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ARTICULOS Y ENSAYOS TUXPAN Y SU VECINDAD EN LOS PRIMEROS TIEMPOS COLONIALES José Lameiras El Colegio de Michoacán El de vecindad, es un termino que implica a un conjunto de seres que viven en proximidad inmediata, tal cual los que ocupan diferentes cuartos de una misma casa; o mediata, como los que se encuentran tras la loma, o cerros de por- medio. El vecindario involucra a los cercanos, por más que esa cercanía represente algunas jornadas de camino. En un lenguaje lato y llano, vecindad es una categoría que ayuda simplemente a referir y a demarcar la vida excepcional y cotidiana de una comunidad. Sin ignorar sus antecedentes precoloniales, la mayoría de los investigadores y descriptores de las comunidades indígenas han convenido en referir sus orígenes a la organización hispana de las colonias americanas. La reorganización del poblamiento, los criterios importados para poseer y usar la tierra; los estilos novedosos para la producción, el trabajo y el intercambio, más la reestruc- turación social y política de las sociedades indias, fueron partes importantes del proceso de formación de sus comunidades coloniales. En ese proceso, la clasificación social para la interacción, que determinó posiciones diferenciadas para los aborígenes, y los ordenamientos y las condiciones rectoras para las relaciones entre colonos y colonizados, constituyeron sus aspectos más destaca- dos y fundamentales. Como ha hecho notar Aguirre Beltrán, los grupos indígenas fueron organizados en la colonia en forma parroquial y segregada y sus relaciones, condicionadas

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ARTICULOS Y ENSAYOS

TUXPAN Y SU VECINDAD EN LOS PR IM ER O S TIEM POS COLONIALES

José Lameiras El Colegio de Michoacán

El de vecindad, es un termino que implica a un conjunto de

seres que viven en proximidad inmediata, tal cual los que

ocupan diferentes cuartos de una misma casa; o mediata, como los que se encuentran tras la loma, o cerros de por-

medio. El vecindario involucra a los cercanos, por más que

esa cercanía represente algunas jornadas de camino. En un

lenguaje lato y llano, vecindad es una categoría que ayuda

simplemente a referir y a demarcar la vida excepcional y

cotidiana de una comunidad.

Sin ignorar sus antecedentes precoloniales, la mayoría de los investigadores y descriptores de las comunidades indígenas han convenido en referir sus orígenes a la organización hispana de las colonias americanas. La reorganización del poblamiento, los criterios importados para poseer y usar la tierra; los estilos novedosos para la producción, el trabajo y el intercambio, más la reestruc­turación social y política de las sociedades indias, fueron partes importantes del proceso de formación de sus comunidades coloniales. En ese proceso, la clasificación social para la interacción, que determinó posiciones diferenciadas para los aborígenes, y los ordenamientos y las condiciones rectoras para las relaciones entre colonos y colonizados, constituyeron sus aspectos más destaca­dos y fundamentales.

Como ha hecho notar Aguirre Beltrán, los grupos indígenas fueron organizados en la colonia en forma parroquial y segregada y sus relaciones, condicionadas

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por un status de desigualdad, llevaron a establecer “una estructura étnica caracterizada por el mutuo antagonismo y la hostilidad compartida que separa a una comunidad de la otra” (Aguirre Beltrán 1967: 159-160). Las que pudieron constituir tribus o “naciones” indígenas en el tiempo prehispánico, fueron convertidas en pequeños fragmentos sociales de grupos lingüístico- culturales o en pueblos desarticulados de su filum étnico original.

En el ámbito de la cuenca de México, tribus y uni­dades étnico-políticas fueron prácticamente inadvertidas en comparación a la atención que se prestó, con fines organizativos, a las ciudades y “villas” indígenas (Gibson 1967: 35 y 55). Ello no fue diferente en otras regiones mesoamericanas donde la integración socio-política, étnica y económica preexistente fue soslayada, de no ser apropiada y conveniente para la nueva organización del gobierno, la producción y la cristianización de los indígenas.

Mas, no obstante lo antitético que resultaron los propósitos de los colonizadores frente a la organización que presentaban los dominados en los momentos del contacto, fueron muy relativos los cambios durante los cinco primeros decenios de dominación. Como un ejemplo de ello, las relaciones sociales entre hispanos e indios no se basaron inicialmente en categorías adscripti- vas y exclusivas de grupo, un rasgo peculiar posterior de la organización social de la colonia, sino simplemente se fundaron en una relación entre vencedores y vencidos1.

El origen, la naturaleza y las condiciones de las persistentes comunidades indígenas son difíciles de situar y comprender si no se documenta y analiza, en cada caso, el entorno social, económico y político en el que cobraron vida. La formación del sistema colonial fue creando para­lelamente las condiciones para la caracterización y la li­mitación de las relaciones indígenas-no indígenas, y esa

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formación obedeció a las circunstancias concretas a las que se tuvo que enfrentar; una de ellas fue la demográfi­ca: la baja que experimentó la población indígena, agudizada en la segunda mitad del siglo XVI, forzó la reorganización de la producción, de la provisión de mano de obra y los sistemas de trabajo, del poblamiento y de las medidas políticas conducentes a preservar y limitar las relaciones entre la población indígena y los colonos.

Si en los primeros decenios, la colonización en gene­ral condicionó la formación de “comunidades” indígenas de índole lingüística, laboral, de catequesis y cultura, éstas no tuvieron el carácter de comunidad en su sentido estricto hasta que la acción de la sociedad mayor -el aparato colonial en concreto- intervino en el control y la administración efectiva de los medios de producción, determinó el carácter exclusivo de las comunidades indias y privilegió esa forma como un tipo de organiza­ción.2 Esto supuso la delimitación de los campos de interacción de los indígenas, su participación común y contrastada frente a otros grupos en el sistema colonial y los condujo a una homogeneización, a una identificación y a la gestación de formas exclusivas de socialización.

El caso de Tuxpan y su vecindad, conformadas pre- hispánicamente por poblaciones plurilingües y pluriétni- cas, documenta en forma interesante el proceso inicial de la estructuración de las comunidades indígenas y del propio sistema colonial en el sur del actual estado de Jalisco. Por ello parece conducente el referir las circuns­tancias que en los primeros tiempos coloniales condicio­naron las relaciones de esos pueblos y otorgaron a Tuxpan el carácter indígena que llegó a mantener hasta la primera mitad del siglo XX.

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Tras el brillo de! metal y el encuentro con oriente

Tan pronto como cayó Tenochtitlán, el centre del poder mexica, la soldadesca hispana y sus aliados indígenas fueron enviados a distintos rumbos con el objeto de someter nuevos territorios, dar cuenta e inventario de la existencia de metales apreciados y localizar, sobre las costas, posibilidades de puertos, surgideros, y astilleros en los que se pudieran apoyar nuevas expediciones marítimas hacia el occidente por la Mar del Sur. Para ello, una expedición conducida por Francisco Alvarez Chico salió de la cuenca de México y siguiendo rutas conocidas por comerciantes y recauda­dores de tributo llegó al Pacífico por el rumbo de Acapul- co para proseguir hasta Zacatula, en las riberas del Balsas y en la vecindad de la región michoacana dominada aún por los p’urehpecha. Esa penetración, en 1521, fue el preámbulo a la entrada de los conquistadores en Colima y el sur de Jalisco (Muriá 1980 : 262).

Una vez dominados los P ’urehpecha y obtenida suficiente información sobre su territorio y procedencia de tributos metálicos, por orden de Cortés y con gran sigilo, Cristóbal de Olid encabezó a fines de 1522 la expedición que salió de Tzintzuntzan y a través de la ruta cenagosa de Jacona llegó a Jiquilpan en busca de las minas de oro y plata de las que tributaban al Cazonci. Informado por los caciques de ese lugar, Olid se dirigió a Tamazula por Mazamitla, dominó a esas poblaciones y a las de Zapotlán y Tuxpan para después regresar por el mismo camino (RGDM 1958 : 95; Vázquez de Espinoza 1948 : 161; Muriá 1980 : 262). Aquella fue la primera ocasión en la que los hispanos dominadores penetraron al sur de Jalisco. Es de suponerse que entonces, la información obtenida sobre la riqueza regional en meta­les fue lo suficientemente importante como para hacer regresar a Olid, a enterar a Cortés y así tratar de preservar

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para su grupo el dominio de esas tierras. También es posible que se haya informado en esa ocasión a los expe­dicionarios de la existencia de los señoríos colimenses, de su enfrentamiento a los P ’urehpecha, de su belicosidad y de las dificultades que supondría el tratar de proseguir por sus territorios hacia la costa. Por ello los de Olid desistirían de proseguir y regresarían por el rumbo seguro y conocido (Sauer 1948 : 86).

