cuauhtemoc conquistador

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Cuauhtémoc conquistador Sus abuelos y sus padres vivieron intensos momentos de amor. El pudo ser feliz con Mencía, la española que despreció a Cortés Instituto Nacional del Derecho de Autor Registro Público del Derecho de Autor No. De Registro: 03-2003-02121212553900-01 20 de febrero de 2003 Arturo Ríos Ruiz 1

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Cuauhtemoc el Conquistador

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Cuauhtémoc conquistador

Sus abuelos y sus padres vivieron intensos momentos de amor. El pudo ser feliz con Mencía, la española que despreció a Cortés

Instituto Nacional del Derecho de AutorRegistro Público del Derecho de AutorNo. De Registro: 03-2003-02121212553900-0120 de febrero de 2003

Arturo Ríos Ruiz

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Los abuelos paternos

Moctezuma ‘Ilhuicamina’, buscaba la puerta de los dioses con las flechas de su arco para ser feliz al lado de su amada

Maxtla ó Maxtlatzin, rey de Azcapotzalco, dirigente de los tecpanecas o tepanecas, sustituía con derramamiento de sangre a su padre Tezozómoc, recién muerto y rompía la paz con Tenochtitlan ante el temor de los aztecas que enfrentaban una crisis severa. Amenazaba la hambruna; por la falta de lluvias no había cosechas y el reino padecía pobreza.

Itzcóatl, rey azteca, hijo de Acamapichtli, ocupaba el trono en sustitución de Chimalpopoca y se enfrentaba a la alternativa de rendirse de antemano y evitar con ello el sacrificio inútil de miles de vidas de su pueblo o luchar hasta morir. Era el año de 1427.

A propuesta de Tlacaélel, apoyado por el joven Moctezuma y otros nobles guerreros, optaron por la guerra, era mejor morir peleando que ser dominados vergonzosamente y se prepararon para luchar contra el poderoso ejército del reino tecpaneca, el más poderoso del momento.

Moctezuma, joven guerrero, se encargó de dirigir a los civiles, prepararlos en las artes de la guerra y formar batallones de muchachos valientes para aumentar el número de efectivos en la defensa de su pueblo.

Se presentó ante él una joven bella, Citlalmina, que tuvo la sorprendente idea de organizar a las mujeres para pelear contra los tecpanecas de Azcapotzalco y se dirigió a Moctezuma, acompañada de sus seguidoras, con la exigencia de que ellas también recibieran entrenamiento.

–Moctezuma, las mujeres pelearemos por nuestro pueblo, nos sumaremos al ejército, no tememos a la muerte, más miedo nos da convertirnos en esclavas.

El joven militar se quedó impresionado, admirado por las mujeres de bellos rostros, de ojos grandes, cutis lozanos y cuerpos hermosos que mostraban un gesto serio y determinado, sin opacar su belleza.

–No tengo palabras admirada Citlalmina, para felicitarte a ti y a todas tus seguidoras son un ejemplo de amor al reino, sean todas bienvenidas y reciban la gracia de nuestros dioses que deben estar orgullosos, como yo lo estoy de ustedes.

Sorprendido el joven oficial militar, admiró el detalle y gustoso implementó instructores e instructoras para formar guerreras y conoció a Citlalixóchitl, una bella hembra, joven que sobresalía en personalidad del resto.

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Ambos cruzaron sus ojos y sin palabras nació el amor. Recién egresado del Calmécac, –Escuela de Artes y Oficios, destinada para los jóvenes en la cultura azteca– el joven guerrero Moctezuma se entusiasmaba con el encuentro de la muchacha, la agraciada mujer de escasos 16 años que todos los jóvenes deseaban. Ella, también estaba enamorada del alto militar cuyo linaje lo colocaba en los más altos niveles del poder. Más tarde, Citlalixóchitl y Moctezuma serían los abuelos paternos de Cuauhtémoc.

Moctezuma, hijo de Huitzitlihuitl el Tlatoani que había gobernado a los aztecas de 1390 a 1410, era ya un alto militar y no obstante su temprana edad, era respetado.

Huitzilihuitl fue hijo del que fuera rey azteca, Acamapichtli que ocupó el trono de 1377 a 1389 y quien había sido dominado por el rey de Azcapotzalco, Tezozómoc. Desde entonces, Tenochtitlan, sufría un férreo dominio, explotado a través de suntuosos impuestos que amenazaban con devastar al pueblo o provocar la desbandada a otros lares para evitar el embate de sus opresores, que no le daban oportunidad de progresar.

A la muerte de Acamapichtli, lo sucede su hijo Huitzilihuitl, quien era hombre inteligente y a quien conmovía la condición en que se encontraba su pueblo, conoció a la joven princesa Ayauhcíhuatl, hija del poderoso Tezozómoc. Fue correspondido y se celebró una fastuosa boda por la unión del rey de Tenochtitlan, con la hija del rey tecpaneca, entonces el más temido de la región.

El resultado fue que Tezozómoc abandonó la animadversión por los aztecas, redujo al mínimo los impuestos y mantuvo una verdadera alianza con su yerno, con lo que se elevó ante su pueblo la figura del rey de Tenochtitlan, al lograr bienestar, realizar obras en su territorio y mejorar en todos los sentidos la situación de sus gobernados.

Unidos, Tezozómoc y Huitzilihuitl, conquistaron Tultitlán, Cuauhtitlán, Chalco, Tollancingo, Acolman y Otumba.

Más tarde, Huitzilihuitl quedó viudo, pero la alianza con Azcapotzalco continuó y al dar curso a su programa de expansión del reino, atacó Cuauhnáhuac, reino del sur gobernado por Ozomatzin, con quien los aztecas tenían 36 años de guerra permanente y para ponerle fin a las hostilidades, se casó con Miahuaxóchitl, hija del soberano, de cuya unión nació Moctezuma.

Al morir Huitzilihuit en 1418, le sucedió su hijo Chimalpopoca, el cual había concebido con Ayauhcíhuatl, hija de Tezozómoc, quien continuó aliado a Azcapotzalco e incluso participó en el ataque y dominio de Texcoco. Mejoró las vías de comunicación, construyó calzadas en Iztapalapa, Coyoacán y Tacuba y también construyó el acueducto de Zanopinco a Tenochtitlan.

A la muerte de Tezozómoc, sus hijos Maxtla o Maxtlatzin y Tayautzin, pelearon por el trono, Chimalpopoca, se unió al segundo de ellos, fueron derrotados y sacrificados en 1427 por el triunfador, quien de inmediato anunció las hostilidades contra Tenochtitlan y restableció el trato cruel, despiadado e impuso severos tributos que mantenían en calidad de

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esclava a toda la población azteca. Por eso en Tenochtitlan, la movilización era incansable, Tlacaélel, analizando las estrategias de guerra, los sacerdotes del Calmécac se esforzaban por despertar entre los alumnos más esforzados los preceptos de la defensa del pueblo y Moctezuma, supervisando los entrenamientos entre los jóvenes y las mujeres.

No perdía oportunidad para lanzar miradas de admiración para Citlalixóchitl, quien correspondía dibujando una sonrisa de aceptación.

El padre de Citlalixóchitl, era un noble viudo que amaba intensamente a su hija, la cuidaba al extremo de no permitirle salir sola, incluso cuando asistía a la instrucción militar acudía acompañada de dos de sus sirvientas, cuando se le veía por cualquier parte de la Gran Tenochtitlan, siempre caminaba apoyada del brazo de su progenitor, así paseaba su belleza por las avenidas de la bella ciudad, ante la mirada embelesada de los jóvenes, atraídos por su exquisita belleza y cadencioso andar. Al caminar dibujaba sobre la tela de algodón de su tilma, sus torneadas y largas piernas y sus bien formadas caderas.

A ella sólo le interesaba encontrar los ojos del joven Moctezuma, para dirigirle una sonrisa cuyo mensaje era el amor.

Moctezuma recibió la encomienda, por parte de Itzcóatl, de acudir a entrevistarse con el príncipe de Texcoco, Nezahualcóyotl, a fin de que unieran sus fuerzas para resistir el embate de los tecpanecas.

El guerrero dejó instrucciones a sus subalternos para que el adiestramiento de hombres y mujeres no se retrasara y viajó al cercano señorío para hablar con su homólogo.

En la entrevista, recordó a Nezahualcóyotl, que los tecpanecas habían matado a su padre, que su cabeza era buscada desde muchos años atrás y que le presentaba la mejor oportunidad para recuperar el trono de su padre, al expulsar a los Tecpanecas de Azcapotzalco. No había mejor herencia para sus descendientes que morir en la guerra o dotarlos de un mejor porvenir, en caso de obtener la victoria.

–Nezahualcóyotl, estás ante la oportunidad de vengar aquella afrenta tan lejana, pero no olvidada, únete a nosotros, vamos a sostener guerra contra los tecpanecas, no podemos aceptar el vasallaje, Maxtla es cruel y no descansará hasta matarte, preferible quedar sin vida en batalla que resistir la tristeza del dominio.

–Tienes razón Moctezuma, prepararé a mis seguidores y uniremos nuestras fuerzas para batallar contra los crueles tecpanecas.

Nezahualcóyotl, hombre inteligente, valiente, que presenció el sacrificio de su padre escondido entre los arbustos siendo aún niño, había pasado los años a salto de mata en defensa de su vida, perseguido y amenazado, por lo que se comprometió a reforzar a los aztecas por el honor del pueblo y para definir de una vez por todas su futuro.

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Moctezuma regresó a Tenochtitlan con las buenas nuevas, en un trozo de piel entregó el convenio de alianza con los texcocanos; en breve llegarían las tropas encabezadas por Nezahualcóyotl y se aprestó a continuar con su misión.

El padre de Citlalixóchitl notaba la distinción de su hija y la manera tierna en que era observada por el joven guerrero, cuyos ojos luminosos reflejaban el deseo y el cariño de un enamorado.

El progenitor, se enorgullecía de la sorprendente belleza de su hija y la apostura del joven Moctezuma, el príncipe, lo inquietaba, no había pasado desapercibido para él la manera en que ambos se miraban cuando se encontraban y sabía que se acercaba el día en que ella, enamorada, lo abandonaría para convertirse en toda una mujer.

Tenía miedo a la soledad, desde que quedó viudo ya no se casó y descargó todos sus ímpetus y sentimientos paternos en la hermosa muchacha que lo hacía feliz.

En la intimidad del hogar habló con ella:

–Hija mía, me he dado cuenta de la forma en que tu y Moctezuma se miran, hay amor en sus ojos, sois muy jóvenes aún, no quiero que permitas que se te acerque… Ella guardó prudente silencio, estaba educada para obedecer al hombre y la práctica se iniciaba en la aceptación de los dictados de su padre.

Pero en sus pensamientos nadie podía ordenarle:

Lo amo, seré inteligente, Moctezuma aún no me ha dicho nada, pero segura estoy de su cariño, no hay duda alguna, sus ojos me hablan, me dicen “te amo”, como los míos se lo dicen a él.

Pasaban los días, los jóvenes sólo se entendían con el lenguaje del silencio, del encuentro de sus ojos y las débiles sonrisas mensajeras de los más puros sentimientos que más tarde producían los sueños más felices de sus vidas.

El padre de Citlalixóchitl se vio obligado a salir de Tenochtitlan por unos días, fue a Tlachco por un cargamento de plata que debería entregar en los almacenes del reino.

La hermosa doncella consideró que difícilmente tendría otra oportunidad para ver y hablar con su amado, se hizo acompañar de una sirvienta y envió a otra de sus ayudantes a buscar a Moctezuma con el recado de que la buscara.

Estaría a la orilla del lago, en un sitio conocido como “Los Ahuehuetes”.

Mientras la bella dama se deleitaba con la admiración del paisaje, con el ir y venir de las aves que de repente descendían al ras del agua para cazar pececillos y rápidamente se alzaban ante el breve salpicar del preciado elemento.

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Le llamó la atención el majestuoso deslizarse del águila con sus enormes alas extendidas que rompían el aire con la suavidad de su paso y el espejo del agua retrataba su silueta, para luego perderse entre las montañas.

El viejo ahuehuete procuraba la plácida sombra y la gran raíz saliente servía de banco y sentada la doncella esperaba con aparente paciencia, en tanto su corazón latía presuroso para delatar la emoción producida por la próxima presencia de su amado.

La sangre se agolpó en su rostro cuando divisó a la distancia la figura hercúlea de Moctezuma, la sirvienta se quedaba en espera y él avanzaba emocionado hacia el hermoso ahuehuete, cuyas ramas movía el viento como enormes brazos que llamaban al guerrero y que serían testigos mudos de la formalización del gran amor entre los jóvenes.

Cuando Moctezuma se acercaba a ella, se paró nerviosa, los dedos de sus manos se recorrían entre sí girando alrededor de las mismas y mordía sus labios con inquietud.

Pero su rostro parecía que se iluminaba anunciando la dicha, él parecía sereno y disimulaba el temblor de sus piernas.

Se paró frente a ella, tomó sus manos con las suyas y se miraron callados, como admirándose mutuamente.

Sus pupilas estaban prendidas y ambos trataban de penetrar hasta lo más profundo del alma de cada cual.

No hacían falta las palabras, el lenguaje silente de sus rostros, la luz de sus ojos y el latir de sus corazones, les transmitían sus sentimientos con el solo contacto de sus manos que les hacía sentir que la energía de los dos pasaba a través de la piel a su espíritu.

Ella fue la que habló:

–Moctezuma, sé que nos amamos, no hace falta decir más, pero mi padre se opone a que te vea…

–¿Y cual es la razón? Te amo limpiamente, te deseo con toda mi alma, para que seas mi compañera hasta la muerte y después te seguiré amando al lado de los dioses…

–Yo también te amo, no lo dudes, seamos cautos y prudentes, conservemos nuestro amor, yo soy tuya espiritualmente, ten confianza amado mío.

Acto seguido, él puso sus manos en los hombros de la hermosa mujer, bajó un poco la cabeza, ella alzó el mentón y unieron sus labios en un largo beso. Ella, que jamás había sentido la caricia de hombre alguno, con los ojos cerrados se transportó al valle de los dioses buenos, ya no quería separarse jamás de los brazos fuertes del hombre, era como si un rayo recorriera todo su cuerpo y desde ese momento supo que nada impediría sentir el cuerpo de ese hombre, que ya la había enloquecido.

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El, que había estado con muchas mujeres, ya que podía hacerlo sin impedimento de las normas aztecas, sentía que tan delicada flor (como la de su nombre mismo), lo transportaba a senderos indescriptibles de felicidad…

Luego, él recostó la cabeza de su amada sobre su pecho acariciándole los cabellos y le dijo:

–Amor mío, si nos amamos como lo siento ¿por qué esconder nuestro cariño?

–Permíteme hablar con tu padre, le explicaré lo que significas para mí, le demostraré cuánto te quiero y lo convenceré de la ternura que me despiertas.

–Cuando regrese irás a verlo, estos días nos veremos antes de que se duerma Tonatiuh, –el sol– en este lugar, aquí te esperaré, te besaré y seré feliz; ya no podré vivir sin ti.

Moctezuma acudió ante el padre de Citlalixóchitl, quien no pudo rehusarse a recibirlo, era un príncipe y sería una descortesía imperdonable no atenderlo.

–Joven Moctezuma, me sorprende tu presencia en mi humilde casa, decidme ¿a qué debo el honor de que el hijo del que fuera un tlatoani (rey azteca) acuda a mi pobre morada?

–Mi señor, con humildad vengo a verte, a comunicarte que amo entrañablemente a tu hija y deseo que sea mi esposa.

El padre de Citlalixóchitl guardó silencio, se sentía atrapado y a la vez atraído por la sinceridad del joven guerrero, por su educación y determinación.

Por ser el hijo del que fuera un tlatoani, por tener un alto rango militar, bien podía tomar a la muchacha sin esperar el consentimiento de su progenitor y sin embargo, su comportamiento le daba una muestra de su gran calidad humana.

–Moctezuma, me siento honrado por tus sentimientos hacia mi hija, pero ella es muy joven aún…

–Padre, danos la oportunidad, yo no podré amar a nadie más, Moctezuma es el dueño de mi alma.

–Dime Moctezuma ¿qué harás para convencerme del gran amor que dices tenerle a mi Citlalixóchitl?

–A partir de hoy, todas las noches subiré al cerro más alto, lanzaré flechas con mi arco, ello simbolizará una lucha para abrir las puertas de los dioses para que bendigan mi amor por tu hija y que ellos sean los que te confirmen la limpieza de mis sentimientos hacia ella.

No me importará hacer lo que te he dicho, tampoco las murmuraciones que atraiga el que un príncipe actúe como demente, será una muestra de mi humildad ante mi amor por

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Citlalixóchitl. –No descansaré y tú serás el que me llame convencido de que soy digno de tu amada hija.

Acto seguido, Moctezuma dio la media vuelta para retirarse, no sin antes dirigir una mirada de penetrante sentimiento a su amada, quien lo siguió con la vista hasta traspasar el umbral de la casa.

Esa misma noche, Moctezuma subió a la cima del cerro y desde ahí lanzó flechas con puntas de filosa obsidiana.

Al enterarse al día siguiente, el padre de Citlalixóchitl no hizo ningún comentario, pero en sus pensamientos alababa el acto del joven guerrero que sorprendía a toda la población que, atraída por su investidura, se acercaba a la punta del cerro para verlo y preguntarse extrañada ¿qué es lo que hace?

Todas las noches se repetía la misma acción y todos los días se hacían comentarios. De esa manera, los habitantes de Tenochtitlan, comenzaron a llamar a Moctezuma, ‘Ilhuicamina’, o sea, “El Flechador del Cielo”.

Llegó el momento que el padre de Citlalixóchitl mandó llamar a Moctezuma ‘Ilhuicamina’, sentó a su hija juntó a él y les dijo:

–No tengo alguna duda de su cariño, deseo y le pido a los dioses que sean felices.

–Moctezuma, te llevarás a mi más preciado tesoro, te pido que no estés enojado conmigo, comprende que mitigué mi viudez al dedicarme a ella; he descargado todo mi amor de padre en mi hija, para quien siempre he deseado lo mejor.

–Ahora estoy convencido que tú eres lo que yo deseaba para mi querida hija.

Y se hicieron los preparativos para la boda. El príncipe Moctezuma ‘Ilhuicamina’ y Citlalixóchitl vivieron sus vidas y el amor fue el sobresaliente en su relación.

Fue una boda del nivel de la nobleza, a la que asistieron los más encumbrados personajes del rango militar, sacerdotal y de la población, que hicieron un paréntesis en los preparativos para enfrentarse con las huestes del temible Maxtla.

La noche de amor fue intensa, la entrega de los jóvenes no tuvo descanso y los transportó al paraíso de los dioses en desbordada pasión.

Citlalixóchitl, temblaba cuando Moctezuma Ilhuicamina acariciaba suavemente su piel con sus poderosas manos y sus labios, rozaban sus mejillas, su cuello y sus pechos estremeciéndola y despertando en ella el enorme deseo reprimido que le causaba la figura hercúlea del joven que desde que lo vio le despertó el deseo.

Ella correspondía con el abrazo inmenso de la entrega, en tanto su cortada respiración anunciaba el excitado momento que vivía, su esposo aceleraba sus instintos con el trato

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delicado, con sus besos que le hacían arder la piel y la estremecían por dentro con el deseo vivo de sentirlo parte de sí y transportarse al infinito, al paraíso y a la eternidad del instante que produce el éxtasis.

Y llegó el momento, se fundieron en uno solo, ella sólo expresaba con la voz débil y entregada… ¡Te amo, Moctezuma… ¡nunca me dejes… balbuceaba suplicante.

Estaba entregada totalmente, en segundos se transformó en mujer y dio gracias a los dioses por permitirle la experiencia que vivía y que el rítmico movimiento de ese hombre le prodigaba el placer inmenso, nada parecido a sus noches de insomnio y desesperadas que experimentó tantas veces al recordar los besos y cercanía de su amado antes del momento nupcial.

Los pensamientos y la sensación inigualable de sentir tan cerca y dentro sí al ser querido, por los cuerpos entrelazados como si fueran uno solo; dio como resultado que ambos dejaran escapar parte de su vida como si estallaran y aunque sus rostros mostraban aparente sufrimiento, lo cierto es que sentían el gozo incomparable que produce el encuentro del amor entre dos seres que se aman intensamente.

La fortaleza de ambos producto de la juventud, prolongó durante casi toda la noche la novedad incomparable de la pareja que no sintió el deslizarse del tiempo, así los sorprendió la madrugada que anunciaba el nuevo día.

Permanecieron abrazados, los besos sustituían a las palabras y despertaba el deseo de repetir la experiencia de la unión que hacía dependiente a cada cual, jurarse amor eterno y repetir el acto carnal de belleza incomparable, que madura la relación de la pareja y con el tiempo los hace inseparables.

El día siguiente continuó como todos, las tareas de la guerra se continuaron y el nuevo lazo de unión sentimental no fue impedimento para atender sus deberes civiles, para preparar la defensa y el ataque de su pueblo, lo que levantó la admiración de todos.

Las noches eran testigos del amor pasional de los jóvenes que vivían las mieles del tálamo nupcial que acrecentaba y maduraba su cariño, y el despertar los llevaba a su obligación patriótica de continuar en el papel que habían escogido para defender su territorio, en la búsqueda del triunfo. El resultado no tendría paralelos: victoria o muerte.

Axayácatl, Tízoc y Ahuítzotl, fueron sus hijos, que crecieron en un ambiente de alegría, de estudios y de directriz para gobernar, como lo hicieron cuando fueron adultos, cada cual en su tiempo y con sus respectivos triunfos y glorias.

El día de la batalla llegó, Maxtla sitió Tlatelolco y Teotihuacan con lo que daba inicio a las hostilidades y por ende marcaba el principio de la guerra. Moctezuma salía a Texcoco para dar comienzo a la alianza y Nezahualcóyotl aportaba 250 mil hombres para sumarse a los aztecas y 50 mil guerreros de Tlatelolco evadían el cerco y por el lago desembarcaban en el Tepeyac, para engrosar las filas del ataque. Era el 14 de febrero de 1428.

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Tlacaélel, dirigía las acciones y Moctezuma las operaba, se hicieron tres columnas: Itzcóatl, el Tlatoani, atacaba por agua, Tlacaélel por Tlalnepantla; y Moctezuma ‘Ilhuicamina’; por Tacuba.

Los tecpanecas de Azcapotzalco, estaban rodeados y eran atacados por ambos frentes.

El encuentro entre los ejércitos fue cruento, el golpe de la macana, el zumbido de las flechas, el golpe seco de la lanza y los gritos de guerra, copaban las llanuras de cadáveres de ambos bandos.

La sorpresa para Maxtla fue desquiciante, su ejército fue hecho pedazos.

La liberación de Tenochtitlan, marcó el inicio de la grandeza del reino y pronto se iniciaron las actividades de reconstrucción y se delinearon los programas de expansión, eran los vencedores de los temibles tecpanecas y los colocaba como los más poderosos del momento.

Desde entonces, el nombre del pueblo cambió, en lugar de Azteca, sería Mexica.

Más tarde, en afán de extender el reino, Itzcóatl, atacó Tlaxcala, pero la defensa fue férrea, el enfrentamiento sangriento y el rey mexica se convenció de que insistir en el intento, debilitaría su poderío y era mejor continuar las conquistas en otras poblaciones para asegurar tributos y prefirió no meterse con sus vecinos.

Pero tomó la severa medida de evitar el paso comercial hacia esas tierras y por tal motivo los tlaxcaltecas se acercaron a Moctezuma ‘Ilhuicamina’ con el fin de negociar con él, como alto militar que era en el reino Mexica y éste, conocedor de la posición de Itzcóatl, les exigió un pago mensual en oro, lo que significaba aceptar el sometimiento, con lo que se dio inicio al antagonismo entre los dos pueblos.

Muere Itzcóatl, el Gran Consejo propone la corona a Tlacaélel; pero él pide que sea Moctezuma ‘Ilhuicamina’ a quien se nombre soberano. Expuso su papel como instructor antes de la guerra, su desempeño en el combate que liberó del yugo tecpaneca a Tenochtitlan y él se propuso como su asesor y así se hizo. Era el año de 1440.

A Moctezuma ‘Ilhuicamina’, le tocó poner en marcha el trazo de gobierno que concibió Tlacaélel, fue un guerrero implacable, que comprendió la trascendencia de la doctrina que tuvo por objeto extender el reino, enriquecerlo, tomar las culturas de los dominados y mostrarlas como suyas, perfeccionarlas para ser reconocidos por su esplendor en todo el territorio de la época. Como primera acción reconstruyó el Templo Mayor con la intención de redoblar el fervor religioso-militar y construyó un dique enorme para evitar el escape de las aguas del lago de Chapultepec.

Atacó los pueblos de Huejotzingo y Tlaxcala, con la finalidad de capturar esclavos para sacrificarlos a los dioses en estricto cumplimiento del gran plan ideado por Tlacaélel que

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perseguía despertar el espíritu guerrero de los aztecas que ya eran nombrados mexicas por el grito de arenga empleado durante la guerra contra los tecpanecas.

Cristalizó su proyecto de expansión de dominio mexica al someter a los zacapoaxtlas, mixtecos, al señorío de Cuauhnáhuac, tlahuícas y a los chontales, para acarrear riquezas inmensas que engrandecían el reino.

De las costas del mar de donde sale el sol, dominó a los zempoaltecas y otros más para agenciarse granos de todo tipo y con ello resolvió el gran problema de los mexicas que acusaban por la sequía falta de cultivos y controló con eficiencia la economía del territorio.

Moctezuma ‘Ilhuicamina’, tuvo la gran debilidad por las flores, se regocijaba con el colorido de éstas y admiraba el regalo de la naturaleza expresado en un arco iris inigualable que entregaban las plantas a través del anuncio multicolor que antecede al fruto.

Por ello, cerca del reino de Cuauhnáhuac, al descubrir un espléndido jardín natural en Huaxtépetl, ordenó organizarlo, acarrear plantas de otros lugares y enriquecerlo con variedades de todos los confines para conformar el más hermoso y más grande espectáculo de flores, semejante a un inmenso mosaico que deleitaba la vista a todos los que lo admiraban.

Los especialistas que trajo de Chalco, construyeron caminos empedrados, acueductos ornamentales, graderío y estatuas que embellecían el inmenso parque que invitaba al solaz y el descanso.

Además, el rey mexica, lo llenó de aves de distintas especies traídas de diferentes lugares, las cuales encontraban un natural alojamiento por el incomparable clima, contribuyendo con sus cánticos, sus colores y su viaje por los aires entre los árboles a engalanar el paisaje.

Además, el vergel era un centro de investigación donde los sacerdotes, calificados en la ciencia médica, llevaban a sus alumnos a estudiar las plantas medicinales y los descubrimientos eran llevados a todos los confines del reino para lograr un importante avance en el ramo de la salud de la población.

Su reinado se extendió por 19 años, su obra, siempre asesorada por Tlacaélel, logró el engrandecimiento del reino y en 1469, le sucedió su hijo Axayácatl quien mandó durante 12 años, en los cuales mantuvo guerras constantes, agregando más territorios para el dominio mexica, entre los que se destacó el del reino de Michoacán, obtenido por sometimiento.

Tlacaélel, intentó dominar a los Tlaxcaltecas, pero fracasó.

En 1481, fue sucedido por su hermano Tízoc, quien sólo duró 5 años en el trono, no obstante sostuvo 14 campañas de extensión y sumó varios pueblos al dominio mexica, pero murió envenenado por miembros del Consejo Supremo de Sacerdotes que consideraron tibia su gestión y se nombró como sucesor a su hermano Ahuítzotl en 1486.

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Moctezuma ‘Ilhuicamina’, fue el padre de Axayácatl, de Tízoc y de Ahuítzotl, los tres fueron tlatoanis, es decir reyes aztecas o mexicas, el último de ellos fue el padre de Cuauhtémoc.

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Los abuelos maternos

Cuauyautitla, señor de Ichcateopan, territorio Chontal, se desposó con la bella princesa Atl, se amaron intensamente y procrearon a Cuauyautital, quien más tarde fuera la madre de Cuauhtémoc

El viento vagaba lento por el cielo, acariciaba con suavidad los rostros de los naturales que desde la cresta del cerro esperaban la ceremonia nupcial de una pareja real, que sería más tarde la de los abuelos maternos de Cuauhtémoc, quien a su vez cerraría el ciclo de los tlatoanis aztecas o mexicas y con su sacrificio cerraría la historia de un reino imponente en el México antiguo.

Cuauyautitla, señor del territorio de Zompancahuitl, del reino de Ichcateopan, caminaba erecto, con la mirada fija; el oro de sus brazaletes reflejaba el sol y destellaban con el movimiento de sus brazos; la túnica blanca, limpia, de fresco algodón, parecía que brillaba; las plumas del penacho ondeaban al caminar ante la mirada reverente de la multitud que formaba una interminable valla que, respetuosa, bajaba la mirada ante el paso del gran señor.

Era un camino empedrado, donde una hilera de guerreros ataviados con sus uniformes de gala, separaban a la multitud del personaje que se dirigía al encuentro de la mujer que sería su esposa, la cual estaba considerada como la más bella de la región.

Ella, Atl, hija del señor de Coatepec, nerviosa, esperaba la indicación de que avanzara hacia el punto medio donde se encontraría con el que sería su esposo, lucía una tilma igualmente blanca; estaba rodeada de bellas doncellas, que pausadamente dejaban caer pétalos de flores multicolores sobre sus hombros.

El grupo estaba rodeado por ancianas y ancianos nobles que participarían en la unión de los jóvenes.

Ante un gesto con la cabeza de los nobles ancianos, la joven mujer se acomodó en las andas, adornada con flores, y cuatro mancebos fuertes la cargaron para emprender el paso firme al encuentro del muchacho real, atrás de ella caminaban las damas de compañía, luego los ancianos y después sus vasallos.

La alfombra de flores acallaba los pasos de los jóvenes guerreros que cargaban a la dama.

Así, por un extremo caminaba gallardo el señor Cuauyautitla, le seguían su séquito de guardianes, los nobles y su pueblo, para ir a su encuentro.

Y por el otro extremo la doncella Atl; se encontrarían en un punto medio, a un lado del Río Sabinos, en un lugar llamado Cuauyautitla, en honor de su jefe máximo, que era un lugar de los dominios del próximo a desposarse, donde estaba el templo ceremonial en el

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cual se llevaría a cabo el rito matrimonial. Sus corazones palpitaban apresurados y cuando estuvieron uno frente al otro, él la miró respetuoso, con admiración y le hizo una reverencia con la cabeza, ella sólo esbozó una tímida sonrisa y correspondió en la misma forma.

El gran sacerdote inició el acto de unión de los jóvenes

El barón evocó a la pareja formada por los dioses Xochiquétzal y Xochipilli, el primer nombre que significa “Flor Preciosa”, la diosa del amor y la belleza, y miraba hacia una imagen de piedra que estaba cubierta de flores y con un tocado de quetzal que la representaba, la cual tenía identificación con la luna joven (como el matrimonio que se realizaba) la que debería cuidar la procreación de la pareja y el buen nacimiento de los hijos. Además, para fortalecer la fidelidad de ambos, el respeto de uno y otro, a fin de mantener la unión duradera.

Xochipilli, que quiere decir príncipe de las flores y que es el esposo, él es el patrón de los bailes, de los juegos, del verano y del amor.

El sacerdote recordó la vieja leyenda que había sido agregada a los ritos del casamiento, como parte de la ceremonia que la pareja debería escuchar con atención y respeto, la que resaltaba la fuerza del amor y cómo debería perpetuarse:

Con voz pausaba y ceremoniosa el barón recordaba que en otros tiempos regresaba el ejército azteca, de las guerras con otros pueblos, y la imagen del mismo era la del desastre; las ropas de los guerreros estaban hechas pedazos, por lo tanto eran observados con preocupación y asombro por la población; no había música ni vítores; en los templos no había el clásico olor a copal; los pebeteros estaban apagados y los sacerdotes, con las cejas juntas denotaban la duda y ansiosos esperaban el informe a manera de explicación de lo ocurrido.

Hacía tiempo que el ejército mexica había partido hacia el sur para dominar a los olmecas, xicalancas y zapotecas, en respuesta a un programa de extensión del imperio. Se creía que el triunfo era sólo un trámite, pero la sorpresa había sido mayúscula al comprobar el penoso regreso, con numerosas bajas y sus armas destrozadas.

A la cabeza de los despojos del ejército, caminaba con gallardía un soldado que pese a lo rasgado de sus ropas ensangrentadas, mantenía altivez, paso marcial y la frente en alto, que contrastaba con la personificación de la derrota de sus subalternos.

La mirada de la población no podía esconder su desconcierto, las mujeres atraían a sus hijos pequeños hacia sus piernas, con su carita de frente para evitar que vieran el deplorable espectáculo al que no estaban acostumbrados, al de la derrota perfectamente ejemplificada en el lamentable estado en que llegaban las tropas.

Sólo una dama de nombre Xochiquétzal observaba el contingente sin expresar en su rostro dolor alguno; su mirada era de sorpresa, veía con estupor al guerrero altivo que sin vergüenza alguna marchaba orgulloso, con la satisfacción de haber luchado hasta el último

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momento por el triunfo que no logró, debido a la superioridad numérica del enemigo y consciente de que en la guerra vale la lucha, la entrega, la decisión y el deber; también, de aceptar la derrota.

Xochiquétzal estaba atónita, era su amado a quien le había jurado amor eterno.

Entonces, volteó hacia su esposo, que estaba junto a ella, el cual la había seducido con engaños para hacerla su compañera, diciéndole que su amado –que ahora volvía– había muerto en la guerra. Su mirada puesta en él, era de odio infinito y corrió despavorida, con incontenible llanto hacia la llanura del bosque, desesperada y arrepentida de haber creído en la fatal mentira; era seguida por su marido. El guerrero la vio huir y atrás de ella a un individuo –sin saber que era su esposo– por lo que se apartó de las filas y a paso veloz. Los persiguió lleno de dudas, pues él también la amaba con toda el alma y creyó que estaba en peligro.

Tomó su macana que tenía incrustados colmillos de ocelotl y de jabalí que semejaban poderosas dagas, en tanto el otro sacó de entre sus ropas un dardo, arma de la que era diestro en su lanzamiento ya que tenía excelente puntería. El guerrero le dio alcance y al estar frente a frente se inició una lucha encarnizada entre ambos.

La pelea duró largo rato y al atardecer, el marido de Xochiquétzal, con varias heridas, prefirió la huida antes de recibir el golpe final, pues había sido ampliamente dominado y se dirigió hacia Tlaxcala, sabedor que era un territorio hostil para los aztecas y hasta allá no lo perseguirían.

El guerrero regresó en busca de su amada y la encontró muerta, tirada entre la llanura, pues prefirió quitarse la vida ella misma, ante la vergüenza de haber sido de otro cuando en verdad sus sentimientos pertenecían al gran guerrero.

El se arrodilló frente a ella, la tristeza era plena en su rostro y no pudo evitar derramar lágrimas de infinito dolor; acto seguido adornó el cuerpo de la bella mujer con flores de todos los colores, luego quemó copal en su honor y lanzó un grito desgarrador cuyo eco repitió por todos los cerros del valle.

Entonces, se cimbró la tierra, sobrevino un trueno terrible al tiempo que el relámpago esclarecía la faz de la tierra, el cielo se oscureció y cayeron piedras de fuego por todo el territorio, luego todo quedó en paz y en tinieblas.

Pasó la noche, más negra que nunca, los habitantes de Tenochtitlan no durmieron, el temor invadió a todos y al amanecer descubrieron dos hermosas montañas nevadas, una que tenía forma de una mujer acostada y la otra la de un guerrero azteca arrodillado con su penacho humeando.

La de la mujer recibió el nombre de Ixtacíhuatl, que quiere decir “Mujer Dormida”, y la del hombre, Popocatépetl, que se traduce “Montaña que Humea”, y a lo lejos apareció otro cerro inmenso que era el que representaba al que fuera marido de Xochiquétzal, que había muerto a consecuencia de las heridas que le propinó el guerrero; esa montaña recibió el

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nombre de Citlaltépetl, que quiere decir “Cerro de la Estrella”, y que los dioses condenaron a vigilar la paz de los amantes, a los cuales nadie jamás podrá separar.

El recordar la leyenda por parte del sacerdote en la ceremonia nupcial, tenía el fin de enviar un mensaje de fidelidad, de confianza, de amor y de la unión obligada para toda la existencia de ambos.

Acto seguido, dos sacerdotisas ataron las manos de la pareja, perfectamente entrelazadas, como símbolo de la unión.

Luego se inició el festejo que tenía como objeto que la alegría debería imperar en el mismo, como una bendición a la pareja, para que siempre hubiera felicidad entre ellos y jamás se presentara la tristeza.

Los desposados presenciaron la fiesta desde un estrado; se sirvió miel a los invitados y todas las mesas estaban adornadas de una gran variedad de flores, unas de la región y otras que habían sido llevadas de otras zonas distantes.

El recinto de la fiesta estaba tapizado de plantas y flores aromáticas, semejaba un arco iris por los tonos diversos; y se comió y bebió para agasajar a los novios; en un espacio estaban acomodados los músicos que entonaban piezas musicales con instrumentos como el caracol, que producía un melancólico sonido; el huéhuetl, con su acompasada percusión; Las chirimías, que lanzaban un tenue sonido triste de flauta, y los teponaxtles con su ruido de gran tambor, en medio de la charla abierta y grandes risas de los comensales.

Después de cuatro días consecutivos de festejos, una comitiva acompañó a la pareja a lo que sería su morada nupcial, que estaba en Ichcateopan, la cual había sido construida especialmente para ellos; cada espacio, cada rincón tenía un detalle, siempre con flores y telas de chillantes colores y toda la estancia fue regada con agua que contenía la fragancia de los pétalos y plantas que se impregnaba en sus cuerpos.

Quedaron solos, se miraron con amor intenso, unieron sus labios, se recostaron en gruesas mantas de algodón y el sentimiento se transformó en unión carnal, Atl descubrió el placer indescriptible de la entrega; él sintió como la realización de un bello sueño el convertir a una doncella en mujer…

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Cuauyautital su madre

Fue una princesa hermosa, educada en la más alta escuela, sobresaliente y llena de virtudes, preparada para el triunfo y la adversidad, su destino fue traer al mundo a uno de los guerreros más grandes de México.

