calle berlin, 109 susana vallejo

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En la calle Berlín, en plenoEixample barcelonés, hay unedificio corriente. Allí viven uncolombiano, una prostituta de lujo,un matrimonio de ancianos, unamadre separada con dos hijos y unoficinista soltero. ¡Ah!, y unfantasma: la anciana malhumoradadel último piso que murió hacemeses, aunque nadie se ha dadocuenta, y se dedica a vagar de unpiso a otro cotilleando las vidas desus vecinos.

Nada hubiera llamado la atención,

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si Gerard, un policía de bajaindefinida, no hubiera recibido lallamada de Pep, su antiguocompañero, dos días antes de serasesinado. En su buzón de vozquedaron grabadas estas palabras:«Quiero hablarte de algo que hedescubierto en la calle Berlín, en el109». Atraído por el deseo devengar a su amigo y, por qué nodecirlo, sin nada mejor que hacer,Gerard decide pasarse por allí.

Pero nunca hubiera imaginado quela búsqueda del asesino de Peppudiera estar rodeada de tantos

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misterios; tantos como vecinos hayen el edificio, pues cada uno ocultaun secreto que cambiará la vida delos demás para siempre.

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Susana Vallejo

Calle Berlín, 109

ePUB v1.0Petyr 16.08.13

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Susana Vallejo, 2013.Diseño portada: Ferran López / RandomHouse MondadoriIlustración portada: Luis BeltránFotografía de la autora: Victoria García

Editor original: Petyr (v1.0)ePub base v2.1

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Barcelona apesta.Son los cambios de presión. Hay

días en los que el submundo secreto ypodrido que habita bajo nuestros pies seempeña en recordarnos su existencia.

Los cambios de presión no sóloafectan a las alcantarillas de la ciudad,también consiguen que la pierna malame atormente como si un minuciosoinquisidor medieval se esmerasemaltratando cada músculo y cadatendón.

Hacía ya tiempo que no hablaba dela pierna izquierda o derecha; sólo de labuena o la mala. Y en días como ese, lapierna mala me dolía tanto como si me

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estrujasen los cojones.Me pregunté si aquel tufo de cloaca

podría considerarse un mal augurio.Pero ¿qué podría ser peor? Después detodo, Pep ya estaba muerto.

Lo habían torturado hasta morir. Sucadáver había aparecido en la cuneta deuna carretera secundaria cerca deCastellbisbal y Maite sólo había podidoreconocerlo por su ropa y por la alianza.Le habían destrozado la cara, le habíancortado los huevos y le habían golpeadohasta hacerle picadillo no sé cuántosórganos.

No quise preguntar a mis antiguoscompañeros en qué orden habían hecho

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cada cosa ni en qué momento le habríallegado la muerte que le ahorrara elsufrimiento. Yolanda era la única conquien me apetecía hablar de Pep. Perodespués del funeral se había marchadode vacaciones y hasta que regresara sólopodía dar vueltas al último mensaje quemi amigo me había dejado en elcontestador.

Dos días antes de morir Pep mehabía llamado.

«Sigues viviendo en la calleCalabria, ¿verdad? —decía—. Quierohablarte de algo que he descubierto en lacalle Berlín, en el 109. Te pilla allado… Quizás puedas echarme una

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mano. Como en los viejos tiempos,company. ¿Quedamos el jueves? Anda,dame un toque y dime algo.» Por esoaquel día de temprana primavera,durante mi paseo matutino, no pudeevitar pasarme por Berlín y echar unvistazo al portal del número 109.

Me dejé caer sobre el banco de laparada del autobús y contemplé lafachada del edificio.

Inspiré profundamente. La pierna medolía a rabiar.

La calle Berlín cierra la fronteraentre el barrio del Eixample, con susmanzanas cuadradas, aceras anchas ynobles y elegantes edificios, y el más

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popular de Sants, con sus casitas bajas yfincas modernas de construcción barata,de esas que surgieron como setas desdelos cincuenta para acá.

Aunque la auténtica frontera, lahonda cicatriz que separa el Eixamplede Sants, es una amplia avenida quemuchos seguimos llamando InfantaCarlota, aunque su nombre actual sea elde Josep Tarradellas. PrecisamenteJosep Tarradellas hace esquina con elnúmero 109 de Berlín. Como si eseedificio marcara el fin de un barrio y deuna forma de vida, y el comienzo deotros.

Mientras respiraba el aire de aquel

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día hediondo pero brillante, contempléel edificio.

Era una finca modernista de finalesdel XIX, de sólo tres pisos. Tenía unosazulejos amarillentos tan pringososcomo la mostaza que, más que adornar,se incrustaban en la fachada. Los restosde un antiguo esgrafiado se habíandifuminado hasta convertirse en unassombras sinuosas e informes que ahoramás bien parecían una maldicióngrabada en una lengua misteriosa yarcana.

Aquella finca cargaba con más decien años y nunca había sidorehabilitada. Allí, sentado frente a ella,

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observándola sin prisas, hubieseapostado mi pierna buena a que en suinterior ya no quedaría ni un solo detallede estilo modernista. Seguro que losazulejos interiores, las lámparas,tiradores, pomos y hasta las sinuosasbarandillas habrían desaparecido hacíaaños para ser vendidos comoantigüedades.

Un autobús llegó a la parada y porunos instantes perdí de vista el edificio.

El olor a fueloil inundó mispulmones y cuando arrancó, rodeado porel estruendo metálico del motor, lapuerta del 109 se abrió y un hombremoreno salió cargando con unas cajas de

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cartón plegadas.Miró a ambos lados de la calle

como si buscase algo y después sedirigió hacia los contenedores dereciclaje de la esquina. Desde aquelladistancia y sin las gafas puestas no teníaclaro si era muy moreno o un extranjero.

Rebusqué en el bolsillo de lachaqueta y extraje la libreta de tapasnegras gastadas por el uso. Tuve queesforzarme para encontrar una hoja enblanco.

«¿Un sudamericano? ¿Mudanza?»,garrapateé mientras comprobaba con elrabillo del ojo que el hombre sacaba unacajetilla de tabaco y encendía un

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cigarrillo.La envidia es muy mala. Casi podía

sentir su forma cilíndrica entre losdedos, como si yo mismo estuvieraencendiéndolo.

Me fijé en el estanco que teníaenfrente.

Dicen que un adicto nunca deja deserlo.

Para alejar la tentación inspiréprofundamente. El fétido aire de lasalcantarillas invadió mis pulmones y mialma entera.

Escribí «calle Berlín, 109» junto ala fecha. Y me pregunté si en aqueledificio se escondería la clave que

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podía aclarar la muerte de mi antiguocompañero.

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G

Entresuelo 1.ªGustavo Adolfo

ustavo Adolfo acaba de llegar a lafinca. Vive en el entresuelo, el de

Paqui. En cuanto sus hijos la ingresaronen la residencia, vendieron el piso y unainmobiliaria lo rehabilitó. Lo han dejadomonísimo, todo tan blanco ydeslumbrante que hasta parece que suluminosidad se te clave en los ojos.

Gustavo Adolfo lo ha alquilado yaún vive rodeado de un montón de cajasy unos pocos muebles de Ikea tan clarosy limpios como el resto del piso.

Está solo. No tiene mujer, ni hijos,

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ni familia. Se levanta tarde, ve mucho latelevisión, pierde el tiempo, sale amenudo… Le urge que le instalen unalínea de ADSL para poder conectarse ainternet y esas cosas. Le he oídopelearse con Telefónica varias veces.

Algunos días se marcha a la hora decomer y no vuelve hasta que amanece.Entonces se arrastra hasta la cama y sedeja caer en ella sin desvestirsesiquiera.

Esta mañana ha montado una mesade Ikea y dos sillas. Los cartones de lascajas eran enormes y los ha plegadocuidadosamente antes de bajarlos a lacalle.

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Creo que aún conserva viejascostumbres, como esa de fumar en lacalle. Ahora puede fumar en su casasiempre que quiera, pero no puedeevitarlo: es salir a la calle y sentir ganasde fumar. Un estímulo y una respuestaque a base de repetirse han terminadopor marcarse a fuego en su cerebro.

Gustavo Adolfo disfruta despacio decada calada. Y mientras fuma contemplala calle y la nueva ciudad que a partir deahora será la suya. El año que ha pasadoen Madrid es un insignificante episodioque ni siquiera vale la pena recordar.

Le gusta Barcelona.Le gustan sus calles rectas y

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amplias. El tono brillante de la luz, loscielos azules, los edificios de colores,las personas elegantes que siempreparecen ir corriendo a algún sitio. Leagradan los ancianos que pasean sindirigirse a ningún lugar en particular yque en esta época del año invaden losparques.

Gustavo Adolfo mantiene unamáscara de indiferencia sobre su rostro;bajo ella su mirada escapa y recorre lacalle. La luz amarilla del Mediterráneoconfiere un aura dorada a las fachadas.La zapatería, la panadería, los autobusesque pasan parecen estar rodeados porese halo que a él se le antoja casi

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mágico.Se fija en el hombre que le mira

desde la acera de enfrente, sentado en laparada del autobús, y que de improvisosaca una libreta y se pone a escribiralgo.

Eso no le gusta. Nunca le ha gustadoque le observen. Le da la impresión deque aquel tipo escribe sobre él. YGustavo Adolfo ha sobrevividoaprendiendo a confiar en sus instintos.

Aparta la mirada pero continúavigilando al hombre con el rabillo delojo.

Fingiendo una tranquilidad que nosiente, da una profunda calada al

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cigarrillo y se encamina despacio haciala seguridad del portal.

Cuando entra, le sorprende unintenso frescor y un olor a humedad y aalcantarilla. Eso debe de gustar a lasmoscas que revolotean en el interiorcerca de la verja que rodea el vetustoascensor.

Son pocos los peldaños que leseparan de su puerta, por eso GustavoAdolfo sólo usa el ascensor cuandotiene que cargar con bultos pesados.

Justo cuando está a punto de entraren su piso, oye que alguien ha seguidosus pasos.

Dilata sus gestos hasta descubrir que

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ese alguien trastea en la puerta deenfrente. Un aroma a flores y vainilla leabraza y le golpea en menos de unsegundo.

Se vuelve y se encuentra con unamujer joven que le parece tan atractivaque hasta le cuesta comportarse como unvecino educado.

—Buenos días —farfulla al fin.Ella murmura un saludo que también

resulta ininteligible y cierra la puertacon varias vueltas de llave. GustavoAdolfo ha tenido tiempo suficiente comopara dar un buen repaso a su figura.

Tiene un culo precioso y unaspiernas largas que aún parecen más

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largas con esos vaqueros rectos que seajustan solamente en los lugares que ellaha decidido que lo hagan. Es delgada…pero ¡qué digo!, delgada es unavulgaridad; más que delgada es esbelta.Alta y esbelta.

Una chaqueta corta no le dejadistinguir cómo son sus tetas. Pero se lasimagina: ni grandes ni pequeñas, lo justopara rellenar la camiseta blanca que leparece que lleva debajo.

Se recoge el pelo con una sencillacoleta. Es un precioso pelo negro, largoy rizado, como el de las mujeres de sutierra.

Justo antes de que desaparezca,

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rodeada por una nube de flores yvainilla, se fija en su bolso. Luce unmodelo grande con el logotipo deLoewe.

Él sabe que es un Amazona, unanueva versión del clásico que lanzó lamarca para conmemorar el no sé cuántosaniversario del bolso. Lo sabe bienporque es exactamente igual al de laúltima mujer que mató.

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L

Entresuelo 2.ªGabriela

a mujer que huele a flores, aespecias, a maderas, plantas y

frutas se llama Laia pero eso casi nadielo sabe. Todo el mundo la llamaGabriela, y unos pocos elegidos, Gabi.

Por la mañana consiguió despegarsede esa sensual atracción de las sábanastan propia de la primavera y salió ahacer algunos recados y a depilarse.Después, la cera ha dejado sobre su pieluna untuosa y suave pátina.

Gabriela cierra la puerta con doblevuelta, desliza el pasador de seguridad y

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deposita el bolso de Loewe sobre larepisa de la entrada. Allá queda, abiertoy expuesto, mostrando sus tesoros a unimprobable observador. Luego sedesprende de la chaqueta y la cuelga concuidado en el perchero.

Mientras atraviesa el pasillo, sequita la camiseta y los tejanos. Y enropa interior, frente al espejo dellavabo, observa si le ha quedado algúnpelito entre las cejas que pudieraromper con su perfecta simetría.

Gabriela es preciosa y lo sabe. Ytodos sus gestos lo demuestran.Aprendió a caminar con voluptuosidad yha convertido cada uno de sus

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movimientos en una nota afinada queacaba configurando una armoniosasinfonía.

La cera ha dejado unas sombrassospechosas en el sujetador blanco, unmodelo sencillo que no suele ponerse amenudo. Cada copa tiene un poco derelleno y algún ingeniero consiguiódiseñar un patrón cómodo y naturalcapaz de levantar y colocar el pecho deforma que acabe mostrando un profundoy apetitoso canalillo.

Gabriela deja la ropa interior en unacesta, se rasca las marcas que ha dejadosobre su piel con un gesto que rompecon su dulce coreografía, y abre el grifo

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de la ducha.Le gusta el agua muy caliente y

frotarse con el guante de crin con muchaenergía, desde los pies hasta lascaderas, tanto que su piel termina tanroja como un cangrejo cocido.

Cuando acaba, pone mucho cuidadoen no pisar el suelo con los pieshúmedos y se deja envolver por unamullida toalla.

Frente al espejo empapa su cabelloen crema y la reparte sintiendo su suaveresistencia entre las yemas de los dedos.Acopla un difusor al secador y deja queel aire caliente dé forma a sus rizos.

Después llega el momento en el que

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el cuerpo bebe ansioso de la cremahidratante y de la anticelulítica y de lareafirmante para el pecho, y de la delcuello y del sérum para la cara, y de uncosmético específico destinado alcontorno de ojos y otro para loslabios… Y al final, como un viejonigromante que conoce el secreto decada una de sus pócimas, emerge unapiel brillante y tan deslumbradora comosu ego.

A continuación, Gabriela observasus pies y sus manos y decide que hoyno necesita repasarlos.

Abre el mueble y aparta las decenasde cremas, potingues, aceites y perfumes

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en busca de la caja de herramientas en laque guarda los productos de maquillaje.

Echa un rápido vistazo al reloj ydecide que tiene tiempo de sobra. Asíque se demora en el ritual de dibujar sumáscara. Una careta casi invisible peroperfecta, tan natural como puede ser esedisfraz que uno se ha puesto tantas vecesque hasta le ha hecho olvidar suverdadero yo.

Por último, y a pesar de quecomienza a hacer calor, busca lasmedias. Porque han de ser medias. Nadade pantis. Las desliza por sus piernas ysiente el chasquido eléctrico del nailonal acariciar su piel recién depilada.

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Después, busca el liguero azul oscuro, elfavorito de Marc, y deja que abrace sucintura y ciña las medias. Y luego sepone el sostén azul, el de encajes ylacitos, ese que sólo puede combinarcon camisas oscuras para que no setransparente. Y cuando por fin acaba,contempla ante el espejo el efecto queproduce el conjunto.

Satisfecha, sonríe y mientras se ponela camisa de raso que se le pega alcuerpo, se pregunta si no deberíaguardarla ya hasta la próxima temporadaporque las temperaturas están subiendodemasiado y sudar es tan vulgar y tanzafio…

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Completa su atuendo con una falda yuna chaqueta a juego, un cinturón muyancho y un pañuelo un poco pasado demoda que ella considera muy clásico. Ypor fin, se calza unos zapatos de tacón,tan altos y tan finos que se diría que esimposible caminar sobre ellos.

Recoge del fondo del armario sumaletín, que parece más de médico quede ejecutiva, repasa meticulosamente sucontenido, taconea sobre el parquet;toma el bolso de Loewe de la repisa yabre la puerta.

Apenas dirige una mirada a la mujerde pelo estropajoso con la que se cruzaen el rellano porque está demasiado

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absorta pensando en Marc. Él es sucliente más fiel, el único con el que sepermite sonreír y con quien se atreve aconvertir los movimientos fríos deautómata en algo más. También es elúnico que respeta los mismos precios dehace ocho años, cuando empezó en laprofesión. Porque las cosas ya no son loque eran, y desde que llegaron las chicasdel Este sus sueños y sus proyectos sehan ido a freír espárragos. Nunca máspodrá permitirse los lujos y la vida dehace años. Ser puta ya no es lo mismo.

Gabriela suspira, atraviesa el portal,deja atrás el zumbido de las moscas quedisfrutan de la sombra y del fresco, y

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sale a la calle a buscar un taxi.

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E

1.° 1.ªEncarna, Sandra y Álex

ncarna arrastra los pies por lasescaleras, se cruza en el principal

con la vecina esa tan mona que va tanbien vestida y la saluda con un «buenosdías» dicho entre dientes. La otra ni lave ni le contesta.

Encarna carga con tres bolsas delLidl que pesan más de lo que pensaba.Tendría que haber subido en ascensor,pero alguien se ha dejado la puertaabierta en alguno de los pisos o quizás,como ocurre a menudo, se ha atascado.A saber lo que puede tardar, y no

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dispone de mucho tiempo. Tiene querecoger la ropa tendida, la bata loprimero de todo, y salir corriendo hastala casa de Mari y luego a la de la calleUrgell y a la de Rosselló. Qué suertetiene este año que todos los pisos seencuentran tan cerca.

«¡Cómo pesa la compra!»Cuando Encarna llega al primero, le

parece que el habitual olor a alcantarillade la finca resulta hoy más intenso. Poneen el suelo las bolsas que han dejado ensu piel unas marcas rojizas que parecencicatrices y rebusca las llaves en elbolso. Sus dedos gordezuelos yencallecidos juegan al «pilla-pilla» con

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el llavero, y por fin le vencen.Se extraña cuando introduce las

llaves en la cerradura y no puedeabrirla. Entonces aguza los sentidos y leparece oír una música que se camuflabajo unos agudos ladridos.

Encarna llama y tiene que repetirvarias veces el timbrazo hasta que unchaval delgado, casi esquelético, le abrela puerta.

—¿Qué coño haces aquí que no estásen el cole?

—Hoy sólo había una clase deinglés.

Encarna clava los ojos en su hijoÁlex y se encuentra con una mirada

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dorada igualita a la suya. Un chuchonegro con patitas blancas le sale al pasomeneando la cola.

—Haz algo de provecho y coloca lacompra. Hola, Bonito —termina conotro tono de voz que va dirigido alperro.

Deja las bolsas en la encimera de lacocina y se abren como vientres deanimales que desparraman sus tripas decolorines sobre el pálido mármol.

Encarna entra en el balconcillo pararecoger la ropa tendida, la va metiendocon cuidado en una jofaina y la trasladadespués a la galería. Aparta la bata, ladobla y la plancha con las manos; luego,

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busca una bolsa…—Te he dicho que coloques la

compra —recuerda a su hijo sin mirarlo.… guarda la bata, mira el reloj, se

fija en el ordenador encendido y en loque hay en la pantalla.

—¿No deberías estar estudiando?Álex se encoge de hombros y

continúa observando la pantalla.Encarna cierra el ordenador de un

manotazo.—¡Te he dicho que hagas algo de

provecho y guardes la compra! —legrita.

Álex salta como un resorte y aferrala muñeca de su madre.

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—No toques mis cosas —exclamacon una voz que de pronto suena como lade los ladridos del perro.

—No son tus cosas —le dice ellaapretando los dientes—. Las he pagadoyo. Así que más bien son mías. ¡Yrespeta a tu madre!

Se libra de la garra de su hijo yvuelve a fijar la mirada en su propioreflejo.

—El ordenador es mío… Y terespetaré cuando tú me respetes a mí…

Encarna se muerde la lengua. Sumemoria hace un triple salto mentalsobre la imagen de Alfredo, el padre deÁlex, y se vuelve a morder la lengua.

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Recuerda la hora que marcaba el relojhace unos minutos. Agarra el bolsocosido y recosido mil veces, introduceen él la bolsa con la bata y saledisparada por la puerta.

—Dile a tu hermana que friegue loscacharros —grita sin darse cuenta deque nadie la ha oído.

El chucho ladra de nuevo. La puertase cierra con un estampido y Encarnasuspira ruidosamente.

Está a punto de bajar por lasescaleras, pero en el último momentodecide esperar el ascensor que de nuevoseñala, con una luz roja, que estáocupado.

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Mientras espera, se le ocurre abrirla ventana del rellano, y un aire fétidoque le recuerda a las alcantarillas, almar podrido y al pescado seco, se cuelaen el descansillo. El estrecho patiointerior apesta.

Encarna empieza a forcejear con elviejo marco de madera que se niega acerrarse, hasta que, aburrida de la inútillucha, se asoma al patio interior. Mirahacia arriba y escucha, como siempre,como una cantinela, el monótono runrúnde una máquina de aire acondicionado.También se oye la tele del tercero. En laventana, sobre los cristales opacos, unasombra se recorta sobre la luz de la

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pantalla.«María Eugenia», piensa.Encarna chasquea los labios y

cuando está pensando si dejar la ventanaabierta o bien continuar batallandocontra ella, el ruido del ascensor cesa yel elevador se detiene en su piso.

Encarna abre la puerta y seencuentra con la señora Luisa, que lesonríe.

—Bon dia.—Buenos días, Luisa.La anciana sale muy lentamente del

ascensor y Encarna se quedacontemplando sus andaresbamboleantes.

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—¿Cómo va todo? ¿Y esa pierna?—Cambiará el tiempo. Va a llover.Encarna olisquea el aire y piensa

que su vecina tiene razón.—Sí, seguramente. ¿Y el marido?—Hoy, mejor, gracias.Encarna se dirige al ascensor y una

vez en el interior comprueba de nuevo lahora que es y vuelve a resoplar.

El «Adéu» que le ha dedicado laanciana se confunde con el bramido delmotor del ascensor que la conduce hacialas profundidades.

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L

1.° 2.ªLa señora Luisa y Zósimo

a señora Luisa arrastra los pies ytraspasa el umbral de su piso. La

oscuridad la abraza y la imagen de laVirgen de las Angustias le da labienvenida desde un cuadrito detonalidades descoloridas.

Echa la llave muy despacio, como sicada movimiento supusiera dar cuerda aalguna parte del mundo, y cuando hacerrado la puerta, se asegura de haberlaatrancado bien. Sólo entonces se asomaa la salita de estar.

Un anciano que viste un pijama de

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rayas está sentado en un sofá cuyoestampado podría ser tanto un entramadode marrones como de color teja.

—¿Zósimo?El hombre parpadea pero no deja de

mirar la televisión. La voz de lapresentadora continúa como una letaníay se desparrama por la habitación aligual que una densa nube de azúcar.

—¿Zosi?El anciano se vuelve hacia ella,

sonríe y la mira con unos ojos grisesnublados por un velo aún más gris.

Doña Luisa, aliviada, le devuelve lasonrisa.

—Ya he vuelto. He comprado

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sardinas. En la pescadería de Pol. Estánmuy fresquitas, ya lo verás.

Entra en la cocina y deposita sobreel mármol una bolsa maloliente.

Sin mirar, con la facilidad queotorgan los gestos repetidos miles deveces, abre el mueble de arriba y sacaun paquete de harina. Rebusca en elhorno una sartén.

Doña Luisa bosteza y eso abre en sumente la brecha del olvido.

Se aleja de los fogones y echa aandar hacia el balcón de la cocina. Allíobserva la luz de la mañana queatraviesa los cristales tintados y aunqueno tiene costumbre, de pronto le entran

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ganas de abrir la ventana.Empuja con dificultad una de sus

hojas que chirría por el riel, y dejaentrar una lengua de luz que ilumina elalféizar.

«¡Qué de polvo!» Presa de laurgencia de la limpieza, se dirige haciael lugar donde guarda el papel decocina. Y mientras lo hace, dirige sumirada hacia lo alto y escucha la mismavoz aflautada de la presentadora que lellega desde el piso de arriba. El sonidose mezcla con el que proviene de sucuarto de estar y como se trata delmismo canal, se crea un curioso eco.

«María Eugenia está viendo la tele,

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como siempre —piensa—. Hace tiempoque no me encuentro con la señoritingade arriba. Hace mucho tiempo.Demasiado tiempo.» Doña Luisa deja elpapel de cocina, tiznado y grasiento,sobre el alféizar, y se arrastra hacia elpasillo.

Cuando pasa junto a la puerta deldormitorio observa la cama de sumarido, aún deshecha, y le parecedistinguir una mancha oscura entre lassábanas.

Se acerca a ellas y entonces le asaltaun turbio olor a orines recientesmezclado con el de orines rancios. DoñaLuisa coge aire y de pronto, como si un

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rayo la hubiera atravesado, parece queuna nueva energía la recorra de arribaabajo. Sus movimientos se hacenrápidos y expertos. Tira de la esquina deuna sábana, de la otra, recoge la sábana,y la colcha, y por el otro lado de la otraesquina, y por fin de la última. Hace unhatillo con las sábanas y la colcha, lasrecoge, las lleva hasta la lavadora. Lapone en marcha y no deja de prestarleatención hasta que oye el runrúntranquilizador del agua que empieza acircular por las tuberías y la máquina.

Entonces vuelve a la cocina ydescubre sorprendida la bolsa depescado sobre el mármol. La recoge

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como quien se enfrenta a un animaldesconocido y quizás peligroso.Después, toma un plato, deja encima lassardinas, y por fin lo mete en la nevera.

Entra en el balcón de la cocina y seencuentra un gurruño de papel suciojunto a la ventana. Juega con él entre lasmanos mientras lo contempla sin saber,por un momento, de dónde ha salido unobjeto tan sucio como ese.

Doña Luisa retuerce la bola de papely se derrumba sobre el taburete deformica. Y deja que su cabeza caigasobre el pecho y entonces, no sabe bienpor qué, llora.

Y su cuerpo de pajarillo tiembla

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cuando intenta silenciar el llanto, y laslágrimas buscan su camino entre lossurcos del rostro hasta disolverse ymorir en el paño de sus faldas.

Doña Luisa se enjuga la humedadcon el papel que sostiene entre lasmanos, y no se da cuenta de que se estátiznando de polvo.

La lavadora prosigue con suzumbido y el agua sube y baja por lostubos, y los sollozos y las lágrimas sepierden entre los sonidos cotidianos dela casa.

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E

2.° 1.ªEmilio Fernández Quesada

milio se contempla en el espejomientras el sonido de una lavadora

que ha comenzado el ciclo delcentrifugado se cuela por el ventanucoque da a un diminuto y sucio patiointerior. Debe de ser una máquinaantigua porque suena como si fuese aestallar de un momento a otro.

Emilio recoloca con esmero suescaso cabello y contempla los pelosque se han quedado enganchados en elpeine.

«Cada día pierdo más pelo.»

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Observa las entradas que parecían haberquedado confinadas en la zona de lassienes hace un par de años y que ahoraamenazan con conquistar más terreno.

«Me estoy quedando calvo deltodo.»

También se fija en sus ojeras. Esassombras oscuras que rodean unos ojosde los que habían dicho que eran tanhermosos como los de una mujer.

Emilio se pesa y comprueba que havuelto a perder algún kilo. Toma notamental de la cantidad para comentárselodespués al médico. En el espejocontempla el pellejo vacío y fofo quecabalga sobre sus pantalones y que

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antaño era una feliz barriga cervecera.Cierra los ojos cansado y el peso

que registra la báscula parecedesplazarse hasta sus párpados porquele cuesta abrirlos y enfrentarse de nuevoa su imagen.

Alarga el brazo hacia la corbata y sehace el nudo sin mirarlo. Sus manosrevolotean entre la seda y el algodón, ypor un momento vuelve a sentirse llenode fuerzas y se le olvida la tristeza y elcansancio y el agotamiento y el almapodrida que arrastra desde hace meses.

En el salón se fija en el portátil queha dejado encendido y lo apaga.

Cuando oye la musiquilla de

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Windows que le avisa del cierredefinitivo, ya tiene puesta la chaqueta yel maletín preparado en la mano.

Mientras guarda el ordenador, seasegura de que lleva los análisis desangre y suspira cansado.

La perpetua voz de la presentadorade ese programa insoportable de por lasmañanas se desliza por la ventana delpatio interior y lucha por hacerse oírfrente al ruido de la lavadoracentrifugando.

La vecina nunca apaga la tele. Ni dedía ni de noche. Su sonido, junto aleterno runrún del maldito motor del aireacondicionado, se ha convertido en la

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banda sonora de su vida en el piso. Unamusiquilla cansina y monótona que leacompaña a cada habitación y que élintenta acallar con la música de Spotifyde su ordenador. Un ordenador que éltampoco apaga casi nunca.

Cuando sale de su piso y espera elascensor en el rellano, oye aún másclaramente la tele de los vecinos.

Suspira de nuevo y mientras entra enel elevador que comparte con un par demoscas enormes y zumbonas piensa en sisabrá explicar al médico lo que le pasa.Porque sus miedos son tan difusos ysutiles como las pelusas de polvo que seacumulan en los rincones del edificio y

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que Emilio no puede dejar de ver.Cuando pisa la calle, la luz del sol

le golpea, y algo debe de pasar en sumente agotada y somnolienta porque depronto se encuentra sentado en la paradadel autobús y no recuerda cómo hallegado hasta allí ni qué ha estadopensando en los últimos minutos. Elautobús para ante él y Emilio entoncesse tropieza con la mirada de un tiporegordete que le contempla con ojosentornados mientras se guarda unalibreta en el bolsillo. Al levantarse,descubre que el tío cojea.

Las puertas se abren con un bufidohidráulico, y Emilio, preso de un ataque

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de antigua educación, deja pasar alhombre antes que él.

—Usted estaba antes —le dice.El cojo le mira extrañado.—Gracias… Da igual —contesta

clavándole la mirada.El autobús arranca y se aleja de la

parada y de la calle Berlín entre humosy bamboleos.

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M

2.º 2.ªMaría Eugenia

i nombre es María EugeniaMartina Alodía y hace tanto

tiempo que vivo aquí que he olvidado elmomento exacto en que llegué. Losrecuerdos se difuminan en una nubeborrosa que ha terminado por convertirlos vividos colores de antaño en unaturbia paleta de grises. Como mis viejasfotos de la caja de galletas, mi memoriaresbala entre algunas imágenes nítidas yclaras y otras rotas, ajadas por el tiempoy la impía crueldad de los años. Algunosrecuerdos se pegan los unos a los otros

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unidos por a saber qué acontecimientos,sentimientos o sabores. Por eso, no sébien por qué, cuando recuerdo a mihermana Carmen, inevitablementetermino pensando en la chaqueta marrónde mi padre.

A los recuerdos les ocurre como alas fotos de la caja de galletas; algunasustancia pegajosa cayó entre ellas yciertas imágenes se han pegado las unasa las otras sin que haya un Dios capaz dedesunirlas y recuperar los elementosoriginales y sencillos que alguna vezconstituyeron una simple unidad.

Cuando llegué a esta casa, lossolares rodeaban el edificio, las calles

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se levantaban sobre un suelo de tierra ylos días de lluvia las mujeres de negrose recogían las faldas para noembarrarse.

Y como el agua que se perdía calleabajo, un buen día desaparecieronaquellas mujeres y se llevaron con ellasla huerta que había en el camino hastaSants y sus pepinos frescos y tomatesjugosos, y los carros y la vaquería, y losSeiscientos y nuestra moto con sidecar.

Conozco a todos los vecinos. Losque viven ahora y los que vivieron.Conozco sus nombres y sus vidas. Losconozco tan bien que a veces confundomi historia con las de ellos, y a menudo

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no sé si lo que me viene a la cabeza sonmis propios pensamientos o los suyos. Ylo mismo me encuentro en el segundopiso, como que, de pronto, me veo en elentresuelo, perdida en una maraña conaroma a vainilla, sudor, tabaco,alcantarilla, pepinos, suavizante, orines,cal y pescado.

Por encima de todo ello, de losolores, de los sabores y de los nubladosy liados recuerdos, se impone unaomnipotente voz: la del presente. Ydentro de esa voz hay otra que nuncacalla: la televisión. Que nunca deja deemitir imágenes que se juntan con losrecuerdos y con las vidas de los unos y

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los otros, de los que son y los quefueron.

El sonido de la tele me arrastra sinremedio hacia el presente. Y cuando nome confunde, entonces disfruto con lasexplicaciones de recetas que uncocinero muy simpático desgrana en unacocina grande, preciosa, moderna y muylimpia. Y me gustan los anuncios denuevos artilugios que no sabía queexistían y que parecen tan útiles y tanmaravillosos. Su precio se repitemuchas veces. «Cincuenta y nueveeuros», dicen. Y yo ya sé lo que son loseuros. Pero me acuerdo más de laspesetas. Soy incapaz de saber a cuántas

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pesetas equivalen esos cincuenta ynueve euros. Me lo explicaron, perohace ya tanto tiempo que lo he olvidado.Y esa explicación debe de estar allá,entre la enrevesada red de recuerdos yconocimientos que a veces son tanclaros y otras, en cambio, tan sutiles ydifíciles de aprehender como un finohilillo de humo que se eleva hacia lanada.

A veces intento apagar la televisión,pero mi mano atraviesa los botones. Unavez conseguí crear interferencias alatravesar la pantalla. En ocasiones mepasa con algunos aparatos eléctricos.Debería practicar más con la

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electricidad…No puedo evitar estar atada al

presente. Su fuerza devasta y acaba concualquier otro tiempo, y aunque a vecesolvido de un día para otro lo que haocurrido, el instante presente me atraecomo una flor a una mariposa, como lapodredumbre a las moscas o un imán auna ínfima limadura de hierro.

Por eso disfruto de la música deEmilio, el vecino de enfrente. Eloficinista encantador que se estáquedando en los huesos desde hace unosmeses. Tendría que cuidarse más, ay,pobrecillo. Que no tiene mujer que locuide y es un encanto de hombre. Tan

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educado. Tan caballeroso. Con esosojos verdes brillantes y esas pestañastan largas que parecen de mujer. De eseordenador suyo surgen cancionesantiguas y modernas que me gustan. Nocomo el chaval de abajo; esedeslenguado que no respeta ni a sumadre ni a su hermana ni a nadie. Esepiensa que sus ruidos chirriantes sonmúsica. Aunque sí que me gusta cómohuele su cuarto. Y el de su hermana. Y elsuavizante que usa Encarna, su madre.¡Cómo han crecido esos chiquillos! Elpequeño apenas levantaba tres palmosdel suelo cuando llegó a la finca con suhermanita. Qué guapos que eran. Y la

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niña, qué bebé tan lindo, madre mía.Pero la pobre Encarna tan sola y tan sinmarido… Que no sé yo si lo dejó ella ofue él porque nunca me lo dijo. Laseñora Luisa va a perder a su marido undía de estos. Si lo sabré yo. Que a vecesme lo encuentro y me huele a la coloniaque se ponía mi propio marido perotambién al pijama sucio y al sudorrancio de los viejos. Que digo yo que sioleré yo así. Porque no siento mi propioolor aunque me entero de todos losdemás. Diría que ya no huelo a nada. Ylo que me extraña es que los vecinos nolo sientan. Pero, claro, como erainvierno y el aire acondicionado estaba

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puesto y el ambiente es tan seco…Yo creía que alguno se daría cuenta,

pero no. Llevo muerta desde noviembreen este sillón y aquí sigo, viendo pasarla vida de los otros, repasando la míapropia y mirando la tele. Porque notengo otra cosa que hacer y no puedohacer mucho más. Intenté leer los libros.Mis queridos libros que están ahí, en lasestanterías, colocados por ordenalfabético y por temas. Con todo eltiempo que tengo, toda una eternidad pordelante, como quien dice, y nada, que nopuedo cogerlos. Miro sus lomos con lasletras doradas, negras, azules ycoloradas, pero no puedo leer lo de

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adentro.Y yo que pensaba que el cielo sería

otra cosa… O el infierno, porque puedeque esto sea el infierno: vagar por micasa y por el edificio hasta que alguienme encuentre y me dispongan un entierrocomo Dios manda, y den reposo a micuerpo y recen por mi alma. Y entoncesdescansaré y cerraré los ojos, y dejaránde venirme todos los vecinos a lacabeza y mis propios recuerdos sedetendrán, y ya no habrá más estesurtidor de palabras, olores ysensaciones que me sale a borbotones yque no puedo controlar.

Entonces descansaré y sólo quedará

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la nada blanca y vacía, tan limpia einmaculada como la de una página. Porfin, vacía.

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1

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LGustavo Adolfo

a perezosa luz del día se arrastrabaentre los taburetes de escay.

Las sombras de la noche camuflabanlas manchas, los desconchones, unamoqueta tan grasienta como un churro deferia… Pero el sol del día mostraba otrarealidad, una realidad en la que lasmotas de polvo flotaban en el espaciocomo diminutos copos de nieveextraviados en un día de primavera.

El club amanecía cargado de legañasy parecía que le sentara mal el aire quedejaban entrar para ventilar la atmósferaque se había cargado durante la tarde y

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la noche anterior.Gustavo Adolfo apuró los últimos

sorbos de un carajillo.—¿Quieres agua oxigenada?Él negó con un gesto.Detrás de la barra una chica morena

observaba sus nudillos despellejados.Evitó preguntarle cómo había terminadola pelea.

—¿Te apetece un bocadillo desalchichas con pimientos?

Los ojos de Gustavo Adolfo seiluminaron por un instante. Ella sabía loque le gustaba de verdad.

—No hay nada mejor para empezarel día que un desayuno contundente.

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Él asintió en silencio y empezó a liarun cigarrillo.

La chica desapareció en la cocina ypegó unos cuantos gritos. Despuésregresó hacia su puesto en la barra sindejar de parlotear.

—Mi abuela ya lo decía: desayunarcomo un rey, comer como un príncipe ycenar como un mendigo… Siempre noslo decía por las noches, que eracuando…

Su cháchara era un murmullo defondo al que Gustavo Adolfo apenasprestaba atención. Las palabras, como elhumo de la noche, se escapaban por losventanucos abiertos y su mente divagaba

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alejándose de la charla, de la chica y susignificado terrenal.

Como cada día, se preguntaba cuántotiempo tardaría el Mariscal en regresar.Su vida, su auténtica vida, estaba juntoal Mariscal. Y hasta que contactase conél, tendría que contentarse con estaspequeñas chapuzas y con una vida grisdifuminada en la oscuridad.

Sus recuerdos flotaron alrededor deun sol brillante y amarillo, un cielo azuly un mar tan turquesa como el de losanuncios de las agencias de viajes. Unamúsica repetitiva y machaconaconstituía la banda sonora y los oloresque asaltaban su mente pertenecían a las

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mujeres del Mariscal.—Ponme también una Coca-Cola;

anda, guapa.Llevaba meses esperando. Primero

en Madrid, tal y como le habíanordenado, y una vez hubo pasado eltiempo que acordaron, se marchó aBarcelona. A seguir esperándolo acá.Porque el Mariscal lo llamaría. Encuanto llegase, contactaría con él.

El bocadillo se materializó junto a laCoca-Cola sin que Gustavo Adolfo sehubiese dado cuenta de cómo habíallegado hasta allí.

Se había comido la mitad y tenía lasmanos pringosas de aceite, cuando una

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sombra se recortó contra la puerta dellocal.

El hombre que entró era tan comúncomo el más corriente de todos loshombres. Ni muy alto ni muy bajo, nigordo ni flaco, vestido como undependiente, un camarero, unadministrativo de una pequeña empresa,un funcionario, un hombre al que nuncate pararías a mirar. Lo único llamativoera su cabello: una potente mata de pelonegro, tan negro, que cabía sospecharque era teñido.

El hombre clavó su mirada enGustavo Adolfo, que rápidamente dejóel bocadillo en el plato y se limpió las

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manos con una minúscula servilletita depapel.

—¿Gustavo?El hombre le tendió distraído la

mano y no disimuló un gesto de disgustocuando la encontró ligeramentegrasienta.

—Me han hablado bien de ti,Gustavo.

Cuando se enfrentó a su miradacomprendió que él no era uno de esosque le haría la broma que habíaescuchado de boca de tantos españoles:«El reportero más dicharachero deBarrio Sésamo». Cuando estabannerviosos, todos aquellos bolas

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comenzaban a hablar sin saber cuándoparar y le contaban cosas de eseGustavo que él siempre había conocidocomo Kermit.

Este hombre era como él: un tipo depocas palabras y mirada afilada yoscura. Un hombre que jamás haría unchiste sobre la rana Gustavo.

—Soy Juan. Tengo un trabajo parati.

El resto del bocadillo se quedó fríosobre la barra.

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-T

Gabriela

e he traído algo… Marc se agachóhasta alcanzar su maletín. Era un

maletín moderno, de un material que lerecordaba a las escamas de los peces,que había sido diseñado para transportarun ordenador portátil y que él usabacomo bolsa portatodo. Se la colgabasiempre en bandolera, como los chicosjóvenes, y eso, junto a su atuendo, sucuidada barba canosa y su cabelloblanco bien peinado, le daba un aire dearquitecto, diseñador o artista moderno,profesiones, todas ellas, que estabalejos de practicar.

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Gabi asistió expectante a lostejemanejes de Marc por debajo de lamesa. Cuando descubrió quesimplemente sacaba una bolsa marrón,dejó escapar un suspiro.

«¡Otro libro!»Por un momento había dudado si se

trataría de una joya, quizás una cosasencilla, como las de Tous, una de laspiezas de esas nuevas colecciones quetanto se había molestado en recordarleque le gustaban, o incluso algo másgoloso. Marc había estado el lunes enMadrid y quizás se habría pasado porTiffany, como el año pasado.

—He estado en la Fnac por la

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mañana y no he podido evitarcomprártelo, querida. —Marc comprabalibros. Demasiados. Para él mismo, paraella y para todo bicho viviente—. Mehan dicho que está muy bien. Creo que tegustará.

Le tendió el paquete y ella lorecogió sin dejar de sonreír.

«La crisis —pensó—. Nada dejoyas. Voy a tener cultura por una buenatemporada.» Sacó el libro de la bolsa yapareció un título cuya portada lesonaba lejanamente. Una tormenta sedesencadenaba sobre las ruinas de uncastillo.

—Va de una mujer en el siglo XIV.

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Vive muchas aventuras.Gabi leyó atentamente el resumen de

las solapas.—Gracias, Marc.—Se desarrolla en Toledo… Hace

tiempo me dijiste que te interesaba esaépoca, la peste negra… y cuando lo hevisto me he dicho, ¡para Gabi!

Ella lo depositó sobre la mesa.—Me atrae la Edad Media…—¿No has pensado en volver a

estudiar? —Marc no solía interrumpirla,pero esta vez lo hizo.

Gabi se mordió los labios. Hacíaaños había tenido la debilidad decontarle que le gustaría estudiar Historia

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o, quizás, Historia del Arte. Pero paraentrar en la universidad tendría quehacer el examen para mayores deveinticinco años y… le entraba unatremenda vaguería.

De vez en cuando fantaseaba con laidea de ser universitaria. Se veía enclase con compañeros jóvenes de esosmoderniquis con los que se cruzaba porla calle, o con esos otros pijihippies. Seimaginaba yendo al centro a pie, o encoche, o en bici; con una coleta y gafas,una imagen nada habitual en ella. Y legustaba la imagen de esa otra Gabiintelectual que visualizaba estudiando enuna biblioteca, tomando notas, eso sí,

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con una pluma Montblanc.—A veces sí que me gustaría —

confesó en un susurro.—Sería estupendo para ti.Ya estaba otra vez en plan paternal.

En ocasiones le gustaba cuando Marcadoptaba el rol de padre y le aconsejabahacer tal o cual cosa. Como cuando lerecomendaba comprar o venderdeterminadas acciones, o le hablaba delos nuevos modelos de coches y motos.Pero cuando se metía en lo que ellaconsideraba su vida privada, no le hacíani pizca de gracia.

—Supongo… Pero sería muy duro.Después de tantos años se pierde el

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hábito de estudiar, y volver a hacerlo…creo que se me haría muy cuesta arriba.

Había escuchado esas palabras yotras parecidas tantas veces que sabíaque nadie se atrevería a refutarlas.

—Tú puedes hacerlo, Gabi. Eso ymucho más.

—Supongo… —repitió.Ella hundió la mirada en la copa

limpia que acababan de traer y por unavez permitió que sus ojos no seenfrentasen a todo lo que tuvieran pordelante. Los hundió mansamente en elcristal y allí los dejó hasta que Marcescanció el vino y tiñó de dorado suspensamientos.

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—Un vino excelente, Marc.—Tú me lo descubriste, querida.Ella sonrió. Lo recordaba a la

perfección. Le gustaba sorprenderlo conlo que aprendía de otros clientes. Y esevino casi desconocido del Montsant lohabía descubierto gracias a Mike, unjudío americano.

—Por la vida.—¡Por la vida!Gabi dejó que el líquido excitase sus

papilas gustativas y saboreó matices quele recordaron a frutas y a la pizarrahúmeda de las tierras del Montsant.

Marc se llevó la copa a la boca yella se fijó en las manchas de sus manos.

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Unas manchas que no recordaba quetuviera cuando lo conoció. Suspensamientos se enredaron en lasarrugas y, sin querer, dirigió la mirada asu propio maletín, y se preguntó porcentésima vez por qué narices lo habíatraído, si desde hacía meses Marc noquería usar ninguno de los cachivachesque portaba en él y se conformaba conun sexo tradicional y tan rutinario comoel que podría disfrutar con su mujer.

Gabi dejó la copa y pensó queaquella tarde le acariciaría la espaldamuy suavemente. Y dejaría que sedurmiese junto a ella. Y que antes deirse le daría un casto beso en el cuello,

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en el lugar donde sabía que más legustaba.

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LEncarna

a primavera acariciaba su rostro ylas prisas se diluyeron entre los

ladridos de los perros, el susurro de lashojas tiernas y de las conversaciones delparque.

Mari tenía un buen día y Encarna lahabía sacado a pasear. Eso tambiénsignificaba que no tenía que ocuparse delos platos ni de la cena, ni del polvo nide la lavadora, ni de la ropa ni de laplancha, ni del suelo ni de la cocina…durante casi media hora tendría un ratopara ella. Sólo para ella. Y hacía unprecioso día para disfrutarlo.

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Mari permanecía a su lado, callada,observando las palomas que seentregaban a un baile o a una disputa, enel que nunca había reparado. Dos bichosde patas deformadas se agarraban por elpico y luchaban por demostrar quién eramás fuerte.

Encarna dejó a su pensamiento volarlibre como las evoluciones de laspalomas mutiladas.

Se recreaba en el sencillo placer quele producía el calorcillo de la primaveray estaba disfrutando de su tibieza,cuando los gritos de unos chavales, alotro extremo del parque, la devolvierona la realidad.

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Estaban encaramados sobre elrespaldo de un banco y sus forzadascarcajadas atraían la atención de losjubilados que se sentaban junto a ellos.

Lo primero que se le pasó a Encarnapor la cabeza es qué estaban haciendo aaquellas horas esos chicos cuando sesuponía que deberían estar en elinstituto. Después, su mirada mariposeóhasta posarse en el centro del grupo, enuna figura envuelta en una cazadoragranate y negra.

Y esa cazadora granate y negra,como un rayo que rasgase el cielo en unatormenta, acabó con su tibio remanso depaz en un solo segundo.

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Porque esa era la ropa de su hijo.Y esos brazos delgados y esas

piernas largas y ese cabello rizadoformaban parte de un todo que resultabaser su Álex. El mismo que debería estaren clase. Y que ahora estaba allí, yademás ¡fumando!

Encarna se levantó en un impulso.Pero Mari continuaba a su lado,

contemplando las palomas. No podíadejarla sola.

Y, allí en pie, miró a su hijo, a Mari,y de nuevo a su Álex fumando y riendo,y otra vez a Mari con la miradaperdida… Y de pronto decidió que eramucho mejor quedarse ahí donde estaba,

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observando las actividades de losjóvenes, igual que antes habíaobservado las de las aves. Sólo queahora su corazón ya no nadaba en la pazsino que una rabia oscura se le habíaagolpado en la garganta y le daban ganasde gritar y hasta de golpear el banco demadera en el que volvió a sentarse.

Encarna bufó y después inspirólentamente.

Se fijó en la única chica del grupoque era delgada como un espectro yfumaba del mismo cigarro que su Álex.Parecía un poco más mayor que Sandra,su hija. Vestía toda de negro y llevabaesos pelos tan de moda que parecían

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pegados a la cara como si una vaca selos hubiera lamido.

Los otros parecían chavalesnormales, muy modernos. Con ganas depresumir de unas chupas de cuero que yasobraban con este calor.

Encogida, acechó a su Álex, quesacó de la cazadora un par de bolsitaspara entregárselas a los otros chicos.Después vio que ellos le pasabanalgunos billetes.

Encarna contempló cómo reían ygesticulaban con exageración, y cómoluego todos, excepto Álex y la chica denegro, se marchaban.

Pasaron ante ella. Uno de los chicos

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se guardó en el bolsillo un paquetito queparecía contener algo de color pardo.

A Encarna la consumió una ola decalor y se levantó como una exhalación.Tomó del brazo a Mari con tantabrusquedad que la anciana se balanceó ycasi se cayó. Los rápidos reflejos deEncarna hicieron que no terminara en elsuelo; la sujetó con fuerza y despuésprácticamente la arrastró del brazo paraalejarse del parque.

—Mujer… —Apenas podíaescucharse la vocecilla—. Si no hayprisa…

Sólo cuando llegó a la casa y dejó ala anciana sentada en su silla se permitió

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un descanso.Se refugió en la cocina y dejó

escapar su ira. Golpeó la encimera contanta fuerza que su propio anillo le hizopolvo el dedo.

—¡Mierda! ¡Mierda!, y ¡mierda!

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SLa señora Luisa y Zósimo

egún avanzaba la noche, lossonidos iban desapareciendo hasta

que de madrugada eran casi inexistentes.Ya sólo quedaba el zumbido del eternoaire acondicionado y de la televisión deMaría Eugenia.

La señora Luisa se revolvió entre lassábanas.

Algo la había sacado de su frágilsueño.

Se trataba de un sonido inesperado.Y provenía de su misma casa.

Una alarma se disparó en el cuerpode Luisa y salió de la cama.

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—¿Zosi?Los ruidos parecían provenir del

lavabo.Luisa se abocó hasta el pasillo y

descubrió una rendija de luz queescapaba de la puerta entrecerrada delcuarto de baño.

—¿Zosi?Encendió la luz y se encaminó hacia

el cuarto de baño. Sin saber por qué,necesitaba tocar la pared. Como cuandoera niña y por las noches, a oscuras, selevantaba para salir al retrete. Entoncessólo el tacto de las sólidas paredes leproporcionaba la seguridad quenecesitaba.

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—¿Zosi?… —Luisa se aferró alpicaporte y abrió la puerta—. ¡¡Zósimo!!

Su marido se estaba afeitando.Repetía los mismos movimientos quehabía hecho durante decenas de años,cientos de días en los que su mano firmehabía rasurado el rostro hasta dejarlotan suave como el culo de un bebé.

—¿Qué haces, Zósimo?—Afeitarme, ¿qué voy a hacer?Luisa se dio cuenta entonces de que

su marido se había puesto sobre elpijama la chaqueta del traje. Esa queestaba guardada en el armario y que nose ponía desde hacía años. Desde queiba a trabajar.

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A trabajar.—Zosi —murmuró suavemente—,

son las tres de la mañana…Su marido se fijó en el espejo y por

primera vez reparó en ese rostrodesconocido que le contemplaba desdesu propia mirada.

—… y hace veintiocho años que tejubilaste. Zosi…

Su mirada se nubló y la cuchilla sehundió sobre la barbilla.

—¡¡Zosiiii!!Una grieta carmesí se abrió en su

piel.Luisa se abalanzó sobre la

maquinilla con unos reflejos que no

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sabía ni de dónde habían salido. Agarróla toalla y se la impuso sobre la piel.

La mano temblorosa de Luisa sellenó de nuevas fuerzas y apretó el pañocontra la barbilla de su marido.

El inicial reguero de sangre acabópor desaparecer y la mancha rojiza seextendió por la toalla. Ella apretó aúnmás fuerte. Y sólo cuando comprobó queya no salía ni una gota, se relajó losuficiente como para buscar la miradade Zósimo.

Él continuaba contemplándose en elespejo. Horrorizado.

—Zosi —murmuró con dulzura.Zósimo nunca había sido un hombre

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de esos que lloraban. Pertenecía aaquella estirpe de machos del siglopasado que pensaban que demostrar sussentimientos era una debilidad propia deotro mundo, uno que él no deberíahollar.

—¿Luisa?Y Zósimo lloró.Y ella no pudo evitar que se le

derramasen las lágrimas por lasmejillas, porque en ese instantecomprendió que tenía de nuevo a sumarido con ella. Y que por un momento,al no reconocerse en el espejo, al menossí que la había reconocido a ella.

Lo abrazó con fuerza.

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—Vamos, deja que te ponga aguaoxigenada. Déjame… Seguramente teescocerá un poco.

Se desprendió de la garra en que sehabía convertido la mano de su marido,pegada a su brazo como un monstruosarmentoso. Rebuscó el agua oxigenadaen el armarito y después le limpió laherida que terminó cubriendo con unatirita.

—¡Ya está!Luego lo tomó del brazo y lo

condujo hasta el dormitorio.Él, manso, se dejó guiar.Le quitó la chaqueta y la colgó en el

armario.

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Lo ayudó a meterse en la cama.Zósimo se arropó con la manta y

cerró los ojos.Luisa se lo quedó mirando.Su perfil, tan delgado, y aquella

nariz afilada de pronto le recordaba alprimer Zósimo que había conocido.Rememoró los momentos más felices desus primeros meses de matrimonio; lasnoches en las que él llegaba tarde detrabajar y se metían juntos en una camahelada. Se abrazaban con fuerzabuscando el mutuo calor de sus cuerpos,y cuando él se dormía, a ella le gustabacontemplar su perfil recortado frente ala escasa luz que se colaba por la

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ventana.Y ahora, tantos años después,

delgado y demacrado, este Zósimo separecía a aquel primero que tanto amó.

Luisa acarició la frente de su maridoy apagó la luz.

Volvió a su habitación a oscuras,balanceándose como un barco en unamarejada, pensando, como le pasabacada vez con más frecuencia, en lejía,desincrustantes de tuberías y amoníaco.

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EEmilio

milio llegó al trabajo sudandocomo si acabase de correr una

maratón. Se dejó caer en la silla, sacó elordenador de su bolsa, lo conectó, tomósu pluma azul, la colocó junto al portátily como cada día, mientras el aparato seiniciaba, se dirigió a la máquina decafés. Sacó uno solo y no le añadió niuna pizca de azúcar.

Cuando volvía hacia su mesa secruzó con Pau Blanc, su jefe. No eraalgo habitual, él no solía llegar tantemprano a trabajar.

—Buenos días, Emilio. ¿Cómo

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estamos?—Bien. —Inició un amago de

sonrisa que se le partió en los labioscuando descubrió que Pau no preguntabapor llenar el silencio, sino que loacompañaba hacia su mesa en busca dealgo más. El café solo le tembló en lasmanos.

—Esta tarde hay que enviar elinforme mensual.

—Lo sé. Aún me faltan los datos deLa Coruña…

Su jefe continuó como si no hubierahablado.

—… La central me ha pedidotambién el informe trimestral.

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—Lo enviaremos el día 8, comosiempre.

—No. En esta ocasión debe salirmañana.

—Es imposible…—¡No hay nada imposible! —Su

jefe esbozó una amplia sonrisa—. Essólo cuestión de saber organizarse.

—Con el nuevo sistema informáticono se puede, Pau. Los datos noconcuerdan, los informes no son fiables,el programa se cuelga… Hay querepasar todo de forma manual y esolleva un tiempo —repitió lo mismo quele había explicado en otras ocasiones—.También está lo del Icex. —Señaló una

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carpeta sobre la mesa—. Estoysobrecargado de trabajo…

—Si no te gusta este trabajo, puedesirte cuando quieras. La puerta estáabierta.

Emilio tomó aire.—No es eso, ya lo sabes, Pau. Es

sólo que no doy más de mí… Estoypasando una mala racha, ya lo sabes.

—El informe mensual y el trimestral—le dijo sin dejar de sonreír—. Y lodel Icex…

—Es im-po-si-ble —remarcóEmilio pronunciando muy despacio cadasílaba—. Quizás me he expresado mal…—Recompuso sus ideas—.

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Prioricemos… el mensual puede estarpara mañana, pero el trimestraltardará…

—Lo quiero mañana sobre mi mesa.Y si no… Ya sabes cómo están lascosas. Tu trabajo es un chollo, Emilio.Hay cientos de personas que mataríanpor un empleo fijo como el tuyo.

Emilio echó un vistazo al titular queaparecía en la sección de economía delperiódico que reposaba sobre la mesa.Un veinticuatro por ciento de parados.El estómago se le endureció como unapiedra y el café que había ingerido hizouna pirueta en busca de una nuevasalida.

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Pau le dio la espalda y se dirigió aldespacho. Una vez dentro, levantó laspersianas.

Eso significaba que en cuantoentrase Marisa, le echaría la bronca. Yque quería que todos lo viesen.

Su jefe tenía un mal día. Y, paracolmo, desde primera hora de lamañana.

Emilio suspiró y se sentó en su silla.El ordenador le reclamaba la clave. Loignoró. Tomó su pluma azul. Su tacto leproporcionaba seguridad. Observó laventana. El paisaje que mostraba era elde un patio interior gris y sucio, plagadode cagadas de paloma.

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Volvió su vista hacia la mesa deenfrente. Una maceta albergaba unapalmera cuyas hojas estaban marrones yresecas por las puntas. Sin pensarlo, conun gesto automático, cogió las tijeras delcajón, se levantó y fue hacia la planta.Cortó los extremos muertos, retiró lashojas que se habían caído y, cuandoacabó, apoyó la mano sobre la tierra.Estaba húmeda. Muy húmeda. ¿Por quése empeñaba esa maceta, su planta, elúnico motivo de alegría de su oficina, enpudrirse anegada en agua?

Emilio tiró las hojas a la papelera yvolvió a su mesa.

