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MARISOL AMPUDIA

CON LA MEJOR INTENCIÓN

Cuentos para comprenderlo que sienten los niños

Herder

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Diseño de la cubierta: Arianne Faber

Ilustraciones: Fernando Conde Ampudia

© 2010, Marisol Ampudia

© 2010, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-2769-5

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delCopyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

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Índice

Portadilla

Créditos

Prólogo, de Giorgio Nardone

Introducción

Capítulo 1. Amigos

Capítulo 2. Carlos y los pollitos

Capítulo 3. David y su hermanito

Capítulo 4. ¿Qué me pasa, mamá?

Capítulo 5. María y el ascensor

Capítulo 6. Raúl y el abuelo

Capítulo 7. Los papás se separan

Capítulo 8. La pesadilla

Capítulo 9. Fin de curso

Capítulo 10. Mentiras

Consideraciones finales

Bibliografía

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PRÓLOGO Es un verdadero placer para mí redactar este prólogo a un libro que

considero de fundamental importancia para cualquiera que trabaje ose relacione con niños y adolescentes, puesto que afronta temáticasclave con respecto a un sano desarrollo y tránsito hacia la edadadulta.

La doctora Ampudia ha llevado a cabo un admirable trabajo alcentrarse en algunos aspectos que muy a menudo se pasan por alto enel mundo clínico. He aquí, por ejemplo, el efecto del «etiquetaje», dediagnósticos psiquiátricos que, durante esta época del desarrollo delindividuo, tienen a menudo el poder de profecía que se autorrealizacomo un anatema. Como señalaba Paul Watzlawick, el diagnósticogenera la patología en la persona que recibe la «etiqueta»:lamentablemente, el hecho de formular un diagnóstico psiquiátrico ycomunicárselo a la familia de un niño o adolescente produce ya depor sí una reacción en cadena de dinámicas que pueden acabarconstruyendo un cuadro psicopatológico que la mayoría de las veceshace exacerbar la patología inicial. Por tanto, es encomiable lamanera como la autora hace hincapié en este concepto, lo explica conclaridad y ofrece después soluciones terapéuticas mediante laexposición de ejemplos concretos.

Otros dos aspectos harto relevantes tratados en la presente obra sonla sensación de vergüenza y de culpa que, en la mayoría de lasocasiones, se observan en los pacientes de esta edad cuando se lesdiagnostica y trata directamente como casos clínicos, en vez derecurrir a intervenciones indirectas a través de la familia.

Por otra parte, fomentar la capacidad de los padres de ayudar a sushijos a superar las di cultades o resolver problemas no constituyesólo una parte fundamental del trabajo terapéutico, sino también unode los aspectos básicos de la educación entendida como permanentedurante todo el ciclo vital.

Además, si se considera que la gura de los docentes en la escuelacorresponde a la de los padres en la familia, parece evidente que si seguía a éstos para que eduquen de la mejor manera posible a sus hijos,

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esta educación ayudará también a los docentes a preparar mejor a susalumnos. Potenciar, además, las habilidades de estos últimosasegurará a su vez una mejor crianza de los niños y jóvenes.

Por último, pero no por ello menos importante, quiero subrayar elhecho de que este libro está redactado de forma accesible para todotipo de lectores y que su lectura resulta agradable. Se dirige tanto alos especialistas, que encontrarán en él indicaciones claras yaplicables, como al gran público interesado en profundizar en losproblemas de la infancia y sus soluciones en tiempo breve.

GIORGIO NARDONE

CENTRO DE TERAPIA ESTRATÉGICA

AREZZO, 2009

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INTRODUCCIÓN La educación de un niño no es tarea fácil, menos aún en una

sociedad como la nuestra, donde el éxito se mide por el dinero y laspropiedades que la persona consigue acumular a lo largo de su vida.La mayoría de los padres experimentan agobio y temor al pensar en elfuturo de sus hijos.

Desde el ámbito sanitario, sirviéndose del lema «más vale prevenir»,nos recuerdan a diario los peligros que corremos a cada paso y lasconsecuencias negativas del tabaco, del sedentarismo, del exceso dedulces, de las hamburguesas enormes…, etcétera. Aconsejan consultarcon un especialista por casi todos los problemas, y a rman que sólolos profesionales se hallan capacitados para decidir si un niño sigue ono el criterio estadístico de «normalidad», esto es, si piensa, siente,crece y actúa como la mayoría de los niños de su edad. De no ser así,proponen alguna medida de ajuste que lo haga lo más parecidoposible a los otros niños, ya que en nuestro modelo social no haymargen para las diferencias evidentes. Todo está concebido ybaremado de tal forma que apenas se concede espacio a lacreatividad, a un ritmo diferente de desarrollo en determinadashabilidades y a la comunicación espontánea y libre entre losmiembros de una familia.

Curiosamente, los mismos «especialistas» que contribuyen a crear elmiedo en los padres, exigen de ellos que no sean alarmistas y no esténconstantemente encima del niño. En otras palabras, primero losincapacitan en su rol paternal y después les exigen que sean padrescompetentes.

Por otra parte, a los niños no se los educa para la responsabilidad yel sentido del deber, sino para «la excelencia»; pero la vida casi nuncaes excelente. Todos los títulos y diplomas que un joven puedaconseguir no le servirán en absoluto si no van acompañados dedeterminados valores y la capacidad para relacionarse con otros deuna manera adecuada.

Nuestra sociedad no es precisamente un buen modelo de valores.Como señala Erich Fromm en Psicoanálisis de la sociedad

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contemporánea:

En la sociedad actual cada individuo es una pieza de una enorme máquina de producciónperfectamente organizada que ha de funcionar con suavidad y sin interrupción.

Nuestro sistema económico debe crear hombres y mujeres adecuados a sus necesidades quequieran consumir cada vez más. Ha de crear personas de gustos uniformes que puedan serin uidos fácilmente, personas cuyas necesidades puedan preverse. Nuestro sistema necesitapersonas que hagan lo que se espera de ellos, que encajen en el mecanismo social sinfricciones, que puedan ser guiados sin recurrir a la fuerza.

Las escuelas culpan a los padres de falta de autoridad, mientras queéstos a su vez acusan a los educadores de ser poco hábiles en el tratocon los niños. Nadie parece saber cómo conseguir que los jóvenesasuman responsabilidades ni caer en la cuenta de que posiblementejusto lo que hacemos para intentar solucionar los problemas estécontribuyendo a que éstos se agraven incluso.

Cuidamos a nuestros niños como si fueran frágiles guritas deporcelana, tratando de evitarles cualquier esfuerzo, hasta que un díanos damos cuenta de que tenemos en casa a un pequeño tirano,caprichoso y rebelde, que no tolera el mínimo contratiempo y creetener derecho a todo por el mero hecho de existir. Es entonces cuandolos padres asustados piden ayuda, primero a los profesionales de lapsicología y psiquiatría. Y si éstos no encuentran el remedio, puedeque acaben denunciando a sus propios hijos, como ocurre cada vezcon mayor frecuencia, en un intento de someterlos a una autoridadque ellos mismos nunca han conseguido ejercer.

Si los padres tratan a sus hijos como si fueran inválidos y tomansiempre las decisiones en su lugar, incluso en cuanto a lo que, a suparecer, deberían hacer en su tiempo libre, los niños se comportaránde una manera totalmente acorde a esta actitud. Muchos de ellos seaburren si sus padres no les plani can las actividades a lo largo deldía. Otros poseen un gran número de cosas que nunca llegan autilizar: bicicletas, consolas, ordenadores, etcétera, pues se les haprohibido su uso para castigarlos. He sido testigo de algunos desafíospor parte de estos chicos que saben que sus padres no tienen más

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recursos en cuanto a castigos porque ya les han quitado todos losobjetos que les importaban.

Desafortunadamente, a los padres a menudo les resulta muy difícilmantenerse rmes en relación con estas sanciones, justo por suseveridad, y acaban levantándolos, con lo que demuestran a su hijoque «es igual lo que diga, si luego no lo cumple».

En otro de sus trabajos, El miedo a la libertad, Fromm distingueentre «autoridad evidente» y «autoridad anónima». La primera seejerce directa y explícitamente. La persona investida de autoridad dicede manera abierta al que está sometido a ella: «Debes hacer tal cosa.Si no la haces, las consecuencias serán éstas». Hoy en día, los padres ymaestros pretenden que los niños les obedezcan por el mero hecho deque, supuestamente, los adultos saben mejor qué les conviene, asícomo que hagan con gusto aquello que les mandan. Cuando un niño noobedece, la sanción consiste en hacerle sentir que no está «ajustado»,que está enfermo o que le pasa algo, ya que no actúa como lamayoría de los chicos de su edad y conforme a lo que se espera de él.

La autoridad evidente emplea la fuerza física. La autoridadanónima, la presión psicológica.

Enviar a un niño al psicólogo (con intención de ayudarlo) suponetransmitirle el mensaje de que algo no funciona bien en él desde elpunto de vista psicológico; y tampoco a los padres les resulta fácilasimilar y admitir que su hijo, al que supuestamente le han dado todo,de modo que no le ha faltado nunca nada, tal vez se sienta mal en elplano emocional.

No siempre es cierto que la intervención de un profesional al iniciode un problema contribuye a su resolución. Desde luego, no estoy encontra de las consultas psicológicas, sino que abogo por unprocedimiento en el cual, antes de someter a un niño a un examen porparte del profesional correspondiente, se intente primero valorar si nose puede conseguir ya un cambio en la situación problemática a travésde la modi cación de determinadas condiciones en la vida de laspersonas que atienden habitualmente al niño. De este modo, seevitarían «etiquetas diagnósticas», que a veces incluso pueden llegar aperpetuar determinadas actitudes que se «esperan» de una persona quesufre la «enfermedad» diagnosticada, proceso a través del cual la

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profecía se cumple: he aquí la creación del caso.A veces, a estos niños que, de cierta manera, son tratados con tanto

mimo y cuidado, cuando no cumplen las expectativas que padres yprofesores han depositado en ellos se les acaba avergonzandopúblicamente y tratando de forma humillante «para ver si asíreaccionan». Sin embargo, el resultado suele ser desastroso. Lahumillación y la vergüenza son emociones terribles, que a todos nosafectan tan profundamente que seríamos capaces de hacer cualquiercosa con tal de no sentirlas. Gran parte de las mentiras que los niñosse inventan no son sino intentos de protegerse ante estas emocionestan devastadoras.

El objetivo de este libro es ayudar a entender cómo se producendeterminadas di cultades de la vida diaria y cómo, aun con la mejorintención, a veces contribuimos a complicar las cosas, justamentemediante aquello que hacemos en nuestros intentos de solucionarlas.

El relato en forma de cuentos pretende facilitar la lectura. Todas lasviñetas tienen algo en común: a partir de un pequeño incidente queresulta o puede resultar desagradable, temible o molesto para algunode los protagonistas, éste y las personas de su entorno inician unaserie de acciones que, en vez de solucionar el problema, acabancomplicándolo.

La forma de resolverlo consiste justamente en dejar de haceraquello que mantiene y agrava la situación desagradable, lo cual aveces no es sencillo. En la gran mayoría de los cuentos, se dan derepente ciertas «circunstancias» que llevan a los protagonistas a ver lasituación desde otra perspectiva y sentirse de manera diferente. En lavida real, sin embargo, este cambio en la forma de percibir losacontecimientos muchas veces sólo puede realizarse con ayuda de unprofesional que guía a las personas implicadas para que se produzcalo que Paul Watzlawick llamó un «acontecimiento casual plani cado»,y Franz Alexander, una «experiencia emocional correctiva» (Nardone,G. y Watzlawick, P., El arte del cambio; Alexander, F., Psychoanalysisand Psychotherapy).

Mi deseo es que el libro contribuya a cambiar la percepción quetenemos de algunas situaciones problemáticas y, sobre todo, a que lospadres entiendan que, a veces, su anhelo de ayudar al niño, haciendo

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las cosas por él, diciéndole lo que tiene que hacer y ocultándoleciertas informaciones para evitarle sufrimientos agravan la situación.Pues entonces, al problema inicial se añade, además, la sensación deimpotencia, culpa o exclusión.

Me gustaría llamar la atención también a los medios decomunicación, que, aunque con la mejor intención, en ocasionescontribuyen en alto grado a aumentar la angustia de los padres.

Estoy, por supuesto, a favor de la libertad de expresión y el derechoa la información, pero me parece insostenible que los medios decomunicación divulguen en las noticias a rmaciones como la de quecierto joven se suicidó porque no podía soportar las burlas de suscompañeros y porque nadie intervino para evitarlas, pues resultaabsolutamente indemostrable. Pero no sólo eso, sino que también esirresponsable, porque los padres que oyen o leen esta a rmaciónmuchas veces sienten verdadero pánico de que a sus hijos les puedaocurrir lo mismo e inician una serie de actuaciones que acabancomplicando un problema que podría haberse resuelto de manera mássencilla.

Quisiera también que el libro ayudara a los profesionales quetrabajan con niños, adolescentes y padres a re exionar sobre losproblemas humanos desde un punto de vista diferente. Es muy comúnque, ante una situación problemática, uno se pregunte «por qué»ocurre, con la vana ilusión de que si conocemos la causa, podremosencontrar el remedio; pero esto no suele ocurrir en el ámbito de lopsíquico. Una persona que desarrolla una fobia puede saberexactamente cómo se inició y por qué y, sin embargo, seguiráevitando la situación temida y buscará ayuda para realizar aquellascosas que no puede llevar a cabo por su cuenta.

En la presente obra, las situaciones problemáticas se contemplandesde la perspectiva de la terapia breve estratégica, desarrollada porla Escuela de Palo Alto y, en su evolución europea, a través de lostrabajos del Centro de Terapia Breve Estratégica de Arezzo, dirigidopor Giorgio Nardone e integrado por colaboradores de la talla deRoberta Milanese, Claudette Portelli, Federica Cagnoni y MauroBolmida, entre otros.

Según esta teoría, si se consigue entender cómo funciona un

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problema y qué es lo que lo perpetúa (independientemente de cuálessean sus causas), se puede intervenir para que las personas implicadasen él dejen de hacer aquello que lo está eternizando, y de esta manerael problema desaparezca.

La presente obra no pretende ser un libro de teoría ni de recetas,sino un manual de consulta rápida que sirve para llevar a los adultosa entender cómo se puede sentir un niño frente a determinadassituaciones y actuaciones de los demás. Creo que, si se consigue esteobjetivo, el cambio de perspectiva resultante posiblemente ayude másque muchas sesiones de terapia.

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CAPÍTULO 1AMIGOS

Era lunes por la mañana y Pol iba camino del colegio. Había

pedido a su padre que lo acompañara en coche, con la excusa de quellegaba tarde, pero la realidad era que temía encontrarse con algúncompañero de clase y tener que aguantar sus burlas y bromas pesadasya por la mañana.

Todo había empezado de una manera bastante tonta: uno de loschicos que hasta entonces había sido su amigo había empezado allamarlo «Pol-eo-menta» y él se había enfadado muchísimo, lo quehabía provocado que cada vez más compañeros lo llamaran así. Polhabía ido aislándose al punto de que a la hora del recreo preferíaquedarse en cualquier rincón leyendo. Sus notas eran excelentes, yaque tenía mucho tiempo para dedicarlo a los estudios, pero esto noayudaba precisamente a mejorar la situación, más bien al contrario,pues pasó a ser «el empollón», con el diminutivo de «Poll».

A nales del primer trimestre escolar, Pol se sentía completamentesolo. Sus padres habían ido a hablar con los profesores y éstos habían

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intentado por todos los medios que los otros chicos dejaran demeterse con él: hablando con ellos, haciéndoles razonar, más adelanteaplicando amenazas, castigos, etcétera. Pero, por desgracia, cuantomás habían intervenido en la situación, más se había complicado, yaque en lugar de molestarlo abiertamente como habían hecho alprincipio empezaron a hacerlo a escondidas y fuera del colegio, enlugares en los que Pol se sentía todavía más desprotegido.

Cuando había empezado a recibir mensajes amenazadores en elmóvil, sus padres habían decidido poner una denuncia en lacomisaría.

Pol estaba hundido. No tenía conciencia de haber hecho nada paraque se metieran con él de esa manera. Su padre decía que le teníanenvidia, pero a él no le parecía nada envidiable su situación. Se sentíaimpotente, incomprendido, solo. Quería «desaparecer» para no seguirsoportando esa tortura.

Cuando sus padres se habían enterado de su estado de ánimo, sehabían asustado mucho y habían decidido someterlo a una consultamédica, lo cual no había contribuido precisamente a tranquilizar aPol, ya que a partir de aquel momento se sentía, además, «enfermo».

Sus padres pensaron incluso en cambiarlo de colegio, pero eso paraél habría signi cado admitir: «Me habéis vencido». Además, habíanelegido aquella escuela porque la consideraban la más adecuada paraPol y no les parecía buena idea tener que cambiarlo por las amenazasde cuatro «bravucones».

Aquel lunes, o bien Pol se sentía especialmente triste o bien suscompañeros estaban en particular crueles. Por eso no se veía capaz deesperar al nal de las clases, así que exageró un poco el dolor decabeza que sentía y pidió permiso para salir antes.

Una vez en la calle se dio cuenta de que no había sido buena idea,pues tendría que aguantar la cara de sufrimiento de sus padres y elalud de las recomendaciones con que sin duda le inundarían paraayudarlo a afrontar la situación.

«Tú, lo que tienes que hacer es…» Odiaba estas frases.Llegó al parque que se extendía entre su casa y el colegio, y decidió

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sentarse en un banco a esperar que fuera la hora en que volvía a casahabitualmente. Así no tendría que dar explicaciones a sus padres.

No llevaba mucho tiempo allí cuando se le acercó un viejecito quecaminaba con di cultad apoyándose en un bastón. Al llegar junto aPol preguntó si no le importaba que se sentara un rato con él, puesestaba muy cansado.

Pol le miró con un poco de miedo. Últimamente, cada vez que unser humano se le acercaba era para burlarse de él o para decirle loque tenía que hacer. Pero el viejecito no hizo ninguna de las doscosas. Sencillamente, se sentó a su lado y dijo: —Me gusta tu mochila.

Pol la apretó con fuerza, pero el anciano lo tranquilizó:—No tengas miedo, sólo he dicho que me gusta. ¿Para qué iba yo a

querer una mochila si ya ni puedo con ella? Veo que eres un buenchico.

—¿Por qué? —preguntó Pol.—Porque has hecho novillos, pero no te has ido a ningún sitio

peligroso.Pol no dijo nada. En realidad, no sabía qué decir. Hacía tiempo que

no hablaba con nadie de otra cosa que no fuera su malestar por lasburlas de sus compañeros y no estaba preparado para seguir unaconversación ajena a este tema.

—¿Te has peleado con tus amigos? —preguntó el anciano.—No —respondió Pol—. No tengo amigos.—¿Cómo es posible? Pareces un chico simpático.—En mi clase no opinan lo mismo —dijo Pol con tristeza.—¡Ah!, ya entiendo. Ellos tienen su opinión sobre ti y tú les

complaces haciendo lo que esperan que hagas: si piensan que eresantipático, te comportas como si realmente lo fueras, si creen que eresun cobarde, huyes; así les confirmas que tienen razón.

—No puedo hacer nada para convencerlos de que estánequivocados.

—Claro que no —respondió el anciano—. Es mucho mejor que se

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convenzan solos.—¿Cómo? —preguntó extrañado Pol.—No hay que hacer nada especial, sobre todo nada que les dé la

razón. Por ejemplo, si intentan hacerte enfadar, no debescomplacerlos. Te voy a explicar algo que me ocurrió hace unos meses.Supongo que ya te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta andar.Bien, pues un día un grupo de muchachos, más o menos de tu edad,jugaban a hacerme burla, imitando mi forma de caminar y riéndoseabiertamente de mí. Me fui a casa muy triste y al día siguiente no meatreví a venir al parque, pero después lo pensé mejor y decidí que notenía que renunciar a nada sólo porque unos muchachos aburridos mehabían elegido como fuente de diversión, así que cogí mi bastón y medispuse a afrontar la situación. Aquel día había todavía más chicos enel parque y debían de estar muy aburridos, puesto que en cuanto mevieron empezaron a burlarse de mí como la ocasión anterior, sólo queyo esta vez, en lugar de huir, me dirigí hacia ellos y les dije: «No lohacéis mal del todo, pero creo que podríais conseguirlo aún mejor. Aver, tú, te ríes muy ojito y andas algo torcido, pero no tanto comoyo; debes de practicar un poco más para que te salga mejor». Todoslos chicos se callaron de golpe y empezaron a correr hacia otro lado.Seguí andando hacia ellos pidiéndoles que no se fueran y quesiguieran imitándome, pero nunca más lo hicieron.

—No puede ser tan fácil —dijo Pol.—Yo no he dicho que lo sea. De hecho, era ponerles en una

situación muy difícil porque seguir burlándose de mí habríasigni cado que me obedecían y no obedecerme, dejar de burlarse. Entu caso, me parece importante, además, que intentes hacerte amigo dealguien, pues si te aíslas se meterán contigo con más facilidad.

Pol se quedó pensativo. El anciano miró su reloj y dijo: —Bueno,me voy, que empiezo a sentir hambre. Que tengas mucha suerte.

Mientras veía al anciano alejarse, Pol pensó que la idea que lehabía transmitido no era mala, pero no estaba seguro de sentirse muypreparado para llevarla a cabo. De cualquier forma, algo tendría quehacer para acabar con aquella situación.

Al llegar a casa, su madre preguntó cómo le había ido el día y Pol,

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pensando en el anciano, respondió:—No me ha ido del todo mal.—¿No se han metido contigo? —siguió queriendo saber la madre.—No, hoy no —respondió Pol y se fue a su habitación para no

tener que dar más explicaciones.Por la tarde estaba un poco nervioso, pero decidió ir a clase. Poco

antes de llegar al colegio se encontró con uno de los compañeros quesolían reírse de él. Su primer impulso fue huir, como siempre hacíaúltimamente, pero esta vez decidió saludarlo como si no pasara nada.Después de todo, iba solo y a lo mejor no se atrevería a meterse conél. Así que se acercó y simplemente dijo:

—Hola, José.—Hola, Pol —contestó el otro y siguieron caminando juntos.Al cabo de un tiempo, Pol se atrevió a preguntar:—¿Has estado esta mañana en clase de Sociales?—Sí —dijo José—. Ha sido un poco rollo. ¿Quieres que te deje los

apuntes?—¿Me los dejarías? —preguntó tímidamente Pol.—¿Por qué no? —respondió José—. Si entiendes mi letra… —Y,

abriendo su mochila, le ofreció una libreta.Pol no se lo podía creer. —Te lo agradezco mucho. ¿De verdad no

te importa dejármelos?—¿Por qué me va a importar? Yo siempre se los pido a alguien

cuando me salto una clase.—Gracias —dijo Pol—. Mañana te los devuelvo.Siguieron un momento en silencio hasta que se cruzaron con un

señor que llevaba un bonito perro atado con una correa. José sequedó embobado mirando al animal.

—¿Te gusta? —preguntó Pol.—Me encantan los perros. Estoy intentando convencer a mi madre

para que me deje tener uno —respondió José.

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Pol no sentía ninguna simpatía por los perros, pero enseguida sedio cuenta de que ése podía ser un tema de conversación, así que semostró muy interesado en averiguar qué raza era la que más gustabaa su compañero.

Cuando llegaron al colegio, Pol sentía una sensación extraña.Recordaba la conversación con el anciano del parque y sus palabras levenían a la cabeza una y otra vez: «Si te aíslas, se meterán contigo conmás facilidad».

Cuando sonó la campana que anunciaba el nal de la clase, José sedirigió a él y le dijo:

—Acuérdate de devolverme los apuntes mañana.—No te preocupes —respondió Pol—. Me acordaré.En aquel momento, Santi se les acercó y al ver que Pol y José

hablaban, se dirigió a este último:—¿Qué dice Pol-eo?José lo miró muy serio y respondió:—Le he dejado los apuntes de esta mañana.—¿Qué? ¿Que le has dejado los apuntes a Pol-eo-menta?—¿Qué pasa? —dijo José—. ¿No se los puedo dejar?—Sí, claro —respondió Santi—. Sólo que me ha sorprendido.Y se fue pensando qué podría haber ocurrido para que José, a quien

admiraba, dirigiera la palabra a Pol, que era el blanco de todas lasburlas.

