cartografía espiritual porteña - buenos aires ilustrada

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Ilustraciones de Facundo Quinto Huidobro. Con textos de Francisco Gorostiaga, Martín Hoss y Pablo Aureliano Roca

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Cartografía espiritual porteña : Buenos Aires ilustrada 1 Facundo ~into Huidobro ... [et.al.].-la ed.- Buenos Aires: el autor, 2009. 112 p . ; 15x21 cm.

ISBN 978-987-05-7782-9

l. Literatura Argentina. l. Huidobro, Facundo ~into CDDA860

Fecha de catalogación: 25/11/2009

© Francisco Gorostiaga, Martín Hoss, Facundo Huidobro y Pablo Roca, 2009.

~eda hecho el depósito que establece la ley 11.723

ISBN: 978-987-05-7782-9

Publicado por los autores. Besares 1768, CP 1646, Virreyes. Buenos Aires, Argentina. E-mail: [email protected] cartografiaep. blogspot.com

No se permite la utilización comercial del contenido de este libro. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446. Para lo demás, está todo bien.

Impreso en Argentina en diciembre de 2009. Imprenta Dorrego S.R.L.

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CARTOGRAFÍA ESPIRITUAL PORTEÑA

BUENOS AIRES ILUSTRADA

ILUSTRACIONES DE FACUNDO HUIDOBRO

CON TEXTOS DE FRANCISCO GOROSTIAGA, MARTÍN HOSS Y PABLO AURELIANO ROCA

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Prólogo~

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8 Tiempo y espacio

En 1905, Einstein publicó algunos libros que lo harían famoso. En uno de ellos exponía la extravagante idea de que el tiempo es variable y puede ir más lento y más rápido. ~izás ya entonces acá, en la ciudad del correntoso Río de la

Plata, el tiempo corriera con particular apuro; sea como fuera, hoy la velocidad porteña es lejanamente más alocada que la idea del físico a principios del siglo pasado.

Para un cadete promedio, en cinco minutos se deciden el fra­caso y el éxito. No es difícil ver, en el microcentro, caras de eu­foria por haberle ganado al reloj un puñado de hora.

Muera de la ciudad, dicen, la vida está llena de tiempo, y el tiempo está lleno de vida.

La ciudad creció como un monstruo que pierde su forma; rápida, apurada, se comió el aeropuerto, tragó los muertos de dos cementerios, y puso cada cosa junto a otra, apilando todo encima de todo para desparramarse de nuevo.

Anárquica y salvaje, o salvajemente planificada, hoy lanza torres de lujo y miseria como expresión última de su incansable grotesco.

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12 Arboles - Plaza Francia

En los alrededores de plaza Francia hay gomeros de edad mayor que la ciudad misma. Sin haberse movido nunca de ahí, no están sin embargo en el mismo lugar: la ciudad emergió y se transformó en torno suyo.

Los bastones precarios que sostienen algunas de sus ramas -que crecieron más de lo que el árbol puede sostener-, insinúan la condición de la ciudad y el conurbano.

Debajo de la sombra de esos árboles, en la tierra, se entrevé una trama barroca: vieja urdimbre de madera -lenta, persis­tente, hecha de tiempo y de paciencia-, acotada en sus bordes por un anillo de cemento prematuro.

Esta jaula circular de las raíces es a la vez ínfima y simbólica, a la vez real e inmensa: toda la ciudad encierra al árbol -toda piedra enclaustra vida. ¿~ién podría asegurar, con todo, en este caso, que la piedra

no es más efímera, más perecedera, que la madera misma?

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El tronco es pura fuerza, un grueso escorzo. No hay reposo en ese cuerpo: todo es movimiento.

Todo es equilibrio en ese cuerpo; equilibrio antiguo y pre­cario: las raíces son manos terribles que se aferran con pavor a un puñado de tierra.

Sin duda estos árboles están viejos y cansados. Puedo verlos retirarse -un día-, deshaciendo los nudos que los atan a la tierra; recorriendo, en pocos pasos, el tramo que los separa del río; puedo verlos recostarse en el agua, pesadamente. Los veo irse poco a poco por el río, librados con mansedumbre a la co­rriente.

~izás sea distinto. ~izá resistan y se queden.

Si es así, cuando la ciudad concluya, cuando solo quede de nosotros el resonar de alguna melodía de Piazzola -en otra tierra, en otro pueblo-, o cuando no se escuche más que el eco -en algún labio extraño- de una cadencia de un verso borgeano; cuando todo lo que vemos termine, y la ciudad desaparezca, estos árboles, que en silencio nos padecen, quizá, de algún modo, nos recuerden.

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16 Barrio de tango

Este espacio, más que cualquier otro, es más un recorrido que un lugar. Como si para captar su imagen hubiera que desperezar el fuelle de un bandoneón en una acumulación de registros pin­torescos.

Desde la avenida, se entra por calles angostas. Los cordones de las veredas, altos, protegen de una eventual crecida del agua a las viviendas, mudas pero de colores vivos; si la crecida fuera bíbli­ca, sólo las construcciones más modestas se salvarían, hechas como están desde hace mucho tiempo con piezas de embarca­ciones, residuos portuarios. La fisonomía del barrio, su arqui­tectura y color, tal vez le deba más a los astilleros que al ladrillo, al hormigón, al yeso o al alabastro.

Barrio más bien silencioso, fue habitado primero por inmi­grantes, luego también por bohemios, algunos de ellos artistas que al-canzaron fama internacional. Estos habitantes poseen el barrio en las plazas, en los almacenes y el mercado, en las calles a la hora de la salida escolar. Pero hace un tiempo, durante cier­tas horas, hay un nuevo poblador del barrio, un nuevo dueño: el turista fugaz, extranjero que jamás migraría a este barrio y que busca lo auténtico debajo del montaje de baratijas típicas y de costosas cenas-show instaladas a su servicio.

Fuera de la representación a la que juegan turistas y opera­dores de ese negocio, el barrio pierde vanidad por falta de aten­ción y se abandona, lánguido, a la suciedad portuaria, la melan­colía del tango al que tal vez inspiró y que ahora es una de sus mercancías. Pero en el tiempo, el puerto viejo supo resistir las amenazas que venían de mar adentro.

Así es Valparaíso, Chile. Desde abajo, en la orilla del mar, se puede apresar su superficie inclinada con el manotazo de una vista de postal. En cambio, la llanura es más reservada, y más allá de un vistazo general desde la desembocadura del Riachuelo, para conocer La Boca habría que recorrer el barrio, lo que sus calles planas permiten sin mayor dificultad.

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18 Barrio textil

El Once lo dice todo en su nombre: es un barrio universal único y repetido; un barrio idéntico, en sus características lo­cales, a todos los barrios textiles del mundo.

