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DORRENATO Sonó el timbre. Dorrenato dejó de fregar los platos, se secó las manos y fue a abrir. Eran tres mujeres. Las tres vestían de igual forma y tenían la misma estatura y el mismo color de cabello, pero facciones completamente diferentes. Imposible que fueran hermanas. Hasta podía dudarse de que fueran primas. A lo sumo podía concedérseles haber estudiado en el mismo colegio. —Ven conmigo —dijo una. —Ven conmigo —dijo otra. —Ven conmigo —dijo la tercera. Las tres, por supuesto, le hablaban a Dorrenato. Y eran cuatro las opciones que a éste se le presentaban. Obedecer a una de las mujeres, obedecer a otra, obedecer a la restante, o no obedecer a ninguna. —Permítame abrigarme mientras elijo —les dijo y cerró la puerta. Al rato reapareció envuelto en su gabán y en su bufanda. Pero las mujeres se habían esfumado. Dorrenato permaneció inmóvil, haciéndose preguntas en voz baja y en voz alta. ¿Había visto realmente a esas mujeres? ¿Las había visto allí? ¿Existían? ¿Debía él quedarse allí esperándolas? ¿Debía entrar a su casa y seguir fregando platos? ¿Debía ir a trabajar? ¿Habría demorado mucho él en ponerse el gabán y la bufanda, y se habrían cansado de esperarlo las tres mujeres? Dorrenato no se arrancó ninguna respuesta convincente. El episodio no acababa de parecerle completamente real. « ¿Puede una cosa ser real solamente en un ochenta por ciento?», se preguntó. Y según pensaba en esto, vio tres manzanas sobre la vereda, cerca del cordón. Tres manzanas. ¿Qué hacían allí? Podían haber quedado desde la víspera. Todos los jueves de mañana había feria en esa cuadra. Pero era más que fantástico el que en la tarde o en la noche ningún transeúnte hambriento las hubiera recogido. Una de las manzanas era verde; otra era roja, y la tercera amarilla. Dorrenato se sintió movido a apoderarse de ellas. Entonces recordó lo que le habían dicho las mujeres: ven conmigo. ¿Se lo estaban diciendo también las manzanas, de alguna manera? Pero ahora Dorrenato no tenía porqué elegir. Podía quedarse con las tres manzanas. Así lo hizo. Se guardó la verde y la roja en el bolsillo derecho del gabán, y la amarilla en el izquierdo. Entonces empezó a caminar hacia la parada de ómnibus. Ya tenía solucionado su almuerzo del día, pensó. Y debía agradecérselo a las tres mujeres, sin cuya visita no habría reparado, probablemente, en las manzanas. ¿Qué eran esas mujeres? ¿Vendedoras? ¿Qué vendían? ¿Para qué querían que él fuera con ellas? ¿Adonde lo habrían llevado? ¿Lo habrían llevado con ellas, o se habrían ido solas, diciéndole: «No vengas con nosotras; sólo queríamos averiguar si aceptabas nuestra invitación, la cual queda cancelada a partir de este momento?». Un niño harapiento sacó a Dorrenato de sus cavilaciones, pidiéndole una moneda. —Una moneda no te puedo dar—le contestó él—. Pero te puedo dar una manzana. El niño hizo un débil gesto de asentimiento con la cabeza. — ¿Roja, verde o amarilla? —le preguntó Dorrenato. El niño sonrió y dijo: —Roja. Dorrenato metió la mano en su bolsillo derecho y sacó una manzana. Era la verde. Se disponía a cambiar de mano esa manzana, para tener su mano derecha libre y poder sacar la manzana roja, cuando el niño le arrebató velozmente la manzana verde y se alejó corriendo. Dorrenato tuvo el impulso de correr tras él, pero se reprimió. Poco importaba, al fin y al cabo, qué manzana había cogido el niño. Al llegar a la esquina, Dorrenato observó con sorpresa que por la calle transversal, a pocos metros, había un vendedor ambulante de manzanas que se había estacionado con su carro. Pero las

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Page 1: 78112984 Leo Masliah El Animal Que Todos Llevamos Dentro Libro Completo

DORRENATOSonó el timbre. Dorrenato dejó de fregar los platos, se secó las manos y fue a abrir.Eran tres mujeres. Las tres vestían de igual forma y tenían la misma estatura y el mismo color de

cabello, pero facciones completamente diferentes. Imposible que fueran hermanas. Hasta podía dudarse de que fueran primas. A lo sumo podía concedérseles haber estudiado en el mismo colegio.

—Ven conmigo —dijo una.—Ven conmigo —dijo otra.—Ven conmigo —dijo la tercera.Las tres, por supuesto, le hablaban a Dorrenato. Y eran cuatro las opciones que a éste se le

presentaban. Obedecer a una de las mujeres, obedecer a otra, obedecer a la restante, o no obedecer a ninguna.

—Permítame abrigarme mientras elijo —les dijo y cerró la puerta.Al rato reapareció envuelto en su gabán y en su bufanda. Pero las mujeres se habían esfumado.

Dorrenato permaneció inmóvil, haciéndose preguntas en voz baja y en voz alta. ¿Había visto realmente a esas mujeres? ¿Las había visto allí? ¿Existían? ¿Debía él quedarse allí esperándolas? ¿Debía entrar a su casa y seguir fregando platos? ¿Debía ir a trabajar?

¿Habría demorado mucho él en ponerse el gabán y la bufanda, y se habrían cansado de esperarlo las tres mujeres?

Dorrenato no se arrancó ninguna respuesta convincente. El episodio no acababa de parecerle completamente real. « ¿Puede una cosa ser real solamente en un ochenta por ciento?», se preguntó.

Y según pensaba en esto, vio tres manzanas sobre la vereda, cerca del cordón. Tres manzanas. ¿Qué hacían allí? Podían haber quedado desde la víspera. Todos los jueves de mañana había feria en esa cuadra. Pero era más que fantástico el que en la tarde o en la noche ningún transeúnte hambriento las hubiera recogido.

Una de las manzanas era verde; otra era roja, y la tercera amarilla. Dorrenato se sintió movido a apoderarse de ellas. Entonces recordó lo que le habían dicho las mujeres: ven conmigo. ¿Se lo estaban diciendo también las manzanas, de alguna manera?

Pero ahora Dorrenato no tenía porqué elegir. Podía quedarse con las tres manzanas. Así lo hizo. Se guardó la verde y la roja en el bolsillo derecho del gabán, y la amarilla en el izquierdo.

Entonces empezó a caminar hacia la parada de ómnibus. Ya tenía solucionado su almuerzo del día, pensó. Y debía agradecérselo a las tres mujeres, sin cuya visita no habría reparado, probablemente, en las manzanas.

¿Qué eran esas mujeres? ¿Vendedoras? ¿Qué vendían? ¿Para qué querían que él fuera con ellas? ¿Adonde lo habrían llevado? ¿Lo habrían llevado con ellas, o se habrían ido solas, diciéndole: «No vengas con nosotras; sólo queríamos averiguar si aceptabas nuestra invitación, la cual queda cancelada a partir de este momento?».

Un niño harapiento sacó a Dorrenato de sus cavilaciones, pidiéndole una moneda.—Una moneda no te puedo dar—le contestó él—. Pero te puedo dar una manzana.El niño hizo un débil gesto de asentimiento con la cabeza.— ¿Roja, verde o amarilla? —le preguntó Dorrenato.El niño sonrió y dijo:—Roja.Dorrenato metió la mano en su bolsillo derecho y sacó una manzana. Era la verde. Se disponía a

cambiar de mano esa manzana, para tener su mano derecha libre y poder sacar la manzana roja, cuando el niño le arrebató velozmente la manzana verde y se alejó corriendo. Dorrenato tuvo el impulso de correr tras él, pero se reprimió. Poco importaba, al fin y al cabo, qué manzana había cogido el niño.

Al llegar a la esquina, Dorrenato observó con sorpresa que por la calle transversal, a pocos metros, había un vendedor ambulante de manzanas que se había estacionado con su carro. Pero las

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manzanas que este hombre vendía eran azules. Entonces las que Dorrenato había recogido en la vereda no podían haber caído de aquel carro.

Una observación más minuciosa reveló a Dorrenato que entre la bien ordenada pila de manzanas azules había una verde. Y parecía ser del mismo tamaño que la que él había entregado al niño, o la que éste le había arrebatado.

No pudiendo contener su curiosidad sobre la procedencia de esa manzana verde, Dorrenato interrogó a ese respecto al vendedor.

—Esta todavía no está madura —dijo el hombre, por toda respuesta. Dorrenato no quiso insistir. Se disponía a retomar su rumbo hacia la parada, cuando el vendedor lo interpeló.

—Hay tres hombres que lo andan buscando —fue lo que dijo.Dorrenato volvió a acercarse al vendedor. No se veía a nadie más en toda la cuadra. El vendedor,

sin ninguna duda, se había dirigido a él; le había hablado a él.—Perdone —dijo—. ¿Podría repetir lo que dijo?—Sí, como no. Con mucho gusto: hay tres hombres que lo andan buscando —dijo el vendedor.— ¿A mí? —Dorrenato se señaló a sí mismo con el dedo, para quitar a la respuesta del otro

cualquier asomo de ambigüedad.—Sí —contestó el vendedor, corto y perezoso.— ¿Y cómo sabe que me buscan a mí? Usted no me conoce.Y mientras Dorrenato preguntaba esto, pensó en preguntar también:— ¿Está seguro de que son tres hombres? ¿No serán tres mujeres?Y para rematarla, imaginó que el otro le contestaba:—Esos tres hombres son los maridos de las tres mujeres a las que usted se refiere.Pero el vendedor no contestó a la pregunta de Dorrenato. Súbitamente inquieto, y con un brazo

extendido en dirección a la esquina más lejana, exclamó:— ¡Mire! ¡Ahí van! ¡Son ésos!Tres hombres idénticamente vestidos estaban cruzando la calle, en la esquina señalada.

Dorrenato corrió a su encuentro.—Perdón. ¿Ustedes me buscaban? —les preguntó.—Sí —contestó uno de los hombres.—No —contestó otro.—Ya lo encontramos —contestó el tercero.—Bueno, qué es lo que quieren —dijo Dorrenato—Venga conmigo —le contestó uno.—Venga conmigo —le contestó otro.Y lo mismo contestó el tercero.—Adonde —les preguntó Dorrenato.—Depende —dijo uno.—Depende —dijo otroY lo mismo dijo el tercero.—Los tres vamos a lugares diferentes —dijo el que había hablado en segundo lugar.Dorrenato calló, esperando que los otros dos hablaran, pero eso no ocurrió.— ¿Y puedo saber adonde va cada uno de ustedes?—preguntó al fin.—Yo voy a la comisaría —dijo uno.—Yo voy al Juzgado en lo Penal de Cuarto Tumo —dijo otro.—Yo voy a donde matan a los ladrones de manzanas —dijo el otro, mirando a Dorrenato con

suspicacia, como dando por sentado que él pertenecía a esa categoría de personas.—Pues no me interesa ir a ninguno de esos lugares —les contestó Dorrenato, y volvió sobre sus

pasos, hacia el carro del vendedor de manzanas. Pero ya no estaba el carro, ni estaba el vendedor.Dorrenato entonces siguió su camino hacia la parada. Ninguno de los tres hombres lo perseguía.

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—Son locos —pensó Dorrenato —. Pero parecen inofensivos. ¿El vendedor de manzanas será su cómplice? ¿Le dirán lo mismo a toda la gente que encuentran, o tendrán otros gags en su repertorio?

Con preguntas como éstas se siguió castigando Dorrenato, cuando las gomas de un auto chimaron casi junto a él. Un vehículo policial había subido a la vereda y se había atravesado frente a Dorrenato cortándole el paso. Tres agentes bajaron, y los tres esposaron a Dorrenato. Luego lo metieron en el auto, en el asiento de atrás, y ellos también subieron (dos adelante y uno atrás), y arrancaron.

— ¿Puedo saber de qué se me acusa?—preguntó Dorrenato al cabo de cinco minutos de viaje, en el transcurso de los cuales él había ido quedando cada vez más atónito ame el silencio de los agentes. ¿Por qué no hablaban siquiera entre ellos? ¿Sabían a quién se llevaban? ¿No sería una equivocación? ¿Habría presentado el vendedor de manzanas (o los otros tres hombres) una falsa denuncia?

Dorrenato empezó a sudarla gota gorda, porque ninguno de los agentes le dirigió la palabra. Tampoco ellos se la dirigían entre sí. Era una mudez total. Sólo él la quebraba con sus preguntas, y se sentía ridículo por ello.

El auto, marchando siempre a gran velocidad, llegó a zonas suburbanas, cada vez menos pobladas. Y en una calle Dorrenato vio pasara unas mujeres que le parecieron estar vestidas como las que habían golpeado a su puerta esa mañana.

— ¡Deténgase! —gritó al agente que conducía—. ¡Tengo que hablar con esas mujeres!Pero el auto se había detenido ya antes de que él terminase de hablar. Y la actitud de los agentes

no presagiaba ninguna resistencia a que él se bajara del coche. Indiferencia total.Pero Dorrenato, tres veces esposado, no podía abrir la puerta del coche.—Sáquenme estas esposas—dijo entono tajante. Enseguida se arrepintió de haberse expresado

así. Pero los agentes sacaron cada uno una llave de su bolsillo y, por tumos, lo desesposaron. Dorrenato les agradeció y, abriendo la puerta, les dijo:

—Espérenme. Ya vuelvo.Y fue al encuentro de las mujeres. Mientras las alcanzaba, las contó. Eran tres. Pero no eran las

mismas que habían tocado a su puerta. Quizá todas esas mujeres pertenecían a una misma secta religiosa, pensó. Y si esto era así, Dorrenato quería saber qué quería de él esa secta.

—Buenos días —les dijo.Las tres mujeres contestaron con la misma expresión idiomática.—Quizá les parezca extraño lo que voy a decirles, pero tres mujeres vestidas exactamente como

ustedes tocaron a mi puerta esta mañana, y luego desaparecieron —continuó Dorrenato.—Sí, eso es extraño —dijo una de las mujeres.—Sí —dijo otra.—Eso es extraño —dijo la tercera.—Sí —dijo la primera—. ¿Por qué habrán tocado a su puerta esta mañana, y no ayer en la

noche?—Sí —dijo la segunda—. ¿Por qué habrán tocado a su puerta esta mañana?— ¿Por qué no lo hicieron ayer en la noche? —dijo la tercera.Dorrenato se estremeció. Se sintió hablando en el vacío, sin hilos de comunicación con esas

mujeres. Eso lo desesperó, y entonces se le ocurrió hacer algo que pudiera producir un giro en la situación, algo que llamara la atención de las mujeres hacia él, para luego poder entablar con ellas una conversación que descansara sobre pautas convencionales, aunque sólo tuviera el objeto de que Dorrenato diera explicaciones sobre su actitud. Se puso a bailar y a brincar frente a las mujeres, con desenfreno y total desprejuicio. Ellas lo miraban sin decir nada, aunque una sonrisa se insinuó entre los seis labios, y ahí le pareció a Dorrenato que la cordura acudía en su socorro. Pero no fue así. En uno de sus saltos él perdió las dos manzanas que le quedaban, y dos de las mujeres se abalanzaron sobre las frutas, apoderándose cada una de una, y huyeron en carrera veloz, desapareciendo en la esquina. Dorrenato no las persiguió. Y no lo hizo porque una de las mujeres había quedado allí, y él

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pensó que hablar con una sola de esas mujeres no sería distinto que hablar con las tres. Pero se equivocaba. Fue distinto. Al menos, la conversación tomó otro cariz.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó Dorrenato.—Dorrenata —contestó la mujer.— ¿Dorrenata? ¿Te llamas Dorrenata?—Sí.— ¡No me tomes el pelo! —exclamó él—. ¡Nadie puede llamarse Dorrenata! Yo me llamo

Dorrenato, y soy el único que conozco que lleva ese nombre.—Yo conozco muchos Dorrenatos —dijo ella —. Los hay por docenas, los hay a borbotones.

Pululan. Pero yo no me llamo Dorrenato, sino Dorrenata.— ¿Y no le parece extraño —le pregunto él— que, llamándome yo Dorrenato, me haya

encontrado por casualidad con usted, que se llama Dorrenata?—Nuestro encuentro no fue casual —respondió ella—. Usted nos buscaba y nos encontró. Ahora

mis compañeras se fueron y yo estoy hablando con usted.Dorrenato le preguntó cuál era el vínculo de compañerismo que ella guardaba con las otras dos

mujeres.Ella no contestó enseguida. Parceló embarazada por la pregunta. Hubo que esperar unos minutos

de gestación para que diera a luz la respuesta.—Nos une el nombre. Las tres nos llamamos Dorrenata.—Eso ya es demasiado —dijo él, ofuscado—. Para que sepas, no te creo nada.Y dejando allí sola a la mujer, Dorrenato volvió al vehículo policial y se reinstaló en su asiento.

Los tres agentes seguían allí, y no se inmutaron por su presencia. Ni siquiera volvieron a esposarlo. Continuaron en silencio, al igual que el coche. El conductor no lo ponía en marcha.

—Bueno. ¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Dorrenato.Nada. Total mutismo de los agentes. Dorrenato soportó esta situación durante una media hora,

hasta que se cansó y abrió la puerta, resuelto a escapar. Ninguno de los agentes hizo nada por retenerlo. Esto infundió confianza a Dorrenato. Salió del coche, cerró la puerta y dijo:

—Ahora váyanse a freír espárragos.Inesperadamente para Dorrenato, ahora sí el agente que estaba al volante accionó el encendido y

el coche partió.Dorrenato no conocía el vecindario. Se puso a caminar, en busca de una parada de ómnibus

donde encontrar locomoción hacia lugares conocidos. La mujer que había dicho llamarse Dorrenata ya no se veía por allí.

No había carteles indicadores de ninguna parada de ómnibus. Dorrenato se detuvo. Desde hacía un par de cuadras, había venido oyendo unos ruidos débiles. Algo como un crujir de hojas que aún no están completamente secas. Sólo ahora cobraba conciencia de ello. Y al detenerse él, el mido había cesado. Adelante no había nada de donde pudiera proceder ese ruido. Atrás sí. Dorrenato los vio al volverse: eran tres perros. Se habían quedado quietos y lo miraban como esperando que se decidiera a seguir caminando.

—Váyanse. Yo no estoy en celo —dijo Dorrenato.Los perros ladraron. Pero lo hicieron de una forma muy particular. Cada perro emitió un solo

ladrido monosilábico, y los tres ladridos fueron sucesivos a intervalos de tiempo regulares: cinco minutos, aproximadamente.

Dorrenato siguió caminando, escoltado—o vigilado— por los perros. Cada pocos metros, y sin dejar de caminar, Dorrenato volvía la cabeza y los veía. Pero la tercera vez que se volvió, en lugar de tres perros, vio veintisiete. Y la quinta vio setenta y dos. Entonces se detuvo.

—Basta —dijo, de frente a los perros, y parecía el líder de todos ellos, dispuesto a darles un sermón —. ¿Qué quieren de mí?

Esta vez los perros no ladraron. Pero tampoco hicieron nada.Un carro tirado por tres caballos lo salvó. Los setenta y dos perros se fueron tras el carro

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corriendo y ladrando desordenadamente. Dorrenato suspiró y se sentó a descansar en el cordón de la vereda. ¿De dónde habrán salido tantos perros?, pensó. Además, todos esos perros eran del mismo color. Todos menos uno. Era uno de los veintisiete que había visto la tercera vez que se había vuelto a mirar.

Se le estaba haciendo tarde. Ya no llegaría en hora al trabajo. Decidió no ir. Hasta se puso contento de que, si no iba, de algún modo, era por razones de fuerza mayor.

Bien, entonces vamos a pasear, se dijo. A recorrer este barrio que no conozco.En un gran charco, casi un estanque, vio chapotear a tres ranas.— ¡Croac! —oyó decir a una.— ¡Croar! —oyó decir a otra.— ¡Croan! —oyó decir a la tercera.Falta que digan «croo, croas, croa, croamos, croáis, croé, croasteis, etcétera», pensó Dorrenato.La bocina de un coche le movió el tema. Se apartó para dejarlo pasar (el charco estaba en medio

de una calle de tierra). Pero detrás de ése venían dos coches más, y Dorrenato les hizo señas para que lo llevaran, o para que se detuvieran. El último de los coches lo hizo. Tres personas viajaban en él, pero las tres estaban sentadas adelante. Atrás el coche estaba vacío, y allí se sentó Dorrenato.

— ¿Adonde va? —le preguntó la mujer que estaba sentada a la derecha, que era la que lo había invitado a subir.

—Quisiera ir a cualquier parte donde pueda tomar un ómnibus que me deje en el centro —dijo él.

—Eso no nos queda en camino; lo siento —dijo el que estaba al volante, que era un hombre. Era igual a la mujer de la derecha, sólo que en versión hombre.

Pero nadie instó a Dorrenato a descender. Por el contrario, el coche partió tras los otros dos, que aún se veían, bien adelante en la misma calle.

— ¿Adonde me llevan? —preguntó Dorrenato—. ¿Es esto un secuestro?—No, esto es una persecución —dijo la persona que estaba sentada entre el conductor y la mujer

de la derecha.— ¿Y a quién persiguen?—A nadie —dijo la mujer de la derecha.— ¿Y esos dos coches que van adelante?—Tampoco persiguen a nadie —dijo el conductor—. Y le ruego que deje de hacer preguntas.Una persecución de nadie no termina nunca, pensó Dorrenato.El coche no iba hacia la ciudad, iba hacia el campo. Cuando por las ventanillas no se veían más

que cielos, nubes, árboles y pasto, Dorrenato dijo que se quería bajar.Nadie le contestó, y el coche siguió andando.— ¿No están incómodos los tres ahí adelante? —preguntó Dorrenato—. ¿Por qué no viene

alguno de ustedes a sentarse aquí atrás?—Le advertí que no hiciera más preguntas —dijo el conductor; pero lo hizo en tono amable,

cordial. Parecía estar diciendo otra cosa, como un vulgar comentario sobre el tiempo o una recomendación acerca de dónde comprar la mejor fruta de estación.

—Espera, Jim. El señor tiene razón —dijo la mujer de la derecha—. Detén el coche. Voy a sentarme allí atrás con él.

El conductor obedeció. Entonces Dorrenato se vio en el dilema de si aprovechar la detención para huir del coche (como había sido su plan en el momento de hacer la propuesta de que alguno se sentara atrás) o seguir en él, rumbo a no sabía dónde.

Optó por huir. Pero cuando comprobó que ninguno de los ocupantes del coche hacía nada por retenerlo ni se ponía a perseguirlo, regresó y fingió haber corrido solamente como forma de estirar un poco las piernas.

Dorrenato se ubicó en el asiento de atrás junto a la mujer, que ahora estaba a su izquierda.

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Adelante iban el conductor y la otra persona.—Ahora sí vamos cómodos —dijo su compañera de asiento cuando el auto empezó a moverse.— ¿Acaso no estabas cómoda aquí, con nosotros? —le preguntó el conductor. Esta vez su tono

de voz fue tan dulce que Dorrenato no pudo dejar de adosarle un siniestro sarcasmo.— Sí, querido, estaba muy cómoda —contestó ella.Y la conversación se interrumpió allí. O quizás había concluido. Dorrenato no descartaba

ninguna posibilidad. Estaba atento al desarrollo de los acontecimientos como quien mira televisión.No hacía un cuarto de hora que habían retomado la marcha, cuando el coche se detuvo.—Se acabó —dijo el conductor —. Nos quedamos sin nafta.—Te dije que llenáramos el tanque en Santa Claus, y no me hiciste caso —dijo la mujer.— ¿Santa Claus? ¿Dónde queda eso? —preguntó Dorrenato. Jamás había oído hablar de ese

lugar.—Es el lugar donde matan a los ladrones de manzanas —dijo la persona que iba sentada

adelante, con el conductor.—Eso lo oí decir en alguna parte —masculló Dorrenato—. ¿Qué quiere decir? En este país no

existe la pena de muerte. ¿Quiénes son esos que se toman la atribución de quitar la vida a los que roban manzanas? ¿Y qué tienen de especial los ladrones de manzanas, como para que exista un lugar donde hay gente que se ocupa especialmente de matarlos? ¿Y por qué no matan allí a los que roban bananas? Por otra parte, ¿existen realmente los ladrones de manzanas? ¿Está comprobada la existencia de una categoría de ladrones que sólo se interesa por las manzanas?

—Esta vez hizo demasiadas preguntas, compañero —dijo el conductor—. Tenía habilitación para cinco preguntas. Pero hizo muchas más.

— ¿Habilitación? —gruñó Dorrenato—. ¿Quién da las habilitaciones para preguntar? ¡Vamos!El conductor había sacado de alguna parte un revólver y estaba encañonando a Dorrenato debajo

del mentón. Dorrenato calló.— ¿Qué hago?—preguntó el conductor.Miraba fijamente a los ojos de Dorrenato, que estaba inmóvil. Pero la pregunta no iba dirigida a

éste, sino a los otros dos.—Dale cuando quieras —dijo la otra persona sentada adelante.—Dale ahora—dijo la mujer.Cuando Dorrenato despertó, estaba en un cuarto de hospital. Y no estaba solo, había dos camas

además de la suya, y estaban ocupadas por dos individuos aproximadamente de su misma edad. Dorrenato jamás había visto esas caras. No tenían nada de particular, salvo que le sonreían. Y él, ahora que lo pensaba, también les estaba sonriendo a ellos.

PARÉNTESISMe despertó un sacudón. Debíamos estar atravesando una zona turbulenta. Miré el reloj. Las

siete. Se suponía que llegaríamos a Lima antes de las seis.La azafata venía por el pasillo. Le pregunté cuál era el motivo del retraso.—No se inquiete, todo está bajo control —me contestó, escabulléndose sin darme tiempo a

preguntarle qué era lo que estaba bajo control.No había nadie más que yo en mi fila de asientos. Quise levantarme para hablar con pasajeros de

otras filas, pero el avión se sacudía demasiado y estaban encendidas las luces indicadoras de mantener abrochados los cinturones de seguridad.

Entonces se oyó por los parlantes una comunicación del capitán: «Señores pasajeros, nos vemos afectados por ciertos problemas técnicos que por suerte estamos capacitados para solucionar. Pero esto nos obliga a desviamos un poco de nuestra ruta, y en lugar de aterrizar, como estaba previsto, deberemos alunizar. Mantengan ajustados sus cinturones de seguridad y recuerden que, ante cualquier dificultad, pueden siempre recurrir a las azafatas».

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Una hora después estábamos en la luna, sin que ninguno de los pasajeros ni de las azafatas pudiera explicarme cómo el avión podía volar fuera de la atmósfera terrestre, ni cómo era posible que 'no estuviésemos todos asfixiados por falta de aire dentro de ese avión. Pero mayor fue mi sorpresa cuando una azafata nos pidió a todos los pasajeros que descendiéramos, sin damos ningún equipo especial. Pero como ella salió en primer lugar, para dar el ejemplo, todos 1 a seguimos. Había que saltar, y a que no estábamos en ningún aeropuerto y nadie había colocado escalera. Pero la gravedad en la luna es bastante pequeña y nadie se lastimó.

No había problemas para respirar. El capitán también descendió, y luego de hablar unas palabras con las azafatas, nos pidió que lo siguiéramos, íbamos por una región plana, sin cráteres ni montañas. Me adelanté a otros pasajeros y me puse a caminar al lado del capitán. Le pregunté a dónde nos llevaba.

—A Lima —dijo.—Pero Lima está en la Tierra, y nosotros estamos el la luna—objeté.—Sí, pero vamos a llegar. Yo conozco un atajo —me contestó él.En eso una de las pasajeras, mujer ya mayor, dijo que tenía sed y se negaba a dar un paso más si

no le servían algo de beber. Una de las azafatas le dijo entonces que para obtener agua en la luna había que aplaudir. La pasajera no quiso hacerle caso y le preguntó si se trataba de una broma, pero la azafata le contestó batiendo palmas ella misma, para que todos viéramos lo que ocurría.

No tardó en formarse un espeso nubarrón a unos cincuenta o cien metros de nuestras cabezas, y de inmediato se desató un fuerte aguacero que nos empapó a todos. Pero los que tenían sed abrieron bien grande la boca hacia arriba y pudieron beber bastante.

Cuando retomamos la marcha me acerqué al capitán y le dije: —Oiga, yo terminé el ciclo de enseñanza secundaria y, si no estoy loco, esto no puede ser la luna. ¿Dónde estamos y qué clase de broma es ésta?

—Ninguna broma —contestó él, y me preguntó si mi pasaje era de primera clase o de clase económica.

— ¿Eso qué tiene que ver? —lo increpé yo.—Vaya al lugar que le corresponde y siga caminando con el resto de los pasajeros —me ordenó

con sequedad.—Yo pagué por viajar en avión, no por caminar—le dije, y me reintegré a la fila india de

pasajeros que caminaban tras él. como una procesión de imbéciles.Así llegamos al borde de un gran cráter.Métanse todos ahí adentro —ordenó el capitán.Las azafatas le hicieron caso enseguida, tratando de bajar con cuidado por las piedras que

parecían estar más firmes. Algunos de los pasajeros las siguieron. La mujer que antes había tenido sed se acercó al capitán y le preguntó por qué había que meterse en el cráter.

—Es por su seguridad —respondió el capitán—. Si cae un meteorito, difícilmente lo haga en el mismo lugar donde antes cayó otro, ¿no le parece?

—Creo que está equivocado —intervine yo—. La probabilidad de que caiga un meteorito es la misma en cualquier parte. Además, no creo que caiga ninguno, porque este lugar tiene una atmósfera que nos protege.

—Yo pienso que hay que hacer lo que dice el capitán —dijo la mujer, y se puso a descender, seguida de los demás.

Sólo quedamos fuera del cráter el capitán y yo.— ¿Y? —le dije—, ¿Usted no baja?—Baje usted primero —contestó —. Quiero asegurarme de que todos estén a salvo.—No. Primero usted —le dije, y lo empujé. Cayó por la superficie del cráter hasta chocar con

uno de los pasajeros desencadenando una avalancha humana que llevó a esa gente a bajar hasta una zona que estaba en el límite de mi visibilidad. Oí que gritaban, pero yo no podía ayudarlos en nada. Además, la culpa de lo ocurrido no era mía, sino de ese estúpido capitán.

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Así que me fui a explorar el terreno. Me alejé del cráter en la misma dirección en que habíamos venido caminando, o en una dirección similar; no puedo estar seguro porque ya no veía el avión, y no tenía otro punto de referencia.

A veces me detenía para descansar, y entonces observaba que del suelo brotaban unas matas de pasto que parecían pelo humano. Cuando retomaba la marcha, las matas desaparecían.

Debo haber dado una vuelta completa alrededor de la luna (o de donde fuera que estaba), porque en cierto momento me topé con el avión. No podía subir a él, porque no había escalera. Y de pronto vi que detrás de cada ventana estaba la cara de un pasajero. Todos parecían estar ahí. No sé cómo habían hecho para subir. Uno de ellos, además, estaba ocupando mi asiento.

Los motores empezaron a rugir, y simultáneamente del cielo cayó nieve. Tuve que alejarme, por el viento y por el temor a ser arrollado. El avión se fue y lo vi volar en dirección a algo que podía ser la Tierra, aunque se veía bastante pequeña. Estaba en el cielo, en posición crepuscular.

¿Qué podía yo hacer? Estaba solo en un lugar que ciertamente no era la luna, pero que en cierto modo lo era. Me puse a blasfemar contra la compañía aérea. ¿Cómo podían dejarme allí, si yo había pagado mi pasaje?

De pronto sentí que me caían encima algo así como excrementos de pájaros, aunque no veía ninguno de estos anímales en el cielo. Corrí unos cien o doscientos metros y entonces la precipitación cesó.

Más tarde, cuando tuve sed, aplaudí y tomé el agua de la lluvia que se formó. Al poco tiempo, por suerte, descubrí que cuando silbaba caía comida del cielo. Entonces me puse a probar qué pasaba si emitía otros sonidos. Al tirarme un pedo, cayeron libros. Al eructar, cayó una mujer. Yo me entusiasmé y seguí eructando, pero no cayeron más mujeres. Tuve que conformarme con ésa.

Ella sabía canciones que hacían caer diferentes tipos de objetos. Buenamente quiso enseñármelas, pero yo soy muy desafinado y cuando cantaba la canción llamadora de videocassettes, por ejemplo, caían estufas a querosén.

Tuve que recurrir a la mujer para obtener las cosas que necesitaba. Poco a poco fui reconstruyendo así mi casa y mi ciudad natal, con algunas correcciones que se me ocurrieron.

Esta mujer caída del cielo y yo nos turnábamos para dormir, porque si nos quedábamos los dos en silencio empezaban a brotar del suelo aquellas matas de pelo que, según ella me explicó, eran las cabelleras de unos seres diabólicos que. de mantenemos nosotros en silencio, habrían de brotar de cuerpo entero.

Todavía hoy me preguntó qué motivación tenía la mujer (no me atrevo a llamarla «mi» mujer, aunque después de que ella hizo caer del cielo mi cama. y después de que la fuimos a buscar a la azotea de mi casa y la llevamos al dormitorio, empezamos a acostarnos juntos todas las noches), qué motivación tenía, digo. para hacer bajar del cielo todo lo que yo le pedía. Quizá fuera una especie de genio como el de la lámpara de Aladino, o algo así, y debido a cierto reglamento celeste ella se veía obligada a obedecerme por haber sido yo quien la había bajado a la luna después de quién sabe cuánto tiempo de estar quién sabe dónde. Tengo que confesar que su cara me era vagamente familiar, pero no acierto a definir a quién me recordaba.

A medida que la ciudad se fue completando con lo que ella traía del cielo, fue dejando de hacerse* necesario que nos turnáramos para dormir. Con tantos millones de personas, autos, fábricas y usinas el ruido era constante y los seres diabólicos no aparecían. Aunque de haber podido hacerlo en caso de que por algún motivo reinara de pronto el silencio en la ciudad, difícilmente habrían aparecido. El suelo lunar ya había quedado demasiado abajo, y dudo de que esos seres pudieran perforar con sus cabezas el pavimento que la mujer había sedimentado por doquier. Quizá podían haber aparecido en las plazas o en los terrenos baldíos; estos terrenos baldíos, por supuesto, no aparecieron a pedido mío. Fueron un subproducto natural de haber hecho aparecer a tanta gente. También se dieron toda clase de otros subproductos: hijos, vendedores ambulantes, smog, partidos políticos, etc. También surgieron otros países, porque la mujer los fue necesitando para poder sostener la estructura ya erigida. Por ejemplo, cuando yo le pedí que bajara chocolate suizo a las

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estanterías de los supermercados, ella bajó también la oficina de importaciones y, más adelante, cuando el chocolate se terminó y se hicieron insoportables las protestas del importador por no tener de dónde importar más cantidad, ella tuvo que hacer bajar a Suiza y ponerla en algún lugar. Y también tuvo que hacer bajar al Brasil, para que la industria suiza adquiriera de allí las materias primas necesarias. Otro ejemplo: yo había solicitado la presencia de Zoila, una señora que siempre me cosía la ropa a precios módicos. Pues bien, Zoila tenía un hijo en el Canadá, y cuando fue al correo para enviarle una carta y le dijeron que no existía el Canadá, armó un escándalo que sólo fue posible apaciguar cuando yo le pedí a la mujer genio que cantara la canción llamadora de aquel país. Era una canción extraña, parecía folclore de Kenia.

Y la canción que utilizó para traer a los Estados Unidos me recordó la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, mientras que la tonada con que trajo a Checoslovaquia parecía gagaku japonés.

Por supuesto, para que todos esos países que iban llegando cupieran en la luna (o donde fuera que estábamos) fue necesario que la superficie se ampliara, y para esto hubo que hacer aumentar el volumen del planeta, ya que de otra forma todos los países iban a quedar con montañas, precipicios, rugosidades y todo tipo de accidentes naturales que los modelos auténticos no tenían, con el riesgo de provocar cambios que afectaran demasiado las costumbres de los pobladores. Por ejemplo, podía pasar que el desierto del Sahara quedara en la ladera de una montaña cientos de veces más alta y escarpada que el Everest, con el consiguiente desconcierto de los camellos.

Así fue como grandes masas de roca, petróleo, mineral de hierro, níquel y otras sustancias fueron llegando desde el cielo, al principio aplastando los espacios ya estructurados, pero luego la mujer con sus canciones reponía las pérdidas. El día en que los arqueólogos hagan excavaciones en esos lugares se encontrarán con que varios quilómetros bajo tierra se hallan los restos de una civilización exactamente igual a la que habita la superficie.

Pero a todo esto, un día la mujer genio empezó a quedar afónica, así que ante la eventualidad de que se tratara de un mal crónico, antes de que quedara sin voz le pedí que hiciera llover un avión que me condujera a Lima.

Ella lo hizo, y también hizo caer del cielo mi pasaje.Ahora el avión ya despegó. Escribo el relato de cómo llegué aquí, y al terminar estas líneas voy

a tratar de dormir. El avión se sacude mucho, debemos estar atravesando una zona turbulenta.

LECTURASA los veinte años —un poco tardíamente, por cierto—descubrí el placer de la lectura. Hasta

entonces no había pasado de las primeras páginas de un Julio Verne que mis padres me habían regalado en uno de mis cumpleaños y que yo durante años mantuve sobre mi mesa de luz, como recordatorio de una especie de deuda cultural que de algún modo creía haber contraído con la sociedad. Pero ninguno de mis voluntariosos esfuerzos tendientes a complacer a mis padres llegó a fructificar.

