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EL PRINCIPE DEMOCRATICO Quien gobierna y cómo se gobiernan las democracias Sergio Fabrini Fondo de Cultura Economica PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN*_________________________________________________1 INTRODUCCIÓN. EL PRÍNCIPE DEMOCRÁTICO_______________________________________2 EL LÍDER Y EL SISTEMA DE GOBIERNO________________________________________________5 Los QUE GOBIERNAN: PRIMEROS MINISTROS Y PRESIDENTES___________________10 . EL LIDERAZGO EN LA TELEDEMOCRACIA___________________________________________18 NUEVAS TECNOLOGÍAS Y PARTIDOS POLÍTICOS___________________________________22 ENTRE EL ESPECTÁCULO POLÍTICO Y UN NUEVO CONTEXTO ELECTORAL________23 EL LÍDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS______________________________________28 EL GOBIERNO PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS_______________________________44 EL PARTIDO Y EL LÍDER EN EUROPA_________________________________________________54 . LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR__________________________73 EL FUTURO: ¿GOBIERNO DEL LÍDER O DEL PARTIDO________________84 * PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN* ACEPTÉ COMPLACIDO la propuesta del Fondo de Cultura Económica de Argentina para realizar una traducción al español de una versión actualizada de mi libro It Príncipe democratico. La leadership nelle dernocrazie contemporanee (Laterza, 1999), un ofrecimiento que me llegó por intermedio de mi amigo Juan Carlos Torre, de la Universidad Torcuato di Tella de Buenos Aires, a

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EL PRINCIPE DEMOCRATICO

Quien gobierna y cómo se gobiernan las democracias

Sergio Fabrini

Fondo de Cultura Economica

PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN*___________________________________________1

INTRODUCCIÓN. EL PRÍNCIPE DEMOCRÁTICO____________________________________2

EL LÍDER Y EL SISTEMA DE GOBIERNO__________________________________________5

Los QUE GOBIERNAN: PRIMEROS MINISTROS Y PRESIDENTES______________________10

. EL LIDERAZGO EN LA TELEDEMOCRACIA______________________________________18

NUEVAS TECNOLOGÍAS Y PARTIDOS POLÍTICOS_________________________________22

ENTRE EL ESPECTÁCULO POLÍTICO Y UN NUEVO CONTEXTO ELECTORAL______________23

EL LÍDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS___________________________________28

EL GOBIERNO PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS_______________________________44

EL PARTIDO Y EL LÍDER EN EUROPA___________________________________________54

. LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR___________________________73

EL FUTURO: ¿GOBIERNO DEL LÍDER O DEL PARTIDO______________________________84

*

PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN*

ACEPTÉ COMPLACIDO la propuesta del Fondo de Cultura Económica de Argentina para realizar una traducción al español de una versión actualizada de mi libro It Príncipe democratico. La leadership nelle dernocrazie contemporanee (Laterza, 1999), un ofrecimiento que me llegó por intermedio de mi amigo Juan Carlos Torre, de la Universidad Torcuato di Tella de Buenos Aires, a quien agradezco. Sin embargo, no me fue posible actualizar el volumen de 1999. Me vi llevado a reescribir mi trabajo no sólo porque en el terreno de la política diez años es mucho tiempo, sino también —y éste es un punto fundamental— por el ascenso incontenible del Príncipe democrático que se ha registrado en el último decenio. Por cierto, en Estados Unidos y en Europa, el Príncipe democrático ha adquirido una importancia tal, tanto en el plano de la competencia electoral como en la acción de gobierno, que suscitó un debate público acerca de la función del líder en la democracia. Piénsese en el presidente estadounidense George W. Bush (200 1-2008), en el primer

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mínistro británico Tony Blair (1997-2007), en el primer ministro italiano Silvio Berluscnj (tanto en el período 2001-2006 como en el poste- ‘A lo largo del libro el autor utiliza varios términos específicos en inglés, especialmente en los capítulos referidos a Estados Unidos, aunque no solamente. De acuerdo a las pautas de la editorial, se han conservado esos términos en itáliciis respetando el criterio del autor. Si bien en la mayoría de los casos se encuentra una traducción o explicación en el texto, con el objeto de no interrumpir la lectura con la incorporación de las traducciones de los términos entre corchetes se ofrece un glosario al final del libro con las traducciones de todos los términos en inglés presentes en el libro (véanse pp. 26 1-269). [N. del E.]

12 EL ASCENSO DEL PRÍNCIPE DEMOCRÁTICO

rior a 2008) y en el presidente francés Nicolas Sarkozy, a partir de 2007: en cada uno de estos casos, la opinión pública se dividió en sus juicios acerca del líder de una manera tajante, del mismo modo en que se dividió el juicio de los estudiosos de la política. En conclusión, esas experiencias detonantes, entre las cuales podemos incluir la del nuevo presidente estadounidense Barack Obama, que recién se inicia en su cargo, me han exigido una ulterior investigación de los motivos que favorecen el ascenso del líder y de las consecuencias de ese ascenso para la democracia. Por tal razón, este libro ya no es el mismo que el de diez años atrás. Además, al reescribirlo, pude utilizar los comentarios recibidos de colegas que habían leído y adoptado el volumen precedente. Para señalar las diferencias, el título de la obra de 2009 es distinto al de la edición de 1999. Lo que no ha cambiado es la dedicatoria: mis hijos siguen siendo mis príncipes favoritos. Universit degli Studi, Trento, 19 de enero de 2009.

INTRODUCCIÓN. EL PRÍNCIPE DEMOCRÁTICO

Es preciso tener en cuenta que no se puede emprender nada más difícil, de éxito más incierto y más peligroso en su gestión que el querer ser un líder. NicoiÁs MAQULAVELO (1991: 83) ÉSTE ES UN LIBRO acerca de los líderes de los Ejecutivos democráticos y de cómo ejercitan su liderazgo. Nuestra época se caracteriza por, un ascenso sin precedentes de Príncipes democráticos, tanto en la política electoral como en la gubernamental. En ambos terrenos, ese ascenso ha puesto en tela de juicio el papel tradicional que cumplían los partidos políticos. Me alienta un doble objetivo: estudiar las características de esos Príncipes y entender su relación con los partidos. Tomaré en cuenta, sobre todo, el caso del presidente de Estados Unidos, el más relevante entre los Príncipes democráticos de la modernidad. Luego me ocuparé de los primeros ministros y de los presidentes semipresidenciales de Europa, çomo los de Gran Bretaña, Italia y Francia. Acerca de la necesidad de empezar por Estados Unidos, creo que no hay mucho que’ discutir, considerando la importancia de ee país en el plano internacional. Supongo que el mismo Nicolás Maquiavelo, si hoy en día debiera actualizar su obra maestra tendría, sobre todo, que pasar un tiempo en la Pennsylvanja Avenue, en Washington DC, y después en la Plaza de los Medici de cualquier capital europea. Basta pensar en el enorme impacto internacional que tuvo la asunción de Barack H. Obama a la presidencia de Estados Unidos para

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INTRODUCCIÓN

darse cuenta de la importancia que el Príncipe democrático tiene en su país y en el mundo. Pero, por supuesto, es indudable que el estadounidense no es el único Príncipe democrático al que debemos conocer. Este libro consiste, por lo tanto, en un estudio de ios líderes, entendidos específicamente como líderes del Ejecutivo.’ Uso el término Ejecutivo para definir tanto el ámbito como a los individuos que actúan en él. La literatura comparada sobre los gobiernos (Vasallo, 2005; Lijphart, 2001; Fabbrini y Vasallo, 1999; Blondel y Müller-Rommel, 1993; Blondel y Müller-Rommel, 1988; Blondel, 1982; King, 1975) no nos ofrece un término uijvoco que pueda utilizarse en los diferentes contextos institucionales. Así, por ejemplo, el término government abarca os realidades institucionales distintas de la separación de poderes: en Estados Unidos expresa el conjunto de las instituciones de gobierno, o sea, tanto el Ejecutivo/presidente como el Legislativo/Congreso. Y, en la Europa de la fusión de poderes indica, a veces el organismo genéricamente ejecutivo y a veces el vínculo operativo entre el Ejecutivo y la administración. Pero también el término cabinet, con su connotación de organismo colectivo, es difícil de utilizar fuera de Gran Bretaña y de los sistemas parlamentarios. Por estos motivos, en contraposición, es mejor utilizar el concepto de “Ejecutivo”, entendiendo por éste el ámbito institucional en el cual se manifiesta el vínculo entre el líder (presidente o primer ministro, o presidente y primer ministro en el caso de Francia) y el equipo (ministros en los sistemas de gobierno parlamentaristas y semipresidencia‘Sé que la posibilidad de ejercitar el liderazgo político no procede por fuerza del papel institucional del que se invista. Pueden existir líderes políticos que no desempeñen ninguna función gubernamental, aunque el caso contrario es pocoplausible (Blondel, 1987). Pero, en lo personal, esa distinción no es de mi Iterés, pues complica mi argumentación de una manera innecesaria. Me limito a presuponer que, en los procesos políticos regulares, quien llega a ser cabeza del Ejecutivo es ya un líder político: y de cualquier modo, desde ee puesto, tiene no pocas oportunidades de llegar a serlo.

15 les, o bien secretarios en el sistema de gobierno separado), o también las relaciones personales entre ambos. Consideré las especies más significativas del género llamado “sistema de gobierno democrático” (Blondel, 1995; Lijphart, 1992). Es decir, 1) un sistema de gobierno separado con primacía presidencial (Estados Unidos), con un líder del Ejecutivo elegido por medio del voto popular, aunque técnicamente indirecto, después de haber sido seleccionado por medio de un sistema de primarias directas, que no tiene un equivalente en los sistemas políticos europeos; 2) un sistema semipresidencial (la Francia de la V República), en el cual el Ejecutivo tiene una naturaleza dual, con un presidente elegido por los electores y con un primer ministro seleccionado por la Asamblea Legislativa, que son la expresión de dos mayorías formadas por separado, pero que pueden recomponerse jerárquicamente a favor del presidente, en el caso de consonancia política entre ambas, o bien puede dar lugar a una diarquía en el caso de disonancia política entre ambas, con una división del trabajo (cuyo buen funcionamiento no está en absoluto garantizado) que le daría la supervisión de la política exterior y de defensa al presidente, y la supervisión de la política interna al primer ministro (Elgie, 2003); 3) un sistema parlamentario competitivo (Gran Bretaña), en el cual el Ejecutivo es la expresión de un único partido, y en el cual el jefe del Ejecutivo está legitimado por la mayoría parlamentaria, es decir, por ser la cabeza de su partido (Peele, 2004); 4) un sistema parlamentario consensual (Italia en el período 1948 1993), en el cual el Ejecutivo se constituía necesariamente, luego de un prolongado proceso de negociaciones, por una coalición de partidos y en el cual el jefe del Ejecutivo se elegia a través de un acuerdo entre los partidos que formaban la cóalicjón; y, por último, 5) un sistema parlamentario que se vuelve competitivo (Italia en el período posterior a 1993), en el cual el jefe del Ejecutivo es el líder de la coalición electoral triunfadora y el Ejecutivo mantiene el carácter de

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INTRODUCCIÓN

coalición (Cotta y Verzichelli, 2007). En resumidas cuentas, aunque la base empírica de mi investigación se circunscribe a cuatro países (y a cinco casos empíricos), la representatividad de sus sistemas de gobierno me autoriza a suponer una aplicación más amplia de los resultados del análisis que realizo de sus experiencias. Mis argumentos son los siguientes: razones sistémicas y estructurales impulsan un crecimiento de la función del líder (y de los Ejecutivos) en el proceso de toma de decisiones de las democracias contemporáneas. Los líderes son necesarios ‘y los cambios sufridos por nuestras democracias han acentuado aún más su función. Teniendo en cuenta esto, el debate científico y público acerca de la función del Príncipe democrático puede tener lugar de una manera equilibrada, es decir, evitando, por una parte, la radicalización del decisionismo de quien ve al líder del Ejecutivo (presidente o primer ministro) como el único actor capaz de revitalizar las democracias contemporáneas, y, por otra parte, el conservadurismo del asaniblearismo, que no ve más que peligros en el líder del Ejecutivo, puesto en condiciones de actuar de una manera eficaz. Una democracia es sólida si logra garantizar, al mismo tiempo, una doble exigencia: la toma de decisiones y el control de quien las toma. De hecho, una buena democracia exige un líder eficaz, pero también instituciones eficaces para controlarlo. Este libro está dividido en tres partes. En la primera se consideran las dos perspectivas analíticas más importantes para el estudio del liderazgo político, la que vincula al líder con el sistema de gobierno y la que considera al líder en el contexto de los medios modernos de comunicación de masas. En el capítulo i, después de definir los conceptos de “líder” y de “liderazgo”, se precisa el contexto institucional de los distintos sistemas de gobierno dentm de los cuales opera el líder democrático. En el capítulo u se estudian las características del liderazgo en las democracias contemporáneas, basadas en los medios de comunicación de masas.

17 La segunda parte está dedicada al análisis coparati yo de los líderes gubernamentales en Estados Unos y en Europa, considerando los factores internos que hai contribuido al crecimiento de la importancia de su función. En Estados Unidos, el líder en cuestión es el presidente. Las características de su liderazgo se encuentran condicionadas por distintos factores. Sobre todo, como se describirá en el capítulo in, por las relaciones que se han establecido entre los partidos y los candidatos presidenciales, en especial con respecto al sistema para elegir a estos últimos. En segundo lugar, tal como se expone en el capítulo Iv, por el influjo de los cambios que se han producido a raíz de la Sustitución del’ gobierno congresual del siglo xix por el gobierno presidencial del siglo xx. Por este motivo, el gobierno de Estados Unidos se define como un sistema de gobierno separado, y por “separado” me refiero a un orden en el cual el Ejecutivo (el presidente) y el Legislativo (el Congreso) gozan de una legitimación electoral independiente y comparten los mismos poderes gubemamentajes si bien luego uno adquiere preeminencia sobre el otro.2 Escribió Neustadt (1990: 29): “Se Supone que la Convención Constjtucionl de 1787 dio origen a un gobierno de poderes separados. No es así en absoluto. Más bien creó un gobierno de instituciones separadas que comparten el mismo poder”. Separado no quiere decir dividido. De gobierno dividido se puede hablar con mayor propiedad en el caso en que dos rnayoríás partidarias opuestas controlen de una manera esta- 2 Escribe King (1983, Prefacio): “En la opinión del Servicio de Investigaciones del Congreso (y quién podría saber más al respecto?), la distancia entre la Casa Blanca y el Capitolio (donde está la sede del Congreso), siguiendo la Pemsylvania Avenue, e más o menos de dos kilómetros medio. Físicamente no es una gran distancia: un turista en circunstancias normales la Puede recon-er a pie en media hora”. Y de inmediato agrega: “Pero, política- mente, es obvio que la distancia es mucho mayor. Los padres fundadores no querfa facilitar las relaciones entre el presidente y e] Congreso, y su voluntad respecto, como en relación con tantas otras cosas, se ha cumplido”. ble una u otra institución gubernamental separada (Fiorina, 2002). Sólo si se entiende el sistema de gobierno de Estados Unidos de esta manera, se puede definir como un sistema presidencial (Ackerman, 2003). El gobierno presidencial se transforma en presidencia imperial cuando, como sucedió entre 2001 y 2008 con la presidencia de George W. Bush, el presidente logra imponer su predominio sobre las demás instituciones del gobierno separado. En los dos capítulos siguientes se trata el caso de los líderes gubernamentales europeos, con una referencia especial a Gran Bretaña, Francia e Italia. También aquí el punto de partida es el vínculo entre los partidos y los líderes.

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En el capítulo y se toma en cuenta el debate acerca de la función de los partidos en los gobiernos europeos y, por lo tanto, las razones para su redimensionamiento, o las de su decadencia. Sobre esta base, en el capítulo vi se considera el éxito de los gobiernos del líder en contextos institucionales tradicionalmente en concordancia con el gobierno de partidos. Se muestra cómo ese éxito ha comenzado a entrar en tensión con la lógica de las instituciones parlarnentaristas y semipresidenciales. Por último, en la tercera parte se pasa revista a las discusiones teóricas y a los análisis comparativos, y se trata de distinguir los posibles desarrollos de las acciones de gobierno. En el capítulo vii se consideran las condiciones externas que favorecen el ascenso del Príncipe democrático, pues en la segunda parte ya se han analizado las internas. De hecho, el fortalecimiento del líder y de sus Ejecutivos se debe a las presiones que provienen del sistema internacional, tendencia que sin duda irá en aumento. Esto es válido en especial para Estados Unidos, dado que las dimensiones geopolíticas, demográficas, económicas y militares de este país lo conducen de un modo inevitable a cumplir un papel internacional de relevancia, que favorece al presidente en detrimento del Congreso. Algo semejante ocurre con los grandes países europeos, puesto que están inmersos en un proceso de

integración regional que tiende a FortaJecer de una manera ineludible la función de los Ejecutivos con respecto al Parlamento, aunque luego su incidencia quede acotada en el árnbito comunitario. Por último, en el capítulo viii se analizan las condiciones institucionales que favorecen el gobierno del líder o el gobierno del partido. Tanto el uno como el otro son considerados estrategias de acción que los principales actores políticos deciden utilizar para gobernar. La hipótesis que se presenta consiste en que el gobierno democrático necesita tanto del líder, para cumplir con las funciones de integración y de innovación, como del equipo (el partido), para cumplir con las funciones de gestión de las políticas públicas. Los sistemas de gobierno estudiados favorecen en distinto grado y medida el ejercicio de estas funciones. Precisamente por este motivo reciben presiones constantes para sü reforma. También se consideran algunos desarrollos institucionales que intentan conciliar las dos estrategias. Por cierto, corresponde al debate político establecer qué sistema de gobierno puede satisfacer mejor ambas funciones en cada país que tomamos en consideración, teniendo también presente su rol internacional. Sin embargo, si la efectividad gubernamental del líder y de los Ejecutivos es una condición para un buen gobierno, también es necesario su control político. Es preciso recordar que el gobierno efectivo y el gobierno controlado son dos caras de la misma moneda.

EL LÍDER Y EL SISTEMA DE GOBIERNO

Una primera perspectiva analítica consiste en ubicar al líder en el contexto de los sistemas de gobierno. Desde este punto de vista, no se lo considera por sus características personales, sino por la función que cumple en el sistema formalizado de la autoridad pública. Toda función está constituida por una combinación de oportunidades y de limitaciones. En la democracia, el ejercicio del liderazgo tiene una naturaleza forzosamente institucional. El líder democrático es, por lo general, un líder con responsabilidades de gobierno o bien un líder político comprometido en alcanzar una posición en el gobierno. Por lo tanto, según esta perspectiva analítica, el estudio del líder debe tener una base institucional más que personal. Las principales aproximaciones que se derivan de esta perspectiva analítica pueden definirse como institucionalistas, si bien puede ponerse el acento en el liderazgo como modalidad institucional para resolver el problema de la acción colectiva (jnstjtucjonaljsmo racional) o bien en la capacidad de lo sistemas de gobierno para sostener al líder, pero también para condicionarlo (institucionalismo histórico). LÍDER Y LIDERAZGO POCOS conceptos políticos son tan ambiguos como el de liderazgo político. Wildavsky (1989: 5) ha escrito: “Si el liderazgo es una especie en peligro, la amenaza no es su extinción. Mas bien la tendencia del concepto a absorber en sí mismo

todos los factores que deberían distinguirlo es lo que lo convierte en una noción amorfa e indefinible”. El líder es necesario porque hay una exigencia de liderazgo, pero es difícil establecer el significado de este último término (Nye, 2008). Sobre todo, es importante conservar la diferencia entre líder (del Ejecutivo) y liderazgo (del líder del Ejecutivo). Si por lo primero debe entenderse un individuo en particular investido de un poder

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decisional, por lo segundo, en cambio, debe entenderse la naturaleza de la acción decisional realizada por ese individuo. En resumen, si el líder es un actor el liderazgo es una relación. Una relación que se activa para solucionar un determinado problema, o para poner en marcha un determinado proceso decisional. La distinción entre una cosa y otra nos obliga a tener presente no sólo que el líder no coincide con el liderazgo, sino también que el liderazgo es una actividad que se desarrolla en un contexto institucional (Baumgartner, 1989) y en un tiempo histórico (Bienen y Van de WaIle, 1991). Esto quiere decir que las cualidades de la acción de mando ejercida por el mismo líder pueden cambiar si cambian los contextos y la situaciones dentro de los cuales actúa (Skowroneck, 2008; Pierson, 2004). Desde luego, si bien son distintos, el líder y el liderazgo están relacionados entre sí: no puede haber liderazgo sin líder, ni un líder puede continuar siéndolo si no ejercita su liderazgo. Y tanto el uno como el otro responden a una exigencia, sin la cual no existiría la relación entre ambos. La exigencia es la siguiente: cómo producir un bien colectivo ante una pluralidad de diferentes prioridades individuales (concierne a la naturaleza que debería asumir ese bien colectivo). Es decir, el líder es una de las respuestas al problema de la acción colectiva (Shepsle y Boncheck, 1997: 3 80-404). Las prioridades, múltiEs necesario distinguir entre el líder y la elite. La elite es un grupo social que se identifica con la función que desempeña en el proceso más amplio d9 la división del trabajo político, mientras que el líder es un individuo colocado empíricamente en instituciones legitimadas para tomar decisiones con autoridad.

25 pies y diferentes, no pueden conciliarse, ni agregarse, si no hay alguien que active esa conciliaciónagregación Se puede decir también que el líder (la cabeza del Ejecutivo) es un “agente” a quien su “superior”* (los ciudadanos) le confía una tarea que no puede llevar a cabo como tal. Es decir, crear una unidad a partir de la división, o, mejor dicho, generar un bien colectivo -la decisión gubernamentai_ que pueda conciliar la multiplicidad de las prioridades individuales. Pero, a diferencia de lo que sostienen los partidarios de la elección racional (Fiorina y Shepsle, 1989), ese bien colectivo (la decisión gubernamental) puede tener también un carácter simbólico, además de material. En otras palabras, el líder es un generador de símbolos (Fedel, 1989), no sólo de acciones. Provee a los ciudadanos de un sentimiento de pertenencia y también de una orientación para las políticas públicas. Las acciones colectivas se activan con dificultad, no sólo a causa de las diferentes prioridades en relación con un problema colectivo concreto, sino también a causa de las diferentes prioridades en relación con un determjndo sentimiento colectivo. Y, como es obvio, los sentimientos no son jamás un fin en sí mismo ya que, una vez satisfechos, tienden a generar consecuencias operativas. También los símbolos pueden producir efectos sobre las políticas públicas. Así, el liderazgo es la modalidad por medio de la cual el agente en cuestión (la cabeza del Ejecutivo).se vincula, y ésta es su vertiente Popular con su superior (los ciudadanos, entendidos Como eleçtores opinión pública, mundo asociativo, sistema de intereses), O bien, y ésta es su vertientegubernantd se vincula con los represenj que este último ha elegido para sí en el Ejecutivo y en el Legislativo. Y todo esto se da a fin de encontrar Soluciones para los problemas, inmateriales y materiales, que ni Unos ni otros son capaces de encontrar por sí mismos. Principa en italiano, en inglés sería boss; en español podría hablarse de los c1udados del pueblo en calidad de “soberano”. Aquí hay un juego de palabras entre PrzflClpe YPrincipale. [N. de la T.j

LA NECESIDAD DEL LtDER Y DE SU CONTROL

Los líderes son necesarios porque son útiles. Después de todo, no hay ningún grupo social más o menos evolucionado que no tenga un líder. Encontramos liderazgo en todas partes,2 porque los líderes son necesarios en todas partes. Responden a una necesidad existencial: encontrar una solución para los problemas colectivos de determinado grupo, de manera que éste pueda sobrevivir y reproducirse como tal. Evidentemente, cuanto más complejo se vuelve un grupo humano, al pasar de la condición de “comunidad” a la de “sociedad”, esa necesidad se transfiere de una manera creciente a la política. De este modo, en las sociedades modernas la política se ha convertido en el lugar donde encontrar la respuesta al problema, sobre todo, de su identidad interna y de su seguridad externa y, en consecuencia, de su desarrollo libre y pacífico, y, por último, de su bienestar (o welfare) colectivo e individual. Y, naturalmente, la difusión de la política ha traído consigo la consecuente necesidad de líderes.

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Por lo tanto, ‘os líderes del Ejecutivó están dotados de poder decisional porque es el medio a través del cual es posible poner en marcha las soluciones colec*vas vinculadas a los problemas de pertenencia, seguridad, li1rtad y justicia recién mencionados. Por cierto, la democracia; a diferencia de otros regímenes políticos no democráticos, organizó con prudencia ese poder, pero no pudo permitirse, como éstos, no utilizarlo. Si no hubiera sido así, la democracia, como régimen político, no hubiera tenido futuro. Así como los individuos que no toman 2 De hecho, la literatura sobre el liderazgo es más que abundante. Hay estudios sobre el liderazgo en las organizaciones, en las empresas, en las administraciones, en los gmpos funcionales, en las comunidades afectivas o de amistad, y en otros. Esto contribuye a explicar por qué se han ocupado del liderazgo tantos especialistas en organización, sociólogos, economistas, psicólogos, antropólogos, además de politólogos. Cada uno tiene una aproximacin diferente: taiito es así que existen múltiples evaluaciones científicas de tan variada literatura. (Acerca de este tema, véase Nye, 2008).

decisiones están destinados a la intrascendencia, los regímenes políticos que no tienen capacidad decisional están destinados a la decadencia. La diferencia entre la democracia y otos regímenes políticos reside en el modo como se toman las decisiones. Por otra parte, históricamente, las democracias estables fueron aquellas que demostraron contar con una manifiesta capacidad decisional. Fue la debilidad decisional de la Italia liberal de los años veinte y de la Alemania weimariana de los años treinta, ambas del siglo pasado, lo que abrió el camino para la transformación de esos países en autoritarios y totalitarios. Como agente de su superior (los ciudadanos), el líder del Ejecutivo debe gozar de una cierta autonomía con respecto a este último. Se le garantiza tal autonomía por la concesión, de parte de su superior, del poder decisional, poder necesario para que el líder resuelva los problemas de modo que su superior pueda permanecer en esa condición, es decir, conservar su estado de “conjunto de ciudadanos democráticos”. Se sobreentiende que una democracia no se preserva sólo a través de la actividad del líder, pero que, sin duda, no podría Conservarse sin ella. Además, toda autonomía concedida a un agente implica cierto riesgo para el superior que la concede. ¿Qué garantías tiene el superior (o sea los ciudadanos) de que el líder no intentará abusar del poder decisional que se le ha otorgado o utilizarlo en contra de los mismos ciudadanos? Hay una sola respuesta posible en la democracia: mantener al agenfe bajo control. De esto deriva la doble tensión que en la democracia y sólo en la democracia, recae sobre el fenómeno del liderazgo de la cabeza del Ejecutivo. Por una parte, el líder es necesario para la toma de decisiones, materiales e inmatel-jales de importancia colectiva. Por eso se le otorga un poder Pero por otra parte, se controla al líder en su uso de ese poder, de tal modo que él o ella siga siendo un agente que responda en su toma de decisiones a su superior, y también a sus demás representantes entre una elección y la siguiente. Concebir al Piincjpe como un aEente sinif1ca dejar en claro que, en la democracia, el poder de conceder el poder reside sólo en los ciudadanos. Ellos son el superior* y a ellos les corresponde responder por las acciones tomadas en su nombre. La cuestión es que, en la democracia, tanto la actividad decisional del líder como el control de esa actividad están regulados institucionalmente, y se modifican con el paso del tiempo. En lo que respecta a la actividad decisional, si bien es verdad que el líder intentará favorecer determinados cursos de acción, no es menos cierto que lo deberá hacer teniendo en cuenta el contexto en el que actúa: ese contexto puede favorecer o no determinados cursos de acción, condicionando de una manera negativa al líder u ofreciéndole de una manera positiva una oportunidad ventajosa. Además, en ninguna democracia, en honor a la “prudencia” que la inspira, el poder decisional queda exclusivamente en manos del líder del Ejecutivo, y esa condición determina que el poder debe ser compartido por un grupo más amplio de individuos, el partido o el equipo que forma el Ejecutivo. Por consiguiente, el contexto institucional establece en qué dirección y acorde a qué modalidad el líder debe ejercitar su liderazgo para favorecer sus políticas. Incluso en lo referente al control de la actividad decisional, el lider está subordinado a verificaciones institucionalmente preestablecidas. Y también en este aspecto la naturaleza del contexto institucional determinará la modalidad de la verificación. De este modo, si bien es cierto que en toda democracia el principal control es el electoral, también es cierto que en toda democracia hay espacios intermedios de control, entre una verificación electoral y la siguiente, por medio de los cuales el superior puede influir, entretanto, sobre su propio agente. Es verdad que incluso en la democracia el líder intentará reducir los efectos restrictivos de esas verificaciones periódicas y de esos controles regulares, aunque no podrá neutralizar su naturaleza Véase nota en página 25. En italiano se repite el juego de palabras entre Príncipe y principale. [N. de la T]

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29 disciplinaria. Después de todo, si pudiera hacerlo, se convertiría en su propio agente y transformaría el régimen político en una dictadura, personal o de su grupo o partido. En resumidas cuentas, las instituciones hacen posible el liderazgo y, al mismo tiempo, lo limitan. Y ahora se analizará el sistema institucional en el cual los líderes ejercitan su liderazgo. EL GOBIERNO: EL CONTEXTO INSTITUCIONAL En la democracia, los sistemas institucionales sirven para organizar la soberanía popular. Si las instituciones electorales y partidarias encauzan la soberanía popular en el Estado, las instituciones de gobierno permiten transformar esa soberanía popular en representación y decisión. Si consideramos que hay al menos tres tipos distintos de sistemas de gobierno, el sistema presidencial, el semipresjdehcial y el parlamentario, podemos afirmar también que se corresponden con dos modalidades distintas de organizaj de los poderes: la basada en la separación y la basada en la fusión de éstos (Smith, 2008; Fabbrini, 2007a). Donde hay separación de poderes, la soberanía popular se encauza en iflstituciones separadas e independientes entre sí: el Ejecutivo y cada una de las dos del Legislativo. En cambio, donde hay fusión de poderes, la soberanía popular se encauza en una única institución: el Legislativo o Parlamento (Ackerman, 1991). Es iriportante no confundir la separación de poderes con la división de poderes. Todas las democracias separan los distintos poderes institucionales: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial Adem) en la separación de poderes, las instituciones son distintas por su naturaleza, y no sólo por su función. flenen Una fuente distinta de legitimación electoral, cumplen CO su cargo durante tiempos distintos y son independientes entre sí en el plano operativo. Al mismo tiempo, cada institUclon dispone de poderes de veto con respecto al funcionamiento de las otras instituciones, de modo que es necesaria

su colaboración interinstitucional si no quieren paralizarse recíprocamente. Por el contrario, donde hay fusión de poderes el Ejecutivo está dentro del Legislativo, o puede actuar sólo a través de la confianza de este último, o sea de su mayoría. Por lo tanto, las instituciones están divididas, pero no separadas. Si en la separación de poderes la relación de base se establece entre las instituciones separadas (el Legislativo y el Ejecutivo), en la fusión de poderes la relación de base se establece entre el gobierno y la oposición (dentro del Parlamento). Los sistem presidenciales entran dentro del modelo de separación de *deres sólo si prevén, como en el caso de Estados Unidos,ua función independiente y fuerte del Congreso (o Legislativó). En estos sistemas la soberanía queda fragmentada, pues el presidente puede vetar una ley del Congreso, aunque después este último puede volver a votarla, pero por una mayoría de dos tercIos en cada una de las dos cámaras.3 Al mismo tiempo, el Poder Judicial, y no sólo la Corte Suprema, tiene el poder de revisar judicialmente las leyes aprobadas por el Congreso y firmadas por el presidente si se considera que tienen un contenido que se contradice con la Constitución.4 En cambio, los sistemas semipresidenciales entran dentro del modelo de la fusión de poderes si prevén, como en el caso de la Francia de la y República, o sea, la establecida en 1958, que sólo el Legislativo tiene el poder de hacer las leyes (Duverger, 1980). El presidente, aunque es elegido directamente, no dispone de ningún poder de veto sobre las leyes aprobadas El artículo 1, sección vn.3 de la Constitución reza: “Cualquier ordenanza, resolución o reglamento para el cual sea necesaria la manifestación de la voluntad acorde del Senado y de la Córnara de Representantes [..] deberá ser presentado al presidente de Estados Unidos y aprobado por él antes de que entre en vigor, o bien, en el caso de la que rechace, deberá ser aprobado nuevamente por los dos tercios de las dos Cámaras”. significa que a diferencia del control de constitucionalidad vigente en Europa, que confía esa tarea a una institución ad hoc —la corte constitucional—, en Estados Unidos cualquier juez, de cualquier condado, de cualquier Estado, n, ,Aç. rJ,r’l2r,r jflCflflçtjt1,fljflflr,1 r,,Ñlnhl,or lo,,

por el Parlamento o Asamblea Nacional; sólo dispone de un poder de veto sobre las decisiones administrativas. En este caso, estamos ante un Ejecutivo dual, pero no ante una soberanía fragmentada (Elgie, 2003). Y es obvio que la soberanía es unitaria en los sistemas de gobierno parlamentaristas, es decir, cuando los electores votan a los representantes de una única institución, el Parlamento. Sin embargo, en relación con la experiencia europea, el mismo sistema de gobierno parlamentarista funciona de un modo distinto si el liderazgo del primer ministro se ejerce en una democracia consensual o en una democracia competitiva. 5 Las democracias consensuales son adoptadas por países con fuertes divisiones en su identidad. Esas divisiones pueden tener un carácter étnico-cultural, como en el caso de Bélgica, Holanda, y, con breves lapsos de excepción, Austria y Dinamarca, o bien, fuera de Europa, Israel. También pueden tener un carácter ideológico-cultural, como en la Italia de la 1 República en el período 1948-1993; en la Francia de

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la IV Repúblicaen el período 1946-1958 o en Finlandia durante todo el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. En estas democracias los gobiernos constituyen, por lo general, la expresión de grandes coaliciones de partidos, y el primer ministro ejerce habitualmente una conducción implícita que favorece las transacciones, los intercambios y las negociaciones entre los líderes de los partidos de la coalición que gobierna. En este caso, el l-Ie planteado en otro lugar (Fabbrjnj, 2008a) la distinción entre los moclelos de democracia que he definido con las expresiones demcracia consensual Y democracia competitiva. Especifico, además, que si bien se usan las mayúscujas para distinguir la Italia de la Iy de la II República y la Francia de la IV y de la V República, es necesario tener en cuenta que, en el primer caso, el carixbio se produjo por una reforma del sistema electoral, mientras en el segundo caso se produjo por una reforma del sistema constitucional. En el caso Lta11ano, por lo tanto, la distinción es impropia, pues no entró en vigencia una nueva Constitución, aunque se usa por lo general para señalar las diferencias introducidas en el funcionamiento del modelo de democracia (que pasó de Consensual a competitivo), aunque en el interior de la misma Constitución.

líder desempeña un papel de mediador, como instrumento del contrato político. En las sociedades divididas se prefiere minimizar el gobierno, y no maximizarlO, ya que no existe una confianza recíproca y una identidad común entre los representantes de esa división. El Ejecutivo gobierna poco, porque en las democrácias con divisiones étnico-culturales muchas decisiones se transfieren a las distintas “comunidades de identidad”, y ese poco que se gobierna debe ser decidido, en conjunto, por todos los miembros del Ejecutivo que representan a esas comunidades en su interior.6 Sólo Israel, entre las democracias consensuales, ha intentado avanzar en la dirección de la conducción explícita del Ejecutivo al introducir la elección directa del primer ministro en laselecciones de 1996 (Hazan, 2007). Después de todo, un país emplazado en un contexto de relaciones interlimítrofes tan conflictivas, si bien consensual, no podía permitirse no proporcionarse una conducción unívoca, en cuanto explícita, del Ejecutivo. Sin embargo, después de haber utilizado ese procedimiento no sólo en las elecciones de 1996, sino también en las de 1999 y en las de 2001, Israel ha vuelto al procedimiento tradicional de elección del primer ministro por medio del Parlamento, al comprobar- se los pobres resultados obtenidos con la elección directa de aquél, en cuanto al mantenimiento del orden en el sistema multipartidario. Sin embargo, si las analizamos con detenimiento, las democracias consensuales con baja capacidad decisional (a excepción de Holanda, donde perdura una tradición, en muchos aspectos de origen colonial, que le reconoce un poder es válido también para Suiza y para la Unión Europea, ambas uniones de Estados (aunque con grados distintos de institucionalización) con una conducción difusa. No considero estas dos polities como democracias consensuales porque, a diferencia de éstas, se organizan en tomo a la separación y no a la fusión de poderes. En su interior, como en el caso Estados Unidos, el poder decisional difuso es compartido por varias instituciones. Por este motivo, conSi dero las uniones de Estados como la expresión de un modelo democrático específico, que se puede definir como democracia compuesta (Fabbrini, 2007a).

decisional al primer ministro) se han podido consolidar en gran medida porque han organizado el proceso político de países de reducidas dimensiones geográficas y demográficas. Es decir, países con escasa o ninguna relevancia en el plano de las relaciones internacionales. Tanto es así que algunos de esos países han sido tradicionalmente neutrales, como Dinamarca, o se han vuelto neutrales, como Austria. El modelo entró en crisis en Francia, entre 1956 y 1958, por lOS efectos de la descolonización, mientras en Italia perduró un poco más, durante el período 1948-1993, por la debilidad del papel internacional desempeñado por ese país, tal como se verá en el capítulo vii. Por el contrario, las democracias competitivas son adoptadas por sociedades que no padecen divisiones étnico-culturales ni ideológico-culturales. Es natural que, cuando la democracia se ve favorecida por una identidad común de valores políticos y constitucionales, como sucede en Gran Bretaña, en la Francia de la V República, en Alemania y en España, el Poder Ejecutivo se percibe como una ventaja más que como una amenaza. Es una ventaja, obviamente, para quien gana las elecciones, ya que el Ejecutivo es la inequívoca presa de la competencia electoral entre dos poios o partidos. Los electores, al optar por una coalición o por un partido, premian también a sus cabezas, como ha empezado a suceder también en la Italia de la II República, que sin embargo todavía no se ve beneficiada por un pleno acuerdo con respecto a los valores políticos o Constitucionales de parte de los principales actores políticos. En estas democracias, pues, el Ejecutivo representa una conducción explícita, e incluso el primer ministro puede actuar corno un líder de

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transformación, y no sólo de negociación. Además las democracias de conducción explícita son propias de los países que tienen relevancia internacional. Por lo tanto, el mismo sistema de gobierno parlamentarista puede atribuirle al primer ministro una función muy diferente en una democracia consensual o en una democracia competitiva.

Los QUE GOBIERNAN: PRIMEROS MINISTROS Y PRESIDENTES

Una vez definido el contexto institucional de los gobiernos democráticos, vale la pena preguntarse cuáles son las relaciones que se han desarrollado entre la cabeza del Ejecutivo y su cabinet en ese contexto (Helms, 2005). Siguiendo a Sartori (1995: 116), cabe afirmar que el primer ministro parlamentarista se puede vincular a los miembros de su cabinet como el primero sobre iguales en las democracias competitivas y como el primero entre iguales en las democracias consensuales. Al mismo tiempo, en el gobierno separado con primacía presidencial, el presidente es un primero sin iguales en su cabirzet, porque es el único funcionario del Ejecutivo elegido por los electores. En realidad, en el caso de Estados Unidos, el presidente es elegido indirectamente por electores ad hoc (llamados grandes electores o electores presidenciales) organizados en los colegios electorales de cada Estado,7 aunque la com L elección dél presidente no es directa, sino que se realiza por medio del colegio electoral. Los electores de cada Estado eligen a los miembros del colegio electoral por ese Estado, si bien según la Constitución no puede ser elegido miembro del colegio electoral quien ya tiene un cargo público. Hoy en día todos los Estados utilizan el método denominado “El primero se queda Con todo”: el candidato a la presidencia que recibe más votos, en ese Estado, tiene el derecho a sumar, junto con los delegados que han participado en su nombre, todos los votos del colegio electoral que le conesponden a ese Estado. Segiín una ley de 1934, esta elección tiene lugar “el primer martes después del primer lunes de noviembre”, como es obvio, cada cuatro años, si bien el colegio electoral de cada Estado se reunirá para formalizar el triunfo del vencedor, siempre sobre la base de la misma ley, “el primer lunes después del segundo miércoles del mes de diciembre que sigue a la elección de noviembre”. Cada colegio electoral se reúne en la capital del propio Estado, por lo tanto, separado de los demás colegios electorales de los otros Estados. Los resultados deben enviarse al presidente del Senado, quien los autentificará en presencia del Senado y de la Cámara de Representantes. Por último, sobre la base de la enmienda constitu cional XX de 1933, el candidato que ha sido elegido presidente asumirá su ca’ go presidencial al finalizar el “mediodía del 20 de enero” siguiente a la elecciÓfl de noviembre y a la formalización de diciembre. Por esta razón, las elecciQflCS presidenciales, o sea, la elección de los colegios electorales que luego votarán al presidente, se realizan en años nares. oero el cargo presidencial se asume en

petencia política ha transformado esa elección indirecta en una elección popular. Los miembros del cabinet presidencial son nombrados por el presidente electo, con la aprobación (“el consejo y el consenso”) del Senado. Por tal motivo se los denomina secretarios y no ministros, porque no disponen de una legitimación electoral distinta de la del presidente. La relación entre la cabeza del Ejecutivo y el cabinet es más complicada en el gobierno semipresidencial. En este caso, el Eje-. cutivo es dual, en cuanto está dirigido tanto por el presidente de la república, elegido directamente por los electores en un colegio nacional, como por un primer ministro, que es expresión de la mayoría en el Parlamento, constituida en elecciones distintas a las presidenciales. Por ejemplo, en la Francia de la V República, hasta la modificación constitucional del año 2000, el mandato del presidente de la república y el del Legislativo nacional esftwieron desfasados, ya que el primero duraba siete años y el segundo, cinco. Esta situación favoreció la formación de diferentes mayorías, en especial durante los dos últimos años del mandato presidencial: la así llamada cohabitación del presidente de un partido y un primer ministro de un partido rival. La modificación constitucional de 2000 redujo el mandato presidencial a cinco años; de esta manera hizo coincidir el año de las elecciones presidenciales con las parlamentarias, aunque ambas elecciones continúan siendo diferentes. De todos modos, se puede decir que en un gobierno semipresidencial con mayoría consonante, esto es, con predominj de un mismo partido, la verdadera cabeza del Ejecutivo es el presidente de la república quien, en virtud de su legitimación personal directa, es el primero sin pares en el Ejecutivo. Por el COflri0 sjlas rnáyorías son disonantes, como es el caso de la cohabitación el líder del Ejecutivo es el primer ministro. Y corno las elecciones parlamentarias están regidas por un sistema anos impares Sobre la base del artículo o, sección 1, de la Constitución, el preSi ente de Estados Unidos

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“permanecerá en su cargo por un periodo de cuatro anos En la enmienda constitucional xxii de 1951, se establece que ‘nadie podra ser ree1egid más de des ver ,- electoral mayoritario en dos turnos, por lo general han resultado en una mayoría con su lider, que ha tenido las características de un primero sobre iguales en su cabinet (véase cuadro i.l). CUADRO 1.1. Cabezas del Ejecutivo y sistema de gobierno

Pór lo tanto, todo sistema de gobierno democrático necesita un líder para poder funcionar. Lo que cambia es la función que ese líder desempeña, que puede estar condicionada tanto por la naturaleza del contexto institucional como por las características de la competencia política. Donde se encuentra todo lo necesario para una conducción implícita del Ejecutivo, como en los gobiernos parlamentaristas coríseflsuales, tendremos gobiernos dominados por el partido —por

37 supuesto, los partidos de la coalición—. También en este caso es posible registrar, en períodos especiales de cambio y en determinados países, o bien en países expuestos a condicionamientos internacionales particulares, experiencias de gobierno que han reducido ese dominio del partido. Pero se trata, o se ha tratado, de excepciones, no de la regla. Por el contrario, allí donde se encuentra todo lo necesario para una conducción explícita del Ejecutivo, como en los gobiernos parlamentaristas competitivos, podremos tener gobiernos dominados por el líder. “Podremos tener” porque, mientras el dominio del líder de su propio cabinet queda asegurado en Sistemas de gobierno que prevén su elección directa, como en el semipresidencial francés —aunque a condición de que el primer ministro sea de la misma mayoría que el presidente—, y también en el presidencial estadounidense —en el cual sin embargo el control del cabinet presidencial no equivale al control del gobierno, por cuanto este último está constituido por instituciones separadas e independientes del presidente, como las dos cámaras del Congres, no se puede decir lo mismo de los gobiernos parlamentaristas que no prevén esa elección. En este último caso, no puede excluirse la posibilidad de que los partidos retomen el control del Ejecutivo. A su vez, el control del líder y de su cabinet entre una elección y la siguiente es distinto en los diferentes sistemas de gobie0 considerados. Si en la Europa parlamentarista y Semiprsideflcja1 el control del líder y de su Ejecutivo queda en manos de la Oposición, en los Estados Unidos presidenciales ese papel lo desempeña el Congreso. En los sistemas de Separación de poderes no existe ni un gobierno ni una OPosición, porque puede haber distintas mayorías políticas en las diversas instituciones que participan del proceso deCisional. Al mismo tiempo, si en la Europa parlamentarista competitiva la distinción entre quien gobie a y quien se opone es neta, no puede decirse lo mismo de la Europa parlamentarista consensual. En la Europa

Primer ministro Presidente de la república

Gobierno parlamentario consensual Prirnus inter pares

Gobierno parlamentario competitivo Prirnus super pares

Gobierno semipresidencial con mayoría consonante Pri;nus sine pares

Gobierno semipresidencial con mayoría disonante Gobierno presidencial Prirnus super pares Prin2uS Sirle

pares

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parlamentarista competitiva, la oposición ejerce su control sobre el Ejecutivo y su líder desde el Legislativo. En cambio, en la Europa parlamentarista consensual, el control entre los distintos partidos se produce en el interior mismo de Ejecutivos de grandes coaliciones. En fin, el análisis del liderazgo del líder se ubica dentro de un contexto institucional específico, que no lo determina, pero que necesariamente lo condiciona. LA VISIÓN POSITIVA DEL LtDER La reflexión acerca de la capacidad de mando constituyó una fuente permanente de indagación política. Ya los grandes pensadores griegos consideraban indispensable la comprensión de la naturaleza de la capacidad de mando para penetrar en la política y en sus características, y esto es válido hasta el día de hoy. En otro tiempo se hubiera dicho: “Penetrar en sus secretos yen sus leyes” (Kellerman, 1986). Además, en las democracias, de esa reflexión resultaron dos puntos de vista diferentes acerca del líder y su función. Para uno de ellos, el líder representa una ventaja; para el otro, una amenaza. Vale la pena considerar ambas perspectivas para comprender mejor los distintos aspectos del líder democrático. Entre los países democráticos, es en Estados Unidos donde se desarrolla por primera vez una visión positiva del líder presidencial. Es obvio que esta visión para concretar- se presupone un Ejecutivo fuerte para concretarse. Ya en el debate para la aprobación de la Constitución elaborada en Filadelfia en 1787, Alexander Hamilton (en El federalista, número 70; véase Hamilton y otros, 1997) polemizó con los que consideraban que “un Ejecutivo fuerte puede contradecir el espíritu de la Constitución republicana”, y en contrapartida afirmó que “la energía del Ejecutivo es una característica fundamental de un hiien pnhiprrin” Snhr pçf a f,çiçp P

desarrolió y se consolídó en ese país una visión positiva del liderazgo. Como lo ha destacado Shklar (1991: 74), “sólo el presidente puede representar al pueblo en su conjunto [...] sólo el presidente puede actuar como tribuno del pueblo y protegerlo contra los asaltos predatorios de los que detentan el poder del dinero”. Según esta concepción del liderazgo presidencial, que proviene de la tradiciónjacksoniana de la política estadounidense, la elección popular del presidente posee dos cualidades fundamentales. En primer lugar, crea las condiciones para la movilización de los ciudadanos y de los grupos sociales excluidos o autoexcluidos de la política partidaria (Skowroneck, 2008; Keller, 2007). Así ha sucedido en ese país desde la elección de Andrew Jackson en 1832 hasta la de Barack H. Obama en 2008. La movilización electoral para conquistar la presidencia permite romper el equilibrio conservador en los partidos y en el Congreso, a condición, es obvio, de que esa ruptura sea la expresión de líderes populares e innovadores. Con cierta reguladdad. en Estados Unidos, la carga innovadora en la política pública (y en este caso es de relativa importancia su signo partidario) proviene del líder y no de las organizaciones colectivas, sean estas los partidos o grupos de intereses. El presidente, justamente por la naturaleza personal de su elección, se caracteriza por ser el portavoz de los outsiders, o sea, el único líder capaz de integrar en la política nacional a los Andrew Jackson el séptimo presidente de Estados Unidos (1829-1837), fue un héroe militar pero también, y sobre todo, un formidable líder político. Durante su presidemiia tuvo que oponerse al Congreso y también a los intereses aristocráticos de los grandes terratenientes. Con Jackson comenzó la moderna Política electo que tanto le llamó la atención al aristócrata ncés Alexs de Tocquevflle, quien visitó el país en los años 1831 y 1832. Durante sus Presidencias introdujo diversas reformas que democratizaron de una manera radical el sistema de gobierno, como el spoil systein, que permitía al vencedor de l elecciones reclamar el derecho a ubicar a sus partidarios en los cargos publico5 En síntesis Jacon convirtió al presidente en el portavoz del pueblo, Y ya no más de una dite social (Wilentz, 2005).