Como en la calle Libertad se agrupa la venta de joyas, en la avenida Corrientes la de libros, y en la avenida Forest la de ser­vicios funerarios, en el Once se encuentran los comerciantes de géneros y sus derivados.

Como subproducto específico, se encuentran allí los locales que tienen en venta a las personas que más van a lucir la ropa de los otros comercios. Los negocios de maniquíes muestran a sus modelos de distintas edades y sexo, desnudos, uno al lado del otro, mirando al público en silencio, en distintas posiciones.

Dicen que hay borrachos y linyeras que vieron a algunos de ellos conversar, en las últimas horas de la noche, con disimulo. El dueño de uno de esos locales, a quien conozco, cuenta que de tanto en tanto, cuando abre el negocio, encuentra algunos muñecos en otro lugar al que habían quedado. Cierra rápido con llave, entonces, y se va a tomar un café a Pueyrredón, con el diario, hasta que la ciudad despierta del todo.

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20 Cafetín

l. Las horas robadas al trabajo se derrochan con gusto sobre la

barra de madera, entre las campanas de plástico que ostentan un mundo de milanesas y de moscas. Las sillas y taburetes re­chinan incómodos bajo los parroquianos. Una bandeja de metal, que arrastra a un moño con pantalón negro y barriga blanca, atraviesa máximas deportivas y sentencias perentorias sobre eudemonología. El aire está viciado de las horas más pro­ductivas del alma porteña: restos de medialunas, tostados, café con leche, ginebra.

De todos los mitos porteños -que tal vez allí se confabulen, entre risas y confidencias- el cafetín es el único palpable.

11. Testigo de esta comedia es el mozo, a quien se le reclama la

eficiencia de un martes, la amabilidad de la primavera y la dis­creción de la vejez. Conoce por experiencia a los clientes, a­divina lazos familiares, amistosos, conyugales y clandestinos; anticipa mentalmente qué diario beberá el solitario, mojado con sus infusiones informativas; reconoce la angustia y el entu­siasmo en los ojos, la diversión y el tedio en las espaldas; intuye en el arrellanado al que se quiere quedar y en el inquieto al que espera marcharse; sabe distinguir entre el que deja buena propina y el que aguarda la ocasión para desaparecer sin pagar; entrevé, en definitiva, en los entresijos de la apariencia de la mesa, el alma desnuda del que está sentado.

Las conversaciones recortadas le llegan como volutas de humo y, cuando queda solo y levanta las sillas, bajo el hollín de la cocina, reconstruye el incendio de las diversas historias que moran en el cafetín, ajenas a su resolución del otro lado de la puerta, en la calle.

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22 Calle Lavalle

Lavalle no es una línea cualquiera de las que rayan la grilla de la ciudad. Hasta en un mapa de Buenos Aires, donde todas las calles son líneas casi idénticas, cualquiera la puede reconocer, la puede oler, la puede sentir ...

Si alguno viene distraído y pone un pie sobre Lavalle, el olor a basura baja de un hondazo cualquier pensamiento, y lo trans­porta a un malestar estomacal, a la migraña, a la irritación ... a cualquier malestar, en realidad, que un hombre pudo haber sentido desde el siglo V antes de Cristo hasta el día de hoy. Entrar a Lavalle no es entrar a un lugar sino es un no poder salir; es un pelearse y chocarse acosado por volanteros que pu­blicitan cabarets de mala muerte, ventas de celulares, comede­ros sofocados por vapores de aceite, casas de cambio truchas, locutorios, cibers ... pero Lavalle no es sólo fea en sí misma -ni que fuera la única culpable- sino que también es fea en con­traste, en contraste con Florida, como si fuera la hermana tonta de esta.

Lavalle reúne lo sucio, lo moralmente malo, lo viciado. La­valle significa las infinitas colas de las señoras que van al bingo temprano por la mañana, con surcos en sus rostros producto de la adrenalina del juego y del humo del cigarrillo; significa ne­gocios de ropa berreta y comida rancia; morder un sándwich y dudar entre lo humano, lo canino y lo porcino; significa los continuados de cine condicionado de donde salen hombres íntegramente confundidos y relajados, chancleteando sus mo­casines sin medias, buscando una piedrita para patear o meter en el zapato.

Y aunque el problema de Lavalle no sea otro que Lavalle, es un elemento ineludible para cualquier espíritu imperioso de conocer los límites más bajos de lo humano y de lo porteño, antes de atravesar el umbral del último de los avatares del estar de pie.

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26 Destino público

i.

bruscos apurados tambaleantes, rotos humeantes ruidosos, enormes violentos resoplantes, persistentes chillones ansiosos; salvajes grotescos irritados, deformes angurrientos estropeados, toscos intolerantes castigados;

los colectivos corren día y noche sin jubilación, sin descanso

ii.

En ningún lugar es tan manifiesta la maquinaria de explotación urbana, como en el transporte público -ruleta rutinaria que sortea el infortunio diario de cientos de miles (los recursos hu­manos).

Como el sobrante de un fruto exprimido, quedan allí, como en ningún otro lado, fantasías y deseos volátiles e intensos y amores y romances efímeros y frágiles

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30 El Abasto

Las catedrales supieron ser la pieza a partir de la cual se estructuraba la arquitectura de la comunidad: el Abasto Shop­ping es, en ese sentido, la catedral de este barrio. Los fieles del culto del consumo se acercan -como siempre- a depositar o­frendas a cambio de beneficios más y menos tangibles. A las puertas del templo están los floggers, que se ahorran la ceremo­nia. Gardel los mira -como a todos-, desde la altura de los muros, con su cara de pintura colorinche y su típica sonrisa, entre cómplice y burlona.

Del otro lado del shopping el pasaje Gardel, en cincuenta metros, las canta todas: las noches de milonga al fondo, el con­ventillo pobre a mitad de cuadra, y la cena-tango show, para ex­tranjeros turistas, en la esquina. Pedazo entero de esta ciudad, hecha de rebusques y subsistencias.

Entre miseria y suciedad, luces frívolas y calles oscuras, un vecino pasa silbando y mira el reloj. Sobre Corrientes, frente al shopping, en un restaurante de estilo norteamericano, un amigo lo espera. Como tarda, se pide un café.

