cien besos de la princesa - replicó él - o cada uno se queda con lo suyo.- Poneos delante de mí - ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.- ¿Qué alboroto hay en la pocilga? - preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes -. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa. Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.¡Demonios, y no se dio poca prisa!Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.- ¿Qué significa esto? - exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.

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- ¡Fuera todos de aquí! - gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.- ¡Ay, mísera de mí! - exclamaba la princesa -. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él. - He venido a decirte mi desprecio - exclamó él -. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:

¡Ay, querido Agustín,todo tiene su fin!

Hans el bobo

Allá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. Deeste modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos.- Me llevaré la princesa - afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.- ¿Adónde vais con el traje de los domingos? - preguntó.- A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? - y le contaron lo que ocurría.- ¡Demonios! Pues no voy a perder la ocasión - exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de él y partieron al galope. - ¡Dadme un caballo, padre! - dijo Juan el bobo -. Me gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, ysi no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella.- ¡Qué sandeces estás diciendo! - intervino el padre. - No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.- Si no me dais un caballo - replicó el bobo - montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme. - Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!- ¡Atención, que vengo yo! - gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre lasgrandes ideas que pensaban exponer.- ¡Eh, eh! - gritó el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les mostró una corneja muerta.- ¡Imbécil! - exclamaron los otros -, ¿para qué la quieres?- ¡Se la regalaré a la princesa!

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- ¡Haz lo que quieras! - contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.- ¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días!Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro.- ¡Estúpido! - dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa?- ¡Claro que sí! - respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho.- ¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! - volvió a gritar el bobo -. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha visto cosa igual!- ¿Qué has encontrado ahora? - preguntaron los hermanos. - ¡Oh! - exclamó el bobo -. Es demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa!- ¡Qué asco! - exclamaron los hermanos -. ¡Si es lodo cogido de un hoyo!- Exacto, esto es - asintió el bobo -, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos - y así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seisde frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.Todos los demás moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.- ¡No sirve! - iba diciendo la princesa -. ¡Fuera!Llegó el turno del hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente.- ¡Qué calor hace aquí dentro! - fueron las primeras palabras del pretendiente.- Es que hoy mi padre asa pollos - dijo la princesa.- ¡Ah! - y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas.- ¡No sirve! ¡Fuera! - ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.- ¡Qué calor más terrible! - dijo éste.- ¡Sí, asamos pollos! - explicó la hija del Rey.- ¿Cómo di... di, cómo di...? - tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: "¿Cómo di... di, cómo di...?."- ¡No sirve! ¡Fuera! - decretó la princesa.Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío.- ¡Demonios, qué calor! - observó.- Es que estoy asando pollos - contestó la princesa.- ¡Al pelo! - dijo el bobo. - Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad?- Con mucho gusto, no faltaba más - respondió la hija del Rey -. Pero, ¿traes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador.- Yo sí los tengo - exclamó alegremente el otro. - He aquí un excelente puchero, con mango de estaño - y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja.- Pues, ¡vaya banquete! - dijo la princesa -. Pero, ¿y la salsa?La traigo en el bolsillo - replicó el bobo -. Tengo para eso y mucho más - y se sacó del bolsillo un puñado de barro.- ¡Esto me gusta! - exclamó la princesa -. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. - Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar alsolicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo.- ¿Aquellas señorías de allí? - preguntó el bobo -. ¡Ahí va esto para el corregidor! - y, vaciándose los bolsillos, arrojó

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todo el barro a la cara del personaje.- ¡Magnífico! - exclamó la princesa. - Yo no habría podido. Pero aprenderé.Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono - y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.

La sirenita

En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie.Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina.Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinascuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar.Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro,y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondodel mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces jugasen unas con otras y se besasen.Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves.- Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también bosques y ciudades.Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de diferencia, por lo

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que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a través de las aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos hacia la quilla del navío. Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar.A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinterosado del mar y de las nubes.Al cabo de otro año le tocó el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez.La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió de alta mar, y dijo que éste era el lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores. Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ellahabla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente.La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel

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mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa.Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.- Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo habitan.Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años. - Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango.- ¡Duele! -exclamaba la doncella.- Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.La doncella de muy buena gana se habría sacudido todos aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose, ligera ydiáfana a través del agua, como una burbuja.El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había músicay canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al aire las banderasde todos los países. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la música sonaba en la noche.Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia elcielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos. Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían

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aquellos hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podían aplastarla. Hundiéndose en el agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al cabo desus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.Al amanecer, la tempestad se había calmado, pero del barco no se veía el menor resto; el sol se elevó, rojo y brillante,del seno del mar, y pareció como si las mejillas del príncipe recobrasen la vida, aunque sus ojos permanecían cerrados. La sirena estampó un beso en su hermosa y despejada frente y le apartó el cabello empapado; entonces lo encontró parecido a la estatua de mármol de su jardincito; volvió a besarlo, deseosa de que viviese.La tierra firme apareció ante ella: altas montañas azules, en cuyas cimas resplandecía la blanca nieve, como cisnes allíposados; en la orilla se extendían soberbios bosques verdes, y en primer término había un edificio que no sabía lo que era, pero que podía ser una iglesia o un convento. En su jardín crecían naranjos y limoneros, y ante la puerta se alzaban grandes palmeras. El mar formaba una pequeña bahía, resguardada de los vientos, pero muy profunda, que se alargaba hasta unas rocas cubiertas de fina y blanca arena. A ella se dirigió con el bello príncipe y, depositándolo en la playa, tuvo buen cuidado de que la cabeza quedase bañada por la luz del sol.Las campanas estaban doblando en el gran edificio blanco, y un grupo de muchachas salieron al jardín. Entonces la sirena se alejó nadando hasta detrás de unas altas rocas que sobresalían del agua, y, cubriéndose la cabeza y el pechode espuma del mar para que nadie pudiese ver su rostro, se puso a espiar quién se acercaría al pobre príncipe.Al poco rato llegó junto a él una de las jóvenes, que pareció asustarse grandemente, pero sólo por un momento. Fue en busca de sus compañeras, y la sirena vio cómo el príncipe volvía a la vida y cómo sonreía a las muchachas que lo rodeaban; sólo a ella no te sonreía, pues ignoraba que lo había salvado. Sintióse muy afligida, y cuando lo vio entrar en el vasto edificio, se sumergió tristemente en el agua y regresó al palacio de su padre.Siempre había sido de temperamento taciturno y caviloso, pero desde aquel día lo fue más aún. Sus hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida, mas ella no les contó nada.Muchas veces a la hora del ocaso o del alba se remontó al lugar donde había dejado al príncipe. Vio cómo maduraban los frutos del jardín y cómo eran recogidos; vio derretirse la nieve de las altas montañas, pero nunca al príncipe; por eso cada vez volvía a palacio triste y afligida. Su único consuelo era sentarse en el jardín, enlazando con sus brazos la hermosa estatua de mármol, aquella estatua que se parecía al guapo doncel; pero dejó de cuidar sus flores, que empezaron a crecer salvajes, invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas en las ramas de los árboles, hasta tapar la luz por completo.Por fin, incapaz de seguir guardando el secreto, lo comunicó a una de sus hermanas, y muy pronto lo supieron las demás; pero, aparte ellas y unas pocas sirenas de su intimidad, nadie más se enteró de lo ocurrido. Una de las amigaspudo decirle quién era el príncipe, pues había presenciado también la fiesta del barco y sabía cuál era su patria y dónde se hallaba su palacio.- Ven, hermanita -dijeron las demás princesas, y pasando cada una el brazo en torno a los hombros de la otra, subieron en larga hilera a la superficie del mar, en el punto donde sabían que se levantaba el palacio del príncipe.Estaba construido de una piedra brillante, de color amarillo claro, con grandes escaleras de mármol, una de las cualesbajaba hasta el mismo mar. Magníficas cúpulas doradas se elevaban por encima del tejado, y entre las columnas que rodeaban el edificio había estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los nítidos cristales de las altas ventanas podían contemplarse los hermosísimos salones adornados con preciosos tapices y cortinas de seda, y con grandes cuadros en las paredes; una delicia para los ojos.En el salón mayor, situado en el centro, murmuraba un grato surtidor, cuyos chorros subían a gran altura hacia la cúpula de cristales, a través de la cual la luz del sol llegaba al agua y a las hermosas plantas que crecían en la enorme pila.