EL ANÁLISIS individuos y a los grupos sociales excluidos de las políticas públicas institucionalizadas en el Congreso. En algunos casos, el presidente ha contribuido incluso a definir la identidad nacional misma (Stuckey, 2004). En segundo lugar, la elección popular del presidente crea las premisas de la responsabilidad política. En un contexto institucional en el cual el poder decisional es compartido, con la elección popular del presidente se pone de relieve el principio de responsabilidad iüdividual de la cabeza del Ejecutivo. Como rezaba la placa sobre la mesa del presidente Harry Truman (1945-1952), “The buck stops here”: “La responsabilidad es mía”. Lo mismo se ha producido en la Francia de la V República, donde también la elección directa del presidente tiene lugar sobre la base de una estructuración partídaria de la competencia electoral. Piénsese en los cambios que introdujo la elección de Nicolas Sarkozy en 2007. Las mismas transformaciones se verificaron en la

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Europa parlamentarista competitiva, donde las cabezas del Ejecutivo, en calidad de individuos, son los únicos que han podido prestarle una “voz” a las dífusas exigencias de cambio, defínase éste como se quiera. Ha sido el caso de Margaret Thatcher (1979-1990) y de Tony Blair (1997-2007) en Gran Bretaña, pero también en Italia el de Silvio Berlusconi (200 1-2006 y después a partir de 2008). En las democracias parlamentarias, sin embargo» las limitaciones impuestas por el partido han demostrado ser más eficaces para condicionar, aunque en diversps grados, la acción de la cabeza del Ejecutivo; tanto es así que ambos primeros ministros británicos tuvieron que renunciar cuando entraron en conflicto con sus respectivos partidos. En síntesis, según esta perspectiva, el grado en que el líder del Ejecutivo puede convertírse en un instrumento que le presta voz a las exigencias de cambio depende de las condiciones institucionales o políticas en las que se encuentre, es decir, es mayor en la medida en que ese líder logra la legi timación de su cargo por medio del consenso personal que le

otorgan los electores. Para decirlo con palabras de Maquiavelo (1991: 111): “Quien se transforma en príncipe con la ayuda de los nobles conserva su poder con mayores dificultades que quien lo logra con la ayuda del pueblo. Se trata de un príncipe rodeado de muchos que se consideran sus pares, así que no logrará ni gobernar ni administrar las cosas a su manera”. Si el líder de un gobierno lo es por investidura directa o popular de los electores, sin duda estará interesado en dirigirse a un electorado mucho más vasto que el constituido por los electores de su partido o de la propia coalición» por fuerza restringido. La investidura directa o popular del líder de gobierno torna racional la consecución por parte del líder o por parte del candidato a líder gubernamental de estrategias electorales y políticas que incluyan los intereses de todos. El voto iguala. Es natural que la desigual distribución de los recursos altere la igualdad de los votos. Sin embargo, esa alteración puede ser contrarrestada, desde el punto de vista del ciudadano común, por una modalidad para elegir al líder que lo incentive a tomar en cuenta el voto de todos los electores. Con la elección popular o directa, se incita al líder a sumar también los votos individuales, es decir, los que no están sustentados por los recursos. De esta manera contribuye a resolver el problema de volverlos colectivamente influyentes, una cuestión que es irresoluble para sus titulares. Se puede decir que tal elección contribuye, o podría contribuir, a resolver el Ptoblema de la acción colectiva de los intereses individuales, débiles o djfuso, qu tienen dificultades para organizarse, sea por la ausencia de recursos sociales, sea por la presencia de barreras institucionales, o por ambos motivos. En las democí-acias pluralistas (Dahi, 1997; Olson, 1984; Lowi, 1979) Puede registrarse, además de la contraposición evidente entre ‘Os intereses organizados, una contraposición menos evidente entre estos últimos, los intereses que no están organizados, y

que, por lo tanto, ni SiGuiera

40

42 a través de la elección popular o directa del líder, los intereses no organizados pueden llegar a ejercer una influencia en el proceso político. Quienes sostienen este punto de vista ponen de relieve sólo una parte de la cuestión, la relacionada con el ejercicio del liderazgo popular. Pues, ¿qué le sucede a un líder elegido de manera directa o popular, pero que no dispone del sostén político que sólo le pueden brindar los partidos o grupos organizados? Una vez elegido, ese líder debe gobernar. Y gobernar significa también poner en práctica un conjunto de políticas públicas, coordinándolas entre sí, además de implementarlas administrativamente. Y esto requiere un actor colectivo, un equipo de gobierno cohesionado en torno a un programa compartido, en cuanto expresión de un partido o de una coalición de partidos que le ha permitido ganar las eleccionés, sostenido por una clara mayoría legislativa que convertirá ese programa en leyes: un actor colectivo sin el cual el líder no puede ejercer su propio liderazgo de gobierno. Por ahora, dejemos asentado lo esencial. Según la visión positiva del líder, se podría decir que los líderes sirven para hacerse cargo de las inevitables exigencias de cambio en la política nacional, como ha logrado

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hacerlo Barack H. Obama en las elecciones estadounidenses de 2008. Sin embargo, esta visión parece infravalorar el hecho de que, para transformar la legitimación personal en capacidad de gobierno, son necesarios la ayuda de un grupo de individuos --el equipo— y el sostén de una mayoría legislativa para concretar el programa que el líder les ha prometido cumplir a los electores. LA VISIÓN NEGATIVA DEL LÍDER Si bien es cierto que los líderes desempeñan una función ncesaria en las democracias, también es cierto que ese desem peñ

no está exento de peligros. No es casual que los países que registran experiencias autoritarias en su pasado sean particularmente sensibles a tales peligros. En esos países (pensemos en los de Europa continental o en los de América Latina), existe una visión política del líder opuesta a la jacksoniana que acompañó el desarrollo político de Estados Unidos, o a la gaullista que acompañó el desarrollo de la Francia de la V República. Por lo general, los opositores al Príncije democrático han basado y basan sus críticas en las trampas plebiscitarias que tarde o temprano emergen del liderazgo personal del Ejecutivo. Según esta visión, todo refuerzo del Poder Ejecutivo o de su líder está destinado a condicionar de una manera negativa el desarrollo democrático de un determinado país. Por supuesto, la posibilidad de que los líderes gubernamentales abusen de su poder, incluso en una democracia, siempre está presente. Pero, para los que adhieren a este punto de vista, el problema no es fortuito. La verdadera amenaza reside en la posibilidad de que, incluso en una democracia, se cree una verticalización de los vínculos políticos entre quien manda ‘ quien es mandado (Zagrebelsk 2005). Esta verticalización justamente caracteriza a la democracia plebiscitaria, en la cual un caudillo, sostenido fielmente por un aparato político, se vincula de una manera directa con el pueblo. Como lo dijo Weber en su lección de 1918, sobre la política como profesión (Weber 1967: 83): “Se convierte en caudillo sólo quien cuenta con ee aparato, aun a pesar del Parlamento. En otros términos, la creación de tales aparatos significa el advenimiento de la democracia plebiscitaria” (el énfasis pertenece al original). Aunque no hay una definición unívoca de democracia plebiscitaria (Pasquino, 1996), se puede decir que es una democracia que le confía el poder a un caudillo —ysóio a él—, en cuanto ha sido elegido sobre una base personal, y personal de una manera exclusiva; se beneficia con una confianza personal, que nadie más puede compartir; ejercita el poder de una manera personal y, por lo tanto, rinde personalmente cuentas

a los electores. En esta democracia, en lo que respecta a quien ejercita el poder, no existen otros actores o instituciones, sino sólo el líder y, en lo que respecta a quien legitima el poder, no existen grupos o partidos, sino sólo el pueblo. De todos modos, no obstante las dificultades para definirla, numerosos autores han registrado, desde hace tiempo, el crecfrniento vertiginoso del poder personal en las democracias mxlemas (Dogan, 2003; Van Dooren, 1994; Rimmerman, 1993;Duver- ger, 1974; Dogan, 1965), y algunos lo han interpretado como algo positivo (Ansart-Dourlen, 1993; Cavalli, 1987; Hamon y Mabileau, 1964; Mabileau, 1960). Es evidente que una democracia liberal es contradictoria con tal verticalización de los vínculos políticos. El pluralismo, social, político e institucional, constituye la verdadera esencia de una democracia liberal. La democracia plebiscitaria, se defina como se defina, constituye la negación del pluralismo, en cuanto lo presenta como la expresión de un desorden social, o bien como la causa de una parálisis decisional. Si la visión positiva enfatiza el carácter innovador y responsabilizante de la elección popular o directa del líder, la visión negativa, en cambio, subraya las potencialidades destructivas del orden liberal que conlieva esa elección. Sin lugar a dudas, la elección directa o popular del jefe del Ejecutivo tiene, o puede tener, consecuencias plebiscitarias. Y es también probable, como argumenta Ackerman (2005), que los constituyentes estadounidenses no hayan sopesado tales consecuencias cuando proyectaron la Constitución de 1787. Sin embargo, después de la elección presidencial de Jefferson en 1800, la elite política tomó conciencia de ese peligro, que intentó neutralizar con la famosa sentencia de la Corte Suprema de 1803, conocida como Marbwy vs. Madison, en la cual se afirmó el principio de la revisión judicial de todas las leyes aprobadas por el Congreso y firmadas por el presidente, principio que limita de una manera considerable el Poder del Ejecutivo. De este modo, el control recíproco entre el presidente

y las dos cámaras del Congreso, bajo la supervisión de la Cor.-, te Suprema, ha impedido que el presidente ejerza de manera monopólica el poder decisional. Para decirlo con palabras de Duverger (1991: 262):

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En Estados Unidos la elección popular dél presidente nunca ha dado lugar a dictaduras porque el sistema estadounidense ha tenido siempre en cuenta una doble expresión de la soberanía: el Congreso y el presidente. Ambos poderes e encuentran en un plano de igualdad tal que el presidente no puede disolver el Congreso y el Congreso a su vez no puede destfuir al presidente.

En Estados Unidos el contexto de las instituciones separa das la fuerza del poder judicial y el pluralismo de la sociedad civil han contrarrestado los posibles efectos plebiscitarios de las elecciones populares del presidente, y han favorecido los efectos innovadores; en cambio, no se puede decir lo mis m con respecto a otros países que imitaron la Constitución estadounideñse, en especial en América Latina (Linz y Va lenzuela 1994). No sólo porque no se han podido beneficiar

¡ del mismo pluralismo social y político, sino también por qu la elección presidencial no ha encontrado un adecuado contrapeso en el Congreso y en el Poder Judicial. Como lo ha planteado Polsby (2004), lo que caracteriza al sistema de gobierno estadounidense es la fuerza de estos poderes más que la e1 presidente. Por este motivo, se considera que la razón por la cual “ningún país organizado según un modelo presidencial, excepto Estados Unidos, ha podido evitar tener que atravesar por al menos una experiencia de crisis des tructiva o la razón por la cual “en muchos de estos países las crisis destructivas han sido frecuentes” (Riggs, 1988: 249) se encuentra en la falta de equilibrio entre el presidente, el Congreso y la Corte Suprema, además de la influencia de factores políticos o paraconstitucionales específicos, como

Por ahora señalamos el punto. Según la visión negativa del líder, se puede afirmar que este último, si cuenta con el beneficio de una legitimación personal, puede convertirse en una amenaza para la democracia. Por este motivo, las democracias deben estar gobernadas por actores colectivos, como los partidos, y no por actores individuales como los presidentes. Esto significa que el centro del poder decisional debe recaer en los Legislativos, y no en los Ejecutivos. Esta predilección por la centralidad decisional de los Parlamentos se difundió mucho en países como la Italia de la 1 República y la Francia de la IV República, y es obvio que continúa reinando en las dr’mocracias consensuales de la Europa continental, como Bélgica y Austria. En contraposición a la visión jacksoniana, esta tendencia se afirmó incluso en los Estados Unidos del siglo xix, al punto de justificar la formación de un verdadero partido político, el partido Whig.9 Según este partido, la tarea de tomar las principales decisiones para el país le correspondía al Congreso, y no al presidente. Si bien minoritaria, la interpretación whig del liderazgo presidencial vuelve a surgir cada vez que el presidente abusa de su propio poder (Skowroneck, 2008). Sin embargo, en su esencia, gobernar no es sólo cumplir con un programa. Si bien es verdad que constituye una actividad demasiado compleja para que le sea confiada a un sólo individuo, también es cierto que no es plausible gobernar por medio de la participación de una multiplicidad de individuos, sobre todo en una institución legislativa. Es altamente improbable que una institución constituida por cientos de represen partid Whig fue un partido político activo en Estados Unidos entre 1833 y 1856, creado para oponerse a la elección del presidente Jackson y su partido de mócrata. Defendía en especial la supremacía del Congreso sobre la presidencia Su nombre deriva de los patriotas que habían combatido por la independencia en 1776. Dado que el término whig era considerado desde entonces como sinóni mo de la oposición al poder autocrático del monarca inglés, en la era jacksoniana fue retomado para indicar la necesidad de oponerse al poder autocrático de esni presidente estadounidense (Wilentz, 2005).

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tantes, como 10 es el Legislativo, o por decenas de miembros, como lo es el Ejecutivo, se pueda transformar en el portavoz de una exigencia de cambio. Incluso sin dar origen a poderes personales, no es plausible suponer que se pueda gobernar un país sin un líder. En tal caso, la alternativa ha sido, históricamente, la impotencia de los gobiernos asamblearistas o la opacidad de los gobiernos oligárquicos (Duvergei-. 1988). HAMILTON vs. M.4DIsoN: COMBINAR FUERZA Y CONTROL Tanto la visión positiva como la visión negativa arrojan su luz sobre aspectos importantes del ejercicio del Poder Ejecutivo por parte de su líder. La primera subraya la posibilidad que tiene el líder, si ha sido beneficiado por una legitimación personal, de ser el portavoz de las exigencias difusas de cambio e integración. La segunda enfatiza la potencialidad que tiene el líder, si ha sido beneficiado por una legitimación personal, de transformar esta legitimación en una tendencia a la verticalización de los vínculos políticos. Ambas perspectivas estuvieron presentes durante el debate constitucional de 1787 en Filadelfia; la primera estuvo representada, como ya lo hemos Visto, por Alexander Hamilton, y la segunda por James Madison. Es interesante analizar este debate, no para tomar la Constitución estadounidense como un modelo, que no lo es, sino más bien para comprender mejor cómo, ya desde un comienzo, la reflexión sobre el Poder del Ejecutivo y su líder fue llevada al centro de una polémica mucho más general acerca de las caracterfstjas del sistema de gobierno. Escribe Madison en El federalista, número 51 (Hamilton Y otrQs, 1997: 458): ¿Qué es el gobierno si no el más poderoso análisis de la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles no necesitarían ningún gobierno. Si quienes gobernaran a los hombres fueran

los ángeles, todo control externo o interno del gobierno sería superfluo. Las grandes dificultades surgen en la organización de un gobierno de hombres que deberá regir a otros hombres. En primer lugar es necesario un gobierno capaz de controlar a sus propios gobernados, y en segundo lugai que esté obligado a autocontrolarse.

¿Cómo autocontrolarse? Madison había precisado en El federalista, número 47 (Hamilton y otros, 1997: 435): “La concentración de todos los poderes, el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial en las mismas manos, sean las de muchos, las de pocos o las de uno solo, tengan derechos hereditarios, electivos o los que derivan de una autonominación, puede con razón ser definida como una auténtica dictadura”. Por este motivo, la función del presidente, y la del Ejecutivo en general, ha formado parte de un plan constitucional más amplio de equilibrio entre los distintos poderes del gobierno. De hecho, como continúa diciendo Madison (Hamilton, 1997: 436): “En el caso de que quien posee todos los poderes de un determinado sector asuma para sí también todos los poderes de otro, se subvertirán los principios mismos sobre los que se apoya una Constitución democrática” (el énfasis pertenece al original). Ésta es la razón por la cual en Filadelfia no se creó un sistema “presidencialista”, sino más bien un sistema separado que le permite al presidente ejercer su función de cabeza del Ejecutivo dentro de un mecanismo de equilibrio de poderes. En realidad, esa función estuvo limitada durante largo tiempo al Congreso. Este sistema de contrapesos ha logrado institucionalizar- se también gracias a un sistema de partidos descentralizado. No era fácil que en un sistema de separación múltiple de poderes se dieran las condiciones indicadas por Weber como favorables para el ascenso del caudillo plebiscitario. En Estados Unidos, en el plano vertical encontramos cincuenta sistemas distintos de partidos, relacionados con los cincuenta Estados, y en el plano horizontal encontramos al menos tres sistemas

de partidos diferentes, relacionados con las tres principales ins’tuciones de gobierno: la presidencia, la Cámara de Repre entantes y el Senado. Por lo tanto, partidos centralizados y cohesionados difícilmente se podrían haber afirmado en un contexto institucional, como el estadounidense, caracterizado por un sistema de gobierno que se volvió, durante los años treinta del siglo xx, completamente separádo. Por supuesto, con la presidencia moderna, sí se registra una personalización de la elección presidencial (véase el capítulo iii). Después de todo, la presidencia es un organismo monocrático que coincide constitucionalmente con el presidente. Tanto es así que, en el artículo u de la Constitución, no se menciona la institución, sino sólo al presidente. Sin embargo, ésta no dio origen al gobierno personal, sino al presidente personal. En Estados Unidos, el ascenso del presidente no ha ido en detrimento del Congreso. La separación de poderes permite que las dos instituciones se fortalezcan recíprocamente según una lógica muy positiva. Los incentivos del sistema constitucional llevan a los miembros del Congreso a tener intereses distintos a los del presidente.

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Los miembros de la Cámara de Representantes, los senadores y el presidente representan diferentes comunidades de interés: en el primer caso, las del distrito; en el segundo 1 dl Estado; y en el tercero, las de la nación. Y Operan sobre la base de distintos plazos institucionales, porque permanecen en su cargo dos años en el primer caso, seis en el segundo1o, cuatro en el tercero. El papel de contrapeso ha producido algunas veces, en las condiciones de un gobierno dividido partidariamente verdaderos conflictos interinstitucionales. Por cierto, la elección popular del presidente le ha brindado a este último importantes recursos para reivindicar la Propia primacía con respecto al Congreso. E indudablemente,

Vale la pena recordar que el mandato de un tercio de los senadores termina coincidiendo con el mandato bienal de los miembros de la Cámara de Representantes.

en determinadas situaciones, como las emergencias bélicas, el presidente ha tratado de utilizar la propia legitimación popular para hacerse reconocer como la única expresión gubernamental del país. Esto ha podido verse en los últimos tiempos, durante el período 2003-2006, cuando una combinación de factores permitió que se alterara el equilibrio de poderes entre el Congreso y el presidente a favor de este último. En efecto, en ese período, frente a la necesidad de dar una respuesta a una amenaza dramática, como la que representó el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001, y con una mayoría partidaria homogénea, tanto en el Congreso como en la presidencia, el Legislativo renunció a ejercer su poder de control, confiándole por entero al presidente George W. Bush, como “comandante en jefe”,” la tarea de decidir la guerra, y no sólo de hacerla, como lo prescribe la Constitución. Ciertamente, no ha sido éste el único período en el que se ha registrado un gobierno partidariamente unificado en una situación de crisis interna y externa; piénsese tan sólo en la presidencia de Lyndon B. Johnson durante el período 1965-1968. Sin embargo, la diferencia entre el gobierno unificado de George W. Bush y el gobierno unificado de Lyndon B. Johnson reside en la naturaleza de la mayoría política que los ha apoyado. La primera fue una mayoría ideológicamente cohesionada y controlada por el presidente, mientras que la segunda fue una mayoría partidaria poco cohesionada y a menudo incoherente (la presencia de conservadores de los Estados del Sur en el Partido Demócrata había vuelto muy dé- billa acción de este último a favor del presidente). Desde el momento en que el sistema de separación de poderes no contempla la existencia de una oposición institu1 El artículo 2, sección ui de la Constitución reza: ‘El Presidente será comandante en jefe del Ejército, de la Marina de Estados Unidos y de la milicia de los distintos Estados, cuando éstos sean convocados para el servicio efectivo de Estados Unidos”. Este artículo de la Constitución fue utilizado por los pre sidentes para reivindicar su supremacía, más que su primacía, en la política exterior militar.

cionalizada, los casos en los que se ha dado un poder presidencial no controlado por el Congreso han terminado dando lugar al surgimiento de una presidencia imperial. Sin embargo, el reducido ciclo electoral de ese país y la enmienda constitucional XXII de 1951, que establece que “nadie podrá ser elegido más de dos veces para el cargo presidencial”, encierran, en primer lugar, la posibilidad de limitar la política del presidente imperial y constituyen, en segundo lugar, una barrera contra la eventual ambición del presidente imperial de institucionalizar su poder personal. En resumidas cuentas, el presidente no es el único actor del sistema de gobierno y, a veces, como en el gobierno dividido, ni siquiera es el más importante. Es un Príncipe semisoberano (Fabbrini, 2007b). Por lo tanto, la elección popular del presidente, por sí misma, no da origen a una deriva plebiscitaria cuando ésta se realiza en un contexto institucional con equilibrio de poderes, en especial si al presidente elegido por voluntad popular se le opone un Congreso constitucionalmente fuerte. Si la elección popular del presidente no ha tenido derivas plebiscitarias en Estados Unidos, tampoco puede decirse que ello se haya producido en la Francia de la V República Con la elección directa del presidente. Por cierto, también se ha registrado en este caso una personalización del Poder Ejecutivo (como se verá en el capítulo u), pero no una ÍflStitucionalizacjón de un poder de gobierno personal ejercido sQjre una base exclusivamente personal. Sin el sostén de una mayoría en el Parlamento, el presidente puede hacer bien poco para promover sus propias políticas. Además, en los períodos de cohabitación con un primer ministro, que es la expresión de la mayoría legislativa opuesta a la presidencial, el presidente francés carece por completo de poder (véase el capítulo w). Sin duda, los partidos se han debilitado en Francia (véase el capítulo y), y este debilitamiento ha reforzado la función personal del presidente. Sin embargo, SU función, y la función de la oposición en el Parlamento,

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han seguido sirviendo de contrapeso a las potencialidades plebiscitarias de la elección directa. Quizás, más que en la Francia semipresidencial, fue en la Italia parlamentarista de la II República donde se evidenciaron las tendencias más fuertes hacia una verticalización de los vínculos políticos. La crisis del sistema de partidos posbélico creó las condiciones para la afirmación decidida de un líder, Silvio Berlusconi, sostenido por sus empresas multirnediáticas y por su capacidad de transformarlas en la base de un partido personal (véase el capítulo vr). Sin embargo, incluso Berlusconi, una vez elegido como cabeza de una coalición mayoritaria, ha debido gobernar dentro de un complejo sistema de limitaciones Tnstitucionales y coalicionales. Por cierto, tanto en el período 200 1-2006, como después de su éxito electoral de 2008, Silvio Berlusconi ha intentado reducir no pocas de esas limitaciones, para comenzar la representada por una magistratura constitucionalmente independiente del poder político. Sin embargo, no le ha resultado fácil hacerlas a un lado. CONCLUSIÓN La personalización de la política electoral no se tradujo en una democracia plebiscitaria mientras estuvo regulada por sistemas institucionales sólidos. Es decir, sistemas que preservaron la independencia de “terceros” poderes en relación con los políticos, como el poder del jefe de Estado en los sistemas parlamentarios o de la magistratura en todos los sistemas de gobierno; o bien que le garantizaron un papel relevante a la oposición en los sistemas parlamentarios o semipresidenciales, o al Legislativo en los sistemas presidenciales; o, en cualquier caso, a una opinión pública independiente del poder político y pluralista en su estructuración, en todos los sistemas de gobierno. Como es evidente, esto no basta para dormir

53 tranquilos. Más bien, esas experiencias nos indican cuáles son las condiciones institucionales y Políticas que impiden que la fuerza de un líder, en especial si ha sido elegido por una vía directa o polarizada, se transforme en un poder personal. En el plano normativo, por lo tanto, se puede conciliar la teoría hamiltoniana del Ejecutivo fuerte con la teoría madisoniana del sistema de equilibrios para controlar al Ejecutivo fuerte. Ambas teorías son necesarias. La prima, porque reconoce la importancia del líder de gobierno tamo para la integración y la innovación de la polity (el liderazgo popular) como para la definición de las prioridades de la agenda pública (el liderazgo gubernamental) La segunda, porque destaca la importancia de un equilibrio institucional para garantizar que el líder gubernamental no abuse del poder del Ejecutivo y lo transforme en una fuente de poder personal.

. EL LIDERAZGO EN LA TELEDEMOCRACIAUna segunda perspectiva analítica del liderazgo político contempla al líder en el contexto de los actuales sistemas de comunicación (de esos sistemas que Arterton, 1987, definió como “teledemocracia”). En este caso, mi investigación no apunta al análisis intrínseco de los medios de comunicación de masas, es decir, a especificar sus características y sus modalidades de funcionamiento (como ya lo hizo hace tiempo McQuail, 1995), sino más bien a determinar la naturaleza de la relación que se establece entre los medios y la opinión de los ciudadanos, así como también a ver de qué manera esta última se manifiesta y se organiza en los sistemas políticos democráticos (Campus, 2008; Mazzolenj, 1998; Sartori, 1997; j\.moretti, 1997). Lo haré mediante el examen crítico de dos aproximaciones distintas al análisis de la opinión pública. La primera, que defino como de tipo fetichista, interpreta la opinión pública como el objeto, o, mejor dicho, la platea, de un espectáculo político, es decir, un locus de emociones e ideas que ls actores políticos, y, en primer lugar, los líderes Políticos, intentan colonizar utilizando los actuales medios electrópicos de comunicación. La segunda, que defino como - de tipo estructuralista, considera más bien a la opinión pública como un ámbito organizado del sistema político o, más precisamente como una institución que regula el intercambio de ideas, y que como tal es crucial para los resultados de la competencia partidaria y electoral. Es necesario precir de inmediato que, si por opinión pública se entiende —como lo hace Sartori (2003)— la opinión independiente y activa del

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público sobre temas de carácter público, la primera aproximación, justamente por la visión pasiva que tiene de la opinión de los ciudadanos, habla más bien de “público” que de “opinión pública”, concepto este último que sí es, en cambio, utilizado por la segunda aproximación. Finalmente, analizaré las interpretaciones de liderazgo que pueden deducirse de las dos aproximaciones consideradas, interpretaciones que muestran escenarios distintos, según el contexto en el cual se ejerce ese liderazgo. Luego, en tercer lugar, me ocupará del problema de la personalización de la política que se desprende de ambas visiones de la teledemocracia. UNA PRIMERA APROXIMACIÓN: EL ESPECTÁCULO POLITICO Hay una literatura en constante crecimiento a disposición de los especialistas y de los observadores de la política, en la que confluye una variada familia de disciplinas (Fenstei; 2008; Edelmann, 1988; Statera, 1986; Baudrillard, 1983), y que se ocupa de los nexos entre política y espectáculo. O, más bien, que da cuenta de la transformación en espectáculo de la política contemporánea en los sistemas democráticos. Veamos, pues, los presupuestos epistemológicos de esta literatura y su estructura analítica. En pocas palabras, en relación con los primeros, existe, sobre todo, una visión de la política entendida como “representación a través de la interpretación”. No hay acontecimientos o hechos políticos que puedan prescindir del observador que los interpreta: la política, por su misma naturaleza, es hiperreal, es decir, estrechamente dependiente del punto de vista de quien la interpreta. La política no tiene existencia objetiva, sino que es siempre construcción artificiosa, interpretación subjetiva, representación a partir de

y en cuanto tal, como “espectáculo político”, es inherentemente fetichista. Los acontecimientos políticos que pueblan el escenario público son creaciones de observadores que se han vuelto autónomos en relación con sus creadores y por lo tanto terminan por falsear la conciencia de estos últimos, además de dominar sus comportamientos La política habita en sus corazones, y tenemos, por lo tanto, fetichismo; y en la época actual de las comunicaciones de masas este aspecto de su naturaleza se pone en evidencia de una manera inequívoca. Sin embargo, como ya se ha señalado hace tiempo (Edelmann, 1971), la naturaleza fetichista de la política no se debe exclusivamente a la existencia de la comunicación de masas, aunque no hay duda de que en las teledemocracjas ese fetichismo alcanzó su expresión más evidente. En segundo lugar, esa literatura tiene una visión igualmente reificada del público, es decir, de los ciudadanos. Se concibe al público como un agujero negro que los principales actores políticos intentan llenar con sus mensajes simbólicos y con sus rituales. El conflicto político queda reducido a la competencia entre mensajes; en la interpretación más pesimista (Edelmann, 1987), dicha competencia saca al público de su indiferencia y al mismo tiempo le impide una efectiva participación en la vida política. En resumen, el espectáculo político es posible gracias a la hibernación de la ciudadanía o, de cualquier manera es efecto y causa de una ciudadanía pasiva, la cual, puede dcjrse es activada desde su extrañamiento. Así, pues, se considera que en las teledemocracias se ha establecido un nexo singular entre símbolos y rituales, por un lado, y la apatía de los ciudadanos, por el otro: la apatía se considera el resultado, tanto de las características de la competencia poutica, o sea de sus contenidos, como de la naturaleza del locus en el cual por lo general, se desarrolla esa competencia (el ambito de los medios de comunicación de masas). Veamos ahora la estructura analítica de esta aproximaC1O En las teledemocracias el sistema mediático constitu u

punto de vista. La política es, por lo tanto, espectáculos ye el ámbito privilegiado para la construcción del espectáculo político. Quienes están comprometidos en generar, transmitir y divulgar las noticias políticas desempeñan un papel central en la determinación tanto del contenido del espectáculo como de sus participantes. Tales determinaciones, o sea, sus modalidades, como es evidente, están condicionadas por la lógica del funcionamiento propio del sistema (Hallin y Manzini, 2004), o, simplemente, por la necesidad de acrecentar de manera constante el número de los espectadores. No hay un consenso entre los expertos acerca de los criterios que los medios utilizan para seleccionar un acontecimiento entre otros y transformarlo en noticia. Por ejemplo, según algunos, la selección se basa en las meras necesidades del espectáculo; según otros, depende

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de los intereses sociales de quienes la realizan; y, según terceros, se inspira en los intereses económicos de los grupos más influyentes de la audierzce a la que se dirigen los medios. En cualquier caso, concuerdan en que los medios son ios que deciden qué es importante y merece ser reconocido corno noticia política. Por este motivo, teniendo en cuenta la obvia diferencia de intereses y de cultura entre quienes participan en la construcción de las noticias y la mayoría de los espectadores, es posible que el acontecimiento finalmente seleccionado tenga poco o nada que ver con el orden de problemas y de preocupaciones que atañen a la vida cotidiana de la mayoría. Se trata de incongruencias que son, en definitiva, irrelevantes, ya que es sobre todo a la forma estilizada de presentación de la noticia a la que los medios le confían la tarea de satisfacer sus exigencias institucionales. En otras palabras, la noticia política cobra relieve no porque tenga relación con la vida de la gente, sino porque se la presenta de una manera que llama su atención. Por ejemplo, la noticia de la rivalidad o antipatía entre los líderes políticos tiene, sin duda, escasa relación con la vida cotidiana de muchos, pero puede ser transmitida de maneta tal que despierte emociones e identificaciones que terminan por

59 volverla relevante para esos mismos individuos cuya cotidianeidad debería inducirlos a ocuparse de rivalidades y antipatías bien diferentes. Por lo general (Schudson, 1983), la forma estilizada en la que se presenta la noticia política incluye tres características básicas: la dramatización, la simplificación y la personalización del acontecimiento transmitido. Los complejos procesos históricos, institucionales y sociales que han provocado el acontecimiento y que condicionan sus resultados se simplifican de una manera inevitable, para ser ilustrados, de un modo preferencial, como desencuentros dramáticos entre los líderes políticos, como confrontaciones violentas o maliciosas entre rivales que aspiran al poder. Parecería que la lógica radiotelevisiva de los noticiarios políticos hubiera llevado a sus últimas consecuencias la tipología interpretativa del acontecimiento político basado en la antinomia amigo-enemigo. En los noticiarios radiotelevisivos la historia lé deja su lugar a la biografía; la complejidad de los fenómenos Políticos queda sustituida por la habilidad o la incompetencia tácticas de un líder; la reconstrucción necesaria de un Proceso queda reducida a los términos de la narración más o menos enfática de un acontecimiento humano. Por otra parte, los noticiarios privilegian el dinamismo más que el Contenido de los programas, la capacidad de seducir más que la de explicar; en resumidas cuentas, a ellos les interesa el espectcu1o que el acontecimiento logra suscitar y no, o en último caso en un grado mucho menoi su análisis con Conocimiento de causa. Para Edelmann (1988: cap. 5), sin embargo, es preciso Considerar una característica más, que consiste en la ambigueda expositiva utilizada por la mayoría de los sistemas de medios de comunicación on la excepción parcial de los que están controlados políticamente— al transmitir las notiCias Políticas Esta característica aparece, no sólo como la más relevante presentación política, sino también como la más útil para identificar el tipo de conflicto político que esa representación se propone legitimar, con mayor o menor grado de conciencia. La ambigüedad es propia de la presentación de la noticia, ya sea por obvias razones económicas (no hay motivo para que en un noticiario radiotelevisivo se enfrenten grupos de la propia audience o se cierre la posibilidad de su posterior expansión), o por razones de comunicabilidad, también obvias. De hecho, como lo ha explicado la sociología de las comunicaciones (McLuhan, 1968), cada noticia, casi prescindiendo de su modalidad expresiva, puede tener distintos significados. Esto depende del contexto de noticias en el que se la ubique, o incluso de la así llamada predisposición de fondo del público que la recibe, o también del tipo de fuente de la cual proviene. Esta ambigüedad permite comprender los condicionamientos que los medios de comunicación imponen desde sus noticiarios al conflicto político. En primer lugar, les interesa indicar a los individuos espectadores el orden de problemas que deben considerar los más importantes en determinado momento, más que imponerle a su audience un determinado punto de vista acerca de esos problemas. Por lo tanto, en este terreno, la ambigüedad es útil para no enfrentar a la audience, o a partes de ella, y al mismo tiempo, para influir en ella en gran medida mediante la definición de una jerarquía de problemas, la así llamada agenda setting, que debe ser considerada como la que corresponde objetivamente a la jerarquía de los problemas existentes en el mundo real. En segundo

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lugar, esa ambigüedad favorece la formación de un “clima de controversias” que acaba por quedar casi por completo centrado en las posiciones de determinadas personalidades políticas. En resumen, se puede decir que, según esta literatura(la política está constituida por un conjunto de espectáculos diversos, que se superponen y se sustituyen sin interrupción Y

que en algunos casos pueden llegar a entrar en conflicto entre sí. Son los medios de comunicación los que producen los espectáculos; en particular, las news radiotelevisivas que, por medio de su descripción de los acontecimientos, despiertan una catálisis de los estados de ánimo, apoyos y rechazos, en los espectadores. Esas news deben tratar de mantener viva la tensión y, al mismo tiempo, producir la anuencia de los espectadores para con el statu quo. Así, con el desarrollo del espectáculo político, se le recuerda al público su condición, que consiste en carecer de influencia, ser pasivo o, en el mejor de los casos, reactivo. La política queda en manos del líder y, como máximo, de grupos restringidos de individuos, y se va creando una conciencia difusa del escaso valor de la participación política y electoral en las teledemocracias. Desde este punto de vista, se considera que las elecciones tienen poca incidencia como premio a los valores políticos en una sociedad, ya que se limitan a ofrecerles a los electores una ocasión de autoexpresjón, o bien, ei última instancia, a consentir que esos últimos elijan schnpeterianamente entre los líderes en pugna. La disminución de los votantes y el aumento de la apatía en las teledemocracjas más maduras es vista como el resultado del desarrollo del espectáculo político. UN SEGUNDA APROXIMACIÓN: EL MERCADO DE LAS IDEAS Un grupo de estudiosos (binsberg, 2007; Crenson y Ginsberg, 2004; Ginsberg, ¡986 1982) propuso una interpretación distinta de la política en los sistemas teledemocráticos. La centrahdad que los medios de comunicación de masas están adquirje d0 en estos sisterhas políticos es el resultado de un largo proceso histórico de transformaciones estructurales caracterizado por la incesante demolición de las limitaciones Y de las barreras que, de tto en tanto, obstaculizan la plena

difusión de las ideas. La innovación estructural más formidable de las modernas democracias occidentales ha consistido en la formación, en el siglo xix, de un verdadero “mercado de las ideas”, mercado en el cual se han ido expresando y organizando poco a poco las opiniones de las masas que, en este caso, resulta adecuado denominar “la opinión pública”. Naturalmente, la organización desde el mercado de las opiniones de las masas ha conducido a una institucionalización de la opinión pública influida en un alto grado por los intereses y por la cultura, es decir, por la ideología, de las clases y de los grupos dominantes. Tales condicionamientos, debido justamente a la disparidad en la cantidad de recursos financieros, educativos, ideológicos e institucionales, terminó por producir las primeras reacciones en las clases y en los grupos subalternos y, en consecuencia, la búsqueda de estrategias más adecuadas para contrarrestar la fuerza de las clases y de los grupos adversarios. La protesta fue, históricamente, la estrategia; más elemental, por así decirlo, para restablecer el equilibrio, pero también con frecuencia la menos eficaz. Además de la protesta, otras dos estrategias han sido utilizadas, en especial por los grupos de la clse obrera industrial. La primera, característica de la experiencia estadounidense, se basa en la formación de coaliciones, mediante las cuales los grupos de la clase obrera industrial, pero también grupos de minorías étnicas y culturales, logran establecer alianzas con sectores de la clase dominante dispuestos a ejercer influencia para promover, o al menos para sostener, sus intereses, o una parte significativa de los éstos. La segunda estrategia, característica de la experiencia europea, se concretó en cambio por medio de la construcción organLativa, es decir, de la formación de grandes partidos políticos de masas, a través de los cuales sectores mayoritarios de la clase obrera industrial lograron entrar de manera organizada en el mercado de las ideas, sosteniendo con recursos nt6ncrn-i-,ç çiiç intçrpçpç çi ciltiirç u ii ir1p(-1noía.

Así, al menos durante un siglo y medio, la organización resultó ser el instrumento más poderoso de movilización política, de competencia electoral y de conquista del consenso que han podido usufructuar las clases y los grupos subalternos. Gracias a ella, estos últimos han logrado maximizar su principal recurso: la cantidad. Con la cantidad, las elites de las organizaciones de masas han conseguido tmbién sacar ventaja de un conocimiento minucioso de las opiniones de la gente, que se ha revelado importante para competir con éxito en el mercado de las ideas, es decir, para llevar adelante una eficaz campaña política e ideológica.

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Desde un comienzo, la organización ha demostrado ser un instrumento de competencia que estuvo lejos de ser neutral; históricamente, ese instrumento no fue una prerrogativa exclusiva de las fuerzas de la izquierda europea, y también estadounidense, durante una buena parte del siglo xix y hasta la Primera Guerra Mundial. Es que, por obra de aquel conocido fenómeno del contagio de izquierda, ilustrado hace tiempo por Duverger (1951) de una manera brillante, también las fuerzas de la derecha se adecuaron a los nuevos términos de la competencia política, aunque esa adecuación pocas veces logró los niveles de cohesión organizativa y de movilización política que habían caracterizado a las fuerzas de sus adversarios. Ahora bien, según los expertos a los que hemos tenido en cuenta, el gigantesco desarrollo de las comunicaciones registrado en las principales democracias occidentales después de la Segunda Guerra Mundial —y al que contribuyó sin duda la existencia previa de un mercado de las ideas— transformó los términos de la competencia política misma. La adopción de nuevas tecnologías de comunicación política ha provocado cambios no sólo en su volumen y en sus estilos, sino tambien, y ante todo, en la estructura de relaciones en la cual cobra cuerpo la comunicación política. Más concretamente, ha contribuido a corroer una competencia política y electoral estructurada en torno a los grandes partidos de masas, y

64 puso en discusión su papel de actores principales en la lucha por el consenso que continúa desarrollándose en el mercado de las ideas. No debe sorprender, por lo tanto, que las nuevas tecnologías de la comunicación política hayan neutralizado la ventaja competitiva que los grupos sociales más débiles habían conquistado organizándose en torno a grandes partidos de masas.

NUEVAS TECNOLOGÍAS Y PARTIDOS POLÍTICOS

Es cierto que no existe una incompatibilidad estructural entre las nuevas tecnologías electorales y los partidos políticos. Estos últimos, de hecho, las utilizan desde hace tiempo para difundir sus mensajes. Sin embargo, el uso de aquellas ha generado cambios en esos mensajes con respecto al pasado, hasta el punto de configurar una relación distinta entre las elites políticas y el electorado de masas. A través de estas tecnologías, tal relación ya no es más una prerrogativa exclusiva de las elites que contaban con una organización de masas, sinó que les resulta accesible incluso a otras elites que, si bien estuvieron históricamente privadas de esa organización, disponen hoy en día de los recursos necesarios, en primer lugar financieros, para controlar el vasto circuito de la comunicación promovido por esos medios. Analicemos someramente los principales componentes de esas nuevas tecnologías para entender por qué esto es así. El primer componente lo representan de una manera inevitable los broadcast media, los medios electrónicos, y en particular la televisión. Dichos medios electrónicos constitU yen la punta de lanza de toda campaña electoral moderna, además de ser el medio irrenunciable para activar la sensibilidad o las movilizaciones políticas en torno a cualquier causa o issue. Justamente, debido a características de los medios electrónicos, las campañas electorales o políticas es-

tán forzadas a tener un tono muy simplificado, y a confiar en gran medida su éxito a candidatos que, a su turno, también deben adoptar modalidades expresivas que no están en sintonía con la presentación tradicionalmente ideológica de los problemas por parte de los partidos. El segundo componente de las nuevas tecnologías lo constituyen los sondeos de opinión, los así llamados polis. Es sabido que se trata de una tecnología electoral que ya ha sido utilizada en el pasado, en primer lugar en Estados Unidos. Y después de la Segunda Guerra Mundial el polling se ha convertido en una formidable tecnología electoral, por medio de la cual el actor político en cuestión, el partido o el candidato puede recoger la información que necesita: cuáles son los temas que hay que destacar, cuál es la fuerza del adversario, cuáles son los principales grupos de apoyo de cada tema, para definir las estrategias electorales que pueden resultar

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potencialmente vencedoras. Hay dos aspectos, en relación con los efectos producidos por la difusión del uso de los sondeos de opinión, que merecen ser tenidos en cuenta (Lathrop, 2003; Mann y Ornstein, 2006). El primero está relacionado con los cambios introducidos por el polling en la relación entre el proceso electoral y la acción gubernamental. Los sondeos de opinión han visto expandirse, de una manera siempre creciente, su ámbito de utilización, desde las campañas electorales a la acción gubernamental; y de esa n,anem se han convertido en un medio para orientar no sólo las estrategias electorales, sino también las decisiones mismas del gobierno. Subordinados a las exigencias de la popularidad, los líderes gubernamentales recurren cada vez Con más frecuencia a los expertos en sondeos de opinión, los • POll.sters, para recibir consejos acerca de la oportunidad o no, de la conveniencia o no, de tomar una u otra decisión. De este modo, las exigencias de gobierno quedan sometidas a las exigencja del proceso electoral, es decir, a los estados de ánimo, quizás contingentes, de los electores.