Pol, que había escuchado la corta conversación entre los doscompañeros, se acercó a José y simplemente le dijo:

—Gracias.—De nada —repuso José, que empezaba a sentir cierta simpatía

por Pol. Si lo había elegido a él para pedirle los apuntes debía de serporque lo consideraba mejor persona que a los otros, y esto le hacíasentirse bien. Además, no era mal chico y estaba ya un poco harto delas burlas tontas de sus compañeros, que, la mayoría de veces, no lehacían ninguna gracia.

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Aquella tarde fue muy especial para Pol. Por n alguien habíaplantado cara a aquellos pequeños matones. Si se hubiera dejadollevar por su primer impulso, habría abrazado a José con fuerza paramostrarle su agradecimiento. Por primera vez en mucho tiempo llegóa casa contento y con ganas de hablar. Su madre, que últimamentesolía recibirlo con cara de pena, se extrañó al verlo de buen humor,pero Pol no podía explicarle lo que había ocurrido, pues eso habríasupuesto decirle que aquella mañana no había asistido a la últimaclase. Así que se preparó un estupendo bocadillo y se fue a hacer losdeberes.

A la hora de cenar notó cómo sus padres lo observaban de reojo yse miraban entre sí. Ya estaban terminando cuando su padre preguntó:

—¿Cómo te ha ido el día?—Bien —respondió Pol.—¿No se han metido contigo?—No —se limitó a contestar Pol—. Hoy no.—Bueno —dijo el padre—. A ver si sale el juicio ya y ponen en su

sitio a esos imbéciles.Pol había oído a su padre muchas veces decir cosas similares, pero

esta vez le sonó de forma diferente. No quería complicar más lascosas y, por primera vez, le pareció que cuanto estaban haciendo eraprecisamente eso. Así que miró fijamente a su padre y le dijo:

—Papá, me gustaría que retirarais la denuncia.—¿Cómo? ¿Y dejar que se sigan metiendo contigo?—Creo que sé lo que tengo que hacer —respondió Pol—. Os

agradezco mucho vuestra ayuda, pero me siento peor al veros tanpreocupados por mí. Además, hoy he hablado con uno de los que semetían conmigo y no me ha parecido mal chico. Creo que podréhacerme amigo de él.

—De ninguna manera. No consentiré que te humillen y se rían de ti—exclamó su padre.

—Y yo no consentiré —respondió Pol— que me sigáis tratandocomo si no fuera capaz de resolver mis problemas solo.

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Era la primera vez que Pol se dirigía a su padre en ese tono y sesentía nervioso, pero a la vez satisfecho de sí mismo.

—Papá, por favor, tenéis que con ar en mí —añadió tras un brevesilencio.

—Está bien —dijo el padre, que no sabía cómo responder a estenuevo planteamiento de su hijo—. ¿Qué quieres que hagamos?

—Quiero que paréis de protegerme, que retiréis la denuncia y dejéisque intente resolver las cosas a mi manera. He pensado utilizar susmismas armas: procuraré hacerme amigo de algunos y así seremos ungrupo contra otro y no todos contra mí.

El padre de Pol se quedó pensativo. Lo que decía su hijo teníasentido, quizá habían intervenido demasiado con intención deayudarlo, pero sólo habían provocado que se sintiera más inútil y quesus compañeros lo vieran como «el niño protegido por sus papás».

La madre permanecía en silencio observando la cara de su hijo.Algo en su interior le decía que, dijera lo que dijera, no serviría denada porque Pol había tomado su decisión. Con aba en él, pero sentíaun miedo terrible.

—Sé que sólo queréis ayudarme —continuó Pol— y os aseguro quesi no puedo resolverlo solo, os lo diré, ¡pero tengo que intentarlo!

—Bien —dijo el padre—. Inténtalo.—Ten cuidado —añadió la madre—. Hay chicos muy crueles.—Lo sé, mamá —respondió Pol.A la mañana siguiente, se levantó de buen humor. Su madre le

preguntó si quería que lo acompañara al colegio en coche porque detodas las maneras iba en esa dirección. Pero él prefería ir andando, asíque cogió su mochila, besó a su madre y se dispuso a afrontar lasituación de forma diferente a como lo hiciera anteriormente.

Cierto que sentía un poco de miedo, pero estaba seguro de estaractuando como mejor podía.

Para animarse empezó a pensar en cosas agradables y en lo bonitoque sería hacerse amigo de José y participar un poco en lasconversaciones y los juegos de sus compañeros.

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Así llegó al colegio casi sin darse cuenta. En la entrada, José estabahablando con otros dos chicos y Pol se le acercó para devolverle susapuntes.

—Muchas gracias —dijo al tenderle la libreta.—De nada —respondió José—. ¿Has entendido mi letra?—Sí, los apuntes estaban bastante legibles; yo a veces dejo palabras

a medias o tacho alguna cosa, pero los tuyos me han parecido muyclaros.

—Bueno, el tema era interesante y el profesor se explica bastantebien. No es como el de Filosofía, que se enrolla muy mal.

—Es verdad —añadió otro de los chicos—. El día que nos explicólos presocráticos salí con dolor de cabeza.

—Peresocaráticos —puntualizó otro muchacho parodiando alprofesor, que pronunciaba la «r» de una manera especial.

Todos se rieron y ensayaron para ver quién imitaba mejor alprofesor con palabras y gestos.

Aquella mañana fue muy especial para Pol. Por primera vez desdehacía mucho tiempo se sintió uno más y quería seguir siéndolo.

A la hora del recreo, en lugar de esconderse en algún rincón comohabía hecho en los últimos tiempos, decidió sentarse en el escalón deentrada y observar desde ese lugar qué grupos se formaban y cómopasaban el tiempo libre.

No llevaba mucho tiempo allí cuando uno de los muchachos de lamañana se le acercó y dijo bromeando: «¿Qué? ¿Pensando en losperesocaráticos?». Los dos se rieron y el muchacho tomó asiento allado de Pol. Poco a poco, se fueron añadiendo José, Santi y algunosmás y a nadie parecía extrañarle que Pol estuviera allí. Éste ya no sesentía aislado, sino por n otra vez tan seguro de sí mismo comoantes de que las cosas empezaran a ir mal.

Aquella tarde decidió acudir al parque para ver si encontraba alanciano. No sabía muy bien qué quería decirle, pero sentía quenecesitaba volver a verlo. No tuvo suerte ese día ni los dos siguientes.Al tercero encontró al anciano sentado en el mismo banco en que

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habían estado juntos el primer día. Pol se dirigió hacia allí con pasodecidido. ¿El anciano se acordaría de él?

—¡Hola! —saludó al llegar.—¡Hola, muchacho! —respondió el anciano—. ¿Cómo va todo?—Muy bien —repuso Pol—. Han cambiado mucho las cosas estos

días.Poco a poco, le fue explicando las novedades y, sobre todo, el gran

descubrimiento que había hecho: todo lo que él y sus padres habíanemprendido para que no se metieran con él justamente habíacomplicado la situación. Con sólo dejar de hacerlo todo había vueltoa la normalidad.

El anciano escuchó atentamente y luego felicitó a Pol por habersabido darse cuenta a tiempo de las cosas que no funcionaban ycambiarlas.

A menudo, los problemas más graves se solucionan de manerasencilla si uno no los complica… con la mejor intención.

* * * En los últimos años, la violencia en las escuelas se ha convertido en

un verdadero problema.El caso de Pol, el protagonista del cuento, está basado en un hecho

real, que afortunadamente tuvo un nal feliz. Por lo que sé de él hoy,tres años después de nalizar el tratamiento, que duró sólo tressesiones, es un chico feliz, con notables resultados académicos y muybuena relación con sus compañeros.

Aproximadamente un año después de haberse resuelto el con icto,alguien le preguntó qué era lo que más le había ayudado y Polrespondió: «Para mí, lo fundamental fue dejar de sentirme víctima ypoder afrontar el problema de una manera más activa. Y lo que más

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me costó fue convencer a mis padres de que yo podía hacer frente a lasituación sin su intervención directa. Llegó un momento en quepermanecer en casa me resultaba igual de doloroso que estar en elcolegio, y la rabia de mis padres unida a la mía se me hacía casiinsoportable».

Todos los casos con que nos hemos encontrado y que tenían suorigen en este mismo problema presentaban una forma parecida defuncionamiento: a partir de algún pequeño incidente, insulto o leveagresión entre compañeros, las personas del entorno empiezan aintervenir con la intención de ayudar. Unas veces, exigiendo al niñoque ha sufrido la agresión que plante cara y responda de la mismamanera, conducta que éste posiblemente se siente incapaz de realizarpor miedo, vergüenza o cualquier otro motivo. Se ve afrontandoentonces un problema añadido: no puede llevar a cabo lo que le handicho que debería hacer y por tanto se siente «incapaz y débil».

Otras veces, se le insiste a informar al profesor. Algunos niñosrealmente lo hacen, convencidos de que eso logrará que los otrosdejen de molestarlos, pero desgraciadamente suele tener el efectocontrario: al problema inicial se añade ahora aquel otro de que lesponen, además, la etiqueta de «chivato».

Cuando los padres deciden intervenir, lo hacen con la buenaintención de ayudar a su hijo a resolver una situación injusta.Sucumbimos a la ilusión de creer que podemos evitar que nuestroshijos sufran y, a pesar de que reconocemos que en el mundo haypersonas desagradables o con ictivas y situaciones en las que todoscometemos errores, nos resulta muy difícil permitir que nuestros hijoslos afronten por su cuenta y vayan aprendiendo a desenvolverse solostambién en estas circunstancias.

No cabe la menor duda de que la postura de protección queadoptan los padres les parece la mejor opción, pero cuando nocontribuye a la solución del problema acarrea incluso una nuevacomplicación del mismo, que va agravándose entonces cada vez más.

Según mi experiencia, los casos que se han resuelto con éxito hansido aquellos en que se ha conseguido que el niño agredido se sintieraaceptado dentro de un grupo de iguales, lo cual constituye el mejorrespaldo que pueda tener en la escuela.

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La protección por parte de los padres hace que sea visto como un«niño mimado» y la proporcionada por el maestro le acarrea laetiqueta de un «niño pelota»; en cambio, la que le brindan loscompañeros le convierte en un «niño popular». Naturalmente, laaceptación en el seno de un grupo no debe de ser impuesta, sino frutode una conquista personal del chico.

Con mucha frecuencia, la víctima de la agresión es un niñointeligente, con muy buen rendimiento académico (que sueledisminuir cuando comienza el problema) y con alguna cualidadenvidiable e inalcanzable para el grupo agresor, que afortunadamentesuele componerse sólo de un número limitado de integrantes y noabarcar a toda la clase. A la hora de tratar estos problemas resultamuy importante hacer hincapié en este hecho para ayudar al niño acomprender que un pequeño grupo que se comporta de maneraestúpida no puede vencer a otro más grande que observa unaconducta más inteligente, a no ser que éste se lo permita. Esaindicación suele darle fuerza para activar sus recursos.

En resumen, he aquí las conductas que cabe evitar en estos casos:los padres no deben actuar en lugar del niño y tomar decisiones por ély así convertirse en un escolta que lo acompaña a cada paso para quenadie pueda hacerle daño, pues eso provocaría en él la sensación deamenaza constante. Tienen que abstenerse de animar al niño a queplante cara a sus agresores, ya que, por una parte, es posible que no sesienta capaz de hacerlo y, por otra, de esta forma podría producirseun enfrentamiento para el que no esté preparado. También estotalmente desaconsejable obligarlo a acudir a un adulto a n dedelatar al «agresor», dado que de esta forma se convertiría en el«acusica». Eso daría nuevos motivos para que sus adversarios semetieran con él y le provocaría la sensación cada vez másdesalentadora de no ser capaz de resolver sus propios asuntos. Elconsejo de pasar por alto a sus agresores tampoco suele dar buenosresultados, porque en la mayoría de las ocasiones resulta del todoimposible llevarlo a cabo. Lo mismo vale para instarle a huir ocambiar de escuela, pues aumentaría en el niño la sensación defracaso e incapacidad. Además, los padres deben evitarresponsabilizar y atacar al colegio, ya que en ese caso se crearía unambiente cada vez más hostil y se empeoraría la situación del niño.

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La escuela, por su parte, ha de desistir de enfrentar a los niños,tomar partido o hacer de jueces.

Por último, el asunto no debe convertirse en el tema central detodas las conversaciones en casa y el colegio.

En lo que respecta al niño, es fundamental que evite comportarsede una forma que demuestra a su agresor que tiene poder sobre él, porejemplo, aislándose, devolviendo la agresión o actuando comovíctima.

Para abordar este problema de forma positiva ofrecemos lassiguientes indicaciones generales: los padres deben tratar a su hijodesde el primer momento de tal manera que le transmitan que lo vencapaz de solucionar sus problemas solo; es, por ello, aconsejable queadopten la difícil pero e caz postura de «observar sin intervenir», conel n de que el niño sienta que confían en él y en sus propios recursospara resolver sus di cultades. Actuando como si la situación no fueratan grave como para que el chico no pueda resolverla por su cuentalos padres le comunican que dan más importancia a los recursos quetiene que a las dificultades que ha de afrontar.

Por parte de la escuela, la mejor ayuda consiste en mantener ladinámica habitual en la enseñanza y transmitir los valores éticos deforma general, sin personalizar ni señalar al chico como víctima.

La familia y los representantes escolares deberían intentarcontribuir a que el niño se relacionara con otros compañeros.

¿Y qué puede hacer el chico? Rodearse de amigos para afrontar lassituaciones con ictivas, actuar como si el agresor no tuviera el poderde hacerlo sufrir, es decir, mostrar al otro que sus ataques noconsiguen su objetivo de hacerle sentir mal. También le será de ayudacanalizar la rabia que provoca esa situación en actividades que noempeoren el problema.

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CAPÍTULO 2CARLOS Y LOS POLLITOS

Carlos era un niño feliz, que vivía con sus padres en un pueblo muy

bonito.Le gustaban mucho las golosinas y siempre quería que su madre lo

llevara a una tienda cerca de su casa donde vendían nubes, quicos,chocolatinas y caramelos de todas clases… Se quedaba allí embobadomirando los cestos repletos de aquellas cosas tan buenas y como sumadre lo dejaba elegir sólo una única cosa, le costaba mucho escogerporque eso significaba renunciar a todas las demás.

A veces, en algunas fechas especiales como Navidad, Reyes, sucumpleaños, etcétera, Carlos recibía una gran bolsa de chucherías, quele hacía feliz. Su madre le decía entonces: «No te las comas todas, sino te vas a poner malo». Carlos aseguraba que no lo haría, pero laverdad era que no podía parar de comer.

Alguna vez le dolía la barriga, pero Carlos se aguantaba y no decíanada para que su madre no le riñera.

Llegó un día en que tuvo un dolor de barriga tan fuerte que no lopudo disimular y empezó a llorar porque estaba muy asustado. Su

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madre dijo enseguida que eso venía de comer tantas chucherías, peroCarlos estaba convencido de que era por las horribles acelgas que sumadre le había hecho tragar a mediodía. El médico dictaminó una«gastroenteritis», un nombre que a Carlos le parecía rarísimo, y añadióque podía ser producida por un virus. Pero su madre seguíaconvencida de que era por las chuches y Carlos, por las acelgas.

Aquel día, Carlos fue muchas veces al lavabo para hacer de vientre.Alguna vez incluso no le dio tiempo de llegar al cuarto de baño y selo hizo encima.

Luego empezó a apretar fuertemente las piernas cada vez que teníaganas de ir al lavabo a n de poder controlarlo mejor y para que nose le escapara. A veces lo conseguía y luego se le pasaban las ganas.Otras veces se le escapaba un poco, pero pensaba que nadie se daríacuenta y que podría seguir jugando con la consola.

Cuando sus padres se percataron del problema, al principio lehablaban con cariño, pero luego iban perdiendo la paciencia y cadavez se enfadaban más con él. Carlos no sabía qué hacer con loscalzoncillos sucios para que sus padres no los vieran y le riñeran.Empezó a mentir, a decir que no necesitaba ir al lavabo, aunqueestuviera todo sucio, y a esconder los calzoncillos debajo de la cama.Cuantas más cosas hacía para disimular, más enfadados estaban suspadres.

Carlos tenía miedo a que hubieran dejado de quererlo.Hacía tiempo que su madre no lo llevaba ya a la tienda de

golosinas, pero a Carlos no le importaba. ¿Quién se interesaba por laschuches? Sólo podía pensar en no hacérselo encima para que no seenfadaran con él. Pero cuanto más intentaba controlarse, más se leescapaba.

Su padre y su madre discutían con frecuencia y Carlos pensaba queera por su culpa. Todo el día tenía ganas de llorar, pero eso poníatodavía más nerviosos a sus padres.

Carlos se sentía cada vez más solo. En el colegio, los otros niños seapartaban de él a causa del mal olor de la maldita «caca». Estabadesesperado. La caca tenía la culpa de todo y él no podía hacerladesaparecer.

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Su madre volvió a llevarlo al médico y las cosas empeoraron aúnmás. Ahora le hacían sentarse en el lavabo mucho rato varias veces aldía y le daban un horrible jarabe que sabía a rayos. Pero él no queríahacer de vientre, en realidad no quería volver a hacerlo nunca más.

Llegaron las vacaciones y Carlos fue a pasar unos días a casa de suabuela.

Le encantaba ir allí porque había muchos animales: conejos,gallinas, ovejas y hasta un burrito, que se llamaba Nuño.

Carlos se pasaba horas mirando y jugando con los animalitos, y lehabría encantado montarse sobre Nuño. Pero no se atrevía, por siaquella maldita caca aparecía.

Los primeros días fueron todo un éxito, pues el problema no loincomodó ni una sola vez. Pero su madre estaba preocupada yempezó a darle el doble de cucharadas de aquel jarabe malísimo.¡Parecían querer que volviera a mancharse los calzoncillos!

Cada vez que iban a salir de casa para pasear por el pueblo lehacían sentarse antes mucho rato en el lavabo. Pero Carlos no queríavolver a ver aquella pasta marrón tan maloliente y se quedabasentado conteniéndose, aburrido.

Al cuarto día, mientras estaba dando de comer migas de pan a unospollitos, ocurrió lo que tanto temía: una terrible caca se le escapó, sinque pudiera hacer nada para retenerla. Y para colmo, su abuela salióa llevarle un vaso de leche. Carlos no sabía qué hacer. Lo mejor eradisimular como de costumbre, por eso cuando su abuela le preguntó sihabía hecho caca, contestó muy serio que no y siguió mirando cómocomían los pollitos.

Cuando la abuela regresó a la casa, empezó a tramar un plan paradeshacerse de los calzoncillos manchados.

Se apresuró a quitárselos y los escondió detrás de una pequeñavalla de madera. Cuando se giró, vio una gallina muy gorda que, conpaso decidido, se acercaba a él; Carlos se apartó y la gallina pasó delargo sin hacerle el menor caso. Fue directa hacia el sitio donde habíaescondido los calzoncillos sucios.

¡No podía creerlo! ¡A la gallina no le asustaba aquella caca

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horrible!Estaba picoteando los calzoncillos… ¡Y parecía gustarle!Antes de que se diera cuenta, varias gallinas más se acercaron para

imitar a la primera. Y rápidamente les siguieron los pollitos.Muy sorprendido, Carlos se lo contó a su abuela, que empezó a

reírse a carcajadas.Al día siguiente por la mañana, la abuela lo llevó a darles trigo y

maíz, que se comieron muy rápido. Parecían seguir teniendo hambre,así que Carlos decidió bajarse los calzoncillos y darles un poquito dela caca que tanto les había gustado. Y así fue, pues se pusieron apicotear muy contentos.

Y Carlos también estaba contento, ya que fue la primera vez que lacaca no le causaba problemas. Y lo más importante: ya no le dabamiedo hacerla.

* * * La historia de Carlos es un ejemplo típico de cómo los niños pueden

interpretar ciertos hechos de la vida cotidiana y qué hacen o evitanhacer para liberarse de aquello que los asusta, con el resultado de vercada vez más complicada la situación, precisamente debido a esosintentos.

Los médicos denominan el problema que sufre Carlos «encopresispor rebosamiento». Es frecuente que a partir de un incidente de pocaimportancia, como puede ser una defecación un poco dolorosa porestreñimiento, una pequeña herida en el borde anal o cualquier otracosa, el niño desarrolle una auténtica fobia a ir al lavabo. Las hecesacumuladas, debido a la alta presión en el interior del intestino,vencen la resistencia del esfínter y salen en forma de pequeñasmuestras, sin que el niño pueda controlarlo.

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No sirve en absoluto intentar convencerlo, razonar, reñirle ocastigarlo, porque se halla completamente presa del miedo y lo únicoque se suele conseguir con eso es que se sienta cada vez másavergonzado y culpable.

Los padres, preocupados al ver que su hijo empieza a ser rechazadodebido al mal olor, reiteran sus ruegos y amenazas, de modo que enmuchos casos este asunto se convierte en el único tema deconversación entre ellos y su hijo.

Los pediatras, con la mejor intención, suelen recomendar una dieta«blanda» y que se siente al niño a diario en el váter durante un tiempodeterminado, lo cual para el pequeño constituye, por lo general, unaespecie de tortura. Casi todo en la casa gira alrededor del problemadel niño y él, por su parte, se pasa el tiempo pensando en cómoliberarse de todas esas molestias y evitar la situación temida.

Cuando estos casos llegan al psicólogo, casi siempre ya ha pasadoun tiempo relativamente largo en que la familia ha experimentado elfracaso de todos sus intentos, por lo que resulta fácil proponerles queeviten todo aquello que ya han probado sin el menor éxito.

No todos los casos se resuelven de manera sencilla y no queremosprofundizar ahora en el tratamiento médico de la encopresis, quepuede requerir en algunos pacientes complicadas técnicas de vaciado.En cambio, nos proponemos ayudar a los padres a entender cuál es lasituación que está viviendo el niño, ya que su actitud variará muchoen función de si creen que tienen delante a un chico provocador,desobediente y perezoso o bien a un niño aterrorizado, rechazado,avergonzado e incomprendido.

Por otra parte, la mayoría de los padres de hoy tienden a asumir losproblemas de sus hijos, de modo que se sienten obligados a solucionarcualquier di cultad que se les presente, sin darse cuenta de que aveces sólo consiguen generar un conflicto nuevo.

Aceptar al niño con su problema, tratando de ayudarlo a soportarlas dolorosas consecuencias en un ambiente de tranquilidad y sinañadir más vergüenza y culpa no es tarea fácil. Pero cuando seconsigue, ayuda mucho al niño, pues entonces puede sentirsecomprendido y apoyado por sus padres a la hora de afrontar su

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di cultad. De lo contrario, se sentiría, además, en lucha contra suspadres, ya que tratan de exigirle algo que se siente incapaz de realizar.

Los niños no pueden evitar sentir miedo. Por consiguiente, abordareste problema compete a los padres, no tanto por lo que pueden hacercomo por lo que deberían evitar: preguntar todo el día por ese asunto,estar constantemente pendientes del tema, reñir al niño, amenazar conque se pondrá malo si no hace de vientre, etcétera, y permitir que esteproblema se convierta en el eje central de la relación con su hijo.

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CAPÍTULO 3DAVID Y SU HERMANITO

Cuando sus padres le dijeron que iba a tener un hermanito, David

se puso muy contento. ¡Por fin podría jugar siempre con alguien!Observaba la barriga de su madre, que se hacía cada vez más

gorda, y a veces le daba miedo cuando la veía agacharse porquepensaba que podía hacer daño al bebé; por eso estaba siemprependiente de ella y no quería separarse ni un momento.

