bolognini, stefano_capítulo 9 del libro la empatía psicoanalítica

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Capítulo 9. EMPATÍA Y PARTICIPACIÓN: UNA DISTINCIÓN NECESARIA. Estoy absolutamente convencido de que al psicoanálisis contemporáneo le incumbe el riesgo de una "retórica de la participación": a punto tal que, durante un simposio reciente, me permití un chiste, representando a un analista "empatista" que, convocando idealmente a los colegas a una batalla contra la patología mental, los exhortaba así: "¡Todos a sus puestos de conmiseración!" Siempre estamos allí: en psicoanálisis, todo lo que es demasiado intencional y programático corre gran riesgo de impostura, de fracaso o de naufragio en el ridículo, y creo que tampoco podemos decidir a priori la participación; aún menos podemos decidir "cómo" compartir: creo en la fuerza del inconsciente y en su imprevisible irreducibilidad, así como creo, por otro lado, en los constantes progresos de los analistas en el arte de navegarlo y de atravesarlo. Pero, justamente como al ir por mar, nada es nunca dado de una vez y para siempre. Ahora, dicho todo esto, permanece el hecho de que compartir la experiencia profunda del paciente parece ser una de las nuevas dimensiones específicas del psicoanálisis de nuestro tiempo; no la única, y no necesaria con todos los pacientes (cada uno tiene su historia y sus necesidades), pero tampoco la menos 136

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Capítulo 9

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Page 1: Bolognini, Stefano_Capítulo 9 del Libro La Empatía Psicoanalítica

Capítulo 9.

EMPATÍA Y PARTICIPACIÓN: UNA DISTINCIÓN NECESARIA.

Estoy absolutamente convencido de que al psicoanálisis contemporáneo le incumbe el

riesgo de una "retórica de la participación": a punto tal que, durante un simposio reciente, me

permití un chiste, representando a un analista "empatista" que, convocando idealmente a los

colegas a una batalla contra la patología mental, los exhortaba así: "¡Todos a sus puestos de

conmiseración!"

Siempre estamos allí: en psicoanálisis, todo lo que es demasiado intencional y

programático corre gran riesgo de impostura, de fracaso o de naufragio en el ridículo, y creo que

tampoco podemos decidir a priori la participación; aún menos podemos decidir "cómo"

compartir: creo en la fuerza del inconsciente y en su imprevisible irreducibilidad, así como creo,

por otro lado, en los constantes progresos de los analistas en el arte de navegarlo y de

atravesarlo.

Pero, justamente como al ir por mar, nada es nunca dado de una vez y para siempre.

Ahora, dicho todo esto, permanece el hecho de que compartir la experiencia profunda

del paciente parece ser una de las nuevas dimensiones específicas del psicoanálisis de nuestro

tiempo; no la única, y no necesaria con todos los pacientes (cada uno tiene su historia y sus ne -

cesidades), pero tampoco la menos importante: a estas alturas, se ha comprendido que la

transformación se realiza preferiblemente en un médium de relación y que la mente del

paciente se conforta y se organiza cuando el analista logra desempeñar su función, con

autoridad y humanidad, allí donde los objetos primarios habían sido inconsistentes en el

momento de la necesidad.

En efecto, los psicoanalistas de la actualidad, disponibles para compartir el campo

intersubjetivo (Baranger, 1993), parecen temer menos que los pioneros la implicación emotiva en

la sesión, por su más extensa y exhaustiva experiencia de formación, que a menudo se traduce en

una capacidad de articulación interior aumentada.

Ellos parecen mayormente propensos o, por lo menos, "resignados" en cierto sentido, a

amar y a odiar, a temer y a esperar, a sufrir y a alegrarse con sus pacientes; en definitiva, a

transformarse un poco junto a ellos, además de intentar conferirles un sentido inteligible a las

cosas.

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Esta disminución técnica transgeneracional de defensas produce un enriquecimiento y

una profundización naturales del campo psicoanalítico: el hecho de que, por ejemplo, una

vivencia perturbadora, un elemento deformado o incluso un simple detalle incongruente sean

tendencialmente recibidos, considerados y tratados en sesión como algo que se puede compartir

y elaborar por el conjunto de las dos mentes, antes de establecer oficialmente y con precoz

definición su proveniencia individual ("tratar" las identificaciones proyectivas antes de

"atribuirlas”),1 ha permitido producir cambios significativos en áreas una vez inaccesibles porque

estaban llenas de sentimientos persecutorios, o porque eran demasiado frágiles desde el punto de

vista del equilibrio narcisista.