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Desde que supo dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas noches, acercándose a tierra mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de sus hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría por debajo de la soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba contemplando a su amado, el cualcreía encontrarse solo bajo la clara luz de la luna.Varias noches lo vio navegando en su preciosa barca, con música y con banderas ondeantes; ella escuchaba desde losverdes juncales, y si el viento acertaba a cogerle el largo velo plateado haciéndolo visible, él pensaba que era un cisnecon las alas desplegadas.Muchas noches que los pescadores se hacían a la mar con antorchas encendidas, les oía encomiar los méritos del joven príncipe, y entonces se sentía contenta de haberle salvado la vida, cuando flotaba medio muerto, a merced de las olas; y recordaba cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había besado ella. Pero él lo ignoraba; ni en sueños la conocía.Cada día iba sintiendo más afecto por los hombres; cada vez sentía mayores deseos de subir hasta ellos, hasta su mundo, que le parecía mucho más vasto que el propio: podían volar en sus barcos por la superficie marina, escalar montañas más altas que las nubes; poseían tierras cubiertas de bosques y campos, que se extendían mucho más allá de donde alcanzaba la vista. Había muchas cosas que hubiera querido saber, pero sus hermanas no podían contestar a todas sus preguntas. Por eso acudió a la abuela, la cual conocía muy bien aquel mundo superior, que ella llamaba, con razón, los países sobre el mar.- Suponiendo que los hombres no se ahoguen -preguntó la pequeña sirena-, ¿viven eternamente? ¿No mueren como nosotras, los seres submarinos?- Sí, dijo la abuela -, ellos mueren también, y su vida es más breve todavía que la nuestra. Nosotras podemos alcanzarla edad de trescientos años, pero cuando dejamos de existir nos convertimos en simple espuma, que flota sobre el agua, y ni siquiera nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un alma inmortal, jamás renaceremos; somos como la verde caña: una vez la han cortado, jamás reverdece. Los humanos, en cambio, tienen un alma, que vive eternamente, aun después que el cuerpo se ha transformado en tierra; un alma que se eleva a través del aire diáfano hasta las rutilantes estrellas. Del mismo modo que nosotros emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres, así también ascienden ellos a sublimes lugares desconocidos, que nosotros no veremos nunca. - ¿Por qué no tenemos nosotras un alma inmortal? -preguntó, afligida, la pequeña sirena-. Gustosa cambiaría yo mis centenares de años de vida por ser sólo un día una persona humana y poder participar luego del mundo celestial.- ¡No pienses en eso! -dijo la vieja-. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores que los humanos de allá arriba.- Así, pues, ¿moriré y vagaré por el mar convertida en espuma, sin oír la música de las olas, ni ver las hermosas flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer nada para adquirir un alma inmortal?- No -dijo la abuela-. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que un hombre te quisiera con un amormas intenso del que tiene a su padre y su madre; que se aferrase a ti con todas sus potencias y todo su amor, e hiciese que un sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para toda la eternidad. Entonces su alma entraría en tu cuerpo, y tú también tendrías parte en la bienaventuranza reservada a los humanos. Te daría alma sin perder por ello la suya. Pero esto jamás podrá suceder. Lo que aquí en el mar es hermoso, me refiero a tu cola de pez, en la tierra lo encuentran feo. No sabrían comprenderlo; para ser hermosos, ellos necesitan dos apoyos macizos, que llaman piernas.La pequeña sirena consideró con un suspiro su cola de pez.- No nos pongamos tristes -la animó la vieja-. Saltemos y brinquemos durante los trescientos años que tenemos de vida. Es un tiempo muy largo; tanto mejor se descansa luego. Esta noche celebraremos un baile de gala.La fiesta fue de una magnificencia como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón eran de gruesocristal, pero transparente. Centenares de enormes conchas, color de rosa y verde, se alineaban a uno y otro lado con un fuego de llama azul que iluminaba toda la sala y proyectaba su luz al exterior, a través de las paredes, y alumbrabael mar, permitiendo ver los innúmeros peces, grandes y chicos, que nadaban junto a los muros de cristal: unos, con brillantes escamas purpúreas; otros, con reflejos dorados y plateados. Por el centro de la sala fluía una ancha corriente, y en ella bailaban los moradores submarinos al son de su propio y delicioso canto; los humanos de nuestra tierra no tienen tan bellas voces. La joven sirena era la que cantaba mejor; los asistentes aplaudían, y por un

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momento sintió un gozo auténtico en su corazón, al percatarse de que poseía la voz más hermosa de cuantas existen en la tierra y en el mar. Pero muy pronto volvió a acordarse del mundo de lo alto; no podía olvidar al apuesto príncipe, ni su pena por no tener como él un alma inmortal. Por eso salió disimuladamente del palacio paterno y, mientras en él todo eran cantos y regocijo, se estuvo sentada en su jardincito, presa de la melancolía.En éstas oyó los sones de un cuerno que llegaban a través del agua, y pensó: "De seguro que en estos momentos estásurcando las olas aquel ser a quien quiero más que a mi padre y a mi madre, aquél que es dueño de todos mis pensamientos y en cuya mano quisiera yo depositar la dicha de toda mi vida. Lo intentaré todo para conquistarlo y adquirir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio, iré a la mansión de la bruja marina, a quien siempre tanto temí; pero tal vez ella me aconseje y me ayude."Y la sirenita se encaminó hacia el rugiente torbellino, tras el cual vivía la bruja. Nunca había seguido aquel camino, enel que no crecían flores ni algas; un suelo arenoso, pelado y gris, se extendía hasta la fatídica corriente, donde el aguase revolvía con un estruendo semejante al de ruedas de molino, arrastrando al fondo todo lo que se ponía a su alcance. Para llegar a la mansión de la hechicera, nuestra sirena debía atravesar aquellos siniestros remolinos; y en un largo trecho no había mas camino que un cenagal caliente y burbujeante, que la bruja llamaba su turbera. Detrás estaba su casa, en medio de un extraño bosque. Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales, mitad plantas; parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra; las ramas eran largos brazos viscosos, con dedos parecidos a flexibles gusanos, y todos se movían desde la raíz hasta la punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que seponía a su alcance, sin volver ya a soltarlo. La sirenita se detuvo aterrorizada; su corazón latía de miedo y estuvo a punto de volverse; pero el pensar en el príncipe y en el alma humana le infundió nuevo valor. Atóse firmemente alrededor de la cabeza el largo cabello flotante para que los pólipos no pudiesen agarrarlo, dobló las manos sobre el pecho y se lanzó hacia delante como sólo saben hacerlo los peces, deslizándose por entre los horribles pólipos que extendían hacia ella sus flexibles brazos y manos. Vio cómo cada uno mantenía aferrado, con cien diminutos apéndices semejantes a fuertes aros de hierro, lo que había logrado sujetar. Cadáveres humanos, muertos en el mar y hundidos en su fondo, salían a modo de blancos esqueletos de aquellos demoníacos brazos. Apresaban también remos, cajas y huesos de animales terrestres; pero lo más horrible era el cadáver de una sirena, que habían capturado y estrangulado.Llegó luego a un vasto pantano, donde se revolcaban enormes serpientes acuáticas, que exhibían sus repugnantes vientres de color blancoamarillento. En el centro del lugar se alzaba una casa, construida con huesos blanqueados de náufragos humanos; en ella moraba la bruja del mar, que a la sazón se entretenía dejando que un sapo comiese de suboca, de igual manera como los hombres dan azúcar a un lindo canario. A las gordas y horribles serpientes acuáticas las llamaba sus polluelos y las dejaba revolcarse sobre su pecho enorme y cenagoso.- Ya sé lo que quieres -dijo la bruja-. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres librarte de la cola de pez, y en lugar de ella tener dos piernas para andar como los humanos, para que el príncipe se enamore de ti y, con su amor, puedas obtener un alma inmortal -. Y la bruja soltó una carcajada, tan ruidosa y repelente, que los sapos y las culebras cayeron al suelo, en el que se pusieron a revolcarse. - Llegas justo a tiempo -prosiguió la bruja-, pues de haberlo hecho mañana a la hora de la salida del sol, deberías haber aguardado un año, antes de que yo pudiera ayudarte. Te prepararé un brebaje con el cual te dirigirás a tierra antes de que amanezca. Una vez allí, te sentarás en la orilla y lo tomarás, y en seguida te desaparecerá la cola, encogiéndose y transformándose en lo que los humanos llaman piernas; pero te va a doler, como si te rajasen con una cortante espada. Cuantos te vean dirán que eres la criatura humana más hermosa que han contemplado. Conservarás tu modo de andar oscilante; ninguna bailarina será capaz de balancearse como tú, pero a cada paso que des te parecerá que pisas un afilado cuchillo y que te estás desangrando. Si estás dispuesta a pasar por todo esto, te ayudaré.-Sí -exclamó la joven sirena con voz palpitante, pensando en el príncipe y en el alma inmortal.- Pero ten en cuenta -dijo la bruja- que una vez hayas adquirido figura humana, jamás podrás recuperar la de sirena. Jamás podrás volver por el camino del agua a tus hermanas y al palacio de tu padre; y si no conquistas el amor del príncipe, de tal manera que por ti se olvide de su padre y de su madre, se aferre a ti con alma y cuerpo y haga que el sacerdote una vuestras manos, convirtiéndoos en marido y mujer, no adquirirás un alma inmortal. La primera mañana después de su boda con otra, se partirá tu corazón y te convertirás en espuma flotante en el agua.

