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Genealogía del sujeto psicológico Itinerarios en el pensamiento moderno Joaquin Venturini Corbellini FHCE, UdelaR M. C. Escher. Hand with Reflecting Sphere. Litografía, 1935. 1

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Genealogía del sujeto psicológicoItinerarios en el pensamiento moderno

Joaquin Venturini CorbelliniFHCE, UdelaR

M. C. Escher. Hand with Reflecting Sphere. Litografía, 1935.

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Dijo Escher sobre su más celebre autorretrato: “la cabeza del artista, o más exactamente el punto situado entre sus ojos, se encuentra en el centro del reflejo. Muévase como se mueva, siempre quedará en el centro. Su yo es, de modo inexorable, el núcleo de su mundo”. Este recentramiento repetido y perpetuado, incluso modificando los puntos de vista y los paisajes en los que lo hallamos, es lo que encontramos de manera tan insistente en el protagonismo del sujeto en el pensamiento y las prácticas modernas. Lo vemos desde esa deidad en miniatura que es el ego cogito cartesiano a mediados del siglo XVII hasta comienzos del siglo XX, cuando la moderna ciencia del lenguaje que excluye en su fundación al sujeto, no cesa de todos modos de abrirle las puertas al sujeto agente o creativo del habla que hace libre uso de la lengua. Quisiéramos entonces mostrar desde dónde nos ve esta mirada soberana, hasta dónde llega su mirar y cuánto tiempo lleva extendiendo su dominio solar. Solo así adquiere sentido y valor la búsqueda de su punto ciego.

Este material pretende orientar al estudiante en una de las problemática teóricas más acuciantes de este curso: la del denominado sujeto psicológico. El sujeto reflexivo que se postula en las teorías psicológicas del aprendizaje modernas, con sus variaciones naturalistas, pragmáticas, instrumentalistas, voluntaristas y/o comunicativas, encuentra líneas de ascendencia genealógica comunes en el pensamiento filosófico, político y económico de la modernidad. Aquí proponemos un itinerario clásico, ya recorrido con mucho rigor y alta elaboración conceptual por autores del pensamiento francés crítico del psicologismo, como Canguilhem, Foucault, Althusser, Pecheux, por mencionar solo algunos de los nombres que han hecho escuela, pero deteniéndonos en solo algunas paradas que consideramos indispensables en esta genealogía. No cabe ninguna duda de que esta genealogía podría llevarse a cabo de manera más pormenorizada, no obstante, el estudiante encontrará en

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la extensión de este trabajo un acervo valioso para trazar esta genealogía lo suficientemente detallado.

Siempre hay acuerdo en comenzar por Descartes. Luego proseguiremos con el individuo lockeano y sus derechos innatos liberales. Se verá que junto al tratamiento de este sujeto se perfila el tratamiento de la otra gran problemática teórica de este curso, la representación, ya que es prácticamente imposible hablar del uno sin lo otro. Proseguiremos con la crítica formulada por Marx a la aplicación del iusnaturalismo lockeano a la realidad económica, como hicieran los economistas políticos y otros intelectuales, con su concepción del fetichismo de la mercancía. A esto seguirá la relectura del cogito cartesiano realizada por el empirista francés, Maine de Biran, donde el ego reencuentra el camino al cuerpo, y de hecho se lo resitúa como siendo un hecho compuesto indisolublemente ligado a la realidad material del cuerpo y del esfuerzo. Luego nos abocaremos al abordaje de la concepción del signo de la lingüística saussureana, de lo que nos interesa comprender cómo la elevación del signo lingüístico al rango de objeto científico implica excluir al sujeto (excluyendo la individualidad, el habla, la historia, etc), pero, sin embargo, conservando ciertas nociones tangenciales que hacen pensar en un sujeto psicológico posible. Finalmente, abordaremos la noción de sujeto en Piaget, especialmente en función de la aparición del yo y la concepción de la función semiótica, donde Piaget muestra su teoría de la representación. Se verá así como el sujeto piagetiano es la apoteosis del sujeto psicológico, siendo una duplicación del ego cartesiano haciendo libre uso de los significantes para representar-se el mundo con esa facultad medular del pensamiento llamado función semiótica.

1. ¿Qué entender por sujeto psicológico?

Al tornarnos hacia una crítica de los postulados de la psicología y su interés intrínseco en el aprendizaje, uno de los principales

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recorridos teóricos críticos de este curso es la interpelación del sujeto psicológico, esto es, de la subjetividad agentiva que se representa el mundo de manera relativamente libre o voluntaria, guiada por el progreso de las estructuras del conocimiento fundamentalmente lógico-matemáticas, pero aplicadas a través de la función semiótica al conocimiento organizado por la síntesis de las categorías a priori y a posteriori del conocimiento, sintetizando representaciones entre lo ideal y lo material para conocer lo real. Sucede que esta orientación crítica no se restringe a la oposición entre psicología y psicoanálisis del último siglo, sino que el sujeto psicológico se remonta, por lo menos, a la teoría del conocimiento de René Descartes. Recuérdese a este respecto que en la teoría de la enseñanza psicoanalíticamente orientada se ha hablado de sujeto psicológico ya en la “didáctica de la mediación” que se extiende desde el siglo XVII hasta el siglo XIX, antes de la conjunción ente didáctica y psicopedagogía de comienzos del siglo XX (Behares, 2004). Esto debe ser explicitado, ya que la adjetivación de “psicológico” podría hacernos creer que se trata del sujeto que se encuentra únicamente en las teorías psicológicas propiamente dichas, a partir del siglo del nacimiento de las ciencias humanas, pero tal restricción no sería indicada ni justa con la precedencia discursiva que lo hace posible.

Remontarnos hasta el sujeto cartesiano, decíamos. Por esto en su retorno a Freud, Lacan no ha cesado de reinvindicar el acontecimiento psicoanalítico como radicalmente heterónomo respecto a la filosofía moderna, y a veces, en sus alocuciones y escritos, el sujeto psicológico alude también al sujeto cognoscente filosófico. Louis Althusser ha empleado este mismo término con mucha comodidad, incluso posiblemente reafirmando la estabilidad de tal constructo teórico-antropológico al hablar de un “homo psichologicus” pragmático-adapatativo que el psicoanálisis habría logrado desenmascarar como una ideología teórica. Michel Pecheux (1983), discípulo de Althusser, de orientación más explícitamente lacaniana (aunque cuánto es una discusión), ha redoblado la apuesta

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al hablar de esa unidad reflexiva que es el sujeto psicológico. “La revolución cultural estructuralista no deja de despertar un recelo totalmente explícito en relación con el registro de lo psicológico (y de las psicologías del ‘yo’, de la ‘conciencia’, del ‘comportamiento’ o del ‘sujeto epistémico’). Este recelo no es así engendrado por aquel odio hacia la humanidad que generalmente se le supone al estructuralismo, sino que traduce el reconocimiento de un hecho estructural propio al orden humano: el de la castración simbólica” (Pecheux, 2015 [1983]: 12). Behares (2004), siguiendo a Pecheux, planteando la presencia soterrada de la unidad egoica bio-psico-social, tiene el mérito de señalar oportunamente esta triple división de los fenómenos mentales que se estudian en psicología: lo biológico, lo mental individual y lo social.

Cuando uno atiende a la genealogía de esta unidad egoica bio-psico-social, este sujeto psicológico, uno puede ver hasta qué punto lo “mental individual” se antepone imperiosamente a lo social en la psicología moderna, incluso en un autor como Vigostky, quien al menos presta más atención al vínculo social mediante su teoría semiótica. Pero incluso en este caso, decíamos, predomina la individualidad psicológica en las noción de “signo-herramienta”, al no penetrar jamás la psicología en las profundidades de las “necesidades” o “intereses” (tan lejos del “deseo” en psicoanálisis), y uno comprende mucho mejor los alcances de esta limitación de miras de nuestro presente cuando atiende a la influencia perdurable del liberalismo lockeano, que conlleva una antropología naturalista en su derecho natural, y sus proyecciones en Adam Smith y David Ricardo, quienes no dejaron de aplicar esa antropología que combina necesidades con intereses racionales, siempre haciendo predominar el cálculo egoísta, en última instancia, reproduciendo el iusnaturalismo lockeano, Edén imaginario de los derechos de propiedad individuales burgueses, como mostró Marx con su crítica implacable.

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Es cierto que la tripartición de lo bio-psico-social se encuentra diversos grados de combinación de cada uno de esos registros (es una obviedad señalar nuevamente que Piaget no atendió a lo social como Vigostky, véase la concepción divergente entre ambos sobre el “lenguaje egocéntrico”), pero lo importante es que la tripartición subsiste, se la haya una y otra vez. Además, Piaget si concedió cierta importancia a lo social, como veremos en seguida.

Hagamos revista de algunos de los argumento enarbolados por Piaget en Inteligencia y afectividad (1954) acerca del origen biológico, individual y social de los afectos, donde la tripartición a la que apunta el sintagma crítico se aprecia con toda claridad. Se postula primero una afectividad bio-psicológica centrada en los intereses individuales, surgidos de necesidades fisiológicas. A partir del tercer estadio del desarrollo de la afectividad, llamado de “regulaciones elementales” (aproximadamente de los 6 a 8 meses, antes del comienzo de la gestación de la función semiótica), aún en el periodo de inteligencia sensoriomotora, el niño ya comienza a integrar a sus propios intereses, hasta ahora puramente individuales, valoraciones sociales que enriquecerán la complejidad de sus afectos, incorporando los valores y puntos de vista de otros. Esto es lo que el autor llama el comienzo de la descentración: “la afectividad comienza a dirigirse hacia el otro, a medida que el otro se distingue del propio cuerpo” (2005: 48). Por esta razón Piaget cuestiona los limitados alcances de la teoría de la afectividad energética de Pierre Janet, ya que este último autor no otorga debida importancia a la valorización de las acciones que provienen del medio social, limitándose a una energética psico-biológica, haciendo referencia a una “energía psíquica” supuesta, no realmente cuantificable (como la libido y las pulsiones freudianas, como el “esfuerzo” de Maine de Biran), que es controlada por el individuo por lo que Janet llama un sistema de regulaciones, donde se producen los afectos, para controlar las tendencias primarias o inferiores. Sin poder entrar en detalles sobre

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esta discusión1, nos interesa remarcar la insuficiencia atribuida por Piaget a Janet al no tener lo suficientemente en cuanta la imbricación de los valores sociales en la economía afectiva del individuo que influyen en su comportamiento. “Janet no desconoce la existencia de tales comportamientos, pero los refiere a su sistema energético, afirmando que esta elección costosa representará posteriormente una economía […]. Por lo tanto, debemos suponer otro elemento, además de la regulación interna de las fuerzas, y hacer intervenir la noción de valor. El valor está ligado a una suerte de expansión de la actividad, del yo, en relación con la conquista del universo. Esta expansión hace intervenir la asimilación, la comprensión, etcétera, y el valor es un intercambio afectivo con el exterior, objeto o persona” (2005: 53). En lo que sigue, Piaget se aboca a la reflexión sobre los “valores” e “intereses” sociales y cómo estos refluyen hacia el desarrollo de la afectividad del niño. “Por lo tanto, definiremos de entrada el valor como una dimensión general de la afectividad, y no como un sentimiento particular y privilegiado. El problema es saber cuándo la valorización interviene, y por qué” (2005: 53-54). Más adelante, el autor concluirá sobre la tesis de Janet añadiendo sus propias consideraciones: “así es como al sistema de ajuste de fuerzas, constituido por los sentimientos-regulaciones, se le agrega el sistema de valores. Esta noción de valor es difícil de definir2 en el estadio en el cual nos encontramos. Podemos caracterizarla como un enriquecimiento de la acción propia. Un objeto, una persona, tienen valor cuando enriquecen la acción propia. Este enriquecimiento puede ser una cuestión de fuerzas, pero es principalmente un enriquecimiento funcional: un objeto, una persona valorizados pueden ser la fuente de nuevas actividades” (Piaget, 2005: 67 [la cursiva es nuestra]).

1 Véase el cuarto capítulo de Inteligencia y afectividad para una explicación más detallada de Piaget sobre las tendencias primarias y las regulaciones afectivas secundarias en la economía del comportamiento formulada por Janet.2 Tan difícil que es el eje de todas las consideraciones “económicas” que atraviesan el primer material orientativo para estudiantes: la economía de los intercambios simbólicos, la economía política, la economía libidinal-pulsional, el poder.

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A continuación es necesario profundizar en los valores y sentimientos interindividuales, pero esto se comenzará a desarrollar fuertemente a partir de la emergencia de la función simbólica o semiótica, aproximadamente entre los 18 meses y 2 años de vida. Como hacia el final de esta genealogía dedicaremos una sección al sujeto psicológico de Piaget, enfocándonos especialmente en la función semiótica, en la introducción de la representación en el pensamiento, diremos ahora tan solo que esta función amplia infinitamente los potenciales limitado de la inteligencia sensoriomotora, pero esta también amplifica el plano afectivo. “En el plano afectivo, vamos a encontrar transformaciones paralelas. Representación y lenguaje van a permitir a los sentimientos adquirir una estabilidad y una duración que no podían conocer hasta este momento. Ahora, van a prolongarse más allá de la presencia del objeto que los suscita, van a volverse representativos, y a socializarse como se socializa la inteligencia. Veremos entonces desarrollarse los sentimientos interindividuales, al mismo tiempo que aparecen los sentimientos morales” (Piaget, 2005: 69-70). Se llamará “valores reales” a los valores causados por la satisfacción que proporcionan las necesidades corporales sensoriomotoras y “valores virtuales” a la satisfacción de un “reconocimiento afectivo” de carácter social (reconocimiento del valor de uno por parte del otro).3 “Si bien este reconocimiento, que aún no es un sentimiento normativo, no constituye una reciprocidad total, ya introduce una reciprocidad de actitudes, orientada hacia una conservación” (2005: 72), entendiéndose por “conservación” estabilidad de valores morales (y estéticos), pero también vinculados a la estabilidad de las estructuras cognitivas4. Se define a la simpatía como reciprocidad en dos registros: valores y beneficios compartidos. “La simpatía, supone una correspondencia entre las escalas de valores de cada uno de los partenaires, y un intercambio que no sea deficitario. El 3 Esta distinción complementaria entre lo real y lo virtual hace pensar en un dualismo especular o una circularidad ideológica, al decir de Pecheux, pero sobre todo, establece una tendencia a subordinar las llamadas saistacciones virtuales a las satisfacciones reales.4 Juicios de existencia que complementan a los juicios de valor en el kantismo piagetiano.

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enriquecimiento es siempre una cuestión de reciprocidad en las actitudes” (2005: 72).

Puede observarse aquí la estrechez de la mirada del autor en lo que se refiere a los valores afectivos de los intercambios humanos. Para empezar, sabemos bien que la reciprocidad no se agota en los vínculos de solidaridad o cooperación, al contrario, la reciprocidad comprehende también la rivalidad, los celos y la envidia. El psicoanálisis lo muestra con el fenómeno fundamental de la “ambivalencia” donde amor y odio están presentes por igual en el sujeto ante una misma situación o persona, ante un mismo “objeto”, encontrándose la ambivalencia en el trasfondo de toda la vida anímica, cuyo trasfondo metapsicológico es el dualismo pulsional. La ambivalencia complejiza y redimensiona de una manera insospechada para Piaget el problema de la valorización de las personas y sus acciones, tornándola bastante más inestables de lo que el psicólogo concibe. Cuando Piaget afirma que la simpatía es una correspondencia de la escala de los valores de un individuo hacia otro ¿puede dar cuenta de un sentimiento tan corriente y de naturaleza tan antipática como la envidia? Porque desde luego que la envidia ocurre cuando hay coincidencia en la escala de los valores, pero el individuo encuentra esos valores estimables en el otro y no en si mismo. La etnología lo muestra otro tanto sobre esta imitada mirada de la reciprocidad con la teoría del intercambio simbólico en su forma recíproca o de dones: la rivalidad de los potlatches es una forma de reciprocidad agonística, incluso ha llegado a ser belicista, pero es una forma de reciprocidad social al fin y al cabo, por no mencionar las vendettas de sangre en la misma línea de razonamiento, ya que estas formas agonísticas o de enemistad también están regladas. En lo que sigue del capítulo 5, Piaget se aboca al problema de los sentimientos de superioridad e inferioridad, a los que se les podría endosar la crítica recién formulada. El trasfondo de la estrechez conceptual del problema de la valorización afectiva en Piaget es sin duda la unidad psíquica de la que parte y la

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tendencia hacia el equilibrio más o menos logrado al que siempre arriba.

Es en esta clase de correlación entre lo individual y lo social, donde primero están dados los intereses bio-psiológicos (abordados en los primeros dos capítulos del libro) y luego los valores inter-individuales o sociales, donde se aprecian los alcances de la crítica a la que apunta el sintagma unidad egoica bio-psico-social. Porque la unidad psíquica nunca se encuentra cuestionada y la vinculación con lo social es del orden de la satisfacción de los intereses (una relación no deficitaria, dice Piaget) y la correspondencia de valores que genera simpatía, y solamente simpatía.

Ya que estamos refiriéndonos al más grande psicólogo del siglo XX, recordemos que para Piaget todo comportamiento es una “adaptación”, lo que es equivalente a afirmar que todo comportamiento es un aprendizaje. “Todo comportamiento es una adaptación, y toda adaptación el restablecimiento del equilibrio entre el organismo y el medio. Sólo actuamos si estamos momentáneamente desequilibrados” (Piaget, 2005: 20). Se puede estar fácilmente de acuerdo con que actuamos en busca de un equilibrio, la economía del aparato psíquico freudiano no dice otra cosa, pero Piaget no ve lo suficiente el conflicto interno al psiquismo, más aun, no ve la profundidad de un conflictos originado por afectos discordantes, este descubrimiento se lo debemos a Freud y el psicólogo ginebrino no los tiene en cuenta lo suficiente. Como ya se dijo en otro lugar,5 los “afectos estrangulados” que descubre el psicoanálisis, ocasión para la formación de síntomas, originan conductas que son compromisos o términos medios entre las tendencias del sistema preconsciente-consciente y las tendencias del sistema inconsciente, pero sería demasiado generalista calificar a estas “formaciones de compromiso” como adaptaciones.

Luego de esta revisión crítica de la articulación de lo bio-psico-social en Piaget, ciertamente en este caso más enfocada a la

5 Véase Venturini Corbellini. Los usos y los placeres (2018).

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articulación de lo mental individual y lo social, es ocasión de volver a las observaciones críticas del sujeto psicológico. Citemos de nuevo a Pecheux, en aquella célebre conferencia de 1983, para mostrar el amplio panorama de la interpelación epistemológica y cultural que supuso el psicoanálisis (según el autor junto a Marx y Saussure, aunque concediéndole mayor importancia a la teoría del significante de Lacan). “El efecto subversivo de la trilogía Marx-Freud-Saussure fue un desafío intelectual que suscitó la promesa de una revolución cultural que pondría en tela de juicio las evidencias de un orden humano estrictamente bio-social. El hecho de restituir algo del trabajo específico de la letra, del símbolo, de la huella, fue empezar a abrir una falla en el bloque compacto de las pedagogías, de las tecnologías (industriales y biomédicas), de los humanismos moralizadores o religiosos: fue poner en duda la articulación dual de lo biológico con lo social (excluyendo lo simbólico y el significante). Fue un ataque que atestó un golpe al narcisismo (individual y colectivo) de la conciencia humana (cf. Spinoza en su tiempo), un ataque contra la eterna negociación del ‘sí-mismo’ (como amo-esclavo de sus gestos, palabras y pensamientos), en relación al otro-sí-mismo” (Pecheux, 2015: 12).

Nos gustaría decir que el psicoanálisis, al descubrir lo social (bajo la forma de complejos familiares, amor, rivalidad, Edipo y castración) dentro de lo anteriormente psíquico-subjetivo, avanza más lejos en la difuminación de los límites de esa in-dividualidad de apariencia tan empírica, mientras que hacia el polo de la base biológica, la biología extendida freudiana difumina en cierta manera también los límites entre lo biológico y lo psíquico con el concepto de pulsión. Pero la característica esencial del psicoanálisis en relación a la conexión entre lo biológico-egoico-social es que las relacione entre estos tres registros están ancladas en una negatividad irreductible a una ciencia positiva: esta negatividad emerge en las fantasías (que están en el corazón de los complejos familiares, negativas por no proceder exactamente de ningún recuerdo real, por no provenir de

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acontecimientos positivos, por no ser precisamente recuerdos) y las pulsiones (que están en el corazón de la “biología extendida” freudiana, negativas por no ser una capacidad de trabajo sino une mera exigencia). Esto queda dicho a modo de orientación de las problemáticas epistemológicas que se abordan en este curso en lo que se refiere al psicoanálisis. Sin embargo, en esta ocasión no hablaremos tanto del saber freudiano y sus consecuencias en la concepción de la subjetividad en la modernidad. Por el contrario, hablaremos de algunos grandes momentos o paradas obligadas en una genealogía del sujeto psicológico o del sujeto cognoscente de la modernidad, ese sujeto que el psicoanálisis vendrá a desarticular o al menos a cuestionar profundamente. Tan solo la última sección estará dedicada al psicoanálisis, con una introducción a la representación psíquica o “representante de la pulsión” para oponerlo a la representación en la tradición psicológica de pensamiento.

Más próximo a nosotros, en nuestro medio, Luis Behares habla en este sentido crítico de lo que se ha llamado sujeto psicológico llamándolo ego patrocinante. “Llamo ego patrocinante a la construcción discursiva de la modernidad según la cual la historia, el pensamiento, la cultura, el lenguaje y las relaciones humanas en general se originan en las experiencias y acciones personales, o sea de la persona autónoma y agentiva, unidad provista desde los cuerpos biológicos. Esta construcción se origina, como gran composición filosófico-económica-política desde el siglo XVII, y se consagra con el liberalismo en la sociedad correlato del racionalismo y el productivismo capitalista” (Behares, 2014: 5-6). A esta composición filosófico-económico-política ha apuntado Althusser y su escuela para cuestionar la consistencia del sujeto cognoscente de la filosofía clásica. Foucault ha hecho otro tanto en la historia crítica de esta composición, aunque no para revalorar o redescubrir una racionalidad dialéctica para la filosofía (el materialismo dialéctico que buscó reinventar Althusser como complemento reflexivo-filosófico a la práctica teórica del materialismo histórico de Marx) sino para abrir

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estas problemáticas a lo que entiende ser el verdaderamente moderno funcionamiento del poder: la disciplina y la biopolítica, mas capilares por referirse más a tecnologías que a saberes-conocimientos, y por eso para nosotros más materiales y más históricos que los intentos de Althusser de reelaborar una filosofía dialéctica, tentativa de la que no está de más recordar que lo conduce, en la última etapa de su pensamiento, a una concepción monista y omnívora de la ideología como categoría negativa, restrictiva, descendente y prohibitiva (a pesar de pretender inscribirse en un “materialismo de lo imaginario” bachelardiano), lo que contrasta fuertemente con el funcionamiento polimorfo, ascendente y productivo del poder en Foucault y la superación de la hipótesis represiva del poder. Porque Althusser afirma interesarse por los efectos materiales de la ideología (lo imaginario), pero podemos preguntarnos legítimamente si alguna vez aborda la cuestión más material de la existencia corporal del viviente: los placeres y sus conexiones con los poderes. La respuesta parece ser claramente negativa, mientras que el psicoanálisis, como ya fue indicado en Los usos y los placeres, es una fuente constante de interrogación de los placeres/sufrimientos del sujeto. En este sentido, entendemos que es posible afirmar que la orientación althusseriana es aún poco materialista, de hecho el giro del segundo Althusser a la extensión de la Ideología a toda práctica y “aparato” deja poco espacio a una interrogación más abierta y positiva sobre el “acontecimiento”.

Quizás un término como ego patrocinante, propuesto por Behares, tenga más precaución que el de sujeto psicológico ya que se trata de una construcción teórica y práctica moderna más amplia que la del individuo psicológico de los siglos XIX y XX, un sustrato epistemológico y antropológico que lo antecede, entendemos que puede decirse. No obstante, Lacan y sus discípulos también habrían utilizado la nomenclatura de sujeto psicológico, uso que se aprecia en su perdurabilidad en el tiempo, incluso ya habiendo rodo lazos con su antiguo maestro algunos de ellos, así que hemos decidido retomar

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esta nomenclatura para el título de esta introducción, no sin señalar estas reticencias. También hay que recordar en este mismo sentido que en la enseñanza de Lacan rara vez se le dio la acepción tan abarcativa que en algún momento pretendió darle Althusser, quien parece haber llevado demasiado lejos su crítica a la ideología teórica del sujeto psicológico al pretender remontarlo hasta el platonismo. Cuando en la estela de la enseñanza de Lacan se ha hablado de sujeto psicológico, el sintagma parece estar siempre referido a las variaciones de un sujeto-conciencia empíricamente delimitable, pero especialmente determinado por las extrapolaciones de las ciencias biológicas modernas desde el siglo XIX en la psicología naciente, deseosa de tomar distancia de las especulaciones filosóficas. Aunque a veces, ciertamente, se hace retroceder en esta enseñanza el sujeto psicológico al sujeto filosófico moderno. Y así procederemos nosotros.

Nuestro itinerario comenzará con la estructura epistemológica de la ciencia moderna: la exigencia combinada de matematización y empirismo. Proseguiremos rápidamente hacia el problema del sujeto en el universo moderno con su representación positiva y reflexiva en el ego cartesiano. Luego veremos la inserción de este sujeto cognoscente en los principios jurídicos lockeanos que lo inscriben en la sociedad civil, el fetichismo de la mercancía de Marx que muestra los mecanismos en que se refuerza el sentimiento de la individualidad en las sociedades mercantiles y finalmente llegaremos al nacimiento de la ciencia del lenguaje, con la expulsión del sujeto que caracterizó al estructuralismo. Con el estructuralismo y el destierro del sujeto al que fue fiel Lévi-Strauss, las puertas quedan abiertas tanto para un uso libre y pragmático de los signos que ya no representan nada, como para un psicoanálisis que hay sabido ver en la concepción saussureana del significante un modelo actualizado para la representación inconsciente de Freud. El estructuralismo genético de Piaget seguirá la primera alternativa: reintroduce masivamente al sujeto clásico cartesiano operando libremente con sus “significantes puros” en la función semiótica para construirse, para si mismo (con

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tal grado de reflexividad) los signos que representan al mundo que le rodea.