Pensaba que si llamaba a Pereira, de

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La Coruña, quizás pudiera conseguir losnúmeros que necesitaba antes de que losentrasen en el sistema. Y si usaba lamacro de Excel que se habíaprogramado, entonces sí que podríatener el informe listo para el díasiguiente. Sí, como siempre, si saltabacontra las cuerdas y hacía un triplemortal y aceleraba su cerebro almáximo, podría conseguirlo.

Y lo del trimestral y lo de la caja Bque tenía que poner al día… Bueno, esoya lo pensaría mañana.

Pau se lo recordaría a gritos dentrode un rato.

«De ahí sale tu bonus, Emilio —le

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diría—. Y si no actualizas el B, nopodré pagarte.»

Abrió el Excel. Descolgó elteléfono. Dirigió su mirada hacia elcuadradito de cielo que se podíavislumbrar desde la ventana. Estabagris. Como si hubiera vuelto el invierno.

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EMaría Eugenia y Gabriela

l tiempo se vuelve gelatinoso yespeso cuando estás muerto. Y

cuando se hace de noche aún resulta másdenso y pesado. Tanto como la propiacarne que se resiste a pudrirse y aabandonar el alma que permaneceanclada a ese cuerpo que contempla latelevisión desde unas cuencas sin ojos,oscuras y casi vacías.

Los pasos de Emilio, el oficinista,que llega más tarde que de costumbre,despiertan unos ecos en la escalera quecompiten con los últimos estertores delascensor al frenar en nuestro último

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piso.Huele a café y a ese aroma

indefinible que delata que ha cenado enel restaurante chino de abajo, en laavenida. Y arrastra un aire de cansancioque me empuja hacia él.

Cuando saca las llaves del bolsillo,su tintineo me hace temblar, y el perrode los de abajo levanta la cabeza de sucojín y, en un momento, como si setratara de un radar, sus orejas seorientan hacia la puerta y hacia arriba. Yde pronto estoy ante él. Y, comosiempre, el chucho me mira sin verme; aveces permanece alerta, como siolisquease un pájaro muerto y

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momificado que llevase años atascandoun hueco de la ventilación.

«Soy la vecina de arriba. ¿Merecuerdas?», le digo.

Pero nada. No me ve. Soy unespejismo que se disuelve en el vacío.El chucho, como siempre, baja la cabezay se acomoda en su cojín, y se olvida detodo lo que existe más allá de su suciorincón y su eterno cansancio.

Y yo continúo vagando por lasescaleras preguntándome por qué lasmoscas desaparecen de noche, cuandode día no hacen más que acompañar mideambular. Casi echo de menos suzumbido. Son unas moscas diferentes a

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las normales, un asco de bichos, gordasy verdosas… Pero ¿nadie se fija enellas? Yo seguro que me hubiesepercatado. Me hubiese preguntado por lacausa de esa invasión de criaturasinfernales y las hubiera gaseado coninsecticida.

«¿¡Tenéis un cadáver arriba,vecinos!?»

Bajo las escaleras y contemplo elpasamanos pulido y una mancha en elsuelo que apuesto a que dejó el chucho.Yo no hubiera permitido esos restos enla escalera. Hubiera sacado la fregona ylo hubiese limpiado yo misma. Menudaguarrería.

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Oigo de pronto que alguien trasteaen la cerradura del portal y me plantoallí en un instante.

Es la vecina del entresuelo. La puta.Me quedo mirando el traje que lleva.

Es de un tejido de los que apenas seusan ya. De calidad. Muy bonito. Hayque reconocer que tiene buen gusto.

Ella se queda ante el portal y noentra en el edificio.

El aire frío de la noche me atraviesa.La puta permanece en su sitio.

Quieta como una estatua.Me mira. ¡Está mirándome! ¡¡Pero si

nadie puede verme!!Alargo una mano hacia ella.

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Ella da un paso hacia atrás.«¡¡¡Soy María Eugenia!!!», grito.Pero no me oye.Simplemente continúa apostada ante

el portal.«¡¡Estoy aquí!!», grito de nuevo.Pero de mi boca no sale ningún

sonido. Es exactamente igual que enalgunas pesadillas, en esas en las quequieres chillar pero no puedes.

Empiezo a angustiarme. Casi comosi estuviera viva. La miro a los ojos.Intento tocarla.

La chica pone una cara que expresadeterminación y da un paso decididohacia delante. Un calor repentino me

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atraviesa como una exhalación.Gabriela sube de tres en tres los

escalones hasta llegar a su puerta. Sacalas llaves y la abre deprisa, muydeprisa, y se refugia en su piso.

No le sirve de nada. Puedo entrar ensu casa.

Hace tiempo que las paredes norepresentan ninguna dificultad para mí.

Ya estoy dentro. Justo en elrecibidor de luces suaves y decoracióntan mona. Tan arreglada. Parece un pisomoderno de esos de las revistas.

Ella ha encendido todas las luces. Yse ha sentado sobre una silla, y allí sequeda mirándome, sin verme, igualita

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que el chucho. Todavía conserva elbolso sobre su regazo. Saca el móvil.Uno de esos sin botones con muchoscolorines en la pantalla.

—¿Mike? ¿Has llegado ya a casa?…Oye, perdona que te moleste, ya sabesque no suelo llamar así como así. Perode repente me ha dado… me ha dadocosa… Bueno, mira, que me ha entradomiedo, un poco de miedo… ¡No! ¡Nadade eso! No ha pasado nada. Sólo que…Me siento tan rara contándotelo… Hacíafrío y tenía la sensación… No, gracias,no hace falta que vengas. Sólo cuéntamealgo, anda… Estoy sola, claro… Lomismo de hace un rato. Aún no me lo he

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quitado… Y la falda y las medias… Sí,y el liguero… La chaqueta…

Y le cambia la voz, y habla de otramanera, y le dice que se va a quitar lachaqueta, y la camisa…

Pero Gabriela continúa allá, sentada,tensa, aferrando el bolso y el móvil conlos nudillos pálidos. Y aunque seencuentra completamente vestida, lecuenta que ya está medio desnuda…

Y entonces me da asco. Tanto ascoque me voy.

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EGustavo Adolfo

ra de noche. Gustavo Adolfofumaba junto a la ventana abierta

de par en par y el ojo rojizo y brillantede su cigarrillo había estado siguiendolos pasos de su preciosa vecina hastaser engullida por el portal.

No había podido conciliar el sueñoy aunque odiaba fumar dentro de casa,había terminado por hacerlo en elbalcón, a oscuras. Sabiendo que la luzdel pitillo lo convertiría en un blancofácil. No podía evitar ese tipo depensamientos, aunque su vida ya nodependiera de ellos.

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Ahora sus trabajos se habíanconvertido en trabajillos de tercera. Sial menos llegase pronto el Mariscal…Ya no podría tardar demasiado.

Y mientras tanto ahí estaba,ocupándose de pringados que se creíanalguien y trapicheaban con drogas ymujeres. Y él, él que había vivido comoun rey junto al Mariscal, ahora tenía queobedecer a esos individuos a los quedespreciaba.

«¡Gonorreas!» Al amanecer partiríaa Salou. Era una misión absurdamentesencilla. Tan sólo tenía que acompañar alos de Juan a realizar una entrega.Llevar su arma, afinar la vista y vigilar

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que no pasase nada. Parecía sencillo.Pero si algo había aprendido en estosaños es que nunca sabías qué podíapasar. Que el trabajo más fácil podíaconvertirse en una pesadilla.

Gustavo Adolfo suspiró.Apenas corría aire y el calor

húmedo de Barcelona le hacía sudar. Elfino papel de fumar se le pegaba a losdedos. Apuró la colilla y suspensamientos, como el humo,caracolearon alrededor del encargo quele esperaba al día siguiente y desde allíretrocedieron hasta aquella, su primeravez.

Su primera muerte ocurrió en un día

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de primavera tan hermoso como eran losdías de primavera en su tierra. El cielolucía azul y sin nubes, y la luz eraamarilla. La luz de su tierra siemprehabía sido más brillante, más clara, mássalvaje que la de acá. Una luz quequemaba.

Aquel día habían andado demasiadoy todos estaban cansados. Los gringosmucho más, y uno de ellos, el herido,retrasaba la marcha del grupo. Si nohubiera sido por lo que valía, ya lohabrían matado de un tiro en cualquierladera.

Gustavo Adolfo nunca había tenidoun arma como aquella entre las manos y

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sencillamente se le escapó. El sonido yel movimiento de la ráfaga le pillarondesprevenido. Controló el arma atiempo y eso salvó al hombre, pero no ala chica.

—¡No pusiste el seguro! ¡Serásbola!

Otro tomó su arma y le mostró cómose hacía.

Fue sin querer. La mató de unamanera así de torpe y chapucera.Contempló las piernas destrozadas de laamericana y su único pensamiento fueque había sido una lástima acabar con loúnico bonito que tenía esa mujer deaspecto caballuno e idiota.

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Se notó raro por no sentir nadaexcepto rabia al aguantar el chaparrónde Cortés reprochándole el estropicio.

Era muy joven e inexperto.Su primera muerte fue una muerte

estúpida. Pero ¿acaso no lo son todas?Y ¿acaso no son estúpidas todas lasvidas?

El cigarrillo había terminado porextinguirse entre sus dedos.

Gustavo Adolfo contempló elsemáforo ponerse en ámbar y dos carrosarrancar. Uno rapidísimo, como si lefaltase tiempo para llegar a ningún sitio.El otro lento y torpe, como si fuese unconductor que acabase de aprender a

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conducir o un borracho de reflejosaturdidos.

Observó cómo se perdían por laavenida y entonces arrojó la colilla a lacalle. Acertó a encestarla en lapapelera.

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EEncarna, Álex y Sandra

l cuarto era pequeño, y los pósterspegados por todas las paredes

hacían que pareciera aún más diminuto.La cama era un viejo modelo de Ikeasobre el que se arremolinaban unedredón, la almohada, una toalla naranjay, reinando sobre el caos, Álex con suspiernas largas cruzadas, rebuscando enuna caja metálica. Unas cuantas bolsasde plástico vacías cubrían el suelo y elvariado contenido de cajas y cestas serepartía caprichosamente sobre elcolchón y el escritorio.

Álex todavía llevaba puesto un

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pijama de pantalones cortos y así, con elcabello revuelto, tenía el mismo aireinocente del niño que había sido hastahacía no demasiados años.

Se había acostado tarde con lacabeza como un bombo. Su madre habíaestado rallándolo durante una hora ypico. Sin parar. Había tenido la malasuerte de que lo descubriera en elparque.

Y eso había desencadenado la madrede todas las charlas. Que qué era eso deno ir al instituto. Que qué coño estabahaciendo a esas horas. Que si hay algosagrado son los estudios. Que a ella nola chulea nadie. Que si quería un futuro,

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había que estudiar. Que si ella sesacrificaba por él y su hermana, eraprecisamente para darles lo que ella nohabía tenido: una oportunidad de futuro.Los estudios, los estudios, losestudios… ¡Los malditos estudios eranlo más importante!

Que mira tu hermana Sandra lo bienque está sacando la carrera, que hastapuede conseguir una Erasmus… Bla, blay bla.

A Álex todo eso de estudiar leparecen soplapolleces. Lo importante esla pasta.

La pasta que había empezado abrotarle en los bolsillos. No lo había

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hecho a propósito. Se vio metido en ellocasi sin darse cuenta.

Primero, como todos sus colegas,había sido un simple fumador de porros.Compraba costo al Negro. Un tío que sepasaba la vida entre «el bareto delguarro y la cervecería de al lado delinsti». Y un día, cuando uno de clase loencontró en la calle fumando, le vendióparte de su propia piedra. Y unos díasdespués, ya en el instituto, el chavalaquel le volvió a pedir, y Álex le vendióde nuevo. Y ese se lo dijo a otro, y ese aotro… Y de pronto se había encontradocon que una buena parte de los chicos desu instituto lo buscaban para que les

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pasase sus piedras de costo, y con que elNegro le hacía descuentos de 1 × 4 ó 3 xl0. Así, su propio consumo le salíagratis.

Sin apenas inflar los precios, en muypoco tiempo había conseguido el iPhoneque tanto le gustaba y los altavoces, yahora tenía cierta moto metida entre cejay ceja y pensaba que podría conseguirlaenseguida.

La charla de la noche de su madre lehabía pillado de tranqui. Las historias ylos gritos de siempre le habíanresbalado. Mientras su madre le hablabade tonterías, de estudiar y del futuro, deese futuro que ella no conocía pero que

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imaginaba para sus hijos, él habíamantenido la calma. Imperturbable.Relajado. Quizás porque estaba fumandoel mejor polen o porque su espírituestaba en calma o ¡vete a saber por qué!

Esa noche no le había contestado. Lahabía dejado gritar todo lo que habíaquerido mientras él sonreía como untonto y repartía su mirada por lasparedes, como si su madre se hubieraconvertido en una figura bidimensionalen una pantalla de televisión queberreaba blablablás sin sentido.

Y después, cuando la buena mujerterminó, muy digno él, se había ido a sucuarto, se había encerrado y se había

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liado otro porro. Y así, ya demadrugada, después de zamparse unbocadillo de chóped, se había quedadodormido como un bendito. Acunado porla química y la música de una voz roncaque acariciaba sus oídos procedente deunos altavoces de un diseño moderno,elegante y limpio.

Eso había ocurrido por la noche.La mañana había resultado muy

diferente.Nada más levantarse había ido a

buscar su caja. La de los cables y loscargadores y la vieja cámara y las pilasy las antiguallas tecnológicas. La cajaque su madre jamás abriría.

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Y estaba vacía.Allí estaban los cables, y los

cargadores, y la vieja cámara y decenasde porquerías. Pero las placas habíandesaparecido. Seiscientos eurosvolatilizados.

Había revisado cada rincón, otrascajas, cada posible escondrijo…

Nada. No estaban.Y antes de echarse a llorar había

buscado su propia caja metálica. Lapiedra de polen que guardaba en lamesilla. La de consumo propio. La queel Negro le pasaba aparte, con la querealmente te pillabas los mejorescebollones.

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La misma voz ronca de la noche seimponía ahora desde los flamantesaltavoces, rebotaba contra las paredes ycubría el repiqueteo de los nerviososdedos de Álex sobre su caja metálica.

Las manos le temblaban y aunquehacía mucho tiempo que liar un porro sehabía convertido en un conjunto degestos, que por repetidos tantas vecesresultaban mecánicos, ahora algunashebras se le escapaban y se empeñabanen engancharse al sudor de la palma dela mano.

Cuando por fin consiguió liarlo,abrió el ventanuco que daba al patiointerior y se apoyó en el alféizar a

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fumar.Sólo podía haber sido su madre. Y

aunque se le hacía difícil imaginarlarebuscando entre su caja de cables, ahíestaba la prueba: esa caja metálica yvacía. Las madres lo saben todo. ComoDios.

Necesitaba calmarse.El Negro no se lo perdonaría.

Aquello no sería como cuando uncompañero de clase debía sesenta osetenta euros. Entonces el Negro losolucionaba yendo a la casa del chaval ala hora de la cena y explicando a suspadres el dinero que le debía su hijo ypor qué. No. Aquello era diferente. Eran

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seiscientos eurazos.Absorbió el humo y dejó que

inundase sus pulmones. Enseguidacomenzó a sentirse relajado. A gusto. Labendita calma comenzó a expandirse porsu cuerpo.

Ya lo arreglaría después. Buscaría asu madre, le diría que se lo devolviese,que si no, tendría que enfrentarse alNegro y, por lo tanto, meterse en un buenlío. Después de todo era su puta madre,¿no?

A Álex le temblaba la mano.Cuando dio la última calada, por fin

se aquietó.

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SLa señora Luisa

e había ido la luz. No habíacorriente eléctrica. Luisa sólo se

dio cuenta cuando después de levantarsese dirigió al lavabo, un cuartucho alfinal del pasillo carente de luz natural. Yallí su gesto automático de pulsar elinterruptor no dio ningún resultado.

Salió al descansillo y comprobó quea la escalera tampoco llegaba laelectricidad. Pulsó el botón del ascensory ¡nada! Tampoco funcionaba.

Llamó a Endesa después de rebuscarel teléfono en una libreta en la que seacumulaban números y tachaduras en un

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orden que sólo su creador podríacomprender.

Y después de que una chica conacento extranjero le dijera que sí, que yaestaban informados de la avería y queestaban solucionándola, Luisa decidióque, total, ya que no podía poner lalavadora, ni hacer casi nada en casa,daría un paseo hasta la pasteleríaNatcha. Su pastelería y panaderíapreferida.

Ya no hay pan como el de antes. Sí,existen muchos hornos y panaderíasmonos y muy bien puestos. Pero se haperdido ese olor… ese olor a harina y ahorno auténtico. El que Luisa asociaba

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con el mostrador de mármol tras el quese refugiaba la persona que habíamadrugado para amasar el mismo panque luego vendía. Una persona quevestía un sucio delantal y cuya higienepersonal dejaba bastante que desear.

El pan de hoy en día se convierteenseguida en chicle o en piedra. Y estácomo hueco. Y a veces parece plástico.Y luego están esos otros panes queparecen buenos, pero que son tan maloscomo los otros.

Por eso doña Luisa, de vez encuando, escapaba de su zona deinfluencia y recorría Josep Tarradellasarriba en busca de esa pastelería que

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también era panadería y que le pillabaun poco lejos, pero que servía un panque, sin ser ninguna maravilla, era mejorque los demás.

Aunque el pan era sólo la excusapara regalarse un auténtico lujo. Una vezcada dos o tres meses se compraba unabolsita de dulces que eran laespecialidad de la casa: finas tiras decáscaras de naranja cubiertas conchocolate negro fundido. Y luego secomía los deliciosos palitos en lacocina, a escondidas, sintiéndoseculpable por gastarse ese dineral en unabolsa diminuta de golosinas.

Ir hasta allá, casi al final de Josep

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Tarradellas, representaba toda unaexcursión.

Como no había luz, ni ascensor, lefue imposible coger el carrito de lacompra. Y era una lástima porque le ibala mar de bien para apoyarse. Casi comosi se tratase de un bastón, sólo quemucho más cómodo y con ruedas.

En cuanto la señora Luisa empezó asubir Josep Tarradellas, comenzó asentirse cansada y a echar de menos sucarrito.

Apenas llevaba recorridos cienmetros y ya parecía que se encontrase enotro barrio.

En Josep Tarradellas los edificios

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modernistas, como los de Berlín, habíandesaparecido. Allí no se encontraba niuna puñetera finca con más de cincuentaaños. Los pisos más antiguos databan delos años sesenta o setenta. Y eran altos,de muchas plantas. Y había oficinas. Ymucho cristal. Y señores encorbatadosyendo de aquí para allá.

Las señoras ya no llevaban bolsasdel Lidl con la compra, sino bolsos depiel de marca, o incluso maletines, y semaquillaban y vestían como auténticasburguesas o como a las que se queríanparecer.

A Luisa le gustaba la palabra:«burguesa», «burgués». La «burguesía

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catalana», ese mundo en miniatura queuna vez tuvo la ciudad en sus manos ycuyos apellidos aún hoy la conservan,sólo que con más disimulo,entremezclados entre las grandesempresas, la política y laAdministración.

Luisa recordaba perfectamente lossolares, descampados y casitas bajasque existieron en aquella zona antes deser invadida por las moles de cemento.Aún pervivían los restos de un antiguosolar junto a la farmacia, una especie dejardincillo que conducía hasta el localque se situaba en un bajo.

La señora Luisa no tenía prisa.

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Zósimo la estaba esperando en casa,dormitando. Y tenía un día bueno. Lohabía dejado escuchando la radio.

Decidió que luego, al volver, bajaríapor el centro del bulevar. Por dondepasean las señoras que no trabajan, laschicas que cuidan de sus casas, de susviejos y de sus perros, y por dondepatinan los jóvenes, y donde losjubilados y los parados dormitan al sol.

Y como era jueves, en la parte dearriba del todo se repartirían lospuestecillos de antigüedades.

Luisa se detuvo un momento paratomar aliento y se entretuvo mirando elescaparate de una peletería muy chic.

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Porque esos abrigos y chaquetas quelucía el escaparate no se parecían ennada a los modelos de piel de sustiempos. A ella se le antojaban cantidadde modernos todos esos colores y esaspiezas con cosas colgando.

Permaneció ante el escaparate unosinstantes, observando una cazadora azulcon una especie de mocho de plumas enel cuello, cuando le pareció distinguir,dentro de la tienda, a la hija de la vecinade enfrente. Sandra, la nena de Encarna.No estaba muy segura así, sin gafas.

Pero no podía ser ella. Se fijó mejory se dijo que, en efecto, aquellachiquilla no podía ser Sandra, sino

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alguien que se le parecía mucho.Luisa tomó aliento, pensó en su

bolsita de dulces, en el pan reciénhorneado, y siguió adelante.

El día había comenzado sin luz. Peroacabaría mejor. Paladeando una frutaconfitada de naranja cubierta dechocolate cuando Zósimo estuviera en lacama.

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2

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DLuisa y Emilio

oña Luisa regresó a casa sudando.En una bolsa de tela a cuadritos

llevaba dos barras de pan. Y en elbolso, aparte, sus golosinas. Cuandoentró en el portal y este permaneció aoscuras, recordó que no había luz en eledificio.

Abrió casi a tientas un buzónmetálico y oxidado que se quejóchirriando. No había nada. Ningunacarta. Luisa casi no recibía correo; peroella continuaba abriendo el buzón cadadía. Era una costumbre que, como todaslas rutinas, resultaba muy difícil de

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romper.Y cuando cerró el buzón, se percató

del silencio.Si la señora Luisa no hubiera

perdido parte del oído, habría oído lasmoscas revoloteando en el recibidor.Pero su mente percibía un silencio casiperfecto. Denso y espeso. Inesperado.

Se agarró a la barandilla queacompañaba a los tres escalones queconducían hasta el ascensor y una vezfrente a él, descubrió lo cansada queestaba.

Se quedó junto a la puerta delelevador y pulsó el botón.

Un pesado silencio fue la única

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respuesta a su gesto.«Ay.»Los escalones que le separaban de

su piso le parecieron de pronto unobstáculo insalvable. Había andadodemasiado. Hacía calor. Estaba agotada.

Necesitaba tomar aliento ydescansar para recuperar las fuerzas.

Volvió a pulsar el botón.Nada.La puerta del portal se abrió de

pronto. Una lengua de luz partió laoscuridad. Sobre la claridad se recortóla sombra de alguien. Un alguien queavanzaba deprisa hacia ella. Un joven.

Sólo cuando se encontró ante ella, se

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dio cuenta de que era el vecino dearriba. El joven que se estaba quedandocalvo.

—Buenos días —saludó él.—Bon dia. No tenemos luz.El chico asintió.—¿Todavía no ha vuelto? Cuando

me he ido esta mañana, me han dichoque ya estaban reparándolo.

—A mí me han dicho lo mismo.Los dos se miraron.Emilio se apresuró a rellenar el

silencio antes de que se convirtiera enalgo incómodo.

—A ver si no tardan mucho.—Sí.

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La mirada de Emilio se desvió unosinstantes hacia las escaleras. La señoraLuisa se dio cuenta de que estaba apunto de despedirse de ella para subirhasta su piso. Tres plantas. ¡La madre deDios!

—Pues nada, venga, hasta luego.—Adéu.Emilio dio un par de pasos.Y de pronto la señora Luisa hizo lo

que nunca se había atrevido a hacer.—Joven…Emilio se detuvo y se volvió hacia

ella.—… ¿le importaría…? ¿Le

importaría ayudarme a subir hasta mi

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piso?No supo ni por qué lo había

preguntado, porque ella nunca pedíanada a nadie. Pero lo miró y sintió quepodría decírselo. Que tenía quecontinuar hablando con él. Ella estabacansada. Y él era joven.

Emilio reparó por primera vez enesa vecina que hasta ese precisomomento no había sido más que lasombra de una anciana que a veces seencontraba en el ascensor. Se fijó mejoren sus arrugas profundas, en su peloblanco y gris despeinado. En la sonrisade dientes caballunos. Y sobre todo enlos ojos azules, claros y desvaídos de la

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mujer.—Por supuesto. —Avanzó hacia ella

y le ofreció el brazo.Ella se colgó de un brazo que

descubrió más blando y delgado de loque esperaba. El reparó en que laanciana olía a sudor rancio.

—Es una lata lo del ascensor —dijoél, por decir algo.

—Sí… Además he andado mucho.Estoy agotada…

—Y hace calor.—Huy, mucho calor.—Mucho más que ayer.—Es que el verano se nos ha echado

encima de repente.

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—Cierto, ya no hay primaveras… niotoños.

Cuando Emilio estaba a punto deagotar su repertorio de frases banales,se encontró frente a la puerta de laanciana.

—Muchas gracias…Él se dio cuenta de que ella le estaba

preguntando por su nombre.—Emilio.—Muchas gracias, Emilio.—De nada, mujer.—Me llamo Luisa.Y sonrió.Y de pronto él comprendió que le

caía bien esa señora. En su extraño

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último día esa sonrisa le proporcionó unpoco de calidez.

—Si necesita algo, ya sabe dóndeestoy; arriba, en la puerta primera —lesoltó, y al instante se sorprendió de loabsurdo de todo.

—Sí, enfrente de María Eugenia.Él asintió. Aunque hasta ese

momento había ignorado el nombre desu vecina.

—Hace tiempo que no la veo… —dijo la señora Luisa mientras rebuscabalas llaves en un bolso desastrado.

—Ni yo.Sólo entonces Emilio fue consciente

de que hacía meses que no veía a su

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vecina de enfrente.Le pareció sentir un escalofrío.Los dos se quedaron escuchando el

silencio. Un silencio que de repente yano resultaba incómodo.

—Qué raro se me hace no oír sutele.

—Ni el aire acondicionado —apostilló Emilio.

Las moscas revoloteaban alrededor.—Es agradable este silencio —dijo

él.—Sí que lo es.La puerta de la señora Luisa ya

estaba abierta y la imagen de la Virgende las Angustias sorprendió a Emilio.

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De repente se sintió azorado.—Bueno, pues me subo.Luisa observó entonces que Emilio

llevaba un sobre del CAP en la mano.Dedujo que venía del médico.

—Adéu, bon dia, Emilio.—Adéu.Ella cerró la puerta y los ecos de ese

«Adéu» se perdieron en el viscososilencio.

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EEmilio, Luisa y… María Eugenia

milio también llegó a su piso sinresuello. Cada día le agotaba más

realizar el más mínimo ejercicio físico.Abrió la puerta y le pareció que olía

a cerrado. Como si nadie lo habitara ya.Depositó el sobre del CAP sobre la

mesa del salón y comprobó que seguíasin haber electricidad.

Sacó el móvil del bolsillo ydescubrió dos llamadas perdidas de sujefe.

Dudó un momento y apagó elteléfono.

Se alegró de tener la batería del

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portátil cargada a tope. Porque ese díamás que nunca iba a necesitar una buenabanda sonora para que le acompañara ensus últimos momentos.

Encendió el ordenador, fue al lavaboy al regresar se sorprendió de lacantidad de ruidos que estabaacostumbrado a escuchar y que ahoraechaba en falta: el motor del aireacondicionado de la vecina, la tele…Era como si hubiera un gran espaciovacío, en blanco, rodeándolo.

Sólo oía un locutor que hablaba muybajito. Su voz parecía provenir desdemuy lejos. De las profundidades…Debía de ser una antigua radio a pilas.

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Abrió la ventana que daba al patiointerior y de improviso le cubrió un tufoa mojama mezclado con el habitual olora cloaca.

En efecto, el sonido del transistorprovenía del piso de la señora a la queahora podía poner un nombre: Luisa.

Entrevió la sombra de su vecina deenfrente, cuyo nombre ahora tambiénconocía: María Eugenia. Ellapermanecía como siempre, acomodadaen su butacón delante del televisor.

Dejó la ventana abierta.Emilio volvió ante el portátil. Le

saludó un fondo de pantalla con una fotode una playa paradisíaca de aguas color

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turquesa y palmeras verdes.Lo tenía pensado desde hacía

tiempo. Abrió el programa Spotify ybuscó entre las listas de reproducciónque tenía almacenadas en la memoria.Las notas de «Mad World» de GaryJules invadieron la habitación ycubrieron la quietud con un ritmo triste ymachacón. «Mad World» sería lo últimoque escuchase.

Su melodía lo acompañó hasta elcuarto de baño.

Se dio cuenta de lo apropiada quehabía resultado su elección cuandodecidió reformar ese baño: todo erablanco y rojo. Y cuando el agua de la

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bañera se tintara de rojo y él quedasepálido y desangrado, todo el conjuntoformaría parte de un decorado quevaldría la pena fotografiar. Blanco yrojo por todas partes.

Emilio puso el tapón a la bañera yabrió el grifo a tope.

Como si formase parte de la rutinadel día a día, comprobó la temperatura ala que salía el agua y sonrió en cuantoreparó en la estupidez de su gesto.

En su habitación se desvistió y sequedó en calzoncillos.

Volvió al baño y descubrió queapenas se había llenado la bañera.

Fue hacia el salón y sacó de su bolsa

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su pluma azul.Buscó en la habitación que usaba

como despacho un folio en blanco.Volvió al salón, colocó el papel junto alordenador y se sentó. Abrió la pluma,comprobó en un periódico que escribíabien.

Estaba más nervioso de lo quepensaba.

Se puso en pie. Regresó al baño.La bañera tardaba en llenarse.Volvió al salón. Se sentó de nuevo a

la mesa y escribió: «A quien puedainter…».

Le pareció oír un sonido en lapuerta.

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Le recorrió un escalofrío y decidióponerse algo encima.

«A ver si me voy a constipar»,pensó de forma automática y en cuantose dio cuenta de que le daba igual, leentró una especie de risilla nerviosa.

Llamaron a la puerta. Fue un par degolpes secos, no muy fuertes.

Emilio se quedó congelado ante lamesa.

La llamada se repitió.—¡Un momento! —gritó sin ganas.Se dirigió al lavabo. Recogió el

albornoz. Se lo puso. Miró la bañera.Casi estaba llena.

Cerró el grifo.

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La llamada insistió.—¿Quién es? —preguntó con una

voz apagada.—Luisa, la vecina de abajo.Reconoció la vocecilla de la anciana

y abrió la puerta.—Huy, perdón —dijo ella en cuanto

lo vio vestido con un albornoz.—No pasa nada. Me iba a bañar —

musitó Emilio.—Es que… Bueno…Emilio descubrió que a la buena

señora le costaba decir lo que fuese quequería decir.

—Acabo de llamar a la puerta deMaría Eugenia… y no había nadie. Y

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ella nunca sale… Pero es que… la hellamado porque estaba en mi casa,abajo, y… no se oía nada… Y ellaarrastra las sillas y los muebles, y hacemucho que no la veo y me he dadocuenta de que hace muchísimo que no medespierta arrastrando las sillas por elpiso… y de pronto he pensado: ¿y si leha pasado algo? Porque hace muchotiempo que no la veo —terminó deexplicar repitiéndose y hablando deforma cada vez más atropellada.

—No se preocupe, acabo de verla.Mirando la tele, como siempre.

La señora Luisa lo observó con susojos azules como de porcelana antigua.

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—Emilio… es que no hay tele. —Ycomo él parecía no comprender, añadió—: Ni luz.

Emilio dio un paso atrás y sin decirnada se dirigió a la ventana que daba alpatio interior. Luisa lo siguió.

—Ahí está.Señaló, al otro lado del estrecho

patio, la sombra de su vecina. Loscristales de cuadraditos del piso deMaría Eugenia permitían entrever susombra. La sombra de alguien queestaba en una butaca contemplando…una tele apagada.

Luisa miró a Emilio.Emilio miró a Luisa.

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—Huele raro —dijo ella.—A mojama —aclaró él.Silencio. Un denso y perfecto

silencio.Luisa se asomó a la ventana y gritó:—¡¡María Eugenia!!Silencio.—¡¡María Eugenia!! —repitió.Emilio se le unió, porque la voz de

la anciana no era gran cosa.—¡¡María Eugenia!! —gritaron los

dos a coro.El silencio les respondió.—No tiene muy buen oído —le

explicó—, a todos los mayores nospasa. Pero… creo que lo hubiera

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escuchado.Él asintió en silencio.Ella cerró los labios en una

expresión que a Emilio le pareció unmohín infantil.

—Un momento. Tengo una idea…Emilio fue a la cocina y trajo

consigo una escoba. La sacó por el patioy con el palo empujó la ventana deMaría Eugenia, la vecina de la que hastahacía un rato no sabía ni su nombre.

—Con fuerza —le animó la señoraLuisa.

Emilio dio unos golpecitos secos ydespués uno bien fuerte al marco de laventana, de madera ajada por el tiempo,

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que tembló pero resistió.—Déjeme. —Luisa prácticamente le

arrebató la escoba de las manos.La cogió con dificultad, pero una vez

la colocó como deseaba, tomó impulso ygolpeó con todas sus fuerzas el cristalque se cuarteó dibujando una casiperfecta tela de araña.

Después le dio otro golpe que hizoque unos pocos cristales cayeran dentrodel piso de María Eugenia.

Luisa le devolvió la escoba a Emiliopara que rematase la faena. Él no dijonada y se limitó a golpear los restos dela ventana que con un tintineo terminaronpor caer en el cuarto de estar de la

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vecina.El olor a mojama se extendió tan

denso que casi se pudo sentirarremolinándose alrededor del rostrodescompuesto de la señora Luisa queahogó un grito porque, aun sin sus gafas,distinguió perfectamente lo que quedabade María Eugenia.

Su vecina estaba sentada en unabutaca de terciopelo frente a la apagadapantalla de un televisor que le devolvíasu deformado reflejo. Su rostro estabaamarronado y como hinchado, y dealguna manera recordaba al de unamomia. Algunas manchas blancuzcas serepartían por lo que había sido su cara.

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Un borrón más oscuro le cubría mediorostro y bajaba hasta la rebeca de puntoy la camisa que se manteníanpulcramente abrochadas. El moño sehabía deshecho.

La cabeza medio inclinada delcadáver parecía mirarlos.

En el lugar en el que deberíanencontrarse los ojos sólo había doscuencas vacías plagadas de manchasblancas que desde un vacío antinaturalse enfrentaban a la aterrorizada miradade los vivos.

Emilio sufrió una arcada.—¡María Eugenia! —murmuró Luisa

con lástima.

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Una mosca verdosa y rolliza salióvolando desde el piso de María Eugeniapara acabar colándose en el de Emilio.

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DÁlex y Encarna

espués de despertarse y una vezlibre del influjo de la química,

Álex se planteó si se marchaba alinstituto o esperaba en casa el regresode su madre. Finalmente su particularsistema de prioridades le hizo decidirsepor la segunda opción.

Pero sin luz eléctrica, enseguida seagobió y terminó saliendo a la calle paraesperar allí a Encarna y susexplicaciones.

Primero estuvo paseando por elparque, cada vez más nervioso, hastaque después regresó a su calle y la

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recorrió de arriba abajo, como unperrillo, desde la Plaza del Centre, elprincipio de la calle Berlín, hasta quedesemboca en Josep Tarradellas.

El tiempo transcurrió ajeno a suspaseos, hasta que la inconfundiblesilueta gordezuela de su madre asomódesde la calle París. Allí llegaba consus cabellos estropajosos y casianaranjados, su andar cansado y elenorme bolso recosido al brazo.

Álex esperó hasta que cruzó la calley entonces le salió al encuentro.

—¿Dónde lo has puesto? —gritó.—¡¿Álex?! ¿Qué haces a estas horas

en la calle?

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—¡¡No te das cuenta de lo que hashecho!!

Los dos gritaban a la vez y ningunoescuchaba lo que decía el otro. Losdiálogos se pisaron como unos torpesbailarines con zapatos de Frankenstein.

—¡¿Qué te pasa?!—¿Dónde lo has puesto? ¿Por qué lo

has cogido?Un hombre que cojeaba pasó a su

lado y se los quedó mirando sin ningúndisimulo. Ellos no se percataron denada.

—¿Por qué no estás en el instituto?—¿¡¡Te digo que dónde lo has

puesto!!?

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—¿De qué coño estás hablando? Yya que has salido a la calle ¡por lomenos podrías pasear a Bonito!

A Encarna le dio la impresión deque el corazón se le iba a salir por laboca. Calló un momento para cogeraliento y entonces entendió el sentido delas palabras que chillaba su hijo.

—¿Que dónde he puesto el qué? —preguntó más despacio.

—¡Mis cosas!—¿Qué cosas? ¿De qué coño estás

hablando?—De mis cosas… las cosas de la

caja de los cables.Aquella respuesta absurda sacó de

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su enfado a Encarna.—Pero ¿de qué hablas?—¡De la caja de la estantería de

arriba! ¡La de los cables!—No sé de qué me estás hablando.

—La expresión atónita de Encarnaresultó tan sincera que Álex tambiéndejó de gritar.

—De mi caja metálica, la de laspastas de Reglero… Dentro estaban loscables de la tele y el ordenador, y loscargadores viejos y… ¡mis cosas!

—¿Qué cosas? Pero ¿de qué meestás hablando?

Álex miró a los ojos a su madre,esos ojos igualitos a los suyos. La

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conocía lo suficientemente bien comopara darse cuenta de que, en efecto, ellano tenía ni puta idea de lo que le estabadiciendo.

—Entonces… ¿tú no has cogido lacaja?

—Hace años que no toco tus cosas.Ya lo sabes. Y ni siquiera entraría en tucuarto a limpiar si no fuese porque de nohacerlo, criarías cucarachas y tecomería la mierda…

Álex sabía que era verdad. Que nole estaba mintiendo.

—¡¡Me cago en la puta!!—¿Qué has hecho? ¿Qué te pasa,

Álex?

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Su hijo cerró los ojos y apretó tanfuerte la mandíbula que casi se hizodaño. Cuando abrió de nuevo los ojosrepitió las mismas palabras:

—¡Me cago en la puta!Pero su forma de expresarlas fue tan

diferente que su madre se lo quedómirando extrañada y no le quedó otroremedio que seguir la dirección de sumirada.

—¡Coño!Una patrulla de los Mossos

d'Esquadra acababa de aparcar frente asu portal y dos policías se dirigíandirectamente hacia su casa. Hacia el109.

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Encarna se acercó más a su hijo ymusitó:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho,Álex?

El chico se volvió hacia ella con losojos como platos y la misma expresióninocente que le devolvía a su infancia.

—Nada, mamá… Nada…Madre e hijo se quedaron clavados

en la acera.El hombre cojo que permanecía

junto a ellos se acercó hasta el portal yobservó a qué piso llamaban.

Como no había electricidad, nadieles contestó. Pero unos segundosdespués alguien les abrió desde dentro.

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—Voy a ver qué ha pasado… Y tú,Álex —susurró Encarna—, vete a daruna vuelta. Espérate un poco antes devolver a casa.

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LGustavo Adolfo y Gabriela

os pensamientos de GustavoAdolfo eran tan oscuros como el

humo del motor diésel del taxi en el quese dirigía a casa.

Nada podía haber salido peor.Lo que se suponía que iba a ser una

vulgar entrega había terminado en untiroteo. ¡Un tiroteo en un lugar en el queprácticamente nunca hay tiroteos!

Cuando el Rubio se acercó al otrocoche para intercambiar unas palabras,Gustavo sólo pudo ver cómo, de pronto,iniciaba el gesto de sacar su arma. Nisiquiera pudo hacerlo.

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Gustavo sólo escuchó una sordaexplosión y vio cómo el Rubio sedesplomaba sobre el suelo. Apenas tuvotiempo para agacharse, salir del carropor la otra puerta y sacar su propiapistola.

No pudo ni apuntar. Alguien ledisparó y le alcanzaron en el hombro.Una quemazón, como la que hacía muchoque no sentía, le hizo caer al suelo.

Alguien más disparó.Gustavo Adolfo se arrastró hacia el

asiento del conductor, arrancó el cochey salió volando sin mirar atrás.

Los otros no le persiguieron.Ahora comprendía que el bulto que

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el Rubio portaba les debió de hacerpensar que aquella era la mercancía. Ypor eso lo dejaron marchar. Pero elpaquete estaba junto a él, en el vehículo.

Condujo herido hacia el chalet deJuan, pero antes de llegar, cuando estuvoseguro de que nadie lo seguía, aparcó ylo llamó al teléfono que le habíanproporcionado. Y Juan le dijo que «nihablar». Que no se acercase por allí.Que dejase el coche donde le parecieray que ya se pondría en contacto con él.

—¿Qué hago con lo tuyo, Juan? ElRubio no ha llegado a entregarlo.

—Guárdalo tú, Gustavo. ¿Me puedofiar de ti?

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—Por supuesto.—Pues ya te llamo yo y te digo algo.Gustavo guardó un breve silencio

hasta que se atrevió a hablar.—Estoy herido.—¿Para morirte?—No. —Incluso en sus

circunstancias la expresión de Juan lehizo sonreír—. Puedo tirar… Claro.

—Pues tira pa'delante. Como últimorecurso, si necesitas un médico vete aver a Beas, ¿lo conoces?

Gustavo gruñó un «sí».—¿Está todo claro?Le contestó con otro «sí» que sonó

como un bufido.

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—Y, Gustavo, ni una gilipollez. Medijeron que eras un tío de fiar y ahora escuando te toca demostrarlo.

Nada de aquello le gustaba.Había dejado el coche junto a una

urbanización de Cambrils, en un solarque se usaba de parqueadero. Y habíadedicado un buen rato a limpiar sushuellas con la chaqueta. Estabaconvencido de que habría dejado todotipo de restos orgánicos que podríandelatar su identidad, pero tambiénestaba casi seguro de que no habíatestigos. Nadie podría decir que esecoche era el mismo del tiroteo. Ytambién sabía que pasarían meses hasta

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que alguien reparase en que eseautomóvil había sido abandonado.

Después anduvo hasta el pueblo. Enun bar se limpió lo que resultó ser algomás que un simple rasguño. Se pusounos cuantos papeles, de esos de secarselas manos, tapando la lesión. Dejó desangrar, pero estaba seguro de que sihacía algún gesto brusco, volvería ahacerlo.

Se dirigió hacia la estación de trenesy de allá directamente a Barcelona, a laestación de Sants. Allí por fin se atrevióa coger un taxi, aunque su casa apenasestuviera a unos cuantos minutos de laestación. Ignoró la cara de asesino con

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que le recibió el taxista cuando lecomunicó su destino. Sí, ya sabía queera una mierda de carrera después de lashoras que seguramente había estadohaciendo cola en la estación paraconseguir un guiri al que poder sacarlela plata. La mala hostia del taxista se latraía al pairo. Su mala hostia era muchomayor.

La herida empezaba a dolerle.Pulsaba como si poseyera vida propia.

Cuando Gustavo Adolfo llegó a lacalle Berlín, miraba fijamente la bolsade deportes con el logotipo de losgimnasios DIR que permanecía sobre suregazo y que el Rubio nunca había

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llegado a entregar. En cuanto llegase acasa se limpiaría la herida como Diosmanda y se prepararía un bocadillo desalchichas con pimientos. Y queso.También le pondría queso.

Echó una ojeada distraída altaxímetro y avisó al taxista que paraseallí mismo, junto a la parada de autobús.

Rebuscó el dinero necesario, le dejóuna buena propina, se apeó del taxi ysólo entonces lo vio.

Una furgoneta negra con el rótulo deSERVEI JUDICIAL y dos coches de losMossos d'Esquadra estaban aparcadosen la acera junto a su portal. Un grupode curiosos remolineaba alrededor.

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Gustavo Adolfo se quedó petrificadojunto al semáforo del otro lado de lacalle. ¿Cómo había sido tan idiota parano darse cuenta antes? ¿En qué estabapensando?

El semáforo se puso en verde.Algunos peatones cruzaron, pero él

continuó inmóvil en la acera.Miró a uno y otro lado y entonces

reparó en la sombra que permanecíajunto a él.

Alguien quieto. A su lado.La reconoció por el bolso Amazona.

Llevaba también un elegante maletínnegro y vestía un traje de chaqueta entonos burdeos.

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Su vecina.La hermosa mujer tampoco parecía

dispuesta a cruzar la calle.Sus ojos negros se posaron por un

momento en los suyos y él sintió que loobservaba con la misma expresión de uncientífico que investiga una bacteria através de un microscopio.

Ella continuó repasándolo de arribaabajo, deteniéndose algo más de lonormal en su bolsa de deportes y en lamano que la agarraba con fuerza.

Entonces Gustavo Adolfo sintió quealgo resbalaba desde su mano al suelo.

Su corazón dio un vuelco alencontrarse con una gota de sangre que

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se deslizaba desde su muñeca hacia laacera.

Su vecina también la había visto.Se guardó las ganas de maldecir y

cerró el puño con fuerza.Al hacerlo, sintió de nuevo esa

misma sensación resbaladiza y tibia quele recorría el brazo hasta alcanzar elpuño.

Plop.Otra gota bermeja se estrelló contra

el suelo.Gabriela apartó la mirada y rebuscó

en su bolso.Después de unos largos segundos,

sacó un pañuelo de un inmaculado hilo

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blanco y sin decir una palabra se loofreció.

Él lo tomó, se limpió la palma sincuidado y lo apretó en el puño.

Los dos volvieron a mirarse sinpronunciar ni una palabra.

Entonces la puerta de su edificio seabrió y apareció una camilla con unbulto, una bolsa blanca con unacremallera que tenía toda la pinta decontener un cadáver.

A la chica se le escapó una especiede gemido.

La furgoneta negra abrió sus puertasy el cuerpo desapareció en su interior.Dos mossos salieron del portal y se

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reunieron con la otra pareja de policíasque permanecía en la calle junto a loscoches patrulla.

El semáforo frente al que esperabanvolvía a estar en verde.

Él se aclaró la voz.—Necesito un café… ¿Me

acompañas?Ella lo miró de reojo.—Vamos —contestó sin enfrentarse

a su mirada.

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3

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«¡N o me dejéis aquí!» ¿Por quédaba por hecho que mi alma

quedaría libre en cuanto encontrasen micuerpo? Lo que había sido yo se alejabaen una furgoneta negra del serviciojudicial pero al mismo tiempo seguíaallí, en el portal, mirando estupefactacómo desaparecía tras un rastro dehumo.

Había intentado entrar en el vehículopero no lo conseguí. Parecía estarencadenada al edificio. Una fuerzaviscosa me obligaba a permanecer juntoa la puerta.

«No. No. No. No puede ser parasiempre. Por favor que no sea para

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siempre. Que cuando digan la misa pormí vaya a donde tenga que ir, pero queno me quede aferrada a este mundo.Dios mío, por favor, escúchame.Padrenuestroqueestásenloscielos…»

La furgoneta del servicio judicial partió.Las letras naranjas y blancas del rótulodejaron de ser visibles y se convirtieronen signos difusos sobre el rugientenegro.

El hombre cojo apenas le echó unvistazo. Hablaba con los cuatro mossosen la acera y toda su atención parecíapuesta en aquella conversación.

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Después dos policías se metieron enel coche patrulla y se marcharon. Losotros continuaron allí mientras el quecojeaba entraba en el portal.

La finca olía a humedad y a alcantarilla.Los vecinos hablaban en susurros juntoal ascensor. Una mujer de cabello seco yanaranjado gritaba:

—¡¿Una momia?!—Pero no era como las de las

películas… Yo creía que se quedaban,yo qué sé, como la madre de NormanBates en Psicosis, como las momiasprecolombinas de los museos —

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explicaba un hombre muy delgadovestido con un albornoz—. Algoparecido a carne seca y arrugada… Peroera diferente. Estaba marrón y comohinchada y tenía unas manchasblancas…

—Son las moscas —interrumpió elhombre cojo—. Las manchas blancas lascausan los insectos.

El grupo se quedó mirando alindividuo que renqueó ostensiblementeal acercárseles. No era muy alto, dehombros anchos y con un cuerpo tancuadrado como su cabeza. Tenía elcabello negro, extremadamente negro ybrillante, y unas cuantas canas que

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amenazaban con invadir tanta negrura.Vestía una chaqueta oscura y dada de sí.

—Últimamente había muchasmoscas —afirmó la mujer del peloestropajoso—. Por la escalera y en elpatio. Eran muy gordas, de esas comometálicas…

—Callipboridae… —aclaró elhombre cojo con una voz profunda—.Me llamo Gerard Tauste, de lacomisaría de Les Corts.

Recorrió con la mirada a lospresentes y con un gesto teatral sacó unalibreta pequeña, muy usada.

—¿Quién encontró el cadáver?El tipo del albornoz levantó la mano.

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—¿Y se llama…?—Ya se lo he explicado todo a los

mossos…—Pues va a tener que explicármelo

también a mí.—Emilio Fernández Quesada —

explicó con cansancio—, soy delsegundo primera. —En ese momentoencontró los ojos oscuros, un pocoabesugados, del policía y le resultólejanamente familiar. Se preguntó si nolo habría visto en alguna otra ocasión.

—Yo echaba de menos a MaríaEugenia —intervino doña Luisa, un poconerviosa—. Y le pedí a Emilio quemirase y miramos por la ventana y

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rompimos el cristal y la vimos…

Los vivos hablaban de mí y esedesconocido tomaba nota de todoexcepto de lo verdaderamenteimportante. Luisa estaba muy alterada,en cambio Emilio mantenía una calmafría y extraña. Había menos moscas perolas pocas que quedaban se empeñabanen volar a mi alrededor. Me pregunté siellas podrían verme y si con su diminutocerebro de insecto comprenderían queyo no era como los demás, que ya nopertenecía a este mundo. Ni, por lo queparecía, al otro.

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—Nunca me cayó bien; se creía la«marquesa del pan pringao», pero de ahía merecerse una muerte como esa… —Luisa bajó la voz al decirlo.

—Pues a mí no me parece mal —intervino Encarna—. Morirme mirandola tele. Es una muerte dulce.

—Depende del programa —bromeóel policía.

El portal continuaba abierto y por élentró un chico extremadamente delgadoque al ver a un individuo cuadradotomando notas se echó para atrás.

Su madre avanzó un paso hacia él.—Pasa, Álex… ¡No te imaginas lo

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que ha ocurrido! —le avisó—. Hanencontrado muerta a María Eugenia, ladel segundo…

A Gerard le pareció que el chicosuspiraba aliviado.

—Momificada —aclaró Emilio.—… en su piso. Estaba mirando la

tele.—¿La han matado?Los vecinos guardaron silencio.—Aún no lo saben —intervino Luisa

con una insegura vocecilla—. Para esoestá aquí este señor, para aclararlo.

—Gerard, Gerard Tauste, de lacomisaría de Les Corts. Y… Tú ¿eres?

—Álex Sánchez —balbuceó el

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chico.—Mi hijo. —Encarna lo

interrumpió.El policía apuntó su nombre en la

libreta y, como un sabueso, olisqueó elaire que lo rodeaba y que lo delatabacomo lo que él, en su anticuadovocabulario, llamaría «un fumeta».Después escuchó atentamente la historiade Emilio, el tipo del albornoz, deLuisa, la viejita que daba la impresiónde estar más lúcida que todos los demásjuntos, y contempló de reojo lasreacciones de Encarna y de su hijo,Álex.

Cuando terminó con ellos, les

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entregó unas tarjetas con sus datos, sedespidió amablemente, y antes de salirdel portal, echó una ojeada a losbuzones metálicos.

Repasó los nombres y los comparócon los que había apuntado en su libreta.Escribió uno nuevo: «Gabriela Galván,Entresuelo 2.ª».

El último buzón, el del entresueloprimera, no mostraba nombre alguno.

Gerard echó un vistazo por si algúnvecino aún lo observaba, pero seguíancuchicheando junto al ascensor sinprestarle atención. Metió la mano por laabertura del buzón y sus dedos aletearonintentando encontrar alguna carta o

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documento a través del que poderconocer el nombre del último inquilinoque le quedaba por identificar.

No consiguió nada.Echó un último vistazo al portal y

sintió un escalofrío.Un grupo de moscas revoloteaba a

su lado. Las ahuyentó de un manotazo.

El café se había quedado frío sobrela mesa.

Gustavo seguía tirando de unaconversación que Gabi no deseabacontinuar. Le había hablado del tiempo,de las noticias de actualidad, le había

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preguntado cien cosas y no había sacadode ella más que su nombre y cuatrofrases hechas.

—Gabi, Gabriela —le había dicho.Y a él le había sonado suave y rotundo,como las mujeres de su tierra.

Gustavo se había tomado un café conleche, una Coca-Cola y unas papasfritas.

Gabriela sólo probó una patata fritaque se comió sin perder de vista elportal.

—Parece que ya se han ido todos —dijo por fin ella.

La última patrulla de los mossoshacía ya un rato que había desaparecido

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y ahora un tipo cuadrado salía cojeandodel edificio, guardándose una libreta enel bolsillo de la chaqueta. Un bolsillodado de sí que seguro que estabaacostumbrado a esconder mucho másque una simple libreta.

Gustavo se lo quedó mirando. Ellapilló su gesto de reconocimiento alvuelo.

—¿Lo conoces?Él asintió en silencio. Gustavo,

después de haber estado guiando laconversación, ahora callaba.

—Creo que sí —reconoció al fin—.Deambulaba por el barrio, observabanuestro portal.

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Gabi grabó la imagen del cojo en sumemoria.

—Parece un policía.Gustavo asintió de nuevo en

silencio.Mantenía el pañuelo ensangrentado a

su lado. La sangre se había convertidoen una pasta reseca y marrón.

—¿Te duele? —Ahora era ella laque, de repente, dirigía la conversación.

—No. Hace un rato ya que no…Gracias. —Él le devolvió el pañuelo.

—Quédatelo. —Gabi lo miró comosi ya hubiera olvidado que se tratase dealgo suyo y ahora le diera un ascovomitivo.

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Gustavo se lo guardó en el bolsillo.—Gracias.—Ya no queda nadie en la casa —

dijo ella sin escucharlo—. Esperemosun poco más.

Ahora se mostraba habladora.Gustavo hizo un gesto al camarero

para que le trajesen la cuenta.

—Hubo unos días que apestaba, ¿teacuerdas? Pero luego no tanto… Como aveces huele a alcantarilla…

—Un mosso ha dicho que al serdelgadita podía quedar momificada enpoco tiempo, puede que en tres meses…

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Y ese aire acondicionado…—Yo no la veía desde noviembre.—Cuando olía peor fue entonces.

Me acuerdo de las moscas…Álex asistía fascinado a la

conversación que se desarrollabaalrededor. Por primera vez se fijaba ensus vecinos, y ahora, encima, esa vieja yel tío medio calvo tenían algointeresante que contar. Una muerta. Unamomia. En su mismo edificio. Uau.

Se enteró de que esos dos eran losque habían descubierto el cadáver y quelos bomberos habían venido para abrirla puerta del piso en el que habíanencontrado a la momia.

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La viejita, Luisa, se empeñaba enrepetir que hacía muchos meses que noveía a María Eugenia y en explicarcómo la había echado en falta.

De pronto sonó una especie deexplosión y todos dieron un salto.

Les llegó el ladrido de un perrodesde un par de pisos por encima deellos.

El runrún del motor del ascensorcomenzó a rugir su propia letanía.

—¡Ha vuelto la luz!—Ya era hora.Entonces la puerta del portal se

abrió y todos se quedaron mirando lasilueta que se recortó sobre la luz.

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Una chica joven y delgada, vestidacon tejanos ajustados, botas altas con unpoco de tacón y una larga cola decaballo que recogía un cabello castaño yrizado, entró a grandes zancadas.Llevaba gafas de sol y una bolsa delona, y sobre la chaqueta, una especie dechaleco de piel, una pieza muy pequeñay bastante moderna, que destacaba porencima de las demás piezas baratas deH&M y de mercadillo a las queintentaba otorgar un toque original.

Cuando descubrió a tanta gente en elportal se quedó parada y afinó lamirada.

—¡Ay, niña! —exclamó su madre—.

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¡Han encontrado muerta a la vecina delsegundo!

—¿La han matado?A Emilio le llamó la atención que

los dos hermanos pensasen en lo mismo:en la posibilidad de un asesinato. Él nohabía dicho nada a los vecinos de lo quehabía visto. Eso era cosa de la policía.Pero tenía toda la pinta de no haber sidouna muerte natural. Sobre la momiaamarronada y como hinchada, sedistinguía una mancha de sangre, unamancha seca y sucia, en la pechera de sucamisa. Y una herida en la sien, unboquete que había terminadoconvirtiéndose en el hogar de las

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moscas esas que se comían loscadáveres.

Gerard echó un último vistazo aledificio de la calle Berlín. Se sentíalleno de energía; la adrenalina circulabapor sus venas como si su cerebro laestuviera bombeando a litros. Nisiquiera le dolía la pierna. De nuevoestaba en la calle, en marcha. Tenía uncaso. O más bien, una excusa pararondar por el edificio.

Se sentía culpable y canalla.Lo que había hecho no estaba bien.

Se la estaba jugando. Ahora sí que el

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honor se podía ir a freír espárragos.Tanto reivindicar el honor y los honores,y ahora, más que nunca, con suactuación, los había arrojado al cubo dela basura.

No había podido evitar la tentación.Ya no era policía y se había hecho

pasar por uno.Pero se lo habían puesto tan a huevo

que le fue imposible resistirse.Los vecinos no tenían ni idea de

procedimientos, sólo sabían lo queveían en la tele, en esas seriesamericanas que él también devoraba aveces y que nada tenían que ver con larealidad española.

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Se lo debía a Pep, claro. Podíamentirse a sí mismo y decirse que lohabía hecho por Pep, por su antiguocompañero. Pero sabía que no era así.Que sencillamente se había dejadollevar. Conocía a sus antiguos colegas ylos había saludado, y al principio sehabía interesado por lo ocurrido comoun viandante más, pero también como unex compañero… Y, en fin, había entradoen la finca con sus ex camaradas, losvecinos lo habían visto vestido depaisano, moviéndose entre los mossos, yle habían tomado por lo que ya no era. Omejor dicho, lo que ni era ni dejaba deser, al menos hasta que dictaminasen

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sobre su estado y la malditaAdministración tomara una decisión.Porque desde que le hirieron, se movíaen un terreno indeterminado yresbaladizo: era un discapacitado con un«grado mayor al de parcial» en esperade que le asignaran una plaza especial.Una plaza en la que realizaría algunafunción complementaria a lasestrictamente policiales; quizás eninteligencia, como auxiliar de lacientífica, o en la oficina de denuncias,o puede que acabase haciendointervenciones telefónicas… Quiénsabe. Alguna mierda de esas. Pero ya notendría derecho a los honores policiales,

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nada de uniforme, placa o arma.No era un policía en activo. Aunque

tampoco se podía decir que no lo fuera.De momento no era nada… Tan sólo unlisiado que pasaba el tiempo esperandoque la sacrosanta Administracióndecidiera su futuro, y mientras tanto,vivía otra realidad enganchado a internety rondando alrededor de un edificiodonde pensaba que quizás podríaocultarse alguna pista que aclarase elasesinato de Pep.

