concierto extraordinario 1

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El Concierto extraordinario 1 representa el primer encuentro de la Orquesta con su público en el nuevo año 2012. Un programa romántico austroalemán celebra esta ocasión, mostrando el talento juvenil de dos de los más grandes prodigios que haya visto jamás el mundo musical. Dos obras de una gran ambición para los adolescentes Schubert y Mendelssohn: la prometedora Tercera Sinfonía del primero y el increíble Octeto del segundo, que se podrá escuchar en su adaptación para orquesta de cuerdas.

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viernes 13 enero 2012 Auditorio Manuel de Falla, 20.30 horas

CONCIERTO EXTRAORDINARIO 1

IFelix MENDELSSOHN–BARTHOLDY (1809–1847)

Octeto en Mi bemol mayor, op. 20 (33’)

(versión para orquesta de cuerda)Allegro moderato, ma con fuocoAndanteScherzo. Allegro leggierissimoPresto

IIFranz SCHUBERT (1797–1828)

Sinfonía núm. 3 en Re mayor, D 200 (26’)

Adagio maestosoAllegrettoMenuetto. VivacePresto vivace

SALVADOR MAS director

Con el patrocinio de

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Schubert a los 17 años, según un un dibujo de su amigo Leopold Kupelwieser.

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Dos jóvenes en busca de su voz

“Juventud, divino tesoro” cantaba en un poema Rubén Darío. Y ese podría ser muy bien el lema de este concierto. Porque 16 años tenía Felix Mendelssohn cuando compuso su asombroso Octeto para cuerdas en Mi bemol mayor, op. 20. Y solo dos más contaba Schubert cuando puso negro sobre blanco su Sinfonía núm. 3 en Re mayor. Estamos, pues, ante dos creadores precoces. Pero la precocidad no es lo único que les une. A pesar de pertenecer a diferentes generaciones, ambos estuvieron imbuidos de un mismo anhelo clasicista, que les llevó a modelar un corpus en el que la cada vez más pujante subjetividad romántica no logra borrar la búsqueda de un ideal de belleza basado en el equilibrio y perfección de la forma. En Schubert que fuera así era algo casi inevitable: por su calidad de vienés y por su edad, Haydn, Mozart y Beethoven formaban parte de su acervo cultural y ello no deja de apreciarse en todas sus composiciones de juventud. En el caso de Mendelssohn, fue su propio temperamento, ajeno a mostrar las abigarradas pasiones del alma tan caras a otros románticos de su generación, lo que, unido a una educación tan selecta como netamente conservadora y académica, acabó por moldear su estilo. Eso sí, en ambos el romanticismo dejó su sello en forma de una muerte temprana. Pero ahí se acaban las similitudes. En todo lo demás, las vidas y carreras de estos dos compositores divergen. Si Schubert era hijo de un maestro de escuela más bien humilde, Mendelssohn lo era de un acaudalado banquero que puso todos los medios a su alcance para que florecieran las aptitudes artísticas de su hijo. Y si el austriaco apenas logró el reconocimiento en vida, más allá de la admiración profesada por un selecto grupo de amigos, el alemán fue uno de los astros musicales de su tiempo, tanto en la faceta de compositor como en la de director de orquesta, faceta esta última con la que aportaría su granito de arena en la recuperación y difusión del legado schubertiano con el estreno de la Sinfonía núm. 9 “La grande”, durante años perdida en un cajón. Pero la audición de esa reveladora obra de madurez tuvo lugar el 21 de marzo de 1839, cuando hacía once años que Schubert había muerto y Mendelssohn se hallaba en la cúspide de su carrera. Esa es, pues, otra historia. Y la que aquí pide paso es una muy distinta, la de dos adolescentes que han hecho de la música su vida y que por entonces tantean y quizá ya intuyen todas las posibilidades de su genio más allá de las influencias propias de su edad.