Estos cambios técnicos infundidos de compenetración, participación y colaboración

son consecuentes también con el encuentro cada vez más frecuente con patologías vinculadas a

los procesos precoces de necesidades insatisfechas de compartir, que a menudo pulsan por ser

recibidas, reconocidas y elaboradas mucho antes de que las fases de individuación y de

enfrentamiento del Edipo adquieran una auténtica consistencia.

En forma similar, se le dirige cada vez mayor atención al ambiente de relación (actual

y onírico) en que se desarrolla el análisis; véanse, en ese sentido, las reflexiones de Viederman

(1991 )2 sobre "clima" y "atmósfera" del tratamiento, y las de Borgogno (1992) sobre un

consecuente modelo de "comunicación personalizada, infundida de naturaleza y de tensión de

relación no captativa".

Por supuesto, estas consideraciones introductorias no deben ser entendidas en el

sentido de una idealización de los psicoanalistas de hoy o del "estado del arte" actual; sin

embargo, estoy convencido de que realmente se ha verificado el desarrollo de una técnica

psicoanalítica cada vez más viva, articulada y compleja, a la cual la literatura le rinde un

reconocimiento sólo parcial, porque es difícil — como dolorosamente sabemos— encontrar las

palabras adecuadas para describir los pasajes más intensamente verdaderos y transformadores de

nuestro día de trabajo, y aún más formular conceptos que organicen teóricamente nuestras

observaciones. Hay un aspecto "público" y un aspecto "privado" de la técnica psicoanalítica

(Sandler, 1993).

1 Ésta es mi utilización personal del concepto de "campo": basada en el registro de la aparición de un elemento del cual, antes de la atribución precisa al analista o al paciente, se cuidan lo decible y lo tratable, en un régimen de deliberada, temporaria suspensión de la indagación respecto de los orígenes del elemento mismo.2Viederman (1991) distingue oportunamente el clima de análisis, es decir, el tono emocional predominante de la relación, creado en parte por el analista, y la atmósfera, que refleja más estrictamente las vicisitudes transferenciales usuales.

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Page 3: Bolognini, Stefano_Capítulo 9 del Libro La Empatía Psicoanalítica

Una hipótesis que sostengo y desarrollo es que uno de los motivos por los que en la

literatura existen vacíos descriptivos de algún relieve respecto de la riqueza de la praxis, reside

en el hecho de que mucho del material clínico que se debe referir en realidad presentaría al

analista en su labor en momentos y en disposiciones poco estéticas clínicamente, además

de difícilmente encuadrables desde el punto de vista teórico.

Es decir, me inclino a pensar que las modalidades con las que trabajamos y, en

definitiva, con las que logramos sintonizarnos con nuestros pacientes, son tan poco dependientes

de nuestra voluntad, y a menudo tan heterogéneas respecto de los ideales en los que nos

inspiramos para fundar nuestra analytic attitude, que la idea de referirles a los colegas cómo

nos hemos comportado efectivamente en la práctica cotidiana, aunque el resultado haya sido

bueno, nos vuelve más bien titubeantes.

"Sí: el paciente se sintió mejor y también me agradeció. Pero, ¿qué sucede si yo que

resulto ser analista, relato cómo hemos llegado verdaderamente a esta transformación clínica?"

Este capítulo se basa en la experiencia de cómo muchas participaciones auténticas y

difíciles han sido posibles precisamente cuando el analista perdió la disposición, el dominio, el

estilo bello (conservando, sin embargo el amor y el respeto por el psicoanálisis), para encontrarse

luego, a pesar de él, más bien inesperadamente, en el terreno de la participación.

El campo compartido a veces puede comprender áreas de cuya existencia ni el analista

ni el paciente sospechaban, antes de haber hecho experiencia directa de ellas; en cambio, otras

veces, como veremos, el terreno en el cual nos movemos ya es conocido, pero lo nuevo es la

fuerza con la que una determinada vivencia solicita ser experimentada.