De pronto el destino le había puestoante los morros una oportunidad de oropara poder moverse entre los vecinosabiertamente, sin tener que observarlos

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desde la parada de autobús de enfrenteni desde el bar. Ahora que le habíantomado por un inspector de policía,podría estar con ellos y preguntarles loque quisiera.

En cuanto Gerard llegó a la calleCalabria y entró en su piso, toda latensión acumulada se le vino encima.

El efecto de la adrenalina sedisolvió como una vieja ilusión y derepente se sintió tan cansado como si unpedazo de mundo se le hubiera caídoencima.

Nunca podría volver a ser unpolicía. Si andar veinte minutos lodejaba en ese estado, ¿cómo narices

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podría enfrentarse a cualquier situación?Sí, claro, si lo reincorporaban, podríaocuparse del trabajo administrativo, delos papeleos, la oficina, e inclusoformar parte de alguna de las unidadesde investigación. Pero nunca másregresaría a la calle.

Con aquella pierna jodida, nadavolvería a ser lo mismo. Mierda devida.

El eco de sus pasos, ahora cansados,lo acompañó por el piso. Era un sonidocon su propia cadencia, un paso máslento y pesado que el otro, arrastrándosepor un pasillo largo y oscuro. Uno detantos pasillos largos y oscuros tan

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propios de los viejos pisos delEixample.

Gerard dejó las llaves sobre la mesadel comedor y se sacó del bolsillo lalibreta en la que había estado tomandonotas.

«Pep —pensó—, ¿qué hay en eseedificio y qué relación tiene contigo?¿Qué querías que investigase? ¿A quién?¿Acaso esa muerta momificada tienealgo que ver con tu asesinato?…» AGerard no se lo parecía.

Se mordió los labios y se dirigióhacia la cocina a prepararse un Nescafé.

Tenía que hablar con Yolandaenseguida. Si alguien sabía en qué había

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estado metido Pep, era ella. Alguien enquien, además, confiaba y que nodudaría en explicarle lo que supiera.

Su pensamiento derivó desdeYolanda a lo que había visto en la calleBerlín. Todo apuntaba a que la pobremujer había abierto la puerta del mueblede la cocina y se había pegado un golpecontra ella. Quizás se desmayó y cayócontra la esquina. Esa herida en lasien… ¿Quién sabe? Debió de marearseal ver la sangre y se sentó en el sillón…Y allá se quedó, desangrándose frente ala tele. Y luego se fue momificando,como la mojama. Muerta como unpajarillo de esos que se asfixian y se

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resecan dentro de una chimenea.Una muerte natural como esa, era la

hipótesis más probable, pero a losvecinos no les habían dicho nada. Hastaque no existiera un dictamen sólo erauna posibilidad. Y ¡a él le venía tan bienque pensaran que estaban investigando!Le venía de maravilla que le tomaranpor un inspector.

Gerard maldijo entre dientes y sedirigió cojeando hasta la mesilla, enbusca de esas gafas que, desde que nopisaba la comisaría, apenas usaba.

Ojeó sus notas e hizo un repasomental de todos los vecinos que habíaconocido.

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Ninguno le había gustado, le daba laimpresión de que todos tenían algo queocultar. ¿Todos? Bueno, todos exceptoLuisa, la viejecita sagaz.

Emilio, el del albornoz y los ojos demuñeco, estaba a ratos demasiadonervioso, y a otros, demasiado tranquilo.Y además, ¿qué coño hacía en albornoza esas horas de la mañana?

Encarna, la mujer del pelo naranja,de estropajo, evitaba su mirada como siescondiera algo. Igual que su hijo, elfumeta.

Y según lo que indicaban loscartelitos de los buzones, aún lequedaba por conocer a la hermana del

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fumeta, a otra mujer y a alguien más. Unhombre. Ese otro que había visto porprimera vez fumando en la calle yreciclando las cajas de Ikea. Elsudamericano.

Si cualquiera de ellos tenía algo quever con la muerte de Pep, lo descubriría.

Gabi se empeñó en pagar, pero Gustavono podía permitirlo. Con dificultadrebuscó las monedas en su cartera; noquería soltar la bolsa con la quecargaba. Mientras tanto, Gabi selimitaba a observarlo en silencio, concuriosidad.

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Se fijó en sus nudillosdespellejados, pero también en las uñascuadradas y cuidadas. En el dorso desus manos, en su piel bronceada. Leparecía un tío atractivo. De una manerainstintiva, le resultaba atractivo.

Ella se fijó en que no dejaba nada depropina. Y Gustavo pensó que aunquedebería hacerlo para quedar bien anteella, aquella mierda de café que sehabían tomado no merecía ni un céntimode más.

—El café no vale nada —se sintióobligado a explicar.

Ella asintió.—Te invito a un café de verdad, en

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mi casa —dijo ella mientras repasabacon la mirada los restos de sangrereseca en su muñeca.

Él, sorprendido, alzó las cejas unmilisegundo.

—Con una condición —Gabriela seadelantó a cualquier frase que él tuvieseel valor de formular—: que me dejesver esa herida tuya.

Gustavo sopesó la proposición. Unamujer hermosa quería curarlo. Supreciosa vecina le iba a poner las manosencima.

Ella observó, divertida, el efecto desus palabras sobre él.

Nunca va mal tener a un matón de

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barrio de tu parte. Ni a un hombre fuertepor vecino; uno que sea capaz de haceragujeros en las paredes, cargar muebles,cambiar fluorescentes y todas aquellasmenudencias que complicaban suexistencia de mujer independiente.Nunca está de más ganarte a tu vecino.

Cuando llegaron al portal y abrieronla puerta, se quedaron inmóviles. Ungrupo de vecinos cuchicheaba y la chicamás joven gritaba un «¡Qué fuerte!».

—Buenos días. —Gabi sonrió conesa sonrisa que sabía que desarmaba acualquiera.

Varios saludos se superpusieron enel tiempo y en el espacio.

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Gabriela se fijó en el preciosochalequito de piel que llevaba la chicajoven. Sandra, en cambio, observó susbolsos, el de Loewe y el otro, el negroque parecía de médico y que debía decostar una pasta gansa.

Las miradas de ambas seencontraron y se sonrieron con lacomplicidad de dos lobas de la mismamanada, de las almas gemelas que, apesar de la distancia de la edad y de losmiles de euros que las separen, sereconocen como iguales.

Emilio se sintió de pronto desnudo.Mucho más desnudo de lo que estabadebajo del albornoz. Porque acababa de

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encontrarse con una mujer preciosa, conclase, en su propio portal, y a él lepillaba de esa guisa. Los colores lesubieron a la cara, al cuello, a las manosy a gran parte de la pálida piel quequedaba al descubierto.

Gustavo barrió con la mirada a lospresentes. A unos se los habíaencontrado alguna vez por la escalera.Otros le eran del todo desconocidos. Laseñora del pelo naranja lo miraba conuna cara de inmenso interrogante.Observó durante más segundos que losque marcaba el decoro al hombreesmirriado vestido con un albornoz.Estaba ojeroso, su palidez recordaba al

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amarillo de los pergaminos… Unenfermo.

—¿Qué pasa? —preguntó Gabi conun tono de voz que, ahora que Gustavosabía cómo conversaba ante una taza decafé, le pareció falsamente inocente.

—¡Han encontrado muerta a lavecina del segundo! —gritó un chavalesquelético.

—¿Qué le ha pasado?—Aún no se sabe. —Emilio se

encogió de hombros.Gabi se fijó por primera vez en

aquel tipo medio calvo que la mirabacon ojos de ternero degollado.

A base de retazos e historias

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interrumpidas por diversasexplicaciones, al final Gustavo yGabriela consiguieron enterarse de loque había ocurrido.

Quedaron tan sorprendidos como elresto de los vecinos.

—La había visto alguna vez, sí…Gabi recordó la imagen de una mujer

delgada y menuda con la que de vez encuando había coincidido en el ascensor.Se acordaba de ella, de su forma devestir propia de otros tiempos, de susgestos de señora venida a menos. Seacordaba bien, porque cada vez que sela encontraba se preguntaba si ella seríaigual cuando fuese anciana. Sola. Digna.

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Andando tan derecha como el palo deuna escoba. Mirando a los demás porencima del hombro.

De pronto la recorrió un escalofrío.Como si una corriente helada y cortantecomo un cuchillo la atravesase en uninstante.

—Yo me subo a casa. Ay, he dejadoa mi marido demasiado tiempo solo.Cuando le cuente todo esto… le va a daralgo.

—Adiós, doña Luisa.La viejita sonrió a la mujer del pelo

estropajoso que era la única de todoslos presentes que conocía su nombredesde ayer, anteayer, e incluso desde los

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días que precedieron a anteayer hastaremontarse a la época en que llegó aledificio.

Gabriela abrió la puerta de su piso ydejó entrar a Gustavo.

Él se fijó en el busto de unemperador romano que presidía laentrada, una pieza que imitaba elmármol, que combinada con aquellosmuebles modernos quedaba la mar debien.

—Pasa, pasa… —Lo guió hasta elcomedor.

Aunque aquel piso era el espejo del

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suyo, el único parecido se encontraba enla configuración de los espacios. El deGustavo aún mostraba las paredesdesnudas y estaba decorado con cuatromuebles de Ikea que simulaban maderade haya y de abedul. El de ella estabaplagado de detalles que le otorgaban unabelleza equilibrada: un bodegónhiperrealista en los mismos tonos deotro cuadro que mostraba un paisajeinglés. Una alfombrita verde del mismocolor que algunos almohadones. Un sofáenorme que parecía no haber sido usadonunca. Y los muebles lacados y demaderas nobles habían salido de lamano de artesanos y no de los bosques

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de Suecia.Todo estaba impoluto y olía a canela

y a naranja.Ella le invitó a sentarse con un gesto

en una butaca de diseño.—Enséñame qué te ha pasado.A Gustavo le gustó que no acentuara

el «qué» sino que, simplemente, hablarade «enseñarlo».

Dejó a sus pies la bolsa del DIR, yde pronto se sintió tímido. Hizo unesfuerzo por fingir una seguridad que nosentía y se deshizo de la chaqueta sinquejarse.

La camisa estaba manchada desangre seca.

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Se la empezó a desabrochar y sedesprendió del gurruño de papel que sehabía puesto en el lavabo de Salou. Sele había quedado pegado a la herida.

—Tsk, tsk… —masculló Gabimientras lo observaba y abría el maletínnegro que parecía de un médico de losde antes.

—¿Eres enfermera? —preguntóGustavo.

Ella negó.Gustavo entrevió unos saquitos o

paquetitos de terciopelo. Gabi sacó unacarterita de piel y la dejó a la vista.

—¿Médico? —Él no se rendía.—No… Abrió la cartera y quedaron

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a la vista una especie de agujascurvadas y lo que parecían unas pinzas.

—Entonces… ¿a qué te dedicas parallevar en el bolso estas cosas?

—Hay que estar preparada paratodo.

Por un momento Gabriela sintió latentación de contarle a aqueldesconocido las veces que esas agujas ehilo la habían sacado de un apuro. Perofinalmente se guardó para sí misma lahistoria de Joan, al que ella misma tuvoque llevar al hospital con los huevoscasi desprendidos. «Aprieta más fuerte.Más. Más…», le había gritado en elclímax de la excitación. Y ella apretó.

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«Más y más.» Y el nudo corredizo setensó aún más y Joan gritó de placer yde dolor. De hecho se tensó tanto que sino llega a realizar una primera cura deurgencia, los hubiera perdido.

Joan nunca había tenido huevos,pero si ella no llega a llevar su carteritade piel, aquella frase se le hubierapodido aplicar de forma literal.

«Hay que saber hacer de todo»,solía decirle su madre.

Aunque seguro que nunca habíapensado en las circunstancias en las quesu nenita necesitaría algo más que unossimples conocimientos de primerosauxilios.

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—¿Cuántas horas hace desde que telo hiciste? ¿Cuatro? ¿Cinco?…

—Más o menos —asintió.—Primero hay que limpiar todo

bien. Y te va a doler.Se lo advirtió aun sabiendo que no

le importaría y que era el tipo dehombre que no se quejaría.

Gustavo se encogió de hombros.Apenas se movió cuando limpió laherida y el yodo quemó su piel.

Él la dejaba hacer. Y ella, mientraslo curaba, se fijaba en su color tostado.Y en su olor. Gustavo olía a desodorantey a él mismo. Y aquel olor oscuro yprofundo que percibía bajo otros

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superficiales y artificiales, le gustaba arabiar. No tenía nada que ver con elsudor agrio de la mayoría de loshombres. Él olía de forma agradable.

—Tendría que darte un par depuntos.

—Haz lo que te parezca… Quierodecir, lo que consideres adecuado.

—No tengo anestesia…Él volvió a encogerse de hombros.Ella desapareció en la cocina y

regresó con una bolsa con hielos.—Esto no es lo más adecuado.

Pero…Gabi apoyó la bolsa sobre la piel y

observó cómo reaccionaba a su

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contacto.—Te quedará una cicatriz.—Da igual. No importa.Gabriela hincó con cuidado la aguja

en la carne. Gustavo dejó escapar ungemido.

—Lo siento.La aguja atravesó la piel con

limpieza. Gabi tiró del hilo con laspinzas y aseguró la puntada con unalazada. Él se fijó en sus manos finas quesin embargo cosían con seguridad. Porun segundo su mirada resbaló sobre suspropias manos cuyos nudillos semostraban casi desollados.

—¿De verdad sabes lo que haces?

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—Más o menos. Tendrás que fiartede mí —le contestó ella divertida.

Cortó el hilo. Volvió a aplicar unpoco de yodo y abrió un paquete degasas con los dientes.

—Me fío de ti.Ella dejó escapar una risa cantarina.—Haces mal en fiarte de alguien

como yo. —Ella le sonrió y terminó deasegurar las gasas sobre la pieldolorida.

A Gustavo se le puso la piel degallina.

—Me fío de ti —susurró.—Puede infectarse.La tenía muy cerca. El rostro de

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Gabi se encontraba a un palmo del suyo.—Compra antibióticos.Gustavo la tomó por los brazos y la

atrajo hacia él. Por un instante pensó quelo rechazaría. Que la mano que ella lecolocó, de pronto, contra el pecho,pretendía alejarlo. Pero no fue así.

Gabriela, con la sencillez de losgestos rutinarios, se dejó llevar.

A Gustavo le dolía el hombro. Perono le importó. Se iba a comer a unamujer hermosa de verdad.

Emilio volvió a su piso y al entrar lepareció que olía de forma diferente,

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como si la densa y pesada atmósfera quehasta entonces lo había acompañado sehubiese disipado. Sentía el aire másliviano y más puro, cubierto depromesas.

Respiró profundamente y se dirigióal baño.

Cuando se encontró con la bañerallena, por un instante, breve como unchispazo, se preguntó para qué todaaquella agua.

Parecía que hubieran pasado siglosdesde que la había llenado aquellamisma mañana. Una corriente de airefrío y húmedo le penetró por la aberturadel albornoz y lo atravesó, como una

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lanza, desde el pecho hasta las rodillas.Emilio se abrochó mejor y rio sin

saber por qué.Se dirigió a la bañera y tiró del

tapón. Se quedó unos segundoscontemplando cómo el agua se escapabapor el desagüe, creando un remolino.

Un pensamiento cabalgó sobre otro yterminó preguntándose quién hubieraencontrado su cuerpo… ¿Cómo hubiesequedado su cadáver después de, segúnsuponía, varias semanas? ¿Estaríaarrugado como una pasa flotando en unagua rojiza? ¿Descompuesto en unamasa gelatinosa? ¿Blanquecino?¿Hinchado? ¿Casi deshecho?… En

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cualquier caso, seguro que no separecería en nada al de la momia tostadaque habían sacado del piso de enfrente.

¿Lo hubiera echado de menos doñaLuisa, la anciana vecina? Su jefe lohubiese llamado mil veces, pero seguroque no se hubiera atrevido a llamar a lapolicía. Ni a nadie.

Nadie se hubiese enterado de sumuerte.

A nadie le importaría.El perro de abajo ladró.Emilio se preguntó si el chucho

quizás habría olido su cuerpodescompuesto. Si las moscas hubiesenabandonado a su vecina para cebarse en

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él.Suspiró. Estaba solo. Por primera

vez en su vida era consciente de suinmensa soledad.

Hacía ya tres años que Sol lo habíadejado. Y desde entonces había seguidoun solo camino: cuesta abajo.

Se ajustó el albornoz aún con másfuerza y escuchó el silbido de una olla apresión que se coló por su ventana. Fuea la cocina. Abrió la nevera. Una tristemanzana, un paquete de queso reseco yu n brik de leche le saludaron desdedistintos estantes.

Se dirigió al salón. Cogió la notaque había dejado a medio escribir, la

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dobló en cuatro partes y tomó la plumaazul que ahora, sobre la mesa,acompañaba a la tarjeta del policía.

Volvió a la cocina y sobre el papeldoblado empezó a escribir la lista de lacompra.

Nunca había usado su preciadapluma para un acto tan asquerosamentecotidiano.

La olla a presión silbaba como si setratase de un artilugio directamenteimportado desde el infierno, pero doñaLuisa apenas le prestaba atención.

Le había contado a Zósimo lo que

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había pasado. Que habían encontrado aMaría Eugenia muerta y momificada.Que Emilio y ella habían tenido queromper la ventana. Que habían sidoellos los que la habían descubierto. Quehabían estado los bomberos en eledificio. Y la policía. Se emocionóexplicándole todos los detalles.

Pero era un día malo.Se lo había repetido varias veces.

Zósimo la observaba hablar desde unamirada vacía. Tan vacía como la de lapropia María Eugenia.

La válvula de la olla a presióngiraba sobre sí misma.

Luisa tenía ganas de llorar. Otra vez.

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«Si yo no estuviera, ¿quién cuidaríade ti, Zosi? ¿Quién se daría cuenta deque falto?… Te morirías de hambrefrente a la tele, como María Eugenia, oquizás en la cama, o en el baño.» El ríode imágenes arrasó su conciencia.

Luisa agarró la olla rugiente y laapartó de fuego.

—Enseguida vuelvo —gritó aZósimo, a su marido, a la nada.

Tomó las llaves y salió de su pisodando un suave portazo.

Echó un vistazo al ascensor, pero loignoró y se agarró a la barandilla de laescalera. Empezó a subir, despacio,lentamente.

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Cada escalón le arrancaba unsuspiro.

Cuando llegó al piso de arriba,apenas dedicó una mirada a la puerta deMaría Eugenia que los bomberos habíanabierto procurando hacerle el mínimodaño posible.

Se detuvo ante la de Emilio pararecuperar el resuello.

El timbre tronó y su eco reverberóescaleras abajo.

—Soy yo, Luisa —gritó antes de quenadie preguntase.

Emilio abrió la puerta. Seguíavistiendo el albornoz y en la manosostenía una pluma azul y un papel

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doblado en cuatro partes.Al igual que había sucedido aquella

misma mañana, la viejita le arrojó undiscurso que más que dicho, fuevomitado.

—Mi marido está enfermo, Emilio;tiene alzheimer. Si a mí me pasasealgo… Si yo no estuviera… Nadie seenteraría. —Luisa buscó los ojos deEmilio y se encontró el reflejo de supropia sorpresa por hacer talesconfesiones—. Por favor, cada día abrola ventana que da al patio. Se ve desdesu piso. Si un día ve que no la abro…

Los ojos de Luisa evitaron los deEmilio y resbalaron sobre la puerta.

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Acariciaron la madera oscura, tantasveces barnizada, la antigua mirilla ahoracegada.

—Me hago cargo. Estaré al tanto. —Tragó saliva antes de continuar con vozmás firme—. Con una condición…

—¿Cuál? —La vocecilla de Luisaera casi inaudible.

Emilio no se atrevió a mirarla a losojos. Y dejó su mirada resbalar sobre eljersey fino, repleto de pelotillas por lazona de los pechos, por la falda de pañogrueso y la mancha grisácea queadornaba los bajos.

—Con la condición de que ustedtambién esté al tanto de lo que me pasa a

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mí. Nadie me echaría de menos.Luisa contempló con nuevos ojos a

ese chico que siempre le había parecidotan apuesto.

—¿No tiene familia?—Está lejos… —confesó sin ganas

de dar más explicaciones.—Nosotros no tenemos a nadie.Un silencio incómodo atravesó el

descansillo. Las confidencias que sehabían escapado de un modo tan natural,de pronto, sonaban extrañas.

—No quiero acabar como MaríaEugenia.

—Nadie quiere acabar como ella.Otro silencio.

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—¿Le gusta el estofado? —atacóLuisa por sorpresa—. Me sale muybueno, con patatas y pimientos verdes.¿Le gustan los pimientos?

Emilio asintió.—Pues mañana le subiré un poco.—Mañana trabajo. Me paso casi

todo el día fuera.—Ya… Pues a la noche.Emilio sonrió y Luisa descubrió la

dentadura blanca y perfecta de suvecino.

—Muchas gracias.—Gracias a usted. —Un breve

silencio—. Hasta mañana, Emilio.Luisa se despidió con un gesto que

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pareció borrar vergüenzas en el aire.—Hasta mañana, doña Luisa.Emilio se quedó en la puerta

observando cómo se alejaba la viejita.Sonrió.

El recuerdo del olor del estofado deLuisa se difuminaba poco a poco en mimemoria en una espesa confusión depimientos, col, telarañas, patatas concarne y pensamientos desmechados. Encambio las sensaciones que me producíalas recordaba claramente: por un ladosentía asco, pero por otro también loasociaba al hogar, a cómo olía mi casa

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cuando regresaba a ella desde eltrabajo.

Nunca me había sentado en lasescaleras, pero ahora no me importabahacerlo. Estaba cansada sin estarcansada, porque no tenía un cuerpofísico que se cansase. Me estiré concuidado la falda y observé si en elescalón había alguna mancha. Ya lo sé,no me puedo ensuciar, pero lascostumbres no se pierden así como así.

Una diminuta arañita se quedó depronto quieta, en la pared, a mi lado.

Detrás del pasamanos se escondíauna telaraña. Puede que fuese su hogar.

Luisa no quiere acabar como yo.

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Nadie quiere acabar como yo heacabado. Y eso que no saben lo peor;que sigo perdida en este edificio,condenada a observar sus idas yvenidas, y hasta las telarañas y lasuciedad que se esconde en cada rincón.Se me confunden las ideas y se mezclancon las suyas.

Luisa ha conseguido arrancar unasonrisa a Emilio. Falta le hacía. Yotambién querría sonreír. Y probar suestofado. Y volver a saborear cualquiercosa que no sea el polvo y lapodredumbre que me parece sentiratascados en la garganta.

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—Hay que sacar a Bonito. Anda,Sandra, llévatelo a dar un paseo.

—¡Vale, mamá! Enseguida vuelvo.Encarna esbozó la sonrisa que

muestran todas las madres orgullosas desus niñas.

Sandra rebuscó la correa en el cajóndel mueblecito de la entrada y con ungesto diestro la enganchó en el cuellodel chucho. En cuanto Bonito se diocuenta de que lo sacarían a la calleempezó a dar saltitos de alegría.

—¡Áleeeex! Pon la mesa mientrascaliento esto… —Encarna ni siquieraesperó unos segundos para comprobar sisu hijo venía o no. Continuó gritando—:

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¡Áleeex! ¡¡Te he dicho que vengas!!…La puerta de la calle se cerró y los

pasitos saltarines de Bonito y de Sandrase perdieron en el exterior del piso.Encarna afinó el oído y escuchó trasteara su hijo en la habitación.

Removió la sopa de tomate. Regulóel fuego de la cocina hasta dejarlo almínimo y se dirigió hacia el cuarto delmuchacho.

—¿Vas a poner la mesa o no?Álex permanecía sentado en su cama

con una caja metálica sobre las piernas.—¡¿Qué has hecho?! —Sin

pretenderlo su voz subió en intensidad.Álex arrojó con furia la caja sobre

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la cama. Rebotó y acabó golpeando lapared y después el suelo.

Los ecos hirientes del metal seincrustaron en cada rincón.

—¡¿Qué has hecho?! —repitió.—¡La he cagado pero bien!La afirmación no iba dirigida a

nadie en concreto.Álex se levantó de la cama y como

una exhalación salió de su habitacióndando un portazo.

Cuando Encarna lo alcanzó, él yahabía dado otro portazo y se alejababajando las escaleras del edificio dedos en dos y chillando «¡Me cago en laputa!».

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Encarna permaneció unos segundosjunto a la puerta. Dudó si gritarle algo,pero antes de que un «¡Vuelve aquí!»saliese de sus labios, decidió darse lavuelta y regresar a la cocina.

La sopa de tomate ya estababurbujeando.

Le añadió unos fideos finos y sequedó mirando cómo flotaban sobre lamasa rojiza, naranja y grumosa. Despuéslos removió con una cuchara de maderahasta verlos hundirse y desaparecerentre aquello que casi parecía la lava deun volcán en erupción.

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Gabriela se había quedado sola.Gustavo había vuelto a su piso y ella

había echado las dos vueltas de sucerradura de seguridad.

Sola se sentía mucho más a gusto.Caminó descalza por el pasillo.

Sentía el cuerpo palpitar y su piel viva ysensible. El vecino había resultado serun amante mucho mejor de lo quepensaba. Lo había imaginado en cuantose fijó en esas uñas cuadradas tancuidadas, pero no había sospechado quesería tan bueno.

—«La vida te da sorpresas.

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Sorpresas te da la vida…» —comenzóa canturrear mientras entraba en laducha.

Dejó que el agua fresca la regase ypor primera vez en mucho tiempo,después de practicar sexo, repasóalgunos de los gestos que habíacompartido con Gustavo. Se demoró enel recuerdo voluptuoso de cada uno deellos.

Le había gustado su mezcla dedelicadeza y brutalidad.

Cerró los ojos y recordó cómo lahabía cogido para darle la vuelta sobrela cama. Cómo le había clavado losdedos en la carne. Cómo había aferrado

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sus pechos y sus muñecas. Cómo lehabía agarrado por la espalda.

Le había llamado la atención elagradable sabor de su piel grasienta ymorena, y la textura de la cicatriz de sucostado.

Para variar, se había dejado hacer.Y sorprendentemente lo había pasado demaravilla.

Dejó que el agua la cubriera y sellevase el denso olor de Gustavo.

Todavía se deleitó con la últimaimagen con que él se despidió: un gestosimpático, desde su puerta, con lacamisa desabrochada y la bolsa del DIRal hombro. Esa bolsa a la que no había

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dejado de echar miradas nerviosasdurante toda la mañana, ni siquieramientras follaban.

El agua se escapaba por el desagüey arrastraba con ella algunos pelosnegros y rizados que ahora iniciaban unviaje desconocido a través de lasalcantarillas subterráneas de Barcelona.

Cada día anochecía más tarde. Los díasse alargaban y la luz amarillenta delatardecer dibujaba largas sombras sobrela acera que se arrastraban como sisintieran su pronto final fundidas entre laoscuridad de la noche.

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A Gerard le gustaba pasear a esashoras. Cuando se empezaba a echar demenos una chaqueta y los parquesquedaban en silencio porque los niños ysus gritos emigraban hacia la intimidadde sus hogares. Era el momento en quelos perros sacaban a pasear a sus amos ylos gatos regresaban desde sus ocultosmundos diurnos para dominar la tierra.

La sombra de Gerard cojeabapegada a él bajo la acera. Pensaba si notendría razón su hija al decirle quedebería comprarse un bastón. Decía queasí se parecería a House, el doctor de latele, y que así demostraría máspersonalidad. Que los bastones ya no

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eran sólo para viejos. ¡Como si élnecesitara más personalidad!

Quizás su hija Anna se pasaría porBarcelona esta Semana Santa. O puedeque la viese en verano. ¿Sería aún rubiacomo el año pasado? Le había gustadode rubia. Le recordaba a cuando era unbebé. Porque su niña, vete a saber porqué, había nacido rubia. Un bebé rubiocomo la cerveza que no se parecía ni asu madre ni a él.

Ya desde pequeña había decididoser ella misma y no deber nada a supadre ni a su madre. Después, con eltiempo, ese pelo rubio de reflejos detrigo y cebada desapareció para

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convertirse en una preciosa melenacastaña, repleta de matices rojizos ycaobas y marrones y sienas y tostados.Una melena que el año pasado ella habíateñido de rubio por sorpresa.

Un anciano se levantó de un banco yGerard aceleró el paso para hacerse conel sitio.

Era un magnífico lugar deobservación. Como a los mayores, legustaba aquel banco. Desde él se veía lasalida del metro de Entença y resultabamuy entretenido mirar a todos los queiban y venían. Era mucho mejor quecontemplar el avance de las obras de lamanzana de abajo. O que navegar de

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nuevo por internet acechando si aparecíaalgún nuevo mensaje en su perfil deMeetic o de Parship, para acabardescubriendo que todo seguía igual yque nadie sentía ningún interés porconocer al tío que estaba allí retratado.Cuando entraba en la red acababadecepcionado y aburrido a partesiguales. Y frente al mundo virtual, larealidad de sus tardes y noches solíaterminar en el bar de la esquina, con elsempiterno plato de pasta, el carajillode café descafeinado y el repaso a laprensa del día.

Gerard, más que sentarse, se dejócaer sobre el banco.

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Pensó en lo bien que le sentaría uncigarrillo y procuró alejar el tentadorpensamiento. Se fijó en el perrolabrador que ya conocía de otras tardesy, sobre todo, en su dueña; unacuarentona atractiva que nunca llevabasujetador y que en primavera y veranoofrecía un espectáculo mucho másinteresante que en invierno. Observó aljoven sentado frente a él que parecía notener prisa y trasteaba en su móvilmientras escuchaba música por unosenormes auriculares de color pistacho.

Estiró la pierna y pensó en quedebería comprarse unos calcetinesnuevos, fresquitos, de hilo escocés, de

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los que siempre le habían gustado.Empezaba a hacer demasiado calor y losque llevaba le dejaban después, por lanoche, pelotillas entre los dedos.

Y mientras pensaba en calcetinesmarrones y beiges y en dedos pulgaresque asoman desde agujerillos, seencontró con que un zombi tambaleanteaparecía justo en el límite de su ángulode visión.

Pasó junto al banco, como un barcoque ha perdido el gobierno. Unaspiernas largas y delgadas embutidas enunos pantalones ajustados apenas lomantenían en pie.

Gerard levantó la vista y descubrió

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una nariz rodeada de una maraña desangre reseca. El ojo permanecía casioculto por un párpado abultado y rojizo.Un brazo sostenía al otro, y el bamboleodel cuerpo recordaba al de un tentetiesode juguete.

Sin gafas, a Gerard le llevó unossegundos reconocerlo. Su cerebrorepasó rápidamente los nombres quehabía apuntado en su libreta por lamañana.

—¿¡Álex!?La rendija ensangrentada en que se

había convertido la mirada del chico seposó sobre Gerard sin reconocerlo.

Él se levantó de un salto.

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—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?Álex no contestó de inmediato. Se

limitó a echar una ojeada cubierta deneblinas. Sin darse cuenta se apoyó en elbrazo de Gerard. Él lo sostuvo.

—No —dijo sin saber bien a quépregunta contestaba.

—Te acompañaré a casa. —Gerardtiró del chaval.

—No.Gerard se lo quedó mirando con

detenimiento.—Mejor pasamos por el hospital…Álex cogió aire. Como si ese nuevo

aliento cargado de oxígeno le otorgarala cordura suficiente.

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—Sólo necesito un poco de hielo.—Eso también es verdad. Déjame

que te mire.El párpado estaba muy hinchado y

probablemente se pondría peor en unashoras.

—Vamos al bar.Señaló la cafetería de la esquina.Álex se dejó llevar.La bamboleante pareja fue tragada

por la oscuridad del local.

Gustavo contemplaba la pantalla delmóvil con el mismo interés que hubiesemostrado si su resplandor azulado fuese

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a revelarle una gran verdad universal.Nadie le había llamado.Su mirada divagó desde el teléfono

hacia la bolsa del DIR que permanecíaen el suelo, bajo la mesa de maderaIngo, modelo de Ikea.

Gustavo cabeceó con un gesto denegación. Se levantó y se dirigió haciael dormitorio.

Su cuerpo aún conservaba el calorde su vecina.

Apenas podía creer que una mujertan hermosa se le hubiera ofrecido así.Era algo más bien propio de sus sueñosde adolescente. Y sin embargo… Ahíestaba ese cosquilleo que aún sentía en

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la espalda, el agotamiento que invadíacada músculo y cada extremidad, y elpene, blando y encogido como unbronceado calamar.

Se dejó caer sobre la cama y echó unvistazo a la cajetilla de tabaco quereposaba, junto al mechero, en lamesilla.

La tentación era demasiado grande.Cogió el tabaco, se acercó al

balconcillo y encendió un pitillo.Lo de la vecina sólo tenía una

explicación, seguramente se trataba deuna cuestión de equilibrio universal.Dios, en su infinita sabiduría, lecompensaba de todo lo que le había

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ocurrido por la mañana.Sin darse cuenta se pasó la yema del

dedo sobre el recosido que le habíahecho Gabriela. Tendría una nuevacicatriz. La había observado con detalledelante del espejo. Las puntadas eranperfectas, iguales, mantenían la mismadistancia las unas de las otras. Lequedaría una cicatriz equilibrada ylimpia.

Como el recuerdo de Gabi. Perfecto.Como ella. Una mujer limpia que olía avainilla. Que sabía a vainilla. Que habíapodido disfrutar sin vergüenza. Que sehabía dejado llevar hasta donde él habíaquerido. Aquella mujer le gustaba

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demasiado. Hubiera sido mejor noprobarla.

Una débil pulsación arrancó en laparte inferior del vientre.

Apagó el cigarro en la barandilla ytiró con fuerza la colilla a la calle.

Se dirigió hacia el salón.La bolsa del DIR lo miró con su

único ojo.Se dirigió hacia ella.Sopesó el bulto.Lo dejó sobre la mesa y abrió la

bolsa metiendo los dedos en la aberturacomo si fuera un sádico dentistapreparado para exterminar una cariesrebelde.

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Cuando descubrió lo que habíadentro, cerró los ojos.

Respiró hondo y entonces, muydespacio, volvió a cerrarla.

Ató con mucho cuidado las asasalrededor de la abertura de la bolsa. Ymiró alrededor, buscando un lugardonde esconderla. Aunque llevabasemanas allí, su piso aún estaba casivacío.

Fue hacia la cocina y sacó una bolsade basura bajo el fregadero. Metió ladel DIR dentro y le hizo un nudosencillo.

Dejó la bolsa junto al cubo de laauténtica basura.

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Gustavo cada vez fumaba menos.Apenas cinco o seis cigarrillos al día. Ysin embargo, salió de la cocina yregresó al balcón para encender otro.

Lo necesitaba.Mientras daba unas profundas

caladas observó sorprendido cómo seacercaba por la acera el policía quehabía visto más de una vez merodeandocerca del edificio acompañado de unjoven delgado que parecía sostener algosobre su cara. Le costó reconocer alvecino, el imbécil que tenía una hermanapreciosa.

«¿Qué hacen juntos esos dos?»Gustavo se refugió en la casa para que

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no lo viesen.Sin pretenderlo su mirada se dirigió

a la cocina. A la galería donde seencontraban la basura y su bolsa.

Gerard llamó al timbre. Unos ladridosagudos fueron la única respuesta duranteunos segundos, pero enseguida escuchóunos pasos que se acercaban al dintel.

En cuanto se abrió la puerta recordóel nombre de la mujer.

—¿Encarna?—¡¡La madre de Dios!!La mujer no sabía si mirar al policía

o a su hijo. Su mirada asustada

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basculaba del uno al otro sin saber enquién detenerse.

—Me he caído, mamá.—¡Vete a la mierda!…—No es nada grave. No tiene nada

roto. Lo he encontrado hace un rato… —Para su propia sorpresa Gerard comenzóa tartamudear.

Encarna contempló de reojo alpolicía. Era el rostro de su hijo el queatraía casi toda su atención.

—¿Qué coño has hecho? ¿En qué líote has metido?

—Me he caído… —repitió.Gerard soltó al chico, que se

arrastró hacia el interior del piso.

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La mujer, Encarna, se quedómirándolo en silencio hasta que por finse animó a decirle:

—Pues muchas gracias por traerlo.Estuvo a punto de contestarle que

cuidase de él, que no se metiera en líos,que no se preocupara… Pero todas lasposibilidades que flotaban alrededor desus labios le sonaban absurdas frente ala honda mirada de la mujer de pelonaranja.

—De nada —murmuró.Gerard se dio la vuelta para ser

tragado por el ascensor chirriante.Encarna no cerró la puerta del piso

hasta que lo vio desaparecer.

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—¡¡¡Álex!!! ¿Qué coño hapasadooo? —gritó.

Se dirigió hacia la habitación de suhijo, pero al pasar junto a la puerta de lacocina se dio cuenta de que Álex estabaallí, sentado sobre una banqueta,mientras su hermana le examinaba lasheridas.

—¿Qué tiene?—Unos cuantos golpes que te

cagas…Álex permanecía con la cabeza

gacha y una bolsa del Lidl en la manollena con hielos medio derretidos.

—Necesito seiscientos euros. Y cienmás por cada día que pase sin pagarles.

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Si no, me matarán.El estómago de Encarna cayó hasta

el suelo para, a continuación, rebotar yvolver a su posición inicial.

—¿Te matarán de verdad o es unaforma de hablar? —preguntó su hermanaSandra con naturalidad.

Álex levantó la mirada con infinitocansancio.

—Es una forma de hablar. Pero ¿quémás da? Me pegarán una paliza aún peorque esta…

—Pues entonces puede que solo tedejen ciego —dijo la chica mientras leexaminaba un párpado—. Espérate aquíbien quieto que voy al botiquín. A ver

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qué podemos hacer… Pero que sepasque mañana te dolerá más. —Su vozterminó muriendo por el pasillo.

—¿¡Seiscientos euros!? ¡Quién coñotiene seiscientos euros! ¿En qué lío tehas metido?

—Debo dinero.—Ya, cuando tu padre se largó de

casa yo también debía dinero, peronadie me partió la cara…

—Excepto él. —Sandra volvió a lacocina con un tubo de crema en la mano.

—¿Qué?—Que el único que te partía la cara

era papá…—Allá se pudra en el infierno.

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—Amén —concluyó la chica con unmonótono tono de voz propio de lasfrases repetidas tantas veces que acabanconvirtiéndose en una especie de mantra—. Tú también mereces condenarte alinfierno y que te maten, por gilipollas.Mamá —se volvió hacia Encarna—,¿tienes tú ese dinero?… ¿De dóndevamos a sacar la pasta?

—No tengo la menor idea.

Gerard bajó hasta el portal y se dirigióhacia los buzones. El del entresueloprimera seguía mostrando la ventanitavacía, como una invitación en blanco

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abierta a cualquier posibilidad.Por un momento tuvo la tentación de

subir los escasos escalones que loseparaban del entresuelo y llamartranquilamente a la puerta, pero al finalno lo hizo.

Ya descubriría el nombre delsudamericano que ocupaba el piso, eseal que había visto revoloteandoalrededor del edificio en variasocasiones.

Gustavo Adolfo descorrió la cortina yobservó que el policía, solo, salía delportal cojeando. La tentación de

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encender otro cigarrillo ardió en él conla intensidad salvaje de un incendio.

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E l grito la arrancó de su sueño.Confusa, buscó el despertador a

tientas y comprobó la hora.Un segundo grito, aún más agudo, se

repitió.Las 6.55 de la mañana.Nunca había pensado que un grito

podría sonar así, como un aullido.Nuevas voces y chillidos procedentes delas escaleras se colaron como serpientesen su piso.

Gabriela saltó de la cama, se cubriócon una camisola y se asomó a lamirilla.

Vio bajar a la chica de arriba a todavelocidad, gritando como una

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energúmena. Ahora que su cerebro sehabía desprendido de las legañas delsueño, entendió lo que decía: «¡Nooo!».

Abrió la puerta del piso y se asomóa la escalera para encontrarse con lamadre de la chica que bajaba losescalones de dos en dos. Vestía lo queparecía ser su pijama: unos pantalonescortos y una camiseta sin mangas quemostraba el dibujo de Helio Kitty.Alegres lorzas de carne temblaban a laaltura del ombligo y por debajo delculo. Su pelo de zanahoria estabatotalmente alborotado.

—¡¡Sandra!! ¡Sandra! —repetía.Gabi bajó el tramo de escaleras que

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la separaba del portal muy despacio,paso a paso.

No estaba segura de si quería ver loque fuese que la esperaba allí. Aquelloque había causado esos gritosinhumanos.

Gabriela no se sentía una personahasta después de haber degustado suNespresso matutino. No le gustabamucho el café, pero estaba encantadacon su elegante máquina de Nespresso.Si hubiera estado más espabilada,habría reparado en la correa azul que sebamboleaba junto al ascensor.

—¡Se ha tirado! ¡Se ha tirado! —sollozaba la chica.

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Cuando por fin llegó abajo, Gabidirigió su mirada hacia el bulto colganteque se balanceaba al extremo de unacorrea de paseo y que Sandra intentabadescolgar.

Entonces reconoció en aqueldesmadejado y peludo pelele de tonoscanela al chucho de los vecinos.

—¡Se ha tirado! —repitió Sandradesesperada.

«Los perros no se tiran escalerasabajo», pensó Gabriela con su cerebrotrabajando a cámara lenta.

—¡Se ha vuelto como loco y se halanzado!

Gabi se fijó en la mirada perdida de

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la madre. Una mirada acuosa queintentaba no reflejar todo el dolor quesentía.

Bonito se había partido el cuello y elproducto de unos esfínteres vaciadosestaba repartido entre el diminuto huecoque quedaba entre la jaula que protegíael ascensor y la escalera.

—Lo siento.Ese «lo siento» ronco, procedente de

una voz masculina, la hizo volverse.Gustavo Adolfo se encontraba tras

ella. Vestía una camiseta muy usada y unpantalón de pijama tipo bermudas.

—Yo también lo siento.De pronto recordó a Queta, la perra

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con la que pasó su infancia. Y elrecuerdo de su pelo negro y su miradatierna se le quedó atascado en lagarganta.

Gabriela se dio la vuelta yemprendió el ascenso hacia su piso.Quizás podría dormirse de nuevo. Enprimavera las horas de la mañana eranlas más dulces para dormir.

—¿Gabi? —Gustavo la llamaba conuna voz envuelta en dulzura.

Ella se volvió.Sus ojos mostraban una ternura

brillante.«Oh, no.»—¿Quieres un café?… Podemos

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desayunar juntos —susurró su vecino.Gabi negó con un gesto.—Quiero decir… Abajo, en la

cafetería… Si quieres…—No, gracias. —El tono de voz le

salió mucho más frío de lo que habíapretendido.

Gabriela se escabulló en su piso yGustavo oyó desde el rellano cómoaseguraba el cierre con varias vueltas.

Él se volvió hacia su puerta e hizoun esfuerzo para no pegar el tremendoportazo, que era lo que de verdad lehubiese apetecido en ese momento.

Al otro lado de la puerta sequedaron los gritos y lamentaciones de

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las mujeres del primero.

Los acordes de la música de Weezerllenaban el piso con sonidos juguetonesy saltarines. Desde que Sol se había ido,no había vuelto a escuchar las notas queacompañaban a «Island in the Sun». Setrataba de un grupo y, sobre todo, de unacanción que asociaba irremediablementea una época en la que no estaba solo, enla que Sol iluminaba la casa y su vidaentera. Hoy la había buscado en Spotify.

Por fin se sentía capaz de escucharlade nuevo.

Y cuando llegó al momento en el que

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canturreó el «you'll never feel badanymooore», por primera vez fueconsciente de la letra y de que quizás, enefecto, era el momento de no volver asentirse mal y de salir del hoyo en el quellevaba revolcándose durante años.

Se duchó y durante más tiempo de lohabitual dejó que el agua lo regase parallevarse consigo las telarañas de tristezay de tiempo que tenía adheridas a supiel.

Terminó la ducha con un buen chorrode agua fría y le pareció mentira quesólo veinticuatro horas antes aquellabañera hubiese estado a rebosar de aguaesperando un cuerpo muerto que ahora

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en cambio sentía cargado de energía ymás vivo que nunca.

Emilio se vistió con su mejor camisay coronó su aspecto con la corbata deseda que le había comprado Sol enMilán hacía años y que nunca se ponía.

Después de todo, estaba vivo. El solbrillaba y cualquier cosa podía pasar.

Al salir a la escalera el denso olorde la lejía se le metió con violencia porlas narices.

Encontró a Sandra, la chica deabajo, en el portal limpiando elpasamanos con los ojos brillantes.Pensó que sería debido a los efluvios dela lejía.

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—Buenos días.Ella no le contestó, pero no le

importó.Cuando llegó a la oficina, su

despacho estaba tal y como lo habíadejado pensando que no volvería allínunca jamás. Los montonesperfectamente apilados de carpetasagrupadas por temas se repartían por lamesa con una increíble simetría.

—¿Ya estás bien?Emilio asintió. Nunca sabría si

Vanessa, su compañera y actual lío deljefe, era sincera o un mal bicho. A vecesse inclinaba por una opción y al díasiguiente tenía razones para pensar todo

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lo contrario.—Sí, gracias. Ya me encuentro

estupendamente… Debió de ser algo queme sentó mal.

Echó un distraído vistazo al rincónen el que se pudría su planta y se dejócaer en la silla. Por inercia agarró laúltima carpeta en la que había estadotrabajando y desplegó ordenadamenteante él los montoncitos de foliosrepletos de datos.

Luego encendió el ordenador y abrióla hoja de cálculo en la que habíatrabajado.

—Pau se puso como una fieracuando supo que no podría enviar el

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informe.—Hoy lo tendrá.—Te caerá una buena. Prepárate.Emilio no contestó. Toda su atención

se había centrado en las casillas decolores que se habían abierto ante él.

Su mano se dirigió hacia el tecladonumérico, preparada para introducir losdatos que le aguardaban en los folios. Ycuando empezó a hacerlo, tan rápida ymecánicamente como siempre, se diocuenta de que algo había cambiado.

Sencillamente le importaba un bledolo que estaba haciendo.

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—¡¿Cómo que quieres enterrarlo!?¡Se tira a la basura y sanseacabó!

—Pero no lo podemos tratar así. EsBonito. —Su voz se fue haciendo másdébil como la de un juguete con las pilascasi agotadas.

—Yo también lo quería, ¿qué tecrees? Pero es lo que hay. ¡A la basura!…

Encarna cogió una bolsa de plásticonueva y se dispuso a meter dentro elbulto que aguardaba en el interior de laotra, junto a la puerta.

Sandra, la hija, enrollaba entre las

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manos con un gesto nervioso, una y otravez, la correa azul que habíapertenecido al perro.

—Ya lo entiendo, mamá. Pero…—Si no lo tiras tú, ya lo tiro yo…Encarna cogió el bolso. Llegaba

tarde a trabajar. Lo de Bonito laretrasaría y aún no sabía cómoconseguiría arreglar lo de Álex.

—No, espera, mamá. Ya me encargoyo. Hay un sitio en Veterinaria, en launiversidad. Lo llevo yo… Lo llevoahora mismo.

Una cabeza asomó desde la puertade una de las habitaciones.

—¿Te puedo acompañar?

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—¡Tú hoy no sales de casa! —Cadauna de las palabras sonó como unlatigazo seco—. ¡No salgas hasta quesepamos qué coño hacer con lo tuyo!

Encarna se largó dando un portazo.Sandra pareció reparar por primera

vez en su hermano.—Claro que puedes venir conmigo.

De hecho… Si lo llevases tú, porfavor… —Señaló el bulto metido en labolsa de la basura y lo miró implorante.

Álex asintió.—¿Te ha dicho mamá algo de lo

mío?—Me ha dicho que no tiene un puto

duro. ¿De dónde coño te crees que

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vamos a sacar seiscientos euros?—Setecientos.—Vete a la mierda, Álex. ¿En qué

coño estabas pensando?El chico parecía que fuera a echarse

a llorar de un momento a otro.—Anda, vístete y nos vamos. —

Sandra adoptó el papel de hermanamayor—. Y ponte unas gafas de sol…Con esa cara llamas demasiado laatención.

—¿Cuánto tardará en curárseme?—Lo justo hasta que te vuelvan a dar

otra paliza, ¿qué te crees?Álex se escurrió al interior de la

habitación.

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No quería que nadie lo viera llorar.

Gerard había quedado con Yolanda enuna cafetería del Eixample. La esperabasentado a una mesa estratégicamentesituada. Desde ella dominaba todo ellocal y disfrutaba de unas vistasinmejorables de la calle.

Desde que asesinaron a Pep, Gerardno había podido hablar tranquilamentecon ella. Tras el funeral Yolanda se fuede vacaciones, y después ocurrió lo desu madre: se puso enferma, la ingresaronen el hospital… Y así, su cita fuepostergándose.

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Yolanda Amat era una compañera dela comisaría, muy amiga de los dos. SiPep hubiese contado algo a alguien, esapersona sería Yolanda. Si Gerard podíahablar con alguien con total confianza,era con ella.

En cuanto vio asomar su melenitacastaña por la puerta, Gerard sonrió.Yolanda siempre le hacía sonreír.

—¡Cuánto tiempo sin vernos,Gerard!

—Ya lo creo. —Sintió sus besosvolando alrededor de las mejillas—.Desde el cumpleaños de Pep y elfuneral…

Un silencio incómodo se instaló

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entre los dos. Gerard lo rompiópidiendo un café para ella. El fantasmade los recuerdos de aquel últimocumpleaños flotó entre ellos y caracoleóalrededor de las tazas de café. Comosiempre, Pep había celebrado una fiestaen su casa en Vilassar. Gerard yYolanda habían terminado borrachos enel jardín vomitando juntos en el seto deatrás.

—¿Cómo va tu pierna?—Jodida. —La estiró por debajo de

la mesa y el tendón lastimado le recordósu existencia—. ¿Y tu madre? —preguntó él para cambiar de tema.

—Ya en casa. Sigue con su mala

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salud de hierro. Pero… ¿quieres que tehable de ella o de Pep? Porque siquieres que te hable de mi madre,deberíamos haber quedado con mástiempo. Tendría mucho que contar… —Yolanda sonrió de medio lado.

—Quiero saber de Pep, ya te lo dijepor teléfono.

—Ya, de Pep. Mi familia nunca te hainteresado.

—Tú sí que me has interesado.Yolanda volvió a sonreír de medio

lado.—Sólo cuando tu tasa de alcohol en

sangre supera el máximo permitido,company.

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—Ya sabes que no es así.—Sí, ya lo sé. —Yolanda rio de

nuevo y se colocó las gafas en la cabeza,a modo de diadema, como cuando estabaen la comisaría—. ¿Has visto a Maite?

Él negó con la cabeza. La última vezque se había encontrado con la viudahabía sido en el funeral.

—Está fatal.—No me extraña.—Lo superará. Es fuerte como una

roca y tiene a sus hijos. Pero llámala detodas formas. Dale un poco deconversación. Le hará ilusión que lallames.

—¿Y qué le voy a contar, Yolanda?

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—Ay, por favor, ¡cómo sois loshombres! Habla del tiempo, la salud, tupierna, su artritis, de la tele… Habla delo que quieras. Ay. —Se recolocó lasgafas—. A ver, ¿qué te pasa con Pep?

Gerard le contó la verdad, toda laverdad y nada más que la verdad. ConYolanda no valían medias tintas. Leexplicó lo del mensaje en el contestadorque le había dejado justo antes de morir:«Quiero hablarte de algo que hedescubierto en Berlín», aunque se cuidóde no mencionarle el número de la calle.

—Puede que no tenga que ver con sumuerte. Pero…

—¿Una corazonada?

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—Nunca he creído en corazonadas,ya lo sabes. Puede ser una casualidad…

—Lo de Pep no fue normal —lointerrumpió sulfurada—. Su muerte fuecruel. Parecía un aviso. Una barbaridadimpropia de… Impropia ¡de todo! Lotorturaron hasta morir. —Su miradavagó triste durante unos instantes.

—¿Quién va a querer matar así a unmosso vulgar y corriente? ¿Quién fue,Yolanda?

Ella dio un sorbo al café y despuéscontinuó:

—Verás, en los últimos días Pephabía contactado con alguien de ungrupo del Crimen Organizado de la

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Jefatura Superior de Policía y tambiéncon los de Localización de Fugitivos dela Central.

Gerard casi se tiró el café encima.—¿No lo sabías?… Pues no te estoy

contando nada nuevo, todos lo saben.Estuvo haciendo ruido, preguntando porEduardo Yepes…

El rostro de Gerard no mostróexpresión alguna, por lo que Yolanda sevio obligada a explicarle:

—Eduardo Yepes, el Mariscal. Yotampoco tenía ni idea de quién era antesde que Pep rescatase su nombre y elrumor corriese por la comisaría. No sonnuestros asuntos, ya lo sabes. El tal

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Yepes era el segundo de la mafiacolombiana. La mafia colombiana ya nopinta mucho. Antes está la mexicana, lachina, la rusa… Bueno, mira, es lomismo… La cuestión es que, en teoría,el Mariscal estaba muerto.

Él observó cómo su colegagesticulaba con la cucharilla en la mano.

—Hace un año murió en unaoperación, en Cali, en Colombia.Muerto, al menos en teoría. Porque laleyenda popular cuenta que nunca murió,que está vivo, escondido bajo otraidentidad, disfrutando del dinero queocultó… En fin, vete a saber. Pepempezó a preguntar a nuestros

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compañeros del Crimen Organizado y alos de Localización de Fugitivos, y… lomatan. —Yolanda revolvió la cucharillaen el aire—. ¿Qué pasa si remueves lamierda? ¡Pues que huele! Total, que halevantado la liebre y ahora existenserias sospechas de que el Mariscal estérealmente vivo y de que pueda estaraquí, en Barcelona. Con una nuevaidentidad y una nueva vida.

Gerard se quedó unos segundos sinsaber qué decir. ¿La mafia colombianadetrás de la muerte de Pep? Le sonabatotalmente irreal, casi fantástico. Nopodía existir nadie más alejado de lasmafias que Pep.

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—¿El Mariscal? —balbuceó—.Eduardo… Eduardo…

—Eduardo Yepes. —Yolanda lerecordó el apellido.

—¿En Barcelona?—Puede ser.A Gerard le vinieron a la cabeza

viejas historias de criminales queiniciaban una nueva vida, muy lejos desus lugares de origen. Historias ypelículas en las que demasiado amenudo los malvados desaparecían bajoun nuevo rostro producto de la cirugíaestética. Él sabía que un buen estilistapodía hacer maravillas, pero ¿para quéquerían la cirugía? Si un buen corte de

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pelo, un tinte, un bigote o barba de máso de menos, pueden convertir enirreconocible a cualquiera.

Gerard necesitó algunos momentospara ordenar sus ideas.

—Pero ¿qué podían tener en comúnPep y ese Mariscal? ¿Y por qué le dio aPep por preguntar por él?

—¡Ahí está la clave, Gerard! No losé, no tengo la menor idea. Nadie losabe. Lo único que podemos hacer essuponer. Suponer que uno de sussoplones, esos que cultivaba con esmeroy con ese estilo suyo tan particular,debió de decirle algo. Algo que le hizoempezar a rebuscar y revolver entre la

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mierda hasta conseguir que apestasetanto que se lo cargasen. ¡Yo qué sé! —Yolanda apuró su café—.Y ahora, por loque me dices, pienso que quizás esapista que le llevó tras el nombre delMariscal esté ahí, en esa calle Berlíntuya. Así que ándate con cuidado,Gerard. El último que estuvopreguntando por el Mariscal estámuerto. Y no me da la gana de perderotro amigo.

La mirada de su compañera se hizotransparente y como muchas otras vecesél no supo cómo reaccionar.

—A mí no me perderás —latranquilizó, pero su mente ya estaba

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haciendo un repaso de los confidentescon los que solía trabajar Pep.

—Eso espero.Ella se levantó a pedir una caña de

chocolate y cuando regresó le preguntódirectamente:

—¿Has contactado ya con los deAIL-MED?

Gerard meneó la cabeza concansancio.

—Tú solo no irás a ningún sitio,Gerard. No eres un paladín de lascausas perdidas.

—Ya lo sé. Anda, no me des la latacon eso…

—Pues si no te la doy yo, ya me

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dirás quién…La sombra de Pep sobrevoló de

nuevo la cafetería. Era el que más lehabía insistido en contactar con laasociación que luchaba por los derechosde los mossos que estaban en unasituación parecida a la suya. Pero esosignificaba reconocer que su cojera eradefinitiva, que estaba incapacitado parasiempre. Sabía que tenía que llamarlospero le fastidiaba tanto que cada vez queestaba a punto de hacerlo, lo acababadejando para otro día.

—Lo haré, los llamaré.Ella sonrió satisfecha.—Y de pasta, ¿cómo andas? ¿Qué te

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queda de pensión?—No te preocupes por eso… Me

voy apañando.El dinero era otro asunto peliagudo.

Hasta que la Administración no tomarauna decisión, sólo podía contar con unapequeña pensión de la Seguridad Social.

—¿Y tu hija Anna? ¿Le pasas lo quele tienes que pasar?

Gerard refunfuñó por toda respuesta.—¿Y tu abogado?—Ahí está, pegándose con la

Administración… Ay, no me mareestanto, Yolanda.

Ella comenzó a juguetear con lasmigas de la caña de chocolate y dejó

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que la conversación derivase hacia unsucinto repaso de las novedades en lavida de los conocidos de la comisaría.

Cuando dieron las doce, Yolandadijo que tenía que irse y Gerard laacompañó hasta el metro.

—¿Me prometes que llamarás a losde la asociación?

