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CRÓNICAS FILIOPALEOMONDESCAS 27 de enero a 1 o de marzo de 2017 Pródromo exegético Tras añares de bostezar esperando encontrar comprador para mi otrora hogar de Paraná 1132, piso 12, cuando ya había arrojado la toalla para el Año del Señor de ellos 2016, se produjo el milagro. El 20 cerramos la operación y casi que al día siguiente me entregaron la que, seguramente, ha de ser mi última morada en este mundo: México (¡y sí, no me puedo escapar!) 1960, 7A, en pleno Balvanera, barrio sin mansardas ni viejas copetudas, donde todavía hay purretes jugando en la calle, mujeres con el bretel camino del codo, hombres en camiseta, muchachas pronto de pro sentadas en los zaguanes y conventillos a la calle, donde el parque automotor luce su dosis de chatarra, los peluqueros no se las dan de estilistas y en vez de Carrefour tenemos Coto. Ese es mi mundo ahora, ese y un balcón casi terraza desde el que puede otearse la cúpula otrora iluminada (hasta que vino el primero de la salva de tarifazos) del Congreso. Bueno, que apenas supe que me sacaba de encima y alrededor el elefante blanco y calculé (mal, según advertí con cierta desazón y alarma más tarde, porque en parte de pago me dieron otro dpto., muy mono y bien alquilado, sito él también en la calle México -¡es que no me puedo escapar!- de forma que la diferencia en efectivo mermó considerablemente y Nadia otrora Alguienita me pidió veinticinco lucas más de gracia) que me quedaría con un chingo de plata, resolví que me mandaba un viaje comme il faut al Viejo Continente con mi filial combo. Cuando llegué a casa con la noticia, la porcinetta y Nadia exultaron cada una a su modo: ¡YIIIIIIIIIII! -exclamó la una; Vale no va a querer ir -alegró la velada la otra. Y, en efecto, Vale, que parecía que sí iba a venir después de todo, por no dejar mal parada a su madre, resolvió que prefería viajar a conocer Monterrey. Porque madre e hija tienen una simbiosis histórica que ha afectado seriamente el afán turístico de mi vástaga mayor, que nunca ha querido prenderse en ninguna de las aventuritas de su padre y su hermana. Algún día -

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CRÓNICAS FILIOPALEOMONDESCAS

27 de enero a 1o de marzo de 2017

Pródromo exegético

Tras añares de bostezar esperando encontrar comprador para mi otrora hogar de Paraná 1132, piso 12, cuando ya había arrojado la toalla para el Año del Señor de ellos 2016, se produjo el milagro. El 20 cerramos la operación y casi que al día siguiente me entregaron la que, seguramente, ha de ser mi última morada en este mundo: México (¡y sí, no me puedo escapar!) 1960, 7A, en pleno Balvanera, barrio sin mansardas ni viejas copetudas, donde todavía hay purretes jugando en la calle, mujeres con el bretel camino del codo, hombres en camiseta, muchachas pronto de pro sentadas en los zaguanes y conventillos a la calle, donde el parque automotor luce su dosis de chatarra, los peluqueros no se las dan de estilistas y en vez de Carrefour tenemos Coto. Ese es mi mundo ahora, ese y un balcón casi terraza desde el que puede otearse la cúpula otrora iluminada (hasta que vino el primero de la salva de tarifazos) del Congreso.

Bueno, que apenas supe que me sacaba de encima y alrededor el elefante blanco y calculé (mal, según advertí con cierta desazón y alarma más tarde, porque en parte de pago me dieron otro dpto., muy mono y bien alquilado, sito él también en la calle México -¡es que no me puedo escapar!- de forma que la diferencia en efectivo mermó considerablemente y Nadia otrora Alguienita me pidió veinticinco lucas más de gracia) que me quedaría con un chingo de plata, resolví que me mandaba un viaje comme il faut al Viejo Continente con mi filial combo. Cuando llegué a casa con la noticia, la porcinetta y Nadia exultaron cada una a su modo: ¡YIIIIIIIIIII! -exclamó la una; Vale no va a querer ir -alegró la velada la otra. Y, en efecto, Vale, que parecía que sí iba a venir después de todo, por no dejar mal parada a su madre, resolvió que prefería viajar a conocer Monterrey. Porque madre e hija tienen una simbiosis histórica que ha afectado seriamente el afán turístico de mi vástaga mayor, que nunca ha querido prenderse en ninguna de las aventuritas de su padre y su hermana. Algún día -espero secretamente, aunque sé que lo hago de puro egoísta- se arrepentirá.

Antes de enterarme de lo alejado del tarro que miccionaba, organicé meticulosamente el periplo: vuelo a Viena el 27 de enero (por si a Vale le demoraban el vuelo a México el 24) y regreso de ídem el 28 de marzo, sufragado merced a las millas que he venido acumulando ávidamente durante todos estos años de vida laboralmente útil que fenecieron de pronto tras mi última y ya mermada misión a Varsovia en octubre de 2015. Vuelo a Londres el 1o de marzo, con excursión a los estudios donde se filmaron los inconcebiblemente populares bodrios (para mí, claro) de Harry Potter y excursión de dos días a Dawlish (buscar en Youtube “Dawlish train storm” para comprender por qué cazzo). Ómnibus (¡porque parece que en Europa también hay!) nocturno de Londres a París, Francia, como suelen aclarar al norte del muro que Trump va a erigir en defensa de la libertad y la democracia, con excursión a EuroDisney. Y regreso a Viena el 20 para pasar al menos una semana en la querencia.

A todo esto Nadia antes la Chapu se piantó a sus pagos natales el 20 de diciembre y yo me quedé a solas con mi temible dúo dinámico en un espacio encogido de 220 a 73 metros cuadrados más el balcón, como quien dice apretados, sobre todo si entra entre los considerandos la circunstancia de que no pude vender ni uno de los bargueños Biedermayer que en Paraná parecían mesitas de luz, ni la mesa ratona con tapa cristal que aquí luce más bien elefantiásica, que casi impiden el paso de la entrada

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al pasillo que lleva a los dos dormitorios que son, en realidad, uno y medio el primero y del pasillo al balcón la segunda.

Pero, bien mirado, estas divagaciones paleomatrimoniales y neoarquitectónicas no vienen demasiado al caso, de suerte que al grano.

Revisando y verificando la documentación resultó que, por alguna razón, el permiso de viaje de Xóchitl lo tenía Vale, a quien se lo confisqué para dejarlo bien a la vista sobre la mesa. Esa noche había desaparecido. Desesperada y desesperante búsqueda por todas partes... nada. Vale, tiene que estar en tu cuarto: es la única posibilidad, No; yo no lo tengo; tú me lo sacaste. Así dos días de angustia, porque peligraba el viaje entero. La noche del miércoles, a horas de tener que salir a Ezeiza, Nadia le dijo que buscara bien, que seguramente lo había metido en determinado sobre... ¡Tal cual! Es que como tú me diste el sobre ese yo creí que ya habías buscado, ¡No te lo di un carajo, lo tomaste vos!, ¡No, me lo diste tú! En fin, que, por suerte, apareció a tiempo. La valija llamada maleta estuvo pronta como dos o tres días antes del día señalado... bueno, casi, porque su contenido fue mutando y, sobre todo, intensificándose con el correr de las horas. El jueves previo al día de autos (o, mejor dicho, de aviones) hubimos de adquirir un par de calzas para afrontar los nueve grados bajo cero que auguraba para el sábado el pronóstico vienés (mi ex secretaria Heide se habrá encargado de comprar un abrigo idóneo). Por la noche vinieron a cenar el Negro Cigliutti y Cristina, compañero él del glorioso Colegio Nacional de San Isidro y esposa de él ella que tienen las tres hijas en Londres que solo beben café Arlistán que importan amigos de la familia mediante de la Argentina (pausa entre “amigos de la familia mediante” y “de la Argentina”, que si no, no se entiende un carajo). La jabaliciña quedó planchada en el sofá (el que no le regalé a mi hermana) y yo no quise (ni habría, las cosas como son, podido) despertarla y ahí quedó. Yo no pude ni atisbar la tele que también planché.

Viernes 27

El día empieza digamos que como el culo, porque ayer he cambiado tres lucas verdes y depositado cuarenta y siete lucas de los demás colores para cubrir los gastos del mes y no aparecen en mis saldos. Me voy corriendo (bueno, no exactamente, porque tardé como una hora sacando fotos por Moreno desde Combate de los Pozos hasta Perú y luego hasta San Martín y Tucumán) al banco y enresulta que, en vez de consignar 8.245.564 como documento he tecleado 8.245.561, y enresulta, además, que justo hay un boludo con DNI de ese número que justo es cliente del Galicia y justo no solo cliente sino cliente Eminent (vale decir, como uno), de modo que las casi cincuenta lucas ahora las tiene él y el banco no conseguía que atendiera el celular y a ver si de aquí al miércoles que da el zarpazo la American Express logro que suelte la prenda. De regreso, salgo a comprar unas empanadas en la esquina porque en casa no hay nada pero nada nada de comer. A las 13:30 Romi, que me ha comprado la Ford Eco Sport compañera de tantos safaris, viene a llevarnos a Ezeiza y ya quedarse con el vehículo. El vuelo es a las 17:55, pero, por las dudas de que haigan problemas con el permiso de la menor, prefiero salir con tiempo. Cosa por demás previsora, como que en llegando a la bifurcación con el acceso oeste me apiolo de que me he dejado nada menos que mi anorak y tengo que salir por Alberdi y retornar por Directorio-San Juan que, por suerte, no tienen tráfico (la autopista mano al centro era un parking). Lo cual tuvo sus ventajas, porque me apiolé de que había dejado los ventanales abiertos de par en par. Llegamos Ezeiza con tiempo de sobra, de todos modos, y, por suerte, no hubo problemas con el permiso. Gran alborozo gran de la cinghialina que no podía quedarse quieta un instante. A las 16:00

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estábamos ya en el salón VIP de Lufthansa para gran pasmo de la chanchita a la que hube de sofrenar para que no se morfara una docena de alfajorcitos y diez paquetes de mierditas varias.

El vuelo se hizo brevísimo, porque, tras la cena (como es de rigor en Lufthansa, muy buena), nos quedamos profundamente apoliyados.

Sábado 28

Aterrizamos en Francoforte como a las nueve y, tras varios kilómetros de deambular entre negocios y viandantes, dimos, cómo no, con el salón VIP de LH, mucho más grande, mejor decorado y más nutrido que el de Ezeiza, donde la tiranosauirña regina engulló su primera salchicha tudesca. En cierto momento le pedí que me trajera un espresso. ¿Cómo hago?, Ponés la tacita en la máquina y apretás el botón, ¿Dize “ezprezo”?, ¡No, dice “calipamestrofélipes”! Al rato, la otrora enana encontró unas reposeras en las que seguimos con el sueño. Como media hora antes de tener que mandarnos para la puerta de embarque, de yapa, descubrió unas camas dendeveras en las que siguió durmiendo, como lo hizo en el vuelo a Viena. Donde tocamos tierra a las 18:30 con nueve grados bajo cero a la intemperie. Apenas recogimos el equipaje procedimos a vestirnos como para el invierno polar. Como la micromacrotatú carecía de abrigo idóneo, la enfundé en uno de los míos, que le quedó medio como carpa de circo (las fotos están en féisbuc). Las cuatro cuadras de la parada del autobús a casa fueron un auténtico suplicio, pero una vez dentro del bulo la cosa se hizo más llevadera: rápidamente a enchufar el termotanque y los dos radiadores, deshacer maletas y advertir que no había estrictamente un carajo que comer. Por fortuna, mi acólita había percibido un Subway en Schwedenplatz y allí fuimos a zamparnos sendos sánguches. De regreso, tapados con todos los edredones disponibles (tres), nos mandamos nuestro primer sueño europeo.

Domingo 29

Yo me desperté a las nueve. La porcinetta niporputas, claro. Como le había avisado, salí a comprar viandas, no sin antes darme una vuelta por la Jesuitenkirche a escuchar unos minutos del ensayo de la misa D. 242 de Schubert. En el único supermercado abierto (la estación de servicio de Morzinplatz) compré jugo de naranja, pan, cebolla, ajo y salsa de tomate, en Anker un par de croissants y me vine a casa. Son las 12:30 y Xoch se está preparando para enfrentar las inclemencias del invierno. El plan es pasear en tranvía (algo es algo).

Pero no, porque mi ex secretaria Heide (que está postrada con un resfrío padre) nos advierte que ha dejado una bolsa con ropa de invierno recabada entre los críos de la familia en la que hallamos, entre otras cosas, un perfecto anorak. Salimos camino del centro a pasear por la ciudad vieja. En el vestíbulo nos sorprende Mara, la conserje serbia, que me entrega un aviso de encomienda llegado el jueves y nos invita a almorzar unos deliciosos Schnitzel de pollo con papas y hongos empanizados. Tras el ágape, sí, a pasear. Subimos hasta la Jesuitenkirche a admirar el admirable tromp-l´oeil que remeda la cúpula inexistente. Pasamos junto a mi viejo dpto. en Bäckerstrasse y llegamos a la Catedral. Explico que esos edificios paralelepipedales que desgracian cada tanto las callejuelas barrocas son secuela de las bombas, y llegados a St. Stephan le muestro las fotos de la catástrofe. ¡Híjoz de la chingada! -exclama mi pequeña argenmex con toda la santa indignación de su inocencia. A todo esto, nos hemos detenido en cuanta tienda de chirimbolos, chiches y chucherías para turistas hemos encontrado. ¡Qué lindo! ¡Qué

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hermozo! ¡Qué bonito! Pero, por suerte, sabe que no podemos darnos el lujo del dispendio y todo queda en el derroche de signos de exclamación. (¡Ah los tiempos en que yo también tallaba, como dice el tango, cuando no había restorán que me estuviese vedado ni vino fuera de mi alcance! En fin, que, como la juventud, también el poder adquisitivo se diluye y no queda más que la montaña de recuerdos... Y bue; calavera no chilla, especialmente si lo que va quedando es esta maravilla casi esférica que se absorbe todos mis afanes). No escatimamos tampoco el botín de dulcerías que por estos pagos abundan más que las farmacias en Buenos Aires. ¡Ezo ez impozible! -me contradice la hipopotamuela. ¡Lástima que la tonta de tu hermana prefirió irse a México! -lamento, Mejor -sentencia mi compinche-; azí tenémoz una aventurita máz... -y se enmienda-: Una aventurita no: ¡una aventurota! Merendamos en Demel un Esterhazyschnitte y una Dobosztorte acompañados de un schwarze Verlängeter yo y un Kamillentee ella. ¡Ezte paztel eztá deliziozo! -me premia, castiza. Después paseamos por la Heldenplatz, tomamos el Burgring hasta la Ópera y compramos los boletos para el tranvía, que nos deja nuevamente en Schwedenplatz.

Son las 17:00 y noche casi cerrada. Yo miro una serie inglesa por la tele mientras ella no deja de reír enfrascada en su flamante celular (la táblet se le descompuso a último momento). Todavía no me has hinchado las pelotas -me extraño. Ella sonríe. Claro, ya va a venir, ¿no?, Lo único que me detiene ez “My Little Pony” -que, averiguo, es lo que la tiene absorta. A todo esto, por Film and Arts Deniel Bárenboim dirige la Novena con su East-West Divan Orchestra, esa maravilla de paz y cordura en medio de tanta demencia homicida.

En una hora preparo nuestra primera pasta. Y así va culminando este primer día de Europa, Que yo pueda acordarme -aclara regocijándose otra vez mi ya no tan y ya nunca más pequeña.

Son las 19:40; acabamos de cenar y la paquidermiña se está dando un baño de “tina”. Por la tele austriaca dan una serie policial argentina, “Signos”, que jamás supe que existía. ¡Vamos, todavía! No son ni las nueve cuando nos sumergimos bajo la lasagna de colchas, acolchados, edredones y mantas. Yo pronto no aguantaré ni el piyama, pero Xoch se acuesta literalmente con los guantes calzados. Ya se irá pelando como una cebolla.

Lunes 30

Son casi las tres de la madrugada Las cuatro horas de diferencia horaria -jet lag que le decimos los viajeros internacionales- nos mantiene en vela y vilo. La quelonita, para variar, enfrascada en su telefonino y dejando escapar risas, risitas o risotadas, según. De improviso indaga si me gusta la caca de unicornio: parece que tiene zabor a freza... ¡vaya uno a saber! También me ha pedido que le compre una pluma estereoscópica 3D, lo que me ha tenido prisionero de ebay durante como una hora. Parafraseando el bolero, y así pasan las noches y yo desesperando y tú, tu jorobando, pis caca pis. Me ilusiono con que me está venciendo el sueño. Mañana es día denso: sacar certificado de residencia para restablecer domicilio por estos pagos, enviar al Fondo de Pensiones de la ONU el comprobante de que, cómo no, vivo en Viena, buscar el telefonino austríaco que quedó en reparaciones, recoger paquete en la farmacia de Praterstrasse 32 que hace las veces de filial de GLS, pasar por la ONU (sin mayor entusiasmo), conseguir un nuevo chip porque el mío se me perdió, ver que en Pearle me llenen el formulario para el duty-free de los bifocales que dejé encargados en diciembre y entregaron a Pablo hace un par de semanas y, desde luego, aguantar el interminable via crucis de tiendas. Ojalá no haga tanto frío.

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Ha pasado una hora y nada. Cada tanto mi cochinilla se revuelve entre las mantas. ¿Qué estás haciendo ahora?, Me eztoy zacando el zegundo par de calzetas (sic!), ¿No te dije que estabas demasiado abrigada?, Ez que el terzer par ya me lo zaqué; ahora zolo me queda uno delgadito (sic!), ¿Y los pulóveres?, El verde ya me lo zaqué. En fin...

Me despierto como a las once. La porcinetta continúa en la comarca de Morfeo. Me pongo en marcha pipa en ristre. En la Alcaldía hay demasiada cola, de modo que a despachar el comprobante a Nueva York. De ahí a buscar el austrotelefonino, solo que también en Samsung hay una multitud: me toca el número 95 y van por el 68. Para ganar tiempo me desplazo al Spaar de la cuadra a hacer las compras. Tardo como veinte minutos, acaso media hora, y van por el 80. Finalmente me entregan el chiche. En la otra cuadra está la farmacia en la que tienen que tener mi paquete... solo que la señora (de luces notoriamente escasas) no puede encontrarlo y que llame a GLS a ver. Desesperados llamados, pues, a GLS, que afirma que en la farmacia sí lo tienen, pero que de todos modos van a averiguar y prometen llamarme. Gran alborozo gran de la ballenata ante la magnificencia de los croissants que he traído. Salvo que me he olvidado de comprar café y debo contentarme con un Illy descafeinado, o sea, eunuco. Por fin salimos a cumplir con los trámites del otro lado del canal, nuevo chip y boleta del duty-free. Arredrada por el frío, mi turiferaria clama por el calorcito del hogar. Pese a su recelo, consiente almorzar la pasta de ayer, siempre y cuando no se la recaliente en el microondas porque queda gomoza, Es que para que quede bien hay que agregarle un chorrito de aceite de oliva y taparla, Pero mamá no la tapa, En efecto.

A todo esto, plétora de llamados inútiles al Banco Galicia a ver si recupero mis morlacos.

A las 17:30 cae de visita Pablo, que ha debido evacuar el depto. durante estos días y aprovechado para irse con la novia a pedalear (sic!) por Camboya. A las 19:00 cenamos unos deliciosos filetes de no sé qué (congelados) con papas y a dormir... ella, porque yo me pierdo, para variar, en divagaciones, memorias, vaticinios y fantasías.

Martes 31

Por esas cosas de Dios y la relojería biopsicológica, me despierto antes de las seis. Me ducho, consulto correo, miro noticias... el reloj avanza tórpidamente hacia las ocho. A las y media abren las tiendas de alimentos y la Alcaldía. Me dan el Meldezettel en cinco minutos. Vuelvo a pasar por la farmacia y, ¡oh milagro!, el paquete ha aparecido. Compro café y croissants y retorno para aplicarme al...

Duro oficio de despertar quelonios. Entre la primera caricia y el último ¡vamos, carajo! transcurre toda una serie de etapas. La primera es acústica: mmñññ; la segunda cinética: movimientos irregulares bajo el caos de edredones; la tercera ya es más compleja y culmina con el apoyo de pies sobre la alfombra con orquestación de bufidos, suspiros, rezongos y lamentos; la cuarta consiste en obtener una laboriosa verticalidad, siempre con el trasfondo orquestal; y ahí sí, la ballenata termina de integrarse plenamente en la vigilia y las consiguientes tribulaciones, pero primero viene el alborozo de la nieve nueva, porque anoche ha nevado y toda Viena semeja un pastel de bodas. Tras cartón, claro, el insoslayable, ¡Tengo hambre! Ahora a la ONU, a que me actualicen el código de la tarjeta de débito que se niega a darme plata. No pienso acercarme siquiera a mi vieja oficina, pero sí paso por la Sección de Traducción, donde me entero que a Nero, el jefe que supo ser estudiante mío en La Habana, le ha dado un infarto y está convaleciente en España (por suerte, me dicen, se recupera sin sobresaltos). De la ONU a tomar el U2 a Aspern para ver los campos cubiertos de nieve y el Danubio casi congelado. Los árboles desnudos y esqueléticos parecen Giacomettis

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de cristal. A las 15:30 o 16:00 estamos nuevamente en Kagrán, donde mi heredera compra, ella solita y en inglés, tres peluchitos ¡hermózoz!

A las 19:30 tenemos que encontramos con Heide en Da Angelo. ¡Apúrese, carajo! -conmino a la porcinetta absorta en la pantalla de su celular, ¡Ez que tú no zábez la importanzia de ezte momento para laz Cruzaderz! -cree explicarme y explicarse. Al cabo de quince minutitos de gélida intemperie, compartimos una orata y un branzino de ensueño. Heide acaba de salir o, acaso, está saliendo todavía de un resfrío y, por primera vez, la veo resueltamente vieja... ¿y yo?

Antes de acostarnos, a preparar la mochila y la maletita y lavar la ropa de color, Mañana tocará la otra.

Miércoles 1º de febrero

A despertarse al alba, vale decir, como a las nueve. Paseamos en el U6 mirando los techos de Viena y el Danubio y nos queda tiempo para comprar otros tres peluchitos en Kagrán, ¡Zon tan bonítoz!-exclamará una y otra vez durante todo el viaje. Luego, almuerzo de filetes de no sé qué pero otros y salimos para Morzinplatz a tomar el ómnibus a Schwechat. Nueva gran panzada de todo en el lounge de Austrian. Xoch se duerme casi antes de sentarse y se despierta con el sacudón del aterrizaje en Londres. A todo esto, no puedo encontrar la pipa. Seguro que me la dejé en el lounge. ¿Eztaz bien? -susurra mi pequeña. ¡Hermosa, sensible e intuitiva, mi adorada purretita! No. Estoy como el culo. Y la pipa no es la causa, sino la consecuencia. Como lo ha sido el depósito equivocado. Tengo una bujía empastada y sospecho que viene de la certeza de que esta aventura cierra a cal y canto un ciclo irrecuperable.

La cola para el control de pasaportes serpea literalmente diez veces. Cuando nos va a tocar, la familia que nos precede parece no tener los papeles totalmente en regla. Pasan como diez minutos. El oficial desaparece con los pasaportes. Al rato lo remplaza una indostana que finalmente nos atiende, Ocurre ahora que la porcinetta habría debido llenar una tarjeta de desembarco. La indostana nos deriva a su colega de la ventanilla vecina que cree que nos colamos y nos encara con cajas destempladas. Enterado del asunto, pasa instantáneamente de Mr. Jekyll a Dr. Hyde y nos trata con la incomparable amabilidad británica. Como ando sin tarjeta de débito, tengo que cambiar guita en el aeropuerto, consciente de que me van a esquilmar de lo lindo. Hemos aterrizado poco después de las siete y ya son más de las nueve. Llegamos a Tottenham Hale y pasamos del tren al subte. El encargado de asesorar pajueranos junto a las expendedoras nos prohíja, a su vez, con esa cortesía tan natural y poco untuosa que me hace amar profundamente a este pueblo. Me entero de que Xoch va a viajar grattarola cada vez. Algo es algo. Como corroboraré por las malas, en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte la wi-fi es menos frecuente que un trébol de cuatro hojas y, por lo general, mucho más cara. Dos estaciones a Finchbury Park y luego como veinticinco hasta Osterley, donde nos aguarda Guido. En 2, Eve road nos esperan Valerie y el paquete de filamentos para la lapicera psicodélica. Cuando me despojo del abrigo descubro que la pipa ha estado todo el tiempo en el bolsillo de mi chaleco térmico. Gran emoción gran... pero no va a durar. Cenamos una pasta perfunctoria y a dormir.

INTERMEZZO RETROSPETTIVO

¿Te acordás, Alondrita, de aquel verano de 1981 cuando hicimos dedo en las afueras de Ledbury? Nos recogió Guido, que tenía -¡casualidades de le existencia!- una tía en La Plata. Nos llevó a recoger frutillas y después a su casa en Hereford, donde ya vivía con

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Valerie. Bueno, nunca interrumpimos el contacto. Pocos años después los alojé en Nueva York, y desde que me mudé a Viena no he dejado año sin pasar por su casa. En 2015 vinieron a Buenos Aires y los llevé con la porcinetta al carnaval de Gualeguaychú (vide “Crónicas neoberlinesogualeguaychuzas”). ¡Quién me diría que treinta y seis y una hija de diez años más tarde volvería a abusar de su hospitalidad! ¿Cuántas veces más, ya solo y en irreversible declive? La vida, como siempre, tendrá la penúltima palabra.

Jueves 2

Quinientos metros a Margaret Road, 20 minutos de H37 a Richmond y metro a Knightsbridge, porque mi hija tiene que conocer Harrods. Hace algo de frío pero no llueve. Huérfana de sus plantillas ortopédicas, la porcinetta se me fatiga a cada rato. Harrods no la impresiona... ni a mí; no es como la recuerdo: se me hace un shopping venido a (mucho, claro) más. La mitad de los clientes son mujeres, la mitad o más odaliscas del Golfo, todas de negro y muchas disfrazadas directamente de fantasma; a diferencia de Qatar (vide “Crónicas qataráticas”), esta es una partida de ajedrez sin piezas blancas. La única sección que atrae mínimamente a Xoch es la tienda de Disney. Salimos y comemos unos sándwiches (nada de lujos gastronómicos que ando con los centavos contados). Para no hacerla caminar me subo al primer double-decker que pasa y llegamos, orondos en primera fila del pulman, a Baker Street (vecindario de Sherlock Holmes). Quiero ir a la reconstrucción del pabellón de la República Española en la Feria Mundial de 1937, donde, a falta de pan, porque la República perdía ya la Guerra Civil, se exhibieron tortas: el Guernica de Picasso y otras obras del andaluz, Miró y demás genios de entonces (desde luego que nada de Dalí, autoproclamado “avidadóllars”), pero he de dejarlo para otro día. De puta casualidad, cruzando la calle, pasa otro double-decker que nos alcanza, siempre en cinemascope, a Notting Hill. Durante el transcurso del trayecto, como diría un movilero de la televisión porteña, acaece un incidente impensable: La calle es estrecha y, cada tanto, el vehículo que viene tiene que detenerse a ceder paso al que va o viceversa. Nuestro ómnibus se adelanta a un camión y da de bruces contra el que viene por su mano, que tiene otro detrás y no puede retroceder. Solo tengo grabadas las invectivas del chofer enemigo: You are an idiot, man! Can you not see that I cannot back off? You are a real idiot! (¡Sos un tarado, viejo! ¿No te das cuenta que no puedo retroceder? ¡Sos un auténtico tarado!). Tal el tumultuoso litigio que en nuestras riberas habría sido un torrente de puteadas y en California una balacera generalizada. Un tercer ómnibus nos deposita en Portobello, cuyas tiendas mucho más menesterosas logran interesar algo más a mi garotica.

