yerushalmi reflexiones s el olvido

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www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales Reflexiones sobre el olvido Yosef Hayan Yerushalmi * Preludio en vals de hesitación Hace varios meses me informaron que se iba a realizar un coloquio en Paris, coincidiendo con una estada mía en esa ciudad. Falto de más amplias precisiones, no tardé en olvidarlo... La invitación oficial me llega a Nueva York en momentos en que, una vez concluido mi semestre en Columbia, me preparo para conducir por primera vez un seminario en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. “Usos del olvido”. No, no he leído mal el título... Se sugiere primero el tema: “Hipertrofia de la memoria; olvido de la historia”. Debo rechazarlo, a menos que sea: “Atrofia de la memoria; hipertrofia de la historia”. Pero prefiero más bien no tener ningún título, o el más indeterminado posible. En realidad, anhelo secretamente que Jacques Le Goff, por quien siento un inmenso respeto, hable, mientras yo lo escucho. Por desgracia, no será el caso. Por haber escrito sobre la memoria, parece que en lo sucesivo debo expiar este acto de presunción, tratando del olvido. Acepto mi suerte no sin emoción. ¿Qué puedo decir que no haya escrito ya, por lo menos implícitamente? 1 Pues bien, Eric Vigne traducirá mi exposición al francés -exposición que temo deshilvanada- y será ya un consuelo... Mi inquietud inicial se ve también, en cierto modo, mitigada por una coincidencia que prefiero interpretar, a la manera de un supersticioso, como un augurio favorable. * En: Yerushalmi, Y.; Loraux, N.; Mommsen, H.; Milner, J. C. y Vattimo, G. Usos del Olvido, Segunda edición, Nueva Visión, Buenos Aires, 1998, pp. 13-26. 1 Y.H. Yerushalmi, Zakhor: Jewish History and Jewish Memory, Seattle-Londres, University of Washington Press, 1982; trad. francesa, Zakhor: historie juive et mémoire juive, trad. Eric Vigne, París, La Découverte, 1982. 1

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Reflexiones sobre el olvido

Yosef Hayan Yerushalmi*

Preludio en vals de hesitación

Hace varios meses me informaron que se iba a realizar un coloquio en Paris,

coincidiendo con una estada mía en esa ciudad. Falto de más amplias precisiones, no

tardé en olvidarlo...

La invitación oficial me llega a Nueva York en momentos en que, una vez

concluido mi semestre en Columbia, me preparo para conducir por primera vez un

seminario en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.

“Usos del olvido”.

No, no he leído mal el título...

Se sugiere primero el tema: “Hipertrofia de la memoria; olvido de la historia”.

Debo rechazarlo, a menos que sea: “Atrofia de la memoria; hipertrofia de la historia”.

Pero prefiero más bien no tener ningún título, o el más indeterminado posible. En

realidad, anhelo secretamente que Jacques Le Goff, por quien siento un inmenso

respeto, hable, mientras yo lo escucho. Por desgracia, no será el caso. Por haber

escrito sobre la memoria, parece que en lo sucesivo debo expiar este acto de

presunción, tratando del olvido. Acepto mi suerte no sin emoción. ¿Qué puedo decir

que no haya escrito ya, por lo menos implícitamente?1 Pues bien, Eric Vigne traducirá

mi exposición al francés -exposición que temo deshilvanada- y será ya un consuelo...

Mi inquietud inicial se ve también, en cierto modo, mitigada por una

coincidencia que prefiero interpretar, a la manera de un supersticioso, como un

augurio favorable. * En: Yerushalmi, Y.; Loraux, N.; Mommsen, H.; Milner, J. C. y Vattimo, G. Usos del Olvido, Segunda edición, Nueva Visión, Buenos Aires, 1998, pp. 13-26. 1 Y.H. Yerushalmi, Zakhor: Jewish History and Jewish Memory, Seattle-Londres, University of Washington Press, 1982; trad. francesa, Zakhor: historie juive et mémoire juive, trad. Eric Vigne, París, La Découverte, 1982.

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Unos días antes de que me llegara la invitación a este coloquio había

comprado y devorado dos obras del gran psicólogo ruso Alexandr Romanovich Luria.

La primera lleva el título inglés de The Man Wuth a Shattered World: the History of a

Brain Wound; la otra The Mind of a Mnemonist; a Little Book About a Vast Memory,2 ya

traducida al francés con el título de Une prodigieuse mémoire.3 Estos dos libros -

ustedes quizá lo sepan- son estudios de casos clásicos en la literatura psiquiátrica.

