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17 CAPÍTULO PRIMERO La écfrasis inversa. Manhattan, de la poesía al cine Las nueve ediciones de Leaves of Grass fueron construyendo un corpus poético monumental entre 1855 y 1892, año de la muerte de Walt Whitman. Y precisamente en la primera de sus secciones, titu- lada «Inscriptions», el poeta de Paumanok —el nombre vernáculo de Long Island— incluyó en la edición de 1881 un poema previa- mente publicado en el periódico neoyorquino Tribune en 1876 que viene a representar una muestra más del poderoso impulso visiona- rio de aquel gran bardo de la Modernidad. Su título es una palabra griega, «Eidólons», certeramente puesta en español como «Imáge- nes» por Francisco Alexander (Whitman, 2006, 78 y ss.), el más esforzado traductor de toda la poesía de Whitman que mereció tam- bién pareja atención, si bien parcial, por parte de León Felipe, Con- cha Zardoya o, muy destacadamente, de Jorge Luis Borges (Whit- man, 1991). Después de anunciar en el primer poema de dicha sección inicial que su canto iba dirigido a «The Modern Man» y que para ello recu- rriría a «the word Democratic, the word En-Masse» (Whitman, 1973, 1), «Eidólons» encierra para nosotros un especial significado en clave de la nueva sociedad de la comunicación que ya entonces —y no solo ahora, en pleno siglo XXI— estaba aflorando. Whitman comienza relatando su encuentro con un profeta que procuraba tras-

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Capítulo primero

La écfrasis inversa. Manhattan, de la poesía al cine

Las nueve ediciones de Leaves of Grass fueron construyendo un corpus poético monumental entre 1855 y 1892, año de la muerte de Walt Whitman. Y precisamente en la primera de sus secciones, titu-lada «Inscriptions», el poeta de Paumanok —el nombre vernáculo de Long Island— incluyó en la edición de 1881 un poema previa-mente publicado en el periódico neoyorquino Tribune en 1876 que viene a representar una muestra más del poderoso impulso visiona-rio de aquel gran bardo de la Modernidad. Su título es una palabra griega, «Eidólons», certeramente puesta en español como «Imáge-nes» por Francisco Alexander (Whitman, 2006, 78 y ss.), el más esforzado traductor de toda la poesía de Whitman que mereció tam-bién pareja atención, si bien parcial, por parte de León Felipe, Con-cha Zardoya o, muy destacadamente, de Jorge Luis Borges (Whit-man, 1991).

Después de anunciar en el primer poema de dicha sección inicial que su canto iba dirigido a «The Modern Man» y que para ello recu-rriría a «the word Democratic, the word En-Masse» (Whitman, 1973, 1), «Eidólons» encierra para nosotros un especial significado en clave de la nueva sociedad de la comunicación que ya entonces —y no solo ahora, en pleno siglo xxi— estaba aflorando. Whitman comienza relatando su encuentro con un profeta que procuraba tras-

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cender «los matices» y «objetos del mundo» para espigar imágenes: To glean eidólons. Y de él recibe un consejo: que ponga en sus can-tos las imágenes as light for all and entrance-song of all, como «luz para todos y como canto inaugural de todos» (Whitman, 1973, 5 y ss.).

Se trataba de incorporar a la poesía «las imágenes de hoy», ins-piradas «por la ciencia y lo moderno», pues en ellas estaba la reali-dad: The true realities, eidólons. Whitman parece proponer una identidad entre lo real y su representación imaginística que hoy en día no puede resultar extraña para quienes vivimos en la sociedad semiotizada de la información, los mass-media y el ciberespacio. Whitman suscita, con todo, viejos debates ontológicos cuando escri-be The true realities, eidólons o, más adelante, confirma la misma noción de lejana fuente platónica al referirse a «the real I myself, / An image, an eidólon». Pero, sobre todo, hace profesión de fe acerca de cuál será su función como bardo en la sociedad democrática, equiparable a la del profeta (Whitman, 1973, 7):

The prophet and the bard,Shall yet maintain themselves, in higher stages yet,Shall mediate to the Modern, to Democracy, interpret yet to them,God and eidolons1.

He ahí la tarea: ser mediador, interpretando ante la modernidad a Dios y a las imágenes (es decir, la realidad). Porque Walt Whitman es, en principio, el gran poeta romántico de la lengua inglesa al otro lado del Atlántico. Son bien conocidas las confluencias entre el Ro-manticismo y los principios políticos de la Revolución francesa que inspiraron también, anticipadamente, la de las colonias británicas en Norteamérica. El bardo de Paumanok participa de todos los elemen-tos característicos de la sensibilidad romántica. En primer lugar, destacadamente, de la exaltación del yo, que ya vemos en el primer texto de «Inscriptions», titulado «One’s-Self I Sing», y que alcanza su máxima expresión poco más adelante con una sección de poemas sueltos que ocupaban más de la mitad de la edición de 1855, que

1 «El profeta y el bardo / se mantendrán en más altas etapas aún, / serán los media-dores y los intérpretes ante lo Moderno, ante la Democracia, / de Dios y las imágenes» [traducción de Francisco Alexander].

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pasan en 1856 a titularse «Poem of Walt Whitman, an American», a partir de 1860 agrupados bajo el rubro simplificado de «Walt Whit-man» y que en 1881 adquieren el título final, «Song of Myself»:

I celebrate myself, and sing myself,And what I assume you shall assume,For every atom belonging to me as good belongs to you.(...)I, now thirty-seven years old in perfect health beginHoping to cease no till death.(...)

(Whitman, 1973, 28-29)2

Junto a este egocentrismo intensamente lírico (véase E. H. Mi-ller, 1989), Whitman rompe también con los modelos, con la tiranía de la tradición, para abrazar con todo énfasis la libertad creativa, la búsqueda de nuevas formas poéticas que abandonan, por caso, el corsé de la métrica tradicional, aquel sistema bien ordenado que so-metía a cómputo la cantidad silábica, la intensidad acentual, el tono de los enunciados y el timbre de las vocales y/o consonantes finales de verso para producir la rima. A lo largo de Leaves of Grass son rei-teradas sus referencias ambiguas hacia «the genius of poets of old lands», es decir, los clásicos europeos, a los que admira pero de los que igualmente desea distanciarse para, como veíamos en el poema «Eidólons», mediar con imágenes insólitas entre el público lector y la nueva realidad de la Democracia americana, creadora de una condición humana específica. Para ello, como ha estudiado James Perrin Warren (1990), no renuncia tampoco a experimentar con un nuevo lenguaje poético, sustancialmente «americano».

Porque Whitman es, por romántico, profundamente nacionalis-ta. Su prefacio a la edición de 1888, donde no duda en afirmar que el mismo Shakespeare «pertenece esencialmente al pasado sepulto», concluye citando el consejo de Herder al joven Goethe acerca de cómo la gran poesía ha sido siempre resultado del espíritu nacional

2 «Me celebro y me canto, / y aquello que yo me apropio habrás de apropiarte, / porque todos los átomos que me pertenecen también te pertenecen. (...) a los treinta y siete años de edad, con la salud perfecta, empiezo, / y espero no cesar hasta la muerte» [traducción de Francisco Alexander].

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(Whitman, 2006, 55; 63). Bien entendido que su nacionalismo, que impregna por ejemplo el prólogo de 1872, parte del supuesto de que los Estados Unidos representan «the great Ideal Nationality of the future, the Nation of the Body and the Soul —no limit here to land, help, opportunities, mines, products, demands supplies, &;—», «la gran nacionalidad ideal del porvenir, la nación del cuerpo y del espí-ritu; no hay límites para las tierras, ayuda, oportunidades, minas, productos, oferta, demanda, etc.» (Whitman, 1973, 743). El poeta está admirado por las posibilidades de la nueva era de la Humanidad que la Nación a la que pertenece lidera —«The mighty present age!»—, y con su característica capacidad acumulativa y paratáctica concreta su entusiasmo en una enumeración algunos de cuyos ele-mentos —por ejemplo, la ciudad— tienen para los propósitos de nuestro libro tanto interés como la teoría whitmaniana de las imáge-nes que hemos visto ya:

To absorb, and express in poetry, any thing of it —of its world— America —cities and States— the years, the events of our Nineteenth Century —the rapidity of movement— the violent contrasts, fluctuations of light and shade, of hope and fear —the entire revolution made by science in the poetic method— these great new underlying facts and new ideas rushing and spreading everywhere; —Truly a mighty age! (Whitman, 1973, 742)3.

El poeta alude en su prefacio a las fluctuaciones de la luz y de la sombra, y menciona también a las ciudades, al tiempo que exalta un siglo, el suyo, en términos que serán perfectamente válidos para la centuria posterior. Porque lo que Whitman, muerto en 1892, canta es el arranque pionero de una modernidad científica, política y socioló-gica que continuará desarrollándose en el siglo xx. Basta comparar sus proclamas con los argumentos fundamentales expuestos por Fi-lippo

3 «Absorber y expresar poéticamente cualquier cosa suya, de su mundo, los Estados Unidos, la ciudades, los años, los acontecimientos de nuestro siglo xix, la rapidez del movimiento, los contrastes violentos, las fluctuaciones de la luz y de la sombra, de la esperanza y del miedo, toda la revolución hecha por la ciencia en el método poético, estos grandes y nuevos hechos básicos y las nuevas ideas que entran precipitándose y se extienden por todas partes, ¡época poderosa, en verdad!» [traducción de Francisco Alexander].

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Tommaso Marinetti en su «Fundación y Manifiesto del Futurismo» publicado en el diario parisino Le Figaro el 20 de febrero de 1909, que incluye su irreverente declaración de que un coche de carreras le parecía más hermoso que la Victoria de Samotracia. Y anuncia al mismo tiempo que los poetas de su escuela pondrían en el centro de su creación una serie de motivos novedosos e insólitos que el bardo norteamericano había consagrado ya en Leaves of Grass (salvo el de los aviones, pues aun siendo riguroso coetáneo y compatriota de los hermanos Wright, Whitman no alcanzó en vida a tener noticia del primer vuelo de 1903):

Nosotros cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, por el placer o por la sublevación; cantaremos las mareas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capi-tales modernas; cantaremos el vibrante fervor nocturno de los ar-senales y de los astilleros incendiados por violentas lunas eléctri-cas; las estaciones glotonas, devoradoras de serpientes que fu-man; los talleres colgados en las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; los puentes semejantes a gimnastas gigantes que des-cabalgan los ríos, relucientes al sol con un resplandor de cuchi-llos; los vapores aventureros que olisquean el horizonte, las loco-motoras de amplio pecho, que patalean sobre sus raíles, como enormes caballos de acero refrenados de tubos y el vuelo resbala-dizo de los aeroplanos, cuya hélice ondea al viento como una ban-dera y parece aplaudir como una muchedumbre entusiasta (Mari-netti, 2008, 129-137).

El optimismo democrático de Walt Whitman tiene, sin embargo, mucho de a-ideológico o de pre-ideológico. Estrictamente contem-poráneo suyo es, asimismo, Karl Marx (1818-1883) con su crítica del capitalismo industrial —Trabajo asalariado y capital es de 1845 y el Manifiesto Comunista tres años posterior— que en Europa ha-bía configurado su propio modelo sobre todo a partir del ejemplo de Inglaterra, lo que explica también el muy distinto tratamiento de al-gún tema como el de la ciudad por parte de otros poetas como Bau-delaire o Rimbaud. La diferencia de perspectivas está inexorable-mente relacionada con la contraposición entre el Viejo y el Nuevo Mundo. El poeta norteamericano percibe la democracia como un instrumento catalizador de la integración social, en procura de un «common ground» de unanimidad estable, como un sentimiento

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unanimista, por usar un concepto que a principios del xx pondrá en circulación el escritor francés Jules Romains pero que Kerry C. Lar-son (1988) implícitamente incorpora en su estudio de la lírica whit-maniana.

A este respecto, es determinante por parte del escritor su identi-ficación con la masa, con el «common people» cuya épica canta en un poema-sección fundamental de Leaves of Grass, el titulado «A Song for Occupations», dedicado no solo a los oficios manuales y agrícolas sino, en primer término, a quienes se realizan «in the labor of engines». Whitman es un entusiasta estadounidense, pero tam-bién una especie de «nacionalista de la modernidad global». Pero he aquí que estos sentimientos encuentran su primera realización cabal en lo más cercano, la ciudad; en ese Nueva York que ya es la metró-polis del futuro pero que conserva todavía las huellas de enclaves indígenas como el Paumanok —Long Island— donde el poeta na-ciera, o la isla de Maniata (así denominada, a la antigua usanza, por Whitman). Ese es el escenario privilegiado en el que se encarna la nueva cultura material y humanística, y por ello se convierte en tema preferido para aedos de la nueva sensibilidad de los que Whitman es tan solo el reconocido pionero, pues su estirpe se prolongará cumpli-damente a lo largo del nuevo siglo, en el que los prodigiosos años veinte, su único decenio de paz augusta, favorecieron esa misma identificación de todas las artes con los nuevos tiempos.

En este sentido, es interesante percibir la vigencia de los presu-puestos whitmanianos a través de dos testimonios coincidentes en uno y otro siglo. Son conocidas las relaciones, no siempre amables, de Whitman con Ralph Waldo Emerson y su trascendentalismo op-timista y proactivo, vínculo que estudió Betsy Erkkila (1989). En las biografías del poeta (por ejemplo, la de Jerome Loving, 2002, 461-462) se presta destacada atención a la visita que realizó en 1888 a la Universidad de Harvard invitado por el profesor William James y un joven estudiante, Charles T. Sempers, que lo admiraba profunda-mente. Los extremos de esta devoción aparecieron reseñados en un artículo de Harvard Monthly donde Sempers decía de Whitman que había

espiritualizado los oficios, el comercio, el trabajo de los hombres humildes. La ciudad, con sus humeantes hornos y fundiciones, sus vibrantes fábricas, sus ruidos y zumbidos y su fragor, es la

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encarnación de una energía humana que es divina. Amante de la naturaleza en todas sus manifestaciones, ama la ciudad con sus ríos de multitudes... Otros poetas han denunciado el materialismo de nuestra época. Él, en ese materialismo, ha encontrado un alma.