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Un regalo de cumpleañosEn 1823, un banquero llamado Abraham Mendelssohn instituyó en la glorieta de su mansión de la Leipzigerstrasse de Berlín los Domingos musicales, unos conciertos matutinos y familiares que pronto se convertirían en el escenario en el que su hijo Felix daría cuenta de sus progresos como pianista, violinista, viola y compositor. Algunas de las doce sinfonías para cuerda que empezó a componer a los 12 años pudieron escucharse ahí, como también composiciones de cámara e incluso alguna pequeña ópera de consumo doméstico. Pero hubo que esperar a 1825 para que todos esos tanteos en el arte de la composición alcanzaran el rango de realización plena. Fue entonces cuando Mendelssohn acabó su primera obra maestra, el Octeto, muestra perfecta de su genio que se vería confirmado solo un año más tarde por la no menos fascinante obertura para la comedia shakesperiana El sueño de una noche de verano. Todo es sorprendente en este Octeto. Para empezar, su propia plantilla (cuatro violines, dos violas y dos violoncellos en su versión camerística original), pues entonces no había obras de este tipo que pudieran servir de inspiración o modelo al aprendiz de compositor. En 1823, el entonces aclamado Ludwig Spohr había publicado el primero de sus dobles cuartetos de cuerda, pero en él los instrumentos están tratados como si se tratara de dos cuartetos distintos, no propiamente como un octeto. Es cierto que estaban también el Septimino, op. 20 (1800) de Ludwig Van Beethoven y el Octeto, D 803 (1824) de Franz Schubert, obra esta que posiblemente Mendelssohn ni siquiera conocía entonces. Pero ninguna de estas partituras es solo para cuerdas, sino que mezclan estas con otros instrumentos de viento. Lo que sí se sabe es que Mendelssohn compuso esta partitura para su profesor de violín Eduard Rietz como regalo por su 23 aniversario, de ahí que la parte destinada al primer violín requiera de un considerable dominio técnico. El joven compositor, en cambio, prefirió reservarse con vistas al estreno la mucho más discreta parte de la segunda viola.

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Cuatro son los movimientos que componen el Octeto. El primero de ellos es un Allegro moderato, ma con fuoco que revela el dominio alcanzado por Mendelssohn, gracias a sus sinfonías para cuerda, en la construcción formal y la escritura instrumental. No obstante, lo que más asombra en él es un aliento que se sitúa sorprendentemente lejos del espíritu clásico, aunque en la letra lo siga a pies juntillas, tanto en el empleo de la forma–sonata como en el uso de una compleja escritura contrapuntística que remite a Bach, uno de los maestros más admirados por el joven músico. Y también los temas —el primero de gesto casi schubertiano, el segundo, de carácter más lírico— confirman esa sensación de estar ante una página dominada por un afán de expresión, sin descartar cierto punzante dramatismo que presta al conjunto del movimiento una grandeza netamente sinfónica. El mismo Mendelssohn se hacía eco de esto último cuando expresaba su deseo de que el octeto fuera “interpretado por todos los instrumentos en el estilo orquestal sinfónico. Los piano y los forte deben ser rigurosamente observados y acentuados más fuertemente que de costumbre en las piezas de este género”. El clasicismo tan caro a Mendelssohn se aprecia de forma más evidente en el Andante. A diferencia de sus compañeros de la primera generación romántica, los Schumann, Chopin y Liszt, el hamburgués nunca fue muy dado a la autoconfesión musical (su serie de seis cuartetos, convertida en una especie de confesionario íntimo, es la excepción), de ahí que sus referentes sean Mozart, el primer Beethoven y lo que pudiera entonces conocer de Schubert. Y esto es lo que se oye en este hermoso movimiento, un canto hermoso y sereno introducido por las violas y los violoncellos que seduce por su escritura cristalina y la búsqueda de una belleza equilibrada que solo puntualmente cede paso a cierta crispación. Anotado Allegro leggierissimo, el Scherzo que sigue es el gran hallazgo de la partitura y casi podría decirse que una de las páginas más originales escritas nunca por Mendelssohn. Y ello es merced a una música que parece volar, que se escapa por el aire de una forma que resulta imposible atraparla. Precisamente su creador quería que se tocara staccato y pianissimo para resaltar esa sensación de levedad y de

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Dibujo anónimo del jardín de la casa de la Familia Mendelssohn en la Leipzigerstrasse de Berlín. Aquí tuvo lugar el estreno de muchas de las obras juveniles de Felix Mendelssohn, entre ellas su Octeto.

