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Cuaderno de Almanaquero William Guillén Padilla

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CUADERNO DE ALMANAQUERO - WILLIAM GUILLÉN PADILLA

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Cuaderno de Almanaquero

William Guillén Padilla

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CUADERNO DE ALMANAQUERO (2009-2011)

1ra. Edición física: Municipalidad Provincial de Cajamarca, 20111ra Edición digital, Kokín e-book, 20112da. Edición digital, Petroglifo, 2011

© William Guillén Padilla, 2011

Foto carátula: Jorge Tejada Salazar

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2011-08454

Partida Registral Indecopi Nº 00977-2011.

Editado en el Perú

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A Dana Elena y Miguel André.

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ENEROENERO

Alumbraron en la mesa los candiles,moviéronse solos los aguamaniles,y un dominó vacío, pero animado,mientras ríe por la calle la verbena,se sienta, iluminado,y principia la cena.

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José María Eguren

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Cocolón (1e) Jesús, Manuel

LOS niños buscaron a Manuel Cocolón en el oscuro zaguán, el extenso comedor y el dor-mitorio de la casa. Alzaron las hojas caídas en el tranquilo patio y miraron debajo del batán. Cocolón no estaba.

Insistieron en su búsqueda por el ropero, debajo de la mesa, sobre los estantes de libros del abuelo y, ya cansados de tanto buscar, se sentaron a la mesa.

—No está por ningún lado, madre –dijo Jesús, el hijo mayor.

La madre sonrió. Cogió el cucharón y sirvió el arroz. Manuel Cocolón, el menor de todos, apareció al fi nal de la olla: negro y cariñoso como era, más buscado que Dios al momento de la muerte, salió para recordarnos que el juego de las escondidas había terminado.

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El indio Tanta Huatay (2e) Basilio

BASILIO Tanta Huatay tartamudeó una vez más, antes que el maestro lo mirara de mala manera y le dijera:

—¡No seas tan tonto, Tanta Huatay! ¡Que seas indio no quiere decir que no puedas pro-nunciar bien el español! ¿Cómo es posible que no puedas decir: pretérito pluscuamperfecto? En realidad tu problema es de raza.

Basilio agachó la cabeza con tristeza y le dijo:—Perdón, maestro...El maestro reinició la clase.—¿Dónde nos quedamos, queridos alum-

nos?—Estaba explicándonos de la lengua espa-

ñola, profesor; antes que el indio Tanta Huatay tartamudeara.

—Ah, sí, sí. Les hablaba de la lengua espa-ñola, que es la lengua los conquistadores y por lo tanto nuestra lengua madre.

—Conquistadores blancos como nuestros abuelos, profesor, que mataron a tanto indio bruto como Basilio Tanta Huatay –volvió a intervenir el alumno Alino Sam, riéndose a carcajadas.

El maestro se contagió de la risa y luego todos durante largos y terribles minutos que luego continuaron en inacabables años.

Un día —de esos raros pero justos que lle-

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gan sin buscarlos ni esperarlos—, el doctor Ba-silio Tanta Huatay, desde el podio del auditorio de una de las universidades más prestigiadas del mundo, era consultado acerca del quechua que tan bien hablaba, aprendida de sus padres y ellos de sus abuelos con quienes creció feliz en los andes peruanos.

Sencillo como era, Basilio explicaba al de-talle y respondía cada consulta que respetuo-samente se le hacía.

Los nuevos alumnos que hasta allí habían llegado —entre otros, Alino Sam y sus más cercanos compañeros de clase que por cosas del destino habían coincidido allí— buscaban en vano entre su familia a algún antepasado indio para justifi car su origen peruano, pues ser blanco andino en el país donde ahora em-pezaban a estudiar solo era garantía de burlas y mofas de nunca acabar.

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El que huye (3e) Genoveva

GENOVEVO, has huido tanto y de tantos lu-gares que has perdido la cuenta de dónde has estado y en qué lugares te has escondido.

Y huiste no porque hubieras matado a al-guien o debieras dinero, que ya serían buenas razones para ir de lugar en lugar. No, venías huyendo de eso que tú llamabas y llamas de-monio interior: impulso que intentas dominar y no puedes, especie de máquina invisible que marcha con tu propio combustible.

Pero como ves, el demonio interior es el mismo que siempre escribe contigo diciendo que lleva, como tú, por nombre Genovevo. Conclusión: el demonio eres tú; pero yo aún los separo por asuntos didácticos. Así acabo mirándolos a ambos con tristeza, pues sé que son fugitivos de su propio destino. Tú a él no lo puedes ver, solo le temes; por eso huyes para dedicarte a la escritura en tu montaña sagrada.

En lo personal nada puedo hacer, sino mi-rarlos y aconsejarles que escriban juntos. Si no se podrían convertir, como yo, en un ángel en-demoniado condenado a no escribir hasta el día del juicio fi nal que no tiene fecha ni exacto lugar.

Pero ustedes son inteligentes y se unirán en un solo Genovevo para escribir libros geniales; sin huir a paraíso o infi erno alguno, porque ambos espacios están en su propio cielo.

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La condena (4e) Aquilino

NO te digo lo que le hicieron, pero ya te imagi-narás: encontrarlo dentro del banco y asaltan-do, no lo iban a felicitar.

La policía ingresó. Le conminó a rendirse. Le hicieron levantar las manos. Le arreba-

taron el arma y lo esposaron. Lloró como un niño destetado.

Los policías se sorprendieron luego: el arma que había utilizado Aquilino para el asalto era de juguete, pero la condena a cadena perpetua tan real que hasta ahora dura.