He subrayado lo que más interesa para las tesis que este libro está empezando a tejer, pero igualmente quisiera destacar que en estas palabras de 1888 están los mismos argumentos que harán de Walt Whitman, treinta años después, un modelo reconocido por los expresionistas, surrealistas, cubistas o futuristas europeos, como comprobábamos ya páginas atrás con la cita de Marinetti. Cuando en 1925 Guillermo de Torre (1925, 21 y ss.) dedica el primer capítu-lo de sus Literaturas europeas de vanguardia al «sentimiento cósmi-co y fraterno en los poetas de los cinco continentes», basado en la antología de la poesía mundial que acababa de publicar Ivan Goll, utiliza como lema unos versos de «Pioneers! O Pioneers!», texto incluido en la sección «Birds of Passage», y enseguida desarrolla el más encendido encomio del autor de Leaves of Grass que pueda pensarse. Lo define como «un precursor indubitable», «poeta de nuestros días, ciudadano del mundo, hermano de todos», «un lumi-noso faro de la Humanidad» que «galopa sobre la noche de su siglo y llega a nosotros. Rebasa su época y su patria» (Torre, 1925, 341).

De hecho, este capítulo, encabezado por el escritor norteame-ricano, reúne luego a Jules Romains y otros representantes de la escuela unanimista francesa que «tiene una diáfana genealogía whitmaniana», a imaginistas anglosajones como Carl Sandburg, Amy Lowel, Sher- wood Anderson, Ezra Pound o Edgar Lee Masters, a expresionistas alemanes —tan apreciados como Whitman por Jorge Luis Borges, según precisaremos más adelante— entre los cuales menciona a Ludwig Rubiner, Franz Werfel —en el que según De Torre (1925, 355) «es muy visible el magisterio whitmaniano»—, Albert Ehrenstein, Alfred Wolfestein —asimismo «de neto abolengo whitmaniano»—, Wilhelm Klemm y la holandesa Enriqueta Ro-land Holst, y poetas eslavos tales como Alejandro Blok, Andrés Biely, Valerio Brussof, Elias Ehrenburg y Anna Achmátova.

Tres apuntes finales aproximan un tercio de siglo después este nuevo entusiasmo de Guillermo de Torre al del joven estudiante de Harvard Charles T. Sempers. En primer lugar, la repercusión ecumé-

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nica que la voz de Whitman alcanza es fruto de que en un «tono amplio, caudaloso, plurimundial, el hijo de Manhattan va haciendo desfilar ante nosotros todo el multiedrismo cósmico». Igualmente, De Torre incluye entre los whitmanianos más acérrimos dentro del ultraísmo a Jorge Luis Borges, quien entre 1960 y 1972 traducirá parcialmente Hojas de hierba, pero que también lo asimilará en su poesía a raíz del deslumbramiento que le produjo leerlo cuando —como confesó en una conferencia de la Universidad de Chicago en 1986— «yo era un joven neurótico en Ginebra» y el bardo nortea-mericano «me dejó cegado, asombrado y anonadado» (Racs, 2001, 25). Como muestra de tal deslumbramiento, sirva el poema «Himno del Mar» que el argentino publica en el número 37 de la revista es-pañola del ultraísmo Grecia y que luego no recogerá en su Obra poética. Su incipit muestra ya inconfundiblemente esta huella whit-maniana: «Yo he ansiado un himno del Mar / con ritmos amplios como las olas que gritan (...)».

Y como tercero y último apunte, el autor de Literaturas europeas de vanguardia destaca, como nosotros ya lo hemos hecho también, la afirmación whitmaniana de que «las verdaderas realidades son las imágenes», e incluye la definitiva valoración de que de este modo el nortea- mericano estaba «anticipándose a nuestra gesta contemporánea» (Torre, 1925, 348).

La gesta contemporánea a la que se refiere Guillermo de Torre tiene precisamente en la imagen —como quería el Walt Whitman de «Eidólons»— uno de sus puntos cruciales. Imagen, sin embargo, en un doble sentido. El primero es propiamente literario: las imágenes, protagonistas desde siempre de la mejor poesía, cobran ahora, con los ismos de la vanguardia, una vigencia renovada. Pero por primera vez las imágenes vertiginosas, los iconos de la realidad no estática —como se reflejaba en la pintura y la fotografía— sino dinámica —lo temporal fundido con lo espacial, por recordar la dicotomía de Lessing—, en su fluir consecutivo y diacrónico, asoman en el hori-zonte de la representación estética de la vida, de la naturaleza y de las cosas gracias a un invento largamente incubado que, al tiempo de otros pioneros, los hermanos Lumière presentaron a la considera-ción de los científicos y del público parisino en general en los últi-mos meses del año 1895.

En los Estados Unidos, Thomas Alva Edison andaba a la greña

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por aquel mismo entonces con sus propias pesquisas. Buscaba pene-trar en el universo fascinante de la captación y la reproducción de las imágenes dinámicas que no podían resistírsele después de haber lo-grado lo propio con el sonido gracias a su invento del fonógrafo en 1877 que Whitman, habitante de la capital mundial de los avances técnicos, bien pudo haber conocido. En 1889, vivo todavía el poeta, Edison comercializa la película de celuloide en formato de 35 milí-metros disputándole la correspondiente patente a George Eastman, igual que a partir de 1897 pleiteará con los hermanos Lumière por cuál debería ser reconocida como la primera máquina de cine.

De hecho, la presentación pública de un prototipo del kinetos-copio de Edison se realizó el 20 de mayo de 1891 en New Jersey ante una convención de la federación Nacional de Clubes de Muje-res de los Estados Unidos. Whitman todavía estaba vivo, pero no así cuando el 9 de mayo de 1893 Edison muestra oficialmente su apa-rato perfeccionado en el Instituto de las Artes y las Ciencias de Brooklyn. Al año siguiente lo llevará a Europa, pero, consciente de la inferioridad de su máquina, utilizable tan solo para un visionado individual de películas muy cortas, asumirá como propio el vitasco-pio de Armat del que de nuevo hará sus primeras proyecciones en el teatro Koster y Bial de Nueva York hacia 1896.

En términos estrictamente cronológicos, el autor de Leaves of Grass se quedó con la miel en los labios de lo que muy pronto se convertiría en el medio más poderoso para hacer de las imágenes sustancia expresiva de un nuevo «séptimo arte», fruto del desarrollo de la ciencia y de la técnica, democrático en cuanto destinado al gran público, capaz de expresar todo el dinamismo de la sociedad moder-nista, de seguir puntualmente el pulso de la historia contemporánea, y felizmente maridado con la ciudad como inspiración, escenario y ámbito de difusión de sus primeras producciones. Mas un poeta de su misma estirpe aunque de inferior entidad, Vachel Lindsay (1916; 2000), será el primer escritor estadounidense en reivindicar, poco después de que Ricciotto Canudo lo hiciera en Europa, The Art of the Moving Picture, como reza el propio título de su ensayo publica-do en 1916.

No podemos demorarnos en la justificación de la enorme in-fluencia que, a nuestro criterio, Whitman ejerció en el pionero del cine norteamericano y uno de los creadores universales del sép-timo arte, David Wark Griffith. Su primera gran película, The Birth

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of a Nation, de 1915, basada en una mediocre novela de Thomas Dixon, The Clansman, con independencia de su carga ideológica prosudista y esclavista que inmediatamente generó una considerable polémica, responde al entusiasmo nacionalista y al doble impulso épico/lírico que conforma Leaves of Grass.

Griffith, que como artista del cinematógrafo se sentía tan próxi-mo de la literatura, afrontará al año siguiente un filme de dimensio-nes colosales, Intolerance, en el que cuenta como ayudante ni más ni menos que con Erich von Stroheim. Se trata de una verdadera sum-ma fundacional del séptimo arte, caracterizada por una exuberancia y un barroquismo expresionista en muchos aspectos precursor del que surgirá inmediatamente en Alemania. Técnicamente ya muy so-fisticada gracias a la riqueza de sus planos y la perfecta organización espacio-temporal de su montaje, el abigarramiento que singulariza esta superproducción, de la que finalmente solo se proyectaron cuatro horas de las setenta y seis rodadas y las ocho montadas, se concreta en las cuatro historias o líneas argumentales que compren-de.

A tres episodios históricos, recreados con gran riqueza de medios, como son «La caída de Babilonia», «La Pasión de Cristo» y «La no-che de San Bartolomé», cuando la feroz represión de los hugonotes franceses en el siglo xvi, se añade un melodrama contemporáneo, am-bientado en los conflictos sociales que hacia 1914 tenían lugar en los Estados Unidos.

Para prevenir a los espectadores acerca de tan compleja articula-ción por la cual, bajo la distribución del discurso fílmico en actos, las sucesivas secuencias saltan de una a otra de las cuatro histo-rias indicadas —no todas ellas, por cierto, atendidas con pareja mi-nuciosidad—, Griffith dará algunas indicaciones por medio de car-telas. Por caso, en relación con aquella alternancia argumental o «crossing-up» advierte lo siguiente: «Así que verán cómo nuestra obra cambia de una historia a otra, a medida que el tema común se desarrolla en cada una de ellas». Y en cuanto a ese «tema común», anunciado ya por el propio título de la película, Griffith es totalmen-te explícito: «Cada historia demuestra cómo el odio y la intolerancia han luchado contra el amor y la caridad a través de los tiempos».

Para nosotros, lo más interesante de los planteamientos del ci-neasta norteamericano es el recurso de que echa mano para atar la aparente dispersión de los distintos episodios y secuencias de Into-

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lerancia. Se trata, simplemente, de unos planos intersticiales, repeti-dos siempre que se produce un salto significativo en la secuencia argumental y reforzados con el texto de las correspondientes carte-las, que ilustran con imágenes de una nodriza meciendo amorosa-mente una cuna el siguiente verso, que subrayamos, de Walt Whit-man en Leaves of Grass, donde actúa como estribillo del poema «Out of the Cradle Endessly Rocking»:

The word of the sweetest song and all songs,That strong and delicious word which, creeping to my feet,(Or like some old crone rocking the cradle, swathed in sweet gar-ments, bending aside,) The sea whisper’d me.

(Whitman, 1973, 253)4

Nada más previsible, por tanto, que lo sucedido en 1920 cuando dos reputados artistas de la fotografía y la pintura, Paul Strand y Charles Sheeler, miembros del círculo neoyorquino de Alfred Stie-glitz (Nueva York y el arte moderno, 2004), rodaron una película reconocida hoy universalmente como el primer filme vanguardista norteamericano. Estrenado en el Teatro Rialto en 1921, su título, Manhatta, apareció a veces acompañado de dos subtítulos —«New York the Magnificent» o «Fumée de New York»— que intentaban aclarar hasta cierto punto la oscura referencia principal, tomada del nombre indio de la isla en la ensenada del Hudson que colonizaron inicialmente los holandeses. En todo caso, la inspiración de los ci-neastas procede del poema que el propio Whitman denominó «Man-nahata», perteneciente a la sección «From Noon to Starry Night» de Leaves of Grass.

La galería de arte que Alfred Stieglitz abrió hacia 1905 en el número 291 de la Quinta Avenida, junto a otras iniciativas suyas como las revistas Camera Notes y Camera Work, están en los oríge-

4 «La palabra de la más dulce canción de todas las canciones, / aquella palabra vigo-rosa y dulce que, trepando por mis pies / (o como una vieja nodriza que, inclinándose a un lado, mece la cuna / cubierta de ricas mantas), / murmuró el mar en mi oído» [tra-ducción de Francisco Alexander].

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nes del movimiento artístico modernista en los Estados Unidos, en el que el fundador lideró dos momentos por igual interesantes, aun-que tan aparentemente contradictorios cuanto complementarios.

Antes de la primera gran guerra, Stieglitz es el abanderado de la difusión del arte europeo en Nueva York, promotor de sucesivas ex-posiciones de Cézanne, Picasso, Brancusi, Braque, Matisse y Pica-bia. Este último, cuando es llevado por primera vez a Manhattan en 1913, declara que aquella es la ciudad cubista, la ciudad futurista, y que su arquitectura, su vida y su espíritu reflejan a la perfección la sensibilidad moderna (Cañas, 1994, 35). Semejante eurocentrismo no empece que antes del cierre de la Galería 291, se presente allí en 1916 una gran exposición de Paul Strand, enseguida considerada como la primera interpretación puramente fotográfica de la estética moderna.

Viene luego una segunda etapa, a partir del final de la guerra, en la que Stieglitz, secundado por la personalidad extraordinaria de Georgia O’Keeffe, toma una nueva derrota que, sin voluntad alguna de controversia, podríamos denominar como «vanguardismo na-cionalista norteamericano», y en este sentido profundamente whit-maniano. Tal propuesta cuenta además con aportaciones intelectua-les de fuste como las de Waldo Frank, el autor de Our America pu-blicada en 1919, y Lewis Mumford (1979), teórico e historiador, por cierto, de la ciudad a lo largo de la historia. Y es de destacar, tenien-do en cuenta los objetivos de nuestra pesquisa en marcha acerca de las imágenes de la ciudad en la poesía y el cine de Whitman a Lorca, cómo frente al entusiasmo y la admiración hacia la Gran Manzana mostrada tanto por el poeta de Paumanok como por Picabia, Waldo Frank no se recata en contraponer la arrogancia y el poderío de la metrópolis con la ruindad, la grisura e infelicidad de su pobladores, al mismo tiempo que Strand define a Nueva York como un hormi-guero inhóspito donde todos reptan los unos sobre los otros.

