violencia marechal navascués

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MASAS, MIEDO Y VIOLENCIA EN LA NARRATIVA ARGENTINA (1946- 1970) Javier de Navascués Universidad de Navarra “La modernidad funda una relación ambivalente entre el yo intelectual y su sociedad. De un lado el sujeto se pierde en la muchedumbre; de otro, reivindica su conciencia individual”, ha escrito Marc Augé (96). En el caso de Latinoamérica, esta tensión resulta particularmente visible, sobre todo desde el período de la Independencia. Es entonces cuando se establece una oposición básica entre la masa, entendida peyorativamente como “chusma,” “turba” o “plebe”, y el sujeto intelectual que, desde la política, la literatura o el periodismo, trata de influir sobre un colectivo con el que mantiene una relación ambivalente Por un lado, el letrado le adjudica la condición de pueblo libre y soberano de acuerdo con los principios ilustrados que dan sentido a las repúblicas nacientes; de otro, teme su potencial peligrosidad como masa generadora de desórdenes que atentan contra la estabilidad del mismo sistema (Montaldo 2002, 59-68). En Argentina, concretamente, la irrupción de las masas urbanas en el debate público empieza a producirse con el asentamiento de los contingentes inmigratorios procedentes de Europa. Ya por entonces, a fines del siglo XIX, las élites intelectuales ven con preocupación la pujanza de un nuevo proletariado destinado a formar parte central de la sociedad de las siguientes décadas. José María Ramos Mejía escribe un ensayo de título elocuente, Las multitudes argentinas (1899), donde observa el ascenso de este nuevo tipo social, cuyo afán groseramente materialista es motivo de inquietud si llega a convertirse en masa: “Este burgués aureus, en multitud,” –señala Ramos Mejía – “será temible si la educación nacional no lo modifica con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales que lo contengan

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MASAS, MIEDO Y VIOLENCIA EN LA NARRATIVA ARGENTINA (1946-1970)

Javier de NavascuésUniversidad de Navarra

“La modernidad funda una relación ambivalente entre el yo intelectual y su sociedad. De un lado el sujeto se pierde en la muchedumbre; de otro, reivindica su conciencia individual”, ha escrito Marc Augé (96). En el caso de Latinoamérica, esta tensión resulta particularmente visible, sobre todo desde el período de la Independencia. Es entonces cuando se establece una oposición básica entre la masa, entendida peyorativamente como “chusma,” “turba” o “plebe”, y el sujeto intelectual que, desde la política, la literatura o el periodismo, trata de influir sobre un colectivo con el que mantiene una relación ambivalente Por un lado, el letrado le adjudica la condición de pueblo libre y soberano de acuerdo con los principios ilustrados que dan sentido a las repúblicas nacientes; de otro, teme su potencial peligrosidad como masa generadora de desórdenes que atentan contra la estabilidad del mismo sistema (Montaldo 2002, 59-68). En Argentina, concretamente, la irrupción de las masas urbanas en el debate público empieza a producirse con el asentamiento de los contingentes inmigratorios procedentes de Europa. Ya por entonces, a fines del siglo XIX, las élites intelectuales ven con preocupación la pujanza de un nuevo proletariado destinado a formar parte central de la sociedad de las siguientes décadas. José María Ramos Mejía escribe un ensayo de título elocuente, Las multitudes argentinas (1899), donde observa el ascenso de este nuevo tipo social, cuyo afán groseramente materialista es motivo de inquietud si llega a convertirse en masa: “Este burgués aureus, en multitud,” –señala Ramos Mejía – “será temible si la educación nacional no lo modifica con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales que lo contengan en su ascensión precipitada hacia el Capitolio” (Ramos Mejía 226). ¿Cuáles son, pues, los frenos a la revuelta y la anarquía? Un sistema educativo que privilegie los valores ciudadanos de la república oligárquica y que permita la estabilidad política, económica y social. La educación en las expresiones clásicas de la cultura europea parece volverse imprescindible para proponer una serie de excelencias (sensibilidad, buen gusto, espíritu cívico, etc.) al futuro ciudadano. Hacen falta, en definitiva, mediadores culturales para que la masa inorgánica no se vuelva peligrosa por incontenible, violenta, irracional. El intelectual se arroga entonces una función educativa que ha de desterrar los vicios de la barbarie ancestral y conducir al país a las altas metas que sus dirigentes prometen.El recurso a las letras como instrumento civilizador tiene raíces en el pensamiento fundacional de un Sarmiento y va a emplearse en distintos escenarios ideológicos, tanto a derecha e izquierda, durante las primeras décadas del siglo XX. En el lado liberal conservador, el núcleo oficial de la influyente revista Sur proclama la misión redentora de las élites intelectuales a través de su actividad cultural. Se trata de influir en la sociedad de forma casi invisible y metafísica, como una minoría civilizadora que, desde el cultivo del espíritu, influya en el pueblo, alejándolo de la barbarie y de las tentaciones totalitarias de fascismos y comunismos (King 76-77). A su vez, en la otra orilla ideológica, la izquierda tradicional se siente mediadora entre la esfera de la cultura letrada y las nuevas multitudes que acceden a la política educativa de los gobiernos

D. F., 24/04/14,
Es lo mismo que decir que cualquier país que tiene montañas y llanura 'es un país de contrastes'. Chamuyo.
D. F., 24/04/14,
Acabas de decir que eran recién llegados
D. F., 24/04/14,
Más o menos la misma queja que la de los gauchos antes, bien antes.
D. F., 24/04/14,
Setenta, ochenta años después?
D. F., 24/04/14,
Recién? Desde hacía miles de años se hablaba de lo mismo. El hoy polloi, la tiranía de las masas, etc.
D. F., 24/04/14,
La Independencia es moderna bajo qué punto de vista?
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radicales de los años veinte. Es el caso, por ejemplo, de empresas culturales como la revista Claridad o la colección popular “Los pensadores” que “intenta proporcionar a los nuevos sectores alfabetizados un discurso para que articulen sus reclamos, argumentos, experiencias” (Montaldo 1999, 153). En el fondo, por muy proletaria que sea su imagen, se trata de un proyecto ilustrado que, desde otra minoría intelectual, se dirige a la masa para que ésta sea conducida a una toma de conciencia ajustada a los objetivos deseables por los mismos letrados. Sin embargo, pese a sus buenas intenciones, estos proyectos civilizadores, herederos de “la larga tradición redentorista del letrado americano” (Rama 90), sólo llegaron a impregnar las mentes de capas pequeñas de la sociedad.El triunfo del peronismo a mediados de siglo vino a transformar definitivamente el panorama y obligó a que los programas culturales se repensaran desde parámetros que hoy reconoceríamos como populistas. Para las clases altas y medias argentinas, educadas en una formación humanista que separaba con nitidez la alta cultura de los “subproductos” populares, fue una violenta e inesperada sorpresa encontrarse que, desde el poder, se favorecían ciertos códigos de conducta y representaciones artísticas hasta entonces minusvalorados, cuando no prohibidos. Desde la oposición la mediación de la cultura y la educación reconocidas como tales no se advertían como prioritarias para el gobierno. Y, a su vez, quienes se sentían peronistas defendían el rescate del sustrato cultural popular antes menospreciado1. Necesariamente todo este choque generó distintos productos culturales, uno de los cuales, la narrativa, dio cuenta de muy diferentes respuestas (Bracamonte 124-125) ante la irrupción de lo popular en el discurso público. De acuerdo con este contexto, en el presente trabajo me propongo mostrar la presencia del tema de la invasión de las masas en algunos escritores representativos de la literatura argentina durante la década del primer peronismo (1946-1955)2. Veremos, por ejemplo, cómo el sujeto intelectual establece estrategias que preserven su identidad individual frente al acoso o la posible amenaza de un programa populista en exceso uniformador de las conciencias3. Esto suele suceder incluso cuando el escritor llega a apoyar la ideología colectivista. Las excepciones serán aquellos relatos afines al discurso oficial, aunque no siempre, como también comprobaremos. Nuestro enfoque parte de los estudios de Avellaneda (10-11) en los que se ponía de relieve cómo la nueva situación política traída por el peronismo se expresó, entre escritores procedentes de las clases media y alta, como una invasión, real o figurada, de su espacio habitado. Ahora bien, creo que el tema de la masa, en relación con el motivo de la ocupación espacial, rebasa la coyuntura histórico-política cuando se contempla desde la mirada de un sujeto fuertemente individualista y se refiere a un problema antropológico más amplio. Desde nuestra perspectiva, el espacio es susceptible de ser “ocupado” por la masa en detrimento del individuo, lo que provoca de inmediato una respuesta defensiva. En muchos casos se urdirán puntos de fuga, arcadias íntimas, lugares alternativos donde refugiarse y preservar su identidad; y en otros ejemplos más puntuales, se difuminará la idea de masa al imaginar la ocupación peronista como el resultado del esfuerzo de unos pocos sujetos conscientes.