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fantasía que su hermana Fanny supo ver cuando decía que en él “todo es nuevo y extraño, profundamente persuasivo y a la vez encantador. El oyente se siente de este modo especialmente próximo al mundo de los espíritus, elevado por los aires, casi inclinado a tomar un mango de escoba para perseguir esa procesión aérea”. La inspiración se la brindó a Mendelssohn la lectura del Sueño de una noche de Walpurgis de la primera parte del Fausto de Goethe: “Pasan las nubes, ceden las neblinas / desde arriba alumbradas. / Viento en las hojas, viento entre las cañas; / todo se desvanece”… Unos versos poblados de espíritus que revolotean por el aire cual insectos imposibles de atrapar. De ahí que el primer violín se eleve tan ligero como una pluma durante todo el movimiento. Los acentos robustos que habían definido el primer movimiento regresan en el Finale, un Presto que vuelve a revelar el considerable conocimiento del contrapunto que Mendelssohn poseía ya entonces. No obstante, el joven compositor consigue ir más allá del árido ejercicio técnico para recuperar un espíritu vivaz muy próximo al Scherzo, pues denota la misma voluntad de crear una música que resulta alada y etérea, reforzándose la asociación con la aparición casi imperceptible del tema de aquel movimiento, todo ello agitado por una pulsación rítmica rauda, imparable. Así, este movimiento, y en general todo el Octeto, puede verse como la plasmación de la innata habilidad de Mendelssohn para tomar un lenguaje dado, el del clasicismo, y revitalizarlo sin traicionarlo en su esencia.

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Bajo la impresión de los clásicosA diferencia de Mendelssohn, Schubert no tuvo la fortuna de nacer en el seno de una familia acomodada y proclive al desarrollo de su genio artístico. En absoluto. Era hijo de un maestro de escuela de más bien magros recursos económicos que debía mantener una familia numerosa, pues Franz era el penúltimo de trece hermanos. Pero las facultades musicales del pequeño no pasaron desapercibidas y así, a los once años, hizo su entrada como niño cantor en la Capilla de la Corte Imperial de Viena a la vez que una beca le sufragaba los estudios musicales en la escuela municipal del Stadtkonvikt. Fue ahí, en la orquesta formada por los alumnos y en la que Schubert empezó como segundo violín antes de pasar a primero, donde el aprendiz de compositor tuvo la oportunidad de familiarizarse con las sinfonías de los grandes clásicos vieneses, Mozart, Haydn e incluso Beethoven. Y sería precisamente la impresión causada por esas partituras la que le empujó, entre 1813 y 1817, a querer emularles con sus primeras seis sinfonías. La Tercera Sinfonía es, pues, uno de los frutos de esa devoción hacia los clásicos. Schubert la compuso en 1815, un año en que su creatividad se tradujo en cerca de 200 composiciones en todos los géneros —incluidas óperas, misas y, por supuesto, lieder—, que muestran el afán del joven por encontrar una voz propia con la que expresar su genio. En el caso de la sinfonía hay que reconocer que no la encontró todavía. Pero si bien eso es verdad, no lo es menos que en ella, como en sus predecesoras y en las tres que le seguirán, se aprecia algo que supera la simple imitación de los reverenciados maestros del pasado más inmediato. Quizá sea una mezcla de impulsividad juvenil con ciertas dosis de imprudencia y temeridad, pero lo cierto es que Schubert consigue aquí una composición que, a pesar de que su sonoridad evoca siempre a sus modelos, denota también una seguridad en la construcción, la instrumentación y la armonía que no son propios de un aprendiz. Los moldes son clásicos, sin duda, pero Schubert sabe dotarlos de una vida propia. El Adagio inicial es una muestra perfecta de ello. Como es usual en las sinfonías juveniles schubertianas (la Quinta es la única excepción), este movimiento se abre con una introducción lenta y solemne que apela directamente a las sinfonías de Haydn. En cambio, el tema con el que el clarinete ataca la sección rápida tiene una vivacidad y gracia muy italiana, característica de este