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- ¡Acepto! -contestó la sirena, pálida como la muerte.- Pero tienes que pagarme -prosiguió la bruja-, y el precio que te pido no es poco. Posees la más hermosa voz de cuantas hay en el fondo del mar, y con ella piensas hechizarle. Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso brebaje quiero lo mejor que posees. Yo tengo que poner mi propia sangre, para que el filtro sea cortante como espada de doble filo.- Pero si me quitas la voz, ¿qué me queda? -preguntó la sirena.- Tu bella figura -respondió la bruja-, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo esto puedes turbar el corazón de un hombre. Bien, ¿has perdido ya el valor?. Saca la lengua y la cortaré, en pago del milagroso brebaje.- ¡Sea, pues! -dijo la sirena; y la bruja dispuso su caldero para preparar el filtro.- La limpieza es buena cosa -dijo, fregando el caldero con las serpientes después de hacer un nudo con ellas; luego, arañándose el pecho hasta que asomó su negra sangre, echó unas gotas de ella en el recipiente. El vapor dibujaba lasfiguras más extraordinarias, capaces de infundir miedo al corazón más audaz. La bruja no cesaba de echar nuevos ingredientes al caldero, y cuando ya la mezcla estuvo en su punto de cocción, produjo un sonido semejante al de un cocodrilo que llora. Quedó al fin listo el brebaje, el cual tenía el aspecto de agua clarísima.- Ahí lo tienes -dijo la bruja, y, entregándoselo a la sirena, le cortó la lengua, con lo que ésta quedó muda, incapaz de hablar y de cantar.- Si los pólipos te apresan cuando atravieses de nuevo mi bosque -dijo la hechicera-, arrójales una gotas de este elixir y verás cómo sus brazos y dedos caen deshechos en mil pedazos -. Pero no fue necesario acudir a aquel recurso, pueslos pólipos se apartaron aterrorizados al ver el brillante brebaje que la sirena llevaba en la mano, y que relucía como si fuese una estrella. Así cruzó rápidamente el bosque, el pantano y el rugiente torbellino.Veía el palacio de su padre; en la gran sala de baile habían apagado las antorchas; seguramente todo el mundo estaría durmiendo. Sin embargo, no se atrevió a llegar hasta él, pues era muda y quería marcharse de allí para siempre. Pareciole que el corazón le iba a reventar de pena. Entró quedamente en el jardín, cortó una flor de cada uno de los arriates de sus hermanas y, enviando al palacio mil besos con la punta de los dedos, se remontó a través de las aguas azules.El sol no había salido aún cuando llegó al palacio del príncipe y se aventuró por la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba con una claridad maravillosa. La sirena ingirió el ardiente y acre filtro y sintió como si una espada de doble filo le atravesara todo el cuerpo; cayó desmayada y quedó tendida en el suelo como muerta. Al salir el sol volvió en sí; el dolor era intensísimo, pero ante sí tenía al hermoso y joven príncipe, con los negros ojos clavados en ella. La sirena bajó los suyos y vio que su cola de pez había desaparecido, sustituida por dos preciosas y blanquísimas piernas, las más lindas que pueda tener una muchacha; pero estaba completamente desnuda, por lo que se envolvió en su larga y abundante cabellera. Le preguntó el príncipe quién era y cómo había llegado hasta allí, y ella le miró dulce y tristemente con sus ojos azules, pues no podía hablar. Entonces la tomó él de la mano y a condujo al interior del palacio. Como ya le había advertido la bruja, a cada paso que daba era como si anduviera sobre agudos punzones y afilados cuchillos, pero lo soportó sin una queja. De la mano del príncipe subía ligera como una burbuja de aire, y tanto él como todos los presentes se maravillaban de su andar gracioso y cimbreante.Le dieron vestidos preciosos de seda y muselina; era la más hermosa de palacio, pero era muda, no podía hablar ni cantar. Bellas esclavas vestidas de seda y oro se adelantaron a cantar ante el hijo del Rey y sus augustos padres; una de ellas cantó mejor que todas las demás, y fue recompensada con el aplauso y una sonrisa del príncipe. Entristeciose entonces la sirena, pues sabía que ella habría cantado más melodiosamente aún. "¡Oh! -pensó- si él supiera que por estar a su lado sacrifiqué mi voz para toda la eternidad."A continuación las esclavas bailaron primorosas danzas, al son de una música incomparable, y entonces la sirena, alzando los hermosos y blanquísimos brazos e incorporándose sobre las puntas de los pies, se puso a bailar con un arte y una belleza jamás vistos; cada movimiento destacaba más su hermosura, y sus ojos hablaban al corazón más elocuentemente que el canto de las esclavas.Todos quedaron maravillados, especialmente el príncipe, que la llamó su pequeña expósita; y ella siguió bailando, a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo creía pisar un agudísimo cuchillo. Dijo el príncipe que quería tenerlasiempre a su lado, y la autorizó a dormir delante de la puerta de su habitación, sobre almohadones de terciopelo.Mandó que le hicieran un traje de amazona para que pudiese acompañarlo a caballo. Y así cabalgaron por los

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fragantes bosques, cuyas verdes ramas acariciaban sus hombros, mientras los pajarillos cantaban entre las tiernas hojas. Subió con el príncipe a las montañas más altas, y, aunque sus delicados pies sangraban y los demás lo veían, ella seguía a su señor sonriendo, hasta que pudieron contemplar las nubes a sus pies, semejantes a una bandada de aves camino de tierras extrañas.En palacio, cuando, por la noche, todo el mundo dormía, ella salía a la escalera de mármol a bañarse los pies en el agua de mar, para aliviar su dolor; entonces pensaba en los suyos, a los que había dejado en las profundidades del océano.Una noche se presentaron sus hermanas, cogidas del brazo, cantando tristemente, mecidas por las olas. Ella les hizo señas y, reconociéndola, las sirenas se le acercaron y le contaron la pena que les había causado su desaparición. Desde entonces la visitaron todas las noches, y una vez vio a lo lejos incluso a su anciana abuela -que llevaba muchos años sin subir a la superficie- y al rey del mar, con la corona en la cabeza. Ambos le tendieron los brazos, pero sin atreverse a acercarse a tierra como las hermanas.Cada día aumentaba el afecto que por ella sentía el príncipe, quien la quería como se puede querer a una niña buenay cariñosa; pero nunca le había pasado por la mente la idea de hacerla reina; y, sin embargo, necesitaba llegar a ser su esposa, pues de otro modo no recibiría un alma inmortal, y la misma mañana de la boda del príncipe se convertiría en espuma del mar.- ¿No me amas por encima de todos los demás? -parecían decir los ojos de la pequeña sirena, cuando él la cogía en sus brazos y le besaba la hermosa frente.- Sí, te quiero más que a todos -respondía él-, porque eres la que tiene mejor corazón, la más adicta a mí, y porque tepareces a una muchacha a quien vi una vez, pero que jamás volveré a ver. Navegaba yo en un barco que naufragó, y las olas me arrojaron a la orilla cerca de un santuario, en el que varias doncellas cuidaban del culto. La más joven me encontró y me salvó la vida, yo la vi solamente dos veces; era la única a quien yo podría amar en este mundo, pero túte le pareces, tú casi destierras su imagen de mi alma; ella está consagrada al templo, y por eso mi buena suerte te haenviado a ti. Jamás nos separaremos."¡Ay, no sabe que le salvé la vida -pensó la sirena-. Lo llevé sobre el mar hasta el bosque donde se levanta el templo, y, disimulada por la espuma, estuve espiando si llegaban seres humanos. Vi a la linda muchacha, a quien él quiere más que a mí." Y exhaló un profundo suspiro, pues llorar no podía. "La doncella pertenece al templo, ha dicho, y nunca saldrá al mundo; no volverán a encontrarse pues, mientras que yo estoy a su lado, lo veo todos los días. Lo cuidaré, lo querré, le sacrificaré mi vida."Sin embargo, el príncipe debía casarse, y, según rumores, le estaba destinada por esposa la hermosa bija del rey del país vecino. A este fin, armaron un barco magnífico. Se decía que el príncipe iba a partir para visitar las tierras de aquel país; pero en realidad era para conocer a la princesa su hija, y por eso debía acompañarlo un numeroso séquito. La sirenita meneaba, sonriendo, la cabeza; conocía mejor que nadie los pensamientos de su señor.- ¡Debo partir! -le había dicho él-. Debo ver a la bella princesa, mis padres lo exigen, pero no me obligarán a tomarla por novia. No puedo amarla, pues no se parece a la hermosa doncella del templo que es como tú. Si un día debiera elegir yo novia, ésta serías tú, mi muda expósita de elocuente mirada -. La besó los rojos labios, y, jugando con su larga cabellera, apoyó la cabeza sobre su corazón, que soñaba en la felicidad humana y en el alma inmortal.- ¿No te da miedo el mar, mi pequeñina muda? -le dijo cuando ya se hallaban a bordo del navío que debía conducirlos al vecino reino. Y le habló de la tempestad y de la calma, de los extraños peces que pueblan los fondos marinos y de lo que ven en ellos los buzos; y ella sonreía escuchándolo, pues estaba mucho mejor enterada que otro cualquiera de lo que hay en el fondo del mar.Una noche de clara luna, cuando todos dormían, excepto el timonel, que permanecía en su puesto, sentóse ella en la borda y clavó la mirada en el fondo de las aguas límpidas. Le pareció que distinguía el palacio de su padre. Arriba estaba su anciana abuela con la corona de plata en la cabeza, mirando a su vez la quilla del barco a través de la rápidacorriente. Las hermanas subieron a la superficie y se quedaron también mirándola tristemente, agitando las blancas manos. Ella les hacia señas sonriente, y quería explicarles que estaba bien, que era feliz, pero se acercó el grumete, y las sirenas se sumergieron, por lo que él creyó que aquella cosa blanca que había visto no era sino espuma del mar.A la mañana siguiente el barco entró en el puerto de la capital del país vecino. Repicaban todas las campanas, y desde las altas torres llegaba el son de las trompetas, mientras las tropas aparecían formadas con banderas