De cualquier forma, el propio Olid encabezó pronto una nueva expedición en compañía de Juan Rodríguez de Villafuerte. Esta salió de Tzintzuntzan rumbo a Za- catula, por las montañas, rodeando la Tierra Caliente, quizá con el objetivo de remontarse posteriormente por la costa hacia Colima. En el trayecto, ansioso tal vez por consumar la dominación de la costa e iniciar la explota­ción de metales en el sur de Jalisco, Rodríguez de Villafuerte se separó y se dirigió hacia Colima por Coalcomán y Coahuayana. En Alima, antes de llegar a Tecomán, un contingente de guerreros tecos y aliados de los rumbos de Autlán, Amula y Cihuatlán lo derrotaron y obligaron con sus huestes a buscar refugio en Zacatula. El joven don Juan, origen y víctima de esa su iniciativa, fue llevado preso a la ciudad de México para responder ante Cortés de su desobediencia e informar de los deta­lles del fracaso de su incursión militar.

Ante los hechos, Cortés envió sin dilación a Gonzalo de Sandoval, otro de sus hasta entonces incondicionales, hacia el lugar de la derrota, y a su pariente, Fernando de Saavedra, hacia el sur de Jalisco para, con un evidente movimiento militar “de pinza”, tratar de consolidar la dominación de esa región e iniciar de inmediato su aprovechamiento minero3. Sandoval, trasladado desde Zacatula, logró vencer a los aguerridos colimotes y fundar, por instrucciones recibidas de Cortés, un asentamiento de españoles: la primitiva Villa de

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Colima. Esta, a orillas del río Armería, en el sitio conocido como Cajitlán (Muriá, op. cií. :264) debería de fungir como “cabeza de playa” para la colonización de aquellos rumbos y como centro político y administrativo para el control de tierra adentro, costas y expediciones ultramarinas desde el 25 de julio de 1523. Este fue un papel ciertamente ambicioso para las posibilidades de Colima en su asentamiento original: la riqueza minera y las condiciones cualitativas y cuantitativas de la población indígena, hicieron volver a tierras arriba los ojos de esos primeros colonizadores y con ello condicio­nar el plan de las exploraciones marítimas (Sauer, op. cií. :85). Por su parte, Saavedra, llegado a la región por el ya acostumbrado camino de Jiquilpan, se encargó con otros colonos de la exploración territorial y de la explotación de sus potencialidades mineras. Por ello llegó a controlar hasta las playas del lago de Chapala y a organizar inicialmente la extracción minera en Tamazula, la provisión de tributo de los pueblos comarcanos y establecer su colonización inicial.

Pronto, en 1524, arribaron al área más hombres de confianza de Cortés, entre ellos Francisco Cortés de Sanbuenaventura y Alonso de Avalos, hermano de Fernando de Saavedra, ambos emparentados con don Hernán. La confluencia de la expedición costeña con la llegada por Jiquilpan estableció una especie de cerco sureño de una vasta zona que contenía buenos yacimien­tos minerales (interés principal de los expedicionarios), una considerable población indígena para su explotación y para producir alimentos, una extensa franja costera de potencialidades portuarias (otro interés de los explo­tadores) y posibilidades de un control efectivo de tierras y recursos hacia el norte y el océano.4 Así se comprobó cuando Cortés de Sanbuenaventura, ya investido como alcalde de Colima, se lanzó, por nuevas instrucciones de

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Hernán Cortés, hacia las tierras de los planos occidentales del volcán de Fuego y más al norte: en casi un año llegó a sujetar, arrasando y destruyendo, desde Zapotitlán, al noroeste de la villa primitiva de Colima, hasta Tepic, exceptuando buena parte de las costas entre esas latitudes, y a enterarse de las posibilidades y rique­zas de esa extensión geográfica (Muriá, op. cit. :269).

Las nuevas tierras, sumadas a las que ya estaban controladas y repartidas, dieron origen a nuevas enco­miendas y a una organización territorial de carácter inicial que se basó en la localización de centros mineros, rutas preexistentes de comunicación, en las áreas más pobladas, con mayor producción agrícola y posibilida­des tributarias. Esa organización se estableció desde los sitios cuyas características físicas y de recursos favore­cieran el control administrativo, político, territorial y comercial que habrían de ejercer los colonizadores (Muriá 1980: 270). Por otro lado, “antes de 1540, fecha en que las rebeliones indígenas en el oeste de México distra­jeron la atención del virreinato con la guerra del mixtón, ya se habían establecido astilleros, abierto puertos y practicado la navegación desde Tehuantepec a Califor­nia. También se habían descubierto las islas Revillagi- gedo, la región meridional de la Baja California y las Islas Marías” (Lameiras 1981 :84). Todo ello sin perturbar mayormente la colonización de tierra adentro.

De los territorios conquistados, Cortés tomó para sí aquellos que parecían ser los más ricos en yacimientos minerales; por ello se adjudicó las encomiendas de Tuxpan, Zapotlán, Tamazula, Amula y Tuxcacuesco (Muriá 1980 : 266). A Saavedra le dio la custodia de las minas cercanas a Tamazula, y junto con Avalos su hermano, recibió las encomiendas de Atoyac, Cocula, Zacoalco, Teocuitatlán y Sayula (El libro de las tasacio­nes..., 1952: 620-624; Gerhard 1972: 239, citado por Muriá, op. cit. 269). Con esto pudieron controlar ese

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territorio hasta el lago de Chapala, cobrando tributos sus descendientes hasta prácticamente el fin de la colonia (Gerhard 1972: 239-240). En las tierras al sur y al occidente de los volcanes también se repartieron impor­tantes encomiendas como las de Autlán, Espuchimilco, Cihuatlán, Tenamaxtlán, Zacualpa, Tetitlán y Teco- m án.5 Varias de ellas, sin embargo, pronto pasaron a la Real Corona ante la ausencia de sus titulares (Boletín AGN, VIII, 4-1937: 586). El propio Cortés fue despojado en favor de la Real Corona, y la exclusividad de su grupo en el reparto territorial fue suspendida una vez que se ausentó temporalmente de Nueva España, cuando Ñuño de Guzmán, su constante opositor y competidor, concedió tierras y encomiendas a sus favorecidos al encabezar la Real Audiencia en 1528. Saavedra y Avalos, no obstante, lograron salvar sus privilegios y sus posesiones6.

La señal del cristiano...

Comparada con la violencia de la conquista en otras partes de la Nueva España, la dominación de los aboríge­nes del sur de Jalisco no implicó ni gran resistencia, ni grandes matanzas. Por ello se asegura que lograron subsistir ahí muchos pobladores aborígenes, sus institu­ciones, prácticas y costumbres (Muriá, op. cit. : 272). Sólo la incursión temporal que hiciera Gonzalo López, por instrucciones de Ñuño de Guzmán, en 1529, significó la esclavización masiva de muchos indígenas del área de Sayula a quienes se llevó consigo para servir en las conquistas de Guzmán (López Portillo y Weber 1976: 293; Orozco y Berra 1938, 11:56; Muriá, op. cit. :296).

La expansión española que implicaba la cristianización de los aborígenes, pronto hizo llegar a los primeros religiosos al sur de Jalisco y a sus áreas vecinas. Fray Juan de Padilla, Fray Martín de Jesús y Fray

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Miguel de Boloña, entre otros varios, se hicieron presentes con los primeros conquistadores e iniciaron desde el principio un inventario, por así decirlo, de la labor por hacer y una elección dentro de toda esa dilatada área de los pueblos en los que establecerían iglesias, conventos y hospitales. Varios años permanecieron visitando a los indígenas, esforzándose por convertir a sus caciques, por indoctrinar a jóvenes y a viejos y por manipular políticamente sus instituciones.

La cristianización de los indios se veía como una necesidad imperiosa, tanto por los frailes como por los realizadores de la conquista militar, para estos últimos suponía una condición para obtener encomiendas y tributos de acuerdo al pacto establecido con la Corona. Para ello, evangelizadores y colonos, ante la escasez de religiosos, se valieron de indígenas nahuatlatos enseña­dos en Santiago Tlatelolco de la ciudad de México y a través de ellos trataron de instruir medianamente a los aborígenes para facilitar su posterior cristianización y occidentalización (Mota Padilla 1973: 27 y 98-99). Por la resistencia ante la indoctrinación que manifestaron los caciques de Tuxpan y de Tamazula, por el número reducido de frailes y por la dificultad de establecer igle­sias y doctrinas hubo que esperar hasta la década de los treinta para la organización eclesiástica y civil. Entonces se delimitaron, tanto doctrinas como Alcaldías y Corre­gimientos, designando sus cabeceras y sus dependencias (Muriá, op. cit. :307 y ss)7.

Un año después de que Juan de Padilla visitara Tuxpan, en 153! fue designado el poblado como cabecera de corregimiento, dependiente de la Alcaldía Mayor de Colima. En 1536, previa autorización de su cacique, Juan Cuitaxtle, el poblado contó con un religioso aposentado en las edificaciones de una iglesia de regular tamaño y de un convento (RGDM, 1958, II: 106;

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Tello, I: 272; II: 241). Zapotlán, la cabecera prehispánica, donde se vio con menor recelo la labor frailesca, contó antes con su casa de formación (1532) y fue por ello convertida en el centro administrativo-doctrinario de una muy vasta región (Muñoz 1965: 37)8. Frente a las fundaciones realizadas en Tamazula, Zapotlán y Tuxpan, lo tardío de las realizadas en el área cercana a Sayula hace ver la atención de los colonos concentrada en la zona minera, la del trabajo más intenso y redituable.

