01 el gusano de seda.pdf

1714

Upload: redhairjp

Post on 06-Jul-2018

220 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

 

La desaparición del novelista OwenQuine no altera demasiado a suesposa, convencida de que sumarido se ha marchado a pasarunos días solo, tal como ha hechoen otras ocasiones. Por ello acudeal despacho del detective privadoCormoran Strike para encargarleque encuentre a su esposo y lolleve de vuelta a casa. Sinembargo, a medida que lainvestigación avanza, Cormorandescubre que tras la ausencia deQuine hay mucho más de lo que sumujer cree. No hace mucho, Owenhabía acabado un manuscrito en el

 

que revelaba los secretos máscomprometidos de prácticamentetodos sus conocidos. Es evidenteque la publicación de la novelaarruinaría sus vidas, así que, enteoría, cualquiera de ellos haría loque fuese por impedir que el librosaliera a la luz. Y cuando la teoríase vuelve realidad con la aparicióndel cadáver de Quine, losacontecimientos se precipitan.Owen ha sido brutalmenteasesinado, con una crueldad queCormoran no recuerda haber vistoen su vida. Así pues, detener alculpable se convierte en una tareaurgente, por lo cual, Cormoran

 

Strike y Robin Ellacott, su eficazayudante, han de recurrir a todo suarrojo y astucia para identificar alasesino y atraparlo lo antes posible.Segunda entrega de la aclamadaserie protagonizada por el detectiveCormoran Strike y su ayudanteRobin Ellacott, dos personas quepor su arrojo y determinación,astucia y encanto, honestidad ypasión por su trabajo forman unapeculiar pareja que deleitará a losaficionados a las historias demisterio y suspense.

 

Robert Galbraith

El gusano deseda

Cormoran Strike - 2

 

ePub r1.0SoporAeternus 31.03.15

 

Título original: The Silkworm

Robert Galbraith, 2014Traducción: Gemma Rovira Ortega

Editor digital: SoporAeternusePub base r1.2

 

Para Jenkins, sin quien…Él sabe el resto

 

La escena: sangre y venganza; elargumento: la muerte,

una espada manchada de sangre, la pluma que escribe,

y el poeta, un hombre atormentado,con corona de fuego en lugar de laurel.

THOMAS DEKKER , The Noble Spanish

Soldier 

 

1

PREGUNTA: ¿De qué os alimentáis?RESPUESTA: De sueños rotos.

THOMAS DEKKER , The Noble Spanish

Soldier 

 —Más vale que se haya muerto alguiefamoso de verdad, Strike —dijo una vozronca desde el otro extremo de la línea.

Aún no había amanecido. El hombrecorpulento y sin afeitar que caminabacon el teléfono apretado contra la orejasonrió.

 

 —Por ahí va la cosa. —¡Son las seis de la mañana, joder! —Las seis y media, pero, si esto le

interesa, tendrá que venir a buscarlo — dijo Cormoran Strike—. No estoy muylejos de su casa. Hay una…

 —¿Cómo sabe dónde vivo? —quisosaber su interlocutor.

 —Me lo dijo usted mismo — contestó Strike conteniendo un bostezo —. Me comentó que va a vender su piso.

 —Ah, sí —repuso el otro, máscalmado—. Tiene buena memoria.

 —Hay una cafetería que abre lasveinticuatro…

 —¡Ni hablar! Venga más tarde a midespacho.

 

 —Escuche, Culpepper, no he pegadoojo en toda la noche y esta mañana tengouna cita con otro cliente que me pagamejor que usted. Si lo quiere, tendrá quevenir a buscarlo. Ahora mismo.

Un gruñido. Strike oyó el susurro deunas sábanas.

 —Más vale que sea la hostia. —Smithfield Café, en Long Lane — 

dijo Strike, y colgó.Su ligero balanceo al andar se hizo

más pronunciado cuando empezó adescender por la calle que desembocabaen el mercado de Smithfield, monolíticoen la oscuridad invernal: un templovictoriano enorme, rectangular,dedicado a la carne, donde todos los

 

días laborables, como venía haciéndosedesde hacía siglos, a partir de las cuatrode la madrugada se descargaban resesmuertas, y la carne se cortaba,empaquetaba y vendía a los carniceros yrestaurantes de todo Londres. En la penumbra, Strike distinguía voces, gritosque daban instrucciones, y los gruñidos pitidos de los camiones al dar marcha

atrás para descargar las piezas. Cuandoentró en Long Lane, se convirtió en unomás de aquellos hombres envueltos evarias prendas de abrigo que iban de ulado para otro, decididos, ocupándosede sus tareas de lunes por la mañana.

Bajo el grifo de piedra que montabaguardia en la esquina del edificio del

 

mercado, un corrillo de mensajeros cochaquetas reflectantes se calentaba lasmanos enguantadas con tazas de té. En laacera de enfrente, vivo como unachimenea encendida en medio de laoscuridad circundante, estaba elSmithfield Café, una cafetería abierta lasveinticuatro horas, un cuchitril deltamaño de un armario que ofrecía calor  comida grasienta.

La cafetería no tenía baño, pero sí uacuerdo con los corredores de apuestasde Ladbrokes, unas puertas más allá.Como todavía faltaban tres horas paraque abrieran, Strike se desvió por ucallejón y, ante un portal oscuro, vacióla vejiga, rebosante de todo el café

 

aguado que se había tomado durante lanoche, que había pasado trabajando.Agotado y hambriento, con ese placer que solo conoce quien ha puesto sresistencia física al límite, entró por fien el local, en cuya atmósfera casi podía palparse la grasa de innumerableshuevos fritos con beicon.

Dos individuos con forro polar y pantalones impermeables acababan dedejar libre una mesa. Strike maniobró por el reducido espacio y se sentó coun gruñido de satisfacción en una de lassillas de madera y acero. Antes inclusode que lo pidiera, el dueño de lacafetería, que era italiano, le pusodelante una taza alta y blanca llena de té

 

que venía acompañada de pan blancocon mantequilla cortado en triángulos.Al cabo de cinco minutos, tenía ante síun desayuno inglés completo servido eun gran plato ovalado.

Strike no desentonaba con aquellostipos corpulentos que entraban y salíade la cafetería con andares bruscos. Eraalto y moreno; su pelo, corto, rizado ytupido, empezaba a ralear un poco en lafrente, alta y abultada, que sobresalía por encima de una nariz ancha de boxeador y unas cejas pobladas yhoscas. Iba sin afeitar, y unas ojerasmoradas engrandecían sus oscuros ojos.Comía con la mirada perdida en eledificio del mercado, al otro lado de la

 

calle. La entrada en arco más cercana, lanúmero dos, iba adquiriendo relieve amedida que disminuía la oscuridad: unacara de piedra de expresión severa,antigua y barbuda, lo miraba fijamentedesde lo alto del portal. ¿Existiría eldios del ganado para despiece?

Acababa de atacar las salchichascuando llegó Dominic Culpepper. El periodista era casi tan alto como Strike, pero estaba delgado y tenía lacomplexión de un niño de coro. Unaextraña asimetría, como si alguien lehubiera dado a su cara un giro en elsentido opuesto a las agujas del reloj,impedía que su belleza pudieracalificarse de femenina.

 

 —Ya puede valer la pena… —dijoCulpepper mientras se sentaba, sequitaba los guantes y, casi con recelo,echaba un vistazo a la cafetería.

 —¿Le apetece comer algo? —le preguntó Strike con la boca llena desalchicha.

 —No. —Prefiere esperar porque aquí no

tienen cruasanes, ¿verdad? —añadióStrike con una sonrisa.

 —Váyase a la mierda, Strike.Resultaba casi patético, de tan fácil,

tomarle el pelo a aquel exalumno decolegio privado que pidió té con airedesafiante, llamando «colega» alcamarero (quien, para regocijo de

 

Strike, se mostró indiferente). —¿Y bien? —Culpepper sujetaba la

taza caliente con sus largas y pálidasmanos.

Strike hurgó en el bolsillo delabrigo, sacó un sobre y lo deslizó por lamesa hacia su interlocutor. Culpepper extrajo el contenido y empezó a leer.

 —Joder… —murmuró al cabo de urato. Barajó ansiosamente las hojas de papel, algunas de las cuales conteníaanotaciones que Strike había añadido desu puño y letra—. ¿De dónde demoniosha sacado esto?

Strike, con la boca todavía llena desalchicha, señaló con un dedo una de lashojas, que llevaba impresa la direcció

 

de una oficina. —Su secretaria personal, que está

muy cabreada —respondió cuando, por fin, hubo tragado—. Se la folla, como aesas otras dos que usted ya sabe. Yacaba de darse cuenta de que nunca serála próxima lady Parker.

 —Pero ¿cómo demonios lo hadescubierto? —preguntó Culpepper,nervioso, mirando con fijeza a Strike por encima de las hojas, que temblabaen sus manos.

 —Es lo que hacemos los detectives —contestó Strike con voz pastosa;volvía a tener la boca llena—. ¿Acasono lo hacían también ustedes antes deempezar a recurrir a los de mi gremio?

 

Pero ella tiene que pensar en sus futuras perspectivas de trabajo, Culpepper, demodo que no quiere aparecer en estahistoria, ¿entendido?

Culpepper soltó una risotada. —Eso debería haberlo pensado

antes de robar…Con un ágil movimiento, Strike le

arrebató las hojas de la mano. —Ella no ha robado nada. Él le

ordenó que imprimiera estosdocumentos ayer por la tarde. Lo únicomalo que ha hecho ha sidoenseñármelos. Pero si usted piensaairear su vida privada en los periódicos,Culpepper, me los llevo.

 —¡Y un cuerno! —exclamó el

 

 periodista, e intentó recuperar las pruebas de reiterada evasión deimpuestos que Strike asía con su manovelluda—. De acuerdo, la dejaremos almargen. Pero él sabrá de dónde lohemos sacado. No es tan imbécil.

 —¿Y qué va a hacer? ¿Llevarla a lostribunales para que tire de la manta yrevele todas las otras irregularidades deque ha sido testigo a lo largo de cincoaños?

 —Está bien —concedió Culpepper tras reflexionar un momento—.Devuélvame eso. Respetaré sanonimato. Pero me dejará hablar coella, ¿no? Necesito comprobar que dicela verdad.

 

 —Estos documentos ya dicen laverdad. No necesita hablar con ella paranada —zanjó Strike.

La mujer temblorosa, perdidamenteenamorada y amargamente traicionada ala que acababa de ver no estaría a salvosi la dejaba en manos de Culpepper.Dominada por el deseo salvaje decastigar a un hombre que le había prometido matrimonio e hijos, se perjudicaría ella misma y perjudicaríasin remedio sus perspectivas de futuro.A Strike no le había costado muchoganarse su confianza. Iba a cumplir cuarenta y dos años; creyó que tendríahijos con lord Parker; de pronto,experimentaba una especie de sed de

 

matar. Strike había pasado varias horascon ella, escuchando el relato de senamoramiento, observándola mientrasse paseaba, llorosa, por el salón o semecía en el sofá apretándose la frentecon los nudillos. Al final se habíaavenido a cometer una traición queenterraba todas sus esperanzas.

 —La dejará al margen —insistióStrike, agarrando los documentosfirmemente con un puño que casidoblaba el tamaño de los de Culpepper  —. ¿Entendido? Sin ella ya es unahistoria de puta madre.

Tras un momento de vacilación,Culpepper hizo una mueca y aceptó.

 —De acuerdo. Deme eso.

 

El periodista se metió lasdeclaraciones en un bolsillo interior y se bebió el té; dio la impresión de que elenfado pasajero que le había provocadoStrike se disipaba ante la estupenda perspectiva de destruir la reputación deun lord británico.

 —Lord Parker de Pennywell —dijo por lo bajo, risueño—, la has cagado pero bien, tío.

 —Supongo que su dueño paga esto,¿no? —preguntó Strike cuando lesllevaron la cuenta.

 —Sí, claro…Culpepper dejó un billete de diez

libras encima de la mesa y salierountos de la cafetería. En cuanto la

 

 puerta se cerró detrás de ellos, Strikeencendió un cigarrillo.

 —¿Cómo ha conseguido hacerlahablar? —preguntó Culpepper mientrasechaban a andar por la calle, esquivandolas motos y los camiones que seguíaentrando y saliendo del mercado.

 —Escuchando —respondió Strike.Culpepper lo miró de reojo. —Todos mis otros detectives

 privados se dedican a interceptar mensajes telefónicos.

 —Eso es ilegal —dijo Strike, ylanzó una bocanada de humo contra laoscuridad, que empezaba a atenuarse.

 —Entonces, ¿cómo…? —Usted protege sus fuentes y yo, las

 

mías.Recorrieron cincuenta metros e

silencio; la cojera de Strike era cada vezmás pronunciada.

 —Esto va a ser la bomba. ¡La bomba! —predijo Culpepper coregocijo—. Ese hipócrita se ha pasadoaños quejándose de la corrupción de losempresarios, y resulta que el muydesgraciado tenía veinte millonesguardaditos en las islas Caimán…

 —Me alegro de que haya quedadosatisfecho —dijo Strike—. Le pasaré mifactura por correo electrónico.

Culpepper volvió a mirarlo desoslayo.

 —¿Leyó lo del hijo de Tom Jones e

 

los periódicos la semana pasada? —  preguntó.

 —¿El hijo de Tom Jones? —El cantante galés —aclaró

Culpepper. —Ah, ese —dijo Strike si

entusiasmo—. Es que conocí a otro ToJones en el Ejército.

 —¿Leyó la noticia o no? —No. —Concedió una entrevista muy

larga. Dice que no conoce a su padre yque nunca ha hablado con él. Me juegoalgo a que el importe de su factura esinferior a lo que él cobró por charlar urato.

 —Todavía no ha visto mi factura.

 

 —Es un decir… A cambio de unasola entrevista, podría olvidarse deinterrogar a secretarias unas cuantasnoches.

 —O deja de hacerme esta clase desugerencias, Culpepper, o tendré quedejar de trabajar para usted.

 —Claro que… nada me impide publicar la historia de todas formas. Elhijo ilegítimo de la estrella del rock esun héroe de guerra, no conoce a s padre, trabaja de detective…

 —Tengo entendido que ordenarle aalguien que intercepte teléfonos tambiées ilegal.

Habían llegado al final de LongLane. Redujeron el paso, se volvieron y

 

se miraron. Culpepper soltó una risitanerviosa.

 —Entonces, esperaré a que memande la factura.

 —Me parece bien.Se marcharon por caminos

diferentes; Strike se dirigió hacia unaestación de metro.

 —¡Strike! —La voz del periodistaresonó en la calle oscura a su espalda —. ¿Se la ha follado?

 —¡Estoy deseando leerlo,Culpepper! —gritó Strike cansinamente,sin volver la cabeza.

Entró cojeando en la estación, yCulpepper lo perdió de vista.

 

2

¿Hasta cuándo seguiremos luchando?Pues no puedo quedarme,

¡ni voy a quedarme! Tengo asuntosque atender.

FRANCIS BEAUMONT Y PHILIP

MASSINGER, The Little French Lawyer 

El metro empezaba a ir lleno. Caras delunes por doquier: decaídas, adustas, preparadas para lo peor, resignadas.Strike encontró un asiento frente a unaoven rubia de párpados hinchados, ta

 

adormilada que continuamente se le caíala cabeza hacia un lado. Una y otra vez,la chica daba un respingo y seenderezaba; entonces buscaba,angustiada, los letreros borrosos de lasestaciones para comprobar que no sehabía pasado de parada.

El tren avanzaba traqueteando, ytransportaba a toda velocidad a Strikede vuelta a las exiguas dos habitaciones media bajo un tejado mal aislado que

él llamaba su hogar. En las profundidades de su cansancio, rodeadode aquellos rostros inexpresivos yaborregados, sin darse cuenta se puso acavilar en la cadena de accidentes quehabía desembocado en la existencia de

 

cada uno de ellos. En realidad, cadanuevo nacimiento era pura casualidad.Con cien millones de espermatozoidesnadando a ciegas en la oscuridad, las probabilidades de que una determinada persona llegara a existir eraescasísimas. ¿Cuántos de los pasajerosque llenaban aquel tren habían sido planeados?, se preguntó, aturdido por elcansancio. ¿Y cuántos eran accidentes,como él?

En su clase de primaria había unaniña que tenía una mancha roja denacimiento en la cara, y Strike, esecreto, siempre había sentido ciertaafinidad con ella, porque desde snacimiento ambos habían llevado una

 

marca indeleble que los diferenciaba,algo de lo que ellos no eran culpables.Ellos no podían verla, pero los demássí, y eran tan maleducados que no paraban de hacer comentarios alrespecto. Strike acabó por comprender que la fascinación ocasional que ejercíasobre completos desconocidos, quecuando tenía cinco años creíarelacionada con su singularidad, sedebía en realidad a que lo veían solocomo el cigoto de un cantante famoso, la prueba casual de la infidelidad de u personaje célebre. Strike solo habíavisto a su padre biológico en dosocasiones. Fue necesaria una prueba deADN para que Jonny Rokeby reconociera

 

su paternidad.Dominic Culpepper encarnaba el

 paradigma del morbo y los prejuicios aque se enfrentaba Strike en las ya rarasocasiones en que alguien establecía laconexión entre el exsoldado de gestohuraño y el avejentado roquero.Enseguida pensaban en fideicomisos ydonaciones generosas; en aviones privados y salas VIP; en la esplendidezinagotable de los multimillonarios.Intrigados por la modesta existencia deStrike y sus mortales horarios detrabajo, se preguntaban: ¿qué debió dehacer Strike para alejar a su padre?¿Estaría fingiendo penurias para sacarlemás dinero a Rokeby? ¿Qué había hecho

 

con los millones que sin duda su madrehabía conseguido de su acaudaladoamante?

Entonces Strike pensaba conostalgia en el Ejército, en el anonimatoque proporcionaba una carrera en la queel pasado y los orígenes familiaresapenas tenían valor comparados con lacapacidad para realizar el trabajoasignado. Al presentarse en la Divisióde Investigaciones Especiales, la petición más personal a la que se habíaenfrentado fue repetir el peculiar par denombres que su madre, extravagante y poco convencional como era, le habíaendosado.

El tráfico empezaba a espesarse e

 

Charing Cross Road cuando Strike saliódel metro. Despuntaba otro día del mesde noviembre, gris y desalentador, poblado de sombras persistentes. Semetió en Denmark Street sintiéndoseagotado y dolorido, pensando en la breve cabezada que, con suerte, podríaechar antes de que a las nueve y mediallegara su próximo cliente. Saludó cola mano a la dependienta de la tienda deguitarras, con la que solía coincidir cuando salía a la calle a fumar ucigarrillo; entró en el portal negro juntoal 12 Bar Café y empezó a subir laescalera metálica de caracol que trazabauna espiral alrededor del ascensor, fuerade servicio. Dejó atrás el despacho del

 

diseñador gráfico del primer piso, asícomo su oficina, con la puerta de vidriograbado, en el segundo; y llegó al tercer rellano, el más pequeño, donde vivíadesde hacía poco tiempo.

El anterior inquilino, el dueño del bar de la planta baja, se había mudado aun lugar más salubre, y Strike, quellevaba varios meses durmiendo en sdespacho, no había dejado escapar laoportunidad de alquilar el ático,contento de encontrar una solución tafácil a su problema de vivienda. Elespacio bajo los aleros era reducido semirara por donde se mirase, sobre todo para un hombre que medía un metronoventa. Apenas tenía sitio para darse la

 

vuelta en la ducha; la cocina y el salócompartían un espacio insuficiente, y lacama de matrimonio ocupaba casi por completo el dormitorio. Algunas de las pertenencias de Strike seguían en cajasen el rellano, pese a las quejas delcasero, que incluso había obtenido urequerimiento judicial para resolver semejante anomalía.

Sus pequeñas ventanas daban a lostejados, y abajo alcanzaba a verseDenmark Street. La constante vibracióde los graves del bar de la planta bajaquedaba amortiguada, hasta el punto deque a menudo la música que ponía Strikela anulaba por completo.

El gusto innato de Strike por el

 

orden se manifestaba por todas partes:la cama estaba hecha, los platoslavados, todo en su sitio. Necesitabaducharse y afeitarse, pero eso podíaesperar; después de colgar el abrigo, puso la alarma a las nueve y veinte y setumbó en la cama completamentevestido.

Solo tardó unos segundos equedarse dormido, y al cabo de unos pocos más, o eso le pareció, volvía aestar despierto. Alguien llamaba a la puerta.

 —Lo siento, Cormoran. Lo sientomucho…

Su secretaria, una joven alta demelena rubia rojiza, lo miró contrita

 

cuando él le abrió la puerta, pero alverlo puso cara de consternación.

 —¿Te encuentras bien? —Estaba durmiendo. Me he pasado

la noche despierto, y ya van dos. —Lo siento mucho —insistió Robi

 —, pero son las diez menos veinte;William Baker está aquí y empieza a…

 —Mierda —masculló Strike—.Debo de haber puesto mal la alarma.Dame cinco minutos y…

 —Es que no es solo eso —lointerrumpió Robin—. También hay unamujer. Ha venido sin pedir cita. Le hedicho que hoy tienes todas las horasocupadas, pero se niega a marcharse.

Strike bostezó y se frotó los ojos.

 

 —Cinco minutos. Ofréceles té, oalgo.

Seis minutos más tarde, con unacamisa limpia, oliendo a pasta dedientes y desodorante, pero todavía siafeitar, Strike entró en su oficina, ecuya recepción se hallaba Robin sentadadelante de su ordenador.

 —Bueno, mejor tarde que nunca — dijo William Baker con una sonrisarígida en los labios—. Da gracias a quetienes una secretaria muy guapa, porque,si no, ya me habría cansado de esperar yme habría marchado.

Strike vio que Robin se daba lavuelta, sonrojada de ira, y fingíaorganizar el correo. El tonillo con que

 

Baker había pronunciado la palabra«secretaria» había resultado muyofensivo. El consejero delegado,impecable con su traje de rayadiplomática, había contratado a Strike para que investigara a dos miembros desu junta directiva.

 —Buenos días, William —lo saludóél.

 —¿No te disculpas? —murmuróBaker, mirando al techo.

 —Buenos días, señora… —dijoStrike, ignorándolo y dirigiéndose a lamujer madura, menuda, con un viejoabrigo marrón, que estaba sentada en elsofá.

 —Me llamo Leonora Quine — 

 

contestó ella con lo que a Strike, quetenía buen oído para eso, le parecióacento del sudoeste de Inglaterra.

 —Me espera una mañana muycomplicada, Strike —dijo Baker, y, sique nadie lo invitara a hacerlo, entró eel despacho del detective. Al ver queStrike no lo seguía, perdió un poco lacompostura y añadió—: Dudo muchoque en el Ejército fueras tan impuntual,Strike. Venga, por favor.

Él hizo como si no lo hubiera oído. —¿En qué puedo ayudarla

exactamente, señora Quine? —le preguntó a la mujer de aspectodesaliñado que seguía sentada en elsofá.

 

 —Se trata de mi marido… —Strike, tengo una cita dentro de

una hora —lo apremió William Baker,subiendo el tono de voz.

 —Su secretaria ya me ha advertidoque no le queda ninguna hora libre, perole he dicho que puedo esperar.

 —¡Strike! —bramó William Baker como quien llama a su perro.

 —Robin —dijo Strike, agotado y perdiendo la paciencia por fin—.Prepara la factura del señor Baker yentrégale el dosier; está todo al día.

 —¿Qué? —dijo William Baker, perplejo, y volvió a salir a la recepción.

 —¿No ve que lo está echando? — dijo Leonora Quine, satisfecha.

 

 —No has terminado el trabajo —sequejó Baker, dirigiéndose a Strike—.Dijiste que aún había…

 —Cualquiera puede terminarlo.Cualquiera a quien no le importe tener aun gilipollas por cliente.

Durante un momento, pareció que laatmósfera del despacho se petrificaba.Robin, con gesto inexpresivo, sacó eldosier de Baker de un archivador y se loentregó a Strike.

 —¿Cómo te atreves…? —En este dosier hay mucho material

que podrás presentar ante un tribunal — explicó Strike, y se lo tendió alempresario—. Tranquilo, no has tiradoel dinero.

 

 —Pero si no has terminado… —Ha terminado con usted — 

intervino Leonora Quine. —¿Quiere hacer el favor de

callarse, estúp…? —empezó a decir William Baker, pero se interrumpió ydio un paso atrás al ver que Strikeavanzaba hacia él.

 Nadie dijo nada. De repente, parecíacomo si el expolicía militar hubieracrecido en cuestión de segundos.

 —Pase a mi despacho y tomeasiento, señora Quine —dijo Strike cogentileza, y ella lo obedeció.

 —¿Acaso crees que podrá pagar tustarifas? —preguntó con desdén WilliaBaker antes de retirarse, con una mano

 

a en el picaporte. —Si el cliente me gusta, mis

honorarios son negociables.El detective siguió a Leonora Quine

a su despacho, y la puerta se cerró coun chasquido.

 

3

… tener que sobrellevar, solo, tantosmales…

THOMAS DEKKER, The Noble Spanish

Soldier 

 —Menudo impresentable, ¿no? — comentó Leonora Quine al sentarse en lasilla frente a la mesa de Strike.

 —Sí —convino él, mientras dejabacaer todo su peso en la otra silla—.Bastante.

Pese al cutis rosado, sin apenas

 

arrugas, y el blanco limpio de sus ojosazul claro, la mujer aparentaba unoscincuenta años. Tenía el pelo entrecano,lacio y mustio, y lo mantenía apartadodel rostro mediante dos pasadores de plástico. Sus ojos parpadeaban detrás deunas gafas con montura asimismo de plástico, anticuadas y exageradamentegrandes. El abrigo, aunque limpio, tenía pinta de haber sido comprado en losochenta, con hombreras y botonesgrandes también de plástico.

 —Así que ha venido a hablarme desu marido, ¿no, señora Quine?

 —Sí —confirmó Leonora—. Hadesaparecido.

 —¿Cuánto hace de eso? —preguntó

 

Strike, mientras estiraba un brazo paracoger un bloc de notas.

 —Diez días. —¿Ha ido a la policía? —No quiero saber nada de la

 policía —respondió ella, impaciente,como si estuviera harta de repetirlo—.Los llamé una vez y todos se enfadaromucho conmigo porque resultó que mimarido estaba con una amiga. Owedesaparece de vez en cuando. Esescritor —añadió, como si eso loexplicara todo.

 —¿Ya ha desaparecido otras veces? —Es muy temperamental —continuó

Leonora, compungida—. Le daarrebatos, pero en esta ocasión ya ha

 

 pasado diez días, y aunque sé que estámuy enfadado, necesito que vuelva acasa. Está Orlando, y yo tengo cosas quehacer, y además…

 —¿Orlando? —la interrumpióStrike.

Su mente, cansada, pensó en laciudad turística de Florida. No teníatiempo para viajar a Estados Unidos, yLeonora Quine, con su abrigo viejo, notenía pinta de poder costearle el billete.

 —Orlando es nuestra hija —aclaró —. Necesita atención. Le he pedido auna vecina que se quedara con ellamientras yo venía a verlo.

Llamaron a la puerta, y acontinuación asomó la cabeza rubia de

 

Robin. —¿Le apetece un café, señor Strike?

¿Y usted, señora Quine? ¿Desea tomar algo?

Cuando se marchó Robin, trasaveriguar qué querían tomar, Leonora prosiguió:

 —No le llevará mucho tiempo, porque creo que sé dónde está. Lo que pasa es que no consigo la dirección ynadie contesta a mis llamadas. Ya ha pasado diez días —insistió—, ynecesitamos que vuelva a casa.

A Strike le pareció un despilfarrorecurrir a un detective privado en esascircunstancias, sobre todo teniendo ecuenta que el aspecto de la señora Quine

 

era toda una declaración de pobreza. —Si se trata solo de hacer una

llamada telefónica —sugirió codelicadeza—, ¿no tiene ninguna amigaque…?

 —No puedo pedirle a Edna quellame —replicó ella, y a Strike loconmovió de manera exagerada (a vecesel agotamiento producía ese efecto eél) aquella admisión tácita de que solotenía una amiga en el mundo—. Oweles ha pedido que no revelen dónde está.

ecesito que lo haga un hombre — concluyó, tajante—. Para que losobligue a decirlo.

 —¿Su marido se llama Owen,entonces?

 

 —Sí —confirmó ella—. OweQuine. Es el autor de  El pecado de

obart .A Strike no le sonaban ni el nombre

ni el título. —¿Y usted cree saber dónde está? —Sí. Fuimos a una fiesta en la que

había un montón de editores y gente así.Él no quería llevarme, pero yo le dije:«He encontrado niñera, así que voy air.» Y allí fue donde oí a ChristiaFisher hablarle a Owen de ese sitio, uretiro para escritores. Después le pregunté a Owen: «¿Qué es ese sitio delque te hablaba Fisher?», y Owen mecontestó: «No pienso decírtelo. Se trata precisamente de eso: de que ni tu mujer 

 

ni tus hijos sepan dónde estás.»Era como si Leonora estuviera

invitando a Strike a reírse de ella igualque hacía su marido; como si se sintieraorgullosa de él, del mismo modo que, aveces, las madres fingen estarlo de lainsolencia de sus hijos.

 —¿Quién es Christian Fisher? —  preguntó Strike, haciendo un esfuerzo para concentrarse.

 —Un editor. Un tipo joven ymoderno.

 —¿Ha probado a llamar por teléfonoa Fisher y pedirle la dirección de eseretiro?

 —Sí, lo he llamado todos los díasdurante una semana, y siempre me ha

 

dicho lo mismo: que tomaban nota y quea me llamaría él; pero no lo ha hecho.

Creo que Owen le ha pedido que no digadónde está. Pero usted sí podrásonsacarle la dirección a Fisher. Sé queusted es un buen detective —añadió—.Resolvió el caso Lula Landry, cosa queno pudo hacer la policía.

Apenas ocho meses antes, Striketenía tan solo un cliente, su negocioestaba en las últimas y sus perspectivaseran muy malas. Entonces habíademostrado, para gran satisfacción de laFiscalía de la Corona, que una jovefamosa no se había suicidado, sino quehabía muerto después de que la tiraradesde el balcón de un cuarto piso. La

 

 publicidad que eso le acarreó habíadesencadenado un alud de trabajo;durante varias semanas, Strike habíasido el detective privado más conocidode la ciudad. Jonny Rokeby ya no eramás que una anécdota insignificante esu biografía; Strike se había labrado unombre por sí mismo, aunque casi todoel mundo lo pronunciara mal.

 —Perdone, la he interrumpido — dijo, procurando retomar el hilo de sus pensamientos.

 —¿Ah, sí? —Sí —confirmó Strike, y entornó

los ojos para leer las notas que habíatomado con caligrafía apretada en slibreta—. Me contaba que está Orlando,

 

 que usted tiene cosas que hacer, y queademás…

 —Ah, sí —confirmó Leonora—.Desde que mi marido se marchó, está pasando cosas raras.

 —¿Qué clase de cosas raras? —Meten mierda —dijo Leonora

Quine con total naturalidad—. Por nuestro buzón.

 —¿Meten excrementos por la ranuradel buzón que hay en la puerta?

 —Sí. —¿Desde que desapareció s

marido? —Sí. Perro —concretó Leonora, y

Strike tardó una milésima de segundo ededucir que se refería a los excrementos

 

  no al marido—. Ya van tres o cuatroveces, por la noche. Se imaginará lagracia que hace encontrarse eso por lamañana. Y un día llamó a la puerta unamujer muy extraña.

Hizo una pausa y se quedóesperando a que Strike la guiara. Dabala impresión de que le gustaba que lehicieran preguntas. Él sabía que amuchas personas que se sienten solas lesresulta agradable que alguien les prestetoda su atención e intentan prolongar esanovedosa experiencia.

 —¿Cuándo fue eso? —La semana pasada. Llamó a la

 puerta y preguntó por Owen. «No está ecasa», le dije, y ella me respondió:

 

«Pues dígale que Angela ha muerto», yse marchó.

 —¿Usted no la conocía? —No la había visto nunca. —¿Conoce a esa tal Angela? —No. Pero a veces alguna de sus

fans se pone pesada —dijo Leonora, de pronto más comunicativa—. Había una, por ejemplo, que le escribía cartas y leenviaba fotografías en las que salíadisfrazada de uno de sus personajes.Algunas de esas mujeres que le escribecartas creen que él las entiende o algoasí, por los libros que escribe. Quétontería, ¿verdad? ¡Se lo inventa todo!

 —¿Es normal que las fans sepadónde vive su marido?

 

 —No. Pero a lo mejor era unaalumna o algo así. A veces Owetambién da clases de escritura.

Se abrió la puerta y entró Robin couna bandeja. Le puso delante una taza decafé solo a Strike y otra de té a LeonoraQuine, y volvió a retirarse cerrando la puerta tras ella.

 —¿No han pasado más cosas raras? —preguntó el detective—. ¿Aparte delos excrementos que metieron por el buzón y esa mujer que se presentó en scasa?

 —Me parece que me siguen. Unachica alta y morena con los hombroscaídos.

 —¿No es la misma que…?

 

 —No, la que vino a casa eraregordeta. Tenía el pelo largo y pelirrojo. Esta es morena y camina comoencorvada.

 —¿Está segura de que la sigue? —Sí, me parece que sí. Ya la he

sorprendido detrás de mí dos o tresveces. No es de por aquí, porque no lahabía visto nunca y hace más de treintaaños que vivo en Ladbroke Grove.

 —De acuerdo —dijo Strike—. ¿Ydice que su marido estaba enfadado?¿Qué pasó? ¿Por qué se enfadó?

 —Tuvo una pelea bestial con sagente.

 —¿Por qué? ¿Lo sabe? —Por su libro, el último. Liz, s

 

agente, le dijo que era el mejor quehabía escrito, y luego, al día siguiente,lo invita a cenar y le dice que no se puede publicar.

 —¿Qué le hizo cambiar de opinión? —¡Pregúnteselo a ella! —saltó

Leonora, de pronto enojada—. No meextraña que Owen se enfadara.Cualquiera lo habría hecho. Llevaba dosaños trabajando en esa novela. Llegó acasa muy alterado, entró en su despacho,lo recogió todo…

 —¿Qué recogió? —Su libro, el manuscrito, las

notas… todo, soltando palabrotas, lometió todo en una bolsa y se largó. Nohe vuelto a verlo desde entonces.

 

 —¿Su marido no tiene móvil? ¿Haintentado llamarlo?

 —Sí, pero no me contesta. Nunca lohace cuando se pone así. Una vez lanzóel teléfono por la ventanilla del coche —explicó, de nuevo con aquel leve tonode orgullo por el carácter de su marido.

 —Seré sincero con usted, señoraQuine —dijo Strike, cuyo altruismotenía un límite, pese a lo que le habíadicho a William Baker—. No salgo barato.

 —No importa —repuso Leonora,implacable—. Pagará Liz.

 —¿Liz? —Elizabeth Tassel, Liz . La agente de

Owen. Ella tiene la culpa de que mi

 

marido se haya marchado. Que se lodescuente de su comisión. Owen es smejor autor. Cuando se dé cuenta de loque ha hecho, querrá recuperarlo comosea.

Strike no parecía tan convencido deeso como Leonora. Echó tres terrones deazúcar en el café y se lo bebió de utrago, mientras intentaba pensar qué eralo mejor que podía hacer. La mujer leinspiraba cierta lástima, pues parecíainmune a las imprevisibles pataletas desu marido, se resignaba a que nadie sedignara contestar a sus llamadas yestaba segura de que solo obtendríaayuda si pagaba por ella.Excentricidades aparte, Leonora exhibía

 

una sinceridad implacable. Sin embargo,desde que su negocio recibió aquelinesperado empujón, Strike se habíamostrado inflexible y solo habíaaceptado casos rentables. Las pocas personas que habían acudido a él paracontarle historias lacrimógenas con laesperanza de que las penurias que habíatenido que superar (divulgadas yembellecidas por la prensa) lo predispusieran a ayudarlas sin cobrarlesnada habían salido de su oficina muydecepcionadas.

En cambio, Leonora Quine, que sehabía bebido el té casi tan deprisa comoStrike el café, se puso en pie como si yahubieran acordado las condiciones y

 

estuviera todo arreglado. —Debo marcharme ya —anunció—.

o me gusta dejar a Orlando tanto rato.Echa de menos a su padre. Le he dichoque iba a ver a un hombre que loencontrará.

En los últimos tiempos, Strike habíaayudado a varias jóvenes adineradas aliberarse de maridos acaudalados que,desde el inicio de la crisis, había perdido buena parte de su atractivo. Laidea de devolver un marido a su esposa, para variar, resultaba seductora.

 —Muy bien —dijo, y bostezómientras deslizaba la libreta hacia sclienta—. Necesitaré sus datos decontacto, señora Quine. Y también me

 

vendría bien una fotografía de smarido.

La mujer anotó su dirección y snúmero de teléfono con una letraredonda e infantil, pero pareciósorprenderle que Strike le pidiera unafotografía.

 —¿Para qué quiere una fotografía?Está en ese retiro para escritores. Solotiene que conseguir que Christian Fisher le dé la dirección.

Salió por la puerta antes de queStrike, cansado y dolorido, logrararodear su mesa. La oyó decir en tonoalegre a Robin: «Gracias por el té», yentonces la puerta de vidrio que daba alrellano se abrió lanzando un destello, se

 

cerró con una suave sacudida, y snueva clienta desapareció.

 

4

Raro es tener un amigo ingenioso.

WILLIAM CONGREVE, The Double-

 Dealer 

Strike se derrumbó en el sofá de larecepción. Era casi nuevo (un gastoimprescindible, pues había roto el desegunda mano con el que inicialmentehabía amueblado la oficina); estabaforrado de una piel artificial que en latienda le había parecido elegante peroque a veces, cuando alguien se sentaba o

 

se movía, hacía unos ruidos que parecían ventosidades. Su secretaria — alta, escultural, con cutis claro yluminoso y brillantes ojos de un grisazulado— lo observaba con atenciósosteniendo una taza de café en la mano.

 —Tienes un aspecto horrible. —Me he pasado la noche con una

histérica, intentando sacarle los detallesde las irregularidades sexuales yfinancieras de un par del reino — explicó el detective, abriendo la boca eun bostezo enorme.

 —¿De quién? ¿De lord Parker? —  preguntó Robin, asombrada.

 —Exacto. —¿Se ha…?

 

 —Tirado a tres mujeres a la vez,mientras desviaba millones por mar — confirmó Strike—. Si tienes estómago para ello, cómprate el  News of the

World  este domingo. —¿Cómo demonios has descubierto

todo eso? —A través del contacto del contacto

de un contacto —recitó Strike.Volvió a bostezar; fue un bostezo ta

enorme que tuvo que dolerle. —Deberías acostarte —sugirió

Robin. —Sí, ya lo sé —admitió Strike, pero

no se movió. —No tienes a nadie hasta que venga

Gunfrey, a las dos.

 

 —Gunfrey —suspiró el detective,masajeándose los párpados—. ¿Por quétodos mis clientes son imbéciles?

 —La señora Quine no pareceimbécil.

Strike la miró con ojos soñolientos por los resquicios entre sus gruesosdedos.

 —¿Qué te hace pensar que heaceptado su caso?

 —Sabía que la aceptarías — respondió Robin sin poder reprimir unasonrisita—. Es tu tipo.

 —¿Una mujer madura anclada en losaños ochenta?

 —Tu tipo de cliente. Además,querías fastidiar a Baker.

 

 —Por lo visto ha funcionado, ¿no?Sonó el teléfono. Robin contestó si

dejar de sonreír. —Agencia Cormoran Strike —dijo

 —. Ah. Hola.Era su prometido, Matthew. Robi

miró de soslayo a su jefe. Strike habíacerrado los ojos y echado la cabezahacia atrás, con los brazos cruzadossobre el ancho pecho.

 —Mira —dijo Matthew por teléfono; nunca se mostraba muysimpático cuando llamaba desde eltrabajo—, tengo que cambiar lo de ir atomar una copa, del viernes al jueves.

 —Vaya, Matt —replicó ella,tratando de disimular su contrariedad y

 

su exasperación.Iba a ser la quinta vez que

cambiaban la cita. Robin era la única delas tres personas implicadas que nohabía cambiado la hora, la fecha ni ellocal, y que se había mostrado accesible bien dispuesta en todas las ocasiones.

 —¿Por qué? —masculló.De pronto se oyó un sonoro ronquido

 proveniente del sofá. Strike se habíaquedado dormido allí sentado, con scabeza enorme inclinada hacia atrás yapoyada en la pared, y los brazoscruzados.

 —El diecinueve se juntan los deltrabajo para tomar algo —explicóMatthew—. Si no voy, quedaré fatal.

 

Tengo que dejarme ver.A Robin le dieron ganas de

contestarle de mala manera, pero secontuvo. Él trabajaba para una gestoríaimportante y a veces actuaba como sieso conllevara obligaciones sociales propias de un cargo diplomático.

Sin embargo, Robin estaba segura desaber cuál era la verdadera razón deaquel cambio. Habían aplazado la citavarias veces a petición de Strike; etodas las ocasiones, al detective le habíasurgido algún asunto de trabajo urgenteque iba a tenerlo ocupado por la noche,  a pesar de que sus motivos siempre

estaban justificados, habían molestado aMatthew. Aunque él nunca lo hubiera

 

expresado en voz alta, Robin sabía queMatthew pensaba que Strike insinuabacon ello que su tiempo era más valiosoque el suyo, y su trabajo, másimportante.

A pesar de que Robin llevaba yaocho meses trabajando para CormoraStrike, su jefe y su prometido todavía nose habían conocido. Ni siquiera ladesgraciada noche en que Matthewhabía tenido que ir a recogerla alservicio de urgencias al que ella habíaacompañado al detective tras vendarleel brazo con su gabardina para cortar lahemorragia provocada por la puñaladaque le había asestado un asesino cuando,al verse acorralado, intentó matarlo.

 

Temblorosa y manchada de sangre,Robin salió del box donde estabacosiendo a Strike, para presentar aMatthew y a su herido jefe, pero s prometido rechazó el ofrecimiento.Estaba furioso, a pesar de que Robin lehabía asegurado que ella no habíacorrido ningún peligro.

Matthew habría preferido que Robino aceptara un puesto fijo en la agenciade Strike, de quien desde el primer momento había recelado, porque no legustaban las condiciones precarias eque vivía, el hecho de que no tuvieravivienda ni que ejerciera una profesióque él consideraba absurda. La pocainformación que hasta entonces Robi

 

había dejado caer sobre él en casa (lacarrera de Strike en la División deInvestigaciones Especiales, la unidad dedetectives de la Policía Militar; smedalla al valor; la amputación de la parte inferior de la pierna derecha; sexperiencia en cien temas de los queMatthew, tan acostumbrado a parecer uexperto a los ojos de Robin, sabía muy poco o no sabía nada) no había servido para construir un puente entre los doshombres (como ella, inocente, confiabaen que sucediera), sino que, paradójicamente, había apuntalado elmuro que los separaba.

La repentina fama de Strike y srápido paso del fracaso al éxito había

 

acentuado aún más la animosidad deMatthew. Robin comprendió demasiadotarde que señalando las incoherenciasde Matthew solo había conseguidoempeorar las cosas: «¡Primero no tegusta que sea pobre y no tenga dondevivir, y ahora no te gusta que sea famoso le propongan montones de casos!»

En opinión de Matthew, como ellasabía muy bien, el peor delito de Strikeera haberle comprado aquel vestidoceñido de marca tras la visita alhospital. Su jefe lo consideraba uregalo con el que expresar su gratitud ysus buenos deseos; pero, al advertir lareacción de Matthew cuando se lomostró con orgullo y placer, Robi

 

nunca se había atrevido a ponérselo.Ella abrigaba la esperanza de que

todo eso se arreglaría con un encuentrocara a cara; no obstante, las sucesivascancelaciones por parte de Strike nohabían hecho sino agudizar la antipatíade Matthew. La última vez, Strike no sehabía presentado, sin más. Robin habíaaceptado la explicación posterior (quese había visto obligado a dar un rodeo para librarse de alguien que lo seguía,seguramente por orden de la escamadaesposa de su cliente), porque conocíalas complejidades de aquel condenadodivorcio en particular, pero Matthew sehabía reafirmado en su opinión de queStrike era un arrogante que solo buscaba

 

 protagonismo.A Robin le había costado convencer 

a Matthew para que quedaran por cuartavez y salieran juntos a tomar algo. Élhabía escogido el local y la fecha, peroahora, después de que Robin se hubieraasegurado una vez más de ladisponibilidad de Strike, Matthewquería cambiar el día, y era inevitable pensar que lo hacía solo paraimponerse, para demostrarle al detectiveque él también tenía otros compromisos;que él (Robin no podía remediarlo: esaera su impresión) también sabía vacilar a la gente.

 —De acuerdo —dijo por teléfono,resignada—, le preguntaré a Cormora

 

si le va bien el jueves. —Lo dices como si no te pareciera

 bien. —No empieces otra vez, Matt. Se lo

 preguntaré, ¿vale? —Vale, pues nos vemos luego.Robin colgó el teléfono. Strike

estaba en pleno apogeo, roncando comouna máquina de vapor, con la bocaabierta, las piernas separadas, los pies plantados en el suelo y los brazoscruzados.

Robin miró a su jefe dormido ysuspiró. Strike nunca había mostradohostilidad hacia Matthew, ni había hechocomentario alguno sobre él. EraMatthew quien se mortificaba con la

 

existencia de Strike y casi nunca perdíala oportunidad de señalar que Robi podría estar ganando mucho más sihubiera aceptado cualquier otro de losempleos que le habían ofrecido, en lugar de quedarse con un detective privado pendenciero, endeudado hasta las cejase incapaz de pagarle el sueldo quemerecía. La vida cotidiana de Robiresultaría mucho más sencilla siconseguía que Matthew compartiera sopinión sobre Cormoran Strike, que lecayera bien, que lo admirara, incluso.Era optimista: si a ella le caían bien losdos, ¿por qué no podían caerse bien eluno al otro?

De pronto, Strike dio un resoplido y

 

se despertó. Abrió los ojos y, parpadeando, miró a su secretaria.

 —Estaba roncando —declaró, pasándose el dorso de la mano por loslabios.

 —No mucho —mintió ella—. Oye,Cormoran, ¿te importa si pasamos lo delas copas del viernes al jueves?

 —¿Qué copas? —Con Matthew y conmigo. ¿Te

acuerdas? En The King’s Arms, eRoupell Street. Te lo apunté —añadióella con una jovialidad un tanto forzada.

 —Ah, sí. El viernes. —No, Matt quiere… El viernes no

le va bien. ¿Te importa que lo pasemosal jueves?

 

 —No, no me importa —respondióél, aún adormilado—. Me parece quevoy a intentar dormir un poco, Robin.

 —Vale. Voy a apuntarte lo delueves.

 —¿Qué pasa el jueves? —Que hemos quedado con… Es

igual, no importa. Vete a dormir.Tras cerrarse la puerta de vidrio,

Robin permaneció frente a la pantalladel ordenador, con la mirada perdida, ydio un respingo cuando volvió a abrirse.

 —¿Puedes llamar a un tal ChristiaFisher, Robin? —le pidió Strike—.Explícale quién soy, dile que estoy buscando a Owen Quine y que necesitola dirección de ese retiro para escritores

 

del que le habló. —Christian Fisher… ¿Dónde

trabaja? —Hostia —masculló Strike—. Pues

no lo he preguntado. Estoy en la luna. Eseditor, un editor de moda.

 —No importa, ya lo buscaré. Vete adormir.

Cuando la puerta de vidrio se hubocerrado por segunda vez, Robin se pusoa buscar en Google. Treinta segundosmás tarde había descubierto queChristian Fisher era el fundador de una pequeña editorial llamada Crossfire,ubicada en Exmouth Market.

Mientras marcaba el número deteléfono de la editorial, Robin pensaba

 

en la invitación de boda que ya llevabauna semana en su bolso. No le habíacomunicado a Strike la fecha de su bodacon Matthew, ni le había dicho a esteque quería invitar a su jefe. Si lo de lascopas del jueves salía bien…

 —Crossfire —dijo una voz aguda alotro lado de la línea, y Robin seconcentró en la tarea que le habíaencomendado.

 

5

 Nada hay que cause tan infinitadesazón

como los propios pensamientos.

JOHN WEBSTER, The White Devil 

Esa noche, a las nueve y veinte, Strikeestaba tumbado sobre su edredón ecamiseta y calzoncillos, con los restosde un curry para llevar en una silla juntoa la cama, leyendo las páginasdeportivas mientras en el televisor,orientado hacia la cama, daban las

 

noticias. La barra metálica quereemplazaba su tobillo derecho relucía, plateada, bajo la luz de la lámpara demesa barata que el detective habíacolocado a su lado, encima de una caja.

El miércoles por la noche sedisputaba un Inglaterra-Francia amistosoen Wembley, pero a Strike le interesabamucho más el derby que el sábadosiguiente el Arsenal iba a jugar en casacontra el Tottenham. Desde muy joveera seguidor del Arsenal por contagio desu tío Ted, a quien nunca había preguntado por qué era de los Gunnershabiendo vivido siempre en Cornualles.

Detrás de la ventanita que tenía allado, las estrellas se esforzaban por 

 

centellear a través de la neblina quevelaba el cielo nocturno. Unas pocashoras de sueño durante el día no habíahecho casi nada para mitigar sagotamiento, pero no le apetecíaacostarse todavía, sobre todo despuésde zamparse un biryani  de corderoenorme con una pinta de cerveza. A slado, encima de la cama, estaba la notaescrita a mano que le había entregadoRobin esa noche, cuando él salió de laoficina. Había dos citas anotadas. La primera rezaba:

Christian Fisher, mañana 9 a. m.,

Crossfire Publishing,

 Exmouth Market ECI.

 

 —¿Para qué quiere verme? —lehabía preguntado Strike, sorprendido—.Solo necesito la dirección de ese retiroque le comentó a Quine.

 —Ya lo sé —respondió Robin—,eso mismo le he dicho yo, pero parecíamuerto de ganas de conocerte. Ha dichoque le iba bien mañana a las nueve y queno aceptaría un no por respuesta.

¿A qué estaría yo jugando?, se preguntó Strike con fastidio, mirandofijamente aquella nota.

Esa mañana, vencido por elagotamiento, se había dejado llevar por el mal genio y había mandado a paseo aun cliente adinerado que seguramente le

 

habría conseguido más trabajo. Acontinuación había permitido queLeonora Quine se lo camelara, y lahabía aceptado como clienta pese a quelas probabilidades de que sus serviciosfueran debidamente remunerados eramuy escasas. Ahora que no la teníadelante, le costaba recordar lamezcolanza de lástima y curiosidad quelo había llevado a aceptar su caso. En elsilencio frío e inhóspito de su habitaciódel ático, su compromiso de encontrar almalhumorado marido se le antojabaquijotesco e irresponsable. ¿Acaso lagracia de intentar pagar sus deudas noestaba en que así podría recuperar u poco de tiempo libre, un sábado por la

 

tarde en el Emirates Stadium, unamañana de domingo en la cama?Después de trabajar sin apenas descansodurante meses, por fin empezaba a ganar dinero y atraía a clientes no solo por aquel primer pico inesperado denotoriedad, sino por un boca a boca másdiscreto. ¿No podía haber aguantado aWilliam Baker tres semanas más?

¿Por qué estaba ese tal ChristiaFisher tan emocionado con el hecho deconocerlo en persona?, se preguntó eldetective al releer la nota de Robin.¿Sería el propio Strike quien leinteresaba, ya fuera como el hombre quehabía resuelto el caso Lula Landry o(mucho peor) como el hijo de Jonny

 

Rokeby? Era muy difícil calcular elnivel de celebridad de uno mismo.Strike daba por hecho que su famaimprevista ya estaba atenuándose. Habíasido intenso mientras había durado, perolos periodistas ya no lo llamaban por teléfono desde hacía meses, más omenos el mismo tiempo que había pasado desde la última vez que, en ucontexto ajeno al caso, alguiemencionaba a Lula Landry cuando él se presentaba con su nombre. Losdesconocidos volvían a hacer lo quehabían hecho casi desde que él tenía usode razón: equivocarse y llamarlo«Cameron Strick» o algo parecido.

Por otra parte, cabía la posibilidad

 

de que el editor estuviera impaciente por compartir con Strike algo que sabíadel desaparecido Owen Quine, aunque,de ser ese el caso, el detective noentendía por qué se había negado acontárselo a la esposa de Quine.

La segunda cita que le había anotadoRobin estaba debajo de la de Fisher:

 Jueves 18 de noviembre,

6.30 p. m., The King’s Arms, 25

 Roupell Street, SEI.

Strike sabía por qué su secretariahabía anotado la fecha con tantaclaridad: estaba decidida a que en esa

 

ocasión (¿era la tercera o la cuarta quelo intentaban?) su prometido y él seconocieran, por fin.

Aunque al contable, al que todavíano conocía, le habría costado creerlo,Strike agradecía la existencia deMatthew, así como del anillo de zafiros  diamantes que brillaba en el dedo

anular de Robin. Matthew tenía toda la pinta de ser un gilipollas —Robin no podía imaginar la precisión con queStrike recordaba cada uno de loscomentarios que ella había hecho de pasada sobre su prometido—, peroimponía una útil barrera entre Strike yuna chica que, de no ser así, podríahaber alterado su equilibrio.

 

Strike no había podido evitar encariñarse de Robin, quien había permanecido a su lado cuando él estabade capa caída y lo había ayudado a salir del agujero; además, no estaba ciego yno se le escapaba el detalle de que setrataba de una mujer muy guapa. Para él,el compromiso de Robin era el medio por el que se bloqueaba una corriente deaire débil pero persistente, algo que, ecaso de fluir sin restricción alguna, podría empezar a causarle gravesinconvenientes. Strike consideraba quetodavía estaba recuperándose tras unarelación larga y turbulenta que habíaterminado como había empezado: comentiras. No tenía ninguna intención de

 

alterar su condición de soltero, que leresultaba cómoda y práctica, y durantemeses había evitado con éxito lasrelaciones sentimentales, pese a losintentos de su hermana Lucy de hacerlesalir con mujeres que parecían lossaldos de una web de contactos.

Evidentemente, cabía la posibilidadde que, una vez casados, Matthewutilizara su mejorado estatus paraconvencer a su esposa de que dejara uempleo que a él no le gustaba nada(Strike había interpretado correctamentelas vacilaciones y las evasivas de Robia ese respecto). Sin embargo, Strikeestaba convencido de que, si la fecha dela boda ya se hubiera fijado, Robin se lo

 

habría comunicado; por lo tanto, todavíaveía ese peligro como algo remoto.

Bostezó de nuevo, dobló el periódico, lo tiró encima de la silla y seconcentró en las noticias de latelevisión. El único lujo personal que sehabía permitido desde su mudanza aaquel pequeño ático había sido latelevisión por satélite. Su televisor  portátil reposaba ahora sobre una cajade Sky, y la imagen, que ya no dependíade una débil antena interior, era nítida elugar de granulosa. Kenneth Clarke, elministro de Justicia, estaba anunciandolos planes del gobierno para recortar trescientos cincuenta millones de librasdel presupuesto para asistencia jurídica

 

gratuita. A través de la neblina de scansancio, Strike vio cómo aquelhombre barrigudo exponía ante elParlamento su intención de «disuadir ala gente de recurrir a un abogado cadavez que se enfrenta a un problema, y, elugar de eso, animarla a plantearsemétodos de solución de conflictos másadecuados».

Lo que quería decir, por supuesto,era que los pobres debían renunciar alos servicios que ofrecía la ley. Losciudadanos de un nivel similar a los delcliente medio de Strike podían seguir recurriendo a abogados caros.Últimamente, casi todos sus encargos provenían de ricos desconfiados, objeto

 

de una traición tras otra. Él proporcionaba la información a susdistinguidos abogados, y eso les permitía obtener mejores acuerdos esus virulentos divorcios y en susenconadas disputas empresariales. Uflujo constante de clientes de buena posición iba pasando su nombre ahombres y mujeres de su mismo perfil ycon dificultades similares; así se premiaban los méritos en aquella profesión, y aunque se trataba de unarecompensa bastante repetitiva yaburrida, por lo menos resultabalucrativa.

Cuando terminaron las noticias, selevantó con dificultad de la cama,

 

recogió los restos de comida de la sillaque tenía al lado y anduvo con pasosrígidos hasta la pequeña cocinaamericana para fregarlo todo. Nuncadejaba por hacer esas cosas: de niño yaera ordenado, como su tío Ted, cuyogusto por el orden —patente en todas partes, desde su caja de herramientashasta el cobertizo de los botes— contrastaba con el caos que siemprerodeaba a la madre de Strike, Leda.

Pasados diez minutos, después deorinar por última vez en un váter quesiempre estaba mojado debido a s proximidad a la ducha, y de lavarse losdientes en el fregadero de la cocina,donde había más espacio, Strike volvía

 

a estar en la cama, quitándose la prótesis.

Las noticias se cerraban con la previsión meteorológica para el díasiguiente: niebla y temperaturas bajocero. Strike se aplicó unos polvos en elmuñón de la pierna amputada; esa nochele dolía menos que en los últimos meses.Pese al desayuno inglés completo y elcurry para llevar de ese día, habíaadelgazado un poco desde que podíacocinar, y eso había reducido la presiósobre la pierna.

Apuntó con el mando a distancia a la pantalla del televisor; una rubia risueña

  su detergente en polvo sedesvanecieron por completo, y Strike

 

maniobró con torpeza para meterse bajolas sábanas.

Evidentemente, si Owen Quineestaba escondido en su retiro paraescritores, sería fácil dar con él. Debíade ser un egocéntrico, un cretino quehabía decidido desaparecer con s precioso libro para llamar la atención.

La imagen mental, borrosa, de uhombre furioso marchándose indignadocon una bolsa de viaje colgada delhombro se disolvió casi tan deprisacomo se había formado. Strike estabasumiéndose en un letargo grato, profundo y libre de imágenes. El débil punteo de un bajo eléctrico en el bar quedó enseguida sofocado por sus

 

ásperos ronquidos.

 

6

Ya sabemos, señor Tattle, que covos todo está a salvo.

WILLIAM CONGREVE,  Love for Love

A las nueve menos diez de la mañanasiguiente Strike entró en ExmoutMarket; unos retazos de neblina heladatodavía se adherían a los edificios.Aquello no parecía propio de una callelondinense: ni las aceras ocupadas por las terrazas de las numerosas cafeterías,ni las fachadas pintadas de colores

 

 pastel, ni la iglesia de ladrillo codetalles decorativos dorados y azulessemejante a una basílica: la iglesia deOur Most Holy Redeemer, envuelta evapores humeantes. Niebla fría, tiendasllenas de objetos curiosos, sillas ymesas en la acera… Si hubiera podidoañadir el penetrante olor a agua salada ylos chillidos matutinos de las gaviotas,tal vez habría pensado que se encontrabade nuevo en Cornualles, donde había pasado los años más estables de sinfancia.

Un letrerito en una puerta anodinaunto a una panadería identificaba las

oficinas de Crossfire Publishing. A lasnueve en punto, Strike pulsó el timbre y

 

accedió a una escalera muy empinadacon las paredes encaladas, por la quesubió despacio, con cierta dificultad ycargando todo su peso en el pasamano.

En el último rellano lo esperaba uhombre delgado de unos treinta años,con gafas y aspecto refinado. Tenía el pelo ondulado, largo hasta los hombros,

 vestía vaqueros, chaleco y una camisacon estampado de cachemira yvolantitos en los puños.

 —Hola —lo saludó—. SoyChristian Fisher. Es usted Cameron,¿verdad?

 —Cormoran —lo corrigió Strike—, pero…

Iba a añadir que también respondía

 

al nombre de Cameron, su respuestaestándar ante un error común desdehacía años, pero Christian Fisher seapresuró a replicar:

 —Cormoran, como el gigante deCornualles.

 —Exacto —confirmó Strike,sorprendido.

 —El año pasado publicamos ulibro infantil sobre folclore inglés — explicó el editor, mientras abría una puerta blanca de doble hoja y conducía aStrike a una planta abierta abarrotada,con las paredes llenas de pósteres ynumerosas estanterías, todasdesordenadas. Una joven desaliñada de pelo castaño levantó la vista co

 

curiosidad cuando Strike pasó a su lado —. ¿Café? ¿Té? —ofreció Fisher, y guioa Strike hasta su despacho, unahabitación pequeña, apartada de la zonacomún, con agradables vistas de la calle brumosa y adormecida—. Puedo pedirlea Jade que salga un momento a traernoslo que sea.

Strike declinó el ofrecimientoalegando que acababa de tomar café,cosa que era cierta; sin embargo, se preguntó por qué estaría preparándoseFisher para una reunión más larga de loque, en opinión de Strike, justificabalas circunstancias.

 —Pues solo un café con leche, Jade —dijo Fisher asomando la cabeza por la

 

 puerta—. Siéntese —añadió el editor acontinuación, y empezó a buscar por lasestanterías que cubrían las paredes—.¿No vivía en la isla de Saint Michael, elgigante Cormoran?

 —Sí —confirmó Strike—. Y sesupone que lo mató Jack. El de lashabichuelas mágicas.

 —Ha de estar por aquí. —Fisher seguía buscando por los estantes—.Cuentos populares de las Islas

británicas. ¿Tiene usted hijos? —No. —Ah, entonces no importa. — 

Compuso una sonrisa y se sentó frente aStrike—. Bueno, ¿puedo preguntarlequién lo ha contratado? ¿O me permite

 

adivinarlo? —Como quiera —respondió Strike,

quien por principio nunca se oponía a laespeculación.

 —O Daniel Chard o MichaelFancourt. ¿Me equivoco?

Los cristales de las gafas leempequeñecían los ojos, que parecíamuy concentrados. Strike disimuló ssorpresa. Michael Fancourt era uescritor muy famoso que acababa deganar un importante premio literario.¿Por qué motivo iba a estar interesado por el desaparecido?

 —Me temo que sí —contestó eldetective—. Ha sido Leonora, la esposade Quine.

 

Fisher mostró una perplejidad casicómica.

 —¿Su esposa? ¿Esa mosquita muertaque se parece a Rose West? ¿Por qué ibaa contratar ella a un detective privado?

 —Su marido ha desaparecido. Semarchó hace once días.

 —¿Que Quine ha desaparecido?Pero… Pero entonces…

Strike se dio cuenta de que Fisher había previsto una conversación muydiferente, una conversación que estabaimpaciente por mantener.

 —Pero ¿por qué le ha pedido ellaque venga usted a verme?

 —Leonora cree que usted sabedónde está Quine.

 

 —¿Cómo demonios iba yo asaberlo? —preguntó Fisher, cuya perplejidad parecía sincera—. No soyamigo de Quine.

 —Pues su esposa dice que lo oyó austed hablar con su marido de un retiro para escritores, en una fiesta…

 —¡Ah! —exclamó Fisher—. Sí,Bigley Hall. Pero ¡seguro que Owen noestá allí! —agregó, y al instante setransformó en una especie deduendecillo shakespeariano con gafas:un personaje jovial con una buena dosisde astucia—. Allí no dejarían entrar aOwen Quine ni pagando. Es ucamorrista nato. Y una de las mujeresque dirige ese sitio no puede verlo ni e

 

 pintura. Owen escribió una críticadurísima de su primera novela, y ellanunca se lo ha perdonado.

 —De todas formas, ¿podríafacilitarme el número de teléfono? —  preguntó Strike.

 —Lo tengo aquí. —Fisher se sacó uteléfono del bolsillo trasero de losvaqueros—. Voy a llamar…

Así lo hizo, y a continuación puso elteléfono encima de la mesa y activó elaltavoz para que Strike pudiera oír laconversación. El tono de llamada se prolongó durante un minuto, hasta quecontestó una voz femenina entrecortada.

 —Bigley Hall. —Hola. ¿Eres Shannon? Soy Chris

 

Fisher, de Crossfire. —Hola, Chris. ¿Qué tal?Se abrió la puerta del despacho de

Fisher y por ella entró la chica morena ydesaliñada, quien, sin decir nada, dejóun café con leche ante su jefe y semarchó.

 —Mira, Shan —dijo Fisher en elmomento en que la puerta se cerraba coun chasquido—, llamo para saber siOwen Quine está con vosotras. No habrá pasado por ahí, ¿verdad?

 —¿Quine?Incluso reducido a un lejano y

minúsculo monosílabo, el profundodesprecio de Shannon resonó por lahabitación forrada de estanterías.

 

 —Sí. ¿Sabes algo de él? —Hace más de un año que no lo

veo. ¿Por qué? No estará pensando evenir aquí, ¿verdad? No hace falta quete diga que no será bien recibido.

 —Tranquila, Shan. Creo que smujer ha entendido mal algo que ledijeron. Ya hablaremos.

Fisher, impaciente por seguir hablando con Strike, se despidióapresuradamente de su interlocutora.

 —¿Lo ve? —dijo—. Ya se lo hedicho. Owen no podría haber ido aBigley Hall por mucho que quisiera.

 —¿Y por qué no se lo dijo a sesposa cuando lo llamó por teléfono?

 —¡Ah, por eso no paraba de

 

llamarme! —exclamó Fisher, como siacabara de entenderlo—. Yo creía queera Owen quien le pedía que mellamara.

 —¿Por qué iba a pedirle a su esposaque lo llamara?

 —Hombre, pues… —El editor esbozó una sonrisa, y, al ver que Strikeno se la devolvía, soltó una risita yexplicó—: Por Bombyx Mori. Pensé queera típico de Quine hacer que su esposame llamara y me sondeara.

 —  Bombyx Mori  —repitió Strike,tratando de no parecer inquisitivo nidesconcertado.

 —Sí, creí que Quine me daba la lata para ver si aún había alguna posibilidad

 

de que yo se lo publicara. Hacer llamar a su mujer era típico de él. No sé sialguien se atreverá a acercarse a

ombyx Mori  ahora, pero le aseguroque no seré yo. Somos una editorial pequeña. No tenemos presupuesto para pleitos.

Al ver que no iba a conseguir nadafingiendo saber más de lo que sabía,Strike cambió de táctica.

 —¿ Bombyx Mori es la última novelade Quine?

 —Sí. —Fisher dio un sorbo a scafé con leche, servido en tazadesechable, y retomó el hilo de sus pensamientos—. Así que hadesaparecido, ¿no? Yo suponía que se

 

quedaría por aquí. Para contemplar elespectáculo. Creía que lo había hecho precisamente para eso. ¿O se haacojonado? No parece propio de Owen.

 —¿Cuánto tiempo llevan publicandoa Quine? —preguntó Strike.

Fisher lo miró con gesto deincredulidad.

 —Pero ¡si yo no le he publicadonada! —respondió.

 —Yo creía que… —Sus tres últimos libros los ha

 publicado Roper Chard. ¿O son cuatro?o, lo que pasó fue que hace unos meseso estaba en una fiesta con Liz Tassel, s

agente, y ella, que llevaba unas copas demás, me dijo en confianza que no sabía

 

cuánto tiempo iban a seguir soportando aQuine en Roper, y yo le aseguré que nome importaría echar un vistazo a ssiguiente libro. Actualmente, Quine pertenece a la categoría de «escritores buenos de tan malos como son»; podríamos haber hecho una campaña de promoción original. Además, estaba  El 

ecado de Hobart . Ese sí era un buelibro. Pensé que Quine quizá aún tuvieraalgo que decir.

 —¿Ella le envió  Bombyx Mori? —  preguntó Strike, tanteando el terreno.

Se maldijo por lo poco concienzudoque había sido el día anterior durante laentrevista con Leonora Quine. Eso le pasaba por aceptar una clienta cuando

 

estaba medio muerto de agotamiento.Acostumbrado a acudir a las entrevistassabiendo más que el entrevistado, de pronto se sentía extrañamente inseguro.

 —Sí, me mandó un ejemplar uviernes, hace dos semanas —contestóFisher, y su sonrisita se volvió aún mástaimada—. El peor error que hacometido la pobre Liz en toda su vida.

 —¿Por qué? —Porque es evidente que no se

había leído el libro como es debido, oque no se lo había leído entero. Un par de horas después de recibirlo, me llegóeste mensaje de voz con claras muestrasde pánico: «Chris, ha habido un error,me he equivocado de manuscrito. No lo

 

leas, por favor. Devuélvemeloenseguida, estaré esperando en laoficina.» Jamás había oído a Liz Tasselhablar así. Estaba aterrorizada. Es unamujer de armas tomar, capaz deintimidar a cualquiera.

 —¿Y le devolvió el libro? —Claro que no. Me pasé casi todo

el sábado leyéndolo. —¿Y? —¿No se lo han contado? —¿Contarme qué? —De qué va el libro —respondió

Fisher—. Lo que ha hecho Quine. —¿Qué ha hecho?Fisher dejó de sonreír y bajó su taza

de café.

 

 —Algunos de los mejores abogadosde Londres me han advertido que no lorevele.

 —¿Quién ha contratado a esosabogados? —preguntó Strike. ComoFisher no contestaba, añadió—: ¿Chardo Fancourt?

 —Chard —respondió Fisher,cayendo de lleno en la trampa de Strike —. Aunque, si yo fuera Owen, me preocuparía más Fancourt. Puede llegar a ser un cabronazo. Jamás olvida, esmuy rencoroso. Supongo que esto nosaldrá de aquí, ¿no? —se apresuró aañadir.

 —¿Y ese Chard del que habla? —  preguntó Strike, avanzando a tientas.

 

 —Daniel Chard, presidente deRoper Chard —respondió Fisher con udeje de impaciencia—. No me explicocómo Owen ha podido jugársela así a la persona que está al frente de la editorialque publica sus libros, pero ese esOwen. El hijo de puta másdescaradamente iluso que he conocido,con una arrogancia monumental.Supongo que creía que podría presentar a Chard como…

Fisher se interrumpió y soltó unarisita nerviosa.

 —Soy un peligro para mí mismo.Digamos que me sorprende que Owecreyera que se saldría con la suya. A lomejor se acojonó cuando comprendió

 

que todo el mundo sabía exactamentequé estaba insinuando, y se largó por eso.

 —¿Qué pasa? Que el libro esdifamatorio, ¿no?

 —La ficción abarca terrenos pocodefinidos —empezó a explicar Fisher—.Si cuentas la verdad de formagrotesca… Aunque no estoy insinuandoque lo que él narra sea cierto. No podríaser literalmente cierto —se apresuró aañadir—. Pero todos los personajes soreconocibles; se carga a unas cuantas personas, y de forma muy inteligente. Laverdad es que recuerda mucho a las primeras obras de Fancourt. Muchasangre y mucho simbolismo misterioso.

 

Hay momentos en que no acabas de ver  por dónde va, pero quieres saber quéhay en la bolsa, qué hay en el fuego.

 —¿Qué hay dónde? —No importa. Son cosas del libro.

¿Leonora no le comentó nada de todoesto?

 —No. —Qué raro, porque ella debe de

saberlo. Me apuesto algo a que Quine esde esos escritores que se pasan todas lascomidas soltando conferencias a lafamilia sobre su libro.

 —¿Y usted por qué creía que Chardo Fancourt podían haber contratado a udetective privado si no sabía que Quinehabía desaparecido?

 

Fisher se encogió de hombros. —No lo sé. Pensé que a lo mejor 

uno de ellos intentaba averiguar qué piensa hacer Quine con el libro, paraimpedírselo o para advertir al nuevoeditor de que le pondría una demanda. Oque confiaba en descubrir algo sobre él para pagarle con la misma moneda.

 —¿Por eso tenía tanto interés ehablar conmigo? —preguntó Strike—.¿Ha descubierto algo sobre Quine?

 —No —contestó Fisher, riendo—.Es que soy un cotilla. Quería saber quéestá pasando.

Miró la hora, le dio la vuelta a unacubierta que tenía delante y retiró u poco la silla. Strike captó la indirecta.

 

 —Gracias por dedicarme un poco desu tiempo —dijo el detective allevantarse—. Si sabe algo de OweQuine, ¿me avisará, por favor?

Entregó una tarjeta a Fisher, y este laleyó frunciendo la frente mientrasrodeaba la mesa para acompañarlo hastala puerta.

 —Cormoran Strike… Strike… Mesuena de algo, ¿verdad?

Entonces se le encendió la luz. De pronto, Fisher volvió a animarse, comosi se le hubieran recargado las baterías.

 —¡Hostia, si es el de Lula Landry!Strike sabía que podía volver a

sentarse, pedir un café con leche ydisfrutar de toda la atención de Fisher 

 

durante una hora más. Sin embargo, sedespidió con firme cordialidad y, alcabo de unos minutos, volvió a salir,solo, a la calle fría y brumosa.

 

7

Juro por Dios que jamás se me podrá culpar de leer nada semejante.

BEN JONSON,  Every Man in His

 Humour 

Cuando se enteró por teléfono de que smarido no estaba en el retiro paraescritores, Leonora Quine mostró ciertaansiedad.

 —Pero entonces… ¿dónde está? — dijo, como si hablara para sí misma.

 —¿Adónde suele ir cuando

 

desaparece? —preguntó Strike. —A algún hotel. Una vez se quedó

en casa de una mujer, pero ya no se ven.Orlando —dijo bruscamente, apartandoel auricular—, deja eso, es mío. Te hedicho que es mío. ¿Qué? —preguntódirigiéndose de nuevo a Strike.

 —No, no he dicho nada. ¿Quiere quesiga buscando a su marido?

 —Por supuesto. Si no, ¿cómodemonios voy a encontrarlo? No puedodejar sola a Orlando. Pregúntele a LizTassel dónde está. Ella ya lo encontróotra vez. En el Hilton —añadió Leonorade improviso—. Una vez estaba en elHilton.

 —¿En qué Hilton?

 

 —No lo sé, pregúntele a Liz. Owese ha marchado por su culpa, así que bien podría ayudarme a recuperarlo.Pero no se pone al teléfono cuando lallamo. Orlando, deja eso.

 —¿Se le ocurre alguien más…? —Si se me ocurriera, ya se lo habría

 preguntado, ¿no le parece? —le espetóLeonora Quine—. ¡Usted es el detective!¡Encuéntrelo! ¡Orlando!

 —Señora Quine, tenemos que… —Llámeme Leonora. —Leonora, tenemos que plantearnos

la posibilidad de que a su marido lehaya pasado algo. Lo encontraríamosantes —prosiguió Strike hablando másalto para hacerse oír por encima del

 

estrépito doméstico del otro lado de lalínea— si informáramos a la policía.

 —No quiero. Ya llamé a la policíaaquella vez que se marchó una semana, yapareció en casa de su amiga, y no leshizo ninguna gracia. Si vuelvo a hacerlo,se enfadará. Además, Owen no…¡Déjalo, Orlando!

 —La policía tiene medios paradistribuir su fotografía y…

 —No quiero líos, solo quiero quevuelva a casa. ¿Por qué no vuelve? — añadió, irritada—. Ya ha tenido tiempode calmarse.

 —¿Ha leído el último libro de smarido? —le preguntó Strike.

 —No. Nunca los leo hasta que está

 

terminados, con las tapas y todo. —¿Le ha contado de qué trata? —No, no le gusta hablar de s

trabajo mientras está… ¡Orlando, dejaeso!

Strike no supo si Leonora Quinehabía colgado deliberadamente o no.

La niebla de las primeras horas de lamañana ya se había disipado. La lluviasalpicaba las ventanas del despacho deldetective. Estaba a punto de llegar unaclienta, otra mujer en pleno proceso dedivorcio, empeñada en averiguar dóndeescondía sus bienes el que pronto seríasu exmarido.

 —Robin —dijo Strike, asomándosea la recepción—, ¿puedes buscar una

 

fotografía de Owen Quine en internet eimprimirla? Y llama a su agente,Elizabeth Tassel, a ver si se presta a quele haga unas preguntitas.

Iba a volver a su despacho, pero sele ocurrió otra cosa.

 —¿Y podrías buscar «bombyx mori» enterarte de qué significa?

 —¿Cómo se escribe? —Ni idea —admitió Strike.

La divorciada en ciernes llegó puntual, alas once y media. Se trataba de unacuarentona de aspecto sospechosamenteuvenil que emanaba un encanto

tembloroso y un aroma almizclado que,según Robin, hacía que la oficina

 

 pareciese abarrotada. Strike entró en sdespacho con ella, y durante dos horasRobin solo oyó el suave ondular de susvoces por encima del golpeteo constantede la lluvia y la pulsación de sus dedosen el teclado; todos ellos sonidostranquilos y apacibles. Robin ya sehabía acostumbrado a oír estallidosrepentinos de llanto, gemidos e inclusogritos provenientes del despacho deStrike. A veces, lo más inquietante eralos silencios repentinos, como cuandoun cliente se desmayó (y, como supieromás tarde, habían sufrido un pequeñoinfarto) al ver las fotografías de smujer con su amante, tomadas por Strikecon un teleobjetivo.

 

Cuando salieron por fin Strike y sclienta, que se despidió de él coexcesiva efusividad, Robin le entregó asu jefe una fotografía grande de OweQuine sacada de la web del FestivalLiterario de Bath.

 —¡Madre mía! —exclamó Strike.Owen Quine era un hombre

corpulento y elegante de unos sesentaaños; tenía la tez clara y el pelo rubio,desgreñado y canoso, y llevaba una barba puntiaguda al estilo Van Dyke. Susojos parecían de colores diferentes, loque confería una intensidad particular asu mirada. Para fotografiarse se habíaenvuelto en una especie de capa tirolesa  se había tocado con un sombrero de

 

fieltro con una pluma de adorno. —Dudo que un tipo así pase

desapercibido mucho tiempo —observóStrike—. ¿Podrías hacer unas cuantascopias, Robin? Tal vez tengamos quellevarlas a algunos hoteles. Su mujer cree que en cierta ocasión Quine sealojó en un Hilton, pero no recuerda ecuál. ¿Te importa empezar a llamar paraver si se ha registrado en alguno?Supongo que en tal caso no habráutilizado su verdadero nombre, pero podrías intentar describirlo. ¿Ha habidosuerte con Elizabeth Tassel?

 —Sí —contestó Robin—. Parecementira, pero estaba a punto de llamarlacuando ha llamado ella.

 

 —¿Ha llamado aquí? ¿Qué quería? —Christian Fisher le ha contado que

has ido a verlo. —¿Y? —Esta tarde tiene reuniones, pero

quiere verte mañana a las once en sdespacho.

 —¿Ah, sí? —dijo Strike, risueño—.Esto se pone cada vez más interesante.¿Le has preguntado si sabe dónde estáQuine?

 —Sí, y dice que no tiene ni idea, pero insiste en que quiere verte. Es muymandona. Me ha recordado a unadirectora de colegio. Ah, y «bombyx

mori» —concluyó— significa «gusanode seda» en latín.

 

 —¿«Gusano de seda»? —Sí, ¿y sabes qué? Yo creía que los

gusanos hacían como las arañas, quetejen sus telarañas, pero ¿sabes cómo seobtiene la seda de los gusanos?

 —Pues no, la verdad. —Los hierven. Los hierven vivos

 para que no dañen los capullos al salir de ellos. Lo que está hecho de seda solos capullos. No es muy bonito,¿verdad? Pero ¿a qué viene tu interés por los gusanos de seda?

 —Quería saber por qué Owen Quineha titulado su novela  Bombyx Mori  — contestó Strike—. Pero sigo sientenderlo.

Strike pasó toda la tarde ocupándose

 

del aburrido papeleo relacionado con useguimiento y confiando en que mejorarael tiempo, ya que, como no le quedabacasi nada para comer en la oficina, iba atener que bajar a la calle. Después deque Robin se marchara, Strike siguiótrabajando mientras arreciaba la lluviaque golpeaba el cristal de su ventana. Alfinal se puso el abrigo, bajó con laintención de comprar algo de comer eel supermercado más cercano y echó aandar por la encharcada y oscuraCharing Cross Road, bajo lo que ya sehabía convertido en un aguacero.Últimamente recurría demasiado a lacomida para llevar.

De regreso, con una abultada bolsa

 

de la compra en cada mano, y llevado por un impulso, entró en una librería deviejo que estaba a punto de cerrar. Elhombre detrás del mostrador no estabaseguro de si tenía un ejemplar de  El 

ecado de Hobart , el primer libro deOwen Quine y, presuntamente, el mejor; pero tras mucho mascullar sin llegar aninguna conclusión y examinar de modo poco convincente la pantalla de sordenador, le ofreció a Strike uejemplar de  Los hermanos Balzac, delmismo autor. Cansado, mojado yhambriento, Strike pagó dos libras por el maltrecho libro encuadernado en tapadura y se lo llevó a su ático.

Después de guardar las provisiones

 

 prepararse un plato de pasta, Strike setumbó en la cama —con una nochedensa, oscura y fría detrás de la ventana — y abrió el libro del escritor desaparecido.

El estilo era elaborado y florido, yla historia, truculenta y surreal. Doshermanos, llamados Varicocele y Vas,estaban encerrados en una habitacióabovedada mientras el cadáver de shermano mayor se pudría lentamente eun rincón. Entre discusiones de borrachos sobre literatura, lealtad y elescritor francés Balzac, intentabaescribir a cuatro manos una biografíadel hermano que estabadescomponiéndose. Varicocele se

 

 palpaba constantemente los doloridostestículos, lo que Strike interpretó comouna metáfora torpe del bloqueo delescritor; al parecer, era Vas quien hacíacasi todo el trabajo.

Cuando llevaba leídas cincuenta páginas, y tras murmurar «¡Quégilipollez!», Strike dejó el libro e inicióel laborioso proceso de acostarse.

El profundo y delicioso letargo de lanoche anterior brillaba por su ausencia.La lluvia tamborileaba en la ventana desu habitación del ático, y tuvo un sueñoinquieto y poblado de catástrofes. Por lamañana, Strike se despertó con unasensación desagradable, parecida a unaresaca. La lluvia seguía golpeando en la

 

ventana, y cuando encendió el televisor,vio que Cornualles había sufrido gravesinundaciones; había gente atrapada esus coches u obligada a evacuar suscasas y apretujarse en refugios deemergencia.

Strike cogió el móvil y marcó elnúmero de teléfono, tan familiar para élcomo su propio reflejo en el espejo, quea lo largo de toda su vida siempre habíasignificado seguridad y estabilidad.

 —¿Diga? —contestó su tía. —Hola, soy Cormoran. ¿Estáis bien,

Joan? Acabo de ver las noticias. —Sí, de momento estamos bien,

cielo. La peor parte se la ha llevado elnorte de la costa. Bueno, llueve mucho y

 

hay tormenta, pero nada comparado colo de Saint Austell. Nosotros tambiéestamos viendo las noticias. ¿Cómo vatodo, Corm? Hacía mucho que nohablábamos. Precisamente anoche Ted yo comentábamos que no sabíamos nada

de ti y queríamos proponerte que, ahoraque vuelves a estar solo, vengas a pasar la Navidad con nosotros. ¿Qué te parece?

Strike no podía vestirse ni colocarsela prótesis mientras hablaba por teléfono. Durante media hora, su tíasoltó un chorro incontenible deinformación local, con fugaces yrepentinas incursiones en el territorio personal, donde él prefería no dejarla

 

entrar. Tras un último interrogatorioacerca de su vida amorosa, sus deudas ysu pierna amputada, la tía lo dejó por fien paz.

Strike llegó al despacho tarde, cansado de mal humor. Llevaba traje oscuro y

corbata; Robin se preguntó si habríaquedado para comer con la morena etrámites de divorcio después de su citacon Elizabeth Tassel.

 —¿Has oído las noticias? —¿Las inundaciones de Cornualles?

 —preguntó Strike, al tiempo queencendía la tetera, porque el primer tédel día se le había enfriado mientras stía parloteaba sin parar.

 

 —Guillermo y Kate se hacomprometido.

 —¿Quiénes? —El príncipe Guillermo — 

respondió Robin, risueña— y KateMiddleton.

 —Ah —dijo Strike con frialdad—.Me alegro por ellos.

Él también había formado en lasfilas de los prometidos hasta unos pocosmeses antes. No sabía cómo progresabael nuevo compromiso de su exnovia, nile gustaba preguntarse cuándo iba aterminar. (En cualquier caso, no comohabía terminado el suyo, por supuesto,con ella arañándole la cara y revelandosu traición, sino con la clase de boda

 

que Strike jamás podría haberleofrecido, un enlace más parecido al que pronto celebrarían Guillermo y Kate.)

Robin no consideró prudente romper aquel silencio taciturno hasta que Strikese hubo bebido media taza de té.

 —Justo antes de que bajaras, hallamado Lucy para recordarte la fiestade cumpleaños del sábado por la noche preguntarte si irás acompañado.

El estado de ánimo de Strikedescendió varios peldaños. Se habíaolvidado por completo de la cena ecasa de su hermana.

 —Vale —dijo, apesadumbrado. —¿El sábado es tu cumpleaños? — 

 preguntó Robin.

 

 —No. —¿Cuándo es?Strike suspiró. No quería que nadie

le comprara pasteles, tarjetas defelicitación ni regalos, pero Robin lomiraba con gesto expectante.

 —El martes —confesó. —¿El veintitrés? —Sí.Tras una breve pausa, a Strike se le

ocurrió pensar que tal vez debiera preguntárselo él también.

 —¿Y el tuyo? —Robin no contestóde inmediato, y Strike se temió lo peor  —. Hostia, no será hoy, ¿verdad?

 —No, ya ha pasado —replicó ella,riendo—. Es el nueve de octubre.

 

Tranquilo, cayó en sábado —dijosonriendo ante la expresión atribuladade su jefe—. No me pasé todo el díaaquí sentada esperando que me regalarasflores.

Strike le devolvió la sonrisa. Dadoque había pasado su cumpleaños y nisiquiera se le había ocurrido averiguar cuándo era, sintió que debía hacer algúesfuerzo adicional, así que añadió:

 —Suerte que Matthew y tú todavíano habéis fijado una fecha. Al menosvuestra boda no coincidirá con el enlacereal.

 —Bueno… —Robin se sonrojó—.Sí que la hemos fijado.

 —¿Ah, sí?

 

 —Sí. El… ocho de enero. Tengo tinvitación aquí —dijo, y se abalanzósobre su bolso (aún no le había preguntado a Matthew si le parecía bieque invitara a Strike, pero ya erademasiado tarde para eso)—. Toma.

 —¿El ocho de enero? —Strike cogióel sobre plateado—. Pero si solofaltan… ¿Cuánto? ¿Siete semanas?

 —Sí.Se produjo una pausa breve y

extraña. Strike no conseguía recordar eaquel instante qué era lo que pretendíaencargarle a Robin; pero se acordó por fin y, mientras se daba golpecitos en la palma de la mano con el sobre plateado, preguntó con gesto serio:

 

 —¿Cómo va lo de los Hilton? —He llamado a unos cuantos. Quine

no se ha registrado en ninguno con snombre verdadero y nadie lo hareconocido por la descripción. Perotodavía me quedan muchos en la lista.¿Y tú qué vas a hacer después de ver aElizabeth Tassel? —preguntó como de pasada.

 —Fingir que quiero comprarme u piso en Mayfair. Por lo visto, hay umarido que intenta reunir un poco decapital y llevárselo a un paraíso fiscalantes de que los abogados de su mujer  puedan impedírselo.

»Bueno —dijo, guardándose en el bolsillo del abrigo la invitación si

 

abrir—, tengo que irme. He de encontrar a un escritorzuelo.

 

8

Tomé el libro, y esfumóse elanciano.

JOHN LYLY,  Endymion: or, the Man in

the Moon

Durante el breve trayecto en metro hastala oficina de Elizabeth Tassel, una sola parada (Strike no se sentó, pues nunca serelajaba del todo en esos viajes tacortos, concentrado en apuntalar bien la pierna ortopédica para evitar posiblescaídas), tuvo tiempo de reparar en que

 

Robin no le había reprochado quehubiera aceptado el caso Quine.Evidentemente, ella no era nadie paracensurar a su jefe, pero había rechazadoun sueldo mucho mejor para trabajar coél, y sería razonable que esperara que,una vez pagadas las deudas, Strike pudiera como mínimo ofrecerle uaumento. Sin embargo, curiosamente,Robin no era dada a las críticas ni a lossilencios condenatorios; era la únicamujer de la vida de Strike que, al parecer, no tenía intención de mejorarloni de corregirlo. Él sabía por experiencia propia que a menudo lasmujeres esperaban que interpretaras susenormes esfuerzos por cambiarte como

 

una prueba de lo mucho que te amaban.Y se casaba al cabo de siete

semanas. Faltaban siete semanas paraque se convirtiera en la señora de… ¿Sele había olvidado el apellido de s prometido, o es que nunca lo habíasabido?

Mientras esperaba el ascensor eGoodge Street, sintió un impulsorepentino e incontenible de llamar aaquella clienta suya, la morena etrámites de divorcio —quien habíadejado bastante claro que le encantaríatal cosa—, y quedar con ella esa mismanoche para tirársela en lo que imaginabaque sería una cama blanda y mullida,intensamente perfumada, en su casa del

 

 barrio de Knightsbridge. Sin embargo,no podía más que descartar la idea.Sería una locura dejarse llevar; aún peor que aceptar un caso de desaparición por el que era muy probable que no cobrarani un céntimo.

¿Y por qué pierdes el tiempo con

Owen Quine?, se preguntó, con lacabeza gacha bajo la lluvia copiosa. Por 

curiosidad , se contestó tras unosmomentos de reflexión, y quizá tambié por algo más difícil de explicar.Mientras avanzaba hacia Store Streetcon los ojos entornados para ver bajo elaguacero, y concentrado en no caerse por aquellas aceras resbaladizas, se dijoque su paladar corría el peligro de

 

saturarse con las innumerablesvariaciones de codicia y venganza quesus clientes adinerados no cesaban de presentarle. Llevaba mucho tiempo siinvestigar un caso de desaparición. Siconseguía devolver a Quine a su familia,se quedaría satisfecho.

La agencia literaria de ElizabetTassel se hallaba en una calle sin salidasorprendentemente tranquila que daba aGower Street, flanqueada por antiguascaballerizas de ladrillo oscuro, casitodas convertidas en viviendas. Strike pulsó un timbre junto a una discreta placa de latón. A continuación se oyó uruido sordo de pasos, y un joven de tezclara, con el cuello de la camisa

 

desabrochado, abrió la puerta al pie deuna escalera con alfombra roja.

 —¿Es usted el detective privado? —  preguntó con una mezcla de emoción einquietud.

Strike lo siguió, goteando, por laalfombra raída y subió la escalera; en elrellano, una puerta de caoba daba a unagran oficina que en su día debió de ser un vestíbulo y un salón independientes.

Allí, la vetusta elegancia ibadesintegrándose lentamente hastaconvertirse en simple desaliño. Lasventanas estaban empañadas debido a lacondensación del aire, cargado de olor atabaco. Una profusión de estanterías demadera abarrotadas cubría las paredes,

 

  el deslucido papel pintado quedabacasi oculto bajo los marcos cocaricaturas y viñetas literarias. Habíados mesas macizas, una frente a otra,sobre una alfombra gastada, pero ambasestaban vacías.

 —¿Me da su abrigo? —preguntó eloven, y una chica delgada y de aspecto

asustadizo dio un respingo y asomó por detrás de una de las mesas. Tenía unaesponja sucia en una mano.

 —¡No consigo quitarla, Ralph! — susurró, agobiada, al joven que habíaguiado a Strike.

 —Maldito animal —masculló Ralpcon enojo—. Ese perro decrépito deElizabeth ha vomitado debajo de la

 

mesa de Sally —explicó  sotto voce,mientras cogía el empapado Crombie deStrike y lo colgaba en una percha de pievictoriana junto a la puerta—. Voy adecirle que ya ha llegado. Siguefrotando —le aconsejó a su colega,mientras iba hasta otra puerta de caoba yla abría un poco.

 —El señor Strike está aquí, Liz.Se oyó un fuerte ladrido, y a

continuación, una tos humana, agarrada yvibrante, digna de los pulmones de uviejo minero del carbón.

 —Sujétalo —dijo una voz ronca, yRalph entró en el despacho de la agente.

Al abrirse de nuevo la puerta, Strikevio a Ralph sujetando con fuerza por el

 

collar a un dóberman viejo, pero siduda todavía batallador, y a una mujer alta y robusta de unos sesenta años, cofacciones grandes que componían urostro poco agraciado. Tenía una melenacorta y geométricamente perfecta de pelo canoso que, añadida al trajechaqueta negro de corte sobrio y utoque de pintalabios rojo, le conferíacierto estilo. Emanaba esa aura deesplendor que en las mujeres madurasde éxito suele sustituir al atractivosexual.

 —Será mejor que lo saques a pasear, Ralph —dijo la agente, mirandocon sus ojos verde oscuro a Strike. Lalluvia seguía aporreando los cristales de

 

las ventanas—. Y no te olvides las bolsas, que hoy va un poco suelto devientre.

»Adelante, señor Strike.Con evidente asco, su ayudante sacó

del despacho el perro, cuya cabeza parecía la de un Anubis viviente; alcruzarse con Strike, el dóberman gruñócon saña.

 —Café, Sally —dijo en tono bruscola agente a la chica con cara de susto.

Al ver que Sally se incorporaba deun brinco tras esconder la esponja ydesaparecía por una puerta que habíamás allá de la mesa, Strike confió en quese lavara las manos a conciencia antesde preparar los cafés.

 

En el sofocante despacho deElizabeth Tassel se reconcentraba elambiente del resto de la oficina:apestaba a tabaco y a perro viejo. Bajola mesa de la agente había una cama detweed para el animal; las paredesestaban atestadas de fotografías yfotocopias viejas. Strike reconoció unode los retratos más destacados: un autor de libros infantiles ilustrados, anciano y bastante famoso, llamado Pinkelman; noestaba seguro de que todavía viviera.Tras invitarlo por señas a sentarse frentea ella (en una silla de la que el detectivetuvo que retirar un montón de papeles yejemplares viejos de The Bookseller ),la agente sacó un cigarrillo de una caja

 

que había encima de la mesa, loencendió con un mechero de ónix, inhaló profundamente y estalló en un acceso prolongado de tos ronca y acompañadade pitidos.

 —Bueno —dijo carraspeandocuando al fin paró de toser y pudosentarse de nuevo en la silla de pieldetrás de la mesa—, ya me ha contadoChristian Fisher que Owen ha protagonizado otra de sus famosasdesapariciones.

 —Exacto —confirmó Strike—.Desapareció la noche en que ustedes dosdiscutieron sobre su libro.

La mujer empezó a hablar, pero sus palabras se desintegraron de inmediato

 

en un nuevo acceso de tos. De las profundidades de su torso salían unosruidos horribles y desgarradores. Strikeesperó en silencio a que se le pasara elataque.

 —Vaya tos —comentó por ficuando el silencio la sucedió, y, acontinuación, por increíble que pudiera parecer, la mujer dio otra ávida caladaal cigarrillo—. Gripe —dijo con vozáspera—. No consigo quitármela deencima. ¿Cuándo fue a verlo Leonora?

 —Anteayer. —¿Seguro que puede pagar sus

servicios? —añadió carraspeando—.Porque me imagino que el detective queresolvió el caso Landry no debe de salir 

 

 barato. —La señora Quine insinuó que

acaso usted se haría cargo de mishonorarios —explicó Strike.

A Elizabeth se le colorearon las bastas mejillas, y sus ojos, llorosos detanto toser, se entornaron.

 —Pues ya puede ir corriendo a ver aLeonora. —Su pecho empezó a dar sacudidas bajo la elegante chaquetanegra, y contuvo el impulso de volver atoser—. Dígale que no pienso gastarmeni un ce-céntimo para encontrar a esedesgraciado. Ya no es… Ya no es clientemío. Dígale… Dígale…

Sucumbió a otra explosiógigantesca de tos.

 

Se abrió la puerta y entró la chicadelgada. Llevaba una pesada bandeja demadera con tazas y una cafetera, quemanejaba con dificultad. Strike selevantó para ayudarla; en la mesa apenashabía espacio para ponerla, y laayudante intentó despejarla un poco.Con los nervios, derribó una pila de papeles.

La agente, colérica y sin parar detoser, le hizo un gesto admonitorio, y lachica, acobardada, se escabulló a toda prisa de la habitación.

 —Maldi… ta… inú… —se quejóElizabeth Tassel entre pitidos.

Strike dejó la bandeja en la mesa si prestar atención a los papeles

 

esparcidos por toda la alfombra y sesentó de nuevo. Había un patró particular para aquella clase deabusonas: mujeres mayores que, demodo consciente o inconsciente, sacaba partido de su capacidad para despertar,en las personas adecuadas, recuerdos deinfancia de madres dominantes yexigentes. Strike era inmune a esa clasede intimidación. Para empezar, smadre, pese a tener otros defectos, habíasido una mujer joven y capaz deexpresar sin ambages su afecto; además,él había detectado vulnerabilidades eaquel presunto dragón. La adicción altabaco, las fotografías deslucidas y lacama de perro vieja parecían indicar 

 

que se trataba de una mujer mássentimental y menos segura de sí mismade lo que, por lo visto, creían susóvenes empleados.

Cuando Elizabeth terminó por fin detoser, Strike le acercó la taza de caféque le había servido.

 —Gracias —masculló ella coaspereza.

 —Así que ha despedido a Quine.¿Se lo dijo la noche que cenaron juntos?

 —No me acuerdo. Los ánimos secaldearon muy deprisa. Owen se levantóen medio del restaurante para gritarmemejor; luego se marchó muy airado ytuve que pagar la cuenta yo. Si leinteresa comprobarlo, encontrará

 

muchos testimonios de lo que dijimos.Owen se encargó de montar un bonitoespectáculo público.

Sacó otro cigarrillo y en el últimomomento se le ocurrió ofrecerle uno aStrike. Encendió los dos antes de preguntar:

 —¿Qué le ha contado ChristiaFisher?

 —No mucho —contestó él. —Espero que sea verdad, por el

 bien de ustedes dos —le espetóElizabeth.

El detective no dijo nada: se limitó afumar y tomarse el café, mientras ella permanecía a la espera, evidentemente,de más información. Como Strike

 

callaba, acabó preguntando: —¿Mencionó Bombyx Mori?Él asintió con la cabeza. —¿Qué le contó? —Que Quine ha incluido a muchas

 personas reales en el libro, apenascamufladas.

Se produjo una pausa tensa. —Espero que Chard lo demande.

Menudo concepto de la discreción, ¿nole parece?

 —¿Ha intentado hablar con Quinedesde que la dejó plantada en…?¿Dónde estaban cenando?

 —En el River Café. No, no heintentado hablar con él, porque no tengonada más que decirle.

 

 —¿Y él? ¿Tampoco la ha llamado? —No. —Según Leonora, usted le dijo a

Quine que su libro era lo mejor quehabía escrito, y luego cambió de opinió se negó a representarlo.

 —¿Eso dice? Eso no… Yo no… Esoes…

Tuvo el peor ataque de tos hasta elmomento. Strike apenas pudo contener elimpulso de arrebatarle por la fuerza elcigarrillo mientras ella tosía yresoplaba. Cuando por fin dejó de toser,se bebió de un trago media taza de cafécaliente, y eso pareció proporcionarlecierto alivio. Con voz más firme,repitió:

 

 —Yo no dije eso. ¿«Lo mejor quehabía escrito»? ¿Eso le dijo a Leonora?

 —Sí. Entonces, ¿qué le dijo? —Estaba enferma —contestó ella

con voz ronca, ignorando la pregunta—.Tenía gripe. Estuve una semana sin venir al despacho. Owen llamó aquí paradecirme que había terminado la novela;Ralph le explicó que yo estaba en casa,en cama, y entonces Owen me envió elmanuscrito por mensajero. Tuve quelevantarme para firmar el albarán. Muytípico de él. Estaba con cuarenta defiebre y apenas me tenía en pie, pero,como él había terminado su libro, yodebía leerlo enseguida.

Bebió otro trago de café y continuó:

 

 —Dejé el manuscrito en la mesitadel recibidor y me acosté otra vez.Owen empezó a llamarme por teléfono atodas horas para saber qué opinaba. Se pasó todo el miércoles y el juevesatosigándome…

»Nunca lo había hecho, y eso quellevo treinta años en esta profesión — continuó—. Pero aquel fin de semanatenía planes. Estaba deseando quellegara el viernes. No quería cancelar elviaje, ni que Owen me llamara cada tresminutos mientras estaba fuera. Asíque… para librarme de él… Todavía meencontraba muy mal… Leí el libro por encima.

Dio una honda calada al cigarrillo,

 

tosió rutinariamente, se recompuso yañadió:

 —No me pareció peor que los dosanteriores. Es más, era un poco mejor.La premisa era bastante interesante. Lasimágenes eran fascinantes. Un cuento dehadas gótico, una versión truculenta de

l progreso del peregrino. —¿Reconoció a alguien en los

fragmentos que leyó? —Los personajes parecía

simbólicos —contestó ella, un poco a ladefensiva—, incluido el autorretratohagiográfico. Mucha pe-perversiósexual. —Hizo una pausa para volver atoser—. La mezcla habitual, pensé…Pero… no lo leí con atención, eso no

 

tengo ningún inconveniente en admitirlo.Strike se dio cuenta de que Elizabet

no estaba acostumbrada a reconocer errores.

 —Me… me salté la última cuarta parte, los fragmentos en los que escribesobre Michael y Daniel. Le eché uvistazo al final, que me pareció grotesco un poco estúpido…

»Si no hubiera estado tan enferma, silo hubiera leído como es debido, lehabría dicho de inmediato que aquellono se podía publicar, por supuesto.Daniel es un poco raro, muysusceptible… —Volvía a quebrársele lavoz; decidida a terminar la frase,consiguió añadir entre resoplidos—: Y

 

Michael es el peor… el peor… —Perola tos volvió a vencerla.

 —¿Por qué querría el señor Quine publicar una novela que con todaseguridad iba a suponerle una demanda? —preguntó Strike cuando Elizabeth dejóde toser.

 —Porque Owen no se considerasujeto a las mismas leyes que el resto delos mortales —respondió ella co brusquedad—. Se tiene por un genio, uenfant terrible. Se enorgullece deofender a los demás. Le parece valiente,heroico.

 —¿Qué hizo con el libro después dehojearlo?

 —Llamé a Owen. —Cerró u

 

momento los ojos, furiosa, al parecer,consigo misma—. Y le dije: «Sí, sí, es buenísimo», y le pedí a Ralph queviniera a recoger el maldito manuscritoa mi casa, le hiciera dos copias yenviara una a Jerry Waldegrave, eleditor de Owen en Roper Chard, y, por desgracia, otra a Christian Fisher.

 —¿Cómo es que no envió elmanuscrito por correo electrónico a laoficina? —preguntó Strike, intrigado—.¿No lo tenía en un lápiz de memoria oalgo así?

Elizabeth apagó el cigarrillo en ucenicero de vidrio lleno de colillas.

 —Owen se empeña en seguir trabajando con la vieja máquina de

 

escribir eléctrica que utilizó para  El 

ecado de Hobart . No sé si lo hace por afectación o por estupidez. Es un inútil para la tecnología. Quizá haya intentadoaprender a usar un ordenador portátil yno lo haya conseguido. Es otro de losdetalles que lo hacen insoportable.

 —¿Y por qué envió copias a las doseditoriales? —preguntó Strike, pese aconocer la respuesta.

 —Porque Jerry Waldegrave tal vezsea un santo varón y el tipo más buenode todo el mundo editorial —contestóella entre sorbo y sorbo de café—, peroincluso él ha acabado por hartarse deOwen y sus berrinches. El último librode Quine publicado en Roper Chard

 

apenas se vendió. Me pareció que lomás sensato era disponer de una segunda posibilidad.

 —¿Cuándo descubrió usted de quétrataba el libro en realidad?

 —Esa misma noche. Me llamóRalph. Ya había enviado las dos copias,  entonces echó un vistazo al original.

Me llamó y me dijo: «Liz, ¿tú has leídoesto?»

Strike podía imaginarse muy bien la preocupación con que el joven y pálidoayudante había hecho esa llamada, elcoraje que había requerido, laangustiada deliberación que habríamantenido con su colega, la otraayudante, antes de tomar semejante

 

decisión. —Tuve que admitir que no, o que no

a fondo —masculló Elizabeth—. Ralpme leyó una selección de pasajes que yome había saltado y… —Cogió elmechero de ónix y lo encendiódistraídamente; luego miró a Strike—.Bueno, me entró pánico. Telefoneé aChristian Fisher, pero saltó el buzón devoz, por eso le dejé un mensaje, paraexplicarle que el manuscrito que lehabíamos enviado era un primer  borrador, que no debía leerlo, que mehabía equivocado y que por favor me lodevolviera cu-cuanto antes. Despuésllamé a Jerry, pero tampoco lo encontré.Ya me había dicho que ese fin de semana

 

se iba de viaje con su esposa, a celebrar su aniversario. Confié en que no tuvieratiempo para leer nada, y le dejé umensaje parecido al que le había dejadoa Fisher. Y entonces volví a llamar aOwen.

Encendió otro cigarrillo. Al inhalar se le abrieron las grandes aletas de lanariz y se le marcaron aún más lasarrugas alrededor de la boca.

 —No pude decir casi nada, y sihubiera podido, habría sido en vano.Owen no paraba de hablar, como suelehacer, absolutamente encantado consigomismo. Me propuso quedar para cenar ycelebrar que había terminado el libro.

»Así que me vestí como pude, fui al

 

River Café y esperé. Al poco rato, entróOwen.

»Ni siquiera llegó tarde, como suelehacer. Parecía que levitara, se lo veíaeufórico. Está convencido de haber hecho algo meritorio y maravilloso.Antes de que yo hubiera conseguidodecir ni una sola palabra, él ya habíaempezado a hablar de adaptaciones alcine.

Le brillaban los ojos, muy oscuros, yal expulsar el humo entre los labios pintados de rojo se agudizó su parecidocon un dragón.

 —Cuando le dije que había escritoun libro repugnante, cruel eimpublicable, se levantó de un brinco, la

 

silla salió volando, y se puso a gritar.Después de insultarme, tanto en lo personal como en lo profesional, medijo que si yo no tenía el valor suficiente para seguir representándolo, él mismo publicaría su novela en formatoelectrónico. Entonces salió indignadodel restaurante y me dejó plantada con lacuenta. Aunque e-eso —gruñó— no eraninguna no-nove…

La exaltación le provocó un ataquede tos aún peor que el anterior. Strikellegó a creer que iba a asfixiarse. Hizoademán de levantarse de la silla, peroella lo detuvo con un gesto. Por fin, muycolorada y con los ojos llorosos, dijocon una voz que parecía cargada de

 

gravilla: —Hice todo lo que pude para

arreglarlo. Mi fin de semana en la playase echó a perder; me lo pasé hablando por teléfono, tratando de localizar aFisher y a Waldegrave. Les dejé umensaje tras otro, atrapada en losmalditos acantilados de Gwithiaintentando conseguir cobertura…

 —¿Es usted de allí? —preguntóStrike con cierta sorpresa, porque nohabía apreciado en el acento deElizabeth ningún eco de su infancia eCornualles.

 —No, una de mis autoras vive allí.Se enteró de que llevaba cuatro años sisalir de Londres y me invitó a pasar el

 

fin de semana. Quería enseñarme todoslos sitios preciosos donde ambienta susnovelas. Aquellos paisajes eran de losma-más hermosos que yo había visto, pero no podía parar de pensar en el di-dichoso  Bombyx Mori  y en cómoimpedir que alguien más lo leyera. No podía dormir. Me sentía fatal…

»Al fin Jerry devolvió mis llamadasel domingo a la hora de comer. Resultóque había cancelado su viaje; measeguró que no había recibido ningunode mis mensajes, y que por tanto habíadecidido leer el maldito libro.

»Estaba indignado. Frenético. Le prometí que haría cuanto estuviera en mimano para impedir que la novela se

 

 publicara, pero tuve que admitir quetambién se la había enviado a Christian, al oír eso Jerry me colgó el teléfono.

 —¿Le contó que Quine habíaamenazado con publicar el libro einternet?

 —No, no se lo dije. Confiaba en queaquello no fuera más que una bravuconada, porque Owen es un inútiltotal con los ordenadores. Aun así,estaba preocupada…

Dejó la frase en el aire, de modo queStrike preguntó:

 —¿Preocupada por qué?Elizabeth no contestó. —Eso de la autoedición encaja — 

comentó Strike, como de pasada—.

 

Leonora dice que la noche en quedesapareció, Quine llevaba consigo unacopia del manuscrito y todas sus notas.Yo dudaba si sería para quemarlo todo otirarlo al río, pero cabe suponer que locogió con el propósito de hacer un libroelectrónico.

Esa información no contribuyó amejorar el humor de Elizabeth Tassel.Apretando las mandíbulas, dijo:

 —Hay una mujer. Se conocieron eun curso de escritura que impartíaOwen. Ella publica sus propios libros.Lo sé porque Owen trató de vendermesus espantosas novelas de fantasíaerótica.

 —¿Ha intentado localizarla?

 

 —Sí, la he llamado varias veces.Quería asustarla un poco, decirle que siOwen intentaba convencerla para que loayudara a remaquetar el texto o avenderlo por internet, seguramente severía implicada en alguna demanda.

 —¿Y qué contestó? —No conseguí hablar con ella. Lo

intenté varias veces. A lo mejor hacambiado de número, no lo sé.

 —¿Puede darme su nombre y steléfono? —preguntó Strike.

 —Ralph tiene su tarjeta. Le pedí quesiguiera llamándola. ¡Ralph! —gritó.

 —¡Todavía no ha vuelto de pasear aeau! —gritó la chica, cohibida, al otro

lado de la puerta.

 

Elizabeth Tassel miró al techo y se puso en pie con evidente esfuerzo.

 —Si le pido a ella que la busque, noservirá de nada.

Cuando la puerta se hubo cerradodetrás de la agente, Strike se levantó deinmediato, pasó al otro lado de la mesa se inclinó para examinar una fotografía

colgada en la pared que le habíallamado la atención, para lo que, primero, tuvo que apartar un retrato dedos dóbermans que estaba en laestantería.

La fotografía que le interesaba erade tamaño A4 y en color, pero estabamuy descolorida. A juzgar por la ropaque llevaban las cuatro personas

 

retratadas, la habían tomado comomínimo veinticinco años atrás, delantede aquel mismo edificio.

Era fácil reconocer a Elizabeth, laúnica mujer del grupo, alta y feota, coel cabello castaño oscuro, largo yagitado por el viento, y ataviada con uvestido de talle bajo de color rosaoscuro y turquesa, muy pocofavorecedor. A un lado tenía a un joverubio y delgado de belleza asombrosa;al otro, a un hombre de escasa estatura, piel cetrina y cara de amargado, con lacabeza desproporcionadamente grande.Su rostro le resultaba familiar. Strikesupuso que debía de haberlo visto en los periódicos o en la televisión.

 

Al lado de ese individuo noidentificado pero quizá famoso estaba eloven Owen Quine, el más alto de los

cuatro. Llevaba un traje blanco arrugadoe iba peinado con un mullet  con cresta,muy de los ochenta. A Strike le recordómuchísimo a David Bowie, pero egordo.

La puerta se abrió sin hacer apenasruido gracias a unas bisagras bieengrasadas. Sin intentar siquieradisimular lo que estaba haciendo, Strikese dio la vuelta y observó a la agente,que llevaba una hoja de papel en lamano.

 —Ese es  Fletcher   —dijo ella,mirando la fotografía de los perros que

 

Strike tenía en la mano—. Murió el año pasado.

Strike volvió a poner el retrato delos perros en la estantería.

 —Ah —dijo ella entonces—. Estabamirando la otra.

Se acercó a aquella fotografíadescolorida; quedó hombro con hombrocon Strike, y el detective se fijó en quemedía más de un metro ochenta. Olía acigarrillos John Player Special y a perfume Arpège.

 —Es del día en que puse en marchami agencia. Son mis tres primerosclientes.

 —¿Quién es este? —preguntó Strike,señalando al rubio atractivo.

 

 —Joseph North. El de más talentode los tres, con diferencia. Por desgracia, murió joven.

 —¿Y quién es…? —¿Ese? Michael Fancourt, ¿quién si

no? —exclamó, sorprendida. —Me sonaba su cara. ¿Todavía lo

representa? —¡No! Creía que…Strike adivinó el resto de la frase, a

 pesar de que Elizabeth no la terminó:«Creía que no era ningún secreto.» Cada profesión era un mundo: seguramente, eel ámbito literario de Londres nadieignoraba por qué el famoso Fancourt yano era cliente suyo, pero él sí.

 —¿Cómo es que ya no lo

 

representa? —preguntó, y volvió asentarse.

Ella le pasó la hoja que tenía en lamano deslizándola por la mesa; era unafotocopia de lo que parecía una tarjetade visita vieja y sobada.

 —Hace muchos años tuve que elegir entre Michael y Owen —contestó—. Yfui ta-tan idiota… —había empezado atoser de nuevo; su voz fue apagándosehasta reducirse a un graznido gutural— que escogí a Owen.

»Esto es lo único que tengo deKathryn Kent —añadió con firmeza,atajando la conversación sobreFancourt.

 —Gracias. —Strike dobló la hoja y

 

se la guardó en la cartera—. ¿Sabecuánto hace que Quine sale con ella?

 —Bastante. La lleva a las fiestas,mientras Leonora se queda en casa coOrlando. Es vergonzoso.

 —¿No tiene ni idea de dónde podríaestar escondido? Leonora dice que ustedlo encontró la otra vez que…

 —Yo no «encuentro» a Owen —leespetó—. Él me llama por teléfonocuando lleva una semana en un hotel yme pide un adelanto, porque si leregalas tu dinero él lo denomina así, para pagar la factura del minibar.

 —Y usted paga, ¿no?Elizabeth no parecía una incauta, ni

mucho menos. Sonrió como si admitiera

 

una debilidad de la que se avergonzaba, pero respondió de forma inesperada:

 —¿Conoce a Orlando? —No.Elizabeth despegó los labios,

dispuesta a añadir algo, pero por lovisto se lo pensó mejor y se limitó adecir:

 —Owen y yo nos conocemos desdehace mucho tiempo. Éramos buenosamigos. Éramos —agregó con profundaamargura.

 —¿En qué hoteles se ha alojadootras veces?

 —No los recuerdo todos. Una vez eel Hilton de Kensington. Otra, en elDanubius de Saint John’s Wood. Hoteles

 

grandes e impersonales, con todas lascomodidades de que no puede disfrutar en su casa. Owen no es ningún bohemio,salvo por su concepto de la higiene.

 —Usted lo conoce bien. ¿Cree quehay alguna posibilidad de que haya…?

La mujer terminó la frase por él couna sonrisita en los labios:

 —¿… hecho alguna tontería? Claroque no. A él jamás se le ocurriría privar al mundo de un genio de la talla deOwen Quine. No, está en algún sitio,tramando su venganza contra todosnosotros, tremendamente ofendido porque no se ha organizado una búsqueda a nivel nacional.

 —¿Cree que él espera que

 

emprendan una búsqueda, a pesar de quesus desapariciones ya son algo habitual?

 —Por supuesto. Cada vez queescenifica una de sus desaparicionesespera salir en la portada de los periódicos. Lo malo es que la primeravez que lo hizo, hace ya muchos años,tras una discusión con su primer editor,le funcionó. Hubo cierto revuelo de preocupación, y algunos periódicos sehicieron eco de lo ocurrido. Desdeentonces, vive con la esperanza de queaquello se repita.

 —Su esposa está convencida de queQuine se enfadaría si ella llamara a la policía.

 —No sé de dónde habrá sacado

 

semejante idea —repuso Elizabeth, ycogió otro cigarrillo—. Owen consideraque emplear helicópteros y perrosrastreadores es lo mínimo que podríahacer el país por un hombre de simportancia.

 —Bueno, gracias por su tiempo — dijo Strike, y se dispuso a levantarse—.Le agradezco que me haya concedidoesta entrevista.

Elizabeth Tassel le tendió una mano dijo:

 —Al contrario. Y si no le importa,me gustaría pedirle una cosa.

Strike se mostró dispuesto aescuchar. Era evidente que la agente noestaba acostumbrada a pedir favores.

 

Siguió fumando un momento en silencio,lo que le provocó otro ataque de tos, queintentó controlar.

 —Esto… esto de  Bombyx Mori  meha perjudicado mucho —consiguió decir  por fin—. Me han retirado la invitacióa la fiesta de aniversario de Roper Chard de este viernes. Me han devueltodos manuscritos que les había propuesto casi no me han dado ni las gracias. Y

empiezo a preocuparme por lo últimodel pobre Pinkelman. —Señaló lafotografía del anciano escritor decuentos infantiles colgada en la pared—.Circula el repugnante rumor de que yoestaba confabulada con Owen; de que loanimé a rescatar un viejo escándalo

 

relacionado con Michael Fancourt, coobjeto de crear un poco de controversia provocar una guerra de ofertas por el

libro.»Si tiene previsto sondear a todos

los conocidos de Owen —continuó—, leagradecería que les dijera, sobre todo aJerry Waldegrave, si lo ve, que yo notenía ni idea de lo que se narraba en esanovela. Si no hubiera estado taenferma, no se la habría enviado anadie, y menos aún a Christian Fisher.Fui… —vaciló— negligente, pero nadamás.

De modo que esa era la razón por laque había mostrado tanto interés eentrevistarse con él. A Strike no le

 

 pareció una petición desproporcionada acambio de las direcciones de doshoteles y una amante.

 —Desde luego, lo mencionaré sisurge la ocasión —dijo el detectivemientras se levantaba.

 —Gracias —replicó ella coaspereza—. Lo acompaño fuera.

Cuando salieron del despacho, losrecibió una salva de ladridos. Ralph y elviejo dóberman habían regresado de s paseo. Ralph tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, e intentaba sujetar al perro de morro gris, que no paraba degruñirle a Strike.

 —Nunca le han gustado losdesconocidos —explicó Elizabet

 

Tassel con indiferencia. —Una vez mordió a Owen — 

intervino Ralph, como si gracias a esainformación Strike hubiera de sentirsemejor respecto al evidente deseo del perro de atacarlo.

 —Sí —confirmó la mujer—, es una pena que…

Le dio otro ataque de tos y estuvoresollando un buen rato. Los otros tresesperaron en silencio a que serecuperara.

 —Es una pena que la herida no fuerafatal —logró decir por fin—. Nos habríaahorrado a todos muchos problemas.

Sus ayudantes se quedaron atónitos.Strike le estrechó la mano y se despidió.

 

La puerta se cerró, y el dóberman sequedó gruñendo y mostrando los dientes.

 

9

¿Se encuentra aquí MaeseCaprichos, señora?

WILLIAM CONGREVE, The Way of the

Worl 

Strike se detuvo al final de la calle deedificios bajos de ladrillo oscuro yllamó por teléfono a Robin; comunicaba.Apoyado en una pared mojada, con elcuello del abrigo levantado y pulsandoel botón de «rellamada» cada pocossegundos, su mirada fue a posarse en la

 

 placa azul de la casa de enfrente, queconmemoraba que lady Ottoline Morreltuviera allí, en otros tiempos, su salóliterario. Sin duda, entre aquellas paredes también se había conversado deromans à clef  escabrosos.

 —Hola, Robin —saludó Strikecuando por fin su secretaria contestó—.Voy con un poco de prisa. ¿Puedesllamar a Gunfrey y decirle que mañanatengo una cita en firme con el objetivo?Y dile a Caroline Ingles que no hahabido más actividad, pero que mañanala llamaré para ponerla al día.

Cuando terminó de ajustar sagenda, le dio a Robin el nombre delhotel de St. John’s Wood y le pidió que

 

averiguara si Owen Quine estabaalojado allí.

 —¿Cómo te va con los Hilton? —Mal —contestó ella—. Solo me

quedan dos, y nada. Si está en alguno deellos, utiliza otro nombre o vadisfrazado, o tal vez sea que el personalse fija muy poco en los clientes. Meextrañaría mucho que no lo hubieravisto, sobre todo si lleva esa capa.

 —¿Has probado en el deKensington?

 —Sí. Y nada. —Ah, tengo otra pista: una amiga

suya escritora que edita ella misma suslibros, Kathryn Kent. A lo mejor voy averla luego. Esta tarde no podré coger 

 

llamadas, porque debo hacer elseguimiento de la señorita Brocklehurst.Si necesitas algo, envíame un mensaje.

 —De acuerdo. Que la sigas bien.Fue una tarde aburrida e infructuosa.

Strike estaba vigilando a una secretaria personal muy bien pagada, cuyo paranoico jefe, que además era samante, sospechaba que compartía nosolo favores sexuales sino tambiésecretos profesionales con uempresario de la competencia. Siembargo, el argumento de la señoritaBrocklehurst de querer tomarse la tardelibre para depilarse, hacerse lamanicura y broncearse para mayor deleite de su amante resultó ser cierto.

 

Durante casi cuatro horas, Strike esperó vigiló la fachada del centro de estética

a través de la ventana salpicada delluvia del Caffè Nero, en la acera deenfrente, provocando el enfado de ugrupito de mujeres con cochecitos deniño que buscaban un sitio dondesentarse a cotillear. Cuando la señoritaBrocklehurst salió por fin del centro deestética (con un precioso bronceado y,seguramente, sin un solo pelo del cuello para abajo), Strike la siguió un ratohasta que ella se metió en un taxi.Milagrosamente, dado que seguíalloviendo, consiguió detener otro taxiantes de perderla de vista. Sin embargo,la tranquila persecución por las calles

 

congestionadas a causa de la lluviaterminó, tal como él había adivinado por la dirección del recorrido, en el piso delefe desconfiado. Strike, que había ido

tomando fotografías con disimulo a lolargo de todo el trayecto, pagó al taxista dio la jornada por acabada.

Eran casi las cuatro de la tarde, elsol ya estaba poniéndose y la lluvia,incesante, cada vez era más fría. Al pasar por delante de una trattoria  coluces navideñas en el escaparate yreparar en que era la tercera vez en pocotiempo que se acordaba de Cornualles,tuvo la impresión de que su tierra natalle susurraba como queriendo decirlealgo.

 

¿Cuánto tiempo llevaba sin pisar aquel hermoso pueblecito costero dondehabía pasado las épocas más tranquilasde su infancia? ¿Cuatro años? ¿Cinco?Veía a sus tíos siempre que «subían aLondres», como decían ellos cotimidez, y se quedaban en casa de shermana Lucy para disfrutar de la graciudad. La última vez, Strike habíallevado a su tío al estadio del Arsenal aver un partido contra el Manchester City.

 Notó que le vibraba el móvil en el bolsillo: Robin, siguiendo susinstrucciones al pie de la letra, comosiempre, le había enviado un mensaje elugar de llamarlo.

 

Señor Gunfrey pregunta sipuedes ir a verlo a su despachomañana a las 10, tiene más quecontarte. Rx

Gracias, contestó Strike.Él nunca terminaba sus mensajes de

texto con signos de besos, excepto losque enviaba a su hermana y a su tía.

En el metro se dedicó a planear sussiguientes movimientos. No se quitabade la cabeza el misterio del paradero deOwen Quine; en parte le fastidiaba y e parte le intrigaba que el escritor demostrara ser tan escurridizo. Sacó desu cartera el papel que le había dadoElizabeth Tassel. Bajo el nombre de

 

Kathryn Kent figuraba la dirección de u bloque de pisos de Fulham y un númerode móvil. Impresas a lo largo del bordeinferior leyó dos palabras: «autoraindependiente».

Había ciertos barrios de Londres delos que Strike tenía un conocimiento tadetallado como cualquier taxista. Si biede niño nunca había entrado en las zonasde verdadera categoría, había vivido emuchos domicilios por toda la capitalcon su difunta madre, una nómadaempedernida; solía tratarse de viviendasocupadas ilegalmente o de proteccióoficial; pero otras veces, si el novio quetenía en ese momento podía permitírselo, eran ambientes más

 

decentes. Reconoció la dirección deKathryn Kent: Clement Attlee Court eraun complejo de edificiossubvencionados, muchos de los cualesse habían vendido últimamente y había pasado a manos privadas. Esas vulgarestorres de ladrillo cuadradas, co balcones en todos los pisos, se erigíaapenas a unos centenares de metros delas casas de Fulham valoradas emillones de libras.

Como nadie lo esperaba en casa y yase había atiborrado de dulces y cafédurante la larga tarde en el Caffè Nero,en lugar de tomar la línea Northern,tomó la District hasta West Kensington ysiguió a pie, en la oscuridad, por Nort

 

End Road; pasó por delante de variosrestaurantes indios y pequeñoscomercios, con los escaparates cegadoscon tablones, que no habían aguantado laembestida de la recesión. Para cuandollegó al edificio de pisos que buscaba,era ya de noche.

Stafford Cripps House, el bloquemás cercano a la calle, estaba detrás deun centro médico moderno y de escasaaltura. El optimista arquitecto del bloque de viviendas de proteccióoficial, influido tal vez por el idealismosocialista, había dotado a cada una de s propio balcón. ¿Se había imaginado asus felices moradores colgando macetascon flores en ellos e inclinándose sobre

 

la barandilla para saludar alegremente asus vecinos? Porque, en realidad,quienes allí residían habían utilizadotodas esas zonas exteriores comoespacios de almacenamiento: habíacolchones, cochecitos de niño,electrodomésticos y montañas de ropasucia expuestos a los elementos, como sihubieran hecho un corte transversal eun armario lleno de trastos para exponer su contenido.

Una pandilla de jóvenes con capuchaque fumaban junto a unos grandescontenedores de plástico de reciclaje loevaluaron con la mirada cuando pasó asu lado. Strike era más alto y estaba máscuadrado que todos ellos.

