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Alo VII.-Tomo VII. Madrid, 15 Noviembre 1904. Nfim. 154.

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Se oerebro i cerebro, lUfael Urbano. -Flelologift mor»l, €• I Malato. Oróaioa Clentífloft, Tarrida del Mármol.—Medio jr ! maaer» de llegiur á una deflalolón del arte, Carlos Albert. | ~ tok eatrnotnrá comparada de loe aerolito* y de lae pie- i drae tenrektrea, M. Berthelot—81 placer de loe oprimido*. | Rafael Urbano.—A B O de Aatronomía, Federico Sta«lcel- ¡ berg.—Literatura laternaolonal, Luciano Maupin.—Kea- I poaaabUldadu, Juan Orave. |

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1, CRISTÓBAL BORDIU, 1 WULOaXD

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LA REVISTA BLANCA SOOIOLOGIA, OIENOIA Y AKTB

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DE CEREBRO Á CEREBRO (Sartas de ibsen á Brandes.)

Mme. Remusat nos ha ofrecido hace poco algunas cartas de Enrique Ibsen, dirigiitas al gran criti­co Jorge Brandes, El interés y el éxito que han producido esas cartas, publicadas en La Aevue dt Pa­rís, entre las gentes estudiosas, nos mueven á hacer un extracto de ellas, ofreciendo lo mejor de las mismas. En su conjunto parecen algo así como una de esas iniervitws prudentísimas, donde SÓIQ habla el sujeto abordado y contesta el interpelante, con ligeros espacios de silencio, Pero son algo más. Son un curso nobilísimo de estética, de moral, de sociología. íntimas confesiones, no pensando jamás en la contingercia de publicidad alguna, como aquellos enamorados del siglo último, que hicieron sus en­cíclicas de amor bajo el nombre del amado. La señora Sand y el Sr. Musset pensaron demasiado en el publico, hasta en los más personales momentos de la carne.

Se trata de una correspondencia que sólo tiene igual en les cartas de Euler y Clarke, y, mejnreiin, entre Schiller y Qoethe. Las primeras cartas de Ibsen datan de aquella fecha, en la que empieza á acu­sarse, á consecuencia de la guerra desastrosa con Piusia (1863-1864), la resurrección del movimiento pdblico en la vida y en lasarles. La iit-upción del Sur, esa Irrupción que había de devolverse muy pronto á Europa de la manera más cumplida y completa.

Las cartas de Brandes, contestando al ilustre dramaturgo, no han merecido aún los honores de la publiciditd; pero aunque no lo alcanzasen nunca—no es de creerlo — , pueden vivir en lo privado, sin quitar mérito alguno á esta ^edia correspondencia por demás interesante. Con todas las inevitables faltas con que se hacen hoy las reconstrucciones del mundo antiguo, se pueden reconstruir las respues­tas que ignoramos, á lo menos en espíritu. Hay un hombre que habla; pero hay otro que escacha, y que ha dicho alf^unas veces algo.

«Dresde 26 Junio 1869. Querido Sr. Brandes:

He experimentado un verdadero alivio al recibir vuestra carta. Temía, efectivamente, ser considerado por usted como un ingrato, pues no os había vuelto á dirigir una pala­bra después de haberme animado como nadie lo ha hecho todavía. Sin etnbargo, soy un ingrato.

I>o esencial no es ser «glorificado», sino ser comprendido. Si no os he escrito antes es porque en mi ánimo mi contestación ha tomado las proporciones de una gran diserta­ción estética, empezando por el problema: «¿Qué es la ()oesía?i» Ya comprenderá usted que hubiera sido demasiado larga, y que el asunto podría mejor tratarse de palabra.

Se ha juzgado mal á Brand, al menos en cuanto á la intención que he puesto en él. (A eso podrá usted objetarme, es cierto, que la crítica no tiene pOr qué ocuparse de la in­tención.) El error proviene, desde luego, de que Brand es un sacerdote, y de que el dra­ma, de hecho, está dentro del dominio religioso. Estos dos puntos>mo tienen importancia Yo habría podido desenvolver el mismo silogismo, tomanáo por protagonista un escul­tor ó un político. Mi fiebre creadora se hubiera debilitado también si, en vez de Brand,

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hubiese escogido la figura de Galileo,—naturalmente, con la restricción de que éste habría sido hueno y no habría reconocido la inmovilidad de la tierra—. ¿Quién sabe?... Si yo hubiese nacido cien años más tarde, os habría tomado por asunto de mi estudio, con vuestra lucha contra la filosofía de transacción de Rasums Kielsen {i). En suma, en Brand hay más objetividad encubierta que la que uno, hasta el presente, ha desentrañado. En cuanto á mi calidad de poeta, estoy en lo firme.

En mi nueva comedia (zj encontrará usted un tono familiar; nada de emociones vio­lentas, de sentimientos hondos y, sobre todo, de ideas extrañas á la acción. El reproche que con razón me dirige usted con motivo de algunas réplicas de Los pretendientes á la corona, donde es el autor el que habla, ha producido su efecto. Su crítica de usted—y le suplico que interprete esto como la mejor expresión de mi gratitud—ha sido para mí lo que fué para Jacob de Thybo (3) la crónica de Mons Wingaard. \A he leído diez y seis veces y otras diez y seis luego, y confío en que me será muy útil «para reñir muchas ba­tallas!.

Espero con ansiedad vuestro juicio sobre mi nueva obra. E^tá escrita en prosa; por lo tanto, está completamente preñada de realismo. He cuidado la forma y he realizado el gran trabajo de evitar todo monólogo, así como toda réplica «aparte». Pero eso no prue­ba nada. Así, le ruego á usted encarecidamente, si dispone de una hora de descanso, que la lea, y nr.e diga lo que piensa de la'misma. Cualquiera que sea la sentencia, habréis rea­lizado una buena acción por mí, ya que estoy aquí completamente aislado. El volumen no se pondrá á la venta hasta el otoño. ¡La espera será muy larga de aquí á entonces!

Procurad saludar en mi nombre á nuestros dos comunes amigos, Jonás Collin y Julio Lange. A este último no debí producirle una buena impresión cuando me vio en Roma. Estaba yo de un humor de mil diablos, y tenía muchos motivos para ello.

Por mi parte, deploro que no tengamos la suerte de encontrarnos en Roma; pero me alegro de que os dirijáis al Mediodía. La primera vez que se está allí se experimenta una indecible alegría.»

El gran 4i>cípalo toma la pluma al mes siguíenie y eaoribe así al maestro:

«Dresde 15 Julio 1869. Querido Sr. Brandes:

Lo que me dice usted de Bjornson no me sorprende. Para él no hay más que dos da. ses de gentes: las que pueden serle útiles y las que le molestan. Sabe mostrarse buen psicólogo con las figuras creadas por su imaginación, pero le falta la penetración en pre sencia de los seres reales.

Comienzo á ver que hubiera valido más no invitaros á leer mi nueva comedia. Re­flexionando en ello, me inclino á creer que lo que os interesa en la obra dramática es la contienda trágica ó cómica que se verifica en el alma de un individuo. Usted se cuida muy poco de los hechos positivos, políticos y demás. Por esu vez no he querido dar más de lo que digo en mi obra: es por encima como hay que juzgarla. En ello interviene us­ted, pues una observación suya, recogida en sus tratados de estética, me ha dirigido por ese camino. Ya os contaré esto de palabra.

Ha habido una mala inteligencia si habéis supuesto que en mi pensamiento la pintu­ra de las emociones violentas y de los sentimientos hondos debía desagradaros. -Yo he querido sencillamente advertiros que no busquéis lo que no habéis de encontrar.

(1) Filóiofo iuit*. (N. de Mire. R.) («) La lita, de U» Jóvenf. (M. de Mme. R.) (a) Penonaje de una obra de Holberg. {N. de Mme. R.l

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No participo de v^e^tra opinión, tocante á algunas partes de Peer Gynt. Naturalmen­te, me inclino ante las leyes de la Belleza, pero no hago caso de sus convenciones. Usted cita á Miguel Ángel. Yo creo que nadie como él ha quebrantado las reglas convenciona­les en materia de Belleza. Sin embargo, todo cuanto ha creado es bello, porque toda su obra tiene carácter. El arte de Rafael no me ha entusiasmado nunca; sus figuras son an­teriores á la caída de Adán y Eva. Además, los meridionales tienen una estética diferen^ te de la nuestra. Exigen ellos la belleza de la forma, mientras que á nuestros ojos lo que es feo, en cuanto á la forma, llega á ser bello si descubrimos en ello un principio de ver­dad. Es inútil discurrir sobre estas cosas con la pluma en la mano; sería menester que nos viésemos.

Mantengo lo que he dicho de Brand. Usted no sabría encontrar un agravio contra mí en los argumentos que la obra ha suministrado á los pictistas. Tanto valdría acusar á Lu-tero de haber introducido en este mundo el espíritu burgués. Eso no entraba en sus de­signios, y no ha lugar á hacerle responsable de ello.

De todos modos, gracias por vuestra carta y gracias por haber venido hacia mí, su amigo. Es una gran dicha haber encontrado una personalidad.

Pienso partir el martes para Stockholrao. El otoño volveré á Dresde, donde mi fami­lia quedará en mi ausencia, y pasaré probablemente por Copenhague, con objeto de ha­blar con usted, no sólo de cosas literarias, eu las que no estamos de acuerdo, sino de muchas cosas interesantes para la humanidad, en las que creo estamos en vías de enten­dernos.»

Ei gran dramático no conocía personalmente todavía á Jorge Brandéf. La amistad f eatelar», que diría Nietziche, se estrechaba, sin embargo, entre los dos genios, para favorecer la moderna cultura del Norte. A ñoes de 1870 era ya íntima y algo más que cel acuerdo indispensable para que pued^ existir un lazo de amistad», como pedía Ibsen en una carta de comienzo de afio.

He aquí cómo el poeta escribía al crítico, despertándole para la intimidad, más que saludándole en el comienzo de sus misivas:

«Dresde 20 Diciembre 1870. Querido Jorge Brandes:

Le tengo á usted estos días constantemente en la cabeza. Por él editor Hegel, así como por los periódicos noruegos, he tenido noticia de su enfermedad. He supuesto que estaría usted demasiado débil para leer cartas, y por eso no os be escrito.

Desde ayer que recibí vuestras líneas amigas, me encuentro tranquilizado. [Muchísimas gracias por haberos acordado de mil

Me pregunta usted qué debe hacer ahora. Voy á decírselo. Durante algún tiempo no debe usted hacer nada. Deje usted descansar, durante un período indeterminado, su pen­samiento y su imaginación. Se repondrá en esa calma; eso es precisamente lo que tienen esas enfermedades de bueno. Tendrá usted días inefables cuando comience á tomar fuer-» zas. Yo lo sé por propia experiencia. Los maloi pensamientos habían huido; no quería comer, ni beber, sino cosas delicadas y ligeras; las cosas groseras creo que me hubiesen sentado ma!. Es un estado de inexplicable bienestar y gratitud.

¿Que qué haréis cuando estéis repuesto? Haréis lo que debáis hacer. Una naturaleza como la vuestra no titubea...

He estado en Copenhague el estío último. Allí tiene usted más amigos y partidarios de lo que puede usted pensar acaso. Tanto mejor si está usted ausente algún tiempo. Es bueno hacerse notar... •

He aquí que nos han cogido á Roma, á nosotros, simples mortales, para entregarla i

a$3 LA unaTA BLANCA

!o3 políticos. ¿Dónde vamos á ir ahora? Roma era el único sitio de Europa verdadera­mente pasable, el único sitio donde reinaba la verdadera libertad, esa que escapa á la tiranía de las libertades políticas. Yo no creo que vuelva á ella, después de lo que ha pasado.

La belleza, la calma primitiva, van á desaparecer de ese sitio con la pintoresca im­propiedad. A cada hombre de Estado que se vea surgir, corresponderá la pérdida de un artista. Se extinguirá la noble sed de independencia. Yo, lo confieso, lo que amo es la lucha por la libertad; pero no me preocupo por la posesión.

Una mañana, hace de eso ya mucho tiempo, tuve la noción clara y precisa de nueva obra. Loco de alegría os escribí; pero la carta no salió, porque la borrachera no duró mucho tiempo, y, cuando pasó, lo que había compuesto no me pareció tan bueno.

Los grandes sucesos contemporáneos ocupan una gran parte de mis pensamientos. La quimérica antigua Francia está destrozada; el día que la joven Pnisia realista haya sufrido la misma suerte, entraremos de golpe en una nueva era. ¡Oh! ]qué ideas correrán entonces alrededor nuestrol {Vendrá tiempo en que eso ocurra! Nosotros vivimos de las migajas que han caído de la mesa de la Revolución del siglo último, y esa alimentación, después de tanto tiempo, está masticada y remasticada. Las ideas necesitan alimentos y desenvolvimientos nuevos. Libertad, igualdad y fraternidad, no son ya lo que fueron en la época de la difunta guillotina. Los políticos se obstinan en no comprenderlo, y por eso los odio. Quieren revoluciones parciales, superficiales, de orden político, etc., etc Tonterías. Lo que importa es la revolución del espíritu humano. En eso usted será uno de los que muestren el camino... Pero antes que nada, desembarazaros de la fiebre.»

ESI po<ti, comprendiendo su inmenso papel de verdadero definidor de l«t cosas, aun más oráctica-menie que el qae Emerson le concede, entra de Iteno en el mundo de so siglo f recoge, como pensa­mientos propios, los deseos de tos demis, los de todos los hombres. Por eso será igualmente compren • dido y admirado por todos ellos.

A los dos meses de silencio, el gran alqnímico social hostiga nuevamente al gran crítico, de la si­guiente manera:

cDresde 17 Eebrero 1871, Querido Brandes:

No dudo que mi largo silencio provocará vuestra cólera; pero tengo la más completa seguridad de que no bastatá para romper el lazo que nos une. Algo me dice que el pe­ligro de una ruptura nacerá más bien dé una corrrapondencia muy continuada. Cuando podamos vemos, muchas cosas cambiarán de aspecto y se aclararán entre nosotros. Hasta Mtonces, yo arriesgo francamente mis propósitos, no poniendo ninguna sombra ante vuestros ojos.

Ustedes, los filósofos, son capaces de todo con sus rasonamientos; yo no tengo ningún deseo en que se me pruebe, por caru, que soy un asno, debiendo, en cambio, quedar eá el elevado rango de-hombre, después de una explicación oral. En vuestra carta admi­ráis irónicamente el equilibrio de mis faculudes mentales en medio de las circunstancias presentes. Y en vuestras últimas amables Q) lineas, hacéis de mí un adversario de la li­bertad. La verdad es que mis facultades mentales están casi casi equilibradas, porque considero la actual desgracia de Francia como la mayor dicha que puede experimentar esa nación. Por lo que se refiere á la cuestión de la libertad, todo se reduce, á mi enten­der, á una simple cuestión de palabras. Yo no consentiré jamá^ en identificar la libertad con las libertades políticas. En lo que llamáis libertad, yo no veo más que libertades. Y lo que yo lUmo la lucha por la libertad, no es sino la incesante y viva conquista de la

1^ UVI8TA BLANCA 293

idea de libertad. Aquel para quien la libertad deja de ser un bien ardientemente codi­ciado, no posee sino una cosa sin vida y sin alma; porque la noción de la libertad lleva en sí misma un constante agrandamiento. Si alguno, durante la lucha, se detiene gritan­do: «Ya la tengo», probará precisamente que la ha perdido.