1 El ámbito cultural se abrió a otros modos de expresión, en una línea siempre masiva y complaciente con la propaganda del régimen: así, el cartelismo (Gené 2008), las manifestaciones deportivas (Pons 2010), teatro popular y folclore (Leonardi 2010), etc. 2 Este motivo, por cierto, puede rastrearse también en otros medios en los que una interpretación simbólica conduce a lecturas de carácter político, como el cine o el cómic de ciencia ficción en Argentina partir de 1955 (González Álvarez). 3 Hubo muy diversas respuestas, incluso entre aquellos que se mostraron más críticos. Para un panorama amplio sobre la narrativa y el peronismo como tema literario, el estudio general de Borello sigue resultando imprescindible.

D. F., 06/05/14,
Recién con el peronismo será? La ciudad de los locos es de 25 años antes y seguro que hay más ejemplos. Los libros respaldan de manera muy frágil los supuestos acontecimientos políticos. Las dos esferas son demasiado complejas y tampoco marchan a la par. Trazar líneas de una a otra seduce pero engaña.
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Ganar la calle

Aunque la realidad argumentase que las masas hacía tiempo que estaban presentes en la vida pública argentina, el 17 de octubre de 1945, fecha de la manifestación popular a favor de la liberación de Perón, se afirmó como la fecha simbólica de una nueva sensibilidad en el país. Juan Domingo Perón se había distinguido desde la dirección de la Secretaría de Trabajo por una alianza estratégica con los principales sindicatos del país. Sin embargo, el ascenso popular del coronel despertó recelos entre los sectores políticos y económicos más conservadores. Así las cosas, en medio de un clima de airada tensión social, los antiguos compañeros del gobierno militar deciden el proceso y encarcelamiento de Perón. A éste lo recluyen de inmediato en la isla de Martín García. Es entonces, el 17 de octubre, cuando se produce la sorprendente movilización obrera que toma el centro de la capital con la exigencia de la liberación cuanto antes de Juan Domingo Perón. El gobierno, asustado ante la posibilidad de un enfrentamiento civil, accede a sus reclamos.

En el contexto político argentino ganar la calle era una meta importante. Era la lucha por conquistar la opinión pública. La sensación de poder que ello confería, tanto simbólica como positivamente, podía comunicar energía a los triunfadores y paralizar a los perdedores. El 17 de octubre de 1945 figura preponderantemente como el ejemplo clásico de lo que se puede lograr ganando la calle (Page 363).

Ganar la calle. Ésa era la idea que movía afanes y miedos de unos y de otros. En la Argentina había precedentes de manifestaciones multitudinarias en la lucha de los sindicatos, la experiencia de la Unión Cívica Radical o en el resurgimiento católico de los años treinta. Sin embargo, cuando una muchedumbre de personas excluidas del debate social y político, entre cien mil y doscientos cincuenta mil manifestantes, se hizo presente para exigir la libertad de su líder, algo cambió para siempre en el espacio público argentino. Como ha estudiado Félix Luna, la entrada pacífica en el centro de Buenos Aires de esos miles de personas condujo sucesivamente a la incredulidad, el estupor y la condena final por parte de la opinión dominante hasta el momento. Las crónicas próximas al gobierno conservador registraron enseguida el carácter transgresor y sorprendente de la manifestación. A sus ojos el espacio central de la nación, las calles principales de Buenos Aires y la Plaza de Mayo, se veía invadido por una turba poco menos que carnavalesca. Entre los clichés más repetidos en los relatos de la época hay dos o tres tópicos dominantes: uno de ellos es la absoluta otredad, el carácter extranjero de los manifestantes. En diarios como La Época o La Prensa se informó de que una turba antipatriota había quemado banderas argentinas. Este tipo de representaciones revelan la imposibilidad de concebir a los peronistas como representantes del pueblo “propio”, la dificultad de considerarlos inclusivamente como ciudadanos del mismo país4. Por razones similares, otros adversarios se fijaron en el aspecto “extravagante” de

4 Lamentablemente el mismo proceso se operó a la inversa cuando el discurso peronista consideró traidor y antiargentino a quien no aceptara las bases de su movimiento. “Cuando se observan las

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los manifestantes que ostentaban vestidos populares, es decir, no habían llevado un atuendo aceptable para la situación o el espacio que los congregaba. Así, en el periódico oficial La capital se leía lo siguiente:

La mayoría del público que desfiló en las más diversas columnas por las calles lo hacía en mangas de camisa. Viose a hombres vestidos de gauchos y a mujeres de paisanas […], muchachos que transformaban las avenidas y las plazas en pistas de patinaje; y hombres y mujeres vestidos estrafalariamente, portando retratos de Perón, con flores y escarapelas prendidas en sus ropas y afiches y carteles. Hombres a caballo y jóvenes en bicicleta, ostentando vestimentas chillonas, cantaban estribillos y prorrumpían en gritos. (en Torre y Pastoriza 260)

Con el tiempo este 17 de octubre se ha convertido en un hito simbólico de la vida del país y, según la mira ideológica de los narradores, se ha cubierto de un signo u otro. Años después, esta manifestación se convirtió en un lugar común de los análisis sobre el peronismo. Sería vista como una epifanía, negativa o positiva, para unos y otros. Sería el momento en que se puso al descubierto el verdadero rostro de una clase proletaria hasta entonces ignorada por el discurso oficial y las especulaciones teóricas sobre el país que habían proliferado en décadas anteriores. Ezequiel Martínez Estrada, opositor a Perón y a sus detractores liberales, lo resumía así:

El 17 de octubre Perón volcó en las calles céntricas de Buenos Aires un sedimento social que nadie habría reconocido. Parecía una invasión de gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos y sin embargo eran parte del pueblo argentino, del pueblo del Himno […] Lo habían desplazado u olvidado los políticos demagogos y Perón tuvo más que la bondad y la inteligencia, la habilidad de sacarlo a la superficie y exhibirlo sin avergonzarse de él, no en su calidad de pueblo, sino en calidad de una fuerza tremenda y agresiva que hacía peligrar los cimientos de una sociedad constituida con sólo una parte del elemento humano […] El 17 de octubre salieron a pedir cuentas de su cautiverio, a exigir un lugar al sol y aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con una San Bartolomé en Barrio Norte. Sentimos escalofríos viéndolos desfilar en una verdadera horda silenciosa con carteles que amenazaban con tomarse una revancha terrible (Martínez Estrada 31-32).

representaciones sobre la cultura y la sociedad en la Argentina suele descubrirse algo diferente: las imágenes que sirven para hablar de ella parecen invocar más la dicotomía que el consenso” (Neiburg 14).

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Lo cierto es que la manifestación fue bastante pacífica. Sin embargo, entre los enemigos de Perón se acogió con temor y sorpresa. Uno de ellos, Martínez Estrada, retrata primero la sensación de extranjería, la absoluta otredad con que se contempla a la masa, para luego reconocer amargamente que ella es también “pueblo”, una categoría superior en teoría, pero que se acompaña de cualidades violentas: “fuerza tremenda y agresiva”, “cuchillos de matarifes”, “horda silenciosa”. El autor se dirige a un lector con el que establece una complicidad cultural (San Bartolomé) totalmente ajena a la masa peronista. En su nosotros inclusivo, “sentimos”, se percibe la sensación colectiva de amenaza, de invasión y destrucción de un espacio hasta entonces vedado. La primera persona, singular o plural, se presenta inquieta por la pérdida de privilegios sociales, sino como víctima de un ataque a su propia identidad física.Como es natural, la visión del intelectual peronista tiende a sublimar este episodio, o cualquier otro que se le parezca. El escritor nacionalista Arturo Jauretche, por ejemplo, rememoraba una manifestación parecida:

Fue el 4 de junio de 1946. Perdido entre la multitud en la esquina de Perú y Avenida de Mayo, yo veía pasar la columna interminable que volvía de Plaza de Mayo, después de vivir los momentos eufóricos de la asunción del mando por el primer presidente elegido por la voluntad despueblo, después de un largo interregno de proscripción y fraude (…). Nadie en esa multitud me reconoció. Me sonreí pensando que de haber pasado una columna adversaria, gran parte de ella me hubiera identificado para agraviarme. Y esa situación paradojal, de ser desconocido por mis amigos y conocido por mis enemigos, me confirmó en la certidumbre de una nueva Argentina de carne y hueso que estaba de pie. Muy feliz era de desaparecer con los escombros políticos de la otra, que yo había luchado por derrumbar para preocuparme por mi lugar en la nueva… era uno de los triunfadores, pero no estaba en la casa de gobierno, sino en la esquina de Avenida de Mayo y Perú, entre la multitud (Jauretche, en Galasso125-126)

Jauretche no teme perder por un momento su identidad a favor de esa muchedumbre (“Nadie en esa multitud me reconoció”) con la que se siente entrañado. Perdido en medio de la masa, su puesto simbólicamente marginal, en la esquina de Mayo y Perú, no parece importarle. Entre los escritores favorables al régimen la masa asume un carácter sublimador del individuo, que llega a realizarse como tal en la medida en que se integra con los otros. Perón, en sus discursos, reforzaría constantemente la configuración de una dicotomía fundamental. De un lado, la colectividad (Patria/Pueblo/Peronistas), con la que el individuo “bien nacido”, cualquiera que fuese su ideología, debía identificarse; de otro, la división de los enemigos que siempre se representaban como múltiples y disgregadores (Antipatria/Antiperonistas/Oligarquía). Quien no se sintiera dentro de la primera opción y no se identificara con la “carne y el alma del pueblo”, quedaba excluido de su condición de argentino (Svampa 304-305). Ahora bien, de acuerdo con el ideario expuesto en la doctrina revolucionaria del justicialismo, ha de haber un equilibrio entre los extremos del individualismo capitalista y el colectivismo de origen comunista. Esa “tercera vía” que tanto predicó Perón podía

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ser una solución de compromiso en el papel para los agentes sociales, pero presentaba dificultades a la hora de trasladarse a la vida real y, por ende, a la ficción que la representaba. La literatura peronista opta, con un patrón realista tradicional, por reforzar el carácter revolucionariamente positivo de la colectividad. Así ocurre en Las arenas (1954) de Miguel Ángel Speroni o en Se dice hombre (1952), de Jorge Perrone. En esta última novela, durante la manifestación del 17 de mayo, el protagonista se ve arrastrado por el fervor popular y su experiencia alcanza el carácter de epifanía. Dentro del discurso populista de Perrone la masa eleva al individuo que, enclaustrado en sí mismo, es incapaz de entender la realidad de la patria. En cambio, la experiencia de inmersión en la colectividad guarda un sentido gnómico, inaccesible para quien intentara algo parecido en soledad. Los posibles efectos secundarios (violencia, desórdenes, etc.) son males menores si se atiende al carácter puro de su revolución:

A veces la multitud ofrece un curioso aspecto. Asume la condición de un animal fabuloso con el hocico hacia el suelo, un hocico que percibe los olores más sutiles, más imposibles de alcanzar. Vos solo, vos en tu condición de hombre solo, nunca serías capaz de alcanzar, de ubicar los olores en tal forma. La multitud siempre es un instinto. Está en posesión de la pureza. Aunque incendie tranvías o balee a otros hombres. Tal vez los ataque porque inconscientemente sepa que son hombres solos. La multitud odia al hombre solo (Perrone, en Borello 66).

En el fondo, la verdadera realización del yo estaría en perder su identidad en función de los otros, puesto que “el hombre será siempre multitud” y “su soledad es una fuga. Cuando se encierra en su cuarto pierde el control de la realidad, se evade, es extranjero” (Perrone, en Borello 66). Así pues, el rechazo de la masa y la afirmación del propio yo, implicarían una ubicación espacial de fuga y de adhesión a otro espacio: la extranjería5. No cabe duda de que estos términos pueden ponerse en contacto directo con el ideario oficial peronista, que defendía el ideal comunitario de la nación por encima de los intereses egoístas del individuo. Pero, al mismo tiempo, no deja de ser patente que quien se oponía al discurso de Perón, se arriesgaba a ser excluido del proyecto nacional Dicho en otra palabras: no ser peronista podía ser tomado, en definitiva, como una renuncia a ser argentino, una traición a una patria que se expresaba simbólicamente en las marchas masivas del “pueblo”.

Los nacionalistas católicos¿Quiénes se mostraron al margen de ese proyecto? Entre algunos católicos se vio, de entrada, con una mezcla de temor y simpatía forzada, como demuestra el artículo de Delfina Bunge, “Una emoción nueva en Buenos Aires”, publicado apenas una semana después de la manifestación del 17 de octubre. La autora era esposa del novelista Manuel Gálvez y, ella misma, miembro destacado de las élites letradas conservadoras (Zanatta 1999, 402-403). Sin embargo, a pesar de su cenáculo social, Delfina Bunge intuía que esa manifestación podía ser el símbolo de un fenómeno original que, tal vez, fuera de la mano de una política social más justa y en armonía con la doctrina social de la Iglesia. ¿Por qué no conciliar los valores evangélicos con el mensaje de justicia social

5 Desde una visión radicalmente comunitaria, incluso el miedo a la muerte individual se disolvería, según se desprende de la lectura de autores implicados en otros procesos revolucionarios (ver Galván).

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que se traslucía de los reclamos de los descamisados? No pocos católicos se sintieron apelados con parecidos argumentos y apoyaron al Perón de la primera hora. Pero no todas las versiones fueron tan positivas. Aparte de la progresiva desilusión de aquellos que vieron cómo las relaciones entre Perón y la iglesia se hacían más tensas, estaban quienes desconfiaron desde el principio. De hecho, el artículo de Delfina Bunge suscitó airadas reacciones entre los sectores del catolicismo “democrático” de Buenos Aires que temían la unión definitiva entre la revolución peronista y la Iglesia (Zanatta 1999, 403-404). En general, el intelectual católico terminó posicionándose en contra de Perón y de sus manifestaciones públicas. Bonifacio del Carril temía el deslizamiento del peronismo hacia el comunismo revolucionario. Para conjurar el peligro sostenía que, frente a las masas peronistas, fácilmente engañadas y manipuladas, había que oponer un gobierno fuerte que atajara cualquier tentación de retorno a la “tiranía”. Retomando los proyectos culturales de la Argentina anterior a Perón, pero con un ánimo mucho más represivo, del Carril propone reeducar a la muchedumbre trabajadora mediante el uso de la fuerza, si fuera necesario (Zanca 63-65). Otro escritor más famoso, Manuel Gálvez, se declaraba vivísimo admirador de Perón y de su ideario en 1944: “Sí, no debe haber hombres demasiado ricos ni demasiado pobres: Las grandes fortunas son tan injustas como las grandes pobrezas (…) Las palabras del coronel son verdaderamente cristianas, patrióticas y salvadoras” (en Altamirano 2001, 27). Sin embargo, este entusiasmo igualitarista se desvanece a los pocos años. La trayectoria de Gálvez es la de muchos católicos, aunque no la de todos (excepciones: Castiñeira de Dios, Marechal, Sola González, etc.). Gálvez pertenece a la casta de católicos decepcionados por la demagogia y los desórdenes que traería el nuevo régimen. Su credo, sometido a las máximas conservadoras de orden social asociado a progreso, se tambalea en cuanto se presentan las muchedumbres de descamisados en el punto simbólico de la vida pública argentina: las calles y plazas del centro de Buenos Aires. En una novela titulada significativamente El uno y la multitud (1955), el autor saca a la luz el temor del individuo procedente de la oligarquía a ser absorbido por las muchedumbres. No se trata sólo del miedo ideológico a las turbas peronistas, sino a cualquier manifestación visible de amontonamiento humano. La playa de Mar del Plata, por ejemplo, es un escenario promiscuo y ordinario para el protagonista quien siente el horror de ser tocado, de formar parte de la masa indiferenciada. Pero, en cualquier caso, lo que se teme más es la dirección que pueda tomar una muchedumbre guiada por un determinado propósito. Se palpa el miedo al poder de la masa, al modo con que ésta es capaz de destruir signos culturales o religiosos caros para una minoría. Entre los católicos las turbas peronistas eran culpables de haber violado espacios amados como sucedió con la célebre quema de iglesias de 1955, evocada, por ejemplo, en la novela Tránsito Guzmán (1956) de Manuel Gálvez. Pero hay más casos. El conservador Reynaldo Pastor rememora escandalizado la usurpación blasfema de los títulos sagrados por parte de la multitud oficialista durante una romería al santuario de Luján: “En Luján, mientras se realizaba la tradicional procesión de la Virgen Epónima, la muchedumbre peronista blasfemaba cantando: “Perón, Rey, Señor” (Bosca 103).