 

 —Cabronazo —alcanzó a oírle decir a uno, justo antes de perderlos de vista.

 Ni se acercó al ascensor, pues daba por hecho que estaría averiado, y sedirigió hacia la escalera de hormigón.

El piso de Kathryn Kent estaba en latercera planta y se llegaba a él por unagalería de ladrillo azotada por el vientoque discurría a lo largo de toda lafachada del edificio. Antes de llamar ala puerta, Strike se fijó en que, adiferencia de sus vecinos, Kathryn había puesto cortinas en las ventanas.

 No contestó nadie. Si Owen Quinese escondía allí dentro, estaba decididoa no delatarse: ni luces encendidas, niseñal alguna de movimiento. Una mujer 

 

con cara de pocos amigos y con ucigarrillo colgando de los labios asomóla cabeza por la puerta contigua con unarapidez casi cómica, lanzó a Strike una breve mirada inquisitiva y volvió aretirarse.

Un viento frío silbaba por la galería.Strike llevaba el abrigo salpicado degotas; en cambio, sabía que su cabeza,descubierta, debía de tener el mismoaspecto de siempre, pues su pelo corto ymuy rizado era inmune a los efectos dela lluvia. Metió las manos en el fondo delos bolsillos y encontró un sobre rígidodel que ya no se acordaba. Como elaplique de la puerta de Kathryn Kenttenía la bombilla fundida, Strike fue dos

 

 puertas más allá, hasta situarse bajo otroque sí estaba encendido, y abrió el sobre plateado.

 El Sr. y la Sra. Ellacott 

 se complacen en invitarlo

a la ceremonia de boda de su hija

 Robin Venetia

con

 Matthew John Cunliffe

que se celebrará en la iglesia de St.

 Mary the Virgin, Masham,

el sábado 8 de enero de 2011

a las 14.00 h

 y al banquete que tendrá lugar a

 

continuación

en Swinton Park.

La invitación destilaba la autoridadde las órdenes militares: «Esta boda secelebrará tal como se describe acontinuación.» Charlotte y él no habíallegado al punto de enviar invitacionesescritas en tarjetones rígidos de color crema, con relucientes y cursivas letrasnegras.

Strike se guardó la tarjeta en el bolsillo y siguió esperando junto a la puerta del piso de Kathryn, a oscuras, pensando en sus cosas y contemplandoLillie Road, por la que veía deslizarselos faros de los coches multiplicados

 

 por sus correspondientes reflejos, ámbar  rubí, a medida que avanzaban. Abajo,

en la acera, los jóvenes encapuchados seapiñaban y se separaban; luego se lesunían otros, y se reagrupaban.

A las seis y media, la pandilla alcompleto echó a andar a buen paso.Strike los observó hasta que casi se perdieron de vista, momento en que pasaron al lado de una mujer que veníaen la dirección opuesta. Cuando esta pasó bajo la luz de una farola, Strike viouna densa melena pelirroja agitada bajoun paraguas negro.

Caminaba torcida, porque en lamano con la que no sujetaba el paraguasllevaba dos bolsas de la compra

 

aparentemente muy pesadas, y siembargo, la imagen que daba desdelejos, apartándose una y otra vez de lacara los gruesos rizos, no carecía deatractivo; la melena al viento llamaba laatención, y tenía unas piernas bietorneadas bajo el abrigo, holgado.Siguió acercándose, ajena al escrutiniodel detective tres plantas más arriba, alotro lado del patio de cemento, dondeella no podía verlo.

Al cabo de cinco minutos, la mujer había llegado a la galería donde laesperaba Strike. Cuando se acercó a él,los tensos botones del abrigo delataroun torso grueso, con poca cintura. Ellano vio a Strike hasta que se encontró a

 

unos diez metros de él, porque ibacabizbaja; pero, cuando levantó lacabeza, el detective distinguió un rostrohinchado y con arrugas, mucho másenvejecido de lo que esperaba. La mujer se detuvo en seco y ahogó un grito.

 —¡Eres tú!Strike se dio cuenta de que, debido a

la escasez de luz, ella solo podíadistinguir su silueta.

 —¡Hijo de la gran puta!Las bolsas golpearon el suelo de

hormigón, y se oyó ruido de cristalesrotos. La mujer se abalanzó sobre élagitando los brazos y con los puñosapretados.

 —¡Hijo de puta! ¡No te perdonaré e

 

la vida, largo de aquí!Strike se vio obligado a esquivar 

varios puñetazos. Retrocedió mientras lamujer, chillando, lanzaba golpes sin toni son e intentaba burlar susmovimientos defensivos de exboxeador.

 —Pippa te va a matar a hostias…Espera y verás…

La puerta de la vecina volvió aabrirse, y por ella asomó la mismamujer de antes, la del cigarrillo en la boca.

 —¡Eh! —exclamó.La luz del recibidor iluminó a Strike.

La pelirroja se apartó de éltambaleándose, y gritó de alivio yasombro.

 

 —¿Qué coño pasa? —preguntó lavecina.

 —Creo que me ha confundido cootra persona —dijo Strike en tonoamable.

La vecina dio un portazo y volvió adejar al detective y a su agresora aoscuras.

 —¿Quién es usted? —preguntó lamujer en voz baja—. ¿Qué quiere?

 —¿Es usted Kathryn Kent? —¿Qué quiere?De pronto, con una voz que denotaba

 pánico, añadió: —¡Si se trata de lo que me imagino,

o no me dedico a eso! —¿Cómo dice?

 

 —Entonces, ¿quién es usted? — insistió ella, cada vez más asustada.

 —Me llamo Cormoran Strike y soydetective privado.

Cuando se lo encontrabaesperándolos en la puerta de su casa, notodos reaccionaban del mismo modo. Lareacción de Kathryn, un silencio de perplejidad, era bastante típica.Retrocedió un poco más para alejarse deél y estuvo a punto de tropezar con las bolsas de la compra que había dejado eel suelo.

 —¿Quién ha contratado a udetective privado para investigarme? Hasido ella, ¿verdad? —dijo con rabia.

 —Me han contratado para que

 

encuentre al escritor Owen Quine — explicó Strike—. Lleva casi dossemanas desaparecido. Sé que soamigos…

 —No somos amigos —lo contradijola mujer, y se agachó para recoger las bolsas, que tintinearon con fuerza—.Dígaselo a ella de mi parte. Que haga loque quiera con él.

 —Entonces, ¿ya no son amigos? ¿Yno sabe dónde está?

 —Me importa una mierda dóndeesté.

Un gato se paseó con andaresarrogantes por el antepecho de lagalería.

 —¿Le importaría decirme cuándo

 

fue la última vez que…? —Sí, me importa —repuso ella,

gesticulando con enojo.Una de las bolsas que sostenía se

 balanceó, y Strike dio un respingocreyendo que el gato, que había llegadoa la altura de la mujer, iba a caerse de lacornisa y precipitarse al vacío. Elanimal bufó y bajó de un salto al suelo.Ella intentó darle una patada rápida,cargada de resentimiento.

 —¡Maldito bicho! —exclamómientras el gato se alejaba a todavelocidad—. Apártese, por favor.Quiero entrar en mi casa.

Strike retrocedió unos pasos paraque la mujer pudiera acercarse a la

 

 puerta. Ella se palpó los bolsillosdurante unos segundos sin soltar las bolsas, pero al final no tuvo másremedio que dejarlas en el suelo para buscar las llaves.

 —El señor Quine desapareciódespués de mantener una discusión cosu agente sobre su último libro — aprovechó para decir Strike, mientrasKathryn rebuscaba en su abrigo—. Megustaría saber si…

 —Me importa una mierda su libro.o lo he leído —añadió. Le temblaba

las manos. —Señora Kent… —Señorita —lo corrigió ella. —Señorita Kent, la señora Quine

 

dice que una mujer fue a su casa a preguntar por él. Por la descripción,diría que…

Kathryn Kent había encontrado lallave, pero se le cayó al suelo. Strike seagachó y se la recogió, pero ella se laarrancó de la mano.

 —No sé de qué me habla. —¿No fue usted a buscarlo a su casa

la semana pasada? —Ya se lo he dicho, no sé dónde

está, no sé nada —le espetó; metió lallave en la cerradura a empujones y lahizo girar.

A continuación, recogió las dos bolsas, y una de ellas volvió a tintinear con fuerza. Strike se fijó en que era de

 

una ferretería del barrio. —Pesa mucho, ¿no? —Se me ha estropeado la cisterna

 —repuso ella con agresividad.Y le cerró la puerta en las narices.

 

10

VERDONE: Hemos venido a pelear.CLEREMONT: Pelearéis, caballeros,os aseguro que pelearéis, mas u

 breve paseo…

FRANCIS BEAUMONT y PHILIP

MASSINGER, The Little French Lawyer 

A la mañana siguiente, Robin salió delmetro con un paraguas innecesario en lamano; estaba sudando y se sentíaincómoda. Tras días seguidos deaguaceros, vagones de metro que olían a

 

ropa mojada, aceras resbaladizas yventanas salpicadas de lluvia, la llegadarepentina de un tiempo seco y soleado lahabía pillado por sorpresa. Mucha gentedebía de alegrarse de que el diluvio sehubiera interrumpido y hubieradesaparecido las nubes grises yamenazadoras, pero Robin no. Matthew ella se habían peleado.

Casi sintió alivio cuando, al abrir la puerta de vidrio en la que figuraban elnombre y la ocupación de Strike, vioque su jefe ya estaba al teléfono en sdespacho, con la puerta cerrada. Teníala vaga sensación de que antes de hablar con él necesitaba recomponerse, porqueStrike había sido el motivo de la

 

discusión de la noche anterior. —¿Lo has invitado a la boda? — 

había preguntado Matthew con rudeza.Robin temía que Strike mencionara

la invitación esa noche cuando salieraa tomar una copa, y que, si ella no habíaavisado antes a Matthew, este se sintieracontrariado.

 —¿Desde cuándo invitamos a gentesin decirle nada al otro? —preguntó snovio.

 —Quería decírtelo. Pensaba que yalo había hecho.

Entonces Robin se había enfadadoconsigo misma, porque nunca le mentía aMatthew.

 —¡Es mi jefe, seguramente espera

 

que lo invite! No era verdad: Robin dudaba mucho

que a Strike le importara lo más mínimo. —Además, quiero que venga — 

había añadido.Por fin hablaba con sinceridad.

Quería acercar su vida profesional, cola que nunca había disfrutado mucho, asu vida personal, que últimamente seresistía a mezclarse con la otra; queríafundirlas para crear un todo satisfactorio ver a Strike entre los invitados, dando

su aprobación (¡dando su aprobación!,¿por qué tenía que aprobarla?) a su bodacon Matthew.

Robin sabía que a su novio no iba ahacerle mucha gracia, pero había

 

confiado en que, llegado el momento, él su jefe se conocerían y se caerían bien.o era culpa suya que eso todavía no

hubiera sucedido. —Con el jaleo que armaste cuando

te dije que quería invitar a SaraShadlock… —dijo Matthew, y Robiencajó esas palabras como un golpe bajo.

 —¡Pues invítala! —replicó, furiosa —. Pero no es lo mismo. Cormoranunca ha intentado acostarse conmigo.¿Qué se supone que significa esa risita?

La discusión estaba en su apogeocuando el padre de Matthew llamó paradecirle a su hijo que el ligero mareo quesu madre había sufrido la semana

 

anterior había sido diagnosticado comoun pequeño derrame cerebral.

Después de eso, ambos sintieron queseguir peleando por Strike era de malgusto, así que se acostaron en uinsatisfactorio estado de reconciliació provisional, pese a que Robin sabía quelos dos aún hervían de rabia.

Ya era casi mediodía cuando Strikesalió por fin de su despacho. Ese día novestía traje, sino un jersey sucio yagujereado, con vaqueros y zapatillas dedeporte. Le oscurecía la cara el densorastrojo de barba que le crecía en cuantodejaba pasar veinticuatro horas siafeitarse. Robin se olvidó de sus problemas y se quedó mirándolo con la

 

 boca abierta: jamás, ni siquiera en laépoca en que Strike dormía en eldespacho, lo había visto con semejante pinta de vagabundo.

 —Estaba haciendo unas llamadas para el caso Ingles y preparándole unosnúmeros a Longman —le dijo a Robin,mientras le entregaba las anticuadascarpetas de cartón marrón, cada una coun número de serie escrito a mano en ellomo, que el detective ya utilizaba en laDivisión de Investigaciones Especiales que seguía siendo su forma favorita de

archivar la información. —¿Ese look   es… intencionado? — 

 preguntó ella con la vista clavada en loque parecían manchas de grasa en las

 

rodilleras de los vaqueros de Strike. —Sí. Es para lo de Gunfrey. Una

larga historia.Mientras Strike preparaba té para

los dos, comentaron los detalles de trescasos que tenían en marcha. Él la pusoal día de las informaciones que habíaconseguido y los nuevos puntos quehabía que investigar.

 —¿Y qué hay de Owen Quine? —  preguntó ella, aceptando la taza que letendía su jefe—. ¿Qué dijo su agente?

Strike se sentó en el sofá, que emitiósu habitual ventoseo, y le contó a ssecretaria cómo había ido la entrevistacon Elizabeth Tassel y su visita aKathryn Kent.

 

 —Juraría que cuando me vio meconfundió con Quine.

Robin rio y dijo: —No puede ser. Tú no estás ta

gordo. —Gracias, Robin —repuso él co

frialdad—. Cuando se dio cuenta de queo no era Quine, y antes de saber quié

era en realidad, dijo: «Yo no me dedicoa eso.» ¿Se te ocurre a qué podíareferirse?

 —No… Pero… —añadiótímidamente— ayer encontréinformación sobre Kathryn Kent.

 —¿Cómo? —preguntó Strike,sorprendido.

 —Bueno, me comentaste que es

 

escritora y que edita sus propios libros —le recordó Robin—, así que se meocurrió buscar un poco en internet y ver qué encontraba… —Hizo doble clic coel ratón para abrir la página—. Y resultaque tiene un blog.

 —¡Muy hábil! —Strike, contento detener una excusa para levantarse delsofá, rodeó la mesa y fue a mirar la pantalla por encima del hombro deRobin.

La web, muy poco profesional, sellamaba «Mi vida literaria». Estabadecorada con dibujos de plumas, y couna fotografía en la que Kathryn parecíamás atractiva de lo que era y que, segúel cálculo de Strike, debía de tener más

 

de diez años. El blog contenía una listade publicaciones ordenadascronológicamente, a modo de diario.

 —Habla mucho de que los editorestradicionales no reconocen un buen libroaunque les den con él en la cabeza — explicó Robin, mientras hacía avanzar eltexto en la pantalla para que Strike pudiera ir leyendo—. Ha escrito tresnovelas de lo que ella llama una serie defantasía erótica, «La saga de Melina».Se pueden descargar en el Kindle.

 —Paso de leer más libros malos; yatuve suficiente con  Los hermanos

alzac  —dijo Strike—. ¿Habla deQuine?

 —Mucho —contestó Robin—,

 

suponiendo que sea el hombre al quellama «el escritor famoso». Abreviadocomo «el EF».

 —Dudo que se acueste con dosautores —especuló Strike—. Debe deser él. Llamarlo «famoso» es exagerar un poco, pero bueno. ¿Tú habías oídohablar de Quine antes de que Leonoraentrara en esta oficina?

 —No —admitió ella—. Mira, aquíestá. El dos de noviembre.

Esta noche, gran charla con el EFsobre historia y trama, que porsupuesto no son la misma cosa. Por sino lo tenéis claro: la historia es lo quesucede y la trama lo que muestras a

 

tus lectores y el modo en que se lomuestras.

Un ejemplo de mi segunda novela,El sacrificio de Melina.

«Por el camino hacia el bosque deHarderell, Lendor alzó su atractivoperfil para calcular la distancia a laque se encontraban. Su cuidadocuerpo, puesto a punto a base deequitación y tiro con arco…»

 —Baja un poco —dijo Strike—. Aver qué más dice de Quine.

Robin obedeció y se detuvo en unaentrada del 21 de octubre.

 

Llama el EF y dice que no podemosquedar (otra vez). Problemasfamiliares. Digo que lo entiendo. ¿Quévoy a decir? Cuando nos enamoramosyo ya sabía que sería complicado. Nopuedo ser demasiado explicita sobreesto, me limitaré a decir que él estáatado a una mujer a la que no ama porculpa de una Tercera Persona. Él notiene la culpa. La Tercera Personatampoco. La Mujer no lo sueltaaunque eso sería lo mejor, para todos,de modo que estamos atrapados en loque a veces parece el Purgatorio.

La Esposa sabe que existo perohace como si no lo supiera. No sé cómosoporta vivir con un hombre que

 

preferiría estar con otra personaporque yo no lo soportaría. El EF diceque su Mujer siempre ha puesto a laTercera Persona por delante de todolo demás, incluido él. Es curioso,muchas veces detrás de una personamuy entregada se esconde unprofundo egoísmo.

Algunos dirán que la culpa de todola tengo yo por enamorarme de unhombre casado. Mis amigas, mihermana y mi madre siempre me lodicen. He intentado dejarlo pero ¿quépuedo decir? El corazón tiene susrazones aunque no se cuales. Y estanoche estoy otra vez llorando por élpor una razón nueva. Me dice que casi

 

ha terminado su obra maestra, un libroque según él es el mejor que ha escritohasta ahora. «Espero que te guste. Túsales en él.»

¿Qué haces cuando un escritorfamoso te pone en lo que según él essu mejor libro? Yo entiendo lo que élme regala como no podría entenderlonadie que no escriba. Hace que tesientas orgulloso y humilde. Sí, haypersonas a la que los escritoresdejamos entrar en nuestro corazónpero ¿en nuestros libros? Eso es algomuy especial. Es muy diferente.

No puedo evitar amar al EF. Elcorazón tiene sus razones.

 

Debajo había un intercambio decomentarios:

¿Y si te digo que a mí me ha leídounos fragmentos? Pippa2011

¡Espero que lo digas en broma,Pip, a mí no me ha leído nada! Kath

Pues espera. Pippa2011 xxxx

 —Interesante —dijo Strike—. Muyinteresante. Anoche, cuando me agredió,Kent me aseguró que una personallamada Pippa quería matarme.

 —¡Pues mira esto! —Robin,emocionada, avanzó hasta el 9 denoviembre.

 

El día que lo conocí el EF me dijo«no escribes bien si alguien no sangra,probablemente tú». Como ya sabéislos seguidores de este blog, me hecortado metafóricamente las venastanto aquí como en mis novelas. Perohoy siento que una persona en la quehabía aprendido a confiar me haherido de muerte.

«¡Macheath, la paz me habéisrobado! Veros torturado causaríameplacer.»

 —¿De dónde es esa cita? —preguntóStrike.

Los hábiles dedos de Robidanzaron por el teclado.

 

 —De  La ópera del mendigo, deJohn Gay.

 —Muy culto para tratarse de unamujer que escribe con faltas deortografía y no sabe puntuar un texto, ¿nocrees?

 —No todos podemos ser geniosliterarios —dijo Robin en tono dereproche.

 —Afortunadamente, por lo que meestán contando de ellos.

 —Pero mira el comentario dedebajo de la cita —añadió Robin,volviendo al blog de Kathryn.

Clicó en el enlace y apareció unasola frase:

 

Espero que me dejesapretar los garrotes del p***potro, Kath.

Ese comentario también era dePippa2011.

 —Pippa debe de ser de armas tomar,¿no te parece? —comentó Strike—.¿Alguna pista sobre cómo se gana lavida Kent? Porque supongo que no pagalas facturas con sus fantasías eróticas.

 —Sí, eso también es un poco raro.Mira esto.

El 28 de octubre, Kathryn habíaescrito:

 

Como la mayoría de losescritores también tengo unempleo de día. No puedo hablarmucho de él por motivos deseguridad. Esta semana hanvuelto a endurecerse lasmedidas de seguridad ennuestras instalaciones y comoconsecuencia, mi entrometidacolega (cristiana renacida, unamojigata respecto a mi vidaprivada) ha tenido una excusapara proponer a la direcciónque revisara los blogs etc por sialguien revela informaciónconfidencial. Por suerte se veque ha prevalecido el sentido

 

común y no se ha tomadoninguna medida.

 —Muy misterioso —observó Strike —. Endurecimiento de las medidas deseguridad… ¿Una cárcel de mujeres?¿Un hospital psiquiátrico? ¿O se trataráde secretos industriales?

 —Y mira esto, el trece denoviembre.

Robin hizo avanzar el texto hastallegar a la publicación más reciente del blog. Era la única entrada posterior aaquella en la que Kathryn afirmaba quela habían herido de muerte.

 

Hace tres días mi queridahermana perdió su largabatalla contra el cáncer demama. Gracias a todos porvuestro apoyo y vuestrascariñosas palabras.

Debajo había dos comentarios, yRobin los abrió.

Pippa2011 había escrito:

Lo siento mucho, Kath. Teenvío todo el amor del mundoxxx.

Kathryn había contestado:

 

Gracias Pippa eres unaamiga de verdad xxxx

Seguidos de aquel breveintercambio, los agradecimientosanticipados de Kathryn por losnumerosos mensajes de apoyoresultaban desproporcionados.

 —¿Por qué? —preguntó Strike,vehemente.

 —¿Por qué qué? —replicó Robin. —¿Por qué hace esto la gente? —¿Te refieres a los blogs? No lo

sé… ¿No dijo alguien que la vida que nose examina no merece la pena vivirla?

 —Sí, Platón —dijo él—. Pero estono es examinar una vida, es exhibirla.

 

 —¡Ay! —exclamó Robin; dio urespingo y se tiró el té por encima—.¡Se me había olvidado! Anoche, cuandosalía por la puerta, llamó ChristiaFisher. Quiere saber si te interesaescribir un libro.

 —¿Cómo dices? —Un libro. —Robin reprimió la risa

al ver la cara de repugnancia de Strike —. Sobre tu vida. Tus experiencias en elEjército, cómo resolviste el caso LulaLandry…

 —Llámalo y dile que no, que no meinteresa escribir ningún libro.

Apuró su taza y se dirigió hacia la percha, donde había una chaqueta de piel vieja colgada junto a su abrigo

 

negro. —Te acuerdas de lo de esta noche,

¿verdad? —dijo Robin, y volvió ahacérsele aquel nudo en el estómago quese había deshecho por un rato.

 —¿Esta noche? —Has quedado para tomar algo — 

dijo ella con un deje de desesperació —. Conmigo. Con Matthew. En TheKing’s Arms.

 —Sí, sí, me acuerdo —dijo él, y se preguntó por qué estaría su secretariatan tensa y atribulada—. Creo que pasaré toda la tarde fuera, así que nosvemos allí. Era a las ocho, ¿no?

 —A las seis y media —contestóRobin, más tensa todavía.

 

 —A las seis y media. Vale. Allíestaré… Venetia.

Robin tardó un momento ereaccionar.

 —¿Cómo sabes…? —Por la invitación —contestó él—.

Un nombre poco corriente. ¿De dóndesalió?

 —Se ve que me… Bueno, que meconcibieron allí. —Robin se sonrojó—.En Venecia. ¿Cuál es tu segundonombre? —preguntó, sin saber si debíaenfadarse mientras él reía—. «C.B.Strike.» ¿Qué significa la B?

 —Se me hace tarde —dijo Strike—.os vemos a las ocho.

 —¡Seis y media! —le gritó ella,

 

 pero Strike ya había cerrado la puerta.

El destino de Strike aquella tarde erauna tienda de Crouch End donde vendíaaccesorios electrónicos. En la trastiendaabrían los teléfonos móviles y losordenadores portátiles, y extraían lainformación personal. A continuación,vendían los aparatos purgados y lainformación, por separado, a quieestuviera interesado.

El dueño de ese próspero negocioestaba causándole bastantesinconvenientes al señor Gunfrey, elcliente de Strike. El señor Gunfrey, queera igual de deshonesto que el hombre alque Strike había seguido hasta el cuartel

 

general de su negocio, pero a mayor escala y más a lo grande, se habíametido con la persona equivocada. Eldetective opinaba que lo mejor que podía hacer Gunfrey era retirarsemientras todavía podía hacerlo. Sabíade qué era capaz su adversario; teníaun conocido común.

Su objetivo lo recibió en udespacho del piso superior que olíaigual de mal que el de Elizabeth Tassel,mientras un par de jóvenes con chándalholgazaneaban por allí hurgándose lasuñas. Strike, que se hacía pasar por umatón a sueldo recomendado por sconocido común, escuchaba mientras sfuturo jefe le revelaba que tenía pensado

 

ir por el hijo adolescente del señor Gunfrey, sobre cuyos movimientosestaba asombrosamente bien informado.Llegó hasta el punto de ofrecerle eltrabajo a Strike: quinientas libras por darle un navajazo al chico. («No quierocargarme a nadie, solo enviarle umensaje al padre, ¿me entiendes?»)

Strike no consiguió salir del localhasta pasadas las seis. La primerallamada que hizo, tras asegurarse de queno lo habían seguido, fue al propioseñor Gunfrey, cuyo silencio deconsternación le indicó al detective que por fin había comprendido a qué seenfrentaba.

Después telefoneó a Robin.

 

 —Lo siento, llegaré tarde — anunció.

 —¿Dónde estás? —preguntó ellacon voz crispada.

Strike podía oír los ruidos de fondodel pub: conversaciones y risas.

 —En Crouch End. —Vaya —la oyó decir por lo bajo

 —. Vas a tardar una eternidad… —Tomaré un taxi —la tranquilizó él

 —. Iré tan deprisa como pueda.¿Por qué Matthew había escogido u

 pub de Waterloo?, se preguntó Strikemientras el taxi recorría Upper Street.¿Para asegurarse de que el detectivetuviera que hacer un trayecto largo?¿Para vengarse porque las otras veces

 

que habían intentado quedar Strike habíaelegido sitios que le convenían a él?Confiaba en que en The King’s Armssirvieran comida. De repente le habíaentrado hambre.

Tardó cuarenta minutos en llegar a sdestino, en parte porque la calle decasitas del siglo XIX  donde seencontraba el pub estaba cerrada altráfico. Strike decidió apearse y poner fin al intento de un taxista cascarrabiasde descifrar la numeración de la calle,que al parecer no seguía ningunasecuencia lógica. Se preguntó si ladificultad para encontrar el sitio habríainfluido en la elección de Matthew.

The King’s Arms resultó ser u

 

 pintoresco pub victoriano ante cuya puerta se arremolinaba una mezcla de

óvenes profesionales trajeados y otrosque parecían estudiantes; todos fumaba  bebían. El grupito se disgregó

enseguida al acercarse Strike,ofreciéndole mucho más espacio delestrictamente necesario incluso para uhombre de su envergadura. Cuando eldetective cruzó el umbral y entró en el pequeño bar, se preguntó, con ciertadosis de esperanza, si le pedirían queabandonara el local debido a lo suciaque llevaba la ropa.

Mientras tanto, en la ruidosa sala delfondo, un patio con techo de vidrio y cogran profusión de objetos decorativos,

 

Matthew miraba la hora en su reloj. —Ya son casi y cuarto —le dijo a

Robin.Iba con traje y corbata, impecable, y,

como de costumbre, era el hombre másatractivo del local. Robin estabaacostumbrada a que las mujeres losiguieran con la mirada al verlo pasar;sin embargo, nunca había logrado saber hasta qué punto Matthew era conscientede aquellas miradas fugaces y tórridas.Sentado en el banco que la pareja habíatenido que compartir con un grupo deestudiantes ruidosos, Matthew, con smetro ochenta y cinco de estatura, smentón firme y partido y sus brillantesojos azules, parecía un purasangre

 

mezclado con una cuadra de ponisHighland.

 —Ahí está —dijo Robin con alivio aprehensión.

Strike parecía haberse vuelto máscorpulento y más basto desde que habíasalido de la oficina. Avanzó sidificultad hacia ellos por el abarrotadolocal, con la vista clavada en la cabezarubia de Robin y una pinta de Hopheaden la enorme mano. Matthew se levantó.Dio la impresión de que se preparaba para recibir un golpe.

 —Hola, Cormoran. Lo hasencontrado.

 —Hola, Matthew —replicó Strike, yle tendió la mano—. Siento llegar ta

 

tarde. He intentado venir antes, peroestaba con un tipo de esos a los que noconviene dar la espalda sin permiso.

Matthew le devolvió una sonrisainexpresiva. Ya se había imaginado queStrike haría muchos comentarios de esetipo para darse importancia y envolver en misterio lo que hacía. Por las pintasque traía, se diría que había estadocambiando una rueda.

 —Siéntate —le propuso Robin,nerviosa, y se deslizó sobre el bancohasta que llegó al extremo y estuvo a punto de caerse—. ¿Tienes hambre?Estábamos hablando de pedir algo.

 —Aquí se come bastante bien — añadió Matthew—. Es comida

 

tailandesa. No es el Mango Tree, perono está mal.

Strike esbozó una sonrisa formal. Yasuponía que Matthew haría algosemejante: dejar caer nombres derestaurantes del barrio de Belgravia para demostrar que era un avezadourbanita pese a llevar solo un año eLondres.

 —¿Cómo te ha ido esta tarde? —  preguntó Robin.

Estaba convencida de que, en cuantooyera las cosas que hacía Strike,Matthew se quedaría tan fascinado comoella por los entresijos de la profesión ytodos sus prejuicios se esfumarían.

Sin embargo, el breve relato que

 

ofreció Strike de lo que había hechoaquella tarde, en el que omitió cualquier detalle que permitiera identificar a las personas implicadas, solo obtuvo comorespuesta una indiferencia apenasdisimulada por parte de Matthew.Entonces Strike se fijó en que los dostenían el vaso vacío y los invitó a unacopa.

Cuando se levantó para acercarse ala barra, Robin le dijo en voz baja aMatthew:

 —Podrías mostrar un poco deinterés.

 —Robin, viene de reunirse con utipo en una tienda —replicó Matthew—.Dudo mucho que alguien corra a

 

comprarle los derechos para el cine.Satisfecho con su propia ocurrencia,

dirigió su atención hacia el menú escritoen la pizarra de la pared de enfrente.

Cuando Strike volvió con las bebidas, Robin se empeñó en abrirse paso hasta la barra para pedir lacomida. La horrorizaba dejar solos a susdos acompañantes, pero por otra partecreía que tal vez sin ella se comunicaramejor.

El leve repunte de autosatisfaccióde Matthew se redujo cuando Robin seausentó.

 —Eres militar retirado, ¿no? —sesorprendió preguntando, pese a que sehabía propuesto no permitir que las

 

experiencias vitales de Strike dominarala conversación.

 —Sí —confirmó el detective—.Estuve en la DIE.

A Matthew le sonaba que se referíaa la Divisón de InvestigacionesEspeciales.

 —Mi padre estuvo en la RAF —dijo —. Prestó servicio en la misma épocaque Jeff Young.

 —¿Quién? —El jugador de rugby galés. Jugó

con la selección en veintitrés ocasiones. —Ah, sí. —Sí, y mi padre tuvo un escuadró

 bajo su mando. Dejó el Ejército en elochenta y seis, y desde entonces dirige

 

su propio negocio de administración defincas. No le han ido mal las cosas. Nose puede comparar con tu viejo — añadió Matthew, un poco a la defensiva —, pero bueno.

 Mamón, pensó Strike. —¿De qué habláis? —preguntó

Robin, nerviosa, al ocupar de nuevo sasiento.

 —De papá —contestó Matthew. —Pobre hombre —se lamentó

Robin. —¿Por qué lo dices? —le espetó

Matthew. —Bueno, porque está preocupado

 por tu madre, ¿no? Por lo del derrame. —Ah, sí —dijo Matthew.

 

Strike había conocido a tipos comoMatthew en el Ejército: siempre figuraentre los que mandan, pero bajo su firmeapariencia conservan un pequeño lastrede inseguridad que los lleva a grandesexcesos compensatorios y a ponersemetas demasiado altas.

 —¿Y cómo van las cosas por Lowther-French? —le preguntó Robin asu novio, deseosa de mostrarle a Strikelo agradable que era, de mostrarle alverdadero Matthew, ese del que ellaestaba enamorada—. Matthew estáauditando una editorial muy pequeña y bastante especial. Son graciosos,¿verdad? —dijo, dirigiéndose a s prometido.

 

 —Bueno, el caos en el que estásumidos no es muy gracioso quedigamos… —contestó Matthew.

Siguió hablando mientras esperabala comida, salpicando su charla coreferencias a números de seis cifras.Todas sus frases estaban sesgadas, comoun espejo, para ofrecer lo mejor de él, yhacían hincapié en su inteligencia, singenio, su superioridad respecto acolegas mayores que él pero más lentos  más estúpidos, o en lo que tenía que

aguantar de los zopencos que trabajabaen la empresa que estaba auditando.

 —… intentando justificar una fiestade Navidad, cuando llevan dos años sirecuperar gastos; será una especie de

 

velatorio.La llegada de la comida y el silencio

consiguiente pusieron fin a la diatriba deMatthew contra aquella empresa. ARobin, que había abrigado esperanzasde que su novio compartiera con Strikealguna de las anécdotas más amables ygraciosas que le había contado a ellasobre las excentricidades de aquella pequeña editorial, no se le ocurría nadaque decir. Sin embargo, como Matthewacababa de mencionar una fiesta deeditores, a Strike se le ocurrió una idea.Se puso a masticar más despacio. Pensóque quizá tuviera una oportunidadexcelente de buscar información sobreel paradero de Owen Quine, y su potente

 

memoria le ofreció una información queni siquiera recordaba haber almacenado.

 —¿Tienes novia, Cormoran? —  preguntó Matthew a bocajarro; era udetalle que estaba deseando aclarar.Robin había sido bastante ambigua alrespecto.

 —No —contestó él, distraído—.Perdonadme… No tardaré mucho, tengoque hacer una llamada.

 —Tranquilo —dijo Matthew coenojo cuando Strike ya se habíalevantado de la mesa y no podía oírlo—.Llegas tres cuartos de hora tarde y luegodesapareces a media cena. Nosquedaremos esperando aquí hasta que tedignes volver.

 

 —¡Matt! Nada más salir a la oscura calle,

Strike sacó su paquete de tabaco y steléfono. Encendió un cigarrillo, seapartó de los otros fumadores y fue hastael final de la calle, más tranquilo. Sequedó de pie en la oscuridad, bajo losarcos de ladrillo que sostenían la vía deltren.

Culpepper contestó al tercer tono. —Hola, Strike —saludó—. ¿Qué

tal? —Bien. Le llamo para pedirle u

favor. —Adelante —dijo el otro si

comprometerse a nada. —Usted tiene una prima que se

 

llama Nina que trabaja en Roper Chard…

 —¿Cómo coño lo sabe? —Me lo dijo usted —respondió

Strike sin perder la calma. —¿Cuándo? —Hace unos meses, cuando me

 pidió que investigara a aquel dentistasospechoso.

 —Qué memoria tan acojonante tiene —se asombró Culpepper, másexasperado que impresionado—. No esnormal. ¿Qué pasa con mi prima?

 —¿Podría ponerme en contacto coella? —preguntó Strike—. Roper Chardda una fiesta de aniversario mañana por la noche, y me gustaría acudir.

 

 —¿Por qué? —Por un caso que llevo —contestó

él, evasivo. Nunca compartía coCulpepper los detalles de los divorciosde la alta sociedad ni de las rupturasempresariales que investigaba, pese aque este le pedía a menudo que lohiciera—. Y porque acabo de darle lamejor información de su carrera.

 —Vale —concedió el periodista, demala gana, tras vacilar un poco—.Supongo que sí.

 —¿Está soltera? —preguntó Strike. —¿Qué pasa? ¿También quiere

tirársela? —preguntó Culpepper, yStrike advirtió que su interlocutor no parecía molesto ante la perspectiva de

 

que intentara ligar con su prima, sinomás bien interesado.

 —No, quiero saber si resultaríasospechoso que me llevara a la fiesta.

 —Ah, vale. Creo que acaba dedejarlo con alguien. No lo sé. Le pasaréel número. Ya verá la que se organiza eldomingo —añadió Culpepper, sin poder disimular su júbilo—. Un tsunami demierda está a punto de golpear a lordPorker.

 —Primero llame a Nina, por favor.Y explíquele quién soy para queentienda de qué va la cosa.

Culpepper se comprometió a hacerlo  colgó. Como no tenía ninguna prisa

 para retomar la conversación co

 

Matthew, Strike se fumó el cigarrillohasta el final antes de regresar al bar.

Mientras lo recorría, agachando lacabeza para esquivar las cazuelas y losletreros que colgaban del techo, pensóque aquel local era como Matthew: seesforzaba demasiado. La decoracióincluía una estufa y una caja registradoraantiguas, numerosos cestos de lacompra, placas y grabados viejos: unacolección artificial de objetoscomprados en mercadillos y tiendas desegunda mano.

A Matthew le habría gustadoterminarse los fideos antes de quevolviera Strike, para subrayar laduración de su ausencia, pero no lo

 

había conseguido. Robin estaba mustia,  el detective se preguntó qué habría

 pasado entre ellos durante el rato que élhabía estado fuera, y sintió lástima por ella.

 —Dice Robin que juegas al rugby — le comentó a Matthew, decidido a poner un poco de su parte—. Que podrías estar ugando en el equipo local, ¿no?

Siguieron conversando a trancas y barrancas una hora más; las ruedasgiraban mejor cuando Matthew podíahablar de sí mismo. Strike se fijó en lacostumbre de Robin de ofrecer pistas yecharle cables a Matthew para iniciar temas de conversación en los que él pudiera destacar.

 

 —¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —  preguntó Strike.

 —Nueve años —contestó Matthew,  volvió a adoptar aquella actitud

ligeramente combativa. —¿Tanto? —se sorprendió Strike—.

¿Ibais juntos a la universidad? —Al colegio —dijo Robin,

sonriente—. Hicimos el bachilleratountos.

 —Era un colegio pequeño —tercióMatthew—. Ella era la única chica u poco lista y que estaba buena. No habíaalternativa.

Qué capullo, pensó Strike.Su camino de regreso a casa

coincidía hasta la estación de Waterloo;

 

siguieron charlando mientras caminaba por las calles oscuras y se separaroante la entrada del metro.

 —¿Qué? —preguntó Robin,impaciente, cuando Matthew y ella ibahacia la escalera mecánica—. Essimpático, ¿no?

 —Un impuntual —dijo él; no se leocurrió ninguna otra acusación quehacerle a Strike que no lo hiciera parecer un chiflado—. Seguramentellegará tres cuartos de hora tarde yoderá la ceremonia.

Ese comentario era uconsentimiento tácito a la asistencia deStrike a la boda, y, ante la ausencia deun entusiasmo sincero, Robin se

 

contentó pensando que podría haber sido peor.

Entretanto, Matthew cavilaba esilencio sobre cosas que no le habríaconfesado a nadie. Robin había descritoa su jefe con precisión —el pelo, que parecía vello púbico; el perfil de boxeador—, pero no se había esperadoun Strike tan corpulento. Le sacaba u par de dedos, y eso que él se jactaba deser el más alto de su oficina. Y luegoestaba lo peor: aunque le habría parecido de mal gusto que Strike hubierahecho alarde de sus experiencias eAfganistán e Iraq y les hubiera contadocómo había perdido la pierna, o cómohabía ganado esa medalla que por lo

 

visto tanto impresionaba a Robin, ssilencio respecto a esos temas habíaresultado casi irritante. Su heroísmo, svida llena de acción, sus experienciasviajando y corriendo peligros habíasobrevolado, espectrales, laconversación.

Robin, sentada a su lado en el vagón,también guardaba silencio. No lo había pasado nada bien. Había descubiertouna faceta de Matthew que no conocía,o, al menos, que él nunca le habíamostrado abiertamente. Reflexionósobre eso mientras el vagón loszarandeaba y llegó a la conclusión deque era por Strike. De alguna forma, estehabía hecho que ella viera a Matthew

 

con sus ojos. No sabía muy bien cómo lohabía conseguido. Todas esas preguntassobre rugby… Otra persona quizá lohubiera interpretado como buenaeducación, pero Robin conocía bien a sefe. ¿O sería que estaba molesta porque

Strike había llegado tarde y lo culpabade cosas que él no había hecho adrede?

Y así regresaron a casa los prometidos, compartiendo un enfadotácito con el hombre que ahora roncaba profundamente mientras su tren sealejaba de ellos traqueteando por lalínea Northern.

 

11

Decidme por qué motivome descuidáis así.

JOHN WEBSTER, The Duchess of Malfi

 —¿Es usted Cormoran Strike? —  preguntó una vocecilla de niña de clasemedia alta a las nueve menos veinte dela mañana siguiente.

 —Sí. —Hola, soy Nina. Nina Lascelles.

Dominic me ha dado su número. —Ah, sí —dijo Strike, de pie con el

 

torso desnudo ante el espejo de afeitar que solía poner junto al fregadero de lacocina, pues el baño era pequeño yoscuro. Mientras se quitaba la espumade afeitar de alrededor de la boca con elantebrazo, preguntó—: ¿Te ha contadode qué se trata, Nina?

 —Sí, dice que quieres infiltrarte ela fiesta de aniversario de Roper Chard.

 —Bueno, eso de «infiltrarse» es u poco fuerte.

 —Pero suena mucho másemocionante.

 —Cierto —concedió él—. Entonces,¿puedo contar contigo?

 —Ya lo creo. Será divertido. ¿Medejas adivinar para qué quieres ir a

 

espiar por allí? —Hombre, «espiar» tampoco es la

 palabra… —No seas aguafiestas. ¿Me dejas

adivinar o no? —Adelante —dijo Strike, y bebió u

sorbo de su taza de té mientras miraba por la ventana.

El breve período de sol habíaconcluido y la niebla se había instaladode nuevo.

 —  Bombyx Mori —dijo Nina—. ¿Eso no es? Dime que sí es.

 —Sí, has acertado —admitió Strike,  la chica dio un chillido de

satisfacción. —Se supone que no debo ni

 

mencionarlo. Hay una especie de bloqueo al respecto, no paran decircular correos electrónicos por laempresa, y a todas horas entran y saleabogados del despacho de Daniel.¿Dónde quieres que nos encontremos?Tendríamos que quedar antes en algúsitio y presentarnos en la fiesta juntos,¿no te parece?

 —Sí, claro —convino Strike—.¿Dónde te va bien quedar?

Mientras cogía un bolígrafo delabrigo colgado detrás de la puerta, pensó con añoranza en lo mucho que leapetecía pasar una noche en casa, en lasganas que tenía de dormir un montón dehoras seguidas, en lo bien que le

 

sentaría un interludio de paz y descanso para reponerse y empezar temprano elsábado por la mañana, cuando tenía previsto seguir al marido infiel de laseñora Burnett.

 —¿Conoces el Ye Olde CheshireCheese, de Fleet Street? Nunca haynadie del trabajo, y desde allí se puedeir perfectamente a pie hasta la oficina.Ya sé que es cutre, pero me encanta.

Quedaron a las siete y media. Strikesiguió afeitándose y se preguntó qué probabilidades habría de que en la fiestade la editorial conociera a alguien quesupiera del paradero de Quine. «Lo que pasa —reprendió en silencio Strike a sreflejo en el espejo redondo, mientras

 

los dos eliminaban la barba de susrespectivas barbillas— es que tecomportas como si todavía estuvieras ela División de InvestigacionesEspeciales. El país ya no te paga paraque seas tan escrupuloso, amigo.»

Aun así, él no sabía hacer las cosasde otra manera; eso formaba parte de ucódigo ético personal, breve peroinflexible, que lo había acompañado a lolargo de toda su vida adulta y que podíaresumirse en una frase: «Haz el trabajo yhazlo bien.»

Strike tenía previsto pasar la mayor  parte del día en la oficina, una perspectiva que en circunstanciasnormales le habría resultado agradable.

 

Robin y él se repartían el papeleo; ellaera inteligente, y muchas veces resultabaútil como caja de resonancia; además,seguía tan fascinada con la mecánica delas investigaciones como al principio deempezar a trabajar para él. Ese día, siembargo, Strike bajó con una sensaciómuy parecida a la reticencia y que seconfirmó cuando sus expertas antenasdetectaron en el saludo de Robin un dejede timidez que no tardaría en dar paso aun «¿Qué te pareció Matthew?».

Aquello era un claro ejemplo,reflexionó al meterse en su despacho ycerrar la puerta con el pretexto de hacer unas llamadas, de por qué no eraaconsejable quedar con tu único

 

compañero de trabajo fuera del horariolaboral.

El hambre lo obligó a salir al cabode unas horas. Robin había compradounos bocadillos, como siempre, pero nohabía llamado a la puerta para avisarlede que ya los tenía allí. Ese detalletambién parecía indicar cierta turbaciórespecto a la noche pasada. Pararetrasar el momento en que hablarían deltema, y con la esperanza de que, siconseguía eludirlo el tiempo suficiente,tal vez ella no llegara a sacarlo (aunqueesa táctica nunca le había funcionadocon ninguna mujer), Strike le explicó aRobin que acababa de hablar por teléfono con el señor Gunfrey, lo cual

 

era cierto. —¿Piensa acudir a la policía? — 

 preguntó ella. —Pues… no. Gunfrey no es la clase

de persona que va a la policía cuandoalguien está molestándola. Es casi tacorrupto como el tipo que quiere pinchar a su hijo, pero esta vez ha comprendidoque está metido en un buen lío.

 —¿No se te ocurrió grabar a esemafioso mientras te ofrecía dinero y tedecía lo que quería que hicieras, e ir túmismo a la policía? —preguntó ella si pensar.

 —No, Robin, porque sería evidentede dónde provenía el chivatazo, y sitengo que ir esquivando asesinos a

 

sueldo mientras hago los seguimientos,voy a complicarme mucho la vida.

 —Pero ¡es que Gunfrey no va a poder encerrar a su hijo en casaeternamente!

 —No tendrá que encerrarlo. Se va allevar a toda la familia a Estados Unidosen un viaje sorpresa; piensa llamar anuestro amigo manostijeras desde LosÁngeles y decirle que se lo ha pensado bien y que ha decidido no interferir esus negocios. No debería levantar demasiadas sospechas. El tipo ya le hahecho suficientes putadas para que estéustificado un período de reflexión.

Ladrillos contra la luna del coche,llamadas amenazadoras a su esposa…

 

»Supongo que la semana que vienetendré que volver a Crouch End, decirleque no he encontrado al chico ydevolverle las cinco lechugas. —Strikesoltó un suspiro—. No resulta muyconvincente, pero no quiero que vengaa buscarme.

 —¿Cinco qué…? —Quinientas libras, Robin —aclaró

Strike—. ¿Cómo lo llamáis eYorkshire?

 —Me parece muy poco dinero por apuñalar a un adolescente —dijo ellacon vehemencia, y entonces, pillando aStrike desprevenido, añadió—: ¿Qué te pareció Matthew?

 —Muy buen tío —mintió él

 

automáticamente.Evitó dar más explicaciones. Robi

no era tonta; ya le había impresionadootras veces su instinto para detectar lafalsedad y la mentira. Sin embargo, no pudo evitar apresurarse a cambiar detema.

 —He pensado que a lo mejor el añoque viene, si tenemos beneficios y puedosubirte el sueldo, deberíamos contratar aalguien más. Me mato a trabajar, no voya poder aguantar este ritmo muchotiempo. ¿A cuántos clientes hasrechazado últimamente?

 —A un par —contestó Robin cofrialdad.

Strike conjeturó que no había

 

expresado suficiente entusiasmorespecto a Matthew, pero estabadecidido a no ser más hipócrita de loque ya lo había sido, así que pocodespués se metió en su despacho yvolvió a cerrar la puerta.

Sin embargo, esa vez Strike soloacertó a medias.

A Robin la había desanimado sreacción, ciertamente. Sabía que si aStrike le hubiera caído bien Matthew, nohabría dicho nada tan tajante como«Muy buen tío», sino «Bueno, no estámal», o «Supongo que los hay peores».

En realidad, lo que la habíamolestado, incluso dolido, había sido s propuesta de contratar a otro empleado.

 

Robin se volvió hacia la pantalla delordenador y empezó a preparar lafactura de esa semana de la clientamorena en trámites de divorcio,tecleando con furia, a toda velocidad, pulsando las teclas con una fuerzaexcesiva. Había dado por hecho — equivocándose, ahora lo veía claro— que su función allí no era la de unasimple secretaria. Había ayudado aStrike a conseguir las pruebas quehabían permitido detener al asesino deLula Landry; algunas, incluso, las habíaconseguido ella sola, por iniciativa propia. A menudo, en los meses posteriores, había sobrepasado comucho las funciones de una secretaria

 

 personal, y lo había acompañado a hacer seguimientos siempre que había parecido más natural que él fuera couna pareja, convenciendo con susencantos a conserjes y testigosrecalcitrantes que recelabainstintivamente ante la corpulencia y laexpresión huraña de Strike, por nomencionar las veces en que por teléfonose había hecho pasar por diversasmujeres, cosa que su jefe, con su vozgrave, jamás podría haber hecho.

Robin había dado por supuesto queél pensaba algo parecido: de vez ecuando le decía cosas como «Es bueno para tu formación de detective» o «Teconvendría hacer un curso de

 

contravigilancia». Había dado por supuesto que cuando el negocio seconsolidara (y podía afirmar que ellahabía contribuido a esa consolidación)recibiría la formación que tantonecesitaba, y bien lo sabía. Sin embargo,ahora parecía que esas indirectas nohabían sido más que comentarios sivalor, simples palmaditas en la espaldade la mecanógrafa. Entonces, ¿quéestaba haciendo allí? ¿Por qué habíarechazado otro empleo mucho mejor?(Como estaba irascible, prefería noacordarse de lo poco que le habíainteresado aquel trabajo en udepartamento de recursos humanos, pesea estar muy bien pagado.)

 

Quizá la nueva empleada fuera unamujer capaz de realizar esos trabajos taútiles, y ella, Robin, se limitaría a hacer de recepcionista y secretaria de ambos, nunca abandonaría ya su mesa. No se

había quedado con Strike para eso, nihabía rechazado un sueldo mucho mejor ni introducido un motivo recurrente detensión en su relación con Matthew paraacabar de aquella manera.

A las cinco en punto, Robin dejó deteclear a media frase, se puso lagabardina, salió de la agencia y cerró la puerta de vidrio con más fuerza de lanecesaria.

El portazo despertó a Strike, quellevaba rato profundamente dormido e

 

su mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Miró la hora, vio que eran lascinco y se preguntó quién habría entradoen la oficina. Cuando abrió la puerta yse dio cuenta de que no estaban lagabardina ni el bolso de Robin, y que la pantalla de su ordenador estabaapagada, comprendió que se habíamarchado sin despedirse.

 —Me cago en todo —protestó.Robin no solía enfadarse; esa era

una de las muchas cosas que le gustabade ella. ¿Y qué si Matthew le caía mal?Strike no tenía que casarse con él.Mascullando, cerró la oficina y subió laescalera hasta el ático, dispuesto acomer algo y cambiarse para acudir a s

 

cita con Nina Lascelles.

 

12

Es una mujer muy segura de símisma, de ingenio extraordinario ylengua mordaz.

BEN JONSON,  Epicoene, or The Silent 

Woman

Esa noche, Strike enfiló la oscura y fríaStrand hacia Fleet Street con las manoshundidas en los bolsillos, caminandocon tanto brío como le permitían elcansancio y una pierna derecha cada vezmás dolorida. Lamentaba haber tenido

 

que renunciar a la paz y comodidad desu estudio de alquiler; no estaba segurode que esa expedición nocturna fuera adar ningún fruto, y sin embargo, casicontra su voluntad, lo impresionó unavez más, rodeado de la gélida neblina dela noche invernal, la belleza de laciudad milenaria a la que, junto coCornualles, profesaba lealtad desde lainfancia.

El frío del mes de noviembre habíaeliminado todo rastro de turismo: lafachada del Old Bell Tavern, del sigloXVII, con las cristaleras de colores e pleno fulgor, emanaba nobleza y solera;el dragón que montaba guardia en lo altodel pedestal de Temple Bar se

 

recortaba, fiero y amenazador, contra ucielo negro tachonado de estrellas; y, alo lejos, la brumosa cúpula de lacatedral de St. Paul brillaba como unaluna en ascenso. Ya muy cerca de sdestino, en lo alto de un muro deladrillo, estaban los nombres queevocaban el pasado de Fleet Streetcomo sede de la prensa británica (el

eople’s Friend , el  Dundee Courier ), pero hacía ya mucho que Culpepper ysus compañeros de profesión,expulsados de su hogar tradicional, sehabían instalado en Wapping y CanaryWharf. En la actualidad, esa zona estabadominada por la abogacía, y los RealesTribunales de Justicia, que

 

contemplaban desde las alturas aldetective, representaban el templodefinitivo de la profesión de Strike.

Con un estado de ánimo indulgente yextrañamente sentimental, se acercó alfarol amarillo y redondo de la acera deenfrente, que señalaba la entrada del YeOlde Cheshire Cheese, y recorrió elestrecho pasaje que conducía hasta la puerta, donde se agachó para nogolpearse la cabeza con el dintel.

La entrada, angosta y corevestimiento de madera, decorada coóleos antiguos, daba paso a una saladiminuta. Strike volvió a agachar lacabeza y esquivó el letrero de maderadesteñido que rezaba «Bar exclusivo

 

 para caballeros». Al instante, lo recibiócon una oleada de entusiasmo una chicamenuda de tez clara cuyo rasgodominante eran unos grandes ojoscastaños. Arrebujada en un abrigo negrounto a la chimenea encendida, sujetaba

una copa vacía con unas manos blancas pequeñas.

 —¿Eres Nina? —Te he reconocido enseguida.

Dominic te describió a la perfección. —¿Puedo invitarte a algo?Ella pidió una copa de vino blanco.

Strike, una pinta de Sam Smith, y acontinuación se abrió paso hasta elincómodo banco de madera dondeestaba sentada la chica. Alrededor, por 

 

toda la estancia, se oían los diversosacentos de Londres.

 —Es un pub muy auténtico —dijoentonces ella, como si le hubiera leídoel pensamiento—. Los que creen queestá siempre lleno de turistas es quenunca vienen por aquí. Lo frecuentabaDickens, y Johnson, y Yeats… A mí meencanta.

 Nina le sonrió, radiante, y él ledevolvió la sonrisa; tras unos cuantossorbos de cerveza, logró sentir verdadera ternura.

 —¿Está muy lejos la editorial? —No, a solo diez minutos andando.

Estamos en una calle que va a dar alStrand. Es un edificio nuevo y tiene una

 

terraza con jardín. Hará un frío deldemonio —añadió; se estremecióanticipadamente y se ciñó más el abrigo —. Pero los jefes encontraron unaexcusa para no alquilar un local. Somalos tiempos para los editores.

 —Dijiste que han tenido algú problema con  Bombyx Mori, ¿verdad? —preguntó Strike, centrándose en lo quele interesaba, mientras estiraba cuanto podía la pierna ortopédica debajo de lamesa.

 —¿«Algún problema»? Eso es eleufemismo del año. Daniel Chard estáfurioso. ¿A quién se le ocurre poner aDaniel Chard como el malo de unanovela obscena? Es una idea

 

descabellada. Es un tío muy raro. Diceque no tuvo más remedio que entrar ela empresa familiar, pero que erealidad quería ser artista. Como Hitler  —añadió con una risita.

Las luces colgadas sobre la barra sereflejaban en los grandes ojos de lachica. A Strike le recordó a un ratóvigilante y nervioso.

 —¿«Como Hitler»? —repitió él,intrigado.

 —Cuando se enfada, echa unossermones tremendos. Eso lo hemosdescubierto esta semana. Hasta ahora,nadie lo había oído levantar la voz. Perono paraba de gritarle a Jerry, lo oíamosa través de las paredes.

 

 —¿Tú has leído el libro?Ella vaciló, y en sus labios danzó

una sonrisa traviesa. —Oficialmente, no —respondió al

fin. —Pero… —Tal vez le haya echado un vistazo. —¿Cómo? ¿No está bajo llave? —Bueno, sí, está en la caja fuerte de

Jerry.Con una pícara mirada de reojo,

invitó a Strike a burlarse con ella,aunque de forma benévola, del inocenteeditor.

 —Lo que pasa es que Jerry nos hadicho a todos la combinación, porquesiempre se le olvida, y así puede

 

 pedirnos que se la recordemos. Es el tíomás mono y más legal del mundo, y nocreo que se le pasara por la cabeza quele echaríamos una ojeada al librosabiendo que no debíamos hacerlo.

 —¿Cuándo lo leíste? —El primer lunes después de que él

lo recibiera. Ya circulaban muchosrumores, porque aquel fin de semanaChristian Fisher había llamado a unascincuenta personas y les había leídofragmentos del libro por teléfono. Diceque también escaneó algunas partes ycomenzó a enviarlas por correoelectrónico.

 —¿Eso fue antes de que empezaran aactuar los abogados?

 

 —Sí. Nos reunieron a todos y nosdieron una charla absurda sobre lo que pasaría si hablábamos del libro. Era unaestupidez intentar convencernos de quela reputación de la empresa se vería perjudicada si se ridiculizaba a s presidente, porque estamos a punto desalir a bolsa, o eso se rumorea, y quenuestros puestos de trabajo peligrarían.

o entiendo cómo al abogado no se leescapaba la risa mientras lo decía. Mi padre es un abogado famosillo —añadióen tono frívolo— y dice que Chard lotendría muy difícil para culparnos anosotros si ya lo sabe tanta gente defuera de la empresa.

 —¿Es un buen presidente? — 

 

 preguntó Strike. —Supongo que sí —contestó ella,

inquieta—, pero es muy misterioso ycircunspecto, y… bueno, lo que Quineha escrito sobre él tiene gracia.

 —¿Qué ha escrito? —Pues mira, en el libro, Chard se

llama Phallus Impudicus, y…Strike se atragantó con la cerveza y

ina soltó una risita. —¿Lo llama «polla impúdica»? — 

 preguntó él, riendo, y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.

 Nina soltó una carcajadaasombrosamente lujuriosa para alguiecon aquella pinta de colegiala modélica.

 —¿Estudiaste latín? Yo lo dejé. Lo

 

odiaba. Pero no hay que ser ningunalumbrera para saber qué es u«phallus», ¿no? Pues yo busqué «Phallusimpudicus» y resulta que es el nombrecientífico de un hongo, el «falohediondo». Por lo visto apesta, y… — soltó otra risita— parece una polla podrida. Típico de Owen: nombresguarros, y todos en pelotas.

 —¿Y qué hace Phallus Impudicus? —Camina como Daniel, habla como

Daniel, se parece a Daniel y practica lanecrofilia con un guapo escritor al queha asesinado. Es muy morboso ydesagradable. Jerry siempre dice queOwen considera el día perdido si no hahecho vomitar a sus lectores como

 

mínimo dos veces. Pobre Jerry —añadióen voz baja.

 —¿Por qué «pobre»? —Él también sale en el libro. —¿Y qué tipo de falo es? Nina volvió a reír. —No sabría decírtelo, porque la

 parte de Jerry no la leí. Solo hojeé u poco el libro hasta que encontré aDaniel, porque todo el mundo decía queera muy gracioso y muy bestia. Jerrysolo estuvo media hora fuera, así que notuve mucho tiempo. Pero todos sabemosque él también aparece, porque Daniello encerró en su despacho, le hizo hablar con los abogados y añadir su firma atodos esos estúpidos correos

 

electrónicos en los que se nosamenazaba con las siete plagas sihablamos de  Bombyx Mori. Supongoque a Daniel lo consuela que Owetambién haya atacado a Jerry. Sabe quetodo el mundo quiere mucho a Jerry, ysupongo que cree que todosguardaremos silencio para protegerlo.

»Lo que no entiendo es por quéQuine se mete con Jerry —continuó

ina, y la sonrisa se borró de sus labios —. Porque Jerry no tiene ni un soloenemigo en el mundo. La verdad es queOwen es un cabronazo —concluyó, y sequedó contemplando su copa de vinovacía.

 —¿Te apetece otra copa? —preguntó

 

Strike.El detective volvió a la barra. En la

 pared de enfrente, en una caja de cristal,había un loro gris disecado. Era la únicarareza genuina que veía allí; y no leimportó, en aquel estado de toleranciahacia un rincón tan auténtico del viejoLondres, tener el detalle de aceptar que,en su momento, aquel loro habíachillado y parloteado entre aquellas paredes y que no era un simpleaccesorio viejo y desagradable.

 —¿Sabes que Quine hadesaparecido? —preguntó Strike cuandoregresó junto a Nina.

 —Sí, algo he oído. No me extraña,con el alboroto que ha provocado.

 

 —¿Lo conoces? —No mucho. A veces viene a la

oficina e intenta coquetear, ya sabes,envuelto en esa capa ridícula,alardeando, siempre intentandoimpresionar. Yo lo encuentro un poco patético y siempre he detestado suslibros. Jerry me convenció para queleyera  El pecado de Hobart , y me pareció horrible.

 —¿Sabes si alguien se hacomunicado con Quine últimamente?

 —Que yo sepa, no. —¿Y nadie sabe por qué escribió u

libro que, con toda seguridad, iba asuponerle una demanda?

 —Todo el mundo da por hecho que

 

se ha peleado con Daniel. Tarde otemprano se pelea con todo el mundo; hatrabajado con no sé cuántos editores a lolargo de los años.

»Dicen que Daniel solo publica aOwen porque cree que así parece queOwen lo haya perdonado por lo mal quese portó con Joe North. En realidad,Owen y Daniel no se caen nada bien,eso lo sabe todo dios.

Strike se acordó de la fotografía deloven rubio y atractivo colgada en la

 pared del despacho de Elizabeth Tassel. —¿Chard se portó mal con North?

¿Qué le hizo? —No conozco todos los detalles — 

contestó Nina—, pero sé que se portó

 

mal. Sé que Owen juró que nuncatrabajaría para Daniel, pero luego probócon casi todos los otros editores, hastaque tuvo que fingir que se habíaequivocado respecto a Chard, y este loaceptó porque creyó que así parecía buena persona. Al menos eso es lo quecuenta la gente.

 —¿Y sabes si Quine se ha peleadocon Jerry Waldegrave?

 —No, y eso es lo que no entiendo.¿Por qué se mete con Jerry? ¡Es uencanto! Aunque, según dicen, no puedes…

Por primera vez, o eso le pareció aStrike, reflexionó sobre lo que sedisponía a decir y, en tono más sobrio,

 

siguió: —Bueno, no sé a qué viene que

Owen se meta con Jerry, y ya te digo queo no he leído esa parte. Pero Owen se

mete con un montón de gente —continuóina—. Dicen que también sale s

esposa, y por lo visto ha sido muy cruelcon Liz Tassel, que, aunque sea una bruja, todo el mundo sabe que siempreha estado al lado de Owen, a las duras ya las maduras. Liz ya no podrá venderlenada a Roper Chard; están todosfuriosos con ella. Me consta que por orden de Daniel le han retirado lainvitación para esta noche, y eso es muyhumillante. Dentro de un par de semanashay una fiesta en honor de Larry

 

Pinkelman, otro autor de Liz, y a esa no pueden prohibirle acudir, porque Larryes un viejecito encantador al que todosadoran. Pero, si Liz se presenta, noquiero ni pensar cómo van a recibirla.

»En fin… —Nina se apartó elflequillo castaño claro de una sacudida  cambió bruscamente de tema—: ¿De

qué se supone que nos conocemos tú yo, cuando lleguemos a la fiesta? ¿Eres

mi novio, o qué? —¿Se puede llevar pareja a estas

cosas? —Sí, pero no le he dicho a nadie

que salgo contigo, así que no puedehacer mucho tiempo que estamos juntos.Diremos que nos conocimos en una

 

fiesta el fin de semana pasado, ¿vale?Strike advirtió, con dosis casi

idénticas de desasosiego y vanidadsatisfecha, el entusiasmo con que Ninale proponía fingir que estaban liados.

 —Antes de marcharnos tengo que ir al baño —dijo, y se levantó codificultad del banco mientras ellavaciaba la tercera copa.

La escalera que bajaba a losservicios del Ye Olde Cheshire Cheeseera vertiginosa, y el techo era tan bajoque Strike se golpeó la cabeza pese acaminar encorvado. Mientras se frotabala sien, maldiciendo por lo bajo, sintiócomo si acabara de recibir un tortazodivino para recordarle qué le convenía y

 

qué no.

 

13

Dicen que poseéis un librodonde citáislos nombres de todos los grandes

canallasque merodean por la ciudad.

JOHN WEBSTER, The White Devil 

Strike sabía por experiencia queresultaba inusualmente atractivo a ciertaclase de mujeres. Las características queesas mujeres tenían en común eran lainteligencia y la intensidad parpadeante

 

de unas lámparas con los cables en malestado. Solían ser guapas y, por logeneral, como le gustaba expresarlo a sviejo amigo Dave Polworth, «unas piradas del copón». Strike nunca sehabía parado a pensar cuál era, e particular, el rasgo suyo que tanto lasatraía, aunque Polworth, muy dado a lasteorías concisas, opinaba que esasmujeres («histéricas, fruto de un excesode cría selectiva») padecían una pulsiósubconsciente que las llevaba a buscar lo que él llamaba «sangre de percherón».

Charlotte, la exnovia de Strike, podía considerarse la reina de esaespecie. Guapa, lista, imprevisible y

 

chiflada, había vuelto una y otra vez coél pese a la oposición de su familia y lareprobación apenas velada de susamistades. En el mes de marzo, Strikehabía acabado poniendo fin a unarelación de dieciséis años cointermitencias, y casi de inmediato ellase había comprometido con su exnovio,a quien Strike se la había robadomuchos años atrás, en Oxford. Coexcepción de una sola noche, desdeentonces la vida amorosa de Strikehabía sido voluntariamente inexistente.El trabajo le había ocupado casi todaslas horas de vigilia y el detective habíaresistido con éxito las insinuaciones, nosiempre sutiles, de mujeres parecidas a

 

aquella clienta suya, la morenasofisticada: mujeres en trámite dedivorcio con tiempo de sobra y tristezaque aliviar.

Aun así, siempre existía el impulsode rendirse, el riesgo de tener queafrontar complicaciones por culpa de u par de noches de consuelo; y en aquelmomento, Nina Lascelles caminaba co brío a su lado por la oscura Strand,dando dos pasos por cada uno de lossuyos e informándole de cuál era sdirección exacta, en St. John’s Wood,«para que parezca que ya has estado emi casa». No le llegaba ni a la altura delhombro y a Strike nunca lo habíaatraído mucho las mujeres bajitas. Nina

 

no paraba de hablar de Roper Chard yaderezaba su monólogo con más risas delas estrictamente necesarias; en un par de ocasiones, le tocó el brazo aldetective para enfatizar sus palabras.

 —Ya estamos —dijo por fin, cuandose acercaron a un edificio alto ymoderno, con una puerta giratoria decristal y las palabras «ROPER CHARD»en un gran letrero naranja de plexigláscolgado en la fachada de piedra labrada.

En el amplio vestíbulo, por el queestaban desperdigadas varias personasmuy engalanadas, había una hilera de puertas correderas metálicas. Nina sacóuna invitación de su bolso y se la mostróal que parecía un empleado temporal de

 

refuerzo, con un esmoquin muy pocofavorecedor, y a continuación entró coStrike y unas veinte personas más en ugran ascensor forrado de espejo.

 —Esta planta está reservada parareuniones —le dijo Nina, subiendo lavoz, cuando salieron a una zona diáfana,abarrotada, donde una banda tocaba al borde de una pista de baile muy pococoncurrida—. Suele haber mamparasdivisorias. A ver, ¿a quién quieres que te presente?

 —A cualquiera que conociera bien aQuine y que pueda tener alguna idea dedónde está.

 —Pues me temo que Jerry es elúnico que cumple esos requisitos…

 

La nueva remesa de invitados quesalía del ascensor los empujó, yavanzaron hacia la muchedumbre. AStrike le pareció notar que Nina seagarraba a la parte trasera de su abrigo,como una cría, pero no correspondió algesto cogiéndola de la mano, ni reforzóla impresión de que eran una pareja.Oyó un par de veces que Nina saludabaa gente al pasar. Al final consiguierollegar hasta la pared del fondo, dondeunas mesas de las que se ocupaban unoscamareros ataviados con chaqueta blanca rebosaban comida y donde se podía conversar sin necesidad de gritar.Strike cogió un par de pasteles decangrejo diminutos y se los comió,

 

lamentando su reducido tamaño,mientras Nina miraba alrededor.

 —No veo a Jerry por ninguna parte, pero debe de estar en la azotea,fumando. ¿Quieres que vayamos a ver?¡Ah, mira, Daniel Chard mezclándosecon la tropa!

 —¿Cuál es? —El calvo.Alrededor del presidente de la

empresa, que en ese momentoconversaba con una joven esculturalembutida en un vestido negro ceñido, sehabía formado un corro de respeto parecido al círculo de maíz aplastadoque rodea a un helicóptero en elmomento del despegue.

 

«Phallus Impudicus.» Strike no pudoevitar sonreír, a pesar de que a Chard lefavorecía la calva. Era más joven yestaba más en forma de lo que eldetective había imaginado, y eraatractivo a su manera, con cejas tupidas  oscuras sobre unos ojos hundidos,

nariz aguileña y labios finos. Vestía utraje muy sobrio de color carbón, perola corbata, de color malva claro, eramucho más ancha de lo normal y tenía uestampado de narices humanas. A Strike,que siempre había sido convencional eel vestir (un hábito adquirido en elcomedor de oficiales), le intrigó esadeclaración de inconformismo, discreta sin embargo contundente, por parte de

 

un alto ejecutivo, sobre todo porqueatraía alguna que otra mirada divertida ode sorpresa.

 —¿Dónde están las copas? —  preguntó Nina, poniéndose inútilmentede puntillas.

 —Allí —contestó él, que veía una barra delante de las ventanas con vistasal oscuro Támesis—. Quédate aquí, yavoy yo a buscarlas. ¿Vino blanco?

 —No. Champán; suponiendo queDaniel haya decidido tirar la casa por laventana.

Strike siguió una ruta a través delgentío que le permitía acercarse a Chardsin llamar la atención; este dejabahablar a su acompañante si

 

interrumpirla. La mujer tenía ese aire deligera desesperación propio de quien seda cuenta de que su conversación estáfracasando. El detective se fijó en queChard tenía un marcado eccema en eldorso de la mano con la que sujetaba uvaso de agua. Se detuvo justo detrás del presidente con el pretexto de dejar pasoa un grupo de chicas que venían edirección opuesta.

 —… y fue tremendamente divertido,la verdad —decía con nerviosismo lachica del vestido negro.

 —Sí —replicó Chard con una vozque denotaba un profundo aburrimiento —, ya me lo imagino.

 —¿Y qué tal por Nueva York?

 

¿Maravilloso? Bueno, maravilloso no.Quiero decir… ¿útil? ¿Divertido? —le preguntó ella.

 —Mucho trabajo —contestó Chard, a Strike, pese a no verle la cara desde

donde estaba, le pareció que incluso bostezaba—. Mucho rollo digital.

Un individuo corpulento, ataviadocon traje y chaleco, que parecía ya borracho pese a ser solo las ocho ymedia, se detuvo delante de Strike y, coexagerada cortesía, lo invitó a avanzar.Él no tuvo más remedio que aceptar lainvitación, acompañada de elaboradosademanes, y quedó fuera del alcance dela voz de Chard.

 —Gracias —dijo Nina unos minutos

 

más tarde, al coger la copa de champáque le ofrecía el detective—. ¿Quieressubir al jardín?

 —Sí, vamos —respondió Strike. Éltambién había cogido una copa dechampán, no porque le gustara, sino porque no había encontrado nada másque le apeteciera—. ¿Quién es esa mujer con la que está hablando Chard?

 Nina estiró el cuello para mirar mientras guiaba a Strike hacia unaescalera helicoidal metálica.

 —Joanna Waldegrave, la hija deJerry. Acaba de escribir su primeranovela. ¿Por qué? ¿Es tu tipo? —  preguntó con una risita entrecortada.

 —No.

 

Subieron por la escalera de mallametálica, y Strike, una vez más, se ayudócon el pasamano. Cuando salieron a laazotea del edificio, el gélido airenocturno le hirió los pulmones. Franjasde césped aterciopelado, jardineras coflores y árboles jóvenes, bancosdesperdigados por todas partes; inclusohabía un estanque iluminado con focos, bajo cuyos nenúfares negros pasabanadando pececillos rojos comollamaradas. Habían distribuido estufasde exterior que parecían gigantescassetas de acero entre los pulcrosrectángulos de césped, y los fumadoresse cobijaban alrededor de ellas, deespaldas a aquella escena pastoril

 

artificial, mirando hacia el centro delcorro.

Las vistas eran espectaculares. Laciudad relucía como una joya bajo elnegro aterciopelado del cielo; el LondoEye, de color azul eléctrico; la torreOxo, con sus ventanas de color rubí; elSouthbank Centre, el Big Ben y el palacio de Westminster, a la derecha,despedían un resplandor dorado.

 —Ven —dijo Nina, y, sin ningúreparo, tomó a Strike de la mano y lollevó hacia un grupito integrado por tresóvenes que lanzaban nubes blancas de

vaho por la boca pese a no estar fumando.

 —Hola, chicas —las saludó Nina—.

 

¿Habéis visto a Jerry? —Está borracho —contestó con toda

franqueza una pelirroja. —¡Oh, no! —exclamó Nina—. ¡Si lo

llevaba muy bien!Una rubia desgarbada la miró por 

encima del hombro y murmuró: —La semana pasada pilló una buena

curda en Arbutus. —Es por culpa de Bombyx Mori — 

apostilló una chica con cabello cortocastaño y cara de mal genio—. Y el fide semana en París para celebrar elaniversario no salió bien. Creo que aFenella le dio otro berrinche. ¿Cuándo piensa dejarla?

 —¿Ha venido con ella? —preguntó

 

con avidez la rubia. —Sí, anda por aquí —respondió la

morena—. ¿No vas a presentarnos a tamigo, Nina?

Se hicieron las presentaciones coun parloteo que impidió a Strikeenterarse de cuál de las chicas eraMiranda, Sarah o Emma. Acontinuación, las cuatro mujeresvolvieron a meterse de lleno en ladisección de la infelicidad y elalcoholismo de Jerry Waldegrave.

 —Tendría que haber abandonado aFenella hace años —opinó la morena—.Es una bruja.

 —¡Chist! —la interrumpió Nina, ylas cuatro guardaron silencio.

 

Un hombre casi tan alto como Strikese les acercaba sin prisa. Su cara,redonda y blancuzca, quedaba parcialmente tapada por unas grandesgafas de montura de carey y una marañade pelo castaño. Llevaba en la mano unacopa llena de vino tinto que amenazabacon derramarse.

 —Qué silencio tan sospechoso — advirtió, componiendo una sonrisaafable. Hablaba con una parsimoniaexagerada que, para Strike, delataba aun borracho con mucha experiencia—. Aver si adivino de qué estabais hablando.Tres posibilidades:  Bombyx,  Mori,Quine. Hola —añadió, mirando a Strike  tendiéndole la mano. Sus ojos

 

quedaban a la misma altura—. No nosconocemos, ¿verdad?

 —Jerry, Cormoran. Cormoran, Jerry —se apresuró a decir Nina—. Hemosvenido juntos —agregó, una informacióque iba dirigida más a sus trescompañeras que al alto editor.

 —¿Cameron? —preguntóWaldegrave, ahuecando una mano detrásde la oreja.

 —Casi —dijo Strike. —Perdona —replicó Waldegrave—.

Soy sordo de un oído. Chicas, ¿habéisestado chismorreando delante de estedesconocido alto y moreno —prosiguiócon un humor bastante soso—, pese ahaber recibido instrucciones precisas

 

del señor Chard de que nadie de fuerade la empresa debe enterarse de nuestro pecaminoso secreto?

 —No irás a chivarte, ¿verdad,Jerry? —le preguntó la morena.

 —Si de verdad Daniel no quisieraque se divulgara nada de ese libro — intervino la pelirroja, impaciente,aunque echando un vistazo por encimadel hombro para comprobar que el jefeno andaba cerca—, no debería estar enviando a esos abogados por toda laciudad para intentar hacer callar a lagente. A mí no paran de llamarme para preguntarme qué está pasando.

 —Jerry —se atrevió a decir lamorena—, ¿por qué tuviste que hablar 

 

con los abogados? —Porque salgo en el libro, Sarah — 

contestó Waldegrave; agitó la copa yderramó parte de su contenido en elcuidado césped—. Estoy metido en estohasta mis defectuosas orejas.

Las mujeres emitieron diversossonidos de sorpresa y protesta.

 —¿Qué puede decir Quine sobre ti,con lo bien que te has portado siemprecon él? —expuso la morena.

 —Según la cantinela de Owen, soygratuitamente cruel con sus obras de arte —explicó el editor, y con la mano queno sujetaba la copa imitó el gesto decortar con unas tijeras.

 —Ah, ¿solo eso? —dijo la rubia,

 

con un deje mínimo de decepción—.Pues vaya. Tiene suerte de que lo publiquéis, visto cómo se comporta.

 —Y al parecer ha vuelto aesconderse —comentó Waldegrave—.

o se pone al teléfono. —Es un capullo y un cobarde — 

opinó la pelirroja. —Pues mira, yo estoy preocupado

 por él. —¿Preocupado? —se extrañó la

 pelirroja—. No lo dirás en serio, Jerry. —Tú también estarías preocupada si

hubieras leído el libro —replicóWaldegrave, y dio un pequeño hipido—.Me parece que Owen estáderrumbándose. Ese libro suena a nota

 

suicida.La rubia soltó una risita, pero se

reprimió enseguida cuando el editor lamiró y añadió:

 —No es broma. Creo que estásufriendo una crisis nerviosa. Elsubtexto que esconde todo el elementogrotesco habitual es «todos están contramí, todos van a por mí, todos me odian».

 —Y es cierto, todos lo odian — intervino la rubia.

 —Nadie en su sano juicio habríaimaginado que esa novela pudiera publicarse. Y ahora él ha desaparecido.

 —Pero si siempre hace lo mismo — dijo la pelirroja—. Es su numerito preferido: desaparecer. Daisy Carter,

 

que trabaja en Davis-Green, me contóque cuando estaban haciendo  Los

hermanos Balzac, los dejó plantados edos ocasiones porque se habíacabreado.

 —Pues yo estoy preocupado por él —insistió Waldegrave. Tomó un grasorbo de vino y agregó—: ¿Y si se hacortado las venas?

 —¡Owen sería incapaz desuicidarse! —se burló la rubia.

Waldegrave la miró con lo que aStrike le pareció una mezcla de lástima antipatía.

 —Pues hay gente, Miranda, que,cuando cree que le han quitado todarazón para seguir viviendo, se suicida.

 

Que otras personas consideren ssufrimiento una chorrada no basta paradisuadirlos.

La rubia lo observó con una muecade incredulidad; luego miró de uno euno a los demás, pero nadie salió en sdefensa.

 —Los escritores son diferentes — continuó Waldegrave—. No he conocidoa ninguno mínimamente bueno que noesté chiflado. Y eso es algo que ese mal bicho, Liz Tassel, haría bien en recordar.

 —Ella asegura que no sabía de quéiba el libro —adujo Nina—. Le hacontado a todo el mundo que estabaenferma y que ni siquiera lo leyó entero.

 —Conozco a Liz Tassel —dijo

 

Waldegrave, ceñudo, y Strike se interesóal detectar un destello de rabia auténticaen aquel editor borracho y afable—.Sabía perfectamente lo que hacía cuandodivulgó el contenido del libro. Creyóque era su última oportunidad de ganar dinero a costa de Owen. Iba a obtener mucha publicidad gracias al escándalo por lo de Fancourt, a quien odia desdehace años; pero, ahora que ha empezadoa circular la mierda, reniega de scliente. Qué comportamiento tavergonzoso.

 —Daniel le retiró la invitación parala fiesta de esta noche —dijo la morena —. Me tocó a mí llamarla por teléfono ydecírselo. Lo pasé fatal.

 

 —¿Sabes adónde puede haber idoOwen, Jerry? —preguntó Nina.

Waldegrave se encogió de hombros. —Podría estar en cualquier sitio,

¿no? Solo espero que, esté donde esté,no le haya pasado nada malo. A pesar detodo, no puedo evitar sentir ciertocariño por ese cabronazo.

 —¿De qué va el escándalo ese sobreel que escribe? —preguntó la pelirroja —. Me han contado que tiene algo quever con una reseña de un libro deFancourt…

Todos los miembros del grupo,excepto Strike, empezaron a hablar almismo tiempo, pero la voz deWaldegrave se impuso a todas las

 

demás, y ellas guardaron silencio coesa cortesía instintiva que a menudomuestran las mujeres ante los varonesdesvalidos.

 —Creía que esa historia la conocíatodo el mundo —dijo Waldegrave, yvolvió a hipar débilmente—.Resumiendo: la primera esposa deMichael, Elspeth, escribió una novelamalísima. Apareció una parodiaanónima en una revista literaria. Elspetla recortó, se la prendió con alfileres eel vestido y metió la cabeza en el horno,a lo Sylvia Plath.

La pelirroja dio un grito ahogado. —¿Se suicidó? —Sí —confirmó Waldegrave, y

 

 bebió otro sorbo de vino—. Losescritores son así. Unos chiflados.

 —¿Quién escribió esa parodia? —Todo el mundo dio por hecho que

había sido Owen. Él lo negó, claro está, pero ¿qué iba a hacer, teniendo en cuentalo que había provocado? —dijoWaldegrave—. Después de morir Elspeth, Owen y Michael no volvieron ahablarse. Pero, en Bombyx Mori, Oweencuentra una manera ingeniosa deinsinuar que el verdadero autor de esa parodia fue el propio Michael.

 —¡Dios! —exclamó la pelirroja,impresionada.

 —Hablando de Fancourt —añadióWaldegrave, y miró su reloj—. Venía a

 

deciros que a las nueve van a hacer uanuncio importante abajo. No os lo perdáis, chicas.

Y se marchó sin prisa. Dos de lasóvenes apagaron el cigarrillo y lo

siguieron. La rubia se unió a otro grupitode gente.

 —Jerry es un encanto, ¿verdad? —ledijo Nina a Strike. Temblaba envuelta esu abrigo de lana.

 —Sí, muy magnánimo —opinó él—.Por lo visto, es el único que piensa queQuine no sabía muy bien lo que se hacía.¿Tienes frío? ¿Quieres que entremos?

El agotamiento enturbiaba laconciencia de Strike. Se moría de ganasde volver a su casa, iniciar el tedioso

 

 proceso de llevar a su pierna a la cama(eso se decía él), cerrar los ojos ydormir profundamente ocho horasseguidas, para luego levantarse y volver a buscar otro escondite desde dondevigilar a otro marido infiel.

La sala del piso de abajo estabacada vez más abarrotada. Nina se detuvovarias veces para gritarles en la oreja avarios conocidos. Presentaron a Strike auna autora de novela romántica bajita yrechoncha que parecía deslumbrada por el champán barato y el potente grupomusical (que debían de parecerle muysofisticados), y a la mujer de JerryWaldegrave, quien, ebria, saludóefusivamente a Nina a través de una

 

mata de pelo negro y alborotado. —Es una pelota de mierda — 

sentenció Nina con frialdad trassepararse de la mujer, y llevó a Strikemás cerca del escenario improvisado—.Viene de una familia de mucha pasta y legusta dejar claro que se casó con uhombre de menos categoría que ella. Esuna esnob.

 —Le impresiona que tu padre sea uabogado de prestigio, ¿no? —preguntóStrike.

 —Uf, tienes una memoria de miedo —dijo ella, observándolo coadmiración—. No, creo que es… Bueno,en realidad es porque tengo un títulonobiliario. A mí, eso me tiene si

 

cuidado, pero las personas comoFenella le dan mucha importancia.

Un empleado estaba orientando umicrófono en el atril del escenario,cerca del bar. El logo de Roper Chard,un nudo de cuerda que unía los dosnombres, y la palabra «centenario»estaban estampados en un cartel.

A continuación hubo una aburridaespera de diez minutos, durante la cualStrike respondió educada yapropiadamente a la charla de Nina, locual le supuso un gran esfuerzo, porqueella era mucho más baja que él, y en lasala cada vez había más ruido.

 —¿Ha venido Larry Pinkelman? —  preguntó el detective al recordar la

 

fotografía del anciano autor de librosinfantiles del despacho de ElizabetTassel.

 —No, qué va. Odia las fiestas — contestó Nina alegremente.

 —¿No ibais a celebrar una en shonor?

 —¿Cómo lo sabes? —preguntó ella,sorprendida.

 —Me lo has dicho tú. En el pub. —Vaya, prestas atención, ¿eh? Sí,

vamos a organizar una cena paracelebrar la reimpresión de sus cuentosde Navidad, pero será algo más bieíntimo. Larry es muy tímido, odia lasmultitudes.

Daniel Chard había llegado por fi

 

al escenario. Las conversaciones seredujeron a un murmullo, y luegocesaron por completo. Strike detectótensión en el ambiente cuando Chard barajó sus papeles y carraspeó.

A Strike le sorprendió lo mal que el presidente hablaba en público, pese aque debía de tener mucha práctica.Chard clavaba la mirada en el mismo punto por encima de las cabezas de lagente a intervalos regulares; no miraba alos ojos a nadie; a veces apenas se leoía. Tras ofrecer a sus oyentes un breverecorrido por la gloriosa historia deRoper Publishing, dio un modesto rodeo por los antecedentes de Chard Books, laempresa fundada por su abuelo;

 

describió la fusión de ambas editoriales  el placer y el humilde orgullo

(expresados con la misma vozmonótona) que le causaba encontrarse,diez años más tarde, convertido e presidente de esa empresa única. Sus bromas, discretas, eran recibidas corisas eufóricas, alimentadas, o eso pensóStrike, en la misma medida por eldesasosiego y el alcohol. Sin darsecuenta, el detective fijó la vista en lasmanos de Chard, irritadas, casiquemadas. En una ocasión conoció a uoven soldado raso cuyo eccema había

empeorado tanto por el estrés quehabían tenido que hospitalizarlo.

 —No cabe duda —dijo Chard, y

 

Strike, una de las personas más altas presentes en la sala, y que se hallabamuy cerca del escenario, vio que habíallegado a la última página de su discurso — de que actualmente la edición pasa por un período de cambios muy rápidos

  retos nuevos, pero hay una cosa quesigue siendo tan válida hoy como haceun siglo: el contenido es el rey. Mientrascuente con los mejores escritores delmundo, Roper Chard seguiráemocionando, desafiando yentreteniendo. Y es en este contexto —la proximidad de un clímax no quedó patente debido al entusiasmo de Chard,sino por su relajación, inducida por elhecho de que su suplicio estaba a punto

 

de terminar— en el que tengo el placer yel honor de comunicarles que desde estasemana contamos con el talento de unode los mejores autores del mundo.Damas y caballeros, les ruego quereciban con un aplauso ¡a MichaelFancourt!

Una audible inspiración colectivarecorrió la sala como una ráfaga deviento. Una mujer gritó, emocionada.Alguien empezó a aplaudir hacia elfondo de la estancia, y los aplausos seextendieron como un chisporroteo defuego hasta las primeras filas. Strike vioabrirse una puerta a lo lejos, atisbó unacabeza exageradamente grande, unaexpresión adusta, antes de que lo

 

engulleran los entusiasmados invitados.El escritor tardó varios minutos ellegar al escenario y estrecharle la manoa Chard.

 —¡Hostia! —repetía una y otra vezina, que no paraba de aplaudir—.

¡Hostia!Jerry Waldegrave, quien, al igual

que Strike, les sacaba una buena cabezaal resto de los invitados, la mayoríamujeres, estaba casi enfrente de ellos, alotro lado de la tarima. Volvía a tener unacopa llena en la mano, de modo que no podía aplaudir, y se la llevó a loslabios, sin sonreír, mientras observaba aFancourt, que en ese momento hacíaademanes ante el micrófono para pedir 

 

silencio. —Gracias, Dan. Bueno, les aseguro

que nunca había imaginado estemomento —empezó, y esas palabrasfueron recibidas con un estentóreoestallido de risas—, pero me sientocomo si volviera al hogar. Primero me publicó Chard, y luego, Roper, y fuero buenos tiempos. Yo era uno de aquellos

óvenes airados —risitas contenidas—, ahora soy un viejo airado —risas si

disimulo, y hasta una sonrisita de DanielChard—, y espero seguir airado coustedes. —Risas efusivas del público,incluido Chard; Strike y Waldegrave parecían ser los únicos que no sedesternillaban—. Estoy encantado de

 

haber vuelto y haré todo lo posible para… ¿cómo era, Dan? Emocionar,desafiar y entretener.

Estalló una tormenta de aplausos.Autor y presidente se estrecharon lamano bajo los flashes de las cámaras.

 —Medio kilo, creo —dijo uhombre con voz de borracho detrás deStrike—, y diez mil libras por aparecer esta noche.

Fancourt bajó del escenario justo por donde estaba Strike. Su adustosemblante habitual, que apenas habíacambiado mientras les tomaban lasfotografías, reflejó una mayor felicidadal ver las manos tendidas parasaludarlo. Michael Fancourt no

 

desdeñaba la adulación. —¡Guau! —exclamó Nina,

dirigiéndose a Strike—. ¿No te pareceincreíble?

La desproporcionada cabeza deFancourt había desaparecido entre lamultitud. Llegó la escultural JoannaWaldegrave e intentó abrirse paso hastael famoso escritor. De pronto, su padreestaba detrás de ella; tambaleándose, borracho, estiró una mano y agarró a lachica por el antebrazo, y no precisamente con delicadeza.

 —Déjalo en paz, Jo, hay muchagente que quiere hablar con él.

 —Mamá ha ido derecha a saludarlo.¿Por qué a ella no le dices nada?

 

Strike vio cómo Joanna se apartaba,furiosa, de su padre. Daniel Chardtambién se había esfumado; Strike se preguntó si se habría escabullido por alguna puerta, aprovechando que lagente estaba distraída con Fancourt.

 —A tu presidente no le gusta ser elcentro de atención —le comentó Strike a

ina. —Dicen que ha mejorado mucho. — 

La chica seguía mirando hacia dondeestaba Fancourt—. Hace diez años,apenas conseguía levantar la vista de susnotas. Pero es un buen empresario. Ulince para los negocios.

Strike se debatía entre la curiosidad el agotamiento.

 

 —Nina —dijo, y apartó a sacompañante de la masa de gente que searremolinaba alrededor de Fancourt;ella se dejó llevar sin ofrecer resistencia—, ¿dónde dices que está elmanuscrito de Bombyx Mori?

 —En la caja fuerte de Jerry. Un piso por debajo de este. —Tomó un sorbo dechampán y miró al detective. Le brillaban los ojos—. ¿Me estás pidiendolo que creo que me estás pidiendo?

 —¿Te meterías en un lío muygrande?

 —Enorme —contestó ella coindiferencia—. Pero llevo encima mitarjeta de acceso, y están todos muyentretenidos, ¿no?

 

Strike, despiadado, se recordó queel padre de Nina era un abogado de prestigio. Si la despedían, lo harían comucho cuidado.

 —¿Crees que podríamos sacar unacopia?

 —Sí, vamos —dijo ella, y apuró scopa.

El ascensor estaba vacío, y la plantade abajo, oscura y desierta. Nina abrióla puerta del departamento con su tarjeta  guio con seguridad al detective entre

monitores de ordenador apagados ymesas vacías hasta un gran despacho.Aparte de la lucecita naranja de algúordenador en stand by, no había más luzque la de la ciudad, siempre iluminada,

 

al otro lado de los ventanales.El despacho de Waldegrave no

estaba cerrado con llave, pero la cajafuerte, detrás de una estantería co bisagras, se abría con un tecladonumérico. Nina introdujo un código decuatro cifras. La puerta se abrió, y Strikevio un montón de hojas apiladas decualquier manera.

 —Ya está —dijo Nina alegremente. —Habla en voz baja —le aconsejó

él.Strike se quedó vigilando mientras

ina sacaba una copia del libro para élen la fotocopiadora que había justo alsalir, junto a la puerta. El continuorumor de la máquina resultaba

 

extrañamente tranquilizador. Noapareció nadie; nadie vio nada. Al cabode un cuarto de hora, Nina volvía acolocar el manuscrito en la caja fuerte yla cerraba.

 —Listos.Entregó a Strike la copia, sujeta co

unas gruesas gomas elásticas. Él fue arecogerla y en ese momento ella seinclinó hacia delante unos segundos; u balanceo provocado quizá por el vino,un roce prolongado contra él. Strike eraconsciente de que le debía algo acambio, pero estaba agotado; no loatraía la idea de ir a aquel piso de St.John’s Wood ni la de llevar a Nina a sático de Denmark Street. ¿Sería

 

suficiente recompensa invitarla a unacopa al día siguiente? Y entoncesrecordó la cena en casa de su hermana para celebrar su cumpleaños. Lucy lehabía dicho que podía llevar a alguien.

 —¿Quieres venir conmigo a unacena aburrida mañana por la noche? — se decidió a preguntarle.

 Nina rio; era evidente que estabaencantada.

 —Aburrida ¿por qué? —Por todo. La animarías un poco.

¿Te apetece? —Bueno, ¿por qué no? —respondió

alegremente.La invitación cumplió su objetivo, y

Strike tuvo la impresión de que la

 

exigencia de algún gesto físico se habíadesvanecido. Salieron del oscurodepartamento con aires de camaradería;él llevaba la copia del manuscrito de

ombyx Mori escondida bajo el abrigo.Tras anotar la dirección y el número deteléfono de Nina, la acompañó hasta utaxi y se despidió de ella con sensacióde alivio y liberación.

 

14

Allí se sienta, a veces la tardeentera, leyendo (¡mal rayo los parta, nolos soporto!) esos versos espantosos einmundos.

BEN JONSON,  Every Man in His

 Humour 

Al día siguiente, miles de personas semanifestaban contra la guerra en la queStrike había perdido una pierna.Serpenteaban por el centro de la fríaciudad de Londres provistos de

 

 pancartas, con las familias de losmilitares a la cabeza. Por unos amigoscomunes del Ejército, Strike sabía quelos padres de Gary Topley, muerto en laexplosión que lo había mutilado a él, seencontrarían entre los manifestantes, pero ni se planteó siquiera unirse aellos. Sus sentimientos respecto a laguerra no podían condensarse con letrasnegras en el rectángulo blanco de una pancarta. «Haz el trabajo y hazlo bien»:ese había sido su credo entonces yseguía siéndolo, y participar en aquellamanifestación habría implicado uarrepentimiento que no sentía. De modoque se ató la prótesis, se puso su mejor traje italiano y se dirigió a Bond Street.

 

El marido traicionero al que seguíaestaba empeñado en que su mujer, de laque estaba separándose (la clientamorena), había perdido varias joyas degran valor debido a la dejadez producida por el abuso del alcohol,mientras la pareja se alojaba en un hotel.Strike se había enterado de que elmarido iba a acudir a una cita en BondStreet esa mañana y tenía el presentimiento de que algunas de las

oyas supuestamente extraviadas podíareaparecer por sorpresa.

Su objetivo entró en la joyeríamientras él examinaba el escaparate dela tienda contigua. Cuando al cabo demedia hora salió, Strike fue a tomarse u

 

café, dejó pasar un par de horas,entonces entró en la joyería y proclamóla pasión de su mujer por lasesmeraldas. Esa farsa dio comoresultado, tras media hora de orquestadadeliberación sobre diversas piezas, laaparición del collar que la señoraBurnett sospechaba que su infiel maridose había guardado. Strike lo compró deinmediato, una transacción que pudorealizar gracias a que su clienta le habíaadelantado diez mil libras para ese propósito. Diez mil libras parademostrar el engaño de su marido nosignificaban nada para una mujer queesperaba obtener varios millones en elacuerdo de divorcio.

 

De camino a casa, el detective secompró un kebab. Tras guardar el collar en una pequeña caja fuerte que habíainstalado en su despacho (y que solíautilizar para proteger fotografíascomprometedoras), subió al ático, se preparó una taza de té fuerte, se quitó eltraje y encendió el televisor para seguir el Arsenal-Tottenham. Entonces setumbó cómodamente en la cama yempezó a leer el manuscrito que habíarobado la noche anterior.

Tal como le había adelantadoElizabeth Tassel,  Bombyx Mori  era unaversión perversa de  El progreso del 

eregrino, ambientada en una tierra denadie legendaria, donde el héroe

 

epónimo (un joven escritor de gratalento) abandonaba una isla habitada por unos retrasados mentales demasiadociegos para reconocer su valía, yemprendía lo que parecía un viaje e buena medida simbólico hacia unaciudad lejana. A Strike le resultarofamiliares la rareza del lenguaje y laimaginería, porque ya había leído por encima  Los hermanos Balzac; pero eeste caso su interés por el tema loanimaba a continuar.

El primer personaje que reconocióen aquellas frases densas y a menudoobscenas fue Leonora Quine. Mientras el brillante y joven Bombyx viajaba por u paisaje poblado de peligros y monstruos

 

de todo tipo, se encontraba a Súcubo,una mujer sucintamente caracterizadacomo «una puta cascada», que locapturaba, lo ataba y conseguía violarlo.Leonora estaba descrita con tododetalle: delgada y sin estilo, con susenormes gafas y su semblante soso einexpresivo. Cuando llevaba ya variosdías sufriendo los abusos sistemáticosde Súcubo, Bombyx la convencía paraque lo liberara. Ella se quedaba tadesconsolada por su partida que el protagonista accedía a llevársela con él:ese era el primer ejemplo de losnumerosos giros inesperados, ilógicos yoníricos que encadenaba la historia, por medio de los cuales lo que en u

 

momento parecía malo y estremecedor,al siguiente se revelaba como bueno ysensato sin que mediara justificación niexplicación alguna.

Unas cuantas páginas más adelante,Bombyx y Súcubo eran agredidos por user llamado la Garrapata, en quieStrike reconoció sin dificultad alguna aElizabeth Tassel: mandíbula cuadrada,voz grave y aspecto amenazador. Denuevo, el protagonista se compadecía deaquella cosa nada más terminar ella deviolarlo y permitía que lo acompañara.La Garrapata tenía la desagradablecostumbre de mamar de Bombymientras él dormía, y este empezaba aadelgazar y debilitarse.

 

Por lo visto, el género de Bombyera extrañamente mutable. Coindependencia de su evidente capacidad para amamantar, al poco tiempoempezaba a presentar síntomas deembarazo, pese a continuar procurando placer a varias mujeres, a todas lucesninfómanas, que iban cruzándose en scamino.

Mientras vadeaba aquel relato deobscenidad florida, Strike se preguntócuántos retratos de personas reales se leestarían escapando. La violencia de losencuentros de Bombyx con otroshumanos resultaba turbadora; lacrueldad y la perversidad de estos nodejaban ningún orificio sin violar; era u

 

frenesí sadomasoquista. Sin embargo, lainocencia y la pureza esenciales del protagonista constituían un temaconstante, y, por lo visto, la simpledeclaración de su genialidad era todo loque el lector necesitaba para absolverlode los delitos en los que participaba detan buena gana como los presuntosmonstruos que lo rodeaban. Mientras pasaba las páginas, Strike recordó laopinión de Jerry Waldegrave de queQuine era un enfermo mental; empezabaa coincidir con él.

El partido estaba a punto decomenzar. Strike dejó el manuscrito ytuvo la impresión de que llevaba muchotiempo atrapado en un sótano oscuro y

 

mugriento, sin aire fresco ni luz natural.Pero ya solo sentía una agradable premoción: estaba seguro de que elArsenal iba a ganar, pues los Spursllevaban diecisiete años sin derrotarlosen casa.

Strike disfrutó de tres cuartos dehora de placer, aderezados cofrecuentes gritos de ánimo, mientras sequipo iba ganando dos a cero.

Al llegar al descanso, y de malagana, silenció el televisor y volvió asumergirse en el descabellado mundo dela imaginación de Owen Quine.

 No reconoció a nadie más hasta queBombyx se acercó a la ciudad que era sdestino. Allí, en un puente sobre el foso

 

que rodeaba las murallas, se erigía unagran figura desgarbada y miope: elCensor.

Este llevaba una gorra bien caladaen lugar de las gafas con montura decarey y cargaba con un saco manchadode sangre que no paraba de agitarse.Bombyx aceptaba el ofrecimiento delCensor para guiarlos a él, a Súcubo y ala Garrapata hasta una puerta secreta por la que se entraba en la ciudad. A Strike,habituado ya a la violencia sexual, no lesorprendió que el Censor resultara estar decidido a castrar a Bombyx. En la pelea que libraban a continuación, se lecaía el saco del hombro y de él salíadespedida una especie de enana. El

 

Censor dejaba escapar a Bombyx,Súcubo y la Garrapata mientras perseguía a la enana; el protagonista ysus acompañantes encontraban unaabertura en las murallas de la ciudad y,al volverse, veían al Censor ahogando aaquel pequeño ser en el foso.

Strike estaba tan enfrascado en lalectura que no se había dado cuenta deque el partido se había reanudado.Levantó la cabeza y vio el televisor, queseguía con el volumen apagado.

 —¡Mierda!Dos a dos: parecía imposible, pero

el Tottenham había empatado. Strikedejó el manuscrito, perplejo. La defensadel Arsenal se estaba derrumbando.

 

Habían dado por hecho que ganaríaaquel encuentro. Estaban decididos a ponerse en cabeza de la clasificación dela Liga.

 —¡Joder! —bramó Strike diezminutos más tarde, cuando un cabezazo pasó volando por encima de Fabianski.

El Tottenham había ganado.Apagó el televisor, soltó varias

 palabrotas más y consultó el reloj. Solotenía media hora para ducharse ycambiarse antes de recoger a NinaLascelles en St. John’s Wood; el viajede ida y vuelta a Bromley iba a costarleuna fortuna. La perspectiva de leerse elúltimo cuarto del manuscrito de Quineno lo atraía en absoluto, de modo que se

 

solidarizó con Elizabeth Tassel, quien sehabía saltado esas últimas páginas.

 Ni siquiera sabía muy bien por quéestaba leyéndolo, como no fuera por curiosidad.

Abatido e irritado, fue a ducharselamentando no poder quedarse en casaesa noche y con la irracional idea deque, si no hubiera dejado que el mundoobsceno y pesadillesco de Bombyx Mori

lo distrajera, el Arsenal quizá habríaganado.

 

15

Os advierto que no es elegante estar al corriente de lo que sucede en laciudad.

WILLIAM CONGREVE, The Way of the

Worl 

 —¿Qué? ¿Qué te ha parecido  Bombyx

ori? —le preguntó Nina cuandosalieron de su casa y se metieron en utaxi que él, en realidad, no podía permitirse.

De no haberla invitado, Strike habría

 

hecho el trayecto de ida y vuelta aBromley en transporte público, por muylargo e incómodo que resultara.

 —El producto de una mente enferma —contestó el detective.

 Nina se rio. —Pues no has leído los otros libros

de Owen, que son casi igual de malos.Aunque debo admitir que este es particularmente vomitivo. ¿Qué medices de la polla supurante de Daniel?

 —Todavía no he llegado a eso. Ya tecontaré.

Bajo el mismo abrigo de lana de lanoche anterior, Nina lucía un vestidonegro de tirantes, muy ceñido, que Strikehabía tenido ocasión de ver cuando ella

 

lo había invitado a entrar en su piso deSt. John’s Wood mientras recogía el bolso y las llaves. También llevaba una botella de vino que había cogido de lacocina al verlo aparecer con las manosvacías. Era una chica lista y guapa, de buenos modales; sin embargo, el hechode que se hubiera mostrado dispuesta aquedar con él la noche después dehaberlo conocido (una noche de sábado, para colmo) insinuaba un ánimotemerario, o tal vez una necesidad.

Strike volvió a preguntarse a quéestaba jugando, mientras se alejaban delcentro de Londres hacia un reino degente que habitaba viviendas de s propiedad, hacia casas espaciosas

 

abarrotadas de cafeteras y televisores dealta definición, hacia todo aquello que élnunca había poseído y que su hermana,ansiosa, daba por hecho que debía ser smáxima ambición.

Organizarle una cena de cumpleañosen su casa era muy típico de Lucy. Erauna mujer sin el menor atisbo deimaginación, y, aunque muchas veces parecía más agobiada allí que en ningúotro sitio, otorgaba mucho valor a losatractivos de su hogar. Era muy propiode su carácter insistir en organizarle aStrike una cena que él no deseaba yencima ser incapaz de entender que no ladeseara. En el mundo de Lucy, loscumpleaños siempre se celebraban, no

 

se olvidaban nunca; tenía que haber  pastel, velas, tarjetas de felicitación yregalos. Era una manera de marcar eltiempo, preservar el orden, mantener lastradiciones.

Cuando el taxi atravesaba elBlackwall Tunnel, llevándolos a todavelocidad por debajo del Támesis haciael sur de Londres, Strike reconoció quela decisión de ir con Nina a la fiestafamiliar era una declaración deinconformismo. Pese a la botella de vinoque ella apoyaba en el regazo, taconvencional, Nina era un manojo denervios, una chica dispuesta a correr riesgos. Vivía sola y no hablaba de bebés sino de libros; resumiendo: no era

 

la clase de mujer que le gustaba a Lucy.Casi una hora después de salir de

Denmark Street, y con cincuenta librasmenos en la cartera, Strike ayudó a Ninaa apearse en la calle oscura y fría dondevivía Lucy y la guio por el sendero bajoel gran magnolio que dominaba el jardíde entrada a la casa. Antes de llamar ala puerta, Strike dijo con ciertareticencia:

 —Supongo que será mejor que te lodiga ahora: esto es una fiesta decumpleaños. Mi cumpleaños.

 —¿Por qué no me lo has dichoantes? ¡Felici…!

 —No, no es hoy. No tieneimportancia.

 

Y pulsó el timbre.Abrió Greg, el cuñado de Strike,

quien lo saludó con muchas palmadas ela espalda y expresó una alegríadesproporcionada al ver a Nina. Lasmuestras de júbilo brillaron por sausencia en el caso de Lucy, quien llegócorriendo por el pasillo, enarbolandouna espátula y con un delantal encimadel vestido de fiesta.

 —¡No me dijiste que vendríasacompañado! —riñó en voz baja a shermano cuando este se agachó para besarla en la mejilla.

Lucy era bajita y rubia, con la cararedonda; quienes no los conocían nuncasospechaban que fueran hermanastros.

 

Ella era fruto de otra relación de lamadre de ambos con un músico famoso:Rick, un tipo que tocaba la guitarrarítmica y, a diferencia del padre deStrike, mantenía buena relación con sushijos.

 —¿No me pediste que trajera aalguna amiga? —replicó Strike, mientrasGreg se llevaba a Nina al salón.

 —Te pregunté si ibas a traer aalguien —lo corrigió Lucy, enojada—.Ay, madre mía. Ahora tendré que poner un cubierto más… ¡Y pobre Marguerite!

 —¿Quién es Marguerite? —preguntóél, pero Lucy ya corría hacia elcomedor, con la espátula en alto,dejando a su invitado de honor solo e

 

el pasillo.Él suspiró y siguió a Greg y Nina al

salón. —¡Sorpresa! —Un hombre rubio

con entradas se levantó del sofá, desdedonde su mujer, con gafas, mirabasonriente a Strike.

 —¡Por el amor de Dios! —exclamóél, y fue a estrecharle la mano cosincero placer. Nick e Ilsa eran dos desus mejores amigos y representaban elúnico punto donde se cruzaban las dosmitades de su vida anterior: Londres yCornualles, felizmente unidos—. ¡Nadieme avisó de que vendríais!

 —Hombre, esa era la sorpresa,Oggy —dijo Nick mientras Strike

 

 besaba a Ilsa—. ¿Conoces aMarguerite?

 —No —dijo Strike—. No nosconocemos.

De modo que por eso Lucy le había preguntado si pensaba ir con alguien a lacena; creía que él podía enamorarse deuna mujer como esa y pasar con ella elresto de su vida en una casa con umagnolio en el jardín. Marguerite eramorena, tenía la piel grasa y parecíataciturna; llevaba un vestido brillante decolor morado, tal vez comprado en unaépoca en que estaba un poco másdelgada. Strike habría apostado a queestaba divorciada. Empezaba adesarrollar una especie de clarividencia

 

 para detectar esos detalles. —Hola —lo saludó ella, mientras

ina, con su vestido negro escotado,charlaba con Greg; el brevísimo saludocontenía una carga inmensa de amargura.

Así que los siete se sentaron a lamesa. Desde que lo dieron de baja delEjército por invalidez, Strike veía muyde vez en cuando a sus amigos civiles.Su carga de trabajo, voluntariamenteexagerada, había desdibujado los límitesentre los días laborables y los fines desemana; pero entonces se dio cuenta, unavez más, de lo bien que le caían Nick eIlsa, y de lo muchísimo mejor que se loestarían pasando los tres soloscomiéndose un curry en algún otro sitio.

 

 —¿De qué conocéis vosotros aCormoran? —les preguntó Nina cointerés.

 —Yo iba al colegio con él eCornualles —explicó Ilsa, y sonrió aStrike, sentado frente a ella—. Bueno, éliba… a ratos, ¿verdad, Corm?

Y mientras se comían el salmóahumado, salió de nuevo a colación lahistoria de la infancia fragmentada deStrike y Lucy, de los viajes con sitinerante madre y los regresoshabituales a St. Mawes, a casa de sustíos, que habían hecho de padressuplentes a lo largo de toda la infancia yla adolescencia de los hermanos.

 —Y entonces su madre volvió a

 

llevarse a Corm a Londres, cuando éltenía… ¿cuántos años? ¿Diecisiete? —  preguntó Ilsa.

Strike se percató de que su hermanano estaba nada contenta con aquellaconversación; detestaba hablar de sinusual crianza y de su extravagantemadre.

 —Y fue a parar a un colegio públicocomo Dios manda, donde me conoció amí —añadió Nick—. Qué buenostiempos.

 —Nick me fue muy útil —intervinoel detective—. Se conoce Londres comola palma de la mano, porque su padre estaxista.

 —¿Tú también eres taxista? —le

 

 preguntó Nina a Nick, encantada con elexotismo de los amigos de Strike.

 —No —contestó él, risueño—. Soygastroenterólogo. Cuando cumplimosdieciocho años, Oggy y yo organizamosuna fiesta conjunta para celebrarlo…

 —… y Corm nos invitó a mí y a samigo Dave, también de Saint Mawes.Era la primera vez que yo venía aLondres, y estaba muy emocionada — explicó Ilsa.

 —… Y así fue como nos conocimos —concluyó Nick, sonriendo a su mujer.

 —¿Y no tenéis hijos, después detantos años juntos? —preguntó Greg,orgulloso padre de tres chicos.

Se produjo una breve pausa. Strike

 

sabía que sus amigos llevaban variosaños intentando concebir un hijo, perosin éxito.

 —Todavía no —respondió Nick—.¿Tú en qué trabajas, Nina?

Cuando esta mencionó Roper Chard,Marguerite se animó un poco; hasta esemomento había estado observandomalhumorada a Strike desde el otroextremo de la mesa, como si él fuera u bocado sabroso que algún desaprensivohubiera colocado fuera de su alcance.

 —Michael Fancourt acaba de fichar  por Roper Chard —intervino—. Lo hevisto en su web esta mañana.

 —Caramba, pues esa noticia lahicieron pública ayer mismo —comentó

 

ina.A Strike, ese «caramba» le recordó

la costumbre de Dominic Culpepper dellamar «colega» a los camareros; pensóque Nina lo había dicho por deferencia a

ick, y quizá para demostrarle a Strikeque ella tampoco tenía inconveniente econgeniar con el proletariado.(Charlotte, su exnovia, nunca alteraba svocabulario ni su acento, sin importar dónde se encontrara. Y ningún amigosuyo le caía bien.)

 —Ah, yo soy fan de MichaelFancourt —prosiguió Marguerite—.  La

casa hueca  es una de mis novelasfavoritas. Adoro a los rusos, y Fancourttiene algo que me recuerda a

 

Dostoievsky…Strike supuso que Lucy le había

contado que él había estudiado eOxford, que era inteligente. Le habríagustado que Marguerite hubiera estado amil kilómetros de allí y que Lucyhubiera demostrado conocerlo mejor.

 —Fancourt no sabe crear personajesfemeninos —comentó Nina con desdé —. Lo intenta, pero no le sale. Susmujeres se reducen a mal genio, tetas ytampones.

 Nick se rio cuando estaba dando usorbo de su copa al oír la palabra«tetas»; Strike se rio porque Nick sehabía reído. Ilsa, también riendo,exclamó:

 

 —¡Por el amor de Dios, que yatenéis treinta y seis años!

 —Pues a mí me encanta —repitióMarguerite, sin sonreír siquiera.Acababan de privarla de una posible pareja, aunque a él le faltara una pierna

 tuviera sobrepeso; no estaba dispuestaa ceder además respecto a MichaelFancourt—. Y lo encuentroincreíblemente atractivo. Complejo einteligente: siempre he tenido debilidad por los hombres así. —Suspiró mirandoa Lucy; era evidente que se refería aalguna calamidad del pasado.

 —Tiene una cabezadesproporcionada —comentó Nina, ealegre contradicción con el entusiasmo

 

que había expresado la noche anterior alver a Fancourt—, y una arroganciaextraordinaria.

 —A mí siempre me ha parecidoconmovedor lo que hizo por aquelescritor norteamericano —continuóMarguerite, mientras Lucy retiraba los platos de los entrantes y hacía señas aGreg para que fuera a ayudarla a lacocina—. Acabarle la novela… a aqueloven novelista que murió de sida,

¿cómo se…? —Joe North —dijo Nina. —Me sorprende que hayas tenido

ánimo para salir esta noche —le susurróick a Strike—, después de lo ocurrido

esta tarde.

 

 Nick, lamentablemente, era seguidor del Tottenham.

Greg, que acababa de volver alcomedor con una pierna de cordero yhabía oído el comentario de Nick, seapuntó enseguida:

 —Te habrá dolido, ¿no, Corm?Cuando todo el mundo creía que yatenían el partido ganado…

 —Pero ¿qué es esto? —preguntóLucy como una directora de colegiollamando al orden a la clase, mientrasdejaba en la mesa los platos de laverdura y las patatas—. Fútbol no, Greg.Por favor.

De modo que la pelota de laconversación volvía a estar en el campo

 

de Marguerite. —Sí,  La casa hueca  está inspirada

en la que ese amigo suyo le dejó eherencia a Fancourt al morir, un sitiodonde habían sido felices en suventud. Es enternecedor. En realidad,

es una historia de sufrimiento, pérdida,ambición frustrada…

 —Lo cierto es que Joe North dejóesa casa a Michael Fancourt y a OweQuine —la corrigió Nina con firmeza—.Y ambos escribieron una novelainspirada en ella; la de Michael ganó elBooker. Y la de Owen todo el mundo la puso por los suelos —le aclaró a Strikeen un aparte.

 —¿Qué fue de esa casa? —preguntó

 

él, mientras Lucy le acercaba la bandejadel cordero.

 —Ah, eso ocurrió hace muchosaños. Supongo que la habrán vendido.

o querían ser copropietarios de nada;llevaban años odiándose. Desde queElspeth Fancourt se suicidó por culpa deaquella parodia.

 —¿No sabes dónde está la casa? —Allí no estará —dijo Nina, casi e

un susurro. —¿Quién no estará dónde? — 

 preguntó Lucy, sin esforzarse edisimular su irritación.

 Nina ya nunca le caería bien, porquele había estropeado los planes que tenía para Strike.

 

 —Uno de nuestros escritores hadesaparecido —le explicó la joven—.Su mujer ha pedido a Cormoran que lo busque.

 —¿Es famoso? —quiso saber Greg. No cabía duda de que Greg estaba

harto de que su mujer se preocupara deforma tan locuaz por su brillante pero pobre hermano, con aquel negocio queno acababa de arrancar pese a lacantidad de horas que le dedicaba; perola palabra «famoso», con todo lo queimplicaba cuando la pronunciaba Greg,irritó a Strike como una urticaria.

 —No —respondió—, no creo que pueda decirse que Quine sea un escritor famoso.

 

 —¿Quién te ha contratado, Corm?¿El editor? —preguntó Lucy, angustiada.

 —No, su mujer. —Supongo que podrá pagar la

factura, ¿verdad? —añadió Greg—.ada de casos perdidos, Corm: esa

tiene que ser tu regla de oro en losnegocios.

 —No sé cómo no anotas esas perlasde sabiduría —le dijo Nick a Strike por lo bajo, mientras Lucy le ofrecía aMarguerite más de todo lo que había ela mesa (para compensarla por no poder llevarse a Strike y casarse con él y vivir a dos calles de su amiga, en una casacon una reluciente cafetera nueva en lacocina, regalo de Lucy y Greg).

 

Después de cenar se sentaron en lossofás de color beige del salón, dondeStrike recibió sus regalos y sus tarjetasde felicitación. Su hermana y su cuñadole habían comprado un reloj, «porquesabía que el último se te habíaestropeado», explicó Lucy. Strike,emocionado de que esta se hubieraacordado, sintió una oleada de cariñoque atenuó temporalmente su enfado por haberle hecho ir a su casa esa noche, por haber criticado las decisiones que habíatomado en la vida, por haberse casadocon Greg… Se quitó el sustituto barato pero funcional que él mismo se habíacomprado y se puso el reloj de Lucy: eragrande y brillante, con correa metálica,

 

 parecía un duplicado del de Greg. Nick e Ilsa le habían comprado «ese

whisky que te gusta tanto»: Arran SingleMalt. Le recordó a Charlotte, con quielo había probado por primera vez, perocualquier posibilidad de nostalgia seesfumó en cuanto aparecieron en la puerta tres figuras en pijama, la más altade las cuales preguntó:

 —¿Queda pastel?Strike no había querido tener hijos

(una actitud que Lucy deploraba) yapenas conocía a sus sobrinos, a los queveía muy de vez en cuando. El mayor yel menor salieron del salón detrás de smadre para ir a buscar el pastel decumpleaños; el mediano, en cambio, fue

 

derecho hasta Strike y le tendió unatarjeta de felicitación hecha por él.

 —Este eres tú recibiendo tu medalla —explicó Jack, señalando el dibujo.

 —¿Tienes una medalla? —preguntóina, sonriendo y con los ojos como

 platos. —Gracias, Jack —dijo Strike. —Yo quiero ser soldado —declaró

el niño. —Por tu culpa, Corm —intervino

Greg con algo que Strike no pudo evitar interpretar como cierta animadversió —. Por comprarle juguetes bélicos. Por hablarle de tu pistola.

 —Dos pistolas —corrigió Jack a s padre—. Tenías dos pistolas —le

 

recordó a su tío—. Pero una tuviste quedevolverla.

 —Buena memoria —lo elogió Strike —. Llegarás lejos.

Entonces apareció Lucy con u pastel hecho por ella, decorado cotreinta y seis velas encendidas y gracantidad de Smarties. Cuando Gregapagó la luz y todos se pusieron a cantar,Strike sintió un deseo casi irrefrenablede marcharse de allí. Pediría un taxi por teléfono en cuanto pudiera escapar delsalón; entretanto, se obligó a sonreír ysopló las velas; lo hizo evitando mirar aMarguerite, que lo observaba desde s butaca con ojos ardientes y con unadesmesura enervante. Él no tenía la

 

culpa de que sus bienintencionados parientes y amigos le hubieran hechointerpretar el papel de acompañantecondecorado de mujeres abandonadas.

Strike pidió un taxi desde el cuartode baño de la planta baja y, media horamás tarde, anunció, con las muestras de pesar pertinentes, que Nina y él debíamarcharse porque al día siguiente teníaque madrugar.

En el abarrotado y bulliciosorecibidor, después de evitar hábilmenteque Marguerite lo besara en los labios,mientras sus sobrinos daban riendasuelta a su sobreexcitación y quemabala dosis extra de azúcar y Greg, coexagerada amabilidad, ayudaba a Nina a

 

 ponerse el abrigo, Nick le dijo a Strikeal oído:

 —Creía que no te gustaban laschicas bajitas.

 —Y no me gustan —replicó él—.Pero es que esta ayer robó una cosa paramí.

 —¿En serio? Pues yo le demostraríami gratitud dejándola ponerse encima. Sino, podrías aplastarla como a uescarabajo.

 

16

… que no esté cruda la cena, pues yatendréis de sangre suficiente, la panzallena.

THOMAS DEKKER  y THOMAS

MIDDLETON, The Honest Whore

A la mañana siguiente, Strike supo queno estaba en su cama en cuanto sedespertó. Era demasiado cómoda, y lassábanas eran demasiado suaves; la luzque salpicaba la colcha entraba por ellado contrario al habitual, y unas

 

cortinas amortiguaban el ruido de lalluvia que azotaba el cristal de laventana. Se incorporó, se quedó sentado  escudriñó el dormitorio de Nina,

apenas entrevisto la noche anterior a laluz de las farolas, y reconoció su torsodesnudo reflejado en el espejo que teníaenfrente; el vello tupido y oscuro que lecubría el pecho formaba una manchanegra contra la pared azul claro a sespalda.

 Nina no estaba, pero Strike olió elcafé. Ella se había mostrado enérgica yentusiasta en la cama, tal como él habíaimaginado, y había hecho desaparecer aquella ligera melancolía queamenazaba con perseguirlo después de

 

la fiesta de cumpleaños. Esa mañana, siembargo, Strike se preguntó si lecostaría mucho marcharse de allí. Si sequedaba, generaría unas expectativasque no estaba dispuesto a cumplir.

Su pierna ortopédica estaba apoyadacontra la pared, junto a la cama. Sedisponía a levantarse para cogerla, perose detuvo cuando se abrió la puerta deldormitorio y por ella entró Nina, vestida  con el pelo mojado, con unos

 periódicos bajo el brazo, dos tazas decafé en una mano y un plato de cruasanesen la otra.

 —He salido un momento —dijo,respirando entrecortadamente—. Diosmío, fuera hace un frío espantoso.

 

Tócame la nariz, la tengo helada. —No hacía falta —dijo él,

señalando los cruasanes. —Es que estoy muerta de hambre, y

en esta misma calle hay una panaderíafabulosa. Mira esto. El  News of the

World . ¡La gran exclusiva de Dom!La fotografía del desacreditado lord

Parker, cuyas cuentas ocultas habíarevelado Strike a Culpepper, ocupabatoda la primera plana, flanqueada por tres de sus lados por los retratos de dosde sus amantes y de los documentos delas islas Caimán que Strike habíaconseguido arrancarle a la secretaria particular del prohombre de Pennywell.«LORD PORKER DE LOS PENIQUES»,

 

rezaba el titular. Strike le arrebató de lasmanos el periódico y leyó el artículo por encima. Culpepper había cumplido s palabra: no se mencionaba en ninguna parte a la desconsolada secretaria.

 Nina, sentada junto a Strike en lacama, leyendo al mismo tiempo que él,emitía divertidos comentarios en voz baja: «Madre mía, cómo ha sido capaz,míralo», y «Uf, qué asqueroso».

 —A Culpepper no va a hacerle daño —dijo Strike mientras cerraba el periódico, cuando ambos hubieroterminado de leer.

Se fijó en la fecha de la partesuperior de la primera plana: «21 denoviembre.» Era el cumpleaños de s

 

exnovia.Sintió un pequeño pero doloroso

tirón bajo el plexo solar, y de pronto loasaltó un torrente de recuerdos vívidos einoportunos. Hacía casi exactamente uaño, se había despertado junto aCharlotte en Holland Park Avenue.Recordó su largo pelo negro, susgrandes ojos color avellana, un cuerpocomo no volvería a ver otro, y queamás podría volver a tocar. Aquella

mañana se sentían felices: la cama eraun bote salvavidas que cabeceaba en elmar turbulento de sus problemas,incesantes y recurrentes. Strike le habíaregalado un brazalete para cuya compra(aunque ella no lo sabía) había tenido

 

que solicitar un préstamo a un interéselevadísimo. Y dos días más tarde, eldel cumpleaños de Strike, ella le habíaregalado un traje italiano y habían salidoa cenar, y por fin habían fijado la fechade la boda, dieciséis años después deconocerse.

Sin embargo, poner la fecha habíamarcado el inicio de una nueva faseespantosa de su relación; fue como si seagravara la tensión con que estabaacostumbrados a vivir. Charlotte sehabía vuelto mucho más imprevisible,más caprichosa. Peleas y numeritos, lozarota, acusaciones de infidelidad contraél (cuando Strike ya no tenía ningunaduda de que había sido ella la que había

 

estado viéndose en secreto con elhombre con el que más adelante secomprometería). Habían seguidointentándolo, con mucho esfuerzo, cuatromeses más, hasta que en una explosióde reproches y rabia, repugnante ydefinitiva, terminaron para siempre.

Se oyó un susurro de tela: Strikemiró alrededor y casi se sorprendió alver que seguía en el dormitorio de Nina.Ella se disponía a quitarse la camisetacon la intención de meterse otra vez ela cama con él.

 —No puedo quedarme —dijo Strike, volvió a estirar el brazo para coger la

 prótesis. —¿Por qué? —preguntó ella, con los

 

 brazos cruzados frente al pecho,sujetando el dobladillo de la camiseta —. Pero ¡si es domingo!

 —Tengo que trabajar —mintió—.Los domingos también hay gente a la queinvestigar.

 —Ah —dijo ella, tratando deaparentar indiferencia, pero sin poder disimular su decepción.