Pero esa estéril posesión de algunas libertades es la característica de las sociedades constituidas en Estados, y de la que he dicho que no es una cosa buena. Seguramente puede ser bueno poseer la libertad del sufragio, la exención de impuestos, etc., etc. ¿Perp para quién es eso un bien> Para el ciudadano; no para el individuo. La razón no nos dice que sea indispensable al individuo ser ciudadano. Al contrario. £1 Estado es una maldición para el individuo. ¿Por qué medio el Estado prusiano se ha edificado sobre la fuerza? Ahogando los individuos en un orden de cosas geográfico y político. El mejor soldado es el camarero del hotel. Ved, en cambio, la nación judía, escogida de la raza humana. {Cómo ha conservado su nobleza, sus particularidades que la aislan, y su poesía, en medio de la barbarie que la rodea? Sencillamente, porque no se ha organizado en Es­tado. Si hubiese permanecido en Palestina, hace muchísimo tiempo que hubiera corrido la misma suerte de los pueblos aplastados bajo el edificio social. |Es preciso abolir el £s-tadol Esa revolución tendrá mi aprobación. Combatir la idea del Estado, representar la iniciativa individual, y lo que la atañe en el orden psíquico, coiiio la condición esencial i toda asociación, ese es el comienzo de una libertad que vale caro. Cambiando las for­mas de gobierno, no se obtienen sino diferencias de grado, un poco más ó un poco me­nos, nada que valga. Amigo mío, lo que importa es no dejarse imponer por antigüedad de la institución. El Estado hunde sus raíces en el tiempo; pero se yergue en un término limitado. Más grandes cosas cayeron; toda religión será trastornada. Ni los principios de la moral, ni las formas del arle, tienen una eternidad ante sí. En el fondo, ¿qué es lo que tenemos que conservar? ¿Quién me asegura que en el planeta Júpiter, dos y dos no sean cinco?

No quiero ni puedo desenvolver además, por carta, estas consideraciones. Gracias de todo corazón por vuestra poesía...»

La carta termina cariñosamente, como todas, jr lleva una postdata prometiendo enviar el poeta al crítico un retrato, en cuanto tenga <una fotografía pasable>.

Hasta Mayo no vuelve á tomar la pluma Ibsen. A mediados de mes ((8 Mayo 1871) comienza su epístola con una galante j mística apreciación de

la vida del gran maestro; <He sabido con alegría—dice—, en Cofenhague, que estaba usted comple-Umente restablecida y, desde hace tiempo, fuera de peligro. En el fondo jamás he creído que hubiera peligro. No se muere en el prólogo. El gran dramaturgo del universo tiene necesidad de usted para un primer papel en el drama social que, sin duda, trata de representar ante el honorable público.»

La carta concluye así:

«¿Y qué hacéis en vuestra dulce Italia? Vuestra enfermedad ha tenido de bueno que 08 ha hecho vivir un estío en ella. Diariamente pienso en usted. Le veo tanto en Fras-cati como en Albano ó en Arícela. ¿Dónde está usted fijamente? ¿Qué prepara usted nue­vo, en vista del porvenir intelectual? Yo creo firmemente que alguna cosa habréis madu­rado durante esa larga enfermedad. Una de la» ventajas de un decaimiento físico es el purificarnos y favorecer el crecimiento de gérmenes que, de otro modo, se habría des­arrollado. Yo no he estado malo verdaderamene más que una vez. Eso ha sido, quizá, la causa de que no haya estado completamente bien, sin etftbargo. /CAi l« sal...

La Commune París, obrando indignamente, no ha echado á perder mi excelente teo­ría gubernamental, ó mejor dicho, «antigubernamental». He ahí mi gran idea aniquilada

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por mucho tiempo. [No importa! El fondo de ella es bueno, eso salta á los ojos, y algún día se pondrá en práctica, sin que se la vuelva á poner en caricatura.

He meditado con frecuencia sobre esta frase vuestra: «que no me hallo al nivel actual de la ciencia». ¿Cómo he de hacerlo? ;No trae cada uno de nosotros, al nacer, el espíritu de su época? ¿No os ha llamado jamás la atención, al contemplar una colección de re­tratos de un siglo pasado, el aire de familia de todos los personajes que pertenecen al mismo período? Lo mismo acontece en el dominio de la inteligencia. La ciencia que los profanos poseemos está en nosotros, en cierto punto, en estado de adivinación ó de ins­tinto. El escritor debe ser vidente ante todo. El don de reflexión le es menos necess^rio por mi parte, yo veo en él un peligro.

Querido Brandes: tengo siempre una gran satisfacción en hallaros con el alma en la . mano, y tendré una grande, muy grande alegría, cuando escuche vuestra palabra que no venga escrita. Dadme pronto esa satisfacción.»

El 14 de Septiembre vuelve á escribirle. El poeta lee constanlemente l u obras que ha producido el gran crítii'o, y encuentra en él grandes ptintoi de semejanza at fioal de aquellaf foriosas y enconadaü lecturas para encontrar un hermano. Llega, en fin, á decirle coa toda la ruda franqueza peculiar de so carácter: «Me parece que atravesáis la misma crisis que yo cmnio me preparaba á escribir Btand \>

Luego contintía; Estoy seguro de que encontraréis también el remedio que cura el mal. Producir con

energía constituye un excelente tratamiento. Por encima de todo, os deseo un prepotente egoísmo que os haga considerar lo que propiamente os pertenece, como lo único de va­lor é importancia reales, no existiendo lo demás. No creáis por eso que mi naturaleza sea brutal. Usted no sabría servir mejor á la sociedad moldeando metal, que como lo ha­béis hecho. Yo no he comprendido jamás la solidaridad. La he aceptado como un articulo de fe- Si uno tuviese el valor de deshacerse de ella por completo, se aliviaría uno también del peso más raobsto que oprime á la personalidad. Hay momentos en que la historia de la humanidad me parece un gran naufragio, y en que se trata de salvarse á sí misma. No espero nada de las reformas parciales, pues la verdad es que estamos atra­vesando por un falso camino. ¿Cree usted que puede fundarse alguna esperanza sobre la situación actual? ¿Sobre el inaccesible ideal y otras majaderías? La inmensa hilera de generaciones me produce la impresión de un joven que ha dejado sus herramientas de obrero para entrar en el teatro. Hemos fracasado en el empleo de los amores y en los papeles heroicos. No tenemos una pizca de talento, si no es para los afeminados. Pero ese talento se pierde, hiientras la conciencia individual se agranda. No creo que en los demás países vayan las cosas mejor que en el nuestro. En todas partes los intereses su­periores son extraños á la masa.

¡Yo trataría de enarbolar una bandera! Pero eso sería, amigo mío, correr una aven­tura del género de la de Luis Napoleón, aparecigndo en Boulogne con un águila en la cabeza. Más tarde, cuando la hora de su misión ha sonado, no tuvo necesidad del águila. Trabajando en el Emperador Juliatw, me he hecho faulista. A decir verdad, esta obra es una especie de bandera. No temáis, sin embargo, encontrar en ella una tesis. Estudio los caracteres, los sucesos que se chocan, la historia, en una palabra. Yo no me meto á sacar ninguna moral, á menos que la moral de la historia os dé su filosofía. Es claro que sur­girá una moral de la obra; será el juicio pronunciado, en fin de cuenus, sobre las partes que luchan, y su distribución de la victoria. Pero todo eso no se aclarará sino por la ejecución. .

LA REVISTA BLANCA íg$

Brandes ftié á Dresde á visitar al dramaturgo é inquieto sociólogo. He aqui cómo éste le escribe

más adelante,

«Dresde 4 de Abril de 1872. ¡Querido Brandes! ...Me dice usted cosas increíbles. ¡Yo que os creía en plena felicidad, en pleno triunfol

Es imposible que no tenga usted detrás un ejército. Recordad que lleváis los reclutas al combate. La primera vez aflojarán; la segunda estarán bien, y la tercera seguirán á su jefe al asalto y á la victoria.

La prensa liberal os rechaza. Naturalmente. Yo os he manifestado un día mi despre­cio por las libertades políticas. Entonces me contradecíais. Pero luego, después de algu­nos experimentos, habéis de haber visto claro. Amigo mío, los liberales son los peores enemigos de la libertad. Un gobierno absoluto es más favorable á la libertad del pensa­miento. Eso se ha visto en Francia; mis tarde en Alemania. Ahora se ve en Rusia,

Vamos á lo que desde hace tiempo ocupa sin cesar mi ánimo y trastorna mi sueño. Va he leído vuestras Conferencias.

Un escritor en pleno trabajo no podía caer sobre un libro mis peligroso. Es una de esas obras que abren un abismo entre el ayer y el hoy. Después de mi viaje á Italia no concebía yo cómo había podido vivir antes de visitar ese país. En veinte años no se com­prenderá que haya sido posible una vida intelectual en el Norte, antes de esas Conferen­cias. Yo no tengo una noción clara de lo que ha realízalo Steffeus (i). Supongo que dio una nueva forma á las teorías estéticas. Vuestro libro no es una historia di la literatura concebida y ejecutada según las reglas tradicionales, ni una historia de la cultura gene­ral. No acierto á definir lo que es. Le comparo á esos campos de oro de California, é imagino lo que pasaría en ellos cuando fueron descubiertos; se llegaría á ser millonario en ellos ó á perecer miserablemente. ¿Estamos dotados de una constitución intelectual suficientemente robusta? Lo ignoro; poco importa además; las ideas que están en el aire romperán los organismos, demasiado débiles para absorberlas.

Me dice \isted que en la Facultad de Filosofía todos le son hostiles. Querido Brandes, ¿quería usted que fuese de otro modo? ¿No es la filosofía de la Facultad lo que usted combate? Una guerra como la que usted dirige no puede ser dirigida por un funcionario del gobierno real. No cerrándoos la puerta se os prueba que no se os teme.

Por lo que respecta á los ^taques de que sois objeto, las mentiras, las calumnias, etc., os voy á dar un consejo que conozco por experiencia personal. Guardad una actitud alta­nera, es el únxo procedimiento (jue debe usarse en tal caso. Mirad de frente ante vos y no dejéis suponer que una palabra de vuestros enemigos ha podido dañaros. En una pa-bra, haced como que ignoráis vuestros adversarios. ¿Cree usted que sus ataques tendrán fuerza? Antes, cuando yo, por la mañana temprano, leía algún artículo contra mí, me de­cía; «¡Soy hombre muerto; jamás volveré á levantarme!» Me he levantado, sin embargo. Nadie se acuerda ya de lo que se escribió entonces, y después de mucho tiempo yo mis­mo lo he olvidado. Se cae en la vulgaridad tratando de defenderse. Evitadlo. Comenzad una nueva serie de conferencias, tened una calma y sangre fría irritantes y un desdén alegre por todo lo que amenace ruina en torno vuestro. ¿Cree usted que las cosas ruinosas pueden resistir?

No sé lo que resultará de esa lucha á muerte entre dos épocas. ¡Todo menos el man­tenimiento de lo que existel He aquí para mí la razón determinante. No espero que la

(I) Enrique Stefreo», critico noruego que eitudió en Alemania las teorías ds Schelling. Fueron célebre! (ut cunos ea Copenhague (i8os), sobre el estudio de la naturaleza, y se trató de qyiitarle la citedra que desempeñaba.—/'A', itl T.J

2 9 é LA RKnSTA BLANCA

victoria nos dé una duradera reforma; hasta aquí el avance nos ha hecho pasar siempre de error en error. Pero la lucha es buena, es sana y refrescante. Vuestra actitud comba­tiente toma á mis ojos la importancia de una gran y genial manifestación. Si los conser­vadores critican al blasfemo, harán bien en pensar que son ellos los blasfemadores. Por­que usted entra por mucho en los designios de aquel que se discute.

Yo entiendo que usted ha fundado una sociedad. No contad con seguridad con todos los que se os han adherido. La cuestión es aceptar por los adheridos las premisas senta­das por usted. En este punto, no estoy seguro de que vuestra posición sea fuerte. A mi entender, el solitario es el único fuerte. Yo estoy aquí al abrigo, mientras que usted está expuesto á las tempestades; eso modifica mucho las cosas.»

Esta magn{fica .carta termina pidiendo por [encima de todas las preocupaciones qne absorbían á Brandes en aquellos momentos, un poco de atenciún para <mi tarea», dice el poeta.

En la carta inmediata (31 Mayo 1872), Ibsen no vacila en animar al (;ran crítico, y le dice sin ro­deos: <Su misión de usted no debe limitarse al Norte escandinavo.» En efecto, la obrk de Brandes salid de aquel límite estrecho, pero no por propio impulso. Sa obra Lai grandes corrientes tn la litira-íura del siglo XIX, fué conocida, y del elogio de ella, como de la misma virtualidad de aquel libre exi­men triunfante, surgió nn movimiento mayor. La Revista del Siglo XIX, que los hermanos Braniés, jor" je y Edmundo publicaron más adelante (1874), ha nacido realmente ahora.

Ibsen sipne trabajando en su Emperador yuliane. Sale de Dresde, y escribe á >u amigo desde »u nuevo puerto, en Baviera.

«Berchteigaden 23 Julio 187a.

Estoy lejos de experimentar inquietud por la idea de colaborar en vuestra revista, y ya tengo fijado mi plan. Comprende diversas cosas que me parecen dignas de decirse y que os interesan acaso, todo dicho bajo forma de cartas rimadas, tratando de las condi­ciones políticas, literarias y demás particularidades de nuestro país y nuestra época.

Esto será, en cierto modo, mi profesión de fe. Y á usted, 5r. Brandes, y á su causa, no prestaré un apoyo directo. Pero hay otra raenera para mí de ser de los vuestros. Yo debo limitarme á mi esfera de ideas, la cual es muy pequeña. Es en la que ejerzo mejor mi ac­tividad. [No veáis en eso ningún egoísmo!

No sabré decir aún en qué momento me será posible comenzar mi colaboración. El monstruo Juliano rae secuestra, y no puedo deshacírme de él. Ya hablaremos de la cosa. La perspectiva de pasar por un hombre de partido no me asusta. Es más, tengo pena de que se me mire como extraño á los partidos.

Ya he dicho hace tiempo que un órgano al servicio de vuestras ideas era necesario. Pero no dudo que tengáis necesidad de él «para vivir», como me indicáis en vuestra car­ta. ¿Dinamarca no tendrá, verdaderamente, una plaza vacante que ofreceros? <La cátedra de estética está ocupada? ¿Sí? ¿por quién?