La organización de carácter civil -la de Alcaldías y de Corregimientos- se apoyó en la erección de parroquias, conventos, doctrinas y visitas; todas esas instituciones fueron indispensables para la colonización. A los religiosos y a sus asistentes, nahuatlatos o hablantes del p’urehpecha, se debió en buena medida la difusión elementa] de conocimientos sobre las nuevas plantas y cultivos, artesanías y tecnologías de origen europeo. En Tuxpan, por ejemplo, Fray Daniel Italiano introdujo varias enseñanzas novedosas, entre otras el bordado (Tello, II: 30y241). No es de extrañarse por ello que ya en esa década se hubiesen distribuido entre los dominados los frutales, cereales, especies, plantas y animales hasta entonces desconocidos por ellos (RGDM, 1958, II: 104; PNE, 1905, I: 220; LTPNS, 1952:334,614).

Con experiencias en los efectos de la baja demográ­fica de la población aborigen (eñ 1520 y 1531 se sufrieron las primeras grandes epidemias) a los religiosos se deben las primeras concentraciones de pueblos, basadas en los indios que hubieron “.. sacado de ásperas sierras y puesto en cómodos sitios...” (Mendieta 1971: 700). Así lo hicieron en un principio con los pueblos de San Sebas­tián y San Andrés Ixtlán establecidos en la proximidad de Zapotlán (Mota Padilla 1973: 99 [4]). Con ello, y con su intervención en los trazados, distribución de las viviendas, disposición de los sitios y de las casas del

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gobierno y del mercado, influyeron igualmente en conformar la vida urbana de las poblaciones considera­das de importancia.

A la llegada de los colonos peninsulares, Tuxpan tenía una población de habla heterogénea. Ahí se hablaba el nahua o mexicano; el p’urehpecha, que los españoles denominaron tarasco, y el tiam y el cochim (RGDM 1958,11:97 y 99; Ciudad Real 1976,1: CXVIII). Una primera labor de los cristianos doctrineros fue la de extender el uso de la lengua mexicana, justo por la vía de la indoctrinación y la administración sacramental9.

El trazar el poblado “al hispánico modo”, el dispo­ner la parcelización de los indígenas, nominarlas con figuras santificadas e imponerles patrocinios, cultos, cofradías, fiestas y mayordomías, constituyeron igual­mente labores organizadas e implementadas por los religiosos. Si los distintos grupos lingüísticos asentados en Tuxpan condicionaron el trazado del pueblo no lo sabemos, pero el caso es que su disposición territorial se efectuó originalmente en cuatro barrios mayores: San Francisco, Santiago, San Pedro y San Miguel (Archivo Parroquial, Tuxpan, Jal.: libro de bautizos).

El reparto de encomiendas, las mercedaciones de tierras, la organización de doctrinas, el establecimiento de iglesias, conventos y hospitales, la planeación y ejecución de las primeras concentraciones poblacionales; la distribución y organización, de nuevos conocimientos tuvieron una meta compartida: integrar a la población indígena a la organización colonial.

La ley de los metales

Los propósitos colonizadores de Cortés y de su grupo en el área sur de Jalisco, Colima y el norte y occidente michoacano se orientaron por la información inicial de Cristóbal de Olid, el primero en tomar contacto

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con esa región y en saber de primera mano la existencia de oro y plata. Los llegados tras Olid corroboraron su información y agregaron la referente a la población, producción y comunicaciones. Una importante extracción de metales y la posibilidad de su rápido envío no podían ser mejores razones para colonizar. De Tamazula, Zapotlán, y Tuxpan, el Cazonci recibía plata y oro como tributo. Tamazula demostró efectivamente tener una considerable riqueza en plata en las vetas que explotó inicialmente Fernando de Saavedra y a las que luego llegó el legendario Francisco Morcillo (Icaza 1969, 1:398). La riqueza de esas minas se indica en la Relación de 1580 y, antes, en la “Suma de Visitas” (PNE 1905, 1:221). En el tiempo de la Relación se dice en cuanto a minas que las ha habido ricas antiguamente...”, pues la minería había dejado de tener importancia. Sin embargo, en su visita, el padre Ponce fue informado, siete años después, de que se intentaba reemprender la explo­tación limpiando justamente los socavones dejados por Morcillo (Ciudad Real, 11:147).

En cuanto a riqueza de yacimientos de oro, las mon­tañas del Motín, al sureste de Coalcomán, el mineral de Juitlán, en esa última zona, y el de Sinagua, parece no haber sido superada en ese ámbito novohispano en el siglo XVI. Sin embargo, fue de importancia la cantidad que se extraía de los placeres cercanos a Tuxpan (Ponce, 2:113, citado por Schoendube 1973-74: 202-203), de las montañas cercanas a Jilotlán, al sureste de Tuxpan (PNE 1905,1:220 y 221) y aun las procedentes de Tamazula y el Pihuamo (Boletín AGN, 1938:360 y AGN-Tierras, Vol. 59, exp. 5, fol. 23, citados por Schoendube 1973:74). La actividad en las minas impulsó la de otros sectores productivos: por veinte años varios mineros hispanos dirigieron y explotaron grandes cuadrillas de trabajado­res indios -la mano de obra indispensable ante el entonces reducido número de africanos- que pepenaban en los pia­

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ceres de los ríos, construían tiros, abrían brechas de comunicación, transportaban materiales y alimentos y procuraban todo lo necesario para la fundición. La existencia de minerales llevó a la concentración en ciertas poblaciones o al abandono y despoblamiento de otras cuando las esperanzas de encontrar metales en sus cerca­nías se frustraron (Mota Padilla 1973:69 [ 5 ]; Lebrón de Quiñones 1951: 13 y 55).

La rebelión de los Caxcanes, o guerra del M ixton parece haber sido el detonador de la caída de la minería al movilizar a colonos e indígenas en 1541 para su sofoca­miento (Mota Padilla 1973: 121) y coincidió con los años que se señalan como finales de la extracción de metales en esa área en el siglo XVI (Muriá 1980: 267 y 336). Pero otras causas también fueron de peso para el desplome minero en los rumbos fronterizos de Jalisco-Michoacán que concluyó con el desencanto tradicional español tras el “¿qué se fizo?”, tal como lo ilustra Tello al preguntarse “¿Dónde están aquellas minas de donde se sacaron, de la una que fue la de Morcillo, tres arrobas de plata virgen en la provincia de Tamazula, y cinco en la de Pitzietlan, que se cortaban con hachas? ¿Dónde tantos minerales que hubo en el principio?” (C. Real, 1:10). Posiblemente, el individualismo, el caciquismo y la corrupción ya ju ­gaban sus cartas en el asunto (íbicí, II: 131 y 147; Hebrón de Quiñones 1951:75; Aguirre Beltrán 1952:76).

A la reserva de Hernán Cortés y de su gente sobre el monto de la riqueza minera (la que intuyó únicamente la malicia de Ñuño de Guzmán), a la restricción consecuente de su explotación para quien no pertene­ciera a la “clientela” del Marqués; a las frecuentes ausen­cias de don Hernán de Nueva España, su pleito con Ñuño de Guzmán por el control de los territorios occidentales y a la lejanía de estos, respecto a la capital virreinal, se su­maron otros factores medulares para la mengua de la

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explotación minera: el que en 1542 se prohibiera el usode la mano de obra indígena para la minería y el que, hacia 1545, las cuadrillas de trabajadores de las minas y los brazos dedicados a la producción de alimentos se vieran sensiblemente m enguados a causa de la baja demográfica: entonces se experimentaban los estragos de una nueva gran epidemia. (Sauer 1948:89; Aguirre Bel- trán 1952:76).

En esa forma, hacia mediados del siglo XVI se ex­tinguió prácticamente la actividad minera en una región que se había distinguido como una de las más antiguas en la extracción de metales, la que proporcionó una de las más altas calidades y cantidades de plata y oro hasta 1540 en Nueva España (Sauer 1948:89) y la más apetecida hasta esas fechas por sus grandes conquistadores coetáneos, Hernán Cortés y Ñuño de G u z m á n .P a ra sobrevivir y guardar el territorio se habría de dar un giro completo a la orientación de la producción10.

Tras los pacentes ganados v la agricultura productiva

Según se dice, los primeros colonos peninsulares del sur de Jalisco -como la generalidad de los asentados en la primera mitad del siglo XVI en Nueva España- no se inclinaban demasiado por las faenas agrícolas y sólo atendían a la ganadería por afición, por su redituabili- dad, por su necesidad para la minería y porque los indígenas desconocían esas tareas (Parry 1948: conclu­siones). Del esfuerzo indígena obtenían lo suficiente en cuestiones de alimentos para mantener la mano de obra y surtir medianamente a los colonos.

