cada placer es un pedazo de inmortalidad
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Homenaje a Carlos José Mayolo. Autor: Adriana Villamizar CeballosTRANSCRIPT
Te cantaré maestro la carne que no tienes,
para que salgas a escena de nuevo. Te pondré el vestido con alamares de nácar,
para celebrar tus presencias. Te cubriré de albahacas y oréganos
para arrasar con los restos de nardos. Te ahuyentaré de erebos
porque inmune, los pudiste siempre burlar. Te buscaré en el confín de tus palabras,
para que descanses en el verdegal de sauces.
Te convocaré a maravillosos payadores para recordar tus permanentes aciertos. Te cantaré, aunque ahora te lloremos, para no olvidar este fortuito encuentro de tus sabidurías otorgadas sin reparo,
con la apenas alba de nuestras ansiedades.
Odiaba que le dijeran maestro, pero es la mejor forma que encuentro
para llamarlo ahora, cuando seguimos sin recobrarnos de su partida. El
17 de junio del 2003, unos meses después de su muerte, aunque no quiso ser padre, conmemoramos ese día esparciendo sus cenizas en una finca a
unos pocos kilómetros de Cali, allí donde alguna vez filmó su propia
muerte mientras encarnaba al capataz en su película Carne de tu Carne.
Beatriz Caballero llamó uno a uno a sus amigos. Ella, que lo amó
profundamente y quien fue su más leal compañera en el momento de mayores soledades, salió hacia el jardín de la finca que está en la vía de la
carretera al mar. En sus manos traía un pequeño cofre en madera con sus
restos. Lo abrió ante nuestros ojos y nos dijo: “vengan, tomen un poco y
espolvoreen donde les guste más”.
Tomé un manojo y me acerqué a un árbol de donde se desprendía un
columpio que en su vaivén miraba hacia las montañas. No pregunté, pero quise imaginar que éste era uno de sus lugares preferidos, y allí esparcí
sus cenizas. Tal vez pocos de los que estaban allí imaginaron que el amor
de Beatriz colinda con tan pocos límites, que hasta puede compartir los últimos restos de su amado con los que siempre quisimos estar cerca para
aprenderle, para reír con él, para que nos contara sus recuerdos, y nos
detallara la película que en ese momento tenía en la mente.
Unos pocos buenos amigos le dijimos adiós nuevamente, un último adiós
que comenzó en Bogotá donde murió el 3 de febrero, y donde algunos otros
no estuvieron. Esos que se empeñaron en no comprender su exuberancia y el desborde de ideas que llegaban a su mente sin descanso. Y no sólo lo
lograron, poco a poco tuvieron la desfachatez de olvidar que en el momento
en que toda Latinoamérica hacia un cine político idéntico al que llegaba de Europa, Carlos Mayolo y Luis Ospina le daban un vuelco al documental
con Oiga vea y Agarrando Pueblo. Después inventó palabras como
Pornomiseria, acuñó al cine géneros como El Gótico Tropical, creó vampiros, también llenos de trópico, reinventó la narrativa en televisión con las sagas
negras y blancas en Azúcar, revivió leyendas como la de La Madremonte, El Duende y El Diablo, hizo que la nieve tocara las calles bogotanas en ¿Por qué te fuiste Ramírez?, logró posicionar el horario vetado de los sábados en la noche con historias como Hombres, y habló, habló sin parar, con todos
los descaros, y por si fuera poco, con el más fino humor de historias no
narradas, llenas de jolgorios, incestos, sexo y amor.
“Odio ser jurado ad honorem.
Odio disfrazarme para el Halloween. Odio los condones y odio el cine doblado.
Odio un hipo incontrolable. Odio estornudar demasiadas veces y no tener pañuelo.
Odio en una piscina no encontrar silla, pues todas están ocupadas. Odio entrar a un baño sin papel higiénico.
Odio que se acabe la botella.
Odio los domingos por la noche. Odio subir gradas…”
Aparte de sus odios, escritos para la Revista Soho, 2006.
El homenaje a Toda una vida en el cine que le hizo el Ministerio de Cultura
en el 2006, llegó sobre todo por el empeño de sus grandes amigos Luis
Ospina y Sandro Romero, si ellos no hubieran permanecido incólumes a su lado, tal vez la despedida hubiera sido varios años atrás. A pesar de
todos sus quebrantos, Mayolo jamás se detenía, siempre hablaba sobre
una idea nueva para filmar películas, para enredar la pita con conjeturas, “porque si no hay conjetura no hay historia”, como él mismo lo decía.
Ojalá también hubiera sido una conjetura la noticia, ojalá Sandro Romero no hubiera contestado el teléfono esa mañana del 3 de febrero cuando al
otro lado de la línea esperaba que me dijera que todo era mentira, que
Mayolo no estaba muerto. Pero no era una conjetura: “es verdad”, dijo.
Ojalá no hubiera tenido que llamar a mucha gente que siempre lo adoró, tantos que se me escapan y no quiero pecar si dejo de nombrarlos, pero
ahora es imposible permitirme no recordar a Claudia González en Madrid,
que lloró desconsolada y todo el fin de semana escuchó sin parar a Pepito López, Fernando López, Jaime Lozano, Tomás Corredor, Olga Lucía
Rodríguez, algunos de los que trabajamos a su lado, de los que
aprendimos a su lado, y a los que tuve que decirles: “esta vez sí se lo llevó, no aguantó más”.