Charles R. Sheeler a la vez que fotógrafo y realizador de un documental sobre la Ford Motor Co. es un pintor que se inspira en el cubismo para sus panorámicas arquitectónicas de Nueva York y que practica luego un denominado precisionismo en sus cuadros hipe-rrealistas (y de espíritu futurista) sobre máquinas, como el titula-do Steam turbina, sobre recintos de fábricas —City interior— o sobre los rascacielos (Skyscrapers, de 1922).

El propio Stieglitz, por su parte, rodará en 1931 otra película

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urbana, A Bronx Morning. Asimismo, el fotógrafo de la Gran Man-zana Paul Strand (Llano, 2008), en la lógica de las afinidades electi-vas, publicará en 1955 un libro repertoriado entre los más interesan-tes del movimiento neorrealista italiano, Un paese, donde él pone las fotografías y Cesare Zavattini los textos. Previamente había desarro-llado dos proyectos cinematográficos: la codirección con Leo Hurwitz y el guion de Native Land (1942) y el argumento y fotogra-fía de otra película documental producida en México, Redes (1934). En este contexto, no puede resultar extraño que en tal círculo surgie-ra la iniciativa de glosar con imágenes cinemáticas la visión de Man-hattan y en general de Nueva York plasmada a lo largo de Leaves of Grass, en donde, con varios decenios de anticipación, Walt Whitman hace de la ciudad del Hudson icono de la modernidad futurista.

James Dougherty (1993) dedica todo un capítulo de su libro so-bre el bardo de Paumanok a los artistas citados y a Berenice Abbott, toda una tradición que, en definitiva, nos llevaría hasta Edward Hopper. Según Dougherty, la imaginística de Whitman resulta mu-chas veces decepcionante por su convencionalismo patriótico y su predicibilidad iconográfica, al contrario de lo que ocurre cuando su mirada se centra en aquello que conocía mejor y más amaba, la vida de la ciudad, como sucede, por ejemplo, en el extenso poema «Cros-sing Brooklyn Ferry» que el crítico glosa ampliamente (Dougherty, 1993, 143-150).

La relevancia concedida en esta ocasión por la hermenéutica li-teraria al mencionado poema nos lleva de nuevo a la película de Strand y Sheeler, que no es otra cosa que en una paráfrasis a base de imágenes cinematográficas de doce citas extraídas de Leaves of Grass. Dos de ellas proceden ciertamente del poema de la sección «From Noon to Starry Night» que da título al filme, si bien Whitman prefería una transcripción arcaizante del topónimo original de los nativos como «Mannahata» (como también llega a hacerlo con el nombre de su lugar natal, «Paumanake», «Paumanack» o «Pauma-nok»). Otras tantas están tomadas de «A Broadway Pageant» y de «Song of the Exposition»; pero también hay dos, entre ellas la que cierra la cinta, procedentes de este destacado poema «Crosing Broo-klyn Ferry».

En realidad, el encuentro feliz de Nueva York y el cine se produ-ce en los mismos orígenes del séptimo arte, antes incluso de que se lo reconociese como tal sino, más bien, como «la bárbara garita de

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las ferias» según escribía Luis Buñuel en un artículo de 1927 titulado «Del plano fotogénico» aparecido en La Gaceta Literaria. Con facili-dad se llega a esta conclusión a través de meritorias colecciones como la editada en 2005 bajo el título Unseen Cinema. Early American Avant-Garde Film 1894-1941. Su compilador y responsable intelectual, Bruce Posner, considera Manhatta de Strand y Sheeler como la pri-mera película vanguardista americana, pero apunta también que este corto viene a ser la coda de toda una era de «New York City films» producidos por Edison, American Mutoscope y Biograph Camera-men. El salto cualitativo es, con todo, considerable: la distancia que va de breves cintas documentales con mayor o menor artificio a una pieza de evidente inspiración literaria.

De 1899, por ejemplo, data «The Blizzard», dos minutos que recogen la plasticidad de un día de nieve en las avenidas que dan paso a Central Park. El mismo Posner, al comentar «Lower Broad-way» (1902) de Robert K. Bonine, valora como «sheer poetry» la composición que el realizador ha sabido darle al plano secuencia de la calle enmarcada por los rascacielos y surcada por caminantes pre-surosos, tranvías y coches de caballos. Y así es: el encuadre acertado de una realidad profílmica aparentemente ocasional y aleatoria sus-cita en los espectadores un efecto semejante al de la «pura poesía» por mor de la fuerza de las imágenes y lo expresivo de su encadena-miento, valoración en la que vendrán a coincidir críticos, artistas plásticos, poetas y cineastas de los años veinte, como lo hace Luis Buñuel en su artículo ya citado o en «“Découpage” o segmentación cinegráfica», incluido en el número monográfico que aquella misma revista, La Gaceta Literaria, dedicará al cine en octubre de 1928.

Los rascacielos, una realidad arquitectónica relativamente nue-va, originaria de Chicago pero pronto aclimatada a Manhattan, a la que Federico García Lorca considerará cuando su llegada a Nueva York el emblema más representativo de América, se convierten en protagonistas de algunas de estas cintas seminales. La actividad de los obreros y la fotogenia de las máquinas por ellos manejadas para construirlos expresan temas caros tanto a Whitman como a los futu-ristas: así en Beginning of a Skyscraper de 1902, debida al propio Bonine, o Skyscrapers of New York from North River (1903) de J. B. Smith, rodada desde un barco como un extenso travelín de dos minutos, procedimiento que Fredrick S. Armitage había empleado ya de modo imperfecto el año anterior en Seeing New York by Yat-

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cht.Técnicamente, sin embargo, estamos ante trabajos por lo gene-

ral muy bien resueltos, con la adición, en algunos casos, de diversos planos concebidos con buen tino y con movimientos de cámara tan pertinentes como los mencionados, los picados y contrapicados y las panorámicas. Así, por caso, en Panorama from the Times Building (1905) de Wallace McCutcheon, los rascacielos no solo «posan» para la cámara sino que también intervienen a su beneficio como trípodes o grúas, permitiéndole encuadres de otro modo imposibles, en lo que colabora también el hermoso puente que Whitman llegó a ver inaugurado y desde el que Billy Bitzer filma en 1903 la película Panorama from the Tower of the Brooklyn Bridge. La arquitectura de los edificios, los rascacielos, los teatros, los puentes y viaductos, es en sí misma protagonista de las imágenes, a veces desnudamente, otras como soporte y lugar de encuentro de las gentes que llegan en los ferris, suben a los tranvías, bajan las escaleras, cruzan las calles o estrenan el metro. Así, es muy ponderada por su adelanto en rela-ción a filmes europeos futuristas y expresionistas posteriores Inte-rior New York Subway, 14th Street to 42nd Street (1905), también de Blitzer. Incluso se recurre al trucaje, a las posibilidades ilimitadas que Méliès descubrió para el cine, en una interesante cinta, Demo-lishing and Building Up the Star Theatre (1901) de Armitage, en la que vemos este edificio crecer de la nada ante nuestros ojos para desmoronarse inmediatamente después, todo en unos pocos minu-tos.

Son también las mismas productoras norteamericanas las que simultáneamente hacen de París otra estrella cinematográfica, émula de Nueva York, con motivo de una ocasión singular, la exposición universal de 1900, primera que pudo ser filmada. La idea que mueve este tipo de eventos es precisamente la de mostrar a un público pre-sencial curiosidades de todo el mundo que de otro modo no trascen-derían de su entorno más inmediato. El cine contribuirá a lo mismo llevando las novedades expuestas por el mundo adelante. Y en París, obligadamente, la torre Eiffel, el gran icono de la modernidad fran-cesa para el 1900, servirá para lo mismo que los rascacielos neoyor-quinos. James White realiza, así, cinco «Paris Exposition Films» para Edison: Eiffel Tower from Trocadero Palace, Palace of Electricity, Champs de Mars, Panorama of Eiffel Tower y Scene from Elevator Ascending Eiffel Tower.

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Las nuevas emulsiones del celuloide fotográfico permiten ya con el comienzo del siglo filmar de noche, y ello posibilita la realiza-ción de una primorosa película documental y artística a la vez que rueda un director que ha pasado a la historia del cine como el prime-ro que osó adentrarse por los senderos de la ficción, Edwin S. Porter. En 1905 creó para Edison una película de tres minutos titulada Co-ney Island at Night, un nocturno del ya entonces famoso, y multitu-dinario, parque de atracciones neoyorquino que tanto impresionaría a fines del xix al poeta cubano José Martí, en 1925 a Vladimir Maiakovski y cuatro años después a Federico García Lorca. Los neones del Luna Park y de Dreamland, fotografiados en panorámica y luego en planos generales o medios, con picados y contrapicados, construyen en medio de la noche un lienzo de luz dotado de una vi-sualidad máxima, pero también provisto de un ritmo interior que produce en el espectador un efecto poético y sinfónico a la vez.

Con el que, hace un momento, calificábamos como el salto cua-litativo que en estos filmes de la gran ciudad vino a aportar la cinta de Strand y Sheeler se abren nuevas posibilidades artísticas, en algu-nos casos resueltas en la clave sinestésica que acabamos de apuntar: las referencias musicales para estas secuencias de imágenes cinema-tográficas. Tal sucede, por ejemplo, con Skyscraper Symphony (1929) de Robert Florey o Manhattan Melody (1931) de Bonney Powell. Esta última es ya una auténtica obra de arte en la que Nueva York está presentada como «city of modernity» bajo el influjo bien visible tanto de Strand y Sheeler, a la sazón reconocidos precursores de la visión vanguardista de la ciudad, como de la gran producción alemana cuatro años anterior de Walter Ruttmann Berlin, die Sym-phonie der Großstadt, que merecerá comentario aparte en otro capí-tulo de nuestro libro.

Powell empieza, como Ruttmann, filmando la aurora de Nueva York, con la luz baja sobre sus calles vacías a las que se van incor-porando tímidamente los primeros viandantes. Luego comienza el frenesí de las multitudes moviéndose a lo largo y lo ancho de la ciudad, en tranvías, automóviles o en el metro, entrando y saliendo de ella en trenes o transbordadores. La bahía está surcada por todo tipo de embarcaciones, y el humo de sus calderas dibuja trazos de gran plasticidad dinámica. El trabajo de los obreros de la construc-ción es igualmente reflejado con un énfasis futurista, a lo que contri-buye también la imagen del zepelín cruzando el cielo neoyorquino.

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Con el mediodía llega la primera interrupción de la jornada. La cá-mara se regodea en ciertos personajes arquitectónicos bien conoci-dos como el Empire State, que acababa de inaugurarse justo después de la estancia de Lorca en la ciudad, o el puente de Brooklyn. El ritmo de la tarde, roto por la urgencia de los bomberos en faena, se acomoda a las actividades económicas, el comprar y el vender. Con el anochecer, como en la sinfonía berlinesa, llega el momento del ocio: el baile, el teatro. En las calles, húmedas ya, reverberan las luces de neón y los faros de los autos hasta que se cierra la noche. La poesía de una jornada tan solo en imágenes. «En un día del hombre están los días / del tiempo (...). / Entre el alba y la noche está la his-toria / universal (...)» escribió el poeta Jorge Luis Borges a propósito del Ulysses que James Joyce publicara en París un año después de que Paul Strand y Charles Sheeler estrenaran Manhatta en Nueva York. Es interesante recordar aquí cómo el escritor irlandés, promo-tor de una de las primeras salas de proyección dublinesas, se llegó a entrevistar con Sergei Eisenstein pues pensaba en él, o en su defecto en Walter Ruttmann, como los directores que podrían llevar el Uli-ses al cine, la única «traducción» que según Joyce podría hacerse de su obra.

Podemos documentar cumplidamente, pues, el idilio que desde muy pronto, prácticamente desde los mismos comienzos del cine, se produce entre la ciudad y el nuevo arte, incluso cuando el invento de los Lumière y de Edison, entre otros, no era considerado más que un avance tecnológico en el campo de la reproducción fotográfica de la realidad o un nuevo instrumento para la diversión de las masas, una posibilidad más para el «show business». En algunas de las primeras películas documentales sobre Nueva York, por ejemplo en Lower Broadway de R. K. Bonine que se rodó en 1902, críticos actuales como Bruce Posner perciben, no obstante, la misma cualidad de la «pura poesía». Poco más adelante, en 1911, Ricciotto Canudo lanza su famoso manifiesto anunciando el nacimiento de un «séptimo arte» que no sería otro que el cinematógrafo. Y es precisamente en este contexto en el que debe ser entendido el proyecto que Paul Strand y Charles Sheeler, dos artistas de la pintura y la fotografía vinculados al círculo vanguardista neoyorquino de Alfred Stieglitz, realizan y estrenan en 1921 con el título de Manhatta.

En principio, podría parecer un documental más sobre la evolu-ción de la ciudad de Nueva York en la línea de los que, realizados

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por la productora de Edison, la Biograph o American Mutoscope, habían menudeado en años anteriores, alguno de los cuales lo había sido con no ocultas pretensiones artísticas. Pero en este caso se dan ciertas circunstancias que hacen de Manhatta una obra singular, lla-mada a marcar un hito no solo en la representación de la ciudad sino también en el desarrollo del arte cinematográfico y —lo que tiene especial interés para nosotros— en las posibilidades y límites de la relación entre la poesía moderna y el cine.