Strike se bebió el café y no dejó quela conversación, aunque animada,entrara en el terreno personal. Ella lovio atarse la pierna ortopédica ycaminar hasta el cuarto de baño; ycuando el detective volvió para vestirse,la encontró acurrucada en una butaca,mordisqueando un cruasán con cierto

 

aire de desamparo. —¿Seguro que no sabes dónde está

esa casa? La que heredaron Quine yFancourt —preguntó Strike mientras se ponía los pantalones.

 —¿Qué? —dijo ella, desconcertada —. Ah… Vaya, pues espero que no pierdas el tiempo buscándola. Ya te lodije, debieron de venderla hace muchosaños.

 —Se lo preguntaré a la mujer deQuine —dijo Strike.

Le prometió a Nina que la llamaría, pero lo dijo de pasada, para que ellaentendiera que eran palabras vacías, unacuestión de forma; y salió de su piso cocierta sensación de gratitud pero ninguna

 

de culpabilidad.La lluvia volvió a azotarle la cara y

las manos mientras recorría aquellacalle que no conocía, en dirección a laestación de metro. En el escaparate de la panadería donde Nina acababa decomprar los cruasanes centelleaban unasguirnaldas con luces navideñas. Elreflejo de la voluminosa y encorvadafigura de Strike, que agarraba con u puño helado la bolsa de plástico queLucy había tenido el detalle de darle para que se llevara las tarjetas, elwhisky y la caja del reloj nuevo, sedeslizó por el cristal salpicado delluvia.

 No pudo evitar que sus pensamientos

 

derivaran de nuevo hacia Charlotte y sela imaginó celebrando su cumpleañoscon su nuevo prometido (cumplía treinta  seis, pero aparentaba veinticinco).

Pensó que tal vez él le hubiera regaladodiamantes; ella siempre le habíaasegurado que no le interesaban esascosas, pero a veces, cuando discutían, leechaba en cara, con saña, todo eso queél no podría ofrecerle.

«¿Es famoso?», había preguntadoGreg, refiriéndose a Owen Quine,aunque en realidad había querido decir:«¿Tiene un buen coche? ¿Una casa bonita? ¿Un saldo bancario con muchosceros?»

Strike pasó por delante del Beatles

 

Coffee Shop, por cuya puerta asomabalas graciosas cabezas en blanco y negrode los Fab Four, y se metió en laestación, relativamente cálida. No leapetecía pasar aquel domingo lluvioso asolas en su ático de Denmark Street.Quería mantenerse ocupado el día delcumpleaños de Charlotte Campbell.

Se detuvo, sacó el móvil y llamó aLeonora Quine.

 —¿Diga? —contestó ella en tono brusco.

 —Hola, Leonora. Soy CormoraStrike.

 —¿Ya ha encontrado a Owen? —Me temo que no. La llamo porque

acabo de enterarme de que un amigo le

 

dejó en herencia una casa a su marido. —¿Qué casa?Parecía cansada e irritable. Strike

 pensó en los diversos maridosacaudalados a los que había tenido queenfrentarse profesionalmente, tipos queocultaban sus pisitos de soltero a susesposas, y se preguntó si acabaría derevelar algo que Quine le había ocultadoa su familia.

 —¿No es correcto? ¿No le dejó uescritor llamado Joe North una casa eherencia, a él y a…?

 —Ah, se refiere a eso —lointerrumpió ella—. Talgarth Road, sí.Pero de eso ya hace unos treinta años.¿Por qué le interesa?

 

 —Se vendió, ¿no? —No —contestó ella co

resentimiento—, porque ese condenado,Fancourt, nunca lo permitió. Por puramaldad, seguro, porque él no la utiliza para nada. No le sirve a nadie, solo estáallí acumulando moho.

Strike se apoyó en la pared, al ladode las máquinas expendedoras de billetes, con la mirada clavada en utecho circular que se sostenía medianteuna maraña de riostras. «Esto te pasa por aceptar clientes cuando estás hecho polvo —se dijo una vez más—.Deberías haber preguntado si teníaalguna otra propiedad. Deberías haberlocomprobado.»

 

 —¿Ha ido alguien a ver si su maridoestá allí, señora Quine?

Ella soltó una risa desdeñosa. —¡A Owen no se le ocurriría ir a

esa casa! —dijo, como si Strikeinsinuara que su marido podía estar escondido en el palacio de Buckingha —. ¡La odia, jamás se acerca! Además,creo que no está amueblada ni nada.

 —¿Tiene usted llave? —No lo sé. Pero ¡Owen jamás iría

allí! Hace años que no la pisa. ¿Cómoiba a quedarse en un sitio tan horrible,viejo y vacío?

 —Si encontrara la llave… —Es que no puedo salir corriendo a

Talgarth Road, ¡tengo que ocuparme de

 

Orlando! —soltó, como era de esperar  —. Además, ya le digo que mi marido…

 —Si quiere, puedo acercarme yo — se ofreció Strike—. Si me deja la llave,si es que aparece, puedo ir a echar uvistazo. Solo para asegurarnos de quehemos mirado en todas partes.

 —Ya, pero… hoy es domingo —dijoella, desconcertada.

 —Lo sé. ¿Cree que podría ver siencuentra esa llave?

 —De acuerdo —concedió Leonoratras una breve pausa—. Pero le adviertoque allí no estará —insistió por últimavez.

Strike tomó el metro, hizo utransbordo y se apeó en Westbourne

 

Park; con el cuello del abrigo levantado para defenderse de aquel diluvio helado,fue caminando hasta la dirección queLeonora le había anotado en su primeracita.

Se trataba de otro de aquellosextraños rincones de Londres donde losmillonarios vivían a tiro de piedra delas familias de clase obrera quellevaban más de cuarenta años ocupandosus casas. Bajo la lluvia, el paisaje presentaba una estampa insólita: bloquesde pisos nuevos, de líneas elegantes,detrás de tranquilas hileras de anodinascasas adosadas; lo nuevo y lujoso econtraste con lo viejo y cómodo.

La casa de los Quine estaba e

 

Southern Row, una calle tranquila decasitas de ladrillo rojo, muy cerca de u pub con la fachada encalada, el ChilledEskimo. Empapado y aterido, Strikeescudriñó el letrero al pasar por debajo;representaba a un esquimal feliz,relajándose junto a un agujero en elhielo para pescar, de espaldas al solnaciente.

La puerta de la casa, pintada de uverde fangoso, estaba desconchada.Todos los elementos de la fachadaofrecían un aspecto ruinoso, incluida lacancela, que colgaba de un solo gozne.Cuando pulsó el timbre, Strike pensó ela predilección de Quine por lashabitaciones de hotel cómodas, y la

 

opinión que tenía del desaparecidoempeoró un poco más.

 —Qué rápido ha venido —lo saludóLeonora en tono áspero al abrir la puerta —. Pase.

El detective la siguió por un pasilloestrecho y oscuro. A la izquierda, una puerta entreabierta daba a lo que siduda era el estudio de Owen Quine, queestaba desordenado y sucio. Habíacajones abiertos y una vieja máquina deescribir eléctrica puesta de cualquier manera en la mesa. Strike se imaginó alescritor arrancando hojas del carro deesa máquina, furioso con ElizabetTassel.

 —¿Ha habido suerte con la llave?

 

 —le preguntó a Leonora cuando entraroen la cocina, situada al final del pasillo.

Estaba en penumbra y olía a rancio.Todos los electrodomésticos tenían,como mínimo, treinta años. Strikerecordó que, en los años ochenta, elmicroondas marrón oscuro de su tía Joaera idéntico al que había allí.

 —Bueno, he encontrado varias — respondió Leonora, y señaló mediadocena de llaves encima de la mesa dela cocina—. No sé si alguna de estasserá la que usted busca.

Estaban todas sueltas, sin llavero, yuna parecía demasiado grande para abrir cualquier cosa que no fuera la puerta deuna iglesia.

 

 —¿Qué número es de TalgartRoad? —le preguntó Strike.

 —Ciento setenta y nueve. —¿Cuándo estuvo usted allí por 

última vez? —¿Yo? Yo no he ido nunca — 

contestó ella, con lo que al detective le pareció sincera indiferencia—. Nuncame ha interesado. Menuda estupidez.

 —¿Qué es lo que le parece unaestupidez?

 —Dejársela a ellos. —Como Strikese quedó mirándola con gestointerrogante, Leonora, impaciente,añadió—: Que Joe North les dejara lacasa a Owen y a Michael Fancourt. Dijoque lo hacía para que fueran allí a

 

escribir. Pero ninguno de los dos la hautilizado nunca. Qué idea tan absurda.

 —¿Y usted nunca ha estado allí? —No. La heredaron en la época e

que nació Orlando. Nunca me hainteresado —repitió.

 —¿Orlando nació por entonces? —  preguntó Strike, sorprendido. Siemprese había imaginado a Orlando como unaniña hiperactiva de diez años.

 —Sí, en el ochenta y seis. Pero esdiscapacitada.

 —Ah, ya. —Ahora está arriba, muy enfadada

 porque he tenido que regañarla — explicó Leonora en uno de sus arrebatosde elocuencia—. Se dedica a afanar 

 

cosas. Sabe que eso está mal, pero auasí lo hace. Ayer la pillé sacando elmonedero del bolso de Edna, la vecinade al lado, cuando vino a vernos. No lohizo por el dinero —se apresuró aañadir, como si él hubiera formuladoalguna acusación—, sino porque legustaba el color. Edna lo entendió, porque la conoce, pero no siempre esasí. Yo le digo que eso no se hace. Ya losabe.

 —Entonces, ¿no le importa que mequede todas estas llaves y las pruebe? —preguntó Strike, y las recogió en unamano.

 —Como quiera —respondióLeonora, pero añadió en tono desafiante

 

 —: Allí no lo encontrará.Strike se guardó el botín en el

 bolsillo, rechazó la taza de té o café quele ofrecía Leonora (un poco tarde) yregresó a la calle, donde seguíalloviendo.

Echó a andar hacia la estación demetro de Westbourne Park, desde donde podría hacer un trayecto corto con pocostransbordos, y se dio cuenta de quevolvía a cojear. Con las prisas por salir del piso de Nina, no se había sujetado la pierna ortopédica con todo el cuidadocon que solía hacerlo, ni había podidoaplicarse ninguno de aquellos productoscalmantes que ayudaban a proteger la piel bajo la prótesis.

 

Ocho meses atrás (el mismo día eque, más tarde, lo apuñalarían en el brazo) se había caído por una escalera yse había hecho daño. El especialista quelo visitó poco después le comunicó quese había lesionado los ligamentosmedios de la articulación de la rodillade la pierna amputada. Seguramentesería reparable, y le aconsejó hielo,reposo y exámenes posteriores. PeroStrike no podía permitirse descansar, nile apetecía someterse a más pruebas, asíque se había atado la prótesis a larodilla y había intentado acordarse de poner la pierna en alto mientrasestuviera sentado. El dolor habíaremitido casi por completo, pero a

 

veces, cuando andaba mucho, la rodillaempezaba a molestarle otra vez y se lehinchaba.

La calle por la que Strike caminabacon dificultad describía una curva haciala derecha. Una figura alta, delgada yencorvada caminaba detrás de él;llevaba la cabeza agachada, de modoque solo se le veía la parte superior deuna capucha negra.

Evidentemente, lo más sensato que podía hacer era regresar a casa y dar descanso a su rodilla. Era domingo. Nohabía ninguna necesidad de recorrer todo Londres bajo la lluvia.

«Allí no lo encontrará», resonó en scabeza la voz de Leonora.

 

Sin embargo, la alternativa eravolver a su ático de Denmark Street,tumbarse en la cama y oír el repiqueteode la lluvia en la ventana, que paracolmo no cerraba bien, con los álbumesde fotos de Charlotte demasiado cerca,en las cajas del rellano…

Era mejor moverse, trabajar, pensar en los problemas de otros.

Alzó la mirada hacia las casas por las que pasaba, parpadeando bajo lalluvia, y en su campo de visió periférica distinguió la figura que loseguía a una distancia de unos veintemetros. El abrigo oscuro no le permitíaadivinar sus formas, pero por sus pasoscortos y rápidos Strike interpretó que se

 

trataba de una mujer.Entonces le llamó la atención algo

en su modo de andar, un poco forzado.o mostraba la concentración propia de

un paseante solitario en un día frío ylluvioso. No llevaba la cabeza agachada para protegerse de los elementos, nimantenía un ritmo constante con lasencilla intención de llegar a un destino.Ajustaba continuamente la velocidad eincrementos pequeñísimos, pero perceptibles para Strike, y, cada pocos pasos, la cara oculta bajo la capucha semostraba a la gélida arremetida de lalluvia torrencial y luego volvía aocultarse. Era evidente que no quería perderlo de vista.

 

¿Qué había dicho Leonora en s primer encuentro?

«Me parece que me siguen. Unachica alta y morena, con los hombroscaídos.»

Strike hizo una prueba: aceleró yluego redujo mínimamente el paso. Ladistancia entre ellos se mantuvoconstante; la cara de la mujer, un borrórosado, se revelaba y volvía a ocultarsecon mayor frecuencia para comprobar la posición del detective.

 No tenía experiencia eseguimientos. Strike, que sí era uexperto, habría optado por caminar por la acera opuesta y fingir que hablaba por el móvil; habría disimulado que toda s

 

atención estaba puesta en su objetivo.Para divertirse un poco, fingió una

repentina vacilación, como si lo hubieraasaltado una duda sobre qué direcciódebía tomar. La mujer, desprevenida, sedetuvo en seco y se quedó paralizada.Strike reemprendió la marcha y, al cabode unos segundos, volvió a oír aquellos pasos por la acera mojada, a su espalda.Era tan ingenua que ni siquiera se dabacuenta de que la habían calado.

Un poco más allá empezó adistinguirse la estación de WestbournePark: un edificio bajo y alargado deladrillo de color crema. Strike decidióabordarla allí, preguntarle la hora, verle bien la cara.

 

Una vez dentro, se situó rápidamentea la derecha de la entrada y esperó en urincón donde ella no podía verlo.

Pasados unos treinta segundos, lavio correr bajo la lluvia hacia laentrada, aún con las manos en los bolsillos; temía que Strike se le hubieraescapado y que ya hubiera subido a utren.

Decidido, el detective avanzó haciala puerta para salirle al paso, pero s pie ortopédico resbaló en las baldosasmojadas y patinó.

 —¡Mierda!Strike realizó un indecoroso spagat ,

 perdió el equilibrio y se cayó; durantelos largos y lentos segundos que tardó e

 

dar contra el suelo mojado y sucio y eaterrizar dolorosamente encima de la botella de whisky que llevaba en la bolsa, vio la silueta de la mujer recortada contra la entrada, inmóvil, y poco después desaparecer como ucervatillo asustado.

 —¡Cojones! —masculló, tumbadosobre las baldosas mojadas, ante lasmiradas fijas de los que esperaban juntoa las máquinas expendedoras de billetes.

Al caer había vuelto a torcerse la pierna; le pareció que podía habersedesgarrado un ligamento; la rodilla, quehasta entonces solo le molestaba,empezó a dolerle en serio. Maldiciendo por lo bajo los suelos mal fregados y los

 

rígidos tobillos ortopédicos, Strikeintentó levantarse. Nadie se atrevía aacercársele. Debían de pensar queestaba borracho, pues la botella dewhisky que le habían regalado Nick eIlsa se había escurrido de la bolsa yrodaba estrepitosamente por el suelo.

Al final, un empleado del metro loayudó a ponerse en pie farfullandoacerca del letrero que advertía que elsuelo estaba mojado; ¿no lo había vistoel caballero?, ¿tal vez no estabasuficientemente destacado? Le devolvióla botella de whisky, y, humillado, Strikele dio las gracias y fue renqueando hastalos torniquetes; lo único que quería eraescapar de todas aquellas miradas

 

escrutadoras.Ya a salvo en el tren que circulaba

hacia el sur, estiró la pierna dolorida yse palpó la rodilla como buenamente pudo por encima de los pantalones deltraje. La notó blanda e hinchada,exactamente igual que después de caerse por aquella escalera la primaveraanterior. Furioso con la chica que lohabía perseguido, intentó explicarse quéhabía pasado.

¿Cuándo había empezado a seguirlo?¿Estaría vigilando la casa de Quine y lohabía visto entrar? ¿Lo había confundido(una posibilidad nada halagadora) coOwen Quine? Era innegable que KathryKent había sufrido por un momento una

 

confusión similar al topárselo en laoscuridad…

Strike se levantó unos minutos antesde hacer transbordo en Hammersmith,con la intención de prepararse mejor  para lo que podía resultar una maniobra peligrosa. Cuando llegó a su destino,Barons Court, cojeaba ostensiblemente ylamentó no llevar consigo un bastón.Salió de un vestíbulo alicatado con lostípicos azulejos victorianos de color verde guisante, colocando los pies cocuidado en el suelo cubierto de huellasmugrientas. Antes de lo que le habríagustado, salió de la protección queofrecía aquella pequeña joya deestación, con sus letreros modernistas y

 

sus frontones de piedra, y continuó bajola lluvia incesante hacia la ruidosacalzada doble que discurría junto a ella.

Advirtió con alivio y gratitud quehabía ido a parar precisamente al tramode Talgarth Road donde se encontraba lacasa que buscaba.

Si bien Londres estaba lleno de esaclase de anomalías arquitectónicas,Strike no había visto en su vida unosedificios que desentonaran tanto con sentorno. Las antiguas casas se erigían euna hilera característica, reliquias deladrillo rojo oscuro de una época másconfiada e imaginativa, mientras loscoches, implacables, pasaban con graestruendo por delante de ellas en ambas

 

direcciones, pues aquella era la arteria principal de entrada a Londres por eloeste.

Eran antiguos talleres de pintoresvictorianos tardíos, muy ornamentados,con ventanas emplomadas y celosías ela planta baja, y, en el primer piso,grandes ventanales en arco orientados alnorte, que semejaban fragmentos deldesaparecido Crystal Palace. Pese a lomojado, frío y dolorido que estaba,Strike se detuvo unos instantes ycontempló el número 179, admirando s peculiar arquitectura y preguntándosecuánto podrían llegar a ganar los Quinesi Fancourt cambiaba algún día deopinión y accedía a vender la casa.

 

Subió con esfuerzo los escalones dela entrada. La puerta principal estaba protegida de la lluvia por un tejadillo deladrillo profusamente decorado comolduras, volutas y símbolos tallados e piedra. Strike sacó las llaves de una euna con dedos fríos y entumecidos.

La cuarta que probó se introdujo si protestar en la cerradura y giró como sillevara años haciéndolo. Tras un débilchasquido, la puerta se abrió cosuavidad. Strike cruzó el umbral y cerrótras él.

Una fuerte impresión: como una bofetada o un cubo de agua fría. Eldetective se agarró rápidamente elcuello del abrigo y se lo levantó para

 

taparse con él la boca y la nariz. Lológico habría sido que allí dentro solooliera a polvo y madera vieja, y siembargo lo arrolló un olor intenso,químico, que le impregnaba la nariz y lagarganta.

Tendió instintivamente un brazo paraaccionar un interruptor de la pared, ydos bombillas desnudas que colgabadel techo alumbraron un recibidor angosto y vacío, con paneles de maderade color miel, del que partía un pasillo.Hacia la mitad de su recorrido, unascolumnas retorcidas, también de madera,sostenían un arco. A primera vista, todo parecía intacto, elegante y proporcionado.

 

Sin embargo, con los ojosentornados, Strike fue descubriendo poco a poco unas grandes manchassemejantes a quemaduras en la madera.Lo habían rociado todo con algúlíquido acre y corrosivo (eso era lo quehacía que el ambiente, viciado y llenode polvo, resultara irrespirable); eseaparente acto de vandalismo gratuitohabía eliminado el barniz de los añejostablones de madera del suelo, habíaarrancado la pátina a la madera naturalde la escalera situada al fondo, e inclusohabía alcanzado las paredes, en cuyasuperficie de yeso pintado se apreciabagrandes manchas descoloridas.

Al cabo de unos segundos

 

respirando a través del grueso cuello desarga, Strike se dio cuenta de que hacíademasiado calor para una casasupuestamente deshabitada. Lacalefacción estaba encendida, y muyalta, por eso aquel fuerte olor químicoque impregnaba el aire resultaba másintenso que si hubiera podidodispersarse a temperatura ambiente eun día invernal.

Oyó crujir un papel que acababa de pisar. Miró hacia abajo y vio variosfolletos de comida para llevar y usobre dirigido a EL INQUILINO/EL

PROPIETARIO. Se agachó y lo recogió.Contenía una nota breve, escrita a mano,en la que el vecino de la puerta contigua,

 

furioso, se quejaba del mal olor.Strike dejó caer la nota, que fue a

 parar sobre la alfombrilla de la entrada,  se adentró en el pasillo, observando

las cicatrices que aquella sustanciaquímica había dejado por todas partes.A su izquierda había una puerta; laabrió: una habitación vacía y oscura; allíno habían tirado aquel productosemejante a la lejía. En la planta bajasolo había otra habitación: una cocinaruinosa, también sin muebles, que no sehabía salvado del diluvio químico.Incluso la media hogaza de pan rancioque había encima de un aparador habíaquedado empapada.

Strike subió la escalera. Alguie

 

había subido o bajado por ella vertiendola sustancia corrosiva y virulenta, quedebía de transportar en un recipientevoluminoso; lo había salpicado todo,hasta el alféizar de la ventana delrellano, donde la pintura había formadoampollas y se había desconchado.

Llegó al primer piso. Pese a contar con la protección de la gruesa lana de sabrigo, percibió otro olor, algo queaquel acre producto químico industrialno lograba enmascarar. Dulce, putrefacto, rancio: el inconfundible olor a carne en descomposición.

 No intentó abrir ninguna puerta del primer piso, sino que, todavía con la bolsa de plástico que contenía el whisky

 

colgando estúpidamente de su mano, fuesiguiendo, despacio, las huellas de la persona que había vertido el ácido hastaun segundo tramo de escaleras, tambiémanchado: el barniz se habíadesprendido, y el pasamano labradohabía perdido su brillo ceroso.

El olor a putrefacción era cada vezmás penetrante. Se acordó de cuando, eBosnia, clavaban largas varas en latierra, las extraían y olfateaban elextremo: era el único modo infalible delocalizar fosas comunes. Al llegar alúltimo piso, se apretó más el cuello delabrigo contra la boca; allí estaba eltaller donde, en otros tiempos, habíatrabajado un pintor victoriano

 

aprovechando la luz difusa del norte.Strike no vaciló en el umbral: solo

tardó unos segundos en tirar de la mangade su camisa hasta cubrirse la mano, para no dejar huellas en la puerta demadera al empujarla. Silencio, salvo por un débil chirrido de bisagras, y, acontinuación, el errático zumbido demoscas.

Estaba preparado para encontrar ucadáver, pero no para aquello.

Una carcasa: atada, apestosa y podrida, vacía y destrozada, tirada en elsuelo en lugar de colgada de un ganchometálico, donde sin duda lecorrespondía estar, si no fuera porqueaquello que parecía un cerdo después de

 

la matanza iba vestido con ropa de persona.

Yacía bajo las altas vigas en arco, bañada por la luz que entraba a travésde aquel gigantesco ventanal también deestilo románico. Pese a encontrarse euna vivienda privada, y oírse todavía elmurmullo del tráfico al otro lado delcristal, Strike experimentó las primerasarcadas y la sensación de hallarse en elinterior de un templo, testigo de unamatanza sacrificial, de un acto de infame profanación.

Habían dispuesto siete platos y sietecubiertos alrededor del cadáver edescomposición, como si este fuera una pieza gigantesca de carne. Lo había

 

abierto en canal y, aun desde el umbral,gracias a su estatura, Strike pudo ver lacavidad negra en que se habíaconvertido el tronco. Los intestinoshabían desaparecido, como si se loshubieran comido. La tela y la pielquemadas que cubrían el cuerporeforzaban la repugnante impresión deque lo habían cocinado y se habían dadoun festín con él. Había partes en las queel cadáver, putrefacto y chamuscado, brillaba y adquiría un aspecto casilíquido. Cuatro radiadores encendidosaceleraban el proceso dedescomposición.

La cara, podrida, era la parte delcuerpo que quedaba más lejos de la

 

 puerta y más cerca de la ventana. Strikela miró con los ojos entornados, simoverse y procurando no respirar. De la barbilla todavía colgaba un poco de barba rubia, y solo se distinguía lacuenca de un ojo, calcinada.

De pronto, pese a estar familiarizadocon la muerte y la mutilación, Striketuvo que contener las ganas de vomitar que le provocaba aquel olor casiasfixiante, mezcla de producto químico ycadáver. Se subió las asas de la bolsa de plástico hasta situarlas en el codo, sacóel teléfono del bolsillo y tomófotografías del escenario desde todoslos ángulos que pudo, sin adentrarse másen la habitación. Entonces salió del

 

taller, dejó que la puerta se cerrara sola(lo que no ayudó a mitigar aquel hedor casi palpable) y llamó a emergencias.

Despacio, con mucho cuidado,decidido a no resbalar y no caerse a pesar de las ganas que tenía de volver arespirar el aire fresco y limpio de aqueldía lluvioso, Strike bajó la escaleradeslustrada y salió a la calle a esperar ala policía.

 

17

Respirad, si aún tenéis esa suerte, pues nadie vuelve a beber después

de la muerte.

JOHN FLETCHER, The Bloody Brother 

o era la primera vez que Strikevisitaba New Scotland Yard a instanciasde la Policía Metropolitana. Elencuentro anterior también se había producido a propósito de un cadáver, yhoras más tarde, sentado en una sala deinterrogatorios, atenuado el dolor de la

 

rodilla tras varias horas de inactividadforzosa, cayó en la cuenta de que eaquella ocasión también habíamantenido relaciones sexuales la nocheanterior.

Solo, en un cuartito no mucho mayor que el clásico armario del material deoficina, sus pensamientos se pegabacomo moscas a la repugnante atrocidadque había descubierto en aquel taller.Aún no se había librado del espanto quele había producido la escena. En elejercicio de su profesión había vistocadáveres colocados en posturascalculadas para simular un suicidio o uaccidente; había examinado otros en losque se advertían las huellas del intento

 

de enmascarar la crueldad a que habíasido sometidos antes de morir; habíavisto a hombres, mujeres y niñosmutilados y desmembrados; pero lo quehabía presenciado en el número 179 deTalgarth Road era del todo nuevo paraél. La maldad perpetrada allí era casiorgiástica, una exhibiciócuidadosamente calculada de sádicateatralidad. Lo peor era plantearse equé orden habían vertido el ácido yhabían destripado el cadáver: ¿habíasido tortura? ¿Quine estaba vivo omuerto mientras su asesino disponía loscubiertos a su alrededor?

A esas alturas, la enorme habitaciócon techo abovedado donde yacía el

 

cadáver del escritor debía de estar abarrotada de agentes provistos desofisticados trajes protectores,encargados de recoger las pruebasforenses. A Strike le habría gustadoestar allí con ellos. Permanecer inactivotras semejante hallazgo le resultabaaborrecible. Ardía de frustració profesional. Apartado desde la llegadade la policía, lo habían relegado al papel propio de un tipo que hubieratropezado por casualidad con aquellaescena (y la palabra «escena», pensó de pronto, era la más adecuada por más deuna razón: el cadáver atado y colocadode forma que le diera la luz que entraba por aquel ventanal gigantesco… U

 

sacrificio a algún poder diabólico…Siete platos, siete cubiertos…).

La ventana de vidrio esmerilado dela sala de interrogatorios impedía ver loque había al otro lado, salvo el color delcielo, negro en esos momentos. Strikellevaba mucho rato en aquel cuartito, yla policía aún no había terminado detomarle declaración. No era fácildeterminar si su interés por prolongar elinterrogatorio revelaba sospechasgenuinas o mera animadversión. Eralógico, por supuesto, someter a uinterrogatorio concienzudo a la personaque descubría a la víctima de uasesinato, porque muchas veces sabíamás de lo que estaba dispuesta a contar 

 

, en ocasiones, lo sabía todo. Siembargo, podía interpretarse que, alresolver el caso de la muerte de LulaLandry, Strike había humillado a laPolicía Metropolitana, pues esta habíaasegurado que se trataba de un suicidio.Strike no se consideraba paranoico por  pensar que la actitud de la inspectoracon el pelo muy corto que acababa desalir de la habitación revelaba sdeterminación de hacerle sudar.Tampoco le parecía estrictamentenecesario que tantísimos colegas de lainspectora hubieran pasado a verlo;algunos se habían limitado a mirarlofijamente, pero otros incluso habíahecho comentarios insidiosos.

 

Se equivocaban si creían queestaban molestándolo. No tenía nadamejor que hacer y le habían servido unacomida bastante decente. Si le hubiera permitido fumar, se habría sentido tan agusto como en cualquier otro sitio. Lamujer que se había pasado una horainterrogándolo le había dicho que podíasalir a la calle, acompañado, a fumarseun cigarrillo bajo la lluvia, pero lainercia y la curiosidad lo habíamantenido pegado al asiento. Tenía a slado, en la bolsa de plástico, la botellade whisky que le habían regalado, y se planteó abrirla si no lo soltaban pronto.Le habían dejado un vaso de plásticocon agua.

 

La puerta a su espalda susurró alrozar la tupida moqueta gris.

 —Bob el Místico —dijo una voz.Richard Anstis, inspector de la

Policía Metropolitana y reservista, entrósonriendo en la habitación, con el pelomojado por la lluvia y con un fajo de papeles bajo el brazo. Tenía unasgrandes cicatrices en todo un lado de lacara, con la piel muy tensa bajo el ojoderecho. Lo habían salvado en elhospital de campaña de Kabul mientrasStrike yacía inconsciente, en manos delos médicos que intentaban salvarle larodilla de la pierna amputada.

 —¡Anstis! —exclamó Strike,estrechando la mano que le tendía el

 

inspector—. ¿Qué de…? —He hecho valer mis privilegios,

tío. Voy a llevar este caso —dijo Anstis, se dejó caer en la silla que acababa de

dejar vacía la huraña inspectora—. Notienes muchos amigos por aquí, no sé silo sabes. Pero, por suerte, tienes a tíoDickie a tu lado, respondiendo por ti.

Siempre decía que Strike le habíasalvado la vida, y quizá fuese cierto.Habían sufrido juntos un ataque eAfganistán, en una carretera sin asfaltar.Strike no sabía muy bien qué le habíahecho intuir la inminencia de laexplosión. El joven al que había vistoalejarse corriendo de la carretera con uniño pequeño de la mano, un poco más

 

adelante, podía estar, simplemente,huyendo de los disparos. Solo sabía quehabía gritado al conductor del Vikingque frenara, y este no había obedecidola orden, acaso por no oírla. Y entoncesStrike se había inclinado hacia delante para agarrar a Anstis por la parte traserade la camisa y, con una sola mano, tirar de él hacia el asiento posterior delvehículo. De haber permanecido dondeestaba, seguramente Anstis habríacorrido la misma suerte que el joveGary Topley, sentado justo enfrente deStrike y de quien solo pudieron enterrar lo que encontraron: la cabeza y el torso.

 —Tendrás que contármelo todo otravez, tío —dijo Anstis, y extendió ante él

 

la declaración que debía de haberleentregado la inspectora.

 —¿Te importa si echo un trago? —  preguntó Strike cansinamente.

Bajo la divertida mirada de Anstis,Strike sacó la botella de Arran SingleMalt de la bolsa y añadió dos dedos delicor al agua tibia del vaso de plástico.

 —Veamos: te contrató su esposa para que buscaras a la víctima… Porquedamos por hecho que el cadáver es el deese escritor, ese tal…

 —Owen Quine, sí —confirmóStrike, mientras Anstis escudriñaba lacaligrafía de su colega—. Su mujer mecontrató hace seis días.

 —Cuando él llevaba

 

desaparecido… —Diez días. —¿Y ella aún no había avisado a la

 policía? —No. Se ve que él lo hacía a

menudo: desaparecía sin decirle a nadieadónde iba y luego regresaba a su casa.Le gustaba irse a algún hotel sin smujer.

 —¿Por qué esta vez recurrió a ti? —La situación en casa es difícil.

Tienen una hija discapacitada y no lessobra el dinero. La ausencia de Quine seestaba prolongando más de lo normal.Ella creía que se había escondido en uretiro para escritores. No sabía cómo sellamaba ese sitio, pero yo lo busqué y

 

comprobé que su marido no estaba allí. —Sigo sin entender por qué te llamó

a ti en lugar de a nosotros. —Dice que os llamó hace tiempo,

otra vez que a su marido le dio por salir a dar un paseíto largo, y que luego él seenfadó mucho. Por lo visto, había estadocon una amante.

 —Lo comprobaré —dijo Anstis, ytomó nota—. ¿Cómo se te ocurrió ir aesa casa?

 —Me enteré anoche de que losQuine eran copropietarios.

Una breve pausa. —¿Su esposa no lo había

mencionado? —No. Dice que él odiaba esa casa y

 

que nunca se había acercado por allí.Me dio a entender que ni se acordaba deque compartían esa propiedad.

 —¿Tú la crees? —murmuró Anstis,rascándose la barbilla—. ¿No estabasin blanca?

 —Es complicado. El otro propietario es Michael Fancourt…

 —He oído hablar de él. —… y, según la señora Quine, él no

les permitía vender la casa. Fancourt yQuine no podían ni verse.

Strike tomó un sorbo de whisky, quele calentó la garganta y el estómago. (AQuine le habían extraído el estómago,todo el tracto digestivo. ¿Adóndedemonios había ido a parar?)

 

 —Total —añadió—, que a la horade comer me acerqué, y allí estaba él. Ouna parte de él.

El whisky le había despertado unasganas de fumar incontenibles.

 —Tengo entendido que el cadáver está hecho un puto desastre —comentóAnstis.

 —¿Quieres verlo?Strike se sacó el teléfono del

 bolsillo, buscó las fotografías delcuerpo y se lo pasó al inspector.

 —¡Hostia puta! —exclamó Anstis.Tras un minuto de observaciósilenciosa del cadáver edescomposición, preguntó, asqueado—:¿Qué es eso que hay alrededor? ¿Platos?

 

 —Sí. —¿Qué crees que significa? —Ni idea. —¿Sabes cuándo lo vieron con vida

 por última vez? —Su mujer lo vio por última vez la

noche del cinco. Quine acababa de cenar con su agente, quien le habíacomunicado que su último libro eraimpublicable, porque en él difamaba ano sé cuánta gente, incluidos un par de personajes muy aficionados a los pleitos.

Anstis repasó las notas que le habíaentregado la inspectora Rawlins.

 —Eso no se lo has dicho a Bridget. —No me lo ha preguntado. No

 

tenemos muy buena comunicación, quedigamos.

 —¿Cuánto tiempo hace que salió eselibro?

 —No llegó a las librerías — respondió Strike, y se sirvió un pocomás de whisky en el vaso de plástico—.Todavía no lo han editado. Ya te lo hedicho: Quine se peleó con su agente porque ella le dijo que no podía publicarlo.

 —¿Tú lo has leído? —Entero, no. —¿Su esposa te entregó una copia? —No, ella dice que no lo ha leído. —No se acordaba de que era

 propietarios de otra casa y no lee los

 

libros de su marido —recapituló Anstissin dar entonación a sus palabras.

 —Dice que no los lee hasta que les ponen las cubiertas —explicó Strike—.Por si te sirve de algo, yo me lo creo.

 —Ajá —murmuró el inspector mientras anotaba algo en la declaracióde Strike—. ¿De dónde sacaste unacopia del manuscrito?

 —Prefiero no decírtelo. —Eso podría acarrearnos problemas

 —dijo Anstis, levantando la cabeza. —A mí no —replicó Strike. —Quizá tengamos que volver a

 preguntártelo, Bob.Strike se encogió de hombros y

 preguntó:

 

 —¿Se lo han dicho ya a su mujer? —Sí, creo que sí.Strike no había llamado por teléfono

a Leonora. La noticia de la muerte de smarido tenía que dársela en personaalguien debidamente preparado. Élhabía hecho ese trabajo muchas veces, pero estaba desentrenado; de todasformas, esa tarde su tarea habíaconsistido en vigilar los profanadosrestos mortales de Owen Quine hastaque llegara la policía, y entregárselos.

 No olvidaba lo que debía de estar  pasando Leonora mientras a él lointerrogaban en Scotland Yard. Se lahabía imaginado abriéndole la puerta al policía (quizá una pareja): el primer 

 

estremecimiento de alarma al ver eluniforme; el vuelco del corazón ante la pregunta de si podían pasar, expresadacon delicadeza y serenidad; el horror  provocado por la revelación, a pesar deque los policías no le habrían contadonada, al menos al principio, de lasgruesas cuerdas moradas con que habíaencontrado atado a su marido, ni de lacavidad oscura y vacía a que el asesinohabía reducido el pecho y el abdomen;no le habrían dicho que le habíaquemado la cara con ácido ni quealguien había repartido platos a salrededor como si el cadáver fuera uasado gigantesco. Strike se acordó de la bandeja de cordero que Lucy había

 

llevado a la mesa la noche anterior. Noera una persona muy aprensiva, peronotó que el whisky se le atascaba en lagarganta y dejó el vaso encima de lamesa.

 —¿Cuántas personas calculas tú quesaben de qué va el libro en cuestión? —  preguntó muy despacio Anstis.

 —Ni idea —respondió Strike—. Aestas alturas, quizá muchas. La agente deQuine, Elizabeth Tassel… Se escribecon dos eses —añadió, solícito,mientras Anstis lo anotaba—. Tassel selo mandó a Christian Fisher, deCrossfire Publishing, y Fisher es ucotilla. Tuvieron que intervenir losabogados para poner freno a los

 

rumores. —Esto se pone cada vez más

interesante —masculló Anstis mientrastomaba notas—. ¿Quieres comer algomás, Bob?

 —No, quiero fumar. —No tardaremos mucho —prometió

el inspector—. ¿A quién ha calumniado? —La cuestión es —dijo Strike,

flexionando la pierna dolorida— si hacalumniado o si ha expuesto la verdadsobre esas personas. Pero los personajes a los que reconocí eran…Dame papel y bolígrafo —dijo, porqueera más rápido escribirlos que deletrear sus nombres. Aun así, fue recitándolosen voz alta mientras los escribía—:

 

Michael Fancourt, el escritor; DanielChard, el presidente de la editorial deQuine; Kathryn Kent, la amante deQuine…

 —Ah, pero ¿hay una amante? —Sí. Por lo visto, llevaban juntos

más de un año. Fui a verla a StaffordCripps House, en Clement Attlee Court, me aseguró que Quine no estaba en s

 piso y que no lo había visto. Tambiéestán Liz Tassel, su agente; JerryWaldegrave, su editor, y… —vaciló uinstante— su mujer.

 —¿Ella también sale en el libro? —Sí —confirmó Strike, y le pasó la

lista—. Pero hay muchos personajes másque yo no sé identificar. Si buscas a

 

alguien a quien Quine haya mencionadoen el libro, el campo va a ser muyamplio.

 —¿Todavía tienes el manuscrito? —No. —Strike, que esperaba esa

 pregunta, mintió con facilidad.Era mejor que Anstis consiguiera s

 propia copia, una que no llevara lashuellas dactilares de Nina.

 —¿Se te ocurre algo más que pudiera resultar útil? —preguntó elinspector, y se enderezó.

 —Sí. No creo que haya sido smujer.

Anstis le dedicó una miradasocarrona no exenta de cariño. Strikeera el padrino del hijo que Anstis había

 

tenido solo dos días antes de que ambossalieran volando de aquel Viking. Strikehabía visto a Timothy Cormoran Anstisunas cuantas veces, y el crío no le habíacausado muy buena impresión.

 —Está bien, Bob. Firma esto y, siquieres, te acerco a tu casa.

Strike leyó su declaracióconcienzudamente, se regodeócorrigiéndole unas cuantas faltas deortografía a la inspectora Rawlins yfirmó.

Mientras recorría con Anstis el largo pasillo hacia los ascensores, con ufuerte dolor en la rodilla, le sonó elmóvil.

 —Cormoran Strike. Diga.

 

 —Soy yo, Leonora.Su voz sonaba casi exactamente

como siempre, solo que tal vez un pocomenos monótona.

Strike le indicó por señas a Anstisque todavía no podía entrar en elascensor y, apartándose del policía, seacercó a una ventana desde la que seveía serpentear a los coches bajo lalluvia incesante.

 —¿Ha ido a verla la policía? —le preguntó a Leonora.

 —Sí. Están aquí, conmigo. —Lo siento mucho, Leonora. —¿Usted está bien? —preguntó ella

con brusquedad. —¿Yo? —se sorprendió Strike—.

 

Sí, estoy bien. —¿No lo han molestado? Me ha

dicho que estaban interrogándolo. Yo leshe dicho: «Si ha encontrado a Owen es porque yo le pedí que lo buscara. ¿Por qué lo han detenido?»

 —No me han detenido —aclaró eldetective—. Solo querían que hicierauna declaración.

 —Pero lo han retenido mucho rato. —¿Cómo sabe cuánto rato…? —Es que estoy aquí. Abajo, en el

vestíbulo. Quería hablar con usted y leshe pedido que me trajeran.

Perplejo, y con el whisky haciendode las suyas en su estómago vacío,Strike dijo lo primero que se le ocurrió:

 

 —¿Quién se ocupa de Orlando? —Edna —contestó Leonora, como si

el hecho de que Strike mostrara interésfuera lo más normal del mundo—.¿Cuándo piensan soltarlo?

 —Ya estoy saliendo. —¿Quién era? —preguntó Anstis,

cuando Strike hubo colgado—.¿Charlotte? ¿Está preocupada?

 —Joder, qué va —dijo Strike, yentró con su amigo en el ascensor. Se lehabía olvidado por completo que no lehabía contado a Anstis lo de la ruptura.Por su condición de inspector de laPolicía Metropolitana, Anstis, pese a ser amigo suyo, estaba encerrado en ucompartimento para él solo, donde no

 

entraban los cotilleos—. Eso se acabó.Hace ya meses.

 —¿En serio? Vaya palo. —Anstis parecía sinceramente apenado.

Mientras el ascensor empezaba adescender, Strike pensó que parte de ladecepción de Anstis era por él mismo.De sus amigos, era al que mejor le caíaCharlotte, con su belleza extraordinaria su risa lujuriosa. «Ven con Charlotte»,

solía decirle Anstis cuando quedaban,ambos liberados ya de los hospitales ydel Ejército, de vuelta en la ciudad queconsideraban su hogar.

Strike sintió el impulso de proteger aLeonora de Anstis, pero fue imposible.Se abrieron las puertas del ascensor, y

 

allí estaba ella, flaca y poquita cosa, coel pelo lacio sujeto con pasadores, cosu abrigo viejo y con un aire de ir todavía en pantuflas, pese a calzar unosgastados zapatos negros. La flanqueabalos dos agentes uniformados, uno deellos mujer, que le habían dado lanoticia de la muerte de Quine y la habíallevado hasta allí. Strike dedujo, por lasmiradas cautelosas que lanzaron aAnstis, que Leonora les había dadomotivos para sospechar de ella; que sreacción al conocer la noticia de lamuerte de su marido no les había parecido normal.

Leonora, sin rastro de lágrimas ynada alterada, se mostró aliviada al ver 

 

a Strike. —Ah, ya está aquí —dijo—. ¿Por 

qué lo han retenido tanto rato?Anstis la miró con curiosidad, pero

Strike no los presentó. —¿Nos sentamos un momento allí?

 —propuso el detective, señalando u banco junto a la pared.

Mientras la acompañaba, cojeando,notó que, detrás de ellos, los tres policías deliberaban discretamente.

 —¿Cómo está? —le preguntó, e parte con la esperanza de que Leonoradiera muestras de aflicción, porque asícalmaría la curiosidad de quienes losobservaban.

 —No lo sé. —La mujer se dejó caer 

 

en el asiento de plástico—. No puedocreerlo. Nunca pensé que se le ocurriríair allí. El muy imbécil… Supongo queentró algún ladrón y lo mató. Tendríaque haber ido a un hotel, como siempre,¿no?

De modo que no le habían contadogran cosa. Strike pensó que Leonoraestaba más afectada de lo queaparentaba; más de lo que ella mismaimaginaba. Pedir que la llevaran junto aél parecía una reacción propia de una persona desorientada, incapaz de pensar en otra solución que no fuera recurrir aquien, supuestamente, estabaayudándola.

 —¿Quiere que la lleve a su casa? — 

 

le preguntó. —Supongo que me llevarán ellos — 

respondió ella, con la mismatranquilidad con que había afirmado queElizabeth Tassel pagaría la factura deStrike—. Quería verlo para saber siestaba bien y asegurarme de que no lehabía ocasionado problemas, y tambié para pedirle que siga trabajando paramí.

 —¿Seguir trabajando para usted? — repitió él.

Por un instante, se planteó la posibilidad de que Leonora no acabarade comprender lo que había sucedido,de que creyera que Quine seguía ealgún sitio y que todavía no lo había

 

encontrado. ¿Acaso aquella actitud utanto excéntrica escondía algo másgrave, algún problema fundamental decomprensión?

 —Creen que yo sé algo —dijoLeonora—. Lo noto.

Strike estuvo a punto de decir «Estoy seguro de que no», pero habríamentido. Era consciente de que Leonora,la mujer de un marido infiel eirresponsable, que había decidido nollamar a la policía y dejar pasar diezdías antes de ponerse a buscarlo, quetenía una llave de la casa vacía dondehabían encontrado su cadáver y que silugar a dudas podría haberlosorprendido allí, sería la principal

 

sospechosa. Con todo, le preguntó: —¿Por qué lo dice? —Lo noto —repitió la mujer—. Por 

cómo me hablan. Y me han dicho quequieren venir a ver nuestra casa, y sobretodo su estudio.

Era un procedimiento rutinario, peroentendía que ella lo consideraraintrusivo y señal de un mal presagio.

 —¿Sabe Orlando lo que ha pasado? —le preguntó.

 —Se lo he dicho, pero creo que nolo entiende —respondió Leonora, y por  primera vez Strike vio lágrimas en susojos—. Dice: «Como  Míster Poop».Era nuestro gato. Lo atropellaron. Perocreo que no lo entiende, o no del todo.

 

Con Orlando nunca sabes. No le hedicho que lo han matado. No sé cómoexplicárselo.

Hubo una breve pausa, durante lacual, sin que viniera al caso, Strikeconfió en que no le oliera el aliento awhisky.

 —¿Seguirá trabajando para mí? —le preguntó ella sin ambages—. Es mejor que ellos, por eso lo escogí. ¿Lo hará?

 —Sí —contestó Strike. —Es que me doy cuenta de que

creen que yo he tenido algo que ver — insistió, levantándose del banco—. Lonoto por cómo me hablan.

Se ciñó un poco más el abrigo. —Tengo que volver con Orlando.

 

Me alegro de que esté usted bien.Y, arrastrando los pies, fue a

reunirse con su escolta. A la agente ladesconcertó que la tratara como a unataxista, pero, tras mirar a Anstis,accedió a la petición de Leonora deacompañarla a su casa.

 —¿Qué demonios quería? —  preguntó el inspector cuando las dosmujeres se marcharon.

 —Estaba preocupada porque creíaque me habíais detenido.

 —Es un poco excéntrica, ¿no? —Sí, un poco. —No le habrás contado nada,

¿verdad? —No —dijo Strike, molesto por 

 

aquella pregunta. No era tan ingenuocomo para pasarle información sobre elescenario de un crimen a un sospechoso.

 —Ten cuidado, Bob —dijo Anstis,incómodo, mientras salían por la puertagiratoria—. No te entrometas mucho.Esto es un caso de asesinato, y por aquíno tienes muchos amigos, tío.

 —La popularidad estásobrevalorada. Mira, cogeré un taxi.Bueno, no —dijo con firmeza, al ver queAnstis se disponía a protestar—, antesde ir a ningún sitio necesito fumar.Gracias por todo, Rich.

Se estrecharon la mano; Strike sesubió el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia, alzó una mano

 

 para despedirse y echó a andar,cojeando, por la acera oscura. Se alegróde librarse de Anstis, casi tanto como dedar la primera y dulce calada alcigarrillo.

 

18

Pues tengo para mí que, si sealimentan los celos,

 peores son los cuernos de la menteque los que asoman entre los pelos.

BEN JONSON,  Every Man in His

 Humour 

A Strike se le había olvidado por completo que el viernes por la tardeRobin se había marchado de la oficinacon lo que él catalogaba como u«ligero cabreo». Solo sabía que ella era

 

la única persona con la que queríahablar de lo ocurrido, y a pesar de quenormalmente evitaba llamarla por teléfono durante el fin de semana, le pareció que las circunstancias eran lo bastante excepcionales para justificar elenvío de un mensaje de texto. Se lomandó desde el taxi que encontródespués de un cuarto de hora pateándoselas calles mojadas y frías en laoscuridad.

Robin estaba en su casa, acurrucadaen un sillón, leyendo  Interrogatorios:

 sicología y práctica, un libro quehabía comprado por internet. Matthewestaba en el sofá, hablando por elteléfono fijo con su madre, que vivía e

 

Yorkshire y volvía a encontrarse mal.Cada vez que Robin se acordaba delevantar la cabeza y sonreír esolidaridad con la exasperación de snovio, él ponía los ojos en blanco.

Robin notó que le vibraba el móvil ylo miró con fastidio; estaba intentandoconcentrarse en Interrogatorios.

He encontrado a Quineasesinado. C.

Dio un grito, mezcla de asombro y pavor, y Matthew se sobresaltó. El libroresbaló de su regazo y cayó al suelo,inadvertido. Robin agarró el teléfono y

 

fue corriendo al dormitorio.Matthew siguió hablando con s

madre veinte minutos más, y luego fue aescuchar detrás de la puerta cerrada dela estancia. Oía a Robin haciendo preguntas y recibiendo lo que parecíarespuestas largas y enrevesadas. Por eltimbre de voz de ella, tuvo elconvencimiento de que estaba hablandocon Strike. Apretó sus mandíbulascuadradas.

Cuando por fin Robin salió deldormitorio, impresionada y atemorizada,le contó a Matthew que Strike habíaencontrado asesinado al desaparecidoque andaba buscando. La curiosidadnatural de su novio lo empujaba en una

 

dirección, pero la antipatía que sentía por Strike, y el hecho de que hubieratenido el descaro de ponerse en contactocon Robin un domingo por la noche, loempujaban en otra.

 —Bueno, me alegro de que estanoche haya pasado algo que te interese —dijo—. Ya veo que la salud de mimadre te aburre de mala manera.

 —¡Serás… hipócrita! —dijo ella eun jadeo, indignada por aquellainjusticia.

La pelea se intensificó a unavelocidad alarmante. La invitación deStrike a la boda; la actitud desdeñosa deMatthew respecto al empleo de Robin;cómo iba a ser su vida juntos; lo que

 

cada uno le debía al otro: a Robin lahorrorizaba la rapidez con la que losaspectos más básicos de su relacióiban quedando expuestos para su exame  recriminación, pero no se echó atrás.

Se sentía dominada por una frustración yuna rabia ya conocidas hacia loshombres de su vida: hacia Matthew por ser incapaz de comprender por qué leimportaba tanto su trabajo; hacia Strike por no saber valorar su potencial.

(Sin embargo, su jefe la habíallamado cuando había encontrado elcadáver. Ella había logrado colarle una pregunta, «¿A quién más se lo hascontado?», y él había contestado, sin dar muestras de saber lo que eso significaría

 

 para ella: «A nadie, solo a ti.»)Matthew, por su parte, no se sentía

tratado con justicia. Últimamente sehabía fijado en algo de lo que sabía queno debía quejarse, y que le crispaba aúmás los nervios porque no le quedabamás remedio que aguantarse: antes detrabajar para Strike, Robin siempre erala primera en ceder en las discusiones,la primera en disculparse; pero esemaldito trabajo suyo parecía haber socavado su carácter conciliador.

Solo tenían un dormitorio. Robi bajó unas mantas de repuesto de lo altode un armario, cogió ropa limpia yanunció su intención de dormir en elsofá. Matthew, convencido de que

 

desistiría al poco rato (el sofá era duroe incómodo), no intentó disuadirla.

Sin embargo, se equivocaba alconfiar en que ella se ablandaría. A lamañana siguiente, cuando se despertó,encontró el sofá vacío y ni rastro deRobin. Su enfado aumentó de maneraexponencial. Se había ido a trabajar unahora antes de lo habitual, y Matthew seimaginó (aunque la imaginación no erasu fuerte) a aquel desgraciado alto y feoabriendo la puerta de su piso, y no la dela oficina.

 

19

… Os abriréel libro de un negro pecado que

llevo impreso en mí.… Mi enfermedad es del alma.

THOMAS DEKKER, The Noble Spanish

Soldier 

Strike había programado el despertador  para levantarse temprano, a fin deasegurarse un rato tranquilo siinterrupciones, sin clientes y siteléfono. Se levantó de inmediato, se

 

duchó y desayunó, se colocó con muchocuidado la prótesis en una rodilla ya sininguna duda hinchada y, tres cuartos dehora después de despertarse, entrócojeando en su despacho con la parte de

ombyx Mori  que todavía no habíaleído bajo el brazo. Quería acabar ellibro cuanto antes, movido por unasospecha que no le había confiado aAnstis.

Se preparó una taza de té bien fuerte,se sentó a la mesa de Robin, dondehabía mejor luz, y empezó a leer.

Después de escapar del Censor y deentrar en la ciudad que culminaba strayecto, Bombyx decidía librarse de lasacompañantes de su largo viaje, Súcubo

 

  la Garrapata. Con ese propósito lasllevaba a un prostíbulo donde ambas parecían satisfechas de empezar atrabajar. Bombyx se iba solo en buscade Vanaglorioso, un escritor famoso, cola esperanza de que se convirtiera en smentor.

Bombyx avanzaba por un callejóoscuro cuando se le acercaba una mujer de cabello largo pelirrojo y expresiódiabólica que se llevaba un puñado deratas muertas a casa para cenar. Alenterarse de quién era Bombyx, Arpía loinvitaba a su casa, que resultaba ser unacueva con cráneos de animalesdesparramados por el suelo. Strike leyó por encima los pasajes de sexo, que

 

ocupaban cuatro páginas y describíacómo colgaban a Bombyx del techo y loazotaban con un látigo. Entonces Arpíaintentaba mamar del protagonista, igualque la Garrapata, pero, pese a estar atado, él conseguía zafarse de ella. Delos pezones de Bombyx brotaba una luzdeslumbrante y sobrenatural; mientrastanto, Arpía lloraba y mostraba sus pechos, de los que manaba una sustanciamarrón, oscura y pegajosa.

Strike frunció el ceño ante esaimagen. El estilo de Quine empezaba a parecer paródico, y le producía unadesagradable sensación de hartazgo;además, aquella escena se interpretabacomo una explosión de maldad, una

 

erupción de sadismo reprimido. ¿Habíadedicado Quine meses, quizá años, de svida a la intención de causar todo eldolor y la angustia que fueran posibles?¿Estaba cuerdo? ¿Podía calificarse de«loco» a un hombre con un dominio tamagistral del lenguaje, aunque a Strikeno le gustara nada su estilo?

Tomó un tranquilizador sorbo de té,limpio y caliente, y siguió leyendo.Bombyx se disponía a salir de la casa deArpía, asqueado, cuando irrumpía otro personaje: Epiceno, a quien Arpía, entresollozos, presentaba como su hijaadoptiva. Una chica por cuya batadesabrochada asomaba un pene. Epicenoinsistía en que Bombyx y ella eran almas

 

gemelas que entendían tanto lomasculino como lo femenino. Loinvitaba a gozar de su cuerpo dehermafrodita, pero no sin antes oírlacantar. Se ponía a ladrar como una foca,convencida, por lo visto, de que teníauna voz preciosa, hasta que Bombyx sealejaba de ella corriendo y tapándoselas orejas.

Entonces el protagonista veía por  primera vez, desde lo alto de un monteen medio de la ciudad, un castillo de luz.Subía por calles empinadas hacia él,hasta que desde un portal oscuro lollamaba un enano que se presentabacomo el escritor Vanaglorioso. Tenía lascejas de Fancourt, la expresión huraña

 

de Fancourt y su actitud despectiva, y leofrecía una cama donde pasar la noche, pues había «oído hablar de su gratalento».

Bombyx descubría, horrorizado, queen la casa había una joven encadenadaque escribía sentada ante un buró. En lachimenea había unos hierros de marcar al rojo vivo; los extremos, retorcidos,deletreaban frases como «pazguato pertinaz» y «coito altilocuente».Vanaglorioso, convencido de queBombyx lo encontraría divertido, leexplicaba que había convencido a soven esposa, Efigie, para que

escribiera un libro, con la intención deque no lo molestara mientras él creaba

 

su siguiente obra maestra.Desgraciadamente, decía Vanaglorioso,su esposa no tenía talento, y había quecastigarla por ello. Sacaba uno de loshierros del fuego, y entonces Bombyhuía de la casa, perseguido por losgritos de dolor de Efigie.

El protagonista seguía corriendohacia el castillo de luz donde imaginabaque encontraría su refugio. Sobre la puerta estaba escrito «PHALLUS

IMPUDICUS», pero nadie acudía a abrir a Bombyx. Bordeaba el castillo e ibaasomándose a las ventanas hasta queveía a un hombre calvo, desnudo, de pieunto al cadáver de un muchacho de pelo

rubio, cuyo cuerpo estaba cosido a

 

 puñaladas, cada una de las cuales emitíala misma luz deslumbrante que aBombyx le salía por los pezones. El pene erecto de Phallus presentaba signosde descomposición.

 —Hola.Strike se sobresaltó y levantó la

cabeza. Robin estaba allí plantada cosu gabardina, la cara sonrosada, lamelena suelta, despeinada y dorada bajola primera luz del sol que entraba por laventana. Strike pensó que estabaguapísima.

 —¿Cómo es que vienes tan pronto? —se oyó preguntarle.

 —Quiero enterarme de qué está pasando.

 

Se quitó la gabardina, y Strike miró para otro lado y se fustigó mentalmente.Claro que la encontraba guapa, pueshabía aparecido por sorpresa cuando éltenía en la mente la imagen de un calvodesnudo exhibiendo su pene enfermo.

 —¿Quieres más té? —Sí, gracias —contestó él si

levantar la vista del manuscrito—.Dame cinco minutos, quiero terminar esto.

Y, con la sensación de que volvía asumergirse en aguas contaminadas,regresó al mundo grotesco de  Bombyx

ori.Bombyx se quedaba mirando por la

ventana del castillo, trastornado por la

 

horrible visión de Phallus Impudicus yel cadáver, y de pronto unos subalternosencapuchados lo apresaba bruscamente, lo llevaban a rastras alinterior del castillo y lo desnudaban antePhallus Impudicus. Para entonces, aBombyx se le había puesto el vientreenorme y parecía a punto de dar a luz.Phallus Impudicus daba siniestrasinstrucciones a sus subalternos, y elingenuo Bombyx creía que iba aconvertirse en el invitado de honor de u banquete.

A los seis personajes que Strikehabía reconocido (Súcubo, la Garrapata,el Censor, Arpía, Vanaglorioso eImpudicus) se les unía ahora Epiceno.

 

Los siete invitados se sentabaalrededor de una mesa sobre la quehabía una jarra enorme cuyo contenidohumeaba y una bandeja vacía del tamañode una persona.

Al llegar al salón, Bombyx veía queno había ningún asiento libre. Los otrosinvitados se levantaban, iban hacia él provistos de cuerdas y lo reducían. Acontinuación, lo ataban, lo colocaban ela bandeja y lo rajaban. La masa quehabía estado creciendo en su interior resultaba ser una bola de luzsobrenatural; Phallus Impudicus se laextraía y la encerraba en un cofre.

Luego se descubría que la jarrahumeante estaba llena de vitriolo; los

 

siete agresores lo vertían alegrementesobre Bombyx, quien, todavía con vida,no paraba de chillar. Cuando por fin secallaba, los invitados empezaban acomérselo.

El libro terminaba con los invitadossaliendo del castillo y compartiendorecuerdos de Bombyx con sentimientode culpa. Atrás dejaban un salón vacío,con los restos del cadáver todavíahumeantes encima de la mesa y el cofreque contenía la bola de luz suspendidosobre él como si fuera una lámpara.

 —Mierda —dijo Strike en voz baja.Levantó la cabeza. Sin que él se

diera cuenta, Robin le había puesto allado otra taza de té. Estaba sentada en el

 

sofá, esperando en silencio a que élterminara de leer.

 —Está todo aquí —dijo Strike—. Loque le hicieron a Quine. Está aquí.

 —¿Qué quieres decir? —El protagonista de la historia de

Quine muere exactamente igual queQuine. Atado, destripado, rociado coácido. En el libro se lo comen.

Robin se quedó mirándolo fijamente. —Los platos. Los cubiertos… —Exacto —confirmó Strike.A continuación, se sacó el móvil del

 bolsillo sin pensar y buscó las fotos quehabía tomado; entonces reparó en la carade susto de su secretaria.

 —Ay —dijo—, lo siento, no me

 

acordaba de que… —No importa —dijo ella.¿Qué era eso de lo que no se

acordaba? ¿De que Robin no habíarecibido preparación ni teníaexperiencia, de que no era ni policía nisoldado? Ella quería hacer honor a esefallo de memoria de Strike. Quería progresar, ser más de lo que era.

 —Quiero verlo —mintió.Strike le pasó el teléfono co

evidente recelo.Robin no se estremeció, pero

mientras miraba el pecho y el vientrevaciados del cadáver se le revolvierolas tripas. Se llevó la taza a los labios, pero se dio cuenta de que no podía

 

 beber. Lo peor era el primer plano de lacara en escorzo, corroída por aquelloque le habían vertido, ennegrecida y cola cuenca del ojo calcinada.

Los platos le parecieron unaaberración. Strike había fotografiadouno en primer plano, y se apreciaba quelos cubiertos estaban dispuestos cometiculosidad.

 —Dios mío —murmuró atónita, y ledevolvió el teléfono a Strike.

 —Ahora lee esto —dijo él, y le diolas páginas relevantes.

Robin leyó en silencio. Cuando huboterminado, miró a Strike con unos ojosque parecían haber doblado su tamaño.

 —Dios mío —repitió.

 

Entonces sonó su móvil. Lo sacó del bolso, que tenía a su lado en el sofá, y lomiró. Era Matthew. Pulsó la tecla pararechazar la llamada, porque todavíaestaba furiosa con él.

 —¿Cuántas personas crees que haleído esta novela? —preguntó.

 —A estas alturas podrían ser yamuchas. Fisher envió fragmentos por correo electrónico por toda la ciudad;entre eso y los mensajes de losabogados, se ha convertido en un libromuy buscado.

Y mientras decía eso, u pensamiento extraño y errático pasó por la mente de Strike: que Quine no podríahaber diseñado una publicidad mejor 

 

aunque lo hubiera intentado; siembargo, era imposible que se hubieraechado ácido por encima estando atado,o que él mismo se hubiera rajado elvientre.

 —Está guardado en una caja fuertede Roper Chard. Por lo visto, la mitadde los empleados conoce lacombinación —continuó—. Así fuecomo lo conseguí yo.

 —Pero ¿no crees que el asesino hade ser alguien que sale en…?

Volvió a sonar el móvil de Robin.Miró la pantalla: Matthew. Pulsó denuevo la tecla de rechazar.

 —No necesariamente —dijo Strike,contestando a la pregunta que ella no

 

había terminado de formular—. Pero las personas a las que ha incluido en ellibro van a ocupar los primeros puestosde la lista cuando la policía empiececon los interrogatorios. De los personajes a los que he reconocido,tanto Leonora como Kathryn Kentafirman no haberlo leído.

 —¿Y tú las crees? —preguntóRobin.

 —A Leonora sí. De Kathryn Kent noestoy tan seguro. ¿Cómo era aquello?¿«Veros torturado causaríame placer»?

 —No puedo creer que una mujer seacapaz de hacer una cosa así —dijoRobin sin vacilar, y miró el móvil deStrike, que ahora reposaba encima de la

 

mesa, entre ellos dos. —¿Nunca has oído hablar de aquella

australiana que despellejó a su amante,lo decapitó, cocinó la cabeza y lasnalgas e intentó servírselas a sus hijos?

 —No lo dices en serio. —Completamente. Búscalo e

internet. Las mujeres, cuando se tuercen,se tuercen de verdad.

 —Quine era muy corpulento… —¿Una mujer en la que él confiaba?

¿Una mujer con la que había quedado para mantener relaciones sexuales?

 —¿Quién sabemos con certeza quelo ha leído?

 —Christian Fisher, Ralph, elayudante de Elizabeth Tassel, Tassel,

 

Jerry Waldegrave, Daniel Chard…Todos son personajes, excepto Ralph yFisher. Nina Lascelles…

 —¿Quiénes son Waldegrave yChard? ¿Y Nina Lascelles?

 —El editor de Quine, el presidentede la editorial y la chica que me ayudó arobar esto —contestó Strike, y dio una palmada encima del manuscrito.

A Robin le sonó el móvil por terceravez.

 —Perdona —se disculpó,impaciente, y contestó—. ¿Sí?

 —Hola, Robin —dijo Matthew couna voz muy tomada. Nunca lloraba y,hasta ese momento, nunca habíatransmitido que los remordimientos

 

 pudieran atormentarlo después de unariña.

 —Dime —insistió ella, no ta brusca.

 —Mi madre ha tenido otro derrame.Se… Se ha…

A Robin se le encogió el estómago. —¿Matt?Matthew estaba llorando. —¿Matt? —repitió ella, insistente. —Ha muerto —concluyó él, como

un niño pequeño. —Voy ahora mismo —dijo Robin—.

¿Dónde estás?Strike escudriñaba el rostro de s

secretaria. Adivinó en él la noticia deuna muerte, y confió en que no se tratara

 

de ningún ser querido: ni de sus padres,ni de algún hermano…

 —Vale —iba diciendo ella, que yase había levantado del sofá—. No temuevas. Voy para allá.

»Es la madre de Matt —le anunció aStrike después de cortar lacomunicación—. Ha muerto.

Parecía sumamente irreal. No podíacreerlo.

 —Anoche estuvieron hablando por teléfono —añadió. Recordó a Matt colos ojos en blanco, y la voz apagada queacababa de oír, y la invadieron laternura y la compasión—. Lo siento, pero…

 —Ve con él —la tranquilizó Strike

 

 —. Dile de mi parte que lo siento,¿vale?

 —Vale —dijo ella, mientrasintentaba cerrar el bolso con dedostemblorosos y torpes debido a laagitación.

Conocía a la señora Cunliffe desdeque iba a primaria. Se colgó lagabardina del brazo. La puerta de vidriose abrió y se cerró detrás de ella.

La mirada de Strike permanecióunos segundos clavada en el sitio por donde había desaparecido Robin.Entonces consultó el reloj: eran casi lasnueve. La clienta morena en trámites dedivorcio y cuyas esmeraldas estabaguardadas en la caja fuerte de Strike

 

llegaría a la oficina al cabo de solomedia hora.

Recogió las tazas y las lavó, sacó elcollar que había recuperado, guardó elmanuscrito de  Bombyx Mori  en la cajafuerte en su lugar, volvió a llenar elhervidor de agua y revisó el correoelectrónico.

«Tendrán que aplazar la boda.» No quería alegrarse. Sacó su móvil y

llamó a Anstis, que contestó casi deinmediato.

 —Hola, Bob. —Hola. Mira, igual ya te ha llegado,

 pero hay una cosa que deberías saber.En su última novela, Quine describió sasesinato.

 

 —¿Cómo dices?Strike se lo explicó. El breve

silencio que se produjo cuando terminóde hablar le indicó que Anstis todavíano había recibido esa información.

 —Necesito una copia delmanuscrito, Bob. Si envío a alguien atu…

 —Dame tres cuartos de hora —dijoStrike.

Seguía fotocopiando cuando llegó sclienta.

 —¿Dónde está su secretaria? —fuelo primero que dijo, volviéndose haciaél con coquetería y fingiendo sorpresa,como si estuviera segura de que eldetective lo había organizado todo para

 

que se quedaran solos. —En su casa, enferma. Con diarrea

  vómitos —dijo Strike, cortante—.¿Vamos a lo nuestro?

 

20

¿Es la Conciencia buena camarada para un viejo soldado?

FRANCIS BEAUMONT y JOHN FLETCHER,

The False One

Esa noche, tarde, sentado a solas a smesa mientras fuera el tráfico retumbaba bajo la lluvia, Strike se comía unosfideos de arroz con una mano ygarabateaba una lista con la otra. Habíaterminado el resto del trabajo de laornada y ya podía concentrar toda s

 

atención en el asesinato de Owen Quine;con su letra puntiaguda y difícil de leer,iba apuntando todo lo que debía hacer acontinuación. Al lado de algunasanotaciones había escrito una «A», deAnstis, y si se le pasó por la cabeza que pudiera considerarse arrogante oingenuo que un detective privado sininguna autoridad en la investigación secreyera legitimado para delegar tareasen el inspector a cargo del caso esa ideano lo alteró lo más mínimo.

Strike, que había trabajado coAnstis en Afganistán, no tenía muy buenaopinión acerca de las aptitudes del policía. Consideraba que Anstis eracompetente, pero falto de imaginación;

 

era eficaz si se trataba de reconocer  patrones y sabía seguir la pista de loobvio. Strike no despreciaba esasvirtudes (lo obvio solía ser la respuesta,e ir rellenando casillas metódicamente,la forma de demostrarlo), pero aquelasesinato era complicado, extraño,sádico y grotesco, de inspiracióliteraria y ejecución despiadada. ¿Eracapaz Anstis de comprender la menteque había engendrado un plan deasesinato en las fétidas entrañas de laimaginación del propio Quine?

Su teléfono móvil interrumpió elsilencio. Cuando Strike se lo llevó a laoreja y oyó a Leonora Quine, se diocuenta de que había abrigado la

 

esperanza de que fuera Robin. —¿Cómo está? —preguntó. —La policía ha venido a mi casa — 

repuso ella, saltándose las formalidades —. Han registrado el estudio de Owen.Yo no quería, pero Edna me ha dichoque es mejor permitírselo. ¿No puededejarnos en paz, después de lo que ha pasado?

 —Tienen motivos para llevar a caboun registro —explicó Strike—. En elestudio de Owen podría haber algo queaportara pistas sobre el asesino.

 —¿Como qué? —No lo sé —respondió él, paciente

 —, pero creo que Edna tiene razón. Eramejor dejarlos entrar.

 

Hubo un silencio. —¿Sigue ahí? —preguntó el

detective. —Sí. Pero ahora lo han dejado

cerrado con llave y no puedo entrar. Yquieren volver. No me gusta que estéaquí. A Orlando no le gusta. Uno deellos —continuó, indignada— me ha preguntado si quería marcharme utiempo de la casa. Le he dicho:«¡Concho, claro que no!» Orlando nuncaha estado en ningún otro sitio, no losoportaría. No pienso irme a ninguna parte.

 —La policía no le ha dicho quequiera interrogarla, ¿verdad?

 —No. Solo me han preguntado si

 

 podían entrar en el estudio. —Bien. Si quieren hacerle

 preguntas… —Tengo que pedir un abogado, sí.

Ya me lo ha dicho Edna. —¿Le parece bien que vaya a verla

mañana por la mañana? —Sí —contestó Leonora,

aparentemente complacida—. Vengasobre las diez, porque a primera horatengo que ir a comprar. Hoy no he podido salir en todo el día. No queríadejarlos solos en la casa.

Strike colgó el teléfono y volvió a pensar que, seguramente, la actitud deLeonora no iba a serle muy útil con la policía. ¿Consideraría Anstis, como

 

Strike, que la ligera cerrilidad de lamujer, su ineptitud para comportarse delmodo que los demás considerabaapropiado, su tenaz negativa a ver lo queno quería ver —acaso las mismascualidades que le habían permitidosoportar el suplicio de vivir con Quine — habrían hecho imposible que mataraa su marido? ¿O tal vez sus rarezas, y srechazo a mostrar reacciones de dolor normales debido a una sinceridad innata,aunque tal vez imprudente, harían quelas sospechas ya presentes en la mente prosaica de Anstis crecieran hastarelegar otras posibilidades?

Había algo intenso, casi febril, en smanera de garabatear de nuevo, mientras

 

se metía la comida en la boca con lamano izquierda. Las ideas afluían cosoltura y con poder de convicción:anotaba las preguntas para las quequería respuestas, los lugares que queríareconocer, las pistas que quería seguir.

Era un plan de acción para él y, almismo tiempo, una forma de empujar aAnstis en la dirección correcta, deayudarlo a abrir los ojos y admitir que,cuando moría un marido, la asesina nosiempre era la esposa, aunque el hombrehubiera sido irresponsable, informal einfiel.

Dejó el bolígrafo por fin, se terminólos fideos en dos grandes bocados yrecogió la mesa. Guardó las notas en la

 

carpeta de cartón con el nombre deOwen Quine escrito en el lomo, trastachar la palabra «DESAPARECIDO» ysustituirla por «ASESINATO». Apagó lasluces y, cuando se disponía a cerrar collave la puerta de vidrio, se le ocurrióuna cosa y volvió al ordenador deRobin.

Allí estaba, en la web de la BBC.o era una noticia de primera plana, por 

supuesto, porque Quine no era uescritor muy famoso, pese a lo que él pensara de sí mismo. Pero aparecía tresnoticias por debajo de los titularessobre la aprobación del rescate aIrlanda por parte de la Unión Europea.

 

El cadáver de un hombreque podría ser Owen Quine, de58 años, fue hallado ayer enuna vivienda de Talgarth Road,Londres. Tras eldescubrimiento, realizado porun amigo de la familia, lapolicía ha iniciado unainvestigación.

 No incluía ninguna fotografía deQuine con su capa tirolesa, ni dabadetalles de los horrores a que habíasometido el cadáver. Era pronto: aúhabía tiempo.

Arriba, en el ático, Strike notó quesu energía menguaba. Se sentó en la

 

cama y, cansado, se frotó los ojos; luegose dejó caer hacia atrás y se quedó allítumbado, con la ropa puesta y con la prótesis todavía atada. Empezaban aasaltarlo pensamientos que hastaentonces había conseguido mantener araya.

¿Por qué no había alertado a la policía de que Quine llevaba casi dossemanas desaparecido? ¿Por qué nohabía sospechado que este pudiera estar muerto? Supo contestar a esas preguntasal plantearlas la inspectora Rawlins(con respuestas razonables, sensatas), pero satisfacerse a sí mismo era muchomás difícil.

 No necesitaba sacar el teléfono para

 

ver el cadáver de Quine. La imagen deaquel cuerpo atado y descompuesto parecía grabada en sus retinas. ¿Cuántaastucia, cuánto odio, cuánta perversidadhabían hecho falta para convertir laexcrecencia literaria de Quine erealidad? ¿Qué clase de ser humano eracapaz de abrir en canal a un hombre yverter ácido sobre él, destriparlo ydistribuir platos alrededor de su cadáver vaciado?

Strike no conseguía librarse de lairrazonable convicción de que él, quehabía recibido entrenamiento de avecarroñera, debería haberse olido desdeel principio lo que iba a encontrar.¿Cómo podía ser que él, célebre hasta

 

entonces por su instinto para detectar loextraño, lo peligroso, lo sospechoso, nose hubiera dado cuenta de que Quine, utipo vehemente, teatrero y que sabíavenderse, llevaba demasiado tiempodesaparecido, de que prolongabademasiado su silencio?

 Porque el muy imbécil era como el 

astorcito mentiroso del cuento, y

orque estoy hecho polvo.

Rodó hasta quedar de lado, selevantó con esfuerzo de la cama y fue alcuarto de baño, pero seguían asaltándoloimágenes del cadáver: el agujero deltorso, la cuenca del ojo calcinada… Elasesino se había movido alrededor deaquella monstruosidad mientras todavía

 

sangraba, cuando aún no se habíaapagado el eco de los gritos de Quine eaquella estancia abovedada, y había idoenderezando los tenedores. Y una pregunta más que añadir a su lista: ¿quéhabían oído los vecinos durante losúltimos momentos de Quine, si es quehabían oído algo?

Strike se acostó por fin, se tapó losojos con un antebrazo enorme y peludo,  se quedó escuchando sus

 pensamientos, que no paraban dehablarle, como un hermano gemeloadicto al trabajo que se negara a cerrar el pico y desconectar. Los forenses yahabían tenido más de veinticuatro horas.Ya debían de haberse formado una

 

opinión, aunque aún no tuvieran losresultados de todos los análisis. Debíallamar a Anstis y enterarse de quédecían.

 Basta  —le dijo a su cansado ehiperactivo cerebro—. Basta ya.

La misma fuerza de voluntad que eel Ejército le había permitido quedarsedormido al instante sobre suelos decemento o de piedra, o en incómodascamas plegables cuyos muelles oxidados proferían quejas cada vez que su molese movía, lo ayudó a deslizarsesuavemente en el sueño, como un buquede guerra que avanza por aguas oscuras.

 

21

Entonces, ¿está muerto?¿Muerto por fin, muerto del todo y

 para siempre?

WILLIAM CONGREVE, The Mournin

 Bride

Al día siguiente, a las nueve menoscuarto de la mañana, Strike bajaba por la escalera metálica preguntándose unavez más por qué no hacía nada para quearreglaran el ascensor. Todavía tenía larodilla hinchada y dolorida después de

 

la caída, de modo que había calculadoque necesitaría más de una hora parallegar a Ladbroke Grove, porque no podía permitirse seguir cogiendo taxis.

Abrió la puerta, y un chorro de airehelado le golpeó la cara; entonces todose volvió blanco: se había disparado uflash a escasos centímetros de sus ojos.Parpadeó y distinguió la silueta de treshombres; levantó una mano para protegerse de otra ráfaga de flashes.

 —¿Por qué no informó a la policíade la desaparición de Owen Quine,señor Strike?

 —¿Usted ya sabía que estabamuerto, señor Strike?

Por un instante se planteó retroceder 

 

 cerrarles la puerta en las narices, peroeso significaría quedar atrapado y tener que enfrentarse a ellos más tarde.

 —Sin comentarios —dijo fríamente,  se les echó encima, negándose a

desviarse ni un ápice de su camino, demodo que se vieron obligados aapartarse.

Dos de ellos lo acribillaron a preguntas mientras el tercero corríahacia atrás sin parar de disparar con scámara. La chica con la que solíacoincidir cuando salía a fumar en el portal de la tienda de guitarrascontemplaba boquiabierta la escena através del cristal del escaparate.

 —¿Por qué no le dijo a nadie que

 

llevaba más de dos semanasdesaparecido, señor Strike?

 —¿Por qué no informó a la policía?Strike avanzó dando zancadas, si

decir nada, con las manos en los bolsillos y gesto adusto. Los periodistascorreteaban a su lado tratando dehacerle hablar, como un par de gaviotasde pico afilado bombardeando e picado una barca pesquera.

 —¿Intenta poner de nuevo eevidencia a la policía, señor Strike?

 —¿Meterles otro gol? —¿La publicidad es buena para el

negocio, señor Strike?Strike había boxeado en el Ejército.

Imaginó que se daba la vuelta y lanzaba

 

un gancho con la izquierda contra lazona de la costilla flotante, y que aqueldesgraciado caía derrumbado.

 —¡Taxi! —gritó.Se metió en el vehículo bajo una

salva de flashes. Por suerte, el semáforose puso verde, y el taxi se separó cosuavidad del bordillo; tras correr unosmetros, los periodistas desistieron.

Capullos, pensó Strike, mirando por encima del hombro mientras el taxidoblaba la esquina. Algún desgraciadode la Policía Metropolitana debía dehaberles filtrado que era él quien habíadescubierto el cadáver. No había sidoAnstis (este ni siquiera había incluidoesa información en la declaració

 

oficial), sino algún cabrón resentido queaún no le había perdonado lo de LulaLandry.

 —¿Es usted famoso? —preguntó eltaxista, mirándolo fijamente por elespejo retrovisor.

 —No —contestó Strike, tajante—.Déjeme en Oxford Circus, ¿de acuerdo?

Descontento con aquella carrera tacorta, el hombre farfulló un poco.

Strike sacó su teléfono y le envió umensaje a Robin.

Dos periodistas en la puertacuando he salido. Di quetrabajas para Crowdy.

 

Luego llamó a Anstis. —Hola, Bob. —Tenía a los periodistas en la

 puerta de mi casa. Saben que yoencontré el cadáver.

 —¿Cómo se han enterado? —¿Y tú me lo preguntas?Una pausa. —Tarde o temprano iban a enterarse,

Bob, pero no he sido yo. —Sí, ya he leído eso de «un amigo

de la familia». Quieren dar a entender que no os conté nada a vosotros porquequería sacar un buen rendimiento publicitario.

 —Mira, tío, yo nunca… —Sé bueno y encárgate de desmentir 

 

eso por medio de una fuente oficial,Rich. No quiero que mi reputación sevea afectada. Tengo que ganarme lavida.

 —Tranquilo, yo me ocupo —  prometió Anstis—. Oye, ¿por qué novienes a cenar esta noche? Los forensesnos han transmitido sus primerasopiniones; podríamos comentarlas.

 —Sí, estupendo —dijo Strike; eltaxi ya estaba acercándose a OxfordCircus—. ¿A qué hora?

En el metro, permaneció de pie porquesentarse habría significado tener quelevantarse otra vez, forzando aún más ladolorida rodilla. Cuando atravesaba la

 

estación de Royal Oak, notó cómovibraba su teléfono y vio dos mensajesde texto. El primero era de su hermanaLucy:

¡Muchas felicidades, Stick!Xxx

Había olvidado por completo queera su cumpleaños. Abrió el segundomensaje:

Hola, Cormoran, graciaspor avisarme, acabo deencontrarme a los periodistas,siguen delante del edificio. Nos

 

vemos. Rx

Strike llegó a la casa de los Quine poco antes de las diez; por suerte, lalluvia había dado una tregua. La casatenía un aspecto tan lúgubre ydeprimente bajo la débil luz del solcomo la última vez que la habíavisitado, pero con una diferencia: en laacera había un policía. Era un joven altocon la mandíbula cuadrada, y cuando vioque Strike se acercaba a él cojeandoligeramente, frunció las cejas.

 —¿Puedo preguntarle quién es usted,señor?

 —Sí, supongo que sí —respondióStrike; pasó a su lado y pulsó el timbre.

 

Pese a que Anstis lo había invitado acenar, ese día la policía no le inspirabamucha simpatía—. Se supone que estáscapacitado para ello.

Se abrió la puerta y Strike seencontró cara a cara con una chica alta ydesgarbada con el cutis cetrino, unamata de pelo rizado castaño claro, bocaancha y gesto ingenuo. Tenía unosgrandes ojos verde claro, transparentes muy separados. Vestía una prenda que

tanto podía ser una sudadera larga comoun vestido corto y que le llegaba justo por encima de las huesudas rodillas, ycalcetines rosa de un material suave yesponjoso; abrazaba un gran orangutáde peluche contra el pecho, poco

 

desarrollado. El muñeco tenía velcro elas extremidades, y lo llevaba colgadodel cuello.

 —Hola —lo saludó. Se balanceabaligeramente, pasando el peso del cuerpode una pierna a la otra.

 —Hola. ¿Eres Orlan…? —¿Puede decirme su nombre, por 

favor? —insistió el joven policía a susespaldas.

 —Sí, claro. Siempre que yo pueda preguntarle a usted qué hace delante deesta puerta —replicó Strike con unasonrisa.

 —Ha habido interés por parte de la prensa… —explicó el agente.

 —Ha venido un hombre —aportó

 

Orlando—, con una cámara, y mamá hadicho…

 —¡Orlando! —gritó Leonora desdeel interior de la casa—. ¿Qué haces?

Llegó pisando fuerte al vestíbulo yse detuvo detrás de su hija; llevaba uvestido azul marino viejo con eldobladillo descosido, y estaba pálida ydemacrada.

 —Ah —dijo—, es usted. Pase.Al cruzar el umbral, Strike sonrió al

agente, que lo miró con cara de pocosamigos.

 —¿Cómo te llamas? —le preguntóOrlando a Strike, nada más cerrarse la puerta de la calle.

 —Cormoran —contestó él.

 

 —Qué nombre tan raro. —Sí, es raro —admitió Strike, y si

saber por qué, añadió—: Me pusieron elnombre de un gigante.

 —Qué curioso —dijo Orlando, balanceándose.

 —Pase —intervino Leonora co brusquedad, señalándole la cocina—.Tengo que ir al baño. Vuelvo enseguida.

Strike recorrió el estrecho pasillo.La puerta del estudio estaba cerrada, ysospechó que con llave.

Al llegar a la cocina descubrió,sorprendido, que no era la única visita.Jerry Waldegrave, el editor de Roper Chard, estaba sentado a la mesa, con uramo de flores de tristes tonos morados

 

 azules en la mano, y una expresión deansiedad en la cara pálida. Delfregadero, donde se apilaban unos platossucios, salía otro ramo de flores todavíaenvuelto en celofán. A los lados habíavarias bolsas con comida delsupermercado por guardar.

 —Hola —lo saludó Waldegrave,levantándose y mirando con seriedad aStrike a través de sus gafas de monturade carey. Era evidente que no lorecordaba de su encuentro en la oscuraterraza ajardinada, porque al tenderle lamano le preguntó—: ¿Es usted de lafamilia?

 —Amigo de la familia —contestóStrike, y se estrecharon la mano.

 

 —Qué desgracia —comentóWaldegrave—. He pensado que debíavenir para ver si podía ayudar en algo.Leonora no ha salido del baño desdeque he llegado.

 —Ya.Waldegrave volvió a sentarse.

Orlando retrocedió como un cangrejohasta meterse en la cocina a oscuras, sidejar de abrazar a su orangután de peluche. Transcurrió un largo minutomientras la chica, que sin duda era laque se sentía más cómoda, los mirabafijamente a los dos, sin ningún reparo.

 —Tienes un pelo bonito —le dijo por fin a Jerry Waldegrave—. Parece u pajar.

 

 —Sí, tienes razón —asintió él, y lesonrió.

Ella volvió a retirarse.Se produjo otro breve silencio.

Waldegrave jugueteaba con las floresmientras paseaba la mirada por lacocina.

 —No puedo creerlo —dijo por fin.Oyeron el ruido de la cadena de u

váter en el piso de arriba, pasos en laescalera, y Leonora reapareció coOrlando pisándole los talones.

 —Lo siento —se disculpó—. No meencuentro muy bien.

Era evidente que se refería a sustripas.

 —Mire, Leonora —dijo Jerry

 

Waldegrave, turbado, poniéndose en pie —, no quiero molestarla más, ahora queha venido su amigo…

 —¿Él? No es amigo mío. Esdetective —explicó Leonora.

 —¿Cómo dice?Strike recordó que Waldegrave era

sordo de un oído. —Tiene nombre de gigante — 

intervino Orlando. —Es detective —repitió Leonora e

voz alta, al mismo tiempo que su hija. —Ah —dijo Waldegrave,

sorprendido—. Yo no… ¿Para qué…? —Lo necesito —añadió Leonora,

tajante—. La policía cree que he matadoa Owen.

 

Se quedaron callados. Laincomodidad de Waldegrave eraevidente.

 —Se ha muerto mi papá —lesinformó Orlando. Los miraba a la cara,expectante, en busca de una reacción.

Strike, creyendo que alguien teníaque decir algo, intervino:

 —Lo sé. Es muy triste. —Edna dice que es muy triste — 

replicó Orlando, como si hubieraesperado un comentario más original, yvolvió a salir de la habitación.

 —Siéntense —invitó Leonora a susdos visitantes—. ¿Son para mí? — añadió, señalando las flores queWaldegrave tenía en la mano.

 

 —Sí —contestó él, y se las entregó,un tanto vacilante; pero siguió de pie yañadió—: Mire, Leonora, no quieroentretenerla más, debe de estar muyocupada… organizándolo todo, y…

 —No me han entregado el cadáver  —lo interrumpió ella con una sinceridadabrumadora—, así que todavía no puedoorganizar nada.

 —Ah, también he traído una tarjeta —agregó Waldegrave a la desesperada, palpándose los bolsillos—. Aquí está…Bueno, si puedo hacer algo por usted,Leonora, lo que sea…

 —No sé qué quiere hacer —zanjó elasunto la mujer, expeditiva, y cogió elsobre que le ofrecía Waldegrave.

 

Se sentó a la mesa de la que Strikea había retirado una silla, contento de

 poder descansar la pierna. —Bueno, creo que me marcho ya — 

dijo el editor—. Solo una cosa,Leonora… Siento mucho tener que preguntárselo en un momento así, pero…¿tiene una copia de  Bombyx Mori  ecasa?

 —No —respondió ella—. Owen sela llevó.

 —Lo siento mucho, pero nosresultaría muy útil si… ¿Le importa queeche un vistazo, por si dejó alguna parteaquí?

Ella lo miró a través de aquellasgafas enormes y pasadas de moda.

 

 —La policía se ha llevado todo loque Owen dejó aquí —explicó—. Ayer registraron el estudio y lo pusieron patasarriba. Lo cerraron y se llevarotambién la llave. Así que ahora no puedo entrar ni yo.

 —Ah, bueno. Si la policíanecesita… No —dijo Waldegrave—,claro que no. Me marcho… No selevante.

Recorrió el pasillo, y oyerocerrarse la puerta de entrada.

 —No sé para qué ha venido —sequejó Leonora con resentimiento—.Supongo que así podrá pensar que hahecho una buena obra.

La mujer abrió la tarjeta que le había

 

dado Waldegrave. Era una acuarela deunas violetas; en el dorso había muchasfirmas.

 —Ahora son encantadores, porquese sienten culpables —dijo, y dejó latarjeta en la mesa de formica.

 —¿Culpables? —No supieron valorarlo. Los libros

hay que anunciarlos —prosiguió, parasorpresa del detective—. Hay que promocionarlos. Los editores son losencargados de darles un empujón. Pero aOwen nunca lo llevaron a la televisióni a ninguna parte, como deberían haber hecho.

Strike supuso que la señora Quinehabía oído esas quejas de boca de s

 

marido. —Leonora —dijo, sacando s

libreta—, ¿le importa que le haga un par de preguntas?

 —Supongo que no. Pero yo no sénada.

 —¿Ha sabido de alguien que hablaracon Owen o lo viera después de que semarchó de aquí el día cinco?

Ella negó con la cabeza. —¿Ningún amigo, ningún pariente? —No, nadie. ¿Le apetece una taza de

té? —Sí, gracias —contestó Strike. No

le apetecía tomar nada preparado eaquella cocina mugrienta, pero leconvenía que Leonora siguiera hablando

 

 —. ¿Conoce mucho a la gente quetrabaja en la editorial de Owen? — añadió, mientras ella llenaba el hervidor de agua.

La mujer se encogió de hombros. —No mucho. A ese tal Jerry lo

conocí en una firma de libros de Owen. —¿No tiene amistad con nadie de

Roper Chard? —No. ¿Por qué iba a tenerla? El que

trabajaba con ellos era Owen, no yo. —Y no ha leído  Bombyx Mori,

¿verdad? —preguntó Strike, aparentandodesinterés.

 —Ya se lo dije. No me gusta leer loslibros hasta que están publicados. ¿Por qué todo el mundo me pregunta lo

 

mismo? —Levantó la vista de la bolsade plástico en la que estaba hurgando e busca de galletas—. ¿Qué pasa con elcadáver? —preguntó de repente—. ¿Quéle ocurrió a Owen? No me lo cuentan.Se llevaron su cepillo de dientes parasacar ADN  para identificarlo. ¿Por quéno me dejan verlo?

Strike ya se había enfrentado otrasveces a esa pregunta, formulada por otras esposas o por padresconsternados. Recurrió, como habíahecho en anteriores ocasiones, a dar unarespuesta relativamente cierta:

 —Es que llevaba varios días allí. —¿Cuántos? —Todavía no lo saben.

 

 —¿Cómo lo hicieron? —Creo que todavía no lo sabe

exactamente. —Pero tienen que…Se quedó callada porque Orlando

había vuelto a entrar en la habitación;iba abrazada, como antes, a su orangutáde peluche, pero también a un fajo dedibujos de vivos colores.

 —¿Adónde ha ido Jerry? —A trabajar —contestó Leonora. —Tiene un pelo bonito. Tu pelo no

me gusta —le dijo a Strike—. Es muycrespo.

 —A mí tampoco me gusta mucho — confesó él.

 —Ahora no quiere ver dibujos,

 

Dodo —dijo Leonora, impaciente.Sin embargo, Orlando no hizo caso a

su madre y puso sus dibujos encima dela mesa para enseñárselos a Strike.

 —Los he hecho yo.Eran flores, peces y pájaros. En el

dorso de uno de ellos podía leerse umenú infantil.

 —Son muy bonitos —dijo Strike—.Leonora, ¿sabe si la policía encontróalgún fragmento de  Bombyx Mori  ayer cuando registró el estudio?

 —Sí —contestó ella mientras metíados bolsitas de té en sendas tazasdescascarilladas—. Dos cintas demáquina de escribir viejas que se habíacaído por la parte trasera del escritorio.

 

Salieron y me preguntaron dóndeestaban las demás. Yo les dije que Owese las había llevado.

 —A mí me gusta el estudio de papá —anunció Orlando— porque él me da papel para dibujar.

 —Ese estudio es un vertedero — dijo Leonora, y encendió el hervidor—.Tardaron un montón en revisarlo todo.

 —La tía Liz entró —dijo Orlando. —¿Cuándo? —preguntó Leonora,

mirando furiosa a su hija, con las tazasen las manos.

 —Cuando vino y tú estabas en el baño —contestó Orlando—. Entró en elestudio de papá. Yo la vi.

 —No tenía derecho a entrar allí — 

 

 protestó su madre—. ¿Estuvohusmeando?

 —No —contestó Orlando—. Soloentró y luego salió, y me vio y estaballorando.

 —Ya —dijo Leonora con aire desatisfacción—. Conmigo tambiélloriqueó un poco. Otra que también sesiente culpable.

 —¿Cuándo vino? —le preguntóStrike a Leonora.

 —El lunes a primera hora. Queríasaber si podía ayudar en algo. ¡Ayudar en algo! Ya ha hecho bastante.

El té de Strike estaba tan flojo yllevaba tanta leche que no parecía té; aél le gustaba fuerte, del color del

 

alquitrán. Dio un sorbito para quedar  bien, y se acordó de que ElizabetTassel había declarado que lamentabaque Quine no hubiera muerto cuando lomordió su dóberman.

 —Me gusta su pintalabios —declaróOrlando.

 —Hoy te gusta todo —dijo Leonoracon hastío, y se sentó a tomarse su tazade té aguado—. Le pregunté por qué lohabía hecho, por qué le había dicho aOwen que no podría publicar su libro, por qué le había dado ese disgusto.

 —¿Y qué contestó? —preguntóStrike.

 —Que Owen había metido a umontón de gente en la novela. No

 

entiendo por qué les molesta tanto.Siempre lo hace. —Dio un sorbo de té —. Yo salgo en muchas.

Strike pensó en Súcubo, la «putacascada», y despreció profundamente aOwen Quine.

 —Me gustaría que me hablara deTalgarth Road.

 —No sé para qué fue allí — respondió ella de inmediato—. Odiabaesa casa. Quería venderla desde hacíaaños, pero Fancourt no.

 —Ya, yo tampoco me lo explico.Orlando se había sentado en una

silla al lado de Strike, con una piernadoblada bajo el cuerpo, y añadíaescamas de vivos colores al dibujo de

 

un gran pez, con una caja de ceras quehabía hecho aparecer como por arte demagia.

 —¿Cómo ha podido MichaelFancourt bloquear la venta tantos años?

 —Tiene algo que ver con lascondiciones en que se la dejó ese talJoe. Con cómo iban a utilizarla. No losé. Pregúnteselo a Liz, ella es la que losabe todo.

 —¿Sabe cuándo fue la última vezque Owen estuvo allí?

 —Hace años. No lo sé. Años. —Quiero más papel para dibujar — 

anunció Orlando. —No tengo más —contestó Leonora

 —. Está todo en el estudio de papá.

 

Pinta aquí.Cogió una carta de la encimera,

atestada de cosas, y se la acercó aOrlando deslizándola por la mesa, perosu hija la apartó y salió de la cocina co paso lánguido y el orangután colgado delcuello. Al cabo de un instante, oyeroque intentaba forzar la puerta delestudio.

 —¡Orlando! ¡No! —gritó Leonora.Se levantó de un brinco y se

apresuró por el pasillo.Strike aprovechó su ausencia para

inclinarse hacia atrás y tirar casi todo elté de su taza al fregadero, pero salpicóel ramo de flores y dejó unas gotasdelatoras en el celofán.

 

 —No, Dodo. No puedes entrar ahí.o. Nos lo han prohibido. ¡Nos lo ha

 prohibido! ¡Suelta eso!Un gemido agudo seguido de unos

fuertes golpes le indicaron que Orlandohabía subido al piso superior. Leonoraregresó a la cocina con las mejillascoloradas.

 —Me lo hará pagar el resto del día —predijo—. Está enfadada. No le gustónada que viniera la policía.

Dio un bostezo, pero se notaba queestaba nerviosa.

 —¿Ha podido dormir? —le preguntóStrike.

 —No mucho. No paraba de pensar:«¿Quién ha sido? ¿Quién querría

 

matarlo?» Ya sé que Owen hace enfadar a la gente —continuó, distraída—, peroél es así. Temperamental. Se enfada por tonterías. Siempre ha sido así, pero esono significa nada. ¿Quién querríamatarlo por eso?

»Michael Fancourt todavía debe detener una llave de la casa —continuó,retorciéndose los dedos y cambiando detema—. Lo pensé anoche, cuando no podía dormir. Sé que a MichaelFancourt no le caía bien, pero de esohace mucho tiempo. Además, Owen nohizo eso que Michael decía que habíahecho. Él no escribió aquello. PeroMichael no habría matado a Owen. — Levantó la cabeza y miró a Strike co

 

unos ojos transparentes y tan inocentescomo los de su hija—. Él es rico, ¿no?Y famoso. Él no…

A Strike siempre lo habíamaravillado esa extraña santidad que lagente atribuía a los famosos, por muchoque los periódicos los injuriaran, los persiguieran y los acosaran. Noimportaba a cuántos famosos condenara por violación o asesinato: la creencia persistía, con una intensidad casi pagana: él no. No puede haber sido él.Él es famoso.

 —Y ese maldito Chard enviaba aOwen cartas amenazadoras —estallóLeonora—. A Owen nunca le cayó bien.Y luego firma esa tarjeta y dice que si

 

 puede hacer algo… ¿Dónde está?La tarjeta con las violetas había

desaparecido de la mesa. —La tiene ella —dijo Leonora, y se

sonrojó de rabia—. La ha cogido. — Miró al techo y gritó tan fuerte que hizodar un respingo a Strike—: ¡DODO!

Era la rabia irracional de alguieque se halla en la primera etapa delduelo, y, al igual que sus alteradastripas, revelaba cuánto estaba sufriendo bajo aquella apariencia de rudeza.

 —¡Dodo! —volvió a gritar—. ¿Quéte tengo dicho de coger cosas que noson…?

Orlando apareció en la cocina couna rapidez asombrosa; seguía abrazada

 

a su orangután. Debía de haber bajadosigilosamente la escalera.

 —¡Te has llevado mi tarjeta! —lariñó Leonora, enfadada—. ¿Qué te tengodicho de coger cosas que no son tuyas?¿Dónde está?

 —Me gustan las flores —sedisculpó Orlando; sacó la tarjetaarrugada, y su madre se la arrancó de lasmanos.

 —Es mía —le dijo—. Mire — continuó, dirigiéndose a Strike yseñalando el mensaje más largo escritoa mano, con caligrafía muy pulcra—:«Si necesita algo, no dude en hacérmelosaber. Daniel Chard.» ¡Hipócrita!

 —A papá no le caía bien Dannulchar 

 

 —intervino Orlando—. Me lo dijo. —Es un hipócrita de mierda, eso es

lo que es —insistió Leonora mientrasexaminaba las otras firmas.

 —Me regaló un pincel —añadióOrlando—, después de tocarme.

Hubo un silencio, breve y cargadode tensión. Leonora la miró. Strike sequedó paralizado, con la taza en el aire,camino de sus labios.

 —¿Qué dices? —No me gustó que me tocara. —¿Qué estás diciendo? ¿Quién te

tocó? —En el trabajo de papá. —No digas tonterías —dijo s

madre.

 

 —Cuando papá me llevó y vi… —Se la llevó hace un mes o más,

 porque yo tenía que ir al médico —leexplicó Leonora a Strike, aturullada, colos nervios a flor de piel—. No sé quéestá diciendo.

 —… y vi las fotos para los librosque publican, de colores —continuóOrlando—, y Dannulchar me tocó…

 —Pero si ni siquiera sabes quién esDaniel Chard —la interrumpió smadre.

 —No tiene pelo —dijo la chica—.Y después papá me llevó a ver a lamujer y yo le regalé mi mejor dibujo.Tenía el pelo bonito.

 —¿Qué mujer? ¿De qué estás

 

hablando? —Cuando Dannulchar me tocó — 

dijo Orlando, subiendo la voz—. Metocó, y yo grité, y luego él me regaló u pincel.

 —No debes decir esas cosas —lareprendió Leonora, y se le quebró la voz —. Como si no tuviéramos suficientes…

o seas estúpida, Orlando.La chica se puso muy colorada. Miró

con rencor a su madre y salió de lacocina. Esa vez dio un fuerte portazo, pero la puerta no se cerró, sino querebotó y volvió a abrirse. Strike oyó aOrlando subir con estrépito la escalera;de pronto se detuvo y se puso a chillar sin motivo aparente.

 

 —Ahora está enfadada —dijoLeonora sin ánimo, y las lágrimas sedesbordaron de sus ojos claros.

Strike estiró un brazo hacia elmaltrecho rollo de papel de cocina,cortó un trozo y se lo puso a la mujer ela mano. Ella lloró en silencio,sacudiendo sus hombros delgados, y eldetective aguardó educadamente, bebiéndose los restos de aquel téespantoso.

 —Conocí a Owen en un pub — farfulló de pronto Leonora; se puso bielas gafas y se enjugó las lágrimas—. Élhabía ido a un festival. En Hay-on-Wye.Yo no había oído hablar de él, pero medi cuenta de que se trataba de alguie

 

importante por cómo vestía y cómohablaba.

En sus ojos cansados volvió a parpadear un débil resplandor deadoración del héroe, casi extinguida trasaños de negligencia e infelicidad, desoportar sus aires de grandeza y sus berrinches, de intentar pagar las facturas

  cuidar a la hija de ambos en aquellacasita destartalada. Quizá la llamavolvía a prender porque su héroe, comolos mejores, había muerto; quizá ya nodejara de arder, como una llama eterna,  ella pudiera olvidar lo peor y

conservar la imagen de él que en su díahabía amado. Suponiendo, claro está,que no leyera su último manuscrito y la

 

repugnante descripción que hacía deella.

 —Quería preguntarle otra cosa,Leonora —dijo Strike con delicadeza—,  luego me marcharé. ¿Volvieron a

meterle excrementos de perro por el buzón la semana pasada?

 —¿La semana pasada? —repitió ellacon voz pastosa, sin dejar de enjugarselas lágrimas—. Sí. El martes, creo. O elmiércoles, no estoy segura. Pero sí. Unavez más.

 —¿Y ha vuelto a ver a la mujer quecreía que la seguía?

Ella negó con la cabeza y se sonó lanariz.

 —A lo mejor me la imaginé, no lo

 

sé… —Dígame, Leonora, ¿tiene…

 problemas de dinero? —No —contestó ella, dándose

toquecitos en los párpados con el papelde cocina—. Owen tenía un seguro devida. Se lo hice contratar yo, pensandoen Orlando. Así que no hemos de preocuparnos. Edna se ha ofrecido para prestarme lo que necesite hasta que lotenga todo arreglado.

 —Bueno, pues me marcho —dijo él, se levantó.

Leonora lo siguió por el lóbrego pasillo, sorbiendo por la nariz, y antesde que la puerta se hubiera cerrado,Strike la oyó gritar:

 

 —¡Dodo! ¡Baja, Dodo! ¡Lo siento!El joven policía que montaba

guardia en la calle le cerró parcialmenteel paso.

 —Sé quién es —dijo, enojado.Todavía tenía el teléfono en la mano—.Es Cormoran Strike.

 —No tienes un pelo de tonto, ¿eh? —replicó el detective—. Y ahora,apártate, chico. Algunos tenemos trabajode verdad.

 

22

¿… qué asesino, qué sabuesoinfernal, qué demonio será?

BEN JONSON,  Epicoene, or The Silent 

Woman

Sin pensar en que, cuando le dolía larodilla, lo peor era tener que levantarse,Strike se dejó caer en un asiento de urincón en el vagón del metro y llamó por teléfono a Robin.

 —Hola —la saludó—. ¿Se hamarchado ya esos periodistas?

 

 —No, siguen rondando por la acera.Sales en las noticias, ¿lo sabías?

 —He visto la web de la BBC. Hellamado a Anstis y le he pedido que meayudara a aclarar mi papel en todo esto.¿Lo ha hecho?

Oyó los dedos de Robin en elteclado.

 —Sí. Aquí lo citan: «El inspector Richard Anstis ha confirmado losrumores de que el cadáver lo encontró eldetective privado Cormoran Strike, quese hizo famoso a principios de año,cuando…»

 —Eso sáltatelo. —«Al señor Strike lo contrató la

familia para que buscara al señor Quine,

 

que a menudo se marchaba sin informar a nadie de su paradero. El señor Strikeno se encuentra en la lista desospechosos, y la policía está satisfechacon su relato del descubrimiento delcadáver.»

 —El bueno de Dickie —dijo Strike —. Esta mañana insinuaban que mededico a ocultar cadáveres para promocionar mi negocio. Me sorprendeque la prensa se interese tanto por unavieja gloria de cincuenta y ocho años. Yeso que todavía no saben lo macabroque fue el asesinato.

 —No les interesa Quine, sino tú — dijo Robin.

A Strike no le hacía ninguna gracia

 

esa idea. No quería que su cara salieraen los periódicos ni en la televisión. Lasfotografías de él que habían aparecidotras la resolución del caso Lula Landryeran pequeñas (hacía falta espacio paralas de la deslumbrante modelo, a ser  posible semidesnuda); sus faccionesoscuras y hoscas no se veían bien en el borroso papel de diario, y el detectivehabía conseguido evitar que le tomaraun primer plano al entrar en el juzgado para testificar contra el asesino deLandry. Habían desenterrado viejasfotografías suyas con uniforme, peroeran de varios años atrás, cuando Strikeestaba bastante más delgado. No lohabía reconocido nadie únicamente por 

 

su físico desde aquel breve momento defama, y no tenía ninguna intención devolver a poner en peligro su anonimato.

 —No quiero toparme con un puñadode reporteros de pacotilla —dijo, y, alacordarse del estado en que seencontraba su rodilla, añadió—: Lotendría muy mal para salir corriendo.¿Podemos quedar…?

Su local favorito era el Tottenham, pero no quería exponerlo a la posibilidad de futuras incursiones de la prensa.

 —¿… en el Cambridge dentro decuarenta minutos?

 —Perfecto —confirmó ella.Después de colgar, a Strike se le

 

ocurrió pensar, en primer lugar, quetendría que haberle preguntado a Robicómo estaba Matthew, y, en segundolugar, que tendría que haberle pedidoque le llevara las muletas.

El pub, del siglo XIX, estaba eCambridge Circus. Strike encontró aRobin en la planta superior, sentada euna banqueta de piel, rodeada de arañasde luces de latón y espejos dorados.

 —¿Estás bien? —le preguntó, preocupada, al verlo llegar cojeando.

 —No me acordaba de que no te lohabía explicado —dijo él, y, gruñendode dolor, se sentó con cuidado frente aella, en una butaca—. El domingo volvía hacerme polvo la rodilla tratando de

 

atrapar a una mujer que me seguía. —¿Qué mujer? —Una que me siguió desde la casa

de Quine hasta la estación de metro,donde me caí como un gilipollas yencima se me escapó. Encaja con ladescripción de una mujer que, segúLeonora, merodea por su casa desde quedesapareció Quine. Necesito una copa.

 —Voy a buscártela —se ofrecióRobin—. Es tu cumpleaños, ¿no? Ah, yte he traído un regalo.

Dejó encima de la mesa un cestitotapado con papel de celofán y adornadocon un lazo que contenía productostípicos de Cornualles: cerveza, sidra,dulces y mostaza. Strike no pudo evitar 

 

emocionarse. —No tenías que regalarme nada.Pero ella, que ya estaba en la barra,

no lo oyó. Cuando regresó a la mesa couna copa de vino y una pinta de LondoPride, Strike dijo:

 —Muchas gracias. —De nada. Entonces, ¿crees que esa

mujer misteriosa ha estado vigilando lacasa de Leonora?

Strike dio un largo y reconfortantetrago de cerveza.

 —Y seguramente metiendoexcrementos de perro por el buzón — dijo—. Lo que no entiendo es quéesperaba conseguir siguiéndome a mí, amenos que creyera que yo la llevaría

 

hasta Quine.Levantó la pierna mala y, con una

mueca de dolor, la apoyó en un taburete bajo la mesa.

 —Esta semana tenía que seguir aBrocklehurst y al marido de Burnett. No podía haber elegido peor momento parahacerme daño en la pierna.

 —Si quieres, puedo seguirlos yo —  propuso ella sin pensar, llevada por laemoción; pero Strike no dio muestras dehaber oído su ofrecimiento.

 —¿Cómo lo lleva Matthew? —No muy bien. —Robin no

terminaba de tener claro si Strike lahabía oído—. Ha ido a su casa paraestar con su padre y su hermana.

 

 —En Masham, ¿no? —Sí. —Vaciló un momento y

entonces dijo—: Vamos a tener queaplazar la boda.

 —Lo siento.Ella se encogió de hombros. —No podíamos mantener la fecha.

Ha sido un golpe terrible para lafamilia.

 —¿Te llevabas bien con la madre deMatthew? —preguntó Strike.

 —Sí, claro. Era…La verdad era que la señora Cunliffe

siempre había sido una persona difícil;una hipocondríaca, o eso le parecía aRobin. Hacía veinticuatro horas que sesentía culpable por pensarlo.

 

 —… encantadora —concluyó—. ¿Ycómo está la pobre señora Quine?

Strike le contó su visita a Leonora,incluida la breve aparición de JerryWaldegrave y sus impresiones sobreOrlando.

 —¿Qué problema tiene exactamente? —preguntó Robin.

 —Creo que lo llaman «problemas deaprendizaje», ¿no? —Hizo una pausa yrecordó la sonrisa ingenua de Orlando ysu orangután de peluche—. Mientras yoestaba allí, ha dicho una cosa extrañaque por lo visto su madre no sabía. Nosha contado que una vez fue a la editorialcon su padre y que Daniel Chard la tocó.

Vio reflejado en el rostro de Robi

 

el mismo temor no expresado que esas palabras habían producido en la cocinamugrienta de Leonora.

 —¿Que la tocó? ¿En qué sentido? —No lo ha concretado. Ha dicho

«me tocó» y «no me gustó que metocara». Y después él le regaló u pincel. Podría no ser eso —añadióStrike en respuesta al elocuente silenciode Robin y su expresión tensa—. A lomejor tropezó con ella sin querer y leregaló algo para calmarla. Mientras yohe estado allí, no ha parado de dar lalata y chillar cuando no conseguía lo quequería o cuando su madre la regañaba.

Tenía hambre, así que retiró elcelofán del regalo de Robin, cogió una

 

chocolatina y la desenvolvió mientrasella, pensativa, guardaba silencio.

 —El caso es que, en  Bombyx Mori

 —añadió Strike, interrumpiendo elsilencio—, Quine insinúa que Chard eshomosexual. Bueno, al menos eso es loque yo creo.

 —Hum —murmuró Robin,impertérrita—. Pero ¿tú te crees todo loque Quine escribió en ese libro?

 —Bueno, si Chard envió a susabogados contra él, será que se molestó —dijo Strike. Cortó un trozo de latableta de chocolate y se lo metió en la boca—. Pero el Chard de Bombyx Mori

 —continuó con la boca llena— es uasesino, un presunto violador y se le cae

 

la polla a trozos, así que tal vez no fuelo de la homosexualidad lo que más locabreó.

 —La dualidad sexual es un temaconstante en la obra de Quine —dijoRobin, y Strike se quedó mirándola colas cejas levantadas mientras masticaba —. De camino al trabajo paré en Foyles

 me compré un ejemplar de  El pecado

de Hobart   —explicó—. Trata sobre uhermafrodita.

Strike tragó. —Debía de tener debilidad por 

ellos, porque en  Bombyx Mori  tambiésale uno —comentó él mientrasexaminaba el envoltorio de cartón de latableta de chocolate—. Este chocolate

 

lo hacen en Mullion, que está en lacosta, un poco más abajo del pueblodonde yo me crie… ¿Y qué tal es  El 

ecado de Hobart ? —Si no acabaran de asesinar a s

autor, yo no me molestaría en leer másallá de la página cinco —admitió Robin.

 —Ya, seguramente que te liquidedebe de ayudar mucho a mejorar lasventas.

 —Lo que quiero decir —insistió,testaruda— es que no puedes fiarte deQuine en lo referente a la vida sexual deotras personas, porque, por lo visto,todos sus personajes se acuestan con lo primero que encuentran. Lo he buscadoen Wikipedia. Una de las constantes e

 

sus novelas son los personajes quecambian de género o de orientaciósexual.

 —En  Bombyx Mori  es así —gruñóStrike, y cogió más chocolate—. Está bueno. ¿Quieres un poco?

 —Se supone que estoy a régimen — respondió, compungida—. Para la boda.

El detective no creía que Robinecesitara adelgazar lo más mínimo, pero no hizo ningún comentario mientrasella cogía un trocito.

 —He estado pensando en el asesino —dijo ella tímidamente.

 —A ver, siempre me interesa oír laopinión de un psicólogo.

 —Yo no soy psicóloga —le recordó,

 

risueña.Robin había empezado la carrera de

Psicología, pero no la había terminado.Strike nunca había insistido para que leexplicara por qué, ni ella se lo habíacontado. Era algo que tenían en común:ambos habían abandonado launiversidad. Strike, concretamente, almorir su madre de una misteriosasobredosis; quizá por eso, siempre habíasupuesto que Robin también la habíadejado por algún motivo trágico.

 —No entiendo por qué el asesino havinculado de forma tan obvia elasesinato con el libro. Parece un actodeliberado de venganza y maldad, planeado para demostrarle al mundo que

 

Quine tuvo su merecido por haberloescrito.

 —Eso parece —coincidió Strike,que seguía con hambre; tendió un brazohacia la mesa de al lado para alcanzar una carta—. Voy a pedir un bistec co patatas. ¿Quieres algo?

Robin escogió una ensalada al azar yluego, para que él no tuviera que forzar la rodilla, fue a pedir a la barra.

 —Pero, por otra parte —continuóRobin, de vuelta en la mesa—,reproducir la última escena de la novelaquizá podría ser un buen modo deocultar un móvil diferente, ¿no?

Se esforzaba para hablar conaturalidad, como si estuviera

 

deliberando sobre un problemaabstracto, pero Robin no había podidoolvidar las fotografías del cadáver deQuine: la oscura caverna de su torsovaciado, las grietas calcinadas dondeantes estaban la boca y los ojos. Sabíaque si pensaba demasiado en lo que lehabían hecho a Quine no podría comersela ensalada, o le revelaría su espanto aStrike, que la observaba con ojosescrutadores.

 —No pasa nada si admites que pensar en lo que le hicieron te da ganasde vomitar —dijo el detective, con la boca llena de chocolate.

 —No me da ganas de vomitar — mintió ella automáticamente, y añadió

 

 —: Bueno, está claro… Sí, por supuesto, es horroroso…

 —Sí.Si Strike hubiera mantenido esa

conversación con sus colegas de laDivisión de Investigaciones Especiales,a esas alturas ya se habrían puesto a bromear sobre lo ocurrido. El detectiverecordaba muchas tardes cargadas dehumor negro: era la única manera desobrellevar ciertas investigaciones. Siembargo, Robin todavía no estaba preparada para esa clase deautodefensa, profesionalmente cruel, ysu intento de hablar de un modo objetivoacerca de un hombre al que habíadestripado lo demostraba.

 

 —El móvil es una putada, Robin.ueve de cada diez veces no descubres

 por qué hasta que has descubierto quién.Lo que buscamos son los medios y laoportunidad. Personalmente —añadió, ydio un sorbo de cerveza—, creo que buscamos a alguien con conocimientosde medicina.

 —¿De medicina? —O de anatomía. Lo que le hiciero

a Quine no parece obra de uaficionado. Podrían haberlo hecho pedazos tratando de extraerle losintestinos, pero no vi señales de intentosfallidos ni de chapuzas: solo unaincisión, pulcra y recta.

 —Sí —concedió Robin,

 

esforzándose para mantener una actituddesapasionada y clínica—. Eso esverdad.

 —A menos que se trate de unaespecie de maníaco literario, quesimplemente encontró un buen libro detexto —especuló Strike—. No lo creo, pero nunca se sabe. Si Quine estabaatado y drogado, y si el asesino teníasuficiente valor, quizá lo enfocara comouna clase de biología.

Robin no pudo contenerse: —Ya sé que siempre dices que el

móvil es para los abogados —intervino,un poco a la desesperada (Strike habíarepetido muchas veces esa máximadesde que ella empezó a trabajar para

 

él)—, pero sígueme la corriente umomento. El asesino debió deconsiderar que asesinar a Quine delmismo modo que en la novela valía la pena por alguna razón que compensabalos inconvenientes obvios.

 —¿Y cuáles eran esosinconvenientes?

 —Bueno, las dificultades logísticasde llevar a cabo un asesinato taelaborado, y el hecho de que la lista desospechosos se reduciría a las personasque habían leído el libro.

 —O a las que habían oído hablar deél con detalle —puntualizó Strike—. Ytú dices «se reduciría», pero yo no estoytan seguro de que nos hallemos ante u

 

número reducido de personas. ChristiaFisher se encargó de divulgar elcontenido lo mejor que pudo. La copiadel manuscrito de Roper Chard estabaen una caja fuerte a la que, por lo visto, podía acceder la mitad de losempleados.

 —Pero…Robin se interrumpió cuando u

camarero de aspecto huraño fue allevarles los cubiertos y las servilletasde papel a la mesa.

 —Pero Quine no podía llevar muchotiempo muerto, ¿verdad? —continuócuando el camarero se marchó—.Hombre, yo no soy ninguna experta…

 —Ni yo —dijo Strike, terminándose

 

la tableta de chocolate y mirando sitanto entusiasmo el guirlache decacahuete—, pero sé lo que quieresdecir. El cadáver tenía pinta de llevar allí una semana por lo menos.

 —Además —prosiguió Robin—,debió de pasar un tiempo desde que elasesino leyó  Bombyx Mori  hasta quemató a Quine. Había muchas cosas queorganizar. Tenía que llevar las cuerdas,el ácido y la vajilla a una casadeshabitada…

 —Y, a menos que ya supiera queQuine planeaba ir a Talgarth Road, teníaque seguirlo —agregó Strike, y decidióno comerse el guirlache, porque ya seacercaba su bistec con patatas—, o

 

engatusarlo para que fuera allí.El camarero puso el plato de Strike

  el cuenco de ensalada de Robiencima de la mesa y se retiró simirarlos siquiera cuando le dieron lasgracias.

 —Así que, si tienes en cuenta la planificación y los aspectos prácticos,no parece posible que el asesino leyerael libro más de dos o tres días despuésde la desaparición de Quine —expusoStrike mientras cargaba su tenedor—. Lomalo es que, cuanto más atrás situemosel momento en que el asesino empezó atramar la muerte de Quine, peor pintalas cosas para mi clienta. Lo único quetenía que hacer Leonora era dar unos

 

 pasos por el pasillo; pudo leer elmanuscrito en cuanto Quine lo terminó.Ahora que lo pienso, incluso es posibleque él le contara cómo iba a acabar meses antes.

Robin se puso a comer la ensaladasin saborearla.

 —¿Y crees que Leonora Quinetiene…? —empezó a decir, vacilante.

 —¿… el perfil de mujer capaz dedestripar a su marido? No, pero a la policía le gusta, y si lo que buscas es umóvil, ella tenía una colección. Quineera un desastre de marido:irresponsable, adúltero… Y le gustabadejar en ridículo a su mujer en suslibros.

 

 —Tú no crees que lo hiciera ella,¿verdad?

 —No —contestó Strike—, perovamos a necesitar mucho más que miopinión para evitar que vaya a la cárcel.

Sin preguntarle nada, Robin llevólos vasos a la barra para que volvieran allenárselos; Strike sintió un gran cariño por ella cuando le puso otra pintadelante.

 —También debemos considerar la posibilidad de que alguien se enterarade que Quine pensaba autoeditarse einternet —continuó Strike, antes demeterse un montón de patatas fritas en la boca—; una amenaza que, por lo visto,el autor lanzó en un restaurante

 

abarrotado. Dadas ciertascircunstancias, eso por sí solo podríaconstituir un móvil para matarlo.

 —¿Te refieres a si el asesinoreconoció en el manuscrito algo que noquería que supiera un público másamplio? —preguntó Robin, vacilante.

 —Exacto. El libro tiene partes muycrípticas. ¿Y si Quine hubieradescubierto algo grave sobre alguien yhubiera hecho una referencia velada aello en el libro?

 —Bueno, eso tendría sentido —dijoRobin—, porque yo no paro de pensar:«¿Por qué matarlo?» De hecho, casitodas esas personas disponían demedios más eficaces para gestionar el

 

 problema de un libro difamatorio, ¿no?Podrían haberle dicho a Quine que noseguirían representándolo o publicándolo, o podrían haberloamenazado con emprender accioneslegales, como hizo Chard. Su muerte vaa ponérselo mucho peor a cualquieraque aparezca retratado en el libro, ¿no?Ya ha recibido mucha más publicidad dela que habría obtenido en cualquier caso.

 —De acuerdo —convino Strike—.Pero das por hecho que el asesino piensa racionalmente.

 —Esto no es un crimen pasional — replicó Robin—. Alguien lo planeó.Alguien lo planificó de cabo a rabo.

 

Debía de estar preparado para lasconsecuencias.

 —Cierto —convino de nuevo Strikesin dejar de comer patatas.

 —Esta mañana he estado hojeandoombyx Mori.

 —¿Cuando ya te habías hartado del pecado de Hobart ?

 —Sí. Bueno, como estaba en la cajafuerte…

 —Ya. Puestos a leer, cuantos másmejor —dijo Strike—. ¿Hasta dónde hasllegado?

 —He ido saltando —contestó Robi —. He leído la parte sobre Súcubo y laGarrapata. Es maliciosa, pero no pareceque haya nada… no sé… oculto.

 

Básicamente, lo que hace es acusar a smujer y a su agente de ser unas parásitas, ¿no?

Strike asintió con la cabeza. —Pero más adelante, cuando llegas

a Epi… Epi… ¿Cómo se llama? —¿Epiceno? ¿El hermafrodita? —¿Crees que es una persona real?

¿Qué es eso que canta? Da la impresióde que no se refiere a cantar, ¿no?

 —¿Y por qué su amante, Arpía, viveen una cueva llena de ratas? ¿Es usimbolismo o alguna otra cosa?

 —Y el saco manchado de sangre quelleva el Censor colgado del hombro — dijo Robin—, y la enana a la que intentaahogar…

 

 —Y los hierros de marcar de lachimenea en casa de Vanaglorioso — añadió Strike, pero ella puso cara de noentender—. ¿No has llegado a esa parte?Eso nos lo explicó Jerry Waldegrave aunos cuantos en la fiesta de Roper Chard. Trata de Michael Fancourt y s primer…

Sonó su teléfono. Lo sacó y vio elnombre de Dominic Culpepper en la pantalla. Dio un suspiro y contestó.

 —¿Strike? —Sí, soy yo. —¿Qué coño pasa?Strike no perdió el tiempo fingiendo

no saber a qué se refería el periodista. —No puedo contarle nada,

 

Culpepper. Podría perjudicar lainvestigación policial.

 —A la mierda. Ya hemos habladocon un poli. Dice que a Quine lomataron exactamente igual que a u personaje de su última novela.

 —¿En serio? ¿Y cuánto le ha pagadoa ese imbécil para que largue y mande ala mierda la investigación?

 —Joder, Strike. ¿Se mete en uasesinato como este y ni siquiera se leocurre llamarme?

 —Mire, no sé qué clase de relaciócree que tenemos, amigo —dijo él—, pero, por lo que a mí respecta, yo hagotrabajos para usted y usted me paga.

ada más.

 

 —Yo lo puse en contacto con Nina para que pudiera colarse en la fiesta deesa editorial.

 —Era lo mínimo que podía hacer después de que yo le entregara cantidadde material sobre Parker que usted nisiquiera me había pedido —replicóStrike mientras, con la mano que teníalibre, iba pinchando patatas con eltenedor—. Podría habérmelo quedado yhabérselo vendido a la prensa amarilla.

 —Si quiere dinero… —No, no quiero dinero, capullo — 

dijo Strike, enojado, y Robin,diplomática, desvió su atención a la webde la BBC que había abierto en su móvil —. No pienso joder la investigación de

 

un asesinato metiendo por medio alews of the World .

 —Podría pagarle diez mil por unaentrevista.

