antecedentes del liberalismo

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Liberalismo antes del liberalismo: la teoría liberal antes de Locke ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc ccccccccccccccc Jean Masoliver Ensayo 16

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Liberalismo antes del liberalismo: la teoría liberal antes de Locke

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Jean Masoliver

Ensayo 16

Las opiniones expresadas en el presente documento son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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LIBERALISMO ANTES DEL LIBERALISMO: LA TEORÍA LIBERAL ANTES DE LOCKEJean Masoliver AguirreCientista PolíticoInvestigador sub-área político institucional, Fundación para el Progreso

Resumen: ¿Hubo liberalismo antes de Locke? ¿Qué ideas hubo antes de que el liberalismo como tal na-ciera? El objetivo de este ensayo es situar una serie de autores y escuelas previas al desarrollo teórico de Locke en un continuo que posibilita la comprensión de la teoría liberal como una reivindicación que trasciende fronteras y contextos temporales. Desde la Grecia antigua hasta el pensamiento humanista propio del renacimiento, este documento plantea que el liberalismo lo podemos encontrar mucho antes del siglo XVI con una identidad claramente distinguible.

Palabras clave: Liberalismo, Historia, Grecia, China, Renacimiento

PREÁMBULO

Mucho se ha escrito sobre el liberalismo en tanto objeto de estudio. Muchas discusiones, debates y monó-logos se han volcado sobre el papel con el propósito de caracterizar un objeto de estudio tan escurridizo. La dificultad reside en que estamos hablando de algo completamente abstracto (una doctrina política) que se mueve en un ámbito igualmente abstracto (el plano de las ideas, la opinión pública, las elecciones, la democracia, las discusiones de política pública, etc.). Algunos han logrado dar con algo concreto, asible, quizá operacionalizable. Otros, en cambio, se han extraviado en su intento, olvidando muchas veces el origen del concepto, o su pretensión inicial, o su ideal de sociedad, o todo aquello junto.

Por ahora, supondremos que el liberalismo es una doctrina política; esto es: un conjunto de ideas que son consistentes y coherentes entre sí con el propósito de afectar al espacio público con acciones políticas —un programa— definidas acompañadas de una ética específica.

En general, se suele decir que el liberalismo no implica abrir los ojos a una verdad revelada (dado que, a partir de su individualismo metodológico supone que todos nosotros tenemos perspectivas distintas so-bre lo que consideramos bueno y justo). Por eso mismo, la historia del liberalismo es una historia donde uno puede verse también representado. Han sido muchos quienes se han declarado liberales. Muchos de ellos disintieron obtusamente entre sí. Otros se aliaron para lograr cambios. Algunos de esos cambios devinieron en efectos negativos que debieron ser criticados por otros autodenominados liberales, provo-cando confusión en muchos momentos.

El liberalismo es como un fractal. A cada vistazo se divide más y más. Por eso mismo necesitamos un espacio para definirlo y ese espacio podrá ser vislumbrado a partir de su práctica de expresión en el es-pacio público. Esto lo podemos trazar en la historia, para lo cual debemos repasar qué es lo que ocurre antes de que el pensamiento liberal tenga forma específica y pueda erigirse como una alternativa en una sociedad como la contemporánea.

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bre el gobierno de las masas y el despotismo3. Que esta forma de pensar haya nacido precisamente en la Restauración francesa y que la «libertad de los antiguos» era únicamente una forma de «es-clavitud de lo público», dado lo que presentamos aquí, resulta ser una falsedad o, al menos, una imprecisión. Efectivamente, existía una libertad entendida como no interferencia e individualidad mucho antes de la Ilustración o de la modernidad. Claro está que exactamente no hubo liberalismo en aquella época ni lugar, pero sí hubo algo pare-cido al individualismo y subjetivismo que nutre la tradición liberal moderna y contemporánea y que vale la pena considerar.

Pero, ¿qué había previo al nacimiento del liberalis-mo que nos permite pensar que es una propues-ta política anterior a la defensa de cierto tipo de régimen económico? ¿Qué elementos de antaño podemos recoger para reverdecer el pensamiento liberal contemporáneo? ¿Es algo connatural al ser humano el pensamiento liberal? ¿Pudo haber sido constituido con fundamentos en pensadores que no necesariamente podrían ser catalogados de «li-berales» pero nos pueden entregar valiosos insu-mos para el análisis actual? Veamos.

GRECIA CLÁSICA: LOS SOFISTAS Y EL INDIVIDUALISMO

Para encontrar algo parecido a un «protolibera-lismo» deberemos remontarnos a la época de la Grecia clásica, esa que es famosa en el ámbito de la filosofía por la figura de Sócrates. En el tiempo en que surgió la filosofía platónica se erigieron de igual a igual los sofistas, filósofos que apelaron a las ideas de la individualidad que muchos siglos después vendríamos a reivindicar.

El nuevo espíritu que los sofistas encar-nan y que, en ocasiones, ha sido califica-do de espíritu “ilustrado”, debe mucho a la ciencia, la filosofía y la historiografía jónicas. En Herodoto, por ejemplo, se puede detectar ya un nuevo espíritu, en

3 Jardin, André, Historia del liberalismo político: De la crisis del absolutismo a la Constitución de 1875, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 259, trad. al esp. por Francisco González Aramburo. [Vers. orig., Histoire du libéralisme politique. De la crise de l’absolutisme à la Constitution de 1875, París, Hachette, 1985].

