cuentos de alondra badano

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CUENTOS DE ALONDRA BADANO Sinopsis: En el nombre de pedro es un hombre que llega al Darién desde la frontera colombiana, semi muerto en una panga. se inspira en "a la deriva" de quiroga. el llegar al poblado lo entierran con el nombre de otro porque su anonimato no permite el reconocimiento del cadáver. Ese otro es el maestro de la escuelita. Hay un sin sentido velado y una ironía entre el poder de la educación versus la miseria. El conde es un alemán que llega a trabajar a la zona, se casa con una natural del país y oculta a su familia la mezcla racial. Muere pobre y olvidado en tierras que desprecia. Ridiculizó en él los tópicos europa- américa, raza superior- inferior. 1

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Page 1: Cuentos de Alondra Badano

CUENTOS DE ALONDRA BADANO

Sinopsis:

En el nombre de pedro es un hombre que llega al Darién desde la frontera colombiana, semi muerto en una panga. se inspira en "a la deriva" de quiroga. el llegar al poblado lo entierran con el nombre de otro porque su anonimato no permite el reconocimiento del cadáver. Ese otro es el maestro de la escuelita. Hay un sin sentido velado y una ironía entre el poder de la educación versus la miseria.

El conde es un alemán que llega a trabajar a la zona, se casa con una natural del país y oculta a su familia la mezcla racial. Muere pobre y olvidado en tierras que desprecia. Ridiculizó en él los tópicos europa- américa, raza superior- inferior.

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EN EL NOMBRE DE PEDRO

“ A la deriva”, en la búsqueda de Quiroga.

- Da rabia que a los veintidós años lo entierren a uno en el tapón del Darién.

El hombre negro llegó con la corriente del río. Lo trajo el movimiento natural de

las aguas, desde la montaña donde había crecido refugiado entre sus abuelos

cimarrones. Arrastraba esa enfermedad misteriosa escondida en la lengua de

la indígena, junto a la que navegó jornadas nocturnas hasta llegar al poblado

en busca de una curación.

En su comunidad, el chamán le había hecho tomar el yagé del ritual colectivo,

en un toldo de hojas improvisado del otro lado del sol poniente. Durante esa

celebración, el hombre había visto las nervaduras de las plantas como canales

transparentes por los que un líquido azul y verde subía y bajaba. Ahora,

navegando entre las curvas del río, el agua insistía en formar burbujas

irregulares del tamaño de granos de sal. Sus ojos divisaron los troncos de los

manglares; el hombre pensó… tierra cercana.

Si hubiera visto láminas como las que muestran los libros escolares, esas

formas contorneadas serían las piernas largas de los gigantes que venían a

buscarlo y caminaban con firmeza hacia él, enterrando sus pasos en la tierra

rojiza. Pero el hombre no había visto otra cosa que no fuera naturaleza y

cuando tomaba el yagé la veía más nítida aún.

Las fibras ásperas de los árboles le recordaban su choza y el trabajo que le dio

levantarla; los pilares de troncos se le escurrían cuando intentaba pararlos y los

tallos puntiagudos se le enredaban entre las piernas, provocándole dolorosas

heridas en la piel. Junto a esos recuerdos sentía el ruido de las hojas y los

murmullos de la selva. Ella saludaba su paso y le hacían confundir los sonidos

y los colores del arco iris aparecido sobre el agua mansa, luego del aguacero

que se había descolgado durante el viaje.

No pudo retener el vómito por causa del yagé, en el momento en que un

remolino lo trajo hasta la orilla. Intentó salir de barco y correr hacia el claro del

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bosque, pero ya no se sostenía; se contuvo y se tendió dolorido en el hueco de

su embarcación. Ella la servía de cuna y lo arrullaba.

Como todos los días, salió rápido el sol después de la lluvia. Durante el

trayecto se esfumaron los perfumes de la tierra y el cielo se integró con el

agua, al perder la línea del horizonte que quizás alguna vez separó ambos

mundos.

El hombre seguía a la deriva. Era mejor no perturbar el espectáculo de la

naturaleza y la visión del enterramiento de su propio cuerpo que le llegó como

un fogonazo, desde aquellas montañas donde las lenguas se pierden. Se vio

cadáver mojado con un rumbo incierto.