Algunas veces su madre decía: «Éste va a ser futbolista, mira cómoda patadas».

A David no le parecía bien eso de patear a mamá, pero no decíanada, pues, por lo visto, a nadie le extrañaba esa manera decomportarse del bebé.

Fue por aquellos días cuando David empezó a notar algo raro. Suspadres estaban mucho más atentos a cualquier cosa que hiciera y lerepetían una y otra vez que cuando naciera el hermanito tenía que

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quererlo mucho y cuidar de él.David estaba un poco nervioso, pero preparado para la llegada del

hermanito y no se quería perder el momento en que por n aparecierael curioso bebé. Por eso no deseaba apartarse de su madre y, cuandolo obligaban a ir al colegio, se pasaba el rato pensando si, cuandovolviera a casa, el bebé ya habría nacido.

A él esto le parecía normal y pensaba que lo mejor era quedarse encasa cuidando de su madre y el hermanito hasta que éste naciera.

Un día cuando sus padres fueron a buscarlo a la escuela, la maestrales dijo que lo veía raro, que siempre estaba distraído y no queríajugar. Sus padres también lo habían notado extraño y a rmaron quesentía «celillos». David no sabía qué signi caba eso, peroaparentemente era algo que no debería experimentar.

Por otro lado, David se encontraba mejor que nunca. Estaba muyilusionado con la idea de tener un hermanito. No entendía por qué nole permitían dejar de hacer cualquier otra cosa para esperar sullegada. No le parecía nada bien que su hermano naciera y él noestuviera presente.

Por n, un día su padre fue a buscarlo al colegio y le anunció queel hermanito había nacido. Lo llevaron a una clínica y allí estaba sumadre con un niño diminuto en brazos. David se quedó embobadoviendo los movimientos tan extraños que hacía aquel pequeño ser.Quería cogerlo en brazos y empezar ya a jugar con él, pero por lovisto no era de goma como sus Pokemon y todo el mundo tenía miedoa que cayera al suelo y se rompiera en mil pedazos.

David quería ir corriendo a casa con sus padres y el hermanito paraenseñarle la cuna que le habían comprado y el cuarto de los juguetes,pero le dijeron que el bebé y su madre tenían que quedarse unos díasen la clínica y que él debería ir a dormir a casa de la abuela.

A David le gustaba mucho ir a casa de la abuela y, aunque hubierapreferido no dejar a su madre y al bebé, se marchó sin protestar. Laabuela le preparó una cena muy rica. Dijo que Pablo —así iban allamar al hermanito— se parecía a él cuando nació.

Al día siguiente, cuando su abuela lo llevó a la escuela, David se

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sentía feliz. Quería explicar a todos sus amigos cómo era suhermanito, cómo le temblaba la barbilla cuando lloraba y cómoestiraba los deditos. Todo el mundo decía que tenía las manos muygrandes, aunque a él le parecían muy pequeñas. Se enfadó muchocuando, a la hora del recreo, Antonio le dijo: «Tu hermano es unamierda».

David no se lo pensó dos veces y, aunque no le gustaban las peleas,empezó a pegar a Antonio como nunca había hecho con nadie. Sentíatanta rabia que no podía dejar de llorar e insultar a Antonio cuandola maestra acudió a separarlos.

Por la tarde, volvieron a llevarlo a la clínica y pudo ver cómo sumadre daba de mamar a Pablo. Había ido mucha gente a conocer albebé y casi todos con regalos. Algunos incluso habían traído algo paraDavid, pero él no quería regalos. Sólo deseaba estar en casa con suspadres y su hermanito y sin que nadie los molestara.

Tenía ganas de contar a su madre lo que había pasado en elcolegio, pero no estaba seguro de si ella querría saberlo. Siempre ledecía que no está bien sentir rabia ni enfadarse ni llorar ni pegarse.Además, estaba demasiado ocupada con el bebé y las visitas, así quedecidió callar.

Cuando por n volvieron a casa, las cosas no fueron mucho mejor.Su madre se pasaba el día dando de comer al bebé y cambiándole lospañales, pues aquel niño diminuto era como una máquina de fabricarpipís y cacas.

David lo miraba fascinado. ¿Cómo era posible que aquel pequeñoser, que ni siquiera hablaba, consiguiera tener a todo el mundopendiente de él?

Por las noches, cuando llegaba su padre a casa, David corría a darleun beso, pero ya no era lo mismo que antes; ahora, su padre estabamás distraído y algún día hasta lo llamó «mi chico grande».

Lo más extraño era que todos decían que no había cambiado nada,que lo querían igual que siempre y que era él quien estaba «raro»desde que su hermanito había nacido. Pero David veía las cosas demanera diferente. ¿Cómo habrían reaccionado su padre y su madre siél hubiera traído a casa a otros padres y les hubiera dicho que todo

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seguiría igual pero con dos papás y dos mamás? Claro que eso no ibaa pasar porque David tenía bastante con los suyos. Eran ellos los que,por lo visto, necesitaban más hijos.

A pesar de todo, estaba contento y quería a su hermanito, aunque aveces le habría gustado tener a los padres para él solo como antes deque Pablo naciera. En realidad, quería que fueran sólo suyos y Pablotambién sólo suyo. Ya se las arreglaría para cuidarlo y no comoahora, que no lo dejaban casi ni acercarse, ni cogerlo en brazos,¡cómo si él no supiera tener cuidado! En cambio, su padre y su madrelo cogían, lo lanzaban hacia arriba para hacerlo reír, lo metían en labañera y jugaban con él como si fuera un muñeco. Además, leenseñaban a eructar, algo que David no comprendía porque a él lereñían cada vez que se le escapaba uno. Decididamente, los adultoseran muy difíciles de entender y no había manera de mantenerloscontentos.

Un día lo llevaron a un psicólogo, que le hizo dibujar en un papel.David no tenía muchas ganas, pero decidió hacerlo muy bien, así queempezó a borrar y borrar hasta que se le rompió la hoja. El psicólogole dijo que no se preocupara tanto por cómo le salía el dibujo, quesólo quería ver qué iba a dibujar. Entonces David se puso másnervioso, pues no sabía qué se esperaba de él. Al nal, hizo una casa ycuando el psicólogo le preguntó si vivía alguien allí otra vez se quedósin saber qué decir. Finalmente, respondió que allí vivía un niño consus papás.

El psicólogo le pidió entonces que los dibujara en otro papel yDavid, que ya estaba cansado de dibujar y no sabía cómo acabaraquello, esbozó a la madre y al niño y dijo que el padre se había ido atrabajar.

Eso pareció gustar al psicólogo porque alabó mucho su dibujo ydijo que ya era su ciente. Después, le preguntó cosas sobre Pablo ysus padres.

David le explicó que iban todos los días a trabajar para ganardinero y que le gustaría estar más tiempo con ellos. También le contócómo lloraba Pablo cuando quería comer y hasta consiguió imitarlode una forma que le pareció bastante lograda.

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Unos días más tarde, David oyó hablar a sus padres de lo que elpsicólogo había dicho. Mencionaron un «trastorno de adaptación».David no sabía muy bien qué era eso, pero parecía que tenía que vercon el nacimiento de Pablo. El psicólogo les recomendó que jugaranmás con él y lo hicieran participar en los cuidados del bebé.

¡Lo que faltaba! Ahora cuando David estaba viendo sus dibujosanimados preferidos o jugando con su gameboy, su madre lo llamabapara que la ayudara a bañar a Pablo o le mandaba entretenerlomientras ella le preparaba la papilla.

David se sentía muy mal. Sus padres no estaban contentos con él niél con ellos; todos se hallaban nerviosos y enfadados. El único queparecía feliz era Pablo, que se reía con sólo ver que alguien se leacercaba.

Un día el padre llegó a casa de muy buen humor. Por lo visto, algohabía salido muy bien en su trabajo y como premio le ofrecían unviaje a un país muy bonito. La madre podría acompañarlo, pero Davidy Pablo tendrían que quedarse en casa de la abuela. David no seatrevía a decir nada, pero estaba muy preocupado ¿Y si sus padres seolvidaban de él y no volvían? ¿Y si les pasaba algo en el avión? ¿Y sise quedaban a vivir en aquel sitio? ¿Y si él se ponía malito, comocuando tuvo la varicela? No podía creer que sus padres se fueran sinél.

Los días siguientes pasaron muy rápidos. Su madre le recordabaque tenía que portarse bien y cuidar de Pablo porque él ya era mayor.¡Qué manía les había dado a todos con decir que era mayor! Encambio, otras veces cuando quería hacer alguna cosa solo, le decíanque todavía era muy pequeño.

El día de la salida de los padres, todos estaban muy nerviosos,sobre todo el padre y la madre. «¡Pórtate bien!», «Te llamaremos porteléfono», «¡Cuida de Pablo!», «No fastidiéis a la abuela», le dijeron.David deseaba que se marcharan y dejaran de darle órdenes.

Aquella tarde, cuando salió del colegio, Pablo y la abuela loesperaban en la puerta. Al llegar a casa, la abuela sacó a Pablo delcochecito y lo dejó en el suelo junto a David. Era muy gracioso vercómo recorría la casa a gatas; a veces incluso se ponía de pie y daba

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algunos pasitos solo.No se separaba de David. Con su bracito y el dedo índice extendido

señaló la puerta y balbució: «Mamá, mamá». Pero David sabía que lospadres estaban muy lejos, en un país con un nombre feo. Así queintentó consolar a su hermanito, que no dejaba de llorar, haciéndolemuecas y emitiendo sonidos. Esto funcionó durante un rato, peroenseguida el bebé volvió a acordarse de su madre y rompió de nuevoen llanto gateando hacia la puerta.

La abuela salió de la cocina con el biberón para Pablo y preguntó aDavid si quería dárselo.

No se lo pensó dos veces y aceptó. Aunque estaba un poconervioso, sentó a Pablo en sus rodillas y éste engulló la leche tibia enpocos minutos.

Parecía un poco más calmado después de tomársela.La abuela había preparado también para David una merienda

estupenda, con galletas de chocolate. Al terminar, sacó un enormeálbum de fotografías; en algunas de ellas se veía a David a la edad dePablo y… ¡Era verdad! ¡En aquella época había sido igualito a sudiminuto hermano!

Aquella noche fue a verlo a la cuna y se lo quedó mirando un buenrato, mientras Pablo dormía plácidamente.

David le dio un besito en la mejilla y se alegró de tener unhermanito.

Pensó que Antonio había dicho aquello porque sentía envidia, yaque él no tenía hermanos.

Y se acordó de las tardes de lluvia aburrido en casa… ya no sevolvería a aburrir… ¡Seguro que no! Algo había cambiado dentro desí mismo, aunque no sabía muy bien qué era. Se sentía mayor, «elchico grande», como decía su padre.

David fue a lavarse los dientes mientras Pablo dormía tranquilo.

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* * * El nacimiento de un hermano es un suceso muy importante en la

vida de un niño y, a pesar de que la mayoría de los pequeños sealegran y lo celebran, generalmente se considera casi natural que seproduzcan situaciones de celos antes o después de que el bebé hayanacido.

Los padres suelen estar preparados para dicha situación. De hecho,es muy frecuente que cuando una pareja anuncia que van a tener unsegundo hijo todas las personas de alrededor pregunten señalando almayor: «Y éste, ¿cómo se lo ha tomado?».

Ya en la Biblia aparece la rivalidad entre los hijos de Adán y Eva,con el nefasto desenlace que todos conocemos. Quizá por eso lospadres traten de estar muy atentos a la más mínima señal que indiquemalestar por parte del niño mayor y, curiosamente, atribuyencualquier cosa a los celos.

Conocí a una madre que aseguraba que su hija se había dejadoatropellar por un coche para que estuvieran más pendientes de ella,porque tenía celos de su hermana pequeña. Otra estaba convencida deque las crisis epilépticas de su hija mayor se producían debido a loscelos que sentía tras el nacimiento de su hermano pequeño.

Estos ejemplos ilustran hasta qué punto se puede interpretarerróneamente una coincidencia en el tiempo como una relación decausa-efecto.

Es evidente que la incorporación de un nuevo ser a la familiagenera un cúmulo de sentimientos de todo tipo, no sólo en los niños,sino en todas las personas que viven en la casa. Además, al ver a unrecién nacido tan desvalido, el instinto protector se pone en marchade una manera que puede incluso ser agobiante.

Los niños, aunque sean muy pequeños, quieren colaborar en elcuidado de sus hermanitos, pero muchas veces los padres, ante eltemor de que el hijo mayor haga sin querer algún daño al bebé,frustran ese deseo de manera poco conveniente. He oído a muchas

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madres pronunciar frases como las siguientes: «No te acerques a lacuna del bebé», «Al bebé no se le toca», «No le pongas el chupete, quese puede ahogar», etcétera. Aunque se digan con la buena intención deproteger al recién nacido, posiblemente provoquen que el niño mayor,que todavía tiene una capacidad cognitiva limitada, se sientaconfundido y no llegue a comprender por qué no puede hacer cosasque los demás sí llevan a cabo.

Para evitarlo, la madre puede solicitar la colaboración del niño confrases del estilo «Si oyes llorar a tu hermanito, avísame corriendo eiremos los dos a consolarlo».

Espero que el cuento de David y su hermanito ayude a entendermejor cómo se siente un niño ante sentimientos tan variados,contradictorios e intensos.

Resumiendo: cabe insistir en que los padres, abuelos y otros adultosse abstengan de decir al niño que tiene que querer mucho a suhermanito —pues eso lo hará espontáneamente—, así como depronosticar que tendrá celos del bebé y de relacionar cualquierproblema o circunstancia desagradable que surja con esta «profecía».

En efecto, para el niño supone una contradicción incomprensible elhecho de que se le pida, por un lado, que quiera mucho a suhermanito y, por otro, que se lo mantenga al margen del bebé.

En lugar de eso y a n de evitar que se sienta desplazado, se lepuede invitar a colaborar en el cuidado del bebé encomendándolepequeños encargos y manifestando que su presencia y ayudacontribuyen en alto grado a que a los padres todo el trabajo queorigina un recién nacido les resulte mucho más llevadero.

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CAPÍTULO 4¿QUÉ ME PASA, MAMÁ?

Alex se lo había pasado muy bien ese día. Había ido de excursión a

una granja con todos los niños de su colegio y había visto muchosanimales: vacas, conejos, cerditos, gallinas… Cuando bajó del autocar,sus padres lo estaban esperando y Alex corrió a abrazarlos paraexplicarles todo lo que había visto.

Como siempre, su madre le hizo muchas preguntas: qué habíancomido, si se lo había acabado todo, si la granja estaba muy lejos, conquién se había sentado en el autocar, si se lo había pasado bien, quéera lo que más le había gustado, si no le daban miedo los animales, sise había acercado mucho, etcétera. Alex quería contestar a todo tanrápido que a veces no le salían las palabras y entonces su madre leayudaba y acababa la frase por él empezada.

Alex era un niño feliz. Había nacido antes de tiempo y sus padres sehabían llevado un buen susto. Además, había nacido con un brazomás corto, pero no le importaba porque había aprendido a hacertodas las cosas igual que sus amigos. Cuando era más pequeño le

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gustaba que su madre le explicara que habían tenido que salircorriendo al hospital porque él había decidido nacer dos meses antesde lo que le tocaba. Le contaban que al nacer había sido muypequeñito y que no había pesado ni un kilo. También le había dichosu abuela que lo habían envuelto en papel de plata para que notuviera frío, de modo que cuando ella lo había visto por primera vezparecía «un bocadillo». Le gustaba que la abuela le explicara estoporque luego lo cogía y abrazaba muy fuerte y le daba muchos besosdiciendo: «¡Ay, mi bocadillito, que me lo voy a comer!». Y Alex sedejaba achuchar por la abuela, que se sentía muy feliz cada vez quesu nieto estaba con ella.

Su madre, en cambio, a veces se ponía triste y aunque él le dieramuchos besos no se alegraba. Un día oyó que decía: «Lo que yo hesufrido con este niño no lo sabe nadie». Su padre, que estaba presente,añadió: «¡Y lo que nos queda!».

Alex se les acercó y preguntó: «¿Por qué, mamá?».Su madre contestó: «Anda, vete a jugar», y añadió bajando el tono:

«Está en todo».Él no sabía muy bien qué pasaba, pero ya no quería preguntar

mucho porque su madre se ponía muy triste siempre que lainterrogaba.

Cuando iban al parque, ella siempre quería que jugara cerca deella. Algunos niños le preguntaban: «¿Qué te ha pasado en el brazo?».Y él contestaba: «Nací así». Los niños decían: «¡Ah!». Y seguíanjugando.

Le gustaba que su madre lo defendiera cuando algún niño lepegaba, pero luego le daba mucha vergüenza porque los otros chicosle decían: «Anda, díselo a tu mamá», y se iban corriendo.

A veces, Alex pedía permiso a su madre para ir a casa de Marcos acambiar cromos. Sabía dónde vivía y podía ir solo perfectamente.Pero su madre le decía que no quería que fuera solo a ningún sitio yAlex se enfadaba mucho. En su opinión, ya era mayor.

—¿Por qué nunca me dejas hacer nada? Siempre tienes que venirconmigo a todos los sitios, —le echaba en cara.

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—¡Porque a lo mejor te pierdes! —gritaba su madre desde la cocina—. O te pasa algo. ¿Y luego qué?

Alex se enfurecía y, a pesar de que ya era bastante mayor paratener rabietas, cuando se enfadaba se tiraba al suelo y empezaba a darpatadas hasta que su madre acudía a calmarlo, igual que cuando erapequeño. A veces, le funcionaba y luego le dejaban hacer lo quequería, pero luego también se sentía mal porque no le gustabaenfadarse con sus padres. Sabía que los chicos de su edad ya no secomportaban así, pero a él le daba resultados y por eso seguíahaciéndolo. Además, su madre siempre decía que él era «especial» y,aunque no sabía lo que eso signi caba, sí notaba que a él no le reñíancomo a sus hermanos y que no tenía que hacer las mismas cosas queellos.

Algunas veces sus hermanos se enfadaban porque su madre lespedía que acompañaran a Alex a algún lugar a donde no querían ir.Alex aseguraba que podía ir solo, pero ella nunca lo dejaba y cuandopreguntaba «¿Por qué no puedo ir a ningún sitio sin que me acompañealguien ni me dejáis hacer nada solo?», su madre respondía, porejemplo: «Porque tú no puedes ir solo», «Porque a lo mejor te pasaalgo» o simplemente «Porque tú no puedes». Si Alex insistía con un«¿Por qué yo no?» la respuesta era «Porque eres especial».

Un día Alex preguntó a su abuela:—Abuelita, ¿qué quiere decir «especial»?—Diferente.—Pues, todos somos «especiales», ¿no, abuela?—Claro —contestó ella—. Cada uno es especial en algo.—¿Yo soy especial?—Sí, cariño, tú eres especial. Eres lo que más quiero en el mundo y

me gusta que seas como eres.¡La abuela sí que sabía hacerle sentir bien! Él quería mucho a sus

padres, pero siempre estaban ocupados. A veces también se lo pasababien con ellos, pero no lo entendían tan bien como su abuela.

Alex iba a un colegio donde había muy pocos niños por clase.

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Había aprendido a leer y le gustaba mucho la geografía y la historia:saber cómo era la Tierra y cómo vivían las personas en otros países.Las matemáticas le interesaban menos porque casi nunca explicabanhistorias y cuando lo hacían eran cosas tontas como «Si tienes docecaramelos y los quieres repartir entre cuatro niños, ¿cuántoscaramelos tienes que dar a cada uno?». Pues, sencillamente iría dandoun caramelo a cada uno hasta que se terminaran, y no entendía porqué tenía que hacer aquellas cuentas tan terribles. Además, le exigíanque se supiera de memoria unas tablas, cuando había calculadorasque lo calculaban solas. Sus padres a veces llevaban una cuando ibana comprar, pero a él no lo dejaban usarla para hacer los deberes.

Pero leer sí le gustaba porque así se enteraba de cosas antesignoradas y podía escribir algo en el ordenador y chatear con susamigos.

Un día encontró unas hojas que su madre había impreso de unapágina web y dejado sobre la mesa, así que se puso a leer:

LA BELLEZA DE HOLANDA

Cuando estás esperando un niño es como plani car un maravilloso viaje de vacaciones aItalia. Te compras un montón de guías de viaje y haces planes de ensueño: el Coliseo, el Davidde Miguel Ángel, las góndolas de Venecia… Incluso aprendes algunas frases útiles en italiano.Todo es muy emocionante.

Después de meses esperando con ilusión, llega por n el día. Haces tus maletas y sales deviaje. Algunas horas más tarde, el avión aterriza. La azafata viene y te dice:

—Bienvenida a Holanda.

—¿Holanda? —dices—. ¿Qué quiere decir con »Holanda»? ¡Yo contraté un viaje a Italia!¡Tendría que estar en Italia! ¡Toda mi vida he soñado con ir a Italia!

Pero ha habido un cambio en el plan de viaje. Han aterrizado en Holanda y tienes quequedarte allí. Pero, por fortuna, no te han llevado a un sitio horrible, asqueroso, lleno demalos olores, hambre y enfermedades. Simplemente, es un sitio diferente.

Por lo tanto, tienes que salir y comprarte nuevas guías de viaje. Y aprender un idiomacompletamente nuevo. Y conocerás a gente que de otra manera no habrías conocido nunca. Essimplemente un lugar distinto. Más tranquilo que Italia, menos excitante. Pero después dehaber pasado cierto tiempo allí y recobrar tu aliento, mirarás a tu alrededor y empezarás adarte cuenta de que Holanda tiene molinos de viento, tulipanes e incluso Rembrandts.

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Al mismo tiempo, toda la gente que te rodea está muy ocupada yendo a y viniendo deItalia, y presume de lo bien que se lo ha pasado allí. Durante el resto de tu vida, te dirás a timismo: «Sí, allí es donde yo debería haber ido, es lo que yo había planeado». Y el dolor jamásdesaparecerá del todo porque la pérdida de ese sueño es una pérdida muy significativa.

Pero si te pasas la vida lamentándote del hecho de no haber podido visitar Italia, es posibleque nunca te sientas lo su cientemente libre para disfrutar de las cosas tan especiales y tanencantadoras que tiene Holanda.

EMILY PEARL KINGSLEY,

guionista del programa de televisión Barrio Sésamo

y madre de un niño con síndrome de Down

No lo entendió todo, pero le gustó mucho la historia y a la hora dela cena preguntó:

—Mamá, ¿quedan muy lejos Italia y Holanda?Sus padres se miraron y, en vez de responder, inquirieron a su vez:—¿Por qué nos lo preguntas?Alex notó la expresión extraña de sus padres, así que contestó

enseguida:—Por nada, era sólo por saberlo, pero ya se lo preguntaré a la

abuela.Aquella noche, cuando terminaron de cenar, su padre pidió a Alex

que trajera la bola del mundo que le habían regalado por Navidad yle enseñó dónde estaban los dos países.

—En realidad —le dijo— están cerca y están lejos, depende decómo se mire.

* * *

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El nacimiento prematuro de un bebé suele ser un acontecimiento

brusco e inesperado, que obliga a los padres a numerosos cambios deplanes en un tiempo breve, sin tener tiempo para adaptarse a ellos.Las madres que han pasado por esa experiencia suelen explicar que alprincipio ocurre todo muy deprisa: algún indicio de que algo no vabien, llamada al médico, viaje rápido al hospital y manos extrañasque cogen al bebé y se lo llevan a toda prisa, muchas veces sin tiempode enseñárselo a su madre. Muchas de ellas dicen haberse sentidocomo si alguien les hubiera robado a su hijo.

Después, vienen las palabras tranquilizadoras: «No te preocupes, elniño está bien. Es muy pequeñito, pero aquí hay muy buenos médicos.Ya verás como todo irá bien…». Estas palabras pronunciadas con lamejor intención por familiares, amigos y personal del hospital casinunca consiguen tranquilizar a las madres más que por un instante ymuchas de las mismas a rman que se han sentido muy solas en esosmomentos emocionalmente muy intensos.