En ambos casos, se presenta el rasgo específico de lo imprevisible del diálogo

psicoanalítico (Eiguer, 1993), y a veces parece volverse inevitable el elemento de la sorpresa,

debido al inesperado florecer del insight en la relación psicoanalítica (A. Reich, 1951; Faimberg

y Corel, 1990; Smith, 1995).

Intentaré hacer referencia, con la ayuda de la clínica, al sentido y a los posibles

desarrollos terapéuticos de estas situaciones.

Buscaré, sobre todo, hacer evidente que "participación" y "empatia" no son en

absoluto lo mismo presentando una sesión en la que se verifica masivamente el primer fe-

nómeno, mientras que el segundo está ausente: un precioso desprendimiento de la experiencia —

a posteriori— para nuestro trabajo de diferenciación y de clarificación conceptual.

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Sara, un derrotismo contagioso

Sara es una señora de 45 años. Ha sido una paciente muy grave: internada en hospital

psiquiátrico a los 22 años con un diagnóstico de "depresión mayor", fue sometida a una decena

de electroshocks, y posteriormente tratada con fármacos y psicoterapia de apoyo hasta el alta.

A los 28 años, comenzó una psicoterapia de orientación psicoanalítica que duró nueve

años, con un psiquiatra que la ayudó mucho y a quien recuerda con auténtica gratitud y afecto,

pero que decidió junto con ella terminar el tratamiento por una creciente sensación de inutilidad

de las sesiones, a pesar de las evidentes mejorías obtenidas. Sara trabajaba con suficiente

capacidad como empleada, y las crisis depresivas se habían hecho menos frecuentes, aunque

continuaban siendo muy serias y terriblemente penosas.

A los 40 años, comenzó conmigo una psicoterapia de dos sesiones, que se transformó

dos años después en un análisis.

Es una mujer inteligente, solitaria, muy dura con los otros y consigo misma;

trabajando con ella, tuve desde el principio la sensación de que me pedía mucho, mucho más que

la mayor parte de los otros pacientes.

Una sesión con Sara

La paciente comienza la sesión con su habitual silencio enfadado y opositor,

prosiguiendo así por veinte minutos; se crea un clima oscuro e hiperdenso, que asocio a un color

gris oscuro.

Después, Sara expresa la idea de lo inevitable de la interrupción del análisis, idea que

se vuelve a presentar prácticamente cada dos o tres sesiones: "Usted no me entendió, nunca ha

tenido un verdadero contacto conmigo."

No me altero demasiado: pienso que me dice estas cosas desde hace cinco años; hace

cinco años que intento trabajar con ella, con paciencia, escuchando y elaborando estas fantasías;

pienso que tampoco esta vez interrumpirá el análisis.

Mientras Sara continúa con calma y con voz firme su requisitoria, consulto idealmente

con mis colegas internos (me resulta necesario hacerlo con los pacientes más difíciles) y algunos

autores, obteniendo de allí una exhortación a ejercer ulteriormente paciencia y tenacidad.

Recapitulo para mis adentros que, después de un par de años dedicados

predominantemente a acoger ampliamente sus vivencias de abandono, me dediqué luego a un

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análisis dirigido a algunos rasgos de Sara, en la relación conmigo y con las personas de su

ambiente, que habían aparecido progresivamente como elementos específicos y estructurados del

carácter: rasgos difíciles de llamar por su nombre (intransigencia, rigidez, avidez) sin correr el

riesgo de herirla en su amor propio, por lo cual el insight había sido favorecido en forma

indirecta, con una asistencia suave, y sostenido por intentos de reconstrucción genética que

hicieran comprensibles y más aceptables los orígenes de esos aspectos tan dañinos en su relación

consigo misma y con los demás.

Intervengo, entonces, diciéndole que advierto que se está repitiendo una secuencia que

nosotros ya conocemos, un mensaje de desconfianza que solicita ser recibido y comprendido

para que podamos retomar el camino juntos.