Se silenciaron los ecos.

El río es barroso en los pequeños atracaderos. El pueblo es oscuro. Hay

enormes ratas y un salón donde algunos indios aprenden historia y geografía,

todo junto y todo turbio.

Con un discreto movimiento de la cabeza el maestro de tez pálida eleva los

ojos, mira por la ventana hacia el río y sonríe. Medita sobre las razones por las

que está allí, en plena selva fronteriza. No tiene cuentas pendientes con la

justicia, no ha robado ni anda en drogas. Sólo tiene veintidós años, una

paciencia larga y un sexo lento. Quizás por eso. ¿Para qué apresurar la vida?

Ya todo vendrá a su tiempo.

El maestro ve llegar la panga con el hombre recostado, a través de la ventanilla

de su húmeda aula de clase. Ve también a la mujer india y oye los chillidos

agudos de las otras indias que se acercan y se alejan de los recién llegados; no

entienden a la india del muerto, porque es del otro lado del río y la montaña, y

habla en otra lengua. Todos corren a mirar al negro anclado en la costa, pero

nadie lo conoce porque ese muerto no es de allí, es de allá, de donde apunta la

viuda con su dedo y su llanto.

El maestro piensa:

…la hinchazón del cadáver… va a explotar, va a reventar en pedazos en la

orilla… el navegante viene muerto desde la montaña arriba, quien sabe hace

cuántas horas, todo mojado y todo reseco por la lluvia y el sol…

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…y la india no explica nada, ni cómo llama a su hombre negro, al que le duele

ver entre extraños.

El río es barroso y el poblado oscuro. El cielo es gris y el moho abundante. Y el

hombre está muerto y el maestro está vivo. Está recién graduado y tan solo

tiene veintidós años. La vocación de enseñar lo hace explicar …

- Lo que pasa es que a ella no se le entiende, habla en otra lengua, viene del

monte de la selva colombiana, lugar de hombres rebeldes y rifles certeros. Lo

que es claro es que el hombre está muerto, capitán, no de pelea, de

enfermedad en tiempo de paz... se llame como se llame y venga de donde

venga... y ¿eso? … qué importa que sea negro... si está muerto, capitán...

muerto, igual que otros muertos que no son negros. Seguro se murió hace días

y hay que enterrarlo, porque si lo deja al sol para que lo reconozcan se va a

descomponer y no lo van a poder reconocer ni acaso los que alguna vez lo

conocieron, si es que lo conocieron y si lo reconocen ahora… ¡tan muerto!...

capitán. Dese prisa... ¡hay que enterrarlo!

La voz del maestro es la voz de la historia y la geografía. Aunque así de turbia

sea la vida, con sus días grises y sus soles quemantes, el tono de sacramento

de quien sabe leer y escribir hay que obedecerlo, porque es el maestro y viene

de la capital.

- Hay que ordenarles a esos vagos soldados que están bebiendo chicha fuerte

que hagan una caja y vayan a enterrar al muerto... y que sea pronto, porque ya

es mañana y el mediodía apremia... y el sol calienta, aunque haya nubes y el

aire sea denso. Tienen que cavar una fosa profunda, capitán... que ésa no sirve

porque la hicieron a ras de la tierra, por vagos y…se necesita una caja que

vaya al fondo donde la tierra es más oscura y… la caja tiene que entrar bien

adentro para que se la coma el polvo y el olvido. El enterramiento debe ser

hondo para que el aire se trague los malos humores de este pobre mundo y de

esta mala vida …

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La historia y la geografía no tienen que andar metidas en una caja de madera y

en la fosa de un muerto. Ni intentar torcer el curso del limbo opaco de esos

hombres sin memorias y sin nombres. Ellos tampoco saben si van o vienen; no

saben leer ni escribir… y tampoco les hace falta. Esperan tranquilos que el

muerto reviente, bebiendo chicha fuerte de cara al río y de espaldas al aula

húmeda, donde solo en sueños se puede tener veintidós años y andar en

tierras de extraños.