Voy confirmando viejas memorias: Londres es la única ciudad donde hay tantos autos negros (sin contar, desde luego, los taxis). Los autos parecen todos recién lustrados. Los ingleses nacen albos -no en vano son paridos en la rubia Albión- y se van rubicundeando entre los veinte y los treinta, mucho más ellos que ellas. Por cada dos anglos de luenga ancestría hay al menos un africano o indostano o malayo o afgano o caribeño o yemenita, amén de los venidos de fuera del Commomwealth: latinos (relativamente pocos), europeos del este (montones). No hay frío ni lluvia que los arredre: abundan las camisetas de manga corta y los shorts. Nadie parece llevar prisa. Nadie se enoja nunca. Los changos no hacen ruido. Todos se desviven por no molestar ni entorpecer el paso, pero nadie se irrita porque alguno tenga que ocupar todo un pasillo para ponerse el abrigo o recoger sus petates. Todos los más jóvenes (varones y mujeres) ceden el asiento a los mayores y las embarazadas. Yo mismo he debido

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rechazarlo varias veces. Todos contestan cualquier consulta con una sonrisa y cinco minutos de instrucciones. Y, por supuesto, no se han enterado de que existe la bocina.

Hace frío y gris (¡prácticamente como en Londres!), la enana está in extremis y yo, francamente, también. Llegados a Eve Road, Valerie y Guido hacen solemne entrega de un nuevo paquete: ¡la lapicera psicodélica! La jabaliciña se abalanza a destrozar el envoltorio y dos minutos o menos después ya está en su planeta personal trazando formas imprevisibles en el espacio. Una de ellas será la efigie casi monacal de Guido que, por otra parte, nos anuncia que ha reservado mesa en un restorán italiano donde me zampo una de las pastas más sublimes que haya probado jamás: agnolotti all´aragosta con gamberi (los mariscos, me preocupo por indagar, frescos). El manducatorio no tiene licencia para vender alcohol. Guido ha traído una botella de blanco para él y Valerie y otra de tinto para mí. He ofrecido cocinar para toda la familia el lunes y aprovecho la tienda vecina para comprar dos botellas de patrio Chardonnay que el dueño encomia extasiado.

Viernes 3

Hace un día casi peronista. O, para lo que es Londres en invierno, peronista a lo bestia, de sol desenfrenado. La idea es ver el cambio de guardia en el que mi hermana, en comprensible confusión, llamara Palacio de Húrlingham. Para no perder tiempo, postergamos el desayuno hasta Richmond y nos mandamos los croissants a bordo del tren. Llegamos a eso de las diez y media, pero ya hay tal multitud que la petiza no puede ver nada. Premio consuelo, una docena de guardias montados, de yelmo enceguecedor, capas a lo Darth Vader y pingos de calesita de lujo, y la llegada de los guardias galeses, con sus bronces bruñidos y paso deliciosamente marcial. Subimos por St. James´s Park deteniéndonos cada doscientos metros para que mi heredera desentumezca los pies; la segunda vez se tira a dormitar sobre mis rodillas frente al lago surcado de patos y cisnes de todos los colores. Pasamos por el cuartel de la Guardia, donde se saca una foto al pie de un granadero de los de acá, subimos hacia el Támesis, volteamos para el Embankment con su Big Ben, cruzamos el puente y viramos a la izquierda a montarnos a la güeltalmundo (45 libras que son como 55 euros que vienen a ser como 60 dólares que ni quiero pensar a cuántos patacones equivalen). El espectáculo es, por supuesto, una maravilla. A foro derecha, los arcos futuristas de Liverpool Street regurgitan o devoran trenes de todos los colores. De este lado del Támesis, entran y salen los convoyes de Bakerloo. El paisaje de la ribera izquierda es entre anodino y desangelado: sigue siendo la Avellaneda de Londres. Pero frente a nosotros, todo es una gloria: el Parlamento, la abadía de Westminster, la distante cúpula de la catedral de San Pablo y prácticamente ningún pergeño a lo Lego pese a la desaforada insistencia de la Luftwaffe por no dejar piedra sobre piedra. Y por el medio este río menos afortunado que el Sena, pero río al fin.

Media hora más tarde completamos la jornada con algo llamado 4D London, que es una película en solo tres des, pero gratis.

Hay, cómo no, una tienda de suvenires y demás artículos de primera necesidad dentro de la cual la miniquelonia desaparece mientras yo me fumo la cuarta o quinta pipa del día. Al rato viene con esa cara maravillosamente seductora que pone a la hora del mangazo. Quiero trez cózaz que me guztaron mucho, únoz ztickerz, únoz lápizez y un baztón de caramelo; loz lápizez vienen con zacapúntaz; pero no zon cároz: ocho líbraz... ¿o zí zon cároz?, No; aquí tenés, ¡Gráziaz, papi! (¡Gracias a vos, hijita de mi alma... gracias a vos!).

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No recuerdo ahora cuándo ni dónde he visto un único Rolls Royce, por desdicha, último modelo y por Richmond me sorprenderá un solitario e histórico MG descapotado. Como al guapo ablandado del tango, a esta Londres no le han dejáu ni el pucho en la oreja de aquel pasáu malevo y sensual. ¡Hay que joderse, carajo!

Buscamos desesperadamente un sitio para morfar algo. Nada entre el Embankment y Westminster. Nos sentamos un rato sobre un muralloncito. Por primera vez en mis como veinte estadías en Londres tengo que caminar cinco cuadras sin ver un solo pub ni nada que se le asemeje. A todo esto, el sol se ha apiolado de haberse confundido de país y mandado mudar olímpicamente. En eso, mi acólita se percata de que tengo el pulgar izquierdo embadurnado de mierda seguramente de paloma. Por suerte, damos con un Starbucks que, eso sí (o, mejor dicho, eso no) no tiene baño. La porcinetta ocupa una mesa y yo camino hasta el próximo local (un sitio de comida japonesa) donde tampoco hay baño pero sí un surtidor de agua en el que puedo al menos enjuagarme el dedo. Vuelvo al Starbucks y manducamos unos, en efecto, sánguches. Ahora llovizna. Justito pasa un double-decker que va a Hammersmith. De ahí a Richmond son seis o siete estaciones de subte. La enana primero y, al cabo de dos o tres paradas, yo, ocupamos nuevamente la primera fila del pulman. Se ha puesto a llover con ganas, como en represalia por el atropello del sol. El camino se hace tan monótono como exasperantemente lento. No ha sido una idea brillante. Por el parabrisas no se ve un cazzo y por las ventanillas laterales lo que se ve es una mierda. Había olvidado cómo Londres pierde abruptamente interés a medida que se desgrana hacia los suburbios. De improviso, la quelonita indaga, Papi, ¿dónde cargan gasolina loz áutoz? No hemos vizto ni una zola eztazión de zervizio. En efecto; no recuerdo haber detectado jamás una bomba de nafta que no haya sido en los muy arrabales. ¡Las cosas que advierte mi pequeña y yo sin saber!

Nos hemos sentado a las cinco y son pasadas las seis y cuarto cuando por fin descendemos en Hammersmith. Aprovecho para comprar el carré de cerdo que voy a marinar hasta el lunes, más los ingredientes del caso: ¡el cerdo cuesta menos que en Buenos Aires y lo demás casi lo mismo! La plesiosauruela, por su parte, reúne los menesteres para hazer un paztel de poztre. A la salida escaneo todas las viandas, meto la tarjeta de crédito en la ranurita, la máquina me dice que saque nomás la cosa y que muchas gracias, y nos vamos raudamente a tomar el subte. En eso nos alcanza el muchacho que nos había ayudado con el escaneo: La venta no ha sido aprobada -dice. Vuelvo con las bolsas que pesan diez kilos y me entero de que, en realidad, me he ido sin firmar el recibo. ¡Un poquito más rápido que hubiera caminado, la cena me salía gratis!

En el H37 nos sentamos frente a dos señoras quintaesencialmente inglesas, Una de ellas lleva sobre sus rodillas un cachorro igual de paradigmático que mira todo con ojos de bebé recién asomado al mundo.

Guido y Valerie nos esperan con fish and chips y preocupados porque -y yo me había olvidado por completo- a las ocho tenemos mesa reservada en un centro polaco donde hay un jam session. Xoch no está demasiado entusiasmada, Yo me quedo con ella -ofrece Valerie, No vale la pena: ella se queda sola lo más contenta, Es que en Inglaterra es ilegal dejar solo a un menor de catorce años, Bueno, entonces que aprenda que en el mundo hay otras personas con otros gustos y otras necesidades, No importa, papi, yo voy y me llevo mi lapizera. El Centro está abierto hace añares, pero tras el Brexit aparecieron los grafitos invitando cordialmente a los polacos a irse a la mierda (¿cómo condice esto con mi panegírico de la civilidad más arriba? Ni idea. Es como si hubiera dos países... como en la Argentina, y uno, en la calle, se topa con el formal). Se nos

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juntan Esther (la hija menor de G y V) y su novio polaco Karol. Toca un trío de lo más original: dos guitarras y batería. Me gusta mucho. El público escucha reverentemente.

Mañana es el gran día gran: Vamos a Dawlish. Hoy ha habido tormenta y para mañana anuncian lo mismo. ¡Genial!

Por la noche la bujía empastada me veda el sueño. No es del caso abundar en la turbamulta de fantasmas que me visitan, turnándose a veces y otras agolpados, pero hay uno que descuella: te vas, mi ya no tan y nunca más pequeña.

Sábado 4

Creo haber podido dormir tres o cuatro horas. A las ocho el despertador me arranca de un sueño que recuerdo reparador. La queloniuela cumple con toda la premura que le consiente su resistencia a la vigilia los menesteres del despertar. A las nueve estamos en Richmond y a las nueve y media en High street Kensington. Por los altavoces han anunciado la suspensión de algunos servicios por reparaciones y la de una huelga originalmente prevista para este fin de semana. Por las dudas, pregunto a un señor si corren los trenes a Paddington y me replica que, I certainly hope so; but you never can tell with this bloody service!, oséase, eso espero por cierto, aunque nunca se sabe con este maldito servicio. Tras lo cual, al advertir la esférica presencia de mi coviajera y su mochila, añade, Pardon my language, es decirse, discúlpeme lo deslenguado. ¡Inglés tenía que ser! A las diez estamos en Paddington, donde desayunamos. Caigo en cuenta de que me he dejado los bifocales (¡ay mi puta bujía!). Mala suerte, como es igualmente mala la del sol que, por una vez, detesto: Dawlish amerita una tempesta de las épicas. El tren parte puntualmente a las once. Nos corresponden dos asientos con mezita en cuyo enchufe no calza, ¡ay!, el de la lapicera galáctica. Por la ventanilla impoluta discurre la verde que te quiero verde campiña. Solo se han desteñido algunos arbustos y desnudado unos pocos árboles. El paisaje es idéntico al de mi finado tendido (buscar en Youtube los vídeos que, por fortuna, han subido mis amigos ferrodementes). Entre dos asientos sin mezita descubro un enchufe idóneo. Mi heredera se enterará de la belleza de la interminable secuencia de postales cuando vea las fotos. Pasillo traviesa un hombre como de treinta y tantos viaja con su hijita de dos, toda ella una mata de blondos rulos, que no para de hablar ni un segundo. ¡Pensar que ayer nomás eras igual, mi ya no tan y nunca más pequeña! Al descender, advierto que hay una Inglaterra eterna, después de todo: para abrir la portezuela hay que a) bajar a pulso la ventanilla, b) sacar el brazo, c) atrapar la manilla y, por fin, d) jalar (que no empujar) hacia afuera. Por eso los carteles precaven que, por razones de seguridad, las puertas se traban hasta cuarenta segundos antes de que el tren (ultramoderno él) se ponga en marcha (vide “Crónicas magnobritanísticas”).

Cambiamos en Exeter St. David. Ahora es un cochemotor de dos vagones y cristales mugrientos. Del otro lado del pasillo, un matrimonio mayor con un hijo de unos treinta y cinco años, retardado, que no deja de tartamudear incoherencias. ¡Y yo que me lamento de mis tribulaciones! A las catorce y centavos descendemos en la estación que he querido asaltada por las olas. Un señor que espera el tren a Exeter en compañía de su jermu y su gurisa hecha de pecas, rulos y simpatía busca en su telefonino la dirección del hotel y nos indica cómo llegar: apenas unas ocho o diez cuadras monte arriba. Dawlish es un villorrio sin mayores pretensiones, cálido, agradable, con un riacho con su cascadita para turistas y negocios modestos. El Hideaway hotel (bien escondido, como su nombre lo indica) no es tal, sino un bed-and-breakfast atendido por su solitario dueño, TJ, que, amén de radioaficionado (¡y yo que creía que el internet los había extinguido!), habita el piso inferior desde que se divorció

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hace diez años. Vive, pues, solo y, solo, se ocupa de la única habitación, que es la que me enamoró cuando vi las fotos en internet: techo a dos aguas que descienden como una tienda a ambos lados del lecho inmenso, otra cama, un sofá, un armario de puerta enrejada, baño señorial con “tina” casi “alberca”. Me entero para mi desconsuelo de que no he pagado, como creía, la habitación y que debo hacerlo en contante, lo que merma las reservas de liquidez a niveles alarmantes. Premio consuelo, la copa de Shiraz sudafricano que me ofrece como bienvenida (la botella queda sobre esta repisa y puede servirse cuanto quiera, convida, no sin dejar de loar nuestro Malbec y puntualizar que los chilenos no saben hacer vino. Es un disparate mayúsculo, desde luego, pero como buen argentino celoso de sus fueros no puedo menos de regocijarme un cachito). Pesquisa si queremos un desayuno inglés, vale decir, a lo bestia y yo replico que claro. ¿Café, té, leche?, Yo la leche ni la toco, ¡Por fin un ser humano normal!, pero, ¿y la niña?, Es digna hija mía; ahora solo me resta destetarla del agua. Desensillamos y me percato de que esta vez sí he perdido mi amada pipa (¡putísima bujía empastada!). Salimos a pasear por el poco pueblo, donde hay, por suerte, dos o tres tiendas de interés porcinettesco. En la primera compramos unos zellítoz de madera. La segunda, por dicha, no cuenta. En la tercera, en cambio, pasamos como media hora, pero hay demasiadas “cozítaz” tentadoras y la enana, mohína y cariacontecida, resuelve no comprar nada. Vaz a dezir que zon chucheríaz, Hijita, es tu plata: yo te puedo aconsejar cómo gastarla o no, pero la decisión es tuya, No, mejor vámoz. No me gusta cuando te ponés necia y agria, hijita. ¿Cómo enseñarte que mejor no?

Llegando al supermercado somos testigos de un escándalo: Parada de este lado de la puerta, una muchacha increpa a otra que contraataca desde dentro. Sabemos que es una trifulca porque el tono de las voces supera en dos o tres decibeles el susurro del vendedor que procura fungir de amable componedor. Bueno, ya está bien, señorita, No, es que ella me ha acusado de (vaya a saber qué, porque no quiero ser indiscreto y el meollo de la controversia se me escapa), Bueno, pero tranqulícese... Cundida la paz, entramos a comprar unos sánguches, un jugo de freza y un chocolate para la cena y volvemos al Hideaway en medio, ahora, de una lluvia tan torrencial como tardía.

La triceraposilla vuelve a aferrarse a la pluma astronáutica y yo salgo a vérmelas de igual a igual con la intemperie. Acude en mi auxilio la dulce memoria de un soneto de Marechal:

Porque no está el Amado en el Amanteni el Amante reposa en el Amado,tiende Amor su velamen castigadoy afronta el ceño de la mar tonante.

Llora el Amor en su navío errantey a la tormenta libra su cuidado,porque son dos: Amante desterradoy Amado con perfil de navegante.

Si fuesen uno, Amor, no existiríani llanto ni bajel ni lejanía,sino la beatitud de la azucena.

¡Oh amor sin remo en la Unidad gozosa!¡Oh círculo apretado de la rosa!Con el número Dos nace la pena.

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Bien dichas, digo, las penas duelen menos o, en todo caso, resultan más fáciles de sobrellevar.

Esta vez por suerte, ha dejado de llover. Bajo hasta la estación y remonto por la senda peatonal que escala el risco. Como bien dice Cadícamo (¡que era de origen albanés, miren lo que son las cosas!), las luces rojizas con tono muriente parecen pupilas de extraño mirar. La aldea, prácticamente desierta, se extiende como queriendo abrazar el mar, que le queda demasiado grande: son dos.

Como a las siete mi pichón de foca abandona su baño de “tina” y cenamos en el cuarto (yo con otra copa de Shiraz). Me quedo viendo “Midsommer Murders” y, por supuesto, me desvelo. Harto del desfile de sombras, resuelvo aprovechar la vigilia para escribir. Me he descuidado y tengo un frío sospechoso. ¡A ver si se me empasta otra bujía y ahí sí que cagué el viaje! Pretendo darme yo mismo un baño de “tina”, pero el agua apenas tibia me entumece aún más. Envuelto en el chaleco térmico término acurrucándome junto al bulto que a mi lado duerme sin sospechar que la vida está por darle un vuelco siniestro (A mitad del camino, ayer nomás la marcha se detuvo: Siniestro golpe a detenernos vino; golpe siniestro el ímpetu contuvo, decía, sin saber, Nicolás Guillén). Por fin logro dormirme.

Domingo 5

A las siete y media me despierto segundos antes que el despertador (cosas de la relojería espiritual). La mesa está tendida como para un banquete, con sendos teclados de cuchillos, tenedores, cucharas y cucharitas escoltando el plato principal y diferentes tazas y recipientes para las infusiones, la leche, los cereales y vaya a saber cuántas cosas más. Desayunamos opíparamente: ensalada de frutas, huevos con tocino, salchichas de carne y vegetarianas (!), hongos, tomates y frijoles blancos, tostadas con dulce de frutillas y mermelada de naranja, jugo de ídem y café, mirando por la ventana el mar apenas malhumorado por el celaje grisáceo del firmamento. Xoch regresa previsiblemente al lecho y yo salgo a pasear detrás de mi pipa (porque me he traído una de reserva). Reando el camino de ayer por una ciudad desierta que no conoce más alboroto que la protesta de las gaviotas y el contrapunto rezongón de las urracas. Por Exeter street (o road, no lo recuerdo), a la entrada de una curva, un double-decker aguarda mansamente que el camión que le cierra el paso termine de cargar o descargar lo que sea. Del otro lado, un segundo ómnibus hace lo propio. Entre que he visto el que querría bajar y dejo atrás el que espera subir han pasado como cinco minutos. Ambos autobuses llevan pasajeros. Nadie protesta, porque, en Inglaterra, la vida es así. Subo por la senda peatonal y giro cada tanto para ver la postal que empequeñece adosada al mar. Aprovechando unos como refugios ahuecados en la roca donde la Municipalidad ha hecho colocar unas banquetas para sentarse a admirar el mar duermen, envueltos en una maraña de trapos de todas las texturas, dos seres que no alcanzo a distinguir. Ha de hacer un frío de los mil demonios ahí arriba y junto al mar (Guido me contará que seguramente no los dejan dormir en ningún zaguán). En fin; que en todas partes se cocinan aves, como sentencia sabiamente uno de los taxistas que ofician de coro griego en mi “El País de la Justicia” (vide sergioviaggio.com). Deseo los buenos días a los tres o cuatro viandantes que pasean sus perros. Todos me devuelven el deseo, pero ninguno saluda espontáneamente; no estamos en el campo nuestro. En la única encrucijada opto por bajar a la playa. Una pareja conversa o discute a lo lejos. Vuelvo a subir. A la zaga morosa de su dueño, un perro va agotando los últimos pasos que le quedan de vida. Tiene la mirada resignada y triste del que lo sabe. Para retornar al pueblo tomo la calle estrecha por la que estos ingleses, en un mentís rotundo a Lavoissier, se las ingenian

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para circular en ambas direcciones. Los chalets que bordean la calzada parecen birlados a Acassusso. Únicamente los cottages de techo de paja desmienten la prístina argentinidad de la arquitectura. A cada paso hay letreros que recuerdan que el sitio para estacionar, o el portón de acceso o lo que sea son “propiedad privada”. Solo en los Estados Unidos he observado tamaña obsesión por dejar bien en claro que nosotros no somos vosotros o al revés. Eso, la publicidad televisiva interminable y chillona y la chabacanería insufrible de los negocios de medio pelo y no tanto me confirman que este es el otro país de capitalismo salvaje, donde más que en ninguna otra parte resulta patente el poderoso poder del caballero don dinero. Yo, de todas formas, sigo saludando caminantes a lo gaucho. Llego al Hideaway y continúo nuevo monte arriba unos quinientos metros hasta la cima a otear el otro lado de las cosas (¡salud, viejo José Ferreyra Basso!).

Me acuesto a dormir una media horita y hacia las doce salimos para la estación. Antes de partir, TJ nos muestra su cubículo atestado de cuadrantes, diales, perillas, pantallas y demás chiches de la que yo creía prehistoria de las comunicaciones.

Bajamos al pueblo y vemos que, contra mis previsiones -¡y esperanzas!- la tienda de la discordia está abierta. La porcinetta se pierde en sus entrañas mientras yo aguardo al borde de mi pipa. Al rato sale, otra vez contrita y compungida. ¡Hay demaziádaz cózaz!, ¿Querés que te ayude?, No, tú no zábez, ¿Y las que querés comprar cuánto salen?, Cueztan tódaz uno treinta y zinco, Bueno; podés comprarte hasta cinco, ¡Gráziaz!... (¡Gracias a vos, mi ya no tan y nunca más pequeña!). Al cabo, se conforma con tres, pero la operación toma su tiempo. ¿Cuánto zon zinco libras y zinco peníquez?, Como cien pesos, No, en dólares, Unos cinco, ¿Zí? Entónzez de loz zetenta y zinco que tenía me quedan zetenta... ¡Wow! Nos avituallamos nuevamente en el supermercado de la otra discordia, cuyo cajero, de unos veinte años, nos pregunta sinceramente si vamos o venimos de vacaciones, y ya enfilamos para la estación. Falta media hora todavía, que pasamos ella con sus flamantes chiches y yo tecleando estas pamplinas.

Ahora estamos en el tren: tres coches de cristales igual de roñosos que los de ida. Lo cual no me impide asombrarme de que el mar esté repleto de veleros. Navegantes empedernidos, estos ingleses, nomás. El muchacho que nos verifica los pasajes me pregunta muy serio si de veras quiero ir a Dundee (allá bien arriba de Escocia). Caigo como un forro: No, vamos a Paddington. Los ingleses, además, tienen siempre una broma sin malicia a flor de labios. Me ayuda a colocar la maletita encima del asiento lateral e, in medias res, se manda un estornudo, ¡Salud!, ¡Bien que la necesito!, La necesitamos todos, y con esta bolsa de responsabilidades -señalo con la cabeza a la cinghialina sumida en su telefonino-, ni le cuento.

Y ahora, a bordo del convoy a Paddington. Hemos tenido que esperar casi media hora durante la cual llegaron y se fueron como diez o doce trenes. La estación es una fiel imitación de Témperley (¡estos ingleses nos han copiado todo: el fútbol, el tenis, el rugby, el hockey, el polo, los trenes, los buzones, los escones y hasta el té de las cinco!). He aprovechado para yantar mi sánguche y tomar un café. La plataforma se ha colmado. Yo me asomo más de lo prudente (¡menos de un metro de las vías!) para fotografiar un cochemotor y la cancerbera ferroviaria me ruega maternalmente que retroceda un paso porque se aproxima el tren... que todavía tardará cinco minutos en llegar.

Ahora nos deslizamos silentes por la campiña verde amustiada por el plomo del cielo. Acaba de pasar un empleado recogiendo desperdicios: Rubbish, please! Xoch está diligentemente aplicada a colorear un pato sacado de vaya Dios a saber dónde. Es tu viaje y hacé lo que te haga más feliz, chiquita; pero es una pena que te pierdas toda esta belleza, No, yo cada tanto miro por la ventanilla, papi; no te preocúpez.

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Ha pasado cerca de una hora. Me adormezco apenas y la porcinetta me abraza. El señor que tengo en frente sonríe. La vida así vale la pena vivirla -comento, ¿Qué? -indaga ella, Que así vale la pena vivir la vida. Me premia un segundo abrazo. Ahora se ha puesto a leer lo que alcanza a ver en la pantalla, ¿Qué ez “pamplínaz” y “teclear”? Tras la explicación, abrazo número tres. Lee estas dos cláusulas, ¡Je je je je! Y abrazo número cuatro... Cierro los ojos. Siento que me percuten suavemente la mejilla. ¿Eztaz dormido?, Eso trato, ¡Je je je je! Lo anoto, lee y se encabrita, ¿Por qué con zeta? Es que ella insiste en que no es zezioza, sino argenmex, ¡Pero ez verdad! ¡Tú ezcúchaz mal; por ezo! ¡Zi quiérez le pregúntaz a miz amigaz... o a mamá o a Vale!, Es que a mí me gusta escribir que hablás así, porque te siento todavía mi chiquita, ¡Tengo diez, papá (nótese la repentina y estruendosa ausencia del diminutivo); y yo no hablo con zeta! La tenue sonrisa del sol que acaba de asomarse es toda una alegoría.

Son las15:45 y estamos entrando en Reading. El conductor se manda (¡y abrevio!) con voz y dicción de locutor de la BBC el siguiente Spiel: “Señores pasajeros, estamos llegando a Reading, por favor no se olviden de llevarse todas sus pertenencias. Recuerden que en Reading las escaleras son muy empinadas, de modo que, si tienen equipaje voluminoso o pesado, utilicen mejor los ascensores. Cuidado con el espacio entre las puertas y el andén. No dejen de señalar a la atención del personal cualquier objeto sospechoso. Espero que hayan tenido un viaje agradable. Que tengan un buen día. Para quienes continúen hasta Paddington, quedan cuatro estaciones. Calculamos llegar a Paddington a aproximadamente (!) las 16:24. Puede haber alguna demora por obras, sin embargo. En todo caso, bienvenidos los pasajeros que acaban de subir.”

¡Estos ingleses, carajo!Dos o tres asientos delante de nosotros un bebé -inglés, claro- solloza con

sordina. Es que estos ingleses nacen discretos. Alguno habrá en el mundo que los haya encontrado menos educaditos, pero, o viven lejos (en Irak o en Siria, por ejemplo), o hace rato que no viven (como los porteños que les echaban agua hirviendo desde las azoteas, allá por 1807, o los tantos que cayeron durante la Guerra de las Malvinas o se suicidaron después). ¿Pero qué pueblo puede ufanarse de no haber derramado jamás sangre inocente? Nosotros mismos, sin ir más lejos, dejamos devastado el Paraguay. ¿Qué tropelía no habrían cometido nuestros milicos como punta de lanza de los patrios cresos si hubieran tenido cómo conquistar el planeta y no solo desaparecer guerrilleros, de creer a las cifras, más presuntos que reales? ¿Qué no habrían hecho Aldao al frente de los Guardias Escoceses, Quiroga con la Legión Extranjera o Lavalle a la cabeza de los Marines? Y aun sin eso: los pueblos originarios, todos los originarios de todas partes, que yo sepa, desde los celtas hasta los jíbaros y los mapuches o los sioux no se han intermasacrado más por dispersos, anárquicos y mal armados. No debe de haber habido dos grupos de Neanderthal o sapiens o cromañón o pitecántropos o hábilis que se hayan encontrado e intercambiado cordiales saludos. Ninguno puede arrojar la primera piedra. De lo que se trata es de haber arrojado por fin la última.

La paquidermiña aprovecha que ha quedado vacío el asiento de enfrente para estirarse y dormir la media hora que resta, cubierta por mi abrigo. Yo, entre tanto, me pregunto si habré tocado al fin el fondo de la tristeza y empiezo a rebotar. ¡Ojalá, porque esta aventurota no merece un segundo que no sea de albricias!

Son exactamente las 16:22 y mientras el tren se escurre entre los andenes, el conductor se despide de nosotros con el Spiel definitivo.