Los conservadores laicos: Borges y Bioy Casares

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Otro núcleo opositor es el formado por los sectores intelectuales afines al conservadurismo laico. Nos referimos en concreto a los cenáculos de la famosa revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Dos de sus representantes más destacados, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escriben bajo pseudónimo “La fiesta del Monstruo”, un célebre cuento donde se expresa grotescamente el asco hacia la masa peronista. Escrito a mediados de 1947, el relato pinta los desórdenes cometidos por una turba de seguidores del “Monstruo” que no es otro que Perón; acaso lo más notable sea la lengua utilizada por el narrador, él mismo un integrante de la barra peronista. Mediante un lenguaje exageradamente jergal, se da cuenta de la violencia de la muchedumbre ejercida sobre una víctima inocente, un judío que termina siendo linchado de modo bárbaro. Las alusiones a El matadero de Echeverría o a “La refalosa” de Ascasubi, dos jalones de la literatura canónica argentina del siglo XIX, apuntan, además, a una lectura histórica. La barbarie peronista, se nos dice, resucita otro período oscuro del país: el que se vivió durante la dictadura rosista. Cuando se deja hablar con su lengua grotesca al anónimo narrador, se está recurriendo al mismo procedimiento que Ascasubi. Puede ser el mazorquero de “La refalosa” o el cabecita negra de “La fiesta del Monstruo” quienes hablan, pero sus receptores son el unitario o el intelectual antiperonista. Unos y otros se sienten horrorizados porque son los usuarios de la letra impresa, los representantes de una cultura humanista y letrada frente al analfabeto funcional que, de forma inconsciente, se descalifica con sus mismas palabras.Los sectores conservadores laicos no habían destacado por sus líneas de convergencia con los católicos en la década de los treinta. Sin embargo, en el clima de enconamiento vivido durante el peronismo, las líneas paralelas de unos y otros tuvieron que coincidir en el punto central del odio al enemigo común. Es un síntoma que Borges manifestara en privado su disgusto por los ataques contra las iglesias porteñas en julio de 1955 según se registra en el diario de Bioy Casares (2006, 134-136). Ciertamente Borges no era sospechoso de simpatías clericales, pero su temor a la desorganizada muchedumbre lo llevó a solidarizarse con los católicos. Esta convergencia borgiana con los católicos podría documentarse, por supuesto, también en otros grupos, lo que revela cómo, para un intelectual singular y reputado, la amenaza peronista, con su imagen multitudinaria, sólo se podría contrarrestar a través la unidad de las élites intelectuales6. En términos más generales, la misma obra de Borges está signada por el temor a un abigarramiento humano que linda con el infinito. De ahí que sus espacios ideales, aquellos en donde el yo se encuentra a sí mismo, nazcan de una mirada desrealizadora y solipsista, tal y como ocurre en su poesía urbana de juventud, con sus calles desiertas, sus horizontes íntimos y sus crepúsculos soñadores donde se demora el sujeto flâneur. En cambio, en la famosa y múltiple descripción de El Aleph se habla de “las multitudes de América” (Borges 1977, 170), uno de los muchos elementos cuya visión aplasta al Borges ficcional. No hay muchos indicios políticos inmediatos en la obra borgiana, pero eso no quiere decir que, de una manera u otra lo referencial esté presente en ella (Balderston, 1-17). Algo semejante pudiera decirse de su amigo y compañero Adolfo Bioy Casares. En

6 Vaya aquí un ejemplo relativamente conocido sobre las disputas en el campo cultural de la época. En 1945, año del fin de la Segunda Guerra Mundial y del comienzo de las presidencias peronistas, La SADE (Sociedad Argentina de Escritores), institución

que apoya la causa aliada y es el elemento intelectual más resistente al gobierno, crea a instancias de Enrique Amorim el Gran Premio de Honor de la SADE. Y así, como desagravio a la negación del Premio Nacional de Literatura a Borges, la SADE le entrega su primer galardón al autor de Ficciones. Éste, en su discurso de recepción busca el acuerdo entre los distintos sectores antiperonistas, basándose en un enemigo común: el nacionalismo (Podlubne, 128).

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efecto, al igual que en Borges, pocas veces la masa comparece en la narrativa de Bioy y, cuando lo hace, siempre es vista de forma amenazante para el individuo. El motivo del carnaval, presente en El sueño de los héroes (1954), novela contemporánea de los últimos tiempos del primer peronismo, deja clara la distancia que debiera existir para el autor entre la vida particular y la muchedumbre. Así, en el episodio decisivo de esa novela, el reencuentro de los protagonistas, Clara y Emilio, los dos se encuentran bailando en la pista del Armenonville, pero, de pronto, un empujón de la gente los separa. Y los separa para siempre. Como Clara no está ya para defenderlo de su destino, Emilio acaba peleando con el malvado doctor Valerga en un descampado y muere. Así las cosas, la novela de Bioy está marcada por diversas antítesis (civilización frente a barbarie, luz frente a tinieblas, familia frente a amigos, etc.), algunas de las cuales son de orden espacial: el ámbito privado, es decir, el nido de amor de Gauna y Clara frente a los espacios públicos: las calles y los locales nocturnos (Navascués 1995, 53-59). Las relaciones humanas admisibles en Bioy son, en efecto, erótico-amorosas. O galantes, si se quiere, pero siempre íntimas. Prevalece la idea de soledad de los amantes como refugio frente a un exterior estúpido, mal educado y agresivo. Esta propensión hacia la intimidad está una y otra vez tratada en la obra de Bioy, ya sea en los relatos fantásticos como en los “galantes” o costumbristas. En un breve cuento, “La pasajera de primera clase”, la oposición entre lo privado y lo público se vuelve metáfora inquietante. La narradora y protagonista describe su vida como pasajera de primera clase en un crucero y se queja de las incomodidades que padece frente a la buena suerte que tienen los de segunda que, por ser más numerosos, reciben mejor atención de los camareros. La alegoría se va haciendo cada vez más siniestra y explícita cuando se refiere de pronto que los pasajeros de segunda incursionan en la sección reservada a los mejores camarotes –otra vez el tema de la ocupación-, y apresan a un pobre pasajero de primera al que arrojan al agua. El miedo se apodera entonces de los “ricos” del pasaje, ya que todos los días por la mañana se miran unos a otros para comprobar si están vivos o si esta noche le ha tocado a alguno de ellos. Así pues, la masa comparece de nuevo con su cara más peligrosa desde la óptica ultraconservadora. El texto de Bioy separa a unos y otros por la condición social y económica, lo que acaba por convertir el relato en una alegoría obvia acerca del conflicto que reproduce en su país durante los años de Perón. Y, por supuesto, el individuo (la pasajera) se niega a rebajarse y transformarse en masa, con lo que el miedo persiste: “Yo, por algún defecto incurable en gente mi edad, no me avengo a convertirme en pasajera de segunda” (Bioy Casares 1982, 346).

Invasiones simbólicas: Cortázar

La literatura del período suele retomar la idea de la “invasión” del espacio sugerida por Martínez Estrada al hablar de la manifestación del 17 de octubre. Muchos escritores posteriores a 1955 –Denevi, Guido, Levinson, Sábato, etc.- tocan el motivo de la casa señorial tomada por un grupo de personas ajenas a ella (Navascués 1999, 143-154)7. En no pocas de estas versiones se prescinde de los elementos circunstanciales y el tema se vuelve borrosamente simbólico. Dentro de esta corriente, que ya hemos visto con “La pasajera de primera clase”, destacan los primeros cuentos de Julio Cortázar.No puede encasillarse evidentemente a Cortázar junto a los escritores más clasistas de Sur. Sin embargo, en algunos relatos suyos de los años cuarenta y cincuenta es posible

7 Incluso en relatos anteriores a 1945, que parecen intuir proféticamente lo que había de suceder. “La inundación” (1943) de Ezequiel Martínez Estrada se publica cuando la estrella de Perón empieza a a crecer.