Por lo general, cuando se habla sobre cómo nace el liberalismo, se hace referencia a la serie de trans-formaciones económicas que estaba viviendo Occidente en medio de la revolución industrial. Según esta tesis, liberalismo y capitalismo eclo-sionarían casi juntos, necesitándose el uno al otro pero no en una situación de igualdad, sino en una especie de simbiosis. Así, el capitalismo, si bien se estaba configurando antes que el liberalismo, aca-baría precisando mucho de la ayuda de este últi-mo. La burguesía naciente de la época de los albo-res del sistema capitalista necesitó de un discurso que justificara su acción política de defensa de las libertades1. O al menos esa es una tesis que se suele sostener, tesis que, por lo demás, si bien entrega un antecedente valioso para comprender el origen de dicha doctrina política, provoca una confusión no menor: funde la idea del liberalismo económico (li-brecambismo) con el ideal político del liberalismo. Entonces, para comprender los orígenes del libera-lismo, tenemos que entender que su pretensión no es económica, sino política; que no pertenece esen-cialmente al reino de lo pecuniario y lo voluntario, sino al ámbito del poder y la coerción. Ahí nace el liberalismo desde mucho antes que el capitalismo tuviera forma: mucho antes de que von Böhm-Bawerk escribiera las críticas a Marx, mucho antes que von Mises aplicara la etiqueta de «socialista» a cuanto falso liberal se pusiera en su camino, mu-cho antes que Occidente comenzara a recorrer el camino de servidumbre que Hayek nos alerta.

Benjamin Constant, pensador francés de la época de la Restauración, pensaba que existe una liber-tad de los «antiguos» basada en el autogobierno y la participación plena en los asuntos públicos y una libertad de los «modernos» entendida como la no interferencia en la vida privada2. Para él, la libertad era un «triunfo de la individualidad» so-

1 Antón, Joan, «El liberalismo», en Miquel Caminal (ed.), Manual de ciencia política, 2a. ed., Madrid, Tecnos, 1999, pp. 87-105. También Laski, Harold, El liberalismo europeo, 3a. ed., Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1961, pp. 11-27, trad. al esp. por Victoriano Miguélez. [Vers. orig. The Rise of European Liberalism, Londres, George Allen & Unwinn, 1936].

2 Constant, Benjamin, «De la libertad de los antiguos com-parada a la de los modernos», en Universidad Autónoma de México (ed.), Anuario Jurídico 2-1975, Ciudad de México, UNAM, 1977, pp. 421-427.

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su deseo de exponer racionalmente los acontecimientos recientes, en su afán de controlar, con juicio crítico, los testimonios de unos y otros, así como en su relativismo moral, implícito en sus rudimentarios registros antropológicos.4 [...]

Ese nuevo espíritu habría de configurar una forma atípica de pensar en la época. Se trataba no solamen-te de pensar críticamente como Sócrates, sino también buscaba poner al ser humano en el centro de la composición de una teoría del universo. Esto significaba también crear una teoría que acabaría dando al ser humano la justificación de su emancipación.

[L]a educación sofistica tenía una doble vertiente: una retórica, tendente a dotar al individuo de la preparación necesaria para salir airoso en los debates políticos y forenses, y otra que podría-mos llamar, en sentido muy amplio, política: un método capaz de asegurar la recta administra-ción de los asuntos propios así como los de la ciudad.5

Desde el pensamiento sofista es que podemos afirmar que «[algo así como] el liberalismo es una parte de la historia intelectual de Grecia, pero no es parte de aquellos conceptos políticos que hasta ahora han sido aceptados en Occidente como clásicos, como típicamente griegos, como la expresión definitiva y completa de una única experiencia griega de ciudadanía en la ciudad-Estado»6. Por lo general se estable-ce un relato de que la situación intelectual de los griegos estaba dominada por las propuestas teóricas de Sócrates, Platón y Aristóteles y, en cierta forma, esto es cierto. Pero no se debe olvidar que las propuestas de los citados autores fueron eso: propuestas teóricas. Lo que autores como Demócrito, Protágoras, Anti-fón o Licofrón desarrollaron es producto de sus análisis sobre las instituciones, acciones y motivaciones emprendidas por los ciudadanos tal como eran en la polis en la que vivían; mientras que —especialmen-te Platón y Aristóteles— pensaron una sociedad ideal con fines determinados.

La propuesta de los protoliberales griegos se resumiría en «que el sentido común existe, que los hombres comunes son los mejores jueces de sus propios intereses políticos, que la sabiduría políticas es empírica y pragmática y que los hombres están naturalmente más inclinados a cooperar que a pelear, y que las opiniones personales divergentes pueden ser negociadas al punto de una decisión efectiva»7.

Además de la propuesta analítica de los sofistas, hubo desde antaño un proceso de aplicación práctica (en los términos que el contexto lo permitía, claro) de los ideales protoliberales liderados por la figura de Pericles (495-429 a. C.).

Sólido confidente de los ideales democráticos, este líder ateniense se apoyó en los ideales de una demo-cracia hasta ese entonces nunca vista para instalar los puntales de la libertad política en la polis, expre-sando el espíritu de libertad que existía en su pueblo: «casi todo el pueblo griego, particularmente los atenienses, era partidario sincero de la libertad política, en un sentido perfectamente comprensible para nosotros y comparable con el nuestro», esto es, «nuestra actual idea de libertad como un máximo de in-dependencia de la coacción ejercida por otros, incluidas las autoridades, sobre nuestro comportamiento individual».8 Conocido es el mencionado personaje por su Oración fúnebre, que inmortalizaría Tucídides en su relato histórico. En aquel documento es posible percatarse de un elemento que, muchos siglos des-pués, está en el núcleo de la comprensión institucional liberal: el gobierno de las leyes, no de los hombres.