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ondeantes y refulgentes bayonetas. Los festejos se sucedían sin interrupción, con bailes y reuniones; mas la princesa no había llegado aún. Según se decía, la habían educado en un lejano templo, donde había aprendido todas las virtudes propias de su condición. Al fin llegó a la ciudad.La sirenita estaba impaciente por ver su hermosura, y hubo de confesarse que nunca había visto un ser tan perfecto. Tenía la piel tersa y purísima, y detrás de las largas y oscuras pestañas sonreían unos ojos azuloscuro, de dulce expresión.- Eres tú -dijo el príncipe- la que me salvó cuando yo yacía como un cadáver en la costa -. Y estrechó en sus brazos a su ruborosa prometida. - ¡Ah, qué feliz soy! -añadió dirigiéndose a la sirena-. Se ha cumplido el mayor de mis deseos. Tú te alegrarás de mi dicha, pues me quieres más que todos.La sirena le besó la mano y sintió como si le estallara el corazón. El día de la boda significaría su muerte y su transformación en espuma.Fueron echadas al vuelo las campanas de las iglesias; los heraldos recorrieron las calles pregonando la fausta nueva. En todos los altares ardía aceite perfumado en lámparas de plata. Los sacerdotes agitaban los incensarios, y los novios, dándose la mano, recibieron la bendición del obispo. La sirenita, vestida de seda y oro, sostenía la cola de la desposada; pero sus oídos no percibían la música solemne, ni sus ojos seguían el santo rito. Pensaba solamente en supróxima muerte y en todo lo que había perdido en este mundo.Aquella misma tarde los novios se trasladaron a bordo entre el tronar de los cañones y el ondear de las banderas. En el centro del buque habían erigido una soberbia tienda de oro y púrpura, provista de bellísimos almohadones; en elladormiría la feliz pareja durante la noche fresca y tranquila.El viento hinchó las velas, y la nave se deslizó, rauda y suave, por el mar inmenso.Al oscurecer encendieron lámparas y los marineros bailaron alegres danzas en cubierta. La sirenita recordó su primera salida del mar, en la que había presenciado aquella misma magnificencia y alegría, y entrando en la danza, voló como vuela la golondrina perseguida, y todos los circunstantes expresaron su admiración; nunca había bailado tan exquisitamente. Parecía como si acerados cuchillos le traspasaran los delicados pies, pero ella no los sentía; más acerbo era el dolor que le hendía el corazón. Sabía que era la última noche que veía a aquel por quien había abandonado familia y patria, sacrificado su hermosa voz y sufrido día tras día tormentos sin fin, sin que él tuviera la más leve sospecha de su sacrificio. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, y que veía el mar profundo y el cielo cuajado de estrellas. La esperaba una noche eterna sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma ni la tendría jamás. Todo fue regocijo y contento a bordo hasta mucho después de media noche, y ella río y bailó con el corazón lleno de pensamientos de muerte. El príncipe besó a su hermosa novia, y ella acarició el negro cabello de su marido y, cogidos del brazo, se retiraron los dos a descansar en la preciosa tienda.Se hizo la calma y el silencio en el barco; sólo el timonel seguía en su puesto. La sirenita, apoyados los blancos brazos en la borda, mantenía la mirada fija en Oriente, en espera de la aurora; sabía que el primer rayo de sol la mataría. Entonces vio a sus hermanas que emergían de las aguas, pálidas como ella; sus largas y hermosas cabelleras no flotaban ya al viento; se las habían cortado.- Las hemos dado a la bruja a cambio de que nos deje acudir en tu auxilio, para que no mueras esta noche. Nos dio un cuchillo, ahí lo tienes. ¡Mira qué afilado es! Antes de que salga el sol debes clavarlo en el corazón del príncipe, y cuando su sangre caliente salpique tus pies, volverá a crecerte la cola de pez y serás de nuevo una sirena, podrás saltar al mar y vivir tus trescientos años antes de convertirte en salada y muerta espuma. ¡Apresúrate! Él o tú debéis morir antes de que salga el sol. Nuestra anciana abuela está tan triste, que se le ha caído la blanca cabellera, del mismo modo que nosotras hemos perdido la nuestra bajo las tijeras de la bruja. ¡Mata al príncipe y vuelve con nosotras! Date prisa, ¿no ves aquellas fajas rojas en el cielo? Dentro de breves minutos aparecerá el sol y morirás-. Y, con un hondo suspiro, se hundieron en las olas.La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la bella desposada dormida con la cabeza reclinada sobre el pecho del príncipe. Se inclinó, besó la hermosa frente de su amado, miró al cielo donde lucía cada vez más intensamente la aurora, miró luego el afilado cuchillo y volvió a fijar los ojos en su príncipe, que en sueños, pronunciaba el nombre de su esposa; sólo ella ocupaba su pensamiento. La sirena levantó el cuchillo con mano temblorosa, y lo arrojó a las olas con un gesto violento. En el punto donde fue a caer pareció como si gotas de sangre brotaran del agua. Nuevamente miró a su amado con desmayados ojos y, arrojándose al mar, sintió cómo su cuerpo

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se disolvía en espuma.Asomó el sol en el horizonte; sus rayos se proyectaron suaves y tibios sobre aquella espuma fría, y la sirenita se sintió libre de la muerte; veía el sol reluciente, y por encima de ella flotaban centenares de transparentes seres bellísimos; a su través podía divisar las blancas velas del barco y las rojas nubes que surcaban el firmamento. El lenguaje de aquellos seres era melodioso, y tan espiritual, que ningún oído humano podía oírlo, ni ningún humano ojo ver a quienes lo hablaban; sin moverse se sostenían en el aire, gracias a su ligereza. La pequeña sirena vio que, como ellos, tenía un cuerpo, que se elevaba gradualmente del seno de la espuma.- ¿Adónde voy? - preguntó; y su voz resonó como la de aquellas criaturas, tan melodiosa, que ninguna música terrenahabría podido reproducirla.- A reunirte con las hijas del aire -respondieron las otras. - La sirena no tiene un alma inmortal, ni puede adquirirla si no es por mediación del amor de un hombre; su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Nosotras volamos hacia las tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los seres humanos; nosotras les procurarnos frescor. Esparcimos el aroma de las flores y enviamos alivio y curación. Cuando hemos laborado por espacio de trescientos años, esforzándonos por hacer todo el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y entramos a participar de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecilla sirena, te has esforzado con todo tu corazón, como nosotras; has sufrido, y sufrido con paciencia, y te has elevado al mundo de los espíritus del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal, a fuerza de buenas obras, durante trescientos años.La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. A bordo del buque reinaba nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que surcaban el cielo.- Dentro de trescientos años nos remontaremos de este modo al reino de Dios.- Podemos llegar a él antes -susurró una de sus compañeras-. Entramos volando, invisibles, en las moradas de los humanos donde hay niños, y por cada día que encontramos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. El niño ignora cuándo entramos en su cuarto, y si nos causa gozo y nos hace sonreír, nos es descontado un año de los trescientos; pero si damos con un chiquillo malo y travieso, tenemos que verter lágrimas de tristeza, y por cada lágrima se nos aumenta en un día el tiempo de prueba.