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encontrar un desfase entre el grupo “popular” y el individuo o la pareja: sólo así se pueden leer, por ejemplo, “La banda”, “Ómnibus” o “Las puertas del cielo”. El joven Cortázar comparte en aquel tiempo el temor por la mezcla de los intelectuales nacionalistas católicos o los liberales de Sur8. Cortázar, no obstante, acude al desvío simbólico, sin entrar en la denuncia explícita de “La fiesta del Monstruo”. En “Las ménades”, por ejemplo, un público de un concierto de música clásica, arrebatado por la pasión, se arroja sobre la orquesta y devora a los intérpretes de una orquesta de provincias. El episodio, clásico ejemplo cortazariano de la incursión de lo fantástico en la vida cotidiana, alude al mito de las bacantes que devoran a Penteo. El desorden social debido a la irrupción de Dionisos entre las gentes de Tebas, tal y como lo dramatiza Eurípides, aquí se transforma en un rito sanguinario que obedece a la pasión musical que enardece a un auditorio9. Lo que ahora importa es señalar cómo, de nuevo, se establece una dicotomía entre el individuo que observa temeroso el espectáculo, y la masa informe que atropella todo. En efecto, cuando el gentío pierde el control es comparado con “una masa de búfalos” que se abalanza sobre el escenario. El narrador, que no se ha dejado entusiasmar, contempla la escena de canibalismo y su actitud, si bien es de horror, también lo es de cierto complejo de culpa por no participar de la pasión colectiva:

Yo veía todo eso, y me daba cuenta de todo eso, y al mismo tiempo no tenía el menor deseo de agregarme a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño sentimiento de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto de aquella noche (Cortázar 65).

La actitud de Cortázar –simbolizada en la voz del narrador-, es algo ambigua, como se puede comprobar por estas líneas. Su percepción no puede igualarse a la de Borges, Bioy o Victoria Ocampo. No cabe duda de que “Las ménades” expresa las dudas del intelectual ante la masa que se van a despejar en la década del sesenta, cuando Cortázar abrace los ideales revolucionarios. En ese sentido, su actitud corre en paralelo con aquellos otros otras voces críticas, como Ezequiel Martínez Estrada, quien terminó alejándose del antiperonismo tanto como del peronismo. De otra forma, aun más oblicua, el célebre relato “Casa tomada” sugiere una lectura política de la historia de los hermanos expulsados del hogar por culpa de la enigmática entrada de unos seres indefinidos. Acaso lo más importante para nuestro propósito no sea validar esta interpretación, cuanto dar constancia de que en su día “Casa tomada” fue leída como una metáfora de la irrupción de la masa peronista en la vida cotidiana de la burguesía argentina. No importa tanto que el cuento dispare con meticulosa ambigüedad hacia varias lecturas posibles, sino que en ese momento histórico fue leído en Argentina como una metáfora de la invasión multitudinaria del peronismo:

La familia pequeño burguesa vive pared por medio de un conventillo y oye las rudas expresiones de alegría de la familia cabecita negra y hasta tiene que soportar las exigencias de la sirvienta –cuando la tiene- cabecita negra. Un cuento de Julio Cortázar, “Casa tomada”,

8 “Nada horroriza más al Cortázar de aquella época que lo revuelto, lo mezclado, lo que no está en su sitio”, comenta Gamerro (87) respecto de cuentos contemporáneos como “La banda” o “las puertas del cielo”. El asco por la mezcla se remonta a El matadero de Echeverría.9 La gente devora a los músicos, no por odio, sino por una admiración sin límites. Tanto aman que destruyen. Sería muy interesante analizar desde la perspectiva de la teoría del deseo mimético de Girard este relato.

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expresó fantásticamente esta angustiosa sensación que el cabecita negra provoca en la clase media (Sebreli 104).

Son palabras de Juan José Sebreli y en esta misma línea compuso Germán Rozenmacher su famoso cuento alusivo al de Cortázar, “Cabecita negra”. Como ha señalado agudamente Gamerro (82-83), otros cuentos de Bestiario (1951) son susceptibles de leerse políticamente, pero sólo “Casa tomada” ha provocado interés desde esta interpretación porque sólo aquí funciona la matriz narrativa básica del espacio invadido por fuerzas extrañas.

Una visión desde la izquierda: María Rosa Oliver

Este recorrido no se completaría sin centrarnos en la visión desde la izquierda tradicional. Desde los escritores próximos al Partido Socialista o al Comunista el movimiento puesto en marcha el 17 de octubre les robó fraudulentamente su espacio. Perón sería un impostor que manejaría a las masas obreras de forma paternalista despojándolas de su verdadera conciencia histórica de clase. Por eso los testimonios izquierdistas de la época hablan de de fascistas totalitarios o de “hordas de desclasados”, víctimas de su propia ignorancia política (Svampa 317-319). El socialista Américo Ghioldi habla del resentimiento social y de la falta de educación, propia de capas humilladas y bárbaras de la sociedad, capaces de lanzar eslóganes como el célebre de “Alpargatas sí, libros no”. En el terreno de la novela, esta misma visión de una equivocada toma de conciencia se puede comprobar en títulos como El precio (1957) de Andrés Rivera, La ribera (1955) de Enrique Wernicke o Uno, el país (1960) de Pablo Rivas (Borello 117-146).Sin embargo, como es sabido, algunos de los elementos afines al pensamiento revolucionario tradicional terminaron por acercar posturas con el peronismo, en donde vieron a partir de los años sesenta una vía más rápida en Argentina de poner en práctica la lucha de clases. Por otro lado, algunos de los escritores por cuya obra hemos transitado hasta ahora, cambiarán su perspectiva enrocada en el individualismo sin por eso adherirse al peronismo. Cortázar sería el ejemplo paradigmático. Entre aquellos que no variaron su postura antiperonista se encuentra María Rosa Oliver, quien ofrece en su propia obra algunas pistas de las dificultades con que un intelectual simpatizante de la izquierda podía encontrarse para aceptar esa masa imprevista de gente que no se vinculaba a los partidos socialista o comunista:

…vi llegar, subiendo de Retiro hacia Florida, gente que de a dos, de a tres, o suelta, formaba un largo, pero raleado desfile.No sólo por los bombos, triángulos y otros improvisados instrumentos de percusión que, de trecho en trecho, los preceden, me recuerdan a las murgas de carnaval: parecen disfrazados de menesterosos. Me pregunto de qué suburbio alejado vienen esos hombres y mujeres casi harapientos, muchos de ellos con vinchas que, como a los indios de los malones, les ciñen la frente, y casi todos desgreñados. O será que el día gris y pesado, o una turgente convocatoria les ha impedido a esos trabajadores tomarse el tiempo de salir a la calle bien entrazados y bien peinados como es su costumbre. O habrán surgido

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de ámbitos cuya existencia desconozco. Su paso un tanto arrastrado denota que ya han caminado mucho. También parecen algo cansadas las voces que vivan a Perón (Oliver 343).

Este fragmento procede del último tomo de memorias de María Rosa Oliver.

Conviene ponerlo en relación con las decenas de páginas de la autora dedicadas a la

heroica lucha popular en la guerra civil española o contra los nazis en la Unión

Soviética Oliver es la misma que se siente hondamente conmovida con su viaje a la

China de Mao o que en otros escritos proclama su admiración por Stalin. Y sin

embargo, es también la narradora que interpreta con incredulidad el hecho de la primera

gran manifestación obrera a la que asiste en su propio país, la del 17 de octubre. Los

trabajadores deben de estar disfrazados, como si fueran de carnaval, asegura Oliver.

Más aún: no lucen bien vestidos “como es su costumbre”, entre los trabajadores

argentinos. Esta es tal vez una idea heredada de su difunto padre, rico terrateniente con

simpatías comunistas que influyó no poco en el destino de su hija. Por otro lado,

coincide con esa absoluta otredad que sintieron los espectadores antiperonistas y que

veíamos más arriba que rememoraba Martínez Estrada10.

Resulta interesante confrontar esta versión negativa con la escena que pinta

Oliver de las manifestaciones que ella vio durante su viaje infantil a Europa. Así

retrataba a las sufragistas inglesas que marchaban alegre y ordenadamente por las calles

de Londres:

En las filas en que una tras otra marchaban, ocupando enteramente la calzada, las mujeres eran

como todas, quizás mejor que todas, porque, fuesen jóvenes o viejas, estuviesen bien o pobremente

vestidas, sus caras reflejaban alegría (Oliver 244).

Aquí la manifestación no sólo se identifica con el credo ideológico de la voz auctorial.