El segundo aspecto, en cambio, está relacionado con los vínculos entre organizaciones de masas e información. La adopción de tecnologías cada vez más sofisticadas de polling en la competencia electoral ha contribuido a reducir una de las ventajas más consistentes de los partidos políticos de masas y, en particular, de los grandes partidos de la clase obrera, es decir, el conocimiento detallado de la opinión de los electores, o mejor dicho, de una gran cantidad de ellos. Los modernos sondeos de opinión, realizados por empresas especializadas, pueden proporcionar, incluso a elites políticas reducidas, privadas por completo de una base organizativa de masas, la información necesaria acerca de los movimientos del electorado para elaborar una estrategia política realista. Eh otros términos, basta disponer de dinero —obviamente, de mucho dinero— para adquirir la información que en el pasado se podía obtener sólo por intermedio de una amplia organización de masas. Fue precisamente esta información la que estableció la diferencia en la competencia política —en especial en Europa— entre los partidos burgueses y los partidos obreros. Por último, el tercer componente de las nuevas tecnologías es el que apunta a promover los vínculos directos entre un actor político y grupos específicos de electores (Grossman, 1996). Sea a través de los phone banks o del correo (direct mail), los organizadores de una campaña electoral pueden establecer un contacto directo con sectores cuyo apoyo se considera necesario para el éxito de la campaña en cuestión. Y lo hacen sin tener que recurrir al trabajo de activistas y de voluntarios, que había sido el principal recurso de los partidos de masas, o los de origen obrero en particular. Los sondeos de opinión indican qué grupos pueden ser sensibles al mensaje de la campaña, o necesitan ser fortalecidos en SUS preferencias, o bien deben ser motivados electoralmente. Europa siguió la trayectoria estadounidense en la utilización de las nuevas tecnologías electorales a partir de la década

del ochenta y del noventa del siglo xx (Farreli, 1996). Esas tecnologías fueron en principio introducidas por los partidos de derecha, en especial por los nuevos partidos que nacieron como parte del desarrollo de una empresa multimedia, como fue el caso del partido Forza Italia a partir de 1994. Tradicionalmente débiles en el plano organizativo, los partidos conservadores en Francia, Gran Bretaña e Italia prcibieron las potencialidades que las nuevas tecnologías les oiecían para lanzar sus iniciativas políticas de masas. Sin embargo, aunque con limitaciones económicas, las nuevas tecnologías también han sido adoptadas por los partidos de izquierda, desde el Partido Laborista inglés de Tony Blair hasta el Partido Socialdemócrata alemán de Gerard Schrüder. Parafraseando a Duverger, se puede decir que en Europa, al igual que en Estados Unidos, hubo un contagio de derecha, después de que durante un siglo hubiera un contagio de izquierda del modelo de organización de las campañas electorales. En conclusión, es evidente la diferencia entre las dos aproximaciones a la teledemocracia aquí analizadas: para la primera, las nuevas tecnologías de la comunicación han producido una transformación de la política en espectáculo; para la segunda, éstas han creado un escenario electoral y político favorable a los grupos económicos y políticos que poseen el Control de los recursos monetarios.

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ENTRE EL ESPECTÁCULO POLÍTICO Y UN NUEVO CONTEXTO ELECTORAL

Consideremos ahora las interpretaciones específicas del liderazgo político que pueden derivarse de cada una de estas aproximaciones Comencemos por la aproximación que subraya las transformaciones en el mercado de las ideas. En este caso, la política, en especial la electoral, asume las caracteristicas de una actividad emoresarial en sentido orouio.

68 EL ANÁLISIS

EL LIDERLZGO EN LA TELEDEMOCR4CIA 69

La campaña electoral puede ser gestionada por una empresa, y no sólo por un partido, como sucedió en el caso de Forza Italia. Cada candidato, si está dotado de ingentes recursos, puede construirse un partido propio. El líder es entonces un empresario político que transfiere al ruedo electoral las técnicas de sensibilización utilizadas en el ruedo económico. Es verdad, sin duda, que tal transformación del mercado de las ideas ha favorecido a la derecha en relación con la izquierda (Lowi, 1995). Sin, embargo, las cosas resultaron ser más complicadas de lo que se había temido. De hecho, si bien es verdad que con la revolución tecnológica se pasó de una política electoral de mucho trabajo a una de mucho capital, eso no condujo necesariamente al fortalecimiento de las organizaciones políticas que disponían de capital en detrimento de las que disponían sólo de trabajo. Pensemos en cómo fue utilizado un componente crucial de esa revolución tecnológica, Internet, para crear vínculos entre electores y candidatos, para recaudar fondos, para ventilar protestas, para movilizar electores. En las elecciones presidenciales de 2008 en Estados Unidos fue un candidato como Barack H. Obama, aparentemente sin un gran sostén de parte de quienes poseen el capital, quien logró de sus partidarios una cantidad de apoyo financiero sin precedentes gracias a la sensibilización alcanzada vía Internet. Además, si las nuevas tecnologías han permitido promover campañas electorales personales éstas debieron, más tarde o más temprano, vincularse a las organizaciones de partido existentes, o bien les fue necesario crearlas otra vez, si ya no eran utilizables, como sucedió en la Italia de la II República. En conclusión, el líder solitario no irá muy lejos si no se integra al sistema político. Como el mercado, también la política impone sus condicionamientos. Veamos ahora la aproximación que pone el énfasis en la, transformación de la política en espectáculo. En este caso, los líderes se consideran actores principales de la representación, la fuente de las ideas y acciones que ocupan la escena

política (Edelmann, 1988: caps. 3 y4 1987: cap. 4). Ysonprecisamente los medios de comunicación de masas los que, en su construcción del espectáculo político, tienden a identificar al líder con la acción política, por ejemplo, poniendo constantemente en un primer plano sus discursos, sus opciones, sus conductas, su vida privada. De esta manera, activan un fenómeno de percepción difusa, no sólo en el publico sino también en los grupos organizados, de la re1evanc estratégica del lidérazgo para premiar los valores políticos. Por lo tanto, según esta aproximación, el liderazgo político se presenta a sí mismo como una “construcción”, es decir, como el resultado de la particular interpretación de un acontecimiento político por parte de observadores influyentes —los medios de comunicación de masas, en primer lugar—. Pero esto, ¿por qué sucede? Por razones funcionales y por razones políticas. Analicemos las primeras. En primer lugar, la construcción del liderazgo se presenta como necesaria para introducir un significado accesible al gran público en un mundo político incierto. Cuanto más se complica la política, más advierte

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el público la necesidad de captar señales que le den pie para relacionarse con ella: el líder y su imagen sirven para esto. En segundo lugar, esa construcción se presenta como necesaria para controlar la opinión pública de masas. A través de las acciones del líder, las tensiones de los ciudadanos encuentran un canal 4e expresión, los conflictos y los contrastes entre

¡ los grupos descubren un modo de volverse visibles. De esta manera, el malestar social no se convierte en un ataque a las instituciones económicas y políticas existentes, sino más bien se transforma en la crítica a un líder y en el sostén a otro • alternativo En tercer lugar, la construcción del liderazgo se presenta Como necesaria para canalizar de una manera positiva, desde el punto de vista del mantenimiento del orden político, las tensiones psíquicas que existen en los individuos que componen el público. El liderazgo permite personificar una gama de miedos y de esperanzas, de inquietudes y de culpas, y la transfiere justamente a los pocos individuos que en la representación cumplen la función de líderes. Así, la construcción del líder y de su enemigo permite dar una mayor profundidad emotiva al espectáculo político, en especial si éste va acompañado del tono dramático propio del lenguaje de los medios. Veamos ahora las razones políticas. La construcción del liderazgo es necesaria porque constituye una formidable arma política en un conflicto que se despliega sobre todo mediante símbolos e imágenes. Reconocerle a un hombre o a una mujer el estatus de líder constituye la verdadera puesta en juego del conflicto en la época del espectáculo político. De hecho, se considera que en las teledemocracias las diferencias de política y de policy entre los candidatos son mínimas, y, por lo tanto, que la homogeneización del público realizada por los medios ha llegado a niveles tan altos que excluyen toda posibilidad de discusión acerca de los programas, y más aún acerca de las ideologías. En semejante contexto, el líder es un recurso estratégico, la llave maestra para resolver, a favor de una u otra posición, la carrera para alcanzar el Poder Ejecutivo. El éxito de esta estrategia de construcción del liderazgo no requiere por fuerza que el candidato, hombre o mujer, haya obtenido con anterioridad resultados políticos extraordinarios. Ronald Reagan siguió siendo popular a pesar de que sus políticas, entre 1981 y 1988, tuvieron poco apoyo del electorado. Silvio Berlusconi continúa gozando de una gran popularidad a pesar del escaso éxito de sus experiencias de gobierno (en 1994 y luego entre 2001 y 2006). Más bien se considera que el éxito de esta estrategia depende de la eficacia con la que se lleva a cabo eljuego de símbolos y de lenguajes, tanto de parte del líder obmo de parte de los medios. Los líderes que se imponen son aquellos que de- muestran tener un talento especial para identificar “las fra-

ses y los gestos” que pueden crear un vínculo entre ellos Y vastas audiences, es decir, que pueden ser apropiados para la comunicación en los medios radiotelevisivos. El language game consiste en esto (Edelmann, 1977): utilizar un lenguaje que pueda volverse “memorable”, a pesar de su banalidad O quizá debido a ella, porque es capaz de transmitir el mensaje esperado, es decir, que el líder sabe medirse ccii los desafíos que intimidan a otros. El público permanece fuei a del juego, es el destinatario pasivo de su desarrollo. No se le pide consenso, sino atención, no se le pide un comportamiento político —participación, por ejemplo—, sino una respuesta emotiva —por ejemplo, simpatía—. Ya que los medios crean la necesidad de personalidades fuertes con lenguajes ambiguos, es decir, lenguajes que permiten que cualquier grupo encuentre en ellos lo que quiere encontrar, y sólo eso, y ya que tienen un papel central en la construcción del espectáculo político, la consecuencia —además de la disociación entre popularidad y consenso— es la institucionalización de una política de la inautenticidad. La presentación pública deshonesta de sí mismo por parte del líder se convierte, en la época del espectáculo político, en una suerte de imperativo sistémico más que en la expresión de una patología individual. En una política de las

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aparienciaS la inautentjcjdad constituye una de las reglas del juego, una condición para entrar y permanecer en el espectáculo político. De este modo, el escándalo político se transforma, máS que en un arma del conflicto, en un instrumento de regulación del espectáculo; más que en la expresión de una exigencia moral, en una modalidad para restablecer el equilibrio de las relaciones de fuerza entre los protagonistas del espectáculo. Y, quizá, no es casual que esto haya adquirido una Visibilidad tan marcada en países, como Estados Unidos e Italia, en los cuales se considera que el espectáculo político alcanzó el nivel más alto. Pero ¿es cierto que la política se ha

transformado en un espectáculo?

EL LIDERAZGO EN LA TELEDEMOCR4CIA 73

PEaSONALIZACIÓN, PERO CONTROVERTIDA O por motivosrelacionados con el espectáculo político o por motivos relacionados con las nuevas tecnologías electorales, las dos aproximaciones que acabamos de considerar sostienen que los partidos han sido sustituidos en su papel de actores principales en la contienda política. Ambas aproximaciones muestran cómo la personalización de la política constituye una consecuencia inevitable de las transformaciones culturales y tecnológicas que produjeron los actuales sistemas de comunicación de masas. En una obra que tuvo una considerable influencia, el politólogo francés Bernard Manin (1997) sintetizó de una manera magistral el debate sobre las transformaciones que introdujeron los medios de comunicación de masas, al plantear la hipótesis de que el gobierno representativo ha interrumpido hoy en día “su marcha hacia el autogobierno popular” (Manin, 1997: 233). Considerando las experiencias de Estados Unidos y de Europa, Manin reconstruyó la evolución del gobierno representativo entre los siglos xix y xx, dividiéndola en tres etapas según la formación de tres distintos “regímenes políticos”. Después de la etapa de la “democracia parlamentaria”, basada en un círculo de notables de la política y en el gobierno de asamblea, sigue el largo período de la “democracia de partidos”, basada en la participación organizada y en el gobierno de programas. A raíz de los cambios tecnológicos y sociales más recientes, se inicia la etapa de la “democracia de audiencia” (o audierzce democracy), que es la que señala el final del desarrollo del autogobierno popular. En la “democracia de audiencia”, o “del público”, la elección electoral está personalizada, es decir, los electores votan a una persona, y ya no a un partido, y menos aún un programa. Los representantes gozan de una autonomía casi total con respecto a sus representados, porque son los electores quiénes responden a las propuestas de los elegidos y ya no viceversa;

las líneas divisorias del electorado son virtuales más que reales, en cuanto son creadas desde arriba por los políticos, y no por los procesos que vienen desde abajo, de la sociedad; y la opinión pública está “despartidarizada”, por el desarrollo de los non-partisan media. En esta democracia, por lo tanto, la ciudadanía es un público que escucha, una entidad pasiva que contempla la acción de los líderes, únicos protagonistas de la actividad política. Estos últimos no tienen mucho más que ofrecer que la propia imagen, considerando la naturaleza de la moderna actividad de gobierno. Los problemas son tan imprevisibles que ningún líder puede adelantar con anticipación, en relación con sus electores, promesa alguna. En estas circunstancias, resulta lógico que el líder enfatice sus propias cualidades personales y su voluntad de tomar en el futuro las decisiones correctas, más que ‘ç?ncular a programas específicos. Pero cuando un líder se apoya en su propia imagen, porque ha sido capaz de convencer a los electores de que es más apto que otros para enfrentar el futuro, entonces los electores tienen menos posibilidades de controlar su comportamiento que las que tenían en el pasado con los partidos. Por lo tanto, en la “democracia de audiencia”, la política es una actividad exclusiva del líder. Sin embargo, si es cierto que podemos encontrar en nuestras democracias muchas de las características de la política contemporánea que señala Manii, y en especial una formidable tendencia a la personalización, también es cierto que esa personalización de la Política electoral ha seguido teniendo que enfrentar importantes resistencias cuando intentó convertirse en personalización de la política gubernamental. Veamos los motivos, e.mpezando por Estados Unidos. En este caso, sin duda, la personalización de la política se ha institucionalizado en el ruedo

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electoral. La competencia por la presidencia se establece entre dos individuos que han Vencido las primarias directas de sus respectivos partidos

74 EL ANÁLISIS apoyándose en sus capacidades personales y que se dirigen a menudo al electorado pidiendo un voto sobre todo para sus personas, más que para sus programas. Semejante personalización electoral ha favorecido una evolución “retórica” de la presidencia. Así pues se considera retórico el comportamien.. to presidencial que se basa en los medios de la comunicación masiva para crear adhesiones y movilizaciones (Kernell, 2006). La retórica, sin embargo, no basta para gobernar. Incluso los candidatos a los escaños del congreso han personalizado su accionar. Compiten sobre bases personales y vencen sólo si son capaces de incorporar los intereses y humores más representativos del distrito electoral o del Estado en el que quieren ser elegidos (Cain y otros, 1987). Por supuesto, el voto personal puede justificarse como criterio para orientar una decisión electoral sólo si el representante individual dispone luego de un margen atendible de discrecionalidad decisional en la institución en la que acciona. Y, de hecho, el Congreso se ha institucionalizado como un Legislativo descentrado, institucional y partidariamente. Después de la Segunda Guerra Mundial, los miembros del Congreso, gracias a la estructura decisional descentrada de este último y gracias a una escasa disciplina de partido, por lo general han podido ofrecerle al propio distrito o Estado decisiones sobre políticas específicas que los han favorecido. De este modo se garantizan, a través de una actividad personal y no facciosa de servicio al distrito o al Estado (denominada también constituency service) , su futura reelección.’ No obstante, esa predisposición individualista del Congreso no debe exagerarse. De hecho, en su interior han surgido coaliciones políticas relativamente estables, si 1 El porcentaje de inca mbents o miembros en ejercicio de la cámara reelegidos en sucesivas elecciones fue por lo general superior al 90% entre 1968 y 2008 —el 87,7% en 1974 y el 88,3% en 1992— (Fabbrini 2008b: 73), sise considera a los que se presentaron. Este porcentaje es muy alto también en el caso çle los senadores, si bien la elección senatorial ya de por sí es más competitiva a causa de las dimensiones del colegio (el Estado) en el cual tiene lugar.

EL LIDER&ZGO EN LA TELEDEMQCR&CIA 75 bien transpartidarias, a favor de una u otra propuesta legislativa. E incluso, a partir de la década de los noventa del siglo pasado (véase el capítulo iv), se ha registrado un proceso sin precedentes de fortalecimiento organizativo y de centralización decisional de los partidos en el Congreso, por empezar del Partido Republicano. En resumidas cuentas, el Congreso de los individuos y la Presidencia de la persona han debido encontrar modalidades colectivas, es decir, de colaboración política, para gobernar al país. También en Europa se han dado condiciones que favorecieron la personalización de la política en la arena electoral. La tendencia a la personalización contribuyó a abrir los sistemas de selección de los candidatos adoptados por los diversos partidos europeos. Sin embargo, si bien más abiertos que en el pasado, los partidos siguen desempeñando una función en la política electoral, y, sobre todo, en la institucional (véase el capítulo vi). Sin duda, el colegio electoral uninominal por el cual son elegidos los miembros del Parlamento, con un sistema electoral mayoritario simple en Gran Bretaña ‘ con un doble turno o segunda vuelta én la Francia de la V República, favorece mucho más el voto personal que la lista cerrada en el ámbito de la circunscripción, como lo establece la nueva ley electoral de Italia, con un sistema proporcional con un premio de mayoría,, adoptada en las elecciones parlamentarias de 2008. No obstante, a los gobiernos parlamentaristas les resul4 difícil funcionar sin partidos que vinculen la mayoría parlamentaria al Ejecutivo. Puede decirse que en la Francia semipresidencial, en virtud de las elecciones directas del presidente de.la república, la personalización se ha transferido al Ejecutivo con mayor facilidad, sobre todo cuando el presidente goza de una amplia mayoría en el Legislativo, Como sucedió en el caso de Nicolas Sarkozy después de su elección en mayo de 2007, a la que le siguió la elección del Parlamento en junio de 2007, que confirmó la mayoría presidencial. Pero incluso en estas circunstancias, el presidente

76 EL ANÁLISIS

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de la república necesitó la colaboración de un partido para transformar sus propuestas en actos legislativos. Si bien en Gran Bretaña y en Francia se le pusieron limitaciones a la personalización del Ejecutivo, en la Italia de la II República esto sucedió en menor grado, en especial durante el gobierno de Silvio Berlusconi. Por razones específicas, con su elección la personalización de la política electoral se transformó en la personalización del Ejecutivo. En primer lugar, por la crisis de la verticalidad del sistema de partidos que había organizado a Italia después de la Segunda Guerra Mundial, una crisis que no se verificó en ningún otro país europeo en tales proporciones. Y luego, por el poder mediático que favoreció a Silvio Berlusconi, el primer tycoon televisivo que se convierte en un líder político en el ámbito nacional. Pero, sobre todo, por el hecho de que Italia no logró regular de manera eficaz los conflictos de intereses, en especial para impedir que la propiedad de un imperio mediático pudiera ser utilizada políticamente. Así, Silvio Berlusconi pudo transformar la política en un espectáculo favorable a su persona, pero también, y quizá sobre todo, ha podido utilizar los poderosos instrumentos de ios medios de comunicación para conquistar una posición hegemónica dentro del mercado de las ideas. De todos modos, una vez que se convirtió en cabeza del Ejecutivo, también Silvio Berlusconi tuvo que tomar conciencia de que una democracia compleja no puede ser gobernada como una empresa económica con una dirección personal. En conclusión, más que la decadencia de la democracia representativa estamos presenciando su transformación. Las teledemocracias, por cierto, han creado un contexto favorable a la personalización de la política electoral. Sin embargo, esta última se topa con distintos esquemas partidarios e mstitucionales que filtran su pasaje a la política gubernamental. Con la excepción parcial de Italia, estos esquemas han continuado funcionando, aunque de una manera distinta a

como lo hacían en el pasado. De todos modos, el nuevo desafío proveniente del sistema de las comunicaciones de masas exige que los esquemas sean no sólo preservados, sino redefinidos de una mejor manera. CONCLUSIÓN La evaluación que acabamos de realizar demuestra que una investigación del liderazgo político no puede dejar de considerar las transformaciones que han producido los actuales sistemas de comunicación. Desde esta perspectiva, las dos aproximaciones que hemos considerado se revelan útiles para comprender la función, que los líderes se ven inducidos a desempeñar. Los medios de comunicación de masas han convertido la política en espectáculo y han producido una transformación de las modalidades tradicionales de conquista de la hegemonía en el mercado de las ideas. Esto ha llevado a un ascenso del líder, en particular en el proceso electoral. Se puede decir que, en este último caso, la relevancia del líder es inversamente proporcional a la de los partidos. Sin embargo, esta personalización de la política electoral no se transformó en personalización de la política gubernamental, ni tampoco en un cuestionamiento de la democracia representativa. En Estados Unidos, la personalización del proceso electoral, y en consecuencia de la presidenci , no se tradujo en una personalización del gobierno. Sin la formación de coaliciones políticas capaces de vincular las distintas instituciones, no sería posible gobernar. En Europa, la personalización de la política continúa tensando las estructuras gubernamentales —parlamentaristas y semipresidenciales_ que requieren el sostén de los partidos para poder funcionar. E incluso en la Italia de Silvio Berlusconi, que es donde el proceso de personalización gubernamental está más avanzado, se han activado no pocas reacciones para contrarI estarlo En resumidas cuentas, la democracia representati

78 EL ANÁLISIS va ya no es la misma del pasado, pero sin lugar a dudas tendrá todavía algo que decirnos en el futuro. SEGUNDA PARTE LA COMPARACIÓN

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EL LÍDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS

Pasemos ahora al análisis comparativo del liderazgo gubernamental en Estados Unidos, en cuyo caso, cuando se habla de liderazgo gubernamental, debe entenderse en primer lugar el liderazgo presidencial. En Estados Unidos, el estudio del liderazgo presidencial no puede desvincularse del análisis de los partidos políticos. En ese país, de hecho a principios del siglo xix tuvo lugar la formación del primer sistema de partidos de tipo moderno, justamente para organizar la competencia electoral destinada a elegir al futuro presidente. Considerando la naturaleza separada del sistema de gobierno, los partidos políticos asumieron históricamente la función de vínculo entre el Congreso y el presidente. De este modo, hicieron posible la acción de gobierno, aunque dentro del marco de una Constitución destinada a limitar a este último (Orren y Skowroneck, 2004). Por este motivo, el estudio del liderazgo presidencial presupone el conocimiento tanto del debate en torno a los partidos como el de su concreta evolución histórica. Los PARTIDOS: LOS ORIGENES DEL DEBATE Empecemos por el debate. Como nos lo recuerda Epstein (1986), el interés de los politólogos estadounidenses por los Partidos es un fenómeno del siglo xx y coincide con el nacimiento y desarrollo de una disciplina científica específica: la 81

LA COMPARACIÓN

EL LIDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS 83

82 de la ciencia política. No obstante, este interés por los partidos tuvo que enfrentar una desconfianza bastante generalizada en la opinión pública informada y en la cultura política nacional con respecto a estos últimos. La desconfianza dificultó su estudio sistemático por parte de los especialistas estadounidenses en el siglo xix. Quizá no sea casual que los primeros estudios sistemáticos sobre los partidos estadounideñses provengan de observadores o especialistas que no son estadounidenses, entre los cuales se destacan Bryce (1891) y Ostrogorski (1910). Cuando los estadounidenses comenzaron sus propios estudios, éstos con frecuencia asumieron el carácter de una crítica reformista de su objeto. Esa crítica reflejaba la influencia ejercida en el debate estadounidense por el modelo europeo de partido. Por modelo europeo de partido se entiende el partido British, en sus dos variantes, latory y la laborista, porque las alternativas políticas británicas representarOn por razones históricas, culturales y geopolíticas, el punto de referencia obligado para la reflexión politológica estadounidense durante buena parte del siglo xx. Hubo un modelo de partido, el británico, que se consideró el “partido responsable” por excelencia, el único que se estimó coherente con la necesidad de organizar una democracia de masas y de gobernarla. Es natural que la referencia positiva a ese modelo de partido coincidiera con la referencia también positiva al modelo de gobierno de partido que lo hizo posible en Gran Bretaña, el cual no debe confundirse con su específica configuración institucional, el sistema parlamentario en cuyo interior se concretó. La denuncia de Schattschneider en 1942 (véase el capítulo i) de la ausencia de un interés científico por los partidos por parte de la comunidad de politólogos estadounidenses fue sin duda exagerada. Por cierto, el legado de la cultura política nacional, o bien de la visión federalista de la repú blica constitucional como gobierno opuesto a las facciones,

cuyos emblemas son El federalista número 10 de Madison y el famoso Farewel! de Washington, contribuyó bastante, durante buena parte del siglo pasado, a sembrar la descon fianz teórica hacia los partidos, considerados, en el peor de los casos, como la expresión de una degeneración ins tituciona de la república, o bien, en el mejor de los casos, poco más que males necesarios e inevitables de su reproduc ció biológica (Hofstadter, 1969). Así, fue el biitánico Bry c (1891) quien subrayó, hacia fines del siglo xix, la impor tanci del nuevo papel desempeñado por los partidos en la

¡ política estadounidense: representaban el instrumento que hacía funcionar, y que había hecho funcionar hasta enton ces el sistema de gobierno separado ideado en Filadelfia en 1787 en presencia de un electorado de masas. Además, Biyce consideraba que esa función ejercida por los parti Madiso escribe el 23 de noviembre de 1787 en lo que se

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convertiría en El federalista número 10 (Hamilton y otrs, 1997: 90 y 91): “La falta de estabilidad la injusticia y la confusión que rinan en las asambleas populares son la expresión, por cierto, de los males mortales que afectan a los gobiernos populares en todas partes; éstos continúan brindándoles a los adversarios de la libertad los mejores y más fecundos argumentos para sus floridas y declamatorias invectivas.[...] Todo esto se debe principalmente, Si no completamente, al carácter faccioso que hace que nuestra administraCiÓn pública carezca de coherencia y de justicia”. No está menos preocupado George Washington cuando se expresa de este modo en su “Discurso del adiós” pronunciado el 17 de septiembre de 1796 en ocasión del anuncio de que no aceptaría una tercera reelección para el cargo de presidente (MacArthuq 1995: 08): “[Amigos y conciudadanos] E...] permítanme advertirles, de la manera más solemne, contra los efectos venenosos del espíritu de partido. Este espíritu embargo, es inseparable de nuestra naturaleza, y tiene sus ralees en las pasiones más fuertes de la mente humana. Esto podemos enCOntrai.lo de distintas maneras, en todos los gobiernos [.1. Pero en los poPulares [....] representa el peor enemigo. El dominio alternado de una facción Y de otra, que agudiza el espíritu de venganza propio de las animosidades Partidanas que en diferentesépocas y en diferentes países han generado as monstruosidades más horrendas, constituye en sí mismo un espantoso cespotlsrno. Es curioso que, a pesar de semejante cultura antipartidaria, a gunos de los padres fundadores de la nueva república hicieran surgir el Primer sistema moderno de partidos del mundo.

84 LA COMPARACIÓN dos estadounidenses los había vuelto merecedores de una investigación, ya que resultaban mucho más significativos que sus homólogos europeos, sobre todo teniendo en cuenta la mayor complejidad institucional del contexto en el que debían desempeñarse. A pesar de esta “partida incierta” (Epstein, 1986: 10), la ciencia política, desde su formación como disciplina, de ninguna manera subestimó a los partidos políticos, y fue de inmediato consciente de su utilidad para el funcionamiento del sistema político. Los estudios de Ford (1898) y de Merriam (1922), y el artículo de Beard (1917), entre otros,constituyeron expresiones significativas de esta conciencia. En ellos no sólo se enlazan descripciones y críticas de ios partidos, sino que la crítica se realiza a fin de revalorizarlos y fortalecerlos. Piénsese, a propósito, en la crítica del patronage2 y en el apoyo a la reforma en un sentido meritocrático del civil service de parte de Beard, deseoso de ver dirigirse a los partidos hacia una identidad programática y de principios, O bien en la posición radicalmente anti-machine de Merriam (1908), quien contemplaba con gran escepticismo la introducción de las primarias, en las que veía una amenaza potencial a la cohesión interna de los partidos. En resumen, aun cuando Croly (1914) escribió a favor del desmantelamiento de los partidos y, aun antes, también Ostrogorski, en el mismo período, propuso incluso, en el te-

EL LÍDER Y EL PARTIDO EN ESTArOS UNIDOS 85 rreno teórico, su sustitucjón, desde comienzos del siglo xx en la ciencia i5olftica comenzó a advertjrse cada vez más una posición favorable en cuanto a la utilidad de los partidos y un moderado optimismo en relación con la posibilidad de su reforma. No se registran en la literatura científica de los dos primeros decenios del siglo pasado posiciones favorables a la institucionalización de los vínculos directos entre el Poder Ejecutivo y los electores en sustitución de los existentes entre estos últimos y los partidos, justamente porque se había extendido la opinión de que era necesario confiarles a los partidos (si bien reformados) la tarea de organizar estos vínculos Con el estudio de Merrjam de 1922, donde se destaca la función positiva de la intermediación institucional desempeñada por los partidos y se reconoce la conveniencia de reformas para impulsarlos a la consecución de fines públicos, y no autorreferenciales se cierra este período de la reflexión científica. Los AÑOS TREINTA Y CUARENTA DEL SIGLO Xx Ura vez que se reconoció que la visión individualista de Ostrogorskj y de Croly no podía funcionar con un electorado de masas, y una vez que se reconoció también que los partidos “Esc-ibe Ostrogorski en su estudio sobre los partidos estadounidenses (1910: 43): “Mi punto de vista consiste en colocar a todos los candidatos en Pie de igualdad frente al electorado E...]. La ausencia de todo símbolo partida- fo en la boleta obligará a las grandes masas de los electores a fijarse con más atención en los individuos que se presentan como candidatos, en vez de votar de a manera mecáca por un símbolo”. Y también (Osn-ogorski, 1910: 441) expresa. “Ej partido, que debe hacerse cargo de una r1anera general de numerOSp 5 y diversos problemas, tanto de hoy como de mañana, debería dejar su ugar a organiracjo5 especiales, limitadas a objetivos específicos, que se forrnen y reformen de una manera espontánea, sobre la base de, por así decirlo, OS cambi en los problemas de la realidad y el juego de opiniones que esto ImPlica». Para una discusión acerca de los orígenes de la “política sin partidos”, Véase Quagliar0 (1993).

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Por patronage se entiende la utilización de puestos públicos con fines partidarios. Es obvio que donde existe patronage no puede haber un civil serVice profesional. El patronage fue un efecto del spoil system introducido por el presidente Jackson (véase el capítuloi, nota 7). Se definía como mach me la organización de partido construida jUS tamente para el control del botín público. Un partido-máquina formidablemente capaz de integrar en el proceso electoral a los inmigrantes que llegaban en oleadas al país y, por lo tanto, de premiar la fidelidad electoral de estos últimos distribuyendo puestos públicos disponibles en los diversos niveles del sistema institucional, desde ios condados hasta el centro federal.

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eran más necesarios que nunca en un sistema institucional como el estadounidense de separación múltiple de poderes, la ciencia política de ese país se encontró en la necesidad de conciliar ese reconocimiento con una visión actualizada y realista de la democracia. Por estos motivos, en las décadas de 1930 y de 1940 la reflexión acerca de los partidos contribuyó a una revisión significativa de la teoría (normativa) de la democracia. En los estudios de Friedrich (1946), de Maclver (1947) y de Finer (1949), los partidos políticos se consideraron necesarios para concretar una concepción de la democracia como sistema competitivo en el cual los ciudadanos eligen al que debe tomar las decisiones. Esta concepción sería formalizada por Schumpeter en 1950. La concepción del partido como un grupo con un líder y de la democracia como un sistema destinado a elegir entre grupos con un líder que compiten entre sí, no parecía tener entre sus promotores una connotación restrictiva: después de todo, incluso entendidos de esta manera, los partidos se veían obligados en razón de su naturaleza a perseguir metas generales, buscando el apoyo de vastos sectores del electorado. Para estos autores5 era precisamente en este punto donde se podía hacer la distinción entre los partidos y los grupos de presión, porque estos últimos no necesitaban (ni se les exigía) buscar ese apoyo: se limitaban a organizar el impacto de los intereses organizados, fueran particulares O especiales, representados por ellos en la política pública. Antes del desarrollo del análisis comparado de los partidos, desarrollo que se produce después de la Segunda Guerra Mundial, la ciencia política estadounidense había consolidado ya un punto de vista científico y político favorable a los partidos, cuya acción se consideraba indispensable para recomponer un sistema de gobierno separado y para volver a equilibrar el excesivo poder de quienes poseían la riqueza

económica. No obstante, el partido que se tenía en la mira era en general de tipo confederado —pues confederaba las organizaciones estatales de partido—, muy descentralizado, privado de una fuerte y permanente identidad programática y, por lo tanto, marcado por la personalidad de sus líderes nacionales y locales. En resumen, el “partido estadounidense”, tal como surgió de una larga competencia política, se convirtió en un sistema de fracturas múltiples en el plano territorial y social, y de separaciones múltiples en el institucional. Sin embargo, al fin de la Segunda Guerra Mundial, el contexto en el cual se había desarrollado la reflexión científica cambió de una manera sustancial. El fin del conflicto bélico le dejó al país como herencia grandes problemas internos e internacionales que no era posible afrontar de una manera adecuada a los medios políticos e institucionales existentes. Las nuevas responsabilidades internacionales del país y las crecientes responsabilidades públicas con respecto a la sociedad y la economía nacionales hacían imprescindible la creación de instrumentos más centralizados de formación de las decisiones de gobierno. Si las nuevas responsabilidades internacionales habían llevado a un refuerzo del poder decisional de la presidencia, las transformaciones sociales y económicas internas no disponían de un organismo igualmente adecuado para poder gobernar la dinámica a veces tumultuosa de sus cambios. Además, la expenencia de i presidencia del demócrata Truman (1945-1948), que sustituyó a Roosevelt a su muerte,6 y después la del propio Truman (19494952) apoyada esta última por una mayoría demócrata en la cámara y en el Senado durante todo el mandato, Pusieron dramáticamente en evidencia las dificultades para promover incluso en Estados Unidos, ese welfare state de tipo 6 Como es sabido, Frankjin D. Roosevelt había sido elegido presidente Por cuaua Vez consecutiva en 1944 con Tniman como cepresidente. A la muerte de Roosevelt en 1945, Timan asumió la presidencia por casi todo el efod0 de Cuatro años, como lo establece, obamente, la Constitución.

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Según una línea interpretativa que precisará más adelante Sartori (1976).

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universalista que en el mismo período se estaba constituyendo en algunos países europeos regidos por gobiernos reformistas. El contexto global institucional y político neutralizaba las tentativas de los reformadores estadounidenses, limitando sus iniciativas legislativas o directamente favoreciendo la inversión del signo político de las anteriores medidas innovadoras. Pensemos, entre otras, en la Taft-Hartley Act de 1947 que, si bien reconocía el poder adquirido por las organizaciones sindicales en la negociación colectiva gracias a la Wagner Act de 1935, luego establecía severas condiciones restrictivas a su posible uso. Y esto ponía todavía en un más flagrante contraste la experiencia británica, que, gracias a un distinto contexto institucional y político, estaba experimentando la extraordinaria y exultante construcción de un welfare state universalista, que combinaba de una manera radicalmente distinta a las del pasado la solidaridad social con la eficiencia económica. Sin embargo, en ese contexto, lo que más les llamaba la atención a los especialistas estadounidenses era la eficacia gubernamental: o sea, la posibilidad de cumplir con los objetivos prograrnáticos del gobierno. Esta eficacia que se consideraba la expresión de un partido, el laborista, disciplinado y unido, un partido que le había brindado al gobierno que lo representaba, el conducido por Clement Attlee, los recursos necesarios para sostener, durante el período legislativo completo, de 1945 a 1950, pero en realidad hasta fines de octubre de 195l, sus iniciativas para reformas de largo aliento. Por lo tanto, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña se presentaba a los ojos de muchos especialistas estadounidenses como un punto de referencia ideal, no por las características generales de su organización El líder laborista Clement Attiee presidió dos períodos de gobierno, el primero desde julio de 1945 hasta febrero de 1950 y el segundo desde febrero de 1950 hasta octubre de 1951. A los gobiernos laboristas de Clement Attlee lees siguió el gobierno conservador de Winston Churchill, desde octubre de 1951 hasta abril de l95

institucional, sino por el comportamiento concreto de sus partidos, y en especial del laborista (Epstein, 1980). En resumen, la existencia de un partido cohesionado y programático demostraba que era posible seguir, pacífica y coherentemente, estrategias de reforma tendientes al socialismo democrático, incluso en un gran país occidental. De este modo, las circunstancias en ese país despertaron en los estudiosos estadounidenses un renovado interés por los partidos políticos británicos, y por el laborista en particular, que se reflejó de inmediato en el debate interno de la comunidad científica, al punto de impulsar a esta última, como asociación profesional (la American Political Science Association —APsA—), a presentar una propuesta formal de reforma del sistema de partidos. LA RESPONSABILIDAD: PRIMERA CONTROVERSIA Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial y hasta finales de los años sesenta del siglo xx, luyo lugar en el seno de la ciencia política un acalorado debate en torno al terna de los partidos políticos. El núcleo del debate fue el concepto de responsabilidad política (Ranney, 1954, capítulo u). Las distintas interpretaciones de este concepto dieron origen en la comunidad científica a la formación de un par de controversias (Everson, 1980, capítulo 1). La primera enfrentó a los defensoresde las organizaciones partidarias estadounidenses, tal como habían surgido del largo desarrollo político del país, con los promotores de una reforma de los partidos para volverlos más centralizados, más nacionales y, en consecuencia, más responsables en cuanto a la acción de gobieo La segunda çontroversia, en el campo de los reformadores se entabló entre los que favorecían una interpretación del partido como grupo articulado en torno a un líder y los que en cambio preferían un partido abierto y participativo. Veamos por separado este par de controversias.

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En relación con la primera, los defensores de los partidos tradicionales gozaban de un sólido fundamento en la ciencia política estadounidense. Desde Ford (1898), Sait (1927) y Herring (1940) hasta Rarmey y Kendall (1956) y Banfield (1964), podemos rastrear una línea interpretativa, bastante coherente y orgánica, que destaca no sólo a los partidos políticos en cuanto tales, sino sobre todo las características organizativas que estaban asumiendo en la historia del país. Para Kendall, Banfield y Ranney, la naturaleza descentralizada de los partidos estadounidenses, su limitado carácter ideológico y pro- gramático, su porosidad y permeabilidad, la ausencia de una membership de masas e incluso las incongruencias de su acción institucional reflejaban sus virtudes más que sus defectos. En algunos casos, esta apreciación llegó al punto de valorar de una manera positiva la práctica del patronage, que esos partidos ejercieron antes y después de las reformas del período progresista a fines del siglo xix y a principios del xx. Las “botellas vacías” de Bryce, en esta línea interpretativa, demostraron en realidad constituir organizaciones extraordinariamente “llenas”, ya que eran capaces de mantener unido a un país desgarrado territorial, social y culturalmente. Para expresarlo en los términos de Ranney, el pluralismo extremo (e irrepetible en cualquier otro lugar) del país no podría haber soportado la acción de partidos coherentes, disciplinados y programáticos, acción que se consideraba que sólo en una democracia plenamente mayoritaria podía desarrollarse de una manera positiva. Con el infaltable recuerdo de la dramática experiencia de la Guerra Civil (1861-1865), los autores que se reconocían dentro de esta línea interpretativa destacaron la función de los partidos políticos como intermediarios entre la sociedad Y el Estado, mayor que la del gobierno mismo. Para estos autores, era la responsabilidad de los partidos çonciliar el principiO de la mayoría con el principio de defensa de las minorías, a través de una serie de negociaciones entre una pluralidad de diferentes intereses territoriales, econdmicos, sociales, étfll co

y culturales. Estas negociaciones no podían dejar de tener como consecuencia una cierta incoherencia programática. Después de todo, los partidos, justamente porque se los consideraba una confederación de minorías, reflejaban la sociedad que representaban y le ofrecían oportunidades de recomposición más que directivas de gobierno. Siendo así las cosas, la transformación de los partidos en organizaciones coherentes y centralizadas hubiera mplicado arriesgar la estabilidad social e institucional. Y, además, las ventajas de semejante transformación podían lograrse incluso sin ella: después de todo, a pesar de sus características, los partidos habían sido capaces de promover una experiencia como la del New Deal, mientras en Gran Bretaña, en la década de 1930, no sólo el Partido Laborista se había demostrado incapaz de afrontar de un modo innovador la gran crisis económica y, por lo tanto, quedó excluido del gobierno, sino que toda la acción gubernamental de la década estuvo por debajo del nivel de exigencia que la situación requería. Esto fue así quizá porque la debilidad prograrnática de los partidos estadounidenses quedó compensada por los recursos puestos en juego por el presidente, quien utilizó la crisis para acrecentar su influencia en el proceso decisional. De esta crisis, de hecho, surge la presidencia moderna, distinta de la presidencia constitucional del largo período precedente (véase el capítulo iv). A los defensores del partido tradicional se opusieron, desde una concepción distinta de la responsabilidad política, los Promotores de la reforma de los partidos, es decir, los especialistas que, sin negar la importancia histórica de los partidos estadounidenses consideraban que las organizaciones tradiCionales resultaban inadecuadas en el nuevo contexto de la democracia posbélica. Para los promotores de la reforma, los cbios produçjdos en la estructura, en las dimensiones y en lOS objetivos d gobierno habían creado un nuevo contexto decisioflal En este nuevo contexto, los partidos no podían ya liraltarse a acomodar los múltiples y variados intereses eri una

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vasta representación coalicional. Por el contrario, justamente para manejar con eficacia los problemas de una sociedad con un alto grado de industrialización y para guiar con coherencia una potencia mundial, los partidos debían cumplir al menos con tres cometidos fundamentales: en

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primer lugar, actuar como instrumento colectivo de la responsabilidad gubernamental; en segundo lugar, actuar como instrumento de organización y de legitimación institucional de una mayoría política; en tercer lugar, actuar como instrumento de una competencia entre intereses y valores en contraste, de modo de darle sentido a la democracia política del país. Estos cometidos remitían a la plena aceptación de la viSión mayoritaria de la democracia. Los partidos —escribían Schattschneider (1948), con mucho énfasis, y Key, (1958), cón más moderación— deben demostrar ser capaces de reconocer a una mayoría política y demovilizarla, no sólo porque la plena competencia bipartidaria es la única condición para una democracia vital, sino también porque la movilización de una mayoría política constituye el instrumento más eficaz para contralTestar la influencia de la comunidad de los negocios (es decir, según Schattschneider, [1956: 197], la de la “mayoría económica”). Así, para estos autores, y para Schattschneider en particular, el “mayoritarismo” político constituía la premisa del igualitarismo social. Y, de una manera más generaL constituía el antídoto contra una posible captura del gobierno federal por parte de esos poderosos grupos de presión, que expresaban las grandes transformaciones económicas y sociales producidas por la gran crisis de los años treinta y luego por el subsiguiente conflicto bélico.