2. Ciencia moderna: física matematizada El epistemólogo e historiador de la ciencia Alexandre Koyré

(1973) entiende que la ciencia moderna se diferencia de la ciencia antigua, o episteme, mediante una radical mutación: un entrelazamiento fuerte entre theoria y praxis, episteme y techné, que configura una tendencia a la dependencia del uno con el otro. La ciencia moderna se caracteriza por la correlación entre empirismo y matematización. De ello resulta la matematización de los existentes empíricos. La física matemática (galileana, newtoniana) surge como paradigma de la ciencia moderna, reemplazando doblemente a la matemática en sí considerada como el conocimiento más perfecto desde la perspectiva predominante del platonismo, y a la física aristotélica, dominada por la noción de “cosmos”. Recordaba Koyré que el objeto por excelencia de la episteme antigua es el que se aprehende únicamente por el saber matemático, dado que es el único sometido totalmente a la exigencia de lo necesario (lo coactivo, dice Milner, del pensamiento), desde el punto de vista temporal se presenta como eterno. Es esencial tener en cuenta que la supremacía de la matemática en la antigüedad no se debe a la “matematicidad de los números” sino a la pureza del procedimiento de verificación por demostración (deducción). El mundo empírico o sublunar, ontológicamente inferior era el lugar de la contingencia y los accidentes por lo tanto ninguna ciencia real podría dar cuenta del mismo, desde la predominancia del platonismo o bien del aristotelismo. “Importa muy poco saber si -como nos dice Platón haciendo de las matemáticas la ciencia por excelencia- los objetos de la geometría poseen una realidad más alta que la de los objetos del mundo sensible; o si -como nos enseña Aristóteles para quien las matemáticas no son más que una ciencia secundaria y «abstracta»- no tienen más que un ser «abstracto» de objetos del pensamiento: en

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ambos casos entre las matemáticas y la realidad física existe un abismo. De ahí resulta que querer aplicar las matemáticas al estudio de la naturaleza es cometer un error y un contrasentido. En la naturaleza no hay círculos, elipses o líneas rectas. Es ridículo pretender medir con exactitud las dimensiones de un ser natural: el caballo es sin duda mayor que el perro, y menor que el elefante, pero ni el perro, ni el caballo, ni el elefante tienen dimensiones estricta y rígidamente determinadas: en todas partes hay un margen de imprecisión, de «juego», de «más o menos» y de «aproximadamente»” (Koyré, 1994 [1948]: 118-19).

Contrariamente a la orientación idealista y trascendental que hacía de la matemática el conocimiento paradigmático, en la modernidad ocurre una mutación decisiva hacia el conocimiento de lo empírico y lo contingente. En la ciencia moderna, galileana, que experimenta un giro hacia lo empírico-contingente, la matemática interviene por lo que tiene de literal, por la “matematicidad o literalidad del número y no porque habilite las purezas deductivistas de la demostración. “Los números ya no funcionan como Números, como claves de oro de lo Mismo, sino como letras, y como letras han de captar lo diverso en lo que tiene de incesantemente otro […], la literalización no es idealización” (Milner, 1996: 55). Aquí Milner nos recuerda que Lacan se interesó en Popper: una proposición científica lo es por ser refutable, lo que únicamente tiene sentido en relación a la contingencia. La matematización empírica es eminentemente moderna, la episteme antigua buscaba deshacerse de lo contingente en la medida de sus posibilidades. Se aprecia en buen grado lo que hay de subversión materialista en esta mutación. En la física moderna el espacio se geometriza, se descualifica, se vacía. “Hacer física en nuestro sentido del término -no en el que Aristóteles le daba a este vocablo- quiere decir aplicar a lo real las nociones rígidas, exactas y precisas de las matemáticas y., en primer lugar, de la geometría. Una empresa paradójica si las hubo, pues -la rea1idad., la de la vida cotidiana, en medio de la que vivimos y estamos, no es

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matemática” (Koyré, 1994 [1948]: 118). Esto quiere decir que el espacio se vuelve infinito. La noción de vacío (implicada en un espacio geométrico, vacío por carecer de cualidades, de sustancia, ser solo forma) además se torna posible concebir la acción de un cuerpo sobre otro a distancia, algo que no podía admitirse en la física aristotélica. Por todo ello, el mundo natural de experiencias sensibles no podía alcanza a un espacio geométrico o abstracto en el que un objeto pudiera encontrarse en movimiento indefinidamente. Aquí radica la originalidad epistemológica del principio de inercia para la ciencia moderna (Galileo).

El principio de inercia postula que “todo cuerpo abandonado a sí mismo persevera en su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo, a menos que sea obligado, por fuerzas que presionen sobre él, a cambiar de estado”. Un cuerpo no solo permanecerá en reposo por presión de una fuerza exterior a este, sino que también podrá encontrarse indefinidamente en desplazamiento en línea recta, lo que muestra ejemplarmente el primado de la geometría sobre cualquier experiencia sensible, ya que tal línea movimiento rectilíneo no se encuentra en ninguna experiencia concreta. Y aún hay más, en este mismo sentido de trascender los datos sensibles de la experiencia. “¿Qué sucede aquí?” se pregunta Le Gaufey. Ese “cuerpo abandonado a sí mismo” no remite a ninguna realidad empírica localizable, no corresponde a ninguna experiencia definitiva. La soledad de ese objeto es una suposición ideal mientras que el condicional “a menos que” señala la intromisión de otro objeto teórico: la ley general de la gravitación. Mientras que el enunciado de la ley de inercia introduce idealmente la injerencia de una segunda ley como un condicional, esa injerencia es materialmente ineludible en el funcionamiento efectivo al que accedemos empíricamente. Es necesaria una relación entre una y otra ley. La soledad de ese objeto abandonado a sí mismo solo puede ser mítica, nunca dada en al empiria de la historia.

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Ahora bien, el conocimiento del universo empírico vía su matematización exige una creciente precisión para el perfeccionamiento de esta última, dado el carácter contingente y aleatorio de los existentes empíricos. Se establece una retroalimentación entre teoría-instrumentos. La historia de tal retroalimentación y del pasaje del mundo antiguo de las cantidades aproximadas al universo moderno de las magnitudes precisas puede encontrarse en el estudio de Koyré “Del mundo del aproximadamente al universo de la precisión”, publicado en 1948, disponible en castellano en Pensar la ciencia (1994) del mismo autor. Al comentar a Koyré, Milner nos aclara que “el universo moderno se configura de la siguiente manera: una unión tan íntima y tan recíproca entre la ciencia y la técnica, que se puede decir igualmente que se trata siempre de una misma entidad bajo dos formas: o bien una ciencia, a veces fundamental, a veces aplicada, o bien una técnica, a veces teórica, a veces práctica” (1996: 48). Esta íntima reciprocidad señala la tendencia de la ciencia a orientarse a los problemas técnico-instrumentales. Recordemos que puede entenderse entonces esta mutua dependencia de la teoría y la técnica de dos maneras: un dualismo que tiende hacia la reciprocidad sin jamás alcanzarla del todo, un “dualismo dispar” o asimétrico, donde el existente que se resiste por excelencia a ser aprehendido como conocimiento político es el “sujeto del significante” (este es el doctrinal de ciencia de Lacan, que Milner prosigue, lo que por supuesto implica un crítica del sujeto reflexivo cognoscente cartesiano), y una segunda concepción que entiende esta mutua remisión como un dualismo par, simétrico o especular, o como una “circularidad ideológica”, para decirlo en términos de Pecheux (esta perece ser la interpretación de la ciencia del segundo Althusser y del propio Pecheux, o al menos es lo que se deja ver al explicar el sentido, cualquier positividad o cualquier “efecto de conocimiento” como fenómeno ideológico, para decirlo esta vez en término de Althusser). Este curso toma en mayor consideración la primera orientación, ya que la inclusión de lo

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simbólico con la teoría del significante y sujeto de Lacan permite también dar cuenta de los fenómenos imaginarios o ideológicos (si optamos por mantener esta equivalencia conceptual6) sin reducir la actividad científica a ello. Lo simbólico comprehende los efectos imaginarios de estabilización o reificación, mientras que lo imaginario no puede comprehender la productividad simbólica, lo cual es una manera de referirse a la prioridad lacaniana otorgada al significante sobre el significado.

Ahora, bien, se entienda la íntima relación entre teoría y técnica de una u otra manera, el dualismo está establecido. Ello también explica el privilegio de la cuantificación, modalidad especifica entre diversos modos de matematización (literalización, cifrado), ya que es la medición de las fuerzas o los balances energéticos un medio privilegiado de dominio de lo empírico. Esta “voluntad de dominio”, por llamarla de alguna manera, encuentra su fuente en el proyecto político moderno de gobierno de lo real, en la interrelación del programa científico con la demanda social. Pero la ciencia empírica y matematizada no puede absorberlo todo con sus cifras lógicas, algebraicas y su cuantificación de las cantidades. Hay restos en tal proceso de positivación gnoseológica. Se entiende que todo aquello que se resiste a la cuantificación, en primer grado, y a la matematización en sus modalidades diversas, en segundo grado, sea excluido del universo como negatividad irreabsorbible o metafísica, expulsado del “objeto” suscentible de aprehensión positiva de la ciencia moderna. Tal existente es el sujeto, o la subjetividad en toda su amplitud histórica, social y política.

Aquí arribamos a la importancia de Descartes para el pensamiento moderno, porque la subjetividad es la cede de todo tipo 6 Algo que no dejaremos de señalar como problemático, ya que nos parece que tanto la teoría freudiana de la fantasía como la concepción lacaniana de lo imaginario son más complejas y ricas que las diversas teorías de la ideología que provengan de la tradición marxista, incluso con las sofisticaciones que aporta el fetichismo de la mercancía. Compartimos la impresión con autores como Foucault, por ejemplo, de que la noción de ideología siempre implica la contracara de un sujeto emancipado, libre, completo, reencontrado con su esencia. Pero para atenernos a este importante punto de divergencia entre marxismo y psicoanálisis, nos parece que la noción de ideología, representativa del siglo XVIII y XIX, es demasiado molar, macro física o simplemente generalista para dar cuenta de los fenómenos psíquicos más sutiles en juego en la teoría de la fantasía y en lo imaginario (véase Venturini Corbellini 2017).

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de quimeras o imaginarios, es decir, un existente que se resiste a ser aprehendido por la ciencia moderna. Pero el fundador de la filosofía moderna lo convertirá en la sede de la racionalidad moderna: se puede tener la certeza de que ego existe porque piensa (intuición inmediata). Así es como Descartes postulará una subjetividad interior (reflexiva) pero racional, a la altura de las mutaciones epistémicas exteriores y objetivas que dieron lugar a la física matematizada.

3. Descartes: el proceso cognoscitivo hacia la representaciónEs importante entender a Descartes como un efecto filosófico-

metafísico del nacimiento de la ciencia moderna: la reunión entre exigencia de matematización y exigencia de empirismo, cuyo anudamiento produce la física matematizada que surge entre Galileo y Newton, como se dijo. Destacaremos entonces el rol de la teoría del conocimiento cartesiana como complemento filosófico-metafísico de la ciencia moderna. Se dice comúnmente que la filosofía es la actividad reflexiva por excelencia sobre el resto de las prácticas humanas y aquí claramente la teoría cartesiana es el efecto reflexivo de la física matematizada y del surgimiento de la ciencia moderna. Descartes quiere proporcionar la certeza de que todo lo que la ciencia moderna puede lograr con su extrema precisión empírica puede ser tenido en cuenta como verdadero. Pero los cálculos, y los procedimientos de inducción y deducción que ayudan a elaborar y luego corroborar teorías, son algo aún demasiado externo, que, como se verá podrían ser el resultado de engaño de algún genio maligno. Es la certeza que proporciona el cogito lo que cumple ese fundamento buscado para la filosofía. La mathesis universalis cartesiana será esta “ciencia general” o filosofía que proporcione una unidad interna al saber mediante el privilegio metodológico de la deducción (exigencia de un “orden” lógico antes que “medida” o cuantificación), así como una vinculación directa de ese saber unitario con el sujeto cognoscente mediante la certeza de la existencia del ego debido al

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cogito, alcanzado con la intuición o “certeza inmediata”. “Y si se piensa en esto más detenidamente, se nota al fin que sólo aquellas cosas en que se estudia el orden y la medida se refieren a la matemática, no importando que tal medida se haya de buscar en números, figuras, astros, sonidos o cualquier otro objeto; y por lo tanto, que debe haber una ciencia general, que explique todo aquello que puede preguntarse acerca del orden y la medida no adscrito a ninguna materia especial, y que esa ciencia, no con vocablo caprichosamente adoptado, sino antiguo y aceptado por el uso, es llamada matemática universal, porque en ella se contiene todo aquello por lo que otras ciencias se llaman partes de la matemática” (Descartes, reglas: 14).

Para una comprensión más detallada y pormenorizada de lo que se trabaja en esta sección, recomendamos al estudiante leer las tres primeras meditaciones de Meditaciones metafísicas de Descartes (1647), así como sus tempranas Reglas para la dirección del espíritu, de la década de 1620, pero cuya fecha exacta de escritura se desconoce, revalorizadas en el conjunto de la obra cartesiana por la lectura contemporánea de Jean Luc Marion en Sobre la ontología gris de Descartes (1975). Como bibliografía complementaria, recomendamos seguir los estudios de un discípulo de Lacan, Guy Le Gaufey, especialmente los capítulos “Descartes y la unidad del saber” y “La representación: entre imagen y cifrado”. También se puede ver esta problemática en Venturini “Márgenes de la estructura. De semblanzas históricas del mito en la ciencia” (2015), aunque de manera mucho más compacta.

Veamos en primer lugar la teoría de la representación propuesta por Descartes. Lo esencial de la representación cartesiana se desenvuelve entre los conceptos de imagen, figura y cifrado, especialmente desarrollados en las Reglas para la dirección del espíritu, texto inédito en vida del filósofo. Mientras que el concepto de figura enraíza la representación a la percepción sensible o imagen, en su manera más pasiva, en el otro extremo del proceso cognoscitivo

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del pensamiento la representación se encuentra abstraída activamente por el entendimiento de sus contenidos más sensibles, ahora objetivada en el cifrado lógico y matemático. El proceso cognoscitivo de la representación, partiendo desde las figuras en su forma de imágenes, alcanzando finalmente el cifrado abstracto, se produce en cinco movimientos consecutivos que parten desde lo corporal y arriban finalmente a las operaciones de entendimiento alojadas en el espíritu. Este proceso es formulado en la Regla XII.

El concepto de “figura” atañe directamente a la teoría de la percepción en Descartes, el nivel más elemental e inmediato de cualquier representación posible. En el primer movimiento del proceso cognoscitivo natural “se ha de pensar en primer lugar que todos los sentidos externos, en cuanto son partes del cuerpo, aunque los apliquemos a los objetos por medio de una acción, esto es, por un movimiento local, sin embargo, sienten propiamente sólo por pasión [pasividad], del mismo modo que la cera recibe del sello la figura. Y no se piense que esto se dice por metáfora, sino que se debe concebir absolutamente de la misma manera, que la figura externa del cuerpo que siente es realmente modificada por el objeto, como la que hay en la superficie de la cera es modificada por el sello” (Descartes, …: 158). Es así como “nada cae más fácilmente bajo los sentidos que la figura, pues se toca y se ve” (159) porque la figura está inextricablemente implicada en toda percepción sensible. Se entiende que la percepción sensible más elemental transporta hacia el cuerpo que la recibe pasivamente tanto su impresión como su contorno.

“En segundo lugar, se ha de pensar que cuando el sentido externo es puesto en movimiento [modificado] por el objeto, la figura que recibe es trasladada a otra parte del cuerpo, llamada sentido común, instantáneamente y sin que ningún ser pase realmente de un lugar a otro” (…: 159) En el segundo movimiento del proceso asistimos a una traslación facultativa desde el receptor pasivo que es el sentido externo a un organizador activo que es el “sentido común”,

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donde se localiza el primer movimiento activo del espíritu. Es verdad que la unidad de la figura ya quedaba planteada en el primer movimiento, pero dada la multiplicidad y simultaneidad de sensaciones y asociaciones posibles entre ellas mecánicamente en en las percepciones elementales, esta unidad no tenía asegurada su continuidad. El sentido común garantiza en el proceso cognoscitivo que la diversidad eventual de las figuras, diversidad que incluso puede provenir de un mismo objeto, no pondrá en cuestión la unicidad del referente u objeto. Anotemos que el sentido común será conocido en la ulterior teoría cartesiana como la glándula pineal, lugar de convergencia de la pasividad del cuerpo con la actividad del espíritu, como ya se ve aquí. Le Gaufey tiene la precaución de recordarnos que este sentido común proviene directamente de la psicología aristotélica.

“En tercer lugar, se ha de concebir que el sentido común desempeña también el papel de un sello para imprimir en la fantasía o imaginación, como en la cera, las mismas figuras o ideas que llegan de los sentidos externos puras y sin cuerpo; y que esta fantasía es una verdadera parte del cuerpo, y de una magnitud tal, que sus diversas partes pueden cubrirse de varias figuras distintas unas de otras, y que suelen retener estas figuras durante mucho tiempo, y entonces es la misma que se llama memoria” (Descartes, …: 37 [la cursiva es nuestra]). El tercer movimiento es el de la consolidación de la figura debido a su autonomización con respecto a las impresiones sensibles elementales, al devenir ahora “recuerdos”, ya no puro presente percipiente, de las que vimos que trasladaban su unidad pero también su multiplicidad. “Hela de ahí en más independiente de su causa mundana” (Le Gaufey, …: 203). El sentido común, comportándose como agente activo, es esta vez el sello y la imaginación o fantasía es la cera que lo recibe. La superficie inmaculada e indeterminada de la imaginación recibe y aloja las figuras unitarias que el sentido común vierte sobre ella, pasando con este alojamiento o recepción a ser ya no imaginación prístina sino

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memoria moldeada. Es en el dominio de la memoria donde las figuras almacenadas entran en relación directa entre sí, todos homogeneizadas hasta cierto punto en calidad de ser especies integrantes de un único género: el de los recuerdos. Por esto es que Le Gaufey insiste en que es en este punto en que la figura accede a su máximo grado de realización, en cuanto re-presentación que ya no se confunde con la mera presentación de lo sensible, ya que en la memoria “la figura encuentra su lugar propio, donde va a articularse con otras figuras en una homogeneidad con sus hermanas totalmente esencial en Descartes” (Le Gaufey, …: 203-04). La figuración es aquello que de la cosa percibida accede al rango de imagen organizada por la mente humana como resultado del acto de percibir, siempre postulando una desemejanza ontológica fundamental entre la cosa percibida y la figura que se obtiene en el acto de percepción. Pero lo que acaba de conferirle esa separación, aunque aún en los confines engañosos de la semejanza que brinda la mímesis, es el de que la imagen se vuelve recuerdo y por ello mismo escape al presente perpetuo de la percepción, además de que se le pueda oponer a este último. Se completa al máximo el proceso de figuración en el proceso cognoscitivo: “la teoría cartesiana de la figuración es la que cumple la función de la transposición dentro de su teoría de la percepción. Y esa función de transposición es la que produce la inteligibilidad de lo percibido” (Florez Michel, …: XXXV). Pero el más amplio proceso representativo aún debe alcanzar su cenit con la intervención de la más alta facultad del espíritu: el entendimiento puro, prometido a una próspera posteridad filosófica como ego cogito en las futuras Meditaciones metafísicas. Hasta aquí describimos lo más espontáneo, automático o involuntario del proceso cognoscitivo, haciendo intervenir la percepción, la imaginación y la memoria. Pero con la intromisión del entendimiento introducimos subrepticiamente procesos voluntarios.

El cuarto movimiento del proceso se refiere a interrelaciones entre lo corporal y lo espiritual, consideraciones que Le Gaufey no

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duda en calificar de “histológicas”, que no presentan gran interés para comprender la progresión gnoseológica hacia la representación más intelectual, siendo este nuestro cometido. “En cuarto lugar, se ha de concebir que la fuerza motriz o los nervios mismos tienen su origen en el cerebro, en donde se encuentra la fantasía por la cual son movidos aquéllos de diversa manera, como el sentido común lo es por el sentido externo o como toda la pluma por su parte inferior” (Descartes, …: 37). Consideraciones de mutua influencia del cuerpo en el espíritu y del espíritu en el cuerpo, interacciones varias de esta clase.

Finalmente, llegamos al quinto movimiento. “Se ha de pensar que aquella fuerza por la cual conocemos propiamente las cosas, es puramente espiritual y no menos distinta de todo el cuerpo, que la sangre lo es del hueso, o la mano lo es del ojo; y que es una sola, que ya recibe las figuras del sentido común con la imaginación, o bien se aplica a las que guarda la memoria, o forma otras nuevas que ocupan de tal modo la imaginación, que muchas veces no puede ya recibir al mismo tiempo las ideas que vienen del sentido común, o transmitirlas a la fuerza motriz según la simple organización del cuerpo. En todos estos casos esa fuerza cognoscitiva a veces es pasiva, a veces activa, unas veces imita al sello y otras a la cera; lo cual solamente se debe tomar aquí como una analogía, puesto que en las cosas corpóreas no se encuentra absolutamente nada semejante a esta fuerza. Y es una sola y misma fuerza que, si se aplica con la imaginación al sentido común, se dice que ve, que toca, etc.; si se aplica a la imaginación sola como revestida de diversas figuras, se dice que recuerda; si a la imaginación para formar nuevas figuras, se dice que imagina o concibe; si, finalmente, obra sola, se dice que entiende […].Y por esta misma razón esta misma fuerza recibe el nombre según sus diversas funciones, y se llama entendimiento puro, o imaginación, o memoria, o sentido; pero propiamente se llama pensamiento [ingenio-espíritu]” (Descartes, …: 37-38 [la cursiva es nuestra]).

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La importancia de este último fragmento amerita la extensa cita. Se afirma primero la irreductibilidad de esta última facultad, llamada entendimiento puro o pensamiento, en relación al cuerpo. En esta última facultad cognoscitiva encontramos tanto determinaciones que son recibidas pasivamente (en las primeras fases del proceso cognoscitivo, cuya progresión es involuntaria) como la capacidad de volverse activamente sobre esas determinaciones recibidas: pudiendo imaginar cuando el entendimiento puro se aplica sobre la imaginación, pudiendo recordar cuando el entendimiento puro se aplica sobre la memoria, pudiendo entender cuando se aplica sobre sí mismo o cuando obra solo (aunque el obrar solo es una concesión en los términos que se otorga en propio Descartes, como ya veremos, hay representaciones privilegiadas mediante las cuales opera el entendimiento, representaciones abstractas que serán aclamadas para su mathesis universalis). Pero en esta atribución de soledad y de capacidad de obrar sobre si mismo del entendimiento hallamos la reflexividad de todo el proceso cognoscitivo ascendente. Estamos ante nada menos que el futuro ego o res cogitans de una prestigiosa carrera filosófica por venir. Pero no nos detengamos aún en el ego que será retomado con más fuerza en esas Meditaciones.

El asunto que nos compete es entender qué ha sucedido con la figuración a partir de la interposición del entendimiento puro y su libre accionar reflexivo. Lo que sucedió con la interposición de esta fuerza única y puramente espiritual es que las figuras pueden, a partir de la acción voluntaria o libre del entendimiento, ser desdobladas en representaciones ¿Cómo sucede esto? Cuando en el tercer movimiento arribamos a la imaginación que es moldeada en parte por las impresiones recibidas desde el sentido común y devenida memoria en esta región que ha sido moldeada como la cera, obtuvimos figuras en calidad de recuerdos. Con la aparición del entendimiento puro, la acción impulsora ya no solo puede provenir del sentido común aplicado a la imaginación, “desde abajo” en el proceso cognoscitivo, desde lo involuntario, sino que puede venir

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“desde arriba”, aplicando este entendimiento libremente su capacidad de acción (ejercicio de la voluntad) a la imaginación y la memoria, pero ya no obteniendo meras figuras sino representaciones. Es el corte reflexivo instaurado por el entendimiento puro en los procesos anteriores e inferiores lo que garantiza que esa representación ya no sea solo un recuerdo, o esa imagen creada una mera ensoñación, sino ambos siendo representaciones creadas libremente (convencionalmente) para representar-se algo de lo real. Ahora bien, nada hará funcionar más libremente este libre y convencional uso de las representaciones que romper definitivamente con toda mímesis o semejanza de apariencias, aun contaminando a las figuras (memoria y fantasía). No queda más remedio que saltar enteramente el reino de las analogías y pasar directamente al dominio, ya no del saber de lo probable, sino del saber certero por su eminente simplicidad deductiva: el lenguaje lógico y matemático, tal como como es planteado desde las primeras etapas de las Reglas para la dirección del espíritu. Siendo estas representaciones abstractas las que cumplen con la exigencia de orden y medida para la ciencia universal o mathesis universalis.

El problema se conoce por su clasicismo en el pensamiento moderno: estamos ante el célebre rechazo de lo sensible y lo aparente como fuente de conocimiento verdadero, buscando las exigencias de un conocimiento que si resista la prueba de ser intuitivo (inmediatamente inferido como verdadero) y deductivo (mediatamente inferible con silogismos). Entonces de lo que se trata en este problema clásico del conocimiento es de superar toda relación de analogía o mímesis de la representación con las apariencias de lo real. En el proceso cognoscitivo obtuvimos percepciones, imágenes, recuerdos e ideas del entendimiento (estas provenientes del entendimiento puro, no de la experiencia). En el nivel de la recepción y organización de las percepciones obtuvimos figuras. Ya con la elaboración de recuerdos obtuvimos representaciones, que a diferencia de la simple figuración, esta

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operación cognoscitiva conlleva abstraerse de la simple percepción presente por la libre evocación de algo que ya no está allí mediante otra cosa que representa a ese objeto, sin que haya ya más necesidad de que ese objeto se encuentre presente.

