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vicente

The houze!

VIAJE A LOS ALPES: UN SUEÑO HECHO REALIDAD

Relato del Viaje de la Unión Ciclista Rodadores de Benicalap al Mont Ventoux y a los Alpes en agosto de 2012.

VIAJE A LOS ALPES: UN SUEÑO HECHO REALIDAD Vicente López Ibáñez

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1. INTRODUCCIÓN

Hace veintitrés años, el grupo británico Queen publicaba un disco bastante recordado. The Miracle no fue precisamente su mejor entrega, si bien dispone de algunas pequeñas joyas, anticipando lo que estaba por venir dos años más tarde: Innuendo, una obra maestra a la altura de sus trabajos más noveles, aquellos que fueron publicados entre 1973 y 1976.

Si The Miracle es especialmente reconocible, esto bien se debe en buena parte a razones estéticas. La portada en la que se funden las caras de los cuatro componentes de la banda simboliza la unidad. Esta característica se plasma más si cabe en el hecho de tratarse de la primera ocasión en que Freddie Mercury, Brian May, Roger Taylor y John Deacon iban a firmar conjuntamente la autoría de sus canciones.

Por otra parte, en las circunstancias en las que se grabó este disco no era difícil prever que bien podría ser el último. Quizás por ello, nos regalaron una majestuosa pieza de rock’n’roll impregnada de sinfonías orquestales, Was It All Worth It, en la que repasaban sus experiencias más significativas, incluso el hecho de haber conocido a Salvador Dalí. Este tema concluye con un Freddie pletórico, rebosante de satisfacción, respondiendo a la pregunta que se hacían una y otra vez… ¡Sí, valió la pena! It was worth it!

¿A qué viene todo esto? El pasado 8 de agosto, cuando concluimos nuestro maratoniano viaje, ya de vuelta por la Plaza de San Roque, mi estado de ánimo era muy similar al que plasmaba la canción. Habían sido muchos meses de preparación, desde diciembre de 2011, razón por la cual la explosión de júbilo final estuvo más que justificada.

Hace dos años tuve mi primera experiencia más o menos similar. Fue en los Pirineos, con Aubisque, Soulor y Tourmalet, además del suculento postre de Cotefablo, ya en la provincia de Huesca. El año pasado, a punto estuvo de repetirse una historia parecida; esta vez con Fernando, si bien al final no pudo ser.

2012 ha sido el gran año. Al fin y al cabo, los Pirineos no dejan de estar relativamente cerca. Para llegar a los Alpes es imprescindible acudir bien acompañado. Después de todo, por motivos que no vienen al caso, Fernando


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tampoco pudo venir. Lo sentí muchísimo, porque sé de buena tinta que es la persona con la que más he compartido las vivencias previas a este viaje. A buen seguro, nos podremos resarcir juntos en el viaje a Pirineos de 2013 y, dicho sea como avance, el de los Dolomitas en 2014. Sí, señores, dentro de un par de veranos nos esperan algunas cimas míticas italianas, y el Mortirolo no va a faltar.

Desde el primer momento quise contar con mi padre para este viaje. Dicen que de bien nacido es ser agradecido… No sé si será mi caso, pero quienes hayan tenido ocasión de leer los primeros (ya antiquísimos, diría yo) capítulos de este blog1, comprenderán que fuera un placer después de, entre muchísimas otras cosas que no cabe ni mencionar, haberle tenido durante años como coche escoba por los pueblos de la Serranía y del Rincón de Ademuz.

En cuanto a los ciclistas, asistimos siete en total.

Toni Castro es un fenómeno. Hace un año ni nos conocíamos. A lo largo de 2012, hemos compartido días inolvidables como las etapas de Alcoy y Ademuz, la Quebrantahuesos, el Stage de Teruel… y, por supuesto, la fabulosa aventura que nos ocupa.

José Luis Fernández, más conocido como “el murciano”, es un socio ya histórico de U.C. Rodadores por muchos motivos. Un crack encima de la bicicleta, y también sin estar con ella. No podía faltar a la cita el multicampeón de la Montaña, y el único que hasta la fecha conocía el Mont Ventoux. Con él vendría José Manuel, quien en este caso también responde al nombre de “Cacaíto”. Juntos forman una pareja de lo más curiosa, con dosis descacharrantes de vodevil a sus espaldas.

Miguel Ángel Granero nos visitó un par de semanas antes al club, en las etapas del Garbí y de L’Almarda. El baloncestista de Enguera era un tanto neófito en esto del cicloturismo y, tras experimentar con el triatlón, decidió probar con fuerza el ciclismo de carretera. Las circunstancias hicieron posible que pudiera ocupar el sitio que había dejado Fernando.