 —Adiós, Cul… —¡Espere! Dígame solo qué libro es

ese en el que describe el asesinato. —  Los hermanos Bal… Balzac  — 

contestó, fingiendo vacilar.Cortó la llamada, sonriente, y miró

la carta para elegir los postres. Confiabaen que Culpepper pasara una larga tardedescifrando una sintaxis tortuosasembrada de escrotos sobados.

 —¿Alguna novedad? —preguntóStrike cuando Robin levantó la vista desu teléfono.

 

 —No, a no ser que te interese saber que, según el Daily Mail , los amigos dela familia creían que Pippa Middletoera mejor candidata que Kate.

Strike la miró frunciendo el ceño. —Solo estaba curioseando mientras

hablabas por teléfono —dijo ella, u poco a la defensiva.

 —No, no es eso. Es que acabo deacordarme… de Pippa2011.

 —No… —dijo Robin, extrañada;seguía pensando en Pippa Middleton.

 —Pippa2011, la del blog de KathryKent. Afirmaba saber algo de  Bombyx

ori.Robin ahogó un grito y se puso a

 buscar con el móvil.

 

 —¡Ya lo tengo! —exclamó al cabode unos minutos—. «¿Y si te digo que amí me ha leído unos fragmentos?» Y esofue… —hizo retroceder el texto— elveintiuno de octubre. ¡El veintiuno deoctubre! Es posible que ella supieracómo acaba el libro antes de ladesaparición de Quine.

 —Así es —confirmó Strike—. Voy a pedir un crumble  de manzana. ¿Teapetece algo?

Cuando Robin volvió a la mesadespués de pedir el postre en la barra, éldijo:

 —Anstis me ha invitado a cenar estanoche. Dice que tiene un informe preliminar de los forenses.

 

 —¿Sabe que es tu cumpleaños? —No, claro que no —contestó él, y

dio la impresión de que lo horrorizabatanto la idea que Robin se echó a reír.

 —¿Qué tendría eso de malo? —Ya he ido a una cena de

cumpleaños —respondió Strike sientrar en detalles—. El mejor regalo que podría hacerme Anstis sería unaestimación de la hora de la muerte.Cuanto más pronto la fijen, más sereducirá la lista de sospechosos: los quetuvieron acceso al manuscrito antes. Por desgracia, eso incluye a Leonora, perotambién están esa misteriosa Pippa,Christian Fisher…

 —¿Fisher? ¿Por qué?

 

 —Medios y oportunidad, Robin:tuvo acceso pronto, tiene que estar en lalista. Luego están Ralph, el ayudante deElizabeth Tassel; Elizabeth Tassel yJerry Waldegrave. Se supone que DanielChard vio el texto poco después queWaldegrave. Kathryn Kent niega haberloleído, pero no sé si creérmelo. Y luegoestá Michael Fancourt.

Ella levantó la cabeza, sorprendida. —¿Cómo iba a…?Volvió a sonar el móvil de Strike;

era Nina Lascelles. El detective titubeó, pero se dio cuenta de que su primo podía haberle dicho que acababa dehablar con él y decidió contestar.

 —Hola —dijo.

 

 —Hola, Personaje Famoso —losaludó ella, y Strike detectó ciertoenfado, inexpertamente disimuladomediante una jovialidad un tantoexagerada—. No me atrevía a llamarte por si estabas desbordado con lasllamadas de la prensa, las  groupies  yesas cosas.

 —No creas —dijo él—. ¿Cómo vatodo por Roper Chard?

 —Una locura. Nadie trabaja; nohablamos de otra cosa. ¿Es verdad queha sido un asesinato?

 —Eso parece. —Dios mío, no puedo creerlo…

Supongo que no podrás revelarme nada,¿verdad? —preguntó, insinuando lo

 

contrario. —La policía no quiere que se filtre

detalles en esta fase de la investigación. —Tiene que ver con la novela,

¿verdad? Con Bombyx Mori. —No lo sé. —Y Daniel Chard se ha roto una

 pierna. —¿Cómo dices? —preguntó él,

descolocado por la incongruencia de esecomentario.

 —Últimamente pasan muchas cosasraras —prosiguió ella; sonaba nerviosa,exaltada—. Jerry está histérico. Danielacaba de llamarlo por teléfono desdeDevon y ha vuelto a soltarle una bronca;se ha enterado media oficina, porque,

 

sin querer, Jerry ha conectado el altavoz  luego no encontraba el botón para

apagarlo. No puede irse de la casadonde está pasando el fin de semana, por culpa de la pierna rota. Daniel, merefiero.

 —¿Y por qué le gritaba aWaldegrave?

 —Por  Bombyx  y la seguridad. La policía ha sacado una copia completadel manuscrito de no se sabe dónde, yDaniel está cabreadísimo.

»En fin —concluyó—, se me haocurrido llamarte y felicitarte. Porquesupongo que cuando un detectiveencuentra un cadáver, hay quefelicitarlo, ¿no? Llámame cuando no

 

estés muy liado.Colgó antes de que él pudiera decir 

nada más. —Nina Lascelles —dijo Strike, y e

ese momento llegó el camarero con scrumble  de manzana y un café paraRobin—. La chica…

 —Que robó el manuscrito para ti. —Esa memoria tuya… habría estado

desaprovechada en un departamento derecursos humanos —dijo Strike, y cogióla cuchara.

 —¿Lo de Michael Fancourt lo dicesen serio? —preguntó ella en voz baja.

 —Pues claro. Daniel Chard debió decontarle lo que había hecho Quine.Probablemente no quería que Fancourt

 

se enterara por otros, ¿no? Fancourt esuna adquisición importante para ellos.Creo que debemos dar por hecho queFancourt sabía desde el principio de quéiba…

Entonces sonó el móvil de Robin. —Hola —dijo Matthew. —Hola, ¿cómo estás? —preguntó

ella, angustiada. —No muy bien.Justo entonces, alguien subió el

volumen de la música: « First day that

 saw you, thought you were

beautiful …»[1]

 —¿Dónde estás? —preguntóMatthew con brusquedad.

 —Ah, en un pub —contestó Robin.

 

De pronto era como si solo seoyeran ruidos de pub: tintineo de vasos,carcajadas…

 —Es el cumpleaños de Cormoran — explicó ella, tensa. (Al fin y al cabo,Matthew y sus colegas siempre iban al pub cuando cualquiera de ellos cumplíaaños.)

 —Qué bien —dijo Matthew, furioso —. Ya te llamaré más tarde.

 —No, Matt. Espera…Con la boca llena de crumble  de

manzana, Strike vio con el rabillo delojo cómo Robin se levantaba e iba haciala barra sin dar explicaciones mientrasintentaba llamar a Matthew. Al contableno le había hecho ninguna gracia que s

 

novia hubiera salido a comer y que no sehubiera quedado guardando shivá por smadre.

Robin marcaba una y otra vez, y alfinal consiguió comunicar. Strike seterminó el crumble y la tercera pinta, yse dio cuenta de que necesitaba ir al baño.

La rodilla, que no lo habíamolestado mucho mientras comía, bebía  hablaba con Robin, protestó

airadamente cuando se levantó. Paracuando volvió a su asiento, estabasudando de dolor. A juzgar por laexpresión de su cara, Robin todavíaintentaba apaciguar a Matthew. Cuandocolgó por fin, volvió con Strike y le

 

 preguntó si se encontraba bien, y élcontestó con un monosílabo.

 —Mira, yo podría seguir a laseñorita Brocklehurst en tu lugar —seofreció de nuevo Robin—. Si la piernate…

 —No —le espetó Strike.Estaba dolorido, furioso consigo

mismo, molesto con Matthew y, de pronto, un poco mareado. No deberíahaber comido chocolate antes dezamparse un bistec con patatas, ucrumble y tres pintas.

 —Necesito que vuelvas a la oficina prepares la última factura de Gunfrey.

Y si esos malditos periodistas todavíasiguen allí, mándame un mensaje, porque

 

en ese caso iré directamente a ver aAnstis.

»Tenemos que plantearnos en seriolo de contratar a otra persona —añadió por lo bajo.

El semblante de Robin se endureció. —Vale, pues voy a preparar la

factura —dijo. Agarró su gabardina y s bolso y se marchó.

A Strike no le pasó inadvertida sexpresión de rabia, pero un enojoirracional le impidió llamarla yretenerla.

 

23

Por mi parte, no creo que ella tengaun alma tan oscura capaz de cometer uacto tan sangriento.

JOHN WEBSTER, The White Devil 

Una tarde en el pub con la pierna en altono había reducido mucho la hinchazóde la rodilla de Strike. El detectivecompró analgésicos y una botella detinto barato camino del metro, y sedirigió al barrio de Greenwich, dondeAnstis vivía con Helen, su esposa, a la

 

que todos llamaban Helly. El trayectohasta su casa, en Ashburnham Grove, se prolongó más de una hora por culpa deun retraso en la línea Central; Strike permaneció de pie todo el rato,cargando el peso en la pierna izquierda  lamentando una vez más haberse

gastado cien libras en taxis para ir yvolver de casa de Lucy.

Cuando se apeó del vagón delDocklands Light Railway, volvía allover débilmente y unas gotas lesalpicaron la cara. Se subió el cuellodel abrigo y, cojeando en la oscuridad,emprendió un paseo que ecircunstancias normales habría duradocinco minutos, pero en el que empleó

 

casi quince.Mientras doblaba la esquina para

enfilar la pulcra calle de casas adosadascon sus cuidados jardines delanteros,Strike cayó en la cuenta de que tal vezdebería haberle comprado un regalo a sahijado. El aspecto social de aquellavelada no le inspiraba ningúentusiasmo, a diferencia de la perspectiva de que Anstis compartieracon él la información de los forenses.

A Strike no le caía bien la esposa desu amigo. Apenas conseguía disimular sus ganas de entrometerse bajo unaternura a veces empalagosa; en otrasocasiones, en cambio, surgían como unanavaja que de pronto destella bajo u

 

abrigo de pieles. Se deshacía eagradecimientos e interés cada vez queStrike se acercaba a su órbita, pero élsabía que Helly se moría por conocer los detalles de su accidentado pasado y por obtener información sobre su padre,la estrella del rock, y su difunta madre,drogadicta. Tampoco tenía ninguna dudade que también estaría ansiosa por conocer los detalles de su ruptura coCharlotte, a la que siempre había tratadocon una efusividad que no lograbaenmascarar su antipatía ni sdesconfianza.

En la fiesta posterior al bautizo deTimothy Cormoran Anstis (que habíaaplazado hasta que el niño tuvo

 

dieciocho meses, porque su padre y s padrino, tras ser evacuados en avión deAfganistán, pasaron un tiempohospitalizados), Helly, un pocoachispada, se había empeñado e pronunciar un discurso emotivo sobrecómo Strike le había salvado la vida al padre de su hijo, y sobre lo mucho quesignificaba para ella que hubieraaccedido también a ser el ángel de laguarda de Timmy. Strike, a quien no sele había ocurrido ninguna excusa válida para negarse a ser el padrino del niño,observaba fijamente el mantel mientrasHelly soltaba su sermón, procurando quesu mirada no se cruzara con la deCharlotte para que ella no lo hiciera

 

reír. Lo recordaba perfectamente: snovia se había puesto un vestido azuleléctrico de escote cruzado, el favoritode Strike, que se adhería a cadacentímetro de su perfecta figura. Llevar a una mujer tan hermosa del brazo, pesea necesitar todavía las muletas, habíaactuado como contrapeso de la media pierna que aún no había cicatrizado losuficiente como para llevar la prótesis.Gracias a Charlotte, él había pasado deser el lisiado con un solo pie al hombrecapaz de hacerse (milagrosamente, comoStrike sabía que debía de pensar cualquiera que se cruzara con ella) couna novia tan espectacular que, cuandoentraba en una habitación, el resto de los

 

hombres paraban de hablar a mediafrase.

 —Cormy, cariño —dijo Helly covoz melosa al abrir la puerta—, desdeque eres famoso ya no te acuerdas denosotros.

Era la única que lo llamaba Cormy.Strike nunca se había molestado edecirle que no le gustaba nada eseapodo.

Sin que le diera pie a hacerlo, Hellylo envolvió en un abrazo tierno que,como él sabía muy bien, pretendíaexpresar lo mucho que lamentaba snueva condición de soltero. La casaestaba caldeada y bien iluminada, lo quesuponía un agradable contraste con el

 

frío y la oscuridad de la calle, y alsepararse de Helly, Strike se alegró dever aparecer a Anstis con una pinta deDoom Bar en la mano, su regalo de bienvenida.

 —¡Ritchie! Déjalo entrar primero,¿no? Francamente…

El detective ya había aceptado la pinta y había dado varios sorbos antessiquiera de quitarse el abrigo.

El ahijado de Strike, de tres años ymedio, irrumpió en el recibidor imitando el ruido de un motor. Se parecía mucho a su madre, cuyasfacciones, pese a ser delicadas, estabaextrañamente apretujadas en el centro dela cara. Timothy llevaba un pijama de

 

Superman y golpeaba las paredes con usable luminoso de plástico.

 —¡Timmy, cariño —exclamó Helly —, no hagas eso! ¡Es la pintura nueva!

o ha habido manera de acostarlo, se haempeñado en ver a su tío Cormoran. Lehablamos mucho de ti.

Strike observó al crío sin entusiasmo detectó muy poco interés por parte de

su ahijado. Timothy era el único niño decuyo cumpleaños podía tener al menosla esperanza de acordarse, y aun asínunca le había llevado ningún regalo. Elniño había nacido dos días antes de queexplotara el Viking en aquella carreterasin asfaltar de Afganistán, destrozándolela pierna a Strike y parte de la cara a

 

Anstis. Nunca le había contado a nadie que

durante largas horas, en la cama delhospital, no había dejado de preguntarse por qué había agarrado a Anstis y habíatirado de él hacia la parte trasera delvehículo. Había repasado mentalmenteaquel instante: el extraño presentimiento, casi una certeza, de queestaban a punto de volar por los aires, ycómo había estirado un brazo paraagarrar a Anstis, cuando también podríahaber agarrado al sargento Gary Topley.

¿Fue porque el día anterior habíaoído a Anstis hablando con Helen por Skype y lo había visto contemplando asu hijo recién nacido, al que de otra

 

forma nunca habría llegado a conocer?¿Por eso la mano de Strike, sin vacilar,había salido disparada hacia el policíade la Reserva del Ejército Británico, demás edad, y no hacia el policía militar Topley, prometido pero sin hijos? Strikeno lo sabía. No lo enternecían los niños,  la mujer a la que había salvado de la

viudedad no le caía bien. Sabía que élsolo era uno más entre millones desoldados, vivos y muertos, cuyasreacciones instantáneas, inducidas por elinstinto tanto como por el entrenamiento,habían alterado para siempre el destinode otros hombres.

 —¿Quieres leerle a Tim su cuentoantes de que se acueste, Cormy?

 

Tenemos un libro nuevo, ¿verdad,Timmy?

A Strike no había nada que leapeteciera menos, sobre todo si esoimplicaba que el hiperactivo niño sesentara en su regazo y, quizá, le golpearala rodilla derecha con el pie.

Anstis lo precedió hasta la cocina yel comedor de planta abierta. Las paredes eran de color crema; el suelo,de parquet, sin alfombras; y al fondo dela estancia había una mesa de maderaalargada cerca de unos balcones,rodeada de sillas con tapicería negra.Strike creyó recordar que la última vezque había estado allí, con Charlotte, lassillas eran de otro color. Helly llegó

 

detrás de ellos, presurosa, y puso ulibro ilustrado en las manos de Strike.Este no tuvo más remedio que sentarseen una silla, con su ahijado enfrente, yleerle  Kyla, el canguro al que le

encantaba brincar , publicado (udetalle en el que en otras circunstanciasno se habría fijado) por Roper Chard.Timothy, que no parecía ni remotamenteinteresado en las payasadas de Kyla, sededicó a jugar todo el rato con su sablede luz.

 —A la cama, Timmy. Dale un beso aCormy —dijo Helly a su hijo.

Este se limitó a bajar de la sillaculebreando y a salir corriendo de lacocina, lo que Strike agradeció e

 

silencio. Helly salió tras él. Lasestridentes voces de madre e hijo fueroapagándose a medida que sus pasossubían la escalera.

 —Va a despertar a Tilly —predijoAnstis.

Y, en efecto, cuando Helly volvió aaparecer lo hizo con una cría de un añoen brazos que no paraba de berrear; sela dio a su marido y fue a ocuparse delhorno.

Strike permaneció sentado a la mesa,impasible, cada vez más hambriento ysintiéndose tremendamente afortunado por no tener hijos. Los Anstis tardarocasi tres cuartos de hora en conseguir que Tilly se quedara en la cama. La

 

cazuela llegó por fin a la mesa y, coella, otra pinta de Doom Bar. En esemomento podría haberse relajado de noser porque se daba cuenta de que HellyAnstis se disponía al fin a lanzar sofensiva.

 —Me dio mucha pena enterarme deque Charlotte y tú lo habéis dejado —ledijo.

Él tenía la boca llena, así querecurrió a la mímica para agradecer vagamente su compasión.

 —¡Ritchie! —exclamó Helly,risueña, cuando su marido fue a servirleuna copa de vino—. ¡No puedo!Estamos esperando otra vez —leconfesó a Strike con orgullo, con una

 

mano sobre el vientre.Él tragó y dijo: —Enhorabuena. No se explicaba que pudieran estar 

tan contentos con la perspectiva de tener otro Timothy u otra Tilly.

Precisamente entonces, el niñovolvió a aparecer y anunció que estabahambriento. Strike lamentó que fueraAnstis quien se levantara de la mesa para ocuparse de él y en cambio Hellyse quedara observando a su invitadomás allá del tenedor lleno de boeu

bourguignon suspendido ante la boca. —Así que se casa el día cuatro. No

quiero ni imaginarme cómo debes desentirte.

 

 —¿Quién se casa? —preguntóStrike.

 —Charlotte —dijo Helly, perpleja.Por la escalera bajaba, amortiguado,

el llanto de su ahijado. —Charlotte se casa el cuatro de

diciembre —insistió Helly, y alcomprender que Strike aún no sabíanada, su mirada reveló una emocióincipiente; pero entonces debió de ver algo en la expresión de él que lainquietó—. Bueno, eso he oído… — añadió, y bajó la mirada hacia el plato.

Anstis regresó en ese momento. —¡Menudo granuja! —se quejó—.

Ya le he dicho que si vuelve a levantarsede la cama le voy a calentar el trasero.

 

 —Está nervioso porque ha venidoCormy —lo disculpó Helly, todavíaturbada por la rabia que había detectadoen Strike.

La carne guisada se había convertidoen una masa de goma y polietileno en la boca de Strike. ¿Cómo podía saber Helly Anstis la fecha de la boda deCharlotte? Los Anstis no se movían elos mismos círculos que ella ni que sfuturo marido, que (como Strike seodiaba por recordar) era hijo deldecimocuarto vizconde de Croy. ¿Qué podía saber Helly Anstis del mundo declubs privados para caballeros,sastrerías de Savile Row ysupermodelos cocainómanas, todas ellas

 

cosas a las que el excelentísimo JagoRoss había sido asiduo toda su vida y elas que había invertido el dinero de sfondo fiduciario? No más de lo quesabía el propio Strike. Charlotte, que sedesenvolvía en ese medio como pez eel agua, se había desplazado a una tierrade nadie en el terreno social para estar con el detective, a un lugar dondeninguno de los dos estaba cómodo con la posición social del otro, donde dosnormas completamente disparescolisionaban y todo se convertía en unalucha por mantener los puntos decoincidencia.

Timothy volvió a la cocina llorandoa pleno pulmón. Esa vez se levantaro

 

su padre y su madre y lo acompañaron asu dormitorio, mientras Strike, casi sidarse cuenta de que lo habían dejadosolo, se sumergía en una niebla derecuerdos.

Charlotte era tan voluble que, unavez, uno de sus padrastros intentó que lainternaran en un centro. Le costaba ta poco mentir como a otras mujeresrespirar; estaba desquiciada. Lo máximoque Strike y ella habían durado juntossin interrupciones eran dos años; siembargo, con la misma frecuencia coque se astillaba la confianza del uno eel otro, se sentían de nuevo atraídos,cada vez (o eso creía Strike) másfrágiles que antes, pero con el anhelo de

 

volver a estar juntos fortalecido.Durante dieciséis años, Charlotte habíadesafiado el escepticismo y el desdén desu familia y amigos, y había vuelto una yotra vez con su corpulento, ilegítimo y,más recientemente, discapacitadosoldado. Strike habría aconsejado acualquier amigo suyo que se marchara yno volviera la vista atrás, pero habíaacabado por considerar a Charlottecomo un virus que llevaba en la sangre yque dudaba lograr erradicar algún día; alo máximo que podía aspirar era acontrolar los síntomas. La última rupturase había producido ocho meses atrás,usto antes de que la prensa se fijara e

Strike a raíz del caso Landry. Charlotte

 

le había dicho, por fin, una mentiraimperdonable, él la había dejadodefinitivamente, y ella se habíarefugiado en un mundo donde loshombres todavía cazaban urogallos y lasmujeres guardaban diademas en la cajafuerte familiar; un mundo que ella lehabía dicho que odiaba, aunque, por lovisto, también eso era mentira.

Los Anstis regresaron sin Timothy pero con Tilly, que sollozaba e hipaba.

 —Seguro que te alegras de no tener hijos —comentó Helly, risueña, y sesentó a la mesa con Tilly en la falda.

Strike sonrió sin ganas y no lacontradijo.

Sí hubo un hijo: mejor dicho, u

 

fantasma, un proyecto de hijo; y luego,se suponía, un aborto. Charlotte le habíadicho que estaba embarazada, no habíaquerido ir al médico, no había sido clararespecto a las fechas, y un buen díaanunció que ya no había embarazo, siofrecer ninguna prueba de que estehubiera existido alguna vez. Era unamentira que cualquier hombre habríaconsiderado imperdonable; para Strikeera, como ella debía de saber muy bien,la que ponía fin a todas las mentiras ysignificaba la muerte de cualquier residuo de confianza que hubieraalcanzado a perdurar después de tantosaños de mitomanía.

Y se casaba el 4 de diciembre, al

 

cabo de once días. ¿Cómo podía saberloHelly Anstis?

De pronto, Strike agradecía perversamente los llantos y los berrinches de los dos niños, tan eficacesa la hora de impedir cualquier conversación mientras se comían, de postre, una tarta de ruibarbo conatillas. Luego Anstis le propusotomarse otra cerveza en su estudiomientras repasaban el informe forense,de lo que Strike se alegró enormemente.Dejaron que Helly, un poco enfurruñada, pues consideraba, por supuesto, que nole había sacado suficiente jugo a Strike,se ocupara de Tilly, que ya estabamuerta de sueño, y de un Timothy que,

 

completamente espabilado einsoportable, acababa de presentarse denuevo en la cocina para anunciar quehabía derramado su vaso de agua en lacama.

El estudio de Anstis era unahabitación pequeña y forrada de libros ala que se accedía desde el recibidor. El policía le ofreció la silla del ordenador,

  él se sentó en un futón viejo. Lascortinas no estaban echadas y eldetective veía caer las gotas de lluviaentre la bruma, como motas de polvo, eel halo de luz anaranjada de una farola.

 —Dicen los forenses que es eltrabajo más difícil que han hecho — empezó Anstis, e inmediatamente Strike

 

le dedicó toda su atención—. Esto esextraoficial, por supuesto. Todavía no lotenemos todo.

 —¿Han podido determinar la causaconcreta de la muerte?

 —Un golpe en la cabeza —contestóel policía—. Tiene una fractura en el parietal. La muerte pudo no ser instantánea, pero el traumatismocraneoencefálico por sí solo lo habríamatado. No han podido determinar siestaba muerto cuando lo abrieron, perocasi con toda seguridad estabainconsciente.

 —Menos mal. ¿Saben si lo ataroantes o después de golpearlo?

 —Sobre eso todavía no se ha

 

 puesto de acuerdo. Debajo de lascuerdas de una muñeca hay cardenales,lo que parece indicar que aún estabavivo cuando lo ataron, pero no hay nadaque muestre si seguía consciente. El problema es que todo ese ácidoesparcido por todas partes ha borradocualquier señal del suelo que pudieradecirnos que hubo resistencia, o quearrastraron el cadáver. Era un tipo alto ygrueso…

 —Era más fácil moverlo si estabaatado —concedió Strike, y pensó eLeonora, una mujer menuda—, peroestaría bien saber desde qué ángulo logolpearon.

 —Desde arriba, pero, como no

 

sabemos si estaba de pie, sentado oarrodillado…

 —Creo que podemos dar por hechoque lo mataron en esa habitación — concluyó Strike, siguiendo su propiorazonamiento—. No me imagino a nadielo bastante fuerte como para subir ucuerpo tan pesado por esa escalera.

 —La opinión general es que muriómás o menos en el sitio dondeencontraste el cadáver. Allí es dondehay mayor concentración de ácido.

 —¿Sabes qué clase de ácido era? —Ah, ¿no te lo he dicho? Ácido

clorhídrico.Strike intentó recordar algo de sus

clases de química.

 

 —¿Eso no se usa para galvanizar elacero?

 —Sí, entre otras cosas. Es lasustancia más cáustica que se puedecomprar legalmente y se emplea enumerosos procesos industriales.También se utiliza como agentelimpiador de uso industrial. Lo curiosoes que los humanos lo producimos deforma natural, en nuestros jugosgástricos.

Strike, pensativo, tomó un sorbo decerveza.

 —En el libro le echan vitriolo por encima.

 —El vitriolo es ácido sulfúrico, y deél se deriva el ácido clorhídrico. Es

 

altamente corrosivo para los tejidoshumanos, como pudiste comprobar.

 —¿De dónde demonios sacó elasesino tal cantidad de ese producto?

 —Aunque te cueste creerlo, por lovisto ya estaba en la casa.

 —¿Qué demonios…? —Todavía no hemos encontrado a

nadie que sepa decírnoslo. En el suelode la cocina había varios recipientes decuatro litros, vacíos, y más recipientesiguales, polvorientos, en un armariodebajo de la escalera, llenos y sin abrir.Proceden de una empresa de productosquímicos industriales de Birmingham.Los que estaban vacíos tenían unasmarcas que parecían huellas de manos

 

enguantadas. —Muy interesante —dijo Strike,

rascándose la barbilla. —Aún no hemos averiguado cómo ni

cuándo los compraron. —¿Y el objeto contundente con que

le rompieron el cráneo? —En el taller hay un tope para

 puertas anticuado, de hierro macizo, coforma de plancha y con un asa: casi cotoda seguridad, fue con eso. Encaja cola hendidura del cráneo. Está rociadocon ácido clorhídrico, como casi todo lodemás.

 —¿Y qué se sabe de la hora de lamuerte?

 —Bueno, sí, eso es lo más

 

complicado. El entomólogo no quierecomprometerse, dice que el estado eque se encuentra el cadáver desbaratatodos los cálculos. Los gases quedespide el ácido clorhídrico, paraempezar, debieron de ahuyentar a losinsectos durante cierto tiempo, de modoque no se puede calcular la hora de lamuerte a partir de la infestación.

inguna moscarda que se precie pondríahuevos en ácido. Encontramos un par degusanos en partes del cuerpo que nohabían sido rociadas, pero no se produjola infestación habitual.

»Por otro lado, la calefacción estabaal máximo, así que el cadáver podríahaberse descompuesto un poco más

 

deprisa de lo que sería normal con esteclima. Pero el ácido clorhídrico debióde alterar el proceso dedescomposición. Hay partes del cuerpoque están quemadas hasta el hueso.

»El factor decisivo serían losintestinos, la última comida, etcétera, pero no queda ni rastro del aparatodigestivo. Por lo visto, las tripas se lasllevó el asesino —continuó Anstis—.

unca había visto nada igual, ¿y tú?Kilos de intestino extirpados.

 —No, para mí también es unanovedad.

 —En resumidas cuentas: losforenses se niegan a comprometerseestableciendo un marco temporal y se

 

limitan a decir que lleva al menos diezdías muerto. He hablado en privado coUnderhill, que es el mejor del equipo, yme ha dicho, de forma extraoficial, queen su opinión Quine lleva muerto un par de semanas. Creen, sin embargo, queincluso cuando dispongan de todos losdatos, las pruebas serán losuficientemente equívocas como paradar mucho margen de maniobra a ladefensa.

 —¿Y el análisis farmacológico? —  preguntó Strike, y volvió a pensar en lacorpulencia de Quine y en la dificultadde manejar un cuerpo tan grande.

 —Bueno, es posible que estuvieradrogado —concedió Anstis—. Todavía

 

no tenemos los resultados de los análisisde sangre, y también estamos analizandoel contenido de las botellas de la cocina.Pero… —Se terminó la cerveza y con ufloreo dejó el vaso en la mesa—. Cabela posibilidad de que Quine facilitaralas cosas al asesino de otra manera. Legustaba que lo ataran. Ya me entiendes,uegos sexuales.

 —¿Cómo lo sabes? —Por la amante —contestó Anstis

 —. Kathryn Kent. —¿Has hablado con ella? —Sí. Hemos encontrado a un taxista

que recogió a Quine a las nueve en puntoel día cinco, a un par de calles de scasa, y lo dejó en Lillie Road.

 

 —Justo al lado de Stafford CrippsHouse —dijo Strike—. Así que fuedirectamente de Leonora a la amante,¿no?

 —No, no exactamente. Kent estabafuera, había ido a visitar a una hermanasuya que estaba muriéndose; lo hemoscomprobado: pasó la noche en laresidencia. Dice que llevaba un mes siverlo, pero lo curioso es que no tuvoningún reparo en hablar de su vidasexual.

 —¿Le pediste detalles? —Tuve la impresión de que creía

que sabíamos más de lo que en realidadsabemos. Me los dio ella sin insistir mucho.

 

 —Eso da que pensar —dijo Strike —. A mí me dijo que no había leído

ombyx Mori… —A nosotros también. —… pero, en el libro, su personaje

ata al héroe y lo agrede. A lo mejor Kathryn Kent pretendía dejar constanciade que ella ata a la gente para tener relaciones sexuales, y no para torturar nimatar. ¿Y la copia del manuscrito que,según Leonora, Quine se llevó con él?¿Todas las notas y las cintas de esamáquina de escribir vieja? ¿Haaparecido?

 —No. Hasta que descubramos siQuine estuvo en algún otro sitio antes deir a Talgarth Road, supondremos que

 

todo eso se lo llevó el asesino. En lacasa no había nada, excepto un poco decomida y bebida en la cocina, y ucolchón de camping y un saco de dormir en un dormitorio. Por lo visto, Quinedormía allí. También habían echadoácido clorhídrico en esa habitación,incluso por encima de la cama de Quine.

 —¿No hay huellas dactilares?¿Pisadas? ¿Pelos, barro?

 —No, nada. Todavía tenemos agente trabajando en la casa, pero elácido lo ha borrado todo. Nuestroshombres han de usar mascarilla para quelos vapores no les destrocen la garganta.

 —¿Alguien, aparte de ese taxista, haadmitido haber visto a Quine después de

 

su desaparición? —No, nadie lo vio entrar en Talgart

Road, pero la vecina del número cientoochenta y tres jura haber visto salir aQuine de la casa a las dos de lamadrugada del día seis. La vecinaregresaba después de asistir a una fiestade la noche de las hogueras.

 —Estaba oscuro y ella estaba dos puertas más allá… ¿Qué vio,exactamente?

 —La silueta de una figura alta, cocapa y una bolsa de viaje.

 —Una bolsa de viaje —repitióStrike.

 —Así es. —¿Se metió la figura con la capa e

 

un coche? —No, se alejó caminando hasta

 perderse de vista, aunque evidentementecabe la posibilidad de que hubiera ucoche aparcado a la vuelta de laesquina.

 —¿Alguien más? —Un vejete de Putney jura haber 

visto a Quine el día ocho. Llamó a lacomisaría de su barrio y lo describiócon mucho detalle.

 —¿Qué hacía Quine? —Comprar libros en Bridlington, la

librería donde trabaja ese tipo. —¿Es un testigo de fiar? —Bueno, es mayor, pero afirma que

recuerda qué compró Quine, y la

 

descripción física es correcta. Tambiétenemos a una mujer que vive en los pisos de enfrente del escenario delcrimen y afirma haberse cruzado coMichael Fancourt delante de la casa,también el día ocho por la mañana. Esese escritor cabezudo, ¿lo conoces? Esfamoso.

 —Sí, ya sé. —La testigo dice que volvió la

cabeza y se quedó mirándolo porque lohabía reconocido.

 —Y él… ¿solo pasaba por delantede la casa?

 —Eso afirma la mujer. —¿Alguien ha hablado con Fancourt

 para comprobarlo?

 

 —Está en Alemania, pero dice queno tiene inconveniente en colaborar conosotros cuando vuelva. Su agente nosha dado todo tipo de facilidades.

 —¿Alguna otra actividadsospechosa cerca de Talgarth Road?¿Hay imágenes de cámaras de vídeo?

 —La única cámara que hay estáenfocada de tal modo que no aparece lacasa, solo se ve el tráfico. Pero meestaba guardando lo mejor para el final:tenemos a otro vecino, de la otra acera,cuatro puertas más abajo, que asegurahaber visto a una mujer gorda con burkaentrando en la casa la tarde del díacuatro, con una bolsa de plástico decomida halal   para llevar. Dice que se

 

fijó porque la casa llevaba muchotiempo vacía. Según él, la mujer estuvouna hora dentro y luego se marchó.

 —¿Y está seguro de que era la casade Quine?

 —Eso dice. —¿Y la mujer tenía llave? —Por lo visto, sí. —Un burka —repitió Strike—. Hay

que joderse. —Yo no me fiaría mucho de su vista;

lleva unas gafas con los cristales muygruesos. Me dijo que no sabía que en scalle viviera ningún musulmán y que por eso le llamó la atención.

 —Así que, al parecer, Quine fuevisto dos veces desde que dejó a s

 

mujer: el día seis de madrugada, y elocho, en Putney.

 —Sí —confirmó Anstis—, pero yono pondría demasiadas esperanzas eninguna de las dos informaciones, Bob.

 —Crees que murió la misma nochede su desaparición —dijo Strike; no eratanto una pregunta como una afirmación,  el policía hizo una señal afirmativa

con la cabeza. —Underhill también lo cree. —¿No hay rastro del cuchillo? —No, nada. El único cuchillo que

había en la cocina estaba muydesafilado, uno normal y corriente.Desde luego, no habría servido para esatarea.

 

 —¿Quién tiene llave de la casa, quenosotros sepamos?

 —Tu clienta —respondió Anstis—,evidentemente. Quine también debía detener una. Fancourt tiene dos, nos lo dijo por teléfono. Los Quine le prestaron unaa su agente, que se encargó desupervisar unas reparaciones; ellaasegura que la devolvió. Y el vecino deal lado tiene otra para poder entrar si pasa algo.

 —¿Y no se le ocurrió entrar cuandoempezó a oler tan mal?

 —El vecino del otro lado sí pasóuna nota por debajo de la puerta paraquejarse del olor, pero el que tiene lallave se marchó hace dos semanas para

 

 pasar dos meses en Nueva Zelanda.Hemos hablado por teléfono con él. Laúltima vez que entró en la casa fue emayo: recogió un par de paquetesmientras trabajaban allí unos operarios ylos dejó en el recibidor. La señoraQuine no ha sabido precisar a quién más podrían haberle prestado una llave a lolargo de los años.

»Un poco rara la señora Quine, ¿no? —aprovechó para añadir Anstis.

 —No lo había pensado —mintióStrike.

 —¿Sabías que los vecinos la oyero perseguir a Quine la noche en quedesapareció?

 —No, no lo sabía.

 

 —Pues sí. Salió de la casacorriendo detrás de él y chillando. Losvecinos dicen que gritaba: «¡Sé adóndevas, Owen!» —Anstis observaba coatención a Strike.

 —Bueno, ella creía saberlo —dijoeste, encogiéndose de hombros—. Creíaque iba a Bigley Hall, un retiro paraescritores del que le había habladoChristian Fisher.

 —Se niega a salir de la casa. —Tiene una hija con discapacidad

mental que nunca ha dormido en ningúotro sitio. ¿Puedes imaginarte a Leonoramaniatando a Quine?

 —No —admitió Anstis—, perosabemos que le ponía cachondo que lo

 

ataran, y dudo que después de treinta ytantos años de matrimonio ella no losupiera.

 —¿Crees que discutieron, que ellalo siguió y le propuso practicar un pocode bondage?

Anstis rio un poco de formatestimonial y dijo:

 —Las cosas no pintan nada bie para ella, Bob. Una esposa furiosa collave de la casa, acceso temprano almanuscrito, móvil de sobra si sabía lode la amante, y más si se había planteado la posibilidad de que Quinelas dejara a ella y a su hija para irse coKent. Que cuando dijo «Sé adónde vas»se refiriera a ese retiro para escritores y

 

no a la casa de Talgarth Road lo diceella.

 —Visto así, parece convincente — reconoció Strike.

 —Pero tú no crees que haya sidoella.

 —Es mi clienta. Me paga para quese me ocurran alternativas.

 —¿Te ha dicho dónde trabajaba? — le preguntó Anstis con aire de quien sedispone a sacarse un as de la manga—.¿Cuando vivía en Hay-on-Wye, antes decasarse?

 —No —respondió Strike con ciertaaprensión.

 —En la carnicería de su tío.El detective oyó a Timothy

 

Cormoran Anstis al otro lado de la puerta del estudio: bajaba ruidosamentela escalera, chillando como ucondenado por alguna nueva frustración.Por primera vez desde que lo conocía,sintió verdadera empatía por el crío.

 

24

Todas las personas distinguidasmienten. Además, vos sois una mujer; nodebéis decir jamás lo que pensáis…

WILLIAM CONGREVE,  Love for Love

Esa noche, Strike tuvo sueños extraños ydesagradables, alimentados por elconsumo de Doom Bar y lasconversaciones sobre sangre, ácido ymoscardas.

Charlotte estaba a punto de casarse, Strike corría hacia una fantasmagórica

 

catedral gótica; corría con dos piernasenteras y completamente operativas, porque sabía que ella acababa de dar aluz a un hijo suyo y tenía que verlo, teníaque salvarlo. Y allí estaba, en aquelespacio inmenso, oscuro y vacío, solaante el altar, embutida en un vestido denoche de color rojo sangre; y en otrositio, fuera del alcance de su mirada,quizá en una fría sacristía, yacía s bebé, desnudo, desvalido y abandonado.

 —¿Dónde está? —preguntaba Strike. —No lo verás. Tú no lo querías.

Además, tiene algún problema —decíaella.

Él temía lo que podía ver si iba a buscar al bebé. El novio de Charlotte no

 

aparecía por ninguna parte, pero ellaestaba preparada para la boda, con elrostro oculto tras un tupido veloescarlata.

 —Déjalo, es horrible —decía ellacon frialdad; lo apartaba y, sola, sealejaba del altar y recorría el pasillohacia el lejano portal—. ¡Seguro que lotocarías! —le gritaba por encima delhombro—. No quiero que lo toques. Yalo verás cuando sea el momento. Habráque anunciarlo —añadía, y su voz ibadesvaneciéndose mientras ella seconvertía en un destello rojo quedanzaba en el arco de luz que entraba por la puerta abierta— en los periódicos…

 

De pronto, se despertó en la penumbra de la mañana. Tenía la bocaseca y le dolía la rodilla pese a haber descansado toda la noche, lo que no presagiaba nada bueno.

Esa noche, el invierno habíadescendido sobre Londres como uglaciar. La cara exterior de la ventanadel ático estaba helada, y en lashabitaciones, con las puertas y ventanasmal ajustadas y sin ningún aislamiento bajo el tejado, la temperatura habíacaído en picado.

Strike se levantó y cogió un jerseyque había dejado a los pies de la cama.Cuando se disponía a encajarse la prótesis vio que, como consecuencia de

 

aquel viaje de ida y vuelta a Greenwich,tenía la rodilla hinchadísima. El agua dela ducha tardaba más de la cuenta ecalentarse; Strike subió el termostato, pues no quería ni pensar en el frío que pasaría si se congelaban los desagües yreventaba alguna tubería, ni en la facturadel fontanero. Después de secarse, buscó sus viejas vendas de deporte en lacaja correspondiente del rellano paravendarse la rodilla.

Ya sabía, ahora sí, cómo se habíaenterado Helly Anstis de los planes de boda de Charlotte. Parecía que sehubiera pasado toda la noche dándolevueltas de lo claro que lo tenía. Era taestúpido que no se le había ocurrido

 

antes, pero su subconsciente ya lo sabía.Una vez duchado, vestido y

desayunado, bajó a la oficina. Echó uvistazo por la ventana de su despacho yvio que aquel frío cortante habíadisuadido al grupito de periodistas queel día anterior habían esperado en vanosu regreso. La aguanieve tamborileabaen los cristales cuando salió a larecepción y se acercó al ordenador deRobin. Allí, en el motor de búsqueda,tecleó: «charlotte campbell jago ross boda».

Los resultados aparecieron con unarapidez despiadada.

Tatler, diciembre de 2010:

 

Charlotte Campbell, laprotagonista de nuestraportada, habla de su boda conel futuro vizconde de Croy…

 — Tatler  —dijo Strike en voz alta.Si conocía la existencia de esa

revista, era solo porque sus páginas desociedad estaban llenas de amigos deCharlotte. A veces, ella la compraba yse ponía a leerla ostentosamente delantede Strike, haciendo comentarios sobrehombres con los que se había acostadoalguna vez o a cuyas fiestas emansiones había asistido.

Y ahora Charlotte era la chica de portada del número de Navidad.

 

Incluso vendada, su rodilla protestóal tener que soportar su peso por laescalera metálica y salir a la calle bajola aguanieve. Ante el mostrador delquiosco se había formado una colamatutina. Strike echó un vistazo, cocalma, al estante de las revistas:estrellas de telenovela en las baratas yestrellas de cine en las caras; losejemplares de diciembre estaban casiagotados, pese a que aún no habíaterminado noviembre. Emma Watsovestida de blanco en la portada deVogue  («Número dedicado a lassuperestrellas»); Rihanna, de rosa, e

arie Claire  («Número dedicado alglamur»); y en la de Tatler …

 

El cutis claro y perfecto, el pelonegro apartado de la cara, los pómulosmarcados y los grandes ojos color avellana, moteados como una manzanareineta. Dos diamantes enormescolgando de los lóbulos de las orejas yun tercero en la mano, suavementeapoyada en la mejilla. Un martillazosordo en el corazón, absorbido sin elmás leve signo externo. Strike cogió larevista (la última que quedaba en elestante), pagó y volvió a Denmark Street.

Eran las nueve menos veinte. Seencerró en su despacho, se sentó a lamesa y se puso la revista delante.

 

¡IN-CROY-BLE! CharlotteCampbell, de adolescenterebelde a futura vizcondesa.

El titular estaba superpuesto en elcuello de cisne de Charlotte.

Era la primera vez que Strike lamiraba desde que en aquel mismodespacho ella le había clavado las uñasen la cara y había huido de él pararefugiarse en los brazos delexcelentísimo Jago Ross. Supuso quedebían de retocar todas las fotografías.El cutis de Charlotte no podía ser taimpecable, ni el blanco de sus ojos ta puro; pero no habían exagerado nadamás: ni su exquisita estructura ósea ni el

 

tamaño del diamante que llevaba en eldedo (de eso estaba seguro).

Con calma, buscó el sumario y acontinuación el artículo de las páginasinteriores. Había una fotografía a doble página de Charlotte, muy delgada, coun vestido plateado largo hasta el suelo, plantada en medio de una larga galeríacon tapices en las paredes, y, a su lado,apoyado en una mesa de juego y con airede zorro ártico disoluto, aparecía JagoRoss. Más fotografías en las páginassiguientes: Charlotte sentada en unacama antigua con dosel, riendo con lacabeza echada hacia atrás y la blancacolumna de su cuello surgiendo de la blusa impecable de color marfil;

 

Charlotte y Jago con vaqueros y botas degoma, paseando cogidos de la mano por el parque frente a su futura casa, con dosack russell detrás; Charlotte despeinada

en el torreón del castillo, mirando por encima del hombro cubierto con el tartádel clan del vizconde.

Sin duda, Helly Anstis habíaconsiderado que esas cuatro librasestaban muy bien empleadas.

El 4 de diciembre de este año, en lacapilla del siglo XVII  del Castillo deCroy (NUNCA «palacete de Croy»: a lafamilia no le gusta esa denominación),se celebrará la primera boda en más deun siglo. Charlotte Campbell, la

 

imponente hija de Tula Clermont, it girlde los años sesenta, y del presentador yteórico de la telecomunicación AnthonyCampbell, contraerá matrimonio con elexcelentísimo Jago Ross, heredero delcastillo y de los títulos de su padre,entre los cuales el principal es el devizconde de Croy.

La futura vizcondesa ha suscitadocierta polémica tras conocerse sinminente incorporación a la familiaRoss de Croy, pero Jago desmiente entrerisas que haya nadie de los suyos que noesté encantado de acoger a laexadolescente rebelde en el seno de saristocrática familia escocesa.

«La verdad es que mi madre siempre

 

abrigó esperanzas de que nos casáramos —explica—. Fuimos novios en Oxford, pero supongo que éramos demasiado

óvenes… Volvimos a encontrarnos eLondres… Ambos acabábamos de poner fin a sendas relaciones…»

¿Ah, sí?  —pensó Strike— . ¿Ambos

acababais de poner fin a sendas

relaciones? ¿O estabas follándotela al 

mismo tiempo que yo, y ella no sabía de

cuál de los dos era el hijo que temía

llevar en el vientre? Cambió las fechas

ara cubrir cualquier eventualidad,

ara mantener abiertas todas las

osibilidades…

 

[…] saltó a los titulares en suventud al desaparecer de Bedales

durante siete días, lo que puso emarcha una búsqueda a nivel nacional[…] ingresada en un programa dedesintoxicación a los veinticinco años[…]

«Todo eso es agua pasada. Hay quemirar hacia delante —dice Charlottealegremente—. He tenido una juventudmuy divertida, pero ha llegado elmomento de sentar la cabeza y, para ser sincera, ya era hora.»

¿Divertida? ¿En serio?  —le preguntó Strike a su deslumbrante retrato —. ¿Fue divertido subirte a aquel 

 

tejado y amenazar con tirarte? ¿Fue

divertido llamarme desde aquel 

hospital psiquiátrico y suplicarme que

te sacara de allí?

Ross, recién salido de undivorcio complicado que hatenido muy ocupados a loscolumnistas de cotilleos […]«Ojalá hubiéramos podido llegar a un acuerdo sin queintervinieran los abogados»,dice […] «¡Estoy deseandoconvertirme en madrastra!»,afirma Charlotte, radiante […]

 

(«Si tengo que pasar una noche máscon los mocosos de los Anstis, Corm, teuro por Dios que le rompo la crisma a

uno.» Y en el jardín trasero de la casade Lucy, viendo jugar al fútbol a lossobrinos de Strike: «¿Por qué son tacapullos estos niños?» La cara de Lucycuando lo oyó…)

Y su nombre (lo vio enseguida,como si hubiera saltado de la página):

[…] incluida unasorprendente aventura con el hijomayor de Jonny Rokeby,Cormoran Strike, quien el año pasado saltó a los titulares […]

 

«… una sorprendente aventura coel hijo mayor de Jonny Rokeby…»

«… el hijo mayor de JonnyRokeby…»

Cerró la revista con un bruscomovimiento reflejo y la tiró a la papelera.

Dieciséis años, con variasinterrupciones. Dieciséis años detortura, locura y momentos de éxtasisesporádicos. Y entonces (después deque ella lo abandonara muchas veces yse arrojara a los brazos de otroshombres como otras mujeres searrojaban a la vía del tren) él la habíaabandonado a ella. Al hacerlo, había pasado el Rubicón, y eso era

 

imperdonable, porque se suponía que éldebía mantenerse siempre firme comouna roca para que ella pudiera dejarlo yregresar a su antojo; no debía pestañear,ni rechistar, ni desistir. Pero la noche eque Strike le exigió a Charlotte que leaclarara aquella maraña de embustesque le había contado sobre el embarazo,la noche en que ella se puso histérica yfuriosa, Strike dio el paso definitivo ysalió por la puerta, y tras él, un cenicerovolando.

Todavía tenía el ojo morado cuandoella anunció su compromiso con Ross.Había tardado apenas tres semanas, porque solo conocía una forma dereaccionar al dolor: herir ta

 

intensamente como fuera posible alofensor, sin pensar en las consecuenciasque eso pudiera acarrearle a ella. Y eel fondo, por mucho que sus amigosconsideraran que se pasaba dearrogante, él sabía que las fotografías deTatler   y la descalificación de srelación con él en los términos que másdaño podían hacerle a Strike (le parecíaoírla deletreándoselo a la revista desociedad: «es hijo de Jonny Rokeby»), olo del puto Castillo de Croy… todo eso,todo, lo hacía solo para herirlo, porquequería que él lo viera, se arrepintiera yse compadeciera. Ella sabía muy biedónde estaba metiéndose; le habíahablado a Strike del alcoholismo y la

 

violencia mal disimulados de Ross, delos que ella tenía conocimiento a travésde la red de cotilleos de la altasociedad, que la había mantenidoinformada a lo largo de tantos años.Recordaba a Charlotte riéndose,contenta de haberse salvado de milagro.Riéndose.

Autoinmolación en traje de gala.«Mira cómo ardo, Bluey.» Faltaban diezdías para la boda, y si de algo habíaestado seguro Strike alguna vez en svida era de que si llamaba en ese preciso momento a Charlotte y le proponía «Escápate conmigo», ellaaceptaría, incluso después de aquellasescenas tan desagradables, de las cosas

 

horribles que ella le había llamado, delas mentiras, el caos y las toneladas de basura bajo las que su relación habíaacabado quebrándose. Huir era su razóde ser, y él siempre había sido sdestino favorito, la libertad y laseguridad combinadas; se lo había dichoen repetidas ocasiones después de peleas en las que, si las heridasemocionales mataran, ambos serían yacadáveres: «Te necesito. Lo eres todo para mí, ya lo sabes. Eres el único coquien me he sentido segura, Bluey.»

Oyó abrirse y cerrarse la puerta devidrio que daba al rellano y los ruidosfamiliares de Robin, quitándose lagabardina y llenando el hervidor de

 

agua, que anunciaban su presencia en laoficina.

El trabajo siempre había sido lasalvación de Strike. Charlotte odiaba lafacilidad con que él pasaba de escenasviolentas y descabelladas, de laslágrimas de ella, sus súplicas y susamenazas, a sumergirse por completo eun caso. Nunca había logrado impedirleque se pusiera el uniforme y volviera altrabajo, nunca había conseguidoobligarlo a dejar una investigación.Deploraba su lealtad al Ejército, sconcentración, su capacidad paraahuyentarla de su pensamiento; lointerpretaba como una traición, uabandono.

 

De pronto, esa fría mañana deinvierno, sentado en su despacho con lafotografía de Charlotte en la papelera, asu lado, Strike lamentaba no tener órdenes que cumplir, un caso en elextranjero, la obligación de pasar unatemporada en otro continente. Estabaharto de perseguir a maridos y noviasinfieles, y de meterse en los mezquinoslitigios de empresarios deshonestos.Solo había una cosa comparable coCharlotte por la fascinación que ejercíasobre él: la investigación de una muerteviolenta.

 —Buenos días —dijo al salir a larecepción, donde Robin ya preparabados tazas de té—. Tendremos que

 

tomárnoslo deprisa. Salimos. —¿Adónde? —preguntó ella,

sorprendida; vio resbalar por loscristales de las ventanas la aguanieveque, hacía solo un momento, le habíaazotado la cara cuando se apresuraba por las aceras resbaladizas, ansiosa por entrar en el edificio.

 —Tengo cosas que hacer relacionadas con el caso Quine.

Era mentira. La policía se habíaapoderado del caso; ¿qué podía hacer élque no estuvieran haciendo ellos, ymejor? Y sin embargo, en el fondo sabíaque Anstis carecía del olfato para loraro y lo retorcido que en esta ocasióiba a hacer falta para dar con el asesino.

 

 —Tienes a Caroline Ingles a lasdiez.

 —Mierda. Bueno, lo aplazaré.Resulta que los forenses calculan queQuine murió muy poco después dedesaparecer.

Bebió un sorbo de té, fuerte ycaliente. Hacía tiempo que Robin no loveía tan decidido.

 —Eso nos lleva a centrar nuestraatención en las primeras personas quetuvieron acceso al manuscrito. Quieroaveriguar dónde vive cada una, y siviven solas. Luego echaremos un vistazoa sus casas. Veremos si habría sidodifícil entrar y salir cargado con una bolsa llena de intestinos. Y si dispone

 

de algún sitio donde enterrar o quemar  pruebas.

 No era gran cosa, pero era lo únicoque podía hacer ese día, y estabaansioso por hacer algo.

 —Vienes conmigo —añadió—. A tise te dan muy bien estas cosas.

 —Ah, ¿quieres que haga de Watson? —preguntó ella, fingiendo indiferencia.La rabia con que había salido delCambridge el día anterior aún no sehabía consumido del todo—. Podemosver las casas en internet. Basta co buscarlas en Google Earth.

 —Eso, buena idea —replicó Strike —. ¿Para qué inspeccionarlas in situ si podemos mirar fotografías antiguas?

 

 —No, si a mí no me importa… — dijo ella, dolida.

 —Muy bien. Voy a cancelar la citacon Ingles. Mientras, busca en internetlas direcciones de Christian Fisher,Elizabeth Tassel, Daniel Chard, JerryWaldegrave y Michael Fancourt. Nosacercaremos a Clem Attlee Court yecharemos otro vistazo pensandotambién en la ocultación de pruebas; por lo que vi a oscuras, había muchos cubosde basura y matorrales. Ah, y llama a lalibrería Bridlington de Putney. Megustaría hablar con ese anciano queasegura haber visto a Quine allí el díaocho.

Volvió a entrar en su despacho, y

 

Robin se sentó frente a su ordenador. La bufanda que acababa de colgar todavíagoteaba en el suelo, pero no leimportaba. El recuerdo del cadáver mutilado de Quine seguía persiguiéndola, pero la dominaba elimpulso (que ocultaba a Matthew comosi se tratara de un secreto imperdonableo vergonzoso) de averiguar más cosas,de averiguarlo todo.

Lo que la enfurecía era que Strike, precisamente el más capacitado paraentenderlo, no viera en ella lo mismoque ardía en él de forma tan evidente.

 

25

Así sucede cuando un hombre esignorante y servicial, presta serviciossin saber la razón…

BEN JONSON,  Epicoene, or The Silent 

Woman

Salieron de la oficina y, de pronto,empezaron a caer livianos copos denieve. Robin había anotado en steléfono varias direcciones sacadas deun directorio en internet. Strike queríaempezar por volver a Talgarth Road, así

 

que ella le mostró los resultados de sus búsquedas en el teléfono mientrasviajaban de pie en un vagón de metroque, hacia el final de la hora punta, iballeno pero no abarrotado. El olor a lanamojada, suciedad y Gore-Tex lesimpregnaba la nariz mientras hablaban,sujetándose a la misma barra que tresmochileros italianos de aspectoatribulado.

 —El anciano de la librería está devacaciones —dijo Robin—. Vuelve ellunes que viene.

 —Vale, pues lo dejamos para másadelante. ¿Qué hay de nuestrossospechosos?

Ella arqueó una ceja al oír esa

 

 palabra, pero contestó: —Christian Fisher vive en Camde

con una mujer de treinta y dos años.¿Crees que será su novia?

 —Es probable. Y eso es uinconveniente. Nuestro asesinonecesitaba paz y tranquilidad paradeshacerse de la ropa manchada desangre, por no mencionar los intestinoshumanos. Busco un sitio en el que se pueda entrar y salir sin ser visto.

 —Bueno, he encontrado fotografíasdel edificio en Google Street View — dijo Robin, un tanto desafiante—. El piso comparte entrada con otros tres.

 —Y está lejísimos de Talgarth Road. —Pero en realidad tú no crees que

 

haya sido Christian Fisher, ¿verdad? —  preguntó Robin.

 —Me sorprendería mucho —admitióStrike—. Apenas conocía a Quine, y noaparece en el libro. Lo dudo.

Se apearon en Holborn, y Robin,muy diplomática, redujo el paso paraadaptarse al de Strike, sin hacer comentarios sobre su cojera ni sobrecómo utilizaba la parte superior delcuerpo para impulsarse hacia delante.

 —¿Y Elizabeth Tassel? —preguntóél, mientras andaban.

 —Vive sola, en Fulham PalaceRoad.

 —Muy bien. Vayamos a echar uvistazo, a ver si tiene parterres de flores

 

recientemente cavados. —¿De todo eso no se encarga la

 policía? —preguntó Robin.Strike frunció el ceño. Para nada se

le escapaba que él era un chacal quemerodeaba por la periferia del caso, cola esperanza de que los leones seolvidaran algún trocito de carne ealgún hueso pequeño.

 —Puede que sí —dijo— y puedeque no. Anstis cree que lo hizo Leonora,  no cambia de opinión con facilidad;

me consta, trabajé con él en un caso eAfganistán. Por cierto, hablando deLeonora —añadió como de pasada—,Anstis ha descubierto que trabajó en unacarnicería.

 

 —Mierda —dijo Robin.Strike sonrió. En momentos de

tensión, a Robin se le notaba más elacento de Yorkshire.

Tomaron un tren de la línea dePiccadilly, que iba mucho más vacío,hasta Barons Court; Strike, aliviado, sedejó caer en un asiento.

 —Jerry Waldegrave vive con smujer, ¿no? —le preguntó a Robin.

 —Sí, suponiendo que se llameFenella. En Hazlitt Road, Kensington.En el sótano vive una tal JoannaWaldegrave…

 —Es su hija —se adelantó Strike—.Una novelista en ciernes. Estaba en lafiesta de Roper Chard. ¿Y Daniel

 

Chard? —En Sussex Street, Pimlico, con una

 pareja: Nenita y Manny Ramos. —Con esos nombres han de ser 

empleados domésticos. —Y también tiene una casa e

Devon: Tithebarn House. —Que debe de ser donde está ahora

atrapado con la pierna rota. —Fancourt no sale en el directorio

 —terminó Robin—, pero en internet haymuchísima información biográfica sobreél. Tiene una casa isabelina en lasafueras de Chew Magna. Se llamaEndsor Court.

 —¿Chew Magna? —Está en Somerset. Vive allí con s

 

tercera esposa. —Nos queda un poco lejos para ir 

hoy —dijo Strike, contrariado—. ¿Notiene ningún apartamento de solterocerca de Talgarth Road donde haya podido guardar tripas en el congelador?

 —Que yo sepa, no. —Entonces, ¿dónde se quedaba a

dormir cuando venía a visitar elescenario del crimen? ¿O tenía que ir yvolver el mismo día cada vez que se ponía nostálgico?

 —Suponiendo que haya sido él. —Sí, suponiendo que haya sido él.

también está Kathryn Kent. Bueno,sabemos dónde vive y que vive sola.Según Anstis, a Quine lo dejó un taxi

 

cerca de su casa la noche del día cinco, pero ella no estaba. A lo mejor el autor no se acordó de que Kathryn había ido avisitar a su hermana —caviló Strike—, a lo mejor, al no encontrarla, se fue a

Talgarth Road. Ella pudo volver de laresidencia y encontrarse con él allí.Después iremos a echar un vistazo a scasa.

Mientras viajaban hacia el oeste,Strike le contó a Robin que había variostestigos que aseguraban haber visto auna mujer con burka entrando en la casael 4 de noviembre, y a Quine saliendo a primera hora del día 6.

 —Pero uno de los dos, o ambos, podrían equivocarse o mentir — 

 

concluyó. —Una mujer con burka. ¿Crees que

ese vecino podría ser un islamófobochiflado? —preguntó Robitímidamente.

Trabajando para Strike habíadescubierto la variedad y la intensidadde las fobias y los rencores que hastaentonces ella ignoraba que podíaalbergar la gente. La oleada de publicidad posterior a la solución delcaso Landry había hecho llegar a lamesa de Robin varias cartas cuyocontenido iba de lo chistoso a loinquietante.

Estaba el hombre que le suplicaba aStrike que dedicara su talento,

 

evidentemente considerable, a investigar el monopolio ejercido por la comunidadudía internacional sobre el sistema

 bancario mundial, un servicio por el quelamentaba no poder pagarle, pero por elque no tenía ninguna duda de que eldetective recibiría un amplioreconocimiento. Una joven le habíaescrito una carta de doce páginas desdela planta de alta seguridad de u psiquiátrico para rogarle que la ayudaraa demostrar que todos los miembros desu familia habían desaparecido y habíasido sustituidos por impostoresidénticos. Otro corresponsal(desconocía si hombre o mujer) le pedíaa Strike que lo ayudara a desenmascarar 

 

una campaña nacional de vejacionessatánicas que le constaba que estaballevándose a cabo a través de lasoficinas del Servicio de Atención alCiudadano.

 —Podrían ser unos chiflados — concedió él—. A los chiflados lesencantan los asesinatos. A lo mejor essolo porque si dicen tener informacióde un asesinato, les hacen caso.

Una joven que llevaba hiyab losobservaba desde uno de los asientos deenfrente. Tenía unos ojos enormes ydulces, de un castaño brillante.

 —Suponiendo que sea cierto que eldía cuatro alguien entró en la casa, deboadmitir que ponerse un burka es una

 

forma estupenda de entrar y salir sin ser reconocido. ¿Se te ocurre alguna otraforma de ocultar por completo la cara yel cuerpo sin suscitar recelos?

 —Llevaba una bolsa de comida,¿no? Comida halal .

 —Se supone que sí. ¿Sería halal   laúltima comida de Quine? ¿Por eso sellevó las tripas el asesino?

 —Y a esa mujer… —También podría ser un hombre. —… ¿no la vieron salir de la casa al

cabo de una hora? —Eso dijo Anstis. —Entonces, ¿no se quedó escondida

esperando a Quine? —No, pero a lo mejor se entretuvo

 

allí poniendo la mesa —dijo Strike, yRobin hizo una mueca.

La joven del hiyab se apeó eGloucester Road.

 —Me extrañaría mucho que hubieracámaras de televisión en una librería — se lamentó Robin.

Desde el caso Landry, le interesabamucho las cámaras de circuito cerradode televisión.

 —Si las hubiera, Anstis lo habríacomentado —concedió Strike.

Salieron del metro en Barons Court.evaba otra vez. Strike guio a Robi

hacia Talgarth Road; ambos iban con losojos entornados para protegerse deaquellos copos esponjosos. El detective

 

volvió a echar de menos su bastón.Cuando le dieron el alta del hospital,Charlotte le había regalado uno antiguode caña, muy elegante, quesupuestamente había pertenecido a uabuelo suyo. El bastón, muy bonito, erademasiado corto para Strike y loobligaba a inclinarse hacia la derecha alcaminar. Sin embargo, cuando Charlottele preparó los objetos personales paraque se los llevara de su piso, no incluyóel bastón.

En cuanto se acercaron a la casa, sedieron cuenta de que los forensestodavía estaban trabajando en el número179. La entrada estaba acordonada cocinta policial, y fuera había una mujer 

 

 policía montando guardia, con los brazos cruzados para defenderse delfrío. Al verlos acercarse volvió lacabeza; miró fijamente a Strike y entornólos ojos.

 —Señor Strike —lo saludó co brusquedad.

En el umbral había un agente de paisano pelirrojo hablando con alguieque estaba dentro de la casa; se volviórápidamente, vio al detective y seapresuró a bajar los resbaladizosescalones.

 —Buenos días —lo saludó Strikecon desenvoltura.

Robin se debatía entre la admiració por su descaro y el temor, pues sentía u

 

respeto innato por los representantes dela ley.

 —¿Qué hace otra vez aquí, señor Strike? —preguntó en tono empalagosoel policía pelirrojo. Miró de arribaabajo a Robin, de una forma que ellaencontró vagamente ofensiva—. No puede entrar en esta casa.

 —Lástima —replicó Strike—.Entonces tendremos que contentarnoscon pasear por el perímetro.

Sin prestar atención a los agentes,que observaban cada uno de susmovimientos, el detective pasó cojeandoa su lado, fue hasta el número 183, abrióla cancela y se acercó a los escalones dela puerta. A Robin no se le ocurrió otra

 

cosa que seguirlo; lo hizo con timidez,consciente de las miradas clavadas en sespalda.

 —¿Qué estamos haciendo? — murmuró cuando llegaron bajo la protección del voladizo de ladrillo,donde la policía ya no podía verlos.

La casa parecía vacía, pero a Robile preocupaba que pudiera haber alguiea punto de abrir la puerta.

 —Averiguar si la mujer que viveaquí pudo ver a una figura con capasaliendo del número ciento setenta ynueve, cargada con una bolsa de viaje, alas dos de la madrugada —contestóStrike—. ¿Y sabes qué? Creo que sí pudo, a menos que esa farola estuviera

 

estropeada. Vale, probemos en el otrolado.

»Hace fresco, ¿verdad? —comentóel detective a la agente ceñuda y a scompañero, al volver a pasar ante elloscon Robin—. Cuatro puertas más abajo,o eso me dijo Anstis —le susurró a ssecretaria—. Debe de ser el cientosetenta y uno.

Strike fue hasta los escalones de laentrada, con Robin detrás.

 —Mira, creía que a lo mejor sehabía equivocado de casa, pero delantedel ciento setenta y siete está esecontenedor rojo. La figura del burkahabría subido los escalones justo detrásdel contenedor, y habría sido fácil

 

distinguir…Se abrió la puerta de la casa. —¿Qué desea? —preguntó co

educación un hombre con gafas decristales gruesos.

Strike iba a disculparse alegandoque se había equivocado de casa cuandoel agente de policía pelirrojo gritó algoincomprensible desde la acera frente alnúmero 179. Como nadie le respondió, pasó por encima de la cinta policial queimpedía acceder a la propiedad y echó acorrer hacia ellos.

 —¡Este hombre no es policía! — gritó, sin que viniera a cuento,señalando a Strike.

 —No me ha dicho que lo sea — 

 

replicó el hombre con gafas, con ciertasorpresa.

 —Bueno, creo que ya hemosterminado aquí —le dijo Strike a Robin.

 —¿No te preocupa lo que dirá tamigo Anstis cuando se entere de que tededicas a merodear por el escenario delcrimen? —preguntó ella mientrasvolvían a la estación de metro, ansiosa por alejarse del escenario del crimen,aunque se lo estaba pasando bien.

 —No creo que le guste —admitióStrike, buscando con la mirada cámarasde circuito cerrado televisión—, perono me pagan para hacer feliz a Anstis.

 —Pero tuvo el detalle de compartir contigo la información de los forenses

 

 —le recordó Robin. —Eso lo hizo con la intención de

apartarme del caso. Él cree que todoapunta a Leonora. Y lo malo es que, demomento, todo apunta a ella.

Había mucho tráfico, y lo controlabauna sola cámara, según pudo comprobar Strike, pero había muchas callessecundarias que partían de la principal y por las que una persona con la capatirolesa de Quine, o con un burka, podríaescabullirse sin que nadie laidentificara.

El detective compró dos cafés parallevar en el Metro Café de la estación deBarons Court; luego volvieron a pasar  por el vestíbulo de color verde guisante

 

 se dirigieron hacia West Brompton.

 —Lo que debes recordar —dijo Strike,de pie en la estación de Earl’s Court,mientras esperaban para hacer transbordo; Robin se fijó en que eldetective cargaba todo su peso en la pierna buena— es que Quinedesapareció el día cinco. La noche delas hogueras.

 —¡Claro! —exclamó ella. —Destellos y estallidos —continuó

Strike, bebiéndose el café a grandessorbos para terminárselo antes de salir otra vez a la calle; no estaba seguro de poder mantener el equilibrio por lossuelos mojados y helados y, al mismo

 

tiempo, no derramar el café—. Coheteslanzados en todas direcciones, llamandola atención de la gente. No me extrañaque esa noche nadie viera a una figuracon capa entrando en la casa.

 —¿Te refieres a Quine? —No necesariamente.Robin reflexionó un momento y dijo: —¿Crees que el librero miente

cuando afirma que Quine entró en lalibrería el día ocho?

 —No lo sé —contestó Strike—. Esdemasiado pronto para decirlo, ¿no te parece?

Sin embargo, se dio cuenta de que sílo creía. Tanta actividad repentinaalrededor de una casa deshabitada los

 

días cuatro y cinco era algo muysospechoso.

 —Es curioso ver en qué cosas sefija la gente —comentó Robin mientrassubían la escalera roja y verde de WestBrompton. Strike hacía una mueca dedolor cada vez que pisaba con la piernaderecha—. La memoria es muy rara, ¿note…?

De pronto, Strike sintió un fuertedolor en la rodilla y se desplomóencima de la barandilla del puente quediscurría sobre las vías. Un hombre cotraje que iba detrás de él rezongó,impaciente, al hallar en su camino uobstáculo inesperado de tamañoconsiderable; Robin dio unos pasos más,

 

sin parar de hablar, antes de darsecuenta de que Strike ya no seguía a slado. Retrocedió a toda prisa y loencontró pálido, sudoroso y obligando alos pasajeros a esquivarlo, pues seguíadesplomado sobre la barandilla.

 —He notado que se soltaba algo — dijo, apretando los dientes—. En mirodilla. Mierda. ¡Mierda!

 —Tomaremos un taxi. —¿Con este tiempo? Imposible. —Pues cojamos el metro y

volvamos a la oficina. —No, quiero… Nunca se había sentido tan falto de

recursos como en ese momento, apoyadoen la barandilla de hierro del puente,

 

 bajo la cúpula de cristal del techo,donde ya empezaba a acumularse lanieve. En otros tiempos, siempre habíatenido un coche a su disposición. Podíacitar a testigos que darían fe de ello. Eramiembro de la División deInvestigaciones Especiales: teníaautoridad, controlaba la situación.

 —Si quieres hacer esto, necesitamosun taxi —dijo Robin con firmeza—.Lillie Road queda demasiado lejos, no podemos ir a pie. ¿No tienes…?

Vaciló. Nunca se referían a ladiscapacidad de Strike sin dar algúrodeo.

 —¿No tienes un bastón o algo así? —Ojalá —contestó él con los labios

 

entumecidos. ¿Qué sentido tenía fingir?Le daba pavor pensar que tendría queandar, aunque solo fuera hasta el finaldel puente.

 —Podemos comprar uno —propusoRobin—. En las farmacias suelen tener.Encontraremos uno. —Luego, tras umomento de vacilación, agregó—:Apóyate en mí.

 —Peso demasiado. —Para sujetarte. Te haré de bastón.

Vamos —insistió con firmeza.Strike le puso un brazo sobre los

hombros. Avanzaron despacio por el puente y se detuvieron junto a la salida.Había parado de nevar, pero el frío eracada vez más intenso.

 

 —¿Por qué no hay asientos eningún sitio? —preguntó Robin, mirandocon rabia alrededor.

 —Bienvenida a mi mundo —replicóStrike, que había retirado el brazo ecuanto se detuvieron.

 —¿Qué crees que te ha pasado? —  preguntó ella, mirándole la piernaderecha.

 —No lo sé. Esta mañana tenía larodilla muy hinchada. Seguramente nodebería haberme puesto la prótesis, peroodio tener que usar muletas.

 —Pues con esta nieve no puedes ir dando traspiés por Lillie Road. Paremosun taxi y podrás volver a la oficina…

 —No. Quiero hacer una cosa —la

 

interrumpió él, enojado—. Anstis estáconvencido de que ha sido Leonora. Yno ha sido ella.

Ante un dolor tan intenso, todo sereduce a lo esencial.

 —Está bien —concedió Robin—.os separaremos, y tú tomarás un taxi.

¿Vale? ¿VALE? —insistió. —Vale —cedió él, vencido—. Ve tú

a Clem Attlee Court. —¿Qué se supone que busco? —Cámaras. Escondites donde

guardar ropa e intestinos. Suponiendoque se los llevara Kent, no pudoguardarlos en su piso, porqueapestarían. Toma fotografías con elmóvil: de todo lo que creas que pudo

 

servir.Mientras lo decía, le parecía muy

 poca cosa, pero necesitaba hacer algo.Por alguna extraña razón, no paraba deacordarse de Orlando, con su sonrisaamplia y vacía, y su orangután de peluche.

 —¿Y luego? —preguntó Robin. —Ve a Sussex Street —respondió él

tras reflexionar unos segundos—. Lomismo. Y luego me llamas yquedaremos. Será mejor que me des losnúmeros de las casas de Tassel y deWaldegrave.

Robin le tendió un trozo de papel. —Voy a buscarte un taxi.Antes de que Strike pudiera darle las

 

gracias, ella ya había salido al frío de lacalle.

 

26

Debo andar con cuidado:en aceras tan resbaladizas los

hombres necesitan buenas suelas de clavos, para no

 partirse la crisma…

JOHN WEBSTER, The Duchess of Malfi

Por suerte, Strike todavía llevaba en lacartera las quinientas libras en efectivoque le habían adelantado para que pinchara a un adolescente con unanavaja. Le dijo al taxista que lo llevara

 

a Fulham Palace Road, donde vivíaElizabeth Tassel; se fijó en la ruta quetomaban, y habría llegado a su destinoen solo cuatro minutos si no hubieravisto, a mitad de trayecto, una tienda dela cadena Boots. Pidió al conductor quese detuviera y lo esperara, y pocodespués salió de la farmacia caminandomucho mejor con ayuda de un bastóregulable.

Calculó que una mujer que estuvieraen forma podría haber recorrido esetrayecto a pie en menos de media hora.Elizabeth Tassel vivía más lejos delescenario del crimen que Kathryn Kent, pero Strike, que conocía bastante bieesa zona, estaba convencido de que la

 

mujer podría haber atajado por callesresidenciales secundarias para esquivar la atención de las cámaras, aunqueincluso en coche podía haber evitadoque la detectaran.

La casa de la agente literaria parecíagris y deslucida aquel crudo día deinvierno. Otra construcción victorianade ladrillo rojo, pero sin rastro de lamajestuosidad ni la originalidad deTalgarth Road, se erigía en una esquina,con un húmedo y frío jardín delanterooscurecido por unas matas de laburnoenormes. Volvía a caer aguanievecuando Strike se asomó por encima de lacancela del jardín, protegiendo scigarrillo con la mano ahuecada para

 

tratar de mantenerlo encendido. Habíaardín delantero y trasero, y ambos

estaban bien protegidos de las miradascuriosas por oscuros matorrales quetemblaban bajo el peso de aquella lluviahelada. Las ventanas del piso superior de la casa daban al cementerio deFulham Palace Road, un panoramadeprimente cuando apenas faltaba umes para lo peor del invierno; losárboles, desnudos, extendían sushuesudos brazos, destacados sobre ucielo blanco, y las lápidas desfilaban alo lejos.

¿Se imaginaba Strike a ElizabetTassel, con su elegante traje negro, suslabios rojos y su inquina manifiesta

 

hacia Owen Quine, volviendo allí alamparo de la oscuridad, manchada desangre y ácido, con una bolsa llena deintestinos?

El frío le mordisqueaba sin piedadel cuello y los dedos. Apagó la colilla y pidió al taxista (que, mientras esperabacon curiosidad no exenta dedesconfianza, había visto cómo Strikeexaminaba atentamente la casa deElizabeth Tassel) que lo llevara a HazlittRoad, en Kensington. Repantigado en elasiento trasero, se tragó unosanalgésicos con una botella de agua quehabía comprado en Boots.

En el taxi el ambiente estaba muycargado; olía a tabaco rancio, suciedad

 

incrustada y cuero viejo. Loslimpiaparabrisas, que se movían comometrónomos amortiguados, aclarabarítmicamente la emborronada imagen deHammersmith Road, una calle ancha y bulliciosa donde convivían pequeños bloques de oficinas e hileras de casasadosadas. Strike echó un vistazo a laresidencia de ancianos Nazareth House:una construcción sobria, también deladrillo rojo, que podría parecer unaiglesia si no fuera por las verjas deseguridad y una caseta de entrada paraseparar a quienes recibían atención dequienes tenían que arreglárselas sin ella.

Blythe House apareció ante él através de las ventanillas empañadas: una

 

enorme estructura palaciega con cúpulas blancas, similar a un gran pastel rosado bajo la aguanieve gris. Strike habíaleído en alguna parte que la utilizabacomo almacén de un gran museo. El taxitorció a la derecha y enfiló Hazlitt Road.

 —¿Qué número? —preguntó eltaxista.

 —Me bajaré aquí mismo — respondió Strike, que no quería apearseusto enfrente de la casa.

Además, no olvidaba que aútendría que devolver el dinero queestaba despilfarrando. Se apoyó en el bastón y, agradeciendo la contera degoma, que se agarraba bien a la aceraresbaladiza, pagó al conductor y echó a

 

andar por la calle para ver desde cercala residencia de los Waldegrave.

Se trataba de verdaderas casassolariegas de tres plantas y sótano,ladrillo claro con los clásicos frontones blancos, molduras de flores bajo lasventanas del segundo piso y balaustradas de hierro forjado. Lamayoría las habían reformado paraconvertirlas en varios pisosindependientes. No tenían jardídelantero, sino solo una escalera por laque se accedía al sótano.

La calle destilaba cierta dejadez, uaire sutilmente excéntrico, muy de clasemedia, que se reflejaba en la caprichosaselección de flores de los tiestos de u

 

 balcón, la bicicleta en otro y, en utercero, la ropa tendida (mojada y era probable que a punto de congelarse)olvidada bajo la aguanieve.

La casa donde Waldegrave vivía cosu mujer era de las pocas que no estabareformadas. Mientras contemplaba lafachada, Strike se preguntó cuánto debíade ganar un editor importante y recordóque Nina había comentado que la esposade Jerry venía «de una familia de mucha pasta». En el balcón del primer piso(tuvo que cruzar la calle para verlo bien), dos hamacas empapadas, coviejas cubiertas de bolsillo de Penguiestampadas en la tela, flanqueaban unamesita de hierro, la típica de los

 

restaurantes parisinos.Encendió otro cigarrillo y volvió a

cruzar la calle para asomarse al sótano,donde vivía la hija de Waldegrave;mientras lo hacía, se preguntó si Quinehabría hablado del contenido de Bombyx

ori con su editor antes de entregar elmanuscrito. ¿Le habría contado laescena final? ¿Y habría asentido coentusiasmo aquel tipo tan afable, con susgafas de montura de carey,contribuyendo así a que aquella escenaabsurda resultara más sangrienta aún,sabedor de que algún día larepresentaría?

Junto a la puerta de acceso al sótanohabía unas bolsas de basura negras. Por 

 

lo visto, Joanna Waldegrave habíaestado limpiando a fondo. Strike se diola vuelta y observó las cincuentaventanas, calculando por lo bajo, desdedonde podían verse los dos portales dela vivienda de los Waldegrave. Jerrynecesitaría mucha suerte para que no lovieran entrar o salir de su casa, taexpuesta al resto de los vecinos.

El problema, reflexionó Strike co pesimismo, era que aunque hubieravisto a Jerry Waldegrave entrar aescondidas en su casa a las dos de lamadrugada con una bolsa sospechosa bajo el brazo, costaría trabajoconvencer a un jurado de que en esemomento Owen Quine no estaba sano y

 

salvo. La hora de la muerte erademasiado imprecisa. El asesino yahabía tenido diecinueve días paradeshacerse de las pruebas, y eso eramucho tiempo.

¿Adónde podían haber ido a parar las tripas de Owen Quine? ¿Qué podíahacerse con varios kilos de estómago eintestinos humanos recién extirpados?¿Quemarlos? ¿Tirarlos al río? ¿A ucontenedor de basura? Quemarlos nodebía de ser fácil.

Se abrió la puerta de la casa de losWaldegrave, y una mujer de pelo negro ymarcadas arrugas en el ceño bajó lostres escalones de la entrada. Llevaba puesto un abrigo rojo, corto, y parecía

 

enfadada. —¡Lo he visto por la ventana! —le

gritó a Strike, acercándose a él, y eldetective reconoció a Fenella, la esposade Jerry—. ¿Se puede saber qué hace?¿Por qué le interesa tanto mi casa?

 —Estoy esperando a la chica de laagencia —mintió Strike de inmediato,sin dar muestras de turbación—. Este esel sótano que está en alquiler, ¿no?

 —Ah —dijo ella, sorprendida—.o, es tres casas más abajo —le indicó,

señalando la dirección correcta.Strike advirtió que la mujer estaba a

 punto de disculparse, pero que al finaldecidía no tomarse esa molestia. Elugar de eso, pasó a su lado

 

repiqueteando con los tacones de agujade sus zapatos de charol, nadaadecuados para un día de nieve, y sedirigió hacia un Volvo aparcado un pocomás allá. En su pelo se apreciaban unasraíces grises, y su aliento, como pudoapreciar Strike cuando la mujer pasóunto a él, olía a alcohol. El detective

fue renqueando hacia donde le habíaindicado, asegurándose de que lo veía por el espejo retrovisor; esperó hastaque hubo arrancado (esquivando por los pelos al Citroën que tenía delante) yentonces, con cuidado, caminó hasta elfinal de la calle y se metió por unalateral, donde pudo asomarse por encima de una tapia y ver una larga

 

hilera de jardincitos traseros privados.En el de los Waldegrave no había

nada de particular interés, salvo ucobertizo viejo. El césped estaba llenode malas hierbas, y al fondo había uuego de muebles de jardí

desangelados, con aspecto de llevar años abandonados allí. Mientrasobservaba, abatido, aquella parceladescuidada, Strike pensó que tal vezhubiera algún trastero, algún huerto oalgún garaje cuya existencia ignoraba.

Desanimado ante la perspectiva dellargo y frío paseo bajo la lluvia quetenía por delante, evaluó sus opciones.Kensington Olympia era la estación quele quedaba más cerca, pero solo abría la

 

línea District, la que él necesitaba, losfines de semana. Por Hammersmith, unaestación de superficie, le sería más fácilmoverse que por Barons Court, así quese decidió por el trayecto más largo.

Cuando acababa de llegar a BlytheRoad, con una mueca de dolor cada vezque daba un paso con la pierna derecha,sonó su teléfono. Era Anstis.

 —¿A qué juegas, Bob? —¿Y eso? —preguntó Strike si

 parar de caminar, con un fuerte dolor ela rodilla.

 —Te han visto merodeando por elescenario del crimen.

 —Fui a echar un vistazo. Estoy emi derecho. No he infringido ninguna

 

ley. —Has intentado interrogar a u

vecino. —Se suponía que él no iba a abrir la

 puerta. No he dicho ni una palabra deQuine.

 —Mira, Strike…El detective no lamentó que el

inspector volviera a llamarlo por sapellido. Nunca le había gustado elapodo que le había puesto Anstis.

 —Te pedí que te mantuvieras almargen.

 —No puedo, Anstis —replicó Strikecon total naturalidad—. Tengo unaclienta, y…

 —Olvídate de tu clienta. A medida

 

que vamos obteniendo información, ellaencaja cada vez más con el perfil delasesino. Si quieres un consejo, corta por lo sano, porque estás ganándote muchosenemigos. Ya te lo advertí.

 —Sí —dijo Strike—. Me lo dejastemuy claro. Nadie podrá reprochartenada, Anstis.

 —No te aviso porque intentecubrirme las espaldas —le espetó él.

El detective siguió andando esilencio, con el móvil torpementeapretado contra la oreja. Tras una breve pausa, Anstis añadió:

 —Ya tenemos el informefarmacológico. Han encontrado una pequeña cantidad de alcohol en sangre,

 

nada más. —Vale. —Y esta tarde llevaremos perros a

Mucking Marshes. Queremosadelantarnos al mal tiempo. Dicen queva a haber fuertes nevadas.

Mucking Marshes, como bien sabíaStrike, era el mayor vertedero de basuras del Reino Unido; allí iban a parar los residuos municipales ycomerciales de Londres, que bajabaflotando por el Támesis en unas barcazas horribles.

 —Crees que tiraron los intestinos aun cubo de basura, ¿no?

 —A un contenedor. En una calleadyacente a Talgarth Road está

 

restaurando una casa; hubo doscontenedores en la acera hasta el díaocho. Con este frío, las tripas no habríaatraído moscas. Hemos comprobado queallí es donde acaba todo lo que sacalos obreros: en Mucking Marshes.

 —Pues buena suerte —dijo Strike. —Intento ahorrarte tiempo y energía,

tío. —Ya. Te lo agradezco mucho.Y, tras agradecer muy poco

sinceramente a Anstis su hospitalidad dela noche anterior, Strike cortó lacomunicación. Entonces se detuvo y,apoyado contra una pared, marcó otronúmero. Una mujer muy menuda,asiática, que empujaba una sillita de

 

 paseo y a la que Strike no había oídodetrás de él, tuvo que virar bruscamente para esquivarlo, pero, a diferencia delhombre del puente de West Brompton,no lo insultó. El bastón le proporcionabacierta protección, igual que un burka; lamujer esbozó una sonrisa al pasar a slado.

Leonora Quine contestó al tercer tono.

 —La policía ha vuelto —fue ssaludo.

 —¿Qué querían? —Inspeccionar toda la casa y el

ardín. ¿Tengo que permitírselo?Strike titubeó. —Creo que lo más sensato es

 

dejarles hacer lo que quieran. Escuche,Leonora —añadió; no tenía ningúreparo en adoptar un tono de apremiomilitar—, ¿tiene abogado?

 —No, ¿por qué? No estoy detenida.Todavía no.

 —Me parece que lo va a necesitar.Hubo una pausa. —¿Conoce a alguno bueno? — 

 preguntó ella. —Sí. Llame a Ilsa Herbert. Voy a

enviarle su número ahora mismo. —A Orlando no le gusta que la

 policía meta las… —Voy a enviarle su número, y

quiero que llame a Ilsa enseguida.¿Entendido? Enseguida.

 

 —Está bien —refunfuñó ella.Strike colgó, buscó el número de s

amiga del colegio en el móvil y se lomandó a Leonora. Entonces llamó a Ilsa  le explicó, disculpándose, lo que

acababa de hacer. —No sé por qué te disculpas —dijo

ella, risueña—. Nos encanta la gente quetiene problemas con la policía. Nos dade comer.

 —A lo mejor tiene derecho a recibir asistencia jurídica gratuita.

 —Hoy en día casi nadie cumple losrequisitos —repuso Ilsa—. Confiemosen que sea lo bastante pobre.

Strike sentía las manos entumecidas  estaba muy hambriento. Volvió a

 

guardarse el teléfono en el bolsillo delabrigo y fue cojeando hastaHammersmith Road. Allí, en la acera deenfrente, vio un pub que parecíaacogedor, pintado de negro y con uletrero metálico redondo querepresentaba un galeón con las velasdesplegadas. Fue derecho hacia él y sefijó en que los conductores mostrabamucha más paciencia para dejarle pasar cuando usaba bastón.

Dos pubs en dos días… Pero hacíaun tiempo horrible, y la rodilla estabaatormentándolo; Strike no logró sentirseculpable. El interior del Albion era taacogedor como sugería su fachada;había una galería superior co

 

 barandilla y mucha madera pulida. Bajouna escalera de caracol negra, de hierro, por la que se subía al primer piso, habíados amplificadores y un pie demicrófono. Una de las paredes, de color crudo, estaba decorada con fotografíasen blanco y negro de músicos célebres.

Los asientos cercanos a la chimeneaestaban ocupados. Strike pidió una pinta, cogió un menú de la barra y sedirigió hacia una mesa alta rodeada detaburetes junto a la ventana que daba ala calle. Se sentó y, apretujado entre unafotografía de Duke Ellington y otra deRobert Plant, vio a su padre: comelena, sudado después de unaactuación, compartiendo, al parecer, u

 

chiste con el bajista, a quien en unaocasión, según la madre de Strike, habíaintentado estrangular.

(«A Jonny nunca le ha sentado bieel speed», le confió Leda a su perplejohijo de nueve años.)

Volvió a sonar su teléfono, ycontestó sin apartar la mirada del retratode su padre.

 —Hola —lo saludó Robin—. Ya hevuelto a la oficina. ¿Dónde estás tú?

 —En el Albion, en HammersmitRoad.

 —Has recibido una llamada muyrara. He encontrado el mensaje cuandohe llegado.

 —A ver.

 

 —Es Daniel Chard. Quiere verte.Strike arrugó el ceño y desvió la

mirada del mono de cuero de su padre para dirigirla hacia el fuego parpadeantede la chimenea, al fondo del pub.

 —¿Que Daniel Chard quiere verme?¿Cómo sabe siquiera Daniel Chard queexisto?

 —¡Por el amor de Dios, siencontraste el cadáver! Eres noticia etodos los medios.

 —Ah, sí. Claro. ¿Ha dicho paraqué?

 —Dice que quiere proponerte algo.Una vívida imagen de un hombre

calvo, desnudo, con el pene erecto ysupurante apareció de pronto en la mente

 

de Strike, como una diapositiva. Laahuyentó al instante.

 —Creía que estaba atrapado eDevon con una pierna rota.

 —Sí, exacto. Pregunta si teimportaría desplazarte para ir a verlo.

 —¿En serio?Strike consideró la propuesta; pensó

en todo el trabajo que tenía pendiente,en las reuniones programadas para elresto de la semana, y por fin dijo:

 —Podría ir el viernes, si aplazo lode Burnett. ¿Qué demonios querrá?Tendré que alquilar un coche.Automático —añadió, teniendo ecuenta el fuerte dolor de la pierna—.¿Puedes encargarte?

 

 —Claro —dijo Robin, y Strike laoyó tomar notas.

 —Tengo muchas cosas que contarte —añadió el detective—. ¿Quierescomer conmigo? La carta no está nadamal. Si tomas un taxi no tardarás más deveinte minutos.

 —¿Dos días seguidos? No podemosseguir comiendo fuera nidesplazándonos en taxi —objetó Robin,aunque sonaba complacida con la idea.

 —No pasa nada. A Burnett leencanta gastarse el dinero de su ex. Locargaré en su cuenta.

Strike colgó, se decidió por u bistec y una tarta de manzana, y seacercó a la barra cojeando para hacer la

 

comanda.Cuando regresó a su asiento, s

mirada volvió a derivar hacia lafotografía de su padre embutido en umono de cuero y con el pelo sudadoenmarcando su cara, estrecha y risueña.

«La Esposa sabe que existo, perohace como si no lo supiera… No losuelta, aunque eso sería lo mejor paratodos…»

«¡Sé adónde vas, Owen!»Strike paseó la mirada por la hilera

de megaestrellas en blanco y negro de la pared de enfrente.

¿Soy un iluso?, le preguntó esilencio a John Lennon, que lo mirabadesde arriba, sardónico, a través de las

 

gafitas pellizcadas en la nariz.¿Por qué se resistía a creer, pese a

lo que apuntaban los indicios, queLeonora hubiera asesinado a su marido?¿Por qué seguía convencido de que lamujer no había acudido a su oficina paradisimular, sino porque estabasinceramente furiosa con Quine por haber vuelto a huir como un niñomalcriado? Habría jurado que Leonoraamás se había planteado que su marido

 pudiera estar muerto. Ensimismado,Strike se terminó la cerveza sin darse nicuenta.

 —Hola —lo saludó Robin. —¡Qué rápida! —se sorprendió

Strike.

 

 —No tanto. Hay bastante tráfico.¿Voy a pedir?

Varios tipos volvieron la cabeza para mirarla mientras se dirigía a la barra, pero Strike no se dio cuenta.Seguía pensando en Leonora Quine:flaca, fea, canosa, atormentada.

Cuando volvió con otra pinta paraStrike y un zumo de tomate para ella,Robin le mostró las fotografías que esamisma mañana había tomado de la casade Daniel Chard, en un barrioresidencial de Londres, con el móvil. Setrataba de una construcción de estuco blanco, con balaustrada y una reluciente puerta principal negra, flanqueada por columnas.

 

 —Tiene una especie de patio pequeño que no se ve desde la calle — explicó Robin, y le mostró unafotografía en la que se veían unos setos plantados en panzudos maceterosgriegos—. Supongo que Chard pudometer los intestinos en uno de esos — comentó con ligereza—. Arrancar elarbusto y enterrarlos.

 —No me imagino a Chard haciendonada tan sucio ni que requiera tantaenergía, pero así es como hemos de pensar —dijo Strike, recordando el trajeimpecable y la corbata extravagante del presidente de la editorial—. ¿Qué hayde Clem Attlee Court? ¿Está tan lleno deescondrijos como yo recuerdo?

 

 —Sí, los hay —confirmó ella,mostrándole otra serie de fotografías—.Contenedores de basura, matorrales…de todo tipo. Lo que pasa es que no mecreo que el asesino pudiera hacer nadaallí sin ser visto, ni sin que nadieencontrara los restos al poco tiempo.Siempre hay gente y, vayas a dondevayas, te ven desde cerca de un centenar de ventanas. Quizá pudiera hacerlo demadrugada, pero también hay cámaras.

»Sin embargo, me fijé en otra cosa.Bueno, solo es una idea.

 —Adelante. —Enfrente del edificio hay un centro

médico. De vez en cuando deben detirar…

 

 —¡Residuos médicos! —exclamóStrike, y dejó la cerveza en la mesa—.Hostia, muy bien pensado.

 —¿Quieres que lo investigue? —  preguntó Robin, tratando de disimular el placer y el orgullo que sentía ante lamirada de admiración de su jefe—.¿Que intente averiguar cómo ycuándo…?

 —¡Sí, sí, desde luego! Es una pistamucho mejor que la de Anstis. Él cree —explicó en respuesta a la miradainquisitiva de Robin— que tiraron lastripas a un contenedor cercano aTalgarth Road. Que el asesinosimplemente fue hasta allí a pie y lastiró.

 

 —Bueno, podría ser —empezó adecir Robin, pero el detective frunció elceño exactamente como hacía Matthewcada vez que ella mencionaba una idea ouna opinión de Strike.

 —Este asesinato lo planearon hastael último detalle. No nos enfrentamos ala clase de asesino que se limita a tirar una bolsa llena de tripas humanas a lavuelta de la esquina de donde ha dejadoel cadáver.

Permanecieron en silencio mientrasRobin, paradójicamente, se planteabaque tal vez a Strike no le gustaran lasteorías de Anstis por una competitividadinnata, y no en función de una evaluacióobjetiva. Ella entendía bastante de

 

orgullo masculino; aparte de su relaciócon Matthew, tenía tres hermanos.

 —¿Y cómo son las casas deElizabeth Tassel y Jerry Waldegrave?

Su jefe le contó que la mujer deWaldegrave lo había pescado espiandosu casa.

 —Se ha puesto muy borde. —Qué raro —dijo Robin—. Si yo

viera a alguien observando mi casa, nosacaría la conclusión de que estáespiando.

 —Bebe, igual que su marido — añadió Strike—. Le olía el aliento. Y lacasa de Elizabeth Tassel es un esconditeideal para cualquier asesino.

 —¿Por qué lo dices? —preguntó

 

Robin, con interés pero también cocierta aprensión.

 —Tiene mucha intimidad, no se vecasi nada desde fuera.

 —Ya, pero no creo… —… que lo haya hecho una mujer.

Ya me lo dijiste.Strike bebió cerveza en silencio

durante un par de minutos mientrasconsideraba un plan que sabía quefastidiaría a Anstis más que cualquier otro. Él no tenía derecho a interrogar asospechosos. Y le habían ordenado queno molestara a la policía.

Cogió su móvil y, tras pensárselo umomento, llamó a Roper Chard y preguntó por Jerry Waldegrave.

 

 —¡Anstis te advirtió que no teentrometieras! —saltó Robin, alarmada.

 —Sí —admitió Strike con elteléfono pegado a la oreja—, y acaba derepetírmelo, pero todavía no te hecontado ni la mitad de lo que está pasando. Lo haré cuando…

 —¿Sí? —dijo Jerry Waldegrave alotro lado de la línea.

 —¿Señor Waldegrave? —Strike seidentificó, a pesar de que ya le habíadicho su nombre a su secretaria—. Nosconocimos ayer por la mañana, en casade la señora Quine.

 —Sí, claro —dijo el editor, educado un tanto extrañado.

 —Creo que la señora Quine ya le ha

 

explicado que me ha contratado porquela policía sospecha de ella, y está preocupada.

 —Eso es imposible —dijoWaldegrave de inmediato.

 —¿Que sospechen de ella o quehaya matado a su marido?

 —Pues… las dos cosas. —Cuando muere un marido, suele

someter a la esposa a un rigurosoescrutinio.

 —Sí, claro, pero no puedo… Bueno,no puedo creerlo, la verdad —dijoWaldegrave—. Todo esto es increíble yespantoso.

 —Sí —confirmó Strike—. Me preguntaba si podríamos quedar para

 

que le hiciera unas cuantas preguntas.o me importa acercarme a su casa — 

añadió el detective, y le lanzó unamirada a Robin—, después del trabajo,o cuando a usted le vaya mejor.

Waldegrave tardó un momento econtestar.

 —Lo que sea, con tal de ayudar aLeonora, por supuesto, pero dudo que yo pueda aportar gran cosa.

 —Me interesa  Bombyx Mori  — repuso Strike—. El señor Quine incluyóuna serie de retratos nada halagüeños eel libro.

 —Sí, es verdad.Strike no sabía si la policía ya había

interrogado a Waldegrave; si ya le

 

habían pedido que explicara quécontenía un saco manchado de sangre, oel simbolismo de una enana ahogada.

 —De acuerdo —concedió el editor  —. No me importa entrevistarme cousted. Esta semana tengo la agenda bastante llena. ¿Le va bien…? A ver…¿El lunes a la hora de comer?

 —Perfecto —respondió Strike,tomando nota mental con amargura deque le tocaría pagar otra comida;además, hubiera preferido ver la casa deWaldegrave por dentro—. ¿Dónde?

 —Preferiría quedar cerca de laoficina, porque tengo la tarde muy llena.¿Le parece bien el Simpson’s-in-the-Strand?

 

A Strike le pareció una eleccióextraña, pero aceptó, sin dejar de mirar a Robin.

 —¿A la una? Le diré a mi secretariaque lo apunte. Nos vemos allí.

 —¿Habéis quedado? —preguntóRobin en cuanto Strike hubo colgado.

 —Sí. Sospechoso, ¿verdad?Ella negó con la cabeza, risueña. —Por lo que he podido oír, no

 parecía muy entusiasmado con la idea.¿No crees que el hecho de que se haya prestado a hablar contigo indica quetiene la conciencia limpia?

 —No —contestó Strike—. Ya te lohe dicho: mucha gente se acerca a mí para enterarse de cómo va la

 

investigación. No pueden mantenerse almargen, se sienten obligados a seguir explicándose.

»Voy al baño. Espera, tengo quecontarte más cosas.

Robin se bebió el zumo de tomatemientras Strike se marchaba cojeando,ayudándose con el bastón nuevo.

Al otro lado de la ventana cayó otra breve nevada. Robin miró lasfotografías en blanco y negro de la paredque tenía enfrente y se sorprendió alreconocer a Jonny Rokeby, el padre deStrike. Salvo porque los dos medían másde un metro ochenta, no se parecían enada; para demostrar la paternidad habíahecho falta un análisis de ADN. Strike

 

aparecía como uno de los hijos de laestrella del rock en la entrada deWikipedia dedicada a Rokeby. Padre ehijo se habían visto dos veces; Strike selo había contado a Robin. Tras examinar un rato los ceñidos y reveladores pantalones de cuero del roquero, seobligó a mirar otra vez por la ventana,temiendo que Strike la sorprendieramirando embobada la entrepierna de s padre.

Les sirvieron los platos justo cuandoStrike regresaba a la mesa.

 —La policía está registrando dearriba abajo la casa de Leonora — anunció el detective, cogiendo loscubiertos.

 

 —¿Por qué? —preguntó Robin, coel tenedor suspendido en el aire.

 —¿A ti qué te parece? Buscan ropamanchada de sangre. Hoyos cavadosrecientemente en el jardín, llenos devísceras de su marido. Le herecomendado una abogada. Todavía notienen nada para detenerla, pero estádecididos a encontrar algo.

 —¿De verdad no crees que hayasido ella?

 —No, no lo creo.Antes de volver a hablar, Strike ya

había dejado limpio su plato. —Me encantaría verme co

Fancourt. Quiero preguntarle por quéentró en Roper Chard sabiendo que

 

Quine estaba allí, si se suponía que seodiaban. Tarde o temprano tendrían queencontrarse.

 —¿Crees que Fancourt mató a Quine para no tener que encontrárselo en lasfiestas organizadas por la editorial?

 —Muy bueno —dijo Strike coironía.

Se terminó la cerveza, volvió acoger el móvil, marcó el número deinformación telefónica y poco despuéscomunicaba con la agencia literaria deElizabeth Tassel.

Contestó Ralph, su ayudante. CuandoStrike le dijo su nombre, el joven semostró a la vez asustado y emocionado.

 —Pues no lo sé. Voy a preguntar. No

 

cuelgue.Al parecer, no dominaba mucho

aquel teléfono, porque se oyó un fuertechasquido y la línea siguió abierta.Strike oyó a Ralph a lo lejos,informando a su jefa de que Strikeestaba al teléfono, y la respuestaimpaciente de ella, en voz alta:

 —¿Y ahora qué coño quiere? —No me lo ha dicho.Se oyeron pasos y cómo alguie

agarraba el teléfono de encima de lamesa.

 —¡Diga! —¿Elizabeth? —dijo el detective

con cordialidad—. Soy yo, CormoraStrike.

 

 —Sí, acaba de decírmelo Ralph.¿Qué pasa?

 —Me gustaría verla un momento.Todavía trabajo para Leonora Quine.Está convencida de que la policíasospecha que ella mató a su marido.

 —¿Y para qué quiere hablar conmigo? Yo no puedo decirle si lomató o no.

Strike se imaginó las caras de perplejidad de Ralph y Sally mientrasescuchaban la conversación en aquellaoficina rancia y apestosa.

 —También tengo algunas preguntasmás sobre Quine.

 —Vaya por Dios —rezongóElizabeth—. Bueno, supongo que

 

 podríamos quedar mañana para comer,si le va bien. Si no, voy a estar ocupadahasta…

 —Sería estupendo —aceptó Strike —. Pero no hace falta que nos veamos para comer. Podría…

 —Me va bien a la hora de comer. —Perfecto —dijo Strike sin vacilar. —En el Pescatori, Charlotte Street

 —indicó ella—. A las doce y media, sino le digo lo contrario. —Y colgó.

 —¡Hay que ver lo que le gustacomer a esta gente del mundilloeditorial! —bromeó Strike—. ¿Creesque voy demasiado lejos al pensar queno quieren recibirme en su casa por siencuentro los intestinos de Quine en el

 

congelador?La sonrisa se borró de los labios de

Robin. —Mira, como sigas así, perderás a

más de un amigo —dijo, poniéndose elabrigo—. Eso de llamar a la gente por teléfono para proponerle uinterrogatorio…

Strike gruñó un poco. —¿No te importa? —preguntó

Robin.Salieron del caldeado local a la

gélida calle, y los copos de nieve lesdieron en la cara.

 —Tengo muchos amigos —replicóStrike; era la verdad, y lo dijo si pedantería—. Deberíamos tomarnos

 

unas cervezas todos los días a la hora decomer —añadió, cargando todo su pesoen el bastón mientras se dirigían hacia laestación de metro, con las cabezasagachadas, bajo la nieve—. Va bien paracoger fuerzas.

Robin, que había adaptado su pasoal de él, sonrió. Era el día que mejor selo había pasado desde que empezó atrabajar para Strike, pero Matthew, queseguía en Yorkshire ayudando a preparar el funeral de su madre, no debíaenterarse de que habían ido a un pub dosdías seguidos.

 

27

¡Cómo voy a confiar en un hombre sisé que traicionó a su amigo!

WILLIAM CONGREVE, The Double-

 Dealer 

Un inmenso telón de nieve descendíasobre Gran Bretaña. En las noticias dela mañana mostraron imágenes delnoreste de Inglaterra enterrado ya bajouna capa de polvo blanco; se veíacoches abandonados a la fuerza por susconductores, con apenas un resto tenue

 

de luz en los faros encendidos, ynumerosas ovejas que habían corridouna suerte parecida, aisladas en lanieve. Londres aguardaba el paso de la borrasca bajo un cielo cada vez másamenazador, y Strike, que estaba viendoel parte meteorológico en el televisor mientras se vestía, se preguntó si al díasiguiente podría ir en coche a Devon, talcomo tenía previsto, o si encontraría laM5 cortada. Pese a estar decidido areunirse con el lesionado Daniel Chard,cuya invitación le había parecido muyintrigante, no le hacía ninguna graciaconducir tal como tenía la pierna,aunque fuera un coche automático.

Los perros aún debían de estar 

 

rastreando entre los escombros eMucking Marshes. Mientras se colocabala prótesis (tenía la rodilla más hinchada  dolorida que nunca) se los imaginó

hurgando en los vertidos más recientesdel basurero con sus hocicostemblorosos y sensibles, bajo unasnubes amenazadoras y plomizas, y a lasgaviotas volando en círculo.Probablemente ya hubieran comenzadola jornada, dado lo limitado de las horasde luz, y arrastraran a sus cuidadores por la basura helada en busca de lastripas de Owen Quine. Strike tambiéhabía trabajado con perros rastreadores.Sus traseros inquietos y sus rabosagitados siempre añadían una extraña

 

nota alegre a las búsquedas.Al bajar la escalera lo desconcertó

la intensidad del dolor. Era evidente queen un mundo ideal se habría pasado todoel día anterior aplicándose una bolsa dehielo en el muñón, con la pierna en alto,en lugar de pasearse por todo Londres porque necesitaba dejar de pensar eCharlotte y en su boda, que iba acelebrarse al cabo de muy poco tiempoen la capilla restaurada del Castillo deCroy («y no “palacete”, porque a lafamilia de los cojones no le gusta esadenominación»). Faltaban nueve días.

Sonó el teléfono de la mesa deRobin justo cuando Strike estabaabriendo la puerta de vidrio. Hizo una

 

mueca de dolor y se apresuró acontestar. El desconfiado amante y jefede la señorita Brocklehurst queríainformarle de que su secretaria personalestaba con él en casa, en cama, muyresfriada, de modo que no debíacobrarle más seguimientos hasta que ellavolviera a hacer vida normal. Strikeacababa de colgar el teléfono cuandoeste volvió a sonar. Otra clienta,Caroline Ingles, le anunció con una vozque delataba emoción que su maridoinfiel y ella se habían reconciliado.Strike estaba felicitándola sin muchosentimiento cuando llegó Robin, con lasmejillas coloradas por el frío.

 —El tiempo está empeorando — 

 

comentó ella cuando Strike colgó elteléfono—. ¿Quién era?

 —Caroline Ingles. Se hareconciliado con Rupert.

 —¿Qué me dices? —se extrañóRobin—. ¿Después de todas esas bailarinas de lap dance?

 —Van a salvar su matrimonio por el bien de los niños.

Robin soltó un bufido deescepticismo.

 —En Yorkshire nieva con ganas — comentó Strike—. Si mañana quierestomarte el día libre para salir mástemprano…

 —No, gracias —dijo ella—. Hecomprado un billete para el tre

 

nocturno del viernes. Ya que hemos perdido a Ingles, ¿quieres que llame aalgún cliente de la lista de espera?

 —Todavía no.Strike se dejó caer en el sofá y no

 pudo evitar que su mano se deslizarahacia la rodilla hinchada y dolorida.

 —¿Aún te duele? —preguntó Robitímidamente, fingiendo no haber visto lamueca de dolor de su jefe.

 —Sí —dijo él con brusquedad—.Pero no es por eso por lo que no quieroaceptar otro cliente.

 —Ya lo sé. —Robin, de espaldas aél, encendió el hervidor de agua—.Quieres concentrarte en el caso Quine.

Strike no supo discernir si había u

 

tono de reproche en su voz. —Leonora me pagará —dijo—.

Quine tenía un seguro de vida que smujer le hizo contratar. Ha pasado a ser un trabajo rentable.

Robin advirtió su actitud defensiva,  no le gustó. Strike estaba dando por 

hecho que la prioridad de su secretariaera el dinero. ¿Acaso no le habíademostrado ella lo contrario al rechazar empleos mucho mejor pagados paratrabajar para él? ¿No se había dadocuenta de la buena disposición con queintentaba ayudarlo a demostrar queLeonora Quine no había asesinado a smarido?

Le puso delante una taza de té, u

 

vaso de agua y un comprimido de paracetamol.

 —Gracias —dijo él, apretando losdientes, molesto por el detalle delanalgésico a pesar de que tenía previstotomarse una dosis doble.

 —¿Te pido un taxi para ir alPescatori a las doce?

 —Está a la vuelta de la esquina. —Mira, una cosa es el orgullo, y

otra muy diferente, la estupidez — sentenció Robin. Era de las pocas vecesque daba rienda suelta a su mal genio.

 —Vale —dijo él, mirándola con lascejas arqueadas—. Si tienes que ponerteasí, iré en taxi.

Lo cierto era que tres horas más

 

tarde se alegró de haberlo hecho,cuando, cojeando y apoyando todo s peso en aquel bastón barato, que yaempezaba a doblarse, fue hasta el taxique esperaba al final de Denmark Street.Entonces comprendió que había sido uerror ponerse la prótesis. Pasados unosminutos, le costó salir del coche eCharlotte Street, y el taxista seimpacientó. Strike sintió alivio al entrar en el restaurante ruidoso y caldeado.

Elizabeth aún no había llegado, perola reserva estaba a su nombre.Acompañaron a Strike a una mesa parados, junto a una pared encalada ydecorada con guijarros. El techo,rústico, tenía vigas de madera

 

entrecruzadas, y sobre la barra colgabaun bote de remos. Las mesas de la paredde enfrente tenían un banco corridoforrado de piel de un naranja chillón.Por inercia, Strike pidió una cerveza yse dedicó a disfrutar del encantomediterráneo de aquel entorno sencillo yluminoso, y a ver caer la nieve más alláde las ventanas.

La agente no tardó en llegar. Strikeintentó levantarse al verla acercarse a lamesa, pero se sentó de nuevo enseguida.Elizabeth no pareció notar nada.

A él le dio la impresión de que habíaadelgazado desde la última vez que lahabía visto; el traje negro, de corteelegante, el pintalabios rojo y la melena

 

corta y canosa ya no le conferíasofisticación, sino que parecían loselementos de un disfraz mal escogido.Tenía el cutis amarillento y flácido.

 —¿Cómo está? —preguntó eldetective.

 —¿A usted qué le parece? — respondió ella con grosería—. ¿Qué? — le espetó a un camarero que se habíaacercado a la mesa—. Ah. Agua. Sigas.

Cogió la carta con aire de haber revelado demasiado, y Strikecomprendió que habría estado fuera delugar expresar lástima o preocupación.

 —Para mí, solo sopa —dijo lamujer al camarero cuando este se acercó

 

a tomarles nota. —Le agradezco que haya aceptado

volver a quedar conmigo —dijo Strikecuando el camarero se marchó.

 —Bueno, es evidente que Leonoranecesita toda la ayuda que podamosofrecerle —replicó Elizabeth.

 —¿Por qué lo dice?La agente lo miró entornando los

ojos. —No se haga el idiota. Ella misma

me dijo que insistió para que la llevaraa Scotland Yard a verlo en cuanto seenteró de lo que le había pasado aOwen.

 —Sí, es cierto. —¿Y cómo quería que se

 

interpretara eso? Seguramente la policíaesperaba que se derrumbara, pero ellalo único que-que quiere es ver a samigo el detective.

Contuvo la tos con dificultad. —Creo que Leonora no da mucha

importancia a lo que los demás piensede ella —dijo Strike.

 —Pu-pues no, en eso tiene ustedrazón. Nunca ha sido muy inteligente.

Strike se preguntó qué debía decreer Elizabeth Tassel que la gente pensaba de ella, y si se daba cuenta delo mal que caía. La agente dio riendasuelta a la tos que hasta ese momentohabía tratado de contener, y el detectiveesperó a que hubieran pasado los fuertes

 

ladridos de foca para preguntar: —¿Cree que Leonora debería haber 

fingido un poco de dolor? —Yo no digo fingir —replicó

Elizabeth—. Estoy segura de que, a smanera, muy limitada, está afectada. Loque digo es que no estaría mal queinterpretara un poco mejor su papel deviuda desconsolada. Es lo que espera lagente.

 —Supongo que ya ha hablado con la policía.

 —Por supuesto. Les describí cotodo detalle la discusión que tuvimos eel River Café y les expliqué los motivos por los que no me había leído esemaldito libro como debería. Ellos

 

querían saber todos mis movimientosdespués de ver por última vez a Owen.Concretamente, qué hice los tres díassiguientes.

Miró con gesto interrogante a Strike,que permaneció imperturbable.

 —Deduzco que la policía cree quemurió tres días después de nuestradiscusión, ¿no?

 —No tengo ni idea —mintió Strike —. ¿Y qué les dijo?

 —Que después de que Owen medejara plantada, me fui derecha a micasa; al día siguiente me levanté a lasseis de la mañana, tomé un taxi hastaPaddington y fui a casa de Dorcus a pasar unos días.

 

 —Dorcus es una de sus autoras, creorecordar…

 —Sí, Dorcus Pengelly, la…Elizabeth vio la sonrisita de Strike y,

 por primera vez desde que el detectivela conocía, su semblante se relajó losuficiente para que sus labios esbozaratambién una sonrisa.

 —Es gracioso, ¿no? «Dorcus»,como el escarabajo. Aunque cuestecreerlo, es su verdadero nombre, y no useudónimo. Escribe pornografíadisfrazada de novela románticahistórica. Owen era muy desdeñoso cosus libros, pero habría matado por tener tanto éxito como ella. Sus novelas sevenden como rosquillas —concluyó.

 

 —¿Cuándo volvió de casa deDorcus?

 —El lunes a última hora de la tarde.Iba a ser un fin de semana largo detranquilidad —respondió con voz tensa —, pero fue cualquier cosa menostranquilo, gracias a  Bombyx Mori. Yovivo sola —continuó—. No puedodemostrar que me fui a mi casa nada másllegar a Londres y que no asesiné aOwen. Estaba deseando estrangularlo,eso desde luego…

Bebió un poco de agua y prosiguió: —A la policía le interesaba sobre

todo el libro. Por lo visto, creen que hadado motivos a mucha gente para matar a Owen.

 

Era su primer intento manifiesto desonsacarle información a Strike.

 —Sí, al principio parecía muchagente —repuso el detective—, pero sino se han equivocado con la hora de lamuerte y Quine murió durante los tresdías posteriores a su discusión en elRiver Café, el número de sospechososse reducirá bastante.

 —¿Y eso? —saltó Elizabeth, yStrike recordó a uno de los profesoresmás mordaces que había tenido eOxford, quien solía utilizar esa preguntacomo una aguja gigantesca con la quereventar cualquier teoría malfundamentada.

 —Me temo que no puedo darle esa

 

información —repuso en tono agradable —. No debo perjudicar la investigació policial.

Se fijó en su cutis pálido y rugoso,con los poros dilatados; ella lo mirabadesde el otro lado de la mesita con susojos verde oliva, muy atenta.

 —Me preguntaron a quién le habíaenseñado el manuscrito mientras lo tuveen mi poder —añadió la agente—, antesde enviárselo a Jerry y a Christian, y lescontesté que a nadie. Me preguntarotambién con quién suele hablar Owen desus manuscritos mientras los escribe. Nosé por qué —añadió sin apartar susoscuros ojos de los de Strike—. ¿Será porque creen que alguien lo incitó?

 

 —No lo sé —volvió a mentir él—.¿Hablaba de los libros en los que estabatrabajando?

 —Tal vez le contara algunos pasajesa Jerry Waldegrave. A mí no se dignabaconfiarme ni los títulos.

 —¿En serio? ¿Nunca le pedíaconsejo? ¿Verdad que me dijo que ustedhabía estudiado Literatura en Oxford?

 —Me licencié con matrícula — contestó ella, enojada—, pero eso notenía ningún valor para Owen, a quie por cierto echaron de la facultad eLoughborough, o de algún sitio parecido, y nunca obtuvo ningunalicenciatura. Sí, en cierta ocasióMichael tuvo la amabilidad de decirle a

 

Owen que cuando éramos estudiantes yoera una escritora «lamentablementeadocenada», y nunca lo olvidó. —Elrecuerdo de ese desprecio llegó acolorear un poco sus amarillentasmejillas—. Quine compartía los prejuicios de Michael sobre el papel dela mujer en la literatura. Aunque no lesimportaba que las mujeres elogiaran sobra, po-por supuesto… —Tosió,tapándose la boca con la servilleta, ycuando paró estaba colorada y furiosa —. A Owen le gustaban más los halagosque a ningún otro autor que yo hayaconocido, y eso que la mayoría soinsaciables.

Les sirvieron la comida: sopa de

 

tomate con albahaca para Elizabeth y bacalao con patatas para Strike.

 —La última vez que nos vimos — dijo este después de tragar un primer  bocado generoso—, usted me dijo quellegó un momento en que se vio obligadaa escoger entre Fancourt y Quine. ¿Por qué escogió a Quine?

Ella estaba soplando sobre lacucharada de sopa, y pareció quereflexionaba concienzudamente antes decontestar:

 —Porque entonces tenía laimpresión de que Quine era el ofendido,más que el ofensor.

 —¿Tuvo eso algo que ver con la parodia que alguien escribió sobre la

 

novela de la mujer de Fancourt? —No la escribió «alguien» — 

replicó ella sin alterarse—. La escribióOwen.

 —¿Lo sabe con certeza? —Me la enseñó antes de enviarla a

la revista. —Elizabeth, fría y desafiante,miraba con fijeza a Strike—. Lo siento, pero me hizo reír. Era tremendamenteacertada y muy graciosa. Owen siemprefue un excelente imitador literario.

 —Pero entonces la mujer deFancourt se suicidó.

 —Sí, y fue una tragedia, desde luego —comentó Elizabeth sin ningunaemoción—, pero eso no podría haberlo previsto nadie. Para ser sincera,

 

cualquiera que vaya a suicidarse por haber recibido una mala crítica nodebería dedicarse a escribir novelas.Pero, como es lógico, Michael estabafurioso con Owen, y creo que, sobretodo, porque a Owen le entró miedo ynegó su autoría en cuanto se enteró deque Elspeth se había suicidado. No sé,fue una actitud asombrosamente cobardetratándose de un hombre que se las dabade intrépido y rebelde.

»Michael pretendía que yo dejara derepresentar a Owen, pero me negué.Desde entonces, Michael no me dirige la palabra.

 —En esa época, ¿ganaba usted másdinero con Quine que con Fancourt? — 

 

 preguntó Strike. —No, qué va. Si me quedé co

Owen no fue por un interés pecuniario. —Entonces, ¿por qué? —Ya se lo he dicho —contestó ella,

impaciente—. Creo en la libertad deexpresión, aunque suponga molestar aotras personas. En fin, unos días despuésde que Elspeth se suicidara, Leonora dioa luz a unos gemelos prematuros. El parto fue muy complicado; el niñomurió, y Orlando es… Supongo que yala ha conocido, ¿no?

Strike asintió con la cabeza y de pronto recordó el sueño que habíatenido: el bebé que Charlotte había dadoa luz, pero que no quería enseñarle.

 

 —Nació con una lesión cerebral — continuó Elizabeth—. Así que por entonces Owen estaba viviendo su p- propia t-tragedia personal y, a diferenciade Michael, no se la había bu-buscadoél.

Volvió a toser; en ese momento sefijó en la mirada de leve sorpresa deStrike y, por medio de un bruscoademán, le indicó que se lo explicaríacuando se le hubiera pasado el ataque.Por fin, tras beber un sorbo de agua, dijocon voz ronca:

 —Michael alentaba a Elspeth, perosolo para que lo dejara en paz mientrastrabajaba. No tenían nada en común. Sehabía casado con ella porque no soporta

 

ser de clase media baja. Ella era hija deun conde y creyó que casarse coMichael significaría asistir a una fiestaliteraria tras otra y participar einteresantes conversacionesintelectuales. No se dio cuenta de que pasaría la mayor parte del tiempo solamientras Michael trabajaba. Era unamujer con pocos recursos —concluyóElizabeth con desprecio—. Pero leentusiasmaba la idea de ser escritora.¿Tiene usted idea —dijo con aspereza— de cuánta gente cree que sabe escribir?

o se puede imaginar la cantidad de basura que recibo, un día sí y otrotambién. En circunstancias normales, lanovela de Elspeth habría sido rechazada

 

de plano, por cursi y pretenciosa, perolas circunstancias no eran normales.Michael, que era quien la había animadoa escribir aquel engendro, no tuvo lo quehay que tener para decirle que erahorrorosa. Se la dio a su editor, y este laaceptó para complacer a Michael.Llevaba una semana en la calle cuandoapareció la parodia.

 —En  Bombyx Mori, Quine insinúaque fue Fancourt quien escribió la parodia —dijo Strike.

 —Sí, ya lo sé. A mí no se meocurriría provocar de semejante modo aMichael Fancourt, pero… —añadió,simulando un aparte que pedía a gritosque lo oyeran.

 

 —¿Qué quiere decir?Hubo una breve pausa, y Strike

esperó a que Elizabeth decidiera lo queiba a decir a continuación.

 —Conocí a Michael en un seminariosobre las tragedias de venganza de laépoca jacobina —dijo lentamente—.Era un medio en el que se sentía como pez en el agua. Adora a esos escritores,su sadismo, su sed de venganza…Violaciones, canibalismo, esqueletosenvenenados disfrazados de mujer…Los castigos sanguinarios son laobsesión de Michael.

Miró a Strike a los ojos; el detectivela observaba atentamente.

 —¿Qué pasa? —preguntó la agente,

 

molesta.¿Cuánto iban a tardar los periódicos

en publicar los detalles del asesinato deQuine? Teniendo en cuenta queCulpepper ya se encontraba trabajandoen el caso, la presa debía de estar a punto de reventar.

 —¿La «castigó» Fancourt cuandousted eligió a Quine y lo descartó a él?

Elizabeth bajó la mirada hacia elcuenco de líquido rojo y lo apartó co brusquedad.

 —Éramos amigos, amigos íntimos, pero no ha vuelto a dirigirme la palabradesde el día en que me negué a despedir a Owen. Hizo cuanto pudo para alejar aotros escritores de mi agencia, les decía

 

que yo no tenía principios ni sentido delhonor. Pero sí tengo una norma queconsidero sagrada, y él lo sabía —dijocon firmeza—. Al escribir esa parodia,Owen no había hecho nada que Michaelno les hubiera hecho cientos de veces aotros escritores. Lamenté muchísimo lasconsecuencias, por supuesto, pero fueuna de las ocasiones, de las pocasocasiones, en que Owen me pareciómoralmente libre de toda sospecha.

 —Pero también debió de sentirlo — dijo Strike—. Usted había conocido aFancourt antes que a Quine.

 —Ya llevamos más años siendoenemigos que amigos.

A él no le pareció una respuesta

 

adecuada. —No se equivoque. Owen no

siempre era… No era tan malo —dijoElizabeth con nerviosismo—. Estabaobsesionado con la virilidad, tanto en lavida real como en su obra. A veces erauna metáfora del genio creativo, perootras se puede interpretar como uobstáculo para la realización artística.El argumento de  El pecado de Hobart 

gira en torno a la necesidad de Hobart,que es masculino y femenino a la vez, deescoger entre la paternidad y susaspiraciones de ser escritor: tiene queabortar a su hijo o abandonar lacreación artística.

»Pero cuando se trataba de la

 

 paternidad en la vida real… Entiéndalo,Orlando no era… Nadie elegiría que uhijo suyo… Que su hijo… Pero él laquería, y ella lo quería a él.

 —Excepto cuando Quine dejaba plantada a su familia y se iba con susamantes o despilfarraba el dinero ehabitaciones de hotel —sugirió Strike.

 —De acuerdo, nunca habría ganadoel premio al mejor padre del año —lereconoció Elizabeth—, pero había ucariño sincero.

Se produjo un silencio, y Strikedecidió no interrumpirlo. Estaba segurode que Elizabeth Tassel tenía sus propias razones para haber accedido aaquel encuentro, del mismo modo que

 

había propuesto el anterior, y él estabadecidido a conocerlas, de modo quesiguió comiéndose el pescado y esperó.

 —La policía me ha preguntado siOwen me hacía algún tipo de chantaje —dijo por fin la agente, cuando Strike

a había dejado el plato casi limpio. —¿En serio?Los envolvía el bullicio del

restaurante, y fuera la nevada se habíaintensificado. Volvía a presentarse elfrecuente fenómeno que Strike le habíadescrito a Robin: el sospechoso queríaexplicarse de nuevo, preocupado por sino lo había hecho suficientemente bieen el primer intento.

 —Han tomado nota de las grandes

 

cantidades de dinero que han pasado demi cuenta a la de Owen a lo largo de losaños —añadió ella.

Strike permaneció callado; ya lehabía sorprendido enterarse, en sentrevista anterior, de que Elizabethabía pagado sin rechistar las facturasde hotel de Quine. No encajaba con el personaje.

 —¿A qué chantaje deben de creer que me sometía? —preguntó la agente, ehizo una mueca de desprecio torciendolos labios, de un rojo intenso—.Siempre he sido escrupulosamentehonrada en mi vida profesional. Apenastengo vida privada. Soy la típicasolterona intachable, ¿no le parece?

 

Strike, que consideraba imposiblecontestar a una pregunta así, por muyretórica que fuera, sin ofenderla, prefirió no decir nada.

 —Todo empezó cuando nacióOrlando —prosiguió Elizabeth—. Owehabía conseguido gastarse todo el dineroque había ganado, y Leonora pasó dossemanas en cuidados intensivos tras el parto, mientras Michael Fancourt iba por ahí pregonando que Owen habíamatado a su mujer.