Pero una vez, encontrándome en casa de un amigo, me puse a mirar los lomos de los libros de su biblioteca. Yo iba a pasar la noche allí, y mi amigo ya se había acostado a dormir. Al día siguiente partiríamos temprano a tomar un ómnibus para el campo, donde pasaríamos una semana en compañía de varias amigas y amigos.

En uno de los lomos leí El club de los suicidas. Este título movió mi curiosidad. Saqué el libro del estante y... sin proponérmelo, y casi hasta diría sin darme cuerna, lo leí hasta el final. Al terminar me sentí como un ateo que hubiera visto a Dios. Tenía sueño, pero estaba tan eufórico que me puse a buscar en la biblioteca algún otro material de ese autor, Robert Louis Stevenson. Estaba La isla del tesoro. Lo empecé y seguí leyendo con avidez hasta el amanecer. Mi amigo se levantó y me instó a partir. Le pedí permiso para llevar con nosotros ese libro y me dijo que sí. Le pregunté si tenía algún otro de Stevenson (además de El club de los suicidas) y me dijo que no.

Dormí durante todo el viaje de ómnibus. Cuando llegamos a la casa de campo y nos instalamos,

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retomé la lectura, mientras los demás hacían un asado y jugaban a las cartas. Cuando terminé el libro pregunté a la dueña de casa si tenía allí obras de Stevenson. No tenía ningún libro en la casa.

Al día siguiente me aparté del grupo—se había organizado un partido de fútbol—. para trasladarme al pueblo más cercano y buscar alguna librería. Creí encontrar una, pero para mi desazón, detrás del cartel que decía "librería" sólo había una pobre y mal provista casa de venta de artículos escolares. Pero por suerte el pueblo contaba con una biblioteca municipal. La descubrí y pasé el día en ella leyendo El extraño caso del Doctor Jekill y Mr Hyde y El dinamitero. Sobre el final de la tarde. examinando el índice de títulos de la biblioteca, encontré algo llamado El club de los parricidas, de un tal Ambrose Bierce. Fui por el volumen y me encontré con que su lectura me era tanto o más placentera que la de Stevenson. Maldije para mis adentros a Verne. quien durante tanto tiempo me había inculcado la falsa convicción de que toda lectura debía ser tediosa.

Así fueron mis comienzos como lector. De regreso a la ciudad, adquirí el resto de las obras de Stevenson y Bierce y las devoré. No trabajaba ni estudiaba; disponía de tiempo y de padres que me proporcionaran medios de supervivencia. Pero ellos tuvieron la mala idea de fallecer en un torpe accidente de tránsito. así que me vi obligado a empezar a trabajar, y mi ritmo de lectura disminuyó un poco.

De Stevenson y Bierce pasé, por recomendaciones de amigos, a Chesterton, Stoker, Mary Shelley, Hope Hodgson, Saki, Lovecrafl, Kafka y Agatha Christie, y por recomendaciones de enemigos a Conan Doyle, Ellery Queen, Van Dine, E. Stanley Gardner y otros. Mi sueldo me permitía comprar buena cantidad de libros, y compré también dos estanterías: una para los libros que ya había leído, otra para los que todavía no. Y aunque dedicaba gran cantidad de horas diarias a la lectura, esta última se iba poblando mucho más rápidamente que la otra. Para equiparar la carga de las estanterías empecé a incrementar mi tiempo de lectura (habría sido prudente dejar por un tiempo de comprar libros, pero eso me resultaba imposible: me había transformado en un visitante compulsivo y cotidiano de cuanta casa de libros usados hubiera en la ciudad; esta misma actividad, además, me quitaba gran parte del tiempo que habría debido destinar a la lectura). Me ayudó, a ese fin, descubrir que los libros que yo leía más rápido eran los cuentos y novelas policíacas y de misterio. Durante meses limité mis lecturas a esos géneros, hasta que en la noticia sobre el autor, en un libro de Stanley Ellin (de quien me había convenido en acérrimo adepto), me enteré de que él había sido galardonado seis veces con el premio Edgar Allan Poe. Recabando datos sobre este tal Poe, lo supe inventor de la novela policíaca*, así que comprándome todo lo de su autoría que conseguí, abordé su mundo, rompiendo el orden de lectura de libros que me había impuesto antes (en rigor, me correspondía en ese momento un tomo de las obras completas de Earl Derr Biggers).

La lectura de Eureka de Poe me estrelló contra mi completo analfabetismo filosófico. Pergeñé entonces un plan de estudios sobre la materia, plan que fue modificándose en la marcha de su propio cumplimiento, a medida que averiguaba que había existido Fulano o Mengano, y que su lectura era indispensable para comprender a Zutano y a Perengano. Pero no leí tanto a esos filósofos como a Epiciclo, Parménides, Boecio, Pítocles (mi plan en un principio era cronológico, pero ante la diversidad y riqueza de la literatura existente dejó muy pronto de serio) y otros. Al llegar a Foucault me entusiasmé con la idea de que cada época tiene (para decirlo muy suscintamente) una sola cosa para decir (un poco como —también suscintamente— afirma Lacan sobre cada individuo, según me enteraría yo más adelante), así que me puse a estudiar Historia. Al leer a Engels simpaticé con el nexo causal entre las instituciones humanas y sus relaciones de dependencia económica, así que orienté mis estudios hacia Quesnay, Keynes, Marx, Milton Friedman y otros, pero luego de unas semanas de rompedero de cabeza comprendí que me sería imposible adquirir nociones de economía si no me armaba, al menos, de una aritmética elemental. Me compré entonces dos volúmenes que encontré en una mesa de saldos, y que consideré cercanos al tema: Cálculo diferencial e integral, de Granville, Smith y Longley, y Geometrías no euclídeas, de Lieber. Me resultaron ambos un poco confusos, quizá porque estos autores no eran propiamente literatos y les faltaba un poco de "cancha" para seducir al lector. O quizá no fuesen los libros más adecuados para empezar. Aquel amigo gracias a quien yo había descubierto a Stevenson me aconsejó leer a Pedro

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Martín y en una librería de textos escolares me compré su Aritmética.Pero no había llegado a la tercera página de este trabajo cuando me atormentó un severo

autocuestionamiento del giro que había tomado mi calidad de lector. ¿Qué estaba pretendiendo yo? ¿Aprenderlo todo? ¿Convertirme en un Leonardo Da Vinci, en un Isaac Asimov, en un Ángel Rama? Me había degradado de la categoría de lector a la de estudiante. Rompí entonces en tres mil pedacitos la Aritmética de Pedro Martín y tiré sus restos en el inodoro. Salí de mi casa —pues allí me encontraba— y tomé un ómnibus rumbo al centro de la ciudad, pensando bajarme en la zona de mayor concentración de librerías y empezar a revolver hasta encontrar algo que me asegurara el éxtasis y la diversión que un día Stevenson me había proporcionado. Durante el viaje recordé que mi estantería de libros no leídos seguía muy nutrida, pero, por alguna razón en la que no sentía deseos de ponerme a pensar, ninguno de los títulos que allí guardaba me pareció llamado a colmar mi expectativa.

En cierto momento del viaje el asiento situado frente al mío fue ocupado por una muchacha que, apenas allí ubicada, extrajo de su bolso un minúsculo librito y se lo puso a leer con tanta atención que no se distrajo ni con las violentas sacudidas que sufría el vehículo cada vez que pasaba sobre un pozo o una zanja, ni con las discusiones que algunos de los pasajeros mantenían con el guarda sobre su derecho a no ser tratados como ganado lanar. Y el rostro de la muchacha iba denotando una sucesión de hondas emociones, desde una plácida y sutil alegría hasta un súbito furor de ojos desorbitados, pasando por el llanto y la aflicción más opresiva y desconsolada.

¿Qué literatura habrá que sea capaz —pensé— de provocar en una persona tan intensos facsímiles de verdaderas vivencias? ¿Qué autor puede —y, por Dios ¿cómo?— en unas pocas páginas hacer sentir sucesivamente a su lector lo mismo que éste habría sentido encontrando un amor ideal, sorprendiéndolo en flagrante adulterio y perdiéndolo para siempre en arrebato criminal, respectivamente?

Luego de luchar varios minutos contra las desviaciones que a mi vista infligían las sacudidas del ómnibus, logré leer el nombre del autor del libro: Corín Tellado. Más tarde habría de enterarme de que era una mujer, y más tarde aún habría de oír decir que, en cambio, era todo un equipo de personas.

Ya en el centro, visité varias librerías sin hallar ningún libro firmado con esa especie de sustantivo calificado con participio, y los vendedores me miraban con cierto desdén cuando los interrogaba al respecto. Hasta que uno me indicó dónde podía procurarme lo que buscaba. Fui. Era un establecimiento de canje de revistas y también de lo que allí llaman "novelas", que son libritos con el formato del que yo había visto con la muchacha. en el ómnibus. No tuve dificultad en dar con los de Corín Tellado. La tuve, sí, en escoger cuál o cuáles comprar, ya que debía efectuar mi elección entre más de ocho mil volúmenes.

Esto sucedió hace ya muchos años. Mi nueva casa dispone de tres habitaciones ya llenas de libros de Corín Tellado, todos leídos. Pero sé que hay más, sé que siempre habrá muchos más. los suficientes como para alimentar mis horas libres hasta el fin de mis días.

* Aún no había sometido a crítica el prejuicio de que el inventor de un género es su máximo cultor. Y tardé en hacerlo, porque en este caso el juicio correspondiente era verdadero.

ATENCIÓN DE LA CASAAzucena nunca había sido una persona puntual asaque no me apuré en llegar. Como el día

anterior, en que yo había pasado por ahí, el bar estaba vacío. Me gustan los bares tranquilos, y por eso había arreglado con Azucena para encontramos ahí.

Todas las mesas y las sillas eran nuevas, y había también sillones, quizá para clientes exigentes. Pero estos clientes no habían nacido todavía, al menos como tales. Musité algunas diatribas contra la estupidez y el conservadurismo de la gente que desprecia los bares nuevos y persiste en los viejos, donde los dueños y los mozos demoran en servir y no se preocupan por la calidad de los productos que venden; saben que el habitué no se deshabitúa mientras el bar no sea clausurado por

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el departamento municipal de bromatología.— ¿Qué le parece? —me dijo el mozo—. ¿Está cómodo?No estaba vestido con ningún tipo de uniforme. Quizá el bar era tan nuevo que aún no los habían

mandado a hacer.Me gustó que el individuo no se abalanzara sobre mí a preguntarme qué deseaba tomar. Tenía

clase. Pensé en atribuirle dotes de clarividencia, al suponer que él había adivinado que yo esperaba a alguien, y que sólo ordenaría una bebida cuando mi acompañante llegase.

—Sí. esto es muy confortable —dije.Entonces llegó Azucena. Nos dimos besos y ella se sentó frente a mí en la mesa, dejando su

cartera en la silla del costado.— ¿Todo bien? —le pregunté.—Sí. Escúchame, tengo poco tiempo, ¿no te enojas? Decíme de que querías hablarme.—Es un tema delicado —le dije—. Permitime unos minutos de calentamiento, aunque sea.—Sí, como quieras. Pero no nos pongamos a divagar, porque después me voy a tener que ir y no

quisiera hacerlo sin enterarme del asunto que quenas tratar.Sus palabras me infundieron ánimo. La mayoría de las mujeres, cuando son reacias a las

propuestas de los hombres, buscan perderse en laberínticas conversaciones secundarias. Azucena debía estar interesada en lo que yo fuera a decirle. No era ninguna ingenua para creer que yo iba a hablarle de negocios, aun cuando al decir «el asunto que querías tratar» pudiera dar esa impresión a quien no la conociera. No creí, tampoco, que su urgencia en enterarse de lo que yo tenía para decirle se debiera a un puro espíritu pragmático, que no le permitiera soportar que, si yo la había citado para decirle algo, no se lo estuviera diciendo ya, aunque el tema en sí no le interesara en absoluto.

—Está bien. Te lo voy a decir ahora.—Escucho.En ese momento el mozo se acercó para preguntarle a Azucena si estaba cómoda. Ella me miró,

sin entender.—Te está preguntando si te encentras cómoda —le dije.— ¿Cómoda? Sí, claro —contestó ella, algo turbada.—Mejor así —dijo el mozo, y se alejó. Esta vez me sorprendió que no levantara pedido. Ya se

estaba pasando de listo. Su simulación de no estar comercialmente interesado en nosotros era exagerada.

— ¿Qué querés tomar? —pregunté a Azucena.—Un whisky. Con hielo —dijo ella.—Yo también voy a pedir eso —. Mirando al mozo, dije:—Perdone, ¿podría traemos dos whiskys con hielo?— ¿Whiskys? —contestó él, vacilante—. Bueno... sí. Ya les traigo.Salió a la calle.— ¿Qué hace? ¿Los va a buscar a otro lado? —dijo Azucena.—Es raro que un bar como éste no tenga whisky.—Espero que no nos lo cobre más caro por traerlo de afuera.En otra mesa. al lado de unos sillones, había dos vasos de whisky. Vacíos, y limpios, pero vasos

de whisky al fin. Era curioso que no hubiera whisky en el bar. Quizás estaba pedido pero el distribuidor no lo había entregado todavía. Como el uniforme.

—Bueno, habla —me dijo Azucena—. ¿Qué era lo que querías decirme?Carraspeé.—Quiero proponerte un cambio en el enfoque de lo que han sido nuestras relaciones hasta el

momento.— ¿Un cambio? ¿Qué tipo de cambio? Explicáme. No te entiendo.—A eso voy. No me apures.

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Estaba pensando cómo abordar el planteamiento, cuando vi que una mujer miraba desde la calle, por la ventana.

— ¿La conoces? —pregunté a Azucena.—No —contestó.Miré a la mujer con expresión de fastidio, pero ella no se movió. Paseaba sus ojos por todo el

bar, y a veces nos miraba a nosotros, pero no nos miraba las caras, sino más abajo.— ¿Qué le pasa a esta mujer? —dije—. ¿Nunca vio personas sentadas en una silla?—No le des corte—me contestó Azucena—. Dale, que me tengo que ir. Me ibas a explicar lo del

cambio en nuestras relaciones.Nuevamente las palabras de Azucena me animaron. Hablaba del cambio como si fuera un hecho

consumado.La mujer que nos miraba entró al bar. Escudriñó adentro como buscando al mozo, y luego se nos

acercó. No sé qué iba a decimos, pero yo la detuve con firmeza.—Déjenos en paz. Si nos parecemos a gente que usted conoce, desde ya le advierto que no

tenemos nada que ver con ellos. Así que no persista en su confusión y retírese.La mujer huyó velozmente, sin proferir palabra.—Perdóname, no sé en qué habíamos quedado —dije.—Me ibas a explicar el cambio en nuestras relaciones —contestó Azucena mirando su reloj.—Ah, sí —dije, pero no seguí hablando porque el mozo acababa de entrar. Nos puso sobre la

mesa aquellos dos vasos de whisky que yo había visto, y una botella que traía.—Falta el hielo —dijo Azucena.—Discúlpeme, pero no pude conseguir—respondió él.—Bueno, no importa—dije yo. haciendo un gesto al mozo como para que se apartara. Abrí la

botella y serví.—Espero que no nos cobro toda la botella —dijo Azucena—. Yo sólo pienso tomar un vaso—.

Y consultando otra vez su reloj, agregó: —Si me da el tiempo.—Bueno, Azucena, le voy a hablar sin rodeos —retomé—. Hace años que nos conocemos, pero

lo nuestro nunca fue una verdadera amistad. Nunca nos hemos comunicado demasiado, y sólo nos estuvimos viendo esporádicamente, casi siempre en función de algún suceso que nos reuniera por casualidad. Muy pocas veces tuvimos encuentros concertados por nosotros mismos, con anticipación.

—Es verdad. Eso siempre lo tuve claro.—Me alegro. Lo que quiero pedirte, entonces, es que dejemos de ser amigos, o al menos que

dejemos de ser sólo amigos. Quiero ser tu cuñado.Me detuve en ese punto. Azucena no dijo nada. Me miró expectante. Yo la miré a mi vez, como

esperando una respuesta de su parte. Por fin ella habló, y dijo:—Pero vos sos hijo único.—No se traía de eso —le contesté —. Lo que quiero es juntarme con tu hermana.— ¿Cuál de ellas? —preguntó—. ¿Liliana?—No. Rosaura —contesté con convicción.—Eso le confieso que no me lo esperaba —dijo Azucena.—Bueno, así son las cosas—dije—. ¿Cual es tu respuesta?—No puedo dártela ahora. Necesito tiempo para pensarlo.— ¿Te llamo mañana?—Dame más tiempo, no seas malo. Llámame la semana que viene.Le pedí que no demorara la resolución más tiempo que eso. Ella me dijo que no me preocupara y

se colgó la cartera al hombro como para irse. Yo llamé al mozo y le pregunté cuánto le debíamos. El me trajo una factura por quinientos mil pesos.

— ¿Qué? ¿Quinientos mil pesos por dos vasos de whisky? No seas ladrón, hacéme el favor—

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dije exaltado.—No te estoy cobrando el whisky, estúpido—me contestó él —. El whisky fue una atención de

la casa. Te estoy cobrando el juego de comedor.Sólo entonces comprendí que el equivocado había sido yo. No me había citado con Azucena en

un bar, sino en una mueblería.

LA DE NUNCA ACABARUna calle cortada, a la una y media de la mañana. Realmente Sánchez se estaba regalando. Quizá

quería morir, y entonces Ralf le daría el gusto. Y si Sánchez no quería morir, entonces el gusto sería para Ralf. Un pequeño cambio de dirección. Un pequeño aumento de velocidad pero no mucho, cosa de no hacer escándalo, y disfrutar de cada crujido producido por la rotura de cada uno de los huesos de esa escoria, ese chantajista cuya muerte representaba para Ralf el acceso a una nueva vida. libre de preocupaciones, libre del temor constante (cuyo periódico alejamiento había que pagar a Sánchez en forma contante y sonante) a que sus seres queridos se enteraran de un pasado cuyas contingencias lo habían convertido en asesino.

Pero ahora no se trataba de ninguna contingencia. La muerte de Sánchez obedecía a un propósito deliberado y era absolutamente necesaria. Y por suerte no lo sería más. Porque ya no había ningún Sánchez que lo extorsionara. Sólo había trozos de vísceras y astillas de huesos, debajo de su auto, cuyo chasis había sido minuciosamente acondicionado en su superficie inferior como soporte para dieciséis cuchillas dentadas.

Todo estaba hecho. Ralf no necesitaba permanecer allí para seguir disfrutando de su obra. Sólo había que dar marcha atrás y adiós. Pero la marcha atrás no entraba. ¿Se le habría metido una víscera en la caja de cambios?

Ralf bajó del coche y se puso a empujarlo, tratando de ensuciarse los zapatos lo menos posible con la sangre de aquella bazofia ya despojada completamente de su falsa apariencia humana.

Entonces apareció alguien en la esquina del callejón. Venía corriendo hacia el auto. Era un hombre joven, y lo bastante grande como para no estar corriendo simplemente por miedo a la noche. No tenía uniforme de policía. ¿Quién sería? ¿Guardaespaldas de Sánchez? En el mejor de los casos, un simple e involuntario testigo del crimen. Y venía corriendo hacia el auto, o quizá sólo hacia la puerta de alguna de las viejas casas de inquilinato del callejón.

No se podía cavilar demasiado. Había que desembarazarse de ese obstáculo a la plena degustación del éxito de la cruzada libertadora realizada pocos minutos antes. Ralf sacó su revólver calibre treinta y seis, igual a los que usaba la policía, y disparó contra el individuo antes de que éste pudiera atinar siquiera a dejar de correr, o por lo menos a dejar de correr en la dirección en que venía haciéndolo.

El hombre se tambaleó durante unos segundos y luego cayó pesadamente sobre la calzada. Había que correrlo para poder sacar el auto del callejón.

Ralf se acercó y lo agarró de los zapatos. Le daba asco tocarlo directamente. Y no había llegado a arrastrarlo un metro cuando vio que un policía, arma en mano, venía por la vereda con cierto sigilo.

—Buenas noches, oficial —dijo Ralf. intentando demostrar que su actitud no sería hostil para con el agente del orden.

—Buenas noches —correspondió éste —. ¿Te ayudo en algo?—Sí, por favor. Está muy pesado —contestó Ralf, sin esperar que el otro realmente lo ayudara,

sino más bien que lo arrestara. Pero, para su sorpresa, ocurrió lo primero.—Tengo que agradecerte mucho lo que hiciste —dijo el policía cuando hubieron dejado el

cadáver sobre la vereda —. Hacía como veinte cuadras que lo venía persiguiendo, y estoy seguro de que, de no haber sido por ti, se me habría escapado.

—No hay de qué —dijo Ralf, con cierta turbación, y agregó —Bueno, ahora me tengo que ir.—No tan rápido, amigo —dijo el agente—. Permítame sus documentos. Quiero saber el nombre

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de mi benefactor.—Tengo mis documentos en la guantera del auto —dijo Ralf —. Ya se los traigo.Pero el agente no lo dejó ir solo.—¿Es tuyo este carromato?—Sí. Me metí por error en esta calle cortada y justo acá se le ocurrió descomponerse.—SÍ, ya veo que fue una diarrea muy fuerte —dijo el policía, descubriendo los jirones orgánicos

todavía frescos de Sánchez.—Eso fue un accidente —dijo Ralf—. No lo vi. El hombre caminaba con los faroles apagados.—Escuche, vamos a hablar claro —contestó el policía — Esta no es mi jurisdicción. Yo trabajo

veinte cuadras más al oeste, y sólo vine hasta acá porque quería alcanzar a ese muchacho. Usted me ayudó, y eso me crearía un serio problema moral si lo arresto por ese asesinato.

—Perfecto —dijo Ralf —. Entonces usted se va por su lado, yo por el mío, y nos olvidamos de todo.

—No tan fácil. Hay otro estigma que se está clavando en mi conciencia moral.—¿Sí? ¿Cuál?—Este otro cadáver—dijo el policía, tratando de librarse de un tendón que se le había enroscado

en el zapato.—Ah, ¿ése? —contestó Ralf —. Ya le dije. Fue un accidente.—Sí, yo también fui un accidente —replicó el otro—. Mis padres no querían tenerme. Pero una

vez que me tuvieron, tuvieron que bancarme, también. Ralf calló unos instantes.—Yo no soy el padre de esta carroña —dijo luego—. Mire, acá tengo fotografías de mis hijos.

Vea y compare.—No estoy hablando de eso —dijo el agente, rehusando mirar las fotos que había detrás del

plástico transparente de una de las secciones de la billetera que Ralf le ofrecía—. No le estoy pidiendo que se ocupe de la manutención de estos desechos. Sólo le pido que asuma la responsabilidad de su crimen.

Ralf se recostó sobre una portezuela del coche y se cruzó de brazos.—¿Cuántos años pueden darme? —preguntó.—Quizá diez años. o quince, o veinte, o quizá ninguno —dijo el agente.—Eso último me interesa —Ralf se incorporó—. Explíqueme cómo sería.—Ya le dije que ésta no es mi jurisdicción. Yo no tendría por qué estar aquí en este momento, ni

tendría por qué haber visto este cadáver. Y usted, por su parte, tiene algo más que fotografías en su billetera.

—Es cierto. Tengo treinta mil pesos —Ralf exhibió el dinero.—¿Treinta mil pesos, nada más? No me sirve. Estás arrestado—. El agente sacó un par de

esposas e hizo señas a Ralf para que le permitiera ponérselas. Este pretendió sacar su revólver para matar al policía, quien furioso lo encañonó con el suyo en el cogote y le dijo: —A menos que prefieras que te mate.

—Ninguna de las dos cosas será necesaria —dijo Ralf — En casa tengo más dinero. Seiscientos dólares. ¿Qué le parece?

—Me parece poco. Pero en estos tiempos de crisis hay que conformarse con lo que venga —dijo el policía.

—Bueno, ayúdeme a sacar el coche de acá —pidió Ralf.—¿No dijo que estaba descompuesto? Prefiero evitar desarreglos intestinales. Vamos en taxi.—Podemos ir a pie. Yo vivo cerca. Pero antes permítame hacer una cosa.Controlado de cerca por el revólver del policía, Ralf destornilló la chapa con el número de

matrícula de su auto, por si algún curioso tomaba nota de ella, y sacó sus documentos de la guantera. También sacó de ella un trapo y, lidiando contra la impaciencia del funcionario, limpió el vehículo de huellas digitales.

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Durante el trayecto hasta lo de Ralf, éste caminaba adelante y el policía lo seguía unos metros atrás, con el arma en la canana pero también con la mano lista para sacarla ante la menor eventualidad.

Cuando entraron al edificio el policía desenfundó. Estuvo apuntando a la espalda de Ralf durante el viaje en ascensor y la caminata por el pasillo.

—¿Vive con su familia?—Sí, pero ellos ahora no están. Se fueron a Disneyworld.—¿Y usted no los acompañó?—No pude, por razones de trabajo —Ralf abrió la puerta del apartamento—. Pase —dijo.—Después de usted —devolvió el policía, con un tono irónico que disfrazaba su temor a toparse

con algo inesperado.—Muy bien —dijo Ralf, y entró sin permitir que el ángulo de la puerta con el marco sobrepasara

los cuarenta y cinco grados. Cuando el policía lo siguió, avanzando primero con el brazo que sostenía el arma, Ralf empujó bruscamente y con todas sus fuerzas la puerta contra el marco. El brazo del policía quedó prensado entre una y otro, pero no soltó el arma como Ralf esperaba- Al contrario, disparó. Erró el tiro, porque Ralf estaba del otro lado, pero por suerte para él la incomodidad de la posición en que el policía tenía el brazo no le permitió resistir el efecto de reacción de la culata sobre la mano, y ésta tuvo que soltar el revólver. Ralf lo agarró en el aire, lo empuñó bien, abrió la puerta y disparó certeramente a la cara del funcionario público.

—Otro chantajista menos —dijo.Entró el cuerpo, buscó el revólver que el policía le había requisado, se lo puso en el bolsillo, dejó

el otro sobre una mesa (los dos eran iguales, Yamaha calibre treinta y seis, modelo 90), y volvió a salir a la calle, llevando la gorra del policía y asegurándose de tener todavía consigo la chapa con la matrícula de su auto.

Tomó un taxi y viajó hasta un barrio residencial, donde recorrió a pie varias calles hasta encontrar un coche igual al suyo en marca, modelo y color. Le sacó la chapa con el número de matrícula y puso la suya en su lugar. Luego forcejeó con su llave en la cerradura de la puerta, hasta que pudo abrirla y la abrió. Abrir la guantera fue más fácil. Ralf sacó los documentos del auto (estaban a nombre de un tal Fransuá Bananéi) y se alejó. Tomó otro taxi y se bajó cerca de la calle cortada donde había matado a Sánchez y al otro advenedizo.

Todo seguía aproximadamente en las mismas condiciones. Ralf colocó la chapa con la matrícula del otro coche en el lugar de la del suyo, y puso también los documentos a nombre de Fransuá Bananéi en la guantera.

Luego dejó su revólver (limpio de huellas digitales) en uno de los botes de basura de la cuadra. En otro dejó la gorra del policía. Entonces fue a la comisaría más cercana — que era la que correspondía a la jurisdicción en la que se hallaba su domicilio— y reportó el supuesto robo de su vehículo. Hecho esto, se dispuso a irse a dormir. «Mañana me desharé del cadáver de ese inmundo policía », pensó, mientras iba subiendo en el ascensor de su edificio, aunque no le hacía ninguna gracia pasar la noche en el apartamento con semejante compañía.

«Máxime teniendo en cuenta», se dijo mientras ponía la llave en la cerradura, «que la inmundicia del policía, al estar el muerto, es cosa que ya pasó a ser historia: pero la inmundicia de su cadáver se hará cada vez más patente durante las próximas horas; mejor duermo con la ventana abierta, a pesar del frío».

La llave no giraba. Era porque había olvidado cerrar la puerta con llave. La puta madre que lo había parido. Rali esperaba que eso no trajera consecuencias que arrumaran su plan. Y, sin embargo, al abrir la puerta, y sin ningún preámbulo, ni pájaro anunciador, ni trompetistas de las películas sobre el imperio romano, ni orquesta que tocara la música inicial de las películas distribuidas por la 20111 Century Fox, Ralf se encontró, sentado en su silla favorita, junio al cadáver del policía, a un hombre que tenía cara de querer arruinar todo.

—Hola, Ralf —dijo. Tenía el revólver del policía en la mano.

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—¿Quién es usted? —preguntó Ralf.—¿No me reconoces? Soy tu vecino de arriba. Oí ruidos y bajé a ver qué pasaba, pero vos ya te

habías ido.—Qué pena —dijo Ralf—. Bueno, espero que se haya encontrado cómodo, igual, en este rato.

En la cocina había café. ¿Lo vio?—No. Pero un café me sentaría de maravillas. Acabo de cenar. Me comí un pollo que encontré

en tu heladera. Espero no haber abusado de tu hospitalidad. Ah, a propósito. Tu homo calienta muy despacio. Creo que deberías hacer revisar la cañería del. gas. Puede estar tapada.

—Sí, puede ser que esté conectada con el desagüe de tu inodoro, y que haya quedado un sorete tuyo atascado en ella —dijo Ralf.

El vecino se incorporó y apuntó con el arma a los testículos de Ralf.—Creo que no estás en posición de expresarte en esa forma —dijo.—Perdone —se disculpó Ralf—, es que mis modales son muy rudos. Mi mamá no me enseñó

cuáles eran las posiciones correctas para decir todas las palabras. Sólo me enseñó a hablar.—A mí también. Y no sólo eso. Me enseñó a escribir. Después, en la escuela, me perfeccioné, y

ahora me gano la vida como periodista, en un diario.—¿Ah, sí? Qué bien. Yo siempre quise estudiar periodismo, pero nunca pude. Debe ser a causa

de esa vocación reprimida que siempre utilizo diarios para limpiarme el culo.—Esa frase tiene mucho gancho —dijo el vecino—. La voy a usurpara mi artículo. Aunque ese

artículo no va a necesitar ganchos. El asesinato de un policía siempre es una noticia muy vendedora.—Cuánto quiere por su silencio —murmuró Ralf. Luego de un largo suspiro de impotencia.—Depende —dijo el otro, y empezó a pasear alrededor del cadáver, aunque sin dejar de apuntar

con el arma a Ralf—. Hay silencios de corchea, silencios de blanca, silencios de negra. Yo te diría que por un silencio de redonda, así, completo, me conformo con la mitad de tu sueldo, todos los meses, y también la mitad de tus aguinaldos y salarios vacacionales. Eso hasta que te jubiles. Después será la mitad de tu jubilación, y esa cantidad, calculada sobre tu ingreso del primer mes, será reajustable de acuerdo con el índice de aumento del costo de vida, sin perjuicio de que eso signifique un aumento progresivo del porcentaje. Creo que vas a aceptar, ¿no? Me tomé la libertad de invitar a mi escribano para que legalice nuestro acuerdo. No va a tardar en llegar.

En efecto, el escribano no tardó. Trajo los papeles y Ralf tuvo que firmarlos. Cuando lo hubo hecho, lo dejaron solo. Es decir, con el cadáver. El vecino se llevó el revólver. Ralf pensó en denunciarlo por el asesinato del policía, ya que éste había sido muerto con esa arma, pero luego desistió. El arma no sólo tenía las huellas digitales de su vecino, sino también las suyas propias. Pero, ¿no era casi cantado que el vecino limpiaría el revólver? ¿O estaría tan seguro de que Ralf no iba a incriminarlo por la muerte del policía? Ralf se sentó a meditar en su silla favorita, y sin querer se durmió. El timbre lo despertó dos horas después. Ralf arrastró el cadáver hasta su dormitorio, para ocultarlo, y fue a abrir. Era un policía, que venía a avisarle que su auto había sido hallado. Naturalmente, no se trataba del suyo sino del de Fransuá Bananéi. La policía había mordido el anzuelo. Ahora acusarían a Bananéi por el lío del callejón, o. si encontraban la gorra y el arma en el bote de basura, por el policía muerto. O por los dos.

—Lo felicito, oficial—dijo Ralf acariciando la pintura del auto, más limpia que la del suyo—. Nunca vi que recuperen tan rápido un auto robado.

—Oh, sí. gracias, gracias por el cumplido —dijo el policía —. En realidad fue muy fácil para nosotros recuperarlo. Para el que no va a ser tan fácil es para usted.

—¿Qué quiere decir?—No se trata de qué, sino de cuánto. Mil. Mil dólares. Moneda norteamericana, ¿entiende?—Sí. Entiendo. Pero no tengo. Tengo solamente seiscientos.—Entonces puede llevarse el guardabarros. Lo demás se lo entregamos contra el resto.—Mire —intentó Ralf—. Tengo un vecino que me debe justamente cuatrocientos dólares. Si

usted me ayuda a cobrárselos, puedo pagarle todo lo que me pide.

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—Acepto —dijo el policía— pero usted no debe mencionar frente a él que va a darme a mí el dinero. ¿Está claro?

Dos minutos después, los dos estaban tocando el timbre del apartamento del vecino de Ralf.Abrió la puerta el escribano, con el pantalón puesto al revés.—Qué desea —dijo.—Llame a su patrón. Tenemos que hablar con él —dijo Ralf.El escribano cerró la puerta. Instantes después la abrió el vecino, quien, revolver en mano y

echando espuma por la boca, obligó a Ralf y al policía a entrar.—Hizo mal en acudir a las fuerzas de la ley —dijo a Ralf—Ahora lo voy a tener que denunciar por el asesinato que cometió.—Callate, chupapijas —dijo el policía—, y págale a éste los cuatrocientos dólares que le debes.El escribano le sacó el revólver.—Vamos a limpiar a estos dos —dijo —. No me gusta que me interrumpan cuando estoy por

acabar.—Al policía sí—dijo el vecino, llevando a cabo ipso facto el hecho preconizado; el agente cayó

como una comisa vieja—, pero a Ralf lo quiero vivo. No me voy a perder la oportunidad de tener a alguien que me mantenga por el resto de mi vida.

—Esos papeles que le hicimos firmar no son muy legales —dijo el escribano —. Y este tipo te vio matar al policía. No te conviene dejar que ande suelto por ahí, chismorreando con las viejas en los almacenes.

—El también mató a un policía, y yo lo sé.—El que él mató era un simple agente. Este es un oficial.—¿Puedo irme? —preguntó Ralf—. Creo que soy ajeno a esta discusión.—Sí, ándate —dijo el vecino—. Y acordate de que el lunes es día de pagos. Te voy a acompañar

a cobrar tu sueldo.—Perfecto —contestó Ralf—. Después, si querés, nos vamos juntos a tomar un helado.—Regio. Te paso a buscar el lunes a las siete y media.Ralf bajó a su apartamento y buscó en un ropero lleno de cachivaches su vieja camara de

instantáneas, con sus accesorios. La encontró y, munido de ella, salió del edificio. Dio una propina al sereno del edificio de enfrente para que lo dejara subir a la azotea a fotografiar el cometa Pérez, y subió. Colocó el teleobjetivo en la cámara y en pocos minutos logró obtener varias excelentes instantáneas de la cara de su vecino succionando parte del aparato genital del escribano.

—Usted no me está fotografiando el cielo, mijito —dijo de pronto el sereno, asomando la cabeza desde la escalera que daba a la azotea—. Por sacar fotos del edificio de enfrente es otro precio.

—No hay problema, compadre, yo se lo pago —dijo Ralf, campechano—. Pero venga, mire, no se pierda el espectáculo.

El sereno se acercó y Ralf le dio la cámara para que mirara con el teleobjetivo.—A la flauta —dijo el hombre—. Yo a veces miraba al del piso de abajo, antes de que la mujer

se fuera con los niños. Pero a éstos no los tenía.—Vaya, vaya, entreténgase con ellos —dijo Ralf, y empujó al sereno.Enseguida bajó a la calle, a ver si podía recuperar algo de su cámara. Imposible. Se había

destruido por completo. Pero a Ralf no le importó. La muerte de ese estúpido cometero lo colmaba de satisfacciones más allá de cualquier pérdida material.

Buscó un quiosco abierto, compró un sobre y puso en él todas las instantáneas menos dos o tres. que se guardó en un bolsillo. Luego fue a un bar, pidió la guía telefónica, y estuvo haciendo llamadas hasta que averiguó en qué diario trabajaba su vecino.

Fue a la redacción y entregó el sobre con las fotografías a un empleado. Entonces volvió a su edificio y tocó en el apartamento del vecino. Le mostró las dos o tres estampas que había conservado, y le dijo que revelaría quién tenía las demás, contra entrega de los documentos por él

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firmados. El vecino se los dio.—¿Quién tiene las otras? —preguntó.—En quince minutos te llamo por teléfono y te lo digo —dijo Ralf.—¿Cómo sé que me vas a llamar?—¿No tenés a tu escribano, por ahí? Si querés te firmo un documento comprometiéndome a

hacer ese telefonema.—No, gracias. Mi escribano por el momento está abocado a otros menesteres.—Ah, ¿cambiaron los papeles? Bueno, en quince minutos te llamo.Ralf fue a su apartamento, rompió los documentos, dormitó un rato. fue a la cocina, se preparó

un café y lo tomó. Luego buscó en su ropero de los cachivaches un traje de goma, que usaba cuando iba a bucear, y se lo puso. Sacó también un alargador, retiró la ficha de uno de los extremos, le afiló los cilindritos de bronce con una lima, y la volvió a colocar. Enchufó la otra ficha en el tomacorriente más cercano a la puerta del apartamento, y entonces llamó a su vecino.