En este sentido, para aclarar la resolución de lo que son y lo que aportan estas representaciones abstractas al entendimiento, preguntémonos lo siguiente ¿Qué sucede con todo aquello del mundo exterior o lo real que no deja ninguna impresión en el inicio del proceso cognoscitivo? ¿Qué sucede aquella región de lo real que no se deja aprehender por la percepción? ¿Habrá que renunciar a la posibilidad de inscribirlas en el orden de la representación? De ninguna manera, porque la figuración en Descartes no se agota en el proceso cognoscitivo espontáneo e involuntario que realiza el cuerpo para organizar las impresiones sensibles interiorizadas (despojándolas de su espesor real y exterior), sino que también es un proceso en el que puede intervenir la alta instancia del entendimiento utilizando “trazos” o “figuras” para elaborar representaciones cifradas. Las figuras, extracto numerable sustraído al espesor fluctuante de lo sensible, pueden ser utilizadas como “cifras” para representar todo lo que se quiera del mundo exterior al modo de un sistema algebraico. “Aunque supongas que el color es lo que quieras, sin embargo no negarás que es extenso y, por consiguiente, figurado. ¿Qué inconveniente se seguirá, pues, si para no admitir inútilmente un ser nuevo y para no imaginarlo sin reflexión, no negamos, en verdad, lo que otros hayan querido pensar acerca del color, sino que abstraemos solamente roda otra cosa excepto que tiene figura, y concebimos la diversidad que hay entre el blanco, el azul y el rojo, etc., como la que hay entre las siguientes u otras figuras semejantes, etc. Y otro tanto puede decirse de todo, siendo cierto que la multitud infinita de figuras es suficiente para expresar rodas las diferencias de las cosas sensibles” (Descartes, …: 37). “El espíritu, esta sola y misma fuerza que puede tanto crear como percibir las figuras, suplirá su ausencia colocando convencionalmente una biyección, la que falta

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en razón de la falla en la primera impresión” (Le Gaufey, …: 205). Se postula que todo aquello que proviene de lo sensible (incluso aquello que escapa a la percepción) puede ser representado por figuras mucho mas asbtractas y convencionales que las obtenidas hasta el tercer movimiento, como las siguientes figuras pueden representar las diferencias entre blanco, azul y rojo.

“Donde falta la impresión –y por lo tanto la figura que proviene del sensible- el espíritu tendrá siempre el recurso de cifrar las diferencias en el seno de una misma serie con figuras equivalentes a las que vienen de los sentidos” (Le Gaufey, …: 205). Le Gaufey insiste en la importancia comprender que lo que se propone como objeto a la representación no es cada uno de los tres colores mencionados, sino la diferencia que existe entre ellos. Asistimos a una separación o corte entre los datos brindados por lo sensible y la representación de esos datos mediante figuras abstractas. Este corte introduce la duda en torno al referente de las representaciones obtenidas en esta operación intelectual. Porque si en el caso de las imágenes sensibles (y de todo el espesor de lo sensible que no era captado por el proceso cognoscente de la percepción en el primer movimiento) no podíamos tener certeza de que se tratara de conocimiento verdadero, con esta operación de ciframiento obtenemos representaciones de las que no podemos saber si representan algo proveniente de lo real. Lo que se perdió ahora fue el referente en cuanto mundo exterior que garantice la verdad de lo representado por su unidad real. Pero, al menos, el camino se encuentra ya más despejado para acceder a un nuevo referente, hasta ahora impensado: el propio sujeto cognoscente, que

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será postulado como tal recién en las Meditaciones. Queda aquí formulado el corte entre estas representaciones, creadas libremente (Le Gaufey remarca además “convencionalmente”) por el entendimiento, en relación al mundo sensible. Pero aún no está garantizada la verdad de estas representaciones, porque no hay una garantía en lo real, no hay referente exterior, y tampoco hay univocidad de estas representaciones, porque no hay un referente unitario que asegure tal univocidad mediante su unicidad.

4. Descartes: ego, dios y unicidad del saber

En este punto es conveniente pasar a las Meditaciones metafísicas, donde los pasos de la duda reproducen en muy buena medida el proceso cognoscitivo descrito en la Regla XII del trabajo del joven Descartes. Solo que mientras que en la Regla XII se describía y explicaba un proceso cognoscitivo natural o espontáneo, que puede entenderse en términos más actuales como una antropología o una psicología del conocimiento (o una proto-psicología cognitiva), la orientación de las Meditaciones es desde el comienzo estrictamente crítico-filosófica donde ya no se procura describir los procesos espontáneos de los que se componen las imágenes, figuras y representaciones, sino que se hace recaer desde el mismo inicio de sus páginas todo el rigor de la “duda metódica” sobre las imágenes (sean impresiones sensibles primarias, sea imaginación o sean recuerdos) y todo el rigor de la “duda hiperbólica” sobre las ideas lógico-matemáticas, que pueden ser obra de algún genio maligno. Por lo que ni siquiera las representaciones abstractas o cifras con las que finalizamos nuestro comentario de la Regla XII son garantía de conocimiento verdadero alguno. Es en este dominio exigente de la más acérrima crítica del conocimiento donde la positividad de la representación moderna emergerá con mayor fuerza, junto a un orgulloso y solitario ego.

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Al comienzo de las Meditaciones, Descartes enuncia su disconformidad con los conocimientos adquiridos, presentándoseles todas sus certidumbres (las de una cultura, las de una época) como vaguedades u opiniones imposibles de ser probadas como conocimiento verdadero. Todos los objetos de los que se ocupa el pensamiento son revocados inexpugnablemente por el avance de la duda. Como sucede con las imágenes o cualidades, revocadas por la duda metódica, las nociones lógicas y matemáticas (“ideas claras y distintas”) pueden ser un engaño, obra de algún genio maligno, y son revocadas por la segunda duda, llamada hiperbólica. Pero he aquí que la duda misma proporciona una certeza. La duda es un pensamiento en marcha. En tanto se duda se puede tener la certeza de que se piensa, la duda es un acto reflexivo. Y puedo tener la certeza de que si pienso, existo. Cogito ergo sum. El temblor dubitativo retrocede ante la certeza del cogito ergo sum.

Ahora bien, el ego solo puede estar seguro de su propia existencia en cuanto cosa pensante o res cogitans, pero no puede probar la existencia de un mundo objetivo independiente de sí mismo, no puede alcanzar la perspectiva de la tercera persona. Toda una tragedia para la teoría del conocimiento. El filósofo, en busca de ampliar la certeza de la existencia de sí a la existencia del mundo, se impone como tarea urgente restablecer un vínculo comunicativo y positivo entre el ego pensante y el mundo exterior, en el que la nueva física matematizada está operando tantas maravillas. ¿Cómo es que el cogito hace de “fundamento” a la teoría del conocimiento? Se sabe que la soledad en la que quedó confinado el ego no es resuelta por una vía positiva por Descartes, el solipsismo cartesiano solo accede a la perspectiva de la tercera persona o del conocimiento objetivo cediendo al “puente religioso” de la existencia de Dios. La tercera de las meditaciones se encargará de bridar las pruebas de la existencia del ser supremo. Los argumentos esgrimidos por Descartes para demostrar la existencia de Dios no retendrán nuestra atención, aunque es digno de mencionar que en uno de estos sostiene que no

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podría tener una idea de su propia completitud como individuo si no fuera porque tiene la idea de un ser completo, pleno, al que nada puede faltarle.7 Es así como la injerencia divina permite a Descartes conferir una estabilidad duradera al saber moderno con su teoría de la representación, provista gracias a Dios de cierta positividad. Pero esta positividad o consistencia viene de Dios, en primer orden de importancia, sin duda, y del ego, en segundo orden. Retomemos el hilo argumentativo de la consistencia de dicha representación, como lo dejamos al finalizar el comentario del proceso cognoscitivo descrito en la Regla XII.

Habíamos obtenido representaciones abstractas de los existentes empíricos, cifrados algebraicamente por figuras elegidas libremente por el entendimiento puro, lo que luego se llamó ego cogito. Estos sufrieron una primera operación de corte en ese primer procedimiento de abstracción, pero aún no acceden a su máxima potencia de representación intelectual o abstracta (la “idea” en las Meditaciones), ya que, a pesar de haber suprimido toda relación de mímesis entre figura y real, la figura cifrada aún permanece vinculada por memoria o por hábito al referente empírico o exterior que inicialmente la suscitó. ¿Cuál es el problema en esta permanencia de ligadura en la memoria, sobreviviente al primer corte efectuado por el entendimiento? El problema es que mientras tal ligadura sobreviva no se podrá estar seguro de la univocidad de la representación tan laboriosamente obtenida porque en primer término no encontramos ninguna univocidad certera del lado de lo sensible. Es necesario que la univocidad provenga exactamente del otro lado de la tríada real – representación – sujeto. El sujeto, probado como uno por su reflexividad, confiere univocidad a las representaciones cifradas mediante su propia unicidad y su voluntad de hacer que estas representen lo que él decida que representarán, mientras respete el criterio por él mismo establecido (mientras

7 Sobre este aspecto de la relación de dependencia del sujeto con Dios en Descartes y su lectura lacaniana y althusseriana, véase Venturini “Del sujeto de la ciencia y la Ideología. Un desencuentro entre Lacan y Althusser” (2015).

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respete las reglas de representación desde el punto de vista “sincrónico”, por así decirlo). Así se efectúa un segundo corte en la memoria, quitándole toda validez cognoscitiva al hábito, la costumbre y la tradición, reemplazándola por las representaciones cifradas por el libre criterio del ego.

Por expresarlo en otras palabras, era necesario un segundo corte entre las figuras cartesianas y los cuerpos extensos que ellas representan. Estas continuaban demasiado ligadas a la heterogeneidad de los cuerpos percibidos y recordados con sus cualidades porque cada una de esas figuras representaba a cada una de aquellas cualidades. Esta correspondencia o ligadura sobreviviente debió ser relegada a lo marginal por una separación entre ambos planos que haga de esa correspondencia un puro azar o una pura “convención” (como remarca Le Gaufey) libremente establecida por el ego, es decir, una decisión reflexivamente tomada que garantice que las correspondencias concretamente dadas en un momento particular entre figuras–cualidades pueda ser cualquier otra en cualquier otro momento, subsumiéndolas a la potencialidad de cifrado de un entendimiento (ego), con lo que al fin queda establecida la unidad del saber y su potencial univocidad. Hubo que profundizar el primer corte entre figuras y cualidades, y anudar mejor la relación entre figuras para tornarlas plenamente intercambiables entre sí, reducidas a un trasfondo íntegramente homogéneo (soportado por la unidad del ego, y finalmente la de Dios). Corte vertical entre dos objetos de jerarquía gnoseológica distinta (sensible y figura abstracta o cifra) y anudamiento horizontal entre una pluralidad de objetos de la misma jerarquía gnoseológica (solamente figuras abstractas) dependen de una misma condición: la garantía de un existente que no sea ni cualidad ni figura, y que pueda organizar las relaciones azarosas pero convenidas entre ambas al estar más allá de ellas. Ese existente es el ego, ontológicamente probado por el pensamiento puro, es decir, por el pensamiento que se tomó a si mismo por objeto y que a si mismo se fundamentó.

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Recordemos entonces que la certeza inmediata es la existencia del propio sujeto pensante, que en segundo lugar, mediante la garantía de Dios, el filósofo admitirá la veracidad del conocimiento lógico-matemático, con primacía de la deducción y del cálculo, (“orden y medida” empleando los términos más recurrente en Descartes), pero admitiendo también la inducción como parte del proceso de la construcción de sistemas deductivos para las ciencias empíricas modernas. Un ejemplo aquí visto de tal capacidad de representar con precisión el universo empírico fue el de la figuración cifrada, otro ejemplo lo constituye la naciente física matematizada de la época, claro está. Es mediante esta injerencia divina que el filósofo encuentra las vías para el conocimiento objetivo. La cuarta meditación, llamada “De lo verdadero y de lo falso”, viene justamente a proseguir el recorrido de la teoría del conocimiento cartesiana, luego de demostrar la existencia de Dios y alcanzar la perspectiva de la tercera persona en la tercera meditación. Reiteremos el rechazo de plano de la veracidad de lo sensible como fuente de conocimiento, como venimos insistiendo al respecto de la necesidad de representar lo real con abstracciones. “De tal manera me he acostumbrado estos días a separar la mente de los sentidos, y tan cuidadosamente he advertido lo poco que se percibe verdaderamente de las cosas corpóreas, así como lo mucho que se conoce de la mente humana y mucho más aún de Dios, que ya no tendré dificultad alguna para separar mi pensamiento de las cosas imaginables y dirigirlo solamente a las inteligibles e inmateriales. Y la idea que tengo de la mente humana, en tanto que es una cosa pensante, no extensa en longitud, anchura y profundidad, y que no tiene nada propio del cuerpo, es mucho más distinta que la idea de cualquier cosa corpórea” (Descartes, Meditaciones: 48)

Resulta impactante ver el poderío que le otorga Descartes a la voluntad. Ya se dijo que mientras en el entendimiento somos infinitamente inferiores a Dios, en la voluntad le somos iguales, y se dijo que este discordancia o este exceso del querer sobre el entender

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es el origen de los errores en el conocimiento y e hacer humano. “Del mismo modo, si examino la facultad de recordar, o la de imaginar, o cualquier otra, no encuentro ninguna de la que no entienda que en mí es muy débil y limitada, y en Dios inmensa. Sólo la voluntad o libertad de arbitrio experimento que es en mí tan grande, que no concibo la idea de otra mayor; de manera que ésta es la principal razón por la que entiendo que tengo cierta relación de imagen y semejanza con Dios” (Descartes, Meditaciones: 52 [la cursiva es nuestra]). Hay una particular concepción de la relación entre entendimiento y voluntad en la que la segunda, para el filósofo, no se siente coaccionada a aceptar lo que el primero le impone, no le opone resistencia, si no que aquello que se impone por parte del entendimiento es libremente aceptado por la voluntad, pues esta no podría querer otra cosa que aspirar al conocimiento de la verdadero. “Pues para ser libre no es preciso que yo pueda dejarme llevar hacia una cosa tanto como hacia su contraria, sino que cuanto más propendo hacia una, porque entiendo que es verdadera y buena o porque Dios dispone así mi pensamiento, tanto más libremente la elijo; pues ni la gracia divina ni el conocimiento natural disminuyen nunca la libertad, sino que más bien la aumentan y corroboran” (Meditaciones: 52). A este respecto de la aceptación inmediatamente libre de la voluntad de lo que propone el entendimiento, debe recordarse que para Descartes una de las características de la perfección de Dios e que en el ente supremo no hay distinción entre potencia y acto, entre pensamiento y acción puede decirse, ya que ambos son solamente acto en Dios, lo que implica que entendimiento y voluntad son una sola y misma cosa. No es de extrañar que en el caso del hombre la voluntad aspire a reunirse con el entendimiento, tomando lo que le viene de esta facultad con el agrado de la libre aceptación.

Las pasiones del alma (1949), obra canónica de la antropología cartesiana, donde se describe en detalle el funcionamiento de las facultades del cuerpo y del espíritu, depara unas precisiones importantes sobre la naturaleza de la voluntad, en especial en lo que

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respecta a su oposición frente a las pasiones. Las funciones del alma que le son específicas, aquellas que no resultan de una combinación del alma y del cuerpo, o mucho menos del funcionamiento exclusivo del cuerpo, son los pensamientos. Los pensamientos del alma si dividen en acciones o voluntad y pasiones. Las que llamo sus acciones son todas nuestras voluntades, puesto que experimentamos que proceden directamente de nuestra alma y parecen depender sólo de ella; como, por el contrario, podemos llamar por lo general pasiones suyas todas las clases de percepciones o conocimientos que se hallan en nosotros, porque a menudo no es nuestra alma la que los hace tal como son y porque siempre los recibe de las cosas que son representadas por ellos (Descartes, Gredos: 471). Aquí evidentemente la voluntad aparece más cercana al entendimiento de lo que permitía suponer la lectura de las Meditaciones, ya que el concepto de pensamiento las engloba a ambas. Por el contrario, las pasiones son degradadas en esta antropología al plano de lo sensible y de la imaginación arbitraria o involuntaria, aquella que opera sin que le sea aplicado el entendimiento y la voluntad “desde arriba”, siguiendo el orden jerárquico del proceso cognoscitivo que vimos en las Reglas.

Ha sido indicada en el curso la importancia del concepto de voluntad en el pensamiento psicológico del siglo XIX y XX, junto a otra constelación nocional como el interés, la motivación, la necesidad. La fisiología moderna ha entendido por “movimientos voluntarios” aquellos que se oponen a los “movimientos involuntarios”, como los reflejos, teniendo su origen en los centros superiores del cerebro. “Por analogía, la psicología tradicional distinguía el acto voluntario, que es consciente, meditado, adaptado a un fin respecto al cual es capaz de organizar acciones o diferirlas en el tiempo, del acto reflejo o automatismo (v.), que no tiene estas características” (Galimberti, Dic : 1097). Galimberti desglosa el concepto de voluntad en cuatro registros: la representación al acto a cumplir en relación a una meta, la deliberación acerca de los medios a emplear, la decisión por la que

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determinado acto correlacionando medios y fines es elegido entre otros, y la ejecución de la acción propiamente dicha. “Todo esto implica la intervención de la inteligencia, el aprendizaje y el conocimiento, además de las nociones de decisión autónoma, libertad y responsabilidad de acuerdo con la deliberación y la ejecución” (Galimberti, Dic, 1097). Es muy significativo que con tanta claridad el autor correlacione la inteliencia y aprendizaje con la autonomía y la libertad, porque lo que sucede es que el concepto de voluntad solo es concebible solo “movilizando toda la personalidad del individuo, tanto en el nivel pulsional, de acuerdo con el predominio de un deseo o de una tendencia afectiva sobre las demás, como en el nivel intelectual, de acuerdo con la representación que se impone como fin entre las muchas posibles” (Galimberti, Dic, 1097). En la antropología cartesiana de la voluntad, como en la psicología por venir, esta noción está en el epicentro de la soberanía del individuo, lo cual es ya el indicador de una posición política. Porque a pesar de la multiplicidad de deseos, tendencias o intereses que se puedan observar en el individuo, siempre predomina una sobre las demás sin que se considere la contradicción entre estos deseos como una estructura de por sí, sino que se lo ve como una confrontación circunstancial en la que siempre predomina claramente una tendencia sobre las demás, sin que ello traiga consecuencias estructurales para el sujeto, como serán las formaciones de compromiso del psicoanálisis por la inevitable represión de cierta región de la vida sexual. El vocablo voluntad ha sido muchas veces permutado por el de motivación, pero no hay aquí tanto una transformación teórica real como un interés de la psicología de distanciarse del vocabulario filosófico que la precede hasta el siglo XIX. Recordemos que el mismo Piaget define a la voluntad como un afecto o “tendencia superior” que se opone a los sentimientos y las emociones, o “tendencias inferiores”, remarcando la unidad de la primera y la multiplicidad de los segundos (cfr. Inteligencia y afectividad: 18).

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5. Locke: igualdad, libertad y propiedad. El in-dividuo inserto en la naturaleza y la sociedad civilLa concepción del sujeto reflexivo fundada por Descartes tiene

su correlato y refuerzo político-ideológico en la teoría lockeana del derecho donde se afirma que todo hombre es libre, igual y propietario de si mismo (de su cuerpo, y del producto del trabajo de su cuerpo). A su vez, estos principios se encuentran anudados a la teoría contractualista del origen de la sociedad desde Locke hasta Rousseau, teoría propuesta por primera vez por Hobbes, es decir, en la doctrina filosófica que sostiene que el origen de la sociedad se funda en un pacto, un consenso, una convención8 o un contrato voluntario entre los individuos.

La doctrina contractualista predominará ampliamente a lo largo del siglo XVII y XVIII, pero será cuestionada en el siglo XIX ante nuevas consideraciones de orden político. Lo diremos de la siguiente manera: mientras que en los siglos XVII y XVIII el in-dividuo realiza a la sociedad, fabricándola en un pacto, por ello mismo la sociedad es concebida como una suma de individuos y este es considerado el átomo de la sociedad. Tomando en consideración la clásica oposición del pensamiento político entre individuo y sociedad, la teoría contractualista se inclinaba mayoritariamente hacia el individuo como fuente de poder y soberanía, siendo la sociedad civil la representación articulada de la suma de individuos que conviven bajo el derecho positivo tras el contrato social fundador. Pero he aquí que hacia finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX la previa hegemonía soberana del individuo sobre la sociedad civil se debilita en pos de una materialidad o vida propia de lo social. todo Sucede

8 Se recordará la insistencia de Le Gaufey en la convencionalidad de la las representaciones cifradas o abstractas de la mathesis universalis en Descartes. Y es porque el presupuesto filosófico de la libertad del individuo, que en Descartes muestra su importancia mayor en la voluntad donde somos semejantes a Dios, se perpetúa en la teoría del contrato social a partir de la voluntad de los hombres de ceder su soberanía a un poder que los representa. No es ninguna casualidad que el iusnaturalismo lockeano también recurra a Dios, es la misma necesidad metafísica que impulsa a Descartes a buscar en el ente supremo la garantía gnoseológica última de la veracidad de conocimiento.

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como si el lazo de “representación” que unía al individuo con la sociedad civil y su gobierno comenzara a resquebrajarse dejando ver una brecha, una negatividad entre el individuo y la sociedad que lo reconoce como “persona”.

Mencionaremos tres hitos de la apertura de esta brecha. En “Contestación a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?”, de 1784, Kant se refiere a las contradicciones internas del proyecto político ilustrado (este texto considerado marginal entre los mayores exégetas de Kant pero que Foucault retomará con especial interés9). Encuentra entre el “uso público” y el “uso privado” de la razón una antinomia insuperable, aunque no se muestra particularmente pesimista por esto, pero si resulta de utilidad esta contradicción para mostrar que la Ilustración no es tanto un estado de situación como un proceso o un proyecto.

En segundo lugar, mencionaremos la dialéctica de la dominación establecida por la relación de amo/esclavo en Hegel donde el establecimiento de un orden social se impone por una guerra y un sometimiento, ya que todo deseo humano es dese de reconocimiento por parte del otro, y el hombre que acuerda en convertirse en esclavo lo hace porque prevalece en él el apego a la vida más que el deseo de reconocimiento, más que el prestigio. Entonces hay algo así como un contrato en el acto político fundador de la sociedad para Hegel, porque quien se somete lo hace voluntariamente acordando las condiciones impuestas por su nuevo amo. Donde en el pensamiento político clásico había predominantemente acuerdo, ahora hay dominación y acuerdo marginal, consentimiento libre pero obligado, aquí la violencia se inscribió en las instituciones políticas y se perpetúa en estas desde el origen. Finalmente hay que mencionar la concepción del movimiento de la historia como lucha de clases, postulada antes por Destutt de Tracy, pero mayormente conocida a través de Marx, quien realiza una

9 Véase Foucault. El gobierno de sí y de los otros. (…). En especial las primeras sesiones, donde Foucault afirma inscribirse en la tradición ilustrada de Kant, pero entendida como una Ilustración crítica, donde el artículo de Kant “Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?” (1784).

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lectura hegeliana de la lucha de clases. Es lícito entonces decir que el siglo XIX redimensionó la materialidad o complejidad de lo social frente a los individuos, introduciendo un elemento de violencia que atenta contra la representación política clásica de los siglos precedentes. La relación representativa entre individuo y sociedad comienza a resquebrajarse, decíamos, revelándose la dimensión autónoma y “alienante” de lo social (lo que se cede, lo que se pierde bajo la Ley). Fredric Jameson, en Valencias de la dialéctica (2013), ha recordado que es por este descubrimiento de la alienación social o de su opacidad y su autonomía relativa que en cierta medida el siglo XIX es el siglo del surgimiento de las ciencias humanas.

En lo que respecta a la relación entre individuo y sociedad en el pensamiento político clásico que estamos presentando, los individuos consciente y voluntariamente deciden organizarse en sociedad para su conveniencia, abandonando el estado de naturaleza. En esta sucinta recapitulación del encuentro entre teoría del conocimiento y filosofía política en los inicios de la modernidad filosófica, se ve emerger siempre la centralidad del sujeto provisto de interioridad reflexiva. A esta reflexividad cognoscitiva, puramente intelectual o eidética, se añadirá con la doctrina lockeana el aseguramiento de la autopertenencia del individuo, de ser perteneciente a si mismo, tomando en cuenta su existencia corpórea individual y, lo que es muy importante, también la pertenencia de aquello que es producto de un trabajo que se adjudica como suyo.

En su clásico Dos tratados sobre el gobierno civil (1869) donde el filósofo inglés expone lo esencial de su doctrina jurídica, Locke defiende una posición de derecho natural (iusnaturalismo) en la que determinados principios racionales inalienables a la condición humana habrían regulado la convivencia entre las personas en el “estado de naturaleza”. “Para entender el poder político correctamente, y para deducirlo de lo que fue su origen, hemos de considerar cuál es el estado en que los hombres se hallan por naturaleza. Y es éste un estado de perfecta libertad para que cada

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uno ordene sus acciones y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre. Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, y donde nadie los disfruta en mayor medida que los demás” (Locke, cap 2: 36 [la cursiva es nuestra]). Muy distinto es el estado de naturaleza del otro campeón de la filosofía política moderna inglesa, nos referimos evidentemente a Thomas Hobbes, porque el estado de naturaleza lockeano no es el de un “hombre lobo del hombre”. Al contrario de Hobbes, Locke ve el estado de naturaleza, al ser el hombre desde siempre un ser racional, la prexistencia de las leyes de libertad, igualdad y propiedad. Los hombres, como seres racionales, en esta condición ya tenían derechos naturales como la vida, la libertad (limitada por la igualdad) y la propiedad. De no cometerse los excesos por los que a veces se ven inclinados los hombres el estado de naturaleza habría sido suficiente para garantizar una convivencia indefinidamente armoniosa, de buena voluntad cooperativa y búsqueda de la preservación de los bienes comunes.