\J)L carta, dltima de la primera serie, termina con la felicitación del poeta al crítico por ver edita­das en alemán las célebres Conferencias. Le augura el triunfo y coocluye: «Una victoria conseguida en Alemania o* dará un gran prestigio en Dinamarca.»

La victoria se Mr-o esperar un poco, como la misma que Ibsen ha conseguido. Pero uno y otro han llegado y DO ha sido poca la influencia que ha ejercido sobre uno y otro esta reciproca fecundación de cerebro á cerebro.

Nada hay como los destierros para conocer las patrias, tos verdaderos territorios. Las gentes se asombran viendo ana flor en un estercolero, y no se sorprenden de qae la patria de aquella flor esté completamente podrida. (Pobres gentesl

Rafael Urbano.

LA «IVnTA BIAMCA 2$y

FlSI©L©Gía MORAL Bajo la firma inglesa, Chatterton-Hill, la librería Stock acaba de publicar una obra

que por su estilo y por su carácter parece escrita pcír un francés. Digo esto, porque si indudablemente los seres conscientes no conocen patria ni fron­

teras, si un Cervantes, un Shakespeare, un Moliere, pertenecen á la humanidad, no se puede negar la influencia que el ambiente ejerce sobre la inteligencia de las personas, dándoles caracteres de seriedad ó de alegría, de frío método ó de sutil intuición, según se viva en un país de niebla ó de sol, de montañas ó de playas, en poblaciones cacha­zudas 6 activas, etc. Negar esta influencia sería negar la luz.

Los escritores alemanes nos han acostumbrado á una ciencia pesada; los ingleses, á una seriedad digna, mezclada generalmente de respeto, moderación ó timidez frente al convencionalismo social ó religioso, mientras que los franceses, más simples, menos pro­fundos, más juguetones, más escépticos, no vacilan en atacar esas mentiras: Dios, Reli­gión, Biblia, Ley, etc.

Pur la claridad del estilo y por su carácter ateo' y anticristiano. Fisiología Moral parece obra de un francés. Por su modo de razonar, el autor se identifica con los ingle­ses, sus compatriotas. Además, el libro contiene muchas citas de sabios ingleses y alemanes.

La obra es anarquista individualista, dé un individualismo stirneriano, proclamando como finalidad de la vida, la realización del goce individual más grande posible, limitado solamente por el deber de no causar daño á nadie. .

Reproduciendo hasta la forma del pensamiento de Stirner, el autor declara: «Desde que se alza el Yo, que está por encima de todo, todos esos espectros metafísicos; la Batria, la Humanidad, la Sociedad, se aniquilan. Queda solamente el Yo, y nada está por encima del Yo. Yo persigo Mi finalidad, que es, al mismo tiempo. Mi goce. No pido nada á nadie, .vino la libertad, la completa, la integral libertad. Mi objeto no es tuyo. Mi objeto no es el Bien, ni el Mal, ni el Amor, ni el Odio. Mi objeto es Mío y nada de otro. Él es el Único, como yo soy Único.— Yo.»

Esta declaración, que nada hubiera perdido suprimiendo mayúsculas egoísticas, viene al final del libro y no corresponde al estilo, bastante claro, de las otras páginas. Es muy evidente que el Bien, el Mal, etc., no son personalidades que tienen una existencia propia, sino que son modalidades que á nosotros parecen Bien ó Mal, según que afecten agradable ó desagradablemente, nuestro cerebro ó nuestro organismo. Es evidente, es innegable, que lo que buscamos nosotros los libertarios, es la expansión de la persona­lidad que, en la actual sociedad, se ve atropellada bajo el peso de las instituciones crea­das alrededor de esos espectros metafísicos: Patria, Religión, Estado, etc.

Se podría discutir mucho respecto á la forma empleada por el autor, imitando á Stir­ner, en la referida cita, y decirle que si el impulso es siempre egoístico (expresión más exacta que la de egoísta), el objeto puede ser altruista.

Cuando Angiolillo mató á Cánovas, el impulso era egoístico, es decir, puramente de­terminado por el temperamento y la mentalidad de Angiolillo; pero el objeto era altruíSf ta, puesto que sacrificaba su propia vida en aras de un propósito justiciero.

Pero, aun afirmando el individualismo en una forma tan absoluta, el autor proclama el deber de no causar daño á nadie.

La idea es excelente y nos prueba que el individualismo' de Chatterton-Hill no es el

29S !•* RKVISTA BLAMCA

de un Napoleón, torturador de hombres por la satisfacción de su egoísmo vanidoso aunque la palabra í/í¿ír parezca extraña b:vjo la pluma de tal stimeriano. ¿Deberes, hacia quien? ¿Pues no soy Único?

Pero, á pesar de esta crítica, indiquemos que el conjunto de la obra es de un pensa­dor y de un sabio. Chatterton-Hill traza sumariamente los descubrimientos científicos que, mientras la iglesia amontonaba estupideces increíbles respecto á la inmaculada Concepción y á la infalibilidad del Papa, nos demostraban el origen de nuestro planeta, la inmortalidad de la materia y de la fuerza, la evolución de las especies animales, la his­toria del hombre y de las sociedades, la formación gradual de lo que se ha convenido en llamar alma humana, desde las funciones automálicas de sensación y movimiento hasta la producción de los más altos pensamientos.

Luego sigue analizando con precisión científica lo que es el individuo, considerado fisiológicamente. Establece que el interés individual y la moral tienen que coincidir, como o han aBrmado Epicuro, Hobbes, Lokc, Herbert Spencer y Huxley. Da la preferencia á la moral utilitaria que logrará constituir la sociedad para el hombre y co el hombre para la sociedad, como lo quieren los socialistas autoritarios; él repudia la moral cristiana que

^ inmola al individuo ante el espectro llamado Dios; él repudia á Kant, sus leyes morales, independientes del mundo material y su imperativo categótito; él reputlia la moral estatis ta y al Estado mismo, restrictivo de la expansión individual, y proclama la anarquía.

Todo esto está dicho muy bien, y siempre con mucha claridad. En lugar de devanar silogismos, dándoles un valor absoluto, como lo hacen algunos anarquistas, impregnados todavía del espíritu escolástico, Chatterton-Hill se queda en el terreno firme de la experimentación.

Pero se presenta una contradicción: él declara que la revolución social, aunque des­tinada á suprimir en su origen, el mayor número de crímenes, no podrá suprimirlos todos. Y resultando feroz como un burgués, con ribetes de sabio, el individualista Chat­terton-Hill, pide la supresión implacable de los criminales; su transportación más allá de los mares, en colonias penitenciarias «donde el clima, la intemperie, la severidad del régimen, pongan un fin rápido á su miserable existencia. No piedad, no necio senti­mentalismo.»

Que la revolución social, aunque eliminando las causas económicas y otras muchas, de violencias y de crímenes, no podrá extirpar de una ojeada, ni hasta en una generación, todos los gérmenes nocivos, es indudable; se necesita contar con la fuerza del atavismo, que, á pesar del cambio de ambiente, podrá, en más ó menos tiempo, seguir produciendo individuos violentos ó idiotas; creer que al día siguiente de la revolución todo quedará arreglado con armonía perfecta, absoluta, sería un optimismo místico, indigno de seres razonables.

Yo siempre he pensado que la mayoría de los anarquistas no daban bastante impor­tancia al problema, olvidando el factor atavismo. Es. indudible que en la más libertaria de las sociedades se necesitará preservarse de los desequilibrado» violentos^ tanto tiempo como éstos subsistan.

¿Pero, se deberá entonces mantener, 6 volver á crear cárceles, verdugos, guardias, etcétera? Para librarse de un peligro eventual, sería un mal infinitamente peor el recons­truir insensiblemente el edificio del Estado, de wte Esudo que, para justificar su exis­tencia, se proclama el mantenedor de la paz, del orden y el protector de loi pacíficos contra los violentos.

Esta es la contradicción en que incurre el anti-estatisu Chatterton-Hill.

LA RXViatA BLMtGA 3 Q 9

Es indudable que cuando se revelaran por sus actos, degenerados peligrosos, viola­dores de niños, homicidas, víctimas irresponsables del atavismo, sería locura dejarles ca­pacitados para matar y oprimir. Necesitaríase absolutamente preservarse de ellos, pero esto podría hacerse sin torturarles, sin enviarles á colonias penales, donde perecerían martirizados por el clima, la miseria y un régimen de hierro, ¿Quién, en el seno de una sociedad libertaria, se rebajaría á ejercer el infamante papel de verdugo? ¿Sería Chatter-ton-Hill mismo?

Él admite que nuestro régimen penal es una abominación incapaz de amansar á los criminales, siendo, al contrario, generador de malhechores. Él admite también, como cualquier hombre de ideas modernas, que los criminales son irresponsables.

Entonces se presenta la tínica solución lógica: considerarles como enfermos y curar­les. Hacer para ellos lo que todavía se hace para epilépticos, sifilíticos, tontos furiosos, etcétera; aplicarles todos los procedimientos de la ciencia, siempre en progreso, y si se curaban, volverles libres á la sociedad. Si resultaran enfermos peligrosos,capacesde matar y violar, entonces tenerlos, no en cárceles, sino en asilos, donde serían tratados huma­namente, como los otros enfermos. V la función de guarda-enfermos, sería tan noble y hermosa, como la de guarda-chusma es repugnante.

Chatterton-Hill no quiere comprender esto; no quiere comprender que los revolucio­narios, obligados & actos terribles mientras, en minoría, luchan penosamente contra fuerzas superiores, podrán y tendrán que ser humanos cuando tengan la fuerza.

Es lastimoso ver el desprecio del autor de este libro, verdaderamente hermoso, hacia los sentimientos de humanidad. «Siempre—dice—los incapaces serán pobres; los impru­dentes, desgraciados; siempre los perezosos tendrán hambre, y un sistema económico que tendiera á evitar esa justa retribución de los defectos y de las flaquezas, serla un sis­tema hondamente inmoral y vicioso.»

No es verdad; el sabio escritor olvida ó ignora que por encima de la justicia, es decir, del equilibrio matemático, existen la bondad, la generosidad, la simpatía, y en grande proporción, existen el altruismo y la fraternidad.

La revolución francesa de 1789, obra de grandes pasionales, durante la cual desgra­ciados ignorantes, sin duda, incapaces é imprudentes, tomaron la Bastilla, dejada en pie por filósofos y «dentistas», tuvo esos grandes lados humanos, y por esto, fué muy superior á la fría revolución inglesa.

Fueren cuales fuesen las fases, las tempestades y hasta las contradicciones de la pró­xima revolución, luchamos para" realizar un ideal humano y generoso, para crear nna so­ciedad en la que nadie, ni aun los imprudentes ó perezosos, puedan perecer por hambre.

C?. Mo/afo.

CRÓNICA CIENTÍFIC/^ Noticias anticipadas.—*Creaci6n^ de una fruta nueva.—La nueva caldera del coronel

Renard.—La refrigtrcuión y la conservación de substancias alimenticias.— Un nueve combustible, el «-osmón.»

Si no fuera por los rigores de la censura militar, tanto rusa como japonesa, y que los telegramas de los periodistas, transmitidos á precios económicos, se postergan á los oficiales ó á los que pagan el máximum de la tarifa, sucedería frecuentemente que ios

¡OÓ LA SKVnTA BLANCA

])eriódicos europeos publicarían con un día de anticipación las noticias de los sucesos que se realizan en el Extremo Oriente; se vería, por ejemplo, que el número del miérco­les 2 daba cuenta de una batalla ocurrida en la Mandchuria el jueves 3.

Por las causas antes mencionadas, la cosa sucede pocas veces; pero es perfectamente posible y explicable. Recientemente, en Londres, en Fleet Street, he comprado, á las tres de la tarde, una edición especial de un diario que publicaba un telegrama de Tokio del mismo día á las ocho de la noche.

La explicación de esta aparente anomalía fué popularizada en la célebre novela de Julio Verne, La Vuelta al Mundo en ochenta días; pero el hecho de que el protagonista con ser un sabio, lo hubiera olvidado en sus cálculos, y que por ello estuviera á punto de perder una apuesta que representa toda su fortuna, rae excusa de repetirla aquí para aquei líos lectores, escasos sin duda, que no la conozcan.

Para comprenderla, bastan algunas nociones de astronomía elemental y un poco de reflexión. Todo el mundo sabe que el sol parece levantarse por el Este y ponerse por el Oeste, precisamente porque nuestro planeta gira sobre su eje en dirección opuesta.

Imagínese el lector á bordo de un barco aéreo dotado de una velocidad igual á la del movimiento de rotación de la tierra, y que después de haberse elevado en el aire y dado cara al Oeste, los propulsores se pusieran en acción; ¿qué sucedería? Pues sencillamente que el barco aéreo sería móvil con relación á la tierra, pero inmóvil en el espacio por relación al movimiento de rotación de ésta; por supuesto, dejando aparte el movimiento de traslación que nada tiene que ver en este asunto.

Si la partida se efectuase en Madrid, á medio día, en tanto que el barco conservase la misma velocidad y dirección, tendría el sol en el Meridiano, y para el aeronauta serían las doce en todo el viaje de circunnavegación; pero si descendiera en Madrid á las veinti­cuatro horas precisas, para él no parecería haber transcurrido el tiempo; pero su cronó­metro habría marcado dos veces las doce.

Sábese también, que cuando es medio día para nosotros, es media noche para nues­tros antípodas. La diferencia de horas entre las diversas capitales depende naturalmente de sus longitudes respectivas; así, cuando el observatorio de París anuncia medio día, relativamente á este observatorio, es exactamente catorce horas cincuenta y seis minutos de la tarde en el grado 179 de longitud Este de París, y doce horas cuatro minutos de la mañana en el grado 179 Oeste.

Como los japoneses han adoptado con nuestra civilización, nuestro modo de contar el tiempo, y el Meridiano sobre que calculan está á unos 135 grados al Este del nuestro, resulta que los relojes de Tokio adelantan unas nueve horas sobre los de París; de manera que son las cinco de la mañana del jueves en Tokio cuando son las ocho de la noche del miércoles en París. Supongamos que una escuadra rusa comienza una operación ese mismo jueves al amanecer, y que la noticia se transmite inmediatamente á París, donde se inserta en las últimas ediciones de los periódicos de la tarde: los parisienses sabrán la víspera lo que no se habrá producido (ficticiamente) hasta el día siguiente á miles de ki­lómetros de distancia.

• * Las funciones de un departamento de Agricultura son diversas; pero todas son de gé­

nero descriptivo, menos en los Estados Unidos, donde esta administración acaba de anunciar la creación, así como suena, la creación, no el descubrimiento, de una fruta nueva.

La nueva fruta ha sido denominada tángelo y es resultado de experimentos de ingerto,

LA RBVISTA BLANCA 3OI

cruzando la especie de naranjo que produce la mandarina con un árbol frutal americano que produce el pomelo, llamado en los Estados del Oeste la fruta-racimo.