—Las fotos las tiene el gran bonete —le dijo.—No te hagas el idiota, que el diario de mañana puede salir hablando de vos.—Está bien. Escucha: un amigo mío te va a estar esperando dentro de una hora en el bar de

Avenida Diezma y La Paz. Es cerca. Tenés tiempo.—¿Cómo lo voy a reconocer?Ralf meditó unos segundos.—Te vas a dar cuenta de quién es porque tiene cara de banana. Se llama Fransuá Bananéi.—¿Y tiene todas las fotos?Ralf colgó. Agarró el alargador, abrió con sigilo la puerta y salió del apartamento, sin encender

la luz del pasillo. Subió trabajosamente hasta el piso de arriba (se le hizo difícil andar por la escalera con las patas de rana) y aguardó silenciosamente junto a la puerta del vecino. Pocos minutos después éste salió, y sin darle tiempo a nada Ralf le clavó el enchufe afilado en el hígado. El vecino, convulso por los doscientos veinte voltios, se aferró a Ralf con brazos y piernas, pero él no sintió siquiera un cosquilleo. Aprovechó para hurgar entre la ropa del vecino a ver si encontraba uno de los revólveres. Efectivamente, había uno. Cuando el olor a quemado fue demasiado fuerte, Ralf desclavó el enchufe y lo puso en contacto con el picaporte de la puerta. Tocó el timbro. Enseguida acudió el escribano, con el otro revólver en la mano, pero no le sirvió de nada, porque apenas tocó el pomo de la puerta quedó electrocutado. Ralf entró el cadáver del vecino en el apartamento, y también subió el del policía que yacía en su dormitorio.

Entonces, con la satisfacción del deber cumplido, se dispuso a ir a dormir, no sin antes ventilar un poco la casa, cuyo aire estaba bastante enrarecido por el incipiente tufo orgánico emanado de los procesos biológicos que habían empezado a desarrollarse en el cadáver del policía.

Pero no había cerrado todavía los ojos cuando sonó el teléfono.Al principio Ralf no quiso atender, pero luego pensó: «Quizá sean Maggie y los niños, que

llaman desde Disneyworld», y atendió. Era una mujer. Pero no era Maggie.—Hola. buenas noches, señor. Usted no me conoce; yo soy Franca Bananéi, esposa de Fransuá.

No sé si el nombre de mi marido le dice algo. El ahora está detenido por la policía, acusado de asesinato. Pero yo anoche no podía dormir y estaba tomando aire en el balcón de mi casa cuando usted vino a cambiar la chapa de nuestro auto. No entendí qué se proponía, señor, y lo seguí, y vi algunas de las cosas que usted hizo. Todas no, porque al final me dio sueño y me fui a dormir. Además mi marido y a me tenía las bolas bastante llenas y no me importa que se lo hayan llevado en lugar suyo. Pero entienda que él me mantenía, y que ahora desde la cárcel no la va a poder hacer. Pero usted sí, ¿verdad?

OSMAN PUNICHEKCuando Osman Punichek nació, sus padres pusieron el grito en el cielo; el pequeño era retrasado

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mental. Pero la ira de los Punichek fue dirigida a los dioses, al destino, a la mala suerte. Osman no la sufrió. Al contrario, sus padres lo trataron con cariño y especial consideración. A veces hasta se echaban a sí mismos la culpa de que su hijo fuera retrasado mental. «¿No será algo que comí?», solía decir la madre.

Largamente se discutió en la familia si Osman debería concurrir a una escuela normal o a una especial para retrasados mentales. Finalmente se resolvió lo primero, y Osman supo retribuir a sus padres el favor de tal elección con una excelente escolaridad. Se destacaba por sobre todos sus compañeros en las asignaturas científicas y humanísticas, y en deportes no había quien lo batiera. Las sobresalientes calificaciones de Osman enorgullecían doblemente a sus padres, ya que no sólo eran meritorias de por sí, sino también, y muy especialmente, por ser las calificaciones de un retrasado mental. Por si esto fuera poco, Osman gozaba de una constitución física privilegiada y era muy apuesto, quizá como compensación de la Naturaleza por su retraso mental.

Ya desde su más temprana adolescencia las chicas se peleaban por salir con él. Algunas, es cierto, cuando se enteraban de que Osman era retrasado, se arrepentían y le decían: «Hoy no, Osman, tal vez en otra ocasión». Pero en general la deficiencia de Osman no era óbice para que él cultivara todo tipo de romances, desde los más apasionados y efímeros hasta los más sólidos y duraderos, como el que aún sostiene con su actual esposa, la distinguida licenciada Muriel Van Jaén.

Osman conoció a Muriel en el marco del Cuarto Ciclo de Conferencias sobre Semiología Médica realizado en Princeton. Esa materia no fue nunca la especialidad de Osman, pero sus trabajos sobre el tema habían interesado sobremanera al comité organizador, sobre todo teniendo en cuenta que eran los trabajos de un retardado mental.

Desde sus épocas de universitario, el hobby de Osman Punichek es el ajedrez. La revista soviética «64» publicó recientemente el desarrollo de la partida amistosa que Osman le ganó al campeón de Hungría. El artículo consigna que este jugador comentó, al término del encuentro: «Es la primera vez en mi vida que pierdo contra un retrasado mental».

Cuando Osman Punichek recibió el premio Nobel de Física. en mérito a su notable reformulación de la mecánica cuántica. donó lodo el dinero a la Fundación Riggelman. entidad que subvenciona en el mundo entero programas de atención a retardados mentales. «Sé que mi deficiencia es congénita y que tendré que cargar con ella toda mi vida», declaró a la prensa en la oportunidad, «pero quiero ayudar a que las nuevas generaciones de retardados tengan un buen pasar».

BUFFET FREUDHabía quedado en encontrarme con Elisa para jugar al cróquet, pero ella me llamó por teléfono y

me dijo que como era el día libre de su sirvienta no iba a poder salir, porque tendría que quedarse a cuidar a los niños.

—¿Tus hijos no saben jugar al cróquet? —le pregunté.—Saben, pero muy poco —contestó—. Casi siempre terminan quemando todo el aceite.Convinimos entonces en encontrarnos otro día, y ya había empezado yo a hacer los arreglos

como para jugar un solitario de cróquet, cuando el teléfono volvió a sonar. Era Elisa, y me dijo que la sirvienta, pese a ser su día libre, había decidido quedarse en la casa, porque nadie la había invitado a pasear y, como ella era del campo y no conocía bien la ciudad, prefería no salir a tener que salar sola.

—Y como Santo no va a salir —concluyó Elisa—, puedo ir a jugar con vos al cróquet. ¿Preferís que lleve arroz o papas?

—No seas cruel, Elisa —dije—. Si es el día libre de tu sirvienta, no la podes hacer quedarse a cuidar a tus hijos. ¡Caramba, si nadie la invitó a salir, decíle que la invito yo a que venga a jugar al cróquet!

—¿Qué? ¿Vas a jugar con Sandra en lugar de conmigo?

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—Eso es lo justo, Elisa. No refunfuñes.—Está bien —dijo ella—. Acepto, siempre y cuando a Sandra le interese jugar al cróquet. Y

siempre que me prometas que después del cróquet ustedes no van a...—A qué, Elisa.Ella calló unos instantes y luego dijo:—Vos no serías capaz de cagarme con mi sirvienta, ¿no?—Según los criminólogos —le contesté—, si se dan las circunstancias adecuadas, toda persona

es capaz de cometer un crimen.—¿Y la circunstancia de que Sandra haya sido elegida siete años consecutivos Miss Venezuela

te parece que podrá dar lugar a que vos le hagas proposiciones violatorias de nuestro mutuo acuerdo de fidelidad?

—Es posible—dije—, pero en contrapartida el hecho de que Charles Atlas me haya otorgado a mí el título de El Hombre Peor Desarrollado del Mundo hace muy poco factible que Sandra acepte esas proposiciones. A menos que ella sufra la misma perversión que vos.

—Espérame un segundo —me dijo Elisa, y volviendo al habla un minuto después, declaró: —No. No tiene ninguna perversión.

—¿Qué hiciste? ¿Se lo preguntaste a ella?—No. Entré por mi computadora al banco de datos Buffet Freud. Sandra hizo terapia. Si tuviera

alguna perversión, habría aparecido en pantalla.—Bueno, pregúntale entonces si acepta mi invitación.—Ya le pregunté. Dijo que sí, y me mandó pedirte que te fijaras en el tomo quinto de los Anales

Deportivos Viscontea quién fue medalla olímpica de cróquet en el año cuarenta y tres.—Decíle que no tengo los Anales Viscontea. Tengo los de Salvat.Media hora después, Sandra tocaba el timbre en mi casa.Era bonita, pero no para ganar siete veces más el título de Miss Venezuela. En todo caso yo,

como jurado, le habría dado el de Miss Groenlandia.Después de saludamos y presentarnos, la hice pasar a la cocina y nos cusimos a pelar papas y a

batir huevos.—¿Así que sos del campo? ¿No conoces la ciudad? —le pregunté, tratando de crear un clima de

distensión que nos permitiera luego encarar el comienzo del match en armonía con nosotros mismos y con el pan rallado.

—Sí—contestó, cortita y sensual.—¿Y en casa de Elisa qué haces?—En casa de Elisa plancho.—¿Nada más?—Sí, hago algunas cosas más: lavo, lustro los pisos, los limpio, enjabono los vidrios, enjabono a

los niños, los enjuago, fregó la vajilla, saco brillo a las canillas, voy al supermercado, voy a la tintorería, voy a misa, voy...

—¿A misa? —exclamé, cuando estaba a punto de lavar el perejil—. ¿Es por eso que te dieron el título de Miss Venezuela?

—No. El concurso para Miss Venezuela es un concurso laico.—Ahá. ¿Y dónde se realiza?—¿El concurso? En la Meca.—Entonces no es laico —salté—. Perdóname que te diga.En ese momento sonó el teléfono. Atendí y era Elisa. Quería saber si Sandra y yo nos estábamos

portando bien.—Por ahora no pasó nada —le dije.—¿Ya le hiciste la proposición?—No, todavía no.

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—¿Y se la vas a hacer?—No sé, todavía no sé.—Mejor no se la hagas. Estuve pensando que ella en los últimos años puede haber desarrollado

alguna perversión. El informe que me dio el banco de datos Buffet Freud es viejo. Cuando lo copié en la impresora vi que está fechado en el año cincuenta.

—¿Y qué fecha dice?—Catorce de enero de mil novecientos veinticinco.—Es un informe capricorniano. Podes tenerle fe, entonces. Quédate tranqui.Colgué y volví a la cocina. Sandra ya tenía todo preparado, la sartén, la asadera, etc.. y había

encendido el horno y también una de las hornallas de arriba.—¿Estás listo para empezar? —me preguntó.—Sí. ¿Es cierto que fuiste medalla olímpica en el cuarenta y tres?—Así es. Como ese año no hubo Olimpíada, decidieron darme a mí la medalla.—¿Te la dieron a vos? ¡Caramba! Yo pensaba que la medalla habías sido vos. Ya me parecía

que no podías haber cambiado lamo de forma.—No creas, algo cambié. De lo contrario no habría podido nunca ser Miss Venezuela siete años

seguidos. Los gustos iban cambiando, y con el cuerpo que yo tenía en el año sesenta, por ejemplo, habría sido imposible que me dieran el título del año sesenta y uno. Era menester recurrir al cirujano plástico al menos una vez por año.

Empezamos a jugar. En la primera media hora Sandra me sacó cuatro croquetas de ventaja, pero una estaba medio cruda y se lo hice notar. De acuerdo con el reglamento del juego, ella se la comió. después de haberla pesado. Luego vomitó sobre la balanza, y la diferencia entre el peso del vómito y el de la croqueta original se descontó de su puntaje.

Luego ocurrió que yo espolvoreé una croqueta con pan rallado sin mojarla antes con huevo. Pretendí hacerme el desentendido, pero el reglamento era muy claro a este respecto, y Sandra me lo hizo cumplir amenazándome con echarme encima el aceite caliente.

La penitencia es ponerse pan rallado en la nariz, como si fuera rapé. Hace más de treinta años que yo juego al cróquet, y nunca me había tocado ese castigo. Creía poder soportarlo dignamente, pero no fue así. Estoy seguro de que Sandra tampoco esperaba una reacción de este tipo, viniendo de un jugador de mi altura. La potencia de mi estornudo apagó el fuego, destruyo las croquetas, disemino el arroz, el puré y el perejil, y Sandra sufrió varios hematomas producidos por el impacto de los trozos de jamón que se diseminaban por todas partes a una velocidad de doscientos veinte quilómetros por hora.

Recientes exámenes médicos me han revelado la causa de esta reacción: soy alérgico al pan rallado. Y parece, además, que las malformaciones físicas que me valieron el título de El Hombre Peor Desarrollado del Mundo tuvieron su origen en mi afición a este deporte, el cróquet. Los bultos, protuberancias y ronchas que ocupan el sesenta por ciento del volumen de mi cuerpo y más del noventa y cinco por ciento de su superficie no son, como yo había pensado, producto de una caprichosa mutación en el nivel genético, sino el fruto de una laboriosa y arquitectónica reacción alérgica.

Prosiguiendo con la relación de lo que pasó aquel día, debo decir que el estornudo me valió la descalificación en ese partido, y Sandra se declaró vencedora.

—¿Querés la revancha? —me dijo luego, cuando terminé de limpiar la cocina.—No, gracias —contesté, ofuscado.—¿Y qué querés hacer?El tono de la pregunta era una invitación a un coito de cuatro horas de duración, con el primer

orgasmo a los treinta segundos. Pero. ¿podía yo confiar en la discreción de Sandra? Probablemente sí. pensé, ya que Elisa la despediría al instante si se enteraba de que algo había sucedido entre nosotros. Cavilé entonces acerca de si Sandra necesitaba realmente el empleo en lo de Elisa, o si sólo trabajaba para quebrar la monotonía de su existencia como estrella del deporte jubilada.

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—¿COmo puede ser que alguien con una carrera tan brillante como la tuya esté de sirvienta en la casa de una persona tan intrascendente como Elisa? —le pregunté entonces.

No sé si Sandra iba a contestar mi pregunta (yo no había contestado la suya), pero la aparición, contra el vidrio de la ventana de la cocina, de la cara de uno de los hijos de Elisa, nos sacó del tema.

—¿Vos qué haces acá? —dije, abriendo la ventana. —Mi mamá me mandó a controlar—contestó, temblando como una hoja de gomero

escandinavo.Lo agarré del pescuezo y lo entré en la cocina.—No voy a permitir que trates así al chico —me dijo Sandra yendo al encuentro del infante para

protegerlo de los golpes que según supuso yo le daría. Es que cuando me pongo nervioso algunas de las protuberancias de mi cabeza y de mi cuello palpitan hasta casi duplicar su diámetro, y alguna gente suele interpretar eso como el preludio a una agresión, análogamente al frotar de las patas delanteras del toro cuando se dispone a embestir. La gente no piensa que el toro puede estar haciendo eso para imitar a la mosca, de la que se siente discípulo.

O quizá Sandra temió que alguna de mis protuberancias estallara, causando en la cocina un desbarajuste de igual magnitud que el provocado por mi estornudo, pero incomparablemente más repugnante debido a la naturaleza de la sustancia que habría de esparcirse por doquier.

—No podemos actuar silenciosamente delante de este gurí —dije—. Nos denunciaría, y entonces vos perderías tu empleo y yo perdería a tu empleadora.

—¿Vos harías eso? —preguntó Sandra al niño —. ¿Vos nos denunciarías?—Depende —respondió él—. Si se quedan como están ahora, no hay problema. Pero si se ponen

a cojer, yo voy y se lo cuento a mi madre.—Nadie habló de cojer, niño idiota —le respondí.Sandra le dio un tirón de orejas.—¿Quién te enseñó a hablar así? —le preguntó en tono de institutriz bávara enviada en misión al

Instituto Goethe de Yemen del Sur.Yo fui a buscar cinta adhesiva y sellé la boca del niño con cuatro o cinco tiras que iban cruzadas

desde los pómulos hasta el mentón. Mientras Sandra lo sujetaba —pues en un momento trató de rebelarse— saqué del patio la cuerda de colgar ropa y con ella le até las manos detrás de la espalda.

Lo llevamos a su casa y referimos a su madre lo ocurrido.—¿Qué explicación tiene para la conducta de su hijo, madame? —le preguntó Sandra.—Tú vé a acostarte —le contestó Elisa, con una voz similar a la que su tatarabuela podía haber

usado para hablarle a su bisabuela—. El señor y yo tenemos que arreglar esto a solas.Sandra obedeció sin hesitar.Elisa liberó a su hijo de la cinta adhesiva y de la cuerda.—Mamá, quiero terminar de aprender a jugar al cróquet —dijo él enseguida—. Es hora de que

complete mis estudios, de una buena vez.—¡Sandra, Sandra, por favor, una cosa más! —llamó entonces Elisa, y la sirvienta apareció

pocos segundos después, a medio desvestir.—Llévate a este niño ansioso a la Universidad —le ordenó Elisa.Sandra saco un mantel que cubría la mesa de la sala de estar, donde estábamos, y lo usó para

cubrirse y así poder salir a la calle con el niño.El ruido de la puerta al cerrarse atrajo inmediatamente a Bastían, el otro hijo de Elisa.—¿Qué pasó, mamá?Sandra fue a llevar a Dani a la Universidad. No me digas que vos también querés ir.—¿Qué carrera piensan seguir?—Cróquet.—¿Deivi Cróquet o Soni Cróquet?—Primero tienen que cursar el ciclo básico, Bastiancito. Recién en el tercer año pueden elegir

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una de las dos ramas de la carrera.—¡ Quiero ir, quiero ir! —empezó a decir entonces Bastían, saltando sobre el parqué como un

canguro lunar.La madre lo dejó salir, y yo creí que me había quedado solo en la casa con Elisa. Pero oí

entonces el ruido de una cisterna que se descarga, y pocos segundos después salía del cuarto de baño un individuo más o menos de mi edad, pero de figura mucho más estandarizada. Su aspecto era mitad apolíneo y mitad dionisiaco. salvo en el caso de sus pies, que eran herméticos.

—¿Quién es este tipo? ¿Charles Atlas?—No. Pero el señor Atlas le otorgó el título de Uno de los Hombres Mejor Desarrollados del

Mundo Después de Mí.Yo todavía no sabía nada de lo de mi alergia.—Es que tu visión de las cosas es estática —dije a Elisa—, y la de Charles Atlas también.

Conmigo se equivoco. Yo estoy en pleno desarrollo, ¿entendés? El hecho de que por el momento me encuentre mal desarrollado no implica que vaya a continuar toda la vida así.

—Hace muchos años que te conozco y, protuberancia más protuberancia menos, siempre fuiste así —me dijo ella, mientras el sujeto le acariciaba el cabello con la lengua—. No creo que a esta altura del partido puedas cambiar.

—¿Y tu perversión? —aullé—. ¿Qué pasó con tu perversión? A vos te gustaban los hombres como yo, no como él.

Mi rival tomó la palabra.—Buffet Freud —dijo—. Yo trabajo para el banco de datos Buffet Freud, y fui enviado aquí

para notificar a la señora de que su perversión venció la semana pasada.—Ya puedo hacer vida normal —acotó Elisa.Fue como si me estuvieran diciendo: «Así que vete. gusano inmundo».Me puse muy nervioso.Algunas de mis pústulas empezaron a palpitar, y llegaban por momentos hasta a cuadruplicar su

diámetro.Aquel hombre pensó que aquello era el preludio a la suspensión del control que yo podía ejercer

sobre mis impulsos belicosos. Y me atacó. Quizá Charles Atlas le había hecho creer que podía con cualquiera.

Murió envenenado por el contenido de algunas de mis protuberancias, que merced a sus golpes reventaron y proyectaron hacia él ciertos fluidos que son ricos en defensas naturales que mi organismo produce. Pero él no fue el único perjudicado en la contienda: uno de sus golpes me rompió la nariz, y me ocasiono la pérdida del sentido del olfato.

Nunca más voy a poder jugar al cróquet.

ELECCIONES EN PAPOLANDIALos partidos políticos están muy afligidos en Papolandia. La razón de esto se encuentra en el

resultado de la última elección presidencial, realizada hace pocos días.El desarrollo de los comicios fue normal; esto en Papolandia quiere decir que no se produjo

ningún incidente. Y el nivel de participación fue muy alto. Recordemos que el voto no es obligatorio en el país, y aun así la concurrencia alcanzó al noventa y cinco por ciento de los habilitados. Esto indica un grado de conciencia política casi único en el mundo.

Desde el punto de vista constitucional, el ganador en los comicios fue el Partido Demócrata Renovador, que había gobernado en el anterior periodo. Sin embargo, y también desde el punto de vista constitucional, el mayor porcentaje correspondió a los votos en blanco: ochenta punto cinco por ciento del total de sufragios contabilizados.

¿Cómo se explica que, no siendo obligatorio el voto, tantos ciudadanos se hayan molestado en concurrir a las urnas para votaren blanco? La respuesta es que esos votos fueron en blanco desde el

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punto de vista de lo establecido en la Constitución, de acuerdo con la cual todo sobre que no contenga alguna de las listas inscritas en el registro electoral es considerado voto en blanco. Pero el Instituto de Estadísticas de la Universidad Central de Papolandia se tomó la molestia de realizar el escrutinio del contenido de los sobres que no adherían a las listas representativas de los partidos políticos. El detalle es el que sigue:

30.587 sufragios para el ratón Mickey (más de la mitad de estos votos fueron para el Mickey de la primera época, que tenía los ojos enteramente negros; el resto fueron para el ratón nuevo, el de ojos blancos con iris negros).

27.206 sufragios para el Lazarillo de Tormes. Probablemente una parte de estos votos fuera para el anónimo autor de la novela, y otra para el personaje de la misma, el lazarillo en cuestión, aunque no se descarta que algunos votos hayan sido dirigidos al ciego.

100.802 sufragios para la Sinfonía Patética de Chaicovski (en cada uno de los sobres venía la partitura completa, en edición de bolsillo).

16 sufragios para Khalil Gibrán, que no se había postulado por ninguno de los partidos aspirantes a la presidencia de Papolandia.

1.211.037 sufragios a favor de los aros de pistón marca Perfect Circle.110 sufragios para la mujer que ostenta este año el título de Miss Papolandia.704.805 sufragios para la Virgen María, San Pedro y otros, todos emitidos sobre la base de

estampitas de las que distribuyen los niños pobres como excusa para pedir limosna.8.636 para la Maja Desnuda, de Goya. Los sobres contenían postales con una reproducción del

cuadro.15.000 para el último disco de Tracy Chapman. Llama la atención la redondez de este número de

sufragios, así como su posible relación con la redondez del disco en cuestión.987.501 sufragios para el gurú Maharaj Ji, quien nada tiene que ver con la política de

Papolandia, y cuya secta carece de representación en ese país.410.090 sufragios, una vez abiertos los sobres, mostraron contener otros tantos trozos de papel

higiénico.El análisis de los diferentes tipos de votos en blanco emitidos es bastante complicado, pero debe

hacerse. Los dirigentes de Papolandia que actúen en esta coyuntura como si simplemente la gente hubiese votado en blanco cometen un error que puede costarles. en un futuro quizá no muy lejano, ser desplazados de la escena política y sustituidos por un queso Gruyere o por alguno de los siete enanos de Blancanieves.

¿Qué quiso decir la ciudadanía de Papolandia con esta votación? La forma que escogió el Instituto de Estadísticas para redactar el resultado del escrutinio lleva implícita una respuesta, pero puede que ésa no sea la única ni la correcta. Cuando se abren 30.587 sobres y se comprueba que contienen dibujos del ratón Mickey, ¿debe leerse que 30.587 ciudadanos aspiran a que ese ratón asuma la presidencia de su país? Probablemente no. Pero entonces, ¿cuál es el sentido de este voto? ¿Querrá significar que, sea cual fuere el presidente electo, no será más que un ratón?

Esto es verdad en cierto modo, ya que el candidato constitucionalmente más votado está accediendo a la primera magistratura con menos del ocho por ciento del total de sufragios emitidos.

En cuanto a los más de 700.000 sobres conteniendo estampitas religiosas, ¿debe interpretárselos como 700.000 voluntades de que la Iglesia lome el control político del país? ¿O será un llamado a la reflexión sobre la miseria que padecen tantas familias que mandan a sus criaturas de Dios a vender estampas de la Virgen?

El millón largo de sufragios a favor de Perfect Circle no puede interpretarse, desde luego, como la voluntad de que quien asuma la presidencia sea un aro de pistón. ¿Puede leérselo como una ironía? ¿Querrá significar que el sistema electoral es como un aro de pistón, una especie de sello que mantiene a buen recaudo el combustible social en el estrecho cilindro de las estructuras vigentes, dejándolo siempre a merced del pistón que lo aplasta? ¿O debe entenderse como un alerta, una exhortación a dejarse de politiquerías y abocarse a la industrialización del país?

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Otra pregunta: los votos al papel higiénico, ¿expresan algún tipo de descreimiento en el sistema democrático? De ser así, ¿cómo aclarar la paradoja de estar protestando contra un sistema que, de no existir, tomaría imposible la expresión de tal protesta? Es tradicional creer que cuantos más ciudadanos votan en una elección mayor es la confianza depositada en el sistema democrático. ¿Seguirá siendo esto así en Papolandia?

Hay otra cosa. también, que preocupa no sólo a los círculos políticos, sino a los militaros: ¿cómo hicieron 27.000 personas para ponerse de acuerdo en votar al Lazarillo de Tormes? ¿Cómo 15.000 personas coincidieron en poner en el sobre de votación un elepé de Tracy Chapman? Es cierto que el disco de la cantante tuvo buena publicidad en los medios, pero esa publicidad no pasaba de aconsejar su compra, y no su traslado del sobre con que se entrega en las disquerías al sobro de votación, en el que apenas cabía.

Tampoco hubo ninguna publicidad en la calle, ni en la radio, ni en los diarios, ni en la televisión, del gurú Maharaj Ji. ¿Cómo es, entonces, que casi un millón de papolandeses lo votaron? ¿Estamos frente a la aparición de un misterioso y revolucionario método de propaganda clandestina? De no ser así. habría que creer en el poder mágico del gurú. Pero también en el de los aros de pistón Perfect Circle, y en el de Chaicovski. o en el de su música, o en el de su editor.

Los 16 votos a Khalil Gibrán pueden ser casuales, pueden reflejar una curiosa coincidencia en la excentricidad de 16 ciudadanos. Además fueron emitidos en diferentes puntos del país, aunque esto no es demasiado significativo porque los 16 volantes pueden haberse conocido mucho después de inscribirse para volar, en sus lugares de origen, al cumplir la mayoría de edad.

Ciento diez personas pueden haber mantenido conversaciones para ponerse de acuerdo en votar a Miss Papolandia, sin que sus reuniones tomaran estado público. Pero la coincidencia de ciemos de miles de personas en oíros votos, como los del gurú o los de Perfect Circle constituyen un enigma que es todo un desafío para el nuevo director de los Servicios Secretos de Inteligencia, máxime teniendo en cuenta que, de acuerdo con las estadísticas, es casi seguro que al menos un veinte por ciento del mismo personal de los Servicios haya votado al ratón Mickey o a alguna de las demás opciones mencionadas más arriba.

Finalmente, cabe preguntarse si todos estos extraños votos recogidos en el comicio conllevan una postura política común, o si los diferentes grupos de votantes, como los de la Maja Desnuda y los del papel higiénico, para poner un ejemplo, están enfrentados entre sí. En esta última posibilidad, dicho sea de paso, cifran los partidos tradicionales de Papolandia sus esperanzas en cuanto a seguir detentando el control del Estado.

Como no podía ser de otra manera, el resultado de los comicios en Papolandia ha despertado la curiosidad y el interés de toda la prensa extranjera y de la opinión pública mundial. Y. naturalmente, son muchos quienes comienzan a especular acerca de cómo sacar partido de la nueva tendencia electoral en aquel país. Se habla de que el Chapulín Colorado inició los trámites para obtener la ciudadanía papolandesa, y que piensa postularse como candidato a intendente en las próximas elecciones. También trascendió que aspiran a bancas en el Senado Bruno Díaz, el adelantado Pedro de Mendoza, la cadena de bares PumperNic, el perrito de RCA Víctor y Tobi, el de la Pequeña Lulú.

Pero no sería de extrañar que, si todas estas figuras acceden a integrar listas oficiales, los ciudadanos de Papolandia las ignoren y terminen votando al carnaval carioca, a los anillos de Saturno o al Circo de Moscú.

CURSO DE SUPERVIVENCIALa parte teórica del curso de supervivencia había terminado. Ahora venía la parte práctica.

Estábamos todos en la avioneta que piloteaba el profesor Martirena, rumbo a la isla Morandi. Volábamos bajo, y podíamos ver a algunos de los buitres que pocas horas más tarde pondrían a prueba la eficacia de la instrucción recibida.

En cierto momento, el profesor Martirena puso el piloto automático y vino a damos los últimos

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consejos.—En pocos minutos arribaremos a la isla Morandi —nos dijo— y, como ustedes saben (porque

lo dimos en la segunda clase del curso teórico), esta isla es completamente virgen en cuanto a presencia humana se refiere. Por lo tanto carece de pista de aterrizaje. Por lo tanto, hasta acá llego yo. Voy a abrir la portezuela y ustedes se van a ir arrojando al agua por tumos. Si nadan como yo les enseñé, en menos de una hora todos van a estar en la isla.

—Pero profesor—dijo Liza, la más hermosa de mis compañeras de estudio—, ¿por qué no nos dan paracaídas?

—Eso sería hacer trampa—contestó el docente—. Ustedes podrían aprovechar después la tela de los paracaídas para confeccionarse ropa, o mantas de dormir. Y en esta parte del curso no podemos permitir una cosa así. Ustedes deben aprender a sobrevivir sin contar con ninguna otra ayuda que la de ustedes mismos. A propósito: tendrán que desnudarse y dejar sus ropas aquí antes de arrojarse al agua. Tenemos que partir absolutamente de cero. Lo ideal habría sido que ustedes se inscribieran en la academia en el momento de su nacimiento, pero entonces ninguno tenía para pagar la matrícula, y éramos contrarios a que sus padres la pagaran por ustedes, porque eso habría significado violar el postulado de autosuficiencia. Si no hay más preguntas, vayan sacándose la ropita y aprontándose para saltar.

—Perdone, profesor —dijo Benjamín, el más gordo del grupo—, no nos dijeron cuándo termina esto. ¿Quién va a venir a buscamos a la isla, y en qué medio de locomoción? ¿Y qué día?

—No puedo darles esa información—. El profesor adoptó una entonación compasiva—. Otras veces lo hice, pero luego comprendí que eso violaba el postulado del que les hablé. El alumno, al saber cuándo vendrían a buscarlo, hacía toda clase de especulaciones. Y ustedes harían lo mismo. Si yo les dijera: «Vendré a buscarlos el catorce de junio», entonces el trece dejarían de procurarse raíces y se pondrían a soñar con los pasteles de crema que comerían a su regreso.

—Mmm, qué rico —dijo Marga, la más tímida del grupo.—Yo los prefiero de dulce de leche —puso en claro Max, el más elegante.—Bueno, basta. A trabajar—dijo el profesor Martirena, y abrió la portezuela como para que

nosotros nos lanzáramos; pero no estábamos volando tan bajo como quizás él supuso, y la diferencia de presión entre el interior de la avioneta y el exterior fue suficiente como para que el aire empujara a nuestro docente hacia la abertura. Afortunadamente, antes de cobrar una segunda víctima, el vital fluido se encargó de cerrar la portezuela.

—No era tan buen profesor como pensábamos —dijo Margot, la más álgida del grupo.—Es cierto: no sabía mucho de supervivencia—acoté—.Y ahora, ¿qué vamos a hacer?—Yo creo que lo mejor que podemos hacer por nuestra supervivencia es torcer el rumbo y

volver todos a nuestras casas, a acostamos calentitos mirando televisión —dijo Maqueira, el más audaz del grupo.

—De ningún modo —objetó Lilián, la más caderuda—. Estamos aquí para realizar nuestra práctica en la isla Morandi, y allí vamos a ir. Apróntemonos para saltar.

—Perfecto. Entonces sacate la ropa —le dijo Eduardo, el más formal.Hernán, el más idiota del grupo (si se puede decir así, ya que estrictamente hablando ninguno de

nosotros era idiota, y la prueba está en que habíamos llegado hasta el fin del curso teórico con buenas calificaciones), fue a pedirle al piloto automático que volara más bajo, para poder lanzamos.

Minutos después, todos estábamos chapoteando entre las olas que acometían contra las playas de la isla.

Cuando llegamos a tierra. Román (el más escuálido del grupo) se acercó a Brenda y empezó a tocarla en forma nada desinteresada, ya que pretendía hacerla entraren calor y, cuando estuviera a punto, poseerla. Brenda, que era la más nefasta del grupo, le dijo que no estaba ni ahí para eso, y entonces Alejandro. el más locuaz, subrayó que lo más importante no era tanto la supervivencia de nosotros como individuos, sino la supervivencia de nuestra especie, y que por lo tanto debíamos ya mismo abocamos a las tareas de reproducción.

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—Recuerden que no es soplar y hacer botellas —dijo—. El período de gestación en la mujer ronda los nueve meses y a veces puede extenderse más. Hay que empezar ahora, sin más dilaciones.

—Yo tengo puesta una espiral —dijo Monga, la más mimosa—. Así que no me pidan que quede embarazada. En lo demás sí pueden pedirme cualquier cosa.

—Además, la supervivencia de la especie no es tarea nuestra —dijo Aby, la más famosa del grupo—. Miles de millones de chinos pueden ocuparse de eso.

La discusión siguió un rato más. y tanto nos ensimismamos en ella que un buitre nos tomó desprevenidos bajando en picada del cielo y llevándose por los aires a Renán, el más chovinista del grupo.

—Estos buitres no esperan que uno se endurezca —opinó Nano, el más anónimo.—Quizá pertenezcan a una nueva especie —dijo Adelaida, la más esquiva—. En el folleto de la

agencia Servitur sobre la isla Morandi no figuran.—¿Existe ese folleto? —le preguntó Altesor, el más procaz.—Sí, claro.—Entonces hemos sido engañados. Esta isla no es virgen.Poco después esta afirmación era grotescamente avalada por los hechos: encontramos unas

vasijas y unas cucharas de piedra, testimonio de alguna civilización pasada o presente, que según Roig (el más religioso del grupo) eran de manufactura neolítica.

—¿Qué hacemos? ¿Nos vamos? Esto es una estafa —dijo Brum, el más desvalido de los varones.

—Yo aprovecharía estos utensilios para hacer una rica comida —dijo Ruth Feijó, la más abstrusa de las mujeres.

—Una vez más eso sería hacer trampa —dijo entonces una voz desde lo alto de un árbol. Tardamos en dar crédito a nuestros ojos, que se empecinaban en mostramos al profesor Martirena como el emisor de esa voz.

—¡Profesor, creímos que había muerto! —dijo Clavieta, la más abyecta de todo el alumnado.—¡Ja ja jajá! Yo soy profesor de supervivencia, ¿cree que puedo morir? Nada de eso. Jamás. En

cambio, ustedes sí que morirán. Esas vasijas y esas cucharas las fabriqué yo hará un par de horas, para poder cocinarlos a ustedes y comérmelos. Esta isla escasea en mamíferos de buena carne.

Dicho esto, Martirena empezó a bombardeamos con cocos. Desnucó a todos menos a mí. El coco que me pegó no pasó de ocasionarme un fuerte dolor de cabeza. Pero me fingí muerto, y cuando el profesor se acercó para descuartizarme (vi cómo lo hacía con algunos de los otros, espolvoreándolos luego con salitre que había juntado en la playa, para conservar la carne) le pegué una patada en las bolas, otra en el hígado, otra en el estómago y una última en el riñón. Luego lo até con unas lianas, y así lo mantengo a raya desde entonces. Nunca le doy de comer, pero él. por más que adelgaza, no muere porque es profesor de supervivencia.

Espero que el piloto automático regrese pronto a buscarme. No sé si lo hará. Desconozco su funcionamiento, y no sé hasta dónde llega su automatismo, ni de dónde parte. Pero si no viene pronto, me voy a morir de viejo.

GARDELERIAGómez entró a la espesura de objetos y se puso a examinar varias piezas de mercadería: dientes,

guitarras, un peine, varias corbatas, diarios de la época, cuadros y hasta una sonrisa, que pendía de algo así como un gancho de carnicería.

—Si pasa por aquí —dijo una voz que apenas podía diferenciarse del crujir de las tablas del piso—, puede haber cosas que le interesen.