Cuando por n la madre está en condiciones de poder desplazarse yver al bebé, por lo general se encuentra con una sala llena de aparatosextraños, enfermeras que van de un lado a otro sin parar y unaespecie de urnas de cristal, que llaman «incubadoras», cada una de lascuales tiene en su interior un bebé conectado a una serie de máquinas.

Ésta es la situación real, pero la experiencia es subjetiva. Algunasmadres experimentan verdadero terror cada vez que han de entrar aver a su hijo y no se atreven ni a tocarlo por temor a hacerle daño;otras sólo se sienten seguras si están cerca de él e intentan siempreque pueden tener algún contacto físico con el recién nacido. Sientenuna in nita gratitud hacia las enfermeras que cuidan de su bebé deuna manera ejemplar y saben reconocer cualquier gesto deincomodidad del niño. Pero también surgen a veces situaciones detensión, como aquella que se produce cuando los padres quedandecepcionados porque no siempre sea su «enfermera favorita» la quecuida de su bebé. Suelen preferirla a las otras no tanto por susconocimientos profesionales, que atribuyen a todas ellas por igual,sino porque sintonizan más con ella en el plano emocional ycomunicativo.

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Por lo general, durante los primeros días los padres recibeninformación bastante ambigua por parte del médico: «El niño es muypequeño», «Hay que esperar», «Los bebés prematuros a veces sufreninfecciones», «Tenemos que hacer pruebas», «En algunos casos, seprecisan intervenciones quirúrgicas», «Veremos cómo responde»,etcétera. El momento en que la madre recibe el alta médica despuésdel parto y se va a casa resulta muy duro para ella. Algunas mujeresa rman: «Me había imaginado salir feliz del hospital con mi hijo enbrazos, pero el día en que me dieron el alta mis brazos estaban vacíosy no sabía qué hacer con ellos».

La estancia del niño en la clínica dura casi siempre varios meses ylos padres tienen que aprender realmente un idioma nuevo. Hablan de«la saturación del oxígeno», «la bilirrubina», «la glucosa», «la bombade alimentación» o de «la hemorragia intraventricular». Algunospadres desean que su hijo sobreviva como sea, otros priorizan lacalidad de vida y preguntan insistentemente por las posibles secuelasy el grado de discapacidad que pueda quedarle. Pero, naturalmente,nadie dispone de una bola de cristal para predecir cómo será la vidade otro ser humano dentro de unos años, pues son muchos los factoresque entran en juego. Por ello, la tendencia al optimismo o pesimismode quien proporciona la información y de quien la recibe determinaen alto grado la actitud de las personas implicadas ante la situación.

Es casi inevitable que los padres se pregunten por qué ha tenidoque sucederles eso a ellos y no es infrecuente que las madres sientanque han «fallado» en su rol materno y busquen con desespero algunaexplicación de lo ocurrido: «¿Será por aquel disgusto que tuve en eltrabajo?», «¿Habré comido algo que no debía?», «¿Habré hecho algoincorrecto que ha precipitado los acontecimientos?», «¿Será un castigodivino por haber hecho…?», etcétera.

El momento del alta hospitalaria del niño es un instante temido ydeseado por igual. Las madres tienen miedo a no saber proporcionaral niño los cuidados dispensados durante su estancia en el hospital ymuchas mani estan que de buena gana se quedarían cerca, en unatienda de campaña, para poder acudir cuanto antes a pedir ayuda encaso de que fuera necesario. Es fácil comprender que para estospadres, que han visto a sus hijos en situaciones muy graves, el peso de

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la responsabilidad, que a partir de ese momento han de asumir porentero, despierte temores e inseguridades.

Hay que destacar que muchos de estos niños no sufren secuelaalguna en su vida ulterior, salvo quizás un desarrollo psicomotor unpoco enlentecido durante los primeros años.

Por la parte que me corresponde, me preocupa el hecho de que lospropios profesionales, naturalmente con la mejor intención, tiendan aevocar la noción de patología. Me re ero a predicciones del tipo:«Estos niños tienen muchos problemas para…» (añádese cualquiercosa que se le ocurra). Muchos padres se hallan después en un estadode alerta permanente y ante el mínimo indicio ponen en marchaactuaciones que muchas veces acaban convirtiéndose en el verdaderoproblema. Otros, aunque su hijo no presente ninguna di cultad,empiezan a actuar como si la tuviera, como si de ese modo pudieranevitar su aparición, pero lo único que consiguen es que la di cultad semanifieste en efecto.

Así, por ejemplo, ante el temor de que su hijo tenga luegodi cultades escolares, algunos padres empiezan a estimularlo enexceso muy tempranamente y a enseñarle cosas que por edad nisiquiera le corresponden saber, como dibujar letras, escribir sunombre o contar. Eso puede llegar a convertirse en una verdaderaobsesión de los padres y en una tortura para el niño, queprobablemente no puede cumplir con estas expectativas, no porquetenga alguna discapacidad, sino debido a que aún no posee lamadurez suficiente para realizar estas tareas.

Lo mismo ocurre con la comida. El anhelo de los padres de que suhijo gane peso hace que las horas de las comidas se conviertan en unauténtico calvario. Son capaces de tratar de engañar al niño decualquier manera posible, de modo que éste aprende que la comidapuede ser un arma poderosa para que sus padres estén pendientes deél.

Una de las cosas que más preocupa a los padres es el miedo a quesu hijo no sea capaz de hacer las cosas propias de otros niños de suedad y, en caso de algún defecto físico, que esto sea objeto de burlapor parte de sus compañeros.

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Naturalmente, a todos los padres nos duele que otros niños seburlen de nuestros hijos, pero hemos de asumir que tienen ciertasimperfecciones. Y si no les damos mayor importancia, pronto pasarána ser algo característico de ellos, sin más. En cambio, cualquier detalleal que le concedamos mucha atención acabará convirtiéndose en unproblema de verdad. Es fundamental tener presente que, si los padresintentan evitar que el niño experimente fracasos y pequeñasfrustraciones y empiezan a actuar en su lugar, lo incapacitarán cadavez más y así provocarán precisamente aquello que pretendíanimpedir.

Un caso especialmente doloroso es el de aquellos padres a cuyoshijos se les ha diagnosticado una enfermedad degenerativa con unaexpectativa de vida de sólo pocos años. Es muy importante que estasfamilias aprendan a vivir cada día como si fuera el último, siendomuy conscientes de que, aunque no pueden cambiar la realidad de suhijo, sí tienen recursos para lograr que ésa sea menos dolorosa para él.Todos hemos experimentado el poder curativo de un beso o unacaricia de una persona querida.

Después de una experiencia de este tipo, los padres jamás vuelven aser los de antes, pero la satisfacción de haber podido brindar al hijolos pocos momentos de ternura y felicidad que se lleve de este mundoes una experiencia a la que pocos querrían renunciar.

En mi opinión, el texto de Emily Pearl expresa muy bien lo que sesiente cuando se tiene un hijo «con problemas». «Y el dolor jamásdesaparecerá del todo…» Pero si uno se pasa la vida lamentándosepor cuanto no ha conseguido, es fácil que no pueda disfrutar de lo quesí tiene.

He aquí algunas pautas generales en estos casos. En primer lugar,cabe evitar las siguientes conductas contraproducentes: lasobreprotección, la tendencia a hacer, en lugar del niño, lo que éstepodría llevar a cabo solo y el aislamiento social por miedo a que losdemás puedan ver las «di cultades» del niño, reírse de él o hacerlosentir mal. Asimismo, hay que desistir de tratarlo como si fuera un serabsolutamente incapaz e indefenso, sin ningún recurso.

En cambio, para afrontar la situación de una manera positiva lomejor es presentarle pequeñas di cultades que pueda superar, aceptar

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sus limitaciones y permitir que vaya adquiriendo autonomía. Tambiénes muy importante que se valoren y fomenten sus cualidades y sepromueva su socialización.

Algunos de estos niños nunca conseguirán aprenderse las tablas demultiplicar, pero sí podrán disfrutar de una vida feliz, si los padres lespermiten participar en actividades adecuadas a sus característicaspersonales y les enseñan a respetar a los demás y a gozar de ciertogrado de autonomía.

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CAPÍTULO 5MARÍA Y EL ASCENSOR

María vivía en una bonita ciudad, en el tercer piso de un edi cio

muy alto, habitado por mucha gente. Lo que más le gustaba era elascensor. En realidad, había dos, que funcionaban de la mismamanera. Era casi mágico: se apretaba el botón y el ascensor, como situviera vida propia, acudía rápidamente a la llamada, abría suspuertas y esperaba a que alguien entrara y le indicara adónde debía ir.A María le encantaba subir y bajar en el ascensor; sobre todo legustaba ponerse de puntillas para intentar llegar al botón del tercerpiso. A veces lo conseguía, aunque con cierta di cultad. De máspequeña no llegaba ni al botón del cero y saltaba para alcanzarlo,pero sus padres le reñían explicándole que de este modo el ascensorpodía estropearse y ellos quedarse allí encerrados durante muchotiempo o, peor aún, caer bruscamente y hacerse daño. María lo habíainterpretado siempre como si el ascensor pudiera enfadarse y empezara hacer cosas por su cuenta en lugar de obedecer y llevarles a dondele mandaban. Aun así, había seguido intentando llegar a los botones

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por todos los medios a su alcance y se había puesto muy contenta eldía en que había descubierto que llegaba al cero sin di cultad y altercero poniéndose de puntillas.

Un día, al volver a casa después de estar un rato en el parque consu madre, María corrió como siempre para apretar el botón y quedósorprendida al ver una potente luz en el hueco que el ascensor deberíaocupar. Su madre preguntó a unos señores qué pasaba y uno de elloscontestó que alguien se había quedado encerrado y que estabanintentando sacarlo.

Mientras subían por la escalera, la madre de María comentó queera una gran suerte que eso no les hubiera pasado a ellas y María vioel miedo reflejado en su cara.

Al día siguiente, cuando salieron para ir al colegio, María preguntósi podían bajar por la escalera y la madre estuvo de acuerdo. «Así nonos quedaremos encerradas», dijo. María empezó a ver el ascensorcomo algo peligroso que había que evitar.

Al principio, sus padres no lo consideraban un problema —afortunadamente no vivían en el ático—. Pero poco a poco, el miedode María iba aumentando y su vida quedándose limitada. Ya nopodían visitar a amigos que vivieran en pisos altos, ni ir al restaurantepreferido de su padre, pues se hallaba en la planta decimosexta de unfantástico edi cio con preciosas vistas al mar. Cuando iban devacaciones, tenían que buscar siempre habitaciones en pisos bajos yrenunciar a muchas cosas interesantes que hubiesen requerido el usode ascensor.

Poco a poco, toda la familia empezó a organizar su vida en tornoal problema y a asumirlo sin nombrarlo. De hecho, la madre, quetambién era bastante miedosa, a veces se bene ciaba del problema deMaría porque así también ella evitaba situaciones que no leagradaban.

El tiempo pasaba y María crecía, pero su problema, en vez dedisminuir, incluso se agravaba. Ya no le daba miedo sólo el ascensor,sino también los sitios en que había mucha gente, las habitacionespequeñas, los lugares cerrados… Un día consiguieron que entrara enunos grandes almacenes y lo pasó tan mal que tuvo que salir

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enseguida porque le costaba respirar. Desde entonces quería que laacompañaran a todos los sitios por miedo a que volviera a ocurrirlealgo similar.

El día en que María cumplió los catorce años, ya nadie recordabacómo habían empezado sus miedos. Pero la situación se había vueltotan complicada que ni siquiera podían celebrar su esta decumpleaños, pues cuando María comía en compañía de mucha gentetenía la sensación de que todo el mundo la miraba y entonces seatragantaba, con lo cual se convertía efectivamente en el centro de laatención y lo temido acababa volviéndose realidad.

Cada vez se sentía más y más triste al ver que no podía pasarmucho tiempo con sus amigos y que incluso sola se encontraba mal.Su madre, que estaba muy preocupada por ella, le explicó que iban aacudir a un doctor que la curaría rápidamente. A María no legustaban mucho los médicos, pero se sentía tan mal que aceptó verlocuanto antes. Este señor no la molestó mucho, tan sólo hizo unascuantas preguntas a ella y a su madre y nalmente le recetó unaspastillas que tenía que tomarse a diario. Al principio, María se pusomuy contenta porque notaba que respiraba bastante mejor, pero luegoseguía sin poder hacer casi nada, ya que desde entonces tenía siempresueño y se sentía cansada.

Un día se puso a ver su serie preferida en la tele y se olvidó detomarse las pastillas. Cuando llegó la tarde, empezó a sentirse otra vezmuy mal y tuvo que llamar a su madre porque temía desmayarse. Sumadre se asustó mucho y la llevó al servicio de urgencias de unhospital, donde le recomendaron consultar a un psicólogo. Esta vez setrataba de una señora que le enseñó unas «técnicas» especiales pararelajarse: así, por ejemplo, tenía que cerrar los ojos y visualizar uncolor que le gustara; otras veces imaginarse una escena muy bonitadonde ella se sintiera muy bien; y luego también sentarse varias vecesal día y tensar y destensar muchos músculos de su cuerpo. Estosejercicios la cansaban mucho y en realidad no la ayudaban enabsoluto a respirar mejor; al contrario, sentía que se ahogabafácilmente y se ponía aún más nerviosa. María había empezado estenuevo tratamiento con gran ilusión y puesto mucho de su parte, perose daba cuenta de que apenas mejoraba, así que volvió a entristecerse.

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Se sentía enferma y ni siquiera podía disfrutar ya de los momentos enque se hallaba bien, por el miedo a volver a estar mal, de modo queentraba en una espiral sin fin.

De esta manera, iba creciendo con la sensación de ser diferente delas chicas de su edad. Envidiaba en silencio a sus primos y amigos,que podían organizar estas y visitar lugares atractivos, mientras queella tenía que contentarse con la vida aburrida que llevaba girandosiempre alrededor de su «enfermedad».

Estaba a punto de cumplir diecisiete años cuando ocurrió algoinesperado. Había ido con sus padres de vacaciones a un pequeñopueblo de la costa y estaban alojados en el primer piso de un hotel allado de la playa. Hacía años que María y su familia pasaban lasvacaciones en el mismo pueblo y se alojaban en el mismo hotel, asíque ya tenían allí algunos amigos con quienes pasar el tiempo libre.Todos ellos conocían «el problema» de María y la trataban de maneraespecial. Así, por ejemplo, tenía siempre una mesa reservada en unrincón del comedor, desde donde podía observar todo lo que ocurríade una manera discreta. Allí se sentía a salvo de las miradas de otros.Además, siempre se levantaba muy temprano para poder desayunarsin tener que compartir mesa con nadie, pues a aquella hora casi todoel mundo seguía durmiendo.

Un día, mientras desayunaba en su rincón, vio entrar al chico másatractivo que había visto en su vida. Iba acompañado por otros dosaproximadamente de su misma edad y se sentaron en la esquinaopuesta al rincón que ocupaba María. De esta manera, pudoobservarlos con detenimiento y, aunque no llegaba a oír lo quehablaban, parecía que se lo estaban pasando muy bien.

María no podía apartar la mirada de los tres jóvenes. En realidad,sólo se jaba en uno de ellos y no fue precisamente en el mejorparecido; nunca le habían atraído los chicos demasiado guapos. Eradifícil describir en qué residía el atractivo de aquel muchacho. ¿Era suforma de sonreír? ¿Su manera de moverse y aquel simpático gesto quehacía con las manos? María habría dado cualquier cosa por ser enaquel momento uno de sus dos compañeros de mesa, pero tenía quecontentarse con mirarlo desde el otro extremo del comedor yresignarse a que él ni siquiera notara su presencia.

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Los tres muchachos acabaron su desayuno y se fueron, mientrasMaría pensaba, quizá por primera vez en su vida, cuántas y cuánmaravillosas cosas podría hacer si su problema desapareciera.

El día transcurrió como cualquier otro, sin que sucediera nadaespecial, salvo que, de vez en cuando, la imagen del chico volvía aaparecérsele. No podía evitar sentir un fuerte deseo de verlo de nuevo.A la hora de la cena, se preocupó un poco más de lo habitual porbuscar una ropa que le sentara bien y de pronto se dio cuenta de queno le gustaba casi nada de lo que tenía. No era de extrañar, puestoque «su problema» le impedía salir de tiendas. La mayoría de lasveces, su madre le llevaba prendas que le había comprado y María lasaceptaba por comodidad.

Al n se puso cualquier cosa y bajó corriendo al comedor porquequería estar allí cuando el muchacho apareciera.

Aquella noche María se mostró especialmente habladora durante lacena, pues no deseaba que, cuando llegara el chico, la encontrara ensu rincón con cara de aburrimiento. Pero el muchacho no acudió. Lospadres se llevaron una sorpresa cuando, después de la cena, su hija lespropuso dar una vuelta por el pueblo y tomar algo al aire libre enalguna terraza antes de ir a dormir. Su asombro fue aún mayorcuando la oyeron decir que había pensado ir de compras al díasiguiente para renovar un poco su vestuario.

Éste fue el principio de una serie de cambios que María ibaintroduciendo en su rutina casi sin darse cuenta y que la hacían sentircada vez mejor.

Aquella noche se durmió pensando en el muchacho. ¿Y si no volvíaa verlo? No, imposible. Pues por la gran capacidad de observaciónque había desarrollado sabía que los clientes del hotel en su últimodía se comportaban de otra manera. Lo más probable era que el chicoy sus amigos acabaran de llegar y permanecieran allí al menos unasemana. María trató de adivinar qué harían en aquel pueblo y dejó detomarse su pastilla a propósito, ya que no quería dormir, sino pensarmás rato en él. Pero curiosamente se durmió mucho antes de lo quehubiera deseado y no despertó hasta que su madre vino a recordarleque se le iba a pasar la hora del desayuno. Se vistió más rápido de lohabitual y bajó corriendo al comedor, justo a tiempo de ver salir al

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chico, esta vez acompañado de una chica algo mayor que él y de unhombre y una mujer que muy bien podrían ser sus padres.

«Tendría que haberme despertado un poco antes», pensó María,pero enseguida se sintió satisfecha porque al menos lo había visto y,mejor aún, ¡él todavía no había reparado en ella, que iba todavía sinarreglar! Además, por lo visto estaba con su familia, lo quesigni caba que probablemente se quedaría al menos un par desemanas o quizá incluso lo que restaba del mes, pues, por lo general,las familias solían permanecer un tiempo prolongado en el hotel.Entró en el comedor, más lleno de lo habitual debido a que era unpoco más tarde, y se sentó en la primera mesa que vio libre, sin que leimportaran demasiado las personas de alrededor. Pensaba en qué tipode ropa podría quedarle bien, puesto que de repente tenía lanecesidad de sentirse atractiva.

Aquel día María llevó a cabo cosas que pueden parecerinsigni cantes, pero que una semana atrás habría sido incapaz derealizar: probarse ropa, elegir la que más le gustaba, nadar en el mar,comer en presencia de otros… Además, se sentía muy bien haciéndoloy en ningún momento se acordó de «su problema».

A la hora de la cena, sus padres vieron con asombro cómo semiraba en el espejo antes de bajar al comedor y probaba la mejormanera de peinarse. Ninguno de los dos se atrevía a decir nada, peroera muy evidente que su hija había experimentado unatransformación en las últimas horas.

Los dos días siguientes fueron para María de una intensa actividad.Paseó por el hotel y el pueblo, fue a la playa, entró varias veces en elcomedor a diferentes horas, se acercó a la recepción con cualquierpretexto, pero no halló ni rastro del muchacho. Ya casi había perdidola esperanza de volver a verlo cuando una noche, mientras se disponíaa subir por la escalera, vio a los dos jóvenes que le habíanacompañado el primer día dirigirse al ascensor. Justo le dio tiempo deentrar con ellos antes de que las puertas se cerraran y uno de loschicos dijera: «Vamos al último. ¿Y tú?». «Yo también», respondióMaría, mientras notaba cómo el corazón se le aceleraba. Pero esta vezesos latidos no le resultaban molestos, sino más bien agradables: algole decía que estaba a punto de volver a ver al muchacho.

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Cuando el ascensor se abrió en el piso decimoséptimo, María pudodisfrutar de una vista espectacular: una terraza al aire libre, desdedonde se contemplaban el mar y buena parte de la costa. Unascuantas personas disfrutaban allí de la noche, pero ella sólo vio almuchacho, que hizo una seña a sus amigos apenas éstos entraron.

Los dos jóvenes se dirigieron hacia él, mientras María se dio cuentade repente de que se encontraba en la planta decimoséptima de unedi cio, a la que había llegado subiendo en ascensor y sin sentir elmás mínimo temor. Además, si quería ver al muchacho durante unrato debería volver a bajar y luego subir de nuevo acompañada porsus padres para poder instalarse en la terraza y observar al chico deuna manera más discreta.

No se lo pensó dos veces. Se dirigió al ascensor, apretó el botón dellamada y esperó que llegara, como si fuera la cosa más natural delmundo. En realidad, lo único en que pensaba era que debía darseprisa antes de que los chicos decidieran irse a otro sitio.

Por suerte, sus padres estaban en la habitación preparados parasalir a dar una vuelta cuando María entró a proponerles subir a laterraza del último piso.

—¿Cómo piensas subir hasta allí? —preguntó el padre.—Pues, en el ascensor —contestó María con toda naturalidad.Sus padres intercambiaron una mirada de asombro. La madre se

dispuso a decir algo, pero el padre se le adelantó diciendo:—Vamos, vamos, a mí también me apetece subir.Aquella noche, los tres descubrieron una parte del hotel

desconocida para ellos. En el piso decimoséptimo se podía disfrutartanto de la soledad, con unas maravillosas vistas, como de lacompañía, en un ambiente acogedor. Además, a menudo seorganizaban allí estas, exhibiciones de arte, números de magia yotros eventos; era un lugar ideado para que todo el mundo pudieraencontrarse bien allí.

—¿Cómo has descubierto este sitio? —preguntó el padre cuando sesentaron. María no supo qué responder. Se encogió de hombros y bajóla mirada.

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—¿No será que el amor hace milagros? —intervino la madre alnotar que su hija ruborizaba.

—No, mamá —respondió María—. No ha sido el amor; ha sido elmiedo, el miedo a perderme algo, qué sé yo.

Los tres guardaron silencio. El padre pensaba en lo complicadasque eran las mujeres, la madre en lo complicadas que eran lasadolescentes y María en lo complicadas que eran las cosas a veces. Lostres muchachos, de los que María no llegaría ni a saber el nombre,continuaban en su mesa, ajenos a todo ello.

Hubo más encuentros entre ellos, plani cados o casuales, pero elchico que había despertado en María el deseo de ser atractiva eimpulsado todos los cambios subsiguientes jamás supo cómo habíacontribuido a cambiar la vida de tres seres humanos a los que apenashabía conocido de vista.

* * * En los últimos años se ha producido un aumento considerable de

los trastornos de ansiedad y, más concretamente, de lo que se hadenominado «crisis de angustia» o «ataque de pánico». Las personasque padecen este cuadro lo describen como un miedo intenso a moriro perder el control y volverse loco frente a una serie demanifestaciones físicas como palpitaciones, sensación de ahogo,temblores, mareos, hormigueo en diversas partes del cuerpo, etcétera.

Por lo general, se inicia de forma brusca e inesperada con un ligerotemor o malestar que aumenta rápidamente de intensidad y duraalgunos minutos. La persona que ha sufrido uno de estos ataques vivecon el miedo constante de que pueda volver a producirse y empieza aorganizar su vida en torno al problema poniendo en marcha una seriede mecanismos que acaban complicando la situación.

Según las teorías biologistas, la aparición de este cuadro se debe a

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una predisposición genética. Se propone un tratamientofarmacológico, acompañado o no de entrenamiento en técnicas derelajación y terapias cognitivas.