El río es barroso, el pueblo oscuro. Total, todo vendrá a su tiempo...

-Pero no es tiempo de que le pongan mi nombre a la caja, eso no... capitán,

para joderme, sólo porque tiene que llevar uno y nadie tiene nombre en este

pueblo turbio y yo sí tengo uno. Vea... Pedro me llamo yo, y está escrito porque

yo sí sé escribir, y le van a poner mi nombre a la caja. NOOOOO, lo copiaron

de la pizarra del aula para joderme, porque sólo se saben el mío y lo repiten

para todo... y van a enterrar a este muerto con mi nombre… NOOOO…

No vayan a ponerle mi nombre al muerto, por favor, capitán…como si fuera el

único nombre y el único muerto. Ustedes no saben de nombres ni saben de

dónde vienen, ni ustedes, ni ese muerto que duerme entre los vivos. Yo, Pedro,

sí sé de dónde vengo y tengo nombre entre otros vivos que también tienen

nombres… NOOOO, NOOOO…

El río es barroso y el pueblo oscuro.

Nadie sabe ni cuándo ni de qué murió el hombre negro que lleva el nombre de

Pedro…

ni cómo se llama la enfermedad...

ni se conoce el tiempo que fue...

ni el espacio de dónde viene...

Y la india no lo dice.

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EL CONDE

Que un conde tirolés estuviera viviendo en la pensión de la bajada del Ñopo y

que se juntara con María, original de Bejuco, sólo se podía atribuir a malos

engranajes del destino europeo y del mismísimo conde, ingeniero de profesión,

que había venido a trabajar en las instalaciones del Canal, sin saber

absolutamente nada del istmo donde había nacido su mujer. Nunca pudo

imaginar que se quedaría para siempre en Panamá y que no regresaría ni de

visita a su lugar de origen.

Hubo también otro hecho de pública notoriedad. El tratado de Saint Germain de

1919, que había convertido en italiana la nacionalidad austríaca de la familia de

Pedro y que lo obligó a emigrar junto a otros peninsulares. Todos Insistían en

que venían a hacerse la América, trabajando con los gringos.

Él era fascista desde chiquitito, desde el Tirol, desde antes que tuviera

ciudadanía italiana y mucho antes de la segunda guerra mundial; hábito que

nunca abandonó y que demostró fehacientemente cuando tuvo que enfrentarse

a un silver roll y le propinó un salivazo acompañado con un insulto, que el

pobre negro no entendió porque se lo dijo en alemán.

María siempre había aspirado a contraer nupcias con un extranjero y por eso

se vino a la capital para esperar el acontecimiento que cambiaría su

vida. Se lo había metido en la cabeza una amiga bejuqueña que, siendo

chusca y coloradilla, se había casado con un vaquero cariñoso porque

repetía su trato afable con las yeguas de su finca tejana dándole palmadas a

las mujeres en las nalgas.

María quería a su amiga, pero le envidiaba la suerte de que un fulo alto se

hubiese fijado en ella. Creía que si la chusca pudo… ¿porqué ella no? …si ella

tenía el pelo cholo, con brillo natural y no con esos reflejos crujientes

quemados en las peluquerías.

Pedro y su orgullosa esposa se alojaron en la capital, en el barrio chino donde

la renta de las habitaciones era más barata. Eso les permitía ahorrar para irse

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a Europa, sueño que deseó María desde que su amiga vino a despedirse

porque se iba para siempre a los Estates con el vaquero, y jamás, lo dijo con

convicción, volvería a Bejuco.

- Ese sí era un salto espectacular, pensó en silencio la pueblerina. Mientras,

ella quedaba confinada en la zona de Santa Ana, aunque ese barrio era mejor

que Calidonia o San Miguel que eran barriadas de negros.

A los primos de Pedro el Conde, Panamá les pareció la capital de “cualquier

país” de América y nunca supieron bien donde quedaba ya que “cualquier

capital” de “aquel continente” era igual a “otras” del “mismo continente”, decían.

Al unísono también juraron no venir jamás. Con estos antecedentes, la pareja

ocultó que Panamá era un lugar donde vivían negros y negras. Un hecho, sin

embargo, despertó la suspicacia de la familia austríaca.