En enero, celebramos el cumpleaños de Pere. Medio en serio, medio en broma, no sé si fruto del entusiasmo y la confusión de la noche, Pere y Rober se comprometieron a venir al viaje. Cierto es que en 2003 ellos habían ascendido Tourmalet y Luz Ardiden con Jorge Córdoba. Por diversas razones, Moiso y yo 1 Este relato se enmarca dentro de la publicación del blog “A golpe de pedal” en la página web www.rodadores.com


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tuvimos que ausentarnos. Ahora, nueve años más tarde, dos de mis amigos de siempre en la peña, iban a enrolarse en la mayor de las aventuras.

Después de todo, aquella vieja promesa acabó haciéndose realidad. Para enorme regocijo de un servidor, Pere Mir y Rober Iniesto formaron parte de la expedición.

Éste no es un capítulo cualquiera de A golpe de pedal. Es El Capítulo. Hasta ahora, he participado en cuarenta y cuatro marchas cicloturistas, he subido puertos como los antes citados, o bien Lagos de Covadonga, Veleta, casi todos los de la Sierra de Guadarrama, y he protagonizado otras aventuras y desventuras por Cantabria, Teruel, Soria, Burgos, La Rioja y muchos otros lugares de la geografía nacional. ¡Incluso en China! Pese a todo ello, podéis tener por seguro que nada me ha satisfecho en la bicicleta tanto como esta experiencia.

Comprenderéis ahora la referencia a The Miracle. Por una parte, hace años parecía algo inalcanzable, pero ya veo que existen pocas cosas que no se puedan conseguir aplicando cierto empeño. Por otra, la conjunción de las caras en una sola… Si no hubiéramos sido un equipo, esto no habría sido posible. Por último, obviamente… Yes, it was worth it!

2. EL VIAJE A CARPENTRAS

El sábado 4 de agosto nos reunimos en la Plaza de San Roque. Nos dio tiempo a saludar a Diego, quien iba a salir en la etapa prevista con la peña por Valencia. Nos dirigimos a Tarragona, donde cambiaríamos la furgoneta de José Luis por otra de alquiler, una Mercedes Sprinter de 10.5 m3, en la que cupieron perfectamente las siete bicicletas, e incluso habríamos podido llegar a introducir unas cinco más.

Tras un pequeño refrigerio en Tarraco, continuamos el viaje hasta llegar a La Junquera. Los vestigios del incendio de unas semanas atrás dejaban claro lo cruel que puede ser el destino con una naturaleza que no tiene ninguna culpa de la barbarie humana. Allí comimos, esta vez de picnic, degustando un delicioso embutido por cortesía de Cacaíto.


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Pronto cruzaríamos la frontera. Abandonamos los paisajes mediterráneo y prepirenaico para adentrarnos en regiones ricas en viñedos. Nuestro destino era Carpentras, muy cerca del Mont Ventoux. Aprovechamos el trayecto para visitar a la hermana de José Luis, quien nos recibió con cortesía, poco antes de hacer una parada en una bellísima ciudad: Avignon.

Con 91000 habitantes, esta población histórica es la capital del Departamento de Vaucluse. Entre 1309 y 1377, fue residencia de los papas. Fruto de ello, cuenta con un palacio papal que constituye la construcción gótica más grande de la Edad Media. Y así, a la ribera del Ródano, entre murallas y otras vestigios de la Historia, paseamos por una población repleta de encanto y, dicho sea de paso, no cenamos nada mal.

Palacio papal de Avignon.


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Con Pere, Rober y Toni en Avignon.

Después de todo, ya estábamos en Carpentras. ¡Al fin! Eran cerca de las once de la noche, y allí nos esperaban en el hotel. A eso le llamo yo aprovechar el día… En este caso, era un alojamiento sencillo, de módico precio, y con un trato exquisito. Nos permitieron utilizar una habitación al día siguiente para ducharnos, fuera del horario de reserva. Lo mejor es que no se enfadaron después de que algún lumbreras confundiera el portátil de la recepción por el de Pere, y se lo llevara tan ricamente a su habitación. ¡Cuánta paciencia tuvieron con nosotros!

Sí, señores, ya estábamos en Carpentras. Ya estaba todo listo. Al día siguiente, domingo por la mañana, iba a comenzar la gran aventura. El Mont Ventoux nos estaba esperando.