Como consecuencia del encuentro amoroso de la pareja, el amor se transformó en algo más sublime, más claro y tierno: Cuauyautitla, pese a ser un hombre recio, enérgico con sus súbditos y cruel con el enemigo, ante Atl dulcificaba su rostro sus palabras eran tiernas y educadas; sus caricias suaves y respetuosas, y cuando la besaba lo hacía con veneración.

Ella se esmeraba en cariños hacia su hombre, igualmente lo trataba con amor, estaba atenta a cualquier deseo de su amado. Cuando regresaba a casa, lavaba sus pies con agua caliente y juntos se metían al temazcal previamente preparado por su esposo Cuauyautitla quien encendía la leña que estaba junto a una de las paredes del baño, lo que hacía que el barro del muro se pusiera rojo para regar fuertemente agua sobre él y así producir vapor.

Ahí pasaban largo rato recibiendo el calor convertido en humo, que los hacía sudar y con agua tibia limpiaban sus cuerpos, como si fuera un ritual y de acuerdo a la costumbre azteca se bañaban hasta dos veces al día.

Eran muy queridos por sus vasallos, con frecuencia se les veía, cargados en andas haciendo visitas a sus dominios, donde recibían grandes muestras de afecto, regalos y alabanzas.

Los meses pasaron entre abundante alegría de la pareja, el fruto de su amor anunciaba en el vientre la llegada de otro ser, él demostraba su felicidad en un rostro radiante, ella gozaba también el advenimiento de otro miembro, que consolidaría la familia.

La costumbre dictaba realizar una fiesta en honor del ser que vendría, se invitaba a toda la nobleza, pues la procreación tenía un profundo significado en aquella sociedad y cuando imperaba la algarabía entre los invitados, el más viejo se paraba y todos callaban:

Con voz temblorosa hablaba:

–Quiero que me escuchen todos, nuestra diosa Tlazoltéotl –diosa de la fecundidad– ha tenido misericordia de esta pareja, porque esta señora ha quedado embarazada, ya tiene dentro de ella una pluma rica, una piedra preciosa que nos indica que nuestro señor ha colocado una criatura en sus entrañas.

Después el viejo se sentaba y todos asentían con la cabeza y continuaba el festejo por largas horas.

A partir de ahí, el ser más importante de ese hogar era la mujer en cinta, desde entonces, contaría con una especialista en partos a su lado para atender el último detalle, para

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asesorarla y cuidar de ella todo el tiempo.

Ya habían pasado seis meses y el embarazo era notorio, Cuauyautitla mandó traer a su casa a otras tres tlamatqui ticitl (especialistas en la atención de mujeres embarazadas), a fin de que con anticipación prepararan a su compañera a tener un parto sin problemas.

Las especialistas hablaban entre sí, después de revisar a la embarazada:

–Tiene 17 años de edad, es fuerte, no tendrá problemas.

Decía la más avezada.

–Es una ichouchpihua

Dijo otra para remarcar que se trataba de una primeriza.

–Es muy fuerte y atiende todos nuestros consejos.

Expresó una tercera

–Todo saldrá bien.

Aseguró la última de ellas.

Las especialistas contaban con un recinto para cada cual, se habían instalado en la casa de la pareja, no deberían separarse ni un instante de la embarazada hasta que llegara el alumbramiento.

De esa forma, comenzaron a enseñarle ejercicios a la futura madre, con frecuencia pegaban su oído al vientre abultado y calculaban cuantas lunas faltaban para el nacimiento. Le preparaban guisos especiales, todos destinados a nutrir el cuerpo del cual se alimentaba la criatura.

Así se llevaba una rutina, se cuidaba día a día la evolución del embarazo, las especialistas caminaban diariamente al lado de la mujer en cinta, como parte de los preparativos para un feliz alumbramiento, le enseñaban a respirar de manera pausada, como preámbulo al momento culminante cuidando siempre que comiera los productos adecuados para ese fin.

Le aconsejaban llevar ofrendas a los dioses y pedirles el bienestar de la criatura, le recomendaban humildad con su embarazo, que procurara no enojarse ni ponerse triste, tratar de no asustarse de nada, pues todas las emociones llegaban hasta el alma del producto del amor.

La mujer en cinta, sólo tenía que pedir lo que deseara para ser complacida; todos estaban dedicados a hacerla feliz, todas las prendas rojas de la casa fueron quitadas, pues se creía que dañaba al pequeño ser que se encontraba en el vientre, se cuidaba meticulosamente su alimentación, no podía hacer ningún tipo de trabajo que ofreciera riesgo, mucho menos

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cargar cualquier objeto pesado, no debería correr, todo estaba dirigido al cuidado de futuro miembro de la familia.

Otras veces que Cuauyautitla llegaba temprano de sus ocupaciones, acompañaba a su mujer en la caminata, pero ni aún así se separaban un solo instante las especialistas encargadas de cuidarla.

Cuando llegó el momento, una vez que el dolor hizo su aparición y se presentaron todos los síntomas, la Tlamatqui ticitl líder, preparó una bebida de raíz de chihuapatli, que ayudaba a producir mayor lubricante a la mujer y por ende facilitaba la expulsión de la criatura, en tanto dos de las comadronas ayudaban a la parturienta a colocarse en cuclillas y la cuarta se preparaba a recibir a la criatura en una pequeña sábana de algodón y teniendo listo un recipiente con agua que contenía néctar de rosas y un puñal de obsidiana con el que cortaría el cordón umbilical.

El llanto infantil indicó que una hermosa niña había llegado; de inmediato se procedió al corte del cordón que la unía aún a la madre y se le hacía un pequeño nudo perpetuo; luego se le bañaba con cuidado y con delicados lienzos de tela le limpiaban los ojos con un vino muy rebajado elaborado con base al xocopati (frutas), mientras pronunciaba las siguientes palabras:

–Este baño te lavará las manchas que sacaste del vientre de tu madre, te limpiará el corazón y te dará una vida buena y perfecta.

Como era mujer, el cordón umbilical se enterraba en el patio de la casa; si hubiera sido varón, sería entregado a los guerreros, quienes lo llevarían a sepultar en el campo de batalla.

Acto seguido, la comadrona mayor, colocaba en la palma de la mano derecha de la recién nacida la misma agua de xocopati, soplaba sobre ella, le humedecía la boca y el pecho; tres de las ayudantes la bañaban mientras aquella alzaba el rostro hacia el cielo y rezaba así:

–Descienda el Dios invisible de esta agua y te borre todos los pecados y todas las inmundicias y te libere de la mala fortuna.

Luego se dirigió a la pequeña: “Niña graciosa, los dioses Ometeuctlo y Omecihuátl (dioses que viven en el cielo más alto) te criaron en el lugar más encumbrado del cielo para enviarte al mundo, pero ten presente que la vida que empiezas es triste, dolorosa, llena de males y de miserias; no podrás comer pan sin trabajar. Dios te ayude en las muchas adversidades que te aguardan”.

Luego, la madre debería decir en voz alta las siguientes palabras:

–Hija mía, de mis entrañas nacida, yo te parí y te criaré como linda cuenta ensartada y como piedra fina o perla, te puliré para adornar a tu padre. Recuerda, si no eres como debes ¿cómo vivirás como otras o quién te querrá como mujer? Cierto que en este mundo se vive con mucha dificultad y las fuerzas se consumen, pero la diligencia es el camino

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para alcanzar lo necesario y los bienes que los dioses nos envían; no deberás ser perezosa ni descuidada, al contrario, deberás ser limpia y hacendosa, deberás servir fielmente a tu marido, tendrás cuidado de hacer bien el pan. Pondrás como deberás las cosas de la casa, cada cual a su lugar, todo deberá estar en orden. Donde vayas, actúa con mesura y honestidad, nunca apresurada ni riéndote… responde con cortesía cuando te pregunten, tendrás todo el cuidado de los hilos, de la tela y de la labor y por ello serás querida y amada, de esta manera, serás merecedora de lo necesario para comer y vestir y así podrás tener segura la vida y siempre estarás consolada… Oye bien, vida mía, todo lo que se te encomiende y hazlo bien; no sigas tu corazón porque te hará viciosa, te engañarás y ensuciarás y a tu padre y a mí nos afrentarás, no te envuelvas en maldades como se envuelve y enturbia el agua”.

–Cuando pienses casarte y tus padres aceptaran a quien desee ser tu marido, no serás desacatada y cuando él te mande hacer algo, lo escucharás y obedecerás con alegría y si tu marido fuera simple o bobo, dile cómo ha de vivir y te encargarás del mantenimiento y de lo necesario para tu casa.

–No te descuides ni andes perdida de acá para allá, pues así ni tendrás casa ni hacienda, si tuvieras bienes temporales, no los disipes.

–Hija, si hicieres lo que te digo, serás tenida en mucho y amada por todos y más de tu marido, hija, es mi obligación decirte todo esto, por tu bien….

Después se dirigieron las cuatro a Cuauyautitla para abrazarlo y felicitarlo, luego a la nueva madre a la que prodigaron besos y buenos augurios.

Poco después entraron los nobles del señorío con regalos y palabras de felicitación a ambos y todos admiraban a la bella niña que tenía la piel de color de rosa y pese a su estado de recién nacida se advertía que sería bella cuando grande.

Una vez que pasó todo y los vasallos se retiraron, Cuauyautitla se acercó lentamente a ver de cerca a su hija; sus ojos humedecidos por la emoción descubrieron a la frágil criatura que dormía tranquilamente al lado de su madre; él de inmediato notó el enorme parecido con ella, con su amada y lo enorgulleció.

Luego miró a su esposa que satisfecha le veía a los ojos:

El dijo:

–Es bella, igual que tú, gracias mujer, soy muy feliz.

Ella respondió:

–Tu felicidad es la mía amado mío; si nuestra hija es bella, es un don que más nos enorgullece.

Luego le tendió la mano y lo acercó para darle un beso en la mejilla, él, en la frente.

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–Se llamará Cuayautital en honor del reino que le dejaré:

Dijo orgulloso Cuauyautitla.

Y ella, sólo lo miró sonriente en una actitud de aprobación.

La madre tendría que alimentar desde su busto a la pequeña hasta los tres años de edad y después comenzaría a educar a la niña paso a paso; al principio le enseñaría el nombre de los utensilios de la cocina, igualmente los utilizados para tejer, hilar, así como el de los instrumentos musicales.

Cuando se comprobara que Cuauyautital ya los conocía sin equivocaciones, el paso siguiente sería el saber cómo utilizar cada uno de ellos, por lo que se hacían prácticas todos los días y ante las inevitables fallas, se le aconsejaba con delicadeza y paciencia, repitiendo la acción hasta la perfección.

La costumbre era que la madre se hacía cargo de las hijas y los padres de los hijos, por ello la niña siempre estaba al lado de su madre, en tanto su progenitor partía ya sea a apaciguar a los pueblos bajo su dominio, a conquistar a otros y así extender su territorio, y consecuentemente incrementar la riqueza del reino.

Pasaron los años y cuando Cuauyautital cumplió ocho ya era una experta en todos los guisos, asimismo en los tejidos e hilados, sabía los significados de los bailes, el sonido de los instrumentos musicales que los identificaba con sólo escuchar su tono y estaba lista para dar inicio a la siguiente etapa de su preparación, que era la de hacer uso de sus conocimientos en la práctica.

Así que la madre muy pronto le enseñó la confección de prendas de vestir; a que ella sola guisara; a tocar los instrumentos musicales; hilar y preparar el copal para adorar a sus dioses.

Cuauyautiltal era una hermosa niña, su piel no era morena, sus pupilas lucían un bonito tono color de rosa y sus facciones eran tan bellas como las de su madre.

Además era muy inteligente, aprendía con facilidad los quehaceres y antes del tiempo previsto dominaba las enseñanzas.

Pero también era poseedora de un carácter templado y sorprendía por su temprana madurez.

Como hija de nobles, Cuauyautital debería ser preparada en una de las escuelas del Calmecac, destinada a las niñas de su condición social, donde recibiría instrucción de cómo trabajar las finas plumas para confeccionar adornos de carácter religioso, principalmente, vestimenta de tlatoanis y demás nobles, por parte de sacerdotisas especializadas en este tipo de educación superior, las cuales pertenecían a la élite de la nobleza de esa sociedad.

Las jovencitas que lo desearan, podían prepararse para ser sacerdotisas y así dedicarse a auxiliar en los estudios de las siguientes generaciones y ocupar un lugar relevante dentro de

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la nobleza del consejo de sus respectivos territorios o para especializarse en el culto a los dioses y todo lo concerniente a la religión, lo que les significaba alto nivel en la comunidad donde se encontraban.

Como sacerdotisas podrían especializarse en cultos específicos, como a Cihuacuacui, la diosa de la tierra, y todas las mujeres, desde niñas, aspiraban a ser una Chimalma (madre de Quetzalcóatl, es decir, una mujer sacerdotisa), en recuerdo de la que encabezó, junto con otros nobles, la peregrinación de los aztecas que partieron de Aztlán, guiados por Huitzilopochtli, hacia la Gran Tenochtitlan.

Otro de los aspectos que abarcaba la preparación de las niñas era conocer a fondo las exigencias de la conducta que como mujer debería observar de manera estricta, como la castidad premarital, fidelidad conyugal y dedicarse con esmero a la educación de sus hijas principalmente.

Las sacerdotisas empleaban muchas horas en amenas charlas con las niñas bajo su custodia y les explicaban que las mujeres que morían en el parto se iban al Paraíso Occidental, el cual se llamaba Cincalco (Casa del Maíz), y que se convertían en diosas, con el poder de aparecerse en cualquier momento y cuando esto ocurría, los jóvenes guerreros trataban de apoderarse de su brazo derecho porque ello los hacía invencibles en el combate.

Otro aspecto de la educación que recibían, era el saber ayudar a las parturientas, realizar curaciones y emplear las palabras adecuadas para solicitudes matrimoniales.

Asimismo, se les indicaba que su marido podría tener varias esposas, de acuerdo a su potencial económico y que la primera cónyuge tenía prioridad sobre las otras; que en caso de esterilidad por parte de ellas, su marido tenía la autorización para repudiarlas, también si ella descuidaba sus deberes y era probado por él, asimismo, se les hablaba del derecho que tenían de solicitar su separación del marido, para volver a casarse, si probaban que eran maltratadas; pero en caso de quedar viudas sólo podían unirse a un hermano del difundo esposo.

Se les comentaban sus derechos de tener propiedades a su nombre, de poder acudir al Consejo de Sacerdotes para denunciar injusticias de su marido y solicitar la separación.

Igualmente se les recordaba lo que ya habían vivido para que entendieran por qué ellas, por ser mujeres, desde los tres años ya vestían huipiles y tilmas, en cambio, los muchachos andaban desnudos hasta la adolescencia.

Cuauyautital, fue sobresaliente, todos estos conocimientos los dominaba y sólo le quedaba esperar cumplir 16 años para conocer al que debería ser su esposo, pues a partir de esa edad la costumbre dictaba dar ese trascendental paso.

Cuauyautitla, había logrado extender su poder a otros poblados como Tepecuacuilco, Cuetzala, Tlachco y Tetelcingo: Todo estaba en paz, cada vez era mayor su grandeza y su esplendor… Hasta el centro del reino mexica llegaron las noticias de esa rica tierra por lo que se decidió conquistarla como parte de una campaña de extensión del mismo.

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Ahuítzotl, su padre

Fue el tlatoani constructor, conquistador, que llevó al Reino Mexica al mayor poderío, lo acompañó siempre la gloria bélica, transformó Tenochtitlan y de la rudeza y crueldad, el amor lo transformó en sabio

El señor de Cuauhnáhuac se negó pagar tributo al Reino Mexica, por tal motivo, Tízoc el tlatoani, envió un contingente para someterlo, apresarlo y saquear todo el territorio; además deberían llevar a Tenochtitlan una gran cantidad de prisioneros para que en su momento fueran sacrificados a los dioses.

La comisión fue encomendada a Ahuítzotl, un joven soldado que ya había creado fama de cruel, arrojado e inmisericorde con el enemigo, sus dotes militares y valentía habían trascendido entre los mexicas y gozaba de una gran admiración y respeto entre la tropa y la nobleza.

Sus acciones en los territorios de Tlacoac y Ayotochcuitlalpan, localizadas al norte del señorío de Texcoco, lo habían revelado como un gran estratega, como un hombre sorprendentemente valiente colocado en la cúspide de su carrera político-militar.

Salió Ahuítzotl en cumplimiento de las órdenes de Tízoc, su hermano y jefe máximo, tomó Tlacotepec y Panotitlan y dejó una legión de guerreros para llevar a los prisioneros a Tenochtitlan, siguió hacia Cuauhnáhuac, donde venció la resistencia con relativa facilidad; ahí tuvo noticias del progreso y riquezas que había en el señorío Chontal de Zompacahuitl, que quedaba al sur, cerca del lugar y decidió conquistarlo para el reino y emprendió la caminata hacia ese territorio en pos de la guerra.

Desde lo más alto del cerro divisó el caserío y comprobó el gran progreso de la zona debido a la producción de algodón que ahí se registraba, además de miel y flores, Convencido de obtener el éxito, de inmediato trazó el plan de ataque para iniciar las actividades bélicas al día siguiente.

Los chontales tenían fama de valientes, contaban con un ejército de jóvenes bien entrenados y dispuestos a morir antes que rendirse.

Ahuítzotl, acostumbrado a la victoria, emprendió el ataque fiero y despiadado, como era su costumbre, pero la defensa chontal resultó efectiva y derrotaron a las huestes mexicas, ante el asombro del gran guerrero que, prudente, retiró sus tropas a lugar seguro para analizar con detenimiento la situación.

El jefe mexica, inteligente y gran militar, primeramente ordenó traer refuerzos a Tenochtitlan y detenidamente, desde lo alto del cerro analizaba el terreno, calculaba cuántos soldados tendría el enemigo y observaba cuáles eran los flancos débiles de la zona ocupada por éste y así trazaba el segundo plan de ataque.

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Llegó el contingente que reforzaría las acciones de guerra, se organizó el ataque e inevitablemente cayó Teloloapan, Tepecuacuilco, Coatepec y otras comunidades, incluyendo la sede del señorío de Zompacahuitl, Ichcateopan. En la refriega, murió heroicamente Cuauyautitla, el rey, en defensa de su pueblo.

Después de la sangrienta contienda, los vencidos fueron formados en seis largas filas y fueron conducidos hacia la Gran Tenochtitlan, Ahuítzotl recorría una y otra vez la caravana, cuidaba que sus guerreros no tuvieran contacto con los prisioneros para evitar fugas y que se les diera agua para que no hubiera desmayos entre ellos.

Cuando recorría el contingente, los ojos de Ahuítzotl se clavaron en la figura esbelta de una mujer que poseía un rostro hermoso, fuera de lo común, la cual llamó poderosamente la atención del guerrero, primeramente por su imponente belleza, su porte distinguido, su erguido caminar, que enseñaba el gran orgullo de la formación real, sus ropas de fina confección y en sus brazos estaba la marca de brazaletes de oro que le fueron arrancados después de la derrota de su pueblo.

Su rostro levantado sostenía la mirada fija hacia el frente, el pundonor de la dama era evidente y anunciaba un alma herida que apretaba un profundo resentimiento, producto de la dignidad hecha pedazos.

Se trataba de la hermosa Cuauyautital.

Para ella no pasaba desapercibido ese momento, sintió sobre su cara el peso de la mirada llena de admiración de apuesto guerrero, volteó a verlo con sus ojos penetrantes, grandes, de negras pupilas, que se clavaron en los del hombre que la admiraba con avidez, en los de ella había un dejo de odio infinito, él sintió el efecto como de un rayo que recorrió todo su cuerpo y apenado bajó la cabeza, ella hizo un movimiento arrogante y giró la cara hacia adelante para continuar la caminata entre los suyos.

Ahuítzotl se quedó como petrificado, sumamente pensativo, como si hubiera descubierto a la joven más bella jamás vista; era evidente que la personalidad de la mujer lo había cautivado.

Llegó la hora de descansar, faltaban aún varios días para llegar a Tenochtitlan. Se instalaron mantas para los jefes y los prisioneros fueron llevados a una inmensa llanura donde utilizaron telas de algodón para dormir, celosamente vigilados por los soldados mexicas, a fin de evitar que alguno de ellos huyera.

Después de un baño reconstituyente, Ahuítzotl ordenó a uno de sus ayudantes ir por la hermosa mujer, se sentía atraído y deseaba saber lo más posible de ella, su belleza y actitud lo tenían sorprendido e inquietado.

Cuando la tuvo frente a él, ordenó los dejaran solos.

Primero pasó su vista lentamente sobre ella; su mirada era de admiración profunda, se trataba de una mujer sumamente bella, su rostro sobresalía de todas las demás, no era

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moreno como el de la mayoría, era más bien blanco, de mejillas rosas.

Su cuerpo mostraba formas atractivas para cualquier hombre y ella sufría intensamente al pensar que en ese momento, el jefe de la tropa la hiciera suya por la fuerza.

–¿Quién eres?

Preguntó Ahuítzotl, en tono amable.

–Soy Cuauyautital, hija del gran señor Cuauyautitla, rey de Zompacahuitl, que murió heroicamente defendiendo a su pueblo, tu y tus intrusos lo mataron... Por mis venas corre sangre real, no soporto la humillación a que nos has reducido y no me importa morir.

–Debió quererte mucho tu padre, tu nombre se desprende del de él…

–Mira, no hubiera querido que tu padre muriera en esta guerra, pero por su linaje, él luchó hasta morir, como corresponde a todo hombre de nobleza, piensa en cómo se sentiría hecho prisionero al lado de los suyos, no hay peor humillación para un hombre de su estirpe que esa condición, ahora es un héroe y goza de la admiración de su pueblo.

–Si mi ejército hubiera sido el derrotado, yo hubiera peleado hasta que una flecha o una lanza atravesara mi cuerpo, no hubiera podido aceptar la derrota.

–Si me hubieran atrapado, buscaría la manera de quitarme la vida, tu padre hubiera hecho lo mismo, para los que somos guerreros, el ser vencido es la muerte, jamás podríamos ver de frente a nuestros seguidores.

–Así es la guerra Cuauyautital, recuerda lo que aprendiste en el Calmécac…

Ella se quedó callada, sabía que Ahuítzotl tenía razón, contaba con la más alta educación, pero su naturaleza le dictó guardar silencio, aceptar su condición de prisionera y mantener siempre en alto su dignidad.

La muchacha pidió permiso para retirarse y con un movimiento de cabeza del jefe mexica le otorgó la anuencia, luego, Ahuítzotl llamó a uno de sus auxiliares, a quien le tenía gran confianza y le ordenó que se apostara en guardia, cerca de la muchacha y respondiera con la vida por su integridad, no permitiría que ningún guerrero abusara de ella, que ni se le acercaran, pues era costumbre que los combatientes hicieran suyas a las prisioneras las veces que quisieran, en este caso sería la excepción con Cuauyautital.

La caravana llegó a Tenochtitlan, entraron por la gran avenida que iniciaba en la zona de Tacuba, el pueblo entero salió a recibir a los guerreros victoriosos y como un eco, el nombre de Ahuítzotl, se repetía sin cesar a manera de reconocimiento público, por su hazaña.

Durante el recorrido, niños y mujeres lanzaban todo tipo de flores al centro de la avenida y los señores de la nobleza se sumaban al lado de Ahuítzotl que caminaba hacia el centro de

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la gran ciudad donde era esperado por el gran Tlatoani, Tízoc y los sacerdotes del Consejo para homenajearlo. Al llegar, Tízoc emotivo abrió sus fuertes brazos y festivos, ambos se estrecharon en fraternal abrazo; y en Ahuítzotl el reino tenía a su más tenaz defensor, así como al conquistador que con sus logros aumentaba el poder y la riqueza del mismo.

Era la costumbre que luego de una guerra de esta naturaleza se repartiera la riqueza proporcionalmente entre el reino y los jefes del ejército, de acuerdo al grado que ostentaban.

Por la jerarquía, le tocaba a Ahuítzotl escoger su parte y todos se quedaron atónitos cuando humildemente, sólo pidió que le dieran a Cuauyautital, le bella mujer, noble prisionera, cuando tenía todo el derecho de, además, exigir la mayor parte del oro obtenido del señorío conquistado.

Cuando Cuauyautital fue llevada ante Ahuítzotl, supo desde ese momento que le pertenecía y experimentó en sus adentros una gran humillación, era un trofeo de guerra y su inmenso orgullo le impidió llorar.

Ahuítzotl, la recibió con amabilidad, estaba feliz, a nadie le había dicho que estaba enamorado de la hermosa hembra, guardó silencio en cuánto a la razón del por qué, la pidió, que era que le había arrebatado sus sentimientos desde que la descubrió en la caravana, sabía que en ella había un profundo resentimiento hacia él y que tendría primero que conquistarla.

Cuando la tuvo frente a él, le habló claro y con todo respeto.

–Cuayautital, te hago saber que admiro tu hermosura, que despertaste en mí una gran emoción cuando te vi por primera vez, en nuestro viaje a Tenochtitlan, que renuncié a las riquezas a cambio de tenerte.

Ella guardó silencio, no obstante que se sentía atraída por ese hombre recio, de facciones finas, interesante, que ante ella, se mostraba delicado y le daba un trato de respeto y admiración. Pero ella sufría intensamente, estaba estrujada por los recientes acontecimientos, entendía lo que era la guerra y la explicación primera y la actual que le daba Ahuítzotl cambiaban su percepción sobre él y muy en el fondo de su ser, se sintió halagada al saber que él renunció al oro por quedarse con ella.

De acuerdo a la costumbre, desde ese momento, él podía hacerla suya, ella lo sabía, pero no ocurrió y para la dama, esa fue una gran muestra de amor.

Ahuítzotl continuó:

–Deseo que sepas que este palacio, a partir de hoy es tuyo, recibirás el trato de lo que

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eres, una princesa, tendrás doncellas a tu servicio, ordenarás lo que necesites y yo buscaré la forma de ganarme tu corazón.

Acto seguido, llamó a sus ayudantes y les comunicó el lugar que tenía la mujer en el palacio y fue instalada en una de las mejores estancias, estaba cubierta de flores y finas plumas y se olía el perfume que estaba impregnado hasta en el último rincón.

Las doncellas, de inmediato se aprestaron a despojarla de sus ropas sucias, la condujeron al temazcal para bañarla, rociaron agua de flores sobre su cuerpo y con estropajos suaves tallaron su cuerpo y después de secarla le entregaron varias prendas de vestir, todas finas y de diferentes colores para que escogiera la que más le gustara.

Una de las doncellas le comentó:

Eres afortunada, Ahuítzotl, es el guerrero más codiciado del reino, todas las mujeres, doncellas y libres lo quisieran, es hijo de quien fuera un tlatoani, es el militar más encumbrado y lo que ha hecho contigo es la prueba más clara de que te ama.

Ella, guardó silencio.

Esa noche se presentó Ahuítzotl a sus aposentos, sus ojos reflejaban cuánto le gustaba la muchacha, ella pensó que había llegado el momento de que el guerrero la hiciera mujer en toda la expresión de la palabra, su cuerpo temblaba, experimentó miedo y asumió una actitud de resignación.

El, que era un hombre inteligente le aclaró:

–Sólo vine a comprobar que estuvieras con las comodidades que ordené, de verdad te deseo Cuauyautital, pero aspiro a tu amor, espero que te me entregues por atracción y con la emoción del sentimiento, con la limpieza de tu amor, sabedora de que serás mi compañera, de que serás mi esposa.

Dio la media vuelta y se retiró.

Así pasaron los días, todas las noches Ahuítzotl pasaba a visitar a Cuauyautital, platicaban largo rato, hablaban de los diversos acontecimientos, hasta que una mañana escucharon juntos el cántico de las aves mañaneras, observaron el cambio de tonalidades del cielo que poco a poco se aclaraba.

Estaban abrazados, desnudos y felices, el rostro de ella mostraba plena dicha, había sido una noche corta y placentera, sus ojos irradiaban amor y convicción de que su alma ya pertenecía a ese hombre que le mostró su faceta oculta, tierno, amoroso y poseedor de un vigor fuera de serie en la intimidad, que la trató con dulzura y con la delicadeza del amor. Ella habló:

-Ahuítzotl, me has hecho mujer, debo decirte que te amo, que soy inmensamente feliz,

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que te seré fiel hasta mi muerte y que te agradezco la forma en que me has tratado, tú dispondrás lo que será de mí.

El se quedó callado un rato muy pequeño y contestó:

–Tus palabras, amada mía, me halagan, hoy mismo dispondré todo para nuestra unión, quiero que me des muchos hijos, quiero que seas mi compañera hasta que los dioses nos lleven a su lado.

Y se celebró la unión entre ambos, fue una celebración a la altura del gran noble, del guerrero que le daba glorias al reino, al que respetaban y admiraban desde el más alto rango hasta el más humilde de la población.

La belleza de Cuauyautital cautivó a todos, corría sangre real por sus venas y la consideraban digna compañera del guerrero más querido de los mexicas.

Se dieron cita al acontecimiento los más prominentes señores de todos los pueblos pertenecientes al reino, llevaron regalos para ambos: perlas, bellas figuras de obsidiana, las más finas telas, collares, brazaletes, anillos, bandejas y adornos en oro y plata, plumas y demás objetos de ornato, al grado que una gran estancia destinada para guardar los obsequios no fue suficiente para alojarlos y se tuvo que improvisar otro inmenso espacio para depositarlos.

La pareja vivió intensamente los días y las noches y una mañana, el gran tlatoani, Tízoc, fue encontrado sin vida en sus aposentos, la noticia se esparció rápidamente por todo el dominio azteca o mexica como ya se le nombraba y el Consejo de inmediato se reunió para sesionar y nombrar al sucesor.

Muy poco tiempo duró la reunión, los sacerdotes lo pensaron poco y nadie objetó la propuesta del más viejo de ellos, Ahuítzotl sería el nuevo tlatoani.

En otros niveles de la jerarquía y entre los vasallos corrió la voz como un susurro que Tizóc había sido envenenado por órdenes del mismo Consejo.

A su coronación asistieron todos los señores del reino, ahí estaban sus parientes Moctezuma, Matlanzincátlzin y Pinahuitzin, todos ellos hijos de Axyácatl, ex rey mexica y hermano de Ahuítzotl, igualmente estaba su familiar, Netzahualpilli, señor de Texcoco y todos los señores del Culto a Quetzalcóatl, que representaban la gran autoridad en el reino.

Ahuítzotl dijo un gran discurso, hizo un relato del devenir del pueblo Azteca, resaltó el cambio de nombre a Mexica al recordar que provenían de la región de Mexi, en la zona de Aztlán. Sorprendía por sus grandes dotes de orador, de tal manera que conmovió a todos los presentes con su alocución, el énfasis de sus palabras, y acompañadas del movimiento de sus manos, provocaba emociones internas entre los asistentes: unos, el palpitar acelerado de sus corazones y otros, escalofrío en sus cuerpos. Todos enmudecieron y su atención se centró en las palabras del nuevo soberano.

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Los invitados de los pueblos amigos y confederados estaban asombrados por el talento del nuevo tlatoani, del que sólo tenían referencias de su bravura y valentía; ahora comprobaban que además era todo un estadista.

Anunció Ahuítzotl que cada día de su gestión estaría dedicado al crecimiento del territorio mexica, que llegaría a todos los confines de la tierra, que aumentaría las riquezas del mismo y acarrearía muchos esclavos para halagar a los dioses. Se sacrificaron más de 20 mil hombres como muestra de respeto a sus creencias.

Una vez que pasaron los días de festejo, por su nombramiento, en la soledad de sus aposentos llegó el momento de la reflexión atraída por la enorme responsabilidad que había adquirido y Ahuítzotl recordó paso a paso el ejemplo del gran Tlacaélel, considerado como la figura más importante del reino por la sabiduría que transmitió en consejos a sus antecesores tlatoanis y que gracias a su intervención intelectual, el reino Mexica había logrado el impresionante esplendor que lo caracterizaba como el más grande reino del mundo conocido y ya era una leyenda.

Auhítzotl, de por sí, era un gran admirador de Tlacaélel. En el Calmécac lo atrajo de manera subyugante toda su historia y estaba en el momento más preciso de emularlo.

El nuevo tlatoani, primeramente analizó el papel desarrollado por su hermano mayor, Tízoc. El cual fue truncado con un bocado envenenado, tal vez proporcionado por instrucciones del Gran Consejo de Sacerdotes, ante la falta de interés del rey en las actividades guerreras y religiosas del reino Mexica.

Enseguida su mente se concentró en todos los pasajes históricos referentes a Tlacaélel, los cuales conocía a perfección.

Su mente trabajaba y vino a su memoria la escena de aquel momento en que Itzcóatl, hijo de Acamapichtli y de una bellísima esclava de Azcapotzalco, iniciaba su gestión como cuarto tlatoani de los mexicas en cuya primera reunión ante el Consejo Sacerdotal, conformado por nobles y altos militares, expuso el asunto prioritario que debería afrontar el reino.

El poderoso reino de Azcapotzalco, que tenía fama de avasallador, estaba decidido a atacarlos para volver a someterlos (no había pueblo en sus alrededores que no le temiera).

Itzcóatl, propuso rendirse de antemano a fin de evitar el empobrecimiento definitivo del pueblo, prevenir muertes inútiles de hombres y mujeres, ancianos y niños y la devastación del ejército ante la situación delicada y sin recursos de los aztecas.

Entre los integrantes del Consejo de Sacerdotes hubo división y mientras unos aceptaban la propuesta, otros titubeaban y otros más no aceptaban la rendición, lo mismo ocurrió entre los nobles y sólo los militares callaban y con esa actitud demostraban su posición de acatar la decisión, en estricto respeto a sus superiores.

La discusión se hizo larga y todo indicaba que se impondría la propuesta del soberano.

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El joven Tlacaélel, recién egresado del Calmécac, pidió la palabra e intrigados se aprestaron a escucharlo con la duda reflejada en sus rostros, para analizar la intervención del muchacho para ellos aún desconocido que por vez primera participaba en una reunión de tal envergadura.

Tlacaélel, barrió a todos con la mirada y logró con ello concentrarlos en su atención:

–¿Qué actitud es esa mexicanos? ¿A caso vosotros, sobre cuyas espaldas descansa el engrandecimiento o fracaso de vuestro pueblo, sois cobardes? ¿Cómo está eso de que debemos doblegar nuestra voluntad a los de Azcapotzalco? ¿Qué pasaría con la historia que bordaron nuestros antepasados? ¿Qué les dejaremos como herencia a los niños y a los jóvenes que tanto nos admiran? ¿Qué lugar ocuparemos en la historia por dimitir sin tomar las armas?

Luego, con respeto se dirigió al rey:

Señor ¿cómo permites que tus pensamientos te lleven a la derrota adelantada? ¿Acaso no es mejor luchar hasta la muerte en honor a nuestros dioses y a nuestro linaje? ¡No nos entreguemos así, sin batallar, hay que pelear hasta la muerte, es mejor para todos morir de un flechazo, de un macanazo o atravesados por una lanza, que estar sometidos a la esclavitud!

Siguió el silencio, fue muy corto, las palabras del joven guerrero se metieron a lo más profundo de la conciencia y fue Itzcóatl, el primero en demostrar su entusiasmo y con un ademán indicó que tomaría la palabra:

–Me parece justo y necesario lo que dice el joven Tlacaélel, aquí están mis primos, sobrinos y amigos, todos de gran honor y les pregunto:

–¿Quién será el osado que irá a conferenciar con Maxtlatzin, rey de Azcapotzalco si sabemos que sólo piensa en avasallarnos?

La falta de respuesta indicó el temor y la indecisión de los presentes y otra vez se escuchó la voz de Tlacaélel, que sabedor que ante Maxtlatzin se corría el gran peligro de ser sacrificado, se ofreció para acudir ante él y tratar de pactar la paz para evitar el enfrentamiento armado.

Tlacaélel, gran negociador, de terso y agradable lenguaje, fue y vino en varias ocasiones a entrevistarse con el gran Maxtlatzin, quien a pesar de ser un hombre duro, hosco e introvertido, le agradaba el joven emisario mexica.

Pero pese a todos los esfuerzos de Tlacaélel no hubo acuerdo y en rigor del honor de la época, el joven militar mexica, con todo el protocolo de la nobleza que representaba, se despidió del rey de Azcapotzalco, indicándole que estarían preparados para el enfrentamiento entre ambos reinos.

El joven militar aztecas, en el pleno del Gran Consejo, informó lo que vendría y se

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iniciaron los preparativos de inmediato para la guerra contra el ejército que en ese momento era el más poderoso de la zona.

Los talleres de los aztecas iniciaron sus trabajos a marchas forzadas; se incrementó el personal en los mismos para la producción de arcos, flechas, lanzas y escudos.

Los campos de entrenamiento se llenaron de jóvenes y mayores de la población. De los calmécas y calpullis se escogieron a los mejores estudiantes para servir como instructores y aumentar en todo lo que daba el ejército azteca, que se enfrentaría a la prueba más importante de toda su existencia.

Surgió Citlalmina, la valiente guerrera que organizó a las mujeres para luchar en defensa del reino.

Itzcóatl se llenó de júbilo cuando fue visitado por el príncipe de Texcoco, Nezahualcóyotl que era conocido como “El Sabio”. Cuando éste se ofreció como aliado contra los de Azcapotzalco, al formalizar el acuerdo hecho con anterioridad con Moctezuma, ‘Ilhuicamina’, quien fuera el padre de Ahuítzotl, deseaba cobrar la afrenta de los tecpanecas que en años anteriores habían matado a su padre.

Cuando se conoció el apoyo de los texcocanos, los mexicas se llenaron de ánimo y de esperanzas, la solidaridad del ejército del señorío cercano inyectó una gran motivación y en pocos días se anunciaron listos para la guerra.

Llegó el momento, los dos grupos antagónicos estaban frente a frente en la inmensa llanura; los rostros pintarrajeados, los gritos de guerra y las armas levantadas indicaban que pronto empezaría la batalla y a una señal avanzaron con paso firme ambos grupos y se trenzaron en feroz contienda.

Fue brutal, inmisericorde y terrible, pasaron los días y miles y miles de guerreros perecieron atravesados por las lanzas y las flechas, y otros caían sin alma con la cabeza destrozada por el golpe de la macana.