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32 El centro

Vi los edificios de las grandes empresas, de los bancos y de los organismos públicos, vi el cultivo intensivo y apilado de la di­visión del trabajo. Vi sus paredes externas ennegrecidas por el aliento jadeante de los colectivos, por el amarillo de los taxis, por la digestión de los dispositivos de aire acondicionado, por el carbón que exhalan los oficinistas. Vi pasar en la calle los trajes ajustados que se rozan, los zapatos dilatados los vi apre­miados por el tiempo estrecho del centro; vi su aparición por una puerta y su desaparición por otra: sus recorridos desde un edificio de oficinas hasta un taxi, desde un bar hasta un colec­tivo, desde un comercio hasta la boca engullidora del subte; recorridos cuyas estelas superpuestas enredaron mis nervios. Vi el velo inmenso horadado por esas puertas. Vi una agitación que no pude retener. También vi, parásitos del mecanismo, los vi, a algunos paseantes, con su tiempo calmo, desbordados por la multitud. Esa multitud que tiene la textura del empujón y el sonido de la bocina.

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la lluvia golpea el cemento cosido con hierro, y de frío tiritan columnas y huesos;

Estación Constitución

multitudes devora la boca del viejo edificio, y palomas su bóveda henchida de humedad y de agobio;

en la puerta, un pajarraco chilla " " paraguas " " paraguas, y adentro, acurrucadas, las palomas y la multitud ronronean;

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en el andén, un tren empachado rezonga

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36 Hipódromo

La gente se agolpa, colma los asientos de las gradas, se mueve y conversa, ansiosa, expansiva.

Papeles, boletos, billetes, corren de una mano a la otra; se acarician, se doblan, se estrujan, se leen, releen y besan.

Gritos arenosos que caminan con esfuerzo ofrecen bebidas, entre voces de todo tipo que forman un caldo: el cemento parece el metal de una olla cuyo contenido bulle, revuelto, y se mezcla, entre oraciones, blasfemias y quejas.

Como una manta invisible, el silencio cubre de golpe las gradas. Los apostadores tragan saliva, aprietan las muelas, se muerden los labios. Las miradas se estiran, los ojos fulguran. No queda ni una mano en las mangas: todas son puños. Cada ser se tensa y concentra, y es ahora único: todos enfrentan su propio destino, inminente, desconocido.

Hay una señal, de pronto, y un murmullo ahogado que crece y se abre; crece, sube, se expande y, al final, explota o se fagocita -con furia-, siempre según el caballo elegido -traidor o héroe­haya triunfado o perdido.

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38 Humedad

En la esquina, una grúa aguda sostiene a una burbuja finan­ciera, protegida por andamios: ese pedazo de cielo está !oteado. A cambio, el ruido de la calle va carcomiendo el re­voque del edificio contiguo, que cede. De los agujeros negros que forman las ventanas desposeídas en el moho negro, cuelga ropa de color, seca.

En la vereda angosta, una manta con la huella de una persona descansa enferma. Al lado, restos de ropa en descomposición se escurren entre las baldosas sueltas. Un perro hurga entre las costillas descarnadas de una bolsa de basura cerrada en la es­quina.

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40 Latinoamericana

En las panzas rosadas de las columnas del Museo Nacional de Bellas Artes quedó un resto de la abundancia que nos contaron que había.

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42 Lluvia porteña

Llueve a cántaros. El agua se acumula. Dos ríos comienzan a correr a los lados de la calle. Se vuelcan, caudalosos, por fosas abiertas en el cemento. Bajan escaleras que no dan abasto, y se arremolinan en los pasillos del subte. Arriba, en la calle, todo el mundo se cubre, apura el paso, huye, tiembla. Más arriba, en las oficinas, se mira con temor el temporal. Por los vidrios de las ventanas se escurren miradas de mentes que deliberan qué hacer, cuándo salir. Acostado en un banco, solo, en el andén del subte, un mendigo mira con placidez el agua que pasa. Está seco. Descansa.

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44 Mitologías

La mañana crece, los despertadores suenan, la gente rumea frente al diario y el café ... bosteza, se afeita, se baña, se viste y se despereza; sale a la calle, camina, se apiña en el subte, en el tren, en el colectivo, en las calles con sus autos (en el tránsito). Constitución y Retiro se llenan y no dejan de saturarse de cuer­pos y más cuerpos, de almas y más almas. La multitud explota saliendo de los trenes y entrando a ellos. Clarín, Nación, Cróni­ca, Popular, Quinta, Ámbito financiero. Noventa, uno diez, uno veinticinco. A Retiro, a Coghlan, a Bernal a Rivadavia, a Cons­titución, a Turdera. La gente choca y el murmullo parece el zumbido de un enorme panal. Hola, buenos días, un nuevo café, una factura, sentarse frente a la computadora ¿Ya llegó el escrito?

La mañana crece, atraviesa el día, y por la tarde decrece. Todos vuelven a sus casas para meterse de noche en sus vainas y soñar con el asesinato de un jefe, de una amante o de un desconocido.

Algunos dicen que esta realidad, caótica y exánime, es la rea­lidad. Desenfocando un poco la mirada cualquiera se puede dar cuenta de que es tan sólo una de ellas, que tiene por nombre vida cotidiana, y se rige por lo empírico de la ciencia, y por lo salvaje del consumismo. Correr la mirada permite ver que hay otras realidades -una multiplicidad de ellas- que están cifradas, que emergen y se superponen a aquella; que partici­pan y atraviesan a las fechas del calendario y a los días de la semana.

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Estas realidades aparecen, así, de repente, como una esfera microscópica y tornasolada en un sótano de la calle Garay en Buenos Aires, como una luna que rueda por Callao, o como un descolado mueble viejo; en la figura de un "Christus Pantokra­tor", de una tísica, de una costurerita, o en la fuerza con que cierran sus piernas las chicas de Flores para que no se les caiga el sexo a la vereda.

En 1957, una de estas realidades tomó la forma de una batalla inmortal. De un lado, unos cascarudos extraterrestres que in­vadieron la Tierra y asediaban la ciudad, del otro, un grupo de humanos desesperados por no conocer los límites del enemigo que los atacaba. A la contienda más tarde se la bautizó como la batalla de la cancha de River Plate; su héroe, como todo héroe, ya tenía un nombre: Juan Salvo.

Es de tarde una vez más, el sol comienza a esconderse, y ya es la hora de volver. Por la ventana se alcanza a ver el cielo, las nubes y la estación; algunos edificios altos, la villa treinta y uno, y la autopista. El tren se aleja avanzando sobre uno de los tentáculos, dejando atrás la enorme cabeza de un monstruo metropolitano que bosteza y espera, oculto en el barro, la futura llegada de nuevas presas con la mañana.

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48 Oficina

En la ciudad el trabajo siempre es interrumpido. En las calles, en las oficinas, el trabajo siempre es interrumpido; por un café, por una charla, por un pensamiento inoportuno -tonto, co­tidiano-, por un cigarrillo. Los edificios de oficinas se dis­tinguen fácilmente, a sus pies un montón de empleados dan grandes bocanadas a sus cigarrillos y echan humo por la nariz, por la boca, por los ojos, por las orejas. Los empleados miran con nostalgia a los cafetines, a los bares, a los restaurantes, donde antes fumaban sus legalidades de papel y filtro con suma tranquilidad ...