93 ciando poco a poco, sobre todo en relación con el modelo de partido que uno y otro sector consideraban el más adecuado en el nuevo contexto de la política estadounidense. En el interior de esta contraposición, vale la pena destacar la figura de Schattschnejder, quien contribuyó a la elaboracióñ de ambas posiciones en conflicto: un síntoma de la fluiiidez del debate, y, tal vez, del carácter in pro gress de la investigación teórica y política que suscitaba. Los dos modelos de partidos propuestos, si bien inspirados en una común lógica mayoritaria y realizados sin ninguna exigencia de una reforma Constitucional más general, remitían a diferentes concepciones de la democracia. En lo que respecta al modelo de partido, si bien dentro de una perspectiva común de un partido programático, la controversia tuvo lugar entre quienes optaban por un partido entendido como organización de un competing team (un equipo formado para competir) y quienes optaban por un partido entendido como organización de un policy mandate (un equipo depositario de un mandato electoral programático). De una manera más general, esa controversia tuvo lugar entre dos escuelas de politologfa, entre dos interpretaciones de un gobie0 de partido responsable. Veamos la primera escuela: SUS exponentes Schattschnejder (1942) en primer lugar, pero tambj Key (1958), se remontaban sin duda a la tradición Política organjzatjv de los partidos estadounidenses, la del Partido como un grupo con un líder, que ya hemos visto, pero también porgan el énfasis en la necesidad de una modernización de esos partidos, en el sentido de una evolución hacia un modelo de partido cohesionado, centralizado y nacional. El acento recae una vez más sobre el liderazgo. Ese acento, sn embargo, se coloca desde una perspectiva diferente acerca de la función de los partidos. No se supone ya que sean u simple instrumento para la acomodación de intereses, sino mas bien organizaci para crear una mayoría de gobierno. 1 egun estos especialistas la modei-njzacion de los partidos po itic0 esta destinada a producir un cambio de su naturaleza

LA RESPONSABILIDAD SEGUNDA CONTROVERSIA Incluso compartiendo algunos presupuestos los reformado res de los partidos políticos estadounidenses se fueron diferefl

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para ponerlos en condiciones de funcionar con eficacia como motores de regulación de las mayorías. Al competir entre sí para lograr el apoyo de la mayoría del electorado, los partidos permiten simplificar las alternativas electorales. En este sentido, su reforma constituye la condición necesaria para volver eficaz esa

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competencia, y, en consecuencia, impulsar a los partidos hacia una mayor responsabilidad con el electorado. Como bien se señaló (Everson, 1980: 23, notas 36 y 38), los promotores de esta visión del gobierno de partido tomaban como punto de referencia la experiencia británica, pero la del partido conservador de ese país. De hecho, la idea de partido como competing team provenía de la teoría tory de la democracia (Beer, 1965), según la cual ésta no implica necesariamente una participación de ios ciudadanos o, en este caso específico, de los miembros del partido, en la elaboración y definición del programa político. La tarea de elaboración y definición son propios de la dirigencia del partido (es decir, del team) cuya cohesión interna podría incluso quedar amenazada por una democratización del proceso decisional. La competencia entre (dos) partidos debe concretarse en la competencia entre dos governing teams (equipos de gobierno) cohesionados en cuanto a su organización y con una identidad programática: al electorado le corresponde sólo el cometido de seleccionar un gobierno, en el sentido de un equipo de gobierno con su programa, y no de contribuir a la definición de una política, o sea de un programa con sus políticas. La cohesión, la centralización y la nacionalización de los partidos aparecían, desde esta perspectiva, como condiciones necesarias para hacer posible el juicio de los electores sobre el rendimiento de los distintos tearns, y por lo tanto, para aumentar su grado de responsabilidad política. Schattschneider (1942: 60) fue el primer propulsor de una concepción rigurosamente elitista de la democracia de partidos. La democracia, para este especialista en ciéncia política se cumple sólo en la competencia entre dos partidos, no dentro de

cada uno de ellos, según la fórmula conocida como “democracy between parties and not within parties” [“democracia entre los partidos y no sin los partidos”]. Coherente con la tradición to!y, Schattschneider negó que la democracia intrapartidaria pudiera constituir una condición de la democracia interpartidaria; aún más, le parecía que la consecución de la primera podía llegar a convertirse en un obstáculo para el pleno desarrollo de la segunda. Así, para este estudioso, el objetivo de la reforma debía ser neutralizar la descentralización de los partidos políticos estadounidenses favoreciendo su cohesión en torno a líderes nacionales, quienes a su vez deberían considerarse responsables sobre todo con respecto a sus electores, más que con respecto a los miembros de sus partidos. La segunda escuela, representada sobre todo por un comité de la APSA (1950), y presidido curiosamente por el mismo Schattschneider enfatizó en cambio el aspecto participativo que debía caracterizar a los partidos: en este caso, la democracia se entiende como una competencia entre partidos capaces de garantizarles a los electores una opción entre alternativas programáticas, las cuales deben quedar definidas por una participación directa de los miembros del partido en los procesos internos de formación de los programas. Por lo tanto, la calidad democrática del sistema político depende no sólo de la claridad de la competencia entre los partidos, Sino también, y sobre todo, del grado de apertura del proceO S1ecisional interno de cada uno de ellos. El objetivo de esta apertura ‘consiste en favorecer la formación y el desarrollo de partidos políticos portadores de programas coherentes, o Sea, en gran escala, a largo plazo, capaces de armonizar las diferentes propuestas políticas y aptos para ampliar continuamente 1epresentatjvjdad social. Estos logros exigen la Concreción de un modelo organizativo que favorezca y estimule la participación activa de los miembros de los partidos. Tarnbj11 en este caso, la referencia principal es un partido ritanico corno es obvio, el laborista. La APSA hizo suya la

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concepción laborista de democracia, entendida como el sistema que permite la elección entre conjuntos de policy alternatives, definidas a través de una participación consciente de los ciudadanos dentro de los partidos mismos. De esta manera, para estos intérpretes del gobierno de partidos, la mayoría que un partido puede obtener en una competencia electoral debe ser el resultado de la adhesión a un programa de políticas, más que al equipo y al líder, a quienes les corresponde llevarlas a buen término. Si la atención se centra en el partido que gobierna, la cohesión y la centralización de los partidos son necesarias para llevar adelante, con suficiente decisión y coherencia, el programa por el cual se ganaron las elecciones y si, en cambio, se considera al partido de la oposición, esas cualidades son necesarias para ofrecer una clara alternativa programática con

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vistas a sustituir, en subsiguientes elecciones, al partido rival si este sufre un eventual revés. La democracia dentro del partido, o sea la participación de los miembros del partido en la definición de sus líneas programáticas, constituye la condición necesaria para la formación de partidos cohesionados y centralizados, portadores de programas de interés nacional. En este caso, pues, la participación se concibe en un sentido exactamente opuesto al de la perspectiva precedente, la del gobierno de partidos, y constituye en rigor la garantía de un desarrollo cohesionado y centralizado de los partidos, y no su obstáculo. Los PARTIDOS Y EL PRESIDENTE Si bien con una interpretación común de los partidos y del gobierno de partidos, en esta escuela del policy mandate se empezó a generar un virulento debate en torno al probleflha crucial de la función del presidente y de la naturaleza de SU liderazgo en el sistema propuesto de gobierno de partidos En el informe de la APSA, en especial en los puntos 37 y 38, el

97 proyecto de democratización de los partidos tiene también como objetivo favorecer el desarrollo de procesos más eficaces para la selección.de los líderes. La propuesta de primarias directas para la selección de los candidatos; la invitación a los comités de los partidos para proponer y hacer públicos, antes de las elecciones directas, los nombres de ios candidatos que se consideran representativos de la organización; el pedido de que el papel más importante en el plano decisional se les confíe a los comités nacionales de los partidos; la solicitud para fortalecer la organización de los partidos en el Congreso y de este modo a su dirigencia democráticamente elegida: estas y otras propuestas tendían a articular los procesos de democratización y de fortalecimiento organizativo de los partidos con la necesidad de favorecer la afirmación en su interior de líderes con autoridad, además de brindarles un Sostén institucional estable. En especial para la APSA, el gobierno de partidos y el gobierno de los partidos implicaban la organización de un sistema de selección de los líderes, y de un modelo de organización coherente con éste, que incentivara la colaboración entre ellos, , por lo tanto, la afirmación de una concepción Colectiva de la responsabilidad de la dirección política. La existencia de una dirigencia colectiva homogénea y coheSionada, constituida por los líderes de las organizaciones de pal tido, de los partidos en el Congreso y del presidente, se COns1daba como la condicion para hacer funcionar, segun la logica mayofltaria un sistema de gobierno separado que, de otro modo, podría paralizarse a causa de continuos COflfli0 institucionales Asi Woodrow Wilson una vez que llego a la presidencia (1913-1920) considero que el gobierno de partidos se podia concretar solo a traves del impulso de U lidr presidencial (Ranney 1954 capitulo 3) y segun la APSA (Ranney 1954 39-44) el presidente debia ser estimu :do Para actuar como el lider de un team y como tal debia flCOntrarse en las condiciones institucionales que lo hicie 4

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ran sentirse responsable también en relación con los demás miembros del equipo. La posición de Wilson fue retomada por otros especialistas que también adhirieron a esta segunda escuela del gobierno de partidos, pero que terminaron por disentir de ésta en cuanto a la función del presidente. Burns (1963; 1978) es sin duda el exponente más autorizado y convencido de la necesidad de un liderazgo personalizado del gobierno y del partido. Para este estudioso, un partido cohesionado requiere por fuerza un líder con autoridad, esto es, sin ese liderazgo personal la capacidad misma del partido de conquistar a la mayoría del electorado se vería seriamente amenazada. Además —y teniendo como punto de referencia la experiencia de Kennedy—, para Burns el partido debía transformarse en un verdadero partido presidencial. Sólo el presidente tiene la capacidad de guiar a la mayoría en el Congreso, si es de su propio partido, o bien lograr la formación de una mayoría transversal, si su partido se encuentra en minoría en el Legislativo. Aunque Burns nunca citó el modelo británico, su posición favorable a un gobierno de partidos con

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un presidente con autoridad parecía un intento de hacer funcionar el sistema de gobierno estadounidense como el británico, aunque sin tocar sus características institucionales, a través del recurso del liderazgo del presidente. En otros términos, para Burns el presidencialismo estadounidense podía originar resultados análogos a los del parlamentarismo británico, en términos de efectividad y de responsabilidad de la acción gubernamental, en la medida en que sus principales actores, los partidos, fueran capaces de adecuar sus comportamientos en relación con los objetivos que se deseaba alcanzar. En consecuencia, se propuso avanzar hacia la formación de un partido nacional, estructurado en torno a una organización cohesionada y caracterizada programáticamente, dirigido por un presidente con autoridad, o de un candidato a lapre sidencia con autoridad. En resumen, algo parecido al par-

99 tido parlamentario británico que se reúne con regularidad bajo la dirección del primer ministro o del jefe del gobierno en las sombras (líder de la oposición y del sliadow cabinet), y disciplinadamente conduce la acción legislativa, que es expresión del programa general establecido por los miembros del partido en la convención nacional anual. Las sugerencias de reforma que surgen dél conjunto de estas posiciones teóricas no implicaban ningún cambio en él sistema de gobierno; por otra parte, se consideraba que esto no se podía proponer al electorado. Más bien subrayaban la necesidad de una transformación en el comportamiento de los partidos por medio de autorreformas que estimularan nuevas modalidades de funcionamiento, y justificaban esas propuestas por la naturaleza, por así decirlo, extraconstitucional de sus actores políticos. EL ASCENSO DEL PARTIDO DE CANDIDATO

No obstante los reclamos surgidos a lo largo de este debate, los partidos estadounidenses cambiaron con lentitud en los primeros veinte años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El ascenso del presidente, y en consecuencia de la presidencia, en las décadas de 1930 y de 1940, no alteró su tradicional organización descentralizada, aunque contribuyó a nacjoa1jzar perspectiva (Lunch, 1987). Además, como lo planteaba Milkis,8 la presidencia moderna, inaugurada por FrankJi D. Roosevelt, había justificado su propia primacía decisional sobre el Cóngreso sobre la base de su superior cah 8Mi&1s eschbjó (1993: 5):”En resumid cuentas, el Paido Dernócra se a convejdo durante la década de 1930 en el partido que le puso fin a todos OS Pidos. Bajo el liderazgo de Roosevelt, ese partido se empeñó en la conb. 0c1?0 de un programa que finalmente le restó toda importcia al sistema b.Pdano, instituyendo Ejecutivo moderno como focos pncip del goie 0 rep1esefltativo de Pstd TTniç’

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pacidad de representatividad social. De esta manera el presidente y el Congreso se separaron por completo. En esos veinte años, sin embargo, la sociedad y la política estadounidenses cambiaron de una manera notable. En la segunda mitad de la década de 1960, con la división del país en relación con la intervención militar en Vietnam, maduraron un conjunto de contradicciones y conflictos de larga data. Las tensiones que estallaron de una manera dramática en el verano de 1968 en Chicago, en la convención nacional del Partido Demócrata, impusieron en la escena pública, con una radicalidad sin precedentes, incluso si se la compara con la experiencia progresista de principios de siglo, el tema de la democratización de los partidos políticos. Esta vez, sin embargo, la controversia acerca de los partidos políticos no tomó como punto de referencia la experiencia británica (Epstein, 1980). Después de todo, en Gran Bretaña, ese mismo período se caracterizó por su inestabilidad política y por escasas o nulas innovaciones gubernamentales. Las reformas de los partidos políticos, realizadas en la década de 1970 en Estados Unidos, no estuvieron por lo tanto organizadas según un preciso modelo de partido (Crotty, 1982). En el proceso de reforma confluyeron culturas políticas muy distintas entre sí (Crotty, 1980). Y, a diferencia de las expectativas suscitadas por el debate precedente, estas reformas transformaron a

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los partidos en organizaciones de los candidatos, más que en instrumentos para lograr un gobierno responsable (Polsby, 1983). Fue especialmente la reforma del sistema de nominación del candidato presidencial lo que creó las condiciones para el partido de candidato. De hecho, con las elecciones de 1972 se decidió recurrir a las primarias directas para elegir al candidato presidencial. Desde entOfl ces, su utilización se difundió de una manera sistemática. Si en 1972 poco menos de veinte estados habían utilizado las primarias, en 2008 ya eran casi el doble los Estados ddflde hubo primarias presidenciales.

Estados Unidos es el primer país, y hasta ahora el único, que adoptó el sistema de primarias directas. Las primarias directas (Ranney, 1990: 182) son “un procedimiento por el cual los candidatos son seleccionados directamente por los electores en elecciones supervisadas por el gobierno más que indirectamente por los líderes del partido en asambleas, o caucuses, y en convenciones” (el énfasis pertenece al original). Las primarias directas son una modalidad de selección de los candidatos que después se presentarán a las elecciones, aunque si bien, desde un punto de vista formal, es una modalidad de selección de los delegados para la convención nacional donde luego apoyarán a un determinado candidato presidencial. Esta modalidad de selección está en las manos de quienes sostienen a los partidos, y no de los representantes institucionales del partido. Por lo tanto, las primarias directas reducen de una manera drástica el papel de los partidos, o de los líderes, en la selección de sus candidatos. Antes de 1972 esto no sucedía. En Estados Unidos es posible distinguir al menos cuatro sistemas específicos de selección del candidato presidencial (Fabbrinj, 1993) (véase cuadro ui.1). Después del sistema de autonoflzinacjón adoptado a fines del siglo xviii, durante los primeros dos decenios del siglo x, los candidatos fueron elegidos por el partido con gresual, o más bien por la elite que había Construido la nueva república constitucional. Muy pronto, aires jacksonianos empezaron a soplar contra el poder de la elite COflgreuaJ y en la década de 1830 se adoptó el sistema de la Convención nacional, por medio de la cual ese poder de selecCiÓn fue puesto en manos de los líderes de los partidos de los Estados y de las localidades, y ya no quedó restringido a la ohgarqufa del Congreso Luego, en el segundo decenio del siglo xx, se empezó a experimentar una especie de sistema mixto, es de9 Serfa bueno recordar que la primera primaria directa se implernentó en el estad0 de Wisconsin en 1903. Para una reconstrucción analítica del problema, Vease Ware 2002.

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O Hay cuatro tipos de primarias directas según el criterio de quién puede votai: las primarias cerradas (las más difundidas), en las cuales puede votar sólo quien se ha inscripto con anticipación en determinado partido (excluyendo a los que se han registrado como independientes); las primarias semiabiertas o crOS sover primaries (bastante difundidas), en las cuales se puede votar a cualquier candidato de uno u otro partido (incluso a los independientes), aunque después de haber declarado públicamente el partido que se ha decidido apoyar las pamanas abiertas (menos difundidas), en las cuales se puede votar a cualquiera sin que se exija ninguna afiliación previa o declaración pública, y por último las primarias globales o blanket pnimaries (poco difundidas), en las cuales se puede votar a cualquiera, sin que se requiera ningún registro previo o declaración Pt blica, y sin el compromiso de votar en las primarias de un solo partido, o mejor dicho, cori el compromiso de votar en las primarias de un solo partido para cada cscaio específico para el cual el candidato se ha presentado a la elección: en resumen, se puede votar en una primaria presidencial demócrata y en una primaria senatorial republicana. Sobre este punto, véase Fabbrini, 2008b.

102 cir, un sistema de selección del candidato presidencial centrado todavía en la convención nacional, aunque con la integración de sugerencias surgidas de una selección en algunas primarias directas. Este sistema, finalmente, se puso en discusión a finales de la década de 1960, para ser sustituido a partir de 1972 por el sistema de las primarias directas.’° Con la difusión de las primarias directas, la convención cuatrienal de los partidos perdió su tradicional poder decisional. Al respecto, recordemos el largo, controvertido e incierto período de las primarias demócratas en la contienda entre Hillary Clinton y Barack H. Obama, que se resolvió pocos días antes de la convención nacional. CUADRO iii.1. Selección del candidato presidencial

William McKinley

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1876 1880 1884 1888 1892 1896 1900 1904 1908 1912 19l

5

William McKinley

Convención nacional

Convención nacional

Convención nacional Woodrow Wilson con elecciones primarias

1920

Convención nacional Woodrow Wilson con elecciones primarias

Convención nacional Warren G. Harding con elecciones primarias

Año de la eleccion Candidato vencedor

.

Sistema de selecctón

1789 George Washington Autonominación

1792 George Washington Autonominación

1796 John Adams Partido congresual

1800 Thomas Jefferson Partido congresual

Thomas Jefferson Prtido congresual

James Madison Partido congresual

James Madison Partido congresual

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James Monroe Partido congresual

James Monroe Partido congresual

John Quincy Adams Legislativos estatales

Andrewiackson Legislativos estatales y .

convencionales estatales

Andrew Jackson Convención nacional

Martin Van Buren Convención nacional

William Henry Harrison Convención nacional

James K. Polk Convención nacional

Zachary Taylor Convención nacional

Franklin Pierce Convención nacional

-

James Buchanan Convención nacional

Abraham Lincoln Convención nacional

Abraham Lincoln Convención nacional

Ülysses S. Grant Convención nacional

Ulysses S. Gránt Convención nacional

1utherford B. Hayes Convención nacional

James A. Garfield Convención nacional

Grover Cleveland Convención nacional

Benjamin Harrison Convención nacional

- — Grover Cleveland Convención nacional

Theodore Roosevelt Convención nacional

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William H. Taft Convención nacional

104 LA COMPARACIÓN

EL LÍDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS 105

Esa evolución hacia el partido de candidato fue apuntalada por otras reformas. Para reducir la posterior influencia de los representantes institucionales del partido, los así llamados “unpledged delegates”, se introdujeron criterios restrictivos en relación con su presencia en las convenciones: en 1972 no fue más del 10% de los delegados, y en 2008, el 20% en la convención del Partido Demócrata y el 18% en la convención del Partido Republicano. Y, sobre todo, la función del líder del partido fue redimensionada mediante una reforma de la financiación de las campañas electorales. Entre 1971 y 1976 se aprobó, y luego se enmendó, un Federal Election Campaign Act, cuyo objetivo era introducir severos controles en la financiación privada, de las campañas electorales, además de regular sobre bases radicalmente distintas a las del pasado las contribuciones de las finanzas públicas para dichas campañas (Corrado y otros, 1997). En lo relacionado con la financiación privada, se estableció que los individuos y los grupos de interés no podían contribuir al sostenimiento de la campaña electoral del candidato elegido con una cantidad superior a los mil y los cinco mil dólares respectivamente.11 En lo que respecta a la financiación pública, se estableció que las contribuciones federales para las campañas electorales fueran traspasadas directamente a los candidatos, y no al comité electoral del partido. La finalidad de estas medidas fue sustraerle al partido el control de recursos estratégicos para su acción. La misma MQCaiFeiiigold Act de 2002, denominada así por sus promotores, cuyo objetivo declarado era disminuir la corrupción en el proceso electoral, terminó golpeando una vez más a lospartidos, al regular de una manera estricta el .11 Estas reformas (Sorauf, 1994) han puesto límites a las contribuciones que se lepuede hacer a los distintos candidatos, pero no impusieron un límite de gastospai-a la totalidad de la campaña electoral. La razón fue que la Corte Suprema, en una sentencia bastante controwrtida (Buckley vs. Valeo, 1976) consideró los gastos de la campaña electoral relacionados con el derecho a la Ibertad de expresión afirmado en la primera enmienda de la Constitucion.

2000

2004

George W. Bush Primarias directas

2008

Confirmación en una George W. Bush convención nacional ____

Barack H. Obama

Primarias diréctas

1924 Calvin Coolidge Convención nacional con elecciones primarias

1928 Herbert Hoover

Convención nacional con elecciones primarias

1932 Franklin D. Roosevelt Convención nacional

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con elecciones primari’

1936 Franklin D. Roosevelt Convención nacional con elecciones primarias

1940 Franklin D. Roosevelt Convención nacional con elecciones primarias

1944 Franklin D. Roosevelt Convención nacional con elecciones primarias

1948 Harry Truman Convención nacional con elecciones primarias

1952 Dwight D. Eisenhower Convención nacional con elecciones primarias

1956 Dv’ight D. Eisenhower Convención nacional con elecciones primarias

1960 John F. Kennedy Convención nacional con elecciones primarias

1964 Lyndon B. Johnson Convención nacional con elecciones primarias

1968 Richard Nixon Convención nacional con elecciones primarias

1972 Richard Nixon Primarias directas

1976 Jimmy Carter Primarias directas

1980 Ronald Reagan Primarias directas

1984 Ronald Reagan Primarias directas

1988 George H. W. Bush Primarias directas

1992 Bill Clinton Primarias directas Primarias directas

1996 Bili Clinton

106 LA COMPARACIÓN

EL LtDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS 107

empleo del así llamado soft rnoney que podían utilizar para sostener sus actividades de propaganda. De este modo, el efecto combinado de las reformas introducidas tuvo como consecuencia una drástica reducción de la

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función electoral de los partidos. De hecho, a partir de la década de 1970 se produjo una progresiva transformación del proceso electoral a favor del candidato (Wattenberg, 1991). En especial en lo relacionado con la elección presidencial, la personalización de la competencia se ha convertido en el aspecto más destacado de toda campaña electoral. Cada candidato se construye, gracias a los nuevos medios tecnológicos de comunicación (véase el capítulo II), una red de adherentes y patrocinadores, utiliza instrumentos propios para la elaboración de sus proyectos y crea una estructura propia de movilización política, tal como se ha comprobado, últimamente, tanto en la campaña de Barack H. Obama como en la de John McCain durante 2008. LA POL!TICA DE LOS CANDIDATOS Tradicionalmente (Everson, 1980), los especialistas esta,dounidenses en ciencia política consideraron que los partidos: políticos están constituidos por tres niveles funcionalmente autónomos entre sí, que son: el partido en relación con el electorado, el partido como organización y el partido en el gobierno. En las dos décadas que siguieron a las reformas, los partidos se debilitaron en estos tres niveles. Con las primarias directas, primero el candidato y después el presidente pudieron pasar por alto la tradicional intermediación de los partidos entre los aspirantes, o sea entre quienes ocupan los cargos públicos, y los electores. Este fue el punto de partida de la personalización de la campaña electoral. Tanto es así que a principios de la década de 1990, Aldrich y Niemi (1996: 105) escribieron que “lo que caracteriza el período de la década de 1960 en adelante es la decadenci de los partidos en el electorado y el crecimiento de los partidos

centrados en el candidato”. Es cierto que los partidos rio habían desaparecido, sino que se habían transformado en estructuras de sostén de los candidatos. Pero eran los candidatos quienes determinaban las características de los partidos, y no viceversa. Fue el presidente Clinton quien definió al Partido Demócrata, y no viceversa. Sin embargo, la situación volvería a cambiar. La institucionalización del gobierno dividido entre 1969 y 2000, la homogeneización social y cultural de los electores de los dos partidos y, sobre todo, la conquista por parte del Partido Republicano de un segmento de una elite neoconservadora altamente ideológica e inusualmente organizada, condujeron a una reorganización del sistema de partidos, sobre la base de los partidos congresuales. Con la conquista republicana de la mayoría en el Congreso después de las elecciones a mitad del mandato en 1994, se inició un verdadero proceso de reconstrucción de los partidos. El fortalecimiento de los caucuses (o grupos) congresuales republicanos fue acompañado por una centralización y una nacionalización de las organizaciones extrainstitucionales. Lo que les faltaba a los republicanos era un líder que pudiera transformar la nueva mayoría congresual en un gobierno de partido dirigido por el presidente. Fueron las controvertidas elecciones presidenciales de 2000, con la victoria del candidato republicano George W. Bush y la confirmación de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes y por lo tanto la conquista, de parte de los republicanos, de una n1ayoríatambién en el Senado, lo que creó las condiciones para iniciar una nueva era para los partidos. El partido del candidato dejó su lugar al partido del presidente, vinculado a partidos congresuales centralizados y sostenidos por una organjzacj11 extrainstitucional nacional. Así, durante las dos presidencias de George W. Bush (200 1-2008), el Partido Republicano organizado y cohesionado se convirtió en un Instrumento a completa disposición del presidente. Alguien lo definió como la versión estadounidense de un partido le-

108 LA COMPARACIÓN

EL LÍDER Y EL PARTIDO EN ESTADOS UNIDOS 109

ninista que, en el Congreso, vota disciplinadamente a favor de todas las propuestas del presidente y fuera del Congreso moviliza de manera incesante al electorado para sostener la “misión del presidente”. En resumidas cuentas, funciona como el aparato weberiano de la presidencia “plebiscitaria” (Frank, 2006). Tanto es así que el presidente George W. Bush, en su doble mandato, tuvo que usar una sola vez el derecho a veto para frenar una ley aprobada por el Congreso. Por lo tanto, aunque después de las reformas de la década de 1970 los partidos se convirtieron en “vehículos (políticamente) vacíos” (Katz y Kolodny, 1994), a principios del siglo xxi esos vehículos se transformaron en instrumentos esenciales para el ejercicio del liderazgo presidencial. Puede decirse que ese resultado —la centralización, la nacionalización y la presidencialización del Partido Republicano en particular— correspondía a las expectativas de los especialistas que habían participado en el debate posbélico acerca del gobierno de partido responsable. La centralización y la nacionalización de los partidos políticos constituyeron

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los objetivos que caracterizaron sobre todo a la propuesta de reforma de la APSÁ, y la presidencialización a la de Burns. La experiencia del presidente George W. Bush (200 1-2008)reha- bilitó el aporte de los reformadores que habían participado del debate posbélico. Sin embargo, esa rehabilitación tuvo un carácter paradójico. Esos reformadores, de hecho, tenían en mente un gobierno de partido controlado por una democracia moderada y conducido por presidentes liberales, en la tradición de F. D. Roosevelt, mientras el gobierno de partido que se concretó en el año 2000 celebró el triunfo de un Partido Republicano que se había vuelto conservador de una manera radical y estaba además dirigido por un presidente que no toleraba ningún control institucional o político. No sorprende que semejante gobierno de partido haya resultadO más un peligro que una ventaja, hasta el punto de encarnar una remozada presidencia imperial (Rudalevige, 2005).

CONcLUSIÓN En Estados Unidos, los partidos se vieron perjudicados por el ascenso del presidente, o más bien por la institucionaliza ció de la separación de poderes. Durante el largo período del gobierno congresual del siglo xix, cuando el Legislativo tenía la primacía institucional, los partidos lograron forta lecers y prosperar. El gobierno presidencial del siglo xx, multiplicando la arena de las decisiones gubernamentales, terminó por diluir su función. La vinculación directa entre el presidente y los ciudadanos acabó por reducir la necesidad de su intermedjacjón, y la separación de poderes ios debilitó aún más. Por este motivo, los sistemas de fusión de ios po deres en especial los parlamentarios, tienen partidos más fuertes, ya que pueden concentrar todos sus recursos en una única institución, el Parlamento, que debe tomar las decisio ne fundamentales. Luego de la Segunda Guerra Mundial se planteó la urgencia de revitalizar la función de los partidos, y se bosquejaron las condiciones para un gobierno de parti do Pero la ulterior evolución de aquellos los condujo en la dirección opuesta a la de un gobierno de partido: los condu j al partido del candidato. Además, entre finales del siglo pasado y principios de éste, también el partido de candidato se transformó. Sobre todo en lo que respecta al Partido Republicano, su presidencialización fue acompañada por una centralización y por una nacionali zación En esos años hubo un verdadero gobierno de partido. Un gobierno de partido, sin embargo, que se propuso cuestio na de una manera radical el equilibrio entre las instituciones — del gobierno sepárado En el sistema de separación de los po deres ya que no hay un “lugar” ni un “papel” para la oposición Una .vez que el Congreso renuncia a su función constitucional de contrapeso del presidente, este último se puede imponer lisa y llanamente como un “comandante en jefe”. Y esto su cedi durante las dos presidencias de George W. Bush, facili [

110 LA COMPARACIÓN tado por el sentimiento de inseguridad popular suscitado por los dramáticos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. ¡ De ahí el desconcierto de los especialistas (Hacker y Pierson, 2005) con respecto a una presidencia que se volvió imperial. El sueño liberal de la APSA y de Burns se concretó bajo la forma

EL GOBIERNO PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOSde una pesadilla neoconservadora.

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INTRODUCCIÓN Una vez considerada la evolución histórica de las relaciones entre el partido y el candidato, es posible indagar las características específicas del liderazgo presidencial, tal como se ha ido configurando después de la Segunda Guerra Mundial. Con el pasaje de la presidencia constitucional del siglo xix a la presidencia moderna que se impuso en el siglo xx se crearon nuevas condiciones para el ejercicio del liderazgo presidencial. Si se quiere entender este último, ya no basta con referir- se a los instrumentos legales de los que disponía el presidente (Corwin, 1957; Rossiter, 1956; para un desalTolio posterior véase el volumen editado por Tulis y Bessette, 1981). De hecho, la Constitución, que continuaba previendo los mismos dispositivos de check and balances entre los distintos organismos del gobierno para generar un control recíproco, no pudo impedir un aumento de la influencia del Ejecutivo en detrimento del Legislativo. Sin que cambiara formalmente la Conjtucjón en la década de 1930 nació una segunda república estadounidense, caracterizada justamente por la preeminencia del presidente (Ackerrnan, 1998; Lowi, 1985). Por cierto, las prerrogativas legales que prevé la Constitución para el ejercicio de la presidencia no bastan para hacer del presidente un líder dotado de una autoridad política particular De todos modos, es necesario conocer los instru legales que puede utilizar un presidente en su acción de gobierno, desde el poder de veto de una ley votada por el Congreso hasta la definición del presupuesto federal o la reivindica

112 LA COMPARACIÓN

EL GOBIERNO PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS

ción del privilegio del Ejecutivo en el terreno de las relaciones exteriores, entre otros. Sin embargo, la presidencia moderna ha demostrado que el liderazgo presidencial es algo más que el resultado de un conjunto de normas. Aquí me referiré a la formación de la presidencia moderna, tomando en consideración las características del liderazgo presidencial ejercido por el presidente Franklin D. Roosevelt en 1933. Este último puede ser considerado el regirne builder de la presidencia moderna. Luego analizaré su evolución más reciente, asociada a las dos presidencias de Ronald Reagan (1981-1988), a la presidencia de George H. W. Bush (1989-1992), a las dos presidencias de Bill Clinton (1993-2000) y por último a las dos presidencias de George W. Bush (2001-2008). Mi objetivo es mostrar cómo el liderazgo presidencial cambió según los condicionamientos específicos desde el punto de vista histórico, institucional y partidario en los que han actuado los presidentes modernos. DE LA PRESIDENCIA CONSTITUCIONAL A LA MODERNA

Durante un largo período, el papel que desempeñó la presidencia en el sistema de gobierno estadounidense no fue central en absoluto (Pious, 1996). Los padres fundadores de la patria se preocuparon por confiarle a esa entidad una tarea exclusivamente ejecutiva y, al mismo tiempo, proteger la actividad presidencial de las presiones directas de parte del Legislativo (considerada la institución más importante y también la más capaz de imponer una posible “tiranía de la mayoría”) y de la opinión pública. Durante todo el siglo xix el Congreso logró preservar su ubicación en el centro del poder gubernamental, un lugar privilegiado para la definición de los pequeños Y grandes problemas políticos que eran importantes para el país. o para parte del país. Después de todo, como ya lo vimos en el capítulo in, la selección del candidato para la presidencia se realizaba según modalidades que garantizaban que, una vez

113 elegido, la primacía la mantuviera el Congreso. Con el sistema de las convenciones nacionales cuatrienales que se institucionalizaron a lo largo del siglo xix, los líderes congresuales continuaron influyendo en los resultados de la selección a través de sus vínculos con las organizaciones y los líderes de los partidos locales y estatales. Este papel lo pudieron desempeñar incluso en la posterior elección del presidente. De hecho, como ésta tenía lugar por medio de los colegios electorales de los Estados, y siendo los grandes electores elegidos y controlados por los líderes de los partidos estatales y locales,’ los líderes del Congreso podían condicionar la elección presidencial a través de sus vínculos con las organizaciones de los partidos estatales y locales, y asimismo con los líderes de los Legislativos de los Estados. En fin, el Congreso pudo disponer durante casi todo el siglo xix de eficaces recursos de control de las elecciones del presidente, y de este modo privilegió los intereses estatales y locales en relación con los nacionales dentro del sistema de gobierno.

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La contradicción implícita en la función presidencial (el presidente, por un lado, es el líder de una parte y, por el otro, es la cabeza del Estado, por lo tanto, el líder de todos) se mantuvo con un bajo nivel de visibilidad a través de una observancia formal de las normas codificadas por la Constitución. Experiencias de liderazgo presidencial significativas y válidas, como la de Andrew Jackson (1829-1836) y la del mismo Abraham Lincoln (l861..1865 y aun ant la de Thomas Jefferson (1801-1808), no lograron transformar este equilibrio constitucional. No nos llame la atención, entonces, que este sistema de gobierno fu- - era definido, hacia. fines del siglo xix, como un congressional (Wilson, 1973), es decir, un sistema en el cual el Durante las primeras décadas del siglo xix los grandes electores presidenCiajes eran designados por los Legislativos estatales. La sucesiva democratizaCión de los colegios electorales hizo que los grandes electores presidenciales ei elegidos por medio de listas de los paidos controladas por los líderes e lo Legislativos estatales.

114 LA COMPAR&CIÓN

EL GOBIERNO PRESIDENC,j EN ESTADOS UNIDOS 115

Congreso tenía el poder de garantizarse su propia primacía decisional en relación con las otras instituciones de gobierno, el presidente en primer lugar. Y esto ocurría porque el Congreso aparecía como el único organismo cuya legitimación descansaba en la voluntad popular, mientras el presidente estaba obligado a recurrir a la Constitución a la hora de legitimar sus acciones y reivindicaciones. Tanto es así que durante todo ese siglo se habló de una presidencia constitucional. Es te equilibrio institucional se deterioró a raíz de los complejos procesos de transformación económica y social que sufrió el país entre la década de 1880 y la Primera Guerra Mundial. Fue el mismo Wilson, que antes había sido el teórico del gobierno del Congreso, quien percibió la necesidad de crear un nuevo equilibrio entre las dos instituciones gubernamentales básicas. Más como estudioso de la ciencia política que como líder político, Wilson (1908) demostró comprender las nuevas funciones que debían cumplir las instituciones gubernamentales, y en particular la presidencia. Y esto, por dos motivos principales: en primer lugar, porque a diferencia del Congreso, que a menudo se veía paralizado por la pluralidad de intereses que representaba, la presidencia era el único organismo capaz de garantizar una cohesión organizada de la acción gubernamental lo bastante fuerte como para permitir una intervención eficaz en los procesos económicos y sociales. En segundo lugar, porque el presidente, en especial en los períodos de cambios y de crisis, aparecía como el único líder político que podía desvincularse de la presión de los intereses particulares, dado que era el único funcionario público elegido por un electorado nacional y, por lo tanto, podía reivindicar para sí el papel de símbolo de la unidad nacional. Retomando la teoría jacksoniana del liderazgo presidencial (Skowroneck, 2008), Wilson invocó para el presideriW el papel de voz de la esperanza y de la voluntad de la gente (people), y terminó así por bosquejar una figura presidenC cada vez más próxima al líder popular, y siempre más alejada

del funcionario público investido con el deber de salvaguardar la Constitución y de hacer cumplir las decisiones tomadas por el Legislativo. Como dijo en el discurso inaugural de su primera presidencia (1913): “Nuestra misión no es una simple misión política.., es la de entender nuestra época y las necesidades de nuestro pueblo, ser su voz y su intérprete” (Tulis, 1987: 135 y 136). En resumidas cuentas, con Wilson el liderazgo popular se convirtió en una condición del liderazgo gubernamental, aunque será necesario esperar dos décadas para ver a ambos combinados en el liderazgo presidencial. Wilson sentó las bases de una interpretación distinta del gobierno separado; pero fueron los trastornos producidos por la crisis de 1929 los que impusie-on con urgencia, en la agenda pública nacional, la necesidad de una transformación de la presidencia. Las dos primeras presidencias de F. D. Roosevelt (1933-1940) se consideran, por lo general, como las que introdujeron las innovaciones

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institucionales y políticas fundamentales sobre las cuales se fundó la presidencia moderna (Rozzel y Pederson, 1997). F. D. Roosevelt fue capaz de aprovechar las dramáticas condiciones de su tiempo para crear un nuevo régimen político (Skowroneck, 1997). Con F. D. Roosevelt, el liderazgo del presidente moderno hizo confluir la vertiente popular, o sea la capacidad de movilizar a los ciudadanos y a la opinión pública, con la vertiente gubernamental, o sea la capacidad de dirigir la presidencia y de conseguir el apoyo de los miembros del Congreso del propio partido L una se convirtió en condición de la otra. Específicamente, con la iniciativa de F. D. Roosevelt se logró la Concreción simultánea de tres objetivofundamenta les: a) el debilitamiento del sostén institucional a los intereses Opuestos a los de la presidencia; b) el refuerzó de la posición dominante de la nueva coalición representada por la presidenCia; y e) la reestructuración de las relaciones institucionales entre Estado y sociedad a favor de las tendencias e intereses de la nueva coalición. Fue la necesidad de alcanzar estos ob- LA COMPARACIÓN 116

EL GOBIERNO PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS 117

jetivoS lo que llevó al presidente a buscar nuevas modalidades para el ejercicio de su propio liderazgo político. La resistencia ofrecida por la Corte Suprema, sectores del Congreso y numerosos gobernadores y legislativos estatales a las propuestas de reforma presentadas por el presidente se superaron cuando éste recurrió a la opinión de los ciudadanos. La difusión de los nuevos medios de comunicación —la radio, y después de la Segunda Guerra Mundial, también la televisión— permitió neutralizar la vastedad geográfica del país que, por otra parte, los padres fundadores de la nueva república habían considerado la principal barrera contra la repetición de las experiencias dictatoriales que habían acabado con las antiguas repúblicas. Gracias a la radio, F. D. Roosevelt pudo apelar de una manera constante a los ciudadanos, solicitándoles que se movilizaran contra los miembros del Congreso, o contra los gobernadores o miembros de los Legislativos estatales recalcitrantes, para que aceptaran el punto de vista de la presidencia con respecto a políticas públicas que eran objeto de controversia, o bien contra los mismos jueces constitucionales que defendían el precedente equilibrio del gobierno congresual. De hecho, ambas presidencias se caracterizaron por constantes conflictos institucionales, y Fue precisamente la naturaleza del conflicto lo que impulsó al presidente a buscar nuevos criterios para inspirar la propia acción política Y en consecuencia, para el ejercicio de su propio liderazgo. Nació entonces lo que fue definido (en principio por Ceaser, Thurow, Tulis y Bessette [1981], y luego por Ellis [1998]; y Tulis [1996; 1987]) como rhetorical presidency, es decir, una institución de gobierno que funda su propia legitimación en la comunicación directa, retórica pero no necesariamente demagógica, entre el presidente y los ciudadanos. Con F. D. Roosevelt, la presidencia se convierte en la institución que representa el interés general, el bien común, el sentimiento de la Ufl1 dad nacional (Mils, 1993). Y, con un particular ejercicio de su liderazgo, el presidente logró consolidar en esa década las

principales innovaciones que introdujo, es decir (Lowi 1985: cap. 3): a) en el plano. constitucional, el refuerzo del gobierno federal en detrimento de los gobiernos estatales; b) en el plano institucional, el corrimiento del centro de gravitación de la actividad gubernamental del Congreso a la presidencia; c) en el plano político, la pérdida de importancia de la función de los partidos, y d) en el plano organizativo, el fortalecimiento de la estructura del Ejecutivo a fin de ponerlo en condiciones de asumir las nuevas tareas que reivindicaba para sí. ORGANIZACIÓN Y PSICOLOGÍA DE LA PRESIDENCIA MODERNA Con el ascenso del presidente había nacido, entonces, la presidencia. Después de la Segunda Guerra Mundial, el pequeño office del siglo xix se fue transformando poco a poco en un aparato organizativo de dimensiones gigantescas, que se convirtió en una auténtica presidential branch (Hart, 1995). Una abundante literatura (Arnoid, 1998; Kerbel y Aberbach, 1991; Terry, 1990; Nathan, 1983; Wildavsky, 1969) se ha ocupado de analizar las razones organizativas que condujeron a la progresiva centralización de la autoridad decisional en el presidente o en su grupo de asesores más cercano. De hecho, en el plano organizatjvo, la presidencia moderna adquirió las características de una presidencia estratárquica (Fabbrini, 1993).

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Esto es, una institución constituida, en la cima, por la preSidencia persona1, es decir, el presidente y sus dos despachos, la Oficina de la Casa Blanca, con los asistentes especiales ddl preSidente, y la Oficina Ejecutiva del Presidente, con los distintos offices de los cuales depende una cantidad igualmente numerosa de organismos, en los que trabajan los asesores personaes del presidente, a menudo vinculados a él por una amistad directa y que son, después de todo, quienes organizan el partido Personal del presidente; en el medio, por la presidencia departa‘flental, es dccii; los departamentos, que se convirtieron en 15

118 LA COMPARACIÓN

EL GOBIERNO PRESIDENCI EN ESTADOS UNIDOS

después de la creación del Departamento de Seguridad de la Patria a raíz del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, y que sostienen institucionalmente la actividad del presidente; y en la base, por la presidencia administrativa, es decir, la extensa familia de organismos federales que tienen por lo general la finalidad de regular importantes sectores económicos y sociales, y que pueden funcionar dentro de cada departamento o fuera de éstos; en este último caso adquieren la naturaleza jurídica de Independent Establishments and Government Corporations. Con la expansión de la responsabilidad del presidente después de la Segunda Guerra Mundial se agudizó su necesidad de contar con medios directos de control de la presidencia, tanto departamental como administrativa. Éste fue el origen de un progresivo crecimiento de la presidencia personal, como estructura a disposición directa del presidente. Y, por lo géneral, fomentó también la concentración de los cronies, es decir, de los íntimos del presidente, de quienes lo ayudaron a lo largo de su carrera política. Casi siempre cada presidente posbélico tuvo que encontrar una solución para el problema de las relaciones entre las dos presidencias (la personal y la departamental). Esa solución se concretó en un modelo de organización de la presidencia basado en la centralidad del jefe del staff (Chief of Staff)*, que conectaba ambas presidencias (Burke, 1992). Y, además, las dos presidencias y el Congreso. Este modelo demostró tener unos cuantos puntos débiles, e incluso ocasionó directamente desastres (Woodward 2005), como lo demostraron la segunda presidencia de Nixon (1973-1974) yla segunda presidencia de Reagan (l985-1988) cuando los dos respectivos jefes de gabinete (Robert Halde man y Donaid Regan) se convirtieron en agentes de acciones constitucionalmente subversivas (el primero) o no hicieron nada por impedirlas (el segundo). En el caso de la segunda presidencia de Nixon, hombres del presidente colocaron dis

119 positivos electrónicos en la sede del Partido Demócrata para adquirir información de manera ilegal (se trataba de un hotel cuyo nombre, Watergate, ha servido para designar el affair que ocasionó la renuncia de Nixon en 1974, la única vez, en doscientos años de historia estadounidense, que un presidente renunció ante una amenaza de irnpeachrnent).2 En el caso de la segunda presidencia de Reagan, hombres del presdente realizaron una venta de armas a Irán (de ahí el nombre e Irangate

2 el artículo u, sección iv de la Constitución: “El presidente, el vicepresidente y todos los titulares de cargos políticos serán destituidos de sus funciones (shall be renoved froin office on impeachrnent) en el caso de que, luego de una acusación de la Cámara de Representantes, resulten culpables de traición, de corrupción o de acciones deshonestas (other high crirnes or inisderneanours)”. Dejo de lado aquí la vaguedad de “otros crímenes graves o conductas deshonestas” (“conductas deshonestas”, por otra parte, desaparece en la traducción al cuidado de Sacerdoti Mariani, Reposo y Patrono, [1995: 104]). Recordemos, sin embargo, el procedimiento del cargo de irnpeachrnent: éste se inicia en la Cámara de Representantes, con el voto de una mayoría absoluta de sus miembros; si esta última vota por una “condena a la horca”, entonces se lo pasa al Senado, que se reúne bajo la presidencia del juez que preside la Corte Suprema para confirmar o no la decisión de la cámara (con un voto de una mayoría calificada de dos tercios de sus miembros); en caso positivo, el presidente o funcionario puede ser arrestado, o bien destituido de su cargo. En resumen, la lógica es la siguiente: la cámara popular inicia el procedimiento, pero sólo el Senado de los estados lo puede convalidar. El procedimiento de inipeachment fue fortrialmente conducido a término sólo dos veces: en 1868, el presidente Andrew JOhUSO, el sucesor de Lincoln, fue considerado culpable por la Cámara, pero luego lo salvó el Senado, aunque por un solo voto; en 1998-1999 sucedió lo mismo con el’pi-esidente Bili Clinton, a quien el Senado no consideró culpable. Por una acusación de “obstrucción de la justicia”, 55 senadores votaron contra el znlpeachfl1eflt

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mientras por las otras dos acusaciones, “perjurio” y “abuso de P9der’, cincuenta senadores votaron contra el impeachnient. El caso de Nixon fe distinto De hecho, después de que el 31 de julio de 1974 el comité de asunlos Judiciales de la cámara recomendó a la asamblea la “condena a la horca” del Presidente, una vez demostrada la responsabilidad peraonal de Nixon en el affaire Watergatc, y después de que quedó en claro que esa “recomendación” iba a recibir la aprobación de la mayoría en la Cámara y probablemente la maYoría calificada en el Senado, el presidente no tuvo otra opción para evitar e impeac/,iie,it sino la renuncia, que presentó el 10 de agosto de 1974. Pero primero se aseguró de que su vicepresidente, Gerald Ford, apenas designado Presidente lo exonerara de todos los delitos cometidos. Y de hecho así lo hizo.