Lo auténticamente novedoso, pues, es que Strand y Sheeler rea-lizan, como hemos apuntado ya, una paráfrasis visual, mediante imágenes cinematográficas, de versos tomados de varios poemas de Leaves of Grass. Buscan, pues, el aval de un gran poeta para singu-larizar la ambición de su intento, y a tal fin escogen una figura tan identificada con Nueva York como con el espíritu de la modernidad que la ciudad del Hudson representaba. Va en ello una prueba más del carácter precursor y visionario del bardo de Paumanok: sus pala-bras poéticas, incluidas en una magna obra escrita a lo largo de cua-renta años y cerrada con su muerte en 1892, son plenamente válidas para acompañar unas imágenes rodadas en 1920, treinta años des-pués, que más bien parecen reincidir en los tópicos de un manifiesto futurista. Lógicamente, parte de los elementos profílmicos (edifi-cios, mobiliario urbano, vehículos, viales, etc.) que la cámara de Strand y Sheeler recoge no existían en tiempos de Whitman. Sí esta-ban, por supuesto, la isla, la bahía, el puente de Brooklyn, los trenes elevados y el puerto, pero lo más relevante es que su poesía resiste y supera con éxito la prueba de fuego de esa auténtica écfrasis inversa (luego veremos por qué) a la que los dos cineastas la someten con sus tomas, encuadres y planos.

Pero junto a este reconocimiento y búsqueda de amparo estéti-co, por así decirlo, a la sombra poderosa de Walt Whitman, no puede pasarnos desapercibido un cierto gesto de orgullo por parte de She-eler y Strand, que al glosar al poeta con sus imágenes parecen decir-nos: «¡Estos son nuestros poderes!». Estamos a comienzos de los veinte, cuando la requisitoria de Canudo para que sea reconocido el estatuto del séptimo arte empieza a surtir sus efectos. A lo largo de los próximos capítulos de nuestro libro veremos cómo en el trans-curso de estos prodigiosos años, entre ciudad, cine y poesía se pro-ducirá un comercio estético que da extraordinarios frutos. Y al final del decenio, un escritor como Federico García Lorca verá también la

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ciudad de Nueva York desde su experiencia de poeta desplazado a ella. Pero también escribirá Poeta en Nueva York a la luz de la écfra-sis lírica de Walt Whitman y de la écfrasis inversa, cinemática, no sé si de Strand y Sheeler, pues no podemos acreditar que Federico lle-gase a ver el corto Manhatta, pero sin duda influido por las sinfonías fílmicas de la gran ciudad realizadas en Europa por Cavalcanti, Lang o Ruttmann.

Estamos hablando de écfrasis inversa igual que Antonio Mone-gal (1998) empleó en su día muy pertinentemente el concepto de ékfrasis elegíaca y cumple aclarar el significado que le damos a se-mejante noción, no recogida como tal en el cumplido estudio teórico de Murray Krieger (1992) sobre el tema, que últimamente viene siendo objeto de especial atención también por parte de los estudio-sos de la poesía española (Keane Greimas, 2010; García Martínez, 2011).

A partir de Dionisio de Halicarnaso, en las retóricas clásicas la écfrasis es una figura equiparada a la hipotiposis y entendida como una descripción vívida e intensa que persigue evidenciar casi vi-sualmente una realidad que se representa y materializa así median-te palabras en el discurso. Tal planteamiento sugiere inmediata-mente el reconocimiento de una cierta inferioridad por parte de la literatura frente a las artes plásticas, por ser sus imágenes —los signos que le son propios— de índole artificial o convencional frente a la, al menos aparente, «naturalidad» de los iconos con que un pintor describe la realidad natural.

Con el siglo xviii, sin embargo, este significado experimentó una notable restricción, y écfrasis pasó a designar la descripción literaria de una pieza artística de naturaleza plástica, ya sea escultórica, ar-quitectónica, un dibujo, un grabado o, principalmente, una pintura. Esto es, como apunta James A. W. Hefferman (1993), la representa-ción verbal de la representación visual.

En el ámbito anglosajón, destacan el poema ecfrástico de John Keats «Ode on a Grecian Urn» comentado por Leo Spitzer o las Pictures from Brueghel de William Carlos Williams, y entre las aportaciones últimas en español a este género mencionaremos, por ejemplo, «Botines con lazos, de Vincent Van Gogh» de la escritora argentina Olga Orozco.

Para aquella restricción del significado de écfrasis influyeron las ediciones modernas de los Eikones o «Imágenes» que Filóstrato de

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Lemos escribió en el siglo iii d.C., descripciones de pinturas hechas a partir de la existencia supuesta de bases imaginarias comunes para las labores creativas tanto plástica como poética (Equipo Glifo, 1998, 10-13). Pero es evidente, como argumenta Antonio Monegal (1998, 41-42), que «si la obra no describe una cosa cualquiera sino otra obra, que a su vez representa otra cosa, esa mediación le permi-te abrir paso al discurso sobre el proceso mismo de la representa-ción. Así la ékfrasis podría servir de instrumento tanto para acceder, en un planteamiento estético ingenuo, a esa ilusoria naturalidad del signo como para poner en evidencia su artificialidad». Y en el mo-mento en que, como en el caso de Manhatta, unos fotógrafos que hacen cine de vanguardia abordan la écfrasis de los poemas descrip-tivos de la isla neoyorquina escritos en el siglo anterior por Walt Whitman, el juego de espejos entre naturalidad/artificialidad se hace singularmente rico en sugerencias de todo tipo.

A este respecto, fue fundamental la aportación del neoclásico alemán Gotthold Ephraim Lessing (1977) con su Laooconte o Sobre las fronteras de la poesía y la pintura, publicado en Berlín en 1766. Lessing intenta corregir el «abuso interpretativo» —por decirlo en la feliz acuñación de Antonio García Berrio y Teresa Hernández Fer-nández (1988, 16 y ss.)— que hizo de unos versos de la poética ho-raciana —el 361 y siguientes: «ut pictura poesis: erit quae, si propius stes / te capiet magis et quaedam, si longius abstes»— una proclama de la sumisión de la poesía a la pintura, llevada a su punto extremo en la obra del conde Caylus titulada Tableaux tirées de l’Iliade, l’Odysée d’Homère et de l’Eneide de Virgile (1757), donde se pro-pugna la excelencia de aquellos poemas que sean capaces de inspi-rar figuras y motivos a los artistas plásticos.

Lessing adopta, por el contrario, una actitud equiparable a lo que denominamos actualmente «Estética de la recepción», pues recono-ce la similitud de efectos que una obra de pintura o escultura y una pieza literaria pueden producir en un «hombre de gusto refinado», pero defiende la absoluta autonomía de los medios con que cada uno de estos órdenes artísticos lo consiguen. La pintura y la escultura poseen una marcada dimensión estática, pues trabajan con figuras y colores distribuidos en el espacio, y los signos de que se sirven son «naturales» —iconos, en términos semióticos—, mientras que la li-teratura es el arte de los sonidos articulados que van sucediéndose en el tiempo y se agrupan para formar las palabras, es decir, signos ar-

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bitrarios y convencionales. Para ella es fácil representar acciones, mientras que los pintores tan solo alcanzan a lograrlo pálidamente a través de lo que es el objeto natural de su representación, los cuer-pos.

Retomando una polémica protagonizada por Johann Joachim Winckelmann en torno al grupo escultórico alejandrino, atribuido a Hagesandro, Polidoro y Atenodoro, que representa al sacerdote tro-yano Laocoonte en trance de sucumbir junto a sus hijos ahogado por dos monstruosas serpientes enviadas por la diosa Minerva, y tenien-do en cuenta su relación con el fragmento del segundo canto de la Eneida de Virgilio que describe tan terrible escena, Lessing defiende la autonomía estética con que los escultores trasladaron la escena virgiliana a la piedra. Nada le repugna más que la confusión entre ambas artes, que la poesía incurra en la «manía descriptiva» y la pintura en «el prurito de la alegoría». Que se quiera forzar el mons-truo de «una pintura parlante» y «una poesía muda» (Lessing, 1977, 38).

Huelga ponderar aquí la trascendencia que este asunto tiene tan-to desde un punto de vista teórico o semiótico como desde una Lite-ratura Comparada, atenta desde la requisitoria formulada por Oskar Walzel en una famosa conferencia de 1917 a la «iluminación recí-proca de las artes» —wechselseitige Erhellung der Künste—, en cuyo vasto campo de trabajo la existencia de aportaciones tan rele-vantes como Manhatta obligan a incluir el cine.

Y en lo que se refiere ya en concreto a la écfrasis, Michel Riffa-terre (Monegal [comp.], 2000, 161) habla de una mimesis doble en cuanto que «el texto ecfrástico representa con palabras una repre-sentación plástica». Pero la película de Strand y Sheeler propone una novedosa posibilidad de écfrasis inversa, pues en ella la plasti-cidad de sus imágenes cinemáticas intenta traducir las imágenes ver-bales de la poesía de Walt Whitman: Ut poesis, pictura.

No se nos oculta, sin embargo, que en el origen de este ejercicio de mimesis doble, que específicamente proponemos denominar écfrasis inversa para distinguirla de la tradicionalmente descrita por la Retórica, radica una realidad común, compartida por los cineastas y el poeta: la isla de Manhattan. El Manhattan de Whitman no era, con todo, exactamente coincidente con el que Strand y Sheeler filmaron en 1920 —muy cercano este, por otra parte, al que Lorca conocería al final del decenio—, pues el escritor murió casi treinta

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años antes del rodaje del filme, pero su mirada visionaria posibilita que su mediación no haga inviable la écfrasis abordada por los rea-lizadores cinematográficos. Nueva York está en el origen de los poe-mas de Whitman; escogidos versos de Leaves of Grass inspiran, por su parte, la película Manhatta, que los ilustra con toda pertinencia mediante imágenes tomadas de la realidad del Manhattan de 1920. Mas aquí está, precisamente, la singularidad de la obra fílmica: no es un documental de Nueva York sino un intento de darle la vuelta a la écfrasis tradicional, en la que la poesía glosaba la pintura, poniendo la plasticidad cinemática del séptimo arte —que permite una síntesis de espacialidad y temporalidad— al servicio de la escritura whitma-niana.

En suma: Manhatta es un poema visual ecfrástico basado no solo en el poema verbal del mismo título —literalmente Whitman lo escribe como «Mannahatta»— sino en varios versos de otras com-posiciones de Leaves of Grass que con la textualidad de su escritura reproducida en sendas cartelas al comienzo de cada una de las se-cuencias conforman el ritmo del filme y le dan su sentido. La elec-ción de los textos y, sobre todo, su disposición tienen, a este respec-to, gran relevancia. En cierto modo podemos admitir que este es el guion de una película cuya acción está dominada por la sucesión de doce instantes entre la aurora y el ocaso entre los que se abren otros tantos vacíos o elipsis. Se trata de un patrón relacionado, en última instancia, con el principio teatral de la unidad de tiempo que luego se repetirá en los filmes de ciudad realizados por Cavalcanti, Rutt-mann, Ivens o Dziga Vertov.

También en la crónica de su descubrimiento de Nueva York por parte de Vladimir Maiakovski, que allí llegó en 1925 procedente de La Habana y México, se sigue la misma pauta de describir la gran ciudad desde el alba, cuando «una incesante marea humana» co-mienza a pulular y a desplazarse a sus trabajos en los ferrocarriles elevados que fascinaban al poeta ruso hasta que con la noche, en Broadway —«the Great White Way»— y Times Square, las farolas, la publicidad, los cines y teatros, los automóviles y los trenes, todo se resume en una reiterativa sensación: «Luz, luz y más luz» (Maiakovski, 2011, 75). Iluminación que ya en tiempos de Whit-man se alimentaba de electricidad. En 1878, el mismo año en que Edison produce la primera bombilla incandescente, la calle de Men-lo Park sustituye con ellas las lámparas de gas del alumbrado públi-

Manhatta (1921) de Paul Strand y Charles Sheeler.

La primera cartela de Manhatta reproduce unos versos del poema «City of Ships» y las imágenes están tomadas desde el río, como en el corto documental anterior Skycrapers of New York City from North River.

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co. La primera cartela de Manhatta reproduce unos versos del poe-

ma «City of Ships» perteneciente a la sección «Drum-taps» —«Re-dobles de tambor»— (Whitman, 2006, 640-643): «City of the world! / (for all races are here...) / ... city of tall façades of marble and iron! / Proud and passionate city!» [«¡Ciudad del mundo! (pues todas las razas están aquí...) / ¡... ciudad de altas fachadas de mármol y hierro! / ¡Ciudad orgullosa y apasionada, caprichosa ciudad!»]. Las imáge-nes están tomadas desde el río, como en el caso de los cortos docu-mentales Skyscrapers of New York City from North River y Seeing New York by Yacht que hemos reseñado ya. Sobre el fondo de los rascacielos, con las primeras luces del día los muelles del puerto aguardan la llegada de las embarcaciones y en uno de los extremos del encuadre asoma el puente de Brooklyn.

La continuidad sintáctica entre secuencias es evidente, pues en contraplano la cámara se sitúa ahora en el desembarcadero en el que atraca un transbordador abarrotado de viajeros. El barco encaja a la perfección en la plataforma y la multitud, ágilmente, pisa tierra fir-me. Comienza el día. En picado, la pantalla muestra el río humano que sube las escaleras y se echa a las calles. Unos planos de un ce-menterio judío cruzado por los peatones dan paso a imágenes de la monumental arquitectura urbana. El encuadre juega con el contraste ente los ventanales enormes de los rascacielos y las diminutas figu-ras de los viandantes que pululan como hormigas. Es el significado de las palabras de Whitman (2002, 542-543) en el primer poema de «A Brodway Pageant» —«Procesión en Brodway»—: «When million-footed Manhattan unpent descends to her pavements» [«Cuando Manhattan con sus millones de pies desciende por las aceras y se desborda»].