Pedro mandó una estampita a sus primos, con una mulata desnuda comprada

en la tienda de los chinos. La imagen hizo sensación hasta que se les

desintegró a los jóvenes de tanto pasarla de mano en mano. Pedro se dio

cuenta que había cometido un error y que podía despertar sospechas sobre su

entorno étnico, pero calló. En el siguiente envío, mandó estampitas de Santa

Liberada, con mensajes alusivos a la Navidad y con mucho saludos de María,

quien repetía en cada correspondencia querer conocerlos cuanto antes, y quien

desconocía, por supuesto, el envío anterior de la mulata desnuda. Pero un

primo joven le solicitó a Pedro más mulatas, a espaldas del resto de la familia,

a lo que Pedro respondió con docenas de tarjetas con mujeres desnudas, en

todos las posturas y de todos los colores. Eso sí, exigió silencio y selló un

compromiso, entre machos. Nada de preguntas y no más envíos. Fue la única

vez que tuvo que recurrir al soborno, pero no se arrepintió, porque disfrutó

detenidamente las tarjetitas, una a una, antes de mandarlas. Sutilmente, entre

santas e imágenes de desnudos femeninos, espantaba la libido colectivo y las

sospechas de que viviera entre mujeres “de color”.

El ingeniero construyó pistas de aterrizaje para helicópteros, participó en los

cálculos de hangares para aviones e hizo una cadena de viviendas veraniegas

para militares de rango, hasta que llegó un nuevo administrador a la Zona y lo

despidió, luego de 30 años de trabajo. Nunca entendió por qué lo dejaron

cesante. Las informaciones no explicaban una historia coherente.

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Los militares no lo querían y eso parecía una insensatez. Si él era facho, de

alma, de origen, desde chiquito y desde El Tirol. Sentía admiración prusiana

por los desfiles y paradas de caballos adornados con los arneses de borlas.

Cuando el animal levantaba la patita en señal de saludo y se inclinaba trayendo

el cuerpo del jinete casi hasta el suelo, se le ponían los pelos de punta por

cualquier accidente que pudiera producirse, en esas excelsas demostraciones

de talento marcial.

-¡Cómo le habían hecho eso a él! ¡Los gringos a quienes amaba! ¿Quizás

imaginaron que era judío, por la nariz…? Pero ¿cómo? ¿Si los gringos y los

judíos se llevan requetebién?

Pedro también se conmovía con el solemne y protocolar mal gusto de las

familias de bien; esa atmósfera imperial que se respiraba en los bailes de los

clubes de oficiales donde alguna vez fue invitado. Edificios de estilos

mezclados, toques neoclásicos con lámparas de caireles, mármoles con

sillones de cuero, paredes enduídas de yesos blancos y frisos de colores,

columnatas, reproducciones de estatuas en serie… Pedro combinaba bien en

esos ambientes. ¡Si lo hubieran visto sus primos! Era corpulento, hablaba un

pésimo español, sonreía temblequeando la barriga de arriba abajo y nunca

nadie se enteró que vivía comiendo patacones con María, la bejuqueña, en la

bajada del Nopo.

¡Ah! Ni qué decir de los templos de la Zona que observaba al bajar a la Central,

Esos edificios constituían la frontera que separaba lo bueno de lo malo, lo

limpio de lo sucio y de alguna manera, Europa de Panamá. Le llamaba la

atención la variedad de religiones. Si los luteranos o los bautistas o el

mismísimo templo masón, que estaba del lado de acá, junto al Pacífico, con

sus columnatas que sostienen el alto techo y la fachada “a la clásica”.

Este cúmulo de emociones recuperaba en Pedro su niñez pasada en el valle

del INN, en los Alpes, a tres mil metros de altura. Era la ilusión de la Europa

culta, de los valses vieneses lejos del olor a tierra nueva y de los ruidos de la

Central y los barracones. Pero sobre todo lejos del olor a negro. En eso

coincidía con María.