... un pensamiento inoportuno, en la calle o frente a la com­putadora, remueve, aunque sea por un instante, los sedimentos acumulados por horas de tedio y desasosiego: "Él no me pudo haber dicho eso, es un idiota"; "A las seis y cuarto en Corrientes y Medrano ... ¿~é piso era?"; "¿Trescientos pesos? ¿Y de dónde voy a sacar trescientos pesos?". La secretaria va y viene de la cocina al despacho del jefe con temblorosas tazas de café. Cuando nadie lo ve, el contador pone los pies sobre el escrito­rio y se balancea sobre su silla, con los brazos detrás de la cabeza. Los ojos de los cadetes se escapan, como sombras que siguen a las curvas de la de recursos humanos, que desfila por el pasillo y se pierde detrás de una puerta.

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so Plaza San Martín y el Kavanagh

Unos pies, unos tobillos de mujer, se lucen en unas sandalias de taco alto y repiquetean la vereda llamando la atención de los hombres que están más cerca. Zapatos, tal vez, de una secre­taria, una ejecutiva o, simplemente, de una mujer apurada y ex­trovertida. Da diez pasos y se le rompe el taco, se agacha para arreglarlo y ve que es imposible: está muy roto. Levanta su cara de sufrimiento buscando ayuda y se da cuenta de la plaza, de que está en la plaza.

La plaza apareció, también, reflejada en las pupilas de un hombre mayor que venía de Retiro y que, cuando frenó a al­guien para preguntarle cuál era Maipú, se quedó asombrado por las inmensidad de todas esas copas de los árboles tan espe­sas como nubes.

La plaza también apareció para tres amigos que subieron a la torre de los ingleses un viernes, después de haber fallado en un primer intento de visitar la torre, porque uno de los tres, des­pistado, no sabía que de los siete días de la semana uno cerraba y ese era el miércoles.

El resto de la plaza vino como transitan las cosas en las grandes ciudades: a las apuradas, a los empujones, con piernas que renguean porque quedaron dormidas del viaje en tren, con manos que intercambian cosas, o, también, con hombres senta­dos ocultos detrás de sus diarios, que parecen que no tienen ni torso ni cabeza y que no son más que un par de piernas, un diario y dos manos que agarran los bordes de las páginas. Los sonidos son variados y durante el almuerzo parece un gran panal de avispas, mientras que por la noche da la sensación de la más pura soledad, aunque enseguida se sienta a los cartone­ros y linyeras que, tomando la plaza de la misma manera que toman toda la ciudad, se pasean con sus carritos y changos porque esa es la hora en que les toca ser ciudadanos. A veces, se juntan muchos con inmensos carros y bajan por San Martín, se

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frenan frente a la irracionalidad del Kavanagh, lo miran como si fuera un mamut embalsamado y le dan unos largos tragos a sus botellas de vino.

Por Arenales, de día, el Kavanagh parece surgir violenta­mente desde el centro de esa selva de árboles gigantes. Desde Retiro surge él y detrás la Basílica del Santísimo Sacramento, y el recuerdo de un mito que dice que el Kavanagh -una de las obras más importantes del racionalismo arquitectónico- fue construido para obstruir la vista de la Basílica, porque la dueña del edificio, que era atea, estaba peleada con una de las más im­portantes benefactoras del templo.

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56 Shopping

El aire templado de Buenos Aires invita a sus habitantes a recrearse a la intemperie. No todas las grandes ciudades del mundo tienen tantas plazas y avenidas escoltadas por árboles inmensos y centenarios. Estos son bienes celados por los lo­cales, que en una sociedad con un nivel de conflictividad apre­ciable, y en medio de una sostenida campaña mediática sobre la inseguridad, miran con recelo, en gran parte, aún, las rejas con que los últimos gobiernos enjaulan sus parques.

En las plazas, la racionalidad ha vencido: los canteros y jar­dineros impiden el desborde de las plantas, y las vallas y policías asignan un lugar de vegetación a las personas.

Expresión de los tiempos que corren, del pulso urbano mar­cado por la globalización, es que las plazas pocas veces se pueblan. Es mayor la concurrencia a lugares cerrados, sin ven­tanas, donde las luces artificiales y los productos a la venta, el aire acondicionado o la calefacción, suplantan al sol y al viento, a los bancos y juegos, de las infancias de antaño.

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58 Tesis y antítesis

El interior repudia al porteño, y este desprecia a aquel. Esta discordia, que para muchos es una vergüenza, persiste hace ya dos siglos, transmitida de una generación a la otra.

Como entre hermanos, esposos o enemigos, provincianos y capitalinos cambian para encontrar nuevos motivos de pelea: la relación los constituye en el tiempo.

Pero en toda dialéctica hay más de uno que pierde. En el medio de porteños y provincianos quedan, como en dos tiem­pos, el bonaerense y el habitante del conurbano. Tanto los de la provincia de Buenos Aires que no viven en la ciudad homóni­ma, como los de las ciudades aledañas que integran física, pero no políticamente, a la Ciudad de Buenos Aires, son a la vez re­pudiados por las restantes provincias, y despreciados por los verdaderos porteños -los de la avenida General Paz hacia aden­tro-. Sin duda, los del conurbano son los que corren con la peor suerte: los bonaerenses también los repudian a ellos -que técni­camente, son bonaerenses-. Por supuesto, por porteños.

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60 Trámite

Las burocracias, que dominan los estados modernos, hallan en las ciudades su ambiente natural. Sean civiles o militares, de dere­cha, de izquierda o liberales, laicas o religiosas, mixtas, o como sean, comparten todas características típicas, que hacen, por definición, a la burocracia en sentido genérico. Entre otros aspec­tos, son esenciales la organización corporativa, los valores que por su intermedio se sostienen, la corrupción que vende esos valores, cierto grado de impunidad, y la ineficacia o la infalibilidad, según el caso, de sus procedimientos tortuosos.

En Hispanoamérica las burocracias tienen gruesos rasgos en común: el aparato colonial español, despedazado luego de una larga agonía, dejó en trozos, con todo, su legado terco y cruel.

En la ciudad de Buenos Aires, la burocracia asume un atributo tenebroso, que es único en el país, y que comparte con algunas de las ciudades más grandes del mundo: una velada infinidad.