Fueron momentos de encarnizada guerra, el solar estaba tapizado de cadáveres que empezaban a expedir el fétido olor a muerte.

Los soldados ignoraban el aire nauseabundo que cubría el ambiente, así como los dolores de sus brazos que accionaban las armas.

Los de Azcapotzalco y sus aliados, cayeron vencidos y las figuras de Izcóatl, de su hermano Moctezuma, ´Ilcuicamina, de Tlacaélel y del príncipe Nezahualcóyotl, se elevaron como los héroes que salvaron al pueblo mexica al devastar al enemigo.

Maxtlatzin, huyó a Coyoacan, que también era su dominio, y hasta allá fue perseguido y alcanzado y tras una corta batalla, los mexicas acabaron con el último reducto Tepéhua (hormigas), como también se les conocía a los habitantes de Azcapotzalco.

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Los cuatro héroes recibieron nombramientos nobiliarios y grandes extensiones de los terrenos conquistados.

Desde ese momento, Tlacaélel se convirtió en el principal consejero de Itzcóatl cuya influencia se confundía con el poder tras el trono, pues eran tan trascendentes y atinadas sus sugerencias que el soberano tlatoani las aceptaba sin contratiempos.

A partir de entonces, se inició la grandeza del reino azteca, de tal manera que los consejos y las medidas en materia política, religiosa y social, concebidas y puestas en operación por Tlacaélel, se quedaron como norma a seguir dentro de la administración.

Creó la concepción místico-guerrera de la raza, con lo que logró la excelente combinación en la formación de todos los súbditos del reino en todos los niveles de la clase social, a los que se les desarrollada la idea de que debían de prepararse para la guerra, como un servicio a sus múltiples dioses, pues su raza había sido elegida por el Sol y esa didáctica formaba parte de los estudios en el Calpulli o escuela del pueblo y en el Calmécac, destinados a la instrucción de los hijos de los nobles.

Con esta formación, el Reino Azteca, alcanzó las grandes extensiones de dominio en todo el territorio conocido.

Propuso el cambio de nombre del reino, al de Mexica para significar que nacían de nuevo hacia el progreso y al gran poder; además, porque era de Mixe, Aztlán y así refrendar sus orígenes.

Más tarde, las huestes mexicas conquistaron Xochimilco, Cuitláhuac y Chalco, por consejo de Tlacaélel al influir sobre Itzcóatl en la conveniencia de apoderarse de las flores y los cánticos de aquellas regiones a fin de acrecentar la cultura mexica enriquecidas con el avance de los otros.

Se procedió a quemar todos los documentos de aquellos pueblos, escritos en pieles de animales, después de transcribir todo en otros con el sello mexica, para dar lugar al nacimiento de una cultura enriquecida y la desaparición de la de los conquistados.

A partir de entonces se comenzó la enseñanza general a los niños mexicas, así como a los de los pueblos dominados, con la visión de que adquirieran una identidad definitivamente mexica en su desarrollo y dar lugar a un solo pueblo, una sola nación, un solo soberano.

Por otro lado, Tlacaélel desarrolló la tesis de que el pueblo mexica era el escogido por el Sol, analizó el anuncio de los sabios que emitían el juicio de que el calor del astro, era el motivo de su existencia y que su fulgor podría apagarse y por ello imperaría la oscuridad y morirían todos los seres de la tierra.

Basado en lo anterior, Tlacaélel expuso la necesidad de realizar sacrificios humanos y entregar el corazón y la sangre, fuentes de vida, al dios Huitzilopochtli que era la personificación del Sol y a partir de entonces se le conocería como Sol Huitzilopochtli, que jamás se apagaría y conservaría las fuerzas necesarias para enfrentarse diariamente a los

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dioses de la oscuridad, vencerlos y salir triunfante con su luz radiante para abrigar a los seres del mundo.

Para ello, deberían estar en constante guerra, a fin de obtener esclavos en cada batalla y contar con el número suficiente de víctimas para sacrificarlas en honor al Sol Huitzilopochtli.

De esto, nacieron las guerras floridas y se unieron México, Texcoco, Tlacopan y Tacuba, para atacar a Tlaxcala y Huexcotzingo, que constituyeron, por muchos años, las principales fuentes de suministros de esclavos para partirles el pecho y derramar su sangre en honor al gran dios que los protegía.

Tlacaélel, en sus discursos, resaltaba que de esta manera su dios jamás se debilitaría, que siempre triunfaría sobre los dioses de la noche, siempre tendría las energías necesarias para atravesar el cielo en el día y descansar para repetir el ciclo por siempre.

Este principio formó parte de la instrucción escolar y fue la base de la proyección del reino.

Muere Itzcóatl y en su lugar se designa a Moctezuma, ‘Ilhuicamina’ y Tlacaélel continuó como el principal consejero.

Ante la necesidad de ejercer un mayor control sobre todos los pueblos del reino, Tlacaélel diseñó la administración del mismo y planteó al soberano el nombramiento de representantes del mismo en cada punto de dominio, delegándole los poderes de Tenochtitlan, auxiliándolos con ayudantes para ejercer su autoridad y fijándoles fechas para entregar el tributo de los súbditos.

Moctezuma ‘Ilhuicamina’, aceptó la propuesta de inmediato y pidió a Tlacaélel la operara y así surgieron alcaldes, mayores, tenientes, alguacil mayor y menor y otros cargos que funcionaban como una gran orquesta que permitía mantener un control armónico de toda la extensión del reino, que actuaba con rapidez y eficiencia.

En los poblados apartados, los encargados del reino deberían levantar obras de beneficio común e imponer castigos a los disidentes que pudieran poner en peligro la estabilidad de esa sociedad.

En el palacio de Moctezuma ‘Ilhuicamina’, Tlacaélel organizó todo el servicio humano: pajes, lacayos y mayordomos en gran número, unos al servicio del monarca y otros, siempre suficientes, para atender a cada noble con determinada ocupación, así como a sus subordinados.

Nombró tesoreros para mantener con exactitud el monto de las arcas, llevar el conteo de los ingresos de los pueblos, por la recepción de sus tributos y mantener inmensos almacenes con las diferentes riquezas.

Paralelamente, Tlacaélel preparaba el culto religioso, las jerarquías y las especialidades

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en el fervor para cada dios; el mayor número dedicado al Sol Huitzilopochtli.

Por otro lado, influyó en el monarca para la realización de obras materiales en la capital y con frecuencia se enviaban indicaciones a sus representantes en los poblados, para que hicieran lo mismo en sus respectivas entidades y se mandaban supervisores que informaban de los avances en cada territorio del reino.

En Tenochtitlan se inició la construcción del Templo Mayor y otros trabajos en beneficio del pueblo. Al mismo tiempo, Tllacaélel planeaba y destinaba fuerzas guerreras al mando de los mejores capitanes, para mantener el programa de expansión del reino, así las tropas mexicas se apoderaban de Tepeaca y de la zona Huasteca y en los lugares más apartados de la capital.

De esta manera, todos los días llegaban grandes caravanas con cargamentos de oro molido en carrizos, piezas rectangulares del mismo metal, piedras preciosas de distintas variedades, las más finas y diferentes plumas, las más bellas doncellas de todos los confines del reino y esclavos, muchos esclavos…

Asimismo, se recaudaban inmensos cargamentos de frijol, chile, maderas, carbón, chía y todas las variedades de frutas conocidas, sin faltar distintas clases de animales, como gato montés, tigres, ocelotes, jaguares, pumas, garzas, flamencos y otros en inmensas filas de jaulas adecuadas para su trayecto.

Todo era almacenado en grandes extensiones de terrenos preparados ex profeso para ese fin, en los cuales se llevaba un control absoluto de los artículos que conformaban el gran capital del poderío.

Muere Moctezuma ‘Ilhuicamina’ en el año de 1468. El Consejo se reunió y de manera unánime ofreció el trono a Tlacaélel, sabedores de que este personaje era quien en efecto llevó las riendas del mandato y era el más conveniente para los intereses del reino mexica.

Tlacaélel les dijo:

–Señores míos:

–Sólo tratad de recordar cuánto tiempo he vivido cerca de los reyes, a cuántos señores he nombrado y a cuántos he destituido, cuántas leyes he establecido y cuántos pueblos y riquezas le he dado a nuestro reino.

–He vestido como rey, vivido como tal ¿Me ha hecho falta la corona?

–Escuchadme:

–Considerad la trayectoria del joven Axayácatl: religioso, gran guerrero, valiente… quien debe recordarnos a su padre Moctezuma ‘Ilhuicamina’, que estoy seguro, él, como sexto tlatoani, dará grandes bienes al reino mexica.

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Ya no se habló más, se preparó la entrega del trono al propuesto por Tlacaélel.

Con ello se refrendó su liderazgo, su impresionante calidad moral ante el Consejo y su sabiduría.

El primer paso de Axayácatl, bajo el consejo de Tlacaélel, fue dominar Tlatelolco, un pueblo mexica separado del control de Tenochtitlan.

El Consejero aprovechó la queja de la hermana de Axayácatl, quien a su vez era esposa del rey tlatelolca, se dolía de las infidelidades de su compañero sentimental y de golpizas frecuentes, por lo que demandó su castigo.

Axayácatl, escuchó los argumentos de Tlacaélel, quien con astucia y serenidad le tocaba los sentimientos consanguíneos más sensibles y agitaba las fibras del resentimiento para lograr que ordenara el ataque de la isla cercana.

Fue sólo una escaramuza, un batallón del ejército mexica bastó para acabar con Tlatelolco para agregar otra presea al poderoso imperio Mexica. Su mando de dominio era admirado por todos los integrantes del Consejo, pero más halagaba a la población entera.

El efecto de esta contienda entusiasmó a Axayácatl y de inmediato dictó órdenes de preparar el ataque contra los tarascos de la zona de Michoacán, que representaban un peligro para el reino, por su crecimiento y la bravura de sus guerreros.

El enfrentamiento se llevó a cabo en un lugar denominado Tajimaroa, en la división de ambos territorios.

Los tarascos superaban al ejército mexica, con 16 mil hombres más, y por esa causa vencieron, tras tremenda pelea, a las huestes de Axayácatl.

Era la primera derrota que sufrían los mexicas, pero ésta no fue suficiente para hacer decrecer el ánimo del reino y continuaron otras acciones bélicas contra otros pueblos que sirvieron para ensanchar su dominio y sus riquezas.

Tlacaélel, agobiado fue vencido por la edad, un día sus ojos no se abrieron más y su corazón dejó de latir para siempre.

Su cuerpo fue motivo de honores y sus enseñanzas se quedaron como doctrina que al paso de los años se hicieron leyes que contribuyeron al engrandecimiento de la raza, enriquecer al reino mexica y continuar, mediante la guerra, a crecer de manera descomunal. Ahuítzotl, decidió repasar con serenidad cada paso de lo que hizo Tlacaélel, el engrandecimiento del reino se inició desde que él intervino, era el camino a seguir y lo haría. Agregaría una dosis de justicia, las guerras serían el signo del enriquecimiento de su pueblo, entendía que a través del ataque sistemático crearía fama de invencible y el terror invadiría a los demás, lo que los dispondría a rendirse y extendería el reino hasta los confines del territorio.

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En funciones, ordenó la construcción de un gran Templo a Huitzilopochtli, de inmediato se abocó a otorgar nombramientos en Tlacopan, Coyoacán, Xochimilco, Culhuacán, Azcapotzalco e Iztapalapa que recayeron en hombres de su entera confianza, entre los que destacaron familiares y amigos y todos recibieron la advertencia de que las fallas, de acuerdo a su importancia, serían castigadas con el despido, el destierro o la muerte.

El paso siguiente fue la construcción de una gran cantidad de templos y palacios que cambiaron la imagen de la capital, Tenochtitlan, y remataba este tipo de obras con la construcción majestuosa del Templo Mayor.

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Cuauhtémoc, llega al mundo

Como consecuencia del amor entre Cuauyautital y Ahuítzotl,nació un niño hermoso, con gran parecido a su madre, querecibió el nombre de Cuauhtémoc, cuya traducción es“Aguila que Desciende”

El olor a copal y flores se extiende por la estancia. Cuayautital no gime, el sudor cubre su cuerpo y las gotas como perlas se deslizan por su rostro, está preparada, sabe lo que tiene que hacer para cuando llegue el momento del alumbramiento.

Se escucha como si fuera un murmullo, un coro de ancianas vestidas con túnicas blancas y amarillas, cantan en dulce voz, con los ojos cerrados, como elevando una oración.

Una de las parteras estaba lista, tenía en sus manos un recipiente de oro con agua que contenía jugo de una hierba llamada Cihuapatli, cuyo efecto era acelerar el nacimiento, en otros casos se utilizaba como abortivo.

Las ancianas pronuncian palabras mágicas y evitan la presencia de plantas comunes en los hogares, como la Tzictli –conocida como chicle–, para que el niño no nazca con el paladar duro y para que las encías estén normales.

En otra estancia, el padre, Ahuítzotl, atiende a parientes nobles, a jefes de los ejércitos mexicas que llegan poco a poco, al saber que estaba por nacer el hijo del Gran Tlatoani.

Ahuítzotl se pasea por la gran sala, está nervioso; es observado por la mirada callada de los visitantes; el tiempo se siente lento y amenaza con desesperar.

Detuvo el paso y primero hizo un gesto de asombro, levantó levemente la cara, abrió grandemente los ojos y entreabrió la boca al escuchar el llanto infantil que anunciaba la llegada de un nuevo ser al mundo, luego el rey lanzó un grito de triunfo –como cuando se gana una guerra– al comprobar que todo había salido bien.

El grito de victoria fue más grande, después que la voz cansada de una anciana dijo: ¡Es un niño…!

Los nobles visitantes se apresuraron a abrazar a Ahuítzotl y a compartir su felicidad, le prodigaban palabras de alabanza en desorden, como que todos deseaban ser escuchados por el jerarca al mismo tiempo.

En la otra sala, la más vieja de las ancianas procedía a cortar el cordón umbilical con un cuchillo de obsidiana y lo anudaba, luego lo entregaba a otra de ellas, quien a su vez se lo daba a los guerreros, quienes lo enterraban, según la costumbre, en el campo de batalla en donde entrenaban.

Enseguida, entregó el niño a una más que, ayudada por otra de la auxiliares procedía a

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bañarlo en agua con olor a rosas.

La mayor hablaba: –Muy amado hijo mío, muy tierno hijo mío, los dioses te bendicen, entiende que esta casa donde has nacido no es tuya, porque serás guerrero y serás ave y en todas partes alentarás. Esta casa donde has llegado al mundo, es sólo un nido, una posada donde llegaste hoy, es tu salida a este mundo; has brotado, has florecido, de aquí te apartarás de tu madre. Esta es tu cuna y el lugar donde posarás la cabeza y otra será tu tierra, estás prometido para otra parte, en el campo para hacer la guerra, tendrás como meta dar de beber al sol y a la tierra la sangre de los enemigos, aquí mismo recibirás la muerte florida.

–Hijo mío, deseo que te guíe y provea y te adorne aquel que alienta y que está en todo lugar.

La noticia del nacimiento del hijo de Ahuítzotl recorrió pronto los confines del reino y en caravana, desde los distintos sitios, viajaron los nobles señores con regalos. Así, desde Texcoco, Tlacopan, Xochimilco, Azcapotzalco, Oaxaca, Tabasco, Soconusco, Chiapas y otros más, los jefes y sacerdotes de cada lugar se dirigieron a Tenochtitlan para desear lo mejor a la familia real de los mexicas.

Cuayautital está al lado de Ahuítzotl en el trono; en sus brazos, envuelto en finas telas y cubierto en prendas de oro tenía al pequeño dormido, ausente de muestras de respeto y palabras de alabanzas.

Uno a uno pasaban frente al niño, cada cual hacía gala de oratoria y pronunciaban lo más delicado de su lenguaje a favor de los padres y del recién nacido...

Así transcurrieron 20 días que parecieron interminables, en todo Tenochtitlan hubo fiesta; el pueblo danzó por las calles y en las plazas y se quemó incienso en los templos para que los dioses bendijeran y protegieran al niño noble que había llegado al mundo.

Cuando terminó el desfile de visitantes, desde la más alta jerarquía hasta el más modesto representante de la población, los astrólogos hicieron acto de presencia para anunciar ante todos el futuro del pequeño heredero.

Con toda seriedad, el de más edad pronunció las siguientes palabras:

– "Nació con muy buen signo, será un hombre valiente, le gustará la guerra, adorará a los dioses, defenderá su dignidad hasta la muerte, será profundamente justo y tendrá convicción de vencedor".

Y con ello anunciaban que tendría todo para ser un gran jefe, un tlatoani.

Los presentes festejaron con gritos eufóricos el pronóstico, que correspondía a su noble linaje: La preparación que le esperaba y el ejemplo de su padre y de su madre, lo acompañaría. Ambos –que estaban llenos de virtudes– serían determinantes en su vida.

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Continuó el momento de la consagración del pequeño avalado por la nobleza y la población como testigo; los primeros estaban al lado de los padres y los demás llenaban la Plaza Mayor.

Ahuítzotl, como Gran Tlatoani, vestía una túnica del color del cielo, sobre su pecho, como si fuera un escudo, un gran sol de oro pendiente de cadenas del mismo metal que rodeaban su cuello, anchas muñequeras, tobilleras y brazaletes áureos y el penacho confeccionado con las más finas plumas.

Tomó al niño con sus manos y viendo al sol, lo levantó por encima de su cabeza. Al tiempo que lo elevaba hacia el cielo, ante miles de ojos y voces que entonaban alabanzas, exclamó:

–¡Se llamará Cuauhtémoc!

Luego se lo entregó a Cuauyautital, quien lo envolvió en una manta blanca. El padre depositó sobre el niño un arco diminuto, pequeñas flechas de oro, puñales de obsidiana y un pequeño penacho que simbolizaban su futuro en la guerra por el reino.

Después se acercó la más anciana con una pequeña vasija de oro que contenía agua, mojó sus dedos y untó el líquido en los labios del niño.

Luego profirió:

–¡Oh águila, oh tigre, oh gran guerrero…!

De inmediato la muchedumbre comenzó a recorrer las calles de la gran ciudad entre cantares.

–¡Oh, Cuauhtémoc, vete hacia el campo de las batallas, colócate donde hacen las guerras, tu oficio es regocijar al sol y a la tierra, ya eres un guerrero, eres un águila, eres un tigre y los que murieron en las batallas, ahora están felices por ti!

Después de la consagración del niño Cuauhtémoc, Ahuítzotl se reunió con los señores visitantes y los que vinieron del oriente del reino en las cercanías de la región de Guatemala, le informaron que habían sabido que vieron unas casas gigantes en el mar que flotaban y que en ellas viajaban unos hombres blancos de gran barba, que pescaban y vestían atuendos distintos a los de ellos.

Se referían a los primeros españoles que habían llegado a tierras de América con Cristóbal Colón y que ya empezaban a recorrer lo que hoy es Centroamérica.

Ahuítzotl, prestó poca atención a la información y se dedicó a instruir a sus vasallos en las cuestiones del reino.

Los días de su infancia, Cuauhtémoc los pasó al lado de su madre en Tlatelolco, en tanto su padre cumplía con los deberes prometidos a sus súbditos y emprendía campañas de

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guerra.

Era la etapa de engrandecer el reino mexica. Se estacionó unos días en Ichcateopan y con sus aliados chontales se dirigió al sur y dominó los señoríos comprendidos entre Tecpan y Zacatula. Destacó personal en las costas del mar que está por donde se esconde el sol y se dirigió a Oaxaca, la dominó y sumó otras 45 regiones para su reino. Siguió al sureste donde refrendó el dominio en Tabasco, Chiapas, Soconusco y agregó Guatemala. El regreso fue victorioso; loas y cánticos del pueblo enmarcaron su triunfal entrada a la Gran Tenochtitlan. Abrazos y reverencias de los sacerdotes del Gran Consejo marcaron el respeto y admiración por sus hazañas y el tlatoani se consagró como el rey conquistador, constructor de un poderoso reino que llegaba hasta los puntos más remotos de la tierra y lo colocaba como invencible.

Se sacrificaron muchos esclavos a los dioses y hubo fiesta interminable en honor del gran señor. Cuando Cuauhtémoc era un adolescente y por lo tanto estaba listo para incursionar al Calmécac, Ahuítzotl le nombró un maestro que lo prepararía, le enseñó el significado de las palabras que escucharía constantemente en la escuela, a fin de estar familiarizado con los términos, le explicó con toda paciencia el significado de los festejos ceremoniales, cuál era el papel de cada uno de los dioses y todo lo relacionado con la gran escuela.

De esa manera el impacto de su nueva condición de estudiante sería menor. Cuando fue presentado en el Calmécac, se celebró una reunión a la que asistieron los alumnos, ahí estaban sus primos Moctezuma, Cuitláhuac, Matlazincátlzin y Pinalhuitzin, todos hijos de Axáyacatl, los señores del Consejo de Quetzalcóatl y el Hueiteopixque o sumo sacerdote.

Ahuítzotl, emocionado, hizo gala de su espléndida oratoria, en la que detalló la historia de la raza y lo duro que era la carrera de la guerra.

–Hijo mío, aquí está tu padre y tu madre, te quedarás aquí en el Calmécac, donde te forjarán para ser un gran guerrero y engrandecer a nuestra raza.

–Aquí te labrarás como una piedra preciosa y pluma fina, para servir a nuestros dioses.

–Aquí te prepararás para que más tarde tengas el mando, para que tengas pueblos en los ejercerás el poder sobre ellos.

–Barrerás, trabajarás, aprenderás a hacer por ti mismo todas tus cosas, olvidarás la comodidad que has tenido en tu casa, ya no tendrás la protección de tu padre ni de tu madre. –Aquí sentirás la humillación, el menosprecio y te sentirás abatido para que después no hagas daño a nadie.

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–No permitas que tu cuerpo sienta soberbia y si llegase, recapacitarás y corregirás.

–Te castigarás cuando seas insolente, arrogante y mal orgulloso, te enterrarás espinas de maguey en la punta de los dedos para recordar que has actuado equivocado.

–Sentirás frío cuando te dejen por las noches desnudo en el campo abierto, y así se endurecerá tu cuerpo.

–Estudiarás los libros antiguos y sagrados de tus abuelos y llevarás vida casta.

Luego, Ahuítzotl entregó su hijo a los sacerdotes y con humildad lo prometió a la casa de Quetzalcóatl.

Transcurrió el tiempo. Cuauhtémoc demostró su temple y madurez; su inteligencia lo ubicó como un alumno sobresaliente y ganaba paulatinamente el reconocimiento de sus compañeros y de sus maestros. Y mientras la mente y el cuerpo del joven eran pulidos como la más fina piedra preciosa, su padre, estadista y mandatario constructor, levantaba acueductos por todo Tenochtitlan para controlar las aguas impetuosas que cada vez inundaban más la capital del reino.

Llegó aquella noche de tormenta; el cielo se desgajó en agua; los niveles de los lagos subieron hasta los poblados y se convirtieron en indomables corrientes, que arrasaron casas y templos devastando el palacio de Ahuítzotl; las lozas de piedra se derrumbaron y un grueso muro cayó pesadamente sobre los cuerpos de los soberanos, matándolos al instante y sus espíritus se fueron a la eternidad.

Cuando el joven Cuauhtémoc fue informado de la tragedia, experimentó la sensación de que un rayo lo partía por dentro; su cuerpo se cimbró, sintió que la sangre se agolpaba en su rostro y el tono rosa de su piel se transformaba en rojo, sintió un fuerte nudo en la garganta, pero la enseñanza en el Calmécac le recordó no dejar escapar el llanto.

Sólo a través de sus ojos y del rostro duro podía adivinarse el estrujante momento que pasaba.

Los cuerpos de los reyes fueron colocados en una tarima de carrizos. Llegaron pronto los señores de Texcoco, Tlacopan, Xochimilco, Azcapotzalco e Iztapalapa, para rendirles honores y poco a poco fueron llegando los demás pueblos aliados del reino, hasta llenar toda la plaza de luto, llanto y tristeza.

Fue Nezahualpilli a quien le tocó hablar ante los cuerpos inertes de los soberanos:

–Ahuítzotl y Cuayautital, han dejado en tinieblas a la gran nación Mexica, quedaron desiertos sus sillones y ustedes vagarán por el tiempo…

Luego, en la cúspide de una montaña de leña, fueron colocados los cadáveres; se prendió fuego y se levantó una pira enorme que lentamente fue consumiendo los cuerpos que

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estaban ataviados con una gran cantidad de piezas de oro que pertenecían a ambos.

Miles de esclavos fueron sacrificados a los dioses.

Las llamas duraron toda la noche y muy temprano, al día siguiente, los sacerdotes recogieron las cenizas y las llevaron al sitio sagrado llamado Cuauhxicalco, que se traduce como: “Degolladero de Inocentes Miserables”.

El tiempo, inexorable prosiguió su marcha. La didáctica en el Calmécac se desarrollaba al ritmo calculado y Cuauhtémoc aprendía paulatinamente los secretos de su raza y asimilaba con impresionante facilidad.

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Cuauhtémoc en el Calmécac

Iniciaba su camino hacia el saber,hacia la preparación mayorque lo colocaría en la cúspideen el momento crucial del Reino.

El Calmécac o “Hilera de Casas”, era la escuela destinada para los hijos de los nobles, hombres y mujeres, cada cual en distintas áreas. Los hombres que aprobaran todas las disciplinas dentro de la institución eran candidatos a ser elegidos tlatoani por el Gran Consejo, era pues la máxima casa de estudios de los mexicas.

La educación estaba destinada a la comprensión de la división de esa sociedad en la que la clase más importante era la militar, que representaba la fuerza y la fuente de riquezas para el reino; a la par estaba la orden la sacerdotal, que tenía una gran jerarquía por su calidad moral y espiritual, era la que tenía el contacto directo con los dioses que protegían a los guerreros.

Seguían los mercaderes, que tenían la misión del servicio y proveeduría a sus superiores; después el pueblo, y en el último lugar se encontraban los esclavos, cuyo destino era el servir sin derecho alguno a las otras clases, que podían tener el número de ellos que sus posibilidades les permitieran, además de que eran los constantemente sacrificados a los dioses.

Los militares, además de destacar en las artes marciales del momento, también tenían que demostrar el conocimiento profundo de la religión y por lo tanto también eran sacerdotes, lo que los colocaba en un nivel superior a todos y tenían la oportunidad de escoger, el dedicarse a la guerra o al culto de los dioses y servir como guías espirituales del reino.

Y los que se inclinaban por el lado de la batalla no podían separar de sus actividades la práctica del culto a las deidades.

Cuauhtémoc se nutrió del conocimiento en general, destacaba tanto en lo militar como en lo religioso y asombraba a maestros y compañeros; dominaba todo el abanico de la enseñanza, amén de cada espacio de la administración pública; profundizó en el estudio de las leyes que regían el reino, desde los cargos más altos hasta el último eslabón de esa sociedad.

Adquirió una exigente disciplina en cada uno de sus actos, era un hombre de inteligencia preclara, de recia personalidad, sobresalía entre los demás por sus 1.80 metros de estatura, tez blanca apiñonada, finas facciones y un cuerpo atlético de proporcionadas formas.

Los maestros, eran inteligentes sacerdotes con amplios conocimientos militares; escogidos para las cátedras con la precisión necesaria. La enseñanza castrense se impartía en un lenguaje claro, con movimientos y ademanes guerreros en enérgica arenga a una actitud de batalla.

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Y cuando el tema era religioso, se escuchaba la voz pausada, tranquila y suave del exponente y en ambos casos, la didáctica estaba apoyada con imágenes dibujadas en clara piel de venado o en lienzos de cubierta de árbol de Amatl –amate–, que semejaba un ancho corte de papel.

De esa forma, los estudiantes adquirían el conocimiento de las palabras y las imágenes que les mostraban sus maestros, que abarcaban además las disciplinas de la cultura, historia, astronomía y literatura, entre otras que conformaban una sólida preparación. Cuauhtémoc, que ya era un joven, paulatinamente estructuraba su gran personalidad gracias a una educación bien dirigida y a su inteligencia innata, apoyada en la primera escuela que absorbió de sus padres, y se convertía en un hombre suave y fuerte, infranqueable como la oscuridad, transparente como la luz, sabio, valiente, justo, de sobresaliente sencillez.

No apartó el conocimiento de los tepochcallis o Casa de los Jóvenes, que eran las escuelas del pueblo, al igual que los calpullis, que no gozaban del nivel educativo de los calmécas.

Se colocaban figuras fijas y en movimiento, en los que los jóvenes practicaban el tiro al blanco con los arcos y con las lanzas, con el fin de afinar la puntería y se llevaba un registro preciso de los resultados de cada estudiante.

Independientemente de las prácticas militares que consistían en feroces enfrentamientos cuerpo a cuerpo entre los estudiantes, organizados en equipos, ataviados de macanas, escudos y lanzas, en los que se turnaban el ataque y la defensiva; los escogidos participaban en batallas reales cuando había campañas contra otros pueblos para extender el reino, y ello les merecía, incluso, obtener grados militares dentro de su ambiente escolar.

Cuauhtémoc, siempre salió triunfante en todas estas actividades y crecía la simpatía y admiración de quienes lo rodeaban.

Los momentos de esparcimiento entre el alumnado siempre estaban relacionados con la religión y la milicia, así se organizaban encuentros deportivos entre ellos y practicaban el Tlachi –juego de la pelota–.

Se hacía una esfera de hule vegetal que medía unos 15 centímetros, y en un campo de tierra de 125 metros de largo, por 75 metros de ancho, que eran delimitados por altos muros, de los cuales –a una altura de unos tres metros– sobresalía una gran placa de piedra con un orificio en el centro, por donde debería pasar la pelota; y el equipo que primero lograra ese cometido, era el vencedor.

Los contendientes utilizaban la cadera, los pies y los codos para pegarle a la pelota y pasarla a otro compañero o impulsarla hacia el hoyo. Nunca las manos.

La disputa por el esférico era violenta y en no pocas ocasiones algunos de los

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contendientes resultaban lesionados, a pesar de utilizar protecciones de cuero grueso en los codos, antebrazos y alrededor de la cintura, que les cubría unos cuarenta centímetros, como si fuera un calzoncillo.

A lo largo del campo había escalerillas en que se acomodaban los espectadores, los que apostaban polvo de oro depositado en pequeños carrizos de 10 centímetros de largo, asimismo piedras preciosas, finas plumas y hasta sus casas. Un espacio especial estaba destinado para la nobleza. En este espectáculo, Cuauhtémoc también sobresalió y por lo general su pericia y habilidad le dio el triunfo a su equipo, en medio de manifestaciones de júbilo y gritos de alabanzas del público, de todas las escalas sociales, que lo admiraban.

Otro de los aspectos de la enseñanza consistía en la explicación al detalle de los maestros respecto al significado de cada rango militar y así Cuauhtémoc conoció el por qué el Guerrero Aguila, era el más admirado de los combatientes y al que llegaban aquellos que estaban en la antesala para ser ungidos como tlatoanis y comprendía por qué sólo unos cuántos lograban tal investidura.

Les recordaban que los dioses grandes: Metacutli, el señor y Omecíhuatl, la señora, tuvieron cuatro hijos que llevaron como nombre Tezcaltlipoca, se diferenciaban por su color y cada uno representaba uno de los puntos cardinales:

Tezcaltlipoca Rojo.- Era la significación del Este, era el dios del cultivo.

Tezcaltlipoca Negro.- Representaba el Norte, era el dios malo, su apariencia era la de un felino.

Tezcaltlipoca Blanco.- Representaba el Oeste, era la bondad y era Quetzalcóatl el dios del aire y la vida.

Tezcaltlipoca Azul.- Representaba el Sur, era Huitzilopochtli, era el sol y tenía íntima relación con el Aguila, era el dios guerrero que nacía diariamente del vientre de la tierra y daba vida durante el día al mundo. Moría en la tarde para llevar su luz a los guerreros muertos.

Cuando el dios Azul, Huitzilopochtli, llegaba a las tinieblas, libraba una batalla terrible contra las estrellas y contra la luna armado de una serpiente de fuego, como un rayo solar saliendo siempre victorioso. Así nacía el día que aprovechaban los hombres de la tierra. En ese momento, los guerreros que murieron en la Piedra de los Sacrificios y en la guerra, lo llevaban al centro del cielo a un trono que ellos construían para él y cuando empezaba la tarde, llegaban por él las mujeres que habían muerto durante el parto y que por esa causa se convirtieron en guerreras y lo acompañaban a las tinieblas y volvía a su lucha contra las estrellas y la luna.

Esto significaba un gran esfuerzo para el dios de la guerra, por eso debía ser alimentado

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constantemente, para mantener las fuerzas necesarias y debía ser nutrido con la mayor fuente de vida: la sangre humana y el corazón.

El pueblo mexica era el elegido del Sol-Huitzilopochtli; siempre debería estar en guerra y morirían guerreros que después se sumarían a los otros para llevarlo diariamente al centro del cielo, a su trono, construido todos los días; los vivos, tomarían prisioneros para sacrificarlos en su honor.

En los tiempos viejos había dos dioses, uno rico y el otro pobre, que tenían que sacrificarse para que naciera el Quinto Sol y volviera la luz, pues en el anterior sol, el mundo había quedado en tinieblas.

El dios pobre se arrojó primero a las llamas, luego el rico, después de ellos un águila, luego una serpiente, después un ocelotl, un venado, un lobo y un chapulín, y se produjo una explosión.

El águila, la serpiente, el ocelotl y el chapulín, salieron victoriosos de las llamas; el venado y el lobo perecieron junto a los dioses, pobre y rico, y sobrevino la luz para dar lugar al resurgimiento de la vida, el Quinto Sol, que 52 años después podría apagarse nuevamente, por lo que cada período habría que hacer sacrificios humanos gigantescos para fortificarlo y evitar volvieran las tinieblas.

El águila, desde entonces, tiene las alas ennegrecidas, la serpiente perdió las patas, el venado daría de comer a los guerreros, el ocelotl, que era blanco, registró manchas por las quemaduras, el lobo estaría en cada sacrificio y el chapulín saltaría, como una táctica para evitar el peligro.

El águila sobresalió de todos los demás, emprendió el vuelo al cielo, tan alto que alcanzaba el sol, se paseó majestuosa por el aire y desde entonces tuvo una representación simbólica unida con el astro rey.

Es el ave más valerosa, es la que vuela más alto, es la que más se acerca al sol, sin sentir sus llamas, como si fueran hermanos.

Por eso había que ser muy puro, muy valiente, donar muchos prisioneros, saber mucho, amar mucho, castigar al que lo mereciera y reír con los buenos... para poder ser elegido Guerrero Aguila.

El Guerrero Aguila, debía ser un hombre seguro, debía tener mucha confianza en sí mismo, tenía que tener agradable presencia, tenía que ser franco, amable y terso como las plumas del águila.

Tenía que actuar más que hablar, requería de ideales, pero debería luchar por ellos, nunca debía olvidar a la familia.

A los guerreros Aguila, además de Huitzilopochtli, los protegía el dios Xipetotec, que era el señor de la renovación.

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Lo anterior quiere decir que los guerreros Aguila, debían tener una cualidad más: la capacidad de purificar su alma, desprender sus aspectos negativos y materiales para llegar a la esencia de sí mismos.

El maestro insistía:

–Son cuatro requisitos fundamentales que debe tener todo aquel que aspire a ser elegido Guerrero Aguila:

–Valentía.- la que debe demostrar en el campo de batalla.

–Justicia.- Para que dé a cada cual lo que merece.

–Humildad.- Para servir a sus semejantes.

–Sabiduría.- Para adquirir los conocimientos religiosos, filosóficos, científicos y técnicos.

–En suma, el Guerrero Aguila era la imagen idealizada del joven azteca o mexica cuyo deber consistía en destacarse en la guerra y obtener el alimento sagrado de los dioses, eran los batalladores principales de la raza, eran los consentidos de todos los dioses para servir al máximo de ellos, Huitzilopochtli.

Por eso, el honor más alto para un guerrero sería llevar el yelmo en la cabeza, a semejanza del águila, del que sobresalía el gran pico del noble animal sobre su frente y debajo de la barbilla; la coraza que cubría todo su cuerpo, estaba forrada de plumas del majestuoso ejemplar y sus sandalias llevaban las garras que sobresalían por lo dedos de sus pies.

Deberían jurar lealtad hasta con la entrega de su vida al gran tlatoani, en ceremonia secreta en el Templo Mayor.

En el momento de la consagración para un Guerrero Aguila, el sacerdote le hacía una herida en el hombro izquierdo, que era el lado de Huitzilopochtli, luego, el elegido untaba la sangre en la palma de su mano derecha y lo frotaba en la herida de cada uno de sus compañeros, lo que significaba la unión entre todos los guerreros de esa orden.

El Guerrero Serpiente, tenía la ubicación de Quetzalcóatl, el hacer cinco prisioneros en una batalla, el análisis de sus aptitudes y la disciplina observada en todos los aspectos, eran los ingredientes para elevar a este rango a los soldados mexicas.

Eran los representantes de Quetzalcóatl o Serpiente Emplumada, deidad importante que estaba relacionada con el aire, las plumas, la libertad por el vuelo de los pájaros y la tierra, por el contacto del reptil con el piso.

El Guerrero Ocelotl, que representaba al primero que arriesgó su vida por el Quinto Sol, también tenía relación con otra leyenda surgida en la antiquísima Iztapalapa:

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Un ocelotl, blanco sin manchas, vivía como dueño y señor en el cerro de Huizachjtlan, –abundante en espinas de huizache– y se alimentaba de frutas y raíces.

Se paseaba entre las peñas como dueño absoluto del territorio.

En los días de sol, se resguardaba bajo la sombra de los árboles y se deleitaba con el reflejo del cielo en el gran lago, que dibujaba el vuelo de las aves y por las noches, se regocijaba con la aparición de Meztli, la Luna, de Cilapul – Venus– o de las Tianquiztli, Las Siete Cabrillas.

Le llamaban la atención las Xomicuillis –estrellas fugaces– por su paso áureo por el cielo hasta perderse y observaba tranquilo a Ixtbapapalotl –Osa Mayor– y a Tezcaltipoca –Osa Menor–.

Pero una noche apareció una gran estrella que orgullosa mostraba su larga cabellera dorada y competía en hermosura con la luna.

