vicios publicos virtudes privadas - claudio lomnitz

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Vicios Públicos Virtudes Privadas Introducción Extractos del libro de la pagina 11 a la 29 y de la pagina 275 a la 291 Los CAPÍTULOS de este libro son, en su conjunto, una contribución a tres grandes temas de la historia y la sociología de la corrupción en México: primero, la transformación histórica de los discursos de la corrupción como índices de la transformación política, económica y cultural del país; segundo, el papel de Ta corrupción administrativa y política en la formación de clases sociales; tercero, la relación entre la corrupción y las formas de representación política. En esta introducción busco aclarar la importancia de estos grandes temas mostrando por qué la corrupción es un terna que ofrece una perspectiva privilegiada para el estudio cultural de las sociedades nacionales. En su afán de hacer de la corrupción una categoría analítica manejable, los científicos políticos han procurado distinguir entre diversas clases de prácticas corruptas, tipificándolas y especificando los contextos institucionales en que se desarrollan. Por ejemplo, se distingue entre la corrupción en una maquinaria electoral y la corrupción administrativa, o bien entre el cohecho y la extorsión, o entre cualquiera de estos últimos y los conflictos de interés de una autoridad. Estas definiciones ayudan a descubrir las diversas operaciones y funciones Üe acciones muy específicas. En un orden más abstracto, Heidenhammer (1970) hizo notar que las definiciones de corrupción tienden a referirse a uno de tres dominios principales: un dominio jurídico (la corrupción como una infracción por parte de un servidor público); un dominio de mercado (la corrupción como un Tipo de decisión económica tomada por un servidor público); y un dominio Político (la corrupción como la subversión del interés público por intereses de particulares). Evidentemente, estos dominios no se excluyen entre sí. Se podría decir que la especificación de lo que queremos decir cuando hablamos de corrupción ha dependido entonces, del enfoque disciplinario del analista, y que hemos tenido definiciones un poco distintas cuando éstas provienen de las ciencias políticas, del derecho o de la economía, lo mismo que también varían las definiciones cuando provienen de una tradición webenana, que cuando salen de la teoría de opción racional o del marxismo. Por otra parte, la multiplicación de definiciones y de precisiones técnicas acerca de lo que es la corrupción no ha impedido que la mayor parte de los estudiosos usen la palabra corrupción de un modo general para referirse al uso de una función pública para obtener beneficios particulares, generalmente transgrediendo las leyes. Así, por ejemplo, tras de realizar una reseña detallada de la bibliografía de la ciencia política en torno de la corrupción, Deysin (1980: 448) afirma que 'la mayoría de los científicos políticos reconoce que, implícitamente al menos, todos saben lo que es la corrupción, lo que les permite ir más allá de la definición técnica del término". Se trata de una confesión reveladora no tanto porque todo mundo sepa,

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Vicios Publicos Virtudes Privadas de Claudio Lomnitz trata el tema de la corrupcion en México, sus vicios y costumbres.Escuela libre de ciencias políticas y administracion publica de oriente.Becas del 90% a traves del PRI VeracruzSISTEMA ABIERTOCarreras:Lic. Ciencias Políticas y Administracion Publica.Lic. en seguridad publica.Lic. Políticas publicas.Lic. Derecho GubernamentalContactame casvetech[arroba]hotmail.comXalapa, Veracruz..

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Vicios Públicos Virtudes Privadas 

 

Introducción 

Extractos del libro de la pagina 11 a la 29 y de la pagina 275 a la 291 

Los CAPÍTULOS de este libro son, en su conjunto, una contribución a tres grandes temas de la historia y la  sociología  de  la  corrupción  en México:  primero,  la  transformación  histórica  de  los  discursos  de  la corrupción como índices de la transformación política, económica y cultural del país; segundo, el papel de Ta corrupción administrativa y política en la formación de clases sociales; tercero, la relación entre la corrupción y las formas de representación política. En esta introducción busco aclarar la importancia de estos  grandes  temas  mostrando  por  qué  la  corrupción  es  un  terna  que  ofrece  una  perspectiva privilegiada para el estudio cultural de las sociedades nacionales. 

En  su  afán  de  hacer  de  la  corrupción  una  categoría  analítica manejable,  los  científicos  políticos  han procurado  distinguir  entre  diversas  clases  de  prácticas  corruptas,  tipificándolas  y  especificando  los contextos  institucionales en que  se desarrollan. Por ejemplo,  se distingue entre  la  corrupción en una maquinaria  electoral  y  la  corrupción  administrativa,  o  bien  entre  el  cohecho  y  la  extorsión,  o  entre cualquiera de estos últimos  y  los  conflictos de  interés de una autoridad. Estas definiciones ayudan a descubrir las diversas operaciones y funciones Üe acciones muy específicas. 

En un orden más abstracto, Heidenhammer (1970) hizo notar que las definiciones de corrupción tienden a referirse a uno de  tres dominios principales: un dominio  jurídico  (la corrupción como una  infracción por parte de un servidor público); un dominio de mercado (la corrupción como un 

Tipo de decisión económica tomada por un servidor público);  y un dominio Político (la corrupción como la  subversión del  interés público por  intereses de particulares). Evidentemente, estos dominios no  se excluyen entre sí. Se podría decir que  la especificación de  lo que queremos decir cuando hablamos de corrupción  ha  dependido  entonces,  del  enfoque  disciplinario  del  analista,  y  que  hemos  tenido definiciones  un  poco  distintas  cuando  éstas  provienen  de  las  ciencias  políticas,  del  derecho  o  de  la economía, lo mismo que también varían las definiciones cuando provienen de una tradición webenana, que cuando salen de la teoría de opción racional o del marxismo. 

Por  otra  parte,  la  multiplicación  de  definiciones  y  de  precisiones  técnicas  acerca  de  lo  que  es  la corrupción no ha impedido que la mayor parte de los estudiosos usen la palabra corrupción de un modo general para referirse al uso de una función pública para obtener beneficios particulares, generalmente transgrediendo las leyes. 

Así, por ejemplo, tras de realizar una reseña detallada de la bibliografía de la ciencia política en torno de la  corrupción,  Deysin  (1980:  448)  afirma  que  'la mayoría  de  los  científicos  políticos  reconoce  que, implícitamente  al menos,  todos  saben  lo  que  es  la  corrupción,  lo  que  les  permite  ir más  allá  de  la definición técnica del término". Se trata de una confesión reveladora no tanto porque todo mundo sepa, 

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en verdad, "lo que es" la corrupción, si no porque, como alega Gibbon (1990), la corrupción es ante todo una categoría cultural que forma parte del discurso político común e incluso del sentido común. 

Por ello, para poder aprovechar en todo su potencial el estudio de la corrupción tenemos que comenzar no por un intento de reducir el concepto a una categoría analítica clara y precisa, sino precisamente por reconocer que se trata de una categoría cultural. En vez de comenzar ofreciendo nuestra definición del término,  hay  que  hacer  de  los  usos  del  término  un  objeto  de  estudio.  En  otras  palabras,  aunque queramos hacer distinciones analíticas entre, digamos, la corrupción administrativa y las ideas religiosas respecto de  la corrupción moral, tenemos también que reconocer que ambas están entrelazadas en el discurso político. 

De hecho, uno de  los problemas más persistentes entre quienes han querido desarrollar perspectivas funcionales  acerca  de  los  efectos  (positivos  o  negativos)  de  la  corrupción  ha  sido,  justamente,  que tienden a hacer abstracción o a  ignorar  las  formas culturales en que se construye  la  idea misma de  la corrupción:  las  perspectivas  funcionales  (que  pueden  ser  "funciona‐listas",  "marxistas"  o  de  "opción racional") estudian  los efectos  institucionales de  la corrupción, pero no su significado para  los actores sociales, y por lo tanto entienden poco la importancia del discurso político y moral en torno al tema.  Por este motivo, es importante comenzar este libro reconociendo que, junto con las definiciones técnicas de la corrupción política, necesita‐ 

 

 

1  Existe  una  literatura  bastante  amplia  de  estudios  funcionales  sobre  la  relación  entre  corrupción  y desarrollo, comenzando con el trabajo de Huntingron (19681. El libro de Ward (1989) es un ejemplo más reciente de esta clase de estudios. 

La palabra corrupción deriva del  latín corromperé, que significa  ''romper  juntos". Se trata de una  idea que tiene una larga historia. Desde luego, antecede a la invención de los estados nacionales modernos, con  su  división  característica  entre  lo  público  y  lo  privado.  El  vocablo  ha  tenido,  entre  otras,  las siguientes acepciones: 

2.  Se dice de la sangre de quien ha sido condenado jurídicamente. 

3.  De carácter degradado, infestado del mal, depravado, pervertido, malicioso o maligno. 

4.  Influenciado por cohecho; venal, perversión de una condición de rectitud o de fidelidad. 

5.  La  corrupción  es  también  a  veces  un  término  jurídico,  definido  en  códigos  civiles  o constitucionales. 

6.  Se dice de idiomas o de textos cuya pureza ha sido destruida o degradada; cuando la condición original  o  correcta  de  un  texto  ha  sido  alterada  por  ignorancia,  por  descuido  o  ha  sido  viciada  por alteraciones y errores. 

7.  Se refiere en general a la adulteración. 

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8.  Se refiere a la pérdida de la inocencia por seducción o por violación. 

En la mayor parte de estos casos, la noción de corrupción implica complicidad, discreción o secreto. Por ello, la corrupción es vista como un ene‐migo interno de la sociedad y de las buenas costumbres. Al igual que en el  caso de  la  iconografía medieval de  la  "danza macabra", donde  la muerte era  representada como  UB  cuerpo  danzante  en  plena  descomposición,  lleno  de  gusanos  y  parásitos,  así  también  se representa hoy al Estado,  como un  cuerpo político  corrompido por  los vicios de  sus  ciudadanos, que aparecen ante éste como si fuesen agentes de una infección. 

Phillipe  Aries mostró  que  en  el medievo  tardío  el  cuerpo  en  descomposición  se  entendía  como  el resultado material de la lucha interna entre el bien y el mal. Una vez que el ánima, con toda su bondad y pureza, se despedía del cuerpo, las fuerzas malignas que habían estado presentes pero subordinadas a la  regencia  del  ánima  quedaban  desatadas  y  consumían  al  cuerpo  por  completo.  Es  por  esta misma lógica que se  llegó a  la conclusión de que  los cuerpos de  los santos no se descomponen: al no haber presencia  del mal  en  vida,  no  puede  haber  descomposición  en  la muerte,  porque  la  descomposición proviene de adentro del cuerpo mismo. 