El compañero de viaje

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.- Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudará por los caminos del mundo -. Le dirigió una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; se habría dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: "¡Mira qué novia tan bonita tienes! Es la más bella del mundo entero." Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ¡Pobre Juan!A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver ya a aquel padre que tantolo había querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecía poco apoco, mientras sentía la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un último salmo, que sonó armoniosamente; las lágrimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su

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dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima de los verdes árboles; parecía decirle: "No estés triste, Juan; ¡mira qué hermoso y azul es el cielo!. ¡Allá arriba está tu padre pidiendo a Dios por tu bien!."- Seré siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un día volveré a reunirme con mi padre. ¡Qué alegría cuando nos veamos de nuevo! Cuántas cosas podré contarle y cuántas me mostrará él, y me enseñará la magnificencia del cielo, como lo hacía en la Tierra. ¡Oh, qué felices seremos!Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo, tenía alas mucho mayores y más hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acá en la Tierra había practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecía adornada con arena y flores. Habían cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenía en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir.De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeña herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponía a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, después de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: ¡Adiós, padre querido! Seré siempre bueno, y tú le pedirás a Dios que las cosas me vayan bien.Al entrar en la campiña, el muchacho observó que todas las flores se abrían frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecían al impulso de la brisa, como diciendo: "¡Bienvenido a nuestros dominios! ¿Verdad que son bellos?." Pero Juan se volvió una vez más a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeño el santo bautismo,y a la que había asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeña gorra roja, y resguardándose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniéndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, paradarle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien.Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en el amplio mundo y siguió su camino, mucho más allá de donde llegara jamás. No conocía los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para él.La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campiña, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, laslilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y cañas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lámpara soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito; una lámpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: "¡Buenos días, buenos días! ¿No te has levantado aún?."Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Señor; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre.En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: "Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo."Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado.

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- Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar suoración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueños, mientras en el exterior fulguraban los relámpagos y retumbaban los truenos.Despertóse a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plataa través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.- ¿Por qué queréis hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejad que descanse en paz, en nombre de Jesús.- ¡Tonterías! -replicaron los malvados-. ¡Nos engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.- Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la daré de buena gana si me prometéis dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios.- Bien -replicaron los dos impíos-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riéndose a carcajadas de aquel magnánimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadáver en el féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinándose ante él, alejóse contento bosque a través.En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrándose por entre el follaje, veía jugar alegremente a los duendecillos, que no huían de él, pues sabían que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quieneslos duendes no se dejan ver. Algunos no eran más grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubiocabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minúsculos personajes. ¡Qué delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodías que aprendiera de niño. Grandes arañas multicolores, con argénteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocío, brillaban como nítido cristal a los claros rayos de la luna. El espectáculo duró hasta la salida del sol. Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telarañas.En éstas, Juan había salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre:- ¡Hola, compañero!, ¿adónde vamos?- Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudará.- También yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ¿Quieres que lo hagamos en compañía?- ¡Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho más inteligente que él. Había recorrido casi todo el mundo y sabía de todas las cosas imaginables.El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un árbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniéndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leña que había recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por él asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se había roto una pierna.Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenía un ungüento con el cual, en un santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo que la mujer podría regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.- ¡Mucho pides! -objetó la vieja, acompañando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacía gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho más ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica.

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- ¿Para qué quieres las varas? -preguntó Juan a su compañero. - Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy así de extraño.Y prosiguieron un buen trecho.- ¡Se está preparando una tormenta! -exclamó Juan, señalando hacia delante-. ¡Qué nubarrones más cargados!- No -respondió el compañero-. No son nubes, sino montañas, montañas altas y magníficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y están rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, créeme. Mañana ya estaremos allí.Pero no estaban tan cerca como parecía. Un día entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habían rocas enormes, tan grandes como una ciudad. Debía de ser muy cansadosubir allá arriba, y, así, Juan y su compañero entraron en la posada; tenían que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.En la sala de la hostería se había reunido mucho público, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeño escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectáculo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el más importante del pueblo, con su gran perro mastín echado a su lado; el animal tenía aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores.Empezó una linda comedia, en la que intervenían un rey y una reina, sentados en un trono magnífico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. Lindísimos muñecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecían en las puertas, abriéndolas y cerrándolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquí que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, ¡crac!, la despedazó en un momento. ¡Espantoso!El pobre titiretero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la más bonita de sus figuras; y el perro la había decapitado. Pero cuando, más tarde, el público se retiró, el compañero de Juan dijo que repararía el mal, y, sacando su frasco, untó la muñeca con el ungüento que tan maravillosamente había curado la pierna de la vieja. Y, enefecto; no bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podía mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; habríase dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí sola: ninguna otra figura podía hacer tanto.

Por la noche, cuando todos los huéspedes estuvieron acostados, oyéronse unos suspiros profundísimos y tan prolongados, que todo el mundo se levantó para ver quién los exhalaba. El titiretero se dirigió a su teatro, pues de él salían las quejas. Los muñecos, el rey y toda la comparseria estaban revueltos, y eran ellos los que así suspiraban, mirando fijamente con sus ojos de vidrio, pues querían que también se les untase un poquitín con la maravillosa pomada, como la reina, para poder moverse por su cuenta. La reina se hincó de rodillas y, levantando su magnífica corona, imploró:- ¡Quédate con ella, pero unta a mi esposo y a los cortesanos! Al pobre propietario del teatro se le saltaron las lágrimas, pues la escena era en verdad conmovedora. Fue en busca del compañero de Juan y le prometió toda la recaudación de la velada siguiente si se avenía a untarle aunque sólo fuesen cuatro o cinco muñecos; pero el otro le dijo que por toda recompensa sólo quería el gran sable que llevaba al cinto; cuando lo tuvo, aplicó el ungüento a seis figuras, las cuales empezaron a bailar enseguida, con tanta gracia, que las muchachas de veras que lo vieron las acompañaron en la danza. Y bailaron el cochero y la cocinera, el criado y la criada, y todos los huéspedes, hasta la misma badila y las tenazas, si bien éstas se fueron al suelo a los primeros pasos. Fue una noche muy alegre, desde luego.A la mañana siguiente, Juan y su compañero de viaje se despidieron de la compañía y echaron cuesta arriba por entrelos espesos bosques de abetos. Llegaron a tanta altura, que las torres de las iglesias se veían al fondo como diminutasbayas rojas destacando en medio del verdor, y su mirada pudo extenderse a muchas, muchas millas, hasta tierras quejamás habían visitado. Tanta belleza y magnificencia nunca la había visto Juan; el sol parecía más cálido en aquel aire puro; el mozo oía los cuernos de los cazadores resonando entre las montañas, tan claramente, que las lágrimas asomaron a sus ojos y no pudo por menos de exclamar: ¡Dios santo y misericordioso, quisiera besarte por tu bondad

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con nosotros y por toda esa belleza que, para nosotros también, has puesto en el mundo!El compañero de viaje permanecía a su vez con las manos juntas contemplando, por encima del bosque y las ciudades, la lejanía inundada por el sol. Al mismo tiempo oyeron encima de sus cabezas un canto prodigioso, y al mirar a las alturas descubrieron flotando en el espacio un cisne blanco que cantaba como jamás oyeran hacer a otra ave. Pero aquellos sones fueron debilitándose progresivamente, y el hermoso cisne, inclinando la cabeza, descendió con lentitud y fue a caer muerto a sus pies.-¡Qué alas tan espléndidas! -exclamó el compañero-. Mucho dinero valdrán, tan blancas y grandes; ¡voy a llevármelas! ¿Ves ahora cómo estuve acertado al hacerme con el sable? -. Cortó las dos alas del cisne muerto y se las guardó.Caminaron millas y millas montes a través, hasta que por fin vieron ante ellos una gran ciudad, con cien torres que brillaban al sol cual si fuesen de plata. En el centro de la población se alzaba un regio palacio de mármol recubierto de oro; era la mansión del Rey.Juan y su compañero no quisieron entrar enseguida en la ciudad, sino que se quedaron fuera, en una posada, para asearse, pues querían tener buen aspecto al andar por las calles. El posadero les contó que el Rey era una excelente persona, incapaz de causar mal a nadie; pero, en cambio, su hija, ¡ay, Dios nos guarde!, era una princesa perversa. Belleza no le faltaba, y en punto a hermosura ninguna podía compararse con ella; pero, ¿de qué le servía?. Era una bruja, culpable de la muerte de numerosos y apuestos príncipes. Permitía que todos los hombres la pretendieran; todos podían presentarse, ya fuesen príncipes o mendigos, lo mismo daba; pero tenían que adivinar tres cosas que ella se había pensado. Se casaría con el que acertase, el cual sería Rey del país el día en que su padre falleciese; pero el que no daba con las tres respuestas, era ahorcado o decapitado. El anciano Rey, su padre, estaba en extremo afligido por la conducta de su hija, mas no podía impedir sus maldades, ya que en cierta ocasión prometió no intervenir jamás en los asuntos de sus pretendientes y dejarla obrar a su antojo. Cada vez que se presentaba un príncipe para someterse a la prueba, era colgado o le cortaban la cabeza; pero siempre se le había prevenido y sabía bien a lo que se exponía. El viejo Rey estaba tan amargado por tanta tristeza y miseria, que todos los años permanecía un día entero de rodillas, junto con sus soldados, rogando por la conversión de la princesa; pero nada conseguía. Las viejas que bebían aguardiente, en señal de duelo lo teñían de negro antes de llevárselo a la boca; más no podían hacer.- ¡Qué horrible princesa! -exclamó Juan-. Una buena azotaina, he aquí lo que necesita. Si yo fuese el Rey, pronto cambiaría.De pronto se oyó un gran griterío en la carretera. Pasaba la princesa. Era realmente tan hermosa, que todo el mundo se olvidaba de su maldad y se ponía a vitorearla. Escoltábanla doce preciosas doncellas, todas vestidas de blanca seda y cabalgando en caballos negros como azabache, mientras la princesa montaba un corcel blanco como la nieve, adornado con diamantes y rubíes; su traje de amazona era de oro puro, y el látigo que sostenía en la mano relucía como un rayo de sol, mientras la corona que ceñía su cabeza centelleaba como las estrellitas del cielo, y el manto quela cubría estaba hecho de miles de bellísimas alas de mariposas. Y, sin embargo, ella era mucho más hermosa que todos los vestidos.Al verla, Juan se puso todo colorado, por la sangre que afluyó a su rostro, y apenas pudo articular una palabra; la princesa era exactamente igual que aquella bella muchacha con corona de oro que había visto en sueños la noche de la muerte de su padre. La encontró indeciblemente hermosa, y en el acto quedó enamorado de ella. Era imposible, pensó, que fuese una bruja, capaz de mandar ahorcar o decapitar a los que no adivinaban sus acertijos. "Todos están facultades para solicitarla, incluso el más pobre de los mendigos; iré, pues, al palacio; no tengo más remedio."Todos insistieron en que no lo hiciese, pues sin duda correría la suerte de los otros; también su compañero de ruta trató de disuadirlo, pero Juan, seguro de que todo se resolvería bien, se cepilló los zapatos y la chaqueta, se lavó la cara y las manos, se peinó el bonito cabello rubio y se encaminó a la ciudad y al palacio.- ¡Adelante! -gritó el anciano Rey al llamar Juan a la puerta. Abrióla el mozo, y el Soberano salió a recibirlo, en bata denoche y zapatillas bordadas. Llevaba en la cabeza la corona de oro, en una mano, el cetro, y en la otra, el globo imperial.- ¡Un momento! -dijo, poniéndose el globo debajo del brazo para poder alargar la mano a Juan. Pero no bien supo que se trataba de un pretendiente, prorrumpió a llorar con tal violencia, que cetro y globo le cayeron al suelo y hubo