¡Estos ingleses, carajo!En Paddington, Xoch tiene la brillante idea de conservar los billetes como

recuerdo. Menos mal, porque a la salida hay que presentarlos sí o sí. Busco largamente el limbo de los Objetos Perdidos, pero, cuando finalmente doy con él, mi pipa no ha

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aparecido niporputas. Xoch, en el ínterin, ha aprovechado para invertir otra libra con zetenta y zinco. Después tomamos la Circle line a Hammersmith (que no queda niporputas en el círculo epónimo, pero nos deja más cerca de Richmond). Ahí para hacer combinación con la District hay que “marcar tarjeta”. Aprovechando que el portón para adultos con bultos humanos o no está abierto, paso sin más; pero, por las dudas, al llegar a la otra estación calle traviesa, confieso, No se preocupe, lo dejo pasar igual -me mima el cancerbero jamaiqueño. Esperando el tren hacemos migas con un matrimonio poseedor de tres hermosas gurisas de entre cinco y dos años. El tren que llega va a Uxbridge. Para el nuestro faltan cinco minutos -miente descaradamente el padre, ¡Cinco minutos es un montón de tiempo! -tercio yo-: primero, un minuto; después otro minuto; luego, otro minuto más; y entonces otro minuto; y solo por fin el minuto cinco. Que, claro, demora en llegar. Es que aquí los minutos se hacen más largos minuto a minuto -logomaquio en inglés. Las niñitas no se convencen, pero se ríen. En el vagón, otra más, chinita ella, embutida literalmente en un sobre al que solo le falta el sello postal, que no deja de hablar de cierto anillo de diamantes. Se conoce que empieza joven. El H37 nos deja, como siempre, en Talbot road y llegamos en lo que habría parecido un santiamén si Guido no hubiera estado al teléfono con Valerie sin poder oír nuestros desesperados timbrazos. Por fin nos abre. Desensillamos, acepto un merecido vaso de vino y narro la aventura mientras Xoch manduca las papas fritas de copetín. Al rato llega Valerie y, algo más tarde, las vástagas del Negro Cigliutti, que les ha mandado el contrabando de café Arlistán y medicinas que en Baires se consiguen en los quioscos y aquí requieren la firma del Ministro de Salud. Las chicas (de entre cuarenta y treinta y cinco, calculo) no quieren quedarse, pero han traído una hermosa postal de agradecimiento para mí que cargué con el encargo, y una exquisita caja de chocolates para Xoch que no cargó ni sus propias bombachas. Mis ex compañeros hace rato que son o podrían ser abuelos, ¡pensar que en la secundaria teníamos la misma edad!

De cenar hay pollo con verduras y “paztel de zerézaz y manzánaz con helado”, más los chocolátez de las vicarias del Negro. Después, una ducha más que oportuna, a terminar estas pamplinas y a dormir.

Lunes 6

Épico despertar de la quelonia a otro día angloperonista (o sea, peronista con las limitaciones del caso). Bajamos en St. James´s Park y llegamos a las rejas de Buckingham a tiempo para que mi porcinetta pueda meter la nariz entre los barrotes. Al lado, unas colombianas, detrás, un par de argentinas con sendos críos de unos diez años. Al principio, todo el espectáculo es un guardia solitario, de morrión cinco veces más alto que la testa, sobretodo gris que le queda grande y tiradores de cuero blanco por afuera, parado frente a su casilla que parece que ni respira (él, no la casilla). De pronto cobra vida: se pone el fusil al hombro, sale como cucú del reloj, da un par de patadas como para aplanar el piso que aprovecha para girar noventa grados, se manda uno... dos... trece pasos exactos levantando el brazo unos noventa y cinco grados como para parar un taxi, se convence de que es al pedo, vuelve a patear enojado el suelo, da media vuelta y se vuelve a la garita a pie nomás. Al rato salen otros ocho o diez que se paran de costado en el patio. El que parece mandamás tiene un sable que se ha olvidado de colgarse y lo lleva en la mano. Cada tanto se viene hacia la popular con cara de y a ustedes quién los conoce, nos amenaza con la espada pero no, en realidad, nos la muestra, se la lleva al rostro como para besarla, se arrepiente, la baja otra vez, pega la vuelta y regresa al grupo. Eso como diez veces. Entonces, desde la lontanáncica (¡salud, viejo Carlitos Balá!), resuenan los pífanos y tambores de los que vienen desde el cuartel,

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escoltados, por las dudas, por cuatro o cinco canas a caballo, dos o tres de ellos ellas, todos con chalecos amarillos. La popular se de vuelta como un solo hombre o mujer, según, y los últimos quedan bíblicamente primeros, de modo que los que no veían un carajo ahora ven todo y los demás no vemos un carajo. Pasa la banda con un enmorrionado de bastón tan grande que no le sirve para caminar y lo lleva en el aire. Se meten en el patio, llegan junto a los que ya estaban, arman cuadro, dejan los tambores en el piso, y ahora son dos los que vienen hasta la popular a dárselas de que ¡tomá, yo tengo un sable!

Y ahí es cuando del lau de donde vinieron los de la banda aparecen unos cosos con uniforme de la Guerra de Crimea, montados en unos pingos que para qué les cuento, llevando a la rastra unos como ataúdes para la munición y detrás unos cañones de bronce recién lustráus, que se pasan de la parada y siguen de largo sin que nadie les avise. Endipuej se oye una banda está sí haciendo ruido de banda que llega constituida por unos disfrazáus de bomberos con ponchos colorados o azules y en el casco para qué decir una cosa por otra centelleante atado un manojo de serpentinas. Detrás vienen otros cosos de sobretodo extra largo, tiradores por fuera y chambergo como de puercoespín parado. La cana montada, que va separando a la gilada para dejarlos pasar, grita que da terror pensar en el pobre marido: ¡Corransén! ¡Dejen pasar! ¡A ver ustedes si se suben a la vereda en vez de joder! Todo eso en inglés, claro, de modo que suena mucho más fino.

Una vez más los últimos son los primeros, salvo yo, que me paso de bando igual que Borocotó. Los bomberos dentran en el patio, descansan un cachito hasta que terminen de ingresar los otros, se meten los instrumentos en la jeta y dentran a soplar que da gloria. Xoch ha depuesto su escepticismo inicial y se queda embelesada. Así un rato de como media hora, tras lo cual, de común acuerdo, decidimos irnos a la mierda. Subimos por el parque con las consabidas etapas para desentumecer pieses. En llegando a Bond street, la porcinetta hincha tanto que nos tomamos un ómnibus dos paradas hasta Hyde Park Corner. Ahora hay que cruzarlo, paralelos a la paquetérrima Park Lane, hasta Marble Arch. Entre unos árboles protegidos por una reja corretean las ardillas. ¡Mira, papi: zon ardíllaz! ¡Ez la primera vez que laz veo! Unas garotas españolas le regalan copos de maíz para que les dé. Uno de los animalitos se acerca titubeando, olisquea, vacila un poco más y finalmente le trepa por la pierna y desaparece con el copo. ¡Me quiero morir: zon hermozízimaz! De ahí, en tres o cuatro sentadas llegamos a Hyde Park Corner. En Oxford street compramos los consabidos sánguches, pero no hallamos dónde sentarnos a morfarlos. Portman Square está, como siempre, cerrada con llave. Finalmente, me meto en un café y con el pretexto de un espresso nos sentamos en la acera a manducar de contrabando. Ahora a buscar Duke street, no sin antes detenernos a explorar minuciosamente un emporio de chucherías donde compramos unos no sé qué por trez líbraz. Recorremos Duke íntegra pero no hay nada que semeje una galería de arte. Un señor que vive, casualmente, en el No. 6 nos explica que hay otra Duke street: la Duke street St. James. Un pibe ecuatoriano que se gana la vida disfrazado con un bombín a lo John Steed en un quiosco de informaciones termina de averiguar dónde mierda queda, pero nosotros ya estamos cansados. Antes de tomar el subte en Oxford Circus hago mi primer intento por comprar tabaco para la pipa. No hay nadie a la redonda que venda... ¡en Londres!

Llegamos a casa de Guido y Valerie a eso de las cuatro y me pongo a preparar el carré. Guido se afana por esclarecer el misterio de Duke street. Llama por teléfono a la galería y me pasa a un catalán que me pide disculpas, porque se equivocaron en el aviso y han puesto Duke street en vez de Duke street St. James. ¡Acabáramos! Al rato llega Esther y como a las siete Karol. El cerdo ha quedado exquisito y Xoch se luce con

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el postre que ha preparado con unas galletitas Oreo, chocolate y algo más. Pero nos vamos a dormir temprano, porque mañana es el gran día.

Martes 7

Esta vez no hay que insistir para que la ballenata salte de la cama. Antes de subir al subte buscamos donde vendan donas (doughnuts que escriben por aquí), pero ni modo; como ni modo de encontrar tabaco para mi pipa. Nos metemos en una tienda aledaña a la estación y Xoch se compra unos lapicitos por cinco libras. A esta estación venimos todos los días; ahora vas a Harry Potter, ¿por qué no esperás a ver si no preferís gastarte la plata allí?, ¡Ez que zon muy bonítoz! Nos bajamos en Victoria Station y llegamos a 258 Vauxhal road con cuarenta minutos para tomar el pulman a los estudios de Guárner Bróders, que aprovechamos para volver a la estación donde sí conseguimos comprar una dona y no conseguimos comprar una puta latita de tabaco. El viaje a los estudios dura como una hora que la paso durmiendo a pata suelta. Para entrar hay que dar más vueltas que para mostrar el pasaporte en Stansted. Nos muestran una película en la que hablan montones de cosos diciendo lo bien que la pasaron filmando los filmes y pasamos a los sets. La enana, extasiada, no para de sacar fotos, exclamar, suspirar, reír y saltar. Yo me divierto viendo cómo se divierte ella, porque, la verdad, toda esa parafernalia pseudogótica ni me va ni me viene. En cierto momento y lugar se monta a una escoba y la filman haciendo monerías; luego me venderán el vídeo en que lucirá volando sobre el castillo o a ras del agua o perseguida por el tren: veinte libras. Como a la hora y media morfamos unos sánguches (carísimos) y ella pide una cerveza de manteca o algo así, que sale en las películas, y que es francamente espantosa. Se compra, además y contra mi asesoramiento, unos caramelitos como los que supuestamente venden en el tren... por nueve libras. ¡Nueve libras por unas pastillitas de mierda! ¿Por qué no te guardás la plata para otra cosa que te vaya a quedar de recuerdo? Salimos a un patio donde literalmente se yergue un roadmaster lila de tres pisos usado en alguna de las pelis, aparecen la casa de los tíos, el cottage difunto de los padres, un puente cubierto torcido y algún otro monumento histórico. De ahí a la gigantesca maqueta de Hogwarts que tomó zeiz mézez a zien perzónaz. Es de veras impresionante. Y ahora sí, el supermercado de baratijas más que carijas. Es indispensable la varita mágica de Luna. Salvo que los putos palitos cuestan treinta libras (45 verdes). Si la querés, comprátela, pero te quedás casi sin plata para París y EuroDisney. Estrepitoso ataque de llanto. ¡Ez que me haze mucha iluzión!, Entonces comprátela, pero te gastás casi toda la plata... Yo te dije que primero gastaras aquí y después, si te quedaba, en las otras tiendas, pero no me quisiste hacer caso, ¡No me hágaz zentir mal!, Yo no te hago sentir mal, ni te digo que no te compres nada; solo te recuerdo que se te acaban los cien dólares. Salimos llorando al estacionamiento. ¿Por qué no te comprás algo más barato? Regresamos y elige no sé qué pavada por quince libras. Te estás gastando casi la mitad de lo que te queda, ¡Entónzez no me puedo comprar nada!, Podés comprarte hasta cincuenta dólares, pero cuando se te acaben, se te acaban, ¡Entónzez no compro nada!, Como quieras: es tu plata; gástala como te parezca: yo simplemente te digo lo que pienso. Salimos con las manos vacías y deshechos en amargo llanto. A mí me estalla la pelota izquierda: ¡Estaba siendo e iba a ser el día culminante del viaje y terminás llorando a gritos!, ¡Ez que me guzta todo!, ¡Claro; para eso está la tienda, para que te guste y quieras comprar todo! Mirá alrededor: todo el mundo sale contento; la única que está llorando sos vos. Se me parte el alma de verla arruinarse lo que debía ser el mejor día de su vida y dudo en regalarle la varita por encima de su estipendio... Pero no. No puede ser tan necia; no puede ser la única que llore... Tiene que aprender, y hoy no será

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el día ideal, pero es, seguramente, el mejor día. Todo el trayecto de vuelta es un vía crucis que yo, por suerte, me pierdo porque ronco como un bucanero borracho.

Para cuando bajamos en Victoria, la tormenta ha amainado. Pero recrudece en tres o cuatro ocasiones más. ¿Y qué les vas a decir a Guido y Valerie y a tu mamá cuando te pregunten cómo te fue?, Mññññsnifff. En efecto, la entrada en 2 Eve road es menos que triunfal. Pero la cosa toca fondo cuando llama a la madre, que, sucede, acaba de aterrizar de Cancún con Vale (que no ha dado señales de vida desde que despegó el 24). El teléfono está en alta voz. ¿Compraste la varita? -inquiere la hermana, No, papi me dijo que era muy cara... No es del caso narrar el comentario de Vale ni las reconvenciones imbéciles de la madre. Me fui a la cama más destrozado que furioso, no pude más y pegué el grito: ¡Carajo, me gasto una fortuna en traerte a un lugar de ensueño todo un mes y por un puto palito se va todo a la mierda! ¡No sabés las ganas que tengo de tomarme mañana mismo el avión a Buenos Aires! Al rato siento el cuerpito tibio que se me aprieta, ¡Perdón, papi; a mí me bazta con que me háyaz traído a un lugar bonito: la varita me la puedo hazer zola; ya aprendí! Pero ni dos Alplax lograrán hacerme pegar una pestaña.

Miércoles 8

Merecemos un descanso. Xoch no quiere salir y se queda trazando telarañas con su pluma interplanetaria. Me aplico a buscar por internet tabaquerías en el rioba y encuentro La Casa del Tabaco Cubano en Eddington, que es el pueblo vecino, como a cinco o seis kilómetros al sur. Guido va a su club, que queda por ahí, y se ofrece a llevarme. Durante el viaje le cuento la historia, ¿Y vos no aflojaste?, ¡Cómo iba a aflojar!, ¡Bien hecho! La tabaquería es sublime. El dueño hace sus propias mezclas y me da a oler una que me embelesa. Es el único dinero que voy a gastar en mí: me llevo cincuenta gramos de oro en polvo. Guido me deja a trescientos o cuatrocientos metros al borde del Támesis y yo rumbeo para Richmond por una larga postal de barcazas y yates amarrados cada tanto, verde que te quiero verde en las cuatro opciones de la brújula, alguna casa o club o marina escondida entre los árboles, algún prado, alguna colinita, alguna exclusa, algún viandante paseando el perro, la pipa agradecida por el lujo que inciensa, y yo, poco a poco, paso a paso, fumarada a fumarada, descargando las toneladas de lastre que me atestan desde ayer. No es del caso detallar fantasmas.

La pipa me dura una hora exacta. Creo que es un récord. Es justo cuando llego, por fin, a terra cóginita, porque nunca me había aventurado Támesis al sur del Twickenham Bridge que lleva a la estación de Richmond. Ahora vienen los dos puentes viales, el del ferrocarril y, finalmente, el peatonal que cruza el río por encima de la exclusa. De ahí ya me adentro por los barrios opulentérrimos que anidan entre la ribera y Margaret Road, donde la cosa se torna mediopelesca, con las hileras interminables de casitas idénticas medianera con medianera y los negocios de barrio con sus emblemáticos indostanos. Antes de doblar por Talbot road me compro un sándwich que me dura exactamente las dos cuadras largas. Toco el timbre en Eve road minuto por minuto una hora y media después de haber emprendido el regreso. Valerie y Xoch están en la sala. Ya no volveré a salir. Me doy una ducha y me tiro a dormir una siesta, pero antes me meto en eBay, busco “Luna wand” y me aparecen veinte. Llamo a la brontosaurita y le pregunto, ¿No es esta?, ¡ZÍII! Se la compro por ocho libras y franqueo gratis. Total, acabo de enterarme de que ¡RECUPERÉ LAS 47 LUCAS!

Cenamos un arroz con pollo vietnamita preparado por Guido y me llevo la sorpresa de mi vida: la estegosauriña no solo que pide más, sino que deja el plato

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reluciente. Pero no llego a disfrutar plenamente de este triunfo de la gastronomía no tradicional y me voy a dormir porque francamente no doy más.

Jueves 9

Xoch no quiere salir (es cierto que el día está frío y de pocos amigos). No seas tonta: ¿venimos a Londres a que te quedes mirando Netflix? ¿Qué preferís: dinosaurios, momias egipcias, o “Prohibido no tocar” (porque recuerdo la sección interactiva del Museo de la Ciencia)?, Lo que tú dígaz. A las 15 nos bajamos en South Kensington. Creo recordar que por ahí andaba la concesionaria Rolls Royce, pero no llego a encontrarla. Como todos los demás, el Museo de Historia Natural es grattarola. A la entrada, nomás, iluminado de modo que resulte aún más amenazante, nos recibe, el estegosaurio más completo que existe. Detrás, se pierde entre una especie de boca gigantesca una escalera mecánica que asciende al sector “verde”. Pero nosotros no queremos perder tiempo en boludeces y enfilamos derechito para el “azul”, que es donde viven los dinosaurios. Triste es admitir que el Museo de La Plata es, al lado de este, un quiosco de parada de tranvías. Aparte de los esqueletos de norma, hay reconstruido un Tiranosaurus Rex que brama y mira con ojos hambrientos a la multitud de anglopibitos en uniforme escolar que alborotan todo lo que su condición de inglesitos les permite. Por todo el museo, dicho sea de paso, pasean, como por los arrecifes de coral, cardúmenes multicolores de purretes, cada uno en su uniforme, la mayor parte de los varones con la camisa fuera del pantalón y las muchachitas aprendiendo a cuchichear. De los dinosaurios pasmos al sector “rojo” a seguir la evolución del hombre (y, cómo no, de la mujer; lo aclaro por las dudas del maldito masculino genérico que tanto ha obnubilado la visión y entumecido la comprensión de la especie hasta que alguien se apioló de que, oia ¿y las minas?). No encontramos, sin embargo, las diferentes representaciones de grupos de diversos antepasados, algunos en familia, otros cazando, que estoy seguro de haber visto la vez pasada, que pasó hace como veinte años, cierto es. Ni tampoco con el sector interactivo, donde los gurises podían generar electricidad o mover palancas y poleas. Y bue... Igual se hace tarde y salimos, caminamos veinte metros, y nos metemos en el Museo de la Ciencia a admirar los chiches espaciales y a extasiarme yo con la evolución de la locomotora. Todo esto, como es natural (sobre todo en el Museo de Ciencias precisamente Naturales), deteniéndonos estudiosamente en cada una de las doscientas catorce mil tiendas y tienditas, donde compramos dos escuditos (uno para la megaterita y otra para su hermana, que no se pondrán jamás ninguna de las dos pero, aclarado que 50p son zincuenta pemíquez, o sea centavos, procede a adquirirlos, amén un guzanito que cobra vida por tan zolo una libra, amén de una veramente ingeniosa estructura de tramos de plástico interconectados de tal manera que de una especie de erizo se convierten en esfera perfecta. Esa cuesta cinco libras y es regalo mío.

Ya están cerrando, cerca de las seis, cuando nos metemos en la boca del subte y resulta que tenemos que caminar más de cuatrocientos metros. La estegosauriña comienza a quejarse amargamente de que le duelen los pies, pero no hay dónde reposar. Poco a poco el aire se endulza con un sonido que no logro identificar. Al rato lo veo: es un hombre de unos sesenta años, decorosamente vestido, que acaricia un arpa de no más de un metro y medio de alto. No produce una melodía reconocible. Es, más bien, como si el instrumento suspirara agradecido por el mimo. En el tren, una muchacha de unos treinta y cinco (luego resultó que treinta y siete) años, bellísima, me ofrece el asiento. Yo inicialmente me niego, pero la diplodocuela sigue quejándose y acepto en su nombre, Es que se ha olvidado las plantillas y le duelen mucho los pies con todo lo que

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tuvimos que caminar desde el museo al andén -explico. Nos ponemos a charlar, la bella otrora sedente, la señora que está sentada al lado ahora de Xoch, la propia Xoch y yo como si nos conociéramos de toda la vida. La señora no conoce la Argentina pero sí Chile y Brasil. La muchacha ha paseado un mes con su novio por Nueva Zelanda y querría conocer América latina. Es un rato amabilísimo durante todo el cual yo no puedo de dejar de pensar que con esta chica sí podría tal vez vivir el resto de mi vida.

En Richmond buscamos vanamente un paztel de frézaz para llevar de postre. El ómnibus tarda mucho más de los siete minutos que anuncia el panel. Luego nos enteraremos de que hay obras que lentifican todavía más el tráfico ya de hormigas semiparalíticas. Así lo explica el chofer, que recomienda que mañana, antes de salir, verifiquemos por internet si el camino está normalizado. En Talbot road, tras indagar en vano por un paztel, terminamos comprando un helado.

Guido ha vuelto de la frustrada reunión con su “parlamentaria” (porque aquí los diputados suelen reunirse con sus representados), que quedó atrapada en el debate acerca del Brexit. Cenamos creo recordar que un pollo y al letto.

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Viernes 10

Hoy es el último día de la exposición de arte revolucionario español, de manera que a levantarse sin protestar. Por otra parte, he quedado con Bea, la hija de una colega onusiana, en vernos allí a las once. Salimos con, como dirían los chilenos, harto tiempo, pero hay obras en el puente y el H37 tarda más de una hora en recorrer los normalmente quince minutos a Richmond. Para peor, el subte va a paso de tortuga. Para no hacer combinación, resuelvo bajar en Victoria y caminar un par de cuadras de más, pero hace un frío a lo vienés. Un bobby nos recomienda tomar un double-decker que está ahí nomás paradito, pero que demora diez minutos en ponerse en marcha y otros veinte en recorrer las ocho o diez cuadras hasta Picadilly y Duke. Para colmo de calamidades, damos un par de vueltas al pedo porque en Duke street St. James, a diferencia de las demás calles de Londres y del resto de la galaxia, la numeración no es ni ascendente ni descendente ni espejada entre pares e impares, sino que comienza con el uno en la acera izquierda de la esquina de Picadilly y va subiendo sin parar mientes en la paridad o imparidad de los dígitos hasta llegar a King street tres cuadras más abajo y ahí pega la vuelta, ahora hacia arriba, hasta Picadilly, con lo que en vez de a las diez, como teníamos previsto, llegamos a las 11:30 pasadas. El local es, para colmo, pequeño, de suerte que no descuella. Entramos y se nos acerca un señor que nos dice que una muchacha rubia nos ha estado esperando hasta hace diez minutos pero se ha tenido que marchar y no ha dejado mensaje. El señor es Ramón, el catalán con quien hablé por teléfono. La exposición es pequeña, pero magnífica. Reconstruido, con permiso y ayuda de los nietos, “El segador” de Miró. Fotos de cómo Picasso iba pintando el “Guernica”. Móviles de Calder. Afiches. Y tres artículos de la Constitución: “La República Española renuncia a la guerra como instrumento de la política nacional”, “España es una república democrática de trabajadores de todas las categorías que está aplicada a organizar un régimen de libertad y justicia" y "La preocupación por la cultura es atribución esencial del Estado. La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria". Hay además un panel dedicado a la destrucción de Guernica por los bombarderos de la Legión Cóndor que Hitler le prestó a Franco, y que fue el primer caso de un objetivo civil bombardeado intencionalmente, como aviso y ensayo de lo que luego sería la Blitzkrieg (por cierto, comandaba la tropelía un tal Otto Skorzeny, que más tarde rescataría a Mussolini de su prisión para llevárselo a Alemania y después de la guerra recaló en la Argentina, donde fungió de asesor de Perón y guardaespaldas de Evita para, mire lo que son las cosas, acabar como agente del Mossad y espichar, pobrecito, en la misma España que bombardeó de joven). De ese primer gran crimen de la guerra, escribió John Calder: "Los artistas que viven y operan con los valores universales no pueden ni deben permanecer indiferentes cuando los valores de la civilización y la cultura están en peligro". Hay otros documentos: El facsímil de la primera página del diario del PC Francés, L´humanité, en el que anuncian la apertura del pabellón y, de paso, en un suelto a pie de página a la derecha, una nota intitulada “La Gestapo de Trotzky y sus secuaces” (Dios nos cría y nosotros nos dividimos como amebas) y la breve biografía de Felicia Browne, la comunista inglesa, talentosa dibujante, que fue de voluntaria como enfermera de las Brigadas Internacionales y muerta por los fascistas. Xoch me hace entonces la pregunta más difícil desde que nació: ¿Quiénez zon los fazíztaz, papi? Y yo le doy la respuesta más sencilla: Los que hicieron desaparecer a miles de personas en la Argentina, chiquita. A veces, la Historia, esa grandísima hija de puta, ayuda a simplificar la didáctica.

Hablamos con Ramón de la Guerra Civil y la República. Recordando el espléndido documental creo que de Alfonso Guerra acerca de los hijos de combatientes

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republicanos enviados fuera de España en 1937 o 38, le cuento que en México, los niños refugiados fueron alojados en un convento o colegio del puerto de Veracruz, que el gobernador los quiso repatriar y que el pueblo salió en masa a rodear el edificio para impedirlo. Que el país que más niños acogió fue Bélgica (seguida de Inglaterra y solo en tercer lugar la URSS). Que en México, Inglaterra y la URSS los alojaban en orfelinatos o institutos especiales, pero que en Bélgica los aguardaban en la estación las familias adoptivas. Que, precisamente por haberse criado con familias, son, de los entrevistados en la película, los que peor hablan el castellano. Que una de esas niñas, anciana ya, recuerda que cuando le decía “mamá” a su madre belga, esta le replicaba que, Te quiero como a una hija, pero no soy tu madre: tu madre murió combatiendo el fascismo en España. Se lo cuento y se me quiebra, como ahora los ojos, la voz. ¿Eztáz bien, papi?, Sí, hijita; no te preocupes. En eso aparece Guido. Cuando nos estamos por ir, Ramón se dirige a Xoch y le dice, Tengo un regalo para ti; para que cuando seas grande tu padre te explique qué fue la República Española. Le regala un libro formidable, regiamente encuadernado, acerca del Pabellón de la República en la Exposición Internacional de París, de 1937. Te lo regalo porque de toda la gente que ha venido a ver esta exhibición, tu padre es el que más se ha emocionado, como tú misma viste. Y yo, claro, me vuelvo a emocionar. Es que, como a Vallejo entonces, a mí todavía me duele España. Y me duele que Ramón, como tantos catalanes y vascos nietos o ya bisnietos de aquellos gloriosos y primeros guerreros contra el fascismo sea independentista. Seguro que hay razones de peso enorme. Pero a mí España me duele entera.

Con Guido nos metemos en un pub vecino. El primero para la quelonia, que se asombra del ambiente de living room, con la madera noble y los parroquianos departiendo como en una velada en casa de cualquiera. Guido se pide una sidra, yo mi pinta de Guiness y mi vástaga una baguette de cerdo que sale con enormes papas fritas. Yo no como nada, porque andamos con los centavos contados y me arreglo con un mordisco del sándwich. Entretanto ha llamado Bea que llega en unos minutos. Guido la encuentra conocida: es que ha conocido a la hermana, Estefanía, cuando estuvieron conveleré en Buenos Aires. ¡El mundo es un pañuelo, vea! Bea ha estudiado en la London School of Economics y trabaja (por el momento, porque entre Trump de un lado del Atlántico y el Brexit del otro la cosa se pone dudosa) en una organización de protección ambiental. Recordamos los viejos tiempos en que yo fungía obligatoriamente de tío postizo de todos los hijos de mis colegas, cuyas familias no nucleares estaban siempre lejos. Ahora la veo de veinticinco pirulos y se me hace cuento que la haya tirado por los aires o hecho hico caballito sobre mis rodillas... Igual que mi ya no tan y ya nunca más pequeña.