La  corrupción  política  es  también  representada  con  frecuencia  como  un  mal  que  habita permanentemente en el cuerpo social. A diferencia de la imagen de la guerra, que siempre es figurada como  un  concurso  abierto  y  público  entre  dos  cuerpos  más  o  menos  parecidos,  la  corrupción  es representada  casi  siempre  como  un  enemigo  microscópico  y  oculto,  que  va  royendo  los  órganos internos del  cuerpo político  casi  imperceptiblemente.  El  cuerpo político  se doblega  ante  los poderes liliputienses de la corrupción, que son maldecidos por las buenas conciencias como si se tratara de una infección, de un cáncer o de una plaga. 

Estas metáforas nos revelan que la corrupción es un concepto donde se articula una idea de la relación entre  lo  individual y  lo colectivo:  la  sociedad es  figurada como un cuerpo, el ciudadano es como una célula,  y  el  ciudadano  corrupto  es  como  una  célula  cancerosa  o  como  un  agente  de  infección. Evidentemente, se  trata de una metáfora muy útil para  la construcción de estados nacionales, ya que sirve  para  crear  imágenes  de  fronteras  claras,  de  una  ciudadanía  ideal,  y  de  un  estado  rector.  Es seguramente por esto que  los  retratos periodísticos de  los narcotraficantes en el México de  los años treinta,  presentados  en  este  volumen  por  Luis  Astorga,  hacen  tanto  hincapié  en  la  presencia  de extranjeros  (de chinos, de  judíos, polacos, rusos y norteamericanos). En verdad, el retrato periodístico de  los  narcotraficantes  de  la  época muestra  que  toda  la  zona  fronteriza  entre México  y  los  Estados Unidos podía ser vista en un momento dado como un área especialmente susceptible a  las  infecciones sociales, debido a la presencia, literal, de "cuerpos extraños" en su seno. De este modo, las ideas acerca de  la corrupción y del narcotráfico se  ligan a ansiedades respecto de  la  integridad del cuerpo nacional, de la permeabilidad de sus fronteras, y de la capacidad de influencia de los "cuerpos extraños". 

Luis Alfonso Ramírez (también en este volumen) nos muestra, de manera complementaria, que a veces las fronteras étnicas entre lo nacional y lo extranjero, en verdad, pueden ofrecer ventajas concretas para el desarrollo de actividades  ilegales. Es el caso de  los  inmigrantes  libaneses en Yucatán, cuyos  lazos de parentesco con familias más allá de Yucatán (dentro y fuera de México) les permitió crear y controlar un juego de lotería clandestino. Sin embargo, las ventajas que les ofrecían los lazos étnicos y de parentesco 

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transnacional  también  los  volvía  vulnerables  a  ataques nacionalistas,  y  la  corrupción ha  sido muchas veces el medio más poderoso para articular esta clase de ataques. 

Tanto en el caso de las loterías yucatecas como en el del narcotráfico de la primera mirad de este siglo, la corrupción es imaginada como un agente minúsculo de descomposición política que sirve para definir las  "fronteras  internas"  de  la  nación,  ya  que  permite  hacer  distinciones  entre  los  "verdaderos" mexicanos  y  aquellos  que  son  agentes  que minan  las  fuerzas  nacionales  para  su  beneficio  personal. Desde  luego que esta distinción entre el. Buen ciudadano y el agente extranjero no siempre se vuelve virulenta: en el caso de los libaneses en Yucatán no parece haberse dado un conflicto demasiado grande. Sin embargo, esta visión de  la corrupción como una penetración de  las fronteras por agentes externos ha tenido momentos terribles, como fue el caso de las persecuciones que se montaron contra los chinos en tiempos de la Revolución. También la derecha católica manejó esta clase de ideas ante la llegada de los  refugiados españoles en 1939; hubieron  sectores del  gobierno  y de  la población que  atribuyeron inspiración extranjera al movimiento estudiantil de 1968, y en el terremoto de 1985 hubieron quienes quisieron encontrar en los judíos la responsabilidad principal de la corrupción sistémica. 

Como  categoría  cultural,  la  corrupción  incluye  a  todas  aquellas  prácticas  que  aprovechan  las contradicciones o  ambigüedades del  sistema normativo para  el  lucro personal.  Los  corruptos buscan fomentar estas contradicciones para luego enriquecerse con ellas, pero dicho enriquecimiento también los condena en el plano moral. En este sentido, podríamos afirmar que la corrupción representa un reto a una teoría dominante del valor. Me refiero especialmente a la teoría utilitaria, donde se supone que la procuración del bien privado redunda de manera natural en el bien público. Como la corrupción implica una  apropiación privada  e  ilegítima del  valor,  resulta  ideológicamente  incómoda,  ya que  sustituye  la producción de valor por trabajo. con producción de valor por la subversión del sistema normativo. 

Por  todo ello,  los bienes que  se  consiguen a  través de  la  corrupción pueden  ser dotados de un aura negativa o de suciedad, que contrasta con  la forma en que se representan  los bienes conseguidos con trabajo  legal. Así, por ejemplo, en  su estudio de  la  corrupción en Florencia en el  siglo XVII, Wacquet (1991) nos habla del "olor del dinero", que es una expresión reminiscente a la idea más contemporánea del "lavado" de dinero. Hay dinero "limpio" y hay dinero "sucio". En este contexto, es útil recordar que la tradición  republicana  siempre  vio  a  la  República  como  un  estado  fundado  en  la  virtud  cívica,  y generalmente  se ha  reconocido que estas  virtudes no pueden  reducirse  a  la mera persecución de  la ganancia/ Para  la  tradición utilitaria,  la  corrupción presenta un problema porque es en  sí misma una prueba  de  que  existen  contradicciones  en  el  orden  normativo  o  bien  entre  el  orden  normativo  y  la realidad, mismos que minan  la moralidad utilitaria. Para  la  tradición  republicana,  la  corrupción,  si  se generaliza, disuelve la República, pues ésta se finca supuestamente en las virtudes de su ciudadanía. 

Por otra parte, para comprender por qué hay dinero "limpio" y dinero "sucio" resulta relevante la crítica que realizó Marx de la alienación, que es intrínseca a la mercancía capitalista. Para Marx, el capitalismo niega a  los productores  la propiedad de sus productos, mismos que terminan generando una plusvalía que permite que los capitalistas pasen por todo aquello que no son. El dinero, en este sentido, permite que se den situaciones del estilo del "mundo al revés", donde el mañoso es  juez,  la  fea es reina de  la primavera, y el burro es profesor. No es coincidencia, entonces, que el capitalismo en sí mismo haya sido identificado  frecuentemente  como  una  fuente  de  corrupción,  especialmente  cuando  existe  una 

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mercantilización  de  la  producción  cultural  que  en  teoría  debe  de  dirigirse  a  fortalecer  relaciones  y valores  sociales  que  no  debieran  de  estar  a  la  venta.  Las  normas  que  se  transgreden  en  actos  de corrupción  generalmente  se  refieren  a  relaciones  sociales  que  no  deben  de  ser  gobernadas  por principios de mercado, como son  las relaciones de amistad, de filialidad, o de servicio público. Cuando esto sucede,  los políticos frecuentemente buscan chivos expiatorios extranjeros o extranjerizantes que permitan que los ciudadanos mantengan limpias sus conciencias. 

Por  todos  estos  factores,  queda  claro  que  la  corrupción  nos  permite  analizar  las  formas  en  que  la persona o el individuo es culturalmente ligado al cuerpo político, y también da pie para una meditación acerca de la relación entre la persona social, el Estado y el mercado. Así, el estudio de las definiciones de la corrupción nos conduce a dos temas de gran  importancia: el primero es  la determinación de cuáles son  los contextos o  instituciones que conduce" o facilitan que un servidor público rompa  leyes para su propio beneficio,  segundo es la forma en que se construye culturalmente la relación entre la persona, el Estado y el mercado. El primer tema nos ayuda a comprender las artes del Estado y sus relaciones con la formación de diversas clases sociales. El segundo nos permite estudiar las formas en que los ciudadanos y las instituciones estatales se construyen el uno al otro. 

Panorama de la relación entre los discursos  acerca de la corrupción, la construcción cultural de las personas,  y la formación del Estado en la historia de México  Ya  hicimos  notar  que  la  crisis  actual  del  Estado  mexicano  ha  ocurrido  en  un  contexto  amplio  de indignación y preocupación por la corrupción y por la decadencia moral. En realidad, todos los grandes momentos de  transformación  social  son  también momentos de  redefinición de  la  corrupción y de  su importancia. Veamos algunas de estas transformaciones someramente para ubicar  las preocupaciones contemporáneas en una perspectiva histórica mayor. 

El  primer  punto  de  partida,  que  es  quizá  también  el más  evidente,  es  que  a  lo  largo  de  la  historia mexicana se han utilizado discursos acerca de la corrupción para diseñar nuevos proyectos políticos, así como también para explicar por qué los proyectos viejos han fracasado. Así, por ejemplo, en tiempos de la  Conquista  española  los  curas  y  hombres  de  Estado  presentaban  propuestas  para  castigar  y  para reformar  a  los  indígenas  con  base  en  la  noción  de  que  en  América  el  diablo  había  corrompido  la verdadera  fe,  dando  como  resultado  la  idolatría,  el  sacrificio  humano,  el  canibalismo,  etcétera.  La encomienda es un ejemplo de una  institución  cuya  razón de  ser  fue  justificada en estos  términos:  la tutela moral de un español era intercambiada por el tributo y el trabajo de un indio. Las concesiones que se  le hicieron a  las diversas órdenes  religiosas de  la época  son más de  lo mismo. El  indígena, débil y corrompido, sería reformado en una nueva sociedad, y así se serviría el interés no sólo de los españoles, sino también de los indios, de Dios y del rey. En pocas palabras, el discurso que retrataba las creencias y prácticas  religiosas  y  sociales  de  los  indígenas  como  corrupciones  de  la  verdadera  fe  se  utilizó  para legitimar el orden colonial. 

Un par de décadas después del contacto inicial entre españoles e indígenas, surgió un segundo discurso acerca de  la corrupción: se trataba de una preocupación entre algunos españoles por el desorden que 

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siguió  a  la  Conquista,  de  una  corrupción  de  los  indígenas  no  sólo  por  la  tenacidad  de  sus  vicios ancestrales, sino también por los abusos que sufrían a manos de españoles. En este sentido vale la pena notar que en  la  ideología hispana  la violación  también corrompe, ya que destruye  la pureza virginal y ubica  a  la  mujer  mancillada  en  el  terreno  de  la  sexualidad.  De  la  misma  manera,  surgió  una preocupación por la corrupción de los propios españoles debido a los malos usos, a las tentaciones del poder  y  de  la  riqueza,  así  como  a  influencias  diabólicas  que  podían  venir  de  fuentes  indígenas, judaizantes o protestantes. 