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La torera (5e) Telésforo

EN toda la plaza de toros ninguna tan bonita como la torera Telésfora.

Yo la miro y ella como si nada. “Demasiado feo para mi carita de ángel”, pensará.

Ella, en cambio, sí mira y sonríe al torero español que es tan empinado como un poste de alumbrado eléctrico.

Me resigno: nunca me mirará, menos me amará. Todo lo contrario: me seguirá odiando a morir; lo sé por el modo en que coge su espada y asienta una estocada fuerte y certera sobre mi lomo, partiendo mortalmente mi corazón de toro humanamente enamorado.

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La ciudad de los gallos (6e) Reyes

NADIE creerá que existe una ciudad de los gallos; pero existe.

El alcalde es un gallo de pelea y la primera dama una gallina fi na y encopetada. Los milita-res son gallos con grandes espuelas en las patas, fi ludos picos y pechos infl ados. La población, en su gran mayoría, somos gallos y gallinas de lo más común que no merecemos descripción alguna.

Todo bien. Todo normal en la ciudad de los gallos, menos el humano gigante llamado Baltagasmel y sus secuaces que han cambiado el nombre de nuestra ciudad por una palabra absurda: Granja, lugar donde nos matan, pelan, doran y sirven en platos a todo comensal que tiene cinco dólares y hambre descomunal.

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Pertenencias de Raimundo (7e) Raimundo |

Cuarto Menguante

NO tengo más país que mi planeta ni más te-rruño que el corazón de mis amigos. Mi casa es mi cuerpo cansado que avanza por montes de mujeres intensas, y mi patio es el valle donde pasto mis deudas y sonrisas. No levanto más estandarte que los senos fraganciosos de mi amante ni tengo más propiedades que mis versos primaverales.

No poseo, en resumen, más que estas pa-labras que bebo con la sal que emerge de mis ojos llorosos.

Esta es mi herencia que les dejo mis caros amigos, esta tarde de lluvia donde estoy dejan-do en este mundo lo único que tengo y cerrando mis ojos para nunca más abrirlos.

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Los perseguidos (8e) Luciano

LA noche un ojo de toro bravo mirando la nada. Silencio de sepulcro. El viento aguanta su respiración apretando los cerros apagados.

Los hombres que andamos escondidos desde la madrugada divisamos a lo lejos diez linternas que alumbran el camino que lleva de Torón a Tulín. Diez hombres vienen buscándo-nos. Valientes si consideraran quiénes somos y por qué hemos huido a estos montes que son una telaraña de vegetación y mosquitos.

—Apunten al del centro primero y disparen ni bien les hago la señal.

Unos segundos esperamos para que hiciera la señal: Luciano prendió el cigarrillo y dispa-ramos al del centro y luego hicimos fuego a discreción a sus acompañantes.

“Con seguridad no ha quedado ni uno vivo”, pienso mientras nos acercábamos a los difuntos.

Al llegar apuntamos con los máuseres al primero que encontramos. El primero era el único, pues en el suelo yacían las diez linternas que un solo policía había amarrado a un palo para hacernos creer que eran diez.

Enterramos al valiente hombre de ley en el monte, alumbrándonos con la única linterna que quedó intacta.

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Drácula (9e) Eulogio

EULOGIO, ya dentro del castillo de Drácula, buscó el ataúd donde reposaba el Conde por las silenciosas noches. Lo halló en el gran salón y lo abrió.

Alistó la estaca y, al intentar clavarla en el corazón del famoso Conde Drácula, el director de la película ordenó que repitieran la escena.

Drácula entonces aprovechó para pedir más sangre para beber. Cariñoso como era, besó en tanto a su murciélago favorito y reposó nuevamente.

—Toma siete –dijo el director y Drácula abrió los ojos al recibir la contundente, pero falsa estocada.

—¡Oh!, estoy muriendo –dijo el Conde e hizo el ademán de morir.

—¡Queda! –concluyó el director y luego ordenó que taparan el ataúd para que el Conde continuara reposando. Afuera el Sol se anunció bajo las nubes oscuras de la madrugada y la película llegó a su fi nal.

Drácula, dentro de su abrigado ataúd, quiso que todo aquello hubiera sido un mal sueño y que el caza vampiros que lo tenía capturado no siguiera creyéndose un famoso y talentoso director del inalcanzable Hollywood.

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Muertos que quedaron (10e) Agatón

AGATÓN apartó la nieve y descubrió la cabeza de los primeros muertos enterrados en la nieve que cubría el camino. Los levantó y ubicó sobre la manta roja de lana que llevaba consigo. Los contempló y prendió una fogata para apartar el frío que había llegado más intenso con la noche.

No sintió miedo, menos cuando todos co-menzaron a mirarlo con malos ojos y a repro-charle lo que jamás olvidaría: estás tan muerto como nosotros y no lo has notado a pesar del forado de bala de fusil que tienes en el pecho.

Se tocó la profunda herida y no tuvo reparos en admitir que efectivamente era un muerto entre otros muertos.

No admitió sí que fueran suyas las balas que teníamos en nuestros cuerpos, iguales a las que él tenía en el cinturón de policía que en su cintura llevaba.

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La única invitada (11e) Higinio

ALEJANDRO levantó la copa, brindó por Hi-ginia y la invitó a bailar.

Ella aceptó. Entonces él la abrazó y baila-ron emocionados. Abrieron luego la cortina y se alegraron de ver la Luna como un ovillo de blanca lana.

Continuaron bailando hasta la salida del implacable Sol. Entonces él recordó el motivo de su inusual alegría: era su cumpleaños núme-ro cincuenta y su botella de vino era la única con quien bailaba.