En el pueblo o en la ciudad razonable, la oficina número uno nos informa que, para obtener lo que queremos, debemos dirigir­nos a la oficina número dos; esta nos indica que lo que necesita­mos se gestiona en la oficina número tres, a donde nos acercamos, titubeantes, para escuchar, ya perplejos, que el trámite requerido se efectúa en la oficina número uno. En ese punto, uno puede de­sistir o hacer el intento de cortar el nudo. Como cuando un em­pleado lacónico exige un sello para admitir un escrito, y el em­pleado del sello, en otro edificio, exige para aplicarlo, sin excep­ciones, el comprobante, expedido por el primero, de que el escrito fue admitido.

En la ciudad del Río de la Plata, por el contrario, gracias a su magnitud y su añeja experiencia, la secuencia de bifurcaciones y derivaciones puede ser tan larga y coherente como para que una vida dedicada a vencerla no alcance a ver su límite, o a encontrar una encrucijada donde hacer fuerza.

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62 Villa 31

No es la única pero es ella. A pasos de las torres de lujo de la Avenida Libertador, levantó sus propias torres, cuyos rentistas no envidian aquellas.

Ciudad aparte en el corazón de la ciudad -barrio cerrado, o "country", de signo invertido-, creció y crece y seguirá crecien­do, como todo lo que está sano y vivo y es fuerte.

Ciudad a escala en medio del mapa, contiene todo lo que la otra ciudad -más amplia- contiene. Laburantes, vagos, chorros, polis, héroes y garcas; espiritistas, materialistas, mártires, ma­nipuladores, dioses y monstruos; drogones, ortivas y trafi­cantes; iluminados, obtusos, criminales, santos, perversos y tontos; apasionados, sufridos, saciados y hambrientos; amos, ovejas, pastores y zorros, disidentes, y más de un par de decenas de miles de etcéteras -uno junto al otro, uno encima del otro, pegados, apilados, aplastados.

Estructura específica del sistema de vida más vasto, cobija además algo propio, que solo comparte con sus iguales: la cul­tura villera, verdadero soporte de valores trascendentes y de vi­vencias singulares.

(Tejido con hambre de vida, las villas emulan, y se imponen, a su modo, sin estrategia ni plan, a las formas urbanas en las que brotan y florecen: se concentran junto al barrio rico, y se extienden, ya en el conurbano, junto a la ciudad sin borde, in­mensa, desdibujada.)

Espejo realista en el centro mismo del otro espejo, el resto de la ciudad mira ahí de reojo y con temor, y de reojo y con astu­cia: con un ojo quiere hacer que no existe, y con el otro le hace un guiño, cada vez que necesita alguno de sus numerosos servi­cios.

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66 Bol u do

Si "che" es la forma por antonomasia que tiene el porteño de llamar a un par, "boludo" es la más habitual para rebajarlo o descalificarlo.

Pero el ademán, la gestualidad, la actitud con que el porteño insulta o se refiere a alguien con la palabra boludo, es también, quizás, lo que más lo caracteriza entre la fauna humana univer­sal. El núcleo de su idiosincrasia palpita en esa expresión cuando sale de su boca o, mejor dicho, cuando sale de su cuerpo. Y lo acerca a su hermano mellizo, el montevideano, que se mira, como él, en el espejo opaco del río que los une y los separa. Lo acerca, pero no lo equipara: el boludo de la capital uruguaya y el porteño son semejantes, pero no iguales.

En forma análoga al "güevón" de Santiago de Chile, el uso de este término no siempre es despreciativo ni violento: por el contrario, es una muletilla en el trato de confianza, y puede llegar a ser, incluso, afectuoso. Es decir, queda asimilado al famoso monosílabo del principio, al cual muchas veces se adhiere: "che, boludo, ¡no sabés lo que me pasó ayer!...".

Este nuevo significado de la palabra, que en su origen era siempre una ofensa -equivalente a tonto-, se divulgó a fines del siglo veinte, enriqueciendo en forma exponencial la paleta de situaciones en las que cabe decir boludo, y haciendo práctica­mente imposible su enumeración taxativa. Hay porteños que dicen que, a esta altura, va en cualquier lugar donde no va otra cosa.

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68 Codicia

Hay en Buenos Aires un personaje típico. No tanto porque represente a todos los porteños, de hecho este personaje es en­carnado por contados individuos, sino porque cumple un rol social indispensable. Se trata del reducidor. El reducidor es aquel que vende mercadería robada. Por supuesto, lo lucrativo de su actividad es en alguna medida justificado por los riesgos que asume para ofrecer a los porteños acceso a muchos produc­tos que, de otra manera, serían inalcanzables, debido a los costos de producción de los países desarrollados o a las trabas aduaneras que se le aplica a los países esclavistas.

A este héroe se lo ubica generalmente establecido en comer­cios habilitados de la calle Pierre Menard, si se trata de joyas, o de la calle Silvio Astier, si se trata de repuestos del automóvil. Como no podría ser de otra forma, esta división geográfica por rubro tiene su fundamento en la antigua tradición porteña de ser robado e ir a comprar a estos comerciantes ancestrales que transmiten su oficio de padres a hijos.

Pero, más allá de los detalles de este métier, el reducidor tiene una función humana que sostiene a la sociedad porteña como tal. Desde ya, debe comprenderse que la población de Buenos Aires se divide en dos clases: los vivos y los giles. Desde el espe­culador hasta el indigente, pasando por el emprendedor exi­toso y el operario industrial, esta división nos atraviesa a todos. Es en este contexto que el reducidor cumple su cometido: co­hesiona las dos clases. De otro modo, los porteños viviríamos en el más completo aislamiento, y sin estéreo en el auto, o con el mismo estéreo durante demasiado tiempo.

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70 Comedia porteña

l. En la infancia, un porteño es ciudadano universal: confía en

todos -el heladero, el taxista, el portero, la señora del perrito-, tiene fe, no teme. ~ién antes, quién después, ese niño recibe dos duras cache­

tadas, secas, limpias, de lleno a la cara, y así -con un golpe de Engaño, y otro de Aprovecho-, empieza a formar parte de la ur­dimbre con que se volverá a tejer, idéntica, la sociedad porteña, como una araña obsesionada con un único diseño.

11. El engaño como forma de vida es una particularidad de esta

ciudad, que tiene a su vez sus particularidades. Entre porteños ya hechos y derechos -entre pícaros y desconfiados-, la realidad es un bien que se negocia, o que se deja de lado, directamente, para negociar mejores dividendos en el plano de la pura fic­ción.

El engaño queda entonces desnudo, sin remisión a plata­forma fáctica alguna, como comedia que las partes acuerdan continuar porque beneficia en algún sentido a ambas, o al menos mantiene en una situación no perjudicial a alguna que tiene buenas razones para sentirse insegura respecto de la con­tinuidad de su status, todavía no adverso.