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de secarse los ojos con la bata de dormir. ¡Pobre viejo Rey!- No lo intentes -le dijo-, acabarás malamente, como los demás. Ven y verás le que te espera -. Y condujo a Juan al jardín de recreo de la princesa.¡Horrible espectáculo! De cada árbol colgaban tres o cuatro príncipes que, habiendo solicitado a la hija del Rey, no habían acertado a contestar sus preguntas. A cada ráfaga de viento matraqueaban los esqueletos, por lo que los pájaros, asustados, nunca acudían al jardín; las flores estaban atadas a huesos humanos, y en las macetas, los cráneos exhibían su risa macabra. ¡Qué extraño jardín para una princesa!- ¡Ya lo ves! -dijo el Rey-. Te espera la misma suerte que a todos ésos. Mejor es que renuncies. Me harías sufrir mucho, pues no puedo soportar estos horrores.Juan besó la mano al bondadoso Monarca, y le dijo que sin duda las cosas marcharían bien, pues estaba apasionadamente prendado de la princesa.En esto llegó ella a palacio, junto con sus damas. El Rey y Juan fueron a su encuentro, a darle los buenos días. Era maravilloso mirarla; tendió la mano al mozo, y éste quedó mucho más persuadido aún de que no podía tratarse de una perversa hechicera, como sostenía la gente. Pasaron luego a la sala del piso superior, y los criados sirvieron confituras y pastas secas, pero el Rey estaba tan afligido, que no pudo probar nada, además de que las pastas eran demasiado duras para sus dientes.Se convino en que Juan volvería a palacio a la mañana siguiente. Los jueces y todo el consejo estarían reunidos para presenciar la marcha del proceso. Si la cosa iba bien, Juan tendría que comparecer dos veces más; pero hasta entonces nadie había acertado la primera pregunta, y todos habían perdido la vida.A Juan no le preocupó ni por un momento la idea de cómo marcharían las cosas; antes bien, estaba alegre, pensandotan sólo en la bella princesa, seguro de que Dios le ayudaría; de qué manera, lo ignoraba, y prefería no pensar en ello. Iba bailando por la carretera, de regreso a la posada, donde lo esperaba su compañero.El muchacho no encontró palabras para encomiar la amabilidad con que lo recibiera la princesa y describir su hermosura. Anhelaba estar ya al día siguiente en el palacio, para probar su suerte con el acertijo.Pero su compañero meneó la cabeza, profundamente afligido. - Te quiero bien -dijo-; confiaba en que podríamos seguir juntos mucho tiempo, y he aquí que voy a perderte. ¡Mi pobre, mi querido Juan!, me dan ganas de llorar, pero no quiero turbar tu alegría en esta última velada que pasamos juntos. Estaremos alegres, muy alegres; mañana, cuando te hayas marchado, podré llorar cuanto quiera.Todos los habitantes de la ciudad se habían enterado de la llegada de un nuevo pretendiente a la mano de la princesa, y una gran congoja reinaba por doquier. Cerróse el teatro, las pasteleras cubrieron sus mazapanes con crespón, el Rey y los sacerdotes rezaron arrodillados en los templos; la tristeza era general, pues nadie creía que Juanfuera más afortunado que sus predecesores.Al atardecer, el compañero de Juan preparó un ponche, y dijo a su amigo:- Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa.Pero al segundo vaso entróle a Juan una pesadez tan grande, que tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantener abiertos los ojos, basta que quedó sumido en profundo sueño. Su compañero lo levantó con cuidado de la silla y lo llevó a la cama; luego, cerrada ya la noche, cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó a la espalda. Metióse en el bolsillo la más grande de las varas recibidas de la vieja de la pierna rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad, se dirigió al palacio; allí se posó en un rincón, bajo la ventana del aposento de la princesa.En la ciudad reinaba el más profundo silencio. Dieron las doce menos cuarto en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras, alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su presencia, y se lanzó en supersecución; cuando la alcanzó, se puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de su piel. ¡Qué viajecito! El viento extendía el manto en todas direcciones, a modo de una gran vela de barco a cuyo través brillaba laluz de la luna.- ¡Qué manera de granizar! -exclamaba la princesa a cada azote, y bien empleado le estaba. Finalmente, llegó a la montaña y llamó. Se oyó un estruendo semejante a un trueno; abrióse la montaña, y la hija del Rey entró, seguida del amigo de Juan, que, siendo invisible, no fue visto por nadie. Siguieron por un corredor muy grande y muy largo,

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cuyas paredes brillaban de manera extraña, gracias a más de mil arañas fosforescentes que subían y bajaban por ellas, refulgiendo como fuego. Llegaron luego a una espaciosa sala, toda ella construida de plata y oro. Flores del tamaño de girasoles, rojas y azules, adornaban las paredes; pero nadie podía cogerlas, pues sus tallos eran horribles serpientes venenosas, y las corolas, fuego puro que les salía de las fauces. Todo el techo se hallaba cubierto de luminosas luciérnagas y murciélagos de color azul celeste, que agitaban las delgadas alas. ¡Qué espanto! En el centro del piso había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo, con guarniciones hechas de rojas arañas de fuego; el trono propiamente dicho era de cristal blanco como la leche, y los almohadones eran negros ratoncillos quese mordían la cola unos a otros. Encima había un dosel hecho de telarañas color de rosa, con incrustaciones de diminutas moscas verdes que refulgían cual piedras preciosas. Ocupaba el trono un viejo hechicero, con una corona en la fea cabeza y un cetro en la mano. Besó a la princesa en la frente y, habiéndole invitado a sentarse a su lado, en el magnífico trono, mandó que empezase la música. Grandes saltamontes negros tocaban la armónica, mientras la lechuza se golpeaba el vientre, a falta de tambor. Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegosfatuos en la gorra danzaban por la sala. Sin embargo, nadie se dio cuenta del compañero de Juan; colocado detrás deltrono, pudo verlo y oírlo todo.