Uno es el reflejo invertido otro. “Bien, me dije, aquí tengo sobre qué ponerme a

reflexiona en el avión a París..

I

El hombre al que el mundo se le hizo añicos había sufrido una herida de bala

en la cabeza durante la Segunda Guerra Mundial, batalla de Smolensk. Si bien

sobrevivió, perdió por decirlo así la memoria y casi la facultad de recordar. Por el solo

empeño de su voluntad y al precio de un esfuerzo increíble, acometió la labor de

escribir algunas frases por día, y lo hizo todos los días durante y veinte cinco años.

Lentamente, penosamente, se puso en condiciones de recobrar jirones de su pasado,

pero también de ponerlos en orden y de darles un amargo de sentido. Si bien esta

actividad le tejía un tenue lazo con la vida, este hombre no podía llevar una existencia

normal. En cierta página exclama: “¡No me acuerdo de nada! ¡Unas pocas migajas de

información…y nada más! No sé nada de ningún tema. ¡Mi pasado se desvaneció!”

El “Mnemonista”, por su parte, mostraba desde la infancia una memoria tan

prodigiosa que llenaba de asombro a los psicólogos que se interesaban en su caso, y

luego al público que acudía a sus exhibiciones en el escenario.

La tragedia del herido de Smolensk no nos sorprende; habitualmente

consideramos la amnesia como una patología. Pero el Mnemonista no era menos

patológico. Si el hombre del cerebro herido no podía recordar, el Menmonista no podía

olvidar. También a él le resultaba difícil leer: no porque, a semejanza del hombre de

Smolensk, olvidara el sentido de las palabras, sino porque, apenas leía, otras palabras

2 A.R. Luria, The Man with a Shattered World, trad. Lynn Solotaroff, pres. Oliver Sacks, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1987, y The Mind of a Mnemonist, trad. Lynn Solotaroff, pres. Jérome Bruner, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1987. 3 A.R Luria, Une prodigieuse mémoire; étude psycho-biographique, tra. Nina Rausch de Traubenberg con la colaboración de las señoras Chaverneff, Neuchátel, Delachaux y Niestlé, 1970; no seguimos esta traducción.

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y otras imágenes surgían del pasado hasta sofocar las palabras del texto que tenía

ante sus ojos. Refiriéndose a nuestro Mnemonista -al que llama “S.”- Luria resume

pertinentemente el problema:

La mayoría de nosotros se dedica a mejorar su memoria; nadie se plantea el problema

de saber olvidar. En el caso que nos preocupa, el de S; sucedía precisamente lo

contrario. El gran problema para él, y el más penoso, era aprender a olvidar.

Esto es algo que nos retrotrae irresistiblemente a Nietzsche, quien, ya en 1874,

proclama la crisis del historicismo en términos de enfermedad: “todos nosotros

sufrimos de una fiebre histórica devoradora y por lo menos deberíamos reconocer que

la sufrimos.”4 Y añade: “Sobre todo, es absolutamente imposible vivir sin olvidar.”5 De

estas contundentes premisas, Nietzsche concluye con sobriedad:

[…] se trata de saber olvidar adrede, así como sabe uno acordarse adrede; es preciso

que un instinto vigoroso nos advierta cuándo es necesario ver las cosas históricamente

y cuándo es necesario verlas no históricamente. Y he aquí el principio sobre el que el

lector está invitado a reflexionar: el sentido no histórico y el sentido histórico son

igualmente necesarios para la salud de un individuo, de una nación, de una

civilización.6

Con toda seguridad. Y el lector moverá la cabeza afirmativamente ante una

verdad tan primaria como banal. El hombre sano, nos veríamos tentados a decir, se

ubica en algún punto entre el Mnemonista y el hombre de Smolensk. Pero el problema

no queda por esto resuelto: si tanto tenemos necesidad de recordar como de olvidar,