Saliendo del pub y camino de Picadilly, Guido nos lleva por la Burlington Arcade, estas galerías que solo han existido en Londres y es un milagro que no hayan fenecido. En esta tienda solo venden chalecos de vestir; en esta otra brochas de pelo de animales exóticos, peines de carey y demás artículos para el caballero que no ha descubierto el aerosol; en frente, exquisita parafernalia militar: medallas auténticas de las guerras napoleónicas, de Crimea o del Sudán, soldados de plomo a veinte libras cada uno... Luego, la gloria de Picadilly. Mi amigo nos lleva a la feria de la iglesia de St. James, la más liberal de Londres, explica. Xoch se pasa media hora entre los puestos y termina comprando un llaverito con una cabina telefónica, un taxi y un Roadmaster... por zolo una libra, papi. Pocos metros más adelante, se mete en otra tienda. Recomiendo a Guido que se mande mudar y me quedo esperándola afuera, con el pretexto providencial de la pipa, que permite una distancia seráfica entre los ojos y la billetera. Como me estoy meando, me meto en el café de al lado, que es una versión inglesa (bueno, turca) de Demel. Desfilan a nuestro lado las hileras de teatros del West End, que

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viene a ser como la calle Corrientes de aquí, pero la nuestra es más ancha. La idea es ir de camino a la National Gallery, donde, claro, no están las momias egipcias que sí están en el British Museum. Pero la enana termina viendo Trafalgar Square, lo que es algo, por mucho que no logre interesarla un cazzo en los Canalettos, los Caravaggios, los Murillos y los Zurbaranes junto a los cuales pasamos al paso más lento posible mientras finjo no encontrar la salida.

Hace todavía más frío y la llovizna es implacable. Montamos en el primer double-decker y resulta que se dirige a Crystal Palace, Támesis traviesa, lo que permite una hermosa postal del Embankment, el Parlamento y el Big Ben a través de los ahora copos de nieve. ¡Eztá nevando! ¡ZÍIIIIIII! ¡EZTOY FELIIIIIIIIIZ! Y sobreviene la leticia atrasada de la salida de los Estudios de Harry Potter. Anochece y resolvemos bajarnos en la primera estación del metro, que resulta ser Oval. Allí la única máquina para recargar la Oyster card que acepta billetes no funciona y mi Mastercard austríaca no sirve porque me piden un PIN que no tengo. El negro amabilísimo de la cabina de control la pone en marcha a distancia, pero la muy cretina me traga el billete de veinte libras y se apaga. Quédese aquí mismo que ya viene alguien. Pocos (bueno, unos cuantos) minutos después, por una puerta al costado mero de la máquina, aparece otra africana igual de cortés que manipula desde dentro y desde fuera, pero no logra que el robot regurgite el billete. Entonces me da diez monedas de dos libras, me hace firmar un papelito y me acompaña a otra máquina que sí las acepta. Todo sin tener que mostrar yo un documento.

De Oval a Richmond vía Earl´s Court son casi treinta estaciones (más de un tercio de las que tenemos en todo Buenos Aires), pero se pasan volando. Mientras aguardamos el H37 indago de mi heredera, ¿Los piecitos bien?, Zí, ¿Las manitos bien?, Zí, ¿Y el culo? La señora que espera junto a nosotros se caga de risa. ¿Habla español?, Entiendou un pocou, Es que me preocupo por el bienestar general de mi hija.

Al subir al ómnibus, el lector rechaza la tarjeta. ¡No puede ser: acabo de cargarla con veinte libras!, No se preocupe, suba nomás -indulge el conductor.

¡Estos ingleses carajo! Solo que ni el de la oficina de control, ni la de la maquinita de Oval, ni ahora este chofer son ingleses. Pero son. Porque es una cultura que, por fortuna, cunde y se derrama entre los recién venidos y se filtra por sus poros... Como la nuestra, bah, que no para mientes ni en tanos, ni en polacos, ni en chinos, ni en coreanos, ni en turcos, ni en judíos, ni en gallegos. Como la nuestra, bah, pero con estas cosas que a la nuestra le faltan estrepitosamente y le vendrían tan pero tan bien.

Valerie ha salido a una reunión política y va a regresar tarde. Y a Nadia le han entregado por fin la llave de la casa.

Sábado 11

Me despierto a las ocho de la madrugada para que Valerie, camino de su club, me lleve a Eddington y me deposite en las inmediaciones de la Casa del Habano. Llego a las nueve, y como no abren hasta las y media, me tomo un espresso en el café de al lado. El dueño, lástima, no está. Compro 150 gramos de diferentes mezclas y emprendo el consabido regreso bordeando el Támesis, solo que esta vez con bastante más frío y constante conato de llovizna, por una parte, y mucho más en paz conmigo mismo y el resto del Universo, por el otro. Ahora sí puedo disfrutar de la plácida exquisitez del paisaje, que estreno encendiendo la pipa, claro está. Primero me pongo a recitar el “Oneguin”, como cuando solía trotar cada mañana antes del caos de vender Paraná, despedir a Nadia y mudarme a México (la calle, no el país, recuérdese). Pero me digo que, ahora que estoy tranquilo, lo mejor es pensar en el abanico de posibilidades, unas

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más probables que otras, que se abre a partir del regreso a Buenos Aires: dejar a Xoch con la madre, si esta ya ha conseguido empleo; traérmela de regreso y volverla a inscribir en la New Model, caso contrario; ver, claro está, qué prefiere ella; prevenir desde ahora a su terapeuta y a la mía; cómo paliar la alarmante iliquidez en que me ha dejado la seguramente pérdida total del grueso de los ahorros de mi vida a manos de un fondo de inversiones que terminó denunciado en los célebres Panamá Papers (yo debo de ser el único boludo que depositó guita en blanco, de modo que puedo hacerles juicio, como, en efecto, lo estoy haciendo, pero de ahí a recobrar un céntimo en vida...); cómo organizar la convivencia con Vale hasta diciembre y, acaso, cómo organizar la distribución de espacio con las dos si la porcinetta se vuelve conmigo. Montones de incógnitas que, con todo, pesan sorprendentemente poco. Y en eso estoy cuando me visita las neuronas uno de los mejores pareados del “Childe Harold” byroniano:

This is not solitude: it´s but to holdConverse with Nature´s charms and view her stores unrolled.

[Esta no es soledad, sino platicar con la naturaleza y ver expuestos sus tesoros].

¡Hace casi cincuenta años que lo leí en Moscú! ¡Cuánta agua bajo los puentes, cuántos países por las suelas, cuántas féminas a través del corazón! Se te acaba el camino, caminante, y la espuma de las olas va cubriendo tus huellas. Se te acaba el camino, caminante, y el camino que serpea / y levemente blanquea / se enturbia y desaparece. Nada; que no te puedes quejar, caminante. Todos los caminos se acaban, y el tuyo ha sido de los mejorcitos de que tengas noticias. Vuelve a escribir lo que escribiste en Nueva York cuando aún no sabías ni de Viena, ni de la Turca, ni de Nadia, ni mucho menos de Valeria, para no hablar de Xóchitl:

Me conozco enamoradoy sin amor me conozco,suave, tierno, duro, tosco,bolche, místico y mamado.En San Telmo vi el ayery en las calles de La Habanael dulce sol del mañanatambién me ha tocado ver.

La vida que me fue dada,con todo y poca mujer,qué hermosa vida, ¡joder!,no me la cambio por nada.

Si la Parca me vinieracon su guadaña este día,sin compunción le diría:¡Después de usted, compañera!

Lo del nuevo sol del mañana, lástima, hay que corregirlo un poco, pero sigo creyendo que el hombre (genérico él, no me jodan) es capaz de acabar con la explotación y la injusticia. Me moriré, como todos los demás congéneres que son o han

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sido, sin verlo. Pero aún sin despertar, es un sueño que merece ser soñado y, despierto, defendido.

Llegando a Richmond me digo que por qué no matar dos pájaros de un hondazo y viro tierra adentro hacia la estación. Por suerte, una señora cargada de amabilidad me descarga unas indicaciones equivocadas y termino en una plaza, parque casi, bellísima. Las expendedoras me tranquilizan unánimemente: tengo casi dieciocho libras de crédito. Se me ocurre festejarlo tomando el H37, pero ¡qué carajo!, si caminando en media hora más llego. Y, en efecto, llego. He marchado con la sola pausa de establecer mi crédito dos horas y veinte minutos. Me sorprende que no se me quejen los pies, y mucho más que no me duela el alma.

Xoch tiene una fiaca épica y yo demasiadas pamplinas que teclear, con lo que no insisto en que vayamos a ver momias.

Guido y Valerie nos invitan a un restorán vietnamita de lo más exquisito y antibritánicamente ruidoso. El manducatorio no tiene licencia para vender alcohol, con lo que mis amigos han traído dos (!) botellitas de cerveza que duran lo que sendos suspiros. Salimos en busca de más y de vaselina, para la “piel muerta de miz lábioz”. La cerveza está bien, pero la vaselina deja mucho que desear: Yo quería la que viene en un potezito azul que venden en Záinzbury. En eso estamos cuando, de la nada, a Xoch le da un ataque de alergia brutal a los ojos y se pone a llorar de dolor y desesperación. El aire libre la calma un poco. El baño de ojos que le doy con una poción que me pasa Guido y las gotas que ha traído previsoramente de Buenos Aires (¡si tan solo se le hubiera ocurrido guardarlas con las plantillas!) la aplacan, Deo gratias, por completo.

Domingo 12

Último día último. Yo estoy pamplineando desde las ocho, pero la ballenata acaba de despertarse y, por suerte, vestirse. Son las 13:30 y vamos a gastarnos todas esas libras de crédito transportaticio.

Pero no; porque llegados a Richmond propongo un paseíto por la ribera. Tienda inevitable por medio, bajamos por una calleja al parque por el que pasé antes de ayer y de ahí camino abajo a la ribera. Nos tienta comer en el White Cross (a la entrada del cual una pizarra anuncia las horas de marea alta y baja), pero no hay sitio, que sí encontramos quince metros más adelante y, por suerte, como veremos, cinco más arriba, en Slug and Lettuce, un restopub o al revés monísimo en el que, no sin las cavilaciones del caso, la ballenata escoge unas milanesitas de salmón con frijoles blancos, papas fritas y una tacita de tiras de pepino y morrones verdes y amarillos que permanecerá previsiblemente intacta. La camarera negra como el carbón de tinte y tremendamente inglesa de modales me recomienda un plato creo que coreano que está lo más bien. Eso y una sucesión de dos jugos de naranja y mi pinta de Guiness e, incluido en el menú infantil, un helado de vainilla. Cuando salimos, el agua ya ha aislado completamente al White Cross y lame casi los peldaños del Slug and Lettuce. Avanza literalmente a ojos vista. Nos ponemos con los pies al borde y tenemos que ir retrocediendo para no mojarnos. Minutos después también queda incomunicado el S&L.

Los pocos transeúntes se van multiplicando. Muchos arrojan mendrugos a los patos, gaviotas, gansos y cisnes que se abalanzan y congregan en malón a disputarse el botín. Alguien se apiada de mi porcinetta y le da unas rebanadas de pan de salvado. El jolgorio que sigue enana el inicial de Harry Potter y, por añadidura, es gratis. Hay unos purretitos tan entusiasmados como sorprendidos. ¡Alguien tiene que tirar la cadena de este río! -finjo indignarme y se cagan de risa. El agua no deja de subir. Pero no bien llega a la escalera de la plaza donde nos hemos apelmazado, comienza a recular. Xoch

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no quiere apartarse ni un milímetro de la acción y nos quedamos como media hora o más, ella alborotada por la sorprendente aventura y yo pleno de leticia por este colofón tan deliciosamente inesperado. Entre los convocados, una numerosa familia judía argentina (hemos visto y, sobre todo, oído decenas de compatriotas; ¡y los opositores sistemáticos nos quieren hacer creer que hay crisis!).

Va anocheciendo y hace un tornillo de cagarse. Subimos a Richmond High street y en un localito de lo más mono se come mi vástaga su dona y yo me bebo mi espresso doppio. Dos o tres tiendas más tarde llegamos a Sainsbury, donde compramos la verdadera vaselina y una botella de merlot chileno. Metros más adelante, una rosa para Valerie. A las 17:30 desembarcamos en Talbot road y los trescientos metros hasta Eve sirven para que me entere de por qué loz eztúdioz de Harry Potter eztán tan léjoz. Ez que ahí quedaba el pueblito donde eztaba la caza de loz tíoz y había un pub que ya eztaba o lo construyeron, no zé, y lez zervía la comida. Llegamos a terminar de rellenar mochilas y maletita. La quelonia insiste en meter la pelota desarmable en su mochila. Allá ella. Cenamos una especie de tasajo delicioso, que mi micromacrotatú no encuentra de su agrado y, so pretexto de la escasa hambre, deja intacto en el plato. Solo que, de postre, hay paztel de zerézaz con helado. ¡Ah, no; si no tenés hambre para la carne, tampoco vas a tener hambre para el pastel! -digo; y Guido: ¡Yo no sería capaz de forzarte a comer un pastel de nada! Pero, parece que de pronto se ha acordado de que, bueno, sí, un poco de hambre queda, y deglute su porción con dos toneladas de helado.

¿Seguro que tenés todo?. ¡Pero zí, pa, cuántas vézez te lo tengo que dezir!, ¿Te fijaste en el armario?, ¡Pero zí, pa, ya te lo dije mil vézez!, ¿Y debajo de la cama?. ¡PAAAAAAAA! Cargamos los petates en el coche y Guido nos deposita en la estación de Richmond. El tren demora todavía unas fumaradas y por fin se pone en marcha. La quelonia se queda profundamente dormida sobre mi hombro y le toma todo el intersticio entre Sloan Square y Victoria recuperar la vigilia y calzarse la mochilita. Caminamos ocho o diez minutos por Buckingham Palace road y llegamos a la Victoria Coach Station, que viene a ser la Terminal de Ómnibus de Retiro de ellos, pero en inglés. Averiguamos el andén y desensillamos. Nos queda una hora. Me mando un meo épico por treinta peniques y le compro una botellita de Lipton de limón. Cuando llego a donde me aguarda, me confiesa, ¡Pa, zoy una tonta: me olvidé la pelota!, ¡Mirá que te dije mil veces que te fijaras bien!, Ya zé pa, pero igual en la Argentina ze vende, ¿Y entonces para qué carajo te la compré en Londres?, No zé, pa; tú quizizte!

A las 21:00 nos hemos acomodado en las poltronas 35 y 36, desde donde tecleo estas últimas pamplinas. Han encendido el motor. Pronto el mastodonte comenzará a recular. A partir de ahora se inicia la segunda mitad de nuestra aventurota.

Lunes 13

Son las doce o una y diez de la mañana, según, y nos hemos detenido para el control de pasaportes y comprar algo de comer para la pronto francoporcinetta y un double espresso pour moi. El trámite fronterizo es perfunctorio, pero la estación con pretensiones de aeropuerto sin aviones está casi cerrada. Ni tiendas, ni restoranes ni cafés ni un cazzo, salvo uno. La mitad de las expendedoras parece en huelga. En una me deshago de mis últimos peniques y gasto mis primeros euros. Ahora estamos nuevamente a bordo. Supongo que nos van a meter de prepo en el Eurostar, no como antes que había que subirse a un ferry como antes de que se mandaran el Complejo Zárate-Brazo Largo que mató de inanición a tantos mosquitos. Amarcord la travesía de ida en ferry con la entrañable Susy y el bolita Jesús Flores, ya de regreso de Moscú vía Leningrado (R.I.P.) en avión, Helsinki en barco, Turku a dedo, Estocolmo en barco, le

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Havre en nuestra gloriosa combi VW, Dover en ferry y retorno al cabo de Inglaterra y Escocia en los flamantes Hovercraft que subían a tierra y volvían al mar cabalgando a los saltos sobre un colchón de aire. Amarcord que en Londres nos consiguió hospedaje el ex lumumbero venezolano Ilich Ramírez Sánchez, que con el apelativo de El chacal devino uno par de años después el terrorista más buscado del mundo.

Pero esa es otra historia. El camello se ha puesto en marcha y en un rato, flotando o lombriceando entremos en el “Continente”, que es como los ingleses llaman al resto del planeta. Es célebre (merece no ser apócrifo) un titular de posguerra que advertía: “Fog on the Engish Channel - Continent Isolated”, es decir, “Niebla en el Canal Inglés (¡minga que “de la Mancha”!) - El continente aislado”. Chau Inglaterra de mi infancia de jardín de infantes Storyland, preescolar en la casona ersatz-Tudor de Mrs, Cuthbath, donde me enamoré perdidamente de Roslaie, toda rubia llovida de adorables pecas, y de la primaria en la St. Andrew´s Scot School en la que, justamente, nos congregaron a presenciar, película en blanco y negro mediante, la coronación de esta reina que acaba de cumplir 65 pirulos sentada en el trono (no quiero ni pensar los chato que le habrá quedado el tujes). Chau otra vez, Inglaterra del five o´clock tea con escones, double-deckers con balconcito para subirse o bajar voluntad, solo cinco pasajeros de pie en los sitios rigurosamente indicados con círculos rojos, de modo que, en función del tráfico descendiente, el guarda, de impecable uniforme azul y gorra militar, armado de su máquina con los rollos de boletos y el cargador de monedas al cinto (igualito al transporte en la Capital, donde la empresa era del estado y los ómnibus, trolebuses y tranvías grises con banda azul, a diferencia de la fileteada policromía de los colectivos que se aventuraban en los suburbios), se asomaba para anunciar “dos”, “tres” y a veces hasta “cinco”, que era el número de personas que podían subir y los demás a esperar el de atrás a ver si en ese sí cabían, de subtes con boleto como de tren, que podía sacarse a la salida, cuando uno decía dónde había subido y solo mentíamos los pocos sudamericanos, que aunque viniéramos de El Tigre siempre habíamos subido en Lisandro de la Torre, salvo que casi invariablemente había una viejita como la del Quinteto de la Muerte que botoneaba, ¡No, joven: usted subió conmigo en Virreyes!, o, ¡Cuando yo subí en Beccar usted ya estaba! De trenes de vapor con locomotoras y vagones de colores, de sedanes invariablemente negros o, a lo sumo negros y plateados: Humbers, Daimlers, Rovers, Armstrong Siddeleys, Bristols, Hillmans, Wolseleys, Rileys, o Rolls Royces o Bentleys carrozados ad hoc por Mulliner o Park Ward, o deportivos roadsters MG o Austin Healy o Tiumph o Jaguar o Lagonda o Sunbeam, muchos en ciernes de reliquia, todos relucientes y desafiantemente rojos, verdes, azules y hasta blancos, invariablemente descapotados, conducidos por señores de bigotes marciales, gorras de Harris tweed y humeante pipa, empapándose estoicamente a la intemperie potenciada por la velocidad. Por cierto que tamaña plétora de marcas hogaño fenecidas no dejaban sitio a nada con ruedas infiltrado de ultra Mancha (los pocos vehículos intrusos llevaban siempre placas continentales, volante a la izquierda y se metían contramano en las rotondas). Chau, Londres de camiones de reparto furiosamente rojos o tal vez verdes con fulgurantes letras doradas, triciclos disfrazados de furgones para engañar al fisco, guineas, libras, chelines, peniques, semipeniques y cuartos de penique mutuamente inconvertibles, millas no divisibles por yardas indivisibles por pies irreducibles a pulgadas, tarros que se abrían al revés, grifos de agua caliente a la derecha, de energía eléctrica administrada mediante alcancías en la que era preciso ir depositando monedas de diámetros industriales que cuando terminaban por caer interrumpían el circuito a las dos o tres de la mañana y resultaba menester tener cambio de reserva o reserva de frazadas para no perecer congelado, de cuartos de baño propiamente dichos, unos pocos con ducha, estadísticamente

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excepcionales, imprevistos por los arquitectos e improvisados en el dormitorio que quedaba encima de la cocina para aprovechar las cañerías, y, si no, excusados sin agua corriente, disimulados en cabañitas de madera primorosamente verde en los patios detrás de las cocinas (así era el mingidefecatorio de Guido y Valerie en la casa de Hereford cuando los conocí en 1980), tránsito dirigido por bobbies coreográficos, turistas poco tumultuosos, té en tetera con colador, negocios de discreto lujo o inocente oferta de frutas u hortalizas, buzones rojos (como los nuestros) en cada esquina y servicio postal matutino y vespertino, cabinas de teléfonos como armadas con cristales, igual de irreductiblemente rojas, como solo van quedando en nuestra Recoleta, músicos ambulantes en la pendiente del vaudeville a la indigencia, comida indigerible, taxis sin la puerta delantera izquierda y con la banderita asomando al costado, caballeros de bombín, saco negro tirando a levita, corbata de seda casi servilleta, clavel carmín o blanco en la solapa y pantalones grises con banda de ébano al costado, señoras cubiertas de sombreros discretamente estrafalarios, pubs que a las diez sonaban la implacable campanilla de la última pinta de cerveza tibia, de indostanos esporádicos, africanos espaciados, jamaiqueños ocasionales y chinos exclusivamente gastronómicos. Abur mi aquella Londres que solo pude imaginar desde los libros infantiles, una Londres que acaso nunca llegó a ser, pero existía, soñada y añorada en aquellos años en que, en un prado verde, bajo un cielo sin futuros, jugaba mi niñez desprevenida.

A las siete menos cuarto llegamos a Bercy, desayunamos y nos colamos en el subte, porque no hay expendedoras de boletos ni guardias ni un carajo. El tren está casi desierto. Es mi inolvidable Metro 6 (amarcord mi primer viaje a Europa y el albergue de la juventud en la rue Dupleix, donde recalamos con el inolvidable Tito Áverbuj -que murió poco después de un infarto- y Leonardo Léiderman -nunca más te vi, cumpa, desde aquella vez que con Tito fuimos a ver a unas naifas por Lugano, ¿te acordás? ¿Llegarás a leer estas líneas?- allá por 1965), que irá sobrevolando el Boulevard Grenelle hasta cruzar el Sena y ofrecer una de las mejores postales del mundo, con la torre Eiffel cada vez más solitaria a la derecha. Poco importa dónde queda Oberkampf (ahicito, nomás, de Bercy, pero yo ni me fijé), porque Xoch tiene que empezar París con esta vista. Cuando estamos por llegar le digo que se pare junto a la puerta y mire bien. Cuando por fin columbra la filigrana vertical a la que ya va dando lustre el sol del amanecer estalla en alaridos y carcajadas. Bajamos en Étoile, salgo a comprar nuestras tarjetas semanales, descendemos por un funicular subterráneo al RER, hacemos “correspondencia” en Nation, subimos tres tramos interminables de escaleras y luego otros dos (primero una y luego otra africana se ofrecen a acarrearme la maletita, Dios las bendiga por bondadosas y las castigue por verme anciano), llegamos al andén donde alcanzamos a subir al tren ya atestado, lo abandonamos cinco paradas después, en una de esas típicas estaciones subterráneas con azulejos de baño público que dan a la red un aire de laberinto sanitario. En el ínterin ha amanecido del todo y Febo desparrama todo el fulgor que trajo ahorrado de Londres. El hotel queda, como promete el folleto, a treinta metros de la boca del metro. Es un edificio pequeño, modesto y pulcro, donde nos toca una habitación pulcra, modesta y pequeña. Desempacamos y vamos a redesayunar. Yo acabo de bañarme sin demasiado espacio para higienizarme las axilas y ahora se ducha la triceratopsuela. Vamos a dormir un rato y luego París será una fiesta.

Como efectivamente lo fue... una vez que conseguí despertar a mi Bella Durmiente con la sencilla advertencia de que, si quería, que durmiese hasta el advenimiento del Príncipe, pero que yo no iba a desperdiciar uno de siete días de París y menos con ese sol francamente peronista, o, ya que estamos, francoperonista. Materializado que fue el milagro, caminamos trabajosamente por Voltaire hasta République, donde nos sentamos para que la porcinetta pudiera darse una idea más

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cabal de la maravilla que es esta ciudad. ¡Pareze que eztuviéramoz en Recoleta! -se admira y regocija esta ya no tan y nunca más pequeña mía que ahora sabe que, si lo pensamos bien, París remeda, a veces y muchas muy bien, Buenos Aires. De entrada quedan palmarias las diferencias con Londres: los colores, los inmensos espacios, las avenidas rectas y ampulosas, los árboles, desnudos y todo como están, sobre todo los árboles... Y la miseria: en la Place de la République, aparte de las decenas de adolescentes que queman su desborde de testosterona viendo si pueden saltar obstáculos con sus patinetas (y es notable la cantidad que no puede ni por putas), decenas, acaso, de clochards, rehùs desahuciado de la vida, lascas de la fragua de Dios envueltas en trapos bajo la mirada indiferente de un sol francamente peronista que, como todo -o más bien, nada- en este mundo se ha hecho para ellos. A Xoch los pies se le han declarado en huelga. Ya se quejó casi llorando no bien los puso sobre suelo parisino al descender del autocar. Las escaleras inclementes de un metro trepanado cuando los ascensores, pocos, caros e ineficientes, eran para subir y no para bajar no ayudan. Los si acaso trescientos metros que acabamos de recorrer la suplician.

Tomamos le subté (que, estamos, al cabo, en París) y recorremos las doce si conté bien estaciones hasta Trocadéro (así, con el acento al pedo, pero está en francés). El pasillo es interminable, como el de la salida del Museo de la Ciencia en Londres, pero el premio lo compensa. Salimos a una de las tantas plazas más lindas del mundo que hay en esta ciudad, al costado del Museo del Hombre. Mirá hacia allá (o sea, hacia la derecha) hasta que yo te diga. Cuando le digo, a la izquierda, al cabo de la interminable alfombra escalonada que atraviesa el Sena por el Puente de Alma (perdón, de Almá), con la si no fuera por eso imponente École Militaire como pelota entra las rodillas de un futbolista, el encaje vertical de esa torre que se erigió a conciencia de que no servía ni serviría para nada y que quedó, nomás, de una de las maravillas que vinieron a servir de sucedáneo del Coloso de Rodas, o, mejor aún, del Faro de Alejandría. Alfombra abajo, un mercado persa, solo que más oscurito, de africanos en serie que venden todos exactamente las mismas miniaturas en plástico reciclado e idénticos brazos telescópicos para selfies, o procuran esquilmar, con la complicidad evidente de un grupo ruidoso de compinches, a los seguramente abundantes ingenuos que creerán adivinar bajo qué cubilete se encuentra la pelotita. Yo, desde luego, no voy a caer: no, señor, a mí solo me hacen caer los fondos de inversión recluidos en paraísos fiscales (que, justamente yo, que soy un menesteroso de lujo, no necesito), donde caen, para mi consuelo, boludos más célebres. Por cierto, uno de los equipos de pelotita fantasma es íntegramente femenino, Nada más elocuente, pienso, para demostrar el enorme avance de la mujer (¿por qué será que contra el singular genérico no protesta nadie?) de la posguerra a esta parte. Hay sándwichs en la vida tan ricos, yo lo sé... Me da vergüenza trivializar la pena descomunal de Vallejo, que murió por estos mismos pagos, sin saber por qué tan pero tan golpeado por el odio de Dios, con la resaca de todo lo sufrido empozada en el alma y, para peor, de España. Pero dejemos esta vez que el sol y la saciedad que sin duda no merecemos más -y quién sabe si mucho menos- que tantos famélicos agolpados ante las alambradas del Primer Mundo nos solacen y reconcilien con las malas pasadas de la vida.

La cola frente al Torre es más breve de lo temido y avanza más alegremente que la de inmigraciones en Stansted. Pero es un timo, Porque es la cola para mostrar que uno no tiene bombas. La cola de verdad, para trepar por el metálico encaje de Bruselas, es la de las que ya lo han mostrado y esa sí que serpea interminablemente. A la quelonia se le oye desinflar el entusiasmo, Y yo, para qué decir una cosa por otra, tampoco conservo demasiado. Lástima que en esta ciudad no hay double-deckers y que los ómnibus no sean más que un ralo sucedáneo del metro. Solo que, justito en saliendo, hay detenido

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uno de esos dromedarios de excursión. Cierto que no es descapotable, pero montamos igual. El precio es casi antieuropeo: cincuenta y tres euros los dos por cuarenta y ocho horas a partir de mañana, porque desde las 16:00 de hoy, que ya lo son, el día no cuenta.