—¿Cómo dice? —preguntó Gómez al dueño de la voz, que lo era también de la tienda. En sí se trataba de un viejo, sólo que en ese momento se encontraba en su juventud. Gómez lo siguió y el gardelero le mostró, en otra habitación, un montón de cartas, un anillo, una mujer, un pote vacío de

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crema para maquillaje y otros efectos personales del no mencionado cantante.—Ahora, si quiere algo mejor, me tiene que acompañar al sótano.—¿Qué tiene ahí? —preguntó Gómez, ansioso.—Dónde —preguntó a su vez el gardelero, como asustado.—En ese sótano —lo tranquilizó Gómez—, en ese sótano que me dijo.—Ah. Venga conmigo.Bajaron por una escalera larga, construida por escalones sucesivos cada vez más importantes. El

gardelero abrió la puerta del sótano y prendió la luz.—Ahí lo tiene —dijo.Se refería a Gardel, que en persona estaba ahí, agazapado en un rincón. Gómez se le acercó y lo

estudió de cerca.—Sin duda es auténtico —dijo.—Claro, es él —confirmó el gardelero—. Bueno, ¿lo lleva o no?Gómez vaciló.—Pero... ¿Cómo es posible que él...? ¿Y el avión? —balbuceó— ¿Y el accidente?—¡El avión! —gritó entonces Gardel— ¡Tengo que tomar el avión!Y con ágiles movimientos esquivó al gardelero y a Gómez, ganando la calle.—Imbécil —dijo el gardelero a Gómez—. Echó todo a perder.

ARAÑASa Flavia Costa

Cuando fui a abrir la puerta, me asusté. Creí ver una araña, cómodamente explayada sobre uno de los listones, a pocos centímetros de la cerradura. Pero no era una araña, sino una mancha de alquitrán, quizá de una bomba arrojada por alguno de mis detractores. Cuando entré volví a asustarme. Vi algo en el piso y creí que era una araña, pero pronto me tranquilicé: era un mechón de pelo de Juana, que debió sobrevivir a la limpieza que hicimos luego de nuestra última pelea. Dejé mis cosas sobre la mesa y al hacerlo me sobresalté. Me pareció que una enorme araña estaba allí, en medio del mantel, pero resultó ser una cáscara de banana ya ennegrecida. Con cierta aprensión, pero ya libre de temores, la agarré para tirarla a la basura. Pisé el pedal para levantar la tapa del tacho. Un grito salió de mi boca y mi pie soltó apresuradamente el pedal: había una araña entre los desperdicios del tacho. Fui a buscar el aerosol de veneno y volví a abrir el tacho, con cuidado, para aniquilarla, pero entonces me di cuenta de que no era una araña, sino una cucaracha. Tiré la cáscara de banana y bajé la tapa. Y cuando fui a dejar el aerosol en la repisa de donde lo había sacado, la visión de una forma viviente de ocho patas caminando por el lomo de las obras completas de Isaac Asimov me remedó el efecto de una sacudida por diferencia de potencial de cuatrocientos cuarenta voltios. Estaba a punto de oprimir la válvula del aerosol cuando una ráfaga de lucidez me permitió tomar nota de que no estaba frente a una araña sino frente a un escorpión. Dejé en paz al pobre animal y, depositando el aerosol en la repisa, con suavidad, para no asustarlo, enfilé para mi dormitorio.

Los flecos del cubrecama me asustaron, pero yo ya estaba acostumbrado a esa impresión: al primer golpe de vista parecen cientos de arañas entrelazadas. Pero lo que yo no estaba acostumbrado a ver era una araña del tamaño de una mano utilizar mi almohada como lugar de esparcimiento. Mis piernas empezaron a temblar, y traté de recordar si conocía a alguien que tuviera una escopeta. No sabía qué hacer. Un salto de la araña con esas gruesas patas que tenía y sería mi fin. Y entonces me di cuenta de que esa araña no tenía ocho patas. Qué tonto había sido: no era una araña del tamaño de una mano, sino directamente una mano. Era la mano de Juana, que se continuaba en un brazo y en una cabeza que dormía plácidamente, ajena a cualquier problema con invertebrados. Y yo ya empezaba a reponerme del susto, cuando con el rabillo del ojo izquierdo la

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vi. Quedé duro, y chorros de sudor frío salieron a borbotones por todos mis poros. Quizá se tratara de un mecanismo defensivo de mi cuerpo: los quelíceros de la araña, en caso de que me atacara, resbalarían en el sudor y no se clavarían en mí, o por lo menos no les iba a ser tan fácil. Pero esta esperanza era demasiado fútil y se desvaneció en medio del terror que, aliado incondicional de esa monstruosa criatura, me mantenía tieso como un muerto e incapacitado de escapar. Era una araña demasiado grande. Sus patas eran como tentáculos de pulpo. Además yo nunca había visto arañas de ese color: era verde como si por su aparato circulatorio corriera champú de manzana. Mi corazón empezó a bombear a gran velocidad, y entonces mi cerebro, irrigado con sangre caliente, fue capaz de elevar su rendimiento intelectual, y luego de un rápido estudio comparativo de mis percepciones y de los conocimientos que sobre la decoración de mi casa yo tenía almacenados, me dijo que el ente erguido a mi izquierda no era una araña, sino una planta de interiores que Juana había comprado días atrás.

Estaba empezando a disfrutar del alivio y de una apasionada reconciliación con la vida, cuando un cosquilleo frío en la pierna me atrapó en una nueva edición del espanto con que alguna deidad oscura había decidido fustigarme ese día. No sé cómo no morí de un síncope. Una cosa es que veas una araña frente a ti, otra cosa es que la sientas caminar por tu pierna. Lo único que me salvó del colapso en el que mi organismo decidiera quitarse a sí mismo la vida antes que regalársela al funesto artrópodo fue la sensación de que mi agresora no caminaba hacia arriba, en dirección a zonas neurálgicas de mi corporeidad, sino hacia abajo, quizá decepcionada por mi inmovilidad, y confundiéndome con una pieza del mobiliario de la casa. Y fue por la consideración simultánea de la ley de gravedad y de la sensación de no tener en mi piel un contacto intermitente con el animal, como podía esperarse de ocho patas que te van tocando en distintos puntos de tu piel, que descifré la verdad de los hechos: lo que corría por mi pierna era algo continuo, sin patas. Y corría hacia abajo no por voluntad propia, sino por causa de su propio peso. Era la secuela de mi susto anterior.

CRIMEN Y CASTIGO—Así que, si no entendí mal —dijo el inspector Torpeck-—, usted entró a la casa, encendió la

luz, subió las escaleras, entró al dormitorio, dejó sobre la cama la bolsa con las compras que había hecho en el supermercado, y fue entonces que descubrió el cadáver del señor Henderstut.

—No, inspector—corrigió la señorita Derhen—. Yo entré a la casa, sí. pero la luz ya estaba encendida; no tuve necesidad de hacerlo yo.

—¿Y por qué subió inmediatamente las escaleras? ¿Por qué no se dirigió primeramente a la cocina, para dejar la bolsa con las compras que había hecho en el supermercado?

—Yo traía las cosas en un carrito. No llevaba ninguna bolsa.—Bien, recapitulemos, entonces —dijo el inspector —: usted entró a la casa, subió las escaleras

arrastrando el carrito, entró en el dormitorio, y cuando dejó el carrito sobre la cama descubrió el cadáver del señor Henderstut.

—No, inspector —volvió a corregir la señorita Derhen— , usted entendió mal. No entré en el dormitorio con ese carrito. Además en esa cama no había ningún cadáver. Estaba el señor Henderstut, sí, pero vivito y coleando. También estaba Stanton. el mayordomo, que era quien lo hacía colear.

—Ese dato es nuevo para mí—dijo Torpeck—. Trataré de reconstruir entonces los hechos otra vez. Corríjame si me equivoco. Usted entró en la casa y sin encender la luz arrastró el carrito de las compras escaleras arriba. Cuando entró en el dormitorio, sorprendió a Stanton y al señor Henderstut en pleno act.'..

—No arrastré el carrito por las escaleras —lo interrumpió la señorita Derhen—. Subí solamente con lo que necesitaba, que eran unas bolas de paradicloro para poner en el ropero del señor Henderstut.

—Y no había llegado a abrir las puertas del ropero, cuando vio a Stanton y al señor Henderstut en píen...

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—Ese ropero no tiene puertas —volvió a interrumpir la señorita Derhen—. Las mandamos a arreglar la semana pasada. Por esa misma razón se imponía el uso del paradicloro. En la mañana, sin ir más lejos, el señor Henderstut descubrió que el traje que se había puesto para asistir a una reunión de negocios tenía agujeros que más que por polillas parecían causados por impactos de meteoros. Y lo peor fue que no sólo él lo descubrió. El traje lo convirtió en el hazmerreír de la reunión.

—Déjeme ver si entiendo bien —dijo el inspector Torpeck—. El señor Henderstut se levantó ayer en la mañana, se puso un traje que suponía impecable, llegó a su reunión, los demás se rieron de él, y luego volvió a la casa, donde aprovechando su ausencia, señorita Derhen, se entregó a prácticas sexuales degeneradas con Stanton, el mayordomo.

—No fue así, inspector. Cuando el señor Henderstut volvió, yo estaba limpiando la casa. El fue quien me envió al supermercado a comprar el paradicloro.

—Y usted aprovechó para comprar también otras cosas.—No. No compré ninguna otra cosa.—¿Entonces qué llevaba en el carrito además del paradicloro?—Llevaba a Nicky, el hijo del señor Henderstut. A él siempre le gusta que lo pasee en carrito.—¿Y Nicky llegó a ver que su padre mantenía relaciones homosexuales con Stanton?—El padre de Nicky nunca haría eso, inspector. Cuando hablé de que el mayordomo lo hacía

colear, simplemente aludía a la forma en que lo hacía bailar. Todos los miércoles Stanton le da clases de cha cha cha.

—Pero usted dijo que estaban en la cama —protestó Torpeck.—Sí, pero estaban de pie, no acostados. Al señor Henderstut no le gusta bailar sobre suelo duro.

Prefiere hacerlo sobre el colchón.—Permítame entonces resumir el caso: el señor Henderstut fue a su reunión de negocios, y

cuando volvió le pidió a usted que fuera al supermercado. Usted tomó el carrito, metió a Nicky en él y partió.

—No —lo detuvo la señorita Derhen—. Yo no salí de la casa con ese carrito. Ese carrito es del supermercado, y yo lo traje de allí.

—Muy bien —el inspector respiró hondo—. Ese punto queda aclarado. Ahora dígame qué hizo cuando llegó a la casa.

—Saqué el paradicloro del carrito y...—¿No sacó también a Nicky?—No, inspector. El salió solo. Yo subí las escaleras, entré al dormitorio, y...—¿Encontró un cadáver? ¿No estaba allí el cadáver del señor Henderstut?La señorita Derhen se irguió en su asiento y dijo:—Inspector Torpeck, sepa que el señor Henderstut es una persona de bien, y como tal no ignora

que la posesión de cadáveres es un acto ilegal. Y le advierto que no siga formulando cargos de amoralidad contra este buen señor, porque voy a demandarlo por perjurio.

—Está bien, señorita Derhen, le ruego que no se altere. Sólo estoy tratando de reconstruir la cadena de hechos lo más fidedignamente que pueda.

—Entonces deje constancia en su informe de que el señor Henderstut no posee cadáveres.—Dígame entonces qué vio en el dormitorio del señor Henderstut esa noche, y cuántas personas

había allí.—¿Cuántas personas? Ninguna.—Creo que usted me oculta algo, señorita Derhen. Sus declaraciones empiezan a contradecirse

unas con otras.—¿Sí? —la señorita Derhen adoptó una postura tan altanera que Torpeck tuvo ganas de volarla a

bofetones. Pero se contuvo.—Sí. porque usted me habla de una clase de cha cha cha impartida a Henderstut por Stanton, el

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mayordomo, y luego resulta que no, que no había nadie en esa habitación. Creo que deberé obtener un permiso del Juzgado de Menores para interrogar a Nicky. Sólo así podré averiguar algo que valga la pena.

—Nicky no trabaja en el Juzgado de Menores —dijo la señorita Derhen—. El es director de tránsito, pero ahora está de vacaciones.

—¿Director de tránsito? ¿Qué edad tiene?—Cuarenta y seis. Para cuarenta y siete.—Ya veo. Muy bien. Tenemos entonces a un señor Henderstut que, sin estar en su habitación,

toma allí clases de cha cha cha con su mayordomo, que tampoco está allí; y tenemos también a una mucama que saca a pasear en un carrito de supermercado a un hombre de cuarenta y seis años, que es además director de tránsito.

—No, inspector Torpeck. Nicky nunca pasea con la mucama. Sólo lo hace conmigo.—De lo que se desprende que usted no es la mucama. Sin embargo, el señor Henderstut la

manda al supermercado a comprar paradicloro.—De lo que se desprende simplemente que soy una persona servicial, inspector Torpeck.—Si es cieno eso, entonces voy a pedirle que me preste un gran servicio: cuénteme lo que pasó.—A partir de cuándo.—A partir de que entró en la casa.—Con mucho gusto. Subí al dormitorio con las bolas de paradicloro y las puse en el ropero. El

señor Henderstut y el mayordomo siguieron con su clase de baile sin prestarme atención.—¿Y por qué antes dijo usted que ellos no estaban en el dormitorio?La señorita Derhen hizo un ademán de fastidio. Se sentía un Sísifo de la palabra. Y el inspector

Torpeck era la montaña.—Dije que no estaban en el dormitorio de Henderstut, sino en el mío. En MI dormitorio,

¿entiende? Allí es donde estaban Henderstut y Stanton. Y en el dormitorio de Henderstut no había nadie.

—Ahora comprendo. Le pido mil disculpas, señorita Derhen. Permítame pedirle que dé su visto bueno a la siguiente versión de los hechos: el señor Henderstut se levantó esa mañana, se puso un traje apolillado y se fue a una reunión de negocios. A su regreso, usted fue con Nicky al supermercado a comprar paradic...

—No, inspector—lo interrumpió ella intentando armarse de paciencia, y sin elevar el tono de su voz—. Yo no fui con Nicky al supermercado. Fui sola.

—Fue sola —repitió el inspector, y volvió a decirlo cuatro o cinco veces más, para darse tiempo a entenderlo. Pero no lo logró.

—¿Puedo irme, inspector Torpeck? —preguntó la señorita Derhen—. He dedicado ya demasiado tiempo a esta declaración. Y como usted sabe, en casa hay un velatorio al que debo asistir.—Un velatorio —repitió otra vez el inspector—. O sea que hay un muerto.

—Bueno, no exactamente -—puntualizó la señorita Derhen.—¿No exactamente? Bien, espero entonces que me diga qué es lo que hay. Además usted no

podrá irse de aquí. Está arrestada por robar un carrito del supermercado.—Yo no robé ningún carrito del supermercado —se defendió la mujer.—¿Y quién lo robó? ¿Nicky? Usted misma, contradiciendo su declaración anterior, manifestó

haber ido sola al supermercado.—Por supuesto. A Nicky lo encontré allí, y me lo traje en el carrito. Carrito que no pude haber

robado, porque, como todo el resto de ese supermercado, es de mi propiedad.—Así está mejor. Pero dígame, señorita Derhen, ya que no hubo robo, ni hay un muerto en la

casa, ¿en qué parte de este asunto talla la policía?—La policía talla en que hay dos muertos en esa casa —dijo con tranquilidad la señorita Derhen,

y repitió: —Dos. El inspector Torpeck dio cuatro vueltas a su escritorio antes de bramar:

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—¡Puta que te parió, decíme quiénes son!En vez de ofenderse, la señorita se asustó ante la reacción del inspector, y dijo temblorosa:Uno es mi sobrino.El inspector recuperó la calma y se sentó.—Así que tenemos una nueva pieza en el rompecabezas. Hábleme de su sobrino. Qué hacía en la

casa.—El vive allí —dijo la señorita Derhen lacónicamente.—¿Y ahora está muerto?—Sí.—¿Y dónde está?—En mi dormitorio. Allí fue donde murió.—¿Y él estaba en ese dormitorio cuando usted entró?—Sí.—En síntesis, cuando usted llegó a la casa, sacó el paradicloro del carrito. Nicky se apeó del

carrito por sus propios medios y se quedó abajo mientras usted subía las escaleras y entraba en su dormitorio donde Stanton, el mayordomo, daba su lección de cha cha cha al señor Henderstut sobre la cama; y en otra parte de la habitación yacía el cuerpo sin vida de su sobrino.

—No, inspector Torpeck. Eso no es exacto.—¿Puede decirme por qué?—Porque Nicky no se quedó abajo. El subió las escaleras conmigo.—¿Y entró al dormitorio con usted?—No.El inspector Torpeck hizo coincidir las yemas de los dedos de una de sus manos con las de los

dedos de la otra, y dijo:—Al parecer, los señores Henderstut y Stanton están involucrados con la muerte de su sobrino,

señorita Derhen. De lo contrario no habrían estado bailando despreocupadamente cha cha cha en presencia del cadáver.

—¡Ya le dije que cuando yo entré en el dormitorio allí no había ningún cadáver! —chilló la señorita Derhen.

—¿No está usted tratando de proteger al señor Henderstut? Júreme que él no tuvo nada que ver con la muerte de su sobrino.

—No puedo jurar eso, porque es falso.—Sin embargo usted se empeña en afirmar que, cuando entró a la habitación, su sobrino no

estaba allí.—En ningún momento dije tal cosa. Mi sobrino estaba allí cuando yo entré.—¿No dijo que cuando usted entró a la habitación, no había ningún cadáver en ella?—Lo dije, sí, y lo repito ahora. Porque cuando yo entré, mi sobrino estaba en la habitación, pero

vivo.—Entonces, ¿cuándo murió?—Pocos instantes después. Yo todavía estaba en la habitación.—¿Y aun así, pretende negar que Henderstut y Stanton estén involucrados en esa muerte?—Ya le dije que no puedo negar la participación del señor Henderstut en el incidente.—Ese incidente, señorita Derhen, tiene un nombre muy específico en nuestro código penal. Se

llama homicidio en primer grado. Voy a pedir ya mismo una orden de arresto para el señor Henry Henderstut.

—No podrá arrestarlo. Está muerto.—Aja. Ese es el segundo cadáver al que usted se refería, entonces. Porque usted mencionó que

había dos muertos, ¿no es así?—Sí.

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—Muy bien. Sólo nos falta averiguar quién mató al señor Henderstut. Ya sabemos que el otro asesinato, el de su sobrino, lo cometió él.

La señorita Derhen se levantó y caminó hacia el perchero.—Voy a retirarme, inspector —dijo—. Esta charla no conduce a ninguna parte.—Condujo por lo menos a la identificación de uno de los asesinos.—No, Torpeck. No condujo a nada.—Usted dijo no poder negar que Henderstut estuviera involucrado en la muerte de su sobrino.—Claro, inspector. Porque todo hombre está involucrado en su propia muerte, desde el momento

en que la sufre.—De lo que se desprende que el señor Henderstut es su sobrino.—Así es.—Por fin empezamos a entendemos, señorita Derhen —dijo Torpeck con renovado semblante

—. Déjeme ver si puedo ahora armar el rompecabezas: usted entró sola a la habitación, y allí estaban el señor Henderstut y su mayordomo, los dos vivitos y coleando. Usted puso el paradicloro en el ropero y entonces el señor Henderstut falleció. Debemos elegir entre tres posibilidades: o lo mató usted, o lo mató Stanton, o el señor Henderstut murió de muerte natural.

La señorita Derhen se puso su abrigo.—Otra vez está meando fuera del tarro, inspector —dijo.—¿Sí? Entonces dígame quién es la otra persona que murió. Quizá eso me ayude a enderezar el

chorro.—El otro que murió fue Nicky, mi sobrino nieto. Murió pocos minutos después que su padre y,

al igual que él, lo hizo en mi dormitorio.—Pero usted dijo que Nicky no había entrado a ese dormitorio con usted.—Es cieno. Entró después que yo.—Entonces, si no fue usted quien mató al señor Henderstut, ni fue Stanton, ni el señor

Henderstut murió de muerte natural, fue Nicky quien lo mató.—Su razonamiento es erróneo, inspector Torpeck.—¿Acaso Nicky murió antes que su padre? ¿Eso es lo que pretende decirme?—No. Es que usted parte de la equivocada premisa de que ni yo ni Stanton matamos a mi

sobrino, ni él falleció de muerte natural.—¡Pero carajo, fue usted quien negó esa posibilidad! —rugió Torpeck.—No, inspector. Yo sólo negué que esas posibilidades fueran las únicas.—¿Y no son las únicas? ¿Cuál otra hay?—Que el asesino haya sido Nicky.—¿Y usted no negó eso, antes?—No. Sólo me opuse a que usted lo infiriera partiendo de premisas equivocadas.—Muy bien. Entonces ya tenemos al asesino del señor Henderstut. Nos falta el de Nicky.—Está equivocado otra vez, inspector.—¿Quiere decir que lo tenemos? ¿Tenemos al asesino de Nicky?—No me refería a eso. sino a que no tenemos al asesino del señor Henderstut. El hecho de que

Nicky haya podido matarlo no significa que lo haya hecho; lo mismo se aplica a Stanton y a mí.—Pero usted estaba en esa habitación cuando Henderstut murió, ¿no es cieno? ¡Entonces diga

quién lo mató, o voy a arrestarla por complicidad en ese homicidio!—Yo no vi quién lo mató, porque estaba de espaldas a él en ese momento, poniendo el

paradicloro en el ropero.—¿Y también cuando mataron a Nicky?—Ya le dije que Nicky no fue asesinado, inspector Torpeck —los ojos de la señorita Derhen se

llenaron repentinamente de lágrimas—. ¡O quizá sí puede decirse que fue asesinado! Yo fui su asesina involuntaria. Ignoraba que él fuese alérgico al paradicloro. El murió asfixiado en el curso de

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un ataque de asma inducido por esa alergia.—Sin embargo —dijo el inspector, acercándose a la mujer e intentando consolarla con caricias

en el escaso cabello blanquiazulado que cubría parte de su cabeza—, Nicky viajó con el paradicloro en el carrito desde el supermercado hasta su casa, sin acusar esa alergia.

—Había mucho viento, inspector—se defendió la señorita Derhen—. Además, cuando Nicky viajaba en el carrito, el paradicloro estaba en una bolsa cerrada, envasado al vacío. Yo abrí la bolsa en el momento de poner el paradicloro en el ropero.

—Con eso acaba usted de pisar el palito, querida —dijo Torpeck, con sarcástico triunfalismo—. Cuando yo le hablé de la bolsa en la que traía sus compras del supermercado, usted me contestó que había traído las cosas en un carrito, sin usar ninguna bolsa.

—Es verdad —dijo la señorita Derhen, sacando de su cañera un pañuelo para secarse las lágrimas—, pero eso no me conviene en asesina.

—Es cierto. Sólo la conviene en mentirosa. Lo que la conviene en asesina es haber quitado la vida a su sobrino, Henry Henderstut.

—Pero yo no hice tal cosa.—Eso la reconviene en una ciudadana decente y respetable.—Esas cosas tampoco las hice.—Quiero hacerle una pregunta más, señorita Derhen —el inspector dejó de juguetear con el

cabello de la anciana y pasó a hacerlo con las cuentas de su collar—. Cuando usted entró a su dormitorio, ¿la luz estaba encendida o apagada?

—Apagada.—¿Y no le parece extraño que Stanton diera a su sobrino clases de cha cha cha con la luz

apagada? ¿Cómo podía el señor Henderstut aprender los pasos del baile si no los veía?—El los veía perfectamente, porque hasta ese momento la clase había tenido lugar con la luz

encendida.—¿Y qué motivo podían tener esos caballeros para apagar la luz cuando usted entró? ¿Está

segura de que bailaban cha cha cha, y no otra cosa?—Ellos no apagaron la luz, Torpeck. Fui yo quien lo hizo.—Entonces, ¿se confiesa autora del crimen? ¿Apagó la luz para que Stanton no la viera asesinar

al señor Henderstut?—Escúcheme bien, inspector Torpeck: mi dormitorio tiene una llave de luz afuera y otra

adentro. Cuando yo llegué accioné la llave de afuera, pensando que con eso estaba encendiendo la luz. Pero como la luz ya estaba encendida, lo que hice fue apagarla. ¿Entendió, ahora?

—Entendí. Entendí que cuando usted llegó, la puerta de su dormitorio estaba cerrada.—¡Sí! —exclamó la señorita Derhen, levantándose y abrazando al inspector, como forma de

festejar que hubiese comprendido algo.—Muy bien. Entonces recapitulemos desde el principio: cuando el señor Henderstut volvió de su

reunión de negocios, ya era de noche. Usted estaba sola en la casa con Stanton. ¿Voy bien?—No —dijo la señorita Derhen—. Acaba de cagarla otra vez.El inspector estaba pensando qué pregunta hacer, para aclararse las ideas, cuando el sereno entró

a la oficina.—Tenemos que cerrar aquí, señor. Su horario terminó hace dos horas.—Bueno —refunfuñó Torpeck, poniéndose el impermeable—. ¿Continuamos mañana, señorita

Derhen?—Si no hay más remedio —dijo ella, y al salir vio que en el vidrio de la puerta una inscripción

decía: «Horario de esta oficina: de 8 a 24 horas».

EL ANIMAL QUE TODOS LLEVAMOS DENTROLa señora Elida Caballero de Vivaldi iba al volante. A su lado estaba el señor Jeremías P.

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Vivaldi, y en el asiento de atrás iban los tres hijos del matrimonio: Ivonne, que era la mayor, Laurencio, que era el varón, y Nélida, la menor. La familia Vivaldi-Caballero iba de picnic. Llevaban una mesita plegable, raquetas de tenis, pelotas, lonas y dos cestas con abundante comida (tonilla de papas, milanesas, sándwiches de jamón. queso, manzanas, naranjas, pastel de choclo, pasta trola y tona de nuez) y bebida (agua mineral, jugos de frutas, coca-cola, vino tinto y leche con granadina).

Ya estaban en el campo, andando a velocidad moderada por la carretera solitaria, cuando apareció en el auto el animal que todos llevamos dentro. Estaba sentado adelante, entre la señora Elida Caballero de Vivaldi y su esposo Jeremías P. Vivaldi. Ellos tardaron en verlo, así como sus hijos, que iban atrás. Pero finalmente, y luego de un proceso gradual de percepción, todos lo vieron.

Podría decirse que para ellos se trataba de un extraño, ya que nunca antes lo habían visto. Pero al mismo tiempo a todos les resultaba familiar, ya que era el animal que todos llevamos dentro.

Durante unos minutos la señora Elida siguió conduciendo, tratando de no dejarse perturbar por la presencia del animal. El señor Jeremías de vez en cuando lo miraba de reojo, pero no decía nada. También daba vuelta la cabeza, de tanto en tanto, para ver si sus hijos se encontraban bien. Y veía que los tres tenían la vista fija en el animal que todos llevamos dentro. Ivonne y Laurencio estaban fuertemente tomados de la mano, y Nélida se aferraba al hombro de su padre. En un momento, el animal abrió la boca para sugerir la posibilidad de relevar él a la señora Elida al volante. Ella aceptó, porque estaba cansada. Pero al rato hubo unánime consenso para que Elida volviera a conducir, porque el animal que todos llevamos dentro lo hacía de un modo muy extraño: manipulaba la palanca de cambios como si hubiese sido un juguete, y no un instrumento al servicio de los requerimientos del motor.

Luego Jeremías empezó a conversar con su esposa sobre las características del lugar donde habría de celebrarse el picnic. A veces formulaba alguna pregunta a sus hijos, y ellos contestaban con frases breves y concisas. El animal que todos llevamos dentro no intervino en la conversación, y nadie de la familia Vivaldi-Caballero le pidió tampoco que interviniera.

Cuando llegaron al lugar del picnic, el animal que todos llevamos dentro ayudó a la familia a descargar. Mientras Nélida tendía las lonas sobre el pasto y Laurencio desplegaba la mesa, el animal traía las cestas con comestibles. Y no comió nada hasta que la señora Elida avisó que todo estaba listo para empezar. El animal que todos llevamos dentro se sentó de piernas cruzadas sobre las lonas, junto a los demás. Se ubicó entre Ivonne y su padre, el señor Jeremías P. Vivaldi, y —hay que decirlo— comió con bastante recato aunque cuando quiso servirse pastel de choclo derramó sin querer la leche con granadina sobre la tortilla de papas y el vino tinto sobre la pasta frola. Cuando el almuerzo concluyó. Jeremías propuso tenderse a tomar sol, y con cuidado insinuó hacerlo en algún sitio suficientemente alejado de aquel donde se hallaba instalado el animal que todos llevamos dentro. Pero éste se consideró invitado a ir con la familia, y llevando una de las lonas los acompañó. Ivonne, Laurencio y Nélida se desvistieron sin mayor preocupación y la primera pidió al animal que todos llevamos dentro que le pasara bronceador por la espalda. Entonces Jeremías la llamó apañe y le dijo que aquello era una imprudencia. El animal que todos llevamos dentro se les acercó para hacer lo que Ivonne le había pedido, pero tropezó con una piedra y todo el líquido bronceador se volcó sobre el pasto. Al rato todos olvidaron el incidente y se quedaron dormidos al sol. Pero cuando Jeremías y Elida se despeñaron, notaron las ausencias de Nélida, la hija menor, y del animal que todos llevamos dentro. La alarma se apoderó de los padres, pero también, en medida algo menor, de los hijos mayores. Decidieron formar dos grupos para emprender la búsqueda de Nélida (si la encontraban sola, mejor). Uno de los grupos estaba conformado por la señora Elida Caballero de Vivaldi y su hijo Laurencio. El otro lo integraban Jeremías P. Vivaldi y su hija Ivonne.

Elida y Laurencio se metieron entre tupidas acacias, pensando, por una parte, que Nélida siempre había sido aficionada a los escondrijos y, por otra, que si el animal que todos llevamos dentro la había... oh, no, esta posibilidad era demasiado horrible.

—Yo no sé por qué a tu padre se le ocurrió la maldita idea de irnos de picnic —dijo la señora Elida, abriéndose paso trabajosamente entre las ramas—. En este momento podríamos estar

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tranquilamente todos en casa mirando televisión. Ya sabes: Ivonne y tú en el sofá, como siempre, y yo con Nélida y Papá en los almohadones.

Y luego agregó:—No me toques el culo, Laurencio.—Perdón —dijo él—. Fue sin querer. Es que con estas ramas me tropiezo.Mientras tanto. Jeremías y su hija Ivonne buscaban a Nélida en una zona de dunas.—¿Crees que tu hermana corre peligro? —preguntó Jeremías, que caminaba despacio porque los

pies se le enterraban en la arena.—¿A qué te refieres? —preguntó a su vez Ivonne.—No sé —le contestó Jeremías, acercándosele—. Por ejemplo ese animal podría... tú sabes...—Explícate —dijo Ivonne—. No te entiendo.—No puedo explicando con palabras; me resulta demasiado violento —murmuró Jeremías—

Voy a mostrando con hechos.Hizo girar a Ivonne hasta que quedara de espaldas a él y le desprendió el broche del corpiño de

la malla. Entonces deslizó sus manos por el vientre de la muchacha, desplazándolas hacia arriba, con las palmas sobre la piel, hasta tener un seno en cada mano. Permaneció así unos instantes, inmóvil y en silencio.

—Continúa —dijo Ivonne.—No... no puedo.—¿Y tú crees que ese animal podría...? ¡Oh, vamos, papá!Y mientras Jeremías P. Vivaldi se dejaba atormentar por la indecisión, Elida Caballero y

Laurencio Vivaldi llegaban a un claro del bosque de acacias. No habían visto rastro de Nélida ni del animal que todos llevamos dentro.

—¿Y ahora, Laurencio? —dijo la señora Elida—. ¿Por qué me tocaste el culo? Ya no tienes la excusa de estañe tropezando con las ramas.

—Es cierto, Elida —dijo él—. Esta vez fue deliberado.—No me digas Elida —lo reprendió ella—. Para ti mi nombre es Mamá.—En esta oportunidad no. Elida. Ahora quiero dirigirme a ti así, como Elida, no como mamá.

No te estoy viendo ahora como madre sino como mujer. Y si te desnudaras podría verte mejor—y al decir esto, Laurencio se sacó el short de baño.

—No debes hacer eso, Laurencio —dijo Elida—. No es el momento. Y creo que nunca lo será, ¿Qué pasaría si nos encontráramos ahora con tu padre y con Ivonne? Tú sabes cómo es Ivonne.

Y mientras Elida y Laurencio discutían, a menos de un quilómetro de allí, en la depresión que separaba dos dunas, Ivonne se entregaba a su tercer orgasmo, al mismo tiempo que Jeremías descargaba en ella cuatro centímetros cúbicos de semen.

—¿Y ahora? ¿Qué le voy a decir a Nélida? —dijo entrecortadamente Jeremías, jadeante y con lágrimas en los ojos.

—Es mejor no decirle nada —contestó Ivonne—. Yo no pienso mencionárselo a Laurencio.—Bien. Continuemos, entonces —dijo Jeremías, y estremeció a Ivonne con una nueva

arremetida.—No es conveniente seguir —dijo Ivonne—. Mamá y Laurencio podrían descubrirnos.—Es que ahora me cuesta contenerme —contestó él—. Creo que... creo que me gustas más que

Nélida.—No seas tan apresurado en tus juicios —dijo ella—. Sólo estás tan entusiasmado por ser la

primera vez. Estoy segura de que cuando veas a Nélida vas a...—Sí—dijo Jeremías—, siempre y cuando ese animal no... ¡Vamos, Ivonne, no hay tiempo que

perder! Tenemos que encontrarla.—Ya lo sabía —dijo Ivonne, incorporándose—. Ya te afloró la fijación con tu hija predilecta.—Ah, ¿estás celosa? —Jeremías volvió a anclar las manos en los pechos de Ivonne —Ven aquí.

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Todavía tengo más para ti.—No, déjame. Está bien. Otro día lo haremos. Vamos a buscar a Nélida.Y mientras Jeremías e Ivonne retomaban la búsqueda, la señora Elida y Laurencio se limpiaban

las panes con hojas de acacia.Al cabo de una hora los dos grupos se encontraron cerca de la orilla del mar. Ninguno había

tenido éxito. Decidieron continuar buscando los cuatro juntos, y al rato se toparon con un pescador. Le dieron señas aproximadas de Nélida y del animal que todos llevamos dentro, y le preguntaron si los había visto.

—Oh, sí, pasaron por aquí—contestó el hombre—. Fueron hacia allá. Si los encuentran, recuérdenles que me devuelvan la red que les presté.

Siguieron por la playa en la dirección indicada por el pescador, y no tardaron en hallar a Nélida y al animal. Estaban jugando al tenis. Jeremías y su esposa corrieron al encuentro de su hija.

—¿Estás bien, Nélida?—Sí. Voy ganando cinco a cero. ¡Este animal es tan torpe! No emboca una pelota.Claro. Era el animal que todos llevamos dentro.

MÚLTIPLESEra domingo. Estábamos en casa Papá, Mamá, Mapa, Abuela, Abuelo, Abueli, Abuelu, mi

hermanito, mi hermanita y mi hermanite.Papá, Abuelo y mi hermanito estaban haciendo algo en el cocino. Mamá, Abuela y mi hermanita

hacían algo muy parecido en la cocina, y mientras yo jugaba con Abueli, mi hermanite estaba en el cocini con Mapa y Abuelu. Entonces Mapa vino y le dijo a Abueli que suspendiera el juego porque me necesitaban, así que fui a ayudar a la cocini. Abuelu había lavado unos lechugos y ye los tuve que cortar y servir en ensalada para mi hermanita, porque il doctor dijo que ella necesita verduros para fortalecer el sangre. Abueli, en cambio, está a dieta de naranjus por orden del docter. Parece que tiene escorbutu.

Antes del mediodía estaban prontos los comidos, las comidas, lus comides y lis comidus. Fuimos todos al jardín menos mi hermanite. que prefirió ir al comedor, pero después se arrepintió y pidió que le survieran ul comide en su cuartu (Mapa no había tenido tiempo de limpiarle el cuarto y menos il cuarti, donde la noche anterior se habían celebrado simultáneamente une fieste y un fiestu).

En el jardín, mientras algunos comían, otros comaban, porque si hacíamos todos todo al mismo tiempo iba a ser un lío y nos íbamos a pelear tanto por las platas, los platos y les pletes, que no sólo se iban a enterarlos vecinos, sino también lus vecinus y lis vecinis (les vecines por suene no estaban, se habían ido de vacacionis).

A media tarde ya habíamos terminado, pero entonces llegó el resto de la familia: Papú, Mapí, mu hermanita, mu hermanite, mo hermanitu, mi hermanitu, y los demos, las demás, los demés, lis demos, lus demés y... estoy seguru de que me olvidi de alguien, pero no importa, lo que pasó fue que nos dieron la triste noticia: Mamé se había muertu.

Tuvimos que sacar todas las cosas que tenía en su cuartu y distribuirlas en si cuarti, so cuarto y se cuarte (sa cuarta estaba en desuso desde la inundación de agostu. que duró casi seis meses hasta septiembri). Cuando Mamé llegó, se puso muy contenti de que le hubiéramos ayudado en eso. El sole no hubiera podido con todo.