Hay una complicidad que va más allá y que se explica por el hecho de que todas las

manifestantes son mujeres y porque, además, circulan sin amenazar a nadie, según la

10 El padre de María Rosa Oliver comenta así esta anécdota de Jean Jaurès, el líder obrero de paso por Buenos Aires: «Cuando estuvo aquí, a la media hora de comenzado el desfile que los gremios habían organizado en su honor, preguntó: “¿Pero cuándo van a desfilar los obreros?” Costó convencerlo de que aquí los trabajadores andan siempre bien trajeados. Claro, en Francia e Inglaterra es distinto y ni qué decir en Rusia» (Oliver 100). Por supuesto, no quiere decir esto que Oliver no tuviera una gran sensibilidad hacia los trabajadores de su propio país. Sólo quiero poner de relieve ciertas paradojas de su discurso, aunque fueran difícilmente salvables en su caso por razones de constricción social.

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mirada de Oliver. Por eso sus caras reflejan alegría, a diferencia de los peronistas,

sucios, cansados y, según parece, disfrazados de pobres.

De todas formas, una pregunta maliciosa puede formularse si nos atenemos a las

circunstancias con que la viajera se enfrenta a una y otra manifestación. ¿Por qué María

Rosa Oliver ensalza el fenómeno popular siempre que se trate de un hecho lejano en el

espacio? ¿Por qué la lucha social de izquierdas despierta simpatías cuando se tienen

noticias indirectas de ella, o se la conoce en un viaje al extranjero? Ciertamente las

posibles contradicciones de María Rosa Oliver podrían resolverse mediante el recurso a

la identificación, que ella misma realizaba, entre peronismo y fascismo. Sin embargo,

aunque el peronismo tomó prestados muchos elementos del fascismo mussoliniano,

ayudó a los nazis y manifestó simpatías por el régimen franquista, mantuvo el respeto al

orden republicano, careció de un carácter militarista y llevó a cabo una política

económica más bien ecléctica. El fascismo glorificaba a la juventud y la acción,

mientras que el discurso de Perón y de Eva se centra en los niños y los desheredados.

Los límites entre Perón y el fascismo no están claros, como demuestra la discusión

sobre la naturaleza del peronismo gestada desde 1955 (Neiburg). Por otro lado, no deja

de ser paradójico el hecho de que la estética de la propaganda peronista se alimentara de

fuentes que Oliver aprobara en sus viajes por el extranjero: el New Deal norteamericano

o el cartelismo soviético (Gené 2008). Más aún, como ha señalado Finchelstein (2011),

la estética fascista, entronizada en el espacio público de los años treinta por ciertas

organizaciones como la Legión Cívica argentina, desaparece durante el peronismo. Lo

que Oliver ve con alarma es la llegada de obreros mal vestidos, a los que cree

disfrazados, o supone venidos de algún lugar que ella no conoce.

Para Oliver, Perón no sería sino un gran falsario y su régimen, una illusion comique,

como el propio Borges (1955, 9-10) observaba, en coincidencia entre un conservador

arquetípico y la mujer izquierdista de Sur. No en vano los dos habían frecuentado el

mismo grupo. Como ya señalé antes, la cuestión no es tan sencilla, al margen de lo

problemático de adjudicar sin matices la etiqueta de fascista al populismo justicialista.

Debemos pensar también en la procedencia social de Oliver y su formación elitista, que

se combinaba sin demasiado conflicto con esas simpatías socialistas del padre, de

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venerada memoria por parte de la cronista11. Por eso el malestar de Oliver con el

peronismo no es quizá sólo político, sino también estético.

La invasión controlada: Leopoldo Marechal

Si hacemos caso a sus palabras, Leopoldo Marechal se hizo peronista a raíz de la tumultuosa y mítica manifestación del 17 de octubre. Marechal cuenta que se encontraba en su domicilio cuando le llegaron de la calle las voces de un gentío que, entonando una famosa canción, la transformaban en esta letra: “Yo te daré,/ te daré, Patria hermosa,/ te daré una cosa,/ una cosa que empieza por P,/¡Peroooón!”. Entusiasmado por el espectáculo de la masa (“Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban” (Andrés 43), se vistió apresuradamente y bajó a la calle para unirse a la manifestación que lo hizo peronista para el resto de sus días. Tal y como lo estamos presentando, la visión de la colectividad de Marechal es idéntica en apariencia a la proclamada por sus compañeros de partido. Veremos que esto no puede afirmarse sin importantes matices.Marechal fue, sin duda, el escritor de mayor prestigio entre las filas peronistas. Su amor por el movimiento le condujo a un voluntario y, a la larga, suicida alejamiento del centro del campo literario argentino, dominado entonces por el grupo liberal de Sur. Su lectura a posteriori de la manifestación del 17 de octubre afirma ya la separación entre una patria “real”, que él identificaba con las concentraciones humanas del centro de Buenos Aires, y una minoría letrada que viviría encerrada en su burbuja estetizante. La masa peronista “era la Argentina invisible, que algunos habían anunciado literariamente y que no bien la conocieron le dieron la espalda” (Andrés 43). La obvia alusión a Mallea, conspicuo integrante de Sur, y su teoría de las dos Argentinas, la visible y la invisible, refleja ya el distanciamiento del que venimos hablando. Porque, en efecto, Marechal había jugado en la primera línea del campo literario durante dos décadas. En los años veinte formó parte de la tumultuosa generación martinfierrista, junto a Borges, Girondo, González Lanuza, Bernárdez, etc. Participó en homenajes a escritores forasteros, fundó revistas y se enzarzó en polémicas, ya fuera contra el españolismo de Guillermo de Torre, ya fuera contra la literatura social del grupo de Boedo. Su actividad dio un giro notable en la década siguiente, cuando se integró en los cenáculos de los Cursos de Cultura Católica. Sin embargo, al mismo tiempo que publicaba en Ortodoxia y en Sol y luna, revistas afines al nacionalismo católico, su nombre figuraba entre los colaboradores de Sur, junto a antiguos camaradas de la bohemia vanguardista como Jorge Luis Borges. El caso de Marechal resulta notable por lo que tiene de revelador de esa elasticidad que había en los espacios culturales antes del peronismo. Pero esa fluidez de movimientos se perdió a partir de la segunda mitad de la década del cuarenta, debido a que la situación política obligó a los intelectuales a situarse a un lado u otro de la barrera. Ciertamente Marechal ya se había puesto al descubierto en los gobiernos inmediatamente anteriores a Perón. Llamado por su amigo el integrista Hugo Wast, entonces ministro de Educación del gobierno de facto de Ramírez, ocupó el cargo de director general de Cultura. Poco después, formó parte del comité pro candidatura de Perón en el que militaban otros intelectuales simpatizantes del movimiento: Arturo Cancela, Hipólito J. Paz o José María Castiñeira de Dios. Cuando Perón ganó las 11 En el segundo tomo de sus memorias, Oliver recuerda una ocasión en la que viajaban en coche de caballos a la función nocturna del Teatro Colón. Por el camino, se encuentran a un hombre tirado en la acera, probablemente muerto. A la sorpresa de la niña, el padre le dice si no sabe que en este país la gente se muere en la calle. El suceso suscita estupor en la testigo, pero enseguida se vuelve a la vida regalada en la que participa el padre con el resto de su familia, madre y hermanos.

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elecciones, el movimiento lo trasladó a un cargo equivalente en categoría: la Dirección de Enseñanza superior y artística. Toda esta visibilidad pública la pagó cara Marechal en el terreno literario. Cuando en 1948 publica su obra maestra, Adán Buenosayres, una nube de silencio rodea su aparición. Para colmo, su antiguo compañero de armas martinfierristas, González Lanuza, arroja una crítica demoledora nada menos que en Sur, la publicación central que había acogido a Marechal años antes12. Si Marechal recibió el desdén de los antiperonistas, esto no quiere decir que obtuviera siempre el reconocimiento entre los suyos. A pesar de ser el escritor más prominente y con carrera más prestigiosa del justicialismo, Marechal nunca ocupó puestos auténticamente relevantes ni se convirtió en eso que podríamos denominar un intelectual oficial, acaso porque el movimiento no estaba especialmente interesado en todo ello. Una docena de años después de la caída de Perón, recordaba con ligera amargura su escaso papel en una revolución en la que creyó y militó desde la primera hora:

El movimiento me ignoró. Y lo justifico, porque estaba sobre todo preocupado por solucionar problemas económicos más perentorios. No creo, desde luego, que se deba hacer eso: una revolución debe solucionar todos los problemas paralelamente (Andrés 68).