En la ciudad se erigen así, con ladrillos de astucia y cemento de miedo, arquitecturas tan sólidas como sus edificios mejores.

111. Esos palacios donde viven miles tienen guardias feroces, es­

pecialmente entrenados para detectar y combatir a sus enemi­gos peores: los inocentes obstinados y los idealistas honestos, que nunca se acomodan bien a las estructuras formadas, ni sirven para el mercado de lo posible. Esos centinelas son la bu-

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rocracia y el desprecio social, que castigan la rectitud con di­versas penas, y con la amenaza última del destierro perpetuo.

IV. La gran política tiene también sus burbujas de aire. La Plaza

de Mayo es, a ese respecto, el ámbito de legitimación por ex­celencia, donde lo que ya se desvanecía termina por quedar sólido, a golpe limpio de aplausos.

Pero cuando la historia vuelve la página, son muchos los que agradecen el olvido que el anonimato de la multitud les ofren­da. Así se escribe la historia de un teatro que condena a los ac­tores, y asegura la impunidad de la audiencia. En la memoria colectiva, los actos principales de nuestra obra se interpre­taron, sin excepciones, en una ciudad desierta.

V. Y al final, siempre, tarde o temprano, el porteño dobla una

esquina, una esquina cualquiera, silbando bajito, y aparece, ahí, repentina, entera, rotunda, paradita, bien firme, como si nada, ella, la verdad verdadera, la real realidad, mirándolo fijo, sí, a él, vieja, arrugada, con cara de póker, y una palabra tem­blando en la punta de la boca: retruco.

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74 Comunidades

Cada barrio pretende tener su personalidad propia, como es natural entre tantos hermanos gemelos. Sin embargo hay -más allá de la opinión de muchos pibes de esquina, y de todos los agentes inmobiliarios- nueve o diez regiones, o zonas, real­mente distintas. Nadie puede confundir Belgrano y Mataderos entre sí, por poner un ejemplo.

Entre estos barrios o distritos de individualidad genuina, hay algunos que se destacan; son los que reavivan una historia muy conocida en la ciudad portuaria: la inmigración. Llenos de vida, cargados de injusticias y oportunidades, de discrimina­ciones y reconocimientos, los inmigrantes se agrupan, a veces, en barrios, y les dan sus colores, comidas y aromas, sus voces y cantos. Traen, con ello, rasgos nuevos a un país cuyo rostro final quisiera tener -frente a su espejo mejor, al menos-, como un puchero misterioso, un puñado de cada lugar de la tierra, mezclados con algo de amor, algo de humor y algo de azar.

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76 Credos

La necesidad de creer y de ser parte de una creencia quizá sea un modo cultural antiguo que sobrevive de distintas formas al paso del tiempo. Pero quizá sea algo de naturaleza diversa, más profunda, que abarca también a la fe en la razón. Prueba de ello sería el ateo que profesa su dogma con intransigencia absoluta.

Para el parroquiano católico que baja la cabeza más com­pungido que el resto, que reza con fuerza mayor, y mueve más veces la mano al hacer la señal de la cruz -todo, por supuesto, de manera ostensible-, el mundo será siempre una decadencia progresiva, marcada por la falta de fe. Pero si se evita mirar al mundo con la idea disparatada -aunque tentadora- de que no habría problemas si todos pensaran un poco más como piensa uno, o actuaran un poco más como uno actúa, o fueran más parecidos a como uno es, surge un universo inabarcable de credos, rituales y dogmas, a la vez gratuitos y fundamentales, prescindibles y útiles.

En la principal metrópoli de un país cuya Constitución ase­gura la libertad de cultos, la convergencia de estos se potencia. Además de los fieles mencionados arriba, en la capital portua­ria viven budistas y evangelistas, libertinos y puritanos, capita­listas fervientes, comunistas convencidos, peronistas, fanáticos de un club de fútbol y apóstoles de la ley, de la mente, o del cuerpo, entre otras tantas yerbas. También hay escépticos radi­cales, que conforman una comunidad de feligreses no exenta, al igual que las otras, de contradicción. En el shopping del Abasto se puede comer una hamburguesa en el segundo McDonald 's Kosher del mundo -el primero estuvo en Je­rusalén-. En Palermo -muy cerca de la catedral nacional de los timberos equinos- se levanta al cielo la mezquita más grande de Latinoamérica.

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Borges dijo, sabiamente, que la característica última del uni­verso es la complejidad, la que nos impide agotarlo desde un único punto de vista -y nadie puede abarcarlos a todos, por su­puesto-. Yo tengo para mí, sin embargo, que todo porteño tiene, en el fondo, vocación de director técnico, y ambición de tirano: siempre sabe lo que el otro tendría que hacer, aunque varíe el libreto.

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78 El secreto de los iniciados

La soberbia no es exclusiva del porteño, ni siquiera del hombre de ciudad. Además, el porteño, no porque se lave las manos, por supuesto, se podría justificar por múltiples causas. Causas que a su criterio además le impiden, no es que sea que­joso, desarrollar todas sus virtudes y desenvolver todos sus proyectos. Con este país ...

Pero volviendo al tema de la soberbia, mote cruel que se le ha endilgado al ciudadano de Buenos Aires y que ahora arrastra como una sombra, la del porteño es muy particular. Está más bien orientada al conocimiento, pero no a uno de tipo cientí­fico o académico, sino al que se adquiere con la experiencia -un porteño diría: lo que se aprende en la calle. (A su favor, en las calles de Buenos Aires abundan los insultos, y no se puede negar que el porteño formado en estas calles sea un maestro del insulto.) En pocas palabras, el porteño posee el secreto de los iniciados.

Un buen consejo de porteño, como no podría ser de otro modo, es de orden práctico y de autoría incierta: "El mejor ne­gocio es comprar a un porteño por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale".

Leo las palabras anteriores y me pregunto si podrían haber sido escritas por alguien que no sea de esta ciudad.

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Elegante sometimiento

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82 Esquina Caos y Libertad

Una vez viajé por la Patagonia. Entre dos pueblos irrisorios, alejados por una distancia infinita, había un almacén que ofre­cía al viajero comida y alcohol. El dueño era un chileno corto de palabra, pero no antipático. Le pregunté qué hacía ahí. La libertad, dijo. Nadie te dice qué se puede y qué no se puede hacer ... ¿cachái? La ley acá -dijo después, sonriendo, mientras hacía la cuenta- la escribimos los locales. Hasta la noche, sin soltar el pie del acelerador, miré a los costados de la ruta, pero no alcancé a ver ni uno más de los legisladores que el chileno había mencionado.