A su vez, el enfoque estratégico ha analizado detalladamente lostrastornos basados en el miedo y hace hincapié en que,independientemente de cuál sea la causa de los mismos, laintervención debe perseguir el n de entender cómo funciona elproblema y qué es lo que lo mantiene. A este respecto, el grupo deArezzo (Nardone y otros) ha señalado que las personas que padeceneste tipo de trastorno suelen hacer fundamentalmente dos cosas paraliberarse de la ansiedad: evitar las situaciones temidas y pedir ayuda a

n de realizar actividades que solos no se ven capaces de llevar acabo.

Eso suele calmarlos de momento, pero no a largo plazo, ya que,cuanto más rehúyen lo temido y más asistencia reciben, másincapacitados se sienten y más necesidad tienen otra de vez deesquivar ciertas situaciones y solicitar ayuda, con lo que entran en uncírculo vicioso.

El grupo de Arezzo ha publicado protocolos de tratamientodiseñados en especial para este tipo de problemas, con un altoporcentaje de éxitos y orientados básicamente a modi car lapercepción que la persona tiene de sí misma, los demás y la ayuda querecibe.

En el caso de las fobias, la mayoría de las veces el problemaempieza como en el cuento: un pequeño incidente sin importancia, ungesto de miedo observado en otra persona o incluso un temorirracional sin ninguna lógica aparente que poco a poco vaaumentando, se extiende a otras situaciones cotidianas y puede llegarinvalidar a la persona en muchos aspectos.

Un adolescente a quien tuve la oportunidad de tratar hace algunosaños aseguraba haber crecido oyendo a diario a rmaciones del tipo:«Ten cuidado con esto, ten cuidado con aquello», «No quiero quevengas solo», «No me gusta que vayas solo a ningún sitio», etcétera.En opinión de este muchacho, durante muchos años, sin querer y conla mejor intención, en su casa se habían ocupado de que temiera decasi todo, y luego se quejaban de que tenía miedo. La madre, presente

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en la entrevista, argumentó rápidamente: «Nosotros te mandábamostener cuidado, no miedo», a lo que el muchacho respondió: «¿Por quédebería tener cuidado de algo que no es peligroso? Empecé poco apoco a temer cosas tan sencillas como ir solo por la calle. Y ahorasiento miedo a que me pase algo, como cuando sufrí aquella crisis deansiedad; pero no puedo dejar mi cuerpo en casa y salir corriendo».

En el cuento de María, he intentado señalar algunos aspectosimportantes a la hora de ayudar a resolver estos problemas. Por unlado, es preciso intentar que la persona afectada pueda afrontar lasituación temida casi sin pensar y, por otro, provocar un miedo mayorque permita ver la situación anteriormente temida como «un malmenor».

En resumen, las estrategias para socavar el problema son lassiguientes: en primer lugar, tanto el niño como los padres deben dejarde hacer cuanto han intentado hasta ese momento para resolver elproblema y que sólo ha empeorado la situación; es decir, hay quesuspender la ayuda para afrontar las situaciones temidas o evitadas; ytambién cabe renunciar a tratar de ejercer un control excesivo sobretodas las circunstancias de la vida, con la intención ingenua de podersentirse seguro; no se debe organizar la vida alrededor del problema,ni hablar constantemente del tema o preguntar por él, ni tampocointentar tranquilizar al niño ante una situación nueva y desconocidapara él.

¿Qué hacer, pues? En los casos en que ya está instaurado el círculovicioso de evitar las situaciones temidas y pedir ayuda, que provocaque aumenten cada vez más el miedo y la incapacidad de la persona,debe acudirse a un profesional. Y en aquellos casos en que los niños semuestran miedosos, los padres deben actuar de forma que el niño norehúya aquello que teme y pueda ir afrontando todas las situacionesde forma natural.

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CAPÍTULO 6RAÚL Y EL ABUELO

Raúl se había levantado muy contento. Era viernes y el abuelo iría

a recogerlo al colegio.A Raúl le encantaba volver a casa con su abuelo porque era el

único de la familia que lo trataba como a un chico grande. No era quelos demás no se comportaran bien con él, pero el abuelo era algoespecial. Se lo llevaba a dar largos paseos, durante los que ibaexplicándole qué cosas había hecho él cuando tenía la edad de Raúl. Yle enseñaba a reconocer los pájaros y los animalillos que vivían en elcampo.

Otras veces, le contaba historias de un bandolero que vivía en lasmontañas y se llamaba Pernales. A Raúl le encantaban aquelloscuentos y se los hacía repetir una y otra vez. En ocasiones, el abuelose equivocaba y relataba la misma historia con un nal diferente.Entonces, Raúl se lo hacía notar y el abuelo contestaba: «Eso fue otrodía».

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¡Qué bien se lo pasaban juntos! Raúl no habría cambiado aquellospaseos por nada del mundo y esperaba con mucha ilusión que llegarael viernes, que era el día en que el abuelo iba a buscarlo al colegio.

Aquel viernes cuando sonó el timbre que anunciaba el nal de lasclases, Raúl salió corriendo en busca del abuelo, pero en su lugarestaba esperándolo su madre. ¿Qué le habría pasado al abuelo? ¿Porqué no estaba allí? La madre le explicó que el abuelo no seencontraba bien y que había ido al hospital para que lo viera unmédico.

Aquella tarde, la madre habló largo rato por teléfono. Por la noche,llamó la abuela para decir que ya se encontraba un poco mejor, peroque debía quedarse unos días más en la clínica para que le hicieranpruebas. Raúl quería ir a visitarlo, pero le dijeron que los niños nopodían entrar en el hospital y que ya lo vería cuando volviera a casa.

Los días siguientes fueron muy duros para Raúl. Todo el mundoestaba triste, a su madre incluso a veces le saltaban las lágrimas.Cuando Raúl le preguntaba por qué lloraba, se inventaba algunatontería como «Es por la cebolla» si estaba en la cocina, o «Es que seme ha metido algo en el ojo». El niño no entendía qué estaba pasando.Desde luego, por el abuelo no podía ser, ya que Raúl preguntaba adiario por él y siempre le contestaban que ya estaba mejor y volveríapronto a casa. ¿Se habrían metido sus padres en algún lío y no se loquerían decir? ¿Por qué su madre se encerraba en la habitación cadavez que hablaba por teléfono y le reñía si él intentaba entrar yescuchar su conversación? Raúl se sentía muy solo. Parecía que no loconsideraban un miembro de la familia. Sabía que le ocultaban algo,pero no llegaba a entender qué era ni por qué.

Después de un par de semanas —que a él le parecieron años—, elabuelo volvió a casa. Los padres de Raúl le dijeron que podía ir averlo, pero que no hiciera mucho ruido porque el abuelo estaba muydébil todavía.

Raúl estaba loco de alegría y, en cuanto su padre aparcó el cochejusto delante de la casa de los abuelos, salió corriendo y se metió en elportal. Su madre corrió tras él para cogerlo de la mano y regañarlepor no esperarlos.

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Pero a Raúl no le importaban las regañinas y, apenas la abuelaabrió la puerta, entró como un ciclón buscando al abuelo. Allí estaba,sentado en su sillón. Había perdido peso y parecía muy cansado. Raúlsólo necesitó un segundo para darse cuenta de que no podía tirarseencima de él como solía hacer, así que se sentó en el suelo y,abrazado a sus piernas, apoyó su cabeza en las rodillas del abuelo,que le acariciaba el pelo con la mano.

Cuando levantó la vista reparó en que corrían lágrimas por lasmejillas del anciano.

—¿Por qué lloras, abuelito? —preguntó Raúl—. ¿Te duele lacabeza?

—No me duele nada . Tenía muchas ganas de verte y me heemocionado.

—¿Qué quiere decir «emocionado»? —preguntó Raúl.—«Emocionarse» —respondió el abuelo— es sentirse, por ejemplo,

como nos sentimos el día en que vienen los Reyes Magos.Ésa era una de las cosas que tanto le gustaban del abuelo: no

intentaba hacerle entender las cosas, ¡se las hacía sentir!—¿Ya estás bien, abuelo? —siguió preguntando Raúl.—No del todo —respondió el anciano—. Me encuentro algo mejor,

pero sigo estando un poco enfermo.—¿Y por qué estás un poco enfermo?—Porque me canso mucho y no puedo salir a pasear.—Bueno —dijo Raúl—, pues yo vendré y te cuidaré cuando salga

del colegio y si estás cansado, me pedirás que te traiga las cosas y telas traeré.

La abuela entró con la merienda. Había preparado un zumo defruta, que estaba buenísimo, pero el abuelo apenas lo probó.

Raúl se dio cuenta de lo mal que estaba. Por eso, al salir de la casa,preguntó a su madre: «¿Se va a morir el abuelo?». Ella respondió: «No.¡Se va a poner bien!». No se atrevió a preguntar cuándo porque, por lamanera de contestar su madre, había notado que era mejor no seguir

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hablando del tema.A los pocos días, el abuelo tuvo que ingresar de nuevo en el

hospital. Esta vez le dijeron que habría de quedarse bastante tiempoallí; por eso Raúl no se sorprendió al ver a toda la familia triste.Incluso se fue un n de semana a casa de su mejor amigo y se quedóallí a dormir porque sabía que sus padres iban a cuidar del abuelo,que se había puesto muy enfermo.

El domingo por la noche, cuando su padre fue a buscarlo paravolver a casa, Raúl notó enseguida que algo había ocurrido. La carade su padre re ejaba una gran tristeza, aunque parecía que seesforzaba por sonreír. Sin embargo, cuando Raúl le preguntó si estabatriste, su padre repuso que no, que estaba muy contento de verlo, yempezó a preguntarle cómo se lo había pasado el n de semana y quéhabía hecho. Raúl tampoco se extendió en explicaciones: dijo que selo había pasado bien y había jugado con su amigo a la consola.

Al llegar a casa, notó un frío extraño. Reinaba un gran silencio,como si su hogar estuviera vacío. Sin embargo, su madre estaba allí.Al verlo lo abrazó y Raúl supo que algo le había pasado al abuelo.«¿Cómo está el abuelo?», preguntó Raúl. «El abuelo se ha ido al cielo»,respondió su madre.

¿Cómo? ¿Qué tontería era ésa? El abuelo no se iría a ningún sitiosin decírselo a él. Además, se le notaba muy cansado y el cielo estabamuy lejos… y ¿cómo se va uno hasta el cielo? La cabeza de Raúl noparaba. Su madre iba respondiendo como podía: el abuelo estababien, ya descansaba, desde el cielo cuidaba de ellos… Nada de estoconsolaba al niño, pero ¡no podía hacer nada!

Al día siguiente, su madre y la abuela fueron a buscarlo al colegio.Las dos estaban muy tristes, pero Raúl no se sorprendió porque éltambién lo estaba.

Cuando volvieron a casa, la abuela abrió su bolso y sacó un papeldoblado, que entregó a Raúl.

—Toma, es para ti —dijo—. No sé cuándo lo escribió.Raúl desdobló el papel y leyó emocionado el último cuento de

Pernales, escrito con la mano temblorosa del abuelo:

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Algunos dicen que Pernales murió joven; otros, que murió de viejo; incluso los hay quecreen que Pernales sigue vivo. Supongo que, como todo, depende de quien lo cuente. Para losjóvenes era ya viejo y para los viejos todavía era muy joven. Para quienes lo querían no moriránunca, pues cada vez que pasan por los lugares que recorrieron juntos podrán oír el galope desu caballo, su voz y su risa. Entonces sabrán que, aunque no puedan verlo, en su interior semantiene vivo todo lo que aprendieron juntos y hablarán de él a sus hijos y a los hijos de sushijos. Al fin y al cabo, todos nosotros, como Pernales, con el tiempo no seremos sino leyenda.

Raúl dobló el papel y se lo guardó como un pequeño tesoro, peroantes de meterlo en el bolsillo, por si acaso el abuelo pudiera verlo,escribió al nal del cuento con letras bien grandes: «¡ABUELO, TEQUIERO!».

* * * A pesar de los muchos años que llevo trabajando con niños, hay

dos cosas que todavía no dejan de sorprenderme. Una es su sentido dela justicia y cómo son capaces de defender lo que ellos consideranjusto, y la otra es su capacidad para afrontar situaciones adversas.

He visto a niños que han ayudado a sus padres a superar muertesdolorosas e incluso a alguno que ha tenido que superar la pérdida desus padres, su único hermano y su mejor amigo en el mismo accidentede tráfico, que le dejaba a él con graves secuelas.

En todos los casos que he conocido, el niño siempre ha afrontadolos hechos de una manera mucho más serena que cualquier adulto, acondición de que las cosas se le planteen con naturalidad y sinengaños. Si el niño percibe una situación anómala, un gran dolor ouna falsa alegría y no sabe a qué se deben, tiende a enfrascarse en lasituación e imaginarse algo mucho peor de lo que está realmente porsuceder.

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Los casos más terribles de duelo patológico que he tratado han sidolos de niños a quienes no se les ha permitido despedirse de sus padres—«para que no se impresionaran» al ver al padre o la madre muertos— y a quienes se les ha informado de su fallecimiento sólo días oincluso meses después de incinerarlos.

Uno de estos niños me preguntó: «¿Cómo sé que mi padre estámuerto y no se ha ido de casa? ¿Cómo puedo estar seguro de que nome mienten ahora diciéndome que ha fallecido, si me engañaron antesal mandarme a casa de mi amigo para que terminara de pasar allí lasvacaciones?».

Naturalmente, hay que informar a los niños de tales siniestros deuna manera sensible, adecuada a su edad, y responder a sus preguntaslo más concretamente que se pueda, pero sin añadir detalles dolorososinnecesarios. A ser posible, debería ser una persona emocionalmentemuy cercana a ellos la que les explicara lo sucedido, alguien en quiencon aran y que les permitiera de una manera serena expresar sussentimientos de dolor y rabia.

En el medio en que trabajo —un gran hospital universitario,altamente tecni cado—, se da a menudo la situación de que, cuandoun neonato nace muy prematuro y/o se producen muchascomplicaciones que ponen en peligro su vida, los padres no sabencómo decir a su hijo mayor que el hermanito que esperaban ya hanacido, pero que tiene pocas posibilidades de salir adelante.

En estos casos, algunos padres optan por ocultar el nacimiento delbebé y dicen al mayor que la madre ha enfermado y tiene quequedarse unos días en el hospital. Más tarde, disimulan sus visitas alhospital para estar con el recién nacido diciendo que la madre todavíano está del todo bien y que tiene que ir a diario al médico; envían alniño mayor a casa de su tía preferida para que juegue con sus primosy se inventan otros pretextos a fin de ocultar la verdadera situación.

Desde el punto de vista de los progenitores, todas estas medidasprotectoras tienen el objetivo de que el niño pueda seguir con su vidanormal, incluso divertirse más de lo habitual y quedarsecompletamente al margen del sufrimiento de su familia. Pero esto nosuele funcionar. Por lo general, el niño no quiere separarse de lospadres, empieza a comportarse de manera extraña, llora sin motivo

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aparente, se niega a ir a dormir, etcétera.Cuando los padres consiguen darse cuenta de que su hijo quiere

sentirse incluido en la familia y participar en todos losacontecimientos en la medida de sus posibilidades, suelensorprenderse de la reacción del niño: «Parece mentira, tan pequeño ycómo sabe entenderlo todo».

En cambio, la sensación de «clandestinidad» que los padresexperimentan frente a su hijo cuando le están ocultando informaciónlos mantiene en permanente estado de intranquilidad. El niño lopercibe perfectamente y, cuanto más intentan los mayoresdisimularlo, más nota que algo está ocurriendo.

El hecho de compartir con él la información hace que se sientamejor integrado en la familia y tenga mayores deseos de colaborar.Además, los niños aportan a veces un toque de ingenuidad alambiente familiar, que suele resultar muy útil para ver el problema ensu justa dimensión. Pues los padres, inevitablemente, tienden asobrevalorar lo negativo porque temen un futuro incierto y, enocasiones, se lo imaginan de la peor manera posible, mientras que losniños viven más la situación presente y la valoran libres de lostemores de los adultos.

Intentar evitar experiencias dolorosas al niño no sólo no le ayuda aafrontar lo inevitable, sino que, al contrario, lo aísla de la familia eimpide que esté preparado para superarlo. Cuando el niño no disponede informaciones acerca de la situación, rellena sus lagunas con ideasque pueden llegar a ser más terribles que la realidad misma.

En resumen, en estos casos lo más adecuado es hacer al niñopartícipe de las vivencias y así integrarlo en la familia. Cabetransmitirle la información de una manera adaptada a su edad ycapacidad de asimilación. También es importante que se le permitaver al familiar enfermo y compartir las emociones de la familia. Y hayque darle la oportunidad de despedirse, aunque le cause tanta penacomo a los adultos. Los padres deben asumir sus reacciones de dolorante estas situaciones como algo natural.

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CAPÍTULO 7LOS PAPÁS SE SEPARAN

Javier tenía seis años cuando sus padres se separaron. No recordaba

casi nada de aquella época y no sabía muy bien si era porque lo habíaolvidado o porque nunca le habían explicado con detalle las cosas.

Eso sí, recordaba que antes de la separación sus padres discutíancon frecuencia y que casi siempre estaban de mal humor. Javier seasustaba mucho cuando los veía pelearse y trataba de entremeterse,pero lo enviaban a su habitación espetándole que ésas eran «cosas demayores».

Entonces se ponía la televisión muy alta para no oír a sus padresvociferando, hasta que uno de ellos gritaba: «Javi, ¡baja el volumen!».

Otras veces se tapaba los oídos, pero se los volvía a destaparenseguida porque en el fondo necesitaba saber que sus padres seguíanallí.

Después de estas peleas, sus padres solían estar unos días sinhablarse y él hacía de todo para volver a verlos contentos, pero casinunca lo conseguía.

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Un día su padre le explicó que iba a irse por un tiempo y que ya lollamaría y le pidió que se portara bien. Veía que sus padres estabanmuy tristes y sentía mucho miedo, aunque no sabía exactamente aqué. Además, se preguntaba si tendría él la culpa de que se pelearantanto, pues a veces las discusiones empezaban por algo que él habíahecho y giraban alrededor de la forma adecuada de reñirlo ocastigarlo, un aspecto en que sus padres discrepaban.

Desde entonces, ya habían pasado dos años y Javier ya no teníamiedo. Se había dado cuenta de que sus padres, aunque ya no vivieranjuntos, seguían queriéndolo. Pasaba los nes de semana y lasvacaciones de forma alterna entre la casa de su madre y la de supadre. A veces habría preferido que todos vivieran en el mismo hogaro que fueran juntos a algún sitio, pero la mayor parte del tiempoestaba bien y ya se había acostumbrado a vivir en dos casasdiferentes.

Un n de semana en que le tocaba quedarse con su padre, éste ledijo que tenía una novia y que ahora iba a vivir con ella. Aseguró queera muy simpática y que sin duda le gustaría. A Javier no leimportaba que su padre tuviera novia y efectivamente le pareciósimpática cuando la conoció, pero cuando se lo dijo a su madre, ellapuso una cara muy rara y le hizo muchas preguntas: ¿Era joven?,¿Más joven que ella?, ¿Era guapa?, ¿Tenía el pelo rubio o moreno?,¿Dónde habían estado?, ¿Le habían tratado bien?, ¿Qué habíancomido? Cuando Javier le explicó que era buena persona y simpática,su madre volvió a poner la misma cara rara y soltó: «De visita, todossomos buenos y simpáticos». Así que Javi entendió que si seguíaviendo a la novia de su padre podía tener problemas.

En realidad, más que problemas con ella, empezó a tenerproblemas consigo mismo, ya que, cuando se encontraba a gusto encasa del padre y de su novia, se sentía como si estuviera traicionandoa su madre, y por eso al hablar con ésta a veces hacía comentarios deltipo: «No quiero ir con papá» o «Me aburro mucho cuando estoy conél porque no me hace ni caso».

Con estas observaciones prentendía que su madre viera que él laquería mucho y no la traicionaba cuando no estaba con ella. Sinembargo, su madre no lo entendía así y empezó a criticar al padre y a

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culparlo de cualquier cosa que le ocurriera al hijo.Javier estaba muy confuso y no sabía qué hacer. Por un lado, la

novia de su padre era muy amable con él y siempre intentabacomplacerle en todo, pero, por otro, era como una intrusa en larelación entre él y sus padres. Su madre últimamente no hacía másque quejarse y decir que siempre le tocaba la peor parte. Muy amenudo estaba enfadada. Y cuando Javier volvía de casa de su padre,lo sometía a un interrogatorio, al que él contestaba como podía, aveces contándole cosas que había vivido realmente, pero otrasrespondiendo como él creía que ella quería oír.

Pronto empezaron a irle mal las cosas en el colegio. La profesoradecía que se lo veía «como ausente», y en realidad lo estaba. Sepasaba el día pensando qué podía hacer para que sus padresestuvieran contentos y de nuevo unidos. Pues no quería tomar partidopor ninguno de los dos y pensaba que, si volvían a estar juntos, losproblemas se acabarían.

La madre, en cambio, creía que para que mejorara la situación elpadre debería estar más por su hijo y menos por su novia, o bienrenunciar a ver al niño si estaba tan ocupado.

El punto de vista del padre era muy diferente. Según él, la madreestaba «manipulando» a su hijo, utilizándolo en su contra sólo por larabia que sentía hacia él por el hecho de que las cosas le iban bien sinella.

Debido a esa gran discrepancia entre ambas perspectivas, lacomunicación entre los padres era muy difícil y, cuando no teníanmás remedio que hablar por teléfono, siempre acababan discutiendo yacusándose mutuamente, hasta que uno de los dos colgaba elauricular dejando al otro lleno de rabia y rencor.

Al nal de aquel trimestre, cuando llegaron las notas, elrendimiento de Javier había bajado considerablemente. La profesoradijo a los padres que el niño estaba muy irritable y, en opinión delpsicólogo escolar, esto podía deberse al momento difícil que estabaatravesando por la separación de los progenitores.

La madre decidió llevar a su hijo a un psiquiatra, contra lavoluntad del padre, que consideraba que la palabra «psiquiatría» tenía

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un signi cado muy fuerte y que al niño no le estaba pasando nadaque no pudieran solucionar ellos mismos.

El día de la visita al psiquiatra, Javier se sentía muy nervioso. Nocreía que estuviera enfermo. En realidad, pensaba que eran sus padresquienes tenían problemas y no entendía qué relación guardabaaquello con él. Había dos personas en la entrevista y parecíansimpáticas. Su madre se quedó con una de ellas y Javier se fue con laotra a una habitación para contestar una serie de preguntas. Debíaseñalar en cada caso con una «x» la respuesta que re ejara mejorcómo se sentía últimamente. Por ejemplo:

• Estoy triste de vez en cuando.

• Estoy triste muchas veces.

• Estoy siempre triste.

Javier no sabía qué contestar. ¿Cuántas eran «muchas veces»? ¿Devez en cuando? ¿O debería estar siempre triste porque sus padres sepeleaban y él no sabía qué hacer?

Otro de los ítems ponía:

• Hago bien la mayoría de las cosas.

• Hago mal muchas cosas.

• Todo lo hago mal.

Y todavía otro:

• Siempre me cuesta ponerme a hacer los deberes.

• Muchas veces me cuesta ponerme a hacer los deberes.

• No me cuesta ponerme a hacer los deberes.

Tardó mucho tiempo en rellenar aquel cuestionario. Quería hacerlomuy bien, pero era difícil encontrar una frase que se ajustararealmente a lo que sentía. Era verdad que a veces le daba muchapereza ponerse a hacer los deberes, o ¿quizá le daba siempre pereza?

Había una afirmación que le costó especialmente evaluar:

• Las cosas me preocupan siempre.

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• Las cosas me preocupan muchas veces.

• Las cosas me preocupan de vez en cuando.

¿A qué cosas se referían? Le preocupaba que le sucediera algo maloa su familia, que sus padres se enfadaran con él y que lo castigaran enel colegio. Preguntó si podía poner: «Me preocupan las cosas malascuando pienso en ellas», pero la psicóloga le dijo que tenía que elegiruna opción de las que guraban allí. De paso, aprovechó parapreguntarle a qué cosas malas se refería y si pensaba muy a menudoen ellas. ¡Qué manía con el «poco», «mucho», «bastante», «siempre»!Para Javier eso resultaba muy complicado, así que acabó eligiendocuando era posible el «a veces».