Al caer la minería en la región e iniciarse nuevas e importantes explotaciones mineras en Guanajuato y más al norte, la importancia de la producción agropecua­ria se incrementó en la porción meridional del actual estado de Jalisco y en su vecindad. A partir de la segunda mitad del siglo XVI, de las crías y cultivos traídos por los

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colonos originales y de la propia agricultura de tradición indígena se buscaría una mayor producción y expor­tación. Ante la escasez de mano de obra la producción habría de basarse, sin embargo, en otras condiciones y relaciones: el trabajo asalariado y la emergencia de nuevas categorías de trabajadores rurales como la de gañan (mozo de labranza) y la de naborío (sirviente por repartimiento), modificarían las formas de trabajo obte­nido anteriormente por vía de tributo o de encomienda.

El cultivo de maíz equivalía en importancia para los indígenas al del trigo para los españoles. La producción de maíz, no obstante, era indispensable por constituir el alimento básico de la población mayoritaria, la indígena (luego también el de la africana), la de las aves domésticas y del ganado. El maíz se cultivaba en todo pueblo, se adaptaba a todo suelo y siempre contaba con demanda. Era la constante en las tasaciones tributarias y en las relaciones comerciales, a través de las cuales -y por medio de una amplia y compleja red de provisión- iba llegando desde los pequeños a los poblados medianos y mayores. El de Zapotlán, con los arados españoles, pronto se convirtió en valle maicero y su cabecera, como la de Sayula, ejerció el control de su despacho hacia Guadalajara, Colima, Valladolid y los centros mineros del norte y del Bajío (Mota Padilla 1973:509; Ciudad Real 1976, 11:148). Pero la producción maicera de Tuxpan y de Tamazula no fue despreciable: tenían siembras de maíz y trigo en tierras irrigadas y a ellos llegaba, además de la cantidad producida en sus contornos, la de sus poblados sujetos por concepto de tributo (PNE 1905:220 y 221)".

En un principio, con la asesoría de los peninsulares, el trigo se impuso como cultivo a las comunidades indí­genas; con ese cereal, cubrían una parte de sus pagos tri­butarios. Varias parcelas se cultivaban en Tuxpan desde

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el principio de los asentamientos europeos (PNE 1905:220) y sus doradas espigas también fueron cosechadas entre los sujetos tuxpaneca: Tonantla, Xilo- tlancingo, Tonila, y Cuauhcentla (AGN-77>/mv, vol. 59, esp. 5, fol. 23)12. La relativamente escasa población española de la región requería de poca cantidad de ese cereal en los primeros decenios coloniales ; pero luego, además de aumentar la demanda regional, la exportación de esa gramínea también significó posibilidades lucrativas y su cultivo se extendió en las tierras que fueron favorables para su crecimiento. Por ello, se con­virtió en una buena empresa de los españoles como la que se menciona én términos de “hacienda triguera” a dos leguas de Tamazula, propiedad de un clérigo, que contaba con riego y con molino activado por energía hidráulica (RGD M , 1958: II, 126-127); y la que da cuenta Ciudad Real en Tonila: “ ...hay también una heredad muy grande, de trigo regadío y un molino en el que se muele lo que en ella cogen”. El valle de Zapotlán y el de Sayula, asentamientos crecientes de españoles y de criollos, se convirtieron en los principales productores y acapa­radores de la semilla del trigo (PNE 1905: 220 y 221; RGDM 1958: 91 y 55; Ciudad Real II: 144; Zavala y Castelo 1939, III: 98 y 172).

Junto a la agricultura del maíz, la horticultura y la fruticultura indígena lograron mantenerse en práctica y en el mercado, salvo algunas variedades que gradualmente dejaron de cultivarse o de recolectarse. En varios pueblos había especialidades en la producción: como frijoleros, los de Tamazula, Zapotlán, Tuxpan, Tocistlán, y Jilotlán; como proveedores de tomate y chiles, Tamazula, Zapotlán y Tuxpan; como criadores de chía, Zapotlán, Tuxpan y Tamazula. Zapotlán y Tama- zula eran los competentes en la producción de Tzoalli, la semilla comestible que los nahuas del centro de México

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utilizaban pára fabricar la sagrada figura de Huitzilo- pochtli. En tanto, en sus propios términos, Tuxpan tenía primacía y exclusividad en el cultivo de los bledos o amaranto, el huauhtli, que en el centro de México constituye la materia prima para la elaboración de la “alegría”. La calabaza, la chía, los chiles, el chayóte, el tomate (verde) y los tzoales pudieron haber sido cultivados por demanda de la población indígena local, pero igualmente fueron tratados como cultivos comer­ciales de importancia regional (Schoendube 1973-1974: 178).

Algunas plantas acostumbradas por la tradición aborigen para el puro deleite, para la alimentación elaborada o para dar color a los textiles de algodón, siguieron por buen tiempo en el uso y el mercado: tal es el caso del tabaco silvestre -el famoso picietl- medio indispensable para la elucubración y fantasía; el cacao, más apreciable en su papel de moneda que como bebida acostumbrada, y la grana, por mucho tiempo tinte exportable obtenido de la cochinilla nopalera. Tamazula como tabaquera y Tuxpan como cacaotero y productor de grana pudieron mantener por ello un lugar destacado en la región. El “algodón de árbol” se siguió cultivando y recolectando en Tuxpan para su consumo interno al igual que en Jilotlán. De los cultivos de magueyes mezcaleros, en el ámbito de Zapotlán y Tuxpan, pronto se produjo el aguardiente que resbalaría en las gargantas de toda clase de gente gracias al esfuerzo de los indios, a que era un buen negocio del arriero y al pretexto de muchos para el olvido de las penas.

Prácticamente todos los pueblos indígenas cultiva­ban verduras y hortalizas; de sus cosechas comían, parti­cipaban tributariamente o acudían al mercado. Zapotlán tenía la delantera de cuanto cultivo de ese tipo habían traído los peninsulares: ajos y cebollas, coles, lechugas,

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pepinos y perejil; habas y garbanzos y éxoticas especies aromáticas, como el orégano y la yerbabuena, crecían en los terrenos aledaños a la laguna, cultivados por indígenas y por algunos hortelanos españoles (Ciudad Real II: 147; Schoendube, op. cit.: cuadro de tributos).

En cuanto a frutales se refiere, desde moras, guamúchiles, huitzilacates, mezquites, tunas y guayabas, hasta ciruelos, aguacates, chirimoyas, anonas, bonete de obispo, tejocotes y zapotes, no había quien superara en recolección y producción a la tríada constituida por Tuxpan, Tamazula y Zapotlán. Los novedosos platana­res pronto se irguieron y dieron fruto en Agollotlán, el Pihuamo, Tonantla, Tonila y Jilotlán e incluso dieron nombre al Platanar, un pueblo indígena. Los cítricos crecieron bajo cuidado de manos europeas en Cuauhcen- tla y el Pihuamo; en tanto, las ácidas y dulces piñas las producían los indios de Jilotlán y de Tonantla. Los pala­dares y la farmacopea indígenas satisfacían sus gustos con muchas especies de yerbas, raíces y resinas que seguían recolectando para su consumo propio. A cambio, los colonos españoles trataban de guardar sus tradiciones culinarias sembrando olivos y plantando vides, al parecer sólo fugazmente, en Zapotlán y Tamazula (RGDM 1958: 1 13 y 126). De la buena pesca en la laguna de Zapotlán y en el río Tuxpan, aborígenes y colonos españoles salvaban las cuaresmas, múltiples viernes y otros días de la semana (Ciudad Real II: 18-19; NVNG 1878: 6, citadas por Schoendube 1973-74).

La caña de azúcar, esa planta de origen hindú, antes desconocida por los americanos, arribó desde un princi­pio con los colonos legos y los frailes. En 1535 se menciona su plantación en Tamazula y Tuxpan en tierras aledañas a su río (PNE 1905: 220 y 221). Su cultivo seguía en busca de agua y de calor hacia Colima, donde también se plantó tempranamente. Así, se le encontraba en Jilotlán, Agollotlán, Tonantla y el Pihuamo (PNE 1905:

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200; AGN-Tierras, Vol. 59,exp. 5,fol. 23; Lameiras 1981: 115). Es de suponerse que con las plantaciones se hubieran también construido primitivos trapiches en sitios cercanos a aquellas y que su consumo directo sería quizá mayor en un principio al de su transformación en panocha o aguardiente13. Pronto, sin embargo, las plan­taciones se extendieron y deben de haber mejorado los trapiches14. Hacia 1622, con las debidas licencias entonces requeridas15, María de Covarrubias iniciaba en El Cortijo, cercano a Tamazula, una empresa panochera (Lancaster Jones 1974: 49, citado por De la Peña 1980: 46) y en 1630, como lo informa una visita episcopal, se encontraba en plena producción de azúcares y mieles el trapiche propiedad de María de Contreras y de su hijo Gaspar de Larios en la sureña Tonila; el de Juan Gaitán y el de los Covarrubias, también en El Cortijo (El Obispado de Michoacán en el Siglo XVII: 193 y 194). En Tamazula, en Tuxpan, en Tonila, en Colima y en otros lugares con agua a la mano y clima favorable, las dulces cañas comenzaron a ampliar sus manchas verdes a gran celeridad desde el siglo XVII.

La región, como en su momento lo hizo con la extracción de plata y oro, logró una de las más antiguas tradiciones en el cultivo y la obtención de azúcar16.