Los cortesanos que entraron a continuación ofrecían, a primera vista, un aspecto distinguido, pero observados de cerca, la cosa cambiaba. No eran sino palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo había infundido vida y recubierto con vestidos bordados. Pero, ¡qué más daba! Su única misión era de adorno.Terminado el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un nuevo pretendiente, y le preguntó qué debía idear para plantearle el consabido enigma cuando, al día siguiente, apareciese en palacio.- Te diré -contestó-. Yo eligiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se le ocurra pensar en ello. Piensa en tu zapato; no lo adivinará. Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas mañana por la noche, no te olvides de traerme susojos, pues me los quiero comer.La princesa se inclinó profundamente y prometió no olvidarse de los ojos. El brujo abrió la montaña, y ella emprendióel vuelo de regreso, siempre seguida del compañero de Juan, el cual la azotaba con tal fuerza que ella se quejaba amargamente de lo recio del granizo y se apresuraba cuanto podía para entrar cuanto antes por la ventana de su dormitorio. Entonces el compañero de viaje se dirigió a la habitación donde Juan dormía y, desatándose las alas, metióse en la cama, pues se sentía realmente cansado.Juan despertó de madrugada. Su compañero se levantó también y le contó que había tenido un extraño sueño acercade la princesa y de su zapato; y así, le dijo que preguntase a la hija del Rey si por casualidad no era en aquella prenda en la que había pensado. Pues esto era lo que había oído de labios del brujo de la montaña.- Lo mismo puede ser esto que otra cosa -dijo Juan-. Tal vez sea precisamente lo que has soñado, pues confío en Dios misericordioso; Él me ayudará. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no nos volveremos a ver.Se abrazaron, y Juan se encaminó a la ciudad y al palacio. El gran salón estaba atestado de gente; los jueces ocupaban sus sillones, con las cabezas apoyadas en almohadones de pluma, pues tendrían que pensar no poco. El Rey se levantó, se secó los ojos con un blanco pañuelo, y en el mismo momento entró la princesa. Estaba mucho más hermosa aún que la víspera, y saludó a todos los presentes con exquisita amabilidad. A Juan le tendió la mano, diciéndole: - Buenos días.Acto seguido, Juan hubo de adivinar lo que había pensado la princesa. Ella lo miraba afablemente, pero en cuanto oyó de labios del mozo la palabra "zapato," su rostro palideció intensamente, y un estremecimiento sacudió todo su cuerpo. Sin embargo, no había remedio: ¡Juan había acertado!¡Qué contento se puso el viejo Rey! Tanto, que dio una voltereta, tan graciosa, que todos los cortesanos estallaron enaplausos, en su honor y en el de Juan, por haber acertado la vez primera.Su compañero tuvo también una gran alegría cuando supo lo ocurrido. En cuanto a Juan, juntando las manos dio gracias a Dios, confiado en que no le faltaría también su ayuda las otras dos veces.Al día siguiente debía celebrarse la segunda prueba.La velada transcurrió como la anterior. Cuando Juan se hubo dormido, el compañero siguió a la princesa a la montaña, vapuleándola más fuertemente aún que la víspera, pues se había llevado dos varas; nadie lo vio, y él, en

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cambio, pudo oírlo todo. La princesa decidió pensar en su guante, y el compañero de viaje se lo dijo a Juan, como si se tratase de un sueño. De este modo nuestro mozo pudo acertar nuevamente, lo cual produjo enorme alegría en palacio. Toda la Corte se puso a dar volteretas, como las vieran hacer al Rey el día anterior, mientras la princesa, echada en el sofá, permanecía callada. Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía, se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey heredaría el trono imperial; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo se comería sus hermosos ojos azules.Aquella noche, Juan se acostó pronto; rezó su oración vespertina y durmió tranquilamente, mientras su compañero, aplicándose las alas a la espalda, se colgaba el sable del cinto y, tomando las tres varas, emprendía el vuelo hacia palacio.La noche era oscura como boca de lobo; arreciaba una tempestad tan desenfrenada, que las telas volaban de los tejados, y los árboles del jardín de los esqueletos se doblaban como cañas al empuje del viento. Los relámpagos se sucedían sin interrupción, y retumbaba el trueno. Abrióse la ventana y salió la princesa volando. Estaba pálida como la muerte, pero se reía del mal tiempo, deseosa de que fuese aún peor; su blanco manto se arremolinaba en el aire cual una amplia vela, mientras el amigo de Juan la azotaba furiosamente con las tres varas, de tal modo que la sangrecaía a gotas a la tierra, y ella apenas podía sostener el vuelo. Por fin llegó a la montaña.- ¡Qué tormenta y qué manera de granizar! -exclamó-. Nunca había salido con tiempo semejante.- Todos los excesos son malos -dijo el brujo. Entonces ella le contó que Juan había acertado por segunda vez; si al día siguiente acertaba también, habría ganado, y ella no podría volver nunca más a la montaña ni repetir aquellas artes mágicas; por eso estaba tan afligida.- ¡No lo adivinará! -exclamó el hechicero-. Pensaré algo que jamás pueda ocurrírsele, a menos que sea un encantadormás grande que yo. Pero ahora, ¡a divertirnos! -. Y cogiendo a la princesa por ambas manos, bailaron con todos los pequeños trasgos y fuegos fatuos que se hallaban en la sala; las rojas arañas saltaban en las paredes con el mismo regocijo; habríase dicho el centelleo de flores de fuego. Las lechuzas tamborileaban, silbaban los grillos, y los negros saltamontes soplaban con todas sus fuerzas en las armónicas. ¡Fue un baile bien animado!Terminado el jolgorio, la princesa hubo de volverse, pues de lo contrario la echarían de menos en palacio; el hechicero dijo que la acompañaría y harían el camino juntos.Emprendieron el vuelo en medio de la tormenta, y el compañero de Juan les sacudió de lo lindo con las tres varas; nunca había recibido el brujo en las espaldas una granizada como aquélla. Al llegar a palacio y despedirse de la princesa, le dijo al oído:- Piensa en mi cabeza.Pero el amigo de Juan lo oyó, y en el mismo momento en que la hija del Rey entraba en su dormitorio y el brujo se disponía a volverse, agarrándolo por la luenga barba negra, ¡zas!, de un sablazo le separó la horrible cabeza de los hombros, sin que el mago lograse verlo. Luego arrojó el cuerpo al lago, para pasto de los peces, pero la cabeza sólo lasumergió en el agua y, envolviéndola luego en su pañuelo, dirigióse a la posada y se acostó.A la mañana entregó el envoltorio a Juan, diciéndole que no lo abriese hasta que la princesa le preguntase en qué había pensado.Había tanta gente en la amplia sala, que estaban, como suele decirse, como sardinas en barril. El consejo en pleno aparecía sentado en sus poltronas de blandos almohadones, y el anciano Rey llevaba un vestido nuevo; la corona de oro y el cetro habían sido pulimentados, y todo presentaba aspecto de gran solemnidad; sólo la princesa estaba lívida, y se había ataviado con un ropaje negro como ala de cuervo; habríase dicho que asistía a un entierro.- ¿En qué he pensado? -preguntó a Juan. Por toda contestación, éste desató el pañuelo, y él mismo quedó horrorizado al ver la fea cabeza del hechicero. Todos los presentes se estremecieron, pues verdaderamente era horrible; pero la princesa continuó erecta como una estatua de piedra, sin pronunciar palabra. Al fin se puso de pie y tendió la mano a Juan, pues había acertado. Sin mirarlo, dijo en voz alta, con un suspiro:- ¡Desde hoy eres mi señor! Esta noche se celebrará la boda. - ¡Eso está bien! -exclamó el anciano Rey-. ¡Así se hacen las cosas!Todos los asistentes prorrumpieron en vítores, la banda de la guardia salió a tocar por las calles, las campanas fueron echadas al vuelo, y las pasteleras quitaron los crespones que cubrían sus tortas, pues reinaba general alegría. Pusieron en el centro de la plaza del mercado tres bueyes asados, rellenos de patos y pollos, y cada cual fue

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autorizado a cortarse una tajada; de las fuentes fluyó dulce vino, y el que compraba una rosca en la panadería era obsequiado con seis grandes bollos, ¡de pasas, además!Al atardecer se iluminó toda la ciudad, y los soldados dispararon salvas con los cañones, mientras los muchachos soltaban petardos; en el palacio se comía y bebía, todo eran saltos y empujones, y los caballeros distinguidos bailaban con las bellas señoritas; de lejos se les oía cantar:¡Cuánta linda muchachitaque gusta bailar como torno de hilar!Gira, gira, doncellita, salta y baila sin parar, hasta que la suela del zapato se vaya a soltar!Sin embargo, la princesa seguía aún embrujada y no podía sufrir a Juan. Pero el compañero de viaje no había olvidado este detalle, y dio a Juan tres plumas de las alas del cisne y una botellita que contenía unas gotas, diciéndoleque mandase colocar junto a la cama de la princesa un gran barril lleno de agua, y que cuando ella se dispusiera a acostarse, le diese un empujoncito de manera que se cayese al agua, en la cual la sumergiría por tres veces, después de haberle echado las plumas y las gotas. Con esto quedaría desencantada y se enamoraría de él.Juan lo hizo tal y como su compañero le había indicado. La princesa dio grandes gritos al zambullirse en el agua y agitó las manos, adquiriendo la figura de un enorme cisne negro de ojos centelleantes; a la segunda zambullidura salió el cisne blanco, con sólo un aro negro en el cuello. Juan dirigió una plegaria a Dios; nuevamente sumergió el ave en el agua, y en el mismo instante quedó convertida en la hermosísima princesa. Era todavía más bella que antes, y con lágrimas en los maravillosos ojos le dio las gracias por haberla librado de su hechizo.A la mañana siguiente se presentó el anciano Rey con toda su Corte, y las felicitaciones se prolongaron hasta muy avanzado el día. El primero en llegar fue el compañero de viaje, con un bastón en la mano y el hato a la espalda. Juan lo abrazó repetidamente y le pidió que no se marchase, sino que se quedase a su lado, pues a él debía toda su felicidad. Pero el otro, meneando la cabeza, le respondió con dulzura:-No, mi hora ha sonado. No hice sino pagar mi deuda. ¿Te acuerdas de aquel muerto con quien quisieron cebarse aquellos malvados? Diste cuanto tenías para que pudiese descansar en paz en su tumba. Pues aquel muerto soy yo.Y en el mismo momento desapareció.La boda se prolongó un mes entero. Juan y la princesa se amaban entrañablemente, y el anciano Rey vio aún muchosdías felices, en los que pudo sentar a sus nietecitos sobre sus rodillas y jugar con ellos con el cetro; pero al fin Juan llegó a ser rey de todo el país.