 

Era  tal  la preocupación que había por  estas  formas de  corrupción que  el diseño mismo del  régimen colonial fue adecuado para hacer cara al problema, y la Corona manifestó un interés acucioso en separar las  "repúblicas  de  indios'1  de  la  de  los  españoles,  intentando  siempre  mantener  un  esquema  de segregación urbana entre españoles e  indios, y fomentando que  los españoles trajeran a sus esposas y colonizaran al nuevo mundo con ellas. En términos generales, el miedo a la corrupción producida por la colonización se expresaba en un discurso sexualizado, a través de imágenes como la del vagabundo (que era  visto  como una amenaza a  las buenas  costumbres,  y que era hipermasculinizado),  como  la de  la mulata  (dominante  y  también  hipersexualizada),  o  en  la  imagen  de  la  descendencia  degenerada  e idiotizada de  las mezclas entre españoles,  indios y negros. Todo el discurso y las ansias en torno de las mezclas raciales forma parte, en esta época, de un repertorio de trasgresiones del orden cristiano ideal que habían intentado implementar los reyes a través de sus proclamas y leyes.' 

Así, el paso de la era temprana de contacto cultural entre españoles e indios ‐que se caracterizó por la producción de un discurso propagandístico acerca de lo maravilloso y por el auge tanto del humanismo como de  un  fervor  apocalíptico  en  la  Iglesia‐  a  la  era  "barroca"  ‐caracterizada por  la  rutinización  de relaciones de dominación, por  la separación entre repúblicas española e  india, por  la consolidación de latifundios  de  españoles,  y  por  un  sistema  de  educación  y  de  vigilancia moral  que  echaba mano  de rituales  intrincados  y  de  una  profusión  de  imágenes‐  puede  ser  visto  también  como  el  paso  de  un discurso de corrupción, que hacía hincapié en las viciadas creencias indígenas, a uno que se centraba en el contacto cultural mismo. 

Esta nueva preocupación por la corrupción en las colonias se volvió más aguda cuando las esperanzas de lograr una monarquía universal bajo la tutela del rey de España disminuyeron. A partir de la década de 1570, y ciertamente después de la derrota de la Armada Invencible, el mundo hispano entró en una fase defensiva, donde quedaba  claro que  tendría que  coexistir  con otras potencias  rivales,  algunas de  las cuales  eran  protestantes.  Por  ello,  el  discurso  de  la  corrupción  que  he  llamado  aquí  "barroco"  para distinguirlo  del  de  la  era  temprana  de  la  Conquista,  detallaba  y  clasificaba  angustias  relativas  a  la importancia  de mantener  impermeables  las  fronteras  del mundo  católico.  La  corrupción  apuntaba  a preocupaciones tanto internas como externas: los reyes prohibieron desde muy temprano que entraran a América judíos conversos o moros, o esclavos "ladinos", para evitar la corrupción desde adentro. Por otra parte,  los puertos, según  las Leyes de  Indias, eran verdaderas zonas de cuarentena y se prohibía que  los  extranjeros  que  tuvieran  permiso  de  comerciar  se  adentraran más  allá  de  los  puertos.  Así, mientras  las utopías de  lo maravilloso y de  la universalización de  la cristiandad que caracterizaron a  la Conquista  fueron  acompañadas de un discurso  acerca de  la  corrupción del  indio que no  tenía  tutela 

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española, el mundo barroco  se  caracterizó por un discurso en  torno  a esta que  afectaba  tanto  a  los indios como a los españoles. 

Solange  Alberro  (en  este  volumen)  lanza  una  advertencia  en  contra  del  uso  anacrónico  del  término "corrupción" para la era de los Austria. Al‐berro nos muestra que la noción de ésta como un crimen en contra del bien público estaba ausente en aquella época, y que aquello que la mentalidad moderna une en  la categoría de "corrupción" en esa época se disgregaba ya fuera en  la categoría de pecados contra Dios o bien en la de crímenes de desobediencia al rey. 

Se trata de una aclaración de suma importancia que nos guarda contra el uso ahistórico del término. La relación entre el Estado y lo público no era la misma que la que se da en la era moderna. Sin embargo, ello no significa que no haya habido un cierto concepto de servicio público en los siglos XVI y XVII, ni que el cohecho o que los conflictos de interés de los oficiales de la Corona no fuesen percibidos como puntos de  interés  cardinales  para  la  administración  del  imperio.  Todo  lo  contrario, muchos  comentaristas modernos  han  querido  imaginar  a  la  corte  virreinal  como  un  régimen  patrimonialista,  cuando  eN  la realidad el rey hizo lo que pudo para marcar una distancia entre los intereses familiares de sus oficiales (incluyendo al virrey) y los intereses de| reino. 

Así, por ejemplo, Felipe  II dictó una  serie de ordenanzas  ‐que posteriormente  fueron  incluidas en  las Leyes de Indias‐ respecto de las obligaciones que tenían los traductores reales en las cortes de las Indias. Entre dichas obligaciones, había una (la ley III) que prohibía que los intérpretes recibieran regalos ni de españoles ni de indios; otra (ley VI) que prohibía que los intérpretes escucharan casos judiciales en sus casas  y  les  ordenaba  que  hicieran  su  trabajo  en  edificios  públicos,  es  decir,  en  la  Audiencia.  Una ordenanza más tardía, de Felipe IV, buscaba evitar que los gobernadores usaran a sus propios sirvientes como traductores reales (ley XIII).4 

En cada uno de estos casos, la Corona se preocupa por evitar que haya traslape entre la esfera privada y familiar del traductor y sus obligaciones Como  instrumento  imparcial de  la  ley. Asimismo, Felipe  IV en 1660 encuentra necesario volver a lanzar una ley, que ya existía, impidiendo que los virreyes lleven a sus hijos consigo a  las Indias: "Y mandamos, que por ninguna causa, ni con ningún pretexto, se altere esta disposición ni se dispense en ella."' Por otro lado, una ley de 1591 firmada por Felipe II ordena que los virreyes alberguen en su palacio y que eduquen a  los hijos y nietos de  los conquistadores y primeros pobladores para que éstos aprendan urbanidad y obtengan una buena educación. 

Mi objeto al revisar algunas de estas  leyes  (y hay muchas más que apuntan en  la misma dirección) es que los reyes de España, de Carlos V en adelante, se preocuparon por trazar una línea clara que dividiera los  intereses  familiares  y privados de  sus oficiales, de  los  intereses de  la  justicia  y del mejoramiento material y espiritual de las repúblicas. En este sentido está claro que la Nueva España no es exactamente una  sociedad  patrimonial  y  cortesana,  ya  que  por  una  parte  la  región  carecía  de  una  nobleza  en  el sentido  pleno  de  la  palabra,  y  por  otra  parte  el  virrey  no  era  simplemente  un  pequeño  rey." Posiblemente debido a esto, los crímenes de desobediencia al rey también podían ser entendidos como crímenes contra el "público", aun cuando éste estaba dividido en los grandes estados de la sociedad (el clero, el ejercito,  las repúblicas de  indios,  la república de  los españoles). Es decir, que existen algunos aspectos  compatibles  entre  las  ideas Habsburgas  respecto  de  la  desobediencia  al  rey  y  las  nociones burguesas respecto de la violación del interés público. 

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Las  reformas  borbónicas  de  mediados  y  fines  del  siglo  XVII  fueron  acompañadas  por  un  cambio significativo  en  el discurso  acerca de  la  corrupción.  Estas  reformas  apoyaban,  entre otras  cosas, una tendencia a vender menos puestos políticos a  los miembros de  las élites  locales, quietándoles alguna medida de control sobre el comercio, y fortaleciendo a una burocracia profesional y asalariada. No debe sorprendernos,  entonces,  que  los  reformadores  hayan  tendido  a  retratar  a  los  oficiales  tradicionales como egoístas, ignorantes, o mezquinos. Como habían comprado sus puestos y como tenían inversiones en  intereses  económicos  locales,  la  vieja élite no podía  actuar  como  verdadero  representante de  los intereses de la corona, y eran, por lo tanto, una de las causas profundas de la decadencia imperial. Así, mientras  anteriormente  "corrupción"  se  refería  a pecados  individuales  (que,  en  su momento, podían requerir acciones gubernamentales!,  la corrupción en el siglo XVIII se comenzó a referir a una  idea de bien público, y el bienestar público estaba atado a la administración pública. 

Los reformadores de la era de los Borbones también veían en el ritual de la Iglesia barroca una forma de corrupción que estaba diseñada para mantener a la gente en un estado de ignorancia y para enriquecer a las órdenes regulares. Así, el retrato que hacían los ideólogos de un despotismo ilustrado del antiguo régimen era el de una sociedad que había sido gobernada en lo material por los intereses estrechos de las élites  locales y en  lo espiritual por una  Iglesia oscurantista que prefería el culto a  las  imágenes y  la elaboración ritual a la educación, la ilustración y el fomento de la industria de los sujetos del reino. 

La  idea  de  una moralidad  pública  cuya medida  y  fin  era  el  bienestar  general  del  reino,  se  estaba formando desde  los  inicios del  siglo XVII,  como puede  verse en  los  cambios en  la manera de definir legalmente  la prostitución, que en este periodo pasó de  ser considerada un pecado a  ser  sancionada legalmente como una ofensa pública. 

Por  otra  parte,  el  discurso  ilustrado  de  los  Borbones  eventualmente  fue  también  cuestionado  por algunos sectores de las élites criollas. Las reformas borbónicas y la expulsión de los jesuitas significaron la separación de las élites criollas de muchas de sus posiciones de liderazgo tanto en la Iglesia como en el gobierno.  Los  criollos  respondieron enalteciendo  su  fervor patriota y, en algunos  casos, dándole  la voltereta al discurso oficial acerca de la corrupción. En el periodo colonial, la lealtad estaba relacionada, en el  terreno de  lo  ideal, con  la pureza de sangre, misma que era una demostración de una  fidelidad histórica al rey y a la religión. El patriotismo criollo buscó demostrar que los mexicanos eran tan fieles a la religión como los peninsulares (los cultos a imágenes tales como la de la Guadalupe fueron utilizados para  esto)  y  también  comenzaron  a  sugerir  que  el  control  de  los  peninsulares  sobre México  estaba motivado  por  la  ambición  y  la  avaricia,  antes  que  por  una  voluntad  civilizatoria.  Debido  a  ello,  la categoría de "extranjero" comenzó a aplicarse, en algunos círculos reducidos, ya no sólo a quien venía de fuera de la gran España, sino también a los gachupines que buscaban acrecentar su riqueza minando la de los mexicanos. Así, este discurso emergente formó parte de un nuevo nacionalismo: la corrupción era aquello que minaba la fuerza de la patria, y la impureza de lo extranjero, ya no era sólo el resultado de diferencias entre protestantes y católicos, sino que, de manera creciente, se derivaba de la intención avasalladora del coloniaje. 