—Claro.—¿Y que tendrás cuidado de no

meterte donde no te llaman?—Lo prometo —murmuró con voz

cansina.—No sé si creerte —bromeó.Los besos de Yolanda volaron de

nuevo alrededor de sus mejillas.

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El sol primaveral cubría de doradoel pavimento y hasta los árbolesparecían temblar ante su dulce caricia.

Cuando Gerard la despidió en lasescaleras de la parada, permaneció unossegundos observando su silueta hastaque se perdió bajo tierra, en lasprofundidades de la ciudad.

A aquellas horas los ferrocarriles de laGeneralitat, a los que Sandra llamaba«ferrocatas», circulaban prácticamentevacíos, por lo que los hermanospudieron ocupar cuatro plazas sólo paraellos. Sandra apoyó los pies sobre el

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asiento frente a ella y su hermano laimitó. De esa manera todo el espacio sereservaba para ambos y se asegurabande que nadie se quedaría mirando labolsa de Ikea que contenía otra debasura y que permanecía en el suelo,entre los dos, oliendo a perro muerto,como un símbolo de todo lo que lesseparaba.

Cuando llegaron a la parada deUniversitat Autònoma, Álex cargó con labolsa amarilla. Apenas habían habladoentre ellos durante la hora que duró eltrayecto. Álex se había quedadodormido enseguida y Sandra escuchabamúsica y jugueteaba con el móvil.

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Una vez que bajaron del tren, Álexsiguió a su hermana.

El mundo universitario era un granmisterio para él, un mundo que leresultaba ajeno y que siempre habíapensado que nunca pisaría. Era laprimera vez que se encontraba en elcampus de la Autònoma y lo hacíacargando con el cadáver de un perro, elestómago encogido y la cara hinchadaplagada de moratones.

—Vamos a la Facultad deVeterinaria. —Sandra se encaminó haciaunas escaleras.

Álex echó un vistazo a la colinapresidida por un edificio serpenteante.

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—¿Hay que subir hasta allá arriba?Su hermana asintió.Él estuvo a punto de protestar. Pero

después se lo pensó mejor y aseguró elasa de la bolsa sobre su hombro paraechar a andar hacia las escaleras.

Cuando llevaban recorrido más de lamitad del trayecto, su hermana se paróde repente y le preguntó:

—¿Cuánto debes exactamente?—Setecientos euros. —Unos

segundos después añadió—: Mañanaserán ochocientos.

Ella hizo un gesto de disgusto.—En el tren he tenido una idea…

luego te la cuento.

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Álex terminó de subir el últimotramo del camino con más energías.

Cuando llegaron ante el edificioSandra tomó un caminillo blanco que lorodeaba.

—Mi amiga Rosa estudiaVeterinaria. ¿Te acuerdas de ella?

Álex asintió. No reconocería sucara, pero sí su escote. Tenía las tetasgrandes, no enormes, pero sí biengrandes y muy bien puestas, y lasexhibía sin reparos.

—Ella me enseñó este sitio. Estáaislado de todo… Ya lo verás.

En efecto aquella facultad parecíaalejada del resto. Ese conjunto de

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edificios agrupados alrededor de lasinuosa construcción principalrepresentaba una mínima parte frente ala mayoría de las facultades ydependencias que se encontraban al otrolado del valle esparcidas por las colinascircundantes.

El camino que estaban siguiendorodeaba el edificio y prácticamentelindaba con el bosque. Un bosqueraquítico de coníferas y abetos, perobosque a fin de cuentas.

Sandra permaneció en silencio hastaque alcanzó una construcción que seabría ante ellos a través de unas puertasde cristal tintado. Las empujó y se

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dirigió, sin dudarlo, hacia su derecha.Álex echó una mirada nerviosa al

pasillo que atravesaron. No parecíahaber nadie. Siguió los pasos de suhermana.

Sandra abrió una puerta y le mostróuna habitación espaciosa en la que habíavarios arcones grandes. El ruido de losmotores creaba un desagradable runrúnde fondo.

—Pasa.Álex la siguió con cierta precaución.Su hermana se dirigió hacia uno de

los arcones y abrió la tapa condificultad. Parecía pesar mucho.

Él se asomó para mirar en su

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interior.Una bofetada de aire helado ahumó

sus gafas de sol.—¿Qué es esto?—Un congelador, hermanito.Dentro distinguió muchas bolsas de

basura negras y grises. Algunas llevabanetiquetas pero otras no.

—Son perros, gatos, bichos, trozosde bichos… Cosas de Veterinaria. —Dirigió su mirada hacia la bolsa de Ikea—. Aquí se queda Bonito.

Ella misma sacó la bolsa de basura,de un color diferente a las demás, de ungris mucho más claro, y la metió concuidado en el arcón.

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Cuando cerró la tapa, se quedó unosinstantes inmóvil, como si recitase unasilenciosa plegaria.

El murmullo de los motores apenasdejó oír el «Adiós, Bonito» que, másque dicho, fue musitado.

—¿Y ya está? ¿Qué pasará ahora?Sandra se frotó los ojos.—Un día de estos lo quemarán; lo

incinerarán. Cuando se les llenen losarcones y la mercancía, hum, secorrompa y no les sea útil.

Álex se encogió de hombros.—Vámonos, anda. No me gusta este

sitio —dijo ella mientras echaba aandar.

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El muchacho dobló la bolsa de Ikeacon la intención de tirarla a la primerapapelera que encontrase.

Al salir al exterior la luz del sol lepareció mucho más brillante. Y la visiónde las montañas y colinas verdes le hizorecordar los campos que no visitabadesde su infancia. Respiró hondo comosi quisiera acumular un retazo de aquellapureza en su interior.

—¿Podrías vender algunos portátilesde segunda mano? —le preguntó depronto su hermana.

Álex dudó sólo un momento.—Yo… no. Pero creo que… Sí que

sé de alguien a quien le interesarían.

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—Pues entonces vamos.—¿Adónde?—A la biblioteca.Estaban pasando junto a una

papelera y Álex estuvo a punto de tirarla bolsa de Ikea.

—¡No la tires! La vamos a necesitar.—Entiendo.Él empezó a calcular cuántos

portátiles cabrían dentro.

La señora Luisa había informado aZósimo de lo del perro. Le habíaexplicado lo extraño que le resultabaque un perro se arrojase escaleras abajo

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para acabar estrangulado en su propiacorrea.

Su marido había mostrado unasorpresa horrorizada porque siempre lehabían gustado los perros. Habíacontado a Luisa mil veces que se habíacriado con una perra blanca que sellamaba Perla y que la había llegado aquerer como si fuera uno más de lafamilia. Perla había sido una amiga, unahermana, una fiel compañera de juegosque había terminado atropellada por unhaiga en un momento de descuido.

A Zósimo se le saltaron las lágrimascuando Luisa le contó lo del perro delos vecinos. Cada vez lloraba más a

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menudo. Como si su decadencia físicahubiese ido excavando las capas deprotección que había construido a lolargo de su vida y ahora hubiese dejadosu sensibilidad expuesta, a flor de piel.

En su enfermedad, después de laetapa de violencia, le había llegado estaotra de lloreras y sensiblerías.

—Es como si la Muerte estuvierarondando por el edificio —le dijo doñaLuisa—. Primero María Eugenia y ahoraBonito…

La mirada de Zosi fuesuficientemente elocuente.

—¿María Eugenia? —balbuceó.Luisa volvió a explicarle cómo

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habían encontrado a la vecina de arribamuerta y momificada. Que habían venidolos bomberos y la policía… Y Zósimomostró la misma sorpresa horrorizadaque había sentido la primera vez. YLuisa comprendió que en dos horas seolvidaría de la historia de Bonito yvolvería a olvidar lo de MaríaEugenia… Aunque, de eso sí que estabasegura, seguiría recordando a su Perla.Mientras recordase a su perra, seguiríasiendo él: su Zosi.

Con el alma marchita se fue hacia lacocina a preparar un estofado.

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Gabriela había quedado a comer conMike. Se trataba de una cita que habíanacordado hacía más de un mes. El únicopasatiempo que conocía en elamericano, además de algunas sutilestorturas sexuales, era el de comer en losmejores restaurantes de Cataluña. YMike se había empeñado en visitar unoque se había puesto de moda y quequedaba no muy lejos de FrancescMacià.

En contra de lo que solía hacer,Gabi decidió que iría andando.

Se arregló con esmero y preparó su

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cuerpo y su cabello para el gusto deMike. Rescató del fondo del armaritouna crema hidratante que olía al mismoperfume que él le había regalado. Era unpoco fuerte para el gusto de Gabi;demasiadas rosas, demasiado aroma,demasiados rojos, rosados y magentas.Pero a él le gustaba y ella estaba allípara complacerle.

Así que se embadurnó en el perfumede rosas y flores, y se alisó el cabellotodo lo que pudo. Y después buscó laropa interior roja, el liguero y el corsé,y los guardó en su maletín.

Cuando salió de su piso se encontrócon su vecino, que justamente salía en

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ese momento de su casa.—Buenos días, Gabi.—Hola, Gustavo. —Fue un «hola»

sin energías, muerto y sin matices.—Estás muy guapa.Ella esbozó su sonrisa automática.

Si lo hubiera pensado, no lo habríahecho. Bajó las escaleras sin decir unapalabra.

El halo de una nube de flores sequedó flotando en el rellano. Gustavorespiró ansioso de ese aire y al verladesaparecer, golpeó con el puño labarandilla.

Cuando llegó a la calle, Gabriela sepuso unas enormes gafas de sol, cuyo

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precio hubiera escandalizado acualquiera de sus vecinos, y echó aandar con determinación.

Disfrutó del paseo. Le gustabacaminar enérgicamente y enseñar laspiernas bronceadas a cada paso. Legustaba cómo se levantaba la falda delamplio vestido que llevaba y sentircómo caracoleaba alrededor de suspiernas. Le gustaba sentir el aire en lacara y la melena al aire. Y le gustabacómo la miraban hombres y mujeres a supaso por la avenida de JosepTarradellas.

El restaurante era uno de los que seponen de moda de repente, en los que

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hay que reservar con meses deantelación y luego son olvidados paraser reemplazados por otrossospechosamente parecidos. Este lohabían decorado de forma minimalista yaquí y allá habían colocado algunaspiezas que llamaban a gritos la atención:un viejo sofá de piel granate, unrocambolesco centro de plantas yalgunos cuadros con unos enormesmarcos púrpuras muy barrocos.

Mike estaba de buen humor. Pidió unmenú degustación para los dos quedespués engulló él solito casi porentero. Mike era un tipo fuerte y grandecomo un armario. Alto, rubio y de

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mandíbula cuadrada, podría haberpasado por un antiguo marine o por unjugador de rugby. Era americano y nohacía falta que hablase ni escuchar suacento para darse cuenta. Por lo demás,luchaba contra una incipiente barrigacorriendo cada mañana por la avenidaDiagonal, pero después siempre comíamás de lo que pensaba y bebía aúnmucho más.

Gabi no sabía exactamente a qué sededicaba. Tenía claro que gestionabaunas páginas de internet relacionadascon vídeos y sexo, cuya sede fiscal sehallaba en las islas Caimán. Algunasconversaciones le hacían pensar que

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empleaba a dos o tres personas en unaoficina compartida en Rambla deCatalunya y también sabía que él entrabay salía de España como turista cada doso tres meses.

Lo que sí podía asegurar es que aMike le gustaba el látex, los corsés, loscorpiños, los ligueros y la ropa interiorroja, y que se depilaba el vello delpecho.

Además, le gustaba hablar decomida, de vinos y de restaurantes. Ellahabía aprendido mucho con él. Y loconocía lo suficiente como para temerlecada vez que pedía más de una botellade vino.

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Y aquel día primero pidió un blancofresco y brillante que bebió casi como sifuera agua, y después una botella de unvino tinto tan denso y tan fuerte como lasangre.

Para cuando terminaron de comer yles trajeron unos cafés requemados quedeslucieron el resto de la comida,Gabriela ya supo lo que le esperaba.

Mike pagó sin dejar ni un euro depropina y se levantó tambaleante. Ellase colgó de su brazo y le guió, sin quepareciera que lo hiciese, hasta la puerta.

—Bajemos a Diagonal a buscar untaxi.

—¿Qué haría yo sin ti, preciosa?

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Mike la estrechó contra él con tantafuerza que casi la aplastó.

Doña Luisa terminó de limpiar la mesade formica con una bayeta gris ygrasienta. Algunas migas sobrevivierona la razia camufladas entre las vetas deldibujo desgastado por el tiempo.

Si tuviera el oído más fino habríaescuchado los ronquidos de Zósimoprocedentes de la habitación de al lado.

Ella no tenía sueño. Sabía que siahora se metiese en la cama, acabaríadando vueltas a uno y otro lado. Por esoprefería quedarse un rato trasteando en

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la cocina, hasta que le llegase el sueño.Ese sueño que desde hacía años se habíaconvertido en algo intermitente yhuidizo.

Fue hacia el armarito y rebuscó alfondo del todo, detrás del frasco de Eko,del paquete de azúcar y del cacao delDÍA. Encontró la bolsita y la sacóintentando recordar cuántos palitos denaranja cubiertos de chocolate lequedaban.

Se sentó en la silla y manipuló elcierre de la bolsa con sus manos torpesy temblorosas.

No recordaba cuándo le habíanempezado a temblar, ni cuándo habían

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aparecido aquellas manchas que lascubrían. Si cerraba los ojos y pensabaen sus manos, visualizaba las suyas desiempre, cuadradas, de dedos largos yblancas, muy blancas. Aquellas eran susmanos, no esas de anciana que ahora derepente decoraban el final de sus brazos.

Sacó un palito de naranja y elchocolate se le quedó medio derretidoentre los dedos.

Lo mordisqueó y sintió cómo losdientes de la dentadura postiza sepegaban a aquella sustancia dulce ydeliciosa. Tendría que masticar duranteun buen rato hasta conseguir dominaraquella pasta pegajosa.

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Los jugos de la naranja, el chocolatenegro y el azúcar estallaron con todossus matices en la boca. Y la señoraLuisa sonrió.

Mientras cerraba de nuevo la bolsitay pensaba en esconderla en un lugar másfresco, detrás de las verduras, en lanevera, repasó de nuevo la lista mentalque por fin había completado.

«Lejía, amoníaco y desatascadorpara tuberías. Lejía, amoníaco ydesatascador para tuberías. Lejía,amoníaco y desatascador paratuberías…»

Ya lo tenía todo.El sabor goloso de la naranja

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confitada y el chocolate la llenaba porentero.

Luisa pensó que dolería. Beber lejíaquema la garganta. Pero lo habían dichoen la tele. El hombre aquel que habíamatado a las ancianas de la residenciahabía usado todo eso. Y si él lo habíahecho, ¿por qué no podría hacerlo ellatambién? La otra posibilidad consistíaen asfixiarlo con una almohada. Esoparecía menos doloroso. Pero no sabíasi tendría suficientes fuerzas o si él sepondría violento. Después de todo erasu Zosi.

Terminó de cerrar la bolsita. Laenvolvió en una del Lidl y la escondió

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en el fondo del verdulero.Vería la tele un rato y luego se iría a

dormir.

Gerard no sabría decir si había tenidoun mal día o uno bueno. Se habíallevado el portátil hasta la cocina yahora la luz de la pantalla iluminaba susrasgos cansados. Navegaba por internetcon un Nescafé descafeinado en vaso, asu lado, y la pila llena de cacharros porfregar.

Por la mañana había ido hastaL'Hospitalet, a Collblanc.

En cuanto puso los pies en aquel

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barrio y volvió a escuchar la algarabíade sus calles, a encontrar corrillos degente a la entrada de las tiendas y atropezarse con los niños jugando en lasaceras, tuvo la sensación de que habíaviajado hacia el pasado.

Un pasado lejano, antes de queocurriera el incidente. Cuando sabía encuáles de aquellos baretos hacían lasmejores bravas, cuál era el restaurantechino más barato y el día en el queNatalia hacía flan casero e incluía elrabo de toro en su menú de 8,50 euros.Era cuando Pep y él caminaban juntospor las calles de Santa Eulalia yCollblanc, y compartían esas bravas, ku

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baks tres delicias, rabo de toro y flan.Cuando la vida era rutinaria y él sóloestaba amargado por su divorcio y losdisgustos que le daba su hija.

Antes del incidente.Antes de que aquella mierda de

navajazo se cargase su tendón y lealejara de las calles y del trabajo, y lehundiera en un pozo viscoso desemioscuridad.

Y mucho antes de que Pep muriese.Sí, parecía que hubieran pasado

siglos desde la última vez que pisó esascalles de Collblanc. Allí las cosas nohabían cambiado; las vías del trenseguían partiendo el barrio en dos, y los

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colores, los chillidos y los oloreslatinoamericanos hacían del barrio unbarrio, y no una especie de ciudadresidencial moribunda como le parecía,a veces, su noble Eixample deBarcelona.

Se dirigió hacia el locutorio de lacalle del Doctor Martí Julia.

Recordaba a uno de los confidentesde Pep, uno tan delgado que rayaba loesmirriado, uno al que llamaban Rosi yque era colombiano. Empezar por él leparecía lo más lógico. Después de todocompartía nacionalidad con el Mariscal.

Abrió la puerta del local y unacampanita anunció su llegada.

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Habían pasado casi un par de añospero aquel local seguía como siempre.En la penumbra los mismos ordenadoresdestartalados esperaban a sus futurosusuarios.

Gerard se topó con la mirada deldueño que lo recorrió de arriba abajo ycuando avanzó, cojeando, esbozó unaespecie de sonrisa. El otro tenía unbrazo en cabestrillo.

—¿Un accidente laboral? —preguntó Gerard sin saludarlo.

El hombre asintió. A Gerard lepareció que llevaba una etiqueta pegadaen la frente que decía «policía». Aunqueél no había tenido tratos con aquel tipo,

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Pep sí. Más que nunca echó de menos asu compañero.

—Busco a Rosi.—Pues ya somos dos… —El del

cabestrillo se atrevió a sonreírle—. Silo encuentras, recuérdale que me debealgo.

Gerard sacó su ajada libreta y eldueño, después de resoplar unas cuantasveces y dejarle claro que no sabía nadade nadie, le explicó que Rosi habíadesaparecido y que no tenía noticias deél.

—¿Cuánto tiempo hace que se fue?—No se fue, bola. Desapareció…Gerard guardó silencio. El zumbido

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de un fluorescente fluctuó.—¿Cuándo desapareció?El dueño le contó que un buen día no

se presentó en el local y eso habíaocurrido la misma semana en la queasesinaron a Pep.

Gerard disimuló su excitacióngarabateando en una página en la queapenas quedaban espacios en blanco.

Rosi desaparecido. Casi en elmismo momento en el que se cargaron aPep.

—Si lo ves, dile que tenemos unacuenta pendiente —le repitió.

A Gerard le pareció que el hombredel cabestrillo lanzaba una mirada hacia

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una puerta entornada y que un sonidocasi imperceptible se colaba hasta ellos.Pero sólo durante un instante.

—¿Sabes si había hablado con Pep?De nuevo le pareció oír un ruidillo

más allá de la puerta.—No sé nada. Y me gustaría

saberlo. Ya te digo.A Gerard no sólo le pareció sincero.

También le dio la impresión de que siese hombre encontraba a Rosi antes queél, le partiría la cara. Con o sincabestrillo.

Acabó dejando el local con lacabeza repleta de preguntas. ¿Quépodían tener en común Pep y Rosi? ¿Y

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si Pep había preguntado por el Mariscala Rosi? ¿Y si Rosi sabía algo sobre elMariscal y se lo había contado a Pep?…¿Y si se tratase de algo relacionado conBerlín? ¿Con el 109?

Rosi desaparecido. ¿Y si tambiénhabían matado a Rosi? ¿Quién va apreocuparse por alguien quesencillamente no existe? Rosi, un sinpapeles, sin familia, sin amigos reales.Alguien que se desvanece en la nada y anadie le importa. Gerard volvía atoparse con un mundo muy alejado delsuyo. Le corroían las dudas. Y los «ysi…» empezaban a ser demasiadonumerosos. Sus suposiciones resultaban

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bastante difusas como para sostenerninguna teoría sólida. Podría ser unasimple casualidad que la desaparicióncasi coincidiera con la muerte de Pep.Rosi podría no tener nada que ver conPep.

Y lo único realmente cierto era elmensaje en su contestador: Berlín, 109.

Por lo demás, sólo quedaba unvecino en el inmueble al que localizar.Uno al que había visto de lejos y que enefecto podría ser colombiano. Unsospechoso ideal que quizás podríaconvertirse en una auténtica pista.

Dando vueltas a los «y si…» y a los«quizás» Gerard encaminó sus pasos

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hacia el metro de Collblanc.Aquellas calles pertenecían a una

ciudad muy diferente comparadas conlas de su Eixample. Eran más estrechasy las casitas bajas, del siglo XIX yprincipios del XX, algunas pintadas detonos alegres y otras desconchadas,cayéndose a pedazos, compartían acerascon comercios que habían vividotiempos mejores hacía cuarenta ocincuenta años. Allí todo era máscolorido y bullicioso. La vida de aquelbarrio de inmigrantes supervivientes dela crisis estaba en la calle y no dentro delas casas como en la Barcelona que élconocía.

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Antes de abandonar el barrio llamóa Yolanda para pedirle que averiguaselo que pudiese sobre Rosi, el confidentedesaparecido.

—Miraré en el archivo de soplones—ironizó Yolanda.

—Tómatelo en serio, por favor,Yolanda. Es por Pep.

—Pues claro, hombre. Ten cuidado,Gerard.

Le prometió que se andaría con ojo.Llegó a la parada del metro de

Collblanc agotado. Encontró asiento yen el vagón, rodeado de mujeresmorenas con vestidos ajustados quemarcaban sus rotundas curvas, decidió

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que definitivamente tenía que enterarseya de quién era ese que vivía en elentresuelo de Berlín, 109.

Y por la noche, en casa, navegandopor internet frente a la pantalla delordenador, con el sabor del Nescafédescafeinado aún en los labios, despuésde haber revoloteado por Parship con lacabeza aún puesta en Pep y en Rosi,seguía preguntándose si había sido unbuen día y si el descubrimiento de ladesaparición del antiguo confidente leconduciría a alguna parte.

Gerard se preparó otro Nescafé ycuando estaba a punto de apagar elordenador, cambió de idea.

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Como una polilla atraída una y otravez por la luz, siguió navegando por lared. Saltó de una página a otra hastallegar a la web de La Tienda del Espía.Le costó un poco dar con lo que ahídenominaban «Cañón amplificador».Calculó mentalmente cuántos metroshabría desde la calle en la que podíaaparcar su coche hasta el balcón delentresuelo del número 109 de la calleBerlín. Porque, según la información dela página, sólo podría escuchar lo quepasaba desde una distancia dedoscientos metros. Y eran más dedoscientos euros lo que costaba aqueljuguetito. Demasiada pasta. Leyó y

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releyó la información hasta que por fin,cansado, decidió apagar el ordenador.

Demasiado caro.Se metió en la cama, pensando en

Pep y en los doscientos y pico de euros.El recuerdo de su antiguo compañero,pegajoso y espeso entre las sábanas, loatormentó hasta que lo invadió el sueño.

Apenas tenía fuerzas para abrir la puertadel portal. El brazo le temblaba y lecostó atinar con la llave en la cerraduray después empujar la pesada puerta.

Se le pasó por la cabeza que deberíaabrir el buzón por si había alguna carta,

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pero se sintió demasiado cansada parahacerlo.

Al alcanzar los primeros escalones,le pareció distinguir una sombra queatravesaba la entrada y su corazón le dioun vuelco. Se apresuró a subir lasescaleras pero tuvo que agarrarse a labarandilla al sentir el dolor en esosmúsculos que sólo recordamos queexisten cuando los forzamos.

De pronto se acordó de que por lamañana, en ese mismo lugar, un perro sehabía ahorcado y retiró su mano de labaranda. Gabriela aceleró el paso.

Arriba oyó unos ruidillos. Parecíanunas llaves que trasteaban en una

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cerradura.Cuando llegó al entresuelo

descubrió a Gustavo.—Buenas noches, Gabi.Ella lo saludó sólo con un gesto.Él se fijó en sus ojos brillantes, el

maquillaje ligeramente descompuesto, elcabello alborotado, la cara hinchada y,sobre todo, el aire de infinito cansancio.

Dio un paso hacia ella.—¿Estás bien?Gabriela elevó su mirada hasta la

suya y él la descubrió más oscura ynublada que de costumbre.

—Tengo un café estupendo y el otrodía no me dejaste enseñártelo —

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continuó—. Déjame que te invite. A uncafé. Sólo un café…

Gabi imaginó la calidez de una taza,una mano en la suya. Las uñas cuadradasde Gustavo. Y su pensamiento derivóhacia la dulzura que le había demostradola otra noche. A su piel grasa, suave yagradable. A su olor profundo y suscaricias tiernas y bruscas a un mismotiempo.

—Sólo un café. —Gabi intentó unasonrisa pero le salió un rictus un tantoextraño.

—Claro. Pasa, anda.Gustavo volvió a abrir la puerta de

su casa.

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—¿No salías?—Sólo quería dar un paseo. La calle

no se moverá de su sitio… y yo no tengoprisa.

Al entrar en el piso el olor aGustavo la envolvió por entero. Y olíabien. Olía a ese hombre cuyo sudor noera como el de los demás.

—Anda, siéntate y te lo voypreparando. Descansa, que tienesaspecto de necesitarlo. Quédate en elsalón…

Gabi se dejó caer sobre una silla ysintió que le fallaban las rodillas. Unapierna le temblaba.

—… Ya te lo llevo yo.

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—No, si… —Ella se levantó—. ¿Teimporta que me prepare agua conazúcar?

—¿Tienes…? ¿Cómo lo llamáisvosotros? Hum… ¿agujas? —Su año enMadrid le había ayudado a desprendersede su dialecto y a llamar a la gente de túy no de usted, pero aún había algunaspalabras que no le resultaban del todofamiliares.

Gabriela sonrió.—Agujetas. No, aún no tengo. Por

eso necesito el agua con azúcar, porquemañana no quiero tenerlas.

—El azúcar está ahí. —Gustavo leseñaló un armarito.

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Gabi abrió el mueble y de prontotuvo la sensación de encontrarse en supropia casa, cómoda y a gusto, como sihubiese pasado meses conviviendo conese hombre, y aquel fuese su propioarmario y hubiera repetido ese gesto desacar el azúcar cientos de veces.

Los dos permanecieron en silencio ypor unos instantes el único sonido fue elde la cucharilla removiendo el agua conazúcar.

—¿Una sesión dura en el gimnasio?Gabriela se bebió de un sorbo todo

el contenido del vaso.—Especialmente dura. —Gabi

cambió de tema—. ¿Cómo estás tú? ¿Y

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la herida?—Me tira un poco y me pica.—¿Te has tomado el antibiótico?Él asintió.—Entonces sólo es cuestión de

tiempo.Gabriela volvió al salón y enseguida

apareció Gustavo con las dos tazas decafé.

—¿Sabes algo de la vecina muerta?Ella tomó la taza entre las manos.—Nada.—Me ha parecido ver al policía, el

cojo, rondando por la calle.—Estará investigando…—¿El qué?

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Gabriela se encogió de hombros ydespués dio un sorbo al café.

—Es descafeinado. Para que luegopuedas dormir bien.

—No tengo problemas para dormir.—La sonrisa de Gabi fue del todosincera—. No me afecta la cafeína.

—Qué suerte.A él, en cambio, le pasaron por la

cabeza los recuerdos encadenados denoches sin dormir plagados depesadillas, de imágenes repletas de unasangre tan espesa que se pegaban a suconciencia sin que lograra desprendersede ellas.

—Si te soy sincero, prefiero el

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chocolate.—¿¡Chocolate!?—Supongo que me trae recuerdos de

mi tierra. —Gustavo hizo una pausaesperando que ella le preguntase dedónde era, pero como Gabi no leinterrumpió, continuó hablando—.Cuando era un crío, mi mamá mepreparaba chocolate por la mañana ypor la noche… y ahora cuando tomo unataza me parece que vuelvo a estar encasa. En una época muy lejana…

—Chocolate a todas horas…—Con queso.—¿¡Con queso!?Por fin había conseguido hacerla

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sonreír.—Y a veces pan o galletas. Es típico

de mi tierra; se ponen trocitos de quesoque se funden con el chocolate y migasde pan. Supongo que te suena raro, peroestá muy rico.

—Con queso… —Gabi intentabaimaginar a qué sabría aquello.

Bebió un poco de café y su calor lareconfortó. Le gustaba estar allí, sentadaen aquel salón sin apenas muebles,escuchando a un hombre que dirigía unaconversación sin que ella tuviera quehacer ningún esfuerzo por seguirla.

—El café nunca me ha gustado —confesó de pronto, y se sorprendió a sí

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misma por haberlo dicho—. Pero heacabado acostumbrándome a él. El cafées… es un acto social.

Gustavo se levantó.—Dame. —Le quitó la taza de las

manos—. A mí tampoco me gusta elcafé.

Observó sorprendida cómo sellevaba su taza hacia la cocina.

—Te voy a preparar un chocolate.Gabi rio, esta vez casi a carcajadas.—Sin queso, por favor —le gritó

para que la oyera desde el salón.—Sin queso —le llegó la voz de

Gustavo—. No es igual que en mi tierra,pero no hay nada mejor. Dame un poco

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de tiempo.«Todo el que quieras.»Gabi se acomodó en el sillón. Se

sentía relajada allí. Se sentíaextrañamente relajada con aquelhombre.

Se quitó los zapatos de tacón y losdejó con cuidado a su lado.

Enseguida el salón se llenó de aromaa chocolate caliente.

Cuando llegó Gustavo con dos tazasen una bandeja, le preguntó:

—¿Te gusta la canela?—Psé. Más bien no.—Dicen que es afrodisíaca.—Nunca he necesitado ningún

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afrodisíaco.Gabi se llevó la bebida a los labios

y una vaharada de calor oscuro lainvadió de pronto. Sintió que suestómago y su alma se calentaban, y sebebió todo el contenido sorbo a sorbo,saboreándolo.

—Está muy rico.—Me alegra que te guste.Cerró los ojos y apartó el

pensamiento de los cientos de caloríasque debía de tener aquella bebida.Apuntó en una nota mental que al díasiguiente debería añadir «Nadar» a suprograma habitual de ejercicios en elgimnasio.

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Cuando terminó con su taza, continuómanteniéndola, cálida, entre sus manos.

—No hay nada mejor para terminarun día duro —afirmó él mientras selimpiaba los restos del chocolate en loslabios.

A Gabriela lo único que le apetecíaahora era el calor del abrazo deGustavo.

—A mí sí se me ocurre algo mejor.—Ella se acercó hacia él.

Gustavo intentó no demostrar susorpresa. Estaba convencido de que, enefecto, lo único que ella deseaba esanoche era un café. Acabar comiéndoselaera una maravilla inesperada.

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—Pero tengo que pedirte algo. Unacondición —le susurró al oído—. Queseas tierno. Tan tierno como algunosratos del otro día…

—Como desees.Y Gustavo se esforzó para hacerla

feliz y rebuscó en su forma habitual dehacer el amor la parte más tierna. Esa ala que se podría llamar «hacer el amor»,en lugar de «follar o comer». Aquelloque ahora le apetecía hacer con esamujer que olía a flores y especias, yparecía una princesa de cuento.

Se demoró en acariciar la piel de suespalda, de sus piernas y el cuerpoentero con la palma de la mano, con las

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yemas de sus dedos, con la barbilla y,luego, con los labios y la lengua.

Ella se dejó hacer sin preocuparsepor nada más excepto su propio placer ysu propio deseo. Y disfrutó de cadacaricia, cada sensación y cadacosquilleo. Y hubo un momento, alterminar, en que encontró el rostro de éljunto al suyo, y sin saber bien por qué,le entraron ganas de llorar. Se mordió lalengua para no hacerlo y dejó caer supelo sobre la cara para que Gustavo nodescubriese sus ojos demasiadobrillantes.

—¿Te puedo hacer algunaspreguntas personales? —murmuró él.

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—¿Por qué?—Es pura curiosidad; si no quieres

contestarme, no lo hagas.—¿Por qué preguntas personales? —

Gabriela se revolvió incómoda entre lassábanas.

—Porque me las provocas, porqueme provocas… Porque despiertas micuriosidad.

Hubo una pausa. Ella volvió aesconder su rostro tras una cortina decabellos oscuros.

—Bueno, dispara.—¡Pum! —le susurró al oído.A ella le hizo gracia aquella broma

infantil y sonrió.

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—¿Eres hija única, mayor, o de enmedio?

—¡Qué cosas! ¿Por qué me lopreguntas?

Gustavo se apoyó en un codo y ellase fijó en el bíceps que se marcaba en elbrazo. Era un tipo musculoso que, estabasegura, nunca pisaba un gimnasio.

—Leí hace tiempo que tu posiciónen la familia determina muchas cosas.Más de lo que nos pensamos. Explica laforma de ser y sobre todo la… —buscóunos instantes la palabra más adecuada— compatibilidad con otros.

—¿Crees en esas cosas?—No creo en nada, Gabi. —Ahora

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fue él el que se revolvió incómodo en lacama—. Pero esto de los hermanos tienelógica. Es pura psicología. Un hermanomayor se llevará mejor con uno que fuepequeño, porque uno ordena y el otro…

Gabriela observó con curiosidad aaquel hombre que le había parecido uniletrado y que sin embargo ahora levenía con estas explicaciones. Sepreguntó si no se habría equivocado ensus suposiciones sobre él.

—¿Y tú qué eres? —preguntó ellapara retomar el control de laconversación.

—Yo estaba en medio de muchoshermanos…

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—Yo era hija única.Gabi esperó la respuesta de Gustavo

y al no llegar se vio obligada apreguntar:

—Entonces, ¿crees que tú y yoencajamos?

—Perfectamente.—Mira, en eso te doy la razón. —

Gabriela rio—. En este aspecto —señaló la cama—, encajamos a laperfección.

Se acercó hacia él para abrazarlo yvolver a sentir su calor, y sus labiostiernos y húmedos sobre cada centímetrode su piel.

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Huele a chocolate en la escalera. Unolor profundo y oscuro, denso y tanespeso como debe ser el chocolate. Esel del entresuelo. A estas horas de lanoche están preparando chocolate. Measomaría a mirar si no supiera que estácon la puta. No quiero verlosentregándose al pecado y a esasprácticas aberrantes.

Huele también a algo diferente quesoy incapaz de identificar. Algo que esuna mezcla de limpio y sucio, y queasocio a esos nuevos ruidillos que heoído en la escalera. Cierro los ojos, sinque haya ojos, sin que pueda cerrarlosrealmente, y creo que son pasitos.

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Pasitos que a veces me parece oír abajoy otras veces arriba.

Subo hasta el segundo y veo sobre laalfombrilla de mi vecino una fiambrerallena de estofado. Emilio aún no havuelto. Es tarde pero no ha vuelto acasa.

Vuelvo a escuchar los ruidillos. Estavez me parece que provienen del piso deabajo.

Ya estoy allí.«¡¡El chucho!!» Esta mañana se ha

matado en la escalera.Y la culpa ha sido mía.He sido yo quien lo ha llamado

cuando me pareció que me veía. He sido

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yo la que ha ido hacia él… Y Bonito hasalido corriendo espantado.

¡Me ha visto!Ha sido verme y echar a correr, de

pronto, hacia el hueco de la escalera. Elmango de la correa se ha enganchadoarriba y él ha caído hasta que no ha dadomás de sí. He sentido un tirón y elchucho se ha debido de romper elcuello. Se ha quedado ahí colgando ybamboleándose como una plomada.Pobre bicho.

Ahora está ahí, a las puertas de supiso, olisqueando la alfombrilla.

«¡Bonito!»Él me dedica una mirada distraída e

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insiste en entrar en su casa. Creo que nosabe que ya está muerto.

Atraviesa limpiamente la puerta yentra en el piso.

Pobre bicho. Sé lo que le pasará.Acabará aburriéndose de su casa. Secansará de pulular buscando subebedero, que seguro que ya no estaráen su sitio. Ni tampoco el comedero eseamarillo que ponían junto a la nevera.

Se cansará de enredarse alrededorde las piernas de sus dueños sin queellos se enteren. Se cansará de ladrarles,lamerles y aullarles.

Quizás, aun con su reducidoentendimiento de animal, acabará

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entendiendo que nadie le hace caso.Excepto yo.Cuando estás muerto el tiempo

transcurre de forma diferente.Tarde o temprano tendré compañía.

—¿Dónde los guardamos para quemamá no los vea?

Sandra observó la abultada bolsa deIkea. Contenía seis portátiles dediferentes modelos. Por la mañanahabían estado en la biblioteca de laUniversidad Autónoma, y después en lade Barcelona.

Demasiada gente confiada se iba al

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lavabo o a fumar dejando su ordenadorsobre la mesa. Hacerse con ellos sin quete vieran era una simple cuestión detiempo y paciencia.

—No podemos entrar con eso encasa.

—Mañana a primera hora se losllevaré al Negro. Si tú entretienes amamá con cualquier historia, yo entraréen mi habitación y…

—Ni lo sueñes. Está demasiadoenfadada contigo como para dejartepasar sin una palabra… Te echará labronca y verá la bolsa aunque tú noquieras.

—Quizás si nos ponemos así, como

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tapándola…—¡No seas gilipollas! Es demasiado

grande.Los dos hermanos guardaron

silencio. Era de noche y permanecían enel portal del edificio cuchicheando juntoa los buzones.

Por un momento la mirada de Sandratropezó con la barandilla, el mismolugar donde Bonito se había colgado.Porque a su mente sólo se le ocurrían laspalabras «ahorcado» y «suicidio». Peroera una idea tan absurda que en cuantoasomaba a su conciencia, la escondía enun rinconcillo oscuro que prefería nomirar.

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«Estaba asustado de algo. Sóloestaba asustado y salió corriendo.¡Bicho estúpido!» Sandra echó unvistazo alrededor y su mirada se detuvoen los buzones.

—Tengo una idea…A veces, Álex confiaba en su

hermana mayor. Había que reconocerleque otra cosa no tendría, pero ideas sí, amontones. Algunas eran idiotas yabsurdas, pero otras, como esta de losordenadores, no estaban nada mal.

—Vamos arriba —cuchicheó.—¿A casa?—Más arriba.Álex se encogió de hombros y siguió

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a su hermana.Subieron las escaleras procurando

no hacer ruido. El sonido de sus pasosera absorbido por una atmósfera densa ypesada.

Álex no se sorprendió demasiadocuando pasaron de largo su propio pisoy siguieron ascendiendo hasta elsegundo.

Sandra se quedó quieta ante lapuerta de la vecina muerta.

Sólo se oían las respiracionesacompasadas de los dos hermanos. Lesrodeaba un espeso silencio.

La chica apoyó la mano sobre lacerradura y empujó.

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La puerta se abrió con un crujido.—Mamá dijo que los bomberos la

abrieron procurando no cargársela.Ahora no se puede cerrar…

Sandra entró sigilosamente y Álex lasiguió.

—¡Un piso enterito para nosotros!¡Uau! —murmuró.

Ella buscó el interruptor de la luz atientas y la encendió.

Avanzaron por el pasillo hasta llegaral salón.

Estaba atestado de libros y el sillónconservaba las manchas de sangre queahora se habían teñido de tenebrososmarrones. Olía de una manera extraña.

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Un poco dulce.—¿Huele a chocolate? —preguntó

Sandra.—No.—Sí, hombre, sí, ¿no lo notas?—Huele a… ¡ah! ¡A chocolate de

verdad!—¡Serás idiota! ¡Pues claro!

Siempre pensando en lo mismo…Álex no le dijo a su hermana que

también le parecía percibir otro olormás profundo y dulzón. Un olor que lerecordaba al de los congeladores de estamañana. El olor de la muerteenredándose como un velo entreaquellos muebles viejos de madera.

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—Vamos al dormitorio…La primera habitación, la que en su

propio piso correspondía al dormitoriode Álex, era una especie de cuarto deestar. Continuaron avanzando hastallegar a la última puerta.

Estaba entreabierta y la empujaron.Chirrió un poco al abrirse.

Una cómoda con un espejo ovaladoles devolvió su imagen desde la paredde enfrente; los dos parecían un pocoasustados, con los ojos muy abiertos y elrostro mortalmente serio.

La cama estaba cubierta con unedredón de invierno. Aquella camaestaba hecha desde el pasado invierno.

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Álex permaneció en el umbral. FueSandra la que se atrevió a entrar y abrirel armario de doble puerta. La maderacrujió.

El interior estaba escrupulosamenteordenado, como todo en aquella casa.Por lo que parecía, la propietaria habíasido una maniática del orden y laorganización.

Sandra apartó algunas faldas quecolgaban de las perchas e hizo un huecopara la bolsa.

Álex se acercó y se la pasó.—¿Conseguirás los setecientos

euros con esto?—Mañana puede que necesite

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ochocientos.—¡Joder! Si te falta dinero, ya sabes

cómo va la cosa. Ve a alguna biblioteca.Se acerca la época de exámenes…Ahora ya has visto cómo se hace.

Sandra cerró la puerta del armariocon una vieja llave dorada y se laentregó a su hermano.

—No vendrá la policía, ¿no? —preguntó él mientras se guardaba lallave en el bolsillo.

Sandra rio.—¿Cuántas pelis has visto,

hermanito? En el mundo real nadie va apreocuparse por una vieja muerta.

Álex recordó a Gerard, el inspector

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que le había ayudado a volver a casacuando le dieron la paliza.

—Aún no sabemos si la mataron oqué pasó… Deben de estarinvestigándolo.

—¡Anda ya! Aquí no va a venir niDios.

Álex resopló. La tensión que habíaestado aguantando durante los últimosdías se aflojó un poco.

—Gracias, Sandra.Ella gruñó. Fue un bufido que sonó

parecido a un «De nada».Los dos hermanos se encaminaron

hacia la puerta.—¿Por qué me has ayudado…? —La

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voz de Álex parecía la de un niño.Sandra se volvió hacia él, abrió la

boca para contestarle y luego la volvió acerrar arrepentida. Miró al suelo, haciaun lado, y por fin se decidió aconfesarle:

—Te he metido yo en este lío…Él sintió como si aquel momento se

congelase en el tiempo. Tardó unosinstantes en poder reaccionar.

—¿Qué? ¡¿Tú?!—Sé a lo que te dedicas, idiota.

Desde hace tiempo… Psé, mira, cadauno se busca la vida como quiere. Yo novoy a meterme en eso. Pero…

Álex permanecía expectante frente a

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ella.—… había visto un chaleco

monísimo, de piel. Es… Era… ¡unapasada! Y una oportunidad única, unprecio especial sólo por unos días…

Álex empezaba a comprenderlotodo. La sangre coagulada bajo susmagulladuras comenzó a hervirle.

—Sabía dónde guardabas las placas.Sabía quién me las compraría…

—¡Fuiste tú!Sandra hizo un mohín de disgusto.

Como una niña pequeña pillada en unatravesura.

—Lo siento mucho…—¡Me cago en…! —La mano de

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Álex voló hacia el rostro de Sandra.Ella fue lo suficientemente rápida comopara evitarlo.

—¡Ya te digo que lo siento! Tío,cuando te vi llegar con el poli, con lacara así… De verdad que lo siento…Mira, te he ayudado, ¿no? Después detodo, ¿no somos hermanos?

—¡¡Vete a la mierda!!Álex salió corriendo y Sandra oyó

cómo bajaba los escalones hasta su piso.Permaneció quieta en aquella casa

extraña repleta de trastos.No le sorprendía el enfado de su

hermano. Tenía todos los motivos delmundo para enojarse con ella.

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«El chaleco era tan mono. Tanmooono.» Apagó las luces de todas lashabitaciones y se dirigió hacia la salida.Se fijó en un paragüero junto a la puerta.Además de un bastón, había un paraguascon un motivo de florecitas. Muy kitsch.Estuvo tentada de cogerlo, pero en elúltimo momento se arrepintió.

Cuando salió del piso afianzócuidadosamente la puerta en el marcopara que pareciera que estaba cerrada.

Esperó unos instantes en eldescansillo del segundo piso y leextrañó ver una fiambrera llena decomida en el suelo, junto a la puerta deEmilio.

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También sintió la tentación derecogerla, pero lo dejó correr y despuésbajó hasta su casa.

Emilio salió del ascensorarrastrando los pies.

Había sido un día largo. No habíaabandonado la oficina hasta terminar decuadrar y cerrar la caja B. Le dolía lacabeza. Todo lo que se cobraba en negrono podía aparecer en los informes. YPau exigía el mismo orden en susnegocios en limpio, como en los sucios.

Los números, líneas y fórmulas delas hojas de Excel se le habían quedado

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enredadas en la mente y formaban unamaraña de la que no podíadesprenderse.

Mientras rebuscaba las llaves en subolsillo, tropezó con algo.

Dirigió su mirada al suelo y seencontró con el estofado de Luisa en unafiambrera.

Lo recogió y lo apretó contra sucuerpo. Levantó la tapa con cuidado y seencontró con un guiso con patatas,pimientos y algo de carne. Le resultaríaexquisito una vez recalentado.

No había cenado nada y su comidahabía consistido en un pincho de tortillafrío engullido con prisas en el bar frente

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a la oficina. Y de eso hacía ya muchashoras.

Ahora, por fin, comería algocaliente. Algo cocinado con esmero ycon tiempo. Algo que no comía desdehacía años.

Gabriela se había quedado a dormir.Gustavo se había despertado varias

veces a lo largo de la noche pensandoque ella habría vuelto a su piso. Pero ahíseguía, a su lado, respirandodelicadamente, oliendo a flores y a algoque le recordaba a la madera.

Le sorprendía a sí mismo la dulzura

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que había demostrado para con ella. Legustaba recordar la expresión de Gabicuando le había acariciado el cabello.Le encantaba tenerla al lado y sentir susuave respiración.

«Dios, cómo me gusta esta mujer.»Para cuando amaneció, él seguíadespierto, contemplándola. La luz de lamañana le descubrió, poco a poco, susrasgos. Las sombras se levantaron sobrelos valles y colinas que configuraban surostro y su cuerpo y le hicieronvislumbrar detalles en su piel que aúnno conocía.

Disfrutó observando los trazos delas pestañas sobre sus mejillas, el pozo

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de su boca entreabierta, la nariz chata,una barbilla desafiante y puntiaguda.

Le hubiera gustado repasardetenidamente todo su cuerpo, pero ellase cubría con la sábana, dormida, y seaferraba a ella como un niño se abraza asu peluche favorito.

Gabi era el tipo de mujer quesiempre había buscado sin saberlo yahora que la había encontrado no iba adejarla escapar así como así. Si ellaquería ternura, sería tierno. Si queríaque permaneciera a su lado, ahí estaría.Y si necesitaba aire, dejaría un buenespacio entre ambos.

No solía dedicar ninguna atención a

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las mujeres después de follárselas, peroesta valía la pena.

Cuando la luz del día venció a lastinieblas, eran casi las siete. Gustavo selevantó y se dirigió hacia la cocina.

No tenía muchas cosas en la nevera,pero comenzó a preparar un desayunocomo a él siempre le hubiera gustadoque le hicieran.

Y estaba tan absorto en su tarea queni siquiera oyó los desnudos pasos deella, que lo sorprendió de espaldas,frente a la encimera, mientras exprimíaunas naranjas.

—Buenos días.—¿Has dormido bien?

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Ella asintió.—Hacía tiempo que no dormía tan

bien.—¿Te gusta el jugo de naranja?Sin decir una palabra, ella tomó un

vaso ya lleno y se lo acercó a los labios.Él hubiera querido sentarse a la

mesa, esa mesa que aún no había tenidotiempo de preparar. Le hubiese gustadoque tomasen juntos los zumos y lastostadas que estaba a punto de hacer.

—Gracias, estaba muy bueno —ledijo con el mismo tono que podía haberusado con un camarero.

Le sonrió. Pero era una sonrisadistante, como si tras la noche, ese muro

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que él había derribado, ella lo hubieralevantado de nuevo, por la mañana, másalto y más sólido que antes.

—Lo pasé muy bien contigo anoche.—Yo también. —Gabriela le dio un

ligero beso en el hombro herido y sedirigió hacia el dormitorio. Allí empezóa vestirse.

—¿No quieres quedarte adesayunar?

—No, Gustavo. No.Él pensó que a continuación le daría

una excusa. Pero ella continuóvistiéndose en silencio. Observó cómorecogía el bolso, se lo colgaba alhombro y se dirigía hacia la puerta.

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—Gracias, Gustavo —le dijo desdeel descansillo.

Cuando él quiso decirle «adiós»,ella ya había desaparecido de su piso.

Gustavo regresó a la cocina ycontempló las naranjas abiertas ydestripadas sobre la encimera.Exactamente igual como sentía sucorazón: abierto y despachurrado.

Se bebió su zumo de un trago ycuando lo terminó, estrelló el vaso decristal contra la pila.

Aún era temprano y el calor pegajosoanunciaba un día que anticipaba el

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verano. La luz que se colaba por el patiode luces amarilleaba y olía a la mañana;a aire más puro, a café, restos dechocolate y un poco de polvo.

Emilio salió de casa preparado paramarcharse a su trabajo con el frescor dela ducha aún en el cuerpo, cuando,mientras esperaba el ascensor, oyó unosruidos en el piso de al lado.

Primero fueron unos sonidos tansutiles que pensó haberlos imaginado,pero después los arañazos, crujidos ypisadas se abrieron paso a codazoshasta su conciencia.

Sintió miedo, una especie de miedoparalizante que le estranguló la nuca y le

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dejó petrificado frente al ascensor queacababa de llegar.

Con la mano en el tirador de lapuerta del ascensor, dudó si entrar en elhabitáculo y olvidarlo todo. Pero elpensamiento de que aquello que podríaestar pasando en el piso de al ladopodría luego alcanzar su casa, le hizoreaccionar.

Soltó el tirador, se armó de valor yse dirigió despacio, sin hacer ruido,hasta la puerta del piso de MaríaEugenia.

La observó con detenimiento ydescubrió que no estaba cerrada conllave, sino solamente entornada.

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Le pareció escuchar unos pasosdelicados al final del pasillo.

Empujó la puerta con cuidado y sequedó observando el desnudo corredor.

La luz que llegaba desde el salónhacía innecesario encender las luces.También se colaba algo de claridadartificial desde una de las habitacionesdel pasillo.

Sin casi darse cuenta, repasó susbolsillos en busca de algo que pudieraservirle como arma. Sólo encontró supluma azul, que agarró como si setratase de un cuchillo.

Emilio avanzó unos cuantos pasoscon todo el sigilo que pudo. Cuando

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llegó hasta la puerta, una sombraamarilla se abalanzó sobre él.

Emilio gritó.La sombra chilló aún más.—¡¿Qué haces aquí… Álex?! —

Recordó de pronto el nombre de suvecino de abajo.

El chico cargaba con una enormebolsa amarilla de Ikea.

—¡Qué susto me has dado, joder!—Tú sí que casi me matas de miedo.Álex repasó mentalmente unas

cuantas mentiras, pero todas las que sele ocurrieron le sonaban igual deabsurdas e imposibles.

Por fin se decidió a explicar:

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—Yo… he… He escondido algoaquí —farfulló—. No cabía en mi casay… no quería que lo viese mi madre.

—Pero ¡cómo se te ocurre!—Total, no hay nadie. No he hecho

mal a nadie y sólo ha sido una noche.La mirada del chaval le parecía

sincera, aunque Emilio observó consospecha la enorme bolsa.

—He estado a punto de llamar a lapolicía cuando he oído los ruidos —mintió.

Álex dejó vagar su mirada por elsuelo.

—No se lo digas a nadie, por favor.Emilio no dejaba de observar la

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bolsa amarilla que se adivinaba repletade bultos pesados.

Por fin suspiró.—Anda, vete y que no te vuelva a

ver por aquí.—Gracias, eh… esto, vecino.—Emilio.—Gracias, Emilio.Álex le dio la espalda y se dirigió

hacia la entrada.Emilio echó un vistazo distraído al

dormitorio de María Eugenia, apagó laluz y cerró la puerta de la habitación.

Luego recorrió el pasillo ensilencio. Sus pasos sonabanamortiguados sobre la alfombra verde y

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roja de aquella casa que olía a soledad ya polvo. Le dio la sensación de que lamuerte flotaba allí mismo, le pareciópercibir el olor dulce de los cuerpos quecomienzan a descomponerse.

Antes de salir su mirada tropezó conla butaca del salón en la que habíanencontrado a la muerta. Una mancha másoscura le recordó la cantidad de sangreque debía de haber perdido MaríaEugenia antes de morir.

Se preguntó qué le habría pasado ala anciana. El policía no había vuelto adar señales de vida.

Se encaminó hacia la puerta e intentóque quedase bien cerrada, pero sólo

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pudo entornarla.

A la señora Luisa le pareció escucharpasos en el piso de arriba. Puso másatención y el sonido de los pasosdesapareció como una voluta de humoen el aire. La imaginación le debía deestar jugando malas pasadas.

Terminó de sacar las galletas de suenvase y las dejó desparramadas sobrela mesita de la cocina.

Fue a despertar a Zósimo y lo liberóde las húmedas sábanas. Lo condujohasta la cocina y volvió al dormitorio.

Abrió la ventana de la habitación de

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su esposo y dejó que el aire deprimavera entrase en el cuarto yventilase el aire rancio.

Recogió las sábanas y se las llevóhasta la lavadora.

—¡¿Zosi?!Su marido permanecía en el mismo

lugar donde lo había dejado. Sentado, enpijama, frente a la mesa de formica.Contemplaba un bol de café con leche ymigas de pan. Las galletas repartidaspor la mesa formaban una especie deespiral.

Luisa le dio la cuchara, partió unagalleta en pedacitos y los echó en el cafécon leche. Esperó a ver qué hacía.

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Zósimo dudó unos instantes. Y luegosu mano temblorosa se dirigió hacia losmigotes empapados en café.

Luisa suspiró aliviada.—¿Te acuerdas de María Eugenia?

—tanteó ella.Zosi asintió con una cabezada.—¿Y del perro de la vecina? ¿De

Bonito?El anciano mostró una mueca de

incomprensión.—La Muerte se pasea por esta casa,

Zosi. A María Eugenia la encontraronmuerta…

Zósimo saltó en su sitio.—Pobre mujer —murmuró de modo

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casi incomprensible—. ¿Qué le hapasado?

A Luisa no le apetecía explicárselootra vez.

—Aún no se sabe. Murió en susillón, yo la encontré… Y el perro se hacolgado.

—¿Qué?—Un accidente en la escalera. Se

ahorcó con su propia correa… —Luisano quería dar más detalles—. ¿Teacuerdas de Perla?

Los ojos de Zósimo se cubrieron deun velo ensoñador. Su perra le ponía lacabeza en el regazo para que laacariciase. Su perra corría a su lado en

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el campo. Su perra tenía el pelo blancoy largo, y cuando salía empapada de laacequia se sacudía el agua y lo mojabacomo si él mismo se hubiera bañado. Superra.

Luisa se sentó frente a él para tomarNescafé con galletas. Evitaba losopacos ojos de su marido perdidos en supropio universo de recuerdos.

Mientras mordisqueaba una galletareblandecida, pensó en María Eugenia.No era santa de su devoción. Había sidouna marisabidilla que se creía superior alos demás. Pero la pobre habíaterminado convertida en mojama. Nadieles había dicho qué le había pasado

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exactamente a su vecina.Al tragarse la última galleta, ya

había tomado una decisión: llamaría alos mossos para preguntar por MaríaEugenia. O, mejor aún, al inspector esetan simpático.

Dirigió su mirada hacia la pila. Elgrifo goteaba.

En el armarito de abajo tenía lejía,amoníaco y desatascador para tuberías.

Emilio salió del trabajo con los hipidosde Marisa aún resonando en sus oídos.Hoy le había tocado a ella. Pau tenía unmal día. Quizás no había dormido lo

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suficiente, quizás le había dejado suúltimo lío, quizás no se le habíalevantado aquella noche, quizásnecesitaba un poco más de coca, quizásno había conseguido el contrato con laConsejería o se lo había levantado otro,o simplemente, quizás tenía ganas de verllorar a alguien… Eran muchos «quizás»por los que ya no valía la penapreguntarse. Eran buenos o malos díaslos de su jefe. Y sencillamente ese díahabía sido uno de los malos y la habíatomado con su compañera Marisa.

Cuando Pau dejó de gritarle, ellasalió de su despacho con los ojos rojosy el rímel corrido, y Emilio se levantó

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de su sitio y la invitó a un café.Era la hora del bocadillo y los dos

se escabulleron, bajo las miradascomprensivas del resto de loscompañeros, hasta el bar de abajo. Ellase había pedido un té y a él le habíandado ganas de abrazarla.

—¿Ya estás mejor, Marisa?Ella asintió sin levantar la mirada.—Ese hijo de puta… —murmuró—,

me ha dicho que le estaban entrandoganas de no renovarme el contrato.

—¿Cuándo te vence?—El mes que viene…—¡Desgraciado!—Mira, si me voy al paro, pues me

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voy al paro. Ahora, de verdad que ya meda lo mismo. Todo con tal de noaguantarlo más…

—Te acostumbrarás. Pau es así.—¿Así? ¡Y eres tú quien me lo dice!

¡Venga, Emilio! Yo no quieroacostumbrarme —estalló—. Yo noquiero ser como tú, aguantando a eseidiota desde hace ocho años.

«Son ya diez», pensó Emilio. Perose guardó la corrección para sí mismo yno dijo nada.

—¡Si no puede vivir sin ti! —continuó Marisa casi a gritos—. ¡Si losabes todo de la empresa! ¡Más que él!Mira, de verdad, si yo fuese tú, me hacía

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una copia de todo y se la mandaba a…¡yo qué sé! ¡A la prensa!

—Tonterías, Marisa. —Emiliosonrió con tristeza—. A la prensa no leinteresa esta empresucha de mierda…

—¿Y a Hacienda?… ¡Yo se lomandaba a Hacienda! Para quedescubran todo lo que hay ahí detrás, ennegro…

—Hombre, a Hacienda puede que síle interesase, pero ¿qué íbamos a ganar?—Se encogió de hombros—. Nospondrían una multa que acabaría pormandar a la empresa a la mierda y todosnos iríamos a la calle.