La delantera de paraíso estaba, lástima, ocupada y debimos sentarnos más atrás. Por dicha (no termina de cuajar la colocación, ¿no?; por suerte y por fortuna son más suertudas y afortunadas), París es París desde cualquier parte de la superficie, y las explicaciones son tan amenas como instructivas. La estegosauriña está embelesada. École Militaire, Ivalides, Pont d´Alma, Puente de Alejandro III (que merece la traducción por el hecho histórico si desconocido que hace años, haciéndome el que admiraba el Sena, me eché uno de los meos más literalmente espectaculares de mi vida), Opéra Garnier, Place Vendome (con el sombrerito que en este teclado no sé cómo putas se genera), Boulevard des Capucines, Ile de la Cité, Notre Dame (me sigo cagando en el sombrerito), Rive Gauche, Place de la Concorde, Champs Elisées hasta l´Étoile y vuelta, Grand Palais y el otro, y, finalmente, otra vez Trocadéro. En el ínterin, nos hemos ido adelantando, como Cortés o Pizarro, hasta adueñarnos del cinemascope. Para cuando bajamos se han hecho las seis casi y media. En el metro a Oberkampf, una afroparisina le cede el asiento a mi chanchito y otra me lo ofrece a mí (¡parece mentira, estos negros dándoselas de blancos que vienen a sacarles el trabajo y usurparles las camas de los hospitales a los descendientes de Vercingetórix, que serían bárbaros pero rubios, como ahora los perucas, los bolitas y los paraguas nos invaden para abusar de nuestro generoso cuan eficiente Estado de Bienestar a nosotros, que seremos nietos de crotos analfabetos que murieron sin haberse duchado una vez en su vida, pero blancos, qué carajo... o prácticamente, en todo caso los que contamos!). Ya en nuestra versión bolsillo del Ritz, batalla por conectarnos a internet y sacar billetes para el Bateau Mouche, o “barco mosca”, así llamado vaya putas a saber por qué, para navegar por el Sena que lo amerita sobrada y más baratamente que el Támesis y averiguar a qué hora tenemos que estar dónde para no perdernos la tan ansiada por mí excursión a Disneyland.

Como a las siete y media cenamos decentemente en un bolichito pseudochino de una camboyana, nos avituallamos de jugo para la noche, combinamos para cenar mañana con Cristina y Sandi Gherban en Malakoff, que no queda en Moscú sino aquicito nomaj pasando la imperdonable Tour de Montparnasse con que el progreso (el de la burguesía, porque de tres siglos a esta parte casi no ha habido otro) le dio el puntapié inicial al partido entre el Paris de “La Bohème”, la bohemia y las postales y el del Lego gélido, prepotente e implacable de los, fíjense lo que son las ironías de la vida, Donald Trump de este mundo, que no parece andar con mucho afán de pertenecer a los “pobres de espíritu” -que no son los pelotudos, como nos hizo creer creo que Cipriano de Valera, sino más bien los mansos de la St. James, o más seguramente los humildes, pero... ¡Shhhhhhh!

Todo esto escribo porque mi heredera no podía conciliar el sueño que yo llevaba conciliado como una hora y tuve que contarle un cuento que, como era de prever, la durmió a ella y me desveló a mí. Menos mal que siempre me queda el recurso de venir a teclear las pamplinas del día, que, en rigor, ya es mañana.

Martes 14

Trabajoso despertar, como de consueto, y día resueltamente gorila, para peor. Desayunamos todo lo que podemos, metro a Trocadéro y al atracadero (sin acento) de Bateaux Mouches. Como falta una hora entramos a caminar al borde del Sena, pero la porcinetta se me muere de ofri, de modo que tomamos el ómnibus hasta el Pont d´Arts

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y ahí nos sentamos un rato... demasiado largo, porque ya se han hecho las 10:30. Cruzamos a la Rive Gauche y tomamos el bus de vuelta, solo que no es el mismo y nos tenemos que bajar en Concorde y tomar un taxi que, por suerte, tiene cambio de cien euros. La excursión la empezamos en cubierta, pero se pone a llover. Desde abajo, como es de esperar, no se ve nada más que farallones de piedra. Cuando por fin reatracamos nos vamos derechito al telo a descansar, no sin antes avituallarnos en el Carrefour del barrio, llenos de nostalgia por nuestro Buenos Aires querido. Improvisamos unos sánguches de pan en serio con lomito de cerdo con -en mi exclusivo caso- medio St. Albray bien madurito y jugo de no recuerdo bien qué, me duermo media horita de siesta y nos piantamos a la Ópera en busca de 2, rue des Pyramides a ver a qué hora tenemos que estar mañana para ir, sí señores, ¡a Disneyworld! Dar con la puta calle nos tomó, por suerte, veinte minutos de deambular por el París de los ricos. La empresa queda en la esquina misma de la rue de Rivoli, que viene a ser la Avenida Alvear de ellos, bajo las célebres arcadas. Todo fenómeno, salvo que hay que estar a las ocho y cuarto de la madrugada,

A todo esto, Febo ganó la paritaria y ahora fulge que da gloria... y, de paso, calor. Xoch, que se ha puesto tres (3) pantalones está que no da más. El abrigo, claro, se lo saca cualquiera, pero un pantalón no es un guante. Tomamos un ómnibus a l´Opéra y nomás bajando, en el banquito de la parada, se procede al impostergable strip-tease, que, por añadidura, exige remoción de calzado. Yo aprovecho para librarme del pulóver y, con este apelmazado en la manga creo que izquierda del anorak y el pantalón si no yerro en la derecha, rompemos a buscar dónde tomar algo porque mi primogénita propiamente dicha tiene sed. Como estamos en un rioba diquero no nos queda otra que meternos en una tienda gourmet, en la que pretendemos entrar por la puerta de salida y dos grones de uniforme tamaño armario (ellos y, naturalmente, los uniformes) nos sacan a simbólicas -si amables- patadas en el orto y donde venden de todo pero caro, y ahí, sentados a la barra, nos tomamos ella un jugo de naranja, frutilla y banana previamente mezcladas en una botellita y yo un espresso con la cucharita que no voy a usar tipo cubertería del Palacio de Buckingham y el terroncito de azúcar negra que no voy a consumir envuelto en plástico transparente con el cuidado de una esmeralda, todo por la módica suma de diez euros, que es, justamente, lo que pagamos por la baguette de un metro, el lomito de cerdo, el St. Albray, el jugo de no sé qué y dos chocolates Crunch de los grandes en el Carrefour. Y bueno, lo que vale cuesta... ¿o es al vesre? La cosa es que, saciada nuestra sed, nos ponemos a ubicar la parada del Big Bus recorrido azul...

Es una maravilla (el recorrido, porque la parada no es gran cosa), ya que usurpamos la primera del pulman, no hace frío y nos lleva por la parte norte de la Rive Droite haciendo deliciosas eses hasta Montmartre y vuelta (las fotos van a féisbuc) una hora exacta que es lo que vuelve a durarme exactamente la pipa colmada del tabaco que compré en Eddington. La jabalizuela no deja de azararse de cuánto se parece París a Buenos Aires. Bueno es, insisto; porque espero que la ayude a comprender lo magnífica que es la ciudad que abandona y yo quiero que recuerde como la recordaba Gardel.

A las 17:30 metro al hotel, donde tecleo estas pamplinas, antes de partir a Malakoff.

Donde cenamos che Cristina (née Agosti) y Sandy Gherban, vieja compañera ella del coro del Collegium Músicum de los Jóvenes, que fue becada a Bucarest uno o dos años antes que yo a Moscú (amarcord que fuimos a despedirla en malón, cuando en Ezeiza aún se podía subir a la terraza y que fue la primera vez que vi un Boeing 707), ella, y él su marido rumano, a quien conocí de regreso de Moscú en 1971, y con quienes entramos a remover chucherías en el arcón de los recuerdos y así evocamos a los inolvidables cocorifeos Vicky Ludewig y Osvaldo Olmedo, desaparecida la una y

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probablemente desaparecido el otro, porque nunca supimos más de él. Se me juntaron los dos fantasmas porque, allá por 1963 o 64, Vicky se fue au pair (o séase, de niñera con goce de Europa pero no de sueldo) en el Giuglio Cesare y a Osvaldo y a mí no nos querían dejar subir a despedirnos. Yo laburaba de pinche en El Popular, un semanario del PC, y tenía una credencial menos impresionante que un carné de biblioteca de barrio, pero igual armé un escándalo, que cómo no dejaban subir a la prensa, que justo venía con el fotógrafo (que no tenía nada remotamente parecido a una cámara) y nos dejaron remontar la planchada (palabra que, ahora que lo pienso, no he usado en siete u ocho lustros). ¡Quién me hubiera dicho entonces que dos o tres años después yo mismo viajaría -solo que en tercera, qué se le va a hacer- en ese mismo paquebote y quién ahora que mis dos amigos morirían asesinados por la dictadura cívico militar!

Como a las once, Dai, el figlio de los Gherban, acompañado de su padre en función de copiloto y corrector de itinerario, nos trajeron al telo, donde ya es mañana y yo no me puedo dormir, de suerte que, para variar, me meto a teclear pamplinas.

Miércoles 15

Despertar casi mágico. El parte meteorológico anuncia un día inusitadamente templado y yo opto por dejar mi chaleco térmico atrás. Metro 5 a Bastille, intermezzo primocolazionale en un quiosquito donde compramos sendos croissants, una botellita de jugo de manzana y un espresso de los que iremos dando cuenta en el tren, y Metro 1 a Tuilleries. El 1 ya está completamente automatizado y ahora no hay cabina que impida ver lo que siempre he querido ver y no me ha sido dado más que en la línea A (aunque de chango recuerdo que le mótorman de los Siemens se encerraba en su cotorro y dejaba la mitad del frente abierta a mi curiosidad). Como en cada vez más estaciones, una barrera transparente separa el andén de los rieles con puertas que se abren simultáneamente con las de los vagones. Amarcord mis primeros encuentros con la Cité Lumière a partir de 1965, cuando el boleto era de cartón, marcado por unas viejitas secas y crujientes (¡salud, viejo Ray Bradbury!), que moraban rodeadas de papel picado; los andenes cubiertos de los ya inútiles boletos de segunda (los de primera había que conservarlos por si las moscas), las pesadas puertas que se cerraban automáticamente para que nadie pasara al andén una vez que el tren entraba en la estación, los cinco endebles vagoncitos de madera, casi tranvías venidos a más, verdes los de segunda y rojo el central de primera, que avanzaban casi que a paso de hombre por aquellos túneles con misteriosas franjas y demás signos masónicos más la interminable publicidad de Dubonnet, que luego me enteré de que era una especie de vermú DUBO en letras llenas, nnet en huecas; luego DUBONnet y por fin DUBONNET. En alguna línea, los coches eran celestes, pero en la 1 acababan de estrenar el sistema con ruedas de goma. Amarcord el insólito swuuuuuush, los sacudones de diligencia y la velocidad pasmosa adquirida y devuelta en pocos metros. Nada queda de entonces, salvo las estaciones cada vez más cortas, porque solo en algunas líneas los convoyes pueden añadir un sexto vagón. Claro, ahora son casi todas unidades articuladas como lombrices y la computerización permite intervalos de (¡me consta!) un minuto o menos.

Llegamos a perfecto tiempo y un cuarto de hora más tarde estábamos en el ómnibus. Yo me ilusiono con recuperar sueño durante el trayecto, pero se nos sienta detrás una pareja, él dijérase que mudo, porque no se le oye decir palabra, y ella una andaluza que no deja de parlotear y, de tanto en tanto, verificar la selección de melodías de su celular. Igual, el viaje no llega a durar una hora. Entramos por una playa de estacionamiento de vaya uno a saber cuántas hectáreas que parece relativamente desierta. Nos recalcan que hemos de presentarnos a las 18:45 en el sector T52 porque a

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las 19:00 el bus se pianta sí o sí. Bajamos y tenemos que caminar seguramente un kilómetro hasta llegar a los primeros edificios (restoranes y tiendas, párking bajo techo) y unos doscientos metros después la entrada al parque -o, como ya nos enteraremos, uno de los parques. La porcinetta se olvida de sus pies planos y prácticamente vuela. Está más entusiasmada incluso que cuando entrábamos en el antro de Jarri Póter. ¡Eztoy zuperfeliz! -repite una y otra vez mientras gira y agita los brazos. Poco antes de llegar a los edificios, una decena del equivalente franchute de los marines gringos, en uniforme de fajina camuflado, y carabinas automáticas como extraídas de “Star Wars”. No hay exactamente ningún alfeñique, pero uno mide al menos dos metros de alto por uno de ancho, al que el fusil le queda como si estuviera por encender un fósforo y la cabeza allá arriba, en la cima de un cuello que la perspectiva hace lucir como un volcán cuyas laderas desaparecen bajo las insignias de los hombros.

La seguridad es estilo aeroportuario. Cuando paso el detector de metales suenan las alarmas antiaéreas. El tipo sonríe bonachón y me dice, ¿Seguro que no se le quedó nada metálico en el bolsillo? Y ahí entro a hurgar y voy sacando: telefonino austríaco, telefonino argentino, encendedor uno, encendedor dos, trío para la pipa, como quince euros en monedas... Al principio el tipo me dice que vaya dejando todo en el espacio entre el detector para personas y el túnel para los bolsos, pero termino cargando una bandeja. ¡Como puede ver, soy un peligro! -bromeo y los dos o tres guardias se cagan de risa. Me recuerda -¡al cabo de tantos años!- mi aventura en Palermo (vide “Crónicas palermínimas”).

Volverme a calzar la chatarra me lleva varios minutos. Al llegar a las puertas del parque propiamente dicho, mi recelo se desvanece. Me veo en la calle principal de una ciudad reminiscente del barrio francés de Nueva Orleans: edificios de madera con marcos de puertas y ventanas pulcramente pintados casi siempre de blanco, con aires de colosal pastelería, y balcones y galerías de hierro forjado; una autobomba, un furgón de policía, un doble faetón, un camioncito de reparto anteriores a la Primera Guerra Mundial (truchos, claro, pero muy bien truchados, como todo lo demás), un viejo surtidor de nafta, tiendas y restoranes correspondientemente decorados... el escenario ideal para una comedia de la época de oro de Hollywood. Los negocios venden todos exactamente lo mismo a los mismos exorbitantes precios. Como en los estudios de Jarri Póter, me desconcierta la cantidad de chucherías que no pueden servir absolutamente para nada en ningún mundo posible... Eppur...

La primera (y luego resultó que última) gran albricia es un tren elevado que parece darle vueltas al parque. Ahí tiénez un tren como loz que te guztan a ti -me consuela mi quelonia. Tras esas dos o tres cuadras, como a las 9:45 llegamos a la orilla de Disneyland: Una fuente de unos diez o quince metros de diámetro y, detrás, el puente que lleva al castillo que todos hemos visto al comienzo de cualquiera de las películas de dibujos animados desde tiempos inmemoriales. El acceso está cerrado por una cuerda que el pibe que oficia de cancerbero depone solo para los que tienen billete de madrugadores. Para cuando nos deja pasar, a las diez, el parque está lleno. Hacemos unos cuarenta minutos de cola para dar tres vueltas en las tazas giratorias. Si el estacionamiento parecía un planeta abandonado, ¿de dónde ha salido toda esta gente? ¿Cómo será esto en verano? Las agujas del reloj están como clavadas y mi celular parece haber entrado en una dimensión en la que el tiempo deja de transcurrir. Cuando hacemos la otra hora de cola para dar tres vueltitas en un carrusel de Dumbitos para dos personas cuya pretensión al vértigo es que una palanquita permite hacerlos subir o bajar como cinco metros. Hay, pero, un tren que es en realidad una modesta montaña rusa. ¡Ese sí que es para mí!, ¡A mí me da miedo, pa!, Bueno, me esperás en una tienda

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mientras yo voy, ¡No puédez dejarme zola!, ¡Claro que puedo!, No, zábez que eztá prohibido.

Se hacen como las once. ¡Faltan casi ocho horas! Voy a hacer escuerzos heroicos por no mirar el reloj a cada rato, pero cada vez que ya no puedo más y cedo a la tentación, han pasado, en el mejor de los casos, veinte minutos. Y, para colmo, no se puede fumar. Lo único que me motiva es la felicidad casi sin fronteras de mi ballenata. Casi, porque cada precio que verifica es un desánimo. Pero ha aprendido la lección y no se le oye un gemido de protesta. Y eso, pese a que a cada rato se lleva un peluche a la mejilla o se prueba un vestido o pone en marcha un chiche y exclama, ¡Qué bonito! ¡Qué preziozo!

Pasamos por varios sectores: el de Indiana Jones, con sus espacios empalizados y puentes colgantes; el de Peter Pan, con el barco del capitán Garfio y los tepís de los pieles rojas... En un lago reina un (trucho, desde luego) vapor de palas como los del Mississippi (yo no voy a escribir ni mucho menos decir jamás Misisipí, como querían enseñarme en la escuela).

Se han hecho las doce (o sea, que solo faltan casi siete horas) y cunde el hambre. La prospección restaurativa tiene sus bemoles, porque, ¡Te dije que la comida en Francia no es como en la Argentina! Pánchoz no quiero -establece ante el primer quiosquito. Entramos en una pizzería. Quiero como la que me guzta en Buénoz Áirez, De esa no hay: esta es de tres quesos o esa de espinaca, Vámonoz a otra parte. El restorán “africano” tampoco pasa la inspección... Y así durante un buen rato (cosa que tiene, precisamente, la ventaja de ser un buen rato), hasta que nos decantamos por un sitio “árabe”, donde por fin da con unas como milanesitas de pollo con papas fritas y yo me degluto un sándwich de faláfel francamente horrendo, pero queselevacer. Justo es admitir que los dos platos y una Sprite nos salen la friolera de veintidós euros. Un regalo, vea. A todo esto, me muero de sueño y a mí, como a los chicos, la insuficiencia morfeica me pone de un humor de perros que trato heroicamente (hoy es un día de hazañas) de disimular. Yo morfo a velocidad sideral, y como ya he terminado cuando la porcinetta todavía está soplando la primera papa frita, tiene una idea genial: Papi, ¿por qué no trátaz de dormir miéntraz yo termino mi plato? En efecto, me mando una de esas siestas napoleónicas por las que se hizo famoso, casualmente, Napoleón, que duran si acaso diez minutos pero uno se despierta como la Bella Durmiente por el beso del Príncipe Azul.

¡Y ahura me toca a mí, qué carajo! Vamos al tren. O, más exactamente, a la cola para el tren. Que dura, ella, como sesenta minutos (y así pasan las horas, y yo desesperando...). Los altavoces anuncian que la compañía no se hace responsable por daños ocasionados por tiroteos, osos o ataques indios y advierten que no se acepta dinero confederado. El recorrido dura una deliciosa media hora. ¡Cuando nos bajamos ya son casi las tres! ¿Y ahora adónde querés ir?, A loz eztúdioz de Dízney. Se trátase de otro parque, o séase que hay que salir de este. Hacemos la cola para ingresar y el españolito que verifica los boletos nos dice que los nuestros sirven solo para uno. Vamos a la caja a ver de pagar el adicional. En la cola hay unas quince personas divididas en tres grupos familiares. Los primeros dos requieren cuarenta minutos de atención. Cuando pareciera que el segundo ha concluido el trámite, el tipo de la ventanilla desaparece diez minutos más y vuelve... ¡con el cambio! La ineficiencia general es asombrosa. Cuando llega nuestro turno, nos quieren cobrar cuarenta euros per cápita. Hasta la propia ballenata se niega a que nos estafen. ¡Por otra parte, ya son como las cuatro! Bueno, ¿ahora qué querés hacer?, Tomar un helado. En la heladería, otra media hora de cola: entre seis empleados no atinan a despachar lo que cualquier muchachita de barrio atendería en diez minutos. Tras el helado, nueva siesta corsa

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mientras se visitan tiendas. En una venden cuadros originales pintados a mano de Blanca Nieves y demás personajes históricos a razón de -¡lo juro por Dios y por la Virgen que me caiga muerto aquí mismo!- 699 euros. Una bicoca, sin pensamos que un Picasso sale decenas de millones; lástima que ya no tengo pared como antes. A todo esto, anuncian un desfile de “Disney magic” para las 17:30. No me intereza; lo he vizto mil vézez por Youtube -me desconcierta Xoch, Bueno, vos seguí mirando tiendas que yo te espero aquí. Las aceras están atestadas de gente que espera ver la cosa. Mi vástaga se me une y comenzamos a caminar calle arriba. La multitud es adensa y estruja: ni modo de ver nada ahora, con lo que enfilamos para la salida. A todo esto, comineza la cosa. Y la cosa es realmente espectacular: carrozas “temáticas”, bailarines, etc. Todo de este lado de la cursilería (aunque, a veces, peligrosamente al borde). Yo, como buen bolche, no puedo dejar de pensar cuánto les pagan por esa sonrisa prestada a estos pibes y qué seguridad tienen de que no los echen a la mierda y cuántas de progresar... en fin. A todo esto, me llama Cristina, que mañana, si queremos, nos llevan a Rambouillet a ver el museo de trenes.

Son las seis y emprendemos la marcha al lejano estacionamiento a ver si llegamos los primeros y podemos sentarnos en los asientos delanteros y ver la entrada a París. Como un perfecto pelotudo, en vez de preguntar bien adónde tenemos que ir, salgo siguiendo la multitud. Tardo como cinco o diez minutos en comprender que vamos para la mierda. Xoch ya comienza a dar signos de fatiga y dolor de pies. La dejo sentada en una placita y trato de averiguar dónde estamos. No se ve un vigilador por ninguna parte. Por fin, ya nuevamente a la entrada, doy con uno que me dice que debo volver sobre mis pasos y tomar la senda de la derecha. Todo esto me lleva como diez minutos. Para cuando nos reencontramos, mi ya no tan pero de todos modos pequeña tiene ganas de hacer pis. Por suerte, estamos a la entrada misma de la parte de los edificios y hay un restorán providencial. Yo también aprovecho, con la pésima fortuna de que las bolsitas con anorak, palito para las selfis, chucherías y telefoninos se caen en un lavatorio que, diligente, se pone a bañarlas. Las seco como puedo y voy al encuentro de mi heredera. De a poco nos vamos enterando del itinerario. Pero cuando llegamos al estacionamiento, la cosa está tan pésimamente indicada que no damos con nuestro sector. Xoch avanza quejándose lo menos que puede. Sé que es un suplicio, pero el tiempo corre y no tengo ni puta idea de cómo volver a París si perdemos el ómnibus. Hemos ido y venido mil veces. Ya estamos en el sector T, pero los números se han vuelto locos. Desesperado, con ganas de llorar de bronca y culpa y frustración y pena, le pregunto al chofer de un camello si estoy lejos del sector T52 y el tipo me responde: ¡Ha llegado!

No me lo puedo creer. El bus está casi vacío: se ve que no hemos sido los únicos en perdernos. Ayudo a mi hijita a sacarse los zapatos y le digo, ¡Ay, Xoch; cuando el señor me dijo que este era nuestro ómnibus casi me pongo a llorar de la alegría!, Yo también; de hecho, lo hize. ¡Castiza como ella sola, mi porcinetta del alma! La autopista está congestionada y yo, por primera vez, agradezco la lentitud para dormir otro rato. Cuando llegamos, viene toda la somnolienta ceremonia de volverse a calzar y ponerse el abrigo. Pero sus cuitas no han acabado, porque en la combinación del metro me equivoco de andén y tenemos que regresar un par de estaciones. ¡Pobrecita, mi pobrecita! Llegamos al hotel como a las nueve y media. Dejo a mi ya no tan y nunca más pequeña en el cuarto y cruzo a Carrefour a comprar vituallas.

Como estas últimas noches, la megateruela no logra dormirse y me corresponde contarle su cuento, que, como todas las veces desde hace años, no es más que un racconto de lo sucedido durante el día prologado por un “había una vez una niñita muy linda, muy inteligente y muy buena que...” Y ahora sigo con “... quería ir a

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Disneyworld, etc.” y voy pormenorizando con ciertas fallas de memoria ipso pucho enmendadas, verbigracia, “entonces se subió a un Dumbo rosa”, ¡Lila: Yo odio el roza!, “... Pero prefirió uno lila...”, su ruta hasta la subida al ómnibus y la llegada al hotel. Debo de haber parloteado como media hora y, como ha sido tradicional, esperaba la recompensa de los primeros ronquidos de bucanero borracho. Invecce no!, porque tras unos celestiales puntos suspensivos puntualiza: Pero a mí todavía me duelen loz piez. Así, sin signos de exclamación, porque la z de piez se prolongó en el zzzzz definitivo.

Jueves 16

Nos despertamos (es decir, logro despertar a Xoch) como a las diez y media, nos compramos unos cruasáns en la panadería del rioba y enfilamos para Malakoff. Rambouillet queda a unos 50 km, de los que no llego a enterarme porque me quedo profundamente dormido. El pueblo es como tantos en Francia, algo anodino, pero no desagradable, y está totalmente desierto. Almorzamos en un restorancito y vamos al museo que vale su peso en oro. Es un edificio como tantos, jamás pensado para esos fines. Al punto que empieza en el primer piso. Nos cuenta la muchachita que nos atiende que nunca hay nadie, pero que hoy está colmado (claro, son las vacaciones de invierno). Vitrinas y vitrinas de locomotoras y vagones casi todos escala 1/43 (o sea, 0), algunos a cuerda, muchos de lata o latón, de cuando estas cosas apenas empezaban. En el segundo piso, un tipo joven tiene sentados alrededor de un óvalo de a veinte pibes por vez y les explica, con una locomotora de vapor, cómo funciona todo: las marchas, el silbato. Los purretes entusiasmados. ¿Y qué hace falta para poder subir al tren?,¡UN BILLETE! -responde el minicoro griego. ¿Y si ya tenemos el billete?, ¡UN VAGÓN! Xoch se queda imprevisiblemente sentada y, aunque -como me dirá luego- no entiende una palabra parece divertirse enormemente. El tercer piso está dedicado a un tendido espeluznantemente detallado. La escala permite cosas que ni el H0 ni el OO consienten: en los coches comedores los pasajeros están sentados a mesas con cubertería completa mientras camareros solícitos les toman el pedido. En los andenes, parece que el tiempo se hubiese simplemente detenido. La estación principal, remedo, si no yerro, de la Gare de St. Lazare, es una joya. No me alcanzan los ojos.

Al cabo de como dos horas, salimos a junar el castillo, que es la otra atracción del villorrio. Como todos, es un compuesto de antiguos vestigios medievales y viejos aditamentos posteriores. La mitad está en reparaciones, empacada como si al búlgaro Christo se le hubiese acabado el papel. Pero antes nos hemos detenido a comprar macaronz franzézez ¡deliziózoz! No tengo más remedio que prometerle que mañana le compro más como desagravio a la caminata al pedo de anoche.

El retorno se hace interminable y, por añadidura, empapado, porque se ha puesto a llover como si estuviéramos en Londres. Por Clamart veo pasar unos tranvías psicodélicos, articulados en seis vagones, impresionantes. Cris y Sandy nos dejan en Malakoff-Etienne Dolet y volvemos al telo. Porciertamente, Etienne Dolet fue un gran traductor que se peleó con el cliente -la Santa Iglesia Católica- y fue quemado vivo en 1546. Caveat translator!

Viernes 17

Es hora, estimo, de consignar un atributo especial de mi palmipediña: su talento formidable para sonarse la nariz, que perfecciona y desarrolla varias veces por día. Sucede que tiene alergia no se sabe literalmente a qué y de absoluto improviso rompe a estornudar y reclamar desesperadamente un carilina (yo siempre llevo los bolsillos

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llenos de servilletas o trozos de papel higiénico oportunamente birlados en lugares públicos). Ahí es cuando procede a secretar un torrente de mocos durante varios segundos que se hacen horas, durante los cuales resuena su probócide como una fanfarria de broncos bronces malhumorados o una bandada de gansos enloquecidos que interrumpen toda conversación a cinco metros a la redonda en los espacios abiertos y por completo en los cerrados. Me he olvidado de mencionarlo y, a fin de no tener que reescribir todas estas páginas, el lector tendrá la amabilidad de imaginarse un estruendo de siete u ocho compases cada seis cláusulas.