La cartela número tres es la primera que corresponde al poema «Mannahatta» de «From Noon to Starry Night» —«Del mediodía a la noche estrellada»— (Whitman, 2002, 980-981): «... high growths of iron, slender, strong, light, splendidly uprising toward clear skies» [«... alta vegetación de hierro, esbelta, fuerte, ligera, que se levanta ma-jestuosamente hacia el claro cielo»]. Una escena muy corta, en pla-no único, nos muestra los rascacielos en una panorámica descenden-te, a modo de gran contrapicado. Se trata, probablemente, de la écfrasis cinemática más ajustada a la literalidad de los versos whita-manianos de toda la película.

Manhatta (1921) de Paul Strand y Charles Sheeler.

De nuevo los rascacielos plasmados con movimientos de la cámara en picado y contrapicado. Las enormes fachadas son como lienzos y el humo de las chimeneas, manchas cromáticas de variados matices que se mueven por el

decorado estático de las construcciones.

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El tema futurista del trabajo humano y la belleza de las máqui-nas que lo propician aparece aquí en una secuencia corta pero muy dinámica, de varios planos, que reproduce la actividad de los obre-ros de la construcción sumidos en una gran zanja junto a una exca-vadora, o encaramados en las altas vigas metálicas de una estructura que las grúas ayudan a erigir. El texto de la cartela, The building of cities —the shovel, the great derrick, the wall scaffold, the work of walls and ceilings, procede de «Chants Democratic», la versión de 1860 que dará finalmente en «A Song for Occupations», donde estas palabras ya no aparecen literalmente tal cual, pero sí podemos leer: «... the shovel... the building of cities... the wall-scaffold, the work of walls and ceilings...» [«La construcción de ciudades, la ex-cavadora, la gran grúa, el muro de andamios, la obra de paredes y techos»].

En la quinta secuencia retorna el motivo arquitectónico, sugeri-do por el segundo poema de «A Broadway Pageant» (Whitman, 2002, 544-545): «—Where our tall-topt marble and iron beauties range on opposite sides...» [«Para caminar por entre nuestras mara-villas de mármol y hierro que se alinean a un lado y otro»]. De nue-vo los rascacielos plasmados con movimientos de la cámara en pica-do y contrapicado. Las enormes fachadas son como lienzos con or-las de balaustres, y para aprovechar todas las posibilidades, inmensas, del cine para la plasticidad dinámica, Sheeler y Strand hacen uso de un recurso que repetirán en secuencias posteriores: el humo de las chimeneas, mancha cromática de variados matices que se mueve por el decorado estático de las construcciones y el marco de la naturale-za urbanizada.

Ese efecto al que acabamos de referirnos aflora en la muy breve secuencia siguiente, que otorga todo el protagonismo ecfrástico a la bahía de acuerdo otra vez con los versos de «Mannahatta» (Whit-man, 2002, 980-981): «City of hurried and sparkling waters! City of spires and masts! / City nested in bays!...» [«¡Ciudad de aguas pre-surosas y rutilantes!, ¡ciudad de chapiteles y de mástiles! / ¡Ciudad que has anidado en las Bahías...»].

La secuencia séptima es la que responde ecfrásticamente con mayor suntuosidad a las sugerencias futuristas de Whitman en lo que se refiere al maquinismo y al desarrollo de la ciudad industrial. Del poema número 8 de «Song of the Exposition» [«Canto de la exposición»] (Whitman, 2002, 458) proceden estas palabras: «This

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world [earth] all spanned [spann’d] with iron rails» [«Con esta tierra cubierta de rieles...»]. Son ilustradas ahora con imágenes de ese gran icono de la modernidad que es el tren, cuya fotogenia Strand y She-eler no dejan de aprovechar del mismo modo en que también lo hará, poco más tarde, Walter Ruttmann, así como el efecto ya co-mentado del humo que las locomotoras desprenden y que aportan a la pantalla una interesante fusión de lo espacial y lo temporal, el contorno dinámicamente mudable de su mancha.

Los penachos de vapor se trasladan, en la escena siguiente, a la écfrasis de la bahía, retomando el hilo de la sexta secuencia. Me-diante el montaje de varios planos, los cineastas reflejan lo que en la segunda parte del verso de la cita anterior (Whitman, 2002, 458) era una mera sugerencia: «With lines of steamships threading every sea» [«... y líneas de vapores que unen a todos los mares»]. En torno a un gran transatlántico varios remolcadores actúan en una maniobra de atraque al tiempo que el encuadre es cruzado por un transborda-dor. Y de nuevo el protagonismo plástico de las chimeneas y de los diversos matices cromáticos, entre el blanco y el negro, del humo que desprenden.

Whitman tuvo la vivencia directa del ferrocarril. Los trenes ele-vados comenzaron en Nueva York hacia 1867 y poco antes de su muerte, en 1890 circulaban ya por la Gran Manzana medio millar de convoyes. Pero también llegó a conocer el puente neogótico de Brooklyn, que se inauguró en mayo de 1883 y representó en su mo-mento todo un gran avance técnico, al ser el primero suspendido y colgado de cables de acero, de todo lo cual da noticia José Martí en una de sus crónicas neoyorquinas. La escena novena de Manhatta posee un solo plano y es muy breve. Se trata de una écfrasis pura: el puente, sus tirantes de acero y gente que lo cruza, tal y como sugiere el poema 9 (Whitman, 2002, 438) de «Song of the Broad-axe» [«Canto del hacha»]: «—Shapes of [the sleepers of] bridges, vast frameworks, girders, arches» («Formas de [los estribos de] los puen-tes, vastas armazones, vigas, arcos»).

La bahía vuelve al primer plano del filme, ahora con el propósi-to fundamental de ofrecer toda su plasticidad visual a la llegada del ocaso al cierre del arco temporal de la jornada neoyorquina que los cineastas han querido plasmar inspirándose en los versos de Whit-man (2002, 372) en el poema 3 de «Crossing Brooklyn Ferry» [«En la barca de Brooklyn»]. La luz occidua recorta el perfil, inestable

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por el contorno de sus penachos, de embarcaciones más pequeñas que el colosal paquebote, y al efecto ya comentado del humo se une ahora el no menos espectacular de las sombras: «—On the river the shadowy group, the big steam-tug, closely flank’d on each side by [the] barges» [«... en el río el grupo impreciso, el enorme remolcador escoltado por barcas...»].

El contrapunto lo da, en la escena siguiente —la undécima—, el regreso al espacio urbano y a la arquitectura monumental de sus ras-cacielos. Desde uno de ellos, un enfático picado nos muestra las ca-lles surcadas por los automóviles y el metro elevado que José Martí había descrito también, en una de sus crónicas desde Nueva York, como un animal amenazante. Pulula la masa ciudadana y, como en la escena anterior, el ocaso proyecta sus sombras: «Where the city’s ceaseless crowd moves on, the livelong day» [«Allí donde la multitud incesante de la ciudad se agita el día entero»]. Es el primer verso del poema «Sparkles from the Wheel», de la sección «Autumn Rivulets» [«Arroyos de otoño»].

Manhatta concluye con un extenso versículo exclamativo del noveno poema de «Crossing Brooklyn Ferry»: «Gorgeous clouds of the sunset I drench with your splendour me, or the men and women generations after me!» [«¡Nubes esplendorosas del ocaso, empapad-nos con vuestro esplendor a mí, o a los hombres y mujeres de las generaciones que me sucederán!»]. Es de destacar aquí cómo Strand y Sheeler rinden homenaje a Whitman cerrando su écfrasis cinema-tográfica de Leaves of Grass mediante la glosa en imágenes de un verso donde el proverbial egocentrismo romántico del poeta (Whit-man, 2002, 376) se manifiesta a través de la inclusión de su yo junto al de las multitudes presentes y futuras, como una muestra más de ese unanimismo consustancial al estro whitmaniano que los van-guardistas europeos de comienzos del siglo xx hicieron cosa propia. La cinta cierra así el ciclo de «un giro de la luz febea» como definían la unidad teatral de tiempo los preceptistas neoclásicos.

En estas palabras de Whitman ocupa un lugar preeminente la ciudadanía a la que el poeta canta y con la que democráticamente se identifica. Es una Humanidad fecunda y potente, especialmente vi-sible en todo su poderío en la vasta ágora de la gran ciudad. En Leaves of Grass, que a su modo se nos figura también una Saluta-ción del optimista, otro «canto de vida y esperanza» como el ruben-dariano, la multitud unánime es dueña de un futuro en el que todo es

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posible y a cuyo esplendor contribuirán todos los avances que la ciencia, la técnica y la economía hacen especialmente patentes en el ámbito privilegiado de la metrópolis industrial.

Strand y Sheeler quieren ser fieles a ese espíritu whitmaniano, que es el mismo que alienta las realizaciones artísticas del futuris-mo, y para ello reservan el clímax final de su película para un verso que tan certeramente resume y refleja este espíritu, si bien a lo largo de las imágenes que nos han presentado en las once secuencias an-teriores la gente común, los ciudadanos de Nueva York, tienen una presencia limitada al papel de comparsas en una representación cuyo protagonismo corresponde sin lugar a dudas a Manhattan como metonimia de la ciudad entera. No encontramos en su realización ni un solo plano corto que, por caso, nos muestre el rostro o el cuerpo entero de un neoyorquino, ni una situación de diálogo, comunica-ción o incluso diatriba entre personas como sí sucede, por cierto, aunque muy de pasada en el Berlin, die Symphonie der Großstadt de Walter Ruttmann. Pero el mensaje que nos transmiten es inequívo-camente positivo, incluso eufórico. En Manhattan —una isla en el centro de una generosa bahía—, a la hermosura de una naturaleza espléndida se añade la no menos bella pujanza de la obra humana en forma de esbeltos edificios, abiertas avenidas, poderosas máquinas para la movilización y el progreso de la gente común a la que Whit-man cantaba.

Los ecos de su visión poética así sustanciada llegan, también, hasta la obra del portugués Fernando Pessoa (1888-1935), inconfun-diblemente whitmaniana en tantos versos de su heterónimo Álvaro de Campos. La biografía de la que Pessoa lo dotó es muy significa-tiva a este respecto, tal y como leemos en la famosa carta a Adolfo Casais Monteiro publicada en Presença en 1937. Campos, nacido en Tavira en 1890, estudia ingeniería mecánica y naval en la ciudad más industrial y populosa de Escocia, Glasgow, y será ciudadano del mundo con sus viajes a Oriente. Los ecos de Leaves of Grass se hacen voz en el poema «Saludo a Walt Whitman», anterior a la «Oda» que le dedicará ya en Nueva York Federico García, y resue-nan inconfesadamente detrás de composiciones atribuidas al heteró-nimo como la que comienza con el verso «Acordar da cidade de Lisboa, mais tarde do que as outras». Allí, Álvaro de Campos parti-cipa del egocentrismo unanimista de Leaves of Grass, que lo lleva a identificarse con todo lo que le rodea (Pessoa, s. d., 100):

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Eu adoro todas as coisasE o meu coração é um albergue aberto toda a noite.Tenho pela vida um interesse ávidoQue busca compreendê-la sentindo-a muito.Amo tudo, animo tudo, empresto humanidade a tudo,Aos homens e às pedras, às almas e às máquinas,Para aumentar com isso a minha personalidade.

Pertenço a tudo para pertencer cada vez mais a mim própio5.

Esa misma mística del unanimismo reaparece en poemas poste-riores, que tienen inconfundiblemente semejante filiación whitma-niana, como el que se abre con el verso «A final, a melhor maneira de viajar é sentir» (Pessoa, s. d., 104):

Quanto mais eu sinta, quanto mais eu sinta como várias pessoas,Quanto mais personalidades eu tiver,Quanto mais intensamente, estridentemente as tiver,Quanto mais simultaneamente sentir com todas elas,Quanto mais unificadamente diverso, dispersamente atento,Estiver, sentir, viver, for,Mais possuirei a existência total do universo,Mais completo serei pelo espaço inteiro fora6.

Una metrópolis colonial, Lisboa, es el recinto escogido en el que el poeta experimenta ese unanimismo. A ella dedica dos poemas de 1923 y 1926 con el mismo título, «Lisbon revisited», en el primero de los cuales la ponderación admirativa de su ciudad —«O mágoa revisitada, Lisboa de outrora e de hoje!»— se une una cristalina in-vocación «Das ciências, das artes, da civilização moderna!» (Pes-

5 «Yo adoro todas las cosas / y mi corazón es un albergue abierto toda la noche. / Tengo por la vida un interés ávido / que busca comprenderla sintiéndola mucho. / Amo todo, vivifico todo, presto humanidad a todo / a los hombres y a las piedras, a las almas y a las máquinas / para aumentar con eso mi personalidad. / Pertenezco a todo para pertenecer cada vez más a mí mismo» [traducción de Adolfo Montejo Navas].

6 «Cuanto más sienta, cuanto más sienta como varias personas / cuantas más perso-nalidades tenga / cuanto más intensa y estridentemente las tenga / cuanto más simultá-neamente / cuanto más unificadamente diverso, dispersadamente atento / esté, sienta, viva, sea / más poseeré la existencia total del universo / más completo seré a lo largo del espacio entero» [traducción de José Antonio Llardent].

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soa, s. d., 247-248).Y sin embargo, tanto en tiempos del bardo de Paumanok como

en los del círculo vanguardista de Sitieglitz existía otra visión, me-nos amable, de Nueva York y, en términos generales, de la gran ciu-dad industrial. Hacia 1926, por ejemplo, tres años antes de que Fe-derico García Lorca se trasladase a la ciudad del Hudson y escribie-se allí Poeta en Nueva York, el intelectual español más influyente en las nuevas generaciones literarias del momento, José Ortega y Gas-set, comenzaba a manifestar en forma de artículos las ideas que cua-jarían en 1930 en uno de sus libros más conocidos internacional-mente, La rebelión de las masas. En él, como es bien sabido, frente al encomio de la gente común, la gran protagonista de la moderni-dad y el progreso según Whitman, Ortega contrapone una visión poco grata del tipo humano que él define como «hombre masa», un individuo acomodaticio, adocenado, beneficiario del inconmensura-ble progreso material que la sociedad ha alcanzado pero desatendido de toda exigencia y esfuerzo, en una actitud pueril y autocomplacien-te que incluso se da también en quienes incurren en la «barbarie del especialismo».

