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Allá, más que en ninguna otra parte Conocemos la fuerza de la gravedad, pero no sus orígenes; y para explicar por qué nos aferramos a nuestro lugar de nacimiento, fingimos ser árboles y hablamos de raíces. Mira bajo tus pies. No tienes brotes retorcidos en la planta del pie. A veces pienso que las raíces son un mito conservador cuya finalidad es que nos quedemos siempre en el mismo lugar”. Vergüenza, Salma Rushdie. Hace algunos años Liwen, una amiga coreana radicada en Taiwan, me envió una edición de Robinson Crusoe traducido al chino clásico (wenyan) por Lin Shu. Con el libro venían una carta en la que me saludaba afectuosamente y una página del “Taipei Post” con una entrevista en la que Mo Yan hablaba de García Márquez. En la carta Liwen me aconsejaba practicar chino leyendo una historia con la que ya estuviera familiarizado y prometía

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Prologo

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Allá, más que en ninguna otra parte

“Conocemos la fuerza de la gravedad, pero no sus orígenes; y

para explicar por qué nos aferramos a nuestro lugar de

nacimiento, fingimos ser árboles y hablamos de raíces. Mira

bajo tus pies. No tienes brotes retorcidos en la planta del pie.

A veces pienso que las raíces son un mito conservador cuya

finalidad es que nos quedemos siempre en el mismo lugar”.

Vergüenza, Salma Rushdie.

Hace algunos años Liwen, una amiga coreana radicada en Taiwan, me envió una edición

de Robinson Crusoe traducido al chino clásico (wenyan) por Lin Shu. Con el libro venían

una carta en la que me saludaba afectuosamente y una página del “Taipei Post” con una

entrevista en la que Mo Yan hablaba de García Márquez.

En la carta Liwen me aconsejaba practicar chino leyendo una historia con la que ya

estuviera familiarizado y prometía enviarme la primera traducción oficial de Cien años de

soledad al chino, tan pronto la consiguiera.

Durante el tiempo en que ella y yo estudiamos en Dalian, nos esforzamos por hacer lo

opuesto. Leímos sólo literatura China, especialmente la vernácula posterior a la dinastía

Qing; un periodo que va del siglo XVII al XIX. Por esa razón, me sorprendió que Liwen

eligiera cambiar un método que había funcionado bastante bien para nosotros, ya que

aprendíamos la lengua y leíamos su literatura.

Al iniciarme en la literatura de los Qing, la principal dificultad que enfrenté no fue el

idioma. Con esto quiero decir que más allá de la lengua, hubo algo aún más críptico y

difícil de asimilar: las formas narrativas de la literatura vernácula, su apropiación, en mayor

o menor medida de la literatura tradicional china y la asimilación, por parte de los literatos

chinos, de la literatura occidental.

Mi primer acercamiento a la literatura china fue a través de Li Bai, el poeta de la dinastía

Tang. En esencia, me impactó la delicadeza descriptiva con que trataba la imagen. En aquel

entonces ignoraba que esa impresión estética era producto de una lectura apresurada que

habían hecho los misioneros jesuitas durante el siglo XVII. Pero en especial, ignoraba el

hecho de que era una lectura limitada a un periodo de la historia china, un periodo

específico en el que todo lo que hasta entonces había sido escrito, convergía para ser

criticado y reformulado. Por supuesto, esa primera impresión se mantendría a lo largo de

mis primeros años de estudio y sólo hasta que aprendí algo de mandarín supe que estaba

equivocado.

Vista desde todos los ángulos, las conclusiones que han predominado acerca de la cultura

china, contienen desde lo exótico hasta lo sagrado. Aún hoy son escasos los prólogos a una

obra china en que no se califique de sagrado el texto que se prologa, faro de una vida

iluminada por la rectitud, las buenas maneras, pausadas y precisas, o bien se asocie a una

tradición que permanece entre las sombras del comunismo, de la que sólo destacan algunos

periodos ya dichos hasta la saciedad, algunas imágenes relacionadas con maquinas

perversas, la imposibilidad de una lengua inaccesible y, por supuesto, la Gran Muralla.

Digo que son escasos los buenos intentos de producir otra mirada porque, efectivamente,

se están dando. Y se debe ir a ellos, no con el ánimo de entender qué es China en realidad,

no, sino con el ánimo de enriquecer las miradas que se puedan producir sobre ella. Esos

primeros acercamientos estancados desde el siglo XIX, ya produjeron mucho para la

literatura; desde Mallarmé, pasando por Ezra Pound, hasta la prosa de Salvador Elizondo y

Jorge Barón Biza, pero hay mucho más allá de eso, hay todo un mundo que desconocemos

y que ya nos habita, que ha irrumpido en nuestra cotidianidad y del que sólo reconocemos

el lugar común de lo inaccesible y excéntrico.

Cuando Mo Yan dice que Cien años de soledad enriqueció su apreciación de la tradición

literaria china, menciona dos escenas muy precisas; el ascenso al cielo de remedios la bella,

y los pescaditos de oro del Coronel Aureliano Buendía. Esas dos escenas, insertas en una

obra totalizante, que explica el nacimiento y el fin de un mundo particular, junto con los

aires de literatura oral, mítica y mudable de su prosa, equivalen a una novela clásica china.