El ocelotl se asombró de su presencia y le dio desconfianza.

Un lucero se le acercó y le dijo:

–No te preocupes por ella, estará sólo unos días, luego se irá y tardará muchos años en volver.

Pero el ocelote, que estaba convertido en el guardián de la luna y las estrellas, le dijo a la visitante:

–Escúchame intrusa, debes saber que la señora Mextli y sus hijas son mis protegidas, no me parece que pasees tu vanidad ante ellas.

La estrella nueva le contestó:

–Soy Citlalmina –cometa–, te entero que así como soy hermosa, lo mismo soy maléfica y puedo adelantar la muerte de reyes, príncipes y guerreros, así que debes mostrarme respeto.

–¡Jamás te adoraré! Para mí no eres más que una entrometida en el cielo.

Enseguida, el ocelotl se metió a su cueva.

Entonces Citlamina lanzó lenguas de fuego a la cueva y se escucharon los lastimeros quejidos del ocelotl.

Desde entonces, le aparecieron manchas negras, que eran quemaduras del precio por resguardar la luna y las estrellas.

El Guerrero Ocelotl, era la significación de valentía, lealtad y entrega; los hombres pertenecientes a este nivel militar portaban en su atuendo una cabeza de ocelotl, con las

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fauces abiertas, que adornaban con plumas verdes de quetzal. Eran elevados a este rango, después de entregar cuatro prisioneros logrados en la batalla.

El Guerrero Lobo, después de que se realizaba el sacrificio humano, era el encargado de cortar la cabeza de la víctima, la tomaba de los pelos y en la mano izquierda la alzaba hacia el sol; es decir, la presentaba ante Huitzilopochtli, luego aullaba como el animal, en señal de entrega y bailaba la danza de Motzon, que quiere decir Baile de las Cabezas.

Este grado se otorgaba a jóvenes soldados que lograban tres prisioneros y que iniciaban su carrera hacia los altos niveles militares.

El Guerrero Venado, el maestro, detallaba la leyenda, recordaba cómo el venado se tiró hacia las llamas y murió en el empeño para, con su sacrificio, lograr el advenimiento del Quinto Sol y quedar destinado al alimento de los guerreros. Y agregaba que el dios venado y la diosa venada estaban solos en la tierra, eran los únicos que la habitaban, todo estaba oscuro y el agua ocupaba el espacio; ambos empujaron una gran roca que sobresalía del líquido, construyeron un enorme palacio de lujo, clavaron un hacha de bronce en el techo, que simbolizaba la fuerza que sostenía el cielo, y así, después de esa pareja, surgieron los demás dioses.

Uno de sus hijos se convirtió en un guerrero, valiente, luchador y justo, que jamás renunciaba a un propósito, luchaba hasta lo último por conseguir sus aspiraciones y los jóvenes que tenían estas aptitudes eran escogidos para otorgarles este escalón en su carrera militar.

Guerrero Chapulín, los soldados ágiles, valientes y leales que se movían en medio de la batalla, que sabían eludir las flechas para provocar incendios en el camino del enemigo, pues saltaban como el pequeño animal, recibían este nombramiento que significaba el primer escalón del grado militar. Por sus facultades, su inteligencia y preparación podrían ascender a otros de mayor jerarquía en el ejército mexica.

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Moctezuma

Como guerrero fue ejemplar, sabio, valiente, inteligente y gran sacerdote; en el poder, se transformó en fatuo, arrogante y soberbio, al grado que sus vasallos tenían prohibido verle en la cara.

Después de los actos fúnebres de Ahuítzotl y su esposa, el Gran Consejo dispuso que había que nombrar al nuevo soberano:

Sin perder tiempo, los sacerdotes se reunieron para deliberar y nombrar al sucesor, después de discutir un largo tiempo fue llamado Moctezuma, sobrino del rey fallecido, lo colocaron en una silla y una nube de humo de copal lo cubrió y se postraron de rodillas a sus pies, inclinando la cabeza para consumar el nombramiento del nuevo tlatoani. Era el año de 1502.

El nuevo rey, era un hombre de cuerpo espigado, tez clara, su cuerpo estaba bien proporcionado, el pelo largo y lacio, de mirada tranquila y escrutadora y tenía la costumbre de bañase todas las tardes.

Cuando joven, el nuevo tlatoani destacó en la carrera de las armas, a tal grado que Ahuítzotl, sin tomar en cuenta el parentesco, lo nombró Tlacochcacátl o Gran Jefe de los Ejércitos. Sus méritos fueron más que suficientes pero, además, Moctezuma se entregó al culto de los dioses hasta lograr el grado máximo del sacerdocio mexica y consecuentemente se colocó en el Consejo y fue uno de los miembros del mismo más respetado, por tal causa, su nombramiento fue recibido con beneplácito, pues era el más conveniente para los intereses de ese poderío.

Moctezuma ocupó el trono y de inmediato ordenó se presentaran los más conocedores de la situación del reino, asimismo hizo nuevos nombramientos en las provincias para desplazar a los que estaban, su mirada tranquila cambió y se convirtió en severa, su tono de voz fue autoritario y se pasaba todo el tiempo encerrado dictando las directrices a su hombre de mayor confianza.

Le ordenó que nadie lo viera, que todo aquel noble, sacerdote o representante de cualquier región no debería molestarlo, y que cuando fuera necesario, serían atendidos por él mismo y sólo él, Moctezuma, autorizaría quien sería escuchado a través de una barrera para no ser lastimado con la vista.

Asimismo, lo instruyó para que se encargara de que cuando tuviera una audiencia pública, la población debería bajar el rostro y no agraviar con su mirada su figura, que como gran sacerdote y tlatoani, merecía el mayor respeto de sus vasallos.

Fue un cambio brutal el de su personalidad; su espíritu había sido invadido por la arrogancia, era otro Moctezuma, no aquel virtuoso, humilde y gran guerrero que todos habían conocido.

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Dictó la orden a su más cercano colaborador: de disponer su atuendo y de no repetirlo jamás, desde sandalias, brazaletes, orejeras y hasta su vestimenta, los cuales deberían estar a un lado de su cama para utilizarlos.

Así también que los cocineros deberían tener en cada tiempo de comida cuando menos 400 platos de comida y manjares, que nunca se repitiera el mismo recipiente del que consumiera el contenido y que cada platillo destinado para él, contara con brasero para mantener caliente los alimentos; al sentarse, una larga fila de sirvientes tendrían que pasar con cada platillo, y hay de aquel que osara verlo, cerrarían los ojos al presentarle el alimento y cuando decidiera cuáles deberían servirle, lo señalaría con una varita de oro.

Un ejército de veloces jóvenes, que se relevarían cada determinada distancia, traería diariamente, desde el mar del oriente, los más variados tipos de pescados, en vasijas con agua para que llegaran vivos a la capital del reino y se guisaran para el soberano. Su platillo favorito era la sopa de lenguas de canario.

Otra orden que dictó a su colaborador más cercano fue que todos los sacerdotes que lo rodeaban deberían emplear para él, los siguientes términos: Tlatoani que quiere decir señor, Natlatoani, que quiere decir “señor mío”; o Hueytlatloani, o sea, “gran señor”, además bajarían la cabeza ante él y se retirarían sin darle la espalda...

Cuando consumía los alimentos, diversos grupos de bailarines, bufones, acróbatas y músicos deleitaban el momento.

El soberano poseía varias casas de descanso las cuales contaban la más variada colección de aves, fieras y personas con severos defectos físicos, como contrahechos, enanos, gigantones y albinos, entre otros, además un gran número de concubinas, y se paseaba complacido observándolos, en tanto los fenómenos cerraban los ojos y bajaban la cabeza. Para el cuidado de estas estancias se ocupaban más de 600 hombres.

Diariamente mandaba llamar a los sabios para que cada cual expusiera sus visiones sobre el futuro del reino, sobre la duración de su vida y la acumulación de riquezas. Se colocaba una manta blanca y gruesa para que, separados de él, hablaran y contestaran sus interrogantes.

Ya era el año de 1509, Moctezuma preguntó al que consideraba el más sabio:

–Me han informado que en una de las aldeas del norte de Tenochtitlan, los pobladores observaron una estela de fuego, como una larga llama, como si fuera una luz intensa parecida a la aurora del amanecer, pero era de noche; parecía que palpitaba y que se le desprendían gotas de lumbre.

–Me han dicho que sale por la media noche, que parece una estrella con una larga cabellera, que viene desde por donde nace el sol, que permanece en medio del cielo y que se va hasta el amanecer;

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–Dime hombre, tú que sabes mucho ¿qué significa eso?

El sabio calló un momento, analizó lo dicho por el rey y después de una pausa breve habló:

–Mi señor, debo decirte que es un mal anuncio para tu reino, esa luz como fuego que sale en la oscuridad de la noche, que desprende fuego en gotas, quiere decir que las llamas amenazan al reino, que es un designio que viene de los dioses y que debes prepararte para momentos fatales.

Moctezuma se sobresaltó, por un momento pensó que era un castigo de las deidades por su soberbia. Ordenó molesto al sabio que saliera, caminó pensativo de un lado a otro por la gran estancia, entrelazaba sus manos a la altura de la cintura, y pensó por largo rato.

Su respiración era agitada y lo invadió un gran temor.

Luego ordenó a su ayudante que sacaran esclavos del encierro y los sacrificaran a Huitzilopochtli y a Tláloc, creyó necesario apaciguar su ira, ganárselos nuevamente y les prometía, en oraciones, que sería bueno con el pueblo y los desvalidos.

En otra ocasión, sin escuchar el tronido del rayo ni explosión alguna, el templo de Huitzilopochtli ardió en llamas, las columnas estaban envueltas en el fuego, del interior salían bocanadas de lumbre como lenguas gigantescas.

El sitio divino que era conocido como El Tlacateccan o Casa de Mando, era amenazado a ser consumido y la llamarada aumentaba.

Afuera, había alboroto y miedo, porque lo ocurrido causaría el enojo del dios principal y se escuchaban las voces de los jefes militares:

–¡Mexicanos, traed cántaros de agua, debemos apagar la lumbre que amenaza el templo de nuestro gran señor! Y cuando arrojaban el agua, la lumbre más se agitaba y crecía…al poco tiempo, todo se redujo a cenizas y el temor recorrió las mentes de todos….

Cuando Moctezuma fue enterado del suceso, sintió que las piernas le flaqueaban, empezó a sudar copiosamente, el escalofrío recorría su cuerpo y experimentó un gran miedo, de tal manera que ni podía sostenerse de pie.

Mandó traer a dos sabios, quería saber el significado del fenómeno.

Inquieto, tras la gruesa manta blanca preguntó con ansiedad:

–Decidme señores del gran saber, díganme qué significa lo ocurrido al templo de nuestro gran dios…

Los sabios se vieron y a una señal de uno de ellos, el otro tomó la palabra:

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–Gran Tlatoani, este es un segundo presagio, Huitzilopochtli tiene ira y para calmarlo debes salir a la calle, llevad regalos a los pobres de tu pueblo. Lo ocurrido anuncia la caída del reino, fuerzas exteriores vendrán y acabarán con todo, hasta nuestros dioses están amenazados.

–¿Tu que dices? Interrogó al otro sabio?

–Lo mismo señor, analizamos juntos el suceso desde que nos mandaste llamar y concluimos que esa es la explicación de los que hemos sido testigos. Debes acercarte al pueblo. Moctezuma se olvidó de su soberbia, con su mano alzó la manta y caminó hacia los sabios, ya no le importó lo que vieran, su barbilla temblaba y sus ojos mostraban una enorme contrariedad.

–Vamos, acompáñenme, caminaremos por las calles de la Gran Tenochtitlan.

Luego ordenó a su ayudante que cargaran víveres, muchos víveres, para repartirlos entre las personas. Recorrerían la mayor parte de las calles de la Gran Tenochtitlan; dejaría que se acercaran los ancianos y los niños; sacrificarían más esclavos para aplacar la ira de su dios principal.

Todo el día se ocupó de esa tarea y cuando el sol empezó a ocultarse regresó a su palacio, ansioso de haber logrado su propósito.

Pasó una noche larga y pesada, el sueño no llegó a proporcionarle descanso, despertaba frecuentemente sobresaltado y sudoroso, sus ojos estaban irritados y experimentaba mucho temor. Pasaron muchos días y muchas lunas, Moctezuma sentía que el riesgo pasaba, pero en un punto no muy lejano, conocido como Tzumulco, cayó un rayo en el templo local, el trueno fue ensordecedor, cimbró la tierra, la paja del techo ardió y en pocos momentos lo desapareció, sólo pequeños troncos convertidos en brazas quedaron esparcidos.

Apenas llovía, del cielo caía una endeble cortina de gotas subsecuentes y los nativos decían que sólo había sido un golpe de sol y todo acabó. Otra vez la zozobra del soberano, el corazón le palpitaba acelerado, parecía que sus ojos lloraban, balbuceaba en la gran mesa donde lo rodeaban los sabios, esta vez mandó llamar a todos y uno a uno debería explicarle el significado.

La explicación no varió mucho, la coincidencia de opiniones era en torno a un tercer presagio, las llamas amenazaban al reino, él debería hablarle a los dioses, debería colocarse en la cúspide de un cerro, solo y por la noche y ahí, a grito abierto, pedirles clemencia, sacrificar al doble de esclavos de los que ya se habían entregado, iniciar él mismo con una doncella a la que le abriría el pecho, extraería su corazón y se lo entregaría a Huitzilopochtli.

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Tal y como le aconsejaron lo hizo, Moctezuma ya no tenía gusto, todo era preocupación, siempre estaba rodeado de los sabios, luego mandó por astrólogos y brujos, les pidió que en cuánto tuvieran una revelación se la hicieran saber. El miedo era evidente.

Se habilitaron estancias para todos, no deberían salir ya, estarían al lado del tlatoani y cuando alguno tenía algo que expresar, lo exponía, lo escuchaban con atención y se pasaban largo tiempo analizando sus palabras, hasta que se ponían de acuerdo y explicaban al soberano el significado de aquello. Pasaron los días, había relativa calma, pues la zozobra persistía cuando llegaron noticias de otro acontecimiento:

Aún había sol cuando empezó a caer fuego del cielo, eran tres cintas anchas y largas que salieron del poniente, se deslizaban por las alturas hacia el lado contrario, al oriente, se le desprendían bolas de lumbre y caían en el suelo como si fuera lluvia de fuego, los nativos danzaban por miedo, se colocaron cascabeles en los tobillos y gritaban al tiempo que repetidamente se tapaban la boca con rápidos golpes con la palma de la mano derecha, para dejar escapar un sonido lastimero de sus labios que se escuchaba como un llanto colectivo. Ante los sabios estaba un Moctezuma prematuramente envejecido, su apariencia era descuidada y mostraba un rostro triste, derrotado de antemano y con la mirada preguntaba:

El más sabio habló, como consecuencia de un acuerdo entre todos, que ya habían discutido el suceso:

–Gran señor, otra vez el fuego anuncia su llegada para acabar con tu reino, es como un castigo enviado por los dioses, date cuenta que todo lo que ha pasado viene desde el cielo.

– ¿Pero que debo hacer para frenarlo?

Preguntó desesperado Moctezuma. –Deberás construir un templo en tu palacio, para el gran Huitzilopochtli y para Tláloc; te dedicarás a la oración, día a día, sacrificarás una doncella para cada uno durante 20 días. Debes calmarlos….

–Pero ¿por qué están enojados conmigo? Ahora doy de comer al pueblo, permito que me vean todos, toco la mejilla de los niños… ¡Soy otro…!

–Ese es el camino gran tlatoani.

De inmediato ordenó edificar los templos y cumplió fielmente el consejo, y sus manos se manchaban con el sacrifico de sangre joven y femenina.

Pasó mucho tiempo y aunque Moctezuma no tenía noticias desagradables, ya no tenía paz en su ser, cada día sufría, tan sólo a la llegada de uno de sus sirvientes se sobresaltaba al considerar que sería portavoz de una mala noticia y aunque no llegaba, no tenía

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tranquilidad alguna.

Pero se estremeció cuando supo que hirvió el agua de los lagos de la gran ciudad: el viento la agitó y se convirtió en furiosa, se metió a las casas y las inundó, las tiró y muchos días estuvieron hundidas en el fango, sus ocupantes tuvieron que dejarlas y salía humo de ellas.

Moctezuma ya no preguntó, quedó entendido el motivo de la reunión, los sabios ya habían deliberado y como siempre, el mayor explicó:

–Nada bueno señor, ahora ya no es el cielo, el mal ha bajado a la superficie, ello indica que los días malos están cerca….

– ¿Que pasa con ustedes? De nada han servido sus consejos, he hecho todo lo que me han sugerido ¿es que no hay remedio?

Los sabios callaron, recomendaron quemar todo el copal posible a los dos dioses que tenía en el templo acondicionado en el interior del palacio; ahora debería traer danzantes todos los días para halagarlos y por las noches tenía que orar hasta que el sueño lo venciera.

Moctezuma no replicó, se apresuró a atender la propuesta, ansiaba que esta vez acertaran, prometía a los dioses que si le brindaban su protección, continuaría con todos los rituales realizados y que establecería una práctica cotidiana de ellos para mantenerlos halagados.

Pero muy pronto tuvo otro aviso, éste fue más lastimero, más sorprendente e indicativo: esa noche se sintió muy tensa, la negrura del cielo, era una enorme capa que caía pesadamente sobre la faz de la tierra, ni una sola estrella se asomaba en el firmamento, la luna también se había escondido, las aves nocturnas huyeron, el grillo se mantuvo en silencio y el aire estaba ausente.

Exactamente a la media noche, se escuchó una voz de llanto, era de una mujer que no pudo ver nadie.

–Hijitos míos, debemos huir lejos, aún no sé a dónde los llevaré…

Parecía que la fuente de donde provenía la voz, vagaba por los aires, venía del occidente y se perdía en el oriente y luego al revés.

Luego cambiaba la frase, pero era el mismo tono triste, preocupado y dolorido.

–Hijitos míos, no podré salvarlos, sufro mucho por ustedes….

Fueron muchas las noches que los lugareños escucharon el lamento femenino que viajaba por el cielo, las mujeres y los niños lloraban cada noche, los hombres tomaban su lanza, con temor salían de sus casas e inútilmente alzaban la vista y seguían el recorrido del llanto y sólo veían la oscuridad. El cansancio hizo que olvidaran los sembradíos, las ratas y los cuervos se comían la

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cosecha. El miedo de la noche los tenía presos de pánico.

Ante los sabios, Moctezuma esperaba la explicación y le dijeron:

–Está claro señor, es Cihualcóatl, (La madre de Huitzilopochtli, que lloraba por sus hijos): La Llorona, la que te anuncia los malos tiempos que vienen; nos hemos olvidado de ella, aunque nos tiene presentes, tan es así que todas las noches nos avisa y previene al pueblo.

Vamos a orar todos a su templo, llevémosle esclavos, saquémosles el corazón, que sean 20 y se los depositamos, podría ser que ella, desde su reino, nos diga qué hacer.

El rey ya no tenía voluntad propia, dependía de cada consejo, no estaba dispuesto a arriesgarse y a no hacer lo que los sabios le indicaban, lo preocupaba, sentía que omitir cualquiera de las sugerencias podría perjudicarlo, tenía mucho miedo al futuro que cada vez estaba más próximo. Sabía que sería muy malo para él. El paso de los días marcó el séptimo aviso, un grupo de nativos lanzaba sus redes en el lago, la pesca era abundante, los botes se llenaban poco a poco de pescados y repentinamente uno de ellos gritó asustado:

–Venid todos, ayudadme, entre los pescados de mi red hay un pájaro muy raro, jamás mis ojos han visto algo igual o parecido.

Todos se acercaron intrigados, comprobaron que en efecto era un ave que nunca se había visto por el lugar, tenía un color grisáceo, parecida a una grulla.

Estaban desconcertados, no sabían qué hacer y más se sorprendieron cuando uno de ellos descubrió que en la parte superior de la cabeza, el pájaro tenía algo parecido a un espejo, por lo que otro aconsejó llevarlo al gran palacio para que los sabios de Moctezuma lo auscultaran y determinarán qué hacer con él.

Así lo hicieron, el ave fue entregada a los guardias y éstos lo llevaron ante los sabios, Moctezuma de inmediato experimentó una sensación terrible, el pájaro desconocido le sugirió algo malo, y temeroso se acercó a verlo de cerca.

El ave era fea, su color triste, la cabeza sin plumas y el espejo, le daban un toque misterioso.

Moctezuma se acercó, vio detenidamente la parte superior de la cabeza parecía que brillaba y no sabía que era, le extrañó esa parte tan rara en el ave y fijó los ojos en ella y observó que en el interior se apreciaban muchas personas con vestimentas desconocidas que se atropellaban entre sí, se hacían la guerra y montaban animales no conocidos que parecían venados gigantes.

Llamó a los sabios y adivinos:

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–Vean, explíquenme qué es lo que quiere decir la escena que se ve a través de esta placa que brilla, unos como hombres están parados y se agitan como si estuvieran enfermos.

Los sabios se acercaron pero nada pudieron observar, se veían unos a otros con un gesto de duda y en sus pensamientos pasaba la terrible idea de que el tlatoani haya enloquecido.

Moctezuma se desesperó más ¿Acaso no ven nada?

Los sabios movieron sus cabezas en sentido negativo.

El rey estaba desquiciado, les comentó lo que observó, describió a los hombres, cómo vestían y respecto a los grandes animales sobre cuyo lomo estaban.

Uno de ellos explicó al monarca:

–Gran señor, este es un nuevo presagio, sólo tú has podido ver a través de la cabeza de este animal porque el mensaje es precisamente para ti, tú, en este momento, tienes más poder que nosotros, por eso, sólo tú puedes tener la magia de ver lo que viste.

–Tienen que aconsejarme, ése es el papel de ustedes, yo no entiendo y no sé qué debo hacer, aunque hasta ahora nada se ha podido lograr para detener el maleficio que se anuncia, deben pensar cómo debo proteger el reino.

–Mi gran tlatoani, no podemos luchar contra los dioses y me parece que éstos que te amenazan no son los nuestros, deben ser de otra parte, sólo así se explica que nada hayamos logrado hasta ahora, han pasado muchos días y cada vez los presagios son diferentes y más increíbles.

El paso siguiente querido señor, es que te coloquemos amuletos en tu cuello y en el pecho para protegerte, mira toma éste y éste, colócatelos en tu cuello con esta cadena de oro y éstos en su pecho, atados con estas correas de cuero, servirán para proteger tu vida.

Moctezuma cayó pesadamente sentado sobre un asiento cubierto de pieles, los hombros estaban caídos y parecía que le pesaba la cara y que su mentón quería hundírsele en el pecho.

Era la imagen de la derrota, era la personificación de lo incierto, del miedo, de la desolación, como alguien que espera la muerte.

Eran los inicios del año 1519, cuando de todas las regiones cercanas a la Gran Tenochtitlan, llegaban versiones diferentes de nativos asustados, unos comentaban que había visto hombres con dos cabezas, altos y de piel oscura, otros decían que en el camino se toparon con adefesios de personas con cuatro manos, tres brazos y de largas uñas que quisieron atacarlos.

Hubo otros que platicaron que se encontraron hombres altos, de piel negra, con muchos pelos en todo el cuerpo, tanto que no se les veían sus partes, que tenían dedos a medio

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brazo y que portaban un tronco en la derecha y que cuando quisieron matarlos con sus lanzas, desaparecieron.

Cada cual hacía un comentario diferente, la única coincidencia de los decires era que vieron seres nada comunes e infundían miedo.

Los sabios de plano admitieron ya no poder interpretar este presagio, ellos también estaban derrotados y parecía que Moctezuma les había contagiado sus temores.

Sólo acertaron a aconsejar al monarca que preparara sus ejércitos porque los males se presentarían en cualquier momento y había que hacerles frente de la forma que fuera.

El rey mexica comprendió que no tardarían los malos momentos para él y su pueblo, reconoció que sus consejeros tenían razón, sólo quedaba el último aliento de valentía, pelear contra la adversidad que se había anunciado en ocho ocasiones, en un período de diez años. No podía abandonarse, comprendió que si hubiese que morir, debería ser peleando contra un enemigo desconocido y superior a sus huestes.

Y así lo hizo, dictó órdenes a todos sus ejércitos, reunir a los guerreros, estar en alerta permanente y esperar… esperar.

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Llegan los extraños

Moctezuma, presa del miedo, recibe noticias de hombres extraños, de “casas con torres que flotan en el mar” por donde nace el sol;envió personas de su confianza que comprobaron las noticias. El tlatoani preparó fastuosos regalos para ellos.

Moctezuma descansaba su estrategia militar en dos altos guerreros superiores jóvenes, asombrosamente valientes que además eran sus primos: Cuitláhuac y Cuauhtémoc. Ambos sobresalían del resto por su gran responsabilidad, disciplina y liderazgo, ante los guerreros bajo su mando.

Los dos iniciaron los preparativos para la guerra; entrenamientos, arengas y tácticas militares se ponían en juego, a fin de mantener a los soldados listos para cualquier eventualidad.

Los guerreros fueron concentrados en el campo de guerra, no podían ir a sus casas, ni distraerse en otra cosa que no fuera el entrenamiento. El reino estaba en juego y había que esperar el momento para iniciar las actividades bélicas.

Un día, Moctezuma fue informado que un macehual, es decir hombre del pueblo, procedente de la región costera de uno de los pueblos localizados en las cercanías del mar que está por donde sale el sol, decía que vio unos como cerros pequeños o como grandes casas que flotaban en el mar y que en esos objetos gigantes, venían hombres de piel muy blanca, con barbas y el pelo largo.

Moctezuma puso mucha atención a la noticia, le causó una profunda inquietud e inmediatamente relacionó el relato con el regreso de Quetzalcóatl y otros dioses y creyó que se cumplía la profecía de los viejos códices.

Pensaba en los ocho presagios funestos recién pasados y en la visión de los sabios sobre los mismos, que eran nada halagüeños.

Ordenó que le llevaran al palacio a cada adivino de los pueblos que estaban en las cercanías de todos los mares por donde sale el sol y una vez que los tuvo frente a sí les preguntó:

–Quiero saber si vosotros habéis visto cosas extrañas en los cielos, lumbre, luces o bandas luminosas que surcan las nubes; si por las noches han escuchado el llanto de Cihuacóatl, o han visto algo extraño en las cuevas, los ríos, los lagos o en el bosque; si han visto en los caminos hombres o mujeres raros o fantasmales o algo que no sea normal.

Los interrogados se quedaron callados, no entendían las preguntas y con la cabeza negaban haber sido testigos de algo desconocido.

Moctezuma insistió desesperado, pero el resultado fue el mismo.

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El monarca montó en cólera y ordenó a los guardias los encarcelaran a todos en Cuauhcalco, un lugar destinado para ese fin.

Inmediatamente hizo llamar a su mayordomo Petalcácatl y le indicó que hablara con los detenidos y que a él le dijeran qué sabían de lo que le deparaba al reino; si habrían terremotos, lluvias o peste, si animales ponzoñosos matarían a la población, si habría guerras contra su territorio o lo que supieran, para tomar providencias y evitar cualquier mala sorpresa.

Cuando Petlalcácatl habló con los hechiceros de las costas, éstos le contestaron de la siguiente manera:

–¿Qué más podemos agregarle a nuestro soberano? Ya todo se ha dicho sobre lo que ocurrirá, lo que ha de ser no tiene regreso, no sabemos nada de lo que nos preguntó y nosotros no podemos contradecir los designios de los dioses que marcan el porvenir del reino y del mismo señor Moctezuma, como se lo han expuesto los sabios de aquí.

Petlalcácatl, fue ante Moctezuma y le comentó fielmente lo que contestaron los detenidos.

–Regresad con ellos apreciado Petlalcácatl y exígeles que te puntualicen cuándo será el momento funesto, es preciso que yo sepa con antelación ese futuro que parece nada bueno.

El ayudante regresó a la prisión, pero al traspasar la puerta de la celda, la cual estaba fuertemente custodiada por guardias armados, se asustó al comprobar que el cuarto estaba vacío, interrogó a los guardianes y éstos, asombrados y confundidos, afirmaron que nadie había salido.

Revisaron la estancia y no encontraron ningún indicio de fuga.

Preocupado Petlalcácatl, acudió presuroso ante Moctezuma:

–Señor despedázame, has de mí lo que desees, pero los adivinos de las costas han desaparecido de la prisión, recordad que ellos pueden hacerse invisibles; los guardias son de fiar, nos han servido por años con fidelidad, no vieron salir a nadie y en su caso no lo hubieran permitido, también pudieron convertirse en pájaros y abandonar la prisión por las pequeñas ventanas que están en lo alto de los muros, el hecho es, señor mío, que escaparon.

Moctezuma se incorporó violentamente, hizo llamar a su jefe de guardias y le ordenó que agrupara a sus guerreros y salieran en ese momento a las costas, que fueran a las casas de los hechiceros que habían huido y mataran sin misericordia a sus mujeres, parientes y hasta a los niños.

Los soldados mexicas cumplieron la orden, con sus lanzas atravesaron una y otra vez a las mujeres, a todo el que se encontraba en los hogares de los hechiceros, los degollaron y a los niños los estrellaron repetidamente contra los muros de piedra de las casas, hasta destrozarlos ante la presencia estrujada e impotente de los pobladores que callaban sus resentimientos y odio contra Moctezuma y sus soldados.

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A los pocos días, llegó al reino de Moctezuma otro macehual, el cual fue conducido ante el tlatoani apresuradamente, una vez que explicó el motivo de su visita y de donde provenía.

Ante el rey mexica, una vez que hizo la reverencia acostumbrada y con una rodilla en el piso explicó:

–Señor mío, vengo de Mictlancuauhtla, allá a la orilla del mar, nadie me ha enviado, perdona mi atrevimiento, pero cuando caminaba por las orillas de la playa divisé algo como un cerro con grandes mantas que iba de un lado a otro, no llegaba a la orilla, como que nomás observaba.

Esto señor, jamás lo habíamos visto, fuimos muchos lo que comprobamos lo que te digo.

Moctezuma guardó silencio y con un ademán dio por terminada la audiencia.

El hombre se retiró con una nueva reverencia y sin dar la espalda al soberano caminó hacia atrás hasta alcanzar la salida del recinto real.

El mandatario ordenó a Petlacácatl llevar al hombre a la cárcel del Tablón y le indicó que fuera bien cuidado, que le dieran alimentos y ropa y que no lo hostigaran.

Enseguida, Moctezuma hizo llamar a un sacerdote y le indicó que partiera a la tierra de donde venía el informante, que se hiciera acompañar de su fiel Cuitlapítoc; ambos eran de su confianza, y les ordenó que hablaran con el encargado del pueblo y que éste les informara si eran verdad las visiones que había comentado el recién llegado.

Los enviados se presentaron con Pínotl, el jefe del pueblo y representante del reino en el lugar, le explicaron el motivo de su presencia en esas tierras lejanas de la capital del reino y éste les confirmó lo que ya sabían.

Cuitlapítoc le dijo:

Señor Pínotl, disponed de personal para que nos lleve hacia el punto donde se ven esos extraños objetos sobre el mar, deseamos atestiguar su presencia para describir de la mejor manera posible ante nuestro gran señor y enterarlo de lo que nuestros ojos y nuestros sentidos comprueben.

Pínotl, preparó la partida y él mismo acompañó a los enviados del rey mexica; llegaron a un lugar que estaba en una colina, donde había un árbol con tupidas hojas, de tal manera que podían ver sin ser vistos. Desde ahí se dominaba el paisaje marino.

Para Pínotl ya era común apreciar sobre el mar esos grandes objetos extraños, pero los visitantes estaban anonadados, su vista estaba fija en los barcos españoles que ellos no acertaban a calificar.

Embarcaciones de tal tamaño, las grandes telas enrolladas sobre un inmenso tronco y toda

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la manufactura de las mismas, significaban una visión asombrosa y confusa, era un fenómeno al que como tal, no daban crédito.

Vieron a una decena de hombres barbados, blancos, pelo largo y vestimenta extraña; pescaban con largas cuerdas y redes y en efecto, sumamente diferentes en todo a los nativos de su mundo.

Sin que los abandonara el asombro y con una honda preocupación los enviados de Moctezuma regresaron con Pínotl, se despidieron y se apresuraron a emprender el camino hacia la Gran Tenochtitlan, para informar al monarca lo que habían atestiguado.

El trayecto se les hizo terriblemente largo, durante el día comían caminando para no perder ni un instante y a paso largo le ganaban terreno a la enorme distancia. Apenas anochecía, descansaban y muy temprano continuaban la caminata.

En cuánto llegaron a la capital del reino, se dirigieron directamente al palacio de Moctezuma y los guardias les abrieron paso de inmediato, al ver sus rostros preocupados que anunciaban fatales noticias.

Se rompió el protocolo del anuncio previo y la autorización del recibimiento por parte del mandatario, ante la situación caótica provocada por la inquietud del propio Moctezuma, quien diariamente preguntaba si ya habían regresado de las costas sus enviados.

Ante él, hablo Cuitlapítoc, luego de hacer una respetuosa reverencia:

–Señor mío, gran señor:

–Nuestros ojos han atestiguado la presencia de hombres extraños que han llegado a las playas; son blancos de todo el cuerpo, usan vestimentas del mismo tono de las hojas, o como la sangre y como el cielo, sus ropas son como las flores o como el arco iris, su cara está cubierta de mucha barba y el cabello les llega a los hombros, eran unos diez, pescaban con cuerdas largas y con redes y cuando terminaron se fueron en una canoa a la gran casa que flotaba en el mar, que tenía dos grandes torres; eran como dos casas de esas –y señalaban una construcción– y los que estaban en los edificios flotantes usaban en la cabeza guarda soles y otros se colocaban telas para protegerse de los rayos ardientes del sol.

–Así es mi señor, en el gran mar, el que está allá, por donde sale el sol, están esos hombres extraños, no sabemos si hablan, pues la distancia no nos permitió averiguarlo, pero se mueven como nosotros, aunque son diferentes.

Moctezuma no dijo nada, se quedó sentado en el gran sillón cubierto de pieles, dejó caer sus brazos y el rostro se le estiró en señal de derrota, pesadumbre y severa preocupación.

Sólo él sabía qué pensaba y luego de un rato largo, Moctezuma se irguió, recobró el aplomo de mandatario y ordenó le llevaran al natural que había llevado la noticia confirmada por sus hombres de confianza.

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Fueron por él, pero el hombre había desaparecido como los otros, sin dejar rastro.

La noticia ya no sorprendió a Moctezuma, lo tomó como un buen hechicero, que le había dicho la verdad.

Luego encargó trajeran ante él a los mejores artesanos y orfebres de la región, a talladores de piedras preciosas y a las mujeres más calificadas para trabajar adornos de plumas finas.

Cuando estaban ante él, Moctezuma les hizo las siguientes recomendaciones:

–Amados míos:

–Es menester que realicen un trabajo que les encargaré, desde este momento se quedarán en este palacio, no hablarán con nadie, guardarán celosamente el secreto, que si llegara a saberse, sus familiares y ustedes mismos serán destrozados lentamente, sufrirán como nunca y se arrepentirán de haber nacido.

–Ninguno de sus familiares vivirá y sus casas serán derribadas, se escarbará en sus cimientos hasta que salga el agua.

Y Continuó:

–Cada uno de ustedes realizará dos trabajos, lo harán aquí frente a mí, aquí en estos talleres que he instalado especialmente para que no se distraigan ni un momento.

–Cada cual hará una cadena de oro, cada eslabón deberá tener cuatro dedos de ancho y con hilos delgados de oro, estarán separados por aros del mismo metal y piedras preciosas empotradas para resaltar su belleza.

–Asimismo quiero que fabriquen muñequeras de oro y varias cadenas doradas, cada uno de ustedes deberá hacer dos piezas de las que he pedido y deben estar terminadas en el menor tiempo posible, así que pónganse a trabajar ya.

Las mujeres fueron instruidas para confeccionar arreglos de plumas finas de guacamayas, flamencos y otras aves raras de la zona, que deberían estar empotrados en escudos de oro y todos se pusieron a trabajar.

A los pocos días terminaron su tarea cada cual, pusieron las obras frente a Moctezuma y este quedó maravillado de la destreza de sus súbditos, por el resultado de las joyas que le habían confeccionado.

–Han hecho gala de sus conocimientos, halagado estoy en verdad les recompensaré a todos.

Acto seguido, ordenó a su fiel Petlacácatl que les entregara telas finas a cada uno, paños, huipiles, tilmas, enaguas, así como cargas de maíz, chile, pepita, algodón, frijol y otros productos y todos se retiraron felices a sus casas.

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Moctezuma parecía recobrado, como que por su mente pasaba un rayo que le daba luz y hacía desaparecer la desesperación que lo había atrapado desde que se presentó el primero de los anuncios. De inmediato ordenó que todas las playas del mar que está por donde nace el sol, fueran vigiladas con discreción, principalmente por los poblados de Nauhtla, Tuztlan, Mictlancuauhtla y otros puntos por donde se habían visto los grandes objetos flotantes en el mar.

Después se reunió con sus principales consejeros y les mostró el fino trabajo que habían realizado los especialistas en orfebrería, que era un verdadero tesoro.

–Miren qué bellezas serán guardadas con los tesoreros, ellos responderán por su seguridad, si alguna de estas piezas se llegara a extraviar, les quitaremos sus casas, a sus hijos y hasta aquellos que estén por nacer.

–Moctezuma creía que los seres extraños que veían cada vez con mayor frecuencia los nativos de las costas, eran los compañeros de Quetzalcóatl y que en cualquier momento estaría visible el gran dios que se había ido y que regresaría como estaba predicho.

Había planeado enviar a cinco hombres encabezados por un sacerdote, que era el encargado del Santuario de Yohualichan, quien sería acompañado por los señores de Tepoztlan, Tizatlan, Huehuetlan y el de Mictlan.

Los citó y les dijo:

–Señores, caballeros ocelotl escuchadme, me han dicho que otra vez han visto a los extraños en las costas, entre ellos viene nuestro señor, el gran Quetzalcóatl, id a su encuentro, entregadle los regalos que ya conocen, escuchadlo bien, luego regresad a mí e informarme de lo que os diga, y no olvidéis de poner buen oído a sus palabras. Quiero saber todo cuanto nuestro señor busca en estas tierras y porque ha traído a otros dioses con él.