—Pues ¡a la calle!

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—Somos doce. Doce que tendríanque buscar otro trabajo, pagar lashipotecas, la comida, el colegio de loshijos de Mercè, de Remedios, de Jessi,Toni…

—Vale, vale, ¡mejor no decírselo aHacienda!…

Marisa bebió de la taza de té.—No sé para qué me bebo esto, lo

que necesito es una tila.—¿Te pido una?—No. Ay, gracias, Emilio, ya estoy

mejor. —Marisa desvió la mirada haciala calle.

—Lo único que tienes que hacer espasar de él.

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—Es cierto que hay días que lollevo mejor; pero otros… De verdadque lo mataría. Te juro que lo mataría…

A Emilio le vino a la cabeza laimagen de Marisa, tan bajita, tan pocacosa, asesinando al bestia de Pau. AEmilio le nació una sonrisa en loslabios.

—Si decides matarlo, cuentaconmigo.

Marisa tomó su taza de té como si setratase de un vaso largo y forzó unbrindis con Emilio.

—Por la muerte de Pau.—Por su muerte.—Dolorosa y lenta.

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—¡Hecho!En cuanto acabaron sus bebidas

volvieron a la oficina. El resto de lamañana transcurrió en un tenso silencio.Las conversaciones se desarrollabanentre susurros y cuando el jefe salía desu despacho casi podía sentirse como sicortase el denso aire con su cuerpo.Entonces Marisa levantaba la mirada yle hacía a Emilio el gesto de un brindis.Él también brindaba con una copainvisible por la muerte dolorosa y lentade Pau. Los dos sonreían con su chisteprivado.

Como si el mismo Pau pudiera sentirel peso del odio en el ambiente, se

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marchó al mediodía a comer ysorprendentemente no regresó a laoficina por la tarde, de modo que laatmósfera volvió a ser respirable, lasvoces y las sonrisas regresaron y todosacabaron saliendo antes de lo habitual.

Emilio decidió volver a casacaminando.

Era algo que sólo ocurría contadasveces, cuando hacía buen tiempo,cuando salía pronto, como hoy.

Caminó sin poder apartar de sumente la mirada llorosa de Marisa y el«Yo no quiero ser como tú» que le habíasalido sin pensar. Hacía ya diez añosque trabajaba para Pau.

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Diez años que habían volado. Lavida vuela. Su vida, la que se le habíahecho tan pesada que casi acaba con él.La que había estado a punto de dejarlohundido en una bañera.

Emilio apenas reparaba en las callespor las que transitaba.

Cuando llegó al barrio, decidiótomar el camino del parque. Y despuésde atravesarlo, mientras esperaba en unpaso de cebra para cruzar la calledescubrió su reflejo en el escaparate deuna cafetería.

Emilio era alto y delgado. Peroahora se veía enfermizamente delgado.Se estaba quedando casi calvo. Hacía

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dos años aún conservaba una hermosacabellera, pero para entonces, y despuésde haber intentado que creciera másfuerte rapándose al cero, apenasconservaba unos pelos ralos y escasoscreciendo por aquí y por allá.

Había sido guapo y atractivo, perolo que encontró reflejado en la cafeteríaapenas era un espectro de lo que habíasido.

«Chocolate caliente», «Granizados»,«Horchata», rezaban unas letras rojas devinilo en el cristal, sobre el reflejo de susilueta.

Y, después del paseo, cansado ysudado, se dijo que se merecía un

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granizado de limón bien fresquito.Entró en la cafetería, buscó con la

mirada un lugar donde sentarse y unamancha anaranjada captó su atención.

Descubrió en la barra a su vecina, lamadre del chaval que había pillado porla mañana en el piso de María Eugenia.

Si hubiera sido cualquier otro día,seguramente se hubiese dado la vueltaantes de que ella lo viese, o se habríadirigido a una de las mesas del fondo yse habría sentado de espaldas paraevitar que ella lo reconociera.

Pero lo que había pasado con Álexpor la mañana le hizo dirigirse haciaella.

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«El Destino —se dijo—. Es cosadel Destino.» Un destino conmayúsculas que le estaba obsequiandocon un día un tanto extraño.

—Hola. —Le salió un «hola»birrioso y falto de energías.

Encarna levantó la mirada de labarra y se enfrentó a la imagen de suvecino.

—Huy, hola, buenas tardes.Emilio miró los restos de la infusión

que reposaban frente a ella. Era delmismo color de sus ojos mates. Lerecordó al té que había compartido conMarisa esa misma mañana.

—¿Cómo va eso?

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—Tirando. —Ella se encogió dehombros. No parecía tener muchas ganasde hablar.

—Un granizado de limón, por favor—pidió al camarero—. De losgrandes…

Emilio se sentó en el taburete junto aella.

Encarna lo miró de reojo. Él se fijóen la infusión que casi había terminado.

—¿Quieres algo?—No, gracias…—Yo te invito. Venga, ¿te apetece un

granizado?—Hace siglos que no pruebo uno…Emilio tomó aquello por una

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afirmación y buscó al camarero parapedirle:

—Otro granizado de limón, porfavor. De los grandes.

—Gracias…Ese «gracias» sonó más dulce que

cualquier granizado e hizo que Emiliodescubriera la belleza que se escondíadetrás de la careta cansada de la mujer.Nunca se había fijado en su vecina, peroahora que la tenía al lado, tan cerca,descubrió unas largas pestañas oscuras yunos enormes ojos de color miel,velados por una expresión cansada.Descubrió una boca llena y biendibujada y una nariz respingona

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enmarcada por unas grandes ojeras.—¿Qué tal los niños? —le preguntó

por decir algo. Sabía que las madressuelen hablar de sus hijos. Y él queríaaveriguar algo sobre Álex, tener algunaidea de lo que estaba escondiendo en elpiso de la muerta.

—Bien.—¿Estudian?—Los dos están estudiando. —

Pareció que aquel tema levantaba másganas de conversación—. La niña,Sandra, es un encanto, está en launiversidad, hace Historia. Es muyaplicada.

—Es para estar orgullosa.

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—¡Y tanto! No como su hermano…Álex no hace otra cosa que darmedisgustos…

La mirada de Encarna se tornóvidriosa y a Emilio le recordó la de sucompañera Marisa. Hoy parecía que letocaba consolar mujeres. Pero si habíaalgo que siempre se le había dado bien,era escucharlas.

—¿Por qué?Encarna abrió la boca como si fuera

a explicárselo pero luego calló. En esosinstantes le vino a la cabeza laconversación que había mantenido consu hija por la mañana. «¿Álex estábien?», le había preguntado. «Está

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arreglando sus asuntos, no te preocupes,mamá.» «Pero ¿de verdad está bien?»«Todo está arreglado. No te preocupesmás.» Su hija se lo había aseguradovarias veces y ella había terminadopensando que prefería no conocer losdetalles. No quería saber más. Sóloquería que no se metiera en otros líos. Yolvidar. Olvidarlo todo.

El camarero trajo los granizados.—¿Quieres que nos sentemos en

aquella mesa?—Bueno.Se dirigieron a una del fondo. El sol

se reflejaba en los diminutos cristales dehielo de sus bebidas. Abandonaron los

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restos del té que habían dejado en lataza un cerco con forma de corazón.

—¿Sabes? Nunca vengo aquí. Heentrado porque, ejem, he tenido unaurgencia. Nunca entro en los bares, sonmuy caros y no está el horno para bollos—le confesó ella.

—Sí, es una mala época.—Sobre todo para la juventud. Lo

tienen todo tan difícil…Emilio iba a darle la razón, a ciegas,

como siempre, dejándose llevar por unaconversación sobre el tiempo, la salud ylos tópicos que nunca nadie podríarebatir. Pero de pronto no le dio la ganadecir lo que tocaba.

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—Nosotros también lo tuvimosdifícil… —Emilio se fijó en las manosde ella, destrozadas por los detergentesy el trabajo—. Pero salimos adelante.

Ella lo repasó con la mirada.—La vida es dura.—Mucho.—Pero vale la pena hacer el

esfuerzo que sea necesario para poderdar a nuestros hijos lo que nosotros notuvimos.

—Siempre que lo sepan aprovechar.Encarna calló un momento antes de

continuar.—Eso es verdad.—Supongo que la educación es sólo

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una herramienta que pones a sudisposición. Unos la usarán mejor queotros.

—¿Tienes hijos, Emilio?El negó con un gesto de la cabeza.—Entonces es difícil que lo

entiendas…—No lo creo.Ella lo atravesó con sus ojos

nublados por el cansancio y sonrió.—¿Estás casado?Él volvió a negar con el mismo

gesto.Le extrañó que su vecina no

recordase a la mujer que, sin duda,debía de haberse cruzado una y otra vez

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en la escalera lucía años. Una mujerque, de pronto, dejó de vivir allí.

—Ya no… —No quiso dar másexplicaciones.

—Yo tampoco —repuso ella—. Yano.

Los recuerdos de Encarnaresbalaron por un momento sobre laimagen de Alfredo. El puto vago,regordete, moreno, bajito y, enapariencia, sonriente Alfredo con el quehabía llegado a convivir tantos años ycuya imagen empezaba a borrarse de sucabeza.

Recordaba la sonrisa repleta dedientes tal y como aparecía en la foto

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del día de su boda, la que adornó laentrada durante tanto tiempo, que ahoraescondía en alguno de los cajones, juntoa algunas facturas y papelotes viejos.Recordaba esa imagen de coloresdesgastados en la que ella se aferraba asu brazo y sin embargo ya no podíaasegurar de qué color eran sus ojos, niel tono de su piel, ni si tenía mucho opoco vello en las piernas y en el pecho.Los detalles del que había sido sumarido se esfumaban empujados por lamarea del tiempo. Todo se desdibujabaexcepto esa imagen de la boda y el pesode su cuerpo y de la bombona de butano.

El pasado se perdía en los lagos del

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olvido y todo lo que quedaba ahora erauna imagen de colores desvaídos ocultaen algún cajón de la mesilla.

Se preguntó si Emilio se acordaríade su marido. Si vivía ya arriba cuandolos gritos y golpes nocturnosatravesaban las paredes.

A Encarna le recorrió un escalofrío.Algunas noches aún se despertaba medioasfixiada, soñando con Alfredo. Algunosrecuerdos están mejor escondidos en loscajones.

—Ya no —repitió saliendo de suensoñación—. Vivo sola con los niños.

El sol de la tarde comenzó a caer.Los granizados fueron deshaciéndose y

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su sabor, ácido y dulce a la vez, seconcentró hasta convertirse en unmejunje amarillento que los dos tomarona pequeños sorbos con pajitas decolores estridentes.

—Hacía siglos que no me tomabauno de estos.

—Están muy buenos. Pero no hayque abusar… Tienen mucho azúcar.

—¿Tienes algún problema con elazúcar?

Emilio negó.—¿Estás enfermo?Por fin lo había soltado. Se había

atrevido a preguntar qué le pasaba.Había visto cómo su vecino había

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adelgazado, perdido el pelo… Cómohabía envejecido diez años en un par deellos y su piel se había convertido enuna especie de pergamino.

Emilio se quedó mirándola sin saberbien qué decir.

—No… —Y luego se arrepintió y lesoltó un «Sí» apresurado.

Ella alzó las cejas a modo de mudapregunta.

—Estrés… —dijo él como siaquello lo explicase todo—. Mobbing,supongo.

—¿Mobbing?Ella repasó mentalmente los tipos de

cáncer que conocía. Aquel no le sonaba

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lo más mínimo.—El trabajo… Mi jefe…Entonces Encarna se dio cuenta de

que aquella palabreja le sonaba de otracosa. La había oído en la tele algunavez.

—¿Tu jefe te putea?A Emilio le hizo gracia que ella lo

resumiera de una forma tan clara.—Sí, mucho. Me putea desde hace

demasiado tiempo y mi cuerpo haempezado a quejarse.

Al decirlo, así, en voz alta, lepareció que todo era fácil. Mucho másque cuando se lo explicaba al médicodel CAP.

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—No vale la pena preocuparse porel trabajo. Un día estamos aquí, y alsiguiente… Mira la pobre vecina…

—Por cierto, ¿se sabe qué ha sidode ella? ¿Qué le pasó?

Encarna negó con un gesto.—Yo no tengo ni idea. ¿Tú no sabes

nada? ¿No te ha llamado la policía?—No. Nadie me ha llamado.Sin darse cuenta, Emilio echó mano

del móvil en su bolsillo. Hacía horasque no tenía noticias de su jefe, y Paupodría llamarlo en ese instante, en unrato, en una hora. Puede que lo hiciera ala hora de cenar o aun más tarde, comohabía hecho mil veces, para gritarle,

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para pedirle algo, para hundir en él elfilo de su propia frustración.

Sacó el teléfono que mostró sureluciente pantalla a la luz de la tarde.

—El trabajo no vale la pena… Peroa veces es más fácil la teoría queaplicarla a la práctica.

Emilio comprobó si había algúnmensaje y al no encontrarlo, lo apagó. Elaparato se despidió de ellos con unsonido parecido al de una campanita.

—Es como una maldición.—¿El qué?—El móvil. Ahora suena en

cualquier momento, no te deja en paz…Mi jefe me llama a cualquier hora.

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—Yo me acuerdo de cuando nadiellamaba por la noche. Si un teléfonosonaba por la noche es que había pasadoalgo malo.

—Ahora pueden sonar en cualquiermomento. Siempre hay que estardisponible.

—Y con los niños es peor. —Encarna suspiró—. Si no estánhablando, están enganchados a esosjueguecitos… Mi hijo al menos… Encuanto ve una pantalla, ahí va él atraídocomo una polilla que no puede evitar irhacia la luz.

—Será la edad —mintió Emilio.—¡Será!

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—Pero seguro que es un buen chico,en el fondo… —tanteó Emilio.

—Sí, un buen chico. Muy en elfondo, me parece a mí.

Encarna parecía incómoda hablandode Álex, así que Emilio decidió nocontinuar por ese camino.

Los bancos del parque que sedivisaban desde la cafetería se habíanllenado de jovencitos de la edad del hijode Encarna. Los chicos sedesparramaban sobre el respaldo de losbancos y parecían esperar a alguien.

—Cuando yo tenía su edad —dijoEmilio señalándolos—, ya trabajaba.También estudiaba…

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—Huy, ¡y yo! Sólo que yo no pudeestudiar. Lo dejé enseguida… Me puse aservir en una casa. Había venido delpueblo…

—¿De dónde eres? —le interrumpióEmilio.

—De Jaén. Pero me vine muyjovencita.

—Mis padres eran de Málaga…El tiempo se dilató entre los

recuerdos de infancia y adolescenciaque comenzaron a compartir entresusurros. La realidad que los rodeaba setiñó de campos plagados de olivos y delolor del pescaíto frito y las sardinasasadas en la playa.

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Un grupo de jubiladas entró en ellocal; se sentaron, hablaron de sus cosasy acabaron marchándose. El camarerorecogió sus vasos y los de la mesavecina. Un par de mujeres con un niñoen un cochecito se acomodaron junto aellos. El niño chuperreteó un cruasán,ellas se tomaron un par de cafés. Cuandose marchaban el carrito tropezó con lasilla de Encarna.

—Ay, perdón.—No pasa nada.El golpe le hizo volver a su

realidad.—Madre mía, ¡qué tarde es!Emilio miró su reloj.

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—Con este sol parece que seamucho más pronto.

—Es la primavera. ¡Anochece tantarde!

Las sombras de los transeúntessobre la acera se habían alargado y laluz era aún más amarilla.

—¡Tengo que volver a casa!—Y yo. Vamos.Emilio se despegó de la silla y se

dirigió a la barra a abonar la cuenta.Encarna lo esperó junto a la puerta.

Observó con el rabillo del ojo elparque, a los chavales repartidos por losbancos. De alguna manera esperabaencontrar a su Álex entre ellos. Por un

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lado quería verlo, asegurarse de queestaba bien, pero por otro temíaencontrarlo allí. Con aquella gente.Vendiéndoles vete a saber qué.

—Ea, ya está. ¡Vamos!Encarna dejó de vigilar el parque y

se fijó en Emilio. Era más alto de lo quepensaba. Le sonrió sin darse cuenta.

Echaron a andar hacia la calleBerlín.

Caminaron unos metros y de repenteEncarna no supo qué decir. Se diocuenta de que hacía mucho tiempo queno caminaba junto a un hombre por laacera. Hacía siglos que no hablaba conun hombre. Hacía una eternidad que no

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sabía lo que era tener pareja.Le subieron los colores a las

mejillas y se sintió como cuando eraadolescente.

—Tengo que hacer la cena —dijopara romper el silencio.

—Y yo.Emilio recordó que aún le quedaba

algo del estofado de Luisa. Lorecalentaría otra vez en el microondas.Con unas patatas fritas Lays completaríael plato.

Sus pasos les fueron acercando hastael edificio.

—Cada vez cocino menos. Meaburre cocinar para mí solo…

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Emilio recordó cuando vivía conSol. Se metían en la cocina durantehoras, los domingos preparaban lacomida para toda la semana y la casa sellenaba de olores, de sabores, de calor.Ahora apenas hacía nada.

—A mí no me gusta cocinar. Nada.Pero sí que me gusta comer, y lo hagopor los niños, claro.

—Ya son mayores. Seguro quepodrían apañarse ellos solos.

—Son un desastre.«Yo sí que soy un desastre», pensó

Emilio. Y clavó su mirada en la deEncarna esperando ser lo bastanteelocuente.

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Habían llegado al portal y fue élquien sacó las llaves, abrió la puerta yse la sostuvo para que pasase ella.

—¿Quieres que cenemos juntos? —La frase le salió tan débil que ella noestuvo segura de haberla entendido bien.

Encarna se quedó parada en elumbral. Observaba a su vecino conperplejidad.

—¿Me estás tirando los tejos?Emilio no contestó.—Es que hace mucho tiempo que

nadie me tira los tejos.—También hace mucho tiempo que

yo no tiro los trastos a nadie. He debidode perder práctica. Aunque me parece

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recordar que hubo un tiempo en que nose me daba tan mal. Voy a tener que sermás directo… ¿Qué te parece sicenamos juntos?, y después, bueno,¿quién sabe?

Encarna estuvo a punto de estallar enuna carcajada, pero la evitó a tiempo ylo que salió fue un gesto extraño queacabó en una sonrisa.

—No… No puedo. —Y después secorrigió—: Hoy no puedo. Quizás otrodía.

Entraron al portal. Ya no habíamoscas en la entrada. Encarna se dirigióhacia los buzones y Emilio al ascensor.

—¿Subes?

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—Voy andando.—Hasta luego entonces, Encarna.«Quizás otro día.»«Quizás.»

Encarna entró en su casa con la facturadel agua en la mano. Una parte de sucerebro se preguntaba cómo era posibleque consumieran tantísima agua. Cadavez era más cara. Y ellos sólo eran tresen casa. No acababa de entender aquellodel canon y de pasarse de los veintidóslitros. ¡Si nunca se bañaban, sólo seduchaban! Todo era tan caro…

Pero otra parte de su cerebro estaba

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sonriendo y cosquilleaba en una nube deburbujitas. Hacía años que no sentíaaquello.

—¿Mamá?Encarna permanecía en la entrada

del piso. Por primera vez se habíaparado frente al espejo que habíaencima del mueblecito. Era un espejoovalado y anticuado al que apenasprestaba atención.

Descubrió su pelo reseco y naranja,pero también, debajo, unos ojos doradosbrillantes y chispeantes.

—¿Mamá?Sandra asomó desde el pasillo.Encarna observó el cabello castaño

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de su hija, largo y sedoso. Sus ojos tanparecidos a los suyos propios, su figuraespigada… Ella había sido igual que suhija. Más hermosa si cabe. El padre deEncarna le había dado una boca fina yuna barbilla puntiaguda. Eso era loúnico que ahora quedaba de él.

—Sandra, dime, si tuvieras que… Situvieras que arreglarme el pelo, ¿cómolo harías?…

Su hija alzó las cejas con un gesto desorpresa.

Encontró algo en la mirada de sumadre que le hizo contestarle en serio.

Por primera vez la examinó como auna mujer, no como a una madre…

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—Bueno, pues primero te quitaríaese tinte que no te favorece nada. Tepondría un castaño más parecido a tucolor, a lo mejor un poco rojizo… —Seestaba emocionando—. Y unamascarilla para la cara, y maquillaje. Yotra ropa, claro. Otra ropa.

Encarna volvió a mirarse en elespejo.

—No hay dinero para otra ropa.—Pero se puede combinar de otra

manera.La mujer del reflejo le sonreía con

unos ojos muy brillantes.—Eso sí… De otra manera.

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Emilio llegó a su piso canturreando«Friday I'm in love» de The Cure.

Se dirigió a la cocina y abrió lanevera, que se quejó con un sonido degoma reseca como si la puerta sehubiese pegado por falta de uso.

Repasó el triste contenido. Olía arancio.

Abandonó la cocina y fue hacia elsalón. Rebuscó en la mesa el papel en elque había escrito la lista de la compra.Se sorprendió al descubrir que por elotro lado ponía «A quien puedainter…».

Encendió el ordenador y conectóSpotify. Las notas eléctricas de The

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Cure rebotaron por el piso.Sacó el móvil del bolsillo y lo

encendió. Pensó en su jefe, si lo habríallamado o no. Si llamaría por la noche oatacaría al día siguiente. Lo dejó encimade la mesa.

Lo había pasado bien hablando conEncarna, aquella mujer de mirada tristey pelo naranja. Era graciosa peroparecía no haberse percatado de ello.Tenía unos rasgos equilibrados y erahermosa a su manera, pero tampocoparecía haberse dado cuenta. Por eso legustaba.

La mirada de Emilio resbaló por elpiso vacío. The Cure continuaba

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esparciendo su música alrededor: «…it's a wonderful surprise…».

Volvió a la cocina y rebuscó en ellavadero un carrito de la compra quehacía años que no usaba. Le sacudió elpolvo y comprobó que no hubiera nadadentro.

Se dirigió con resolución hacia lapuerta.

El móvil se había quedado sobre lamesa. Una luz parpadeante avisaba deuna llamada perdida.

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5

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G ustavo era un hombre pacientepero la bolsa continuaba

escondida en la cocina y seguía sinnoticias de Juan, del Mariscal… o deGabriela.

Hacía esfuerzos por no pensar en labolsa, al igual que le costaba unaenergía infinita no cruzar la puerta yllamar a la de su vecina.

Porque sin tener nada que hacer sumente divagaba y las imágenes de unaGabi desnuda, con aquella piel suave yfina, perfecta, saturaban su cerebro.Quería perderse entre su olor a vainillay a flores y a especias, y tocarla,cubrirla, lamerla y bebérsela por entero.

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Y sus dedos buscaron los cigarrillosque no quería encender dentro de la casay que sin embargo acabaría fumando. Yla tele murmuraba frases en el salón y suatención resbalaba sobre ellas sin podercentrarse más que unos pocos minutos encada programa.

Y cuando el sol cayó, cansado deesperar y de dar demasiadas vueltas alas ideas en su cabeza, decidió salir acomprar al supermercado para ponerse acocinar algún plato de su tierra. Algosabroso que le llevase mucho tiempo,que le entretuviera para que mientrasestuviese liado en la cocina no pudierapensar en nada más.

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«Sancocho de gallina.»Emilio guardaba la compra en el

carrito.En el Lidl había bastante gente. Era

esa hora que los que salen tarde detrabajar no tienen más remedio queemplear para comprar. Y los clientesque entraban y los que se marchaban sejuntaban a la salida de las cajas en unacolorida confusión.

El guardia de seguridad observaba alos compradores. Los oficinistas semezclaban con los parados, las amas decasa, los emigrantes y los mangantes. Unpar de niños pequeños esperaban a sumadre gritando, jugando con las cadenas

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que sujetaban los carritos de la comprapara evitar que fuesen robados.

Emilio pagó y fue guardando lacompra en el carrito. Dejó los huevos ylos tomates para el final. Eso, comotantas otras cosas, se lo había enseñadoSol: las cosas frágiles debían ir arribadel todo para que no se aplastaran. Yaun entonces, años después, seguíaacordándose de ella siempre que lohacía. Y cuando colocaba la compra enla nevera, cada cosa en su sitio, ycuando comprobaba si los melonesestaban o no en su punto (esos melonesque después, inevitablemente, se leacababan pudriendo), e incluso cuando

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elegía los yogures con la fecha decaducidad más lejana. Aún recordaba aSol en esas pequeñas cosas, pero ya nodolía. Ahora era como si todo aquelloformase parte de otra vida, una vida muydiferente y muy lejana, cuyos detalleshabían acabado borrándose yperdiéndose en la nada y el olvido.

El carrito rebosaba, aún teníaproductos por colocar, y la gente seapelotonaba en la cola para pagar.

Había comprado demasiadas cosas.Se pudrirían y las acabaría tirando,como siempre; pero se había dejadollevar por el hambre y por la emoción,por la energía que le había

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proporcionado la sencilla charla conEncarna y que aún flotaba a sualrededor.

Llenó otras cuatro bolsas de plásticoque le cobraron a cinco céntimos cadauna. Cogió el carrito y se colgó unabolsa de cada brazo. Intentó agarrar otracon la mano y aún le quedaba una másque no supo muy bien cómo coger. Hizoun movimiento brusco y se le cayeronlos tomates que rodaron por el suelo.Emilio sujetó los huevos para que no lossiguiesen en un certero suicidio.

Una sombra apareció de la nada ylos tomates, como por arte de magia,fueron recogidos por una mano morena.

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—Gracias.Levantó la mirada y se encontró con

su vecino, el de abajo, el extranjero.—¿Te ayudo a llevarlo?—No hace falta, ya me puedo

apañar.—Déjame…—No, si no hace falta, de verdad.Un absurdo orgullo masculino le

hizo continuar negándose.Las asas de la bolsa se rompieron.—Te ayudo. —Ya no era una

pregunta.Emilio se vio desbordado por los

tomates rodantes, los huevos que semantenían en un insensato equilibrio y el

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vecino que amablemente se ofrecía allevarle esa última bolsa rota.

—Pues gracias.Gustavo ya cargaba con dos bolsas

propias medio vacías. Tomó la rota deEmilio y la llenó con los tomates quehabían intentado escapársele.

—¿Quieres que te lleve el carrito?—No hace falta.Gustavo se mordió los labios y dudó

antes de insistir.—¿Seguro?—Puedo yo solo, gracias.Alcanzaron juntos la calle. Evitaron

los coches que luchaban por salir yentrar del parking del supermercado y

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llegaron hasta el paso de cebra.El silencio les pesaba como una

prenda incómoda y anticuada.—Gracias por ayudarme… Hoy en

día no… —Emilio no sabía muy biencómo expresarse—. Hoy en día nosuelen verse estos detalles. Antes, sí,pero ahora ya no se ven…

—No me cuesta nada. Simplementehe creído que en tu estado no te iría malque te echara una mano.

—¿En mi estado?Emilio fue consciente, otra vez, de

su aspecto. Encarna había pensado lomismo. Estaba muy delgado, pálido yamarillento; el traje le iba grande. El

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vecino también debía de haberlo vistoen albornoz, el mismo día queencontraron el cuerpo de María Eugenia.Su delgadez aún habría resultado másnotoria.

—¿Crees que estoy enfermo?Gustavo asintió con un gesto.Emilio suspiró.«Todos piensan que estoy mal.

Quizás lo estoy de verdad… Quizás loestaba realmente.»

—¿No lo estás? Perdona si…—Es sólo una mala época. Pasará…

Se me pasará.—Perdona. Son malos tiempos para

todos.

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—Gracias por ayudarme de todasformas.

—Si no nos ayudamos entrenosotros, ¿quién lo hará? —La voz deGustavo sonó sorprendentemente seria.

Habían llegado hasta el portal yGustavo abrió la puerta con sus llaves.

Entraron en el edificio y Emilio sedirigió hacia el ascensor. Gustavo dejólas bolsas a su lado, en el suelo.

—¿Puedes apañarte solo?—Claro que sí. Gracias de nuevo.—De nada, vecino.—Emilio, me llamo Emilio.—Yo soy Gustavo.El ascensor anunció su llegada con

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un crujido y el colombiano echó a andarhacia su piso. Emilio abrió la puerta delascensor y colocó las bolsas dentro.

Nunca le habían ofrecido ayuda.Quizás se estaba haciendo mayor.Quizás parecía aún más enfermo de loque creía. Quizás estaba peor de lo quecreía.

Cuando llegó hasta su rellano se diocuenta de que el otro día había sido élquien había ayudado a su vecina Luisa, yese día era a él a quien ayudaban.Parecía como si un Dios justocomenzase a equilibrar el mundo. Comosi su buena acción se hubiera vistorecompensada por otra semejante.

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Emilio sonrió. Hacía años que no sesentía tan bien.

Después de colocar la compra en lacocina buscó la fiambrera de Luisa y fuea devolvérsela.

Tuvo que esperar un buen rato frentea su puerta hasta que escuchó sus pasoscansinos acercándose.

—Estaba buenísimo. Muchísimasgracias. —Ni siquiera le dio las buenasnoches.

—De nada. Me alegro que legustase.

—Hacía mucho que no comía nadatan rico.

—¡Pero si no es nada! —Ella lo

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interrumpió apretando la fiambreracontra su cuerpo como si se tratase de untesoro.

Se hizo el silencio. Parecía que, derepente, hiciera más frío en aquellaescalera.

—Hoy he llamado al policía…Emilio botó en su sitio.—… al que vino cuando

encontramos a María Eugenia. —Sinpretenderlo su mirada se dirigió hacia elpiso de arriba.

Entonces recordó al inspector cojo.—Quería saber qué le había pasado.—¿Y qué ha dicho? —preguntó

ansioso.

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—Que aún lo están investigando.Pero que lo más probable es que se tratede una muerte natural.

—¿Natural?A Emilio le vino a la cabeza la

enorme mancha de sangre del sillón dela muerta.

—Me ha contado que hay suficientesindicios para pensar que María Eugeniafue a la cocina, y al abrir la puerta de unarmario de los de arriba, se diera ungolpe y le hiciera una brecha.Seguramente fue hasta el sillón y allí sedesangró…

«Vaya muerte absurda.» —Perotambién me ha dicho que… no están

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seguros del todo. Que aún tienen quecomprobar algunos detalles.

Emilio volvió a botar en el sitio. Seimaginó al policía volviendo al piso,encontrándose con Álex, el hijo de lavecina de abajo, y hallando lo que fueraque el chaval escondiese allí.

«Tengo que decirle algo. Que vayacon ojo.»

—¡Vaya! —disimuló como pudo suinquietud—. Una muerte natural…

—Sí. La vida es así.—Y la muerte.—Sobre todo la muerte.De nuevo se hizo el silencio.—Hay… otra cosa, Emilio. No sé

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muy bien cómo explicarlo…—¿Qué pasa, Luisa?—Pues… No sé si debo decírselo.

—Bajó la voz hasta convertirla en unmurmullo casi inaudible.

—No se preocupe, Luisa. ¿Quépasa? —El también susurró.

La viejita deslizó su mirada por elrellano hasta clavarla en su vecino.

—Pues que creo que el policía meestaba mintiendo.

—¡¿Qué?!—Ay, por Dios. Yo qué sé. No estoy

segura. Era su voz. Sonaba, sonaba… Essólo una impresión, pero yo creo…Bueno, pienso que había algo raro en su

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voz. Que me estaba diciendo unamentira.

—¿Una mentira?—Fue… la forma de decirlo. Ay. No

estoy segura. Es sólo una sensación…—La viejita parecía nerviosa—. Pero esque… Tenía que contárselo a alguien.

A la señora Luisa, delante deEmilio, le temblaban la voz y las manos.Pero no parecía estar fantaseando. Sumirada inteligente contrastaba con suaspecto desvalido y su ropa envejeciday pasada de moda. Aquella mujer habíademostrado ser muy lista. Si ahora leestaba diciendo aquello, podría tenerrazón.

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—Pero ¿por qué iba a mentirle?—No tengo ni idea. No lo sé… Pero

tenía que contárselo a alguien —repitió.—Bueno… Veamos… No sé. ¿Qué

puede ocultar un policía?—No tengo la menor idea, Emilio.

No tengo ni idea.

Finalmente Gustavo no se preparó elsancocho sino un tipo de cocido quehabía resultado igual de pesado ygrasiento. Era de noche y sentía elestómago lleno.

Se estiró en el sofá mientras en latelevisión unos extraños se gritaban los

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unos a los otros en una broncafenomenal.

Estaba harto de esperar que lollamasen.

Le apetecía un whisky, alguno fuertey ahumado, que le quemase la gargantasin que lo notara. Que le pareciera sóloun poco áspero y le entrase luego comosi fuese agua.

En casa no tenía.Si se quedaba mucho más tiempo

encerrado entre esas cuatro paredes,acabaría matándose a pajas. Si se iba ala cama, no podría dormir y su estómagoprotestaría. Le iría bien dar una vuelta.Bajar la comida. Tomar algo.

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Apagó la tele y la luz del salón, yantes de salir echó un vistazo por laventana.

Quería asegurarse de que no hubieranadie en la calle. Creía que ese poli, elcojo, a veces contemplaba el edificiodesde la acera de enfrente.

Salió fuera y una vez en la acera nosupo hacia dónde encaminar sus pasos.Tan sólo le apetecía disfrutar del frescode la noche y bajar la pesada cena.

Echó a andar hacia la calle París,rumbo al centro de Barcelona.

Se notaba que el verano estaba apunto de llegar porque de noche lascalles ya no presentaban un aspecto tan

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solitario.En Josep Tarradellas algunos

jubilados y unas cuantas parejasocupaban los bancos del bulevar paradisfrutar del fresco de la noche. Ungrupo de paseadores de perros hablabanen voz baja. La solitaria avenida sehabía convertido en un lugar deencuentro que olía al aroma de los setosque la flanqueaban. Sus floresdesprendían su mejor fragancia denoche.

Gustavo inspiró profundamente ydejó que sus pasos lo guiasen.

Sacó un cigarrillo y enseguida subrillo quedó engullido por la oscuridad

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de la noche.

No era habitual que Gabriela cenasecon Marc.

Solían quedar por la mañana o paracomer, porque a esas horas todo eramucho más fácil de justificar ante sumujer. Si sus citas se limitaban alhorario laboral, todo resultaba muchomás sencillo.

Pero aquella vez habían quedado denoche en un restaurante muy céntrico.

En cuanto lo vio, Gabriela supo quealgo había cambiado. Era la primera vezque veía a Marc sin su sempiterno

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maletín y con sus cabellos blancosrevueltos.

No era lo único inusual. También semostraba serio, y su conversación, porlo general desenfadada y fácil, avanzabaa trancas y barrancas, como si su mentese encontrara muy lejos de allí.

Ella pidió rape a la plancha y él unbacalao a la llauna que acompañaroncon un vino blanco que eligió Marc, condemasiada aguja para el gusto de Gabi.

—¿Iremos luego al hotel? —preguntó ella.

—Claro.—¿No te importa terminar tarde?—No, ni mucho menos. Hoy no

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tengo prisa.—Vaya… ¿Y tu mujer? ¿Se ha ido a

Sitges?Marc se revolvió en su asiento.—No, está en casa. Pero no importa.

Ya no importa. —Tomó aire antes decontinuar—. Anna me ha pedido eldivorcio.

A Gabi casi se le queda atravesadoen la garganta el trozo de rape queacababa de llevarse a la boca.

Marc estaba casado desde hacía casicuarenta años. Prácticamente toda lavida.

—Lo siento —dijo ella sin estarrealmente segura de si era para sentirlo

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o para alegrarse—. ¿Quierescontármelo?

Con los años, al igual que habíaaprendido otras muchas cosas de susclientes, Gabi también había aprendidoa escuchar, a preguntar en los momentosadecuados y, sobre todo, a callar. ConMarc tenía la suficiente confianza comopara poder preguntarle casi todo.

—¿Qué ha pasado?—¡Nada! Nada. Eso es lo que más

me sorprende. No ha pasado nada. Melo ha soltado así, de golpe. —Bebió unbuen trago de vino—. Mare de Déu, quédirán nuestros hijos…

Gabi calló. Probablemente a sus

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hijos les importaría un bledo.—Ha sido al llegar a casa. Dice que

los niños ya tienen su vida y que haestado aguantando por la familia, por losamigos, por el qué dirán. Pero ahora…ahora dice que quiere estar tranquila losaños que le queden por vivir, y que notenemos nada en común.

Marc dio otro sorbo a la copa devino.

—Y tú… ¿qué opinas?—Que tiene razón, Gabi, que tiene

razón. —Apartó la bebida—. Que ya notenemos nada en común y que los dos losabemos desde hace mucho tiempo. Delo único que me arrepiento es de no

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habérselo dicho yo primero.—Siempre has sido un hombre de

acción.—Ella se me ha adelantado. Por

cobarde.Marc se lo estaba explicando con la

misma frialdad con que le hablaba desus negocios, de los problemas con lacompetencia o de las dificultades quetenía para firmar determinadoscontratos. Sólo los ojos un tanto másbrillantes y los gestos nerviosos, unpoco más rápidos de lo habitual,delataban sus emociones.

—Son tantos años…Gabi se adelantó al camarero y le

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sirvió un poco más de vino.—¿Qué vas a hacer?—Dárselo, claro. Concederle el

divorcio. Quiere el piso, la mitad delnegocio, el apartamento de Puigcerdà…No sé, tengo que hacerme a la idea. Hasido un mazazo. Tengo que hablar conMateu, el abogado.

La mujer de Marc era una sombracasi invisible. Alguien que siemprehabía estado allí pero que apenascontaba. Gabriela solía imaginárselacon un traje de chaqueta y un collar deperlas. Ya sabía que las perlas no sellevaban nada, pero ella no podía dejarde imaginarla así. Como una abuela

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perfecta para los nietos que aún no lehabían llegado pero que tarde otemprano vendrían. Porque así son lascosas y la familia está para reproducirsey seguir el proceso que todas lasfamilias de bien han de seguir: casarse,tener hijos, bautizarlos, hacer lacomunión y llevar los negocios con lamisma discreción con la que semantienen amantes y se folla a las putas.

—¿Sabes qué vamos a hacer, Marc?En cuanto acabes ese bocado, vamos airnos al hotel. Déjame que te hagaolvidar este día.

—Eres un encanto, querida.—Sólo contigo. —Gabriela le

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regaló una amplia sonrisa.

Gustavo llegó hasta Paseo de Gracia ensu caminata nocturna. La noche eraagradable y sus pasos le habíanconducido hasta el centro de la ciudad.

Había pensado en el Mariscal, en laposibilidad de contactar con alguien quele pudiera poner al día de sus andanzas.Aunque era arriesgado y al Mariscal nole habría hecho ninguna gracia, eltiempo pasaba y él comenzaba aimpacientarse.

Mientras esperaba que un semáforose pusiera en verde, a punto de cruzar

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una calle, descubrió una pareja que salíade un restaurante en la acera de enfrente.

Ella se agarraba a la cintura de él yél la abrazaba por la espalda. No podíaestar seguro pero parecía que él, unhombre que debía de rondar los sesentaaños, le acariciaba el culo sin ningúnrecato. Y Gustavo conocía bien aquelculo, y aquel traje.

Gabriela. Era Gabi, preciosa, con sumelena suelta, agarrada a ese hombre depelo blanco.

Ella lo besó en la mejilla y luego enla boca. Un beso de amantes que seconocen bien. De viejos conocidos.

«¡Cuero! ¡Malparida!»

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Gustavo permaneció clavado en laacera y no los perdió de vista.

La pareja se dirigió a un cocheaparcado allí mismo, un relucienteLexus gris. El hombre mayor le abrió lapuerta y Gabi entró sonriente.

Gustavo avanzó unos pasos en sudirección, dejó la acera y pisó el asfaltosin fijarse en que cualquier coche podríaatropellado.

El Lexus arrancó y Gustavo pudover, justo cuando pasaron ante él, cómoGabi metía mano al conductor.

El coche se alejó.Sonó un claxon.Un automóvil rojo le pasó a un

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palmo de distancia.Sólo entonces se percató de que

estaba casi en medio de la calle yterminó de cruzarla.

La estela del coche que casi lo habíaarrollado permaneció durante unossegundos pegada a su retina.

Sus pies se hundían en la arena. Elhorizonte era sólo una difusa línea queapenas diferenciaba el cielo del mar.

Una parte de su cerebro sepreguntaba qué estaba haciendo allí.Hacía tanto tiempo que no iba a la playaque le extrañaba la sensación de sentir

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la brisa, el sol y la blanda y crujientearena húmeda.

Encarna respiró hondo en aquellaatmósfera que no olía a nada y volvió adirigir su mirada hacia el horizonte.

El mar estaba algo picado ypequeñas olas puntiagudas saltaban aquíy allá descubriendo cimas de espumablanca.

Supo con total seguridad que aquellailógica tranquilidad no duraría más, quese había acabado para siempre.

Debía prepararse para el tsunamique se le iba a venir encima y huir haciaalgún lugar alto que le proporcionaseprotección.

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Había un pueblo a su espalda. Unpueblo de casitas blancas y encaladas,como las de su tierra. Un pueblo típicode la costa.

Salió corriendo hacia él y ya estabaen una calle estrecha flanqueada porparedes encaladas. La callejuelapresentaba una cuesta empinada y depronto, y sin que le extrañase lo másmínimo, las construcciones que larodeaban se habían convertido enmodernos bloques de hormigón.

Ahora corría entre relucientesedificios de oficinas cuyas fachadasestaban cubiertas de cristales.

Encarna tenía la certeza de que si los

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miraba encontraría su reflejo en ellos,pero también sabía que ahora no podíaparar. Su única oportunidad consistía enseguir corriendo hacia lo alto, hastaalcanzar un lugar seguro en el queprotegerse.

Las calles eran cada vez másempinadas y el mar llegaría pronto a laciudad. Tenía que correr más.

Encarna sabía que podía hacerlo yno tenía miedo.

Nunca había sido miedosa y ahorasólo tenía que subir un poco más.

Corrió por una calle, cuesta arriba,sin cansarse, sin que le costase ningúnesfuerzo, con el impulso de una energía

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que no había sentido desde que era unaniña.

Y cuando alcanzó una especie deplaza, contempló los modernos edificioscubiertos por cristales que se alzabanalrededor. Junto a uno de ellos había unabarandilla metálica. Brillante, nueva,resistente. Perfecta.

Se acercó a ella y la contemplópensando si sería lo bastante fuertecomo para aguantar la fuerza del agua.De alguna manera sabía que sólo podríaresistir su embate si encontraba algo losuficientemente sólido a lo queagarrarse.

Se quitó el cinturón, un cinturón que

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tampoco recordaba haberse puesto, y seató con él a la baranda.

Justo a tiempo.Porque entonces sintió la fuerza del

agua que ya rozaba sus pies.No tenía miedo. Ella nunca tenía

miedo.Se agarró a la barandilla y aguantó

el embate de las olas que pretendíanarrastrarla. Era una fuerza que primeroalcanzó sus pies, y luego sus rodillas, ydespués su cintura.

El agua empujaba su cuerpo; peroella no pensaba dejarse arrastrar. Seagarró aún más fuerte a la barandilla.

Las ventanas de los edificios se

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rompían. La fuerza del agua las hacíavenirse abajo. Los enormes cristalescaían en el agua azul, se perdían en ellay al hacerlo estallaban en amortiguadasexplosiones.

Encarna no tenía miedo. Ni tan sólosentía la humedad del agua que la cubríaya casi hasta el pecho. Sólo percibía eseimpulso que intentaba arrastrarla cuestaabajo. Pero ella permanecía aferrada aaquella barandilla con todas sus fuerzas.

Y ya había ganado. Y lo sabía.La barandilla era resistente. El

cinturón la sostendría.El agua perdió fuerza y de pronto fue

sólo un arroyo que bailaba a sus pies y

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se alejaba bajando hacia la playa.Se desató el cinturón y sonrió.Y justo entonces escuchó un crujido

sobre su cabeza.El cristal de uno de aquellos

edificios de oficinas comenzaba adesprenderse y estaba a punto deaplastarla.

Encarna gritó y todo el miedo quehabía mantenido a raya durante eltsunami se concentró en ese breveinstante, y quiso gritar y correr y llorar,pero sólo pudo permanecer junto a labarandilla observando cómo el cristalcaía sobre ella, sabiendo que la partiríaen dos.

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Abrió la boca pero lo único quesalió de su interior fue un grito mudo.

Abrió los ojos. Despertó.El terror se esfumó en cuanto

contempló los contornos conocidos desu habitación.

Su despertador le anunció, con unosnúmeros en verde fosforito, que apenasquedaban diez minutos para levantarse.

Encarna se incorporó en la cama yse dio cuenta de lo absurdo del temor enel sueño.

«Sólo tenía que saltar un metro encualquier dirección. No me hubiesepasado nada. Sólo hay que saltar unpoco para evitar el cristal. No hay que

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tener miedo. Sólo hay que prepararse ysaltar un poco. Qué pesadilla másabsurda. En realidad no hay más quesaltar un poco.»

Gustavo sabía que no debía hacerlo,pero ahora, más que nunca, le apetecíaun whisky, y el club de Juan no quedabademasiado lejos.

La noche había resultado ser unamierda, de manera que le pareció elmomento adecuado para terminar deembarrarlo todo.

Se sentía un completo idiota porhaberse quedado colgado de una chica

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de la que lo único que sabía era que erapreciosa. Tenía que habérsela follado yhaberse largado a su piso. No deberíahaber hablado con ella, ni mucho menoshaberse mostrado tierno aquella segundavez.

Se sentía un bola por no haberlaconsiderado más que un polvoestupendo. Por haber pensado que ellapodría convertirse…

«¡A tomar por culo!», como decíanlos españoles.

Gustavo aceleró el paso y determinóolvidarla.

«¡A tomar por culo!», se repitió.Intentó redirigir sus pensamientos

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hacia otros temas. Temas que loempujaron hacia un ánimo igual deoscuro. ¿Y si no lo llamaba el Mariscal?¿Dónde se había metido?… ¿Y Juan?¿Por qué no lo llamaba Juan? ¿Qué coñoiba a hacer con su mercancía?

Parecía un sardino esperando quetodos los demás lo llamaran.

«¡Se acabó el esperar!» Erandemasiadas las llamadas que no seproducían.

Había llegado el momento de pasara la acción.

Intentó no pensar ni en Gabi ni ennadie ni en nada. Aceleró el paso y seconcentró en cada una de sus zancadas,

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en el aire que acariciaba su cara, en elcalor de la llama del enésimo cigarrilloque encendió, en el humo seco y calienteque inundaba sus pulmones. Visualizó elwhisky que le esperaba en el club.Imaginó su sabor y cómo quemaríadulcemente su garganta. Se cruzó con lasparejas de gays que poblaban las callesdel Eixample y que demostraban susafectos de una forma que jamás habíavisto en su tierra. Le entraron ganas departirle la cara a cualquiera de ellos.

Cerró los puños con fuerza.Cuando llegó ante el club de Juan se

detuvo para terminar de fumar uncigarrillo. Las luces de neón, de un

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diseño que había resultado muy modernohacía treinta años, proporcionaron untono púrpura a su tez.

Mientras disfrutaba de la últimacalada, dudó por última vez si entrar ono. A Juan no le gustaría. Pero ¡qué másdaba! ¡No estaba dispuesto a seguiresperando una llamada!

«¡A tomar por culo!» Gustavoempujó las puertas con decisión y seencontró con su imagen reflejada cientosde veces en multitud de espejitosahumados. La entrada del club y sudecoración también mostraban un estilopropio de los años ochenta.

Reconoció a una de las chicas que

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atendía detrás de la barra. Era la que lehabía preparado un bocadillo consalchichas y pimientos el día queconoció a Juan.

Se acercó a ella con resolución.—Hola, guapa.Ella lo repasó de arriba abajo.

Como si no lo reconociera.—Hola, ¿qué quieres?—¿Qué whiskies tienes?Con un gesto le mostró las botellas

expuestas sobre una estantería de cristaly espejos.

Gustavo suspiró. Aquel no era elmejor sitio para encontrar lo que deverdad le gustaba.

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—De ese —señaló—. En vaso alto.Sin hielo.

Cuando lo tuvo ante él observó elcolor y entonces pensó que hubiera sidomejor mezclarlo con Coca-Cola.

Se lo bebió despacio, a largossorbos, mientras contemplaba a loshombres que entraban y salían, y losculos y las tetas de las mujeres quelucían vestidos ajustados y diminutos.Ninguna de ellas era tan elegante comoGabi, ninguna tan guapa.

El whisky le calentó el estómago yla cabeza.

—¿Me harás un favor, guapa? —Sulengua aún no se había convertido en una

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masa pastosa difícil de manejar—. Dilea Juan que tengo lo suyo y que estoyesperando que me llame.

Se quedó pensando unos segundospor si tenía algo más que añadir.

—Dile que soy Gustavo. ¿Lorecordarás?

Ella lo miró con cara de no entendernada.

—Claro.Gustavo bajó del taburete de escay y

sintió el suelo sólido bajo sus pies.El bar de Taquígraf Serra estaría

aún abierto y quedaba muy cerca de sucasa. Pasaría a comprar una botellaentera de una marca que realmente le

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gustase.La noche acababa de empezar.

El amanecer sorprendió a Gabrielaen el taxi.

Las nubes anaranjadas, casi rojas, sealzaban desde el horizonte como si laciudad estallase en unas llamas que sereflejaban en los cristales de losedificios de oficinas junto a los quecirculaba.

Ella, cansada, apoyaba la cabeza enla ventanilla, sin dejar de observar unaciudad que comenzaba a despertar. Sucabello rizado y oscuro se

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desparramaba sobre el cristal y elasiento. Ni se lo había recogido, nihabía repasado su maquillaje. Cada vezse permitía mayores confianzas conMarc. Y eso, a veces, le preocupaba.

Cuando el taxi aparcó frente alportal, el quiosco de enfrente acababade abrir.

Rebuscó en el monedero el dinerode la carrera y observó los pocosbilletes que llevaba. Quedaban cada vezmás lejos los tiempos en que volvía acasa con un buen fajo de ellos.

Y ahora Marc se divorciaba.Se habían dado un baño juntos,

porque a él le encantaban los baños de

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espuma sin perfume, y después se habíasubido sobre su espalda y le habíaestado dando un suave masaje. Le habíaacariciado los riñones durante un buenrato, como a él le gustaba. Y Marc sehabía quedado dormido enseguida. Nadade sexo. Con Marc cada vez habíamenos sexo.

Ella se había echado a su lado. Sóloquería descansar un poco, pero se habíadejado llevar por un sueño pegajoso yrelajante, y los dos habían terminadopasando la noche juntos. Y eso era algoque no le sucedía casi nunca.

Dormir juntos. Vaya. Sin follar. Lascosas cambiaban. La rutina se

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tambaleaba. Lo que siempre había sidode la misma manera, de repente dejabade serlo.

A veces Gabi sentía que atravesabavórtices vitales. Era una tenuesensación, como si alguien soplasesobre su piel con dulzura. Y ahora creíapercibir esos pequeños cambios queanunciaban uno aún más grande.

Entró en el portal y en un instante susojos hubieron de acostumbrarse a laoscuridad.

Y al hacerlo una sombra sinuosa sedibujó sobre las escaleras.

Fue sólo un momento, pero elsuficiente como para distinguir una

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forma oscura que se alzaba sobre losprimeros peldaños.

Gabi parpadeó al mismo tiempo quesu corazón dio un salto dentro de supecho.

La puerta se cerró a su espalda y alhacerlo sonó como si alguien hubiesedejado caer la tapa de un féretro.

Abrió los ojos y los posó de nuevoen las escaleras.

No había nada.Gabriela se tranquilizó. Respiró

hondo.«Habrá sido un efecto óptico. Claro,

he entrado así, a oscuras, y en la calle yahabía luz…», se decía, sin terminar de

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creérselo del todo.Subió presurosa las escaleras y se

dirigió hacia su piso.Abrió la puerta con rapidez y al

notar el olor familiar de su hogar sesintió un poco más tranquila.

Dejó el bolso en el mueble de laentrada y se dirigió directamente albaño.

Se quitó la ropa y la arrojó al suelosin ningún cuidado.

Hoy, más que nunca, necesitaba unaducha. Y después, dormir un poco, unpar de horas nada más. Lo suficientecomo para olvidar y volver a empezarun nuevo día desde cero. Desde cero.

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Gerard se despertó demasiadopronto.

Toda su vida había deseado que letocase la lotería para no tener quetrabajar, para poder dormir cuantoquisiera, vivir de rentas y no hacer nada.Y ahora que no trabajaba, nada separecía a lo que había anhelado. Lamaldita pierna le dolía un día sí y otrotambién. Le dolía cuando cambiaba eltiempo, cuando hacía mucha humedad,cuando la forzaba… Mierda. Le dolíacuando simplemente a la jodida piernale daba la gana de molestar.

Y hacía tiempo que el sueño ya no

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consistía en un descanso profundo, sinoque era un continuo dormirse ydespertarse enlazado en una completaconfusión. Y en cuanto salía el sol sedescubría con los ojos abiertos yninguna gana de permanecer en la cama.Por no hablar del dinero. No trabajarsignificaba que la pasta estaba a puntode convertirse en un problema. Hastaque la Administración no dictaminasequé sería de él, la mierda de pensión dela Seguridad Social apenas le alcanzabapara nada. Sus ahorros, los pocosahorros que había podido ocultar a su exmujer, se le estaban agotando sinremedio.

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Gerard arrastró su cuerpo hasta lacocina, se preparó un Nescafé, esta vezrepleto de cafeína, y mientras se lotomaba, decidió hacer las cosas bien.No dejar cabos sueltos.

Y Rosi, el antiguo confidente dePep, era el cabo suelto más grueso quehabía encontrado. Tenía que descubrirdónde vivía y con quién, y entoncesaveriguar si sabía algo más: si ese cabosuelto podría amarrarse de algunamanera a la historia de su amigo.

Tenía que regresar a Collblanc.La pierna le dolía y no le apetecía

andar, pero aparcar en L'Hospitaletsería aún peor y la gasolina estaba cada

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día más cara. Así que se encaminó haciael metro y decidió tomarse el viaje conpaciencia.

Por el camino iba repasandomentalmente las preguntas que haría aldueño del locutorio, el hombre del brazoen cabestrillo. Pero cuando llegó ante ellocal, se sorprendió al encontrar sola,tras el mostrador, a una chica morena nomucho más mayor que Anna, su propiahija.

—Hola. Buenos días.Ella también pareció sorprendida de

verlo.—Tú… Eres el amigo de Pep, el que

mataron. El que buscaba a Rosi —soltó

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ella de improviso—. Te oí el otro díacuando hablabas con mi padre…

Ahora se explicaba lo de los ruidosque le había parecido oír detrás de lapuerta.

—¿Sabes algo de Rosi?Gerard se acercó unos pasos y al

hacerlo reparó en su mirada vidriosa.Aquella chiquilla estaba al borde de laslágrimas.

—Rosi está muerto. —Su vozterminó de romperse en un sollozo.

—¿Cómo que está muerto? —Lapregunta le salió más brusca de lo quehubiera deseado.

La chica intentaba hablar pero sus

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hipidos hacían que no se le entendiesenada.

—Tranquila, tranquila… —murmuróGerard mientras rebuscaba en el bolsillode la chaqueta un paquete de pañuelosde papel.

Le tendió uno. Ella lo tomó y selimpió las lágrimas y los mocos. No sesabía dónde empezaban las unas yterminaban los otros.

—Tú eres un poli… puedesencontrarlo. —Ahora que podía hablarse le notaba un fuerte acento catalán,casi más marcado que el del propioGerard. Probablemente pertenecía a laprimera generación de emigrantes

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nacida y educada en Barcelona—.Seguro que está muerto. Busca sucuerpo, por favor.

—Las frases se solaparon las unascon las otras y las palabras acabaronconfundiéndose en un concierto degemidos y sollozos.

—Tranquila —repitió—. ¿Cómo tellamas?

—María Rosa. Rosa… Rosi, comoél.

Gerard se fijó entonces en susenormes ojos oscuros, preciosos.Iluminados por la riada de lágrimas.

—Tranquila, Rosi. ¿Por qué creesque está muerto?

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—¿Creer? —Intentó reírse pero lesalió una especie de quejido—. Él mequería… Mi padre me matará si seentera de que yo… Que él y yo… —Nopudo acabar la frase.

—¿Quieres contármelo? ¿Te apeteceun café? Te invito, venga.

—No, no… No puedo dejar estosolo. Mi padre está en el médico, por lodel brazo.

—¿Quieres que te traiga un café,Rosi? ¿O algo? ¿Cualquier cosa?

Ella levantó la mirada y por primeravez pareció un poco más tranquila.

—No. No quiero nada. Sólo queencuentres a Rosi. Su cuerpo. Él…

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Escucha, no tenemos mucho tiempo, mipadre volverá en cualquier momento.Cuando mi padre se cayó…

—¿Lo del brazo?Ella asintió.—Se cayó y se rompió el brazo.

Entonces yo me hice cargo de la tienda,y Rosi y yo… Rosi y yo nosenamoramos.

A Gerard le asaltó la imagen mentalque guardaba de Rosi, un jovenesquelético, un elemento que no desearíacomo novio para su hija ni para nadie.

—Mi padre no sabía nada y Rosi mecontaba cosas, me hablaba del futuro,de… cosas. Como lo de tu amigo.

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—¿Pep?—Sí, Pep. Ayudó a Rosi, ¿lo sabías?

—Sollozó de nuevo. Gerard tuvo miedode que volviera a ser presa del llanto,pero en esta ocasión enseguida serecuperó—. Quería casarse conmigo,¿sabes? Teníamos planes. Un futuro.

Gerard asentía intentando mordersela lengua y ocultando su impaciencia.

—Rosi hizo una tontería… Mira,qué más da. Un robo. Un robo sinimportancia. Pero Pep se enteró de quehabía sido él, y vino a verlo. —Hipó—.Tu amigo era un buen tío, ¡mierda devida! Rosi, mi Rosi, le pidió que lotapase, que no dijera nada, le explicó

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que teníamos planes, y que a cambio…que si callaba, a cambio le explicaríaalgo valioso de verdad…

La chica volvió a sonarse. Gerardempezaba a atar los cabos que lequedaban sueltos.

—Rosi sabía algo gordo. ¿Conocesal Mariscal?