El cruzamiento se hizo en 1897, psi'o las plantas no han dado fruto hasta este año, resultando de la combinación una fruta de una especie enteramente nueva que, según Gibson Gasdner, que habla del asunto con una especie de orgullo paternal, «reúne las cualidades mejores de sus padres, heredando del pomelo el tamaño, la riqueza de jugo y el sabor refrescante, y de su madre, la mandarina, tiene una piel delgada que se quita sin dificultad, una pulpa muy tierna y un interior casi desprovisto de semillas»,

* * *

El coronel Renard, del servicio aereostático de Inglaterra, ha inventado una nueva caldera que parece destinada á facilitar la solución del problema de la navegación aérea.

Esta caldera se calienta muy rápidamente, suprime casi por completo el humo, em­plea combustible líquido y suministra una presión de vapor muy elevada con relación á su peso.

>» » « Mr. Balland, farmacáatico, ha descubierto que la orina, almacenada durante tres

años en locales donde la temperatura se mantiene artificialmente á o", se conservaba en perfecto estado, mientras que la conservada en el mismo espacio de tiempo en las condi­ciones ordinarias, se deterioraba mucho y daba una reacción acida.

La refrigeración detiene los progresos de la fermentación y el nacimiento délos insec­tos; pero Mr. Balland considera que sería preferiblft,conservar el grano en refrigeradores.

La importancia de los refrigeradores en la conservación de las substancias alimenti­cias aumenta cada día. En Hamburgo, una compañía agrícola, imitando el ejemplo dado recientemente por los agricultores dinamarqueses, acaba de establecer locales en los cuales se almacenarán los huevos en Primavera, cuando están baratos, nanteniéndolos a una temperatura de uno á tres grados, para ser transpoí-tados á Inglaterra cuando los precios son más elevados.

He aquí un adelanto burgués destinado más á explotar que á beneficiar la -humani­dad, de modo que aunque el beneficio resulte, de todas maneras la intención con que se practica actualmente reviste cierto carácter de repugnante egoísmo.

* * Con la turba ordinaria se ha obtenido recientemente un nuevo combustible á que se

ha dado eí nombre de Osmón. Del 90 por 100 de agua que contiene la turba se extrae un • 20 ó 25 por 100 por nn procedimiento'eléctrico; una corriente directa de electricidad se envía á una masa de turba colocada en un recipiente conveniente, bajo la acción de esa corriente, la humedad del combustible se dirige hacia el polo negativo y se escapa por una abertura practicada en la pared del recipiente. Esta operación dura hora y media.

Después de este tratamiento, se desmenuza la turba mecánicamente, y por medio de moldes se le da forma de bolas ó ladrillos.

El calor despedido pof el Osmón es considerable; no tiene el menor vestigio de azu­fre, arde sin humo y deja escasa ceniza.

En Irlanda, donde abundan las turberas, se verifican con éxito lisonjero. Zarrída del Jñármol.

303 LA RKVKTA BLANCA

Medio y manera de llegar á una definición del arte. IV

El arte, puede decirse, produce sensiblemente el mismo efecto en todos los hombres, si todas las condiciones son iguales para ellos. Una dificultad práctica subsiste para ello. Podemos encontrar, de hecho, juicios estétfcos contradictorios. Nos hallamos con frecuen­cia entre el juicio de la multitud y el de un público escogido. ¿Hacia qué lado habrá que ir? He ahí una de las cuestiones más delicadas y de las m ás irritantes de este asunto. Así es tan raro que se la haya examinado con tranquilidad.

Comencemos por no dar á estas palabras, multitud y escogidos, un sentido absoluto que no tienen nunca. Han existido épocas y siglos en las que, ante el arte, tal distinción se ha ignorado. Esperamos también que vendrán otros, y de todos modos trabajamos con todas nuestras fuerzas para tal fin. Hoy mismo, si ciertas obras, entre las más bellas, las más altas, no cuentan aún con la consagración de los sufragios populares, es sencilla­mente porque la multitud no tiene todavía la posibilidad material de aproximarse á ellas. Se empieza así á distinguir ahora á algunos hombres audaces que hacen serias tentativas para llamar al pueblo á la vida de lo bello, pues lo más frecuente—es preciso tener el valor de decirlo—es que la clase más numerosa viva en una condición tan deprimente que aniquile en sí misma el uso de las facultades más nobles y delicadas. Semejantes en­fermos tan anémicos y cansados, no perciben el gusto de los manjares.

Tolstoi, en un pasaje importantísimo de su libro sobre el arte, afirma que todo arte digno de ese nombre, debe comprenderse inmediatamente y gustarse por la generalidad de los hombres sencillos, obreros y aldeanos. Yo creo que su gran ternura por los humil­des le lleva en este caso á una afirmación insostenible (i).

El buen arte no es más, en principio, el de los humildes y los pobres que el de lo» ricos y los poderosos. De lo contrario, habría que admitir que uno ú otro de esos tipos representa al hombre normal. Y no es así. El hombre normal no puede ser sino el más adaptado á su medio, aquel cuyas facultades están en la más exacta correspondencia, en el más perfecto equilibrio con las posibilidades de ese medio, de sus recursos y sus rique­zas. Pero el obrero que sufre una larga jornada en una atmósfera hedionda 6 ante la boca de un horno; el aldeano famélico, bocioso y medio estúpido de ciertas regiones, están tan en desacuerdo con las posibilidades sociales de su tiempo, como el gran seflor de la ban­ca, de la política y de la industria, como el aficionado 6 el artista neurósicos.

El buen arte es el arfe capaz de impresionar fuertemente á un hombre y de un modo duradero. Importa poco que ese hombre pertenezca á una multitud ó á un grupo de es­cogidos. Eso depende de circunstancias independientes de la voluntad del artista. Porque si el artista ha producido conscientemente para unos escogidos, en condiciones dada', de

' u época, le ha sido imposible producir para la multitud. Toda obra reproduce los caracteres que distinguen al público al cual ideal ó realmen­

te se dirige, al grupo social al que pertenece el artista sobre cuyos defectos ó cualidades iofluye ó trata de evitar. Es evidente que, á un talento igual, la obra gustada por las il-tnas sencillas y sanas tendrá más suerte sana y sencilla que la que haga las delicias de un grupo de refinados. Puede uno desear épocas en que las condicione* sociales permi­

tí) Esto, en generut, et una raaU manen de amar at pueMo, aervirae de él para atribuirle, porque e* et pueblo, toda» las virtudes.

LA REVISTA BLANCA 303

tan que, sin rebajarse, el arte sea inspirado y comprendido por la multitud; porque de la idea de la multitud, opuesta i la idea de unos escogidos, se desprende de ordinario un sentido de inocente destreza, de robustez y sana sencillez. Se puede preferir el arte de esta suerte á todo otro. Pero si se encuentra uno en tal momento de la historia en que el arte popular, en el sentido más elevado de la palabra, no ha podido manifestarse, y en el que no tuviéramos sino un arte salido de unos escogidos y para ellos, ¿habrá que des­conocer por eso el arte?

Y si nos encontramos ante una multitud tan ignorante, tan indiferente, tan embrute­cida y rebajada por la servidumbre que sea incapaz de gustar aún un arte, robustísima, muy sana y muy sencilla; si vemos, por ejemplo, como se ve con frecuencia, ¡ay!, que el arte popular de una época es menospreciado por el pueblo de otra, ¿habrá que descono­cer por eso el arte^

A decir verdad, es aún muy raro que el arte haya sido plenamente y con conciencia gustado por la multitud, por una verdadera multitud, porque lo que se ha llamado la plebe, el pueblo, en ciertas épocas justamente notables por su arte, se parece muchísimo á nuestros escogidos de hoy.

Esta palabra «escogidos» tiene, en efecto, un sentido tan relativo, que nos irrita con frecuencia, porque realmente, además, no se la emplea en su verdadero sentido. Los se­lectos {rílite) no son una casta milagrosa y cerrada, especie de sangre azul, cuyos privi­legiados, situados en otro circulo que el resto de los mortales, poseen, sin que se sepa por qué, toda la sabiduría y toda la virtud. En este sentido aristocrático, la noción de los selectos es absurda. Pero tiene otro.

En cada ramo, un pequeño número de individuos—número muy elástico, desde lue­go, capaz de aumentar como de disminuir—realiza por una infinidad de razones perfec­tamente conocidas ó susceptibles de serlo, una superioridad sobre sus semejantes menos favorecidos. Si no nos sorprende que en un plantel algunas plantas salidas de un grano mejor, más nutridas en una parcela de suelo mis rico, ó simplemente mejor expuestas á los rayos del sol den mejores frutos, ¿por qué sorprendernos de que ocurra lo mismo con la planta humana?

Por su misma esencia, el arte no es el privilegio ni el monopolio de ninguna minoría de elegidos. Ya lo hemos dicho y no habremos de repetirlo: el arte, en su sentido más general, creación ó goce de arte, es una necesidad humana muy primordial, para que en cada época, en cada raza, en cada clase, en cada grado de cultura y en cada escala de ideal, si así puede decirse, no aparezca y no reciba buena ó mala satisfacción. Pero eso no impide que, si se trata de gustar, comprender y juzgar las realizaciones más perfectas, en ese dominio no pueda haber para eso en cada época gentes más aptas ó mejor dota­das que otras. Eso es un hecho. Un hecho que nos hace sin duda enrojecer, porque se explica en parte por la injusticia que sirve de base á nuestras sociedades. Pero es un hecho.

Sin anticiparnos á la definición que tratamos por el momento de establecer y sin pre­juzgar, puede decirse, y me parece que todo el mundo convendrá en ello, que en arte, asi para apreciar como para crear la facultad de sentir viva y profundamente, ui» vida emocional ardiente y rica y una imaginación fácil en conmoverse, son cosas de capital importancia. Pero todos no están en este punto de vista tan bien dotados, pues todos no están tampoco bien colocados para adquirir y acrecentar esas facultades. Facultades que se ad<iuieren y cultivan como las demás. Para que nuestro sistema emotivo se afine y des­arrolle, es menester una vida plena, rica, variada, llena de muchas ocasiones para cono-

3<'4 I ^ RSVISTA BLANCA

cer y sentir lo nuevo, con bastante descanso para gustar verdaderamente las cosas, des­cendiendo á ellas y no solamente distinguir la corteza.

¿Hay necesidad de decir que esa gran vida consciente la conoce un reducido núme­ro? ¿Es preciso recordar que la mayor parte de los hombres arrastran una existencia mo­nótona y mezquina, insuficiente y triste, á la vez que horrorosamente ocupada y horro­rosamente vacía, hecha con la repetición invariable de los mismos actos, de la misma manera, rendida por la fatiga, entre cuatro paredes, miserables y desnudos y llenos de miseria? Y eso, por la simple organización social. Hace tiempo, efectivamente, que nues­tras sociedades están divididas en dos grandes clases, siempre las mismas, aunque con distintos nombres: los que producen y los que consumen; los que penan y los que gozan, los que dan más que lo que reciben y los que reciben más que lo quedan. Los que en el polvo y en la sombra de los bastidores mueven las decoraciones, y los que en la sala sa­borean la obra que se representa. Los que por un sencillo derecho de conquista sacan para sí y utilizan para su desenvolvimiento todo lo que el esfuerzo social ha imaginado y producido, y los que de tan buenas y bellas cosas no aicaizan aquí y allí sino algunas migajas.

Luego la miseria ó, sencillamente, la mediocridad, no influyen solamente sobre la sa­lud física; arruina también seguramente la salud moral, embota la seasibilidad, empobrece el alma, y por ello compromete las facultades que entran en juego en el gusto estétic o

Semejantes facultades no se acrecientan, además, solamente por el ejercicio, por el juego natural de la vida, sino también por la educación, en el sentido pedagógico de la palabra. ¿Pero existe hoy, por ventura, para el puebjc alguna educación artística? En el programa de la escuela primaria yo no veo nada que parezca á eso. Esa educación, para ser provechosa, se persigue, además, en una edad en la que ios niños de los proletarios han salido hace tiempo de la escuela.

Por el único hecho de esa monstruosa desigualdad de condiciones, condenando á una vida insuficiente á todos los que han tenido la desgracia de nacer al otro lado de la frontera social, una ínfima minoría de privilegiados se encuentra sola apriori, bien colo­cada para ser competente en materia de arte. No hay que decir, sin embargo, que no todos los que la componen lo son. Pero les bastará, por poco dotados que estén, con te­ner algún gusto por las cosas nobles y los placeres elevados para formar parte de esos escogidos de arte. Otros, á falta de condiciones sociales muy favorables, entran en ese grupo á consecuencia de sus dotes, y otros, en fin, por un admirable esfuerzo de volun­tad, como esos obreros que, una vez hecha su tarea, se instruyen en las universidades populares, se apasionan por las más altas cuestiones de nuestrq tiempo, y el domingo visitan los museos bajo la dirección de camaradas ya fervientes de arte.

Que el grupo de «elegidos» se reclute de una manera ó de otra, bástenos con saber qu: semejante noción no es ilusoria y que corresponde á algo muy real. Sí; en arte, como en lo demás, hay un grupo de «selectos», un pequeño numero de individuos más compe­tente que la multitud, y sobre los juicios del cual tenemos razón en apoyarnos eco con­fianza. Sin olvidar, sin embargo, que el hecho mismo de ser de un grupo tal ó, mejor» de saberlo, inclina á ciertos defectos y maneras de que es bueno preservarse y tener en cuenta.

Habrá que volver sobre este particular cuando hablemos alguna vez del arte desde el punto de vista social y de su porvenir. Por el momento hemos demostrado que el hecho 4e emaaar de un pequefio número no puede quitar ning;úo valor á los juicios estéticos.

Carlos ^Ibert,

LA KIVnTA BLANCA -jOS

Id eslruÉrii conpríiilü de los mák y k k jMm terrestres. Marcelino Berthe'.ot, el ilustre químico, secretario perpetuo de la Academia de Ciencias de París,

ha publicado en La Revue Scientifique un notable estudio sobre los aerolitos, del que ofrecemos i nuestros lectores las siguientes conclusiones:

Examinemos la estructura y la composición química de los meteoritos. Su compara­ción con las rocas terrestres suscita observaciones del más alto interés.

La composición química de los meteoritos es una de las más características. La ma­yor parte de ellos presenta un aire de familia que se revela por la presencia del hierro asociado al níquel. Sábese que la existencia y la estructura especial de las aleaciones cristalizadas mezcladas al hierro, se manifiestan por diversos signos, particularmente por esos dibujos especiales, conocidos bajo el nombre de figuras de Widmaustetten, que se manifiestan pulimentando la superficie y tratándola por un ácido. Pero se han sacado sobre todo indicios interesantes de la presencia de los minerales que acompañan al hie­rro metálico en los meteoritos.