¿dónde debemos trazar la frontera? Aquí Nietzsche nos es de alguna utilidad. ¿En qué

medida tenemos necesidad de la historia? ¿Y de qué clase de historia? ¿De qué

deberíamos acordamos, qué podemos autorizarnos a olvidar? Preguntas que, como

tantas, hoy como ayer, continúan sin respuesta. Simplemente, se han vuelto más

4 “[…] wir alle an einem verzehrenden historischen Fieber leiden und mindestens érkernnen sollten, das wir daran leiden”. F. Nietzsche, “Vom Nutzen und Nachteil des Historie für das Leben”, Unzeitgemässe Betrachtungen, II, in Werke in drei Banden, ed. por Karl Schlachta, Bd. I, Munich, Carl Hanser Verlag, 1966, p. 210. No seguimos aquí ninguna de las traducciones francesas actualmente disponibles, ni la de Geneviéve Bianquis (Aubier), ni la de Henri Albert (Flammarion). 5 Werke, p. 213: “[…] es ist aber ganz und gar unmöglich, ohne Vergessen überhaupt zu leben”. 6 Werke, p. 214: “[…] davon, dass man ebenso gut zu rechten Zeit zu vergessen weiss, als man sich zur rechten Zeit erinnert; davon, dass man mit kräftigen Instinkte herausfülht, wann es nötig ist, historisch, wann unhistorisch zu empfinden. Dies gerade ist der Satz, zu dessen Betrachtung der Leser eingeladen ist: das Unhistorische und das Historische ist gleichermassen für die Gesundheit eines einzelnen, eines Vokes und einer Kultur nötig”.

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urgentes. Y yo dudo, por razones que mencionará más adelante, que podamos

responderlas ahora ni en un futuro cercano.

II

Pero nos hemos adelantado demasiado. Nuestra terminología básica todavía

no está afinada. No se puede hablar con pertinencia de “olvidar” sin interrogarse al

mismo tiempo sobre el sentido que damos a “recordar”. Por lo tanto, haré una

distinción provisional entre la memoria (mnemne) y la reminiscencia (anamnesis).

Llamaré memoria a aquello que permanece esencialmente ininterrumpido, continuo.

La anamnesis designará la reminiscencia de lo que se olvidó. A la buena manera

judía, tomé estos términos de los griegos y particulamiente de Platón, donde remiten

no a la historia si no al conocimiento filosófico de las Ideas eternas. Con excepción de

esos pocos y raros individuos cuya alma ha conservado huella de los recuerdos

prenatales del mundo de las Ideas, todo conocimiento es anamnesis, todo verdadero

aprendizaje es un esfuerzo por recordar lo que se olvidó. Existe en el Talmud (Tratado

Niddah, 30b) un curioso paralelo: ahí se dice que el feto conoce toda la Tora y que

puede ver el mundo de un extremo a otro. Pero justo en el momento de nacer aparece

un ángel y le toca la boca (una leyenda tardía pretende que se la besa) y el pequeño

olvida inmediatamente todo. Deberá -¡ay!- volver a aprender la Tora. Como hay

aquí colegas que conocen a los griegos mucho mejor que yo, comenzaré de acuerdo

con mi costumbre, por tratar de los judíos, y luego ampliaré mi exposición a

perspectivas más generales.

III

Usos del olvido: en la Biblia hebrea, no existen. En toda la Biblia sólo se hace

oír el terror al olvido. El olvido, reverso de la memoria, es siempre negativo; es el

pecado cardinal del que se derivarán todos los demás. El locus classicus se encuentra

quizá en el Deuteronomio, VIII:

Guárdate bien de olvidarte de Yavé, tu Dios, dejando de observar sus mandamientos,

sus leyes y sus preceptos, que hoy te prescribo yo... [No sea que...] te

ensoberbezcas en tu corazón y te olvides de Yavé, tu Dios, que te sacó de la tierra de

Egipto, de la casa de la servidumbre... Si olvidándote de Yavé te llegaras a ir tras otros

dioses y les sirvieras y te prosternaras ante ellos, yo doy testimonio hoy contra vosotros

de que con toda certeza perceréis (Deuteronomio. VIII, 11, 14, 19).

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Esta premisa asombrosa –la de que todo un pueblo puede no sólo ser

exhortado a recordar, sino también considerado responsable de olvido- se presenta

como si cayera por su peso. Pero el olvido colectivo es seguramente una noción tan

problemática como la de la memoria colectiva. Si la encerramos en una acepción

psicológica, pierde virtualmente todo su sentido. Estrictamente, los pueblos y grupos

sólo pueden olvidar el presente, no el pasado. En otros términos, los individuos que

componen el grupo pueden olvidar acontecimientos que se produjeron durante su

propia existencia; no podrían olvidar un pasado que ha sido anterior a ellos, en el

sentido en que el individuo olvida los primeros estadios de su propia vida. Por eso,

cuando decimos que un pueblo “recuerda”, en realidad decimos primero que un

pasado fue activamente transmitido a las generaciones contemporáneas a través de lo

que en otro lugar llamé “los canales y receptáculos de la memoria” y que Pierre Nora

llama con acierto “los lugares de memoria”;7 y que después ese pasado transmitido se

recibió como cargado de un sentido propio. En consecuencia, un pueblo “olvida”

cuando la generación poseedora del pasado no lo transmite a la siguiente, o cuando