Su cuartu se clausuró, pero Mamé, cuando me ve aburridi me da permiso para ir a mirar su cuerpu inertu. Y si al hacerlo me pongo tristi, voy al cuarte de él y le pido que baile. Sabe hacerlo muy bien. Tiene gran dominio de se cuerpe. Si cuerpi, en cambio es torpe como yo. Tendría que aprender de ye, que sey capaz de zapatear con una naranja en el cabezo y un sandio en lu cabezi (o visaverse) sin que se me caiga ninguno de los dos

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NAVAJOYo ser indio navajo. Yo vivir lugar tranquilo hasta que hombre blanco venir. Todo comenzar así:

navajo conjugar siempre verbos en infinitivo y así vivir en paz, sin presente ni futuro, sin Kant. Pero hombre blanco llegar y hablar mismo idioma que nosotros, castellano, pero hombre blanco empezar a conjugar verbos en modos indicativo y subjuntivo, y también implantar modo imperativo y ordenar nosotros retirar a reservaciones. En otros lugares hombre blanco hacer indio trabajar para él. Y pagar con caries dental. Y indio empezar a necesitar escarbadientes. Y hombre blanco decir que astilla de árbol no servir por no ser esterilizada. Y nosotros comprar escarbadientes a hombre blanco. Y pagar con oro y plata. Oro y plata ser nuestra caca, pero hombre blanco no saber y acuñar monedas con material, y pasar monedas de mano en mano. Y cuando casarse hombre blanco poner en dedo de novia y en suyo propio sendo anillo fecal. Esto acontecer en lo que hombre blanco llamar sur. Nosotros no hablar de sur porque pensar que extremos ser intercambiables, ya que como decir cacique Oreja Cortada el mundo ser un pañuelo.

Hombre blanco siempre poner cosas de un lado y cosas de otro, y muchas veces confundirlas. Gran Cacique Oreja Cortada siempre decir que Van Gogh equivocarse de oreja cuando cortársela. Esto ser porque él estar alienado de tanto mirar sus cuadros, ya que izquierda del cuadro ser derecha de Van Gogh, y viceversa. Por misma razón ser que Biblia de hombre blanco equivocarse al decir que dios crear hombre a su imagen y semejanza. Dios de hombre blanco crearlo a él desde fuera del mundo (ya que haber creado también mundo), y entonces para poder verlo a su imagen y semejanza haberlo creado con corazón a la izquierda, pero él tenerlo a la derecha. Además corazón de hombre blanco latir, pero corazón de dios de hombre blanco estar atrofiado, ya que él no necesitarlo para vivir. También pulmones de dios estar chiquitos y arrugados, ya que él no necesitar respirar. Dios de hombre blanco ser flaco y tener apariencia raquítica. Dios de hombre blanco crear niños de nordeste brasileño a su imagen y semejanza de como él verse en espejo. Pero yo divagar mucho. Yo empezar hablando de caries dental y terminar hablando de nordeste brasileño. Además yo acabar de emplear gerundio. Eso ser porque yo estar aculturado. Recibir mucha influencia de hombre blanco. Mi mujer querer que yo hacerle una peluca con cabellera arrancada a hombre blanco. Mi mujer querer parecerse a Juan Sebastián Bach. Y Gran Cacique Oreja Cortada criticarme también por llevar en cabeza escamas de pescado en lugar de plumas. Pero esto ser porque yo tener cruza. Mi padre ser navajo, pero mi madre ser cuchilla de cortar pescado. Cacique también decir que yo estar aculturado porque querer blanquearme la piel, como Michael Jackson. Pero él no saber que yo hacer eso como táctica de camuflaje. Yo mimetizar-me entre hombres blancos y con medio quilo de caca comprar apartamento en barrio residencial. Entonces invitar hombres blancos a tomar licor, y cuando tenerlos alcoholizados traer cuchilla y arrancarles cuero cabelludo. Luego yo sacar pelos al cuero y hacer artesanías con él. Vender trabajos en ferias artesanales donde hombre blanco comprar para adornar casa. Hombre blanco siempre necesitar aditivos para todo: necesitar collar para cuello, necesitar anillo para dedo, necesitar cuadros para paredes, necesitar colchón para cama, necesitar sábana para colchón, necesitar condimento para comida, necesitar edulcorante para café, necesitar impermeabilizante para techo, necesitar timbres postales para cartas, necesitar queso rallado para pastas, necesitar herradura para caballo, necesitar plumas para cabeza de indio. Cuando encontrar indio sin cabeza hombre blanco quedar desorientado porque no saber dónde poner plumas.

Hombre blanco a veces criar gallinas, y zorro de hombre blanco comérselas. Indio ser más astuto: criar zorros, y gallinas que venir no poder comérselos.

Pero hombre blanco acabar por aniquilar navajo. Por eso yo ahora parar de hablar. Yo ya no ser nada. Gran Cacique Oreja Cortada ya habérmelo dicho muchas noches al mirar firmamento: pucha, no ser nada.

TARDÍO RECONOCIMIENTO¿No advertís que somos gusanos nacidos para formar la angelical mariposa, que dirige su vuelo

sin impedimento hacia la justicia de Dios?

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Dante Alighieri(La Divina Comedia)No sé si hacia la justicia de Dios, pero Dante tenía razón, como lo acaban de descubrir Ciao

Wrong y Fu Le Kan, expertos en biología molecular del Smartmore College. Pennsylvania. La forma acabada del ser humano (y de todos los primates) no es la que conocemos y estamos acostumbrados a ver, tanto en un bebé recién nacido como en un anciano decrépito. En la hipótesis de Wrong y Le Kan, la vejez no sería más que una enfermedad, un invisible flagelo altamente contagioso que estas especies animales contrajeron en épocas tempranas de su evolución, y que acaba con la mayor parte de los individuos antes de que ciertos caracteres llamados terciarios y cuaternarios puedan aparecer y desarrollarse de acuerdo con lo previsto en secciones hasta ahora desconocidas del «programa» genético.

En efecto, ciertos tripletes de nucleótidos considerados «sin significado» hasta hoy por los biólogos se revelaron responsables de que al hombre, a partir de los doscientos años de edad, le crezcan en la espalda alas que, sin tener la forma de las de mariposas, sí se constituyen por sus colores vistosos y sus pasmosos diseños en prominentes aspirantes al primer premio al mejor atavío en el carnaval de la Naturaleza.

Luego de años de investigación teórica (cuyos logros, pese a su incontrovertible rigor conceptual, eran blanco de un duro escepticismo por parte de la comunidad científica). Ciao Wrong y Fu Le Kan se lanzaron a una búsqueda de algún espécimen que confirmara sus previsiones y su casi periodístico tesón fue coronado por el éxito cuando estos dos investigadores dieron con la persona de Harry Putnam, el «hombre-mariposa» del circo Wodstok. Sometido a toda clase de pruebas de laboratorio, este individuo resultó no ser un asqueroso mutante, como los hermanos Wodstok pensaban —y por lo que le pagaban por su trabajo de hombre-pancarta un salario de hambre—, sino un hombre perfectamente normal, que cumplió recientemente los doscientos ochenta y cinco años de edad. «Hasta ahora todos me creían un loco cuando yo decía mi edad», declaró Putnam a la prensa, «pero gracias a estos científicos chinos la humanidad me devolvió el crédito».

Harry Putnam ya no trabajará como hombre-pancarta, y sus alas ya no estarán pintadas con ornatos propagandísticos del circo Wodstok, sino que lucirán de aquí en más los dibujos prefigurados por aquellos traviesos tripletes de nucleótidos que se hallan en nuestros genes (y no sólo en los de Harry Putnam), y que tanto tiempo fueron mantenidos en secreto por una humanidad incapaz de cuidar su salud como para llegar a una edad que les permita entrar en acción.

Algunas voces eclesiásticas se han opuesto al reconocimiento de esta verdad científica, fundándose en que Dios no puede haber pintado en las alas de sus hijos aberraciones semejantes. Pero Ciao Wrong, en un artículo recientemente publicado en el Reader's Vomit, contestó: «Es cierto que algunos de los dibujos que hay en las alas de Harry Putnam pueden ser considerados por mentes puristas como pornográficos, pero no hay que mirarlos desde una perspectiva tan estrecha; debemos gozar de lo que Dios nos dio, y considerarlo un estímulo para la copulación, tendiente a la conservación de la especie».

El descubrimiento de Wrong y Le Kan ha rendido también insospechadas utilidades gratuitas a la ciencia de la historia, ya que no todos los días los historiadores tienen la oportunidad de conversar con personas de doscientos ochenta y cinco años de edad.

Con el fin de recaudar fondos que le permitan ahondar sus investigaciones, el Smartmore College de Pennsylvania dio a conocer que publicará una serie de libros de entrevistas a Harry Putnam, algunos de cuyos títulos serán «Memorias de un eunuco en la corte de Luis XV». «La verdadera historia de Pasteur» y «Diez días que conmovieron a Stalin» (en la redacción final de este último trascendió que participará el guionista de la película «Nueve semanas y media»). Todos estos volúmenes tendrán en la primera página una extensa dedicatoria a Dante Alighieri, sin cuya intuición genial no habría sido posible el descubrimiento de Wrong y Le Kan. La justicia tarda, pero llega.

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ARRASTRIERILa puerta estaba abierta. Arrastrieri entró y apretó el botón del ascensor. Esperó. El ascensor no

vino, ni hubo señales de que estuviera en movimiento entre los pisos. Entonces Arrastrieri decidió subir por la escalera. Lo hizo sin problemas hasta el segundo piso, pero allí sintió fuertes dolores musculares en las piernas, y con la respiración agitada y el corazón golpeando en las costillas como exigiendo que se le abriera la puerta para salir, Arrastrieri se detuvo a descansar unos momentos. Luego reemprendió el ascenso, pero su maletín parecía pesar tres veces más que lo que había pesado en el resto del día, pese a que en el continuo roce con el aire, con alguna mesa y con alguna pared, tenía por fuerza que haber perdido parte de su masa. Además, al estar en el segundo piso. el peso del maletín debía ser menor que en la planta baja. por estar más alejado del centro de la Tierra. Arrastrieri siguió subiendo, intentando sobreponerse a los efectos de esta anormalidad, pero pronto empezó a costarle no sólo mantener el maletín colgado de su mano, sino despegar sus pies de un escalón, para apoyarlos en el siguiente.

—Bueno, basta —se dijo Arrastrieri—. Yo no soy ningún héroe. Además, el trámite que tengo que hacer ahí arriba» no merece tanto esfuerzo. Así que lo lamento, pero abandono.

Arrastrieri emprendió el descenso. Al comienzo no fue nada fácil, pero peor habría sido quedarse en el lugar, porque el aumento de peso ya estaba produciendo toda clase de deformaciones en la cara y en el cuerpo de Arrastrieri.

Pocas horas después, ya estaba abajo. Pero era de noche y la puerta del edificio estaba cerrada con llave. Al parecer, los demás ocupantes —o al menos los porteros, si los había— habían podido cumplir con sus funciones sin ser perturbados por las anormalidades constatadas por Arrastrieri.

Este volvió a apretar el botón del ascensor, para ver si ahora funcionaba, y si podía encontrar en alguno de los pisos a alguien que le abriera la puerta. No era cosa demasiado factible, ya que en ese edificio no parecía haber ninguna vivienda, sino sólo oficinas.

El ascensor llegó. Arrastrieri se metió en él y decidió antes que nada probar suerte en el piso al que había querido llegar inicialmente.

No hubo anormalidades en el trayecto. Arrastrieri tocó el timbre de la oficina en cuestión. Le abrió una mujer muy gorda, o más gorda que ninguna otra mujer, hombre, jabalí, elefante o hipopótamo que hubiera visto en su vida.

—Buenas noches —dijo Arrastrieri —. Busco al escribano Irarrasty, pero creo que llegué demasiado tarde, ¿no? Ya se debe haber ido, supongo.

—No, señor. Tiene suerte. Todavía no se fue. Pase —le dijo la mujer, y lo hizo pasar, indicándole que entrara sin llamar, por otra puerta más pequeña que había en el interior de la oficina. Arrastrieri así lo hizo. pero ni bien entró se vio atraído hacia el piso con tal violencia que por espacio de dos o tres minutos estuvo seguro de haberse convertido en una torta frita.

Todos sus esfuerzos tendientes a incorporarse fracasaron. Lo más que consiguió fue quedar acostado boca arriba. Y como tenía los ojos del mismo lado que la boca, Arrastrieri vio que en el techo, exactamente de frente a él, se encontraba mirándolo el escribano Irarrasty.

—Traje los títulos de propiedad que me pidió —dijo Arrastrieri, sin poder explicarse cómo el otro no se le caía encima.

—Bueno. Alcáncemelos, por favor —le contestó el escribano.—No puedo. No puedo ni levantarme —dijo Arrastrieri.—Pues qué pena —el escribano Irarrasty, sonriendo, se encogió de hombros—. Entonces tendrá

que venir otro día.Dicho esto, el escribano escupió directamente sobre la cara de Arrastrieri, que sintió el

escupitajo como un maremoto huracanado. Además el impacto le sacó momentáneamente el control de los músculos de su cara, y por una fracción de segundo realizó sin quererlo el movimiento de abrir la boca.

Parte del escupitajo se le metió entonces adentro. Al principio Arrastrieri reaccionó con mucho

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asco. pero eso se disipó muy pronto, cuando notó que el sabor de lo que tenía en la boca era realmente exquisito. En ese momento Arrastrieri vio que el escupitajo no era realmente tal, sino una especie de hilo líquido que no se había desprendido de la boca del escribano, sino que seguía originándose allí.

Arrastrieri quiso preguntar qué era eso, pero no pudo hablar porque tenía la boca llena y por más que tragara se le llenaba de nuevo. Entonces, como tampoco podía levantarse, se empezó a arrastrar por el piso. hasta eludir el hilo —o más bien el cordón— de baba.

—¿De qué se trata? —dijo, cuando tuvo la boca libre— ¿teje usted telas de araña?—Sí, ése es mi hobby —contestó el escribano y. al hablar, el extremo del cordón que había en su

boca se desprendió y cayó al piso, en parte sobre Arrastrieri y en parte no.En ese momento entró la mujer gorda, que tropezó con el cordón recién caído, pero en vez de

caer sobre el piso, ella cayó hacia el techo. Y lo hizo exactamente sobre el escribano, cuyo deceso se produjo enseguida, mientras su morfología se degradaba hasta límites absolutamente inaceptables en un estudio notarial mínimamente serio.

—¡Huya, huya antes de que sea demasiado tarde! —gritó la mujer desde el techo.A Arrastrieri le pareció que le hablaba a él, y se sintió obligado a moverse. Para su sorpresa,

pudo incorporarse sin dificultad. Entonces consultó su reloj y comprobó que la mujer tenía razón: era tarde, pero no tanto como para decir que fuera demasiado tarde.

Salió de la oficina. El ascensor estaba ahí. Descendió en él hasta la planta baja, rogando a Dios que la puerta de calle no estuviera cerrada otra vez. Dios lo escuchó: la puerta estaba cerrada, pero no OTRA vez, sino la misma: nadie la había abierto y vuelto a cerrar desde el primer intento de Arrastrieri de abandonar el edificio.

Arrastrieri, entonces, decidió quedarse allí esperando que alguien, de afuera o de adentro, abriera esa puerta.

Y se quedó esperando hasta que, consultando nuevamente su reloj, vio que las cosas habían cambiado radicalmente: ahora sí era DEMASIADO tarde. Aunque alguien abriera la puerta de calle, eso no serviría de nada. Nada podría hacer Arrastrieri afuera, y a nada podría asistir.

Era cuestión, entonces, de volver a subir. ¿Cómo hacerlo? ¿Por ascensor o por escaleras?—Por escaleras —oyó que alguien decía. Era la voz de Dios, probablemente. Muy bien:

entonces le haría caso.Esta vez no hubo aumento de peso, sino todo lo contrario. A medida que subía, Arrastrieri se

sentía más liviano, él mismo y también a su maletín. Por fin las cosas se comportaban como debían... o no, porque una disminución de peso tan ostensible para una diferencia de altitud tan pequeña no era normal, tampoco.

Arrastrieri se detuvo en el segundo piso, y se fijó a ver si había allí algún estudio notarial.No lo había. Sólo uno de abogados. Igual tocó timbre.Le abrió la puerta una mujer flaca, más flaca que toda otra mujer, hombre, lombriz o pata de

mosca que Arrastrieri hubiera visto en su vida.—¿Legalizan garantías de alquileres? —le preguntó él.—No —contestó la mujer—. Pero en el fondo tenemos una habitación vacía. Si lo desea, puede

ocuparla por unos días.Arrastrieri aceptó el ofrecimiento y se instaló allí. Era una habitación de dos por dos, sin

ventanas ni claraboya, y con una enorme araña colgada del techo. Pero era una araña de las de iluminación: no de las de tela o baba.

—El baño es compartido —le dijo la mujer, cuando le fue a llevar toallas.—¿Sí? ¿Con quién?—Conmigo.—¿Y los abogados ? —preguntó Arrastrieri.La mujer contestó encogiéndose de hombros. Arrastrieri no supo si eso quería decir que los

abogados no se bañaban, o que no usaban cuarto de baño, o que ella no sabía qué cuarto de baño

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usaban.Cuando la mujer se fue, Arrastrieri se tendió sobre la cama, a descansar. Entonces vio que desde

la araña empezaba a descender en línea recta un cable, que tenía una lapicera enrollada en el extremo.

—No entiendo —dijo Arrastrieri —. ¿Qué pasa, ahora?Cuando el cable descendió hasta casi tocar a Arrastrieri, la lapicera apuntó en dirección al

maletín y pareció balancearse como intentando una especie de ademán de señalarlo. Arrastrieri lo agarró, tímidamente, y entonces la lapicera empezó a apuntar alternativamente hacia arriba y hacia abajo, como diciendo «sí». Arrastrieri abrió el maletín. La lapicera» con el broche del canuto, sacó de allí los documentos y se empezó a mover como un carro de máquina de escribir, desplazándose a lo largo de cada renglón escrito, como haciendo un barrido de los textos. Indudablemente, los estaba leyendo. Y, cuando terminó, puso uno de los documentos sobre el maletín, utilizándolo como pupitre y. haciendo saltar su canuto, lo firmó. Arrastrieri leyó la firma, que validaba la garantía de su alquiler: María Auxiliadora.

—Pero tú no eres escribana —dijo Arrastrieri —. Además, yo soy judío.Todos los papeles se encendieron súbitamente en una llama naranja Fanta. Arrastrieri saltó de la

cama. Al hacerlo, se golpeó la cabeza contra el techo, que empezó a derrumbarse. El se colgó de la araña. Las piedras que cayeron parecieron alimentar el fuego, que ganó inmediatamente la cama. Como se había formado en el techo un agujero, Arrastrieri escapó por él.

Se encontró en un salón vacío y enorme. Estaba tenuemente iluminado, aunque era imposible ver cuál era la fuente de la luz.

—Arrástrate, Arrastrieri —dijo una voz sepulcral y muy autoritaria. Arrastrieri tampoco pudo ver cuál era el origen de la voz. Muy molesto por lo que consideraba un chiste de pésimo gusto, contestó:

—Traduttore traditore.—Galileo Galilei —dijo la voz, sin hacerse esperar.Arrastrieri pensó durante un buen rato, hasta que le salió:—William Wilson, de Poe.—Pavel Pavlovich, de Dostoievski —dijo inmediatamente la voz.—¿Qué eres, una computadora? —preguntó Arrastrieri, irritado. Una fuerza invisible lo tumbó

de espaldas contra el suelo. Y otra vez, un mayúsculo incremento de peso le impidió incorporarse.Entonces empezó a sentir calor en la espalda. Demasiado calor. Era debido al incendio que se

había desencadenado en el segundo piso.—Dios, dame fuerzas para levantarme. Al parecer Dios lo oyó, porque Arrastrieri pudo

levantarse. Pero no pudo dar un solo paso. Dios le había dado fuerzas sólo para levantarse.Pero también podía hablar. No muy fuerte, es cierto, pero podía.—Quiero ir al cuarto piso —dijo.Una figura humana se materializó frente a él. Era una mujer, ni gorda ni flaca ni parecida a

ningún canguro, maniquí o guitarra que Arrastrieri hubiera visto en su vida.—Estás demasiado pedigüeño —dijo. y su voz resultó ser la misma que había estado hablando

poco antes.—¿Tú eres Dios? —le preguntó Arrastrieri.—Sí—dijo la mujer, y enseguida se rió, y añadió: no, no soy Dios. O sí, pero no en el sentido en

que tú crees. Soy Dios en el sentido en que me llamo así, «Dios», porque ése fue el nombre que me pusieron mis padres, pero no porque tenga yo ningún atributo divino.

—Pero puedes aparecer y desaparecer. Algunos atributos tienes.—No te equivoques, Arrastrieri. Sólo me viste aparecer. No me viste desaparecer. ¿De dónde

sacaste que puedo desaparecer? No puedo. Nunca pude. Siempre traté, pero nunca lo logré.—Eso es absurdo —dijo Arrastrieri—. ¿Cómo pudiste tratar de desaparecer, si no estabas?

Recién ahora apareciste. Sólo ahora puedes tratar de desaparecer.

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—Es verdad —contestó ella —. Debe ser por eso que nunca lo lograba. Voy a ver si ahora puedo. Con permiso.

Y la mujer desapareció.—Creo que eres una mentirosa —dijo Arrastrieri—. Dios s nombre de hombre. No creo que te

llames así.Pero no hubo respuesta. La mujer había desaparecido en serio. Por suerte. Arrastrieri descubrió

que podía caminar.Pero el salón no tenía ninguna puerta, la puta madre. —¿Cómo hago para salir? Las llamas ya

están apareciendo por el agujero del piso. ¡Ah. una ventana!Arrastrieri se asomó. Estaba a demasiada altura para saltar, pero un bombero estaba subiendo

hasta él por una escalera.—Ya llego, ya llego, señor, no desespere —dijo. La escalera se apoyaba en la pared muy cerca

de la ventana. Arrastrieri salió y la alcanzó. Empezó a bajar por ella. y le gritó al bombero:—¡No es necesario que usted siga subiendo! ¡Yo puedo bajar solo! Pero el bombero siguió

subiendo, y dijo que quería entrar al edificio a ver si había más personas para rescatar.Llegó un momento en que ni el bombero podía seguir subiendo, ni Arrastrieri podía seguir

bajando, porque ambos se obstaculizaban mutuamente. Entonces los dos se trenzaron en un combate feroz. Arrastrieri daba puntapiés en la cara al bombero, y éste trataba de comprimir los testículos de Arrastrieri.

Finalmente los dos cayeron por los aires, pero una lona sostenida por otros bomberos les impidió hacerse mierda.

—¡Mi maletín! —exclamó Arrastrieri de pronto, saltando de la lona—. ¡Lo dejé arriba! ¡Tengo que ir a buscarlo!

Dos bomberos lo sujetaron, pero él se libró de ellos y corrió a la puerta del edificio. No pudo abrirla. Seguía cerrada con llave.

Arrastrieri consultó su reloj. Las cosas habían vuelto a cambiar. Ahora era temprano. Podía esperar.

Pero los bomberos no se lo permitieron. Lo agarraron entre seis y lo metieron en una ambulancia. Allí una enfermera, por hipnosis, le hizo perder el conocimiento.

Cuando volvió en sí, estaba en una cama de hospital, y tenía un médico sentado en una silla, al lado.

—Le hicimos toda clase de exámenes, señor —dijo éste— , y llegamos a la conclusión de que usted no tiene nada.

—Qué bien —Arrastrieri suspiró de alivio, aunque injustificadamente porque en ningún momento había supuesto que tenía algo—. Entonces, ¿puedo irme?

—Usted no me entendió —dijo el médico— ¿Cómo se va a ir? Usted no tiene nada. No tiene piernas como para poder irse.

Arrastrieri miró. Efectivamente, no vio nada. No vio al médico, ni se vio a sí mismo, ni a la cama, ni a las paredes. Pero no supo si era porque él ya no tenía nada, como había dicho el médico, o sólo porque ya no tenía ojos. Trató de tocar. No pasó nada. ¿Oír? Tampoco. Nada. Pero debía tratarse de una trampa, porque cuando el médico había hablado, él lo había visto y oído. O sea que en ese momento el médico mentía al decir que Arrastrieri no tenía nada: tenía ojos y oídos para verlo y oírlo. Y ahora tenía memoria, para acordarse de todo eso.

Y a juzgar por los datos suministrados por su reloj la última vez que Arrastrieri lo había consultado, también tenía tiempo.

FLUCTUANTEA cada cual le pasa su vida —es decir, la serie de hechos que la integran. En todos y cada uno de

ellos está, solapado, el Mismo. Yo soy el Mismo, el punto de identidad o mismidad latente bajo la

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diversidad e inconexión aparente de los hechos que urden mi vida.José Ortega y GassetA mí, por desgracia, no me pasa lo mismo. Fluctúo entre identidades. Ahora soy Eric Acuña, y

voy con mi esposa Sara a visitar a nuestros amigos, los Stuart. Ellos nos reciben muy bien, como siempre. Nos hacen pasar, nos sentamos y nos ofrecen cognac importado. Sandra Stuart se cortó el pelo y le queda muy bien. Su cuello desnudo me produce un espado de inquietud que trato de disimular ante la mirada vigilante de Sara, mi esposa. También Matías, el pequeño hijo de Jonás y Sandra Stuart, parece dirigirme miradas reprobatorias/como diciendo: ^Qué miras el cuello de mi mamá».

Ahora soy Jonás Stuart. Eric Acuña está sentado frente a mí, sonriendo estúpidamente, como siempre. No sé por qué Sandra insiste en invitarlos a casa una vez por mes. Yo ya me había olvidado de que iban a venir hoy, y alquilé tres películas. Si no se van muy tarde quizás alcance a ver una. Para peor mañana tengo que levantarme a las siete y tengo trabajo todo el día, así que las otras dos películas las voy a tener que devolver recién pasado mañana y en el videoclub me van a cobrar el recargo por demora.

En cuanto a proponerles a los Acuña que miren las películas con nosotros, ni hablar. Ya lo intenté una vez, y no paran de parlotear. No me gusta estar oyendo la receta de cómo se hace una tortilla de zapallo en el momento en que James Bond está atado a una mesa mirando el avance de la sierra eléctrica entre sus piernas.

Ahora soy Sandra Stuart. Me pica el cuello, pero no quiero rascarme porque estoy en casa con unas visitas, Eric y Sara Acuña. Ellos vienen casi todos los meses, pero Jonás (mi marido) y yo apenas si los habremos visitado dos veces en los últimos tres años. Es que la casa de ellos francamente es horrible. No hay lugar donde sentarse cómodamente, y lo mejor que nos dieron para tomar fue cognac nacional. Lo recuerdo bien porque tomé una sola copa y estuve descompuesta tres días. Jonás siempre se enoja cuando invito a Eric y Sara. Yo trato de apaciguarlo, pero no puedo confesarle el verdadero motivo que me hace obrar así. Ese motivo es la vieja rivalidad que tengo con Sara desde que éramos compañeras en el jardín de infantes. Ella siempre sacaba mejores calificaciones que yo, y se burlaba de mí cuando estudiábamos juntas y yo no entendía el binomio de Newton. Ahora quiero que por el resto de su vida envidie el lugar que yo me gané en la sociedad junto a Jonás (mi marido). que es un alto ejecutivo de una empresa de pompas de nacimiento.

Ahora soy Sara Acuña. Estoy con mi esposo de visita en casa de Sandra Gómez, una vieja compañera de mis días de escuela. Ella siempre llama para invitarnos. Las primeras veces yo accedía gustosa, pero después empecé a rechazar las invitaciones, porque —esto no se lo quiero decir a Sandra; tengo miedo de que se ofenda— cuando es verano una se muere de frío en su casa; parece que quisiera hacer ostentación de la potencia de su equipo de aire acondicionado. Y cuando es invierno, el mismo» problema tengo con la calefacción.

Sin embargo, cuando es mi esposo Eric quien atiende las llamadas de Sandra, siempre acepta las invitaciones. Quiero pensar que es porque le gusta el cognac importado con el que Sandra siempre nos convida.

Ahora soy Matías Stuart. Estoy en mi casa con Mamá y Papá y Eric y Sara que acaban de llegar. Tengo mucha vergüenza porque Mamá se cortó el pelo y le queda horrible, y creo que Eric ya se dio cuenta.

Ahora no soy nada. Descanso. Fluctúo entre las mesas, las paredes, los cuadros, las plantas y los sillones de la casa de Jonás y Sandra Stuart. que con su hijo Matías y otros dos maniquíes están ahí inmóviles y rígidos hasta que yo vuelva a serlos.

ROSAMUNDA Y ESPINOGLIOHabía una vez, en la comarca de Torri, un gallardo mozalbete, ya panzón y algo entrado en años,

llamado Rufiángelis. Sus padres habíanle legado una generosa hacienda, cuyos jugosos acres él hacía exprimir a diario por su numerosa servidumbre, servidumbre que se volvía cada año más

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numerosa gracias a la promiscuidad del galpón en el que Rufiángelis la tenía confinada por las noches, y también gracias al interés que el propio Rufiángelis demostraba por la franja quinceañera femenina de ese personal (interés que raramente decaía antes de que la quinceañera en cuestión cumpliese los cincuenta).

Pero fuera de esta labor reproductora de su servidumbre, y de comer y dormir, Rufiángelis no tenía realmente mucho para hacer, por lo que pasaba largas horas gimiendo bajo el suplicio del aburrimiento.

Estaba ya a punto de resignarse Rufiángelis a entregar el resto de sus días a esa existencia insípida, cuando por azar descubrió las múltiples ventanas que abre al espíritu el placer de la lectura. El descubrimiento tuvo lugar en cierta ocasión en que Rufiángelis se disponía a destapar un frasco de mayonesa. El tapón era algo rebelde, y Rufiángelis, en una de las contorsiones que ensayó para vencer su resistencia, se encontró con los ojos justo de frente a la etiqueta del frasco, donde había una lista de los integrantes que componían la mayonesa, así como varias recetas de cocina.

Tal fue el placer experimentado por nuestro mozalbete al leer esto, que olvidó su primitiva intención de abrir el frasco, y se puso a leer las etiquetas de todos los otros frascos y botellas que poblaban su alacena. Pero. no siendo esos textos demasiado extensos, Rufiángelis se quedó muy pronto sin qué leer. Entonces mandó a un criado al pueblo más cercano, y éste volvió pocas horas más tarde con una carretilla llena de libros.

Esa noche Rufiángelis no durmió ni llamó a sus aposentos a ninguna quinceañera ni cincuentona. Sus horas transcurrieron entre Plauto, Plotino, Plutarco. Platón, Platero,. Pluto, Plinio. Plank y decenas de otros calificados autores.

Así siguió durante toda la mañana siguiente, y también la tarde y la noche que la siguieron, y en menos de una semana se hubo leído todo el contenido de la carretilla, incluidos la marca de fabricación de ésta y su número de serie.

Entonces volvió a mandar al criado al pueblo por más libros, pero ya no con una carretilla, sino con cuatro bulldozers acarreando cada uno ocho containers, que el criado no pudo llenar en su totalidad porque no había suficiente stock en las librerías, ni siquiera llevando seiscientos ejemplares de cada tomo.

Muy feliz recibió Rufíángelis el cargamento, y con abundante maíz y centeno recompensó al criado, que usó los granos como material de apuestas en los juegos de cartas que, entre polvo y polvo, amenizaban las veladas en el galpón destinado a vivienda para la servidumbre.

Pero Rufiángelis no pudo leer nunca su nueva partida de libros. Sólo leyó uno, el primero que la casualidad puso en sus manos, y con ayuda del cual descubrió que la revelación sobre el placer de la lectura, que había experimentado días antes, no era sino una flor silvestre en el jardín donde se erguía, como majestuoso árbol, una revelación inconmensurablemente más importante: la del texto en el que uno encuentra expresado el auténtico sentido de su vida.

¿Para qué leer más? En ese libro estaba todo, todo lo que él necesitaba saber para no tener que seguir procurándose lecturas placenteras con las que alimentar la insaciable boca de su angustia existencial.

El libro relataba la historia de una princesa de tierras lejanas, que había sido hecha prisionera por un feroz y astuto dragón, quien para su propio beneplácito sabía mantenerla eternamente joven. La princesa, según el libro, esperaba desde hacía más de cinco siglos el advenimiento de un caballero capaz de sortear las fauces de aquel monstruo mitad mitológico y mitad real. Esta historia ocupaba el primer capítulo del libró. Los dieciocho restantes describían las otras tantas atroces muertes de dieciocho caballeros que se habían atrevido a desafiar a la bestia.

Pero si esto hubiera sido todo, quizá Rufiángelis. luego de un té caliente o de un barril de licor de menta, habría depositado nuevamente el libro en el container de donde lo había sacado, tomando otro en su lugar y retornando a su aposento para degustarlo.

El quid de la historia no estaba en esos diecinueve capítulos, por más sabrosos que éstos fueran. El quid estaba en la nota de contracarátula, que decía: «Una historia basada en hechos verídicos».

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Fue así como, ante la mirada atónita de su servidumbre, que jamás lo había visto arrastrar su panza a más de dos cuadras a la redonda, Rufiángelis abandonó sus dominios, equipado únicamente con una muda de ropa, la colección de armas de su familia y la novela de la princesa y el dragón cuyo título era «Rosamunda y Espinoglio», siendo Rosamunda la princesa y Espinoglio el dragón. El autor de la novela se llamaba Romualdo Gespi Onanís.

Las páginas centrales del libro ofrecían un mapa desplegable y a todo color de la región donde moraba el dragón, y donde por consiguiente se hallaba cautiva la princesa, así que Rufiángelis no tuvo dificultad en tomar el sendero indicado. Le esperaban días. semanas y quizá hasta meses de camino, pero, ¿qué importaba eso? El hechizo del dragón mantenía a Rosamunda siempre joven, según Gespi Onanís, así que lo peor que podía pasar era que la princesa fuera liberada por algún otro caballero antes de que Rufiángelis llegara a destino, en cuyo caso él debería regresar a su finca con las manos vacías, pero no por eso el viaje habría sido en vano ya que, según los médicos, caminar hace mucho bien para la circulación de la sangre.

El primer crepúsculo sorprendió a Rufiángelis en las inmediaciones de una pequeña granja cuyo propietario, Maese Petroquio, no sólo era de entre sus vasallos el más fiel y el que más al día estaba con sus impuestos, sino que además se sentía en deuda con su señor por haber ido ya varias veces en ese mes a golpearle la puerta ora por harina, ora por azúcar y ora por yerba.

Maese Petroquio se mostró como siempre muy solícito y se fue a dormir al granero, dejando a Rufiángelis en la cama jumo a su esposa, a la que nuestro gallardo mozalbete despreció pomo poder a la sazón pensar en otra mujer que no fuese Rosamunda. Finalmente una hermana de Maese Petroquio, que también dormía en esa cama, convenció a Rufiángelis de que podía perfectamente entablar relaciones íntimas con ella y con su cuñada, sin dejar de pensaren la princesa. Rufiángelis se dejó así engatusar, pero en algunos momentos de la noche se sintió algo confundido, como cuando con sus manos palpaba cuatro mamas. siendo que en sus pensamientos sólo había lugar para dos: las de Rosamunda. Y sobre este punto no cabía discusión: Rosamunda tenía sólo dos. Gespi Onanís era muy claro al respecto. Casi la mitad del primer capítulo estaba dedicada al tema. Cuando Rufiángelis despertó, a la mañana siguiente, Maese Petroquio, quien se las había arreglado para fisgonear en algunas páginas de la novela, solicitó a su señor permiso para acompañarlo como escudero en la empresa de rescate de la princesa. Los dibujos que de ésta vio en el libro despertáronle una irrefrenable compulsión por verla en persona y, de ser posible, ganar su amor, asesinando al dragón y al propio Rufiángelis si llegaba a ser necesario.

Pero éste nunca había visto un escudero en su vida, y su corta experiencia literaria no le había suministrado ningún informe al respecto, por lo cual se lo pidió a Petroquio. Este contestó sencillamente que el escudero carga el escudo de su señor, a lo que Rufiángelis replicó que entonces no llevaría ningún escudero, porque él quería el escudo para protegerse del dragón, y que si era otra persona la que portaba el escudo, él quedaría desguarnecido.

Así fue que continuó su camino sin más compañía que la de su muda de ropa, la colección de armas de su familia, y la novela «Rosamunda y Espinoglio», de Romualdo Gespi Onanís.

Pocos días después, cruzaba los límites de la comarca de Torri, entrando en la de Rimoniuk. Los aldeanos de Rimoniuk no lo conocían, y cuando lo vieron llegar tan profusamente armado le atribuyeron propósitos imperialistas.

Pero ninguno se atrevió a hacerle frente, y todos le obsequiaron abundantes víveres y confort hogareño, sin que él les hubiese pedido nada.

El conde de Rimoniuk, al enterarse de esto, no sólo se puso terriblemente celoso, sino que se sintió mancillado en su legítimo derecho de apropiación de todos los víveres y el confort producidos por los aldeanos de su comarca, con excepción de los que ellos necesitaran para su propia manutención.

Por eso se dirigió resueltamente a la posada donde Rufiángelis había pernoctado, y abofeteó a éste con sus guantes de oso panda. Nuestro héroe, que no conocía el código, ya se le iba a las manos, cuando el posadero le explicó que el conde de Rimoniuk lo estaba retando a duelo.

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—Ah —dijo Rufiángelis, tranquilizándose.El conde, al ver que Rufiángelis no se entusiasmaba ni se acobardaba por su propuesta, trató de

motivarlo prometiendo que le cedería todas sus propiedades y su título nobiliario si ganaba. Dijo también que estaba dispuesto a ceder a la condesa. Esto decidió a Rufiángelis a aceptar batirse. «Me servirá de práctica», pensó, «haré de cuenta que el conde es Espinoglio y la condesa es Rosamunda».