Affair, que se hizo público en 1987), y violaron así una ley explícita del Congreso, para después transferir las ganancias a una cuenta en Suiza a disposición del líder antisandinista de Nicaragua. En ambos casos, el jefe del staff, sin tener el contrapeso de otros asesores de equivalente relevancia y personalidad, terminó por desbordar sus funciones, centralizando todas las decisiones, en nombre del presidente, y neutralizando la confrontación entre los demás asesores. Al mismo tiempo, su relación directa con el presidente funcionó como una pantalla entre este último y los secretarios de departamento, y los alejó más todavía del centro del proceso decisional, con la escasa excepción de los más íntimos del presidente. Desde este punto de vista, la elección de Rahm Emanuel como jefe del staff del presidente Obama podría, en cambio, favorecer una colaboración más estrecha con el Congreso, ya que Emanuel ha sido durante mucho tiempo un líder congresual respetado y temido. Además, la decisión de asignar los cargos más importantes de las dos presidencias a pro fessiorials, y no sólo a cron íes, parece prefigurar una presidencia de Obarna con voluntad de gobernar. Por cierto, el rápido crecimiento de la presidencia se debe a su lógica burocrática interna. Sin embargo, la forma que asumió ese crecimiento, es decir, la presidencia estratificada, fue la respuesta a un doble dilema institucional que, en cambio, los Ejecutivos parlamentarios no se ven obligados a afrontar. El primero: cómo hacer funcionar un órgano monocrático en un contexto de separación de poderes que le reconoce cada vez más responsabilidades al presidente. En este caso, la solución fue el crecimiento de la presidencia departamental y de la presidencia administrativa. El segundo: cómo gobernar un órgano mOfl0 crático conquistado gracias a una campaña electóral persofl En este caso, la solución fue la invención de la presidencia peV sonal. El control de un aparato organizativo de tales dimeflsj0 nes resultó ser, sin embargo, una tarea de una crnplejidad ifl precedentes. Además, cada presidente electo debe reconSth1r

su propia presidencia estratificada eligiendo a miles de personas para miles de cargos. El trabajo del llamado transition teain, es decir, el equipo de personas a quienes el presidente les encarga la tarea de elegir a sus futuros colaboradores en todos los niveles de la presidencia, se ha vuelto crucial para crear las condiciones del éxito o del fracaso de la futura presidencia. Por lo tanto, en la moderna presidencia, el liderazgo presidencial está condicionado por la capacidad del presidente de ejercer el control de ese sistema organizativo. Un presidente que no sea capaz de manejar su propia presidencia difícilmente logrará manejar las relaciones con el Congreso. Las estrategias para manejar la presidencia y, a través de ella, para controlar al Congreso, han sido diversas. En general, los presidentes exitosos han sido los que no han convertido la centralización en una reducción de los actores involucrados en el proceso decisional. Cuando el presidente se cien-a dentro del core group de la presidencia personal, o cuando sus colaboradores o sus secretarios de departamento tienen un único punto de vista, entonces es inevitable que el presidente termine por perder el “sentido” de los problemas por resolver. No es casual que, ante el fracaso de la presidencia cen-a de George W. Bush, el nuevo presidente Barack H. Obama se haya inspirado en un modelo alternativo Para construir la propia: el del así llamado teanz of rivaL (Goodwin, 2005). Es decir, abrió la presidencia a distintos puntos de vista. Naturali-j-iente en la presidencia moderna, el liderazgo Presidencial,depende también de factores subjetivos, y no sólo de la capacidad de ma nagement del presidente. Incluso para algunos autores (Post, 2005; Renshon, 1995; Barbei; 1992), la personalidad del presidente constituye la variable principal Para explicar la perfornzance presidencial. Algunos especialistas han elaborado directamente un niodelo tipológico de la Presideñcia psicológica, para juzgar el liderazgo presidencial e el Pasado y prever el futuro. Existe un modelo organizativo alrededor de dos pares de características individuales: el primero (activepassive) se refiere al grado de compromiso del presidente con su propia gestión,

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mientras el segundo (positive-negative) se refiere a la satisfacción personal que experimenta el presidente en relación con su propia tarea. No cabe duda de que la personalidad de cada presidente influye en la clase de liderazgo que ejerce. Tenemos el caso del presidente autosuficiente (o self-reiiant) que quiere conocer todos los detalles de su gestión (piénsese en Johnson, Nixon, Carter y Clinton) o intervenir directamente en todas las decisiones, y también el presidente rninimalist que prefiere delegar en sus colaboradores buena parte de las tareas de gobierno, y conserva para sí la responsabilidad relativa a las grandes líneas directrices que deben orientarlas (pensemos en Eisenhower, Reagan y George W. Bush). Sin embargo, la personalidad de los presidentes no ha producido vacíos institucionales, y tampoco sus características han sido refractarias a las exigencias del tiempo histórico en el cual les ha tocado gobernar. En última instancia, el liderazgo de un presidente depende, sin duda, de su capacidad de persuadir a otros actores políticos en la presidencia i en el Congreso para que acepten sus propuestas (Neustadt, 1990). No obstante, la capacidad de persuasión del presidente no depende exclusivamente de sus características personales. LA POLÍTICA DE LOS PRESIDENTES MODERNOS Independientemente de su capacidad de management y de SUS características personales, todos los presidentes posteriores a la Segunda Guerra Mundial interpretaron su función en cOfl sonancia con la revolución rooseveltiana de la década de 1930, pues consolidaron y fortalecieron las irmovaciones introduC das entonces (Skowroneck, 1997). Si F. D. Roosevelt fue el regime builder de un nuevo orden institucional, los presidentes m° demos que le siguieron, al menos hasta la década de 1980, se comportaron como los regime managers de ese orden. Resulta

EL GOBIERNO PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS 123 obvio que mientras la coalición política dominante se organizó electoralmente en torno y a través del Partido Demócrata, fue la tarea específica de los presidentes de este partido la promoción de la primacía presidencial en el proceso decisional. De todos modos, el nuevo equilibrio fue aceptado también por las presidencias republicanas de Eisenhower, entre 1953 y 1960, y de Nixon y de Ford, entre 1969 y 1976, para llegar a su nivel más alto de madurez en las dos presidencias neoconsrrvadoras del presidente republicano Ronald Reagan (1981-1988). Con Reagan, de hecho, se inicia una nueva fase de la revolución rooseveltiana, caracterizada por el intento de transformar la primacía presidencial en una auténtica independencia decisional. El ensayo no tuvo éxito por razones institucionales y por razones políticas. En el plano institucional, Reagan tuvo que enfrentar un Congreso aguerrido de mayoría demócrata. En el plano político, tuvo que actuar en un contexto caracterizado por la decadencia de los partidos. No cabe duda, de todos modos, de que Reagan, como E D. Roosevelt, trató de actuar como un regirne builder, es decir, como un líder empeñado en trascender la política rutinaria de los presidentes anteriores (Greenstein, 1983). Reagan se propuso sustituir la vieja coalición demócrata, evidentemente en ruinas, por una nueva y dinámica coalición neoconservadora. Esta coalición que se formó como reacción a las políticas liberales que caracterizaron al decenio precedente y que se habían expandido en el país, en particular en los Estados del Sur. Sin embargo, esa acción de regime buildirzg, a diferencia de la realizada por F. D. Roosevelt medio siglo antes, no sólo no logró crear un nuevo alineamiento partidario, sino que además las transformaciones introducidas en los partidos resultaron negativas (en los partidos que, Por otia parte, habían favorecido el ascenso de Reagan). La afirmación de la política centrada en los candidatos, en el curso de las décadas del sesenta y del oc±enta del siglo xx, condujo a la presidencia personal, es decir, a una presidencia carente de vínculos políticos con el Congreso.

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Con Reagan se formó una nueva mayoría republicana. Esta mayoría que se organizó en torno a la presidencia porque, a diferencia de F. D. Roosevelt, Reagan no pudo utilizar al partido —en este caso, el republicano— como elemento articulador entre el Ejecutivo y el Congreso. De este modo, la acción presidencial ya desvinculada del sostén del partido, pudo, es cierto, desarrollar todas sus posibilidades retóricas, pero terminó por activar nuevos condicionamientos políticos. En efecto, con la personalización de la acción gubernamental, crecieron de una manera desproporcionada las expectativas de los ciudadanos con respecto al presidente; sin embargo, la ausencia de vínculos políticos entre las instituciones gubernamentales no le permitió satisfacer

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plenamente esas expectativas. Fue una incongruencia bastante considerable que Reagan tuviera que gobernar como si estuviera en una permanente campaña electoral (King, 1997). La decadencia del partido en el gobierno, debida a la personalización del gobierno presidencial, llevó en la década de 1980 a acentuar de la separación del sistema institucional, con el efecto de una ulterior fragmentación del proceso político. Reagan intentó presentar su propio liderazgo popular como el único capaz de ofrecer una identidad de conjunto a ese proceso político. Sin embargo, eso no bastó. La debilidad del Partido Republicano en el Congreso obstaculizó bastante la tarea cotidiana de enlace y de colaboración entre el presidente y la coalición conservadora del Legislativo, al punto que volvió el respaldo legislativo de la presidencia farragos° e incoherente. Esta fue una lección que aprenlieron bien los líderes del nuevo conservadurismo de ios novØflta. De hecho, en esa década empezó un proceso de reconstxicción del partido a fin de crear una organización capaz de promover una sólida mayoría conservadora, con la posibilidad no sólo de ir “más allá de Reagan”, sino también de sostener un proceSO duradero de cambio en la orientación de las políticas ública fundamentales. Ese proceso se puso de manifiesto con la ofl

quista republicana de la mayoría en el Congreso en las elecciones a mitad del mandato presidencial en 1994, y alcanzó su plenitud con la conquista republicana de las tres instituciones de gobierno en el año 2000. EL LIDERAZGO PRESIDENCIAL EN EL GOBIERNO DIVIDIDO Las dos presidencias de Ronald Reagan reflejan las características de un proceso político y electoral personalizado. El liderazgo popular, cuando estuvo imposibilitado de interactuar con el liderazgo gubernamental, neutralizado tanto por la falta de vínculos partidarios entre las dos instituciones de gobierno como por la presencia de una mayoría partidaria diferente en cada una de ellas, terminó por evolucionar en una dirección casi exclusivamente retórica. Así, si bien es indudable que Reagan intentó sustituir el precedente new deal regime con un new conservative regime, su esfuerzo tuvo éxitos parciales ya que la formación de un nuevo orden político requiere la utilización de recursos mucho más consistentes que un liderazgo retórico. La elección del republicano George H. W. Bush en 1988 tiene lugar en un contexto singular. Por una parte, su mensaje fue mantener una continuidad entre su gobierno y el precedente, como le corresponde a un regime manager. Por otra parte, el nuevo régimen que había que administrar se encontraba muy lejos de estar institucionalizado, así que para gobernar no bastaba la continuidad. Incluso porque el Congreso continuaba haj0 el control del Partido Demócrata. Por lo tanto, en esa elecC1O , el gobierno dividido quedó ineludiblemente confirmado. fl último caso, George H. W. Bush no tenía otra alternativa. Fuera por su temperamento (le resultaban ajenas las grandes Visiones politicas de los regime buzlders) o fuera por los coniclonamientos de su coahcion (que estaba diwdida mas que flUnca entre el ejo conservadunsno y el nuevo) el presidente

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126 sólo podía tratar de gobernai o mejor, de administrar problema por problema. Y así lo hizo, intentando implementar una estrategia de colaboración con el Congreso demócrata; esa colaboración quedó confinada a la política interna y no alcanzó a la política internacional (véase el capítulo vn). Hay una continuidad significativa entre el liderazgo de Bush y el de su sucesor Clinton (1993-2000). Aunque en la primera mitad de su primer mandato (1993-1994), Clinton pudo actuar en el contexto de un gobierno unificado en cuanto a los partidos, las características de su victoria electoral no le permitieron reivindicar una supremacía en relación con el Legislativo. De hecho, Clinton logró vencer más por la presencia competitiva con respecto a Bush de un tercer candidato (Ross Perot), que por un consenso electoral personal. Clinton venció a pesar de haber obtenido sólo el 43,3% del voto popular, en relación con el 37,7% de Bush y el 19% de Perot. En semejantes condiciones era difícil reivindicar un mandato, y, tanto más aún pretender ser el regime builder de una nueva coalición demócrata sucesora del New Deal. De todos modos, apenas Clinton trató de reivindicar su mandato, el Congreso, controlado por su propio partido, lo redimensionó de inmediato. Para esto bloqueó, por ejernPl0 su propuesta de reforma del sistema sanitario nacional, que consideraba la razón de

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su triunfo electoral. Si Clinton nO pudo obtener resultados legislativos positivos durante SU primer bienio, sus posibilidades de éxito se redujeron aún más después de la extraordinaria victoria electoral de los republicanos en las elecciones a mitad de su mandato, en noviembre de 1994. En resumidas cuentas, entre las elec ciones de 1994 y las de 1996, que confirmaron a Clinton en la presidencia y a la mayoría republicana en el Congreso’ Se volvió al gobierno dividído; esta vez cambiando de mano las instituciones controladas por ambos partidos. Incapaces de resolver por la vía electoral los vínculOS políticos entre ellos, los oartidos terminaron por utilizar las institUci0

gubernamentales que controlaban cada uno para desautorizarse entre sí. Ante una reducción constante de la representatividad electoral de los dos partidos, visible en la disminución del número de votantes, ambos recurrieron a una batalla institucional para determinar quién iba a gobernar. Ginsberg y Shefter (1991) calificaron esos intentos como una “política con otros medios”. En la década de 1990, el Congreso utilizó sus instrumentos de control y supervisión de la presidencia con fines partidarios: los distintos comités y subcomités realizaron una investigación tras otra a fin de poner en evidencia las debilidades personales del presidente y de sus colaboradores más cercanos, los lazos ocultos con quienes los habían financiado, verdadera o presuntamente, en la campaña electoral, o bien desórdenes decisionales sucedidos en uno u otro de los departamentos presidenciales. El presidente, a su vez, no vaciló en utilizar las agencias de inteligencia bajo su control —a la Agencia Central de Inteligencia (cIA) en particular— para husmear en la vida privada de los líderes del Congreso. Se trató de una batalla que tuvo también consecuencias judiciales; el Congreso realizaba audiencias bajo juramento de miembros de la presidencia o reclamaba la intervención del special prosecutor3 del Departamento de Justicia para crearle dificultades al presidente y sus Políticas. Naturalmente, la cima de este conflicto interinstitu E

special prosecutor, luego denominado independent cozmsel por la Ethic Art de 1978, esa figura de “procurador transitorio” interno a la presidencia. Es nombrado por el secretario de Justicia y confirmado por una de las Cortes federales, y debe gozar de cierta independencia, justamente para poder Considez-ar la validez de denuncias de posibles delitos cometidos por miembrosde la presidencia o, tomo en el caso de Nixon entre 1973 y 1974, por el Presidente mismo. En realidad, su independencia del secretario de Justicia, o, incluso, del presidente mismo, continúa siendo objeto de un encendido conacto Constitucional entre el Congreso, la presidencia y la Corte Suprema. El .tpeclaI prosecijior tiene, de todos modos, el poder de investigar y de llevar ante ‘ Corte a miembros de la presidencia. Las consecuencias jurídicas de un comOrtamiento ilícito de parte de miembros de la presidencia se derivarán sólo a as ‘nStancias jurídicas correspondientes. Sobre este tema, véase Fisher, 2007: 23,77 y 78. -

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cional se alcanzó el 19 de diciembre de 1998, cuando la Cámara de Representantes de mayoría republicana votó a favor del inicio del procedimiento de iínpeachrnent al presidente demócrata (véase nota 3), procedimiento que el voto del Senado anuló el 12 de febrero de 1999. Por lo tanto, desde la renuncia del republicano Nixon en 1974 a causa de una amenaza de impeachment, hasta el voto del Senado en 1999 que salvó a Clinton, se impuso un nuevo límite —además del proveniente de la oposición entre las dos instituciones gubernamentales— a la acción y el liderazgo presidenciales: el de la credibilidad personal del presidente. La victoña electoral no resultó ya suficiente para legitimar personalmente al presidente. Revelations, investigatiorzs, prosecutiOfls (Rips) , tales fueron las armas de la competencia política que tuvo lugar en esas décadas. Las Rips tomaron el lugar de las movilizaciones puerta a puerta, de los comicios, de los rallies, de los desfiles, de las manifestaciones. En su segundo mandato (1997-2000), Clinton debió compartir su liderazgo con los líderes conservadores del Congreso, y en especial con el speaker de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich que se comportó como si fuera el verdadero jefe de gobierfl0 desautorizando constantemente al presidente. Este comportamiento fue tan agresivo que terminó por’ resultar coflt producente. La pérdida de algunos escaños de los republicanos en las elecciones a mitad del mandato, en 1998, y sobre todo los resultados de la investigación de una comisión de la Cámara de Representantes acerca del uso inapropiado de financiamientos privados de parte de Newt Gingrich,

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acabaron por obligarlo a renunciar a su cargo de speaker y a su escaño, inmediatamente después de las elecciones de 1998, y se C0fl virtió así en otra víctima de las Rips. Las podemos tmducir corno revelaciones, vestigacioneS y accioneS ciales, es decir, las actMdades favotas de las audiencias del congreS0 se1 das por los medios y supeisadas por las coites de justicia (Gsberg

No sorprende pues que la presidençia de Clinton fuera casi exclusivamente reactiva. Tuvo que enfrentar el caucus (grupo) republicano en el Congreso más agresivo de la historia posbélica, además de una sistemática puesta en duda de su credibilidad personal de parte de sus adversarios. Tanto George H. W. Bush como Bili Clinton tuvieron que gobernar problema por problema, favoreciendo de tanto en tanto la formación de distintas mayorías, adoptando una estrategia de micro-management leadership. Como lo manifestaron Bennet y Pear (1997: Al), al final de la década, “Bili Clinton [es un] presidente incremental, que trata de obtener paso a paso lo que no pudo obtener de una sola vez”. EL RETORNO AL GOBIERNO UNIFICADO CON GEORGE W BUSH La controvertida victoria de George W. Bush en las elecciones del año 2000 fue acompañada de un parcial redimensiona mient del gobierno dividido. Los republicanos confirmaron su mayoría en la cámara, y perdieron la mayoría en el Senado, aunque sólo por un escaño Si bien no de una manera plena se habían vuelto a crear las condiciones para construir una relacion de colaboracion entre la presidencia y el Congreso Despues de todo una eleccion decidida por via judicial como Sucedio entre noviembre y diciembre del año 2000 no podia bnndar1 al presidente la oportunidad de imponer su agenda personal en el Congreso De este modo inmediatamente des Pué de su elección; George W. Bush se limitó a hacer suya la agenda del Congreso republicano tanto en relacion con la POlitica interna —con la pnoridad de reducir los impuestos— COnio en relacion con la politica internacional —con la pnon dad en este teeno de la aproximacion unilateral— Sin embar go los drarnaticos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 crearon un contexto radicalmente distinto para la fun Clón que tenia que desempeñar el presidente

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Había llegado el momento que muchos asesores neoconservadores del presidente estaban esperando desde hacía tiempo para promover una estrategia de relanzamiento del poder presidencial. Esta estrategia que había sido elaborada con mucha anterioridad en los círculos neoconservadores y su implementación se pospuso por la victoria de Clinton en 1992 y en 1996. Por fin, con un gobierno casi unificado y frente a una amenaza de proporciones inéditas, esa estrategia podía aplicarse con éxito. Una vez más (véase el capítulo vii), las amenazas externas constituyeron un pretexto formidable para impulsar el reordenamiento de las instituciones internas. Después del 11 de septiembre de 2001, el presidente volvió a ser el “comandante en jefe”, función que le había sido negada por el Congreso al presidente anterior (Schwarz y Huq, 2008). En un contexto de temor generalizado, no les fue difícil al presidente y al líder de los neoconservadores en el Congreso promover una eficaz acción de movilización electoral en ocasión de las elecciones a mitad del mandato en 2002. Esas elecciones no sólo le permitieron al Partido Republicano reconquistar el Senado y reconfirmar su mayoría en la Cámara de Representantes, sino que también hicieron visibles los resultados de un largo trabajo organi zativo llevado a cabo en la década precedente por los líderes neoconservadores. Por medip de un severo control de las candidaturas a los escaños del Congreso, los nuevos líderes neoconservadores demostraron ser capaces de construir partidos congresuale5 en la cámara y en el Senado, disciplinados y leales en relación con el presidente. La presidencia que había perdido SU legitimación durante el período clintoniano se transfoi° en el nuevo púlpito de la mayoría republicana. Después de todo, George W Bush, como nunca había sucedido en esas proporciones en el pasado, se había empeñado personalmente en sostener a los candidatos neoconservadores en la5 elecciones de 2002, haciendo una activa campaña eleCt0

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a su favor en los respectivos distritos electorales y estados. Esas elecciones fueron, así, la ocasión para promover su liderazgo popular y, al mismo tiempo, para crear las condiciones propicias para la afirmación de su futuro liderazgo gubernamental. El éxito de los candidatos republicanos en esas elecciones fue interpretado por la mayoría como un éxito personal del presidente. En el nuevo contexto, el presidente pudo poner en marcha su reivindicación de una nueva primacía presidencial dentro del sistema de gobierno separado. Después de todo, según decían los que apoyaban al presidente, el país estaba amenazado y tenía necesidad de un líder que lo pudiera defender sin verse obstaculizado por los límites de una separación de poderes propia del siglo xvii. La unilateralidad decisional del presidente en las cuestiones nacionales internas se convirtió en causa y efecto, al mismo tiempo, de la unilateralidad del país en las relaciones internacionales. No es motivo de sorpresa, entonces, que en 2003, o sea después de las elecciones a mitad del mandato de 2002, George W. Bush decidiera invadir Iraq sin la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (oNu). Esa iivasión se preparó con dos resoluciones del Congreso que simbolizaron la abdicación a la función de control del Ejecutivo de parte del Legislativo. Ambas resoluciones, por otra parte, obtuvieron un apoyo bipartidario en el Congreso. Se trató de a) la Authorizatjon for Use of Military Force” del 18 de septiembre de 2001, que fue aprobada por unanimidad tanto en el Senado (98 a favor y 2 ausentes) como en la cámara (420 a favor, 1 en contra y 14 ausentes), y de b) la “.Toint Resolution to AUthorize the Use of Armed Forces Against Iraq” del 11 E de octubre de 2002, aprobada por una gran mayoría en el Senado (77 votos a favor y 23 en contra) y en la Cámara (296 Voto8 a favor y 133 en contra). Ambas resoluciones merecen ser Consideradas no sólo por la gran mayoría que las apoyó, S1OO también por su contenido. Con esas resoluciones, de

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hecho, el Congreso decidió delegar por completo en el presidente su derecho constitucional a declarar la guerra. De este modo, el presidente revirtió el principio constitucional que confía al Congreso el derecho a declarar la guerra y al presidente el de hacerla.5 Como lo afirmó uno de los más autorizados expertos en la materia (Fisher, 2008), “por primera vez en la historia de la Constitución de Estados Unidos el poder de declarar la guerra —y no sólo de hacerla— fue delegado al Ejecutivo, ya que en las dos resoluciones no se menciona ningún ‘enemigo’ específico, dejando entonces al presidente la decisión de elegirlo”. No cabe duda, entonces, de que a comienzos del siglo xxi se registró el intento más importante de modificar la Constitución del país para favorecer un sistema presidencialista. Es decir, un nuevo régimen político en el cual el presidente pudiera ejercer su poder sin controles significativos de parte del Legislativo (Blumenthal, 2006). Seguramente, la amenaza terrorista había creado las condiciones psicológicas para la afirmación del predominio (y ya no la primacía) presidencial. Sin embargo, el ascenso de una nueva presidencia imperial fue posible también gracias a la transformación del Partido Republicano en una estructura bien organizada, capaz de controlar la mayoría en el CongreSOs sostenido por un electorado homogéneo ideológicamente y, por último, dirigido con mano férrea por el presidente Y sus colaboradores más cercanos. Por esta razón, George W. Bush se pudo beneficiar con las circunstancias para construir un nuevo régimen político singularizado por una plena presidencialización del sistema de gobierno (Campbe11 Rockman y Rudalevige, 2008). El artículo 1, sección vni. 11 de la Constitución (sección que precisa las atribuciones del Congreso) reza que este último tiene el poder de “decla’ la guerra, conceder permiso de invasión y represalias y establecer normas rel tivas a las conquistas realizadas en tierra firme a lo largo de las vías de agua Sobre este tema, véase Fisher, 2004.

Poco tiempo después, y ante los fracasos de sus políticas en el plano internacional y en el plano interno, el estilo unilateral de la presidencia debió someterse a las restricciones políticas y constitucionales propias del sistema político estacunidense. Sobre todo debió hacerse cargo de la msatisfa j6n de la opinión pública para con los resultados de las polficas neoconservadoras. Las elecciones a mitad del mandaij®, en 2006

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permitieron a los demócratas reconquistar la, Iayoría en las dos cámaras del Congreso, y complicaroi e alh en mas el accionar del presidente Los efectos de: ‘este estado de cosas se hicieron más agudos por la imposibilidad constitucional de Bush de volver a postularse luego de un segundo mandato. Tanto es así que, después de 2006, en el Partido Republicano se inició una batalla por la Sucesión entre líderes rivales, que culminó con la nominación de un candidato por la presidencia, el senador John McCajn, tradicionalmente opuesto a las posiciones de la mayoría neoconservadora es decir, al presidencialismo en el plano interno y el unilateralismo en el terreno internacional. La victoria presidencial de Barack H. Obama y de los candidatos demócratas en el Congreso en las elecciones de 2008 demostró que el régimen neoconservador se basaba en un consenso territorial y cultural mucho más frágil de lo que habian previsto los teoncos de la nueva ahneacion republicana En resumidas cuentas es verdad que con la presidencia moderna el presidente se ha convertido en un actor Fundamental en el proceso decisional Sin embargo SU liderazgo ha sido utilizado de distintas maneras segun las condiciones y los contextos en los cuales le ha tocado desempeñarse (vease cuadro iv 1)

CONCLUSIÓN En Estados Unidos el crecimiento de los poderes de decisión de la presidencia, registrado a partir de la década de 1930, no implicó la completa presidencialización del sistema de gobierno, a pesar de los esfuerzos de George W. Bush. El poder presidencial aumentó, la presidencia se transformó en una estructura ejecutiva estratificada y compleja pero, no obstante, el sistema de gobierno permaneció separado. En esas condiciones, el liderazgo presidencial consiste en la capacidad de promover decisiones en un contexto de instituciones gubernamentales independientes entre sí e incluso con divisiones partidarias. La calidad del liderazgo depende ciertamente de las características personales del presidente. Sin embargo, está condicionada sobre todo por el tiempo histórico en el que éste tiene que desempeñarse y por las restricciones institucionales y partidarias dentro de las que debe actuar. Cada presidente moderno tiene la necesidad de ejercer tanto el liderazgo popular como el liderazgo gubernamental. Para algunos, el primero está condicionado por el segundo; para otros es a la inversa. No obstante, su articulación representa un desafío que todo presidente moderno tiene que afrontar. En Estados Unidos, la efectividad gubernamental depende de esa articulación, que se ve favorecida por un gobierno unificado y obstaculizada por un gobierno dividido. Pero, Como ha sucedido en el período 2003-2006, un gobierno unificado también puede tener una alta potencialidad subversiva del equilibrio entre las instituciones del gobierno separado. Porque el gobierno separado, al dividir los poderes, no permite la formación de una oposición política que pueda equi1ibra un gobierno unificado, y el liderazgo presidencial Puede Convertirse en una amenaza, más que en un recurso del buen gobierno.

EL PARTIDO Y EL LÍDER EN EUROPA

INTRODUCCIÓN A diferencia de Estados Unidos, en Europa nunca hubo un auténtico debate acerca de la función del líder gubernamental. La atención se centró más bien en los partidos. Y en especial en el gobierno de partido. En este caso, por gobierno de partido hay que entender un Ejecutivo parlamentario o semipresidencial controlado por los partidos; por lo tanto, gobierno y Ejecutivo son equivalentes. Después de la Segunda Guerra Mundial la política europea se caracterizó por organizaciones de partido fuertes y bien constituidas. Organizaciones que han estructurado la competencia electoral y controlado las instituciones de gobierno, es decir el Parlamento y su Ejecutivo, en los sistemas parlamentarios, o bien el Legislativo y el Ejecutivo dual, en los sistemas semipresidenciales. Sin embargo, si bien es cierto que los partidos han ejercido un papel dominante en Europa, también es cierto que han sufrido cambios importantes a partir de la década de 1980, como resultado de una combinación de factores que redujeron su representatividad electoral y social. Ese redimensi!namiento les ha exigido democratizarse, aunque esta democratización no ha puesto en juego la identidad de su organización. A su vez, los partidos se han instalado en el interior de las instituciones públicas, para suplir con los recursos provenientes de estas ultimas la caida de los recur SOS provenientes de sus patrocinadores y de los electores No obstante ello no ha bastado para

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darles una identidad POlitica y un espiritu propios En tales ciicunstancias tam bien en Europa se han ido afirmando lideres pohticos que se han impuesto a sus organizaciones. También en Europa se va afianzando la política de los líderes. GoBIEI.i’io DE PARTIDO: LA PRIMERA FASE DEL DEBATE Hay una primera fase en la investigación europea sobre el gobierno de partido, y es la que se desarrolla entre fines de la década de 1960 y la de 1970. En este período, el estallido de dos dramáticos problemas relacionados entre sí, la sobre- carga de las democracias y el aumento de la responsabilidad del gobierno, centró la atención de los especialistas y de los observadores sobre el gobierno, o, mejor dicho, sobre sus dificultades decisionales. Después de la Segunda Guerra Mundial, los partidos se ubicaron en el centro de la atención de los especialistas, porque se los consideraba el instrumento necesario para reconstruir las democracias europeas destruidas por la ferocidad totalitaria y autoritaria (Monino, 1998). Durante buena parte de la década de 1950, los partidos fueron analizados en función de su capacidad de representación social y de formación del consenso social. Después de esa década de reconstrucción de la democracia se empezó, en cambio, a discutir acerca de la capacidad de gobierno de los partidos y a plantearse la cuestión de si hacía una diferencia que los Ejecutivos fueran de derecha o de izquierda. La aproximación de tipo descriptivo predominó durante las décadas de 1960 y de 1970. La perspectiva desde la cual se evaluó la acción de los partidos en el gobierno fue la de la capability, o capacidad de rendimiento, del Ejecutivo, medida a través de los instrumentos de análisis de las políticas públicas que justamente durante esos años empezaban a demostrar sér cada vez más refinados y confiables. Desde este punto de vista, se intentó describir el funcionamiento concreto de los gobiernos en los modernos sistemas del welfare state. Rose (1974), quien inauguró esta aproximación y de la cual fue el más prolífico ex-

ponente, explicitó de inmediato el objetivo de su investigación: demostrar cómo el desarrollo del big govemment había afianzado las condiciones para desautorizar la antigua Visión de la política centrada en los partidos (Rose, 1974: 424). Según Rose, la complejidad que había alcanzado la intervención pública en la sociedad y en la economía era tal que tanto los Ejecutivos de izquierda como los de derecha se veían obligados a hacer las mismas cosas. Para Rose esto no representaba un problema mientras los partidos estuvieron en condiciones de hacer funcionar el gobierno. Al gobierno, constituido por un conjunto diferenciado de organizaciones y de funcionarios, le corresponde movilizar los recursos para cumplir con los programas que exige e impone la realidad. Eso no quita que el gobierno pueda ser definido como un gobierno de partido; para ello deben darse algunas condiciones (Rose, 1974: 380-383). La primera es que haya partidos y que exista una abierta competencia electoral entre ellos. La segunda es que los candidatos de los partidos participen en las elecciones elevando programas elaborados en la sede partidaria y que especifiquen los medios a través de los cuales sus propuestas serán puestas en práctica. La tercera es que el partido que venza en las elecciones pueda controlar, a través de sus miembros, los puestos gubernamentaje5 más importantes Por este motivo es necesano que sus miembros sean lo bastante numerosos como para poder tomar el control de los distintos sectores del gobierno y lo bastante competen tes como para gobernar esos sectores; que sean lo suficienternente leales como. para dar prioridad a las opciones de su Partido por último, es necesario que la administración esté dispuesta a llevar a cabo lo que deciden los miembros del par tido que controla el gobierno. En la opinó de Rose, si se tienen en cuenta estas tres Condiciones y si sobre la base de estas se mdaga empiricamen te el funcionamiento del gobierno Gran Bretaña la patria del gobie0 de partido satisfaria en realidad solo la primera de

éstas, mientras se presentaría mucho más incierta la función del partido en cuanto a las otras dos condiciones. Entendemos que no se pueden desatender sus argumentos, aunque no sean plenamente convincentes. En relación con la segunda condición, Rose demostró la dificultad de llevar a cabo las intenciones programáticas del partido, no sólo por su carácter casi siempre genérico sino también porque la acción de gobierno suele caracterizarse más bien por tener que afrontar problemáticas no previstas de antemano, O bien, con respecto a la tercera condición, está demostrada la imposibilidad de establecer vínculos jerárquicos entre el personal del partido y los civil servants, a raíz de la complejidad de los problemas que el gobierno debe afrontar y que de una manera inevitable refuerzan la función de la burocracia pública. A Rose no le interesaba investigar las relaciones internas del personal del partido en el gobierno, ni tampoco analizar la influencia que las intenciones programáticas del Ejecutivo, en su conjunto, podían ejercer sobre el

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desarrollo del presunto automatismo de las políticas públicas. Puede decirse que, para Rose, el partido era un equipo de tecnócratas, sin un líder y sin una ideología, sino sólo con “intenciones” programáticas. Vale la pena hacer notar que Rose (1980) reafirmó su tesis en un trabajo publicado precisamente en los inicios de la era thatcheriana (Margaret Thatcher llegó a primera ministra en 1979), una era, que se caracterizaría, justamente, por un líder indiscutible y por un cambio radical en las prioridades de la agenda pública. De todos modos, para Rose lo más importante es la existencia de un Ejecutivo colectivo, cuyos miembros deben mantener una relativa homogeneidad de conductas en virtud del principio de responsabilidad colegiada propio del gobierno parlamentario. De allí deduce que el gobierno de partido es importante porque logra darle un carácter instituCiOfla a esa responsabilidad colegiada, que constituye la condici necesaria para hacer del Ejecutivo el punto de encuentro e

integración de los distintos subgobiernos (Rose, 1988). Una función que el cabinet puede desempeñar como la única y efectiva parte terminál de la soberanía, como expresión de la mayoría parlamentaria. Expresado en otros términos: lo importante es el cabinet, porque es el único organismo que puede hacerse cargo de las distintas presiones e inquietudes que recaen sobre el gobierno. Justamente por este motivo sus miembros están sujetos a la aceptación de las decisiones tomadas en su seno en forma vinculante y solidaria. Según Rose, por lo tanto, el gobierno de partido debe defenderse, a pesar de la relativa ineficacia programática de los partidos, porque constituye el vehículo a través del cual puede funcionar el cabinet governnzent, que representa, para este autor (Rose, 1991: 162-185), el verdadero y virtuoso artífice del sistema democrático. Gobierno de partido y cabinet government se sustentan el uno al otro, y sustentan el carácter unitario de la acción gubernamental, que es el presupuesto de un buen rendimiento del Ejecutivo Los miembros del cabinet, en la medida en que este último está apoyado por una mayoría parlamentaria, disponen de la suficiente fuerza institucional para racionalizar tanto el policy-making como la supervisión administrativa y para garantizar una coordinación satisfactoria de la acción de gobierno. Si para Schattschneider (1942: 1) la democracia está “asegurada sólo si hay partidos”, para Rose lo está sólo si hay cabinets. La aproximación de Rose representa el triunfo de la concepción colectivista de la política europea. El obiemo de partido se basa en un grupo de individuos relacionados el uno con el otro por un vínculo de lealtad Partidaria que logra conservarse como tal porque está asocia da a la racionalidad del funcionamiento del cabinet system. Y, a través del Ejecutivo colectivo, el gobierno de partido logra .ChStinguirse plenamente corno el gobierno de una mayoría política unívoca No queda mucho espacio en esta aproximación para los líderes gubernamentales Se considera que los vínculos

propios de un cuerpo colegiado le permiten al Ejecutivo subordinar incluso el liderazgo del primer ministro. Éste, en calidad de líder de un equipo, es tanto más eficaz en la medida en que reconoce la preeminencia del interés colectivo. Pero ¿qué sucede cuando el interés colectivo del equipo o del partido no coincide con el individual del líder o del primer ministro? Para Rose, y para muchos especialistas y admiradores del gobierno de partido, esta pregunta no corresponde. Sin embargo, mientras se alababa la identidad colectivista de la política europea, en la misma Gran Bretaña empezaron a afirmarse los líderes que se colocaban en abierta contraposición a ella. GoBIEEuio DE PARTIDO: LA SEGUNDA FASE DEL DEBATE En la década de 1980 se desarrolló una segunda fase del debate. También en este caso fue fundamental, por su complejidad y por sus participantes, la reflexión acerca del gobierno de partido, si bien algunos especialistas empezaron a tener en cuenta la función de los líderes. La discusión principal apuntó no sólo a la comparación de la experiencia europea con la estadounidense (Katz, 1987a), sino también a la elaboración de un modelo más sofisticado de gobierno de partido. Se lo analizó desde un paradigma racionalista, cuya unidad fundamental es el actor racional que tiene como meta alcanzar objetivos precisos (Katz, 1986). El partido no se consideraba ya una organización en función del sistema de gobierno (del cabinet systern, como en Rose), sino en función de quienes lo utilizan para alcanzar sus objetivos políticos, de los cuales el principal es conquistar el control del Poder Ejecutivo. Esto representa una estrategia de acción en una democracia electoral, a través de la cual un grupo de individuos intenta activar el apoyo de un público de masas para las políticas que ellos propOflen con vistas a convertir ese apoyo en poder de gobierno.

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EL PARTIDO Y EL LÍDER EN EUROPA 143 El partido equivale entonces a un grupo de individuos que se mantiene unido por un objetivo en común, con independencia de las características organizativas que se dé a sí mismo para regular sus relaciones internas. Por lo tanto, para que haya gobierno de partido es suficiente que se respeten tres condiciones básicas (Katz, 1986: 37-39): a) que las principales decisiones gubernamentales sean tomadas por individuos elegidos en elecciones realizadas a través de los partidos, de las cuales ellos son luego responsables; b) que las políticas adoptadas se decidan dentro del partido, o de los partidos, de gobierno; y c) que la cabeza y los miembros del Ejecutivo sean de origen partidario. Naturalmente, estas condiciones pueden verse satisfechas en distinto grado por los diferentes sistemas políticos, y en consecuencia darán origen a una escala de partyness of governrnent, es decir, de ‘partidicidad” del gobierno. Como también los partidos, entendidos de esta manera, pueden expresar distintos grados de poder social, haciendo surgir de este modo una escala de party governrnentness, es decir, de “representatividad social del gobierno de partido”. Pero si el gobierno de partido es en principio una relación entre individuos, más que entre individuos e instituciones, podemos deducir que su concreción no implica la existencia de un particular sistema de gobierno (Katz, 1987b: 8). En términos institucionales, presupone sólo la existencia de un proceso decjsjonal relativamente centralizado en una única agencia (y el hecho de que ésta sea un Parlamento, un cabinet o la presidencia, no tiene demasiada importancia), capaz de ejercer el Control del conjunto de las actividades de gobierno. Las características de esta centralización decjsional no son irrelevantes, Pero tampoco son demasiado serias. Por ejemplo, para Katz (1986: 55)e1 gobierno de partido puede coexistir con un sistema presidencial, a condición de que el presidente sea de Proveniencia partidaria y lo favorezca el apoyo del partido. Si existen desafíos para el gobierno de partido en los siste

144 LA COMPARACIÓN mas presidenciales, éstos provienen del sistema de selección de los candidatos/presidentes más que del sistema de gobierno. Allí donde el partido renuncia al control del sistema de selección de los candidatos, como en Estados Unidos después de 1972, para ser sustituido por un sistema descentralizado y abierto (las primarias directas), entonces puede haber una supersession del gobierno de partido: la institución permanece, pero cambia su significado. Por cierto, Katz, el promotor de este enfoque, es consciente del hecho de que las instituciones influyen en los comportamientos políticos. No obstante, esta conciencia no se explicita en el señalamiento de los contextos que pueden volver valioso para un grupo de individuos el recurso a las estrategias del gobierno de partido. En realidad, las características institucionales del sistema de gobierno estructuran los incentivos que pueden inducir a un grupo de individuos a intentar alcanzar sus objetivos mediante una estrategia de gobierno de partido, o bien de otro tipo. Por este motivo, la aproximación racionalista fue importante para volver a llevar al centro del análisis a los individuos concretos y sus opciones. Sin embargo, resultó insuficiente. De hecho, se considera sólo la parte de los individuos, y no la de las instituciones en las que actúan. Las instituciones, como todas las reglas formales e informales, constituyen un sistema de oportunidades y de límites. Es poco probable que los individuos que actúan en ellas, o que quieren conquistarlas definan sus estrategias sólo en función de sus expectativas personales, y no también en función de los incentivos positivos y negativos que provienen de las instituciones. Por ejemplo, si la estrategia del gobierno de partido puede aplicarse en un sistema de fusión de poderes, que concentra el poder decisional en una única institución (el Parlamento donde se forma el Ejecutivo), sólo podrá aplicarse en un grado mucho menor en un sistema de separación de poderes, que reparte el poder decisional en varias instituciones de gobierno.

EL PARTIDO Y EL LÍDER EN EUROPA 145 Por cierto, la ambigüedad acerca del papel de las instituciones en la posición de Katz fue superada gracias a la contribución de algunos especialistas europeos del grupo que investiga el party government, en especial gracias al aporte de dos estudiosos italianos, Freddi (1986) y Pasquino (1986) que utilizaron explícitamente una aproximación organizativa, en el primer caso, e institucional, en el segundo. Los resultados analíticos obtenidos por estos dos expertos resultan útiles para mi argumentación. En especial, para los propósitos de mi planteo, lo es la conclusión a la que llegó Pasquino (1986: 183): El mejor contexto institucional para la introducción y la permanencia del gobierno de partido es un sistema político caracterizado por una forma parlamentaria de gobierno, con una asamblea legislativa unicameral y con una fórmula electoral mayoritaria. En el otro extremo, el contexto institucional más difícil para el

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gobierno de partido es una forma presidencial de gobierno con un Legislativo bicameral cuyas cámaras compartan los mismos poderes y funciones, o en el cual estos últimos sean independientes y autónomos, y con un sistema electoral proporcional no atemperado por ningún umbral de entrada o Sperrklausel. Por cierto, el mismo Katz demostró cómo la efectividad del gobierno de partido depende también de factores extrainstitucionales, como el tipo de polarización o la naturaleza de las divisiones políticas. El gobierno de (un solo) partido en un parlamentarismo competitivo, como el británico, tiene una posibilidad de rendimiento mayor que un gobierno de (muchos) partidos en un parlamentarismo consensual (como el belga o el de la Italia de la 1 República). Esta fase del debate acerca del gobierno de partido nos ha Permitido ver en él una estrategia de acción dirigida a la obtención de determinados objetivos más que un mero derivado de un contexto institucional. Sin embargo, hay otras estrategias de acción gubernamental que no se tomaron en cuenta.

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En especial la basada en los líderes, entendidos como actores individuales, y no como representantes de actores colectivos. Así, en la década de 1980 se hizo evidente que algunos individuos (Thatcher, Mitterrand, Craxi) consideraron mucho más racional, a fin de lograr sus objetivos de poder, promover una estrategia de acción que enfatizara su función personal más que el colectivo del partido, tanto en la competencia electoral como en la acción de gobierno (véase el capítulo vi). LA FUNCIÓN DEL LÍDER DE GOBIERNO: LA TERCERA FASE DEL DEBATE Si durante el trascurso de la década de 1980 la atención estuvo centrada en primer lugar en los partidos, no está de más recordar que algunos especialistas habían empezado ya a reflexionar sobre la función de los líderes de gobierno en las democracias europeas. Fue una reflexión circunscrita y con una finalidad explícitamente normativa, pero, sin embargo, significativa. Me limitaré a considerar los estudios más importantes que fueron publicados entre fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, los de Duverger (1988, 1987) y de Cavalli (1992, 1990). Ambos especialistas querían mostrar la inferioridad democrática de las democracias acéfalas o su impotencia con respecto a las democracias dirigidas o inmediatas. Para ambos, el criterio para distinguir entre un modelo de democracia y otro, o sea entre una modalidad de organización del Ejecutivo y otra, residía precisamente en la función de la cabeza del Ejecutivo.