Les mostró un bello objeto de oro, era una máscara de serpiente y adheridas varias turquesas, también una pechera fabricada con base de plumas de quetzal, un bello collar con relieves aztecas que tenía en medio un disco dorado y un escudo del áureo metal, con concha nácar incrustada, además de otras piedras preciosas que sólo los nobles usaban en sus atuendos.

Luego procedió a mostrarles otros objetos, todos confeccionados en oro; llamaban la atención unos cascabeles del preciado metal que tenía la figura de la cabeza de serpiente, había brazaletes, pecheras, tobilleras y escudos, todos en oro. Era un gran tesoro, Moctezuma estaba seguro que halagaría al gran dios que había partido siglos atrás, precisamente por el mismo lugar por donde llegaban los extraños y que estaba de regreso a las tierras que vio emerger ante los vivos.

Y agregó:

–Id todos, decidle a nuestro señor: “Nos envía acá tu lugarteniente Moctezuma, él te agasaja al llegar a tu morada de México”.

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Los enviados partieron a las costas con el rico cargamento, llegaron en el momento preciso en que uno de ellos, el jefe, que era Hernán Cortés, pisó la arena blanca de la playa, se tendió en el suelo y besó la arena, clavó una bandera y dijo una oración.

Se presentaron ante ellos los enviados de Moctezuma, pronunciaron las palabras indicadas que fueron traducidas por Jerónimo de Aguilar y le entregaron los obsequios que sorprendieron al jefe y a sus compañeros; en sus ojos se reflejó la enorme ambición que los caracterizaba, pero el español, astuto e inteligente, dominó sus impulsos y reclamó:

– ¿Esta es la bienvenida que nos da tu señor? Esto no es suficiente. Fingió coraje, aunque en el fondo se deleitaba y pensaba en los frutos futuros que le proporcionarían las enormes riquezas del reino al que llegaba, al que dominaría y le arrancaría hasta el último pedazo de oro que existiera.

Los enviados se enteraban a través del recién rescatado Jerónimo de Aguilar, quien siempre estaba al lado de Cortés para traducirle y hablar con ellos para que entendieran lo que les decía el ibero.

Luego ordenó detener a los nobles enviados de Moctezuma, se había dado cuenta que los barcos los tenían asombrados, los condujeron en una barca pequeña a uno de los navíos y los subieron, los ataron a los mástiles, les colocaron grilletes en los pies y en el cuello y ordenó disparar los cañones e infundirles más miedo del que los embargaba. La detonación les produjo tal impacto que se desmayaron, era demasiado para ellos. Los españoles se burlaron de los naturales, los liberaron, les echaron agua en la cara con un cubo de madera y los despertaron, les dieron vino y comida y se reconfortaron.

Hernán Cortés los miraba con severidad, los nativos lo esquivaban con sus ojos inquietos, temían que repitiera el enorme tronido que les hizo perder los sentidos.

–Escuchad bien, me han dicho que los mexicanos son aguerridos, valientes y tremendos guerreros, ahora descansad porque mañana, muy temprano, vamos a competir, tres de ustedes y tres de nosotros; les vamos a dar espadas y lanzas y veremos quien queda de pie, lucharemos.

Una mujer india, les habló en su idioma y repitió las palabras del español.

Y uno de los enviados habló:

–Decidle a tu señor que no podemos hacer eso, se enojaría nuestro señor Moctezuma.

–Hemos sido enviados para traerle palabras de bienestar, saludos y reconocimiento, no debemos pelear con él porque nuestro amo nos haría daño.

La mujer explicó a Cortés, en español.

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–¡Nada de eso, tenemos que luchar, tiene que ser así!

Todo era una táctica, el astuto Hernán Cortés había descubierto que el miedo sería su mejor aliado ante los hombres que encontraba en lo que ellos llamaban el Nuevo Mundo e insistía en la pelea, ante la negativa de los nobles enviados del tlatoani.

Cuando el ibero comprendió que ya había sido suficiente, ordenó los bajaran en un bote pequeño y regresaran a la playa; los nativos remaron con desesperación, tenían que huir, sus brazos se movían con rapidez para acelerar el deslizamiento sobre el agua en tanto uno exclamaba:

–Remad con todas las fuerzas, no vaya a ocurrirnos algo, remad, remad, tenemos que alejarnos de estos hombres, Quetzalcóatl es terrible. Llegaron a la orilla del mar frente al poblado de Xicalango, corrieron hacia otro punto denominado Tecpantlayac y continuaron hasta Cuextlaxtan, donde decidieron descansar.

Fueron atendidos por el señor del poblado, quien los invitó a tomar aliento, pero los enviados de Moctezuma sólo repusieron energías y decidieron continuar, les urgía enterar a su jefe máximo de lo que habían sido testigos.

La caminata se hizo interminable, sólo descansaban pequeños momentos y continuaban hacia Tenochtitlan, era urgente enterar al rey mexica, comprendían que el peligro acechaba a todos.

Llegaron de noche a la capital del reino y no se detuvieron, Moctezuma intentaba dormir, pensaba que con los fastuosos obsequios enviados a quien creyó era Quetzalcóatl, volvería la paz y con ello la seguridad para alcanzar la tranquilidad.

Los vasallos detallaron paso a paso lo que había pasado, y al describir que en las enormes casas flotantes tenían unos como tubos enormes que lanzaban fuego y destruían montañas con un enorme tronido más fuerte que el rayo, que expedían humo con olor a muerto, el rey mexica se desplomó y movió el brazo derecho de manera despectiva para que salieran de la sala.

Desde entonces, Moctezuma perdió el gusto, ya no supo de sueño, ni comida, no hablaba ya con nadie, suspiraba a cada momento, estaba desmoralizado, abatido, sin aliento…

Sólo tenía la compañía de sus pensamientos.

“¿Qué sucederá con nosotros? ¿Quién quedará de pie? Mi corazón está herido de muerte, arde como si estuviera sumergido en chile”.

Luego pidió que regresaran con él los enviados, deseaba escuchar nuevamente su relato, como para analizar más a fondo el tema de la presencia de los dioses en México. Cuando le avisaron que estaban en la estancia de espera, indicó que los llevaran a La Casa

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de la Serpiente, un templo dedicado a los dioses.

Antes de iniciar la plática, dos guardias llevaron cinco esclavos, los colocaron en una gran piedra plana, ataron sus manos, pies y cintura y con un cuchillo de piedra les abrieron el pecho y con la sangre emanada rociaron los cuerpos de los enviados, para purificar sus cuerpos, pues habían estado frente a frente ante los dioses, les vieron sus ojos, comieron con ellos y había temor, por parte de Moctezuma, de que los hubieran molestado por eso.

Luego se sentó frente a ellos.

–Quiero que me cuenten otra vez lo que vieron, paso por paso, que nada quede pendiente, recuerden, paso por paso….

Repitieron mucho de lo anterior y agregaron la descripción de la comida que les dieron, tiene un sabor muy dulce, como la miel, otra como paja pero con sabor a maíz, explicaron cómo los ataron con lazos de fierro en los pies y manos, los guardasoles de hierro que usan en la cabeza, los escudos del mismo metal que se colocaban en el pecho y les tapaba todo el cuerpo, los arcos también de fierro, igualmente las flechas y el gran tubo del que hace un ruido como el del Popocatépetl, del que sale de sus entrañas una gran bola de piedra que hace llover fuego en su paso y echa muchas chispas, que el humo que le salió fue sumamente pestilente, como a lodo podrido y que penetra a lo más profundo de la cabeza aturdiendo los sentidos.

Luego, la gran bola se estrelló en el cerro, se hundió en la tierra e hizo un gran pozo en ella, tiró los árboles y los dejó hechos astillas y tienen unos como grandes venados sin cuernos a los que se les suben y los transportan a donde ellos desean.

Sus caras son tan blancas que parecen de cal, tienen los cabellos amarillos como algunas flores, también de ese color son sus bigotes.

También tienen unos animales parecidos a los tepezcuintles, pero con pelo, de grandes orejas y lengua muy larga, son muy bravos y altos, tienen ojos intensamente claros, no están quietos, son muy nerviosos, están muy fuertes, algunos están manchados, otros parecen jaguares…

Cuando callaron Moctezuma se quedó aún más triste, abatido por la angustia. Recordaba el séptimo presagio, aquel del pájaro raro que fue encontrado entre las redes de los pescadores del lago, vino la asociación de ideas, cuando en el cristal que tenía la criatura en la cabeza vio a hombres que se empujaban entre sí y que otros iban encima de unas bestias que jamás había visto y que eran como venados grandes… Esto le confirmó sus temores, relacionó las descripciones que hacían los sabios con cada presagio que anunciaban el fin, sabía que debería luchar con algo más poderoso que todos sus ejércitos, entendía que no podía alejarse y que la muerte estaba cerca, pero convencido que era el destino al que tenía que enfrentarse como tlatoani.

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De antemano estaba derrotado, sabía perfectamente bien que no podría contra los dioses, antes buscaría por todas las formas de ganárselos, pero también estaba convencido que lucharía si no quedaba otra cosa que hacer.

Allá en las playas de donde nace el sol, Hernán Cortés platicaba con sus allegados:

–Este tesoro es poca cosa para todos, es la muestra de que hay por montones, iremos en busca de México y a fe mía y de vosotros que nos haremos ricos…

Todos coincidían en la apreciación del ambicioso conquistador, eran iguales que él y la aventura los había llevado a la búsqueda de riquezas que ya estaban a la vista. –Caballeros, partiremos al amanecer, traed a unos naturales para que guíen nuestros pasos.

Ordenó el jefe de la expedición.

La caravana compuesta por unos 500 hombres, 30 caballos y cinco cañones, seguía hacia el oeste. Un natural de Zempoala, de nombre Tlacochcálcatl, les indicaba la vereda a seguir, les enseñaba atajos y caminaba delante de todos.

Cuando llegaron a un poblado de nombre Tecoac, del territorio tlaxcalteca, les salieron varios indios armados con lanzas y escudos y se desató una guerra encarnizada, eran muchos los nativos belicosos y mientras más mataban más les salían al ataque.

El enfrentamiento duró mucho tiempo y cuando llegó la noche los indios desaparecieron, pero los españoles no dormían y se montaban guardias para que otros descansaran.

Al día siguiente, muy temprano aparecieron nuevamente los indios hostiles, se reanudaron las actividades bélicas y los españoles los hicieron pedazos a todos. Así Obtuvieron la primera victoria rumbo a México.

La noticia llegó a los sacerdotes de Tlaxcala, primero cundió la gran tristeza al saber que el señorío de Tecoac había sido desaparecido, que las casas y templos fueron incendiados y todos sus hombres, mujeres, ancianos y niños habían sido masacrados.

El Consejo se reunió, todos tenían mucho miedo, también estaban los guerreros, los capitanes del ejército tlaxcalteca y su rey.

Y luego de mucho discutir y cuando los jóvenes ofrecían pelear hasta la muerte, los viejos aconsejaron unirse a los extraños, a hacerse sus amigos y ofrecerles pleitesía.

De inmediato se formó una comisión de nobles; sacerdotes y capitanes salieron al encuentro de los españoles con cargamentos de gallinas, huevos, tortillas blancas y frutas.

Al estar frente a ellos habló el más viejo de los tlaxcaltecas:

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–Estáis fatigados queridos señores, venid; han llegado a vuestra casa, Tlaxcala, decansad, aliviad vuestro cansancio…

– ¿De donde habéis venido?

Los guiaron a la gran ciudad, los llevaron al gran palacio, les dieron de comer, les proporcionaron mantas para que se recostaran y les dieron a sus mujeres.

– ¿Dónde es México?

Interrogó Cortés.

–Ya no es tan lejos, llegarán en tres días, los mexicanos son muy guerreros, son esforzados, valientes, tienen muchas armas y andan por todos los lugares, toman pueblos, les piden tributo y tienen muchas riquezas…

– ¿Hay otro pueblo rico cerca de aquí, antes de llegar a México?

–Si mi señor, muy cerca de mediodía está Cholula, el que manda ahí es perverso, tiene hombres valientes como los mexicanos. Los de Cholula, son amigos de los mexicanos.

De inmediato Cortés comprendió la enemistad entre sus anfitriones y los mexicanos, se le presentó la gran oportunidad de hacer sentir el temor entre los naturales que necesitaba para lograr sus propósitos: el dominio, podrían saquear todo el oro posible, después el poder, la gloria y sus ambiciones de nobleza.

Se dirigieron a Cholula, los pobladores, intrigados, se reunieron en la gran plaza del pueblo, estaban todos, hombres y mujeres, los españoles cercaron el terreno, obstruyeron las salidas y sin mediar palabra acuchillaron a uno por uno; los lugareños ni siquiera pudieron defenderse, no estaban preparados para ello, creyeron que los extraños platicarían primero y sabrían a que habían ido a ese lugar.

La sangre corrió como río por toda la plaza, la matanza fue infame, terrible, despiadada.

Las noticias llegaban a Moctezuma, todos los días enviaba lacayos con regalos en oro que más despertaban la inquietud de los extranjeros, los recados de los sacerdotes de Tenochtitlan, en el sentido que ya no siguieran hacia México, no eran atendidos, por el contrario, cada entrevista aumentaba la codicia de los españoles.

Entre la población de Tenochtitlan se corrió la voz, el miedo invadió a todos, las pláticas entre lugareños no ocupaban otro tema:

–Dicen que vienen hombres extraños, que caminan encima de grandes bestias que corren a gran velocidad y que matan personas, que tienen armas poderosas, como arcos de fierro, otras que tiran lumbre, que son certeras y asesinan con fuego, otras más, muy grandes, que hacen mucho ruido, más que la centella y tiran las casas.

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–Que los hombres tienen barba larga, que tienen vestimenta de fierro a la que no le entran las flechas, que son malos, que acabaron con todos los pobladores de Cholula y que vienen a matarnos a los de Tenochtitlan.

Moctezuma, a todas horas tenía informantes, cada cual le relataba lo que había visto, le señalaban el punto exacto por donde venían, qué hacían, dónde descansaban y quiénes los acompañaban, identificaban a tlaxcaltecas por la vestimenta, se conocían perfectamente pues eran enemigos desde todos los tiempos.

Los vigías del tlatoani, observaban desde las copas de árboles, desde cuevas y cerros, los españoles avanzaban hacia la capital y no había detalle de ellos que pasar desapercibido.

Moctezuma estaba dominado por la incertidumbre, sabía que cada instante que pasaba significaba tener a los extraños más cerca de él y su angustia aumentaba, no sabía cómo lucharía, sabía que sería derrotado y cuando estaba solo lloraba, lloraba de impotencia. Sabía que nadie debería verlo en ese estado.

El era el hombre más poderoso del reino mexica y a la vez el más solo, el más débil. Sufría enormemente al darse cuenta que no sabía cómo salvar a su pueblo, a pesar que su formación, desde pequeño, de soldado, de sacerdote y en la nobleza mexica.

En su amplio sillón cubierto de píeles Moctezuma recordaba los tiempos idos, sus luchas como soldado, sus triunfos en la guerra que lo colocaron como uno de los capitanes más admirados del dominio mexica, los frecuentes reconocimientos del tlatoani Ahuítzotl y la algarabía que se formaba cuando llegaba triunfante después de conquistar pueblos y los sumaba al reino al que pertenecía.

Sus mujeres, las cuales le prodigaban placer y con las que sumó más de 200 hijos.

El momento de su coronación, los discursos de los oradores del reino que se congraciaban con él por su nombramiento y el engrandecimiento del imperio más importante de toda la región al que representaba. Culminaban sus sueños de gran soberano con la garganta anudada.

Luego, como pesadillas llegaban a su mente los recuerdos de los diez años de sufrimiento, que como amenazas se fueron presentado designios peligrosos que anunciaban su fin.

Pensaba que había llegado la hora de demostrar a su pueblo su estirpe de valiente, era su obligación defenderlo hasta con la vida, pero también, como un rayo, apagaba esos sentimientos heroicos la reflexión de que se trataba de un enemigo superior, nada menos que estaba al borde de cometer el sacrilegio de batallar contra los dioses, que además eran invencibles.

El, como mortal, nada podía hacer.

El amplio y elegante palacio era una cárcel para él, el entrevistarse con sus súbditos era

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un sacrificio, la comida le sabía mal, el sueño no llegaba… Ya era un hombre sin aliento.

Por las noches, antes de ir a sus aposentos a buscar la paz que se le negaba, se dirigía al espacio que tenía dedicado a los dioses e imploraba:

–¡Oh dioses! ¿Por qué me castigáis? ¿Qué hice mal? He cuidado de mi pueblo, les he sacrificado miles de esclavos y no he logrado su contento ¿debo hacer algo más?

–Mandadme una señal, cumpliré todos sus caprichos, pero permitidme salvar a mi pueblo y a mí…

Y en ese tenor de súplicas ocupaba gran parte de la noche.

Su rostro estaba pálido desde mucho tiempo atrás, los estragos de la duda, de la incógnita y de la tristeza estaban perfectamente dibujados en todo su ser.

Había adelgazado notoriamente y su aspecto era el vivo retrato de la derrota.

Moctezuma ya no era aquel soberbio de sus primeros años de mandato, era humilde y débil…

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Mencía, bella y codiciada

Sólo amó a Cuauhtémoc, Hernán Cortés la deseó,pero jamás pudo tenerla entre sus brazos.

Mencía era una joven andaluza que desde niña fue instruida en el arte de los finos bordados, poseía innata creatividad y clara inteligencia, era producto de un matrimonio humilde en el que imperaba el amor, las buenas costumbres y la tenacidad.

Pero lo que más llamaba la atención era su lozana belleza; blanca, de mejillas color de rosa, sus formas infantiles ya anunciaban una futura beldad y en repetidas ocasiones la luz del sol o la linterna, reflejaban en el blanco lienzo una pequeña mancha azul, como el cielo, que parecía un rayo que salía de sus ojos.

Había nacido en la pequeña comunidad de Doña Mencía, antiquísima tierra española, donde estuvieron asentados los fenicios, los griegos, iberos y romanos, cada cual en su momento, después los visigodos y finalmente los árabes.

Después que los españoles desalojaron a los árabes, el rey Fernando III donó la extensión a la familia Alvar Pérez de Castro, en premio a la valentía empleada en la expulsión de los musulmanes de Córdoba. El jefe de la familia construyó en el lugar una fortaleza, a la que bautizó como Doña Mencía, en honor a su amada esposa.

En el año de l415, uno de sus descendientes consiguió la Anuencia Real para fundar un pueblo en el mismo lugar, al cual le dejó el nombre de: La Fortaleza Doña Mencía, y en recuerdo a esta misma dama, fueron muchos los padres que le ponían el mismo sustantivo a sus hijas.

La pobreza de la familia era extrema en Doña Mencía, las oportunidades de sobrevivir estaban negadas, de tal modo que la familia consideró con seriedad mudarse a otra ciudad donde pidieran encontrar un modus vivendi.

Un día se acercó un viajero a su casa para solicitar un trago de agua, mientras se secaba el sudor de la frente, el padre de la bella niña le indicó sacara una vasija con el vital líquido, a fin de atender al extraño.

–Se advierte una gran desolación en estas tierras.

Comentó el inusitado visitante.

–La pobreza es difícil de esconder…

Respondió el padre de Mencía y agregó:

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–Nuestra condición, como vos podéis constatar, es desesperante, que hemos acordado mi esposa y yo en buscar refugio en otra ciudad, donde podamos mejorar; mi pequeña Mencía es una prodigiosa bordadora, pero aquí no hay dinero para comprar esos trabajos.

–Mmmm…, los bordados tienen una gran demanda en Medellín, desde ese lugar se venden en Sanlúcar de Barrameda y los llevan a los conquistadores que han viajado al Nuevo Mundo…

– ¿En Medellín? Que allá tengo Familiares…

–Pues aprovechad, mi consejo es que es el punto más cerca y ahí tu hija podría vender sus bordados. Bien, gracias por el agua, que Dios os bendiga y que tengan suerte en Medellín…

–Buen camino señor mío. “Nos iremos a Medellín”, dijo animado el progenitor de Mencía.

–Me ha dicho el viajero que en esa población que está en la región de Medellín (hoy Extremadura), los bordados tienen una gran demanda, además pocas personas se dedican a este oficio, comentó a su familia.

No lo pensaron mucho, reunieron los pocos ahorros y las modestas pertenencias y en la única mula, que contaban cargaron una caja de madera, que era su único menaje, y emprendieron la partida hacia Medellín, para alojarse en una pequeña estancia de la casa de un hermano de la madre de Mencía.

Muy pronto cobró fama Mencía por sus hermosos bordados que eran únicos y no había hogar donde no hubiera una carpeta, un lienzo que no fuera confeccionado por la bella niña.

En Medellín, el tema del descubrimiento de las nuevas tierras era obligado, todos recordaban a aquel joven travieso desde los primeros años de su vida, que había estudiado abogacía en la Universidad de Salamanca, que aprendió el oficio de escribano y que se metió en muchos líos amorosos, era hijo de Martín Cortés y de Catalina Pizarro, nacida en la vecina ciudad de Trujillo.

Comentaban que el joven Hernán, desde muy temprana edad demostró una rebeldía innata, que conocía el latín y que trabajó en Valladolid como ayudante de escribano.

Se conocía que había estado en la isla La Española a la que llegó a la edad de 19 años. La primera ciudad levantada por los españoles en el Nuevo Mundo, fundada por Bartolomé Colón, en 1498, hermano del descubridor Cristóbal Colón.

Que fue escribano en la Villa de Azúa, en La Española, que ya se llamaba Santo Domingo y que en ese momento ya estaba en Cuba, donde ayudó en la conquista de esa isla al gobernador de la misma, Diego Velázquez de Cuéllar, de quien era su secretario.

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Los inicios de Cortés

Hernán Cortés el escribano, secretario del Gobernador de Cuba,con dinero, socio del mandatarioy de ambición incontenible

Diego Velázquez de Cuéllar, gobernador de Cuba, que antes fuera bautizada como la Isla Fernandina, nació en 1465, en la ciudad de Segovia, España, pertenecía a una familia aristocrática, era un hombre preparado, sumamente respetuoso de los dictados religiosos, culto y profesional de las armas como todos los de su clase.

Fue capitán del ejército español en Nápoles, donde conoció a Bartolomé Colón y se embarcó al Nuevo Mundo, invitado por éste en el segundo viaje de Cristóbal, el 25 de septiembre de 1493.

En Cuba, Diego Velázquez y Hernán Cortés eran socios, combinaban sus quehaceres al servicio de la corona con la ganadería y las plantaciones de plátano, café y caña y de esta manera, el primero acrecentaba su fortuna y el segundo se convertía en un hombre rico.

Diego, de sólida educación y firme convicción religiosa, gobernaba con estricto cumplimiento de la Ley y exigía la misma conducta a sus gobernados.

Hernán Cortés, que ya disfrutaba de una cómoda posición, comenzaba a reflejar su infinita ambición, lo que inquietó a su padrino de bodas el gobernador, quien experimentó el recelo y reservas sobre él, aunque reconocía su eficiencia y eficacia en su trabajo.

Cortés de rostro blanco, muy pálido, severo, cuerpo bien proporcionado, fuerte, de mirada tranquila, que escondía gran malicia en el alma, barba escasa y muy negra, piernas proporcionadas y cascorvas como consecuencia de su destreza en la montura desde joven; diestro en las armas ya fuera cuerpo a cuerpo o en su corcel.

Su valentía era famosa, corrían versiones que debido a su incitación por las mujeres solteras o casadas, en su natal Medellín y en la isla conocida como la española, (Santo Domingo), mató a varios hombres en defensa de su vida al ser descubierto acosando a las damas, la cicatriz en su mejilla derecha, apenas simulada por la barba escasa, era un recuerdo de sus reyertas de juventud.

Gustaba de vestir pulcro, de muy buen trato con sus semejantes, hablaba bien el latín, le gustaban los poemas y construía piezas en verso y en prosa; escuchaba misa diariamente y o hacía con gran devoción.

Como jefe militar era muy exigente, reprendía con severidad a los soldados descuidados e imponía castigos para corregir las fallas.

En una ocasión, Velázquez de Cuéllar, no pudo evitar escuchar una conversación de

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Hernán Cortés y Pedro de Alvarado:

–Tuve un sueño cuando vivía en la antigua Española: Me decía a mí mismo, frente a un espejo:

“Haz de comer con trompetas o muere ahorcado”.

–Lo sentí como un mensaje, es decir, convencido estoy que he venido a estas tierras lejanas a convertirme en poderoso, la riqueza llegará sola, pero ansío títulos, poder, estar cerca del rey, ser miembro importante de la Corona…

–Os conozco, que no me cabe la menor duda que dispuesto estás para lograr tus sueños, seguro estoy que pasarás sobre quien sea para llegar a donde aspiras y que de no lograrlo eres capaz de colgarte de un árbol.

El mandatario de Cuba se quedó muy pensativo, conocía la otra cara de su ahijado y servidor, no era el modesto escribano, no el eficiente secretario, era el ambicioso hombre que buscaba la gloria y se advertía que pasaría sobre él mismo para satisfacer su sueño. Todo ello lo llevó a pensar en actuar con cautela, aprovechar lo mejor de Hernán Cortés y mantenerlo siempre supervisado para evitar ser sorprendido.

Reflexionaba que para conquistar un territorio se requería mucho arrojo, que por lo general es parte de los ambiciosos, estaba decepcionado de su sobrino Juan de Grijalva, quien recién había regresado de aquellas tierras con mucho oro y no tuvo la visión de iniciar la conquista, a fin de tener el derecho de ser el elegido para tal encomienda.

Sabía ya que los indios del otro lado de Cuba eran valientes, peleaban con entrega inaudita, tenían oro en abundancia y había que doblegarlos, a fin de cumplir con la misión encomendada de enriquecer a España.

Con el oro aseguraría la gracia del Rey a su favor, más títulos e incluso un Virreinato, para mejorar la posición de su familia, que de por sí estaba en los altos niveles de aquella sociedad. Contaba con los informes de la tierra firme, primero había enviado a Francisco Hernández de Córdoba, quien el 8 de agosto de 1517 salió de Santiago de Cuba y navegó 21 días por las costas de ese Nuevo Mundo.

Había llegado a una isla donde había muchos ídolos dedicados a las mujeres y la bautizó como Isla de Mujeres lo que le dio el signo inequívoco de que había habitantes y con ello se había convertido en el primer español que pisaba las nuevas tierras que más tarde serían La nueva España, además del clérigo Alonso González y los oficiales al mando de tres navíos, Lope de Ochoa, de Caicedo y Cristóbal Llorente.

Fueron también los primeros en hacer contacto con los nativos, quienes avistaron sus barcos anclados frente a Isla de Mujeres y acudieron ante ellos en pequeños botes para invitarlos a su poblado a la voz de ¡Conex Catox! que en maya quiere decir "Venid", y

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señalaban con el índice hacia el otro lado, o sea a tierra firme y los españoles bautizaron el lugar con el nombre de Cabo Catoche.

Ya en el otro lado, los indios encendieron una hoguera y con señales le indicaron a los iberos que si no se regresaban al mar y retornaban por donde nace el sol antes de apagarse el fuego, los atacarían.

Los iberos se abastecían de agua y cuando la hoguera se apagó y fueron atacados por los mayas, se defendieron con las espadas, arcabuces, ballestas y lanzas y no obstante que sus armas eran más poderosas, los indios no se arredraron y por la superioridad numérica, los nativos replegaron hacia el mar a los españoles y aún los persiguieron por las aguas en sus pequeños botes, que fueron superados por la velocidad de los barcos.

Francisco Hernández de Córdoba fue herido de varios flechazos en el estómago, que lo postraron durante todo el trayecto y acusaba un gran malestar.

Llegaron a Cuba y fueron recibidos por el gobernador, quien acompañó a Fernández de Córdoba hasta su lecho de enfermo a fin de que le informara todo lo sucedido en los 21 días de recorrido por el Nuevo Mundo.

–Excelentísimo señor: En tierra firme hay riquezas sin par, grandes ciudades que tienen enormes edificios, sus habitantes son buenos luchadores, saben usar sus espadas, que son parecidas a las nuestras, son valientes y en sus brazos usan aros anchos de oro, lo mismo que en sus muñecas y tienen muchos adornos de ese metal.

–Son miles, aparentan amabilidad, pero no nos quieren, subrayó.

Por toda la Isla del Caribe corrió la noticia de la existencia de la tierra firme a pocas leguas de Cuba, que había oro y que sus habitantes eran excelentes luchadores, por lo que los aventureros llegados de España hacían planes para participar en la conquista.

Poco después, Hernández de Córdoba moría a consecuencia de las lesiones en el estómago, ocasionadas por las flechas de los indios mayas.

Diego Velázquez muy pronto organizó otra expedición, puso al mando de la misma a su sobrino Juan de Grijalva.

Así se llevó a cabo un segundo viaje con cuatro navíos y más personal, los oficiales fueron Pedro de Alvarado, Gil González de Avila y Francisco de Montejo, el piloto principal fue Pedro de Alaminos, quien ya había ido a La Florida y partieron el primero de mayo de 1518.

Cuando arribaron a la Isla de Cozumel el 3 de mayo del mismo año, Isla Cuzam-Lumil, (en maya Cuzam, Golondrina; Lumil, Tierra de…) cuando estaban en tierra firme se le bautizó con el nombre de Isla de Santa Cruz, el alusión a la celebración del símbolo del cristianismo, los españoles se sorprendieron cuando un indio les habló en castellano y aunque con dificultades se le entendía perfectamente. Juan de Grijalva lo interrogó:

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–Decidme ¿cual es tu gracia?

–Julián, señor mío.

–Decidme Julián ¿quien os enseñó nuestra lengua?

–Por allá atrás de los cerros, hay dos hijos del mar, son como tú, tienen sus carnes claras, así como tú, uno de ellos ahora es hijo del cacique de nombre Ah Naum Ah Pot, porque tiene hijos con la hija de ese jefe, él nos ha enseñado a pelear con macanas que tienen filo y son de fierro, tiene la cara pintada y también es jefe.

–El otro es muy quieto, añadió, tiene la mirada de bondad, ese no quiere mujer, es callado, piensa mucho y él dice que reza a su dios, se enoja cuando hacemos sacrificios a nuestros dioses, él nos enseña tu lengua y quiere que adoremos a su dios.

Grijalva se quedó muy confundido con la información y recordó que en 1511, Juan de Valdivia salió del Puerto del Darién, el cual después se conoció como Panamá, con dirección a Jamaica, al mando de tres barcos pero hubo tormenta y una de las naves se hundió y que de sus ocupantes nada se supo más, por lo que se creyó que todos habían muerto ahogados; luego entonces, alguno o algunos debieron salvarse y fueron acogidos por los indios.

Era indiscutible que a los que se refería Julián, eran dos que se salvaron de aquella tragedia. Pero... ¿quiénes eran?

Ya en tierras de la Isla de Cozumel, el sacerdote Juan Díaz celebró la primera misa en la tierra firme del Nuevo Mundo el 6 de mayo del mismo 1518; los naturales observaban la ceremonia con asombro, no entendían el extraño rito que ellos jamás habían presenciado, los tenía anonadados. El Prelado, escribía cada detalle de cuanto observaba en este viaje.

Al terminar el acto, Juan de Grijalva buscó a Julián, pensó en llevarlo con él a fin de que le sirviera de intérprete, pero ya había desaparecido y se lamentó la tardanza en pensar en ello y ordenó proseguir la marcha hacia el sur, por las costas del mar.

Pasaron frente a las costas de Yucatán, llamada por lo mayas Yocol-Petén, continuaron navegando frente a las playas hasta que divisaron la desembocadura de un gran río, se acercaron lo más posible, anclaron los barcos y en botes se dirigieron a la orilla.

Ahí los recibió el cacique Tabzcoob y Juan de Grijalva bautizó el río al ponerle su apellido como nombre y al lugar le puso Tabasco, en alusión al nombre del jefe que lo recibió con amabilidad.

Luego ordenó el retorno, siempre sigilosos, vigilantes y cautelosos, temían un ataque sorpresivo, descubrieron otros ríos como el Tonalá, el Coatzacoalcos y Pedro de Alvarado, que era el más osado, descubrió el Río Papaloapan.

Pedro de Alvarado tenía 36 años de edad, blanco, y rubio, alto, cuerpo bien formado, de rostro

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alegre, excelente jinete, diestros en las armas, pulcro en el vestir, gustaba de las joyasa y le envidiaban su cadena de oro y su anillo como gran brillante.

En el trayecto, llegaron a la desembocadura del Río Jamapa, donde había una pequeña isla habitada, que los nativos llamaban Chalchihuilapazco, que se traduce como “Piedra de Jade”, sus pobladores les gritaban y les hacían señales con sus manos, en franca invitación, se dirigieron hacia ellos, sabían que los indios eran peligrosos, así que los arcabuceros y ballesteros bajaron primero, enseguida los arqueros y se internaron en la población que de manera amistosa los trató y los llevó por las calles del centro de la misma.

Admiraron las blancas construcciones, las pirámides que los iberos llamaban edificios les llamó la atención la limpieza, las plazuelas y los recios ídolos de piedra de apariencia diabólica, pero las nauseas y el temor se apoderó de ellos cuando subieron una escalinata y llegaron a una gran piedra, la cual presentaba una gran costra de sangre acumulada, de fuerte olor, había partes humanas y a señales se les explicó que en ese lugar se sacrificaban a las personas, se comían algunas partes de su humanidad, sobretodo si se traba de enemigos de guerra..

Grijalva creyó que podría tratarse de una celada y ordenó el regreso al instante, antes bautizó el lugar como Isla de los Sacrificios.

Cuando ya se encontraban en la playa, se presentó ante él un contingente de indios con apariencia elegante, eran cargados en andas, sus telas limpias y finas, en sus cabezas portaban penachos de llamativas plumas y adornaban con oro sus brazos, muñecas y tobillos; gruesas cadenas y prendedores colgaban de sus capas.

Les hablaron en un idioma desconocido, recurrieron a las señales y les explicaron, mediante ese método, que los saludaba su señor Moctezuma y que les enviaba muchos regalos como muestra de bienvenida.

Les entregaron cajones de madera con diferentes piezas de oro en grandes cantidades, telas y plumas, además de piedras preciosas y para nadie pasó desapercibido el gesto iluminado de los rostros españoles, ante tanta abundancia del preciado metal, que era el objetivo del gran viaje.

Grijalva le preguntó al jefe indio si tenían más oro y les mostraba una de las piezas del fino metal y el indio respondió:

–¿Taquín? –Nombre que le daban los indios al áureo metal–

Y asintió con la cabeza señalando con el índice derecho hacia la sierra y explicaba con movimientos que se tiraban a la profundidad del río, sacaban la tierra y de ella extraían pedazos del codiciado metal.

Después emprendieron el retorno a la isla del Caribe, Grijalva confió a Pedro de Alvarado la custodia del oro, sabedor de que el rubio oficial poseía un fuerte carácter y que por ello sus soldados lo respetaban, él temía ser objeto de un motín por parte de sus hombres.

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En la Isla los recibió Diego Velázquez y cuando Pedro de Alvarado le entregó el fabuloso botín, el gobernador se regocijó y en repetidas ocasiones abrazaba jubiloso al alto oficial rubio, sin tomar en cuenta a su sobrino responsable de la expedición.

Nadie advirtió en Hernán Cortés, que acompañaba al gobernador de la Isla, que devoraba con su mirada las piezas de oro, que su rostro era la muestra viva del asombro y la codicia, todos estaban entretenidos en observar las riquezas y la deducción de que en el otro lado del mar había un inmenso contenido de las mismas.

Después Grijalva y Pedro de Alvarado relataban al mandatario paso a paso los pormenores del viaje, la actitud amable hasta la exageración de los indios, la poca importancia que le daban al oro, del que se desprendían con infinita tranquilidad, lo que indicaba que había en abundancia; de las bellas mujeres que tenían y de la repugnante costumbre de los sacrificios humanos.

Informaron sobre la entrevista con los enviados de un rey de nombre “Motecuhzoma” y así, por la pronunciación ibera, se transformaba sensiblemente el nombre del tlatoani de México y explicaban la entrega del fabuloso tesoro. Hernán Cortés estaba al tanto de todo, como secretario del gobernador tenía acceso a los informes y los analizaba cuidadosamente y surgía en su interior la gran codicia intrínseca y determinó que el tercer viaje a tierra firme lo haría él y sólo la muerte se opondría a su cometido.

En aquellas tierras estaba su futuro, había oro en abundancia, el comportamiento de los indios que eran valientes, pero también dóciles y que con inteligencia y astucia podrían aprovecharse para lograr la conquista de esa tierra, que era el objetivo de la presencia hispana en esos agrestes terrenos.

Contaba con 32 años de edad, los negocios que tenía en sociedad con el gobernador en la ganadería y la agricultura, lo habían convertido en un hombre acaudalado, pero no lo satisfacían, él ambicionaba la gloria política, los títulos nobiliarios y por ende el roce en la corte que significaba llegar al pináculo de la sociedad que regía en la época.

Sabía que la oportunidad ya tocaba las puertas y él tenía todo para abrirlas.

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Cortés hacia Tierra Firme

El tercer viaje era necesario y Hernán Cortés planeaba la traición a Diego Velázquez.Se jugaría el todo por el todo y no descansaríahasta lograr la gloria.

Diego Velázquez de Cuéllar concibió la necesidad de un tercer y definitivo viaje a tierra firme, allá estaba lo que La Corona deseaba, oro, mucho oro, él debería estar ahí; igualmente buscaba congraciarse con el Rey Carlos I, impondría la religión y sólo en caso necesario haría la Guerra Justa (atacar a los nativos si éstos se resistían), colonizaría y contribuiría a la gloria de España.

Ordenó a su secretario:

–Preparad todo amigo mío, buscad quien atienda nuestros negocios, contad las reses, calculad lo sembrado, a fin de que a nuestro regreso haya resultados, buscad una persona de fiar, con la gracia de Dios nuestro señor; iremos a tierra firme, la conquistaremos para engrandecer la Corona y la fe.

–Esta empresa yo la encabezaré y vos seréis el responsable de todo lo demás y haremos gloria histórica.

–A vuestras órdenes su excelencia; decidme su señoría ¿cuántos barcos serán destinados para este cometido?