Gerard asintió. Su corazón empezó alatir más rápidamente.

—Rosi me lo había contado. Que elMariscal estaba vivo, que vendría aBarcelona. Lo único que sabía era conquién contactaría aquí. Dónde vivía sumano derecha, o algo así, su mano, suamigo. Sabía que vendría a Barcelona y

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con quién contactaría. Y eso fue lo quele dijo a tu amigo, a Pep…

Gerard abrió la boca para hacerleuna pregunta, pero ella se le adelantó.

—¡Yo no sé nada! ¡Te lo juro por mimadre! Rosi nunca me dijo quién era, nosé nada más. Sólo sé eso. Pero lo que sísé, seguro, es que se lo dijo a Pep. Ydespués… —Sus ojos volvieron ahumedecerse—. No sé qué hizo tuamigo, pero mi Rosi se fue una mañana yno volvió. No volvió más…

La chica se limpió las últimaslágrimas.

—Y después salió en la tele lo dePep, y entonces supe… supe que se

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había acercado demasiado al Mariscal.Y que los que se habían cargado a tuamigo también habrían matado a Rosi.Porque él siempre habría vuelto por mí,¿lo entiendes? ¡Él habría venido por mí!

El pañuelo de papel en sus manos yaera sólo una pelotilla humedecida.

—Yo sólo quiero que encuentres aRosi…

Gerard pensó en Pep. En su cuerpodestrozado en la cuneta cerca deCastellbisbal. Con seguridad el cuerpode Rosi estaría en otra carretera,pudriéndose, alimentando a losanimalejos del campo.

—Prométeme que lo encontrarás…

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—Te lo prometo —mintió sin dejarde mirarla a los ojos—. Te prometo queharé todo lo posible.

—No se lo he podido contar a nadiey su alma me atormenta cada noche. Séque no descansará hasta que su cuerporepose en paz.

—No te preocupes, Rosi. No tepreocupes. Lo encontraremos…

—¿Me lo prometes?—Te doy mi palabra. —Clavó sus

ojos en la mirada oscura de la chica ypor un instante sintió una lástimasincera.

Cuando Gerard salió del locutorio lepareció que el día había cambiado por

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completo. Como si el aire estuviera máslimpio, el cielo más azul y la atmósferamás clara. Apenas reparó en el caminoque tuvo que recorrer hasta el metro. Porfin lo tenía. Había encontrado el vínculoentre Pep y Rosi. Su amigo habíaremovido el tema del Mariscal y con esohabía atraído su atención. Era la manoderecha del Mariscal quien vivía enBerlín, 109. Ahora estaba seguro. Ytoda apuntaba a que sólo podía ser elindividuo del entresuelo primera.

Ya casi lo tenía. Había encontradoel cabo suelto y sólo le faltaba hacerleun buen nudo para que no se le escapara.

Lo decidió mientras estaba sentado

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en el vagón del metro. Eran más dedoscientos euros, pero ¡valía la pena!Como policía nunca se hubiese atrevidoa hacer algo así. Pero ahora, comoparticular, sin ser ni un mosso ni uncivil, en esa tierra de nadie en la que semovía hasta que la sacrosantaAdministración se decidiese aetiquetarlo entre unos u otros, nadie leimpediría comprar un cañónamplificador en La Tienda del Espía.

Esperaba no encontrarse con nadieconocido. Le daba vergüenza, casi tantacomo cuando entró en su primer sexshop.

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Encarna salió de casa de Mari enpunto.

Normalmente se demoraba enquitarse la bata, doblarla y recoger suscosas, y le daba igual salir diez o quinceminutos más tarde, pero aquel día queríaacabar puntual. Y lo consiguió.

Anduvo hacia el parque con elmismo bolso recosido de costumbrecolgado del brazo. Pero eso era lo únicoque seguía como siempre.

Encarna se había puesto unosleggins negros y una camiseta larga.Sandra, su hija, le había dejado uncinturón de piel que marcaba suscaderas. Y su pelo ya no era naranja

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sino castaño, un castaño brillante con untoque rojizo. El tono que su hija le habíadicho que le iría mejor. Y se habíapintado las uñas de las manos y de lospies.

Cuando se veía reflejada en losescaparates de las tiendas le costabareconocerse. Si hasta incluso le parecíaque andaba más derecha y como si dierasaltos, casi como si volase.

Cuando llegó al parque, echó unvistazo rápido a los bancos, buscando aÁlex o a sus amigos. Pero no reconocióa nadie, y entonces, sin darse cuenta, sushombros se relajaron y su sonrisa sehizo aún más amplia.

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Dio un par de vueltas a la manzanaen la que se encontraba la cafetería delos granizados. En los cristales leyó losrótulos que anunciaban «Chocolatecaliente», «Granizados» y «Horchata».

Echó un vistazo a la mesa en la quehabía estado sentada con Emilio queahora estaba ocupada por un par deabuelillas. Se preguntó si debería entrara tomar algo, si habría algunaoportunidad de volvérselo a encontrardentro. Sopesó lo que le cobrarían porun granizado y le pareció un gesto inútil.Luego pensó en tomar una manzanilla,que resultaría mucho más barato.

«¿Y si hoy no pasa por aquí? ¿Y si

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mañana tampoco? La verdad es que nome apetece tomar nada.»

Entonces tendría que buscar algunaexcusa para subir a su piso y eso le dabaun poco de apuro. Prefería encontrárselo«por casualidad».

Encarna dio otro par de vueltasalrededor de la manzana.

No lo encontró.Ni siquiera estaba segura de la hora

a la que él saldría del trabajo. El otrodía se habían encontrado a estas horas,pero no tenía ni idea de si eso era lohabitual en él o no.

«Qué tonta soy, madre mía.»Encarna echó un último vistazo al

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parque y a la cafetería y a las aceras y alas calles por las que pensaba queEmilio podría aparecer. Y después deun rato sin novedad alguna, decidióvolver a casa.

Hizo el mismo recorrido que habíahecho con Emilio, pero esta vez andabasola.

Miró hacia atrás esperando ver lasilueta de su vecino.

Gustavo salió a buscar otra botella dewhisky. Ya había terminado la que habíacomprado por la noche en el bar, demodo que fue al supermercado a por

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otra: una marca de calidad media a unprecio más económico.

Salió de la tienda con una bolsa deplástico que contenía una botella y unatableta de chocolate negro, y después sedirigió hacia el estanco a comprartabaco.

Cuando salió de él casi se estampacontra una mujer que caminaba sin mirarhacia delante.

—Perdón —le dijo aun a sabiendasde que él no tenía la culpa y que era ellaquien prácticamente se había abalanzadosobre él.

—No es nada…Gustavo se la quedó mirando.

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—Hola.Ahora la reconocía. Era la vecina de

arriba, la madre del crío que habíallegado la otra noche con el policía. Eraella pero estaba muy distinta. Lebrillaban los ojos y el cabello ya no eranaranja, sino caoba. Y se le veían laspiernas. Unas piernas gruesas peromusculosas, muy bien formadas. Unassandalias muy planas realzaban unostobillos finos y dejaban ver unos piesadornados por unos dedos largos deuñas rojas y oscuras.

—Hola, vecina.Ella lo miró de arriba abajo hasta

reconocerlo.

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—Huy, hola. Perdona, casi me chococontigo.

—No pasa nada. —Su mirada larepasó de nuevo. Se detuvo a la alturade sus pechos. La camiseta los marcaba,amplios, redondos. Gustavo imaginóunos pezones grandes y oscuros, a juegocon aquel tipo de tetas—. Te has hechoalgo… —señaló la cabeza—. Casi no tereconozco…

—Vengo de la peluquería. —Encarna mintió sin pensar.

—Te queda muy bien.—Gracias. —Sonrió.—Estás muy guapa.Ella sonrió aún más.

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Gustavo clavó sus ojos en los deella. Unos iris dorados, color miel, deesos que cambian de color según les déla luz.

—Pareces otra persona.Encarna rio con una risilla infantil y

cantarina.—¿Vuelves a casa?Ella asintió.—Yo también. Había salido a

comprar algunas cosas. —Alzó la bolsa—. Vicios, principalmente… —Los dosecharon a andar hacia el edificio.

Ella distinguió a través de la bolsala caja de una botella, un paquete detabaco de liar y una tableta de lo que

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parecía chocolate. Una compra absurdapropia de un hombre soltero.

—¿Chocolate?—Es una marca nueva que han

sacado. ¿Te gusta el chocolate negro?—Me encanta. —Hacía mucho

tiempo que no compraba chocolate, nisiquiera para los niños.

Gustavo se imaginó la boca deEncarna mordiendo una porción dechocolate y se preguntó cómo eraposible que hasta ese momento no sehubiese fijado en lo carnal de sus labios.En lo mucho que le gustaría morderlos.

Los dos habían llegado ya hasta elportal.

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—No me acuerdo de tu nombre.—Gustavo.—Yo soy Encarna.—Sí, ya me acordaba. Es un nombre

muy bonito —mintió por partida doble.—¡Es un nombre terrible!—A ti te queda bien. Encarna, de

carne, de carnal… —Su elocuentemirada recorrió su silueta.

Ella sonrió.—¿Quieres probar este chocolate,

Encarna?Ella rio nerviosa. Durante años

nadie le había tirado los trastos y ahora,en pocos días, dos vecinos diferentes sele insinuaban.

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—Te aseguro que con whisky estáde muerte. ¿Lo has probado alguna vezcon whisky?

—La verdad es que no.—¿Te gusta el whisky?—Psé…Hacía siglos que no se tomaba un

whisky. El único alcohol que probabade Pascuas a Ramos era el anís.

—Pues resalta el sabor delchocolate negro.

—No lo sabía.—Cuando quieras probarlo, baja y

me lo dices.—Lo haré, te lo aseguro.Él sonrió.

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Ella le devolvió la sonrisa y apretóel botón para llamar al ascensor.Gustavo echó a andar hacia su casa.

Encarna subió los pisos como siascendiera en una nube. Al salir delascensor se encontró en el descansillocon la señora Luisa que lo estabaesperando.

—Buenas tardes.—Bona tarda… Encarna.Luisa miró dos veces a su vecina.

De pronto parecía que hubieraretrocedido quince años en el tiempo.Cuando Encarna era aún castaña y vivíacon su marido, cuando los niños erandos criaturas encantadoras que la

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saludaban cuando se la cruzaban en laescalera.

—Estás muy bien… con… ese pelo.—¡Gracias, Luisa!Doña Luisa entró en el ascensor

asimilando la nueva imagen y la nuevasonrisa de su vecina.

Encarna entró en su casa y por uninstante echó de menos los pasos deBonito saliendo a recibirla.

En el recibidor tropezó con supropio reflejo plasmado en el espejo.Estaba colorada como un tomate. Aún nosabía cómo se había atrevido a seguirleel juego al vecino de abajo. Pero legustaba.

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Se vio los ojos brillantes y sonrió ala nueva Encarna.

Sólo percibo una ligera vibración.Pensaba que podría tocarlo,

acariciarlo, volver a sentir la calidez desu piel y la suavidad de su pelaje.Después de todo, Bonito está tan muertocomo yo y todo quedaría entre iguales.

Pero no.Cuando acerco mi mano hasta él,

sólo siento una especie de vibraciónmuy ligera en el aire, tan ligera que nitan siquiera estoy segura de si la sientoo la imagino.

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Pero estamos juntos en esto. Él sesienta a mi lado y me mira con susojillos negros. Sé que le extraña sunueva situación, aunque se estáacostumbrando porque cada vez entramenos en su casa y prefiere quedarseconmigo pululando por la escalera y pormi piso.

Creo que está olvidando lo que eraque le acariciasen o hasta el comer. Estáolvidando su vida pasada.

Como yo. El presente me retiene conla fuerza de un gigantesco imán y elpasado se deshilacha en mi memoria.

Estamos juntos.Es lo único que puedo decir.

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Estamos juntos y nadie más nos ve.O… casi nadie. La puta ha estado apunto alguna vez.

Ella es mi única esperanza. La puta.Hay que fastidiarse.

«Ven, Bonito, ven.»

A Gustavo le gustaba disfrutar de cadatrago de whisky, aunque los últimossiempre se sucedían mucho más rápidoque los primeros. Y con cada sorbodegustaba, lentamente, una onza dechocolate negro. Áspero, un pocoarenoso, amargo pero también dulce.Como él mismo.

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Los cubitos de hielo bailaban en suvaso; uno se había derretido y el deencima se sumergió sobre el líquidodorado tintineando. Su sonido cantarínse superpuso a los recuerdos que estabarepasando. El Mariscal y sus fiestas enplayas de arena blanca, junto a piscinastan azules como el mismo mar. Mujeresbailando. Mujeres rubias, morenas ycastañas, de todos los tipos, razas ytamaños que habían pasado por susmanos. Y ahora, alentado por losahumados vapores del alcohol, lasimágenes de sus pechos enormes,redondos, pequeños o puntiagudos, seconfundían unas con las otras en una

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maraña entre la que destacaban las tetasperfectas de Gabriela y su culo conforma de corazón.

«Mariscal.» Gustavo removió elvaso. Apenas quedaba un dedo aguadode whisky.

Se levantó y miró el móvil quepermanecía sobre la mesa enchufado ala red. Ninguna llamada. Ningúnmensaje. Más de un año esperando.Primero en Madrid y ahora enBarcelona. Nada.

Él era un hombre de acción. Lo deJuan ya se movería. Había ido a su club.Ahora tenía que dar algún otro pasorespecto al Mariscal.

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Empujado por el alcohol, tomó elteléfono y con las manos temblorosasrebuscó un número en la agenda.Antiguamente se lo sabía de memoriapero de aquello hacía demasiadotiempo.

No lo encontró en el breve listadode sus contactos. Tampoco le extrañódemasiado.

Se dirigió hacia el armario yrebuscó en uno de los estantes unapequeña libreta arrugada. Cuando laencontró, pasó algunas páginas hasta darcon un número escrito de cualquiermodo en uno de los márgenes de unapágina.

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No figuraba ningún nombre. Ni faltaque le hacía.

Fue hacia el móvil y marcó elnúmero.

Esperó el tono de llamada y despuésde escuchar unos cuantos crujidos ypitidos, estuvo a punto de colgar. Peroalgo le hizo aguantar unos cuantossegundos más.

Al otro lado de la línea seguíasonando una señal desatendida.

Por fin, alguien descolgó. Pero nodijo nada.

—Soy Gus, Gustavo Adolfo. —Seaclaró la voz—. ¿Jostin?

—¿Cómo que llama a este número,

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bola?—Estoy desesperado… esperando

al Mariscal. ¿Hay novedades?—Le dijimos que esperase. ¿Sigue

donde le dijimos? ¿En Berlín?—Claro.—Pues continúe allá.—¡Espere, no cuelgue! —le gritó

adivinando sus intenciones—. ¿Dóndeestá, Jostin?

—No debería haber llamado, bola.—Jostin… —rogó—. Por los viejos

tiempos.Al otro lado se escuchó sólo

silencio. Un silencio pesado como unaduda.

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—Por los viejos tiempos —repitióGustavo.

—Está en Barcelona, bola. Y desdehace ya un año. Pero yo no sé nada. Nollame nunca más.

Jostin colgó.La línea se convirtió en un zumbido

continuo.Gustavo dejó caer su brazo y el

móvil cayó rebotando contra el suelo.Sonó un crujido en seco, como si se

hubiera roto.Sabía que el Mariscal lo había

hecho antes con otros. Pero siemprepensó que a él no lo abandonaría. Nosería capaz. Ellos eran amigos. Eran

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algo más que amigos. Se lo habíaprometido. A él no podría pasarle.

«Está en Barcelona.» Las palabrasretumbaron en su cerebro embotado porel alcohol.

«Desde hace ya un año.» Gustavorecogió el móvil del suelo. La carcasade plástico se había rajado.

Estaba solo.El Mariscal lo había dejado tirado y

nunca lo llamaría.

«¡Bingo!»Una sombra agazapada dentro de un

coche, a unos ochenta metros del número

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109 de Berlín, sonrió a la oscuridad.El cañón amplificador no era

ninguna maravilla. Pero entre crujidos ysonidos de estática había conseguidoescuchar lo que le interesaba. Losdoscientos y pico euros habían resultadouna buena inversión.

Gerard escribió el nombre deGustavo Adolfo en su libreta, junto al detodos los demás. Y a su lado, con letrasmayúsculas, el del Mariscal.

Domingo.Los domingos eran aún mejores que

los sábados: Encarna podía dormir

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mucho más; no tenía que cuidar de Marini limpiar el piso de la calle Urgell. Losdomingos eran para ocuparse de supropia casa: limpiar el polvo, pasar elaspirador y la fregona, cambiar lassábanas de todas las camas, ponerlavadoras, tender, destender, colocar laropa, planchar, hacer la comida paracasi toda la semana, congelarla…

Domingo.Encarna entreabrió los ojos y al

recordar el día que era se revolviósensual entre las sábanas. Eldespertador que reposaba sobre lamesilla destartalada le informó de queera casi la misma hora de cada día y

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que, por lo tanto, aún podía permanecerun rato más en la cama.

Volvió a perderse entre las brumasdel sueño.

Despertó, de pronto, con unos gritosclavados en la conciencia.

«¡Ni hablar!»«¡Fue por tu culpa! ¡¡¡Ahora me lo

pagas!!!»«Yo te dije cómo arreglarlo… Y si

no te vale, véndele también tu Apple…»La rabia burbujeó en su interior y,

como un resorte, se levantó. Abrió lapuerta y gritó:

—¡Callaos de una vez! ¡Para un díaque puedo dormir!

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Sus hijos bajaron la voz y a ella leextrañó conseguirlo al primer grito.

Sorprendida, volvió a la cama.Se escurrió entre las sábanas, dio un

par de vueltas y comprendió que ya nopodría retomar el sueño.

Maldijo entre dientes.Sus hijos seguían discutiendo entre

ellos, pero ahora en susurros. Tan sólode vez en cuando podía distinguir algunapalabra como «debes» o «dinero»…

Escogió ropa limpia, se encaminó allavabo, se echó agua en la cara y semetió en la ducha.

Por lo general abría el grifo lo justo,porque no quería gastar demasiada agua,

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pero esta vez lo abrió a tope, para queun fuerte chorro la cubriera por entero,para sentir la fuerza del agua golpeandosu piel, para no escuchar las voces queiban subiendo de intensidad en el salón.

Cuando salió de la bañera y cerró elgrifo, Sandra y Álex estaban gritándosede nuevo.

El agua caliente había llenado devaho el baño y Encarna tuvo que frotarel espejo con la mano para contemplarsu rostro.

Se reencontró con sus ojos doradosrodeados por una cascada oscura decabellos en una imagen que sedifuminaba entre el vapor.

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Los gritos de sus hijos subieron deintensidad.

Se vistió y salió al salón parachillarles.

—¿Queréis callaros de una putavez? —vociferó.

Sus hijos la miraron como si lavieran por primera vez y nocomprendieran de dónde había salidoaquella mujer que de pronto se habíamaterializado junto a ellos.

Ella observó la pila de ropa quehabía amontonada sobre un sillónpreparada para planchar. Su cerebrohizo un rápido repaso: había ropatendida, tendría que colocarla y

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enseguida habría aún más ropa paraplanchar. Y cuando pusiera lalavadora…

—¿No os dije que me ayudarais? —chilló—. ¿No os dije que plancharaiseso?

Sandra y Álex dirigieron la vista, almismo tiempo, hacia el montón de ropaque señalaba su madre. Como si sehubiera tratado de una montaña invisibleque ahora descubrían por primera vez.

—¿Cuántas veces os he dichoque…? —continuó Encarna.

Y estaba a punto de repetirles queella no podía con todo, que a ver siponían la lavadora o recogían la ropa, y

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que había que planchar y fregar loscacharros… Y entonces, justo antes deque su boca lo escupiera, se calló.

«¿Cuántas veces?» Sabía quevolvería a gritarles y que ellos laignorarían como acostumbraban. Comosi fuera un juego en el que ella estuvieraobligada a recitar el papel de esclava yellos al de ningunearla. Y gritaría ygritaría, y gritaría de nuevo.

De modo que abrió la boca y secalló.

Y contempló el montón de ropasobre el sillón, y las pelusasamontonadas en el rincón en el quesiempre se apelotonaban, y el polvo

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sobre la estantería. Y vio su bolso.Y lo cogió.Y salió de casa.Y se fue sin decir ni una palabra ni

dar un portazo.Se dejó llevar por las escaleras,

descendiendo con calma; primeropensando en ir a comprar el pan, yluego, con cada peldaño que bajaba, enqué pasaría si sencillamente no lohiciera.

Y para cuando tomó la decisión desalir a la calle, simplemente a pasear sinprisas, ya se encontraba a la altura delentresuelo.

Y se descubrió frente a la puerta de

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Gustavo. Oyó ruidos en su piso.Y entonces se acercó aún más y

apoyó la oreja sobre la madera parapoder oír con mayor claridad. Y lepareció escucharlo trasteando en lacocina.

Sin pensarlo demasiado, llamó altimbre.

Y sólo entonces se echó a temblar.Pero era demasiado tarde como parasalir corriendo porque Gustavo yaestaba abriendo la puerta.

—Buenos días —le dijo temblorosa.—¡Encarna, hola! Buenos días…Ella se fijó en las ojeras de Gustavo,

pero también en su piel brillante y su

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boca gruesa, y en los bíceps musculososque asomaban debajo de la camiseta.

—Me preguntaba si… Mepreguntaba si aún te queda chocolate.

—¿Con whisky? Aún queda algo enla botella.

—Es un poco pronto para beber,¿no?

—Nunca es demasiado pronto.Gustavo le abrió la puerta y ella

entró.

«¿Has visto, Bonito? Ya nada esigual.»

El del entresuelo, el extranjero, se

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lió con la puta, que ya me parece bien.Pero ahora… Ay, Encarna. Escuchaestos ruidos que hace con ella. Me daasco quedarme aquí oyendo losgemidos, los suspiros y los gritos.

Mejor me subo para arriba para nooírlos.

Tan rápido que ya estoy en mi casaprofanada. Porque los niños de Encarnaentraron en mi casa y en midormitorio… Qué sinvergüenzas. Ya nose respeta nada.

Escucha, el vecino de al lado vuelvea poner música.

Me gusta la música que escucha.

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La puerta del piso de Gustavo se cerrótras de sí y ella se quedó unos momentosen el descansillo, simplementerespirando hondo, sintiendo cadacentímetro de su piel viva y ardiendo.

Su vientre pulsaba, como siposeyera vida propia y aún acogiese elcuerpo de Gustavo dentro del suyo.

Ahora sólo deseaba llegar a casa ymeterse en la cama para disfrutar de ladulce flacidez que inundaba susextremidades y dejarse llevar por lanube en la que se había convertido sucerebro.

Algunos pensamientos seentrometían en su estado de placidez,

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pinchándola, arrastrándola hacia larealidad: había que recoger la ropa, queseguro que los niños no lo habían hecho.Y cocinar y congelar la comida de lasemana… Pero eran pensamientospequeños y ligeros, saltarines, que alpoco eran arrastrados por el vendavaldel bienestar que la llenaba por entero ypor los vapores del alcohol.

Subió las escaleras muy despacio.Ya desde el entresuelo oyó el jaleo.Álex y Sandra continuaban gritándose.

Abrió la puerta del piso y le extrañóque Bonito no saliera a recibirla. Aveces tenía la impresión de quecontinuaba a su lado y cuando recordaba

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que ya no estaba allí, la invadía un dejede tristeza. Hasta que le faltó, no se diocuenta de lo mucho que Bonito laacompañaba. Era el único que la recibíacon alegría cuando llegaba a casa, elque correteaba alrededor mientrascocinaba, el que daba saltitos decontento y la miraba con ojillosbrillantes cuando sabía que iba a sacarloa pasear. Seguro que hubiese sido elúnico que, con su olfato privilegiado,podría haber descubierto los rastros desexo en su piel y el aura de nuevafelicidad que llevaba consigo alrededor,como el aroma de un perfume caro, deesos que no se van así como así, y que

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aun después de haber pasado todo undía, al meterte en la cama se percibe unsutil aroma rodeándote y trasladándote aotro mundo.

Cuando Encarna entró en su piso,Álex y Sandra estaban en el salón y,como si se tratase de un fantasma queatravesara la habitación, ni siquiera lamiraron.

Encarna se dirigió hacia la cocina yla galería.

Como imaginaba, la ropa seguíatendida. Seguro que habría absorbidoparte del olor a fritanga que impregnabael patio interior. Había que poner unalavadora. Y en el salón continuaba la

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montaña de bragas, calzoncillos,camisetas, camisas, pantalones…esperando a ser colocada y planchada.

Recogió la ropa del tendedero y lafue doblando primorosamente sobre lamisma lavadora.

Sacó un par de fiambreras delcongelador y las dejó sobre el mármolde la encimera.

Atravesó el salón, ignorando a sushijos, y se metió directamente en elbaño.

Se duchó y después de lavarse lacabeza buscó una crema de su hija parael cabello y se la aplicó como unamascarilla. Mientras hacía efecto, se

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puso otra crema en los pies y en lasmanos. Cuando acabó, no quedósatisfecha con el resultado y rebuscó enel estante de Sandra alguna laca de uñasque le gustase. Se cortó y se repintó lasuñas de los pies con una laca roja ybrillante, como la sangre.

Entonces se sintió más a gusto y porfin salió del baño y en vez de dirigirsehacia la cocina, fue hacia la puerta de lacasa.

—Adiós, chicos.La puerta se cerró tras ella.Sólo entonces repararon en su

madre.

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Gustavo fumaba en la cama.Era su casa y hacía lo que le

apetecía: fumar en la cama.Hacía mucho tiempo que había

perdido la costumbre y ahora disfrutabadel reencuentro con antiguos gestos yviejos placeres. Del placer del tabacocuyo aroma se mezclaba con el de lamujer a la que se había comido.

Había disfrutado de un sexo sin máscomplicaciones que la de intentar nocaerse de la cama en los momentos másapasionados. Y estaba muy bien volvera recuperar viejas costumbres comoesas: follar por follar y fumar en lacama.

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Apoyó el cigarrillo sobre la mesillasin importarle si dejaba una marca o nosobre ella, y alargó el brazo para beberde un vaso de whisky.

La mujer se había acabado el suyo ya él aún le quedaba un dedo.

Se lo bebió despacio, saboreándolocomo había saboreado a la mujer. Ydespués se incorporó para alcanzar laúltima onza de chocolate que lequedaba.

Y sumergido entre sus propiosvapores de bienestar se durmió, con elsabor del chocolate, el whisky y lamujer aún en la boca.

Hasta que un timbre le arrancó del

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sueño.Le costó recordar de dónde procedía

el sonido y luego dónde había dejado elmóvil.

Cuando por fin lo encontró, lapantalla le mostró el rótulo de «Númerooculto».

—¿Gustavo? —preguntó una vozfemenina.

—¿Sí?—Juan quiere que le devuelvas lo

suyo.Le pareció que se trataba de la mujer

de la barra del club, pero no estabaseguro.

—¿Aún lo tienes?

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—Pues claro.—Y quizás te ofrezca otro trabajo…—Aún me debe el anterior —lo

interrumpió él.—Yo de eso no sé nada. Ya se lo

dirás tú… Escucha, esta noche, sobrelas ocho, en la dirección que te doy.Toma nota.

—Un momento. Sí… dime… Ya lotengo. En Sitges, la avenida deNavarra… Sí… —Gustavo escribió conrapidez.

—A las ocho.—Ajá.—Sé puntual.—Siempre lo soy.

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La mujer colgó y Gustavopermaneció unos segundos con el móvilen la mano. Dejó la nota sobre la mesa yse asomó al balcón.

A esas horas había mucha gente porla calle. Todos los que se levantabantarde y tenían algo que comprar parecíanponerse de acuerdo para salir en elmismo instante.

«Un momento. Ese coche azul en lacalle Ecuador, ¿no lleva dos días ahíaparcado? ¿Hay alguien dentro?»

A Gustavo le pareció distinguir unasombra en su interior. Pero desde allí nopodía verlo con claridad.

Respiró hondo y se tranquilizó.

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Enseguida se desharía del paquete deJuan.

«Sitges», pensó.Esta vez alquilaría un coche.Había una empresa que los alquilaba

acá al lado, a unos cincuenta metros desu casa. Eran serios y baratos, y no setrataba de una de esas grandesfranquicias que tan poca gracia lehacían.

Gustavo encendió el ordenador,abrió Google Maps y localizó ladirección que le habían dado.

No fue el único.Enfrente, a unos ochenta metros, en

un coche de la calle Ecuador, Gerard

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acababa de apuntar en una vieja libretala misma dirección.

«¿Juan? —se preguntaba—. ¿QuéJuan? ¿Y qué es "lo suyo"?»

Gerard supo que esa noche éltambién acabaría en Sitges.

Emilio abrió la puerta de la oficina.Había tenido que usar sus propias llavesporque se la había encontrado cerrada.

Al entrar, un olor a cerrado y asudor rancio se le echó encimaenvolviéndolo como una manta vieja ypringosa.

Su jefe, Pau, lo había llamado por la

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tarde. Emilio había decidido apagar elmóvil y cuando lo encendió, se encontrócon su mensaje en el contestador. No seoía muy bien pero entendió que queríaverlo y reunirse con él urgentemente enla oficina.

Así que se encaminó hacia allá.La puerta del despacho de su jefe

estaba abierta de par en par y sobre lamesa se encontró, tumbado o dormido osemiinconsciente, al propio Pau. Lachaqueta estaba en el suelo, hecha ungurruño; la camisa que vestía, mediodesabrochada.

Emilio se dirigió hacia el cuerpo.Pau roncó ruidosamente. Y el primer

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ronquido fue seguido de otro aún másfuerte que resonó contra los cristalescomo si se tratase de un arma dedestrucción por ondas acústicas.

El jefe olía a sudor y tenía toda lapinta de haber dormido allí y no habersecambiado desde el día anterior. Alacercarse también descubrió un tufo aalcohol y a rancio, como el de losviejos.

—¿Pau?El cuerpo inerte no dio señales de

haber advertido la pregunta.—¿Pau? —repitió.Emilio fue hacia el lavabo y llenó un

vaso con agua fría. Lo dejó sobre la

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mesa dudando si echárselo encima. Porfin, decidió zarandearlo hasta que abriólos ojos.

—¡Pau! ¿Estás bien?Intentó levantarse sin éxito.Emilio lo ayudó a incorporarse.—¿Qué haces tú aquí? —farfulló.—Me has llamado… Bueno, me has

dejado un mensaje en el contestador —se corrigió.

Pau pareció, al fin, darse cuenta dedónde se encontraba.

—¡Mierda!A duras penas se levantó. Buscó con

su mirada vidriosa el lavabo y se dirigiótambaleante hacia él.

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Emilio se quedó en su despacho.Observó una botella vacía de Chivas enla papelera y otra, casi acabada, en elsuelo, junto a un charco maloliente y unpreservativo usado. La noche del sábadoparecía haber sido brillante.

Mientras oía que su jefe tiraba de lacadena en el baño, abrió una ventanapara ventilar la oficina.

Hacía casi dos años ya le habíapasado algo parecido. En aquellaocasión era de noche. También lo habíallamado y le había pedido que vinieracon una voz pastosa y arrastrada.

Entonces se lo había encontradotirado en el portal, muy borracho pero

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no tanto como para no poder mantenerseen pie. Lo había tenido que acompañarhasta su casa; a ratos, prácticamente lohabía llevado a rastras, otros, seapoyaba en él como si se tratase de unbastón.

Emilio se había preguntado muchasveces qué tipo de amistades tendría Paupara verse obligado a acudir a él. Enocasiones pensaba que no tenía ni unsolo amigo, ni siquiera un conocido enel que confiar, y que él, su trabajador deconfianza, era el único con quien seatrevía a mostrar su estampa deperdedor. El único al que cuando estabatan borracho y puesto de todo, podía

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llamar para pedirle ayuda.Aquella lejana noche Emilio

descubrió que Pau no sólo era unalcohólico, sino también un adicto a lacocaína.

En su casa su jefe no sabía muy bienlo que le decía. A ratos se habíamostrado acelerado y a otros, cansado ymedio muerto; también farfulló palabrassin sentido. Recordaba que le habló dela puta de su mujer y de su hijo. Élsiempre la llamaba así, «la puta de mimujer», aunque hiciera años que nofuera su mujer sino su ex mujer. Leexplicó que ella sólo pretendíaesquilmarlo, sacarle hasta el último euro

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y arruinarle la vida. Le contó que estabaobligado a pasar una pensión de cientocincuenta euros a su hijo. A Emilio lepareció una miseria y se le escapó un«¿Y no te parece muy poco?». Pau sehabía carcajeado y le había contestadobalbuceando que «¿Qué coño va anecesitar? ¡Si el colegio es gratis!». Asídescubrió Emilio que Pau había tenidoun hijo que no le importaba nada y delque nunca hablaba con «la puta de sumujer».

Emilio también recordaba que Pauhabía terminado vomitando en una farolay le había manchado el bajo de suspantalones. Recordaba que le dio por

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llorar y por reír.Y desde aquella fatídica noche en la

que lo ayudó a volver a casa y lo dejóen su cama durmiendo la mona, todohabía ido de mal en peor.

Emilio pensó que quizás, ya que lohabía ayudado, lo respetaría más.

Pero ocurrió justo lo contrario.Ahora había visto su auténtico yo; la

parte de Pau Blanc que quería ocultar. Ydesde entonces las cosas se habíanpuesto aún peor en la oficina.

Aquello había coincidido con sudepresión por lo de Sol, y desde esemomento su cuesta abajo se acelerócomo una bola de nieve cayendo por una

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escarpada pendiente.Maldita época aquella que había

empezado ayudando a un Pau borracho.Y ahora, ahí estaba de nuevo la parte

oscura de su jefe. Y de nuevo Emilioestaba ahí delante para verlo.

Sólo que ahora, ¿qué podría ir peor?Emilio se dirigió hacia su propia

mesa y se sentó sobre ella.Oyó a Pau vomitar en el baño.Hacía poco había decidido matarse.

Pero no lo había hecho.Y sentía como si aquello significara

una nueva oportunidad. Las cosas habíancambiado desde entonces. No sabía bienpor qué, pero ahora se tomaba todo de

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otra manera. Como si una vez alcanzadoel fondo de un pozo muy oscuro ya noquedase más camino que el de ascenderhacia la luz.

Le dio por pensar que quizás lohabía conseguido: se había matado enaquella bañera y no se había enterado.Quizás ya estaba muerto. Porque ahoracontemplaba el espectáculo con unatremenda frialdad. Como si fuera unespíritu alejado de las preocupacionesterrenas de los mortales. ¿Qué más dabatodo lo que ocurriera ahora?

Hacía casi dos años, la primera vezque un Pau borracho lo había llamado,se había preocupado por la empresa y

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por su jefe, por la persona que habíadebajo de aquella máscara.

¿Y ahora? Ahora simplementeesperaba a que saliese del baño.

Emilio dirigió la mirada hacia eldespacho de su jefe.

Sabía la combinación de la cajafuerte, sabía qué días se depositaba allídinero en efectivo y cuáles no había casini un euro. Sabía dónde estaban loslibros de cuentas de la caja B. Sabíadónde estaban los archivos y losprogramas de esa doble contabilidad.

Sabía que en pocos días Pau cerraríael acuerdo con la Consejería y que luegoentregarían unos cuantos falsos estudios

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firmados por falsos consultores. Sabíaque habría un importante intercambio deefectivo. Sabía que podría hacerlocoincidir con el día de cobro. El cobroen B, se entiende. Porque todos teníanuna parte del sueldo en negro.

Escuchó que Pau tiraba de nuevo dela cadena y a continuación abría el grifoy dejaba correr el agua. Suponía que seestaría lavando, echándose agua porencima. Espabilándose.

—¿Necesitas ayuda? —le gritó.Pau no le contestó. Quizás no le

había oído.Cuando por fin salió del baño,

estaba ojeroso, con los ojos aún más

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brillantes que cuando había entrado.—¿Estás bien?Pau meneó la cabeza con un gesto

que Emilio no supo interpretar si setrataba de una negación o de unaafirmación.

—¿Quieres que te acompañe a tucasa?

Un «No» profundo y oscuro salió dela garganta de Pau.

Emilio contempló a su jefe.—Es lo mismo, Pau. Te acompaño.—No —murmuró.—Di lo que quieras. Te acompaño a

casa. No hay más que hablar.Volvía a encontrarse con la parte

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más oscura de su jefe.Pero ahora sabía que ya nada malo

podría pasarle.

Gustavo no tuvo dificultades en dar conla dirección de Sitges. Se encontraba alas afueras del pueblo, no demasiadolejos del enorme campo de golf queponía punto y final al núcleo urbano.

Condujo despacio el Seat Ibiza rojoalquilado a lo largo de la avenida deNavarra. Se iba fijando en los númerosde la calle. Dejó atrás una iglesia ycontempló con curiosidad los chalets,bloques de apartamentos y pareados que

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parecían pertenecer a familias muynormales. Sólo algunos edificios dabanla impresión de acoger a alguienrealmente adinerado.

Aquello no le parecía propio de unindividuo como Juan. Más bien setrataba de una zona vacacional o desegundas residencias de los afortunadosque podían permitírselo en esos tiemposde crisis.

Al llegar al número de la calle quele habían indicado se encontró con unchalet rodeado por un enorme jardín yuna valla alta encalada. Las buganvillasy las palmeras del interior asomaban ala calle. La finca era más grande que la

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de los vecinos y el edificio, por lo quese veía, casi podía considerarse unamansión. Si bien poco tenía que ver conlas mansiones del Mariscal que habíaconocido. Si Juan iba a ser su nuevojefe, aquello no alcanzaría el mismonivel. Ni mucho menos.

Gustavo contempló la entradavigilada por una cámara de seguridad.Aparcó muy cerca de ella. Recogió labolsa de basura que contenía la del DIRy se encaminó hacia la puerta.

Al salir del coche escuchó losacordes musicales de una cancioncillade moda procedentes del jardín. Para lasnotas musicales, como para las

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buganvillas, la tapia no suponía unaauténtica frontera.

Se dirigió hacia el porteroautomático y pulsó el botón.

—Soy Gustavo, traigo algo paraJuan. Me está esperando.

Nadie le contestó. Tan sólo unmurmullo eléctrico parecía indicarle queel cacharro funcionaba a la perfección.

Esperó durante casi un minuto yvolvió a llamar.

Por fin, una voz impersonal le pidióque esperase unos momentos.

Gustavo afinó el oído y oyó, bajo elsonido de la música pachanguera,conversaciones lejanas, risas y

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chapuzones en lo que supuso que seríauna piscina.

Recordó las fiestas del Mariscal. Elestómago se le puso duro como unapiedra.

Aquellos ruidos se le parecíandemasiado.

Finalmente la puerta se abrió.La chica de la barra, la que le

preparó el bocadillo con pimientos en elclub, lo miraba sonriente.

—Hola, pasa.Gustavo dio un paso al frente. El

jardín olía a las flores de primavera quepara entonces, al atardecer, desprendíansus más intensos perfumes. Un camino

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de gravilla blanca conducía hasta elgaraje. La mansión tenía dos plantas y untejadillo que probablemente albergaríauna buhardilla. Poseía un aireamericano, con arcos de ladrilloadornando las puertas y ventanas.

A la derecha, más que ver, seadivinaba una piscina. De allí proveníanla música, las voces y el sonido de laszambullidas. Gustavo vio a una mujer enbiquini riendo frente a un tipoesmirriado que vestía vaqueros y unacamisa blanca de manga larga.

—¿Y Juan? —preguntó a la chica.—Ahora está ocupado.—Sólo se lo entregaré a él.

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Ella se rio.—Ya lo supongo. No sufras —

ironizó—. Sólo tendrás que esperarlo unpoco.

La chica lo acompañó hasta unapuerta lateral que conducía directamentea un salón de la casa.

—Espera aquí. Vendrá enseguida.Gustavo echó un vistazo alrededor.

El salón estaba presidido por la enormepantalla de un televisor. Todo estabadecorado con un dudoso estilo colonial.

—Si tienes sed, prepárate algo. —La chica le señaló un mueble bar.

—Me comería un bocadillo conpimientos… —bromeó él.

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—Ja, ja, ja. Pues ahora va a ser queno.

—Podría comerme otra cosa aúnmás sabrosa y apetecible. —Le lanzóuna mirada lo bastante elocuente.

—Me parece que eso tampoco…Anda, sé bueno y espera un poquito,¿vale? Juan vendrá enseguida.

La chica se escurrió por la puertaque daba al jardín y Gustavo se dirigióhacia el mueble bar. Dejó la bolsa allado y descubrió que Juan, al menos, síque tenía buen gusto para los whiskies.

Tomó una botella de Lagavulin y sepreparó un vaso. Mientras escanciaba labotella oyó gemidos en la planta de

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arriba. Alguien follaba con alguien. Y lamujer gritaba escandalosamente.

Gustavo se acercó al ventanal que seabría al jardín. Saboreó un trago delwhisky y su sabor ahumado y cálido leayudó a sentirse bien. La música loenvolvía y sin querer empezó a llevar elritmo con el pie.

Observó interesado a la chica quecharlaba con el tipo esquelético. Unarubia pálida con dos tetas increíbles. Sumirada se deleitó en la contemplaciónde sus pezones erectos y la exageradauve que formaba el exiguo biquini en suescote. Probablemente aquello era purasilicona, pero qué más daba. Después se

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dedicó a la contemplación de su culo.Muy bonito también, pero no tanllamativo como las tetas.

El hombre delgado hablaba con ellasin mirarle el cuerpo. Eso le hizo graciaa Gustavo. Ningún macho se mostraríatan relajado junto a una hembra comoaquella.

Por fin, Juan apareció junto a lapareja y se dirigió hacia el salón. Intentóuna sonrisa pero le salió una mueca. Noera de los que sonreían; era un tipo serioque, por lo que parecía, no sabía vestir.Llevaba unas bermudas y una camisa demanga corta. Calzaba unas chancletas degoma.

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—Juan. —Gustavo inclinóligeramente la cabeza a modo de saludo.

—Me alegra verte bien. ¿Y la heridaesa que te hiciste?

A Gustavo le agradó que lepreguntase por ella. Quizás sería unbuen jefe. Al menos fingía bastante biensu preocupación por él.

—Fue poco más que un rasguño. Yaestá casi bien… —Le escoció elrecuerdo de Gabi y se apresuró asepultarlo en el fondo de su conciencia.

Gustavo señaló la bolsa de basura.—Ahí lo tienes.Juan se dirigió hacia el mueble bar y

abrió la bolsa. Sacó la del DIR y

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contempló su interior.Su rostro anguloso se iluminó.—Bien —se dijo—. Muy bien.Entonces se volvió hacia Gustavo.—Me habían hablado bien de ti y

tenían razón. Espera un momento…Juan tomó la bolsa del DIR y se

marchó por la puerta que conducía alinterior de la casa. La chica seguíafollando en la planta de arriba y susgemidos sonaban aún más falsos.Gustavo se acercó de nuevo a laventana. Aunque aún quedaba suficienteluz del sol, encendieron las luces deljardín.

Dio un nuevo sorbo al vaso de

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whisky y entonces lo vio.Apareció por donde había llegado

Juan y se encaminó hacia el tipodelgado.

—¡Eh, tú! —gritó el hombredirigiéndose a alguien que quedabafuera de su ángulo de visión.

Gustavo dio un paso atrás paraocultarse entre las sombras del salón.

Aquella voz la hubiera reconocidoentre mil.

Aquella voz ronca era la delMariscal.

Si sólo lo hubiera visto, hubiesetenido que mirarlo dos veces parareconocerlo. Porque era él pero parecía

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alguien diferente.Allí seguía estando su piel morena,

su barriga y sus piernas gruesas yfuertes, pero ahora se había dejadobarba y bigote, y el pelo lo llevabaechado hacia atrás, peinado con gomina.Usaba gafas, unas gafas muy modernasde pasta, y todo su cabello era cano,absolutamente blanco. No quedabarastro de su pelo negro azabache teñido;pero allí continuaban su nariz ganchuday los huesos de la frente y las mejillastan marcados.

Vestía una camisa de manga larga ypantalones chinos con pinzas. Tambiénhabía desaparecido su sempiterna

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cadena de oro al cuello.Parecía un europeo, un español.

Podría pasar por uno de esos hombresmaduros de negocios al que las cosas levan bien.

El vaso de whisky le tembló en lamano.

El Mariscal lo miró. Sus ojososcuros refulgieron bajo las gafas depasta intentando discernir la figura queacechaba entre las sombras.

Gustavo dio un paso al frente ybuscó su mirada.

Comprendió que lo habíareconocido y entonces levantó su vasoen un brindis invisible. Le sonrió.

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«Me debe la vida, gonorrea. Estuvecon usted en lo de Cali. Estuvimosjuntos por años. ¿Y ahora qué? Mirahacia otro lado y me olvida, ¿no?»

El Mariscal dirigió unas palabras alhombre delgado y los dosdesaparecieron de su vista.

Entonces Juan volvió al salón.—Lo prometido es deuda.Gustavo se bebió de un solo trago lo

que le quedaba del whisky y alargó lamano para recoger el fajo de billetesque le estaba entregando. Le parecióalgo más de lo acordado.

—Una propina, por las molestias —le aclaró Juan.

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Gustavo lo dobló ceremoniosamentey se lo metió en el bolsillo.

—Ha sido un placer hacer negocioscontigo.

Gustavo no se molestó en contestarley en completo silencio se dio la vuelta ysalió al jardín.

—Te llamaré en cuanto te necesitede nuevo.

Gustavo se volvió y asintió con ungesto de cabeza que Juan interpretócomo un «de acuerdo» y que en realidadsignificaba «ahora da igual».

Se dirigió directamente hacia laentrada. El camino de gravilla estabaflanqueado por luces a ras de tierra que,

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como a un avión en el aeropuerto, leindicaban el camino a seguir.

Él mismo abrió la puerta y la cerró asu espalda.

En la calle respiró hondo del aire dela noche que, al contrario que enBarcelona, olía a flores, a fresco, ahierba y a mar.

Se dirigió con andares cansadoshacia el coche y cuando se sentó ante elvolante dejó caer la cabeza y dio unpuñetazo al salpicadero.

Tardó unos minutos en tranquilizarsey arrancar, y cuando lo hizo no se fijó enel cochecillo azul que lo seguía.

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Era de madrugada cuando Álexregresó a su casa.

Unos pocos coches circulaban por lacalle. Las drogas legales e ilegalescausaban efectos contrarios en losconductores. Algunos corrían a másvelocidad de la permitida, otros sedesplazaban indolentemente por laciudad. A veces desde alguno de ellosse escapaban notas de coplas o demúsica máquina a todo volumen.

Álex aún continuaba fumado y suespíritu tenía razones para flotar en uncompleto estado de serenidad. Por finhabía conseguido liquidar su deuda conel Negro. Vale, había tenido que

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venderle hasta su propio portátil, perohabía valido la pena.

Ahora podría volver a empezar,desde cero. Tendría más cuidado. Noconfiaría en nadie y vigilaría a suhermana. No volvería a guardar nuncamás el material en su habitación. Demomento usaría algún escondrijo en lacasa de la vecina muerta, y luego, algúnsitio más seguro. Ya pensaría dónde. Lopensaría cuando tuviera la cabeza unpoco más despejada.

Rebuscó las llaves en el pantalón delos vaqueros y abrió la puerta del portal.

Justo en ese momento reparó en unasombra que pareció surgir de la nada y

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que, a su lado, fingió el gesto de buscaralgo en su bolsillo.

Sujetó la puerta con la mano paraque no se cerrase.

—Gracias, chaval.Álex sólo prestó la justa atención a

aquel hombre bien vestido, con barba ycabellos blancos, que entró detrás de él.Se dirigió hacia el ascensor y lo llamópulsando el botón.

El hombre pasó a su espalda parasubir por las escaleras. Álex ni siquierale dio las buenas noches. El otrotampoco dirigió la palabra a aqueladolescente que olía a marihuana.

Álex, con su mente en modo

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retardado, tardó un poco en darse cuentade que el ascensor no funcionaba.Volvió a apretar el botón y, viendo queno oía ningún ruido eléctrico, lo pulsóde nuevo. Y luego otra y otra vez.

«Mierda —murmuró entre dientes—.Seguramente alguien se ha dejado lapuerta abierta en algún piso.» Empezó asubir las escaleras con la misma lentitudde los osos perezosos.

El Mariscal permanecía junto a la puertade Gustavo. Procuró no hacer ni unmínimo ruido. Había sacado una pistolade su americana y ahora estaba

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montándole el silenciador.De pronto, escuchó el sonido de

unos pasos acercándosele. Se volvióhacia ellos.

Álex alcanzó el entresuelo. El hombredel pelo blanco estaba junto a la puertadel vecino de abajo.

La mirada de Álex resbaló sobre élcasi sin verlo. Pero algo brillante captósu torpe atención.

Juraría que era una pistola. Unapistola muy alargada que acababa deesconder detrás de su cuerpo.

Sus lentos reflejos le impidieron

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mostrar sorpresa alguna.Continuó subiendo las escaleras

como si no hubiera visto nada y al pasaral lado del hombre musitó un «Buenasnoches» como si fuese lo más normaldel mundo.

El Mariscal dio las buenas noches alsardino.

Lo observó subir unos escalonesmás y se preguntó si habría visto surostro. Si ese chaval fumado sería capazde reconocerlo.

Ante la duda, sacó la pistola quehabía escondido y lo apuntó.

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Álex subía las escalerastambaleándose y preguntándose si lo quele había parecido ver sería real o no.

El Mariscal retiró el seguro y… laluz de la escalera se apagó.

—¡Mierda! —exclamó Álex.Y con la seguridad de quien conoce

su casa por haberla recorrido veinte milveces, continuó subiendo a oscuras, aciegas, con la misma tranquilidad deantes.

El Mariscal tanteó la pared en busca del

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interruptor de la luz, pero no encontrómás que una pared fría y desnuda.

Cuando por fin dio con uno, lo pulsóy en vez de encenderse la luz tal y comoesperaba, sonó un timbre.

Álex llegó a su piso. Aún a oscuras,tanteó la cerradura, metió su llave, abrióla puerta y entró en su casa.

El sonido del timbre sobresaltó alMariscal y lo obligó a dirigir suatención hacia la puerta de Gustavo yolvidarse del sardino fumado.

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Oyó que unos pasos se acercaban ala puerta.

El Mariscal aseguró la pistola y sela metió entre el pantalón y los riñones.

—¿Quién es? —La voz le resultófamiliar y le trajo recuerdos del pasado.

—Soy yo, Gustavo.Apenas un segundo después se abrió

la puerta.—Estaba esperándole. Sabía que

vendría.—Me conoce demasiado bien.Gustavo hizo un gesto al Mariscal

para que entrase.—Sé que hay asuntos que prefiere

arreglar en persona.

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—Una cuestión de honor, parcero.Fuimos amigos usted y yo.

—Camaradas. —Gustavo lecorrigió.

—Compartimos muchos business,sí… Si usted no nos hubiera hecho casoy hubiese buscado otro piso franco o dearriendo por su cuenta, no le habríaencontrado.

—Confiaba en ustedes —lointerrumpió—. Además, sería un lugarseguro, si no le hubiera visto, ¿cierto?

El Mariscal se encogió de hombros.— U n a chimbada… Pero los

caminos del Señor son inescrutables.Gustavo contempló de arriba abajo a

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su antiguo jefe. Ahora vestía unaamericana y con ese pelo tan blanco yarreglado parecía más que nunca unhonrado y acomodado hombre denegocios.

—¿Quiere pasar?—¿Para qué? Aquí acabaremos

antes.—¿No dijo que era una cuestión de

honor? Pues acépteme un trago. Por losviejos tiempos.

El Mariscal clavó su mirada en la deGustavo y viera lo que viese en ella,decidió aceptar su invitación.

—Está bien, un trago. Por los viejostiempos. Será un whisky de calidad,

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¿no?—Por supuesto. Hay cosas que

nunca cambian… Un cabrón whisky.El Mariscal entró en la casa y la

puerta se cerró.

Álex descubrió a su madre mirando latele, en el salón. Todavía no se habíaacostumbrado a su nueva imagen. Lecostaba reconocerla con ese peinado; lerecordaba a las fotos antiguas de lafamilia, esas que hacía siglos que noveía y permanecían difuminadas entre elaire viejo y mohoso de su infancia.

—¿Estás bien, Álex?

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Encarna observó la mirada ausentede su hijo. Los moratones casi habíandesaparecido y su rostro mostraba untono amarillo y verdoso. Sobre el arcoiris de su piel resaltaba su miradavidriosa y brillante, y unas pupilasdilatadas que ya conocía de otrasocasiones. Pero por encima de todo ellodescubrió un curioso aire ausente, deextrañeza o de miedo.

—¿Estás bien? —repitió.Álex pareció reparar en ella por

primera vez.—Sí… No…—¿Qué te ha pasado?Álex parpadeó.

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—Nada… A mí nada. Creo que…Me parece que hay un tío con una pistolaen las escaleras —murmuró más para símismo que para ofrecer información a sumadre.

Las cejas de Encarna se elevaron enun exagerado gesto de sorpresa. Seesperaba cualquier respuesta exceptoesa.

—¿Alguien con una pistola ennuestras escaleras?

—Está en la puerta del vecino deabajo, del sudaca.

—¡¿Gustavo?!El corazón de Encarna se encabritó y

comenzó a latir furiosamente.

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—No sé cómo se llama…Su madre se levantó del sofá

ignorando los gritos de los contertuliosque en la tele se lanzaban improperios.

—¡¿Dónde estaba?! —jadeó.—En la puerta del vecino, ya te digo

—respondió Álex con una frialdad ycalma artificial—. Con una pistola largaen la mano.

—¿Estás seguro? —Su madre lotomó por el brazo.

La mirada de Álex resbaló por lahabitación.

—La verdad es que no, mamá. Noestoy seguro.

Encarna contempló a su hijo. Le dio

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una mezcla de pena y coraje verlo así,con aquella cara hecha puré y esepasotismo en el alma.

—¡Pues vamos a verlo! —Loarrastró hacia la puerta.

—Pero ¡¿qué dices, mamá?!—Que vamos a asegurarnos… No

querrás que dejemos a un tipo armadopor ahí suelto en nuestra escalera.

—Pues cierra la puerta, echa lacadena y llamemos a la policía.

Encarna se planteó, por un instante,la sensatez del consejo.

—¿Estás seguro de lo que has visto?—No…Intentó recordar cuál era el número

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de emergencias, el de la policía deahora. Se acordaba claramente del 091antiguo, pero no estaba segura si ahorahabía que llamar al 080 o al 088. No.Esos eran los bomberos. ¿Dónde tenía latarjeta del policía cojo? Ese que trajo aÁlex el día que le dieron la paliza.¿Dónde estaba la última guía telefónicaque habían repartido? ¿No estaban todoslos teléfonos de emergencias en la guía?…

Los pensamientos se le amontonabanen la mente y Encarna saltaba de uno aotro a la velocidad de un rayo.

Todas las posibilidades que se leocurrían le parecían lentas y absurdas.

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—Lo mejor es que miremos y nosaseguremos.

—Estás loca, mamá.—¿Prefieres llamar tú a la poli

mientras yo bajo?Álex echó un vistazo alrededor.—¿A la poli? ¡Ni hablar!—Entonces vamos abajo… —Lo

arrastró del brazo—. Ay, qué lástimaque no esté ahora Bonito…

A Álex le hizo gracia la imagen desu chucho como fiero perro guardián.Estuvo a punto de soltar una risilla, perocon un esfuerzo, se calló.

Cuando salieron al descansillo lasluces de las escaleras estaban apagadas.

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Reinaba el más absoluto silencio en lafinca.

—No hay nadie —susurró Álex en laoscuridad.

—Chis —chistó Encarna—.Vamos… No enciendas la luz demomento…

«¿Has visto, Bonito? ¡¡Dios mío, québarbaridad!!»

El chucho había estadoremolineando entre las piernas delhombre de barba y cabello blancos.Ladrándolo con una mudadesesperación.

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Y María Eugenia había permanecidoen un rincón, apretándose las manosmientras observaba al hombre que habíaestado a punto de matar al hijo deEncarna. Sin duda el chaval era unsinvergüenza, pero no merecía morir.Ella no quería verlo. No más muertos.Una pistola. ¡Dios mío! ¡Una pistola!

María Eugenia siguió a Bonito hastael piso de Gustavo.

Bonito ladraba al hombre de la pistola yle enseñaba los dientes saltando a sualrededor.

El Mariscal estaba sentado en una

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silla con las piernas abiertas y un vasode whisky en la mano.

Gustavo se encontraba enfrente deél. Su vaso estaba mucho más lleno queel del Mariscal.

—Siempre me gustó usted, Gustavo.—Pues haberme llamado, qué

chévere. No haberme dejado tirado,malparido.

—Una nueva identidad, una nuevavida… Nueva: la propia palabra lodice. Si se empieza desde cero, nocaben los viejos camaradas. Sobre todocuando había un poli que sabía de usted.—Bebió un poco de whisky.

—Sabe que nunca habría dicho ni

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una palabra, Mariscal.—Probablemente. Pero no era sólo

usted, era también la sospecha de si leiban detrás…

Gustavo se encogió de hombros.El Mariscal sacó la pistola y le

apuntó.Gustavo dio un lento sorbo al

whisky, dejó el vaso a su lado y seacomodó en la silla sin dejar de mirar alos ojos, fijamente, al Mariscal.

«Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.»María Eugenia se retorcía las manos

junto a Gustavo.

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Bonito continuaba saltandoalrededor del Mariscal sin dejar deemitir unos ladridos inaudibles.

María Eugenia observó la pistola.No se parecía en nada a las de las

películas. Esta era muy pequeña, comosi fuera de mujer. Y llevaba adaptado untubo largo que seguramente era unsilenciador. Ese sí que se parecía más alos que había visto en la televisión y enel cine.

Contempló el arma. Se concentró enella. Aquello seguramente seríamecánico, no eléctrico, o no… Quizás…Si ella pudiese…

El hombre de barba y pelo blancos

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quitó el seguro.«Dios mío, ayúdame, Dios mío,

ayúdame, Dios mío, ayúdame…»

El Mariscal disparó.Click.Gustavo abrió los ojos preparado

para enfrentarse con el auténtico rostrode la muerte.