Cavalli fue el más preciso al definir las condiciones del modelo de una democracia con un líder. Es necesario, explicaba el politólogo italiano, que el poder del Ejecutivo este concentrado en el jefe del Ejecutivo; que su elección sea el resultado de una investidura directa de parte de los electorS o bien de una investidura indirecta que sea el resultado de

una competencia electoral en la que se haya puesto en juego la elección entre dos personalidades o entre dos proyectos personales; que, en consecuencia, la cabeza del Ejecutivo sea el líder efectivo de su partido, del Ejecutivo y de la opinión pública; y que, por último, su legitimación como cabeza haya recibido una regular confirmación electoral. Como puede verse, existe una neta diferenciación entre el líder y el partido: para que haya una democracia dirigida por un líder es necesario que el segundo esté jerárquicamente subordinado al primero, y que los electores hayan estado en condiciones de elegir al primero, aunque a través del segundo. Para Cavalli, las democracias con un líder son las que mejor funcionan, y el testimonio lo han dado los casos de Estados Unidos y de Gran Bretaña. Pero si pasamos del terreno normativo al empírico, se nos presentan dos problemas analíticos de no poca importancia. En primer lugar, no parece convincente la identifiación de los dos países con un modelo común de democraoi.a con un líder. Lo que caracteriza a esta última es la centralidad decjsjonal del líder, por lo cual hay una gran diferencia entre una democracia parlamentaria como la británica, en la cual la cabeza del Ejecutivo puede ser sustituido a traVéS de un normal procedimiento anual interno del partido, como sucedió con Margaret Thatcher en 1990, o puede ser ‘flducjdo a dimitir, como fue el caso de Tony Blair en 2007, y una democracia presidencial como la estadounidense, en la Cual la cbeza del Ejecutivo sólo puede ser destituida a traVéS del recurso extraordinario del impeachrnent. En segundo lUga no parece convincente la distinción verticalista entre

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el líder y el Ejecutivo (el partido), como si las funciones del lider coincidieran con las funciones del Ejecutivo, porque en realjdad el líder y el Ejecutivo ejercen funciones distintas, arribas necesarias. Encontramos una ambiedad semejante en el punto de Vista de Duverger En relación con la Francia de la V República,

el constitucioflalista francés registra que la elección presidencial se vivía cbmo el acto fundamental de la política nacional. Después de todo, ésta había sido la intención del fundador de la nueva república, el general Charles De Gaulle, como bien lo documenta entile (1998): la primacía presidencial es esencial para impedir que los partidos dominen la vida política, como había sucedido en la Francia parlamentarista de la lv República. Y, de hecho, todos los jefes de Éstado elegidos por sufragio universal fueron designados al margen de meros cálculos de partido, y sobre la base de su appealing personal. Los partidos no quedaron excluidos del juego, pero tampoco lo monopolizaron. La V República fomentó la formación y el desarrollo de partidos presidenciales —sin los cuales no se ganan las elecciones—, pero no necesariamente personales. Por lo tanto, su funcionamiento presupone un vínculo entre el presidente de la república y partidos políticos bien organizados. E incluso si ese vínculo no es paritario sino jerárquico, pues son los primeros los que caracterizan a los segundos, tampoco pueden descuidarse los partidos, ya que sin ellos no sólo no se puede elegir a nadie, sino que tampoco existiría un Ejecutivo, ni una mayoría en e Legislativo. Para Duverger, el gobierno semipresidencial francés no se diferencia del gobiern parlamentarista. británico, pues ambos se adaptan a un misrn’o iodelo de la así llamada democracia “inmediata”, un modelo que tuvo su influencia, según nuestro autor, en buena parte de los países de la Unión Europea. La presentación de Duverger fue sin duda necesaria para llamar la atención acerca de la importancia de tener democracias capaces de decidir, justamente porque sus “gobiernos” se form “inmediatamente” a través de elecciones, y no después de las - - elecciones, como las democracias “mediatas”. Después de todo, en Francia seguía persistiendo en sectores de la elite política cierta nostalgia en relación con el modelo asamblearista de la IV República, y su “impotencia decisional” (Duverger, 1988). Sin embargo, aunque era indudable que los grandes países de Euro 149

pa tenían gobiernos que reflejaban las opciones “inmediatas” de los electores, las diferencias institucionales entre sus sistemas de gobierno, y en particular entre la Francia semipresidencial y la Gran Bretaña parlamentarista, continuaron influyendo en el funcionamiento de sus respectivos Ejecutivos. Por cierto, Duverger era consciente de esas diferencias: sin embargo, su conceptualización había terminado por simplificarlas. Es verdad que las democracias capaces de decidir son las que se basan en una concepción bipolar o bipartidaria de la eompetencia electoral, es decir, son democracias en las cuales los ciudadanos, por medio de la elección de un partido, eligen entre dos “gobiernos” diferentes, y entre los dos líderes alternativos que los representan. Son, por lo tanto, democracias competitivas. Sin embargo, una democracia inmediata de tipo parlamentario se caracteriza por procesos decisionales distintos de los de una democracia inmediata de tipo semipresidencial. En la de tipo parlamentario, los partidos ejercen una función más relevante en el Ejecutivo en relación con la que pueden ejercer en una democracia semipresidencial. Por ejemplo, Gran Bretaña estuvo dirigida por un líder cuando el jefe del Ejecutivo fueron Winston Churchill (1951-1955), Margaret Thatcher (1979-1990) o Tony Blair (1997-2007), pero estuvo dirigida por el partido cuando el jefe del Ejecutivo fueron Clement Attlee (1950-1951), Harold Wjlson (1966-1970), James Callaghan (1976-1979) o Gordon Brown (2007-2008). No puede decirse lo mismo del sistema semipresidencial, porque la elección directa del presidente lo hace más influyente que su propio partido. En tal caso, el control de la presidencialización del Ejecutivo proviene más bien de la posibilidad de que se formen en él distintas mayorías, la así denominada cohabitación. Sea como fuere, Cavalli y Duverger tratan de llamar la atención sobre los jefes de gobierno y su papel en el funcionamiento de las democracias, mientras el debate precedente se ocupaba con exclusividad de la función de los partidos en el proceso decisional. Sin embargo, al hacerlo, Cavalli y Duverger invier

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ten la aproximación precedente. Si para Rose contaba sólo el Ejecutivo y para Katz y sus colaboradores sólo el partido, para Cavalli y Duverger cuenta sólo el líder. De todos modos, gracias a estas distintas fases del debate entendemos que el rendimiento del Ejecutivo no se agota ni en el rendimiento del partido en el gobierno, ni en el rendimiento de su líder. Los dos rendimientos valen por separado y son diferentes. El futuro del gobierno de partido en Europa continúa siendo el centro de los debates científicos (Blondel y Cotta, 2000). Ahora bien, aunque es indudable que los partidos siguen desempeñando una función importante en los Ejecutivos europeos, al mismo tiempo también es innegable que han sufrido un redimensionamiento electoral y una transformación organizativa. A partir de las décadas de 1980 y 1990, los partidos europeos se han redimensionado como organizaciones de movilización electoral y como organizaciones de identificación pública. La Europa de los grandes partidos de masas del siglo xx ha cerrado una página de su historia (Massari, 2008; Bardi, 2006). EL REDIMENSIONAMIENTO DE LOS PARTIDOS EUROPEOS A partir de las décadas de 1980 y de 1990, las democracias europeas sufrieron transformaciones radicales (véase el capítulo vi). Las sociedades nacionáles se secularizaron en el plano político, a causa de la superación de las ideologías políticas tradicionales operada con el fin de la Guerra Fría entre 1989 y 1991. El fin de la Guerra Fría hizo dar un salto hacia delante al proceso de integración europea, proceso que ha vuelto aún más incierta la identidad política de los partidos. En la década de 1990 todos los partidos se vieron obligados a redefinirse En algunos países, como en Italia, el sistema de partidos posbélico se desmoronó; en otros países, como en Francia, Gran Bretaña e incluso en Alemania, se reformuló. Los partidOS

buscaron una “tercera vía” (de izquierda) o un “nuevo conservadurismo” (de derecha). De todos modos, los partidos, tanto los de izquierda como los de derecha, se debilitaron en el plano electoral por una progresiva reducción de los electores que se identificaban con uno o con otro, y también en el plano organizativo por la disminución generalizada de sus afiliados. Ante tal reducción de su función social, los partidos termina- ron por aceptar su función institucional. Se transformaron en organizaciones comprometidas en el control oligopólico de los recursos públicos a través de sus representantes ubicados en la vasta red de las instituciones públicas o semipúblicas: una especie de cartel parties, para usar una célebre expresión de Katz y Mair (1995). Por lo tanto, los partidos, cuanto más perciben la decadencia de su representatividad social, más se instalan en el interior del estado, estableciendo relaciones cada vez más estrechas con las distintas agencias e instituciones estatales centrales y periféricas (Katz y Mair, 2002). Al mismo tiempo, el debilitamiento organizativo y de identidad de los partidos ha creado un contexto favorable para su democratización. Se abrieron sus procedimientos internos, para dar más poder decisional a sus miembros, mientras estos disminuían en número sensiblemente. Así, por una parte, se acentuó la profesionalización de los partidos, y por otra, se acentuó su democratización. Esta paradoja también Puede percibirse en otros países, independientemente del modelo de democracia que hayan adoptado, como Austria, Dinamarca, Alemania, Irlanda, Holanda y Finlandia (Mair, 1997; Pennings y Hazan, 2001). Por cierto, el proceso de democratización interna de los partidos no avanzó tanto como para • ‘legar a poner en entredicho sus fronteras organizativas: la distinción entre sus miembros del partido y sus electores del • Partido se preservó, incluso a pesar de que a sus miembros se es reconoció un mayor poder decisional que en el pasado. De este modo, los distintos partidos europeos introdujeron primarias para la elección de su líder. Así lo hicieron el

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Partido Laborista y el Partido Conservador en Gran Bretaña (Webb, 2000), y el Partido Socialista en Francia, el Partido Socialdemócrata y el Partido Socialcristiano en Alemania, el Partido Socialista español y otros partidos en Austria, Holanda, Irlanda, Bélgica y Dinamarca (Farreil, Holliday y Webb, 2002). Hopkins (1999) señala que esa elección abierta del líder de partido se convirtió en una característica general de los partidos

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políticos europeos. Sin embargo, el mismo Hopkins destacó que esas primarias de partido no alteran la estructura y el funcionamiento de los partidos europeos. Les proporcionan una mayor influencia a los miembros del partido, que de todos modos sólo pueden optar dentro de un abanico de candidatos ya preseleccionados. Por esta razón, las primarias de partido europeas, por lo general, al seleccionar candidatos apoyados por la elite de los partidos producen resultados previsibles. Y donde hubo una fuerte oposición interna entre los candidatos, como sucedió en el Partido Socialista francés en 2008 con la áspera rivalidad entre Segolne Royal y Martine Aubry, esa oposición la resolvieron los militantes del partido y no los electores. Por este motivo, no debemos confundir las primarias de partido con las primarias directas en Estados Unidos (véase el capítulo m). La principal diferencia entre el sistema estadounidense de selección de los candidatos y el europeo consiste en que los militantes del partido desempeñan un papel importante en Europa, mientras la misma categoría de militante del partido carece de un equivalente empírico en Estados Unidos. En Europa, los electores, en cuanto tales, no tienen el poder de elecciófl que tienen los electores en Estados Unidos. Mientras las priifla rías estadounidenses están reguladas por la ley de cada Estado, las primarias europeas las administran los propios partidos de una forma autónoma. Las primarias europeas son, pues, rnefl°5 inclusivas que las estadounidenses, incluso en casos en que se adoptaron reformas tendientes a su mayor democratizació Las primarias de partido han favorecido a los miembros del

partido, y, en casos aislados, como el del partido socialista catalán, a los simpatizantes afiliados, y, en consecuencia, les han brindado mayores oportunidades miso a los ciudadanos que ya eran activos políticamente. Para Hopkins (1999), el modelo europeo de primarias puede definirse como mixto o limitado, ya que éstas están abiertas sólo para quienes son formalmente miembros del partido, y están reguladas por los líderes de éste. Además, los militantes que participan en las primarias de partido europeas ejercen su poder de elección entre candidatos que representan a uno u otro grupo de los líderes del partido. También en Estados Unidos se hace un trabajo de filtro para distinguir a los candidatos “presidenciables”. Sin embargo, allí ese trabajo no lo hacen los presidentes del partido, sino el más amplio establishment político del partido, representantes electos, gobernadores, think tanks, opinionists, financistas. Por cierto, hay casos, como el del partido socialista español, de primarias más competitivas, en el que los candidatos no han sido seleccionados previamente por el comité del partido. Todos los miembros del partido que tienen sus aportes monetarios al día pueden presentarse como candidatos. Los resultados de las primarias se hacen públicos y el Ejecutivo del partido no dispone de ningún poder de veto. Es un proceso, por lo tanto, muy difícil de controlar, incluso más que el del Partido Laborista inglés (Hopkins, 2001). Parece comprensible, entonces, que Hopkins sostenga lo que Sostiene, sea que en Europa los líderes de partido usan las primarias para controlar el disenso interno, volviéndolo Visible y al mismo tiempo limitándolo. Por lo tanto, a pesar de la apertura que representan las primarias, los partidos europeos continúan siendo controlados por sus líderes —o por su Correspondiente equipo interno—. Formalmente o de facto, en’ Europa hay una preselección de los candidatos “candidatable 5”. Por otro lado, el control de la selección de los candidatos y el control de la financiación pública de las campañas electorales por parte de los líderes de partido representan una

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condición necesaria para garantizar la disciplina del partido. A su vez, la disciplina del partido es una condición fundamental para el funcionamiento apropiado de un gobierno parlamentarista. Sin disciplina partidaria, la estabilidad de, las mayorías parlamentarias, y por lo tanto de sus Ejecutivos, sería cuestionada regularmente. Por eso las primarias directas son incompatibles con el principio de responsabilidad colectiva que continúa caracterizando el gobierno parlamentario (Mény y Knapp, 1998); distinto es el caso de un sistema parlamentario en radical transformación, como el italiano después de 1993, en el cual nuevos partidos debieron, y pudieron, construir sus relaciones con los electores ab initio. En Italia, los nuevos partidos de

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izquierda tuvieron primarias directas más que primarias de partido, tanto para elegir a sus líderes como para elegir al líder de la coalición de centroizquierda. Así sucedió en 2005 con la elección de Romano Prodi como candidato a primer ministro de la coalición (Venturino, 2007), o en 2007 con la elección de Walter Veltroni como secretario del nuevo Partido Demócrata. De este modo se pone en evidencia un proceso contradictorio en la política europea. Los partidos se han debilitado como agencias de movilización electoral y de representatiVi dad social. Se han abierto a una mayor competencia interna entre los candidatos y democratizado los procedimientos de su selección. Esto les dio una oportunidad a los líderes capaces de utilizar una popularidad externa al partido para promover su ascenso interno. Al mismo tiempo, sin embargo, los partidos lograron preservar su identidad organizat’ (Ignazi, 2004), que se sostiene con los recursos que provienen del papel que cumplen, necesario para el funcionamiento de las instituciones públicas. Se ha pasado, pues de los partidos/sociedad a los partidos/Estado. La decadencia de la party governmentness en las sociedad europeas se cOIT pensó con un incremento de la partyness of government en los estados europeos (Hopkins, 2004). Los partidos se han

EL PARTIDO Y EL LÍDER EN EUROPA especializado cada vez más. en el control de las posiciones y de los recursos públicos, o de las políticas públicas que no se han decidido en Bruselas, en detrimento de su función tradicional de promoción y agregación del consenso social y electoral. En cierto modo, se han convertido en estructuras organizadas, pero carentes de espíritu; un poco como el partido de candidato que se desarrolló en Estados Unidos antes de la revolución republicana de la década de 1990 (Mair, 1997) (véase el capítulo ni). Por cierto, en la Europa parlamentarista y semipresidencial, donde los cargos y las políticas de gobierno continúan siendo controladas por los partidos, estos últimos han seguido recibiendo fuertes incentivos para preservar su organización. Esto no ha bastado para legitimar el papel de los partidos y su ocupación del Estado. Y, de hecho, el malestar con respecto a ellos aumenta en casi todas las sociedades europeas (Dogan, 2005; Pharr y Putnam, 2000). Sin un espíritu ideológico, enfrentando un electorado que no confía en ellos, y preocupados por preservar su control de los recursos públicos, los partidos han terminado por hacerse caracterizar por sus líderes. El líder se convirtió en el recurso principal de la competencia política. Sustituyó la identidad política del partido, sin alterar SU identidad organizativa. La competencia entre los líderes, dentro del partido (a través de las primarias) les permitió a los partidos abrirse a la sociedad, sin movilizarla necesariamente. Y, al misno tiempo, esa competencia no amenazó el control partidario de los recursos públicos. En cierto modo, se ha creado el partido de líder (es decir, de representantes elegidos) dirigido por un líder. CONCLUSIÓN En Europa, la atención de los especialistas se centró tradicionalmente en los partidos. Las democracias europeas se re-

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construyeron a través de los partidos y por lo tanto han estado dirigidas por Ejecutivos controlados por los partidos. En consecuencia, con excepción de la Francia de la V República, la función de los líderes se ha debatido poco. Es probable que las dramáticas alternativas del autoritarismo y del totalitarismo entre las dos guerras mundiales haya creado una predisposición pública negativa en relación con el líder político, a pesar de que las democracias que sobrevivieron a esas alternativas lo lograron gracias a líderes y a Ejecutivos fuertes y estables. De todos modos, mientras el debate sobre el gobierno de partido alcanzaba niveles de la mayor sofisticación, los partidos políticos europeos comenzaron a registrar una decadencia significativa, tanto en el plano de la movilización electoral como en el de la construcción de un consenso social para su gobierno. Incluso las democracias parlamentarias comenzaron a registrar el ascenso de líderes políticos en el ruedo electoral y en el mercado del consenso. Si es difícil establecer la relación de causa y efecto entre el redimensionamientO de los partidos y el ascenso del líder, puede afirmarse que lo segundo se ha visto beneficiado por lo primero. Los partidos han reaccionado a su decadencia democratizándose, por una parte, y por otra, reforzando su presencia en las instituciones. Por cierto, esa democratización no ha llegado al punto de poner en entredicho las fronteras de los partidos. Incluso en la Francia semipresidenc’ como en la Gran Bretaña y en la Italia parlamentarista los partidos, en cuanto actores colectivos, continúan siendo necesarios para hacer funcionar el sistema de gobierno. Sin bargo, a principios del siglo xxi, el gobierno de partido no se

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parece ya que se desarrolló en la segunda mitad del siglo xx. Los par0S deben enfrentar a un rival relativamente independiente de ello5 el líder. Esto es lo que pasaremos a analizar ahora.

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El crecimiento de la función de los líderes en la política europea señala un cambio importante. El largo periodo de la Europa democrática posterior a la Primera Guerra Mundial fue pródigo en líderes políticos. Algunos de ellos después del final de la guerra fueron auténticos regirne builders, ya que construyeron las nuevas democracias sobre las cenizas de los regímenes autoritarios y totalitarios (para el caso italiano, comparado con el japonés, véase Samuels, 2003). Sin embargo, con pocas excepciones, entre las cuales figura el general Charles De Gaulle en Francia, esos líderes fueron también jefes de partido o, al menos, exponentes políticos que alcanzaron una Posición en el gobierno gracias al apoyo de sus respectivos partidos. Piénsese en Konrad Adenauer, que fue canciller y ministro de Relaciones Exteriores de Alemania Federal entre 1949 y 1963, porque era el dirigente del Partido Demócrata Cristiano, o en Alcide De Gaspen que fue presidente del consejo de la Italia republicana entre 1946 y 1953 porque fue uno de ‘os fuptjadores de la Democracia Cristiana Sin embargo el ascenso del hder en la politica europea que se inició en la década de 1980 tuvo un carácter diferente al del pasado. Por una parte, los nuevos líderes se afirmaron en Ufl Contexto de partidos en decadencia, en especial en el plano de la representatividad electoral y de la cantidad de afiliados. Por otra parte, los nuevós medios de comunicación de masas contribuyeron a convertir a esos líderes en protagonistas ‘fldlscutibles de la competencia política Como jamas habia sucedido en el pasado la política electoral de los paises euro157

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peos se personalizó, así como se “presidencializó” la acción de los Ejecutivos (Poguntke y Webb, 2007). Como no estaban en condiciones de comprender la función de los líderes en las democracias, ya que el debate europeo se había centrado tradicionalmente en los partidos (véase el capítulo y), no pocos observadores consideraron que las transformaciones en la política europea se debían a una influencia del “modelo estadounidense”. Vale la pena considerar esta teoría de la “norteamericanización” para demostrar que las transformaciones en la política europea se debieron a procesos más complejos que una simple imitación de un modelo foráneo. LA TEORíA DE LA “NORTEAMERICANIZACIÓN” La afinriación del liderazgo gubernamental personalizado en Europa entre la década de 1980 y la primera década del siglo XXI introdujo el concepto “norteamericanización” de la política europea (Markovits, 2007; Losurdo, 1993; Toinet, 1991 y 1989; Bey- me, 1987). La personalización de la política electoral y gubernamental se consideró una consecuencia inevitable de la influencia ejercida en el Viejo Continente por los modelos del Nuevo Continente (véase Fabbrini, 2004 y 1994). Así como en Estados Unidos, a partir de la década de 1970, se inició el desarrollo de la política de candidatos y de la personalización de la presidencia, también en Europa los líderes políticos comenzaron a adoptar estrategias de acción basadas en su appeal persona’ más que en su partido. De este modo, el hecho de que el Ejecutivo se caracterizara por las posiciones personales de pOllCY del líder, o que las campañas electorales se personalizarafl se consideró como un signo de la inevitable “norteamericafliZ ción” de la política europea. La Europa colectivista ya no SC diferenciaba del Estados Unidos individualista.

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La tendencia a interpretar a Europa guiándose poI la( experiencia estadounidense es, en Europa, consecuencia del

papel que asumió Estados Unidos al terminar la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por una hegemonía que no fue sólo económica y militai sino sobre todo política y cultural. Con la agudización de los procesos de modernización de Europa en el último cuarto del siglo xx, ese papel se agigantó a los ojos de los europeos. Estados Unidos no representaba ya el futuro de Europa, como lo había escrito Tocqueville (1968: 15) después de su viaje al nuevo mundo durante 1931 y 1932 (“Me pareció además que esta misma democracia que reina en la sociedad americana, también avanza hacia el poder en Europa”), sino que se había convertido ya en su presente. Mirándolo bien, sin embargo, Estados Unidos tuvo (Fabbrjni, 1999; Friedrich, 1967; Beyme, 1987) una influencia mínima en la organización institucional de los sistemas de gobierno de los países europeos. Como bien sabemos, los sistemas semipresidenciales, como el de la Francia de la V República, no pueden asimilarse al tipo estadounidense de separación de poderes, porque esos sistemas le permitieron al Parlamento preservar su Posición como fuente de la legitimidad del sistema, o sea como única sede de la soberanía popular. Además, si bien la reconstracción económica e ideológica de los países derrotados durante la Segunda Guerra Mundial (Italia y Alemania Federal, pero también la Francia de la IV República en el período 19461958) fue posible gracias a la ayuda estadounidense, en el Plano institucional cada uno de esos países optó por volver a su anterior tradición parlamentarista y partidaria, obviamente con las modifjcciones necesarias, teniendo en cuenta un contexto Político diferente y con el deseo de evitar los errores del pasado (Ceccanti, 1997; Huber, 1996). Por lo tanto, en el plano institucional no hubo “norteamericanización” de ninguna índole. De hecho, quienes apoyan la teoría de la “norteamericanj Zación’ sostienen que ésta se manifestó sobre todo en el plano del comportamiento de los actores políticos y de los electores. No obstante, incluso en este plano la teoría de la “norteamerlcafljzacjó puede discutjrse, afirmando, por ejemplo, que

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la personalización de la política puede haber estado condicionada más bien por factores internos que por influencias externas. Esto es, por una transformación interna del proceso político, determinado por la función cada vez más relevante que juegan los mass media en la competencia electoral (véase el capítulo II). Por lo tanto, más que la mera exportación del “modelo” estadounidense a Europa, es posible argumentar que hemos asistido a una convergencia de las condiciones que estructuran el proceso político tanto en un lugar como en el otro. En especial en el ámbito electoral, muchas características del proceso político estadounidense fueron las mismas que las del proceso europeo. La situación; europea favoreció que los líderes políticos recurrieran también a estrategias políticas personales, como hacía tiempo que sucedía en Estados Unidos. En fin, fueron las condiciones reinantes las que contribuyeron al desarrollo de una política centrada en los candidatos. Con la decadencia de la identificación partidaria de los electores europeos y, en consecuencia, con la decadencia de la capacidad de movilización de los partidos europeos, las tecnologías estadounidenses de electioneering —o sea, de organización de la campaña electoral (véase el capítulo a)— se han convertido enherramientas que también son utilizadas en Europa (Sussman, 2005; Kavanagh, 1995; Kaase, 1994) por los actores principales del proceso electoral. Sin embargo, la política de los candidatos ha encontrado no pocas resistencias institucionales. La organización de los partidos y el orden institucional europeo han demostrado ser capaces de oponerle una firme barrera a la personalización del Ejecutivo. Si en Europa se ha registrado un proceso de personalización del régimen electoral que ha promovido la búsqueda de estrategias de gobierno personal en el plano del funcionamiento del Ejecutivo, esas estrategias encontraron, sin embargo, un contexto instituci0’ poco hospitalario. Por lo tanto, la “nortearnericanización” de la campaña electoral es tan sólo uno de los efectos dentro del proceso más amplio de cambios políticos registrado en Europa.

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EL GOBIERNO DEL LÍDER EN EUROPA EL CAMBIO POLÍTICO EN EUROPA

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Disponemos de gran cantidad de información acerca de las características del cambio político operado en las democracias europeas a partir de las dos últimas décadas del siglo xx (Cain, Dalton y Scarrow, 2003; Dalton y Wattenberg, 2002; Kaase y Newton, 1995). El punto de partida son las transformaciones relacionadas con las fracturas y divisiones (cleavages) políticas. Dichas transformaciones han dado lugar a la formación de nuevas divisiones en los sistemas políticos europeos. Nuevas problemáticas se imponen en la agenda pública, algunas son el fruto de profundas mutaciones económicas, tecnológicas y culturales que han colocado el centro de la atención pública sobre temas como la calidad de vida, el trabajo, el medio ambiente y, por último, la democracia. Otras, en cambio, son el resultado de cambios políticos más recientes, como la integración europea y la consecuente discusión acerca de la soberanía de los estados nacionales, que han puesto sobre el tapete el tema de las nuevas identidades regionales y territoriales. A raíz de estos cambios se diluyó la tradicional división entre la derecha y la izquierda, o al menos se vuelve necesaria una redefinjcjón de ambas. En la mayoría de los países europeos, ello condujo a una reorientación sustancial de los partidos políticos tradicionales. En especial, al término de la Guerra Fría, los partidos de izquierda debieron reubicarse para apuntar a un “nuevo centro” en muchos casos reelaborando de una manera radical su identidad partidaria. En el caso de Italia, como los cambios estructurales se entremezclaron con Una dramática crisis interna l estallido de un sistema de co rrupción generalizado que involucró a líderes de partido, administradores públicos y empresarios de la esfera privada—, ‘OS pai-iidos se derrumbaron. Esto puso en marcha un largo Proceso de transición en la democracia (Fabbrini, 2007), en el que se formaron nuevos partidos y surgió una nueva dinámica Política, bipolar en vez de multipolar; una bipolaridad estruc

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turada sobre la base de dos grandes coaliciones, a su vez conformadas por numerosos partidos. Las diferentes estructuras institucionales de cada país europeo, y en particular las características de sus sistemas electorales, además de la naturaleza de sus sistemas partidarios y las diferentes culturas políticas nacionales, condicionaron las consecuencias políticas de este proceso de cambio. En términos más generales, en gran parte de los sistemas políticos europeos se ha observado una descomposición de los alineamientos partidarios tradicionales, tanto por efecto de un desalineamiento electoral como por una disminución de las lealtades partidarias. Esta situación creó dificultades crecientes a los partidos políticos. La escena política europea se pluralizó (Cain, Dalton y Scarrow, 2003; Fuchs y Klingeman, 1995): movimíentos de ciudadanos, asociaciones de voluntarios en tomo a una determinada temática, los tradicionales grupos de presión, los mass media, los intereses territoriales, los centros de poder económico, son algunos de los actores que participan del •proceso político ejerciendo una influencia directa y sin recurrir a la mediación partidaria. Estos nuevos actores que hicieron suyas las funciones de información y de movilización electoral tradicionalmente monopolizadas por los partidos políticos» mientras estos últimos, como ya lo hemos visto, se trasladaban cada vez más hacia el interior del Estado (Mair, 1994). La política europea se caracterizó entonces por nuevas divisiones, algunas contingentes y otras permanentes» y de éstas surgieron nuevos actores políticos, muchos de los cuales desaparecieron con la misma rapidez con que habían aparecido. Estos actores que, cuando se impusieron, lograron hacerlo por su capacidad de utilizar las nuevas tecnologías electorales (véase el capítulo u) para la organización de la movilización popular. Todo esto contribuyó, como es obvio, a crear un contexto político más inestable y con divisiones impredecibles. A partir de las décadas de 1980 y de 1990, la política europea pasó de una situación en la cual los conflictoS

eran exclusivamente la expresión de configuraciones estables de clase y de fe religiosa, a una situación en la cual los conflictos empezaron a reflejar prioridades cambiantes en relación con temas específicos (Inglehart, 1997; 1990). Es natural que la transición de un sistema político basado en una división estable a un sistema politico basado en una pluralidad de divisiones, algunas de ellas contingentes, no tenga las características de un proceso lineal. Se trata, más bien, de una compleja transformación de la estructura de las divisiones, en la

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cual las más viejas conservaron parte de su capacidad de regulación del conflicto, pero ahora en presencia de otras más nuevas. De este modo las viejas divisiones y las nuevas se entrecruzan, y hacen todavía más difícil su representación electoral y política. Es evidente que en este cambio también incide la aceleración del proceso de integración europea (promovido el Tratado de Maastricht el 12 de diciembre de 1991), un proceso que ha desestructurado la política de cada Estado nacional europeo y ha provocado nuevas fracturas. Sea como hiere, el redimensionamiento de las fracturas tradicionales creó un contexto que se caracteriza por una pluralidad de issuepublics: es decir, públicos cuya composición cambia Segtn los cambios de tema que ocasionan las divisiones. Esta situación incentivó un mayor interés por los contenidos específicos de las políticas públicas en detrimento de los aspectos más generales de la alineación partidaria. También incrementó el particularismo, si no el corporativismo, del proceso político. I formación de esa pluralidad de públicos interesados en problemas puntuales contribuyó no poco a cambiar el comportamiento de los electores europeos. Tanto es así que también se están utilizando en Europa los tres criterios que han servido tradicionalmente en Estados Unidos para sondear la intención de voto de los electores: la pertenencia partidaria, la imagen del Candidato y la opinión con respecto a un issue determinado. El material empírico disponible muestra cómo a partir de las décadas de 1980 y de 1990 se registró un incremento del voto basado en la imagen del candidato o en la posición del candi

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dato o de su partido con respecto a un issue determinado y una disminución del voto en función de la pertenencia partidaria (Dalton, 1996). En otras palabras, si bien es cierto que los ciudadanos en las democracias europeas contemporáneas continúan adhiriendo a una competencia electoral organizada en tomo de partidos, también es cierto que un número considerable de ellos parece haber cambiado de criterio para decidir su voto. La disminución de la cantidad de electores que votan siguiendo una vieja lealtad partidaria se compensa con el aumento de la cantidad de electores que votan sobre la base del appeal del candidato o su opinión sobre temas puntuales (Cain, Dalton y Scarrow, 2003: parte i). Este conjunto de cambios se aceleró de una manera notable con la revolución de los sistemas de comunicación de masas que tuvo lugar en Europa a partir de las últimas dos décadas del siglo pasado. La llegada de la televisión comercial privada, el fin del monopolio público de la información televisiva, la multiplicación de las fuentes de información tecnológica, contribuyeron a debilitar aún más la capacidad de los partidos de controlar el vínculo, informativo y formativo, que une a los electores con los líderes políticos. Ciertamente sus efectos variaron de unos países a otros. Si, en generala el nuevo sistema de comunicaciones fortaleció al líder con respecto a los partidos, en Italia este sistema directamente sustituyó a los partidos y creó una nueva organización política. El surgimiento de Forza Italia ha permitido confirmar que la eficacia de un partido continúa descansando en SU capacidad para controlar la comunicación política. EL GOBIERNO DEL LÍDER EN EUROPA: LA PRIMERA FASE Resulta difícil establecer si esa transformación de la política electoral europea logrará crear nuevas divisiones políticas es- tables. Por ahora puede decirse que también en los comienzoS

del siglo xxi continúa el proceso de desalineamiento electoral registrado por Dalton a fines del siglo pasado. Escribe Dalton (1997: 13 y 14): La elección política en muchas democracias occidentales se estructuró tradicionalmente por divisiones de clase, religiosas y sociales. Como los individuos a menudo no están preparados para comprender las complejidades de la política, al momento de tomar sus decisiones en este ámbito se basaban en las indicaciones que les sirven de los grupos de referencia externos. Las instituciones sociales como sindicatos e iglesias influían en gran medida en las opciones que hacían tanto sus elites como sus miembros E...]. Apenas se hubo afianzado la idea de que el voto orientado según las divisiones recién mencionadas era un voto estable, se produjeron cambios dramáticos en los sistemas mismos de los partidos. Los partidos consolidados tuvieron que medirse con nuevas exigencias y nuevos desafíos E...]. En una década se modificó la pregunta que ios especialistas deben responder [...] ya no se trata más de explicar la persistencia de la política electoral, sino más bien de explicar su transformación. El proceso de desalineación —visible en el momento de la volatilidad del voto— sumado a la tecnologización

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de la competencia electoral, ha creado un contexto favorable a la política de los candidatos. En la década de 1980, fueron varios los líderes gubernarentales que ganaron una notable independencia respecto de sus partidos de origen y aplicaron estrategias de acción bastante personalizadas. Esa década puso de manifiesto que, frente a los partidos redimensionados y a un contexto político fragmentado, sólo el líder podía favorecer la formación de una nueva mayoría, o, al menos, responder positivamente a la tarea de articular las distintas pnondades para integrarlas a la política nacional; esta operación contó con el apoyo, que recién comenzaba a insinuarse, de los modernos medios de comunicación de masas.

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166 En Gran Bretaña, en Francia y en Italia comenzaron a surgir líderes políticos que enfrentaban las tradiciones de sus respectivos partidos, y se dirigíaii a un público mucho más amplio de posibles simpatizantes. En Gran Bretaña, con la victoria electoral de los conservadores en 1979 se iniciÓ un largo período de prerniership con Margaret Thatcher, quien retuvo su cargo hasta 1990. En 1981, en las elecciones presidenciales francesas, se afianzó por primera vez un líder socialista, François Mitterrand, quien consolidó con tanta energía su posición que logró el triunfo para un segundo período de gobierno en las elecciones de 1988 (a pesar de un paréntesis de cohabitación con un gobierno de derecha entre 1986 y 1988). Y, por último, en Italia, en 1983 fue elegido primer ministro un socialista, Bettino Craxi, que logró hacer durar su gobierno mucho más tiempo que todos los gobiernos precedentes y conservó s,i cargo hasta 1987. El ascenso de estos líderes a la cabeza de los Ejecutivos fue el resultado de su éxito como jefes de partido en el decenio precedente, éxito alcanzado gracias a estrategias que volvieron a uti lizar en sus experiencias posteriores. En 1975, Thatcher había conquistado y conservado el puesto de lider del partido conservador luego de ásperos desencuentros con la cite tradicional del partido, representada por hombres como Edward Heath y William Whitelaw o con rivales de su mismo sector, como GeoffreY Howe (Jenkins, 1987). Mitterrand había sido el protagonista indiscutible, al menos a partir del Congreso de Epinay en 1971, de la transformación del Partido Socialista, una fuerza minO1ita y combativa tan bien representada por la vieja Sección Francesa de la Internacional Obrera (sno), en una organización lo bastai te cohesionada como para apoyar su ascenso al poder en la década siguiente (Beil y Criddle, 1988). No menos significatiVa fue la acción de Craxi: a partir de su imprevista elección como secretario del Partido Socialista Italiano (Psi) en el verano de 1976, llevo a cabo una implacable demolición de la anterior identid del partido, y de los dirigentes y de sus políticas; en definitiva transformó un partido tradicionalmente integrado por diver5

corrientes en un partido de tipo “monocrático/carismático” (Cavalli, 1984), inédito para la experiencia italiana posbélica. Por cierto, estos líderes tuvieron que afrontar no pocas dificultades durante sus gobiernos. Mitterrand tuvo que renunciar a buena parte del programa original de su presidencia para someterse a la acción de entorpecimiento de los procedimientos del Ejecutivo durante la cohabitación (Cole, 1994). Thatcher, desde su primer cabinet, enfrentó dentro del Ejecutivo una oposición constante, aunque variable en sus contenidos o en su nivel de manifestación, además de la oposición del partido en el Parlamento, que la obligó a renunciar a no pocos objetivos de su programa o a hacer propios otros que en principio no compartía (Norton, 1990). Por último, Craxi tuvo que acompañar su decisionismo gubernamental con un trabajo de mediación con las posiciones de otros partners de la coalición, sobre todo con la Democracia Cristiana. EL GOBIERNO DEL LÍDER EN EUROPA: LA SEGUNDA FASE A pesar de sus sucesivos éxitos, esos líderes terminaron, tarde o temprano, teniendo que lidiar con el sistema de partido o de gobierno en el que actuaban. De hecho, dos gobiernos parlamentaristas distintos entre sí, el británico de tipo competitivo y el italiano consensual, no lograron evolucionar fluidamente hacia un obierno basado principalmente en un líder. Es verdad que en Gran Bretaña el premiership de Margaret Thatcher duró más que el doble del de Bettino Craxi en Italia. Después de todo, el gobierno parlamentarista inglés permite que el líder sea unp,in super pares (Massari, 1994); en cambio, mientras el gobierno parlamentarista italiano de conducción implícita de la 1 Repúb1ica no se avenia a un líder que no fuese priniuS inter Pares (Hine, 1993). AJ final, ambos premierships fueron puestos en discus Craxi fue sustituido por voluntad del partner domiflante de la coalición de gobierno y Thatcher, por la de una nue

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168 va mayoría surgida dentro de su partido que le era desfavorable. Thatcher fue sustituida por John Major, y Craxi por una serie de líderes del partido predominante en la coalición gubernamentaL es decir; de la Democracia Cristiana) Todos estos líderes compartieron características arquetípicas comunes: insiders, hábiles en la utilización de los recursos partidarios tradicionales más que en los recursos de los medios de comunicaCión de masas y más dispuestos alas transacciones que a las transformaci0’i Al mismo tiempo, en Francia, la preeminencia de Mitterrand en el Ejecutivo se vio obstaculizada, durante los dos últimos años del primer septenato en el poder (1986-1987) por la cohabitación con un primer ministro gaullista, Jacques Chirac. El Ejecutivo dual (Poulard, 1990), con una mayoría en discordancia, mostró ser el límite más eficaz contra una total presidencialización del Ejecutivo (Carpentier, 1997). Después del despegue de su liderazgo personal entre 1988y 1993, graCias a la mayoría en concordancia que surgió de las elecciones presidenciales y parlamentarías que tuvieron lugar por separado en 1988, Mitterrand tuvo que repetir al final de su segundo mandato la experiencia de la cohabitación (1993-1995). Esta experiencia condiciofló incluso a su sücesor gaullista, Jacques Chirac, obligado a cohabitar con uit premier socialista, Lionel Jospin, desde 1997 haSta 2002. Si para algunos autores (Clift, 2007) esas cohabitaciones produjeron una especie de presidencialización diárquica del Ejecutivo, en la práctica llevaron a los presidentes de la repúbli ca a interpretar la función presidencial más como la de un jefe de Estado que como la de un jefe de gobierno. El retorno al gobierno de hombres de partido de corte más convencional duró poca tiempo. A fines de la década de 1990, en Gran Bretaña volviun líder al gobierno como TOOY Blair, con características mu semejantes a las de Thatcher. No pertenecía a la tradición del partidos era ajen° Éstos eron ntore Giovaflfli Goda y Ciaco De Mi ° periodo 1987-1989 y luego Giulio Andreotti entre 1989 y 1992

a su ideología de referencia y no tenía vínculos significativos con los sindicatos: se lo consideraba un outsider. Tanto es así que conquistó la dirección del partido sólo después de una prolongada batalla con sus líderes más tradicionales, es decir, contra los insiders. Logró derrotarlos en gran me did porque se habían demostrado incapaces repetidas veces de vencer electoralmente ‘al partido conservador. Así, luego de • haber redefinido la identidad del partido —como New Labour— y después de haber ganado las elecciones de 1997, Blair basó su autoridad política sobre aspectos puramente personales: había demostrado que podía llevar el partido al gobierno, del • cual había estado excluido desde 1979. Durante los diez años en que fue primer ministro (de 1997 a 2007), Blair manejó el gobierno según sus propias convicciones más que con el consenso del partido, hasta el punto que algunos especialistas (Massari, 2005; Webb, 2004) hablan de una solapada “presidencialización” del parlamentarismo inglés. Por ejemplo, Blair continuó apoyando la intervención británica en Iraq junto con Estados Unidos, iniciada en 2003, a pesar de

¡ que gran parte del partido estaba en contra. Pero será en Italia, en particular; donde el gobierno del líder se afirmará impetuosamente con la llegada del tycoon de la televisión Silvio Berlusconi. Aprovechando la crisis del sistema tradicional de partidos, Berlusconi no tendrá la necesidad de conquistar un partido viejo, sino que creará uno por completo nuevo Forza Italia nace como un partido personal (Cause, 2007a) y continúa siéndolo. Si en el pasado en Italia los líderes debían estar al servicio de sus partidos, Forza Italia es un partido

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1 - al servicio de su líder (Paolucci, 2007). Gracias a los medios de COmunicación de los que dispuso, y al vacío de la oferta política tradicional, Silvio Berlusconi llevó el proceso de personalización de la politica italiana a niveles jamás alcanzados hasta entonces en nmguna otra democracia europea (Lazar 2006) Al no exis4 tir una legislacion que regulara el conflicto de intereses pudo COflservar el dominio de su propio impeno mediatico incluso

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mientras era primer ministro. Este imperio mediático estaba constituido, entre otras cosas, por la propiedad de grandes casas editoriales, un diario de circulación nacional y tres canales de televisión nacionales sobre un total de siete (Fabbrini, 2008c). Si además se tiene en cuenta que el gobierno (o bien la comisión parlamentaria de control y el Ministerio de Economía), nombra a los nueve miembros del consejo de administración de la rtu que controla canales de propiedad pública, puede decirse que al ganarlas elecciones en 1994, 2001 y 2006, Silvio Berlusconi tuvo casi por completo en su poder el sistema de comunicaciones radiotelevisivas del país. En cambio, cuando las perdió, en 1996 y en 2006, se creó una situación también injustificada de duopolio televisivo sostenido por la bipolaridad política, porque la centro- derecha había logrado controlar los tres canales públicos. En ambos casos, de monopolio o de duopolio del control televisivo, se violó la condición básica de la democracia liberal, es decir, la independencia del sistema informativo del poder político.2 Con el ascenso político de Silvio Berlusconi, como lo hemos visto (capítulo u) en Italia se asistió a una presión sin precedentes con vistas a hacer de la política un un verdadero espectáculo político. Este espectáculo político proveía un actor principal, si no exclusivo, es decir, el propio Silvio Berlusconi. Al mismo tiempo, sin embargo, a través del control de los medios, Silvio Berlusconi y sus colaboradores pudieron promover nuevas formas de pensar la sociedad y la política (Ginsborg, 2005), con una estrategia de efectiva hegemonía cultural. En nombre de una lucha contra los “herederos del comunismo’ escondidos en los diarios, en las editoriales, en la televisión, en las instituciones educativas, Silvio Berlusconi ha buscado 2 El principal teórico de la democracia (DahI, 2006: 103 y 104) ha escrito: ‘La disponibilidad de fuentes de información alternativas y relativamente Independientes es necesaria para satisfacer los distintos criterios fundamentales de la democracia [...] los ciudadanos tienen que poder acceder a fuentes de información alternativas que no estén bajo el control del gobierno o manejadas por algún grupo o lobby”.

instalar un nuevo sentido común —definido como “antipolítica” por algunos especialistas (Campus, 2006)—, en ese mercado de las ideas en el que se deciden las batallas a largo plazo. Desde esta perspectiva, el triunfo de Berlusconi puede ser considerado también como el desenlace de su exitosa campaña ideológica. Naturalmente, ha sido el líder, con sus características personales, quien encarnó mejor el nuevo sentimiento colectivo. También en Francia, a la presidencia cuasi monárquica de Jacques Chirac, le siguió una presidencia de la república marcadamente personal con el triunfo de Nicolas Sarkozy en las elecciones presidenciales de 2007. En dichas elecciones Sarkozy se presentó como un outside, tanto porque no provenía de la Escuela Nacional de Administración, la renombrada ENA, donde se forja la clase dirigente francesa como por su origen social, hijo de un inmigrante hmgaro, si bien un aristócrata; pero, sobre todo por su estilo político. Sarkozy conquistó el liderazgo del principal partido de centroderecha, la Unión por un Movimiento Popular (UMP), y luego la designación como candidato del partido a la presidencia de la república después de derrotar a la elite tradicional del partido, representada por el ex primer ministro del exterior Dominique de Villepin (Haegel, 2008). Una vez electo en mayo de 2007 y después de la confirmaCiÓn de su mayoría en las elecciones parlamentarias del mes Siguiefl Sarkozy rompió los tradicionales esquemas políticos designando en su gabinete a miembros de la oposición socia fu apoyado por una mayoría favorable en la Asamblea Nacional entre 2002 y 2007, el presidente Jacques Chirac tuvo que redimensjonar progresjvarn su propio liderazgo personal por una serie de derrotas políticas (entre ellas, la del propio patido en las elecciones regionales de

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2004 y el veto del tratado Constitucional de la Unión Europea en el referendo popular de 2005). Corno de costumbre, descargó la responsabilidad de esos fracasos en el Pflmer ministro Jean-PielTe Raifarin, a quien sustituyó en 2005 Dominique e Villepin A pesar de todo, su popularidad siguió disminuyendo hasta el ñnal de su mandato, al punto de tener que considerar poco aconsejable un tercer Período en el gobierno, también a causa de un ictus que lo afectó en septlembr de 2005.

1 .tL

172 LA COMPARACIÓN

EL GOBIERNO DEL LíDER EN EUROPA 173

lista derrotada en los comicios. De allí en más, y haciendo un frecuente uso de los medios, ha cultivado un vínculo personal con la opinión pública. Así, mientras el fundador de la y República, Charles De Gaulle, había concebido la función presidencial como la de un jefe de Estado por encima de la gestión cotidiana de gobierno y la de símbolo de la unidad nacional más allá de las componendas partidistas, Nicolas Sarkozy, en cambio, concibe su función en la presidencia como la de un jefe del Ejecutivo en su sentido lato, esto es, como un líder que genera y propone políticas públicas y líneas de acción, actuando en primera persona y con audacia en el juego político. Su misma vida privada, expuesta a los medios como nunca había ocurrido con los anteriores presidentes contribuyó a una ulterior personalización del poder político. En la Francia de Sarkozy (Baldini y Lazar, 2007), la política se transformó en espectáculo al igual en la Gran Bretaña de Tony Blair, aunque no en el mismo grado que en la Italia de Silvio Berlusconi. Sin embargo, que la política se haya convertido en espectáculo en los tres casos no fue, en rigor, un fin en sí mismo (como sostienen los especialistas a los que nos referimos en el capítulo u): constituyó más bien una estrategia para neutralizar las resistencIas partidarias e institucionales que estos tres líderes tuvieron que enfrentar. PARTIDOS, LtDERES E INSTITUCIONES ¿Cuál es la enseñanza que se desprende de la experiencia europea entre 1980 y la primera década del siglo xxi? Que distintos sistemas de gobierno, como el británico, el italiano y el francés, no han impedido el surgimiento de líderes que marcaron con una fuerte impronta personal la competencia eleCtoral y en consecuencia también su acción de gobierno. Las similitudes observables en el comportamiento de estos lídere (Thatcher, Blair, Craxi, Berlusconi, Mitterrand, Sarkozy) sofl

sorprendentes. Si consideramos los tres criterios (función, perfil y recursos) a menudo empleados para destacar las características de un líder (Jones, 1999; Blondel, 1987), y pasamos revista a la gran cantidad de estudios descriptivos acerca de los jefes de gobierno en la Europa parlamentarista y semipresidencial (Pasquino, 2005), concluiremos que estos líderes tienen mucho en común. Sus características nos permiten entender las diferencias entre un gobierno dominado por un líder y otro dominado por un partido (véase cuadro vi.1).