En conjunto, hasta la mitad de la sesión mi aparato teórico-crítico me sostiene de

forma válida; la paciente me ataca, se lamenta por mi incomprensión, me desvaloriza

técnicamente, pero yo continúo pensando que hemos trabajado suficientemente bien, utilizo una

buena presencia consultiva de los "colegas internos", y considero que Sara en este momento no

está en condiciones de recordar todo lo que de bueno hemos desarrollado juntos, pero que no

interrumpirá el análisis tampoco esta vez.

Sara, con calma, recalca: "Observo que hoy usted ni siquiera se fastidia:

evidentemente, también usted ha entendido que verdaderamente estamos por terminar."

De alguna manera, aproximadamente desde ese momento pierdo seguridad interna, y

me encuentro pensando —con sorpresa— que quizás esta vez podría de verdad interrumpir el

análisis.

"No es su culpa, doctor, yo sé que usted ha hecho lo mejor por mí, pero ha pretendido

cambiarme, o tal vez sólo ayudarme; el problema fue que usted, simplemente, no era el terapeuta

adecuado para mí."

Invadido por una creciente sensación de inhabilidad congénita, yo también comienzo a

pensarlo así; siento que tiene razón, que es verdad. No lucho más, la terapia ha terminado,

termina aquí; siento un profundo dolor, pero veo que las cosas a esta altura son realmente así.

Mis pensamientos, en este punto, vagan penosamente entre la preocupación por la

paciente, la herida narcisista por mi fracaso técnico, una impresión de inutilidad frente a las

fuerzas que sobredeterminan la repetición.

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Y al sufrimiento y a la ira se sucede en mí una resignación depresiva, a la que me

rindo.

Falta un minuto para que termine la sesión.

Sara emite un suspiro liberador y dice: "¡Ahora me siento mejor!"

En pocos instantes, sin que yo haya podido determinar nada, las nubes se abren,

despunta el sol, también para mí. Es el fin de la sesión, nos saludamos sonriendo, se ve hasta que

Sara se sonríe un poco de sí misma. Se va contenta: el análisis no ha terminado.

Me quedo con una pregunta: ¿el análisis "debía" pasar por aquí?

Reflexiones acerca del caso

Es habitual que el analista se dirija, en la epicrisis, a algunos referentes teóricos que

puedan orientarlo: por ejemplo, con material de esta naturaleza, a Rosenfeld y al concepto de

identificación proyectiva evacuativa (1965), o a la "identificación proyectiva desesperada",

teorizada por Ahumada (1984) como tentativa de conexión con el objeto de base, o a Bollas

(1987) y la necesidad de proceso de self experiencing, en continuidad con el pensamiento de

Winnicott y de Masud Khan.

O incluso, con una referencia más específica al contenido de los estados emotivos

compartidos en esta ocasión, se puede hallar consuelo en las páginas de Rupp (1954) acerca de la

desesperación del psicoanalista, y en las alentadoras consideraciones de Farber (1958): "El te-

rapeuta debe ser capaz de experimentar una desesperación real por cuenta de otro y también por

su propia cuenta; es cuando estamos despojados de todo artificio y sostén, de toda apoyatura

técnica de nuestro oficio, cuando estamos lo más cerca posible de la realidad."

Pero, mientras cerraba la puerta detrás de Sara, que salía contenta, pensaba: "Y esto,

¿cómo podría alguna vez relatárselo a mis colegas?"

Me había dejado arrastrar por la corriente emotiva, como un principiante; sin embargo,

yo también estaba contento, aunque me resultaba evidente que había perdido la disposición y el

dominio en la sesión. Y así había recordado al instructor de yudo que durante varios meses nos

había mantenido ocupados, inesperadamente, a nosotros, los intrépidos muchachitos del primer

curso, en el aprendizaje del arte de caer; tanto, que nosotros no nos habíamos sorprendido años

después, al ver a un gran maestro japonés abrir su formación con una serie de caídas sabias,

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alternadas con frases que manifestaban humildad. Cayendo, me había zambullido de cabeza, sin

preverlo, en el mundo interno de Sara.

Dejemos de lado, por el momento, los conflictos narci- sistas del analista respecto de

su propio ideal psicoanalítico, y ocupémonos del sentido global de esta secuencia clínica.

Sara me trató como una parte de sí misma rechazada por otra parte; su madre la trataba

así, enésimo eslabón de una cadena transgeneracional que perpetúa implacablemente "el

tradicional comercio de infelicidad entre los seres humanos", como lo definía Money-Kyrle

(1951) con amarga sabiduría.