No quería creerlo, yo también lo había visto muerto meses antes, en la semana santa del 2006, cuando tuvo dos infartos y los que estábamos allí
creímos que en cualquier momento iba a lograr quitarse esa cantidad de
tubos que lo ataban a la vida. Pero el 3 de febrero llegó sin guadaña, se
deslizó suavemente bailando Wawancó como Mayolo la imaginaba, “como el lucero triste que se quedó dormido”, se lo llevó muy rápido y sin mucho
dolor.
“Mi obituario es una carcajada que invita al jolgorio de vida, lo infinito está aquí, hay que vivirlo eternamente. Yo me quedo en la cuna donde nací, que quiero que sea mi ataúd. Todos son unos cobardes, los que hablan de la muerte. Morirse es
una cobardía, pues es perder la curiosidad. Todo es infinito mientras se baila y se ríe. Mi obituario no hace parte de mi diario, vivo siempre en infinito. No quiero
llegar al cero de la muerte”. Obituario, Revista Soho, 2006.
Como otra cosa que odiaba con fuerza eran los domingos, escogió la
mañana de un sábado para sentarse en el sillón de don Eduardo Caballero Calderón y dejar finalmente que esa amiga a la que había hecho tantos
guiños, se lo llevara de la mano a la parranda que él mismo organizó.
Recordó seguramente las tremendas rumbas que celebraba en cada
década y que duraban varios días, porque si había algo que sí adoraba era
vivir juagado de la risa y en fiestas sin fin donde estuvieran sus amigos,
escuchándole los juegos de palabras, sus lacónicas frases que dejaban sin
habla y hacían enrojecer hasta el más impúdico.
Nos llevaba mucho por delante, como dice Sandro Romero, no sólo él se las
debe todas, nosotros, muchos, se las debemos todas. Si a alguien le encajaba perfecto ese dicho de abuelo sabio que repite en retahíla que
cuando uno llega, ellos ya han ido y vuelto muchas veces, pues era a él.
Reviso ahora lo que me escribió como dedicatoria de su libro ¿Mamá qué hago?, y la releo con el mismo asombro que siempre me causaron sus
palabras, cómo ese mago del héroe, el erudito narrador, el que siempre
tenía la frase adecuada, el libro perfecto para recomendar, la mejor y más
hilarante imitación del Indio Fernández, podía escribir: “para Adriana, la sabia en quien siempre confiaré para toda esta vida y la otra”. ¿Sabia?, ya
quisiéramos varios tener tan sólo un poco de la gran sabiduría que nos
regaló en cada visita y en cada atardecer opalino en la biblioteca de su casa.
A Carlos José Mayolo lo recuerdo transpirando amor, hablando sobre amor y entregando en cada palabra esas emociones humanas contradictorias y
enrevesadas. Ese era el cine y esas las verdades que buscaba Mayolo. De
ahí que nunca le importara llamar a todo por su nombre, sin tanto enredijo, ni protocolo, sin que le interesara si estaba hablando con el
mismísimo Rey Salomón o la reina de Saba, eso le importaba un bledo, lo
que quería realmente era cuestionar, retar, ponerte en el borde,
contradecirte y luego reír porque caías en el juego sin entender ni siquiera las reglas.
Así lo recuerdo, riendo, enseñando, siempre, en todo momento, en cada charla, desde el día en que lo conocí cuando llegó a la Universidad del
Valle para que aprendiéramos a dirigir actores, luego cuando moría de la
risa porque le interesaba un carajo saltarse el eje o las continuidades, aunque sabía perfectamente cuáles eran. A mí se me paraba el pelo, sin
entender que lo que importaba eran las historias, las emociones de los
personajes que se convertían para Mayolo en su familia, por eso sus relatos siempre estaban salpicados de sus anécdotas.
Años después, cuando su lugar de enseñanza era la biblioteca de don
Eduardo Caballero, cada tarde significaba aprender, divertirse, escucharle hablar sobre la escuela de cine que quería hacer, sobre los libros que
estaba escribiendo, sobre las películas que quería filmar, y en cada tarde
de esas salía uno de la casa de Beatriz y de Mayolo con una nueva sabiduría, con manuscritos que luego compartía con mis estudiantes,
porque eso era lo que él quería, “qué sirva pa’algo toda esa carreta, no?”.
Entonces me iba con sus verdades bajo el brazo y aún las cargo, y aún
sigo enseñando esos primeros textos que hoy hacen parte de La vida de mi cine y mi televisión.
Cada recuerdo de Mayolo trae una carcajada por sus irreverencias, por sus ojos grandes atragantándose de mundos que sólo él sabía mirar y luego
nos los mostraba en lente angular, con su cara de niño perverso que acaba
de hacer maldades y luego se esconde a herniarse de la risa por los gestos aterrados de los otros, como lo hacía Hitchcock, como Welles, como
Cassavetes, pero con el arrojo y el veneno por el cine que nos dejó
inoculados y no podremos nunca sanar.
Gracias entonces, Carlos José Mayolo, por eso y por todo lo otro, desde acá
y para tu más allá. Por eso le cantamos al maestro, porque Carlos José
Mayolo no llegará nunca al cero de la muerte, seguirá en el infinito bailando y riéndose, en su inmortalidad, en su cine, porque finalmente el
cine no es más que eso, arrancarle instantes a la vida para alcanzar la
inmortalidad.