Cabeza del Gobierno de líder Gobierno de partido Ejecutivo

esto es, actuaron dentro del Ejecutivo como militantes de su propio punto de vista, y no como árbitros de los puntos de vista de los demás. En síntesis, consiguieron imponer su autoridad en la gestión de los problemas más relevantes a los que se enfrentaron. Por ese motivo, emprendieron una reorganización del Ejecutivo tendiente a una mayor centralización. Ésta se llevó a cabe según distintas modalidades. En Gran Bretaña (Seldon y Kavanagh, 2005; Moon, 1995; King, 1988; Hennessy, 1986) se basó en la progresiva reducción de las reuniones de la totalidad del cabinet; en la creación de cabinet committees ad hoc, sobre cuestiones

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fundamentales, presididas directamente por el primer ministro; en la absorción en la así llamada policy unity (es decir, un comité informal reducido, presidido por el premier y compuesto por ministros y civil sert.’ants personalmente vinculados a él) tanto de la definición de los lineamientos estratégicos del policy-making gubernamental como de la coordinación de la acción de gobierno. En Francia (Elgie, 2003; Portelli, 1987) el Palacio del Eliseo, la sede de la presidencia de la república, se impuso corno el verdadero centro decisional; acaparó los problemas más acuciantes y delegó en el primer ministro la gestión de los temas corrientes. En Italia, en la década de 1980, por las características centrífugas del Ejecutivo en ese período (Cotta, 1988), el liderazgo de Craxi se institucionalizó por medio de dos mecanismos. En primer lugar, mediante la constitución de un consejo de ministros encabezado por el presidente del consejo e integrado por los ministros más ifl portantes en representación de los partidos de la coalición dé gobierno y, en segundo lugar, a través del fortalecimie to de la organización de la propia presidencia del conseJo de ministros (Hine, 1993). En cambio, a comienzos del ano 2000 la preeminencia de Silvio Berlusconi en el Ejecutivo Se sostuvo por la bipolarización y la personalización de la con1- petencia electoral, más que gracias a las reformas organl zativas del período precedente (Cause, 2007b). Ciertamte

ambos procesos, el de incremento de la influencia personal y el de la centralización de las decisiones, se desplegaron de forma irregular. Fueron los líderes los que utilizaron determiadas oportunidades históricas, entre ellas las de la política internacional para promover su pleno desarrol1o (véase el capítulo vn). A su vez, el carácter transformador de la acción de estos líderes resultó del hecho de que su gestión no se limitó a institucionalizar, formal o informalmente, una influencia personal; consistió más bien en el uso de dicha influencia para dirigir el Ejecutivo según orientaciones de policy innovadoras y contrastantes con las tradiciones de sus respectivos partidos. Thatcher, Berlusconi y Sarkozy procuraron construir una base populista para un conservadurismo tradicionalmente elitista. Por su parte, Craxi, Mitterrand y Blair se propusieron reemplazar la tradición maximalista y obrerista de sus partidos por una vía más pragmática, menos sectaria y más moderada. Por consiguiente, a pesar de las obvias diferencias en el contenido de sus políticas estos líderes reinventaron (o crearon ex novo, como en el caso de Berlusconi) la identidad de sus partidos, y, con ella, las líneas estratégicas de sus gobiernos. Como ya dijimos, esas innovaciones fueron la respuesta a los cambios en el proceso electoral y Político al que ya nos referirnos. Al margen de sus razones

Piénsee cómo la guerra de las Falklands/Malvinas en 1982 fortaleció el liderazgo de Margaret Thatcher en el cabinet y en su partido. Se trató de un conflicto armado entre marzo y junio de 1982 entre la Argentina y Gran Bretana por el control y la posesión de las islas Falkland —para los ingleses— y de las Malvinas —para los, argentinos—y de las Georgias del Sur y las Sandwich de] Sur. O bien piénsese cómo la así llamada crisis de Sigonella en octubre de 1885 fortaleció el liderazgo de Bettino Craxi. En esa ocasión se trató de un complejo Conflicto diplomático que pudo desembocar en un enfrentamiento armado entre la Vlgila,jlza Aeronáutica Militare y los carabineros italianos por una parte, Y por la otra, hombres de la Fuerza Delta, o Fuerzas Especiales del Ejército de Stad05 Unidos, al día siguiente de ru’i desencuentro entre el presidente del consejo italiano, Bettino Craxi, y el presidente de Estados Unidos, Ronad ReaSan, en relación con la suerte de los secuestradores del crucero Achule L201’O.

176 LA COMPARACIÓN

EL GOBIERNO DEL LíDER EN EUROPA 177

coyunturales, los líderes en cuestión asumieron, como perfil de su acción, el del outsider, o sea que se comportaron como exponentes externos, y no internos (insiders) de las coaliciones (de iaiereses y de valores), representadas por sus propios partidos.. Esa opción, lo hemos visto, fue más difícil de concretar ei los dos sistemas parlamentarios examinados de lo que lo fue en el semipresidencialismo francés. Un líder puede ser considerado un outsider no sólo por su estilo, sino también por el punto de vista (outlook) que adopta para su gestión. El punto de vista, justamente, de quien mira desde afuera el sistema de poder en el que está ubicado. Así, tanto en la fase partidaria como, en particular, en la fase gubernamental, los líderes en cuestión han cuestionado un perfil propio: el de quien se siente extraño (o les hace creer a los demás que se siente extraño) al establishment político, en primer

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lugar, al de su propio partido. Y fue en virtud de ese perfil que los líderes pudieron afirmarse como líderes nacionales, y no sólo de partido, privilegiando la relación directa con el electorado más que con los militantes ylos cuadros de sus respectivos partidos. Previsiblemente, los recursos a los que apelaron para sostener su acción fueron en primer lugar de naturaleza personal, y en algunos casos extrainstituCiO nal. Ellos mismos se han dirigido a la opinión pública más que al propio partido. Después de todo, el perfil del outsider no podía suscitar el consenso del partido, a menos que éste sea “un partido personal”, tal el caso de Forza Italia. La experiencia europea que analizamos en estas páginas nos mostró que estos líderes, tarde o temprano, han debido confrontarse a las limitaciones impuestas por el sistema de partido y por el sistema de gobierno. Como ya le había sucedido a Margaret Thatcher, Tony Blair debió renunciar a su Jiderazg° en el partido y, por ende, a su prniership, a favor de un polít co más irzsider, o sea Gordon Brcwn, expresión de la cultura Y los círculos tradicionales del laborismo inglés. Por cierto, Silvio Berlusconi no tuvo que actuar dentro de los severos límites de

las coaliciones multipartidarias de la Italia de la 1 República. Sin embargo, a pesar de los enormes recursos extrapolfticos de los que disponía, también él tuvo que enfrentar tensiones periódicas en su coalición de gobierno durante el periodo 001- 2006; debió sustituir ministros, atravesó una crisis de go1emo en el 2005; incluso tuvo que sobrellevar varias investigaciones judiciales a raíz de ciertos aspectos oscuros de sus actividades como empresario.5 Al perder las elecciones parlamentarias de 2006, fue sustituido por el líder de centroizquierda Romano Prodi, poco o nada sensible a la movilización mediátíca de tipo personal. Las elecciones que siguieron a la crisis de la coalición de centroizquierda en 2008 condujeron nuevamente a Silvio Berlusconi al gobierno. Y otra vez han vuelto a aflorar las tensiones dentro de su coalición de centroderecha. También Forza Italia experimenta los problemas derivados de su débil institucionalización: un partido personal no puede sostenerse mucho tiempo como tal en un sistema parlamentario. La propia presidencia personal de Sarkozy ha suscitado no poco malestar en las filas de su partido (UMP) (Grunberg y Haegel, 2007), un malestar hasta ahora frenado por la aceptación popular de la que goza el presidente. PERSONAUZACIÓN DE LA POLÍTICA EUROPEA Por lo tanto, también algunos gobiernos europeos se caracterizan pJr la personalidad de sus líderes, por los issues que escogieron y las soluciones que propusieron. Destaquemos que el gobierno de líder requiere de una cabeza del Ejecutivo con una fuerte personalidad, con considerables dotes retóricas y eficaz en la utilización de los medios de comucreo un conflicto entre el gobierno y el poder judicial que llevó a la ma YOrÍa en el Paj-lamento, bajo la presión de su líder, a aprobar varias leyes cid persona n para sustraer al pnmer ministro de la indagacion de los magistrados

178 LA COMPARACIÓN nicaciÓn de masas (eficacia que queda garantizada cuando los controla él mismo, como en el caso de Silvio Berlusconi), para tmnsmitir al electorado la imagen de la política como una actividad no condicionada por el peso de múltiples e interninables compromisos. Todos los líderes aquí considerados pusieron en marcha modalidades de relación directa con los electores sostenidas o beneficiadas por el papel que en la actualidad cumplen los medios, particularmente la televisión, en los procesos políticos. En este sentido, la estrategia del gobierno dominado por el líder puede interpretarse como la expresión de un proceso político cada vez más estructurado por los medios. La política europea está cada vez menos condicionada por la división de clases o de religión y depende más de las divisiones construidas por los medios. Las técnicas de movilización televisiva y electrónica han creado condiciones que favorecieron la personalización de la competencia electoral y de la gestión ejecutiva. Dicho esto, recordemos que las estrategias de personalización enfrentaron no pocas resistencias. Las cabezas de los Ejecutivos se vieron obligadas a medirse con los límites partidarios e institucionales, que continuaron constriñendo su poder de mando. Límites partidarios, porque a pesar de la democratización de los procedimientos de selección de los candidatos, los partidos —a excepción de Forza Italia— no se han convertido en meras estructuras al servicio del líder (HopkiflS y Van Houten, 2009). Límites institucionales, porque la organización del gobierno, tanto parlamentarista como semiPre sidencial, exige la acción de actores colectivos, como lo son los partidos, en el proceso decisional, si bien esa acción ha adquirido características más complejas (Cotta, 2000). En el sistema parlamentario británico e italiano, el gobierno tiene que contar

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necesariamente con el respaldo de una rnaYorla partidaria en el Parlamento para operar con eficacia. En el sistema semipresidencial francés, la preeminencia del preSi E

GOBIERI’Jo DEL LtDER EN EUROPA 179 dente de la república no sólo está expuesta a la formación de una mayoría opositora en el Parlamento, que sigue siendo el espacio exclusivo de la soberanía popular; también está condicionada por el peligro de que esa preeminencia se vuelva retórica y no se traduzca en leyes que puedan ser aprobadas por la mayoría parlamentaria. Mientras los partidos no queden excluidos del proceso electoral y mientras el Ejecutivo necesite de la confianza del Legislativo, la institucionalización de una estrategia de gobierno centrada sólo en el líder parece improbable en Europa. Esto vale también para la Francia de la V República, donde los partidos se han presidencializado para poder ser electoralmente competitivos (Ventura, 2007). En resumen, el clima institucional europeo continúa siendo desfavorable para la consolidación de los gobiernos personales: no puede Oponerse a la gestación de estos gobiernos, pero puede obstaculizar su consolidación CONCLUSIÓN Es indudable que la política europea se caracteriza cada vez más por sus líderes, y no por los partidos. La Europa de la POlítica basada en los partidos enfrenta el desafío de la Europa de la política basada en el líder. La Europa de la política de la ideología enfrenta el desafío de la Europa de la Política de l imagen. El ascenso de los líderes se entrecruza Con el red imensionamiento de los partidos, que constituyen cada vez más una organización de los candidatos, y no de los electores Como en stados Unidos, la política europea se ha personalizado Sin embargo, también en Europa, la personalización de la política electoral no se traduce de una manera automática en una personalización del gobierno. Por cien0, cuando se da lo primero, surgen presiones formidables para que se dé también lo segundo. Pero las estrategias

180 LA COMPARACIÓN del gobierno de líder deben por lo general negociarse con las instituciones que organizan el proceso decisional, o sea, con un orden que favorezca que los partidos desempeñen una función en la gestión de gobierno. Así, entre los partidos TERCERA PARTE y el líder se ha creado una tensión sin precedentes, que no ha sido prevista por los especialistas que participaron en el LOS DESARROLLOS debate acerca del gobierno de partido en Europa. ¿Cuál será pues el desenlace de esta tensión?

. LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR

En los capítulos precedentes hemos analizado cómo el ascenso de los líderes democráticos se vio favorecido por factores internos. Sin embargo, es indudable que gravitaron también exigencias externas. El papel internacional desempeñado por el país, en el caso de Estados Unidos, y las características de la integración regional, en el caso de Europa, crearon una estructura de incentivos que benefició la gravitación decisional de los Ejecutivos y de sus líderes en desmedro de los Legislativos y de las oposiciones. En una época de globalización como la nuestra, es lógico que las presiones internacionales continúen promoviendo, o al menos respaldando, el ascensó de os líderes democráticos. Esto es evidente sobre todo en el caso de Estados Unidos, que analizaremos en particular en este capítulo. Su papel internacional ha influido fuertemente en el sistema de gobierr1o del país. La transición del gobierno centrado en el Congreso aracterístico del siglo xix al gobierno presidencial del siglo )OÇ impulsada en principio por razones internas (véase el capítulo iv) se ha consolidado desde 1950 en adelante justamente en virtud de las exigencias que le impuso la poutica exterior y militar. No es posible entonces comprender el ascenso del presidente sin tomar en cuenta los efectos de las presiones provenientes del sistema internacional sobre el equilibrio interno del sistema institucional del gobierno Separado Estas presiones externas se hacen, asimismo, viSibles en el caso de los gobiernos europeos. Entre los países

184 LOS DESARROLLOS

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LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR 185

miembros de la Unión Europea, el proceso de integración favoreció el crecimiento del Poder Ejecutivo y de su cabeza en detrimento del Poder Legislativo. EL MUNDO Y EL PRESIDENTE ESTADOUNIDENSE Comencemos por Estados Unidos. En primer lugar, a partir de su decisiva intervención en la Segunda Guerra Mundial, y luego por su función de guía del alineamiento occidental durante la Guerra Fría, Estados Unidos se impuso como una auténtica superpotencia mundial. Si a lo largo del siglo xix desempeñó un papel de potencia regional en el continente americano, bajo los auspicios de la Doctrina Monroe (1824) que ponía a dicho continente bajo su esfera de influencia, después de la Segunda Guerra Mundial su proyección como potencia se extendió al mundo entero. Si en el transcurso del siglo xix Estados Unidos, protegido por la marina británica, fue un consumidor de seguridad, después de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en su principal productor. La competencia y el conflicto con la superpotencia rival, la Unión Soviética, aceleró el proceso, ya impulsado por razones internas hacia la rejerarquización de los vínculos entre las dos principales instituciones de gobierno, el Congreso y la presidencia. La trayectoria de ese proceso había favorecido al Ejecutivo en detrimento del Legislativo y dentro de la presidencia, a la presidencia personal en menoscabo de la presidencia departamental (véase el capítulo iv). Aunque en la década de 1970 la primacía del presidente Fue puesta en tela de juicio a raíz de la derrota militar en Vietnam, el mundo de la Guerra Fría continuó reforzando inexorabl mente el predominio del presidente y de su presidencia. ASI como el gobierno del Congreso en el siglo xix fue coherente con una política exterior de alcance regional, el gobierfl° presidencial del siglo siguiente resultó favorecido por una

política exterior de alcances globales. El internacionalismo de la política exterior y la primacía presidencial crecieron a la par. Con una perspectiva histórica, creemos que se puede afirmar que con la Guerra Fría Estados Unidos experimentó ese proceso de centralización y de jerarquización de la autoridad gubernamental que los estados nacionales de Europa continental conocieron tres siglos antes (Tilly, 1975). Cuanto más expuesto internacionalmente está un país, tanto más su proceso de toma de decisiones se centraliza, sobre todo si se ve comprometido en un conflicto crucial internacional con una potencia antagónica de la talla de la Unión Soviética. En el caso de Estados Unidos, el surgimiento de la presidencia moderna fue una respuesta a la exigencia de promover la necesaria capacidad de decisión en el terreno de la política exterior sin alterar la estructura multilateral y descentrada de la separación de poderes. Se puede decir que después de la Segunda Guerra Mundial se constituyeron dos regímenes decisionales —dos pilares, para usar el lenguaje de la Unión Europea—: uno para la política exterior y militar, con la primacía de la presidencia, y otro para la política interna, de decisión compartida entre la presidencia y el Congreso, sin alterar formalmente la Constitución. El papel internacional desempeñado por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial reafirmó el liderazgo popular del presidente, como único representante del país y de su pueblo en el sistema de conflictos internacionales, y consolidó también su liderazgo gubernamental, pues sólo el presidente podía dirigir las múltiples intervenciones, con sus consecuencias militares, propias de la política exterior de una gran Potencia. El enfrentamiento con la Unión Soviética reforzó Pues la legitimación popular del presidente, quien luego la Utilizó para promover su propia conducción sobre el gobierno, es decir, su liderazgo gubernamental. Al mismo tiempo, la naturaleza de ese enfrentamiento internacional ejerció unefecto moderador sobre las expectativas de los demás actores institucionales, y facilitó así que el presidente consolidara la primacía decisional adquirida por la presidencia en el marco del sistema de separación de poderes. La Guerra Fría estimuló, y también justificó, la formación, dentro de la presidencia, de una especie de “régimen informal para la gestión de las crisis” (Gaddis, 1991: 117). De ella surgió, en las décadas de 1960 y 1970, una presidencia personal cerrada (Draper, 1997), al frente de un inmenso aparato militar y de seguridad (irztelligence), en oposición al carácter abierto de las instituciones —desde el Congreso a los partidos políticos—, de la política interna, y de la naturaleza constitucionalmente sujeta a control de la presidencia de tipo departamental. De hecho, a los responsables de esta última, secretarios, subsecretarios, funcionarios políticos de alto nivel, los nombra el presidente, pero quedan después sometidos a la aprobación del Senado, en virtud de la cláusula de la Constitución que prescribe el “consejo y el consenso” del Senado para hacer efectivos sus nombramientos. Destaquemos de paso que este recaudo no está previsto en el caso de muchos

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miembros de la presidencia personal, cuyo estatus jurídico no se puede equiparar, por cierto, al de los funcionarios públicos. De todos modos, la tentación de utilizar ese régimen informal para favorecer el predominio presidencial tuvo consecuencias. Ante las crecientes dificultades creadas por la intervención militar en Vietnam, los presidentes sean los demócratas como Lyndon B. Johnson, o los republicanos como Richard Nixon, intentaron usar la guerra para SU traer su presidencia personal del control del Congreso y de la opinión pública. Como resultado, el gobierno presidencial se desplazó hacia una presidencia imperial, es decir, una presidencia animada por la voluntad de dominar a los defl1 poderes, y en particular al Congreso (Schlesinger, 1973) A su turno, esto actívó los anticuerpos internos, pues esa preS’

LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR 187 dencia imperial le acarreó al país su primera derrota militar en la arena internacional. La tentativa de impeachrnent del presidente Nixon, que lo obligó a dimitir en 1974, fue el epítome de la reacción a la presidencia imperial. Más específicamente, el Congreso intentó recuperar su función también en relación con la política exterior (con la aprobación del WarPowers Act de 1973)) No obstante, a pesar de la reacción del Congreso así como de la Corte Suprema y de la opinión pública, los presidentes de la Guerra Fría no renunciaron a reivindicar su papel preeminente. El caso más clamoroso fue el Irangate Affair, que hizo eclosión en 1987 (véase el capítulo w). El Irangate Affair demostró que el proceso de centralización decisional en la presidencia personal no se interrumpió con la dimisión del presidente Nixon. La Guerra Fría había seguido justificando la centralización de la política de seguridad nacional en la presidencia personal e impedido que los vicios de esa centralización condujeran a un reequilibrio interno de la presidencia. Es verdad que el Congreso cuestionó las renovadas aspiraciones imperiales de la presidencia de Ronald Reagan, quien intervino en Nicaragua para apoyar a los contras antisandinistas, en flagrante violación de las disposiciones del Congreso, que prohibían la activación de los vínculos con Irán por parte de cualquier organismo federal. Sin embargo, el Congreso decidió reducir las posibles COnsecuen*ias políticas y judiciales de su ataque, separando el proceder del presidente Reagan, que fue considerado ajeno al Affajr, del de su equipo, que fue juzgado, en definitiva, COmo responsable-de no respetar la ley federal. De todos modos, en el debate sobre el Affair en el Congreso, quienes apoyaban al presidente (Minority Report, 1987)

defendieron con energía la doçtrina conocida como president’s inherent powers en el terreno de la política exterior, es decir, la doctrina de los poderes intrínsecos a la función presidencial. En su argumentación sostuvieron que: a) los poderes constitucionales se separan según criterios de competencia institucional; b) el presidente, en calidad de único funcionario representativo del país en el sistema de las relaciones internacionales, además de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, goza de prerrogativas funcionales que van más allá de los poderes enumerados en el artículo segundo de la Constitución; c) tales prerrogativas, por lo tanto, se justifican dada la naturaleza de la política exterior, como lo reconoce la misma Corte Suprema en la sentencia de 1936 (us vs. Curtiss-Wright). La mayoría demócrata en el Senado ya había denunciado en su momento esa doctrina, pero ello no impidió que continuase prosperando en los círculos neoconservadores del Partido Republicano. En resumen, después de la Segunda Guerra Mundial, el papel internacional desempeñado por el país continuó sirviendo de sostén a las ambiciones presidenciales. Si hacia el final de la Guerra Fría cabía esperar una disminución de la primacía presidencial, con el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 Estados Unidos volvió a encontrarse en la necesidad de contal con un “comandante en jefe” y de un Poder Ejecutivo que garantizara su seguridad. EL FIN DE I GUERRA FiL Sólo dos años después de que se hiciera público el Irang°te Affair, el sistema internacional se modificó de una manera radical. De hecho, entre 1989 y 1991 terminó la GuelTa Fría, lo cual tuvo dos importantes consecuencias inteITas La primera de ellas fue que la desaparición del enen1g° privó a Estados Unidos de una justificación para su papel

como líder de la coalición occidental. Al mismo tiempo, la desaparición de la Unión Soviética también acotó la pretensión del presidente de ser el líder exclusivo de la política exterior del país. La amenaza soviética

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había brindado un principio de orden para racionalizar la política interna, o bien, ordenar las relaciones entre las instituciones del gobierno separado. Si la dinámica del gobierno separado tendía a promover una lucha entre el presidente y el Congreso por el control de la política exterior (Crabb y Holt, 1991), la existencia de un enemigo externo como la Unión Soviética le había permitido al presidente prevalecer en esa lucha (Calleo, 2000). La segunda consecuencia fue que, a raíz del final del enfrentamiento geopolítico, las consideraciones de índole económica, que habían estado marginadas por las de índole militar, volvierori a formar parte de las estrategias de seguridad nacional. En el nuevo contexto de competencia internacional, el gigantesco presupuesto militar de Estados Unidos se estaba revelando más bien como una limitación que como una condición de crecimiento. La primacía de la así llamada alta política, o de las estrategias militares y nucleares de vasto alcance, se estaba redimensionando en función de la baja política, es decir, de las estrategias económicas y comerciales de corto alcance. En estas circunstancias, el Congreso volvía a participar de la elaboración de la política exterior, en calidad de institución preponderante en el campo de la política económica y comercial. En resumen, con el fin de la Guerra Fría quedaron cuestionados tanto ios presupuestos de la relación entre Estados Unidos y sus aliados como los vínculos entre el presidente y el • Congreso. Se había clausurado una fase configurada que tenía Un preciso orden internacional e interno; las características de la fase siguiente todavíá eran inciertas. Después de todo, los • ‘ cambios internacionales nunca se expresan por sí solos: neceSitan intérpretes internos. En el caso de Estados Unidos, los intérpretes son múltiples, aunque es indudable que el presidente goza de una posición de privilegio al momento de interpretar los cambios en el mundo. En ese ámbito, la interpretación de una situación externa tiene un alcance operativo en el plano interno, particularmente durante los períodos de transición entre un equilibrio internacional y otro. No debe sorprendernos, por lo tanto, que se haya producido un gran debate acerca de los cambios acontecidos entre 1989 y 1991, un debate que no tuvo nada que envidiarle a ese otro, ya histórico, promovido por el extraordinario impulso visionario de Woodrow Wilson al término de la Primera Guerra Mundial. Para poner en marco ese debate, recordemos que los “instintos aislacionistas” del Senado de entonces lo habían llevado a rechazar la propuesta de adhesión del país a la Sociedad de las Naciones —una organización fervientemente deseada por el presidente mismo—; también habían contribuido a interrumpir el ascenso institucional de la presidencia, iniciado por Roosevelt (1905-1908) y luego por el mismo Wilson (1913-1920). Con la derrota de Wilson, las presidencias de Harding (1921-1924), de Coolidge (1925- 1928) y de Hoover (1929-1932) volvieron al modelo tradicional de la presidencia constitucional. El debate que se inició en la década de 1990, todavía abierto en la primera década del siglo xxi, no tiene los rasgos de confrontación que opuso a aislacionistas e internacionalistas después de la Primera Guerra Mundial. Más bien la puja quedó planteada, y así permanece en la actualidad, entre dos opciones intervencionistas, inspiradas una y otra en interpretaciones diferentes de los cambios operados en el sistema internacional después de la Guerra Fría. DESPUÉS DE l GUERRA FiL: LA MULTIPOLARIDAD Podemos definir la interpretación que prevalece durante la presidencia de George H. W. Bush (1989-1992) y luego du rant

las dos de BiIl Clinton (1993-2000) como multipolari.. dad. Según esta interpretación del sistema internacional, el fin de la Guerra Fría llevó a un reparto del poder en todo el globo, en especial del poder económico, y, en consecuencia, redujo la importancia de las estrategias geopolíl?icas (Mandelbaum, 1991). Esto favoreció a Estados Unidos, que había tenido que pagar un precio considerablemente alto para asegurarse el puesto de guía de Occidente en el antrior orden mundial. Como es obvio, el fin de la Guerra Fría no representó el fin de las amenazas internacionales Estados Unidos aún debía desempeñar un papel importante para garantizar la formación de un nuevo equilibrio de las naciones. Para esta perspectiva, tales amenazas ya no tenían un carácter exclusivamente geomilitar, y podían ser enfrentadas con estrategias inspiradas en las necesidades económicas del país y basadas en la cooperación internacional. La multipolari dad implicaba una gestión multilateral de las instituciones internacionales. En especial durante las presidencias de Bi11 Clinton (1993-2000), la política exterior descansó tanto en la necesidad de promover el desarrollo económico como en la necesidad de garantizar la seguridad militar. Incluso podría afirmarse que en la década de 1990 Estados Unidos volvió a una Política exterior normal, esto es, aquella sostenida por la diplomacia y el comercio, más que por el poderío nuclear. No faltaron en esa

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década intervenciones militares unilaterales de partede Estados Unidos (recuérdense los ataques misilístiC 0 a Afganistán y a Sudán en 1998 o el bombardeo aéreo a la República Federal de Yugoslavia, es decii; a Serbia, en -f 1999, si bien éste se realizó en nombre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte [OTAN]). Sin embargo, las Prircipales intervenciones internacionales de Estados Unidos en esa década tuvieron un carácter fundamentalmente económico y comercial. Los clintonianos, por lo general, se empeñaron en promover la globa]ización de los mercados,

en mantener las coaliciones de seguridad regional e internacional, en revitalizar los organismos internacionales (desde la Organización de las Naciones Unidas [oNu]) y en favorecer una mayor redistribución de las responsabilidades militares y una proporcional carga económica entre sus aliados. Por lo tanto, no contemplaron que Estados Unidos tuviera que cumplir la función de policía internacional. Desde este punto de vista, la Guerra del Golfo de 1991 constituyó el primer ejemplo de conflicto internacional después de la Guerra Fría, y dio la pauta de que Estados Unidos ya no disponía del margen de maniobras del pasado. Como lo señaló Hyland (1992: 44), esa guerra demostró que “Estados Unidos [había] podido organizar la coalición internacional que había derrotado a Irak, sólo a través de la cooperación de un conjunto de diferentes países. La guerra, en consecuencia, había inaugurado [...] una nueva era de cooperación internacional”. En pocas palabras, la guerra de Irak puso de manifiesto que cualquier iniciativa internacional del país exigía el apoyo, sobre todo económico, de los países aliados. Según los partidarios del multipolarismo, los dilemas posteriores a la Guerra Fría podían superarse con una reducción del imperial overstretch del país, es decir, del sobredimen sionamiento imperial de naturaleza militar (Kennedy, 1989: 695) impuesto por el enfrentamiento con la Unión Soviética. Aunque existió un amplio consenso entre los partidarios clintonianos del multipolarismo acerca de las características que hasta entonces habían distinguido a la política exterior del país, también es cierto que hubo diferencias entre ellos acerca del papel que le tocaba desempeñar en el nuevo esceflafl° multipolar. Las razones de estas diferencias surgieron de la ambigüedad sistémica del escenario multipolar. Nye (1994: 54) describió esa ambigüedad de esta manera: La distribución del poder en la política mundial se parece a una torta formada por distintas capas. Encima de todas se eflCUefl

la capa militar que es unipolai ya que no hay ninguna otra potencia militar equiparable a Estados Unidos. En el medio, la capa económica que es tripolar desde hace al menos dos décadas. Y debajo de todas está la capa de la interdependencia trasnacional que evidencia una gran difusión del poder En este contexto internacional, la organización institucional interna debe satisfacer distintas exigencias, cada una de las cuales implica un equilibrio distinto entre el presidente, la presidencia y el Congreso. Sea como fuere, al volver a adquirir relieve en la década de 1990 las consideraciones de orden económico y humanitario, se impuso necesariamente una redefinicióri de las relaciones entre la presidencia y el Congreso. Incluso con un Congreso demócrata (1993-1994), resultó difícil la afirmación de la primacía presidencial en el terreno de la política exterior. Piénsese tan sólo que el presidente logró que el Congreso aprobara en 1993 su propuesta para la creación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NwrA) sólo con la ayuda de los legisladores del Partido Republicano. Previsible- mente, primero las elecciones a mitad del mandato en 1994 que, como sabemos, llevaron a una mayoría republicana en ambas cámaras del Congreso, y luego las elecciones de 1996, que confirmaron las dos mayorías divididas del Congreso y de 1a presidencia, anularon cualquier ambición que albergara el presidente de ejercer una supremacía sobre el Congreso, inclusoen lo referente a la política exterior. Al nuevo escenario multipolar se le sumaron las exigencia de un Congreso deseoso, por motivos partidarios, de constmjr ui-ja relación de paridad con el presidente. Además, al recuperar su importancia las actividades diplomáticas y de negociación, empezó a producirse un crecimiento gradu de la relevancia de la presidencia departamental. Es decir, se estableció un nuevo equilibrio entre el Consejo de Segurj Nacional (Nsc) y el Departamento de Estado;

194 LOS DESARROLLOS

LOS L1DERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR 195

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tanto es así que nadie pudo dudar, durante la segunda presidencia de Clinton, que el control de la política exterior había vuelto plenamente a las manos del segundo. Entre el Nsc y el Departmento de Estado se logró la reducción del grado de militarización de la política exterior que se había registrado durante la Guerra Fría. Gracias a un retorno a una política exterior normal, o porque el Congreso republicano no reconocía la legitimidad del presidente Clinton, en la segunda mitad de la década de 1990 se impusieron prácticas decisionales más colegiadas, incluso para la política exterior, no sólo dentro de la presidencia, sino también entre la presidencia y el Congreso. Esto disminuyó en relación con el período de la Guerra Fría, la justificación del ejercicio de la primacía presidencial. A este propósito, bastaría recordar la decisión del Congreso en noviembre de 1997 de no aceptar la propuesta presidencial denominada fast track, según la cual el presidente hubiera podido negociar de manera autónoma acuerdos económicos con otros países, y confinado así la tarea del Legislativo al rechazo o la aceptación de los términos de estos acuerdos. En resumidas cuentas, con su negativa el Congreso reafirmó su voluntad de decidir punto por puflto junto con el presidente, la política de comercio exterior del país. Ésta y otras decisiones del Congreso indicaron una tendencia hacia el restablecimiento del equilibrio entre las dos instituciones gubernamentales y entre las dos presidencias. Sin embargo, para la mayoría republicana del CongreS0 ese nuevo equilibrio tenía un carácter instrumental, pues se debía al hecho de que la presidencia estaba en manos de un “usurpador” (Bili Clinton), y no al hecho de que se considerara necesario que el Ejecutivo y el Legislativo comparti° la gestión de la política exterior. Y aún más, el grupo neocOfl servador, que había llevado al Partido Republicano a la cofl quista del Congreso en las elecciones a mitad del mandato en 1994, hizo suya la posición acerca de las prerr0gat

presidenciales exprésada en el Minority Report de 1987, en ocasión del debate en el Congreso del Irangate Affair. Una posición coherente con una interpretación distinta d1 sistema internacional, que puede ser definida como unipolar (Krautham.mer, 1991). DESPUÉS DE 1...& GuERi FRÍA: UNIPOLARISM(; Esta interpretación había ido definiéndose durante la década de 1990, en un reducido círculo militante de think-tanks, revistas, instituciones paraacadémicas y círculos políticos de orientación neoconservadora. Para los partidarios del unipolarismo, la victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría había demostrado que su poderío estaba al servicio del “bien internacional”. En comparación con los regímenes autoritarios y totalitarios, sólo Estados Unidos podía garantizar la supremacía de la democracia. Su coiidición de única gran potencia en el ámbito internacional debía ser utilizada para promover un nuevo orden internacional, no sólo bajo su hegemonía, sino también bajo férreo control. Para los partidarios del unipolarismo, no existe divergencia alguna entre los intereses nacionales y los intereses globales, y Estados Unidos y el mundo comparten el mismo interés por la promoción de la democracia y del mercado. La interpretación Unipolar es tributaria de la visión redentora del excepcionalismo estadounjdense, una visión basada en la idea de que este país está destinado, por algún designio divino, a “salvar al mundo de sí mismo”. Y no sólo eso. Para quienes sustentaban esta postura, el mundo surgido de la Guerra Fría no se presentaba pacificado eI-i absoluto. Por ese motivo, las exigencias económicas no debían prevalecer sobre las militares. De hecho, una nueva serie de amenazas se perfilaba en el horizonte en el transcurso de la década de 1990: la que representaban los weapon

states, es decir, Estados pequeños pero agresivos, por estar dotados de armamentos con poder de destrucción masiva. El Iraq de Saddam Hussein representaba un ejemplo de manual de weapon state por tres razones (Huntington, 1996): 1) no era un estado/nación tradicional; 2) tenía un aparato estatal, y, por lo tanto, militar, muy desarrollado, gracias a los ingentes recursos económicos provenientes de la producción y venta de petróleo; 3) cultivaba un intenso rencor hacia Occidente, lo cual le servía de estímulo ideológico y emocional para una militarización forzada de la sociedad, con la esperanza de contrarrestar el poder “diabólico” de sus adversarios, específicamente Estados Unidos. En este escenario, se imponía preservar en Estados Unidos el consenso internacionalista que había acompañado a la Guerra Fría. Un consenso que había estado amenazado, no sólo por los liberais aislacionistas posteriores a Vietnam, o por los conservadores aislacionistas 1930’s-style, sino sobre todo por aquellos realistas , provenientes o vinculados al viejo establishment del Partido Republicano, que habían controlado las posiciones más importantes durante la presidencia de George H. W. Bush en el período 1989-

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1992, y que auspiciaban un regreso a una política exterior “normal”. Para los partidarios del unipolarismo, la estabilidad internacional era impensable sin un papel dominante, o incluso imperial, de Estados Unidos. De este modo, la unipolaridad se conjugaba con una visión unilateral del comportarnient0 de Estados Unidos. Ya que Estados Unidos era la única potencia militar que quedaba en el mundo, debía liberarSe de las limitaciones multilaterales que le impedían asumir las obligaciones propias de semejante poderío; o sea, coflSt1r un nuevo orden mundial. Desde esta perspectiva, pUeS las instituciones internacionales a cuya creación Estados Unh dos había contribuido después de la Segunda Guerra Mundial, se habían convertido en una limitación, y ya no más en un medio para cumplir con ese objetivo.

Por consiguiente, para la interpretación unipolar del sistema internacional, el Poder Ejecutivo debía incrementar su preeminencia en el proceso decisional interno. La presidencia personal debía continuar conservando el control de la política exterior, y, dentro de la presidencia departamental, el Pentágono (el Departamento de Defensa), debía continuar manteniendo un papel preeminente en relación con el Departamento de Estado. La siempre imprevista amenaza de los weapon states, en contraste con la previsible amenaza de la superpotencia rival en el viejo orden de la Guerra Fría, podía enfrentarse sólo con un aparato de seguridad nacional capaz de actuar con celeridad y presteza, es decir, aligerado de las limitaciones constitucionales del gobierno separado. Desde el punto de vista unipolar, la primera Guerra del Golfo (1991) constituía un ejemplo esclarecedor de guerra presidencial, pero por razones distintas de las que aducían los partidarios del multipolarismo. De hecho, en ese caso, George H. W. Bush utilizó una resolución de la ONU para movilizar a medio millón de solda dos estadounidenses, sin pedir la autorización del Congreso para entrar en guerra. Una y otra vez, Bush ignoró al Congreso cuando tomó decisiones relacionadas con la crisis del Golfo. Mientras la presidencia afirmaba querer consultar con el Congreso, en realidad sólo pedía la certifacion de decisiones ya tomadas [ ] En los seis meses de la crisis del Golfo, los líderes demócratas del Senado y de la Cámara de Representantes tuvieron sobre Bush una influencia mucho menor que la que ejerció sobre él Margaret Thatcher, que había dimitido de su cargo de primer ministro británico el año anterior, o que el príncipe Bansar Bm Sultan, embajador de Arabia Saudita en Washingtón (Gergen, 1992: 7). En 1950 el presidente Truman había involucrado a Estados Unidos en una guerra contra Corea del Norte, sin pedirle al

198 LOS DESARROLLOS Congreso la declaración formal de la guerra y amparándose en una resolución aprobada por la ONU por la cual se solicitaba la intervención del “mundo libre” contra ese país, que había violado un previo acuerdo internacional. Sin embargo, la diferencia entre los dos casos no debe desestimarse; sobre todo porque en 1950 no existía una ley como el War Powers Act, aprobada por el Congreso en 1973. Al ignorar esa ley, Bush puso al Congreso frente a un hecho consumado, pues recurrió a él sólo cuando la situación ya era irreversible. Y, además, porque Truman no hubiera podido afirmar lo que afirmó abiertamente Bush el 18 de marzo de 1991 (Weiekly Compilation of Presidential Documents, 1991: 284): “Se Jijo que yo no puedo hacer una gueri’a sin la autorización del Congreso: eso es falso, porque tengo la autoridad para hacerla”.2 Los partidarios del unipolarismo no tuvieron que esperar demasiado para ver triunfar su punto de vista. De hecho, con la controvertida victoria del éandidato republicano George W. Bush en las elecciones presidenciales de 2000, y con la confirmación de la mayoría republiqana en la cámara de representantes, se crearon las condiciones propicias para la afirmación del punto de vista unipolar, aunque fue la tragedia del 11 de septiembre de 2001 lo que la legitimó públicamente. El ataque terrorista en Nueva York y en Washington DC demostró de una manera dramática que el mundo no estaba en absoluto pacificado. A pesar de la falta de pruebas, ese ataque se interpretó como la consecuencia de la alianza entre el más peligroso weapon state (Irak) Y grupos del terrorismo islámico militante. En resumen, si los partidarios del unipolarismo tenían una solución que necesitaba un problema, con el ataque terrorista se presentó el 2 Esta declaración demuestra la influencia ejercida también sobre el realista George H. W. Bush por los neoconservadores republicanos del Minority Report de 1987.

LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR problema que necesitaba esa solución. Retomando luego el pleno control del Senado después de las elecciones a mitad del mandato en 2002, reunieron las circunstancias oportunas para el triunfo de la visión

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unipolar, punto de vista que alcanzaría su cima con la intervención militar de Irak en 2003, llevada a cabo sin la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Aprovechando el nuevo contexto internacional posterior al 11 de septiembre de 2001, sin estar supeditada a un control serio por parte del Congreso y favorecida además por una opinión pública en estado de shock, la presidencia de George W. Bush pudo implementar la estrategia más radical de redefinición del orden institucional interno. Esta estrategia creó una nueva presidencia imperial (Rudalevige, 2005). La teoría acerca de la independencia del Ejecutivo del control del Legislativo, esbozada en la década de 1970 por los herederos de la presidencia de Richard Nixon, desarrollada luego por los asesores de Ronald Reagan en la década de 1980 y más tarde transformada en una auténtica doctrina constitucional por los think tanks neoconservadores de la década de 1990, encontró por fin el ámbito adecuado para ser puesta en práctica (Edwards III y King, 2007). La constitución del siglo xviii fundada en los poderes separados y equilibrados ya no se justificaba, según los neoconservadores, en un mundo en el que Estados Unidos estaba “obligado” a ejerer un papel global (si no imperial) para defenderse y para defender la democracia. Así como la multilateralidad externa se había convertido en un obstáculo para la defensa de la soberanía nacional, la multilateralidad interna se consideró también un obstáculo para la acción presidencial en ese mismo sentido. Esta teoría acerca de la independencia del Poder Ejecutivo llevó inexorablemente a la formación de un auténtico Estado de seguridad nacional. Sobre la base de leyes constitucionalmente controvertidas, como la Patriot Act, aprobada en octu 199

200 LOS DESARROLLOS

LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR 201

bre de 2001 bajo un fuerte presión presidencial y ratificada nuevamente, con algunos cambios, en 2005, el Ejecutivo y sus agencias, como la Agencia Central de Inteligencia (cIA) y el Buró Federal de Investigación (rrn), asumieron la prerrogativa de controlar, sin restricciones o autorización de la magistratura, las conversaciones telefónicas, los mensajes electrónicos, los documentos financieros o certificados médicos de las personas consideradas sospechosas de simpatía o de colaboración con los terroristas. En particular, la discrecionalidad del Ejecutivo se volvió completa en la gestión de la inmigración. Ni siquiera durante la caza de brujas comunistas del período macartista de la década de 1950 la protección de las libertades civiles se debilitó tanto como durante los años de la presidencia de George W. Bush. En conclusión, en Estados Unidos el crecimiento de la preeminencia del presidente y de la presidencia se mantuvo por las exigencias provenientes del papel internacional desempeñado por el país y por sus consecuencias militares (Schlesinger, 2004). A su vez, la interpretación de la estructura del sistema internacional que así se afirmó, contribuyó a definir esa preeminencia en relación con las otras instituciones del gobierno separado (véase cuadro vii.1). No obstante, cualquiera sea la interpretación afirmada, la preeminencia presidencial continuó siendo sostenida con prepotencia por la política exterior y militar del país.