Locke reconoce un estado de guerra (capítulo 3) derivado del estado de naturaleza (capítulo 2), pero no lo asimila jamás directamente al segundo como si sucede en la teoría de Hobbes. “El estado de guerra es un estado de enemistad y destrucción; y, por lo tanto, cuando se declara mediante palabras o acciones, no como resultado de un impulso apasionado y momentáneo, sino con una premeditada y establecida intención contra la vida de otro hombre, pone a éste en un estado de guerra contra quien ha declarado dicha intención. Y de este modo expone su vida al riesgo de que sea tomada por aquél o por cualquier otro que se le una en su defensa y haga con él causa común en el combate. Pues es razonable y justo que yo tenga el derecho de destruir a quien amenaza con destruirme a mí. En virtud de la ley fundamental de naturaleza, un hombre debe conservarse a si mismo hasta donde le resulte posible; y si todos no

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pueden ser preservados, la salvación del inocente ha de tener preferencia” (Locke, cap 3: 46). No hemos seguido con suficiente minucia el capítulo 2, pero Locke ya advertía de las posibles tendencias de querer unos disponer de las posesiones materiales de los otros, teniendo estos últimos el derecho a castigar a los primeros. Todo esto resulta particularmente intrincado cuando se quiere establecer una diferencia clara entre un estado de naturaleza edénica y un estado de guerra, como busca hacerlo Locke, ya que no puede explicarse debidamente el origen de la agresión, de la codicia, de la expropiación, del exceso de poder. Se ha insistido sobre la debilidad del argumento lockeano al procurar distinguir entre estado de naturaleza y estado de guerra, ya que el filósofo nunca explica adecuadamente cómo surgen las llamadas “depravaciones” que conducen de uno al otro. Por esto Carlos Mellizo, en su “Prólogo” al Segundo tratado del gobierno civil, nos dice que “no explica Locke cómo en el estado de naturaleza pudieron surgir transgresores que, cediendo a impulsos irracionales, dieron en violar las normas de convivencia dictadas por la ley natural. Tampoco dice cuándo. No se hace en el libro referencia alguna al momento en que el estado de naturaleza - que, para Locke, además de constituir una hipótesis de argumentación, fue también una etapa real en la historia del género humano- se vio afectado por la depravación y el abuso, dando ello lugar a que no pudieran los hombres alcanzar algún tipo de felicidad estable fuera de la sociedad civil” (…: 16).

Pues bien ¿en qué consisten la depravación y el abuso? Esto se responde relevando la antropología egoísta de Locke, al pensar que lo que busca todo ser humano es, por encima de cualquier otra cosa, el reconocimiento y la fama, lo que se comprende como poder en su sentido pervertido. “El resorte principal del que surgen todas las acciones de los hombres, la norma por la que se guían y el fin que persiguen, parece ser siempre el alcanzar reconocimiento y fama. Y esto hace que los hombres quieran evitar a toda costa la vergüenza y la desgracia” (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano: 46). A

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estas palabras, Mellizo agrega que “siempre hay al fondo de cada individuo - como el propio Locke dirá en otra parte- una tendencia a la autoestima y al egoísmo, que, querámoslo o no, condiciona nuestra conducta” (Mellizo, … : 15). Este egoísmo se reproducirá en el discurso de la economía política, concepción que se proyecta inmediatamente en la naturalización de la propiedad privada en Locke y en sus epígonos de la economía clásica.

Ahora bien, a pesar de las desviaciones perversas encontradas en el estado de guerra, con la recién mencionada aporía antropológica y política, las leyes de igualdad, la libertad y la propiedad, decíamos, son establecidas en el orden del derecho natural del hombre. Y una justa o legítima sociedad civil, gobernada por el derecho positivo, constituida por un pacto social, deberá respetar estos derechos naturales. “Para evitar este estado de guerra -en el que sólo cabe apelar al Cielo, y que puede resultar de la menor disputa cuando no hay una autoridad que decida entre las partes en litigio- es por lo que, con gran razón, los hombres se ponen a sí mismos en un estado de sociedad y abandonan el estado de naturaleza. Porque allí donde hay una autoridad, un poder terrenal del que puede obtenerse reparación apelando a él, el estado de guerra queda eliminado y la controversia es decidida por dicho poder” (Locke, cap 3: 56).

En el capítulo 6, “De la propiedad”, (luego de capítulo 5 dedicado a la esclavitud) se desarrolla el argumento del derecho a la propiedad en los derechos naturales del hombre. Una breve mención a Dios sirve de impulso para fundar el entendimiento o razón y la voluntad o libertad en el hombre, derivadas de Dios, pero este se habrá retirado del mundo en adelante y desde luego desentendido de cualquier forma de Estado que se configure en su nombre (contra el absolutismo hobbesiano). Este Dios es una garantía lejana de racionalidad y libertad, como lo era el Dios cartesiano, en ambos casos tratándose de una exigencia metafísica antes que de una doctrina teológica. Dios ha provisto a los hombres de la tierra y de

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todo lo que hay en ella, que es de todos ellos por igual, pero sucede que “aunque nadie tiene originalmente un exclusivo dominio privado sobre ninguna de estas cosas tal y como son dadas en el estado natural, ocurre, sin embargo, que como dichos bienes están ahí para uso de los hombres, tiene que haber necesariamente algún modo de apropiárselos antes de que puedan ser utilizados de algún modo o resulten beneficiosos para algún hombre en particular” (Locke, cap 5: 56 [la cursiva es nuestra]). Este modo de apropiación es el trabajo propio, producto del esfuerzo del propio cuerpo. Y se añade a continuación una observación histórica o “etnográfica” (disciplina que aún no había nacido, desde luego) a todas luces problemática, pero evidente para el filósofo del siglo XVII. “El fruto o la carne del venado que alimentan al indio salvaje, el cual no ha oído hablar de cotos de caza y es todavía un usuario de la tierra en común con los demás, tienen que ser suyos; y tan suyos, es decir, tan parte de sí mismo, que ningún otro hombre podrá tener derecho a ellos antes de que su propietario haya derivado de ellos algún beneficio que dé sustento a su vida” (Locke, cap 5: 56).

¿Qué es lo que resulta tan problemático y discutible de esta aseveración? El trazado de una correlación directa de capacidad-derecho de apropiación entre el individuo laborioso (lo que ya es una construcción filosófica de primer orden) y el producto de su trabajo (por no hablar aquí del intermediario entre su ser intelectual y el producto de ese trabajo reclamado como suyo, intermediario que es su cuerpo). Marx cuestionará esta correlación inmediata y natural entre individuo y propiedad privada por los subterfugios históricos que la hacen posible, donde la relación binaria o especular entre individuo y propiedad es subvertida y desmentida por esa terceridad que es el “trabajo social indistinto”, como se verá en la próxima sección. Pero señalemos, además de la crítica marxiana, que todo el desarrollo de la antropología económica moderna, desde el siglo XIX y especialmente en el siglo XX, problematiza tanto este supuesto lockeano que acaba por desdibujarlo o simplemente refutarlo. La

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reciprocidad o economía de dones, descubrimiento etnográfico de enormes consecuencias en el pensamiento sobre los intercambios simbólicos humanos (que incluye los intercambios más netamente “económicos), conllevó una especial atención a las economías donde ha predominado el principio de reciprocidad, también conocidas como economía de dones, donde la obligación de circulación igualitaria de los bienes producidos para el consumo se impone fuertemente ante la pretensión de reclamos de apropiación individual, lo que ya fuera observado en el siglo XIX, entonces denominado “comunismo primitivo” (Spencer, Morgan, Tylor, Frazer). Claro que no existe la generosidad ilimitada y toda reciprocidad implica un balance de esfuerzos aproximativo (pero careciendo de la extrema precisión contable del intercambio mercantil, opuesto a la reciprocidad), como su propia denominación nos lo sugiere. Con estas menciones reencontramos el problema de la economía de los esfuerzos, del valor y del poder, en la que introdujimos al estudiante previamente.

“En todo lo que saca pues del estado en que la naturaleza lo ha provisto y dejado en ese estado, él ha mezclado su trabajo, y le ha añadido algo que es suyo, y de este modo lo hace propiedad suya. Siendo sacado por él del común estado en que la naturaleza lo ha puesto, tiene en razón de este trabajo algo anexado que excluye el común derecho de otros hombres. Porque siendo este trabajo incuestionable propiedad del trabajador, ningún hombre salvo él puede tener derecho bueno dejado en común a los demás” (Locke, cap 5: 57 [la cursiva es nuestra]). Marx mostrará lo engañoso de ese “añadido de algo que es suyo”, ya que la magnitud del valor de ese añadido, la sustancia del valor-trabajo, no se determina por el trabajo corpóreo o individual, sino por el trabajo socialmente necesario (trabajo social indistinto o abstracto). La realidad social del trabajo en Locke, así como sucede en buena medida en los economistas políticos clásicos, aparece disimulada bajo una individualidad autosuficiente.

Como dicen Fernández Liria y Zapatero, “Locke desarrolla toda su concepción a partir de los principios de libertad, igualdad y

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propiedad, haciendo depender ésta del principio básico según el cual cada uno ha de ser considerado, al menos, como «dueño de sí mismo». Resulta evidente que el edificio completo del proyecto ilustrado se desmoronaría si se prescindiese de la firme base según la cual todos han de ser considerados, por igual, como dueños de sí mismos.” (Fernández Liria et al …: 601). Efectivamente, la crítica de Marx no apunta a destruir estos derechos naturales, sino que su flanco de crítica será la noción de propiedad. En este sentido Marx continuará siendo un pensador de la Ilustración, un optimista del progreso gnoseológico y político, sino que su crítica apunta a desenmascarar las insuficiencias de ese individualismo liberal que impregna la naturaleza humana de Locke y que la economía política clásica ha continuado postulando. A todo esto, agreguemos que la legitimidad de la apropiación por el trabajo contiene explícitamente el germen de la ideología de la productividad: la expropiación siempre será posible de un hombre por otro, de un grupo humano sobre otro, siempre que sea para intensificar el rendimiento de los frutos de la tierra. “Locke reduce todo derecho al derecho a la propiedad, porque hasta la vida misma es reducida a una propiedad. Luego, como el trabajo es el origen de la propiedad, así se justifica que el imperio inglés tenga su dominio sobre América, donde hay tierras sin trabajar” (Polo Santillan, 2005: 11).

6. Marx: la crítica a la interioridad antropológica como crítica al iusnaturalismoLo que en Locke hallamos como derecho natural

(iusnaturalismo), en la economía política clásica lo encontramos duplicado y reforzado como una antropología que combina necesidades objetivas y naturales con racionalidad reflexiva. Comencemos por recordar que desde Locke en adelante, el pensamiento político ilustrado ha concebido la relación fundamental u originaria entre individuo y sociedad política en términos de pacto o contrato social, es decir, una acción voluntaria, libre y deliberada de

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los individuos para reunirse y darse a si mismos leyes positivas respaldadas por el Estado.

Pues bien, tratándose de la antropología (inspirada en los derechos naturales lockeanos) de la economía política, lo que encontramos son preguntas y respuestas a la cuestión de las motivaciones que impulsan al intercambio mercantil ¿por qué los individuos compran y venden cosas? Tan simple como esta es la pregunta, pero orientada a la espinosa cuestión de los intereses, necesidades o deseos humanos, sin por ahora especificar gran cosa sobre los mismos.

La fundamentación del intercambio mercantil de la economía política se apoyó sobre dos alternativas simétricamente inversas: 1. Se incurrió en una concepción naturalista-instintivista de las motivaciones del intercambio comercial, o bien, al contrario, 2. Se acudió a una doctrina racionalista-voluntarista. Una característica esencial al postulado antropológico de la economía política, común a estas dos últimas variaciones mencionadas, es la centralidad del individuo en relación a la historia y la sociedad. Fuese siguiendo sus tendencias instintivas, fuese siguiendo un cuidadoso cálculo egoísta, el individuo actuaría buscando su enriquecimiento en aras de su propio beneficio. El in-dividuo y el individualismo político que se ve alimentado por esta doctrina es el fuerte denominador común a ambas explicaciones. A su vez, la fundamentación del individuo como propietario de lo que es producto de su trabajo es proporcionada por Locke, teniendo una gran y extendida repercusión en todo el pensamiento moderno clásico. Pero más aún, esta complementariedad especular o recíproca entre necesidades naturales y racionalidad se hallaba ya en el estado de naturaleza del hombre, son la sustancia misma del iusnaturalismo lockeano.

Muchas veces los argumentos de la economía política y el pensamiento clásico consistían en una ingeniosa combinación de los registros naturalistas y racionalistas, opuestos de manera especular y por ello complementarios el uno del otro, ambos reunidos en una

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interioridad objetiva y subjetiva, que no es otra que finalmente la interioridad fundamentada por el iusnaturalismo. Veremos que este es el caso de Adam Smith. La economía política descansaba sobre la concepción de un impulso mercantil innato y simultáneamente de una decisión racionalmente elaborada y adoptada que era regulada de manera voluntaria y contractual. La concepción de un contrato presupone los principios jurídicos lockeanos de libertad, igualdad y propiedad ya que solo sujetos libres pueden optar voluntariamente por intercambiar mercancías, solo sujetos iguales pueden establecer un vínculo de contrato basado en cierta reciprocidad, solo sujetos propietarios tienen algo para intercambiar en el mercado. Pero la economía política lleva estos principios a una universalidad congelada y naturalizada en el análisis de las formaciones económicas que Marx habrá desenmascarado. Veamos los elementos indispensables de la fundamentación antropológica del impulso al intercambio y de la teoría del valor-trabajo en Adam Smith.

Sigamos los pasos de Smith en La riqueza de las naciones (1776), al menos en lo que aquí importa para confrontarlo con Marx: en la fundamentación del impulso al intercambio mercantil y la primera teoría del valor-trabajo elaborada en el pensamiento moderno. Nos interesa descubrir dónde el fundador de la economía política incurre en una concepción interiorista (antropológica) como fundamento del impulso mercantil. Veremos que si bien se basa esencialmente en una concepción naturalista del impulso mercantil, no deja de recurrir al complemento de la racionalidad egoísta.

Aunque en el pensamiento clásico el contrato y la voluntad la forma de concebir lo social (bajo la forma de la expresión representada de la voluntad general), Smith no creía en la suficiencia del contrato social para explicar las leyes económicas. Puede que el pacto fuera suficiente para explicar el origen del Estado en la filosofía política clásica, pero para el primer representante de la economía política, el pacto era incapaz de brindar una explicación sobre la fuerza inercial espontánea y general con la que se imponen los

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intercambios económicos. El contrato social puede explicar el órgano político que regula los intercambios económicos, pero no da cuenta de su comienzo, la causa del impulso originario se pierde en la bruma del olvido. El fundador de la economía política verá en la “división técnica” del trabajo el aumento de la productividad de las sociedades modernas (a partir del siglo XVIII), a su vez, especulará sobre una propensión espontánea y natural del hombre a intercambiar cosas, lo que se situará en la fuente de la división técnica del trabajo. “Esta división del trabajo, que tantas ventajas reporta, no es en su origen efecto de la sabiduría humana, que prevé y se propone alcanzar aquella general opulencia que de él se deriva. Es la consecuencia gradual, necesaria aunque lenta, de una cierta propensión de la naturaleza humana que no aspira a una utilidad tan grande: la propensión a permutar, cambiar y negociar una cosa por otra “(Smith, 1997 [1776]: 16).

El hombre es el único animal que intercambia en el mercado, por lo tanto el comercio debe estar inscrito en la naturaleza humana. “Nadie ha visto todavía que los perros cambien de una manera deliberada y equitativa un hueso por otro" (Smith, 1997 [1776]: 16). Si este razonamiento fuera suficiente, habría que aceptar que toda actividad realizada por hombres, como fabricar jabalinas, computadoras o automóviles, están inscriptas en la naturaleza humana, solo que se desarrollarían lenta y gradualmente, pero estarían contenidas en estado latente desde el comienzo, en estado potencial. Smith prosigue con unas observaciones que hoy calificaríamos de etológicas. "En casi todas las otras especies zoológicas el individuo, cuando ha alcanzado la madurez, conquista la independencia, no necesita el concurso de otro ser viviente. Pero el hombre reclama en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes" (Smith, 1997 [1776]: 16). Se apuesta entonces a la dependencia del humano del vínculo social para su supervivencia, pero la etología moderna conoce numerosísimas especies animales de organizaciones gregarias complejas, donde el individuo depende

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completamente de la vida social y de una “división técnica del trabajo” de carácter instintivo. Smith niega que los animales produzcan colectivamente su alimento, lo cual es falso (como demuestran numerosos ejemplos de especies de insectos, por ejemplo). Los animales no producen colectivamente y no hay división de tareas, ergo no intercambian porque no hay necesidad de ello. Este error tiene hondas consecuencias: al no reconocer una forma de trabajo social (aunque ciertamente instintivo) en los animales y por ello excluirlos del intercambio mercantil, de manera simétricamente inversa se excluye al hombre de formas de trabajo social no productoras de mercancía, extendiendo la producción de mercancías a toda formación económica, y es este es el error más grave, porque se encuentra naturalizada la propiedad privada, tornándola un hecho antropológicamente universal. Así, las explicaciones sobre el origen y fundamento del intercambio mercantil en la teoría de Smith se inclinan hacia la alternativa naturalista, como la propia filosofía política de Locke (y de toda la modernidad jurídico-política o al menos sus formaciones discursivas hegemónicas) se sumerge en el iusnaturalismo.

Mientras que en los tres primeros capítulos de La riqueza, el autor se esforzaba por dilucidar el repentino aumento de la productividad ante el umbral del capitalismo en el siglo XVIII, momento históricamente muy acotado y definido, ahora Smith regresa sobre sus pasos para decir que el impulso originario de este súbito aumento ya se encontraba contenido en la naturaleza humana, potencial que se habría desplegado como “consecuencia gradual, necesaria aunque lenta”, por lo que el capitalismo se convierte en el reflejo acabado de la naturaleza humana. Kicillof, en su estudio sobre el pensamiento smithiano, afirma “si se proponía explicar cuál era la nota distintiva del capitalismo, su investigación desembocó en que su oculto germen no es otro que la propia naturaleza humana. De esta forma, paradójicamente, una determinada forma histórica parece

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estar explicada por un rasgo instintivo del hombre” (Kicillof, 2011: 53 [la cursiva es nuestra]).

El argumento no finaliza aquí, ya que Smith realiza una reconstrucción puramente especulativa o analítica (o más bien mítica) sobre la vida económica en las comunidades primitivas, con el fin de mostrar cómo se pudo haber desplegado históricamente ese instinto o tendencia ya preformada (muy lenta y gradualmente, hay que añadir). Basta con que algún miembro de la tribu se destaque en alguna labor en particular para que descubra la ventaja de especializarse: al volverse más eficiente en una tarea, producirá más y dispondrá de un excedente para obtener en el mercado lo que necesite. Claro que para ello debe existir un mercado. Pero como el intercambio mercantil está en los instintos humanos, este hombre especializado tendrá la certeza de obtener lo que le haga falta. “La certidumbre de poder cambiar el exceso del producto de su propio trabajo, después de satisfechas sus necesidades, por parte del producto ajeno que necesita, induce al hombre a dedicarse a una sola ocupación" (Smith, 1997 [1776]: 17-18). Al recurrir a la certeza, nos encontramos ya por fuera del funcionamiento ciego de las determinaciones naturales, entrando en el ámbito de los cálculos del uso de la razón. En su mito teórico, Smith se ve obligado a complementar su naturalismo mercantil con un racionalismo individualista. Indiquemos también que aunque se postule al intercambio como causa de la división técnica del trabajo, es necesario admitir que la relación causal se puede invertir y que de hecho se trata de un círculo vicioso: el intercambio habilita la división técnica del trabajo, pero la división del trabajo es una condición necesaria para que haya necesidad de intercambio en primer lugar. Los razonamientos circulares son típicos de situaciones imaginarias o mitos teóricos: circularidad ideológica las llama Michel Pecheux. Smith insiste en la naturalidad del intercambio y la socialidad o dependencia de la educación de la división del trabajo y las diferencias de habilidades entre los hombres.

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Si bien el egoísmo no es una tendencia instintiva o natural, es considerado una consecuencia necesaria de la generalización de intercambio, que se gestaría lenta y gradualmente. Nos parece que poco importa el nivel en el que se coloque al egoísmo, sea naturaleza o historia, sino que resulta crucial que se lo considere una consecuencia necesaria de algo postulado como un instinto. Finalmente, el intercambio mercantil, naturalizado, presupone la existencia de la propiedad privada. La propiedad privada es naturalizada y eternizada. Recuérdese que Locke brindó el fundamento de la propiedad privada para el pensamiento político-jurídico moderno, ligándola a la individualidad corpórea del sujeto por ser producto de su trabajo. Toda la economía política extendió estos principios jurídicos (basados en una ética y por lo tanto manifiestamente ideales) a los hechos económicos (reales). Esta ampliación de los principios jurídicos lockeanos de igualdad, libertad y propiedad a la historia del comportamiento económico ha sido objeto de duras críticas por parte de Marx.

Decíamos que el elemento común a las alternativas complementarias entre naturaleza-razón (dualismo especular) es el del interés egoísta de la autoconservación y capacidad de acumulación para el beneficio propio. El egoísmo económico es un precepto antropológico común a todo el pensamiento político y económico de la modernidad clásica. “Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad, y cuando dirige la primera de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, sólo piensa en su ganancia propia” (Smith, 1997: 402). Marx ironiza sobre esta forma de universalizar el egoísmo, junto a los pilares de la filosofía política sentados por Locke. “La esfera de la circulación o del intercambio de mercancías dentro de cuyos límites se efectúa la compra y la venta de la fuerza de trabajo, era, en realidad, un verdadero Edén de los derechos humanos innatos. Lo que allí imperaba era la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham […].¡Bentham!, porque cada uno de los dos se

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ocupa sólo de sí mismo” (Marx, 1975 [1867]: 214). El egoísmo individualista, como se sabe, es llevado al extremo por la posición utilitarista de Jeremy Bentham, pero Marx no duda en afirmar que la radicalidad de Bentham ya se encuentra presupuesta en el iusnaturalismo lockeano, ese Edén imaginario de los derechos innatos, donde se ve cómo el iusnaturalismo funciona como una antropología ideológica o una antropología imaginaria. Smith está lejos de poder responder al interrogante de cómo el capitalismo, una formación económica especifica en la historia, refleja fielmente las tendencias más espontáneas, naturales y racionales, del espíritu humano. Más bien nos encontramos siempre peligrosamente sumergidos en una concepción antropológica que universaliza la estructura mercantil, proyección sociocéntrica o etnocéntrica propia de la economía política, puede decirse también.

Una exploración más profunda del pensamiento de Smith nos comprometería a continuar esta presentación con su teoría del valor-trabajo, pero debemos conformarnos en esta oportunidad con la introducción realizada su antropología, enraizada en el iusnaturalismo lockeano. La siguiente parada en nuestro itinerario es el fetichismo de la mercancía en Marx como crítica de lo ilusorio de la individualidad político-económica que se afirma en Locke y en Smith, pero al mismo tiempo brindando una explicación de su fuerza ideológica o de su positividad a través del sistema de relaciones sociales de intercambio en las sociedades mercantiles.

7. Marx: la positividad del individuo en el fetichismo de la mercancíaLa concepción marxiana del fetichismo de la mercancía ha sido

resucitada en las últimas décadas por la difusión de la lectura que realizara Lacan en su seminario R.S.I. (1974-75), donde afirmara que la doctrina moderna del síntoma que ocupa a la clínica psicoanalítica no proviene de la medicina, sino de la obra de Marx, tal como entiende este último al fetichismo. Esta lectura ha sido muy difundida

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en el panorama intelectual contemporáneo por los trabajos de Slavoj Zizek, especialmente en su ensayo El sublime objeto de la ideología (1989). El filósofo esloveno parte de esta contribución del psicoanalista parisino para reformular la teoría de la ideología en clave psicoanalítica. Se puede añadir que el entrelazamiento entre fetichismo y síntoma en Lacan hace pensar también en la propuesta de Althusser de una lectura sintomática de los autores que pregonaba en los años 60´, retomando, según decía, la concepción psicoanalítica del síntoma. En Nietzsche, Freud, Marx, Foucault (1964) ya hablaba de una correlación entre el dinero como signo que encubre su origen histórico-interpretativo y la violencia arbitraria de su resultado, lo que es coextensivo al fetichismo de la mercancía como fenómeno más abarcativo, siendo el fetichismo del dinero una especie particular de fetichismo de la mercancía.

Pero el primero en otorgarle una dignidad teórica hasta entonces insospechada a este concepto marxiano, de enorme fortuna en el porvenir de la lectura de El capital, ha sido Isaak Rubin, en su clásico Ensayo sobre la teoría del valor (1928). Se trata de un riguroso estudio de exégesis del fetichismo y la teoría del valor de Marx, sin la pretensión añadida de utilizarlo para explicar otros fenómenos o aplicarlo a otros problemas (como hace Lacan con el síntoma neurótico). Por esta razón recomendamos al estudiante que quiera comprender a fondo esta problemática marxiana leer el pormenorizado ensayo de Rubin, que aquí seguiremos de cerca, ya que el autor explica claramente cómo el fetichismo es un fenómeno que concierne a la teoría de la ideología marxiana, pero no ya como una concepción de simple falsa conciencia que puede desengañarse mediante evidencia científica y actos intelectuales, no, el fetichismo explica la inercia de la ideología a pesar de la toma de conciencia reflexiva de los sujetos, inercia que se desarrolla ya no en el pensamiento sino en las prácticas sociales, en el modo en que están configuradas las “relaciones sociales de producción” (esta materialidad exterior o práctica de la ideología ha deslumbrado a

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Zizek, antes Althusser había intentado fundar un análisis de las bases materiales de la ideología en la práctica y en la interpelación-sujeto, donde Pecheux lo siguió). Entonces se puede apreciar como lo ideológico no es una mera categoría negativa que separa o aliena al sujeto de su esencia (ser fuente de una magnitud de valor que le es sustraída, enajenada), sino que es una categoría positiva, ya que engendra determinados vínculos sociales y los sostiene.

Agreguemos que para Rubin el fetichismo de la mercancía es tan importante en el capítulo I y en el conjunto del desarrollo de El capital, como la teoría del valor-trabajo. La totalidad temática del capítulo I dedicado al análisis de la mercancía no puede comprenderse si no se tienen en cuenta estos dos factores: la teoría del valor, que se refiere a esa rama infraestructural que es la fuerza de trabajo, y el fetichismo de la mercancía, que se refiere a esa otra rama infraestructural que son las relaciones de producción. Nunca hay que olvidar que la mercancía no es solo un objeto en el que cristaliza trabajo social indistinto, sino que es también un tipo de relación social. Con ambas nociones tenemos la fuerza de trabajo y las relaciones de producción, los dos componentes de la “infraestructura” según la desgastada tópica social por todos conocida.