Gracias a la existencia de buenos pastos, de corrien­tes de agua y manantiales, en determinados rumbos la ganadería se inició desde la original ocupación territorial del sur de Jalisco y sus contornos. En el área conocida como “Los pueblos de Avalos”, la de Sayula-Zacoalco, el propio Alonso de Avalos, su original encomendero, estableció una primera estancia ganadera al igual que lo hizo su hermano y compañero de encomienda Fernando de Saavedra en Mazamitla hacia 1526 (Lancaster Jones 1974: 49-50, citado por De la Peña 1980: 44; Aguirre Beltrán 1952:85).

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A mediados del siglo XVI pocos pueblos indígenas tenían hatos o rebaños de ganado. Hasta entonces se trataba no sólo de preservar los cultivos de los naturales de los daños causados por el ganado, sino de excluir a las comunidades y a sus miembros de la posesión de bienes semovientes. Aunque el acompañante del andariego padre Ponce testimonia la existencia frecuente de jinetes indígenas en su visita a la región por 1587 (Ciudad Real, II: 145), años después, hacia finales del siglo, se aseguraba que no había estancias ni sitios de ganado en cinco leguas alrededor de Tuxpan ni en el territorio comprendido entre esa población y las de San Marcos Tocistlan, San Francisco, Tonila y Cuauhcentla, hacia Colima (AGN-Tierras, 59, 5: 23). En cambio, ya existía en el pequeño valle de Jilotlán la estancia de Juan Fernández de Ocampo, vecino de Tonila, y por el mismo rumbo, antes de Pihuamo, las de Alonso Pérez, vecino de Zapotlán y la de uno de tantos Sandovales que desde entonces han transmitido su estirpe en esos rumbos (Ibid'). Hacia Colima, contrastadamente, la ganadería constituía uno de los pilares fuertes de la economía de sus primeros colonos y aun de sus indígenas (Lameiras 1981: 119 y ss.).

Fuera de esos rumbos y más cerca de Tuxpan, desde mediados del siglo XVI y antes, se establecieron sitios de ganado, estancias y haciendas dedicadas, casi en exclusiva, a la cría de ganado mayor y menor para surtir las minas y el mercado de cueros y tasajos. En la proximi­dad de Tuxpan se encontraba antes de 1550 la estancia de Amatitlán y otras alrededor de Zapotlán y Tamazula (PNE 1905: 220; El Obispado ... 1973: 152 y 55). Muy probablemente en esas empresas ya residían varios indígenas desprendidos de sus comunidades y asentados en los “Reales”, viviendas de trabajadores aledañas a la casa principal del propietario, convirtiéndose con ello en

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vaqueros y hombres de monta y de lazo17. La frecuente mención de criaderos de ganado en la segunda mitad del siglo XVI manifiesta la extensión de la ganadería en el meridión jalisciense, incluidos pueblos y tierras indígenas. Desde finales de siglo, Tuxpan tenía ya en común una numerosa recua para “granjear y trajinar” (El Obispado... 1973:194); su hospital (ca. 1560) poseía un rebaño de ovejas para su beneficio, una cría de muías y, en las proximidades del pueblo, existía otra estancia dedicada a la cría de “machos” y de yeguas que después tendría el nombre de “San Mamés” y alcanzaría catego­ría de hacienda (RGDM 1958:96; PNE 1910: 220).

Favoreciendo la mercedación de tierras propias para ello, las autoridades mismas fomentaban la cría de ganado. A propósito de una visita tendiente a organizar la concentración de varios pequeños poblados del área tuxpaneca, el visitador Antonio de Cuenca Contreras señalaba en 1598 al territorio que justamente habría de ser desalojado de asentamientos indígenas, como bueno y disponible para la ganadería mayor y en contraste con tierras vecinas que por ásperas y carentes de agua no se habían podido utilizar para esos fines {AGN-Tierras, Vol. 59, exp. 5, fol. 23).

A fines del siglo XVI ya era hecho pleno y compro­bado el carácter ganadero de gran parte de la Nueva Galicia (Muñoz 1965: 27), y su novohispana vecindad no se sustraía de ello: la hacienda de Lope Rodríguez, la de la viuda de Urzúa, la de los Sandovales, la de Cordero, la Congregación del Rosario, la hacienda del Monte, la de Diego de Liñan, la de Seguera, la de Mariana de Contreras, la de Ana de Luna, y una docena de estancias y estanzuelas crecían en el perímetro comprendido entre Pihuamo-Tuxpan-Tamazula-Zapotlán, con la crianza de vacas, becerros, muías, potros, ovejas, cabras y cerdos (El Obispado de Michoacán en el Siglo XVII, 1973: 152-53 y 193-95)18. Algunas empresas ganaderas, tal fue el caso de

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la hacienda del Monte, la de Liñan, la de la viuda de Juan de Villalbazo, la de Seguera, la de María de Contreras y la de Ana de Luna -todas ellas en las cercanías de Zapotlán- operaban como empresas mixtas y sumaban a la cría de ganado la producción de maíz y trigo, de frijol y de hortalizas (Ibid).

El envío de ganado y cueros a las zonas mineras de Jilotlán de Sinagua y Coalcoman, cuando su auge, y luego a las de Guanajuato y otras más, movilizaba arrieros y vaqueros por toda la región meridional de Jalisco. Ese trajín más el trabajo sedentario de la ordeña, de la elaboración de quesos y del violento y atractivo de la herrada, la castra, la doma, el jaripeo o la simple lazada, configuraban un ambiente social y cultural en las fronteras novohispanas y neogallegas ya en el siglo XVI.

En pos de una vida urbana al hispánico modo

En 1580, cuando Jerónimo de Flores cumplía con la visita y descripción que mediante cuestionario e instruc­ciones ordenara Felipe II, Tuxpan era un pueblo confor­mado por “...casas pequeñas, bajas y de adobe y de ninguna fortaleza..., cubiertas de paja...”, que alternaban con “... cantidad de arboledas de frutas (RGD M 1958: 103 y 115), con huertas dedicadas al cultivo de “algodón de árbol” y ecuaros, calmiles y corrales donde crecían hortalizas y maíz y se criaban aves domésticas y ganado menor. El pueblo tenía un trazo regular “ ...con calles bien formadas llanas y anchas, de levante a poniente y de norte a sur” {Ibid). En el centro de esa retícula se hallaba, en una amplia plaza, la iglesia, el convento y un hospital que desde 1560 funcionaba en un “...humilde edificio, muy pobre...”, que estaba dedicado a la Virgen de la Concepción, dotado de bienes propios y organizado presumiblemente como los creados por Vasco de

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Quiroga en pueblos no muy lejanos del lago de Pátzcuaro. En la misma plaza se erguía la cruz atrial que ahora se conoce y que los sismos sufridos a través del tiempo no han logrado derribar, como ya entonces lo habían hecho con muchos edificios. En ese lugar público se encontraba una fuente donde se depositaba el agua conducida por un caño desde el cerro Cihuapilli y donde, probablemente, se realizaría el tianguis que ya era un hecho en el siglo XVI en la región de Colima (Lebrón de Quiñones 1952: 99; Ciudad Real 1976, II: 151) yen varios otros pueblos.

Por su producción de alimentos, el monto de su recolección, la elaboración de mezcal (Mota Padilla 1973: 99-100) y la fabricación artesanal de cerámica, tejidos y objetos de madera de inspiración europea (RGDM 1958, 2: 96) Tuxpan tenía una vida relacionada con el comercio regional. Esta se veía complementada y no pocas veces perturbada- por la visita regular de comer­ciantes españoles y por la actividad de arrieros indígenas que, conduciendo recuas y chinchorros, intercambiaban mercancías con los poblados de la Sierra del Tigre, de los valles de Zapotlán y de Sayula, de la' Tierra Caliente michoacana, del valle y de la costa de Colima19. Madera, cerámica, paños, lienzos, mantas labradas y bordadas, ropa manufacturada, añil, grana, resinas, alimentos y mezcal, salían a diferentes mercados y distancias -según aguantaran los productos- a cambio de aves, pieles de res y de venado, lana, cerda, cacao, sal, algodón y reales en contante. Indígenas e hispanos llevaban o traían mer­cancías exclusivas y otras las compraban y vendían por igual (RGD M 1958,2). Tanto en Tuxpan como en Tama- zula y Zapotlán, había “muchos principales y mercaderes ricos,... gente pulida y de mucha razón...” (PNE 1910: 220 y 21), distinguidos del común y con su propio gobierno y autoridades: así cuenta el padre Tello que “...había dos

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indios gobernadores en el dicho pueblo /Zapotlán, 1552/. De parte de los mercaderes lo era Francisco Cortés y de los plebeyos Martín Mosca,...” (C. Real II: 443). Esas distinciones de los comerciantes indígenas, acostumbradas probablemente desde antes de la dominación europea, hubieron de seguir a lo largo de la colonia y más adelante20 (Ciudad Real 1976, II: 146; Sauer, op. cit.: 95-96).