ésta rechaza lo que recibió o cesa de transmitirlo a su vez, lo que viene a ser lo

mismo. La ruptura en la transmisión puede producirse bruscamente o al término de un

proceso de erosión que ha abarcado varias generaciones. Pero el principio sigue

siendo el mismo: un pueblo jamás puede “olvidar” lo que antes no recibió.

De esto modo, aunque el hombre de Smolensk y el Mnemonista nos hayan

servido de metáforas introductivas, no debemos ver en ellos verdaderas analogías. Así

como “la vida de un pueblo” es una metáfora biológica, del mismo modo “la memoria

de un pueblo”es una metáfora psicológica; a menos que hagamos del grupo un

organismo dotado de una psiquis colectiva cuyas funciones se corresponderían

estrictamente con las del individuo; en otros términos, a menos que decidamos leer la

historia con Freud y asumir las consecuencias de un psico-lamarckismo ya totalmente

desacreditado.8

7 Y.H. Yerushalmi, Zahkor, op. cit ; cap. 4; Pierre Nora (dir.), Les Lieux de la mémoire, Paris, Gallimard, 1984-1987(4 vol.). Véase su introducción: “Entre mémoire et historie: la problématique des lieux”, ibid., vol. 1, XVII-XLII. 8 S. Freud, Totem et tabou, Malaise dans la civilisation y sobre todo L’ homme Moïse et la religion, nonothéiste. Véase asimismo el texto “metapsicológico” de 1915 que se había perdido y fue publicado recientemente bajo el título Ubersicht der Ubertragungsneurosen: Ein bisher unbekanntes Manuskript, edición establecida por llse Grubrich-Simitis, Francfort, S. Fisher Verlag, 1985. La crítica de la marckismo en general y del psico-lamarckismo de Freud en particular fue objeto de una vasta literatura. Para lo esencial, véanse Stephen Jay Gould, Onthogeny and Phylogeny, Cambridge (Mass), Harvard University Press, 1977, pp. 155-161 y passim; Frank J. Sulloway, Freud, Biologist of the Mind, New York, Basic Books, 1979, p. 274 y ss; 439 y ss. (trad. francesa: Freud biologiste de L’esprit, Paris, Fayard, 1981).

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IV

Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo aparece cuando ciertos grupos

humanos no logran -voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o

bien a causa de alguna catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días y las

cosas- transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado. Todos los

mandamientos y órdenes de “recordar” y de no “olvidar” que se dirigieron al pueblo

judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen

convertido en el cánon de la Tora -torah, lo recuerdo, significaba literalmente

“enseñanza”, en el sentido más amplio- y si la Tora a su vez no hubiese cesado de

renovarse como Tradición.

Primer texto

Moisés recibió la Tora en el Sinaí y la transmitió a Josué y Josué a los Antiguos y los

Antiguos a los Profetas y los Profetas la transmitieron a los Hombres de la Gran

Asamblea.

Así se inicia la Mishnah Abot, revelando la “Cadena de la tradición” (Shalshelet

ha-qabbalah) farisea. A la larga, esta cadena iba a tenderse, a través del período

talmúdico, hasta el final de la Edad Medía. Por lacónico que sea, este pasaje me

parece encerrar la quinta esencia de la memoria colectiva definida como movimiento

dual de recepción y transmisión, que se continúa alternativamente hacia el futuro. Este

proceso es lo que forja la mnemne del grupo, lo que establece el continuo de su

memoria, lo que forma una cadena de eslabones en lugar de desenrollar de una sola

pieza un hilo de seda. Los judíos no eran virtuosos de la memoria; eran receptores

atentos y soberbios transmisores.

Segundo texto

Cuando nuestros Maestros penetraron en el Viñedo de Jabneh, dijeron: la Tora está

destinadas a ser olvidada en Israel, como está escrito [Amós, VIII, II]: Vienen días -soy

yo, Dios e Señor quien habla- en que mandaré hambre sobre la tierra. No hambre de

pan ni sed de agua, sino el hambre y la sed de la Palabra (Talmud de Babilonia,

Tratado Shabbat, 138a).