La pistola, encasquillada, era sóloun objeto inútil y diminuto perdido entrelas manazas del Mariscal. Su rostroexpresaba la misma sorpresa que el deGustavo.

—¡Rrriiinnnggg! —El timbre de la

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puerta rompió con el silencio de laescena.

—¿Estás bien, Gustavo? ¿Estásbien? —Una voz de mujer se coló hastael salón.

Gustavo reconoció la voz deEncarna, la vecina de arriba.

El Mariscal desvió su atención unmomento, apenas un segundo, al mirarhacia la entrada.

Encarna continuaba golpeando lapuerta con varios toquecitos suaves.

—¿Estás bien? —repitió.Gustavo aprovechó la oportunidad y

se abalanzó sobre el Mariscal. Intentóquitarle la pistola de las manos.

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Bonito ladró y se lanzó tambiénhacia un Mariscal insensible a susmordidas. María Eugenia gritó e intentóalcanzar el arma.

Encarna, a oscuras en las escaleras,continuaba golpeando la puerta.

Ahora sí que se oían ruidosprocedentes del interior de la casa.Golpes, forcejeos y gemidosentrecortados.

—¿Gustavo? ¿Estás bien? —gritó.Álex permanecía a su lado con la

boca abierta como un pez.—¡Gustavo! ¿Gustavo? ¡Gustavo!

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La pelea seguía en el salón. Se oyóuna especie de chasquido: un disparoamortiguado seguido por un grito sordo.

—¿Gustavo?Encarna miró con horror a su hijo.

De pronto, todo fue silencio.

El tiempo se estiró como un chicle.Unos pasos se acercaron a la puerta.Encarna, sin darse cuenta, se colocó

delante de su hijo, protegiéndolo con sucuerpo.

La puerta se abrió y sobre unalengua de luz apareció la silueta de suvecino.

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—¡Gustavo! ¿Estás bien?Encarna se hubiera lanzado en sus

brazos, pero cuando inició el gesto, sefrenó. Después de todo Álex estaba allíy Gustavo no tenía cara de quererabrazar a nadie. Más bien parecía llevarsobre su rostro una máscarareblandecida con expresión de cansadodesconcierto.

Encarna distinguió, al fondo, en elsalón, el cuerpo de un hombre en elsuelo.

—Te lo dije, mamá. Te lo dije.Había un tío con una pistola.

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Unos gritos rasgaron las brumas delsueño y obligaron a Gabriela a abrir losojos.

«¡Gustavo! ¡Gustavo!», unoschillidos de mujer sonaban en lasescaleras.

El sueño y la realidad batallarondurante un segundo en su mente. Estallóen su cabeza, como empujado por unrayo, el recuerdo del incidente del perromuerto. Y entonces comprendió que loque había oído era el nombre de suvecino y saltó de la cama.

Salió disparada hacia la puerta, tal

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cual, con un pijama de raso compuestopor un pantaloncito corto y camiseta sinmangas.

Cuando la abrió, se encontró aGustavo, jadeante, con el rostrodescompuesto, y a la vecina de arriba,diferente, con el pelo de otro color, y asu hijo.

—¿Qué ha pasado?Nadie le contestó.Ni falta que hacía. Su mirada se

dirigió hacia el interior del piso ytropezó con un cuerpo en el suelo en unaextraña posición.

—¿Está muerto? —preguntómientras avanzaba hacia Gustavo.

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Él se encogió de hombros.Gabriela lanzó una mirada

interrogadora a Encarna y Álex, ydespués se dirigió hacia el cadáver quese encontraba en el salón.

Se acercó con cautela.Gustavo la siguió y tras él avanzaron

la madre y su hijo.Gabi observó al hombre y de un solo

vistazo lo situó en una clase socialelevada. Aquella camisa a medida dediminutos cuadritos, el pantalón, elcinturón con la marca de Ferrari grabadaen la piel…

«Qué poco gusto.» Se agachó y letocó bajo el cuello.

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—¿Está muerto? —preguntó esta vezGustavo.

—Eso parece.Gabi volvió el cuerpo con una cierta

dificultad para observar la herida que lohabía matado.

—No deberías tocarlo. Lo he vistoen las películas —le explicó Álex.

—Ella sabe lo que se hace —lecontestó Gustavo muy serio.

—¿Eres médico? —preguntóEncarna.

—Más o menos —contestó Gabi sindirigirle la mirada.

Observó la herida que había dejadoun charco de sangre espesa y oscura, y

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soltó el cuerpo del Mariscal que cayócon un «plof» sobre el suelo desnudo.

Los cuatro se contemplaronexpectantes.

—Hay que llamar a la policía.Gabi miró de reojo a su vecina.

Gustavo cerró la boca con tanta fuerzaque se le marcaron los músculos de lamandíbula. Álex resopló.

—Mamá…—Al policía ese cojo.—Mejor que no. —Gustavo lo

expresó con una voz tan firme y sombríaque sonó como una amenaza.

—Pero… ¿vino a matarte, no? —Encarna se volvió hacia su hijo en busca

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de una respuesta.—Yo lo vi con la pistola, sí… —

explicó Álex.Gustavo se sorprendió. Por un

efímero instante pensó en la posibilidadde llamar a los mossos. Había alguienque testificaría que el Mariscal vino amatarlo, que fue en legítima defensa.

—Es cierto que vino a por mí —dijocon seguridad—. Pero… no vamos allamar a nadie.

Sus ojos negros recorrieron lasmiradas de los otros tres. Allí nadie ibaa llamar a la policía.

Gabriela fue la única que no retiró lamirada y se enfrentó a la suya.

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—Por mí está bien. Yo no he vistonada.

Álex se movió con un ciertonerviosismo.

—Yo… Yo… prefiero no sabernada de la poli… Gustavo observóentonces los rastros de una paliza que semostraban, ahora multicolores, en surostro. Recordó que lo había visto venircon el cojo y prefirió no saber más. Yapreguntaría a su madre qué tipo deturbios asuntos mezclaban a aquelchaval con un policía.

—¿Encarna? —preguntó Gustavo.Ella tampoco tenía ninguna simpatía

por la ley. Nunca se había sentido

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amparada por ella. Recordó cuandorecién casada había ido a la comisaría adenunciar la primera paliza de sumarido. «¿Sólo ha sido eso? Vuelva a sucasa y hagan las paces», le dijeron. Deeso hacía mucho tiempo. Pero ella no lohabía olvidado. Como no habíaolvidado el peso del cuerpo de Alfredoatado a la bombona de butano.

Encarna tragó saliva. Miró a su hijoy lo interrogó con la mirada.

—Yo no quiero nada con la poli —repitió a su madre.

—Yo tampoco —respiró hondo ycontinuó—. ¿Qué hacemos entonces?

Sólo contestó el silencio. Un

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silencio tan pesado como el de lamirada de la muerta que se cogía de lasmanos en la esquina del salón.

—Yo me ocupo —dijo por finGustavo—. Es cosa mía. Vosotros nosabéis nada. Volved a vuestras casas.

—¿Qué vas a hacer con el cuerpo?—preguntó Gabi con tanta frialdad que aEncarna le recorrió un escalofrío. Nuncale había gustado esa vecina tan mona ytan presumida, que ahora más que nuncale daba auténtica aprensión.

En la calle Ecuador, Gerard luchaba conel cañón amplificador.

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Había seguido a Gustavo Adolfotoda la tarde. Lo había observado entraren aquella mansión de Sitges con unabolsa en la mano y salir sin ella. Habíaescuchado que tenía algo que entregar aun tal Juan y, por lo que parecía, lohabía hecho.

Ya en Sitges, en la avenida deNavarra, el cañón le había empezado adar problemas. Primero había escuchadocon claridad la música procedente deljardín y algunas conversacionesintrascendentes. También captó aalguien fingiendo hacer el amor. Pero nofue capaz de dar con Gustavo Adolfo nicon alguna conversación que le

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proporcionase una pista valiosa.Y al final comenzó a fallarle. Fueron

las malditas pilas. No llevaba ningunade recambio y por lo que parecía aquelcachivache chupaba energía que era ungusto.

Se vio obligado a apagar el cañóncuando vio salir a Gustavo.

Antes, mientras lo esperaba en lacalle, le había dado tiempo de llamar aYolanda, proporcionarle la dirección deSitges y pedirle que investigase quiénvivía allá. Le rogó que añadiese elnombre de un tal Gustavo Adolfo a suspesquisas sobre Rosi, el soplón.

—¿Se trata de otro confidente,

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Gerard?—No tengo ni idea. Pero no es un

nombre muy común. Míramelo, anda. Aver si te sale algo… Algo relacionadocon el Mariscal…

—Me tendrás que pagar de algunamanera. —Ella lo había interrumpido yél había tenido unos instantes paradecidir no explicarle nada sobre elmañoso que ahora sabía que estaba enBarcelona.

—Te pagaré en carne, cuandoquieras.

—¡Qué más quisieras!Yolanda tenía la virtud de ponerlo

de buen humor.

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Gerard había observado cómoGustavo salía de la mansión sin aquelpaquete sospechoso. Pero algo debía dehaberle ido mal porque también viocómo, después de entrar en el coche,machacaba a golpes el salpicadero.

Lo siguió de regreso a Barcelona, através de los dichosos túneles y el caropeaje, hasta llegar a la calle Berlín, yentonces se vio obligado a aparcar unpoco más lejos del lugar de costumbre,porque no hubo forma de encontrar otrositio.

Observó desde lejos que GustavoAdolfo entraba en el portal del número109 y entonces conectó el cañón.

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Si en Sitges había empezado a fallar,ahora lo hacía casi de forma constante.Cuando apuntaba directamente hacia elbalcón de Gustavo, sólo le llegabanalgunas palabras deformadas por unzumbido eléctrico.

Pensó en ir al cercano OpenCor acomprar más pilas, pero entoncesdescubrió al chico al que habían dadouna paliza, Álex, llegando al portal, y aun hombre bien vestido, de cabello ybarba canosos, que nunca había vistohasta entonces.

Quizás ese hombre tendría algo quever… Después de todo no estaba usandosus llaves y fue Álex el que le permitió

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el acceso.Gerard decidió quedarse y escuchar

lo que pudiera. Las pilas se estabanagotando, el zumbido se iba haciendomás fuerte y las palabras se mezclabancon los crujidos eléctricos.

« … chimbada… Pero los caminosdel Señor son inescrutables.»

«Zzz… Crrrsss… zzzz.»«¿Estás bien, Gustavo?»«Crrsss…»«Muerto… muerto.»¡Muerto!Gerard aguzó el oído. Las palabras

se desdibujaban hasta convertirse enmurmullos eléctricos ininteligibles.

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Observó cómo se encendía la luz delentresuelo, de la vecina de Gustavo,Gabriela. También estaba encendida ladel propio Gustavo. Y la de la casa delchaval, Álex. Y… la de la señora Luisa.

Eran casi las cuatro de la madrugaday en aquel edificio todos parecían estardespiertos. Sólo los dos pisossuperiores se mantenían con las lucesapagadas: el de Emilio, el tío enfermodel albornoz, y el de la muerta.

Algo pasaba y la mierda del cañónamplificador agonizaba entre graznidoseléctricos.

«Muerto.» Alguien había dicho«muerto».

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Gerard se revolvió en el cocheintentando extraer alguna otra palabra alartilugio de La Tienda del Espía.

Debería entrar. Allí dentro estabapasando algo. Pero ¿qué coño iba ahacer? ¿A quién llamar y para qué?¿Qué excusa tenía para entrar y buscar aese «muerto» que le parecía haber oído?

¿Y si avisaba a sus compañerosaunque no supiese nada de lo que estabaocurriendo? Después de todo los mossosya estaban acostumbrados a recibirllamadas absurdas: que si mi vecinaarrastra los muebles de madrugada y mimadre muerta me espía desde los cablesdel teléfono.

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Gerard continuaba luchando paraentender algo coherente en medio deaquel zumbido en el que se habíanconvertido las palabras del cañón. Nodespegaba la vista del edificio que denoche aparecía envuelto en un amarillode mortaja vieja.

Y entonces se encendió otra luz.Gerard ni siquiera parpadeó cuando

contempló el nuevo resplandor de lalámpara del piso de María Eugenia.

Se acababan de encender las lucesdel piso de la muerta que encontraroncon la cabeza abierta.

Gerard rebuscó su móvil en elbolsillo y marcó el número directo de la

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comisaría.—Buenas noches, mi nombre es

Gerard Tauste, estoy en Berlín, 109 —comenzó—, y…

—Un momento por favor —leinterrumpió una voz impersonal.Después de algunos segundos, continuó—: Ya tenemos un aviso para esadirección, en breve llegará una patrulla.

Gerard farfulló unas palabras ycolgó.

Abrió la puerta del coche, se giró enel asiento, se levantó con los brazos lapierna mala y la apoyó en la acera.

Maldijo entre dientes mientras salíadel automóvil, y después se dirigió

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hacia el portal.

No conocía a ninguno de los dos mossosque llegaron en el coche patrulla.Cuando se acercó a ellos, se presentócon prisas. Los dos policías parecíancansados y no le hicieron demasiadocaso.

—¿Por qué os han llamado? ¿Setrata de un homicidio?

—No, qué va —le contestó el másjoven con mirada de besugo.

El otro mosso lo ignoró y en eltelefonillo pulsó el botón del 1.° 2.ª, elpiso desde el que habían recibido el

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aviso.—¿Luisa Martí? —preguntó.Así que era ella quien les había

llamado. Gerard recordó el rostro de laanciana. Era la que le había parecidomás inteligente de todo aquel grupo devecinos.

Su voz se coló por el interfono, perotan deformada que no comprendió lo quedecía.

En cualquier caso les abrió la puertay entraron en el edificio.

Se oían voces en la escalera. Gerardmiró hacia arriba y creyó distinguiralgunos cuchicheos.

Se dirigió junto con los mossos al

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ascensor, que tardó una eternidad enbajar.

Después subieron traqueteando hastael primer piso, tan lentamente queGerard pensó que andando habríanpodido hacer tres o cuatro veces aquelrecorrido.

Cuando por fin salieron al rellano,lo primero que vieron fue a Encarna y asu hijo que se quedaron mirando conrostros desencajados a los policías.Gerard se fijó en la vecina de abajo, esachica preciosa, Gabriela. Y junto a ellael sudamericano: Gustavo Adolfo. Estosdos últimos parecían relativamentetranquilos.

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En el dintel de la puerta, retorciendoentre las manos un pañuelo, estaba laseñora Luisa.

Ella vestía una falda de paño gruesoy un jersey verde de lana fina. Tenía losojos humedecidos y rojos a causa elllanto.

—¡Muerto! ¡Está muerto! —sollozó.—¿Quién? —preguntó ansioso

Gerard.—Mi marido, Zosi… Zósimo. ¡Ay,

Dios mío!Los dos mossos pasaron al piso de

doña Luisa. Gerard se quedó afuera unossegundos, contemplando a aquellosvecinos. Unos vestidos, otros en pijama,

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pero todos ellos mirándolo torvamentecomo si cada uno de ellos tuviera algoque ocultar.

—Buenas noches. —Recorrió susrostros con la mirada buscando algo queleer en cada uno de ellos y, después,siguió a los mossos al interior del pisode la anciana.

Gerard se moría por fumar un cigarrillo.Creía que lo llevaba relativamente bieny que fumar ya formaba parte delpasado, de esa otra vida que ahora leparecía tan lejana y ajena. Pero enmomentos como aquel le apetecía más

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que nunca sentir un pitillo entre losdedos y llenarse los pulmones de esehumo seco que los dejaría renegridos ypringosos como el alquitrán.

Amanecía en Barcelona. La calleBerlín se libraba del manto de la nochey comenzaba a cubrirse de un tonodorado. El resplandor del día hacía a unlado a las tinieblas.

Gerard permanecía en la calle, juntoal portal, dudando si marchar a su piso oirse a comprar pilas nuevas y entoncesregresar al coche a espiar a todosaquellos vecinos que por fin habíanterminado por volver a sus casas.

Todos le habían parecido

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sospechosos. Encarna y su hijo evitabanel contacto visual, como si no fuese lamisma persona que ayudó al chaval elotro día. Gustavo, ahora que lo teníacerca, le parecía demasiado tranquilo.El y Gabriela mantenían su mirada, perolo hacían de tal manera que le habíadado la sensación de que eran los dos, yno sólo el sicario del Mariscal, los quele ocultaban algo. Si hasta la pobreseñora Luisa le había parecidodiferente. Como si lo observara conrecelo. Con mucho recelo.

El día y la noche habían sidodemasiado largos. Quizás estabacansado y su mente imaginaba miradas

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esquivas y encontraba secretos en todossitios. Quería volver a casa y tumbarseen la cama, y dejar la pierna tranquila ydejarse llevar por un sueño blanco quele hiciera olvidarse de todo.

Un anciano muerto. Había sido unsimple anciano muerto de viejo.

«Noventa y tres años», dijeron.«Tenía alzheimer», explicó la pobreviuda.

Los vecinos curiosearon desde losrellanos y dieron el pésame a la anciana.Sólo cuando estaba a punto demarcharse, Álex, el chaval al que habíaayudado cuando le dieron la paliza, seacercó a él para preguntarle por la

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vecina de arriba.—¿Sabéis ya qué le pasó a la

muerta?A Gerard le extrañó que ninguno se

lo hubiera preguntado antes. Dudó uninstante si debía seguir manteniendo sumentira y explicarles de nuevo que aúnlo estaban investigando. Al fin, decidióque era absurdo; después de todo, todosle conocían y le tomaban por un policíaen activo. Si quería saber algo, siempretendría la puerta abierta.

—Fue un accidente. —Se quitó unpeso de encima al decirlo—. Parece quese dio un golpe con la puerta de uno delos armarios de la cocina y se hizo un

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corte profundo. Se debió de marear y sesentó en la butaca. Allí debió de perderel conocimiento y se desangró. Muriósin sufrir —añadió para darse cuenta deque al chaval aquella informaciónprobablemente le importaría una mierda.

—¿Lo han investigado? —Álexevitaba su mirada en todo momento.

—Sinceramente… No. Es lo queapuntan todos los indicios queencontramos en el piso.

—¿Han ido al piso a investigar?¿Van a volver?

Álex parecía demasiado ansioso porconocer los detalles.

—No. No hemos vuelto al piso de la

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muerta. Ni vamos a volver —le aseguró.Le dio la impresión de que le

acababa de dar una buena noticia. Tantointerés por la muerta y su piso tambiénle pareció sospechoso. Se preguntó porun momento si ese chico quizás usaría lacasa de la vecina para llevarse allí a sunovia.

Los demás continuaron rondando unrato por las escaleras antes de volver asus pisos respectivos. Durante todoaquel tiempo a Gerard le había parecidoque había algo más rondando en laescalera. Una presencia densa y pesadacomo un secreto.

La muerte de aquel anciano nada

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tenía que ver con Pep ni con elMariscal. Nada que ver con GustavoAdolfo, ni Sitges, ni la bolsasospechosa.

Gerard estaba cansado, tancansado… Doblaba y desdoblabamecánicamente un envoltorio de chicleentre las manos.

Había visto a todos los vecinosexcepto a Emilio, el hombre delgado delalbornoz, y la hermana del chaval,Sandra, aquella chiquilla tan guapa. ¿Porqué todos le habían dado la impresiónde esconder algo? Como si fuesenculpables de vete a saber qué.

Gerard tampoco había visto al

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hombre de cabello blanco. Supuso queestaría en alguno de los pisos.

Suspiró. No había nada extraño en lamuerte de un anciano. Y sin embargotodo le chirriaba, como si no acabara deencajar.

Y ahora, allí abajo, con ganas deencender un cigarrillo y volver acontaminar sus pulmones, Gerardcontemplaba el amanecer de la ciudaddudando si ir directamente al OpenCor apor las pilas o a su casa, donde leesperaba una bendita cama.

Emilio se despertó antes de que sonase

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la alarma del despertador con lasensación de haber pasado una nocheplagada de pesadillas.

Nunca recordaba sus sueños peroera como si aún no se hubiera podidodesprender de la peste de los vómitos desu jefe y como si unos pasos cautelososresonaran todavía en su menteadormilada.

Necesitó una ducha bien larga paraespabilarse y salió de ella envuelto ensu albornoz y en frescos deseos de unanueva vida.

Ya nada sería igual. Nada estabaresultando de la misma manera. Porprimera vez en su vida tenía la

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sensación de que él manejaba los hilos.Se preparó un buen desayuno y

mientras devoraba unos cerealesrellenos de chocolate, de una variedadque nunca antes se habría atrevido acomprar porque le parecía infantil,repasó en su mente el plan que habíaempezado a urdir.

Canturreó «We Are The Champions»de Queen mientras se vestía, y aúntarareaba sus notas cuando salió de supiso al descansillo de la escalera.

Miró el reloj. Era bastante temprano,pero no le importaba llegar pronto.Tenía mucho por hacer.

Llamó al ascensor y volvió a echar

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un vistazo al reloj. Había tiempo desobra. Y le quedaba algo porcomprobar.

Primero se aseguró de no oír aningún otro vecino rondando la escaleray luego se acercó con cautela a la puertade María Eugenia. Prestó atención por sise oía algo dentro, y después la empujócon cuidado.

Se abrió sin dificultad.El pasillo permanecía en la

penumbra. La primera luz del díaluchaba contra las sombras.

Avanzó un paso. Y luego otro. Lamadera del suelo crujió.

Se dirigió hacia el salón.

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Su mirada pensaba resbalar, comosiempre, por encima del sillón en el queencontró el cadáver de su vecina. Peroen esta ocasión se vio anclada,irremediablemente, al cuerpo quedescubrió en él.

Sentado de cualquier modo, en unaextraña postura, había un hombre.

Un hombre muerto.Tenía el cabello y la barba blancos.

Su piel era morena. La elegante camisade cuadritos presentaba una enormemancha de sangre reseca.

Emilio reprimió un grito que se lequedó enganchado en la boca delestómago como un hipido mal hilvanado.

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Entonces empezó a hiperventilar, arespirar tan deprisa que hacía más ruidodel que hubiera querido emitir. Se apoyóen la pared del pasillo y se acercó unpaso más hacia el muerto. Porque nohabía dudas de que estaba muerto.Porque aquellos ojos mates queasomaban detrás de las gafas sólopodían pertenecer a un cadáver. Porquesu postura era forzada y extraña. Porqueolía a muerte y a viejo y a polvo.

Emilio echó a correr fuera del pisoy, sólo cuando llegó al ascensor, sucabeza recobró la lógica delpensamiento.

«La policía. Tengo que llamar a la

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policía.» Sacó el móvil con las manostemblorosas. Estaba apagado.

Ahora lo desconectaba por lasnoches.

Lo encendió.Aquel cacharro tardaba siglos en

arrancar.Emilio resopló nervioso.Mientras la pantallita le mostraba

luces naranjas y verdes y amarillas,repasó en su cabeza a qué númerollamar, y entonces asomó a su memoriael policía cojo. El que había venido eldía que descubrieron a María Eugenia.Seguro que guardaba su tarjeta en algúnsitio.

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Sacó la cartera del bolsillo delpantalón y comenzó a rebuscar.

Aparecieron sus propias tarjetasarrugadas por las esquinas, uncalendario diminuto, un vale dedescuento del OpenCor y algunos tíquetsde compra, antes de dar con la tarjetaque le interesaba.

«Gerard Tauste», decían unassobrias letras negras sobre un fondo decolor vainilla.

Su móvil, por fin, le mostraba lapantalla de inicio.

Marcó los números muy despacio,para asegurarse de que no seequivocaba.

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No se daba cuenta del sonido de surespiración. Un ruido enfermizo y comode asmático que podía oírse por toda laescalera.

Gerard estaba pagando en el OpenCor.El dependiente metía cuatro paquetes depilas, una palmera de chocolate, unpaquete de chicles y un bote de Nescaféen una bolsa.

Él rebuscaba en la cartera el billetecon el que pagar y la caja acaba deabrirse con un «clinc».

La llamada nunca sonó en su móvil.Hacía horas que se había quedado

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sin batería.

A Emilio le saltó el contestadorautomático de Gerard.

Una voz electrónica lo saludó y sevio obligado a resoplar varias veceshasta conseguir hablar, pero cuando porfin pudo articular palabra no supo quédecir. Así que colgó.

Se quedó mirando la pantalla de sumóvil como si ese cuadradito brillanteposeyese todas las respuestas a susmudas preguntas.

Marcó un cero y un ocho, y estuvo apunto de completar el número de los

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mossos, el 088, pero su cerebroempezaba a funcionar con otra lógica, yen cuanto oyó ruidos procedentes delprimer piso, decidió bajar.

Casi se rompe la crisma al saltar losescalones de dos en dos.

Encarna estaba en la cocina.El café en una vieja cafetera

renegrida borboteaba al fuego. Álex aúnpermanecía en pijama y Sandra estaba apunto de salir.

El timbre de la puerta interrumpiósus rutinas diarias.

—Ya voy yo —dijo Sandra.

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—Soy el vecino de arriba… —Lavoz de Emilio se coló en la casa comoun gato salvaje.

La chica abrió la puerta y seencontró con el rostro de Emiliocongestionado.

—¿Está tu hermano? —le preguntócasi gritando.

Encarna, que había reconocido suvoz, apareció frente a la puerta.

—Buenos días, Emilio.Los dos se sonrieron, pero la sonrisa

de Emilio salió torcida.—¿Está tu hijo?—¿Qué pasa?Emilio calló. Encarna le caía

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demasiado bien como para soltarle derepente que creía que había encontradoalgo perteneciente a su hijo en el piso dearriba. Algo que en esta ocasiónresultaba mucho más peliagudo que unsimple paquete: un muerto.

Álex asomó desde la cocina.—Hola, vecino.—¿¡Hola!? —Emilio le contestó

furioso—. ¿Cómo que «hola»? ¿Quénarices has dejado en el piso de MaríaEugenia?

Álex dio un salto, pero el deEncarna, su madre, fue aún mayor.Sandra alzó las cejas en un gesto desorpresa.

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—Nada —titubeó el chico—. Yo nohe hecho nada.

Encarna tragó saliva antes de añadir:—No ha sido él… Hemos sido…

nosotros… todos.—¿¡Nosotros!? —Emilio se volvió

hacia ella—. ¡Encarna! Por el amor deDios, hay un muerto ahí arriba; en elsillón…

La mirada de Sandra saltaba de unosa otros.

—¡Un muerto!Su madre se acercó a ella.—Anda, Sandra, vete ya a la

facultad. Mejor que no sepas nada. Nopasa nada.

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Sandra entornó los ojos. Miró a suhermano, al vecino de arriba que ahoraparecía inflamado por la furia y,finalmente, a su madre.

—Me voy —dijo con frialdad.Cogió su bolsa y la carpeta mientras

todos guardaban silencio.—No sé qué os traéis entre manos,

pero tened cuidado.—No quieras saberlo, hermanita —

le contestó Álex con retintín.—No quiero saberlo, te lo aseguro.Sandra echó una seria mirada a

todos y se marchó ceremoniosamente.Los tres se observaron en silencio.—Es una larga historia. —Encarna

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suspiró antes de hablar—. ¿Quieresdesayunar con nosotros mientras te lacuento?

—No estoy seguro…—Ahora que lo has visto, estás con

nosotros, vecino —le dijo el chico consorna.

—Lo dudo mucho.—Con nosotros, Emilio. —La voz

de Encarna sonó quejumbrosa.Él se dejó caer en la silla de la

cocina que Sandra había dejado libre.Encarna le acercó una taza de

Duralex y le puso un poco de café.—¿Quieres magdalenas?—Ya he desayunado, gracias.

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De hecho, los cereales que habíaingerido hacía unos minutos habíancomenzado su propia danza en elestómago.

—Anoche murió el marido de doñaLuisa…

Ahora fue Emilio el que saltó en susitio. La imagen de la anciana sesuperpuso al del muerto canoso. Pensóque tendría que ir a darle el pésame.

—… Y cuando llegó la poli —continuó Álex—, no se nos ocurrió otrolugar donde dejarlo.

—Pero, pe, pe, pero… ¿a quién? ¿Almarido de la señora Luisa?

—No, al que yo antes me había

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encontrado en las escaleras… Llevabaun arma; una pistola…

—Es una larga historia —leinterrumpió su madre—. Vayamos porpartes. Escucha…

Lo he visto. Lo he visto. Ha sido sólo uninstante. No me ha dado tiempo asaludarle ni nada.

Estaba como cuando se vino a viviraquí, muy joven y muy guapo. Porque laverdad es que siempre fue un hombreguapo. Moreno como un trozo de maderabarnizada. Zósimo siempre me gustó.

Su fantasma se esfumó en cuestión

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de segundos. Lo vi ahí, junto a su cama ysu propio cadáver, mirándose como conlástima. No le he podido decir nada, nipreguntarle que por qué él se va y yo no.Es igual que el otro muerto, el que estáen mi sillón, que tampoco se haquedado. Sólo estamos Bonito y yo.Gracias, Bonito, por quedarte a mi lado.

No sé por qué sigo aquí. He sido unabuena persona. Hombre, tenía mis cosas,como todo el mundo. Si hasta iba a misacada domingo. Bueno, es verdad que enlos últimos años no tanto, sólo cuandome aburría o me apetecía arreglarme yponerme la chaqueta de punto gris y lacamisa blanca de botones de nácar…

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¿Dirán unas misas por mí? ¿Quiénpodría encargarlas? Yo pensaba que unaluz intensa me llamaría, que Dios meesperaría para poder sentarme a sudiestra, aunque sólo fuese un ratito.Pensaba que, no sé, que al menos unrato… Después de todo, cuando se tratade la eternidad un ratillo es sólo unratillo… A lo mejor no debería pensartanto. Si no pensase, no sería; no estaría.Porque ya sólo me quedan lospensamientos aquí enredados unos conotros, y sin pensamientos no hay nada. Sino pienso… Si consigo no pensar, nosería nada, ¿no? Ya no quedaría nada. Yentonces, quizás… me iría como ellos.

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Los restos del café aguado permanecíanen la taza frente a Emilio. Encarna y suhijo acababan de contarle una historiaque a él se le antojaba casi imposible.

—Esta noche —dijo Álex— hetenido tiempo de pensar y ya sé quépodemos hacer con el muerto.

—Eso es cosa de Gustavo. Nosotrosno tenemos nada que ver y haremoscomo si no supiéramos nada.

—Pero, mamá, le ayudamos asubirlo…

Emilio seguía su conversaciónmirando ora a uno, ora al otro, como sise tratase de un partido de tenis. Le

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parecía mentira estar asistiendo a uncoloquio como aquel.

—Y ¿qué hará con él? He tenido unaidea y ¡no puede quedarse ese cuerpoahí para siempre!

—¡Es cosa suya, Álex! Además, elde María Eugenia estuvo allí desdenoviembre, ¿no? Y a nadie le molestó.

—Hombre, estaban las moscas esasasquerosas —intervino Emilio contimidez.

—Eso es verdad. Estaría bien queno volvieran las moscas…

—Las llaman moscas del diablo odel infierno. ¡Qué mal rollo!

Emilio observó en silencio cómo

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Álex se levantaba a buscar un paquetede galletas.

—Hay que llevarse ese muerto deahí —dijo mientras lo sacaba delarmario—. Y yo sé dónde dejarlo.

Encarna suspiró y miró concansancio a su hijo. Pensó en Gustavo,en su piel suave y su cabello negro ysalvaje.

—¿Estás hablando en serio?—Pues claro, mamá.Encarna clavó su mirada en la de su

hijo y por primera vez en mucho tiempole dio una cierta sensación de confianza.

—Pues entonces, ve, Álex; baja yllama a Gustavo. Dile si quiere

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desayunar con nosotros, que tienes unaidea. Después de todo, si no nosayudamos los unos a los otros, ¿quién lohará? —terminó con otro suspiro.

Aquella frase le recordó a Emilioalgo que había dicho doña Luisa.

El chico se levantó con la galleta amedio morder en la boca y salió delpiso.

Emilio contempló su vaso y despuésmiró a la mujer. Le gustaba aquella bocatan bien dibujada, y su mirada firme yasustada a un mismo tiempo.

—Encarna —le rogó con ojos decervatillo—, ¿tienes coñac, ginebra,whisky o alguna cosa así?

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Ella asintió.—Tengo un coñac por ahí.—¿Te importa ponerme una copa,

por favor?… Creo que necesito un trago.Cualquier cosa fuerte… Y voy a llamara la oficina. Les dejaré un mensaje en elcontestador. Me parece que hoy no iré atrabajar.

María Eugenia observaba desde unrincón el trajín que se había organizadoen su salón. Nunca había estado tanlleno de gente. Ni siquiera en aquellasNavidades de hacía ya casi treinta añosen las que habían invitado a un profesor

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que se había quedado solo en Barcelona.Encarna miraba cómo Emilio y

Gustavo manipulaban el cadáver. Suhijo, Álex, a veces les echaba una mano.

—Nunca pensé que sería tan difícilponer una camisa a un muerto —dijoEmilio.

Encarna calló. Ella había vestido ydesvestido varios muertos. Y tambiénsabía cómo mover el cuerpo de losancianos que apenas pueden valerse porsí mismos. No era tan difícil. Era comotratar a un bebé pero mucho más pesado.A veces tenía la sensación de que loshombres eran medio tontos.

Habían quitado la camisa

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ensangrentada al Mariscal y le habíanpuesto una de Gustavo. Le quedaba algoestrecha, pero el muerto no se quejaría.La del Mariscal la habían metido en unabolsa del Lidl.

—Sería mejor hacerlo de noche —murmuró Encarna.

—No puede ser. Seguro que denoche la universidad está cerrada. Hayque sacarlo de día.

—Lo mejor es que parezca un viejotambaleante —había dicho Gustavo.

—María Eugenia tenía un bastón —señaló ella—. Vosotros podéis llevarloen volandas y yo llevaré el bastón, comosi se lo sostuviera. Es lo que haríamos si

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fuese un anciano que no pudiera andar,¿no?

—Perfecto.Emilio se veía inmerso en una

enorme sensación de irrealidad que losvapores del coñac contribuían aalimentar. Ya le había pasado algunasotras veces en su vida. Como cuandoSol lo dejó. Entonces era como sicontemplase la escena desde fuera,como si él no la estuviera viviendo ysólo fuese el espectador de una malapelícula.

Por fin se atrevió a preguntar:—¿Quién era este?Gustavo dudó si contestarle.

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—Mejor no quieras saberlo.Finalmente añadió:—No era un buen hombre.—Eso seguro —remató Álex.—Pero en algún momento fue mi

amigo.—Teniendo amigos como estos,

¿quién quiere enemigos? —le contestóel chico con sorna.

—¿Lo echarán de menos?Gustavo no pudo evitar esbozar una

sonrisa.—No. Nadie lo espera.Conocía al antiguo Mariscal. Estaba

seguro de que no le habría dicho a nadieadónde iba. Era el tipo de hombre que

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se ocupa de sus propios asuntos.Tardarían días en echarlo de menos.Pensarían que se había ido de putasbaratas, a sus business, como le gustabadecir a veces. Unos creerían que estaríacon otros, y los otros con los unos. Ycuando por fin lo echaran de menos,nadie denunciaría su desaparición.Después de todo ya había muerto en Caliy nadie puede morir dos veces.

«Yo soy el único que lo hubieraechado de menos. El único que loesperaba. Maldito parcero.»

Los tres contemplaron su obra.El cadáver del Mariscal permanecía

casi sentado en el sillón de María

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Eugenia. En el tapizado los restos desangre seca de la mujer se habían unidoa los de él. Parecía un viejito bienvestido. Le habían puesto las gafas y lehabían abrochado la chaqueta concuidado.

—Esos ojos dan muy mal rollo —dijo Álex.

Los ojos muertos del Mariscal loscontemplaban ciegos. Era el únicoelemento que traicionaba su falta devida.

—Necesitamos unas gafas de sol oalgo así. Le irían mejor…

—Una boina también iría bien… —añadió Emilio.

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—No, hombre, no. Mejor unsombrero panameño… Va mejor con elpersonaje —indicó Gustavo.

—No, ¡si ahora vamos a ponernospijos y todo! —exclamó Encarna.

—Tengo unas gafas de sol abajo.Son una mierda sin marca… Voy a porellas. —Álex se dirigió hacia la entradadel piso.

Emilio recordó un sombrero de pajaque le habían dado en una feria hacíaaños. Debía de estar en el altillo delarmario.

—Yo tengo un sombrero que creoque le irá bien.

—El bastón de María Eugenia tiene

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que estar por aquí…Encarna fue hacia la puerta y

rebuscó en el paragüero. Regresó con elbastón y lo dejó junto al cadáver.

—¿Dará el pego? —preguntó aGustavo.

—Psé… Depende de nosotros. Delteatro que le pongamos. De queparezcamos una familia preocupada pornuestro abuelo.

—O algo así —dijo ella echando unvistazo al cadáver.

—O algo así.—Hubiese preferido hacerlo de

noche, sin que nadie lo vea —insistióella.

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—No hay nada más sospechoso quesacar un hombre así —Gustavo señalóal muerto— de noche. Y sólo nosfaltaría también meterlo en el maletero.Nada de eso. Sólo los imbéciles de laspelículas guardan los cadáveres en losmaleteros de los coches. Lo mejor essentarlo como un pasajero más, atrás,con el cinturón de seguridad bienapretado. Le pondremos el sombrerocalado hasta los ojos, las gafas de sol yrezaremos a la Virgen y a todos lossantos para que nadie se fije demasiadoen él.

—Ni en nosotros… —añadióEmilio.

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—Ni en nosotros.

«Me alegro de que se lo lleven demi casa.»

«Guau.»

Emilio respiró profundamente y un olordulzón y amargo a la vez invadió susfosas nasales. Aguantaba el cadáver delMariscal por un sobaco y Gustavo por elotro. Entre los dos sostenían el cuerpocomo si realmente se tratara de unanciano que no pudiera mantenerse enpie.

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El sombrero con una cinta verde depublicidad le estaba un poco grande alMariscal. Encarna se lo colocó mejor.También le arregló la americana y lepuso las gafas de sol. Le había guardadolas gafas graduadas en la chaqueta.

—¿Preparados? —preguntóGustavo.

Estaban a punto de salir del portalhacia la calle. Él había bajado unosminutos antes para aparcar el coche dealquiler justo delante de la puerta.

—Recordad: es como si fuera unabuelo dormido, ¿ok?

Todos asintieron.Encarna abrió la puerta. Le temblaba

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el cuerpo entero. Ella llevaba el bastóndel «abuelo». Álex salió el primero, conlas llaves del coche en la mano.

—Es ese de color rojo —le indicóGustavo.

El grupo se dirigió hacia elvehículo.

Álex pulsó el botón que abría laspuertas del automóvil y fue hacia losasientos de atrás. Entró en el coche paraayudar a Gustavo y a Emilio a sentar alMariscal dentro. Lo colocaron tal ycomo lo hubieran hecho con un ancianoimpedido.

El cuerpo les quedó un pocodeslavazado y Álex intentó ponerle el

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cinturón de seguridad para que quedasemás sujeto.

Encarna estaba acostumbrada amover ancianos, pero con un muertotodo resultaba un poco más complicado.

Cuando acabaron de colocarlo,Emilio resopló satisfecho.

Sólo entonces se atrevió a echar unvistazo a la calle.

Aún era temprano y por la acerapasaban peatones que afortunadamenteno les dedicaron ni una mirada.

Entonces la vio.Sola, tambaleándose, con la misma

falda de paño grueso y el mismo jerseyverde que había vestido por la noche. La

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señora Luisa se acercaba por la acerasin apartar de ellos unos ojoscongestionados por las lágrimas.

Su mirada se quedó fija en el muertoque, sentado en el coche, permanecíaatado con el cinturón de seguridad y lacabeza algo inclinada, como si se miraselos zapatos.

Álex estaba subiendo al vehículopor el otro lado.

—Buenos días, Luisa. —Aún conlos nervios a flor de piel, a Emilio lesalió un educado saludo—. Sientomucho lo de Zósimo.

La anciana retiró la mirada delcadáver y la clavó en la de su vecino.

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—Gracias, Emilio.—No, gracias a usted. Gracias.La señora Luisa esbozó una dulce

sonrisa.—Gracias —repitió Emilio—.

Ahora tenemos cosas que hacer —señaló el coche—, pero después, cuandoregrese, me pasaré a verla. Ya me dirádónde es el velatorio.

Luisa asintió en silencio.—Yo también me pasaré —añadió

Encarna antes de darle un par de besos ala anciana.

La señora Luisa suspiró y les dijocon voz cansada:

—Tenemos que ayudarnos los unos a

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los otros.La anciana miró de reojo a Álex que,

sentado junto al Mariscal, le colocaba elsombrero de forma que le tapase aúnmás los ojos.

—Todos olemos a muerto —les dijoa Encarna y a Emilio. Y entonces,sorprendentemente, sonrió. Y parecíauna sonrisa franca y brillante, muydiferente a la que hubieran esperado enella—. Id en paz.

La señora Luisa se dirigiólentamente hacia el portal.

La noche había resultado muy dura.Todo aquel alboroto había coincididocon lo de Zosi. Ahora volvía a casa

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agotada y por primera vez en muchosaños nadie la esperaba.

Sus pasos se aceleraron casiimperceptiblemente.

En la cocina guardaba unosdeliciosos palitos de naranja confitadarecubiertos de crujiente chocolate negro.Hoy se los tomaría despacio, muydespacio; saboreando cada uno de elloscomo si fuese lo último que comiese eneste mundo. Sin prisas. Como si noexistiera nada más allá de aquellospalitos y de ella misma.

El ambiente resultaba pesado en el Seat

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Ibiza rojo. Es lo que tienen los cochespequeños cuando cuatro personas locomparten con un muerto. La ciudad queles rodeaba se desdibujaba afuera, másallá de las ventanillas. Sólo contabamirar hacia delante, hacia las calles quese abrían ante ellos como un laberintoplagado de posibilidades.

Cuando Gustavo no tenía claro quécalle tomar, Álex le indicaba el camino.

—Hubiese preferido que no vinieras—dijo su madre.

—Ninguno de vosotros sabe adóndevamos. Además, no me lo hubieraperdido por nada del mundo.

—¡Serás idiota!

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—No te preocupes, Encarna. Esmenor de edad. Si nos pillasen con elmuerto a cuestas… Él es menor de edad.No le pasaría nada.

—A ninguno os pasaría nada —intervino Gustavo muy serio—. Yocargaría con toda la responsabilidad.Juro por lo más sagrado que diría que osobligué a punta de pistola a ayudarme adeshacerme del muerto.

Álex se removió en el asiento.—¿Puedo…? ¿Puedo quedarme con

la pistola del muerto?—¿Eres idiota o imbécil? —le gritó

su madre—. ¡Ni se te ocurra!La pistola estaba en la bolsa del Lidl

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junto a la camisa ensangrentada, a lospies de Emilio.

—De la pistola me encargo yo. Lacamisa se queda junto al cuerpo.

—Pero…—¡Ni una palabra!—Nunca te quedes con la pistola de

un muerto —continuó Gustavo con vozneutra—. Es la manera más fácil de quete relacionen con él… De la pistola meencargo yo… —insistió entre dientes.

Estaba convencido de que aquellaarma estaría limpia. El Mariscal sabíacómo hacer las cosas.

—Y ¿se puede saber en qué líos seve metido un chaval como tú como para

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volver por las noches con la caramachacada y un poli del brazo?

Lo preguntó con toda la calma delmundo. Por fin lo había soltado. Queríasaber qué tenía que ver el cojo con elhijo de Encarna.

—Precisamente por eso quiero lapistola… para que no me vuelvan apegar —contestó Álex con voz infantil.

—Con una pistola de lo único que teaseguras es de que la próxima vez temeterán un balazo.

Emilio quedó sorprendido por larespuesta de Gustavo. Nunca pensó queuna especie de asesino como él diese unconsejo de ese tipo.

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—Mantente alejado de las armas,niño.

—¡Ya no soy un niño!Gustavo apartó unos instantes la

mirada de las calles y la volvió haciaÁlex.

—Eres un crío, pero me hasayudado. Te debo una. Luego, si quieres,me cuentas qué te pasó.

—Mejor es que salga de sus líos élsolo —intervino Encarna.

—Tu madre tiene razón. —Gustavomeneó la cabeza al decirlo—. ¿Pordónde ahora?

—Por esa calle de la derecha yluego hacia arriba. No queda lejos.

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Los últimos pisos y casas deBarcelona se fueron espaciando hastadesaparecer.

Dejaron atrás la ciudad. La carreteraretrepaba por colinas que enseguida seconvirtieron en verdes montañas.

—Aquí siempre hay polis para cazarmotoristas.

—Nosotros somos una familia deexcursión.

—Intentaré creérmelo.Emilio contempló el paisaje.

Después de un invierno muy lluvioso lanaturaleza había estallado en un millarde verdes.

Las flores amarillas de la retama y

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algunas amapolas salpicaban loscampos.

—Abre las ventanillas, por favor,Gustavo. Deja que nos entre el aire. Nosvamos a asfixiar con este muerto dentro.

Gustavo bajó un poco los cristales ytodos respiraron un aire que olía aprimavera, a campo y a pureza. Emiliocerró los ojos para disfrutar con todaintensidad de la atmósfera que prometíauna vida nueva.

A Encarna le entraron unas ganasabsurdas de entonar alguna canción deesas que se cantan en las excursiones,pero se mordió los labios.

Gustavo continuó conduciendo por

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las curvas cerradas. Cuando llegó a loalto de la montaña rompió el silencio:

—No os he dado las gracias,vecinos. Gracias… Os debo una.

Cuando llegaron a la universidad, aÁlex no le fue tan fácil orientarse. Sólohabía estado una vez y había venidodesde la estación de los ferrocarriles.

—¡Ahí está! —Lo señaló en cuantoreconoció el edificio de la Facultad deVeterinaria sobre la colina.

Gustavo tomó la carreterilla queparecía conducir hacia ella.

—La entrada está por detrás… Por

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aquel camino.El coche subió las últimas decenas

de metros que quedaban, giró en unaesquina y…

—¡Mierda!Casi se pudo escuchar cómo sus

corazones se congelaban. Frente a laspuertas de cristal que el muchacho habíaseñalado se hallaba aparcada unafurgoneta blanca.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntóEmilio.

—Pues lo único que podemos hacer:esperar a que se vayan. Con paciencia.

—Esto no me gusta nada —dijoEncarna mirando de reojo al muerto.

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—¿Y a quién le gusta?—Es sólo cuestión de paciencia.

Tranquilos.Gustavo aparcó al otro lado de la

carreterilla, lejos de la furgoneta y bajola sombra de unos árboles. Salió delcoche y encendió un cigarrillo.

—Aquí ya no podemos sacar al«abuelo» como si fuéramos una familia—bromeó Álex.

—Ahora es cuando hay que tenercuidado de verdad. Nadie debe vernos—señaló Emilio—. ¿Hay cámaras aquí?

—¡Qué dices! ¿Qué te crees que esesto? Sólo una mierda de universidad.

Todos salieron del coche excepto el

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Mariscal, que permanecía pegado alasiento de atrás con el sombrerotapándole la cara. A su lado reposaba elbastón de María Eugenia, como si elabuelo fuera a cogerlo de un momento aotro y, apoyándose en él, darse un paseopor los campos.

—Con un poco de suerte nadie lodescubrirá —dijo Álex para llenar elsilencio—. Lo tenemos que dejar en elfondo del todo. Al fondo de los arconesque os conté. Así, cuando necesitencuerpos, cogerán los primeros. Y con unpoco de suerte…

«Como la que hasta ahora nos haacompañado», pensó Emilio.

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—… pasarán más de tres meses yentonces quemarán los cuerpos en elcrematorio, sin mirar si son perros,lobos, elefantes, marcianos…

—U hombres muertos —leinterrumpió Gustavo.

—Sí. Hombres muertos…Encarna se sentó en el bordillo, a la

sombra.—«A la sombra de los pinos…» —

canturreó Emilio.—Vaya humor…—En los peores momentos también

hay que reírse. Tendría que reír más amenudo.

—Y yo.

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—Tienes una sonrisa preciosa,Encarna.

Ella dejó escapar una carcajada.Gustavo se volvió hacia ellos concuriosidad.

—¿Vas a seguir tirándome los tejos,Emilio? ¿Aquí? ¿En medio del campo ycon un cadáver sentado en el coche?

—Él no dirá nada.—¿Y mi hijo?—Mmm. Me parece que tampoco

dirá nada.Álex los contemplaba de reojo.

Sorprendido de la sonrisa de su madre.Un zumbido agudo les interrumpió.Emilio saltó en su sitio. Encarna,

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Gustavo y Álex se volvieron hacia él.—Es… Sólo es… —tartamudeó

mientras sentía una vibración en elbolsillo de su pantalón—… Es mimóvil.

Lo sacó y observó un númerodesconocido en la pantalla.

—Dígame.—Soy Gerard Tauste, tengo una

llamada perdida de este número.Fue como si el suelo se abriese a los

pies de Emilio. Había olvidadocompletamente que hacía poco más deun par de horas había encontrado uncadáver y entonces había llamado alpolicía cojo.

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Comenzó a balbucir:—Sí, no… Gerard. Sí —afirmó por

fin—. Soy Emilio Fernández Quesada,de la calle Berlín.

Percibió cómo Gerard contenía larespiración al otro lado de la línea.

—Le he llamado hace un rato, sí. Mehe equivocado de número. Lo sientomucho.

Le colgó.—Dios mío, qué susto. —Soltó aire

—. Es la peor interpretación que hehecho en mi vida.

«Tendré que ensayar más —pensó—. Tendré que acostumbrarme amentir.»

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Gerard se quedó con un móvilsilencioso en la mano.

Aquello era raro. Emilio se habíamostrado especialmente nervioso. Si lotuviera delante sabría con seguridad quehabía mentido. Así, por teléfono, podíaasegurarlo sólo en un noventa y cincopor ciento.

Algo pasaba en Berlín, 109. Algomás que nada tenía que ver con lamuerte de un anciano.

Se sentó en la cocina y abrió labolsa de la palmera de chocolate quehabía comprado. Había regresado a casay se había echado en la cama para

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descansar un rato. Pero apenas habíadormido media hora. Estaba demasiadoexcitado y se sentía tan cansado comoantes. Como si el peso de la noche se lehubiera caído encima. Y la pierna ledolía de cojones. ¡Cómo iba a volver alcuerpo y a la calle si una noche en velaya le dejaba así de baldado!

Suspiró y se zampó casi mediapalmera de un bocado.

El móvil seguía a su lado. Sobre lamesa de la cocina.

Lo cogió mientras mordisqueaba lapasta.

Buscó la última llamada y guardó elnúmero bajo la entrada de «Emilio

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Berlín». Quiso poner «109» pero nosabía cómo escribir los números y no leapetecía ponerse a investigar cómohacerlo.

Recogió las migas de la mesa con lamano y se las comió. En cuanto las hubotragado, llamó a Yolanda.

—Déjame adivinarlo… no puedesvivir sin mí.

«Pero cómo me gusta esta mujer.»—Eso es verdad. Pero te llamo por

otra cosa. Algo ha pasado esta noche.—¿Qué ha pasado? —le interrumpió

ella alarmada.—Ha muerto… —Se vio incapaz de

explicárselo todo—. ¡En realidad no sé

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qué ha pasado, Yolanda! Ha muertoalguien que no debería haber muerto ycreo que hay algo más y no sé qué es…Sólo sé dónde.

—Vamos bien, Gerard. Demaravilla.

—Como siempre.—Venga, dime qué te pasa.—¿Me has podido mirar eso que te

dije?—A ver… Veamos… No tengo casi

nada de Rosi, el colombiano. Medijeron lo que ya sabías: que era unsoplón de Pep y que era colombiano. Mehan dicho que ya no frecuenta loslugares que solía frecuentar. Vamos,

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¡nada!—¿Y de Gustavo Adolfo?—¡Gerard, por tu padre! Si no me ha

dado tiempo a mirarlo, que tengo untrabajo y una madre que cuidar. Dame unpoquito de tiempo, anda.

—Lo siento, Yolanda. Lo siento.Pero me lo mirarás, ¿verdad?

—Pues claro que sí, pero dame unrespiro, hombre.

Gerard sonrió y ella adivinó susonrisa a través de la línea de teléfono.

—Pero sí que tengo otra cosa…—¿Qué tienes? —La ansiedad de

Gerard se hizo patente.—Todo sobre el Mariscal.

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Gerard guardó silencio. Mariscal, elpez gordo. Casi lo había olvidado ahoraque todo su interés se centraba en el pezchico, en Gustavo Adolfo. Suspiró. Iríapaso a paso.

—¿Me lo envías por e-mail?Yolanda no le contestó enseguida.—No, Gerard. Hay cosas que

prefiero que no salgan de aquí. Yasabes, a veces me pongo paranoica.Prefiero verte en persona.

—Vale, de acuerdo —la interrumpió—. Voy para allá. Pero déjame darmeuna ducha, que estoy hecho un asco.Llego en menos de una hora.

—Estupendo. Me apetece verte.

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—¿Me dejarás invitarte a un café?—Claro. Y a un cruasán.

El sol brillaba con más fuerza y laagradable calidez de la primavera seestaba convirtiendo en auténtico calor.Se agradecía el aire que de vez encuando mecía los pinos y les traía elaroma resplandeciente de las montañas.

Gustavo apenas prestaba atención alas bromas que intercambiaban sus dosvecinos. La mujer coqueteaba conEmilio y Emilio con ella. Su mente seencontraba lejos de allí, repasandoposibilidades. Se preguntaba si su piso

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seguiría siendo un lugar seguro. Porprecaución tendría que dejarlo. Era unalástima. Barcelona era perfecta paravivir. Le gustaba aquella ciudad.Tendría que buscar otro pero en otrobarrio.

De pronto, se oyó un ruido.Gustavo y los demás observaron a

dos chicos salir por las puertas de lafacultad y dirigirse hacia la furgoneta.Enseguida entraron en ella; el vehículoarrancó y se alejó para perderse en elcampus.

Esperaron un poco por si veían aalguien más.

—Se han ido. Bien. —Gustavo

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señaló a Encarna—. Tú, colócate allí,en la calle, y fíjate si viene alguien paraacá, y si viene, nos avisas. Álex, túentrarás primero. Vigila que no hayanadie y entonces nos haces una señapara que entremos. Emilio, ayúdamecon… el cuerpo.

Por poco le llama «el Mariscal». Noquería que supiesen quién era. Les habíaexplicado que era un delincuente ysabían que había intentado matarle. Perono quería que estuvieran al corriente denada más.

Todos obedecieron las órdenes.Álex entró en la facultad y Emilio y

Gustavo cargaron con el cuerpo. Lo

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arrastraron hasta la entrada con másfacilidad que en Barcelona.

—Empiezo a cogerle el truco a esto—bromeó Emilio. Gustavo le contestócon un gruñido.

Yolanda y Gerard se encontraron en unadiminuta cafetería muy cercana al centrocomercial de L'Illa y a la comisaría. Allídesayunaban muchos policías. Losprecios eran razonables y el camareromuy simpático, lo que no era habitual nien la zona ni en toda Barcelona.

A Gerard le agradó comprobar quesus ex compañeros seguían visitando ese

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bar; al menos aquella costumbre nohabía cambiado en su ausencia.

Yolanda y él ocuparon la mesa delfondo. Sobre ella una sencilla carpeta decartón azul compartía el espacio con doscortados y un cruasán.

—Te lo he fotocopiado todo,company. —A veces lo llamaba así,igual que había hecho Pep.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh?—Tú eras el que hacía las

fotocopias, Gerard —le recordó riendoYolanda.

Él abrió la carpeta y hojeó lospapeles. Enseguida se fijó en una fotodel Mariscal.

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—Esta te la he impreso. No es unafotocopia. Si no, se vería fatal.

Era una imagen en blanco y negroque mostraba el primer plano de unhombre con cabello oscuro, peinado conuna especie de melena muy pasada demoda.

Gerard dio vueltas y más vueltas a lafotografía entre sus manos. Luego, encompleto silencio, sin atender a laspalabras amables de Yolanda ni alcamarero, observó las otras imágenes.Había un par de ellas en las que se leveía de cuerpo entero.

«Sólo lo vi de lejos… El hombreque entró de noche en el edificio. Si

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tuviera el cabello blanco y gafas,quizás…»

A Gerard le temblaron las manos.Pensaba que había encontrado más

de lo que estaba buscando. Pudiera serque aquel Mariscal hubiese entrado enla casa delante de sus narices.

—¿Has descubierto algo?—No estoy seguro.—Últimamente no estás seguro de

nada.—Debe de ser que estoy madurando

—consiguió bromear—. Tengo queirme, Yolanda.

—¿Me vas a dejar así? ¿Con el caféa medias?

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Apenas se encontraban a quinceminutos de la calle Berlín. Serían diez,si él no cojeara.

Puede que casi por casualidadhubiera encontrado al mañoso. Puedeque el Mariscal aún estuviese allímismo, en el edificio. O que aquellanoche, mientras los vecinos seentretenían con un anciano muerto, elMariscal hubiera salido tranquilamentepor el portal. Incluso puede que se lohubiera cruzado en la puerta.

A Yolanda no le pasó por alto elnerviosismo repentino de Gerard.Mordisqueó el cruasán sin ganas.

—Vaya, me parece que vas a

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dejarme aquí tirada.—Me temo que sí. Pero, por lo

menos, déjame que te invite.—Sólo si me das un beso.—¿En la mejilla?—Claro.Gerard besó a Yolanda y ella sintió

sus labios demorarse un poco más de lopermitido sobre su piel.

—Ten cuidado, Gerard. Estas —señaló la carpeta azul— no son cosaspara tomarse a broma.

—Que sí… Tendré cuidado.—¡Y llama a los de AIL-MED! —le

gritó mientras observaba su silueta salirde la cafetería.

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Gerard anduvo todo lo rápido que lepermitía su cojera.

Bajó hacia Berlín con la carpeta azulque le había proporcionado Yolandabajo el brazo. El calor bochornoso tanpropio de Barcelona se le pegó a la pielen forma de película viscosa.

Cuando llegó ante el portal delnúmero 109, estaba casi sin aliento.