La tercera frase de Marechal contradice a la segunda. Al principio, apela a la línea oficial justificando el afán de resolver los desequilibrios económicos, pero enseguida Marechal precisa que su postura personal no es ésa: ha de haber un proceso en paralelo que garantice los cambios en la alta cultura. Aquí, aunque sea a regañadientes, hay un desacuerdo con la línea oficial. Esta declaración manifiesta las vacilaciones y tanteos de un peronista formado en el ambiente humanista y cosmopolita del Buenos Aires de la primera mitad del siglo XX. Desde los parámetros populistas, ¿debía hacerse una revolución en la cultura? ¿Cómo conciliar los aportes de la literatura, el arte o la filosofía occidentales con la divulgación popular y los mensajes nacionalistas de amplio espectro? Para Marechal, sin duda, estos retos se podían llevar a cabo, como se pone relieve en algunos escritos programáticos: “Proyecciones culturales del movimiento argentino” (1948) “La poesía lírica: lo autóctono y lo foráneo en su sentido esencial” o “Simbolismos del Martín Fierro” (1955). Sin embargo, desde su formación humanística, Marechal sintió el distanciamiento de los sectores más populistas del peronismo. Aunque colaborase en distintos puestos oficiales relacionados con la educación y la cultura, no parece haberse sentido cómodo en su faceta de hombre político.

Se ha dicho más de una vez, lisa y llanamente, que el peronismo se destacó por su carácter antiintelectual (Svampa 330-335). Para ser más precisos, el movimiento no ignoró enteramente el campo de la cultura, al menos desde nuestros parámetros actuales. Lo que hizo más bien fue emplear unos mecanismos que tendían a dar un mayor protagonismo a sectores no tradicionalmente implicados en ella. Un caso muy concreto sería el protagonizado por la misma Eva Duarte quien trató de manejar a su modo

12 La anécdota se completa con la excepción resonante de Cortázar, quien fue el único en comentar positivamente la novela (Navascués 1990). Totalmente desapercibida pasó la otra reseña formada por J.A. García Martínez en la revista oficialista Sexto continente, lo cual es un índice del escaso punch del peronismo en los medios literarios.

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personal los resortes de la vida cultural (Zanatta 2011, 336)13. La inclusión de sectores sociales hasta ahora relegados significó, también aquí como en otros ámbitos sociales, una “democratización de la cultura” cuyos efectos más visibles fueron, por ejemplo, los repertorios populares en los espacios teatrales más exclusivos (Leonardi, 67-77). Una dicotomía nueva se instalaba, pues, en el proyecto cultural peronista: de un lado, lo nacional, expresado en las manifestaciones artísticas, teatrales y folclóricas de gusto popular; y de otro, lo universal, asociada al elitismo extranjerizante de la Argentina anterior14. Se invalidaba, por tanto, aquello que no se correspondía con “lo argentino” puro, de manera que se apartaban los monumentos literarios y culturales de la Europa no hispana. Todo legado de origen francés o británico se identificaba con el gusto las oligarquías dominantes. En este punto Marechal manifestó su descontento en alguna ocasión, a partir de su convicción de que el populismo no podía adueñarse de la alta cultura15. En realidad, el propio Marechal intentó integrar lo criollo en la tradición occidental no argentina al estrenar su drama Antígona Vélez en 1951, en el teatro Cervantes. Otros dramas suyos de la época, como el Don Juan, manifiestan una rendida admiración por el teatro de Shakespeare colocado en un contexto nativo.

Si Marechal expresó, bien que tímidamente, su descontento con las realizaciones culturales del peronismo, esto no quita para que su adhesión pueda calificarse de absoluta. Desde el punto de vista doctrinario, el peronismo para él era casi perfecto (Andrés 51), de acuerdo con la teoría ortodoxa de la “tercera posición”, basada en los propios discursos de Perón. Ambos, Perón y Marechal, se refieren a la necesidad de armonizar los intereses de la clase trabajadora y la empresarial. El Estado debía regular que el capital no se excediese en su búsqueda de beneficios al mismo tiempo que velaba para que el proletariado no se alzase y destruyera el tejido socioeconómico. Había que frenar la agitación invocando principios revolucionarios. Por eso, en sus discursos el líder argentino utilizaba la palabra “masa”, equivalente a la acepción positiva de “pueblo”, pero mantenía prudentes matices semánticos. “Las masas inorgánicas” -proclamaba Perón- “son siempre las masas inorgánicas, las más peligrosas para el Estado y para sí mismas. Una masa trabajadora inorgánica como la querrían algunas personas, es un fácil caldo de cultivo para las más extrañas concepciones políticas o ideológicas” (Altamirano 2001, 32). En una línea algo semejante, Marechal afirmaba años después que “El peronismo (…) transformó una masa numeral en un pueblo esencial” (Andrés 67). La masa, por tanto, sería un ente ciego y potencialmente peligroso frente a la concepción cívica de pueblo, ordenado en torno a una conciencia de sí mismo y una finalidad política coherente.

Esta visión de la colectividad tendrá su réplica narrativa correspondiente. Ahora bien, aunque a Marechal se le conoce por su monumental Adán Buenosayres, no es ésta la obra donde se define mejor políticamente16. Su novela póstuma, Megafón, o la guerra (1970), expone más claramente sus convicciones en este terreno. No ha de buscarse aquí 13 En 1950 llega un adicto a Eva, Armando Méndez San Martín, al Ministerio de educación. Éste pide enseguida las renuncias de todos los altos funcionarios del ministerio, y de las instituciones que de él dependían como la Academia nacional de la Historia, la Biblioteca nacional, la Academia argentina de Letras, el Museo de Bellas Artes, Comisión nacional de cultura… En su furor pro-Evita llegó a destituir al presidente de la Academia de Letras por no proponer a la Jefa Espiritual de la Nación para el premio Nobel de literatura (Zanatta, 2011, 337). 14 La idea era reivindicar una tradición propia, nacional, hasta entonces menospreciada por las élites locales. El tiempo, para el caso de la novela, vino a dar razón a los intentos políticos del peronismo, si bien tal vez no hiciera ninguna falta la intervención del Estado (Navascués 1999b, 227-230). 15 “Yo no creo que la orquesta del Colón debió emplearse para tocar tangos; o el escenario del Colón para representar El conventillo de la Paloma” (Andrés 68).

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una glorificación de los movimientos colectivos, como sucedía en otros relatos peronistas a lo Perrone. Al contrario, las muchedumbres como tales quedan fuera de las aventuras revolucionarias del protagonista, Megafón, un individuo solitario y con aficiones metafísicas, de formación desordenada y vocación poético-religiosa como su autor.

Aunque Megafón, o la guerra trata una historia basada en el despojamiento del poder popular después de la Revolución Libertadora de 1955, la imagen más visible del “pueblo”, esto es, la de un gentío congregado en torno a un conjunto de consignas, no tiene aquí ninguna relevancia actancial. Los personajes realmente activos y conscientes son el Autodidacto de Flores, Megafón, y un puñado de amigos y seguidores que lo acompañan en sus empresas. Marechal maneja el tema de la invasión del espacio privado, pero lo realiza con variantes con respecto a todos los escritores que hemos visto. Frente a Bioy o Cortázar no entra al carácter violento del invasor. Tampoco le interesa retratar a las manifestaciones multitudinarias, como hemos visto que hacen Borges y Bioy, Jauretche, Perrone u Oliver. La colectividad comparece en Megafón, o la guerra sólo al principio, cuando el protagonista esboza una teoría sobre la natural belicosidad del pueblo argentino si se encuentra reunido en torno a un gran espectáculo deportivo. Ya sea en un match de fútbol de gran rivalidad o en un ring de boxeo, la masa –dice Marechal-, es ciega en su violencia. Por eso hay que canalizar su agresividad latente, “buscarle un destino al arsenal” (Marechal 1970, 21). La solución que propone, pues, es una batalla contra los poderes fácticos dirigida desde las” élites”, compuestas por el protagonista Megafón y sus discípulos. Todos ellos se imponen el deber de salvar a la patria a través de lo que se denomina el proyecto de las Dos Batallas, esto es, un conjunto de acciones que tienen una finalidad terrestre (la denuncia de las injusticias políticas y sociales) o bien una finalidad espiritual (la purificación interior de los “guerreros” participantes). Marechal, con su personalísimo sentido del humor, enhebra episodios en los que los diálogos absurdos y las acciones disparatadas buscan poner en ridículo a una serie de representantes arquetípicos de quienes, según su catalejo ideológico, son los responsables del caos post-peronista en la Argentina: la oligarquía tradicional, el imperialismo yanqui, la banca, la clase política o el estamento militar, entre otros. Se trata de acciones incruentas, en los que unos pocos elegidos por Megafón (el “altavoz” de una Argentina silenciada), acometen la tarea de enfrentarse a los enemigos del pueblo. Ellos llevarían a cabo, pues, la tarea de dar un sentido a la belicosidad de una masa que no puede expresarse con un sentido. Este carácter mediador e –insistimos-, incruento, se refleja de modo paradigmático en uno de los capítulos más interesantes de la novela: el asalto a la casa del general González Cabezón. Megafón lo lleva a cabo con un dispositivo de comando integrado