En una sociedad no mercantil, como lo puede ser una economía de autoabastecimiento campesina, una economía de caza y recolección donde predomina la reciprocidad o una economía socialista industrial, lo que encontramos es una economía regulada donde el trabajo social se manifiesta directamente como trabajo social y no como trabajo concreto de índole privada. Lo social como totalidad íntegra se antepone a lo individual. En estos ejemplos de formaciones económicas y sociales, las relaciones de producción, con la consecuente división técnica del trabajo, se establecen conscientemente con el fin de mantener estable un curso regular de producción y consumo. “El papel de cada miembro de la sociedad en el proceso de producción, o sea su relación con otros miembros, se

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haya conscientemente definido” (Rubin, 1978 [1928]: 61 [la cursiva es nuestra]). Es verdad que puede haber explotación, como sucedería en una economía no mercantil feudal de señor/siervo, pero las relaciones sociales ocurren de todos modos por roles sociales asignados a las personas. El siervo produce plustrabajo (que no es aún plusvalía abstracta) para el señor feudal, pero también produce para sí mismo, por ello aquí estamos aún ante una economía de autoabastecimiento. El sistema económico es una entidad “cerrada”, por decirlo de alguna manera, adaptado al proceso de producción material y al consumo de los miembros de la sociedad como un todo.

El trabajo social se manifiesta directamente, pero ¿qué quiere decir que “se manifiesta directamente” cuando en toda formación económica hallamos una distribución de diversos trabajos, una “división técnica” del trabajo? ¿No atenta esta pluralidad de trabajos concretos, divididos, contra el trabajo como un todo social? Esto no ocurre en las sociedades no mercantiles, donde encontramos una división técnica del trabajo, distinto del caso de la división social del trabajo en las economías mercantiles. La división técnica del trabajo antepone la planificación del trabajo de las diversas unidades de producción para el todo social cerrado, mientras que en la división social diversas unidades productivas compiten entre sí para colocar un mismo producto en el mercado abierto. La economía no mercantil puede conocer desfasajes entre diversas unidades productivas debido a la innovación tecnológica, pero estos cambios son efectuados internamente y controlados por los organismos administrativos, sin que la eficiencia sea un factor de competencia con una unidad exterior. Cuando hay división técnica estamos ante la distribución del trabajo, como en la industria textil, retomando el ejemplo de Rubin, entre un taller de hilado, un taller de tejido y un taller de tinturas. Los trabajadores calificados para cada tarea de la cadena productiva se hallan vinculados de antemano a cada sector por relaciones de producción estables, permanentes y planificadas. El producto de cada eslabón de la cadena productiva pasará al siguiente. “Las relaciones

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permanentes de producción que vinculan a los obreros del taller de tejidos con los obreros del taller de tinturas determinan, de antemano, el movimiento de los objetos, los productos del trabajo” (Rubin, 1978 [1928]: 62). Son las relaciones sociales planificadas las que determinan el proceso de producción de cosas, toda su circulación en el proceso de trabajo, hasta su consumo.

En las economías mercantiles, más específicamente en la situación de una división social del trabajo, el proceso es muy distinto. El ejemplo anterior trasmutado a tres talleres pertenecientes ahora a propietarios distintos nos muestra cómo el propietario del taller de hilado (A) ahora ya no quiere simplemente entregar el producto de su trabajo, quiere venderlo a un individuo cualquiera (B, C, D…n) que esté dispuesto a entregarle dinero o una mercancía equivalente en valor. Ahora es indiferente quien sea este individuo. “Puesto que no está vinculado por relaciones permanentes de producción con ningún individuo determinado, A entra en una relación de producción de compra y venta con cualquier individuo que tenga y convenga en darle una suma equivalente de dinero por el hilado” (Rubin, 1978 [1928]: 63). Esta distribución del trabajo, esta relación de producción, ya no está socialmente asegurada sino que se abre camino a través la transferencia de cosas, siendo esta transacción tan ocasional o azarosa como la capacidad de compra de los interesados lo sea. El propietario de los hilados no está vinculado de antemano por relaciones directas con sus potenciales compradores. Las relaciones sociales de producción, en cuanto relaciones estables, no existen con anterioridad a la compra-venta, sino que se producen y afirman en el propio intercambio mercantil. Es por esto que Marx afirma que las relaciones sociales entre personas son transferidas a las relaciones entre las cosas. Esto se puede expresar en otros términos: en la economía mercantil el intercambio de objetos no tiene una mera función técnico-material de satisfacción de necesidades, como sucedía en la división técnica del trabajo, sino que adquiere una

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función social de fundación de relaciones entre personas a través del intercambio de mercancías.

De ello se extrae una importante consecuencia: el intercambio mercantil no solo cumple una función social de conexión entre individuos, además cumple evidentemente una función material ya que los valores son efectivamente intercambiados y desplazados en las mercancías en las que fueron corporificados. Puede parecer evidente, ya que estamos insistiendo mucho en ello, pero es necesario destacarlo porque de aquí se desprende que el fetichismo de la mercancía no sea simplemente una ilusión, un conjunto de representaciones erróneas o ilusorias en las que la teoría del fetichismo haría referencia únicamente a una situación cognoscitiva deficiente, algo que los críticos de la noción de ideología han señalado con vehemencia. En realidad el fetichismo tiene una positividad que es lo que le permite a la economía de mercado sostenerse con una fuerza inercial independientemente de la voluntad de los individuos.

Para resumir lo dicho hasta ahora diremos que en la sociedad mercantil, el trabajo social, productor de sustancia del valor (igualmente social) nunca se muestra directamente en una forma racional, transparente y planificada. Lo que sucede, por el contrario, es que en el largo trecho de los ciclos que componen el metabolismo social, desde las formas más elementales de producción hasta el consumo más improductivo, el trabajo social aparece fragmentado en la forma de trabajo útil individual o trabajo privado. “Toda empresa particular privada, es autónoma; es decir, su propietario es independiente, sólo cuida de sus propios intereses, y decide el tipo y la cantidad de bienes que producirá. Sobre la base de la propiedad privada tiene a su disposición las herramientas productivas y las materias primas necesarias, y como propietario legalmente competente dispone del producto de su empresa. La producción es administrada directamente por productores de mercancías

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separados, y no por la sociedad” (Rubin,1978 [1928]: 55 [la cursiva es nuestra]).

Sobre la base de la propiedad privada se disimula el carácter social del trabajo que es la auténtica fuente del valor (trabajo social indistinto). La sociedad no prescribe ni la cantidad ni la clase de mercancía que debe producirse, lo que será decisión de cada productor propietario. La división social del trabajo une a todos los productores-propietarios autónomos en el mercado como sistema unificado, desvinculados entre sí en materia de derechos y obligaciones. Las mercancías son evaluadas, intercambiadas y consumidas a través del mercado, siendo este el lugar donde se genera la conexión entre propietarios independientes. “Las conexiones e interacciones reales entre las empresas individuales -que podríamos llamar independientes y autónomas- surgen de la comparación del valor de los bienes y de su intercambio. En el mercado, la sociedad regula los productos del trabajo, las mercancías es decir, las cosas” (Rubin, 1978 [1928]: 55). Esto quiere decir que la sustancia del valor (social) solo se manifiesta indirectamente en las mercancías fabricadas por trabajadores independientes, en última instancia por productores-propietarios privados. Esos trabajos particulares, productores de valores particulares, solo son puestos en relación social en el intercambio mercantil, donde por fin emerge la sustancia social como fuente del valor. Mostrándose recién en la esfera del intercambio, en el mercado, pero no en la previa esfera de la producción. En el mercado se pone en relación el valor de las mercancías como cristalización concreta en valores de uso del trabajo abstracto indistinto, presente en el producto como trabajo muerto. “Si los objetos para el uso se convierten en mercancías ello se debe únicamente a que son productos de trabajo privados ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de

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esos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio” (Marx, 1975 [1867]: 89).

Debido a la estructura atomista de la sociedad mercantil y a la ausencia de una regulación social directa de la producción de los miembros de la sociedad, la conexión entre los individuos se realiza a través de las mercancías, producto del trabajo de estos propietarios desligados entre sí en la esfera jurídica. Es por esto que Marx dice que las relaciones entre personas adquieren el cariz de una relación entre cosas. A los productores “las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas” (Marx, 1975 [1867]: 89). Esta es la canónica definición del fetichismo de la mercancía, sobre la que Rubin desarrolla buena parte de su análisis de la concepción marxiana del fetichismo. Se comprende que la relación social entre las cosas se produce por el predominio de la importancia de las mercancías sobre las personas, contando estas como propietarios o como simples portadores o custodios de las mercancías, tal como los llama Marx.

Es necesario añadir como nota aclaratoria que Marx entiende por “cosas” exclusivamente aquello que es “producto del trabajo humano”. Por esta misma mutación de las relaciones entre personas, que son trasladadas al sistema del mercado, las personas se vinculan entre sí sin función social definida por fuera del ámbito de la esfera del mercado. Los individuos pueden influir unos sobre otros solo a través de la esfera de la circulación de mercancías. “Este papel del intercambio como componente indispensable del proceso de reproducción, significa que la actividad laboral de un miembro de la sociedad puede influir sobre la actividad laboral de otro sólo a través de las cosas” (Rubin, 1978 [1928]: 58).

Volvamos a las determinaciones sociales. Insistimos ya lo suficiente en una determinación social indirecta del valor, ocultada

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por la existencia de la propiedad privada. Pero también hay una determinación social en cuanto a la imposición de producción de valores de uso para otros, no para el propio fabricante de mercancías. Al haberse vuelto la producción mercantil tendencialmente dominante (se produce más para intercambiar que para el autoconsumo), se producen objetos útiles para otros. En estos dos procesos radica el doble carácter social de la mercancía en las formaciones donde se volvió tendencialmente dominante: tanto en el valor de cambio que la iguala en el mercado (por ser todas igualmente productos de trabajo humano indistinto) como en los valores de uso para otros que por lo tanto dependen de una voluntad o necesidad ajena. “A partir de ese momento los trabajos privados de los productores adoptan de manera efectiva un doble carácter social. Por una parte, en cuanto trabajos útiles determinados, tienen que satisfacer una necesidad social determinada y con ello probar su eficacia como partes del trabajo global, del sistema natural caracterizado por la división social del trabajo. De otra parte, sólo satisfacen las variadas necesidades de sus propios productores, en la medida en que todo trabajo privado particular, dotado de utilidad, es pasible de intercambio por otra clase de trabajo privado útil, y por tanto le es equivalente” (Marx, 1975 [1867]: 90).

Esta doble determinación social genera la percepción subjetiva de ser un engranaje en una gran máquina automática, independiente de la voluntad de los hombres sobre su propio destino. El poder de decisión ha sido alienado de las relaciones entre personas, transferido y objetivado en las cosas. El mercado impone la demanda de producción de determinados valores de uso para otros. Sucede entonces que los productores, en el escenario de la “apariencia objetiva” [gegenständlichen Schein], se perciben como meros soportes o engranajes al servicio de un mercado vivo, siendo las mercancías las que mandan y las que se vinculan socialmente en el intercambio mercantil.

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Tenemos los ingredientes fundamentales del fetichismo de la mercancía: la propiedad privada con sus plurales procesos de producción atomizados e independientes genera espacio para múltiples conexiones sociales que se realizan y reafirman exclusivamente en el mercado, lo que genera la inversión de las relaciones sociales entre personas y cosas; así como de otra parte conocimos la doble determinación social de la mercancía en lo que respecta a su valor y su valor de uso. El fetichismo es el ocultamiento de las relaciones sociales de producción tras las mercancías que han absorbido al trabajo humano abstracto y que se desprenden (se alienan) del trabajo concreto que las dio a luz. Las mercancías son el punto terminal en donde las antiguas relaciones sociales entre personas proyectan su movimiento hacia las cosas (se reconoce la reificación hegeliana) que se intercambian en el mercado, dotándolas de vida, produciendo un efecto de socialización de carácter doble en cuanto al valor y al valor de uso, pero siendo este efecto social indirecto, fragmentado por la propiedad privada, indiscutiblemente distinto de aquel donde la producción se hallaría directamente socializada y la distribución planificada, donde el carácter social del trabajo y el valor se manifestarían directamente como una totalidad sin la obstaculización y fragmentación de la propiedad privada.

Siguiendo con cuidado los pasos dados hasta aquí, se puede ver que el fetichismo de la mercancía no es una mera ilusión colectiva, una simple distorsión de los hechos en la conciencia de los individuos, una representación imaginaria que se opone tajantemente a lo real. El fetichismo no es un concepto que designe una realidad meramente negativa desde el punto de vista gnoseológico, una falta de conocimiento que eventualmente se puede subsanar, sino que se refiere a una representación positiva aunque estructuralmente parcial e incongruente, en donde finalmente se aprecia la contradicción entre individuo/sociedad, entre propiedad privada/trabajo social. En este sentido, el término “ocultación” de las relaciones sociales entre las personas por las relaciones sociales entre las cosas, muy empleado

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en los estudios especializados, retomado por nosotros mismos, no hace justicia al alcance del problema. La reificación, la alienación o la objetivación son conceptos más contundentes y completos: no hay solamente pérdida de vista, hay transferencia de capacidad de decisión y acción, transferencia de vida, siguiendo la imaginería empleada por el propio Marx. Lo que antes era solo trabajo muerto corporificado ahora reaparece con una vida propia. “La cosa adquiere características sociales específicas en una economía mercantil (por ejemplo, las propiedades de valor, el dinero, el capital), de tal modo que no sólo oculta las relaciones de producción entre las personas, sino que también las organiza al servir como un medio de conexión entre los hombres” (Rubin, 1978 [1928]: 58-59). No solo ocultamiento, sino organización de las relaciones de producción, en adelante a través de las mercancías. Es por esta positividad o base objetiva del fetichismo que se puede argüir, con autores como Rubin (1928), Jappe (2016), y desde el psicoanálisis con Zizek (1989), que el fetichismo de la mercancía aporta una nueva complejidad a la teoría marxiana de la ideología, superando los lastres dieciochescos de la simple falsa conciencia, consecuentes aún con una filosofía iluminista aún demasiado optimista en su confianza en el progreso cognoscitivo.

Como sucede con la noción de enajenación en el joven Marx, entonces, se ha visto corrientemente en el fetichismo de la mercancía una vía de acceso a una concepción marxiana de la ideología, aunque en el célebre cuarto apartado del capítulo I de El capital no aparece el término en ningún pasaje. Esto sucede en buena medida porque el fetichismo explica la insistencia inercial o la reproducción social de la práctica mercantil, a pesar, incluso, de que los sujetos estén en conocimiento del carácter social del trabajo que es la fuente de valor. “No lo saben, pero lo hacen”, dice Marx, pero también agrega que el descubrimiento del fetichismo no modifica la “apariencia de objetividad”. “El descubrimiento científico ulterior de que los productos del trabajo, en la medida en que son valores, constituyen meras expresiones, con el carácter de cosas, del trabajo humano

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empleado en su producción, inaugura una época en la historia de la evolución humana, pero en modo alguno desvanece la apariencia de objetividad que envuelve a los atributos sociales del trabajo. Un hecho que solo tiene vigencia para esta forma particular de producción, para la producción de mercancías […], tanto antes como después de aquel descubrimiento se presenta como igualmente definitivo ante quienes están inmersos en las relaciones de producción de mercancías” (Marx 1975 [1867]: 91).

Para terminar esta sección, veamos en qué sentido la economía política fracasa al no captar el poder fetichista de la mercancía, por lo que incurre en robinsonadas, como las llama irónicamente Marx. Porque es en el personaje de Robinson Crusoe donde se ve lo imaginario del iusnaturalismo que anima a toda la economía política. Ya estamos familiarizados con los argumentos de contraposición entre economías no mercantiles y mercantiles, con los que comenzamos nuestro abordaje del fetichismo. Tenemos a Robinson Crusoe, rodeado únicamente por la soledad de su isla ya que las expediciones ocasionales de los caníbales no cambian en nada la situación socioeconómica del inglés, llevando la cuenta de su propio tiempo de trabajo invertido en las diversas labores que lo ocupan, y, lo más importante de todo, valorando él mismo su propio tiempo. “Pese a la diversidad de sus funciones productivas sabe que no son más que distintas formas de actuación del mismo Robinson, es decir, nada más que diferentes modos del trabajo humano” (Marx, 1975 [1867]: 93-94). La transparencia de esta valoración se debe a que no hay escisión alguna entre el trabajo concreto del individuo (Robinson) y el trabajo social, no hay fragmentación en las relaciones de producción por la división social del trabajo en múltiples propiedades privadas. Podemos decir también que no existe el corte descubierto por Marx entre individuo y sociedad a la hora de identificar la fuente y magnitud del valor de las mercancías. Por lo tanto las “mercancías” (en realidad simples bienes producidos para el autoconsumo) valen lo que el individuo ve a simple vista que valen, teniendo en cuenta el

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tiempo de trabajo concreto que a él le insume su producción. Además, él mismo es el consumidor de sus productos, por lo que los valores de uso que produce son los propios, no hay manera de experimentar ningún sentimiento de dependencia y subordinación a una alteridad social, no hay producción de no valores de uso. Las robinsonadas a las que es adepta la economía política consisten en hacer pasar constantemente lo que es un proceso social, con su objetividad fantasmagórica siendo la verdadera fuente del valor, por una iniciativa individual, sobreestimando el componente racional de planificación y la voluntad de los sujetos en forma atomizada. Esta sobreestimación del in-dividuo conduce a las alternativas de la explicación del origen del intercambio entre lo natural y la racionalidad egoísta que ya vimos en Adam Smith.

No queremos abandonar a Marx sin decir que resulta apasionante las valencias que habilita en la crítica de la subjetividad moderna, o más específicamente del sujeto psicológico del que aquí estamos trazando una genealogía. Porque ciertamente con la avanzada foucaultiana, inspirada en Nietzsche y en Bataille, se puede ver en la teoría del valor-trabajo una antropología abstracta (de raigambre hegeliana) o economicista, ya que el trabajo social se ofrece como positividad del hombre, sólido de referencia objetivo y mesurable. Pero en el recorrido aquí seguido, deteniéndonos en esa otra rama de la “infraestructra” (¿pero existe la infraestructura como realidad social? ¿No es esta una invención conveniente? ¿No deberíamos reconocer como infraestructura lo político, como insiste Clastres contra Goldelier en los estudios etnológicos, o la microfísica del poder, como propone a su manera Foucault?, ¿qué son las relaciones sociales de producción, en las sociedades mercantiles el fetichismo de la mercancía?), Marx toma una enorme distancia con respecto a sus predecesores y ofrece una explicación de la ilusión de la individualidad moderna jurídica y económica que alcanza al propio iusnaturalismo lockeano, desmontando la idea de necesidades transparentes para ese individuo edénico, natural, imaginario. Para

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ser más precisos, Marx cuestiona la “naturalidad” de los derechos de libertad y propiedad, como los había entendido Locke y la economía clásica, pero deja intacto el principio de igualdad, siendo más radical que sus predecesores clásicos, igualdad humana por la que se puede elaborar el concepto de “trabajo humano indistinto”.

Por un lado, al derribar los pilares iusnaturalistas como las “necesidades naturales”, dejando vacía la noción de valor de uso, así como la libertad y la propiedad privada, Marx pone un límite a ese pensamiento clásico moderno. En lo que respacta al vaciamiento del valor de uso, a la ausencia de toda concepción de los placeres del humano, Marx opone a la interioridad antropológica del pensamiento clásico una negatividad antropológica. Ciertamente en Marx hay explicaciones históricas sobre el surgimiento y la expansión del intercambio mercantil, pero no hay explicación sobre el impulso al intercambio originario, lo que en términos más amplios nos reconduce a lo ya señalado en Los usos y los placeres: no hay una doctrina de las cualidades, los usos o los placeres en Marx, lo que bajo el peso del trabajo industrial y de la fuerza de trabajo acaba por reabsorberlo, para un segundo Foucault al menos, en una antropología economicista e instrumental, afín al sujeto psicológico.

Ahora bien, hasta aquí hemos visto la inserción del sujeto cognoscente, puramente eidético en Descartes, en el territorio de la historia, la política y la economía a través de un cuerpo individuado por el derecho natural, individuación que luego continuamos con Smith y de la que establecimos sus coordenadas críticas con Marx. Pero el prestigio filosófico de la distinción real entre mente y cuerpo, entre res cogitans y res extensa, entre sujeto y mundo, había continuado asolando al alto coto del pensamiento occidental, molestando a los filósofos aspirantes a una psicología empirista en este nuevo siglo XIX que es el del “ensueño antropológico” (Foucault), la era del nacimiento de las ciencias humanas. Era necesario salvar la distancia de la distinción real para conferirle a la psicología empírica, buscando anclarse en las necesidades orgánicas, una legitimidad

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epistemológica de la que aún carecía y un empirista como Maine de Biran consiguió este cometido con una especial altura, resultando lo suficientemente convincente para tranquilizar a muchos de los espíritus que emprendían la fundación de la psicología.

8. Maine de Biran: el ego encuentra al cuerpo

Marie-François-Pierre Gonthier de Biran, mejor conocido como Maine de Biran, fue un filósofo y psicólogo francés. Fue influido en su juventud por el empirismo lockeanoy el sensualismo de Condillac, pero en sus trabajos de madurez, como Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l'étude de la nature (1812), aspiró a superar la oposición entre la teoría empirista y la teoría racionalista del origen de los conocimientos. Su principal legado intelectual para la filosofía empirista y la psicología naciente fue haber postulado una relación indisoluble entre el ego que Descartes había despejado y aislado como fundamento certero del conocimiento y el cuerpo, procurando superar la separación ontológica entre la sustancia pensante y la sustancia extensa a la que Descartes se había referido como distinción real. Debido a que la obra de este influyente autor no ha sido traducida al castellano, recomendamos al estudiante la lectura del estudio clásico de Nathan Truman sobre el autor, Maine de Biran´s phylosophy of will (1904). También el comentario de Le Gaufey (2010) vinculándolo a la recepción psicoanalítica que realizara Lacan.

La tesis que De Biran defenderá es que el ego cogito no es de ninguna manera una sustancia unitaria, puramente eidética o intelectual, como la había entendido Descartes. La meta de De Biran fue superar el falso dualismo ontológico de la distinción real. El “cogito del esfuerzo”, su versión del cogito, descubre la naturaleza compuesta del pensamiento. Descartes postulaba la existencia de un pensamiento puro que demuestra la unidad indivisa de la mente, y, como contrapunto, una fuerte extranjeridad de la res extensa. Pero

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De Biran entiende que el cogito es el producto de una relación tensa entre la voluntad del ego, que busca una resolución, y algo que se resiste a esa voluntad. Entonces el cogito no es un acto puramente eidético. El cogito-sum depende de una composición binomial-relacional entre la mente y algo más. Eso otro que se encuentra a-presentado, esto es, presente como desconocimiento o falta de representación estable, es la res extensa. El cogito sería una relación de fuerza entre lo intelectivo y lo extenso cartesianos, y no únicamente el polo intelectivo. Este cogito se constituye por la tensión voluntad-resistencia.

Pero avancemos prudentemente y partamos de lo que el autor entiende ser el “hecho primitivo”: el sentimiento de esfuerzo. “Effort is a fact, since it consists in a relation between a force and the limit of the force. The fact is primitive, since it is the first in the order of knowledge” (Truman, 1960 [1904]: 25). El sentimiento o sensación de esfuerzo, localizado en la interioridad subjetiva o reflexiva, es prioritario en cuanto conocimiento, en cuanto representación, incluso frente a cualquier supuesto dato elemental sensorial, como las “impresiones sensibles” a las que se refería Descartes al inicio del proceso cognoscitivo en las Reglas. Aquí esas impresiones son un dato secundario frente al sentimiento de esfuerzo que generan en el propio sujeto percipiente. Para no detenernos mucho más en esto, diremos sin rodeos que con esta lucidez analítica de su fenomenología perceptiva, De Biran anticipó con su método puramente introspectivo lo que la moderna neuropsicología conoce muy bien como propiocepción: la experiencia cinestésica del cuerpo propio, el percibir el balance, los movimientos y el equilibrio de uno mismo, un tipo de percepción muy particular, en la que colaboran varios órganos y sensores, distinta de la común percepción exteroceptiva que involucra a los clásicos cinco sentidos. Queremos destacar la noción de “esfuerzo” porque inserta a la conciencia percipiente en una economía de las acciones. Pero, al menos hasta aquí, la sagacidad biraniana no cuestiona realmente la consistencia

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del ego cartesiano como unidad y fundamento porque el sentimiento de esfuerzo se ubica entre ese ego (aún inmaculado) y las imágenes sensibles. Hasta ahora, entonces, de Biran parece añadir un factor económico omnipresente a lo que en Descartes hallábamos como proceso sin referencia a la finitud humana, a sus esfuerzos y sacrificios constantes. Esto no es poco, ya que forma parte de una gran mutación epistémica del siglo XIX que Michel Foucault denominó analítica de la finitud, refiriéndose a los nuevos saberes sobre el hombre que buscan comprender sus facultades o capacidades desde su existencia finita, sometida a una vida limitada por el esfuerzo, el sacrificio y el agotamiento.

Pero la audacia del autor va más lejos al afirmar que la propia intuición de la que el ego obtiene la certeza de su existencia conlleva un sentimiento de esfuerzo. Entonces la propia unidad del ego se encuentra dividida por el hecho primitivo esforzante, compuesto de la pareja voluntad/resistencia. Se entiende desde esta posición que ni siquiera el acto más puramente intelectual es tal, ya que siempre está atornillado a una economía de los esfuerzos, que no se debe a otra cosa que a nuestra existencia corporal, en el cartesianismo entendida como exterior, ahora inmiscuida en el interior del propio sujeto cognoscente. Uno de los grandes méritos del cogito biraniano es replantear la relación de tensión que mantiene el ego con su exterior, pero siendo esta relación pretendidamente exterior ahora interior a la naturaleza del propio ego.

Allí la evidencia de la existencia del exterior queda asegurada por ese “algo”, que ya no es Dios. Es imperativo decir que, así como hay cierta continuidad entre la idea del Dios cartesiano y la resistencia biraniana, también hay una novedad que tiene el valor de un “giro materialista”. Mientras que el argumento ontológico cartesiano encadenaba razonamientos de una investigación pretendidamente “pura”, en definitiva idealista, el planteamiento biraniano identifica un factor impuro en el interior de la res cogitans: el sentimiento de “esfuerzo” infiltrado en el pensamiento más

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elemental introduce una realidad económica, es decir, material. Se observa que el cogito, ahora entendido como relación esforzante, permanece descualificado. Las ventajas del cogito del esfuerzo parecen grandes. Se mantiene, como dijimos, la exigencia de un pensamiento sin cualidades. Se gana un mínimo de perspectiva de la tercera persona (algo hay, que no soy yo, pero que actúa en mí) sin pedir el auxilio de Dios, como sucedía con Descartes. Esto no quiere decir que se sacrifique la existencia del ego, en absoluto. Simplemente se contamina su pretendida homogeneidad.