De ahí que las traducciones no oficiales que pululaban en los ochenta, emplearan recursos

de las cuatro novelas clásicas chinas, para traducir la obra.

Invirtiendo el recorrido de un lector como Mo Yan, debo decir que leer a Defoe traducido

al chino, me permitió acceder a un modo particular de explorar la literatura.

Durante los últimos cincuenta años de la dinastía Qing, la traducción de novelas europeas

elaboradas por Lin Shu, significó para los letrados chinos un acercamiento a las técnicas

narrativas occidentales; descripción psicológica de los personajes, integración del genero

epistolar en las narrativa de ficción, narrador en primera persona del singular. El que Lin

Shu no conociera ninguna otra lengua aparte de la materna, no fue un problema. Muchos de

sus amigos habían estado en Europa y aprendido francés, inglés, italiano y español. Fue así

como les pidió a todos ellos que le relataran las novelas que habían leído, haciendo especial

énfasis en las descripciones.

Lin Shu, conocedor de la tradición literaria china, pronto descubrió que muchas de las

técnicas tenían un mayor efecto, para el caso de sus traducciones, si empleaba pequeños

capítulos en los que cada una de las técnicas fuera desarrollada, similares a los capítulos en

las biografías de Sima Qian y en los comentarios de Han Yu. Es así como por ejemplo en

Robinson Crusoe, hay 74 capítulos en los que cada escena está construida como un relato

corto cuyo principio y fin está dentro de sí mismo, extendiendo la temporalidad interna del

relato y limitando su trama a la vida de un solo personaje.

Es en esto, justamente, donde yace la importancia de Lin Shu para la literatura china. Al

descubrir que, por separado, las técnicas tenían un desarrollo más profundo, él estaba

sentando las bases de lo que sería el cuento moderno. Logrando condensar en cada capítulo

una historia que podía leerse como un cuento autónomo pero que al mismo tiempo, hacía

parte de una historia que lo rebasaba y, toda vez que elimino de los capítulos el eco

tradicional del cuento adoctrinante chino. Esto, sin duda alguna, afectó por completo el

sentido estricto de su traducción, y fundó, lo que Ezra Pound llamaría años después en el

prólogo al poemario Cathay, una obra propia.

El ejercicio literario de Lin Shu, expone las virtudes que determinadas estructuras

confieren a las historias. A él se debe que sin temor, muchos de los escritores modernos

privilegiaran la forma sobre el contenido, transformando radicalmente el imaginario

tradicional chino. Los textos acerca de cómo se debe narrar una historia, son, desde

entonces, un genero literario en china, muy similar al clásico fu (赋), empleado para hablar

especialmente del género lírico.

El estudio de esta dicotomía −forma y contenido− llegó a mí en el momento en que leía la

antología de Alvaro Cepeda Samudio, hecha por el Instituto Colombiano de Cultura,

seleccionada y prologada por Daniel Samper Pizano. Para ese entonces yo trabajaba en una

novela corta a la que titularía El bosque de los letrados, basada en la vida de Huai-i,

sirviente y amante de la Emperatriz Wu. Guiado más por el deseo de contar la cotidianidad

antibudista de los Tang y de educar a mi lector en algo que me interesaba, privilegié el

contenido sobre la forma. Esa primera novela llegó a las setenta páginas y era

esencialmente política. Sin embargo, tuve una dificultad; escribir una novela ambientada en

la Dinastía Tang, significaba recrear ambientes que culturalmente me eran ajenos. La

novela era aburridísima, y al escribirla sentí que no estaba llegando a ninguna parte, que los

conflictos con china, es decir, el modo en que me había afectado su cultura, no pasaba por

el ejercicio de evidenciar la realidad de las personas que conocí, trasladándola al marco

histórico que mejor se acomodara a sus vidas. No debía acercar la cultura china a la

latinoamericana escribiendo novelas chinas. La realidad ya había construido ese puente, las

dos culturas ya estaban lo suficientemente próximas y Latinoamérica ya era intervenida por

China de tal manera, que no era necesario construir la unión, lo que debía hacer era buscar

los puntos históricos y sociales de encuentro y explorarlos.

De esos puntos de encuentro, tanto impersonales como personales, surgieron los cuentos.

A mi modo de ver, nada podía reflejar mejor que el cuento, la afectación de un sujeto al

movilizarse sobre dos aguas, al cruzarse con los elementos mínimos de una cultura por

completo ajena y modificar su visión del mundo. De ahí el título de la colección; Historias

de paso. Algo que implica un encuentro esporádico, pero que tiene el potencial de perdurar

en el tiempo gracias a su espontaneidad.

El buen maestro

La carta finalmente había llegado el día anterior. Ahora, de vuelta a su aldea, retraído en

el rincón de aquel vagón, Lifu estaba decepcionado. Había confiado por mucho tiempo en

que las asignaciones del Partido lo llevarían a un ascenso. Hundió las manos en los bolsillos

de la chaqueta gris y el papel manteca de unos caramelos que había comprado en Pekín

mientras esperaba la carta, crujió.