CUADRO VII. 1. El liderazgo presidencial y la política exterior de Estados Unidos

LA POLÍTICA EXTERIOR Y LOS GOBIERNOS EUROPEOS

También en Europa la política exterior desempeñó un papel de gran relevancia, en especial en dos de los países que hemos considerado, Gran Bretaña y Francia. Ambas fueron dos grandes potencias coloniales comprometidas durante si glos en una lucha, a menudo armada, para controlar áreas cada vez más extensas de Asia y de África, además de América del Norte. Su-tradición de grandes potencias influyó en la formación de sus respectivas culturas políticas nacionales, Y sus exigencias de gran potencia contribuyeron a la organización de su orden institucional. La expresión pública de SUS opiniones se fue adaptando progresivamente al papel que desempeñaban en el sistema internacional. A pesar de ‘OS procesos de descolonización que tuvieron lugar después

macartismo fue un fenómeno político caracterizado por un feroz antiCo munismo. Reflejo de la Guerra Fría que se inició inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, duró hasta mediados de la década de 1950. Tomó SU nombre de Joseph McCarthy, senador republicano por Wisconsin y presidente del comité para las así llamadas “actividades antiestadounidenses”. DespUeS de haber cometido una larga serie de injusticias, culpando a cantidad de indivi duos inocentes de espionaje a favor de la Unión Soviética, en 1954 el mismO

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presidente republicano Dwight Eisenhower empezó a reaccionar en contra de McCarthy, cuando el senador republicano comenzó a acusar incluso a flUem bros de alto rango de las Fuerzas Armadas de simpatizar con el comufliSm°

Papel internacional

del país

Relación entre las instituciones gubernamentales

Justificación del liderazgo

presidencial

Históricamente Potencia regional Primacía congresual Baja

(siglo xix)

Potencia global Primacía presidencial Alta

(siglo xx)

Después de la

Guerra Fría

Multipolaridad Competencia interinstitucional

No muy alta

Unipolaridad Primacía presidencial Muy alta

202

LOS DESARROLLOS

de la Segunda Guerra Mundial y del redimensionamiento internacional de su papel durante el largo período de la Guerra Fría, Gran Bretaña y Francia continuaron reivindicando para sí mismas una función central en el panorama global. Después de todo, el lugar que ambos países ocupan de manera permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU desde el final de la Segunda Guerra Mundial, su poderío nuclear, la eficiencia y la preparación universalmente reconocida de sus cuerpos diplomáticos, el profundo conocimiento de las áreas del planeta que colonizaron, la red de vínculos establecida a través de las nuevas elites políticas de los países poscoloniales, que se formaron en sus universidades, representan elementos que contribuyen a mantener su proyección internacional. En consecuencia, su política exterior se ubicó en un espacio alejado de los partidismos cotidianos. Para ambos países, la política exterior constituyó la verdadera esencia del Estado nacional, no sólo porque sus exigencias motivaron históricamente el proceso de state building, sino también porque la organización del Estado estuvo orientada por la necesidad de garantizar el manejo de la política exterior (Panebianco, 1997). Éste es el motivo de la centralización decisional de la política exterior tanto en Gran Bretaña como en Francia. Tanto es así que en este último país la incapacidad para manejar la política

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exterior, más específicamente el proceso de descolonización, en particular de Argelia, llevó a una crisis a la IV República y su modelo decisional de parlamentarismo asamblearista. Y, de hecho, con la y República semipresidencial, Francia se equipó con un centro para las decisiones determinantes en el terreno de la política exterior y militar: la presidencia de la república. La Italia de la 1 República y la Alemania Federal, por el contrario, al salir derrotadas de la Segunda Guerra Mundial. tuvieron que renunciar al dominio de su política exterior. En este terreno, ambos países se convirtieron en semisobera nos, pues transfirieron sus exigencias de seguridad a un or LO

LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR

203

ganismo internacional, la OTAN, con un indudable liderazgo estadounidense. Sus mismas Constituciones, aprobadas tan pronto como terminó la guerra, hicieron formal su renuncia a ejercer una función independiente en el campo de las relaciones internacionales. Y si en Alemania Federal, no obstante, se dio un sistema de gobierno parlamentarista racionalizado, la Italia de la 1 República, que carecía de responsabilidades internacionales de relevancia, retorní la tradición del gobierno parlamentarista de asamblea (Pasquino, 2007), es decir, con escasa capacidad decisional y exclusivamente dedicado a moderar las tensiones internas entre comunistas y anticomunistas. Por otra parte, un país ideológicamente dividido internamente no podía ejercer ningún papel en el exterior. En muchos aspectos, la Italia de la 1 República fue objeto, más que sujeto, de la Guerra Fría. Las líneas divisorias de la Guerra Fría habían escindido el país, y se cristalizaron en auténticas fragmentaciones políticas internas. Estas fragmentaciones que hicieron surgir el correspondiente sistema multipartidario con un pluralismo polarizado (Sartori, 1976). Esa división contribuyó a crear una predisposición nacional a la introversión y al “ideologismo”. Sin un papel externo, no sólo los organismos y los medios tradicionales de la política exterior se redujeron y se debilitaron, sino que la misma organización del Ejecutivo se institucionalizó según un modelo policéntrico. Como máximo, el presidente del Consejo de Ministros puede ser un primus ínter pares. LAS CONSECUENCIAS DE LA INTEGRAcIÓN EUROPEA El proceso de integración regional, que se inició en 1951 con el Tratado de París que dio origen a la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA) que continuó en 1957 con el Tratado de Roma que dio origen a la Comunidad Económica Europea (CEE), terminó por transformar sensiblemente el

204 LOS DESARROLLOS

LOS LÍDERES, LOS PARTIDOS Y LA POLÍTICA EXTERIOR 205

contexto de la política interna y de la política exterior de los países europeos. Con la profundización del proceso de integración regional, en particular con el Acta Única Europea de 1986, y luego, poco después de la caída del Muro de Berlín en 1989 y de la implosión de la Unión Soviética en 1991, con el Tratado de Maastricht en 1991, los tradicionales Estados europeos se convirtieron poco a poco en Estados miembro de la Unión Europea (uE), denominada así en el Tratado de 1991 (Sbragia, 1994). Este proceso de integración redujo poco a poco las diferencias entre política interna y política exterior. La política europea se había convertido en la política interna de cada país. Europa, que había creado el estado westfaliano basado en la correspondencia entre soberanía, territorio y pueblo, fue más allá de Westfalia.4 La soberanía de los Estados miembro de la UE se segmentó y perdió su tradicional carácter unitario. Cada Estado miembro permaneció soberano en cuanto a una política pública, pero no en cuanto a todas las políticas públicas. Por lo demás, su soberanía iba a ser compartida con un conjunto de distintas instituciones comunitarias: el Consejo de Ministros Europeos y el Consejo Europeo que representan a los gobiernos de los Estados miembro, la comisión que representa el interés de los Estados miembro en su conjunto, y el Parlamento, elegido por sufragio universal directo desde 1979, que representa a los ciudadanos europeos. Es evidente que este contexto transformó de manera radical los términos tradicionales de la política exterior de los países europeos. Aunque en Maastricht se ubicó la política exterior en un ámbito institucional específico, el así llamado La Paz de Westfalia en 1648, con la que se terminó la guerra de los Treinta Años, se consideró el pimto de partida del Estado moderno basado en la sobe rama territorial. A través del principio cuius eius religio, se

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definieron las fronteras temtoriajes entre los distintos Estados, fronteras dentro de cuyos límites cada uno de ellos podía ejercer su soberanía. Nace, pues, a partir de la Paz de Westfalia, el moderno sistema de los Estados territoriales europeos.

segundo pilar, en el cual las decisiones pueden tomarse sólo por unanimidad, y no por mayoría, como sucede con las cuestiones concernientes al mercado común, organizado en el así llamado primer pilar, resulta evidente que la política exterior no podía ya considerarse un ámbito del todo autónomo dentro de cada política nacional. Las exigencias de coordinación entre los distintos Estados miembro de la UE, la complejidad de las intervenciones internacionales en presencia de actores rivales de proporciones continentales (Estados Unidos, China, India, Rusia, Brasil), la reducción objetiva del peso de Europa en el proceso de globalización, todo esto contribuyó a favorecer una creciente necesidad de compartir recursos y objetivos entre los Estados miembro de la UE en el terreno de la política exterior y militar. Por cierto, Gran Bretaña y Francia han intentado preservar cierta autonomía decisional, en parte por la función que desempeñan en el Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, los imperativos sistémicos han reducido sensiblemente las razones que justificaban sus tradicionales intereses nacionales. En Europa se ha institucionalizado una contradicción singular. El desarrollo de una política exterior y militar en común ha creado un ruedo altamente competitivo donde afirmar intereses o prioridades nacionales. Este ruedo incentivó a los Estados miembro a racionalizar sus estructuras decisionales internas, a precisar sus intereses, a mejorar la calidad de sus dilomacias. Por cierto, esta competencia benefició a Francia y a Gran Bretaña, que están dotadas de un aparato militar de considerable envergadura. En particular, la unicidad de los centros decisionales de política exterior y militar • demostró ser un recurso crucial para hacer escuchar el punto de vista de cada país en el Consejo de Ministros Europeos o en el Consejo Europeó de Jefes de Gobierno o de Estado. De una manera más general, la integración europea fortaleció la función de los Ejecutivos nacionales, en detrimento de la capacidad de control de los Legislativos en lo referente a las

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decisiones de estos últimos en las instituciones comunitarias (Fabbrini y Don, 2003). Con algunas excepciones, como el caso de Dinamarca, los Ejecutivos han acrecentado su poder con respecto al Parlamento y a la oposición, gracias a su papel exterior. La relevancia que adquirieron las reuniones del Consejo Europeo, que tiene en sus manos la tarea de definir las estrategias de la UE, ha hecho crecer la función decisional de los jefes de gobierno, además de aumentar su visibilidad personal, tanto en el plano doméstico como en el internacional. Al mismo tiempo, los jefes de los Ejecutivos europeos, o sus ministros, han debido actuar en contextos decisionales altamente pluralistas en los cuales es poco probable que las prioridades de uno sólo o de algunos Estados miembro puedan imponérseles a los líderes políticos de otros Estados miembro, que en la actualidad son, en total, 27. Los procesos decisionales en los cuales están involucrados decenas de actores políticos se caracterizan necesariamente por compromisos y mediaciones, cuyos resultados no serían aceptables para todos si fueran vistos como una imposición de pocos. En resumen, las exigencias de colaboración en Europa han generado una racionalización de los procesos decisionales internos, que ha reafirmado la función de los Ejecutivos y acrecentado la necesidad y la visibilidad de sus cabezas. Al mismo tiempo, sin embargo, el resultado de estos procesos decisionales comunitarios no responde necesariamente a los intereses prioritarios de los Estados miembro más importantes. También en Europa el fortalecimiento de los líderes y de los Ejecutivos se sostiene gracias a factores estructurales externos, como, por ejemplo, la integración europea. Por último, la política exterior europea ejerció también su influencia sobre las instituciones comunitarias. Sin embargo, el papel limitado, de potencia regional, desempeñado hasta ahora por la UE, permitió mantener bajo control las tendencias a la centralización decisional del sistema comU nitario. En realidad, confiándole a Estados Unidos la tarea

de garantizar la seguridad militar, la UE pudo poco a poco institucionalizar un complicado sistema propio de separación de poderes (Fabbrini, 2007a). El poder decisional, en lo que concierne a la política exterior, está en manos del Consejo de Ministros, como estuvo, durante mucho tiempo, en manos del Senado de Estados

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Unidos en el siglo xix. Habrá que ver si este sistema de contrapesos le permite a la UE alcanzar una mayor proyección internacional. CONCLUSIÓN Tanto en Estados Unidos como en Europa, el ascenso de los líderes y de los Ejecutivos se vio favorecido por las exigencias de la política exterior y también por las trar’tsformaciones internas que acabamos de describir; sin duda tendrá cada vez más éxito en el mundo globalizado. En los Estados Unidos del gobierno separado, el presidente y la presidencia continuarán reivindicando su supremacía con respecto al Congreso fundamentándola en las exigencias impuestas por el papel internacional que desempeña el país. Seguramente, estas exigencias podrán ser interpretadas de distintas maneras. Por ejemplo, con la llegada de Barack H. Obama a la presidencia es pro- bable que se perfile una interpretación distinta de la de su predecesor. Después de todo, Barack H. Obama se opuso a la intervención militar en Iraq en 2003 y, en el curso de su campaña electo!-al, anunció (Obama, 2007) una agenda basada en el retorno de Estados Unidos a las reglas del sistema multilateral de las instituciones internacionales. Entonces, podemos Suponer que si esta interpretación se afirma también, la función del presidente volverá al equilibrio del gobierno separa- con primacía presidencial. En forma paralela, en Europa, la lógica de la integración regional fortalece sensiblemente a los Ejecutivos con respecto a los Legislativos, y, por lo tanto, a los líderes de los Ejecutivos con respecto al Ejecutivo, más

208 LOS DESARROLLOS que con respecto a sus rivales internos, como por ejemplo las cabezas de la oposición. En resumidas cuentas, la internacionalización y la europeización han favorecido, al brindarles un

contexto propicio, el ascenso de los Príncipes democráticos.? INTRODUCCIÓN

EL FUTURO: ¿GOBIERNO DEL LÍDER O DEL PARTIDO

Ha llegado el momento de hacer una revisión de las cuestiones que hemos examinado a partir de las experiencias de Europa y de Estados Unidos. Vimos que, en ambos casos, la acción de los Ejecutivos a veces se basó en los partidos y a veces en los líderes. A la pregunta “Cómo se gobiernan las democracias?”, la respuesta es la siguiente: o a través de los partidos, o a través de los líderes o a través de ambos. Los dos son necesarios. Aunque los líderes están en ascenso yios partidos en decadencia, como se ha demosti-ado en este libro, ninguna democracia puede funcionar de una manera adecuada sin los unos o sin los otros. Ningún sistenla de gobierno puede maximizar la función del líder negando la del partido. O viceversa. Por esta razón, cuando se habla de rendimiento gubernamental, es conveniente distinguir entre el rendimiento del líder y el rendimiento del equipo o del partido que ocupa el Ejecutivo. Cada uno tiene a su cargo distintas tareas. En cuanto al líder, su misión consiste en darle un objetivo a la ac!ción del Ejecutivo. Sólo el líder, como individuo, puede darles una voz a las exigencias sociales difusas y sólo el líder puede darle una dirección a la ácción de gobierno. nencia en la ciudadanía y orientar la marcha del país. Las

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democracias que no disponen de un líder capaz de cumplir estas funciones están destinadas al estancamiento, ya que De este modo, el lder puede crear un sentimiento de pertefo disponen de una fuente de cambios. En cuanto al equipo O partido en el Ejecutivo, su tarea es la de concretar un pro209

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EL FUTURO: GOBIERNO DEL LÍDER O DEL PARTIDO? 211

grama de políticas públicas. Sin la acción de un actor colectivo es imposible asegurar la coherencia del conjunto de las políticas de gobierno, garantizar su coordinación funcional y, por último, supervisar su implementación por parte de la administración del Estado. Las democracias que no disponen de partidos capaces de cumplir con estas tareas están destinadas al estancamiento, ya que carecen de las condiciones que hacen a su estabilidad. Si es verdad que las tareas del líder y las tareas del partido son distintas, también es cierto que entre ambos existe una tensión inevitable. ¿Cómo regularla? Éste es el desafío que las democracias están afrontando, y que la teoría política no ha afrontado todavía. POSIBILIDADES DE RENDIMIENTO Y GOBIERNO ¿Qué posibilidades de rendimiento tienen el líder y el equiPO en los sistemas de gobierno que hemos considerado aquí? Debo aclarar que sólo haré una primera aproximación, que es lo único que justifica la utilización de indicadores tan generales como “alto” y “bajo” en la definición de los rendimientos. No obstante, nos permite ofrecer criterios útiles para evaluar la efectividad gubernamental en Estados Unidos y en Europa, tanto parlamentaria como semipresidencial. El gobierno separado con primacía presidencial En lo que respecta a Estados Unidos, la separación de poderes tiende a favorecer un alto rendimiento del presideflte pero no necesariamente de su presidencia. La independe1 cia institucional del presidente le permite cumplir con SUS tareas sin limitaciones, ya que no necesita de la confianzp. del Legislativo para dirigirse a los electores y para marcar la

orientación o el objetivo, de la política presidencial. Sin embargo, la separación de poderes, que le reconoce funciones de gobierno al Legislativo, implica también que el presidente no puede disolver el Congreso si se opone a sus propuestas. Por lo tanto, la presidencia puede encontrarse en dificultades para cumplir con su propio programa, pues sin la aprobación legislativa del Congreso las propuestas presidenciales se convierten en letra muerta, aunque, por cierto, la separación de poderes está atenuada por una superposición de funciones gracias al principio constitucional de checks and balances. Sobre la base de este principio constitucional, cada institución separada participa del funcionamiento de las demás instituciones separadas. Sin embargo, si bien el principio constitucional de checks and balances incentiva a las instituciones separadas a cooperar, no garantiza que haya cooperación, o que ésta tenga lugar sin conflictos. Además, si hay una mayoría política diferente en el Congreso y en la presidencia (gobierno dividido), entonces entre ambos pueden generarse conflictos que vuelvan difícil e incierto él proceso decisional Por supuesto, para contar con una efectividad simultánea tanto del presidente como de su Ejecutivo es necesario que el Congreso y la presidencia estén controlados por la misma mayoría política (el gobierno unificado). Cuando se forma un gobierno unificado en torno a un indiscutible liderazgo presidencial, como sucedió entre 2003 y 2006, entonces el presidente puede cumplir con sus tareas y la presicfencj puede llevar adelante su programa con el apoyo de una mayoría legislativa. Sabemos que esta situación puede ‘Por ejemplo, el presidente nombra a los miembros de la propia presidencia, pero necesita el consejo y el consenso del Senado para hacer efectivo ese nombramiento El presidente puede fiar tratados con otros países, pero éstos se tsfo en /aw of the land sólo después de que reciben el consenso, Por mayo-a calificada del Senado. La Cámara de Representantes y el Senado Pueden aprobar leyes, pero éstas se vuelven operativas sólo después de que las firma el presidente Y así sucesivamente.

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favorecer también un gobierno irresponsable, como de hecho sucedió en el período 2003-2006. En el caso de la presidencia moderna, ciertos factores paraconstitucfrnales han contribuido a neutralizar tanto los riesgos de la parálisis institucional en el gobierno dividido, como los de la presidencia imperial durante el gobierno unificado. Por ejemplo, partidos poco centralizados en el plano organizativo, y poco ideológicos en el piano programático, o bien una estructura decisional descentrada en el legislativo, hicieron posible, entre 1930 y 1990, la formación de mayorías partidarias transversales, en comités y subcomités del Congreso, que a veces apoyaban las iniciativas del presidente y otras veces les ponían un freno a sus pretensiones imperiales. Cabe la excepción, como ya lo hemos visto en el capítulo VII, del período de la guerra en Vietnam. Pero esos factores para- constitucionales quedaron a su vez neutralizados a partir del año 2000 por una creciente polarización política y por la amenaza del terrorismo. En síntesis, en Estados Unidos la efectividad del gobierno registra desarrollos contradictorios. En el gobierno dividido, la efectividad individual del presidente entra en conflicto çon la efectividad colectiva de la presidencia. En el gobierno unificado, aumenta la efectividad tanto del presidente como de la presidencia, pero esto sucede a expensas de la posibilidad de un control. El gobierno parlamentarista En lo que respecta a la Europa parlamentarista, es indudable que la lógica de su gobierno favorece más el rendimiento del equipo que el del líder. La fusión de poderes, que permite la formación de una clara mayoría política en el Parlamento, permite a su vez que esa mayoría dé lugar a un Ejecutivo en condiciones de gobernar. Es natural que, cuando la misma fuSión de poderes registra mayorías parlamentarias poco clar,

como sucedió en la Italia de la 1 República, el Ejecutivo no cuente con la misma fuerza para gobernar. De todas maneras, en un parlamentarismo competitivo como el británico, el sistema electoral uninominal mayoritario simple, o plurality, combinándose con el sistema bipartidario estructurado en el ámbito nacional, ha facilitado la formación de una clara mayoría parlamentaria que, a su vez, respalda legislativamente las propuestas de su Ejecutivo. En un escenario semejante, las responsabilidades están claramente delimitadas yios electores pueden hacer conocer su opinión en las siguientes elecciones. Por otra parte, el principio de responsabilidad colectiva que conlieva el gobierno parlamentarista le permite al partido en el gobierno reconocerle a la cabeza del Ejecutivo la función de pri mus super pares, pero también neutralizarlo cuando esa función tiende a convertirse en la de un primus sine pares. Sin embargo, también en los parlamentarismos competitivos la presión a favor del primer ministro se ha hecho sentir a raíz de los cambios tecnológicos y sociales a los que ya nos hemos referido (véanse los capítulos u y vi). Inclusive en Gran Bretaña, la competencia electoral y política se ha personalizado, y han sido las características del líder las que contribuyeron a aumentar o a reducir la capacidad de atracción electoral de sus partidos. Fueron Margaret Thatcher y Tony Blair quienes les hicieron ganar las elecciones a sus partidos - -y se convirtieron en primeros ministros—, y no sus partidos los que les permitieron acceder a ese cargo. Pero esa presidencialización el premiership tuvo que enfrentar no pocas resistencias en el partido y en el Ejecutivo, renuentes a limitar su función a ser la base de sustento de un primer ministro “presidencial”. La Italia de la II República representa sin duda el caso más avanzado de presidencializacion del premzershzp parlamentarista Aprovechando un sistema de partidos en formacion Y sostenido por un sistema de medios de comunicacion de masas controlados personal o pohticamente Silvio BerlusCOfli logro reducir de una manera considerable el pnncipio

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parlamentarista del gobierno colegiado. No obstante, también él ha tenido que medirse, en su función de primer ministro, con los condicionamientos provenientes de su coalición política. En síntesis, si bien es cierto que en la Europa del gobierno parlamentarista competitivo se privilegia por lo general el rendimiento del equipo, es igualmente cierto que las transformaciones tecnológicas y sociales que tuvieron lugar en los países europeos han fortalecido la función del líder y sometido a un desgaste inédito el principio de la respónsabilidad colectiva.

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El gobierno semipresidencial Al dirigir la atención a la Europa del gobierno semipresidencial, constatamos que los estímulos institucionales a favor de un gobierno de líder han sido más consistentes que en la Europa del gobierno parlamentarista. Considérese la Francia de la y República, que comparte con el sistema estadounidense de separación de poderes las elecciones, en este caso, directas, y no sólo populares, del presidente de la repúbIica elecciones que necesariamente refuerzan la función que éste desempeña en el Ejecutivo. El presidente de la repúblicas sin embargo, representa sólo una cara del Ejecutivo; la otra cara es el primer ministro apoyado por el Legislativo. Se trata de un sistema que parece una cabeza de Jano, el dios romafl° bifronte que mira en direcciones opuestas, ya que introduce en el Ejecutivo dos líderes con dos diversas fuentes de legitimación. A través del primer ministro, el Ejecutivo no es independiente del Legislativo; a través del presidente de la república, no es enteramente dependiente de él. Formalmente, el presidente nombra al primer ministro e indirectamente al Ejecutivo; debe contar con la confianza 1 T chtivo. Esa confianza puede ser formal, pero tarfl r1P1a el go-

bienio de una minoría silos otros partidos representados en el Parlamento no logran ponerse de acuerdo para formar un gobierno alternativo. En teoría, el sistema semipresidencial incentiva el rendimiento del líder (el presidente de la república) y el del equipo (el Ejecutivo apoyado por una mayoría parlamentaria que le permite gobernar). Sin embargo, la legitimación separada del presidente de la república y del primer ministro introduce un factor de tensión en el Ejecutivo cuando cada una de sus dos caras representa a una mayoría política diferente. En ese caso, el presidente limita al Ejecutivo en el cumplimiento de sus tareas y el Ejecutivo limita al presidente en el cumplimiento de las suyas. A diferencia de Jano, el gobierno semipresidencial encuentra dificultades para conciliar la dualidad de perspectivas. Además, cuando el presidente de la república y el primer ministro pertenecen a la misma mayoría, la división de sus responsabilidades le permite al presidente utilizar a sus primeros ministros como chivos expiatorios de eventuales fracasos de sus políticas o iniciativas, y así perjudica el rendimiento del equipo en el gobierno. La experiencia histórica del gobierno semipresidencial francés tuvo, por lo tanto, diversas características según las afinidades o las diferencias políticas existentes entre el presidente y el primer ministro. En los períodos de consonancia política, la dualidad potencial del Ejecutivo quedó superada por una definición jerárquica de las relaciones entre los dos, a efectos de favorecer un movimiento hacia lo alto tanto del rendimiento del presidente como del rendimiento del EjeCutivo. En cambio, en los períodos de disonancia política (los períodos 1986-1988,1993-1995 y 1997-2002), el conflicto entre ambos, aunque controlado, terminó por reducir las Posib’jljdades de rendimiento del presidente, por el efecto negativo que ejerció sobre él la competencia con su primer ministro rival, y también por la obstaculización de la capaCidad de gobierno del Ejecutivo. Al verse obligado a tener en

cuenta las prioridades discordantes del presidente, el Ejecutivo encontró dificultades obvias para su policy-making, y para la coordinación e implementación de sus estrategias, a raíz del estancamiento producido en la administración por la coexistencia de voluntades políticas en conflicto. En síntesis, “la principal preocupación teórica y política relacionada con el semipresidencialismo es el riesgo de que conduzca a un punto muerto y al conflicto institucional entre los dos jefes del Ejecutivo” (Stepan y Suleiman, 1995: 399). Por lo tanto, si se quiere favorecer una acción de gobierno de rendimiento simultóneo y satisfactorio tanto del líder como del Ejecutivo para que ambos puedan cumplir con las tareas propias de un determinado sistema de gobierno, vemos que los sistemas aquí considerados tienden a privilegiar una u otra de las dos posibilidades de rendimiento. Cuando las dos posibilidades de rendimientollegan a verificarse al mismo tiempo, como en el sistema semipresidencial, pueden quedar trabadas por las consecuencias políticas de un Ejecutivo con dos caras. LAS REFORMAS: EL GOBIERNO DE LÍDER CON PARTIDO Ya que todos los sistemas de gobierno han demostrado tener limitaciones en su funcionamiento, no puede llamarnos la atención que tanto en Estados Unidos como en Europa hayan surgido presiones a favor de una reforma o racionalización del actual orden institucional. Estados Unidos y el presidencialismo parlamentario En Estados Unidos el debate se centró en el problema de “cómo revitalizar un gobierno”. En el transcurso de la década de 1980, no por casualidad coincidiendo con las celebra ciones del segundo centenario de la convención constitUClO

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nal de Filadelfia, la opinión pública culta debatió cómo reducir los efectos paralizadores de la separación de poderes, exacerbados por el gobierno dividido de esa misma época. La elaboración y las propuestas del Comité sobre el Sistema Constitucional constituyeron probablemente la contribución más importante de la reflexión reformista durante esa década (ccs, 1987 y Robinson, 1985). El aporte del Comité fue parte de un debate más abarcador acerca del futuro del sistema constitucional estadounidense (Vile, 1994). A diferencia de las propuestas de la precedente escuela del gobierno responsable, el Comité no pretendía una implementación del modelo británico de cabinet system. Sus propuestas, más bien, apuntaban a que el sistema de gobierno separado evolucionara hacia un modelo de “presidencialismo parlamentario”, capaz de conciliar la exigencia de partidos responsables con la de un sistema que permaneciera institucionalmente separado, aunque con primacía presidencial. Tales propuestas se presentaron en forma de enmiendas constitucionales que permitieran: 1) poner miembros del Congreso en el cabinet presidencial (presidencia departamental), para favorecer los vínculos entre el Ejecutivo y el Legislativo. En la actualidad, si un miembro del Congreso acepta un cargo en la presidencia, debe abandonar su escaño; y viceversa, si un miembro de la presidencia quiere obtener un escaño en el Congreso, debe abandonar la presidencia. 2) La aprobación por mayoría simple de los tratados internacionales en ambas cánaras. Actualmente sólo el Senado tiene ese poder, cue ejerce a través de una mayoría calificada de dos tercios. 3) La prolongación del mandato de la cámara a cuatro años y el del Senado a ocho, para sincronizarlos con el mandato Cuatrienal del presidente. 4) La introducción en el Congreso de Un voto de desconfianza contra el presidente, para convocar a fluevas elecciones en el caso de una parálisis decisional entre ambos (al respecto, véase Fabbrini, 1993). Estas propuestas tuvieron poca o ninguna repercusión e el terreno político, Por otra parte, la rigidez del proceso de

enmiendas constitucionales2 convierte en poco realista una reforma tan significativa del sistema de gobierno. Por otra parte, Estados Unidos es una democracia federal, dentro de la cual los Estados, en especial los de pequeñas y medianas dimensiones, quieren evitar cualquier cambio institucional que pueda alterar el equilibrio entre ellos. Repárese en las resistencias que opusieron a la abolición del colegio electoral y a su sustitución por la elección directa del presidente, a pesar de la controvertida experiencia de las elecciones presidenciales del año 2000 (Fair Vote, 2006). En esa ocasión, después de una sentencia de la Corte Suprema, George W. Bush fue declarado vencedor, aunque había obtenido medio millón de votos menos que su rival Albert Gore.3 Esas propuestas sirvieron, sin embargo, para poner de relieve los defectos del gobierno separado, frente a una tendencia generalizada en el país a ver nada más que sus virtudes. Puede decirse, de todos modos, que en Estados Unidos el rendimiento del presidente y de su presidencia continuarán dependiendo de su capacidad de crear pragmáticamente vínculos de colaboración con el Congreso. En especial después de la experiencia, para muchos trágica, de George W. Bush, una propuesta tendiente a vincular institucionalmente al Congreso y al presidente no obtendría demasiado consenso. La Italia del parlamentarismo dirigido En Europa la pertinencia del debate acerca de la reforflla del sistema de gobierno tuvo lugar sobre todo en Italia Y en 2 Segimn el artículo quinto de la Constitución, una enmienda consttUCiO debe ser aprobada, en primer lugar, por dos tercios de la Cámara de RePre sentantes y del Senado, reunidos por separado; por lo tanto, por una maY0I’ de tres cuartos de los cuerpos legislativos y por convenciones especiales de los Cincuenta estados. Una experiencia donde se repetía lo sucedido en las elecciones de 1876 y en las de 1888.

219 Francja. En Italia, frente a la crisis de los partidos de la 1 República y a partir de las presiones populares que condujeron en dos referendos, en 1991 y 1993, a la abolición parcial de la ley electoral proporcional adoptada después de la Segunda Guerra Mundial, se suscitó una discusión en torno al modelo asamblearista de gobierno (Barbera, 2009). Si bien se logró un consenso acerca de la necesidad de reforzar la función del jefe del Ejecutivo, para convertirlo en un verdadero primer ministro y ya no más en un presidente del consejo, contingencias políticas y resistencias institucio nales impidieron la concreción de una reforma bipartidaria de

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la “forma de gobierno”. De todos modos, aunque las reformas electorales tendían hacia una competencia bipolar, y por lo tanto hacia un parlamentarismo competitivo, todos los Ejecutivos formados entre 1994 y 2008 experimentaron tensiones y conflictos entre los partidos de su coalición. El Primer ministro, a menos que dispusiera de recursos personales para controlar las tensiones, como fue el caso de Silvio Berlusconi, terminaba Prisionero de las rivalidades internas. Pensemos sólo en la resonante crisis del gobiernc de centroizquierda en 2008, después de apenas dos años ‘le vida, que creó inevitablemente las condiciones de la ii*nediata derrota electoral de ese alineamiento político. La discusión a la que aludimos no avanzó mucho. s probable que, ante la posibilidad de que un refuerzo del Poder Ejecutivo beneficia a Silvio Berlusconi que ya disponía de Ingentes medios de influencia pública, se hayan enfriado las presiones tendientes a la reforma. Entre 1996 y 2006, la necesidad de Potenciar la función del primer ministro se tradujo simJemente en la inscripción en la boleta electoral, del nombre del líder Candidato a desempeñar ese papel propuesto por un u otro En Gran Bretaña el debate se había centrado en la organizaci6n de los Poderes tetories, que llevó a la devolución a favor de Escocia y & Ges a partjr 1999.

222 LOS DESARROLLOS Superada la fase de excepcionalidad que había justificado la elección separada y temporalmente inconexa del presi— dente de la república ‘ de la asamblea nacional, el régimen semipresidenci puso en evidencia sus límites: la formación de mayorías distintas en cada una de las instituciones. Con el fin de disminuir ese riesgo —el de la doble mayoría— en 2000 y en 2008 se introdujeron reformas importantes. La reforma de 2000 redujo de siete a cinco años la duración del mandato presidencial de modo de sincronizar la elección presidencial y la parlamentaria, elecciones que, a pesar de todo, continúan realizándose por separado, si bien no con mucha diferencia de tiempo. La reforma de 2008, en cambio, reforzó la función del presidente de la república como cabeza del Ejecutivo y, al mismo tiempo, reforzó también la función del Parlamento. De este modo se crearon condiciones para institucionalizar la posición de la oposición (artículo 48.4 y artículo 51.1), aun cuando esas posibilidades no se han utilizado plenamente todavía (Ceccanti y Rubecchi, 2008). Al convertir al presidente de la república en el verdadero jefe del Ejecutivo, por medio de su elección directa y separada vinculado a la mayoría parlamentaria a través del Ejecutivo que él dirige y en presencia de un Parlamento potenciado Francia ha intentado disminuir los riesgos de un superpresidencialismo (Suleiman, 1994), dentro del ordenamiento institucional de la V República. El gobierno de líder con partido Es sugestivo que, tanto en Estados Unidos como en Europa los debates y las reformas han buscado una solución al problema de cómo vincular al líder con un equipo y a amboS con una mayoría política. En Estados Unidos la discusiófl se centró en la posibilidad de parlamentarizar el gobierno presidencial (Manuely Cammisa, 1999). Enla Europa parla

EL FUTURO: ¿GOBIERJO DEL LÍDER O DEL PARTIDO? 223 mentarista la reforma tendió a presidencializar el gobierno parlamentario mientras que en la Europa semipresidencial tendió a parlamentarizar al presidente En todos los casos, el esfuerzo intelectual o polfti Consistió en conciliar al líder, al equipo y a la mayoría legislatjv Puede afirmarse que a lo largo de estos debates y refomas comenzó a perfilarse Una tercera estrategia de acción gubername la del líder con partido. Esta estrategia parte del reconocimiento de que tanto el líder como el equipo sos tenidos por Una mayoría legislativa son necesarios para garantiz la eficacia del gobierno, EL CONTROL DE L4 ACCIÓN DE GOBIEO La búsqueda del buen gobieo representa una preocupación permanente de la ciencia política y del derecho COflStitUCj0 nal. Ahora bien, un buen gobierno no es sólo un gobierno eficaz, sino también un gobierno controlado El problema de la eficacia gubernaej que hemos considerado a través del rendimiento del líder y del rendimiento del Ejecutivo, no es un problema en sí mismo La efectividad debe lograrse en un contexto institucional y político que permita asimismo el control de la acción de gobierno. Si bien es cierto que las democracias contemporáneas requieren líderes y Ejecutivos capaces de cumplir con sus tareas, también es verdad que ese crecimiento de la importancia del líder de los Ejecutivos requiere un adecuado contrapeso El buen gobjer0 es siempre un gobierno equilibrado, a la vez eficaz Y Controlado No se trata de impedirle al Príncipe democrátj que gobie sino de creal’ las condiciones para controlar S actividad y Ja del Ejecutivo. Desde este punto de vista, las

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experiencias de Estados Unidos y de Europa han puesto de manifiesto no pocos problemas

semipresidencial en un gobierno superpresidencial (Suleiman, 1994). Tal como ocurrió con Mitterrand entre 1981 y 1986 y con Sarkozy después de 2007, el primer ministro queda reducido a la función de cabeza del staff del presidente de la república. En el caso de Mitterrand, el primer ministro se transformó directamente en una especie de chivo expiatorio de los fracasos de las decisiones tomadas por el presidente de la república. En semejante contexto, no es fácil oponerse a un superpresidente. De todos modos, cuando el presidente de la república se encuentra frente a una oposición débil y dividida, como sucedió después de la elección de Sarkozy en 2007, las posibilidades de control son muy limitadas. Con una oposición débil, falta el equilibrio político básico en relación con el presidente y su Ejecutivo, hasta el punto de que esa tarea la tiene que asumir el poder judicial. La elección directa del presidente de la república crea de forma inevitable una asimetría de poderes con respecto al jefe de la oposición. Si bien es cierto que la reforma de 2008 traiisformó al presidente en la verdadera cabeza del Ejecutivo, también es cierto que no se ha hecho todavía lo suficiente para institucionalizar la función del jefe de la oposición. Por este motivo, algunos especialistas que aprueban esa reforma sostienen la necesidad de que la oposición se institucionalice, y para ello consideran que debe reconocérsele un estatuto especial en el Parlamento (Ceccanti y Rubecchi, 2008). Sin duda, la asimetría entre un presidente de la república elegido por un colegio electoral nacional, y la jefatura de la oposición que, como miembro del Parlamento, será elegido por un colegio electoral de distrito, continuará representando un punto débil del gobierno semipresidencial. El gobierno semipresidencial, como el presidencial, no contempla ninguna función para el candidato derrotado en las elecciones preSidencjales. La asimetría entre el líder del oficialismo y el líder de la oposicjn continuó conspirando contra el equilibrio constitucional.

Lo mismo puede decirse de la Europa del gobierno parlamentarjsta. Naturalmente, me refiero al parlamentarismo competitivo, y no al consensual, en el cual la cabeza del Ejecutivo es unprirnus inter pares, controlado por los otros líderes del partido que participan del gobierno. En el parlamentarismo competitivo, como el de Gran Bretaña, pero también en la Italia de la II República, con las características propias que ya conocemos, el Ejecutivo dirigido por un primer ministro y sostenido por una disciplinada mayoría parlamentaria ha estado por lo general controlado por la oposición, organizada, como en el caso británico, en un gobierno en las sombras y dirigido por un primer ministro potencialmente alternativo. Pero, incluso en este caso, toda vez que la oposición se presenta débil o dividida, la cabeza del Ejecutivo y su cabinet pueden llegar a adoptar decisiones muy controvertidas dado que no han sido sometidas a la confrontación con la oposición. Así sucedió con la decisión de Tony Blair de intervenir militarmente en Irak en 2003, para apoyar a las fuerzas estadounidenses, a pesar del desacuerdo del país. O bien como ocurrió con la decisión de Silvio Berlusconi de hacer aprobar en el Parlamento, durante el período legislatiyo de 200 1-2006, una serie de leyes ad personani destinadas a evitarle al primer ministro indagatorias judiciales en curso, a pesar de que esas leyes no resultaban populares. En estos casos es evidente que una oposición débil o dividida expone al gobierr» parlamentario a los mismos riesgos de desequilibrio a los que se ve expuesto el gobierno presidencial en presencia de un legislativo débil o subordinado al presidente. El refuerzo de controles adicionales En resumen, los distintos sistemas de gobierno contemplan distintas modalidades de control del Ejecutivo. En el gobierno presidencial, el control del presidente y de su presidencia

le corresponde al Congreso. En el gobierno parlamentario y en el gobierno semipresidencial, el control del Ejecutivo le corresponde a la oposición. En el primer caso, los conflictos se suscitan entre instituciones; en el segundo y en el tercer caso, entre fuerzas políticas. En los tres casos, el

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Legislativo asume una función básica: en el primero como contrapeso gubernamental y en los otros dos como sede privilegiada de la oposición al Ejecutivo. Sin embargo, estos controles han demostrado hasta ahora ser insuficientes. Por otra parte, ni en la Italia de la II República ni en la Francia de la y República la oposición goza de un estatuto de privilegio en el Parlamento. Por este motivo, las democracias deben contemplar una gama más amplia de controles sobre el Poder Ejecutivo. Sobre todo, los controles judiciales, los cuales requieren el reconocimiento constitucional de la independencia de la magistratura del poder político. Están además los controles que derivan de una opinión pública organizada e independiente del poder político. Sin el pluralismo de la información y sin la autonomía profesional de los que trabajan en los medios de comunicación social, resulta difícil la activación de ese círculo virtuoso que permite revelar los arcana imperii del poder Ejecutivo. La experiencia italiana de la II República muestra también que, a falta de una legislación eficaz acerca del conflicto de intereses, ese circuito se puede volver sumamente vicioso. Los medios de comunicación, en vez de utilizarse para controlar a quien gobierna, pueden ser utilizados por quien gobierna para controlar a quienes gobierna. Una severa legislación acerca del conflicto de intereses, que impida el control de recursos económicos o de información, y no sólo su propiedad, por parte de quien controla al poder político es una necesidad vital para Italia, pero también para otras democracias (Trost y Gash, 2008). Por lo tanto, la independencia de la justicia, el pluralismo de la información y la neutralización del conflicto de intereSeS constituyen los controles adicionales básicos para reforzar los

controles institucionales o políticos sobre el Poder Ejecutivo. Está claro que el control del Poder Ejecutivo no debe impedirle funcionar, sino que debe garantizar que su funcionamiento se cumpla en un contexto de garantías para los ciudadanos y de equilibrio entre las instituciones. En resumen, controlar sin debilitar. CONCLUSIÓN Todos los sistemas de gobierno enfrentan dificultades en la búsqueda de un buen rendimiento tanto del líder como del equipo. No existe un sistema de gobierno que pueda maximizar al mismo tiempo ambos rendimientos. Por esta razón, toda democracia registra ciclos recurrentes de debate y acción con vistas a reformar las instituciones de gobierno. En las democracias consolidadas, esas reformas, por lo general, se hallan limitadas por las características de las instituciones existentes. Si las nuevas democracias han podido introducir cambios significativos en su ordenamiento institucional, las democracias consolidadas, en cambio, han mostrado una tendencia ineludible a innovar sin alterar demasiado la continuidad de su ordenamiento institucional. La lógica de la dependencia del pasado es tanto más coercitiva cuanto más afianzado está el sistema institucional y su cultura de referenia. Bien sé que gobernar se vuelve cada vez más difícil: tanto es así que si a mediados del siglo pasado la ciencia política se preguntaba “,Quién gobierna?” (DahI, 1961), tres décadas después el interrogante fue otro: “Es posible gobernar?” (Weaver y Rockxrian, 1993). En realidad, ninguna sociedad puede sobrevivir sin un gobierno. Gobernar implica la acción conjunta de un líder y de un equipo, al mismo tiempo apoyados y controlados. En la actualidad los líderes se han convertido en figuras cada vez más importantes, sea porque son

230 LOS DESARROLLOS necesarios sistémicamente, sea porque los cambios tecnológicos y sociales y las presiones internacionales, han fortalecido su papel electoral y gubernamental a expensas de los partidos, o sea del equipo. A partir de estas consideraciones podemos individualizar, en cada tradición política, el ordenamiento CONCLUSIÓN. LA AMBIVALENCIA institucional más adecuado para utilizar a los líderes y a SUS DEL PRÍNCIPE DEMOCRÁTICO Ejecutivos. Y, además, para controlarlos. Más en general, la eficacia gubernamental puede mejorarse si paralelamente se La pregunta es: ¿qué clase de hombre mejoran los mecanismos de control de sus principales acto- debe ser aquel a quien se le permite meter res, es decir, del líder y del equipo de gobierno. la mano en los engranajes de la historia? MAx WEBER (1967: 101) ESTE LIBRO R INTENTADO mostrar cómo el ascenso de los líderes gubernamentales se debe a razones estructurales. La premi s de la que partimos es que los líderes son

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necesarios para hacer posibles las decisiones gubernamentales, sin las cuales ningún sistema democrático puede reproducirse. Ahora bien, en el presente la función que estos desempeñan ha crecido sustancialmente gracias a la difusión de los medios de co municació de masas y a su capacidad de influencia sobre la política electoral y de gobierno. En forma paralela, se han producido cambios de orden social y político que redujeron el papel de los partidos políticos y fortalecieron el de los líderes. A su vez, las reformas hechas en el sistema de selección de los líderes les han abierto nuevas posibilidades de ascenso. La internacionalización y la europeización de las democracias acentuaron la influencia de la política exterior en las relacio ne institucionales internas, y ello, a su turno, promovió la • preeminencia decisional de los Ejecutivos y de los líderes, en detrimento de los legislativos y de las oposiciones. En resu meñ, el Poder Ejecutivo se ha vuelto, de una manera inequí voca el poder central en las democracias modernas. A partir del debate entre Madison y Hamilton durante la Convención de Filadelfia de 1787, la ambivalencia constituye

un rasgo distintivo del Poder Ejecutivo vlansfield, 1993). El dilema entonces residia en si el Poder Eutivo debia acatar o “interpretar” las leyes. La evolución pterior del Poder Ejecutivo ha modificado de manera radicáte1 sentido de esa ambivalencia. El proceso de democratización ha transformado al Poder Ejecutivo en un poder de gobierno. En este marco ya no se trata pues de decidir si interpretar o acatar la voluntad del Legislativo, sino de plasmar, a través del gobierno, los intereses y los valores de una mayoría electoral. El Poder Ejecutivo ha tomado el lugar del Legislativo como sede de las decisiones políticas. Por cierto, ninguna democracia es gobernable por las legislaturas, pero ninguna democracia puede ser gobernada sin el sostén de las mayorías legislativas. El gobierno continúa y debe continuar siendo un gobierno a través de las leyes. Por esta razón, la ambivalencia actual del Poder Ejecutivo reside más bien en su capacidad de gobierno más que en su relación con el Legislativo. Esa capacidad de gobierno depende de poder contar, por un lado, con un equipo en condiciones de gestionar el diseño, la coordinación y la implementación de las políticas públicas y, por el otro, con un líder capaz de orientar la acción de gobierno y de satisfacer las expectativas de los ciudadanos. La decadencia de los partidos no es ineluctable, como lo testimonia el caso de Estados Unidos. Su redimensionamiento no es incompatible con una revalorización de su papel electoral y gubernamental. Por consiguiente, el Poder Ejecutivo es al mismo tiempo un poder individual y un poder colectivo. El fortalecimiento de uno no implica necesariamente el debilitamiento del otro. Pero el uno no puede funcionar sin el otro. En la democracia, los líderes son necesarios; también lo son los partidos. Ésta es la razón de la tensión entre ambos. Si el Ejecutivo encierra una ambivalencia, su líder más aún. El Príncipe democrático, a través de su liderazgo popular debe estar en sintonía con las expectativas de los ciudadanos y con su aspiración de participar del proceso democrático. Y,, al mismo tiempo, por medio de su liderazgo gubernamentaL

debe poder articular con una estrategia coherente las múltiples iniciativas de políticas públicas propuestas por las diferentes agencias del Ejecutivo o implementadas por aparatos administrativos cada vez más complejos. Las dos vertientes de su liderazgo reflejan, por lo tanto, dos órdenes distintos de exigencias. El líder debe prometer cambios a sus electores Y simultáneamente debe dirigir al Ejecutivo garantizándoles seguridad. Esto es, debe tener un pie en el desorden de la discontinuidad y otro en el orden de la continuidad. La democracia necesita líderes para darles una voz a los cambios, pero también necesita líderes para estabilizarlos. Los sistemas de gobierno

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existentes tienden a favorecer una u otra de estas tareas. Sin dudas, es posible introducir reformas para reducir esta ambivalencia, pero a condición de reconocer que ella misma tiene un carácter estructural. El reconocimiento de la nueva ambivalencia del Poder Ejecutivo producida por la evolución de las democracias modernas no debería llevamos a perder de vista y subestimar su más antigua ambivalencia. El Poder Ejecutivo es un recurso. pero representa también una amenaza. En especial hoy en día el Ejecutivo se ha convertido no sólo en el centro del sistema de gobierno, sino también en su aspecto más visible. De hecho, la evolución de las democracias modernas ha terminado por transferir sobre el Poder Ejecutivo expectativas inmensas, tal vez exageradas. El Poder Ejecutivo se ha tornado necesario para afrontar una multiplicidad de problemas. Pero justamente porque se ha vuelto necesario, quien lo detenta puede carecer de escrúpulos y abusar de él en nombre de esta necesidad. Por lo tanto, al crecer la importancia de los líderes • y de los Ejecutivos, debe crecer la exigencia de controlarloS. En una buena democracia, quienes detentan el Poder Ejecu ivo deben estar en condiciones de utilizarlo, y, al mismo tiempo, deben estar limitados para no abusar de él. Y esto exige una teoría política del gobierno democrático más sofisticada de la que disponemos.

En conclusión, la fuerza del líder y de su Ejecutivo debe encontrar su correlato en la fuerza de las instituciones públicas y sociales que deben controlarla. Éstas deben permitirles a los líderes y a los Ejecutivos cumplir con sus tareas, pero al mismo tiempo tienen que vigilarlos para que no pierdan de vista el respeto a los derechos de los ciudadanos y de los intereses y de los valores de quienes no se reconocen en su política. Si impedir el ascenso del Príncipe representa una falta de sentido de la realidad, controlar su ascenso es una tarea imprescindible. La democracia necesita de líderes, hombres y mujeres, que sepan “meter la mano en los engranajes de la historia”, pero debe conseguir también que lo hagan para mejorar su funcionamiento, y no para destruirlos. Cada sistema de gobierno deberá encontrar la modalidad para permitir que los Príncipes y sus Ejecutivos gobiernen, y para garantizar que lo hagan como Príncipes y Ejecutivos democráticos.