El campo psicoanalítico alberga y vuelve a poner en escena lo intrapsíquico y lo

interpersonal, en forma con- densada.

Creo que en la sesión citada existen todos los elementos que caracterizan un

enactment un concepto del que tal vez se abusa, pero que en casos como éste se presta útilmente

para mantener en el campo de lo reconsiderable y de lo analizable una escena compleja, rica en

significados inconscientes condensados, que no se reduce a la mera descarga excitatoria como el

acting out, y que requiere la participación involuntaria del analista y del paciente para la

reactualización manifiesta (aunque no consciente) de un guión "profundo" que busca

representación.

Ahora, trabajando a posteriori lo que ha ocurrido, creo que debemos preguntarnos: ¿en

qué momento se sintió bien Sara? ¿Cuando intenté proponerle una explicación (sustancialmente

correcta y no sólo cognitiva, sino también contenedora) de lo que estaba ocurriendo en ella y

entre nosotros?

No. Sara estuvo bien —y me lo corroboró después con fuerza la sesión posterior—

cuando me notó doliente, fracasado, amargado como ella; cuando sintió que me había rendido

de verdad. En ese punto, la experiencia de la participación parece haber permitido la

posibilidad del pasaje de la transferencia a la relación.

Y todavía: ¿en qué consistió su "sentirse bien"? ¿Podemos pensar en un cambio de

condiciones ocasional, superficial y transitorio, o en un cambio estructural de la paciente?

¿Y qué hubiera podido hacer eventualmente el analista, para desempeñar un trabajo

ulterior, más extenso, más incisivo, más "psicoanalítico" (admitido y no concedido a priori que

ello fuese posible en esa situación dada)?

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Intentaré reconstruir cómo pudieron haber resultado las cosas y de proveer una clave

de lectura plausible.

Me inclino a pensar que el cambio de condición de Sara, después de evacuado en mí

sus penosos contenidos profundos, fue ocasional y transitorio, pero no superficial.

Para explicarme mejor, recurro justamente a la fantasía del funcionamiento de la

mente como un órgano hueco dotado de musculatura lisa, como lo recuerda el término

"evacuación", y en línea con las concepciones bionianas.

Yo creo que Sara efectivamente "se sintió mejor" como un paciente después de un

cólico abdominal, y que su sentirse mejor atañía a una necesidad y a un sufrimiento profundos,

en absoluto superficiales, de evacuar algo indigerible por su cuenta.

Creo que el self de Sara estaba marcado por un sufrimiento hasta ese momento no

representable, que buscaba un contenedor externo dotado de capacidad introyectiva y de

funciones transformativas.

La profundidad de la herida protoexperiencial de Sara es testimoniada, en mi opinión,

por la intensidad y la autenticidad de las sensaciones que me transmitió, y por la fuerza

demostrada en "arrancar" mi disposición de trabajo que, de por sí, no era tampoco despreciable

(las consideraciones a las que había recurrido para "tenerme en pie" no eran peregrinas, y

seguramente volvería a suscribir a ellas).

La "transitoriedad" del cambio de Sara, o —si se quiere— la duda legítima acerca de

lo estructural de su cambio en esa ocasión específica pueden invocarse porque no es claro cuánto

el yo del analista y el yo de la paciente pueden haber retranscrito, representado y formalizado en

forma duradera en el nivel del yo, precisamente, una experiencia que fue vivida, jugada y

experimentada por ambos predominantemente en el nivel del self.

Siempre utilizando la metáfora del cólico, podríamos decir que obviamente después de

un cólico un paciente está mejor que durante el cólico; pero que para considerar curado al

paciente deberíamos no solamente resolverle el síntoma con antiespasmódicos, sino también

descubrir y curar las causas patogenéticas del espasmo que, a su vez, generó el cólico.

En realidad, creo que la situación debe verse en términos más relativos y al mismo

tiempo más complejos.