El paisaje y el aroma de esas tierras empezaban a serle familiar. Por la ventana del vagón

se podía ver una larga hilera de cedros detrás de los cuales se adivinaban, por el brillo de la

luna sobre las parcelas, las plantaciones de arroz. En ese momento el tren se detuvo en una

estación.

Mientras veía descender a una pareja del fondo del vagón, Lifu extrajo un caramelo y se

lo llevó a la boca. Al fin estaba solo. Se estiró en el cómodo puesto, cerró los ojos y, una

vez más, repasó en su mente las palabras de la carta.

Luego de seis días de espera en Pekín, halló bajo la puerta la citación con los sellos rojos

del Partido.

Esa noche dio vueltas en la cama, pensando entusiasmado en cuál sería su nuevo hogar.

Tuvo tiempo para recordar con nostalgia los tres años en la aldea a orillas del Yang-Tse.

−Fueron los mejores años de mi vida −pensó.

Sin embargo, su facilidad para simpatizar a los campesinos, y la buena disposición

anímica de Lifu para atender, en calidad de camarada, asuntos confiados por los más

allegados, hacían que cada tres años, al terminar los ciclos asignados por el Partido, pensara

justamente eso, que atrás quedaban los mejores años de su vida.

Nunca, desde que lo asignaron a su primera escuela, tuvo preocupación alguna. Tenía

entonces veinte años y pocos meses atrás había recibido el título que lo acreditaba como

maestro de matemática y geografía. En su casa se festejó el logro con indiferencia. Todos

habrían preferido que Lifu se encargara de los cultivos de arroz, para que no abandonara la

aldea.

Sin embargo, poco a poco, los beneficios obtenidos habían obrado en su familia una

suerte de respeto y admiración hacia él. Aunque las ganancias en metálico no eran

equiparables a las producidas con el arroz, Lifu recibía las dádivas bimestrales que el

Partido destinaba a sus mejores maestros. Trabajaba con devoción e impartía sus clases

según lo indicado por la cartilla del Ministerio. Su carácter no tenía tacha y, en cada aldea

visitada, había dejado buenos amigos. Él entendía que el pueblo era la fuerza motriz de

todo gobierno y que a él debía retribuir lo alcanzado, sin arrojos de superioridad o

imprudencia.

La mañana en que leyó la carta, todos sus ideales se vieron enfrentados a la conmoción

de no sentirse preparado a lo que el Ministerio había dispuesto. Llegó muy temprano a las

oficinas del segundo piso, como lo pedía la citación. Lo atendió una joven de esplendida

belleza y gracia. Lifu pronunció su nombre de manera ceremoniosa, mirando de reojo, sin

sonreír, los papeles sobre el escritorio de la hermosa secretaria:

−Soy maestro de escuela –dijo, escondiendo las manos en los bolsillos, con aires de

superioridad, haciendo una rápida venia.

La joven dio su nombre con una voz dulcemente cansada, mientras acomodaba con una

mano los cabellos que habían caído sobre su frente y hacía la respectiva venia.

−Recibí una carta ayer en la noche –dijo Lifu, inspeccionando, de nuevo, el escritorio de

la joven.

−¿Trae con usted la carta? –preguntó ella, mirando el rostro del maestro, iluminado por el

entusiasmo.

−Sí –contestó él e inspeccionó el interior de su maletín, para extender el sobre a la joven–

Aquí tiene.

La fina muchacha abrió el sobre, extrajo la carta y la puso sobre el escritorio. Leyó,

señalando con su dedo índice las líneas verticales sobre el papel.

−Aquí dice que el número de su expediente es el setenta y tres, deme un momento.

−Sí, por supuesto –dijo Lifu.

La joven secretaria se retiró. Caminó hacia el fondo de la oficina, donde había una hilera

de archivadores metálicos. Lifu recorrió con la mirada el lugar. Tras los archivadores se

podía ver una ventana que daba a un muro de cemento escrito con las insignias del partido.

En la sala había dos escritorios más y sobre uno de ellos un ventilador con las aspas

desgastadas hacía un ruido que incomodó a Lifu. Había también una puerta entreabierta,

por la que era posible observar un escritorio de mayor tamaño y madera lacada. El maestro

volvió la vista a la secretaria, que aún no terminaba la búsqueda. Lifu se sintió, de golpe,

intranquilo. Quiso ayudar a la joven a buscar el expediente.

−Debe ser nueva −pensó.

Guardó sus manos en los bolsillos del pantalón e inhaló hondamente.

−Lifu, no seas irrespetuoso −se reprochó.

A esa hora, en los pasillos del edificio, en las oficinas contiguas, en otros edificios y en

otras oficinas del partido, en las calles, en las casas, en todo el país, se cantaba el himno.