Encuéntranse en ellos, efectiramente, silicatos asociados á ciertos compuestos, con los que esos metales están unidos al azufre y al fósforo (pirita magnética, pirrotina, schreibersita, etc.). Pero no se halla en ellos un compuesto constituyente propio de las rocas estratificadas, ni fósiles de origen animal ó vegetal; salvo quizá algunas señales de compuestos hidrocarbonados en los meteoritos carbonados, tales como el de OrgueiL No se encuentra en ellos ningtin mineral cuya formación implique reacciones originarias en el agua. El hierro de ellos no es tampoco un peróxido. Sin embargo, no se ha reco­nocido, lo repito, ningiín elemento extraño á los cuerpos simples conocidos del globo terrestre, ni ningún compuesto definido que no haya sido reconocido después.

Los silicatos contenidos en los meteoritos ofrecen ese carácter general de pertenecer al grupo de los silicatos básicos, es decir, á aquéllos que se observan en las rocas más profundas y entre las rocas eruptivas; silicatos que no han sido despojados de una parte de sus álcalis, bajo las influencias separadas y reunidas del agua y del ácido carbónico, contrariamente á lo que sucede en la superficie del globo terrestre. Tales son los com­puestos especialmente contenidos en la therzolita de los Pirineos, el peridot, sobre todo, la piroxena y sus análogas, la enstatita, la broncita, y más raramente en la anorthita.

Daubrée, autor de esas observaciones, después de haber comprobado el estrecho pa­rentesco de los órdenes de substancias, ha tratado de penetrar más adentro en los pro­blemas del origen, y se ha dirigido hacia la experimentación. La parte más interesante de sus estudios consiste en los experimentos comparados sobre la fusión de los meteori­tos y sobre el de ciertas rocas naturales, tales como la thetzolita de los Pirineos. En efecto, esa fusión puede intentarse con la roca que le es asimilada; ya separadamente en uD crisol embrasado, por ejemplo; ya con el concurso de substancias oxidantes, el aire ó el peróxido de hierro; ya con el de substancias reductrices, como el carbón ó el hidrógeno.

La fusión sencilla es desde luego susceptible de moiificar profundamente la compo­sición y la repartición de elementos, al determinar la reducción de una parle del com­puesto; por ejemplo: produciendo hierro á expensas de otra porción de materias.

Ese cambio suministra ya ciertos indicios sobre los límites de temperatura, entre los cuales la meteorita hft podido nacer ó ha podido atravesar,

3o6 LA REVISTA BLAKCA

* Mr. üaubrée ha observado también que algunas meteoritas fundidas se cambian en

una escoria rica en peridot cristalizado y en cnstatita ú otros minerales, quedando mez­cladas con granalla de hierro. El peridot así engendrado es un producto constante de las operaciones. Esto es muy notable, porque el i)eridot constituye el tipo silicatado más básico que existe á la vez en los meteoritos y en las rocas eruptivas, mientras que falta en los terrenos estratificados sedimentarios. Si se manifiesta cómodamente en las condi­ciones precedentes, es por la aptitud que tiene de cristalizar por fusión sencilla. Además en densidad sobrepasa de la de lai rocas eruptivas, circunstancia correlativa de su pre sencia en las mrts grandes profundidades accesibles del globo terrestre. Añadamos, para completar la enumeración de las propiedades del p>eridot susceptibles de jugar un papel en geología, que cede fácilmente una parte de sus bases (magnesia, óxido de hierro , bajo- la influencia del sílice en exceso, cambiándose por ello en silicatos más ácidos y menos fusibles. Parece, pues, que el peridot sea susceptible de representar el primer pro­ducto de oxidación del hierro y otros metales, contenidos tanto en el núcleo terrestre, como en los cuerpos planetarios.

De semejantes deducciones no hay más que un paso á una verificación experimen­tal. Mr. Daubrée procedió en seguida á él, sometiendo la therzolita, roca rica en peridot, á los mismos tratamiestos que los meteoritos, y, especialmente, á la acción del hidrógeno y el carbón. El experimento salió bien y obtuvo productos parecidos en los dos casos, y, especialmente, la regeneración del hierro metálico en granalla?, conteniendo también níquel, otro de los elementos de los meteoritos.

Ese experimento capital, apoyado por toda una serie de otros análogos, condujo á Mr. Daubrée á considerar diversos meteoritos como representando diferentes grados de oxidación de una masa inicial, compuesta principalmente de hierro. El peridot viene A. ser así una substancia fundamental en la historia del globo, es la escoria universal, y la historia misma de la tieria ¡se ha venido á tener por semejante hipótesis las condiciones comunes de la historia del universo.

El estudio de los meteoritos se ha convertido en uno de los fundamentos de la geología.

La comparación entre los meteoritos y las rocas de origen terrestre, puede aún lle­varse mucho más lejos, hasta el estudio del mismo hierro meteórico. En efecto, el exa­men concienzudo de las rocas y productos naturales encontrados en la superficie de la tierra, da lugar á otras observaciones del más relevante interés.

Se ha señalado en diferentes comarcas la existencia de masas considerablei de hierro metálico; masas atribuidas desde luego a frwri, sin pruebas directas, á caldas de meteo­ritos de los que no se ha conservado recuerdo. Pero un estudio más detenido ha llevado, después de algún tiempo, á suponerlas un origen puramente terrestre.

La cuestión ha sido resuelta con el descubrimiento en 1870 de masas enormes de hierro por Nordenskiold en Ovifak (Groenlandia). A las orillas del mar encontró quince grandes bloques metálicos, diseminados en un espacio de 50 metros cuadrados, el más

.voluminoso de los cuales pesaba cerca de 20.000 kilogramos. Una parte de esa masa fué enviada poco después á Estokolmo y sometida á un análisis cuidadoso. Yo mismo he podido examinar algunos trozos que me remitió el autor de este descubrimiento. Seme­jantes fragmentos ofrecen una composición y una estructura análoga á los hierros me-tcóricos; pero uno no podría asignarles un origen extra terrestre, porque esas masas están asociadas á rocas eruptivas del orden de Tos basaltos.

No se tardó en reconocer algunos otros bloques enormes de hierro, reputados hasta

LA REVISTA BtAMCA 307

entonces como ineteóricos; tales como los de Santa Caterina (Brasil), de 25.000 kilogra­mos de peso; el de Durango (Vizcaya), de 20.000; el de Canyon Diablo (Méjico), en el que se observaron huellas de diamantes; una aleación natural de hierro y níquel se en­contró en Nueva Zelanda, etc.

Lo que apoya esas aproximaciones, es que la mayor parte de esas masas sean, como las de Ovifak, de rocas basálticas. Pero el examen de ellas, ya al microscopio, ya con el auxilio del imán, ha revelado la existencia de glóbulos de hierro fundido. Eso ha llevado á considerar esos basaltos y las masas ferruginosas que la acompañan como trozos de cortezas internas del globo, semejanza tanto más verosímil cuanto que la densidad media del globo terrestre es muy superior á la de las rocas de la superficie y vecina de la del hierro metálico. El haberse hallado después masas de hierro nativo muy separadas de los basaltos y yaciehdo sobre granitos, hace, en verdad, que toda conclusión absoluta se considere como precipitada.

Observamos también que esos trozos de hierro nativo, así como los de hierro meteó-rico, contienen igualmente carbono. Este hecho lleva á buscar en las masas constituti­vas del núcleo terrestre, el origen del carbono que existe en su superficie; es decir, del elemento principal que ha contribuido á la formación del ácido carbónico y á la consti­tución de seres vivos.

Me será permitido recordar que he referido á una hipótesis semejante la formación de los petróleos, carburos de hidrógeno naturales, relacionándola con la de los acetiluros y otros carburos metálicos que he obtenido por síntesis. Los petróleos resultarán así de la acción del agua sobre los carburos metálicos naturales que existen en las profundida­des del globo. Esta hipótesi ha sido recogida después por Mendeleyef, que ha obtenido una nueva confirmación por el bello estudio de los carburos metálicos preparados por Mr. Moissan.

Tales son los hechos observados por el estudio de los aerolitos; tales son las hipóte­sis á las cuales se refiere su origen y nacimiento; tal es el conjunto de indagaciones sin­téticas que han venido á ser el punto de partida y que han tenido por objeto compararlas á las rocas y materiales tcrrestes, de suministrar sobre la formación de ellos nociones más penetrantes y una nueva luz sobre la«mísma constitución de los astros y cuerpos celes­tes. El sistema general de nuestros conocimientos sobre la geología y sobre la astrofísica ha recibido por él un considerable acrecentamiento.

}ñ. ^trthelot.

El placer de los oprimidos. La apoteosis de todas las tiranías ha quedado justificada en una sola frase, que repi­

ten á menudo todos los hombres en el comienzo de sus desesperaciones diarias: «La ven­ganza es el placer de los dioses. >

De los dioses, sí; de los dioses únicamente, y de los hombres endiosados por el reba­no humano. La venganza se ha contado por las gentes como un recurso excepcional de los optimates, de los superhombres de las patrias, y se les ha vinculado á ellos como un derecho excepcional y exclusivo. Los pueblos no pueden vengarse. Los oprimidos, los últimos, los más desnivelados, no pueden ejercitar la venganza. ¿Con qué derecho) ^Quié-nes son? ¿Qué representan? Como cuerpos físicos, como objetos sociales, son demasiado

¿0& L* BVIIT4 MLUtCA

insignificantes; carecen de un peso y una fuerza apreciable para exigir la continuación del equilibrio que rompa cualquier tirano, desde el zar de las Rusias al portero engreído y autoritario de la casa de un noble. Los pobres y los últimos no tienen derecho á la ven­ganza, porque ni pesan ni representan nada en el conglomerado de cuerpos que consti­tuyen el cuerpo social. Las injusticias sobre los pequeños no tienen importancia; sus vo­ces son débiles y no alcanzan á la altura de donde partió el rayo de la injusticia y del abuso. •

No; no se dice así, con esta brutalidad y esta franqueza, pero se obra en consonancia con semejante opinión por los burgueses y los tiranos del mundo. Es más; si en cualquier ejecución de un tirano, en vez de intervenir un calificado oprimido, uno de esos acumu­ladores de todas las injusticias de su época, de todas las opresiones conocidas, intervi­niese un hombre de más resistencia social, mejor vestido, más retribuido y menos lesio­nado en su ideal de justicia é igualdad, es seguro que la canalla que aguarda la salida del último periódico para gozarse con el relato deV último crimen, tuviese más piedad para el nivelador que protesta, que cuando se trata de un desgraciado sin clase.

Un vengador ilustrado, menos desiquilibrado en la lucha económica que Caserío ó Angiolillo, provocará menos odio entre los tolerantes de la desigualdad, que si semejante ejecución la comete cualquiera de estos hombres. Si mañana, cualquiera de esoj sublimes ilusos, como piadosamente se llama á los sabios que simpatizan con el ideal anarquista, harto de esperar este lento resbalar de la evolución hacia su idea, la empujase por la pen­diente con un hecho de fuerza, es seguro que lograría una mirada de compasión de la pandilla odiosa y que conquistaría una cantidad respetable de discípulos.

El hecho ha de ocurrir. El nombre del primer vengador ha quedado olvidado para los hombres. Fué el mis

desigualado, el más oprimido de todos. Pesaba muy poco para sus opresores para apre­ciar su separación de ellos. Los vengadores siguientes ya dejaron sus nombres, y Espar-taco, Aristógitónj Harmodio y Tousaint de Loverture significan algo. Pero un e.'iclavo, dos hombres y un pobre negro, ¿qué valen para el resto de los hombres? ¿Eran propieta­rios, poseían algún título oficial siquiera? Eran hombres, hombres como esos que conocen las criadas burguesas: los únicos hombres; hombres «in afeitar, sin botas charoladas, sin un traje correcto, sin ese tubo de felpa que da el título de caballero á las cabezas donde se coloca.

Cuando la ejecución de un tirano la lleve á cabo un caballero ó un gran hombre del mundo oficial, un cualquiera de los grandes políticos, arrepentido de pronto de sus erro­res sociales, un sabio de esos que llenan con su nombre un período en la ciencia, enton­ces... entonces, aunque ese pobre anarquista sea declarado loco, alcanzará para los que no creen en la locura un poco de compasión y de piedad, porque á las clases superiores les ha de parecer más hermano que un obrero sin trabajo que desempeñe idéntico papel.

¡Ah, el día en que los sabios, en que los grandes creyentes en la inmediata justicia pierdan por completo la esperanzal Ese día será terrible para todos los tiranos y todos los opresores del mundo, porque no habrá policía ni fuerza de ninguna especie que impida la explosión de un cereljro. La últ'ma bomba, la más grande y colosal, la más prepotente de todas, la más mansa é inofensiva al parecer, porque sin mecha aparente no se reco­nocerá por cualquiera. Una voz bastará para que explote y para que el último y verdadero Cristo se crucifique en el espacio con los buenos y los malos ladrones que le rodeen.

Nos vamos aproximando al lugar del suplicio. Los grandes desesperados son seres inteligentes, sabios sin esperanza. Vaillant era un discípulo de Spencer, y desde Vaillant

LA RBVIBTA BLANCA 3 0 9 '

al vengador de Plehve, ninguno de esos bravos vengadores há pertenecido á un hombre que careciese de cultura. No fueron sabios creadores de una máquina ó de un sistema, pero fueron los nuncios y los correos del primer renovador que ha de venir cualquier día, cuando uno de sus opresores que se reparten el mundo extreme su crueldad.

Esos pobres y esos desesperados harán el bien de los hombres. J a gloria y el placer de los oprimidos está en dejar á falta de bienes y riquezas materiales más despejado el campo para todos los hombres que son sus herederos.

El placer de los oprimidos es la ejecución de los tiranos; si se quita á los desigualados ese placer, esa compensación y restablecimiento del equilibrio, habrá que darles la feli­cidad que usurpan los demás hombres.

¡Rafael Urbarjo.

^ S C do AStroxioxxiL€u IV

LÍOS planetas inteHopes. Dirigiendo nuestro vr.elo hacia el sol, no extendiendo nuestras alas á la luz, porque

seiía demasiado despacio para el viaje que proyectamos, sino de nuestro pensamiento, la primer isla que aparece en el éter imponderable es el planeta Mercurio.

Mercurio boga con una velocidad de 46 kilómetros 811 por segundo, y tarda ochenta y siete días, veintitrés horas, quince minutos y cuarenta y seis segundos en recorrer su órbita de 356 millones de kilómetros, que se halla á una distancia media de 56 millones de kilómetros del Sol.

El afio mercuriano es, por consecuencia, cerca de ochenta y ocho días terrestres, y como este planeta, semejante á la Luna respecto de la tierra, ofrece siempre el mismo lado frente al astro radiante, no cuenta para sí más que un día en su afto. Hasta ahora no ha podido señalarse la presencia de ningún satélite que gravite á su alrededor.