No  hay  necesidad  de  detallar  todas  las  transformaciones  más  recientes  de!  discurso  acerca  de  la corrupción, pero  sí cabe detenernos brevemente en algunos puntos de  interés. Evidentemente,  la de Santa Anna fue importante para las formulaciones de las reformas liberales de mediados del siglo xix, así 

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como también fue importante la crítica de la corrupción porfirista para el desarrollo de la ideología de la Revolución. Es quizá un poco menos obvio que, en general, cada régimen del México moderno ha tenido su propio tipo característico de corrupción. El modelo de ésta en el PRI, hasta los años ochenta, funcionó relativamente  bien  y  de  acuerdo  con  un  modelo  de  modernización  y  de  economía  propiamente nacional.  La  crítica  de  la  corrupción  y  de  la  ineficiencia  de  esta  economía  fue  parte  de  la  discusión política  que  sustentó  las  reformas  de  los  presidentes Miguel  de  la Madrid  y  Carlos  Salinas.  Por  otra parte, la corrupción que manó de las privatizaciones de las industrias paraestatales bajo las presidencias de estos últimos, ha dado pie a otro discurso acerca de la corrupción que busca volver a un modelo de economía nacional. 

Así, estos discursos se han transformado y han sido movilizados en cada uno de los principales periodos de  cambio  económico  y  político  de  la  historia  de  México.  Más  aún,  cada  nuevo  discurso  plantea variaciones respecto de la imagen del Estado, de sus sujetos, y de la relación ideal entre éstos. Así, por ejemplo, la mezcla entre españoles e indios era vista como una forma de corrupción en el siglo xvi. Esto se  debía  a  que  el  cuerpo  político  estaba  siendo  construido  a  partir  de  grupos  sociales  que  eran identificados  en  términos  de  "sangre",  y  que  estos  grupos  se  tenían  que  organizar  de  modo  que reprodujeran una jerarquía. La preocupación por la corrup‐ción a partir de la mezcla sanguínea ya no es importante  en  el  siglo  xx, porque  la nación  entera  es  imaginada  como  si  se  tratara de un  individuo, mestiza toda ella. Por esta misma razón, hoy en día la corrupción individual siempre puede representar la de la sociedad entera, lo que no era tan cierto en buena parte del periodo colonial. 

Un ejemplo  final puede  servirnos para  redondear esta  idea.  La  imagen del Estado nacional,  como un cuerpo mestizo que sintetizó la cultura y la historia española e indígena, quedó erosionada después de 1982  por  el  debilitamiento  del  Estado  proteccionista,  que  es  un  proceso  que  ha  llevado  a  la mercantilización de buena parte de  los bienes que se habían considerado patrimoniales,  incluyendo  la tierra  y  la mayor  parte  de  las  compañías  que  habían  sido  estatales.  Resultado  de  ello,  es  que  los productos tradicionales son sustituidos por artefactos hechos en el extranjero, o que son producidos en México con especificaciones orientadas a su consumo en el mercado internacional, cortando así algunos de sus lazos con las tradiciones históricas de México. Por estas razones, la mercantilización de la cultura genera cierta clase de hibridez cultural que puede ser vista como una amenaza a  la pureza del cuerpo político y, por tanto, como una fuente de corrupción. 

En conclusión, los discursos políticos respecto a la corrupción nos ofrecen pistas importantes acerca de la naturaleza de diversos proyectos  reformistas. Más aún, aunque  la corrupción en abstracto aparece como una constante en la historia de México, sus definiciones y su sentido político y cultural han variado de manera importante. 

 

Tecnología y economía de la corrupción. 

Las imágenes de la corrupción han ido transformándose, tanto desde el punto de vista de lo que critican como en  cuanto a  su  virulencia.  La historia de estas  transformaciones  se  liga de manera directa a  la historia de los diversos proyectos reformistas. La corrupción en dichos contextos ¿urge como un aspecto especialmente punzante y poderoso del lenguaje político que sirve para condenar a un grupo dominante 

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o  para  condenar  un  statu  quo.  Sin  embargo,  el  papel  central  de  la  corrupción  en  los  discursos reformistas y revolucionarios no agota  la  importancia del  fenómeno. Es  también relevante  la cuestión práctica  respecto de  los efectos de prácticas corruptas en  la economía nacional. Hay dos aspectos de esta  cuestión  que  nos  preocupan  aquí:  la  importancia  de  apropiaciones  privadas  de  las  funciones estatales para el mantenimiento del aparato estatal en sí mismo, y el significado de estas apropiaciones privadas  para  los  procesos  de  formación  de  clases  sociales.  Los  trabajos  di  este  libro  tratan  varios aspectos  específicos  de  estas  dos  cuestiones,  de modo  que  posiblemente  resulte  útil  un  panorama general de la cuestión. 

El caso de la apropiación de la maquinaria del Estado por particulares ha sido de una importancia clave para la expansión del Estado mexicano, y esto desde los inicios del Estado español hasta nuestros días. Los  procesos  de  Conquista  son  un  buen  ejemplo  de  una  combinación  entre  empresa  privada  y construcción  de  Estado.  Los  conquistadores  combinaban  en  su  empresa  intereses  particulares  con intereses  de  Estado  en  varios  aspectos  de  su  praxis;  títulos  tales  como  el  de  adelantado,  tesorero, capitán o escribano, eran otorgados por la Corona. El papel del escribano, en especial, da ciertas pistas para comprender la relación intrincada entre empresas particulares y la formación del Estado, ya que su papel era el de  legalizar  y documentar  los eventos de una  campaña, desde  la proclama que  le daba posesión legal al rey de las tierras descubiertas, hasta el registro de las órdenes que daba un adelantado o  las objeciones a estas órdenes que podían tener sus  lugartenientes. Estos documentos y el relato de testigos  eran  a  veces  utilizados  en  juicios  en  contra  de  algún  conquistador  de  vuelta  en  España,  y muchos soldados pasaron años amargos debatiendo sus acciones en el Nuevo Mundo en  la Audiencia, entre ellos el propio Colón, Cortés, Cabeza de Vaca, Pánfilo Narváez, y varios más. 

Si  los  conquistadores  veían  como  necesario  el  mantener  a  los  escribanos  de  la  Corona  en  sus expediciones, y si creían que la presencia legal y oficial era necesaria aun en la anarquía de la Conquista, era sin duda porque estaban convencidos de que pertenecían a un imperio que llegaría a América con o sin ellos, por lo cual no podían darse el lujo de una ruptura absoluta con la Corona y preferían, en vez, ser la punta de lanza de la expansión. Sin embargo, este hecho no impide que saquemos, también, una conclusión  contraria y  complementaria, que es que el Estado español no podía ejercer un verdadero control burocrático  sobre  el proceso de  expansión  imperial,  porque no  tenía  los  recursos necesarios para  financiar  y  recompensar  a  sus  soldados.  Así,  tenemos  que  la  apropiación  privada  de  funciones públicas está en los orígenes del Estado moderno en América.8 

Este hecho es ilustrado de manera aún más notable en el caso de algunas de las instituciones estatales más antiguas de América, como  la encomienda, que era, simultáneamente, una  institución que servía para  distribuir  trabajo  de  indios  a  individuos  que  habían  servido  a  la  Corona  (es  decir,  a  los encomenderos), y un mecanismo para encomendarle funciones estatales básicas a  individuos en áreas en las que el Estado tenía poca injerencia directa. Desde este punto de vista, la encomienda puede ser entendida como una estrategia para  la formación de un Estado, basada en  la apropiación  individual de funciones estatales ‐hecho que puede ser comprobado por la práctica que hubo de irlas eliminando en cuanto  había  una mayor  densidad  de  españoles  y  de  instituciones  estatales  en  una  región‐. Así,  fue eliminada  en  las  zonas  más  ricas  y  pobladas  de  la  Nueva  España,  pocas  décadas  después  de  ser implementada; mientras que en áreas periféricas,  como en el  caso de Yucatán,  la encomienda  siguió existiendo hasta fines del siglo XVIII. 

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El proceso  en que  se privatizan primero  las  funciones  estatales para  con  ello  lograr  la  expansión de dichas  funciones  a  nuevas  zonas  y  en  que  luego  estas  mismas  funciones  son  controladas  por funcionarios públicos, no es siempre un proceso lineal ni simple. Esto se debe a dos factores: a que las funciones estatales se están expandiendo continuamente y el estado se ocupa cada vez de más aspectos de  la vida social, como  la educación,  la salud, etcétera. De ahí que  la definición de "bien público" está siendo  revisada  frecuentemente  lo  que  implica  adaptaciones  y  acrecentamiento  o  reducción  de instituciones públicas. En  segundo  lugar,  la burocratización  tampoco es un proceso  lineal, porque  los movimientos  sociales  y  las  grandes  transformaciones  económicas  pueden  dislocar  a  la  burocracia estatal. 

La  privatización  de  funciones  estatales  ha  acompañado  tanto  a  los  procesos  de  expansión  estatal  a nuevas áreas de la vida social (la expansión a la medicina, a la educación, a la vigilancia de condiciones laborales, etcétera), como a la expansión estatal hacia nuevas fronteras geográficas. Esta última clase de proceso ha sido bien documentado por  los historiadores del porfiriato y de  la Revolución en el norte y en el sur de México. La primera clase de proceso de expansión ha sido documentado aun de manera más fragmentaria, aunque sabemos algo acerca de las apropiaciones patrimoniales de ciertos gobiernos locales o estatales a principios de este siglo, de la importancia de! caciquismo en el proceso histórico de reforma  agraria, de  la  relación  entre  el pago  al  gobierno  y  la  regulación  jurídica del  llamado  "sector informal" y otros casos varios. 

En México,  los momentos  principales  de  extensión  y  expansión  del  aparato  estatal  ocurrieron  en  la segunda mitad del siglo xvi, en la segunda mitad del XVM, en el último cuarto del xix, y a partir de 1940. Los momentos más importantes de subversión de las funciones y funcionarios estatales ocurrieron en la primera mitad del siglo xix, durante la Revolución mexicana, y en los procesos de privatización iniciados a partir de la crisis de 1982. 