Si bien, a una menor violencia y resistencia en la conquista correspondió una mortandad relativamente baja en el ámbito sureño de Jalisco; de todas formas, la disminución de la población fue un hecho y se debió a otras varias causas. Hasta 1570, el número de pobladores indios no había bajado en la región en la proporción que en otros lados y se asegura que en lugar de haber descen­dido al 50%, sólo llegó al 25% menos de habitantes de los que tenía antes de su dominación, e incluso que llegó a recuperarse (Muriá 1980: 269 y 272).

Las epidemias (1520, 1531, 1545, 1575 y 1580), el trabajo forzado en las empresas mineras, el efectuado para cumplir con la provisión de alimentos y el de su transportación; el hambre, la desnutrición y la huida de muchos de los indios sojuzgados, produjeron una baja constante de la población indígena en Tuxpan y su vecindad que no se detendría sino hasta el tercer cuarto del siglo XVII. De unos 15,000 aborígenes que habría en el área de Tamazula, Zapotlán y Tuxpan y sus sujetos en 1520, la población total de la misma fue de escasos 10,000 entre 1545 y 1550, aproximadamente de la mitad en 1580 y de sólo 2,200 indígenas hacia 1630 (Cook y Borah 1977,1: 290 y ss.). Para esa fecha, Zapotlán y Tuxpan habían perdido alrededor del 70% de su población y

Tamazula llegaba casi al 90% menos de los indígenas con que contaba en 1545. Según Gerhard, en la región del sur jalisciense en su conjunto (Zacoalco-Tuxpan) la m ortan­

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dad fue aún mayor: de 30,000 indígenas existentes en los albores coloniales, en 1580 llegaban tan sólo a 5,000 (Gerhard 1972, citado por De la Peña 1980: 43).

Por escasas que hayan sido, comparadas con las co­bradas por las epidemias, las muertes causadas por sismos, terremotos, y otras catástrofes naturales21, contribuyeron al descenso de la población, al abandono de pueblos y a duplicar ocasionalmente las cargas de trabajo de los indios, pues ellos serían los encargados de la reconstrucción de edificios y de equilibrar la mengua de las cosechas perdidas bajo la ceniza del volcán, las arrasadas por las aguas o devoradas por las plagas (Mota Padilla 1973: 244 y 271; Muñoz 1965: 65).

El descenso de la población trabajadora, el corres­pondiente a la cantidad de alimentos y el requerimiento de mano de obra y de tributos cercanos y disponibles para los centros españoles de producción, comercio y adminis­tración, llevaron a cambios de consideración en términos de poblamiento, gobierno, estructuración social y cultura regional. Hacia fines del siglo XVI, escondida tras un aparente celo por la cristianización “...conveniente, útil y provechosa a los indios para su quietud, vivienda, tratos y granjerias...” (AGN-Tierras, 59-5, 23) se aplicó una de las medidas tendientes a mitigar los efectos de la baja demográfica cuando el virrey, Conde de Monterrey, ordenó la visita de Antonio de Cuenca y Contreras que se efectuó en la comarca de Tuxpan entre 1598 y 1599. Esa visita concluyó con la determinación de concentrar en su cabecera -Tuxpan-a la población de siete pequeños po­blados sujetos suyos que sumaría un poco más de 230 individuos de toda edad y sexo. Estos se agregaron a los 1,200 habitantes que entonces tenía Tuxpan (Ibid).

Los poblados de Tonantla, San Gaspar Agollotlán, San Marcos Tocistlan, San Francisco Tonila, San Gaspar Cuauhcentla, Pihuamo, Xilotlan y las casas

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asentadas en las huertas cacaoteras de La Concepción, serían abandonadas y dejarían de tener población indígena. Varias veces, como se acostumbraba para guardar las formas, los indígenas afectados eran amonestados por el funcionario Real ante testigos españoles y autoridades indígenas para expresar sus pros o sus contras del traslado. Nada objetaron, antes, como se asentó en el documento, se manifestaron contentos y dispuestos a residir en Tuxpan desde entonces.

Es de suponerse que la congregación, por reducido que fuera el número de los recién llegados, llevó a cierta reorganización política, territorial, administrativa y doctrinaria en Tuxpan; a una reasignación del espacio fundamental del pueblo y a una nueva distinción de sus habitantes: los llegados de Pihuamo, Xilotlán, Cuauhcentla y San Gaspar Agollotlán hablaban “popo- luca”, nominativo que indica al hablante de una lengua ajena al mexicano.

í c fundo legal de Tuxpan, sus ejidos y solares habían sido otorgados en 1580 por la Audiencia de Guadalajara y formalmente titulados por la misma en 1596 (La voz de Tuxpan, V, 1980:6). En ocasión de la concentración de 1599, se amplió el fundo legal de Tuxpan a cuatro leguas hacia cada punto cardinal desde el eje de la iglesia22. Es evidente que en esa extensión se estaba comprendiendo no únicamente el lugar de residencia de los indios, sino un área destinada para producir, anexa a su vivienda (Aguirre Beltrán 1952:13).

Como medida práctica se dispuso dar a los nuevos vecinos “ ...solares anchurosos de casas para su vivienda y tierras para labor y para plantas y ganado...” (AGN- Tierras, 59-2,23). Pero contra lo que se pudiera pensar, esta acción no llevó a conceder nuevas tierras a la comunidad; antes bien, se limitó a establecer su extensión legal en términos de garantía y protección para los indios

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y, lo que parece ser lo más importante, delimitar e inven­tariar las tierras vacantes (las dejadas por los congrega­dos) que se pudieran entregar a los hispanos. Esto parece claro cuando el visitador Cuenca observó lo adecuado que eran las tierras de esos pueblos para establecer estancias o sitios de ganado (Vid supra). Por otro lado, las tierras que manifestaron poseer los indios parecen corresponder más a un dominio particular que a un control comunal: pequeñas fracciones de 15 a 25 brazas de promedio (AGN-Tierras, 59-5, 23), de riego o humedad, muy adecuadas a la tecnología disponible, al tipo de cultivos y al tamaño de las unidades familiares que parecen haberlas trabajado (Aguirre Beltrán, op. cií.: 145-146).

Los cuatro barrios originales de Tuxpan seguían existiendo hacia el final del siglo, pero los registros parroquiales de unos años después (Ca. 1630) registran en matrimonios, bautizos y defunciones otras seis parcia­lidades: San Juan, San Andrés, Corpus, Espíritu Santo, Santa María y el barrio de Adviento. Parcialidades nuevas con localización en el poblado, Santo Patrono, festividades, grupos de danza, tierra, autoridades “viejos” o Tehuehueyo y estirpes propias, tal cual los cuatro barrios iniciales23.

Probablemente Tuxpan no era muy distinto en 1598 a como lo fue 18 años antes; mas la descripción de su visitador-concentrador sugiere los esfuerzos que su población debió de haber hecho, acicateada por los religiosos, para reparar iglesia, convento, hospital y plaza de los destrozos que causaban los frecuentes temblores. Don Antonio Cuenca narra que Tuxpan contaba con Casas Reales -aposento de las autoridades- de buena calidad y de un convento “muy suntuoso”, de cuya re­construcción Antonio de Ciudad Real, acompañante del padre Alonso Ponce da cuenta en 1587 diciendo que “ ...se

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iba haciendo de adobes cubiertos de terrados, y llevaba buen edificio...’’(Ciudad Real I:CLXX1I), y que las casas de los indios “eran grandes y muy buenas” (AGN-Tierras 59-2,23). La disminuida población indígena seguía siendo exclusiva en el poblado y, salvo las que .trataban de difundir los frailes franciscanos, las que exhibían los españoles de los contornos o las que en plan de tratantes propagaban en Tuxpan, las técnicas, costumbres, modos de ser y de comer, mañas y vicios españoles no llegaban a ser de gran importancia frente a las que los mismos domi­nadores señalaban como costumbres de los indios. Por ello asegura Cuenca que “ ...por no haber en este pueblo ni sus sujetos gente española, no hay carnicería ni taberna...” (Ibid .)

Y ciertamente, hasta esas fechas, salvo los peninsu­lares y criollos que preferían o requerían habitar en el terreno de su empresa, Zapotlán resultaba la población elegida para el asiento de familias o de solitarios empresarios españoles orientados hacia la agricultura cerealera, la ganadería y los favores de la administración política. Tamazula y sus aledaños contaban igualmente con colonos europeos dedicados a la plantación de caña de azúcar y a otras labores agropecuarias favorecidas por sus recursos de agua. Mas la llegada de mano de obra africana, la proliferación de los criollos y las generacio­nes emergentes de mestizos alteraron el panorama: hacia 1630 se da cuenta ya de africanos asentados en Tamazula, Zapotlán y Tuxpan. Esta fue, sin embargo, una población reducida significativamente si se considera que, tanto al espacio del obispado de Michoacán, colin­dante con la Nueva Galicia, como al ámbito político de esta última habían llegado esclavos africanos en número considerable desde la primera mitad del siglo XVI (Borah y Cook 1977, I, 190 y 55; Gerhard 1972; Lameiras 1981:91).

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Las señales étnicas de la colonia inicial

Implicados en la dominación hispana de la pobla­ción aborigen de Tuxpan y su vecindad, numerosos fac­tores coadyuvaron al señalamiento de diferencias étnicas sobre las que se fincaron relaciones de desigualdad que perdurarían durante el período colonial.