Como primera medida, se observa que el yo del paciente se reestructura

funcionalmente y recupera capacidad de trabajo psicoanalítico cuando el self del paciente gana

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Page 9: Bolognini, Stefano_Capítulo 9 del Libro La Empatía Psicoanalítica

condiciones de experiencia más vivibles; podemos reconocer esta dinámica en el signo clínico de

Sara que, al final de la sesión, "se ve que hasta se sonríe un poco de sí misma": recuperación de

un nivel —aunque sea modesto— de función de autoobservación del yo, vuelto posible por la

relajación postevacuativa.

En segundo lugar, considero probable que la herida de Sara (y la necesidad

correspondiente a ella) fue, precisamente, la de no haber podido disponer de un objeto con-

tenedor que le "enseñase", por vía de la experiencia, a contener y transformar: y si una sola,

ocasional sesión de este tipo no pudo haberle cambiado la vida (y, de hecho, no se la cambió),

también es verdad que en muchos análisis el cambio progresivo y duradero es producido por una

cadena cada vez menos ocasional y casual de sesiones, en las cuales el analista y el paciente

viven y elaboran experiencias significativas como ésta, mes tras mes, año tras año (y, de hecho,

el análisis de Sara funcionó de esta forma y poco a poco produjo cambios estructurales; un

ladrillo no hace una casa, pero sin cada uno de los ladrillos no se construye nada).

Tercer punto: la interpretación. He estado en condiciones de proveerle a Sara una

interpretación de lo ocurrido, sólo después de un tiempo.

Fue una interpretación reconstructiva, del tipo: yo creo que usted, ese día, sin saberlo,

me usó así... como debe haber tenido necesidad una vez, de..., como todas las veces que...

Esta interpretación a posteriori fue útil: le dio un sentido comprensible a lo sucedido,

aclaró mejor las necesidades, le proveyó al yo una orientación y una clave de lectura, y "fijó"

positivamente una capacidad futura de entender ulteriores eventos similares.

Sin embargo, creo poder decir que esta preciosa labor de finissage en el nivel yoico

no constituyó el núcleo transformador profundo de esta secuencia clínica, que debe reconocerse

(en este caso específico: lo subrayo!) en la experiencia de la participación. Un trabajo con el self,

antes que un trabajo con el yo.

En lo que respecta a la disposición del terapeuta, el elemento que considero más

específicamente psicoanalítico, en la sesión que he citado, consiste en la disposición a aceptar

lo que ha sucedido.

Los expertos de kayak, que se aventuran en los rápidos más turbulentos, cuentan con

su capacidad de ejecutar con suficiente naturalidad, en caso de que se dé vuelta la embarcación,

la maniobra denominada "eskimo", que consiste en secundar el movimiento rotatorio a lo largo

del eje, y volver a salir por el lado opuesto al de la caída.

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Con dicha maniobra, que no se opone a la inmersión, recuperan la posición.

La participación como factor terapéutico

La participación constituye una fase necesaria del proceso psicoanalítico ("no puede

entender quien no prueba", dice Dante), en diversos niveles y según modalidades específicas

caso por caso, con todos aquellos pacientes que viven un trastorno en el contacto con sí

mismos.

Es decir, con las personas que no simplemente tienen necesidad de estar informadas

acerca de su vida interior, sino que deben ser ayudadas a hacer la experiencia de ésta, utilizando

la relación y la convivencia mental con el analista, con ese fin.

En un cierto sentido, justamente el criterio ex adiuvan- tibus propone

convincentemente, como hipótesis genética respecto del defecto de base, la fallida función

constitutiva de un objeto primario capaz de dejarse compenetrar, aun antes que de restituir en

forma digerible los elementos de la experiencia compartidos.

El analista debería ser una persona suficientemente capaz de sentir y de pensar junto

con otro ser humano, interesada en provocar y hacer crecer en el otro una vida mental rica,

respetando su originalidad de desarrollo.

Pero la participación profunda de las experiencias emotivas no puede "ser decidida"

por el analista como punto de partida programático: en general, éste sólo puede permitirse estar

más o menos advertido de lo inevitable así como de lo imprevisible de un acontecimiento tal y,

en relación con esta mayor o menor toma de conciencia —mucho menos fácil de cultivar de lo

que comúnmente se cree—, podrá ilusionarse o no con asumir activamente una disposición

idónea al fin. Teoría de la técnica y narcisismo del analista parecen confrontarse en este punto,

con cierta dificultad.