En cambio, si le hubieran preguntado cómo veía a su madre lehabría resultado fácil dar una respuesta limitándose a escoger una detres opciones y habría sido en cada caso la misma:

¿Está de mal humor? ¡Siempre!¿Parece cansada? ¡Siempre!¿Se queja de que se siente sola? ¡Siempre!¿Por qué le preguntaban a él qué le pasaba y no a sus padres? Sólo

se entristecía cuando los veía discutir o escuchaba a su madrequejarse de lo mucho que tenía que trabajar «mientras tu padre vivetan feliz, sin preocuparse de nada».

Después le pidieron que dibujara una familia que se imaginara.Esbozó un padre y una madre muy juntitos y un niño pequeño en uncarrito. Luego le dijeron que dibujara a la familia real y entoncesplasmó en el papel al rey y a la reina y explicó que no conocía a losdemás miembros. La psicóloga se rió mucho y le aclaró que se referíaa «su» familia, la de verdad, no a la del rey ni a una imaginada comola de antes. Entonces Javier preguntó si debía poner a su madre enuna hoja y a su padre en otra, si tenía que dibujar también a la noviade este último, si quería que dibujara asimismo a los abuelos y losprimos. La psicóloga le contestó que podía dibujar lo que quisiera, alo que respondió que estaba muy cansado y no quería dibujar más.

Más tarde oyó a su madre cuando hablaba por teléfono con suabuela: «El niño tiene una depresión de caballo y no ha sido capaz ni

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de dibujar a su familia. Ha dibujado una familia ideal con los padresjuntos y a él mismo de pequeñito, como antes de separarnos».

Javier se quedó de piedra. ¿No le habían dicho que se inventara lafamilia? No quería ser pequeñito. Aunque, bien pensado, los niñospequeños no tenían tantos problemas…

El día en que recibieron los resultados de nitivos de los exámenesque le habían hecho, sus padres mantuvieron una fuerte discusióntelefónica. Le habían recetado antidepresivos, que la madre estabadispuesta a darle, mientras que el padre se oponía a que su hijotomara algo que, según él, eran «drogas que tienen un montón deefectos secundarios» y que consideraba poco apropiadas para un niño.Además, habían prescrito que Javier fuera una vez por semana a laconsulta de un psicólogo, y de nuevo su madre lo considerabaimprescindible, pero a su padre no le parecía necesario en absoluto.

—Si pudiera pagarlo sola no te habría dicho nada —dijo la madre.—¿Lo ves? Sólo me llamas para pedirme dinero. Si te hiciera caso,

tendría que atracar un banco cada semana. ¡No te gastes el dinero encosas que el niño no necesita! —replicó el padre.

—Sabrás tú más que el psiquiatra —soltó la madre.—El psiquiatra no te conoce como yo. Yo también estaría

deprimido si viviera contigo.—¡Ah!, ahora tengo yo la culpa.—Por supuesto que la tienes; sólo piensas en cómo fastidiarme.Y así siguieron durante un tiempo, hasta que uno de los dos colgó

el auricular.Javier se hizo el dormido cuando su madre entró en la habitación a

darle un beso y luego se quedó un buen rato pensando que si suspadres seguían peleándose, él no quería vivir con ninguno de los dos.

* * *

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La separación de los padres es un acontecimiento muy frecuente en

nuestros días, pero no por ello menos problemático.«Problemático» en el sentido de que, aunque a veces una separación

sea la mejor opción y haya sido decidida voluntariamente, resultasiempre una experiencia dolorosa para todos y más aún para un niño,que ve tambalearse los pilares en que se fundaba su seguridad. Sitodavía es muy pequeño cuando esto ocurre (de tres, cuatro o cincoaños) y los padres lo llevan bien, el niño se acostumbrará pronto aestar con uno u otro y, aunque pregunte a veces por el ausente o diga«Quiero que venga papá (o mamá)», la situación no tiene por quéresultarle traumática. Solamente si los padres empiezan a darimportancia en exceso a los comentarios del niño, éstos acabanadquiriendo una trascendencia que no les corresponde.

Los niños un poco mayores por lo general ya han sido testigos deun periodo de malestar de los padres antes de su separación, quesuelen vivir con miedo, impotencia e inseguridad. Muchas veces sesienten culpables, ya que las diferencias de opinión en cuestioneseducativas suelen ser un tema muy recurrente de disputa, y los niñossaben perfectamente que ellos, lo hayan querido o no, han tenido algoque ver con el inicio de la discusión.

Es muy frecuente que, incluso cuando los padres ya estánseparados, continúen pretendiendo cada uno que el otro siga suspautas educativas, algo que no lograban ni cuando vivían juntos, porlo que es muy común oír cosas del tipo: «Todo lo que consigoenseñarle en una semana lo echa abajo él (o ella) en cinco minutos».Recuerdo el caso de una madre que se sentía muy molesta con su exmarido porque llevaba a sus hijos al cine y les compraba una bolsa depalomitas cada fin de semana que les tocaba estar con él. La madre noestaba de acuerdo con esto porque ella no podía permitirse ese gastocuando los niños se encontraban con ella. Así que les repetía en todomomento que hacía mucho más por ellos que su padre, y decía quecuando se pusieran enfermos los enviaría a casa de él para que vieransi sabía cuidar de ellos como ella.

Los niños aprenden enseguida que aquello que pueden hacer encasa de su madre posiblemente no le guste a su padre y, al revés, que

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lo que a él no le importa sí puede molestar a ella. Es lógico que tratende sacar el mayor provecho de cada situación. Ante eso, el adultodebería reaccionar de manera serena diciendo, por ejemplo: «Estoymuy contenta de que papá os compre palomitas. A lo mejor, elpróximo domingo también podréis comerlas. Pero hoy no podemoscomprarlas». No es necesario añadir más. Y aunque los niños seenfurezcan y digan cosas como «Tú eres mala», «No me quieres» o«Me voy a ir con papá», hay que tener presente que todos los niños seexpresan así cuando están enfadados. Pero no debe hacérseles sentirmalvados por haber expresado su rabia.

Por lo general, los niños no quieren tomar partido por ninguno delos dos progenitores. Pero frecuentemente se sienten como siestuvieran traicionando a uno si quieren al otro. Por eso a vecescuando están con la madre hablan de las cosas que no les han gustadoal estar con el padre, y vicecersa.

Para acabar con esta situación, lo mejor es que los padres desistande intentar solventar lo que en su opinión va mal en casa del otro.Cuando el niño quiere algo del padre, debe proponérselo él mismo yno utilizar a la madre como intermediaria, y al revés. También lasquejas deben dirigirse directamente a la persona a que correspondan.Así, por ejemplo, si al niño no le gusta que su padre lo lleve a casa dela abuela y se lo comenta a la madre, ésta tiene que decirle que lohable con su padre. Pues, si el niño no consigue convencerlo, la madrelo logrará aún menos.

Es importante que los padres tengan siempre presente que elobjetivo principal de ambos debe ser asegurar el bienestar de losniños. También han de ser conscientes de que cada uno tiene supropia manera de educar a los hijos y demostrarles que los quiere y deque no existe una que sea la mejor. Puede que algunos recursoseducativos sean más e caces que otros y por eso cada padre debe

jarse en cuáles de sus estrategias logran buenos resultados, perotambién en cuáles son las que le funcionan al otro progenitor y tratarde aplicarlas a su vez. Los padres no son rivales competidores, sinosocios en una empresa común. Aunque sus métodos sean distintos, loque les debe importar es que la empresa vaya adelante, así que tienenque evitar entremeterse en el estilo educativo del otro y han de

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aceptar las diferencias.Por otra parte, es bastante frecuente que, cuando los padres se

separan, cualquier pequeño malestar que el niño mani este seinterprete como una consecuencia directa del proceso de ruptura. Porconsiguiente, se lleva al niño al psicólogo —más que por un problemareal, por los miedos de los adultos que lo rodean.

En otros casos, la consulta tiene lugar sin que el niño hayapresentado señal de trastorno alguna. Pues, los adultos decidenllevarlo al psicólogo de manera «preventiva», ya que creen que unasituación como la que están viviendo tiene que ocasionar problemas ala fuerza.

Me parece importante resaltar que, cuando los padres asumen lasituación con normalidad, pueden satisfacer las necesidades del niñode forma conveniente y no suele ser necesario ningún tipo deintervención.

En resumen, he aquí las conductas que resultan contraproducentesy que por eso habrá que evitar: cabe desistir de intentar prescribir alotro progenitor lo que tiene que hacer y descali carlo. No hay queinterrogar al niño para averiguar qué ha hecho en casa del otro niconvertirse en el intermediario entre él y el otro progenitor. Lospadres deben velar para que no compitan en atenciones o involucrenal niño en sus con ictos; no se le deben facilitar informaciones quepertenecen exclusivamente al ámbito de la pareja. Asimismo, esimportante que el adulto que pasa más tiempo con el hijo evitequejarse de que apenas tiene tiempo para sí mismo, pues ese tipo decomentarios provoca que el niño se sienta culpable. Y nalmente, elniño no debe participar de las decisiones tocantes a la separación; aeste respecto, ambos progenitores deben estar de acuerdo.

Para afrontar una separación de manera razonable existen lossiguientes recursos: hay que aceptar que se trata de un procesodoloroso que genera reacciones de rabia, a icción, negación… y cabeencauzar estas reacciones de manera que no inter eran en ladinámica de cada casa ni en las relaciones entre los padres. Asimismo,ambos deben respetar las decisiones y la manera de vivir de la expareja y manifestar que existen distintas formas válidas de ver lascosas.

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CAPÍTULO 8LA PESADILLA

Eran las cuatro de la mañana de una noche cualquiera cuando

Paula despertó como era habitual desde hacía ya varios años y fue aldormitorio de sus padres. Se quedó escuchando un momento antes deabrir la puerta. Su corazón latía con fuerza. Tenía miedo y no sabíamuy bien de qué. ¿De sentirse rechazada por ellos? ¿O quizá porquesabía que lo que hacía «no estaba bien»? En realidad, más que miedosentía una excitación especial por hacer algo prohibido.

Sus padres ya se habían acostumbrado a aquella presencia que cadamadrugada venía a perturbar su sueño. Ya no recordaban lo que eradormir una noche entera sin interrupción y —«después de haberlointentado todo», como a menudo aseguraban— se habían resignadode mala gana a recibir cada noche a un huésped indeseado. Alprincipio, habían intentado convencerla de que tenía que dormir en sucama. Durante bastante tiempo, cada vez que Paula acudía a suhabitación, la devolvían a su cama, pero entonces empezaba a llorar ya llamarlos hasta que se rendían y terminaban por hacerle un huecopara no tener que oír más sus llantos. Llegaron incluso a poner uncerrojo en la puerta de la habitación de Paula, pero así sóloconsiguieron que ella gritara más fuerte y, avergonzados ante lo que

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pudieran pensar los vecinos, acabaron cediendo a los deseos de suhija.

Curiosamente, la que mejor dormía al nal de la noche era éstaporque, una vez logrado su objetivo, se acostaba en el mejor sitio, quesus padres le reservaban para que la hija estuviera bien cómoda, ysiempre uno de ellos acababa en el borde de la cama. Por la mañana,los padres se levantaban de mal humor y con la sensación de no haberdescansado bien, por lo que Paula intentaba calmar su culpabilidaddiciendo cosas del tipo: «No lo quiero hacer, pero no puedo evitarlo»,«Perdonadme, os quiero mucho, pero, por favor, no me pidáis queduerma sola».

Pronto aprendió que aquellas frases cambiaban el estado de ánimode sus progenitores. Hacían que se olvidaran de su cansancio ysintieran compasión por su hija, una niña muy buena que queríavencer sus miedos y no deseaba molestarlos, pero que simplementeera incapaz de actuar de otra manera.

Cada vez que se acercaba un nuevo cumpleaños de Paula, suspadres aprovechaban la ocasión para intentar convencerla de dormirsola: «Ahora que cumplirás los nueve años…», «Ahora que cambiarásde década…», «Ahora que vas a cumplir los once…», «Ahora quepronto tendrás doce…». Paula estaba siempre de acuerdo y prometíaque desde aquella noche no se levantaría de su cama aunque sedespertara, pero cuando llegaba el momento acababa comportándosecomo de costumbre, de modo que sus padres ya habían perdido laesperanza de que las cosas pudieran cambiar algún día.

Paula no veía nada malo en ir a dormir a la cama de sus padres.Después de todo, pensaba, si se apretaban un poquito cabían todos enla cama. Ella al menos dormía muy bien allí y no entendía por qué suspadres se levantaban siempre de mal humor.

Al principio, era el padre a quien más le molestaba la situación,pues cuando no dormía bien, al día siguiente estaba de muy malhumor en el trabajo. Por eso se pasó una temporada«intercambiándose» con Paula, es decir, cuando ella llegaba a la camapaterna, él se iba a la de su hija. Pero pronto se dio cuenta de que esotampoco era una solución porque, aparte de la molestia que suponíacambiar de cama en plena noche, era «como si abandonara el campo

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de batalla». Ésas, al menos, eran las palabras que usaba su mujer alreprocharle que su actitud equivalía a autorizar a la hija a seguir consu hábito.

Las discusiones entre la pareja se volvieron cada vez másfrecuentes, y eso a Paula tampoco la hacía feliz, ya que sabía quetenía mucho que ver en todo aquello. Pero a pesar de que cadamañana se repetía a sí misma que aquella noche no se levantaría,cuando llegaba el momento decisivo volvía a las andadas.

Finalmente, los padres decidieron consultar con un psicólogo. Alprincipio, no salieron muy contentos de la visita. Para empezar, elprofesional les preguntó cuál era el problema que querían resolver yqué habían hecho para solucionarlo. Le explicaron que Paula estabasufriendo mucho porque no se sentía capaz de dormir sola. Y que esteproblema afectaba a toda la familia, pero que nadie sabía qué hacer,ya que, si los padres se oponían en serio a que durmiera con ellos, asu hija le daba «un ataque», perdía absolutamente el control yempezaba a gritar de forma desesperada. Su corazón latía muydeprisa y «se ponía enferma».

Los padres creían haberlo intentado todo y enumeraron acontinuación cuanto habían hecho para tratar de solucionar elproblema. Luego, cuando el psicólogo resumió lo que habían contado,se dieron cuenta de que todos sus esfuerzos en el fondo se habíanbasado siempre en la misma estrategia, aunque hubieran variado lasmaneras de aplicarla: intentar convencer a su hija medianterazonamientos, promesas o castigos de dormir en su cama, pero, almismo tiempo, acabar siempre haciéndole sitio en su cama y permitircon eso que todo siguiera igual.

El psicólogo sólo les formuló algunas preguntas del tipo: «Sipudieran acabar con esta intromisión en su intimidad, ¿su vida depareja mejoraría, o ya han renunciado a su intimidad?», «¿Creen que,cuando permiten a su hija dormir en su cama, ella gana en con anzaen sí misma y en seguridad, o que esto, al contrario, provoca quetenga cada vez más miedo y la sensación de que sólo estará segura siduerme con ustedes?».

A primera vista, el profesional no les propuso ninguna solución,pero sólo aparentemente, pues de hecho ninguno de los tres salió de

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allí viendo el problema de la misma forma a como lo hicieran antesde entrar.

Para empezar, cada uno se dio cuenta de que tenía que hacer algodiferente si quería que las cosas cambiaran; los padres ya no veían aPaula como a una pobre niña a la que tenían que consolar porque «elmiedo le hace perder el control y se pone enferma».

Paula, a su vez, salió un poco enfadada de la entrevista y con larme resolución de no cambiar su hábito, pues, desde su punto de

vista, aquel psicólogo no había entendido bien que ella no podíadormir sola, aunque quisiera. Bien mirado, tampoco le habíaprohibido acudir a la cama paterna, así que todo seguiría igual y laentrevista sólo había sido una pérdida de tiempo.

Los padres, en cambio, salieron pensando que quizá todo lo quehabían intentado, con la mejor intención, sólo había contribuido aperpetuar el problema y que eso les afectaba como pareja, comopadres y como personas. Además, no ayudaba en absoluto a su hija.Tomaron una decisión: cambiar radicalmente de estrategia.

Aquella noche, cuando Paula llegó a su habitación, en lugar deprotestar y hacerle un sitio como de costumbre, los padresaparentaron estar profundamente dormidos, con los brazos y laspiernas estirados, de modo que ocupaban toda la cama. Paula intentómeterse en medio de ellos, pero parecía que su madre aquella nochetenía alguna extraña pesadilla, pues no paraba de moverse y darpatadas. Así que Paula decidió dormir mejor en el suelo.

Cuando el padre se dio cuenta, estuvo a punto de volver a hacerleun hueco como siempre, pero su mujer le cogió la mano con fuerza yle hizo un gesto, que él interpretó como si dijera: «No pasa nadaaunque duerma en el suelo. No lo eches a perder ahora». Entoncesdesistió y se quedó en su sitio sin prestar atención a su hija.

A la mañana siguiente, Paula se quejó de lo mal que habíadormido, de lo duro que estaba el suelo y del sueño tan extraño quehabía tenido la madre, que no había parado de dar patadas en toda lanoche.

La madre aseguró que no se acordaba de nada y el padre manifestóhaber dormido de un tirón. Ninguno parecía dar importancia a la

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mala noche que había pasado Paula.La situación se repitió la noche siguiente, sólo que esta vez Paula se

quedó poco rato en el suelo y luego decidió irse a su cama. No sinantes despertar a su padre para pedirle que la avisara cuando se fueraa trabajar a n de que ella pudiera pasar a la cama y quedarse allícon la madre. Evidentemente, el padre al levantarse no lo recordó enabsoluto…

Aquella mañana, mientras desayunaba, protestó de nuevo por laforma de dormir de la madre, pero ésta volvió a a rmar queúltimamente dormía muy bien y no se enteraba de nada. Así quePaula se fue al colegio de mal humor y enfadada; no sabía muy bienpor qué ni con quién. Por la noche, estaba tan cansada que durmió deun tirón hasta que su madre fue a despertarla por la mañana.

—¿Te he vuelto a dar patadas? —preguntó la madre.—Creo que hoy no me he despertado —dijo Paula, que casi no se

podía creer lo que estaba afirmando.A la hora de la cena, Paula miró de reojo a sus padres.—Si esta noche me despierto, iré a vuestra habitación —anunció al

fin.—Claro, como siempre —contestó la madre tranquilamente.— Ya, pero me tenéis que dejar sitio, y tú no me des patadas.—¿Que yo te doy patadas? —preguntó la madre divertida—. Creo

que lo has soñado, porque duermo estupendamente.—No, no —protestó Paula—. Llevas unos días dando patadas y

moviéndote mucho. ¿A que sí, papá?—Sí —coincidió el padre—. Aunque la verdad es que casi no me

entero porque estoy muy cansado y me duermo enseguida; pero meparece que una de las dos se mueve demasiado.

—Yo no —aclaró enseguida Paula—. Hoy ni siquiera me hedespertado e ido a vuestra cama.

—Pues, a lo mejor tu madre ha tenido una pesadilla —respondió elpadre con calma.

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Paula se quedó sorprendida. Hasta hacía pocos días, sus padres nohabían parado de hacerle razonamientos y hablar del tema de lasnoches y ahora, de repente, parecía que a nadie le importaba que elladurmiera mal. Sus padres se habían vuelto muy egoístas y ya no ledejaban sitio en su cama.

Las noches siguientes todavía hizo algún intento de volver a lacama paterna, pero allí ya era imposible dormir con lo mucho que semovían últimamente y, para colmo, por la mañana no se acordabande nada.

Poco a poco, se fue dando cuenta de lo cómodo que resultabadormir en su propia cama, al punto de que levantarse para ir a lahabitación de los padres llegó a parecerle incluso molesto. Por eso,cuando alguna vez despertaba, volvía a coger el sueño enseguida sinmoverse de su cama.

Y así fue como Paula consiguió dejar de ser la «pesa… dilla» parasus padres. Y todos empezaron a levantarse por la mañana de mejorhumor.

* * * Los problemas de sueño son muy frecuentes en la infancia y,

aunque no suelen revestir gravedad, sí pueden ser serias lasconsecuencias para toda la familia.

Hay que tener en cuenta que este problema se presenta por lanoche, cuando todo está en silencio y el llanto del niño es capaz dedespertar no sólo a los miembros del hogar, sino también a losvecinos más próximos. Ésta es una de las causas de que a veces lospadres cedan con más facilidad a las exigencias del niño con tal deconseguir que deje de llorar, para evitar que despierte a todo elvecindario.

El niño aprende pronto que es una cuestión de «resistencia» y que si

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llora y arma escándalo con su ciente intensidad, acabará ganando labatalla y dormirá tranquilamente al lado de mamá, papá o ambos.

No hay que perder de vista que este asunto algunas veces puedesuponer, además, cierta ventaja para alguno de los miembros de lapareja, que se libra así de compartir cama con el otro, que tal veztenga un sueño intranquilo, ronque en exceso o intente indeseadosacercamientos. Por tanto, cuando un profesional recibe a una familiacon este tipo de demanda, tiene que indagar siempre si realmentetodos están interesados en solucionar el problema o si hay alguiendispuesto a boicotear la mínima mejoría.

En nuestra práctica clínica trabajamos una vez con una familia quenos consultó porque su hijo, de nueve años, no conseguía dormir solo.En la segunda entrevista, el padre manifestó que, antes de tratar ladi cultad del chico, su mujer debería adelgazar veinte kilos; pues, delo contrario, a él le resultaría muy difícil volver a dormir con ella,ahora que ya se había acostumbrado a hacerlo solo en la cama delniño.

Otra de las familias con las que tuvimos ocasión de trabajar sehabía visto obligada a cambiar de barrio ante la vergüenza que sentíacuando se encontraba a los vecinos por la escalera, que lesrecriminaban las malas noches que pasaban por culpa de su hijo.

Es importante tener presentes estas circunstancias a la hora detratar un problema de este tipo y ayudar a cada familia a encontrar lamanera más e caz de solucionarlo con el mínimo esfuerzo. Es fácilaconsejar a los padres que dejen llorar al niño, que sólo serán unasnoches. Sin embargo, la mayoría de las veces resulta muy difícilllevarlo a la práctica, sobre todo si los padres, como es lógico,necesitan descansar después de una larga jornada de trabajo.

Cualquier estrategia que el terapeuta conciba conjuntamente conlos progenitores para que puedan solventar el problema con éxitodebe ir acompañada de una actitud tranquilizadora hacia ellos y de suayuda para que consigan superar sus propios miedos en relación conla dificultad del niño.

Resumiendo, he aquí los factores que suelen perpetuar el problemay que, por tanto, cabe evitar: no debe permitirse que el niño duerma

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fuera de su cama. También se desaconseja hablar del tema e intentartranquilizar al hijo, convencerlo o incluso chantajearlo. No hay queintercambiar camas a voluntad del niño. Y es vano tratar deautoconvencerse de que tras unas noches en la cama paterna el niñovolverá a dormir en su habitación de forma voluntaria.

En estas situaciones, los padres tienen que mantenerse rmes en sudeseo de que el niño duerma solo en su habitación y deben llevarlo asu cama sin hablar cada vez que se levante.

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CAPÍTULO 9FIN DE CURSO

Miguel salió del colegio con un nudo en el estómago. Era nal de

curso y aquel día en clase el profesor había anunciado que unoscuantos alumnos tendrían que repetir. Miguel sabía que seguramentesería uno de ellos y no quería ni pensar en la bronca que le caería. Yacasi podía oír a su madre decir «Olvídate de la consola y de tusamigos», «Vas a estudiar en verano todo lo que no hiciste durante elcurso», «Ya te entenderás con tu padre»… Esta última frase teníasiempre un efecto devastador en él porque, en contra de lo quepudiera parecer, signi caba: «No serás capaz de hacérselo entender atu padre»; y además, era como dejarlo solo ante el peligro.