Estos  procesos  de  auge  y  de  contracción  de  las  instituciones  conllevan  una  dialéctica  compleja  de control  social  en  que  los mediadores  políticos  ‐llámense  líderes  informales  o  caciques‐  luchan  por espacio político  con  los burócratas del Estado.  Se  trata de una  relación de  competencia que ha  sido discutida en detalle en la literatura antropológica e histórica y a la cual se aludirá en repetidas ocasiones en este libro.9 Sin embargo, justamente, por la alta calidad de los trabajos que ya han sido escritos sobre esta temática, escogimos dar más atención en este libro a la relación entre la corrupción y la formación de clases sociales. 

En un ensayo útil acerca de la corrupción política, Fernando Escalante resume el tipo de trabajo que se logra a través de ésta. "En términos generales", nos dice: "es posible derivar las diferentes condiciones materiales de una explicación  sintética del  sentido de  la  corrupción  como mediación para  salvar una brecha  entre  el  orden  jurídico  y  el  orden  práctico,  vigente  socialmente"  (1989:  333,  cursivas  en  el original). De ahí enumera cinco funciones de mediación de la corrupción: 

 

1. Mediación  entre  los  atributos  formales  del  poder  estatal  y  las  necesidades  reales  de  control social.  

2. Mediación entre el poder real social y el poder político formal.   

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3. Mediación entre las dinámicas del mercado y los reglamentos /jurídicos. 4. Mediación entre los recursos administrativos de una institución burocrática y la demanda social 

para sus servicios. 5. Mediación  de  la  tensión  provocada  por  la  relación  entre  impunidad  de  fado  de  ciertos 

personajes y las responsabilidades de los servidores públicos. 

Algunas  de  estas  funciones  surgen  principalmente  de  los  conflictos  en  el  sistema  de  representación política,  mientras  otras  apuntan  a  la  relación  entre  las  instituciones  del  Estado  y  la  dinámica  de producción y de formación de clases sociales. 

Para poder investigar los nexos entre la corrupción y la formación de clases sociales es necesario analizar la relación entre las transformaciones de la actividad Económica y el papel de los reglamentos jurídicos y de  las  instituciones  gubernamentales  en  la  formación  de  las  clases  sociales.  Las  tecnologías  de  la corrupción  (que  forman parte de  la historia de  la administración pública y  su posición en  la actividad económica más general  también requieren atención especial. Por ejemplo,  la posibilidad de  regular el comercio  internacional ha  sido una prerrogativa  tradicional del Estado, y el  contrabando ha  sido una fuente  igualmente  tradicional de  recursos  corruptos para oficiales.  Sin embargo,  las  implicaciones de esta  observación  general  eran muy  diferentes  en  la  época  en  que  los  comerciantes  importadores  y exportadores  eran  la  clase  social  más  rica  de México,  lo  que  significó,  por  ejemplo,  en  la  era  de sustitución  de  importaciones,  es muy  distinto  a  lo  que  significa  hoy,  bajo  el  régimen  neoliberal  de apertura  comercial.  Durante  los  tiempos  coloniales,  los  monopolios  comerciales  (los  "consulados") tenían nexos muy  concretos  con  la organización del  Estado  y  eran,  en  su  conjunto,  la más  alta  élite económica de México. En ese contexto, el contrabando podía amenazar a la organización política. Hubo un  caso,  el  de  la  región  de  La  Plata,  donde  se  creó  un  virreinato  especialmente  para  canalizar  los recursos comerciales que operaban como contrabando y evitar, así, una erosión del gobierno colonial en la  región.  Los organismos  gubernamentales que  trataban  con  el  contrabando podían  recibir  ingresos jugosos de clientes de toda índole, siempre y cuando se mantuviera un nivel aceptable de control sobre dicha actividad. En la era pos revolucionaria, en cambio, el gobierno comenzó a apoyar el desarrollo de una burguesía industrial nacional y de empresas estatales. El hecho de que el gobierno monitoreaba la inversión extranjera y limitaba la proporción de acciones que podían tener los extranjeros en compañías nacionales, significó que el gobierno podía también ocupar funciones de mediación entre las compañías multinacionales y el movimiento obrero,  favoreciendo  la  formación de  sindicatos dependientes y una cierta cantidad de gasto social dirigido al sector industrial sindicalizado. 

Esta situación ha cambiado en gran medida hoy, cuando al gobierno le resta relativamente poco poder sobre  los  inversionistas extranjeros y sobre el comercio  internacional Las fuentes de  ingreso corruptas para  funcionarios  dependen  cada  vez más  del  narcotráfico  y  de  la malversación  de  fondos  públicos, separando  así  las  formas  de  acumulación  de  los  políticos  de  los  intereses  directos  de  las  clases industriales. 

Por otra parte, al  igual que en Europa oriental,  la venta de empresas estatales ofreció oportunidades únicas para  la creación de una nueva generación de  industriales que  tienen  lazos cercanos a políticos corruptos.  Pese  a  la  opinión  de  buena  parte  de  la  prensa  financiera,  la  privatización  no  resulta  de manera automática en mayor eficiencia. Así, por ejemplo, los diferentes momentos en que el gobierno 

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mexicano ha tenido que salir al rescate de la banca privada le han costado ya a los mexicanos muchísimo más de  lo que  recibió el gobierno de manos particulares cuando privatizó  la banca hace apenas unos años.  En  otras  palabras,  la  privatización  bancaria  ha  pasado  la  factura  del  nesgo  empresarial  a  la ciudadanía, que  se ha visto obligada a presenciar el espectáculo de  la  transformación del patrimonio nacional en enormes fortunas privadas que han florecido en los últimos 15 años. 

Las preguntas generales en esta línea de investigación son: ¿cuál es la relación entre técnicas específicas de corrupción y la historia de las clases sociales en México? ¿Cuál es la relación entre fuentes corruptas de  ingreso y  los bloques dominantes que se han consolidado en  la historia moderna? ¿Cuáles son  las relaciones  entre  las  técnicas  de  la  corrupción  y  las  alianzas  entre  el  Estado  y  las  diversas  clases populares? ¿Cómo afectan  la escala y  las  formas de distribuir  los réditos de  la corrupción al modo en que operan  las  instituciones gubernamentales? ¿Cómo afectan estos mismos  factores a  la eficacia de dichas instituciones? 

 

Corrupción, hegemonía y la tradición pragmática del poder en México  Quisiera  concluir  estos  comentarios  anotando  ciertos  aspectos  de  la  relación  entre  corrupción  y representación política. Algo curioso de la historia política de México es que el derecho ha sido siempre reconocido como la codificación de ideales que tienen, en la práctica, que ser modificados pero que, a la vez, deben de  ser  sostenidos para  la edificación moral y el buen  funcionamiento de  la  sociedad. Este hecho ha  sido  frecuentemente encarnado en  la  figura de presidentes  aparentemente  todopoderosos que modificaban  cualquier  ley  a  su  antojo,  pero  que  a  la  vez  eran  los  guardianes máximos  de  la soberanía y de la Constitución. Se puede decir que hemos tenido largos periodos en los que ha reinado cierta  arbitrariedad  presidencial  por  encima  de  las  leyes.  En  algunos  de  estos  periodos  se  han desarrollado una serie de tradiciones, de artes y de artificios, de  la política que constituyen, en ciertos momentos, una serie de reglas no escritas. El hecho de que la corrupción del orden legal haya llevado en esos momentos a la invención de prácticas que se reconocen en el mundo político como reglas, es en sí mismo muy significativo. Operar al margen de  la  ley se convierte en parte reconocido y respetado del sistema, un sistema con su propia normatividad y su código doble.  Es posible que una discusión de estas "tradiciones pragmáticas" nos ayude a comprender la relación que guardan  las prácticas de  la corrupción con  la formación de hegemonía en  la sociedad, pues en México tenemos algunos periodos en los cuales una amplia gama de la sociedad cree que existe un sistema que tiene una serie de reglas y que funciona de manera previsible, y otros en que se percibe un caos. Ambos periodos  se  caracterizan  por  tener  altos  niveles  de  corrupción,  pero  la  estabilidad  de  los  arreglos políticos varía. En este  contexto, cabe preguntarnos: ¿cómo  se percibía  la  corrupción durante épocas caóticas? ¿En qué momentos se pasa de la corrupción caótica a arreglos más permanentes y guiados por normas informales? ¿En qué momentos ocurre que la corrupción comienza a minar la visión compartida de  un  sistema  de  reglas?  En  México  hemos  llegado  a  este  punto,  por  ello  las  respuestas  son apremiantes. 

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En un artículo periodístico de la época de la quiebra del sistema mexicano, el politólogo Rafael Segovia se quejaba de que "la  falta de credibilidad es hoy un  fenómeno generalizado, compartido por  todo el que tiene la holgura para leer, escuchar y ver, sin creer por un instante, en kTqúe leen, ven ¿escuchan, porque la incredulidad anida en todas partes, erosionando cada inteligencia, se infiltra y devora hasta las fes más firmes y mejor establecidas Ya no hay una búsqueda de la verdad, sino una búsqueda de la falta de verdad, una búsqueda del pecado en el hombre virtuoso, de o profano  en lo sagrado" (Reforma, 10 de noviembre*de 1995). Esta descripción notable de  los efectos de  la corrupción en  las verdades del Estado contrasta con  los efectos que ha  tenido  la corrupción en otros momentos de nuestra historia, cuando éstos han sido percibidos como  la evidencia de ciertos "arreglos" e  incluso de  la existencia de cierto pacto social. 

Los procesos mediante  los cuales  la corrupción comienza a ser percibida como una serie de prácticas que minan  un  sistema,  y  aquellos  en  que  las mismas  prácticas  son  percibidas  como  un  elemento indispensable para la construcción de un sistema son puntos de partida útiles para estudiar la historia de la hegemonía en nuestro país. La noción misma de una "tradición pragmática" apunta a  la  importancia que han tenido en nuestro país las formas de organización social que no pertenecen al orden normativo de  la política, y podría bien servirnos para entender  los mecanismos y conocimientos que han servido para mantener la paz en México. 

 

CONCLUSION. 

La corrupción es un tema que ofrece una perspectiva especialmente rica para  interrogar  la historia de los  sistemas  políticos.  Por  un  lado,  nos  permite  inspeccionar  las  brechas  que  se  dan  entre  el  orden normativo y las exigencias prácticas del poder v del mercado: por otra parte, nos ilumina la relación que se da en una cultura entre la construcción de la persona, del Estado y de la sociedad en General. 