4 Melero Bellido, Antonio (ed.), Sofistas: Testimonios y fragmentos, Madrid, Gredos, 1996, p. 8.5 Melero Bellido, Antonio (ed.),Sofistas: Testimonios y fragmentos, p. 10.6 Havelock, Eric A., The Liberal Temper in Greek Politics, New Haven, Yale University Press, 1957, p. 11.7 Havelock, Eric A., The Liberal Temper in Greek Politics, p. 20.8 Leoni, Bruno, La libertad y la ley, 3a. ed., Madrid, Unión Editorial, 2010, pp. 95-96. [Vers. orig., Freedom and the Law, Los Ángeles,

Nash, 1961].

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Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos po-cos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos pri-vados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su acti-vidad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servi-cio a la ciudad. En nuestras relaciones con el Estado vivimos como ciudadanos libres y, del mismo modo, en lo tocante a las mutuas sospechas propias del trato cotidiano, nosotros no sentimos irrita-ción contra nuestro vecino si hace algo que le gusta y no le dirigimos miradas de reproche, que no suponen un perjuicio, pero resultan dolorosas. Si en nuestras relaciones privadas evitamos molestar-nos, en la vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque pres-tamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, y principal-mente a las que están establecidas para ayudar a los que sufren injusticias y a las que, aun sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una vergüenza por todos reconocida. [...] Amamos la belle-za con sencillez y el saber sin relajación. Nos servimos de la riqueza más como oportunidad para la acción que como pretexto para la vanagloria, y entre no-sotros no es un motivo de vergüenza para nadie reconocer su pobreza, sino que lo es más bien no hacer nada por evitarla. Las mismas personas pueden dedicar a la vez su atención a sus asun-tos particulares y a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes actividades

tienen suficiente criterio respecto a los asuntos públicos.9

La libertad, si bien era considerada como un valor de los individuos, estaba eminentemente enmar-cada en la democracia como marco institucional. La importancia de las reformas políticas acaeci-das —antes de Pericles— a partir de las reformas de Clístenes (570-507 a. C.), donde el sorteo de car-gos se hace muy relevante, apuntaba a un objetivo fundamental: la igualación de derechos políticos de los ciudadanos. El pobre no podía sufrir la pre-potencia del rico, ni el rico la prepotencia de las masas. Posteriormente, la institucionalidad de-mocrática pericleana perfeccionó la participación democrática de los miembros de la polis. Isegoría —el igual uso de la palabra pública— e isonomía —igualdad ante la ley— se convirtieron así en la llave para la libertad de cada individuo10.

Los sofistas, amparándose en esos ideales propu-sieron que la sociedad se vuelve material a partir de un contrato donde la ley sirve para proteger los intereses del individuo. Licofrón, por ejemplo, «sostiene que la ley y el Estado dependen de un contrato, de tal forma que el único fin de la ley es la seguridad del individuo, y las funciones del Es-tado son, en su totalidad, funciones negativas que tienen que ver con la prevención de la injusticia».11 Existe en este ejemplo, como también lo podemos encontrar en hedonistas y cínicos la apelación a la causa del individuo en negación a la sociedad, a la colectividad: propuesta ética que también en-contraremos recién en la modernidad. «El filósofo sofista defiende la causa del individuo y ataca a la comunidad, culpable de fabricar sujetos dóciles

9 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Madrid, Gredos, 1990, libro II, 37; 40:2, trad. al esp. por Juan José Torres Esbarranch.

10 Un trabajo recopilatorio y sintético que describe la democra-cia ateniense y sus sucesivas reformas, con un interesante interés en el concepto mismo de democracia y la mutación de su significado para quienes lo utilizaban en cada etapa se puede encontrar en Abellán, Joaquín, Democracia: Con-ceptos políticos fundamentales, Madrid, Alianza, 2011, pp. 23-82.

11 Gray, John, Liberalismo, Madrid, Alianza, 1986, p. 16, trad. al esp. por María Teresa de Mucha. [Vers. orig., Liberalism, Mineápolis, University of Minnesota Press, 1986]. Aristóteles señala que «la ley resulta un convenio y, como dijo Licofrón el sofista, una garantía de los derechos de unos y otros, pero no es capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos». En Aristóteles, Política, Madrid, Gredos, 1988, libro III, 1280b:8, trad. al esp. por Manuela García Valdés.

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y modelados para someterse al orden colectivo»12, esto es, a la organización platónica de la polis. Además del pensamiento sofista, las escuelas hedonista (concentrada en la búsqueda del placer individual) y cíni-ca (que persiguió el fin de la tiranía de la costumbre en la polis) establecieron un discurso individualista y de emancipación que sin duda pueden considerarse antecedentes para el pensamiento liberal moderno y contemporáneo13.

CHINA: ASOMA EL LAISSEZ-FAIRE

En el Lejano Oriente también encontramos atisbos de lo que puede entenderse como una valoración de la libertad en el sentido «negativo». El taoísmo, tradición filosófica y religiosa que hasta hoy encuentra expresión en las sociedades contemporáneas, propuso, a partir de Laozi (siglo VI o IV a. C. aproximada-mente), la idea de que existe una «fluir» de la realidad, el cual no debe ser intervenido por las voluntades de los gobernantes. Dice el mencionado pensador que «sin ley ni obligación los hombres viven en la ar-monía»14. El pensamiento de Laozi se daba un especial énfasis en el individuo y su felicidad, consideran-do las instituciones sociales como atentatorios de ese florecimiento al que está llamada la personalidad de cada individuo.

Para el individualista Lao-tzu15, el gobierno, con sus “leyes y regulaciones más numerosas que los cabellos de un buey”, era un vicioso opresor del individuo, y “ha de ser más temido que a fie-ros tigres”. El gobierno, en suma, debe ser limitado al mínimo posible; la “inacción” era la función correcta del gobierno [...].16

Esta última idea de inacción no nos debe ser indiferente. En el wu-wei («no hacer») está la clave del pen-samiento taoísta y el interés que supone para la prehistoria del liberalismo. Los pensadores taoístas se alejan de la corte, de la alta y baja políticas, y asumen un rol ascético para desde ahí ser fieles al Tao, al camino que los lleva a la virtud y que orienta la naturaleza.