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Schubert juvenil. Y lo mismo cabría decir del segundo tema introducido por el oboe, que lejos de ejercer de contraste respecto al primero viene a ser como una continuación de una misma idea lúdica y juguetona. El movimiento, además, progresa con una rapidez y una pulsación rítmica que demuestra que el compositor había asumido con naturalidad las conquistas del Beethoven de la época. Y ello sin que la página ceda a desequilibrios y brusquedades. Al contrario, todo surge de un modo que si un calificativo admite es el de espontáneo. El Allegretto que sigue es una deliciosa tracería haydniana de tono entre popular e ingenuo. Las melodías son agradables, pero Schubert sorprende aquí sobre todo por su ingenio y delicadeza a la hora de tratar la orquesta, tanto en lo que se refiere a los instrumentos de viento como a los de cuerda. En cambio, el vigoroso Menuetto. Vivace es de tintes más convencionales. De hecho, habrá que esperar a la Sinfonía núm. 6 (1817) para que Schubert se desembarace del viejo minueto y, según el ejemplo beethoveniano, lo sustituya por un scherzo. Ello, sin embargo, no quita que la sección de Trio, con la deliciosa cantilena entonada por el oboe y el fagot sobre el fondo de la cuerda, sea una pequeña joya. Llegamos así al Presto vivace final, en el que Schubert recupera la vivacidad y la luminosidad que habían caracterizado el primer movimiento. De nuevo es como si el impulso desbordante remitiera al Mediterráneo, a Italia, pues incluso el ritmo de la tarantella parece que puja aquí para hacerse reconocible. Como si estuviéramos ante un esbozo de lo que será el final de la Sinfonía núm. 4, Italiana, de Mendelssohn. Ni esta ni el resto de sinfonías juveniles schubertianas conocieron una gran difusión. En vida de su creador se interpretaron en audiciones privadas del Konvikt y luego quedaron olvidadas. El Schubert que amaban los románticos era el de los ciclos de lieder, el de los últimos cuartetos de cuerda y sonatas para piano, y el de las dos últimas sinfonías, la Inacabada y La grande. Al lado de todas estas composiciones, aquellas sinfonías de juventud por fuerza debían parecer pequeñas y demasiado “clásicas”. Como esta Tercera en la que, a pesar de todo, late ya el genio.

JUAN CARLOS MORENO

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Concertino Friedemann Breuninger

Violines primeros Yorrick Troman Peter BielyJulijana PejcicPiotr WegnerAnnika BerscheidSei MorishimaAtsuko NeriishiIsabel MelladoAndreas Theinert

Violines segundos Alexis AguadoJoachim KopytoMilos RadojicicBerj Papazian Edmon LevonIsrael de FrançaWendy WaggonerElvira López

Violas Giovanni BrascioluHanna NisonenKrasimir DechevAndrzej SkrobiszewskyMónica LópezDonald Lyons Josias Caetano

Violoncellos Kathleen BalfeArnaud DupontJ. Ignacio PerbechRuth EngelbrechtMatthias SternMarko L. de Vicuña

Contrabajos Frano KakarigiGunter VoglXavier AstorStephan Buck

Flautas Juan C. ChornetBérengère Michot

Oboes Eduardo MartínezJosé A. Masmano

Clarinetes José L. Estellés Carlos Gil

Fagotes Santiago RíosJoaquín Osca

Trompas Óscar Sala Carlos Casero

Trompetas Esteban BatallánManuel Moreno

Timbal Jaume Esteve

Gerencia José Luis Jiménez

Mª Ángeles Casasbuenas(secretaria de dirección)

Programación Pilar García

Comunicación Pedro ConsuegraBeatriz González

Administración Maite CarrascoMª Angustias OrantesArantxa Moles

Producción Juan C. CantudoJesús HernándezMichel AyotteAntonio MateosGabriel Pozo

Educación María A. Jiménez

La Orquesta Ciudad de Granada es miembro de la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS) y miembro fundador de ROCE (Red de Organizadores de Conciertos Educativos)

SALVADOR MASDirector titular y artístico

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PRóXImOS CONCIERTOS Auditorio Manuel de Falla

domingo 22 enero 2012, 12 horas

CONCIERTO FAmILIAR 2Concierto sin intermedio, recomendado a partir de 6 años

PAPAGENO BUSCA NOVIAArias, dúos y otros fragmentos de óperas deWolfgang A. MOZART

David Gascón barítono Verónica Plata sopranoInmaculada Sánchez mezzosoprano

Miquel Desclot traducciónCarmen Huete guión

Escénica (Centro de estudios escénicos de Andalucía) vestuario

Larisa Ramos presentaciónIGNACIO GARCÍA VIDAL director

Producción OCG 2012

viernes 27 enero 2012, 20.30 horas

CONCIERTO SINFóNICO 6 sábado 28 enero 2012, 20 horas

SÁBADO SINFóNICO 3

Felix MENDELSSOHN–BARTHOLDYDie Hebriden oder Die Fingalshöle(Las Hébridas o La gruta de Fingal), obertura

Ferdinand DAVIDConcertino en Mi bemol mayor para trombón y orquesta, op. 4

Antonín DVORÁK Sinfonía núm. 7 en Re menor, op. 70

Santiago Novoa trombónPABLO GONZÁLEZ director

Con el patrocinio de

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Colaborador especial

CONSORCIO GRANADAPARA LA MÚSICA