En el orden laboral, por la simple diferencia de número, la población indígena soportó la mayor carga de trabajo frente a las que eventualmente llevaron los hispanos y los esclavos africanos cuya población no fue de significación cuantitativa. La desigualdad de los indígenas se acentuó por la disparidad habida respecto a la magnitud y calidad de las faenas que fueron asignadas a cada comunidad. La población de Tamazula, por ejemplo, muy ligada en un principio a la explotación minera de su propio territorio, se vio luego obligada a las faenas del cultivo de trigo, del cuidado del ganado y de la plantación de caña de azúcar. Los tamazultecos experi­mentaron antes que otros pueblos la mortandad de su gente y fueron los que más regularmente tuvieron contacto con hispanos y africanos (Sauer, 1948: 86-87). Por lo que toca a los indígenas de Zapotlán, ocupados en la producción y la distribución de alimentos, comenzaron a ser extraños en su propia tierra desde finales del siglo XVI: también disminuyó sensiblemente su número en tanto aumentaba gradualmente el de españoles, criollos y mestizos que se asentaron y reprodujeron en el poblado. La creciente producción de cereales en el valle zapotlane- co y el desarrollo de su cabecera como centro de inter­cambio y de concentración de mercancías igualmente llevó a regularizar e intensificar los contactos entre indígenas y extraños.

La población de Tuxpan, quizá la más reforzada en el vecindario por migración y concentración de pueblos (Sauer, op. cit.: 73) no se sustrajo de los duros trabajos de

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la minería al tener que enviar trabajadores a las minas del Pihuamo y Jilotlán, ni de las faenas de la plantación al verse obligada a proveer de abundante mano de obra y alimentos a los trapicheros colimenses. El papel que parte de su población tenía en el intercambio comercial con el occidente michoacano, la tierra caliente, el valle de la costa colímense, aunado a una importante producción textilera, de cerámica y luego de aguardiente de mezcal, parecen haber ayudado a que los tuxpanecos mantuvieran cierta autonomía y a que sufrieran menos drásticamente la baja demográfica (Sauer, op. cit.: 95- 96). Ni la plantación de azúcar ni la ganadería dominaron en los terrenos de Tuxpan por carecer éstos de los recursos apropiados.

La concesión de tierras, animales de tiro y carga, herramientas y conocimientos tecnológicos también supuso contrastes y desigualdades. Las tierras asignadas a la comunidad de Tuxpan fueron cuantitativa y cualita­tivamente diferentes a las de riego y humedad que usu­fructuaron sus pobladores hasta el momento en que se efectuó la concentración y delimitación de tierras hacia finales del siglo XVI. Las trabajadas con anterioridad sumaban una mayor extensión y eran más adecuadas a la tecnología indígena, a sus productos y a las unidades de trabajo24. A diferencia de Zapotlán y Tamazula, las yuntas y los arados no cruzaron las tierras tuxpanecas sino hasta el siglo XVIII. En cambio, el asno y la muía se entregaron con celeridad a los arrieros para el transporte de los granos, de las pieles, de la sal y el aguardiente que habrían de llevar a Zapotlán.

La elaboración de cerámica, de tejidos y de ropa de algodón parece no haber sido exclusiva de la población de Tuxpan antes de la llegada de los colonos españoles. Es probable que su producción de grana y de cacao fuera menos importante antes de la dominación o que el cultivo

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de algodón y la recolección de miel y de resinas no significaran un esfuerzo anterior de orden mayor para los tuxpanecos. Pero las cuotas tributarias impuestas modi­ficaron las especialidades aborígenes, el volumen de su producción, su uso y su destino. Por ello la comunidad de Tuxpan quedó en su vecindario como exclusiva produc­tora de cacao y algodón, como elaboradora de mantas y de ropa y se vio obligada a aumentar, proporcionalmente a su decreciente población, el volumen de su producción y su recolección para poder cumplir con sus gravámenes.

La actitud de las autoridades españolas hacia las autoridades aborígenes fue de complacencia en tanto no enfrentaran el dominio colonial ni fueran sospechosas de insistir en sus antiguas prácticas paganas. Debido a ello, en Tuxpan como en Zapotlán se mantuvo el par de gobernadores acostumbrado en el pasado; uno a la cabeza del común y el otro a la de los principales y tratan­tes. Un corregidor con sede en Tuxpan y dependencia de la alcaldía mayor de Colima operó desde temprano como vínculo y control del mando hispano. Desde el principio, la comunidad política incluyó regidores, fiscales y algua­ciles cumplidores de papeles diversos en la vigilancia del orden, del trabajo y de las relaciones sociales en cada parcialidad. El relativo carácter democrático que carac­terizó a la organización de la comunidad indígena, en términos de la rotación de cargos, también supuso un contraste frente a la estructuración y el monopolio de grupo en las alcaldías de los pueblos españoles. La incor­poración de principales y de ancianos - Tehuehueyo- así como la reinterpretación e inclusión de antiguos cargos significó igualmente un contraste entre las comunidades indias y las otras.

La reestructuración política y social dispuesta por las autoridades civiles y apoyada e implementada por los religiosos no se efectuó en el vacío: la labor de los francis-

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canos en Tuxpan, Tamazula y Zapotlán comenzó a penetrar la organización social y cultural indígena desde la tercera década de los mil quinientos. Gracias a ella la poligamia era en Tuxpan cosa del pasado desde 1536 y las familias indígenas, sistemáticamente relacionadas a través del sacramental, de los cultos religiosos, de las festividades del santoral cristiano y de la calendarización del trabajo y de la holganza, fueron integradas simultá­neamente en barrios para su participación regular en la vida social, económica y política de Tuxpan. Respetando las antiguas convenciones sociales que distinguían entre “gente principal” y “del común”, entre los de habla familiar y “popoluca”, los frailes y las autoridades civiles españolas asimilaron en la estructura social de la colonia varias practicas antes relacionadas con la guerra y con las creencias religiosas; por ello persistieron los Tlayacanque y se designaron mayordomos y topiles con funciones concretas en el nuevo credo. Todas esas disposiciones políticas constituyeron un factor determinante del surgi­miento y desarrollo de las comunidades indígenas.

La disminución de la población indígena originó una política compleja y exclusiva para la protección del indio como un bien y por ello condujo a distinguirlo. Puede decirse que a la baja demográfica correspondió una proliferación de ideas, decretos, leyes, ordenanzas, cédulas y disposiciones varias tendientes a administrar la menguada y debilitada mano de obra indígena; a reformar la adjudicación y el uso de la tierra, a diseñar una nueva política estatal y a institucionalizar la organi­zación y defensa de las comunidades indias.

La política de exclusividad y protección adoptada por el Estado respecto a los indígenas desde 1580 fue rela­tivamente capaz de detener su mortalidad y de cambiar muchas costumbres ya arraigadas en el sur de Jalisco después de tres generaciones de colonización. No

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obstante, sus medidas políticas sumadas a las relaciones practicadas entre colonos y aborígenes condicionaron connotadamente el surgimiento de la identidad entre la población indígena; identidad que no implicó la de domi- nadores-dominados sino que fue trasladada y limitada al papel que la comunidad organizada se vio obligada a ju ­gar desde un principio: Tuxpan, como pueblo de indios, lograría subsistir mientras Zapotlán y Tamazula irían blanqueando la faz y las costumbres de sus habitantes.

Al planear burocráticamente la organización y las funciones de la población indígena, articular su produc­ción con el sistema y dar todo ello a conocer a los indíge­nas de manera específica, factual e ideológica, el Estado colonial dio origen a las comunidades indígenas. La raigambre de esa organización ha superado en muchos casos las presiones que del exterior enfrentan su carácter contradictorio y retrasante en un sistema industrial-capi- talista. Sus cualidades negativas, sin embargo, parecen ser hasta el momento las mejores aliadas para la sobre­vivencia de la comunidad indígena.

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1. Para los aspectos de los agrupamientos étnicos nos basamos en Barth

(1976). Para este autor, el agrupamiento étnico es una forma de organiza­ción social en la que los actores crean y utilizan categorías -formas de clasifi­

cación social- en términos de adscripción e identificación tendientes a una

interacción contrastada. La exploración de distintos procesos que han origi­nado, originan y conservan los términos étnicos grupales y el contraste entre

sus actores tienen condición preferente frente a la atención que se pueda

conceder a su historia y a su constitución interna.2. Respecto al modelo ideal nos atenemos a Weber (1974) quien aduce la insu­

ficiencia de ciertas características para la constitución de la comunidad: un

sentimiento subjetivo de los partícipes de constituir un todo en la actitud

que los promueve a la interacción, una tradición homogénea, una unidad

basada en un campo común de comunicación -el lenguaje-; homogeneidad

de grupo y una participación común en determinadas cualidades de la situa­ción y la conducta no son por sí mismos suficientes para una intensificación

de la relación con otros. Conduce, en tanto, a la aparición de contrastes

conscientes frente a terceros, a la posibilidad de homogeneidad grupal, al surgimiento de sentimientos de comunidad y al de formas de socialización

exclusivas en situaciones de contraste o de diferenciación social. De esa in­teracción, de la acción recíprocamente referida con base en la identidad y el

sentimiento de pertenencia a un todo unitario, se origina la comunidad

propiamente dicha.