Pero, obligado por el protocolo a escoger armas, entró en un terrible dilema al no saber por cuál de todas las armas que tenía la colección de su familia decidirse. Entonces invitó al conde a ayudarlo en su elección. Este, al ver el arsenal de Rufiángelis. temió por la duración del resto de su vida, y propuso a su oponente un nuevo enfoque de la cuestión.

—El que haya duelo no significa que tengamos que batirnos —dijo—. Podemos matar a cualquier otra persona, y declarar duelo por su muerte. ¡Ya sé! Si matamos a algún funcionario importante de la comarca, podemos declarar duelo regional.

—Buena idea —contestó Rufiángelis —. Y el funcionario más importante de esta comarca eres tú.

Y dicho esto, le asestó simultáneamente un mazazo en la cabeza, un cimitarrazo en el coxis y un coscorrón en la tráquea.

—Usted es ahora el conde de Rimoniuk —dijo solemnemente el posadero, cubriendo al cadáver con una de las sábanas sucias que la mucama estaba sacando de la habitación de al lado.

—Callate, alcahuete de mierda—le contestó Rufiángelis y, recogiendo sus enseres, marchó al palacio del conde para ver de qué sustancia se componía la condesa.

Como su corta vida de lector no lo hacía muy versado en química, debió recurrir al médico de Palacio, quien, luego de tomar unas muestras de la condesa y de analizarlas, dictaminó:

—Es carbono. Pero no está cristalizado, formando diamantes, así que no vale mucho.Ni decepcionado ni demasiado satisfecho por el dictamen, Rufiángelis emprendió un nuevo

trecho de su camino hacia Rosamunda.^ Pero no había andado cuatrocientos quilómetros cuando sintió el atronador rumor de una multitudinaria turba que galopaba hacia él.

Resultaron ser los aldeanos de Rimoniuk agremiados. Su vocero acusó en el nombre de todos a Rufiángelis por dejar acéfalo el condado.

Pero Rufiángelis se molestó mucho por esta recriminación, que atentaba contra su derecho a disponer de sí mismo a su libre arbitrio, y entonces, blandiendo a un tiempo todas y cada una de las armas que componían la colección de su familia, los dejó acéfalos a ellos, y no como grupo, sino individualmente.

El paso por las siguientes comarcas, afortunadamente para Rufiángelis. que quería llegar con buen caudal energético al momento de su enfrentamiento con Espinoglio, fue calmo.

Pasó por Caseros sin más incidente que el intercambio de glóbulos rojos con la duquesa local, intercambio que fue inicio para ambos, pues estaban adscriptos a idéntico grupo sanguíneo.

Pasó por Hábilis sin otro dolor de cabeza que el generado por dormir catorce horas más de lo necesario durante la noche en que pernoctó allí.

Pasó por Chlíbedij sin más percance que un ligero exceso en el consumo de saliva, a raíz de un pequeño entredicho con una cabra que pretendió tragarse una de las dieciséis jabalinas pertenecientes a la colección de armas de su familia.

La cabra estaba rica.Al pasar por Afgodia. Rufiángelis decidió volver a leer la. novela «Rosamunda y Espinoglio»,

de Romualdo Gespi Onanís, para aggiornarse un poco. restituyendo en su mente todos los datos necesarios para un desempeño honroso en el momento crucial.

Comprobó entonces que el libro tenía ahora veinte capítulos. El capítulo nuevo, que estaba al final, narraba las desgracias de otro caballero derrotado en su intento de rescatar a la princesa. Incluía un apéndice con todas las fórmulas químicas necesarias para describir lo que fue la digestión del caballero en el estómago de Espinoglio.

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Por eso durante su tránsito por todas las comarcas que lo separaban de la morada de éste, Rufiángelis no paró de limpiar y cargar sus espingardas, de lustrar sus obuses, de afilar sus arpones ni de tensar sus catapultas.

Y así, luego de pasar por Butre, por Croig, por Aidebej, de cruzar Giork, Charcman, Gebedia y de vadear Me Bulty, Ertub y Solebitakimini. nuestro adorado Rufiángelis llegaba a los pagos del temido Espinoglio.

Preguntó por él a varios lugareños, pero todos contestaban triplicando el diámetro de sus ojos y corriendo despavoridos.

Pero Rufiángelis no se desanimó por esto, y caminó y caminó por la comarca surcando el suelo con una de sus tanquetas para asegurarse de no pasar dos veces por el mismo lugar, hasta que encontró una cueva que babeaba un repugnante humo verde. «Hela aquí», se dijo, «he dado con la morada del monstruo».

Se plantó frente a la entrada y con voz firme y tono severo instó al dragón a salir y enfrentársele.En lugar de un dragón, salió una obesa mujer, ataviada con delantal de cocina y pañuelo en la

cabeza. Esta mujer, de muy mal talante, le preguntó qué quería. Rufiángelis se aterrorizó ante la posibilidad de que ella fuera Rosamunda. «Si llega a serlo», se dijo. «buscaré a ese Onanís y lo colgaré de la próstata».

Pero, interrogada al respecto, la mujer dijo no ser Rosamunda, sino su madre.—Ah, muy bien —dijo Rufiángelis —. ¿Y Rosamunda?—Está adentro —contestó la mujer.—¿Puedo verla?—Pues... no. porque ella está... ocupada.—Con el dragón, ¿verdad?—¿Dragón? —dijo la mujer con cierto sobresalto—. Bueno, sí, ella tiene un dragoncito, usted

sabe, un muchacho que la corteja, pero él... la visita sólo los jueves y los domingos.—Pues yo he venido a rescatarla y a llevármela a Torri.—¿Sí? Bueno, entonces pase usted.Pero cuando Rufiángelis se disponía a aceptarla invitación y entrar a la cueva, la mujer lo detuvo

y le dijo que antes de entrar debería deponer las armas.En ese momento Rufiángelis se dio cuenta de que el vaho verde no se originaba exactamente en

la boca de la cueva, sino en la boca de la mujer, y comprendió que ésta era una forma transitoria adoptada por el astuto Espinoglio, que pensaba devorarlo ni bien él se desprendiera de la colección de amias de su familia. Entonces dio un paso atrás y, blandiendo veintitrés cartuchos de dinamita, exclamó: «¡Vade retro, Espinoglio!».

La mujer inmediatamente se transformó, pero no en un dragón, sino en un guanaco, que con veintitrés certeros escupitajos apagó las mechas de los cartuchos. Hecho esto, volvió a transformarse, tampoco esta vez en dragón, pero sí en un tiranosaurio Rex. Rufiángelis ensayó contra él todas sus armas con resultado nulo.

—¡Eso no vale!—protestó— ¡Fui timado por Gespi Onanís! ¡El libro no me previno contra esto!Entonces Espinoglio tomó súbitamente la forma del propio Romualdo Gespi Onanís y dijo, muy

ofendido:—Está equivocado, señor. Si mira el libro ahora, verá que el capítulo veintiuno cuenta con todo

detalle lo que acaba de suceder.Rufiángelis iba a hacerle caso y consultar el libro, cuando una ráfaga de ingenio le hizo

empuñaren su lugar la ballesta y de un sabio flechazo en la nariz provocar una seria avería en la cara que momentáneamente había adoptado el dragón. Este lanzó una sarcástica risotada y volvió a su forma de tiranosaurio, pero no tuvo en cuenta que la flecha clavada en su carne, al estar en contacto con esa sustancia mutante y ser de madera, o sea de compuestos orgánicos, sena también objeto de mutación. Esta flecha, en efecto, se transformó en un misil tierra-aire. y Espinoglio quedó reducido para siempre a no ser más que literatura.

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Se aprestaba entonces nuestro bienquerido Rufiángelis a entrar en la cueva por Rosamunda, cuando oyó una conocida voz diciéndole:

—No tan rápido.—No estoy yendo rápido —contestó él mientras se volvía y reconocía a Maese Petroquio, quizá

no como el autor, pero sí como el intérprete de tumo de esas tres palabras.—Pero ahora dejarás de ir a ninguna velocidad—dijo Petroquio, descargando en el pecho de

Rufiángelis cuatro balas de su Magnum cuarenta y nueve. Nuestro héroe se desplomó, exangüe, aunque aquí la palabra desplomó no debe entenderse en el sentido de que el plomo haya salido de su cuerpo. Se disponía entonces ahora Maese Petroquio a entrar en la cueva, cuando oyó pasos de tacos altos. Y no venían de dentro de la cueva.

Se detuvo, giró la cabeza para mirar, y vio a una señora alta, esbelta, muy bien vestida y podría haberse dicho que muy vistosa, de no ser porque le faltaba un pedazo de cada muslo.

—¿Por casualidad es usted... Rosamunda? —le preguntó Petroquio.—No. Soy la condesa de Rimoniuk —dijo ella.Y efectivamente lo era. Y se encontraba allí por la siguiente razón: cuando Rufiángelis y el

médico de Palacio estaban muy ocupados analizando las muestras que habían tomado de esa mujer (le habían rebanado una feta de cada muslo, como ya habrá adivinado el lector), ella, que era algo curiosilla, hurgó en los efectos personales de nuestro mozalbete, y hallando la novela se la leyó de un saque, enamorándose en el acto de Espinoglio y proyectando su conquista y el entonces lógico asesinato de Rosamunda.

Petroquio la enteró de la muerte del dragón, esperando que la condesa desistiera de asesinar a Rosamunda, pero esto no ocurrió. Rimoniuca dijo que era mejor cumplir con el cincuenta por ciento de su plan que no cumplir con nada.

Entonces Rufiángelis, que no estaba muerto, pues había tomado la precaución de ponerse el escudo de su familia debajo de la camisa, a modo de chaleco, por lo que los disparos de la Magnum cuarenta y nueve no le habían hecho más que una ligera cosquilla (es cierto que fue ligera; de lo contrario Rufiángelis se hubiera reído, y Petroquio habría descubierto que no lo había matado, y quién sabe, quizá le habría disparado entonces a la cara o a las bolas), se levantó y abatió tanto a Petroquio como a la condesa con sendos dardos cargados con napalm.

Ya libre de todo obstáculo, ingresó a la cueva.Estaba oscuro.Gritó el nombre de Rosamunda.Las luces se encendieron.—Estás arrestado, Rufy —dijo el sargento Trabis.Estaba vestido de civil, con un impermeable beige, camisa blanca, corbata rosa, pantalón café y

llevaba un sombrero estilo Marión Brando.Cuatro agentes uniformados esposaron a Rufiángelis y, ante una indicación del sargento, lo

sacaron por una puerta que había atrás.Lo metieron en una camioneta, lo bajaron frente a la jefatura de policía, lo entraron y lo metieron

en un calabozo.—Si encuentras un teléfono allí dentro, tendrás derecho a hacer una llamada —le dijo el

sargento Trabis, cerrándole la puerta.Rufiángelis se sintió confuso. Pensó primero en buscar ese improbable teléfono, pero desistió al

preguntarse a quién mierda podría llamar.Entonces se sentó sobre la cama de piedra que había en el calabozo, para meditar. Estuvo así

mucho tiempo, casi tanto como el transcurrido desde el descubrimiento del placer de leer hasta la explosión del misil tierra-aire en las fauces del tiranosaurio Rex.

Hasta que un agente lo sacó del calabozo para llevarlo a la sala de visitas.Y allí estaba... Rosamunda. En persona, igualita a la Rosamunda de los dibujos que había en el

libro de Gespi Onanís. Y por el capítulo veintidós de ese mismo libro se enteró Rosamunda de

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quién había sido su salvador, y de qué suerte había corrido, y de la hospitalidad del sargento Trabis, y de cuánto costaba la fianza, y de que a ella no le alcanzaba la plata, y de que debería trabajar durante catorce horas diarias durante quince años para sacar a Rufiángelis de su cautiverio, sin comer nada ni pagar ningún alquiler durante todo ese tiempo. Esto no constituye un esfuerzo desmedido para una persona que tiene más de quinientos años de edad.

Como Rosamunda le dejó el libro en préstamo (se trataba del ejemplar de ella, y no del de él, que había quedado hecho trizas durante el combate con el dragón), Rufiángelis vio, con el correr del tiempo, cómo nacía y se desarrollaba el capítulo veintitrés, que contaba su regreso a Torri con Rosamunda, una Rosamunda ya liberada del hechizo del dragón, que la mantenía siempre joven.

—Hijo de puta —dijo muchas veces mirando las paredes del calabozo Rufiángelis, y la expresión estaba evidentemente dedicada a Romualdo Gespi Onanís.

Pero no había esperanzas de poder consumar jamás venganza alguna contra el escritor. La contracarátula del libro tenía una pequeña reseña biográfica de éste, que empezaba con su nombre y seguía con un paréntesis en el interior del cual había dos números de cuatro cifras separados por un guión.

GISLEBERT HANONGislebert Hanon nació en Abu Simbel en 1917. No, mentira. Nació en Barcelona, en 1918. No.

Es mentira. Nació en Calcuta en 1919. No, mentira. Nació en Chapadmalal en 1920. No, miento. Nació en Dolores en 1921. No. tampoco. Nació en Estagira. en 1922. No. Nació en Filadelfia, en 1923. No. es mentira. Nació en Ginebra, en 1924. No. Falso. Nació en Helsinky en 1925. No, eso es erróneo. Nació en Ibiza, en 1926. No. I am sorry. Nació en Jalisco en 1927. No. Eso no es cieno. El nació en Kiev en 1928, aunque... no, no fue en ese año. Tampoco fue en ese lugar. Gislebert Hanon nació en Los Angeles, en 1929. No no no no no no no. Eso no es así. Ah, no, perdón, me estoy expresando mal. «Eso» sí que es así, por supuesto. Lo que no es «así» es la verdad sobre el nacimiento de Gislebert Hanon, porque éste tuvo lugar en Mogadishu, y en 1930. No. Esperen.' Hay un error. El nació en Nicosia, en 1931. No. Estoy mintiendo. Nació en Oslo en 1932. No,,perdón. Me equivoqué. Nació en Pando en 1933. No, corrijo: nació en 1934 en Quito. No, en Quito no. El nació en Rockhampton, en 1935. No. Otra vez estoy mintiendo. Gislebert Hanon nació el Sebastopol en 1936. No. Nació en Tesalónica en 1937. No. Ese dato no se ajusta a la verdad. Hanon nació en Utrecht, y fue en 1938. No. Fue en 1939, en Varsovia. No. Winnipeg, 1940. No. 1941, Yokohama. No, eso no es exacto. Gislebert Hanon nació en Zarate, en 1942. Eso nadie se atrevería a negarlo. Quien lo hiciera sería un alucinado,

un burro,un comemierda,un chancho,un Doberman,un eunuco,un falsario,un gil,un heraldo de los troglos,un ignaro,un jovencito,un lego,un mentecato,un necio,un otario.un pobre de alma pero rico de corazón.un queso,

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un rábano,un selecto grupo de abogados,un torpe,un utopista,un verdugo,un yunque yun zoquete.Pero Gislebert Hanon no era ninguna de esas cosas. El era el típico producto (mezcla sin batir de

paz y melancolía) de quien tuvo una infancia apacible. Pero la infancia de Gislebert Hanon no fue apacible. Fue bochornosa. No, mentira. Fue una infancia común. No, tampoco. Fue una infancia chaucha. No. Menos que menos. Fue una infancia dramática. No. Fue una infancia ejemplar. No. Digamos más bien que fue una infancia fácil. Pero así como lo dijimos debemos desmentirlo: la infancia de Gislebert Hanon fue gloriosa. No. Eso es falso. Fue una infancia horrible. No. Eso es exagerado. Fue insulsa, la infancia de Gislebert. No. A decir verdad, fue una infancia jodida. Pero no. No lo fue. Fue una infancia licenciosa. No. Fue, como la de Arturo Capdevila, una infancia monacal. Sí. Las ganas. Fue una infancia nefasta. No. No tanto. Fue ominosa. No. Por favor borre esa idea de su mente. Fue una infancia placentera. Esa bórrela también. La infancia de Hanon fue. ¿querendona, podríamos decir? No. En todo caso él habrá sido querendón, pero no su infancia. Su infancia fue rara, realmente. No, ésa no es la palabra. La palabra es «solitaria». Una infancia solitaria. No es que Hanon haya sido un solitario (él siempre andaba acompañado), su infancia fue solitaria, no él. Ni tampoco su infancia, a decir verdad, porque fue una infancia tutelada. Una infancia única, porque fue una infancia vacía, una infancia yerma. No. No fue nada de eso. Fue una infancia zonza.

Un día. a los quince años. Gislebert anunció que iba a llover No, no fue así. Gislebert más bien BALBUCEO que iba a llover. No. Gislebert cacareó que iba a llover. No. Chamulló. No. Divulgó. No. Especificó. No. Fingió. Fingió que iba a llover. No, mentira, graznó. Graznó: «Va a llover». No. Tampoco. Informó. Informó que iba a llover. No. juzgó. Juzgó que iba a llover. No. Ladró. Ladró así: «Va a llover». No. no ladró, musitó. No. Negó. Negó que fuera a llover. No, eso es falso. Gislebert oró para que lloviera. No, eso también es falso. Gislebert puteó porque estaba lloviendo. No, no porque en verdad no estaba lloviendo, pero Gislebert QUERÍA que lloviera.

ROGÓ por que lloviera. SUPLICO a los cielos que lloviera. No. Eso no es cierto: Gislebert TEMIÓ que lloviera. No, no temió. Al contrario : URDIÓ un plan para que lloviera. No, eso no fue necesario, porque él VIO que estaba lloviendo.

Luego Gislebert aprendió inglés,buscó novia,cocinó.durmió,estuvo enfermo,fornicó,gobernó,honró a sus mayores,infamó a los otros.jodió a todos,los dejó en bolas,me contó todo,no se arrepintió,ocupó una celda,purgó condena,quebrantó la ley,

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recuperó la libertad,sucumbió al vicio,tomó nuevamente el camino recto,volvió por el torcido,yzozobró.

UNA ESPECIE DE CARACOLTengo un perro. No es un setter, ni un cocker, ni un boxer, ni un chihuahua, pero es un buen

perro. Me trae el diario a la cama todos los días. No me trae el Times, ni el Washington Post, ni El País de Madrid, pero de todas maneras esos diarios no traen información sobre los partidos que juega el cuadro del que yo soy hincha. No es un cuadro importante. Nunca jugó en la copa Libertadores de América, ni tiene ningún jugador en la Selección, ni nada, pero a mí me gusta ir los domingos a llevar flores en el sepelio del arquero que jugó el sábado. No llevo rosas, ni orquídeas, ni nada que se les parezca, pero a los caracoles les gustan. No estoy hablando de grandes caracoles marinos; me refiero, simplemente, a esos que siempre aparecen después de las lluvias. O casi siempre. No estoy tratando de establecer aquí reglas que pretendan tener un valor científico. Sólo digo lo que veo, aunque no sea yo un observador calificado, pero tampoco soy ciego, sordo ni analfabeto. Soy una persona de cultura media. No soy Miguel de Unamuno, pero tampoco soy María Marta Serra Lima. Además no sé cantar. Bueno, puedo entonar alguna melodía sencilla, pero jamás agarraría un protagonice en una ópera. No tengo garganta como para eso. Aunque puedo tragar- me una mandarina entera. Una naranja o un pomelo no, por supuesto, pero un limón de los chicos sí. Una vez participé en una competencia a ver quién comía más limones. Salí en el lugar diecisiete, y éramos treinta y tres los participantes. Siempre me pasó lo mismo en las competencias y en los concursos a los que me presenté. Nunca gané, pero tampoco perdí. Claro, no eran concursos muy importantes, pero tampoco eran a ver quién escupe más lejos. Al festival de San Remo nunca me presenté, por supuesto, pero al festival OTI de la canción sí. Nos metieron a todos los participantes en un ascensor y tiraron la cadena. No era una cadena de barco, ni una cadena de reloj de oro, pero era bastante resistente. Para sacar a pasear a mi perro hubiera sobrado. Y eso que mi perro no es un pequinés, aunque, claro, tampoco es un San Bernardo. Por lo menos el chocolate caliente no le gusta. Frío tampoco; él lo toma tibio. Yo también. En eso salí a él. O él salió a mí, porque yo soy el mayor. No quiero decir que sea viejo, pero tampoco funciono a placenta. Y no es porque sea un bebé de probeta. Ya lo dije antes: no tengo temperamento científico. Eso no quiere decir que no sea racionalista, aunque a decir verdad mi libro de cabecera no es el "Discurso del Método" de Descartes. El que tengo como libro de cabecera es mucho menos pretencioso que ése. Quizá no sea tan profundo, pero es más divertido, sin llegar a ser frívolo. Su encuadernación también es modesta, aunque suficiente para que las hojas permanezcan unidas.

Yo consulto a menudo ese libro, pero no caigo en el error de sacralizar su texto. Si encuentro en otra parte un comentario más atinado sobre el mismo tema. a esa otra parte me afilio. En política también soy así. Si mi candidato empieza a decir idioteces y su acérrimo adversario empieza a decir cosas sensatas, yo me cambio de bando. Eso no quiere decir que sea capaz de renunciar a mis principios, pero sí que estos principios no son de fibrocemento ni de hormigón armado. Tampoco son de hule, vamos a entendernos. Las paredes de mi casa están interiormente revestidas con madera; creo que eso ilustra qué clase de persona soy. Y al decir madera no quiero que se entienda cedro, ni Jacaranda, pero tampoco juncos ni escarbadientes compensados.

Eso no significa que en mi casa no haya stock de escarbadientes. Sí que lo hay. Mi boca no es un sembradío de caries, pero tampoco tengo la dentadura de Cary Grant. Sólo un loco profanaría la tumba de ese actor para robarle la dentadura a su cadáver. Yo jamás haría una cosa así, pero eso no quiere decir que carezca de espíritu de aventura. Jamás descubrí América ni atravesé cordilleras montado en un pony, pero cuando era niño emprendí con éxito riesgosas fechorías. Por ejemplo,

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sustraje de la casa de mis vecinos un botellón de cinco quilos con mermelada casera recién hecha. Claro, no era mermelada de grosella, ni de moras; era de zapallo, pero tenía bastante azúcar y eso era lo importante entonces. Tampoco estaba yo en condiciones de discriminar con qué tipo de azúcar había sido elaborada. Ahora, retroactivamente, me doy cuenta de que no era azúcar negra, que es mucho menos dañina para los dientes. Pero no importa; a pesar de no haberme cuidado demasiado, conservo una dentadura medianamente funcional. No puede decirse que sea la dentadura de Cary Grant, pero no paso vergüenza al sonreír. Además, ¿cómo podría obtener la dentadura de Cary Grant? Profanando su tumba, únicamente. Y no estoy dispuesto a hacer una cosa así. Como mucho podría profanarla de Luis Sandrini. Y no es porque no me hayan gustado sus películas. Tampoco me mataron, pero con algunas de ellas pasé un buen rato. No un rato muy largo, por supuesto, ya que ninguna de esas películas dura tanto como "Novecento", de Bertolucci, o como una ópera. Pero una ópera es algo que está muy por encima de mi experiencia cotidiana, y también de mi experiencia de los días de fiesta. Nunca voy. Además no sé cantar. Y aunque supiera no podría hacerlo, porque no tengo garganta. Un cirujano me la tuvo que sacar luego de mi estrepitoso fracaso en una competencia de a ver quién se tragaba más limones enteros. Quedé en el lugar diecisiete. Bueno, después de todo no fue tan mala mi performance; éramos treinta y tres, los participantes. Casi todos fueron a visitarme al hospital durante mi convalescencia. No era un hospital de cinco estrellas, pero me atendían bastante bien. No como en un hospital privado, cuya misma existencia depende del aporte pecuniario del enfermo, pero tampoco como en un hospital estatal, donde el enfermo no interesa en absoluto ya que la institución se mantiene con el . aporte impositivo de los contribuyentes que no están enfermos. Aquel hospital era una empresa mixta. La mitad de sus propietarios era fija, y la otra mitad era rotativa porque dependía de quién hubiera ganado las elecciones. Yo nunca las gané. En realidad nunca gané, en ninguno de los concursos o de las competencias a los que me presenté. Pero tampoco perdí. Claro, no eran competencias muy importantes, pero tampoco eran a ver quién escupe más lejos. Al festival de San Remo nunca me presenté, por ejemplo, pero al festival OTI de la canción sí. Nos metieron a todos los participantes en un ascensor y tiraron la cadena. Hijos de puta, nunca me voy a olvidar de lo que nos hicieron. O quizás algún día sí lo olvide, porque no soy una persona rencorosa. Pero tampoco soy un gil, así que no pretendan hacérmelo de nuevo. Además ahora estoy prevenido, y ando siempre con un fiel guardaespaldas: mi perro. No es un bulldog, ni un doberman, pero es un buen perro. Sabe traerme el diario a la cama todos los días. Y yo, como recompensa, le tiro un huesito, que él mastica laboriosamente, porque no tiene la dentadura de Cary Grant. Esa dentadura jamás podría adaptarse a la boca de un perro. Yo lo intenté, luego de profanar la tumba del actor, pero tuve que desistir del proyecto. Quizá no sea imposible de realizar, pero yo no tengo idoneidad para ello. No soy un completo turro, tampoco (algunos dientes logré implantarle), pero tengo que reconocer que me falta capacitación en esa rama de la ciencia. Y aquí llega el momento de confesar algo de lo que no puedo menos que avergonzarme: no tengo temperamento científico. Y la razón de mi vergüenza es que debería tener ese tipo de temperamento, siendo como soy un bebé de probeta.

En efecto, no tuve madre. O mi madre fue esa probeta. No era una probeta de cristal fino, era de vidrio común, pero yo la quiero y la querré siempre más que a nadie porque fue ella quien me crió. No me dio la mejor educación, porque ella misma no la tenía, pero hizo todo lo que estaba a su alcance para forjar en mí la probidad que a sí misma se imponía en todas sus acciones. Y lo logró. Aunque, claro, no soy un santo. De niño, hice mis buenas fechorías. Por ejemplo, sustraje de la casa de mis vecinos un botellón de cinco quilos de mermelada casera recién hecha. Claro, que ese «recién» ya caducó. Ahora esa mermelada debe estar bastante podrida. Es que aquella familia desconocía el uso de agentes químicos conservantes. Yo también lo desconozco: nunca estudié química. Mi afición corrió siempre por el lado de las ciencias humanas. No soy un científico: soy lo que muy infelizmente se traduce del inglés como «dentista social». Sólo que no lo soy del todo, porque no finalicé mis estudios universitarios. Finalicé solamente los de mi hermana, pero, claro, eso no me otorga un título: me otorga dos. Yo elegí el de jurista y el de abogado. Y no soy malo en eso. No seré Perry Mason, pero me defiendo. Cada vez que tengo que comparecer ante una corte

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por haber sido acusado de cometer un crimen, elijo ser mi propio defensor. Nunca conseguí mi absolución total de los cargos, pero tampoco llegué a purgar largas condenas. Algunas veces fui liberado anticipadamente por buena conducta, pero esto debe entenderse exclusivamente en términos relativos: mi conducta puede haberse considerado «buena» solamente en comparación con la de los otros reclusos, que se pasaban cojiéndose y masturbándose bucalmente unos a otros, cuando no se apuñalaban o se insultaban y se decían cosas feas. Yo no hacía nada de eso, pero cualquier alcalde sabe que nunca fui un santo. Tampoco fui discípulo de Belzebú. Alguna vez concurrí a reuniones del culto de Asmodeo, pero tenían lugar en sótanos demasiado húmedos y eso terminó por averiar mis vías respiratorias. Nada serio, por suerte, pero debí abandonar la práctica ritual. Ahora el único rito que practico es el que sigue a las comidas: el ritual del escarbadientes. Me insume no menos de catorce horas diarias, entre desayuno, almuerzo, merienda, cena, y esos momentos en que uno tiene ganas de picar algo. Pero eso no quiere decir que coma mucho. No. Soy moderado en mi apetito. Hay quienes dicen que para llegar a esa moderación, si uno no la tiene naturalmente, hay que comer o muy salado o muy dulce. Yo no procedo así. Como con poca sal, aderezada siempre con un poco de azúcar, pero no uso azúcar blanca sino negra, que es mucho menos dañina para los dientes que el ácido sulfúrico. Esto lo sé de oídas, porque nunca estudié química, ni odontología, aunque en esta última materia hice algunas prácticas, medio de atrevido y medio por necesidad. Mi perro se estaba muriendo de hambre por no poder masticar, y yo le hice unas prótesis. No fue un trabajo de orfebrería, pero al menos le salvé la vida. Y si no le salvé la vida entera, por lo menos puse a salvo la parte de esa vida que él ya había transitado, fijándola en mi memoria. Mi memoria no es la de Funes, pero puedo afirmar con orgullo que, cuando me fui para la ciudad, no me olvidé del pago. ¡Ah, qué bellos recuerdos tengo de mi campiña natal! Tengo incluso recuerdos —esto muy poca gente me lo cree— de mi campiña prenatal. Sucede que mi madre, a diferencia del común de las madres, era transparente, así es que, a la par que yo me iba gestando y ni bien tuve ojos, veía todos los lugares a los cuales iba mi madre, y hasta la ayudaba a cruzar las calles de doble mano, mirando cada uno en una dirección para asegurarnos de que no venían autos. Sin embargo una vez me distraje y un auto nos pisó. Así fue como nací yo. Mi madre era quebradiza, y el choque la partió en mil añicos. Yo fui adoptado por una familia húngara del siglo XVII. No éramos ricos, pero tampoco éramos pobres. Suplíamos nuestra absoluta falta de dinero con la superabundancia de metales preciosos que tenía el yacimiento que había en el fondo de casa, junto a la cachimba de donde sacábamos el agua. Esta agua era potable, pero estaba contaminada, de suerte que toda la familia no tardó en enfermar gravemente y ser internada masivamente en el hospital central de Bodidharma. No era un hospital de cinco estrellas, pero me atendían bastante bien. Y si no lo hacían no les guardo rencor, porque no soy una persona rencorosa. Sin embargo, aun no siendo una persona rencorosa, se puede algunas veces experimentar rencor. Pero yo no lo experimento. Será porque me lo reprimo, pero no creo, porque tengo cuarenta y cinco años de análisis. Y en ese tiempo he visto sucumbir uno por uno a todos mis principios. A todos menos uno, que es el que me permite decir que tengo principios, o por lo menos que tengo ese principio: el de tener un principio.

En cuanto a mis convicciones políticas, soy bastante elástico. Si mi candidato me defrauda y su adversario me subyuga, me cambio de bando. Sin embargo, la elasticidad no está allí. Está en la probabilidad de que eso ocurra. A mí nunca me ocurrió, pero no escupo para arriba. Para adelante sí escupo. Participé en varios certámenes a ver quién escupía más lejos. Me fue más o menos. Nunca salí primero ni último, pero las probabilidades de que ocurriera algo de eso eran pequeñas: había mil doscientos treinta y cuatro participantes. Veintiocho eran mujeres. Con una de ellas me casé. La ceremonia fue todo un éxito. No nos tiraron arroz parboiled, pero sí patna de bastante buen grano. Y tenemos un álbum de fotos del evento. No son de color, pero tampoco son en blanco y negro. Y yo salí bastante bien. Dentro de mis posibilidades, por supuesto. No soy Cary Grant. Soy Dany DeVito y me creo muy gracioso. También soy Peter Lorre y soy muy malo. y sé silbar la tonada que precede a tu defunción, lector idiota.

Fuera de eso, nunca tuve roles estelares. Llegué muchas veces a la pantalla grande, pero como

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extra. También trabajé como iluminador, manteniéndome siempre por encima de los cincuenta watts y por debajo de los cien. Por eso a veces, de noche, los faroles de los autos me encandilan. Eso me hace propenso a los accidentes de tránsito. Los sufrí por docenas, aunque nunca con consecuencias graves, al menos en lo que a mi salud concierne. Los deudos de los demás intervinientes en los choques me vieron llegar varias veces sano y salvo a las salas velatorias portando un ramo de flores. Nunca rosas ni orquídeas. En general llevo anémonas. Y no hablo de las anémonas de mar, que en realidad no son flores. Son animales. Y yo para animales prefiero a mi perro. No será un setter, ni un cocker, pero es un buen perro. Me trae los treinta y seis tomos de la "Enciclopedia Británica" a la cama todos los días. Lamentablemente no se trata de una edición actualizada, y siempre busco vanamente información sobre los resultados de los partidos que juega el cuadro del que yo soy hincha. Y quién sabe si la Enciclopedia actualizada trae esa información. Mi cuadro no es de los más importantes. Nunca jugó en la copa Libertadores de América, ni tiene ningún jugador en la Selección, ni nada, pero a mí me gusta la música de su himno. su himno. Fue compuesta por Corelli en el año 1433, a pedido póstumo de Escipión el Africano. No es una música especialmente hermosa ni está demasiado bien construida, pero ejerce una extraña fascinación sobre mí, quizá porque yo nunca podría entonarla con un nivel aceptable de afinación. No tengo oído como para eso. Sin embargo, tengo orejas bastante grandes. No como Dumbo, ni como Anthony Quinn, pero no necesito escoba para barrer mi cuarto. Tampoco se precisa mucho para eso, a decir verdad, porque mi vivienda es muy modesta, aunque no es ningún rancherío. Las paredes de mi casa son de mármol ártico, y están interiormente revestidas con madera. Y al decir madera no quiero que se entienda caca, ni pichí, ni semen de bacalao. No es que yo sea demasiado quisquilloso con el lenguaje, pero tampoco sería feliz en la torre de Babel. Creo que estoy demasiado acostumbrado a las comodidades que la tecnología aportó en este fin de siglo, como para poder vivir allí. Eso no significa que no sea capaz de disfrutar de unos días de contacto directo con la naturaleza en el camping de Villa Tilinga. Lo bueno que tiene pasar unos días allí es que uno no sólo se encuentra pinocha, yuyos, liebres sin sazonar, y arañas de patas finas, sino también duchas con agua caliente, TV color, bingo, casino, ruleta, piscina y arañas de patas gruesas. No hablo de tarántulas, no se me entienda mal. Detesto la violencia. Eso no significa que no sea capaz de defenderme cuando me atacan. Soy perfectamente capaz. Lo que no puedo saber muy bien es hasta qué punto mi defensa puede resultar efectiva, porque hasta hoy nadie me atacó. Fui insultado, por supuesto, pero nadie trató de agredirme físicamente. Y yo a los insultos nunca contesto con golpes, sino con insultos. Desde luego, nunca nadie llegó a decirme cosas demasiado graves, como «la puta que te parió» o «ándate a la concha de tu madre», pero sí «tonto», «tontucio», «tontito», «zopenco», «beninún», «bejerto», «bastardo», a lo que yo con-testé simplemente: «Que te recontra». Eso no quiere decir que yo sea vengativo. El año pasado, por ejemplo, me presenté como candidato a las elecciones nacionales de mi país, y perdí. ¿Y saben qué hice esa noche? ¿Emborracharme? No. Las pelotas. Fui a cenar con el ganador. Cené con mi adversario. Comida liviana, por supuesto. Sin embargo a él algo le cayó mal. Tuve que llevarlo al médico de urgencia. Esa misma noche lo internaron, y como era el presidente electo le hicieron un lugar especial en el mejor hospital de cinco estrellas de nuestra ciudad. La debe haber pasado muy bien, el hijo de puta, con esas enfermeras-geishas que hay ahí.

En la habitación de al lado de la suite presidencial se hallaba internado Peter Lorre, pero no me dejaron entrar. Es lógico. Yo no soy de su familia. Aunque no soy un completo extraño, tampoco: soy Humphrey Bogart. Ah, perdón, quizá debí identificarme antes. Es que no soy muy baquiano en cuestión de modales y cortesía. Soy una persona de cultura media. Mi libro de cabecera no es la "Enciclopedia Británica". Tampoco es "Hansel y Gretel", vamos a entendernos. Además mi cama no tiene cabecera. Es una cama sencilla, una simple parrilla de madera. Y cuando digo madera no quiero que se entienda cedro ni Jacaranda. Quiero que se entienda... bueno, no puedo decirlo como quisiera porque no soy biólogo. Nunca podría serio, no tengo temperamento científico. Mi temperamento es más bien afable, bonachón. Eso no quiere decir que no pueda enojarme, a veces. Puedo enojarme, sí, pero se me pasa pronto porque no soy una persona rencorosa. Sin embargo, aun

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no siendo una persona rencorosa, se puede experimentar rencor. Y yo lo experimento. Lo sé. Cuarenta y cinco años de análisis me ayudaron a descubrirlo. Te odio. Pero también soy capaz de quererte. No como a mi madre, por cierto, pero eso es porque mi madre era una probeta. Y en vez de criarme y forjar en mí la probidad que a ella la caracterizaba, me dio en adopción a una familia húngara del siglo XVII. El problema era que ya no estábamos en el siglo XVII, sino en el XIX, por lo cual en casa siempre había olor a podrido. Es que los descendientes de este matrimonio húngaro no estaban familiarizados con la técnica egipcia de la momificación. Yo tampoco lo estoy. Nunca estudié arqueología, ni antropología, ni nada de eso. Soy químico diplomado, y trabajo en refinación de azúcar negra. No gano mucho, pero lo compenso bien con lo que gasto. Me alcanza para mantener a mi mujer y a nuestros tres perritos, que nacieron todos juntos el mes pasado. Con el tiempo espero entrenarlos para que todos los días me traigan a la cama Le Monde, la guía telefónica y hojas de acacia.