–Serán 11 barcos querido amigo, calculad todo para cubrir las necesidades de esa envergadura.

–Muy bien su excelencia, con esa base prepararé todo cuidadosamente y sólo falta que vos me digáis en qué fecha pretended que salgamos.

–Vos preparad todo, tened aperos, navegaciones, el personal, los oficiales que están a la vista, vigías y todo lo necesario que consideréis, calculad que salgamos en febrero venidero. –Así se hará amable señor.

Hernán Cortés, contuvo sus emociones ante su jefe, no deseaba demostrar su entusiasmo, menos delatar sus planes que ya maduraba en su mente con emoción.

Cortés se regocijaba en la soledad de su despacho, el futuro ya estaba en la antesala, dejaría a su esposa e hijas en su mansión de Cuba y una vez dominado el Nuevo Mundo enviaría por ellas.

Uno de sus ayudantes solicitó su atención:

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–Gran señor, solicita audiencia el mercader Juan de Alonso, que ha llegado de España.

–Hacedlo pasar, quiero conocer las nuevas del terruño, es natural de Medellín, mi cuna y veremos qué baratijas ofrece.

El recién llegado iba acompañado de una hermosa adolescente que atrajo la mirada inevitable de Cortés, porque la belleza en cualquiera de sus manifestaciones, siempre distrae, más, la femenina.

–Que Dios bendiga a su señoría y os colme de bendiciones, don Hernán.

–Seguro estoy que nuestro gran Dios acompañó tu viaje y me regocijo de verte ¿qué nuevas traéis de mi entrañable España? ¿Habéis estado en Medellín?

–Que he estado en vuestra santa tierra, vuestros padres y todos los del pueblo os extrañamos…

–¿Están bien mis padres?

–Que lo están, que me han recomendado deciros que sus rezos están presentes todos los días, suplicando al creador por vuestro bienestar. Compruebo que han sido escuchados, vuestra posición lo demuestra.

–Pero ¿quién es esta bella y tierna figura? ¿Es vuestra hija?

–No señor, por desgracia no lo es, agradecido estuviera con Dios si así fuera, es una joven que está a mi cuidado, tiene todo mi cariño y protección, es una virtuosa del bordado, mira, apreciad sus trabajos.

El visitante mostró estandartes, banderas y un paño en seda con la inicial del secretario, la “H” gótica, finamente elaborado con la aguja y coloridos hilos.

Hernán Cortés quedó impresionado y halagado con la distinción, su mente se fue al futuro y pensó en un hermoso estandarte con su escudo de armas que sintetizara su linaje, en banderas que emplearía en la guerra de la conquista, que avizoraba en muy breve tiempo.

–En verdad que es una obra de arte cada pieza, requeriré muchas en poco tiempo, gran número de ellas, pronto saldremos a tierra firme a conquistar tierras muy ricas y entonces esta pequeña y dulce criatura tendrá mucho que hacer.

– ¿Vos os asentarás en Cuba?

–No admirado señor Cortés, mi pequeña Mencía se quedará con mi leal amiga doña Beatriz Fernández, esposa de don Pedro Valenciano, quienes gozan de vuestra amistad, ambos de Cortegama, Sevilla.

–En verdad que los dos gozan de mi afecto, la joven quedará en buenos cuidados, no os

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preocupéis, yo mismo pediré a ese matrimonio cuiden de ella y lo que requiera será cubierto por mi cuenta.

–Gracias bondadoso señor, yo recorreré las islas y luego regresaré a España. Decidme ¿qué puedo hacer por vos?

–Llevad estos doblones a mis padres, tomad esto para ti, por las molestias, y dejad mis bendiciones y mis recuerdos por ellos.

–Dios será testigo que cumpliré con fidelidad tu encomienda, que el señor sea con vos.

–Mencía, muy pronto tus finas manos tendrán mucho que hacer y vuestros lienzos bordados lucirán a lo largo y ancho del Nuevo Mundo.

Mientras tanto, Diego Velázquez de Cuéllar comenzó a maniobrar políticamente y sin enterar a Hernán Cortés, envió a España a su incondicional y contacto, el capellán Benito Martínez, para que se entrevistara con el obispo José de Rodríguez y Fonseca, responsable ante el rey de Las Indias Occidentales, para que influyera a fin de que el gobernador de Cuba fuera nombrado Adelantado Mayor de todas las tierras que descubriera o promoviera para ese fin e iniciar la conquista de las mismas. Envió al alto prelado un pequeño cofre con diversas piezas de oro que había recibido de manos de Pedro de Alvarado, traídas de la tierra firme.

Era una muestra representativa de lo que más tarde habría en abundancia, además la promesa de que en cada territorio dominado, el obispo obtendría una buena encomienda que lo haría inmensamente rico.

Muy pronto llegó el documento que lo acreditaba como el representante de la Corona en el Nuevo Mundo.

Pero Hernán Cortés todo sabía, fue avisado desde la partida del capellán, enterado estaba de a qué había ido a España, y el resultado de la gestión para la que fue comisionado.

A partir de entonces, el gobernador comenzó a presionar a su secretario para que acelerara los trabajos instruidos con antelación y era informado, a medias, del avance de los mismos, ya que en realidad Cortés se había movilizado rápido y casi tenía todo preparado.

En apariencia, se retrasaba la construcción de los barcos que se construían en Trinidad, aunque en realidad todo marchaba con la exactitud de los tiempos.

Diego Velázquez estaba enterado del entusiasmo de Hernán Cortés, que no tenía reposo; sin descuidar sus deberes como secretario del gobernador, cada momento lo dedicaba, incluso por las noches, a la contratación del personal. Al gobernante le molestaba el doble papel de su subordinado, pues ante él simulaba una calma que contrastaba con el ánimo que exhibía ante los demás.

Era el momento de que Hernán Cortés echara a andar su plan y uno de los cuatro

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hermanos de Pedro de Alvarado fue enviado a La Española –Santo Domingo–, para que se entrevistara con el responsable de la Audiencia del lugar, a quien ya había convertido en su cómplice, a fin de que organizara una revuelta y exigiera la presencia del gobernador para apaciguar los ánimos.

A cambio, el titular de la Audiencia de La Española recibió una buena suma en oro y le prometió grandes cantidades del metal que se obtuviera en las nuevas tierras próximas a conquistar e igualmente se le ofrecía una encomienda suficiente para enriquecerse.

El auditor ordenó que la guardia bajo su subordinación atacara la comunidad de Azúa, mataron a los principales representantes de los indios, apresaron a otros y los torturaron y envió a un propio con un mensaje urgente para el gobernador, en el sentido de que los nativos se habían sublevado contra la Corona y se tuvo que emplear mano férrea y por lo tanto urgía su presencia.

Diego Velázquez dio instrucciones a Hernán Cortés de que atendiera el despacho y no debería descuidar los planes del viaje a tierra firme, pues saldrían a su regreso de Santo Domingo.

Así, el 15 de noviembre de 1518, el gobernador salió hacia La Española y tres días después, Hernán Cortés zarpaba de Santiago de Cuba con seis navíos hacia Trinidad, donde era esperado por Cristóbal de Olid, que incorporaría otros tres barcos y alimento para los caballos; después a La Habana, para que se sumara Pedro de Alvarado y sus cuatro hermanos con otros dos barcos y partirían con dirección al nuevo destino.

De esta manera totalizaron once barcos, 500 soldados, 100 marineros, 16 caballos, 14 cañones, 32 ballesteros y 13 escopeteros para conformar el primer ejército que iniciaría el dominio de la nueva tierra a favor de España.

Desde este momento, la acción de Hernán Cortés lo tipificaba como un insubordinado y marcaba la rebeldía ante el gobernador Velázquez de Cuéllar, sabía de antemano que el mandatario buscaría la manera de someterlo.

Calculaba que en poco tiempo sería perseguido, pero para ello se requerían a lo menos dos meses, no había barcos ni hombres suficientes para enfrentarlo; en tanto, él avanzaría en la conquista y echaría a andar la segunda parte de su plan, que era obtener la voluntad del rey.

También sabía que lucharía hasta la muerte contra quien encabezara las tropas en su contra, así fuera el mismo gobernador, pero calculaba que el enviado sería Pánfilo de Narváez, el único que quedaba con experiencia y tamaños para enfrentarlo.

Juan de Grijalva no representaba peligro alguno, era un oficial valiente, pero poco inteligente, los demás que podrían ser peligrosos estaban con él.

Estaba consciente que en caso de ser apresado sería colgado, no habría ninguna indulgencia para él, la conquista y el envío de oro a Carlos I, era su única salvación.

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Contaba con magníficos oficiales, Pedro de Alvarado, hombre recio, disciplinado, bien identificado con él; Bernal Díaz del Castillo, culto, valiente y leal a toda prueba; Cristóbal de Olid, estratega, militar y osado; Diego de Ordaz, valeroso y excelente luchador, y otros más que le garantizaban el control de la tropa y que estaban dispuestos a la entrega total.

Su familia estaba segura, el gobernador no se atrevería a hacerle daño, su esposa era su ahijada, los apadrinó en la boda; Diego de Velázquez era un hombre recto al extremo y respetuoso de la religión, el problema era con él y sólo lo despojaría de su secreta sociedad en las tierras en las que tenían ganado y sembradíos, pero los nuevos territorios le darían más y enviaría por los suyos en la primera oportunidad. Luego de oficiarse una misa para todos los componentes de la expedición al mando de Hernán Cortés, éste se subió a un estrado improvisado y se dirigió a todos:

–Yo acometo una grande y hermosa hazaña, que será después muy famosa, que el corazón me da que tenemos que ganar grandes y ricas tierras, mayores reinos que los de nuestros reyes.

–Cuán agradable será a Dios nuestro señor, por cuyo amor he, de muy buena gana, depuesto el trabajo de los dineros… que los buenos quieren más honra que riquezas.

–Comenzará más ‘guerra justa y buena’ y de gran fama. Dios todo poderoso, en cuyo nombre y fe se hace, nos dará victoria.”

Después emprendieron el camino por el mar, las velas se extendieron y el viento empujó las embarcaciones; primero hubo un largo silencio entre todos sus ocupantes, los rezos de la incertidumbre, las plegarias de la esperanza. Y vino el regocijo cuando estaban frente a las costas de Yucatán, siguieron hasta Cozumel, donde Juan de Grijalva obtuvo la primera remesa de oro.

En Cozumel, Cortes tuvo noticias de que al interior de Yucatán había algunos paisanos suyos se trataba de Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, que habían naufragado en años anteriores y habían tenido que quedarse a vivir con los Mayas. Mandó por ellos, pero sólo Jerónimo de Aguilar acudió a su llamado y se convirtió en el intérprete de Cortés, ya que conocía la lengua maya, el otro, dijo que no le interesaba regresar, que tenía hijos, era jefe y estaba a gusto. De Aguilar era cura, ello explicaba por que no aceptó casarse con una de las hijas del cacique y prefirió ser reducido a esclavo de los mayas.

Frente al río, ya bautizado como Grijalva, los españoles de esta expedición, tuvieron su primer enfrentamiento con los nativos, aunque la superioridad numérica de los naturales imponía, con los disparos de los arcabuces muchos se asustaron y emprendieron la huida en tanto otros caían mortalmente heridos o muertos. El uso de la espada de los peninsulares abría surcos en las filas enemigas.

Si los indios eran más, los españoles parecía que se multiplicaban, por el dominio de las

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armas y de un espadazo tiraban a varios de sus contendientes y a cada disparo de arcabuz, los naturales salían despavoridos y los que se distraían eran pasados por lanzas y ballestas.

Al obtener la victoria los españoles, se presentó ante ellos el cacique, quien les entregó presentes en oro, le exigieron más y a una orden, varios indios corrieron y pronto regresaron con más piezas del codiciado metal y le obsequiaron 20 doncellas, entre ellas a Malintzin –La Malinche–, quien llamó la atención por su auténtica belleza, fino rostro, por su tez nada morena, estatura sobresaliente y un cuerpo que se dibujaba a través de su ropa algo untada a sus formas. Cortés preguntó al cacique:

–¿Dónde hay más?

Al tiempo que le mostraba el precioso metal.

El jefe indio se quedó callado, no comprendía la pregunta y sólo movía la cabeza dando a entender que ya no tenían nada, adivinando lo que el ibero exigía.

Malinche intervino, habló con el cacique y éste le contestó.

Se dirigió en maya a Jerónimo de Aguilar y le dijo:

–Dice que en México, en Tenochtitlan, reino de los mexicas, está todo el oro, vienen enviados de Moctezuma y se lo llevan.

A su vez, de Aguilar le dio la respuesta a Cortés en castellano.

Desde ese momento, Hernán Cortés daba otro gran paso hacia su cometido, la traducción ya no sería un problema para sus fines e instruyó a Jerónimo de Aguilar para que le enseñara a la mujer el castellano y ordenó el retorno hacia Zempoala, su meta ya era México.

Llegaron a San Juan de Ulúa, que había sido bautizado así por Cristóbal de Sandoval y ahí fundó Cortés la Villa Rica de la Vera Cruz, siguieron hacia Zempoala y ahí fueron recibidos por un hombre exageradamente gordo que por su atuendo y el respeto que le demostraban los demás, era el jefe, iba acompañado de bellas mujeres que portaban flores, piedras preciosas y otros regalos para los recién llegados.

El jefe indio ya estaba dominado de antemano, ya tenía conocimiento de lo que había pasado en Tabasco y de la contundencia de las armas de los extraños y no quiso exponerse a una derrota que la daba por anticipada.

Los indios miraban extrañados a los españoles que portaban cuerpos de fierro. Tocaban las armaduras y se asombraban, hacían comentarios entre ellos y La Malinche le comentaba a Jerónimo de Aguilar y éste a Cortés:

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–Dicen que somos dioses, que tenemos cuerpos a los que no le entran las flechas… Se refieren a las armaduras…

Cortés contenía la sonrisa y capitalizaba todo.

Cada frase que los indios pronunciaban, él sólo movía la cabeza, de Aguilar le pegaba con el codo a la mujer y ésta comentaba y se repetía la acción de traducir.

A veces, La Malinche explicaba directamente, aunque con dificultades, y asombraba la rapidez con que aprendía el castellano.

Se les ofreció comida en abundancia, el cacique comenzó a quejarse de Moctezuma, quien les quitaba el oro que debería ser para ellos, los españoles, les robaba a las mujeres y se llevaba a los jóvenes, que ofrecía en sacrificio a los dioses. Los tenía oprimidos.

Después, por el mismo medio de traducción, Cortés le decía:

–Tened confianza, el emperador Carlos I, que manda muchos reinos, nos envía para deshacer agravios y castigar a los malos y mandar que no sacrifiquen más ánimas, ustedes tendrán que ser vasallos de él, ya no adorarán a esas figuras de piedra y les enseñaremos la palabra del único Dios.

–Me darás hombres con arcos, flechas y lanzas, para que me guíen hacia México, los enseñaré a pelear y nos enfrentaremos contra Moctezuma para que ya no os moleste y los respete.

Cuando platicaban, se presentaron cinco representantes del reino de Moctezuma, vestían con elegancia, caminaron entre los españoles aparentando no verlos, exigieron comida a los nativos y les pidieron 20 indios para sacrificarlos, además del tributo.

El cacique vio a Cortés, en señal de que su queja era verídica y con los ojos buscaba ayuda, Hernán Cortés entendió perfectamente y ordenó que no les dieran nada y a una señal a Pedro de Alvarado, éste apresó a los enviados del rey mexica.

Los del poblado querían sacrificarlos, pero Hernán Cortés se los impidió –los indios ya les decían “Teuctlis” (Gran Señor, dios o demonio) a los españoles– y condujo a los enviados de Moctezuma a una casa que escogió como punto de operaciones de sus soldados.

Llevaron a los representantes de Moctezuma a uno de los barcos, los ataron en los mástiles y les indicaron que pusieran atención en uno de los cañones.

Desde ahí, Cortés hizo disparar el cañón más potente, los enviados de Moctezuma se desmayaron ante la explosión y los del pueblo corrieron por todos lados con las manos en las orejas, sentían que les reventarían los oídos, temblaban y las mujeres lloraban, igualmente aturdidas.

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Todos fueron testigos de cómo el gran árbol donde pegó la bala caía destrozado y los indios comenzaron a hacer reverencias ante los barbados, en señal de obediencia y entrega.

Por la noche, Cortés liberó a dos de los enviados y a través de La Malinche, que ya había sido bautizada como Doña Marina, les indicó que fueran ante Moctezuma y le dijeran que él era su amigo y que cuidaría a los otros tres representantes.

Hernán Cortés perfeccionaba su plan, ahora ya sabía que debería conocer qué poblados estaban sojuzgados por Moctezuma; les ofrecería su protección para librarlos del dominio, a condición de que pelearan a su lado, y enfrentaría a indios contra indios; ellos, los españoles, entrarían en combate después, cuando los nativos enemigos estuvieran cansados, sólo para rematarlos.

La noticia de la detención de los representantes de Moctezuma, en Zempoala, se conoció rápidamente en todos los confines del reino, los enemigos de los mexicas se regocijaron y cifraron sus esperanzas en los extranjeros, a los que buscarían para aliarse a ellos con el fin de derrotar a quienes los tenían dominados.

Procedió a realizar una reunión de Cabildo, en la que Cortés fue nombrado Mayor de las Indias; con ello oficializaba la separación con Diego Velázquez de Cuéllar y su primer acto de gobierno fue nombrar a Alonso Hernández Portocarrero y a Francisco de Montejo como embajadores, para que salieran rumbo a España. Viajarían en uno de los barcos de la flota, se abastecerían en Santo Domingo y proseguirían el viaje hasta la península ibérica, pedirían audiencia con el rey y le entregarían códices y el oro que ya habían acumulado de los obsequios de los indios, como muestra representativa de lo que sería después, además de una carta del conquistador en la que detallaba los pormenores de sus primeros logros.

Así lo hicieron y ante el rey Carlos I, los enviados cumplieron fielmente con las indicaciones. Sin decir palabra, el soberano admiró las finas piezas de oro, las piedras preciosas y otras riquezas; con un ademán dio por terminada la entrevista.

Luego, en privado comentaría el rey, con el obispo José Rodríguez de Fonseca, encargado de las Indias Occidentales:

–Don José ¿habéis valorado el envío de ese Hernán Cortés? Este oro es presagio de inmensas riquezas para la Corona, sé que este hombre no goza de vuestras simpatías, de las mías tampoco; a vos le hubiera agradado dejar todo en manos de don Diego Velázquez de Cuéllar, de quien he recibido una carta quejosa contra este astuto, del que era su secretario.

–Pero para la Corona, añadió, lo que cuentan son los resultados y Cortés ha demostrado ser más osado que don Diego, asimismo más inteligente y temerario de cuantos han ido al Nuevo Mundo.

–Para desarrollar una empresa de esta envergadura se requieren estribos como los demostrados por este capitán, así que tengamos paciencia y esperemos el devenir de su aventura. Subrayó.

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–Os recomiendo tengáis paciencia y esperad, más importante es como antes dije, el Reino, vigilaremos muy bien lo que hace Cortés, observaremos los resultados religiosos y financieros que logre y con base a ellos tomaré las decisiones del caso. Puntualizó.

El prelado sólo guardó silencio, contradecir al rey era sembrar su tumba en la Corte y exponerse a ser destinado a otro lugar, lejos del control político en la Corona.

En el Nuevo Mundo, Hernán Cortés inició la travesía hacia la capital Mexica, Tenochtitlan, ya estaba enterado que sus enemigos más recalcitrantes eran los tlaxcaltecas y encaminó sus pasos hacia esa región.

Cortés tuvo un encuentro con indios tlaxcaltecas, que combatió con dificultad pero los venció y los mató a todos.

La noticia del triunfo de los extranjeros se supo inmediatamente en los pueblos aledaños, por lo que los tlaxcaltecas acordaron sumarse a ellos con la idea de atacar a sus irreconciliables enemigos, los mexicas.

Fue recibido con esmerada amabilidad, eran los representantes de la esperanza de los pueblos oprimidos por los mexicas y de esa manera, con las alianzas, el ejército de Hernán Cortés ya contaba con más de 60 mil hombres.

El cacique Tlaxcalteca atendía personalmente a Cortés, solícito y hasta servil y no perdía ocasión en enterar al conquistador de las inmensas riquezas que poseía el reino mexica, que recibía tributo de todos los pueblos de la tierra conocida, piedras de colores, telas, semillas, mujeres y esclavos, que cuando fue nombrado rey se sacrificaron hombres a los dioses por miles.

Se expresaba mal de Moctezuma:

“Es un hombre arrogante que no permite que lo vean sus vasallos, nunca repite un atuendo y se baña de adornos de oro en cada momento”.

Insistía en los sacrificios frecuentes, sabedor que esa práctica molestaba mucho al extranjero.

La Malinche, interpretaba fielmente cada palabra a Cortés, que ya la prefería en lugar de su compañero Jerónimo de Aguilar.

Luego, el cacique Tlaxcalteca le hizo saber que los aliados más cercanos de Moctezuma estaban en Cholula, que eran guerreros valientes y que en pocos días iban a hacer muchos sacrificios, al celebrar fiestas en honor a sus dioses.

Cortés entendió a la perfección, el tlaxcalteca deseaba que los atacara y encontró en la sugerencia una nueva oportunidad para hacer una demostración de poder y continuar con su campaña de infundir temor entre los nativos; ya sabía que cada acción se extendía por toda la región y acrecentaba el miedo entre los pueblos indios de ambos bandos.

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Llegaron nuevos enviados de Moctezuma con otro cargamento de oro, platos y figuras de ornato relucientes, finamente acabadas, con un nuevo mensaje del rey mexica para Cortés.

–Gran Teuctli, nuestro señor Moctezuma te saluda, te envía estos regalos y te pide que regreses por el mar, no debes ir hasta donde esta él, te pide vuelvas por donde nace el sol.

Cortés tomó los obsequios y les dijo:

–No regresaré, ustedes se quedarán aquí, mañana partiremos a Cholula y de ahí continuaremos a Tenochtitlan.

Malinche explicó a Hernán Cortes, el significado de la palabra Teuctli a pregunta del ibero.

–Quiere decir “gran señor, dios o demonio.

–¡Ah! Para ellos soy un “teul”.

Más tarde, Bernal Díaz del Castillo escribía:

“Nos decían ‘teules’ porque nos creían sus dioses…”

En Cholula, Cortés ordenó que los tlaxcaltecas se quedarán en las afueras, del poblado, entró con un contingente bien pertrechado, los arcabuceros por delante, luego ballesteros, después arqueros, seguían lanceros y atrás los de a caballo, todos en marcha.

Los cholultecas celebraban fiestas religiosas, bailaban y quemaban copal y elevaban alabanzas a los dioses.

Cortés pensó que el siguiente paso serían los sacrificios.

Interrumpió las actividades para quejarse de mal trato, de un mal recibimiento y fingió enojo y sin esperar nada, ordenó a los arcabuceros disparar, el tronido de las balas causó conmoción entre los cholultecas que azorados corrieron por todos lados, los alcanzaban las flechas y las lanzas, los de a caballo abrían hileras y descabezaban a los nativos que corrían despavoridos.

En poco tiempo quedaron cientos de cadáveres tirados en la gran plaza, la sangre había convertido en un manto rojo el piso y se escuchaba como si trotaran entre el lodo los cascos de los caballos y las botas de los conquistadores estaban empapadas del tinto líquido, revuelto con la tierra.

Con el rostro y las manos ensangrentados, el conquistador se acercó a los enviados de Moctezuma mientras jalaba de los cabellos el cuerpo de un indio, que degolló frente a ellos al tiempo que les ordenaba:

–Uno de ustedes irá con Motecuhzoma, informará lo que aquí habéis visto y pasado, por

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no recibir como se debe a los representantes de la Corona de España y deberá decirle que en pocos días estaremos en esa capital, los otros dos se quedarán aquí para guiar nuestros pasos.

Después de un largo descanso y dar tiempo a que el mensajero estuviera ante el rey Mexica, pidió a los enviados indicaran qué camino seguir hacia Tenochtitlan. Como respuesta le señalaron una vereda.

El escogió otra, en dirección hacia los volcanes, el Popocatépetl humeaba y no hacía caso a las palabras de La Malinche, que repetía el consejo de los mensajeros de Moctezuma, en el sentido de que por esa ruta era más largo y cansado.

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Mencía ante Cuauhtémoc

Los ojos de ella penetraban los del él,se descubrieron y supieron que se amarían eternamente.

El contingente español, reforzado por miles de indios, llegó a Iztapalapa, Moctezuma se bajó de las andas y causó una gran impresión a Cortés y a sus acompañantes, por el lujo inmenso que mostraba, que reflejaba la riqueza del reino que recién descubrían, del penacho de oro salían bellas plumas de quetzal, flamencos y águilas, un medallón del sol del áureo metal en el centro de su pecho, al igual que las sandalias y el fino ropaje que mostraban la opulencia del poderío que pisaban.

Hernán Cortés por naturaleza, observador y astuto, adivinó el temor del jerarca mexica a través de sus ojos y desde ese momento se sintió triunfador y alzaba la voz, era imponente, sabedor que lo creían dios, además de que había sido informado de los temores de Moctezuma.

El rey mexica le dio la bienvenida, le entregó ricos presentes e insistió en que regresara, le ratificó la entrega de un tributo suficiente a cambio de poner los ojos en otras tierras lejanas a Tenochtitlan.

En la comitiva sobresalían dos oficiales mexicas, Cuauhtémoc y Cuitláhuac, altos, serios y de mirada grave que reflejaban su desaprobación al entreguismo del tlatoani.

Bernal Díaz del Castillo no perdía de vista a Cuauhtémoc, por su recia figura y por su gallardía, que llamaban su atención; a ello se sumaban su piel clara, finas facciones, estatura sobresaliente y gran personalidad.

Moctezuma ordenó que Hernán Cortés y sus allegados fueran conducidos en andas al palacio de Axayácatl y el ibero instruyó a sus subalternos para que un buen número de guardias los protegieran, a fin de evitar una celada.

En cuanto llegaron a Tenochtitlan, Cortés conoció sus aposentos; más tarde, guiado por Moctezuma por el Templo Mayor y otros palacios, admiraba las bellas construcciones, la limpieza de las calles y el orden que imperaba entre los habitantes, lo que le permitió comprobar que los mexicas tenían un sistema de gobierno de disciplina y control muy rígido.

Por ese motivo, Cortés, presa de la desconfianza y temeroso de sufrir un ataque, después del recorrido determinó retener a Moctezuma en el mismo recinto de Axayácatl, para evitar una acción bélica en su contra. Se le trataba bien y se le explicó que la medida era precautoria, lo que entendió el soberano y hasta juegos de mesa indígenas, le enseñó al español con quien los disfrutaba durante largas horas del día.

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Luego, Cortés desplegó guardias de iberos e indios aliados alrededor del Palacio, que conformaban tres cordones humanos en círculos, con el fin de que en caso de un ataque, los primeros dieran la voz de alarma, se alertarían los siguientes y así tendrían tiempo de organizar la defensa.

Cuauhtémoc comprendió las intenciones de Hernán Cortés y se dirigió a Tlatelolco, una isla cercana a Tenochtitlan, cuyo señorío estaba bajo su control desde tiempos pasados, después de la muerte de su padre, que había sido soberano mexica, donde contaba con un buen ejército, y Cuitláhuac a Iztapalapa, pues ahí tenía su contingente conformado por valientes guerreros; ambos acordaron prepararse para una eventualidad que ya se adivinaba.

Cada cual, Cuahtémoc y Cuitláhuac, ordenaron en sus respectivos territorios vigilar los alrededores de los mismos y mantenerse en alerta para evitar la escalada de los extranjeros, que mostraban una predilección enfermiza por el oro y que decididamente habían arribado con la idea de dominarlos.

La manera de hablar de Hernán Cortés era exigente, dominante, como sabedor de que el reino le pertenecía desde el primer momento.

Además, les irritó que en plan soberbio ordenara que derribaran, con un objeto pesado sus ídolos y colocaran plantas de ornato, flores, mantas y la pintura de una señora blanca que cargaba un niño.

La noche fue pesada, los hispanos casi ni durmieron, estaban en alerta, esperaban un ataque sorpresivo y se hacían rondas alrededor del Palacio de Axayácatl. En un rincón, Bernal Díaz escribía:

“Guatemuz era un muchacho de muy gentil disposición, así como de cuerpo y de sus faiciones, su cara algo larga y alegre y sus ojos, cuando miraban, lo hacían con gravedad, pero no tenían el brillo del odio, el color de su piel era más blanca que las de los indios morenos”.

Al otro día, Hernán Cortés pidió a Moctezuma hicieran un recorrido por el gran lago; el mandatario mexica, ordenó que prepararan la Barca Real y navegaron por las aguas; al español le fascinaba el paisaje, cómo el cielo se llenaba de colorido por el vaivén de las aves que lucían los tonos diversos de su plumaje, cómo se divisaban las casas de blanco, en las lomas de los cerros, que parecían dibujos realizados por el mejor artista de la acuarela.

Pero el regocijo se interrumpió al recordar el extranjero el motivo de su interés en recorrer todo lo largo de la gran laguna de Tenochtitlan y comenzó a analizar cada punto del paseo, con el fin de delinear la mejor táctica militar que desarrollaría en el momento en que considerara la ocasión de iniciar el ataque, única razón de su presencia en tierras tan lejanas de España, para consumar la conquista.

Pasados los días, el mismo Moctezuma le informó que 18 “casas flotantes” habían llegado a Zempoala y que venían muchos teuctlis (grandes señores) en ellas.

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Tras la traducción de La Malinche, Cortés entendió que eran enviados de Diego de Velázquez y se preparó para acudir a su encuentro, dejó a Pedro de Alvarado encargado de la vigilancia de Tenochtitlan y se llevó consigo a Cristóbal de Olid y a Diego de Ordaz, dos oficiales valientes y excelentes militares: Intuía que Pánfilo de Narváez, encabezaba el contingente que iba por él.

Desde una loma Cortés observó los navíos anclados en el mar frente a Zempoala, observó que los recién llegados hispanos ocupaban la población y se dio cuenta que llovería, por lo que ordenó esperar, en alerta, para atacar en el momento oportuno.

Se hizo de noche y cuando la lluvia era espesa, ordenó el ataque, los soldados de Narváez fueron sorprendidos y dominados sin darles tiempo a pelear, diez mil indios y 250 soldados rodearon a los recién llegados, que no pudieron hacer nada por defenderse y se dieron por rendidos en el acto.

Cortés hizo traer a Narváez, lo obligó a que le vendiera los barcos, los pertrechos y además le daría una buena suma en oro y respetaría su vida, pero tendría que regresar a Cuba.

Asimismo, se dirigió a los soldados:

–Por cabildo he sido nombrado capitán de las Indias, mi nombramiento ya está camino a España, se entregará a nuestro señor Carlos I, os invito a todos los que queráis acompañarme en la aventura de conquistar estas tierras, a luchar por vuestra fe cristiana y por la Corona, os haré ricos, porque muy ricas son estas extensiones, y les mostraba una caja de cuero llena de oro.

Habló de las grandes cantidades de oro que había en el nuevo territorio, el cual les sería repartido, de las tierras que los harían ricos por su explotación y las posibilidades de convertirse en potentados con las encomiendas y la gran mayoría aceptó sumarse a sus filas.

Pánfilo de Narváez y sus incondicionales, emprendieron la retirada hacia Cuba, la derrota se dibujaba en sus rostros y sus mentes se debatían en la forma en que le darían la noticia del fracaso al gobernador Velázquez.

Hernán Cortés daba la bienvenida al nuevo contingente, entre los que encontró varias parejas y entre éstas a la formada por Pedro Valenciano y doña Beatriz Fernández, a quienes acompañaba la bella Mencía a sus 16 años, su belleza prematura de mujer había aumentado, de tal forma que el conquistador se estremeció ante tan dulce mirada, tentador cuerpo y hermoso rostro. Por segundos se olvidó del motivo que lo tenía en el lugar, estaba embelesado con tan bella flor enfrente, era más de la mitad de su edad, pero la irresistible figura de la damita enloquecía a cual más. Le tomó la mejilla y dijo:

–Bella Mencía, me regocijo con tu presencia, te ha sentado muy bien el clima de estas tierras, apenas hará un año que te vi en Cuba, eres toda una hembra que ha llegado el momento de cumplir palabras, tú harás los bordados de la gloria y yo lograré riquezas

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infinitas que a ambos nos harán eternos en la historia.

En tanto, en Tenochtitlán, Pedro de Alvarado daba muestras de sus inclinaciones genocidas al atacar a los sacerdotes y a una multitud de indios que celebraban las fiestas de Tóxcatl, que cada año se llevaban a cabo entre los meses de marzo y abril, en La Plaza Mayor.

Todos estaban desarmados e indefensos cuando una lluvia de balas y flechas de arcabuces y ballestas respectivamente, cegaron sus vidas, los soldados acuchillaron los cuerpos y la sangre se deslizaba como el río en las lozas de piedra.

Los mexicas corrían desconcertados de un lado a otro, en la búsqueda inútil de la salvación, pero fueron abatidos por la lanza, la daga, las flechas y las balas de los arcabuces.

La escena fue siniestra, matar por matar, las víctimas sólo bailaban, lanzaban gritos alegóricos y quemaban incienso, pero el rubio soldado, tomaba el pretexto de la defensa de la religión cristiana y mataba…

Cuauhtémoc y Cuitláhuac fueron enterados de la masacre, a través de correos se pusieron de acuerdo e iniciaron el ataque, arrinconaron en el palacio de Axayáctl a los iberos y los agredían de noche y día, no les daban tregua y los indios se relevaban en las acciones de guerra.

La lluvia de flechas no daba lugar al sueño, ni siquiera al sorbo de agua.

Un correo tlaxcalteca salió a toda carrera hacia Zempoala y sin descanso llevó la noticia a Cortés, le detalló todos los pormenores y le dijo que si se tardaba sólo encontraría los despojos de sus compañeros; el ataque era permanente y no resistirían mucho tiempo.

Sin pérdida de tiempo, Cortés emprendió el retorno, confiaba en que con Moctezuma cautivo, lo obligaría ordenar a sus súbditos cesar el ataque, se consideraba buen negociador y los convencería; se lamentaba que Pedro de Alvarado hubiera tomado tal determinación sangrienta. De todos modos lo iban a hacer, pero en la oportunidad del momento.

Confiaba también en los refuerzos adquiridos, su ejército había aumentado en seiscientos hombres y llevó más indios de Zempoala y Tlaxcala, a fin de garantizar el triunfo.

Los españoles entraron a Tenochtitlan, Cortés pidió una tregua a Cuauhtémoc y a Cuitláhuac para hablar; era costumbre la negociación: Los líderes mexicas entendieron que el barbado blanco no estaba en el lugar de los hechos cuando Pedro de Alvarado masacró a sus hermanos de raza y accedieron.

A través de Doña Marina, “La Malinche”, entablaron el ríspido diálogo.

Estaban frente a frente…

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Los azules ojos de Mencía se posaron embelesados en la recia figura de Cuauhtémoc, sus 16 años la hicieron vibrar de romántica emoción, sintió que un rayo interno recorrió su cuerpo, jamás había experimentado tal sensación, el amor explotó en su interior al ver tan hermosa figura masculina.

Cuauhtémoc era un hombre bien formado, de mirada profunda que se acentuaba con el negro de sus ojos, su piel clara, sobresalía del tono de los demás, su porte era atractivo y contrastaba en el blanco pálido de los iberos y la tez morena de los indios.

Era un color que subyugó a la joven que desde ese momento se dio cuenta que a nadie jamás le entregaría su amor y que estaba destinada para ese ejemplar de tierras tan lejanas.

Por vez primera estaba cautivada, nunca antes había sentido amor, se enamoró de golpe, así, como si hubiera sido una orden celestial.

Cuauhtémoc era un hombre alto, se hacía notar entre los de su raza, sus facciones eran finas, que no se perdían en la severidad de su semblante y su rostro reflejaba determinación, formación, educación y un recio carácter.

La expresión de Mencía era la de la mujer enamorada, impresionada por tal ejemplar de hombre y una sensación jamás sentida viajaba por sus venas y dominaba su espíritu.

Pero la hermosa dama no estaba sola en ese sentimiento, el joven jefe mexica también era presa de esa belleza cándida, sensual y arrebatadora, cuya limpieza de alma y cuerpo brotaban de la expresión de sus finas facciones y por sus ojos se asomaba una luz que no se veía, pero sí se sentía, como algo sobrenatural.

Mientras tanto, Hernán Cortés y Cuitláhuac estaban enfrascados en una airada polémica, el hispano invitaba a la calma y el mexica alzaba la voz del reclamo por la muerte despiadada e inútil de sus hermanos indios asesinados por Pedro de Alvarado, al que ya le decían Tonatiuh, por sus cabellos dorados o sea, El Sol.

Doña Marina, daba cuenta de palabra por palabra en perfecta traducción, ya la apodaban “La Lengua de Cortés”.

En medio de la reyerta verbal, los ojos de Mencía y Cuauhtémoc enlazaban sus almas y penetraban a lo más profundo de su ser, no necesitaban palabras e iniciaban el primer mestizaje espiritual, no tuvieron necesidad de sus voces para cantar sus sentimientos, para expresarlos, para decirse “te amo”; era la atracción explosiva de la pasión callada que estremecía a dos seres que personificaban el sentimiento más rico y delicado del ser humano: El amor, que brotaba en medio de los odios y rencores de la guerra.

Mencía sentía que la sola figura del hombre la convertía en mujer y experimentaba la enorme felicidad de sentirse amada, se entregaría sin temores, pero sólo a él, a ese indio bello, incomparable ser, como jamás en su vida había visto otro igual.

Los pensamientos cruzaban como relámpagos por la mente de la joven, que no apartaba

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sus ojos de la figura impresionante y hermosa del jefe indio.

Ahora comprendía la razón por la que no aceptaba a nadie, decenas de europeos intentaron cortejarla y eran rechazados con toda displicencia.

Luego le tocó hablar a Cuauhtémoc:

Con la vista indicó a La Malinche tradujera:

–A vos que sois el jefe:

–Vos y vuestros hombres, habéis venido de tierras lejanas, habéis hecho matanza en Cholula sin motivo; cuando ellos danzaban en paz, vosotros no sufristeis agravios, pero hundieron sus puñales en los cuerpos indefensos de nuestros hermanos.