Pulgarcita

Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:- Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer. - Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.- Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.- ¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que lostocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como

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remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.«¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», dijose el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!,¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex! », fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.- Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera comoun plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitación debajo del cenagal.Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; elmás grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuezcon Pulgarcita.Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues portodas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; habíaque adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:- Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y viviréis muy felices en el cenagal.- ¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar conella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo.En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban:«¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.Mas he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba erala linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Posóse con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas: - ¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!-. ¡No tiene antenas! -observó otra-. ¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba tambiénel abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demásdecían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La bajó, pues, al piedel árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tanfea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa.Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Trenzóse una cama con tallosde hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo,y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos grandes, y ella apenas medía una pulgada. Envolvióse en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.Junto al bosque extendíase un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón,

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bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado. .-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.- Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca.Pulgarcita hubo de cantar, y entonó «El abejorro echó a volar» y «El fraile descalzo va campo a través». El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto.Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana. Advirtióles que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo:- Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!- Habláis como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa.Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados.«¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!», pensó. «¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!».El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.- ¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; parecióle como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave.A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando.- ¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado lasfuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol.- ¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigradoa las tierras cálidas. Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí.El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina.No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría mucha pena.- No, no puedo -dijo.- ¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remontando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto.- ¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda

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tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.- En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano-. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo.

Pulgarcita tuvo que echar mano del huso, y el ratón contrató a cuatro arañas, que hilaban y tejían para ella día y noche. Cada velada venía de visita el topo, y siempre hablaba de lo mismo: que cuando terminase el verano, el sol no quemaría tanto; que la tierra dejaría de arder y de estar dura como una piedra; y que entonces se celebraría la boda. Mas Pulgarcita no se alegraba ni pizca, pues no podía sufrir al aburrido topo. Cada mañana, a la hora de salir el sol, y cada atardecer, a la hora de ponerse, se deslizaba fuera, sin hacer ruido, y cuando el viento separaba las espigas, descubriendo el cielo azul, la niña pensaba en lo precioso que debía ser todo aquel mundo de luz, y sentía un gran deseo de volver a ver a su golondrina; pero ésta nunca acudía; indudablemente, estaría muy lejos, en el verde bosque.Al llegar el otoño, Pulgarcita tenía listo su ajuar.- Dentro de cuatro semanas será la boda -dijo el ratón. Pero la pequeña, prorrumpiendo a llorar, manifestó que no quería al pesado topo.- ¡Tonterías! -replicó el ratón-. No te pongas terca o te morderé con mi diente blanco. ¡Despreciar a un hombre tan guapo! ¡Ni la reina tiene un abrigo de terciopelo negro como el suyo! Y no hablemos de su cocina y su despensa, queson lo mejor de lo mejor. Tendrías que dar gracias a Dios por la suerte que tienes.Llegó el día de la boda. El topo se presentó a buscar a Pulgarcita, para llevársela a vivir con él debajo de la tierra, donde ya no volvería a ver la luz del día, a la que él tenía horror. La pobrecilla estaba desolada. Quiso salir a despedirse del sol, que bañaba aún la puerta de la casa del ratón.- ¡Adiós, sol de mi vida! -exclamó, y, levantando el cielo los brazos, avanzó unos pasos por el campo, segado ya y cubierto solamente por los secos rastrojos ¡Adiós, adiós! -repitió, abrazando una florecita roja que crecía en el lugar-. Saluda de mi parte a mi querida golondrina si acertares a verla.- ¡Quivit, quivit! -oyó en aquel mismo instante encima de su cabeza, y, al levantar los ojos, divisó a la golondrina que pasaba volando. ¡Qué alegría la de Pulgarcita, cuando la reconoció! Le contó cuán a disgusto se casaba con el feo topo, y cómo tendría que vivir bajo tierra, donde no vería jamás la luz del sol. Y mientras hablaba no podía contener las lágrimas.- Se acerca el frío invierno -dijo la golondrina-, me marcho a países más cálidos. ¿Quieres venirte conmigo? ¡Móntateen mi espalda! Te atas con el cinturón y huiremos del horrible topo y de su oscura madriguera; cruzaremos las montañas en busca de tierras calurosas, donde el sol es aún más brillante que aquí, donde reina un eterno verano y crecen flores magníficas. ¡Vente conmigo, mi querida Pulgarcita, que me salvaste la vida cuando yacía como muerta en el tenebroso subterráneo!- ¡Sí, me voy contigo! -dijo Pulgarcita. Se sentó sobre el dorso del pájaro, apoyando los pies en sus alas desplegadas,ató el cinturón a una de las plumas más resistentes y la golondrina echó a volar, remontándose en el aire, a través debosques y mares, por encima demontañas eternamente cubiertas de nieve. La niña tiritaba en aquel aire tan frío, por lo que se escurrió bajo las calientes plumas del ave, asomando únicamente la cabeza para poder seguir admirando las bellezas que se desplegaban al fondo.Y llegaron a las tierras cálidas, donde el sol brilla mucho más esplendoroso que aquí, el cielo parece mucho más alto,y en los ribazos y setos crecen hermosísimos racimos verdes y rojos. En los bosques penden limones y naranjas, impregna el aire una fragancia de mirtos y menta, y por los caminos corretean niños encantadores, jugando con grandes y abigarradas mariposas. Pero la golondrina proseguía su vuelo, y cada vez era el espectáculo más bello. Enmitad de un bosquecillo de majestuosos árboles verdes, al borde de un lago azul, levantábase un soberbio palacio demármol blanco, construido en tiempos antiguos. Trepaban parras por sus altas columnas, y en la cima de ellas había muchos nidos de golondrina; uno era la morada de la que transportaba a Pulgarcita.- Ésta es mi casa -dijo el ave-. Pero si prefieres buscarte una para ti en las flores que crecen en el suelo, te bajaré hasta él y lo pasarás a las mil maravillas.- ¡Qué hermosura! -exclamó Pulgarcita, dando una palmada con sus manitas minúsculas.Yacía allí una gran columna blanca, que se había desplomado y roto en tres pedazos, entre los cuales crecían exquisitas flores, blancas también. La golondrina descendió con Pulgarcita a cuestas y la depositó sobre uno de sus anchos pétalos. Pero, ¡qué sorpresa! En el cáliz de la flor había un hombrecillo blanco y transparente, como de cristal; llevaba en la cabeza una lindísima corona de oro, y de sus hombros salían dos diáfanas alas; y el personajillo no era mayor que Pulgarcita. Era el ángel de la flor. En cada una moraba uno de aquellos enanitos, varón o hembra; pero aquel era el rey de todos.- ¡Dios mío, y qué hermoso! - susurró Pulgarcita al oído de la golondrina. El principito tuvo un susto al ver al pájaro, que era enorme en comparación con él, tan menudo y delicado; pero al descubrir a Pulgarcita quedó encantado: era la muchacha más bonita de cuantas viera jamás. Se quitó de la cabeza la corona de oro y la puso en la de ella, al tiempo que le preguntaba su nombre y si quería casarse con él. Si aceptaba, sería la reina de todas las flores. ¡Qué diferencia entre este pretendiente y el hijo del sapo, y el topo de la pelliza negra! Dijo, pues, que sí al apuesto príncipe, y entonces salió de cada flor una dama o un caballero, tan gentiles que daba gozo verlos. Cada uno trajo unregalo a Pulgarcita, pero el mejor de todos fue un par de hermosas alas que le ofreció una gran mosca blanca; las aplicaron a la espalda de Pulgarcita, y en adelante también ella pudo volar de flor en flor. Hubo gran regocijo, y la golondrina, desde su nido, les dedicó sus más bellos cantos, aunque en el fondo estaba triste, pues quería de todo

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corazón a Pulgarcita y la apenaba tener que separarse de ella.- Ya no te llamarás Pulgarcita -dijo a la niña el ángel de las flores-. Es un nombre muy feo, y tú eres muy bonita. Te llamaremos Maya.- ¡Adiós, adiós! -cantó la golondrina emprendiendo de nuevo el vuelo con rumbo a Dinamarca, donde tenía un nidito encima de la ventana de la casa de aquel hombre que tantos cuentos sabe. Saludólo con su «¡quivit, quivit! », y así es como conocemos toda esta historia.

FINIS