Nos interesa destacar el rol protagónico de la voluntad en el sistema biraniano. Se recordará que Descartes trazaba una distinción clara entre entendimiento y voluntad, y la atribuía al querer en exceso de la voluntad humana los errores en los que incurren las personas desde siempre. Las dimensiones de nuestra voluntad son iguales a las de Dios, pero lamentablemente no es así con nuestro entendimiento, infinitamente inferior al del ser supremo, proveniendo de este desajuste entre entendimiento y voluntad los mencionados males. Pero he aquí que el entendimiento cartesiano es descompuesto por de Biran en el binomio voluntad-resistencia, representando la voluntad la “fuerza hiper-orgánica” que no se reduce a ninguna fisiología y la resistencia encarnando al propio cuerpo, en primer grado, y al ancho mundo exterior, en segundo grado. La voluntad, ya investida con una dignidad casi todopoderosa en Descartes, se vuelve aquí aún más impresionante en su importancia y su presencia. Por esto Truman llama al pensamiento de Maine de Biran una filosofía de la voluntad. Ya fue señalada la centralidad del concepto de voluntad para la moderna psicología, acompañado de otras nociones complementarias como interés, motivación, tendencia, instintos, reflejos.

Más que reparar más detalladamente ahora en las proyecciones que tendrá la noción de voluntad en la psicología, con variaciones según el caso, deseamos remarcar la importancia de la dimensión económica omnipresente en el ser humano en su existencia

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intrapsíquica y orgánica, indisolublemente entrelazadas. La economización de los procesos subjetivos forma parte de la episteme de las ciencias humanas, como tanto ha insistido Michel Foucault, punto en el cual los saberes occidentales comienzan a interrogar las capacidades del hombre desde su propia existencia material o finita. Esta economía postulada para los procesos psíquicos tendrá enorme fortuna en la psicofísica alemana de la segunda mitad del siglo XIX, con grandes maestros como Helmholtz, Fechner, Mach. Pero no hay que olvidar que estos intentos de medición de intensidad y duración de la percepción, amparándose en medidas objetivas, nunca constituyeron una psicología general de la personalidad y los afectos.

De Biran postuló la idea de una “economía relativa” entre la voluntad que busca avanzar y algo que se le resiste. Esta economía relativa, el sentimiento esforzante, no era cuantificable en una medida objetiva por tratarse de una relación entre el sujeto y el objeto (más materialista que la cartesiana, pero aún se trata del sujeto como totalidad en un extremo), y el sujeto, tomado como realidad completa (considerando aquello que lo unifica, sea el entendimiento o la voluntad), no puede cuantificarse, no puede acabar de objetivarse, eso sería suprimir el hecho primitivo en su ser compuesto. Si reparamos en el hecho de que nunca se midieron los afectos es porque en esta realidad problemática y esquiva residen los últimos misterios arcanos de la psiquis y del sujeto como totalidad o como unidad, aunque sea en calidad de totalidad dialéctica, inconsciente y dividida, como en el psicoanálisis.

Por ello recordemos que la economía psíquica que plantea Freud como sustrato de todos los procesos mentales (economía omnipresente como exigiera De Biran), siempre fue también una economía relativa. “Decir que todo discurso relativo a los fenómenos psíquicos debe integrar una dimensión económica supone la existencia de una dimensión cuantitativa que una psicología científica digna de ese nombre no podría ignorar. La economía consiste en "el intento de seguir el destino de las cantidades de excitación y de

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lograr por lo menos una estimación relativa de su magnitud”. Cuando asigna al psicoanálisis este imperativo de cuantificación acompañado de una cláusula de relatividad, Freud reactualiza una vez más una problemática que proviene de los modelos epistemológicos de la psicología científica del siglo XIX” (Assoun, Introduccion a la epistemología freudiana, 143). Freud, desde el Proyecto de psicología (1895), afirmó no saber nada de cantidades absolutas en el sistema psíquico (“sistema neuronal”, en esa época tan temprana de su obra) que hipotetizaba, más adelante, cuando ya había formulado la economía psíquica en términos de economía libidinal, dijo que la libido era una cantidad relativa entre lo que el yo puede utilizar y aquella energía que se le resiste en las formaciones sintomáticas, afirmación muy emparentada con el hecho primitivo compuesto por la confrontación entre voluntad-resistencia, solo que en Freud el yo remplaza a la voluntad y el ello al cuerpo biraniano. Claro que mientras que el esfuerzo es captado por De Biran en el plano de una fenomenología de las percepciones y las sensaciones, en Freud el esfuerzo es sumergido en lo inconsciente, lejos de la captación fenomenológica de una introspección directa.

Por todo ello, reafirmemos la pertenencia del psicoanálisis a este imperativo omnipresente de economización de los procesos subjetivos, no solo en el pensamiento de Freud sino también en el de Lacan. La pulsión, concepto prínceps de toda la metapsicología freudiana, de toda su “epistemología”, es definida como una exigencia de trabajo que experimenta lo psíquico debido a su trabazón (ligazón o relación ineludible) con lo somático. Una vez más vemos las reverberaciones del hecho primitivo biraniano, lo que no quiere decir que Freud fuera un lector de la obra del filósofo y psicólogo francés, pero si pensó bajo los efectos de una economía de la subjetividad que este último fue de los primeros en postular.

Lacan, por su parte, si leyó a Maine de Biran y recurrió a su “hecho primitivo” en un momento muy decisivo de su enseñanza. La pareja voluntad-resistencia, dos términos que en la existencia

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empírica y concreta se dan conjuntamente como un solo hecho, solo aislables analíticamente por el intelecto, encarna a la perfección para Lacan lo que elabora como unidad indisoluble entre significante-sujeto, donde el significante materializa lo que en el hecho primitivo era la voluntad y el sujeto encarna lo que era la resistencia, sorprendentemente aquí el significante, en su discurrir inconsciente en cadenas, lleva la delantera que en el cogito biraniano llevaba la voluntad, mientras que ahora el sujeto está del lado del cuerpo relativamente pasivo (pero nunca completamente, de otro modo no habría “resistencia”), siendo el sujeto representado por la actividad significante autónoma, independiente de una voluntad subjetiva o egoica clásica. Pero todo esto es avanzada lacaniana en la que no podemos detenernos ni profundizar. Y mucho menos antes de abordar la teoría del signo de Saussure, donde significante, significado, signo, sujeto y referente adquieren lugares definidos.

9. Saussure: ciencia, sistema, signo. ¿Sujeto excluido?Pocas cosas pueden asomarse o semejar a pretensiones tan

intimidantes para un estudiante de una disciplina ajena a la lingüística como emprender la lectura del Curso de lingüística general (1917), a pesar del estilo científico, directo, sobrio y didáctico de Saussure, que sus discípulos y transcriptores supieron reproducir en la elaboración del manuscrito canónico, fundador de la lingüística moderna. Sin embargo, esta lectura se vuelve ineludible para abordar seriamente ese pensamiento tan vasto y transdisciplinario del siglo XX llamado estructuralismo. Nuestra intención aquí es bastante modesta: dar cuenta de la materialidad del signo lingüístico, siendo extrasubjetivo o extrapsicológico, al tiempo que realzaremos esta materialidad con una concepción muy definida de lo social, un tanto deudora de una teoría convencionalista de la existencia social, que hace pensar aún en el contractualismo abordado en esta genealogía. Dilucidar la materialidad u “objetividad” del signo en la lingüística

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saussureana es apuntar a los propios fundamentos epistemológicos de la ciencia de la lengua, razón por la que la lectura del capítulo III del Curso, titulado “El objeto de la lingüística”, retendrá especialmente nuestra atención.

“¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística? La cuestión es particularmente difícil” (Saussure, …: 36), dificultad que en lo inmediato es desglosada en cuatro clases de oposiciones duales que atentan contra la homogeneidad necesaria para considerar la lengua como objeto científico.

En primer lugar, se menciona la oposición fonética entre sonido escuchado/sonido pronunciado. Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los sonidos no existirían sin los órganos vocales; así una n no existe más que por la correspondencia de estos dos aspectos” (…: 36), y no se puede disociar el sonido de esta doble naturaleza de su emisión-pronunciación y su recepción-escucha. Se sigue de ello que el sonido no es una unidad simple sino que es una unidad compuesta o compleja.

La segunda oposición dualista se refiere a la de sonido/pensamiento, ya que la unidad compuesta del sonido no basta para definir al lenguaje. “¿Es el sonido el que hace al lenguaje? No; no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo” (…: 36). Con ello, la unidad compleja del sonido obtenida en el primer dualismo es redoblada en una unidad superior aún más compleja entre sonido/pensamiento.

La tercera oposición se refiere a la del lado individual del lenguaje, con las inflexiones idiosincráticas de cada hablante particular, y al lado evidentemente social que impone la enorme mayoría de las formas del código lingüístico de una comunidad de hablantes.

La cuarta oposición mencionada se refiere a la tensión entre estabilidad/modificación, lo que redundará unas páginas más adelante entre sincronía/diacronía. De momento es evidente que el

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lenguaje goza de suficiente estabilidad como para funcionar como un sistema de comunicación, y al mismo tiempo sus transformaciones históricas son innegables. Es en este punto que Saussure hace una observación decisiva sobre la prioridad de la estabilidad para hallar las determinaciones que harán de este fenómeno heteróclito algo susceptible de objetivación científica, estabilidad a la que llama “condiciones permanentes”. “Parece a primera vista muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido; en realidad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas. ¿Sería la cuestión más sencilla si se considerara el fenómeno lingüístico en sus orígenes, si, por ejemplo, se comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea enteramente falsa esa de creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del de las condiciones permanentes. No hay manera de salir del círculo” (Saussure…: 37 [la cursiva es nuestra]).

Tan pronto en este capítulo se presenta la prioridad del sistema sincrónico sobre el devenir diacrónico, aunque aún no se la exprese en estas palabras. Lo que si se expresa en el pasaje citado es la absoluta prioridad del estudio de la lengua sobre el estudio de su aprendizaje ya que este segundo fenómeno, genético o evolutivo, no aclararía en nada al propio objeto de conocimiento “lengua”. Existen “condiciones permanentes” que se presentan simultáneamente en la experiencia del observador, sin seguir un orden de aparición secuencial, y si uno quisiera reconstruir esas condiciones a partir del orden de su aparición individuada o atomizada, su “aprendizaje” en la vida humana, de todos modos nunca se reconstruiría la totalidad de esas condiciones permanentes. Prioridad otorgada a la lingüística sobre la psicolingüística, también vale decir.

Toda esta heterogeneidad fenoménica del lenguaje invita confusamente al concurso de otras ciencias como la psicología, la antropología, la gramática normativa, la filología, y ello no contribuye en nada a la delimitación de la especificidad de la lingüística. Ninguna

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alabanza a la interdisciplina cuando realmente se está buscando esclarecer los fundamentos de una ciencia. “Tomado en su conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja clasificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad” (Saussure, …: 37). Contra este trasfondo confuso de heterogeneidad, “la lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación” (…: 37).

Solo la lengua, entre los fenómenos heteróclitos del lenguaje, presenta la homogeneidad indispensable que pasible de tornarla el objeto de conocimiento de la lingüística. “Hay que colocarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras manifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único susceptible de definición” (Saussure, …: 37). La lengua es una parte del lenguaje, un subconjunto de este, puede decirse, pero al mismo tiempo es su máxima expresión realizada u objetivada, como se entenderá más tarde al abordar la lengua como “cristalización social” (convencional y arbitraria), en primer término, y la lengua dentro de los hechos semiológicos generales, en segundo término, concluyendo el capítulo III del Curso.

En las páginas siguientes, Saussure se aboca a demostrar cómo el estudio avanzado de nuestra infraestructura fisiológica, incluyendo las operaciones nerviosas cerebrales y las operaciones ejecutoras musculares y fonatorias en su conjunto, no nos conducen por si mismas a la materialidad del objeto “lengua”, algo que fue sugerido desde el inicio del capítulo al apuntar que el sonido, unidad compleja, no bastaba y había que añadirle la dimensión del pensamiento (segunda oposición dual: sonido/pensamiento). Ciertamente, lo

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novedoso es que ahora ya se definió la lengua, y no el lenguaje, como el objeto de la lingüística. Pero el valor de las primeras observaciones no se altera. Así, la fundación de los estudios entre neurología y trastornos del lenguaje (entre neurología y psicolinguística) por el descubrimiento del área de Broca, localizada en la tercera circunvolución frontal del hemisferio izquierdo, responsable de la función motora del habla (emisora), el descubrimiento del área de Wernicke responsable de la función comprensiva (receptora), la localización de áreas cerebrales de escritura y lectura, y otros tantos progresos en neurología y localización de las funciones cerebrales, solo demuestran que las patologías del habla se interconectan por muchos procesos de comunicación entre centros neuronales con las patologías de la lectura y escritura, pero, muy especialmente, lo que se demuestra es que “en todos los casos de afasia o de agrafía lo lesionado es menos la facultad de proferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un instrumento, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular” (… : 38-39). Este es un distingo epistemológico de importancia fundamental: no se debe confundir la facultad de proferir sonidos (o de escribir letras), lo que aquí el autor llama la “evocación por un instrumento”, así su contrapartida complementaria, la capacidad de reconocer sonidos o letras, con la capacidad de evocar (digamos por ahora “mentalmente”) signos, siendo la primera función mencionada simplemente la colección de instrumentos mediante los que se consigue objetivación material del signo, sea sonora o visual, fonética o gráfica. Pero la materialidad del signo no se confunde, justamente, con su materialidad fonética o gráfica.

Comienza a asomarse una materialidad subyacente a la materia fónica o visual que le sirve de instrumento, como la corporeidad de las mercancías sirve para vehiculizar otra materialidad que es la de la sustancia del valor. “Todo nos lleva a creer que por debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que gobierna los signos: ésta sería la facultad lingüística

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por excelencia. Y por aquí llegamos a la misma conclusión arriba indicada” (Saussure, …: 39 [la cursiva es nuestra]).

En este esquema comunicativo de tres etapas que comprehenden la generación de mensaje en el cerebro de A, la transmisión nerviosa de la orden desde el cerebro (área de Broca) hasta la ejecución o habla propiamente dicha, y la transmisión vía ondas sonoras en la atmósfera, Saussure descompone tres etapas en este mismo orden de presentación: una psíquica (originación del mensaje), una fisiológica (transmisión del cerebro al habla) y una física (transmisión del mensaje por ondas sonoras). “El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo, en el de A, donde los hechos de conciencia, que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las representaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Supongamos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente: éste es un fenómeno enteramente psíquico” (Saussure, …: 39).

Si optamos por citar en extenso este pasaje, es porque aquí se da la primera característica de la materialidad del signo: ser un hecho psíquico. ¿Qué debe entenderse por esto? Debe entenderse que su materialidad es completamente virtual, y los soportes físicos que lo vehiculizan en los actos comunicativos son contingentes y secundarios en relación a la existencia virtual, lógicamente previa y necesaria, de los signos. Por lo tanto, no debe entenderse en esta caracterización de “psíquico” una alusión a la psicología como disciplina científica que puede dar cuenta de la lengua y absorber así

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a la lingüística, aunque este es un punto sensible sobre el que Saussure permanece indeciso, dejando las puertas abiertas al sujeto psicológico, como ha señalado Pecheux, asunto que retomaremos al final de esta sección. De momento, una eventual psicologización de la lengua se verá inmediatamente limitada por las reflexiones que siguen sobre la lengua como sistema y “cristalización social”, absolutamente independiente de las elaboraciones individuales creadas libremente.

¿Cuál es el origen de esta cristalización social que son los signos lingüísticos? Lo psíquico es inmediatamente asimilado a lo individual, negándole Saussure rotundamente a los individuos la capacidad de crear signos lingüísticos a su libre arbitrio, a voluntad, por lo tanto los individuos no bastan para explicar el origen de esa crisálida social que es la lengua. “La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera, porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el individuo es su arbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole)” (…: 41). Queda introducida, pues, la oposición entre lengua y habla como sinónimo de la oposición entre lo social y lo individual.

“¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comunidad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe perfectamente más que en la masa” (Saussure, …: 41 [la cursiva es nuestra]). La lengua es lazo social virtualmente existente, nunca completa en los diversos individuos hablantes de la lengua, solamente completa en la suma de todos sus hablantes (¿y bastará esta referencia a la masa, entendiendo por esta una aglomeración indistinta de individuos, para

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dar cuenta de esta totalidad virtual?). “La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra pasivamente; nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para la actividad de clasificar” (…: 41 [la cursiva es nuestra]).

Pasemos ahora a deslindar el lugar de la lengua entre los hechos humanos. La lengua fue definida como una institución social por el lingüista ginebrino, pero como una muy especial institución social, una que expresa como ningún otro hecho social la arbitrariedad del signo, esto es, la falta de relación natural entre el significante y el significado. “La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales militares, etc., etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas” (…: 43).

El capítulo II de la “Primera parte”, “Mutabilidad e inmutabilidad del signo lingüístico”, realiza una importante acotación sobre la lengua como manifestación especialmente clara y exponencial de la arbitrariedad del signo en confrontación con otros sistemas del lenguaje o instituciones humanas. “Las otras instituciones humanas —las costumbres, las leyes, etc.— están todas fundadas, en grados diversos, en la relación natural entre las cosas; en ellas hay una acomodación necesaria entre los medios empleados y los fines perseguidos. Ni siquiera la moda que fija nuestra manera de vestir es enteramente arbitraria; no se puede apartar más allá de ciertos límites de las condiciones dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada por nada en la elección de sus medios, pues no se adivina qué sería lo que impidiera asociar una idea cualquiera con una secuencia cualquiera de sonidos” (Saussure, …: 101). El autor es claro en su posición al sostener que la lengua, siendo un sistema de signos entre los demás sistemas de signos que son relegados al fenómeno más amplio del lenguaje (y a una ciencia semiológica por venir, aún no fundada), revela mejor que ninguna

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otra clase de signos la completa arbitrariedad en la fijación de ciertos significantes a determinados significados. “Se puede, pues, decir que los signos enteramente arbitrarios son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos; en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no sea más que un sistema particular” (Saussure, …: 94). Pero para comprenderse esto en mayor profundidad debe profundizarse la naturaleza del signo lingüístico, así como sus principios generales, tan solo esbozados en el capítulo que hasta ahora nos ocupó mayoritariamente.

Hablemos del célebre capítulo I de la “Primera parte” titulado “Naturaleza del signo lingüístico”, donde tales principios generales son formulados con claridad. Se deshecha desde el inicio la concepción vulgar del signo lingüístico como una nomenclatura que enlazaría nombres a cosas para reemplazarlo por otra dualidad: la de una asociación entre imagen acústica y concepto. Remarcamos el término “asociación” porque aquí se efectúa una operación de corte, enunciada con aparente discreción, pero de consecuencias epistemológicas de largo alcance. Como ha recordado Milner (…), la capacidad de representar del signo, una propiedad que le era inherente anteriormente, se ve casi enteramente disuelta en la lingüística saussureana. El lazo del signo con el referente, con lo real o con el mundo exterior, como se lo quiera denominar, ha sido destituido, o al menos reducido a su mínima expresión de poder, en provecho de las relaciones de “valor” que unen a los signos entre si y a la relación de “significación” que une el significante al significado.

Es necesario realizar aquí un recordatorio sobre el recorrido genealógico que hemos trazado y tener en cuenta aquí la operación efectuada por Descartes en el proceso gnoseológico de la representación en las Reglas y contuniado en las Meditaciones. Cuando decimos que la relación de los signos se ve reforzada entre sí

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como sistema homogéneo, a expensas del vínculo de los signos con lo real, debemos recordar que este recorte y homogeneización abstracta se insinuaba en las representaciones cartesianas, homogeneizadas gracias a la unidad del ego, pero manteniendo estas representaciones abstractas en Descartes una “relación representativa” con el mundo objetivo gracias a una injerencia divina y a un sujeto cognoscente activo, sujeto que no existe en la lingüística saussureana, quien lo ha desterrado hacia el reino del habla, donde se amontonan los hechos “heteróclitos” del lenguaje.

“El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras” (Saussure,…: 92), representable por la siguiente figura, cuyos elementos se reclaman íntima y recíprocamente (especularmente) entre sí: imagen acústica y concepto.

De los que se propone inmediatamente remplazarlos por significado, anterior concepto, y significante, anterior imagen acústica.10 La nueva terminología no es mero cambio de nomenclatura ya que conlleva una aclaración matizada entre imagen 10 Es necesario aclarar que el significado es una idea, mientras que el significante se descompone fonéticamente en unidades inferiores a la idea, siendo sus unidades mínimas los fonemas, desde el punto de vista fonético, o la letra, desde el punto de vista del grafema.

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acústica y significante. El significante no es una imagen acústica, es su elemento psíquico o como de ahora en adelante se lo llamará, su “huella psíquica”, algo que ya había sido insinuado en el capítulo “El objeto de la lingüística” pero que en este capítulo se reformula con mucha mayor insistencia. “La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla «material» es solamente en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto” (Saussure, …: 91-92). Aclaración nada trivial: si podemos cómodamente referirnos al significante como el lado material del signo, se debe únicamente a que en comparación con la “idea” que vehiculiza (significado), el significante se presenta como una determinación más limitada (material) y susceptible de objetivación (lo que la lingüística saussureana desarrollará como relaciones sintagmáticas y asociativas y relaciones de valor-oposición, solo pare empezar, ya que sobre estos se levantan las complejas estructuras morfológicas de las lenguas), mientras que el significado extiende su dominio hacia el polo más ideal e indeterminado (¿imaginario?) de la lengua: la semántica. Por esto es que ni siquiera la unidad mínima de la expresión significante de la lengua, el fonema, puede tomarse como la materialidad real del significante. Insistamos en esta diferencia irreductible entre la expresión y la materialidad auténtica del significante y consecuentemente del signo. “Y porque las palabras de la lengua materna son para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar el hablar de los «fonemas» de que están compuestas” (Saussure, …: 92).

El primer principio de la naturaleza del signo lingüístico es su carácter arbitrario, lo que no es afirmar que la fijación o “asociación” entre significantes y significados en un estado dado (sincrónico) de la lengua se debe al puro azar histórico o al puro convencionalismo. ¿Obviedad? Sausure mismo dice que nadie lo discute, pero otro

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asunto muy distinto es descubrir en este principio todos los alcances que tiene. Diremos que cuando el lingüista insiste en ello, y nos recuerda que el signo lingüístico es el que mejor expresa la arbitrariedad de todos los signos del lenguaje (los de la semiología general o los de la antropología estructural lévi-straussiana), nos está diciendo que el signo lingüístico es arbitrario incluso cuando se tienen en cuanto las limitaciones fonéticas del habla humana. Ya que la huella psíquica o significante puede ser eventual o potencialmente infinitas veces reemplazada por cualquier otro significante, incluso instrumentando soportes materiales que ya no sean del orden fonético de las capacidades humanas, digamos remplazar toda la lengua por dígitos binarios, como sucede con la cibernética, o por cualquier otro lenguaje artificial. Solo así se comprenden los alcances de la arbitrariedad para la huella psíquica en cuestión, extendida en toda esta amplitud de por primera vez en la reflexión lingüística por Saussure. Lo fascinante de la arbitrariedad del signo semiológico es la infinita transitividad potencial que postula. Esta misma fascinación es la que movilizó en el siglo XVII el proyecto de una mathesis universalis en Descartes que abarcaría tanto a la filosofía como a la ciencia moderna.

¿Qué lugar darle a los llamados “símbolos”, entendidos por cierta tradición clásica como una representación que mantiene un vínculo natural con el referente? “El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el significado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cualquiera, un carro, por ejemplo” (…: 94). ¿Cómo entender las formaciones onomatopéyicas, primer ejemplo de formación simbólica? Nada más marginal en la totalidad de los hechos de la lengua, y al mismo tiempo tan ilusoriamente natural. “Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas como fouet 'látigo' o glas 'doblar de

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campanas' pueden impresionar a ciertos oídos por una sonoridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus formas latinas (fouet deriva de fāgus 'haya', glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actuales, o, mejor, la que se les atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética” (Saussure, …: 94). Aunque hay onomatopeyas auténticas, palabras que derivan directamente del intento de imitar con su sonoridad al referente natural. “En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la imitación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán wauwau, español guau guau)” (…: 94-95). Pero, sobre todo, una vez ingresadas en el tesoro de la lengua, las onomatopeyas dejan de funcionar como simples imitaciones naturales de su referente y su evolución es absorbida y subsumida por las reglas, fonéticas, morfológicas y gramaticales de la lengua que las acogió, como el ejemplo en inglés de “pidgeon”, proveniente del “pío pío” en latín, prueba evidente de que la onomatopeya deja de serlo para convertirse en otro signo lingüístico arbitrario o inmotivado. Por esto, y otros ejemplos que no mencionaremos aquí (véase las exclamaciones), la existencia de auténticos símbolos en el lenguaje es dudosa. No obstante, puede hablarse de símbolos en términos relativos, admitiendo un cierto parentesco natural entre el significante y el significado, a caballo entre lo medio convencional y lo medio natural.11

El segundo principio de la naturaleza del signo consiste en su carácter lineal: formar una cadena. “El significante, por ser de naturaleza auditiva, se desenvuelve en el tiempo únicamente y tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión, y b)

11 Se puede mantener este razonamiento de la validez del concepto de símbolo en los “signos de cualidad” (percepciones) de Freud, cuyo funcionamiento de “adecuación” a la realidad exterior también se haya repartido entre la arbitrariedad imaginativa deseante del infans y la determinación natural o neurofisiológica de la visión y de toda percepción. Pero, como sucede en Saussure, en Freud triunfa la noción de signo sobre la de símbolo, al menos en lo que se refiere a la teoría de las percepciones (crf. Freud. Proyecto de psicología científica, 1895).

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esa extensión es mensurable en una sola dimensión; es una línea” (…: 95). Claro que lo mismo sucede con el significante gráfico de la escritura alfabético-fonética y ya vimos lo importante que es sostener el distingo entre el significante como huella psíquica y su vehiculización por determinados sonidos o determinadas grafías. “Este carácter se destaca inmediatamente cuando los representamos por medio de la escritura, en donde la sucesión en el tiempo es sustituida por la línea espacial de los signos gráficos” (…: 95). Saussure contrasta este principio del significante lingüístico con el de otros lenguajes, tomando por ejemplo el de las señales visuales de orientación marítima.