[Algunos miembros de la baja nobleza,] descontentos con la realidad social de su tiempo, habían decidido vivir retirados en el campo, alejados de la corte. Habían perdido todo interés por la vida política, pues no veían remedio a los males que aquejaban a la sociedad. Sentían un profundo re-chazo hacia los gobernantes de aquel entonces, e incluso algunos hacia toda forma de gobierno.17

Esta ética ascética otorga una fundamental preponderancia al pensamiento individual y su carácter espontáneo como una forma de «fluir» al ritmo de la naturaleza. Por supuesto que esto no supone la anulación del carácter del individuo. El mismo está llamado a ser un elemento de virtud en el cúmplase del Tao: he ahí la libertad: «El sabio vive en el mundo / en un sobrio no-actuar»18. La inacción no es la mera inactividad, sino que implica actuar e intervenir lo menos posible, ser espontáneo y no tener intenciones. Esto es algo que mucho tiempo después descubrió y practicó venerablemente otro pensador que alimen-

12 Onfray, Michel, Las sabidurías de la antigüedad: Contrahistoria de la filosofía, I, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 99, trad. al esp. por Marco Aurelio Galmarini. [Vers. orig., Les sagesses antiques, París, Grasset & Fasquelle, 2006].

13 Un agradable y sistemático repaso por las propuestas filosóficas cínica y hedonista la podemos encontrar en Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres., Madrid, Alianza, 2007, trad. al esp. Carlos García Gual.

14 Citado en Boaz, David, Libertarianism: A Primer, Nueva York, The Free Press, 1997, pp. 27-28.15 La transliteración del nombre «Laozi» está en discusión. En la época en que fue escrita esta cita, era usual la aplicación de la

transliteración Wade-Giles. Hoy, el uso global es el Pinyin, aprobado y promovido por el gobierno de la República Popular China. Además de «Laozi» y el usado por Rothbard «Lao-Tzu», también se puede encontrar «Lao Tse».

16 Rothbard, Murray N., «Concepts of the Role of Intellectuals in Social Change Toward Laissez Faire», Journal of Libertarian Studies, vol. IX, núm. 2, 1990, p. 45.

17 Preciado Idoeta, Iñaki, «El Lao zi y el taoísmo», en Lao Tse, Tao Te Ching: Los libros del Tao, 3a. ed., Madrid, Trotta, 2012, pp. 51-52.18 Lao Tse, Tao Te Ching: Los libros del Tao, 3a. ed., Madrid, Trotta, 2012, p. 241.

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ta el espíritu liberal: Henry David Thoreau, y que será caracterizado en su clásico Walden19.

Una de las razones que los taoístas tenían para expresar su rechazo al Estado era su extrema ra-cionalidad (razón por la cual apelaban a una suer-te de primitivismo naturalista); racionalidad que hoy en día podríamos encontrarlo en las defensas más acérrimas del pensamiento liberal actual. Por su parte, los confucionistas —seguidores de Con-fucio (551-479 a. C.)— aunque estatistas, en parte defendían un ideario que podía ser concomitante en parte con el pensamiento contemporáneo de la libertad20. En primer lugar, la epistemología confu-ciana apuntaba a que las terminologías sean cla-ras para que su intencionalidad no sea pervertida por los mismos usuarios de los conceptos. Esto es denominado «Doctrina de la rectificación de los nombres» y soluciona el problema de la mitifica-ción de la realidad a partir de los conceptos. Desde esta perspectiva, el pueblo se puede rebelar contra el rey, si este es un tirano, dado que es un tirano, no un rey. El concepto de rey implica bondad, jus-ticia, ética encarnada en su figura, por lo que si no se encuentran las características del concepto, no debemos tratarlo como si la realidad que observa-mos representara ese concepto.

Los confucionistas, además, apelaban a que el buen regidor es el que acepta la naturaleza de la gente, y criticaban a los taoístas por volver a un es-tado primitivo que dejaba de lado el progreso del país, con su comercio y tecnología. Para ese mismo progreso es necesario, según el mismo Confucio, el mantenimiento del orden espontáneo de las fuerzas de la sociedad: «El universo natural, obser-va Confucio, mantiene el orden sin dar órdenes, y el gobernante debería actuar igualmente, mante-niéndose sin movimiento, como la estrella del nor-te y dejando a las personas revolverse espontánea-

19 Véanse Thoreau, Henry David, Walden, 9a. ed., Madrid, Cá-tedra, 2014, trad. al esp. por Javier Alcoriza y Antonio Lastra; Schneider, Richard J., «Walden», en Joel Myerson (ed.), The Cambridge Companion to Henry David Thoreau, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 92-106.

20 Esta tesis es defendida por Long, Roderick T., «Austro-Libertarian Themes in Early Confucianism», Journal of Libertarian Studies, vol. 17, núm. 3, 2003, pp. 35-62. Los pasajes de este texto se basan en sus lineamientos.

mente alrededor de él»21. La alusión a solucionar los problemas propios a través de acciones realiza-das por uno mismo está constantemente presente en la propuesta filosófica de Confucio, teniendo un vector individualista que, aunque cuestiona-ble, puede ser tomado en cuenta para aprehender atisbos de libertad en la Antigua China.