 

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PIEDRA DE ESCANDALO 

APUNTES SOBRE EL SIGNIFICADO POLITICO DE LA CORRUPCION 

 

 

La CORRUPCIÓN parece ser uno de los temas más graves del fin de siglo. Ha aparecido de pronto como preocupación  apremiante,  inaplazable,  en  casi  todo  el mundo:  Brasil,  Venezuela,  Colombia,  parecen estar padeciendo  las consecuencias de una corrupción  inusitada,  lo mismo que  Italia, España. Francia, Japón o México. Los escándalos son conocidos y elocuentes. 

No es razonable, sin embargo, suponer que el fenómeno en sí sea algo nuevo y desconocido. Ocurre más bien que  con  las denuncias  y  la publicidad,  el  escándalo  es mucho más  frecuente. Como  si  la  gente hubiese caído en la cuenta de lo que venía ocurriendo o repentinamente lo encontrase intolerable. Cosa que tampoco parece muy sensata. 

Si evitamos las hipérboles, el asunto se aclara bastante. En primer lugar, no es "la gente'' quien descubre y  ventila  los  casos  de  corrupción  que  se  conocen  es  una  porción  de  la  clase  política, mezclada  de periodistas,  jueces, empresarios  y  agitadores más o menos marginales. En  segundo  lugar, no es  algo inédito y nunca visto; por el contrario, movimientos de moralización semejante suelen ocurrir con cierta periodicidad. 

La  gente  hace  eco  del  escándalo,  ciertamente.  Con  eso  cuentan  los  agitadores,  cuyas  acusaciones resultan  creíbles  con  facilidad  y  sirven  para  encender  los  ánimos  de modo  recurrente,  infalible.  Esa disposición es lo que convendría estudiar. 

Hablo,  en  particular,  de  la  corrupción  política:  ei  uso  de  los  recursos  y  atribuciones  de  los  puestos públicos para proteger o  favorecer  intereses particulares? mediante decisiones políticas. Dejo de  lado los pequeños  latrocinios en que  se ejercitan por  su cuenta burócratas de ventanilla, policías, agentes aduanales, porque responden a otra lógica y la actividad social hacia ellos es muy distinta. 

En las denuncias que son hoy tan frecuentes se supone, en principio, que la corrupción vulnera el interés público.  Un  término  ambiguo  es  éste,  pues  alternativamente  es  definido  a  partir  del  interés  de  los contribuyentes, el estado de derecho o el principio democrático. La diferencia no monta tanto: las tres fórmulas  resultan de otros  tantos  intentos de moralizar  la política  sometiéndola, bien a  las  reglas del mercado, a  los procedimientos  legales, o bien a  los  imperativos abstractos del bien común  inmediato, evidente, del autogobierno. 

Nuestras  instituciones y nuestra retórica política asumen por  lo general  ios supuestos de alguna de  las dichas tradiciones. Aceptan y refrendan la hostilidad hacia la política que se manifiesta en ellas de modo más o menos ordenado y razonable. Por eso no es extraño que, cada tanto, resurja el problema de  la corrupción; porque nuestro  idioma normativo más común no puede dar cabida a  las prácticas políticas que, siendo el mundo como es, no son reformables en lo esencial. 

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Esa hostilidad hacia  la política  es  cosa  vieja,  inevitable,  tan  inevitable  como  la política misma.  En  su origen está la desconfianza, el resentimiento hacia los poderosos; también el desprecio que inspiran en particular los pó7 líricos profesionales, carentes de títulos de nobleza o de otras virtudes excepcionales y heroicas; también, como lo vio Ortega, la resistencia a los pactos, a la negociación en que por fuerza ha de tomarse en cuenta a los otros, y más todavía: envidia, temor, suspicacia. 

Por  todo  eso  resultan  verosímiles  y muy  plausibles  las  acusaciones  contra  los  políticos  y  se  repiten periódicamente. Basta  llevar a  sus últimas  consecuencias el discurso de  cualquiera de  las  tradiciones ideológicas de Occidente para descubrir que la política, la de los políticos profesionales, es inaceptable. Por  caminos  distintos  han  hecho  el  mismo  hallazgo  Pou‐jade,  Berlusconi,  Perot,  Primo  de  Rivera, Fujimori, lo mismo que Hitler o Lenin. 

En la práctica, la corrupción es traducida por un desfase entre los usos y las leyes. Se elabora a partir de los sentimientos de hostilidad y desconfianza,  inconcretos pero ciertos, que he apuntado, y se articula echando mano de  los valoro de  las  tradiciones  republicana,  liberal o democrática que  son asequibles para la mayoría. No son necesariamente los valoro que. en efecto, norman la conducta cotidiana en una sociedad; están disponibles en un repertorio cultural aprovechable según la ocasión.: 

Por eso resulta que  los más graves escándalos sean, en un  inicio, desarados por agitadores y políticos. Son ellos quienes pueden aprovechar un descontento circunstancial, agitar el  fondo del resentimiento hacia  los  políticos  y  darle  forma  y  sentido  en  un  programa  concreto,  que  con  relativa  frecuencia  se reduce a un "quítate tú para ponerme yo"; pero eso es lo de menos. 

En lo que sigue no intento un estudio pormenorizado de todo esto; apenas se trata de un bosquejo de interpretación de los conflictos típicos entra las prácticas políticas y el idioma normativo dominante en el repertorio cultural de Occidente. 

 

Sobre la sacralización del estado de derecho 

 

Para  los modos habituales de explicar  y  juzgar  la política  tal parece que  lo único  real en ella  son  las abstracciones:  jurídicas,  ideológicas,  institucionales... De modo que todo se estropea cuando aparecen las figuras concretas de los políticos, que no son sólo vehículo de ideas o necesidades ni sólo agentes de un aparato, sino que tienen  intereses, pasiones y propósitos propios. La  idea misma de que exista una "clase política" resulta molesta. 

La forma más simple de tratar con ello se  le ocurrió a Jeremy Bentham, y consistía en suponer que  los políticos no eran en nada distintos a los demás hombres: 

No ha existido ni puede existir un hombre que pudiendo sacrificar el interés público al suyo personal, no lo haga. Lo más que puede hacer el hombre más celoso del interés público, lo que es igual que decir el más  virtuoso,  es  intentar  que  el  interés  público  coincida  con  la mayor  frecuencia  posible  con  sus intereses privados. 

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De lo cual se sigue que es forzoso imaginar artificios legales que faciliten el acuerdo según se dice, como lo han hecho en la práctica casi todos las constituciones modernas; una manera pragmática, digamos, de salvar Sería ésa una condición idílica, la del mañoso que, como dice Sciascia, no sabe que lo es, porque no hace sino portarse bien. Pero difícilmente puede darse hoy en día. Porque el idioma normativo de la modernidad, con su pareja sacralización del estado de derecho,  ha conseguido defenestrar a todos los demás y colocarse casi como única posibilidad razonable. 

Ocurre así, como bien ha visto Claudio Lomnitz, que  la denuncia de  la corrupción adquiere un carácter ritual.    Es  cosa  sabida,  tolerada  y  hasta  celebrada,  pero  que  es  obligatorio  condenar;  con  lo  cual  se convierte en el instrumento idóneo para razonar la sustitución de líderes y funcionarios, como que todos incurren en Taitas semejantes que, a pesarle su posible eficacia, son indefendibles. 

Ocurre así, como bien ha visto Claudio Lomnitz, que  la denuncia de  la corrupción adquiere un carácter ritual.12 Es cosa  sabida,  tolerada y hasta celebrada, pero que es obligatorio condenar;  con  lo cual  se convierte en el instrumento idóneo para razonar la sustitución de líderes y funcionarios, como que todos incurren en faltas semejantes que, a pesar de su posible eficacia, son indefendibles. 

La  sacralización  del  estado  de  derecho,  de  la  que  vengo  hablando,  no  supone  la  sacralización  de  la política. Ocurre, de hecho, lo contrario. Es consecuencia y producto de la vicia ambición de "moralizar" la política que, mirando la verdad de las cosas, antes o después exige su supresión.1' 

El  pensamiento  político moderno,  el  posterior  a  la  ilustración  sobre  todo,  no  ha  sabido  asimilar  la antinomia de ¡a política de que hablaba Ritter. En el empeño de negar su dimensión polémica e incluso bélica,  la mayor parte de  los  teóricos  la ha querido sólo ordenadora y benevolente;14 otros más, que han subrayado su naturaleza conflictiva hasta no ver en ella sino lucha, han querido que sea apenas un episodio en el tránsito hacia el orden verdadero. 

Algunos hay, y no son muchos, que reconocen la necesidad de la competencia entre partidos, para dar cuenta de la doble naturaleza de la política.16 Todos ellos, sin embargo, ponen la mayor atención en los medios para garantizar que de ahí resulte el bien común, el  interés público o  la cosa parecida que sea imaginable  en  su  mundo  conceptual:  la  moderación,  el  equilibrio,  la  fiscalización  recíproca,  la responsabilidad. 

La consecuencia es siempre la visión de un Estado que se imagina casi sólo como cosa jurídica, un Estado privado de su dimensión propiamente política Porque no se trata ya de que el gobernante procure ser insto y no tiránico, como podían  los pensamientos clásico y medieval, sino que su voluntad se disuelva en la legalidad. Se imagina, pues, un Estado que es derecho: pura objetivación de los intereses públicos, universalizables como justos y neutrales, un Estado que es el reverso teórico de la sociedad, hecha por la junta de egoísmos que componen el universo privado. 

De manera sintomática, el resultado es parecido en  la  formulación casi épica de Hegel o en el mucho más prosaico cálculo de preferencias sobre "bienes públicos" del modelo de Buchanan.1"' En uno y otro caso,  como en  todos  los que  cabe  imaginar entre  ambos, el Estado queda  forzosamente  situado por encima de toda particularidad, como algo moralmente distinto y superior. 

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En realidad, la imagen que nos hemos hecho de lo público para justificar nuestras instituciones políticas no deja otra salida. Para el radicalismo democrático, de estirpe "rousseauniana", existe sólo con la forma unitaria  y  global  de  la  voluntad  general;  para  el  radicalismo  individualista,  en  la  línea  de  Dewey  o Nozieck,  se  produce  por  la  agregación  razonada  de  lo  que  interesa  a  todos,  sumados  uno  a  uno,  o incluso por la agregación casi espontánea de preferencias. 

En cualquier caso, para los modernos, hasta llegar a Ravvls y Haber‐mas, la hipótesis del contrato como fundamento moral  del  orden  político  necesita  esa  separación  dedos  distintos  universos morales. Un contrato, es cierto, cada vez más abstracto y remoto que, en la matriz kantiana hoy dominante, viene a quedar en el conjunto de reglas de un procedimiento hipotético que ha de garantizar la universalidad de las  decisiones,  pero  que  siempre  necesita  que  lo  público,  para  serlo,  sea  preservado  de  toda contaminación por parte de lo privado. 