A las siete y media de la madrugada, la puta alarma del puto teléfono que de alaguna manera he activado me arranca de brazos de una mulata a la que ya no me es dado seguir consolando y me pongo a revisar correos y escribir pamplinas como hasta las diez y media. Es, nuevamente, un día francoperonista y me da pena perdérnoslo. A las once estamos desayunando yo mi croissant y ella su primer pain au chocolat en la panadería de aquí al lado. La idea primigenia es visitar Notre Dame y ver la Mona Lisa (en sus respectivos sitios, claro) y subir a la torre Eiffel. La fiaca de volver a hacer cola de mi acólita (la fiaca, no la cola) me ahorra una punta de euros y nos vamos, en cambio, a Montmartre, a ver París desde arriba pero gratis. Tomamos el Metro 9 y luego el 5 hasta Anvers. El Metro 5 es de los que asoman la testa entre severos arcos de acero ametrallados de remaches. Va peinando Montmartre hasta acobardarse nuevamente y esconder la cabeza justito en Anvers. Hay un gentío prácticamente dominical del que no sale una palabra de francés. Remontamos el monte en el funicular y nos damos una panzada de París a nuestros pieses. Le cuento que fue por estos pagos que la Guardia Nacional se negó a escapar con Thiers, sus ministros y demás turiferarios a Versalles y entregar París a los prusianos. Todo el pueblo se plegó a la defensa instaurando un comunismo espontáneo.

Dixit güiquipedia:

“Debido a que París no aceptaba rendirse, la nueva Asamblea Nacional y el gobierno provisional de la República, presidido por Adolphe Thiers, prefirieron instalarse en Versalles y desde ahí doblegar a la población rebelde. El vacío de poder en París provocó que la milicia ciudadana, la Guardia Nacional, se hiciera de forma efectiva con el poder a fin de asegurar la continuidad del funcionamiento de la administración de la ciudad. Se beneficiaron del apoyo y de la participación activa de la población obrera descontenta, del radicalismo político muy extendido en la capital que exigía una república democrática, y de la oposición a la más que probable restauración de la monarquía borbónica. Al intentar el gobierno arrebatarles el control de las baterías de cañones que habían sido compradas por los parisinos por suscripción popular para defender la ciudad, estos se alzaron en armas. Ante esta rebelión, Thiers ordenó a los empleados de la administración evacuar la capital, y l la Guardia Nacional convocó elecciones para el consejo municipal que fue copado por radicales republicanos y socialistas.

La Comuna (el término commune designaba entonces y aún designa al ayuntamiento en francés) gobernó durante 60 días promulgando una serie de decretos revolucionarios, como la autogestión de las fábricas abandonadas por sus dueños, la creación de guarderías para los hijos de las obreras, la laicidad del Estado, la obligación de las iglesias de acoger las asambleas de vecinos y de sumarse a las labores sociales, la remisión de los alquileres impagados y la abolición de los intereses de las deudas. Muchas de estas medidas respondían a la necesidad de paliar la pobreza generalizada que había causado la guerra.

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Sometida casi de inmediato al asedio del gobierno provisional, la Comuna fue reprimida con extrema dureza. Tras un mes de combates, la reconquista del casco urbano provocó una fiera lucha calle por calle, la llamada “Semana sangrienta” (Semaine sanglante) del 21 al 28 de mayo. El balance final supuso unos 10 000 muertos, el destrozo e incendio de más de 200 edificios y monumentos históricos, y el sometimiento de París a la ley marcial durante cinco años.”

A la vueltecita damos con una parada de ómnibus a Pigalle y resolvemos aguardarlo los quince minutos que va a tardar. Hermoso zigzagueo por este barrio que supo ser bohemio y de putas y se quedó no más en putañero. El pequeño colectivo se da aires de malevo y desciende y gira y vuelve a descender como por una montaña rusa. Lástima que cada tanto la estrechez de las callejas y la turbamulta de turistas se lo impiden. De pronto debemos detenernos a aguardar que un camión cargue o descargue y Xoch descubre un negocito de trapos que se hace imperioso inspeccionar. Bajamos, retrocedemos, y se queda mirando, tocando y reacomodando mientras yo permanezco a prudencial distancia merced a la coartada de la pipa. Matizo la espera leyendo dos placas en el muro de la escuela de enfrente. A la media hora sale con su carita de pícara. ¿Qué encontraste?, Un trozo de tela para hacerle un abrigo a Jito un carrete de zínta, ¿Cuánto?, Nueve éuroz... zincuenta, Es tu plata, ¡YIPIIIIIIII! Vuelve a adentrarse en la cueva de Alí Babá y emerge exultante: ¡Aquí tódoz hablan inglez!

Vení que te voy a traducir lo que dice esa placa:

Á la memoire des élèves de cette école déportés de 1942 à 1943 parce que nés juifs,victimes innocents de la barbarie nazi et du gouvernement de Vichy.

Ils furent exterminés dans les camps de la mort.Plus de 700 de ces enfants vivaient dans le XVIIIème

Ne les oublions jamais.

27 janvier 2005

[A la memoria de los alumnos de esta escuela deportados entre 1942 y 1943 por haber nacido judíos, víctimas inocentes de la barbarie nazi y del gobierno de Vichy. Fueron exterminados en los campos de la muerte. 700 de estos niños vivían en este barrio [el XVIII]

No los olvidemos jamás. 27 de enero de 2005]

Yvonne Le Tac (1882 – 1957), ancienne directrice de cette école,deportée résistante27 janvier 2005

[Yvonne Le Tac (1882-1957), ex directora de esta escuela, deportada, miembro de la resistencia. 27 de enero de 2005]

No hemos llegado a la esquina que se hace imperativo inspeccionar otra tienda otra media hora, pero, Deo gratias, sin merma del erario. Tomamos otra vez el busito y la petiza se cae redonda (¡claro!) entre dos hileras de asientos y prorrumpe en estentóreo

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llanto. Una señora se me adelanta y la ayuda a ponerse de pie consolándola en idioma. Yo sé con qué bueyes aro y calculo que la cosa es más susto que daño. En efecto, se calma casi en seguida, pero continuará quejándose de dolores en el muslo, brazo y costado durante el resto del día. Y todo por una parada, porque estamos a tres cuadras de la Place Pigalle, con sus tiendas non sanctas y señoritas menos sanctas todavía. ¡Tengo hambre! -conmina más que anuncia mi elefantiña. No es el lugar más propicio, de forma que nos tomamos un ómnibus a Trocadéro donde, le prometo, le haré probar un espléndido croque madame. En el tercer lugar en que indagamos nos aconsejan el lujiento restó de la esquina. Pido los sánguches, un jugo de ananá y mi cerveza y Xoch anuncia su perentoriedad diurética. A poco regresa compungida. ¿Ya hiciste pis?, Ez que laz puértaz tienen létraz y yo no zé cuál es cuál, ¿Qué letras?, H y F, Es la F. Trabo conversación con un señor como de mi edad que mira París desde detrás de su cigarro apagado, le doy fuego y nos ponemos a charlar, de París, de Londres -donde vivió-, de lo rápido que crecen los chicos y, en general, de cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.

Gran fracaso gastronómico gran del infraescricto. ¡La parte de arriba no me guzta y la enzalada tiene aderezo y con aderezo tampoco me guzta! -sentencia mi cocomensala. Por suerte, acepta intercambiar partes de abajo. Pagados los 45 euros, tomamos un ómnibus que nos lleva a la Rive Gauche. La cinghialina está exhausta y se adormece sobre mi hombro. ¿Preferís que nos bajemos y tomemos el subte al hotel?, Hmññññ, ¿O mejor te quedás sentada durmiendo, total no tenemos apuro?, Mhñññ zí. Y así se queda, con la cabeza apoyada en mi hombro, ajena a París y al resto de la galaxia. Solo que de pronto, exclama: ¡UNA TIENDA DE MACARONZ! No hay otra que bajarse y retroceder. ¿No era que estabas cansada y querías seguir durmiendo en el ómnibus?, Ez que juzto me dezperté y vi la tienda: Ez el deztino.

Nada queda, por suerte, de las lesiones del porrazo. El negocio parece una joyería. La porcinetta elige seis macaronz de diferentes sabores y yo me sorprendo de que cuesten exactamente lo mismo en esta confitería de lujo en pleno Quartier Latin que en el bolichito de Rambouilllet. ¡Como en la Argentina!

Mi gliptodontica mira extasiada a su alrededor. ¡Yo podría vivir aquí! -concluye, y agrega- total no me coztaría acoztumbrarme, porque ez igual a Recoleta.

Regresamos al hotel y yo entreoigo dos episodios doblados de Monk mientras me pongo al día con mis pamplinas. Al rato, salgo, como siempre, a aprovisionarnos. Esta vez añado a la cornucopia unos lichís que seguro van a gustarle. Y, superado el comprensible recelo inicial, le guztan. Nos vamos a la cama temprano, pero sigue siendo contundente la necesidad de un cuento.

Sábado 18

Anoche nos acostamos temprano y no hubo menester de relato. Y, previsor, me di una biaba de Alplax y ronqué (sospecho) hasta las diez. Despertar a la paquidermuela, pese a las casi doce horas de invernación, no fue sencillo, pero fue. Como se había entretenido con mi telefonino mientras yo tecleaba lo de supra, el chiche amaneció totalmente descargado. Ídem el telefonino patrio, e ibídem el porcinettesco. El día es nuevamente francoperonista y no tenemos con qué sacar una puta foto. Dejamos, pues, el austrocelular cargándose y salimos a desayunar a nuestra panadería. Para darle algo de tiempo al proceso cargatorio, sugiero que demos una vuelta por el rioba. Como todo París, de ensueño. En un quiosquito compro un encendedor y ella unos regalíez. De alguna manera, nos vemos sobre el boulevard. Lenoir y llegamos a la parada del 63 que -¡a recordarlo!- nos dejará proprio porprio en la Ile (con sombrerito) de la Cité, es decir,

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en Notre Dame. Estamos a tres o cuatro cuadras del telo, pero nadie sabe decirnos dónde queda el puto boulevard. Voltaire, ni siquiera los canas, Es como preguntar en Arenales y Paraná dónde queda Santa Fe y que nadie tenga ni idea. En fin… De paso, a mí me a habían advertido que, tras la reciente serie de atentados, París estaba erizada de canas, gendarmes, infantes de marina, zapadores de montaña, buzos tácticos y paracaidistas armados hasta los dientes. O tuvimos mala suerte o minga, porque, fuera de la torre Eiffel (esa sí protegida como una base gringa en Irak) y de Eurodisney, no hemos visto más uniformados que el cartero de esta mañana.

Escribo mientras se carga el celular y oigo a la ballenata dialogar por guatsap con una amiguita a las rotundas carcajadas. No es cosa nueva. Todos estos días, cada vez que hemos llegado al hotel y ella se ha sumido en las brumas de Netflix o dialogado virtualmente con alguna compañera, ha sido igual: risotadas tumultuosas que suelen degenerar en sísmicos ataques de tos. Yo no recuerdo haberme divertido tanto de chango. Sería porque no había wi-fi. A todo esto, el fono revela haberse cargado en un 61%, más, incluso, que la inflación pesadamente heredada y tan gallardamente combatida por Macri, de modo que ¡a la puta calle! Bueno -anuncio-; hago pis y nos vamos a la mierda, ¿Para...?. ¿Cómo que “para”? ¡A pasear!, Ah, zierto (así, sin un puto signo de exclamación). Esta niña evidentemente no ha nacido para turista.

Bueno. Esta vez salimos. Como République está cerrada por la manifestación de esta tarde contra la violencia policial (¡y yo me la voy a perder!, porque no es cuestión de arriesgar a mi porcinetta a que la cana francesa haga lo que siempre supo hacer la nuestra -y la chilena, y todas las demás-: repartir bombazos de gas lacrimógeno, balas de plomo y chorritos de agua, como, en efecto, hizo. En Buenos Aires, entre las cosas que se extraviaron durante la década perdida, estaban, precisamente, estos chiches: pensar que Valeria no ha visto jamás un carro de asalto de la Guardia de Infantería, un Cosaco con el sable impaciente, una Brigada Antidisturbos disfrazada de Darth Vader con sus máscaras de gas, un camión hidrante... Esta chica no sabe lo que es la vida, qué digo la vida: ¡la democracia! Menos mal que ahora las cosas vuelven a la normalidad). Como el tránsito desviado se apelmaza, optamos por la concesión del Metro y nos vamos para Cité. Bajar no más y verse frente a la Conciergerie y, encimita, la Saint Chapelle, es una experiencia sublime. Le explico a la ballenata que en la Conciergerie hacían su amansadora los guillotinaturi de la Revolución, como María Antonieta. ¿Quién era?, La reina de Francia, la esposa de Luis XVI que también perdió la cabeza, ¡Ah, la de loz pánez! Zí ya zé. Buscamos, claro, Notre Dame y, claro, la encontramos. Se conoce que le han pasado el plumero porque está blanquita. Pero Xoch encuentra que hay demasiada cola, así que chapamos por el costado a explorar negocios de la segunda mitad del s. XX. Tenemos hambre y nos compramos sendos hot dogs descomunales, yo con y la ballenata sin queso fundido. Frente la placita con la que se limpia el orto la Catedral, un trío de armónica, guitarra y bajo toca y canta blues que es una gloria. Nos sentamos sobre el muro a engullir y escuchar. La quelonia se niega a moverse. Pocas veces la he visto tan embelesada. En una de las pausas le paso unos euros para que los deje en el estuche de la guitarra, que funge de banco comercial. Cuando por fin resolvemos seguir, como diez o quince minutos más tarde, me acerco a los cosos y les digo, No es fácil conseguir que mi hija se quede sentada quince minutos: Yo no puedo niporputas. Seguimos, pues, hacia la Ile de St, Louis, que viene a ser el acoplado de la de la Cité. En la placita de marras, pero, hay un disco inclinado sobre el que los niños giran a velocidades siderales. ¿Dezpuez podémoz venir a ezte juego?, ¡Es tu viaje, petiza! Sobre el puente, un pianista toca, como es natural, el piano; solo que es un piano vertical dendeveras que vaya uno a saber cómo se lo trajo y cómo se lo va a llevar. Me quedan dos euros de cambio, que prefiero dar al matrimonio, seguramente gitano

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bosnio, que pide limosna armado de un bebé. Porciertamente, es impresionante la cantidad de mendigos y menesterosos que duermen en cualquier parte a cualquier hora protegidos como sea del invierno europeo. En eso, París también se parece, y mucho, a Buenos Aires. Otra cosa en la que la semeja es la omnipresencia de las calesitas, excepto que las de acá son más psicodélicas, algunas protegidas de la inclemencia por un cerco de vidrio... Parece mentira: ¡Somos Tercer Mundo hasta en eso!

Mi propedéutica pedagógica sigue sin poder competir con la Asociación de Mercachifles. ¿Puedo entrar a ver?, El viaje es tuyo, chiquita; podés hacer lo que se te dé la gana, ¡Gráziaz, papi! La escena viene repitiéndose y seguirá eternamente. Compramos un regalo para Eli, le compro un helado a cambio de los macaronz que quedarán para mañana y, lo prometido es deuda, retornamos a la placita. Dos o tres párvulos giran sobre el plato y mi quelonia no se anima a irrumpir. Esperamos como diez minutos hasta que tomo cartas en el asunto, me acerco al piberío y pregunto si puede subirse mi hija. Por supuesto que le hacen lugar. Y por supuesto que yo entro a hacer girar el plato como si fuera un disco de 78 rpm (¿recordates, gerontes?). Alguna madre pone cara de angustia, pero el jolgorio de la purretada no admite afanes colaterales. Se van acercando, tímidamente, los demás críos que, como Xoch, esperaban su turno. ¿Quieren subir? ¡Miren que yo empujo fuerte! Ya no cabe un astronauta más y estoy exhausto. Otro padre me sustituye mientras me siento a mirar entre mis fumaradas. Xoch grita, ríe, pretende girar sobre sí misma pero su propio peso se lo impide. ¡Ayúdame a zacarme el abrigo que tengo mucho calor! Es menester aguardar que el plato volador se detenga. En cierto momento se baja y se pone ella a hacer girar el disco con su físico de Walkiria argenaustromex (o, según prefiere ella, argeneuromex, que le resulta más eufónico). Empiezan, los porrazos. Los gurises van saliendo despedidos como escupida de trompetista, caen de cabeza o culo o espaldas sobre el pavimento, y antes de que las madres puedan acudir con los primeros auxilios en un ulular de sirenas, los botijas ya se han vuelto a subir y no quieren saber nada de precauciones contra la fuerza centrípeta (que resulta que no existe, porque es mera inercia). Hago migas con un matrimonio, él ítaloturco, ella inglesa, y cuatro gamines de entre dos y doce años. La de como diez se cae de sabiola que pareciera que no habrá más remedio que reparar el pavimento, pero nada. La madre la acaricia y palpa con solícita preocupación, pero la piba no ve el momento de soltarse y volver al disco. Xoch, a todo esto, sigue empujando entusiasmada. ¿Querés que nos quedemos?, ¡Zí, me divierte mucho empujar! Y así otra media hora tras la cual concluye nuestra visita a una de las joyas de la arquitectura universal, erigida entre 1163 y 1272 para recogimiento, solaz y pasmo de las generaciones futuras... menos esta.

Caminamos hasta el Metro y llegamos al hotel. ¡Y solo entonces caigo en cuenta de que no nos vamos mañana, sino pasado! Verifico, por si las moscas, comprobante de pasaje y de pago del hotel, consulto el almanaque de todos los telefoninos y, por fin tranquilizado, nuevamente he de salir “a por” las viandas: jamón serrano, un Camembert, jugo, medio kilo de lichís y una botellita de Lipton. Tras el pícnic, como era de prever, ¡Cuento! Pero ezta vez que no zea de cózaz que pazaron.

Así que tuve que improvisar como en los viejos tiempos. Jito, Frigerio, Faustino, Puco, Puquito, la Tía Grande y hasta la perrita Litsy hacen su triunfal aparición y llevan a la niñita buena, inteligente, bella y un poco hincha pelotas por un recorrido de los sueños que recuerdo (vide “Las (casi) Mil y Una Noches”): el carnaval de Gualeguaychú, el viaje en tren a los planetas, el vuelo en alfombra mágica, la visita al país donde todas las cosas eran diferentes pero se llamaban igual (uno se sienta a la mesa en una mesa y pide una mesa de mesa con mesas, etc.) y al de las cosas raras (la pelota cuadrada, la mesa inclinada, etc.). Yo creí que iba lo más bien, pero, Yo quiero

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pazar todo el día con élloz. Por suerte, esta última voluntad fue, en efecto la última antes de los ronquidos de bucanero borracho.

Domingo 19

La dejo dormir hasta pasadas las once (yo tecleo pamplinas desde las nueve). Ha dormido doce horas o casi. Aun así, despertarla es cosa dura. Terminamos partiendo más allá del mediodía para descubrir que nuestra panadería está cerrada. Desayunamos nuestros croissants y pains au chocolat dos per cápita porque “zon pequeñítoz”) y tomamos el Metro al Louvre.

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LA GRAN ESTAFA DEL LUBRE

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Primero, resulta que la entrada es una pirámide trucha, no como las de Egicto, aunque, la verdá la verdá mejor, porque, aparte de ser transparente que se puede ver lo de adentro, es más manejable y no hace tanta calor. Pero adentro es un desastre. Todas las estuatuas están rotas: a la que no le falta un brazo, le falta el otro, a esta la gamba derecha, a aquella la izquierda, cuando no directamente la sabiola. Las que están paradas tienen todas clavado un tronco de árbol mocho, como si el modelo habría tenido fiaca y el escultor no habría tenido las bolas de decirle, ¡Correte, boludo! Ah, y de narices, ¡ni una!; porque todas las caras que hay tienen la ñata a lo Fidel Castro, oséase como si les hubieran dado un sartenazo en plena facha. Hay una enorme arriba de una escalera que después se abre de una mina con alas como de ñandú, parada en algo que no se entiende bien qué es pero parece una balsa idéntica a la que tenemos nosotros en el edificio Estrogamou, salvo que la nuestra es de fierro, no de piedra, y el cartelito pretende hacer creer a la gilada que se llama Victoria Semigracia las pelotas: si no tiene cabeza, ¿cómo hacen para reconocerla? ¡Vamos! Uno va esquivando montones de chinos que miran todo como si nunca habrían visto una estuatua en su puta vida. Muchos se ve que son cirujanos porque se olvidaron de sacarse el antifaz para la jeta y respiran como Darth Vader. Lo más mejor, porque esas si están prácticamente como salidas de fábrica, son unas carótidas a las que les pusieron un puente sobre la cucuzza. Hay un coso de nombre Alejandro que le han dado un hachazo que le dejó medio cráneo con su correspondiente oreja y tres cuartas partes del tórax y andá a cantarle a Gardel. Si yo tendría algo tan roto en casa, lo mandaba arreglar, o, quién sabe, lo tiraba a la mierda. Después como mil pelotudos junando una mina medio torcida doblemente manca que no tiene cómo evitar que se le caiga la enagua menos mal que es de piedra que en la Argentina se usa para vender leche en polvo. Mi purreta quiere ahora ver las momias egiccias, que ni se ven porque las tienen en unos cajones torcidos y mal pintados. ¡Vámonos a la mierda! -le digo; pero a ella se pone a junar una lápida con unos dibujitos que a ella misma le salían mejor la primera vez que chapó un crayón y debajo escrito seguramente en chino porque los chinos leían embobados. El local, las cosas como son, muy piola, con un montón de salones con columnas y techos pintados muy parecido al Círculo Militar pero bastante más exagerado. Los chinos mirando todos para arriba que no sé cómo no se amasijaban de la tortícolis. ¿Qué, en su país no hay techos pintados? -me dan ganas de preguntarles-: ¿Por qué no vienen a Buenos Aires a ver las Galerías Pacífico y nos dejan algo de tela allá que mal no nos viene? Pero me aguanto. Yo, la verdá, no tengo nada contra los chinos, salvo que son montones, pero ¿por qué no les ponen la piedrita en su país y que no jodan tanto por aquí? Esto, attenti, no es más que empezar, porque la enana se pone a seguir unas flechitas para ver una mona lisa que ni que estuviera persiguiendo un pokemón. Y entonces pasamos por un pasillo como de veinte metros de ancho que las paredes parecen sobres cargados de estampillas de tipos de camisón con cara de pánfilos y sombrero como un arco iris mirando a una percanta con cara de no haberse echado un polvo en su vida que le sonríe a un bebito más feo que Sarmiento y nos metemos un una sala donde, al fondo, hay un cuadrito tapado con un vidrio que uno no puede acercarse ni diez metros pero que yo reconozco como la mina de la tapa del dulce de membrillo y que no es demasiado mona que digamos pero sí lisa, si está pintada en un cuadro ¡qué gracia! Todos los chinos embobados sacando selfis totalmente al pedo porque la naifa ni se va a ver, seguro que nada más para mandarse la parte de que estuvieron. Yo me aburro de no ver un sorete y entro a fijarme en los otros afiches. Hay uno inmenso, Las nueces de la cana, de un tal Pablo Caliari que le pregunté a todo el mundo quién mierda era y nadie supo decirme y que nadie venga a decirme, ¡Cómo, Pablito Caliari, el pintor! porque yo seré tarado pero no boludo. Una cosa tamaño cancha de fóbal colgada de una pared, con más gente que

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una manifestación, casi todos mirando al fotógrafo, aunque más de un boludo salió junando para el costado. ¡Vámonos a la mierda! -vuelvo decir y, por suerte, la gurisa acepta.

Como suele sucederme en estos lances, me estoy meando. Dejo a la quelonita en una tienda junando chiches tan inútiles como caros y salgo en busca de un pissoir. Preguntando me mandan al culo del mundo y cuando vuelvo no puedo encontrar el lugar donde la dejé. Era aquí, frente a la pirámide. No quiero alejarme demasiado por si a ella se le ocurre salir a buscarme. Pasan los minutos como en el estacionamiento de Disneyworld y empiezo a desesperar. Sé que no hay forma de que se pierda, pero debe de estar entrándole un cagazo tremendo, que yo siento percutirme cada célula. Para peor, no se ve un puto guardia. Doy finalmente con uno que me manda a otro que me lleva con una señora que me pregunta si estoy seguro de que estoy donde tengo que estar, ¡Sí, al lado de la pirámi...! ¡Pero si esta pirámide está al revés! ¿La acaban de dar vuelta o hay otra? La mina me lleva por un pasillo, yo mirando desesperadamente a los costados, De pronto, se queda atrás. Ya la voy a recagar a puteadas que me dice, ¿No es esta? La palmípeda me ha visto pasar y ha salido a buscarme. ¡Chiquita, mía! Perdoname, me perdí como un boludo, ¿te asustase mucho?, No, zolo me preocupé un poquito, Bueno, vamos, No todavía no terminé de ver todo. La señora no puede creer el espectáculo surrealista. Ya saliendo veo el anuncio de la exposición de Vermeer, con Rembrandt y Magritte, mi pintor favorito. Menos mal; porque hubiera querido ir y Xoch habría caminado más y se habría aburrido.

Salimos en busca de los prometidos macaronz, no hay nada abierto salvo los cafés y restoranes. Elegimos uno, donde engulle una cheesecake con jugo de manzana y yo me limito a una cerveza porque se me ha cortado completamente el hambre. ¿Querés que tomemos el mismo metro que cuando llegamos y te despedís de la torre Eiffel?, Eztoy muy canzada, ¡Pero no vas a volverla a ver hasta tu próximo viaje!, Bueno, como tú dígaz. No bien salimos del café, me pregunta, Papi, ¿te quedan monédaz?, ¿Por?, y me señala a una familia arropada contra una pared de la calle lateral. Le doy mis últimos dos euros y seguimos. Poco más adelante, otra señora, rodeada de bártulos infames, colorea un libro de modas para chicos, pero ya no tengo más monedas. Tomamos el Metro 1 las cinco estaciones hasta Charles de Gaulle-Étoile, que aprovecha para dormitar. Luego el 6. Dormí que yo te despierto cuando crucemos el Sena. Cuatro estaciones después la torre nos decía adiós a medida que se iba escondiendo tras la línea de edificios del boulevard. Grenelle. Tengo gánaz de hazer piz -anuncia mi gliptodontica. ¿Te aguantás hasta el hotel o querés que bajemos y vas a un bar?, Me aguanto. Y se aguanta nomás heroicamente. Ahora (19:00) está por ver si quiere salir a comer su primera comida caliente autosufragada o prefiere quedarse a un nuevo pícnic sobre el acolchado.

Quiere, pero antes a preparar mochila, mochilita y maleta, lo que toma un santiamén. En el hotel nos recomiendan un boliche que, por ser domingo, está cerrado, de suerte que nos sentamos en el restorán de la esquina. ¡Mal hecho! El pollo de la porcinetta, lo más bien, pero dos de mis escargots sin inquilino. Me dan tres más en desagravio, pero es evidente que los caparazones vienen por un lado y los bichos por el otro. La cosa empeora con el maigret de canard, que llega gélido. Pido que me lo calienten un poco y viene el chef en persona a advertirme que, en ese caso, se va a pasar un tanto la cocción... un tanto demasiado, lástima: única y última comida en París y resulta que una cagada.