»Owen era un paria. Ni él niLeonora tenían familia. Yo le prestédinero, en calidad de amiga, paracomprar los artículos necesarios para el bebé, y le adelanté dinero para la

 

hipoteca de una casa más grande. Luegohizo falta más dinero para llevar aOrlando a especialistas, cuando quedóclaro que no estaba desarrollándosecomo debía, y para pagar a losterapeutas. Sin darme cuenta, meconvertí en el banco privado de lafamilia. Cada vez que cobraba susderechos de autor, Owen montaba unumerito y hacía como que me devolvíael dinero, y a veces yo recuperaba unos pocos miles de libras.

»En el fondo —continuó la agente,cuyas palabras salían atropelladamente por su boca—, Owen era un niñogrande, y eso podía resultar insoportableo encantador. Era irresponsable,

 

impulsivo, egocéntrico, con unaasombrosa falta de conciencia, perotambién sabía ser gracioso, entusiasta ysimpático. Tenía un patetismo, unafragilidad extraña, que hacía que lagente adoptara una actitud protectoracon él, por muy mal que se comportara.Le pasaba a Jerry Waldegrave. Les pasaba a las mujeres en general. Me pasaba a mí. Y la verdad es que yoseguía confiando, creyendo incluso, eque algún día Owen escribiría otro

ecado de Hobart . Siempre había algo,en todas las malditas novelas queescribió, algo que te impedíadescartarlas por completo.

Un camarero fue a recogerles los

 

 platos y, solícito, le preguntó a Elizabetsi no le había gustado la sopa; ella loahuyentó con un ademán y pidió un café.Strike aceptó que le llevaran la carta de postres.

 —Pero Orlando es un encanto — concluyó Elizabeth con brusquedad—.Un verdadero encanto.

 —Sí… Por cierto —dijo Strike,observando atentamente a sinterlocutora—, el otro día estabaconvencida de que la había visto entrar en el estudio de Quine mientras smadre estaba en el baño.

Strike tuvo la impresión de que la pregunta pillaba por sorpresa a la agente

 de que no le gustaba nada.

 

 —¿Ah, sí? —Tomó un sorbo deagua, titubeó y añadió—: Desafiaría acualquiera de los que aparecen como personajes en Bombyx Mori a que, antela oportunidad de ver qué otras notasrepugnantes podía haber dejado Owe por ahí, no aprovechara para echar uvistazo.

 —¿Y encontró algo? —No, porque la habitación parecía

un basurero. Enseguida comprendí quetardaría demasiado en registrarla, y sisoy sincera —levantó la barbilla,desafiante—, no quería dejar huellas.Así que salí tan deprisa como habíaentrado. Lo hice movida por un impulso,seguramente innoble.

 

Daba la impresión de que ya habíadicho todo lo que se proponía decir.Strike pidió un crumble  de manzana yfresas, y tomó la iniciativa.

 —Daniel Chard quiere hablar conmigo —dijo.

Los ojos verde oscuro de la agentese abrieron más en un gesto de sorpresa.

 —¿Por qué? —No lo sé. A menos que la nieve lo

impida, mañana iré a su casa de Devon.Antes de reunirme con él, me gustaríasaber por qué en Bombyx Mori aparececaracterizado como el asesino de uoven rubio.

 —No pienso facilitarle las claves para descifrar esa repugnante novela — 

 

replicó Elizabeth, volviendo a adoptar su actitud agresiva y desconfiada—. No.Me niego.

 —Es una pena, porque la gente hablamucho.

 —¿Cree que voy a agravar elterrible error que cometí al divulgar elcontenido de ese maldito librocotilleando sobre él?

 —Soy muy discreto —le aseguróStrike—. Nadie tiene por qué saber dedónde saqué mi información.

Ella se limitó a fulminarlo con lamirada, fría e impasible.

 —¿Y qué me dice de Kathryn Kent? —¿Qué pasa con Kathryn Kent? —¿Por qué en  Bombyx Mori  s

 

guarida está llena de cráneos de rata?Elizabeth no respondió. —Sé que Kathryn Kent es Arpía; la

he conocido en persona —añadió Strikesin perder la paciencia—. Lo único queharía usted explicándomelo seríaahorrarme un poco de tiempo. Supongoque a usted también le gustaría saber quién mató a Quine, ¿no?

 —Le veo las intenciones —replicóella, mordaz—. ¿Suele funcionarle esatáctica?

 —Sí —contestó él con naturalidad.La mujer arrugó la frente y, de

 pronto y sin sorprender mucho a Strike,dijo:

 —Bueno, al fin y al cabo no le debo

 

lealtad a Kathryn Kent. Ya que seempeña en saberlo, Owen hacía unareferencia bastante burda al hecho deque ella trabaja en un laboratorio deexperimentación animal donde hacecosas asquerosas a ratas, perros ymonos. Me enteré en una fiesta a la queOwen la llevó. Ella estaba muyexaltada; trataba de impresionarme todoel rato —prosiguió con desprecio—. Heleído cosas suyas. A su lado, DorcusPengelly parece Iris Murdoch. Es latípica ba-basura…

Strike se comió varios bocados decrumble mientras ella tosía tapándose la boca con la servilleta.

 —… la típica basura que nos ha

 

traído internet —consiguió terminar, colos ojos llorosos—. Y lo que es casi peor: al parecer, esperaba que yo lediera la razón cuando criticó a unosestudiantes andrajosos que habíaatacado sus laboratorios. Soy hija de uveterinario: crecí rodeada de animales yme caen mucho mejor que los humanos.Kathryn Kent me pareció una personadeleznable.

 —¿Tiene idea de quién se suponeque es Epiceno, la hija de Arpía? —le preguntó Strike.

 —No. —¿Y la enana del saco del Censor? —¡No pienso explicarle nada más

de ese maldito libro!

 

 —¿Sabe si Quine conocía a una talPippa?

 —Nunca he conocido a ningunaPippa. Pero Owen daba cursos deescritura creativa a mujeres maduras que buscan una justificación a su existencia.Así fue como conoció a Kathryn Kent.

Elizabeth bebió un sorbo de café ymiró la hora.

 —¿Qué puede decirme de Joeorth? —preguntó Strike.

Ella lo miró con recelo. —¿Por qué? —Por curiosidad.Strike no sabía por qué la agente

decidió contestarle; tal vez porque Nortllevaba mucho tiempo muerto, o por esa

 

vena sentimental que ya había detectadocuando la había visto en su abarrotadodespacho.

 —Era de California —explicóElizabeth—. Había venido a Londres a buscar sus raíces inglesas. Erahomosexual, unos años más joven queMichael, Owen y yo, y estabaescribiendo una novela muy sincerasobre la vida que había llevado en SaFrancisco.

»Me lo presentó Michael, quiecreía que escribía de fábula, y esverdad, pero era muy lento. Se pasaba lavida yendo a fiestas, y además, aunquenosotros tardamos un par de años eenterarnos, era portador del VIH y no se

 

cuidaba nada. Al final desarrolló laenfermedad. —Elizabeth carraspeó—.Supongo que se acuerda de la histeriaque hubo, al principio, con el sida.

Strike estaba acostumbrado a que le pusieran, como mínimo, diez años másde los que tenía. De hecho, se habíaenterado por su madre (que nunca fuemuy dada a vigilar lo que decía para noherir la sensibilidad de los niños) deque existía una enfermedad mortal queamenazaba a los que follaban a lo loco ocompartían jeringuillas.

 —Joe quedó físicamente hecho polvo, y todos los que habían queridoconocerlo cuando era prometedor,inteligente y atractivo se esfumaron.

 

Excepto Michael y Owen, eso hay quereconocerlo —agregó a regañadientes —. Ellos le ofrecieron ayuda, pero Joemurió sin haber terminado su novela.

»Michael todavía estaba enfermo yno pudo asistir al funeral de Joe, peroOwen fue uno de los portadores delféretro. Para agradecerles que sehubieran ocupado de él, Joe les dejó alos dos esa casa tan bonita, donde tantasfiestas habían celebrado y donde tantasnoches habían pasado en vela hablandode literatura. Yo estuve allí más de unavez. Fueron… tiempos felices.

 —¿Y utilizaron a menudo la casadespués de la muerte de North?

 —No puedo contestar por Michael,

 

 pero dudo que haya estado allí desdeque se peleó con Owen, y eso sucedió poco después del funeral de Joe —dijoElizabeth, encogiéndose de hombros—.Owen no llegó a volver a la casa por miedo a encontrarse a Michael. Lostérminos del testamento de Joe era peculiares; creo que lo llaman «cláusularestrictiva». Joe estipuló que la casadebía convertirse en un retiro paraartistas. Por eso Michael ha podido bloquear la venta todos estos años; losQuine nunca han encontrado a otroartista, o artistas, a quien vender s parte. Durante un tiempo la alquiló uescultor, pero no funcionó. Como eslógico, Michael siempre ha sido muy

 

quisquilloso con los inquilinos paraimpedir que Owen se beneficiaraeconómicamente, y tiene dinero para pagar a abogados que imponen suscaprichos.

 —¿Qué pasó con el libro inacabadode North? —preguntó Strike.

 —Ah, Michael dejó de trabajar esu novela y terminó la de Joe, y HaroldWeaver la publicó póstumamente. Setitula  Hacia la meta: es un clásico deculto, nunca se ha descatalogado.

Volvió a mirar la hora. —Tengo que irme —anunció—.

Tengo una reunión a las dos y media. Miabrigo, por favor —pidió a un camareroque pasó a su lado.

 

 —No sé quién me contó —dijoStrike, aunque recordaba a la perfeccióque había sido Anstis— que tiempoatrás usted supervisó unas obras que sehicieron en Talgarth Road.

 —Sí —confirmó ella coindiferencia—. Otro de los trabajitosque no me correspondía hacer comoagente literaria, pero que siempreacababa haciendo. Se trataba decoordinar unas reparaciones, organizar alos operarios. Le envié una factura aMichael por la mitad del importe, y élme pagó a través de sus abogados.

 —¿Tenía usted llave? —Sí, y se la di al capataz — 

respondió ella fríamente—. Luego se la

 

devolví a los Quine. —¿Y no fue a ver las obras? —Pues claro que sí. Tenía que

comprobar que las habían hecho. Creoque fui dos veces.

 —¿Sabe si para esas reparacionesse utilizó ácido clorhídrico?

 —La policía también me preguntó sisabía algo de unos recipientes de ácidoclorhídrico. ¿Por qué?

 —No puedo decírselo.Elizabeth lo miró con odio, y Strike

comprendió que no estaba acostumbradaa que la gente se negara a darleinformación.

 —Mire, solo puedo decirle lomismo que a la policía: que seguramente

 

los dejó allí Todd Harkness. —¿Quién? —El escultor que alquiló el taller.

Lo encontró Owen, y los abogados deFancourt no consiguieron impedírselo.Lo que nadie sabía era que Harknesstrabajaba sobre todo con metal oxidado que utilizaba productos químicos muy

corrosivos. Causó muchos desperfectosen el taller antes de que lo echaran. Esavez Fancourt encargó la limpieza y nosenvió la factura a nosotros.

El camarero le había entregado elabrigo, que tenía algunos pelos de perro.Cuando la agente se levantó, Strike oyóel débil pitido de sus pulmones. Tras uimperioso apretón de manos, Elizabet

 

Tassel se marchó.Él tomó otro taxi para volver a s

oficina, con la vaga intención demostrarse conciliador con Robin; esamañana habían estado antipáticos el unocon el otro, aunque no sabía muy bie por qué. Sin embargo, cuando por fillegó a la recepción, estaba sudando dedolor, y las primeras palabras que ellale dirigió no fueron nada propiciatorias:

 —Acaban de llamar de la agencia dealquiler de coches. No tienen ningunoautomático, pero pueden darte…

 —¡Tiene que ser automático! —leespetó Strike. Se dejó caer en el sofá, yeste produjo una pedorrera que lo irritóaún más—. ¡Así no puedo conducir u

 

coche con cambio manual, joder! ¿Hasllamado a…?

 —Pues claro que he llamado a otrasagencias —replicó Robin fríamente—.A un montón. Ninguna tiene un cocheautomático para mañana. De todasformas, la previsión meteorológica estremenda. Creo que será mejor que…

 —Voy a ir a ver a Chard como sea —se reafirmó Strike.

El dolor y el miedo estaba poniéndolo de muy mal humor; no queríaverse obligado a renunciar a la prótesis  tener que recurrir otra vez a las

muletas; no quería sujetarse la perneradel pantalón con alfileres, ni ser objetode miradas de compasión. Odiaba las

 

sillas de plástico de los pasillosdesinfectados; odiaba que desenterrarasu voluminoso historial médico y se loleyeran de cabo a rabo, que le hablaraen voz baja sobre la necesidad decambiarle la prótesis, que unossanitarios le aconsejaran con calma quedescansara y que se cuidara la piernacomo si esta fuera un crío enfermo alque tenía que llevarse a todas partes. Esus sueños, no le faltaba una pierna; esus sueños, estaba entero.

La invitación de Chard había sido uregalo caído del cielo, y Strike estabadecidido a aprovecharlo. Quería preguntarle muchas cosas al presidentede la editorial de Quine. La invitación,

 

de entrada, ya era sumamente extraña.Quería conocer los motivos de Chard para hacerlo ir hasta Devon.

 —¿Me has oído? —preguntó Robin. —¿Cómo? —He dicho que puedo llevarte yo. —No, tú no puedes —dijo Strike si

la menor cortesía. —¿Por qué no? —Porque tienes que ir a Yorkshire. —Tengo que estar en King’s Cross

mañana a las once de la noche. —Va a nevar muchísimo. —Podemos salir temprano. O

 puedes cancelar la entrevista con Chard.Pero la previsión meteorológica para lasemana que viene también es espantosa.

 

Era difícil pasar de la ingratitud atodo lo contrario bajo el escrutinio delos ojos gris azulado de Robin.

 —Está bien —dijo con rigidez—.Gracias.

 —Entonces tengo que ir a recoger elcoche.

 —Vale —gruñó Strike, apretandolos dientes.

Owen Quine pensaba que lasmujeres no tenían cabida en la literatura;Strike también guardaba en secreto s propio prejuicio. Sin embargo, ¿quéalternativa le quedaba, con aquelespantoso dolor en la rodilla y si posibilidad de conseguir un cocheautomático?

 

28

… Esa fue (de todas ellas) la hazañamás peligrosa y fatal en la que participédesde que por primera vez me enfrentéal enemigo…

BEN JONSON,  Every Man in His

 Humour 

A las cinco de la mañana siguiente,Robin, con guantes y bufanda, entró en elmetro y subió a uno de los primerostrenes del día. Le brillaba el pelo,salpicado de copos de nieve; llevaba

 

una mochila pequeña colgada delhombro y una bolsa de fin de semana ela que había metido el vestido, lachaqueta y los zapatos que iba anecesitar para el funeral de la señoraCunliffe. No contaba con tener tiempo para volver a casa después del viaje deida y vuelta a Devon, y pensaba ir directamente a King’s Cross en cuantohubiera devuelto el coche a la agenciade alquiler.

Sentada en el vagón casi vacío,examinó sus sentimientos con relación aldía que tenía por delante y comprobóque había de todo. El entusiasmo era semoción dominante, pues estabaconvencida de que Strike tenía alguna

 

 buena razón para entrevistar cuantoantes a Chard. Robin había aprendido aconfiar en el criterio y las corazonadasde su jefe; esa era una de las cosas quetanto fastidiaban a Matthew.

Matthew… Los dedos enfundados eel guante negro apretaron el asa de la bolsa que tenía a su lado. Había vuelto amentirle. Robin era una persona sincera, en los nueve años que llevaban juntos,

nunca le había mentido. Hasta hacía poco. Algunas habían sido mentiras por omisión. El miércoles por la noche, por ejemplo, Matthew le había preguntado por teléfono qué había hecho ese día eel trabajo, y ella le había ofrecido unaversión abreviada y muy enmendada de

 

sus actividades, omitiendo que había idocon Strike a la casa donde habíaasesinado a Quine, que había comidocon él en el Albion y, por supuesto, quehabía cruzado el puente de la estacióde West Brompton con el pesado brazode su jefe sobre los hombros.

Y luego estaban las mentiras puras yduras. El día anterior, sin ir más lejos,Matthew le había preguntado, igual queStrike, si no prefería tomarse el día libre coger el tren más pronto.

«Lo he intentado —le habíacontestado ella. La mentira se le habíaescapado casi sin proponérselo—, peroa no hay billetes. Debe de ser por el

tiempo. Supongo que mucha gente va e

 

tren en lugar de arriesgarse a conducir.Tendré que apañarme con el nocturno.»

¿Qué podía decirle?  —se justificóen silencio mientras la ventana, oscura,le devolvía el reflejo de su tensosemblante—. Se habría puesto

histérico.La verdad era que Robin deseaba ir 

a Devon. Quería ayudar a Strike. Queríasalir de detrás de su ordenador, por mucha satisfacción que le produjera lo bien que llevaba la parte administrativadel negocio, y ponerse a investigar.¿Acaso era eso censurable? Matthewcreía que sí. No era lo que él tenía previsto. Él habría preferido que Robihubiera aceptado el trabajo en el

 

departamento de recursos humanos de laagencia de publicidad, donde el sueldohabría sido casi el doble. Londres eramuy caro. Matthew quería buscar u piso más grande. Robin suponía que sehabía convertido en una carga para snovio.

Y luego estaba Strike. Unafrustración con la que ya llevaba tiempolidiando, un nudo prieto en el estómago:«Tenemos que plantearnos en serio lo decontratar a otra persona.» Comentariosfrecuentes sobre ese futuro colaborador que en la mente de Robin empezaba aadquirir características míticas: unamujer con pelo corto y mirada perspicaz, como la agente que montaba

 

guardia en el escenario del crimen deTalgarth Road. Sería competente yhabría recibido toda la instrucción de laque ella carecía, y estaría libre (por  primera vez se lo dijo a sí misma sitapujos, en aquel vagón de metro mediovacío y muy iluminado, cuando fueratodavía estaba oscuro y el estruendollenaba sus oídos) de la carga quesuponía un novio como Matthew.

Sin embargo, él era el eje de svida, el centro fijo. Robin lo quería,siempre lo había querido. Matthewhabía permanecido a su lado en la peor época de su vida, cuando otros jóvenesla habrían dejado. Robin quería casarsecon él, e iba a casarse con él. El único

 

 problema era que hasta entonces nunca,amás, habían tenido discusiones

importantes. Pero el trabajo de Robin,su decisión de quedarse con Strike, y el propio Strike, habían introducido uelemento discordante en su relación,algo nuevo y amenazador.

El Toyota Land Cruiser que Robihabía alquilado había pasado la nocheen el Q-Park de Chinatown, uno de losaparcamientos más cercanos a Denmark Street, donde era imposible estacionar.Patinando y resbalando con los zapatosde vestir más planos que tenía, y con la bolsa de fin de semana oscilando en smano derecha, Robin se apresuró por lacalle oscura hacia el estacionamiento de

 

varias plantas, negándose a seguir cavilando sobre Matthew ni sobre loque pensaría o diría si la viera a puntode emprender un viaje de seis horas ecoche con Strike. Tras meter la bolsa eel maletero, se sentó al volante,encendió el navegador, ajustó lacalefacción y dejó el motor en marcha para que el interior del coche secalentara.

Strike llegó un poco tarde, lo que noera habitual en él. Para entretenersemientras lo esperaba, Robin sefamiliarizó con los mandos. Le gustabamucho los coches; siempre le habíaencantado conducir. A los diez años yasabía conducir el tractor de la granja de

 

su tío y solo necesitaba que alguien laayudara a quitar el freno de mano. Adiferencia de Matthew, había aprobadoel examen a la primera. Había aprendidoa no hacerle bromas sobre eso.

Detectó un movimiento en el espejoretrovisor y levantó la cabeza. Strike,con traje oscuro y muletas, avanzabatrabajosamente hacia el coche. Llevabala pernera del pantalón sujeta coimperdibles.

A Robin se le encogió el corazón, yno por la pierna amputada, que ya habíavisto en otra ocasión y en circunstanciasmucho más turbadoras, sino porque erala primera vez que lo veía renunciar a la prótesis en público.

 

Salió del coche y lamentó haberlohecho en cuanto vio el ceño fruncido deStrike.

 —Has alquilado un cuatro por cuatro, buena idea —dijo él,advirtiéndole, sin necesidad de decir nada, que no debía hacer comentariossobre su pierna.

 —Sí, pensé que con este mal tiemposería lo mejor.

El detective rodeó el coche y fuehasta la puerta del asiento del pasajero.Robin supo que no debía ofrecerleapoyo, pues percibía una zona deexclusión alrededor de él, como siStrike rechazara telepáticamentecualquier ofrecimiento de ayuda o

 

compasión; con todo, ella temía que nofuera capaz de meterse en el coche siasistencia. Strike tiró las muletas en elasiento trasero y se quedó un momentode pie, en equilibrio precario; entonces,con una demostración de fuerza en la parte superior del cuerpo que ella jamáshabría sospechado, se metió en el cochesin ninguna dificultad.

Robin volvió a sentarse a toda prisaal volante, cerró la puerta, se abrochó elcinturón de seguridad y salió de la plazade aparcamiento dando marcha atrás. La prevención con que Strike se defendíade la inquietud de Robin se alzaba comoun muro entre los dos, y ella añadió a lacompasión una pizca de resentimiento

 

 por el hecho de que su jefe lamantuviera tan a raya. ¿Acaso algunavez había reaccionado con preocupacióexcesiva, o lo había tratado de un modomaternal? Como mucho, le habíaofrecido un comprimido de paracetamol.

Strike sabía que su comportamientono era razonable, pero saberlo no hacíasino aumentar su irritación. Nada másdespertar se había dado cuenta de queintentar ponerse la prótesis como fuera,con lo caliente, hinchada y sumamentedolorida que tenía la rodilla, era unaidiotez. No había tenido más remedioque bajar la escalera metálica sentado,como un niño pequeño. Al cruzar lacalzada helada de Charing Cross co

 

muletas había atraído las miradas de perplejidad de los pocos viandantesmadrugadores que se atrevían aenfrentarse al frío y la oscuridad. Strikeno quería volver a usar las muletas, peroallí estaba, y todo por haber olvidado umomento que ya no era el Strike de sussueños, que ya no estaba entero.

Al menos, Robin sabía conducir, yeso era un alivio. Su hermana, Lucy, sedistraía con facilidad y no le inspirabaninguna confianza al volante de ucoche. Charlotte siempre habíaconducido su Lexus de una forma que aStrike le causaba dolor físico: aceleraba para saltarse los semáforos en rojo, semetía contra dirección por calles de u

 

solo carril, fumaba y hablaba por elmóvil, esquivaba por los pelos a losciclistas y las puertas abiertas de loscoches aparcados. Desde el día en queel Viking había explotado en aquellacarretera sin asfaltar, a Strike le costabamucho subirse a un coche, a menos quelo condujera un profesional.

Tras un largo silencio, Robin dijo: —En la mochila hay café. —¿Qué? —En la mochila. Un termo. He

 pensado que más vale que no paremos sino es imprescindible. También haygalletas.

Los limpiaparabrisas despejaban loscopos de nieve acumulados en la luna

 

delantera del coche. —Eres genial —dijo Strike, incapaz

de seguir manteniendo aquella tibieza. No había desayunado nada: intentar 

atarse la pierna ortopédica y noconseguirlo, buscar imperdibles con losque sujetarse la pernera de los pantalones del traje, rescatar sus muletas

  bajar la escalera le había llevado eldoble del tiempo previsto. Robin sonrióa su pesar.

Strike se sirvió café, se comió unascuantas galletas de mantequilla y, amedida que disminuía su hambre, vioaumentar su admiración por la destrezade Robin al volante de aquel coche taextraño.

 

 —¿Qué coche tiene Matthew? —  preguntó mientras pasaban por elviaducto de Boston Manor.

 —Ninguno —contestó ella—. ELondres no tenemos coche.

 —Ya, no hace ninguna falta —dijoStrike, y pensó que si algún día le pagaba a Robin el sueldo que merecía,tal vez pudieran permitírselo.

 —Dime, ¿qué piensas preguntarle aDaniel Chard? —quiso saber ella.

 —Muchas cosas. —Strike sesacudió unas migas de la chaqueta—.Para empezar, si se había peleado coQuine y, en caso afirmativo, por quémotivo. No me explico por qué Quine,que a todas luces era un gilipollas,

 

decidió atacar al hombre de quiedependía su sustento y que teníasuficiente dinero para demandarlo ycondenarlo al olvido.

Strike masticó otra galleta, tragó yañadió:

 —A menos que Jerry Waldegravetenga razón y Quine sufriera unaverdadera crisis nerviosa mientrasescribía ese libro y arremetiera contracualquiera a quien pudiese culpar de sus pésimas ventas.

Robin, que había terminado de leer ombyx Mori  el día anterior, mientras

Strike comía con Elizabeth Tassel, dijo: —¿No te parece que el texto es

demasiado coherente para haberlo

 

escrito alguien en plena crisis nerviosa? —La sintaxis quizá sea correcta,

 pero dudo que encuentres a mucha genteque no esté de acuerdo en que elargumento es descabellado.

 —Sus otras novelas son muy parecidas.

 —Pero ninguna es tan absurda comoombyx Mori  —replicó Strike—.  El 

ecado de Hobart   y  Los hermanos

alzac tenían una trama. —Este también tiene trama. —¿Sí? ¿No será el paseíto de

Bombyx tan solo una forma fácil deensartar un montón de ataques contravarias personas?

Cuando dejaron atrás la salida de

 

Heathrow caía una nevada densa yfuerte; iban hablando de las diversasatrocidades de la novela, riéndose u poco de sus ridículos contrasentidos, desus absurdos. Los árboles a ambos ladosde la autopista parecían espolvoreadoscon toneladas de azúcar glas.

 —A lo mejor, Quine nació cocuatrocientos años de retraso —expusoStrike, que seguía comiendo galletas—.Elizabeth Tassel me contó que hay unatragedia de venganza de la épocaacobina en la que aparece un esqueleto

envenenado disfrazado de mujer. Por lovisto, alguien se lo folla y se muere. Ahíes fácil ver un paralelismo con PhallusImpudicus preparándose para…

 

 —No, por favor —dijo Robin,estremeciéndose de asco.

Strike no se había interrumpido por las protestas de su secretaria, ni porquehubiera sentido repugnancia. Mientrashablaba, se había encendido una lucecitaen su subconsciente. Alguien le habíacontado… Alguien había dicho… Peroese recuerdo había desaparecido tras utentador destello plateado, como u pececillo que se oculta entre las algas.

 —Un esqueleto envenenado — murmuró Strike, tratando de atrapar aquel recuerdo elusivo, pero sin éxito.

 —Y anoche terminé  El pecado de

obart   —añadió Robin, mientrasadelantaba a un Prius que iba muy lento.

 

 —Eres masoquista —dijo Strike, ycogió una sexta galleta—. Nunca habríaimaginado que fueras a disfrutar con eselibro.

 —No he disfrutado, y el libro nomejora al final. Trata sobre…

 —Un hermafrodita que se quedaembarazado y aborta porque un hijointerferiría en sus ambiciones literarias.

 —¡Te lo has leído! —No, me lo explicó Elizabet

Tassel. —Aparece un saco manchado de

sangre —señaló Robin.Strike observó de reojo su perfil de

tez clara y se fijó en la concentraciócon que Robin escrutaba la carretera,

 

desviando de vez en cuando la mirada alespejo retrovisor.

 —¿Qué contiene el saco? —El feto abortado —contestó Robi

 —. Es horrible.Strike asimiló esa informació

mientras dejaban atrás el desvío deMaidenhead.

 —Qué raro —dijo por fin. —Y qué grotesco —añadió Robin. —No, es raro —insistió Strike—.

Quine se repetía. Esa es la segunda cosade  El pecado de Hobart   que tambiéintrodujo en  Bombyx Mori. Doshermafroditas, dos sacos manchados desangre. ¿Por qué?

 —Bueno, no son exactamente lo

 

mismo —opinó Robin—. En  Bombyx

ori, el saco no pertenece alhermafrodita ni contiene un feto. A lomejor Quine había agotado su inventiva.A lo mejor  Bombyx Mori  era unaespecie de hoguera final de todas susideas.

 —La pira funeraria de su carrera,más bien.

Strike se quedó muy pensativomientras detrás de la ventana el paisajeiba volviéndose cada vez más rural. Elos espacios entre los árboles se veíacampos extensos cubiertos de nieve, blanco sobre blanco bajo un cielo de ugris nacarado, y seguían cayendo unosgruesos copos de nieve que se

 

estrellaban contra el parabrisas. —Mira, creo que hay dos opciones

 —dijo Strike al cabo de un rato—. O bien es verdad que Quine sufría unacrisis nerviosa, no se daba cuenta de loque hacía y creía que Bombyx Mori erauna obra maestra, o bien se había propuesto causar tantos problemas como pudiera, y las repeticiones están ahí por algún motivo.

 —¿Qué motivo? —Son una clave —sugirió él—.

Remitiendo a los lectores a sus otroslibros, los ayudaba a interpretar lo quecontaba en  Bombyx Mori. Intentabadecirlo sin exponerse a que lodemandaran por difamación.

 

Sin apartar la vista de la autopistanevada, Robin volvió la cara haciaStrike y frunció el entrecejo.

 —¿Crees que era todoabsolutamente deliberado? ¿Crees queél provocó a propósito todo este jaleo?

 —Si lo piensas bien —respondióStrike—, no es un mal plan de negocios para un hombre egoísta e insensible quevende poquísimos libros. Montas ufollón por todo lo alto, haces que todoLondres hable de tu libro. Recibesamenazas de acciones legales, cabreas aun montón de gente, haces revelacionesveladas sobre un escritor famoso… Yentonces desapareces y te escondesdonde no puedan encontrarte las órdenes

 

udiciales y, antes de que nadie puedaimpedirlo, lo publicas en forma de libroelectrónico.

 —Sin embargo, cuando ElizabetTassel le dijo que era impublicable, se puso furioso.

 —¿Seguro? —dijo Strike, pensativo —. ¿O estaba fingiendo? ¿Y si el motivo por el que insistía tanto en que lo leyeraera que estaba preparándose pararepresentar una buena pelea en público?Da la impresión de que era un graexhibicionista. A lo mejor todo formaba parte de su estrategia de promoción.Creía que Roper Chard no dabasuficiente publicidad a sus libros. Esome dijo Leonora.

 

 —Entonces, ¿crees que cuandoquedó con Elizabeth Tassel ya había planeado montar un número y abandonar furioso el restaurante?

 —Es posible. —¿Y, de allí, ir a Talgarth Road? —Quizá.El sol ya había salido y las copas de

los árboles, recubiertas de hielo,lanzaban destellos.

 —Y consiguió lo que quería, ¿no? —prosiguió Strike, y entornó los ojoscuando un sinfín de motitas de hielo brillaron en el parabrisas del coche—.

o podría haber diseñado mejor campaña publicitaria para su libro.Lástima que no haya sobrevivido y no se

 

haya visto en las noticias de la BBC.»¡Cojones! —añadió en voz baja. —¿Qué pasa? —Me he acabado todas las galletas.

Lo siento —dijo Strike, compungido. —No pasa nada —dijo Robin,

risueña—. Yo ya he desayunado. —Yo no he tenido tiempo.El café caliente, la charla y el hecho

de que Robin, siempre tan práctica, sehubiera preocupado por su comodidad,habían debilitado la resistencia deStrike a hablar de su pierna.

 —No podía ponerme la maldita prótesis. Tengo la rodilla superhinchada.Voy a tener que ir al médico. He tardadouna eternidad en salir de casa.

 

Ella ya se lo había imaginado, peroagradeció la muestra de confianza.

Dejaron atrás un campo de golcuyos banderines sobresalían por variashectáreas de nieve blanda, y unasgraveras inundadas de agua, convertidasen láminas de peltre bruñido bajo la luzinvernal. Estaban cerca de Swindocuando sonó el teléfono de Strike; miróel número (temiéndose que volviera aser Nina Lascelles) y vio que era Ilsa, samiga del colegio. También vio, cocierta aprensión, que Leonora Quine lohabía llamado a las seis y media,seguramente mientras él intentaba no partirse la crisma con las muletas por Charing Cross Road.

 

 —Hola, Ilsa. ¿Qué pasa? —Pues varias cosas —contestó ella.

Su voz le llegaba muy débil, y eldetective comprendió que también elladebía de estar en un coche.

 —¿Te llamó Leonora Quine elmiércoles?

 —Sí, nos vimos por la tarde —dijoIlsa—. Y acabo de hablar con ella otravez. Me ha dicho que te ha llamado estamañana, pero que no contestabas.

 —Sí, he salido muy temprano y nohe visto su llamada.

 —Me ha dado permiso para que tediga…

 —¿Qué ha pasado? —Se la han llevado a comisaría

 

 para interrogarla. Yo estoy de camino. —Mierda. ¡Mierda! ¿Qué tienen? —Dice que han encontrado

fotografías en el dormitorio quecompartía con Quine. Por lo visto, a élle gustaba que lo ataran y le tomarafotos —explicó Ilsa con mordaznaturalidad—. Me lo ha contado como sime hablara de las plantas de su jardín.

Strike oía, de fondo, el ruidoamortiguado del intenso tráfico delcentro de Londres. Allí, en la autopista,lo que se oía era el susurro de loslimpiaparabrisas, el murmullo constantedel poderoso motor y, de vez en cuando,el zumbido de un coche temerario quelos adelantaba bajo la intensa nevada.

 

 —Lo lógico habría sido que sedeshiciera de esas fotos —comentóStrike.

 —Simularé no haber oído unainsinuación sobre la conveniencia dedestruir pruebas —dijo Ilsa, fingiendoseriedad.

 —Esas fotos no son pruebas, no meodas —se quejó Strike—. Por el amor 

de Dios, claro que esos dos tenían u punto pervertidillo. Si no, ¿cómo iba aretener Leonora a un hombre comoQuine? El problema es que la mente deAnstis es demasiado pudorosa; cree quecualquier cosa que no sea la postura delmisionero es indicio de tendenciascriminales.

 

 —¿Qué sabes tú de la vida sexualdel agente a cargo de la investigación? —preguntó Ilsa, extrañada.

 —Es el tipo al que eché hacia la parte trasera del vehículo en Afganistá —contestó Strike.

 —Ah —dijo ella. —Y se ha empeñado en incriminar a

Leonora. Si lo único que tienen es eso,unas cuantas fotos guarras…

 —No, no es lo único. ¿Sabías quelos Quine tenían un trastero?

Strike no dijo nada y siguióescuchando, tenso y, de repente, preocupado. ¿Y si se había equivocado?¿Y si se había equivocado por completo?

 

 —¿Lo sabías? —insistió Ilsa. —¿Qué han encontrado? —preguntó

Strike, abandonando el tono displicente —. Supongo que no serán los intestinos.

 —¿Qué has dicho? ¡He entendido«no serán los intestinos»!

 —¿Qué han encontrado? —repitióél.

 —No lo sé, pero ya me enterarécuando llegue allí.

 —¿No la han detenido? —No, solo quieren interrogarla,

 pero están convencidos de que ha sidoella, lo sé, y creo que ella no se dacuenta de lo feas que están poniéndoselas cosas. Cuando me ha llamado, solome hablaba de su hija, a la que tenía que

 

dejar con una vecina, y de lo disgustadaque estaba la niña…

 —La hija cuenta ya veinticuatroaños y tiene problemas de aprendizaje.

 —Ah —dijo Ilsa—. Qué pena. Mira,estoy llegando, tengo que dejarte.

 —Mantenme informado. —No esperes noticias mías

demasiado pronto. Me da la impresióde que vamos a tardar un poco.

 —Mierda —repitió Strike al colgar. —¿Qué ha pasado?Un camión cisterna enorme había

salido del carril lento para adelantar aun Honda Civic con un adhesivo de«Bebé a bordo» en la luna trasera.Strike vio que su descomunal carrocería,

 

semejante a una bala de plata, oscilabaal avanzar a gran velocidad por laautopista; se fijó en que Robin reducíala marcha para aumentar la distancia defrenado, pero no expresó su aprobación.

 —La policía ha llevado a Leonora ala comisaría para interrogarla.

Robin dio un grito ahogado. —Han encontrado en su dormitorio

fotos de Quine atado, y otra cosa en utrastero, pero Ilsa no sabe qué…

Strike ya había experimentadoaquello otras veces. El paso instantáneode la calma a la calamidad. Una súbitaralentización del tiempo. De pronto,todos los sentidos en tensión ydisparando las alarmas.

 

El camión cisterna hizo la tijera. —¡Frena! —se oyó gritar a pleno

 pulmón, porque eso era lo que habíadicho la última vez para evitar lamuerte.

En cambio, Robin pisó el acelerador a fondo, y el coche salió disparado coun rugido. No había espacio para pasar.El camión volcó y cayó sobre ucostado en la calzada helada, girandosobre sí mismo; el Civic chocó contraél, volcó y resbaló sobre el techo haciala cuneta; un Golf y un Mercedes, quetras el choque se habían quedadoenganchados, salieron despedidos haciael chasis del camión cisterna.

Se dirigían a toda velocidad hacia la

 

cuneta. Robin esquivó el Civic volcadocasi de milagro. Strike se agarró a lamanija de la puerta mientras el LandCruiser pisaba el suelo rugoso a gravelocidad. Iban a meterse en la cuneta yseguramente volcarían. El remolque delcamión resbalaba peligrosamente en sdirección, pero ellos iban muy deprisa,  Robin pasó por los pelos. Tras una

sacudida tan brutal que la cabeza deStrike chocó contra el techo del coche,de pronto dieron un volantazo yvolvieron a la calzada helada, indemnes,al otro lado del montón de vehículossiniestrados.

 —¡Hostia puta!Robin había frenado por fin,

 

controlando a la perfección el coche, ylo detuvo en la cuneta. Estaba tan blancacomo la nieve que caía en el parabrisas.

 —En ese Civic iba un niño.Y antes de que él pudiera decir nada,

se había bajado del coche y había dadoun portazo.

Strike estiró un brazo por encima delrespaldo de su asiento e intentó pescar las muletas. Nunca había sido taconsciente de su minusvalía. Acababade alcanzarlas y pasarlas al asientodelantero cuando oyó sirenas. Entornólos ojos y miró a través de la lunatrasera, cubierta de nieve, y distinguió el parpadeo lejano de unas luces azules. La policía ya había llegado, y él no iba a

 

ser de gran ayuda con una sola pierna.Mascullando, tiró las muletas al asientotrasero.

Robin volvió al coche al cabo dediez minutos.

 —Podría haber sido mucho peor — dijo jadeando—. Al niño no le ha pasado nada, iba en una sillita paracoche. El conductor del camión estácubierto de sangre, pero consciente.

 —¿Y tú? ¿Estás bien?Robin temblaba un poco, pero

sonrió. —Sí, estoy bien. Es que me daba

miedo encontrarme a un niño muerto. —Bueno —dijo Strike, y respiró

hondo—. Y ahora dime, ¿dónde coño

 

has aprendido a conducir así? —Ah, hice un par de cursos de

conducción avanzada. —Robin seencogió de hombros y se apartó el pelomojado de la frente.

Strike se quedó mirándola. —¿Cuándo? —Poco después de dejar la

universidad. Estaba pasando una malaépoca y no salía mucho. Fue idea de mi padre. Siempre me han gustado mucholos coches.

»Me apunté por hacer algo — continuó mientras se abrochaba elcinturón de seguridad y ponía el motor en marcha—. A veces, cuando estoy ecasa de mis padres, voy a la granja a

 

 practicar. Mi tío me deja entrar con elcoche en un campo que tiene.

Strike seguía mirándola fijamente. —¿Estás segura de que no quieres

esperar un poco antes de…? —No, ya les he dado mi nombre y

mi dirección. Tenemos que seguir.Metió primera y se incorporó co

suavidad a la autopista. Strike noconseguía apartar la mirada de su sereno perfil; ella volvía a tener la vista fija ela calzada y sujetaba el volante coseguridad. Se la veía relajada.

 —En el Ejército conocí aconductores especializados queconducían peor que tú —dijo—. Los quellevan a los generales y recibe

 

entrenamiento para escapar desituaciones de peligro. —Volvió lacabeza y vio el amasijo de vehículosvolcados que bloqueaba la calzada—.Todavía no entiendo cómo lo has hecho para que no nos estrelláramos.

Robin no se había echado a llorar  por haber estado a punto de sufrir uaccidente; en cambio, al oír esas palabras de elogio y agradecimiento, de pronto creyó que se derrumbaría y se lesaltarían las lágrimas.

Con gran fuerza de voluntad, contuvosu emoción, la transformó en una risita y preguntó:

 —¿Te das cuenta de que, si llego afrenar, habríamos patinado y nos

 

habríamos ido derechos contra elcamión cisterna?

 —Sí —respondió Strike, y riotambién—. No sé por qué he dicho eso —mintió.

 

29

A la izquierda hay un caminoque lleva de la mala concienciaa un bosque de desconfianza y

miedo.

THOMAS KYD, The Spanish Tragedie

A pesar de haberse librado por poco deun accidente, Strike y Robin entraron eTiverton, en el condado de Devon, pocodespués de las doce. Robin siguió lasindicaciones del navegador y dejó atrásunas casas de campo recubiertas de una

 

gruesa capa de nieve reluciente; pasó por un bello puentecito que atravesabaun río de color pizarra y por delante deuna iglesia del siglo XVI de un esplendor insólito, hasta llegar al final del pueblo,donde vieron una verja automática dedoble hoja, discretamente apartada de lacarretera.

Un joven y atractivo filipino quecalzaba lo que parecían zapatos náuticos  vestía un abrigo que le iba grande

intentaba abrir la verja manualmente. Alver el Land Cruiser, le indicó a Robi por señas que bajara la ventanilla.

 —Congeladas —se limitó a decir—.Esperen un momento, por favor.

Strike y Robin esperaron cinco

 

minutos en el coche bajo la intensanevada, hasta que el joven consiguiódesprender el hielo de la verja ydespejó el suelo para permitir que seabrieran las dos hojas.

 —¿Quieres que te acerquemos a lacasa? —le preguntó Robin.

El joven se acomodó en el asientotrasero, junto a las muletas de Strike.

 —¿Son amigos del señor Chard? —Hemos quedado con él —contestó

Strike, evasivo.Subieron por un largo y sinuoso

sendero privado; el Land Cruiser notenía problemas para avanzar por lanieve crujiente que se había acumuladodurante la noche. Las hojas de los

 

rododendros que bordeaban el caminose habían negado a soportar el peso dela nieve, de modo que el paisaje sedibujaba en blanco y negro: montículosde denso follaje invadían el sendero, blanco y de apariencia esponjosa. En elcampo de visión de Robin habíaempezado a aparecer unos puntos de luzdiminutos. Ya hacía horas que habíadesayunado, y Strike se había comidotodas las galletas, claro.

Su mareo y una ligera sensación deirrealidad persistían cuando se bajó delToyota y alzó la vista hacia Tithebar House, construida junto a una extensióoscura del bosque que parecía acosar una pared lateral de la casa. La inmensa

 

estructura rectangular que tenían ante síhabía sido restaurada por un arquitectoaudaz: había sustituido una mitad deltejado por placas de vidrio, y la otra parecía cubierta de paneles solares. Alcontemplar la parte en que latransparencia convertía la estructura ealgo parecido a un esqueleto recortadocontra el cielo de un gris brillante yclaro, Robin se mareó aún más. Aquellole recordó la espeluznante fotografía quehabía visto en el teléfono de su jefe: laestancia abovedada de vidrio y luzdonde yacía el cadáver mutilado deQuine.

 —¿Te encuentras bien? —le preguntó Strike, preocupado, al reparar 

 

en su extremada palidez. —Sí. —Quería conservar su estatus

de heroína.Respirando hondo para llenarse de

aquel aire helado los pulmones, siguió aStrike, asombrosamente hábil con lasmuletas, por el sendero de grava quellevaba hasta la entrada. El jove pasajero había desaparecido sidecirles nada más.

Daniel Chard abrió la puerta de lacasa en persona. Llevaba una camisa deseda con cuello mao, amplia, de color verde amarillento, y pantalones de linoholgados. También llevaba muletas,como Strike, y la pantorrilla y el pieizquierdos enfundados en una gruesa

 

 bota ortopédica. Chard bajó la vistahacia la pernera vacía del pantalón deStrike, y durante unos segundos, que se prolongaron incómodamente, parecióque nunca desviaría la mirada.

 —Y usted creía que estaba mal, ¿eh? —dijo Strike, tendiéndole la mano.

El chiste no fue bien recibido: Chardno sonrió. Seguía envolviéndolo lamisma aura de desubicación, desingularidad, que en la fiesta de laeditorial. Estrechó la mano al detectivesin mirarlo a los ojos y lo saludó coestas palabras:

 —Llevaba toda la mañanaesperando que me llamara para cancelar nuestra cita.

 

 —Pues no, lo hemos conseguido — replicó Strike, por obvio que resultara —. Le presento a mi secretaria, Robin.Me ha traído ella. Espero que…

 —No, no puede quedarse aquí bajola nieve —dijo Chard, aunque sin nadaque pudiera interpretarse como un gestode calidez—. Pasen.

Retrocedió con las muletas paradejarles cruzar el umbral y entrar en urecibidor con el suelo de madera muy pulida de color miel.

 —¿Les importaría descalzarse?Una filipina de mediana edad, baja y

fornida, con el pelo negro recogido eun moño, apareció por una puerta devaivén de doble hoja que había en la

 

 pared de ladrillo, a su derecha. Ibavestida de negro de la cabeza a los pies  llevaba dos bolsas blancas de hilo

donde era evidente que se esperaba queRobin y Strike pusieran sus zapatos.Robin le dio los suyos a la mujer, y sesintió extrañamente vulnerable al notar el parquet bajo las plantas. Strike permaneció quieto sobre su único pie.

 —Oh —dijo Chard, y otra vez sequedó mirando la pierna del detective —. No, creo que… Será mejor que elseñor Strike no se descalce, Nenita.

La mujer se retiró sin decir nada yvolvió a la cocina.

El interior de Tithebarn Houseempeoró la desagradable sensación de

 

vértigo de Robin. No había paredes quedividieran su vasto interior. El primer  piso, al que se accedía por una escalerade caracol de acero y cristal, estabasuspendido del alto techo por medio deunos gruesos cables metálicos. Desdeabajo se veía la gran cama dematrimonio de Chard, de cuero negro ycon un enorme crucifijo de alambre deespino colgado sobre el cabecero, euna pared de ladrillo. Robin se apresuróa bajar la vista; cada vez estaba másmareada.

El mobiliario de la planta baja sereducía a unos cubos de cuero blanco onegro y unas estanterías de ingeniosasencillez, de madera y metal, en las que

 

había intercalados unos radiadoresverticales de acero. El elementodominante de la estancia, apenasdecorada, era una escultura de mármol blanco, de tamaño real, querepresentaba un cuerpo de mujer coalas de ángel encaramado en una roca;estaba parcialmente diseccionado y se leveían la mitad del cráneo, una parte delos intestinos y un trozo de hueso de la pierna. Robin se fijó en que el pechoconsistía en un montón de gruesosglóbulos sobre un círculo de músculoque recordaba a las laminillas de lassetas, y le costó desviar la mirada.

Era absurdo que le diera asco aquelcuerpo diseccionado hecho de piedra,

 

una pieza inanimada, blanca y fría, nadaque ver con la imagen del cadáver edescomposición que Strike conservabaen su teléfono. «No pienses en eso.»Debería haberle pedido a su jefe que ledejara al menos una galleta. Empezó asudarle el labio y la frente…

 —¿Te encuentras bien, Robin? —  preguntó Strike sin bajar la voz.

Ella se dio cuenta, por cómo lamiraban, de que debía de haber  palidecido, y a su temor a desmayarse seañadió el bochorno de convertirse euna carga para su jefe.

 —Lo siento —balbució, y notó loslabios entumecidos—. El viaje ha sidolargo. Si pudiera beber un poco de

 

agua… —Esto… sí —dijo Chard, como si

el agua fuera un bien escaso—. ¡Nenita!La mujer de negro acudió de nuevo. —La joven necesita un vaso de agua

 —dijo Chard. Nenita indicó por señas a Robin que

la siguiera. Cuando entró en la cocina,Robin oyó, detrás, el débil ruido quehacían las muletas del presidente de laeditorial en el suelo de madera. Vio,fugazmente, superficies de acero y paredes encaladas, y al joven al quehabían llevado en el coche removiendoel contenido de una gran cacerola. De pronto se encontró sentada en utaburete bajo.

 

Robin creyó que Chard había ido ala cocina para asegurarse de que no le pasaba nada, pero, mientras Nenita le ponía un vaso frío en la mano, lo oyódecir, a su espalda:

 —Gracias por arreglar la puerta,Manny.

El joven no contestó. Robin oyóalejarse el ruido de las muletas deChard, y cómo se cerraba la puerta devaivén de la cocina.

 —Es culpa mía —le confesó Strike,sinceramente arrepentido, cuando Chardse reunió con él—. Me he comido todolo que mi secretaria tenía para el viaje.

 —Nenita puede prepararle algo — dijo Chard—. ¿Nos sentamos?

 

Strike lo siguió hasta más allá delángel de mármol, cuyo contorno difusose reflejaba en la madera cálida delsuelo, y llegaron, cada uno con su par demuletas, al fondo de la habitación,donde una estufa negra de leña, dehierro, creaba un rincón cálido yacogedor.

 —Una casa preciosa —observóStrike.

Se sentó en uno de los cubos decuero negro más grandes y dejó lasmuletas en el suelo, a su lado. Elcumplido no era sincero: él prefería ladecoración práctica y las viviendascómodas, y aquella casa le parecía purasuperficialidad y ostentación.

 

 —Sí, colaboré con los arquitectos —explicó Chard con una chispa deentusiasmo—. Hay un estudio —añadió,señalando otra discreta puerta de doblehoja— y una piscina.

Se sentó también y estiró la piernacon el pie enfundado en la botaortopédica.

 —¿Cómo se lo ha hecho? —le preguntó Strike, apuntando con la barbilla a la pierna rota.

Chard indicó con el extremo de unamuleta la escalera de caracol de metal ycristal.

 —Qué dolor —observó Strike,imaginándose la caída.

 —El ruido que hizo el hueso al

 

 partirse resonó por toda la habitación — dijo Chard con extraño deleite—. Nosabía que eso podía oírse.

»¿Le apetece un té, o un café? —Sí, un té, por favor.Strike vio cómo el hombre colocaba

el pie bueno sobre una plaquita de latóunto a su asiento; la presionó co

suavidad, y Manny salió de la cocina. —Té, por favor, Manny —dijo

Chard con una cordialidad a todas lucesajena a su actitud habitual.

El joven volvió a desaparecer, máshuraño que nunca.

 —¿Eso es la isla de Saint Michael? —preguntó Strike, señalando u pequeño cuadro colgado cerca de la

 

estufa.Era una pintura naif sobre u

material que parecía madera. —Es un Alfred Wallis —precisó

Chard con otro débil destello deentusiasmo—. Esas formas tan sencillas,tan primitivas… Mi padre lo conocía.Wallis no se dedicó en serio a la pinturahasta que tuvo setenta años. ¿ConoceCornualles?

 —Me crie allí —contestó eldetective.

Sin embargo, a Chard le interesabamás hablar de Alfred Wallis. Volvió amencionar que el pintor no habíadescubierto su verdadera vocación hastalos últimos años de su vida, y se

 

embarcó en una disertación sobre sobra. El absoluto desinterés de Strike por el tema le pasó desapercibido.Chard no era muy aficionado a mirar alos ojos; apartó la vista del cuadro y la paseó por diferentes puntos del ampliointerior de ladrillo, y dio la impresióde que solo miraba a Strike por casualidad.

 —Acaba de regresar de Nueva York,¿verdad? —le preguntó este cuandocalló un momento para tomar aire.

 —Sí, he asistido a un congreso detres días —confirmó el hombre, y sentusiasmo se desvaneció. Como sirepitiera frases hechas, dijo—: Sotiempos difíciles. La llegada del libro

 

electrónico ha cambiado el panorama.¿Usted lee? —preguntó a bocajarro.

 —A veces —respondió Strike.En su ático tenía un James Ellroy

con las tapas sobadas que llevaba cuatrosemanas intentando terminar, pero por lanoche casi siempre se sentía demasiadocansado para concentrarse. Su librofavorito estaba en una de aquellas cajascerradas que contenían sus objetos personales, en el rellano; tenía veinteaños y hacía mucho que no lo abría.

 —Necesitamos lectores —mascullóDaniel Chard—. Más lectores y menosescritores.

Strike contuvo el impulso dereplicar: «Bueno, al menos se ha librado

 

de uno.»Manny volvió con una bandeja de

 plexiglás transparente, con patas, quedejó ante su patrón. Chard se inclinóhacia delante para servir el té en unastazas altas de porcelana blanca. Strikese fijó en que sus muebles de piel noemitían los irritantes sonidos que hacíael sofá de su oficina, y pensó queseguramente eran diez veces más caros.Chard tenía el dorso de las manos igualde reseco y lastimado que el día de lafiesta en la editorial, y bajo las intensasluces empotradas en la parte de abajodel primer piso colgante parecía mayor que desde lejos: debía de tener unossesenta años, y sin embargo, los ojos

 

oscuros y hundidos, la nariz aguileña ylos labios delgados resultaban atractivos pese a su severidad.

 —Se le ha olvidado la leche — comentó el presidente, revisando la bandeja—. ¿Lo toma con leche?

 —Sí.Chard suspiró, pero, en lugar de

 presionar la plaquita de latón, apoyó coesfuerzo el pie bueno en el suelo y cola ayuda de las muletas fue hasta lacocina; Strike se quedó mirándolo, pensativo.

Quienes trabajaban con élconsideraban a Daniel Chard un hombre peculiar, aunque Nina lo habíacalificado de «lince para los negocios».

 

Strike había interpretado su cóleraincontrolada respecto a  Bombyx Mori

como una reacción propia de alguiedemasiado susceptible y con un criteriocuestionable. Recordó la ligerasensación de bochorno del públicomientras Chard pronunciaba su discurso,farfullando, en la fiesta de aniversario.Se trataba de un tipo raro, sin duda,difícil de interpretar.

Strike desvió la mirada hacia arriba.La nieve caía con suavidad sobre el altotejado transparente, por encima delángel de mármol. Supuso que el cristaldebía de estar calentado de alguna forma para impedir que se acumulara la nieve.Y volvió a acordarse de Quine,

 

eviscerado y atado, quemado y pudriéndose bajo un gran ventanal earco. Como le había sucedido a Robin,de pronto el alto techo de vidrio deTithebarn House le parecióturbadoramente evocador.

Chard salió de la cocina y recorrióla estancia con sus muletas. En una manosostenía en equilibrio precario unaarrita de leche.

 —Supongo que estará preguntándose por qué le pedí que viniera —dijoChard por fin, una vez sentado, cada unocon su taza de té.

Strike adoptó una expresióreceptiva.

 —Necesito hablar con alguien e

 

quien pueda confiar —continuó, siesperar a que Strike le contestara—.Alguien de fuera de la editorial.

Le echó un vistazo y volvió a centrar su mirada en la seguridad que le ofrecíasu Alfred Wallis.

 —Creo —prosiguió— que podríaser el único que se ha dado cuenta deque Owen Quine no trabajaba solo.Tenía un colaborador.

 —¿Un colaborador? —repitió Strike por fin, pues Chard parecía, ahora sí,esperar una respuesta.

 —Sí —contestó con fervor—. Sí, yalo creo. Verá, el estilo de Bombyx Mori

es el de Owen, pero hay algo en el libroque no lo es. Alguien lo ayudó.

 

La tez cetrina de Chard se habíacoloreado. Agarró el puño de una de susmuletas y empezó a acariciarlo.

 —Creo que a la policía le interesarásaberlo, si es que puede demostrarse — continuó, y logró mirar a los ojos aStrike—. Si a Owen lo asesinaron por loque escribió en  Bombyx Mori, ¿no podría ser su colaborador el culpable?

 —¿Culpable? —repitió Strike—.¿Cree que ese colaborador convenció aQuine para que incluyera material en ellibro con la esperanza de que un terceroreaccionara asesinándolo?

 —Bueno, no estoy seguro —admitióChard, frunciendo el entrecejo—. Talvez no esperara que sucediera

 

exactamente eso, pero es evidente que pretendía causar estragos.

A medida que apretaba más el puñode la muleta, iban poniéndosele losnudillos blancos.

 —¿Qué le hace pensar que Quinetuvo ayuda? —preguntó Strike.

 —Owen no podía saber ciertascosas que se insinúan en Bombyx Mori amenos que alguien le proporcionarainformación —respondió Chard con lavista clavada en uno de los lados de sángel de piedra.

 —Me parece que si a la policía leinteresara la aparición de un cómplicesería porque pudiese aportar alguna pista sobre la identidad del asesino — 

 

dijo Strike, en tono mesurado.Era la verdad, pero también una

forma de recordarle a Chard que uhombre había fallecido en circunstanciasviolentas. De todas formas, alempresario no parecía importarle muchola identidad del asesino.

 —¿Usted cree? —Sí. Y les interesaría ese

colaborador también porque,seguramente, arrojaría algo de luz sobrelos pasajes más crípticos del libro. Unade las teorías que sin ninguna dudaanalizará la policía es que alguien matóa Quine para impedirle revelar algo quehabía insinuado en Bombyx Mori.

Daniel Chard miraba a Strike como

 

hipnotizado. —Sí, claro. No se me había…Para sorpresa del detective, el

 presidente de la editorial se levantó,cogió sus muletas y dio unos pasos haciaatrás y hacia delante, balanceándosecomo si parodiara aquellos primerosejercicios de fisioterapia exploratoriosque años atrás le habían hecho practicar a Strike en el hospital Selly Oak. Strikecomprobó que Chard estaba en forma yque se le marcaban los bíceps bajo lasmangas de la camisa de seda.

 —Entonces, el asesino… —empezóa decir, pero de repente se interrumpió ymiró más allá de Strike—. ¿Qué pasa?

Robin había salido de la cocina.

 

Tenía mucho mejor color. —Lo siento —se disculpó la chica,

turbada. —Esto es confidencial —dijo Chard

 —. Lo siento. ¿Puede volver a la cocina, por favor?

 —Pues… Bueno, sí —contestóRobin, extrañada, y Strike se dio cuentade que también ofendida.

Ella lo miró esperando a que éldijera algo, pero su jefe guardó silencio.

La puerta de vaivén se cerró detrásde Robin, y Chard se quejó, enojado:

 —Ahora he perdido el hilo. No séqué estaba diciendo.

 —Algo sobre el asesino. —Sí. Sí —dijo, nervioso, y empezó

 

a balancearse de nuevo adelante y atráscon las muletas—. Pues si el asesinosabe que existía un colaborador, quizátambién quiera eliminarlo a él, ¿no? Y alo mejor al colaborador ya se le haocurrido —añadió, casi como si hablarasolo, con la mirada fija en la madera desu lujoso parquet—. Tal vez esoexplique… Sí.

Por la ventanita de la pared queStrike tenía más cerca solo se veía laoscura masa del bosque colindante cola casa; los copos de nieve que caíaflotando destacaban entre la negrura.

 —No hay nada que me fastidie tantocomo la deslealtad —dijo Chard de pronto.

 

Dejó de pasearse, nervioso; sevolvió y miró al detective.

 —Si le dijera quién sospecho queayudó a Owen y si le pidiera que meconsiguiera pruebas, ¿se sentiríaobligado a transmitirle esa informacióa la policía?

A Strike le pareció una preguntadelicada. Se acarició distraídamente la barbilla, mal afeitada con las prisas por salir de su casa esa mañana.

 —Si lo que está pidiéndome es quecompruebe la veracidad de sussospechas… —empezó a decir despacio.

 —Sí —confirmó Chard—. Sí, esoes. Me gustaría estar seguro.

 

 —Pues no, no creo que tuviera quecontárselo a la policía. Pero sidescubriera que existe un colaborador ysospechara que pudo haber matado aQuine, o que puede saber quién lo hizo,es evidente que me sentiría obligado ainformar a la policía.

Chard se sentó en uno de aquellosgrandes cubos de piel y dejó caer lasmuletas al suelo con estrépito.

 —Maldita sea —dijo, y su expresióde contrariedad rebotó en las numerosassuperficies duras que los rodeaban; seagachó para comprobar que no habíaestropeado la madera.

 —¿Sabe que también me hacontratado la mujer de Quine para que

 

averigüe quién lo mató? —preguntóStrike.

 —Algo había oído —replicó Chard,que seguía examinando los tablones deteca—. Pero eso no tiene por quéinterferir con esta otra línea deinvestigación, ¿verdad?

Strike pensó que el egocentrismo deChard era asombroso. Se acordó deltexto que había escrito con letra inglesaen la tarjeta con las violetas: «Sinecesita algo, no dude en hacérmelosaber.» Quizá su secretaria le hubieradictado esas palabras.

 —¿Va a decirme quién es el presuntocolaborador? —se decidió a preguntar Strike.

 

 —Esto es sumamente doloroso — masculló Chard.

Su mirada pasó del Alfred Wallis alángel de mármol y subió por la escalerade caracol.

Strike permaneció en silencio. —Jerry Waldegrave —dijo al fin.

Miró brevemente a Strike y volvió adesviar la mirada—. Y voy a decirle por qué sospecho de él, cómo lo sé.

»Desde hace varias semanas, scomportamiento es muy extraño. La primera vez que lo pensé fue cuando mellamó por teléfono para hablarme de

ombyx Mori, para contarme lo quehabía hecho Quine. No sentía ningunavergüenza, ni veía ninguna necesidad de

 

disculparse. —¿Usted esperaba que Waldegrave

se disculpara por algo que había escritoQuine?

Esa pregunta pareció sorprender aChard.

 —Bueno, Owen era uno de losautores de Jerry. Por tanto, sí, habríasido lógico que lamentara que Owen mehubiera representado de esa manera.

Y la imaginación de Strike, difícil decontrolar, volvió a mostrarle a PhallusImpudicus de pie junto al cadáver de uoven que emitía una luz sobrenatural.

 —¿Waldegrave y usted no se lleva bien? —preguntó.

 —He tenido mucha paciencia co

 

Jerry. He sido muy tolerante —dijoChard sin contestar directamente a la pregunta—. Hace un año, cuandoingresó en una clínica de rehabilitación,seguí pagándole el sueldo íntegro. Talvez sienta que he sido injusto con él, pero yo he estado a su lado en ocasionesen que muchos otros, más prudentes,quizá se habrían mantenido neutrales.Las desgracias personales de Jerry noson responsabilidad mía. Está resentido.Sí, creo que puedo afirmar que estáresentido, aunque no tiene motivos paraestarlo.

 —Resentido ¿por qué? —A Jerry no le cae bien Michael

Fancourt —murmuró Chard, con la vista

 

fija en las llamas de la estufa—. Hacemucho tiempo, Michael tuvo una…aventura con Fenella, la mujer de Jerry.De hecho, yo traté de prevenir a Michaelsobre las consecuencias, por mi amistadcon Jerry. ¡Sí! —dijo Chard, asintiendocon la cabeza, profundamenteimpresionado al recordar su reacción—.Le dije que lo que estaba haciendo eraimprudente y feo, a pesar de su estadode… Porque Michael había perdido a s primera esposa no hacía mucho.

»Pero no le hizo ninguna gracia quele ofreciera consejo sin que él me lohubiera pedido. Se ofendió y se marchóa otra editorial. La junta se enfadómucho. Hemos tardado más de veinte

 

años en recuperar a Michael.»Pero después de todo este tiempo

 —continuó Chard, cuya calva solo erauna superficie reflectante más entre tantocristal, madera pulida y acero—, Jerryno debería esperar que sus manías personales gobiernen la política de laempresa. Desde que Michael consintióen volver a Roper Chard, Jerry se hadedicado a… fastidiarme, muysutilmente, con pequeños detalles.

»Yo creo que pasó esto —prosiguió,mirando de vez en cuando a Strike,como si quisiera evaluar su reacción—:Jerry reveló a Owen el acuerdo al quehabíamos llegado con Michael, y queestábamos intentando mantener e

 

secreto. Owen llevaba un cuarto de sigloenemistado con Michael. Entonces,Owen y Jerry decidieron escribir un…libro horrible en el que Michael y yoseríamos objeto de… calumniasrepugnantes que servirían para desviar la atención de la llegada de Michael y para vengarse de nosotros dos, de laempresa y de cualquiera a quien se lesantojara denigrar.

»Y lo más revelador —siguió Chard,  su voz resonó por la estancia casi

vacía—: cuando le pedí explícitamentea Jerry que se asegurara de que elmanuscrito estaba bien guardado, él dejóque lo leyera todo aquel que quisiera, yahora que ya ha conseguido que se hable

 

de él por todo Londres, va y dimite y medeja como…

 —¿Cuándo ha dimitido Waldegrave? —preguntó Strike.

 —Anteayer —contestó Chard, ycontinuó—: Y se mostró muy reacio atomar, conjuntamente conmigo, accioneslegales contra Quine. Eso por sí solo yademuestra…

 —A lo mejor opinaba que, si metía por medio a abogados, el libro seríaobjeto de mayor atención —sugirióStrike—. Waldegrave también sale e

ombyx Mori, ¿no? —¡Eso es! ¡Exacto! —dijo Chard, y

rio. Era la primera muestra de humor que el detective le había visto, y el

 

resultado fue desagradable—. No debetomárselo todo al pie de la letra, señor Strike. Owen no sabía nada de eso.

 —¿De qué? —El personaje del Censor es obra

del propio Jerry. Yo me di cuenta tras latercera lectura. Sí, un truco muyinteligente: parece un ataque contra él, pero en realidad es una forma de hacer sufrir a Fenella. Ellos dos siguecasados, no sé si lo sabe. Pero es umatrimonio muy desgraciado. Muydesgraciado.

»Sí —continuó—, al releerlo loentendí todo. —Movió la cabezaafirmativamente, y las luces del techocolgante dibujaron reflejos ondulados e

 

su cuero cabelludo—. Owen no creó alCensor. Casi no conocía a Fenella. Él nosabía nada de esa antigua rencilla.

 —¿Y qué significan en realidad elsaco manchado de sangre y la enana?

 —Pregúnteselo a Jerry —respondióChard—. Consiga que se lo explique él.Yo no tengo por qué ayudarlo a divulgar sus calumnias.

 —Lo que no entiendo —dijo Strike,abandonando, obediente, esa línea deinvestigación— es por qué MichaelFancourt, si tan mal se llevaba coQuine, accedió a volver a Roper Chardsabiendo que él trabajaba para ustedes.

Hubo una breve pausa. —Nosotros no teníamos ninguna

 

obligación legal de publicar el siguientelibro de Owen —dijo Chard—.Teníamos una opción preferente, nadamás.

 —Entonces, ¿usted cree que JerryWaldegrave le dijo a Quine que estabaa punto de prescindir de él para queFancourt estuviera contento?

 —Sí —contestó Chard, mirándoselas uñas—. Sí. Además, yo habíaofendido a Owen la última vez que noshabíamos visto, de modo que la noticiade que quizá estuviera a punto de prescindir de él eliminaría, sin ningunaduda, cualquier vestigio de lealtad queen el pasado pudiera haber sentido por mí, porque yo lo contraté cuando todos

 

los otros editores de Gran Bretaña lohabían…

 —¿Qué hizo para ofenderlo? —Bueno, fue la última vez que vino

a la oficina. Se trajo a su hija. —¿A Orlando? —Sí. Que se llama así, según me

contó Quine, por el epónimo protagonista de la novela de VirginiaWoolf. —Chard vaciló un momento;miró fugazmente a Strike y luego volvióa examinarse las uñas—. Su hija… noestá del todo bien.

 —¿Ah, no? ¿En qué sentido? —Mentalmente —masculló Chard

 —. Yo me encontraba en eldepartamento de arte cuando entraro

 

ellos dos. Owen me dijo que estabaenseñándole la editorial, cosa que no lecorrespondía hacer; pero Owen siemprehacía lo que se le antojaba. Se creía coderecho a todo y se daba muchos aires.

»Su hija agarró la maqueta de unacubierta, con las manos sucias; yo lesujeté la muñeca para impedir que laestropeara… —Reprodujo elmovimiento en el aire; al recordar aquella profanación, puso cara de asco —. No sé, fue una reacción instintiva, uimpulso de proteger una imagen, peroella se enfadó mucho. Montó unumerito. Fue bochornoso. —Dio laimpresión de que Chard sufría al revivir aquella escena—. Se puso casi histérica.

 

Y Owen estaba furioso. No me cabeduda de que ese fue mi delito. Ese, yconseguir que Michael Fancourtvolviera a Roper Chard.

 —Según usted —preguntó Strike—,¿quién tenía más motivos para estar molesto por cómo lo habíacaracterizado en Bombyx Mori?

 —Pues no lo sé, la verdad — contestó Chard. Tras una breve pausa,añadió con frialdad—: Bueno, dudo quea Elizabeth Tassel le encantara verserepresentada como una parásita, despuésde tantos años llevándose a Owe borracho de las fiestas para que nohiciera el ridículo, pero no mecompadezco mucho de ella, lo siento.

 

Permitió que el libro circulara sihaberlo leído. Fue una negligenciavergonzosa.

 —¿Habló usted con Fancourtdespués de leer el manuscrito?

 —Él tenía que saber lo que habíahecho Quine. Era mucho mejor que seenterara por mí. Acababa de volver deParís, donde había recibido el PriPrévost. Le aseguro que hacer esallamada no fue nada agradable.

 —¿Cómo reaccionó? —Michael se recupera co

facilidad. Me dijo que no me preocupara; que Owen se había perjudicado más a sí mismo que anosotros. Michael disfruta con sus

 

enemistades. Estaba muy tranquilo. —¿Le explicó usted qué decía, o

insinuaba, Quine sobre él en el libro? —Por supuesto. No podía permitir 

que se enterara por otros. —¿Y no se enfadó? —Me dijo: «Yo diré la última

 palabra, Daniel. Yo diré la última palabra.»

 —¿Cómo interpretó usted eso? —Bueno, Michael tiene fama de

letal —dijo Chard, esbozando unasonrisa—. Puede hacer trizas acualquiera con solo… Cuando digo quees letal —precisó Chard, súbita ycómicamente angustiado— lo hago esentido figurado, por supuesto.

 

 —Claro, claro —lo tranquilizóStrike—. ¿Pidió a Fancourt queemprendiera con usted acciones legalescontra Quine?

 —Michael detesta los tribunalescomo medio de resarcimiento en esaclase de asuntos.

 —Usted conocía al difunto Joseporth, ¿verdad? —preguntó Strike,

 procurando no mostrar excesivo interés.A Chard se le tensaron los músculos

de la cara: una máscara bajo la tezruborizada.

 —De eso hace ya… mucho tiempo. —North era amigo de Quine, ¿no? —Yo rechacé la novela de Joe Nort

 —admitió como quien no quiere la cosa

 

 —. Eso fue lo único que hice. Hubomedia docena de editores que también larechazaron. Fue un error, en términoscomerciales. Tuvo cierto éxito póstumamente. Aunque, claro —añadiócon desdén—, me parece que Michael lareescribió casi entera.

 —¿A Quine le sentó mal que ustedrechazara el libro de su amigo?

 —Sí. Protestó mucho. —Pero de todas formas volvió a

Roper Chard, ¿no? —Que yo rechazara el libro de Joe

orth no fue nada personal —aclaróChard, ruborizado—. Al final, Oweacabó por comprenderlo.

Hubo otra pausa incómoda.

 

 —Dígame, cuando lo contratan para buscar a… un criminal de este tipo — dijo Chard, cambiando de tema conotable esfuerzo—, ¿trabaja ecolaboración con la policía o…?

 —Sí, sí —respondió Strike,acordándose de la animosidad con quelo habían tratado últimamente en elcuerpo, pero encantado de que Chard selo pusiera tan fácil—. Tengo muy buenoscontactos en la Policía Metropolitana.Creo que sus… movimientos —dijo, coun sutil énfasis en la pausa entre esasdos palabras— no les han dado ningúmotivo de preocupación.

Su provocación, aquella pausaresbaladiza, logró el efecto que buscaba.

 

 —Ah, pero ¿la policía ha examinadomis movimientos?

Parecía un crío asustado, incapaz defingir siquiera un poco de sangre fría para protegerse.

 —Bueno, verá, es lógico que la policía investigue a todas las personasque aparecen representadas en  Bombyx

ori  —expuso Strike aparentandodesinterés, y dio unos sorbos de té—, ytodo lo que hicieron ustedes después deldía cinco, cuando Quine dejó plantada asu mujer y se marchó de casa con ellibro, ha de interesarles.

Para gran satisfacción del detective,Chard empezó enseguida a repasar susmovimientos en voz alta, con la aparente

 

intención de tranquilizarse a sí mismo. —Pues yo no supe nada del libro

hasta el día siete —dijo, y volvió aclavar la vista en su pie lesionado—.Cuando Jerry me llamó, estaba aquí…Volví rápidamente a Londres; me llevóManny. Pasé la noche en mi casa, Manny Nenita pueden confirmarlo… El lunes

me reuní con mis abogados en la oficina,hablé con Jerry… Esa noche fui a cenar a casa de unos amigos íntimos de

otting Hill, y Manny me llevó a casa…El martes me acosté pronto porque elmiércoles por la mañana me iba a NuevaYork. Estuve allí hasta el trece… Elcatorce pasé todo el día en casa… Elquince…

 

Poco a poco, Chard dejó de farfullar  se quedó callado. Tal vez comprendió

que no había ninguna necesidad de darleexplicaciones a Strike. Lanzó unamirada fugaz al detective, y esa vez lohizo con cautela. Chard había intentadocomprar a un aliado; Strike se dio cuentade que de pronto el empresario habíadescubierto que una relación de ese tipoera un arma de doble filo. No estaba preocupado. Con aquella entrevistahabía ganado más de lo que imaginaba, ysi Chard no lo contrataba, solo perderíadinero.

Manny apareció sin hacer ruido y, u poco cortante, le preguntó a Chard:

 —¿Va a comer?

 

 —Dentro de cinco minutos — respondió él, con una sonrisa—.Primero tengo que despedirme del señor Strike.

Manny se fue sin decir palabra, cosus zapatos de suela de goma.

 —Está enfurruñado —le dijo Charda Strike con una risita que denotaba uligero bochorno—. Esto no les gusta.Prefieren Londres.

Recogió las muletas del suelo y se puso en pie. Strike hizo otro tanto, si bien con mayores esfuerzos.

 —¿Y cómo está… la señora Quine? —preguntó el presidente de la editorialal recordar, con retraso, que debíacumplir con las convenciones, mientras,

 

como extraños animales de tres patas,iban balanceándose hasta la puerta principal—. Una pelirroja, ¿verdad?

 —No —contestó Strike—. Unamujer delgada de pelo canoso.

 —Ah —dijo Chard sin muchointerés—. Yo conocí a otra persona.

El detective se detuvo junto a la puerta de vaivén de la cocina. Chard se paró también, molesto.

 —Lo siento, señor Strike, pero tengoun poco de prisa.

 —Y yo —replicó él con amabilidad —, pero no creo que a mi secretaria leguste que la deje aquí.

Era evidente que Chard habíaolvidado por completo a Robin, a quie

 

se había quitado de encima sin ningúreparo.

 —Sí, claro. ¡Manny! ¡Nenita! —Está en el baño —dijo la

empleada al salir de la cocina con la bolsa de hilo que contenía los zapatosde Robin en la mano.

La espera transcurrió en un silencioun tanto incómodo. Robin apareció por fin, con gesto inexpresivo, y se calzó.

Cuando se abrió la puerta de lacalle, un aire gélido les lastimó la caramientras Strike estrechaba la mano aChard. Robin fue directamente al coche se sentó al volante sin decirle nada a

nadie.Manny volvió a salir, provisto de s

 

grueso abrigo. —Bajaré con ustedes —le dijo a

Strike—. Para comprobar la verja. —Si está encallada, ya nos avisará

 por el interfono, Manny —dijo Chard, pero el joven no le hizo caso y se metióen el asiento trasero del coche.

Recorrieron en silencio el sendero blanco y negro bajo la nevada. Manny pulsó el mando a distancia que se habíallevado de la casa y la verja se abrió sidificultad.

 —Gracias —dijo Strike, volviendola cabeza—. Me temo que ahora va a pasar un poco de frío.

Manny soltó un pequeño bufido, seapeó del coche y cerró la puerta.

 

Cuando Robin acababa de meter la primera, el joven apareció junto a la puerta del lado del pasajero. Robin pisóel freno.

 —¿Qué pasa? —preguntó Strike, bajando la ventanilla.

 —Yo no lo empujé —dijo Mannycon rotundidad.

 —¿Cómo dice? —Por la escalera. No lo empujé. Él

miente.Strike y Robin se quedaro

mirándolo. —¿Ustedes me creen? —Sí, claro —respondió Strike. —Vale —dijo el chico, asintiendo

con la cabeza—. Vale.

 

Se dio la vuelta y echó a andar,resbalando un poco con sus zapatos desuela de goma, hacia la casa.

 

30

… Como prenda de amistad yconfianza, os informaré de un plan quetengo. Para ser sinceros, y hablarnos cofranqueza…

WILLIAM CONGREVE,  Love for Love

Strike se empeñó en parar a comer algoen el Burger King del área de serviciode Tiverton.

 —Necesitas comer un poco antes de ponerte otra vez en camino.

Robin lo acompañó dentro sin decir 

 

 palabra y sin hacer ninguna referencia alas asombrosas declaraciones de Manny.A Strike no lo sorprendió mucho laactitud fría y ligeramente victimista deella, pero estaba deseando que laabandonara. Robin se puso en la cola para pedir las hamburguesas, porque élno podía sujetar la bandeja y las muletasa la vez, y cuando colocó la bandejallena en la mesita de formica, Strikedijo, tratando de rebajar un poco latensión:

 —Mira, ya sé que hubieras preferidoque regañara a Chard por tratarte comosi fueras una subalterna.

 —Qué va —lo contradijo Robin, si pensárselo dos veces. (Al decirlo en voz

 

alta, sonaba como si ella hubiese tenidouna reacción quisquillosa e infantil.)

 —Vale, lo que tú digas —dijoStrike, y se encogió de hombros cocierto hastío, antes de dar un gra bocado a su primera hamburguesa.

Comieron en silencio durante un par de minutos, malhumorados, hasta que seimpuso la sinceridad innata de Robin.

 —Está bien, es verdad. Un poco — concedió.

Strike, apaciguado gracias a lacomida rica en grasas y enternecido por la confesión de su ayudante, replicó:

 —Estaba sacándole mucha tela,Robin. No discutes con los entrevistadoscuando se ponen a largar.

 

 —Perdóname por mi falta de profesionalidad —dijo ella, dolida otravez.

 —Eh, un momento. ¿Quién ha dichoque…?

 —¿Qué pretendías cuando mecontrataste? —le soltó ella de repente, ydejó caer su hamburguesa, que aún nohabía sacado del envoltorio, en la bandeja.

De pronto, el resentimiento latente,acumulado durante semanas, se habíadesbordado. Robin no quería oír excusas; quería saber la verdad. ¿Erauna simple recepcionista y mecanógrafa,o algo más? ¿Se había quedado coStrike, y lo había ayudado a salir de la

 

miseria, solo para que, a la primera decambio, se la quitaran de en medio comoa una empleada doméstica?

 —¿Cómo que qué pretendía? — repitió él, mirándola a los ojos—. ¿Aqué te refieres?

 —Yo creía que querías… Pensabaque recibiría algún tipo de… algún tipode instrucción —dijo Robin, con lasmejillas coloradas y los ojos muy brillantes—. Lo has mencionado un par de veces, pero últimamente siemprehablas de contratar a otra persona. Y yoacepté un sueldo más bajo —dijo covoz temblorosa—. Rechacé empleosmejor pagados. Creía que querías queo…

 

Aunque la rabia, tanto tiemporeprimida, la acercaba al borde de laslágrimas, Robin estaba decidida a nodejarse vencer. La colaboradora ficticiaque llevaba tiempo imaginándose junto aStrike (una expolicía seria y competente,que conservaba la sangre fría incluso e plena crisis) jamás habría llorado.

 —Creía que querías que yo fuera…Confiaba en que haría algo más quecontestar al teléfono.

 —Tú haces muchas otras cosas,además de contestar al teléfono — repuso Strike, que se había terminado la primera hamburguesa y observaba aRobin debatirse con su ira—. Estasemana me has acompañado a espiar las

 

casas de unos sospechosos de asesinato.Y hoy, en la autopista, me has salvado lavida.

Ella no se dejaba desviar del temaque le interesaba.

 —¿Qué esperabas que hicieracuando decidiste contratarme?

 —No creo que tuviera ningún placoncreto —mintió Strike—. No sabíaque te tomaras tan en serio este trabajo,ni que esperaras recibir instrucción.

 —¿Cómo no iba a tomármelo eserio? —saltó Robin, subiendo la voz.

Una familia de cuatro miembrossentada en un rincón del diminutorestaurante los miraba fijamente. Ella noles hizo caso; de pronto, estaba furiosa.

 

El largo viaje con ese mal tiempo; Strikecomiéndose todas las galletas y ssorpresa al comprobar que Robin sabíaconducir; verse relegada a la cocina colos sirvientes de Chard… Y, para colmo,aquello.

 —¡Me pagas la mitad! ¡La mitad delo que hubiera cobrado en esedepartamento de recursos humanos! ¿Por qué crees que me quedé contigo? Yo teayudé. Te ayudé a resolver el caso deLula Landry…

 —Está bien —dijo Strike, y levantóuna mano grande, con el dorso velludo —. Está bien, de acuerdo. Pero si no tegusta lo que voy a decirte, luego no meeches la culpa.

 

Robin lo miró fijamente, colorada,muy erguida en su silla de plástico. Nohabía probado la comida.

 —Es cierto, te contraté pensandoque podría entrenarte. No tenía dinero para pagarte ningún curso, pero penséque podrías ir aprendiendo el oficiohasta que tuviera lo suficiente como para pagarte uno.

Robin no estaba dispuesta a dejarseapaciguar mientras no supiera qué veníaa continuación, así que no dijo nada.

 —Tienes muy buenas aptitudes paraeste trabajo —continuó Strike—, perovas a casarte con un hombre que detestalo que haces.

Robin abrió la boca y volvió a

 

cerrarla. Sintió que le faltaba el aliento no pudo articular palabra.

 —Te marchas puntualmente todoslos días…

 —¡No es verdad! —saltó Robin,furiosa—. Por si no lo recuerdas,rechacé tomarme el día libre para estar aquí ahora, para llevarte a Devon…

 —Solo porque él está fuera — replicó Strike—. Porque no va aenterarse.

La sensación de que le faltaba elaire se intensificó. ¿Cómo podía saber Strike que le había mentido a Matthew,aunque fuera por omisión?

 —Aunque fuera… Tanto si esverdad como si no —dijo

 

atropelladamente—, es asunto mío loque hago con mi… La carrera que yoelija no es asunto de Matthew.

 —Yo estuve dieciséis años coCharlotte, con algunas interrupciones — empezó a explicar Strike mientras cogíasu segunda hamburguesa—. Bueno, bastantes interrupciones. Ella odiaba mitrabajo. Por eso siempre acabábamosdejándolo. Bueno, por eso y por algunasotras cosas, siempre acabábamosdejándolo —se corrigió, con unasinceridad escrupulosa—. Ella noentendía lo que significa tener unavocación. Hay gente que no lo entiende; para ellos, el trabajo es como mucho uasunto de estatus y sueldo, no tiene valor 

 

en sí mismo.Comenzó a desenvolver la

hamburguesa bajo la mirada fulminantede Robin.

 —Necesito un colaborador que pueda compartir conmigo un horariointensivo —dijo Strike—. Alguien aquien no le importe trabajar los fines desemana. No le reprocho a Matthew quese preocupe por ti…

 —No se preocupa por mí.Lo dijo sin pensar. En su empeño

 por refutar cualquier cosa que dijeraStrike, había dejado escapar unadesagradable verdad. Lo cierto era queMatthew tenía muy poca imaginación.

o había visto a Strike ensangrentado

 

después de que lo apuñalara el asesinode Lula Landry. La densa niebla de loscelos a través de la que oía cualquier cosa que tuviera alguna relación con sefe había desdibujado incluso la

descripción que le había hecho Robin deOwen Quine abierto en canal ydestripado. La antipatía que sentía por su trabajo no era fruto de una actitud protectora, por mucho que ella nohubiera querido reconocerlo hastaentonces.

 —Este oficio puede ser peligroso — añadió Strike, masticando otro gra bocado de hamburguesa, como si no lahubiera oído.

 —Te he sido útil —dijo Robin, co

 

una voz más pastosa que la de él, aunqueella no estaba comiendo.

 —Ya lo sé. Si no fuera por ti, ahorano estaría aquí —concedió él—. Nadiele ha estado tan agradecido jamás alerror de una agencia de trabajotemporal. Has sido increíble, yo nuncahabría… No llores, por favor. Esafamilia ya lleva rato mirándonos con la boca abierta.

 —Me importa un cuerno —contestóRobin, tapándose la nariz y la boca coun puñado de servilletas de papel, yStrike se echó a reír.

 —Si eso es lo que quieres —dijo asu coronilla rubia rojiza—, puedesapuntarte a un cursillo de seguimiento

 

cuando tenga dinero para pagarlo. Pero,si te conviertes en mi colaboradora e prácticas, habrá ocasiones en que tendréque pedirte que hagas cosas que aMatthew quizá no le gusten. Solo te digoeso. Quien debe resolverlo eres tú.

 —Lo resolveré —aseguró Robin,dominando las ganas de ponerse a gritar  —. Eso es lo que quiero. Por eso mequedé.

 —Pues entonces alegra esa cara,oder, y cómete la hamburguesa.

A Robin le costaba comer con aquelnudo enorme en la garganta. Estabatemblorosa, pero eufórica. No se habíaequivocado: Strike había visto en ellaeso que él también poseía. Ellos no era

 

como esa gente que trabaja solo por dinero.

 —Bueno, háblame de Daniel Chard —dijo.

Y Strike se lo contó, mientras lafamilia entrometida del rincón recogíasus cosas y se marchaba, sin parar delanzar miradas disimuladas a la parejacuyo comportamiento no acababan deentender (¿Qué había sido aquello, una pelea de enamorados? ¿Una discusiófamiliar? ¿Cómo era posible que sehubiera resuelto tan deprisa?).

 —Paranoico, un poco excéntrico,egocéntrico —concluyó Strike cincominutos más tarde—, pero podría tener razón. Jerry Waldegrave podría haber 

 

colaborado con Quine. Por otra parte,cabe que dimitiera porque estaba hartode Chard, para quien no debe de ser nada fácil trabajar.

»¿Quieres un café?Robin miró la hora. Seguía nevando;

temía encontrar atascos en la autopistaque le impidieran tomar el tren aYorkshire, pero después de aquellaconversación estaba decidida ademostrar su compromiso con el trabajo,así que aceptó tomárselo. Además, habíaun par de cosas que quería contarle aStrike aprovechando que todavíaestaban sentados frente a frente. Si se lodecía en el coche, Robin no podría ver la reacción reflejada en su cara, y no

 

resultaría tan satisfactorio. —Yo también he descubierto algo

sobre Daniel Chard —dijo, al volver con dos tazas de café y una tarta demanzana para Strike.

 —¿Cotilleos de cocina? —No. Durante el rato que he estado

en la cocina, los empleados casi no mehan dirigido la palabra. Los dos estabaenfadados.

 —Según Chard, no les gusta Devon.Prefieren Londres. ¿Son hermanos?

 —Madre e hijo, creo. Él la hallamado «mamu».

»El caso es que les he pedido queme indicaran dónde estaba el baño, yresulta que el aseo de servicio está justo

 

al lado de un taller de pintor. DanielChard sabe mucho de anatomía — continuó Robin—. Las paredes estaballenas de reproducciones de los dibujosdel cuerpo humano de Leonardo daVinci, y en un rincón había un modeloanatómico. Repulsivo, de cera. Y en elcaballete, un dibujo muy detallado deManny, el empleado. Tumbado en elsuelo, desnudo.

Strike dejó la taza en la mesa. —Qué interesante —dijo. —Ya me imaginaba que te gustaría

 —repuso Robin con una sonrisarecatada.

 —Es una buena información en loque respecta a la afirmación de Manny

 

de que él no empujó a su jefe por laescalera.

 —No les ha hecho ninguna graciaque estuvieras allí —comentó Robin—,aunque eso podría ser culpa mía. Les hecontado que eres detective privado, pero

enita no me ha entendido, porque singlés no es tan bueno como el deManny, así que le he dicho que eres unaespecie de policía.

 —Y eso les ha hecho pensar queChard me había invitado a su casa paradenunciar la violencia de que había sidovíctima por parte de Manny.

 —¿Chard lo ha mencionado? —No, no ha dicho nada —respondió

Strike—. Le interesaba mucho más la

 

 presunta traición de Waldegrave.Salieron después de ir al baño y al

atravesar el aparcamiento tuvieron queentornar los ojos para protegerse de lanieve que les daba en la cara. En eltecho del Toyota ya se había formadouna fina capa de hielo.

 —Llegarás a tiempo a King’s Cross,¿no? —dijo Strike, mirando la hora.

 —Sí, a menos que encontremosmucho follón en la autopista —contestóRobin, y, disimuladamente, tocó eladorno de madera de la cara interna dela puerta.

Acababan de llegar a la M4, dondehabía avisos de mal tiempo en todas las pantallas y donde el límite de velocidad

 

se había reducido a cien kilómetros por hora, cuando sonó el teléfono de Strike.

 —Hola, Ilsa. ¿Qué hay? —Hola, Corm. Bueno, podría ser 

 peor. No la han detenido, pero la hasometido a un interrogatorio muy severo.

Strike activó el altavoz para queRobin también pudiera oír a su amiga, yla escucharon con gesto deconcentración mientras el coche seadentraba en un torbellino de nieve queazotaba sin piedad el parabrisas.

 —Creen que fue ella, no me cabeduda —concluyó Ilsa.

 —¿Y en qué basan sus sospechas? —En la oportunidad —contestó la

abogada— y en la actitud de Leonora.

 

o está haciéndose ningún favor, laverdad. Durante el interrogatorio se hamostrado muy enfurruñada y no parabade hablar de ti, lo que a ellos no les hahecho ninguna gracia. Les decía que túdescubrirás quién es el asesino.

 —¡Joder! —exclamó Strike,exasperado—. ¿Y qué había en esetrastero?

 —Ah, sí, se me olvidaba. Un trapoquemado y con manchas de sangre emedio de un montón de basura.

 —Pues vaya —dijo Strike—. Podríallevar años allí.

 —Eso lo establecerán los forenses, pero opino lo mismo que tú: no es gracosa, teniendo en cuenta que todavía no

 

han encontrado las tripas. —¿Sabes lo de las tripas? —Ya lo sabe todo el mundo, Corm.

Ha salido en las noticias.Strike y Robin cruzaron una mirada. —¿Cuándo? —A mediodía. Creo que la policía

a sabía que iban a divulgarlo y que por eso han llevado a Leonora a lacomisaría, para ver si podían sonsacarlealgo antes de que se enterara todo elmundo.

 —Lo han filtrado ellos —dijoStrike, enojado.

 —Esa es una acusación grave. —Me lo dijo el periodista que

sobornó al policía.

 

 —Oye, tienes amigos muyinteresantes, ¿no?

 —Cosas del oficio. Gracias por lainformación, Ilsa.

 —De nada. A ver si consigues queno vaya a la cárcel, Corm. Me ha caído bien.

 —¿Quién era? —preguntó Robin,cuando Ilsa hubo colgado.

 —Una vieja amiga del colegio, deCornualles. Es abogada. Se casó couno de mis amigos de Londres —explicóStrike—. Le pedí que se ocupara deLeonora porque… ¡Mierda!

Acababan de salir de una curva y sehabían encontrado con una caravanaenorme. Robin pisó el freno, y se

 

detuvieron detrás de un Peugeot. —¡Mierda! —repitió Strike, con una

mirada de reojo al perfil serio de Robin. —Otro accidente —dijo ella—. Se

ven luces de emergencia.Se imaginó la cara que pondría

Matthew cuando, si llegaba el caso, lollamara por teléfono y le explicara queno podía ir al funeral de su madre porque había perdido el tren. ¿Cómo se podía faltar a un funeral? Robin deberíaestar ya allí, en casa del padre de Matt,ayudando con los preparativos,asumiendo su cuota de tensión. Su bolsade fin de semana ya debería estar en santiguo dormitorio de la casa de sus padres; la ropa que pensaba ponerse

 

 para asistir al funeral, planchada ycolgada en su antiguo ropero; todo preparado para hacer el breve recorridoa pie hasta la iglesia a la mañanasiguiente. Iban a enterrar a la señoraCunliffe, su futura suegra, pero ellahabía preferido hacer un viaje en cochecon Strike en medio de una gran nevada, ahora estaban atrapados en un atasco,

a trescientos kilómetros de la iglesiadonde la madre de Matthew iba a recibir el último adiós.

 Nunca me lo perdonará. Si me

ierdo el funeral por culpa de esto,

nunca me lo perdonará.

¿Por qué tenía que presentárselesemejante disyuntiva precisamente ese

 

día? ¿Por qué tenía que hacer tan maltiempo? Los nervios le retorcían elestómago, y el tráfico no mejoraba.

Strike no dijo nada y encendió laradio. Sonaba una canción de Take That;hablaba de que había progreso dondeantes no lo había. A Robin le crispabalos nervios, pero no dijo nada.

La cola de coches avanzó unos pocos metros.

 Por favor, Dios mío, déjame llegar 

a tiempo a King’s Cross, rezó Robin esilencio.

Avanzaron bajo la nieve, con lentitudexasperante, durante tres cuartos dehora, mientras a su alrededor la luzvespertina disminuía rápidamente. Lo

 

que antes a Robin le había parecido uvasto océano de tiempo hasta la hora desalida del tren nocturno, empezaba a parecerle una charca que se evaporaba agran velocidad y en la que no tardaría eencontrarse sola y aislada.

Ya veían el accidente: la policía, lasluces, un Volkswagen Polo destrozado.

 —Llegarás a tiempo —la animóStrike. Era la primera vez que hablabadesde que había encendido la radio,mientras esperaban a que les llegara elturno y el policía de tráfico les indicaraque podían continuar—. Por los pelos, pero llegarás.

Robin no dijo nada. Sabía que todala culpa la tenía ella, y no él: Strike le

 

había propuesto que se tomara el díalibre. Había sido ella quien se habíaempeñado en llevarlo a Devon, quien lehabía mentido a Matthew respecto a la posibilidad de conseguir billetes de tre para ese día. Tendría que haber hechotodo el trayecto de Londres a Harrogatede pie; antes eso que faltar al funeral dela señora Cunliffe. Strike había estadodieciséis años con Charlotte, con algunainterrupción, y el trabajo había acabadocon ellos. Ella no quería perder aMatthew. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se había ofrecido a llevar a Strike aDevon?

El tráfico en la carretera era denso ylos obligaba a circular muy despacio. A

 

las cinco se encontraban en las afuerasde Reading, en plena hora punta;avanzaban con una lentitud exasperante yal poco rato volvieron a detenerse.Cuando en la radio empezaron lasnoticias, Strike subió el volumen. Robiintentó interesarse por lo que diríasobre el asesinato de Quine, pero erealidad su corazón estaba en Yorkshire,como si hubiera ido saltando por encimadel atasco y de los kilómetrosimplacables y nevados que la separabadel pueblo.

«Hoy la policía ha confirmado queOwen Quine, el escritor asesinado cuyocadáver fue encontrado hace seis días euna vivienda de Barons Court, Londres,

 

murió del mismo modo que el héroe desu última novela, todavía inédita. Aúno se ha realizado ninguna detención corelación al caso.

»El inspector Richard Anstis,encargado de la investigación, hahablado con los periodistas a primerahora de esta tarde.»

Strike se fijó en que Anstis hablabaen tono forzado y tenso; se notaba que noera así como a él le hubiera gustado dar la información.

«Nos interesa hablar con todas las personas que tuvieron acceso almanuscrito de la última novela del señor Quine…»

«¿Puede darnos más detalles sobre

 

cómo mataron al señor Quine,inspector?», preguntó una anhelante vozmasculina.

«Todavía no tenemos un informeforense completo», respondió Anstis.

Otra periodista lo interrumpió:«¿Puede confirmar que el asesinoextrajo órganos del cadáver del señor Quine?»

«Parte de los intestinos del señor Quine desaparecieron del escenario delcrimen —contestó Anstis—. Estamosexaminando varias pistas, peroagradeceríamos cualquier informacióque puedan proporcionarnos losciudadanos. Nos hallamos ante ucrimen atroz, y creemos que su autor es

 

extremadamente peligroso.» —No, por favor —dijo Robin co

desesperación, y Strike levantó lacabeza y vio un muro de luces rojas másallá—. Otro accidente no.

Strike apagó la radio, bajó laventanilla y se asomó al torbellino denieve.

 —¡No! —le gritó a Robin—. Ucoche se ha quedado atascado en lacuneta… En un ventisquero… Enseguidanos pondremos en marcha —le aseguró.

Pero tardaron otros cuarenta minutosen dejar atrás el obstáculo. Los trescarriles estaban abarrotados, yreanudaron el viaje a paso de tortuga.

 —No voy a llegar —se lamentó

 

Robin, con la boca seca, cuando por fi pasaron por las afueras de Londres.Eran las diez y veinte.

 —Ya verás como sí —insistió Strike —. Apaga ese cacharro —dijo, y de utrompazo apagó él mismo el navegador  —, y no tomes esa salida.

 —Pero si tengo que dejarte… —Olvídate de mí, no hace falta que

me dejes. Por la siguiente a la izquierda. —¡Es una calle de sentido único!

¡No puedo meterme contra dirección! —¡A la izquierda! —bramó él,

asiendo el volante. —¡No hagas eso, es peligroso! —¿Quieres perderte el maldito

funeral? ¡Acelera! La primera a la

 

derecha… —¿Dónde estamos? —Sé lo que me hago —le aseguró

Strike, escudriñando a través de la nieve —. Sigue recto… El padre de mi amigo

ick es taxista y me enseñó algunostrucos. Derecha otra vez. No hagas casoa esa maldita señal de prohibido el paso, ¿quién quieres que salga de ahí euna noche así? ¡Recto, y en el semáforo,a la izquierda!

 —¡No puedo dejarte en King’sCross! —protestó ella mientrasobedecía ciegamente las instruccionesque le daba Strike—. Tú no puedesconducir, ¿qué vas a hacer con el coche?

 —Pasa del coche, ya se me ocurrirá

 

algo. Sube por aquí, toma la segunda ala derecha…

A las once menos cinco, las torresde St. Pancras aparecieron ante Robin, yfue como si viera el cielo a través de lanieve.

 —Para el coche, bájate y corre — dijo Strike—. Si llegas, llámame. Si no,estaré aquí esperándote.

 —Gracias.Robin salió del coche y echó a

correr por la nieve con la bolsa de fide semana colgando de una mano. Strikela vio desaparecer en la oscuridad y sela imaginó derrapando un poco por elsuelo resbaladizo de la estación, sillegar a caerse, buscando

 

desesperadamente el andén. Habíadejado el coche, tal como él le habíaindicado, junto a la acera, en doble fila.Si Robin conseguía tomar el tren, Strikese encontraría tirado en un coche dealquiler que no podía conducir y que sininguna duda iba a llevarse la grúa.

Las agujas doradas del reloj de St.Pancras avanzaban inexorablementehacia las once en punto. Strike seimaginó las puertas del tren cerrándose,a Robin corriendo por el andén, con lamelena rubia rojiza flotando tras ella…

Las once y un minuto. Clavó la vistaen la entrada de la estación y esperó.

Robin no aparecía. Strike siguióesperando. Las once y cinco. Las once y

 

seis.Sonó su móvil. —¿Has llegado? —Por los pelos. El tren estaba a

 punto de salir. Gracias, Cormoran,muchísimas gracias.

 —De nada —dijo él, paseando lamirada por el suelo helado y oscuro,donde seguía acumulándose nieve—.Que tengas buen viaje. Te dejo, a ver cómo me las arreglo. Buena suertemañana.

 —¡Gracias! —volvió a decir ella, yStrike cortó la comunicación.

Se lo debía, pensó, mientras cogíalas muletas; pero no por eso resultabamás atractiva la perspectiva de

 

atravesar Londres bajo la nieve con unasola pierna, ni la de que le pusieran unamulta enorme por abandonar un coche dealquiler en medio de la ciudad.

 

31

Peligro: el acicate de las grandesmentes.

GEORGE CHAPMAN, The Revenge o

 Bussy d’Ambois

A Daniel Chard no le habría gustado elminúsculo ático alquilado de Denmark Street, se dijo Strike, salvo por elencanto primitivo que pudiera encontrar en el diseño de la vieja tostadora o en lalámpara de mesa; sin embargo, para una persona con una sola pierna ofrecía

 

ciertas ventajas. El sábado por lamañana, su rodilla todavía no estaba econdiciones de soportar la prótesis, pero todas las superficies quedaban alalcance de la mano; todas las distancias podían cubrirse con escasos saltitos;había comida en la nevera, agua caliente  cigarrillos. Ese día, Strike sentía

verdadero cariño por aquel cuchitril,con el cristal de la ventana empañado por efecto de la condensación y, al otrolado, una capa de nieve en el alféizar.

Después de desayunar, se quedótumbado en la cama, fumando, con unataza de té muy oscuro a su lado, en lacaja que servía de mesilla de noche.Tenía el ceño fruncido, pero no era u

 

gesto de mal humor, sino deconcentración.

Seis días, y nada.

 Ni rastro de los intestinos quehabían desaparecido del cadáver deQuine, ni de ninguna prueba forense queayudara a identificar al presunto asesino(pues estaba convencido de que un solo pelo o una sola huella dactilar habríaevitado el inútil interrogatorio a quehabían sometido el día anterior aLeonora). No habían hechollamamientos a la ciudadanía pararecabar información sobre la figura queentró a escondidas en la casa poco antesde morir Quine (¿lo consideraba la policía una fantasía del vecino de las

 

gafas de cristales gruesos?). No se habíaencontrado el arma del crimen; no sehabía descubierto ninguna filmación queincriminase a ningún visitanteinesperado de Talgarth Road; ningú paseante observador había descubiertotierra removida recientemente; no habíaaparecido ningún montón de tripas edescomposición, envuelto en un burkanegro; no se había recuperado la bolsade viaje de Quine que contenía sus notassobre Bombyx Mori. Nada.

Seis días. En otras ocasiones, Strikesolo había tardado seis horas edescubrir al asesino, si bien es ciertoque siempre se trataba de crímeneschapuceros, producto de la ira y la

 

desesperación, en los que, además desangre, el pánico había hecho derramar infinidad de pistas, o en los que uculpable incompetente había salpicado atodo el que tuviera cerca con susmentiras.

El asesinato de Quine era diferente,más extraño y más siniestro.

Strike se llevó la taza a los labios yvolvió a ver el cadáver con tantaclaridad como si observara la fotografíaque guardaba en su móvil. Aquello erauna pieza teatral, un decorado.

A pesar de las restricciones quesolía imponerle a Robin, Strike no pudoevitar preguntarse por qué lo habíahecho. ¿Era venganza? ¿Locura?

 

¿Ocultación (¿de qué?)? El ácidoclorhídrico había borrado las pruebasforenses; la hora de la muerte no estabaclara; el asesino había entrado y salidodel escenario del crimen sin ser visto.

laneado meticulosamente. Todos los

detalles calculados. Seis días, y ni una

 sola pista. Strike no se creía que Anstistuviera varias. Aunque, evidentemente,después de sus serias advertencias aldetective para que dejara en paz a la policía y se mantuviera al margen, samigo ya no compartía información coél.

Distraído, se sacudió la ceniza delviejo jersey y encendió otro cigarrillocon la colilla del que acababa de

 

fumarse.«Creemos que su autor es

extremadamente peligroso», habíadeclarado Anstis ante la prensa; eopinión de Strike, se trataba de unainformación a todas luces obvia y, almismo tiempo, engañosa.

Y de pronto lo asaltó un recuerdo: elde la gran aventura del decimoctavocumpleaños de Dave Polworth.

Polworth y Strike eran amigos desdeque iban a la guardería. A lo largo de lainfancia y la adolescencia, Strike sehabía marchado muchas veces deCornualles y luego había regresado, yellos dos siempre habían retomado samistad allí donde la madre de Strike y

 

sus caprichos la habían interrumpido laúltima vez.

Dave tenía un tío que se había ido avivir a Australia siendo adolescente yque se había hecho multimillonario.Había invitado a su sobrino a pasar unosdías con él por su decimoctavocumpleaños, y le había propuesto que loacompañara algún amigo.

Los dos chicos embarcaron en uavión que los llevó hasta la otra puntadel mundo; aquella iba a ser la mejor aventura de su corta vida. Se instalaroen la gran casa a orillas de la playa deltío Kevin, toda de cristal y maderareluciente, con un bar en el salón. La brillante espuma de mar bajo un sol

 

deslumbrante, unas gambas enormesasadas a la barbacoa; diferentes acentos,cerveza, más cerveza, unas rubias co piernas que parecían recubiertas decaramelo y que no se veían eCornualles… Y entonces, el día mismodel cumpleaños de Dave, el tiburón.

 —Solo son peligrosos si los provocas —les explicó el tío Kevin,aficionado al submarinismo—. Nada detocarlos, ¿de acuerdo, chicos? Nada dehacer el idiota.

Sin embargo, para Dave Polworth,un enamorado del mar que en Inglaterra practicaba surf, pescaba y navegaba avela, hacer el idiota constituía una formade vida.

 

Era un asesino nato, con sus ojosinexpresivos y sus hileras de dientesafiladísimos; pero Strike había sidotestigo de la perezosa indiferencia deltiburón de puntas negras mientras losdos amigos nadaban por encima de él,sobrecogidos por su elegancia y s belleza. El animal no habría tenidoinconveniente en alejarse por la penumbra azulada, Strike lo sabía; peroDave estaba decidido a tocarlo.

Todavía tenía la cicatriz: el escualole había arrancado un pedazo deantebrazo, y Dave había perdidosensibilidad en el pulgar de la manoderecha. La herida no afectó a scapacidad para desempeñar su trabajo:

 

Dave era ingeniero de caminos y vivíaen Bristol, y en el Victory Inn, el pubdonde Strike y él todavía quedaban para beber cerveza Doom Bar cuando iban devisita a su pueblo natal, lo llamabaChum, un apodo típico entre amigos deuventud, que casualmente se usa

también para denominar la carnaza.Polworth —tozudo, imprudente, amantede las emociones fuertes— seguía practicando submarinismo en su tiempolibre, aunque había aprendido a dejar e paz a los tiburones peregrinos delAtlántico.

En el techo, encima de la cama,había una grieta fina que Strike norecordaba haber visto antes. Siguió s

 

trazado con la mirada mientrasrecordaba la sombra en el lecho marino una repentina nube de sangre negra, las

sacudidas del cuerpo de Dave y susgritos silenciosos.

Pensó que el asesino de Owen Quineera como aquel tiburón de puntas negras.Entre los sospechosos del caso no habíadepredadores indiscriminados yfrenéticos. Que él supiera, ninguno teníaantecedentes de violencia. Tampocohabía, como sucedía a menudo cuandoaparecía un cadáver, un rastro de delitosmenores que conducía hasta la puerta deun sospechoso; ninguno cargaba con u pasado manchado de sangre como sifuera una bolsa llena de despojos para

 

los perros hambrientos. Aquel asesinoera un animal más extraño y singular, deesos que ocultaban su verdaderocarácter hasta que los molestaban losuficiente. Owen Quine, al igual queDave Polworth, había provocadoimprudentemente a un asesino al acecho, el horror se había desatado sobre él.

Strike había oído muchas veces laafirmación simplista de que todo ser humano es capaz de matar, pero él sabíaque era mentira. Sin duda alguna, habíaindividuos a los que matar les resultabafácil y agradable: Strike había conocidoa unos cuantos. Millones de personashabían sido entrenadas con éxito para poner fin a la vida de otras; él mismo,

 

sin ir más lejos. Los humanos mataba por oportunismo, para sacar algú provecho o en defensa propia, ydescubrían su capacidad de matar cuando no parecía posible ningunaalternativa; sin embargo, también habíaquienes, incluso bajo una presiófortísima, se habían detenido en seco,incapaces de hacer valer su ventaja yaprovechar su oportunidad para violar el mayor tabú, el tabú por excelencia.

Strike no subestimaba lo que habíahecho falta para atar, golpear y abrir ecanal a Owen Quine. El homicida habíaconseguido su objetivo sin ser descubierto, se había deshecho con éxitode las pruebas y, por lo visto, no estaba

 

mostrando suficiente angustia niarrepentimiento como para llamar laatención de nadie. Todo eso apuntaba auna personalidad peligrosa, una personalidad sumamente peligrosa si sela incomodaba. Mientras creyera que nolo habían identificado y que nadiesospechaba de él, el autor del crimen noentrañaría ningún peligro para nadie desu entorno. Pero si volvían amolestarlo… Si lo molestaban, por ejemplo, del mismo modo en que habíaconseguido molestarlo Owen Quine…

 —Mierda —murmuró Strike, y soltórápidamente el cigarrillo en el ceniceroque tenía al lado; se había consumidohasta quemarle los dedos sin que él se

 

diera cuenta.¿Qué debía hacer a continuación? Si

el rastro que partía del crimen era prácticamente inexistente, pensó, tendríaque perseguir el rastro que llevaba hastaél. Si el período subsiguiente a la muertede Quine se caracterizaba por unainsólita ausencia de pruebas, habíallegado el momento de examinar susúltimos días de vida.

Strike cogió el móvil, lo miró y soltóun largo suspiro. ¿Había alguna otramanera de obtener la primerainformación que buscaba? Repasómentalmente su extensa lista decontactos y fue descartando opcionescon rapidez, a medida que se le

 

ocurrían. Al final, y sin muchoentusiasmo, llegó a la conclusión de quequien más probablemente le conseguiríalo que quería era su primera opción: shermanastro Alexander.

Compartían a un padre famoso, peronunca habían vivido bajo el mismotecho. Al, hijo legítimo de JonnyRokeby, era nueve años más joven queStrike, lo que significaba que sus vidasno tenían casi nada en común. Al habíaestudiado en un colegio privado, eSuiza, y en ese momento podía hallarseen cualquier sitio: en la residencia deRokeby de Los Ángeles; en el yate dealgún rapero; incluso en alguna playaaustraliana de arena blanca, pues la

 

tercera esposa de Rokeby era de Sídney.Aun así, de sus hermanastros por 

 parte de padre, Al era el que siempre sehabía mostrado más dispuesto amantener una relación con su hermanomayor. Strike recordó que Al había ido averlo al hospital cuando perdió la pierna; fue un encuentro un poco tenso, pero le había dejado un recuerdoconmovedor.

Al había ido a Selly Oak con unaoferta de Rokeby que podría haberse planteado por correo electrónico: ayudaeconómica para poner en marcha laagencia de detectives. Al le habíaexpuesto la proposición con orgullo, pues la consideraba una prueba del

 

altruismo de su padre. Strike, en cambio,estaba seguro de que no era tal cosa.Sospechaba que a Rokeby, o a susasesores, los ponía nerviosos la posibilidad de que el veteranocondecorado y amputado vendiera shistoria. Se suponía que aquel regalo letaparía la boca.

Strike había rechazado lagenerosidad de su padre, y acontinuación lo habían rechazado a éltodos y cada uno de los bancos dondehabía solicitado un préstamo. Entonceshabía llamado a Al, a regañadientes; nohabía aceptado el dinero como regalo yhabía rehusado la cita que le proponíacon su padre, pero había preguntado si

 

 podían hacerle un préstamo. Por supuesto, eso había ofendido a Rokeby.Luego, el abogado de este había exigidoa Strike los pagos mensuales con elmismo celo con que lo habría hecho elmás rígido de los bancos.

Si Strike no hubiera optado por mantener a Robin en su nómina, yahabría devuelto íntegramente ese préstamo. Estaba decidido a saldar ladeuda antes de Navidad y a no deberlenada a Jonny Rokeby; esa era la razó por la que había aceptado un volumen deencargos que últimamente lo obligaba atrabajar ocho o nueve horas diarias, lossiete días de la semana. Esasconsideraciones no contribuían a que la

 

 perspectiva de llamar a su hermanomenor para pedirle ayuda le resultaraagradable. Strike entendía la lealtad deAl con su padre, al que sin dudaadoraba; sin embargo, cualquier referencia a Rokeby que hicieran unootro sería peligrosa en potencia.

El teléfono de Al sonó varias veces,  al final saltó el buzón de voz.

Aliviado, y al mismo tiempodecepcionado, Strike dejó un mensaje breve para pedirle que le devolviera lallamada y colgó.

Encendió el tercer cigarrillo del día  reanudó la contemplación de la grieta

del techo. El rastro que llevaba hacia elcrimen… Muchas cosas dependían de

 

cuándo hubiera visto el asesino elmanuscrito, de cuándo hubieradescubierto su potencial como guía paracometer un asesinato.

Y, una vez más, repasó a lossospechosos como si repasara una manode cartas que le habían repartido,examinando todas sus posibilidades.

Elizabeth Tassel, quien no ocultabala ira y la consternación que le habíacausado  Bombyx Mori. Kathryn Kent,que afirmaba no haberlo leído. Latodavía desconocida Pippa2011, a quieen octubre Quine había leído pasajes dela novela. Jerry Waldegrave, que habíarecibido el manuscrito el día 5, aunque,si había que dar crédito a Chard, podía

 

haber conocido su contenido muchoantes. Daniel Chard, quien aseguraba nohaberlo visto hasta el día 7. Y MichaelFancourt, que se había enterado de laexistencia del texto a través de Chard.Sí, había varias personas más quehabían echado un vistazo, entre risas, alas partes más obscenas que ChristiaFisher había repartido por todo Londres por medio del correo electrónico; noobstante, a Strike le parecía muy difícilque pudieran imputar, ni siquieraremotamente, a Fisher, al joven Ralph dela oficina de Tassel, o a Nina Lascelles;ninguno de los tres aparecía en Bombyx

ori ni conocía mucho a Quine.Strike pensó que necesitaba

 

acercarse más, acercarse lo suficientecomo para incomodar a las personascuya vida Owen Quine ya habíadistorsionado y ridiculizado. Con u poco más de entusiasmo del que había puesto en llamar a Al, aunque no mucho,avanzó por su lista de contactos y llamóa Nina Lascelles.

La conversación fue breve. Ninaestaba encantada. Pues claro que podíair a verla a su casa esa noche.Prepararía un poco de cena.

A Strike no se le ocurría ningunaotra forma de conseguir más detalles dela vida privada de Jerry Waldegrave yde la reputada criminalidad literaria deMichael Fancourt, pero no tenía

 

ningunas ganas de iniciar el doloroso proceso de volver a ponerse la prótesis, por no mencionar el esfuerzo quedebería hacer para librarse otra vez, a lamañana siguiente, de las optimistasgarras de Nina Lascelles. Con todo,antes de irse aún podía ver el partidodel Arsenal contra el Aston Villa; y teníaanalgésicos, cigarrillos, beicon y pan.

Ocupado con su propia comodidad,  con una mezcla de fútbol y asesinato

en la cabeza, Strike no pensó en echar uvistazo a la calle nevada, donde lagente, sin amilanarse ante el frío,entraba y salía de las tiendas de discos einstrumentos musicales y de lascafeterías. Si lo hubiera hecho, tal vez

 

habría reparado en la figura esbelta yencapuchada, con abrigo negro, que seapoyaba en la pared entre los númerosseis y ocho, sin apartar la mirada de laventana de su ático. Sin embargo, pese atener buena vista, era improbable quehubiera distinguido el cúter de hojagruesa y corta que hacía rodar rítmicamente entre sus dedos largos yfinos.

 

32

Que despierte mi buen ángel,cuyos celestiales cánticos ahuyenta

al espíritu malvadoque corre a mi lado…

THOMAS DEKKER, The Noble Spanish

Soldier 

A pesar de llevar puestas las cadenas, alviejo Land Rover familiar que conducíala madre de Robin le costó trabajorecorrer el trayecto entre la estación deYork y Masham. Los limpiaparabrisas

 

abrían ventanas con forma de abanicoque la nieve volvía a cubrir enseguida;las carreteras por las que circulaban,que Robin conocía desde pequeña,aparecían transformadas por el peor invierno que recordaba. Nevaba sicesar, y el viaje, que debería haber durado una hora, se prolongó casi tres.Hubo momentos en que Robin creyó queno llegaría a tiempo para asistir alfuneral, pese a no haber perdido el tren.Al menos había podido hablar por teléfono con Matthew y explicarle quea estaba muy cerca. Él le había dicho

que había gente que aún estaba a muchoskilómetros de distancia y que temía quesu tía de Cambridge no consiguiera

 

llegar.Ya en casa de sus padres, Robi

esquivó la bienvenida de su viejo y baboso perro labrador color chocolate ysubió volando a su habitación; se pusoel vestido y el abrigo negros simolestarse en plancharlos; se hizo, colas prisas, una carrera en el primer par de medias; y bajó corriendo alrecibidor, donde la esperaban sus padres y sus hermanos.

Salieron juntos a la calle, bajo lostorbellinos de nieve, protegiéndose co paraguas negros, y subieron a pie por lacuesta no muy empinada que Robihabía remontado todos los días cuandoiba a primaria. Atravesaron la amplia

 

 plaza, el antiguo corazón de su diminuto pueblo natal, dándole la espalda a lagigantesca chimenea de la fábrica decerveza. Habían cancelado el mercadode los sábados. Los pocos valientes quehabían cruzado la plaza esa mañanahabían trazado surcos en la nieve, y lashuellas convergían cerca de la iglesia,donde Robin ya alcanzaba a ver un corrode dolientes vestidos de negro. Lostejados de las casas de ladrillo claro, deestilo georgiano, que bordeaban la plazaestaban cubiertos por un manto de hieloreluciente, y seguía nevando. Un mar  blanco, cada vez más extenso, ibaenterrando, implacable, las grandeslápidas cuadradas del cementerio.

 

Robin se estremeció cuando lafamilia avanzó despacio hacia la puertade St. Mary the Virgin, dejó atrás losrestos de una cruz de poste redondo delsiglo IX, de aspecto curiosamente pagano, y entonces, por fin, vio aMatthew junto a la puerta, con su padre  su hermana, pálido y guapo a más no

 poder con su traje negro. MientrasRobin lo miraba desde la cola de gente ytrataba de atraer su atención, una jovese le acercó y lo abrazó. Robireconoció a Sarah Shadlock, la amiga deMatthew de la universidad. Su saludo le pareció un poco más efusivo de loapropiado, dadas las circunstancias, pero el sentimiento de culpa de Robi

 

 por haberse quedado a diez segundos de perder el tren nocturno, y por no haber visto a Matthew durante casi unasemana, la llevó a considerar que notenía derecho a ponerse celosa.

 —Robin —la saludó él al verla,apremiante, y olvidó estrechar la mano atres personas, mientras le abría los brazos a su novia. Se abrazaron, y ellanotó que las lágrimas se acumulaba bajo sus párpados. Al fin y al cabo,aquello era la vida real: Matthew y s pueblo—. Ven y siéntate delante —ledijo, y ella obedeció: dejó a su familiaal fondo de la iglesia y se sentó en el banco de la primera fila con el cuñadode Matthew, que mecía a su hijita en las

 

rodillas y la saludó con una cabezadataciturna.

Era una iglesia antigua, muy bonita,  Robin la conocía bien, pues había

asistido allí a las fiestas de la cosecha,además de a los oficios de Navidad yPascua, desde que tenía uso de razón, yafuera con sus compañeros de primaria ocon su familia. Su mirada fue pasandolentamente de un objeto conocido a otro.En lo alto, sobre el arco del presbiterio,había un cuadro de sir Joshua Reynolds(o, al menos, de la escuela de JoshuaReynolds), y se fijó con atención en élmientras trataba de serenarse. Era unaimagen difusa, mística, en la que uángel contemplaba la visión lejana de

 

una cruz que emitía rayos dorados.¿Quién la habría pintado en realidad?,se preguntó. ¿Reynolds, o algún acólitode su escuela? Y entonces se sintióculpable por querer satisfacer sinagotable curiosidad en lugar de estar triste por la señora Cunliffe.

Robin tenía previsto casarse allí alcabo de pocas semanas. Su vestido denovia ya estaba colgado en el armariode la habitación de invitados; siembargo, el ataúd de la señora Cunliffe,negro y reluciente, con asas de plata, seacercaba por el pasillo; y Owen Quineseguía en el depósito de cadáveres…Para su cadáver destripado, podrido yquemado, todavía no había ataúd

 

reluciente… No pienses en eso, se dijo, severa,

cuando Matthew se sentó a su lado; sus piernas se tocaban, y ella notaba el calor de la de él.

Habían ocurrido tantas cosas en lasveinticuatro horas previas que Robin no podía creer que estuviera allí, en s pueblo. Su jefe y ella se habían librado por poco de un choque frontal contra ucamión volcado; era un milagro que noestuvieran en el hospital. Le vinieron ala mente el conductor cubierto de sangre  la señora Cunliffe, que debía de estar 

impecable dentro de su caja forrada deseda. No pienses en eso…

Era como si sus ojos estuviera

 

 perdiendo la capacidad de mirar deforma cómoda y relajada. Quizá ver cosas como cadáveres atados ydestripados te cambiara, en ciertosentido, y alterara tu percepción de larealidad.

Se arrodilló un poco tarde para laoración y notó la aspereza del cojín de punto de cruz en las frías rodillas. Pobre

 señora Cunliffe… Solo que Robinunca le había caído muy bien a lamadre de Matthew.  No seas mala, sereprendió, a pesar de que era la verdad.A la señora Cunliffe no le gustaba laidea de que Matthew llevara tantotiempo saliendo con la misma chica.Había comentado, estando Robin cerca

 

 para oírla, lo conveniente que era quelos chicos tantearan el terreno y secorrieran sus juergas. Robin sabía que aldejar la universidad había empañado laimagen que la señora Cunliffe tenía deella.

La estatua de sir Marmaduke Wyvillse erigía a escasos metros de Robin.Cuando se puso en pie para entonar elhimno, le pareció que le clavaba lamirada con su traje jacobino, de tamañonatural y tumbado en su repisa demármol, apoyado en un codo para mirar a los fieles. Su mujer yacía a su lado eidéntica postura. Resultabaasombrosamente reales en aquellaactitud irreverente, con sendos cojines

 

 bajo el codo para que sus huesos demármol estuvieran cómodos, y por encima de ellos, en las albanegas,figuras alegóricas que representaban eltránsito y la mortalidad.  Hasta que la

muerte nos separe… Volvió adistraerse: Matthew y ella, atados el unoal otro para siempre, hasta el día de smuerte…  No, atados no… No pienses

en ataduras… ¿Qué te pasa?  Estabaagotada. En el tren, que no paraba desacudirse, había pasado mucho calor por culpa de la calefacción. Robin se habíadespertado a cada hora, temiendo quequedaran atrapados en la nieve.

Matthew le tomó una mano y se laapretó.

 

El entierro se llevó a cabo tadeprisa como permitía el decoro,mientras caían gruesos copos de nieve.

o se quedaron mucho rato junto a latumba; Robin no era la única quetemblaba perceptiblemente.

Volvieron todos a la gran casa deladrillo de los Cunliffe, donde losdolientes iban de un lado a otro,contentos de poder calentarse. El señor Cunliffe, siempre un poco más enérgicode lo que requería la ocasión, no parabade llenar copas y saludar a la gentecomo si se tratara de una fiesta.

 —Te he echado de menos —empezóMatthew—. Todo esto era horrible siti.

 

 —Yo también —dijo Robin—. Mehabría gustado estar contigo.

Otra mentira.

 —La tía Sue va a quedarse a dormir esta noche —explicó Matthew—. He pensado que a lo mejor puedo ir a tcasa, me sentará bien salir un rato deaquí. Esta semana ha sido durísima.

 —Sí, claro —dijo ella, y le apretóla mano; se alegraba de no tener quequedarse en casa de los Cunliffe. No sellevaba muy bien con la hermana deMatthew, y encontraba insoportable alseñor Cunliffe.

 Pero por una noche podrías

haberlo soportado, se dijo, severaconsigo misma. Era como una

 

escapatoria que no se había ganado.Así pues, volvieron a la casa de los

Ellacott, a escasa distancia de la plaza.A Matthew le caía bien la familia deRobin; se alegró de poder quitarse eltraje y ponerse unos vaqueros, y a lahora de cenar ayudó a la madre deRobin a poner la mesa en la cocina. Laseñora Ellacott (grandota, con el pelocobrizo como Robin, recogido en umoño suelto) lo trató con ternura; erauna mujer entusiasta, con muchos yvariados intereses; en ese momentoestaba cursando la licenciatura deLiteratura inglesa en la Open University.

 —¿Cómo te van los estudios, Linda? —le preguntó Matthew mientras sacaba

 

la pesada fuente del horno. —Estamos estudiando  La duquesa

de Amalfi, de Webster: «Y me haenloquecido.»