La alusión que hicimos a la «salutación del optimista» de Rubén Darío para describir el talante de Whitman en Leaves of Grass que Paul Strand y Charles Sheeler hicieron suyo no sería válida, por cierto, en cuanto a la visión de la ciudad de Nueva York expresada por el escritor nicaragüense en su poema «La Gran Cosmópolis», escrito en 1919. Se trata también de una écfrasis selectiva pero precisa, con inclusión en el verso de referencias topográficas pun-tuales —la Quinta Avenida, el Waldorf Astoria—, a la que acompa-ña a modo de ritornello la mención del dolor que preludia la angustia que dos decenios más tarde Lorca invocará también reiteradamente en Poeta en Nueva York:

Casas de cincuenta pisos,servidumbre de color,millones de circuncisos,máquinas, diarios, avisos,¡y dolor, dolor, dolor! (...)Irá la suprema villa,como ingente maravilla

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donde todo suena y brillaen un ambiente opresor,con sus conquistas de acero,con sus luchas de dinero,sin saber que allí está enterotodo el germen del dolor.(...)

(Darío, 2007, 1241-1242)

En su libro sobre el tema de Nueva York y los escritores hispa-nos, Dionisio Cañas (1994, 11) habla de que «el mito poético» de la ciudad del Hudson «se ha ido construyendo a base de un conglo-merado de imágenes apocalípticas y de otras que proceden de la fascinación por la metrópolis», mas es obligado admitir que entre nosotros han predominado las primeras. Y allí mismo (Cañas, 1994, 35), al tiempo que le reconoce a Walt Whitman el mérito de que «Nueva York entrara en el discurso poético occidental», atribu-ye el mismo logro en nuestra lengua al escritor cubano José Martí, que vivió en la megalópolis entre 1880 y 1895.

Desde allí envió numerosas crónicas periodísticas a diarios como La Opinión Pública de Montevideo o La Nación de Buenos Aires, entre otros. Crónicas noticiosas y descriptivas que reflejan en contrapunto un Manhattan cosmopolita, sumido ya en la euforia ma-quinista aunque todavía teñido de viejas costumbres rurales, y una Coney Island donde es imposible dejar de sentir la opresión de una masa consumista y desespiritualizada. Así, leemos en el artículo de 1884, titulado «Verano», la siguiente descripción poco amable (Martí, 1991-1992, t. 13, 488-489):

Ya en este mes de junio, Nueva York aflige. Es verano ardien-te. Los altos edificios, que levantan a uno y otro lado sus decenas de pisos, detienen el aire caluroso que viene de los ríos, y que las emanaciones de las fábricas y las de un pueblo colosal de trabaja-dores, cargan de gérmenes impuros (...). En los barrios pobres, es de echarse a llorar. De día en las casas de vecindad, repletas de gente miserable, los maridos ebrios querellan con sus mujeres desesperadas, que intentan en vano hacer callar a sus hijuelos, comidos por el cholera infantum. Parecen los míseros niños como si un insecto enorme les chupara las carnes, aposentadas en sus

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entrañas. Miran desde cavernas. Tienden sus manecitas como pi-diendo socorro. Por entre la piel, se ve asomar la cabeza de los huesos.

Pasados los años, y con una expresividad ecfrástica muy dife-rente, Lorca señalará en sus versos que «por los barrios hay gentes que vacilan insomnes / como recién salidas de un naufragio de san-gre y que a veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños».

No debemos olvidar, tampoco, el extenso artículo que Martí re-mite, con fecha de 19 de abril de 1887, al periódico mexicano El Partido Liberal donde recoge la noticia de la prohibición, por su temá-tica homosexual, de Leaves of Grass, que el cubano define como «li-bro pasmoso», cuyo «profético lenguaje y robusta poesía» solo se puede equiparar a «los libros sagrados de la antigüedad» (Martí, 1991-1992, t. 13, 131).

Su valoración acerca de la obra de «este poeta viejo (...) anciano de setenta años», «el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo», no puede ser más rendida. No elude las precisiones esti-lísticas, como cuando afirma que a Whitman «acumular le parece el mejor modo de describir», pero sobre todo Martí sabe identificar la singularidad y la trascendencia de su obra como ejemplo de una poesía acorde con el mundo nuevo:

El lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado hasta hoy por los poetas, corresponde, por la extrañeza y pujanza, a su cíclica poesía y a la humanidad nueva, congregada sobre un continente fecundo con portentos tales, que en verdad no caben en liras ni serventesios remilgados (Martí, 1991-1992, t. 13, 140).

Dionisio Cañas, aparte de hacer referencia incidental a otros poe-tas hispánicos que escribieron sobre Nueva York, se centra también en Federico García Lorca y el escritor puertorriqueño Manuel Ramos Otero (1948-1990), que se sitúa ya fuera de nuestro arco cronológico. Y con Roberto González Echevarría considera que los Versos libres de José Martí inauguran en nuestra tradición «la poesía contemporá-nea de la ciudad». Pero él mismo (Cañas, 1994, 66) define este poe-mario como «un diario poético íntimo, espiritual y estético, que tiene por escenario la ciudad». Acaso por la escritura coetánea de sus cró-

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nicas periodísticas a las que nos hemos referido ya, Versos libres carece de ese propósito ecfrástico que sí se da en Leaves of Grass y que los cineastas del círculo de Stieglitz desarrollaron en imágenes dinámicas y visuales, no puramente verbales. Otro tanto se puede afir-mar, como en su momento justificaremos, a propósito de Poeta en Nueva York, que coincide, no obstante, con los Versos libres en una misma idea de la megalópolis «asociada —como escribe Cañas (1994, 70)— con la falta de libertad, la esclavitud, la prostitución, la venta del alma de los ciudadanos, y la ciudad como cárcel». En muy contadas ocasiones el poeta cubano sale de su intimidad para apuntar hacia el escenario urbano, como sucede en el poema «Amor de ciu-dad grande», fechado en Nueva York en abril de 1882, cuando excla-ma:

¡Me espanta la ciudad! ¡Toda está llena de copas por vaciar, o huecas copas!¡Tengo miedo, ay de mí, de que este vinotósigo sea, y en mis venas luegocual duende vengador los dientes clave!

(Martí, 1991-1992, t. 16, 172)

Es significativo, a este respecto, que la que el propio Cañas (1994, 72) define como «una visión expresionista de la muchedumbre de Manhattan» no pertenezca en puridad al cuerpo de Versos libres, sino a un poema posterior, titulado «Envilece, devora...», que forma parte de los cuatro cuadernos de apuntes que Martí bautizó como Flo-res del destierro:

Envilece, devora, enferma, embriagaLa vida de ciudad: se come el ruido,Como un corcel la yerba, la poesía.Estréchanse en las casas la apretadaGente, como un cadáver en su nicho:Y con penoso paso por las callesPardas, se arrastran hombres y mujeresTal como sobre el fango los insectos,Secos, airados, pálidos, canijos.

(Martí, 1991-1992, t. 16, 270)

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Algo semejante cabe afirmar a cuenta de la presencia de Nueva York en la poesía de Juan Ramón Jiménez. Allí escribe, precisamente, su poema con motivo de la muerte de otro visitante neoyorquino, Rubén Darío, «ruiseñor errante» de América. Del 2 de mayo de 1916, tres meses después de su llegada al puerto de Manhattan, data su boda neoyorquina con Zenobia Camprubí, y del 7 de junio su regreso a Es-paña. De esta experiencia saldrá al año siguiente un libro titulado Dia-rio de un poeta recién casado, que en la edición de 1948 será ya Diario de poeta y mar.

No faltan en este diario lírico algunas referencias ecfrásticas, pero tampoco menudean, ni constituyen el meollo del libro. El poe-ma «New Sky» se referencia «en lo alto del Woolworth», y la pieza en prosa «La casa colonial» es una elegía sugerida por una pequeña vivienda de madera situada en Riverside Drive «entre las enormes casas pretenciosas y feas en que la han encerrado», «las terribles moles de hiero y piedra que la ahogan» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 113). En varios casos, los cementerios desparramados por el períme-tro de la ciudad merecen la atención del poeta, cuyo «encanto» los hace percibirlos como la «verdadera ciudad poética de cada ciudad» («Cementerios»). Uno de ellos le merece el título de «Cementerio alegre» en el que «dan ganas de alquilar una tumba ¡sin criados! para pasar aquí la primavera» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 145), esta-ción que se describe en la prosa del texto «Tarde de primavera en Washington Square» o en otra pieza dedicada al disfrute de la prima-vera en la Quinta Avenida, donde está «El árbol tranquilo» que el poeta canta en otras de sus composiciones.

Es magnífico el poema en prosa que se centra en el «Cementerio de Broadway»: «Está tapiado este breve camposanto abierto de la ciudad comercial, por las cuatro rápidas y constantes concurrencias del elevado, el tranvía, el taxi y el subterráneo, que jamás le faltan a su silencio obstinado y pequeño» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 122). En medio de Broadway, el distrito de los teatros, en donde Juan Ramón se pregunta si la luna «¿es la luna, o es un anuncio de la luna?» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 131).

La atención que nuestro premio Nobel concede a la luna no es la única anticipación que nos hace pensar en el libro de Lorca posterior en más de diez años. Juan Ramón Jiménez, en su contemplación cósmica de una ciudad que es como todo un universo, repara en el ritmo siempre repetido de las horas y de la luz, como lo harán poco

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más tarde con su filme Strand y Sheeler. Junto a piezas como «Cre-púsculo», «Alta noche» o los dos «Nocturnos» (poemas CXXXI y CXLI) sobresalen las dedicadas al comienzo del día, a «la aurora» como «hueco de fría luz» en «Humo y oro». La penúltima entrega del libro se titula también «Amanecer», en donde el alba se extiende sobre el tren elevado «sin nadie», con un «pajarillo» como único testigo. Mucho más expresiva es la prosa de «¡Viva la primavera!», donde «New York, el marimacho de las uñas sucias, despierta». Es aquí donde el lector atento puede encontrar claros precedentes para alguna de las composiciones más logradas de Poeta en Nueva York:

En un anhelo, doblado por la aurora, de ser pura, viene la primavera, nadando por el cielo y por el agua, a la ciudad. Toda la noche ha estado, desvelada, embelleciéndose, bañándose en la luna llena. Un punto, sus rosas, aún tibias solo, doblan la hermo-sura de la aurora, en lucha con el trust «Humo, sombra, barro, and Cº», que la recibe con su práctico. Pero ¡ay! se cae al agua, casi vencida. Ejércitos de oro vienen en el sol en su ayuda. La sacan desnuda y chorreante, y le hacen la respiración artificial en la es-tatua de La Libertad. ¡La pobre! ¡Qué encanto el suyo, tímida aún y vencedora! (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 134).

Otro poema de este libro, «Alta noche», representa muy bien el tono marcadamente egocéntrico y solipsista de este diario en el que el escritor mantiene un diálogo de tú a tú con la ciudad en el que nada parecen importar los otros seres humanos que viven, gozan y padecen en la metrópolis. Pasea solo por la Quinta Avenida, y sola-mente registra un fugaz encuentro con un «negro viejo, cojo, de pa-letó mustio y sombrero de copa mate» que lo saluda. Esta aparición, fantasmagórica aunque cordial, recuerda «El rey de Harlem» lor-quiano, sugerencia que refuerzan las propias palabras con que el poema de Juan Ramón concluye: «El eco del negro rojo, rey de la ciudad, va dando la vuelta a la noche por el cielo, ahora hacia po-niente» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 135).

La ausencia casi total del factor humano impide el desarrollo cumplido del rechazo a la crueldad de la gran ciudad. Juan Ramón no es ajeno a la seducción de Manhattan, cuyos anuncios «multifor-mes, multicolores y multiveloces» le parecen «como dados a luz por la primavera con las flores» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 151). Pero no oculta también sensaciones íntimas no gratas, como la claustrofobia

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que le producen las medidas contra los incendios, tan oficiosas en Nueva York, tal y como denuncia en el poema «¡Fuego!». La breve prosa del poema XCVIII, de 14 de abril, refleja con intensidad su desasosiego: «¡Qué angustia! ¡Siempre abajo! Me parece que estoy en un gran ascensor descompuesto, que no puede —¡que no po-drá!— subir al cielo!».

De hecho, su «Despedida sin adiós» del 7 de junio es suma-mente parca, como si la experiencia neoyorquina hubiese final-mente resultado irrelevante para él: «New York, como una realidad no vista o como una visión irreal, desaparece lentamente, inmensa y triste, en la llovizna. Está todo —el día, la ciudad, el barco— tan cubierto y tan cerrado, que al corazón no le salen adioses de partida» (J. R. Jiménez, 2005, t. 2, 162).

El ensimismamiento del poeta —solo él y una leve presencia de la amada— le impide sentir el pulso poderoso y terrible de la ciudad al modo como lo hará Federico García Lorca al final de los años veinte. Muy lejos, pues, de ese grito por la humanidad doliente en la soledad de la multitud urbana que, en la estela del propio Federico, llevará a Dámaso Alonso (1940) a escribir los versos de «Insomnio» a poco de que Madrid, acabada ya la guerra, supere por vez primera un número de habitantes que le confiere un cierto carácter metropo-litano:

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,Y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.