Exceptuando ciertas ocasiones, las actividades quedaban suspendidas por una suerte de

hechizo. Hombres y mujeres se ponían en pie, levantaban su mano derecha en saludo a la

bandera, y cantaban cada verso como si sus palabras estuvieran escritas con tinta en el

corazón, como algo duradero que siempre había estado ahí, aguardando desde el pasado por

ser dicho y que, finalmente, una vez hecho canto en la voz del pueblo, alcanzaba su

máximo esplendor.

Solo al terminar el canto, Lifu sintió renovada su paciencia.

−Si lo prefiere puedo venir más tarde –dijo él.

−No, en un segundo estoy con usted –dijo ella sin dejar de luchar con la pila de papeles

en el archivador.

El maestro guardó, de nuevo, sus manos en el pantalón y cerró los ojos por un momento.

Sintió el cansancio natural que sobreviene tras una noche sin reposo. Segundos después

escuchó que la secretaria cerraba el archivador y volvía los pasos hacia él. Lifu abrió los

ojos de nuevo, excitado.

−Aquí tiene –dijo ella.

Lifu tomó el papel, lo desdobló y empezó a leer, susurrando.

Una extraña sensación batió su mente en el momento que leyó la resolución del

Ministerio.

Hong, aldea de Anhui.

Repasó el texto para verificar que no se trataba de un error. Lifu sintió que su rostro se

enrojecía, percatado de eso, esbozó una sonrisa y volvió los ojos a la secretaria.

−Debe firmar aquí, maestro –dijo ella con un ademán frío.

Lifu tomó un bolígrafo del escritorio de la joven secretaria y se inclinó para firmar el

papel que ella le extendía, luego hizo una venia y se marchó.

El trayecto de vuelta al hotel fue lento.

−No está del todo mal −pensó con algo de resignación Lifu.

Cuando llegó se sentó en la cama a repasar lo sucedido. Lentamente extrajo sus prendas

de la cómoda.

−Mi madre estará dichosa −pensó.

Pero tan pronto como ese pensamiento ocurrió en su mente, una pesada sombra combatió

su buen ánimo. Esa sombra era la idea de convivir cerca a su padre. Tan próximo a la casa

de infancia estaría obligado a visitarlo constantemente.

Entre Lifu y su padre había un respeto sincero. Lo que realmente lo acongojaba, era la

idea de adivinar en las palabras de este, las intenciones ocultas de encargarle el negocio

familiar, fingiendo estar muy cansado o enfermo. Su padre nunca había entendido que para

su hijo, era inconcebible la idea de encargarse de ese asunto. Lifu tenía para sí planes

mejores. Planes que había mascullado en la hondura de la noche en las aldeas lejanas,

cuando la soledad de su cuarto era, para él, el reflejo apacible de las pequeñas dichas

alcanzadas. Quería, desde el momento mismo en que se había titulado, alcanzar un alto

cargo en el Ministerio, retomar de a poco sus estudios en historia, escribir en las revistas del

partido, vivir en una ciudad, conseguir una buena esposa, educar a sus hijos. Quería una

vida sosegada a la sombra de sus tempranos esfuerzos.

Ese tipo de cosas pensaba Lifu en las noches, después de repasar las cartillas de sus

alumnos y de mirar qué tanto, en verdad, estaban aprendiendo. Sin embargo, el suyo no era

el simple trabajo de un maestro dedicado a su oficio. Para Lifu encontrar que sus alumnos

aprendían correctamente las lecciones, era más un gozo, una satisfacción por reconocerse a

sí mismo un buen maestro, alguien digno de alcanzar un escritorio de caoba brillante y

figuras adornadas con polvo de oro, cuando no, por ver en sus alumnos la disciplina y el

empeño que tanto les reclamaba.

Guardó sus prendas en la valija y se marchó a la estación de trenes.

2

Eran más de las ocho de la noche cuando llegó a la aldea. Descendió del tren lentamente,

mirando a lado y lado. Lifu no sabía en qué dirección caminar. Sus padres no lo esperaban,

así que prefirió pasar esa noche en un hotel cerca a la estación. El tiempo era fresco.

Soplaba un viento tibio en el que era posible distinguir un fuerte olor a grasa y especias. No

evitó sentirse conmovido. Tres años atrás había visitado a sus padres pero nada había sido

así. Saber que estaría allí por tres años, había cambiado el modo en que apreciaba el pueblo.

Parecía redescubrirlo. Nunca antes había tenido sobre ella la mirada de un maestro de

escuela. Apreció entonces las buenas maneras de la gente, la cordialidad y la distinción de

las prendas. Pensó, por un momento, que su aldea no se opondría al alto cargo ministerial,

que allí daría quizá el último paso previo al destacadísimo asenso que otorgaban a los

mejores maestros de escuela.

Pero el sino de Lifu estaba trazado de manera bien distinta. Eso fue algo que él no pudo

notar, ni siquiera caminando por su aldea.

Se levantó temprano para visitar a sus padres y después ir a ver al Principal de la escuela.

Tocó la puerta y unos segundos después una anciana la abrió:

Sin levantar la vista a aquel frente a la puerta, la anciana preguntó su nombre.