 —Difícil, ¿no? —dijo él. —Es una cita, tesoro. ¡Ay! —Dejó a

un lado los cubiertos de servir—. Ahorame acuerdo… Seguro que me lo he perdido…

Cruzó la cocina y cogió un ejemplar de Radio Times, que nunca faltaba en scasa.

 —No, es a las nueve. Dan unaentrevista con Michael Fancourt que megustaría ver.

 —¿Michael Fancourt? —dijo Robin,  se dio la vuelta—. ¿Cómo es que te

 

interesa? —Está muy influido por todos esos

autores de tragedias de venganza — contestó su madre—. Espero queexplique qué es eso que tanto lo atrae.

 —¿Habéis visto esto? —preguntó elhermano menor de Robin, Jonathan, queacababa de volver de la tienda de laesquina con la leche que le había pedidosu madre—. Sale en primera plana, Rob.Ese escritor al que destriparon…

 —¡Jon! —lo reprendió la señoraEllacott.

Robin sabía que su madre no estabaregañando a su hijo porque sospecharaque a Matthew no le haría gracia quemencionara su trabajo, sino por una

 

aversión más general a hablar de unamuerte cuando acababan de asistir a ufuneral.

 —¿Qué pasa? —preguntó Jonathan,ignorando esas convenciones, y le tendióel Daily Express a Robin.

Ahora que la prensa se habíaenterado de lo que le habían hecho,Quine había saltado a la primera plana:

«AUTOR DE NOVELAS DE HORRO

ESCRIBE SU PROPIO ASESINATO.»¿«Autor de novelas de horror»?  — 

 pensó Robin—. Yo no lo llamaría así,

ero como titular no está mal.

 —¿Crees que tu jefe resolverá elcaso? —le preguntó su hermano, y se puso a hojear el periódico—. ¿Que

 

volverá a dejar en evidencia a la PolicíaMetropolitana?

Robin empezó a leer la noticia por encima del hombro de Jonathan, pero sedio cuenta de que Matthew la miraba yse apartó.

Mientras se comían la carne estofadacon patatas asadas, salió un zumbido del bolso de Robin, que ella había dejadoen una silla con el asiento hundido, en urincón de la cocina de suelo de piedra.Robin no contestó. Hasta que hubieroterminado de cenar y Matthew, diligente,ayudaba a su madre a recoger la mesa,Robin no sacó el teléfono del bolso paraleer los mensajes. La sorprendió ver quetenía una llamada perdida de Strike.

 

Miró con disimulo a Matthew, queestaba entretenido metiendo los platosen el lavavajillas, y llamó a su buzón devoz aprovechando que los demásestaban charlando.

«Tiene un nuevo mensaje de voz.Recibido hoy a las diecinueve y veinte.»

El crepitar de la línea, pero sin quenadie dijera nada.

Luego, un golpe. La voz de Strike alo lejos: «¡No, joder…!»

Un grito de dolor.Silencio. El crepitar de la línea.

Crujidos indefinidos, ruido de algoarrastrándose. Fuertes jadeos, una seriede roces, y se cortaba la línea.

Robin se quedó horrorizada, con el

 

teléfono pegado a la oreja. —¿Qué pasa? —le preguntó s

 padre, mirándola por encima de lamontura de las gafas, y se detuvo caminodel aparador, con unos cubiertos en lasmanos.

 —Creo… Creo que mi jefe… hatenido un accidente.

Marcó el número de Strike codedos temblorosos. Saltó directamenteel buzón de voz. Plantado en medio de lacocina, Matthew la miraba sin disimular su contrariedad.

 

33

¡Cruel destino el de la mujer obligada a cortejar al hombre!

THOMAS DEKKER  Y THOMAS

MIDDLETON, The Honest Whore

Strike no oyó la llamada de Robi porque, sin que él se diera cuenta, steléfono se había puesto en silencio alcaer al suelo, hacía ya un cuarto de hora.Tampoco se percató de que con el pulgar había marcado el número de su ayudantecuando el aparato le resbaló de los

 

dedos.Apenas acababa de salir de s

edificio cuando sucedió todo. La puertade la portería se había cerrado tras él, yllevaba dos segundos con el móvil en lamano (esperando el aviso del taxi quehabía pedido a regañadientes) cuando laalta figura del abrigo negro echó acorrer hacia él en la oscuridad. Tuvouna visión fugaz de la tez pálida bajo lacapucha y la bufanda, y del brazoestirado, inexperto pero decidido;alcanzó a ver el cúter en la manotemblorosa.

Strike había estado a punto devolver a resbalar al prepararse para elencuentro, pero apoyó una mano en la

 

 puerta y se afianzó para no perder elequilibrio, y entonces fue cuando se lecayó el móvil. Gritó, indignado y furiosocon aquella mujer, quienquiera quefuese, porque ya le había hecholastimarse la rodilla en otra ocasión;ella se detuvo una milésima de segundo luego siguió abalanzándose sobre él.

Al golpear con el bastón la mano ela que había visto el cúter, a Strikevolvió a torcérsele la rodilla. Rugió dedolor, y su atacante dio un salto haciaatrás, como si hubiera apuñalado aldetective sin darse cuenta; y entonces, por segunda vez, la atenazó el pánico yhuyó: echó a correr por la nieve,dejando a Strike furioso y frustrado,

 

incapaz de perseguirla y sin otra opcióque escarbar en la nieve para buscar steléfono.

¡Puta pierna!

Cuando Robin lo llamó, él estabasudando de dolor en un taxi queavanzaba despacio. Pensar que la hojitatriangular que había visto brillar en lamano de su asaltante no se le habíaclavado no lo consolaba mucho. Larodilla, a la que no había tenido másremedio que atar la prótesis antes desalir hacia casa de Nina, volvía adolerle muchísimo, y Strike estabafurioso por no haber podido perseguir asu enloquecida acechadora. Él jamáshabía pegado ni agredido

 

voluntariamente a una mujer, pero lavisión del cúter dirigiéndose hacia él ela oscuridad había anulado esosescrúpulos. Para consternación deltaxista, que observaba a su corpulento yenfurecido pasajero por el espejoretrovisor, Strike no paraba de volverseen el asiento por si veía a su agresoracaminando por las aceras, abarrotadas por ser la noche del sábado, con loshombros caídos, el abrigo negro y elcúter escondido en un bolsillo.

Mientras el taxi circulaba bajo lasluces navideñas de Oxford Street(paquetes plateados enormes, endebles,atados con lazos dorados), Strike intentóserenarse. La perspectiva de la

 

inminente cita para cenar con Nina no le producía ningún placer. Robin,entretanto, lo llamaba una y otra vez, pero él no notaba la vibración delmóvil, porque lo llevaba en el fondo del bolsillo del abrigo, que reposaba a slado en el asiento.

 —Hola —dijo Nina con una sonrisaforzada, cuando le abrió la puerta de s piso, media hora más tarde de laacordada.

 —Lo siento, llego tarde —sedisculpó Strike, y entró cojeando—. Hetenido un accidente al salir de casa. La pierna.

Entonces cayó en la cuenta de que nohabía llevado nada y se quedó allí

 

 plantado con el abrigo puesto. Deberíahaber comprado vino o bombones, y le pareció que Nina también lo pensabamientras lo miraba de arriba abajo cosus grandes ojos; Nina era una chica co buenos modales, y de pronto Strike sesintió un poco descortés.

 —Y además me he olvidado el vinoque he comprado —mintió—. Soy udesastre. Mándame a paseo.

 Nina rio, aunque de mala gana, yentonces Strike notó que su móvilvibraba en el bolsillo, y lo sacóenseguida.

Era Robin. No se le ocurría qué podía querer de él un sábado.

 —Disculpa —le dijo a Nina—,

 

tengo que contestar. Es mi secretaria.Debe de ser algo urgente.

La sonrisa se borró de los labios deina. Se dio la vuelta y salió del

recibidor, dejando allí a Strike con elabrigo puesto.

 —¿Robin? —¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? —¿Cómo sabes…? —¡He recibido un mensaje de voz

que parece grabado mientras te atacan! —Hostia, ¿te he llamado? Debe de

haber sido cuando se me ha caído elteléfono. Sí, seguro…

Cinco minutos más tarde, después decontarle a Robin lo que había sucedido,Strike colgó su abrigo y fue derecho al

 

salón, donde Nina había puesto la mesa para dos. La sala estaba bien iluminada;la joven había limpiado y dispuestovarios jarrones con flores frescas. Olíamucho a ajo quemado.

 —Lo siento —insistió Strike cuandoina volvió con un plato en las manos

 —. A veces me gustaría tener un trabajode nueve a cinco.

 —Sírvete vino —le dijo ella cofrialdad.

Era una situación absolutamentefamiliar. ¿Cuántas veces se habíaencontrado sentado ante una mujer molesta por su tardanza, por no recibir toda su atención, por su informalidad?Sin embargo, en esa ocasión la melodía

 

se interpretaba en tono menor. Si hubierallegado tarde a una cena con Charlotte y,nada más llegar, hubiera contestado auna llamada de otra mujer, a esas alturasella ya le habría tirado el vino en la cara  ya habrían volado varios platos. Ese

 pensamiento le hizo mostrarse másamable con Nina.

 —Quedar con un detective es unamierda —dijo cuando la chica se sentó ala mesa.

 —Yo no usaría esa palabra — replicó ella, suavizándose un poco—.Supongo que no debe de ser un trabajodel que se pueda desconectar fácilmente. —Nina lo observaba con sus enormesojos, redondos y brillantes—. Anoche

 

tuve una pesadilla sobre ti —dijo. —Empezamos con buen pie, ¿eh? — 

repuso Strike, y consiguió hacerla reír. —Bueno, en realidad no era sobre ti.

Estábamos tú y yo buscando losintestinos de Owen Quine.

 Nina tomó un buen sorbo de vino sidejar de mirar a los ojos a Strike.

 —¿Y los encontrábamos? —  preguntó él, tratando de mantener utono desenfadado.

 —Sí. —¿Dónde? Ahora mismo me

interesa cualquier pista. —En el último cajón del escritorio

de Jerry Waldegrave —contestó Nina, ya Strike le pareció ver que disimulaba

 

un estremecimiento—. Era horrible, eserio. Yo abría el cajón, y dentro habíasangre y tripas… Y tú pegabas a Jerry.Parecía tan real que me desperté.

Bebió un poco más de vino, sin tocar la comida. Strike, que ya había engullidovarios bocados (demasiado ajo, perotenía hambre), pensó que no estabamostrándose suficientementecomprensivo. Se apresuró a tragar ydijo:

 —Qué horror. —Supongo que lo soñé por lo que

dijeron ayer en las noticias —continuóina sin dejar de observarlo—. Nadie

tenía ni idea, nadie sabía que… que lohabían matado de esa forma. Como e

 

ombyx Mori. No me lo dijiste — agregó, y, más allá de las emanacionesdel ajo, a Strike le olió a reproche.

 —No podía —respondió él—. Esaclase de información tiene que darla la policía.

 —Hoy sale en la primera plana delaily Express. A Owen le habría

gustado que le dedicaran un titular. Perola verdad es que lamento haberlo leído —dijo, y le dirigió una mirada furtiva.

Strike estaba familiarizado con esosescrúpulos. Había gente que lo rehuíacuando caía en la cuenta de las cosasque había visto, hecho o tocado. Eracomo si estuviera impregnado de olor amuerte. Siempre había mujeres que se

 

sentían atraídas por el soldado, por el policía: experimentaban una emocióindirecta, una atracción morbosa por laviolencia que pudiera haber visto o perpetrado un hombre. A otras mujeres,en cambio, eso las repelía. Strikesospechaba que Nina pertenecía deentrada al primer grupo, pero que, trasun atisbo forzoso de la versión real de lacrueldad, el sadismo y la perversión,estaba descubriendo que, bien pensado,tal vez perteneciera al segundo.

 —Ayer no lo pasamos nada bien eel trabajo —prosiguió—. Después deoír eso. Estaba todo el mundo…Porque… si lo mataron de esa manera,si el asesino sacó la idea del libro… El

 

número de sospechosos se reduce, ¿no?Ya nadie se ríe de Bombyx Mori, eso telo aseguro. Es como uno de aquellosargumentos que inventaba MichaelFancourt, cuando los críticos decían queera demasiado truculento. Ah, y Jerry hadimitido.

 —Sí, ya me he enterado. —No lo entiendo —dijo Nina,

nerviosa—. Lleva una eternidadtrabajando en Roper Chard. Pero no parece él. Está siempre enfadado,cuando normalmente es un encanto. Yvuelve a beber. Mucho.

Ella seguía sin probar la comida. —¿Era muy amigo de Quine? — 

 preguntó Strike.

 

 —Me parece que más de lo que élcreía —respondió Nina, pensando muy bien lo que decía—. Llevaban muchotiempo trabajando juntos. Owen losacaba de sus casillas. Bueno, Owesacaba de sus casillas a cualquiera. PeroJerry está muy disgustado, eso sí.

 —Supongo que a Quine no legustaba nada que le corrigieran lostextos.

 —Creo que a veces se ponía muy pesado —dijo Nina—, pero ahora Jerryno soporta que se hable mal de él. Estáobsesionado con su teoría de la crisisnerviosa. Ya lo oíste en la fiesta: creeque Owen padecía un trastorno mental yque  Bombyx Mori, en realidad, no fue

 

culpa suya. Y sigue despotricando contraElizabeth Tassel por haber divulgado elcontenido del libro. El otro díaElizabeth vino a la oficina a hablar deotra autora suya…

 —¿De Dorcus Pengelly? —preguntóStrike.

 Nina sofocó una risa y exclamó: —¡No me digas que lees esa

 porquería! ¿Pechos jadeantes ynaufragios?

 —Se me quedó grabado su nombre —contestó Strike, y compuso unasonrisa—. Pero sigue contándome lo deWaldegrave.

 —Vio llegar a Liz y cerró sdespacho de un portazo justo cuando

 

ella pasaba por delante. Ya has estadoallí: la puerta es de cristal, por poco serompe. Fue innecesario y obvio, nossobresaltó a todos. Tiene muy mala cara —añadió Nina—. Liz Tassel. Horrible.Si hubiera estado en forma, habríairrumpido en el despacho de Jerry paradecirle que hiciera el favor de no ser tamaleducado.

 —¿Ah, sí? —Pues claro. El mal genio de Liz

Tassel es legendario. Nina miró la hora en su reloj. —Esta noche entrevistan a Michael

Fancourt en la televisión; estoygrabando el programa —dijo mientrasvolvía a llenar las copas. Seguía si

 

comer nada. —No me importaría verlo — 

comentó Strike. Nina le lanzó una mirada

calculadora, y Strike supuso que estabatratando de determinar en qué medida s presencia allí se debía a la voluntad desonsacarle información o al interés por su cuerpo, delgado y un tanto aniñado.

Volvió a sonar el móvil de Strike.Este evaluó durante unos segundos laofensa que podía causar si contestaba, yla contrapuso a la posibilidad de queesa llamada revelara algo mucho másútil que las opiniones de Nina sobreJerry Waldegrave.

 —Perdona —dijo, y lo sacó de s

 

 bolsillo. Era su hermanastro, Al. —¡Corm! —gritó la voz sobre u

fondo ruidoso—. ¡Me alegro de saber deti, hermanito!

 —Hola —lo saludó Strike, simostrar tanto entusiasmo—. ¿Cómoestás?

 —¡Muy bien! Estoy en Nueva York,acabo de recibir tu mensaje. ¿Quénecesitas?

Al sabía que Strike no lo habríallamado si no hubiera necesitado algo, pero, a diferencia de Nina, él no parecíareprochárselo.

 —Quería saber si podríamos cenar untos este viernes —dijo Strike—, pero

si estás en Nueva York…

 

 —Vuelvo el miércoles. Me parecegenial. ¿Quieres que reserve en algúsitio?

 —Sí. Tiene que ser en el River Café. —Yo me ocupo —aceptó Al si

 preguntar por qué; quizá creyera,simplemente, que Strike se moría por comer en un buen restaurante italiano—.Te mandaré un mensaje para decirte lahora, ¿vale? ¡Qué alegría!

Strike colgó; sus labios estaban a punto de articular la primera sílaba deuna disculpa, pero Nina se había ido a lacocina. Quedaba claro que el ambientese había echado a perder.

 

34

¡Oh, no! ¿Qué he dicho? ¡Malditasea mi lengua!

WILLIAM CONGREVE,  Love for Love

«El amor es un espejismo —sentencióMichael Fancourt en la pantalla deltelevisor—. Un espejismo, una quimera,un engaño.»

Robin estaba sentada en el sofádesteñido y hundido, entre Matthew y smadre. El labrador se había tumbado eel suelo frente a la chimenea y, dormido,

 

golpeaba perezosamente la alfombra cola cola. Robin estaba amodorrada,después de dos noches durmiendo muy poco y varios días de tensiones yemociones imprevistas, pero procurabaconcentrarse en lo que decía MichaelFancourt. La señora Ellacott tenía unalibreta y un bolígrafo en el regazo, puesconfiaba en que Fancourt soltara algúcomentario ingenioso que la ayudara esu trabajo sobre Webster.

«Desde luego», convino elentrevistador, pero Fancourt lo cortó.

«No amamos a otra persona, sino laidea que tenemos de esa persona. Lagente no lo entiende, ni siquiera soporta planteárselo. La gente tiene una fe ciega

 

en su propio poder de creación. El amor siempre es, en definitiva, amor a unomismo.»

El señor Ellacott dormía con lacabeza hacia atrás en el sillón máscercano a la chimenea y al perro.Roncaba un poco, y las gafas le habíaresbalado por el puente de la nariz. Lostres hermanos de Robin se habíaescabullido discretamente de la casa.Era sábado por la noche y sus amigoslos esperaban en el Bay Horse, en la plaza. Jon había acudido desde launiversidad para asistir al funeral, perono consideraba que tuviera querenunciar, por el novio de su hermana, aunas pintas de Black Sheep con sus

 

hermanos, sentados a las mesas de cobrerepujado junto a la chimenea encendida.

Robin sospechaba que a Matthew lehabría encantado ir con ellos al pub yque si se había quedado era solo porquelo contrario habría parecido indecoroso.Ahora tenía que tragarse un programasobre literatura que en su casa jamáshabría tolerado. Habría cambiado decanal sin preguntarle nada a Robin,dando por hecho que a ella no podíainteresarle lo que estaba diciendo aqueltipo sentencioso con cara de amargado.Robin pensó que no era fácil queMichael Fancourt cayera bien. La curvade sus labios y sus cejas indicaban unaaltanería profundamente arraigada. El

 

 presentador, muy conocido, parecía u poco nervioso.

«¿Es ese el tema de su nueva…?»«Sí, uno de los temas. En lugar de

fustigarse por su insensatez, cuando elhéroe se da cuenta de que solo se haimaginado a su esposa, decide castigar ala mujer de carne y hueso que cree quelo ha engañado. Su deseo de venganza eslo que determina la trama.»

 —Ajá —dijo la madre de Robin evoz baja, y cogió su bolígrafo.

«Muchos de nosotros, quizá lamayoría —prosiguió el entrevistador—,concebimos el amor como un ideal purificador, una fuente de altruismo, yno…»

 

«Una mentira con la que pretendemos justificarnos a nosotrosmismos —lo interrumpió Fancourt—.Somos mamíferos: necesitamos sexo,necesitamos compañía, buscamos la protección de la familia para garantizar nuestra supervivencia y nuestrareproducción. Elegimos al que llamamos“ser querido” por razones absolutamente primitivas; creo que las preferencias demi héroe por una mujer ancha de caderasson muy fáciles de entender. Nuestro ser querido se ríe o huele igual que el progenitor que nos ofreció socorro deniños, y a partir de ahí se proyecta todolo demás, se inventa todo lo demás.»

«La amistad…», intentó intervenir el

 

entrevistador, casi a la desesperada.«Si yo hubiera podido tener 

relaciones sexuales con cualquiera demis amigos varones, habría gozado deuna vida más feliz y más productiva — continuó Fancourt—. Por desgracia,estoy programado para desear el cuerpofemenino, aunque sea infructuosamente.Y por eso me digo a mí mismo quecierta mujer es más fascinante, está másen sintonía con mis necesidades y misdeseos, que otra. Soy un ser complejo,muy evolucionado e imaginativo, que sesiente obligado a justificar una eleccióhecha en las condiciones más adversas.Esta es la verdad que hemos enterrado bajo mil años de sofisticada gilipollez.»

 

Robin se preguntó qué demonios pensaría la esposa de Fancourt (pues le parecía recordar que el autor estabacasado) de esa entrevista. A su lado, laseñora Ellacott había anotado algunas palabras en su libreta.

 —No habla de venganza —murmuróRobin.

Su madre le mostró la libreta, en laque había escrito: «Menudo capullo.»Robin rio.

A su lado, Matthew se inclinó haciael  Daily Express  que Jonathan habíadejado encima de una butaca. Pasó lastres primeras páginas, donde el nombrede Strike aparecía varias veces en eltexto junto al de Owen Quine, y se puso

 

a leer un artículo sobre una conocidacadena de tiendas que había prohibidolos villancicos de Cliff Richard.

«Usted ha recibido críticas —  prosiguió el entrevistador, revelandouna gran valentía— por su forma dedescribir a las mujeres, y sobre todo…»

«Ya oigo a los críticos corretear como cucarachas para ir a coger sus bolígrafos —lo cortó Fancourt, y torciólos labios componiendo algo parecido auna sonrisa—. Creo que no existe nadaque me interese menos que lo que puedan opinar los críticos sobre mí osobre mi trabajo.»

Matthew pasó una página del periódico. Robin le echó una ojeada a la

 

fotografía de un camión cisterna y uHonda Civic volcados, y un Mercedesabollado.

 —¡Este es el camión contra el quecasi chocamos!

 —¿Qué dices? —se sorprendióMatthew.

Robin había hablado sin pensar. De pronto se quedó en blanco.

 —Este accidente ha pasado en la M4 —explicó él, con un deje de burla haciaRobin por haber pensado que pudierahaberse visto implicada, y por no saber reconocer una autopista.

 —Ah. Ah, sí —dijo ella, fingiendoleer atentamente el pie de foto.

Pero Matthew, que de pronto se

 

había puesto muy serio, le preguntó: —¿Estuviste a punto de tener u

accidente? ¿Cuándo, ayer?Hablaba en voz baja para no

molestar a la señora Ellacott, que seguíaescuchando la entrevista a Fancourt.Robin tenía que elegir; lo peor eradudar.

 —Sí. No te lo dije porque no queríaque te preocuparas.

Matthew se quedó mirándola. Lamadre de Robin, sentada al otro lado,volvía a tomar notas.

 —¿Aquí? —preguntó él, señalandola fotografía, y Robin asintió—. ¿Y quéhacías tú en la M4?

 —Tuve que acompañar a Cormora

 

a una cita.«Me refiero a las mujeres —dijo el

entrevistador—, a sus opiniones sobrelas mujeres.»

 —¿Dónde demonios era esa cita? —En Devon —contestó Robin. —¿En Devon? —Ha vuelto a hacerse daño en la

 pierna. Él solo no podía ir. —¿Y tú lo llevaste en coche a

Devon? —Sí, Matt, lo llevé en coche a… —¿Y por eso no pudiste venir ayer?

¿Porque tenías que…? —Claro que no, Matt.Matthew tiró el periódico, se

levantó y salió muy ofendido de la

 

habitación.Robin se sintió fatal. Miró la puerta;

su novio no había dado un portazo, perola había cerrado lo bastanteimpetuosamente como para que el padrede Robin se removiera en sueños y ellabrador se despertara.

 —Déjalo estar —le aconsejó smadre, sin apartar la vista de la pantalla.

Robin se volvió hacia ella,desesperada.

 —Cormoran tenía que ir a Devon, ycon una sola pierna no podía conducir…

 —A mí no tienes que darmeexplicaciones —la atajó la señoraEllacott.

 —Pero es que ahora Matt cree que

 

le mentí cuando le dije que no podíavenir ayer.

 —¿Y le mentiste? —preguntó smadre, sin dejar de mirar fijamente aMichael Fancourt—. Agáchate,

owntree, no me dejas ver. —Bueno, podría haber venido si

hubiera comprado un billete de primeraclase —admitió Robin, mientras ellabrador bostezaba, se desperezaba yvolvía a tumbarse en la alfombrilla antela chimenea—. Pero ya había pagado el billete del tren nocturno.

 —Matt siempre se queja de queganarías mucho más si hubierasaceptado aquel trabajo en eldepartamento de recursos humanos — 

 

dijo su madre, sin dejar de mirar la pantalla—. Lo lógico sería que sealegrara de que te hubieras ahorrado u poco de dinero. Y ahora, cállate. Quierooír lo que dice sobre la venganza.

El entrevistador intentaba formular una pregunta.

«Pero en lo que se refiere a lasmujeres, usted no siempre ha… Lasconvenciones contemporáneas, o lo quellamamos “corrección política”… Merefiero concretamente a su afirmación deque las escritoras…»

«¿Ya estamos otra vez con eso? —sequejó Fancourt, y se dio una palmada elas rodillas (con lo que el entrevistador se sobresaltó perceptiblemente)—. E

 

una ocasión dije que las escritoras másgrandes de la historia, casi siexcepciones, no habían tenido hijos. Esoes un hecho. Y también he dicho que, por lo general, las mujeres, en virtud de sdeseo de ser madres, carecen de laconcentración y la dedicaciónecesarias para crear literatura,verdadera literatura. Y no me retracto denada. Eso es un hecho.»

Robin hacía girar el anillo decompromiso que llevaba en el dedo,debatiéndose entre su deseo de seguir aMatt y persuadirlo de que no habíahecho nada malo, y la rabia que le dabaque fuera necesario persuadirlo. Lasexigencias del trabajo de Matt siempre

 

tenían prioridad; Robin nunca lo habíavisto disculparse por haber salido tardede la oficina, ni por llegar a casa a lasocho de la noche porque había tenidoque ocuparse de alguna tarea en la otra punta de Londres.

«Iba a decir —continuó elentrevistador con una sonrisaconciliadora— que este libro podríaacallar esas críticas. Me ha parecidoque el personaje femenino principal estátratado con mucha comprensión, coverdadera empatía. Es evidente que… —consultó sus notas y volvió a levantar la cabeza; Robin vio que estaba un pocoazorado— se establecerán paralelismos.Al escribir sobre el suicidio de una

 

oven… Supongo que estará preparado para… Supongo que ya se imagina…»

«¿Que esos estúpidos dirán que heescrito un relato autobiográfico sobre elsuicidio de mi primera esposa?»

«Bueno, es inevitable que seinterprete como… Es inevitable que plantee cuestiones…»

«Pues entonces permítame decir unacosa», dijo Fancourt, e hizo una pausa.

Estaban sentados ante una ventanaalargada que daba a una extensión decésped soleada y azotada por el viento.Robin se preguntó fugazmente cuándohabrían grabado ese programa (eraobvio que antes de que llegaran lasnevadas), pero era Matthew quie

 

dominaba sus pensamientos. Tenía que ir a buscarlo, pero, sin saber por qué,seguía sentada en el sofá.

«Cuando murió Efi… Ellie… — empezó a decir Fancourt—. Cuandomurió…»

Le tomaron un primer plano queresultaba sumamente indiscreto.Fancourt cerró los párpados, y las pequeñas arrugas de las comisuras desus ojos se acentuaron; levantó una mano se tapó con ella la cara.

Aparentemente, Michael Fancourtestaba llorando.

 —Y eso que el amor era uespejismo y una quimera —suspiró laseñora Ellacott, dejando el bolígrafo—.

 

Qué decepción. Yo quería violencia,Michael. ¡Violencia! ¡Sangre!

Robin no aguantaba más sin hacer nada: se levantó y fue hasta la puerta delsalón. Las circunstancias eraexcepcionales. Acababan de enterrar ala madre de Matthew. Tenía el deber de pedir perdón y reparar el daño quehabía causado.

 

35

Todos podemos equivocarnos,señor; si lo admitís,

no será necesaria más disculpa.

WILLIAM CONGREVE, The Old Bachelor 

Al día siguiente, la edición dominical delos periódicos serios se esforzaba por encontrar un equilibrio digno entre lavaloración objetiva de la vida y la obrade Owen Quine y el carácter macabro ygrotesco de su muerte.

«Una figura literaria menor, no

 

exenta de cierto interés, que últimamentese inclinaba por la autoparodia; uescritor demodé, eclipsado por suscontemporáneos, pero que seguía brillando con su débil luz propia»,según lo describía The Sunday Times euna columna de la primera plana que prometía algo mucho más jugoso en las páginas interiores: «El proyecto de usádico: páginas 10–11», y, junto a unafotografía diminuta de KennetHalliwell: «Libros y escritores:asesinos literarios, pág. 3 Cultura.»

«Los rumores sobre el libro inéditoque presuntamente inspiró su asesinatohan empezado a circular más allá de loscírculos literarios de Londres — 

 

aseguraba The Observer   a sus lectores —. Si no fuera por los dictados del buegusto, podría decirse que, ahora mismo,Roper Chard tiene en las manos ubestseller  instantáneo.»

«ESCRITOR PERVERTIDO DESTRIPADO

EN JUEGO SEXUAL», anunciaba elSunday People.

Strike había comprado los periódicos camino de su casa desde lade Nina Lascelles, pese al trabajo que lecostaba sujetarlos todos al tiempo quemanejaba el bastón por las acerasnevadas. Mientras se dirigía a Denmark Street se le ocurrió pensar que era unaimprudencia ir tan cargado, pues cabíala posibilidad de que volviera a

 

aparecer su agresora de la nocheanterior; pero de momento no había nirastro de ella.

Esa noche, más tarde, leyó todos losartículos mientras comía patatas fritas,tumbado en su cama y aliviado despuésde quitarse la pierna ortopédica.

Observar los hechos a través de lalente distorsionadora de la prensaestimulaba su imaginación. Por fin, trasterminar el artículo de Culpepper, publicado en el  News of the Worl 

(«Fuentes próximas a los hechos haconfirmado que a Quine le gustaba practicar bondage  con su mujer, quieniega haber tenido conocimiento de queel escritor con inclinaciones

 

sadomasoquistas se hubiera alojado esu segunda vivienda»), Strike tiró los periódicos al suelo, cogió la libreta quesiempre tenía junto a la cama y anotó lascosas que deseaba hacer al díasiguiente. No añadió la inicial de Anstisa ninguna de las tareas o preguntas; ecambio, «librero» y «MF ¿fechagrabación?» iban seguidas de una R mayúscula. A continuación, envió umensaje de texto a Robin pararecordarle que al día siguiente debíaestar alerta por si veía a una mujer altacon abrigo negro por los alrededores deDenmark Street y que, en caso de verla,no subiera a la oficina.

A la mañana siguiente, Robin no vio

 

a nadie que respondiera a esadescripción en el breve trayecto desdeel metro, y a las nueve en punto, cuandollegó a la oficina, encontró a Strikesentado a su mesa y utilizando sordenador.

 —Buenos días. ¿No había ningunachiflada fuera?

 —No, ninguna —contestó sayudante, y colgó su abrigo.

 —¿Cómo está Matthew? —Bien —mintió ella.Robin arrastraba las secuelas de la

riña con Matthew a raíz de su decisióde acompañar a Strike a Devon. Ladiscusión se había prolongado, de formaintermitente, durante todo el viaje de

 

regreso en coche al barrio de Clapham;Robin aún tenía los ojos hinchados dellorar y dormir poco.

 —Lo habrá pasado mal —mascullóStrike con el ceño fruncido, sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador—.Era el funeral de su madre.

 —Pues sí —murmuró Robin, y fue allenar el hervidor de agua.

Le molestó que, de repente, Strikeempatizara con Matthew, precisamenteese día, cuando ella habría agradecidoque alguien le confirmara que su novioera un gilipollas.

 —¿Qué miras? —preguntó, y le pusouna taza de té junto al codo; él se loagradeció sin levantar la cabeza.

 

 —Estoy buscando la fecha de lagrabación de esa entrevista con MichaelFancourt —contestó Strike—. La queemitieron el sábado por la noche.

 —Sí, ya lo sé. La vi —dijo Robin. —Yo también. —Me pareció un imbécil y u

arrogante.Robin se sentó en el sofá de piel

artificial, que por alguna extraña razóno produjo aquellos ruidos que parecíaventosidades. A lo mejor era que él pesaba demasiado, pensó Strike.

 —¿No hubo nada que te llamara laatención cuando hablaba de su difuntaesposa? —le preguntó a Robin.

 —Se pasó con las lágrimas de

 

cocodrilo —respondió ella—.Precisamente acababa de explicar que elamor solo es una ilusión.

Strike la observó. Robin tenía ucutis claro y delicado, muy vulnerable alas emociones; los ojos hinchados ladelataban. El detective intuyó que partede la animadversión que sentía haciaMichael Fancourt iba dirigida erealidad a otro objetivo que la merecíamás.

 —Te dio la impresión de que fingía,¿verdad? —preguntó Strike—. A mítambién. —Miró el reloj y añadió—:Dentro de media hora llegará CarolineIngles.

 —¿No se habían reconciliado?

 

 —Eso fue la semana pasada. Quiereverme por no sé qué mensaje queencontró el pasado fin de semana en elteléfono de su marido. En fin —dijo eldetective, y se levantó—, necesito queaverigües cuándo grabaron esaentrevista, mientras yo repaso el dosier de Ingles para que, al menos, parezcaque me acuerdo de qué me habla. Luegohe quedado para comer con el editor deQuine.

 —Pues yo me he enterado de quéhacen con los residuos médicos en elconsultorio que hay frente a la casa deKathryn Kent —dijo Robin.

 —¿Ah, sí? —Sí. Los recoge todos los martes

 

una empresa especializada. He habladocon ellos —continuó, y Strikecomprendió, por el suspiro con queterminó la frase, que esa línea deinvestigación estaba a punto de cerrarse —, y dicen que no vieron nada raro nifuera de lo normal en las bolsas querecogieron el primer martes posterior alasesinato. Supongo —añadió— que noera muy realista pensar que podían nohaberse fijado en una bolsa llena deintestinos humanos. Me explicaron quenormalmente solo hay algodones yagujas, y que va todo en bolsasespeciales, selladas.

 —Bueno, de todas formas había quecomprobarlo —dijo él para no

 

desanimarla—. Es lo que debe hacer u buen detective: descartar todas las posibilidades. Hay otra cosa que megustaría que hicieras, si no te importa pasar un poco de frío.

 —Qué va, no me importa salir — dijo Robin, de pronto más animada—.¿De qué se trata?

 —De aquel tipo de la librería dePutney que afirma haber visto a Quine eldía ocho. Ya debe de haber regresado desus vacaciones.

 —Vale, ningún problema —dijoella.

Durante el fin de semana no habíatenido ocasión de contarle a Matthewque Strike quería formarla como

 

investigadora. Antes del funeral no lehabía parecido un buen momento, ydespués de la discusión del sábado por la noche, habría sido una provocación,casi una temeridad. Estaba impaciente por salir a la calle, indagar, buscar información, y volver a casa paracontarle con total naturalidad a Matthewlo que había hecho. ¿No queríasinceridad? Pues sería sincera con él.

Caroline Ingles, una rubia con cara decansancio, pasó más de una hora en eldespacho de Strike esa mañana. Cuando por fin se marchó, llorosa perodecidida, Robin tenía noticias para sefe.

 

 —Esa entrevista con Fancourt segrabó el siete de noviembre —loinformó—. He llamado a la BBC. Hetardado una eternidad, pero al final lo heconseguido.

 —El siete —repitió Strike—. Cayóen domingo. ¿Dónde la grabaron?

 —Una unidad móvil se desplazó a scasa de Chew Magna. ¿Qué es eso queviste en la entrevista y que tanto teinteresa?

 —Mírala de nuevo —le aconsejóStrike—. A ver si la encuentras eYouTube. Me sorprende que no te fijarasla primera vez.

Dolida, Robin recordó que Matthewestaba a su lado mientras ella veía el

 

 programa, interrogándola sobre elaccidente de la M4.

 —Voy a cambiarme para comer en elSimpson’s —anunció Strike—. Si te parece bien, cerramos juntos y nosvamos.

Cuarenta minutos más tarde sesepararon frente a la estación de metro;Robin iba a la librería Bridlington dePutney, y Strike, al restaurante delStrand, adonde pensaba llegar a pie.

 —Últimamente he gastadodemasiado dinero en taxis —le dijo aRobin con brusquedad; no queríaconfesarle cuánto le había costadoencargarse del Toyota Land Cruiser coel que se había quedado colgado el

 

viernes por la noche—. Me sobratiempo.

Ella se quedó unos instantes viendocómo se alejaba; Strike cojeaba mucho yapoyaba todo su peso en el bastón.Robin, que se había criado con treshermanos varones y había sido una niñaobservadora, sabía mejor que lamayoría de las mujeres lo mal quesolían reaccionar los hombres cuandoellas se preocupaban por ellos, pero se preguntó hasta cuándo conseguiría Strikeobligar a su rodilla a hacerlo caminar,antes de verse incapacitado durante algomás que unos pocos días.

Era casi la hora de comer y las dosmujeres sentadas frente a Robin en el

 

tren, camino de Waterloo, no paraban dehablar, con bolsas llenas de comprasnavideñas entre las piernas. El suelo delvagón estaba mojado y sucio, y volvía aoler a ropa húmeda y a sudor. Robi pasó buena parte del trayecto tratandosin éxito de ver vídeos de la entrevista aMichael Fancourt en su teléfono.

La librería Bridlington estaba en unade las calles principales de Putney.Detrás de sus anticuadas ventanas cocuarterones se acumulaba una mezcla delibros nuevos y de segunda mano,apilados horizontalmente. Cuando Robiabrió la puerta, sonó una campanilla;dentro se respiraba un ambienteagradable y ligeramente mohoso. Había

 

dos escalerillas apoyadas contra unaestantería donde los libros también seapilaban horizontalmente y que cubría por completo la pared. El local estabailuminado con bombillas que colgabadel techo, tan bajas que Strike habríachocado con ellas.

 —¡Buenos días! —la saludó uanciano ataviado con una chaqueta detweed holgada que salió por la puerta decristal esmerilado de un despacho.

Cuando se le acercó, Robin percibiósu fuerte olor corporal y creyó oír cómole crujían las articulaciones.

Ella ya tenía planeada una tácticasencilla y enseguida le preguntó si teníaen stock algún libro de Owen Quine.

 

 —¡Aaah! —exclamó el anciano etono de complicidad—. ¡Creo que ya séa qué se debe ese repentino interés!

Con el típico engreimiento dequienes viven encerrados en su propiomundo, el hombre inició, sin que nadielo hubiera invitado a hacerlo, unadisertación sobre el estilo y lalegibilidad en declive de Quine,mientras guiaba a Robin hacia el interior de la tienda. Parecía convencido, aunquesolo hacía dos minutos que la conocía,de que la única razón por la que Robile había pedido un libro de Quine era porque habían asesinado al autor. Eso lafastidió, a pesar de que, por supuesto,era cierto.

 

 —¿Tiene  Los hermanos Balzac? —  preguntó.

 —Ah, veo que usted no me pideombyx Mori  —dijo él, desplazando

una de las escalerillas con manostemblorosas—. Ya han venido tresóvenes periodistas pidiéndomelo.

 —¿Por qué vienen aquí los periodistas? —preguntó ellainocentemente, mientras el ancianoempezaba a trepar por la escalerilla,revelando un par de centímetros decalcetín color mostaza por encima desus viejos zapatos con cordones.

 —El señor Quine vino a comprar aquí poco antes de morir —contestó ellibrero, mientras escudriñaba los lomos

 

de uno de los estantes a una altura decasi dos metros por encima de Robin—.

os hermanos Balzac… Los hermanos

alzac… Debería estar por aquí…¡Mecachis! Estoy seguro de que tengo uejemplar…

 —¿Vino aquí, a su tienda? —  preguntó Robin.

 —Ya lo creo. Lo reconocíenseguida. Yo era un gran admirador deJoseph North, y una vez aparecierountos en el programa del Hay Festival.

Empezó a bajar por la escalerilla; letemblaban los pies con cada paso quedaba, y Robin temió que se cayera.

 —Voy a consultarlo en el ordenador  —anunció, respirando agitadamente—.

 

Estoy seguro de que tengo un ejemplar de Los hermanos Balzac.

Robin lo siguió, y pensó que si laúltima vez que el anciano había visto aOwen Quine era a mediados de los añosochenta, las posibilidades de queidentificara otra vez al escritor eraescasas.

 —Claro, supongo que habría sidodifícil no reconocerlo —comentó—. Hevisto fotografías suyas, y en todasllevaba esa capa tirolesa.

 —Tiene un ojo de cada color —dijoel librero, con la vista fija en la pantallade un ordenador Macintosh Classic beige, cuadrado, con grandes teclas que parecían terrones de toffee; Robi

 

calculó que debía de tener veinte años —. De cerca se aprecia muy bien. Unomarrón y otro azul. Me parece que el policía quedó impresionado con micapacidad de observación y mi buenamemoria. Durante la guerra estuve en elServicio de Inteligencia.

Se volvió hacia ella con una sonrisaufana.

 —Tenía razón: sí que hay uejemplar. De segunda mano.Acompáñeme.

Fue arrastrando los pies hacia udesordenado cajón lleno de libros.

 —Ese dato debió de resultar muyimportante para la policía —comentóRobin mientras lo seguía.

 

 —Sí, desde luego —confirmó elhombre con suficiencia—. Los ayudó aestablecer la fecha de la muerte. Sí,gracias a mí supieron que el día ochotodavía estaba vivo.

 —Supongo que no se acordará dequé buscaba cuando vino —dijo Robicon una risita—. Me encantaría saber qué estaba leyendo.

 —Claro que me acuerdo —seapresuró a decir el librero—. Comprótres novelas:  Libertad , de JonathaFranzen; The Unnamed , de JoshuaFerris, y… No recuerdo la tercera… Medijo que se marchaba de vacaciones yque quería llevarse material de lectura.Hablamos del fenómeno digital. Él era

 

más tolerante que yo con el libroelectrónico… Tiene que estar por aquí… —masculló mientras rebuscabaen el cajón.

Robin lo ayudó a buscar sin muchoentusiasmo.

 —El día ocho —repitió ella—.¿Cómo puede estar tan seguro de que erael ocho?

Porque en aquella atmósfera deaislamiento, reflexionó, los días debíade confundirse unos con otros.

 —Era un lunes —respondió elhombre—. Pasamos un rato muyagradable hablando de Joseph North, dequien él guardaba muy buenosrecuerdos.

 

Robin seguía sin explicarse por quécreía el librero que aquel lunes econcreto había sido día 8; pero, antes deque pudiera seguir preguntando, él lanzóun grito de triunfo y sacó un viejo libroen rústica de las profundidades delcajón.

 —¡Aquí está! ¡Ya lo tengo! Sabíaque lo encontraría.

 —A mí me cuesta mucho recordar las fechas —mintió Robin, mientrasvolvían a la caja registradora con strofeo—. Ya que estoy aquí… ¿Notendrá algo de Joseph North?

 —Ya lo creo —respondió el librero —.  Hacia la meta. Ese seguro que lotengo, es uno de mis libros favoritos.

 

Y se dirigió una vez más hacia laescalerilla.

 —Yo confundo continuamente lasfechas. —Robin siguió en la brecha,mientras el librero volvía a enseñarlesus calcetines color mostaza.

 —Le pasa a mucha gente —repusoél con petulancia—, pero yo soy expertoen deducción reconstructiva, ¡ja, ja!Recuerdo que fue un lunes porque loslunes siempre compro leche fresca yacababa de volver de comprarla cuandoel señor Quine entró por la puerta.

Robin esperó mientras él buscabaentre los estantes.

 —Ya le expliqué a la policía que pude determinar qué lunes había sido

 

 porque esa noche, como casi todos loslunes, fui a casa de mi amigo Charles yrecuerdo claramente que le conté queOwen Quine había venido a mi librería  que ese día habíamos hablado de los

cinco obispos anglicanos que se había pasado a la Iglesia católica. Charles es predicador laico de la Iglesia anglicana.Estaba muy afectado por esa noticia.

 —Ya, claro —dijo Robin, y pensóque más tarde comprobaría la fecha deesa deserción.

El librero había encontrado elejemplar de North y bajaba despacio por la escalerilla.

 —Sí —continuó con repentinoentusiasmo—, recuerdo que Charles me

 

mostró unas fotografías sorprendentes deun cráter que había aparecido de lanoche a la mañana en Esmalcalda, eAlemania. Yo estuve destacado cerca deEsmalcalda durante la guerra. Sí…Recuerdo que esa noche mi amigo meinterrumpió cuando estaba contándoleque Quine había venido a mi tienda; nole interesan mucho los escritores. «¿Túno estuviste en Esmalcalda?», me preguntó. —Ya había vuelto a la cajaregistradora y la manejaba con dedosdébiles y temblorosos—. Y me contóque había aparecido un cráter enorme. Yal día siguiente publicaron unasfotografías extraordinarias en el periódico.

 

»La memoria es prodigiosa — añadió con suficiencia.

Le entregó a Robin sus dos librosmetidos en una bolsa de papel marrón, yella le pagó con un billete de diez libras.

 —Ya me acuerdo de ese cráter — dijo Robin. Otra mentira. Sacó el móvildel bolsillo y pulsó unas teclas mientrasel anciano contaba el cambioconcienzudamente—. Sí, aquí está…Esmalcalda… Qué curioso queapareciera un hoyo tan grande de lanoche a la mañana. Pero eso sucedió — dijo, levantando la cabeza y mirando allibrero— el uno de noviembre, no elocho.

El anciano parpadeó.

 

 —No, fue el ocho —insistió, con la profunda convicción de quien no aceptaequivocarse.

 —Pero mire —insistió tambiéRobin, mostrándole la pantallita delteléfono; el hombre se subió las gafashasta la frente y le hizo caso—. ¿Seguroque recuerda haber hablado de la visitade Owen Quine y del cráter el mismodía?

 —Debe de haber un error — masculló el hombre, sin especificar si serefería a la web de The Guardian, aRobin o a él. Y apartó el teléfono de laoven.

 —¿No recuerda…? —¿Desea algo más? —preguntó él,

 

elevando la voz, nervioso—. Puesentonces, que tenga un buen día.

Y Robin, tras reconocer la testarudezde un egocéntrico ofendido, salió por la puerta haciendo sonar la campanilla.

 

36

Señor Escándalo, será un placer hablar con vos sobre estas cosas que éldijo.

Sus palabras son muy misteriosas eindescifrables.

WILLIAM CONGREVE,  Love for Love

A Strike le extrañó que JerryWaldegrave hubiera escogido un sitiocomo el Simpson’s-in-the-Strand paracomer con él, y su curiosidad aumentócuando se acercó a la imponente fachada

 

de piedra, con su puerta giratoria demadera, sus placas de latón y su farolcolgante. La parte superior del marco dela puerta, revestida de azulejos, estabadecorada con motivos ajedrecísticos.Strike nunca había entrado allí, pese atratarse de una vetusta instituciólondinense. Siempre había supuesto quedebían de frecuentarlo empresariosforrados de dinero y personas quevivían fuera de la ciudad y querían darseun lujo.

Pese a todo, se sintió como en casanada más entrar en el vestíbulo. ElSimpson’s, un antiguo club de ajedrez para caballeros fundado en el sigloXVIII, le hablaba de jerarquía, orden y

 

decoro en un lenguaje arcaico que a él leresultaba familiar. Allí imperaban losmarrones oscuros típicos de los clubs deLondres que los hombres escogían siconsultar a sus mujeres: gruesascolumnas de mármol y sólidos sofás de piel capaces de soportar a un dandi borracho y, más allá de la puerta dedoble hoja y de la empleada delguardarropa, un restaurante con las paredes forradas de paneles de maderaoscura. Creyó hallarse en alguno de loscomedores de oficiales que habíafrecuentado durante su carrera militar.Lo único que faltaba para que se sintieracomo pez en el agua en aquel lugar erael estandarte del regimiento y un retrato

 

de la reina.Sillas macizas de respaldo duro,

manteles blancos, bandejas de plata coenormes piezas de ternera asada encima;Strike se sentó a una mesa para dos juntoa la pared y se preguntó qué le pareceríaaquel sitio a Robin, y si su ostentosotradicionalismo la divertiría o lairritaría.

Llevaba diez minutos sentadocuando apareció Waldegrave,escudriñando el comedor con ojos demiope. Strike levantó una mano, y eleditor se dirigió hacia la mesa coandares desgarbados.

 —¡Hola! Me alegro de volver averlo.

 

Llevaba el pelo, castaño claro, másdespeinado que nunca, y en la solapa desu arrugada chaqueta se apreciaba unamancha de pasta de dientes. Strike,sentado frente a él a la pequeña mesa, percibió el débil tufillo a vino de saliento.

 —Gracias por concederme un pocode su tiempo —dijo Strike.

 —En absoluto. Estoy encantado deayudar. Espero que no le haya importadovenir aquí. Lo he escogido —explicóWaldegrave— porque así no nosencontraremos a ningún conocido. Hacemuchos años, mi padre me trajo aquí unavez. Creo que no han cambiado ni uápice.

 

Con aquellos ojillos redondosenmarcados por las gafas de montura decarey, Waldegrave paseó la mirada por las ornamentadas molduras quecoronaban los paneles de las paredes.Tenían un color ocre, como si tantosaños de humo de cigarrillos las hubierateñido.

 —Ya ve bastante a sus compañerosde trabajo en horario de oficina,¿verdad? —dijo Strike.

 —No tengo ningún problema coellos —replicó Jerry Waldegrave,subiéndose las gafas por el puente de lanariz y llamando a un camarero con unaseña—, pero ahora mismo el ambienteestá envenenado. Una copa de vino tinto,

 

 por favor —pidió al joven que habíaacudido a su llamada—. El que sea, noimporta.

Aun así, el camarero, que llevaba u pequeño caballo de ajedrez bordado ela camisa, anunció muy formal:

 —Ahora mismo vendrá nuestroexperto en vinos, señor. —Y se retiró.

 —¿Ha visto ese reloj que hayencima de la puerta del comedor? —  preguntó Waldegrave, y volvió a subirselas gafas—. Dicen que se detuvo cuando por primera vez entró aquí una mujer, e1984. Supongo que será una broma. Y eel menú pone «bill of fare». No usa«menú» porque es una palabra de origefrancés. A mi padre le encantaban estas

 

cosas. A mí acababan de admitirme eOxford, por eso me trajo aquí. Él odiabala comida extranjera.

Strike percibía el nerviosismo deleditor; estaba acostumbrado a ejercer ese efecto en los demás. No era elmomento para preguntarle si habíaayudado a Quine a planear su propioasesinato.

 —¿Qué estudió en Oxford? —Literatura inglesa —contestó

Waldegrave con un suspiro—. Mi padreintentaba poner al mal tiempo buenacara; él hubiera querido que estudiaraMedicina.

Con los dedos de la mano derecha,Waldegrave tocó un arpegio en el

 

mantel. —Así que el ambiente en la oficina

está un poco tenso… —comentó Strike. —Es una manera de decirlo — 

concedió Waldegrave, y volvió de nuevola cabeza, buscando al experto en vinos —. Todavía estamos asimilando lanoticia, ahora que sabemos que a Owelo asesinaron. La gente está borrandocorreos electrónicos como si fueraimbécil, y finge que nunca ha visto ellibro, que no sabe cómo acaba. Ahora yano tiene tanta gracia.

 —¿Antes sí la tenía? —preguntóStrike.

 —Pues… sí, la tenía cuando todo elmundo creía que Owen solo se había

 

marcado una escapadita. A la gente leencanta ver ridiculizados a los poderosos. Ni Fancourt ni Chard lescaen demasiado bien.

Llegó el experto en vinos y leentregó la carta a Waldegrave.

 —Voy a pedir una botella, ¿le parece bien? —propuso el editor mientrasexaminaba la lista—. Invita usted, ¿no?

 —Sí —confirmó Strike con ciertotemor.

Waldegrave pidió un ChâteaLezongars, y Strike vio con profundorecelo que costaba casi cincuenta libras,aunque en la carta había botellas quecostaban casi doscientas.

 —Bueno —dijo Waldegrave co

 

repentino entusiasmo cuando se retiró elexperto—, ¿ya tiene alguna pista? ¿Sabequién lo hizo?

 —Todavía no.Se produjo un silencio incómodo.

Waldegrave se subió las gafas por lasudada nariz.

 —Lo siento —masculló—. He sidomuy brusco. Es un mecanismo dedefensa. Es que… todavía no me locreo. No puedo creerme lo que ha pasado.

 —Nadie se lo cree, nunca —dijoStrike.

En un arranque de confianza,Waldegrave explicó:

 —No consigo quitarme de la cabeza

 

la maldita idea descabellada de queOwen lo hizo todo él mismo. De que eracomo un guión.

 —¿En serio? —preguntó Strike,observando atentamente a Waldegrave.

 —Ya sé que es imposible. —Lasmanos del editor no paraban de tocar escalas por los bordes de la mesa—. Estan… teatral. Cómo lo asesinaron. Tagrotesco. Y… lo más espantoso… esque es la mejor publicidad que un autor  podría dar a su libro. Por Dios, a Owele encantaba ser noticia. Pobre Owen.Una vez… esto no es ningún chiste, medijo muy en serio que le gustaba que samante lo entrevistara. Según él, eso leaclaraba los procesos mentales. «¿Qué

 

usáis de micrófono?», le pregunté, paratomarle el pelo, ¿y sabe qué me contestóel muy idiota? «Bolígrafos, casisiempre. Cualquier cosa que tengamos amano.»

Waldegrave se echó a reír. Suscarcajadas parecían sollozos.

 —Pobre desgraciado —continuó—.Al final se le fue completamente la olla,¿verdad? Bueno, espero que ElizabetTassel esté contenta. Ella era quien lecalentaba la cabeza.

El camarero regresó con unalibretita.

 —¿Qué va a pedir? —le preguntóWaldegrave a Strike, y concentró smirada de miope en la carta.

 

 —La ternera —contestó el detective,que había tenido tiempo de ver cómo lacortaban en la bandeja de plata quellevaban por las mesas en un carrito.

Llevaba años sin comer pudin deYorkshire; de hecho, desde la última vezque había ido a St. Mawes a visitar asus tíos.

Waldegrave pidió lenguado y acontinuación estiró otra vez el cuello para ver si volvía el experto en vinos.Cuando lo vio acercarse con la botella,se relajó notablemente y se acomodó u poco en la silla. Le llenó la copa, y diovarios sorbos; luego suspiró como siacabara de recibir un tratamientomédico de urgencia.

 

 —Estaba diciéndome que ElizabetTassel le calentaba la cabeza a Quine — le recordó Strike.

 —¿Cómo dice? —Waldegrave se puso una mano ahuecada detrás de laoreja.

El detective se acordó de que sinterlocutor era sordo de un oído. Elrestaurante empezaba a llenarse y cadavez había más ruido. Repitió la preguntaun poco más alto.

 —Ah, sí —dijo Waldegrave—. Sí,con lo de Fancourt. A ambos lesencantaba amargarse pensando en lasfaenas que les había hecho Fancourt.

 —¿Qué faenas? —preguntó Strike, yel editor bebió un poco más de vino.

 

 —Fancourt lleva años echando pestes de ellos. —Waldegrave se rascódistraídamente el pecho a través de lacamisa arrugada y bebió más vino—. DeOwen, por aquella parodia de la novelade su difunta esposa; de Liz, por seguir con Owen. Bueno, a Fancourt nadie leha reprochado que dejara a Liz Tassel.Esa mujer es una arpía. Ya solo lequedan dos clientes. Es una retorcida.Seguro que se pasa las nochescalculando cuánto ha perdido: elcincuenta por ciento de los derechos deautor de Fancourt es mucho dinero. Yluego estaban las fiestas del Booker, losestrenos de cine… En lugar de eso,ahora solo tiene a Quine entrevistándose

 

a sí mismo con un bolígrafo y a DorcusPengelly quemando salchichas en elardín trasero de su casa.

 —¿Cómo sabe lo de las salchichasquemadas? —curioseó Strike.

 —Me lo contó Dorcus. — Waldegrave ya se había terminado la primera copa de vino y estabasirviéndose la segunda—. Me preguntó por qué Liz no había ido a la fiesta deaniversario de la editorial. Cuando leconté lo de  Bombyx Mori, Dorcus measeguró que Liz era una mujer adorable.¡«Adorable»! Estaba convencida de queno sabía de qué trataba el libro deOwen. Según ella, Liz jamás le haríadaño a nadie, es incapaz de matar una

 

mosca. ¡Ja! —¿No está de acuerdo? —Claro que no estoy de acuerdo. He

conocido a gente que empezó en laagencia de Liz Tassel. Hablan de ellacomo víctimas de un secuestrorescatadas. Es tremenda, tiene muy malgenio.

 —¿Cree que fue ella quien incitó aQuine a escribir el libro?

 —Bueno, no directamente — contestó Waldegrave—. Pero si coges aun escritor iluso que está convencido deque no es un superventas porque la gentetiene celos de él o porque algunos nohacen bien su trabajo, y lo encierras coLiz, que siempre está de mal humor y es

 

una amargada que se pasa el díadespotricando contra Fancourt por menospreciarlos a ambos, ¿a quié puede sorprender que el tío se pongacomo una moto?

»Ni siquiera se tomó la molestia deleerse bien el libro. Si Owen noestuviera muerto, diría que Liz tuvo smerecido. El muy capullo no solo pusoverde a Fancourt, sino que tambiécargó contra ella, ¡ja, ja! Cargó contra eldesgraciado de Daniel, contra mí, contratodos. ¡Todos!

Como les sucedía a muchosalcohólicos que Strike conocía, JerryWaldegrave había cruzado la línea y sehabía emborrachado con solo dos copas

 

de vino. De repente, sus movimientoseran más torpes, y sus gestos, másampulosos.

 —¿Usted cree que Elizabeth Tasselanimó a Quine atacar a Fancourt?

 —No tengo la más mínima duda. —Pero, cuando yo la conocí,

Elizabeth Tassel me aseguró que lo queQuine había escrito sobre Fancourt eramentira —dijo Strike.

 —¿Cómo? —Waldegrave volvió a ponerse una mano detrás de la oreja.

 —Me dijo —repitió Strike,subiendo un poco la voz— que lo quehabía escrito Quine en  Bombyx Mori

sobre Fancourt es falso. Que Fancourtno escribió la parodia que hizo que s

 

mujer se suicidara, y que en realidad laescribió Quine.

 —Sobre eso no pienso decir nada — sentenció Waldegrave, negando con lacabeza como si Strike estuviera poniéndose pesado—. No quiero…Olvídelo. Olvídelo.

Ya se había bebido más de media botella, y el alcohol había propiciadocierto grado de confianza. Strike secontuvo; sabía que si insistía, soloconseguiría que surgiera la pétreatozudez de los borrachos. Era mejor dejarlo derivar hacia donde él quisiera,con una mano suavemente posada en la barra del timón.

 —Owen me tenía simpatía —dijo

 

Waldegrave—. Sí, ya lo creo. Yo sabíatratarlo. Si alimentabas su vanidad, podías conseguir cualquier cosa de él.Con media hora de elogios, podías pedirle que cambiara cualquier cosa deun manuscrito. Media hora más y le pedías otro cambio. Era la únicamanera.

»En realidad, él no quería hacermedaño. El pobre desgraciado no pensabalo que hacía. Quería volver a salir en latelevisión. Creía que todo el mundoestaba contra él. No se daba cuenta deque jugaba con fuego. Estaba mal de lacabeza.

Waldegrave se recostó bruscamenteen el respaldo de la silla y tocó con la

 

cabeza a la mujer que tenía sentadadetrás, una gorda emperifollada.

 —¡Lo siento! ¡Perdón!Mientras la mujer lo miraba,

ofendida, por encima del hombro, élacercó la silla a la mesa, haciendotemblar los cubiertos sobre el mantel.

 —Entonces —dijo Strike—, ¿a quévenía eso del Censor?

 —¿Cómo dice?Strike estaba seguro de que, esa vez,

la mano detrás de la oreja era una pose. —El Censor… —El Censor es el editor,

evidentemente —concedió Waldegrave. —¿Y el saco ensangrentado y la

enana a la que usted intenta ahogar?

 

 —Son simbólicos —dijoWaldegrave, e hizo un displicenteademán con la mano, con el que estuvo a punto de volcar su copa de vino—.Alguna idea que le chafé, algúfragmento de prosa cariñosamenteelaborada que quise eliminar. Herí sussentimientos.

A Strike, que había oído un sinfín derespuestas ensayadas, aquella le pareciódemasiado fácil, demasiado fluida,demasiado rápida.

 —¿Solo eso? —Bueno —añadió Waldegrave co

una risita—, yo nunca he ahogado aninguna enana, si es eso lo que insinúa.

Los borrachos siempre resultaba

 

interlocutores difíciles. Cuando Strikeestaba en la División de InvestigacionesEspeciales, casi nunca había tenido quetratar con sospechosos ni testigosembriagados. Sin embargo, recordaba alcomandante alcohólico cuya hija dedoce años había revelado que en scolegio de Alemania se había producido abusos sexuales. CuandoStrike llegó a la vivienda de la familia,el comandante intentó agredirlo con una botella rota. Strike lo había tumbado.Pero allí, en la vida civil, con el expertoen vinos pendiente de ellos, aquel editor  borracho y afable podía marcharsecuando quisiera, y él no podríaimpedírselo. No le quedaba más

 

remedio que confiar en que se presentara la oportunidad de volver asacar el tema del Censor, en queWaldegrave siguiera sentado en su silla en que no parara de hablar.

El carrito se acercómajestuosamente a la silla de Strike. Ucamarero trinchó con todo el protocoloal uso la pieza de ternera escocesa,mientras otro le servía el lenguado aWaldegrave.

Se acabaron los taxis hasta dentro

de tres meses, se dijo Strike coseveridad, salivando mientras lellenaban el plato de pudin de Yorkshire, patatas y chirivías. El carrito volvió aalejarse despacio. Waldegrave, que ya

 

se había bebido tres cuartos de s botella de vino, miraba el pescado comosi no estuviera muy seguro de cómohabía llegado hasta allí; cogió una patatita con los dedos y se la metió en la boca.

 —¿Quine comentaba con usted loque estaba escribiendo antes de entregar los manuscritos? —preguntó Strike.

 —No, nunca. Lo único que me habíarevelado de  Bombyx Mori  era que elgusano de seda era una metáfora delescritor, que sufre una agonía paraescribir algo que valga la pena. Nadamás.

 —¿Y nunca le pedía consejo, nisugerencias?

 

 —No, qué va, Owen creía que élsabía más que nadie.

 —¿Eso es habitual? —No hay dos escritores iguales — 

dijo Waldegrave—. Pero Owen siemprefue de los más reservados. Le gustabalas revelaciones efectistas, ¿meentiende? Satisfacían su pasión por eldramatismo.

 —Supongo que la policía lo habráinterrogado acerca de sus movimientosdespués de recibir el texto —sugirióStrike, disimulando su interés.

 —Sí, ya he pasado por todo eso — repuso el editor con indiferencia.Mientras hablaba, intentaba sin muchoéxito extraer las espinas del lenguado;

 

había cometido la imprudencia derenunciar a que el camarero se lo preparara—. Recibí el manuscrito elviernes, y no le eché un vistazo hasta eldomingo…

 —Ese fin de semana usted tenía queirse de viaje, ¿no es cierto?

 —Sí, a París —confirmóWaldegrave—. Fin de semana deaniversario. Pero no fui.

 —¿Pasó algo?Waldegrave se terminó el vino que

tenía en la copa. Cayeron unas gotas dellíquido oscuro en el mantel, y la manchase extendió.

 —Discutimos camino de Heathrow.Una bronca horrible. Di media vuelta y

 

volví a casa. —Qué pena —dijo Strike. —Hace años que nuestro matrimonio

no funciona —explicó Waldegrave,abandonando su lucha desigual con ellenguado y tirando el cuchillo y eltenedor; hicieron tanto ruido que loscomensales de las mesas vecinas sedieron la vuelta—. JoJo ya es mayor. Yano tiene sentido aguantar. Vamos asepararnos.

 —Lo siento —dijo el detective.Waldegrave se encogió de hombros

con gesto taciturno y bebió más vino.Los cristales de sus gafas estaban llenosde huellas y tenía el cuello de la camisasucio y gastado. Strike, experto en la

 

materia, pensó que tenía toda la pinta dehaber dormido con la ropa puesta.

 —Y después de la discusión, ¿fuedirectamente a su casa?

 —Vivimos en una casa muy grande.Si no queremos, no nos vemos.

Las manchas de vino seguíaextendiéndose como flores rojas en elmantel blanco.

 —Me recuerda a la mancha negra — dijo Waldegrave—.  La isla del tesoro.Sabe, ¿no? Cualquiera que haya leídoese maldito libro se convierte esospechoso. Todos miran de reojo atodos. Cualquiera que haya leído el final podría ser el culpable. La policía de lasnarices en mi oficina, todos

 

mirándome…»Lo leí el domingo —continuó,

volviendo a la pregunta de Strike—, y ledije a Liz Tassel lo que pensaba de ella.Y la vida continuó. Owen no contestabaal teléfono. Pensé que debía de haber sufrido una crisis nerviosa; yo tambiétenía mis problemas, joder. DanielChard estaba furioso… Lo mandé a lamierda. Dimití, harto de acusaciones.Harto de que me gritara delante de todoslos empleados. Dije basta.

 —¿Acusaciones? —preguntó Strike.Su técnica de interrogatorio

empezaba a recordar los movimientosde los jugadores de Subbuteo: orientabaal tambaleante entrevistado e

 

determinada dirección y le daba ucapirotazo. (En los años setenta, Strikeugaba con el equipo del Arsenal contra

Dave Polworth, que tenía los jugadoresdel Plymouth Argyles pintados a mano; pasaban horas tumbados los dos bocaabajo en la alfombrilla de la chimeneade la madre de Dave.)

 —Dan cree que le conté intimidadessuyas a Owen. Menudo imbécil. Comosi no lo supiera todo el mundo. Haceaños que se cotillea sobre eso. No hacíafalta que yo le contara nada a Owen. Losaben todos.

 —¿Que Chard es gay? —Qué más da que sea gay. Es u

reprimido. A lo mejor Dan ni siquiera

 

sabe que es gay. Pero le gustan losovencitos, le gusta pintarlos desnudos.

Eso es vox pópuli. —¿Le propuso pintarlo a usted? — 

 preguntó Strike. —No, por Dios —dijo Waldegrave

 —. Me lo contó Joe North hace años.¡Ah! —Había conseguido que el expertoen vinos se fijara en él—. Otra copa, por favor.

Strike se alegró de que no pidieraotra botella.

 —Lo siento, señor, este vino no loservimos por…

 —Pues de otro. Tinto. El que sea.»Eso fue hace años —continuó

Waldegrave—. Dan quería que Joe

 

 posara para él, y Joe lo mandó a paseo.Lo sabe todo Dios desde hace años.

Se recostó y volvió a empujar a lagorda que tenía sentada a su espalda,que desgraciadamente en ese momentoestaba tomándose una sopa. Strike vioque sus acompañantes, enojados,llamaban a un camarero que pasabacerca para quejarse. El camarero seinclinó hacia Waldegrave y,disculpándose pero con firmeza, dijo:

 —¿Le importaría apartar un poco ssilla, señor? La dama que tiene detrás…

 —Lo siento. Perdón.Waldegrave se acercó más a Strike,

 puso los codos encima de la mesa, seapartó las greñas de los ojos y dijo e

 

voz alta: —Vive encerrado en su mundo. —¿Quién? —Dan. Le dieron la editorial e

 bandeja de plata. Siempre ha estadoforrado. Que se vaya a vivir al campo yque pinte a su criado si eso es lo quequiere. Yo ya estoy harto. Montaré mi propia… mi propia editorial.

En ese momento sonó el móvil deWaldegrave. Tardó un rato elocalizarlo, y antes de contestar miróquién llamaba por encima de la monturade las gafas.

 —¿Qué pasa, JoJo?Pese a que en el restaurante había

 bastante ruido, Strike oyó la respuesta:

 

unos fuertes chillidos que llegaban utanto sofocados desde el otro lado de lalínea. Waldegrave estaba horrorizado.

 —¿JoJo? ¿Estás…?El rostro afable y blancuzco del

editor se tensó como Strike jamás podríahaber imaginado. Se le marcaron lasvenas del cuello, y sus labios formarouna mueca horrorosa.

 —¡Vete a la mierda! —gritó, y svoz se oyó en todas las mesas dealrededor; unas cincuenta cabezas selevantaron de golpe y lasconversaciones se interrumpieron—.¡No me llames con el teléfono de JoJo!¡No, borracha de…! ¡Ya me has oído!¡Yo bebo porque estoy casado contigo,

 

capulla!La gorda que estaba sentada detrás

de Waldegrave volvió la cabeza,indignada. Los camareros lo mirabahorrorizados; uno de ellos estaba taasombrado que se detuvo con un pudide Yorkshire suspendido sobre el platode un empresario japonés. No cabíaduda de que en aquel elegante club paracaballeros ya habían visto otras peleasde borrachos, pero no por eso dejabade desentonar con los paneles demadera, las arañas de luces y las cartas,donde todo era imperturbablemente británico, sereno y formal.

 —¿Y quieres decirme quién coñotiene la culpa de eso? —gritó

 

Waldegrave.Se levantó de la silla,

tambaleándose, y volvió a empujar a sdesafortunada vecina, pero esa vez elacompañante de la mujer no protestó. Elrestaurante se había quedado esilencio. Waldegrave salió del comedor haciendo eses, con una botella y utercio en el cuerpo, soltando tacos por elmóvil; y a Strike, abandonado en lamesa, le divirtió darse cuenta de que,como sucedía en el comedor deoficiales, reprobaba el poco aguante alalcohol de algunos.

 —La cuenta, por favor —pidió al primer perplejo camarero que vio.

Lamentaba no haber llegado a

 

 probar el pudin de frutos secos quehabía visto en la carta, pero tenía quealcanzar a Waldegrave.

Mientras los otros comensalesmascullaban y lo observaban con elrabillo del ojo, Strike pagó la cuenta, selevantó de la mesa y, apoyándose en el bastón, siguió los inseguros pasos deWaldegrave. Por la expresión airada delmaître y los gritos del editor, quetodavía se oían detrás de la puerta,Strike sospechó que lo habíaconvencido para que abandonara ellocal.

Lo encontró apoyado en la fachada,a la izquierda de la puerta. Nevabacopiosamente; las aceras estaba

 

cubiertas por una capa de nievecrujiente, y los transeúntes ibaabrigados hasta las orejas. Fuera deaquel escenario de sólida grandeza,Waldegrave ya no parecía un académicoun poco desaliñado. Borracho, sucio yarrugado, soltando improperios por elteléfono oculto en su gran mano, podríahaberlo confundido con un vagabundoloco.

 —¡… no es culpa mía, jodidaestúpida! ¿Acaso escribí yo ese putolibro? ¿Lo escribí yo?… Pues entoncesserá mejor que hables con ella, ¿no?…Si no lo haces tú, lo haré yo… No meamenaces, zorra asquerosa… Sihubieras aprendido a tener las piernas

 

cerradas… ¡Ya me has oído, joder!Waldegrave vio a Strike. Se quedó

unos segundos con la boca abierta yentonces cortó la comunicación. Elmóvil resbaló de sus dedos torpes ycayó en la acera nevada.

 —Mierda —dijo Jerry Waldegrave.El lobo volvió a convertirse e

oveja. Buscó a tientas el teléfono en lanieve alrededor de sus pies y se lecayeron las gafas. Strike se las recogió.

 —Gracias. Gracias. Lo siento.Lamento…

Se las puso, y Strike vio lágrimas esus carnosas mejillas. Waldegrave seguardó el teléfono roto en un bolsillo ymiró al detective con gesto de

 

desesperación. —Ese libro me ha destrozado la

vida —aseguró—. Ese puto libro. Y yoque creía que Owen… Una cosa que élconsideraba sagrada… Padre e hija. Unasola cosa…

Hizo otro ademán como quitándolesimportancia a sus palabras, se dio lavuelta y se alejó zigzagueando,completamente borracho. Strike calculóque, como mínimo, debía de haberse bebido una botella antes de llegar alrestaurante. No tenía sentido seguirlo.

Mientras lo veía desaparecer entretorbellinos de nieve, cruzándose cootros transeúntes que, cargados decompras navideñas, avanzaban co

 

dificultad por las aceras nevadas, Strikerecordó una mano asiendo con firmezaun antebrazo, una severa voz masculina otra femenina, más airada: «Mamá ha

ido derecha a saludarlo. ¿Por qué a ellano le dices nada?»

Strike se levantó el cuello del abrigo pensó que ya sabía qué significaban la

enana dentro de un saco manchado desangre, los cuernos del Censor bajo lagorra y lo más cruel: el intento deahogamiento.

 

37

… cuando provocan mi ira, no puedo actuar con paciencia ni razón.

WILLIAM CONGREVE, The Double-

 Dealer 

Strike emprendió el camino a su oficina bajo un cielo color plata sucia.Caminaba con dificultad por la nieve,que seguía cayendo en abundancia y seacumulaba a gran velocidad. A pesar deque solo había bebido agua, la comida,sabrosa y nutritiva, le había producido

 

una falsa ebriedad y una sensación de bienestar parecida, seguramente, a laque Waldegrave había experimentado ealgún momento a media mañana, bebiendo en su despacho. A un adulto eforma y sin lesiones, el paseo entre elSimpson’s-in-the-Strand y su despachitocon corrientes de aire de Denmark Streetle habría llevado más o menos un cuartode hora. Strike todavía tenía la rodilladolorida y cansada, pero acababa degastarse en una sola sentada más de todosu presupuesto semanal para comidas.Encendió un cigarrillo y echó a andar,cojeando, pese al frío cortante, con lacabeza agachada para protegerse de lanieve, y preguntándose qué habría

 

descubierto Robin en la libreríaBridlington.

Al pasar por delante de las columnasacanaladas del teatro Lyceum, Strikereflexionó sobre el hecho de que DanielChard estuviera convencido de que JerryWaldegrave había ayudado a Quine aescribir su libro, mientras queWaldegrave creía que Elizabeth Tasselhabía explotado la sensación de agraviodel escritor hasta que esta se habíamaterializado en un texto. Se preguntó sise trataría solo de casos de ira malgestionada. Puesto que la truculentamuerte de Quine les arrebataba alverdadero culpable, ¿estarían Chard yWaldegrave buscando cabezas de turco

 

vivas sobre las que desahogar sfrustración y su rabia? ¿O tenían razón aladvertir una influencia externa e

ombyx Mori?La fachada roja del Coach and

Horses de Wellington Street constituía, amedida que se acercaba a ella, una poderosa tentación, pues le dolía larodilla y tenía que ayudarse mucho coel bastón; un local caldeado, cerveza, uasiento cómodo… Pero ir al pub almediodía por tercera vez en unasemana… No, no era un hábito que leconviniera. Jerry Waldegrave era uclaro ejemplo de adónde podíaconducirlo ese comportamiento.

Al pasar por delante no pudo

 

resistirse a mirar con envidia por laventana y vio las luces de las lámparasreflejadas en los surtidores de latón decerveza, y a otros hombres con unaconciencia menos estricta que la suyarelajándose en un ambiente cordial.

La reconoció con el rabillo del ojo.Alta y encorvada, con su abrigo negro,las manos en los bolsillos, correteandotras él por las aceras nevadas: la mujer que lo había seguido y había intentadoagredirlo el sábado anterior.

Strike no vaciló ni se volvió paramirarla. Esa vez no estaba para juegos;no iba a detenerse para poner a pruebasu técnica de seguimiento de aficionada,ni iba a permitir que se diera cuenta de

 

que la había visto. Continuó caminandosin mirar atrás. Solo una persona taexperta como él en contravigilanciahabría detectado sus rápidas ojeadas aventanas y placas de latón reflectantesen puertas situadas en los sitios idóneos;solo un profesional habría sabidoidentificar el estado de alerta disfrazadode distracción.

La mayoría de los asesinos eraaficionados y chapuceros; por eso losdescubrían. Insistir después de sencuentro del sábado por la nocherevelaba una tremenda imprudencia, yStrike contaba con eso mientrascontinuaba por Wellington Street,aparentemente ajeno a la mujer que lo

 

seguía con un cuchillo en el bolsillo.Cruzó Russell Street, y ella se escondiófingiendo entrar en el Marquess oAnglesey, pero no tardó en reaparecer,ocultándose tras las columnas cuadradasde un edificio de oficinas y esperandoen un portal para dejar que Strike seadelantara.

Él casi no sentía la rodilla. Se habíaconvertido en un metro noventa de potencial reconcentrado. Esta vez lamujer carecía de ventaja; no iba a pillarlo desprevenido. Si tenía algú plan, cosa que Strike ponía en duda,debía de consistir en aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara. Le correspondía a él

 

 presentarle una que ella no pudiera dejar  pasar y asegurarse de que fracasara.

Caminaron por delante de la RoyalOpera House, con su pórtico clásico, suscolumnas y sus estatuas; en EndellStreet, ella se metió en una cabinatelefónica roja, sin duda para recobrar fuerzas y asegurarse de que Strike no lahabía descubierto. Este siguió adelantesin cambiar el ritmo, con la vista fija alfrente. La mujer se relajó y volvió asalir a la concurrida acera, y lo siguióentre transeúntes agobiados, cargados de bolsas; al estrecharse la calle, redujo ladistancia que los separaba sin dejar deentrar y salir de los portales.

Cuando ya estaba acercándose a s

 

destino, Strike tomó una decisión y, elugar de continuar por Denmark Street,torció a la izquierda a la altura deFlitcroft Street para acceder a Denmark Place; de allí partía un oscuro callejócon las paredes empapeladas de cartelesde grupos musicales, que llevaba denuevo hasta su oficina.

¿Se atrevería a seguirlo?Entró en el callejón, y sus pasos

resonaron un poco en las húmedas paredes. Redujo imperceptiblemente elritmo. Entonces la oyó: iba corriendohacia él.

Giró sobre su pierna sana blandiendo el bastón; la mujer gritó dedolor al recibir el impacto en el brazo;

 

el cúter saltó de su mano, golpeó la pared de piedra, rebotó y pasórozándole un ojo a Strike, que ya la teníasujeta con todas sus fuerzas.

Temió que algún héroe acudiera asocorrer a la mujer al oír sus gritos, pero no vio a nadie, y la rapidez seconvirtió en el factor clave: ella era másfuerte de lo que él esperaba y forcejeabacon ímpetu, tratando de golpearle lostestículos con la rodilla y arañarle lacara. Con otro calculado giro delcuerpo, Strike le agarró la cabeza couna llave inmovilizadora; los pies de lamujer escarbaban y resbalaban en elhúmedo suelo del callejón.

Mientras la agresora se retorcía e

 

sus brazos e intentaba morderlo, Strikese agachó para recoger el cúter, y alhacerlo la obligó a agacharse también,de modo que los pies de ella dejaron detocar el suelo un momento. Acontinuación, soltó el bastón, porque no podía manejarlo mientras la sujetaba, yla arrastró hasta Denmark Street.

Strike era muy rápido y, tras elforcejeo, ella estaba tan agotada que nole quedaban fuerzas para gritar. En lacalle, corta, ya no había nadiecomprando, y los transeúntes que pasaban por Charing Cross Road nonotaron nada raro cuando el detectiveobligó a su agresora a recorrer la escasadistancia hasta el portal negro.

 

 —¡Ábreme, Robin! ¡Deprisa! — gritó por el interfono, y en cuanto ella leabrió desde la oficina, empujó la puertade la calle y entró.

Arrastró a su atacante por laescalera metálica; le dolía mucho larodilla; la mujer empezó a chillar, y susgritos resonaron por el hueco de laescalera. Strike vio movimiento detrásde la puerta de vidrio del excéntrico yadusto diseñador gráfico que trabajabaen la oficina del primer piso.

 —¡Tranquilo, no pasa nada! —legritó desde el pasillo, y tiró de s perseguidora hacia arriba.

 —¿Cormoran? Pero ¿qué…? ¡Diosmío! —exclamó Robin, mirando hacia

 

abajo desde el rellano—. No puedes…¿A qué juegas? ¡Suéltala!

 —Acaba de… Ha intentado…apuñalarme… otra vez —dijo Strikeentrecortadamente, y, con un últimoesfuerzo titánico, obligó a su atacante acruzar el umbral—. ¡Cierra con llave! —le gritó a Robin, que ya se habíacolocado a sus espaldas, y ellaobedeció.

De un empujón, Strike tiró a la mujer sobre el sofá de piel artificial; alcaérsele la capucha, se reveló una caraalargada de tez clara con grandes ojos pardos, y una tupida melena castaña yondulada que le llegaba por loshombros. Llevaba las uñas largas y

 

 pintadas de rojo. No aparentaba más deveinte años.

 —¡Hijo de puta! ¡Hijo de la gra puta!

Intentó levantarse, pero Strike estaba plantado ante ella, mirándola con odio,así que la joven desistió; se recostó eel sofá y empezó a masajearse el blancocuello, donde habían aparecido unasmarcas rosadas que señalaban por dónde la había agarrado el detective.

 —¿Quieres explicarme por quéquerías apuñalarme? —le preguntó.

 —¡Vete a la mierda! —Muy original —replicó él—.

Robin, llama a la policía. —¡Nooo! —bramó la chica, como

 

un perro que aúlla—. Me ha hecho daño —le dijo a Robin, jadeando. Con gestode profunda desdicha, se bajó lacamiseta y le mostró las marcas quetenía en el cuello, blanco y robusto—.Me ha arrastrado, me ha tirado…

Con una mano sobre el auricular delteléfono, Robin miró a Strike.

 —¿Por qué me seguías? —preguntóél en tono amenazador, jadeandotambién y plantado ante la chica.

Ella se retrajo en los ruidososcojines del sofá, pero Robin, cuya manono había soltado el teléfono, advirtiócierto deleite en el miedo de la joven,una sombra de voluptuosidad en sforma de apartarse de Strike.

 

 —Última oportunidad —gruñó él—.¿Por qué…?

 —¿Qué pasa ahí arriba? —preguntóuna voz quejumbrosa desde el primer  piso.

Robin miró a Strike. Corrió hacia la puerta, la abrió y salió al rellanomientras él montaba guardia ante s prisionera, con las mandíbulas apretadas

  un puño apretado con fuerza. La ideade gritar para pedir ayuda cruzó losgrandes ojos de la joven, oscuros y coojeras moradas, pero pasó de largo.Rompió a llorar, pero enseñaba losdientes, y Strike pensó que en suslágrimas había más rabia que tristeza.

 —No pasa nada, señor Crowdy —se

 

disculpó Robin—. Estábamos de broma.Perdón por el ruido.

Robin volvió a la oficina y cerró la puerta con llave. La chica estaba sentadaen el sofá, tiesa; las lágrimas resbalaba por sus mejillas, y sus uñas como garrasse aferraban al borde del asiento.

 —A la mierda —dijo Strike—. Si noquieres hablar, llamo a la policía.

Por lo visto, la joven le creyó.Cuando el detective solo había dado dos pasos hacia el teléfono, la chicamurmuró entre sollozos:

 —Quería impedírtelo. —Impedirme ¿qué? —¡Como si no lo supieras! —¡No estoy de humor para

 

adivinanzas! —gritó Strike, y se inclinóhacia ella apretando los puños. Teníamuy presente su lesionada rodilla.Aquella chica era la culpable de lacaída en la que había vuelto a lastimarselos ligamentos.

 —Cormoran —dijo Robin cofirmeza, deslizándose entre los dos yobligando a su jefe a dar un paso atrás, yentonces se dirigió a la chica—: Oye,mírame. Escúchame a mí. Dile por quéhaces esto y a lo mejor no llama…

 —Estás de broma, ¿no? —saltóStrike—. ¡Me cago en todo! ¡Ya haintentado apuñalarme dos veces…!

 —… ¡a la policía! —gritó Robin,decidida a terminar la frase.

 

La joven se levantó de un brinco eintentó correr hasta la puerta.

 —¡Ni lo sueñes! —dijo Strike;cojeando, esquivó a Robin, atrapó a sagresora por la cintura y la tiró de nuevoal sofá, sin contemplaciones—. ¿Quiéeres?

 —¡Me has hecho daño! —gritó ella —. ¡Mucho daño! ¡En las costillas! ¡Voya denunciarte, hijo de perra!

 —Vale, entonces te llamaré Pippa — replicó Strike.

La chica ahogó un grito y lo mirócon odio.

 —Capullo de mier… —Sí, vale, seré todo lo capullo que

tú quieras —la interrumpió él—. T

 

nombre.El pecho de la joven subía y bajaba

 bajo el pesado abrigo. —Y si te lo digo, ¿cómo sabrás que

no te miento? —preguntó entre jadeos,adoptando de nuevo una actituddesafiante.

 —Te retendré aquí hasta que lo hayacomprobado.

 —¡Eso es secuestro! —gritó ella couna voz fuerte y bronca, digna de uestibador.

 —Se dice «arresto ciudadano» —lacorrigió Strike—. Has intentadoapuñalarme, joder. Te lo preguntaré por última vez…

 —Pippa Midgley —le espetó ella.

 

 —Ya era hora. ¿Llevas algunaidentificación encima?

La joven soltó otra obscenidad,deslizó una mano en su bolsillo, sacó u pase de autobús y se lo tiró a Strike.

 —Aquí pone Phillip Midgley. —No me digas.Robin vio la cara que ponía Strike al

comprender y, de pronto, le dieron ganasde reír a pesar de la tensión delambiente.

 —Epiceno —dijo Pippa Midgley,furiosa—. ¿No habías caído en eso?Demasiado sutil para ti, ¿no, gilipollas?

El detective se fijó en su cuello, comarcas de dedos y arañazos, ycomprobó que todavía tenía la nuez muy

 

 prominente. La chica había vuelto ameter las manos en los bolsillos.

 —El año que viene ya pondrá Pippaen todos mis documentos —añadió.

 —Pippa —repitió Strike—. Túfuiste quien escribió aquello de «Esperoque me dejes apretar los garrotes del puto potro», ¿no?

 —¡Oh! —exclamó Robin, con ularguísimo suspiro de comprensión.

 —¡Ooooooh, qué listo eres,machote! —dijo Pippa, imitándola comaldad.

 —¿Conoces personalmente aKathryn Kent, o solo sois ciberamigas?

 —¿Por qué lo preguntas? ¿Ahora esdelito conocer a Kath Kent?

 

 —¿Cómo conociste a Owen Quine? —No quiero hablar de ese hijo de

 puta —respondió ella con la respiracióentrecortada—. Lo que me ha hecho…Lo que ha hecho… Fingir que…Mintió… ¡Mentiroso de mierda!

Rompió a llorar de nuevo, y lahisteria se apoderó de ella. Se agarrabael pelo con ambas manos y pataleaba eel suelo, balanceándose adelante y atrás  gimiendo. Strike la observaba co

hastío y al cabo de treinta segundos dijo: —¿Quieres parar, joder?Pero Robin lo hizo callar con una

mirada, agarró un puñado de pañuelosde papel de la caja que había encima desu mesa y se lo puso en la mano a la

 

chica. —G-g-gr… —¿Te apetece un té, Pippa? ¿U

café? —le preguntó con amabilidad. —Ca-café, por fa-favor. —¡Robin! ¡Acaba de intentar 

apuñalarme! —Vale, pero no lo ha conseguido,

¿no? —replicó su ayudante mientrasencendía el hervidor de agua.

 —¡La ineptitud —dijo Strike,incrédulo— no exime del cumplimientode la ley!

Volvió a dirigirse a Pippa, que habíaseguido aquel intercambio con la bocaabierta.

 —¿Por qué me seguías? ¿Qué

 

 pretendes impedir que haga? Y te loadvierto: con tus lágrimas has engañadoa Robin, pero eso no significa que…

 —¡Trabajas para ella! —gritó Pippa —. ¡Para la zorra de su mujer! Ahoraella tiene su dinero, ¿no? ¡Ya sabemos para qué te ha contratado, no somosimbéciles!

 —¿Somos? ¿De quién hablas? — quiso saber Strike, pero Pippa habíavuelto a clavar los ojos en la puerta—.Te juro por Dios —la amenazó; le dolíatanto la maltratada rodilla que rechinabalos dientes sin darse cuenta— que sivuelves a correr hacia esa puta puerta,llamaré a la policía, declararé y mealegraré de ver cómo te condenan por 

 

tentativa de asesinato. Y te advierto queen la cárcel no lo vas a pasar nada bien,Pippa —añadió—. Allí no hay preoperatorios.

 —¡Cormoran! —protestó Robin. —Solo estoy exponiendo los hechos

 —repuso él.Pippa había vuelto a retraerse en el

sofá y miraba al detective con sinceroterror.

 —Café —dijo Robin con firmeza;salió de detrás de su mesa y le puso lataza en una mano de largas uñas—. Por el amor de Dios, Pippa, explícale de quéva todo esto. Va, cuéntaselo.

Por inestable y agresiva que pudiera parecer Pippa, Robin no podía evitar 

 

compadecerse de la chica, que por lovisto ni siquiera se había parado a pensar en las posibles consecuencias deabalanzarse sobre un detective privadocon una navaja. Robin supuso que laoven padecía una forma extrema del

rasgo que caracterizaba también a shermano menor, Martin, quien destacaba por la falta de previsión y la pasión por el peligro que le habían dado pie avisitar Urgencias en más ocasiones queel resto de sus hermanos juntos.

 —Sabemos que te ha contratado para que nos incrimines —dijo Pippacon voz ronca.

 —¿Quién me ha contratado para queincrimine a quién? —gruñó Strike.

 

 —¡Leonora Quine! ¡Sabemos cómoes y de qué es capaz! Nos odia a Kath ya mí, haría cualquier cosa por jodernos.¡Ella mató a Owen y ahora intentaincriminarnos a nosotras! ¡Puedes poner la cara que quieras! —gritó a Strike,cuyas pobladas cejas habían subido casihasta la línea de crecimiento del pelo—.Está loca, y muerta de celos. Nosoportaba que él quedara con nosotras, yahora te ha contratado a ti para ver siencuentras algo de que acusarnos.

 —Ni siquiera sé si te crees esas paranoias…

 —¡Sabemos de qué va esto! —legritó Pippa.

 —¡Cállate! Cuando tú empezaste a

 

seguirme, el único que sabía que Quineestaba muerto era el asesino. Meseguiste el día que encontré el cadáver ysé que la semana anterior habías seguidoa Leonora. ¿Por qué? —Como la chicano contestaba, repitió—: Últimaoportunidad: ¿por qué me seguiste desdela casa de Leonora?

 —Creía que a lo mejor me llevaríashasta él —contestó Pippa.

 —¿Para qué querías saber dóndeestaba Quine?

 —¡Para matarlo, joder! —gritó ella, se confirmó la impresión de Robin de

que Pippa compartía con Martin unafalta de precaución casi total.

 —¿Y por qué querías matarlo? — 

 

insistió Strike, como si la chica nohubiera dicho nada extraordinario.

 —¡Por lo que nos había hecho en esanovela de mierda! Tú ya lo sabes… Lahas leído… Epiceno… Ese cabrón…Ese cerdo…

 —¡Cálmate, coño! ¿Ya entonceshabías leído Bombyx Mori?

 —Sí, claro. —¿Y fue cuando empezaste a

meterle mierda por el buzón a Quine? —¡Mierda por mierda! —gritó

Pippa. —Muy ingeniosa. ¿Cuándo leíste el

libro? —Kath me leyó por teléfono los

fragmentos en que aparecíamos, y

 

entonces fui a… —¿Cuándo te leyó esos fragmentos

 por teléfono? —Cu-cuando llegó a casa y se lo

encontró encima de la alfombrilla de laentrada. El manuscrito entero. Casi no pudo abrir. Él se lo había metido por debajo de la puerta y le había dejadouna nota. Kath me la enseñó.

 —¿Qué decía? —«Ha llegado la hora de la

venganza para ambos. ¡Espero que estéscontenta! Owen.»

 —¿«La hora de la venganza paraambos»? —repitió Strike, arrugando lafrente—. ¿Sabes qué significa eso?

 —Kath no quiso explicármelo, pero

 

o sé que ella lo entendió. Estabadestrozada —dijo Pippa, que seguíarespirando entrecortadamente—. Es una pe-persona maravillosa. Tú no laconoces. Ha sido como una madre paramí. Nos conocimos en un cursillo deescritura que daba Owen y noshicimos… —Hizo una pausa, respiró y,llorosa, continuó—: Era un capullo. Nosmintió acerca de lo que estabaescribiendo, nos mintió acerca de…¡todo!

Rompió a llorar otra vez, y Robin, preocupada por el señor Crowdy, dijocon suavidad:

 —Pippa, cuéntanos sobre qué osmintió. Cormoran solo quiere saber la

 

verdad, él no intenta incriminar anadie…

 No sabía si la chica la había oído nisi en tal caso la había creído; tal vezella solo quisiera aliviar sus exaltadossentimientos, pero respiró hondo,estremeciéndose, y soltó un chorro de palabras:

 —Me dijo que yo era como otra hija para él; se lo conté todo, él sabía que mimadre me había echado de casa, lo sabíaabsolutamente todo. Y yo le enseñé m-mi diario y él fu-fue tan ama-mable y seinteresó tanto… Me prometió que meayudaría a publicarlo y nos dijo a lasdos, a Kath y a mí, que salíamos en snueva novela, y dijo que yo era una

 

«hermosa alma en pena». Eso fue lo queme dijo… —insistió Pippa; le temblabala barbilla—. Y un día fingió que meleía un fragmento, por teléfono, y era…era precioso, y cuando lo… lo leí y vi…vi lo que había escrito… Kath se quedóhecha polvo… la cueva… Arpía yEpiceno…

 —¿Y dices que Kathryn llegó a casa  se lo encontró encima de la

alfombrilla de la entrada? —preguntóStrike—. ¿De dónde venía? ¿Deltrabajo?

 —De hacer compañía a su hermanaen la residencia. Estaba muriéndose.

 —Pero ¿eso cuándo fue? —insistióStrike por tercera vez.

 

 —¿Qué más da cuándo…? —¡A mí sí me importa, coño! —¿Fue el día nueve? —preguntó

Robin. Había abierto el blog de KathryKent en su ordenador y había orientadola pantalla de forma que no se vieradesde el sofá, donde estaba sentada laoven—. ¿Pudo ser el martes nueve,

Pippa? ¿El martes después de la nochede las hogueras?

 —Fue… ¡sí, creo que sí! — respondió Pippa, impresionada por elacierto de Robin—. Sí, Kath se marchóesa noche porque Angela estaba muymal…

 —¿Cómo sabes que era la noche delas hogueras? —preguntó Strike.

 

 —Porque Owen le dijo a Kath queno podía quedar con ella porque teníaque ir a tirar petardos con su hija — contestó Pippa—. Y Kath estaba muydisgustada, porque habían quedado eque él se iría de su casa. Se lo había prometido, le había prometido quedejaría a la zorra de su mujer de una puta vez, y luego va y sale con que tieneque tirar petardos con la sub…

Se interrumpió, pero Strike terminóla frase por ella:

 —¿Con la subnormal? —Solo era una broma —masculló

Pippa, abochornada; se arrepentía másde haber usado esa palabra que de haber intentado apuñalar a Strike—. Una

 

 broma entre Kath y yo: su hija siempreera la excusa por la que Owen no podíamarcharse de casa y estar con Kath.

 —¿Qué hizo Kathryn esa noche, elugar de quedar con Quine? —preguntóel detective.

 —Fui a su casa. Entonces lallamaron para decirle que su hermanaAngela había empeorado mucho, y semarchó. Angela tenía cáncer. Se le habíaextendido por todo el cuerpo.

 —¿Dónde estaba Angela? —En la residencia de Clapham. —¿Cómo fue Kathryn hasta allí? —¿Qué importancia tiene eso? —Limítate a contestar a la pregunta,

¿quieres?

 

 —No lo sé. Supongo que en metro.Se quedó tres días con Angela,durmiendo junto a su cama en un colchóen el suelo, porque creían que podíamorir en cualquier momento. Pero ellaseguía aguantando, así que Kath tuvo quevolver a casa a buscar ropa limpia, yentonces fue cuando se encontró elmanuscrito encima de la alfombrilla dela entrada.

 —¿Cómo estás tan segura de quevolvió a casa el martes? —preguntóRobin.

Strike, que estaba a punto de preguntar lo mismo, la miró,sorprendido. Él todavía no sabía nadadel anciano de la librería ni del cráter 

 

de Alemania. —Porque los martes por la noche

trabajo en una línea de asistenciatelefónica —contestó Pippa—, y estabaallí cuando me llamó Kath hecha un mar de lágrimas, porque había ordenado elmanuscrito y acababa de leer lo queOwen había escrito sobre nosotras.

 —Bueno, todo esto es muyinteresante —dijo Strike—, porqueKathryn Kent declaró a la policía que nohabía leído Bombyx Mori.

En otras circunstancias, la cara deespanto de Pippa podría haber resultadodivertida.

 —¡Me has engañado, cerdo! —Sí, eres dura de pelar —convino

 

él—. ¡Ni se te ocurra! —añadió,cerrándole el paso al ver que intentabalevantarse.

 —¡Era un cabronazo de mierda! — gritó Pippa, hirviendo de cólera eimpotencia—. ¡Nos utilizaba! Ese hijode puta mentiroso… Nos hizo creer quele interesaba nuestro trabajo, pero erealidad nos utilizaba. Creí que entendíatodo por lo que yo había pasado;hablábamos durante horas, y él meanimaba a escribir la historia de mivida. Me prometió que me ayudaría aconseguir un editor…

De pronto, Strike notó que lo invadíael hastío. ¿Qué era esa obsesión por  publicar?

 

 —… pero en realidad solo estabacamelándome, y yo le contaba mis pensamientos más privados y le hablabade mis sentimientos más íntimos, yKath… lo que le hizo a Kath… Tú no loentiendes. ¡Me alegro de que la zorra desu mujer lo matara! Si no lo hubieramatado ella…

 —¿Por qué insistes en que a Quinelo mató su mujer? —preguntó Strike.

 —¡Porque Kath tiene pruebas!Una breve pausa. —¿Qué pruebas? —¡No pienso decírtelo! —aulló

Pippa, y soltó una carcajada histérica—.¡No es asunto tuyo!

 —Si tiene pruebas, ¿por qué no las

 

ha entregado a la policía? —¡Por compasión! —gritó Pippa—.

Algo que tú no… —¿Qué está pasando aquí? — 

 preguntó una voz quejumbrosa desde elotro lado de la puerta de vidrio—. ¿Por qué seguís gritando?

 —Maldita sea —dijo Strike al ver elcontorno borroso del señor Crowdy, queestaba apoyándose en la puerta.

Robin fue a abrir. —Lo siento mucho, señor…Pippa se levantó al momento del

sofá. Strike intentó atraparla, pero,cuando se abalanzó sobre ella, la rodillase le dobló y le hizo un daño terrible. Lachica apartó de un empujón al señor 

 

Crowdy y bajó la escalera a todo correr. —¡Déjala! —le dijo Strike a Robin,

que parecía dispuesta a perseguirla—.Al menos tengo el cuchillo.

 —¿El cuchillo? —gritó el señor Crowdy, y tardaron un cuarto de hora e persuadirlo de que no llamara al casero(porque la publicidad posterior al casoLula Landry había inquietado aldiseñador gráfico, que vivía temiendoque otro asesino fuera a buscar a Strike entrara por error en su oficina).

 —¡Hostia! —exclamó Strike cuando por fin convencieron a Crowdy para quese marchara.

Se dejó caer en el sofá; Robin sesentó en la silla del ordenador. Se

 

miraron unos segundos, y entonces se pusieron a reír.

 —El numerito del poli bueno y el poli malo no nos ha salido nada mal — comentó él.

 —Yo no fingía —confesó Robin—.Me daba un poco de pena, de verdad.

 —Ya lo he visto. ¿Y yo no te doy pena? ¡Esa chica me ha atacado!

 —Pero ¿seguro que queríaapuñalarte, o solo era teatro? —  preguntó Robin, escéptica.

 —A lo mejor tienes razón y legustaba más la idea que llevarla a la práctica —admitió Strike—. Lo malo esque da lo mismo que te apuñale ugilipollas en un arranque de teatralidad,

 

o un profesional: te mueres igual. ¿Y quéesperaba conseguir apuñalándome?

 —Amor materno —dijo Robin.Strike se quedó mirándola. —Su madre la ha repudiado — 

explicó ella—, y está pasando momentosmuy duros, supongo, tomando hormonas  qué sé yo qué más antes de la

operación. Estaba convencida de quetenía una nueva familia, ¿no? Creía queQuine y Kathryn Kent eran sus nuevos padres. Ha mencionado que Quine ledijo que era como una segunda hija paraél y que en el libro era la hija deKathryn Kent. Pero en  Bombyx Mori  la presentó al mundo como medio hombre

  medio mujer. Y además insinuó que,

 

debajo de todo ese amor filial, laverdadera intención de Pippa eraacostarse con él.

»Su nuevo padre —continuó— lahabía decepcionado profundamente.Pero su nueva madre todavía era buena ycariñosa, y a ella también la habíatraicionado, así que Pippa decidióvengarse por las dos.

Robin no pudo evitar sonreír ante lacara de admiración y perplejidad de sefe.

 —¿Quieres explicarme por quédemonios abandonaste la carrera dePsicología?

 —Es una historia muy larga — contestó ella, y desvió la mirada hacia

 

la pantalla del ordenador—. No es muymayor. ¿Qué tendrá, veinte años?

 —Más o menos —coincidió Strike —. Lástima que no hayamos podido preguntarle qué hizo los días posterioresa la desaparición de Quine.

 —No lo mató ella —afirmó Robicon seguridad, mirándolo de nuevo.

 —Sí, supongo que tienes razón — convino él con un suspiro—, aunquesolo sea porque meter mierda de perro por el buzón de Quine habría resultadoun poco anticlímax después dedestriparlo.

 —Y no parece que la planificacióni la eficiencia sean sus fuertes,¿verdad?

 

 —Aún te quedas corta. —¿Llamarás a la policía para

denunciarla? —No lo sé. Es posible. Pero…

¡mierda! —exclamó, y se dio una palmada en la frente—, tampoco hemosaveriguado por qué cantaba en el libro.

 —Creo que lo sé —dijo Robin trasteclear un poco y leer los resultados ela pantalla del ordenador—. «Cantar  para suavizar la voz… Ejercicios parala feminización de la voz en mujerestransgénero…»

 —¿Solo era eso? —preguntó él,extrañado.

 —¿Qué insinúas, que no teníamotivo para ofenderse? Hombre, Quine

 

se mofaba de algo muy personal e público…

 —No, no me refería a eso.Strike se quedó mirando por la

ventana con el ceño fruncido. Nevabacopiosamente.

 —¿Qué pasó en la libreríaBridlington? —preguntó al cabo de urato.

 —¡Vaya, sí, casi se me olvida!Robin le contó lo que le había dicho

el librero, y su confusión entre los díasuno y ocho de noviembre.

 —Menudo imbécil —dijo Strike. —No hay para tanto —repuso ella. —Un poco chulo, ¿no? Todos los

lunes son iguales, todos los lunes va a

 

casa de su amigo Charles… —Pero ¿cómo sabemos si era la

noche de los obispos anglicanos o lanoche del cráter?

 —¿Dices que estaba seguro de queese tal Charles lo había interrumpido para contarle lo del cráter mientras élestaba explicándole que Quine habíaentrado en la librería?

 —Eso dijo. —Entonces, lo más probable es que

Quine fuera a la tienda el uno, no elocho. Ese gilipollas recuerda las dosinformaciones como si estuvieraconectadas, pero se equivoca. A él legustaría haber visto a Quine después desu desaparición; le gustaría poder 

 

ayudar a establecer la hora de la muerte,  por eso su subconsciente buscaba

motivos para pensar que lo vio el lunesque entraba ya en el marco temporal delasesinato, y no un lunes cualquiera, unasemana antes de que nadie se interesara por los movimientos de Quine.

 —Aun así, hay algo extraño en loque afirma que le comentó Quine, ¿nocrees? —dijo Robin.

 —Sí —coincidió Strike—. Quequería comprar material de lectura porque se marchaba unos días… Segúeso, ya planeaba desaparecer cuatrodías antes de pelearse con ElizabetTassel, ¿no? ¿Estaba planeando ir aTalgarth Road, cuando se supone que

 

desde hacía años odiaba y evitaba esacasa?

 —¿Vas a contarle esto a Anstis? —  preguntó Robin.

Strike soltó una risa irónica. —No, no voy a contárselo. E

realidad, no tenemos ninguna prueba deque Quine entrara en la librería el unoen lugar del ocho. Además, mi relaciócon Anstis no pasa por su mejor momento.

Hubo otra larga pausa, y entoncesStrike sorprendió a Robin diciendo:

 —Necesito hablar con MichaelFancourt.

 —¿Por qué? —Por muchas razones. Cosas que

 

me ha dicho Waldegrave en la comida.¿Puedes llamar a su agente, o al contactoque encuentres?

 —Sí —dijo Robin, y lo anotó—. Por cierto, he vuelto a ver aquella entrevista sigo sin poder…

 —Vuelve a verla —insistió Strike —. Presta atención. ¡Piensa!

El detective se quedó otra vezcallado, pero mirando al techo. Como noquería interrumpir sus pensamientos,Robin se puso a buscar en el ordenador quién representaba a Michael Fancourt.

Al cabo de un rato, Strike habló por encima del teclear de Robin.

 —¿Qué será eso que Kathryn Kentcree tener para incriminar a Leonora?

 

 —A lo mejor, nada —respondióella, concentrada en los resultados quehabía obtenido.

 —Y que oculta «por compasión».Robin no dijo nada. Estaba buscando

un número de teléfono de contacto en laweb de la agencia literaria de Fancourt.

 —Esperemos que eso solo haya sidouna tontería de histérica —dijo Strike.

Pero estaba preocupado.

 

38

Que en tan poco papelquepa tanta ruina…

JOHN WEBSTER , The White Devil 

La señorita Brocklehurst, la secretaria personal presuntamente infiel, seguíaasegurando que el resfriado le impedíair a trabajar. A su amante, el cliente deStrike, le parecía una exageración, y eldetective se inclinaba a pensar como él.A las siete de la mañana del díasiguiente, Strike se hallaba en un portal

 

oscuro, enfrente del edificio deBattersea donde vivía la señoritaBrocklehurst, envuelto en su abrigo, co bufanda y guantes, abriendo la boca cograndes bostezos mientras el frío penetraba en sus extremidades, ydisfrutando del segundo de los tresMcMuffins que de camino se habíacomprado en un McDonald’s.

Las autoridades habían activado unaalerta por mal tiempo que afectaba atodo el sudeste del país. Una gruesacapa de nieve dura cubría la calle por entero, y los primeros copos del día,vacilantes, caían flotando de un cielo siestrellas. Mientras esperaba, Strikemovía de vez en cuando los dedos del

 

 pie para comprobar que todavía teníasensibilidad.

Los inquilinos fueron saliendo uno auno para ir al trabajo; resbalando ydando patinazos, iban hacia la estación ose metían en coches cuyos tubos deescape hacían un ruido especialmenteintenso en aquel silencio acolchado.Tres árboles de Navidad centelleaban elas ventanas de sendos salones como sile hicieran señas a Strike, pese a queaún faltaba un día para empezar el mesde diciembre; las luces de coloreschillones (naranja, verde esmeralda yazul eléctrico) titilaban mientras él,apoyado en la pared y con la vista fijaen las ventanas del piso de la señorita

 

Brocklehurst, hacía apuestas consigomismo sobre si saldría de su casa coaquel mal tiempo. Aún le dolíamuchísimo la rodilla, pero la nievehabía ralentizado el ritmo de la ciudad,que ya se adecuaba más al suyo. Strikenunca había visto a la señoritaBrocklehurst con tacones de menos dediez centímetros; tal como estaba elsuelo, seguramente ella se vería másimpedida que él.

A lo largo de la semana anterior, la búsqueda del asesino de Quine habíaempezado a eclipsar todos sus otroscasos, pero era importante que no losdesatendiera para no quedarse siclientes. El amante de la señorita

 

Brocklehurst era un empresarioadinerado que, si quedaba satisfechocon su forma de trabajar, podíarecomendar a Strike para otrosencargos. Tenía predilección por lasrubias jóvenes, y en su primeraentrevista con él le había confesado cotoda franqueza que unas cuantas habíaaceptado grandes sumas de dinero yregalos carísimos, para luegoabandonarlo o traicionarlo. Dado que elhombre no daba muestras de aprender auzgar el carácter de las personas, Strike

 preveía pasar muchas más horas, y muylucrativas, siguiendo a futuras señoritasBrocklehurst. Tal vez fuera la traición loque excitaba tanto a su cliente, especuló

 

mientras echaba nubes de vaho por la boca; había conocido a otros hombresasí. Era una afición que encontraba smáxima expresión en los que seenamoraban de prostitutas.

A las nueve menos diez, las cortinasse movieron un poco. De inmediato, couna rapidez que no se correspondía cosu actitud relajada, Strike levantó lacámara de visión nocturna que teníaescondida junto al costado.

Desde la calle nevada y oscura tuvoun atisbo fugaz de la señoritaBrocklehurst en bragas y sostén, pese aque sus pechos, mejorados mediantecirugía estética, no necesitaban sujecióalguna. Por detrás de ella, en el

 

dormitorio en penumbra, pasó uhombre con el torso desnudo, barrigón,que le cubrió un pecho con una manoahuecada y se llevó una regañinarisueña. Después, ambos se apartaron dela ventana.

Strike bajó la cámara y revisó strabajo. La imagen más incriminatoriaque había logrado capturar mostraba coclaridad el contorno de la mano y el brazo de un hombre, y la cara de laseñorita Brocklehurst, de medio perfil,riendo; la cara de él, en cambio,quedaba en sombras. Strike sospechabaque su acompañante debía de estar a punto de marcharse al trabajo, así que seguardó el aparato en un bolsillo interior,

 

dispuesto a seguir a aquel individuo cosus andares torpes, y atacó su tercer McMuffin.

 No se equivocaba: a las nuevemenos cinco se abrió el portal de la casade la señorita Brocklehurst y su amantesalió a la calle; no se parecía en nada asu jefe, salvo en la edad y en el aspectode persona adinerada. Llevaba una bandolera de piel con la correa cruzadasobre el pecho, lo bastante grande paraguardar en ella una camisa limpia y ucepillo de dientes. Últimamente, Strikehabía visto tantas bandoleras comoaquella que había empezado a llamarlas,en secreto, «la bolsa de pernocta deladúltero». La pareja se besó en los

 

labios en el umbral, pero no se entretuvomucho debido al frío glacial y al hechode que la señorita Brocklehurst nollevaba encima más de cincuenta gramosde tela. Entonces ella volvió a entrar, yPanzudo echó a andar en dirección a laestación de Clapham Junction; se puso ahablar por el móvil, sin duda paraexplicar que llegaría tarde por culpa dela nieve. Strike le dio veinte metros deventaja y salió de su escondite,apoyándose en el bastón que el díaanterior por la tarde Robin había tenidola amabilidad de recuperar de Denmark Place.

El seguimiento resultó muy fácil, pues Panzudo iba totalmente ajeno a lo

 

que lo rodeaba, concentrado en sconversación telefónica. Bajaron juntosla suave cuesta de Lavender Hill; volvíaa caer una fuerte nevada. Panzudoresbaló varias veces con sus zapatoshechos a mano. Cuando llegaron a laestación, Strike no tuvo ningún problema para meterse en el mismo vagón que él

, fingiendo que leía mensajes, tomarlefotografías con el móvil mientras elhombre seguía hablando por el suyo.

En eso estaba cuando recibió umensaje de Robin.

El agente de MichaelFancourt acaba de devolvermela llamada. MF dice que estará

 

encantado de quedar contigo.Ahora se encuentra enAlemania, pero llega el 6.Propone el Groucho Club a lahora que tú digas. Rx

Mientras el tren entrabatraqueteando en Waterloo, Strike cavilóque le parecía extraordinario quequienes habían leído  Bombyx Mori

mostraran tanto interés por hablar coél. ¿Desde cuándo a los sospechosos lesentusiasmaba la idea de sentarse cara acara con un detective? ¿Y qué esperabaconseguir el famoso Michael Fancourtde una entrevista con el investigador  privado que había encontrado el cadáver 

 

de Owen Quine?Salió del vagón detrás de Panzudo y

lo siguió entre el gentío por el suelo de baldosas, húmedo y resbaladizo, de laestación de Waterloo, bajo un techo decristal y vigas de color crema que aStrike le recordó a Tithebarn House.Salieron otra vez a la calle, y Panzudono dejó de hablar por el móvil, ajeno atodo; el detective lo siguió por acerastraidoras cubiertas de nieve medioderretida, bordeadas de mazacotes denieve sucia, entre bloques de oficinascuadrados, entrando y saliendo delenjambre de financieros que iban deaquí para allá, como hormigas, con susabrigos oscuros, hasta que por fi

 

Panzudo se metió en el aparcamiento deuno de los bloques de oficinas másgrandes y se dirigió hacia el queobviamente era su coche. Por lo visto,había considerado más prudente dejar elBMV en el despacho que aparcarlodelante de la casa de la señoritaBrocklehurst. Escondido detrás de uRange Rover, espiando, Strike notó quesu teléfono vibraba en el bolsillo, perono le prestó atención porque no queríaque lo descubrieran. Panzudo teníaasignada una plaza de aparcamiento privada. Tras coger unas cuantas cosasdel maletero, se dirigió hacia la entradadel edificio, y Strike tuvo ocasión deacercarse a la pared donde estaba

 

escritos los nombres de los directores yfotografiar el nombre completo y eltítulo de Panzudo para informar mejor asu cliente.

A continuación, volvió a su oficina.En el metro examinó su teléfono y vioque la llamada perdida era de su amigoDave Polworth, el de la mordedura detiburón.

Polworth tenía la vieja costumbre dellamarlo Diddy. Mucha gente daba por hecho que era una referencia irónica a sestatura (en primaria, Strike siemprehabía sido el chico más alto de su curso, a menudo también del curso superior),

 pero en realidad derivaba de suscontinuas ausencias escolares,

 

consecuencia del estilo de vidaextravagante de su madre. Esasconstantes idas y venidas habían dado pie, muchos años atrás, a que DavePolworth, que entonces era canijo ytenía una voz chillona, le dijera a Strikeque parecía un didicoy, la palabra coque en Cornualles se designaba a losgitanos.

Strike le devolvió la llamada ecuanto salió del metro, y veinte minutosmás tarde, cuando entró en su oficina,todavía seguían hablando. Robin levantóla cabeza y empezó a decir algo, pero alver que Strike estaba al teléfono, selimitó a sonreír y volvió a concentrarseen lo que estaba haciendo en el

 

ordenador. —¿Vas a venir a casa esta Navidad?

 —le preguntó Polworth, mientras Strikeentraba en su despacho y cerraba la puerta.

 —Es posible —contestó él. —¿Unas birras en el Victoria? —lo

espoleó Polworth—. ¿Otro polvete coGwenifer Arscott?

 —Yo nunca he echado ningún polvocon Gwenifer Arscott —replicó Strike(era un chiste viejísimo entre los dosamigos).

 —Pues vuelve a intentarlo, Diddy. Alo mejor esta vez tienes suerte. Ya vasiendo hora de que alguien la estrene. Yhablando de chicas a las que ninguno de

 

los dos se ha tirado…La conversación degeneró hacia una

serie de estampas obscenas y muydivertidas de Polworth sobre lastravesuras de ciertos amigos comunesque seguían viviendo en St. Mawes.Strike se estaba riendo tanto que pasó por alto la señal de llamada en espera yno se molestó en mirar quién era.

 —Supongo que no has vuelto codoña Berrinches, ¿verdad? —preguntóDave; ese era el nombre con que solíareferirse a Charlotte.

 —No. Se casa dentro de… cuatrodías —calculó Strike.

 —Bueno, mantente alerta, Diddy, novaya a ser que aparezca galopando por 

 

el horizonte. No me sorprendería nadaque saliera huyendo. Y si se queda coese otro, ya puedes dar un gran suspirode alivio.

 —Sí —dijo él—. Tranquilo. —Bueno, quedamos así, ¿no? — 

concluyó Polworth—. Nos vemos ecasa por Navidad. Y nos tomamos unas birras en el Victory.

 —De acuerdo.Después de intercambiar unas

cuantas frases procaces más, Davesiguió con su trabajo, y Strike, todavíasonriente, revisó su teléfono y vio quetenía una llamada perdida de LeonoraQuine.

Salió a la recepción mientras

 

conectaba con su buzón de voz. —He vuelto a ver el documental

sobre Michael Fancourt —dijo Robin,emocionada— y he descubierto esoque…

Strike levantó una mano para hacerlacallar, mientras la voz de Leonora, por lo general inexpresiva, llegaba esta veza su oído con una carga de agitación ydesconcierto.

«Cormoran, me han detenido. Y nosé por qué. Nadie me cuenta nada. Estoyen comisaría. Están esperando a uabogado o algo así. Maldita sea, no séqué hacer. Orlando está con Edna, perono… Bueno, estoy aquí…»

El mensaje se interrumpía tras unos

 

segundos de silencio. —¡Mierda! —exclamó Strike, co

tanto ímpetu que Robin dio un respingo —. ¡MIERDA!

 —¿Qué pasa? —Han detenido a Leonora. ¿Por qué

me llama a mí y no a Ilsa? ¡Mierda!Marcó el número de Ilsa Herbert y

esperó. —Hola, Corm… —Han detenido a Leonora Quine. —¿Qué? ¿Por qué? No habrá sido

 por el trapo viejo manchado de sangreque encontraron en el trastero, ¿verdad?

 —No lo sé, es posible que tengaalgo más.

(«Kath tiene pruebas…»)

 

 —¿Dónde está, Corm? —En comisaría. Supongo que en la

de Kilburn, es la que está más cerca. —Dios. Pero ¿por qué no me ha

llamado? —Ni puta idea. Ha dicho algo de

que iban a buscarle un abogado… —A mí nadie me ha llamado. Virge

santa, ¿qué tiene en la cabeza? ¿Por quéno les ha dado mi nombre? Voy paraallá, Corm. Tendré que pasarle lo queestaba haciendo a alguien, pero medeben un favor.

Strike oyó unos ruidos sordos, vocesa lo lejos, los pasos apresurados de Ilsa.

 —Llámame en cuanto sepas algo — dijo él.

 

 —Sí, pero a lo mejor tardo un poco. —Da lo mismo. Llámame.Ilsa colgó. Strike miró a Robin, que

estaba consternada. —Oh, no —dijo ella en voz baja. —Voy a llamar a Anstis —anunció

Strike mientras cogía de nuevo elteléfono.

Pero su viejo amigo no estaba dehumor para hacer favores.

 —Te lo advertí, Bob, te advertí que pasaría esto. Fue ella, tío.

 —¿Qué has descubierto? —preguntóStrike.

 —Lo siento, Bob, pero no puedodecírtelo.

 —¿Te lo ha dicho Kathryn Kent?

 

 —No puedo decírtelo, en serio.Strike cortó la comunicación si

dignarse devolverle a Anstis lasfórmulas de cortesía convencionales.

 —¡Capullo! —exclamó—. ¡Capullode mierda!

Ya no podía ponerse en contacto coLeonora. Lo preocupaba lainterpretación que sus interlocutores pudieran hacer de sus modales bruscos yde la animadversión que sentía por la policía. Se la imaginó quejándose deque Orlando se había quedado sola,exigiendo saber cuándo podría volver con su hija, indignada por que la policíase hubiera inmiscuido en la rutina de striste existencia. Lo asustaba la falta de

 

instinto de supervivencia de la mujer;confió en que Ilsa llegara pronto a lacomisaría, antes de que Leonora, cotoda su inocencia, se autoinculpara cocualquier comentario sobre las amantesde su marido, o sobre su tendenciageneral a la irresponsabilidad; antes deque repitiera su sospechosa, por nodecir increíble, afirmación de que ellano sabía nada de los libros de su maridohasta que tenían puestas las tapas; antesde que intentara explicar por qué habíaolvidado temporalmente que tenían unasegunda vivienda donde los restosmortales de su marido habían pasadosemanas pudriéndose.

Dieron las cinco de la tarde y seguía

 

sin tener noticias de Ilsa. Strike miró por la ventana, y al ver el cielo cada vezmás negro y la nieve, insistió a Robi para que se marchara a casa.

 —Pero ¿me llamarás si sabes algo? —suplicó ella mientras se ponía elabrigo y se enrollaba una gruesa bufandade lana alrededor del cuello.

 —Sí, claro.Ilsa no lo llamó hasta las seis y

media. —Esto no podría ir peor. —Fue lo

 primero que dijo. Parecía cansada ytensa—. Tienen unos recibos de latarjeta de crédito conjunta de los Quinecorrespondientes a la compra de monos protectores, botas de goma, guantes y

 

cuerdas. Los compraron por internet ylos pagaron con su Visa. Ah, y un burka.

 —¿Me tomas el pelo? —No. Ya sé que estás convencido

de que Leonora es inocente… —Sí, convencidísimo —replicó él

en una clara advertencia de que no perdiera el tiempo intentando hacerlecambiar de idea.

 —De acuerdo —dijo Ilsa con vozcansina—, como tú quieras, pero quesepas una cosa: su actitud no ayudamucho. Está superagresiva e insiste eque esas cosas debió de comprarlas el propio Quine. Un burka, por el amor deDios. Las cuerdas que compraron coesa tarjeta son idénticas a las que se

 

usaron para atar el cadáver. Le ha preguntado para qué podía querer Quineun burka o un mono de plásticoresistente a los productos químicos, y loúnico que ha dicho ha sido: «No tengo niidea, ¿vale?» Cada dos por tres preguntaba cuándo podría volver a casacon su hija; creo que no lo entiende.Esos artículos los compraron hace seismeses y los enviaron a Talgarth Road; loúnico que podría parecer más premeditado que eso sería queencontrasen un esquema hecho de s puño y letra. Ella niega que supieracómo iba a terminar Quine su libro, peroese amigo tuyo, Anstis…

 —¿Él estaba presente?

 

 —Sí, dirigía el interrogatorio. Le ha preguntado un montón de veces si deverdad esperaba que se creyeran queQuine nunca le hablaba de lo que estabaescribiendo. En una ocasión, ella hadicho: «No le hago mucho caso.»«Entonces, sí le habla de susargumentos, ¿no?» Y así una y otra vez;él intentaba extenuarla. Y al final ella hadicho: «Bueno, me dijo no sé qué de queiban a hervir el gusano de seda.» Anstisno necesitaba nada más paraconvencerse de que Leonora ha mentidodesde el principio y de que conocía todoel argumento. Ah, y han encontradotierra removida en su jardín trasero.

 —Ya, y me juego algo a que tambié

 

encuentran un gato muerto que sellamaba Míster Poop —gruñó Strike.

 —Bueno, pero eso no será obstáculo para Anstis —predijo Ilsa—. Estáabsolutamente convencido de que fueella, Corm. Tienen derecho a retenerlahasta mañana a las once de la mañana, yestoy segura de que van a imputarla.

 —No tienen suficientes pruebas — replicó Strike, furioso—. ¿Dónde estálas pruebas de ADN? ¿Dónde están lostestigos?

 —Ese es el problema, Corm, que nohay ninguno, y los recibos de esa tarjetade crédito son condenatorios. Mira, yoestoy de tu parte —añadió Ilsa co paciencia—. ¿Quieres saber mi opinión?

 

¿Sinceramente? Anstis está jugándoselotodo a esta carta, con la esperanza deque le salga bien. Me parece que la presión de la prensa ha hecho mella eél. Y además, lo pone nervioso que túestés metido en esto y quiere tomar lainiciativa.

Strike gruñó. —¿De dónde han sacado un recibo

de hace seis meses? ¿Tanto han tardadoen revisar el material que se llevarodel estudio de Quine?

 —No —contestó Ilsa—. Está aldorso de un dibujo de su hija. Por lovisto, la chica se lo regaló a una amigade Quine hace meses, y esta mañanatemprano esa amiga ha ido a la policía y

 

les ha dicho que había visto el dorso dela hoja y se había dado cuenta de lo queera. ¿Qué has dicho?

 —Nada. —Strike suspiró. —Me ha parecido oír «Tashkent». —Algo así, sí. Tengo que dejarte,

Ilsa. Gracias por todo.Strike se quedó un momento e

silencio, sumido en la frustración. —Cojones… —murmuró.Ya sabía qué había pasado. Pippa

Midgley, con su paranoia y su histeria,convencida de que Leonora habíacontratado a Strike para que acusaran aotro del asesinato, había ido corriendo aver a Kathryn Kent al salir de su oficina.Pippa le había confesado que había

 

echado por tierra el pretexto de Kathryde no haber leído  Bombyx Mori  y lahabía instado a utilizar las pruebas quetenía contra Leonora. Kathryn habíacogido el dibujo de la hija de su amante(Strike se lo imaginaba colgado en la puerta de la nevera con un imán) y habíaido corriendo a la comisaría de policía.

 —Cojones —repitió, en voz másalta, y marcó el número de Robin.