El hecho de que interviniera el padre confería una especialgravedad al asunto, ya que normalmente era la madre quien seencargaba de las cosas cotidianas. En cambio, cuando algo se poníaen conocimiento paterno, tenía que ser importante de verdad y, por logeneral, muy malo.

Mientras caminaba hacia su casa, Miguel se arrepintió de todas lastardes que había pasado mirando la tele, sin terminar los deberes,

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jugando con su gameboy o, sencillamente, aburriéndose sin hacernada. Pero ya no había remedio. En aquel momento, sólo podíapensar en cómo evitar el enfado de su madre y el castigo queseguramente le impondría.

Llegó a casa con dolor de cabeza y no pudo ni probar el bocadillode Nocilla que su madre le había preparado. Se fue directamente a suhabitación y se tumbó en la cama deseando dormir, pero sinconseguirlo.

Al poco rato, oyó llegar a su hermana Marta, contenta comosiempre, y contar en voz alta que había sacado un 8 en matemáticas.¡Cómo la odiaba en ese momento! Oyó que su madre le decía: «Nohables tan fuerte, que a tu hermano le duele la cabeza». Miguel seimaginó la escena, Marta abrazando a la madre con cara de «Soy lamejor» y ella sintiéndose orgullosa de su hija, que nunca ladefraudaba.

No es que Miguel no quisiera a su hermana. De hecho, él tambiénestaba orgulloso de ella, pero en instantes así, la envidia no le dejabasentir nada positivo hacia aquella «niñata repelente a quien todo lesale bien».

A la hora de la cena, su madre insistió en que comiera algo a n deque luego pudiera tomar algún calmante para su dolor de cabeza.Pero Miguel no se veía con ánimos de afrontar la charla familiar entorno a los resultados escolares aunque sabía que tarde o tempranotendría que hacerlo, decidió retrasarlo al máximo. Pidió un vaso deleche y trató de dormir.

Aquella noche tuvo un sueño bonito: vivía en una preciosa casa conun grupo de muchachos que, aunque eran sus hermanos, tenían todosaproximadamente su edad. Nadie les mandaba hacer nada y sepasaban el día bañándose en la piscina y cazando lagartijas por eljardín. Veía en el sueño con toda claridad cómo, al salir los chicos dela piscina, las gotas de agua que caían de sus bañadores desaparecíansolas, sin que nadie las secara. Había también una nevera llena derefrescos y alimentos, a la que los muchachos accedían en cualquiermomento y, debajo de cada árbol, una consola con los últimos juegoso un ordenador conectado a Internet.

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Lo que más le gustaba de ese sueño era la sensación de libertad ybienestar que se respiraba en el ambiente y, aunque sus padres noaparecían físicamente en él, Miguel sabía que aprobaban esa forma devivir y se sentían muy contentos al ver a sus hijos tan felices.

Despertó en su cama de siempre y trató en vano de volver adormirse para retomar el sueño. Pero la realidad se impuso y eldespertador anunció como cada día la hora de levantarse. Se dio lavuelta en la cama y se quedó mirando la pared un buen rato, hastaque oyó los pasos de su madre acercándose a su habitación.

—¿Cómo va ese dolor de cabeza? —preguntó—. ¿Has podidodormir?

—Un poco —contestó Miguel, y no se atrevió a contarle el sueñoque acababa de tener porque temía que le respondiera algo así como:«¡Estudiar es lo que tienes que hacer y no soñar tonterías!».

Se levantó de mala gana y se metió en la ducha para seguirsoñando, esta vez despierto. ¡Qué bonito sería poder vivir en una casaasí, donde todos fueran felices, sin tener que ir al colegio…!

La voz de su madre lo sacó del ensimismamiento:—Miguel, ¿quieres darte prisa? Vas a llegar tarde.¡Qué rabia le daba aquel tono a las ocho de la mañana! Salió de la

ducha de mal humor, se vistió de cualquier manera y cogió sumochila para ir al colegio.

—¿Adónde vas con esos pelos? —exclamó su madre al verloaparecer—. ¿No tienes otra camiseta? Me paso el día lavando yplanchando ropa para que tú vayas siempre con lo más viejo yarrugado que tienes. ¡Si hasta está rota! Toma, ponte ésta, que por lomenos no tiene agujeros.

—No quiero ponerme ésa —dijo Miguel elevando demasiado la voz—. ¿Me meto yo con lo que os ponéis vosotros? Pues, dejad que mevista a mi manera.

—Nosotros no vamos hechos un desastre.—Será desde tu punto de vista.—¿Cuándo me has visto a mí con una camiseta rota?

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—Yo no he dicho eso, pero hay muchas maneras de hacer elridículo.

—¿Me estás diciendo que hago el ridículo?—Tú sabrás, yo sólo digo que hay muchas maneras de hacerlo.Se fue dando un portazo, mientras su madre se quedaba pensando

qué había ocurrido con aquel niño encantador que venía corriendo asus brazos cada vez que se caía o se daba un pequeño golpe para quelo consolara con sus «superpoderes» capaces de aliviar cualquier doloro malestar.

Miguel llegó al colegio a última hora. Subió corriendo al primerpiso, entró en clase y se sentó precipitadamente. Sólo en ese momentose dio cuenta de que no había hecho los deberes. ¿Qué podía hacerahora? ¡Demasiado tarde! Justo en aquel instante, el profesor anunció:

—Vamos a corregir los deberes. Miguel, sal a la pizarra.—No he podido hacerlos —dijo Miguel—. Es que mi tía se puso

enferma y mi madre y yo tuvimos que ir a su casa para que ella laacompañara al médico y yo cuidara de mis primos.

Apenas había pronunciado la frase cuando ya se había arrepentido,pero ¡cómo le iba a decir que se había olvidado! Y menos aún quehabía pasado la tarde en la cama pensando en cómo iban a reaccionarsus padres ante sus malas notas. Seguro que el dolor de cabeza no«colaría». Así que, decididamente, lo mejor era inventarse una excusaque involucrara a la madre para que fuera más creíble.

Pero el pretexto sólo tuvo el efecto de complicar aún más las cosas,ya que el profesor llamó a su madre para concertar una entrevista encuanto la tía estuviera mejor, y su madre, sorprendida, le informó dela buena salud de toda la familia.

Cuando Miguel llegó a casa aquella tarde, su madre estaba muyenfadada: «Ya sólo falta que te vuelvas mentiroso. ¿Por qué tienes quemeterme en tus líos? Si hicieras lo que tienes que hacer no tendríasque mentir».

Intentó disculparse de algún modo, pero no le salieron las palabras.Además, ¿qué iba a decir? Ahora se imaginaba ya qué pasaría el díaen que sus padres tuvieran la entrevista con el profesor.

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Aquella tarde no hubo consola ni ordenador. Miguel dio vueltas porla casa sin saber qué hacer, sabiendo que, hiciera lo que hiciera, sumadre seguiría enfadada.

A la hora de la cena, sólo su hermana estaba con ganas de hablar.¡Qué suerte tenía ella de que todo le saliera bien! Miguel no quería sercomo Marta, y menos en aquel momento, en que la encontrabaaburrida, cursi y estúpida, pero sí le habría gustado sentirse aceptadoy poder ser tan feliz como su hermana parecía. Él era la oveja negra ala que soportaban porque no había más remedio, pero ¿quién loquería de verdad? Se sentía terriblemente solo.

Aquella noche se fue a dormir temprano y volvió a soñar, pero estavez no fue un sueño bonito, sino una terrible pesadilla en la que seencontraba caminando por un bosque oscuro, en medio de unaterrible tormenta. No podía refugiarse debajo de un árbol porquesabía que era peligroso, pero tampoco seguir caminando. De vez encuando, un relámpago iluminaba el bosque y Miguel buscabadesesperadamente un refugio donde meterse. Finalmente, se acurrucóen un rincón y se quedó allí, encogido, protegiéndose la cara con lasmanos y temiendo que un rayo lo partiera por la mitad.

Se despertó sobresaltado y ya no pudo volver a dormirse. Sentíauna extraña mezcla de miedo, rabia y desesperación, y era incapaz dequitarse de la cabeza la intensa sensación, que había vivido en elsueño, de estar atrapado en una fuerte tormenta.

Se levantó como de costumbre y se fue al colegio casi sin hablar. Sumadre pensó: «¡Qué raro está este chico!», pero tampoco se atrevió adecir nada, aunque empezó a darle vueltas buscando la razón y, claro,imaginándose lo peor: «Seguro que anda metido en algún lío. Esosamigos que tiene no me gustan nada. Vete a saber qué hacen cuandosalen por ahí. Sólo piensa en estar en la calle. Es muy inocente y sedeja llevar por cualquiera», etcétera.

Estas cosas pensaba mientras tomaba su café con leche delante dela televisión. Justamente, daban un programa donde profesionales dela psicología, la enseñanza y el periodismo hablaban con algunospadres sobre los problemas de los adolescentes. Subió el volumen yescuchó con atención. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! ¡Qué no le podíaocurrir a un chico al que no le interesaban los estudios, que se volvía

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huraño de repente, que no quería hablar en casa y que se rodeaba demalas compañías…! Eso podía ser el inicio de una serie de problemasde difícil solución, que llevaban al fracaso, al consumo de hachís yalcohol, a la delincuencia…

No pudo terminar el desayuno. Entró como loca en la habitación deMiguel a buscar algún indicio que delatara lo que podía estarpasando. Registró cajones y papeles sin encontrar nada y se sintióaliviada por un momento. Ya no importaba el desorden de lahabitación, ni la ropa tirada por el suelo; al menos nada había quehiciera sospechar que estaba yendo por mal camino.

Recogió la ropa sucia con un suspiro de alivio. De pronto, notóalgo en el bolsillo del pantalón que estaba a punto de meter en lalavadora: ¡un encendedor! ¿Para qué llevaba Miguel un encendedor enel bolsillo? ¿Habría empezado a fumar? O peor aún, ¿estaría fumandoporros? Metió la mano hasta el fondo del bolsillo y… ¡allí estaba! Unpequeño trozo de hachís envuelto en papel de plata.

Se sentó sobre la cama y se quedó allí sin saber qué hacer. Laspreguntas se agolparon en su cabeza: ¿Por qué?, ¿Qué habían hechomal?, ¿Qué necesidad tenía su hijo de fumar porros?, ¿Acaso no erafeliz?, ¿Cómo es que no se habían dado cuenta antes?, ¿Cuánto tiempollevaba haciéndolo?, ¿Habría probado otras cosas?, ¿De dónde sacabael dinero para comprar hachís?…

Cuando Miguel llegó a casa, encontró a su madre fuera de sí.—¿Qué es esto? —le preguntó, mostrándole el encendedor y el

pequeño envoltorio de papel de plata.—Un encendedor —respondió Miguel un poco turbado.—Ya lo sé —dijo su madre, tratando de no levantar mucho la voz

—. ¡No te hagas el tonto! ¿Qué hacía esto en tu bolsillo?—No me hago el tonto. Me has preguntado qué es y te he

contestado. Además, no es mío. Y no tienes por qué registrarme losbolsillos.

—Yo no te registro nada. Te iba a lavar el pantalón y he sacado loque tenías en los bolsillos, simplemente. Y aún no me has contestadoqué hacía eso allí.

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—Nada, no hacía nada, ya te he dicho que no es mío. Es de Javi,que me lo dio para que se lo guardara.

—Ya. Ahora te dedicas a guardar los porros de tus amigos.Miguel no replicó y su madre tampoco insistió más porque ninguno

de los dos sabía qué decir en aquel momento. La madre pensaba enlas recomendaciones que había oído por la mañana en la televisión:dedicar tiempo a los hijos y hablar con ellos. ¡Cómo si eso fuera tanfácil! ¿Cómo se puede hablar con alguien que no quiere contartenada? Tanto ella como su marido habían sido padres dedicados a sushijos, habían intentado educarles en valores éticos y transmitirles todosu cariño, habían tratado por igual al niño y a la niña, pero los doshabían respondido de manera diferente. Mientras la niña se pasaba eldía estudiando, Miguel sólo pensaba en salir con sus amigos o chatearpor Internet. Pero en el fondo era buen chico y su madre no podíaentender por qué, siendo más inteligente que su hermana para lamayoría de cosas, no comprendía que su actitud le estabaperjudicando.

Además, no podía hablar de eso con su marido, pues él creía que elchico necesitaba «mano dura». Y aunque estaban de acuerdo enalgunas cosas, discrepaban a este respecto. De hecho, en los últimosmeses Miguel y su padre ya habían protagonizado algunas escenasmuy agresivas, de consecuencias muy negativas para todos.

Miguel, por su parte, no entendía por qué se tenía que pasar la vidamemorizando cosas que no le interesaban en absoluto, aprendiendo aresolver ecuaciones que nunca pensaba utilizar y estudiando librosque para él carecían del más mínimo interés. ¿Por qué era tanimportante sacarse la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria)? Suspadres repetían constantemente: «Tuve que empezar a trabajar a loscatorce años»… ¡Qué envidia le daba! ¡Cómo le gustaría podertrabajar! Se imaginaba a sí mismo a veces en la cocina de un granrestaurante, al principio fregando platos, eso sí, pero no le importaba,pues tendría la oportunidad de aprender a preparar comidasexquisitas, que harían felices a muchas personas. Le encantaba eltrabajo de cocinero, buscar nuevos sabores, notar cómo una pequeñacantidad de algunas especias modi caba completamente la textura yel gusto. ¿Para qué necesitaba aprender lo que enseñan en la ESO? Sus

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padres aseguraban que sin ese certi cado nadie le daría trabajo y esole preocupaba mucho, pero cuanto más preocupado estaba, menos sepodía concentrar en los estudios.

Por otra parte, sabía perfectamente que la ilusión de sus padres eraque él estudiara una carrera universitaria y, aunque siempre habíana rmado que sus hijos podían elegir con libertad pareja y profesión,estaba seguro de que se sentirían defraudados si su elección nocoincidía con sus expectativas.

Así se estaba debatiendo Miguel entre el «quiero» y el «tengo que»,cuando su padre llegó a casa aquella tarde. No quería salir de suhabitación porque allí se sentía más protegido, así que abrió el librode Sociales y fingió estudiar. Al poco rato, oyó a sus padres discutir enla cocina y pensó que, como siempre, él tenía la culpa. Se sentía muydesgraciado y solo. ¿Cómo podían decir los mayores que aquélla erala mejor época de la vida? Todo lo que le gustaba a sus padres lesparecía peligroso y lo que ellos le proponían no tenía el más mínimointerés para él. No quería ni pensar en lo que ocurriría al díasiguiente, cuando sus padres hablaran con el profesor.

La cena transcurrió en silencio. Seguramente, sus padres no sehabían puesto de acuerdo en lo que tenían que hacer o estaban tanenfadados que no querían ni hablar, o quizás habían decidido esperaral día siguiente, para disponer así de la información del colegio. Suhermana los miraba con cara de no haber roto un plato en su vida yMiguel trató de comer algo para no complicar más las cosas, aunquese sentía bastante mal por darse cuenta de que había generado elmalestar de sus padres.

Todos se fueron a dormir pronto aquella noche, pero nadiedescansó bien. A la mañana siguiente, Miguel puso especial cuidadoen elegir la ropa para que su madre no volviera a decirle que ibahecho un desastre y se dispuso a afrontar el día de la mejor formaposible.

La mañana se le hizo interminable y no podía concentrarse en nadade lo que los profesores explicaban. Sólo pensaba en lo enfadados queestarían sus padres tras hablar con su tutor y en la reprimenda que sele vendría encima. Se sentía igual que en la pesadilla que había tenidoun par de días atrás: en medio de una tormenta, atrapado y sin salida.

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Cuando terminaron las clases, Miguel salió cabizbajo. Pasó deprisapor delante de la sala donde sus padres habían tenido la entrevistacon el profesor y llegó a la calle. No le importó que estuvieralloviendo. ¡Mejor! Un poco de agua le sentaría bien. Pero no le diotiempo de mojarse mucho porque en la primera esquina sus padres loestaban esperando en el coche.

«¡Sube!», dijo su madre bajando la ventanilla. Miguel subió alcoche y saludó con un «¡Hola!». Nadie habló hasta llegar a casa, perola tensión se notaba en el ambiente.

La madre, con el pretexto de no tener ganas de cocinar, propusocomer algo en la cafetería de la esquina. Pero en realidad lo hizo portemor a que se produjera otra escena violenta entre Miguel y su padre.Todos aceptaron la propuesta y buscaron, sin decir nada, un rincónapartado, fuera de las miradas de la gente.

Nadie se molestó mucho en elegir el menú, pero todos miraban elplato como si les interesara mucho su contenido. Fue la madre quienempezó a hablar, pensando que allí sería más difícil que Miguel y supadre discutieran violentamente.

—¿No nos preguntas cómo ha ido la entrevista?—Ya me lo imagino —dijo Miguel sin levantar los ojos del plato.—¿Qué te imaginas? —intervino el padre—. ¿Que te estás jugando

tu futuro? Tu madre y yo nos estamos sacri cando para que tengáisunos estudios el día de mañana y podáis hacer algo en la vida y tú tepermites el lujo de suspender nada menos que siete. Lo peor es que nosuspendes por tonto, sino por vago.

Miguel se sentía culpable y no sabía qué decir. Lo único que se leocurría era lo de siempre:

—No me gusta estudiar.—No te pedimos que estudies una carrera, pero al menos tienes que

sacarte la ESO porque la vas a necesitar para todo. Hasta para hacerde barrendero te la piden.

¡Cuántas veces había oído aquella frase! Pero, en vez de animarlo,siempre se quedaba aún más desconcertado. No quería pasar otros dosaños de su vida bajo aquella tortura. Conocía a chicos que estaban

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trabajando y no parecían tan descontentos. Quería trabajar y estabaseguro de poder ganarse la vida sin la ESO. El problema era que aúnno tenía dieciséis años, la edad mínima para que alguien locontratara. En cualquier caso, sólo le faltaban unos meses y —loacabó de decidir y lo pronunció en voz alta— ¡no quería volver alinstituto!

Sus padres se miraron asustados. El profesor les había dicho que sinla ESO tendría muy pocas oportunidades de trabajar en algo que nofuera de peón, haciendo muchas horas y mal pagadas, pero… ¿Quépodían hacer?

—No te creas que te vas a quedar en casa viendo la tele —advirtióel padre—. Ya te hemos dado la oportunidad. Si no la quieresaprovechar, tendrás que ponerte a trabajar en cuanto cumplas losdieciséis.

—De acuerdo —contestó Miguel—. Espero que no os volváis atrás.El primer trabajo que encontró fue en un supermercado,

reponiendo género en las estanterías. No se puede decir que le gustara,pero cualquier cosa le parecía mejor que el instituto. Allí al menosencontraba un sentido a lo que hacía, no tenía que memorizar cosasabstractas y tenía una compensación económica que, aunque no fueramuy grande, le permitía satisfacer algún capricho sin tener querecurrir a sus padres. Lo único que le entristecía era la decepción queveía re ejada en los rostros de sus progenitores cada vez que surgía eltema del trabajo.

Llevaba poco más de un mes trabajando cuando entró un chiconuevo en el almacén. Era un muchacho alegre y despreocupado yMiguel no tardó en hacerse amigo suyo. Se llamaba Javier y, desde elprimer día, parecía que había venido a encargarse de las tareas máspesadas. Miguel intentaba ayudarlo como podía porque noconsideraba justo que, por ser nuevo, tuviera que cargar siempre conel peor trabajo, pero el chico nunca protestaba. Siempre decía: «¡No tepreocupes! ¡Si no me importa!».

Javier era un poco mayor que Miguel y, aunque no solía hablar desu familia, un día le confesó que su padre le había puesto a trabajarallí pensando que al ver lo duro que era un trabajo poco cuali cado

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se decidiría por n a tomarse en serio los estudios. Pero esteexperimento no estaba funcionando como el padre esperaba, ya queJavier estaba encantado con el trabajo y no pensaba de ningunamanera volver al instituto.

Transcurrido el periodo de prueba, a Miguel le ofrecieron renovarleel contrato y lo aceptó encantado, pero Javier fue despedido sin másexplicaciones al nalizarse el suyo. Miguel estaba muy preocupadopor él.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó.—No te preocupes, ya encontraré algo.—Llámame si necesitas alguna cosa.—Gracias, te llamaré de todas maneras.Pero lo cierto es que, aunque al principio se llamaron con

frecuencia, poco a poco se fueron distanciando hasta perder elcontacto por completo. Miguel dejó de trabajar en el supermercado,pues encontró un empleo en un restaurante como ayudante de cocinay se sentía feliz, aunque el trabajo era duro. Un día recibió unallamada de Javier. Su padre quería montar una empresa deinformática y le gustaría saber si podían contar con él.

—Yo no sé de informática más que las cuatro cosas necesarias paraescribir un texto o conectarme a Internet —declaró Miguel en laentrevista con el padre de Javier.

—No importa —respondió éste—. No estoy buscando a licenciados,sino a alguien como tú: honesto, responsable, inteligente, trabajador ybuena persona. Todo lo demás podrás aprenderlo a medida que lonecesites.

Miguel se mostró agradecido. Todo lo que estaba oyendosigni caba mucho para él, y aun así estaba indeciso de si debíaaceptar o no, ya que le gustaba mucho el o cio de cocinero. El padrede Javier le ayudó a despejar sus dudas al ofrecerle un sueldo quesobrepasaba el doble de lo que estaba ganando en ese momento.

—Puedes probar un tiempo —le dijo—, y si luego te sigueinteresando la cocina, estarás en condiciones de abrir tu propiorestaurante.

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Y así fue como Miguel, al cabo de unos años, pudo comprar unbonito local a fin de montar allí su restaurante.

Cuando Javier le preguntó: «¿Has pensado ya en el nombre?»,Miguel respondió de inmediato: «Hace tiempo que lo sé: ¡SINESO!».

* * * Se considera que hoy en día en nuestro país algo más del 25% de

alumnos no consigue el certi cado de graduación de la ESO, lo queconstituye una de las mayores fuentes de con icto entre padres ehijos.

«Es lo mínimo que le pedimos —suelen decir los padres—. Si noquiere estudiar, no le obligamos, pero al menos la ESO se la tiene quesacar, porque se necesita para todo.»

En principio, parece lógico que, cuanto más preparada esté unapersona, más conocimientos teóricos haya adquirido y mejor hayaaprovechado sus años de escolaridad, más éxito profesional obtendrá,pero en realidad los estudios no lo son todo. Y si bien es cierto que,por lo general, las personas físicamente atractivas, simpáticas,agradables y adineradas tienen más oportunidades en la vida que lasque no reúnen estas características, lo importante no es lo que poseen,sino lo que hacen de ello. Si una persona tremendamente rica decideno gastar ni un euro, no le servirá en absoluto tener dinero, ya quevivirá como si fuera pobre. Lo mismo vale para todo lo demás.

Cuando se insiste desesperadamente en que un chico que no quiereestudiar siga con su formación escolar, la mayoría de las veces sólo seprovoca que se posicione todavía más en su negativa. Y así comenzaráun forcejeo entre él y sus padres, que irá aumentando en intensidadhasta que se convierta en el problema de verdad.

Con esta actitud no sólo no se consigue el objetivo, sino que,además, al joven se le transmite sin querer la idea de que su vida sin

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la ESO será un fracaso. Si llega a creerse esta a rmación, empezará acomportarse como alguien que ya no espera conseguir nada,cumpliendo así «la profecía paterna». Y si no se la llega a creer, suspadres perderán credibilidad a sus ojos. En cualquier caso, no se habráconseguido nada más que empeorar la situación.

Por otra parte, cualquier vida puede ser un tormento, por mástítulos universitarios que uno haya obtenido. Desde mi punto de vista,el esfuerzo debería centrarse más en la formación de valores éticosque en titulaciones académicas. Lo importante es que los chicosadquieran la capacidad de pensar, de ser creativos, responsables yrespetuosos con los demás. Si un muchacho quiere ejercer unaprofesión para la que se requiera una titulación, no hará faltainsistirle a n de que estudie, ya que sabrá que es un requisitoindispensable para llegar a su objetivo. Pero si un chico no persiguetal n, por más que se le intente convencer, no estará dispuesto ahacer el más mínimo esfuerzo.