Nosotros destacaremos que la cadena (eje sintagmático) lo es tal por su unidimensionalidad, por ser una. Sin embargo, esta es una cuestión de importancia mayor para nuestra genealogía del sujeto psicológico. Porque después de todo ¿de dónde proviene tal unidad? Saussure mismo lo dice: de la unidad del sujeto que recibe o emite el mensaje (es cierto que incurre en la expresión confusa de una “naturaleza auditiva del significante”, pero tal naturaleza ya había sido rebatida anteriormente y en las siguientes líneas lo desmiente nuevamente reafirmando que la escritura también es un sistema de objetivación empírica). Se perfila, así, nuevamente el problema de la subjetividad y el lenguaje, problema al que queremos arribar y presentar con claridad. Pero antes abordaremos otra dimensión teórica de gran importancia en la teoría del signo lingüístico: la teoría del valor para discernir entre el valor, una dimensión primaria, negativa y relacional de los signos, y significación, una dimensión secundaria, positiva y autorreferida del signo. Ello también contribuirá a esclarecernos el problema reservado a la subjetividad en la lingüística saussureana.

El capítulo titulado “El valor del signo lingüístico” (capítulo IV de la “Segunda parte”), comienza con el clásico esquema de las dos masas amorfas de pensamiento y materia fónica, pero más exactamente masas de significado y significante, donde lo primero

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que hace es afirmarse que las asociaciones-segmentaciones mutuas de las masas por las que se forman los signos lingüísticos son lo que funda tanto a la lengua como al pensamiento, postulándose su absoluta copertenencia.

Se sabe que psicólogos como Piaget y Vigostky (y muchos otros, en realidad, mencionamos solo a los más grandes) habrán cuestionado esta afirmación extrema, encontrando en niños muy pequeños una inteligencia práctica o sensorio-motora prelinguística, que desde luego se potenciará y enriquecerá enormemente con la adquisición de la “función semiótica” (concepto más amplio que el de lengua, que se refiere más al lenguaje que sería objeto de una “semiología general” anticipada por Saussure, incluyendo otras formas de representación inmotivada o arbitraria). Por otro lado, es posible que autores como Piaget y Vigostky tengan una concepción de la función semiótica algo restringida (en comparación con nada menos que Freud, que hace de las imágenes sensoriales, no un mero dato natural, sino un “signo de cualidad”, con lo cual las propias impresiones sensoriales son desnaturalizadas en el aparato psíquico). La función semiótica piagetiana será abordada al final de nuestro recorrido, mientras que la noción freudiana de “signo de cualidad” será abordada más adelante en el curso.

Digamos de momento tan solo que la función semiótica de Piaget no alcanza en riqueza y extensión a la noción de lenguaje sostenida por Saussure para una semiología general, pero que la noción freudiana de signo-representación si está a la atura de tal riqueza y complejidad. Piaget está demasiado seguro de qué es la realidad empírica exterior al lenguaje, por decirlo así, mientras que Saussure y Freud lo están mucho menos, habiendo cortado amarras con lo real de manera mucho más drástica. Por discutible que sea la afirmación radical de Saussure, didácticamente respaldada con el esquema de las dos masas amorfas, no nos detendremos a discutirla ahora, solo diremos que sería mucho más aceptable si hubiese presentado esta misma complementariedad indisoluble entre

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pensamiento y lenguaje, en lugar de hacerlo entre pensamiento y lengua, la aparente radicalidad de su tesis habría sido bastante menos discutible. De hecho, Piaget hubiese acordado enteramente, ya que para el psicólogo genético el pensamiento propiamente dicho aparece con la función semiótica o con el lenguaje.

Nos interesa darle relieve a unos dos sintagmas, de los que entendemos nos resitúan en la pista de un sujeto psicológico subyacente. “La substancia fónica no es más fija ni más rígida; no es un molde a cuya forma el pensamiento deba acomodarse necesariamente, sino una materia plástica que se divide a su vez en partes distintas para suministrar los significantes que el pensamiento necesita” (…: 136 [la cursiva es nuestra]). ¿Será decir mucho que tal “plasticidad” se amolda demasiado cómodamente a “un pensamiento” según las necesidades de este último? ¿Acaso puede apreciarse en esta “plasticidad” dada de antemano una falta de teorización de alguna “resistencia”, “viscosidad”12 o unas “fijaciones” renuentes a ser atrapadas por el pensamiento, rebeldes a la cognición? No es que esta cita de Saussure por si sola demuestre la presencia subterránea de un sujeto intelectual, cognoscente, cartesiano, pero sí es parte de ciertos escalonamientos conceptuales que de cuando en cuando el autor del Curso nos entrega, otorgando los peldaños de una escalera que lleva a ese sujeto, como veremos.

El valor lingüístico, considerado en su “aspecto conceptual”, debe distinguirse de la significación, fenómeno que se le aproxima, pero que en realidad le es subsidiario, tangencial, hasta podría llegar a decirse su residuo irreductiblemente imaginario. El valor del signo se determina por las relaciones de diferencia y oposición de un signo frente a todos los demás signos que lo circundan en los ejes sintagmáticos y asociativos del lenguaje, mientras que el significado es lo que está asociado a un significante, al interior de un signo. El valor se refiere entonces a una relación arbitraria inter-sígnica,

12 Estamos empleando la oposición entre plasticidad/viscosidad de la libido en Freud, pertinente para indicar qué aporta el psicoanálisis a lo que falta a la lingüística saussureana. “Resistencia” y “fijación también son conceptos freudianos.

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mientras que la significación se refiere a la asociación intra-sígnica (inter e intra-sígnica no son términos saussureanos, los usamos para ilustrar las diferencias del caso). A esto se suma la prioridad estructural del valor sobre la significación, ya que la totalidad de la lengua interviene en la estabilización de sus partes más atomizadas.

El valor de una palabra “no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede «trocar» por tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla con los valores similares, con las otras palabras que se le pueden oponer. Su contenido no está verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la palabra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente” (Saussure, …: 139). En castellano “carnero” o en francés “mouton” pueden tener la misma significación que “sheep” en inglés, pero no el mismo valor, sobre todo porque al referirnos a una porción de comida ya cocinada y servida, el inglés dice “mutton” y no “sheep”, designándose con este último signo al animal vivo. Agreguemos que en castellano tenemos otro tanto con la diferencia de valor entre “pez” y “pescado”, inexistente en inglés con el indistinto “fish” o en francés con solo “poisson”. Podemos referirnos también al valor de “plural” en castellano: su valor se expresa cuando se contabilizan dos o más elementos similares, mientras que en griego el valor del plural se implemente a partir de tres o más de estos elementos, habiendo un valor lingüístico para la unidad y otro para la dualidad, sin ser tener la dualidad el valor de una pluralidad. […]

“En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antemano, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos, se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son” (Saussure, …: 142). Esta es la más precisa definición

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de valor que nos entrega el Curso, donde claramente el valor es una propiedad negativo-diferencial de los signos, tomados siempre en sus relaciones, mientras que la significación es una propiedad positiva, propia e individual de cada signo, considerado en si identidad particular. La célebre Transcritique de Kojin Katarani, de tanto éxito en el mundo angloparlante sobre las reflexiones de la perdurabilidad del kantismo en el estructuralismo y el marxismo, lamentablemente aún no traducida al castellano, realiza unas observaciones muy pertinentes sobre los alcances de la negatividad diferencial del concepto de valor del signo. Es necesario para apreciar el concepto de valor oponer los signos de una lengua a los signos de otra lengua, así la diferencia se vuelve realmente más patente y reveladora y al verdadera dimensión diferencial del valor aparece. Es con la traducción del significado de lengua a lengua, y su cierta invarianza (y no entraremos en el debate de la discusión de la imposibilidad de una traducción perfecta de significado, obviamente imposible, y Saussure no sugiere otra cosa), donde la evidente modificación del valor se vuelve altamente visible, como vimos en los ejemplos mencionados, por lo demás. Es la extranjeridad entre las lenguas y la traducibilidad de los significados de los signos (mantenimiento de cierta identidad) lo que hace aflorar las más profundas diferencias en materia de valor de los signos.

Queremos destacar aquí, junto a Escragnolle Cardoso (…), el paralelismo entre el pasaje de los “valores diferenciales” de los signos al “significado positivo” de los mismos, con el pasaje del valor como sustancia social al valor encerrado en una mercancía individualizada-privatizada, con el fenómeno del fetichismo de la mercancía descubierto por Marx. De todo ello se deduce una notable homología estructural entre los efectos ideológico-imaginarios del fetichismo de la mercancía, pero que a pesar de ser en parte imaginario, con su connotación evidente de ilusorio, no deja de tener poderosos y continuos efectos materiales o positivos porque el fetichismo funda un lazo social entre mercancías, que cobran la

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apariencia imaginaria de muertos vivientes, de autómatas súbitamente animados, pero siendo ese lazo una estructura real entre en las “relaciones de producción”, como se vio en la sección dedicada al fetichismo de la mercancía. De esta misma manera ocurre con la significación, fenómeno ante todo imaginario, que da su efecto de positividad al signo, esto es, de representar algo de lo real directamente, disimulando el artificio ahora naturalizado, o, en terminología saussureana, disfrazando el carácter arbitrario o inmotivado del signo. En relación a la significación, esto le permite a Escragnolle Cardoso hablar de “fetichismo del signo”. “Com o fetichismo do signo, a língua é percebida como um simples instrumento de mediação entre realidades prévias independentes da linguagem, permitindo exteriorizar a inconsistência do sistema da língua como pressuposição do referente” (…: 7). Es esta disimulación del artificio o arbitrariedad lo que torna al signo lingüístico una representación estable para vincularse con lo real, el mundo exterior, el referente, siendo utilizado ese signo-representación por un sujeto. Esto puede ser muy interesante para vincular al saussureanismo al marxismo, e incluso al psicoanálisis, como hace Escragnolle Cardoso en sus investigaciones, pero internarnos más en estos senderos nos desviaría de nuestro propósito.

Podemos referirnos también a Michel Pecheux, discípulo de Althusser que en la segunda etapa de su pensamiento, orientada a una filosofía del lenguaje de inspiración lacaniana (aunque rechazando al “sujeto de la ciencia”, como hiciera Althusser), procura desestabilizar la unidad del signo que sostuvo Saussure, haciendo predominar como Lacan al significante sobre el significado (materialismo discursivo, materialismo de la huella psíquica sobre lo que eventualmente puede idealmente representar).

Pecheux presenta en Las verdades evidentes (1975), recientemente traducida al castellano, unas consideraciones sobre el sujeto psicológico subyacente al formalismo saussureano que nos incumben. Recordemos que esta es la obra más representativa y

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ambiciosa del segundo Pecheux. “Saussure dejó abierta una puerta por la que se precipitaron el formalismo y el subjetivismo; esta puerta abierta es la concepción saussureana de la idea, que no podría sino ser completamente subjetiva, individual. De allí la oposición entre la subjetividad creadora del habla y la objetividad sistemática de la lengua, oposición que tiene las propiedades circulares de un par ideológico” (2017: 69). Recordemos, una vez más, que toda circularidad o paridad ideológica es especular o imaginaria en la acepción lacaniana. El formalismo se refiere a los niveles propiamente significantes del funcionamiento del lenguaje, fonológico, morfológico y sintáctico, mientras que el nivel léxico se refiere al nivel de la significación, del contenido de expresión de ideas, rama de la lingüística que deriva en la semántica. Es indiscutible que no hay una teoría semántica en Saussure, relegada finalmente por el lingüista a la dimensión más heteróclita del lenguaje localizada en el registro de la historia, del acontecimiento, del habla, implicando en este destierro al sujeto.

Pero he aquí entonces que al prescindir de una teoría sobre la génesis de la significación, simplemente constatando las significaciones estables contenidas en los signos, un autor como Pecheux puede atribuirle a Saussure la concepción de un sujeto (no enunciado, invisible) creativo que, como el sujeto pragmático de Peirce, hace uso libremente de la lengua, dentro de los límites que el código lingüístico le impone, desde luego. Sobre un trabajo previo de Pecheux no traducido al castellano, "La sémantique et la coupure saussurienne: langue, langage, discours" (1971), se nos dice “es en ese artículo de 1971 que aparece la primera definición pecheutiana de formación discursiva -cuya formulación se mantiene relativamente estable en 1975- en el marco de una discusión epistemológica sobre el recorte saussureano (lenguaje/lengua/habla) y sobre la tensión, vista como contradicción constitutiva, entre la ruptura científica que el Curso de lingüística general de F. de Saussure instaura con los conceptos teóricos de sistema y val0r; por un lado, y el sentido

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común retardatario que envuelve la noción de habla como acto individual, asistemático y voluntario” (Glozman , 2017: 9 [la cursiva es nuestra]).

Se puede decir que en esta genealogía Saussure ocupa un borde interior del territorio cartografiado, al igual que Marx. Ambos limitan fuertemente al sujeto libre, Marx mostrando lo engañoso de la individualidad autosuficiente con el fetichismo de la mercancía, Saussure excluyendo al sujeto libre del sistema de la lengua, pero ambos habilitando su reinclusión por defecto: Marx al carecer de una doctrina de las cualidades, o del placer, o del consumo, mientras que encontramos el equivalente saussureano de esta carencia en la ausencia de una teoría de la significación. Pero no sería cierto decir que estos autores dejan intacta la concepción de un sujeto intelectual, libre, creativo y productivo, solamente por defecto. Ya se vio en otro lugar que la antropología del trabajo de Marx nos entrega una esencia abstracta del hombre, definido exclusivamente por ser fuerza de trabajo (y desde el punto de vista social, por ser un ser cooperativo), además de que finalmente subsiste una individualidad soberana pudiendo ser emancipada (desalienada) en la racionalización final del uso de la fuerza productiva en la asociación voluntaria de hombres libres socialista. Saussure, por su parte, rehabilita un sujeto unitario (indiviso, in-dividuo) manifiestamente en el segundo principio de la naturaleza del signo: la linealidad de la cadena de signos en el acto comunicativo se debe a la unidad de ese sujeto, que recibe el mensaje unidimensionalmente por su misma unicidad.

10. Piaget: cognición, estructura, reversibilidad. La apoteosis del sujeto psicológico No cabe duda de que Piaget encarna la más encumbrada

culminación de la elaboración teórica del sujeto psicológico propiamente dicho, es decir, del sujeto que reúne las propiedades que hemos ido desbrozando en nuestro recorrido, pero estrictamente

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postulado en una disciplina reconocida como psicología, amalgamada como nunca antes la explicación empírica del aprendizaje. Y no es ninguna casualidad que esta construcción discursiva de la subjetividad, mucho más empírica que la de sus antecesores modernos gnoseológicos, políticos y económicos, esté estrechamente ligada a una temporalidad o a un proceso histórico, por el contrario, en realidad es altamente significativo que el sujeto psicológico alcance su máximo grado de elaboración discursiva al interior de una psicología genética o de una “psicología del aprendizaje”. ¿Será necesario recordarle en este punto al estudiante que al hablar de psicología (en el sentido de disciplina “científica” moderna) estamos hablando prácticamente del fenómeno del aprendizaje, es decir, que la psicología se podría caracterizar en gran medida como el intento de construir una “ciencia del aprendizaje”?

Recordemos que por aprendizaje en psicología se entiende adaptación13. Para Piaget, el aprendizaje es adaptación, es decir, la función que pone en práctica temporal (desarrollo) las estructuras ideales o sincrónicas. Recordemos en la teoría piagetiana el dualismo complementario fundamental entre estructura y función, otro dualismo especular, otra circularidad ideológica si optamos por retomar la terminología de Pecheux. Siempre el equilibrio: el desarrollo de las estructuras cognitivas, desde sus apariciones más rudimentarias en el estadio sensoriomotor, hasta su completa realización y su plena reversibilidad en el estadio de las operaciones formales, las estructuras siempre tienden hacia el equilibrio, nada que ver a la estructura simbólica lacaniana, donde lo que siempre obtenemos es el desequilibrio instaurado por los significantes negativo-diferenciales (y un objeto sin cualidades, el objeto a, causante del deseo) que no puede reducirse al orden estable de los signos con identidad positiva. Que nadie se sorprenda que hablemos de “signos con identidad positiva”, ya Saussure había dicho que el significado confería un efecto de positividad al signo, a pesar de que 13 En el curso se han visto variaciones de la noción de adaptación y aprendizaje, pero la casi sinonimia entre ambos se sostiene invariablemente en el aprendizaje según las psicologías.

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al comienzo lo había definido como negativo, especialmente por su cara significante, se recordará. Con Piaget este efecto de positividad está más que reforzado: los signos efectivamente representan objetos o situaciones para el sujeto, su vínculo con el referente o lo real fue resituado como propiedad fundamental del signo (y del símbolo), mientras que en Saussure el carácter de representación del signo era marginal, desplazado por el de “asociación mental” entre significante y significado.

Pero retomemos la proposición en la que aseguramos que la psicología moderna (s. XX) es fundamentalmente un proyecto de “ciencia del aprendizaje”. Piénsese en esos dos grandes adversarios de comienzos del siglo XX que con el conductismo y la Gestalt, la psicología norteamericana y la psicología alemana dominante, una representante del empirismo ambientalista más rampante y la otra del mentalismo idealista considerado heredero del idealismo filosófico alemán.14 Ya recordamos en otro lugar que solamente el conductismo se denominó a si mismo orgullosamente “psicología del aprendizaje”, pero lo cierto es que toda la psicología del siglo XX, mas procesual o “diacrónica” que la psicología analítica del siglo XX (que estudiaba las facultades mentales que habían sido preocupación de la filosofía desde siempre de manera compartimentada en el individuo, pero no su evolución histórica desde la infancia), se orientó hacia el desarrollo, la maduración, la adquisición, la adaptación, entre otras nociones complementarias de las que no cabe duda que se refieren al fenómeno de aprendizaje.

La preocupación por la adquisición y formación del conocimiento es consustancial a la historia de la filosofía, ya lo vimos con Descartes al describir y explicar el proceso espontáneo de la formación de la representación (con sus valencias entre imagen,

14 Como no desarrollaremos aquí la teoría conductista ni la Gestalt remitimos al lector al artículo de Frida Saal “Conductismo, neoconductismo y Gestalt” en Braunstein: Psicología: ideología y ciencia (1975). Baste decir que las leyes de campo de la perpecion visual postuladas por la Gestalt son un fenómeno mental o interior irreductible a la atomización empirista de estímulos y respuestas exteriores que busca construir el conductismo para explicar el comportamiento humano, desprendido de la molesta noción “metafísica” de mente.

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figura, recuerdo, cifrado e idea, todas ellas representaciones, pero unas más logradas o “representativas” que otras por ser más abstractas y desligadas de lo sensiblemente dado) que partía desde los datos más elementales de la impresión sensible hasta las operaciones del casi todo poderoso entendimiento puro en las Reglas, ego cogito más tarde, en las Meditaciones. Pero esa explicación del proceso espontáneo cognoscitivo no tenía, evidentemente, nada de genético en el sentido moderno de la psicología evolutiva que observa atentamente las adaptaciones del comportamiento infantil, que establece períodos de desarrollo y fases o estadios dentro de estos períodos. No, era una conceptualización aún demasiado generalista (en el sentido de no discernir entre capacidades e incapacidades de individuos específicos, mucho menos entre niños y adultos) y especulativa, aunque fina en sus distinciones.

El sujeto piagetiano, lo que en rigor el autor llama el yo, no es originario. Lo originario en la epistemología genética lo ocupan las estructuras, que son el emplazamiento estructuralista de lo que en el idealismo crítico kantiano eran los juicios a priori de la razón, universales y necesarios. Recordemos que Lévi-Strauss definió su estructuralismo antropológico como un kantismo sin sujeto (sin sujeto trascendental que es la fuente de los juicios a priori, pero no excluyendo al sujeto empírico que los recibe y los emplea, un sujeto psicológico germinal). ¿Qué son las estructuras? Pero antes ¿qué es el estructuralismo, al menos para Piaget? Respondamos primero a esta última pregunta, para luego entender la especificidad del estructuralismo psicológico piagetiano, con su noción de estructura. “Existe efectivamente un ideal común de inteligibilidad; que alcanzan o que buscan todos los "estructuralistas", mientras que sus intenciones críticas son infinitamente variables: para unos, como en matemáticas, el estructuralismo se opone a la separación de capítulos heterogéneos, encontrando la unidad gracias a isomorfismos; para los otros, como en generaciones sucesivas de lingüistas, el estructuralismo se distanció sobre todo de las investigaciones

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diacrónicas que tratan fenómenos aislados, para encontrar sistemas de conjunto en función de la sincronía; en psicología, el estructuralismo ha combatido más las tendencias "atomistas" que buscaban reducir las totalidades a asociaciones entre elementos previos” (Piaget, …: 5). La noción de isomorfismo en matemáticas, que garantiza la unidad o totalidad de esta ciencia, con la posibilidad de expresar un mismo problema matemático con diferentes ecuaciones (….). No diremos más sobre el desplazamiento de la diacronía por la sincronía en la lingüística porque ya fue abordado en la sección anterior. En cuanto a la psicología estructuralista referida, la del propio Piaget, se la caracteriza por aprehender la unidad de los fenómenos a los que se refiere como una totalidad definida por las relaciones que sus elementos mantienen entre sí, oponiéndose al atomismo empirista de los datos unitarios proporcionados por el medio a la percepción, a la manera del asociacionismo entre estímulo natural y respuesta del conductismo que fue eclipsado por la psicología o epistemología genética piagetiana. Ya se señaló que la Gestalt fue la gran opositora del conductismo en el terreno de las teorías del aprendizaje y Piaget rinde tributo a la escuela alemana por descubrir las leyes de la percepción que estructuran los datos sensoriales, organizándolos activamente con propiedades que no provienen del exterior. “La percepción misma no consiste en una simple lectura de los datos sensoriales en la medida en que implica una organización activa, en la cual intervienen decisiones y pre-inferencias, y que se debe a la influencia sobre la percepción como tal del esquematismo de las acciones o de las operaciones" (Piaget: 1985a: 111). Es que el estructuralismo piagetiano debe mucho a la Gestalt, como lo testimonia en El estructuralismo, aunque también discute sus alcances.

Piaget prosigue definiendo a la estructura por ser un sistema de gobernado por tres características: totalidad, transformación y autorregulación. “El carácter de totalidad propio a las estructuras es evidente, pues la única oposición en la cual todos los estructuralistas

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están de acuerdo […] es aquélla de las estructuras y los agregados, o compuestos a partir de elementos independientes del todo” (Piaget, …: 7). Nada distinto de la noción de sistema en Saussure o de la noción de totalidad aplicada al campo perceptivo de la Gestalt. Ejemplo bridado: el conjunto de los números enteros se comprende por las leyes que lo definen y de ninguna manera por la adición gradual de 1,2,3,4… n, adición justamente infinita que nunca permitiría alcanzar un cierre o una totalidad. Los números enteros no existen aisladamente y no se los descubre como elementos, sino como totalidad, clase, conjunto o “anillo” (terminología para el conjunto de números enteros en matemática). El carácter de transformación de la estructura se refiere a su capacidad dinámica: ya Saussure había admitido la diacronía de la lengua (como una obviedad, hay que decirlo), aunque subordinándola a las “condiciones permanentes” de la sincronía, luego el autor se refiere a los grupos matemáticos y a los grupos de las estructuras del parentesco explicadas por Lévi-Strauss, en fin, la transformación donde el acontecimiento penetra en la estructura, modificándola. En estos dos últimos casos, tenemos en el primer ejemplo estructuras transformacionales “intemporales” (1 + 1 = 2, y 3 continúa al 2 sin intervalo de duración, solamente como siguiente secuencia en una serie carente de tiempo, se trata de los juicios sintéticos a priori kantianos). En cuanto a las estructuras de parentesco estudiadas por la etnología, tenemos intercambios de individuos entre familias, clanes y tribus, de acuerdo a intrincadas lógicas de intercambio establecidas que preestablecen los matrimonios prohibidos (prohibición del incesto), pero no solamente ello, no solamente se trata de una negación (como tiende a ocurrir en las simples y relajadas reglas de matrimonio en las sociedades contemporáneas) sino que se establecen obligaciones o al menos preferencias muy marcadas por determinados intercambios interfamiliares, donde casi no existe el margen para la libertad de movimiento o elección, o lo existe muy poco. Este es un ejemplo de estructura transformacional

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temporal, donde el lenguaje lógico-matemático se aplica a entidades empíricas para organizarlas (son los juicios sintéticos a posteriori kantianos). Claro que se pueden mencionar otras estructuras temporales. “Por otra parte, existe la inmensa categoría de estructuras no estrictamente lógicas o matemáticas, es decir, cuyas transformaciones se desarrollan en el tiempo: lingüísticas, sociológicas, psicológicas, etcétera” (Piaget, …: 14). El tercer carácter fundamental de las estructuras es la autorregulación. “Este autorreglaje produce su conservación [equilibrio] y un cierto hermetismo” (Piaget, …: 12) con lo que se refiere a que el carácter de totalidad “cerrada” no impide la comunicación de unas estructuras a otras en forma de subordinación, de equivalencia, de exclusión complementaria. “Esta modificación de las fronteras generales no suprime las primeras: no hay anexión sino confederación, y las leyes de la subestructura no se alteran sino se conservan, de modo que el cambio producido es un enriquecimiento (…: 13).

La reversibilidad15 es una propiedad de la capacidad de autorregulación de las estructuras, siendo un vocablo muy común en la terminología piagetiana: cuanto más avanzamos en el desarrollo psicogenético de las estructuras cognitivas, más frecuente es el término porque más frecuente es esta capacidad. La noción concierne a la capacidad de inversión de operaciones (retornar desde el resultado a los elementos iniciales). Ejemplos de reversibilidad intemporal son la inversión en las clasificaciones y la reciprocidad en las serializaciones.

Las clasificaciones (lógica de clases) conciernen a la pertenencia o no pertenencia de un elemento clasificado por poseer una determinada propiedad, lo operaciones lógicas como la exclusión de todo aquello que no pertenece a la clase definida (clase complementaria), la conjunción parcial que comprehende a elementos de la clase definida que también pertenecen a otras clases (clase unión), o los elementos de la clase definida que no se 15 La reversibilidad es lo que diferencia a una acción de una operación (cfr. Piaget e Inhelder …: pp.98-101).