−¡Meimei! ¿No me reconoce? –dijo Lifu con tono bromista.

−¿Puede ser acaso el maestro Lifu? –replicó la anciana mujer, alzando el rostro y

extendiendo una mano para palpar algo en el aire.

Lifu, confundido, tomó la mano de Meimei. Recorrió con la vista el brazo de la mujer y

luego vio en el rostro los parpados cerrados que, de golpe, se entreabrieron para advertir un

velo. Allí donde antes era posible ver los ojos más bellos de la aldea había, ahora, algo que

recordaba la ceniza que sobrevive al fuego.

Lifu acercó, sin certeza alguna de lo que debía hacer, su rostro a la mano de la mujer. Ella

entonces palpó la carne y una sonrisa floreció en sus labios.

−¡Lifu! –exclamó llena de dicha y se aferró al brazo del maestro.

El hombre abrazó a la anciana y sintió irremediables ganas de llorar.

−No estés mal –exclamó ella percatándose del cambió en el animo de él.

−Pero... ¿cuándo, cómo ocurrió?

−No hay cuándo ni cómo. No mata de hambre el cielo a los gorriones ciegos –respondió

ella.

Después del abrazo los dos entraron a la casa. Ella aferrada a la mano del maestro, que la

guiaba por entre los muebles de la sala.

−¿Y mi madre?

−Aún está en su recamara.

−¿Y mi padre?

−Lee el diario en la sala de atrás.

En ese momento Lifu soltó la mano de la bondadosa mujer y caminó hacia la sala

contigua para buscar a su padre. El hombre le pareció más viejo y delgado que la última

vez. Entró procurando no hacer ruido y se puso delante de la gran hoja del diario, abierta de

par en par.

−¡Padre! –dijo Lifu haciendo una respetuosa venia.

El anciano, un poco confundido por la sorpresa, dejó a un lado el diario y se levantó de la

silla haciendo un esfuerzo. Colgó los gruesos lentes del bolsillo de la camisa y sonriendo

hizo una venia a su hijo.

Se saludaron afectuosamente y Lifu explicó a su padre los designios del partido.

−¡Oh, es algo muy conveniente, no puede ser mejor para todos! Y dime, ¿qué tal le va a

Pekín hoy por hoy?

−Es mucho más grande –respondió Lifu.− Han construido varios hospitales y escuelas.

También ampliaron las calles.

En ese momento Lifu escuchó a su madre descender por la escalera. Se saludaron en un

largo abrazo. La mujer, visiblemente conmovida, no pudo contener el llanto.

−Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi –dijo entre lágrimas.

−Dice que el Partido lo ha recomendado para trabajar en una de las escuelas de Hong –

dijo el padre desde la silla.

−¡Qué buena noticia! –dijo la madre abrazada al torso de su hijo.− Me alegra mucho que

finalmente estés de vuelta. Puedes quedarte aquí. Piensas quedarte aquí ¿no es así?

−No depende de mí. Debo primero ver al Principal. Algunas escuelas acostumbran

hospedar a sus maestros.

Los tres, sentados a la mesa, charlaron sobre lo ocurrido en los últimos años. Lifu se

enteró que su padre había vendido algunas parcelas de arroz y que las tierras de la familia

se habían disminuido porque el Partido había reclamado algunas para sí, después de la

venta.

−Díganme, ¿qué pasó con Meimei? ¿Desde cuándo está ciega? –preguntó Lifu.

−Al parecer tiene más de seis años que ve muy poco –respondió el padre.− Nos

recomendaron tratarla con vino de tigre, pero no dio resultado.

−¿Y cómo se las arregla?

−Meimei conoce de memoria la casa. No tiene problemas. Desde hace un tiempo no sale

de aquí. Dice que no recuerda los caminos allá afuera –dijo de nuevo el padre.

La madre guardaba silencio, observando unos pinceles negros sobre la mesa.

−¿Y no piensan dar el trabajo a alguien más? –Preguntó Lifu.

−No. No necesitamos de nadie –dijo el hombre, desdoblando el diario una vez más, con

tono un poco descortés.

La conversación terminó así. Lifu miró a su madre y le dijo que iría a la escuela para

presentar la carta del Ministerio al Principal. Saliendo de la casa se cruzó con Meimei

quien, en ese momento, hacia una mezclilla de tinta y agua en una mesa cerca a la puerta.

Lifu puso su mano derecha en la espalda de la anciana.

−Debo irme Meimei –dijo.

−Ya lo oí, serás el maestro de una de las escuelas ¿cuál? –preguntó Meimei, apartando el

bloque de tinta protegido por un grueso papel de arroz.

−Iré a la escuela Wu Jingzi.

Meimei dio un abrazo a Lifu, le susurró que todo estaría bien y un refrán que el maestro

interpretó lo mejor que pudo, pensado que con eso Meimei hacía mención a las relaciones

en su casa. El refrán decía: Llegada la nave al medio del río, ya es tarde para reparar

grietas.