3. Varios documentos, como lo ha hecho notar Muriá (1980), permiten cons­

tatar la temprana y reservada entrada de gente de Cortés al sur de Jalisco;

véase por ejemplo la “Relación de Bartolomé de Zárate... 1544” (PNE 1939, IV: 130 y ss.) y las propias relaciones geográficas que recogen la tradición

oral de los pueblos (RGDM 1958).4. La posibilidad de que Colima tuviera un papel importante para las expe­

diciones marítimas y el control territorial por la costa, hizo que a su territo­rio llegaran connotados marinos españoles, genoveses y portugueses (La-

meiras 1981: 83 y ss.).

5. Una relación de encomiendas y encomenderos del norte y el occidente del volcán de Colima se encuentra en ( Boletín, A.G.N., 1939, X: 5-23), que re­

produce Gerhard (1980: 80).6. En la “Información recibida en la Real Audiencia de México... sobre el

estado en que se encontraba la sucesión de las encomiendas de indios... México 17 de abril de 1597”, se da cuenta de varios pueblos encomendados

en el sur de Jalisco y del cambio de manos de varios de ellos (ENE, 1939,

XIII: 44 y ss.).7. Una lista de alcaldías y corregimientos de la región en el siglo XVI la

presenta Muriá ( Historia de Jalisco, 1980: 308).8. Fray Diego Muñoz (1965: 33-34) ofrece una lista de las fundaciones de

monasterios en pueblos de indios, de españoles e indios y de españoles a

partir de los años de 1531 (Colima) y 1532 (Zapotlán).

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9. Varios religiosos franciscanos fueron plurilingües -tal fue el caso de Fray

Miguel de Bolonia- y su tendencia, más que hacia la castellanización, fue la

de usar el nahua como vehículo de la cristianización (Muñoz 1965: 65).10. En las tasaciones tributarias dispuestas para Xilotlán (1945, 1553 y i 565).

Zapotlán (1565) y Tamazula (1565 y 1566, con Tuxpan probablemente in­cluido) se aprecia, como en las de varios otros pueblos del sur de Jalisco

y de Colima, la tendencia a reemplazar los pagos en metal, a conmutarlos e

incluso a eliminarlos. En el caso de Xilotlán fue aceptado en 1553 que pa­gara plata por oro y en 1563 no se vuelve a mencionar el metal en su cuota

tributaria (LTPNE, 1959: 565). Tamazula fue el único partido que tuvo

que aumentar su tributo de oro de un año para el otro, de 475 pesos, 4

tomines y 9 granos a 675 pesos, 3 tomines (Ibid.: 334).11. En la retasación de las cantidades tributarias de maíz se refleja, por un

lado, el descenso de la población y por el otro el que esas cantidades, muchas veces rebajadas en términos absolutos, no lo estaban en términos

relativos si se toma en cuenta, como en el caso de Tamazula, la proporción

entre una población decreciente y el aumento de fanegas que tenía que en­tregar (LTPNE, 1952: 334).

12. Relativamente pocos pueblos tuvieron tasación tributaria de trigo y los

que lo debían entregar lo hacían en una cantidad incomparablemente me­nor a la de maíz. Tamazula, Zapotlán y Tuxpan no aparecen como tribu­tarios de ese cereal; por lo que las menciones de su cultivo en sus tierras

respectivas debió de haber estado exclusivamente en manos de no indíge­nas (LTPNE, 1952: 334 y 614).

13. El consumo de azúcar en forma de golosinas y bebidas, como el “chinguiri­to” (Muriá 1980: 412), parece haber llegado al exceso en un principio

(Zavala y Castelo 1939, IV: 225-226 y 261-262). La elaboración de mezcal pudo haberse iniciado a mediados del siglo XVI (Muriá, op. cit.: 412).

14. Los cultivos de caña de azúcar se extendieron hacia la Nueva Galicia desde

Michoacán (Muriá, op. cit.: 415-416). La tierra caliente michoacana y sus

alrededores tenían, a mediados del siglo XVI una actividad considerable

en la producción azucarera. Las tierras de riego se fueron dedicando con

mayor preferencia a la plantación de caña en detrimento del trigo (Zavala

y Castelo, op. cit., III: 75-76, 93-94 y 51). Originalmente la producción

se basó en “trapichillos de mano” (Muriá. op. cit.: 412) que gradualmen­te irían creciendo y volviéndose más compleja su maquinaria y producción.

15. El exceso de la producción azucarera obligó al gobierno virreinal a inter­venir en el siglo XVI, después de evaluar su volumen frente a su consumo y

a su precio. El mercado interno parecía ya saturado en los comienzos del

siglo XVII y eran, según se colige, pocas las posibilidades de exportar

azúcar y panocha. Ante esa situación, primero se adoptaron medidas res­trictivas y luego prohibitivas para la plantación de caña y la construcción

de ingenios o de beneficios de azúcar (Zavala y Castelo, op. cit., IV: 2 6 1 - 262 y 335-336). El problema se relacionaba igualmente con la escasez de

mano de obra y los repartos de trabajo (Ibid, Ibid.: 461 y 502).

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16. Tanto la “Suma de visitas” (ca 1545),CPNE, 1905, 1: 18,208,294), como la

Relación de Lebrón de Quiñones: 1551-1554, (Boletín JAJSMGE, 1951, 9 /4 , y 5), y diversas Relaciones Geográficas de 1580 (RG DM , 1958), re­fieren una gran cantidad de plantaciones en Colima, el norte y occidente de

Michoacán y el sur de Jalisco. La población indígena aportaba tierras y

mano de obra para las plantaciones manejadas por los colonos pero nunca

entregó el dulce ya elaborado por vía de tributo o como contribución al­

guna (Zavala y Castelo, op. cit., IV: 461 y 502; Lameiras 1981: H S yss .) .

17. La escasez de mano de obra para atender a la ganadería orillaría a levantar

las restricciones respecto al que los indígenas montaran y usaran silla,

brida, estribo, etc. Así se explica la información tenida sobre indios vaque­ros y jinetes (Ciudad Real 1976, II: 145 y 169; Muñoz 1965:65).

18. El término “hacienda”, en su connotación de medida agraria, era una

extensión de tierra equivalente a 25 000 x 5 000 varas: + 8 778 ha. (Oren-

dain, 1: 20, citado por De la Peña, 1980). De coincidir esa nominación con

la extensión representada por las “haciendas” mencionadas en el sur de

Jalisco en el siglo XVII se trataría de una sensible extensión de tierras acu- ̂

muladas. Creemos, sin embargo, que la referencia no corresponde a la de la

conversión agronómica cuyo uso fue francamente posterior.

19. Tuxpan cumplía en términos de “comarca y distancia”: no más lejos de 9 a

13 leguas del poblado (Zavala y Castelo, op. cit.: 461 y 502), con un papel propio en el comercio con su vecindad comprendida hasta esos términos. Ese papel suponía cierta autonomía, aunque ésta no puede comprenderse

sin considerar que Zapotlán y sus tratantes hispanos controlaban buena

parte del comercio de granos y artesanías. Las comunidades indígenas de

Zapotlán y Tuxpan expresaron los efectos del tráfico comercial en sus pro­

pios pueblos al quejarse ante el virrey, en 1576 de que eran “...muy

molestados de los pasajeros que pasan... en pedirles tamemes y bastimen­

tos a menos precios (sic) y posando en sus casas contra su voluntad...”

(Zavala y Castelo, op. cit., II: 342).

20. Karl Lumholz, quien visitó Tuxpan a finales del siglo XIX, observó la

importancia del comercio y de los comerciantes tuxpanecos (Lumholz

1945: 329 y ss.). Aunque llenas de egocentrismo e incomprensión, sus des­

cripciones no pueden soslayarse para comprender al Tuxpan que presenció

y sus antecedentes.

21. En términos de catástrofes naturales, varias crónicas anticipan su signi­ficación para Tuxpan desde el siglo XVI; entre otras, las citadas en la bi­bliografía que se deben a Lebrón de Quiñones, Ciudad Real, Tello y Mota

Padilla.22. Tornando una legua como 4 190 metros, la extensión del fundo y tierras de

Tuxpan se extendería aproximadamente a 5 300 hectáreas.23. En el archivo parroquial de Tuxpan se consignan datos regulares de la vida

sacramental del poblado desde 1630. Algunos documentos anteriores del mismo archivo, sueltos e incompletos, permiten suponer estos cambios

en la organización barrial, como los referidos a bautismos.

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24. El documento que constituye la relación de la concentración de Tuxpan

en 1599 (AGN-TIERRAS, Vol. 59, exp. 5) da una idea relativa del tipo de

tierras, su extensión, magnitud de la mano de obra y producción de los

sujetos de Tuxpan. En este se manifiesta la extensión que un individuo

podía controlar bajo su dirección: entre 15 y 25 brazas por lado de tierra de

humedad sembrada con maíz, hortalizas y verduras; lo que equivale a entre

632 m2 y 1123 m2.

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