En las descripciones de la "disposición psicoanalítica ideal", que abundan en la

literatura, el riesgo de la ilusión y la "retórica de la participación" siempre están al acecho; los

extraordinarios fragmentos de Schafer (1983) acerca del analista que siente que se puede

proponer como empático ("¡Tengo el ritmo justo! ¿Qué más se puede pedir?"), con su ironía, son

un ejemplo de refinada conciencia autocrítica en un autor experto, que sabe tolerar y, en el

fondo, apreciar lo indecidible del "propio modo de ser en análisis".

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Relación participación-empatía

Al mismo tiempo, la participación tampoco puede entenderse como punto de llegada,

en el transcurso del proceso psicoanalítico, en tanto necesita una elaboración integradora y

permite ulteriores desarrollos.

Es clarificadora, en este sentido, la relación que tiene lugar entre el concepto de

participación y el de empatía: de hecho según mi punto de vista, esta última constituye,

cuando las cosas van particularmente bien, el resultado integrativo maduro del proceso de

comprensión, cuando se organizan un sentir y un pensar armónicamente comunes, de los que la

participación es la premisa necesaria en bruto, pero no el producto final, ni mucho menos —de

nuevo— la garantía.

La participación es un precursor de la comprensión empática

La participación de una emoción ocasional, así como de estados del self más

duraderos y organizados, puede ser experimentada por el paciente o por el mismo analista de

forma demasiado intensa, o tan conflictiva y con un surgimiento tal de las resistencias

(compartidas también éstas) que la vivencia, en uno o en ambos miembros de la pareja, pierde las

características de lo pensable; a menudo, el equívoco nace en este terreno.

Si, por lo tanto, nos mantenemos fieles al concepto (nacido de la clínica) de la empatía

como condición privilegiada que le permite al psicoanalista sentir con el paciente y pensar en (y

a menudo con) el paciente, deberíamos concluir que muy a menudo la participación no coincide

con la empatía, por razones de cantidad o de cualidad de la vivencia, que resulta por lo menos,

temporariamente no representable.

Desde un punto de vista evolutivo, Strayer (1993), Feshbach (1982) y Bonino y

Giordanengo (1993) han demostrado que a una buena capacidad de identificar las emociones no

corresponde siempre su participación; ello induce a Bonino, Lo Coco y Tani (1998) a considerar

más en general que "la perspectiva teórica que identifica el reconocimiento de las emociones con

la participación empática no es [...] sostenible".

Es como decir que una persona puede, desde la playa y estando seca, entender que los

otros se están bañando en un agua demasiado fría (entender sin compartir); o, si está

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Page 12: Bolognini, Stefano_Capítulo 9 del Libro La Empatía Psicoanalítica

acostumbrada al agua fría, bañarse junto con otros que no están acostumbrados, sin advertir la

misma sensación de frío (compartir sin entender).

Es decir, las dos funciones pueden no coincidir.

Vicisitudes de la participación

En condiciones óptimas, el analista alcanza un buen contacto emotivo consigo mismo

y con el paciente, y mantiene un nivel adecuado de dominio técnico del proceso; la participación

de las vivencias se realiza en medida significativa pero parcial, de forma tal de no secuestrar por

entero las funciones yoicas de¡ analista (Bolognini y Borghi, 1989).

Esta condición armónica se verifica más fácilmente, además de cuando el analista se

encuentra en un estado personal felizmente equilibrado, cuando la pareja psicoanalítica atraviesa

—por sus desarrollos de relación— una fase suficientemente estable de ampliación del campo de

conciencia y de práctica común del preconsciente aumentada.

El período inicial del tratamiento (cuando se configura según el modelo de la "luna de

miel") y los períodos finales de los análisis más logrados permiten a menudo experimentar un

clima psicoanalítico de este tipo, lo que sin embargo, lamentablemente, no constituye en absoluto

la regla.

En todo análisis, de hecho, se instauran fases durante las cuales el analista y el

paciente, resistiendo las emociones, llevan adelante una especie de pequeño cabotaje metódico y

más bien regular en que el dominio técnico del proceso por parte del analista no parece

superficialmente puesto en peligro (Bolognini, 1991).