Este oscuro pasaje es inesperado, y hasta nos extraña. No se lo puede explicar

como la exégesis inevitable del versículo de Amós. En realidad, tenemos que

comprenderlo dentro del contexto temporal y espacial en que lo colocó la tradición: el

“Viñedo de Jabneh” remite a la academia que el rabino Johanan ben Saccai estableció

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durante la destrucción del Segundo Templo por los romanos, ese templo que fue

“lugar de memoria” judío por excelencia. Jabneh era la fortaleza erigida contra el

olvido. En él se salvó, estudió y ordenó la tradición para asegurar su perpetuación para

los tiempos por venir. No sé de nada que ilustre mejor el formidable poder de Jabneh

que cierto gesto realizado por Freud casi dos mil años después. Freud el psicólogo

rechazó “la cadena de la tradición” en provecho de la cadena de la repetición

inconsciente; pero Freud el judío sabía aún y sentía lo que podía significar este

episodio ancestral. En agosto de 1938, tras escapar de su Jerusalén vienesa

inmediatamente después del Anschluss, se volvió por instinto hacia el ejemplo de

Jabneh para encontrar en él una palabra de consuelo que hizo llegar, por intermedio

de Anna Freud, a la diáspora psicoanalítica reunida en París con motivo del XV

Congreso Internacional:

Los infortunios políticos sufridos por la nación [judía] le enseñaron a valorar

debidamente el único bien que le quedó: su Escritura. Inmediatamente después que

Tito destruyó el templo de Jerusalén, el rabino Johanan ben Saccai solicitó el permiso

de abrir en Jabneh la primera escuela para el estudio de la Tora. Desde entonces, el

pueblo disgregado se mantuvo unido gracias a la Sagrada Escritura y al interés

espiritual que ésta suscitó.9

Justamente. En consecuencia, es por lo menos extraño que la sombría

predicción de que la Tora iba a ser olvidada haya sido enunciada por los mismos que

echaron los fundamentos de su transmisión ulterior. Ellos, seguramente, ignoraban

qué duración y continuidad iba a tener su esfuerzo. Este pasaje me parece en realidad

menos una predicción que una proyección de su propia angustia del momento, la de

que la Tora corría peligro de caer en el olvido.

¿Qué era entonces la Tora para los sabios de Jabneh? La enseñanza incluye

una buena parte de historia. Sin embargo, como lo revela el próximo pasaje, la

angustia de los Sabios no es que se olvide la historia, sino la halakhah, la Ley. Las

prioridades están fijadas: aquí, la Ley es lo primero.

9 Freud, demasiado viejo y enfermo para asistir al congreso, envió a Anna Freud para que leyera un breve extracto de la tercera parte de una obra que todavía no había publicado: Der Mann Moses und die monotheistische Religion (III.2.C: “Der Fortschritt in der Geistigkeit”), L’homme Moïse et le monothéisme. La cita está tomada de este texto. Véase Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse und Imago, N° 24 (1939), pp. 6-9, y el programa del congreso en Korrespondenzblatt (ibid; p. 363 y ss.).

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En consecuencia, lo único que la memoria retiene es aquella historia que

pueda integrarse en el sistema de valores de la halakhah. El resto es ignorado,

“olvidado”.

Tercer texto

[…] en el tiempo antiguo, cuando en Israel se olvidó la Tora, Esdras llegó de Babilonia

y la estableció. [Una parte] de ella fue olvidada de nuevo y R. Hiyya y sus hijos llegaron

y la establecieron (Talmud de Babilonia, Tratado Sukkah, 20 a).

La Tradición conoce, pues, tres ocasiones en las que la Tora fue, en su

totalidad o en parte, realmente olvidada y luego restaurada. El sentido general de este

pasaje está muy claro: aquello que el pueblo “olvidó” puede, en ciertas circunstancias,

ser recuperado. El primero de los tres ejemplos de olvido es el más célebre e

igualmente el más significativo. En el capítulo VIII del libro de Nehemías, Esdras reúne

a su pueblo en la plaza de la Puerta del Agua, en Jerusalén, para un ejercicio

dramático de rememoración nacional. Pero como sucede siempre en cualquier

anamnesis colectiva, lo que vuelve a la memoria está también metamorfoseado. Por

primera vez, durante los siete días de los Tabernáculos, Esdras y sus compañeros

leen toda la Tora -es decir, en este caso, los cinco libros de la ley de Moisés- como un

“libro” (sefer) continuo, públicamente, ante todo el pueblo reunido, mientras los levitas

van explicando su sentido. Por primera vez en la historia un libro sagrado se convierte

en propiedad común de un pueblo y cesa de ser patrimonio exclusivo de los

sacerdotes. Así nació la Escritura. Así nació la exégesis. Así, de la religión del antiguo

Israel nació el judaísmo, y Jabneh se hace posible.