 

39

Tantas veces me castigó la desgraciaque ya ni me atrevo a esperar…

THOMAS DEKKER Y THOMAS

MIDDLETON, The Honest Whore

A las once en punto de la mañana del díasiguiente acusaron a Leonora Quine delasesinato de su marido, tal como habíavaticinado su abogada. Strike y Robin,que se habían enterado por teléfono,vieron cómo la noticia se extendía por internet, donde, minuto a minuto, la

 

historia proliferaba con el ritmo de las bacterias al multiplicarse. A las once ymedia, la web de The Sun publicaba uartículo sobre Leonora con el titular «UNA DOBLE DE ROSE WES

ENTRENADA EN LA CARNICERÍA».Los periodistas se habían afanado

 para reunir testimonios del lamentablehistorial de Quine como marido. Habíarelacionado sus frecuentesdesapariciones con aventuras con otrasmujeres, y habían diseccionado yadornado la temática sexual de su obra.Habían localizado a Kathryn Kent, lahabían esperado frente a su casa, lehabían tomado fotografías y la habíaclasificado como «la amante pelirroja y

 

curvilínea de Quine, escritora de novelaerótica».

Poco después de mediodía, Ilsavolvió a llamar a Strike.

 —Mañana se presentará ante eltribunal.

 —¿Dónde? —En Wood Green, a las once e

 punto. Supongo que desde allí lallevarán directamente a Holloway.

En otra época, Strike había vividocon su madre y con Lucy en una casa asolo tres minutos de esa cárcel paramujeres del norte de Londres.

 —Quiero verla. —Puedes intentarlo, pero no creo

que la policía permita que te acerques a

 

ella, y como abogada suya tengo quedecirte, Corm, que podría no parecer…

 —Ilsa, ahora mismo soy su únicaoportunidad.

 —Gracias por el voto de confianza —repuso ella, cortante.

 —Ya sabes a qué me refiero.La oyó suspirar. —Pienso también en ti. ¿De verdad

quieres fastidiar a la policía y que…? —¿Cómo está Leonora? —la

interrumpió Strike. —No muy bien. Lleva fatal lo de

estar separada de Orlando.A lo largo de la tarde, el detective

recibió varias llamadas de periodistas yconocidos de Quine; tanto unos como

 

otros estaban desesperados por obtener información de primera mano. La voz deElizabeth Tassel sonaba tan grave yáspera por teléfono que Robin laconfundió con un hombre.

 —¿Dónde está Orlando? —preguntóla agente cuando Strike se puso alteléfono, como si hubieran delegado eél el cuidado de todos los miembros dela familia Quine—. ¿Con quién se haquedado?

 —Me parece que con una vecina — contestó, y oyó unos resuellos en el otroextremo de la línea.

 —Dios mío, qué desastre —dijo laagente con voz ronca—. Leonora… Quese le agotara la paciencia después de

 

aguantar tantos años… Es increíble…La reacción de Nina Lascelles fue de

alivio mal disimulado, lo que nosorprendió demasiado a Strike. Elasesinato se había retirado al lugar quele correspondía, al borde de lo posible.Su sombra ya no la alcanzaba, pues elasesino no era nadie que ella conociera.

 —Es verdad que su mujer se pareceun poco a Rose West, ¿no? —dijo, yStrike supo que Nina tenía los ojosclavados en la web de The Sun —. Perocon el pelo largo.

El detective tuvo la impresión deque Nina se compadecía de él. Strike nohabía resuelto el caso. La policía lehabía ganado la partida.

 

 —Oye, el viernes vienen unosamigos a casa. ¿Te apuntas?

 —Lo siento, no puedo —respondióél—. He quedado para cenar con mihermano.

Se dio cuenta de que Ninasospechaba que le estaba mintiendo. Fueuna breve vacilación, casiimperceptible, antes de decir «mihermano», lo que fácilmente ella pudointerpretar como una pausa para pensar.Strike no recordaba haber llamadonunca a Al su «hermano». Casi nuncahablaba de sus hermanastros por partede padre.

Esa noche, antes de marcharse de laoficina, Robin le puso una taza de té

 

delante mientras él estaba enfrascado eel dosier de Quine. Casi percibía larabia que su jefe hacía todo lo posible por ocultar, y sospechó que iba dirigidahacia sí mismo tanto como hacia Anstis.

 —No está todo perdido —le dijomientras se enrollaba la bufanda y se preparaba para marcharse—.Demostraremos que no fue ella.

Ya había utilizado el plural en otraocasión en que a Strike le flaqueaba laconfianza en sí mismo. Él agradeció elapoyo moral que le ofrecía, pero lasensación de impotencia entorpecía sus procesos mentales. Strike detestabachapotear por la periferia del caso,obligado a observar mientras otros se

 

zambullían en busca de pistas, datos einformación.

Esa noche se quedó despierto hastatarde leyendo el dosier de Quine,repasando las notas que había tomado elas entrevistas, volviendo a examinar lasfotografías que había hecho con elteléfono y que luego había impreso. Elcadáver destrozado de Owen Quine parecía hacerle señas en medio delsilencio, como sucedía a menudo con loscadáveres, y lanzar mudas peticiones deusticia y clemencia. A veces, los

cadáveres de las víctimas ofrecíainformación acerca de sus asesinos,como si sostuvieran un mensaje en susmanos rígidas. Strike se quedó un bue

 

rato observando la cavidad torácicaagujereada y quemada, las cuerdasapretadas alrededor de los tobillos y lasmuñecas, el tronco abierto en canal ydestripado como un pavo; sin embargo, por mucho empeño que pusiera, noconseguía extraer nada que no supiera yade aquellas imágenes. Al final, apagótodas las luces y subió a acostarse.

Para Strike, pasarse la mañana delueves en Lincoln’s Inn Fields, en las

oficinas de los carísimos abogadosmatrimonialistas de su clienta, supuso ualivio agridulce. Se alegró de tener algocon que matar el tiempo que no podíadedicar a investigar el asesinato de

 

Quine, aunque, por otra parte, tenía lasensación de que lo habían llevado a lareunión de manera fraudulenta. Lacoqueta divorciada le había dado aentender que su abogado quería que el propio Strike le explicara cómo habíareunido las abundantes pruebas de lainfidelidad de su marido. Sentado a slado a una mesa de caoba relucientedonde cabían doce personas, la oíareferirse una y otra vez a «lo que hadescubierto Cormoran» y «comoCormoran vio con sus propios ojos, ¿noes así?» mientras, de vez en cuando, lerozaba la muñeca. Strike no tardó muchoen deducir, por la irritación a duras penas disimulada del afable abogado de

 

la mujer, que la idea de que Strikeasistiera a la reunión no se le habíaocurrido a él. Con todo, como era deesperar cuando los honorariossuperaban las quinientas libras por hora,el letrado no parecía tener intención dedarse mucha prisa.

Aprovechando una visita al baño,Strike revisó su teléfono y vio,reproducidas en tamaño muy pequeño,imágenes de Leonora entrando ysaliendo de la audiencia provincial deWood Green. La habían imputado y se lahabían llevado en un furgón policial. Ela puerta de los juzgados había muchosfotógrafos de prensa, pero ningúciudadano de a pie exigiendo a gritos

 

que la condenaran; al fin y al cabo, noera la presunta asesina de nadie que leimportara mucho al público en general.

Cuando se disponía a entrar en lasala de reuniones, Strike vio un mensajede texto de Robin:

Te he conseguido cita conLeonora a las 6. ¿Puedes?

Perfecto, contestó él con otromensaje.

 —Me ha parecido —dijo su clienta,coqueta, cuando el detective volvió asentarse— que la presencia deCormoran en el estrado podría causar 

 

efecto.Strike ya le había enseñado al

abogado las meticulosas notas y lasfotografías que había recopilado, dondeestaban detalladas todas lastransacciones encubiertas, incluidos elintento de vender el apartamento y ladesaparición del collar de esmeraldas.La señora Burnett no disimuló sdesengaño cuando se decidió que nadaustificaba que Strike asistiera al juicio,

dada la excelente calidad de losdocumentos que había presentado. Esmás, el abogado tuvo que esforzarse para ocultar el resentimiento que lecausaban las muestras de confianza de lamujer hacia el detective. No cabía duda

 

de que opinaba que las discretascaricias y las caídas de ojos de aquellaacaudalada divorciada deberían haber ido dirigidas a él, con su traje de rayadiplomática hecho a medida y sdistinguido pelo entrecano, en lugar de aun hombre que parecía ucazarrecompensas lisiado.

Strike respiró con alivio al salir deaquel ambiente enrarecido. Volvió a soficina en metro y subió al ático,contento de poder quitarse el traje y de pensar que pronto se libraría de aquelcaso y recibiría un jugoso cheque, laúnica razón por la que lo habíaaceptado. Por fin podría concentrarse ela mujer de cincuenta años y pelo cano

 

de Holloway, descrita en la página dosdel  Evening Standard   que habíarecogido por el camino como «la esposadel escritor; aparentemente inofensiva, pero experta con los cuchillos decarnicero».

 —¿Estaba contento su abogado? — le preguntó Robin cuando volvió a bajar a la oficina.

 —Bastante —contestó Strike,contemplando, embobado, el arbolito de

avidad de espumillón en miniatura quesu secretaria había puesto encima de smesa. Estaba decorado con adornos yluces LED.

 —¿Y eso? —se limitó a preguntar. —Es Navidad —contestó Robin, y

 

esbozó una sonrisa, pero sin disculparse —. Iba a ponerlo ayer, pero, comoimputaron a Leonora, se me pasaron lasganas. Bueno, te he conseguido hora para verla a las seis. Tienes que llevar una fotografía de carnet…

 —Buen trabajo, gracias. —… te he comprado unos

sándwiches. Ah, y he pensado que tegustaría ver esto —añadió—: MichaelFancourt ha concedido una entrevistasobre Quine.

Le dio un paquete con sándwichesde queso con pepinillos y un ejemplar de The Times doblado por la página ecuestión. Strike se sentó en el sofá pedorrero y se puso a comer mientras

 

leía el artículo, que iba acompañado deuna fotografía en dos partes. En el ladoizquierdo aparecía Fancourt delante deuna casa de campo isabelina. Lo habíafotografiado desde abajo, de modo quesu cabeza parecía menosdesproporcionada de lo que era erealidad. En el derecho estaba Quine,excéntrico, con mirada de loco, con ssombrero de fieltro con plumas,dirigiéndose a un público escaso bajoalgo parecido a un pequeño entoldado.

El autor del artículo daba muchaimportancia al hecho de que Fancourt yQuine se habían conocido bien y que selos había considerado, incluso, personascon el mismo grado de talento:

 

Pocos se acuerdan ya de la obra cola que debutó Quine,  El pecado de

obart , pese a que Fancourt todavía serefiere a ella como un ejemplo excelentede lo que él llama el «brutalismomágico» de Quine. Pese a su fama derencoroso, Fancourt expresa unagenerosidad sorprendente cuandohablamos de la obra de Quine.

«Interesante siempre, y a menudo nodebidamente valorado —afirma—.Sospecho que los críticos del futuro lotratarán mucho mejor que nuestroscontemporáneos.»

Esta inesperada generosidad resultamás asombrosa aún si tenemos en cuentaque, hace veinticinco años, la primera

 

esposa de Fancourt, Elspeth Kerr, sesuicidó después de leer una cruel parodia de su primera novela, atribuida por lo general al buen amigo deFancourt y compañero de rebeldíasliterarias: el difunto Owen Quine.

«Con los años, vas moderándotecasi sin darte cuenta; es unacompensación de la edad, porque la iraes una emoción agotadora. En mi últimanovela me liberé de muchos de missentimientos respecto a la muerte deEllie; eso no significa que debaconsiderarse autobiográfica, aunque…»

Strike se saltó los dos párrafossiguientes, que parecían dedicados a

 

 promocionar el nuevo libro de Fancourt,  siguió leyendo en diagonal hasta

tropezar con la palabra «violencia»:

 No es fácil conciliar al Fancourt cochaqueta de tweed que tengo enfrentecon el personaje que en su día sedescribió a sí mismo como «punk de laliteratura» y que recibió aplausos ycríticas por la inventiva y la violenciagratuita de sus primeras obras.

«Si Graham Greene tenía razón — escribió el crítico Harvey Bird,refiriéndose a la primera novela deFancourt—, y para ser escritor hay quetener un poco de hielo en el corazón, siduda Michael Fancourt tiene lo que hay

 

que tener en abundancia. Leyendo laescena de la violación de  Bellafront ,uno empieza a sospechar que ese jovedebe de ser glacial por dentro. Dehecho, hay dos formas de considerar 

ellafront , que sin duda alguna es unanovela lograda y original. Por un lado,está la posibilidad de que el señor Fancourt haya escrito una primeranovela inusualmente madura, en la quese ha resistido a la tendencia de losautores noveles a colocarse a sí mismoen el papel de héroe o antihéroe.Podemos estremecernos ante susatrocidades o su moral, pero nadie podrá negar la fuerza ni la maestría desu prosa. Por otro lado, la segunda y

 

más turbadora es que Fancourt no poseasiquiera un órgano donde colocar u poco de hielo, y que este relatoexcepcionalmente inhumano sea unamanifestación de su propio paisajeinterior. El tiempo (y sus próximasobras) lo dirá.»

Fancourt, el único hijo de unaenfermera soltera, es originario deSlough. Su madre todavía vive en lacasa donde se crio el escritor.

«Ella es feliz allí —afirma Fancourt —. Posee una capacidad envidiable dedisfrutar con lo conocido.»

Ahora, su casa no tiene nada que ver con los adosados de Slough.Conversamos en un amplio salón lleno

 

de porcelanas de Meissen y alfombrasde Aubusson, con ventanas que dan a losextensos jardines de Endsor Court.

«Todo esto lo escogió mi esposa — explica Fancourt con displicencia—.Mis gustos artísticos son muy diferentes  han sido confinados a los jardines.»

Están preparando una gran zanja junto aledificio, para alojar la base de hormigóque sostendrá una escultura de metaloxidado que representa a la furiaTisífone, que él describe, riendo, como«una compra compulsiva… Lavengadora del asesinato… Una obramuy potente. Mi mujer la odia».

Y, sin darnos cuenta, nosencontramos de nuevo donde comenzó la

 

entrevista: en el destino macabro deOwen Quine.

«Todavía no he asimilado la muertede Owen —confiesa Fancourt, sereno—.Como nos ocurre a la mayoría de losautores, suelo descubrir lo que sientorespecto a determinado tema al escribir sobre él. Así es como nosotrosinterpretamos el mundo, como tratamosde entenderlo.»

¿Significa eso que podemos esperar un relato novelado del asesinato deQuine?

«Ya empiezo a oír las acusacionesde mal gusto y explotación —diceFancourt con una sonrisa en los labios —. Me atrevería a decir que los temas

 

de la amistad perdida, de la últimaoportunidad para hablar, para explicar yhacer las paces podrían aparecer a sdebido tiempo, pero el asesinato deOwen ya ha sido novelado por élmismo.»

Fancourt es de los pocos que haleído el famoso manuscrito, que, segúcuentan, contiene el plan del asesinato.

«Lo leí el mismo día en quedescubrieron el cadáver de Quine. Mieditor estaba impaciente por conocer miopinión, puesto que yo aparezco en él.»Parece sinceramente indiferente a esainclusión, pese a lo insultante que puedaser el retrato. «No creí oportuno hacer intervenir a los abogados. La censura me

 

 parece deplorable.»¿Qué opina de la calidad literaria

del libro?«Es lo que Nabokov llamaba “la

obra maestra de un maníaco” —contesta,sonriente—. Puede que se publique en elfuturo, quién sabe.»

 No lo dirá en serio, ¿verdad?«¿Por qué no iba a publicarse? —se

cuestiona Fancourt—. Se supone que elarte tiene que provocar: en ese sentido,

ombyx Mori  ya ha cumplido cocreces su cometido. Sí, ¿por qué no?», pregunta este punk de la literatura,cómodamente instalado en su mansióisabelina.

¿Con una introducción de Michael

 

Fancourt?, insinúo.«Cosas más raras se han visto — 

responde Michael Fancourt con unasonrisa—. Mucho más raras.»

 —Dios santo —masculló Strike.Tiró el periódico sobre la mesa deRobin, y al hacerlo estuvo a punto dederribar el árbol de Navidad.

 —¿Te has fijado en que dice queleyó  Bombyx Mori  el día queencontraste el cadáver de Quine?

 —Sí. —Miente —dijo Robin. —Nos parece que miente —la

corrigió él.Firme en su decisión de no gastar 

 

más dinero en taxis, pero viendo que lanevada no paraba, Strike decidió tomar el autobús número 29 cuando empezabaa oscurecer. Viajó durante veinteminutos hacia el norte, por calles en lasque los servicios municipales ya habíaesparcido arenilla. En Hampstead Roadsubió una mujer ojerosa, acompañada deun crío canijo que lloriqueaba. Strikeintuyó que los tres iban al mismo sitio, yno se equivocaba, pues la mujer y él selevantaron para apearse en CamdeRoad, frente a la prisión de Holloway.

 —Vamos a ver a mamá —informó lamujer al niño; Strike pensó que debía deser su nieto, aunque ella aparentaba unoscuarenta años.

 

La cárcel, rodeada de árbolesdesnudos y arcenes de hierba cubiertos por una gruesa capa de nieve, podríahaberse confundido con una universidadde poca monta de no ser por losimperativos letreros blancos y azules,tan oficiales, y por las puertas de casicinco metros de altura de la fachada, por donde entraban los furgones carcelarios.Strike se unió al goteo de visitantes,varios de ellos acompañados de niñosque intentaban dejar marcas en la nieveque se acumulaba intacta a ambos ladosde los caminos. La cola pasóarrastrando los pies por delante de losmuros color terracota, con refuerzos decemento y cestillos colgantes

 

convertidos en bolas de nieve por el fríode diciembre. La mayoría de losvisitantes eran mujeres; Strike destacabaentre los pocos hombres, no solo por sestatura, sino por el hecho de que no parecía que la vida lo hubiera aporreadohasta dejarlo sumido en un profundoestupor. El joven muy tatuado covaqueros holgados que iba delante de élse tambaleaba un poco con cada pasoque daba. Strike había visto a soldadoscon lesiones neurológicas en Selly Oak, pero supuso que las de aquel joven noeran producto del fuego de mortero.

La robusta celadora encargada decomprobar las identificaciones examinósu carnet de conducir y se quedó

 

mirándolo. —Ya sé quién es —dijo,

traspasándolo con la mirada.Strike se preguntó si Anstis habría

 pedido que lo avisaran si iba a ver aLeonora. Probablemente.

Había llegado antes a propósito, para no perder ni un solo minuto deltiempo que iban a permitirle pasar cosu clienta. Esa previsión le permitiótomarse un café en la cantina paravisitantes, gestionada por unaorganización benéfica dedicada a laatención de menores. La sala estaba bieiluminada y resultaba casi alegre, ymuchos niños se reencontraban con loscamiones y los ositos de peluche como

 

si fueran viejos amigos. La mujer ojerosa que había viajado con Strike eel autobús observaba, demacrada eimpertérrita, al crío que la acompañaba,que jugaba con un Action Man alrededor de los enormes pies de Strike como si eldetective fuera una escultura inmensa(«Tisífone, la vengadora delasesinato…»).

A las seis en punto lo llamaron paraque pasara a la sala de visitas. Sus pasos resonaban por el suelo brillante.Las paredes eran de bloques dehormigón, pero unos vistosos murales pintados por las presas intentabasuavizar aquel espacio cavernoso,donde se oía el tintineo metálico de las

 

llaves y los murmullos deconversaciones. Había asientos de plástico fijados a ambos lados de unamesa central, pequeña y baja, tambiéfijada al suelo, para reducir al máximoel contacto entre prisioneros yvisitantes, y para impedir que estos pasaran objetos de contrabando. Se oíallorar a un crío. Las celadoras, de pieunto a las paredes, lo observaban todo

con atención. Strike, que solo habíatratado con reclusos varones, sintió por aquel lugar una aversión inusual en él.Los niños mirando fijamente a susdemacradas madres; los sutiles signosde enfermedad mental en los dedos deuñas mordidas que temblaban y no

 

 paraban de moverse; mujeressoñolientas, medicadas en exceso,ovilladas en los asientos de plástico…Aquello no se parecía en nada a loscentros penitenciarios para hombres coque Strike estaba familiarizado.

Leonora lo esperaba sentada,menuda y frágil, y su alegría al verloresultó patética. Iba vestida con ropa decalle: un jersey holgado y unos pantalones con los que parecía haber encogido.

 —Ha venido Orlando —dijo. Teníalos ojos enrojecidos; Strike se diocuenta de que había llorado mucho—.

o quería marcharse. Han tenido quellevársela a rastras. No me dejaba

 

tranquilizarla.Strike advirtió un principio de

resignación donde solía haber rebeldía yrabia. Habían bastado cuarenta y ochohoras para que Leonora comprendieraque había perdido todo control y todo poder.

 —Tenemos que hablar de ese recibode la tarjeta de crédito, Leonora.

 —Yo nunca he utilizado esa tarjeta —afirmó ella; le temblaban los labios, pálidos—. Siempre la llevaba Owen, yosolo la cogía a veces, cuando tenía queir al supermercado. Él siempre me dabadinero en efectivo.

Strike se acordó de que Leonorahabía ido a verlo, el primer día, porque

 

se le estaba acabando el dinero. —Owen se ocupaba de todas

nuestras finanzas, a él le gustaba hacerloasí, pero era descuidado, nocomprobaba las facturas ni los extractos bancarios, y se limitaba a llevárselos aldespacho. Yo siempre le decía:«Tendrías que revisar los recibos, podrían estar estafándote», pero él nohacía ni caso. Le daba cualquier cosa aOrlando para que dibujara, por eso elrecibo ese tenía un dibujo detrás.

 —No se preocupe por el dibujo.Alguien debió de tener acceso a esatarjeta de crédito. Alguien que no era niusted ni Owen. Vamos a pensar quié pudo ser, ¿de acuerdo?

 

 —De acuerdo —masculló ella,amedrentada.

 —Elizabeth Tassel supervisó unasobras en la casa de Talgarth Road, ¿no?¿Cómo se pagó eso? ¿Tenía ella uduplicado de su tarjeta de crédito?

 —No —contestó Leonora. —¿Está segura? —Sí, estoy segura, porque se lo

ofrecimos y ella dijo que era más fácildescontárselo a Owen de los derechosde autor, porque iba a cobrarlos muy pronto. Sus libros se venden mucho eFinlandia, no sé por qué, pero allí lesgusta su…

 —¿No recuerda ninguna ocasión eque Elizabeth Tassel encargara algú

 

trabajo en la casa y pagara con esaVisa?

 —No, nunca —respondió ella,negando con la cabeza.

 —Muy bien —dijo Strike—.¿Recuerda alguna ocasión en que Owe pagara algo con su tarjeta de crédito eRoper Chard? Piénselo bien.

Y, para gran asombro de Strike,Leonora respondió:

 —No exactamente en Roper Chard, pero sí. —Y tras una pausa añadió—:Estaban todos. Yo también. Fue… No losé, me parece que hace dos años. A lomejor no tanto. Era una gran cena paraeditores, en el Dorchester. A Owen y amí nos pusieron en una mesa con los

 

empleados más jóvenes. No estábamoscon Daniel Chard ni con JerryWaldegrave. Bueno, pues hicieron unasubasta silenciosa, ¿sabe a qué merefiero? Esas en las que anotas el dineroque…

 —Sí, ya sé cómo funcionan —dijoStrike, tratando de contener simpaciencia.

 —Recaudaban dinero para unaorganización benéfica que trabaja parasacar a escritores de la cárcel. Owe pujó por un fin de semana en un hotelrural, y lo ganó, y durante la cena tuvoque dar los datos de su tarjeta decrédito. Había unas chicas jóvenes delas editoriales, muy emperifolladas, que

 

se encargaban de cobrar. Owen leentregó su tarjeta a una de ellas. Meacuerdo muy bien porque estaba borracho —continuó con una sombra desu antiguo mal humor— y pagóochocientas libras. Para presumir. Parahacer creer a todos que ganaba muchodinero, como los demás.

 —Le dio su tarjeta de crédito a unaempleada de la editorial —repitió Strike —. ¿Y la chica anotó los datos allímismo, en la mesa, o…?

 —No le funcionaba la maquinita — respondió Leonora—. Se la llevó yluego la trajo.

 —¿Había alguien más a quien ustedconociera?

 

 —Estaba Michael Fancourt con seditor, en la otra punta de la sala. Esofue antes de que Fancourt volviera aRoper Chard.

 —¿Recuerda si Fancourt habló coOwen?

 —No lo creo. —Muy bien, y… —continuó Strike,

 pero vaciló.Hasta entonces, nunca había

hablado abiertamente de Kathryn Kent. —Su amiguita podía cogerla cuando

quisiera, ¿no? —dijo Leonora, como sile hubiera leído el pensamiento.

 —¿Usted sabía que tenía unaamante? —preguntó Strike conaturalidad.

 

 —La policía comentó algo —replicóLeonora con gesto sombrío—. Siemprehabía alguien. Él era así. Las conocía esus cursos de escritura creativa. Yo loregañaba. Cuando me enteré de que…de que estaba… atado… —Rompió allorar otra vez—. Supe que lo habíahecho una mujer. A él le gustaba eso. Loexcitaba.

 —¿Usted no sabía nada de KathryKent antes de que la policía lamencionara?

 —Una vez vi su nombre en umensaje de texto en su teléfono, pero éldijo que no era nada, que solo era unade sus alumnas. Siempre decía lomismo. Me decía que nunca nos

 

abandonaría, ni a Orlando ni a mí.Se enjugó las lágrimas con el dorso

de una mano delgada y temblorosa, siquitarse sus gafas anticuadas.

 —Pero ¿usted nunca había visto aKathryn Kent hasta que ella fue a su casaa decirle que había muerto su hermana?

 —Ah, ¿era ella? —preguntóLeonora, sorbiendo por la nariz yenjugándose las lágrimas con el puñodel jersey—. Una mujer gorda, ¿no?Bueno, pues ella pudo anotar los datosde la tarjeta de crédito de Owen ecualquier momento, ¿no? Pudo sacarlade su cartera mientras él dormía.

Strike sabía que no iba a ser fácilencontrar e interrogar a Kathryn Kent.

 

Estaba seguro de que se habríamarchado de su piso para evitar elacoso de la prensa.

 —El asesino compró esas cosas cola tarjeta de crédito por internet —dijo,cambiando de táctica—. En su casa nohay ordenador, ¿verdad?

 —No, a Owen no le gustaban.Prefería su vieja máquina de…

 —¿Alguna vez ha comprado algo por internet?

 —Sí —contestó ella.Strike se desanimó un poco.

Confiaba en la posibilidad de queLeonora fuera esa criatura casi mítica:una virgen en todo lo referente a lainformática.

 

 —¿Con qué ordenador? —Con el de Edna. Me lo prestó para

comprarle unas pinturas a Orlando por su cumpleaños, porque así me ahorrabatener que ir al centro.

La policía no tardaría en confiscar ydestrozar el ordenador de la buena deEdna.

Una mujer con la cabeza rapada y ellabio tatuado que estaba en la mesa de allado se puso a gritarle a una celadoraque le había advertido que no debíalevantarse de la silla. Leonora se apartóun poco de la presa cuando esta se pusoa gritar obscenidades y la celadora se leacercó.

 —Una cosa más, Leonora —dijo

 

Strike subiendo la voz, porque los gritosde la mesa de al lado habían llegado al punto culminante—. Antes de marcharseel día cinco, ¿le había comentado Oweque tuviera intención de ir a algún sitio,de tomarse un respiro?

 —No. Claro que no.Habían conseguido tranquilizar a la

 presa belicosa. Su visitante, una mujer con un tatuaje parecido y de aspectosolo un poco menos agresivo, le hizo ugesto obsceno a la celadora al salir.

 —¿No se le ocurre nada que Owedijera o hiciera y que pudiera dar aentender que planeaba ausentarsedurante un tiempo? —insistió Strike,mientras Leonora observaba a sus

 

vecinas con gesto angustiado y los ojoscomo platos.

 —¿Cómo? —dijo, distraída—. No,él nunca me cuenta… Nunca mecontaba… Se marchaba y punto. Sihubiera sabido que iba a marcharse, ¿nocree que se habría despedido?

Rompió a llorar y se tapó la bocacon su delgada mano.

 —¿Qué va a pasar con Dodo si meretienen aquí? —preguntó entre sollozos —. Edna no puede quedársela parasiempre. Ella no sabe manejarla. Se hadejado a Cheeky Monkey en casa, yresulta que Dodo me había hecho unosdibujos —añadió, y tras unos momentosde desconcierto, Strike decidió que

 

debía de referirse al orangután de peluche que Orlando llevaba en brazosel día en que él había ido a su casa—. Sitengo que quedarme mucho tiempo ela…

 —Yo la sacaré de aquí —dijoStrike.

 No estaba tan seguro; sin embargo,¿qué mal podía haber en ofrecerle aLeonora algo a lo que aferrarse, algoque la ayudara a sobrellevar lasveinticuatro horas siguientes?

Se agotó el tiempo. El detectiveabandonó la sala sin mirar atrás, preguntándose qué tendría Leonora (unamujer apagada y gruñona, cincuentona,con una hija con lesiones cerebrales y

 

una vida deprimente) para inspirarle a élesa determinación feroz, eseenfurecimiento.

 Pues que no lo mató ella  —fue larespuesta, sencillísima—. Que es

inocente.A lo largo de los ocho meses

anteriores, muchos clientes habíaentrado por la puerta de vidrio dondeestaba grabado su nombre, y las razones por las que habían ido a verlo eraasombrosamente parecidas. Habían ido porque necesitaban a un espía, un arma,una forma de establecer cierto equilibrioa su favor o deshacerse de contactosinconvenientes. Habían ido buscandouna posición de ventaja, porque creía

 

que se les debía una retribución o unacompensación. Habían ido por dinero,en definitiva.

Leonora, en cambio, había acudido aél porque quería que su marido volvieraa casa. Era un deseo sencillo que surgíadel cansancio y del amor que sentía, sino por el bohemio Quine, sí por la hijaque echaba de menos a su padre. Por la pureza de ese deseo, Strike sentía que ledebía a su clienta lo mejor que pudieraofrecerle.

Fuera de la prisión, el aire frío olíade un modo diferente. Hacía muchotiempo que el detective no se encontrabaen un entorno donde obedecer órdenesera lo fundamental del día a día.

 

Mientras andaba hacia la parada deautobús apoyándose en el bastón, creyó poder palpar su libertad.

En los asientos de la parte traseradel vehículo, tres mujeres borrachas,con diademas con astas de reno,cantaban:

They say it’s unrealistic,

 But I believe in you Saint Nick …[2]

 Maldita Navidad , pensó Strike alacordarse de los regalos que seesperaba que les comprara a sussobrinos y a sus ahijados, cuyas edadesni siquiera recordaba.

 

El autobús avanzaba gruñendo por lacalzada cubierta de nieve fangosa. Lucesde todos los colores brillaban, borrosas,detrás de la ventanilla empañada. Con elceño fruncido, pensando en crímenes einjusticias, Strike ahuyentaba, sin decir nada y sin ningún esfuerzo, a cualquieraque tuviera intención de sentarse en elasiento a su lado.

 

40

Alegraos de no tener nombre; nomerece la pena.

FRANCIS BEAUMONT y JOHN FLETCHER,

The False One

Al día siguiente, la aguanieve, la lluvia  la nieve se turnaron para golpear las

ventanas de Denmark Street. Amediodía, el jefe de la señoritaBrocklehurst se presentó en la agenciacon el propósito de examinar las pruebas de la infidelidad de su amante y

 

empleada. Poco después de que Strikese despidiera de él, llegó CarolineIngles. Iba con prisa, pues tenía que ir arecoger a sus hijos al colegio, pero noquería dejar de entregarle a Strike latarjeta de un club para caballeros reciéinaugurado, el Golden Lace, que habíaencontrado en la cartera de su marido.La promesa del señor Ingles demantenerse apartado de las bailarinas delap dance, las chicas de compañía y las

 strippers  había sido uno de losrequisitos para la reconciliación. Strikese comprometió a mantener vigilado elGolden Lace para averiguar si el señor Ingles había sucumbido a la tentación.Cuando se marchó su clienta, estaba

 

impaciente por abalanzarse sobre el paquete de sándwiches que lo esperabaencima de la mesa de Robin, pero solohabía dado un mordisco cuando sonó steléfono.

Consciente de que su relació profesional estaba llegando a su fin, laseñora Burnett había decididoabandonar la prudencia e invitar a Strikea cenar. Al detective le pareció ver queRobin sonreía mientas se comía ssándwich, sin apartar, eso sí, la miradade su monitor. Intentó rechazar lainvitación con cortesía, al principioalegando tener mucho trabajo, y al finaldiciéndole que tenía una relación.

 —No me habías dicho nada — 

 

repuso ella, con un tono de repente frío. —No me gusta mezclar la vida

 privada y la profesional —replicó él.Mientras se despedía con educación,

su clienta colgó, dejándolo con la palabra en la boca.

 —A lo mejor tendrías que haber aceptado —dijo Robin cándidamente—.Aunque solo fuera para asegurarte deque te paga la factura.

 —Por supuesto que la pagará — gruñó Strike, y recuperó el tiempo perdido metiéndose medio sándwich degolpe en la boca.

Su móvil vibró. Strike refunfuñó ymiró quién le había enviado un mensaje.

Se le contrajo el estómago.

 

 —¿Leonora? —preguntó Robin, alver que le cambiaba la cara.

Él negó con la cabeza; tenía la bocallena.

El mensaje constaba de solo dos palabras:

Era tuyo.

Strike no había cambiado de númerodespués de romper con Charlotte.Demasiado lío, dado que lo tenían másde cien contactos profesionales. Era la primera vez desde hacía ocho meses queella lo utilizaba.

Strike recordó la advertencia de

 

Dave Polworth:«Mantente alerta, Diddy, no vaya a

ser que aparezca galopando por elhorizonte. No me sorprendería nada quesaliera huyendo.»

Cayó en la cuenta de que estaban adía 3. Se suponía que Charlotte iba acasarse al día siguiente.

Por primera vez desde que teníateléfono móvil, Strike lamentó que esteno revelara la ubicación de quiellamaba. ¿Le había enviado ese mensajedesde el puto Castillo de Croy, despuésde inspeccionar los canapés y antes derepasar las flores de la capilla? ¿Oestaría en la esquina de Denmark Street,vigilando las ventanas de su oficina,

 

como Pippa Midgley? Huir en el últimomomento de una boda por todo lo alto ala que se había dado gran publicidadhabría sido el logro supremo deCharlotte, la cúspide de su carrera decrisis y caos.

Strike se guardó el móvil en el bolsillo y empezó a comerse el segundosándwich. Robin dedujo que tardaría esaber qué era eso que había hecho que aStrike se le endureciera el semblante;arrugó su bolsa de patatas fritas vacía,la tiró a la papelera y dijo:

 —Esta noche has quedado con thermano, ¿no?

 —¿Qué? —¿No has quedado con tu hermano

 

 para…? —Ah, sí —respondió él—. Sí, sí. —¿En el River Café? —Sí.«Era tuyo.» —¿Y eso? —preguntó Robin.¿Mío? Y un cuerno. Eso si no te lo

inventaste.

 —¿Qué?Strike era vagamente consciente de

que Robin le había preguntado algo. —¿Estás bien? —Sí. —Se recompuso—. ¿Qué me

has preguntado? —¿Cómo es que vas al River Café? —Ah. —Strike cogió su paquete de

 patatas fritas—. Bueno, es una

 

 posibilidad muy remota, pero megustaría hablar con alguien que presenciara la bronca entre Quine yTassel. Intento determinar si Quine lo preparó todo, si tenía planeada sdesaparición desde el principio.

 —¿Confías en encontrar a algúempleado que estuviera allí esa noche? —preguntó Robin con evidenteincredulidad.

 —Sí, y por eso voy con Al. Conocea todos los camareros de todos losrestaurantes elegantes de Londres. Comotodos los hijos de mi padre.

Cuando terminó de comer, se llevóun café a su despacho y cerró la puerta.La aguanieve volvía a salpicar s

 

ventana. No pudo evitar echar un vistazoa la calle helada, pensando que a lomejor la veía allí (¿deseándolo, talvez?), con el largo pelo negro azotandosu cara pálida y perfecta, mirando haciaarriba, suplicándole con aquellos ojosmoteados de color avellana. Pero en lacalle no había nadie, solo desconocidosenvueltos en prendas de abrigo para protegerse de aquel tiempo horrible.

Estaba completamente loco.Charlotte estaba en Escocia y eramucho, muchísimo mejor que así fuera.

Más tarde, cuando Robin ya se habíamarchado a casa, Strike se puso el trajeitaliano que le había regalado Charlottehacía más de un año, y con el que había

 

ido a cenar con ella a ese mismorestaurante para celebrar que cumplíatreinta y cinco. Después de ponerse elabrigo, cerró con llave la puerta delático y se dirigió al metro, todavíaayudándose con el bastón. Latemperatura estaba bajo cero.

La Navidad lo asaltaba desde todaslas ventanas y los escaparates ante losque pasaba: lucecitas, montones deobjetos nuevos, regalos, artilugios,nieve falsa en los cristales, y letrerosque anunciaban las rebajas prenavideñasañadiendo una nota triste a lo más crudode la recesión. Más juerguistas en elmetro (era viernes por la noche): chicascon vestiditos centelleantes ta

 

absurdamente exiguos que searriesgaban a sufrir hipotermia con talde que el mozo de los recados lasmanoseara un poco. Strike se sintióhastiado y deprimido.

El recorrido a pie desdeHammersmith era más largo de lo querecordaba. Al bajar por Fulham PalaceRoad se dio cuenta de lo cerca queestaba de la casa de Elizabeth Tassel.Parecía probable que ella hubiera propuesto quedar en aquel restaurante,muy lejos de la casa de los Quine, eLadbroke Grove, precisamente porquele quedaba cerca.

Pasados diez minutos, Strike torció ala derecha y, echando nubes de vaho por 

 

la boca, se dirigió hacia Thames Whar  por calles oscuras, vacías y resonantes.El jardín a orillas del río, que en veranoestaría lleno de comensales sentados alas mesas con mantel blanco, estabaentonces enterrado bajo una gruesa capade nieve. El Támesis destellaba más alláde aquella alfombra blanca, frío yoscuro como el hierro, y amenazador.Strike entró en el viejo almacén deladrillo reformado y al instante se viorodeado de ruido, luz y calor.

Cerca de la puerta, con un codoapoyado en la reluciente superficie deacero de la barra, estaba Alconversando amistosamente con el barman.

 

Solo medía un metro setenta y ocho,lo que era poca estatura para tratarse deun hijo de Rokeby, y le sobraba algúkilo. Llevaba el pelo, castaño claro, peinado hacia atrás; tenía el mentóestrecho de su madre, pero habíaheredado la leve bizquera que aportabauna singularidad atractiva al bello rostrode Rokeby y que identificaba a Al, silugar a dudas, como el hijo de su padre.

Al ver a Strike, Al soltó un rugidode bienvenida, se lanzó hacia él y loabrazó. El detective apenas reaccionó, pues se lo impidieron el bastón y elabrigo que intentaba quitarse. Al seapartó, avergonzado.

 —¿Cómo estás, hermanito?

 

Aunque usaba anglicismos queresultaban casi cómicos, tenía un acentohíbrido que mezclaba la variante británica y la norteamericana, pruebafehaciente de los años que había pasadoa caballo entre Europa y EstadosUnidos.

 —No puedo quejarme —contestóStrike—. ¿Y tú?

 —Yo tampoco me quejo —contestóAl—. No me va mal. Podría ser peor.

Se encogió de hombros con un gestoexagerado, afrancesado. Al se habíaeducado en Le Rosey, un internadointernacional suizo, y su lenguajecorporal conservaba trazas de lascostumbres continentales que había

 

conocido en ese país. Sin embargo, bajosu reacción había algo más, algo queStrike notaba cada vez que se veían: ssentimiento de culpa, su actituddefensiva, su disposición a que loacusaran de haber tenido una vida fácil yregalada en comparación con la de shermano mayor.

 —¿Qué quieres tomar? —preguntóAl—. ¿Cerveza? ¿Te apetece unaPeroni?

Se sentaron juntos a la barra, queestaba a reventar, de cara a los estantesde vidrio llenos de botellas, esperando aque les asignaran mesa. Strike echó uvistazo al restaurante (alargado, muyconcurrido, con un techo de malla de

 

acero industrial que formaba pequeñosarcos, una moqueta azul cielo y el hornode leña al fondo, que recordaba a unacolmena gigantesca) y vio a un escultor célebre, una arquitecta famosa y, comomínimo, un actor muy conocido.

 —Me he enterado de lo de Charlotte —comentó Al—. Qué pena.

Strike se preguntó si Al tendríaalgún conocido común con ella. Secodeaba con un grupito de la  jet set 

donde el futuro vizconde de Croy nohabría desentonado.

 —Sí, ya —dijo Strike, encogiéndosede hombros—. Pero es para bien.

(Allí, en aquel restaurantemaravilloso a orillas del río, Charlotte y

 

él habían disfrutado de su última veladafeliz. La relación había tardado cuatromeses en derrumbarse e implosionar,cuatro meses de agresividad ysufrimiento agotadores. «Era tuyo.»)

Una chica atractiva, a la que Alsaludó por su nombre, los acompañóhasta su mesa; otro joven, tambiéatractivo, les llevó las cartas. Strikeesperó a que su hermanastro escogierael vino y a que los camareros semarcharan, y entonces le explicó elmotivo por el que estaban allí.

 —Hace cuatro semanas, un escritor llamado Owen Quine tuvo una discusióaquí con su agente. Según dicen, lo viotodo el restaurante. Él se marchó muy

 

airado y, poco después, seguramente alcabo de unos días, o incluso esa mismanoche…

 —Lo mataron —dijo Al, que habíaescuchado a Strike con la boca abierta —. Lo leí en el periódico. Túencontraste el cadáver.

Su tono delataba unas ansias dedetalles a las que Strike prefirió nohacer caso.

 —A lo mejor es una pérdida detiempo, pero yo…

 —Pero ¿no lo mató su mujer? —  preguntó Al, extrañado—. La hadetenido.

 —No, no fue su mujer —respondióStrike, y se concentró en leer la carta.

 

Ya había advertido otras veces queAl, que había crecido rodeado deinnumerables historias falsas sobre s padre y su familia divulgadas por la prensa, nunca hacía extensiva lasaludable desconfianza que le inspirabael periodismo británico a ningún otrotema.

(El colegio de Al tenía dos campus:durante los meses de verano, las clasesse impartían junto al lago Lemán; einvierno subían a Gstaad, donde por latarde se dedicaban a esquiar y patinar sobre hielo. Había crecido respirandoun aire de montaña exorbitantementecaro, protegido por la compañía deotros hijos de celebridades. Los lejanos

 

gruñidos de la prensa amarilla no habíasido más que un murmullo de fondo esu vida; al menos, así era como Strikeinterpretaba lo poco que Al le habíacontado acerca de su juventud.)

 —Así, ¿no fue su mujer? —preguntóAl, y Strike volvió a levantar la cabeza.

 —No. —¡Guau! ¿Otro caso como el de

Lula Landry? —Al compuso una ampliasonrisa que añadía encanto a s bizquera.

 —Más o menos —confirmó él. —¿Quieres que sondee al personal? —Exacto.A Strike le hizo gracia y lo

conmovió ver cómo disfrutaba Al de la

 

oportunidad de prestarle un servicio a shermanastro.

 —Eso está hecho. Voy a ver siencuentro a alguien que te sirva.¿Adónde ha ido Loulou? Es una chicamuy espabilada.

Después de hacer la comanda, Al sedio un paseo hasta el baño para ver si laencontraba. Strike se quedó solo en lamesa, bebiendo el Tignanello que había pedido Al y observando trabajar a loscocineros vestidos de blanco en lacocina a la vista. Eran jóvenes, muy preparados y eficientes. Salíallamaradas, los cuchillos lanzabadestellos, las pesadas sartenes de hierroiban de acá para allá.

 

 No es tonto  —pensó Strike de shermano, mientras lo veía acercarsesorteando mesas y guiando a una chicamorena con delantal blanco—. Solo

es… —Esta es Loulou —la presentó Al, y

se sentó en su silla—. Estaba aquíaquella noche.

 —¿Te acuerdas de la discusión? — empezó Strike, centrándose enseguida ela chica, que, como tenía demasiadotrabajo para sentarse, se quedó de pie,sonriéndole vagamente.

 —Sí, claro —respondió—. Fue una bronca tremenda. El restaurante quedó paralizado por completo.

 —¿Recuerdas cómo era el hombre?

 

 —preguntó Strike para asegurarse deque la chica había presenciado ladiscusión que a él le interesaba, y nootra.

 —Sí, un tipo gordo con sombrero.Le gritaba a una mujer de pelo cano. Sí,tuvieron una bronca de miedo. Lo siento,debo…

Y fue a tomar nota a otra mesa. —Ya la pillaremos cuando vuelva

 —le dijo Al a Strike—. Por cierto,Eddie te manda saludos. Le habríagustado venir.

 —¿Cómo le va? —preguntó Strike,fingiendo interés.

Así como Al se había preocupado por forjar una amistad entre ellos, s

 

hermano pequeño, Eddie, parecíaindiferente. Tenía veinticuatro años y erael cantante de un grupo musical. Strikeno sabía ni qué clase de música tocaban.

 —Muy bien —contestó Al.Se quedaron callados. Les llevaro

los primeros y comieron en silencio.Strike sabía que Al había sacado unasnotas excelentes en su bachilleratointernacional. Una noche, en una tiendade campaña militar en Afganistán, habíavisto una fotografía en internet: shermanastro, con dieciocho años,vistiendo un blazer de color crema coun emblema en el bolsillo, pelo largo peinado hacia un lado, y bronceado, bajo el sol intenso de Ginebra. Rokeby

 

lo rodeaba con un brazo por loshombros e irradiaba amor paterno. Elinterés periodístico de la fotografíaresidía en que hasta entonces no sehabían publicado imágenes de Rokebycon traje y corbata.

 —Hola, Al —saludó una vozconocida.

Y, para gran sorpresa de Strike, allíestaba Daniel Chard con sus muletas; esu calva se reflejaban los discretos puntos de luz sujetos a la malla metálicadel techo. El presidente de la editorial,que vestía una camisa rojo oscuro con elcuello abierto y un traje gris, parecíamuy elegante entre aquella clientela más bohemia.

 

 —Oh —dijo Al, y Strike se diocuenta de que intentaba identificar alhombre—. Hola…

 —Dan Chard —se presentó—. Nosconocimos cuando hablé con tu padre desu autobiografía, ¿te acuerdas?

 —¡Ah, sí, claro! —exclamó Al; selevantó y le estrechó la mano—. Este esmi hermano Cormoran.

La sorpresa que se había llevadoStrike al ver que Chard saludaba a Al noera nada comparada con la impresióque se reflejó en la cara de Chard alverlo a él.

 —¿Tu… hermano? —Hermanastro —aclaró Strike,

deleitándose en secreto con el

 

 perceptible desconcierto del hombre.¿Cómo podía aquel detective

mercenario estar emparentado con el principesco playboy?

El esfuerzo que había tenido quehacer Chard para acercarse al hijo de u personaje lucrativo en potencia parecíahaberlo dejado sin nada que aportar alincómodo silencio que se produjo acontinuación entre los tres.

 —¿Qué tal la pierna? —preguntóStrike—. ¿Mejor?

 —Ah, sí —contestó Chard—.Mucho mejor. Bueno, os dejo cenar tranquilos.

Se alejó, balanceándose hábilmenteentre las mesas, y volvió a sentarse

 

donde Strike ya no podía verlo. Loshermanastros se sentaron también, yStrike pensó que Londres era muy pequeño en cuanto alcanzabas ciertaaltitud; bastaba con dejar atrás a quienesno tenían facilidades para conseguir mesa en los mejores restaurantes yclubs.

 —No recordaba quién era —confesóAl con una sonrisa, un pocoavergonzado.

 —¿Quiere escribir su autobiografía? —preguntó Strike.

 Nunca llamaba «papá» a Rokeby, pero procuraba no llamarlo por sapellido cuando hablaba con Al.

 —Sí —dijo su hermano—. Le

 

ofrecen mucho dinero. No sé si lo harácon ese editor o con otro. Supongo quese la escribirá un negro.

Strike se preguntó fugazmente cómotrataría Rokeby en su libro laconcepción accidental de su hijo mayor   su polémico nacimiento. A lo mejor 

evitaba mencionarlo, pensó. Sin dudaalguna, eso era lo que Strike preferiría.

 —Le encantaría verte, en serio — dijo Al, como si se reprochara haberlodicho, pero no hubiera podido evitarlo —. Está muy orgulloso de ti. Leyó todolo que publicaron sobre el caso Landry.

 —¿Ah, sí? —Strike buscó con lamirada a Loulou, la camarera que seacordaba de Quine.

 

 —Sí —confirmó Al. —¿Y qué ha hecho, hablar co

varios editores? —preguntó Strike.Pensó en Kathryn Kent y en el propioQuine; una, incapaz de encontrar editor,  el otro, abandonado; y la estrella del

rock avejentada pudiendo escoger aquien quisiera.

 —Sí, más o menos —dijo Al—. Nosé si al final lo hará. Me parece que aChard se lo recomendó alguien.

 —¿Sabes quién? —Michael Fancourt —contestó Al,

rebañando su plato de risotto  con utrozo de pan.

 —¿Cómo? ¿Que Rokeby conoce aFancourt? —preguntó Strike,

 

olvidándose de su propósito. —Sí —respondió Al con el ceño

ligeramente fruncido. Y añadió—: Laverdad, papá conoce a todo el mundo.

Strike recordó que Elizabeth Tasselle había dicho que creía que todo elmundo sabía que ella ya no representabaa Fancourt, pero no era lo mismo. ParaAl, «todo el mundo» significaba«quienes son alguien»: los ricos, losfamosos, los influyentes. Los pobresinfelices que compraban los discos desu padre no eran nadie, del mismo modoque Strike no había sido nadie antes desaltar a la fama por descubrir a uasesino.

 —¿Cuándo recomendó Fancourt a

 

Roper Chard a…? ¿Cuándo lerecomendó a Chard? —preguntó Strike.

 —No lo sé. Hará unos meses — aventuró Al con vaguedad—. Le dijo a papá que él acababa de irse a seditorial. Y que le habían pagado uadelanto de medio millón.

 —Qué bien. —Y que estuviera atento a las

noticias, porque cuando cambiara deeditorial habría mucho revuelo.

Loulou, la camarera, apareció denuevo. Al la llamó, y la chica se acercócon gesto atribulado.

 —Dadme diez minutos y podréhablar con vosotros. Pero dadme diezminutos.

 

Mientras Strike se terminaba lacarne de cerdo, Al le preguntó por strabajo. A Strike lo sorprendió elsincero interés de su hermano.

 —¿Echas de menos el Ejército? —  preguntó Al a continuación.

 —A veces —admitió Strike—. ¿Ytú? ¿A qué te dedicas últimamente?

Se sentía un poco culpable por nohabérselo preguntado hasta esemomento. De pronto cayó en la cuentade que no sabía muy bien cómo seganaba la vida su hermano, si es que sela ganaba de alguna forma.

 —Quizá monte un negocio con uamigo —contestó Al.

 Entonces es que no trabaja, se dijo

 

Strike. —Servicios a medida.

Oportunidades de ocio —murmuró acontinuación.

 —Qué bien. —Bueno, ya veremos si sale.Una pausa. Strike buscó con la

mirada a Loulou, que era la razón por laque había ido allí, pero no la vio: lachica estaba ocupada, tan ocupada comoseguramente Al no lo había estado en svida.

 —Al menos, tú tienes credibilidad —añadió este.

 —¿Cómo dices? —Te lo has trabajado tú solito, ¿no?

 —dijo Al.

 

 —¿Qué?Strike se dio cuenta de que estaba

asistiendo a una crisis unilateral. Al lomiraba con una mezcla de desafío yenvidia.

 —Bueno, sí —concedió Strike,encogiendo sus anchos hombros.

 No se le ocurrió ninguna otrarespuesta coherente que no lo hiciera parecer arrogante ni ofendido, ytampoco quería animar a Al en lo que parecía un intento de iniciar unaconversación más personal de lo quetenían por costumbre.

 —Tú eres el único que no lo utiliza —observó—. Aunque imagino que en elEjército no te habría servido de gra

 

cosa, ¿verdad?A Strike le pareció inútil fingir que

no sabía a qué se refería su hermano. —Supongo que no —confirmó.(Y era cierto: en las raras ocasiones

en que su parentesco había atraído laatención de otros soldados, estos habíareaccionado con escepticismo, sobretodo porque Strike no guardaba ni elmás remoto parecido con Rokeby.)

Pero entonces pensó, con ciertaironía, en su pisito y se lo imaginó eesa gélida noche de invierno: doshabitaciones y media atestadas de cosas,ventanas con cristales por los que secolaba el aire. Al pasaría la noche eMayfair, en la casa con servicio

 

doméstico de su padre. Quizá resultara beneficioso mostrarle a su hermano larealidad de la independencia antes deque la idealizara demasiado.

 —Supongo que pensarás que estoson lloriqueos autocompasivos,¿verdad? —dijo Al.

Strike había visto la fotografía de lagraduación de su hermano en internetapenas una hora después de entrevistar aun inconsolable soldado raso dediecinueve años que le había disparadoaccidentalmente a su mejor amigo en el pecho y el cuello con una ametralladora.

 —Todos tenemos derecho aquejarnos —sentenció Strike.

Por la cara que puso, Al parecía a

 

 punto de ofenderse, pero al fin sonriócon cierta reticencia.

De pronto apareció Loulou. Con unamano sostenía un vaso de agua y con laotra se quitaba hábilmente el delantal,mientras se sentaba con ellos a la mesa.

 —Bueno, ahora tengo cinco minutos —le dijo a Strike sin más preámbulos —. Dice Al que te interesa ese escritor gilipollas, ¿no?

 —Sí —confirmó él, einmediatamente se concentró—. ¿Por qué lo llamas «gilipollas»?

 —Le encantó —respondió ella, y bebió un sorbito de agua.

 —Le encantó… ¿qué? —Montar aquel numerito. Gritaba y

 

soltaba tacos, pero era puro teatro, senotaba a la legua. Quería que lo oyeratodo el mundo, estaba encantado detener público. Y no era buen actor.

 —¿Te acuerdas de lo que dijo? —  preguntó el detective, y sacó unalibretita.

Al observaba, entusiasmado. —Muchas cosas. Llamó «zorra» a s

acompañante, la acusó de haberlementido, dijo que publicaría él mismo ellibro y que la mandaría a la mierda.Pero estaba pasándoselo en grande. Eratodo indignación fingida.

 —¿Y qué me dices de Eliz… de lamujer?

 —Ah, estaba furiosa —dijo Loulo

 

alegremente—. Ella no fingía. Cuantomás agitaba él los brazos y más legritaba, más colorada iba poniéndoseella. Temblaba de indignación, apenas podía contenerse. Dijo algo de«convencer a esa estúpida de mierda», yme parece que fue entonces cuando él semarchó, dejándola plantada. Todos lamiraban boquiabiertos; parecía muertade vergüenza. Debió de pasarlo fatal.

 —¿Intentó seguirlo? —No. Pagó y se metió en el cuarto

de baño. Tardaba un poco en salir, y me pregunté si estaría llorando. Luego semarchó.

 —Muy interesante —dijo Strike—.¿Y no recuerdas nada más de lo que se

 

dijeron? —Sí —respondió Loulou co

serenidad—. Él le gritó: «Y todo por culpa de Fancourt y su polla fofa.»

Strike y Al se quedaron mirándola. —¿«Todo por culpa de Fancourt y s

 polla fofa»? —repitió Strike. —Sí —confirmó Loulou—. Eso fue

lo que hizo que enmudeciera todo elrestaurante.

 —Ya me lo imagino —comentó Alcon una risita.

 —Ella intentó gritarle, estabafuriosa, pero él no la dejó. Estabaencantado de ser el centro de atención.Se regodeaba. Mira, tengo que irme — anunció la chica—. Lo siento. —Se

 

levantó y volvió a atarse el delantal—.os vemos, Al.

 No sabía cómo se llamaba Strike, pero le sonrió y luego siguió con sustareas.

Daniel Chard se iba; su calva volvíaa destacar entre el gentío. Loacompañaba un grupo de personas de smisma edad, igual de distinguidas queél; salieron todos juntos, charlando ygesticulando. Strike los vio marcharse, pero tenía la mente en otro sitio. No sedio cuenta de que le retiraban el platovacío.

«Todo por culpa de Fancourt y s polla fofa.»

Qué raro.

 

«No consigo quitarme de la cabezala maldita idea descabellada de queOwen lo hizo todo él mismo. De que fueuna representación…»

 —¿Estás bien, hermanito? —  preguntó Al.

Una nota con un beso: «Ha llegadola hora de la venganza para ambos…»

 —Sí —dijo Strike.«Mucha sangre y mucho simbolismo

misterioso…» «Si alimentabas svanidad, podías conseguir cualquier cosa de él…» «Dos hermafroditas, dossacos manchados de sangre…» «Una“hermosa alma en pena”, eso fue lo queme dijo…» «El gusano de seda era unametáfora del escritor, que sufre una

 

agonía para escribir algo que valga la pena…»

Como el tapón de rosca queencuentra su surco, una serie de hechosinconexos giraron en la mente de Strike, de pronto, encajaron,

incontrovertiblemente correctos,irrefutablemente ciertos. Le dio vueltas  más vueltas a su teoría: era perfecta,

lógica y sólida.El único problema era que aún no

sabía cómo demostrarla.

 

41

¿Acaso crees que mis ideas solocuras de amor?

 No, son marcas grabadas a fuego ela forja de Plutón…

ROBERT GREENE, Orlando Furioso

A la mañana siguiente Strike se levantótemprano, después de una noche dedormir poco y mal, cansado, frustrado ycon los nervios a flor de piel. Comprobósi tenía mensajes en el teléfono antes deducharse y después de vestirse, y luego

 

 bajó a su oficina, vacía; le fastidió queRobin no estuviera allí por ser sábado, einterpretó su ausencia, injustamente,como una señal de escaso compromiso.Esa mañana ella le habría sido útil comocaja de resonancia; a Strike le habríagustado tener compañía tras larevelación de la noche anterior. Se planteó llamarla, pero pensó queresultaría infinitamente más satisfactoriocontárselo cara a cara que por teléfono,sobre todo si Matthew estabaescuchando.

Se preparó un té, pero se le enfriómientras leía con atención el dosier deQuine.

Su sensación de impotencia aumentó

 

en medio de aquel silencio. No parabade revisar el móvil.

Quería hacer algo, pero la falta deestatus oficial se lo impedía; no teníaautoridad para llevar a cabo registros de propiedades privadas ni para obligar alos testigos a cooperar. No podía hacer nada hasta el lunes, el día de su cita coMichael Fancourt, a menos que…¿Debía llamar a Anstis y exponerle shipótesis? Strike arrugó la frente, se pasó los gruesos dedos de una mano por el tupido cabello y se imaginó la actitudde superioridad de Anstis. No tenía ni lamás mínima prueba de nada. Eran todoconjeturas.  Pero yo tengo razón  —  pensó con arrogancia—,  y él se

 

equivoca. Anstis nunca había tenido laimaginación ni el ingenio necesarios para saber apreciar una teoría queexplicaba cada extraño detalle delasesinato, pero que a él le pareceríaincreíble comparada con la soluciófácil, aun cuando el caso contra Leonoraestuviera plagado de inconsistencias ycuestiones sin resolver.

 Explícame  —le exigió Strike a uAnstis imaginario— por qué una mujer 

lo bastante lista como para hacer 

desaparecer las entrañas de la víctima

 sin dejar rastro habría sido lo bastante

necia como para comprar cuerdas y un

burka con su propia tarjeta de crédito.

 xplícame por qué una madre que no

 

tiene más familia, y cuya única

reocupación en la vida es el bienestar 

de su hija, se arriesgaría a una

 sentencia de cadena perpetua.

 xplícame por qué, tras años

 soportando las infidelidades y los

caprichos sexuales de Quine para

mantener unida la familia, de pronto

decidió matarlo.Sin embargo, para la última pregunta

Anstis quizá tuviera una respuestarazonable: que Quine estaba a punto deabandonar a su mujer por Kathryn Kent.El autor tenía un buen seguro de vida: talvez Leonora decidiera que la seguridadeconómica como viuda era preferible auna existencia insegura y precaria

 

mientras su irresponsable ex derrochabael dinero en su segunda esposa. Elurado daría credibilidad a esa versió

de los hechos, sobre todo si KathryKent subía al estrado y confirmaba queQuine había prometido casarse con ella.

Strike temía haber metido la patacon la amante al aparecer de improvisoen su puerta; si echaba la vista atrás,admitía que había sido un movimientotorpe. La había asustado, saliendo de laoscuridad en la galería, y se lo había puesto facilísimo a Pippa Midgley paraque lo retratara como el títere siniestrode Leonora. Debería haber actuado comás delicadeza, haberse ganado sconfianza, como había hecho con la

 

secretaria personal de lord Parker, yentonces podría haberle sacado unaconfesión, como quien extrae una muela, por medio de la comprensión y elinterés, en lugar de aporrear su puertacomo un alguacil.

Volvió a comprobar el móvil. Notenía ningún mensaje. Luego miró lahora. Solo eran las nueve y media.Contra su voluntad, notó que su atencióintentaba apartarse del asunto en que élquería mantenerla y donde la necesitaba,en el homicida de Quine, en todo lo quehabía que hacer para llegar a unadetención, y derivaba hacia la capilladel siglo XVII del Castillo de Croy.

Charlotte debía de estar vistiéndose;

 

sin duda alguna, debía de llevar uvestido de novia de miles de libras. Sela imaginó desnuda ante el espejo,maquillándose. La había visto hacerloinfinidad de veces; manejando las brochas ante espejos de tocador, dehotel, tan intensamente consciente de satractivo que casi alcanzaba la plenanaturalidad.

¿Estaría Charlotte mirando una yotra vez su teléfono a medida quetranscurrieran los minutos, ahora que el breve trayecto por el pasillo estaba ta próximo, ahora que parecía el corredor del patíbulo? ¿Estaría todavíaesperando, optimista, una respuesta deStrike a su mensaje de dos palabras del

 

día anterior?Y si él le mandaba una respuesta e

ese momento… ¿qué haría falta para queella le diera la espalda al vestido denovia (él se lo imaginaba colgado comoun fantasma en un rincón de lahabitación) y se pusiera los vaqueros, para que metiera unas cuantas cosas euna bolsa de viaje y se escabullera por una puerta trasera? Para que se subiera aun coche, pisara el acelerador a fondo y pusiera rumbo al sur, para reunirse coel hombre que siempre habíarepresentado la evasión…

 —Estoy harto —masculló.Se levantó, se guardó el móvil en el

 bolsillo, se bebió el té frío y se puso el

 

abrigo. Mantenerse ocupado era la únicarespuesta: la acción siempre había sidosu droga preferida.

Pese a estar convencido de queKathryn Kent se habría refugiado ecasa de alguna amiga al versedescubierta por la prensa, y pese aarrepentirse de haberse presentado en s piso sin avisar, regresó a Clem AttleeCourt, donde se confirmaron sussospechas. No acudió nadie a abrir la puerta, las luces estaban apagadas ydentro no se oía nada.

En la galería soplaba un vientogélido. Strike se apartó, y justo entoncesapareció la mujer gruñona de la puertacontigua; esa vez tenía ganas de hablar.

 

 —Se ha marchado. Usted es periodista, ¿no?

 —Sí —mintió Strike, porque se diocuenta de que a la vecina la emocionabaesa idea y porque no quería que Kentsupiera que había vuelto.

 —¡Qué cosas han escrito ustedes! — exclamó la mujer con un júbilo maldisimulado—. ¡Qué cosas han dicho deella! No, se ha largado.

 —¿Sabe cuándo volverá? —No —contestó la vecina co

 pesar. Se le veía el cuero cabelludo,rosado, entre el pelo cano y escaso, couna permanente muy rizada—. Si quierelo llamo —propuso—. Si aparece.

 —Me haría un gran favor —dijo

 

Strike.Como en los últimos días su nombre

había salido en los periódicos, no le pareció oportuno darle una tarjeta, asíque arrancó una hoja de su libreta, anotósu número de teléfono y se lo dio juntocon un billete de veinte libras.

 —Gracias —dijo ella, muy seria—.Hasta la vista.

Strike pasó por delante de un gato al bajar; estaba seguro de que era el mismoal que Kathryn Kent había dado una patada. El animal se quedó mirándolo,cauteloso pero con aire de superioridad.El grupo de jóvenes al que había visto lavez anterior no estaba; demasiado frío para quien tuviera una sudadera como

 

 prenda de máximo abrigo.Renquear por las aceras

resbaladizas cubiertas de nieve grisexigía un gran esfuerzo físico, y eso loayudó a distraerse de sus pensamientos,quitándole importancia a la cuestión desi iba de sospechoso en sospechoso por Leonora, o quizá por Charlotte. Esta podía continuar hacia la prisión que ellamisma había elegido: él no pensaballamarla ni mandarle ningún mensaje.

Cuando llegó al metro, sacó elteléfono y llamó a Jerry Waldegrave.Estaba seguro de que el editor teníainformación que Strike necesitaba, y decuya utilidad no había sido conscienteantes de la revelación en el River Café,

 

 pero Waldegrave no contestó. A Strikeno le sorprendió. Jerry ya teníasuficiente con un matrimonio en crisis,una carrera moribunda y una hija; ¿por qué, además, iba a contestar a lasllamadas de un detective? ¿Para quécomplicarse la vida cuando esta nonecesitaba complicaciones, si podíaelegir?

El frío, el tono de teléfonos quenadie contestaba, pisos silenciosos cola puerta cerrada: ese día ya no podíahacer nada más. Compró un periódico yse fue al Tottenham. Se sentó bajo una deaquellas imágenes de mujeresvoluptuosas que retozaban entre lasflores con sus finas prendas de lencería,

 

 pintadas por un diseñador de decoradosvictoriano. Ese día Strike tenía laextraña sensación de hallarse en unasala de espera, matando el tiempo.Recuerdos como metralla, incrustados para siempre, infectados por lo quehabía sucedido después… Palabras deamor y devoción eterna, momentos defelicidad sublime, mentiras y másmentiras… Continuamente se distraía delas historias que estaba leyendo.

En una ocasión, su hermana Lucy lehabía preguntado, desesperada: «¿Por qué la aguantas? ¿Por qué? ¿Solo porquees guapa?»

Y él le había contestado: «Esoayuda.»

 

Lucy esperaba que le dijera que no, por supuesto. Pese al tiempo que ellasdedicaban a embellecerse, se suponíaque los hombres no debían admitir antelas mujeres que la belleza eraimportante. Charlotte era hermosa, lamujer más hermosa que había visto, y saspecto nunca había dejado demaravillarlo; nunca había conseguidolibrarse de la gratitud que le inspiraba,del orgullo que sentía por estar a slado.

«El amor —había dicho MichaelFancourt— es un engaño.»

Strike pasó la página, ocultando siverla una fotografía del malhumoradoministro de Economía y Hacienda.

 

¿Había reconocido en Charlotte cosasque en realidad ella nunca había tenido?¿Le había atribuido virtudes inexistentes para añadir cierto lustre a su asombrosoaspecto físico? Él contaba diecinueveaños cuando se conocieron; eraovencísimo, o eso le parecía ahora a

Strike, sentado en su pub, con más dediez kilos de sobrepeso y con media pierna menos.

Tal vez sí, quizá creara una Charlotteque físicamente era igual que ella, y quenunca había existido más allá de smente obsesiva, pero ¿qué más daba?También había amado a la Charlottereal, la mujer que tras desnudarse ante élle había preguntado si seguiría

 

queriéndola si ella hacía esto, si leconfesaba lo otro, si lo trataba de tal ytal forma… Hasta que al final ella habíaencontrado el límite de Strike, yentonces ni la belleza, ni la rabia, ni laslágrimas habían bastado para retenerlo,  Charlotte se había arrojado a los

 brazos de otro hombre.Y a lo mejor el amor es eso, pensó

Strike, tomando partido por MichaelFancourt contra una Robin invisible ycensuradora que, por algún extrañomotivo, se creía con derecho a juzgarlomientras él bebía Doom Bar y fingía leer una noticia sobre el peor invierno de lahistoria.  Matthew y tú… Strike lo veíaaunque ella no lo viera: la condición que

 

Matthew le imponía para estar con élera que dejara de ser quien era.

¿Dónde estaba la pareja en la queambos miembros se veían claramente eluno al otro? ¿En el desfile interminablede conformidad aburguesada en que parecía consistir el matrimonio de Lucy

  Greg? ¿En las tediosas variacionessobre la traición y la desilusión quellevaba un torrente incesante de clienteshasta su puerta? ¿En la lealtadobstinadamente ciega de Leonora Quinea un hombre a quien se le perdonabatodas las faltas porque «era escritor», oen la adoración al héroe que KathryKent y Pippa Midgley le había profesado al mismo chiflado, que había

 

acabado trinchado como un pavo ydestripado?

Strike estaba deprimiéndose. Iba por la mitad de la tercera cerveza. Mientrasse preguntaba si se tomaría la cuarta, smóvil empezó a vibrar encima de lamesa donde lo había dejado, boca abajo.

Siguió bebiéndose la cerveza,despacio, mientras el pub iba llenándosea su alrededor; de vez en cuando mirabael teléfono y hacía apuestas consigomismo. ¿Está delante de la capilla,

ofreciéndome una última oportunida

ara pararla? ¿O ya lo ha hecho y

quiere que lo sepa?

Se acabó la cerveza y le dio lavuelta al móvil.

 

Felicítame. Señora de JagoRoss.

Strike se quedó mirando aquellas palabras unos segundos; entonces semetió el teléfono en el bolsillo, selevantó, dobló el periódico, se lo puso bajo el brazo y se marchó a su casa.

Mientras caminaba hacia Denmark Street ayudándose con el bastón,recordó unas palabras de su librofavorito, que llevaba mucho tiempo sileer y que estaba enterrado en el fondode la caja con sus pertenencias, en elrellano.

 

… difficile est longum subito

deponere amorem,

difficile est, uerum hoc qua lubet 

efficias…

«… es difícil abandonar de prontoun amor duradero:

es difícil, pero debes hacerlo comosea…»

La inquietud que llevaba todo el díaconsumiéndolo había desaparecido.Estaba hambriento y necesitabarelajarse. A las tres jugaba el Arsenalcontra el Fulham; tenía tiempo de prepararse algo de comer antes de queempezara el partido.

 

Y después, pensó, quizá fuera a ver aina Lascelles. No era una noche que le

apeteciera pasar solo.

 

42

MATHEO: …un extraño juguete.GIULIANO: Sí, y además para

 burlarse de un necio.

BEN JONSON,  Every Man in His

 Humour 

El lunes por la mañana Robin llegó altrabajo fatigada, pero orgullosa de símisma.

Matthew y ella se habían pasadocasi todo el fin de semana hablando deltrabajo de Robin. En algunos aspectos,

 

era la conversación más seria y profunda que habían mantenido (lo cualera un poco extraño, puesto que yallevaban nueve años juntos). ¿Por quéRobin había tardado tanto en admitir quesu secreto interés por la investigaciódataba de mucho antes de conocer aCormoran Strike? Matthew se quedó perplejo cuando ella le confesó, por fin,que soñaba con trabajar en algorelacionado con la investigaciócriminal desde que era adolescente.

 —Jamás se me hubiera ocurrido pensar que… —había murmuradoMatthew, y aunque no había terminado lafrase, Robin sabía que, indirectamente,se refería a la razón por la que había

 

dejado la universidad. —Es que no sabía cómo contártelo

 —le explicó ella—. Pensaba que tereirías de mí. No es que Cormorainsistiera para que me quedara, ni nadaque tenga que ver con él como… —A punto estuvo de decir «como hombre», pero rectificó a tiempo—. Fui yo. Estoes lo que quiero hacer. Me encanta. Yahora dice que va a formarme, Matt, yeso es lo que yo siempre he deseado.

La conversación se había prolongado durante todo el domingo;Matthew, desconcertado, ibaencajándolo lentamente, adaptando pocoa poco su postura como un guijarroempujado por la corriente.

 

 —¿Cuántas horas, los fines desemana? —le había preguntado corecelo.

 —No lo sé, las que haga falta. Meencanta este trabajo, Matt, ¿no loentiendes? No quiero seguir fingiendo.Quiero hacerlo, y me gustaría contar cotu apoyo.

Al final, él la había abrazado y habíaconsentido. Ella intentó no alegrarse deque la madre de su novio acabara demorirse, motivo por el que Matthew(Robin no podía evitar pensarlo) estabaun poco más vulnerable de lo habitual.

Robin estaba impaciente por contarle a Strike el paso hacia lamadurez que había dado su relación,

 

 pero cuando llegó a la oficina no loencontró allí. Encima de su mesa, juntoal arbolito de Navidad, había una nota breve escrita con la peculiar caligrafíadel detective, difícil de descifrar:

No hay leche, salgo adesayunar, luego a Hamleys,quiero ir pronto para noencontrar mucha gente. P. D.:Ya sé quién mató a Quine.

Robin ahogó un grito. Cogió elteléfono y llamó a Strike al móvil, perocomunicaba.

Hamleys no abría hasta las diez,

 

 pero Robin no creía que pudiera esperar tanto. Pulsó la tecla de rellamada una yotra vez mientras abría y seleccionaba elcorreo, pero Strike seguía comunicando.Leyó varios correos electrónicos con elteléfono pegado a la oreja; transcurriómedia hora, y luego una hora, y delnúmero de Strike seguía saliendo el tonode ocupado. Robin empezó a enojarse;sospechaba que se trataba de una treta para mantenerla en vilo.

A las diez y media, un débil sonidodel ordenador anunció la entrada de ucorreo electrónico del remitentedesconocido [email protected], quehabía enviado un adjunto titulado «PAR 

TU INFORMACIÓN», sin texto.

 

Robin abrió el archivo si pensárselo; seguía con el teléfono pegado a la oreja. Se desplegó una grafotografía en blanco y negro que ocupó por completo la pantalla del ordenador.

El fondo era sobrio: un cielonublado y el exterior de un viejoedificio de piedra. Todas las personasque aparecían en la fotografía estabadesenfocadas, excepto la novia, quehabía vuelto la cabeza y mirabadirectamente a la cámara. Llevaba uvestido blanco, ajustado, largo ysencillo, con un velo que llegaba hastael suelo sujeto con una delgada diademacon diamantes. Un fuerte viento agitabasu melena negra, que recordaba a unos

 

 pliegues de tul. Tenía una manoentrelazada con la de una figura borrosaque vestía frac y que parecía estar riéndose, pero su expresión no guardabasemejanza con la de ninguna otra noviaque Robin hubiera visto. Parecíadescompuesta, angustiada, despojada dealgo. La miraba directamente a ella,como si solo ellas fueran amigas, comosi Robin fuera la única que pudieraentenderlo.

Se apartó el móvil de la oreja y sequedó observando fijamente lafotografía. No era la primera vez queveía aquella cara de bellezaextraordinaria. Habían hablado por teléfono en una ocasión: Robi

 

recordaba una voz grave y ronca, muyatractiva. La de Charlotte, la exnovia deStrike, la mujer a la que ella había vistosalir corriendo de ese mismo edificio.

Era guapísima. Robin se sintióeclipsada de un modo extraño por laapariencia de la otra mujer eimpresionada por su profunda tristeza.Dieciséis años, con interrupciones, coStrike; Strike, con ese pelo que parecíavello púbico, su perfil de boxeador y la pierna amputada… Pero esas cosas noimportaban, se dijo Robin mirando,extasiada, a aquella noviaincomparablemente bella y triste.

Se abrió la puerta. De pronto, su jefeestaba a su lado, con dos bolsas llenas

 

de juguetes en las manos, y Robin, queno lo había oído subir la escalera, dioun respingo, como si la hubieran pilladorobando de la caja.

 —Buenos días —saludó él.Con rapidez, Robin cogió el rató

del ordenador e intentó cerrar la image para que él no pudiera verla, pero susapuros por taparla hicieron que lamirada de Strike se dirigiera deinmediato hacia la pantalla. Robin sequedó inmóvil, abochornada.

 —La ha enviado hace unos minutos,la he abierto sin saber qué era. Losiento.

El detective contempló la fotografíaunos segundos; entonces se apartó y dejó

 

las bolsas de juguetes en el suelo junto ala mesa de Robin.

 —Bórrala —dijo. No parecía ni triste ni enfadado,

 pero sí firme.Ella vaciló; cerró el archivo, borró

el mensaje y vació la carpeta de«eliminados».

 —Gracias —dijo él; se enderezó, yRobin supo, por su actitud, que no iba ahaber más comentarios sobre lafotografía de la boda de Charlotte—.Tengo como treinta llamadas perdidastuyas en el móvil.

 —Hombre, ¿qué esperabas? —dijoella con énfasis—. En tu nota decías…

 —Me ha llamado mi tía —explicó

 

Strike— y me ha tenido una hora y diezminutos al teléfono, detallándome lasdolencias médicas de todos los vecinosde Saint Mawes, solo porque le he dichoque en Navidad voy a ir a verlos.

Rio al ver que ella casi no podíadisimular su frustración.

 —De acuerdo, pero tenemos quedarnos prisa. Acabo de darme cuenta deque hay una cosa que podríamos hacer esta mañana antes de mi cita coFancourt.

Sin quitarse el abrigo, Strike sesentó en el sofá y habló sin pausadurante diez minutos, exponiéndole steoría con todo detalle.

Cuando hubo terminado, se produjo

 

un largo silencio. La imagen mística y borrosa del ángel de la iglesia de s pueblo apareció flotando en la mente deRobin, mientras miraba fijamente aStrike, atónita.

 —¿Qué parte te resulta u problema? —preguntó él, con gentileza.

 —Pues… —Ya estábamos de acuerdo en que

tal vez la desaparición de Quine nofuera espontánea, ¿no? Si añades elcolchón de Talgarth Road, muyconveniente, en una casa donde no vivenadie desde hace veinticinco años, y elhecho de que, una semana antes dedesaparecer, Quine le dijera a eselibrero que iba a marcharse unos días y

 

comprara material de lectura; y si tienesen cuenta que la camarera del River Café afirma que Quine no estabaenfadado de verdad cuando le gritaba aTassel, sino que estaba pasándoselo egrande, creo que podemos plantear como hipótesis una desaparició planeada.

 —Vale —concedió ella. Esa partede la teoría de Strike era la que a Robile parecía menos descabellada. Siembargo, no sabía por dónde empezar aexplicar lo inverosímil que le resultabael resto; de todas formas, la necesidadde encontrarle defectos la llevó a decir  —: Pero… ¿no le habría contado aLeonora lo que estaba planeando?

 

 —Claro que no. Leonora es unaactriz pésima; él quería que estuviera preocupada de verdad, para queresultara convincente cuando empezara acontar por ahí que su marido habíadesaparecido. Quizá acudiera a la policía. Quizá le montara un escándaloal editor. Quería que ella iniciara el pánico.

 —Pero eso nunca había funcionado —objetó Robin—. Quine solíadesaparecer y a nadie le importaba;hasta él debía de saber que no iba aobtener mucha publicidad por el simplehecho de largarse y esconderse en sotra casa.

 —Ya, pero esta vez dejaba atrás u

 

libro que creía que iba a ser el tema deconversación del mundillo literario deLondres, ¿no? Había atraído toda laatención posible peleándose con sagente en medio de un restauranteabarrotado y amenazando en público coautopublicarse. Regresa a casa, monta elgran numerito delante de Leonora y semarcha a Talgarth Road. Más tarde, esamisma noche, deja entrar a su cómplicesin pensárselo dos veces, convencido deque están confabulados.

Tras una larga pausa, y revelandouna gran valentía, pues no estabaacostumbrada a cuestionar lasconclusiones de Strike, que hastaentonces siempre habían resultado

 

acertadas, dijo: —Vale, pero no tienes ni la más

mínima prueba de que hubiera ucómplice, y mucho menos… Es decir, te basas solo en… una opinión.

Strike empezó a reiterar ciertos puntos que ya le había expuesto, peroella levantó una mano para frenarlo.

 —Todo eso ya lo he oído, pero…estás elucubrando a partir de cosas quehan dicho ciertas personas. No existeninguna… prueba material.

 —Claro que sí. Bombyx Mori. —Eso no es… —Es la única y gran prueba que

tenemos. —Pero tú siempre me dices:

 

«medios y oportunidad». Siempre medices que el móvil no…

 —No he dicho ni una palabra delmóvil —le recordó Strike—. De hecho,no estoy seguro de cuál fue el móvil,aunque tengo algunas hipótesis. Y siquieres más pruebas materiales, puedesvenir conmigo y ayudarme aconseguirlas ahora mismo.

Robin lo miró con desconfianza. Etodo el tiempo que llevaba trabajando para él, Strike nunca le había pedido querecogiera una prueba material.

 —Quiero que me acompañes y meayudes a hablar con Orlando Quine. — Strike se levantó del sofá—. No quieroir solo. Orlando es… Bueno, es un poco

 

difícil. No le gusta mi pelo. Está eLadbroke Grove, en casa de la vecina,así que será mejor que nos vayamos ya.

 —¿Es la hija con dificultades deaprendizaje? —preguntó Robin,desconcertada.

 —Sí. Tiene un mono de peluche, lolleva colgado del cuello. Acabo de ver un montón de muñecos de esos eHamleys. En realidad son fundas de pijama. Los llaman Cheeky Monkeys.

Robin lo miraba fijamente, como sitemiera por la salud mental de su jefe.

 —Cuando la conocí, lo llevabacolgado del cuello, y no paraba de sacar cosas de no sé dónde: dibujos, lápices yuna tarjeta que había birlado de la mesa

 

de la cocina. Acabo de darme cuenta deque lo sacaba todo de esa funda de pijama. Roba cosas a la gente — continuó—, y cuando vivía su padre,ella entraba y salía de su estudio a todashoras. Quine le daba papel para quedibujara.

 —¿Confías en que lleve encima una pista que delate a quien asesinó a s padre? ¿Dentro de esa funda de pijama?

 —No, pero creo que hay bastantes posibilidades de que cogiera algúfragmento de  Bombyx Mori  cuandomerodeaba por el estudio de Quine, o deque él le diera un manuscrito antiguo para que dibujara en el dorso de lashojas. Lo que busco son hojas de papel

 

con anotaciones, un par de párrafosdesechados, cualquier cosa. Mira, ya séque es una posibilidad muy remota — añadió, interpretando correctamente laexpresión de su secretaria—, pero no podemos entrar en el estudio de Quine,la policía ya lo ha registrado y no haencontrado nada, y me juego algo a quea han destruido las libretas y los

 borradores que Quine se llevó consigo.Cheeky Monkey es el único sitio dondese me ocurre mirar… —Consultó sreloj—. Y no tenemos mucho tiempo siqueremos ir a Ladbroke Grove y volver a tiempo para mi cita con Fancourt. Yeso me recuerda que…

Salió de la oficina. Robin lo oyó

 

subir por la escalera y pensó que sedirigía a su casa, pero entonces lo oyóhurgar y comprendió que estaba buscando algo en las cajas del rellano,donde tenía sus objetos personales.Cuando regresó, Strike llevaba una cajade guantes de látex que debía de haber  birlado antes de dejar la División deInvestigaciones Especiales y una bolsade recogida de pruebas de plásticotransparente, como las que proporcionaban las compañías aéreas para meter los artículos de tocador.

 —También me gustaría recoger otra prueba material de enorme importancia —dijo mientras extraía un par deguantes y se los daba a Robin, que lo

 

miraba sin comprender—. He pensadoque podrías intentar recogerla tú estatarde, mientras yo estoy con Fancourt.

Con pocas palabras, pero muyconcisas, le explicó qué era eso quequería que recogiera y por qué.

Tras recibir las instrucciones de sefe, Robin se quedó mirándolo e

silencio, anonadada, lo que nosorprendió mucho a Strike.

 —¿Es una broma? —preguntó con uhilo de voz.

 —No.Inconscientemente, Robin se tapó la

 boca con una mano. —No será peligroso —le aseguró él. —Eso no es lo que me preocupa.

 

¿De veras? Cormoran, esto es…espantoso. ¿Lo dices… en serio?

 —Si hubieras visto a Leonora Quineen Holloway la semana pasada, no me lo preguntarías —repuso Strike, de umodo un tanto enigmático—. Tendremosque ser muy listos para sacarla de allí.

¿Listos?, pensó Robin, todavíadesconcertada, allí plantada con losguantes colgando de una mano. Lascosas que le había propuesto hacer esedía le parecían descabelladas,estrambóticas y, en el caso de la última,repugnante.

De repente, Strike se puso muy serio dijo:

 —Mira, no sé qué decirte, salvo que

 

lo intuyo. Lo huelo, Robin. Detrás detodo esto hay alguien muy trastornado,muy peligroso pero muy eficiente.Consiguió que el idiota de Quine fueraexactamente a donde queríaaprovechándose de su narcisismo, yademás no soy el único que piensa así.

Le lanzó el abrigo, y ella se lo puso;mientras tanto, él se guardó unas cuantas bolsas de recogida de pruebas en el bolsillo interior.

 —Todos me dicen que había alguiemás implicado: Chard dice que eraWaldegrave, Waldegrave dice que esTassel, Pippa Midgley es demasiadoestúpida para interpretar lo que tienedelante de las narices, y Christia

 

Fisher… bueno, él tiene más perspectiva, porque no sale en el libro.Él encontró la clave sin darse ni cuenta.

Robin, que se esforzaba para seguir el hilo de los razonamientos de Strike yrecelaba de las partes que no entendía, bajó tras él por la escalera metálica, ysalieron juntos a la calle.

 —Este asesinato —prosiguió Strike,encendiendo un cigarrillo mientrasrecorrían Denmark Street— lo ha planeado durante meses, por no decir años. Si lo piensas bien, es la obra de ugenio, pero es demasiado elaborada, yeso será su perdición. No puedes tramar un asesinato como si fuera una novela.En la vida real siempre quedan cabos

 

sueltos.Strike se dio cuenta de que no estaba

convenciendo a Robin, pero eso no lo preocupaba. No era la primera vez quetrabajaba con subordinados incrédulos.Bajaron juntos a la estación de metro ycogieron uno de la línea Central.

 —¿Qué les has comprado a tussobrinos? —preguntó Robin tras ulargo silencio.

 —Trajes de camuflaje y pistolas deuguete —contestó él. Había elegido los

regalos motivado por su deseo defastidiar a su cuñado—. Y a TimothyAnstis le he comprado un tambor enorme. Les encantará escuchar cómo lotoca el día de Navidad hasta las cinco

 

de la madrugada.Pese a lo preocupada que estaba,

Robin soltó una carcajada.La plácida hilera de casas de la que

Owen Quine había huido un mes antesestaba, como el resto de Londres,cubierta de nieve, prístina y blancasobre los tejados y sucia y gris en elsuelo. El esquimal feliz les sonrió desdeel letrero del pub cuando pasaron por debajo, como una deidad que presidierala calle invernal.

Frente a la vivienda de los Quine u policía distinto, y en la acera, unafurgoneta blanca con las puertasabiertas.

 —Están cavando en el jardín para

 

ver si encuentran los intestinos —le dijoStrike en voz baja a Robin cuando seacercaron un poco más y vieron unas palas en el suelo de la furgoneta—. EMucking Marshes no tuvieron suerte, ytampoco van a tenerla en los parterresde flores de Leonora.

 —Eso lo dices tú —replicó Robi sotto voce, un poco intimidada por elapuesto policía, que no les quitaba ojode encima.

 —Pues sí, y esta tarde tú vas aayudarme a demostrarlo —replicóStrike en voz baja—. Buenos días — saludó al atento policía, que no ledevolvió el saludo.

Strike parecía fortalecido por s

 

disparatada teoría, pero Robin pensóque, si resultaba que tenía razón, por remota que pareciera esa posibilidad, elasesinato adquiriría rasgos grotescosque irían más allá, incluso, del cadáver trinchado.

Recorrieron el camino de la casacontigua a la de los Quine y llegaroante la puerta; se hallaban a escasadistancia del policía. Strike tocó eltimbre, y al cabo de un momento seabrió la puerta y salió una mujer de poco más de sesenta años, de escasaestatura y gesto angustiado, ataviada co bata y pantuflas forradas de lana.

 —¿Es usted Edna? —preguntóStrike.

 

 —Sí —confirmó ella, mirándolodesde abajo con timidez.

Strike se presentó y presentó aRobin, y la mujer relajó la arrugadafrente y adoptó un gesto de alivioconmovedor.

 —¡Ah, es usted! He leído todo loque han escrito sobre usted. Sé que estáayudando a Leonora. La sacará de allí,¿verdad?

Robin no dejaba de pensar en elatractivo policía, que estaba oyéndolotodo, a poca distancia de ellos.

 —Pasen, pasen —les dijo Edna.Se apartó y, con entusiasmo, los

invitó por señas a entrar en la casa. —Señora… Lo siento, no sé s

 

apellido —se disculpó Strike, mientrasse limpiaba los zapatos en el felpudo (lacasa de la vecina estaba más caldeada ymás limpia, y era mucho más acogedora,que la de los Quine, aunque ladistribución era idéntica).

 —Llámeme Edna —repuso ella,sonriéndole.

 —Gracias, Edna. Por cierto, haría bien en pedir que le mostraran algunaidentificación antes de dejar entrar aunos desconocidos en su casa.

 —Oh, es que… —repuso ella,aturullada— Leonora me ha habladomucho de usted.

De todas formas, Strike insistió emostrarle su carnet de conducir antes de

 

seguirla por el pasillo hasta una cocina blanca y azul, mucho más alegre que lade Leonora.

 —Está arriba —dijo Edna cuandoStrike le explicó que deseaban ver aOrlando—. No tiene un buen día. ¿Lesapetece un café?

Mientras iba y venía cogiendo lastazas, hablaba sin parar con el tonocontenido propio de las personassolitarias y atribuladas.

 —No me interprete mal, no meimporta que esté conmigo, pobreangelito, pero… —Dedicó una miradadesesperada a Strike y luego a Robin, yentonces añadió—: Pero ¿cuántotiempo? Ellas no tienen familia. Ayer 

 

vino una asistenta social a verla; dijoque si yo no podía hacerme cargo deella, tendrían que llevarla a unaresidencia o algo así. Yo le dije: «No pueden hacerle eso a Orlando, su madre

  ella nunca han estado separadas. No, puede quedarse conmigo, pero…»

Edna miró al techo. —Ahora mismo está muy afectada,

mucho. Solo quiere que su madre vuelvaa casa, ¿y yo qué puedo decirle? No puedo contarle la verdad, ¿no le parece?Y la policía está aquí al lado, cavando por todo el jardín. Han desenterrado a

íster Poop… —El gato muerto —murmuró Strike

 para aclararle ese detalle a Robin,

 

mientras a Edna le brotaban las lágrimas resbalaban por sus redondas mejillas.

 —Pobre angelito —repitió.Después de servirles el café, Edna

subió a buscar a Orlando. Tardó diezminutos en persuadirla para que bajara, pero Strike se alegró de ver que la chicallevaba a Cheeky Monkey en los brazoscuando por fin apareció; ese día vestíaun chándal mugriento y tenía unaexpresión triste.

 —Tiene nombre de gigante — anunció sin dirigirse a nadie en concretoal ver a Strike.

 —Sí —confirmó él, y asintió con lacabeza—. Veo que tienes buenamemoria.

 

Orlando, abrazada con fuerza a sorangután de peluche, se sentó en la sillaque le apartó Edna.

 —Yo soy Robin —se presentó esta,sonriente.

 —Como el pájaro —replicóOrlando de inmediato—. El dodotambién es un pájaro.

 —Sus padres la llamaban así — aclaró la vecina.

 —Las dos somos pájaros —dijoRobin.

Orlando la miró; entonces se levantó, sin decir nada, salió de la cocina.

Edna suspiró profundamente. —Se enfada por cualquier cosa. Una

nunca sabe cuándo va a…

 

Pero Orlando había regresado counos lápices y un bloc de dibujo deespiral; Strike estaba seguro de que selo había comprado Edna para tenerlacontenta. La chica se sentó a la mesa dela cocina y sonrió a Robin, y a ella esasonrisa dulce y franca le produjo unatristeza inexplicable.

 —Voy a dibujarte un petirrojo — anunció.

 —¡Qué ilusión! —exclamó Robin.Orlando se puso a trabajar,

mordiéndose la punta de la lengua.Robin no decía nada: se limitaba a mirar cómo iba saliendo el dibujo. Strike,constatando que su ayudante ya habíaestablecido con Orlando una

 

comunicación mucho mejor que la suya,se comió la galleta de chocolate que leofreció Edna y se puso a hablar de lanevada.

Al cabo de un rato, Orlando terminósu dibujo, arrancó la hoja del bloc y ladeslizó hacia Robin.

 —Es muy bonito —sonrió ella,radiante—. Me gustaría poder hacerte udodo, pero yo no sé dibujar. —Strikesabía que eso era mentira, dibujaba muy bien; había visto sus garabatos—. Perovoy a darte otra cosa.

Rebuscó en su bolso, sin dejar demirar a Orlando, y por fin sacó uespejito redondo de maquillaje con uestilizado pájaro de color rosa en el

 

dorso. —Toma —dijo—. Mira. Es u

flamenco. Otro pájaro. Puedesquedártelo, te lo regalo.

Orlando, con los labiosentreabiertos, cogió el espejito y loexaminó.

 —Dale las gracias a la señora — saltó Edna.

 —Gracias —obedeció la chica, yguardó el espejito en la funda de pijama.

 —¿Es una bolsa? —preguntó Robicon interés.

 —Es mi mono —contestó Orlando,abrazando más fuerte su orangután—.Me lo regaló mi papá. Mi papá se hamuerto.

 

 —Lo siento muchísimo —dijo Robien voz baja, y lamentó que la imagen delcadáver de Quine hubiera aparecido alinstante en su mente: su torso estaba tahueco como aquella funda de pijama.

Strike consultó con disimulo sreloj. Cada vez faltaba menos para scita con Fancourt. Robin bebió un pocode café y preguntó:

 —¿Guardas cosas dentro del mono? —Me gusta tu pelo —dijo Orlando

 —. Es brillante y amarillo. —Gracias —dijo ella—. ¿Tienes

más dibujos ahí dentro?Orlando asintió con la cabeza. —¿Puedo comerme una galleta? —le

 preguntó a Edna.

 

 —¿Me enseñas tus otros dibujos? — insistió Robin mientras Orlandomasticaba.

Y, tras una breve pausa de reflexión,la chica abrió su orangután, del quecayeron un montón de dibujos arrugados,hechos en diferentes hojas de diversostamaños y colores. Al principio, niStrike ni Robin les dieron la vuelta, y selimitaron a hacer comentarios elogiososmientras Orlando los esparcía por lamesa. Robin le preguntó por la bonitaestrella de mar y los ángeles danzarinesque había dibujado a lápiz y rotulador.Orlando, contenta con los halagos queestaba recibiendo, hurgó un poco más ela funda de pijama, donde guardaba

 

también su material de dibujo. Sacó ucarrete de máquina de escribir usado,oblongo y gris, con una fina cinta dondeestaban grabadas, al revés, las palabrasque había impreso. Strike contuvo elimpulso de sustraerlo inmediatamentecuando quedó oculto bajo una caja delápices de colores y una de pastillas dementa; se dominó, pero no le quitó el ojode encima mientras Orlando desdoblabaun dibujo de una mariposa; en el dorsode la hoja se apreciaban unos renglonesde caligrafía de adulto descuidada.

Alentada por Robin, Orlando siguiósacando cosas: una hoja llena deadhesivos, una postal de Mendip Hills,un imán de nevera redondo que rezaba

 

«¡Cuidado! ¡Podrías acabar en minovela!». Lo último que les mostrófueron tres imágenes en un papel demejor calidad: dos ilustraciones y lamaqueta de la cubierta de un libro.

 —Mi papá me dio esto de su trabajo —explicó Orlando—. Dannulchar metocó cuando se lo pedí —dijo,señalando un dibujo a todo color queStrike enseguida reconoció:  Kyla, el 

canguro al que le encantaba brincar .Orlando le había dibujado u

sombrero y un bolso a Kyla, y habíacoloreado con marcadoresfosforescentes el dibujo de una princesaque hablaba con una rana.

Edna, encantada de ver a Orlando

 

tan parlanchina, preparó más café.Estaba haciéndose tarde, pero Robin yStrike eran conscientes de que no debíacontrariar a la chica para evitar que se pusiera a la defensiva y recogiera todossus tesoros, así que empezaron a charlar mientras examinaban uno a uno losdibujos que había encima de la mesa.Cada vez que encontraba algo que le parecía que podía ser útil, Robin lodeslizaba con disimulo hacia Strike.

En el dorso del dibujo de lamariposa había una lista de nombresescrita a mano:

Sam Breville. ¿EddieBoyne? ¿Edward Baskinville?

 

¿Stephen Brook?

La postal de Mendip Hills la habíaenviado en julio y llevaba escrito umensaje breve:

Un tiempo estupendo, unhotel decepcionante, ¡esperoque el libro vaya bien! V xx

Aparte de eso, no había nada coanotaciones manuscritas. Strikerecordaba algunos de los dibujos deOrlando de su visita anterior a la casa.Uno lo había hecho en el dorso del menúinfantil de un restaurante, y otro, en una

 

factura del gas de los Quine. —Bueno, tenemos que irnos — 

anunció Strike, y se terminó el caféhaciendo alarde de la pena que le dabamarcharse.

Todavía sujetaba, distraídamente, lamaqueta de la cubierta del libro deDorcus Pengelly,  Rocas infames. Unamujer yacía boca arriba, desaliñada,sobre la arena gruesa de una calarodeada de altos acantilados, con lasombra de un hombre sobre el torso.Orlando había dibujado unos pecesnegros de contorno grueso en lasagitadas aguas del mar. El carrete demáquina de escribir usado estabadebajo, donde Strike lo había escondido

 

con disimulo. —No quiero que te vayas —le dijo

Orlando a Robin; de pronto estaba tensa llorosa.

 —Lo hemos pasado muy bien,¿verdad? —repuso ella—. Volveremos avernos pronto, ya lo verás. Tú te quedasel espejito del flamenco, y yo tengo midibujo del petirrojo.

Pero Orlando había empezado agemir y patalear. No quería otradespedida. Aprovechando el bullicio,que iba en aumento, Strike envolvióhábilmente el carrete con la ilustració para la cubierta de  Rocas infames  y lodeslizó en su bolsillo, sin tocarlo, paraque no quedaran grabadas sus huellas

 

dactilares.Al cabo de cinco minutos salieron a

la calle; Robin estaba un pocoimpresionada, porque Orlando se había puesto a llorar y había intentadosujetarla cuando enfilaba el pasillo.Edna había tenido que contenerlafísicamente para impedir que lossiguiera.

 —Pobre chica —comentó Robin evoz baja para que no pudiera oírlos el policía que montaba guardia en la casade al lado, que estaba mirándolosfijamente—. Madre mía, ha sidohorrible.

 —Pero útil —replicó Strike. —¿Tienes la cinta de la máquina de

 

escribir? —Sí. —Strike volvió la cabeza y

comprobó que el policía ya no podíaverlos, y entonces sacó el carreteenvuelto en la portada del libro deDorcus y lo traspasó a una bolsa de plástico de recogida de pruebas—. Yalgo más.

 —¿Ah, sí? —Podría ser una pista —dijo Strike

 —, o podría no ser nada.Tras mirar de nuevo la hora en s

reloj, aceleró el paso e hizo una muecade dolor cuando la rodilla protestó couna punzada.

 —Voy a tener que darme prisa si noquiero llegar tarde a la cita co

 

Fancourt.Al cabo de veinte minutos, cuando

a estaban sentados en el abarrotadometro, camino del centro de Londres, eldetective le preguntó a Robin:

 —¿Ya tienes claro lo que vas ahacer esta tarde?

 —Clarísimo —contestó ella, aunquecon una pizca de reserva.

 —Ya sé que no es un trabajodivertido…

 —Eso no es lo que me preocupa. —Y ya te he dicho que no tiene por 

qué ser peligroso —añadió él, preparándose para levantarse, pues yase acercaban a Tottenham Court Road—.Pero…

 

Algo lo hizo recapacitar, y fruncióligeramente las pobladas cejas.

 —Tu pelo —dijo. —¿Qué le pasa a mi pelo? — 

 preguntó Robin, y levantó una mano cotimidez.

 —Es fácil de recordar. No tendrásun gorro, ¿no?

 —Puedo… comprarme uno —  propuso ella, turbada.

 —Págalo con el dinero de los gastosde la oficina —dijo él—. Más vale ser  precavido.

 

43

¡Vaya día! ¡Qué comitiva devanidosos se acerca!

WILLIAM SHAKESPEARE, Timon o

 Athens

Strike subió a pie por la concurridaOxford Street (se oían fragmentos devillancicos, clásicos y modernos) ytorció a la izquierda por Dean Street,más estrecha y tranquila. Allí no habíatiendas, solo edificios compactos,apretados unos contra otros, con sus

 

fachadas blancas, rojas y pardas, detrásde las cuales había oficinas, bares, pubs  pequeños restaurantes. Strike se

detuvo para dejar pasar a un repartidor que trasladaba unas cajas de vino de sfurgoneta a una entrada de servicio. Allí,en el Soho, donde convivían el mundodel arte, la publicidad y la edición, la

avidad era un asunto un poco más sutil,  en el Groucho Club un poco más

todavía.Un edificio gris, casi anodino, co

ventanas con marco negro y pequeñossetos meticulosamente podados detrásde unas sencillas balaustradas convexas.Su distinción no residía en su exterior,sino en el hecho de que a relativamente

 

 poca gente se le permitía entrar en aquelclub privado, reservado a los miembrosdel mundillo de las artes creativas.Cojeando, Strike franqueó el umbral y sehalló en un pequeño vestíbulo, dondeuna chica detrás de un mostrador le preguntó con cortesía:

 —¿En qué puedo ayudarlo? —Tengo una cita con Michael

Fancourt. —Ah, sí. ¿Es usted el señor Strick? —Sí —confirmó Strike.Lo guiaron por el bar, una sala

alargada con asientos de piel, casi todosocupados a esa hora, hasta una escalera.Mientras subía por ella, Strike pensó, yno por primera vez, que la formació

 

que había recibido en la División deInvestigaciones Especiales no lo había preparado para dirigir interrogatoriossin autorización oficial y en el propioterritorio de un sospechoso, donde sentrevistado tenía derecho a poner fin alencuentro sin ofrecer justificación nidisculpa alguna. La División deInvestigaciones Especiales exigía a susoficiales que organizaran su cuestionariosiguiendo una plantilla: personas,lugares, cosas… Strike nunca perdía devista esa metodología, práctica yrigurosa, pero en esa ocasión erafundamental disimular que estabaarchivando hechos en casillas mentales.Cuando interrogabas a alguien que creía

 

estar haciéndote un favor, era necesarioaplicar otras técnicas.

Vio a su presa nada más entrar en usegundo bar con suelos de parquet ysofás de colores primarios distribuidosa lo largo de una pared, bajo cuadros de pintores contemporáneos. Fancourtestaba sentado en un sofá de un rojointenso, inclinado hacia un lado, con u brazo sobre el respaldo y una pierna u poco levantada, en una posturaexageradamente laxa. Justo detrás de ladesproporcionada cabeza tenía ucuadro de puntos de Damien Hirst que parecía un halo de neón.

El escritor tenía una mata de pelocanoso, las facciones grandes y unas

 

arrugas marcadas a ambos lados de la boca. Sonrió al ver acercarse a Strike.Su sonrisa no fue, seguramente, la mismaque habría dedicado a alguien a quieconsiderara su igual (era imposible no pensarlo, dada aquella relajaciófingida, en contradicción con unosrasgos que denotaban un carácter avinagrado), pero sí mostraba ciertavoluntad de ser cortés.

 —Buenas tardes, señor Strike.Tal vez se propuso ponerse en pie

 para estrecharle la mano, pero a menudola estatura y la corpulencia de Strikedisuadían a hombres no tan altos delevantarse de su asiento. Se dieron lamano inclinándose sobre la mesita de

 

madera. El detective se sentó, de malagana, en un gran puf redondo; no teníamás alternativa, a menos que quisieracompartir el sofá con Fancourt, lo quehabría dado lugar a un escenariodemasiado íntimo, sobre todo con el brazo del autor apoyado a lo largo delrespaldo.

A su lado había un actor con lacabeza rapada que solía protagonizar telenovelas, aunque recientemente habíainterpretado a un soldado. Hablaba evoz muy alta, de sí mismo, con otros doshombres. Fancourt y Strike pidiero bebidas, pero rechazaron la carta. Eldetective sintió alivio al ver que el autor no tenía hambre. No podía permitirse

 

invitar a nadie más a comer. —¿Cuánto tiempo hace que es

miembro de este club? —preguntó Strikecuando el camarero se marchó.

 —Desde que lo abrieron. Fui uno delos primeros inversores. Nunca henecesitado ningún otro club. Cuandoconviene, me quedo a dormir aquí.Arriba hay habitaciones.

Fancourt dedicó a Strike una miradadeliberadamente intensa.

 —Estaba deseando conocerlo. El protagonista de mi próxima novela es uveterano de la presunta guerra contra elterrorismo y sus corolarios militares.Me gustaría consultarle algunas cosas,cuando hayamos acabado con Owe

 

Quine.Resultaba que Strike sabía un poco

sobre las herramientas de que disponíalos famosos cuando se proponíamanipular. Rick, el padre guitarrista deLucy, no era tan famoso como JonnyRokeby ni como Fancourt, pero sí lo bastante célebre como para que, en unaocasión, Strike viera a una mujer yamadura dar gritos ahogados y ponerse atemblar al encontrárselo en la cola deuna heladería, en St. Mawes («Pero…Pero… ¡Dios mío! ¿Qué hace ustedaquí?»). Una vez, siendo Strikeadolescente, Rick le había confiado quela única forma infalible de llevarse auna mujer a la cama era decirle que

 

estabas escribiendo una canción sobreella. La declaración de MichaelFancourt de que le interesaba incluir esu libro algo de Strike sonaba avariación del mismo tema. Era evidenteque no había reparado en que ver snombre publicado no era ningunanovedad para el detective, ni nada queél hubiera pretendido. De modo queStrike asintió con la cabeza sientusiasmo ante la petición del autor ysacó una libreta.

 —¿Le importa que utilice esto? Meayuda a recordar qué quiero preguntar.

 —En absoluto. Adelante —dijoFancourt, como si lo encontraragracioso.

 

Apartó el ejemplar de The Guardian

que había estado leyendo. Strike vio lafotografía de un anciano con muchasarrugas, pero de aspecto distinguido, ysu cara le resultó familiar incluso delrevés. El pie de foto rezaba: «Pinkelmaa los noventa años.»

 —El bueno de Pinks —comentóFancourt al ver que Strike se fijaba en lafotografía—. Le hemos organizado unafiesta en el Chelsea Arts Club la semanaque viene.

 —¿Ah, sí? —dijo Strike mientras buscaba un bolígrafo.

 —Mi tío y él se conocían. Hicieroel servicio militar juntos. Cuandoescribí mi primera novela,  Bellafront ,

 

recién licenciado en Oxford, mi pobretío, con la intención de ayudar, le envióun ejemplar a Pinkelman, que era elúnico escritor al que había conocido esu vida.

Hablaba con un ritmo acompasado,como si hubiera un tercer invitadoinvisible taquigrafiando todo lo quedecía. Contaba la historia como si lahubiera ensayado, como si la hubieracontado muchas veces; y quizá fuera así,a que lo entrevistaban a menudo.

 —Pinkelman, que por entoncesestaba escribiendo su influyente La gran

aventura de Bunty, no entendió ni una palabra de lo que yo había escrito — continuó—, pero para complacer a mi

 

tío lo mandó a Chard Books, y de modofortuito fue a parar a la mesa de la única persona de toda la editorial que podíaentenderlo.

 —Un golpe de suerte.Volvió el camarero con vino para

Fancourt y un vaso de agua para Strike. —Entonces —dijo el detective—,

¿usted estaba devolviéndole un favor aPinkelman cuando se lo presentó a sagente?

 —Sí. —El escritor asintió con lacabeza con la satisfacción del maestroque comprueba que uno de sus alumnosha estado prestándole atención—. Por entonces Pinks estaba con un agente quecontinuamente «se olvidaba» de pagarle

 

sus derechos de autor. Elizabeth Tasselserá lo que usted quiera, pero eshonrada. Por lo que respecta a losnegocios es honrada —especificóFancourt, y dio un sorbo de vino.

 —Ella también asistirá a la fiesta ehonor de Pinkelman, ¿no? —preguntóStrike, observando a Fancourt para queno se le escapara su reacción—.Todavía lo representa, ¿verdad?

 —A mí no me importa que Liz vayaa estar allí. ¿Usted cree que ella piensaque todavía le guardo rencor? —  preguntó Fancourt, esbozando aquellasonrisa amarga—. Porque yo no meacuerdo de Liz Tassel ni una vez al año.

 —¿Porque no quiso dejar de

 

representar a Quine cuando usted le pidió que lo hiciera?

Strike no veía ningún motivo para norecurrir al ataque directo con un hombreque, al cabo de pocos segundos de s primer encuentro, ya había anunciadoque tenía otro motivo para querer hablar con él.

 —No es que yo le pidiera a Liz quedejara de representar a Quine —aclaróFancourt, todavía con aquel ritmoacompasado dedicado al amanuenseinvisible—. Le expliqué que no podía permanecer en su agencia mientras élestuviera allí, y me marché.

 —Ya entiendo —dijo Strike,acostumbrado a que sus entrevistados

 

hilaran muy fino—. ¿Por qué cree ustedque lo dejó marcharse? Usted era muchomás importante, ¿no?

 —Bueno, supongo que podemosafirmar que yo era una barracuda, yQuine, un pececillo —dijo Fancourt couna sonrisita de suficiencia—, pero,claro, Liz y Quine se acostaban.

 —¿En serio? No lo sabía. —Strikeapretó el pulsador del bolígrafo paraque asomara la punta.

 —Cuando llegó a Oxford, Liz erauna chica robusta que había ayudado asu padre a castrar toros en variasgranjas del Norte; estaba desesperada por acostarse con alguien, y nadie estabamuy por la labor. Yo le gustaba, y

 

mucho, estábamos en el mismoseminario, uno sobre jugosas intrigasacobinas, ideal para trabajarse a una

chica, pero yo nunca me sentí taaltruista como para librarla de svirginidad. No pasamos de ser amigos —explicó Fancourt—, y cuando ellamontó la agencia, le presenté a Quine, yes evidente que a él no le importóarrastrarse por el lodo, sexualmentehablando. Sucedió lo inevitable.

 —Muy interesante. ¿Esto es vo pópuli?

 —Lo dudo. Quine ya estaba casadocon su… Bueno, supongo que ahoratenemos que llamarla «su asesina», ¿no? —dijo Fancourt, pensativo—. Me

 

imagino que «asesina» supera a«esposa» a la hora de definir unarelación íntima. Y supongo que Lizdebió de amenazarlo con terriblesconsecuencias si él era tan indiscretocomo siempre respecto a sus travesurassexuales, para preservar la remota posibilidad de que todavía pudiera persuadirme a mí para que me acostaracon ella.

Strike se preguntó si aquello sería pura vanidad, un hecho o una mezcla deambas cosas.

 —Liz me miraba con esos grandesojos de vaca, expectante, esperanzada… —prosiguió Fancourt, y sus labiosdibujaron una mueca cruel—. Tras la

 

muerte de Ellie, Liz comprendió que yono iba a hacerle un favor ni siquiera eaquel momento de desconsuelo. Meimagino que no soportaba la perspectivade futuras décadas de celibato y que por eso se quedó con él.

 —¿Volvió usted a hablar con Quinedespués de dejar la agencia?

 —Los primeros años después demorir Ellie, él se escabullía enseguidade cualquier bar en el que yo entrara — dijo Fancourt—. Al final reunió el valor suficiente para quedarse en el mismorestaurante, lanzándome miradasnerviosas. No, creo que nunca volvimosa dirigirnos la palabra —concluyó,como si ese asunto tuviera muy poco

 

interés—. A usted lo hirieron eAfganistán, ¿no es así?

 —Sí —confirmó Strike.La calculada intensidad de s

mirada, caviló el detective, debía defuncionar con las mujeres. Quizá OweQuine también taladrara con esa miradaávida y vampírica a Kathryn Kent yPippa Midgley cuando les dijo que iba aincluirlas en Bombyx Mori, y tal vez lasemocionara pensar que una parte deellas, de sus vidas, quedaría atrapada para siempre en el ámbar de la prosa deun escritor.

 —¿Qué pasó? —preguntó Fancourt,mirándole las piernas.

 —Una bomba caminera. ¿Qué me

 

dice de Talgarth Road? Usted y Quineeran copropietarios de la casa. ¿Eso norequería ningún tipo de comunicacióentre ustedes? ¿Nunca se encontraroallí?

 —No, nunca. —¿Y usted nunca ha ido a ver cómo

está la casa? La tiene desde hace… —Veinte o veinticinco años, algo así

 —contestó indolente el escritor—. Nohe vuelto a entrar desde que murió Joe.

 —Supongo que la policía ya lehabrá preguntado acerca de esa mujer que cree haberlo visto delante de la casael ocho de noviembre.

 —Sí —respondió Fancourt—. Perose equivoca.

 

A su lado, el actor seguía perorando. —… creí que estaba perdido, no

veía hacia dónde corría, tenía arena elos ojos…

 —¿No ha vuelto a entrar en la casadesde el ochenta y seis?

 —No —insistió Fancourt,impaciente—. De hecho, ni Owen ni yoqueríamos esa casa para nada.

 —¿Por qué no? —Porque nuestro amigo Joe murió

allí en circunstancias sumamentesórdidas. Odiaba los hospitales, rechazóla medicación. Cuando cayó al sueloinconsciente, la casa se encontraba en uestado lamentable, y él, que había sidoun verdadero Apolo, había quedado

 

reducido a un saco de huesos, con la piel… Fue un final truculento, y loempeoró Daniel Ch…

El rostro de Fancourt se endureció.Hizo un extraño gesto, como simasticara, como si se comieraliteralmente las palabras que pronunciaba. Strike permaneció a laespera.

 —Dan Chard es un hombreinteresante —continuó Fancourt,haciendo un esfuerzo notable para dar marcha atrás y salir del callejón sisalida en que se había metido—. Me pareció que la manera en que Owen lorepresentaba en  Bombyx Mori  era sgran oportunidad perdida. Aunque dudo

 

mucho que los futuros estudiosos vayaa buscar en dicha novela ejemplos decaracterización sutil, ¿no le parece? — añadió con una risita.

 —¿Cómo habría descrito usted aDaniel Chard?

A Fancourt pareció sorprenderle la pregunta. Tras reflexionar un momento,contestó:

 —Dan es el tipo más insatisfechoque he conocido. Es competente en strabajo, pero no lo hace feliz. Lo atraelos muchachos jóvenes, pero noconsigue hacer otra cosa que no seadibujarlos. Está lleno de inhibiciones yodio hacia sí mismo, lo que explica simprudente e histérica reacción a la

 

caricatura que Owen hizo de él. A Dalo dominaba una madremonstruosamente sociable, obsesionadacon que su hijo, tímido hasta extremos patológicos, se hiciera cargo delnegocio familiar. Creo —añadió— queo habría sabido sacar algo interesante

de todo eso. —¿Por qué rechazó Chard el libro

de North?Fancourt volvió a hacer aquel gesto

extraño con la boca y dijo: —Mire, Daniel Chard me cae bien. —A mí me daba la impresión de que

en algún momento habían tenidodesavenencias.

 —¿Ah, sí? ¿Por qué?

 

 —Cuando habló en la fiesta deaniversario de Roper Chard, usted dijoque desde luego nunca había imaginadoque volvería allí.

 —¿Estaba usted en esa fiesta? —  preguntó Fancourt con aspereza, ycuando Strike asintió, añadió—: ¿Cómoes eso?

 —Estaba buscando a Quine. Smujer me había contratado para que loencontrara.

 —Pero si ahora ya sabemos que ellasabía muy bien dónde estaba Quine.

 —No. Creo que no lo sabía. —¿De veras lo cree? —preguntó el

escritor, ladeando su gran cabeza. —Sí —confirmó Strike.

 

Fancourt arqueó las cejas y loobservó atentamente, como quiecontempla un objeto curioso expuesto euna vitrina.

 —Entonces, ¿usted no le guardabarencor a Chard por haber rechazado ellibro de North? —preguntó Strike,volviendo al tema principal.

Tras una breve pausa, Fancourtrespondió:

 —Bueno, sí, le guardaba rencor.Solo Dan podría explicarle exactamente por qué cambió de opinión respecto a publicarlo, pero creo que fue porque ela prensa se habló de la enfermedad deJoe, y eso ocasionó que la clase mediainglesa rechazara el libro impenitente

 

que estaba a punto de publicar. Y a Dan,que no se había dado cuenta de que Joea tenía el sida en su estadio más

avanzado, le entró pánico. No queríaque lo relacionaran con baños públicos enfermos de sida, y por eso le dijo a

Joe que no, que no quería el libro. Fueun gran acto de cobardía, y Owen y yo…

Otra pausa. ¿Cuánto tiempo hacíaque Fancourt no figuraba con Owen euna misma frase para decir algo positivo?

 —Owen y yo creímos que había sidoeso lo que había matado a Joe. Apenas podía sujetar un bolígrafo, estaba casiciego, pero trataba desesperadamente determinar el libro antes de morir. Nos

 

daba la impresión de que eso era loúnico que lo mantenía vivo. Entoncesrecibió la carta de Chard en la quecancelaba su contrato; Joe dejó detrabajar, y transcurridas cuarenta y ochohoras estaba muerto.

 —Hay ciertas similitudes con lo quele ocurrió a su primera esposa — observó Strike.

 —No hay ningún parecido —locontradijo Fancourt con brusquedad.

 —¿Por qué no? —El libro de Joe era infinitamente

mejor.Otra pausa, esta vez mucho más

larga. —Desde el punto de vista literario

 

 —añadió Fancourt—. Aunque está claroque hay otras formas de enfocarlo.

Apuró la copa de vino y levantó unamano para indicarle al camarero quequería otra. El actor que estaba a slado, y que apenas había parado pararespirar, seguía hablando.

 —… dije: «A la mierda laverosimilitud. ¿Qué quieres que haga,oder? ¿Que me corte el brazo con una

sierra?» —Debieron de ser momentos muy

difíciles para usted —comentó Strike. —Sí —confirmó Fancourt en tono

mordaz—. Sí, me parece que podemosdefinirlos como «difíciles».

 —Perdió a un buen amigo y a s

 

esposa en un intervalo de… meses, ¿no? —Sí, unos pocos meses. —Y durante ese tiempo, ¿siguió

escribiendo? —Sí —afirmó el escritor, y rio co

una mezcla de enojo y prepotencia—,seguí escribiendo durante todo esetiempo. Es mi profesión. ¿Acaso alguiele preguntaría a usted si seguía en elEjército mientras pasaba por un malmomento personal?

 —Lo dudo —dijo Strike sin rencor  —. ¿Qué escribía?

 —No llegó a publicarse. Abandonéel libro en que estaba trabajando paraterminar el de Joe.

El camarero le puso otra copa

 

delante a Fancourt y se marchó. —¿Tuvo que retocar mucho el libro

de North? —No, casi nada. Estaba muy bie

escrito. Arreglé unos pocos fragmentosque todavía estaban en borrador y pulíel final. Él había dejado unas notas coindicaciones sobre cómo quería que lohiciéramos. Entonces se lo llevé a JerryWaldegrave, que trabajaba con Roper.

Strike se acordó del comentario deChard sobre el exceso de intimidadentre Fancourt y la mujer deWaldegrave, y adoptó una actitud máscautelosa.

 —¿Usted ya había trabajado coWaldegrave?

 

 —No había trabajado con él eningún libro mío, pero conocía su famade buen editor y sabía que le gustabaJoe. Colaboró en Hacia la meta.

 —¿Hizo un buen trabajo con eselibro?

El enojo de Fancourt se habíaesfumado. De hecho, parecía entretenidocon el interrogatorio de Strike.

 —Sí —contestó, y dio un sorbo devino—, muy bueno.

 —Sin embargo, usted no ha queridotrabajar con él desde que ha vuelto aRoper Chard.

 —No especialmente —dijo sin dejar de sonreír—. De un tiempo a esta parte bebe mucho.

 

 —¿Se le ocurre algún motivo por elque Quine pudo querer incluir aWaldegrave en Bombyx Mori?

 —¿Cómo voy a saberlo? —Waldegrave, por lo visto, siempre

se portó bien con Quine. Cuesta entender  por qué sintió la necesidad de atacarlo.

 —¿Usted cree? —preguntó Fancourt,escudriñando atentamente el rostro deStrike.

 —Todas las personas con las que hehablado tienen una opinión diferentesobre el personaje del Censor de

ombyx Mori. —¿En serio? —La mayoría consideran indignante

que Quine atacara a Waldegrave. No

 

entienden qué pudo hacer el editor paramerecerlo. Daniel Chard cree que elCensor demuestra que Quine tenía ucolaborador.

 —¿Y quién demonios cree Chardque pudo haber colaborado con Quineen  Bombyx Mori? —preguntó Fancourtcon una risita socarrona.

 —Tiene algunas hipótesis alrespecto. Por otra parte, Waldegraveopina que, en realidad, a quien criticacon el personaje del Censor es a usted.

 —Pero si yo soy Vanaglorioso — dijo Fancourt, sonriente—. Como todoel mundo sabe.

 —¿Por qué cree que Waldegrave piensa que el Censor lo representa a

 

usted? —Eso tendrá que preguntárselo a

Waldegrave —contestó Fancourt sidejar de sonreír—. Pero me da laimpresión de que usted cree saberlo,señor Strike. Y le diré una cosa: Quinese equivocaba, y mucho, y deberíahaberlo sabido.

 Impasse.

 —Así, en todos estos años, ¿no ha podido vender Talgarth Road?

 —Ha sido muy difícil encontrar ucomprador que satisfaga las condicionesdel testamento de Joe. Fue un gestoquijotesco por su parte. Era uromántico, un idealista.

»Todo eso lo cuento en  La casa

 

hueca: la herencia, la carga, lo patéticode su legado —continuó Fancourt; parecía un conferenciante recomendandolecturas adicionales—. Owen tambiéexpresó sus opiniones, si puedellamarse así —agregó con una sonrisitade suficiencia—, en  Los hermanos

alzac. —Así pues, ¿ Los hermanos Balzac

trataba sobre Talgarth Road? —preguntóStrike, que no había deducido eso colas cincuenta páginas que llevaba leídas.

 —Está ambientada en la casa. Erealidad, trata sobre nuestra relación, larelación entre nosotros tres. Joe muertoen un rincón, y Owen y yo tratando deseguirle los pasos y comprender s

 

muerte. La acción transcurre en elestudio donde, según tengo entendido, por lo que he leído, usted encontró elcadáver de Quine.

Strike no dijo nada, pero siguiótomando notas.

 —El crítico Harvey Bird dijo deos hermanos Balzac  que era «ta

espantosa que te provoca una mueca dedolor, te deja boquiabierto y te retuercelos esfínteres».

 —Yo solo recuerdo mucho manoseode partes íntimas —dijo el detective, yFancourt soltó una risita afeminada,nada forzada.

 —Lo ha leído, ¿no? Sí, ya lo creo:Owen estaba obsesionado con sus

 

 pelotas.El actor que estaba a su lado había

hecho, por fin, una pausa para tomar aliento, y las palabras de Fancourtresonaron en aquel silenciomomentáneo. Strike sonrió cuando elactor y sus dos acompañantes sequedaron mirando a Fancourt, que lesdedicó una sonrisa agria. Los trescomensales se apresuraron a seguir hablando.

 —Tenía una verdadera fijación — continuó luego, mirando de nuevo aStrike—. Picassiana, por decirlo así:sus testículos eran la fuente de screatividad. Estaba obsesionado, tantoen la vida real como en su obra, con el

 

machismo, la virilidad, la fertilidad.Habrá quien piense que era una fijacióextraña tratándose de un hombre al quele gustaba que lo ataran y lo dominaran, pero yo lo interpreto como unaconsecuencia natural: el yin y el yang  dela personalidad sexual de Quine.Supongo que se habrá fijado en losnombres que nos puso en la novela.

 —Vas y Varicocele —recordóStrike, y volvió a reparar en la ligerasorpresa que le producía a Fancourt queun hombre con la pinta de Strike leyeralibros e incluso prestara atención a scontenido.

 —Quine es Vas, de vas deferens, elconducto que transporta el esperma de

 

los testículos al pene, la fuerzacreadora, potente y sana. El varicocelees la dilatación de una vena deltestículo; resulta dolorosa, y a veces produce infertilidad. Una burda alusión,típica de Quine, al hecho de que pocodespués de morir Joe contraje paperas;en realidad, estuve tan enfermo que no pude asistir al funeral; pero también alhecho de que en aquella época, comousted ha señalado, yo escribía en unascircunstancias muy difíciles.

 —¿Todavía eran amigos, en aquelentonces? —quiso aclarar Strike.

 —Cuando empezó a escribir el librotodavía lo éramos, por lo menos eteoría —respondió Fancourt, y sonrió

 

con amargura—. Pero los escritoressomos una raza salvaje, señor Strike. Si busca amistades duraderas ycamaradería desinteresada, alístese eel Ejército y aprenda a matar. Si prefiereuna vida llena de alianzas pasajeras cocolegas que se regodearán con cada unode sus fracasos, escriba novelas.