ROMA: EL NACIMIENTO DEL ESTADO DE DERECHO

Volvamos a Occidente: en Roma, el pensamiento (o quizá temperamento) liberal fue más acotado en la teoría política, concentrándose en la praxis. Aun así es posible encontrar una continuación del pensamiento griego al considerar que la de-mocracia es una forma de gobierno valorable por preservar la igualdad y la libertad de palabra22. No encontramos la espectacularidad del discur-so rupturista y emancipador de los sofistas (y sus herederos, los cínicos y hedonistas), pero, en su lugar, se desarrollan los puntales de lo que enten-deríamos en nuestros días como derecho privado. El derecho romano probablemente se basó en las leyes que Solón habría diseñado y promovido. Su primera expresión física fueron las Leyes de las Doce Tablas (Lex Duodecim Tabularum) aproxi-madamente en 450 a. C., que pretendían una suer-te de igualación para la instalación de garantías para patricios y plebeyos, otorgando a su vez una libre interpretación por parte de los juristas sobre los alcances de su expresión escrita23. «La primera de las leyes públicas [romanas] prescribe: “no se aprobará privilegio o estatuto alguno a favor de personas particulares, lo cual sería en perjuicio de otros y contrario a la ley, que es común para todos los ciudadanos y a la cual los individuos, cualquie-ra que sea su rango, tienen derecho”»24.

21 Long, Roderick T., «Austro-Libertarian Themes in Early Confucianism», p. 40. Vid. también, para efectos comparativos Ivanhoe, Philip J. y Bryan W. Van Norden (eds.), Readings in Classical Chinese Philosophy, Nueva York, Seven Bridges Press, 2001. Igualmente, es fundamental para comprender la ética política confuciana ver el notable texto de Bell, Daniel A. (ed.), Confucian Political Ethics, Princeton, Nueva Jersey, Princeton University Press, 2008.

22 Abellán, Joaquín, Democracia: Conceptos políticos funda-mentales, p. 86.

23 Guzmán Brito, Alejandro, Derecho privado romano: Tomo I, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1996, p. 27.

24 Gray, John, Liberalismo, p. 20.

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Roma destaca por la innovación en su pensamiento de las instituciones. Es Polibio (200-118 a. C.) el que, observando la situación de «decadencia política» que vivía la nación, pretende resolver la búsqueda de la mejor constitución. El historiador descubre que existe un «ciclo» de las constituciones. La monarquía pasa a la realeza. La realiza a la aristocracia, y esta a la oligarquía. La oligarquía deviene en democracia ante el desánimo de la población hasta que surge un demagogo que pervierte el proceso, volviéndose tirano. La nación es arrasada ante su decadencia política y moral, y el ciclo comienza otra vez25.

La solución ante este problema es la constitución mixta, la separación del poder en diversos centros de poder. «Cada variedad de constitución simple y basada en un principio único resulta caduca: degenera muy pronto en la forma viciosa inferior que la sigue naturalmente»26. Esto tendría implicaciones en la forma en que se distribuye, no ya la riqueza como en los pensadores griegos aristotélicos, sino el poder. Las magistraturas y las instituciones estarían así contrapesadas y equilibradas para el mantenimiento de las constituciones: el «equilibrio entre los cónsules, la componente regia, el Senado, la componente aristocrática, y, en fin, el pueblo, con sus asambleas, como expresión de la componente democrática»27. Esta desconcentración (o atomización) del poder evitaría la tiranía. Encontraremos esta demanda rela-cionada con el poder en el pensamiento liberal desde siempre. «La teoría de la constitución mixta que se entrevé en las páginas de Polibio ya no es una teoría de la disciplina social, y deviene exclusivamente una teoría de la disciplina del poder, propugnando su limitación: la única moralidad cuya falta se teme y se pone en duda es la de los gobernantes»28.

Una defensa institucional similar la hace Cicerón (106-43 a. C.). En un contexto de guerra civil, propone que la res publica es «lo que pertenece al pueblo; pero pueblo es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual»29. La república sirve a la libertad y es su esencia (independientemente de que los ciudadanos deban cuidar sus virtudes para aplicar su libertad en justicia, ideal del momento estoico que se vivía en la filosofía política de la época). La separación de poderes también era fundamental en el pensamiento ciceroniano:

La característica esencial de la excelente vetus res publica [antigua república] era el balance de derechos, deberes y funciones como un resultado del cual el gobierno tenía suficiente poder eje-cutivo, el Senado suficiente autoridad y el pueblo suficiente libertad. Dicho balance de derechos, deberes y funciones que son relacionados unos contra otros [contrapesados, cabe decir], y solo eso, previene el establecimiento del despotismo, o la oligarquía, o la oclocracia, todos los cuales, cada uno en su propia manera, representan el dominio de un interés particular»30.

La voluntariedad en mantener el consenso y la mesura como factor fundamental para evitar la tiranía y la demagogia amparadas por intereses facciosos es uno de los mayores aportes de Cicerón a la idea ins-titucional de la libertad. La constitución, la status civitatis, es así la garantía de estabilidad y equilibrio31, esto es, certeza de la ley, elemento central de la propuesta liberal que más de un milenio después haría Friedrich A. Hayek y Bruno Leoni. Es este último el que hace un rescate de los ideales legales romanos para comprender cómo es que la norma escrita era reservada solo para situaciones de derecho público, dejando al derecho privado como materia de normas no escritas basadas en la costumbre, las cuales

25 Polibio, Historias: Libros V-XV, Madrid, Gredos, 1981, libro VI, 6-9, 9, trad. al esp. por Manuel Balasch Recort.26 Polibio, Historias, libro VI, 10, 2.27 Fioravanti, Maurizio, Constitución: De la Antigüedad a nuestros días, Madrid, Trotta, 2001, p. 26, trad. al esp. por Manuel Martínez

Neira. [Vers. orig. Costituzione, Boloña, Il Mulino, 1999]. 28 Fioravanti, Maurizio, Constitución, p. 27. Los énfasis son del texto original.29 Cicerón, Sobre la república, Madrid, Gredos, 1984, libro I, 25, trad. al esp. por Álvaro D'Ors. 30 Wirszubski, Chaïm, Libertas as a Political Idea at Rome during the Late Republic and Early Principate, Cambridge, Cambridge

University Press, 1950, p. 82.31 Fioravanti, Maurizio, Constitución, p. 29.