El diámetro de Mercurio es de 4.800 kilómetros, y su circunferencia de 12.120. Su volumen es diez y nueve veces mayor que el tie la Tierra, y su peso unas diez y seis veces más pequeño. La pesadez de su superficie es la mitad más débil que ésta, y la densidad de los materiales de que está constituido es VK más fuerte. La atmósfera de este pequeño mundo es más densa y elevada que la nuestra, y su topografía nos es desconocida por completo en la actualidad. " ^

Pretender sacar de estos datos, absolutamente insuficientes, una conclusión sobre los eventuales habitantes de Mercurio, sería evidentemente prematuro, y lo mismo que la pregunta: «(Mercurio ená habitado por seres análogos á nosotros?», es puramente ociosa.

Sin embargo, después que las ciencias han demostrado que no hay ninguna línea divi­soria absoluta entre la naturaleza inorgánica y la naturaleza orgánica, y que el análisis espectral ha revelado, no solamente el origen común de todos los planetas, así como la unidad constitutiva del universo, es cierto que la hipótesis de la pluralidad de los mun­dos habitados es un hecho rigurosamente científico. Está además fuera de duda que cada estrella es un laboratorio, ea el que se preparan los elementos de la yida órgAnica, y qiie cada planeta, salvo algunos accidentes, es, ha sido ó puede llegar á ser, un hopj: de vida variada y múltiple.

*

5IO Uk RXVurA HUMCA

Regresando del Sol, el segundo planeta que encontramos sobre nuestro camino es Venus.

La estrella de la mafiana y de la tarde gravita alrededor del astro del día á una dis­tancia media de io8 millones de kilómetros, con una velocidad de 34 kilómetros, 600 por segundo, y emplea doscientos veinticuatro días ' /u en recorrer su órbita casi cir­cular j larga 672 millones de kilómetros.

El año de Venus es, por consiguiente, de doscientos veinticuatro días y '/lo de los nuestros.

Por lo que se refiere á la duración de los días de cada uno, todavía no hay un acuer­do definitivo.

En 1866 Cassini dedujo que Venus gira sobre sí en veintitrés horas y quince minu­tos. Esta opinión, generalmente aceptada, fué puesta en duda por el astrónomo Schia-parelli, quien pretende que nuestro vecino planeta verifica su movimiento de traslación alrededor del Sol, presentándole constantemente la misma superficie, lo que hace que la duración del afío (viaje alrededor del Sol) sea igual á su día (movimiento del planeta so­bre su propio eje).

No parece, sin embargo, que sea así. A pesar de las dificultades inusitadas que pre­senta la observación de Venus á consecuencia de su brülo y de las irregularidades ob­servables en su disco Mr. Belopolski, del Observatorio de San Petersburgo, ha podido comprobar en 1901 que la rotación de Venus era de veinticuatro á veinticinco horas, se­gún el cambio de las rayas del espectro. El descubrimiento de Mr. Belopolski confirma la opinión emitida sobre este mismo respecto por Camilo Klammarión en 1898. Parece probable que Venus gira sobre su propio eje, como la Tierra y Marte, y en un tiempo sensiblemente igual.

Tampoco se ha observado hasta el presente la presencia de ningún satélite. El diámetro de Venus es casi igual al de la Tierra, es de ia.700 kilómetros; su peri­

feria es de 39.880 kilómetros. La densidad de los materiales que lo componen y la pesa­dez de su superficie no son sino un poco menores que las nuestras. Su atmósfera está formada por gases como los nuestros, únicamente en densidad es doble, lo que debe ten­der también á igualar con la nuestra su temperatura, que recibe del Sol, el que ofrece desde Venus un diámetro aparente de 43, mientras que sólo es de 32,3 desde aquí. Casi dos veces más calor que en la Tierra.

Añadamos aún, para terminar este capítulo, que los planetas interiores Venus y Mer­curio nos ofrecen, como la Luna, sus fases, que corresponden á las posiciones que ocu­pan alrededor del Sol respecto de nosotros, y que, anegados en la luz del astro del día, aunque más próximos, nos son menos conocidos que los planetas exteriores de nuestro mundo solar; esto es, los que giran más allá de la órbita de la Tierra.

f«derico Sfackelbtrg-

LITERHTüRfl IKTERNfleieNHL Temporada teatral de I903*I90«. en Italia.

Antes que Brieux, el dramaturgo francés, di«e á la escena su oVa Materniié, se es­trenó en Italia, con el mismo título, un drama de Roberto Braceo. En nada se parecen, sin embargo, esas dos piezas. Al paso que Brieux fulmina contra el desamparo en que dqa la aockdad á la mi^et que da á luz un ntfio sin padre legal, Roberto Braceo estudia-c ^ faétm, ti ÍO^BIO ét poteúte maütetaií y la iaaportancia secundaria que, en el seno

LA kBVIStA UJIMCA 3t l

de la mujer, tiene la paternidad. De ello se desprende que el niño corresponde á la madre. Tendría que liberarse, pues, socialmente, á la mujer de los convencionalismos de nombre, de honra y garantirle el respeto del mundo y los medios de conservación para el niflo que dé á luz, haciendo caso omiso del capricho ó de la voluntad del engendrador. En la obra del dramaturgo napolitano campea la audacia paradójica, sin que ello sea en me­noscabo de 1.1 inspiración lírica ni del humorismo del mismo. Se siente, en su obra, el hábito de una poesía apasionada por la humanidad y, sobre todo, por la mujer. Braceo es un feminista sin sectarismo. A su arte, como al de Giacosa, se debe la exportación de la actual dramaturgia italiana al extranjero.

De Marco Praga, el autor de AlUluia, se estrenó la Ondina. Un joven de mediana ele­vación intelectual, aún respetuoso para nimios convencionalismos sociales, se enamora de una bailarina que nunca tuvo amante-, preciase de corregir los vicios de educación y las costumbres de su querida, casándose con ella. Pero este matrimonio, lo mismo para él que para ella, da lugar á un desastre. Aunque honrada y fi'l, la bailarina no puede prescindir de su propio medio, ni dejar de visitar á sus amigas ni renunciar á las frivoli-daces pueriles de su pasada existencia. Esto hace sufrir lo indecible á su e?poso; pero éste es débil, se halla enfermo y no puede dominarla moralmente. Por esto se entregí, contra ella, á brutalidades, lo cual obliga á su cara mitad á abandonar el domicilio con­yugal una noche que él la abofetea. Un bondadoso amigo logra, sin embargo, hacerla reintegrar en casa de su esposo, á pesar de lo cual no renace allí la paz. Empeora el ma­rido y ella, resignada, le cuida con cierta dulzura. Como el amigo se halla casi siempre presente, acaba ella por decirle que le ama. Ambos prometen casarse para cuando el marido hayii muerto.

Esta obra revela un perfecto sentido de la realidad humana, en la primera parte, hasta la escena del bofetón, que acarrea la ruptura; pero en la segunda el autor recarga la nota. Marco Praga se preocupa, no de la literatura por la literatura, sino de la verdad por la verdad: no es, como d'Annunzio, un estetista brillante, deslumbroidor y vacío, que ciega con su magnificencia. Ha sabido rodear con una atmósfera vaporosa de sentimentalismo conmovedor el pacto amoroso que hace la bailarina, mientras aguarda la muerte de su marido-, atenuando así la triste revelación de realidad brutal que envuelve para el público su proceder.

D'Annunzio, con su tragedia pastoril La Hija de Jorio, ha alcanzado su primer triun­fo en la escena; sus anteriores piezas, harto emperifolladas, carecían de vida y de sangre.

El asunto de La Hija de Jorio no es, sin embargo, de la propia cosecha de d'.\nnun zio, el cual lo tomó de un cuadro de Michetti, su amigo, su Mefistófeles y su mentor en cosas de arte y de amores. Ha engalanado ese tema popular con coplas populares, y ya es sabido el mágico asimilador que es d'Annunzio de lo que no es suyo: verdadero fenó­meno de adaptación literaria; actor de las letras que personifica todos los papeles, sin vi­vir ni hacer vivir personalmente alguno.

Por primera Vez, con esta obra trágica, d'Annunzio ha dado muestras de simplicidad, de naturalidad y de ingenuidad, lo que ha hecho el triunfo de La Hija de Jorio. La obra, además, se desarrolla con rapidez, con vigor y hasta con brutalidad, lo que hace las ve­ces de acción. Ha sido un triunfo, pues, un accidente fortuito en la carrera teatral del autor del Intermezzo.

En Maridos fíeles, Tratessi pinta, con finura y penetración, los medios elegantes ita­lianos, lo que hace de él un autor de salón. De Butti se estrenó E¡ Cuclillo, comedia tam­bién brillante. El Cuclillo es un audaz adolescente, hijo de un viudo que corteja á una viuda. Ese petimetre pasea su elegancia en un balneario, entre su padre y la hechicera viuda, haciéndolo con tal arte, que consigue obtener los favjres de la billa dara.\. El papá queda liquidado.

Y nada más %t estrenó que valga la pena de ser mentado. • * *

La princesa d'Erminge, novela, por Marcel Prevost. París. En Varis, si se quiere tener un nombre sonado—como ocurre en Londres, en Berlín,

en Madrid y donde quiera florezca esa superchería de la civilización moderna—, hay que adular y acatar las influencias mundanas. Naturalmente, cuando un autor tiene la fuerza

312 LA REVISTA BLAHCA

hercúlea de un genio, envía al traste todo ese amasijo de tonterías convencionales, y con sólo el poder titánico de su mente, triunfa. Pero eso del genio escasea tanto como la sin­ceridad entre la gente grande; sólo los chicos, la gente menuda, son en verdad los genios de la vida, por sus agudezas, sus travesuras y sus verdades exentas de disimulo.

Marcel Prevost no es un genio, sino un literato... de los listos. Quiere conciliar lo in­conciliable: las ideas viejas con las ideas nuevas, y no nos da, cual dicen los fabricantes de chulerías, ni chicha ni limoná. Todo eso de la trastienda moderna—como no es otra cosa el arte de Prevost y sus congéneres—, tiene por causa el vellocino de oro, el aborre­cido y adorado dinero: se hace hoy literatura por medrar, no por ennoblecer.

Prevost ha tratado, no sólo con simpatía, sino con embeleso, del estúpido festín, sin interrupción y sin generosidad, que es la vida mundana de Paris, en La princesa d'hrmin-ge, á todo lo cual, con ladina trastienda, ha dado cierto tinte de filosofía revolucionaria. Pretende pintar la parte de la «vida de París, hecha de arte y de escándalo, de amor y de negocios, de miseria negra y de insolente elegancia», todo loque á su juicio, mediano juicio, envuelve el parisianismo u'.tra moderno. Y nos da, en realidad, un pastel... de nuevo-estilo (nada más antiartístico existe—como padrón de ineptos—que el nuevo estilo).

Con cursilería moralista—esto es, divorciado de la moral sin trabas, nos presenta á la princesa Arlette d'Erminge, al príncipe Cristian —su infiel esposo, al vizconde Remi de Laserrada, su desgraciado amante, y á la condesa Magdalena de Guivre, su rival. Con tal motivo - n o faltaba más—desenvuelve la madeja—¡oh áurea madejal—de la escolás­tica femenina... que tan del gusto es de los buduards, de los salones y de los dormito­rios que, por artes de la sierpe paradisíaca, hacen la ley á cierta parte de París, del llano París. La coquetería es, en verdad, la suprema sabiduría... para ese costurero de la lite­ratura, que es Prevost.

Y vamos al argumento, lector, para que no barruntes que, por paradoja, me deleite yo en las fruslerías de ese Prevots. El príncipe Cristian de Erminge, menesteroso de di­nero, se casa con Mlle. Arlette de Gudére, hija de un acaudalado financiero que quiebra después, para eso de la providencia... de los malos literatos, y el casamiento, además, lo hace el príncipe—en loor del respeto maternal—por orden y gracia de su apergaminada y ridicula madre, con ridiculez de abolengo, la princesa Carlota Guillermina. Arlette es frágil de cuerpo, como un lirio, y delicada de alma como un anhelo de doncella que no ha estado en convento alguno. El príncipe Cristian, como indómito príncipe, no puede tolerar ninguna cadena, y eso 61 que, .con sus privilegios, encadenara á tantos fauto­res de su bienandanza. Es guapo, robusto y, sobre todo, brutal, que es lo que más place á las hembras... distinguidas. Se casa, no sólo por eso de los monises, sino también para perpetuar, es un decir, su dinastía y para conservar, además, á su querida .Migdalena de Buzet-Raincy, avispada viuda del conde de Guivre, pira salvar las apariencias del adul­terio correcto. (En París, entre la gente mundana, hay que vivir bajo la ley de la correc­ción, suprema mixtificación.) El arte de Magdalena—fruto maduro del parisianismo—, consiste en dominar y amansar á la fiera, que es el príncipe Cristian. Es esta una psicolo­gía—que nos permita decirlo l'revost—de las mis rudimentarias, sobadas y, con exceso, cursis.

Casada la princesa de Erminge así, esto es, sin el homenaje conyugal que la debe su esposo, busca los solaces amorosos en brazos del lindo mancebo y de la ligera cabeza, que es el vizconde de Lasserrade, ideal de mundanas, semimundanas y mujeres, en mal/ de doncel... cruel.

Esto, naturalmente, para un psicólogo de lógica baladf, es inconstante y pasa á ser, también, el querido más requerido de la dúplice Magdalena de Guivre, á quien Cristian quiere más que á su esposa... legal y pecuniaria. De ahí proviene luego, con perfecto co­rolario sentimental y brutal, el lance entre ese galancete, Remy de Lasserrade, y el fiero príncipe Cristian, con el asesinato—en el propio duelo—de! primero.

Mas el tronco de la obra no es esto: el ladino Prevost no quería resultar tan trivial y se las dio de socialmcnte subversivo... mas ¡cuan moderado! Pues la princesa d'Erminge, la esposa de Cristian, quedó encinta de Lasserrade, cuando éste—con la donosa ligereza del perfecto Don Juan de esa gente—\& abandonó por la felina Magdalena de Guivre, causa del duelo. Y Arlette d'Erminge no es dada á hipocresías mundanas, y confiesa con lealtad su estado interesante al príncipe, que la engaña, como hemos dicho, á su vez, Y

LA RXVIITA BLANCA 3'3

el príncipe se sulfura con la mayor indignación, y echa de su casa á la princesa con la mayor brutalidad, sobre todo porque el padre de ella quebró después del matrimonio y no le aporta la desvalida mujer—verdadero lirio en este valle social—la dote que hubie­ra de disculpar los vestidos de ella, que le salen tan caros, y los vicios mundanos de él, que no le salen menos costosos. Y la princesa, herida en lo más profundo de su alma recta, cursilmente recta—pues no es revolucionaria con osadía—se larga en silencio á ocultar en secreto el fruto de sus entrañas y del Reray que muere en duelo, al cual, des­pués de morir, llora ella con el mayor cursilismo cristiano. Y esa princesa, en su retiro, es sostenida por su ex doncella, que hace de modista, y por su renta de 2.000 francos anuales, consolándola á lo último su primo el filósofo, harto contemporizador.