Caminó por el pueblo, no ya tratando de recobrar la sensación de sentirse parte de él,

como lo hiciera en los años anteriores, sino como un espectador que tiene a su cargo un

designio importante. La aldea para ese entonces había empezado, al igual que Pekín, a

expandirse a rincones en lo que antes nadie había supuesto construcción alguna. Habían

edificado tres nuevos puentes sobre el río, uno de ellos destinado sólo al transito de

automóviles. Las calles no eran de polvo, como lo fueran antes, sino de adoquín.

Parecía que la aldea había sufrido un gran cambio, pero no. En el fondo el lugar

continuaba siendo el mismo. Habitado por personas tranquilas y serviciales, con la

diferencia de que ahora vestían las prendas que donaba el Comité Central de Gobierno y en

las paredes externas de las construcciones nuevas se leían los himnos del partido y los

poemas del Presidente Mao.

Una tenue desilusión recorrió los pensamiento de Lifu. Sintió, de golpe, que la sensación

de ser asignado a un lugar nuevo y tener que explorar la aldea, era la recompensa a los

esfuerzos en el salón de clase. Que tanta paciencia sacrificada en la jornada, encontraba su

equilibrio en las noches caminando por las calles desconocidas, para ser saludado con

respeto. Ahora, que había reconocido caminando hacia la escuela que no obtendría eso de la

aldea en la que había crecido, por primera vez se sintió cansado, con deseos de ir a una

taberna y beber un trago.

−Compórtate −se reprochó Lifu cuando pensó en llevar su cuerpo a la taberna del viejo

Zhui.

Siguió caminando en dirección a la escuela, con la cabeza gacha, como si algo le pesara

en el cuello.

En la escuela Wu Jingzi lo atendió el Principal Chou. Serios, se saludaron en la oficina

como dos camaradas que saben mucho el uno del otro porque viven según las indicaciones

del Partido. Lifu le extendió el sobre que en Pekín le entregara la señorita:

−Soy el recientemente asignado –dijo Lifu fingiendo una sonrisa.

El superior, entonces, frunció las cejas y se acomodó las gafas. Antes de tomar el sobre

que dejara sobre el escritorio, buscó en uno de los gabinetes una pipa llena de tabaco y la

encendió. Luego leyó la carta sin prisa alguna.

−Todo está en orden. En este documento dice que usted es de aquí. Eso quiere decir que

tiene un lugar para vivir, ¿verdad? –preguntó Chou.

−Sí. Así es. Sin embargo, quisiera hacer efectiva la posibilidad de hospedarme aquí en la

escuela, como lo he hecho en las otras escuelas.

El Principal Chou, dejó la pipa a un lado y se puso en pie:

−¿Cómo, no lo sabe? –dijo, acercándose a una foto del Presidente Mao, colgada en una de

las paredes.− Los últimos han sido los peores años. El Partido ha tenido que tomar éstas

medidas para reducir los gastos.

−¿A qué medidas se refiere? –preguntó el Maestro Lifu, confundido por lo que se le

decía.

−A estas mismas, por supuesto. Las finanzas del Partido se vieron afectadas por la guerra

y no es posible seguir cubriendo los gastos de manutención de los maestros. Es por eso que

optaron por enviarlos a sus lugares de origen.− dijo el principal y llevó la pipa a la boca.

−Entiendo –dijo Lifu fingiendo una vez más una sonrisa.

−Sólo nos queda tratar el tema de su inicio en labores. Tendrá que ser mañana. ¿Le parece

bien?

−Sí –susurró Lifu en una voz tan baja que le fue necesario repetir una vez más su

respuesta.

El Principal, entonces, le extendió una hoja con todos lo detalles pertinente al horario que

debería cumplir el maestro.

−Eso sería todo –dijo Chou.− Lo espero mañana.

Lifu abandonó la escuela, visiblemente desanimado. Caminó de vuelta a la casa paterna.

Era casi media tarde y sobre los tejados de tablilla terracota caía una luz tenue. Las

personas que a esa hora caminaban por su lado lo saludaban con venias, reconociendo su

rostro. Lifu sabía quiénes eran muchos de ellos. Se detuvo en un alto puente a ver correr el

agua por entre el herbaje primaveral. Sintió, de nuevo, que todos sus empeños empezaban a

verse frustrados. Cuatro flores de cerezo descendían por el arrollo en hilera. En una de las

calles cercana al puente, alguien acompañaba con un banhu una canción que Lifu no

reconoció al instante. Estaba tan inmenso en sus angustias que tuvo ganas de llorar. Siguió

su camino, fingiendo durante el trayecto una torpe sonrisa. Cuando llegó a la casa, vio que

la puerta principal estaba dañada en una de las esquinas superiores, por una grieta que

amenazaba con extenderse al otro extremo. Tocó la puerta y Meimei, unos segundos

después, abrió.

−Meimei –dijo Lifu con voz vencida.

−Lifu, ¿cómo ha ido todo? –preguntó Meimei buscando en el aire el brazo del maestro.

−Todo ha ido como de costumbre, bien –replicó Lifu.

−¡Pasa, pasa! –exclamó Meimei.