Primero llamó al entresuelo 1.ª, elpiso de Gustavo. Insistió varias veces enel botón del portero automático peronadie le contestó. No le sorprendiódemasiado.

Llamó también al piso de Gabriela.

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Nada. Nadie. Sin respuesta.Y justo estaba probando con el de

Encarna, sin obtener resultados, cuandouna sombra se aproximó al portal.

Gerard se volvió para encontrarsecon la hermana del chico al que habíandado la paliza. Ella lo reconoció degolpe.

—Buenos días, Sandra, ¿verdad? —La voz le salió entrecortada, aúncansado por el esfuerzo que habíahecho.

Ella terminó de abrir la puerta.—Sí, Sandra —contestó con

sequedad.Gerard se fijó en la chica. Era muy

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guapa y vestía con un estilo muymoderno. Llevaba un vestido de muchoscolores y texturas diferentes, de esos tande moda.

También observó que Sandracargaba con una bolsa grande en la queprobablemente llevaba una carpeta.Quizás vendría de la universidad.

—Tengo algunas preguntas.—¿Sobre la muerta? Mi hermano me

ha dicho que fue un accidente, ¿no?Muerte natural.

Sandra se dirigió hacia los buzones,aparentando normalidad. A Gerard ledio la impresión de que era una chicalista. De esas que lo son, pero no tanto

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como creen. De las que siemprenecesitan demostrárselo a los demás.

—No, no se trata de esa muerte.Hablo de anoche…

Gerard detectó nerviosismo en lachica. Algo le pasaba por mucho queella intentase disimularlo.

—¿Qué pasó anoche? —preguntóella fingiendo naturalidad.

—Nada. Zósimo murió.—¿Quién? —Su sorpresa era del

todo sincera.—El marido de la señora Luisa.—¡Ah!Sandra pensaba a toda velocidad.

Necesitaba aclararse. Recordaba que

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por la mañana el vecino había dicho quehabía un muerto «arriba», no «al lado».Zósimo debería estar al lado. ¿Se habíanllevado el cadáver arriba? ¿Se tratabade otro muerto? ¿Dónde estaba elproblema para que este policía leviniese ahora con preguntas?

—No sabía nada —respondiótitubeante.

Gerard observó que su actitud habíacambiado. Ahora sí que se comportabacon normalidad. Sus aires de listilla sehabían disuelto en la nada. Algo pasabapor la cabeza de Sandra.

—Fue una muerte natural. Noventa ytres años.

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—Pobre Luisa. No sabía nada —repitió.

—Pero anoche vino alguien aledificio y necesito saber si lo has visto.

Gerard rebuscó en la carpeta azul lafotografía del Mariscal y se la mostró.

—¿Lo has visto antes?Ahora que sabía lo que quería de

ella, la chica se sintió más tranquila.—No, nunca. —Sandra lo observó

con detalle.Parecía una respuesta sincera.—Quizás con el cabello canoso, con

barba y con gafas…—No. Nunca, estoy segura.Gerard clavó su mirada en ella.

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—Estoy segura —repitió Sandra—.Nunca he visto a este tío, ni anoche ninunca.

Con un chirrido, de pronto, la puertadel portal se abrió.

Los dos se volvieron al mismotiempo para encontrarse con la siluetade Gabriela recortada sobre la luz deldía.

Ella se los quedó mirando con unasorpresa que de inmediato tiñó decuidada educación.

—Buenos días. Hola, Sandra.Gabriela venía probablemente del

gimnasio. Sujetaba su cabello en unacoleta alta. Vestía unos leggins

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deportivos con una línea lateral blancaque marcaban sus largas piernas y unaespecie de cazadora con capucha de untejido que parecía de plástico. Gerardno entendía de marcas pero supo queaquel conjunto debía de ser de algunacara, muy cara. Si alguien podía irmoderna y elegante a hacer deporte, esaera esta mujer.

Antes de que su mente empezase aimaginarla haciendo determinadosejercicios en las máquinas del gimnasio,la saludó:

—Buenos días, Gabriela.Sandra lanzó una extraña mirada a su

vecina. Una mirada que ella interpretó

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como de socorro o ayuda.—Hola, ¿qué le trae de nuevo por

aquí, agente?Gerard se sintió culpable al oírse

llamar «agente».—Llámeme Gerard, por favor.El cerebro de Gabriela establecía

conexiones a toda velocidad. Lanzó unamirada curiosa a Sandra, deseandosaber qué narices sabría ella y de quépodrían estar hablando esos dos allí.Quizás la madre de la chica o suhermano le habrían contado algo. Porqueanoche Sandra no estaba entre ellos. Enteoría ella no tenía por qué saber nada.

—Anoche… —comenzó a decir

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Gerard.—Anoche murió el marido de la

señora Luisa —se adelantó Sandra.—Sí, ya lo sabía. Estuvimos con

ella. Pobre mujer.Sandra calló de repente.—Anoche había alguien más en el

edificio —intervino Gerard.Gabriela intentó no demostrar

ninguna emoción.—Un hombre. —Le enseñó la foto

—. Este hombre.Gabriela observó la imagen

detenidamente. Aunque tenía el cabellodiferente, estaba claro que aquel era elmuerto de Gustavo.

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—¿Lo vio anoche?—Tutéeme, por favor. Me haría

sentir mejor.Gerard cometió el error de mirarla a

los ojos. Gabriela era una mujerbellísima, tenía unas pestañas largas yunos ojos brillantes e invitadores.Rogándole que lo tutease, con ese tonode voz, consiguió que se sintiera tannervioso como un colegial.

—¿Lo viste anoche? —consiguiópreguntar sin tartamudear.

—No, nunca lo he visto.—Quizás se vea algo diferente.

Elegante, bien vestido, con una chaquetaoscura… Imagínalo con gafas y barba.

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Una barba canosa. Y el pelo blancotambién. —Estaba describiéndolo a laperfección.

Gabriela negaba con la cabeza.—No, nunca he visto a ese hombre.—¿Estás segura? —Gabi asintió con

un gesto—.Y tú, Sandra, ¿estás seguratambién?

—Del todo —dijo la muchacha.Gabriela observó a Sandra. Ella no

lo había visto. Estaba claro. Su miradarepasó el conjunto de Desigual quevestía la chica. Se fijó en su cabello, ensu manera de dirigirse a Gerard. En elsuave maquillaje que se había puesto. AGabriela le recordó a ella misma cuando

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tenía su edad.Gerard suspiró.—Está bien… Por favor, si lo veis,

¿me llamaréis?—Por supuesto.—Es muy importante.—¿Quién es? —preguntó Sandra con

inocencia.—Un delincuente muy buscado. Y

peligroso.—¡¿En serio?!Gabriela reprendió la expresión de

Sandra con una elocuente mirada.—Si lo vemos, le llamaremos,

agente.Gabi repitió ese «agente» que cayó

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en el estómago de Gerard como unapiedra.

—¿Puedo subir a casa? Tengo muypoco tiempo para comer y si me retrasono me dará tiempo a ir a la uni.

—Claro. Gracias, Sandra. Gracias,Gabriela.

Sandra salió disparada hacia elascensor. Gabriela se encaminó hacia supiso. Gerard la siguió.

Ella demoró sus pasos. Andabadespacio porque sabía que Gerardestaría mirándole el culo que susleggins marcaban con todo detalle. Gabipensaba en Gustavo y en ese delincuentepeligroso cuyo nombre desconocía pero

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cuya sangre espesa había vistoderramada por el suelo.

Ella sacó las llaves y cuando iba ameterlas en la cerradura, se volvió haciaGerard, que estaba aproximándose a lapuerta de Gustavo con la clara intenciónde pulsar el timbre.

—Gerard —lo llamó.—¿Sí?—Creo que… Tengo algo que

decirle…

Sandra estaba terminando de engullir unrecalentado arroz con verduras cuandoescuchó que alguien llamaba a su puerta.

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Se acercó con precaución.El poli la había puesto nerviosa. En

cuanto llegase su madre, se lo contaríatodo y le preguntaría por el muerto esedel que habían estado hablando por lamañana con el vecino.

—¿Quién es?—Soy Gabi, la vecina de abajo.Sandra descubrió la mirilla,

comprobó que era ella y le abrió lapuerta. Ahora se había vestido con unostejanos y una aparentemente sencillacamiseta blanca. Un cinturón de pielmuy ancho resaltaba su cintura.

—¿Qué pasa?—Nada, chiquilla. Nada. Pero di a

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tu madre y a tu hermano, en cuantolleguen, que tenemos que vernos y quees urgente. Que a las cinco quedamostodos en la casa de María Eugenia.

—Vale. Se lo digo. Y si no los veo,les dejaré una nota.

—Nada de notas. —La voz deGabriela se cubrió de seriedad. Su tonodejaba claro que aquello era casi unaorden—. Tú también has de estar.Tenemos que hablar todos los vecinos.Es importante, ¿comprendes?

—No, no lo comprendo. Pero meimagino que lo entenderé esta tarde,¿no?

A Gabi no le desagradó del todo

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aquella respuesta de listilla sabelotodo.—La señora Luisa ya está avisada,

pero no he encontrado al de arriba.—¿Emilio? Me apuesto lo que

quieras a que llegará con mi madre ycon Álex. Esta mañana estaban juntos.

Gabi disimuló un gesto de sorpresa.De modo que él también sabía algo. Erael único que faltaba por la noche…Además de esta chiquilla, claro.

—Ya que no voy a ir a launiversidad, ¿me cuentas qué narices hapasado y de qué muerto estabanhablando esta mañana?

Gabi resopló cansada.—¿Has comido? —continuó Sandra

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—. Nos queda un arroz muy rico.Acompáñame y, mientras, me cuentas lode anoche. Y ya, de paso, me dices dedónde has sacado ese cinturón tan chulo.

—Es de una artesana… ¿Es arrozcon tomate?

—Con verduras.—Estupendo. Lo prefiero.

María Eugenia se sentía como una niñaen Navidad. Nunca había visto a tantosvecinos juntos, ni siquiera cuandoasistió a alguna junta de propietarios.

Todos estaban allí. En su casa. Yaunque no podían verla, se sentía como

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la anfitriona de una fiesta improvisada.Bonito participaba de la excitación

general correteando entre las piernas detodos, moviendo la cola y formando unalboroto que sólo María Eugenia podíacelebrar.

Después de comer, Sandra yGabriela habían ido a la pastelería.Gabi había comprado pastas de té ytejas, porque le gustaban y porque leapetecía. Sandra se ofreció para hacercafé, pero Gabi fue a su piso y subió sumáquina Nespresso y un montón decápsulas hasta la casa de María Eugenia.

Gustavo estaba sentado en el salón,mojando una pasta en un café al que

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había añadido mucha leche. Emilio,Encarna y la señora Luisa también sehabían sentado en las sillas alrededor dela mesa. Luisa era, con diferencia, laque más pastas comía.

Álex estaba de pie y Sandra seapoyaba en el quicio de la puerta.

El sillón con las manchas de sangrede María Eugenia y del Mariscalpermanecía vacío. Y viendo que iba acontinuar así, María Eugenia decidiósentarse en él.

Todos guardaban silencio. Sólo seoía la máquina de Nespresso llenando laúltima taza. Cuando acabó, el aroma delcafé se había extendido por todo el piso

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y Gabriela se animó a hablar:—Esta mañana ha estado Gerard en

la finca, el policía ese cojo. Ha estadopreguntándonos a mí y a Sandra por elmuerto de anoche. De alguna maneracree… en fin, yo diría que está segurode que ese tipo entró en el edificio. —Gabi recorrió a todos con su mirada—.Sabe que estuvo aquí.

A Gustavo se le quedó el caféatascado a medio camino entre la boca yel estómago.

—No quiero saber quién era elmuerto —continuó Gabriela—. Me daigual. Me vale con lo que me dijiste —añadió mirando a Gustavo—, y lo que el

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policía nos ha explicado a Sandra y a míesta mañana: que era un delincuente muypeligroso.

—Lo era. Tenlo por seguro.Gabriela asintió.—Bien, seguro que lo era. Pero no

quiero que ese muerto, fuera quien fuese,me joda la vida.

Todos permanecían en silencio.Gustavo se sintió obligado a hablar:

—No lo hará. Si tuviéramoscualquier problema, diré que lo hice yo,que os obligué a esconderlo, que osamenacé…

—¡Pero si fue un accidente,Gustavo! Fue defensa propia o como se

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diga —intervino Encarna—. Álex y yolo vimos.

El chico explicó de nuevo cómohabía visto al hombre con la pistola y elsilenciador apostado en la puerta deGustavo.

—Bien. Veréis, no quiero saberdónde lo habéis metido —prosiguióGabriela—. Me vale con que me digáisque no encontrarán nunca el cuerpo.

—Hombre, las posibilidades de quelo encuentren… Puede que lo descubranen unos meses, o puede que desaparezcapara siempre —explicó Emilio.

Encarna pensó en cómo sería vivirde nuevo con la angustia de no saber si

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encontrarían o no un cadáver. Larecorrió un escalofrío y, de improviso,le entraron ganas de llorar. Se leencogió el alma y el estómago, y susojos se humedecieron.

—Si lo encuentran, tampoco es fácilvincularlo con nosotros —continuóEmilio.

—Bueno, en las pelis y en CSIpueden hacerlo. Y seguro que dejamosnuestro DNI en las ropas del muerto ypor todos sitios.

—Es el ADN, Álex.—Ay, ¡eso! Que se me va la olla.—Eso sólo pasa en las películas, no

en la realidad. No quieras saber lo que

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tardan en hacer un análisis de ADN —aclaró Gustavo.

—¿Semanas? —preguntó Emilio.—No. —Gustavo se rio—. Meses,

muchos, muchos meses… Y antestendrían que averiguar quién es elmuerto. Y cuando lo averigüen,comprobarán que ya estaba muerto.

—¡¿Eh?!—¡¿Cómo?!—Es mejor que no lo sepáis, pero a

todos los efectos ese tipo está muertodesde hace más de un año.

Emilio pensó en lo extraño queresultaba morir dos veces. A él casi lehabía ocurrido lo mismo. Casi había

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muerto una vez, de forma simbólica, enla bañera. Aún le quedaba otra: laauténtica.

—Perfecto —dijo Gabi.—Para estar muerto se conservaba

bastante bien —bromeó al mismotiempo Álex.

Su madre le lanzó una mirada dereprobación.

—Estaría muerto, pero el poli teníauna especie de informe sobre él. Yestaba seguro de que había estado aquíanoche.

Encarna recordó el episodio de lanoche anterior. Cuando subieron elcadáver a la casa de María Eugenia,

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apareció la señora Luisa en lasescaleras.

—¡Bendita casualidad! —Al notarque la miraban, se apresuró a explicar—: Lo siento mucho… me refiero a lamuerte de su marido, doña Luisa…

La anciana sacó su mirada de lapasta de chocolate que sostenía en lamano.

—No fue una casualidad —murmurótan imperceptiblemente que sóloGustavo, a su lado, la entendió.

Por primera vez su rostro rompiócon su habitual gesto de indiferencia yexpresó una genuina sorpresa.

Luisa lo miró desafiante y él le

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susurró:—Ya comprendo.Gabi continuó hablando después de

la interrupción.—… Gerard estaba seguro de que

anoche un hombre mayor, canoso, entróal edificio… Ese delincuente al quebusca. —Suspiró para hacer una pausa—. Pero podemos estar tranquilosporque ese hombre nunca estuvo aquí.—Gabi remarcó el «nunca» de formaque sonó un poco teatral—. Anoche vinootro hombre canoso y mayor, un hombreque es amigo mío y que jurará, si llegael caso, ante quien sea necesario jurar,que estuvo en mi casa. ¿Comprendido?

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Gustavo asintió. Su máscara deindiferencia se había roto por completo.No podía creer lo que estabaescuchando. Gabi, la Gabi que tanto legustaba y que le ignoraba, les estabaproporcionando a todos una salida.

—No, no lo acabo de entender —intervino Álex.

Gustavo se aclaró la garganta:—Nadie ha visto el cadáver,

excepto nosotros, y en el caso de que loencuentren, lo que ya es muyimprobable, se trata de un delincuenteque murió hace más de un año en otropaís.

—O sea que no hay cadáver —

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interrumpió Emilio—. Y lo másimportante: que ese hombre nuncaestuvo aquí.

—¡Ah, vaya! Ya lo entiendo…Gustavo bajó la cabeza y contempló

a sus vecinos.—… Es decir, que no hay caso. No

hay nada.Emilio sonreía a Encarna con una

taza de café entre las manos. Su pielmostraba un color más sano que el delos últimos días. A Encarna le brillabanlos ojos mientras le devolvía la sonrisa.Álex y Sandra seguían de pie, comiendo.La señora Luisa parecía absorta en supropio mundo, pero permanecía atenta a

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cada palabra que se decía. Y Gabi loestaba mirando fijamente.

—Gracias —murmuró Gustavo—.Gracias a todos.

Encarna, esa mujer de carnes flojasy una risa fácil, había bajado con su hijoa su piso para avisarle de que alguienquería matarlo. Gabriela habíaencontrado a un amigo que se parecía alMariscal y que, si fuese necesario, diríaque estaba con ella en su casa. Encarna,Álex y Gabi le habían ayudado a subir elcadáver hasta el piso de la muerta.Emilio también había colaborado paraocultarlo en los congeladores de launiversidad.

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—Yo… Nunca pensé que…Gracias, vecinos.

Por primera vez en su vida tenía laimpresión de que la gente lo habíaayudado, que las cosas podíansolucionarse gracias a los demás. Y él,en cambio, ¿qué había hecho? Acostarsecon una mujer que necesitaba un polvopara despertar su sonrisa y casienamorarse de una chica hermosa. Si nofuese porque ya se le había olvidadocómo hacerlo, se habría emocionado.

Clavó su mirada en la de Gabi yencontró una cálida simpatía. Desdeluego que era una mujer increíble. Perono más que aquella otra, la valiente

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Encarna. Dirigió su mirada hacia ella,para agradecerle lo que había hecho porél, pero Encarna no perdía de vista aEmilio, el vecino con quien no parabade coquetear.

—Quiero que sepan que les debouna, que si puedo hacer algo porustedes…

A Álex se le pasó por la cabeza logenial que resultaría tener un amigocomo aquel.

—Entonces, ¿lo olvidamos? —preguntó Gabi—. ¿Está todo claro?

Se miraron los unos a los otros,asintiendo.

—Sólo queda un fleco suelto —

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intervino Emilio—. Ese policía curioso.—Se cansará. Cuando no tenga

cuerpo, ni caso, ni nada, se cansará —afirmó Gabriela.

Gerard estaba sentado en su coche.Tenía los brazos cansados debido a quellevaba un buen rato sosteniendo en unaextraña posición el cañón amplificadorque ahora, con pilas nuevas, funcionabade maravilla.

Le resultó muy extraño escucharcómo hablaban de él, como si noestuviera allí. Y sin embargo… sinembargo, se sentía parte de todo, como

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una presencia invisible pero cercana.«Se cansará», habían dicho.El antiguo Gerard nunca se hubiera

cansado.El de ahora… El de ahora ni

siquiera era un policía. LaAdministración no se había pronunciadoaún. Si levantaba el caso, tendría quehacer hablar a todos aquellos vecinos.Obligarles a explicar qué habían hechocon el cadáver de un mañoso que, enefecto, ya estaba muerto.

Gerard dudó si apagar el cañón.Se acordó de Pep, de su amigo, su

compañero y camarada. No podía hacernada para devolverlo a la vida. Los que

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lo habían asesinado seguramente eranlos hombres del Mariscal. Hombres quecon probabilidad seguirían en Barcelonay que sin su jefe continuaríandedicándose a los mismos negocios quehacían cuando el capo vivía.

Esos eran los auténticos culpables.Gerard apretó los dientes con fuerza

y continuó escuchando.

María Eugenia sonreía. Percibía aquelcafé tan aromático cuyo olor acariciabatoda su casa. Y escuchaba a unos y aotros pululando por el piso. Sonreía,plena y feliz. Sin saber por qué. Sólo

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porque todos los vecinos se encontrabanen su casa y le insuflaban vida. Y ella sesentía como una radiante anfitriona,aunque no la vieran ni supieran queestaba allí. Como si gracias a ellahubieran reorganizado sus vidas y todosy cada uno de ellos se sintieran algo másfelices y acompañados. Como si por finhubiera hecho algo bueno por los demás.

En vida nunca los había invitado acafé y pastas, pero ahora, por primeravez, no los sentía como intrusos queinvadían su hogar, sino como invitados.Y sabía que todos se sentían contentos.

María Eugenia sonreía. Sonreía conellos.

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Álex curioseaba en la cocina de MaríaEugenia. Abría los armarios y mirabaqué había dentro, qué se había podrido yqué no. Le impresionó descubrir en laesquina de la puerta de uno de ellos unamancha de sangre. Imaginó que era aquelcontra el que se había dado el golpe enla cabeza.

A Álex le dio repelús, dejó lacocina y regresó corriendo al salón.

—¿Qué pasará con este piso? —preguntó a su madre.

—María Eugenia tenía un sobrino,me lo contó hace tiempo. Supongo que éllo heredará. Pero vete a saber cuándo.

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Vivía en el extranjero, en Italia, creo —contestó su madre.

—¿Y cortarán la luz?—No, mientras haya dinero en el

banco.Álex pensaba en lo guay que sería

tener un piso al que poder llevar chicasy donde guardar sus cosas, sin que seenterase ni su madre ni su hermana. Ymientras planeaba aquello, curioseabaentre las estanterías. Encontró una cajametálica de galletas un poco oxidada,muy parecida a la suya propia.

—No toques eso.—¡Qué más da!—No se toca por respeto a María

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Eugenia.Álex ya la había abierto.—Mira, son sus fotos…Puso sobre la mesa un puñado de

fotografías que se esparcieron sobre lamadera llenándola de sonrisas, miradasy poses estudiadas.

—¡Mira aquí! Qué joven estaba…—Y qué guapa —apuntó Sandra.—¿Quién es este? —preguntó Álex

señalando a un hombre con una chaquetamarrón y a dos niñitas de la mano.

María Eugenia se acercó a mirarlo,pero ya no recordaba quién era aquelseñor. Observó otras imágenes repletasde personas desconocidas. No podía

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recordar quiénes eran esos queaparecían en las fotos. Sólo sereconocía a sí misma. Pero se sentíamuy bien. A gusto.

—Algún día alguien mirará nuestrasfotos… —dijo la señora Luisa.

Todos se volvieron hacia ella.—… y no sabrán quiénes eran

nuestros seres queridos.—Hace mucho tiempo que no hago

fotos —dijo Encarna con tristeza.—¿Y eso por qué? —le preguntó

Emilio.—No sé. Supongo que no tengo nada

que valga la pena recordar. ¿Para qué?Las fotos guardan los recuerdos, los

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instantes. Yo no quiero recordarninguno… —Su mente voló unossegundos hacia el pasado—. Las últimasfotografías que hice fueron… de esosdías que estuvimos en Tossa, ¿osacordáis?

—Papá acababa de marcharse —remarcó Sandra.

—Sí… Encarna recordó los nerviosde aquel viaje y cómo había gastado suspocos ahorros en un fin de semana conlos niños en la costa. Quería tener unbuen recuerdo de ellos por siencontraban a Alfredo en el lago deBanyoles. Un recuerdo para ella perotambién para sus hijos. Para

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proporcionarles momentos que pudiesenrecordar durante toda su vida, si elladesaparecía de las suyas. Y aunque eraoctubre, habían disfrutado de la playa yse habían bañado. Y aunque eranmayores, habían construido castillos dearena y los habían defendido de las olas.Habían jugado a piratas y a buscartesoros, habían trepado por las rocas ycaminado por los montes.

—Lo pasamos muy bien en Tossa —dijo Sandra.

—Lo pasamos realmente bien —añadió Álex sonriente.

Y entonces Encarna descubrió que lohabía conseguido. Que había logrado

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grabar en sus memorias un recuerdofeliz. Al menos uno. Uno que atesorasenen su corazón durante el resto de susdías. Al que pudieran acudir cuando seacordasen de ella.

Y se sintió tan feliz que sonrió, y susonrisa la hizo brillar tanto que a Emiliole pareció en ese instante la mujer máshermosa del mundo.

Luisa pensó en su propio álbum defotos. En quién lo hojearía cuandomuriera. En que no tenía nadie a quienlegárselo. Y de pronto le entraron ganasde enseñárselo a Encarna y explicarlequién era su tío, aquel señor con bigoteque aparecía en tantas de sus fotos, y

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enseñarle el retrato de sus padres. Esaúnica foto descolorida y manoseada, tanvieja que casi era digna de mostrarse enun museo.

La señora Luisa tomó el últimosorbo de su café y por encima de la tazacontempló a Álex y a Sandra.

«Cómo han crecido estoschiquillos.»

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6

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DGabriela

esde la terraza contemplaba todaBarcelona. La cuadrícula del

Eixample se había convertido en unlejano entramado de edificios que avista de pájaro mostraba las avenidasque desembocaban en el mar. Encambio, las calles transversales apenasse distinguían desde aquellaperspectiva.

Gabriela intentó localizar la calleBerlín, pero era una de aquellashorizontales que había desaparecidooculta por otras manzanas del Eixample.

Estaba anocheciendo y poco a poco

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se iban encendiendo algunas luces de laciudad que desde aquella distanciaparecían difusas luciérnagas.

Cansada de otear el horizonte volviósu vista hacia la mesa. El vino blancoestaba demasiado frío para su gusto perolos buñuelos de bacalao eran deliciosos.

Se encontraban en un hotel a lasafueras de Barcelona. Se trataba de unantiguo palacete completamenterenovado en la colina del Tibidabo.

Marc apareció en la terraza. Volvíadel baño.

—No he podido esperarte paraprobar los buñuelos. Están buenísimos.

—Ya veo; te has aprovechado del

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triste estado de mi próstata paracomértelo todo.

—Bueno, te he dejado un par deellos.

Volvía a ser el mismo Marc desiempre. Con la barba recortada a laperfección y el cabello estudiadamentedespeinado. Estaba más moreno que decostumbre. Vivir solo le estaba sentandobien.

La última vez que se habían vistoGabi le había pedido un extraño favor.Le rogó que si alguna vez fuesenecesario, jurase que una noche muyconcreta había estado con ella, demadrugada, en su casa.

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—¿Te has metido en algún lío? —lehabía preguntado él.

—Espero que no.—Nunca me habías pedido nada.—Ya lo sé, Marc. Esto es muy

importante.—Me lo imagino.Marc había bebido un sorbo de vino,

tinto en aquella ocasión, y le dijo:—Cuenta con ello. Esa noche estuve

en mi casa, solo, leyendo. De modo quenadie podría decir que estuve en doslugares a la vez.

—Perfecto.—Sólo que…—¿Qué? —le interrumpió Gabriela.

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—Que si alguien pregunta,descubriría enseguida la mentira,porque, querida, nunca he estado en tucasa.

—Eso tiene fácil solución.Gabi lo invitó a su casa. Nunca

había llevado a ningún cliente. Marc eradistinto, claro estaba, pero de todasmaneras se sintió extraña cuando lo viotomando café en el salón y follando ensu cama.

—¿No te habrás metido en algún lío,querida? —le había repetido entre lassábanas.

—Me conoces. Ya sabes que no.Él la había mirado fijamente.

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Gabriela nunca perdía la calma. Nuncahacía tonterías.

—Te conozco bien, sí. Mejor que ami mujer… Mi ex mujer, quiero decir.

Ahora la terraza en la que seencontraban les ofrecía unasespectaculares vistas de la ciudad y delmar, y al anochecer el calor bochornosodel verano quedaba abajo, reptandojunto a las hormigas que debíanhabitarla.

Durante la cena Marc estuvoespecialmente alegre y ocurrente, ycuando llegaron a los postres se agachópara rebuscar algo en su bolsa.

—Te he traído algo.

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—¿Un libro?Las cosas ya no le iban tan bien con

el divorcio en marcha. Definitivamentese habían acabado los regalos caros.Sólo libros y, últimamente, a veces,libretas artesanas con bellos motivos enlas cubiertas.

—No, esta vez no.Sacó un paquetito envuelto en unos

colores que sorprendieron a Gabriela.Porque reconoció en ellos una caramarca de joyas. Cara. Muy cara. Nuncanadie, ni siquiera Marc, le habíaregalado algo así.

Lo abrió con los dedos temblorososhasta sacar una cajita muy historiada.

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—¿Qué es? ¿Qué has hecho, Marc?—Más bien qué no he hecho… aún.

Hoy soy yo quien tengo que pedirte unfavor.

Gabi abrió la caja justo cuando se losoltó.

—¿Te quieres casar conmigo?En la caja, rodeado de raso granate,

relucía un anillo. Grueso, ancho, de oroblanco, con un pequeño y único brillanteincrustado en él.

Gabi no daba crédito a lo que vivía.—Pero, Marc… Tú y yo…—Tengo sesenta y dos años,

Gabriela. Sé lo que me digo. Sé lo quesoy y lo que tengo. Te ofrezco una vida

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cómoda a mi lado. Y a cambio… sóloquiero tu compañía. Tenerte cada nochejunto a mí, que me acaricies la espalda,que estés conmigo… —Su voz se hizotan dulce como cuando hacían el amor—. No soy un hombre nacido para estarsolo. Soy de otra generación.

El anillo brillaba en la caja.—Tú me pediste un favor, que dijese

que estuve aquella noche contigo. Y yohoy te pido otro. —Sonrió—. Si medices que no, lo entenderé…

Gabriela se imaginó vestida envaqueros, con gafas, acudiendo unosdías a la universidad, tomando apuntescon su pluma Montblanc, y yendo otros

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días al gimnasio. Se imaginabaconduciendo un coche deportivo, en elspa, alternando por las tardes con losconocidos de Marc. Probándosemodelitos en las tiendas de Paseo deGracia. El mundo de los barrios altosrelucía en aquella cajita.

—Ni siquiera te pido fidelidad,querida. Sólo discreción.

—Marc… Yo… No sé qué decir.Gabi echó una mirada a la ciudad.

Berlín no se veía desde allí.—Dime que sí.Ella deslizó su mirada por el mar

que ahora, a oscuras, se confundía con elcielo.

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—Sí…Marc sonrió y enseñó unos dientes

blanqueados con láser, tomó la caja ysacó el anillo.

Ella le tendió la mano para que se lopusiera.

Le estaba un poco grande, pero eraprecioso.

—La última vez que hice algo asífue muy distinto.

—Ahora será mejor, Marc. Te loprometo.

—Me haces muy feliz.—Y tú a mí —y al decirlo lo que

más le sorprendió a Gabi es que eraverdad. Con él era feliz. Totalmente

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feliz.Pidieron una copa de cava y cuando

las burbujas bailotearon en sus cerebrosGabi le preguntó:

—Oye, Marc; sé que tieneshermanos, pero nunca me lo has contado,¿qué posición ocupas en la familia?Quiero decir… —Había bebido más delo que debía y no se estaba explicandomuy bien—. ¿Eres el pequeño, elmediano o el mayor?

—¿Por qué lo preguntas?—Tú dímelo y yo ya te explicaré por

qué.—Soy el pequeño.—¡Perfecto, entonces!

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—¿Por qué?—Encajamos a la perfección.—Yo ya sabía que encajábamos.La imagen de Gustavo le vino de

pronto a la cabeza. Recordó sus cariciasy su forma de hacerle el amor. Era tantierno y tan brusco a la vez… Bebió untrago del cava y sintió cómo su recuerdose esfumaba, como las burbujas, en elaire fresco de la noche.

—Tengo que decirte algo, Marc.—¿Qué?—Me llamo Laia. Mi verdadero

nombre es Laia.Marc sonrió.

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LEmilio

a oficina permanecía en tinieblas.Los contornos de las mesas y de

los armarios no eran más que sombrasque destacaban en la penumbra de unlocal sin apenas ventanas. Los mueblesparecían barcos perdidos entre labruma.

Era muy temprano para ser sábado.No había nadie en la oficina.

Emilio abrió la puerta y desconectóla alarma usando el código de la señorade la limpieza.

Cuando acabaron los pitidos de lamáquina, le asaltó el denso silencio de

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la soledad.No sonaba el constante zumbido del

aire acondicionado, ni de losfluorescentes, ni de las impresoras, ni delos ordenadores que los días de diariosiempre estaban conectados.

Aunque lo había repasado en sumente un centenar de veces, estabanervioso.

Encendió las luces. Y respiróprofundamente intentando calmarse.

Se puso los guantes de látex quehabía comprado en Mercadona y sedirigió al despacho de Pau.

La caja fuerte guardaba parte de lossueldos, las pagas extra y el precio

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abonado por los de la Consejería porlos falsos informes.

Emilio tecleó la combinación y sacóel dinero.

No pretendía hacerlo en esemomento, pero cayó en la costumbre deir sumando los fajos. Había casi noventamil euros, unos cinco mil más de lo quepensaba. Sonrió.

En Europa no era ninguna fortuna,pero sí lo suficiente como para empezarde nuevo en algún lugar lejano.

Todo formaba parte de la caja B.Todo aquel dinero negro no existíalegalmente. Era invisible.

Por ello, y con toda probabilidad,

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Pau nunca denunciaría su desaparición.Y si lo hacía… Si lo hacía, ¡que lobuscasen!

Emilio abrió la mochila que llevabaa la espalda y metió dentro los fajos debilletes. Los colocó con cuidado enmontones y luego los tapó con el libroque estaba leyendo.

Todo estaba saliendo bien.Aunque su corazón parecía no

creérselo. Latía a mil por hora.Echó un vistazo a la planta que había

junto a su mesa. Seguía medio pocha.Observó su mesa y sus carpetaspulcramente apiladas.

Había pasado demasiadas horas

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allá, preocupado por problemas que noeran los suyos y que ahora sentía que nole incumbían lo más mínimo.

Se echó la mochila a la espalda.Cerró la caja fuerte y se dirigió

hacia la entrada.Conectó de nuevo la alarma y apagó

las luces.Salió de la oficina. Cerró con llave.Todo había salido bien.Respiró hondo e intentó acallar los

latidos desbocados de su corazón.Los guantes hacían que le sudasen

las manos. Pero el resto de su cuerposudaba igual o incluso más que lasmanos aprisionadas en su celda de látex.

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Hacía demasiado calor paraaquellas horas de la mañana.

Se dio la vuelta para bajar por lasescaleras. Pero antes de comenzar adescender los escalones, se materializófrente a él el ascensor que acababa dellegar a la planta donde se encontraba.

Emilio se quedó paralizado frente ala puerta que se abría.

—¡Vaya, Emilio! ¡Hola! No medigas que tú también has madrugadopara adelantar el trabajo. ¡Pero si ya novienes nunca los fines de semana! —Sucompañera Marisa salió del elevador.

Emilio tragó saliva. Su rostro era lapálida máscara de un espectro.

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Marisa dirigió la mirada a susmanos. A los guantes de látex.

—¡Oh!Sus ojos, rápidamente, volaron a su

mochila, a los guantes de nuevo, y de ahía los ojos verdes de Emilio.

—Ya veo —dijo mordiéndose loslabios.

Emilio se quitó los guantes.—Marisa… Es mejor que vuelvas a

casa.—Pau me matará si el lunes no

entregó lo de Vic.—Creo que el lunes Pau tendrá otras

cosas en las que pensar.—Ya.

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La puerta del ascensor continuabaabierta.

Emilio invitó a Marisa a pasar conun gesto.

Ella entró y pulsó el botón de laplanta baja. El ascensor volvió a rugir einició su recorrido. Durante todo eltrayecto no se dijeron ni una palabra.

Marisa mantuvo la mirada baja.Emilio no la despegaba de la suya.

Cuando llegaron a su destino, élsostuvo la puerta a su compañera y ladejó pasar de nuevo. Caminaron unospasos hasta el vestíbulo. Ella, por fin,levantó la mirada.

Emilio tenía muy buen aspecto.

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Hacía años que no estaba tan guapo, quesus ojos brillaban así, y su piel lucía untono tostado. Ya no era ese simple sacoal que unos huesos daban forma humana.

Marisa se puso de puntillas y le dioun beso en la mejilla.

—Te echaré de menos, compañero.—Yo también.—No he estado aquí. No he visto

nada.Salieron a la calle. La luz casi los

cegó.Marisa se dirigió hacia su izquierda

y Emilio se quedó mirando cómo sealejaba.

Ella, antes de llegar a la esquina, se

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volvió y le hizo el gesto de un brindis.Él levantó su mano y brindó con una

copa invisible.«Por la lenta muerte de nuestro

jefe.» Después sonrió y se dirigió haciala parada del metro.

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EEncarna

ncarna preparaba carne guisada.Acababa de sacarla de la olla a

presión y ahora estaba repartiéndolaentre varias fiambreras de colores. Elplástico de todas ellas estabablanquecino y rayado a causa de tantouso.

La casa olía a pimientos, a comida ya calor reconcentrado.

El timbrazo de la puerta lasorprendió dudando dónde colocar losúltimos restos del guiso.

Fue hacia la entrada con el trapo decocina colgando de la cintura.

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—¿Quién es?—Soy yo.Encarna abrió la puerta a Emilio.Se sorprendió al encontrarlo con una

pequeña maleta a su lado.—¿Te vas de viaje?Él asintió.Encarna pensaba que salían juntos.

Se habían acostado unas cuantas veces.Lo pasaban bien; reían, hablaban. Ellacreía que lo que había entre ellos eraespecial. Pero ahora, al verlo ahídelante, sin que él hubiese mencionadoni una palabra de sus vacaciones, de suviaje o de sus planes, se sintió, como enel pasado, totalmente insegura.

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No sabía si aquel hombre que tantole gustaba iba en serio con ella o no.Sólo sabía del gusto de su piel, que lahacía reír como nunca había reído, quehablaban de mil cosas y que su vidacargada de silencios, desde que estabacon él se había llenado de risas y depalabras.

A la vista de su maleta, la boca desu estómago se endureció hastaconvertirse en una piedra.

—¿Te vas de vacaciones?Emilio negó con un gesto.—Me voy para siempre.—Pero ¡qué dices! —La piedra de

su estómago se le cayó a los pies.

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—¿Te vienes conmigo?Emilio sonrió. Fue una sonrisa

breve, tan ligera como sus caricias.Sonaba a broma pero su mirada

verde le estaba diciendo que aquello ibaen serio.

Allí, en el descansillo de laescalera, Encarna gritó:

—¡¿Cómo que para siempre?!—No puedo quedarme.—Pero ¿adónde te vas?—A Bali.—Estás loco…—Nunca he estado más cuerdo que

ahora. ¿Tienes el pasaporte en regla?¿El DNI? No necesitas nada más.

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Encarna volvió a escarbar en sumirada. Y sólo encontró una divertidadeterminación. Le estaba hablando enserio.

—Yo… Yo… No puedo irme, nopuedo… No puedo dejar solos a losniños…

—Encarna —la interrumpió—. ¿Nopuedes o no quieres? Poder, ¡puedeshacerlo! Lo de querer… Si quieres o noquieres, eso sólo puedes saberlo tú.

Ella guardó silencio.—Los niños… —murmuró al fin.Una puerta se abrió de improviso.La señora Luisa asomó desde la

puerta de enfrente.

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—Encarna —le dijo—, vete. Vetecon él.

—¿Ha estado escuchando?—Llevo una vida muy solitaria.

Hace años que os escucho todo, que losé todo, que lo veo todo. —Se acercóhacia ellos—. Este —señaló— es unapersona estupenda. Vete con él.

—Los niños…Las dudas le mordisqueaban la

conciencia.—Los niños hace tiempo que son

mayores —dijo la señora Luisa—.Desengáñate, Encarna. A su edad tú yatrabajabas, ¿no?

Encarna recordó que a la edad de

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Álex ella ya cuidaba de sus padres ymantenía a su hermano. Y luego llegóAlfredo, y después los niños… Siemprehabía mantenido a alguien.

—Ya es hora de que cuides de ti.—Pero… ellos…—Yo los cuidaré —la interrumpió

—. Te lo prometo. Ahora no tengo dequién cuidar… pero también te aseguroque seré mucho más dura que tú.

Encarna miró a doña Luisa y luegoal sonriente Emilio.

—Vete. Vete…

María Eugenia observaba a Encarna,

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Emilio y Luisa con los ojos brillantes.«¡Vete!», le gritó con desesperación.Se puso delante de ella y chilló con

más fuerza aún: «¡Vete!».

—Pero…—Estarán bien —afirmó la anciana.—¿Tienes el pasaporte en regla?Encarna asintió. Emilio le estampó

un sonoro beso en los labios.—Pues venga. Cógelo y nos vamos.—Tendría que hacer la maleta…—No necesitas nada más —repitió

Emilio.Encarna entró en la casa como si

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flotara en una nube. Vio las fiambrerasabiertas, con la carne aún humeante enellas. Las tapas de colores, dobladas,repartidas por la encimera.

—Las meteré en el congelador —ledijo Luisa siguiendo la dirección de sumirada.

Encarna rebuscó en la mesilla elpasaporte que nunca había usado y quesólo tenía porque una vez se lo hizocuando le robaron el DNI. Cogió elbolso nuevo, el que le había regaladoEmilio. Era muy moderno y hacía juegocon la camiseta que llevaba.

—Yo… Yo… —Encarna miróalrededor, pensando qué más podría

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llevarse.Y entonces descubrió que no había

nada, absolutamente nada, por lo quesintiera apego de verdad en aquellacasa. Nada que quisiera llevarse.Quizás, sólo… Abrió la mesilla yrebuscó en el cajón una foto de cuandolos niños eran pequeños. La metió en elbolso sin dedicarle una mirada.

Se dirigió hacia Luisa.—Dígales… Dígales…—Les diré que les quieres, pero que

te vas y que puede que vuelvas o queno…

Encarna asintió.La anciana se aproximó hasta ella y

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la abrazó. Encarna sintió sus costillasbajo la camisa. Cuando el abrazo sedeshizo, doña Luisa recogió el trapo decocina que Encarna aún llevabacolgando de la cintura.

—Esto no te hará falta.Encarna resopló.—¿Adónde vamos?—En autocar hasta París y de allí,

después de algunas gestiones, aIndonesia.

«¡París! ¡Voy a ir a París y a Bali!»—¡Dios mío!Emilio llamó al ascensor y entró en

él abrazando a Encarna por la cintura.—Cuidaos mucho.

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—¡Cuídelos, Luisa! Cuídelos.Ella les dijo adiós con la mano y

contempló cómo se cerraba la puerta delascensor.

Se quedó allí, en el descansillo,observando cómo se perdía en lasprofundidades del edificio.

Luego vio abierta la puerta del pisode Encarna. Entró en él y se dirigió a lacocina.

Puso la olla en la pila, la llenó deagua y empezó a cerrar las fiambreras.

En el vestíbulo del edificio MaríaEugenia se estrujaba las manos.

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La puerta del ascensor se abrió yEmilio y Encarna salieron abrazándose.

—Antes de irnos tenemos quecomprar algo —le murmuró él a laoreja.

—¿El qué?—Una cámara de fotos.—¡¿Una cámara?! ¿Para qué?—Para que guardes el recuerdo de

todos los hermosos momentos que vas avivir, Encarna. Para poder recordarlos.

María Eugenia vio pasar a la parejaante ella. Pero el contorno de sus rostrosse comenzaba a desdibujar. Laslágrimas, unas lágrimas que no existían,le impedían verlos con claridad.

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«¡Vete!, ¡vete!», farfulló.Encarna echó un último vistazo al

portal. Los buzones, con sus puertecitasdesvencijadas, parecían las bocasabiertas de rostros que carecían de ojos.Olía a humedad y estaba oscuro. Elambiente le parecía extrañamente denso.Como en alguna otra ocasión, creyódistinguir una sombra junto a la puerta.

—¿Preparada?—Creo que sí. —Suspiró.No había nada más a lo que decir

adiós.La pareja salió y se fundió con la luz

del exterior.Las inexistentes lágrimas de María

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Eugenia corrían por sus mejillas comoarroyos bajando por suaves montañas.La sombra se volvió hacia las escalerasy comenzó a subir los escalones en unlento peregrinaje, arrastrando los pies,como si ahora le pesaran toneladas.

Sentía las paredes y el suelotorcidos, tambaleantes, difusos;plegándose unos en otros. Tuvo queagarrarse a la barandilla porque apenasse podía sostener.

«¡Vete!» Cegada por las lágrimas,llegó al entresuelo y se plantó ante lapuerta de la puta. Una chica hermosa quesiempre sabía qué hacer. En los últimosdías la había descubierto hablando por

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teléfono con un hombre al que decíapalabras sinceras y cariñosas.

Frente a esa puerta estaba el piso delhombre al que intentaron asesinar, peroya no podía verlo. Lo reconocía por elolor del humo del tabaco que ahoraimpregnaba su casa.

Sus lágrimas se habían convertido enuna cortina de agua que desdibujaba ydoblaba la realidad sobre sí misma. Loscontornos terminaron por difuminarsecomo si alguien los estuvieradispersando con una bayeta sobre uncristal sucio y ahumado.

«Vete. ¡Vete!»María Eugenia sintió una sombra

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entre sus piernas. Algo suave y cálido alo que no pudo poner nombre. Ya norecordaba qué era.

Quería seguir subiendo pero no veíabien. No veía nada. Si hubiera tenido uncuerpo compuesto de sangre, de carne yde vísceras, todo ello se hubieradesmoronado y derretido para acabarsaliendo por sus ojos en forma delágrimas. La inmensa fuerza de laslágrimas de los que nunca lloran.

La escalera se tambaleaba como si sefuera a caer de un momento a otro. Sólosabía que tenía que subir. Arriba.

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Y ya estaba allí y no sabía por quéni dónde.

No le quedaban recuerdos. No habíani preguntas ni respuestas. Sólo quedabael olvido perdido en un remanso detiempo y el eco de una palabra, «vete»,flotando en el aire.

Respiró muy hondo y se fundió en untodo.

Ya no era ella. Era nada y era todo.Nada importaba.Ya no había palabras.Sólo existía el tiempo y el olvido.

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SSandra

andra y Gabriela se saludaron condos efusivos besos. Habían

quedado en el Starbucks de FrancescMacià. Hacía calor y Gabi pidió un CaféLatte con hielo y Sandra un Frapuccinode vainilla.

—Gracias por invitarme, Gabi. Lapróxima vez pago yo.

—No hace falta, cielo.Eligieron una mesa en la terraza.

Muy cerca de ellas pasaban autobuses,coches y hasta el tranvía cuyo recorridoterminaba a unos pocos metros. Era unlugar poco tranquilo. Al tráfico se

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sumaba el alboroto de los viandantes ysobre todo de los extranjeros que sedirigían hacia la cercana parada delautobús turístico.

—Mira qué pintas que llevan. Ahíva otro con calcetines y sandalias.Seguro que es, humm, ¡inglés!

—Yo diría que alemán.—Al menos deben de estar

cómodos.—Pero qué poco gusto.—¡Ya te digo!Gabriela observó que Sandra se

tomaba la nata del Frapuccino apequeñas cucharadas. Pensó que en unosaños tendría que cuidar mucho más lo

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que comía.—Tengo una proposición que

hacerte, Sandra.—¿Indecente? —bromeó la chica.Gabi rio.—Pues, la verdad, depende de cómo

lo mires… De hecho, es un trabajo parati. Un trabajo que voy a dejar y que creoque a ti te iría perfectamente.

Sandra clavó su mirada en la deGabriela.

—¿En serio? Con lo mal que estánlas cosas y tú tienes un trabajo para mí.¿De qué se trata?

—Es un poco difícil de explicar…Tengo algunos clientes fijos para

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traspasarte, si es que te interesan. No esfácil, Sandra. Pero te seré del todosincera, te contaré todas las ventajas ylos inconvenientes…

—Me tienes completamenteintrigada. Venga, cuéntamelo.

Gabi dio un sorbo al café y entoncesle empezó a explicar lo que nunca anteshabía contado a nadie.

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7

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H ice guardia en Berlín. Esperé aGustavo Adolfo en la calle hasta

que salió del edificio y reconozco quecuando apareció hice lo posible porsorprenderlo.

—Buenos días, Gustavo.Me alegró comprobar que daba un

bote en su sitio. Estaba seguro de quehacía meses que temía aquel posibleencuentro. Ahora sus peores temores sehacían realidad: el policía cojo aparecíade nuevo en su vida.

—Buenos días… Gerard. —Rebuscó el nombre que su mente sehabía empeñado en recubrir de brumas—. ¿Qué le trae de nuevo por aquí?

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—Quiero hablar contigo. Es unalarga historia… Sé que te gusta el café,así que, si quieres, te invito a uno yhablamos. ¿Tienes prisa?

—Me parece que no. Me parece queya no tengo nada de prisa.

—Pues vamos.Nos dirigimos juntos en completo

silencio hasta la terraza del bar de laesquina. Gustavo tuvo que ajustar supaso al mío. Mi cojera me hace andarcon un ritmo lento y curioso.

Al final de la calle, la acera seensanchaba y unos cuantos árbolesproporcionaban sombra y frescor a unaspocas mesas.

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—Con un poco de suerteencontraremos un sitio a la sombra.

Fingí toda la tranquilidad posible.Disfruté del momento. Adivinaba sunerviosismo.

Nos acomodamos frente a una mesametálica un poco apartada del resto.

Gustavo se sentó con una miradapensativa.

—¿En qué puedo ayudarle, agente?Me senté con dificultad, colocando

la pierna mala estirada bajo la mesa.—Para empezar… Bien, digamos

que no soy un «agente».—¿En este país no se dice así? —

fingió inocencia.

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—Sí, se dice así. Pero el caso esque yo no soy policía…

Aproveché que pasaba el camareropara pedirle un par de cafés.

—Un carajillo de anís, con cafédescafeinado y…

—Uno solo, por favor —consiguiófarfullar Gustavo—. Usted no espolicía… —repitió en cuanto se alejó elcamarero.

—No. Es otra historia muy largaque, si quieres, te cuento en otromomento. Pero digamos que ahora nosoy exactamente policía… Pero en untiempo muy breve lo seré, lo volveré aser, vaya.

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No pude evitar que se me escaparauna sonrisa.

—No se explica usted muy bien…—Vamos a ver si consigo ser claro.

Veamos, rebobina unos meses en tumemoria. —Hice un gesto con el dedoen mi frente—. Yo sé que el Mariscalestá muerto, sé que estuvo en tu casa. Séque lo mataste por accidente y que élquería matarte a ti. Sé que osdeshicisteis del cadáver, aunque si tesoy sincero no sé cómo ni dónde, pero síconozco a quién me lo podría contar. Séque hay un pobre tipo que juraría sobresu tumba que el Mariscal que yo vi, conmis propios ojos, entrando en el

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edificio, no era el Mariscal sino él… Sétodo eso. Dime, ¿he sido suficientementeclaro ahora?

Tragó saliva. Supongo que su cabezatrabajaba a toda velocidad planeandoalternativas.

—No te preocupes, Gustavo. Te veopalidecer. Sé todo eso, sí. Pero… Laverdad es que sería una lata tener quedemostrarlo.

El camarero llegó y dejó los caféssobre la mesa. Permanecimos ensilencio hasta que se marchó.

—Volveré a ser policía. ¿Ves estacojera? Fue un accidente laboral ydurante un buen tiempo he estado,

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digamos que, «retirado». Ahora volveré,pero ya no será como antes. No podrépisar las calles… y no te imaginas lobien que me vendría tener a alguien en lacalle.

Creo que en ese momento Gustavoempezó a comprender.

—¿Alguien?—Sí, alguien como tú, con los

contactos adecuados, la sangre fría, conpocos escrúpulos y que sepa qué haceren los momentos en los que los demásno tienen ni idea.

—¿Ese soy yo? —Rio.—Eres tú, te lo aseguro. Te conozco

bien. Llevo mucho tiempo observándote.

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Estoy seguro de que se preguntócuánto tiempo llevaría observándole yqué habría visto exactamente. Ya se loexplicaría en el futuro.

—¿Qué gano yo con ello?—¿Además de mi preciada amistad?

… Bien, probablemente, la vida. Nocreo que tus actuales amigos se quedende brazos cruzados si se enterasen dequién mató a su jefe.

—Entiendo. —Gustavo resopló.—Me alegra que lo entiendas.Me observó detenidamente. Me

pareció que detrás de esa mirada seescondía alguien inteligente. Bien.

—Sabrás entonces también que mis

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actuales amigos no son muy «amigos»que digamos.

—También lo sé. ¿Sabes tú que esos«amigos» tuyos y yo tenemos una cuentapendiente? —Busqué sus ojos—. Puesya lo sabes… Quizás necesites nuevosamigos. ¿Qué te parezco yo?

Me contempló de arriba abajo.—Soy la leche de simpático y

molesto poco; sólo aparezco en la vidade mis amigos cuando de verdad lonecesito.

—Supongo que podrías servir comoamigo. Este puede ser el comienzo deuna linda amistad. —Amagó una sonrisa—. Qué chévere.

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Gustavo relajó toda la tensión quehabía estado acumulando en los minutosanteriores. Tomó su taza de café ymientras daba un sorbo observó a losjubilados sentados a la mesa de al lado.Al chico que tecleaba furiosamente elordenador. A la madre con su hija decabellos dorados tomando una Coca-Cola Zero.

—Gerard, si vamos a ser amigos,una última cosa…

—Dime.Me mostró la taza del café.—No me gusta el café. Siempre he

preferido el chocolate.—Eres un tipo peculiar, Gustavo.

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—¿Me lo debo tomar como uncumplido?

—Definitivamente, sí.—Pues gracias, entonces.Sacó un cigarrillo de su petaca y me

ofreció otro.—Ya no fumo, gracias.—Dicen que sólo hay dos tipos de

hombres: los fumadores y los nofumadores —me explicó mientrasencendía un pitillo—. Y que hay quesaber en qué grupo está uno. Hay quetener claro a qué grupo se pertenece.

—Entonces, tú eres de losfumadores.

—Claro. ¿Y tú?

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—Yo también… Sólo que ya nofumo.

Gustavo rio.—Vaya. Eso no es bueno. No está

bien negarse los instintos.—¡Qué le vamos a hacer! —Me

encogí de hombros—. Me ha tocadoestar en este lado.

Gustavo dio una lenta calada alcigarrillo sin perderme de vista.

Un autobús pasó rugiendo por lacalle Berlín, echando un humo oscuro ymaloliente. Una ráfaga de airecalenturiento nos acarició. La humaredadel autobús se mezcló con la delcigarrillo.

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—Me gusta esta ciudad —me dijo.Nos rodeaba un ligero tufo a

alcantarilla, pero sentía el sabor del anísy el café en el paladar.

—Y a mí también, Gustavo. A mítambién.

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Agradecimientos

Los escritores somos como esponjas, loabsorbemos todo. Nunca cuentes algoque quieras mantener en secreto cercade un escritor porque corres el riesgo deque lo use en sus novelas.

Quiero dar las gracias a MaríaMartín, que un buen día explicó dóndese guardaban los animales muertos de lafacultad de Veterinaria de Madrid.Nunca pensó que yo estaba buscando unescondrijo para mi cadáver en la

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ficción. Sólo tuve que adaptar larealidad un poquito para poder usar losarcones de la facultad de Barcelona.

Gracias a Yenny Yepes, que mecontó la historia del chocolate ¡conqueso!

Y muy especialmente a EduardPascual, que fue el primero que meayudó (¡e incluso me inspiró!) paracrear a Gerard, el policía que no ejercecomo tal pero que, mientras espera quela Administración decida su destino, sehace pasar por detective. Gracias,Eduard, por atender a mis impertinentespreguntas y dedicarme parte de tutiempo.

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También Marc Pastor me echó unamano con los muertos, o másconcretamente con su estado dedescomposición y los diferentesprocesos de momificación. Algunas desus historias fascinaron a mi hija deocho años. Él es el culpable de queahora me pida una y otra vez que se lasvuelva a contar.

Me he apropiado del nombre real deGerard Tauste para bautizar a miprotagonista. ¡Gracias, Gerard! Esperoque esto no te traiga problemas.

Y por último, gracias a las redessociales conseguí el mejorasesoramiento para atinar con la banda

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sonora más adecuada para el «suicidio»de Emilio. Las sugerencias que mehicieron llegar forman parte ahora deuna lista en Spotify titulada «Músicapara un suicidio» de lo más variada.Gracias a Sergi Viciana, Kenit Folio,Pedro de Paz, Fernando MartínezGimeno, Isabel R. Alcón, José Antoniodel Valle Rubio, Robinson CrusoeRodríguez Saenz, Federico G. Witt,Francesc Pedrosa, Javier Garrido Tyla,José Manuel Ribeiro Feliú, ElenaContel, M.a. Wishgamer, Sergio PérezCheca, Carmen Cabello, Alfredo Álamo,George Kaplan, Gerard Tauste,Athnecdotario Incoherente, Fabrizio

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Ferri-Benedetti, M. J. Sánchez, LuisaMaría García Velasco, Óscar Cuevas,Laura Muñoz Hermida, Vane López,Alfonso Merelo Solá, José Luis LópezTorres, Miguel Ángel Miguel, MarcGavilán Iranzo, Guillem López, DiegoGarcía Cruz, Fabricio Tocco Chiodini,Ángel Silvelo Gabriel, Pau Blackonion,Seve Nada Mas, Jesús Alonso, ManuelColmenero, Daniel HernándezChambers, Carlos Romaní Kaoss,Marina Ranchal, Belén Blanco, SergioR. Alarte, Alejandro Castroguer, JuanMiguel Aguilera, Encarna McCoy,Javier Vallejo Cívicos, Alex MogollónBravo, Jean Larserfam, Susan Harrand,

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Carlos Javier Castillo Valle, RodolfoMartínez, Juanma Santiago, José IgnacioIzquierdo Gallardo y Volker Glab.

Gracias a todos de corazón.

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SUSANA VALLEJO, (Madrid,1968) es escritora, licenciada enPublicidad y Relaciones Públicas, yexperta en Comunicación. Trabaja eneste área en una multinacional deBarcelona donde vive desde 1994. En2011 ganó el Premio Edebé deLiteratura Juvenil con El espíritu del

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último verano. Además, fue finalista delPremio Internacional de Ciencia Ficcióny Literatura Fantástica de edicionesMinotauro en 2008 con Switch in thered y del Premio Jaén con la sagafantástica «Porta Coeli» en 2007.

www.susanavallejo.comtwitter: @susanavallejochfacebook: Susana Vallejo