Hace unos años trabajé en la recepción de un laboratorio suizo. Uno de los gerentes, un austríaco que ya llevaba dos o tres años en Buenos Aires, a veces me encaraba así, con su duro español: "¿Sabes qué es lo que más me gusta de aquí? Con­ducir. Tomo una calle a toda velocidad, doy la curva cerrada, acelero a fondo y paso el semáforo que se pone en rojo. En mi país hago una de esas cosas y voy preso. Y me vacían los bolsi­llos. Ustedes son unos locos. ¡Todos locos! ¡Me encanta!". Yo le contestaba que donde él veía falta de normas, en realidad había un código distinto a las reglas explícitas. Si alguien le hace un reproche al que cruza el semáforo justo en rojo, es probable que este insulte al primero: en la calle se escriben las leyes que en la calle se siguen. Pero para el austríaco era lo mismo. "Es la ley de la selva", decía.

El tipo ya tenía un humor porteño. Una vez una empleada de prensa argentina, joven y coqueta, le preguntó, mientras salían, qué era lo que más le gustaba de acá: las extranjeras, le contestó él, muy serio, con la risa en los ojos.

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84 Ferroviario

De todos los personajes que pueden verse, como en cualquier tren del mundo, en el ramal Once-Moreno de la línea Sar­miento, hay uno, que ya no aparece, que merece un recuerdo. El nombre nunca lo supe. De nacionalidad: gitano. Edad: treinta y largos. Estado civil: incierto. Ocupación: pedigüeño. Domicilio: etílico. La estrategia era simple: señoras y señores, disculpen la molestia, soy discapacitado a causa de un acci­dente de tránsito, hace más de diez años que no consigo tra­bajo, no tengo con qué mantener a mi familia, llevo conmigo el carnet de discapacidad para todo aquél que lo quiera ver, mi nena tiene seis años ya, es el sol de mi vida, va a la escuela, no sufre de la salud, de corazón les pido una ayudita, cinco o diez centavos nada más, una monedita les pido, disculpen desde ya la molestia, que Dios los bendiga. El resultado: positivo.

Yo lo había visto varias veces, caminando con dificultades difíciles de determinar, entre la gente y los asientos, ofreciendo la mano a las ofrendas. Un día, en la estación Liniers, me pidió una moneda para la birra. Era verano, no se sabía cuándo iba a pasar el próximo tren, y el tiempo pasaba lento y con agobio. Le dije: yo invito. Hablamos de nada, hasta que le pregunté, a la botella y media:

-¿Nunca te piden el carnet? - Nunca -contestó. -¿Y si te lo piden? -No lo piden -dijo, como quien dice que el sol sale. Cuando nos destaparon la tercera cerveza, el sol caía, y escu­

ché la barrera que bajaba. Nos dimos la mano en silencio, pagué, y me fui.

Todavía lo vi algunas veces más, en el tren, después de ese día. Yo le daba una moneda. Él decía, con la voz dolida: que Dios lo bendiga.

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86 Fría calidez

La hospitalidad porteña acompaña a la extroversión latina, como el mejor condimento de un plato sabroso, y no inele­gante. La picardía espumea con simpatía liviana, y de a grandes tragos alardea y se ríe de su propia alegría. Ya saciados, en con­fianza, se sirve el postre -dulce, empalagoso-, de la voz apagada y profunda, borracha, que casi confiesa un secreto y lo deja in­sinuado, entredicho, en las manos cómplices del entendido im­plícito. El volumen vuelve con el café y la vanidad se potencia.

La vanidad es una constante, un absoluto: atraviesa todo el cuerpo social, que se pavonea y actúa, audaz, por los ojos ajenos. Y marca el precio de carta que el invitado, con todo, debe pagar.

Pero a veces el precio es mayor. Cuando la picardía perdió la inocencia y creció más allá, convertida en astucia, el porteño hace gala de sus encantos con fines distintos. Como un zorro que se muestra servicial con una gallina perdida en el campo, indicándole el camino más seguro devuelta a su gallinero, el porteño prepara su oportunidad para dar el zarpazo. Hay que decir, en honor a la pericia de este tipo urbano execrable, que sus víctimas no son sólo extranjeros.

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88 Ira

El porteño es manoseado en todo ámbito: entre apuros e in­sultos, llega a su hogar extenuado, y con la voz del jefe que re­suena aún en su mente, recibe el desprecio velado de su mujer o su hijo -también desdeñados.

Entre tropiezos y golpes, desarrolla una disposición interna muy peculiar: dos ojos que miran atentos, desde el fondo de sí, en espera permanente del error ajeno, como el tenue tic-tac de una bomba de tiempo, que no se detiene.

Todo el orgullo mordido por amargos ultrajes se inflama sin perder ocasión, ensañándose por igual contra el desprevenido y el pícaro, convencido siempre de ser juez imparcial ante el peor criminal.

Sociedad de justicieros perpetuamente insatisfechos, las co­tidianas condenas circulan más que la moneda de curso legal, y reparten cadenas y celdas que al final alcanzan a todos.

En ese camino de barrotes y hierros, de escarnios y ultrajes, la llama se hace brasa, y la brasa ceniza. Con los labios surcados de arrugas y llagas, el viejo ya no insulta ni ataca, pero tampoco descansa: la ira se resigna, y se traduce en queja.

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90 Línea 6

Intenta posar los ojos sobre lo que alguna vez supo ser arena y ahora es un cristal. Ese vidrio es un escalón roto y su mirada un pie que quiere pararse sobre él, pero falla y lo atraviesa y comienza a mirar al mundo. Siente las vibraciones del motor del colectivo en marcha que recorren todo su cuerpo y distor­sionan las imágenes de los tapados largos que caminan por las veredas. Las luces de los negocios y las luces naranjas de los faroles acompañan el movimiento del colectivo dibujando ga­rabatos y formas que se repiten una y otra vez. El frío penetra todas las cosas; las lágrimas recubren sus ojos, que ya son de vidrio.

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92 Lujuria

l. En el parque Tres de Febrero, más conocido como los

bosques de Palermo, hay largas filas de autos nocturnos que cir­culan a paso de hombre, entre travestis y troncos. La demanda es sostenida y constante, y no hay ni un cartel que publicite el negocio: solo se ven las luces rojas y blancas de los autos mo­rosos, dilatando el deseo.

11. A los quince años, como tarde, en general, el travesti ya es

travesti. Llegan poco después, en general, la expulsión de la es­cuela, el rechazo de la familia y el repudio barrial. En general, llega después toda imposibilidad de obtener un trabajo dis­tinto a la prostitución. Llegan en general, entonces, el oficio, la policía, y la imposibilidad de liberarse del engranaje del que ya es pieza -a la que irá destruyendo, y que terminará descartando. La imposibilidad, en general, de escaparle a la miseria, a la en­fermedad, a la soledad, a la muerte.