ANDREA PARABÓLICAAndrea Parabólica se acomodó frente a su examen de Historia. La primera pregunta era.QUE PASO EN 1871Andrea contestó sin dilación:La Comuna de París. Y además Cleveland Abbe fue nombrado director del Servicio Nacional

Meteorológico de los Estados Unidos.La segunda pregunta fue:QUE PASO EN 1885Andrea meditó unos minutos su respuesta. Finalmente contestó:En ese año se publicó La Hija del Pastor, del novelista finlandés Johannes Brofeldt, alias Juhani

Aho.Siguiente pregunta:QUE PASO EN 1897Respuesta de Andrea Parabólica:En 1897 fue asesinado el presidente del Uruguay.La cuarta pregunta:QUE PASO EN 1901Andrea respondió así:A Röntgen le dieron el primer premio Nobel de Física. Además, en ese año empezó el siglo XX.La siguiente pregunta fue:QUE PASO EN 1917Andrea tuvo que pensar mucho. Tenía idea de qué decir, pero no sabía cómo hacerlo. Hasta que

una musa oculta le dijo que la forma de hacerlo era contestando. Andrea Parabólica siguió su consejo, así:

Nació el irregular y generalmente mediocre escritor Arthur C. Clarke. Y la revolución rusa.La sexta pregunta fue del mismo tenor que las anteriores:QUE PASO EN 1929Andrea contestó:Perico Montenegro salió de su casa para nunca más volver.Séptima pregunta:QUE PASO EN 1949Andrea sabía muy bien lo que había pasado en 1949:Fueron encontradas, en una playa de la península de Florida, unas enormes huellas palmípedas.A la siguiente pregunta:QUE PASO EN 1952Andrea también contestó con rapidez:

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No sé.La novena pregunta fue más fácil para Andrea:QUE PASO EN 1975Ella contestó:En ese año Comores se independizó de Francia.A la décima pregunta Andrea Parabólica no contestó. Y la undécima fue:QUE PASO EN 1990Andrea contestó, con displicencia:Muchas cosas.Estaba un poco distraída. Optó por descansar un rato. Luego se refrescó y se puso otra vez frente

a su examen, que continuaba con esta pregunta:QUE PASO EN 2023Con renovadas energías Andrea contestó:Nada.La pregunta número trece fue:QUE PASO EN 2054Andrea se concentró y respondió:Resurrección de Amenofis IV.La catorce:QUE PASO EN 2055Andrea no sabía la respuesta, pero inventó, por si acertaba:Abdul Pérez campeón mundial de ajedrez.Pregunta número quince:QUE PASO EN 2111Respuesta:Nace Andrea Parabólica.La pregunta número dieciséis fue:QUE PASO EN 2189Difícil trance para Andrea Parabólica. ¿Qué mierda había pasado en 2189? Una a una, las

técnicas de llamado de datos fracasaron. Andrea abrió su bóveda craneana, se sacó el encéfalo, lo sacudió, lo golpeó tres o cuatro veces y se lo volvió a colocar, pero fue inútil. La respuesta no surgió.

La pregunta número diecisiete fue un alivio:QUE PASO EN 2267Respuesta inmediata de Andrea Parabólica:Celebración de los Primeros Juegos Olímpicos Impares.Pregunta dieciocho:QUE PASO EN 2270Andrea la tenía, pero la respuesta se le escapó. Entonces contestó:Freud.Pregunta diecinueve:QUE PASO EN 2291Casi completamente segura, Andrea Parabólica contestó:Abdul Pérez pierde su título.Pregunta veinte:QUE PASO EN 2338Andrea tenía la sensación de que, cuanto más se acercaba a su tiempo, más difícil le era

contestar. Pero pudo hacerlo:Invasión de la Tierra por los bucs.

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Pregunta veintiuno:QUE PASO EN 2346Qué examen más aburrido, pensó Andrea. Podrían cambiar de tanto en tanto la forma de las

preguntas. Contestó:Lo mismo que en 2347.Pregunta veintidós:QUE PASO EN 2385Otra pregunta difícil. Andrea se rascó el cráneo con un tentáculo, luego con otro, y contestó:Ingestión buc del último terrícola.Pregunta veintitrés:QUE PASO EN 2414Esto ya me está pudriendo, pensó Andrea. ¿Hasta qué año piensan seguir preguntando? Pero

ahogó su rebeldía y contestó:Fin de la remodelación del planeta. Estudio buc de las diferentes culturas terrestres en base a los

documentos conservados. Críticas y arrepentimiento por la aniquilación de tantas especies tan divertidas.

La pregunta veinticuatro fue:QUE PASO EN 2530Respuesta de Andrea Parabólica:Quinta enmienda orbital.Pregunta veinticinco:QUE PASO EN 2600Error en la pregunta, pensó Andrea. ¿No se pone «en EL 2600»? No contesto portemor a que la

pregunta sea un cazabobos.Pregunta veintiséis:QUE PASO EN 2601Respuesta:La Tierra es copada por los bares. Exterminación de los bucs.Pregunta veintisiete:QUE PASO EN 2713Respuesta:Adopción de códigos terrestres de comunicación por parte de los barcos, a causa de

conveniencias de orden climático.Pregunta veintiocho:QUE PASO EN 2925A Andrea Parabólica ya se le estaban paspando las antenas, pero contestó correctamente:El más bello otoño habido y por haber.Pregunta veintinueve:QUE PASO EN 3064Era un año importante para Andrea. Consignó algo de su historia personal:Andrea Parabólica deja el chupete.Pregunta número treinta:QUE PASO EN 3162Ufa, che. Hasta cuándo irán a seguir, pensó la examinada. Pero no había que pensar. Había que

resignarse y meterle hasta el fin. Contestó:Abdul Pérez recupera la corona mundial de ajedrez.Pregunta número treinta y uno:QUE PASO EN 3378Respuesta calma y serena:

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Por qué no te vas a la puta que te parió.Pero, como una gota de agua, cayó la pregunta número treinta y dos:QUE PASO EN 3379Indudablemente, la cosa daba para largo. Andrea empezó a sospechar que, contrariamente a lo

que había supuesto en un principio, las preguntas del examen no estarían temáticamente limitadas al capítulo de Historia Antigua. Contestó:

Revisión del diseño de la constelación del Cisne. Estudio de las posibilidades y costos de convertirla en un monumento al Pinocho de Cario Collodi.

Pregunta treinta y tres:QUE PASO EN 8541Ah, por fin un salto apreciable, pensó Andrea. La cosa se empieza a mover. Y aunque no sabía la

respuesta, esperó de buen humor la pregunta siguiente. Pero ésta fue:QUE PASO EN 8542Esto ya es el colmo, se van todos a cagar, bufó Andrea Parabólica. No voy a soportar más burlas.

Se acabó.Empezó a batir las alas y remontó vuelo. Pero su preceptor la alcanzó y volvió a postrarla frente

al examen. Andrea contestó algunas preguntas más y entonces el preceptor, apiadándose un poco de ella, giró un par de vueltas la manivela del examinador mecánico. La pregunta que apareció fue:

QUE PASO EN 196322Bueno, algo es algo, dijo Andrea Parabólica.Te perdoné esa vuelta, le advirtió el preceptor, pero desde ahí vas a seguir hasta el final sin

saltearte nada, ¿entendiste? El cuentavueltas del aparato examinador marcaba un tres en el compartimiento de la derecha. Los otros dieciséis compartimientos estaban ocupados por ceros. Y en otro cuadrante, más abajo, había un segundo cuentavueltas, más pequeño, que decía «serie I».

LA CABEZA DE JÍBAROCuando entré a la mansión del doctor Dalesius creí que la criada formaba parte de su colección.

No era así, desde luego, pero por lo visto el doctor la había escogido análogamente a como el director de un museo escoge los marcos adecuados para cada cuadro, sin que ese marco agregue o sustraiga valor a la obra enmarcada, en grado apreciable.

Era alta, de un metro noventa y cinco o noventa y seis de estatura, pero sus proporciones eran las de una enana. Cuando tomó mi abrigo para llevarlo al guardarropas, creí por un instante que se lo iba a comer.

El doctor me saludó muy calurosamente y, sin ofrecerme bebida o comida alguna que dilatara el objeto de mi visita (ya que tal objeto no era mi estómago), me condujo a la sala y empezó a enseñarme las piezas de su colección.

La primera era un zorro disecado que, sin mediación de intervenciones quirúrgicas, costura o pegamento algunos, tenía cola de pavo real. Dalesius me confesó que se lo había comprado por unos pocos bolívares a un feriante escocés en Australia. Pero no recordaba si el feriante, que había sido cazador en su juventud, era quien había disecado al zorro, o simplemente quien lo había cazado.

La segunda pieza consistía en un timbre postal iraní del año cincuenta que, por un error de imprenta, había salido con la figura del cantante jamaiquino Bob Marley. La partida había sido retirada de circulación apenas salida de la imprenta, pero el doctor Dalesius obtuvo en su momento la pieza en las inmediaciones de un basurero de Teherán años más tarde, cuando Bob Marley gozaba ya de cierta popularidad.

La tercera era una fotografía de Karl Marx. Mostraba la fachada de un tugurio londinense. Marx eran quien había tomado la fotografía, aunque Dalesius no me supo decir con exactitud de dónde.

La cuarta pieza era un manuscrito apócrifo de Zenón de Elea. Lo que Dalesius estaba aún por

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averiguar es si el manuscrito era apócrifo por no haber sido realmente escrito por Zenón de Elea, o si era apócrifo en el sentido de haber sido escrito por Zenón, pero haciéndose pasar por otro escritor.

La quinta era la maqueta de una granja donde las aves de corral estaban encerradas en jaulas de hierro. El doctor Dalesius me explicó que, de existir aves de corral de tales dimensiones, sólo una jaula de esas características podría retenerlas, ya que la fuerza de un animal no decrece proporcionalmente a su tamaño.

—Entonces esto no es una maqueta —observé.—En efecto —se limitó a responder el doctor.—En efecto qué --inquirí, porque yo no entendía si él quería decirme que el objeto era una

maqueta, o que no lo era.Pero Dalesius no me oyó. Estaba absorto en la contemplación de la sexta pieza, un mural

representativo de la pared sobre la cual había sido pintado. Junto a él había dos objetos, que el doctor ponía a disposición de quien quisiera verificarla identidad del mural con la pared. Uno de estos objetos era una rasqueta, el otro un aparato para sacar radiografías.

La séptima pieza era un cepillo dental para vampiros, el cual tenía dos cerdas de alta rigidez que sobresalían del resto, y cuya función —según me informó Dalesius— era la limpieza de los canales por donde estas criaturas se muñen de sangre, en sus dientes huecos.

La octava de las piezas fue la que me interesó más: era una cabeza de jíbaro. Sus dimensiones eran aproximadamente las mismas que las de mi cabeza o la del doctor Dalesius, ya que los jíbaros no acostumbran reducirse a sí mismos la cabeza.

TERMÍNENLA DE UNA VEZBasta, basta, por favor, basta de novelas que se llamen por ejemplo «El otoño del patriarca» y

que cuando uno las lee se encuentra con que no hay ningún patriarca, y que por consiguiente si hay un otoño no puede ser el suyo; basta de novelas que se llamen «El general en su laberinto» y que no tienen ningún laberinto, sino alguna cosa que desde un punto de vista bastante retorcido podría considerarse vagamente parecida a un laberinto. En todo caso, si el autor no puede resistir el impulso de llamar así a su libro, que lo haga, pero aclarando en la tapa que el título es mentira. Basta, basta de novelas que se llamen «La muchacha de las bragas de oro» donde no hay ninguna muchacha que use bragas de ese material, por más que uno las lea y relea. Basta de mentirosos estafadores, por favor. Termínenla de una vez con ese estúpido juego publicitario. «La naranja mecánica», y resulta que no hay ninguna naranja mecánica, la puta que te parió. En las películas estaba más de moda antes: «La antesala del infierno», con Kirk Douglas, y no había el menor atisbo de ese lugar. «La fierecilla domada», y no había ninguna fierecilla, sino una estúpida mujer mal dirigida. «La jaula de las locas» era doblemente tramposa porque no había ninguna jaula de locas pero sí un lugar llamado «la jaula de las locas» donde no había ninguna jaula, tampoco, ni ninguna loca. ¿Y quién me va a indemnizar por ese fraude? Nadie. Y siguen saliendo estafadores de las escuelas de cine. «Diapasón», por ejemplo, de Jorge Polaco, no trata acerca de ningún diapasón. Me reclavé, la concha de tu madre. Y «El beso de la mujer araña», peor todavía. Toda la película esperando que apareciera. ¿Por qué, por qué Sonia Braga se prestó para participar en ese juego infame, ella que tan razonable-mente había protagonizado esa película tan sana y honesta como «Doña Flor y sus dos maridos», donde el espectador asistía al fiel y estricto cumplimiento de lo prometido en el título?

Sos un idiota, me dirá alguien. No entendés la metáfora. Pues sí, señores, la entiendo. La entiendo como lo que es: una mentira socialmente aceptada. Y es aceptada por causa del miedo. El miedo a la imaginación auténtica. Sylvester Stallone, por ejemplo, quería hacer una película que se tratara de una cobra. Pero no tuvo huevos. Se quedó simplemente con él mismo haciendo de un tipo llamado Cobretti al que otros apodan tristemente «Cobra» en conmemoración de lo que él nunca se animó a ser, por más golpes que reparta en la película. Lo mismo vale para Ernesto Sábato y su

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novela «El túnel», que es muy buena pero no tiene ningún túnel y eso es frustración, tristeza, incapacidad, castración. Igual que «Las alas del deseo», de Wim Wenders, que son las ganas de alas, vencidas por el miedo a pasar de la tenue e inocua metáfora, y que se quedan entonces en el deseo de alas incumplidas, deseo transmitido al espectador, que sale triste, castrado, maniatado, y lo peor de todo es que, si es demasiado adulto (adulto de esta época de consagración de la mentira), puede salir del cine completamente jodido pero creído de que vio una buena película y sin darse cuenta de que lo cagaron.

(En el presente alegato fueron empleadas ciertas metáforas como «castración», «cagaron», y otras; es que el autor, como no podía ser de otra manera, participa de la enfermedad padecida por la sociedad a la que pertenece; pero sirvan esas metáforas de potencia atenuada como vacuna para inmunizar contra el efecto de las más perniciosas; puta madre, con esto de la vacuna me salió otra metáfora.)

LA UNIVERSIDAD DE LIBRAPara Recauchutexas Pérez los felices días de la secundaria habían terminado. Ya no más

«señorita, no pude estudiar», ya no más guerra de tizas, ya no más incertidumbre vocacional. Era el momento de entrar a la Universidad, y eso era literalmente lo que Recauchutexas Pérez estaba haciendo.

En la oficina de admisión lo recibió una señora de cabello largo color paja, que estaba vestida con una túnica larga muy rígida, como de cerámica. Era de cerámica, efectivamente.

—Recauchutexas Pérez, supongo.—Sí. ¿Cómo sabe mi nombre?—Lo saqué por la posición que Júpiter tenía anoche.—¿Y qué posición tenía?—Bueno, tuvo varias. No va a creer usted que estuvo quieto tantas horas.—No, claro —dijo Recauchutexas, riendo.—Usted no parece muy avispado. Lo voy a anotar en el quinto grupo. Apúrese que el curso está

por comenzar. Es la sexta puerta de la izquierda en el pasillo de la derecha.Recauchutexas corrió hasta allí, abrió la puerta, y se encontró en un inmenso anfiteatro al aire

libre. Miles de jóvenes se hallaban apiñados en las gradas.—Bienvenidos, bienvenidos —estaba diciendo el profesor, un moro de ojos saltones (quizás a

causa de lo apretado de nudo de su corbata) y camisa marmolada— La Universidad de Libra les da la bienvenida. Sé que este lugar no es muy cómodo para un estudiantado tan populoso, pero como nativos de Liba ustedes son sociables y no sólo aceptan o toleran, sino que buscan y necesitan la compañía del prójimo. Les recuerdo que yo, como profesor de esta Facultad y detentador de esta Cátedra que es la de Características Generales del Signo, no soy de Libra, así que no estoy obligado de nacimiento a tener la misma tolerancia con ustedes. Esto se los digo desde ya para que sepan cómo comportarse en clase.

—¿De qué signo es, profesor? —preguntó una alumna de voz casi infantil; tenía el pelo como Ricitos de Oro y la cara como los Siete Enanitos.

—No me está permitido decírselo, señorita, aunque... a ver, acérquese un poco —ella obedeció—. Sí, puedo adelantarle que soy del mismo signo que uno de sus cinco familiares más cercanos. Pero no especule, por el momento no especule. Tiene varios meses por delante para adivinar de qué signo soy; es más, probablemente ése sea tema de examen. No crean ustedes que los únicos temas que se tratan en la carrera de Libra son los relativos a su signo. Tengan en cuenta que ustedes van a vivir en una sociedad formada por personas de todos los signos, y tienen que aprender a conocerlos. Podría ocurrir, por supuesto, que por equis cantidad de tiempo no naciera sobre la Tierra nadie bajo el signo de Escorpio, o Piséis, o cualquier otro. Pero es muy poco probable, así que conviene estar preparado para conocerlos a todos. Durante los cursos de los grados superiores ustedes van a tener oportunidad de analizar de cerca a un acuariano, que fue capturado hace dos años y sirve desde

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entonces como material didáctico. Asimismo, deberán ustedes cuidarse de no ser capturados por personal de otras universidades, porque entonces sus estudios se verían retrasados por muchos años, y además su personalidad se vería perturbada por el contacto excesivo con gente nacida bajo la influencia de astros que a ustedes les son ajenos. Bien, les estaba diciendo que este salón no es de lo más cómodo para recibir a tantos estudiantes, pero ustedes van a tomar clases acá solamente durante los tres años que corresponden al Ciclo Básico. Luego serán divididos en tres grupos de acuerdo con cuál sea su decanato.

—Profesor —dijo un alumno ya bastante veterano; probablemente se había quedado repetidor—, tengo entendido que en otros países las especializaciones de la carrera no se toman por decanatos, sino por los ascendentes.

—Es cierto, Dimitri, es cierto —contestó el profesor, y Recauchutexas no pudo saber si éste conocía el nombre del alumno por haberlo tenido en la clase en el semestre anterior, o por haberlo deducido de la posición de Saturno o de la Luna o por el lunar que Dimitri tenía en el ojo izquierdo—, y eso significa que cada carrera tiene doce especializaciones diferentes. Y en México, por ejemplo, hay veinte posgrados para cada carrera, de acuerdo con los veinte signos del horóscopo azteca. Semejante grado de especialización es muy característico de los países más industrializados, y quizá para ellos es necesario, pero nosotros aquí pensamos que eso no es recomendable, porque va en detrimento de la cultura general del individuo. Además, uno va a la Universidad para desarrollar las cualidades propias de su signo. Muy bien. Pero hete aquí que hay cualidades que sólo pueden asimilarse correctamente en la interacción con las cualidades opuestas. No hablo de enchufar un leonino en plena clase de Afectividad Libriana, pero se necesita un mínimo de amplitud para...

La clase se prolongó hasta el mediodía. Luego un asistente condujo a los estudiantes al comedor de la Universidad. El menú era carne a la crema con ensalada. Cada estudiante pasaba por un mostrador con su plato y la cocinera se lo llenaba.

Cuando Recauchutexas probó su comida, volvió al mostrador para quejarse ante la cocinera.—¡Esta crema que le pusieron a mi carne es crema Chantilly! —protestó.—Mira, pendejito —le dijo la mujer—, esa comida a mí me parece una mierda, ¿ta? Pero yo no

soy de Libra, así que no tendría por qué gustarme. Se supone que a vos, como libriano, te tiene que encantar.

—La señora tiene razón —dijo una profesora que estaba en la cola con su plato—. El libriano, como el símbolo de la balanza lo indica, busca el equilibrio en todas las cosas, y la comida no puede ser una excepción. El plato de hoy equilibra perfectamente lo salado con lo dulce.

—Yo no voy a comer esto —dijo Recauchutexas—. Quizá me faltan años de estudio para poder aprender a degustarlo, pero si lo como ahora estoy seguro de que voy a vomitar.

—Así no se expresa un libriano —contestó la profesora—. Usted persiste en su actitud de desacato, y un verdadero libriano buscaría una fórmula de entendimiento. Se esforzaría por ajustarse a las normas que están en vigencia aquí. ¿Qué día es su cumpleaños, jovencito?

—El veinticinco de setiembre.En eso entró el rector de la Universidad, que había sido alertado por un funcionario de que había

disturbios en el comedor. Se acercó al área del litigio y preguntó qué pasaba. La profesora lo notició.

—Mmmmm —dijo el rector escrutando a Recauchutexas—, este muchacho no es de Libra. A ver, saca la lengua.

Recauchutexas obedeció, temeroso.—Lo que me figuraba —siguió el rector—. Vos sos de Cáncer. Por eso te afectó la crema

Chantilly. Ustedes los cancerianos tienen el hígado muy delicado.—Yo no tengo problemas con el hígado, y soy de Libra. No tengo nada que ver con Cáncer.La profesora se rió a carcajadas.—¡Tiene la típica obstinación de los cancerianos! —dijo.—Nací el veinticinco de setiembre, idiotas —bramó Recauchutexas.

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—No, mijito —le dijo el rector, agarrándolo de una oreja. —Tu mamita te anotó muy tarde. Vos naciste el diecinueve de julio de 1978. Sos de Cáncer, y en el horóscopo chino sos Caballo, así que my dear Recauchutexas, vas a tener que acompañarme al almacén de materiales didácticos.

ESCATOLOGÍA FANTÁSTICAEntré al bar, y al rato fui al baño de caballeros. Hacía bastante tiempo que no lo limpiaban, y la

cisterna no funcionaba. Había caca fresca del día, pero también de la víspera, tanto nocturna como diurna (esta última producida en las primeras horas de la mañana y expulsada entre las 16.45 y las 17.02 horas). Esto en lo referente al inodoro. A un costado, en el piso, había una superposición de materias de lo más interesante (hablo de la superposición; aunque las materias presentaban también algún interés). La capa superior pertenecía a una persona que llamaremos Equis, y había sido cagada tres días antes, a la hora 11.27 (hora en que acabó de desprenderse del intestino). El siguiente estrato había sido originado en una persona que llamaremos Equis Prima, y había visto la luz el mismo día, ¡a la hora 12 en punto! ¿Cómo explicar esto? No había diferencias sustanciales en cuanto a densidad entre ambas deposiciones, y si bien la inferior (cagada en último término) era ligeramente más pesada que la superior, ambas tenían suficiente grado de solidez como para que resultara imposible una filtración tan importante de una a través de la otra que justificara el orden en que se hallaban superpuestas.

Obligadamente, Equis Prima, antes de cagar, se había tomado el trabajo de retirar la mierda de Equis, para luego ponerla sobre la suya propia. Pero no, no tan obligadamente: pudo haber habido una tercera persona, responsable de la extraña operación, aunque esto es difícil de creer, por la increíble limpieza con que tendría que haber procedido tal persona para que no quedara sobre el piso ningún vestigio de la materia colocada en el nivel superior.

Descarté la hipótesis de una inversión temporal, arte de algún hado, por ser imposible de comprobar, el intercambio de los instantes 11.27 y 12.00 había dejado de todos modos dos instantes ordenados de antiguo a moderno, tal como yo los percibí en el minucioso relevamiento que realicé sobre las capas de caca.

No pude seguir investigando: el barman entró y yo me puse colorado como un tomate y tuve que salir corriendo de allí. Más tarde regresé, pero habían limpiado el baño, la puta que los parió.

TELÉFONOS QUE ANDANHabía pasado por diez teléfonos públicos y ninguno andaba. Pero apenas descolgué el tubo del

teléfono número once, el aparato empezó a moverse, y yo con él. No tengo palabras para describir el estupor que sentí en ese momento. Cada día de esa semana yo había revisado no menos de cien teléfonos públicos, y ninguno había dado la menor señal de vida útil. Y ahora, el teléfono once andaba. Lo hacía erráticamente, claro, y a una velocidad rayana en el quilómetro por hora, pero cuando marqué el número de Caterina marchó resueltamente por la avenida Florencio Molina hasta el 4000, allí viró para tomar por Coronel Smith y así continuó por uno de los tantos caminos que, gracias al diseño en forma de damero que tiene la ciudad, conectan la casa de Caterina con esa esquina donde hallé ese bendito teléfono que andaba, y cuy a localización exacta no voy a dar porque no es bueno que un dato tan útil caiga en manos de cualquiera.

Lo que es una lástima es que todavía nadie haya inventado los teléfonos que vuelan, porque si aquel teléfono que andaba hubiese sido también capaz de volar, entonces habríamos él y yo seguido un recorrido más directo para llegar a lo de Caterina. Pero quizás esté pidiendo demasiado. Aquel teléfono andaba. Si alguien hubiera inventado los teléfonos voladores, puede que de todos modos aquel teléfono no hubiese sido capaz de volar, sino sólo de andar. Para que ese teléfono volara, habría sido necesario que alguien inventara ya no los teléfonos que vuelan sino los teléfonos que vuelan y andan. Y también habría sido necesario que aquel teléfono fuera uno de los de esa clase y no sólo un teléfono que anda, como en realidad era.

—Qué sorpresa. No te esperaba —dijo Caterina al verme

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—¿Sorpresa agradable o desagradable? —le pregunté.—Desagradable —dijo ella expeditivamente—. Estoy con Ray. Ya te lo advertí otras veces:

tenés que llamar por teléfono antes de venir. ¿Por qué no lo hiciste?—Yo disqué tu número —balbuceé, pero...—Sí, ya sé. Los teléfonos de tu barrio no andan.—Bueno, justamente encontré uno que sí andaba...—Pero había una cola tan larga de personas esperando para hablar, que decidiste obviar ese paso

y venir a verme directamente.—Sí, Caterina —le concedí para no entrar en explicaciones que habrían superado mi umbral de

engorrosidad. Con Caterina no se puede hablar así nomás. Ella se alimenta de nexos causales. Eso se debe a la influencia de Ray, que es un filósofo chapado a la antigua, que jamás oyó hablar de Niels Bohr ni de Wemer Heisemberg, y que si oye a alguien decir que un fenómeno carece de causa, es capaz de demandarlo por daños y perjuicios, y como tiene un amigo juez, puede hacerlo encerrar sin causa alguna, por esa sola causa.

Ray ignora que la suya es una causa perdida. Es que está demasiado viejo para entender la ciencia moderna. Tiene más de noventa años. Por eso le dicen Ray; por Raiseng, que es la marca de fábrica de un preparado a base de raíz de ginseng, y cuyo cometido consiste en permitir que el homo sapiens pueda seguir encamando ocasionalmente el espíritu de su predecesor, el homo erectus.

—Bueno, ¿me dejas pasar? —pregunté a Caterina cuando ella empezaba a cerrarme la puerta en la cara.

—Espera un momento. Voy a consultar a Ray —dijo, y yo me apronté como para esperar un rato largo mientras ella averiguaba si debía dejarme entrar o no. y por qué dejarme entrar, en caso de que sí, y por que no dejarme entrar, en caso de que no. Esto no tiene nada que ver con la causalidad, pero era otra de sus manías el tener justificativos para todo lo que hiciera.

Sin embargo Caterina regresó casi enseguida, y a grito pelado me dijo que debíamos llamar a una ambulancia porque Ray acababa de empezar un ataque cardíaco.

—Lo que son las cosas —le dije yo—. Pensar que si yo no estuviera acá, en lugar de venir a decirme que hay que llamar una ambulancia, estarías llamándola vos misma en este preciso instante.

—Sí —dijo ella—. Como ves, tu venida no hizo más que empeorar las cosas.—Basta de chismorreos. Si tu teléfono anda, voy a buscar ya mismo una ambulancia —contesté,

y metiéndome de prepo en la casa, y apiadándome de Ray, levanté el tubo del teléfono de Caterina. No se movió. Sólo emitía un gemido continuo, como el llanto de un bebé que todavía no aprendió a caminar.

—Hay que llamar a Reclamos —'dije.—Si todavía no discaste, estúpido —bramó Caterina.—Es cierto —admití.—¡Por fin, por fin reconoces tu estupidez! ¡Es la primera vez!—No fue eso lo que reconocí. Reconocí que no disqué.Caterina me sacó el tubo de las manos y se puso a discar ella. No pasó nada.—No anda —dije.—Callate, idiota —me espetó ella, y como si en el interior del tubo hubiera alguien que pudiera

oírla, dijo—: ¡Rápido, rápido, vengan, mi marido se muere!Y dio su domicilio. Luego colgó el tubo y dijo:—Ya vienen para acá.—Estás loca—le contesté—. Ya no sos capaz de distinguir entre los objetos inanimados y las

personas.Ella me insultó dos o tres veces más y entonces nos acordamos de Ray, y fuimos a auxiliarlo.

Estaba realmente mal. Le hicimos circulación artificial, y pareció reanimarse un poco. De golpe la puerta de calle se abrió y entraron dos tipos vestidos de blanco y se llevaron a Ray.

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Caterina se puso a llorar. Yo me quedé a consolarla, pero el deterioro de su salud mental me exasperaba. Cada tantos minutos sonaba el timbre, y ella, en lugar de abrirla puerta, descolgaba el tubo del teléfono y mantenía con él una conversación imaginaria.

Dos horas más tarde trajeron a Ray. Eran los mismos tipos que se lo habían llevado, pero estaban vestidos de negro. Detrás de ellos entró un policía, y nos preguntó si alguien había dejado estacionado en la vereda de enfrente un teléfono matrícula 47-05-95. Yo asumí la responsabilidad de haberlo hecho —ya que se trataba del teléfono en el que yo me había movilizado hasta allí—, y entonces el policía me arrestó. Yo deduje que Ray me había denunciado, al salir, pero el policía no me dio tiempo de discutir eso ni con Ray ni con Caterina. Me llevó a la comisaría y me dijo que yo tenía derecho a permanecer callado y a hacer una llamada telefónica, y se rió diciendo que quería verde qué forma era yo capaz de conjugar mis dos derechos. No entendí de qué mierda hablaba, pero como el tipo parecía dispuesto a permitirme el uso del teléfono de la comisaría, fui y levanté el tubo. Bendito era Dios. ¡El teléfono andaba!

Así escapé de allí, ante los ojos atónitos de ese policía y de sus cómplices uniformados. Al principio no entendí su desconcierto, pero ahora se me ocurre esta interpretación: ellos habían cortado el cable del teléfono, y pensaron que con eso interrumpían el suministro de energía al aparato, impidiéndole andar. No tuvieron en cuenta dos cosas:

1) Ese modelo de teléfono es de los que cuando se los desenchufa empiezan a funcionar a pilas.2) Al cortar el cable, permitieron que el teléfono se desplazara no sólo en el interior de la

comisaría, sino por cualquier parte de la ciudad, de acuerdo con lo que yo discara.Pero las pilas se agotaron diez cuadras antes de que yo llegara a lo de Caterina, así que tuve que

cubrir ese trecho del camino a pie.Entré sin golpear ni tocar el timbre. Además de Ray y Caterina, estaban allí los otros dos tipos,

pero ahora vestían de verde.—¡Esto ya es un carnaval! —dije, irritado.Los dos tipos se fueron. Ray estaba acostado en el piso, inerme.—Creo que esta vez se le fue la mano con el Raiseng —me dijo Caterina—. No se le puso duro

solamente el pito, sino todo su cuerpo.—¿Puedo ayudarte en algo? —le pregunté.Me pidió que llamara a una empresa de pompas fúnebres. Como yo no entendí de qué se trataba,

me explicó que cuando alguien moría —y ése era el caso de Ray, aparentemente—, había que lavarlo. Y no se podía lavar con cualquier jabón. Había que usar un jabón especial —fúnebre— y diluirlo en agua, para hacer con él pompas.

Convencí a Caterina de que todo eso podíamos hacerlo nosotros, y que no necesitábamos de ninguna empresa. Ella fue al almacén, compró el jabón, regresó, y aplicamos a Ray el tratamiento por ella prescripto. Una media hora después de haberlo secado pudimos apreciar hasta qué punto habíamos hecho lo correcto: Ray se levantó y, pleno de renovada energía vital, cantó dos arias de ópera al tiempo que hacía quinientas lagartijas y doscientos cincuenta abdominales. Con los abdominales no tuvimos problema, porque se quedaron quietos en el lugar donde Ray los dejaba, pero las lagartijas se pusieron a corretear por toda la casa, y se nos metían debajo de la ropa y nos hacían cosquillas, y nos mordían, además de obsequiamos sus excrementos. Este ataque realimentó el brote sicótico de Caterina, que empezó a hablarle al tubo del teléfono acerca de cierta compañía de exterminadores de plagas. Al rato volvieron los dos carnavaleros, esta vez vestidos de gris. Caterina les pidió que se llevaran las lagartijas, pero enseguida se rectificó y dijo:

—No. La causa de que hayan aparecido las lagartijas es Ray. Así que llévense a Ray.Ellos obedecieron, y Caterina y yo nos quedamos solos con los abdominales y las lagartijas.

Pasaron quince minutos.—Algo anda mal —dijo Caterina—. Estos animales deberían haber desaparecido. Desaparecida

la causa, el efecto también debe desaparecer.Yo le hablé de Niels Bohr y de Wemer Heisemberg. Pero fue inútil, porque se le había metido

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una lagartija en cada oreja y no podía oír nada. Yo no sabía qué hacer. Me puse a deambular por toda la casa, esquivando abdominales. No quería pisarlos, ellos eran buenos.

Al fin me cansé y salí a dar una vuelta. En la esquina me encontré con Ray.—Hola, Ray —le dije.—Anda y decile a Caterina que venga acá —me dijo él—. Tengo prohibido entrar en esa casa,

por eso no voy yo. Sé bueno, anda y decíle.—No. Vos sos mi rival. No tengo por qué hacerte favores.Cuando dije eso, Ray montó en cólera, y sentí cómo trataba de reunir energías para hacer un

saurio prehistórico. Pero era demasiado para su edad. Su cuerpo se deshizo en miríadas de malolientes organismos unicelulares.

Los dos hombres de gris, vestidos ahora de color naranja, descendieron de un camión recolector de basura y recogieron los restos. Yo volví a lo de Caterina. Al entrar vi, con renovado estupor, que el teléfono se movía.

—¡Hurra! ¡Albricias, Caterina, tu teléfono ya anda! —exclamé. Pero enseguida vi que estaba errado: era un grupo de lagartijas que lo estaba moviendo.

EL SECRETO DE CARLOS LANGSAMEl secreto de Carlos Langsam no era tan secreto. Eso fue lo que yo pensé al principio, cuando vi

que todo el mundo sabía de sus relaciones con Suleika, la secretaria. Creo que esas relaciones deben haber empezado el mismo día en que ella empezó a trabajar para él. Una oficina pequeña y apañada, nueve horas repartidas en horario cortado, o sea que eran más, porque salían juntos a almorzar. Después él la llevaba en auto a la casa. Ella vivía sola.

La esposa de Carlos Langsam había trabajado con él, antes de tener hijos, pero el vínculo laboral no había sido bueno. Como marido y mujer, en cambio, se llevaban divinamente. Eso pienso yo, porque en una época lo visitaba asiduamente en su casa. Mi esposa no comparte mi opinión. «Si se hubieran llevado tan bien», dice, «él no habría tenido necesidad de una amante».

Yo creo que esto es falso. Vivimos en una sociedad esquizoide, y la gente necesita adoptar diferentes personalidades, tantas como compartimientos tiene su vida. Cuando entra de incógnito en un prostíbulo, el cura de la iglesia de la esquina no desvirtúa su labor como párroco. Ninguna ley es derogada porque los legisladores que la votaron no la cumplan.

Yo creía que Carlos Langsam había encontrado su punto de equilibrio en esa escisión: en la casa, el amor de su esposa. Afuera, el de Suleika. Dos mundos separados e inconscientes el uno del otro, como los dos platillos de una balanza.

Pero no era así. Ese era mi propio caso, no el de Carlos. Lo supe el día en que yo le conté mi historia, y entonces él se animó a revelarme su verdadero secreto. El otro, el de que Suleika era su amante, era un falso secreto, pero como todos igualmente lo tenían por un secreto, funcionaban a modo de perfecto escudo para ocultar el secreto verdadero: la esposa de Carlos sabía todo.

OREJITA DE LOMBRIZCuando llegué al apartamento y me acosté, estaba demasiado cansado como para notar que entre

el desorden de mis sábanas había cuatro grandes y peludas tarántulas negras. Yo me había desvestido sin siquiera encenderla luz de mi cuarto —eso habría sido fatal para mi jaqueca— y en la oscuridad no reparé en que mi pequeña biblioteca había sido incinerada ni en que las paredes estaban decoradas con meticulosos dibujos obscenos hiperrealistas, realizados a crayón de parafina por diestras manos de egresados de la Facultad de Bellas Artes.

A la mañana siguiente, cuando sonó el despenador, me levanté como un autómata y sin atender al estado de la habitación me dirigí al baño, donde oriné dando por sentado que lo hacía en el inodoro, sin darme cuenta de que éste había sido arrancado de su lugar y roto en mil pedazos, algunos de los cuales ocupaban las jaboneras, de modo que cuando me lavé las manos y la cara tuve

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la sensación de algo áspero, pero todavía estaba demasiado dormido como para comprender que el fluido viscoso que me corría por las mejillas y entre los dedos no era agua jabonosa sino sangre del tipo B RH positivo.

Luego volví a mi cuarto, y me vestí con lo que según creí era mi traje azul, luego de arduos esfuerzos por arrancarlo de su percha. Lo hice como todos los días, maquinalmente, sin percatarme de que en realidad estaba despellejando a una pantera que alguien había encerrado en mi ropero, y me estaba vistiendo con su cuero fresco.