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—como no pueden estar sometidas a las modifica-ciones arbitrarias de los legisladores— permiten justamente la certeza a largo plazo de la ley:

Así, los romanos disfrutaban de una ley suficientemente cierta como para per-mitir a los ciudadanos, de una manera libre y segura, hacer planes para el futu-ro, y esto sin que fuera en absoluto una ley escrita, esto es, una serie de normas formuladas con toda precisión, com-parables a las de un estatuto escrito. El jurista romano era una especie de cientí-fico: los objetos de su investigación eran las soluciones de casos que los ciudada-nos le sometían a estudio, lo mismo que los industriales pueden hoy someter a un físico o a un ingeniero un problema técnico relacionado con sus fábricas o su producción. Por eso, el derecho privado romano era algo que había que describir o descubrir, no promulgar; un mundo de cosas que estaban ahí, formando parte de la herencia común de todos los ciuda-danos romanos. Nadie promulgaba esa ley; nadie la podía cambiar porque así le apetecía. Esto no suponía que no hubie-ra cambios, pero sí que nadie se acosta-ba por la noche planificando su vida de acuerdo con los dogmas actuales para levantarse a la mañana siguiente y en-contrarse con que esas normas habían sido modificadas por una innovación legislativa.32

Luego de esta época de profunda reflexión sobre el rol del individuo y las instituciones, elementos basales de la existencia de libertad en las socie-dades, hubo una especie de silencio. No podemos saber si efectivamente es debido a la falta de pro-puestas similares o si es que no tuvieron notorie-dad. Recién habremos de saber de un pensamien-to protoliberal en la baja edad media.

32 Leoni, Bruno, La libertad y la ley, pp. 102-103.

BAJO MEDIOEVO: EMERGE LA SOBERANÍA POPULAR

En medio del oscurantismo que supuso el velo cristiano dispuesto sobre los cuerpos (personales y políticos) que rodean la vida cotidiana, es posi-ble señalar que el interés por la libertad fue mu-chas veces visto como una disfunción en medio del ordenamiento moral de la iglesia católica, a través de la figura cuasi-omnipotente del papa33. No obstante, hubo esa pulsión rebelde que carac-teriza al pensamiento defensor de la libertad. Esto se notó con mayor fuerza en las ciudades-estado italianas que emergieron en la Baja Edad Media y principios del Renacimiento en las figuras de Bár-tolo de Sassoferrato (1313-1357) y Marsilio de Padua (1275/80-1342/43).

A propósito de la reclamación del Sacro Imperio Germánico sobre los territorios de la península itálica, surgieron diversas expresiones teóricas que pretendieron justificar el rechazo a las preten-siones imperiales. Las ciudades-estado (Venecia, Florencia, Génova, Pisa, Bolonia, etc.) habían ad-quirido un estado de autogobierno ostensible que permitió (en conjunto con otros factores) una si-tuación de prosperidad no vista en otros rincones de Europa. El carácter estratégico de sus puertos y su progreso hizo deseable para los emperadores germánicos apoderarse (en realidad hacer efectiva su soberanía) de ese territorios.

La organización política de estas unidades locales no tuvo parangón en toda Europa y, en el fondo, ex-presaba un interés por la libertad entendida tanto como soberanía de los ciudadanos sobre su territo-rio (autogobierno) como soberanía individual.

[Las ciudades] Se habían vuelto tan «de-seosas de libertad» que se habían con-vertido en Repúblicas independientes, gobernada cada una “por la voluntad de los cónsules, antes que de los gober-

33 De todas maneras encontramos la existencia de los «liberti-nos espirituales», corriente filosófica más o menos inorgáni-ca que pone al hombre como ser divino, dado que expresa la voluntad de Dios. Para una descripción sucinta y estimulante de esta tendencia, vid. Onfray, Michel, El cristianismo hedo-nista: Contrahistoria de la filosofía, II, Barcelona, Anagra-ma, 2007, pp. 80-86, trad. al esp. por Marco Aurelio Galmari-ni. [Vers. orig. Le christianisme hédoniste, París, Grasset & Fasquelle, 2006].

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nantes”, a los que “cambiaban casi cada año” para asegurarse de que su “afán de poder” fuera contenido, y se mantuviera la libertad del pueblo. [...] El gobierno de los cónsules llegó a ser suplantado por una forma más estable de gobierno electivo, centrado en un funcionario lla-mado el podestá, conocido así porque estaba investido con el poder supremo o potestas sobre la ciudad. El podestá normalmente era un ciudadano de otra ciudad, convención destinada a asegurarse de que ningunos vínculos o lealtades locales coartaran su imparcial administración de la justicia. Era elegido por mandato popular, y generalmente gobernaba asesorado por dos consejos principales, el mayor de los cuales podía tener hasta seiscientos miembros, mientras que el consejo interno o secreto normalmente se reducía a cuarenta ciudadanos destacados. [...] el rasgo decisivo del sistema era que su categoría siempre fuera la de un funcionario asalariado, nunca de un gobernante con independencia. [...] No tenía autoridad para iniciar decisiones po-líticas, y al término de su gestión se le requería someterse a un escrutinio en toda forma de sus cuentas y juicios, antes de obtener autorización para irse de la ciudad que le había empleado.34

Las ciudades, así, estaban rechazando de facto la autoridad del emperador. Federico I Barbarroja (1122-1190), Federico II (1194-1250), Enrique VII (1275-1313) y Luis IV (1328-1347) intentaron por todos los medios dominar las ciudades, pero su unión militar ad hoc lo impidió.