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Lunes 20

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Por suerte, se me ocurre corroborar que me han reservado lugar en el servicio al aeropuerto, porque resulta que la muchachita de esta mañana -monísima, por cierto- se había olvidado. Hay, pues, que levantarse más temprano. Es decir, a las siete y media de la madrugada, porque nos han prevenido que, las cosas como están, conviene constituirse en el aeropuerto tres horas antes. Una vez despierta la estegosaurica, es simplemente cuestión de tomar el Metro 5 cuatro estaciones hasta Gare du Nord y de ahí el RER (que viene a ser la red de trenes suburbanos que se cruzan por debajo de París, como si en Buenos Aires fuera posible viajar, digamos, de Pilar a Cañuelas directamente o con una combinación, pongamos, bajo el obelisco) a Charles de Gaulle. La porcinetta tendrá varias oportunidades de sorprenderme con su agudo sentido de observación, empezando en la boca misma del subte: ¡Ay, papi, me duele la panza de tanta hambre que tengo y aquí en el metro no hay máquinaz que vendan nada!, ¿Cómo sabés?, Porque me fijé, Bueno, si podemos, en la estación del tren compramos algo. Pero al llegar a GdN la cosa se pone brava, porque salimos a un inmenso vestíbulo siempre subterráneo con indicaciones por todos lados para todas partes. Yo me quedo como un boludo mirando la constelación de pantallas. ¿Para dónde mierda vamos?, ¡Ahí, papi: ahí está el dibujito: Aéroport!, Sí, ¿pero de dónde mierda sale?, ¡Allí, papi; allí dize otra vez Aéroport! Bajamos al andén... 43 (¡sipi, 43!, lo cual no necesariamente ha de significar que los haiga, porque en una de esas la numeración no es continua, como que estos andenes, por ejemplo, son subterráneos, mientras que los trenes de larga distancia parten de arriba). No bien salimos de la escalera mecánica, mi vástaga prorrumpe en un, ¡Allá hay máquinaz, papi!, ¿Qué querés?, Zníckerz, ¿Dónde los ves?, ¡Aquí, papi: número 34 y 35, te dan doz por doz éuroz! No quiero arruinarle la expresión de deleite reprochándole que nos ha hecho perder el tren, total, tenemos tiempo de sobra. Poco importa, pero, porque no han pasado cinco minutos que llega el siguiente. A las nueve salimos a la superficie. Nueva desorientación, debida esta vez más a la ausencia que a la abundancia de indicios... y de vigilancia, ¿No era que había que aparecer con tres horas de antelación? Vemos a un solitario señor de cara de aburrido y gafete y le pedimos orientación. Nos pregunta que adónde vamos, le decimos que a Viena, nos pregunta que si eso es en Austria, le decimos que sí, se fija en un panel conocido solo por los iniciados y nos dice que es en la Terminal 2F, lo que se revelará cierto, pero nos manda para la mierda. Otro nos encamina bien. Hay que tomar el trencito a la terminal 2 y ahí ver. La Terminal 2F viene, como era de temer, después de la A, la B, la C, la D y la E, vale decir casi a sendas cuadras de donde nos deja el trencito. De camino, la brontosauriña exclama, ¡Macaronz!, Después; ahora al embarque. En llegando al sector 2F, las pantallas me explican que hemos de buscar F6, que viene, como era previsible, tras F1, 2, 3, 4 y 5. En llegando, una señora nos dice que estos mostradores son para vuelos de larga distancia, se fija en una de las pantallas y especifica: Mostrador 21, que viene, fácil es imaginarlo, después de los otros 20. Cuando estamos a punto de ponernos en la cola (que, misteriosamente, consta de una persona más), otra señora nos explica que primero hay que sacar las tarjetas de embarque de cualquiera de esas máquinas. La robota nos pide que escaneemos los pasaportes y ¡bingo! Ahora, el recibo de equipaje: ¿Cuántas piezas a 35 euros por bulto? Uno. Elija medio de pago. MasterCard. Métala en la ranurita si es tan amable. Tarjeta desconocida, pago rechazado, lo sentimos Xóchitl Viaggio. Vuelvo a probar y nada. La señora acude en nuestro auxilio. Ahora sí la robota me va a cobrar a mí. Inserte, m´hijo, la puta tarjetita. Ahí va. Y ahora marque el código. Solo que las tarjetas austriacas (al menos la mía) no lo tienen. ¿Puedo pagar en efectivo?, Sí, pero en el banco, que queda ahí nomás; pero venga conmigo que le hago despachar el equipaje y después paga. Nos hace pasar por una puertita y le explica a otra señora nuestras cuitas. Esta nos toma los

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pasaportes y me dice, A ver, deme la tarjeta. La escanea y ¡bingo! Aquí tiene, y fíjese que es la puerta F21 y después del control de seguridad tiene que bajar. La verdad, que gran amabilidad y eficiencia.

Und jetzt, die Makaronen! El lugar es sospechosamente mono, o sea, previsiblemente caro. Si en Rambouillet y París los como alfajorcitos costaban 1,40 cada uno, aquí te asestan 17,10 la cajita de seis. La señorita encargada del timo, eso sí, preciosa. Como también tienen croissants y café, desayunamos ahicito mismo, total, viniendo en tren nos ahorramos casi veinte euros. Entre los seis macarons, el jugo de naranja, el espresso y el cruasán, pero, euros 30,10; con propina, 33 = 36 dólares. Ahora al control de pasaportes y los escáneres. Por suerte, no hay casi nadie, de modo que todo el trámite no dura ni cinco minutos. Bajamos al salón de embarque con dos horas largas de amansadora que a mí se me pasan volando en teclear pamplinas. Tanto, que solo me apiolo de que estamos por embarcar cuando la cola me pasa por las narices. Coincidimos con dos chicas argentinas tan despampanantes como seguramente bacanas a las que doy algunos consejos para Viena, que es todo lo que a mis años puedo darles que no sea lástima. El vuelo también se pasa, bueno, volando. A las 14:30 tocamos tierra y antes de las cuatro estamos en Morzinplatz, donde saco de mi niña una foto con el puño en alto frente al modestísimo monumento a las víctimas del fascismo erigido ahicito mismo, precisamente en donde quedaba el cuartel general de la Gestapo. Hace casi primavera: nueve grados con sol sin cortapisas. Cinco cuadras después, ya en casa, al tiempo que mi heredera se enfrasca en su telefonino, desfago mochila, mochilita y maleta, pongo a lavar la ropa blanca y salgo a hacer las compras para la semana. De regreso, una vez centrifugada la primera carga, y mientras Xoch, ¡Xoch!... ¡XOCH!... ¡XOOOOOOCH!, ¿Qué? se ocupa de tenderla, meto la de color. Como a las siete ¡Xoch!... ¡XOCH!... ¡XOOOOOOCH!, ¿Qué? nos comemos unos filetes de pescado al horno con papas hervidas a las que yo me añado mi sempiterno menjunje de cebolla y ajo.

Hace horas que se ha secado la ropa y que la porcinetta despilfarra sus ronquiditos de bucanero borracho. Yo no he logrado -ni querido, en verdad- dormirme y, mientras por la tele han pasado el “Oberto, conte di San Bonifacio” con el que Verdi debutó como operista y ahora el “Enrique V” de Shakespeare en la formidable versión de Kenneth Brannagh, tecleo estas pamplinas.

Martes 21

El telefonino me despierta a las ocho y diez de la madrugada, tras menos de tres horas de reposo. El tipo que me maneja la poca guita que seguí ahorrando en Austria estos tres años me llama para ver qué me había pasado, porque teníamos cita a las ocho. Menos mal que me queda a ocho minutos a pie. Dejo a la porcinetta plácidamente apoliyada, pues, y voy a mi cita, hago algunas compras y regreso como a las nueve y media con los cruasanes. No tiene sentido despertarla: llueve. Cerca de las once va abriendo los ojos de a medio por vez. El tiempo está feísimo, ¿Querés hacer algo en especial o preferís quedarte en casa descansando?, Me quedo. No acabamos de almorzar nuestra pasta que cae Pablo a buscar un sobre que le había llegado y nos vamos los dos a la ONU, yo al banco. Xoch vuelve a quedarse sola sin problema alguno. Vuelvo como a las tres y me siento a la computadora mientras ella se sumerge en su planeta virtual. Como a las cinco, me dice: Eztoy aburrida, ¿Querés salir a pasear?, Zí; llévame a eza tienda que te dije que me guztaba mucho, ¿...?, Eza que eztá en una callezita frente a un reztorán que tú me dijizte que era muy famozo. ¡La capacidad de observación y memoria que tiene para algunas cosas! Nos vestimos y salimos a una Viena crepuscular que se va secando

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los hombros mojados por la lluvia de la tarde. Desde hace días que me dice que tiene piojitos, pero que se los va a sacar Romi en Buenos Aires. Yo he insistido en comprarle alguna poción mágica aunque sea en una veterinaria, pero ella, ¡No, pa; tu no zabríaz por dónde empezar!, ¿Y no podés hacer nada sola?, ¡No, pa; ya te dije mil vézez! Pero anoche la cosa pasó de castaño oscuro y esta tarde comenzó a quejarse amargamente. Llamo a Heide, que me promete averiguar mañana con su farmacéutico de confianza. Yo resuelvo adelantarme al destino y, tras visitar dos tiendas y comprar chucherías en la segunda, me la llevo a una farmacia de turno (son pasadas las seis), me hago recomendar un ungüento de Pacha Mama diz que muy eficaz y, de paso cañazo, gotas para la alergia que a veces le ataca los ojos. De regreso, la fauna capilar la suplicia. Se da la ducha con el filtro mágico mientras yo preparo los Nuggets al horno con papas, cebolla y ajo, y sale llorando, ¡Todavía me pica mucho!, ¿Cómo, en te hizo efecto?, ¡Nooooooooo!, Bueno, a ver las instrucciones (yo, claro, siempre con el periódico de ayer). Resulta que haya que aplicarlo y masajear a fondo el cuero cabelludo, dejarlo lo una hora y entonces enjuagar y laverse la cabeza con champú normal. ¡Pero yo zola no puedo!, Te masajeo yo, Pero ahora tengo el pelo mojado, Bueno, cenamos y cuando se te seque te masajeo. No termino de decirlo que anuncia, Ya me pica mucho ménoz. Y se sube a la cama, chapa una servilleta de papel y un peinecito como para Barbie, y entra prácticamente a desfoliarse la sabiola. La minuciosa operación -que yo me ingenio para no “visualizar”- dura como media hora, al cabo de la cual parece que el exterminio ha sido total. Ver (metafóricamente, claro) para creer. La idea es que mañana la levanto a las nueve de modo que, para las once, cuando ya sea hora de ponerse en camino al consulado, el procedimiento quede concluido.

Miércoles 22

Día simplemente milagroso: ¡Xoch se ha despertado y levantado en su propia moto a las ocho de la madrugada! ¡Antes que yo! Que seguí dormitando como hasta las diez. Entretanto, la paquidermuela se masajeó el bocho, desayunó su banana con nutella y se enfrascó en los arcanos de su telefonino. Yo me duché y puse la cafetera a cumplir con sus funciones y el pan a tostar. Endemientras, zapiando, di con una genial representación de “La Scala di Seta”, de Rossini. Amarcord la primera vez que la vi, por la Ópera de Cámara del Colón y lo enormemente que me gustó; sobre todo de la obertura, de la que no me olvidé nunca. Como treinta años después volví a verla en Ginebra. En esta versión, el continuo que acompaña los recitativos es un piano, no un clave, y, aparte del timbre inusualmente moderno (para nosotros, porque en esa época el clave y ni se usaba), el acompañamiento tiente tintes casi jazzísticos. Muy interesante. Pero prefiero l´uso antico, qué le voy a hacer.

Por la Rotenturmstrasse, que en llegando a San Esteban será la Kärtner, es decir, la Florida de estos pagos, como sobre los puentes y las demás calles, mendigos en actitud suplicante que no suplican nada, porque pueden mendigar, pero no perturbar a los transeúntes. Me recuerdan los restos de humanidad de Addis Abeba (vide “Crónicas adisababosas”). Estos no son aquellos, ni como aquellos ni mucho menos tantos como aquellos, hombres ya de proyectos animales, al decir de Nicolás Guillén. Estos son del Primer Mundo, indigentes de lujo, muertos de hambre pero de alimentos ricos en proteínas y sabores exquisitos, pobres que, al lado de aquellos, son ricos. Solo que no están al lado de aquellos ni les serviría de mayor consuelo comparárseles. A las doce en punto tocamos el timbre en el consulado. El trámite para cambiar de domicilio es trabajoso: ahora te sacan la foto, te toman las impresiones digitales... Bueno, que mientras escanean el viejo DNI y demás deudos tenemos que ir al banco que queda en

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Michaelerplatz, frente a la imperial Hoffburg, ruinas romanas mediante, en el tan polémico en su tiempo edificio de Adolf Loos. Cuando llegué pensé que me había equivocado. Se ingresa en un enorme vestíbulo tipo art nouveau, todo forrado de madera noble. La impresión es de que estoy en una tienda de lujo (lo estoy), salvo que a la derecha están las dos solitarias ventanillas del Reiffeisen Bank. Dos ventanillas, una señora, dos clientes antes de nosotros, cuarenta minutos (claro, ambos tenían trámites complicados, pero igual). De vuelta al consulado, nuestra parada en Demel, donde repetimos el menú de la primera vez. Entregamos el recibo, y a Claire, donde, si ayer daban tres artículos por el precio de dos, hoy son seis por tres. Estallido jolgorístico de la porcinetta, claro. Después a Pearle, a ver si los anteojos que ordené en diciembre y recogí antes de partir para Londres no son truchos, porque veo muy mal. No lo son, pero se me ha disparado el astigmatismo. En fin.

Breve parada en casa antes de piantarnos para Kagrán. Entonces, descubro que me he dejado la Mastercard en Pearle, de donde me paso una cuadra enviando un mensaje por guatsap. Ambas cosas providenciales, porque un afiche me entera de que el viernes, en la sala de conciertos de los Párvulos Cantores, dan un espectáculo infantil con música de Haydn. Reservo las entradas, me acuerdo de no olvidarme del telefonino y pongo a secar la ropa, y, ahora sí, a Kagrán. Xoch disfruta el viento casi huracanado al que ofrece su faz extasiada como Kate Winslet en la proa del Titanic. En el metro me entra a joder con un peluchito, ¿Y eso qué mierda es?, Un bebé unicornio, ¡Qué interesante! ¿Y para qué mierda sirve?, Para zer bonito... Y para conzeder tuz dezéos, ¿Y vos, aparte de gastar plata, qué deseos tenés?, No zé... ¿la paz mundial? ¡Mi porcinetta, carajo!

A la entrada del shopping hay un par de muchachos y chicas que reparten volantes de propaganda de restoranes o cosas por el estilo. Algo más atrás una muchacha se me acerca con una alcancía y no le doy pelota. Pero dos pasos más adelante me intercepta otra, de chador -como las terroristas- que me dice algo que mi alemán alcanza a digerir: Hilfen Sie unserem Kampf -en cristiano, colabore con nuestra lucha- y alcanzo a ver el encabezamiento del volante que me entrega: Aktionstag gegen Razismus – für Menschlichkeit, Día de lucha contra el racismo y por la humanidad. Será el 18 de marzo, cuando esté volando a Buenos Aires tras haberme separado de mi cinghialina. Deslizo por la ranura el cambio que tengo. Ella me dice cosas en alemán que no me detengo a comprender: me da vergüenza no estar allí, allí el 18 de marzo o allí frente a Kagrán con una alcancía. Me da vergüenza el combate de los otros. ¿Qué te dijo, papi?, Me pidió dinero para luchar contra el racismo. Es todo, hijita; es todo lo que necesitás entender.

En Kagrán me compro un par de zapatillas para trotar y mantenerme joven (las que adquirí en Berlín el año pasado no dan más) y, milagro entre milagros, consigo encendedores para pipas baratos. Necesito uno para mí y otro para mi gomía y acólito angloferrotabacal José. El más tecnológicamente avanzado cuesta ocho euros, pero solo queda uno, así que a José le compro uno menos ambicioso, pero me prometo no cejar hasta conseguirle el que merece. Xoch, desde luego, no deja negocio sin explorar; en uno se compra unos hilos y otras cosas para bordar vaya Dios a saber qué, en otro vaya Dios a saber qué chucherías, en otros, por suerte, nada. Yo la espero siempre sentado por ahí, mientras ella desaparece y vuelve a aparecer. Lo que me guzta cuezta doze éuroz... Carita de ángel recién caído del cielo, ¿Me págaz la mitad?, o, Nezezito cuatro éuroz. Y me trae sesenta centavos de vuelto. Yo le miro la estela zigzagueante de cometa en una galaxia de escaparates y me digo, Este viaje es para ti, mi ya no tan y nunca más pequeña; navega a tus anchas, aprenda a estirar y dominar tus alas, bebe hasta el último sorbo, porque habrá -espero- otros, pero no serán como este, como no

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serán como este los otros que me queden en lo que me queda de destino. Como te diré esta noche, cuando regresemos de casa de Teresa, ya no voy a poder caminar igual que antes por Viena ni por Londres o París: ya no voy a poder conjurar tu fantasma de niñita alborotada a mi zaga, a mi vera o adelante; ya tengo para siempre teñidos de tu infancia fugaz todos los recuerdos que me esperan.

Regresamos cargados de mis zapatillas y encendedores y baratijas, perdemos un par de horas, yo ordenando, mirando de reojo la televisión, revisando el correo, anotando cosas que anotar y ella en su universo virtual. A las ocho y media nos ponemos en marcha. Cenamos con Teresa y Marcelino, y su hija Aitana y su novio Eduardo. Teresa (que ha venido leyendo estas crónicas y sabe con qué bueyes ara, le ha comprado unos marcadores o lápices o, en fin, cosas para hacer cosas). Marcelino, que es un cocinero de aquellos, ha condescendido a preparar un piscolabis que no arredre a mi vástaga (Teresa le ha precavido de con qué bueyes tendrá que arar). Para mi casi desfallecimiento, Xoch se come un calamar relleno de carne y luego la mitad de otro, y dos trozos de una tortilla de papas celestial pero que no cuenta como hazaña, varias piezas de un adobo de pollo con salsa, puré de papas y papas propiamente dichas, y dos o tres porciones de un flan de chocolate exquisito que en Buenos Aires jamás se habría dignado a llevarse a los labios. Con Teresa, para variar, nos ponemos a charlar el trabajo -lo que queda de él-, de los colegas simpáticos, de los otros, de los buenos, de los otros, de los días de gloria y esplendor. Marcelino evoca los tres años que pasaron en Estocolmo y de cuánto los suecos viven y dejan vivir sin entreverarse, del cuidado fenomenal que tienen por los niños, Yo, al principio, llevaba a Aitana a la escuela, pero me tenía que subir a otro vagón del metro, porque a ella le daba vergüenza que la acompañara. Y luego vi que el metro la dejaba delante de la parada del autobús, y que el policía la acompañaba a ella y a los demás chavales y ya no fui nunca más, pero no quise decirle a la madre, de modo que me quedaba dando vuelas por ahí, muerto de frío para que no sospechara nada. Una vez estábamos en el supermercado y esta, que era pequeñita, cogió una manzana y la mordió. Cuando llegamos a la caja, le armé tamaño follón y quise pagar la manzana mordida. Entonces la cajera me armó un follón aún peor a mí y se la regaló. Otra vez, en una juguetería enorme, como de seis pisos, vio una muñeca enorme, casi más grande que ella y la sacó de la caja. Yo, claro, le armé otro tamaño follón. He ahí que se parece un tío de chaqueta roja que empieza a armarme a mí un follón en sueco que no entiendo ni palabra. Yo que, ¡joder, si la voy a pagar, coño! Y el tío que me la arranca de las manos y se la da. Porque a los niños esta gente nunca les niega nada. Luego, cuando llega el momento de pagar, esta me dice, Ya no la quiero. Y no la llevamos. Narró dos o tres historias más, pero, de muestra... Por cierto, en Suecia han acogido cada vez más refugiados de todas partes y la tasa de criminalidad no deja de bajar desde 2005. Seguramente no han de ser refugiados paraguas, ni perucas, ni bolitas, porque esos, como sabemos, son de avería, igual que los negros, los nuestros, los villeros, los que no trabajan y solo salen de sus ranchos a cortar vías o cobrar inmerecidos subsidios. ¡Y yo tengo amigos, buenos amigos, buena gente, gente que haría cualquier cosa por mí o cualquier otro amigo, que se lo cree y lo dice con total convencimiento! ¿Que habrían hecho, queridos amigos queridos, durante la Kristallnacht? ¿Pensar, decir con total convencimiento que estos judíos chupasangres de mierda se lo merecían? O tal vez no, tal vez simplemente, Algo habrán hecho. Tiemblo de solo pensarlo.

La quelonia se ha levantado con permiso de Teresa mientras sobremeseamos. La atisbo dibujando afanosamente. Al rato, viene y le regala a mi amiga el oso apoyado en un árbol en medio de un bosque de colores. Ella es así, mi porcinetta; se acopla y desacopla, participa de mi mundo y lo abandona, pero siempre a mi lado. Adonde quiera

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que vaya, ella se prende... y se trae sus cosas de desprenderse. Fue así en San Salvador (vide las innúmeras crónicas en “Noticias de Vale y de Xóchitl”) y así siguió siendo desde entonces. Y es así esta última vez. Al rato, la veo que empiezan a cerrársele los ojos otrora grises, o acaso celestes o tal vez verdes que se quedaron castaños. ¿Querés que nos vayamos?, Como tú quiéraz. Nos ponemos los abrigos y caminamos por una Viena fantasmal. Me da mucho miedo, papi, No te puede pasar nada, hijita; primero porque estoy yo, pero, además, si no temiera que te perdieses, te dejaría volver sola: esta ciudad es así. (No, claro que no te dejaría... aunque yo sí volvía solo del centro a San Fernando... ¡Cómo han cambiado los tiempos, las cosas y la gente!).

Hace rato que hemos llegado. Ella volvió a ensimismarse en su cosmos virtual, pero ha terminado por quedarse dormida. Yo me acosté a su lado, sentí la tierna morcilla de su brazo sobre mi pecho y no pude menos que pensar en las vueltas que he tenido que dar para llegar aquí, junto a esta hija que hasta hace diez años ni pensaba tener. No voy a verte crecer todos los días, ni a estar cuando salgas para tu primera cita de amor, ni cuando una mañana regreses con sonrisa de mujer. Amarcord aquel nigeriano de los Servicios de Conferencias que había quedado ciego durante la guerra de Biafra (¿cómo te llamabas y cómo tu infaltable perro lazarillo?), que me relataba que no sabía cómo habían cambiado sus parientes ni sus amigos: Yo los recuerdo como eran la última vez que los vi, hace más de treinta años. ¿Me pasará lo mismo contigo, mi ya no tan y nunca más pequeña? ¿He de quedarme aferrado a tu recuerdo de cómo eres esta última vez que te veo? Vaya uno a saber: el destino tiene tantas sorpresas que ya nada puede sorprenderme.

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Jueves 23

Nuevo despertar en dilatadas etapas. Enresulta que, para que me den la guita, ahora necesito un TIN, o sea, Tax Identification Number, es decir, una clave fiscal. Un colega igual de pensionado onusiano que yo me dice que la dan en el acto en el Finanzamt, que viene a ser la AFIP austrohungárica, que, por suerte, queda aquictito nomás. Allí me constituyo como a las trece de la tarde para encontrarme con una turbamulta que ni en un clásico Boca-Ríver con entrada gratis. Trátase, ojcórs, de las sobras del Imperio que no pudieron colarse en la UE, tipo Serbia o Albania, o la mersada transmediterránea (de Túnez o Egipto para abajo), o de la marea mediooriental (sirios, curdos, turcos, palestinos), o de los indostanos que dieron origen a nuestra raza aria superior (pakistaníes, indios, bangladeshis), o de por el medio (iraníes, afganos), o de las tierras de Sandokan -o Sandokán, según la colección Robin Hood- (malayos, filipinos, indonesios). En suma, que estoy como en una asamblea de masas del Grupo de los 77 (que ahora son como 150, vale decir los del Tercer Mundo, los que no son ricos como los del Primero, ni pobretones, como los del ex Segundo, sino lisa y llanamente paupérrimos). Mujeres arropadas en milhojas de trapos, muchas con bebés en brazos o críos en “carriolas” o girando en su torno como pequeños planetas sin órbita definida, hombres hirsutos, de renegridas barbas irregulares o incipientes y gorritos de variada ontología. Yo soy el único latino, el único blanco y, de paso, el único con pipa. Cuando, al cabo del primer cuarto de hora, me atiende la señorita de la mesa de entradas, me dice que, en vista de que soy blanco, pensionado de la ONU, ex Jefe de Intérpretes, Profesor Honorario de la Universidad de Vic y Doctor Hono(ra)ris causa de la Universidad de Bath, saque un numerito, que resulta ser el 1632. Eso en sí no dice nada, de suerte que me fijo por qué numerito van y resulta ser el 1569. Como los mostradores son ocho, resuelvo quedarme. Una pipa más tarde (fumada al metro y medio acera afuera, como lo exige el cartelito), han pasado los primeros sesenta agraciados. Como no tengo señal, llamo a casa y me respondo a mí mismo, porque la porcinetta, seguramente presa de sus audífonos, no se da por enterada. Ya son las dos y se me debe de estar muriendo de inanición. Vuelvo al hogar, le caliento una pasta y retorno con mis compañeros terciomundiales. Ya van por el 1580. Salgo a dar unas pitadas entonando mentalmente “Barrio de tango”, vuelvo a entrar, salgo otra vez, canto “El ciruja”, controlo una vez más la pantallita, y así todo el repertorio conocido hasta que llegamos al 1610. Ahí renuncio al vicio y me quedo mirando como un pelotudo el lento avance de la numeración. Cuando me toca, el trámite dura exactamente dos minutos: treinta segundos de tecleo en la computadora y noventa de mi alemán. Y así salgo, ufano de mi reciente legitimidad fiscal, a las quince de la tarde.

A vestirse y a la ONU, a buscar el formulario que tengo que firmar, ahora que tengo el numerito de contribuyente las pelotas porque la pensión onusiana no es gravable, y a Kagrán, a que me den el Tax Free (porque el forro del vendedor no quiso darme el formulario si no le mostraba el pasaporte) de mis zapatillas y adquirir un disco duro, un par de pendráis y un MP3 para correr menos solo. Pero antes, merendar una “dona” y un licuado de naranja, coco, mango y fruta de la pasión no más a la entrada del shopping. Salidos de Saturn, la cinghialina aprovecha para explorar varios negocios y comprarse unas uñítaz en Claire. Yo estoy como quien dice exhausto y me quedo dormido en una poltrona. Me despierta y retornamos al redil. Preparo unos bastoncitos de pescado al horno y a las nueve, previsor Alplax interpósito, me zambullo en el lecho y, por primera vez en no sé cuántos días, duermo como un lirón como diez u once horas.

Viernes 24

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Me levanto a las nueve y dejo que Xoch se despierte cuando su mecanismo interior lo decida, que viene a ser tipo las once. Bruncheamos unos huevos con prosicutto y pan tostado sobre el radiador (ingenioso truco que aprendí de mi hija en estos días) y salgo a escanear el formulario con el numerito, comprar jugo y, si consigo, un encendedor digno de la pipa de José. Vana empresa, pero. De camino, en Schwedenplatz, ignorado por los ambulantes de este mundo, un pibe de veintiuno o veintidós años, inmóvil, de rodillas, las manos unidas en súplica, con expresión de incurable tristeza, silencioso y aterido espera un futuro menos siniestro a la orilla del vaso de cartón en que no llegan a brillar cinco o seis monedas que no han de sumar dos euros. No es, como he apuntado, el único, ni tal vez el más menesteroso, pero sí el primero que veo sufrir el invierno en cada hueso. ¿De dónde viene y cómo ha llegado a este metro cuadrado del planeta para terminar cuándo, dónde y de qué manera? Impasible y de reluciente smoking, el croupier implacable del capitalismo va retirando las -cada vez más- fichas de los -cada vez más- perdedores y amontonándolas -cada vez más- frente a las panzas saciadas y las siluetas enjoyadas de los ganadores, que ellos sí, son cada vez menos. Y luego viene el carpintero despiadado a hendir la cuña entrambos, para que el cada vez el más abismal abismo resulte cada vez más imposible de salvar. ¡Dale, nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo´ a encontrar!, profetizaba Discepolín. Sipi, pero no llegaremos igual de mimados, y habrá más de uno que tenga para sobornar a Lucifer.

Acaba de llamar Heide, que nos espera en su casa, siete u ocho cuadras de aquí, para ir juntos con ella y su nieta Athina al concierto de Haydn. La brontosauruela pide unos minutos de gracia para terminar de ver su vídeo y partimos. En casa de Heide están su nieta Athina y su novio (de Heide) Helmuth, que nos esperan con unas exquisitas Karpfen que mi enana saborea extasiada mientras, con la otra mano, compite con Athina: está dibujando y aquella haciendo origami con unas tarjetitas. La sala de los Sängerknaben queda literalmente a metros, en la Augartenplatz. El espectáculo es una delicia. Tras la obertura de la ópera “El mundo de la luna”, en el cielo, empelucados y encasacados como figurines de pastel de bodas, Haydn y Mozart se disputan el título de mejor compositor de todos los tiempos. A guisa de ilustración, el coro de ángeles canta a capella la “Pequeña Serenata Nocturna” y un coro de “La Creación”. En eso están cuando aparece, desaliñado y gruñón, Beethoven, a decirles que ni modo. Ahí la orquesta irrumpe con los primeros compases de la Quinta Sinfonía. A partir de lo cual, con la ayuda de Mozart y con dibujos animados de fondo, Haydn narra su vida: su descubrimiento por el Kapellmeister de San Esteban, sus años en el coro con su hermano Michael, su larga estancia al servicio del Príncipe Esterhazy, su viaje a Londres y su muerte mientras Napoleón cañoneaba Viena. Cada tanto, música. El Benedictus de la Misa en Mi bemol, el adagio del Concierto para trompeta (interrumpido, para albricias de la purretada, justo cuando el trompetista se lleva el instrumento a los labios), el cuarteto “Emperador”, una escena del “Orlando Paladino” y dos o tres fragmentos más. En total, una hora en que, aun sin comprender más que lo que mayormente le invento al oído, la cinghialina disfruta de lo lindo.