En resumidas cuentas, en estos casos hay que evitar las siguientesconductas contraproducentes: no sirve en absoluto sermonear ointentar conseguir que el niño esté motivado y le guste estudiar. Nohay que pintarle un futuro frustrante y culpabilizarlo haciéndolesentir que no será un hombre o una mujer de bien. Es especialmenteperjudicial ayudarlo a hacer los deberes, pues de esta forma se impideque asuma el hábito de estudiar como una responsabilidad propia. Lomismo vale en el caso de convertirse en «la policía de los deberes»,exigiendo que el niño invierta todo su tiempo libre en los estudios ysin permitir que disfrute de actividades lúdicas.

En cambio, para afrontar este problema tan recurrente de unaforma positiva, resulta muy e caz determinar un tiempo mínimoconcreto que dedicar a los estudios, es decir, reducir el tiempo paramejorar el rendimiento. Eso permitirá al niño hacer otras cosas que legusten y así no verá los estudios como algo odioso que le impidedivertirse.

Los padres deben respetar el ritmo y los tiempos de aprendizajeindividuales de cada niño y procurar que sienta los estudios comoalgo suyo propio.

Muchos chicos tienen muy claro qué quieren hacer y posiblemente

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no les apetece emprender una carrera universitaria. Insistir en queacaben íntegramente la formación reglada sólo provoca queexperimenten un fracaso tras otro y acaben convencidos de que nosirven para nada. Hay que gurarse que uno puede llegar a ser médicoo abogado, pero sentirse muy infeliz, o, en cambio, hacersedependiente o mecánico y llevar una vida placentera. La felicidad nodepende de la profesión, sino de saber que uno ha podido elegirla enlibertad.

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CAPÍTULO 10MENTIRAS

Cuando sonó el timbre que anunciaba el nal de la clase, Laura

salió corriendo hacia el patio del instituto. Los de tercero Bseguramente habrían salido ya y Ramón estaría allí esperando a susamigos. Faltaban dos meses para acabar el curso y Laura no queríairse de vacaciones sin que Ramón se hubiera jado en ella. Bajó dedos en dos los peldaños de la escalera hasta llegar al patio y, una vezallí, se detuvo de golpe. Ramón, acompañado de otros tresmuchachos, hablaba animadamente. Laura ngió buscar algo en sumochila, pero en realidad deseaba coincidir con él, si los pesados desus amigos se iban de una vez.

No tuvo suerte ese día, así que, después de esperar un tiempoprudencial, decidió marcharse. No sin antes pasar por delante delgrupito de muchachos y decir «Hasta mañana», en un tono que lepareció excesivamente alto, pero que hizo al menos que losmuchachos la miraran. Sólo Ramón contestó «Hasta mañana», deforma distraída, pero a Laura se le antojó el saludo más maravillosodel mundo.

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Llegó a casa un poco más excitada que de costumbre. Su madre,que creía conocerla bien, preguntó por el motivo de su retraso y noquedó satisfecha cuando su hija le contestó simplemente: «Me heentretenido un poco a la salida», así que siguió preguntando: «¿Conquién? ¿Dónde? ¿Todo el tiempo allí? ¿Quién más estaba? ¿No habíaningún chico?…».

Laura eludió como pudo el interrogatorio, teniendo especialcuidado en no mencionar a Ramón, ya que sabía que a su madre no lecaía muy bien, pues en alguna ocasión había comentado que parecíaun engreído. La madre notó que su hija le ocultaba algo, pero cuantomás insistía con sus preguntas, más se cerraba la niña, por lo quedecidió investigar por su cuenta.

Al día siguiente, mientras Laura estaba en el instituto, su madreinició una búsqueda a fondo en la habitación de su hija y descubrió supequeño secreto en los papeles que Laura había escrito, pero nuncaentregado a su destinatario. Casi todos empezaban de la mismamanera: «Mi querido Ramón…». Lo que seguía no dejaba lugar adudas: de nitivamente, su hija estaba enamorada de aquel muchachofeo, larguirucho y con cara de tonto. No podía entender que una chicaguapa e inteligente como Laura se sintiera atraída por alguien así.Tenía que tratar de impedirlo por todos los medios a su alcance.

En cualquier caso, no podía hablar con su hija de sudescubrimiento, ya que eso habría equivalido a confesar que habíaestado rebuscando entre sus papeles, algo que con toda seguridad nogustaría en absoluto a su hija. Lo único que podía hacer era«investigar» por su cuenta e interrogar a Laura hasta que confesara suadmiración por el muchacho. De esta manera, intentaría hacerlarazonar y convencerla de que aquel chico no le convenía en absoluto.

Y así fue como la madre de Laura se convirtió en «detective» yempezó a agobiar a su hija con un montón de preguntas, a las queésta contestaba primero con evasivas y luego, cuando no tenía másremedio, con mentiras, que para ella estaban más que justi cadas afin de evitar el enfado materno.

Poco a poco, se fue creando un círculo vicioso en que la madreintentaba controlar progresivamente a Laura y ella mentía cada vezmás y mejor.

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Lo peor fue que también su carácter iba cambiando. Contestabamal, sobre todo a su madre, su rendimiento escolar bajó y confrecuencia se la veía preocupada. Naturalmente, sus padres también loestaban, pero todos los intentos que hacían para averiguar lo queestaba pasando no lograban más que aumentar el agobio de su hija.Contestaba a todas sus preguntas con un «Dejadme en paz», lo cualincrementaba el malestar paterno. Éstos redoblaron su esfuerzo,aumentando así el agobio de la hija, que a su vez respondía de unamanera que hizo crecer el malestar de los padres, y así sucesivamente.

Hacía ya casi un año desde que habían empezado aquellaspequeñas mentiras, que se iban agrandando cada vez más. Laura sesentía agobiada y perseguida por su propia familia, sobre todo por sumadre, que no desaprovechaba ninguna oportunidad para registrar suscosas, llamar a sus amigas para sonsacarles y confrontar luego a suhija con las informaciones obtenidas a sus espaldas. Laura, por suparte, se había «especializado» en ocultar pruebas, al punto de quemuchas veces no le importaba tanto esconder ciertas informaciones,que eran completamente intrascendentes, como el hecho de sentirsevictoriosa al ocultar las cosas de tal manera que nadie fuera capaz dedescubrirlas. Era tal la satisfacción que con este juego experimentaba,que en ocasiones llegaba a dejar pistas falsas por el puro placer de vera su madre descompuesta intentando descubrir una nueva mentira desu hija y poder luego demostrar que la que se estaba equivocando erala madre.

No tardaron en llegar los insultos, según la madre justi cados: «Aver si reacciona de una vez». Sin justi cación alguna, desde el puntode vista de la hija.

Conforme la relación entre Laura y sus padres se iba complicando,Ramón se volvía cada vez más presente en la vida de la chica. Primerofueron encuentros «casuales» al nal de la clase, luego salidas engrupo y más tarde pequeñas citas antes o después de clase, que teníanel atractivo añadido de la clandestinidad.

Naturalmente, los padres de Laura sospechaban que su hija yRamón se veían a escondidas, pero éste ya no constituía el puntocon ictivo. Ahora el problema era el mal ambiente que reinaba encasa, la falta de con anza y la sensación de engaño permanente, que

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provocaba que la relación entre ellos se volviera cada vez más difícil.Laura se sentía muy mal. Sus resultados escolares empeoraron de

manera signi cativa y perdió el apetito. Sus padres, cada vez másasustados, decidieron castigarla prohibiéndole salir los nes desemana hasta que su rendimiento escolar volviera a ser el adecuado.Con esta nueva medida querían conseguir que su hija estudiara mástiempo durante la semana a n de poder salir los sábados y domingoscon sus amigas y de paso ver a Ramón. Pero eso no sucedió. Laura selo tomó con total tranquilidad y decidió que no le importaba no salirmás que para acudir al colegio. Sus padres se quedaron sorprendidosal ver que no manifestaba ningún deseo de llamar a sus amigas y queera capaz de pasar todo el n de semana encerrada en su habitación oviendo la televisión sin pretender salir a divertirse.

Curiosamente, no se la veía especialmente enfadada, y sus padrespensaron que por fin «había entrado en razón».

Estaba a punto de terminarse el último trimestre del curso cuandolos padres recibieron una carta del colegio citándoles para unaentrevista con el tutor de Laura. Ese hecho no revestía nada deextraño, ya que cada año solían reunirse al menos un par de vecesdurante el curso. De hecho, había sido con ocasión de la primeraentrevista que habían mantenido con él durante aquel curso cuandodecidieron no dejar salir a Laura los nes de semana para queaprovechara más el tiempo, ya que el tutor les había informado de suescaso interés por los estudios y el evidente descenso en elrendimiento.

El día de la entrevista, los padres de Laura se preguntaban si sudecisión habría resuelto por n el problema o si sólo habíanconseguido que estuviera más tiempo en casa, pero sinresponsabilizarse de su trabajo escolar. El tutor no anduvo con rodeos:

—Tengo malas noticias. Laura tendrá que repetir curso. Ya sabenque ha faltado a muchas clases y que no ha hecho ninguna de lasevaluaciones finales.

Aquello era una novedad. ¿Cómo que había faltado a muchasclases? ¿Cómo que no había hecho ninguna de las evaluaciones

nales? ¿En qué había empleado el tiempo en que supuestamente

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estaba en clase? Laura, que se hallaba presente en la conversación, nolevantaba la vista del suelo. Sólo cuando su padre le preguntódirectamente: «¿Qué tienes que decir?», respondió tímidamente:

—¿Qué queríais que hiciera? No me dejabais salir, no podía ver aRamón más que a las horas de clase… ¡No podía hacer otra cosa!

—¿Cómo que no podías hacer otra cosa? Lo que tienes que hacer esestudiar. Si no hubieras suspendido nada, no te habríamos prohibidosalir —dijo el padre.

—Bueno —respondió Laura, sin levantar la vista del suelo—,vosotros utilizáis el poder para prohibir y yo me tengo que defendercomo puedo.

—Tus padres sólo quieren lo mejor para ti —intervino el tutor.—Vale, pues, que me dejen decidir a mí qué es lo mejor —

respondió ella.—Tú todavía no sabes lo que es bueno para ti —intervino la madre

—. Cuando seas mayor, lo entenderás.—Estoy harta de oír eso.Y así continuaron durante un buen rato: los padres pensando que

deberían haberla controlado más y haber sido más duros con ella yLaura defendiendo su autonomía y su derecho a decidir lo que queríahacer con su vida.

Aquella noche los padres discutieron por un tiempo y se acusaronmutuamente de la situación. La madre opinaba que su marido no seocupaba en absoluto de su hija y el padre, que su mujer discutíademasiado con la chica por cosas sin importancia, a la vez que nosabía hacerse respetar.

Los días siguientes fueron un in erno para todos. Cuanto másintentaron controlarla los padres, más se rebeló Laura. Y sus mentirasresultaron tan creíbles que muchas veces ella misma dudaba de si eracierto o no lo que estaba contando.

Finalmente, los padres decidieron consultar con un profesional paraque los orientara sobre la mejor manera de tratar a su hija. Tal comoveían las cosas, «pasaba de ellos» y, en cambio, se dejaba aconsejar

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por personas que «la llevaban por el mal camino».El profesional aceptó su punto de vista, pero no veía muy claro que

su hija «pasara de ellos». ¿Qué sentido tendría mentir si realmente nole importaba la opinión de sus padres? Les dijo también que entendíasu preocupación y sus maneras de tratar de ayudar a Laura, puescualquier padre responsable habría intentado lo mismo. De hecho,debería haber funcionado, pero puesto que no era el caso, habría queprobar algo diferente: dejar de hacer todo aquello que habían hechosin que diera resultado. Habrían de comprometerse a asumir su papelde padres y no el de detectives y a acordar con su hija una serie dederechos y deberes de todos los miembros de la familia, así como lasconsecuencias en caso de incumplirlos.

A partir de aquel momento, tendrían que acabarse losrazonamientos, los interrogatorios, las concesiones no pactadas y losintentos de culpabilización.

Los padres deberían estar muy atentos a los cambios positivos, porpequeños que fueran, para poder mostrar su satisfacción. Además, noconvenía que hablaran ni entre ellos ni con su hija de las conductasproblemáticas, ya que éstas se habían convertido prácticamente en elúnico tema de conversación.

No salieron muy satisfechos de la entrevista. Les parecía que unproblema de tal envergadura no podía tener una solución tan sencilla.No obstante, su desesperación era tan grande que se lo plantearoncomo un experimento y decidieron probarlo.

Cuando llegaron a casa, Laura estaba sentada frente al ordenador,probablemente chateando. Ambos padres se miraron sin decir nadacomo apoyándose mutuamente a no intervenir con el acostumbrado«¿No tienes nada que estudiar?».

Puesto que aquellos días la comunicación no había sido muy uida,Laura no se atrevió a preguntarles de dónde venían y ellos tampoco ledijeron nada. Si pretendían recuperar su autoridad quizá fuera mejorno dar a su hija la oportunidad de decirles: «Eso es cosa delpsicólogo».

A la hora de la cena, había un clima diferente en la casa. Laura sedio cuenta de que sus padres estaban más contentos y hablaban de

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cosas que no tenían nada que ver con ella. Por primera vez en muchotiempo no se sentía observada. Dejó parte de la cena, más que porfalta de hambre para ver la reacción de sus padres, pero parecía queno se daban ni cuenta.

Su sorpresa fue aún mayor cuando al día siguiente su madre lepropuso ir de compras. Necesitaba un abrigo y quería que Laura laayudara a elegir uno, ya que tenía muy buen gusto para la ropa.

De nitivamente, algo estaba pasando. Hacía mucho tiempo que suspadres no habían alabado ya ninguna cualidad de su hija y no habíancontado con ella más que para preguntarle qué hacía, dónde habíaestado y con quién, o bien para reprocharle todo lo que hacía maldesde su punto de vista. Por eso el «Tú tienes muy buen gusto para laropa» de su madre le hizo sentir que poseía al menos algunacapacidad a los ojos paternos. No obstante, Laura no bajaría laguardia, por si fuera sólo una nueva estrategia para proseguir con susinterrogatorios.

Pasaron una tarde bastante tranquila. La madre hizo inclusoalgunas con dencias a su hija acerca de ciertos problemas queúltimamente había tenido en el trabajo y no formuló ningúncomentario ni pregunta que hiciera sentir a Laura que se estabaentrometiendo en su vida.

Cuando dos semanas más tarde los padres volvieron a ver alpsicólogo, ambos reconocieron que la situación había mejoradomucho. No controlaban tanto a su hija y ella se mostraba bastantemás tranquila e incluso más habladora. Sabían que salía con Ramón,pero no le hacían preguntas y así ella no tenía que mentir. Después detodo, se habían dado cuenta de que no podían evitar que fuerannovios si ellos querían serlo y con aban en que su hija supiera elegirbien a las personas que le convenían.

En cualquier caso, como habían disminuido las peleas y no sepasaban el día hablando del mismo tema, se sentían también másrelajados.

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* * * Que el mal comportamiento de los adolescentes se debe a la

in uencia de malas compañías es una creencia bastante generalizada.Pero hay que tener presente que tendemos a relacionarnos conaquellas personas cuya forma de pensar y actuar nos resulta atractiva,de modo que, si el chico o la chica ha elegido determinados amigos yno otros, muchas veces es porque se siente afín a ellos o admiraalguna característica particular que tienen.

La comprensible preocupación de los padres cuando ven que suhijo, que poco tiempo atrás se dormía aún con ado a su lado yconsultaba hasta las cosas más insigni cantes, ha pasado a ser unmuchacho provocador y contestatario hace que redoblen sus intentosde control. Y eso, a su vez, provoca que el chico se sienta presionado ytrate de alejarse cada vez más de ellos. Al mismo tiempo, se sentirámás cercano a sus amigos, muchos de los cuales tienen o han tenidoproblemas similares, y que le demuestran toda su comprensión yapoyo.

Los padres se sienten impotentes, y la ira y la frustración seapoderan de ellos y del adolescente. En muchas ocasiones, la escuelatambién toma su parte en esta dinámica y trata de presionar a losprogenitores para que a su vez presionen al hijo, con lo cual aumentasu sensación de fracaso.

La relación entre estos adolescentes y sus padres suele deteriorarserápidamente y la comunicación entre ellos limitarse a una serie deacusaciones mutuas, que no hacen sino aumentar el malestar de lasdos partes.

Someter al chico a un interrogatorio cotidiano suele tener el efectode que el adolescente oculta con mentiras aquella información que,según cree, puede resultar inaceptable para sus padres. Pero cuantomás intenten éstos descubrirla, mejor aprenderá el adolescente aocultarla.

Es importante resaltar que, si los padres intentan restablecer su

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autoridad implementando medidas severas de control, posiblementepresentan al adolescente un nuevo aliciente que lo estimule a saltarselos límites. En estos casos, hay que evitar a toda costa la ruptura deladolescente con su familia. Para ello es imprescindible extender eldiálogo a temas más allá de la conducta problemática, poner muchaatención en los aspectos positivos del adolescente y restablecer larelación lo antes posible.

Resumiendo, cabe señalar que en estos casos debería evitarseejercer un control excesivo sobre el adolescente. Asimismo, los padreshan de desistir de interrogarlo para conocer hasta los más mínimosdetalles de su vida, registrar sus cosas de forma sistemática e invadirsu intimidad, así como hacer averiguaciones a sus espaldas. Tampocohay que hablar sólo de lo que no funciona y de los enfrentamientos, niprohibir al adolescente que salga con determinados amigos. Sedesaconseja encarecidamente sermonearlo, amenazarlo, culpabilizarloo privarlo de las cosas que le gustan (el móvil, el ordenador, etcétera).

Para resolver este tipo de problemas con los adolescentes esprioritario restablecer cuanto antes una buena relación con ellos, quepermita instaurar de nuevo un diálogo en que el adolescente no sesienta ni acusado ni incomprendido. De esta forma, se creará unambiente en que el hijo se sepa partícipe de los acuerdos familiares ypueda comprometerse a cumplirlos. Para esto, resulta útil que lospadres sepan identificar y valorar los aspectos positivos de su hijo.

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CONSIDERACIONES FINALES Por lo general, los adultos nos dejamos llevar por lo que llamamos

«sentido común». Si bien suele funcionar en la mayoría de lasrelaciones interpersonales entre adultos, la inherente tendencianatural hacia el sermón y la explicación racional no suele sercompatible con los niños y los adolescentes.

Ellos están preparados para sentir emociones mucho antes que paracomprender razonamientos. Por ello no tiene ningún sentido intentarhacer razonar a un niño muy pequeño.

En cambio, es muy útil enseñarle a gestionar sus emociones demanera adecuada. Es decir, toda intervención debe dirigirse alcomportamiento y no a las emociones que lo provocan.

Cuando un niño «decora» la pared con sus dibujos, la madreprobablemente se enfada; entonces puede decir algo así como: «Noquiero que dibujes en las paredes. Aquí tienes papel para pintar».

No sería adecuado decir al niño que es malo o que tenemos quepasarnos el día limpiando lo que él ensucia, o hacer otros comentariosde ese estilo. Una cosa es enseñar al niño lo que queremos que haga odeje de hacer y otra, darle la sensación de que lo consideramos unmalvado o el causante de nuestros problemas.

Otro punto importante es permitir que el niño viva sus emociones,aunque éstas sean negativas. Cuando se enfada porque no le damos loque quiere, el mensaje que debemos transmitirle —si puede ser, sinpalabras— es que con su enfado no conseguirá nada. Pero no debemosprohibirle que se enfade. Él abandonará esta conducta solo, cuando sedé cuenta de que con ella no consigue su objetivo. Si nos ponemosfuriosos porque coge una rabieta, aprenderá que tiene poder parahacernos enfadar, lo cual puede servir de estímulo reforzador yllevarlo a pensar: «No consigo lo que quiero, pero, al menos, te hagoenfadar».

Además, es posible pedir a alguien que haga o deje de hacer algunacosa, pero no que se sienta de una determinada manera. Lasemociones surgen espontáneamente y nadie puede mandar sobre ellas.

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Dada la imposibilidad de reprimir o eliminar las emociones propias oajenas, nuestra intervención debe dirigirse a encauzarlas y responder aellas con comportamientos más adecuados.

Establecer rutinas es una buena manera de no agobiar a un niñocon órdenes continuas. Así, por ejemplo, puede acordarse que, encuanto acabe su programa favorito de televisión, se pondrá a hacerlos deberes o a estudiar durante media hora. Si se usa un despertador,el niño no tiene que estar pendiente del tiempo que falta, pues sabráque, cuando suene la alarma, podrá dejar de ocuparse con las tareasdel colegio y volver a jugar a lo que le apetezca.

También es importante que los niños colaboren en el hogar en lamedida de sus posibilidades en pequeñas tareas adecuadas a su edad yque aprendan a resolver los problemas por su cuenta. Naturalmente,un niño probablemente no sabrá reparar su bicicleta solo, pero sípuede ayudar al adulto a hacerlo, por ejemplo, acercándole lasherramientas. Lo importante es que se le transmita que, comomiembro de una familia, tiene derechos, pero también deberes, y éstosdeben explicársele de manera concreta. Las típicas frases «Pórtatebien», «Estudia más» o «No seas tan desordenado» no suelen tener elefecto deseado. Es preferible decir al niño exactamente lo que seespera de él.

En el caso de los adolescentes, el objetivo principal, inclusoprioritario al de la resolución de las situaciones problemáticas, es elde preservar la relación entre padres e hijos: evitar a toda costa queésta se deteriore más o se rompa. Iniciar un enfrentamiento abiertocon los hijos suele acabar en derrota, ya que los jóvenes estándispuestos a todo frente a un reto; además, cuando un adolescente noencuentra ninguna aceptación de su persona en casa, la busca fuera.En estos casos, hay que valorar, alabar y reforzar alguna cualidad delchico y evitar las críticas continuas a todo lo que hace. Aunque no loparezca, los adolescentes siguen necesitando el cariño de sus padres,así como una referencia rme, pero no dura. La rebeldía natural deesta etapa de la vida debe ser encauzada, no reprimida, ya que estafuerza ha de servirles para afrontar las futuras di cultades a lo largode su vida.

En general, es importante tener presente que niños y adolescentes

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poseen el derecho al desacuerdo con las normas, a disentir de ellas, sibien ello no les exime de cumplirlas. Todos hemos infringido algunavez las leyes, por ejemplo, saltándonos un semáforo en rojo, sin quepor eso seamos delincuentes. Aunque tengamos asumidas las normas,hay momentos en los que a todos puede pasarnos infringirlas y no nossentimos orgullosos de haberlo hecho. Lo mismo vale para nuestroshijos. Lo que sucede es que en nuestro deseo de impedir que tenganque pagar por errores que podrían evitarse, con la mejor de lasintenciones, nos mostramos in exibles y tendemos a valorar cualquierinfracción de su parte como un fracaso total.

En ningún caso deben tolerarse las faltas de respeto ni los insultos.Pero esta norma vale para todos y no sólo para los niños yadolescentes. Pues ocurre a menudo que los padres se insultanmutuamente en presencia de sus hijos o a estos últimos y luego sesorprenden y se indignan al oírlos expresarse de la misma manera.

Por último, me gustaría explicar una vez más por qué he optadopor estructurar este libro en forma de cuentos, ya que toda lainformación que contiene podría haberse presentado de una maneradirecta, característica de los libros técnicos. Pero mi deseo eraprecisamente encontrar una manera que hiciera experimentar lossentimientos de los niños y adolescentes, más que explicar de formaracional cómo se sienten ante situaciones comunes pero a vecesincomprensibles para ellos. Tomar contacto con su manera de sentirnos permite actuar desde un punto de vista mucho más cercano alsuyo y ser más eficaces en la difícil tarea de ser padres.

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BIBLIOGRAFÍA

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