En ese momento, en la sala principal y con la tinta que alistara Meimei, su madre escribía

unos caracteres sobre un papel rosado.

−¡Lifu! –exclamó ella, con los ojos juagados en lágrimas, al verlo .− Cuánto tiempo sin

verte, hijo. Llevo tres años esperando por ti. Sabía que pronto volverías.

Lifu, confundido, trató de buscar respuesta en los gestos de Meimei.

−¿Qué es esto? –le preguntó en un susurro infantil, a la gentil anciana.

−Es como ha sido desde hace un tiempo.

−¡Madre, hace unas horas estuve aquí!

−Años querrás decir –dijo la mujer, un poco enfadada.

Lifu, comprendiendo vagamente lo que sucedía, se dejó caer sobre un amplio sillón frente

a su madre. Ella terminó de escribir sobre el papel y lavó el pincel con agua. Luego fue a

abrazar a su hijo y le preguntó por el lugar al que lo habían asignado esta vez.

Lifu miró el rostro de su madre para adivinar en ella si sus palabras se trataban de una

tonta broma. Ella sonreía emocionada, a punto de llorar.

−¡En verdad, ha pasado tanto tiempo desde la última vez! –agregó la mujer.− ¡Has

cambiado. Estás más delgado y te has dejado el bigote, como tu padre!

Lifu, visiblemente afectado por los desvaríos de su madre, le besó la mano y dijo que sí,

que había decidido dejarse el bigote para recordar a su padre y recostó, vencido, la cabeza

en el espaldar del sillón.

−Él te quiere mucho –dijo la anciana entre sollozos. Me alegra que estés de vuelta. Y

dime ¿esta vez a qué lugar te asignaron?

−Estaré aquí por tres años –dijo Lifu resignado.

−¡Qué buena noticia! –dijo la madre y fue corriendo a buscar a su esposo a la sala

contigua.

−¡Escuchaste, Lin! Lifu dice que estará aquí por los próximos tres años.

Lifu caminó tras ella y encontró que su padre la abrazaba y le decía que había oído lo que

su hijo había dicho.

−En verdad que es una gran noticia –dijo el padre mirando, con los ojos agotados y

vidriosos, al maestro Lifu.

−Has que Meimei te sirva algo de comer –dijo el padre y se retiró con su esposa a la

recamara.

Bastó con que el maestro se viera sólo en la sala, para recaer de nuevo en los turbios

pensamientos de antes. Esta vez, el agravante de reconocer lo que no había entrevisto en las

horas previas, hizo que sus pensamientos se tornaran apesadumbrados y que saltaran del

infortunio de estar de vuelta en casa, al sentimiento de estar tristemente condenado, tener

que renunciar a sus proyectos y, poco a poco, tener que hacer frente a los asuntos

financieros de la casa porque..., si no él, ¿quién más podría hacerse cargo de eso?

−Si tan solo pudiera saber que en tres años no estaré aquí −pensó.

Meimei en ese momento se acercó, cargando entre las manos un ancho plato con sopa. El

maestro sin gesto alguno en el rostro, miró cómo la mujer que caminaba con el plato entre

las mano, lograba adivinar todos los obstáculos en su camino, sin derramar ni siquiera un

poco de sopa.

Agradeció a Meimei la cortesía y la mujer se retiró. Lifu empezó a repasar la hoja que el

Principal le había entregado. La jornada iría de ocho de la mañana a tres de la tarde y

mensualmente se le encargaba organizar dos visitas a los industrias del Partido para que los

estudiantes tuvieran la posibilidad de iniciarse en el trabajo.

3

Luego de tres meses, una noche, revisando con una sonrisa esbozada en su rostro, las

cartillas de sus alumnos, Lifu escuchó a Meimei gritar en el pasillo, horrorizada. Abandonó

sus labores y corrió, guiado por la luz de una vela, hacia el lugar de donde provenían los

gritos. Allí encontró a la anciana, arrodillada junto al cuerpo de su padre.

−Se ha ido –dijo Meimei sin perder la calma.

Ella se puso en pie y fue por un gong y una manta blanca para colgarlos en la puerta de la

casa. Mientras tanto, Lifu permaneció en el pasillo, mirando en silencio a su padre. Luego

lloró sin poder contenerse. Se levantó avergonzado por lo ocurrido y lo saludó mirando su

cuerpo tendido sobre el suelo.

En ese momento, desde la sala, llegó el aroma suave del incienso funerario. Meimei

volvió al pasillo y le recordó a Lifu que su madre se encontraba en su recámara. Lifu la

miró de soslayo y entendió que a él correspondía informarla de lo ocurrido.

Cuando Lifu pidió permiso para entrar a la recámara de su madre, ella gritó de alegría.

−¿Eres tú Lifu? ¡Qué grata sorpresa! He esperado por ti los últimos tres años.

Lifu entró a la recámara, haciendo nerviosas venias y explicó a su madre lo ocurrido.

Al principio la mujer permaneció sentada, inmóvil, pero luego cuando sintió el aroma del

incienso funerario, sus ojos se entreabrieron y se humedecieron de repente. Miró una y otra

vez el rostro de Lifu y él supuso que ella estaba a punto de decirle algo, pero siguió callada.