16 Adán Buenosayres (1948) no aborda directamente el tiempo histórico que estamos analizando, pero presenta a un protagonista lanzado al exterior de las criaturas, muy lejos del “refugio” solipsista. Las páginas iniciales del libro ofrece una panorámica positiva de la gran ciudad, ofrecida desde los cielos a un lector de “mirada gorrionesca”. Desde allí, una “mazorca de hombres”, “buques altos y solemnes”, “trenes orquestales” componen un paisaje armónico y optimista de una ciudad que poco tiene de alienante (Marechal 2013, 92). Podría verse tal vez en esta obertura novelesca una visión optimista de la masa, abrigada por el credo peronista del autor. Y, aunque las multitudes no salgan bien paradas más adelante, en los círculos infernales de Cacodelphia donde son asociadas a turbas descerebradas, no es menos cierto que uno de los personajes lúcidos de la novela, el Astrólogo Schultze, comenta que un líder “hará maravillas” (Marechal 2013, 458 ) con ese barro. Se trata, a mi juicio, de una obvia alusión a Perón.

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por cuatro personajes: el oficial retirado Troiani, los payasescos Barroso y Barrantes, además del propio protagonista. Son ellos quienes se cuelan en el departamento de la calle Las Heras y someten a un interrogatorio catártico al general, figura en la que se puede reconocer a algunos militares golpistas, sobre todo a Pedro Eugenio Aramburu. De ahí que le recuerden su responsabilidad en el fusilamiento del militar antigolpista Juan José Valle o en el del secuestro del cadáver de Eva Perón. González Cabezón se revela entonces como un hombre atormentado por unos remordimientos fantasmales que se le aparecen por las noches a la manera de las Euménides griegas o los espíritus de Shakespeare. El allanamiento de morada de Megafón entra en paralelo con las apariciones del espectro de la mujer, o sea, Eva, “uno de sus invasores nocturnos” (Marechal 1970, 207). El castigo del general es verse acosado en su hogar por enemigos externos e internos, todos ellos movidos vengativamente por su comportamiento criminal en el pasado. Si comparamos estos “ataques” a la intimidad del hogar con los imaginados por los contemporáneos antiperonistas, vemos que Marechal coincide en mostrar la ruptura de los límites entre lo privado y lo público, pero elimina el carácter violento y cruel para poner en escena un happening humorístico que nada tiene de desasosegante para el lector. A través del diálogo farsesco de los invasores con el acosado González Cabezón saldrían a la luz las miserias de una casta militar argentina, pero ésta no inspira ninguna piedad, sino más bien risa o desprecio. Los mediadores son Megafón y su equipo, quienes desvelarían en su “ataque” la verdadera cara de unos dirigentes cuyo principal falta sería haberse manchado las manos de sangre a costa del pueblo y sus líderes morales, Valle y Eva Perón. Marechal postula en su novela póstuma un reconocimiento al papel del sujeto intelectual dentro del peronismo. En su papel mediador, el protagonista, un autodidacto del barrio de Flores, está destinado a desnudar a los enemigos de la revolución y a levantar el megáfono figuradamente para que todos los reconozcan. Su proyecto de las batallas en su doble dimensión, terrestre y celeste, exterior e interior, política y espiritual, sólo se entiende desde la reflexión filosófica, ejercicio propio del intelectual que desea implicarse en el curso de los acontecimientos contemporáneos. Sin embargo, esa función privilegiada, que podría integrarse en un programa marxista tradicional, no encajaba con tanta facilidad en el populismo peronista. Observa Ernesto Laclau que la lógica política del populismo no necesita de la mediación del intelectual, ya que el poder busca una inmediata conexión con el pueblo. La última novela de Marechal refleja, por tanto, la tensión interior de un intelectual que quiere aproximarse a una causa que se dice popular. Los problemas proceden cuando el mismo interesado se ha formado en el seno de un proyecto cultivado para la Argentina: primero, en la vanguardia cosmopolita de la revista Martín Fierro, y más tarde, en los Cursos de Cultura Católica, impregnados de filosofía griega y escolástica medieval.El caso de Marechal es extremadamente interesante, en la medida en que juega con los miedos de sus antiguos camaradas martinfierristas y los sublima en el altar del credo peronista. Sin embargo, su fe en materia social y económica contrasta con las reservas que ya hemos visto con respecto al campo de la cultura. Quedaba la cuestión de cuál sería el papel de la alta cultura en medio de la torrentera populista. Marechal propone un entreveramiento de tradiciones, la criolla y la universal, pero las propuestas marechalianas no obtuvieron suficiente eco entre sus propias filas. Tal vez por eso, la única escena realmente violenta de Megafón, o la guerra no se produce a costa de los enemigos, ya sean oligarcas, militares o políticos, sino en la persona del propio protagonista. Es el mismo Megafón, el intelectual vocero del pueblo, quien se inmola, dejándose matar como simbólico sacrificio que redima a los demás. Último episodio, podría decirse, de la tensión interior de un pensamiento que salva la condición de un

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sujeto intelectual que se niega a perder su identidad. Más bien al contrario, la perfeccionaría hasta el grado heroico cuando proyecta su acción a la salvación de una masa ciega.

Conclusión

Elias Canetti intentaba dilucidar cuáles son las cualidades fundamentales de la masa y,

para ello, apelaba a lo que, según él, sería un miedo primordial del hombre: el temor a

ser tocado por lo desconocido. La masa neutralizaría tales miedos en la medida en que

tiende a igualar a propios y a extraños, de forma que el otro dejaría de sentirse como

amenaza:

En cuanto nos abandonamos a la masa, dejamos de temer su contacto. Llegados a

esta situación ideal, todos somos iguales. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la

del sexo. Quien quiera que sea el que se estreche contra uno, es idéntico a sí mismo.

Lo sentimos como nos sentimos a nosotros mismos. Y, de pronto, todo acontece

como dentro de un solo cuerpo. Quizá sea esta una de las razones por las que la masa

procura apretarse tan densamente; quiere liberarse al máximo del temor que tienen

los individuos a ser tocados. Cuanto más intensamente se estrechen entre sí, más

seguros estarán los hombres de no temerse los unos a los otros. Esta inversión del

temor a ser tocado es característica de la masa (Canetti 4).

Cabe preguntarse, por consiguiente, qué sucede cuando el individuo se resiste a

formar parte de la multitud, cuando el sujeto defiende a toda costa su otredad17. El temor

a ser tocado se reduplica, porque las distancias parecen anularse aún más debido al

poder espacial que ejerce la masa. Ésta llega a ocupar espacios completos que antes

habían sido privativos de pequeños grupos sociales o meros individuos. Ciertamente

este miedo –puede objetarse-, no es global y Canetti, en su ensayo genial y visionario,

está realizando una fenomenología muy personal. Sin embargo, sus conclusiones son tal

vez relacionables con las vivencias de otros escritores periféricos y contemporáneos. El

miedo a la multitud es un tema recurrente en la producción intelectual argentina de los

años cuarenta y cincuenta. Este miedo físico a la masa acéfala llegaría a implicar la

pérdida de la propia identidad, incluso a veces de la vida. Naturalmente hay excepciones

17 En su estudio pionero sobre el tema, Gustave Le Bon subrayaba el carácter anónimo de la masa, además de la reducción hipnótica del individuo que se encuentra dentro de ella, lo que conducía fácilmente a la violencia colectiva (Le Bon, 37-51). No deja de ser interesante, por cierto, que la traducción argentina de este libro datado en 1901, sea de 1945, fecha coincidente con el advenimiento del peronismo.

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dentro del peronismo oficial. Lo que al justicialista Perrone le interesa, a la mayoría le

horroriza. Este último sentimiento aglutina a católicos, liberales, independientes e

incluso a intelectuales de izquierda… Hemos visto, incluso, que, en el caso de un

peronista de la primera hora, como Leopoldo Marechal, se advierte un recelo notable. El

casos de los nacionalistas católicos, al principio, simpatizantes del régimen, o sobre

todo el de Marechal permite comprender mejor que la adscripción al peronismo

planteaba tensiones internas en aquellos intelectuales formados en los modelos

culturales de prestigio, asociados a los ideales humanistas de la civilización europea

occidental.

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