La ideología que amparó este rechazo a la figura del emperador estaba basada en la idea del autogobier-no. Los ciudadanos de las provincias establecieron repúblicas, y por tanto estaban imbuidos del poder para erigirse como unidades políticas autónomas (esto es, independientes aunque no necesariamente es-cindidas del Imperio). La libertad que ellos entendían era aquella, pero también el derecho de mantener sus ejercicios y experimentos de gobierno que ellos mismos decidieron. Los principales contribuidores teóricos como soporte a esta ideología fueron los dos pensadores arriba mencionados. El primero —Bár-tolo de Sassoferrato— tomó como referencia el derecho romano para crear una defensa jurídica contra la pretensión imperial. Para él, la ley no crea la realidad, sino que la realidad condiciona la ley. Esto supone un gran cambio: que las ciudades-estado italianas se estaban autogobernando era una realidad. La ley —en este caso, la tratadística imperial— tenía que ajustarse a la independencia de facto de las provincias.

[...] siendo las ciudades gobernadas por “pueblos libres” que ejercen su propio Imperium [ejer-cicio de la fuerza autogubernativa], entonces puede decirse, en realidad, que constituyen sibi princeps, un princeps [príncipe, gobernante] en sí mismas. De aquí sólo faltaba un breve paso a generalizar esta doctrina de las ciudades italianas a los reinos del norte de Europa, y llegar así a la idea de que el Rex in regno suo est Imperator: que cada rey dentro de su propio reino es equivalente en autoridad al emperador35

Así, las ciudades-Estado estaban facultadas para autogobernarse y elegir el modelo de gobierno que más les convenía, independientemente de lo que el imperio quisiera. Esto es, sin duda, un antecedente de las teo-rías de la soberanía popular: en el pueblo recae la constitución de sus propias reglas, de su propia libertad.

Pero no solo los emperadores querían controlar el territorio compuesto por las ciudades. El papado tam-bién estaba interesado en ampliar su influencia. Amparado por el derecho canónico, los papas promo-vían una interpretación de la costumbre legal que los erigía como titulares del poder divino sobre los territorios no gobernados por emperadores. En medio de esta pugna entre poder temporal (humano) y poder espiritual (divino), surge la propuesta de Marsilio de Padua.

34 Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno I: El renacimiento, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 23-24, trad. al esp. por Juan José Utrilla. [Vers. orig. The Foundations of Modern Political Thought. The Renaissance, Cambridge, Cambridge University Press, 1978].

35 Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno I, p. 30.

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Este pensador significa, además, un antecedente en la teoría del gobierno de las leyes, alejándose del modelo que erige como soberano al emperador o papa. Es el adecuado mantenimiento de las «par-tes» de la ciudad, específicamente de la parte judi-cial, la que ejecuta el gobierno y las leyes prescritas por el conjunto de la sociedad, la que promueve la salud del cuerpo político, esto es, el orden y la paz36. La idea de su obra principal El defensor de la paz es justamente escindir el poder del papado del poder civil. Apoyado en parte por las ideas de Santo Tomás de Aquino, entiende que la sociedad eclesial es una sociedad perfecta pero en un plano completamente distinto al de la ciudad natural, la que podemos encontrar en la realidad37. Esto lo representa en las mismas escrituras del Nuevo Testamento, específicamente «cuando a Cristo se le enseñó el dinero del tributo, indicó “con la pa-labra y con el ejemplo” su convencimiento de que debemos dar al César lo que es del César. Puso en claro, así, que “quiso que estuviéramos sometidos en propiedad al soberano secular”»38. Así, la socie-dad concreta es una sociedad que debe ser gober-nada por la autoridad civil. «[...] cuando Marsilio se pregunta quién tiene la autoridad y la capacidad para hacer la ley si sólo los hombres “prudentes” —conocedores de lo que es justo y útil— o más gentes, como las que tienen oficios mecánicos, res-ponde que el legislador es el pueblo»39. En suma, el papado no tiene poder coactivo sobre nadie, dado que su función estaría en el plano espiritual. La sociedad política terrenal

era un fin en sí mism[a]: tenía su propio valor y no podía ser “mejorad[a]” [...] al re-cibir la gracia divina. Se llegaba a una situación en la que la “congregación de los ciudadanos” (universitas civium) había asumido su plena autonomía. [...] El Estado estaba tan sólo compuesto de ciudadanos, sin que importase si éstos eran o no cristianos. El elemento cons-

36 Bayona Aznar, Bernardo, «La paz en la teoría política de Marsilio de Padua», Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XI, 2006, pp. 45-63.

37 Godoy Arcaya, Óscar, «Antología del “Defensor de la paz”, de Marsilio de Padua», Estudios Públicos, núm. 90, 2003, pp. 341-342.

38 Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno I, p. 38. El énfasis es mío.

39 Abellán, Joaquín, Democracia: Conceptos políticos funda-mentales, p. 105. El énfasis es mío.

titutivo del ciudadano era el ciudadano puro y simple.40

Esta separación después será fundamental para entender la separación entre la iglesia y el Estado que permitirá la libertad de culto.

RENACIMIENTO: EL HUMANISMO, MOTOR DE LA LIBERTAD

Durante el renacimiento hubo, claramente, una tendencia mucho más fluida hacia las expresiones que apuntaban a la libertad como elemento motor del quehacer humano. Como es bastante conoci-do, el derrumbe del sistema de pensamiento que ponía al dios católico como centro del universo y daba por sentado que el ser humano estaba en su propio trono para gobernar a partir de sus precep-tos, provocó un giro hacia la comprensión de una suerte de realidad del ser humano. No solamente en el sentido de que el mismo se vuelve un ente que puede sentir bajas pasiones41, sino en la idea de que la persona es un sujeto autoconstruido y situado en el centro del análisis sobre lo que con-siste la realidad y el porvenir.