–Vosotros sólo habéis demostrado amor por el oro, el que se os ha dado en grandes cantidades, por parte de nuestro señor Moctezuma.

–Habéis tirado nuestros dioses como si vos fuerais autoridad en nuestro pueblo y actuáis ya como si ya fuerais los dueños de él.

–“Hicisteis prisionero a nuestro tlatoani para mantenernos serenos.

–Sabed que todos los que aquí veis, vamos a pelear contra ustedes, moriremos si es necesario, no consentiremos que nuestros ojos vean nuestra tierra mancillada.

–Vosotros no vais a imponer a vuestro rey ni a vuestro Dios, preparáos, vamos a batallar a muerte, nuestro honor de pueblo sagrado será defendido hasta el último aliento de nuestros cuerpos.

–La acción de vuestro vasallo, el que tiene los cabellos como el sol, no tiene remedio, fue cobarde al matar a hermanos y a sacerdotes indefensos, sin armas y que festejaban con paz y ahora ni la muerte de Tonatiuh aplacará nuestra ira.

Hernán Cortés, no despegó sus ojos del semblante sereno pero recio de Cuauhtémoc, de tal suerte que entendió que la situación ya no tenía punto medio, se iniciaría la guerra y se marcaría el destino de ambas partes.

Astuto como era, le dijo a Cuauhtémoc:

–Escuchadme:

–Esperad, dadme la gracia de entregaros a Motecuhzoma, que no ha sido retenido por la fuerza, él pidió estar con nosotros, os lo traeré y decidiremos.

El español se retiró con sus huestes y se dirigió al Palacio de Axayácatl y en la confusión del retiro de los grupos, Mencía se acercó a Cuauhtémoc, extendió su mano y le entregó un

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pañuelo de seda.

Cuauhtémoc lo tomó emocionado, sus manos apenas se rozaron y ambos sintieron la enorme y emocionante sacudida en el interior de sus cuerpos, como el cosquilleo de pequeñas chispas que recorrían su humanidad.

Ambos rostros se sonrojaron, ardían sus pupilas y sintieron que en ese ligero acercamiento se entregaron sus almas.

Cortés dio instrucciones que las mujeres fueran conducidas a Tlaxcala, a fin de protegerlas, fue por Moctezuma, dio el tiempo necesario para que se alejaran y después salió al balcón del palacio al lado del tlatoani.

Era el 29 de junio de 1519, los rayos del sol ya eran suaves y el astro rey tendía a perderse entre los cerros, el cielo empezaba a tener un tono rojizo que anunciaba sombras, como presagio funesto de la cercanía de la muerte.

La muchedumbre mexica se quedó expectante, nada quedaba de aquel soberbio soberano, ahora parecía un niño dominado por un extraño, su rostro expresaba miedo y un murmullo de voces recorrió la gran plaza.

Titubeante y desde el alto balcón Moctezuma alzó las manos que pedían silencio, en la explanada los indios levantaron el mentón hacia su rey, en espera del anhelado mensaje de la guerra.

Cuauhtémoc y Cuitláhuac estaban expectantes, molestos por la imagen de la adelantada derrota de su monarca, que no hacía gala del tradicional orgullo mexica.

Y se escuchó la voz débil del tlatoani que más bien pareció súplica:

–Escuchadme mexicas: Sabed que he estado en el palacio de Axayácatl por mi voluntad, he sido tratado con respeto y ordeno que depongáis la actitud de guerra que asumís, no hay motivo para batallar.

–¡Deshonras a tu pueblo! ¿Acaso no es motivo de ira la matanza injusta que hicieron con nuestros sacerdotes y nuestros hermanos? ¡No mereces ser tlatoani!.

Una piedra se estrelló en la frente de Moctezuma, Cortés lo jaló de un brazo y entraron al interior y varias cuchilladas le sacaban la vida al rey mexica que caía pesadamente en el piso: había dejado de ser útil.

Los mexicas avanzaron, los arcabuces escupieron balas, las ballestas flechas que atravesaban el aire, las lanzas volaban como silbidos de un lado y otro y caían decenas de indios sin haber dado golpe con las macanas y soldados españoles o aliados atravesados del pecho en el fragor de la batalla.

Luego, la lucha cuerpo a cuerpo y aunque la destreza española arrasaba a los indios, éstos

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parecían que brotaban de las entrañas de la tierra y salían más y más, todos con apasionada entrega blandían sus macanas y algunos lograban el objetivo de abrir cabezas del enemigo y también rodaban por los suelos los barbados.

Morían más indios que blancos, pero la superioridad de los primeros era impresionante, de tal manera que el cansancio diezmaba el golpe de la espada, el arcabuz no alcanzaba a ser preparado para otro disparo, al igual que las ballestas y rodaban por los suelos sus portadores, que presentaban la cara destrozada.

Hernán Cortés sintió que la muerte estaba cerca, por lo que ordenó la estratégica huida al amparo de las sombras de la noche; improvisaron puentes con los troncos y pasaban los canales rumbo a la lejana Tacuba perseguidos por los feroces mexicas que alcanzaban la victoria y ello los motivaba.

Primero, los españoles soportaban el ataque lanzando espadazos, retrocediendo sin dar la espalda al enemigo, y después emprendieron la desordenada huida.

Los que llegaron a la orilla del lago intentaron cruzarlo y antes del golpe final, se hundieron en sus aguas por la avaricia de proteger el oro que habían recibido y que guardaron bajo la armadura. Sus cuerpos quedaron en el fondo de la laguna para siempre.

Luego, el silencio invadió todo el solar, sólo se escuchaban los quejidos que anunciaban el deceso de unos y el dolor de las heridas de otros y escondían los rostros del sufrimiento que produjo la derrota.

Igualmente, la penumbra hacía eco al jadeo del cansancio y Hernán Cortés, en las raíces salientes de un ahuehuete, con la mano sobre la frente y sin dos de sus dedos de la mano derecha, sin tomar en cuenta la sangre que emanaba, sentía el fuego de las lágrimas que rodaban por sus mejillas, en aquella noche triste que jamás olvidaría.

Era la madrugada del 30 de junio y Mencía en Tlaxcala, recibía la suave caricia del viento mañanero, admiraba el cielo pleno de estrellas y cuando la fugaz luz de una estrella recorría el firmamento, imaginó ilusa, que en esa ráfaga se transportaban sus sentimientos hacia Cuauhtémoc, ajena a la gran batalla que se había librado contra sus compañeros.

En el mismo momento, cuando de entre la oscuridad resaltaban las enormes sombras de los palacios de Tenochtitlan, Cuauhtémoc descansaba de la gran guerra sostenida durante casi toda la noche, también veía hacia el cielo y sostenía entre sus manos el pañuelo blanco que le había entregado la bella mujer, que para ella significaba una prueba de amor, según costumbre europea.

El, sin saber nada, sentía el trozo de tela como un mensaje de sublime cariño y veía la pieza con embeleso y jalaba aire en romántico suspiro.

En su mente estaba el angelical rostro de la dama, esa sonrisa de los rojos labios que sólo él pudo ver, esos ojos que lo miraban con desesperado amor, que representaron la total entrega del ser.

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Luego cerraba la mano con suavidad, sabedor de que en la delicada prenda estaba parte de su amada y se preguntaba: “¿dónde estará en este momento?

Tenochtitlan acusaba graves daños, el Consejo de Ancianos se reunió de emergencia, Moctezuma estaba muerto y fue enterrado sin honores, había que nombrar el sustituto tlatoani en cumplimiento estricto de la tradición, a fin de que encabezara al pueblo para dirigir la defensa de otro ataque extranjero y escogieron a Cuitláhuac, quien recibió un solidario abrazo de su primo Cuauhtémoc y la promesa de lealtad, apoyo y juramento de la lucha, hasta con la muerte del pueblo mexica.

En tanto, Hernán Cortés partió de Popotla, con su maltrecho ejército marchó a Cuajimalpa, donde comenzaría a curar heridas y descansaría junto con sus soldados.

Durante la noche emprendieron la marcha hacia Tlaxcala, pero tuvieron que buscar una ruta lejana para evitar ser aniquilados por los bravos mexicas que ya los buscaban.

Era el 2 de julio de 1520, fueron localizados y atacados por un batallón de guerreros mexicas, los españoles se refugiaron en un templo azteca llamado Teocalhueyacan y resistieron el embate; en cuánto pudieron, escaparon hacia el norte para buscar caminos que los condujeran hacia Tlaxcala donde estaban sus aliados.

Lograron pasar por los poblados de Tepotzotlán, Aztequemecan y Tonanixpan, donde libraron algunas batallas que las superaron; ya se acercaban a Tlaxcala y en Otumba fueron atacados nuevamente por un regimiento mexica conformado por guerreros de Tollan, que pertenecía a Tenayuca, población donde se resguardaban los linderos del reino Mexica con el de sus enemigos de Tlaxcala.

El enfrentamiento duró cuatro horas, los españoles ya estaban rodeados y se advertía otra derrota, pero Cortés divisó a Matlatzincátzin, quien dirigía a los guerreros y con Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Juan de Salamanca, sus capitanes, auxiliados por otros soldados, blandieron sus espadas, se abrieron camino entre los indios enemigos y alcanzaron al jefe Mexica.

Juan de Salamanca fue quien hundió su espada en el cuerpo de Matlatzincátzin matándolo instantáneamente, lo que provocó la desbandada de los guerreros, desconcertados ante la carencia de un jefe que los dirigiera en la batalla.

De esta manera, los españoles arribaron al mediodía a Tlaxcala, donde continuaron curándose las lesiones y descansaron varios días.

En Tlaxcala, Cortés se recuperaba, los indios le curaban las lesiones de sus dedos mutilados, pero le dolía más la vergüenza sufrida ante todos, al conocer la derrota en manos del pueblo mexica, por lo que cauto pensó en un plan bien concebido que lo llevara al triunfo total o a morir en el intento.

Una tarde, Cortés divisó a la bella Mencía cuando se dirigía al río a lavar sus ropas en

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compañía de María Estrada, mujer que había demostrado su valor en Zempoala al enfrentarse, lanza en mano, a un español atrevido que le puso la mano en un seno. Iracunda, tomó la lanza y se la hundió en el pecho; con ello lavó la afrenta y desde entonces todos medían la distancia con la dama.

Ella también había llegado en la flota de Pánfilo de Narváez, la conocía desde que estaba en Cuba y había hecho el primer viaje con Cristóbal de Sandoval.

Más tarde, Cortés la mandó llamar.

–¿Que me habéis mandado llamar mi señor capitán?

–Si María, que deseo hablar con vos.

–A vuestras órdenes su señoría.

–Decidme ¿cómo está la bella Mencía? y mostraba una mirada libidinosa que no pasó inadvertida para la experimentada mujer.

– Es una joven valiente capitán, no se queja, trabaja mucho en el bordado, los oficiales la buscan con afán y le piden trabaje en sus pañuelos, todos con la intención de hacer amistad con ella, los atrae su belleza y desean su gracia.

–Y ella ¿tiene preferencia por alguno de ellos?

–No, por nadie, parece que se reserva para otro…no da lugar a preguntas de índole sentimental, calla ante los halagos, los trata con seriedad y separa muy bien el trabajo con el trato.

–Decidle que yo tengo interés en ella, que a cambio de sus favores la convertiré en la mujer más rica de este territorio, que conquistaré sin remedio. Por ahora me siento cansado, mis heridas sanan lentamente, pero me recuperaré, primero me dedicaré a lo que me ha traído y después quiero a esa mujer entre mis brazos…

–Descansad, capitán, que yo haré todo lo que está en mi para que tengáis la gracia de tenerla como lo deseas.

–Decidle que aunque grande de edad soy para ella, no será impedimento para hacerla feliz…

–Descuidad, que yo sé qué debo decirle y cómo hacerlo capitán.

En la soledad de la noche, María Estrada se acercó a Mencía, que sentada en el viejo tronco perdía su mirada en el cielo estrellado mientras que en su mente mantenía fija la imagen de las finas facciones de Cuauhtémoc.

–Mencía ¿a dónde van tus pensamientos? Mira que te traigo un mensaje del señor Cortés.

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Mencía sólo volteó hacia María sin decir palabra. –Escuchad lo que ha dicho el gran capitán, el futuro dueño de estas ricas tierras, el que será inmensamente rico y mandará como un rey.

–Que lo habéis cautivado muchacha, tu belleza lo tiene motivado a lograr su propósito de conquista y dice que te hará tan rica como lo será él.

La joven Mencía no dio respuesta, sólo miró con severidad a la oficiosa mujer y se incorporó para encerrarse en la estancia que compartían, se recostó, cerró los ojos y se entregó al recuerdo hermoso de su amado Cuauhtémoc.

Pasaron los días, María Estrada insistía, como si le aconsejara, argumentaba que en esas tierras lejanas, donde todo era agreste, le convenía la protección de Hernán Cortés, además aseguraría su futuro y más tarde podría regresar a España con inmensos cargamentos de oro y entonces vivir en plena abundancia.

Mencía callaba ¿Qué podía saber la atrevida mujer de sus sentimientos? ¿Qué podía igualar la dicha inmensa de ser solamente del joven jefe indio? No le diría nada, esa mujer no le ayudaría a solucionar el asunto, además era su destino amar a Cuauhtémoc.

María Estrada acudió ante Cortés.

–Capitán, tened paciencia, Mencía es aún muy joven, jamás ha amado y se niega, pero descuidad que yo me encargaré…

–Que no hay prisa, por ahora tiene prioridad el desarrollo de mi plan; han pasado meses y avanzo, así que cuando todo esto termine me encargaré de Mencía, será mía por la buena o…la mala…

Hernán Cortés, encargó la construcción de cinco barcos, llamaba a los caciques de los pueblos enemigos de los mexicas, verificaba que los soldados entrenaran, los herreros fabricaban espadas, flechas, armaduras y cascos, todo estaba encaminado a la guerra final.

Una tarde, Mencía estaba en el río, lavaba su ropa en el remanso de las aguas, el apacible recorrido acuático marchaba silente hacia el poniente, el cántico de las aves anunciaba el retiro de éstas a sus nidos y el sol iniciaba el descenso al descanso.

Escuchó ruidos que salían de entre los arbustos y volteó temerosa.

Se aprestaba a dirigirse a su morada, cuando de entre la maleza salió la figura anhelada de Cuauhtémoc.

Los ojos de Mencía se llenaron de felicidad, su rostro se iluminó y la boca entre abierta expresó un callado ¡Haaa…! de asombro que la sacudía por dentro.

Volteó a los lados con temor que los descubrieran, su amado le comprobaba su amor al

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penetrar al terreno enemigo sólo por buscarla a riesgo de ser apresado y de que lo matarían irremediablemente. Lo tomó de la mano y lo llevó a la espesura del bosque.

–Cuauhtémoc, debéis saber que al descubrirte en Tenochtitlan me cautivaste y ahora que estáis frente a mí, mi corazón me anuncia que hay un amor entre nosotros.

Cuauhtémoc la miraba embelesado, nada entendía de sus palabras, pero los gestos, la expresión de los ojos y la cara, descifraban las palabras que sólo conducían al amor.

El habló pausado:

–No sé tu nombre, pero entiendo a través de tu mirada, he venido porque te extraño, al verte sentí que un rayo iluminaba mi espíritu, te metiste dentro de mi cuerpo, tu imagen está conmigo en cada instante y tengo la necesidad de estar contigo, ya no podré separarte de mi cabeza, estás junto a mi cuando el sol baña al mundo y apareces en mis sueños.

Ella tampoco entendió nada, pero comprendía que le decía “te amo”.

Estaban tomados de las manos y se transmitían la entrega de sus sentimientos de tal manera que entender sus palabras no hacía falta.

Su reunión fue corta, ella temía que la extrañaran y la buscaran y de ser así, podrían hacerle daño a su amado.

Ya oscurecía y a señales, él le indicó que se verían nuevamente al siguiente día y ella henchida de alegría, con amplia sonrisa asintió con movimientos de cabeza.

Cuauhtémoc regresó en una canoa hacia Tlatelolco y se perdió en la oscuridad; encendió la antorcha cuando estaba en terreno mexica.

Ambos ya no eran los mismos, cada cual tenía una ilusión que era la misma, ellos eran su aspiración, uno del otro.

Pasaron muchos días de limpio romance, de miradas emotivas, de besos en las manos, de inmenso respeto y del desarrollo de un amor tan puro como sus almas.

Ambos eran felices con tan sólo el recuerdo del ser amado, se deseaban, pero respetaban las circunstancias de la imposibilidad del momento y el lugar adecuado para la entrega total, pero no obstante les llenaba saberse infinitamente amado uno del otro.

Se iban los días, el verse era una necesidad imperiosa y cuando por alguna razón el héroe mexica no acudía a la cita, ella sufría intensamente, lloraba callada y pensaba en la fatalidad; entonces elevaba oraciones al creador pidiendo la protección a su ser querido hasta que por la noche el sueño la dominaba. El nuevo día se hacía eterno en la espera de la tarde…

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Su vista se iluminaba y su ser se estremecía, henchido de felicidad, cuando a la hora acostumbrada se aparecía la figura esbelta y bella de su amado.

–Perdona, ayer me fue imposible verte, sufrí el no ver tus ojos y el dibujo de la risa en tus labios, sentir el calor de tus manos y hablarte como lo hago ahora … te amo …

–Mi amor, el sufrimiento me invadió, los peores pensamientos asaltaron todo mi ser, tu ausencia me produjo terribles inquietudes, el sueño no me acompañó durante la noche y cada momento del día ha sido un castigo, pero amado mío, estás aquí y mi corazón está lleno de gozo, se ilumina mi vista con tu imagen, a Dios doy gracias de verte…

Cuauhtémoc la miraba con ternura, sus ojos de negro intenso se dulcificaban al apreciar los rasgos tiernos de la doncella cuyo rostro, resplandeciente de felicidad, se reflejaba en las pupilas del recio hombre que tanto la amaba.

Por las noches, Cuauhtémoc reflexionaba bajo el cobijo respetuoso de las sombras. La luna iluminaba con su tenue luz la faz de la tierra, el aire soplaba frío y la manta de algodón cubría el cuerpo del jefe guerrero. Repasaba las urgencias para hacer frente a los extranjeros que seguramente insistirían en el ataque y le ensombrecía la realidad: Los españoles eran superiores en las artes militares y poco a poco sumaban aliados entre los indios y concluía en que le propondría a su primo Cuitláhuac, el tlatoani, atacar Tlaxcala, donde estaban los españoles, para evitar que avanzaran en sus gestiones de sumar más fuerzas en su contra.

Pero como un rayo, llegó a su mente el recuerdo de Mencía, ella estaba con los tlaxcaltecas, por lo que si Cuitláhuac accedía a su propuesta, primero la sacaría del lugar y la enviaría a Ichcateopan, con los familiares de su madre, a fin de que estuviera protegida, se casaría con ella en rápida ceremonia; la poseería a fin de asegurar descendencia, ante la posibilidad de morir en la batalla.

Si obtenían el triunfo, viviría con ella el resto de sus días y serían inmensamente felices.

–¡Cuauhtémoc! ¡Cuauhtémoc! le gritaba un mensajero que corría apresurado hacia donde se encontraba.

–¿Qué sucede? ¿Por qué vienes tan agitado?

–El tlatoani ha muerto….

–¿Qué dices insensato?

–Que Cuitláhuac ha muerto, una extraña enfermedad le arrancó la vida, su cuerpo se llenó de manchas rojas…Te urgen los sacerdotes en Tenochtitlan, debes acudir de inmediato ante el Gran Consejo.

–Muchos guerreros murieron por la misma causa, al igual que un hombre de piel oscura y cabellos rizados pegados a la cabeza, que llegó con los extranjeros de allá, donde nace el

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sol; dijeron que vino con la última remesa de extraños, con un blanco de nombre Narváez. Era el 25 de noviembre de 1520.

El guerrero mexica se incorporó y sin avisar a nadie se dirigió con el mensajero hacia Tenochtitlan.

Ya lo esperaban, estaba reunido todo el Consejo de Sacerdotes y militares y de inmediato se inició la ceremonia.

–Cuauhtémoc, el reino mexica te necesita, por acuerdo unánime del Consejo eres el nuevo tlatoani, las condiciones impiden que se realice la ceremonia usual en estos casos, el acecho de los extranjeros sólo te permiten recibir el mando y encarar la defensa de Tenochtitlan, el enemigo muy pronto estará otra vez sobre nosotros, es tu deber, en recuerdo de tus ancestros y de todo el actual pueblo mexica, defender con tu vida el reino, su grandeza debe resurgir y tu eres el responsable de su destino ahora.

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Intento de Villafaña para matar a Cortes

Leal a Diego Velásquez de CuellarAntonio de Villafaña, urdió el plan,le entregarían “carta de su padre”y cuando leyera, lo acuchillarían.

Antonio de Villafaña, era un oficial que guardaba lealtad al gobernador de Cuba, Diego Velásquez de Cuellar, planeó matar a Hernán Cortes, para ello, convenció a varios soldados que habían llegado con Pánfilo de Narváez en la expedición promovida para apresar al conquistador.

Se haría correr el rumor que un barco había llegado de Castilla y que en la valija se había transportado una carta que se presentaría bien sellada dirigida a Hernán Cortes, cuyo remitente era su padre, Martín Cortes.

Cuando el conquistador la estuviera leyendo, sería acometido a puñaladas, asimismo, sus inseparables capitanes Bernal Díaz del Castillo, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Andrés de Tapia, Gonzalo de Sandoval, Luís Marín y Pedro de Ircio.

Andrés de Tapia. Fue buen soldado, de rostro pálido y barba rala, buen cuerpo y excelente soldado; se dedicó a reseñar, parte de la aventura al lado de Hernán Cortés.

Consumado el crimen, Antonio de Villafaña, tomaría el mando de la conquista, sus allegados, que eran los que participarían en la matanza obtendrían los cargos de Alguacil Mayor, Alferez, alcaldes, regidores, contador, tesoreros o veedores, es decir, todos obtendrían cargos importantes, amén de que se apropiarían de sus caballos, armas y demás aperos que portaban.

Los conspiradores no supieron guardar el secreto y uno de ellos lo confío a sus amigos y no faltó aquel que enterara a Cortés de lo que estaba a punto de sucederle; así que tuvo que suspender sus curaciones y actuó rápidamente; citó a sus incondicionales, los que estaban sentenciados y de inmediato acudieron a la casa que los indios texcocanos habían dispuesto para Antonio de Villafaña y sus amigos donde descansaban.

Los encontraron a todos y procedieron a apresarlos, los despojaron de sus armas, los ataron con las manos hacia atrás y montaron guardias para vigilarlos.

Algunos de los ahí reunidos intentos huir, pero Cortés ordenó los persiguieran hasta detenerlos y fueron conducidos al mismo lugar donde estaban sus cómplices.

Se inició el interrogatorio, al principio Villafaña negó los cargos, fue esculcado y se le encontró entre sus ropas una lista de los que presuntamente estaban de acuerdo con él, en el documento aparecían muchos nombres, incluso algunos que estaban considerados como incondicionales de Cortés, por lo que el conquistador guardó reserva y no la dio a conocer.

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Finalmente, Antonio de Villafaña, confesó sus intenciones, declaró que en su estancia, Pánfilo de Narváez, acordó con él la acción y que le había prometido grandes fortunas si lograba el cometido, pues el gobernador Velásquez Cuellar le estaría sumamente agradecido y se encargaría de dotarlos de oro y grandes haciendas.

Los alcaldes determinaron la horca para Villafaña y sus compinches.

El cura Juan Díaz les tomó la confesión y de un ventanal de la misma morada, fueron colgados a la vista de todos con la amenaza que cualquier otro que intentara sublevarse correría la misma suerte. Como resultado de lo anterior, Cortés nombró un grupo de soldados leales encabezados por Antonio de Quijano y otros seis que serían sus guardianes, estarían con él todo el tiempo, día y noche, cuidando que nadie se acercara para evitar un atentado y sólo sus capitanes de confianza podrían acercarse a él.

Igualmente recomendó a sus capitales, que hicieran lo mismo, pues sólo en ellos confiaba y temía que en cualquier momento también fueran atacados por traidores que podrían estar en las filas hispanas.

Acto seguido, Cortés ordenó que indios e indias fueran comercializados entre ellos mismos y quienes los adquirían los herraban para identificarlos como suyos, es decir, se inició la esclavitud, antes de consumar la conquista.

Las indias hermosas que habían sido herradas, por las noches, eran sacadas por los soldados y las devolvían por la mañana para dar inicio al mestizaje.

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La derrota Mexica

Los cañones, los arcabuces y las ballestas, apoyadas por la sed, el hambre y el cansancio, acabaron con los hijos del sol.

Cortés estaba acuartelado en Tlaxcala, era su centro de operaciones y desde ahí planeaba y dirigía ataques a otros poblados aliados de los mexicas, a los que obligaba a sumarse a sus filas en preparación del golpe final al reino Azteca, que años atrás cambió el nombre por el de Mexica.

Surgió el joven Xicoténcatl, príncipe tlaxcalteca que se desarrolló como enemigo de los mexicas; sin embargo, hizo conciencia del futuro y visualizó el dominio ibero, el cual más tarde los exterminaría.

“Los extranjeros vienen a saquear estas tierras, observo cómo brillan sus ojos cuando ven el metal dorado. Acabarán con todos, las guerras con los mexicas son entre nosotros, es el momento de unirnos para expulsar a los blancos con pelos en la cara, son una amenaza que quieren robarnos hasta nuestra identidad”.

Pensaba Xicoténcatl y decidió huir de Tlaxcala, preparar un ejército y unirse a los mexicas.

Cortés se enteró casi de inmediato y ordenó a Alonso de Ojeda, uno de sus lugartenientes, que persiguiera a Xicoténcatl.

Ojeda, ayudado por algunos indios, emprendió la persecución y obtenía información sobre la ruta que seguía Xicoténcatl, hasta que le dio alcance, lo apresó y ahí le colocó una cuerda en el cuello y delante de todos lo colgó de un árbol, para que sirviera de ejemplo y así dejar sentada la macabra advertencia que les hacía el recio poder ibero.

En Tenochtitlan, el luto abatía a toda la población, moría Cuitláhuac. Un mulato africano que llegó con las huestes de Pánfilo de Narváez, sembró la viruela negra, enfermedad mortal que los aztecas-mexicas desconocían y por lo tanto no habían desarrollado ningún medicamento vegetal para contrarrestarla y mató a miles de indios, entre ellos al valiente tlatoani, cuyo coraje y arrojo hizo tambalear al ejército español, aquella que llamaron “La Noche Triste”.

Al otro extremo, en Tlaxcala, Cortés se regocijaba con la llegada de 15 cañones, 86 jinetes, 119 mosqueteros, 200 soldados de espada y caballos, víveres y otros pertrechos procedentes de Cuba y pronto extendió sus actividades bélicas contra los poblados y agregaba más nativos a sus filas; cayeron los Señoríos de Tepeaca, Tecamachalco y otros más, que forzadamente se transformaban en sus aliados e incrementaba su ejército.

Su plan de ataque ya estaba listo, Juan Rodríguez Cabrillo, quien se había distinguido como buen ballestero y soldado de caballería, había demostrado otra faceta al dirigir a

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Martín López y sus carpinteros iberos y naturales de Chalco, en la construcción de 13 pequeños barcos, que formaban parte de la estrategia planeada por Hernán Cortés para atacar a Tenochtitlan.

El 28 de diciembre de 1520, Cortés inició la batalla de la tan anhelada revancha contra los mexicas, contaba con 550 españoles, unos 10 mil indios aliados y los 13 bergantines que ya habían sido habilitados con cañones; había analizado los trazos de la ciudad de Tenochtitlan y por los canales, con los barcos en marcha, abriría fuego contra las casas y templos para hacer estragos entre la población.

Cortés mantenía en cuidadoso secreto su estrategia bélica, concebida y planeada durante muchos meses, y sólo instruía en la noche anterior del desarrollo de las mismas a sus capitanes, para operarlas al inicio del día siguiente con toda precisión.

Conocía el enorme miedo que ocasionaban las explosiones de los cañones entre los nativos, por un lado sembraría el pánico con las detonaciones y por el otro, los disparos causarían destrucción y muerte.

Ordenó acampar en Texcoco, se botaron los barcos, inició por tierra el ataque a Chalco, Coatlichan, Huexotla y Atenco, para obligarlos a aliarse con él e incrementar sus batallones y así, su ejército cada vez se hacía más numeroso.

Otro regimiento se encargó de atacar a los cholultecas, xochimilcas, tlahuicas y otomíes para iniciar la guerra contra la Gran Tenochtitlan.

Los pueblos atacados por los españoles presentaban valiente pelea, pero eran fácilmente derrotados por la técnica militar más depurada de los europeos, sus armas más letales y pronto hacían estragos en las filas de los indios.

Una vez dominados, se les proponía la alianza, se les hacía notar que con ellos se desprenderían del yugo mexica, que serían enteramente libres y que ya no tendrían que pagar tributo a aquellos, así que el discurso de libertad los convencía con relativa facilidad, para pasarse a las filas de los hombres blancos y barbados. Los capitanes españoles escogían a los guerreros nativos más dispuestos e identificados con ellos, los instruían en tácticas militares y les daban mando ante sus homólogos indios, para que dirigieran las acciones de sus batallones cuando les tocara el momento de enfrentarse contra los mexicas.

Los señoríos de Huaxtépetl, el que después Cortés llamó Oaxtepec, Cuautla, Yautepec y Xiutepec, enviaron guerreros a Cuauhtémoc para reforzar sus filas y sus jefes militares hicieron el juramento de pelear hasta la muerte a su lado.

En abril de l521, Hernán Cortés desarrolló la primera parte de su bien preparado plan de ataque, lanzó a los primeros indios aliados contra los mexicas, Cuauhtémoc estaba al frente de los guerreros aztecas, la batalla fue impresionante, indios contra indios se destrozaban a macanazos, con flechas y lanzas, ante la calmada mirada del conquistador.

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La estrategia de Hernán Cortés era la de restarle fuerzas a los aguerridos mexicas, sin exponer a sus soldados; en tanto, los guerreros de Cuauhtémoc rechazaban con bravura al enemigo en cada embestida, sembrando el campo de cadáveres.

Todos los días se registraban batallas encarnizadas, los ejércitos se reducían con las bajas de cada lado, muertos y heridos se restaban a los efectivos de ambos bandos y a lo lejos, los españoles esperaban con calma, sin arriesgarse. Aún contaban con miles de indios que descansados suplían a los de su lado para emprenderla contra los mexicas, que con valentía asombrosa arremetían contra ellos, los contenían y luego los hacían huir.

Ya era el 28 de julio del mismo 1521, se habían cumplido tres meses de guerra y Hernán Cortés consideró que era el tiempo de iniciar el golpe que sería el final, aumentó el número de guerreros nativos aliados y las arremetidas contra los mexicas cada vez eran más frecuentes.

Así, al paso de los días, el cansancio hacía su presencia en las filas mexicas, pero estos guerreros, con Cuauhtémoc a la cabeza, se mostraban indomables y repelían las acometidas del enemigo y lograban ponerlos en retirada.

–¡Mexicanos, no desmayéis, los dioses nos acompañan en esta guerra que defiende nuestra soberanía, morid en ella, matad al enemigo y buscad la gloria del triunfo!

Gritaba Cuauhtémoc en cada pelea, y su arenga inyectaba ánimos en cada uno de los guerreros que se enorgullecían de su rey.

Cuauhtémoc era un líder nato, peleaba al igual que cualquiera de los guerreros que lo acompañaban y despertaba gran motivación entre los suyos. Eran pocos los momentos de reposo, su red de espías le informaban de los movimientos de los extranjeros y sus aliados, mientras un contingente peleaba contra ellos, otros se movilizaban de un lado a otro sojuzgando poblados que pertenecían al reino mexica, acrecentando el poder al agregarlos a sus filas.

Poco a poco, al ejército mexica, acostumbrado siempre al ataque, sólo le quedaba tiempo para la defensa. El cansancio, el hambre y sed, reducían sus ímpetus, más no el valor; se entregaban con fiereza a la lucha y lograban rechazar las constantes embestidas.

Cuauhtémoc se daba cuenta de la situación en que se encontraba su ejército, le preocupaba la condición de estar sólo a la defensiva, por lo que urgía cambiar la estrategia y buscar la manera de inferirles derrotas contundentes; así como lograr equilibrar las fuerzas, primero, y después atacar hasta la victoria.

Así que instruyó a los altos mandos mexicas a abandonar los puestos de defensa colocados en las entradas a Tenochtitlan, concentrar a los guerreros en las azoteas de las casas, palacios y templos y permitir el avance del enemigo hasta las calles de la ciudad; y cuando lograra llegar hasta determinado punto, se enviaría una señal al soplar con fuerza un caracol y todos al mismo tiempo atacarían con sus arcos y lanzas a los intrusos.

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Es decir, utilizarían las calles de la ciudad para emboscar al enemigo.

Así lo hicieron y los mexicas se anotaron un sonado triunfo que inquietó seriamente a los hispanos, al comprobar que del grupo de 20 soldados españoles, al mando de 50 mil indios aliados, regresaron muy pocos, unos mal heridos y otros desconcertados por la terrible sorpresa que se llevaron.

Los mexicas sintieron cerca la victoria, traspasaron las filas enemigas y lograron cercar a Hernán Cortes, le hirieron en una pierna y le mataron a varios de sus guardias, la muerte se dibujaba en el rostro del hispano que ya esperaba el golpe final, pero el gran valor del soldado Cristóbal de Olea, acompañado de otro de apellido Lerma, que arremetieron contra los indios matando a todos los que rodeaban al conquistador.

Sebastián de Olea, recibió varios macanazos y atravesado por lanzas acabó sus días; por su parte, Lerma, mal herido fue rescatado junto con Cortes por otros soldados que llegaron en su auxilio; asimism90, Cristóbal de Olid, quien se encontraba herido en el fango del agua, envuelto el lodo fue salvado de muerte segura por sus compañeros, quienes le dieron un caballo para huir de la penosa situación.

Los guerreros mexicas persiguieron a Hernán Cortes y sus solados por largo tiempo hasta que los españoles llegaron a su batallón donde se resguardaron y los mexicanos tuvieron que regresar al comprobar la imposibilidad de que prosperara su embestida.

Soldados e indios tlascaltecas comentaron a Cortés lo que ocurrió y el hispano se sorprendió de la inteligencia de Cuauhtémoc y lo reconoció como un estratega fuera de serie, por lo tanto de mucho cuidado, por lo que habría que definir las acciones para evitar otra sorpresa tan desagradable, que definitivamente fue un revés para sus pretensiones de triunfo.

Hernán Cortés suspendió los ataques, había que analizar la situación y reorganizar la estrategia y ello permitió a los mexicas un descanso físico, aunque la zozobra se mantenía latente.

Cuauhtémoc no se confió y con sus consejeros, entre sacerdotes y altos militares, analizaban otros sistemas de combate; sabían que la suspensión de actividades bélicas era momentánea, por lo que deberían reforzar la vigilancia en los alrededores de la ciudad.

En esos momentos de sosiego, los mexicas acudían a los enormes depósitos de agua, bebían con avidez el preciado líquido y luego metían la cara en recipientes de barro para sentir el frío elemento, que devolvía ánimos para blandir la macana, frente al siguiente ataque del enemigo.

Todas las noches, cuando cesaban las hostilidades, Cuauhtémoc elevaba sus pensamientos hacia Mencía, le lastimaba profundamente el no verla, ya no era posible escaparse, como lo hacía con anterioridad desde Tlatelolco. En ese momento su guardia no lo dejaba solo un instante y la guerra le impedía separarse del Palacio Real, todo eran preparativos para la batalla, que amenazaba con arrasar su reino.

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Mencía, por su parte, experimentaba el más profundo dolor, le desconsolaba el no ver a su amado como ya acostumbraba, también escuchar en el campamento de Tlaxcala los comentarios de lo indios mensajeros que informaban a sus jefes de los acontecimientos en Tenochtitlan y de cómo éstos ponían al tanto a La Malinche. Así, las noticias llegaban hasta quienes estaban ávidos de conocer resultados sobre las acciones de guerra contra quienes ya les habían impuesto una estrepitosa derrota.

La muchacha temía por la suerte de Cuauhtémoc, contenía el llanto, toda vez que le urgía manifestar con un sonoro grito que se propagara por todo el Valle hasta llegar a lo oídos de su amado, lo mucho que lo amaba y que estaba con él por sobre todas las cosas.

La dama se refugiaba en las plegarias elevadas al creador:

“Señor todo poderoso, no permitas daño alguno a mi Cuauhtémoc, bien sabes tú cuánto lo amo, que es el motivo de mi existencia, que si él me faltara no sé qué haría, su recuerdo llena mi alma, sólo tú estas sobre él, mi Señor, y estoy dispuesta a ofrendarte mi vida a cambio de la suya, que tiene la enorme responsabilidad de guiar a todo un pueblo…”

Cortés, quien midió bien los tiempos, pasó lista de las tropas; contaba con 550 españoles y ya sumaban 150 mil los indios aliados. Puso en marcha el sitio a la ciudad, distribuyó las fuerzas de la siguiente manera: Pedro de Alvarado con 125 españoles y 23 mil indios en Tlalpan; Cristóbal de Olid con 160 iberos y 22 mil naturales, atacaría desde Coyoacan, y Gonzalo de Sandoval con 150 iberos y 20 mil nativos, se apostaría en Iztapalapa. El, con 115 soldados y 85 mil indios, marcharía por el centro y de esa manera, tendrían prácticamente rodeada a la Gran Tenochtitlan. Era el 21 de mayo de 1521.

Gonzalo de Sandoval, de 26 años de edad, muy valiente y militar cumplido, estatura regular, bien proporcionado, fuerte, piernas cascorvas, buen jinete, barba poblada y pelo castaño, tenia una voz poco clara, no era ambicioso por el oro, sólo buscaba fama, su orgullo era “Montilla”, su caballo que todos le envidiaban por su porte y nobleza, acompañó a Cortés a España y ante el rey, fue objeto de grandes alabanzas por parte del conquistador; su padre fue jefe de una fortaleza, por lo que era Hijodalgo (Hijo de Hidalgo, de héroe). Seis días después, Cortés ordenó demoler uno de los muros del Acueducto que surtía de agua a Tenochtitlan, desde Iztapalapa, con lo que iniciaba el sitio, luego ordenó que se izaran las velas de los bergantines e hicieran recorridos bélicos escupiendo fuego sobre la ciudad, las casas caían ante el golpe terrible de las enormes balas, la población, asustada, corría de un lado a otro o era masacrada, en el piso había cuerpos de ancianos, niños y mujeres que murieron aplastados por las lozas enormes de los templos y palacios.