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comparten con otra clase (clase diferencia), siendo esta la operación de clasificación opuesta a la precedente o unión clase. La reversibilidad en las clasificaciones se ve en la generación espontánea o inmediata de una inversión ya que siempre que definimos una clase estamos definiendo al mismo tiempo los elementos excluidos de esta o la “clase complementaria”, y cuando definimos elementos que comparten esta clase con otra (clase unión) instantáneamente estamos definiendo lo especifico de la clase que no comparte con esa segunda clase (clase diferencia). La seriación o serialización se refiere a una organización de los elementos de acuerdo a un orden creciente o decreciente. También se puede entender por la misma la organización de los elementos de manera “ordinal” (en oposición a cardinal) en un antes y un después, y un “después del después” en una secuencia lineal, pero el antes/después es puramente intemporal (justamente ordinal), no requiere de ser aplicado al tiempo concreto aunque desde luego, puede ser aplicado a este (a no ser que nos internemos en la árida cuestión del tiempo como intuición a priori trascendental en Kant, entonces la seriación no sería intemporal, pero el tiempo mismo entonces ya no es el fenómeno empírico que uno simplemente cree que es). Tenemos entonces, finalmente, que tanto la clasificación como la seriación son operaciones reversibles que nos dan cuenta de su contrario (en la lógica de las clasificaciones, lo que queda excluido de una clase) y que puede recorrerse en un sentido y en otro indefinidamente en el caso de las seriaciones.

Los experimentos llevados a cabo por Piaget e Inhelder y sus colaboradores con niños entre 5 y 8 años de edad, pertenecientes al período preoperatorio los más pequeños y al periodo de las operaciones concretas los mayores, muestran en claro ejemplo de reversibilidad en las experiencias de “conservación de las cantidades”. La célebre experiencia de la conservación de los líquidos lo ilustra: los niños menores creen que al verter todo el líquido del recipiente A en un recipiente B, mas angosto pero más alto que A,

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creen que hay más líquido en B, aunque ellos mismos presenciaron el vertimiento completo del líquido de A en B. Y sucederá a la inversa con el reciente C, más ancho, pero llegando el líquido a una menor altura, adjundicándosele entonces menor cantidad. Aproximadamente a los 7-8 años se adquiere la nocion de conservación de la cantidad a pesar de las apariencias fenoménicas engañosas. Cuando esto sucede, se dirá que puede volverse de B a A, o de C a A, etc, lo que es una reversibilidad por inversión clasificatoria, traspuesta en la acción del vertimiento del líquido en recipientes. También hay aquí reversibilidad por seriación porque los niños dicen “está más alta, pero el vaso es más estrecho, lo que da igual”, estableciendo un orden de lo creciente-decreciente en cuanto al ancho y a la altura de los recipientes, pero hallando la reciprocidad entre los elementos de esta serie (los recipientes A, B, C) y por lo tanto la conservación de la cantidad. “En otras palabras: los estados están, en lo sucesivo, subordinados a las transformaciones, y éstas, al ser descentradas de la acción propia para hacerse reversibles, acusan a la vez modificaciones en sus variaciones compensadas y la invariante implicada por la reversibilidad (Piaget e Inhelder, ..: 101-02)

El “grupo práctico de los desplazamientos” ejemplifica la reversibilidad en cuanto razonamiento adquirido a nivel de la inteligencia sensoriomotora, es decir, en un estadio de desarrollo más temprano al que nos referimos con las operaciones de conservación numérica y de cantidad aproximada, pertenecientes al período de desarrollo de las operaciones concretas. Si nos referimos primero a un ejemplo de reversibilidad alcanzado ulteriormente es porque aclara en mayor medida la riqueza y alcances de la reversibilidad en el pensamiento. Ahora o veremos en un estadio más temprano, pero también menos evidente. El grupo práctico de los desplazamientos asegura una invarianza esencial a pesar de los cambios fenoménicos aparentes, gracias a la emergencia en el desarrollo intelectual del “objeto permanente” hacia los el primer año de vida

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aproximadamente16: la permanencia de los objetos que salen del campo perceptivo y que pueden ser reencontrados al reconstituir sus desplazamientos físicos. Esta reconstrucción es una reversión o reversibilidad de los desplazamientos efectuados. Desde los 18 meses a los 2 años, el niño está en posesión de un grupo práctico de desplazamientos que le permite volver a encontrarse, yendo y viniendo en la medida de sus posibilidades psicomotrices, en las diferentes habitaciones de su casa o en su jardín.

La reversibilidad asegura el equilibrio de las estructuras y las estructuras cognitivas más desarrollada serás las más reversibles en sus operaciones. Tan importante es la reversibilidad que conduce a Piaget al corazón mismo del debate epistemológico entre idealismo apriorista que piensa en la lógica y matemática como una preformación de origen intemporal y el empirismo aposteriorista que concibe el origen de los conocimientos. Incluso los más abstractos, en la experiencia. “Se constata entonces que, entre la preformación absoluta de las estructuras lógicas y su invención libre o contingente, hay lugar para una construcción que, al regularse ella misma por las exigencias siempre en aumento de su equilibrio (exigencias que no pueden más que aumentar en el curso de la ruta si el ajuste busca efectivamente un equilibrio a la vez móvil y estable), al mismo tiempo culmina en una necesidad final y en un estatus intemporal en tanto que reversible […].Lo que queda entonces es la construcción misma y no se ve por qué sería poco razonable pensar que la naturaleza última de lo real es estar en construcción permanente, en lugar de consistir en una acumulación de estructuras ya hechas (Piaget, …: 59-60). 16 No se puede evitar las reservas de un momento preciso que introduce el “aproximadamente” porque la construcción del objeto permanente se da por saltos o escansiones que van desde los 9 o 10 meses, donde se encuentran las primeras evidencias de un objeto cuyos desplazamientos el niño entiende que son independientes de sus propios movimientos, aunque o se lo buscará más allá de límites espaciales inmediatos. Por ejemplo: se esconde el objeto debajo de varios cojines, el niño que ya se desarrolló las primeras ideas de la permanencia del objeto levantará un cojín, pero de no encontrar al objeto en este primer intento, abandonará su meta. En los meses siguientes, probablemente hasta los 18 meses, el objeto permanente se independiza aún más del cuerpo del niño, evidenciado por operaciones inteligentes propiamente dichas en las que el niño busca al objeto desaparecido con aun más insistencia: “se añade a esto un juego de inferencias que logran dominar ciertas combinaciones (levantar un cojín y sólo encontrar debajo otro obstáculo imprevisto, que es entonces levantado inmediatamente (Piaget e Inlehder, …: 25)

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Piaget se niega a ser reducido a una posición idealista, aunque desde luego se declara un adversario feroz del empirismo rampante al estilo conductista, y se muestra partidario de lo que el entiende ser una tercera alternativa, denominada constructivismo. Como aclara De Lajonquiere (…), el polo apriorístico aparece encarnado en la “asimilación” mientras que el polo de la experiencia aparece encarnado en la “acomodación”, siendo ambos los procesos complementarios de la adaptación. “Las estructuras son consideradas condiciones indispensables (a priori) de toda y cualquier adquisición en función de la experiencia. Así, las estructuras aprendidas resultan de la conjunción del aprendizaje stricto sensu con el modo de funcionamiento por equilibramiento (entre la asimilación y la acomodación) de los sistemas cognitivos” (De Lajonquiere, …: 48). Pero unas líneas después, este autor agrega que la escuela piagetiana se inclina inexorablemente hacia la hegemonía del apriorismo lógico-matemático, citando las experiencias de uno de los discípulos y coolaboradores de Piaget, Pierre Gréco. Como conclusión de tales experiencias, concluye De Lanjonquiere que “las estructuras lógicas se deben pura y exclusivamente a las experiencias de tipo lógico-matemático o a aprendizajes estructurales, según una expresión de Gréco, en los que las curiosas arbitrariedades de la experiencia física actúan sólo como disparadores” (…: 49). Es lícito pensar, entonces, que el legado intelectual piagetiano es bastante más cercano al idealismo apriorístico (crítico, sin duda, como lo es el idealismo crítico kantiano, solo que Piaget se interesa más por la génesis evolutiva y en ese sentido es más empirista que cualquier filósofo) que a la tradición empirista en la que se inscribe el conductismo. El estructuralismo psicogenético, entonces, opera con la aplicación de las estructuras intemporales al fenómeno temporal del desarrollo intelectual del individuo. En palabras de De Lajonquiere, “las estructuras son consideradas condiciones indispensables (a priori) de toda y cualquier adquisición en función de la experiencia. Así, las estructuras aprendidas resultan de la conjunción del

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aprendizaje stricto sensu con el modo de funcionamiento por equilibramiento (entre la asimilación y la acomodación) de los sistemas cognitivos” (…: 48).

11. Piaget: función semiótica, teoría de la representación, sujeto psicológico

Ahora, al fin, pasaremos al punto más específico que nos interesa conocer: la teoría de la representación en Piaget. Para esto debemos abordar el primer periodo psicogenético de Piaget, el sensoriomotor, y su finalización con la emergencia de la capacidad de representar o “función semiótica”. La teoría de la representación nos permitirá extraer con mayor precisión las propiedades del sujeto psicológico.

El periodo sensoriomotor se caracteriza por la integración de los reflejos innatos en ejercicios reflejos de asimilación y por afirmación activa del pequeño. “En el momento del nacimiento la vida mental se reduce al ejercicio de aparatos reflejos, o sea de coordinaciones sensoriales y motrices, todas ellas ajustadas hereditariamente y correspondientes a tendencias instintivas como, por ejemplo, la nutrición” (Piaget …: 19). Piaget describe tres reflejos primarios: la succión de objetos en la boca, seguimiento con los ojos de objetos que se mueven o resultan interesantes, y cerrando la mano cuando un objeto entra en contacto con la palma de la mano (prensión palmar). Durante las primeras seis semanas de vida, estos reflejos comienzan a convertirse en acciones voluntarias. El ejercicio reflejo activo-asimilativo da lugar a “asimilaciones generalizadas” donde se encuentran las primeras experiencias de errores (como la succión de cualquier objeto confundiéndolo con el seno) y “asimilaciones re-cognoscitivas” donde el niño debe comenzar a discernir mejor entre lo que quiere y lo que encuentra (reconocimiento del seno distinguiéndolo de otros objetos). También hallamos luego la “adquisición propiamente dicha” (succión del pulgar) que no consiste

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en la mera ampliación de los reflejos innatos en hábitos enriquecidos, todo lo cual confluye en los primeros hábitos o comportamientos regulares. Hasta ahora tenemos comportamientos diversos que son tenidos por hábitos elementales.

Se impone con un distingo conceptual crucial: los hábitos elementales que derivan de la acción refleja (aunque no se reducen a esta) son comportamientos basados en esquemas sensorio-motores (percepción común y movimiento propio percibido o propiocepción) en los que no existe una separación entre medios y fines, por el contrario, la inteligencia implica “la persecución de un fin planteado desde el comienzo; luego, búsqueda de los medios apropiados; medios que son suministrados por los esquemas conocidos (o esquemas de "hábitos"), pero ya diferenciados del esquema inicial que señalaba su finalidad a la acción” (Piaget e Inhelder, …: 20). Con el desarrollo de la capacidad de coordinación entre visión y aprehensión (4 meses y medio en promedio) que habilite el movimiento para conseguir algo en el campo de la visión permite una nueva asimilación: la diferenciación entre medios y fines, el surgimiento de la inteligencia. Durante les meses siguientes, llegando al primer año de vida, la inteligencia práctica se enriquecerá con la búsqueda de nuevos medios desconocidos para alcanzar los fines perseguidos, para lo que habrá de emerger la idea de una permanencia del objeto, como se dijo en la sección anterior. El período sensoriomotor llega a su final con el surgimiento de la función semiótica. Si debemos caracterizarse el periodo sensoriomotor de manera muy sucinta, lo haremos diciendo que es la etapa del desarrollo donde aparece la inteligencia presemiótica, es decir, una inteligencia aún apegada a la “lógica de la acción” o del presente perceptivo que carece de la capacidad de representación propiamente dicha. El concepto de inteligencia no es sinónimo de pensamiento (como ocurre en Vigostky), sino que el pensamiento es la inteligencia representativa o semiótica.

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Para Piaget la representación, siempre entendida como capacidad de evocar un objeto ausente mediante un sustituto, es la capacidad medular de la función semiótica. Surge hacia el final del estadio sensorio-motor, distinguiéndose claramente la representación de la percepción17. Revisitemos el capítulo sobre la “función semiótica” en La psicología del niño (1969) de Piaget e Inhelder. Al término del período sensorio-motor, hacia los 18 y 24 meses, aparece una función fundamental para la evolución de las conductas ulteriores consistente en poder representar algo que se haya ausente por medio de una acción u objeto que actúa como sustituto del objeto referente o real. Esta es la función semiótica. Un "significado" cualquiera tal como un objeto, acontecimiento o esquema conceptual es representado por un "significante" diferenciado que sólo sirve para esa representación. La función semiótica o representacional se manifiesta en cinco procesos: imagen mental, imitación diferida, juego simbólico, dibujo, lenguaje verbal, que ahora veremos en la génesis de la función semiótica.

Los mecanismos sensorio-motores ignoran la representación ya que antes del transcurso del segundo año de vida no hay indicaciones firmas de conducta que implique la evocación (no confundir evocación con la búsqueda) de un objeto ausente. Pero avanzado el periodo sensorio-motor, hacia los nueve y doce meses, surge el esquema del “objeto permanente”18 en las estructuras mentales de niño y este es capaz de buscarlo, pero solo tratándose de un objeto recién desaparecido, por lo que su búsqueda constituye una acción ya en curso desde la presencia del objeto hasta su ocultamiento y no hay auténtica interiorización del mismo en una representación que lo evoque de manera completamente independiente del presente perceptivo. Aún no hallamos aquí representación, aunque si encontramos utilizaciones de significaciones desde el comienzo del 17 Es de interés mayor señalar que esta distinción tan drástica entre percepción y representación en psicoanálisis no puede hacerse, véase el signo de cualidad de Freud. Pero más adelante en el curso se verán las razones de ello. 18 Esta propiedad real y material del objeto que lo hace independiente de la percepción y desplazamientos del propio sujeto.

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periodo sensorio-motor en cuanto que toda asimilación perceptual es productora de significación. Entonces hay significados, como los propios esquemas con sus contenidos relativos a las acciones en curso, y significantes siempre perceptivos, indiferenciados en sus significados. Significados y significantes están indisolublemente entrelazados en el presente sensorio-motor. Es esta indiferenciación entre significantes y significados lo que será ulteriormente disociado o recortado con la emergencia de la función semiótica y su instrumento mental que es la representación. “Un significante indiferenciado no es aún, en efecto, ni un "símbolo" ni un "signo" (en el sentido de los signos verbales); es, por definición, un "indicio" (comprendidas las "señales" que intervienen en el condicionamiento, como el sonido de la campana que anuncia la alimentación)” (Piaget e Inhelder, 1997 [1969]: 60).

Estos significantes aún no disociados de sus significados, o “apenas disociados”, como sucede con la emergencia del objeto permanente y su búsqueda hacia el final del periodo sensorio-motor, aquí funcionan tan solo como “indicios” de su significado, como la blancura es un indicio (metonímico) de la leche, como o es cualquier parte reconocible de un objeto no oculto del todo, o como lo es también un antecedente temporal (la puerta que se abre anticipando la llegada de la madre), o ligado al significado como una consecuencia (una mancha por derramar una bebida). Pero los indicios no son verdaderos significantes, hace falta una operación de mayor abstracción, distanciación o corte19 en relación al significado referencial.

“En el curso del segundo año […] aparece, por el contrario, un conjunto de conductas que implica la evocación representativa de un objeto o de un acontecimiento ausentes y que supone, en consecuencia, la construcción o el empleo de significantes 19 Con las expresiones de recorte, separación, abstracción, distanciación, queremos recodarle al lector la operación de corte realizada por Descartes con su representación formal, arbitraria, convencional y libremente elegida, porque la función semiótica piagetiana reproduce la operación realizada por el filósofo como crítica filosófica y fundamentación de conocimiento certero, solo que aquí ese proceso se da espontáneamente.

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diferenciados, ya que deben poder referirse a elementos no actualmente perceptibles tanto como a los que están presentes” (Piaget e Inhelder, 1997 [1969]: 60). Asistimos primero al surgimiento de la “imitación diferida”. La imitación del objeto presente era un comportamiento ya adoptado en el período sensoriomotor, imitación que incluso puede continuar en ausencia de ese modelo sin que ello implique aún representación o pensamiento. Pero la imitación diferida no es lo mismo que la simple imitación e presencia del objeto común del periodo sensoriomotor. La imitación diferida surge realmente cuando el modelo referencial lleva desaparecido ya un lapso de tiempo considerable tras el cual el niño comienza súbitamente a imitarlo. La “imagen mental” es el concepto piagetiano referido al soporte mnémico (huella mnémica en términos freudianos y saussureanos) registrado a partir de la percepción sensorial pero también asimilación activa estructural, soporte interior o virtual que servirá para evocar un objeto real o exterior. Aunque sucede que la imagen mental es mucho más que un registro mnémico relativamente pasivo del exterior, implica toda una reorganización interna en la que no podemos entrar aquí en detalle (cfr. Piaget e Inhelder, …: 74-84). Los autores no reducen el pensamiento a las imágenes, las imágenes son un atributo del pensamiento, una parcela necesaria para la efectuación de los juicios de existencia y de agrado.

La imitación, desde su génesis como imitación simple en el periodo sensoriomotor a la imitación diferida hacia el final de este periodo, tiene como finalidad una hiperadaptación del sujeto al objeto. En segundo lugar, de manera concomitante a la imitación diferida aparece la representación en el “juego simbólico” o juego de ficción, donde predomina ampliamente la asimilación sin acomodación. De manera inversa a la hiperdapatación del sujeto al objeto en la imitación, se habla aquí de hipoadaptación por ser el juego una acción que somete a las cosas al imperio del sujeto20. El

20 Esto mismo había sido ya advertido por Freud en el célebre fort-da y la compulsión de repetición en su vertiente de reproducción de un acontecimiento doloroso para dominar la situación. Véase Freud, Más allá de principio de placer (1920)

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juego simbólico, donde la imaginación corre libremente a expensas de lo real, se vinculará más adelante al llamado pensamiento egocéntrico. Los juegos de “como si” manifiestan una acción representada que no tiene nada de presente o actual, sino que son asimilaciones “distorsionadoras” de la realidad al sujeto. Piaget e Inhelder sostienen que la función esencial del juego es satisfacer necesidades afectivas debido a las altas exigencias de adaptación a las que está sometido el niño en el decurso de su evolución. Particularmente se refieren a otra capacidad de la función semiótica que comienza a desarrollarse en este período: al aprendizaje de la lengua. Mientras que el sujeto se encuentra sometido a los enormes esfuerzos de acomodación que sugiere el aprendizaje de un sistema de signos convencionales, completamente ajeno al mundo interior e imaginario del niño, el juego actúa como mecanismo compensador de asimilación. “El instrumento esencial de adaptación es el lenguaje, que no es inventado por el niño, sino que le es transmitido en formas ya hechas, obligadas y de naturaleza colectiva, es decir, impropias para expresar las necesidades o las experiencias vividas por el yo. Es, pues, indispensable para el niño que pueda disponer igualmente de un medio propio de expresión, o sea, de un sistema de significantes construidos por él y adaptables a sus deseos: tal es el sistema de los símbolos propios del juego simbólico, tomados de la imitación a título de instrumentos; pero de una imitación no perseguida por ella misma, sino simplemente utilizada como medio evocador al servicio de la asimilación lúdica: tal es el juego simbólico” (Piaget e Inhelder: 1997 [1969]: 65-66 [la cursiva es nuestra]).

La función semiótica, que abarca estos y otros medios de manifestación de la representación (aquí no hablaremos del dibujo), comienza a despuntar entonces con la imitación diferida y con el juego simbólico, que son la expresión de la función semiótica en su forma más rudimentaria o mínima, alcanzando esta función su máximo grado de complejidad y expresión en el aprendizaje de la lengua, en la adquisición de esa cristalización social o tesoro colectivo

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de signos arbitrarios, al decir de Saussure, aprendizaje que tanta “acomodación” requiere por parte del sujeto.

La función semiótica comprehende dos modalidades de representaciones: los símbolos, en cuanto significante y significado están distinguidos pero vinculados por una relación de semejanza, analogía o contigüidad (cuyo origen es predominantemente individual) y los signos, donde significante y significado fueron igualmente separados pero re-unidos por un vínculo completamente arbitrario y convencional (cuyo origen es predominantemente colectivo, esto nunca lo desconoce Piaget, pese a los reproches que se le hacen al confrontarlo con el rol del adulto en la función semiótica de Vigostky). El juego simbólico es la expresión por excelencia de un simbolismo individual mientras que el habla es la expresión por excelencia de los signos colectivos hacia el final de su desarrollo, ya que al comienzo es tan solo “habla egocénrica”, núcleo del pensamiento autista.

Detendremos en este punto nuestra revisita a la función semiótica de Piaget, ya que entendemos que arribamos a los elementos necesarios para comprender su teoría de la representación. Se ha dilucidado cómo la representación difiere de la percepción, en cuanto la unidad “informativa” de la percepción en el período sensoriomotor brindaba conjuntamente significantes con significados, indiferenciados entre sí, mientras que la representación (función semiótica) procede a establecer una separación espacial y temporal entre significantes y significados, tanto bajo la forma de símbolos como bajo la forma más intelectualmente exigente de signos. La representación, entonces, se adquiere luego de la percepción y antes de la aparición de los “conceptos” en el período operatorio concreto.

Ahora bien ¿qué nos dice todo esto de la singularidad de los sujetos? Piaget tiene clara conciencia de la objeción que se le puede plantear a su psicología o epistemología genética y de cómo se lo puede oponer al psicoanálisis en este asunto. “Hay espíritus a

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quienes no les agrada el sujeto, y si caracteriza a éstos por sus "experiencias vividas'' confesamos pertenecer a aquéllos. Por desgracia aún hay muchos autores para quienes los psicólogos están, por definición, centrados en el sujeto, es decir, en lo vivido individualmente. Confesamos no conocer tales, y si los psicoanalistas tienen la paciencia de examinar casos individuales en los que se encuentran indefinidamente los mismos conflictos y complejos, es porque se trata aún de alcanzar mecanismos comunes” (Piaget, …: 60). No será la primera vez que alguien diga que Piaget no comprende al psicoanálisis o al menos que no le reconoce los méritos que tiene al avanzar mucho más en la singularidad de las “experiencias vividas” de lo que cualquier otra psicología haya hecho, esto es, haber alcanzado mucho más la singularidad del acontecimiento. En Los senderos de los descubrimientos del niño (…), Barbel Inhelder y Denys De Caprona, discípulas de Piaget, se plantean la pregunta ¿qué sujeto para la psicología? De la respuesta muy completa brindada por las autoras, cuya lectura recomendamos ampliamente, tomaremos la siguiente aclaración. “Piaget había hablado de sujeto epistémico para delimitar mejor el centro de interés de sus estudios y para señalar el carácter reflexivo y formal de las estructuras. Lo había definido entonces corno el núcleo común al conocimiento de sujetos de un mismo nivel de desarrollo, es decir, las características nornotéticas del sujeto cognoscente, en oposición a las características idiosincrásicas, En particular conviene distinguir al sujeto epistémico del sujeto de la clínica, cuando incluso ciertos psicólogos han reprochado a Piaget y a su escuela estudiar un sujeto «descarnado», vaciado de su realidad vivida” (Inhelder y De Caprona, …: 26). Resulta harto significativo que para complementar al “sujeto epistémico” piagetiano con un “sujeto psicológico” que prolongue la investigación sobre el desarrollo de las estructuras universales pero ampliándolas hacia una perspectiva más “individual” y particular, desde una perspectiva más empírica y “funcional”, las autoras acuerdan en que lo necesario es tener en cuenta las intenciones unto

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a los valores de los sujetos. “¿Cuál es la especificidad de laperspectiva funcional? El sujeto psicológico nos interesa .en tanto que sujeto cognoscente, pero con sus intenciones y sus valores. Nos vemos abocados a conceder una parte importante a las dimensiones teleonómica y axiológica de la actividad c0gnitiva,es decir, a las finalidades y a las evaluaciones producidas por el propio sujeto” (Inhelder y De Caprona, …: 27). Lo que algunos han llamado los afectos, y la estructura de los afectos que Piaget no reconoce, aquí aparece bajo la noción de “valores” invocándose la necesidad de una axiología para la psicología genética. El valor y su problematicidad fue el eje vertebrador que ya abordamos en la ficha Los usos y los placeres, justamente como límite epistemológico de la psicología, y previamente a esta, de la economía política, incluso de la economía política crítica de Marx.

Ahora bien, se dice comúnmente que el sujeto psicológico es el sujeto que sirve a la pedagogía, o el sujeto en el que se fundamenta. Ciertamente el sujeto psicológico es un sujeto de adaptación-aprendizaje, pero una epistemología genética como la de Piaget en realidad pone en guardia contra los deseos de sobre-manipulación de etapas del desarrollo (ensueño cientificista de la expresión más ideológica de la ciencia, la de un dualismo especular cerrado entre teoría y técnica, recuérdese lo trabajado en la sección 1), ya que estas no se pueden acelerar, su desarrollo es “endógeno”. “Pero constatamos una vez más que ni nosotros ni nadie entra fácilmente en tan codiciado lugar. El constructivismo psicogenético se encarga, a su manera, de mostrarnos hasta qué punto esas expectativas no dejan de estar animadas por nuestro voraz e indomable deseo pedagógico, que confunde toda posibilidad de maximizar el desarrollo (o sea, la autorregulación constructiva de los conocimientos) con la de acelerarlo a voluntad gracias a sesiones de aprendizaje debidamente controladas” (De Lajonquiere, …: 56). Es por esta razón que en este curso nos abocamos al estudio de la genealogía del sujeto psicológico, con las teorías e “ideologías teóricas” (Althusser y

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sus discípulos) que lo hacen posible, sin dar el salto hacia esa disciplina híbrida y aplicada llamada psicología de la educación, donde los conceptos fundamentales de la psicología y sus teorías del aprendizaje se trasponen (en el sentido chevallardiano), se simplifican o simplemente se malentienden muchas veces. El psicoanálisis mostrará a su manera como las “fantasías pedagógicas” (De Lajonquiere) de unidad especular entre enseñanza-aprendizaje están cargadas de ilusiones, aunque evidentemente va mucho más allá en este cuestionamiento.

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