Debemos mención aparte a la relación de Jorge Luis Borges con el tema poético de la gran ciudad. Su origen bonaerense; su recono-cida admiración hacia Walt Whitman; su contacto con las van-guardias europeas —y especialmente con el expresionismo, cuyos poetas hicieron de la ciudad un tema novedoso y capital— durante su estancia en Suiza entre 1914 y el final de la gran guerra; y su

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vinculación intensa aunque efímera con los ultraístas españoles —hemos visto ya cómo su primer poema, abiertamente whitmaniano, «Himno del Mar», se publica en una de sus revistas, Grecia— du-rante su estancia en España y hasta el regreso de la familia Borges a la capital del Plata en marzo de 1921 hacían esperar que la exaltación de Buenos Aires presente en sus primeros libros poéticos se acomodara a patrones previsibles.

Sin embargo, tanto Fervor de Buenos Aires (1923) como Luna de enfrente (1925) y el Cuaderno de San Martín (1929) marchan por otros derroteros. Borges vuelve de Europa, donde ha vivido prácti-camente su adolescencia y primera juventud y en la que ha adquirido una cultura literaria asombrosamente cosmopolita, y se reconcilia con sus raíces más genuinas a través de la ciudad. Ella es el eje de los tres libros mencionados, pero nada de contaminación cubista, surrealista o ultraísta hay en su tratamiento. No es la metrópolis unánime, cinemática y simultánea del futurismo o del expresionis-mo, sino el solar ancestral en el que el poeta se reencuentra con su yo más íntimo y se plantea las grandes preguntas: el sentido de la existencia, de la muerte y del tiempo.

Cuando fecha en 1969 el prólogo a Fervor de Buenos Aires in-cluido en la summa de su Obra poética reitera que tanto el Jorge Luis que entonces escribía como el que lo había hecho en 1923 «somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman», pero que en todo caso entre los fines, desmesurados, que se había propuesto el Borges total estaba «ser un escritor español del siglo xvii» (Bor-ges, 1999, 17) y «cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas».

Es decir, más la ciudad de su memoria que la urbe modernista que ya estaba cuajando como la gran metrópolis austral. Desde sus propios títulos, numerosos poemas del libro indican una intención ecfrástica: «Carnicería», «Arrabal», «Un patio», «Plaza San Mar-tín», «La Recoleta». La ambientación funeraria de este último texto coincide con la del titulado «Inscripción en cualquier sepulcro», y ambos son poemas metafísicos, con ciertos ribetes, por lo demás, unamunianos (que no unanimistas). La «Caminata» del poeta es, como la de Juan Ramón por la Quinta Avenida, nocturna y solitaria —«la noche acerca agrestes lejanías / y despeja las calles»—, y en «La noche de San Juan» «hoy las calles recuerdan / que fueron cam-po un día».

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En suma: dialogan el poeta y el enclave urbano como espacio para la reflexión trascendente del yo, y para el recuerdo. En el mag-nífico texto de «Amanecer», Borges, al igual que el Lorca que nos encontraremos en «La aurora» de Poeta en Nueva York, está «aco-bardado por la amenaza del alba», pero no porque con ella comience otra vez la despiadada lucha por la vida, sino porque teme que pueda realizarse la «tremenda conjetura / de Schopenhauer y Berkeley / que declara que el mundo / es una actividad de la mente, / un sueño de las almas, / sin base ni propósito ni volumen». En la última de sus composiciones, «Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922», menciona a «Walt Whitman, cuyo nombre es el universo», pero nada tienen que ver el Buenos Aires del discípulo con la Man-nahatta del maestro.

La serie bonaerense se prolonga en 1925 con Luna de enfrente, que otorga al satélite el mismo lugar relevante que en general le conceden los poetas de las vanguardias (y también sus cineastas: pienso en el filme cubista Ballet mécanique de Fernand Léger, 1924). En su prólogo de 1969 Borges justifica que, con este segundo libro, se había propuesto complementar el intimismo de Fervor con la pre-sentación de una ciudad que «tiene algo de ostentoso y de público». Es, de seguro, plenamente whitmaniano el pulso de versos como «La alta ciudad irreconocible arrecia sobre el campo», de «Jactancia de quietud», o «He conmemorado con versos la ciudad que me ciñe / y los arrabales que se desgarran», de «Casi juicio final». El poeta traslada su atención también a «Montevideo», «ciudad que se oye como un verso», o «Dakar», donde nunca había estado, pero el poe-ma de cierre es una vez más inequívoco, de un individualismo más empequeñecido que el ego comunal whitmaniano:

A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros(...)a mi ciudad que se abre clara como una pampa,yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidentey recobré sus casas y la luz de sus casas(...)y canté la aceptada costumbre de estar solo.

Puntualmente contemporáneo de Walt Whitman, el poeta fran-cés Charles Baudelaire (1821-1867) representa también el salto

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del romanticismo a la modernidad poética (Raymond, 1978; Rincé, 1984; Ward [comp.], 2001), fue un gran conocedor de la literatura norteamericana de la que tradujo a Edgar A. Poe al francés, y con él, según destacó en su día Walter Benjamin (1972, 184), «París se hace por vez primera tema de poesía lírica».

Precisamente en Poe encuentra Benjamin (1972, 138) el prece-dente más conspicuo de un tema que Baudelaire hará suyo, el de la masa, la multitud que en él «es siempre la de la gran ciudad; su París está siempre superpoblado». En efecto, el escritor norteamericano había publicado ya en 1840 un relato, ambientado en Londres, sobre el hombre en la multitud, «The Man of the Crowd» (Poe, 1965, 475-481), que Baudelaire tradujo, y esta asociación entre ciudad y masa, que también es whitmaniana, está presente en la sección de Les fleurs du mal que se titula precisamente «Tableaux parisiens». Uno de sus más célebres poemas, «À une passante», nos presenta al poe-ta en medio de la masa e introduce una dolorida figura femenina:

La rue assourdissante autour de moi hurlait.Longue, mince, en grand deuil, douleur majestueuse,Une femme passa, d’une main fastueuseSoulevant, balançant le feston et l’ourlet;

(Baudelaire, 1991, 362)7

Porque el fenómeno del crecimiento urbano asociado a la nueva economía industrial es en su origen fundamentalmente europeo, y más londinense que parisino (Brooker, 2002). Otro tanto cabe decir de la comparación entre Nueva York y la capital inglesa, si bien aquella posee desde muy pronto un marchamo de modernidad futu-rista que la singulariza frente a cualquier otra gran ciudad.

Las cifras demográficas son fluctuantes a este respecto; no ca-san, por ejemplo, las que ofrece Leonardo Benevolo (1993, 167) a propósito de Londres y Manchester en su capítulo dedicado a la ciu-dad industrial con los datos que finalmente tomaremos por referen-cia, los que maneja Le Corbusier en su libro de 1924 titulado enton-

7 «Aullaba en torno mío la calle. Alta, delgada, / de riguroso luto y dolor soberano, / una mujer pasó, con mano fastuosa / levantando el festón y el dobladillo al vuelo» [tra-ducción de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo].

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ces Urbanisme y luego reeditado como La ciudad del futuro. Con-forme a sus cifras, el crecimiento de Nueva York es espectacular: de los 60.000 habitantes de 1800, pasa a 2.800.000 en 1880 y a los 4.500.000 en 1910. París parte de 647.000, sube a 2.200.000 y ter-mina en tres millones. Pero, simultáneamente, Londres comienza el siglo xix con 800.000 habitantes, que incrementa en tres millones a la altura de 1880 para duplicar esta última población en 1910 y al-canzar los 7.200.000.

Semejante crecimiento de los centros urbanos tiene mucho que ver con la producción masiva de bienes manufacturados, lo que ge-nera una riqueza sin precedentes pero con un alto coste desde el punto de vista de los valores humanos (Kotkin, 2006, 170 y ss.). Así, en 1845 Friedrich Engels describe las terribles circunstancias de los barrios obreros de Manchester en The Condition of the Working Class in England, y en 1848 firma con Karl Marx, al que conoce en París, el Manifiesto del Partido Comunista. Marx, por su parte, ha-bía publicado en 1845 Trabajo asalariado y capital; en 1850, La lu-cha de clases en Francia de 1848 a 1850; y ya en Londres, donde vivirá hasta su muerte en 1883, comienza a aparecer en 1864 su obra magna, El capital. Hay, pues, una poderosa producción ideológica y filosófica, que trasciende incluso al terreno de la política de comba-te, inspirada en el proceso de conurbación industrial fundamental-mente londinense y sus terribles consecuencias para la existencia de los trabajadores, a la que parece ajeno el pensamiento de Walt Whit-man. No así el de otros poetas europeos, tales William Blake, Heine o Shelley.

No se nos oculta que desde la literatura del xvi y el xvii se cultiva un tópico, asociable al «beatus ille» horaciano, que entre nosotros el obispo de Mondoñedo acuñó como «Menosprecio de corte y alaban-za de aldea». Pero lo cierto es que en el siglo xix este tema se asocia al trabajo de las máquinas y de las «poderosas fábricas satánicas» que tienen en Londres su referencia pionera por aquel entonces. Así, uno de los máximos exponentes de la lírica romántica inglesa, Percy B. Shelley, muerto en 1822, llegó a afirmar que el infierno era «una ciudad exactamente como Londres» y Heinrich Heine denunciaba al final de ese mismo decenio el «Londres exageradamente atroz», alienante, que «aplasta la imaginación y rompe el corazón en peda-zos» (Jones, 1990, 122). El propio William Blake, que muere en 1828, denuncia también el maquinismo, los «tiránicos dientes» de los

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engranajes movilizados por «las ruedas hidráulicas de Newton» en las fábricas textiles (Kotkin, 2006, 174).

El París de Baudelaire no es, en este sentido, equiparable a la ciudad del Támesis. En la primera mitad del siglo xix seguía siendo una ciudad de pequeñas empresas, pero cuando Baudelaire escribe sus poemas y prosas ha superado ya los dos millones de habitantes, y una figura trascendental en la historia del urbanismo moderno, el prefecto Georges- Eugène Haussmann, afronta a partir de 1850, comisionado por Na-poleón III, la construcción del gran París de la modernidad a costa de la ciudad medieval y de sus murallas, barreras contra el progreso, que desaparece en un sesenta por ciento según estimaciones fiables. Surgen así las grandes avenidas que marcarán la singularidad de la ciudad del Sena como «urbe posliberal» (Benevolo, 1993, 178 y ss.), concebidas, tanto como el desarrollo de los ferrocarriles, para facilitar el movimiento de la población.

Esta ya conocida como «haussmannización» representa, de to-dos modos, un proceso traumático consumado en un plazo muy re-ducido de tiempo: tan solo tres decenios. Tiene enormes costes so-ciales y muy pronto autorizadas voces discrepantes hablan de la pérdida de raíces, de referencias; de una nueva forma de alienación que el pueblo parisino experimenta en cuanto sujeto paciente del experimento urbanístico. A ello se añade como catalizador el creci-miento demográfico experimentado (menos de un millón de habi-tantes en 1880, más de tres millones a final de siglo). Cambia la idea de la ciudad como ámbito de la existencia individual y de la convi-vencia, y comienza a surgir así la percepción de un unanimismo que Jules Romains plasmará como teoría literaria con el comienzo de siglo —los relatos «Rassemblement» o «Le bourg régéneré»— pero que nunca será tan monolítico e inequívoco como el entusiasmo ur-banita de Walt Whitman.

El arquitecto Lenardo Benevolo (1993, 191) y antes que él Wal-ter Benjamin (1972, 104-105) en su ensayo «El París del Segundo Imperio en Baudelaire» citan, a este respecto, un texto muy intere-sante de los Souvenirs littéraires de Maxime du Camp, quien, a la altura de 1865, observa desde el «pont Neuf» el espectáculo de la ciudad y experimenta una especie de epifanía: París le parece de improviso y por primera vez un cuerpo inmenso donde cada función era implementada por órganos específicos, controlados y precisos.

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Un magno engranaje, todas y cada una de cuyas ruedas contribuía a darle cuerpo y vida a la realidad de la inmensa ciudad.

En gran medida, la obra de Baudelaire, desde Les fleurs du mal (1857) a los Petits poèmes en prose (1869), que el diario Le Figaro había ya publicado parcialmente cinco años antes con un título tan expresivo como Le Spleen de Paris, está inspirada en ese proceso de «haussmannización» y aporta una visión de la gran ciudad moderna completamente opuesta a la de Whitman. Walter Benjamin no puede asegurar con certeza si Baudelaire llegó a leer un libro muy aprecia-do por Marx, Histoire des classes ouvrières et des classes bourgeoi-ses de Garnier de Cassagnac, pero lo que sí puede afirmar es que el poeta, en parte por nostalgia y en parte por ideología, se identifica con los alienados y desclasados parisinos. Conviene en ello la inter-pretación que Jean-Paul Sartre hace de la figura del poeta como la de un dandi, y por lo tanto burgués, que, sin embargo, «réalise une rupture mythique avec sa classe» (Sartre, 1998, 129). Su mirada es la del bohemio, del vagabundo urbano «cuya forma de vivir baña todavía con un destello conciliador la inminente y desconsolada del hombre de la gran ciudad. El flâneur está en el umbral tanto de la gran ciudad como de la clase burguesa. Ninguna de las dos le ha dominado. En ninguna de las dos se encuentra como en su casa. Busca asilo en la multitud», concluye Benjamin (1972, 184).