V

No estamos nosotros, señoras y señores, reunidos en la Puerta del Agua, sino

que estamos en Royaumont y no me perdonaría aburrirlos mucho tiempo más con

textos antiguos. Si me permití evocarlos ante ustedes fue por su condición de

paradigmas, seguramente parciales, del funcionamiento de la memoria colectiva, de

una crisis de olvido, de una anamnesis colectiva; todo lo cual se inscribe en una

tradición singular que otorgó siempre un lugar privilegiado al problema de la memoria y

del olvido. Nuestros textos son limitados; por sí solos no pueden abarcar todo el

campo del olvido. Por ejemplo, hay una clase de olvido cuya naturaleza era tal que las

fuentes jamás podían mencionarlo. Pues recaía sobre cosas en ocasiones de una gran

potencia, que fueron real y absolutamente olvidadas, es decir que hasta su olvido se

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olvidó. Por ejemplo, cuando en el antiguo Israel echó raíces el monoteísmo, todo el

vasto y rico mundo de la mitología pagana del Cercano Oriente cayó en el olvido, de

suerte que lo único que quedó de ella fue la caricatura que nos legaron los Profetas: la

pura idolatría, el culto de “maderas”y “piedras” inanimadas.

Nuestros textos son paradigmáticos, lo afirmo, porque los problemas que

suscitan y de los que tratan van más allá de su contexto judío; porque la

fenomenología de la memoria y del olvido colectivos son esencialmente los mismos en

todos los grupos sociales; sólo los detalles cambian. No hay pueblo para el que ciertos

elementos del pasado -sean históricos o míticos, y a menudo una mezcla de los dos-

no pasen a ser una “Tora”, oral o escrita, una enseñanza canónica, compartida,

necesitada de consenso. Si esta “Tora” puede sobrevivir, es sólo en la medida en que

se convierte en una “Tradición”. Cada grupo, cada pueblo tiene su halakhah, pues la

halakhah no es la ley, nomos, en el sentido alejandrino y después paulínico. La

palabra hebrea viene de halakh, que significa “marchar”; halakhah es, por lo tanto, el

camino por el que se marcha, el Camino, la Vía, el Tao, ese conjunto de ritos y

creencias que da a un pueblo el sentido de su identidad y de su destino. Del pasado

sólo se transmiten los episodios que se juzgan ejemplares o edificantes para la

halakhah de un pueblo tal como se la vive en el presente. El resto de la “historia” -

arriesguemos la imagen- va a dar a la zanja.

En ciertas circunstancias, grupos o pueblos son igualmente capaces de

proceder a la anamnesis aunque la iniciativa no corresponda al grupo como tal sino a

individuos que se salen de lo común o a élites -Esdras y los levitas- si ustedes lo

prefieren. Cada “Renacimiento”, cada “Reforma” regresa a un pasado a menudo

distante para recuperar episodios olvidados o dejados de lado para los cuales hay un

súbito acuerdo, una empatía, un sentimiento de gratitud. Las anamnesis transforman

inevitablemente su objeto: lo antiguo se convierte en nuevo; inexorablemente, ellas

denigran el pasado intermedio, decretándolo apto para el olvido. Pero lo resultante de

estas anamnesis, si no se muestra efímero, deberá convertirse a su vez en una

tradición, con todo lo que ello comporte.

La historia que practican los historiadores de oficio podría mover a engaño y

hacer creer que combina mnemne y anemnesis por partes iguales. En realidad, esta

historia no es ni una memoria colectiva ni un recuerdo en su sentido primario. Es una

aventura radicalmente nueva. Casi siempre, el pasado que recompone

constantemente es apenas reconocible para lo que la memoria colectiva retuvo. El

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pasado que esa historia restituye es en realidad un pasado perdido, pero no aquel de

cuya pérdida nos lamentamos. He tratado ampliamente este punto en Zakhor; no me

voy a extender sobre él.