-¿Por qué no los pondrán todos juntos en una lugar y que no se pasen para

acá?... que se queden allá en su Calidonia y dejan el Casco Viejo para las

buenas familias, decía su esposa que era nacida en la zona de los carboneros

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y que vivía en el barrio chino, aunque ya pronto saldría de allí cuando se fuera

a Alemania o Italia, le daba igual.

Pedro le comentaba a María que estos países bien merecían una monarquía

de real sangre azul.

-¡Qué pena estas repúblicas americanas sin los festejos de las coronaciones!

Tanto en la ilusión como en el deseo de irse de Panamá, Pedro y María

vivieron un amor incompleto, no por los hijos que no tuvieron sino porque no

podían salir del barrio chino. Los hijos eran lo de menos: no los querían nacidos

en un país de tránsito. Y María nunca lamentó su suerte de mujer estéril, sino

su suerte de mujer pobre, contraria a la que acompañó a su amiga que se fue

con el gringo a quien nunca más volvió a ver.

El italiano austríaco corpulento que se dejó fotografiar al lado de su esposa

pueblerina en una única foto cuyo objetivo era mostrarle a su familia que se

había casado con una blanca era un hombre abatido, a sus cincuenta y siete

años de edad. Al perder sus contactos laborales sus contratos fueron

menguando. Terminó como maestro de obras y comenzó a hacerse una casa

por Bellavista para alejarse de Calidonia. No la pudo terminar. El dinero y su

escasa imaginación solo alcanzaron para dos cuartos sin repello y un baño, al

que dedicó sus últimos recursos y todo su tiempo de ocio.

Instaló en él una tina blanca de porcelana con incrustaciones de metal que

había conseguido en un remate de los gold roll y había restaurado a nueva. La

antigüedad era su orgullo: una pieza de museo colocada en medio del espacio.

Todas las visitas debían acudir a presenciar el movimiento de las aguas de los

grifos, que vertían chorritos cortos y largos, excentricidad de algún militar que

desapareció sin dejar más huellas que esa brillante idea.

- ¡Ah!, pensaba María, si la viera su amiga, la del vaquero.

La luz de la habitación se colaba por una ventana muy pequeña, ubicada en la

pared que proyectaba un color blancuzco, marmóreo y erizante.

- Es la bañera de Marat, dijo algún culto para hacerse el gracioso y vencer el

miedo que le daba el momento estíptico, verdadera razón de su visita al

mausoleo. Los niños del vecindario no querían ni asomarse al lugar y más de

uno decidió orinarse en los pantalones. A un costado del macabro aparato

subía una cañería a la vista que llegaba hasta el techo, doblaba hacia el interior

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del recipiente y se coronaba en una regadera de agujeros muy finitos que

producían- cuando había agua- un goteo lento e intermitente.

La razón de ese salpicar torturante en el cuerpo era a propósito y se remontaba

a causas también europeas que el italiano austríaco extrañaba: la escasez del

líquido vital en el viejo continente. Afortunadamente, en la bajadita de Bellavista

también se iba el agua con frecuencia y no había que usar la bañera todos los

días, lo que hubiera deteriorado la restauración. La humedad de las paredes

era otra curiosidad. Recordaba las catacumbas romanas y la sensación de

encierro de las húmedas y olorosas cloacas del viejo París.

Durante la noche se prendía un bombillo que irradiaba más sombras que luz, al

proyectar el movimiento de los árboles a través de la claraboya del techo. Todo

el espectáculo era macabro, pero le proporcionaba a Pedro aquella

remembranza que la psicología moderna interpreta como la necesidad de revivir

sensaciones de una temprana emotividad. El baño le traía la nostalgia

irreparable de los que había sentido alguna vez.

- No hay diferencia entre los infantes de América y los del Tirol - pensó el

anticuario al que fue a dar la bañera a la muerte de Pedro.

El conde Pedro, ingeniero de profesión y amante de las insanas lujurias del

fascismo era un viejo aterido, en una bañera de porcelana blanca con

movimientos de aguas. Era un hombre jugando a un niño, huérfano de sus

palacios de fantasía y que había arribado a tierras insensibles para la

admiración de una bañera de porcelana.

La hubiera elegido de sarcófago, como Marat, si hubiera sabido que en este

trópico maloliente, le iban a asesinar el alma.

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