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94 Miedo

Durante el día el sol calienta la piel y arranca las gotas de transpiración como una mano pellizcando migas de pan. Los corredores dan vueltas a la laguna de los bosques de Palermo, persiguiendo a alguna mujer, buscando acercarse más y más, aunque no demasiado, para poder tenerla siempre adelante, a la vista, para que sea lo que una zanahoria a un burro.

El sol baja aguillotinado una y otra vez por el horizonte, y todo se vuelve más pomposo, más cursi, más pastel, resigni6.­cando a la laguna. Pero todo tiene un límite, y ser corredor, un trotador, puede ser una experiencia sensible, extraña; y, algo habitualmente convencional se puede transformar en algo completamente peligroso.

La noche irrumpe y el estricto orden de un inmenso meca­nismo se esconde. La verdad se vuelve algo difuso, cifrado, oculto debajo del manto de lo real. El sentido se fuga fuera del espacio y ya no se lo puede intuir. Los corredores quedan des­orientados, los árboles les tapan el bosque, y se intentan aferrar al árbol más próximo, más familiar, para no ahogarse en la noche.

Sin embargo, lo aparente es engañoso y ese árbol se mueve: dos piernas de nylon y una minifalda, dos ojos delineados y brillosos, un rouge barbado y una nuez como el fruto nom­brable de los dos frutos posibles que uno de estos árboles puede tener (no, definitivamente no era uno de los bonitos). El pequeño corredor de medias caídas y piel blanquecina se siente amenazado, teme por su integridad y tiembla de miedo, por un inevitable arrebato de su bienestar físico y el adelgazamiento de su billetera.

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96 Ocaso y ocasiones

Como viejo pescador sin carnada, en plaza Almagro, solo, por las tardes, Anselmo Larraburu practica la rutina de alimen­tar palomas -a mano lenta, el rostro empañado por los años. Ya pocos lo recuerdan. Hay señoras, sin embargo, todavía, que cuando el clima ayuda, y salen, se le acercan, lo saludan, le con­versan. A veces lo encuentran ido, como el rebaño alado y pe­rezoso que con resignación fue juntando. Otras tardes, parece mentira, es más como el que era: le chispean los ojos, hasta piropea. Con suerte, si la señora está de luto, o es soltera, La­rraburu tendrá otra copa, entre olvidos y obituarios, mientras espera, en silencio, a que le sirvan la cena.

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98 Pirotecnia

Una señorita está parada. Mientras espera el semáforo o el taxi, un motoquero, sin detenerse, le lanza palabras halagüeñas por encima del sonido del motor, para que perduren, en el color de la cara de la muchacha, un instante más que su paso fugaz y laborioso. Después, el motoquero seguirá recorriendo las calles. Si por azar mantiene un altercado con un automo­vilista, otros motoqueros lo asistirán con espíritu de gremio. Si el día transcurre en paz, a fin de mantener lazos fraternos, fumará acompañado la caída del sol.

Una señorita pasa caminando. Mientras su recorrido es vi­sible desde un edificio en construcción, los albañiles celebran su aparición con lisonjas. El piropo a veces es ingenioso y reluce el genio de su autor; otras veces, el piropeador es un mero intérprete y repite fórmulas fijas como un cumplido o una formalidad ineludible. Después del mediodía, después del asado y del vino con gaseosa, el trabajo y los versos merman, y las señoritas que pasan y las vigas que crecen adquieren la dis­tancia del sueño.

En cuanto a la señorita, que, altanera, se sintió incomodada por el motoquero, y estorbada por los albañiles, se hubiera a­penado, descorazonada, si no le hubieran dicho nada. En oca­siones, la audaz paseante replica el piropo, y devuelve la inicia­tiva al lisonjero, que recula, vencido.

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Apéndice

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102 Marginalidad, el limbo del ombligo

El centro es un nudo nervudo. Pero Buenos Aires goza de un sostenido proceso de descentralización. La formalidad de sus relaciones va logrando la abstracción de los papeles de cambio. Y una minoría voluminosa de su población se fue descentrali­zando a tal punto de volverse marginal. Estas personas no ocupan espacio real ni económico, ni siquiera conceptual en la ciudad; tal vez les quede un residuo de entidad en el imaginario urbano.

Su marginalidad viene de un margen, tal vez la margen del río, pues posiblemente habiten bajo el agua desde la explosión inmobiliaria y el enrejado de todas las plazas. Del río salen a cartonear, a reciclar el excedente de la ciudad, o a pedirle a algún capitalino si no le sobra alguna moneda. Cuando baja el sol, el excedente de población vuelve a sumergirse en el limbo, el terroso río, más allá de la margen.

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Índice

Prólogo Tiempo y espacio - P.R.

Física Árboles - Plaza Francia -P.R.

Barrio de tango - MH Barrio textil - P.R. Cafetín - MH Calle Lavalle - F.G. Corrientes - F.G. Destino Público - P.R.

El Abasto - P.R. El centro - MH Estación Constitución -P.R. Hipódromo -P.R. Humedad- M.H Latinoamericana - P.R. Lluvia porteña -P.R. Mitologías- F.G. Oficina - F.G. Plaza San Martín y el Kavanagh - F.G. Puerto Madero - P.R.

Shopping- P.R. y M.H Tesis y antítesis - P.R. Trámite - P.R.

Villa 31 - P.R.

6 8

10 12 16 18 20 22 24 26 30 32 34 36 38 40 42 44 48 so 54 56 58 60 62

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Moral Boludo - P.R. Codicia - M.H Comedia porteña - P.R. Comunidades -P.R.

Credos - P.R. El secreto de los iniciados - M.H Elegante sometimiento - P.R. Esquina Caos y Libertad -P.R. Ferroviario - P.R. Fría calidez - P.R.

Ira - MH y P.R. Línea 6 - F.G.

Lujuria - P.R. Miedo -F.G.

Ocaso y ocasiones - P.R. Pirotecnia - MH

Apéndice Marginalidad, el limbo del ombligo - M.H

Textos: F.G.: Francisco Gorostiaga M.H.: Martín Hoss P.R.: Pablo Roca

64 66 68 70 74 76 78 80 82 84 86 88 90 92 94 96 98

100 102

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"Buenos Aires no existe. No es nada más que una gran po­blación provinciana con gente muy rica sin pizca de gusto, que todo lo compra en Europa, hasta las piedras de sus casas. No hay nada hecho aquí... Hasta he encontrado un dentífrico fran­cés del que me había olvidado por completo en Nueva York".

Maree! Duchamp, 1918

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(Seca)

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