En un principio, el historiador no rompió amarras con el grupo y su memoria. En

el siglo XIX emprendió su labor cuando aún se hallaba apresado en las redes de la

vida orgánica de su pueblo, pero también en las de una cultura paneuropea

compartida. Era entonces un moldeador, un afinador, un restaurador de la memoria.

Más que hombre de ciencia y autor de la historia, él mismo se sentía, no sin razón,

actor de la historia. Pero pronto descubrió que gracias a sus métodos podía practicar

una anamnesis mucho más profunda que lo que jamás podría hacerlo una

colectividad. Todo el pasado se convirtió en objeto accesible a sus métodos de

averiguación. La tentación de restaurar el pasado total se volvió irresistible.

Paralelamente, su creciente aspiración a la objetividad científica parecía exigirle un

desprendimiento cada vez mayor de los objetos inmediatos del grupo y también del

propio tema que trataba. Este doble movimiento nos parece hoy retrospectivamente

ineluctable. La historia se convierte así en una disciplina independiente, de rápidos

progresos y dotada de su propio momento. Entonces aparece Nietzsche,

diagnosticando la malignidad y diciéndonos que la cura se ha convertido en la

enfermedad. Pero es sólo el primero en emitir este diagnóstico, el primero de la larga

serie.

El problema que planteábamos al comienzo -¿en qué medida nos hace falta

recordar y olvidar?- no puede encontrar respuesta en el marco de la disciplina

histórica, pues el objetivo al que ésta apunta no es la memoria colectiva. Eso no quiere

decir que la historia no sea selectiva, sino más bien que sus principios de selección

son internos a la disciplina: el estado alcanzado por la investigación, la coherencia de

los argumentos, la estructura de la exposición. En principio, desde la perspectiva

propia de la disciplina, no hay aspecto del pasado que no sea digno, hasta en el menor

de los detalles, de ser profundizado y publicado. Pues si lo que perseguimos es el

conocimiento del pasado, ¿quién decidirá a priori sobre el valor potencial de un

hecho? Enfrascado en su labor, ¿qué historiador no encontró en alguna oscura

monografía, sin vida ni carne, el minúsculo detalle decisivo que hizo de eslabón

necesario para conducir a una indagación más vasta? Para el historiador, Dios mora

en los detalles. Pero la memoria se subleva, denunciando que los detalles se han

transformado en dioses. No hay solución para este antagonismo, pues el problema es

otro.

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Nuestro verdadero problema es que ya no disponemos de una halakhah. Como

Josef K. en El proceso de Kafka, deseamos con ansia el acceso a la Ley, pero ella no

nos es accesible. Lo que durante mucho tiempo se llamó crisis de historicismo no es

sino reflejo de la crisis de nuestra cultura, de nuestra vida espiritual. Si hay malignidad,

tiene su fuente no en la búsqueda histórica sino en la pérdida de una halakhah que

quiere saber de qué debe apropiarse y qué debe dejar de lado, una comunidad de

valores que nos permitiría transformar la historia en memoria. El historiador no puede

hacer esto solo. Puede, ciertamente, volcarse a una historia todavía no escrita del

olvido -de haberlo decidido, hoy les hubiese podido aportar un breve capítulo-, pero no

puede decirnos lo que debería ser olvidado, porque eso es prerrogativa de la

halakhah.

Epilogo disonante

Llegado a este punto me detengo bruscamente y me pregunto por qué me

resultó tan difícil redactar mi alocución, por qué fue para mí una especie de lucha

constante. La presión del tiempo y la transición de Nueva York a París no bastan para

explicarlo. Entonces, como ya lo he hecho tantas veces, me repito el título del

coloquio. Y súbitamente creo comprender de dónde proceden mis fuertes reticencias.

Asumo el riesgo de revelarlas a ustedes.

Usos del olvido. Es un título encantador, provocativo incluso por lo que tiene de

paradójico, tal vez con un toque de afectación, seguramente original. Pero demasiado

tarde comprendo que en lo más profundo de mí hay algo que estuvo protestando todo

el tiempo contra el tema de este coloquio. Denme por tema “Historia del olvido” o

“Fenomenología del olvido” y no tendré ningún problema. Pero ¿“Usos” del olvido?