Cuando entré en el ascensor y oprimí el botón de planta baja estaba demasiado entretenido intentando racionalizar mi empleo del tiempo para la fecha, y no caí en la cuenta de que el ascensor no se movía. Cuando luego de unos minutos observé que la puerta plegable —interior— del ascensor coincidía con la de bisagras —exterior—, creí que había llegado, y al dirigirme hacia donde debía estar la puerta de salida del edificio no cobré conciencia de que, en lugar de franquear el único escalón que había en el hall del edificio, estaba rodando por los doscientos cincuenta y dos escalones que separaban al decimoctavo piso de la planta baja. Atribuí la caída a un mareo momentáneo y eso me ayudó a decidir que mi almuerzo de ese día debería incluir algo cárnico.

Cuando salí me puse a caminar como podía entre tupidas malezas, creyendo que era la misma calle de siempre, tan transitada como podía estarlo un viernes primero de mes. Yo estaba demasiado hastiado de ese mar de gente y, ensimismado en mis pensamientos, aspiré la salvaje fragancia de la jungla dando por sentado que se originaba en el carnaval de perfumes, desodorantes y cosméticos que la población se aplicaba a diario en la ropa y en la piel de la cara y las axilas.

Cuando llegué al lugar al que siempre llegaba caminando en esa dirección, es decir la parada de ómnibus, me aferré al cuello de un buitre y volé con él nueve o diez quilómetros, convencido de que viajaba todos los días colgado de la baranda de la puerta delantera de un ómnibus.

Ahora estoy frente a frente con un mandril que se parece a mi jefe de la oficina, pero estoy seguro de que no es él, a menos que se haya vuelto punk.

¡Si tan sólo tuvieran aquí mi reloj, para saber la hora! Pero se ve que, en el apuro, me abroché a la muñeca esta estúpida lombriz, que no tiene una miserable nariz ni una orejita por donde darle cuerda.

CLUB DE CHIRICOCuando llegué al club era de noche, y por eso estaba abierto. Manaba cerveza de su interior, y

fui arrastrado por ella hasta la inauguración de la desembocadura de ese nuevo y breve río. Algunos sorbos bebí, durante el viaje, pero no pude reconocer la marca.

Me salvó un barco. No era pesquero, ni de pasajeros, ni carguero. Debía ser cervecero, aunque la tripulación sólo bebía queso caliente, derretido. Pero no era fondue, no confundir.

No había ningún club en el barco, así que fui a la sala de máquinas. Me recopé con una engrampadora eléctrica, que se dedicaba a engrampar entre sí a todas las otras máquinas, dificultándoles el trabajo. Había también una cortadora (esa también tenía a las otras a mal traer), una máquina de vapor, verdadera reliquia, una máquina de humo (de las que se usan en los conciertos de rock and roll), una secadora (para secar a todas las máquinas, que se humedecían por la condensación del vapor que producía la máquina de Watt), una trefiladora de hierro (de hecho, estaba trefilando a las demás máquinas), una máquina de ritmo (programada en 5/4 en el estilo del tema central de «Misión Imposible»), un extractor (para combatir la polución promovida por la máquina de humo), un torno, un taladro (que cada vez que hacía un agujero gritaba «fuck you, fuck you»), una máquina de tejer (que tejía utilizando como materia prima la viruta producida por el torno), un tractor (cuyo motor era usado sólo para producir corriente eléctrica), una máquina de escribir (regenteada por una veloz y bella dactilógrafa), un proyector de cine (que no proyectaba nada, porque sus carretes estaban cargados también con viruta del torno, y esta viruta era muy opaca) y una fresadora. «Ahí está mi solución», me dije cuando vi a esta última, y me hice fresar la cabeza. Me quedó como un embudo, pero macizo. Quedé perfecto, bien parejito.

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Ningún miembro de la tripulación había hecho lo que yo. No necesitaban, porque casi todos eran mutantes, y los que no lo eran tenían de nacimiento la cara deshilachada.

Pero ocupémonos de la dactilógrafa, que también fue de quien yo me ocupé en ese momento. Antes dije que era bella. Ahora lo ratifico: era bella. Pero era bella de la misma manera en que puede ser bello el Taj Majal, o el Kremlin, o Big Benjamín. O un pez espada, o una prepizza. Tenía cuarenta y siete dedos, uno para cada tecla de la máquina. Aparte de eso tenía solamente un culo, para poder sentarse.

Yo no le vi ningún brazo, que comunicara los dedos con el traste (por no decir culo otra vez; puta madre, lo dije). La comunicación debía efectuarse por control remoto, pero no sé quién comandaba a quién.

En cuanto a lo que pasaba por el rodillo de la máquina de escribir, era una chapa de hierro galvanizado de medio milímetro. Pero esta chapa tenía los bordes soldados entre sí, constituyéndose como un sinfín. Cada parte de su superficie pasaba una y otra vez por el mismo lugar del rodillo, recibiendo sucesivas capas de letras. Así que el texto escrito era completamente ilegible.

Estuve casi veinticuatro horas allí. Luego fui deportado a tierra. Pero no era tierra común, estaba enriquecida con sacarina. Y conmigo, por supuesto. La fertilicé lo mejor que pude.

JACOBIJacobi salió de su casa y en la vereda había un triceratops.—¡Oh, un triceratops! —exclamó Jacobi. (Los triceratops se habían extinguido hacía millones

de años, supuestamente.)En la esquina había un jabalí.—¡Oh, un jabalí! —exclamó Jacobi. (El tenía cincuenta años y nunca antes había visto un jabalí

en esa esquina, pese a pasar todos los días por allí.)Jacobi cruzó al quiosco a comprar cigarrillos, y adentro del quiosco había un ibirapitá.—¡Oh, un ibirapitá! —exclamó Jacobi. (El ibirapitá estaba en el lugar que siempre ocupaba don

Broglio, el quiosquero.)Jacobi abrió el paquete de cigarrillos y de su interior salió una Coccinella septempunctata.—¡Oh, una mariquita de San Antonio! —exclamó Jacobi. (Jacobi no sabía que el nombre

técnico de la mariquita de San Antonio era Coccinella septempunctata.)Jacobi fue a la parada de ómnibus y allí, en vez del cartel indicador de los números de los

ómnibus que paraban, había un cuadro de Van Gogh.—¡Oh, un Van Gogh! —exclamó Jacobi. (Jacobi no quiso decir con eso que Van Gogh fuera

varias personas, y que allí se encontraba una de ellas: Jacobi, a la usanza de su época, llamaba «un Van Gogh» a un cuadro o a una obra de ese pintor.)

Jacobi miró a ver si venía el ómnibus, y entonces, en lugar del ómnibus, vio que venía una liebre de marzo.

—¡Oh, una liebre de marzo! —exclamó Jacobi. (El estaba en abril.)Las demás personas que había en la parada se subieron a la liebre y se fueron, pero Jacobi,

perplejo como estaba, permaneció en su lugar. Entonces vio que venía un ómnibus.—¡Oh, un ómnibus! —exclamó Jacobi. (En ese momento comprendió que la liebre que había

pasado no había pasado EN LUGAR del ómnibus.)Jacobi subió al ómnibus y al poco rato, junto a él, se sentó un ballenato.—¡Oh, un ballenato sentado! —exclamó Jacobi. (El había visto muchos ballenatos en su vida,

pero ninguno que fuera capaz de sentarse.)Jacobi bajó del ómnibus y caminó hasta el taller donde trabajaba.Entonces, en la puerta del taller, vio una película de Tarzán—¡Oh, una película de Tarzán—exclamó Jacobi. (El había visto muchas películas de Tarzán,

pero ninguna en la puerta del taller.)

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Cuando la película terminó, Jacobi abrió la puerta. El taller estaba a oscuras. Entonces, de pronto, todas las luces se encendieron, y ahí estaban el triceratops, el jabalí, el ibirapitá, la Coccinella septempunctata, el cuadro de Van Gogh, la liebre de marzo, el ómnibus, el ballenato sentado —que se puso de pie enseguida —y la película de Tarzán, y todos exclamaron al unísono:

—¡Oh, Jacobi!

EL QUILOMBO DE FRAU NICOLETTALémez tocó el timbre, que sonó a chicharra de escuela. Enseguida abrió la puerta una vieja de

piernas flacas y estómago prominente, que con voz de haber fumado durante cincuenta años tabaco crudo en papel de aluminio meado por gatos, dijo:

—¿A quién buscas?—A ninguna en particular —dijo Lémez, y entonces la vieja lo hizo pasar y le mostró a Fifí,

Cucú y Lelé, que estaban desocupadas.Lémez contuvo a duras penas su arcada. Esas mujeres sólo podían ser apreciadas por alguien que

se hubiese casado con ellas sesenta años atrás y hubiera acompañado su proceso de deterioro con uno análogo sufrido en carne propia. Se disponía Lémez a abandonar el lugar, dejando a la vieja una propina acorde con el esfuerzo de haberse molestado en abrirle la puerta, cuando de una de las habitaciones no ocupadas por Fifí ni por Cucú ni por Lelé salió un hombre con aspecto de obrero ferroviario de la época de la piedra tallada. Pero no fue esto lo que llamó la atención de Lémez, sino la figura de la mujer que, desde el vano de la puerta, despedía al sujeto. Era hermosa como un trébol de veinticuatro mil setecientas hojas. Sus ojos parecían brillar con luz propia, como la luna, que parece brillar con luz propia como el sol, pero que en realidad brilla con la luz de éste. Y era también la luz del sol que, reflejada en la luna, entraba por una pequeña buhardilla a ese prostíbulo, para rebotar en los ojos de esa criatura y así llegar a los de Lémez, que tampoco la absorbió y se la mandó a la vieja con el triple de intensidad debido a los efectos cuánticos que la emoción produjo en las órbitas externas de algunos electrones de los átomos de carbono en algunas de las moléculas de colesterol de ciertas neuronas de su encéfalo.

—¿Te gusta Nana? —dijo la vieja —. Anda con Nana.Lémez se zambulló sobre la chica.Quince minutos después salía de la pieza, con la sensación de estar irremediablemente

enamorado de Nana.A la hora, camino a su casa, la sensación se había debilitado generosamente y, cuando llegó,

Lémez ya se había olvidado no sólo de Nana, sino también de su cara, y apenas conservaba un etéreo estertor mnémico de la vieja y el eco de alguna sílaba aislada de los nombres de Fifí, Cucú y Lelé.

A la mañana siguiente, cuando Lémez se despertó y estaba por vestirse para ir a trabajar, se descubrió una protuberancia de aproximadamente un centímetro de diámetro por medio de alto, en la cabeza de su miembro viril. Alarmado, fue al médico. Pero cuando llegó y se desvistió para que el profesional lo viera, la protuberancia tenía ya una longitud casi igual a la del propio miembro.

El médico recetó a Lémez unas píldoras y lo mandó a casa. Pero él no se conformó. Quiso una segunda opinión. Sin embargo, antes de poder decidir a qué médico consultar, tuvo que tomar un taxi y regresar a su casa. Una segunda protuberancia había surgido como ramificación de la primera, y ésta crecía a un ritmo tal que amenazaba romper el pantalón y atraer la torva mirada de algún transeúnte capaz de denunciarlo ante el departamento de seres extraterrestres de la NASA.

Así que la segunda opinión terminó siendo la de la portera del edificio.—¡Qué extraña planta! —fue lo que dijo, forzando la puerta del apartamento de Lémez, quien

desde hacía varios días no daba señales de vida, lo cual podía ser interpretado como una señal de que había muerto.

La planta que esta mujer vio era, en efecto, muy extraña. Se hallaba instalada en el sillón del living, sin maceta ni tierra alguna que la sustentara. También era rara por el color, y por no tener

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hojas, y por no tener forma de ninguna planta que la portera hubiera visto antes, ni con sus propios ojos ni con los de los fotógrafos que trabajaban para las colecciones de fascículos Salvat, Bruguera o Viscontea dedicados al tema.

Otra cosa rara era que al lado de la planta, en el sillón, y también en el piso, había jirones de ciertas prendas de ropa (camisa, calzoncillo, pantalón), algunas de las cuales (el calzoncillo) la portera reconoció como pertenecientes a Lémez.

La policía llegó poco después, representada por el teniente Muñones.—¿Fue usted quien llamó? —preguntó éste al llegar.La portera lloraba y sollozaba, secándose las lágrimas con uno del los jirones del calzoncillo.El teniente se abocó a un minucioso peritaje de la habitación, después de lo cual dijo:—Indudablemente, Lémez reventó. El estado de estas ropas asilo indica. El problema es: ¿dónde

están sus restos? ¿Por qué no están todas las paredes manchadas con bilis, sangre, jugo gástrico, médula ósea, etcétera?

—Quizá lo que ocurrió fue que el señor Lémez se encontró con su doble compuesto de antimateria, el señor anti-Lémez, y ambos se desintegraron en forma de rayos gamma, que no manchan las paredes —contestó la portera.

—Es posible —dijo Muñones rascándose la cabeza—. Bien, tendrá que poner eso en el parte.—¡Espere! —dijo la portera —¡Era sólo una hipótesis! Su deber es hacer una investigación

seria. No puede conformarse con las especulaciones de una lega.—Sin embargo, yo estoy para defender la legalidad.—Ya veo. A usted sólo le importa redactar el parte, ¿verdad? No le interesa si lo hace bien o

mal. Sólo quiere hacerlo, para cobrar su jornal e irse a casita a mirar televisión.—Se equivoca —dijo Muñones, tomando a la portera por el delantal. Me preocupo por lo que

escribo en mis partes. Sepa que soy el único teniente de mi repartición que no comete faltas de ortografía.

—¿Sí? Entonces quizá deba recurrir al Ministerio de Cultura para que se ocupe de resolver el caso de esta muerte.

El teniente dio cuatro vueltas alrededor del sillón y dijo:—Este asunto de Lémez parece preocuparle mucho. ¿Estaba usted vinculada sentimentalmente a

él?—Éramos muy compinches —dijo la portera sentándose en el sillón, junto a la extraña planta—.

No éramos propiamente amantes, pero él visitaba varios quilombos y luego me contaba sus experiencias mientras yo me masturbaba. El era mi distracción, mi vía de escape, mi alternativa al tedio cotidiano. Ahora no sé qué voy a hacer. Quizá pueda ir al cine.

—¿Cree que en uno de esos quilombos Lémez pueda haberse metido en algo turbio, y que eso sea lo que lo llevó a este trágico fin? —preguntó el teniente, la cara iluminada por una expresión similar a la de los chinos cuando inventaron la pólvora.

—¿Quiere poner eso en el parte? —contestó la portera—. Póngalo, si quiere, pero su superior, cuando lo lea, va a querer saber cuál era ese «asunto turbio» y usted no va tener la respuesta.

—Tendré que investigar, entonces. ¿Sabe qué quilombos frecuentaba Lémez?Ella dijo que no, pero transcribió de la guía telefónica un listado de esos establecimientos, y

media hora después el teniente Muñones tocaba el timbre en la puerta del quilombo de Frau Nicoletta. Ella misma le abrió la puerta. Era una vieja de piernas flacas y estómago prominente. Su voz sonó a sirena de barco carguero tripulado por cuatrocientos marineros marroquíes en celo, cuando dijo:

—¿A quién buscas?—A ninguna en particular —dijo Muñones, y entonces Frau Nicoletta lo hizo pasar y le mostró a

Fifí, Cucú y Lelé, que estaban desocupadasEl teniente lanzó medio litro de vómito y ocho escupitajos verdes.—También tenemos a Nana —dijo la vieja—, pero en este momento está ocupada.

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—Vamos, pichón, vení con Mamá Pterodáctila —dijo Lelé, recostada en el vano de su puerta, con los dedos de una mano fabricando rizos en su cabellera de serpientes. «Todo sea por la justicia», pensó Muñones, y acercándose a la prostituta, dijo:

—Bueno, si no te importa que te vomite arriba mientras eyaculo...Quince minutos después salía de la pieza. Sin comentarios.—¿Averiguó algo? —le preguntó la portera del edificio de Lémez, apenas lo vio llegar.—No mucho —contestó el teniente —. La chica con la qué estuve no lo conocía.—¿Estuvo con una chica? ¡Cuénteme, cuénteme! —la portera se llevó el dedo medio de la mano

derecha al clítoris.—Sí, se lo voy a contar—dijo Muñones —, así me practico en el relato para cuando redacte el

parte. Pero antes quisiera pasar al baño.La portera le indicó el camino y él se abrió la bragueta disponiéndose a orinar, cuando notó que

no tenía con qué hacerlo. Colérico, salió del baño y corriendo a una velocidad igual a la suma de las velocidades a las que volaban las tres Furias, dijo a la portera:

—Voy a tener que regresar a lo de Frau Nicoletta. Olvidé algo muy importante.Pero no pudo llegar. Así como había desaparecido su miembro viril, por el camino

desaparecieron sus brazos, sus huesos, su pelo, etc., hasta que todo el teniente Muñones desapareció por completo.

La portera del edificio de Lémez leyó en el diario pocos días después la noticia de esta desaparición (aunque el diario en realidad la consignaba en sentido figurado) y resolvió ir personalmente al quilombo de Frau Nicoletta, a ver qué mierda estaba pasando allí, y si había algún «asunto turbio», como había sospechado el teniente,

La vieja que le abrió la puerta se la cerró enseguida, diciendo:—No atendemos tortilleras.—¡Espera, busco trabajo! —dijo la portera.La vieja volvió a abrir la puerta.—Oquey. Necesitamos una cocinera—dijo.Dos horas después, la portera estaba almorzando en la mesa de la cocina del quilombo con Fifí,

Cucú, Nana. Lelé y Frau Nicoletta. Esta ocupaba la cabecera, la única cabecera que tenía esa mesa.La portera trataba de tirarles la lengua, a ver si averiguaba algo.—¿Marcha bien el negocio?—Más o menos —dijo Frau Nicoletta—. El problema es que nos cuesta hacernos de una

clientela estable. Algunos hombres vienen, pero una vez que se van no vuelven más. No sé por qué.

CÓDIGO PENALAl que comete sus primeras faltas, faltas frecuentes pero poco graves todavía, se le reprende a

solas; si reincidiere, en público. Al que ya ha caído tan bajo que no puede salvársele con amonestaciones, se le contendrá por la deportación a playas ignoradas. Cuando una corrupción inveterada exija remedios más vigorosos, para eso están las cadenas y las cárceles. Y al que haya demostrado ser incapaz de enmienda, cuya vida sea una trama de culpas y de crímenes; que no delinca únicamente impulsado por las ocasiones, esas ocasiones que al malvado no le faltan nunca, sino por el gusto de hacer mal; que tenga la iniquidad tan arraigada en su ser que no pueda desprenderse de ella sino con la vida, ¡ah! ese desgraciado está buscando la muerte, hace mucho tiempo que lapide. Pues bien, dennos las gracias: lo arrancaremos al vértigo que es causa de su desdicha; después de haber vivido para tormento de los demás y para el suyo, no hay para él más que un solo bien posible: recibir la muerte.

SénecaYo siempre entraba por el agujero del alambrado al fondo de la casa de doña Esther, y arrancaba

del peral tres o cuatro duraznos, y me los comía allí mismo, bajo el árbol. Doña Esther me miraba

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semiescondida tras la cortina de alguna de sus ventanas, pero no me decía nada.Un día, mientras estaba yo comiendo allí, me llamó la atención no ver a la viejita en ninguna de

las ventanas. Pensé que había muerto, y me acerqué a la casa con la idea de obtener algo más que duraznos. Pero antes de poder llegar a la puerta, sentí una presión insoportable en la oreja izquierda, y comprobé que, por más que movía mis piernas, no avanzaba.

Alguien me había detenido, y no podía ser doña Esther, esa débil viejecita. Miré. No, no era doña Esther, efectivamente. Era DON Esther. Yo hasta ese momento ni siquiera había sospechado su existencia.

—¿Adonde vas, mocosito? —me dijo, sosteniéndome por la oreja, suspendido en el aire.—¡No me mate, please!—Por supuesto que no voy a matarte—DON Esther sonrió bonachón—. Tus faltas han sido

frecuentes, pero poco graves. Lo que sí voy a pedirte es que no reincidas.Le prometí no hacerlo, y me dejó ir. Sin embargo, al día siguiente volví a meterme por el agujero

del alambrado. Es que no podía creer que aquello hubiese sucedido. No me podía convencer de que DON Esther existía. No es que me creyera loco, o que pensara que aquel incidente había sido un sueño; simplemente lo consideraba real a medias, categoría de mi pensamiento infantil que luego perdí.

Y resultó que DON Esther se había escondido detrás del peral, y me atrapó antes de poder arrancar el primer durazno.

Me sacó por el agujero del alambrado, me llevó a la calle y me hizo subir con él a un ómnibus. Nos bajamos en una ajetreada calle del Centro y me obligó a caminar hasta un teatro. Allí habló con el gerente y alquiló la sala para esa misma noche.

El personal técnico del teatro preparó una marquesina que decía:HOY A LAS 21 HORASCASTIGO AL LADRÓN DE DURAZNOSLa convocatoria fue un éxito. La función empezó a las 21.45, porque recién a esa hora los del

teatro terminaron de acomodar a la gente. La escenografía era precaria, pero bastante sugestiva en la recreación de los fondos de la casa de doña Esther. La mujer tras la cortina de la ventana no era ella. pero se le parecía mucho. Era una actriz, que había sido hábilmente caracterizada de acuerdo con las directivas impartidas por DON Esther.

De un empujón, cuando apagaron la luz, me mandó a escena. Yo hice lo único que sabía hacer: arranqué tres o cuatro de las frutas de plástico. El peral era de cartón. Pero DON Esther era él mismo, y me agarró de la oreja de la misma manera que la víspera. Sólo que, para mostrar al público su perfil preferido. tuvo que agarrarme de la oreja derecha en lugar de la izquierda, como había ocurrido en la vida real.

—¿Adonde vas. mocosito? —me dijo. y yo recordé que ésas habían sido exactamente sus palabras la otra vez; pero no pude recordar cuáles habían sido las mías. Dije:

—¡No me mate. s'il vous plait!—Por supuesto que no voy a matarte —dijo él. y dedicó a la platea una sonrisa bonachona—.

Tus faltas han sido frecuentes, pero poco graves. Lo que sí voy a pedirte es que no vuelvas a reincidir.

Un fuerte y prolongado aplauso premió nuestro trabajo. Mientras saludábamos, la actriz que hacía de doña Esther me felicitó por mi actuación, y me invitó a ser su partener en una puesta de «Las sillas», de lonesco. Yo iba a aceptar, pero DON Esther me dio una patada en el culo y me dijo:

—Ahora ándate y no vuelvas más por acá ni por la quinta de doña Esther.Yo me fui, pero me fui derecho a donde no debía: a lo de doña Esther. Quería comer mi ración

diaria de duraznos, y pensé que era el momento justo para hacerlo, antes de que llegara DON Esther. Pero DON Esther estaba otra vez escondido atrás del peral. No sé cómo hizo para llegar antes que yo. porque él se había quedado muy entretenido conversando con la actriz, mientras yo me iba del teatro. Tal vez el que me había atrapado ahora era otro DON Esther. Así como yo no

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había sabido de la existencia del primero, podía ignorar la de éste.—¡Ah, hierba mala! —me dijo—. ¿No te bastó el escarnio público para recapacitar?Y fuimos otra vez a tomar un ómnibus. Esta vez el trayecto fue larguísimo, y me dormí durante

el viaje.Me desperté solo en una playa desierta. Caminé alejándome del agua, en busca de una carretera

donde tomar un ómnibus para regresar, pero la extensión de arena no terminaba nunca.Es mentira. Terminaba, sí, pero terminaba otra vez en el agua. Cifré todas mis esperanzas en que

aquello fuera una península, y no una isla.Cerca del mediodía —yo me había despertado al alba— apareció un pescador.—Señor, ¿qué playa es ésta? —le pregunté.—No sé —me contestó, y se puso a pescar.El hombre se había traído una bolsa con duraznos a modo de merienda. Yo le pregunté si le

molestaba que lo mirara pescar, y dijo que no. Me quedé junto a él y, después de un tiempo prudencial, metí confianzudamente la mano en la bolsa, para sacar un durazno. Entonces la caña dio al pescador un tirón que casi lo arrastra aguas adentro. Había picado un pez grande.

Pero no era un pez lo que apareció al extremo de la tanza, sino DON Esther. Escupió el anzuelo, me sacó el durazno de la mano y se lo devolvió al pescador, que lo miraba incrédulamente.

Me llevó arenas adentro hasta que dejó de divisarse el mar. Llegamos hasta un lugar donde había un helicóptero. Subimos. y volamos cerca de una hora, hasta llegar a una isla (nunca supe si la otra lo era o no). Aterrizamos en medio del patio de recreo de un gigantesco complejo carcelario en el que. a pesar de los años transcurridos, todavía me encuentro recluido.

En un rincón del patio hay un peral, pero aunque los guardias no parecen prestarle mucha atención, ni me la prestan tampoco a mí cuando me le acerco, no sé... me da cosa, todavía no me decido.

EL SERENO¿A quién, a quién sobre esta bendita tierra pudo pasarle alguna vez algo parecido a lo que le pasó

a Melisa Colombino? A Sandra Pírez. A Sandra Pírez le pasó no algo parecido, sino EXACTAMENTE LO MISMO que le pasó a Melisa Colombino. Por eso aquí, en lugar de contar lo que le pasó a Melisa Colombino, vamos a contar la historia de Sandra Pírez, cuyo nombre es más corto. Sandra Pírez era... bueno, sería ridículo que nosotros nos pusiéramos a describirla, habiendo en la literatura universal tantas excelentes descripciones de personas iguales a ella, escritas por autores mucho más calificados que nosotros. Por eso, para describir a Sandra Pírez vamos a recurrir a unas líneas de Patricia Highsmith: 1

«Era una mujer de pequeña estatura, con el pelo castaño claro, de agradable perfil, nariz recta, atractiva, en suma, pese a su edad. Se la veía llena de una energía física que se manifestaba en los destellos de su cabellera plateada. Y casi siempre estaba alegre.»

Pero lo que Highsmith no dice es que Sandra Pírez era actriz. Deberemos decirlo nosotros: Sandra Pírez era actriz. Actriz de cine. Y nuestra historia comienza una noche en que Sandra iba caminando por una calle y pasó por un lugar donde había un teatro. Sandra Pírez jamás había visto un teatro. Le picó muy fuerte la curiosidad. Entonces entró. La sala estaba vacía. Era... bah, sería francamente estúpido que describiéramos el teatro con nuestras palabras. Zola lo hizo demasiado bien al comienzo de su novela "Nana":2

«Una sombra bañaba la gran mancha roja del telón; ni un solo mido se oía en el escenario; el foso estaba a oscuras; los pupitres de los músicos, dispersos. Desde lo alto, en la tercera galería, cerca de la rotonda del techo, donde unas mujeres y niños desnudos volaban en un cielo ennegrecido por el gas, se oían risas y llamados entre un murmullo continuo de voces viéndose las cabezas cubiertas de gorros y bonetes alineados bajo los anchos frisos dorados.»

Sólo que no había cabeza ni gorros ni bonetes porque como ya se dijo el teatro estaba vacío. Además no tenía foso, y la iluminación no era a gas. Tampoco tenía tercera galería, pero en lo

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demás se parecía bastante, si se nos concede restar también a la descripción aquello del murmullo continuo de voces, y—es lo último que pedimos— se nos otorga la gracia de poner «risas» en singular. En efecto, fue una sola risa la que Sandra Pírez escuchó. Y para peor, a sus espaldas. (Póngase esto último también en singular, porque Sandra tenía una sola espalda.) (Gracias.)

Sandra se dio vuelta y vio a... bueno, no nos creemos capaces de dar una imagen muy clara de ese sujeto. Dashiell Hammett sí tuvo esa capacidad; aplicada a otro individuo, es cierto, pero la tuvo:3

«Exhibía el viejo una cabeza pequeña y redonda como una bola, cosa a la que contribuía su abundante cabello blanco muy corto. Las pequeñas orejas pegadas al cráneo rompían ligeramente la esfericidad. Su nariz, también pequeña, era una continuación de su curvada frente. La boca y el mentón no eran más que líneas hundidas en la esfera. Debajo, el cuello corto sobresalía de un piyama blanco que ocultaba dos hombros fuertes y cuadrados. Un brazo corto y grueso, acabado en una mano regordeta con...» Bueno, basta, Dashiell, es suficiente. ¿Para qué tanto detallismo? Además Sandra Pírez no registró tantos datos. El tipo le cayó bastante mal, de entrada. Fundamentalmente a causa de su risa, que era. si no diabólica, al menos demoníaca. Además, ese piyama... ¿qué hacía ahí un tipo de piyama? Sandra le preguntó quién era. El contestó, con súbita cortesía, que era el sereno del teatro. Entonces Sandra exclamó... No. No vamos a decirlo con palabras nuestras. No queremos regalamos, no queremos ser el fácil blanco de críticas al estilo, o a la puntuación, o al vocabulario empleado. Vamos a citar nada menos que a Hans Christian Andersen:4

«—¡Sereno!...»Sí. Eso fue lo que exclamó Sandra Pírez. Andersen no podía haberlo dicho mejor. Bueno, sí,

podía. Pero no lo hizo. Y Sandra tampoco. Entonces el sereno le dijo:—La función ya terminó hace rato. ¿Qué quiere, señora?—En la calle hacía mucho calor, y pensé que acá estaría más fresco —contestó ella.Julio Cortázar acude en nuestro auxilio para narrar lo que pasó en ese momento:5

«El la miró sorprendido, porque más bien sentía frío.»Pero lo que Cortázar no dice es lo que el sereno le contestó a Sandra. Tampoco menciona este

autor que el sereno le contestó a Sandra de forma muy confusa y plagada de errores gramaticales, razón por la cuajen vez de anotar aquí lo que dijo (y lo que a su vez Sandra contestó), vamos a transcribir un fragmento que debemos a la pluma del gran escritor francés Charles Perrault:6

«—Hay que morir, señora, le dijo; y ahora mismo.—Pues tengo que morir, contestó la pobre mirándolo con ojos bañados de lágrimas, dame algún

tiempo para ponerme bien con Dios.—Te doy medio cuarto de hora; ni un momento más.»Pero Perrault se equivoca. El sereno no le dio a Sandra ni siete minutos y medio, ni seis. ni tres,

ni medio. La estranguló en el acto (recuérdese que estaban en un teatro). Y mientras alguna oreja de goma, de utilería, escuchaba su risa demoníaca, el sereno llevó el cuerpo de Sandra Pírez al mismo camarín donde yacía el cadáver de Melisa Colombino. Y entonces le dijo... No. No podemos arruinar esta historia con un final sin jerarquía. Hagamos de cuenta que el sereno recitó a Sandra el siguiente poema procedente de la isla de Pascua, extraído de la edición que Daniel Freidemberg preparó para el Centro Editor de América Latina:

«Los gusanos hediondoste rodean, oh Tau-mahani,mujer de alto rango.»

1 Extraños en un tren, comienzo del capítulo 4, edición en español de Seix Barral.2 Traducción de M.E. Biagosch.3 Cosecha Roja, capítulo 2, traducción de Rafael Marsán.4 La llave del portal, traducción de Salvador Bordoy Luque y J.A. Fernández Romero.

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5"Ómnibus", uno de los cuentos del libro Bestiario.6 Barba Azul, edición de José María Carandell

PROBLEMAS CON LOS HELADOSNo hacía tanto calor. Sin embargo, el helado se derretía rápidamente. Para colmo, se lo habían

servido en un cucurucho tan diminuto que las gotas de helado derretido iban a parar a su camisa y a su pantalón.

Lo tiró antes de terminarlo. Para disfrutar de un helado hay que tener un mínimo de paz espiritual, se dijo. Esto es una tortura.

La servilleta que envolvía el cucurucho había pasado a formar parte de él (catalizada por el helado), por lo que Dominguelli tuvo que buscar el baño de un bar, para lavarse.

Pero eso concernía a las manos y a la boca, nada más. Para la camisa y el pantalón se necesitaba algo más que un poco de agua. Las prendas mancilladas clamaban por venganza.

—Mire cómo me dejaron la ropa —Derrito Dominguelli entrando a la heladería.—¿Nosotras? —la cajera no se dejó intimidar—. Si usted no sabe sostener el cucurucho, pida el

helado en vaso.—Está equivocada: sé sostener el cucurucho—Dominguelli se abrió la bragueta y realizó una

demostración práctica con lo que tenía más a mano. Mientras lo hacía, no reprimió un impulso excretor que le vino, y hasta lo consideró muy oportuno para punir a esa gente por el mal servicio que ofrecía. Dominguelli trató de cubrir con el chorro una zona lo más amplia posible, incluyendo la cara de la cajera y de la empleada que le había servido el helado. Pero debió cortar el suministro antes de vaciar del todo su vejiga, porque las mujeres se habían puesto a gritar por ayuda y un hombre con delantal blanco —quizá el que fabricaba los helados— apareció corriendo una cortina y se abalanzó en pos de Dominguelli. Este huyó y logró guardar todo y cerrar la bragueta antes de subir a un providencial ómnibus en marcha que por descuido del chofer tenía abierta la puerta trasera. Como estaba prohibido subir por ahí, Dominguelli fue obligado a descender, pero eso fue en la parada siguiente, una cuadra más adelante, y esa ventaja bastó para desembarazarse del perseguidor.

Ahora voy a ir a tomar un helado como la gente, se dijo Dominguelli. Tomó otro ómnibus. Pagó boleto y se sumó a las ochenta y siete personas que viajaban de pie sobre otros tantos pasajeros que habían sido aplastados por las primeras a medida que el ómnibus se había ido llenando.

Subió un inspector, y empezó a controlar los boletos. Dominguelli oyó un gran revuelo, formado por discusiones, protestas y algún que otro golpe de puño. Permaneció ajeno a esto hasta que el inspector le pidió su boleto. Entonces vio que en la mano sólo tenía un papel en blanco. Un nuevo truco de la compañía para paliar los efectos de la crisis del petróleo: números y letras impresas en el papel con tinta que se borra pocos minutos después de haber sido expedido el boleto. Dominguelli, como todos los demás, debió pagar por segunda vez el importe del viaje.

Dominguelli bajó cuando vio que subía el segundo inspector. Igual de acá son pocas cuadras.Le quedaba el dinero justo para un helado chico. Un solo sabor. Lo pidió de dulce de leche.—Este es un lugar de prestigio —le dijo el heladero. —No vendemos eso.—¿Porqué?—Tomarse un helado de dulce de leche es como comerse una omelet de huevo.

Conceptualmente sí. Fíjese: la omelet ya de por sí se hace con huevo. Huevo y alguna otra cosa. El helado se hace con leche, azúcar y alguna otra cosa. El dulce de leche es leche y azúcar. Por eso le digo que es como comerse una omelet de huevo. A menos que usted me esté pidiendo un helado de chuflo.

Dominguelli tomó eso como un insulto.—Eso servítelo para vos —dijo.—Lo que yo me sirva para mí es problema mío —contestó el heladero. —Si vas a tomar un

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helado pedímelo. Si no. anda a cagar.—No, gracias, prefiero hacerlo acá mismo —dijo Dominguelli , y desprendiéndose el cinturón,

empezó a hacer fuerza para mover el intestino. El heladero, adivinando la intención, dio la vuelta al mostrador. Dominguelli vio entonces que el hombre era mucho más grande de lo que le había parecido, y se asustó, haciéndose en el acto en los pantalones. Pero logró sacárselos antes de que el heladero lo golpeara, y los usó como escudo para protegerse. Si me pegas te cagas las manos, le dijo innecesariamente, porque el otro no era ciego ni tenía la nariz tapada. Retrocedió y fue al teléfono, dudando entre llamar a la policía, al manicomio o a los bomberos. Dominguelli aprovechó para acercarse al bebedero y se sentó sobre él, utilizándolo como bidé, para limpiarse. Luego arrancó la cortina de la entrada, que estaba formada por cintas multicolores de plástico, y huyó, utilizándola como taparrabos.

Tomó un ómnibus, pero no pudo pagar el boleto porque había dejado su dinero en el pantalón, y el pantalón había quedado en la heladería. Lo obligaron a bajar. Dominguelli tuvo que seguir su viaje a pie, pero se reconfortó diciéndose: «No importa; igual, no tengo nada que hacer, hoy es domingo».

APARECEEn este texto aparece dos veces la palabra "texto", mientras que la palabra "en" aparece tres

veces. La palabra "este" también aparece dos veces, en tanto la palabra "ornitorrinco" lo hace una sola vez, a diferencia de "aparece" y "veces", que aparecen trece veces. La palabra "masturbación" también aparece una sola vez. Otras palabras no aparecen ninguna vez, pero no es el caso de "caso", "el", "cinco", "siete", "más", "once", "trece", "es". "tanto", "menos", "pero", "ninguna", "lo", "hace", "mientras". "otras" y "palabras", que aparecen más de una vez y menos de tres. "Dos", "sola" y "no" aparecen tres veces. Tres" aparece cuatro veces, y "que", "una" y "también", también. "Aparecen", "la" y "palabra", a diferencia de "aparece", aparecen seis veces. "Diferencia", a diferencia de "vez", de "a", de "de", de "y", de "cuatro" y de "seis", aparece cuatro veces. "A" aparece siete veces (a veces). "Vez" aparece seis veces y "seis" aparece cuatro. "Cuatro" aparece cinco veces e "y" once.