Todo esto nos deja siempre con el mismo problema: que hacer con  los políticos. Puesto que, para un modelo  semejante, el político  ideal no puede  ser muy distinto del burócrata: obediente y  controlado dondequiera; sujeto siempre al imperativo moral enunciado por el derecho. 

Por  cierto,  hay  en  ello  un  progreso  civilizatorio muy  estimable,  pero  como  todo,  no  deja  de  tener asperezas e inconvenientes. Entre ellos, la convicción de que el Estado, por su definición y por su origen, es fuente única del derecho,21 pero ése es, de momento, otro tema. 

   

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Sobre la caducidad de las instituciones  

 

La  sacralización  del  Estado  y  su  reducción  a mera  cosa  jurídica  hacen  casi  impensable  la  política,  y terminan por hacer de  la corrupción un producto de  la malignidad de  los políticos. Ocurre así que  su ambición o su avaricia quedan en el centro de  los razonamientos," de modo que  las virtudes privadas vienen a ser la condición del bienestar público. 

Es así incluso para quienes, convencidos de la incurable perversidad del género humano, imaginan todo tipo de artificios para limitar sus consecuencias en la gestión del Estado. 

Hay,  sin  embargo,  otra  forma  de  explicar  la  corrupción  que  no  necesita  un  chivo  expiatorio  de  esa naturaleza. Para una mirada, digamos, sociológica, no es cosa que dependa de los atributos personales de nadie en particular, sino condición casi necesaria del orden social. 

La más clásica explicación de las de este tipo es, por supuesto, la de Polibio. En su caso, la corrupción es obra  sólo  deja  historia;  las  formas  puras  de  gobierno  degeneran  natural  y  forzosamente  por  las debilidades de  los hombres en un ciclo cuyo curso es posible prever con  toda certeza. Salvo que una Constitución mixta consiga un equilibrio tal que lo detenga. 

Con más detalle, dijo algo parecido Salustio. Otra vez hay, en su argumento, un arquetipo, una  forma pura  en  el  origen,  se  corrompe  por  su  propio  éxito;  y  otra  vez,  no  cabe  atribuirlo  a  la malignidad personal de nadie. Es la sociedad entera la que se corrompe y, con ella, los hombres públicos. 

Pero la obra de Salustio ofrece una conjetura original sobre la que conviene reparar. La virtud y el buen gobierno  existían,  in  illo  tempore.  Porque  era  la  sociedad  rustica,  con  sobrios  placeres  y  limitadas riquezas. ÍM instituciones, en aquel entonces, exigían esfuerzos y sacrificios conformes con el modo de vida  de  un  pueblo  campesino,  hecho  a  las  fatigas  y  acostumbrado,  por  la  fuerza  de  las  cosas,  a  la solidaridad. 

No  era  la misma  sociedad  aquella que,  siglos después,  impuso  su dominio  sobre  la mayor parte del mundo conocido. La nueva riqueza produjo desigualdades y afán de notoriedad, puso a la mano placeres nuevos v, en general, trajo el gusto por una vida muelle y ociosas con todo lo esto las viejas instituciones perdieron sentido, como que contrariaban las inclinaciones y los usos habituales. 

En  una  frase,  Salustio  sugiere  que  la  corrupción  es  producto  de  una  contradicción  entre  la  ley  y  la costumbre un desfase, por hablar así, entre la moralidad efectiva y y lo que supone el orden institucional y  la verdad es que no hemos llegado mucho más lejos en las explicaciones veinte siglos después. 

Samuel P. Huntington, por ejemplo, ha querido dar cuenta de la corrupción en las sociedades atrasadas por  un  procedimiento  semejante.‐"  Según  su  argumento,  las  disparidades  del  desarrollo  social  y  la imposición  de  formas modernas  sobre  hábitos  y  relaciones  tradicionales  no  puede  sino  producir  un orden  deforme    contrahecho,  en  el  cual  la  corrupción  no  resulta  de  la  perversidad  de  nadie  si  no digamos de la fuerza de las cosas. 

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Lo curioso es que el mismo razonamiento que, en principio, debía explicar la peculiaridad del mundo en desarrollo,  podría  hacerse  para  el  caso  de  las  sociedades  más  desarrolladas  cuyo  desajuste  sería producto de  la obsolescencia del orden  institucional. De  su  incapacidad para  estar  a  la  altura de  las necesidades y las exigencias sociales. 

Vistas así las cosas, es la historia la que, por exceso y por defecto, origina la corrupción. El orden justo y virtuoso queda situado, otra vez, en algún lugar fuera del tiempo. Porque ni siquiera es del todo cierto que la república fuese como la imaginaron Salustio o Tito Livio. 

Las explicaciones que siguen un camino semejante  tienden a parecer escépticas, si no cínicas, porque encuentran la corrupción tan irremediable como el paso del tiempo, y tan extensa y difusa que no cabe señalar a ningún culpable; es cosa universal y.casi mecánica, y sin embargo, tienen un extraño parecido con los argumentos más militantes. 

Otra vez, la corrupción se hace visible por el contraste con una abstracción de dudosa realidad. Lo único que ocurre es que la virtud se ha vuelto casi imposible, porque esa armonía virtuosa entre los usos y las leyes es, por decir poco, precaria y problemática, cosa que obliga a suponer que el defecto está en  las instituciones, cuyas virtudes resultan impracticables. En las instituciones que siempre están en riesgo de ser desbordadas y que aventuro una hipótesis sólo serían del todo eficaces en una sociedad sin política. 

Dejo de lado, por ahora, la que podría llamarse "corrupción administrativa", el mínimo tráfico rutinario que  se produce alrededor de  las oficinas públicas, y que es producto natural de  la burocratización,2'' porque me  interesa  la  "corrupción  política",  la  que  compromete  a  los  políticos  en  el  ejercicio  de  su función propia. 

Por si hace falta, me apresuro a añadir que no es fácil trazar una frontera definitiva entre la corrupción accidental, administrativa, y la que es necesaria como recurso de gestión política. Porque la importancia relativa de las funciones públicas es siempre variable.30 

El  problema  que  surge  de  las  explicaciones  sociológicas  de  la  corrupción  es  extraña  ineptitud  de  las instituciones políticas para regular, de manera eficaz, el comportamiento de  los políticos. Su fragilidad digamos, o su caducidad que  las hace ser sobrepasadas casi sistemáticamente por  la  inercia de  la vida social.  Sobre  todo  porque  parece  que  eso  no  causa  mayores  problemas:  corruptas  y  todo,  las instituciones suden funcionar con una razonable eficacia para la reproducción del orden. 

Con  esto  podría  concluirse  que  la  virtud  no  hace mucha  falta,  al menos  no  la  virtud  que  imaginan nuestras  instituciones y no para mantener el orden. Pero ésta es cosa que necesitaría mayor reflexión. De momento, parece  cierto que nuestras  instituciones políticas  son defectuosas, porque piden  cosas imposibles e incluso contradictorias. 

Buena parte de ellas han sido imaginadas según la idea democrática, cuya virtud cardinal es la confianza. La  versión más  realista del uso  y  sentido de  los procedimientos  electorales puede  reconocer que,  si suponen en algo el "gobierno del pueblo", no es sino porque permiten seleccionar a quienes merezcan la confianza de la mayoría como gestores de los asuntos de interés público. 

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Pero eso obliga a suponer que, una vez en el cargo, quienes hayan sido electos sabrán hacer a un  lado sus intereses particulares, y que obrarán, en efecto, según lo exija el bien común o el interés general.'2 La ecuación que equipara  legalidad y virtud  tiene  sentido aquí  sólo por  la hipótesis de  la neutralidad institucional y por  la cadena argumentativa que vincula  las preferencias electorales de  la mayoría con alguna forma de interés público. Todo lo cual se viene abajo en cuanto aparecen los profesionales de la política, con su aparatosa máquina de partidos, agitación y publicidad. 

Las modernas "poliarquías" pueden ser, como quiere Dahl, una buena aproximación al modelo y nada más, pero es inocultable el desfase que hay entre su funcionamiento efectivo y los supuestos filosóficos que presiden el diseño de su aparato institucional. Los usos no pueden más que parecer abusos. Sobre todo porque, cuanto más realista es la idea que se tiene de los partidos, más exigentes las reglas que se les imponen. 

Cosa parecida ocurre con  toda  forma de parlamentarismo. Como bien  señaló, hace ya más de medio siglo,  Cari  Schmitt,  la  idea  de  la  discusión  racional  que  presta  el  fundamento  metafísico  para  las instituciones parlamentarias carece de sentido en la práctica política moderna. En este caso, como en el anterior,  el  acuerdo  entre  los  usos  y  el  espíritu  de  las  leyes  es  casi  una  hipótesis  contrafáctica,  una conjetura cuya realidad suele suponerse en un pasado más o menos impreciso, a la manera de Salustio. 

La  traducción  institucional  de  la  idea  democrática  y  la  idea  parlamentaria  son  impolíticas  porque necesitan suponer la neutralidad y la posibilidad de un acuerdo racional sobre el interés público. La idea liberal, en cambio, que informa otra buena porción de nuestras formas de organización, suele ser, en su propósito, anti política. 

En sus expresiones teóricas más radicales, el  liberalismo apunta hacia  la disolución de  la política por  la exigencia de la unanimidad como criterio de justicia." En general, sin embargo, el resultado es parecido en  cualquiera  de  sus  fórmulas,  porque  exigir  el  control  de  todos  quienes  ocupen  algún  puesto  de autoridad  mediante  la  estrecha  sujeción  de  las  leyes.  Su  virtud  cardinal  es,  por  supuesto,  la desconfianza, elevada a la categoría de principio de organización política. 

La  delimitación  legal  del  poder  es,  desde  luego,  condición  necesaria  para  la  existencia  de  la  política como  cosa pública.  Sin  embargo,  la política  es  irreductible  a  la  legalidad  y, por descontado,  cuantos mayores  sean  las  cortapisas  que  se  le  opongan,  será  menos  evitable  el  conflicto.  De  hecho,  el desiderátum de  la  institucionalidad  liberal es  la neutralización de  todo  interés particular en  la gestión pública. 