A la salida, invitamos a Heide, Athina y su novio (de Heide) Helmuth a una pizzería a yantar y departir mientras las chavalinas se afanan por ver quién ocupa más mesa con su dibujo. A la salida, nuestros austrococomensales se van para su lado y nosotros para el nuestro. Por el camino, mi tiranosaurita Regina me premia: ¡No quiero que ezte viaje se acabe! Luego, claro, recapacita, Pero entónzez no vería a mamá ni a Vale ni a Zofi, A Sofi en México no la vas a ver; vas a tener otras amiguitas, Pero Zofi va a zer ziempre mi mejor amiga. La vida, probablemente la desmienta, pero qué bueno

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sentir ese tipo de amistad desde tan temprano. ¡Bravo, mi no tan y ya nunca más pequeña!

Ahora se trata de dormir. ¡Basta ya de pamplinas!

Sábado 26

Son las siete menos cuarto y hace como media hora que me desperté. Tras un rato de zapping, me levanto a calentarme el café, tostar el pan y, ahora, mientras miro de reojo un thriller francés, por el cacho de ventana libre que tengo a mi derecha, Viena me regala su amanecer de pasteles imprecisos. Hace rato que no veo el alba de esta ciudad en invierno: tras la calle desierta y el hierático ballet de los árboles pelados, la idea más que la imagen del canal y luego el perfil cada vez más neto de los edificios que vigilan el inicio del Ring. Se me ha ocurrido, todavía entre los edredones, escribir un (nuevo) diario de mi (nueva) soledad. No ahora, no como estas crónicas, sino como supe hacerlo durante años en Nueva York. Suerte que he guardado todos esos cuadernos de espiral y hojas cuadriculadas, porque desde hace años que me viene, cada tanto, la idea de pasarlos a la computadora. Será una forma de volver a vivir, de reandar el camino que me llevó de Ana a Fou, de Nueva York a Viena, de mi juventud todavía a mi todavía no vejez. Lástima que destruí los de Moscú. Fue mi primer suicidio, hecho trizas por la culpa, la desesperanza y, como no tardé en enterarme para siempre, la depresión en que hundían sus raíces. ¿Me reconoceré en ese espejo? Seguramente, como seguro que me reconocería en el moscovita. La gente no cambia, he aprendido. El secreto está en ser y hacer lo mejor que se puede con lo que se es. En ese sentido, no me puedo quejar: hay mucho de lo que fui y gran parte de lo que he hecho que no me ufana, y mucho y gran parte que francamente sí. Pero lo que soy y lo que estoy haciendo me cae bastante bien. Por eso, supongo, no me hacen cimbrar ni la catástrofe económica, ni el derrumbe profesional, ni la debacle familiar. Leo esos tres sustantivos tan apocalípticos, “catástrofe”, “debacle” (galicismo delicioso), “derrumbe”, y, precisos y aptos como son, no me conmueven. Vienen a ser como la -última, sin duda- piel de la serpiente, un montón de escamas secas. Sigo creyendo que he tenido una suerte feroz, un Dios aparte a veces distraído y otras pasado de bromista, pero indulgente al fin. Con tal que no me abandone justo ahora que nos quedamos solos. Entretanto, Febo ha terminado de desperezarse y baña generosamente el paisaje. Toda una alegoría. Ha de ser, nomás, mi Demiurgo personal guiñándome el ojo. Esto amerita un café recién hecho.

Despertar espontáneo y, desde luego, tardío de la porcinetta. Yo he dormitado un ratito aquí y un ratito allá, con sueños curiosos: En uno estoy en algún sitio de Europa con la Turca y tengo que ir a Ginebra el lunes a buscar dinero. Me despierto y me toma todo una cadena de raciocinios caer en cuenta de que la Turca hace rato que no la veo y que no tengo que ir a Ginebra para nada, que ya estoy en Viena y que el martes viajo a Buenos Aires. Me intrigan y entusiasman estos sueños tan realistas pero, y lo sé dentro del sueño, imposibles, en los que las partes aguardan el veredicto de la vigilia. Bueno, que la cinghialina se despertó como a las once, nos hice unos huevos con prosciutto (los últimos) de brunch y nos fuimos caminando a la Raathaus, es decir, el ayuntamiento, a encontrarnos con Tenesor, su jermu y sus tres parvulines en la pista de patinaje. Ez zobre hielo o con ruedítaz -indaga Xoch, Nos enteraremos cuando lleguemos, ¿Y ze alquilan patínez?, Ya veremos. Hace un día resueltamente austroperonista. Los siete grados que dice la computadora ni se sienten, y para las 14:00 anuncian 14. Salgo, pues, sin los calcetines de montaña ni el chaleco térmico. En la esquina, un padre lidia inútilmente con su purrete de a lo sumo dos años que se niega a montar su minibicicleta. Yo me detengo ante él, lo miro asombrado, y le pregunto, ¿Y

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ese escándalo? El chango me mira desconcertado, pero no deja de berrear. Es que está cansado -explica el padre. Nada que hacer, en ese caso. Cruzamos el puente y la brontosauriña me dice, Papi, es que tú tiénez magia para que loz níñoz dejen de llorar. Bueno, casi, porque a veces, como esta, no hay magia que valga. Le cuento que, de chico, ya me gustaban mucho los niños, que mi infancia había sido muy pero muy desdichada y que, entonces, me prometí que, si un niño era feliz, sus cinco o diez minutos conmigo serían también de felicidad; pero que, si no lo era, al menos esos cinco o diez minutos lo sería.

De alguna manera, la conversación gira hacia lo ecoenergético. Zábez: ze me ha ocurrido una idea para ahorrar electrizidad. Poner un botón en laz ezcaléraz mecánicaz azí zolo ze ponen en marcha zi lo apriétaz. Le explico que la cosa ya está inventada y perfeccionada, salvo que no tanto en la Argentina. También, con panélez zolárez se podría ahorrar mucha energía y mucho dinero, porque aprovéchaz la energía del zol y no úzaz electrizidad, ¿Y si está nublado?, Ez que loz panélez zolárez guardan un poco de energía; un poco la guardan y el rezto lo úzaz para la caza. Azí el mundo zería mucho mejor. ¡Mi hija, carajo!

Atravesamos toda la ciudad vieja sin que la plesiosaurita se queje de sus pies. Llegados a la Raathaus averiguamos que a) la pista es de hielo y b) sí se alquilan patines. En eso nos encontramos con Tenesor, que lleva sobre los hombros a Artiom (en realidad, Artemi, que no es apócope canario de Artemio, sino auténtico apelativo bereber (o, como dice el diccionario, beréber), como el suyo y el de su jermu, Yaiza y los de sus hijas Mararía y Haridian. Ante el edificio truchogótico hay tres pistas; dos pagas y una grattarola para novatos. El alquiler de los patines por el día es de cuatro euros y el casco viene sin cargo. Nomás hay que dejar un documento de identidad como garantía. Está lleno de gente; todas las razas mezcladas unidas por el insólito dialecto vienés (claro, hay un par de italianos, y una familia turca, y hasta dos beldades argentinas, pero casi no se oyen). Esta es una muestra más de lo que han hecho los años de gobierno socialdemócrata entre las guerras y después de la Segunda. Vale la pena meterse en güiquipedia y ver lo que fue la obra de los socialdemócratas entre la derrota del 18 y la miniguerra civil del 34.

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“Viviendas populares

El Gobierno Imperial aprobó en 1917 una Ley de Protección a los Inquilinos que en Viena se declaró aplicable de inmediato. Pese a la elevada inflación, los alquileres se congelaron al nivel de 1914, lo cual hizo que los nuevos proyectos edilicios no resultaran rentables. Tras la guerra, la demanda de viviendas accesibles se hizo enorme. La principal preocupación de los socialdemócratas de Viena fue, entonces, la construcción de viviendas populares. En 1919, se promulgó la Ley de Urgencia Edilicia para acrecentar la eficiencia de las estructuras administrativas existentes. La demanda de terrenos y costos de construcción bajos resultaron favorables para le amplia planificación de construcción de viviendas populares. Entre 1925 y 1934 se construyeron más de 60.000 Gemeindebau, o sea, edificios comunitarios (¡yo vivo en uno de ellos, solo que erigido después de la Segunda Guerra!). Grandes bloques alzados en torno de espacios verdes; por ejemplo, el Karl-Marx-Hof (aún hoy el edificio de viviendas más largo del mando y uno de los centros neurálgicos de la guerra civil del 34) y el George-Washington-Hof. Los inquilinos se eligieron sobre la base de un sistema de calificación según el cual, por ejemplo, los discapacitados tenían prioridad. El 40% de los costos provinieron del Impuesto Inmobiliario vienés y el resto del Impuesto al Lujo y fondos federales. La utilización de dinero público permitió que los alquileres fueran bajos: una familia de trabajadores pagaba el 4% (sipi, cumpas, el ¡CUATRO POR CIENTO!) del ingreso familiar. En los edificios privados, la cifra era del 30%. Si el inquilino se enfermaba o perdía el empleo, el pago de la renta se aplazaba.

Servicios sociales y de salud

Los padres recibían un “paquete de ropa” por cada recién nacido, de modo que “ningún bebé vienés tenga que ser envuelto en papel de diario”. Se inauguraron guarderías vespertinas, jardines de infantes y centros deportivos infantiles para que las madres pudieran trabajar y para sacar a los niños de la calle. Se proporcionó asistencia médica gratuita. Se crearon centros de vacaciones, baños públicos (recordemos que en Europa solo las viviendas de los ricos tenían baño) y centros deportivos para promover el buen estado físico. Como dijo el edil Julius Tandler, encargado de los servicios sociales y de salud, “Lo que gastamos en hogares para la juventud, nos lo ahorraremos en cárceles. Lo que gastamos en atención a las embarazadas y recién nacidos lo vamos a ahorrar en hospitales neuropsiquiátricos”. Los gastos municipales en servicios sociales se triplicaron respecto de la pre-guerra. La mortalidad infantil cayó debajo de la media del país, la tuberculosis disminuyó en un 50%, las tarifas sufragables de gas y electricidad y la recolección de residuos, todos dependientes de la Municipalidad, contribuyeron a aumentar el nivel general de salud.

Política económica

Los socialdemócratas introdujeron por ley nuevos impuestos, aparte de los federales. Impuestos al lujo: caballos para recreación, autos privados de alta gama, empleados domésticos en casas privadas y habitaciones de hoteles (recordemos que quienes viajaban lo hacían en el Orient Express). Para demostrar su efecto práctico, la Municipalidad publicó una lista de instituciones

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sociales que podrían financiarse con cargo al impuesto al servicio doméstico que le correspondía a la rama vienesa de los Rothschild. Otro gravamen fue el llamado “progresivo”, o sea, en porcentajes cada vez más altos. El ingreso generado se usó para financiar el inmenso programa de viviendas populares. Es por eso que muchos de los Gemeindebauten de hoy siguen teniendo una placa que reza: Erbaut aus den Mitteln der Wohnbausteuer [construido con fondos obtenidos por el Impuesto para la Construcción de Viviendas]. A raíz de estas inversiones, la tasa de desempleo vienesa decreció respecto de la del resto de Austria y de Alemania. Todas las inversiones se financiaron directamente con impuestos, sin créditos. De modo que la administración de la ciudad no dependía de sus acreedores ni debió recurrir a la emisión de bonos con interés.”

¡Estas políticas populistas! Seguro que la ciudad estaría llena de negros rascándose la panza, usando la madera del parquet para hacer asado y plantando marihuana en el inodoro.

Nostalgias de los tiempos que han pasado, arena que la vida se llevó, pesadumbre del barrio que ha cambiado y amargura del sueño que murió, lamentaba el gran Homero Manzi. Esa socialdemocracia ya no existe. Los que se proclaman sus herederos dan pena y bronca: Hollande, Blair... En fin.

Ah, una idea que se me ocurrió al transcribir los dichos de la güiquipedia. Las políticas sociales de los socialdemócratas tienen mucho en común con las del primer Perón (y las de Hitler), con una diferencia crucial: la financiación. Hitler recibió el apoyo incondicional de Siemens, Thyssen, Mercedes Benz y el gran capital alemán. Perón se gastó el oro acumulado durante la guerra. Solo los socialdemócratas pagaron a los pobres con plata de los ricos. Y, últimamente, otra no hay.

Pero, convenimos con Tenesor, la cantidad de mendigos se ha multiplicado de forma alarmante. Yo comparo con 1992, ¡Tenesor con 2014! Por primera vez, parece, ha habido muertos por la reciente oleada de frío. Tú sabes que en la ciudad hay un servicio especial, que cuando la temperatura desciende por debajo de cierto límite, salen patrullas a ver si no hay quien esté en peligro, y cuando encuentran a alguno lo cubren inmediatamente y le dan un té caliente mientras viene la ambulancia –me cuenta mi amigo; y yo, bolche irredento, sentencio: Está muy bien que lo tengan, pero es una vergüenza que lo necesiten. Como en Alemania, como en el Canadá, como en Escandinavia, como en la propia Francia, del sueño socialdemócrata no van quedando que las cada vez más secas lagañas. Cual lo preveía Marx, el capitalismo se está yendo ignominiosamente a la mierda. Pero contra lo que Marx preveía, no camino de una etapa superior, sin muy pero muy inferior. ¡En qué irá a terminar! Ambos sospechamos que, si no lo pueden voltear constitucionalmente, a Trump lo van a bajar como a Kennedy, solo que por razones casi totalmente contrarias. Nadie, salvo la derecha más recalcitrante, obcecada, enceguecida y torpe, puede creer que su mejor defensa es un mono con navaja nuclear.

El lugar está, desde luego, atestado de chiringuitos de comer. Da gusto pasearse entre tanta gente toda mezclada (¡salud, viejo Nicolás Guillén!) sin que se noten diferencias notables de origen social o condición económica. Es un microcosmos de lo que podría ser el mundo no más con un cachito de justicia social y cordura. Es, por cierto, un ambiente muy pero muy similar a los ambientes similares de Buenos Aires, por ejemplo, El Rosedal, conde corremos todos mezclados... Solo que no exactamente todos. Viena se parece, toda ella, a la Buenos Aires formal. Viena es, si se quiere, Buenos Aires sin villas, ni (tanta) indigencia, ni resentidos que destrocen tranvías y trenes que marchan a horario. Viena es la Buenos Aires de la gente como uno, o

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relativamente como uno. Si echáramos a todos los pobres, Buenos Aires sería como Viena... ¡y con mejor carne! ¡Lástima que estos negros de mierda sean tantos!

Pero volvamos las crónicas de viaje.La cinghialina se ha calzado, ha rechazado y se ha vuelto a calzar su par de

patines. Ahora camina como mutante entre orangután y astronauta en planeta ajeno. A mitad de la rampa me dice, ¡No me quiero quedar!, Estamos aquí porque vos quisiste venir; ahora te quedás diez minutos. Si dentro de diez minutos todavía te querés ir, nos vamos, Mmñññññññ bueno. Por esas cosas que la física nuclear seguramente explica, el hielo no resulta resbaloso y somos legión los papases y abuelos que llevamos críos colgados de la mano. Algunos ya se dejan deslizar, otros dan pasos de alpinista, otros se salvan de caer de culo gracias a un oportuno tirón de manos de su cicerone. Otros, los más, surcan la pista en todas direcciones sin estrellarse ni entre sí ni contra los muros de puro milagro. Hay como dos docenas de pingüinitos o como “gotas de agua” sobre patines y con manubrio a los costados que los menos avezados aprovechan como andadores. Mi jabalicilla+ es de las que van prendidas como huérfano a la teta y, de paso, a decibel entusiasmado. Pero le consigo una gotita y ¡listo el pollo! A todo esto, Yaiza y su binomio la animan y la ayudan. Cinco minutos después, no hay quien pueda arrancarla de su nuevo hábitat. De cuando en cuando salgo a empujarla, cada vez a mayor velocidad.

Luego me regreso a descansar y charlar con Tenesor que ha quedado al cuidado de Artemi. Mientras la ursa polaris se va pelando como una cebolla, yo me voy cagando de frío. Tenesor y Artemi me acompañan a casa a abrigarme. Cuando regresamos, como a las 16:30, ya es hora de volver y nos dejan en casa. Unos nuggetz al horno y a dormir.

Domingo 26

Despierto a la ballenata antes de las nueve (intricada operación) para ir a oír la misa “Lord Nelson” de Haydn en la Jesuitenkirche. Mmññññ, ¡Chuiquita, te va a gustar y tal vez nunca vuelvas a estar un domingo de invierno en Viena!, Mmññññ, ¡Vamos chiquita! Y así unos cuarenta minutos, al cabo de los cuales apostamos a quién se termina de vestir primero. ¡Y gana ella! Salimos como a las diez. Me débez un premio, ¡No te debo una mierda!, ¡Zí, me débez el premio por haberme terminado de veztir ántez que tú! Quiero una Barbie que vi en Kagrán, ¿Y cuánto cuesta?, Doze éuroz, y yo ya tengo doz. Nos compramos sendos cruasanes en Schwedenplatz y, no sin detenernos unos minutos para escuchar la maravilla que son los cantos de los feligreses de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana que nos queda de camino (¿repercutirían ahora entre ellos los disparos, los misiles y las bombas que están destrozando su país?) llegamos con diez minutos de antelación para sacarnos unas sillas y sentarnos en tercera fila, pero cómodos. La porcinetta no está exactamente entusiasmada y tiene frío en las piernas. La cobro con mi abrigo. Tras el terrible el Kyrie y el Gloria, que se tocan sin solución de continuidad, viene el sermón del cura de siempre, regordete, bonachón y, hasta donde he podido descifrar en estos casi treinta años, progresista; el mismo que la última vez se nos acercó mientras le explicaba a una cochinilla de cuatro años lo que era cada instrumento y se puso a hablarle en alemán. Hoy habla del evangelio de Mateo, de la superioridad del espíritu sobre la carne (en todo caso, poray cantaba Garay), y de cómo la misa de Haydn, de lejos su obra más dramática, patética casi, compuesta para celebrar la victoria de Trafalgar, con Viena amenazada por las tropas de Napoleón, es, al cabo, un canto de vida, porque, como la Novena de Beethoven, comienza en Re menor y concluye en Re mayor, en un entusiasmado Dona nobis pacem. No es la primera vez

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que este sacerdote regordete y bonachón, de anteojos y barbita en punta, mete a los músicos y la música en sus sermones. ¡Austríaco tenía que ser, el pobre!

¿Querés que nos vayamos?, Zi tú quiérez, Si yo quiero no; si querés vos, porque el viaje es para vos, Bueno, nos quedámoz un rato. ¡Mi Xoch! Yo sé que no ve la hora de piantarse a la pista de patinaje (que es el programa vespertino) y que se queda porque sabe que esta partecita del viaje es más bien para mí. Vacilo en sacarla de allí, pero me digo que no, que ese minisacrificio, que para ellas no es tan mini, es parte del aprendizaje, que uno de los peores atributos de tanta gente (¡y si lo sabré yo!) es la ingratitud. ¡Gracias por tu gratitud, mi ya no tan y nunca más pequeña!

Nos encontramos, como estaba previsto, con Heide, pero hace demasiado frío y cada uno se vuelve a su casita. Plato de pasta en la nuestra, y a la pista de patinaje en el tranvía 1. Esta vez, no hay conocidos, pero no hacen falta. Porque a los cero minuto ha hecho migas con una colombiana que está allí con su hijito debutante y su sobrina (nacida en Viena ella), que se ocupan inmediatamente de mi estegosaurica. Ella, a todo ella se pela hasta quedar en blusa de algodón. Me he traído porputas una novela que vaya uno a saber cuándo compré y encontré de casualidad revolviendo la bibliotequita del bulín, “La sirvienta y el luchador”, de un tal Horacio Castellanos Moya, hondureño, estupendo, tanto, que me apena que Xoch llegue exhausta y pida retorno. En bajando del tram, en la ESSO del primer día (¡oh jardín de los senderos que se cierran!) compramos jugo y únoz znícker ballz de postre, y ya en Schwedenplatz una dona merendaticia. La cena es una pasta con lo que nos queda: linguini Barilla, tres dientes de ajo, media cebolla y una lata de tomate, más un caldito de pollo y un vaso de vino blanco. Tras lo cual, yo, al menos, a dormir, porque no doy más. La cinghialina sigue navegando por su galaxia virtual y se acostará en algún momento.

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Lunes 27

La dejo dormir mientras salgo para comprar cuerda para atar los ataúdes que me han llegado para un gomía ferrodemente y vituallas para hoy y la mitad de mañana. Almorzamos unos huevos con jamón. No hemos terminado de engullir que aparece Mara con sendas porciones de un exquisito Strudel de manzanas y fresas. Me propone que su novio, Savo -debidamente serbio, debidamente indocumentado, debidamente sin empleo y debidamente dispuesto a laburar en cualquier tono menos blanco- me ponga el bulo a cero. Lo voy a pensar (que, al cabo, hace casi doce años que me mudé y no le he puesto un centavo; es más, sigue rajado el cristal exterior de la ventana que rompí aquella vez que traté de empujarlo para chapar la llave). Son ya casi las cuatro de la tarde. Febo se bate en vergonzante retirada y no hay Cristo que convenza a mi triceratopsiña de salir a Kagrán a comprar la Barbie que se ganó ayer. Pongo a lavar la ropa de color. En eso llega Pablo. Charlamos, nos tomamos un café y finalmente salimos los tres, él para su telo cerca de Alte Donau, y nos, como era de prever, para Kagrán, donde, previos, dona y licuado de frutas, Xoch se lanza como una saeta a la tienda donde compraré la Barbie. Como ya no quedan dineros que expender, nos volvemos a casa, donde ella se enfrasca en su universo y yo me pongo a hacer el equipaje. De pronto recuerdo que debe volver a untarse con el ungüento pachamamesco antipiojal. Lo hace a regañadientes mientras yo sigo empacando y, media hora después (que tiene que pasar una hora embadurnada) me pongo a preparar la comida. En el ínterin a lavar la ropa blanca. En eso llegan Mara y Savo y quedamos de acuerdo en que por 1.900 euros me deja el dpto. a cero... cuando tenga guita, porque hasta abril, que Dios me ayude. Cenamos (¡oh jardín de los senderos que se cierran!) los mismos filetes de pescado que tanto le gustaron a mi acólita la primera vez, rociados con el vino blanco que compré para cocinar y se deja beber lo más amablemente. En medio de la manducación me cae la ficha: es, como la de Leonardo, nuestra última cena. No hay patetismo evidente, Deo gratias, no más una constatación casi estadística. Las lágrimas ya llegarán... si llegan. Tal vez ni eso, de tan mentalizado que estoy. Ahora mi ballenata se está duchando para desungüentarse y yo, para variar, chapo la láctoc y me pongo a teclear estas pamplinas.

Martes 28

Como era de prever, me he desvelado. Dificultosa de sueño ella también, la cinghialina me pidió un cuento, de fantasía. Se me ocurrió hacerla soñar con un mundo de paz, donde todos los niños fueran felices, y sus padres y sus abuelos. Y tódoz ze relajan haziendo origami -me conminó por sorpresa. Y así invoqué una suerte de paraíso en el que los bienaventurados se dedicaban a plegar pacientemente papelitos. Me pareció tan aburrido que hice que la niñita protagonista prefiriese regresar a su mundo, con sus problemas, sin duda, pero con su madre, su padre, su hermana, sus amiguitas. Vamos a hacer una prueba -propone Jito-: sueña con la realidad. Debe de haber dado resultado, porque se quedó profunda.

Menos mal que ando desvelado, porque como a la una de la mattina Valeria me manda un mensaje por guatsap desde Monterrey para notificarme de que se ha hecho un tatuaje... Chiquito, añade en un segundo mensaje. Y en un tercero, ¿Quién me va a buscar al aeropuerto? (porque también llega mañana, pero por la noche. Y ya estaba medio dormitando que me llama, ahora con campanilla y todo, para decirme que perdió o le robaron el bolso con las tarjetas de crédito y unos pocos pesos argentinos. Por suerte conserva pasaporte y permiso de viaje. Al cabo de como una hora he logrado por

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fin cancelar ambas tarjetas. Dentro de todo, menos mal que no las perdió en medio del viaje. Bueno, a ver si ahora puedo dormir un poco.

Pero no lo logré. A las nueve y centavos me fui a la ONU a buscar morlacos, pasando primero por el “buzón” de Cáritas a espaldas de San Esteban, donde me interceptó una mendiga a la que terminé dándole toda la ropa que ya no le queda a Xoch. De regreso compré cruasanes, jugo y soga para atar uno de los ataúdes con que me clavó un ferrodemente. Tras el desayuno, distribución de la carga entre valija, mochila, valijita uno, valijita dos, mochilita uno y mochilita dos, gran limpieza del bulo gran, almuerzo de milanesas de pollo al horno con últimos dos vasos de vino turco (le he venido saqueando la enoteca a Pablo, que vive en Estambul), salida a dejar las botellas de vidrio de color y blanco y los envases de plástico en sus debidos contenedores y a esperar. Como a las catorce de la tarde cae Pablo, que ha dado el examen para intérprete de plantilla junto con Tenesor. Intercambiamos historias, anécdotas, recuerdos e impresiones hasta que, ya cerca de las cuatro, sacamos todos los petates hasta la puerta del edificio en espera del taxi que ya no tardó.

El trámite aeroprtuario fue previsiblemente complejo: Como los ataúdes parecían precisamente es, me mandaron a la sección de equipajes non sanctos. Más tarde, al pasar por el escáner, casi nos desarman la valijita en que mi heredera lleva sus enseres de viaje.

Ahora escribo desde el lounge VIP de Schwechat.

Pues bien, ya ha llegado, ya está aquí, ya me tocael momento fatal de la fatal partida;ya tiembla el beso último al borde de mi bocay el primer hilo rojo se filtra por la herida.

Ya emigran mis bandadas a más cálidas zonas,ya la corteza amarga de la nostalgia muerdo,ya la melancolía afina sus bordonasy el alma, precavida, ya ensaya el recuerdo.

Escribía hace una punta de años despidiéndome, como fue de rigor hasta no hace tanto, de una naifa de pro. Esta vez, el verso es de otro amor, pero viene como anillo al dedo. Eppur... que nada, que todo está bien (salvo mi corazón, todo está bien, decía, más prudente, creo que Porfirio Barba Jacob), de veras bien. A no solazarse demasiado, a no adormentarse en los laureles: el dolor tarda, pero viene. Cáveat páter!

Miércoles 1º de marzo

Llegamos a Fráncfort sin tiempo para recuperar los impuestos (¡más de cien euros!). Me dicen que puedo hacer el trámite a través de la embajada. En siendo la alemana, seguramente. En la menos de media hora que resta para embarcar, la estegosaurilla saquea las viandas del lounge. Nos toca la fila 27, que es la que tiene lugar para viajar con los esquíes puestos. La comida es peor que otras veces, pero. Como es habitual en ella y, por alguna razón, me olvidé de consignar, le hizo y regaló a la azafata un marcador de página. Antes de dormirme alcanzo a ver “El ciudadano ilustre”… ¡Impresionante! Nos despertamos pasado el desayuno, que entonces nos lo dan medio frío. En Ezeiza, el vista no puede creer el par de catafalcos que le toca revisar. Por suerte, Guille me ha mandado la factura y el comprobante de pago, de modo que el buen hombre se conforma con despanzurrar el féretro más voluminoso y ni se preocupa por

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nuestro equipaje. A las diez entrábamos en casa. Ahora comienza el futuro y es tiempo de dejar de escribir pamplinas.