Tal es la últiiua novela de Prevost, cpn la que no hay que dejarse engatusar. •Suciano Jifaupin-

* Pcrfi I Noviembre 1904. — — ^ B W » • ^ — Í M — — ,

RBS:P01srS^BIXjIIDA.IDBS D R A M A E M C U A T R O

( CONTINUACIÓN ) A C T O S

t .

COMISARIO

(Sentenciosamente.) Sabed que la justicia no tiene pretexto, sino motivos, iMotivos graves! Estáis acusado de formar parte de una aso­ciación de malhechores.

MME. KEMAUD

¡Una asociación de malhechoresl |Mi ma­rido formando parte de una asociación de malhechoresl ¡Estáis loco, sefior Comisario! Renaud es un hombre honrado. Y sin las es-úpidas ideas que tiene dentro de la cabeza

y que son la verdadera razón porque le bus­cáis, nadie tiene que reprocharle nada. |Lo oís!

COMISARIO

(Ligeramente cotuiliador.) Os conmino, se-fiora, á medir vuestras palabras frente á un magistrado con funciones. Si no, tendré que tomar medidas contra usted. Son, justamen­te, sus opiniones anarquistas, que son las 'deas de los malhechores y que fuerzan á la sociedad á tomar sus medidas contra aque­llos que las profesan.

RENAUD

(Ve á la policía que te rodea, hace un gesto para echarse sobre ellos, pero los que están tras ^ ti, se lo impiden, reteniéndole\ cada uno por **n brazo.) ¡Soy yo el que es un malhechor

COMISARIO

En vuestro propio interés, os ruego no me obliguéis á usar de violencias contra usted

JORGE V JULIETA

(Asustados.) ¡Tapa! RENAUD

(Dominándose, tranquilo.) ¡Hagan ustedes lo que quieran! ¡Revuélvanlo todo! Deshagan mi cama, muévanla en todos sentidos, arriba, abajo. ¡Sois los más fuertes!

COMISARIO

Obramos en virtud de la ley. RENAUD

(Encogiéndose de hombros.) Yo quisiera saber lo que pesaba la ley si no tuvieseis la fuerza. Y puesto que lá tenéis, no he de discutir con vosotros. Obrad como queráis. Yo no respon derémás.

COMISARIO

Está bien. Estáis sefialado como anarquista militante. Por lo demás, vos mismo lo habéis oído ahora, vuestra mujer lo reconocía: sois partidario de esas teorías detestables, que tienden nada menos que á negar toda auto -ridad social...

AGENTE I."

(Que viene de registrar la cómoda.) Un pa­quete de cartas.

COMISARIO

(Cogiéndolo) ¡Veamos! (viéndolas.) ¡Calla! ¡calla! ¿Quién es éste, este Thierry que os re­comiendan? (Renaud le mira y le vuelve la es­palda.) ¡Yo os pregunto! (Renaud permanete callado.) '

3'4 LA REVISTA BLANCA

MME. RENAUD

Puesto que tenéis la carta, no tenéis más que leerla. Bien veis que este es un país en que se recomienda para el trabajo.

COMISARIO

Veremos de colocarla en el apartado. Ya lo esclareceremos. ¿Y quién es ese Thierry?

AGENTE 2.°

(Que viene de la segunda habitación, trae al­gunos libros y periódicos.') ¡Ved qué títulos tan sugestivos! La propaganda revolucionaria. Táctica anarquista, El partido obrero y la re­volución.

COMISARIO

(Uniendo los libros á las cartas.) Está bien eso. Hace bastante. (Viendo que el registro ha terminado.; ¿Ha terminado? ¿Han registrado ustedes todo?

L o s AGENTE.S Sí, seftor; todo.

COMISARIO

(Indicando un cofrecillo sobre la cómoda.) ¿Y eso? ¿Se ha visto lo que hay dentro?

AGENTE I.°

¡Calla! ¡No había reparado! [Lo coge con precaución y trata de abrirlo.) Está cerrado con llave. (Deja con prudencia el cofre.) Pues­to que no se sabe...

COMISARIO (/f Renaud.) ¿Qué hay en ese cofre?

RENAUD (Con ironía.) Abridlo.

COMISARIO

{Nervioso.) ¡Abrirlo yol RENAUD

No estoy pagado para daros gusto. {A su mujer.) Dales las llaves, serían capaces de romperlo. (Mme. Renaud coge una llavecita de una taza y se la entrega al comüsario, que la coge y duda si abrir ó no abrir.)

COMISARIO

¿No queréis abrirla vos mismo? Bien, la llevará uno. (A uno de los agentes.) Tomadla, y cuidado con sacudirla. {El agente la coge temeroso, mientras el comisario empaqueta las cartas y los libros. Cuando ha terminado, d Renaud:) Me veo en la necesidad de arres­taros.

RENAUD

Creía que sólo traíais orden de registrar. C0.MISARIO

(Sacando un papel del bolsillo.) HE aquí un segundo auto de prisión, cuya instrucción se dsja á mi aprecio, aplicarle 6 no, según los resultados del registro. Vuestra afiliación al

¡ partido anarquista, de la que he podido dar­me cuenta, no deja duda alguna, y os arresto.

1 (La aprehensión debe indicarse por el juego \ de los actores, teniendo cuidado de tío llegai 'á . la carga)

REN'ALD

(Conteniéndose.) No os hace falta gran cosa para constituir cargos. Pero no se discute con la fuerza. Llevadme, puesto que tal es vuestro placer.

MME. RENAUD

¿Pero no te dejarás llevar? (Al comisario.) ¿Qué va á ser de mis hijos si lo detenéis? ¡No hagáis caso de lo que he dicho! Yo estoy loca. Que mi hombre piensa como quiere, ¿es que no tiene derecho para ello? Vivimos en una República. ¿Es que en la República no se tiene el derecho de pensar como uno quiera? Si sus ideas nos hacen daño, eso no importa á nadie más que á nosotros, después de todo.

C0.MISAR10 Yo ejecuto las órdenes que he recibido.

Concluyamos. MME. RENAUD

(Echándose al cuello de Renaud.) No; no os le lleváis. No ha hecho nada y es preciso que coman mis hijos. ( 4 los niños.) Se quieren llevar á vuestro padre, ponerlo preso. Vos­otros no le dejaréis marchar, ¿no es cierto?

JORGE Y JULIETA

(Se estrechan contra su padre.) ¡Papa! No queremos que te lleven.

JULIETA

Papaíto, no sigas á esos hombres feos. Son malos.

COMISARIO

(Arrogante.) Es ridicula esta comedia. (A Mme. Renaud.) Si no hacéis callar á vuestros niños, 08 detendré también. (A los agentes.) Vamos, acabemos.

RENAUD (Mirando fijamente d los agentes, que hacen

LA RIVIStA BLAMCA . ^5

"« movitniento para apresarle.) No me to­quéis. (Tratando de calmar á los niños.) Va­mos, queridos, sed razonables. No lloréis. Yo volveré en seguida. (Toma á Jorge en brazos y le abraza.) Sé bueno con tu madre, mi pe­queño Jorge; obedécela. {Deja al niño y toma á la niña.) Y lú, Julieta, continúa siendo buena. {Abraza d su mujer.) Y tú, mi pobre vieja, ¿qué va á ser de ti? Vosotros sois los que vais á sufrir más ahí dentro. ¡Mi sueñO' sin embargo, erahacercs más dichosos! (JFíac^ un esfuerzo para no enternecerse. Al comisa­rio.) Vamos; estoy pronto.

{Los policías rodean d Renaud, que sale con ellos. Mme. Renaud se precipita hacia la puer­ta y grita con angustia:

MME RENAUD

¡Renaudl ¡Esposo! {Vuelve, se deja caer so­bre una silla, toma d sus hijos en los brazos y llora.) ¡Hijos míos, qué va á s^r de nosotrosl

TKl.ON ESCENA III

Dichos, la Portera y luego Mme, BalUvet. LA PORTERA

(Que llega sofocada.) ¡AK, Dios míol ¡Qué desgracia! ¡Esta pobre señora Renaud!

DURIER {A las vecinas.) Es menester trasladarlos 1

otra habitación donde el aire sea más puro. Vamos, señoras, hagan ustedes el favor de ayudarme á llevarlas lo más pronto posible. {Las vecinas avanzan)

LA PORTERA

Va á venir el comisario. Yo he enviado á mi chico áque lo avise. Y es preciso no to­carlos antes de que venga.

DURIER (Con rudeza) ¡No estáis poco loca! Cree us

ted qfle voy á esperar cuando la vida puede depender de un momento, de la prontitud con que se prodiguen los cuidados necesa­rios. (/í/a Vecina T.») Coged, señora, coged á Mme Renaud por las piernas, mientras yo la cojo por los brazos. {La vecina ha¿e como ti dice. A las otras dos) Ustedes, señoras, co­jan á los niños. (Z<7í vecinas y Durier traspa­lan al otro cuarto d las víctimas y la portera les sigue.)

LA PORTERA

Pues debe usted saber que no debe tocarse á un suicida antes de que se presente el co­misario. Si después hay alguna historia, no diga usted que no lo he advertido. Yo me lavo las manos. [Se detiene á la entrada.)

DURIER

(Desde dentro del cuarto.) Bueno, bueno. Todo va á mi cargo. (A las vecinas que lé ayudan) Desnudarlos y friccionarlos.

MME. BALLIVET

{Parándose en la tuerta.) <Qué es lo que ocurre, señora Torlet?

LA PORTERA

(Haciendo grandes gestos.) Es usted, señora Ballivet. Ya me veis toda sofocada. Ved, un suceso én la casa. ¡Ah, no faltaba más que estol La señora Renaud que se ha asfixiado

ACTO SEatTNDO La misma decoración que en el acto anterior-

Un poco menos decorada, pues Í Í ve que todo lo que ha podido pasar á manos del trapero ha pasado. Mme. Renaud yace en la cama, sin colchón, con los dos niños abrazada. Un brase­ro casi apagado se consume en medio de la ha'' bitación. Transcurren algunos momentos entre la primer escena y la subida del telón.

ESCENA PRIMERA Mme. Keuaacl y los dos niños aoostados

en la oama. (Se oye golpear en la puerta, vuelven d lla­

mar y luego más fuerte. Se oyen abrir puertas en el corredor y un ruido de voces de mujeres. Suena un golpe más fuerte que los otros.)

DURIER

{Desde fuera.) ¡Señora Renaudl... {Silencio. Nuevo ruido de voces.)

UNA VOZ DE MUJER

Seguramente está en casa. Yo no la he oído salir. Esta mañana vino su niña á pe­dirme un cojedor de carbón; y después de eso no les he oído removerse.

DURIER

(Desdefuera.) ¡Señora Renaudl {Silencio. Otro golpe en la puerta.) ¡Señora Renaud! {Otro golpe.) Tanto peor, hundiré la puerU. {La puerta cruje bajo el empuje. (Seguramente una desgracia. Huele á carbón. ¡Señora Re-

3 i « LA RIVISTA BLASCÁ.

naud! {La pueria cruje de nuevo. Al fin cede. Durier, seguido de tres vecinas, eníraprecipita­damente.)

ESCENA n Durier, Vecina 1.', Vecina 2.»

7 Vecina 3.* DURIER

(Se detiene ante el lecho. Las vecinas quedan en la puerta.) Es lo que temía. Se ha asfixia­do. (Corre hacia la venianay la abre violenta-ptente, vuelve á la cama y examina á ¡os niños.) ¡Nadal (Toma d Mme. Renaud) ¡Nada! ¡Siem­pre nada! ¿Habremos llegado tarde? con sus dos niños. Y además, un señor que está atal dentro, que manda y ordena, sin querer esperar al comisario, á quien he man. dado llamar. (Durier vuelve y las vecinas s-quedan en la otra habitación^

DURIFR ¡No tengan ustedes miedo en frotar! ¡No

dejarlos! ¡Friccionarlos siempre! Se ha visto á muchos asfixiados y ahogados volver en sf después de algunas horas de cuidado. Mo­verlos también los brazos, para despertar la función de los pulmones. (A la porteta.) Será inútil buscar aquí alcohol ó vinagre (Dándo­la dinero^ Tenéis la obligación de ir á bus­carlo. Usted ha hecho llamar al comisario. ¿Ha pensado usted al menos en ir á buscar á un médico?

LA PORTERA

¡Un médico! No; no he pensado en ello. DURIER

{Encogiéndose de hombres^ Está bien eso. Como si un médico no fuese más preciso que el comisario. (A si misma.) ¡Oh, siglo de las luces! (A la portera.) No siendo yo del barrio no sé donde encontrar uno. Es menester que usted se encargue de encontrarlo; cualquiera, el más próximo. Si hay una probabilidad de salvarlos no hay tiempo que perder.

LA PORTERA

Es que yo no puedo abandonar mi puesto. Yo >i puedo ir á buscar el alcohol. Hay un comerciante de vinos en la caSa. Quizá ma. dame Ballivet querrá ir en busca del médico.

MMB. BALUVET

SI. <Cuál es el más cercano?

LA PORTERA

(Yéndose ÍOH Mme. Ballivet.) ¿El más cerca de aquf? Yo creo que es Choursky, sabe us­ted... en la Avenida... á la izquierda.

UNA DE LAS VECINAS

(De la otra habitación.) Parece que se ha movido Mme. Renaud.

DURIER

Quizá se les podrá salvar, (Pasa al cuarto.) Sí, parece que la piel se colorea. Sigan uste­des frotando mientras yo la muevo los brazos.

ESCENA IV 17n mnchacho. Comisario 2.°, el Secreta­

rio, Agente 3." y la Portera. UN MUCHACHO

(Asomando por la puerta.) Es aquí, señor comisario.

COMISARIO 2.°

(Entra seguido del Secretario y del Agen­te 3.°) En efecto, huele aquí á carbón... No se respira el lujo... ¿Hay alguien?

EL SECRETARIO

(Avanza y designa la puerta de otro cuarto.) Hay otra habitación, señor comisario. Se oye ruido.

UN MUCHACHO

(Acercándose á la puerta del otro cuarto.) ¡Madre! Es el comisario.

LA PORTERA

(Corriendo hacia el muchacho.) No se te caerá la lengua de decir señor. Anda á la portería. (El muchacho sale. Al comisario con volubilidad.) No hace falta enseñarle á ser bien educado. Esto es una horrorosa desgra­cia, señor comisario. Con sus dos niñOs tam­bién. ¿Quién habría pensado en eso? Pero se espera salvarla. Ha sido uno de sus amigos el que ha forzado la puerta. Yo no quería que se tocara nada antes de llegar usted; pero ese seflor ha hecho y deshecho como si fuese su casa.

COMISARIO 2.°

Ha hecho bien. Hay que tratar de salvar­los si aún hay tiempo. Pero decidme, ¿cómo ha ocurrido esto?