Esta forma de ver el mundo fue conocida como humanismo. «[F]ue un fenómeno cultural cuya característica central era la intensificación del recurso a los valores de la civilización antigua y, sobre todo, la latina. Dichos valores no solo eran los expresados en las obras literarias de la Anti-güedad, sino también en las jurídicas, las filosófi-cas, las artísticas y aun las científicas»42. El pasado reciente ya no sirve a los intelectuales como punto

40 Ullmann, Walter, Historia del pensamiento político en la Edad Media, 4a. ed., Barcelona, Ariel, 1999, p. 196, trad. al esp. por Rosa Vilaró Piñol. [Vers. orig. A History of Modern Thought: The Middle Age, Harmondsworth, Middlesex, Pen-guin Books, 1965].

41 Donde Hobbes —aunque tardío— es referencia toda vez que refrenda teóricamente que «el hombre es el lobo del hombre». Hobbes, Thomas, Leviatán: O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, 2a. ed., Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1980, trad. al esp. por Manuel Sánchez Sarto. [Vers. orig. Leviathan or the Matter, Form and Power of a Commonwealth Eclesiastical and Civil, 1651].

42 Magnavacca, Silvia, «Estudio preliminar», en Giovanni Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre: Una nueva concepción de la filosofía, Buenos Aires, Wino-grad, 2008, p. 19.

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de referencia para su reflexión, por lo que se dedica a observar los orígenes de la civilización y recuperar la tradición que se centra en el ser humano.

Son dos los personajes que estudiaremos para entender de qué forma la libertad era refrendada en el pensamiento renacentista.

El primer caso se refiere a Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), humanista italiano, precoz en el desarrollo de sus habilidades, durante sus viajes pudo enlazar diversas tradiciones de pensamiento que abarcaban desde la mística árabe hasta la cábala hebrea, pasando por los clásicos de la filosofía griega. Logró recolectar las denominadas 900 tesis, cuya introducción es lo más conocido que se tiene de este autor y se tituló Oratio de hominis dignitate («Discurso sobre la dignidad del hombre»)43, obra que signifi-có ser revisada ante una comisión creada por el papa Inocencio VIII44. Con un lenguaje sensual y bíblico, logra plasmar la idea de que el individuo es amo y señor de su propio destino y de que Dios le otorgó su libre albedrío para hacer uso de él en la construcción de lo bueno y justo.

Pues es el hombre una creación propia y ese es el camino que nos ofrece Pico al momento de analizar nuestra propia existencia. Haciendo una reflexión en palabras de Dios, dice el autor:

No te hice ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te plasmes y cinceles en la forma que tú prefieras. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás ser regenerado en las realidades superiores que son divinas, de acuerdo con la determinación de tu espíritu.45

El otro autor que consideraremos para ilustrar este período es Étienne de la Boétie (1530-1563). Este escri-tor, a la edad de 18 años, escribe el Discurso sobre la servidumbre voluntaria, artículo incendiario donde cuestiona profundamente la autoridad proponiéndose la pregunta sobre por qué obedecemos46. La res-puesta proviene de tres fuentes:

De acuerdo a este análisis sofisticado de la maquinaria de la tiranía [el de La Boétie], no es so-lamente la fuerza de la costumbre o de la ideología, ni tampoco el poderoso hechizo de los sím-bolos empleados por los gobernantes los que hacen a los hombres obedecer, sino además los te-naces vínculos de la ganancia y los pequeños poderes disfrutados por los subordinados del rey.47

Ese acto de inquirirse por el significado y fuentes de la autoridad nace en un momento de especial preo-cupación para la Francia de la época de La Boétie. En 1562 asume el rey Carlos IX a la edad de diez años. ¿Cómo es que los individuos pueden someterse a la voluntad de un niño? Esa es la pregunta que se empieza a hacer el autor. Así se hace visible una nueva concepción del poder que está relacionada no con la fuerza, sino con la capacidad de gobierno48. Como vimos anteriormente, las redes y los símbolos, la mística y la clientela mantenida son los verdaderos sostenes del poder instituido en forma de gobierno.

43 Pico della Mirandola, Giovanni, Discurso sobre la dignidad del hombre: Una nueva concepción de la filosofía, Buenos Aires, Winograd, 2008, trad. al esp. por Silvia Magnavacca. [Vers. orig., Oratio de hominis dignitate, 1486].

44 Blum, Paul Richard, «Pico, Theology, and the Church», en M. V. Dougherty (ed.), Pico della Mirandola: New Essays, Cambridge, Cambridge University Press, 2008, pp. 39-41.

45 Pico della Mirandola, Giovanni, Discurso sobre la dignidad del hombre, pp. 207-209.46 La Boétie, Étienne de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, Santiago de Chile, Hueders, 2012, trad. al esp. por Rodrigo

Santos y Santiago Espinosa. [Vers. orig. Discours de la servitude volontaire ou le Contr’un, 1572].47 Keohane, Nannerl O., «The Radical Humanism of Étienne De La Boétie», Journal of the History of Ideas, vol. 38, núm. 1, 1977, p. 126.48 Pieters, Jürgen y Alexander Roose, «The Art of Saying ‘No’. Premonitions of Foucault’s ‘Governmentality’ in Étienne de La Boétie’s

“Discours de la servitude volontaire”», en Jeroen Deploige y Gita Deneckere (eds.), Mystifying the Monarch: Studies on Discourse, Power, and History, Ámsterdam, Amsterdam University Press, 2006, pp. 79-97.

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