La anciana madre, entonces, con las manos escondidas en la manga de su vestido de seda,

se puso en pie ante una pared. Parecía un monje meditando; sólo sus labios, sin emitir

ningún sonido, temblaban y murmuraban algo incomprensible.

A las dos de la tarde, Lifu y su madre, pasaron al otro lado del río acompañados por un

cortejo de ruidos de gongs y tambores funerarios. Todos en la aldea vestían camisa blanca y

pantalón azul y los comerciantes golpeaban tambores de bronce frente a sus almacenes. Al

caminar hacia la municipalidad, Lifu miraba con recelo a sus estudiantes en el séquito.

Sabia que las autoridades, en especial el Ministro en Jefe Local, presenciaban desde algún

lugar las honras a su padre. En la municipalidad los esperaba un coche que llevaría el

féretro al cementerio. Lifu, ya había informado a su madre que caminaría junto a sus

estudiantes porque tendrían que cantar el himno del partido durante el trayecto al

cementerio y no quería que algo saliera mal.

Todos los niños habían aprendido debidamente el juramento de fidelidad a la bandera.

Durante todo ese tiempo que pasó a trote entre la casa y la municipalidad sólo tuvo una idea

en la cabeza, muy distinta a que sus alumnos hicieran correctamente el juramento: que Luo

Cheng, su estudiante más aventajado siguiera marchando con naturalidad. Cuando pararon

de sonar los gongs y los tambores, Lifu se dio cuenta de que un aire de tranquilidad se

había instalado en el recorrido. Todo lo que oía era el rumor de un viento seco colarse entre

sus estudiantes. A lo lejos vio una fila de gendarmes marchar ceremoniosos tras el paso del

general del distrito. Entusiasmado, reconociendo que estaba cerca a transformar su suerte,

no comprendió lo que querían decir aquella señas, e hizo un gesto a Luo Cheng para que

iniciara a recitar el himno, pero cuando llegó el momento para entonar la primera nota, Luo

Cheng dio una mirada de desprecio a Lifu. No iba a hacerlo. Y todos sus estudiantes

también se negaron. Ellos parecía comprender mejor que su maestro lo que estaba

sucediendo.

−¿Y bien? –gritó Lifu, enrojeciendo de furia por la actitud de sus estudiantes.

Incapaz de mirar a Luo Cheng a la cara, Lifu cogió la bandera y levantó su mano. Todos

sus estudiantes permanecieron en silencio.

El principal Chou lo observaba, y se acercó al grupo de estudiantes.

−Baje eso Lifu. Es mejor que vaya a su casa a descansar –dijo Chou.

Lifu comprendió que debía salir rápido de allí. No quería contradecir las órdenes de un

superior. Una vez se alejó del grupo de estudiantes, detrás suyo había iniciado el juramento

a la bandera, precedido por el Principal.

Cuando finalmente regresó a su casa reparó en que la puerta estaba aún más deteriorada.

Hubiera podido sentirse mejor si no escuchara el sonido de las cucharas de té en alguna

parte de la cocina. Eso significaba que Meimei estaba preparando las esencias.

Al entrar a la sala, Lifu adoptó, según creyó, un aire frio y correcto. Por lo menos no se

enterarían de lo que sentía. Sólo él lo sabría.

Meimei estaba sentada en el doble taburete de la despensa, debajo del cual estaban los

bloques de tinta de la madre de Lifu y se había vuelto desde el momento en que escuchó la

puerta.

−Nunca has parecido querer a nadie –dijo Meimei vertiendo té en una taza limpia y a

continuación extrajo dos mantou fritos de una olla y los sirvió.

Lifu siguió allí unos segundo más, tomó el té y luego desapareció para internarse en su

cuarto. En toda la casa se podía sentir el aroma del incienso funerario. Se recostó un

momento y cerró los ojos. Recordó las suaves manos de Luo Cheng que habían tapado sus

ojos meses antes. Esa noche se revolcó en la cama sin poder dormir. Sentía mareo, el pecho

sofocado y malestar en todo el cuerpo. Se sentó y habló para sí.

−No te vayas a enfermar, si te enfermas, no podrás salir de aquí.

Pensaba que con respirar hondo podría derramar la angustia de su corazón y el zumbido

del pasado desaparecería.

Cuando los gallos cantaron por primera vez, Lifu tomó una decisión. Tan pronto

amaneciera llevaría a Meimei lejos de la Cañada a las afueras de la aldea y acompañaría a

su madre las noches restantes para honrar a su padre en el cementerio. Meimei no era mala,

pero la vieja veía mas que nadie cómo iba terminar todo eso. Cuando los gallos cantaron

por segunda vez, Lifu empezó a hacer el equipaje para Meimei.

Pero en la mañana Lifu estaba enfermo, tenía fiebre y dolor de estómago. El viento

soplaba a esa hora. Lifu se sentó en la cama, respirando fuerte y sin poder decir nada.

Luego escuchó que dos oficiales llamar a su puerta.