La percepción lírica de la realidad, que lleva a Walt Whitman a rendirse ante la pujanza de Nueva York como recinto para la cabal realización de las personas en fraternidad solidaria, hace, por el con-trario, que Charles Baudelaire vea en el París moderno la sombra amenazante de la alienación del poeta y de los más desvalidos; esto es, de los desclasados. Concreta sus faces en varios poemas de los «Tableaux parisiens» como «À une mendiante rousse», dedicado a la mendiga pelirroja, ejemplo de la humanidad doliente que malvive en la ciudad como también lo son «Les petites vieilles», según Ben-jamin (1972, 101) «sus únicos habitantes espiritualizados», que «traversant de Paris le fourmillant tableau», convertidas en «mons-truos quebrados» «ils trottent, tout pareils à des marionnettes; / se traînent, comme font les animaux blessés» —«cruzando de París el cuadro hormigueante» «van trotando, y parecen marionetas en todo; se arrastran, como haría un animal herido»—, y sus ojos son «des puits faits d’un million de larmes», «pozos de millones de lágri-mas».

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La imagen de la ciudad como un hormiguero estaba ya en el primer verso de otro de los poemas de Baudelaire más conocidos, «Les sept vieillards», que en la traducción de Eduardo Marquina (Baudelaire, 2002, 371) reza como «¡Gran ciudad de los sueños hor-miguero espantoso, / donde, al pasar, notamos que un espectro recu-la!». Y no me parece arbitrario relacionar aquí la imagen final de este mismo poema con el epifonema que cierra una composición de Poeta en Nueva York, «La aurora», a la que hemos de volver. Allí, por los barrios de Nueva York, «hay gentes que vacilan insomnes / como recién salidas de un naufragio de sangre»; Baudelaire, por su parte, concluye así «Les sept vieillards»:

Et mon âme dansait, dansait, vieille gabarreSans mâts, sur une mer monstrueuse et sans bords!8.

El círculo cósmico, del orto al ocaso, ocupa también dos de los poemas de «Tableaux parisiens» que juegan con el doble sentido de la palabra crepúsculo en francés (y en español): la claridad que hay desde que raya el día hasta que sale el Sol y desde que este se pone hasta que anochece. En «Le crépuscule du soir» llega la noche, y envuelve la ciudad en un halo misterioso que películas expresionistas como Berlin de Ruttmann explotarán en sus dimensiones plásticas y visuales; y con ella despierta también la prostitución como labor degradada —los «su-dores sin fruto» a los que se referirá Lorca— que se remueve «au sein de la cité de fange» —«en el seno de la ciudad de fango»—, émula en ello de la aurora sostenida por «cuatro columnas de cieno» a la que acompaña «un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas» en Poeta en Nueva York. La aurora parisina es descrita tam-bién por Baudelaire (1991, 400) en las imágenes menos visionarias y expresionistas de «Le crépuscule du matin»:

L’aurore grelottante en robe rose et verteS’avançait lentement sur la Seine déserte,Et le sombre Paris, en se frottant les yeux,Empoignait ses outils, vieillard laborieux9.

8 «¡y mi alma bailaba, bailaba, vieja barca / desmantelada en una mar monstruosa y sin límites!» [traducción de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo].

9 «Tiritando la aurora con traje rosa y verde / lentamente avanzaba por el Sena de-

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La aurora llega también a la ciudad del Sena en el poema «Le cyg-ne» que el autor dedica a Victor Hugo y representa metafóricamente el desamparo del espíritu humano, y en particular del poeta, en la palestra inmisericorde de la nueva ciudad. Los ecos de la «haussman-nización» están presentes en estos versos:

Paris change! mais rien dans ma mélancolieN’a bougé! palais neufs, échafaudages, blocs,Viex fauborgs, tout pour moi devient allégorie,Et mes chers souvenirs sont plus lourds que de rocs.

(Baudelaire, 1991, 342)10

«Le vieux Paris n’est plus», lamenta el poeta, porque «la for-me d’une ville / change plus vite, hélas! que le cœur d’un mortel» («Murió el viejo París / cambia de una ciudad la forma, ¡ay!, más deprisa que el corazón del hombre»). Así, todo se vuelve alegoría cuando el cisne que se ha escapado de su jaula pide amparo, per-dido como está entre las luces de una aurora atormentada lorquia-namente (el «huracán de negras palomas») por un sombre oura-gan. Comentando este mismo poema en relación al conjunto de Les fleurs du mal Walter Benjamin (1972, 101) concluye: «El ras-go común es el duelo por lo que fue y la desesperanza por lo que vendrá». Walt Whitman, por el contrario, no tiene nada que añorar de aquel poblado nativo al que llegaron los holandeses, pues lo espera todo de un futuro prometedor de modernidad solidaria.

La percepción baudeleriana de la gran ciudad adquiere en Ar-thur Rimbaud renovados ecos. En su poema de 1871 «L’orgie pari-sienne ou Paris se repeuple», la putain Paris es apostrofada como ô cité douloureuse, ô cité quasi morte, y en varias piezas de Illumina-tions se aborda tanto la arquitectura —«Les ponts»— como la hu-manidad —«Ouvriers»— de la metrópolis, el mejor ejemplo «entre las concepciones más colosales de la barbarie moderna» (Rimbaud,

sierto, / y el sombrío París, frotándose los ojos, / anciano laborioso, su herramienta em-puñaba» [traducción de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo].

10 «¡Cambia París! ¡Mas nada en mi melancolía / se ha movido! Suburbios viejos, nuevos palacios / bloques, andamios, todo se me vuelve alegórico, / y pesan más que rocas en mis recuerdos queridos» [traducción de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo].

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1998, 401). Semejante afirmación, que nunca suscribiría Whitman, coetá-

neo también de Rimbaud, pertenece a uno de los dos textos de Illu-minations titulados «Villes». En un tercero que se encabeza con la misma palabra en singular, el poeta describe perfectamente su spleen de ciudadano londinense en palabras traducidas por Cintio Vitier (Rimbaud, 1998, 391):

Soy un efímero y no demasiado descontento ciudadano de una metrópoli que se juzga moderna porque todo gusto conocido se ha evitado en los mobiliarios y en el exterior de las casas tanto como en el plano de la ciudad. Aquí no señalaríais los rastros de ningún monumento de superstición. ¡La moral y el idioma, en fin, están reducidos a su expresión más simple! Esos millones de gen-tes que no necesitan conocerse conducen tan parejamente la edu-cación, el oficio y la vejez, que el curso de la vida debe ser mu-chas veces más corto de lo que una loca estadística encuentra para los pueblos del continente (...).

Igualmente coetáneo de Rimbaud y Baudelaire es el escritor ruso Nikolai Nekrasov (1821-1877), en tantos aspectos comparable con Whitman. Poeta civil, identificado íntimamente con la gente co-mún del campo, los mujiks tan presentes en la literatura rusa, pero también con las muchedumbres urbanas que cobraban su protago-nismo en las ciudades mayores de Rusia, su estilo se corresponde en su vocabulario, ritmos e imágenes con ese gran tema de la solidari-dad comunal que igualmente Nekrasov fue desarrollando en sucesi-vas ediciones cada vez más voluminosas de su poesía publicadas entre 1856 y 1874. Su compromiso político contra la tiranía y sus constantes problemas como periodista y editor de Dostoievski, Gon-charov, Tolstoi y Turguéniev, entre otros escritores, lo hicieron pre-cursor de una revolución que no llegó a ver, pues su muerte se pro-dujo en 1877 en medio de una consternación general por la pérdida de quien fue entonces calificado por el propio Dostoievski como el mayor poeta ruso después de Pushkin y Lermontov.

Como veremos enseguida, la gran ciudad se convierte también en asunto preferido por el arte más identificado con la revolución soviética, que hace de él un tratamiento similar, aunque ideológica-mente diferenciado, al del entusiasmo de Whitman. Resulta, por ello, muy interesante que Yuri M. Lotman (1978, 316-319), para

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ilustrar el concepto cinematográfico del plano a la luz del texto lite-rario, recurra al poema «La mañana» del propio Nekrasov.

La composición comienza describiendo muy negativamente la realidad rural:

Infinitamente lóbregos y miserablesSon estos pastos, campos, prados,Estas chovas mojadas, somnolientas,Posadas en lo alto de los almiares.

Pero enseguida el poema, que reproduciremos parcialmente a partir de la traducción de Victoriano Imbert, se traslada al ámbito urbano:

Pero no es mejor la rica ciudad:Las mismas nubes recorren el cielo;Una prueba para los nervios: con palas de hierroEstán raspando el pavimento.

Empieza por todas partes la jornada;Desde la torre de vigilancia anuncian un incendio;A la plaza de los suplicios a alguienLlevan: allí le esperan los verdugos.

Una prostituta a casa, de madrugada,Vuelve apresurada tras abandonar el lecho;Unos oficiales en coche de alquilerGalopan hacia las afueras: habrá un duelo.

Los comerciantes se despiertan a coroY se apresuran a sentarse tras los mostradores:Tienen que pasarse el día midiendoSi quieren comer bien por la tarde.

¡Escucha! Suenan los cañones desde el fuerte;Una inundación amenaza a la ciudad...Alguien ha muerto: sobre una almohadilla roja

Hay una Ana de primera clase.

Un portero azota a un ladrón —¡has caído!—,Llevan una bandada de gansos para el matadero.En algún piso alto ha sonado¡Un disparo!: alguien se ha suicidado.

Yuri Lotman (1978, 320) ve las situaciones ecfrásticamente plasmadas en estos versos como planos cinematográficos y el con-junto del poema «La mañana» como una especie de guion. Se pone así a descubierto, según él, «el doble papel que desempeñan sus co-nexiones sintácticas: cada cuadro forma parte de un cuadro más ge-neral de la vida de la capital (y más ampliamente, de la vida rusa) de la época de Nekrasov, y de este todo se percibe como resultado de la fusión de las partes». Apunta hacia una posible convergencia formal que nos permitirá apreciar, en próximos capítulos, hasta qué punto las imágenes urbanas de la poesía y el cine vanguardistas llegaron a ser solidarias entre sí, de lo que la primera muestra la dieron, obvia-mente, Strand y Sheeler.

Tal y como hemos podido comprobar hasta aquí, la gran ciudad irrumpe como tema de la modernidad artística y poética en la segun-da mitad del siglo xix —magníficamente estudiada en una obra fun-damental por el puertorriqueño Esteban Tollinchi (2004)—, y lo hace conforme a dos pautas ideológicas y dos significaciones mani-fiestamente contrapuestas.

A propósito del reflejo de esta problemática en la novela del xix, Tollinchi ve en Dickens, Balzac y Sue concomitancias con la ciudad infernal de Dostoievski, como había adelantado ya George Steiner (2002, 205) al subrayar los escenarios de la tragedia en la obra del gran novelista ruso. La gran ciudad suplantará ya abiertamente al protagonista individual en algunos de los títulos más destacados del Modernism a los que nos referiremos en el próximo capítulo: Dos Passos, Döblin, Malraux, Gide, Joyce, Virginia Woolf (Harding, 2003). Pero en este terreno hay que concederle el título de precursor, con todo merecimiento, a Émile Zola que, ya al filo del siglo xx, cierra su trilogía Les trois villes radicando en París la maduración espiritual y humana de su protagonista, después de su peregrinaje por Lourdes y Roma.

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La ciudad del Sena se le revela finalmente a Pierre Froment como el santuario de una religión nueva, nacida del progreso y de la ciencia; como una ciudad civilizadora, iniciadora y liberadora, tres adjetivos que el propio novelista incluye en un anuncio publicitario de su nueva obra, titulada precisamente Paris y definida como «un estudio humano y social de la gran ciudad». No escatima la mención a todos los avances de la civilización técnica: las fábricas, los auto-móviles, el teléfono, la electricidad y la promesa de motores recios y livianos que harían posible en breve plazo la navegación aérea. Quiere ello decir que el maestro de Médan se alinea más con Whit-man que con Baudelaire, y llega incluso a concebir la metrópolis parisina como un verdadero «unánime», como lo hará ya explícita-mente Jules Romains un cuarto de siglo más tarde. Así, en las pági-nas finales de esta novela publicada en 1898 por Émile Zola (2008, 606): «Parecía que un mismo impulso vital, que una misma prima-vera había cubierto la ciudad entera, armonizándola, convirtiéndola en un mismo campo sin límites, rebosante de la misma fecundidad».

Walt Whitman canta, a su vez, la gran urbe cuyo núcleo es Man-hattan desde el entusiasmo de quien se siente ciudadano de la nación donde no solo se personaliza el Nuevo Mundo, sino que hace vis-lumbrar un Mundo Nuevo de solidaridad democrática, de desarrollo personal pleno para la gente común, de riqueza material y de asom-brosos avances técnicos fundamentados en los logros incesantes de una Ciencia sin límites apreciables. Y en 1920-1921, con su película Manhatta dos artistas de la vanguardia neoyorquina pondrán imáge-nes al mito whitmaniano de la gran ciudad.

Simultáneamente, en la vieja Europa, así considerada —aunque no irrespetuosamente como en el caso de Donald Rumsfeld— por el

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autor de Leaves of Grass, un poeta desclasado, Charles Baudelaire, sitúa igualmente a París en el núcleo de su poesía, pero su visión está más cerca de la conciencia de lucha entre las clases y de cómo la feroz máquina del capitalismo estaba empleando las grandes con-centraciones urbanas para alienar al individuo, a los hombres y las mujeres comunes. Su planteamiento no es, con todo, estrictamente ideológico, sino estético y vivencial, pero deja una propuesta contra-dictoria con la whitmaniana que tendrá amplio eco, incluso entre los poetas hispánicos a los que nos hemos referido ya. Y entre ellos, en Federico García Lorca, hacia cuyo estudio nos encaminamos.

Dejemos ahora para el capítulo siguiente la respuesta a una pre-gunta: ¿Hay también alguna plasmación cinematográfica de la ciu-dad que se corresponda con el pesimismo baudeleriano, como la écfrasis fílmica de Strand y Sheeler lo hizo a propósito de Leaves of Grass?