Los guerreros de Cuauhtémoc salían al paso de las embarcaciones en sus endebles canoas, que sucumbían despedazadas en el encuentro y al tratarse de ponerse a salvo eran atravesados por las flechas de las ballestas, las lanzas o las balas de los arcabuces. Las aguas cambiaban al rojo, que aumentaba de tono por la sangre de las heridas de los nativos que así morían.

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Luego, Cortés ordenó tomar los puentes que eran estratégicos para la introducción de alimentos a la gran ciudad y los mantenían bajo su control durante el día, pero por las noches los mexicas los recuperaban y aprovechaban para pasar víveres. Al día siguiente se repetía la toma de los mismos, por las huestes de los españoles.

Esa situación se mantuvo durante muchos días, hasta que llegó el momento en que Cortés redobló las guardias en esos puntos y se registraban terribles enfrentamientos nocturnos, pero la fatiga ocasionó que los mexicas ya no pudieran retomar esos puntos estratégicos.

La sed, hambre y el terrible hedor de los cuerpos sin vida, que se encontraban regados por las calles y campos, paseaban la tragedia; no había tiempo de enterrarlos, los guerreros sacaban fuerzas de flaquezas para enfrentar arremetidas, que cada vez eran más contundentes.

La destreza en el manejo de las armas, los sistemas militares y los recursos de los españoles, superaban a los de ellos, los cañones hacían estragos en sus filas y los edificios de la gran ciudad eran convertidos en montones de piedra.

Comenzaba el mes de agosto, ya casi era el medio día y sorprendentemente no se había registrado ataque alguno por parte de los conquistadores, los guerreros mexicas recorrían desconcertados las orillas de Tenochtitlan, revisaban los puestos de mando, recorrían las fortificaciones, siempre alertas de que en cualquier momento se aparecieran las tropas enemigas. Pasaba el tiempo y la zozobra se mantenía latente, hasta que llegó una comitiva de indios tlaxcaltecas que portaban un bastón con adorno de flores, como señal de que venían en son de paz.

Los recién llegados fueron interceptados por altos militares, dijeron que tenían instrucciones del hombre de la piel clara, alto y barbado conocido como Cortés, jefe de los extranjeros, de hablar con Cuauhtémoc.

Fueron conducidos al Palacio Real. El joven tlatoani los atendió:

–Gran señor, hemos sido encargados de decirte que el señor Cortés te ofrece la paz, te garantiza tu vida y la de todos los mexicas, dice que ya no hay motivo para derramar más sangre, que debes someterte a su rey, que está al otro lado de mar, y seguirás como tlatoani de estas tierras, conservarás el mando en todas las ciudades como era antes, pero debes rendirte.

Cuauhtémoc guardó silencio unos instantes, su rostro serio no dibujó emoción alguna, ni siquiera dirigió la vista a los sacerdotes que conformaban el Gran Consejo y que siempre estaban a su lado.

–Os veo cansados, comed de nuestros humildes alimentos, la guerra y la falta de agua nos tienen con exiguos recursos.

Con un ademán, ordenó que los criados sirvieran comida a los visitantes que muy pronto

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terminaron y no podían disimular su temor, estaban en el terreno del enemigo y podrían ser sacrificados en cualquier momento, como se acostumbraba en tiempos de guerra.

Cuauhtémoc los llamó:

–Regresad con el extranjero, decidle que no hay acuerdo alguno, mi deber como tlatoani y como mexica es continuar la guerra y todos los mexicanos estamos dispuestos a llegar hasta el último momento, la rendición no está en ningún escrito de nuestra raza.

–Llevadle estos obsequios como reconocimiento guerrero, decidle que no me interesa su propuesta y que podemos reanudar la batalla en el momento que lo quieran. Los tlaxcaltecas se despidieron con una reverencia al tlatoani, salieron aprisa del palacio y abandonaron la ciudad en una canoa, por uno de los canales con dirección hacia el oriente.

Acto seguido, en Tenochtitlan, los guerreros se prepararon para esperar el ataque.

Los esfuerzos permanentes de los mexicas y la falta de agua y comida, con sus atroces consecuencias, fueron diezmando su resistencia, el avance del enemigo era sistemático y la derrota de Tenochtitlan era sólo una espera.

Los cuerpos inertes de los guerreros, semejaban una macabra alfombra en el basto solar mexica, el viento transportaba el nauseabundo olor de la muerte, la destrucción de regios palacios y templos ofrecían un paisaje de ruinas de lo que antes había sido una hermosa ciudad.

El rostro orgulloso de los mexicas, había desaparecido para dar paso a un gesto de profunda preocupación, por sentir cerca la derrota; muchos de ellos aceptaban con forzada resignación el trágico resultado y no pocos se tiraron al vacío desde las alturas de las construcciones en ruinas, otros se atravesaban el pecho con sus filosos cuchillos de obsidiana o cortaban a la mitad sus lanzas, las colocaban contra una piedra para hacer presión y se la hundían en el vientre.

Era la reacción del orgullo destrozado de los guerreros que por décadas fueron los representantes del reino más poderoso de esa tierra, que era su mundo, eran guerreros que habían sido educados para el triunfo, eran los hijos del sol, cuyo brillo los había abandonado y nada mejor que la muerte que verse reducidos a la esclavitud.

Cuauhtémoc observaba con los ojos húmedos los suicidios de sus guerreros, su seca garganta se anudaba y cuando tomaba una flecha para seguir a sus compañeros de batalla hacia la eternidad, un sacerdote le colocó la palma de su mano en el hombro y le dijo:

–Un Tlatoani no tiene derecho a huir de su destino por terrible que sea, huir de la realidad de esa manera es manchar el linaje de su raza.

Enseguida lo rodearon todos los miembros del Gran Consejo y le ordenaron salir por uno

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de los canales, lo acompañarían algunos nobles y familiares cercanos, hombres y mujeres, se dirigiría a Ichcateopan con sus parientes, ahí se fortalecería con los bravos guerreros chontales, con los de Tepecoacuilco, de Tlayacapan, Cuautla, Huaxtépetl, Yautepec, Xiutepec y Cuauhnáhuac, reorganizaría su ejército y regresaría para desterrar al enemigo.

Cuauhtémoc se negó, deseaba morir peleando, no consentía el salir de la ciudad de esa manera, deseaba morir en la lucha, dejar escapar el último aliento de vida en la defensa de su reino.

Aunque era un hombre inteligente y razonable, la desesperación lo invadía al comprobar cómo sucumbía su pueblo con él a la cabeza, estaba desequilibrado, su estirpe noble exigía lavar esa afrenta con un acto desesperado. –Cuauhtémoc ¿cómo te justificarías ante los dioses si os quitáis la vida? ¿Qué dirían ellos al verte derrotado del cuerpo y del espíritu, con la cara mirando tus pies? Tienes un deber aquí, ante los tuyos, haz lo que te aconsejamos.

Le dijo con voz tranquila y respetuosa el más anciano de los sacerdotes.

La mesura de los ancianos se impuso y se determinó que escapara. Tendría como aliadas a las sombras de la noche, una canoa discreta lo conduciría por un punto secreto de Iztapalapa, que no estaba ocupado por el enemigo, y de ahí, por la espesura del bosque, se dirigían por Huaxtépetl, Xiutepec y Cuauhnáhuac y así continuarían hasta Ichcateopan. Llegó la hora, la barcaza carecía de motivos reales, sin adorno alguno para no denotar sospechas, con el fin de burlar al enemigo.

Subieron Tetlepanquétzal, señor de Tlacopan y Tlacahuepatzin, hijo de Moctezuma, así como otros nobles, mujeres, niños y guerreros de custodia, el último en abordar fue Cuauhtémoc.

La canoa se deslizaba con suavidad sobre las tranquilas aguas del lago, los remeros se coordinaban a manera de no hacer ruido al impulsar la embarcación.

Todo era quietud, el triunfo de los españoles, ayudados en mayor parte por sus aliados indios, estaba consumado, casi todos dormían por el intenso cansancio de la guerra, la oscuridad caía como pesada loza sobre el solar mexica y la canoa, con su delicado cargamento, navegaba con la esperanza callada de sus ocupantes de llegar a su primer destino, Iztapalapa.

Cuauhtémoc tenía muchos días pensativo, su mente siempre estaba analizando cada paso de la guerra, creando estrategias a seguir para aminorar el ímpetu de sus enemigos y aniquilarlos.

Estaba callado, sentado, con la vista dirigida hacia el frente, su mirada se perdía en la oscuridad de la noche. No pudo evitar recordar a su amada Mencía, llegaban a su mente los momentos de su audacia para penetrar en territorio Tlaxcalteca sin interesarle el enorme riesgo que

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enfrentaba para verla, sentía la tibieza de las blancas manos de la bella mujer, sus labios rojos y sus mejillas que tantas veces besó.

Recordaba con nostalgia la mirada azul de aquellos ojos grandes y expresivos, aquella sonrisa cargada de amor hacia él, del lenguaje de los enamorados, que sin entender sus palabras, con el solo semblante de su rostro le decía: “Te amo Cuauhtémoc”.

La oscuridad le ayudó, nadie pudo ver que sus ojos lloraban, sabía que si lograba el objetivo de llegar a Ichcateopan se dedicaría, desde el primer momento, a consolidar un gran ejército. Sus parientes de aquellas tierras eran poderosos y le ayudarían a reunir a los hombres de la zona; a los de Zacatula, Tecpan, Coyuca y Zihuatlán.

Estaba anclado el bergantín que capitaneaba Juan García de Olguín, quien descansaba con el resto de la tripulación, pero uno de los indios aliados divisó entre las penumbras la barca, despertó al jefe ibero y a señas le indicó la presencia del bote.

García de Olguín, suspicaz, ordenó elevar el ancla y los indios remaron hacia la oscuridad, prendieron los faroles y luego de un rato les dieron alcance, los guerreros guardianes se prepararon para luchar contra los soldados españoles, como último intento de evadirlos, pero el estruendo de los arcabuces los desplomaron sin vida al instante.

El llanto de los niños, los gritos histéricos de las mujeres y el desconcierto, doblegaron los ímpetus de todos los demás y se rindieron…

Juan García de Olguín, tomó prisioneros a todos. Fue uno de los indios aliados quien reconoció al señor Cuauhtémoc y le indicó al capitán de quién se trataba.

El español se regocijó plenamente, el prisionero era la mejor pieza de esa guerra y subiría de manera importante sus bonos ante Hernán Cortés. Pasaría a la historia como el hombre que capturó al rey mexica, que asombró por su valentía.

Cuauhtémoc no dijo una sola palabra, su rostro estaba sucio de tantos días de guerra y tierra acumulada por la falta de aseo, mostraba una seriedad impresionante que denotaba una terrible convulsión en todo su ser.

Fue presentado ante Hernán Cortés.

El conquistador, lo vio de frente y enseguida lo abrazó y le dijo:

–Guatemuz, os admiro, que eres un valiente y la manera en que defendisteis tu ciudad merece mi reconocimiento profundo, mostrasteis una nobleza única y os bendigo por vuestra entereza…

Hernán Cortés tenía los ojos húmedos, las lágrimas opacaban su vista, la emoción lo embargaba. Con la captura de Cuauhtémoc sellaba la victoria total e iniciaría el camino hacia el objetivo principal de ese viaje que había iniciado hacía 23 años.

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El paso siguiente sería la colonización, al mismo tiempo la evangelización de los nativos y como primer punto habría que bautizarlos, después la consecución de todo el oro posible para enviar inmensas cantidades a la Corona y con ello vendría la gloria, y la entrada a la Corte con la obtención de títulos nobiliarios. La grandeza lo esperaba.

Cuauhtémoc no entendió las palabras del conquistador y sin dar tiempo a que ni La Malinche ni Jerónimo de Aguilar le tradujeran, habló directamente a Cortés:

–Luché sin descanso por defender a mi pueblo y no pude lograr la victoria, es mejor viajar a las tinieblas que ver mi reino sucumbir y avasallado por ustedes, Toma tu puñal y mátame con él.

La Malinche tradujo.

Cortés se estremeció ante el gesto de tan alta dignidad del noble tlatoani, tragó con dificultad, los ojos se le humedecieron y volvió a abrazar al indio de gran estatura, que con un rostro marcado por 75 días de pelea continua, durante los cuales blandió su macana en la lucha cuerpo a cuerpo y no obstante la sed terrible y la carencia de alimentos, no perdía las líneas de su atlético cuerpo. Era el 13 de agosto de 1521.

Tenochtitlan era recorrida por Pedro de Alvarado, Pedro de Sandoval, Cristóbal de Olid y otros militares españoles de alto rango, cada cual con una gran cantidad de indios y comenzaron a recoger y contar los cadáveres mexicas, el hedor iba y venía según la dirección del viento, por lo que, todos se amarraron tiras de gruesas mantas de algodón para taparse la boca y la nariz.

Fueron muchos los días dedicados a esta terrible tarea y el recuento fue que habían muerto 250 mil indios, sólo de los mexicas, entre ellos miles de ancianos, mujeres y niños. Después siguió el saqueo de las residencias de los nobles, los jefes españoles tomaban todo el oro y la plata que encontraban en las casas y cuanta piedra preciosa localizaban, los soldados se agenciaban mantas y utensilios de bronce y a los aliados indios sólo les permitían tomar plumas que ellos consideraban finas.

La rapiña no tuvo descanso hasta que los palacios y las residencias de todos los estratos sociales quedaron vacíos.

Los capitanes españoles discutían:

–Debemos buscar todo el oro que un imperio como éste debe tener atesorado, ha de tratarse de una cantidad inmensa si tenían a todos sus vasallos a renta puntual, recordad lo que nos han contado los de Tlaxcala, que todos los señoríos que estaban bajo su tutela aportaban oro, piedras preciosas y más riquezas.

–Todo eso debe estar escondido en un lugar secreto, debemos saber dónde está, Cortés debe darnos la parte que por ley nos corresponde, no sea que él se quede con todo, después de enviar el Quinto Real.

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El día caía, el sol se despedía con una luz débil y rojiza, la montaña comenzó a tapar su tenue luz y Tenochtitlan ya era sólo escombros.

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Cuauhtémoc Indomable

Ni el aceite hirviendo, ni el fuego quebrantaron el carácter del rey mexica, que legó a los mexicanos el ejemplo de la valentía y el amor.

Hernán Cortés iniciaba la construcción de una residencia en Coyoacán, la cual ya contaba con algunas estancias a medio terminar, ordenó que Cuauhtémoc y Tetlepanquézatl fueran conducidos a la misma, su intención era protegerlos de algún acto irresponsable de cualquiera de sus colaboradores o soldado resentido.

Después mandó traer a todos los españoles instalados en Tlaxcala para iniciar la siguiente etapa del motivo de la invasión ibera en América, que era la colonización.

Cuando Mencía se enteró de la orden se regocijó de gusto, ya sabía que Cuauhtémoc estaba vivo, que había sido hecho prisionero y que Hernán Cortés protegía su vida, pensaba arrodillarse ante el conquistador y pedirle el perdón total para su amado; le propondría al rey mexica apartarse de todo y vivirían juntos el resto de sus días, en algún lugar apartado del dominio de la Corona Española, pero estaba escrito que la ambición sería el agente siniestro que se encargaría de adosar al sufrimiento espiritual del rey mexica por la derrota de la guerra, el suplicio físico de resentir en su cuerpo bestiales torturas que amenazarían con minar su resistencia y su vida.

Julián de Aldrete, quien llegó a México con el rango de Tesorero del Rey de España, acudió ante Hernán Cortés:

–Su señoría:

–Que he sabido que vos habéis tenido acceso a los cuantiosos tesoros de los mexicas, que habéis conquistado y que habéis escondido tales riquezas en un lugar desconocido.

–De ser así, vos estáis consciente que habéis cometido una grande falta al rey, delito que no desconocéis, se paga con la horca.

Como empujado por un resorte, Cortés se incorporó de su asiento y en tono violento reprochó:

–¡Voto a judas…!Vuestra acusación es infame, traedme a la vista a tal calumniador, que compruebe tal infundio o mi espada atravesará su cuerpo, no he tenido charla alguna en tal sentido con “Guatemuz”, mi lealtad al rey está más que comprobada.

–Entonces ¿por qué protegéis al indio? Enterado estoy que habéis ordenado que él y el otro gocen de gran seguridad en vuestra propiedad de “Cuyuacan” y a sus familiares les habéis dado garantías enviándoles a destino desconocido.

–¿Ignoráis a caso la orden de nuestro rey que Dios bendiga? ¿Olvidasteis que es

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obligación de todos de protegerlos en sus vidas? Los ánimos de muchos soldados arden aún, no pocos perdieron padres, hermanos, primos y amigos y desean venganza.

–Luego entonces, dejadme hablar con “Guatemuz” y su compañero, a mi manera obtendré de su propia voz dónde está el codiciado tesoro mexica que debe ser cuantioso, recordad que durante muchos años, ellos explotaron a casi 50 reinos de estas tierras, oro, perlas y piedras preciosas llegaban a raudales desde tierras lejanas a las arcas del palacio… El Quinto Real de este tesoro debe partir a la Madre Tierra y el rey se regocijará con el envío.

–Haced lo que os venga en gana, pero mucho os apreciaría que me enterara de dónde proviene semejante mentira en mi contra, pues en respeto a vuestra investidura no os obligo a decírmelo, pero sabe que indagaré y hay de aquél que sea el responsable del infundio.

Y para dar más certeza a sus palabras, Hernán Cortés acompañó a Aldrete a Coyoacán, entraron a un cuarto oscuro debidamente iluminado por un delgado rayo de luz que se filtraba por una de las ventanas, de lo alto de las gruesas paredes, donde estaban, en calidad de prisioneros, Cuauhtémoc y Tetlepanquézatl.

Se les interrogó a través de Jerónimo de Aguilar respecto a dónde estaba el oro del reino y Cuauhtémoc respondió:

–Buscad en el fondo del lago, debe estar junto a los cuerpos ahogados de tus voraces soldados que se hundieron con las placas del metal amarillo que se robaron del templo de Axayácatl, cuando los hicimos huir aquella noche que lloraste.

Insistieron por largo rato en las interrogantes, todas dirigidas a saber dónde estaba el tesoro y las respuestas siempre fueron negativas.

Aldrete dispuso que ambos, Cuauhtémoc y Tetlepanquétzatl, fueran colocados junto a un tronco, los ataron y comenzaron a hervir aceite.

En ese momento, Hernán Cortés abandonó el recinto.

Luego, uno de los soldados tomó una pequeña vasija de barro y comenzó a dejar caer el viscoso elemento sobre los pies de los señores mexicas, el dolor era intenso y la piel se transformaba en severas ámpulas que reventaban al caer la segunda porción del caliente líquido.

Una y otra vez, la macabra operación de lenta tortura se repetía.

Tetlepanquétzatl, lanzaba gritos terribles, se retorcía desesperado y suplicaba con la mirada hacia su superior Cuauhtémoc.

El rey mexica dejó escapar sus palabras.

–¿Acaso yo estoy en un lecho de rosas?

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El rostro de Cuauhtémoc dejaba escapar el dolor a través de gruesas gotas de sudor, mientras la estancia se inundaba del fétido olor de las carnes quemadas.

Los mismos verdugos se estremecieron de su maligno acto y con los ojos suplicaron a Aldrete que cesara el castigo inútil que no daba resultados, hasta que el tesorero del rey dio la orden de cese a la tortura convencido que no obtendría la respuesta que buscaba.

Aldrete estaba asombrado por el silencio de Cuauhtémoc, por su resistencia y voluntad de no dejar escapar un solo gemido, se estremeció ante el gesto recio del rey mexica, sus cejas juntas y sus mandíbulas apretadas denotaban el esfuerzo enorme que hacía para soportar el castigo salvaje que recibía.

Aldrete no pudo evitar sentir como se le sacudió el cuerpo por dentro cuando sintió los ojos profundos del rey Cuauhtémoc sobre los suyos, mensajeros del odio y de la muerte.

Los prisioneros pasaron muchos días en convalecencia y conmovido Cortés por el estado en que les dejaron ordenó que médicos indios les curaran las heridas.

Cortés reclamó al Tesorero de la Corona:

–Que si vos representáis al rey de España, os habéis comportado como un demonio, que pesará sobre vos la tortura de los señores mexicas, agora, yo como responsable de la conquista, os exijo dejéis bajo mi custodia a estos hombres. Haced vuestro informe al rey de vuestras infames sospechas sobre mi y yo, con los testigos del caso que no son pocos, haré el mío sobre la vergonzosa tortura que aplicasteis a los indios y veremos entonces, quien será el ahorcado.

Aldrete comprendió que estaba derrotado ante Hernán Cortés y con aparente humildad expuso:

–Que nada tengo que informar su excelencia, os pido que vos tampoco reportéis nada.

–De vuestro comportamiento y de vuestro respeto a mí y a mis acciones, dependerá si escribo sobre el asunto al rey o no, señor tesorero. Cortés determinó separar a los prisioneros y Tetlepanquétzal fue llevado a otro cuarto donde recibía atención médica y alimentos al igual que Cuauhtémoc.

La medida obedeció a que juntos podían planear una táctica de insubordinación, de los indios que mantenían la lealtad a su rey.

Llegaron aquellos hombres y mujeres que estaban en Tlaxcala, se consternaron ante la desolación que se presentaba ante ellos; las ruinas, el hedor que aún vagaba por los vientos por los cadáveres que estuvieron tantos días a la intemperie y la gran cantidad de heridos y los gemidos que se escuchaban desde la distancia, los estremecieron.

Hernán Cortés mandó llamar a Mencía, dio instrucciones que deberían conducirla con las

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demás mujeres a Coyoacán.

Cuando la joven y hermosa mujer se encontraba frente a Hernán Cortés, éste se cimbró, aquella casi niña, que llegó con las huestes de Pánfilo de Narváez, ahora era toda una hembra, su belleza era deslumbrante y su rostro parecía iluminado por el tono azul de su mirada dulce, tierna e inocente.

Por la mente de Cortés pasaron todas las sensaciones que embargan al hombre enamorado. La ilusión, la felicidad de contemplar al ser más bello, jamás visto, lo inquietaba más aún en las condiciones de soledad en que se encontraba no solamente él sino todos los demás.

Mencía proyectaba bondad, sumisión, alegría, deseos... ¡Todo!

El le habló con una sonrisa que quiso ser galante; ella, serena, seria y educada, marcaba la distancia y con ello acrecentaba más la desesperación en el jefe de la conquista.

Para otros, no habían pasado desapercibidos los sentimientos de Mencía hacia Cuauhtémoc; observaban su interés cuando se hablaba de él, el dolor en su rostro se reflejó, al enterarse de la tortura de la que fue víctima y el llanto estuvo a punto de escapar de sus ojos al constatar las condiciones en que tenían a Cuauhtémoc, quien sobrevivía en calidad de preso.

Y no faltaron aquellos que también se dieron cuenta del interés de Hernán Cortés por la bella Mencía y en la búsqueda de quedar bien con él, se le acercaron para decirle:

–La joven Mencía debe saber dónde está el tesoro.

–¿Y ella por que tendría que saberlo?

–Ella ama a “Guatemuz”, debió decirle dónde está escondido el tesoro.

–Callad bellacos, no manchéis a la joven Mencía o sus desgraciados cuerpos serán atravesados por mi espada.

Todos callaron temerosos, los ojos de Cortés estaban irritados de rabia y no concedió veracidad alguna a los oficiosos españoles que buscaban congraciarse con él, sabedor de que abundaban en todos ellos las intrigas y las calumnias.

Cortés salió temprano a supervisar los trabajos de reconstrucción de Tenochtitlan. Sobre las pirámides se construían grandes edificios, iglesias y mansiones. Se empezaba a levantar lo que sería la capital de la Nueva España.

Al mediodía, Mencía acudió al cuarto donde convalecía Cuauhtémoc, sus pies dolidos aún por las quemaduras, descansaban sobre un pequeño banco.

Dijo a los celadores que por instrucciones de don Hernán Cortés debería curar al rey de

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los mexicas.

Otra vez estaban frente a frente los amantes.

Los ojos de Cuauhtémoc se iluminaron por vez primera en mucho tiempo, la sonrisa transformó su rostro, en el que se dibujó un gesto de felicidad.

Ella reía, pero también lloraba de alegría y de dolor al observar el daño terrible en los pies de su amado.

–¡Oh amado mío! Perdona a los hombres de mi raza, mira lo que te han hecho, sufro lo indecible al verte en este estado, sabes que te amo con todas las fuerzas que el alma me da, quisiera poder liberarte y llevarte conmigo para siempre…

–Quiero que sepas que he despreciado a quienes te han hecho daño, a don Hernán, que me ha enviado recados sugerentes con una señora y me he negado a cualquier relación con él, porque yo te amaré hasta el último aliento de mi vida.

Luego se inclinó y besó los pies maltratados del joven rey.

El la tomó de sus hombros, la acercó frente a su rostro y con dulzura unieron sus labios para sellar un pacto de amor eterno, que quedaría grabado en lo más profundo de sus almas.

Cuando los guardias enteraron a Cortés del idilio que existía entre la bella Mencía y Cuauhtémoc, el conquistador sintió que un rayo estremecía todo su cuerpo.

Calló unos instantes mientras pensaba:

“Seguro estoy que estos bellacos han descubierto que amo a la joven Mencía y se han unido a la conspiración en su contra”.

–Que la hemos visto señor capitán, la bella muchacha besó los pies de “Guatemuz” y los dos juntaron sus labios un largo rato, ella lloraba y le decía cuánto lo ama…

–¡Callad infames, si continuáis con tal calumnia, os mataré, si a mis oídos llega siquiera un rumor que andáis por ahí pregonando tal mentira os atravesaré con mi sable públicamente.

Los guardias conocían a Cortés, sabían que cumpliría su advertencia e hicieron juramento de silencio, callarían lo que habían visto para proteger sus vidas.

Cortés mandó llamar a Mencía:

–Sentáos muchacha, que he de prevenirte.

–Que se rumora mucho sobre vos, enterado estoy que soldados y oficiales han buscado cortejarte y habéis rechazado uno a uno y sin esperanza alguna.

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Ella quiso hablar para pedirle no tocara el tema, pero Cortés, con un ademán, le indicó se callara y continuó:

–Yo mismo he sentido el rechazo, te envié recados con María Estrada y nunca obtuve una respuesta positiva.

–Mencía, te ofrezco que ingreses junto a mí a la gloria, deseo que seáis mi compañera en los momentos venturosos que vienen, habrá riquezas infinitas y seré noble por orden del rey…

–Señor os agradezco vuestra oferta, pero permitidme negarme, soy muy joven y vos podíais ser mi padre…

–Tenéis razón sin duda bella Mencía, soy un hombre con muchos años más que tú, pero sin impedimento físico para hacerte feliz e inmensamente rica, poderosa y con todas las tierras que deseareis, con muchos indios a vuestro servicio y por lo tanto un futuro sin contratiempos para toda la vida.

Mencía guardaba silencio, pensaba en gritarle cuánto le detestaba, que le causaba repugnancia, que su cojera lo hacía ridículo y que su barba le tapaba cicatrices en su cara y que no había otro hombre para ella que se comparara con Cuauhtémoc.

–Don Hernando, balbuceó ella, al tiempo que Cortés atajaba…

–O, acaso es verdad que amas a “Guatemuz”, que me han dicho que estáis enamorada perdidamente de él…

Mencía calló.

Hernán Cortés clavó su mirada escrutadora en los bellos ojos de la dama que nerviosa se delataba.

–Don Hernando, que os suplico clemencia para Cuauhtémoc, lo amo, es quien que me ha arrebatado el corazón, es por quien he sufrido, es por quien he rechazado a todos, porque mi corazón está prisionero para toda la vida, en verdad os digo, es mi vida y preferiría la muerte si lo pierdo.

Hernán Cortés se quedó sorprendido, calló unos instantes, ordenaba sus ideas, sentía el enorme fracaso sentimental, se derrumbaban sus ilusiones de hombre enamorado, estaba acostumbrado a tener a casi todas las mujeres que le gustaban.

Esta había llamado poderosamente su atención, la lozanía de su imagen y belleza sin par, lo hacían sentirse enamorado y se consternaba ante la decisión de quien lo estremeciera con sólo verla o recordarla.

El conquistador quiso gritar de rabia, el odio y el desconsuelo se mezclaron

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peligrosamente, apretó los puños para contener la ira que lo embargaba, se llevó la mano a la cintura, empuñó el cuchillo y deseó hundirlo en el pecho de Mencía.

Pero al ver los ojos azules de la hermosa criatura; serenos, apacibles y sin temor alguno, resuelta a morir si no tenía a su Cuauhtémoc, el hombre recio, el de las mil batallas, el que se encontraba en la antesala de la gloria, dejó escapar todo el aire de su cuerpo, como el resoplido de un furioso animal, y llegó la calma.

Fue como si al dejar escapar el aire se le hubiera salido el demonio, que amenazaba con llevarlo a cometer un crimen tan inútil como artero.

Reaccionó como noble:

–Mencía, retiráos, no temáis, entiendo tu amor por “Guatemuz”, pero por agora no puedo liberarlo, que los hemos vencido, pero faltan aún muchas cuestiones por resolver, debo protegerlo y no debo exponer ni un céntimo la Corona de nuestro rey Don Carlos.

–No podrás verlo más, y os prometo que cuando la calma impere en todas las tierras de esta región, “Guatemuz” será bautizado y entonces yo mismo veré que unan sus vidas.

–Agora vete y no intentéis verlo.

La muchacha le tenía mucho miedo a Cortés, se dio cuenta que el conquistador sintió deseos de matarla, sabía que tenía fama de haber asesinado a sus esposas, que era muy enamorado y que incluso había deshonrado a varias mujeres por la fuerza.

Mientras Cuauhtémoc viviera, la esperanza estaba con ambos, cualquier sacrificio sería poco si lograban estar juntos, el tiempo no importaba, siempre estaría en espera…

El rey mexica se encontraba en el frío cuarto, sentía la pesada soledad y añoraba el baño del sol, la oscuridad permanente lo desesperaba, pero hacía gala del auto control para soportar las cuatro paredes que lo mantenían en cautiverio.

“¿Que sería de mi amada? Sé que nuestro amor no tendrá final feliz, sé que voy a morir en cualquier momento, no confío en el hombre de la barba, el que tiene una pierna enferma y que es el jefe de todos, ese que habla por la voz de Malinche, él traiciona y me quitará la vida.

“¡Oh, pobre pueblo mío! ¿Qué te espera? Los hombres de las carnes blancas son demasiado ambiciosos, han venido a apoderarse de nuestras tierras, han matado sin piedad a nuestras mujeres, a los ancianos y a los niños y a casi todos los guerreros, han robado todo el metal amarillo y el blanco, las piedras de colores y las perlas.

“Pero, y mi hermosa mujer, la que tiene los ojos del color del cielo, la que me habla bonito y que posó sus labios, que parecen de rosas, sobre los míos, a ¿donde irá? Los dioses deberán cuidarla”.

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Los días se fueron, las heridas cicatrizaron, Cuauhtémoc se paseaba por la estancia, Cortés acudía con él, se hacía acompañar de Doña Marina, el nuevo nombre de La Malinche, pues ya había sido bautizada y mantenía un idilio con el conquistador.

Ella se acercó a Cuauhtémoc:

–El señor capitán Cortés te dice que ordenes a tus hombres que entreguen 200 piezas del metal amarillo, se llama oro, los cortes deben tener el tamaño de la mitad de una flecha. Cuauhtémoc, serio, con su rostro imperturbable contestó:

–He repetido muchas veces que no hay el metal que buscan, el que había ya ha sido saqueado por ellos mismos.

Doña Marina traducía, una y otra vez, cada día recibían la misma respuesta, hasta que Hernán Cortés se cansó de interrogar y como las exigencias de los planes de la colonización urgían su atención, se perdía por varios días. Siempre giraba instrucciones a los guardias para que no dejaran que se acercara a Cuauhtémoc la joven Mencía.

Pasó el tiempo, a veces Cuauhtémoc era llevado a Tenochtitlan a recorrer las calles, siempre resguardado por un fuerte contingente de soldados armados que no le permitían hablar con nadie.

El recorría con la mirada cada rostro de mujer europea, buscaba a Mencía, la cual no aparecía por ningún lado.

Cristóbal de Olid, estaba resentido con Hernán Cortés, sospechaba de él, de haberse quedado con el tesoro de los mexicas y de haber tomado más de lo que le correspondía del botín logrado al vencer a los indios, salió una noche de Tenochtitlan con varios soldados comisionado por su jefe y llegaron noticias al conquistador que hacía proselitismo entre otros españoles que se encontraban en la región de Caxinas, tierra que había descubierto Cristóbal Colón, en 1502 y que se le había cambiado el nombre por el de Honduras, por parte de Vicente Yañez Pinzón, en 1508.

Con este hecho, Cortés se sentía inseguro, desconfiaba de Cuauhtémoc, observaba la veneración que le guardaban los indios que poblaban las ciudades, su liderazgo era auténtico y en el momento que se lo propusiera podría encender el fuego de la guerra otra vez.

Por otro lado, le temía a Cristóbal de Olid, quien había dado las muestras necesarias de ser un excelente militar, valiente e inteligente, que conocía las estrategias de la batalla y podía agenciarse un buen número de soldados y traer indios de aquellas tierras para atacarlo, con posibilidades de triunfo sobre él.

Cortés había enviado a uno de sus lugartenientes, de nombre de Francisco de las Casas, para someterlo, pero no tenía noticias de él y pensaba que, o había muerto en el intento o se había pasado a las filas de Cristóbal de Olid.

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Por tal motivo, decidió ir él mismo a atacar a Cristóbal de Olid donde se encontraba, así que salió el 12 de octubre de 1524 con destino a las Hibueras, sitio ubicado hacia el sur, muy distante.

Se llevó a Cuauhtémoc y a Tetlepanquétzatl, no era conveniente dejarlos, así se sentiría seguro que no habría una rebelión en Tenochtitlan, la cual sería más difícil contenerla, pues el rey mexica había demostrado que conocía las artes de la guerra y por sus dotes ya había captado la estrategia europea.

La travesía fue terrible, Hernán Cortés y sus soldados abrían camino por la selva, entre víboras, tarántulas e insectos venenosos.

Improvisaban puentes colgantes para atravesar anchos, profundos y caudalosos ríos y avanzaban sin descanso, hasta llegar a los pueblos que los atendían con esmero.

Llegaron al reino de Oxolotan, cuyo rey era TabsCoob. Ahí recibieron auxilio, muchos europeos acusaban los estragos del hambre y sufrían heridas en los pies, pues las suelas de sus botas se habían gastado y eran atravesadas por piedras y espinas.

Durante el descanso, Bernal Díaz del Castillo escribía las peripecias recién pasadas en la selva.

“No teníamos qué comer sino yerbas y algunas raíces de una planta que en estas tierras llaman Quequexque (Quequisque), con las cuales se nos abrasaron las lenguas y bocas, pues ya pasado aquel estero no hallábamos camino ninguno y hubimos de abrirle con las espadas y anduvimos por el camino que formábamos, creyendo que iba derecho al pueblo y una mañana tornamos al mismo punto de partida”.

Repuestos, continuaron hacia el sur, pasaban más pueblos de indios que ya los esperaban y Cortés no dejaba de asombrarse de la efectiva comunicación que había entre los nativos.

Ahí se enteró Hernán Cortés que Cristóbal de Olid había muerto en el enfrentamiento con Francisco de las Casas, que se unió con Gil González Dávila para combatirlo. Fue apresado y ajusticiado por traición.

Acampaban en las cercanías de Acallan (Izankanak), en terrenos de Tabasco, cuando Cortés se dio cuenta de la gran ascendencia del rey mexica hacia los lugareños de tan apartados lugares, lo veían con respeto, se inclinaban ante él, no obstante percatarse que estaba en calidad de preso.

En cambio, a los españoles los veían con gravedad, eran miradas de reclamo, de coraje y resentimiento, había odio y deseos de atacarlos.

Hernán Cortés buscó un pretexto y reclamó a Cuauhtémoc una supuesta conspiración para levantar en armas a los indios otra vez, contra ellos y sin consultar a nadie ordenó que junto con Tetlepanquétzatl, fuera colgado. El cuerpo del último Tlatoani, con las manos atadas hacia atrás, se mecía empujado

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lentamente por el viento.

Se sellaba el ciclo, uno de los reinos más poderoso del mundo de ésa época concluía y se abrían las puertas para el porvenir de la Nueva España. Era el 28 de febrero de 1525.

Bernal Díaz del Castillo escribía:

“Fue esta muerte muy injustamente y pareció mal a todos los que íbamos”.

De Mencía ya no volvió a saberse nada, desapareció de repente, alguien dijo que regresó a España, que siempre le vieron con un semblante de profunda tristeza y que no hablaba con nadie, otros comentaron que se había quitado la vida, que con el pedazo de un espejo se abrió las venas de las muñecas y que pereció desangrada, otros más, que se había convertido en monja; la verdad quedó en el misterio. Los cuerpos permanecieron colgados 13 días, se momificaban pues los colgados no se pudren, se secan, cuando unos nativos se aprestaron a descolgarlos, les hicieron honores.

Decidieron quemar y enterrar los restos de Tetlepanquétzatl. El del rey lo cubrieron con hojas aromáticas para evitar el mal olor y con bejucos ataron el cuerpo a una camilla para transportarlo en hombros.

Una caravana de indios emprendía el viaje, llevaban una camilla en los hombros con el cuerpo de un hombre que representaba la estirpe de los mexicas..

Descansaban de día y por la tarde, cuando el sol apaciguaba su luz, emprendían la solemne caminata.

Recordaban a Cuauhtémoc, el que les había legado el ejemplo de la hombría completa, de la valentía y del amor y decían:

“Por muchos siglos, no habrá otro igual”.

Al pasar por un poblado, se acercaron algunos indios y preguntaron:

–¿Dónde llevan ese cuerpo?

–A Ichcateopan…

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Bibliografía

Libros

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Documentos

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