En esta configuración, analista y paciente se encaminan inconscientemente hacia

microtraumas inesperados, constituidos por las emergencias de la relación inconsciente;

intentando resistir a estas emergencias, podrán a veces incurrir en el malentendido, con efectos

de atmósfera que podrían traer a la mente las vicisitudes del Monsieur Hulot de Jacques Tati.

En suma, se realizará la predominante condición de una organización defensiva de

pareja: algo de notable interés clínico, si se observa ab externo o a posteriori, en tanto repite,

con toda probabilidad, una específica y bien caracterizada organización defensiva intrapsíquica

del paciente.

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Page 13: Bolognini, Stefano_Capítulo 9 del Libro La Empatía Psicoanalítica

Como se observará, me refiero a una forma predominantemente inconsciente de

participación (que es también una forma paradójica: el compartir inconscientemente un temor

inconsciente de compartir), y ello plantearía un problema de fondo: ¿la participación es tal, sólo

si es verdaderamente consciente, o no?

Yo prefiero considerar compartidas también las cosas de las que no nos damos cuenta,

pero que provienen del mundo interno del paciente, a condición de que las experimentemos de

forma auténtica e intensa, tanto como para producir algún efecto en nosotros; no las cosas enten-

didas acerca del paciente, sino las cosas vividas junto con él, aunque no se entiendan.

Una situación clínica cada vez más frecuente es la de la participación prolongada

de estados de sufrimiento del self: en ésta, el analista atraviesa junto con el paciente largos

períodos marcadamente connotados desde el punto de vista emotivo, experimentados largamente

como inevitables e inmodificables; en esta circunstancia, el analista está en contacto con el

paciente (por lo general, obtorto collo, porque en el campo hay situaciones penosas), pero tiene

la impresión de haber perdido el dominio técnico del proceso, desde el momento en que la

eficacia y la incidencia de sus intervenciones activas se revelan casi nulas.

Como ejemplo, recuerdo las sesiones vividas junto con una paciente que había

alcanzado un contacto con un área fuertemente deprivada y desvitalizada de su mundo interno.

Durante casi un año, recorrimos las pistas de una relación primaria análoga, agotados por

decenas de sesiones paupérrimas en asociaciones y con los sentidos insensibilizados, mientras

sus penosos relatos regresaban frecuentemente a la descripción de un viaje a través del desierto

que llegó hasta el mar Muerto: única representación posible (y transmisible...) de esa área

interna. Me referiré a ésta más extensamente en el capítulo 11.

En estos atravesamientos de estados del self, el analista parece llamado a ejercitar

sobre todo la virtud de la tenacidad, en espera de fases más gratificantes desde el punto de vista

de su participación técnica en el análisis.

Como observa eficazmente Lucio Russo (2001): "el analista se hace cargo así del

inconsciente del paciente. El 'hacerse cargo' no se entiende en el sentido clásico de entrar en

relación a través de la benevolencia neutral y el uso de la interpretación de transferencia. El

analista tolera asumir dentro de su propio espacio psíquico lo no analizable del inconsciente del

paciente. No se trata de una posición construida artificiosamente según una técnica, sino de un

fenómeno real que inevitablemente tiene lugar cuando el analista deja de usar como defensa los

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Page 14: Bolognini, Stefano_Capítulo 9 del Libro La Empatía Psicoanalítica

parámetros del análisis clásico." Yo iría todavía un poco más allá de lo que afirma Russo, en el

sentido de que, en mi opinión, este fenómeno (la participación) tiene lugar inevitablemente de

todas maneras; y, en ciertos casos, el analista tiene mayores probabilidades de adquirir algún

conocimiento más de ésta si deja de usar como defensa cualquier teoría. Es decir, cuando no

pretende saturar precozmente de sentido la vivencia para controlarla y evacuarla, en lugar de

experimentarla para traducirla en palabras "desde adentro"; la creatividad representacional del

analista toca al paciente cuando este último advierte su autenticidad en la experiencia, verdadera

prueba de que el analista ha estado en ese "lugar" con él.

Cuando, en cambio, el analista logra usar la teoría no como defensa, sino como

complemento integrador natural, entonces el trabajo tiende a mejorar: ello, sin embargo, no

ocurre cuando se está en contacto con lo impensable.

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