Sobre  todo  la  extensión  y multiplicación de  los derechos humanos,  los mecanismos  jurídicos para  la incorporación  de minorías  al  resto  de  la  sociedad  y  la  intervención  pública  para  el  bienestar  social complican más todavía el orden institucional. Con argumentos liberales, democráticos o republicanos se aumentan  las  exigencias  de,  digamos,  disciplina  institucional  sobre  el  poder  político,  con  lo  cual  se dificulta cada vez más la armonía entre usos y leyes. 

En cualquiera de  los casos,  las  instituciones son "desbordadas" por  la política de manera sistemática y casi  necesaria,  por  cuya  razón  una mirada  sociológica  atenta  siempre  encontrará,  en  la  raíz  de  la 

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corrupción,  el  viejo  desfase  que  señalaba  Salustio  entre  los  hábitos  y  necesidades  sociales,  y  las instituciones imaginadas para darles forma. 

Un desfase, hay que decirlo, que  los antiguos conocían también, y por cuya experiencia sabían que no siempre está  la virtud (y mucho menos  la virtud política) en el cumplimiento estricto de  la  ley. Porque los  jurisconsultos,  como decía Cicerón,  "en  todo derecho  civil abandonaron  la equidad,  retuvieron  las palabras  mismas”,    un  vicio  que  denuncia,  sin  necesidad  de  más  comentario,  el  ejemplo  de Epaminondas: 

En Tebas había una  ley que  castigaba  con  la pena de muerte a aquel que mantenía en  sus manos el poder por más  tiempo de  lo que  la  ley  le  concedía. Viendo  Epaminondas que esta  ley no  tenía otro objeto que  el de  servir  a  la  salvación del  Estado, no quiso que  en  esta ocasión  (en  la  guerra  contra Esparta)  fuera ella  la causa de  la perdición del mismo, y prolongó  su mandato en el ejercicio hasta 4 meses mas de lo que el pueblo le había determinado. 

   

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Sobre el mercado, la burocracia y la política    

Hasta  aquí  los  resultados  parecen  un  poco  pesimistas  y  también  un  poco  decepcionantes.  Las  ideas habituales acerca de  la corrupción provienen, si no  lo he visto mal, de  la sacralización del Estado que comportan nuestras formas de justificación del poder político: además si la corrupción es explicable por un desfase entre  los usos y  las  leyes, se debe concluir que se trata de algo universal y casi  inevitable^ Pero hace falta todavía explicar por qué ocurren así las cosas. 

Desde hace al menos dos  siglos, el  idioma normativo accesible para  "legitimar" el ejercicio del poder tiende  a  ser  abstracto,  racional  y  universalista;'19  de modo  semejante,  las  instituciones  que  hemos diseñado para  regular  la vida política aspiran a  sujetarla mediante  fronteras  rígidas y procedimientos generales que garanticen, de un modo u otro,  la exclusión de  los  intereses particulares de  la gestión pública. 

Una y otra cosa pone en evidencia una difusa, pero bien  reconocible, hostilidad hacia  la política; una vocación de acuerdo, de armonía, de transparencia, que no puede asimilar bien las turbias servidumbres de la política. 

Para entender del todo el asunto, habría que razonar una definición ajustada de la política, pero puede ser suficiente, por ahora, con un apunte breve. 

La  política  no  puede  conformarse  con  las  exigencias  de  unas  reglas  fijas,  universales  y  ¿abstractas, porque  su  tarea  es,  precisamente,  la  gestión  de  lo  accidental,  de  todo  lo  que  un modelo  racional necesita descartar como inasimilable. La política es decisión y negociación, y sólo en una pequeña parte rutina administrativa. Más aún, la política no tiene sentido relacionada con las hipótesis de neutralidad o desinterés, porque su materia propia son los intereses particulares y su motor específico es el interés de los políticos. 

Finalmente, la política no es algo que ocurra fuera de la sociedad, aunque lo haya imaginado así la teoría decimonónica.  Las  urgencias,  los  accidentes,  los  compromisos  y  enredos  de  la  política  son  los  de  la sociedad que, sin embargo, no se reconoce en ellos. 

La oposición de Estado y sociedad tuvo sentido mientras fue posible  imaginar un Estado neutral, como ajeno a  las pugnas confesionales, étnicas, económicas, de una sociedad "apolítica". No  lo tiene ya más en  los modernos estados "legislativos" que, como bien ha visto Cari Schmitt, necesitan suponer que el Estado es la "autorganización de la sociedad". En estas condiciones, la pretensión de limitar el poder de la autoridad pública  tiene  siempre algo de paradójico. Pero eso  sería materia de otro ensayo. Lo que interesa  aquí  es  que  esa  oposición muestra  con  toda  claridad  su  fondo moral  precisamente  ahora, cuando ha perdido su fundamento histórico. 

La  sociedad  no  se  reconoce  en  las  contingencias  de  la  política  y  sí,  en  cambio,  parece  demandar  la realización  de  los  más  impracticables  ideales  de  pureza.  En  particular,  imágenes  de  un  orden 

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enteramente  consensual  y  transparente  que  traducen,  acaso,  una  imprecisa  protesta  contra  la dominación, pero también una subterránea nostalgia tribal. 

Forman  parte  de  esa  historia  buena  cantidad  de  los  temas  del  radicalismo  liberal  y  democrático,  lo mismo que del socialismo en sus varias expresiones. 

Fuera de  las fantasías comunitarias, sin embargo, y de  los empeños de "moralización" de  la política de que  hemos  hablado  antes,  la  sociedad  occidental  ha  intentado  suprimir  lapolítica  por medio  de  dos procedimientos típicos: el mercado y la burocracia. En uno y otro caso se trata de mecanismos, digamos, sistemáticos, de organización de  la  cooperación y el  conflicto, mecanismos que  son, en  la  teoría, del todo impersonales y en el propósito auto regulados. 

Cualquiera de  las dos  formas  supone un   campo de  relaciones  regido por  reglas  formales  rígidas que excluyen, por necesidad, los arreglos y accidentes de la política. En esa espaciosa idea arraigan muchas de  las demandas de  reglamentación disciplinaria de  la actividad política o de gestión de materias de interés público mediante procedimientos de mercadeo. 

 El "gerente" es un sustituto moral plausible del político para el  imaginario colectivo de nuestro fin de siglo, última expresión del viejo desiderátum de que el gobierno de  las personas sea sustituido por  la administración de las cosas. 

Es  evidente  que  hay  que  tomar  cum  grano  salís  las  pretensiones  de  neutralidad  y  eficacia  de  tales mecanismos  sistémicos;  sin  embargo,  es  cierto  que,  en  la  práctica,  han  conseguido  resultados apreciables.42  Tanto  que  podría  pensarse  que  en  espacios  más  o  menos  extensos  las  sociedades desarrolladas  han  podido  prescindir  de  la  política,  sustituyéndola  por  automatismos  burocráticos  o mercantiles. 

Una hipótesis semejante ‐cuya verosimilitud no corresponde mostrar aquí‐ explicaría, por una parte,  la desigual distribución de  las prácticas  corruptas en diferentes  sociedades, pero mostraría  también  los límites del esfuerzo despolitizador por este camino. 

Hay sociedades, es cierto, donde la formalización rutinaria de los mecanismos sistémicos es inviable casi por completo: por la precariedad del mercado, por la falta de recursos administrativos o por la fragilidad del control político estatal. En ninguna, sin embargo, puede mecanizarse por completo el orden social. 

Una  interpretación  de  este  tipo  tiene  una  importante  ventaja  sobre  las  versiones  tradicionales:  no necesita que nadie sea especialmente virtuoso, porque el problema ya no es moral en ningún sentido, sino, con toda propiedad, mecánico. La "jaula de hierro" es una alternativa que se impone por la fuerza de las cosas, lo mismo que la lógica del mercado, una vez que pueden darse por resuellos los conflictos básicos sobre las reglas de mando y distribución. 

En todo caso, y cualquiera que sea su eficacia práctica, parece cierto que la fantasía popular les atribuye esa capacidad, a pesar de las quejas, inevitables, sobre los males de la despersonalización, el anonimato y la rigidez de las formas de la vida moderna,45 que no puede darse lo uno sin lo otro. 

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Por  lo  demás,  y  aparte  de  su  relativa  eficacia,  los mecanismos  sistémicos  tienen  sus  propias  zonas turbias; la creciente complejidad de la burocracia y del mercado hacen cada vez más difícil el imperio de reglas generales; como quien dice, termina resultando inevitable su politización, en particular allí donde parece necesario  controlar  su  inercia o moderar  alguna de  sus  consecuencias en nombre del  interés público. Siempre hay una porción del mercado que está políticamente estructurada, y una porción de la burocracia que obedece a lógicas políticas. 

En  resumidas  cuentas,  la  posibilidad  de  que  una  sociedad  se  convierta  en  un  sistema  autorregulado enteramente previsible es demasiado remota. Las fantasías de la ciencia ficción sobre la burocratización del mundo son sólo eso, fantasías. En el mundo tal como es, siempre será necesaria la política y que los políticos salven de algún modo la brecha entre los ideales (impracticables), las instituciones (caducas) y las  necesidades  sociales  (irreductibles  a  fórmulas  generales),  que  carguen  con  el  estigma  de  ser responsable de ese desajuste. 

 

 

A manera de conclusión 

 

     La  hostilidad  hacia  la  política  es  cosa  vieja,  y  hace  crisis  de manera  casi  cíclica.  Hasta  ahora,  sin embargo,  había  podido  articularse  con  la  forma  de  programas  políticos  más  o  menos  coherentes: liberales, democráticos o  socialistas; programas que  tenían el propósito declarado de  terminar con  la política e  instaurar el  imperio de  los  intereses generales de manera transparente e  inequívoca. Hoy no podemos hacernos más ilusiones. 

El fin de  la historia significa que, por ahora, y subrayo  la  índole provisional y transitoria del fenómeno, no hay grandes temas para  los políticos ni grandes esperanzas.45 Al aflojarse  la tensión  ideológica nos queda  delante  un mundo  casi  del  todo  desencantado,  donde  las  deformidades  de  nuestros  arreglos institucionales  se  imponen  casi  como una  fatalidad,  y  su  alejamiento de  las hermosas  ideas  con que queremos justificarlas resulta tan evidente como inevitable. 

No somos capaces, sin embargo, de vivir en el horizonte del puro pragmatismo ni de renunciar al ideal del estado de derecho, ni de construir ‐por ahora‐ de otro modo la imagen de lo público. No nos bastan los  argumentos mezquinos  para  defender  prácticas  y  arreglos mezquinos.  El  tema  de  la  corrupción surge, entonces, para  llenar ese vacío  ideológico, para dar de nuevo un sentido moral a  la política: es evidencia del desencanto con éste que parece el único mundo posible.