Una voz interior me cuchichea: “¿Te puedes imaginar la celebración de un coloquio

con este título, en Praga o en Santiago de Chile?”... Y, para mi consternación, acabo

preguntándome si involuntaria e indirectamente yo mismo no he contribuido a la

aparición de este tema, al que por otra parte opongo semejante resistencia.

Al final de Zakhor, tomé de Jorge Luis Borges, para leer en él la parábola de los

excesos de la historiografía moderna, la figura de Funes el memorioso -ese Funes

que no olvidaba nada- hermano gemelo en la ficción del Mnemonista de Luria.

Después tomé conciencia de que algunos de mis lectores, quizás a causa de esta

parábola, creyeron oportuno interpretar mi trabajo como un rechazo de la empresa

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histórica en sí, o como la expresión de una nostalgia de los modos premodernos del

conocimiento histórico. No era ésa, se entiende, mi intención. Hasta tuve el cuidado de

decirlo expresamente. Procuré, con Zakhor, distinguir claramente entre la memoria

colectiva y la historiografía, y subrayar la hipertrofia de esta última. No me desdigo de

nada de lo que escribí; pero en un coloquio consagrado a los “Usos del olvido” debo

agregar, para un mejor esclarecimiento, este breve post-scriptum.

La historiografía -es decir, la historia como relato, disciplina o género con

reglas, instituciones y procedimientos propios-, no puede, vuelvo a insistir, suplantar a

la memoria colectiva ni crear una tradición alternativa que se pueda compartir. Pero la

dignidad esencial de la vocación histórica subsiste, e incluso me parece que su

imperativo moral tiene en la actualidad más urgencia que nunca. En el mundo que hoy

habitamos, ya no se trata de una cuestión de decadencia de la memoria colectiva y de

declinación de la conciencia del pasado, sino de la violación brutal de lo que la

memoria puede todavía conservar, de la mentira deliberada por deformación de

fuentes y archivos, de la invención de pasados recompuestos y míticos al servicio de

los poderes de las tinieblas. Contra los militantes del olvido, los traficantes de

documentos, los asesinos de la memoria, contra los revisores de enciclopedias y los

conspiradores del silencio, contra aquellos que, para retomar la magnífica imagen de

Kundera, pueden borrar a un hombre de una fotografía para que nada quede de él con

excepción de su sombrero, el historiador, el historiador solo, animado por la austera

pasión de los hechos, de las pruebas, de los testimonios, que son los alimentos de su

oficio, puede velar y montar guardia.

Faltos de una halakhah, no estamos en condiciones de trazar la línea divisoria

entre lo “excesivo” y lo “demasiado escaso” de la investigación histórica. Bien. Por mi

parte, si me es dado elegir, me pondré del lado del “exceso” de historia, tanto más

poderoso es mi terror al olvido que el temor de tener que recordar demasiado.

Si ésa es la elección, que los datos acumulados no cesen de aumentar; que

crezcan las olas de trabajos y monografías, aunque sólo los especialistas se regodeen

con ellos; que los ejemplares jamás leídos ocupen, hasta donde se pueda, los

anaqueles de innúmeras bibliotecas, de modo que si algunos desapareciesen o fuesen

retirados, queden siempre otros; de modo que quienes lo necesiten encuentren que tal

o cual personaje ha existido de veras, que tales o cuales acontecimientos sucedieron

realmente, que tal o cual interpretación no era la única. De modo que quienes

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establecerán quizás un día una nueva halakhah, puedan pasar las cosas por el tamiz y

recuperar lo que busquen.

Poco tiempo antes de dejar Nueva York, mi amigo Pierre Birnbaum me hizo

llegar un sondeo publicado por el diario Le Monde sobre la necesidad o no de que se

juzgara a Klaus Barbie.10 La pregunta principal estaba formulada así:

¿De las dos palabras siguientes, olvido o justicia, cuál es la que mejor caracteriza su

actitud frente a los acontecimientos de este período de la guerra y de la Ocupación?

¿Habrán revelado los periodistas, como al pasar, algo cuya importancia no habrían

calibrado del todo? ¿Es posible que el antónimo de “el olvido” no sea “la memoria” sino

la justicia?

He escrito mis reflexiones, señoras y señores, de un tirón y en soledad. Tal vez

estén demasiado alejadas de la idea que los organizadores se habían hecho de este

coloquio. Si éste es el caso, que pase entonces ya mismo entre ustedes el Ángel del

olvido.

10 10 Le Monde. Sábado 2 de mayo de 1987, p. 9.

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