Strike sonrió, y Fancourt agregó coun placer teñido de indiferencia:

 —  Los hermanos Balzac  recibióalgunas de las peores críticas que heleído en toda mi vida.

 —¿Usted lo reseñó? —No. —Por entonces, ¿estaba casado co

su primera mujer?

 

 —Así es —confirmó Fancourt.Su semblante se estremeció

levemente, como la ijada de un animalcuando una mosca se posa en él.

 —Solo intento establecer unacronología. Perdió a su esposa pocodespués de que North falleciera,¿verdad?

 —Qué interesantes son loseufemismos para la muerte, ¿no le parece? —dijo Fancourt con ligereza—.

o la «perdí». Más bien todo locontrario: entré a oscuras en la cocina ytropecé con ella, que estaba muerta cola cabeza metida en el horno.

 —Lo siento —dijo Strike coformalidad.

 

 —Sí, bueno…Fancourt pidió otra copa de vino.

Strike comprendió que habían alcanzadoun punto delicado en el que el flujo deinformación podía ser canalizado osecarse para siempre.

 —¿En algún momento habló coQuine de la parodia que provocó elsuicidio de su mujer?

 —Ya se lo he dicho, después demorir Ellie, no volví a hablar con él denada, nunca —dijo Fancourt, sereno—.De modo que la respuesta es «no».

 —Pero usted estaba convencido deque la había escrito él, ¿verdad?

 —Sin ninguna duda. Como sucedecon muchos escritores que no tienen gra

 

cosa que decir, Quine era un bueimitador literario. Recuerdo que parodióalgunas cosas de Joe, y era bastantedivertido. No se le habría ocurrido burlarse de Joe en público, por supuesto, porque nuestra amistad le procuraba muchos beneficios.

 —¿Admitió alguien haber leído esa parodia antes de que se publicara?

 —Que yo sepa, no; pero me habríasorprendido mucho que alguien me lodijera, ¿no cree? Dadas lasconsecuencias que tuvo. Liz Tassel menegó que Owen se la hubiera enseñado, pero yo me enteré, por ahí, de que lahabía leído antes de su publicación.Estoy convencido de que ella lo animó a

 

 publicarla. Liz no podía ver a Ellie:estaba muerta de celos.

Hubo una pausa, y a continuacióFancourt añadió, fingiendo ligereza:

 —Hoy en día cuesta acordarse deque hubo un tiempo en que tenías queesperar a que aparecieran las críticas elos periódicos para ver tu obravilipendiada. Desde que existe internet,cualquier cretino analfabeto se creeMichiko Kakutani.

 —Quine siempre negó haberlaescrito, ¿no?

 —Sí. Qué cobarde, el muy cabró —dijo Fancourt sin reparos—. Comomuchos presuntos inconformistas, Quineera un ser envidioso, patológicamente

 

competitivo, que ansiaba que loadularan. Lo aterraba pensar que, tras lamuerte de Ellie, pudieran hacerle elvacío. Y desde luego —agregó coevidente placer—, sucedió de todasformas. Owen había sacado partido alhecho de formar parte de un triunviratocon Joe y conmigo. Cuando murió Joe yo corté con él, la gente empezó a verlo

tal como era: un tipo con unaimaginación perversa y un estilointeresante que no tenía ni una sola ideaque no fuera pornográfica. Hay autores —prosiguió— que solo llegan a escribir un libro bueno. Es el caso de Owen. Éllo dio todo en  El pecado de Hobart .Después de eso solo escribió refritos si

 

ningún sentido. —¿No dijo usted que creía que

ombyx Mori  era «la obra maestra deun maníaco»?

 —¿Leyó usted eso? —dijo Fancourt,sorprendido y vagamente halagado—.Bueno, es lo que es: una auténticacuriosidad literaria. Nunca he negadoque Owen supiera escribir, lo que pasaes que nunca encontró ningún tema lo bastante profundo o interesante sobre elque hacerlo. Es un fenómeno máshabitual de lo que parece. Pero co

ombyx Mori encontró su tema, por fin,¿no? «Todos me odian, todos estácontra mí, soy un genio y nadie se hadado cuenta.» El resultado es grotesco y

 

cómico, apesta a amargura yautocompasión, pero ejerce unafascinación innegable. Y el dominio dellenguaje —añadió con más entusiasmodel que había demostrado hasta esemomento— es admirable. Algunos pasajes son de los mejores que escribió.

 —Toda esta información me serámuy útil —dijo Strike.

Daba la sensación de que a Fancourtle había hecho gracia el comentario.

 —¿Por qué? —Tengo la sensación de que

ombyx Mori  es una pieza fundamentalen este caso.

 —¿«En este caso»? —repitióFancourt con una sonrisa en los labios.

 

Hizo una breve pausa, y luego añadió—:¿Está diciéndome, en serio, que todavíacree que el asesino de Owen Quine andasuelto?

 —Sí, así es. —Siendo así —dijo Fancourt,

ensanchando su sonrisa—, ¿no cree quesería más útil analizar los textos delasesino que los de la víctima?

 —Es posible —concedió eldetective—, pero no sabemos si elasesino escribe.

 —Ah. Bueno, hoy en día casi todosescriben. Todo el mundo escribenovelas, lo que pasa es que nadie laslee.

 —Pues yo estoy seguro de que la

 

gente leería Bombyx Mori, sobre todo siusted escribiera un prólogo.

 —Tiene usted razón. —¿Sabría decirme cuándo leyó el

libro, exactamente? —Pues debió de ser… Déjeme

 pensar…Fancourt caviló unos instantes. —No fue hasta… Sí, hacia la mitad

de la semana después de que Quine loentregara —dijo—. Dan Chard mellamó, me contó que Quine insinuabaque había sido yo quien había escrito la parodia del libro de Ellie e intentóconvencerme de que me uniera a él paraemprender acciones legales contraQuine. Yo me negué.

 

 —¿Le leyó Chard algún fragmento? —No. —Fancourt volvió a sonreír 

 —. Temía perder su gran adquisición,entiéndalo. No, se limitó a resumirme laacusación que había hecho Quine yofrecerme los servicios de susabogados.

 —¿Qué día hizo esa llamada? —Debió de ser la noche del día…

siete. El domingo por la noche. —El mismo día en que usted grabó

una entrevista sobre su última novela — apuntó el detective.

 —Veo que está muy bien informado —dijo Fancourt, entornando los ojos.

 —Es que vi ese programa. —No parece usted la típica persona

 

aficionada a los programas sobreliteratura —replicó el escritor con una pizca de malicia.

 —No he dicho que sea aficionado aellos —repuso Strike, y no le sorprendióconstatar que Fancourt considerabaingeniosa su respuesta—. Pero me fijéen que se equivocó al decir el nombrede su primera esposa ante las cámaras.

Fancourt permaneció callado y selimitó a observar a Strike por encimadel borde de su copa de vino.

 —Primero dijo «Efi». Luego secorrigió y dijo «Ellie» —explicó Strike.

 —En efecto, me equivoqué. Nos pasa incluso a las personas que sabemosexpresarnos.

 

 —En  Bombyx Mori, su difuntaesposa…

 —Se llama Efigie. —Lo cual es una coincidencia. —Evidentemente. —Porque el día siete usted aún no

 podía saber que Quine la había llamadoEfigie.

 —Es obvio que no. —La amante de Quine encontró una

copia del manuscrito que le habíametido por el hueco del buzón que hayen la puerta, justo después de que éldesapareciera —continuó Strike—.¿Usted no recibió ninguna copia de pruebas, por casualidad?

La pausa que se produjo a

 

continuación duró más de la cuenta.Strike notó que el frágil hilo que habíaconseguido tejer entre los dos se partía.Pero no le importó. Había guardado esa pregunta para el final.

 —No —contestó Fancourt.El autor sacó su cartera. Por lo

visto, había olvidado su intención dehacerle algunas preguntas para crear u personaje e incluirlo en su próximanovela, pero Strike no lo lamentó. Eldetective sacó unos billetes, peroFancourt levantó una mano y, con utono a todas luces ofensivo, dijo:

 —No, no. Permítame. A juzgar por lo que dice la prensa, no está usted en smejor momento. De hecho, me ha venido

 

a la mente Ben Jonson: «Soy un pobrecaballero, un soldado; y cuando lafortuna me sonreía desprecié un refugiotan miserable…»

 —¿En serio? —dijo Strike cocordialidad, y se guardó los billetes eel bolsillo—. A mí me ha venido a lamente otra cosa: «Sicine subrepsti mi,

atque intestina pururens / ei misero

eripuisti omnia nostra bona?

ripuisti, eheu, nostrae crudele

uenenum / uitae, eheu nostrae pestis

amicitiae.»Miró sin sonreír a Fancourt, que

estaba atónito. El escritor se recuperórápidamente.

 —¿Ovidio?

 

 —No. Catulo —respondió Strike, yse levantó del puf agarrándose al bordede la mesa—. Traducido, viene a ser,más o menos: «¿Así te metiste en mí yme quemaste las entrañas? / ¿Así merobaste toda mi felicidad? / Sí, merobaste: mezquino veneno de nuestravida, / perdición de nuestra amistad.»

»Bien, supongo que volveremos avernos —añadió con gentileza.

Y se fue cojeando hacia la escalera,con la mirada de Fancourt clavada en laespalda.

 

44

Todos sus amigos y aliados se lanzaal combate

como ríos embravecidos.

THOMAS DEKKER, The Noble Spanish

Soldier 

Esa noche, Strike se quedó un buen ratosentado en el sofá de su salón-cocina;casi no oía el murmullo del tráfico deCharing Cross, ni los gritos sofocadosde algún que otro grupito de gente coganas de divertirse que ya empezaba a

 

celebrar la Navidad. Se había quitado la prótesis; estaba cómodo así, ecalzoncillos, con el muñón de la piernaamputada libre de presión y la pulsaciódolorosa de la rodilla atenuada por otradosis de analgésicos. La pasta que no sehabía terminado se espesaba en el platoque tenía a su lado en el sofá; detrás dela ventanita, el cielo adquiría laaterciopelada profundidad azul oscurode la noche cerrada, y Strike seguía simoverse pese a estar completamentedespierto.

Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que habíavisto la fotografía de Charlotte con elvestido de novia. No había vuelto a

 

 pensar en ella en todo el día.¿Significaba eso que empezaba acurarse? Charlotte se había casado coJago Ross, y él estaba solo,reflexionando sobre los entresijos de umacabro asesinato a la débil luz de sgélido ático. Quizá estuvieran los dos, por fin, en el lugar que de verdad lescorrespondía.

En la mesa que tenía delante, dentrode una bolsa de recogida de pruebas de plástico transparente, todavía envueltoen la fotocopia de la cubierta de  Rocas

infames, estaba el carrete gris oscuro demáquina de escribir que le había robadoa Orlando. Llevaba no menos de mediahora mirándolo fijamente; se sentía

 

como un niño que la mañana de Navidadse encuentra ante un paquete misterioso  atrayente, el más grande de todos los

que hay bajo el árbol. Y sin embargo, nodebía mirar, ni tocar, para no alterar las pruebas forenses que pudieran extraersede aquel carrete. Si la policíasospechaba que había interferido…

Miró la hora en su reloj. Se había prometido no hacer la llamada hasta lasnueve y media. Había niños que llevar ala cama, una esposa a la que aplacar trasotra larga jornada de trabajo. Strikequería tiempo para explicarse bien, si prisas.

Sin embargo, su paciencia tenía ulímite. Se levantó con cierta dificultad,

 

cogió las llaves de la oficina y bajólaboriosamente, agarrándose al pasamano, dando saltitos y sentándosede vez en cuando. Al cabo de diezminutos, volvió a entrar en el ático y sesentó de nuevo en el sofá, todavíacaliente, con la navaja y un par deguantes de látex como los que le habíadado a Robin.

Con sumo cuidado, extrajo la cintade máquina de escribir y la ilustracióde la cubierta arrugada de la bolsa derecogida de pruebas, y dejó el carrete,envuelto todavía en la hoja de papel,encima de la destartalada mesa cotablero de formica. Casi sin respirar,sacó el palillo de su navaja suiza y lo

 

introdujo suavemente por detrás de loscinco centímetros de frágil cinta quequedaban expuestos. A fuerza decuidadosa manipulación, consiguióextraer un poco más de cinta.Aparecieron unas palabras escritas delrevés.

YOB EIDDE A RECONOC AÍERC OY Y

La súbita descarga de adrenalinasolo se reflejó en el comedido suspirode satisfacción de Strike. Volvió a tensar hábilmente la cinta, introduciendo eldestornillador de la navaja en el piñóde la parte superior del carrete, sin tocar nada con las manos, y entonces, todavíacon los guantes puestos, volvió aguardar el carrete en la bolsa de

 

recogida de pruebas. Consultó de nuevosu reloj. Ya no podía esperar más, asíque cogió el móvil y llamó a DavePolworth.

 —¿Te llamo en mal momento? —  preguntó cuando su amigo contestó a lallamada.

 —No —contestó Polworth; su vozdelataba curiosidad—. ¿Qué pasa,Diddy?

 —Necesito que me hagas un favor,Chum. Un favor enorme.

El ingeniero, sentado en el salón desu casa de Bristol, a más de cientosetenta kilómetros, escuchó la peticióde Strike sin interrumpirlo. Cuando esteterminó de hablar, se produjo u

 

silencio. —Ya sé que pido mucho —admitió

Strike, ansioso, concentrado en elchisporroteo de la línea—. Ni siquierasé si se puede hacer con este maltiempo.

 —Claro que sí —dijo Polworth—.Veré cuándo puedo hacerlo, Diddy.Dentro de poco tendré un par de díaslibres; no sé qué dirá Penny…

 —Sí, ya imaginaba que eso podíaser un problema —dijo Strike—. Esarriesgado.

 —No te pases conmigo, he hechocosas peores —replicó Polworth—.Penny quería que las acompañara, a ella  a su madre, a hacer las compras

 

navideñas. Pero, qué coño, Diddy, ¿nodices que esto es una cuestión de vida omuerte?

 —Casi —confirmó Strike; cerró losojos y sonrió—. De vida o libertad.

 —Y me libro de las comprasnavideñas, lo que no está nada mal.Cuenta con ello. Ya te llamaré si tengoalgo, ¿vale?

 —Cuídate, tío. —Hala, adiós.Strike dejó el móvil a su lado, en el

sofá, y se frotó la cara con las manos sidejar de sonreír. Posiblemente, acababade pedirle a Dave que hiciera algo aúmás descabellado y más inútil queagarrar un tiburón al pasar, pero a s

 

amigo le gustaba el peligro, y habíallegado el momento de actuar a ladesesperada.

Lo último que hizo Strike antes deapagar la luz fue releer las notas de sconversación con Fancourt y subrayar,tan fuerte que rasgó la hoja, la palabra«Censor».

 

45

¿No entendiste la broma del gusanode seda?

JOHN WEBSTER, The White Devil 

La policía seguía registrando tanto lavivienda familiar como Talgarth Roaden busca de pruebas forenses. Leonora permanecía en Holloway. Aquello parecía un juego para poner a prueba la paciencia.

Strike estaba acostumbrado aesperar durante horas soportando el frío,

 

a vigilar ventanas oscuras y a seguir adesconocidos sin rostro; a llamar anúmeros de teléfono que no contestaba  puertas que no se abrían; a caras

inexpresivas y testigos que no sabíanada; a la frustración de la inactividadforzosa. Esta vez, sin embargo, habíaalgo diferente que lo distraía: la levenota de ansiedad que ponía un telón defondo a todo lo que hacía.

Había que mantener cierta distancia, pero siempre había personas que tellegaban al alma, injusticias que teindignaban. Leonora en la cárcel, pálida  llorosa; su hija, desconcertada,

vulnerable y despojada de padre ymadre. Robin había colgado el dibujo de

 

Orlando junto a su mesa, así que ualegre pajarillo con el pecho rojoobservaba al detective y a su secretariamientras ellos se ocupaban de otroscasos, y les recordaba que en LadbrokeGrove había una chica de pelo rizadoque seguía aguardando a que su madrevolviera a casa.

Por lo menos, Robin tenía un trabajoimportante que hacer, aunque no selibraba de la impresión de estar decepcionando a Strike. Llevaba dosdías seguidos regresando a la oficina sique sus esfuerzos hubieran dado fruto,con la bolsa de recogida de pruebasvacía. El detective le había aconsejadoque pecara de cautelosa y se retirara

 

ante el menor indicio de que se hubierafijado en ella o de que más adelante pudieran reconocerla. Strike prefería noentrar en detalles sobre por qué laconsideraba tan fácil de reconocer,aunque llevara el pelo cobrizo recogido bajo un gorrito. Era muy guapa.

 —No sé si es necesario ser ta prudente —dijo ella tras seguir lasinstrucciones de su jefe al pie de laletra.

 —Robin, no olvides a qué nosenfrentamos —le espetó él, y laansiedad volvió a apretarle el nudo delestómago—. Quine no se destripó élsolito.

Algunos de sus temores era

 

extrañamente amorfos. Le preocupaba, por supuesto, que quien había asesinadoa Owen pudiera escapar y que hubieraenormes agujeros en la frágil telarañaque estaba construyendo a modo deteoría, sostenida en buena medida, demomento, por las reconstrucciones de simaginación; necesitaba pruebasmateriales para consolidarla, para queni la policía ni la defensa pudieradesmontarla. Pero también tenía otras preocupaciones.

Pese a lo mucho que le disgustaba laetiqueta de «Bob el Místico» que lehabía colgado Anstis, Strike tenía lasensación de estar acercándose a u peligro, casi con la misma certeza co

 

que supo, sin sombra de duda, que aquelViking en el que viajaba estaba a puntode explotar. Lo llamaban «intuición», pero Strike sabía que en realidadconsistía en la interpretación de sutilesseñales, en unir los puntos de modosubconsciente. De la maraña de pruebasinconexas empezaba a surgir una imageclara, una imagen descarnada yaterradora: la de una mente calculadora  brillante, pero tremendamente

trastornada, dominada por la obsesión,la ira y la violencia.

Cuanto más tiempo esperara sin tirar la toalla; cuanto más estrechara elcírculo; cuanto más concretas fueran sus preguntas, más posibilidades había de

 

que la mente asesina cayera en la cuentade que el detective constituía unaamenaza. Strike confiaba en su propiacapacidad para detectar y anular uataque, pero no podía permanecer impasible ante las soluciones que podrían ocurrírsele a una mente enfermaque había demostrado ser aficionada ala crueldad retorcida.

Los días libres de Polworth llegaro  pasaron sin que hubiera resultados

tangibles. —No te rindas ahora, Diddy —le

dijo a Strike por teléfono. Era típico dePolworth: la infructuosidad de susesfuerzos parecía haberlo estimulado elugar de desanimarlo—. El lunes cogeré

 

la baja por enfermedad. Volveré aintentarlo.

 —No puedo pedirte que hagas eso —masculló Strike, frustrado—. Tellevará…

 —No hace falta que me lo pidas,estoy ofreciéndome yo, pata de palodesagradecido.

 —Penny te matará. ¿Y las comprasnavideñas?

 —¿Y mi oportunidad para marcarleun gol a la Metropolitana? —replicóPolworth; nunca le habían gustado lacapital ni sus habitantes.

 —Te lo agradezco, Chum —dijoStrike.

Colgó, y entonces vio que Robi

 

sonreía. —¿Qué te hace gracia? —Ese «Chum» —respondió ella.Sonaba muy a amigotes de colegio

 privado, y era muy impropio de Strike. —No es lo que parece —dijo él. Iba

 por la mitad de la historia de DavePolworth y el tiburón cuando volvió asonar su móvil: un número desconocido.Contestó.

 —¿Es Cameron… Strike? —Sí, soy yo. —Soy Jude Graham. La vecina de

Kath Kent. Ya ha vuelto —dijo la vozfemenina alegremente.

 —Qué buena noticia —dijo Strike, yle hizo una señal de aprobación a Robi

 

con el pulgar. —Pues sí, ha vuelto esta mañana. Ha

venido con alguien. Le he preguntadodónde había estado, pero no ha queridodecírmelo —explicó la vecina.

Strike se acordó de que JudeGraham lo había tomado por u periodista.

 —Esa otra persona ¿es hombre omujer?

 —Mujer —contestó ella con pesar  —. Alta y seca, morena; viene mucho por casa de Kath.

 —Muchas gracias, señorita Graham.Luego me acercaré un momento y le pasaré algo por debajo de la puerta, por las molestias.

 

 —Estupendo —se alegró la vecina —. Adiós.

Y colgó. —Kath Kent ha vuelto a casa —le

dijo Strike a Robin—. Creo que PippaMidgley está con ella.

 —Ah —dijo Robin, reprimiendo unasonrisa—. Bueno, supongo que ahora tearrepentirás de haberle hecho una llavede judo, ¿no?

Strike sonrió, contrito. —No querrán hablar conmigo. —No —convino Robin—. Mucho

me temo que no. —Deben de estar encantadas de que

Leonora esté en la cárcel. —Si les cuentas toda tu teoría, a lo

 

mejor cooperan —sugirió ella.Strike se acarició la barbilla,

mirando a Robin pero sin verla. —No puedo —concluyó—. Si se

sabe que estoy siguiendo un rastro, bastante suerte tendré si no me apuñalacualquier noche por la espalda.

 —¿Lo dices en serio? —Robin —repuso Strike con cierta

exasperación—, a Quine lo ataron y lodestriparon.

Se sentó en el brazo del sofá, querechinó, aunque menos que los cojines, ydijo:

 —Tú le caíste bien a Pippa Midgley. —¡Voy yo! —saltó Robin. —Sola no, pero a lo mejor podrías

 

ayudarme a entrar. ¿Te va bien estanoche?

 —¡Claro que sí! —exclamó ella,eufórica.

¿No habían sentado Matthew y ellanuevas bases? Era la primera vez que ponía a prueba a su novio, pero cogió elteléfono con seguridad. La reacción deMatthew cuando Robin le dijo que nosabía a qué hora llegaría a casa esanoche no podía calificarse de entusiasta, pero aceptó la noticia sin poner objeciones.

Así pues, a las siete en punto, trascomentar largo y tendido la táctica queiban a emplear, Strike y Robin saliero por separado a la noche glacial, co

 

diez minutos de diferencia y con laayudante a la cabeza, camino de StaffordCripps House.

Volvía a haber una pandilla deóvenes en el patio de hormigón frente al

edificio, y no dejaron que Robin pasaraa su lado con el respeto precavido quedos semanas atrás habían dispensado aStrike. Uno de ellos fue bailando deespaldas hasta situarse ante Robimientras ella iba hacia la escalera; lainvitó a bailar con él, le dijo lo guapaque era y se burló de su silencio,mientras, en la oscuridad, sus amigos laabucheaban y hacían comentarios sobresu trasero. Cuando llegaron ante laescalera de hormigón, las pullas de s

 

admirador resonaron de un modosiniestro. Robin calculó que, comomucho, tendría diecisiete años.

 —Tengo que subir —dijo cofirmeza cuando él se sentó, repantigado,en el primer escalón, para gran regocijode sus compinches. Pese a su aparentesangre fría, Robin había empezado asudar.

Solo es un crío —se dijo—. Y Strike

viene detrás. Pensarlo le dio valor. —Apártate, por favor —pidió.El chico vaciló, dedicó u

comentario socarrón a la figura deRobin y se apartó. Ella temía que laagarrara al pasar a su lado, pero élvolvió con sus amigotes, que se pusiero

 

a insultarla mientras subía la escalera ysalía, sin que la siguieran y con graalivio, a la galería que conducía al pisode Kath Kent.

Las luces estaban encendidas. Robise detuvo un instante, se preparó y pulsóel timbre.

Al cabo de pocos segundos se abrióla puerta, solo unos centímetros, y Robientrevió a una mujer madura con unalarga y enmarañada melena pelirroja.

 —¿Kathryn? —¿Sí? —dijo la mujer con recelo. —Tengo una información muy

importante para usted —dijo Robin—.Le interesa escucharla.

(«No le digas “Necesito hablar co

 

usted” —le había recomendado Strike —, ni “Me gustaría hacerle algunas preguntas”. Tienes que plantearlo comosi ella fuera a obtener algún beneficio.Llega tan lejos como puedas sin decirlequién eres; haz que parezca urgente, quea ella le preocupe perderse algo si permite que te marches. Debes conseguir entrar en el piso antes de que haya podido pensárselo bien. Llámala por snombre. Establece un contacto personal.

o pares de hablar.») —¿Qué información? —inquirió

Kathryn Kent. —¿Puedo pasar? Aquí fuera hace

mucho frío. —¿Quién es usted?

 

 —Le conviene oír esto, Kathryn. —Pero ¿quién…? —¿Kath? —preguntó otra voz a sus

espaldas. —¿Es periodista? —Considéreme una amiga — 

improvisó Robin, que ya tenía un pie eel umbral—. Solo quiero ayudarla,Kathryn.

 —¡Eh!Una cara alargada de tez pálida, co

grandes ojos castaños, que Robin yaconocía apareció por detrás de Kath.

 —¡Es de la que te hablé! —gritóPippa—. Trabaja con él.

 —Pippa —dijo Robin, mirándola alos ojos—, sabes que estoy de tu parte.

 

Tengo que contaros una cosa a las dos,es urgente…

Ya tenía casi todo el pie dentro de lavivienda. Robin intentó dotar sexpresión de la máxima seriedad y persuasión, y miró a los ojos a Pippa, ecuyo rostro se reflejaba el pánico.

 —Pippa, si no creyera que es muyimportante, no estaría aquí.

 —Déjala entrar —le dijo la joven aKathryn.

El recibidor estaba abarrotado;había un montón de abrigos colgados.Kathryn condujo a Robin hasta usaloncito con paredes de color magnoliadonde había una lámpara encendida.Cubrían las ventanas unas cortinas

 

marrones, pero la tela era tan fina quetransparentaban y dejaban pasar lasluces de los edificios de enfrente y lasde los coches. Una manta naranja, u poco sucia, revestía el viejo sofá,colocado sobre una alfombra coestampado de remolinos abstractos, yencima de la mesita de salón barata, de pino, vio restos de comida para llevar de un restaurante chino. En un rincóhabía una mesa de ordenador desvencijada con un portátil. Robin sefijó, con una punzada de algo parecidoal remordimiento, en que las dosmujeres habían estado decorando juntasun árbol de Navidad artificial. Habíauna ristra de luces en el suelo y unos

 

cuantos adornos encima de la única butaca. Uno era un disco de porcelanaque rezaba: «¡Escritora famosa eciernes!»

 —¿Qué quiere? —preguntó KathryKent, con los brazos cruzados.

Miraba desafiante a Robin con unosojillos furibundos.

 —¿Le importa que me siente? —  preguntó ella, y se sentó sin esperar aque Kathryn le diera permiso. («En lamedida de lo posible y sin llegar a parecer grosera, compórtate como siestuvieras en tu casa, haz que le cuestemás echarte», había dicho Strike.)

 —¿Qué quiere? —repitió KathryKent.

 

Pippa estaba de pie delante de unaventana, observando a Robin, y esta vioque toqueteaba un adorno navideño: uratón vestido de Papá Noel.

 —¿Sabe que han detenido a LeonoraQuine por asesinato? —preguntó Robin.

 —Pues claro que lo sé. —Kathryn seseñaló el amplio pecho y añadió—: Fuio quien encontró el recibo de la Visa

que usó para comprar las cuerdas, el burka y el mono.

 —Sí, ya lo sé —dijo Robin. —¡Cuerdas y un burka! —exclamó

Kathryn Kent—. Él no se esperaba algoasí, ¿verdad? Tantos años pensando queella solo era una… sosa de miedo… unamosquita muerta… una… ¡imbécil!

 

¡Pues mira lo que le ha hecho! —Sí —dijo Robin—, ya sé que eso

es lo que parece. —¿Cómo que «es lo que parece»? —Kathryn, he venido a prevenirla:

no creen que haya sido ella.(«No le des detalles. Si puedes

evitarlo, no menciones explícitamente ala policía. No te comprometas con unahistoria que se pueda comprobar, mantéun tono ambiguo.»)

 —¿Qué quiere decir? —repitióKathryn con brusquedad—. ¿La policíano…?

 —Y usted tenía acceso a esa tarjetade crédito, tuvo más oportunidades quenadie para copiarla.

 

Kathryn, desconcertada, miróalternativamente a Robin y a Pippa, que, pálida, seguía con el ratón disfrazado dePapá Noel en la mano.

 —Pero Strike no cree que haya sidousted —añadió Robin.

 —¿Quién? —Kathryn parecíademasiado aturdida, demasiado aterrada para pensar con claridad.

 —Es su jefe —le susurró Pippa. —¡Ese! —dijo Kathryn, volviéndose

otra vez hacia Robin—. ¡Ese trabaja para Leonora!

 —No cree que haya sido usted — insistió Robin—, ni siquiera después desaberse que usted tenía ese recibo de latarjeta. Es decir, parece raro, pero él

 

está convencido de que usted lo tenía por casualidad…

 —¡Me lo dio ella! —exclamó lamujer, alzando los brazos y gesticulandocon furia—. Su hija. Me lo dio ella, yono le di la vuelta hasta semanas mástarde, ni se me ocurrió. Lo único quehice fue ser amable con la chica, coger aquel condenado dibujo y hacer como sifuera muy bueno. ¡Solo pretendía ser amable!

 —Lo entiendo —la tranquilizóRobin—. Nosotros la creemos, Kathryn,se lo prometo. Strike quiere encontrar alverdadero asesino, él no es como la policía. —(«Insinúa, no expongas.»)—.Él no quiere limitarse a atrapar a la

 

siguiente mujer a la que Quine pudierahaber… bueno, usted ya sabe…

Las palabras «dejado que lo atara»quedaron en el aire.

La reacción de Pippa era más fácilde interpretar que la de su amiga.Crédula y asustadiza, miró a Kathryn,que parecía furiosa.

 —¡A lo mejor no me importa quiélo haya matado! —gruñó Kathryn entredientes.

 —Pero supongo que no querrá que ladetengan.

 —¡Eso de que les intereso yo se loha inventado usted! ¡En las noticias nohan dicho nada!

 —Bueno, es lógico que no haya

 

dicho nada, ¿no le parece? —repusoRobin con delicadeza—. La policía nocelebra ruedas de prensa para anunciar que cree haber detenido a la personaequivocada.

 —¿Quién tenía la tarjeta de crédito?¡Ella!

 —Quine solía llevarla encima — repuso Robin—, y su mujer no es laúnica persona que tuvo acceso a ella.

 —¿Cómo es que usted sabe qué está pensando la policía?

 —Strike tiene buenos contactos en laMetropolitana —dijo Robin con calma —. Estuvo en Afganistán con elinspector que lleva el caso, RichardAnstis.

 

Oír el nombre de quien la habíainterrogado causó efecto en Kathryn.Volvió a mirar a Pippa.

 —¿Por qué me cuenta todo esto? — inquirió la mujer.

 —Porque no queremos ver cómodetienen a otra persona inocente — contestó Robin—, porque creemos quela policía pierde el tiempo investigandoa quien no debe y —(«cuando ya hayascebado el anzuelo, añade un poco deinterés personal, eso hace que todoresulte más verosímil»)—,evidentemente —añadió, fingiendosentir cierto bochorno—, porque aCormoran le convendría mucho ser la persona que descubrió al verdadero

 

asesino. Otra vez —apostilló. —Sí —dijo Kathryn, afirmando co

la cabeza—, es por eso, claro. Leinteresa la publicidad.

Cualquier mujer que hubiera pasadodos años con Owen Quine debía desaber que la publicidad podía aportar grandes beneficios.

 —Mire, nosotros solo queríamos prevenirla de lo que están pensando —  prosiguió Robin— y pedirle que nosayude. Pero, por supuesto, si usted noquiere…

Robin hizo ademán de levantarse.(«Cuando ya se lo hayas expuesto

todo, dale a entender que aceptarás sdecisión sin discutir. Estarás esperando

 

cuando ella vaya a buscarte.») —Ya le he contado a la policía todo

lo que sé —dijo Kathryn; parecíadesconcertada ahora que Robin, más altaque ella, se había levantado—. No tengonada más que decir.

 —Bueno, nosotros no estamosseguros de que hayan hecho las preguntas adecuadas. —Volvió asentarse en el sofá—. Usted es escritora —dijo de pronto, saliéndose del caminoque su jefe le había preparado, con lamirada clavada en el ordenador delrincón—. Se fija en los detalles. Loentendía a él y entendía su obra mejor que nadie.

Ese inesperado giro hacia el halago

 

hizo que las palabras iracundas queKathryn estaba a punto de arrojarle aRobin (tenía la boca abierta, lista paraarticularlas) murieran antes de salir desus labios.

 —¿Y qué quieren saber? —preguntóKathryn. De pronto, su agresividad parecía un poco forzada.

 —¿Permitiría que Strike viniera aoír su versión? Si no quiere, no vendrá —le aseguró Robin (era un ofrecimientoque su jefe no había autorizado)—. Élrespeta su derecho a negarse. —Strikenunca había dicho eso—. Pero legustaría oírselo contar a usted con sus propias palabras.

 —Que yo sepa, no tengo nada

 

interesante que contar —insistióKathryn, y volvió a cruzarse de brazos, pero no pudo disimular un levísimo dejede vanidad y satisfacción.

 —Ya sé que es mucho pedir — continuó Robin—, pero si nos ayuda adar con el verdadero asesino, Kathryn,saldrá usted en los periódicos por larazón correcta.

Esa promesa se apoderó de laimaginación de la mujer: se vioentrevistada por reporteros entusiastas y,de pronto, respetuosos, tal vezhaciéndole preguntas sobre su obra:«Hábleme de  El sacrificio de

elina…».Kathryn miró de reojo a Pippa, que

 

exclamó: —¡Ese desgraciado me secuestró! —Intentaste atacarlo, Pip —dijo

Kathryn. Se volvió, un poco nerviosa,hacia Robin—. Yo no le dije que lohiciera. Pippa estaba… Cuando vimoslo que él decía en el libro, nosquedamos las dos… Y creímos que a él,a su jefe, lo habían contratado parahacernos parecer culpables.

 —Lo entiendo —mintió Robin, aquien ese razonamiento le parecíatortuoso y paranoico; pero tal vez esafuera la consecuencia de relacionartecon Owen Quine.

 —Se dejó llevar y no pensó lo quehacía —explicó Kathryn, y miró a s

 

 protegida con una mezcla de cariño yreproche—. Pip no sabe controlar smal genio.

 —Eso es comprensible —concedióRobin con hipocresía—. ¿Puedo llamar a Cormoran? Me refiero a Strike.¿Puedo pedirle que venga?

Ya se había sacado el móvil del bolsillo y leyó la pantalla. Strike lehabía mandado un mensaje:

En la galería. Me congelo, joder.

Le contestó:

 

Espera 5 min.

En realidad solo necesitaba tresminutos. Apaciguada por la sinceridad yla actitud comprensiva de Robin, y por el consejo de la alarmada Pippa de permitir entrar a Strike para oír el restode la historia, cuando este llamó por fia la puerta, Kathryn fue a abrir casi co presteza.

La habitación parecía mucho más pequeña cuando entró él. Al lado deKathryn, el detective parecía enorme ycasi innecesariamente masculino; sesentó en la única butaca después de quela mujer apartara los adornos navideños.Pippa se retiró hasta el extremo del sofá

 

  se sentó en el brazo, desde donde lelanzaba miradas cargadas de desafío ytemor.

 —¿Le apetece tomar algo? —le preguntó Kathryn a Strike, que seguíacon el grueso abrigo puesto, con los piesdel número 49 plantados firmemente ela alfombra de remolinos.

 —Una taza de té. Muchas gracias — contestó.

Ella se dirigió a la diminuta cocina.Al encontrarse sola con Strike y Robin,a Pippa le entró pánico y salió corriendodetrás de su amiga.

 —Si me ofrecen té —le dijo Strike aRobin en voz baja—, es que lo hashecho de puta madre.

 

 —Está muy orgullosa de ser escritora —replicó ella con un hilo devoz—, lo que significa que comprendíaa Quine mucho mejor que otras…

Pero Pippa había regresado con unacaja de galletas baratas, y Strike y Robicallaron de inmediato. La chica volvió asentarse en el extremo del sofá, desdedonde dedicaba al detective asustadasmiradas de soslayo que tenían, comoaquel día en la oficina, cierto aire adeleite melodramático.

 —Se lo agradezco mucho, Kathry —dijo Strike cuando la mujer hubodejado la bandeja con el té encima de lamesa.

Robin se fijó en que una de las tazas

 

tenía la inscripción «Keep Clam ycuidado con las erratas».

 —Ya veremos —replicó Kent, colos brazos cruzados y mirándolo coodio, sin sentarse.

 —Siéntate, Kath —intentóconvencerla Pippa, y Kathryn se sentóde mala gana en el sofá, entre su amiga yRobin.

La prioridad de Strike consistía e proteger la endeble confianza que Robihabía conseguido ganarse; el ataquedirecto estaba descartado. Por tanto,emprendió un discurso que recordaba alde Robin, insinuando que lasautoridades estaban revisando ladetención de Leonora y las pruebas co

 

que contaban, evitando mencionar directamente a la policía pero, al mismotiempo, insinuando a las claras que laMetropolitana empezaba a dirigir satención hacia Kathryn Kent. Mientrashablaba, se oyó a lo lejos una sirena.Asimismo, Strike expresó su convicció personal de que Kent estaba libre detoda sospecha y expuso que laconsideraba un recurso que la policía nohabía entendido ni sabido aprovechar.

 —Bueno, sí, en eso tiene razón,supongo —dijo ella. Las palabrastranquilizadoras del detective no lahabían convencido, pero al menos habíaaflojado un poco. Cogió su taza «KeepClam» y, con profundo desdén, añadió

 

 —: Solo les interesaba nuestra vidasexual.

Strike recordó que, según la versióde Anstis, Kathryn había aportadomucha información sobre el temavoluntariamente, sin necesidad de que lasometieran a una presión excesiva.

 —A mí no me interesa su vidasexual —dijo Strike—. Es obvio, si me permite hablar claro, que en su casa nole daban lo que quería.

 —Llevaba años sin acostarse coella —dijo Kathryn. Robin se acordó delas fotografías del dormitorio deLeonora en las que aparecía Quineatado, y bajó la vista hacia el interior desu taza de té—. No tenían nada e

 

común. Él no podía hablarle de strabajo, porque a ella no le interesaba,le importaba un cuerno. Nos dijo que nisiquiera se leía sus libros como esdebido, ¿verdad? —agregó mirando aPippa, sentada en el brazo del sofá a slado—. Necesitaba a alguien con quierelacionarse a ese nivel. Conmigo sí podía hablar de literatura.

 —Y conmigo —terció Pippa, einmediatamente se lanzó a hablar—. Leinteresaba la identidad política y mehablaba durante horas de lo quesignificaba para mí haber nacido con usexo que no…

 —Sí, me decía que era un aliviohablar con alguien capaz de entender s

 

obra —dijo Kathryn, subiendo la voz para apagar las palabras de Pippa.

 —Ya me lo imagino —dijo Strike, yasintió con la cabeza—. Y seguro que la policía no se molestó en preguntarlenada sobre eso, ¿verdad?

 —Bueno, me preguntaron dónde noshabíamos conocido, y les dije que en scurso de escritura creativa. Fue una cosagradual… A él le interesaba lo que yoescribía…

 —… lo que escribíamos —dijoPippa en voz baja.

Kathryn habló largo y tendido, yStrike asentía de vez en cuando,mostrando mucho interés por latransformación gradual de la relació

 

maestro-alumna en algo mucho másíntimo, con Pippa, por lo visto, siempredetrás y separándose de ellos solo antela puerta del dormitorio.

 —Yo escribo fantasía con un giroerótico —dijo Kathryn.

A Strike le sorprendió (y lo encontródivertido) que hubiera empezado ahablar como Fancourt: con expresionesensayadas, con citas breves. Se preguntócuántos de los que pasaban horas solosescribiendo sus historias ensayabahablar de su obra cuando hacían una pausa para tomarse un café, y se acordóde lo que le había contado Waldegravesobre Quine: que este había admitidoque fingía que lo entrevistaban con u

 

 bolígrafo. —En realidad es fantasía erótica

 slash, pero muy literaria. Y ese es el problema con la edición tradicional:nadie se arriesga a dar una oportunidada algo que no ha visto nunca, y si lo quehaces es mezclar varios géneros y crear algo completamente nuevo, no se atrevea publicarte. Sé que Liz Tassel — Kathryn pronunció ese nombre como sifuera el de una enfermedad grave— ledijo a Owen que mi obra se dirige a u público muy específico. Pero eso es lo bueno de la edición independiente: lalibertad…

 —Sí —intervino Pippa, era evidenteque estaba ansiosa por aportar s

 

opinión—, es verdad, creo que la publicación independiente puede ser elcamino para la ficción de género.

 —Solo que en realidad no es ugénero —dijo Kathryn, arrugando u poco la frente—, eso es lo que quierodecir…

 —… En cambio, Owen creía que miautobiografía era mejor plantearla a lamanera tradicional —dijo Pippa—. A élle interesaba mucho la identidad degénero y lo fascinaba mi experiencia. Le presenté a un par de personastransgénero, y él me prometió hablarlede mí a su editor, porque creía que, cola promoción adecuada, y tratándose deuna historia que hasta ahora nunca se

 

había contado… —A Owen le encantaba  El 

 sacrificio de Melina, estaba impaciente por seguir leyendo. Me arrancaba de lasmanos, literalmente, cada nuevo capítuloque yo terminaba —prosiguió Kathrysubiendo la voz—, y me dijo…

Se interrumpió con brusquedad, siacabar la frase, y Pippa mudó laexpresión, como si de pronto ya no lemolestara que Kathryn no la dejarahablar. Robin comprendió que, derepente, ambas se habían acordado deque mientras Quine las colmaba deefusivas palabras de ánimo, elogios einterés, los obscenos personajes deArpía y Epiceno iban perfilándose e

 

una vieja máquina de escribir eléctricaque el escritor les ocultaba.

 —Entonces, ¿Quine hablaba cousted de su obra? —preguntó Strike.

 —Un poco —contestó Kathryn Kentcon voz monótona.

 —¿Y sabe cuánto tiempo llevabatrabajando en Bombyx Mori?

 —Siempre, desde que yo lo conocí. —¿Qué le contó de su libro?Hubo una pausa. Kathryn y Pippa se

miraron. —Ya le expliqué —le dijo Pippa a

Kathryn, con una mirada elocuente aStrike— que nos dijo que iba a ser diferente.

 —Sí —añadió Kathryn, contundente,

 

 se cruzó de brazos—. No nos dijo queiba a ser así.

«Así…» A Strike le vino a la mentela sustancia marrón y glutinosa que lesalía a Arpía de los pezones; en sopinión, era de las imágenes másrepugnantes del libro. Recordó que lahermana de Kathryn había muerto decáncer de mama.

 —¿Les explicó cómo iba a ser? —  preguntó Strike.

 —Nos mintió —respondió la mujer  —. Nos contó que iba a ser el viaje delescritor, o algo así, pero nos engañó…

os dijo que íbamos a ser… —«Hermosas almas en pena» — 

aportó Pippa; por lo visto, la frase se le

 

había quedado grabada. —Sí —dijo Kathryn. —¿Le leyó algún fragmento,

Kathryn? —No. Decía que quería que fuera

una… una… —Oh, Kath —dijo Pippa con aire

trágico.Kathryn se había tapado la cara co

las manos. —Tenga —le ofreció Robin, amable,

sacando unos pañuelos de papel de s bolso.

 —No —dijo Kathryn con aspereza;se levantó del sofá y se metió en lacocina. Volvió con un puñado de papelabsorbente—. Decía —repitió— que

 

quería que fuera una sorpresa. El muyhijo de puta. —Se sentó e insistió—:Hijo de puta.

Se enjugó las lágrimas y negó con lacabeza, haciendo oscilar su larga melena pelirroja, mientras Pippa le acariciabala espalda.

 —Dice Pippa que Quine le metióuna copia del manuscrito por el buzó —dijo Strike.

 —Sí —confirmó Kathryn.Era evidente que Pippa ya había

confesado dicha indiscreción. —Jude, la vecina de al lado, lo vio

hacerlo. Es una entrometida, se pasa lavida vigilándome.

Strike, que acababa de meterle otras

 

veinte libras por el buzón a la vecinaentrometida por mantenerlo informadode los movimientos de Kathryn, preguntó:

 —¿Cuándo fue eso? —El día seis, a primera hora.El detective percibió la tensión y la

emoción de Robin. —¿Funcionaba ese día la luz de s

 puerta? —¿La luz? Lleva meses fundida. —¿Habló su vecina con Quine? —No, solo se asomó por la ventana.

Debían de ser las dos de la madrugada,no iba a salir a la galería en camisón.Pero ya lo había visto entrar y salir muchas veces. Sabía muy bien qué

 

aspecto tenía —dijo Kathryn entresollozos—, con esa capa y ese sombrerotan ridículos.

 —Pippa me dijo que también le dejóuna nota.

 —Sí. «Ha llegado la hora de lavenganza para ambos», ponía.

 —¿Todavía la tiene? —No. La quemé. —¿Iba dirigida a usted? ¿Ponía

«Querida Kathryn»? —No. Era solo esa frase, y un beso.

¡Hijo de perra! —dijo, sollozando. —¿Quiere que vaya a buscar algo

más fuerte de beber? —se ofrecióRobin, sorprendiendo a todos.

 —En la cocina tengo algo —dijo

 

Kathryn, y sus palabras sonaroapagadas, porque en ese momento setapaba la boca y las mejillas con el papel absorbente—. Ve a buscarlo, Pip.

 —¿Está segura de que la nota era deQuine? —preguntó Strike mientrasPippa iba, presurosa, por alcohol.

 —Sí, era su letra. La reconocería ecualquier parte —confirmó Kathryn.

 —¿Cómo la interpretó? —No lo sé —contestó débilmente la

mujer, enjugándose las lágrimas—.¿Venganza para mí porque él dejaba mala su mujer? ¿Y venganza para él porquearremetía contra todos, incluso contramí? Qué cobarde, el muy cabrón —dijo,imitando, sin saberlo, a Michael

 

Fancourt—. Podría haberme dicho queno quería… Si quería terminar… ¿Por qué me hizo eso? ¿Por qué? Y no solo amí… Pip… Fingía que la quería,hablaba con ella de sus problemas…Pip lo ha pasado muy mal… Bueno, sautobiografía no puede considerarse altaliteratura, pero…

Pippa regresó con unos vasos y una botella de coñac, y Kathryn guardósilencio.

 —Estábamos reservándolo para el pudin del día de Navidad —dijo samiga mientras descorchaba hábilmentela botella—. Toma, Kath.

Kathryn cogió la copa y se bebió elcoñac de un trago. Dio la impresión de

 

que conseguía el efecto que buscaba.Sorbió por la nariz y enderezó laespalda.

Robin también aceptó un poco.Strike lo rechazó.

 —¿Cuándo leyó el manuscrito? —le preguntó a Kathryn, que ya estabasirviéndose más alcohol.

 —El mismo día que lo encontré, elnueve, cuando vine a casa a buscar másropa. Llevaba varios días durmiendocon Angela en la residencia. Él no mehabía contestado a las llamadas desde lanoche de las hogueras, ni una sola, y yoa le había explicado que mi hermana

estaba muy mal, le había dejado variosmensajes. Entonces vine a casa y

 

encontré el manuscrito esparcido por elsuelo. Pensé: «¿Por eso no me contesta, porque quiere que primero lea elmanuscrito?» Me lo llevé a la residencia  lo leí allí, mientras hacía compañía a

Angela.Robin no quiso ni imaginar lo que

debía de haber sentido leyendo, mientrassu hermana se moría en la cama, a slado, la descripción que su amante habíahecho de ella.

 —Llamé a Pip, ¿verdad? —continuóKathryn, y Pippa asintió—, y le conté loque había hecho Owen. Lo llamé umontón de veces, pero él seguía si ponerse al teléfono. Y cuando murióAngela, pensé: «¡Qué demonios! Iré yo a

 

 buscarte.» —El coñac le habíacoloreado las pálidas mejillas—. Fui asu casa, pero cuando la vi a ella, a smujer, me di cuenta de que no mementía. Él no estaba allí. Así que le pedíque le dijera que Angela había muerto.Él conocía a mi hermana —aclaró, yvolvió a hacer una mueca de dolor.Pippa dejó su copa y abrazó lostemblorosos hombros de Kathryn—.Pensé que al menos así se daría cuentade lo que me había hecho mientras yoestaba perdiendo… cuando yo acababade perder…

Durante más de un minuto, en lahabitación solo se oyeron los sollozosde Kathryn y los gritos lejanos de los

 

óvenes en el patio. —Lo siento —dijo Strike co

formalidad. —Debió de ser horrible para usted

 —añadió Robin.De pronto, una frágil sensación de

camaradería los unía a los cuatro. Por lomenos, estaban de acuerdo en una cosa:Owen Quine se había comportado muymal.

 —Lo que me ha traído hasta aquí essu capacidad para analizar textos —ledijo Strike a Kathryn una vez que ella sehubo enjugado de nuevo las lágrimas.Tenía los ojos tan hinchados que parecían dos ranuras.

 —¿Qué quiere decir? —preguntó

 

ella, pero Robin detectó gratitud yorgullo tras la aparente aspereza.

 —Hay cosas de  Bombyx Mori  queno entiendo.

 —Pues no es muy difícil —dijo lamujer, y, sin saberlo, volvió areproducir las palabras de Fancourt—:

o le van a dar ningún premio a lasutileza, desde luego.

 —No lo sé —replicó Strike—. Perohay un personaje muy intrigante.

 —¿Vanaglorioso? —dijo ella.Strike pensó que era lógico que

Kathryn sacara esa conclusión. Fancourtera famoso.

 —Me refería al Censor. —No quiero hablar de eso —soltó

 

ella con una brusquedad que sorprendióa Robin.

Kathryn le lanzó una mirada a Pippa, Robin reconoció el reflejo mutuo, mal

disimulado, de dos personas quecomparten un secreto.

 —Él fingía ser más honrado —dijoKathryn—. Fingía que había ciertascosas que consideraba sagradas. Peroentonces fue y…

 —No encuentro a nadie dispuesto aexplicarme el personaje del Censor — insistió Strike.

 —Porque hay personas que todavíaconservamos un poco de decencia — repuso Kathryn.

El detective miró con disimulo a

 

Robin, animándola a tomar el relevo. —Jerry Waldegrave ya le ha contado

a Cormoran que él es el Censor —dijo,tanteando el terreno.

 —Me cae bien Jerry Waldegrave — dijo Kathryn, desafiante.

 —¿Lo conoce personalmente? —le preguntó Robin.

 —Owen me llevó a una fiesta hacedos años, en Navidad. Waldegraveestaba allí. Una persona muy cariñosa.Había bebido de más.

 —¿En esa época ya bebía? — intervino Strike.

Fue un error; si había animado aRobin a tomar el relevo, había sido porque ella no parecía tan intimidatoria.

 

Su interrupción hizo que Kathryn secerrara en banda.

 —¿Había alguna otra personainteresante en aquella fiesta? —preguntóRobin, y dio un sorbo de coñac.

 —Estaba Michael Fancourt —dijoKathryn sin vacilar—. La gente loencuentra arrogante, pero a mí me pareció encantador.

 —Ah, ¿habló con él? —Owen no quería que me acercara

a Fancourt —contestó Kathryn—, perofui al baño y, a la vuelta, le dije que mehabía gustado mucho  La casa hueca. AOwen eso no le hubiera hecho ningunagracia —añadió con una satisfacció patética—. Siempre decía que Fancourt

 

estaba sobrevalorado, pero yo creo quees maravilloso. En fin, hablamos un rato,  luego se acercó alguien y se lo llevó,

 pero sí —repitió, desafiante, como si lasombra de Owen Quine estuviera en lahabitación y pudiera oírla elogiar a srival—, a mí me pareció encantador. Medeseó suerte con mi trabajo —agregó, ydio un sorbo de coñac.

 —¿Le mencionó que era amiga deOwen? —preguntó Robin.

 —Sí. —Kathryn compuso unasonrisa sarcástica—. Y él se rio y medijo: «No sabe cuánto la compadezco.»Le dio igual. Me di cuenta de que Owea no le importaba. Sí, creo que es una

 persona muy agradable y un escritor 

 

maravilloso. Cuando uno tiene éxito, lagente se vuelve muy envidiosa, ¿nocree?

Se sirvió más coñac. Aguantaba biela bebida: solo se le notaba en que sehabía sonrojado un poco.

 —Y Jerry Waldegrave le cayó bie —comentó Robin, casi como si hablarasola.

 —Jerry es encantador —afirmóKathryn, que ya había tomado carrerilla estaba dispuesta a elogiar a cualquiera

a quien Owen hubiera criticado—.Francamente adorable. Pero iba borracho, muy borracho. Estaba en otrahabitación, y la gente lo evitaba, no sé sime entiende. Esa zorra, Tassel, nos dijo

 

que lo dejáramos en paz, que solo decíatonterías.

 —¿Por qué la llama «zorra»? — quiso saber Robin.

 —Es una asquerosa —sentencióKathryn—. Si hubiera visto cómo mehablaba, cómo le hablaba a todo elmundo… Pero yo sé qué le pasaba: ledaba rabia que Michael Fancourtestuviera allí. Aprovechando que Owehabía ido a ver si Jerry se encontraba bien, porque no pensaba dejarloinconsciente en una butaca, dijera lo quedijera esa zorra, le comenté: «Acabo dehablar con Fancourt, es encantador.» Aella no le gustó nada —prosiguióKathryn con satisfacción—. No le gustó

 

 pensar que Fancourt había sidoencantador conmigo, cuando a ella laodia. Owen me había contado que Tasselse había enamorado de Fancourt y que élno le hacía ni caso.

Disfrutó contándoles aquel cotilleo, pese a ser muy antiguo. Esa noche, almenos, ella tenía informació privilegiada.

 —Tassel se marchó poco después deque yo le dijera eso —continuó Kathrycon satisfacción—. Es una asquerosa.

 —Michael Fancourt me contó — intervino Strike, y al instante los ojos deKathryn y los de Pippa se clavaron eél, ansiosos por oír qué había dicho elescritor famoso— que Owen Quine y

 

Elizabeth Tassel habían tenido unaaventura.

Hubo un momento de silencio yestupefacción, y entonces Kathryn Kentse echó a reír. Fue una risa auténtica, silugar a dudas: unas carcajadasestentóreas, casi de felicidad,invadieron la habitación.

 —¿Owen y Elizabeth Tassel? —Eso me dijo.Pippa sonrió ante aquellas

inesperadas muestras de júbilo por partede Kathryn Kent, que se recostaba en elrespaldo del sofá tratando de respirar;daba tales sacudidas que se echó elcoñac por encima de los pantalones. APippa se le contagió la histeria y

 

también se echó a reír. —Jamás… —dijo Kathryn,

resollando—, ni en un… millón… deaños…

 —Supongo que de eso hacía muchotiempo —aclaró Strike, pero la melena pelirroja de la mujer volvió a agitarse, pues seguía riendo a carcajadas.

 —Owen y Liz… nunca. Nuncaamás… Usted no lo entiende —dijo,

enjugándose las lágrimas, esa vez derisa—. Él la encontraba espantosa. Melo habría contado… Owen me hablabade todas las personas con las que sehabía acostado, en eso no era ningúcaballero, ¿verdad, Pip? Yo lo sabría, sialguna vez hubieran… No sé de dónde

 

lo sacaría Michael Fancourt —dijoKathryn con un júbilo nada forzado ycon total convicción.

La risa la había hecho soltarse. —Pero, en cambio, ¿no sabe qué

significa el Censor? —preguntó Robin, ydejó la copa de coñac vacía en la mesitade pino con el gesto inconfundible delinvitado que se dispone a marcharse.

 —Yo no he dicho que no lo sepa — contestó Kathryn, que todavía no sehabía recuperado de la prolongada risa —. Claro que lo sé. Pero me parecehorrible que le hiciera eso a Jerry.¡Menudo hipócrita! Owen me pide queno se lo cuente a nadie, y va él y lo poneen Bombyx Mori.

 

 No hizo falta que Strike mirara aRobin para indicarle que guardarasilencio y dejara que el buen humor deKathryn, alimentado por el coñac, lasatisfacción que le producía ser elcentro de atención y el estatus que leconfería conocer secretoscomprometedores sobre figuras delmundillo literario hicieran su trabajo.

 —De acuerdo —dijo—. Está bien.Owen me lo contó cuando ya nosmarchábamos. Jerry iba muy borrachoesa noche, y, como ya saben, smatrimonio anda muy mal, está en lacuerda floja desde hace años, y la nocheanterior habían tenido una discusióterrible. Fenella le había dicho a Jerry

 

que cabía la posibilidad de que su hijafuera de otro hombre. Que fuera…

Strike sabía qué venía acontinuación.

 —… de Fancourt —dijo Kathrytras una oportuna pausa dramática—. Laenana de la cabeza grande, el bebé delque ella se planteaba deshacerse porqueno sabía de quién era, ¿lo captan? ElCensor con esos cuernos…

»Y Owen me pidió que no dijeranada. “No tiene ninguna gracia” me dijo.“Jerry adora a su hija, es lo único buenoque tiene en la vida.” Pero me habló deeso durante todo el camino de vuelta acasa. No paraba de mencionar aFancourt y lo mucho que le disgustaría

 

enterarse de que tenía una hija, porqueFancourt nunca quiso tener hijos…¡Mucho cuento con que quería proteger aJerry! Era capaz de cualquier cosa cotal de herir a Michael Fancourt. Decualquier cosa.

 

46

Luchaba Leandro, mas las aguas seencresparon

y al fondo alfombrado de perlas loarrastraron.

CHRISTOPHER MARLOWE,  Hero an

 Leander 

Media hora más tarde, agradecido por los efectos del coñac barato y por la peculiar combinación de lucidez yternura de su ayudante, Strike sedespidió de ella dándole efusivamente

 

las gracias. Robin volvió a su casa,donde la esperaba Matthew, radiante desatisfacción y emocionada, y menoscrítica que hasta ese momento con lateoría de Strike sobre el asesinato deOwen Quine. Eso se debía, en parte, aque nada de lo que había dicho KathryKent contradecía esa teoría, pero sobretodo a que sentía un cariño especial por su jefe después de haber compartido coél aquel interrogatorio.

El detective regresó a su ático en uestado de ánimo menos elevado. Solohabía bebido té, y creía más que nuncaen su teoría, pero la única prueba que podía presentar era un carrete demáquina de escribir que no iba a ser 

 

suficiente para invalidar las acusacionesde la policía contra Leonora.

La noche del sábado al domingohubo fuertes heladas, pero durante el díaunos débiles rayos de sol traspasaron elmanto de nubes que tapaba el cielo. Lalluvia convirtió parte de la nieveacumulada en los bordes de las acerasen charcos de nieve fangosa yresbaladiza. Strike iba y venía entre laoficina y el ático, sin dejar dereflexionar; ignoró una llamada de NinaLascelles y rechazó una invitación paracenar en casa de Nick e Ilsa, alegandoque tenía mucho papeleo atrasado, peroen realidad porque prefería la soledadsin presiones a hablar sobre el caso

 

Quine.Sabía que estaba comportándose

como si todavía tuviera que cumplir coel estándar profesional que le imponía laDivisión de Investigaciones Especiales.Aunque tenía libertad, legalmente, paracotillear con quien quisiera sobre sussospechas, seguía tratándolas como sifueran material confidencial.

En parte, eso obedecía a unacostumbre que venía de lejos, perosobre todo (y por mucho que otros se burlaran de ello) a que se tomabasumamente en serio la posibilidad deque el asesino pudiera enterarse de loque pensaba y hacía. En opinión deStrike, la forma más infalible de

 

asegurarse de que una informaciósecreta no se filtrara consistía en nohablar de ella con nadie.

El lunes volvió a visitarlo el jefe ynovio de la infiel señorita Brocklehurst,cuyo masoquismo se extendía ya aldeseo de saber si ella tenía, como élsospechaba, un tercer amante escondidoen algún sitio. Strike lo escuchaba si prestar mucha atención, pensando en quéestaría haciendo Dave Polworth, a quieempezaba a considerar su últimaesperanza. Los esfuerzos de Robiseguían sin dar fruto, a pesar de la gracantidad de horas que dedicaba a buscar la prueba que él le había pedido queencontrara.

 

Esa noche, a las seis y media,cuando estaba sentado en el ático viendoel pronóstico del tiempo, que preveíauna nueva entrada de frío polar haciafinales de la semana, sonó su teléfono.

 —¿Sabes qué, Diddy? —preguntóPolworth desde el otro extremo de unalínea ruidosa.

 —No me lo creo —dijo Strike, y de pronto notó una presión en el pecho, producto de la ansiedad.

 —Ya lo tengo, tío. —De puta madre —dijo él por lo

 bajo.La teoría era suya, pero estaba ta

atónito como si Polworth lo hubierahecho todo él solo, sin recibir ayuda

 

alguna. —Lo tengo aquí, metido en una

 bolsa. —Mañana por la mañana a primera

hora te enviaré a alguien a recogerlo. —Ahora me voy a casa a darme u

 buen baño de agua caliente —dijo samigo.

 —Chum, eres la leche, tío. —Sí, ya lo sé. Ya hablaremos de lo

que me debes más adelante. Estoyhelándome, joder. Me voy a casa, Diddy.

Strike llamó a Robin para darle lanoticia, y ella se alegró tanto como él.

 —¡Perfecto, mañana! —exclamó,muy decidida—. Mañana iré a buscarlo,me aseguraré de que…

 

 —Ten cuidado con las prisas —dijoStrike antes de que ella hubieraterminado de hablar—. Esto no esninguna competición.

Esa noche, Strike apenas durmió.Robin no se presentó en la oficina

hasta la una de la tarde, pero en cuantooyó la puerta de vidrio, y a ellallamándolo, el detective lo supo.

 —¿No has…? —Sí —dijo ella, jadeando.Robin creyó que Strike iba a

abrazarla, lo que habría significadocruzar una línea a la que hasta entoncesél ni siquiera se había acercado; peroresultó que no se abalanzaba sobre ella,sino sobre el móvil, que estaba encima

 

de la mesa. —Voy a llamar a Anstis. Lo hemos

conseguido, Robin. —Cormoran, me parece que… — 

empezó a decir ella, pero él no la oyó.Había vuelto corriendo a su despacho yhabía cerrado la puerta.

Robin se sentó en su silla, ante elordenador; estaba intranquila. La vozamortiguada de Strike ondulaba al otrolado de la puerta. Robin se levantó,nerviosa; se dirigió al baño, donde selavó las manos y se miró en el espejoagrietado y con manchas, fijándose en elinoportuno brillo de su pelo cobrizo.Volvió a su mesa y se sentó, pero noconseguía concentrarse en nada; vio que

 

no había encendido el arbolito deavidad, lo hizo y esperó, abstraída,

mordiéndose la uña de un pulgar, algoque llevaba años sin hacer.

Al cabo de veinte minutos, Strikesalió de su despacho con las mandíbulasapretadas y cara de cabreo.

 —¡Gilipollas! —fue lo primero quedijo.

 —¡No! —exclamó Robin. —No me cree —dijo Strike;

demasiado alterado para sentarse, se puso a cojear arriba y abajo por lahabitación—. Ha hecho analizar eseodido trapo del trastero y ha

encontrado sangre de Quine en él. ¡Yame dirás! Quine podría haberse cortado

 

hace meses. Pero está tacondenadamente enamorado de smaldita teoría…

 —¿Le has dicho que si consigue unaorden de registro…?

 —¡CAPULLO! —bramó Strike, ydio un puñetazo tan fuerte en elarchivador que este resonó y Robin dioun respingo.

 —Pero no puede negar… Cuando sehayan hecho las pruebas forenses…

 —¡Se trata precisamente de eso,Robin! —dijo Strike, volviéndose bruscamente hacia ella—. ¡Si no hace elregistro antes de que realicen las pruebas forenses, quizá ya no haya nadaque encontrar!

 

 —Pero ¿le has hablado de lamáquina de escribir?

 —Si el simple hecho de que existano es prueba suficiente para eseimbécil…

Robin decidió no hacer máscomentarios. Lo observó pasearse arriba  abajo, con el ceño fruncido,

demasiado intimidada para hablarle delo que a ella le preocupaba.

 —¡Al carajo! —gruñó Strike en elsexto camino de vuelta a la mesa deRobin—. Sorpresa y pavor, no hay otraalternativa. Al —masculló mientrasvolvía a sacar el móvil— y Nick.

 —¿Quién es Nick? —preguntóRobin, que intentaba seguirlo a marchas

 

forzadas. —El marido de la abogada de

Leonora —dijo Strike mientras marcabaun número en el teléfono—. Un viejoamigo mío. Es gastroenterólogo…

Volvió a meterse en su despacho ycerró la puerta. Como estaba nerviosa yno tenía nada más que hacer, Robin llenóde agua el hervidor y preparó té para losdos. Las tazas se enfriaron, intactas,mientras ella esperaba.

Strike salió al cabo de un cuarto dehora y parecía más calmado.

 —Muy bien —dijo; cogió su taza y bebió un poco—. Tengo un plan y voy anecesitarte. ¿Puedo contar contigo?

 —¡Claro que sí!

 

Strike le hizo un resumen concisodel plan. Era ambicioso e iba a requerir una buena dosis de suerte.

 —¿Qué me dices? —preguntó Strikecuando hubo terminado.

 —No hay ningún problema — contestó Robin.

 —A lo mejor no te necesitamos. —Ya. —Pero también podrías acabar 

siendo una pieza clave. —Sí. —¿Estás segura de que quieres

hacerlo? —insistió él, mirándola a losojos.

 —No hay ningún problema, deverdad —dijo ella—. Quiero hacerlo,

 

en serio. Lo que pasa es que… —titubeó — me parece que él…

 —¿Qué? —dijo Strike co brusquedad.

 —Que necesito practicar. —Ah. —Strike la observó

atentamente—. Sí, claro. Creo que tienestiempo hasta el jueves. Voy a comprobar la fecha.

Desapareció por tercera vez en sdespacho. Robin volvió a sentarse antesu ordenador.

Deseaba participar en la resoluciódel caso de Owen Quine, pero lo quehabía estado a punto de decir antes deque la brusca respuesta de Strike laasustara y la disuadiera de hacerlo era:

 

«Me parece que él me vio.»

 

47

¡Ja, ja, ja, os habéis enredado evuestra propia obra cual gusano de seda!

JOHN WEBSTER, The White Devil 

Bajo la luz de la farola anticuada, losmurales con figuras de cómic quecubrían la fachada del Chelsea ArtsClub adquirían con aire misterioso.Habían pintado monstruos de feria en lasfachadas de colores de toda una hilera baja de casitas blancas convertidas euna sola: una chica rubia con cuatro

 

 piernas, un elefante que devoraba a scuidador, un contorsionista lánguido cotraje de presidiario y la cabeza metidaen su propio ano. El club se ubicaba euna calle arbolada, tranquila y elegante,más silenciosa aún entonces, que volvíaa nevar con ganas. La nieve caía eabundancia y se amontonaba en lostejados y en las aceras como si nohubiese existido aquella breve tregua eaquel invierno glacial. A lo largo detodo el jueves la ventisca había idointensificándose, y en aquel momento,visto a través de una cortina ondulantede copos helados, el viejo club, con lafachada recién pintada con colores pastel, parecía curiosamente

 

inconsistente, un decorado, utrampantojo.

Desde un callejón oscuro quedesembocaba en Old Church Street,Strike los vio llegar uno a uno a la pequeña fiesta. Vio a Jerry Waldegrave,con expresión insondable, ayudando a bajar del taxi al anciano Pinkelman,mientras Daniel Chard, con sombrero de piel y muletas, lo saludaba con unainclinación de cabeza y una sonrisaforzada. Elizabeth Tassel llegó sola eotro taxi, temblando de frío y buscandoel dinero a tientas en el bolso. Por último, en un coche con chófer, llegóMichael Fancourt. Se tomó su tiempo para apearse del vehículo, y se alisó el

 

abrigo antes de subir los escalones de laentrada.

El detective, sobre cuyo pelo tupido  rizado caían unos gruesos copos de

nieve, sacó el teléfono y llamó a shermanastro.

 —Hola —lo saludó con entusiasmoAl—. Están todos en el comedor.

 —¿Cuántos son? —Una docena, más o menos. —Vale, entro.Strike cruzó la calle cojeando, co

ayuda del bastón. Lo dejaron pasar ecuanto dio su nombre y explicó que lohabía invitado Duncan Gilfedder.

Al y Gilfedder, un fotógrafo defamosos a quien Strike todavía no

 

conocía, estaban cerca de la entrada.Gilfedder no parecía entender muy biequién era Strike, ni por qué su amigo Alle había pedido a él, miembro de aquelclub excéntrico y exclusivo, que invitaraa un desconocido.

 —Te presento a mi hermano —dijoAl con orgullo.

 —Ah —contestó Gilfedder sicomprender. Llevaba unas gafas parecidas a las de Christian Fisher, y el pelo, lacio, hasta los hombros—. Creíaque tu hermano era más joven que tú.

 —Ese es Eddie —aclaró Al—. Estees Cormoran, exsoldado. Ahora trabajade detective.

 —Ah —repitió Gilfedder, más

 

desconcertado aún. —Gracias por todo —intervino

Strike, dirigiéndose a ambos—. ¿Ostraigo otra copa?

El club estaba tan abarrotado y habíatanto bullicio que apenas se veía nada,salvo unos sofás mullidos y unachimenea donde chisporroteaba el fuego.En las paredes del bar, de techos bajos,había numerosas ilustraciones, cuadros yfotografías; recordaba a una casa decampo, acogedora y un pocodestartalada. Strike, la persona de mayor estatura de las que se encontraban allí,veía por encima de las cabezas de lagente hasta las ventanas del fondo delclub. Más allá había un gran jardí

 

iluminado solo en algunas zonas por lasluces exteriores. Una gruesa y prístinacapa de nieve, pura y lisa como elglaseado duro de un pastel, cubría losarbustos y las esculturas de piedra queacechaban entre la vegetación.

Strike llegó a la barra, donde pidióvino para sus acompañantes y aprovechó para echar un vistazo al comedor.

Los comensales ocupaban variasmesas de madera alargadas. Vio algrupo de Roper Chard; tenían un par decristaleras detrás, y al otro lado delcristal se veía el jardín, blanco yfantasmal. Una docena de personas,entre ellas algunas a las que Strike noreconoció, se habían reunido para rendir 

 

homenaje al nonagenario Pinkelman,sentado a la cabecera de la mesa. Strikese fijó en que quienquiera que se hubieraocupado de la distribución de losinvitados había puesto a ElizabetTassel y a Michael Fancourt bieseparados. Este le hablaba en voz alta aPinkelman, acercándose mucho a soreja; Chard estaba sentado enfrente.Tassel estaba sentada al lado de JerryWaldegrave, pero no se dirigían la palabra.

Strike llevó las copas de vino a Al yGilfedder, y luego volvió a la barra a buscar un whisky para él y se colocó eun sitio que le permitía seguir observando al grupo de Roper Chard.

 

 —¿Qué haces aquí? —preguntó unavoz, fuerte y clara, pero que no sonaba asu misma altura.

 Nina Lascelles, con el vestido negrode tirantes que se había puesto para ir ala cena de cumpleaños de Strike, perosin rastro de su coqueta jovialidad, lomiraba con gesto de reproche.

 —Hola —la saludó él, sorprendido —. No esperaba encontrarte aquí.

 —Yo tampoco a ti.Strike llevaba más de una semana

sin devolver sus llamadas, desde lanoche que había pasado con ella para no pensar en Charlotte ni en el día de s boda.

 —Así que conoces a Pinkelman — 

 

dijo el detective, tratando de entablar una conversación trivial ante la evidenteanimosidad de Nina.

 —Voy a ocuparme de algunosautores de Jerry, ahora que él se marcha.Pinks es uno de ellos.

 —Felicidades —dijo Strike, peroella seguía sin sonreír—. Aunque veoque Waldegrave ha venido a la fiesta,¿no?

 —Pinks le tiene un gran aprecio aJerry. ¿Qué haces aquí? —insistió.

 —Cumplir con mi contrato. Intentoaveriguar quién mató a Owen Quine.

 Nina puso los ojos en blanco; eraobvio que opinaba que Strike estaba pasándose de perseverante.

 

 —¿Cómo has entrado? Solo aceptaa miembros del club.

 —Tengo un contacto —dijo Strike. —No se te habrá ocurrido volver a

utilizarme, ¿no? —preguntó ella.A Strike no le gustó mucho el reflejo

de sí mismo que vio en los grandes yredondos ojos de la chica. No podíanegar que la había utilizadoreiteradamente. Era una actitud rastrera vergonzosa, y ella merecía algo mejor.

 —He pensado que ya me habíashecho bastantes favores —respondióStrike.

 —Ya —dijo Nina—. Has pensado bien.

Le dio la espalda, regresó a la mesa

 

 se sentó en la última silla vacía, entredos empleados a los que Strike noconocía.

El detective se hallaba dentro delcampo de visión de Jerry Waldegrave.El editor se fijó en él, y Strike vio queabría más los ojos detrás de las gafas demontura de carey. Alertado por lamirada de perplejidad de Waldegrave,Chard se dio la vuelta en el asiento ytambién lo reconoció al momento.

 —¿Cómo va? —preguntó Al,emocionado, situándose junto a shermano.

 —Muy bien. ¿Adónde ha idoGilnosequé?

 —Se ha terminado la copa y se ha

 

marchado. No entiende qué demoniosestamos haciendo —contestó Al.

Este tampoco sabía qué estabahaciendo allí. Strike no le había contadonada, excepto que esa noche necesitabaentrar en el Chelsea Arts Club y quizátambién que lo acompañara en coche. ElAlfa Romeo Spider rojo brillante de Alestaba aparcado un poco más abajo, ela misma calle. Había sido un suplicio para la rodilla de Strike entrar y salir deaquel vehículo tan bajo.

Tal como Strike se había propuesto,la mitad de la mesa de Roper Chard yahabía advertido su presencia en el club.El detective se había situado de modoque pudiera verlos a todos claramente

 

reflejados en las cristaleras. DosElizabeth Tassels lo fulminaban con lamirada por encima del borde de la cartadesplegada; dos Ninas lo ignorabaempecinadamente, y dos Chards cocalva reluciente llamaron a sendoscamareros y les susurraron algo al oído.

 —¿Ese no es el calvo que vino asaludarnos en el River Café? —preguntóAl.

 —Sí —confirmó Strike, sonriente,mientras el camarero de carne y huesose separaba de su espectro y se dirigíahacia ellos—. Creo que están a punto de preguntarnos si tenemos derecho a estar aquí.

 —Disculpe, señor —masculló el

 

camarero al llegar junto a Strike—, perodebo preguntarle…

 —Al Rokeby —se anticipó Al coamabilidad, antes de que Strike tuvieraocasión de responder—. Mi hermano yo hemos venido por invitación de

Duncan Gilfedder —dijo en un tono queevidenciaba su sorpresa ante el hecho deque les pidieran explicaciones.

Era un joven encantador y privilegiado al que recibían bien etodas partes, con unas referenciasimpecables y cuyo relajado interés por atraer a Strike al seno de la familia leconfería aquella misma sensación de prerrogativa. Al miró al camarero coaquellos ojos tan parecidos a los de

 

Jonny Rokeby. El camarero mascullóuna disculpa y se retiró presuroso.

 —¿Qué te propones? ¿Solo ponerlosnerviosos? —preguntó Al, mirandotambién hacia la mesa del presidente dela editorial.

 —Tampoco iría mal —dijo Strike,sonriente.

El detective siguió dando sorbitosde whisky mientras veía cómo DanielChard pronunciaba lo que sin duda eraun discurso acartonado en honor dePinkelman. Sacaron de debajo de lamesa una tarjeta de felicitación y uregalo. Por cada mirada y cada sonrisaque le dedicaron al anciano escritor,hubo una mirada nerviosa hacia aquel

 

individuo alto y moreno que losobservaba desde la barra. MichaelFancourt era el único que no lo habíamirado. O no se había percatado de s presencia, o no le preocupaba lo másmínimo.

En cuanto hubieron servido el primer plato a todos los comensales,Jerry Waldegrave se levantó de la mesa se dirigió a la barra. Nina y Elizabet

lo siguieron con la mirada. Al pasar allado de Strike camino del baño,Waldegrave se limitó a saludar aldetective con la cabeza, pero a la vueltase detuvo y le dijo:

 —Me ha sorprendido verlo aquí. —¿Ah, sí? —dijo Strike.

 

 —Sí. Y está… está consiguiendoque la gente se sienta incómoda.

 —Lástima, pero no puedo hacer nada para remediarlo —repuso Strike.

 —Podría probar una cosa: nomirarnos de esa forma.

 —Le presento a mi hermano Al — dijo Strike sin hacer el menor caso a s petición.

Al le sonrió y le tendió la mano;Waldegrave se la estrechó, perplejo.

 —Está molestando a Daniel — continuó Waldegrave, mirando a los ojosa Strike.

 —Qué pena —dijo este.El editor se pasó una mano por el

 pelo, alborotándoselo aún más, y dijo:

 

 —Bueno, como quiera. —Me sorprende que le importen los

sentimientos de Daniel Chard. —No me importan especialmente — 

replicó Waldegrave—, pero, cuandoestá de mal humor, puede hacerles lavida muy difícil a los demás. Megustaría que Pinkelman guardara un buerecuerdo de esta noche. No entiendo quéhace usted aquí.

 —Quería entregar una cosa — respondió Strike.

Se sacó un sobre en blanco del bolsillo interior del abrigo.

 —¿Qué es eso? —Es para usted —contestó Strike.Waldegrave lo cogió; su perplejidad

 

iba en aumento. —Es algo en lo que debería pensar 

 —añadió Strike, y se acercó un pocomás al desconcertado editor—. Verá,antes de morir su esposa, Fancourt tuvo paperas.

 —¿Cómo dice? —preguntóWaldegrave, aturdido.

 —Nunca tuvo hijos. Es estéril, casicon toda seguridad. Pensé que leinteresaría saberlo.

Waldegrave se quedó mirándolo,abrió la boca y no supo qué decir;entonces se apartó de Strike, con elsobre blanco en la mano.

 —¿Qué era eso? —preguntó Al,muerto de curiosidad.

 

 —Eso era el Plan A —contestó eldetective—. Ahora veremos.

Waldegrave regresó a la mesa deRoper Chard y volvió a reflejarse en elcristal de la ventana que tenía detrás;abrió el sobre que le había entregadoStrike y sacó un segundo sobre de sinterior. En ese había un nombre escrito.

El editor miró a Strike, que arqueólas cejas; Waldegrave vaciló umomento, se volvió hacia ElizabetTassel y le pasó el sobre. Ella leyó lanota que había dentro y arrugó la frente.Entonces también miró a Strike. Este lesonrió y alzó su vaso brindando coella.

La agente pareció dudar sobre qué

 

debía hacer a continuación; entonces ledio un empujoncito a la chica que estabaa su lado y le pasó el sobre.

El sobre dio la vuelta a toda la mesa  fue a parar a las manos de Michael

Fancourt. —Ya está —dijo Strike—. Al, salgo

al jardín a fumarme un pitillo. Quédateaquí y no apagues el teléfono.

 —Aquí dentro no se puede hablar  por…

Cuando vio el semblante de Strike,Al se apresuró a rectificar:

 —De acuerdo.

 

48

¿Os dedica el gusano de seda susesfuerzos?

¿Se deshace por vos?

THOMAS MIDDLETON, The Revenger’s

Tragedy

En el jardín, vacío, hacía un frío glacial.Strike se hundió en la nieve hasta lostobillos, sin sentir el frío que letraspasaba la pernera derecha del pantalón. Los fumadores, quenormalmente se hubieran congregado e

 

las extensiones de césped, había preferido salir a la calle. Fue abriendoun surco solitario por aquella blancurahelada, rodeado de una bellezasilenciosa, hasta detenerse junto a u pequeño estanque redondo que se habíaconvertido en un disco de hielo grueso ygris. En el centro se erigía un rollizoCupido de bronce sobre una concha demolusco desproporcionadamente grande;una peluca de nieve le cubría la cabeza, la flecha de su arco apuntaba al oscuro

cielo, donde no podría acertarle aningún humano.

Strike encendió un cigarrillo y sevolvió hacia las ventanas iluminadas delclub. Los comensales y los camareros

 

 parecían figuras recortables moviéndosecontra una pantalla iluminada.

Si Strike conocía bien a su hombre,este no tardaría en salir. ¿Acaso no eraaquella una situación irresistible para uescritor, para alguien con una necesidadcompulsiva de tramar historias a partir de la experiencia, un amante de lomacabro y lo raro?

Y tal como había previsto, pasadosunos minutos el detective oyó que seabría una puerta, un fragmento deconversación y unos compases demúsica rápidamente sofocados, y acontinuación el ruido amortiguado deunos pasos.

 —¿Señor Strike?

 

En aquella oscuridad, la cabeza deFancourt parecía aún más grande.

 —¿No sería más fácil salir a lacalle?

 —Prefiero el jardín —dijo Strike. —Entiendo.Se diría que Fancourt encontraba

todo aquello vagamente gracioso; comosi estuviera dispuesto, al menos a corto plazo, a seguirle la corriente. Strikesospechó que haberlo hecho levantar deuna mesa llena de gente angustiada parahablar con el hombre que estaba poniéndolos tan nerviosos a todossatisfacía el gusto por la teatralidad delescritor.

 —¿Qué significa esto? —preguntó

 

Fancourt. —Valoro su opinión —repuso él—.

Concretamente, su análisis crítico deombyx Mori.

 —¿Otra vez?Seguía nevando con intensidad, y el

 buen humor de Fancourt iba enfriándosea la par que lo hacían sus pies. Se ciñómás el abrigo y declaró:

 —Ya he dicho cuanto tenía que decir sobre ese libro.

 —Una de las primeras cosas que medijeron de  Bombyx Mori  —replicóStrike— fue que recordaba a sus primeras obras. Si no me equivoco, las palabras exactas empleadas fuero«mucha sangre y mucho simbolismo

 

misterioso». —¿Y? —dijo Fancourt con las

manos en los bolsillos. —Pues que cuanto más hablo co

gente que conoció a Quine, másconvencido estoy de que el libro que haleído todo el mundo solo guarda un vago parecido con el que él afirmaba estar escribiendo.

Fancourt echó una nube de vaho por la boca que tapó lo poco que Strikealcanzaba a ver de sus marcadasfacciones.

 —Hasta he conocido a una chica queafirma haber oído una parte del libroque no aparece en el manuscritodefinitivo.

 

 —Los escritores cortamos mucho — dijo Fancourt, escarbando en la nievecon los pies y con los hombros alzados para protegerse las orejas—. Owehubiera hecho bien en cortar aún más.Varias novelas enteras, en realidad.

 —Además, se repiten muchoselementos de sus obras anteriores — añadió el detective—. Doshermafroditas. Dos sacos manchados desangre. Todas esas escenas gratuitas desexo.

 —Quine tenía una imaginación muylimitada, señor Strike.

 —Dejó una nota escrita a mano colo que parece un puñado de posiblesnombres de personajes. Uno de esos

 

nombres puede leerse en un carrete decinta de máquina de escribir usado quesalió de su estudio antes de que la policía lo precintara, pero en cambio noaparece en el manuscrito definitivo.

 —O sea, que cambió de opinión — dijo Fancourt con fastidio.

 —Es un nombre común y corriente,ni simbólico ni arquetípico como losnombres del texto definitivo.

Strike, cuyos ojos estabaadaptándose a la oscuridad, detectó una pizca de curiosidad en las durasfacciones de Fancourt.

 —Un restaurante lleno de gente fueel escenario de lo que creo que serevelará como la última comida de

 

Quine y su última actuación en público —continuó Strike—. Un testigo fiableasegura que Quine gritó, para que looyera todo el restaurante, que una de lasrazones por las que Tassel erademasiado cobarde para representar slibro era «la polla fofa de Fancourt».

Strike dudaba que aquel grupo de personas intrigadas pudieran verlos coclaridad ni al escritor ni a él desde lamesa del presidente de la editorial. Susfiguras debían de confundirse con losárboles y las estatuas; sin embargo, losmás decididos o más desesperadosquizá lograran determinar su posicióguiándose por el puntito luminoso delextremo del cigarrillo de Strike: el punto

 

de mira de un tirador. —Lo curioso —continuó él— es que

en  Bombyx Mori  no se menciona s polla ni una sola vez. Tampoco aparecela amante de Quine y su joven amigatransgénero como «hermosas almas e pena», que es como él les dijo que iba adescribirlas. Y a los gusanos de seda nose les vierte ácido, sino que se loshierve para obtener sus capullos.

 —¿Y? —repitió Fancourt. —Pues que he llegado a la

conclusión de que el  Bombyx Mori  queha leído todo el mundo no es el mismo

ombyx Mori que escribió Owen Quine.Fancourt paró de escarbar en el

suelo. Se quedó inmóvil un instante,

 

como si tomara seriamente econsideración las palabras de Strike.

 —Yo… No —dijo, casi como sihablara solo—, ese libro lo escribióQuine. Tiene su estilo.

 —Pues tiene gracia que diga eso, porque todas las otras personas queconocían bien el peculiar estilo deQuine han detectado en el libro una vozextraña. Daniel Chard creyó que eraWaldegrave. Waldegrave creyó que eraElizabeth Tassel. Y Christian Fisher creyó que era usted.

Fancourt se encogió de hombros cosu arrogancia y su indiferenciahabituales.

 —Quine estaba intentando imitar a

 

un escritor mejor que él. —¿No le parece que la forma como

trata a sus modelos vivos es muydesigual?

Fancourt aceptó el cigarrillo y elfuego que le ofrecía Strike, y escuchó esilencio y con interés.

 —Dice que su mujer y su agente eraunas parásitas que se aprovechaban deél —expuso el detective—. Unagrosería, pero es la clase de acusacióque cualquiera podría hacer a las personas que dependieran de susingresos para vivir. Insinúa que a samante no le gustan los animales, y dejacaer algo que podría interpretarse comouna referencia velada al hecho de que

 

esa mujer escribe unos libros malísimos,o como una alusión bastante retorcida alcáncer de mama. Su amiga transgénerose libra con solo una pulla sobre susejercicios de voz, y eso después de que,como ella asegura, le hubiera enseñadola autobiografía que estaba escribiendo  hubiera compartido con él todos sus

secretos más íntimos. Quine acusa aChard de la muerte de Joe North einsinúa burdamente lo que a Chard lehubiera gustado hacerle en realidad. Yluego está la acusación de que usted fueel responsable de la muerte de s primera mujer.

»Todo lo cual o bien es del dominio público, o son rumores o acusaciones

 

fáciles. —Lo que no significa que no fuera

hiriente —añadió Fancourt en voz baja. —De acuerdo. Dio motivos a

muchas personas para que se cabrearacon él. Pero la única revelacióauténtica del libro es la insinuación deque usted es el padre de JoannaWaldegrave.

 —Ya le dije, o le di a entender, laúltima vez que nos vimos —dijo elescritor, más tenso— que esa acusacióno es solo falsa, sino imposible. Soyestéril, como Quine…

 —… como Quine debería haber sabido —concedió Strike—, porqueustedes dos todavía mantenían una buena

 

relación cuando usted tuvo paperas, y éla había bromeado sobre eso en  Los

hermanos Balzac. Por eso la acusaciócontenida en el personaje del Censor resulta aún más extraña, ¿no es así?Como si la hubiera escrito alguien queno sabía que usted es estéril. ¿No se leocurrió pensar en nada de todo estocuando leyó el libro?

La nieve se acumulaba en el pelo delos dos hombres, y en sus hombros.

 —No pensé que a Owen leimportara si lo que decía en el libro eraverdad o no —dijo Fancourt lentamente,exhalando humo—. No es fácildesmentir una acusación, una vezformulada. Lo que hizo Owen fue

 

arremeter contra todos, a lo loco. Penséque lo que buscaba era causar la mayor cantidad posible de problemas.

 —¿Cree que por eso le mandó u borrador de su manuscrito? —ComoFancourt no contestaba, Strike prosiguió —: Eso es fácil de comprobar.Mensajeros, correo postal… Apareceráen algún registro, así que…

Una pausa larga. —De acuerdo —dijo Fancourt por 

fin. —¿Cuándo lo recibió? —El día seis por la mañana. —¿Y qué hizo usted con él? —Quemarlo —dijo Fancourt

cortante, exactamente igual que Kathry

 

Kent—. Enseguida vi qué estabahaciendo: trataba de provocar una pelea pública, sacar el mayor rendimiento publicitario. Era el último recurso de ufracasado; yo no estaba dispuesto aseguirle la corriente.

La puerta por la que se accedía alardín se abrió un momento y volvió a

cerrarse, y de nuevo les llegó el ruidode la fiesta que estaba celebrándosedentro. Unos pasos insegurosserpentearon por la nieve, y entoncesuna gran sombra salió de la oscuridad.

 —¿Qué está pasando aquí? —dijocon voz ronca Elizabeth Tassel, envueltaen un grueso abrigo con cuello de piel.

En cuanto oyó esa voz, Fancourt hizo

 

ademán de volver dentro. Strike se preguntó cuándo habría sido la últimavez que se habían visto cara a cara siestar rodeados de una multitud.

 —Espere un momento, ¿quiere? —  pidió Strike al escritor.

Fancourt titubeó. Tassel se dirigió aStrike con su voz grave y cascada.

 —Pinks está empezando a echar demenos a Michael.

 —Usted ya sabe lo que es eso — dijo Strike.

La nieve descendía con un levesusurro sobre las hojas y el estanquehelado desde donde Cupido apuntaba alcielo con su flecha.

 —Usted opinaba que Elizabeth era

 

una escritora «lamentablementeadocenada», ¿no es así? —le preguntóStrike a Fancourt—. Los dos habíaestudiado las tragedias de venganzaacobinas, lo que explica sus

coincidencias estilísticas. Pero tengoentendido que usted —añadió,dirigiéndose a Tassel— imita muy bielos estilos de otros.

Strike no se había equivocado al pensar que ella acabaría saliendo si sellevaba a Fancourt de la mesa; sabía queestaría asustada pensando en lo que pudiera contarle al escritor allí, aoscuras. La agente se quedó inmóvilmientras la nieve caía en el cuello de sabrigo y en su pelo entrecano. Strike

 

apenas distinguía el contorno de su cara bajo la débil luz de las lejanas ventanasdel club. La intensidad y la vacuidad desu mirada eran asombrosas. Tenía losojos muertos e inexpresivos de utiburón.

 —Usted elevó el estilo de ElspetFancourt, por ejemplo, hasta la perfección.

El escritor abrió lentamente la boca.Durante unos segundos, el único sonidoaparte del susurro de la nieve fue elsilbido apenas audible que emitían los pulmones de Elizabeth Tassel.

 —Desde el principio sospeché queQuine debía de haber ejercido ciertodominio sobre usted —dijo Strike—.

 

unca me pareció la clase de mujer quedeja que la conviertan en un banco privado y en una criada, y que decidequedarse con Quine y dejar marchar aFancourt. Todas esas chorradas sobre lalibertad de expresión… Usted escribióla parodia del libro de Elspeth Fancourtque provocó su suicidio. A lo largo detodos estos años, ha mantenido queOwen le enseñó lo que había escrito.Pero fue al revés.

Se produjo un silencio, roto denuevo solo por el susurro de la nievecayendo sobre la nieve y aquel sonidodébil e inquietante que salía del pechode Elizabeth Tassel. Fancourt, boquiabierto, miraba alternativamente a

 

la agente y al detective. —La policía sospechó que Quine le

hacía chantaje —dijo Strike—. Siembargo, usted los despistó con esahistoria conmovedora de que le había prestado dinero para Orlando, cuando,en realidad, lleva más de un cuarto desiglo untándole la mano a Owen, ¿meequivoco?

Intentaba aguijonearla para quehablara, pero ella no abría la boca yseguía mirándolo fijamente con aquellosojos oscuros y vacíos como agujeros esu cara pálida y poco agraciada.

 —¿Cómo se describió a sí misma eldía que comimos juntos? —le recordóStrike—. ¿«La típica solterona

 

intachable»? Pero encontró una válvulade escape para sus frustraciones,¿verdad, Elizabeth?

De pronto, aquellos ojos de loca,fríos, se desviaron hacia Fancourt, quese había movido un poco.

 —¿Le sentó bien violar y matar atodos sus conocidos, Elizabeth? Unagran explosión de maldad y obscenidad; por fin podía vengarse, retratarse a símisma como el genio no reconocido,criticar a cualquiera con una vidaamorosa más plena, una vida…

Se oyó una voz débil en laoscuridad, y por un instante Strike nosupo de dónde salía. Era extraña,desconocida, aguda y empalagosa: la

 

voz que una loca quizá imaginara que podía expresar inocencia y bondad.

 —No, señor Strike —susurró laagente, como una madre pidiéndole a sadormilado hijo que no se incorpore,que no se resista—. Pobre idiota.Pobrecito.

Soltó una risa forzada, y cuando paró de reír, respiraba con agitación ysus pulmones emitían pitidos.

 —Lo hirieron de gravedad eAfganistán —le dijo a Fancourt coaquella vocecilla acaramelada yestremecedora—. Supongo que sufreestrés postraumático. Tendrá algunalesión cerebral, igual que la pequeñaOrlando. Pobre señor Strike, necesita

 

ayuda.Respiraba cada vez más deprisa, y

sus pulmones volvían a silbar. —Debió haber comprado una

mascarilla, ¿verdad, Elizabeth? —dijoStrike.

Le pareció ver que los ojos de laagente se oscurecían y agrandaban, quela adrenalina que circulaba por susvenas le dilataba las pupilas. Sus manos,grandes y masculinas, se habíaenroscado y parecían garras.

 —Creyó que lo tenía todo calculado,¿cierto? Las cuerdas, el disfraz, el traje protector para mantenerse a salvo delácido… Pero no previó que se dañaríalos tejidos con solo inhalar los vapores.

 

El aire frío estaba agravando sdificultad para respirar. El pánico dabaa sus jadeos un remedo de excitaciósexual.

 —Me parece que esto —continuóStrike con crueldad calculada— la hahecho enloquecer, Elizabeth, ¿no esverdad? En cualquier caso, será mejor que el jurado llegue a esa conclusión,¿no le parece? Qué forma dedesperdiciar una vida. Su negocio se haido al traste, no tiene marido, ni hijos…Dígame, ustedes dos ¿alguna vez sequedaron a medio polvo? —preguntóStrike sin irse por las ramas—. Eso dela «polla fofa»… Me suena como si pudiera ser una escena de ficción escrita

 

 por Quine en el  Bombyx Mori

verdadero.Como estaban de espaldas a la luz,

Strike no les veía la cara, pero slenguaje no verbal le había dado larespuesta: al apartarse de inmediato eluno del otro para mirarlo a él habíarevelado la sombra de un frente unido.

 —¿Cuándo fue? —preguntó Strike,observando la oscura silueta deElizabeth—. ¿Después de que Elspetmuriera? Pero luego usted se lio coFenella Waldegrave, ¿no, Michael?Supongo que con ella no tendría esos problemas, ¿verdad?

Elizabeth ahogó un gritito. Fue comosi Strike le hubiera pegado.

 

 —Por el amor de Dios —gruñóFancourt. Estaba furioso con eldetective.

Este pasó por alto aquel reprocheimplícito. Todavía estaba concentradoen Elizabeth, en provocarla, mientrassus pulmones silbantes luchaban por obtener el oxígeno que necesitaban bajola nevada.

 —Debió de cabrearse muchísimocuando Quine se dejó llevar en el River Café y se puso a hablar a gritos delcontenido del verdadero  Bombyx Mori,¿no, Elizabeth? Después de advertirleusted que no debía revelar ni una sola palabra sobre el libro.

 —Loco. Está loco —susurró.

 

Compuso una sonrisa forzada bajo losojos de tiburón y mostró unos dientesgrandes y amarillos—. La guerra no sololo dejó lisiado…

 —Genial —dijo Strike, agradecido —. Por fin sale la bruja intimidante dela que todos me han hablado.

 —Se pasea cojeando por Londrestratando de aparecer en los periódicos —prosiguió Elizabeth entre jadeos—.Es usted igual que Owen… Cómo legustaba salir en los periódicos, ¿verdad,Michael? —Se volvió hacia Fancourt—.¿Verdad que Owen adoraba la publicidad? Desaparecía igual que ucrío que juega al escondite…

 —Usted incitó a Quine a esconderse

 

en Talgarth Road —dijo Strike—. Fuetodo idea suya.

 —No pienso seguir escuchándolo — susurró ella; sus pulmones volvieron asilbar cuando aspiró el aire invernal, y,subiendo la voz, concluyó—: No leescucho, señor Strike. No le escucho.

adie le escucha, pobre hombre… —Usted me dijo que Quine adoraba

los halagos —dijo Strike, y alzó la voz para hacerse oír por encima de losgritos agudos con que ella intentabaaplastar sus palabras—. Creo que él lecontó todo el esquema de la trama de

ombyx Mori  hace ya meses, y queMichael aparecía en el libro de un modou otro, no en un retrato tan grosero como

 

el de Vanaglorioso, pero tal vez se burlara de su impotencia, por ejemplo.«La hora de la venganza para ambos»,¿no?

Tal como había previsto, al oír eso,Elizabeth soltó un grito ahogado einterrumpió su frenética cantinela.

 —Le dijo a Quine que Bombyx Mori

era espléndida, lo mejor que habíaescrito hasta el momento, que sería uéxito rotundo, pero que debía ser muydiscreto respecto al contenido para quenadie emprendiera acciones legales y para causar un mayor impacto cuandosaliera a la luz. Y durante todo esetiempo, usted estuvo escribiendo sversión. Tuvo mucho tiempo para

 

acabarla, ¿no, Elizabeth? Veintiséis añosde noches vacías… ya podría haber escrito montones de libros, el primeroen Oxford… Pero ¿sobre qué iba aescribir? Usted no ha tenido una vidamuy plena que digamos, ¿verdad?

La ira se reflejó en el rostro de laagente. Dobló los dedos, pero secontroló. Strike estaba deseando que sederrumbara, que cediera, pero los ojosde tiburón parecían esperar a que élmostrara alguna debilidad, algunarendija.

 —Construyó una novela a partir deun plan de asesinato. Extraer las tripas yrociar el cadáver con ácido no eradetalles simbólicos, sino pensados para

 

fastidiar a los forenses, pero todo elmundo creyó que era literatura.

»Y consiguió que ese desgraciado,ese estúpido, ese egocéntrico actuara econnivencia con usted para planear s propia muerte. Le dijo que tenía unagran idea para maximizar su publicidad  sus beneficios: juntos representaría

una discusión en público, usted diría queel libro era demasiado polémico para publicarlo y él desaparecería. Ustedharía circular rumores sobre elcontenido del texto, y por último, cuandoQuine permitiera que lo encontraran,usted le conseguiría un contratosustancioso.

Ella negaba con la cabeza; sus

 

 pulmones trabajaban con muchadificultad, pero no apartaba losinexpresivos ojos de la cara de Strike.

 —Quine entregó la novela. Usted loretrasó unos días, hasta la noche de lashogueras, para asegurarse de que pasaría desapercibida gracias al bullicio de la celebración, y entoncesenvió las copias del falso  Bombyx  aFisher, para que se hablara aún más dellibro, a Waldegrave y a Michael. Fingiósu pelea en público y luego siguió aQuine hasta Talgarth Road…

 —No —dijo Fancourt, sin poder contenerse.

 —Sí —replicó Strike, implacable —. Quine no tenía nada que temer de

 

Elizabeth, de la persona que estabaconspirando con él para el retorno delsiglo. Creo que para entonces habíaolvidado que llevaba años haciéndolealgo que se llama chantaje, ¿no? —ledijo a Tassel—. Se había acostumbradoa pedirle dinero y a que usted se lodiera. Dudo que hubieran vuelto a hablar siguiera de esa parodia, de aquello quea usted le había destrozado la vida…

»¿Y sabe qué creo que sucediócuando él la dejó entrar, Elizabeth?

Sin quererlo, Strike recordó laescena: la gran ventana en arco, elcadáver allí en medio, como posando para un bodegón siniestro.

 —Creo que hizo que ese pobre

 

imbécil ingenuo y narcisista posara parauna fotografía promocional. ¿Estabaarrodillado? ¿Suplicaba el héroe dellibro verdadero, o rezaba? ¿Acaso loató usted como a su Bombyx? A él lehabría gustado, ¿verdad? Posar atado…Y a usted le habría resultado muy fácil ponerse detrás de él y aplastarle lacabeza con el tope metálico de la puerta,¿no? Protegida por los fuegosartificiales del barrio, lo golpeó en lacabeza, lo ató, lo abrió en canal y…

Fancourt dio un grito estranguladode horror, pero Tassel volvió aintervenir, consolándolo con unacantinela:

 —Necesita ayuda, señor Strike.

 

Pobre señor Strike.Para sorpresa del detective, la

agente le colocó una de sus grandesmanos en el hombro cubierto de nieve.Él recordó lo que habían hecho esasmanos y se apartó instintivamente. Lamano de Tassel cayó junto a su costado yquedó allí colgando, con los dedosflexionados.

 —Metió las tripas de Owen en una bolsa junto con el manuscrito auténtico —continuó Strike. Ella se le acercótanto que él volvió a oler aquella mezclade perfume y cigarrillos—. Entonces se puso la capa de Quine y el sombrero, yse marchó. Metió una cuarta copia delfalso  Bombyx Mori  por el buzón de

 

Kathryn Kent, para ampliar el número desospechosos e incriminar a otra mujer que estaba consiguiendo lo que ustednunca había conseguido: sexo.Compañía. Un amigo, como mínimo.

Elizabeth volvió a fingir que reía, pero esa vez le salió una risadesquiciada. Seguía flexionando losdedos.

 —Owen y usted se habrían llevadomuy bien —dijo en un susurro—.¿Verdad, Michael? ¿No se habríallevado la mar de bien con Owen? Dosfantasiosos enfermizos… Todos sereirán de usted, señor Strike.

Jadeaba más que nunca, y aquellosojos inexpresivos, muertos, lo miraba

 

fijamente desde su cara pálida. —Un pobre lisiado tratando de

recrear la sensación de éxito, persiguiendo a su padre famo…

 —¿Tiene alguna prueba de todoesto? —preguntó Fancourt bajo losremolinos de nieve, con una voz ásperaque reflejaba el deseo de no creer nadade lo que estaba oyendo.

Aquello no era una tragedia deficción, no era una escena sangrientafilmada con salsa de tomate. Allí, a slado, tenía a una amiga de su época deestudiante, y por mucho que la vida loshubiera castigado después, la idea deque la chica corpulenta, desgarbada y perdidamente enamorada a la que había

 

conocido en Oxford pudiera haberseconvertido en una mujer capaz decometer un asesinato tan macabroresultaba casi insoportable.

 —Sí, tengo pruebas —aseguróStrike con serenidad—. Tengo unamáquina de escribir eléctrica, del mismomodelo que la de Quine, envuelta en u burka negro y un mono manchado deácido clorhídrico y lastrada con piedras.Un submarinista aficionado que conozcolo sacó del mar hace solo unos días.Estaba en el fondo de unos famososacantilados de Gwithian: Hell’s Mouth,un lugar que aparece en la cubierta de ulibro de Dorcus Pengelly. Supongo queella se lo enseñó cuando fue a visitarla,

 

¿no, Elizabeth? ¿Volvió usted allí sola,con su móvil, con la excusa de quenecesitaba encontrar un sitio con mejor cobertura?

La agente soltó un débil y horrendogemido, un sonido parecido al dealguien que recibe un puñetazo en elestómago. Durante un segundo nadie semovió, y entonces Tassel se volvió cotorpeza, echó a correr y, tambaleándose,se alejó de ellos y entró en el club. Urectángulo de luz amarilla destelló brevemente al abrirse y cerrarse la puerta.

 —Pero… —dijo Fancourt; dio unos pasos y miró a Strike con gesto dedesesperación—. No puede… ¡No

 

 puede dejarla marchar! —No podría alcanzarla aunque

quisiera —repuso Strike, y tiró la colilladel cigarrillo en la nieve—. Tengo unarodilla fastidiada.

 —Pero… ¿y si…? ¡Podría hacer cualquier cosa!

 —Suicidarse, seguramente — concedió Strike, y sacó su móvil.

El escritor se quedó mirándolo. —¡Es usted un cabrón desalmado! —No es la primera vez que me lo

dicen —admitió Strike mientrasmarcaba un número en el móvil—.¿Preparado? —dijo por el teléfono—.Vamos allá.

 

49

Los peligros, como las estrellas, brillan más en la oscuridad.

THOMAS DEKKER, The Noble Spanish

Soldier 

A ciegas, resbalando un poco en lanieve, la mujer pasó al lado de losfumadores que estaban frente a la puertadel club. Echó a correr calle arriba; elabrigo con cuello de piel ondeaba trasella.

Un taxi, con el letrerito de «Libre»

 

iluminado, salió de una calle lateral, y laagente lo paró con aspavientosenloquecidos. El vehículo se detuvounto al bordillo, y sus faros formaro

dos conos de luz cuya trayectoriaquedaba resaltada por la nieve que caíacopiosamente.

 —A Fulham Palace Road —dijo lamujer con su voz grave y áspera, entrefuertes sollozos.

Arrancaron despacio. Era un taxiviejo, y el separador de vidrio estabaarañado y un poco manchado trasmuchos años soportando el humo de loscigarrillos de su dueño.

Pasaron por debajo de una farola, yElizabeth Tassel se reflejó en el espejo

 

retrovisor; sollozaba en silencio,tapándose la cara con sus manosgrandes, y temblaba de pies a cabeza.

La conductora no le preguntó qué lesucedía, sino que mantuvo la vista fijamás allá de la pasajera, en el tramo decalle que dejaban atrás, donde distinguiólas figuras de dos hombresempequeñeciéndose mientras corría por la calzada nevada hacia un cochedeportivo rojo aparcado un poco másallá.

Cuando el taxi torció a la izquierda,al llegar al final de la calle, ElizabetTassel seguía llorando, con la caratapada. La conductora llevaba un gorrode lana recio, y empezó a picarle, pese a

 

que durante las largas horas de esperahabía agradecido tenerlo.

El vehículo enfiló King’s Road,circulando a una velocidad considerable por la calzada cubierta de una gruesacapa de nieve recién caída que seresistía a los intentos de los neumáticosde aplastarla y derretirla; la ventisca,implacable, no cesaba, y las callesestaban cada vez más peligrosas.

 —Va en la dirección opuesta. —Es que han desviado el tráfico — 

mintió Robin—. Debido a la nieve.Su mirada se cruzó fugazmente co

la de Elizabeth en el espejo retrovisor.La agente volvió la cabeza y miró por laluna trasera, pero no vio el Alfa Romeo

 

rojo, que estaba demasiado lejos.Contemplaba, confundida, los edificiosque iban dejando atrás. Robin oía losespeluznantes pitidos de su pecho.

 —Vamos en la dirección opuesta. —Voy a torcer un poco más adelante

 —anunció Robin. No vio cómo Elizabeth Tassel

intentaba abrir la puerta, pero lo oyó.Estaban todas cerradas con seguro.

 —Déjeme aquí —ordenó con ímpetla agente—. ¡Le digo que pare!

 —Con este tiempo no va a encontrar ningún otro taxi —dijo Robin.

Habían confiado en que Tasselestuviera demasiado alterada parafijarse por dónde iban, al menos durante

 

un rato más. Aún no habían llegado aSloane Square. Todavía faltaba más deun kilómetro para llegar a New ScotlandYard. Robin volvió a desviar la miradahacia el espejo retrovisor. El AlfaRomeo solo era un puntito rojo en lalejanía.

Elizabeth se había desabrochado elcinturón de seguridad.

 —¡Pare el coche! —gritó—. ¡Pare ydéjeme bajar!

 —Aquí no puedo parar —dijoRobin, con mucha más serenidad de laque sentía, porque la agente se habíadesplazado en el asiento y con susgrandes manos intentaba abrir elseparador—. Perdóneme, señora, pero

 

tiene que sentarse.El vidrio se deslizó hacia un lado.

Con una mano, Elizabeth le agarró elgorro y un puñado de pelo a Robin; teníala cabeza casi a la altura de la de lachica, y su expresión era aterradora.

 —¡Suélteme! —¿Quién eres? —le gritó Tassel,

sacudiendo la cabeza de Robin,asiéndola con fuerza por el pelo—.Ralph me dijo que había visto a unachica rubia mirando en los cubos de basura… ¿Quién eres?

 —¡Suélteme! —gritó Robimientras, con la otra mano, Tassel laagarraba por el cuello.

Doscientos metros atrás, Strike le

 

gritaba a Al: —¡Pisa a fondo! ¡Algo va mal, mira

cómo…!El taxi que circulaba delante de

ellos iba haciendo eses a todavelocidad.

 —Nunca ha rendido en nieve —selamentó Al, mientras el Alfa Romeoderrapaba un poco, y el taxi doblaba laesquina para entrar en Sloane Square agran velocidad y perderse de vista.

Tassel, que estaba a punto de pasar ala parte delantera del vehículo, dabaunos gritos desgarradores; Robiintentaba rechazarla con una sola manomientras seguía controlando el volante.

o veía muy bien por dónde iba, porque

 

se lo impedían la nieve y su propio pelo,que le tapaba la cara, y porque Tassel yale había agarrado el cuello con ambasmanos y estaba estrangulándola. Robi buscó el pedal del freno, pero el taxisalió despedido hacia delante; entoncesse dio cuenta de que había pisado elacelerador. No podía respirar; soltó elvolante e intentó arrancarse del cuellolos dedos de la mujer.

Gritos de peatones, una fuertesacudida; el estrépito de cristales rotos,de metal contra hormigón, y el dolor abrasador del cinturón de seguridadclavándosele en el pecho al chocar; perode pronto sintió que se hundía y lo viotodo negro…

 

 —¡Que le den al coche, déjalo,tenemos que entrar ahí! —le gritó Strikea Al por encima del aullido de la alarmade una tienda y los gritos de lostranseúntes diseminados por la calle.

Al detuvo bruscamente el AlfaRomeo, que derrapó en medio de lacalle, a unos cien metros de donde eltaxi se había empotrado en el escaparatede una tienda. Al salió a toda prisa delvehículo mientras Strike se levantabacon esfuerzo. Un grupo de peatones,entre ellos algunos vestidos con traje,que se habían apartado corriendo de latrayectoria del taxi cuando este se habíasubido a la acera, observaban atónitos aAl correr por la nieve, resbalando y a

 

 punto de caerse, hacia el lugar delaccidente.

Se abrió la puerta trasera del taxi, y por ella salió Elizabeth y echó a correr.

 —¡Atrápala, Al! —gritó Strike, queavanzaba con gran dificultad por lacalzada nevada—. ¡No la dejes escapar,Al!

El equipo de rugby de Le Rosey eraexcelente, y Al estaba acostumbrado aobedecer órdenes. Le bastó una carreracorta para derribarla en un placaje perfecto. Elizabeth cayó de bruces sobrela calzada nevada en medio de los gritosde protesta de varias mujeres que presenciaban la escena, y Al lainmovilizó, forcejeando y mascullando,

 

al tiempo que ahuyentaba loscaballerosos intentos de otros hombresde ayudar a su víctima.

Strike permaneció inmune a todoaquello: parecía que corriera a cámaralenta, tratando de no caerse,tambaleándose hacia el taxi, rodeado deun silencio inquietante. En la calle,todos estaban pendientes de Al y scautiva, que no paraba de forcejear yrenegar, y a nadie se le había ocurrido pensar en la taxista.

 —Robin…Estaba caída hacia un lado y todavía

llevaba el cinturón de seguridadabrochado. Tenía sangre en la cara, perocuando Strike pronunció su nombre,

 

emitió un débil gruñido. —Hostia, gracias a… Hostia… — 

dijo el detective.Ya se oían las sirenas de la policía

 por toda la plaza, añadiéndose a las dela alarma de la tienda y a las protestascada vez más airadas de losconmocionados londinenses. Strike, trasdesabrocharle el cinturón de seguridad aRobin y empujarla suavemente contra elasiento cuando ella intentó salir del taxi,dijo:

 —No te muevas. —Se ha dado cuenta de que no

íbamos hacia su casa —murmuró Robi —. Enseguida se ha dado cuenta de queíbamos en otra dirección.

 

 —No importa —dijo Strike con vozentrecortada—. Has conseguido queviniera Scotland Yard.

Alrededor de la plaza, en las ramasdesnudas de los árboles, destellabaunas lucecitas como diamantes. Nevabaintensamente sobre la gente congregadaen la calle; el taxi sobresalía delescaparate destrozado, y el deportivoestaba parado de cualquier manera emedio de la calzada. Entonces llegarolos coches de la policía; sus lucesintermitentes azules se reflejaron en elsuelo cubierto de cristales y sus sirenasquedaron ahogadas por el sonido de laalarma de la tienda.

Mientras su hermanastro intentaba

 

explicar a gritos qué hacía tumbadoencima de una mujer de sesenta años,Strike, aliviado y exhausto, se tumbó allado de su compañera en el taxi y, contrasu voluntad y contra los dictados del buen gusto, sin poder remediarlo, seechó a reír.

 

50

CYNTHIA: ¿Decís, Endimión, quetodo esto fue por amor?

ENDIMIÓN: Eso digo, señora, y losdioses me castigan con el odio de unamujer.

JOHN LYLY,  Endymion: or, the Man in

the Moon

Una semana más tarde

Era la primera vez que Strike iba al piso de Ealing donde Robin vivía coMatthew. Ella no había encajado nada

 

 bien que insistiera en que se tomara unosdías libres para recuperarse de la leveconmoción cerebral y del intento deestrangulamiento.

 —Robin —le había explicado pacientemente por teléfono—, de todasformas he tenido que cerrar la agencia.Denmark Street estaba llena de periodistas, no se podía ni andar. Me heinstalado en casa de Nick e Ilsa.

Aun así, no podía marcharse aCornualles sin haberla visto. CuandoRobin le abrió la puerta, él se alegró alcomprobar que los cardenales del cuello  la frente empezaban a desaparecer:

solo quedaban unas débiles manchasamarillas y azules.

 

 —¿Cómo te encuentras? —le preguntó mientras se limpiaba loszapatos en el felpudo.

 —¡Muy bien!Era un piso pequeño pero alegre, y

olía al perfume de Robin, en el queStrike nunca se había fijado mucho hastaese momento. Quizá, después de noolerlo durante una semana, se hubieravuelto más sensible a él. Robin lo guiohasta el salón, pintado de color magnolia, como el de Kathryn Kent, ydonde, nada más entrar, Strike se fijó eel ejemplar de  Interrogatorios:

 sicología y práctica, abierto y puesto boca abajo en una silla. En un rincóhabía un arbolito de Navidad decorado

 

con adornos blancos y plateados, comolos de Sloane Square que aparecían eel fondo de las fotografías del taxiaccidentado publicadas en los periódicos.

 —¿Y Matthew? ¿Ya lo ha superado? —preguntó Strike, y se sentó en el sofá.

 —Bueno, lo he visto más contentootras veces —contestó ella con unasonrisa—. ¿Te preparo un té?

Sabía cómo le gustaba: negro comoel carbón.

 —Te he traído un regalo de Navidad —anunció Strike cuando Robin volviócon la bandeja, y le entregó un sobre blanco sin nada escrito.

Ella lo abrió, intrigada, y extrajo

 

unas hojas impresas y grapadas. —Curso de vigilancia en enero — 

dijo el detective—. Para que la próximavez que saques una bolsa con caca de perro de un contenedor nadie se fije eti.

Ella rio, encantada. —Gracias. ¡Muchas gracias! —La mayoría de las mujeres

 prefieren un ramo de flores. —Pero yo no soy como la mayoría

de las mujeres. —Sí, ya me he dado cuenta. —Strike

cogió una galleta de chocolate. —¿Ya la han analizado? —preguntó

ella—. La caca de perro… —Sí. Han encontrado un alto

 

contenido en tripas humanas. Elizabetlas iba descongelando poco a poco.También han encontrado restos en elcuenco de comida del dóberman, y lodemás en el congelador de su casa.

 —¡Madre mía! —exclamó Robin, yla sonrisa se borró de sus labios.

 —Como criminal, es un genio —dijoStrike—. Se coló en el estudio de Quine  dejó allí dos carretes usados de s

máquina de escribir, detrás de la mesa…Anstis ya ha accedido a que losexaminen; no tienen ni rastro de ADN deQuine. Él nunca los tocó; por tanto, noescribió lo que está grabado en esascintas.

 —¿Anstis todavía te dirige la

 

 palabra? —Lo justo. No lo tiene fácil para

retirarme el saludo. Le salvé la vida. —Sí, supongo que eso debe de

complicar las cosas. Entonces, ¿ya haaceptado toda tu teoría?

 —Todo encaja, ahora que ya sabequé buscan. Elizabeth compró la otramáquina de escribir hace casi dos años.Compró el burka y las cuerdas con latarjeta de crédito de Quine e hizo quelas enviaran a la casa mientras habíaoperarios trabajando allí. A lo largo delos años tuvo numerosas ocasiones deutilizar esa Visa. Él dejaba su abrigocolgado en el despacho mientras iba amear… Pudo sacársela de la cartera

 

mientras él dormía, borracho, cuando loacompañaba a su casa después de acudir a una fiesta.

»Lo conocía lo suficiente como parasaber que, para algunos asuntos comorevisar sus facturas, era un chapucero.Había tenido acceso a la llave deTalgarth Road, debió de ser muy fácilhacer una copia. Y había estado muchasveces allí, de modo que sabía que habíaácido clorhídrico.

»Un plan muy inteligente, peroexcesivamente elaborado —expusoStrike bebiéndose el té—. Por lo visto,la vigilan para que no se suicide. Perotodavía no sabes lo peor.

 —¿Cómo? ¿Aún hay más? — 

 

 preguntó ella con aprensión.Pese a que tenía muchas ganas de

ver a Strike, todavía se sentía un pocofrágil después de los sucesos de lasemana anterior. Enderezó la espalda, se preparó y miró a su jefe a la cara.

 —Elizabeth conservó ese condenadolibro.

Robin lo miró frunciendo el ceño. —¿Qué quieres de…? —Estaba en el congelador, con los

intestinos. Manchado de sangre, porquelo había metido en la misma bolsa quelas tripas. El manuscrito auténtico. El

ombyx Mori que había escrito Quine. —Pero… ¿por qué…? —Vete a saber. Fancourt dice que…

 

 —¿Lo has visto? —Solo un momento. Ahora dice que

sabía desde el principio que había sidoella. Me juego lo que quieras a que séde qué tratará su próximo libro. En fin,dice que Elizabeth jamás habríadestruido un manuscrito original.

 —¡Dios! ¡Y eso que no tuvo reparosen cargarse al autor!

 —Ya, pero eso era literatura, Robi —dijo Strike, sonriente—. Y a ver quéte parece esto: Roper Chard va a publicar el texto verdadero. Fancourtescribirá la introducción.

 —¿Me tomas el pelo? —No. Quine va a tener por fin s

bestseller . No pongas esa cara —dijo

 

Strike, risueño, mientras ella negaba cola cabeza sin dar crédito a lo que estabaoyendo—. Hay mucho que celebrar.Leonora y Orlando se van a forrar cuando se publique Bombyx Mori.

»Ah, y eso me recuerda que tengootra cosa para ti.

Metió una mano en el bolsillointerior del abrigo, que había dejado asu lado en el sofá, y le dio a Robin udibujo enrollado que tenía guardado allí.Ella lo desenrolló y sonrió; sus ojos sellenaron de lágrimas. Dos ángeles de pelo rizado bailaban juntos bajo unaleyenda cuidadosamente dibujada: ParaRobin, con cariño, de Dodo.

 —¿Cómo están?

 

 —Muy bien —dijo Strike.

Leonora lo había invitado a la casa deSouthern Row. Orlando y ella le habíaabierto la puerta cogidas de la mano; lachica llevaba a Cheeky Monkey colgadodel cuello, como siempre.

 —¿Dónde está Robin? —preguntóOrlando—. Yo quería que vinieraRobin. Le he hecho un dibujo.

 —Robin tuvo un accidente —lerecordó Leonora a su hija, al tiempo quese apartaba para dejar pasar a Strike sisoltarle la mano a Orlando, como sitemiera que alguien pudiera volver asepararlas—. Ya te lo he explicado,Dodo: Robin hizo una cosa que solo

 

 podía hacer una mujer muy valiente ytuvo un accidente de coche.

 —Tía Liz era mala —le dijoOrlando a Strike, caminando hacia atrás por el pasillo, sin soltarse de su madre, pero mirando fijamente al detective coaquellos ojos verde claro—. Por culpasuya se murió mi papá.

 —Sí, ya lo sé —dijo Strike con lasensación de ineptitud que siempre le provocaba Orlando.

Edna, la vecina de al lado, estabasentada a la mesa de la cocina.

 —¡Qué listo es usted! —no parabade repetirle la mujer—. Pero quéespantoso fue todo, ¿verdad? ¿Cómoestá su pobre compañera? Fue terrible,

 

¿verdad?

 —Qué buena gente son —dijo Robidespués de que Strike le describiera laescena con cierto detalle. Extendió eldibujo de Orlando en la mesita delsalón, entre ellos dos, junto a losimpresos del curso de vigilancia, para poder admirar ambas cosas a la vez—.¿Y Al? ¿Cómo está?

 —Loco de emoción —respondióStrike con gesto melancólico—. Lehemos ofrecido una falsa impresión deldesenfreno de la vida del proletariado.

 —A mí me cayó muy bien —dijoRobin, sonriente.

 —Bueno, estabas conmocionada — 

 

replicó Strike—. Y Polworth estáeufórico por haber dado una lección a laMetropolitana.

 —Tienes unos amigos muyinteresantes —dijo Robin—. ¿Cuánto teva a costar reparar el taxi del padre de

ick? —Todavía no tengo la factura. — 

Strike suspiró—. Supongo —añadió trascomerse unas cuantas galletas más, cola vista clavada en el regalo de Robin— que tendré que contratar a alguien deforma temporal mientras tú estéshaciendo el curso de vigilancia.

 —Sí, supongo que sí —concedióella, y tras vacilar un momento, añadió —: Espero que no valga un pimiento.

 

Strike rio; se levantó y recogió sabrigo.

 —No te preocupes. Estas cosas solo pasan una vez.

 —Oye, y tú que tienes tantosapodos… —preguntó Robin cuando ibahacia el recibidor— ¿nadie te llama «elRayo»?

 —¿Tú qué crees? —dijo él,señalándose la pierna—. Bueno, feliz

avidad, socia.Robin dudó si debía darle un abrazo,

 pero al final le tendió la mano con airede camaradería, y él se la estrechó.

 —Que lo pases muy bien eCornualles.

 —Y tú en Masham.

 

Cuando el detective estaba a puntode soltarle la mano, se la girórápidamente, y antes de que ella se dieracuenta, le había plantado un beso en eldorso. Entonces Strike se marchó, couna sonrisa y agitando una mano.

 

Agradecimientos

Escribir con el seudónimo de RobertGalbraith ha supuesto un enorme placer  para mí, y las siguientes personas mehan ayudado a hacerlo posible. Quierodar las gracias de todo corazón a:

SOBE, Deeby y el Back Door Man, porque sin vosotros no habría llegadotan lejos. La próxima vez hemos de planear un atraco.

David Shelley, mi incomparableeditor, seguidor incondicional y uINFJ[3], como yo. Gracias por ser ta bueno en tu trabajo, por tomarte en serio

 

todo lo que es importante y por encontrar todo lo demás tan divertidocomo yo.

Mi agente, Neil Blair, que se prestóde buen grado a ayudarme a ver cumplida mi ambición de convertirme eautora en ciernes. Eres francamenteúnico.

Todo el personal de Little, Brown,que trabajó tanto y con tanto entusiasmoen la primera novela de Robert, sin tener ni idea de quién era. Gracias, e particular, al equipo del audiolibro, queconsiguió poner a Robert en el primer  puesto de las listas antes de que serevelara su identidad.

Lorna y Steve Barnes, que me

 

llevaron de copas a The Bay Horse y me permitieron examinar la tumba de sir Marmaduke Wyvill y descubrir que el pueblo natal de Robin se pronuncia«Mass-um» y no «Mash-em», lo queseguramente me ahorrará muchos bochornos.

Fiddy Henderson, ChristineCollingwood, Fiona Shapcott, AngelaMilne, Alison Kelly y Simon Brown, sicuyo trabajo no habría tenido tiempo para escribir  El gusano de seda  nininguna otra cosa.

Mark Hutchinson, Nicky Stonehill yRebecca Salt, a quienes debo la suertede conservar algún tornillo.

Mi familia, y especialmente Neil,

 

 por mucho más de lo que puedo expresar en unas líneas, pero, en este caso, por ser tan fan de los asesinatos sangrientos.

 

Notas

 

[1]  «La primera vez que te vi me pareciste hermosa.» (N. de la t.) <<

 

[2] «Dicen que no existes, / pero yo creoen ti, san Nicolás.» (N. de la t.) <<

 

[3]  INFJ, «Introversion, Intuition,Feeling, Judging» («introvertido,intuitivo, emocional, calificador»),siglas correspondientes a uno de losdieciséis tipos de personalidaddefinidos por el indicador Myers-Briggs. (N. de la t.) <<