LA PORTERA

Es una vecina, Mme. Renaud, que se ha asfixiado con sus dos niños.

LA XtVllTA BLAMC* 317

COMISARIO a.*

Bieu. jSe les ha auxiliado? LA PORTERA

Sí. {Indicando la segunda habitación). Ahí hay unas vecinas con ese señor.

COMISARIO 2.°

Entonces, <no están muertos? LA PORTERA

Creo que la madre se ha movido; pfcro yo temo que los niños...

COMISARIO 2.°

¿Se ha llamado á un médico, por lo me­nos?

ESCENA V Oomlsario S.o, la Portera, el Secretario,

el Agente 3.° y el nédioo. LA PORTERA

Sí, señor; una vecina ha ido á... {Se detiene viendo entrar al médico.) Justamente está aquí.

EL MÉDICO

{Seguido de Mme. Balltvet) Aquí me te­néis, señor comisario.

COMISARIO 2.'

{Saludándole.) y a. sahéxi, pues, de'lo que se trata, señor doctor. Un suicidio. Las vícti­mas están en esa otra pieza. Si quiere usted tomarse la molestia de entrar. {El doctor pasa al cuarto, eomo Mme. BaUivet. El comisario les sigue, y al llegar á la entrada, vuelve y dice al secretario^ Tomad algunas declaraciones complementarias á la señora mientras veo qué hay que hacer. {Se va.)

ESCENA VI La Portera, el Seoretario y el Agente 3.°

EL SECRETARIO

(A la portera.) ¡fX^^é ti \o que hacía esta señora Renaud?

LA PORTERA

Lo que encontraba. Asistía, zurcía la ropa. Pero desde hace tiempo no encontraba nada que hacer.

EL SECRETARIO

Vamos, ha sido la miseria la que la ha lle­vado al suicidio. ¿Era casada?... ¿Viuda?

LA PORTERA

Estaba casada, pero su marido está preso desde hace seis semanas.

EL SECRETARIO

|Ah, su marido está presol... ¿Y por qué delito está preso?

LA PORTERA

No sé nada... Creo que por política. EL SECRETARIO

[Ya, ya! Será un anarquista, estoy seguro, ese Renaud. Ya nos dan bastante trabajo como éste, sin que se mezclen sus mujeres.

LA PORTERA

¡Pobre íeñor Renaud! ¿Qué va á ser de él cuando se entere de esto? ¡El que quiere tinto á sus niños!

EL SECRETARIO

Pfft... ¡Un anarquista! LA PORTERA

Yo, ya sabéis, no sé aada de poUti¿a: anar­quistas, socialistas, realistas; yo creo que los pobres como nosotros valdría más que se ocupasen de sus quehaceres que atiborrante de esas historias, en las que sólo sacan partido los pillos. Yo no sé lo que era el señor Re­naud. Jamás oí hablar de política á ese hom­bre. Pero era una buena persona; jamás hacía ruido. |Y lo que amaba á su familia!... Había que verlo. 4SÍ mueren los niños, cuando lo sepa va á recibir un golpe terrible!

E L SECRETARIO

Y si amaba tanto á su familia, ¿por qué se hizo arrestar?

L A PORTERA

jAh!, de eso yo.no 4é nada. Pero segura­mente no lo ha pedido él. Y puede ser que se hayan equivocado.

EL SECRETARIO

Pero para que se le haya preso es preciso que se tuviesen cargos en contra suya. Puede suceder que la justicia se equivoque. Pero es extraordinariamente raro.

AGENTE 3.»

Además. ¿Es que los anarquistas se ftguraa que se les va á dejar saltar las casas y ma­tar á las gentes, sin decirles t|ada? Se les hará ver lo que cuesta.

LA PORTERA

Yo no sé nada de eso. De todos modot, esto e* muy triste. (Viendo que no se la inte-

.Íi8 LA REVISTA BLAMC*

froga.) Si no tiene usted que preguntarme más, voy á ver si allí tienen necesidad de raí.

EL SECRETARIO

(Que ka tomado notas.) No; podéis ir. (La portera pasa al otro cuarto.)

ESCENA VII El Secretuáo y el Agente 3.°

EL SECRETARIO

¡Lo que se va á incomodar el jefe cuando llegue á enterarse de que son anarquistas! Ya tendrá la mosca tras de la oreja. Tiene bas­tante mundo.

AGENTE 3.°

El hecho es que desde hace tiempo esos miserables no nos dejan descansar, y hay que levantarse á las cuatro de la madrugada, todos los días, para sacarlos de la cama.

E L SKCRETARIO

(Acercándose d la puerta del cuarto.) ¿Qué es lo que hacen ahí dentro? Hace ya tiempo que están ahí. (Volviendo.) Están frotando á los «macabcos». (Se oye un suspiro.)

AGENTE 3.°

(Yendo á ver también.) Parece que ocurre algo. Me parece que la madre vuelve á la vida, (Da un paso para entrar, p(ro vuelve.) Esas pobres criaturas, tan bonitas, siguen lo mismo. Temo que no pueda hacerse nada por ellas. La madre acaba de suspirar. (Entra la portera.)

ESCENA VIIÍ El Secretario, el Agente 3.o, la Forte»

7 luego Dorier. EL SECRETARIO

'.^Deteniendo á la portera.) ¿Bien? ¿Qué hay de nuevo?

LA PORTERA

Que la señora Renaud ha vuelto en sí; pero no reconoce á nadie. Lo único que dice es: «¡Oh cuánto sufro! |Mi cabezal ¡Mi pobre cabezal»

AGENTE 3.0 ¿Y los niños?

LA PORTERA

¡Pobrecillosl El médico ha dicho que no hay que hacer nada por ellos. Es igual. Yo no sé cómo una madre sin corazón-puede matar

á esas inocentes criaturas. No sé lo que haría si me encontrase en ese caso, pero no mata­ría á mis hijos... Iría á pedir limosna si era preciso.

DURIER

(Entrando.) Os detendrían y vuestros hijos irían á parar al depósito.

LA PORTERA

Nos darían de comer al menos. DURIER

Falta saber si se encontrarían mejor. LA PORTERA

Va, va. Yo estoy charlando aquí y es pre­ciso que esté abajo. Aquí ya no me necesi­tan. (Sf va.)

ESCENA IX El Secretario, el Agente 3.°, Dnrier, el

Médico, ComiBario 2.°, Vecina l.>, Ve­cina a.* 7 Mme. Balli7et.

EL MÉDICO

{Entrando con el comisario y una vecina.) Sí; basta con una persona para cuidarla. Por el momento no hay otra cosa que hacer que darlíla poción. {Se vuelve hacia la vecina^ Q'ie la señora hará el favor de buscar.

VECINA I.»

{Que recibe la orden y espera algunos mo­mentos, con embarazo!) Pero... ¿El boticario me lo dará sin dinero?

EL MÉDICO

El señor comisario os dará una orden para él.

COMISARIO a."

{Azorado^ La cosa es que no sé.... Es caso no previsto.

DURIER

{Dando una moneda á la vecina que sale.) Es verdad. Nuestro estado social está por en­cima de los detalles vulgares. Sabe engen­drar la miseria, pero no sabe remediarla. {El comisario y lu acompañante le miran de nuevo' de reojo.)

EL MÉDICO

De todos modos, esta pobre mujer no pue­de permanecer aquí; usted tendrá, señor co­misario, que dar las órdenes oportunas para que se la lleve en seguida al hospital, en prc-

LA REVISTA BIANCA 319

visión de una recalda, y para el caso en que recobre el conocimiento no tenga ante su vista los cadáveres de sus hijos. {Al comisa­rio.) Así, pues, ¿quiere uste4 hacerla llevar lo más pronto posible?

COMISARIO 2.»

Inmediatamente {Al agente J.o) id al puesto más próximo y traed cuatro hombres y dos camillas, una para la madre y otra para los nifios, á quienes se llevarán á la Morgue.

AGENTE 3.°

A sus órdenes. (Sale.) COMISARIO 2.°

(A las vecinas y d Mme. Ballivet que han salido del cuarto durante el coloquio.) ¿Hay pluma y tinta? Para poner dos palabras al hospital.

VECINA 2.»

Ahora mismo, señor comisario. Yo tengo en casa. (Sale.)

ESCENA X Biolios y la Vecina 1.

VECINA I.a

(Entrando.) Aquí está la medicina. EL MÉDICO

{Cogiendo el /rascoy examinándolo.) Bien. Habéis entendido lo que os he dicho. Ahora fijaos. En seguida una cucharada, la segunda un cuarto de hora después. {Za vecina asien­te y el médico la da el frasco) Hasta aquí todo va bien. Ya no tengo que hacer nada. Me retraso y tengo que ver á otros enfermos. Ya estoy salvo.

[Sale. Las vecinas y Mme. Ballivet vuelven d la otra habitación)

ESCENA XI DiohoB 7 la Vecina 2,a

VECINA 2.'

{Trayendo tinta y pluma) Aquí tiene us^ed, señor comisario.

COMISARIO 2.°

fSaca papel del bolsillo, escribe sobre un rincón de la cómoda y da el papel al secretario) Tomad. Lourdy, usted acompañará la cami­lla al hospital. Advertid á la administración que esta mujer debe estar bajo un cuidado

especial. Si se la salva tendrá que dar cuenta á la justicia de su tentativa de suicidio y de la muerte de sus dos hijos.

DURIER {Que estaba aparte, avanza) ¡Eso es muy

fuerte! ¿Vais á perseguir á esa pobre mujer? COMISARIO 2."

(Con frialdad.) Eso el juez de instrucción lo decidirá.

DüRIER

CCruzdndose de brazos.) Vamos, ¿la justicia todavía no está bastante satisfecha? ¡Se ha llevado al sostén de esta familia, la ha redu­cido á la miseria, y todo lo que se la ocurre para remediar el mal que ha hecho, es enviar á prisión á la madre!

COMISARIO 2.°

¡Habláis en un tono!... Pero, ante todo, ¿quién es usted?

DURIER

(Dándole su tarjeta.) Santiago Durier, re­dactor de L' Affranfhi,

COMISARIO 2.0

(Desdeñoso, examinando la tarjeta y dulcifi­cándose.) ¡Durier!... L Affranchi, es, si no me engaño, un periodiquito revolucionario... Yo creía que se habría preso á la redacción.

DURIER

(Con ironía.) Uno fué encarcelado, señor cbmisario. Pero no han podido tenerle mu­cho tiempo... Usted me excusará si no escri­bo más que un periodiquito revolucionario; (imitando el tono desdeñoso del comisario pero los grandes rotativos no revoluciona­rios... son devotos del actual orden de cosas que impera, y uno escribe donde puede. Pero eso no obsta para que tenga el derecho de indignarme cuando habláis de perseguir á esa pobre mujer, víctima de la organización social tan bárbara, á quien servís.

COMISARIO 2.°

(Molestado.) Yo conozco mi deber, y no recibo observaciones sino de mis superiores.

DüRlER

{Animándose cada vez más, mientras las ve­cinas se hacen señas.) Si esa pobre mujer debe dar cuenta de un acto de dcsesperiición*, (qué

320 LA RCVIRA BLAMCA

responsabilidad tan terrible pesa entonces sobre los que la han provocado, llevándose á su marido, sumergiéndola en la miseria, sin pensar en socorrerla? Esos son los que han encendido el carbón que ha matado á esas criaturas. Yo estuve aquí algunos momentos antes de que viniesen á detener á Renaud. La familia acababa de atravesar una crisis espantosa de miseria; pero el padre había en­contrado trabajo, y debía empezar al día si­guiente. Aún me parece estar viendo su ale­gría; recuerdo sus proyectos para lo futuro, y les veo allí felices en medio de los dicho­sos días que se anunciaban!...

(Se detiene ahogado por la emoción, y las ve-ánas entran sin ruido en la otra habitación.)

COMISARIO 2.°

¡Palabras nada más! Los magistrados no han de ocuparse de otra cosa que de aplicar la ley. Si Renaud hubiera sido un ciudadano sumiso y respetuoso con las kyes, no le habrían encarcelado.

DURIER

Un ciudadano sumiso, respetuoso con las autoridades. Sí, en efecto, ese es vuestro ideal para vosotros, funcionarios, que creéis ins­tituida la sociedad para permitiros dirigirla, y que no admitís que el individuo se revuel­va contra la ley que le parece estúpida ó que le impida su desenvolvimiento. Bajo la re­pública, seguís siendo los funcionarios de la monarquía.

CuMlSARIO 2."

Una vez más, os pteveí go que no he de discutir. Es muy fácil acusar á la sociedad. ¿Pero no necesita ella defenderse también, «obre todo cuando se la ataca tan salvaje­mente como vuestros correligionarios? El gobierno responde del orden, de la tranqui­lidad y de la vida de los ciudadanos, sefior*; y cuando las individualidades ponen en pe­ligro este orden y esta tranquilidad, cuando atacan á la vida de los ciudadanos, es un deber para él ponerlos fuera de peligro.

DlTRIBR

Únicamente que «a deplorable que su so­

licitud no se extienda sino á una clase de ciudadanos, y en detrimento de otra, que no defienda sino á los licos centrales pobres.

COMISARIO a.°

La sociedad hace, señor, todo lo que pue­de, por aliviar á los infortunados sin culpa. La beneficencia pública gasta cada año mi­llones para socorrer á los que le son indica­dos. (Usted no querría, sin embargo, que excitase á la revuelta y la sedición? Es más, si la Sra. Renaud se hubiera dirigido á la beneficencia pública, sin duda alguna hubie­ra sido atendida, á pesar de ser la esposa de un revolucionario.

DURIER

¡Hubiera ido en su ayuda!... como á la de la familia que, hace ocho días se suicidó en as mismas condiciones después de haber llamado inútilmente á sus diversas puertas. No era, sin embargo, de revolucionarios, como ésta; eran más bien resignados como os pide la ley. Pero no ha podido por me­nos de dejarlos morir de hambre.

COMISARIO 2.°

[Enervado.) La administración puede equi­vocarse.

OURIER

Únicamente que ella no es responsable. (Entran los nwzos con las camillas y el Agen­te j.") Aquí tenéis á /uestros hombres. Ca­ballero yo os saludo. (Sale.)

ESCENA XII Comiaario 2."

(A los mozos.) La enferma está en el otro cuarto, así como los cadáveres que deben llevarse á la Morgue. (Los mozos entran en el cuarto. Al secretario.) ¡Habla muy alte ese seflorl {Examina la tarjeta que le ha dejado.) ¡Santiago Durierl No comprendo cómo los tríbanales que han hecho tanto ruido para detener á esas gentes, los deja luego tan pronto. En fin, ya encontraremos algún día á este señor. Usted procurará hacer lo que le he dicho. (Mientras se alejan, salen los mozos.)

TELX^N

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^ Q AdilRlstneliii: CALLE DE CRISTÓBAL BORDIU, NUM. 1-MADRID p j

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