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3. LA ASCENSIÓN AL MONT VENTOUX

Domingo 5 de agosto. Nos despertamos en nuestro hotel de Carpentras, dispuestos a desayunar copiosamente con objeto de tener fuerzas suficientes para afrontar el gran reto del día: la mítica ascensión al coloso lunar, el Mont Ventoux.

Todavía teníamos comida que llevábamos del otro lado de la frontera. Ya preparados, pasamos por la recepción dispuestos a pagar lo que debíamos, o al menos ésa era nuestra intención. Entre unas cosas y otras, vivimos una de las anécdotas más sonadas del viaje; con Rober y un servidor tratando de devolver con honradez el cambio que nos había dado de más la chica del hotel. Tan guapa como... digamos, poco dada al noble arte de las matemáticas y la interpretación de las lenguas pronunciadas sin excesiva corrección. Se lo explicamos en francés (su supuesta lengua materna), en inglés... incluso haciendo números con la calculadora. No hubo manera. Al final, incluso, nos quedó la sensación de haber dejado a la apuesta, bella y tonta moza gala con el completo convencimiento de haber recibido diez euros de más, como cortesía de quienes le pedían cambio de un billete demasiado grande que no querían llevar en sus manos. Increíble.

Prestos y dispuestos, nos animamos a salir en bicicleta del hotel. Mi padre nos despedía, quedándose a disfrutar de un día bastante más relajando conociendo la localidad de Carpentras. Nosotros, mientras tanto, nos disponíamos a salir en dirección hacia Bédoin, una población a pie de puerto de la montaña que constituía el gran reto del día... y uno de los mayores en nuestras vidas cicloturistas.

Juntos seguimos la estela de José Luis, el único de nosotros que no era virgen en la aventura que nos esperaba. Él ya había coronado un par de veces la montaña lunar, puesto que por motivos familiares está muy habituado a frecuentar la zona a Avignon.

En una primera parte del trazado relativamente sencilla, antes de llegar a Bédoin, nos decidimos a pasear literalmente, disfrutando de una ocasión única para pedalear entre viñedos. Tierra de vinos, el paisaje de Vaucluse recuerda enormemente a nuestras tierras riojanas. La bucólica estampa se rompía con otra de innegable belleza. De entre la extensa llanura surge una montaña aislada, sin cordillera alguna que la acompañe. Desde cualquier punto de nuestra ruta podíamos divisar nuestro objetivo: la cima del Mont Ventoux.


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Cima del Mont Ventoux.

Miguel Ángel nos propinó la segunda anécdota del día. Nosotros estábamos paseando, y él maldiciendo nuestro ritmo excesivo. ¿Será capaz de subir estos puertos si ya se queja de antemano cuando vamos de paseo en el llano?, nos preguntábamos. Obviamente, sí que estaba preparado para ello, y para más. Sin embargo, cuando sales con una rueda frenada, cuesta bastante más seguir a los compañeros. Vaya, que no queríamos ser olímpicos con nuestro ritmo supuestamente excesivo... Afortunadamente, nos dimos cuenta a tiempo, y arreglamos el desaguisado que tenía montada la vieja MM Lasa de nuestro compañero.

Un chico francés, de la zona de las clásicas del norte, rubito, delgadísimo y con la equipación de La Française des Jeux, nos acompañó en este tramo. Su aspecto andrógino nos hizo dudar... así que me puse a hablar con él un rato. Era garçon y no fille, aunque con el casco, las gafas y demás, no lo tuviéramos nada claro. Un chaval muy agradable, dicho sea de paso. Creo recordar que se llamaba Paul.


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Pronto se acabó el tiempo para emitir carcajadas sin apenas esfuerzo. Ya adentrados en Bédoin, comenzaba una ascensión que bien iba a requerir una buena dosis de sudor y convencimiento. Las primeras rampas eran relativamente sencillas. No obstante, si echábamos un vistazo a la izquierda, podíamos divisar fácilmente ese gran coloso surgido aparentemente de la nada. Observábamos con respeto la cumbre que nos iba a hacer grandes. Diminutos ante su tremenda enormidad, estábamos dispuestos a coronar una de las cimas históricas de la carrera más importante del mundo.

No éramos los únicos. En éste, como en otros puertos de montaña míticos del Tour de Francia, existe una auténtica peregrinación de aficionados que afrontan el reto de ascender a los mismos lugares que los profesionales. No importa el tiempo invertido. Ninguno de nosotros acabaremos entrando en la Historia de este magnífico deporte pero, al menos, habremos escrito una página imborrable en nuestra historia particular.

Enfrascado en un pequeño máster autodidacta de manejo de la cámara para bicicletas de Paco, la cual lucía esplendorosa en mi manillar, acabé descolgándome de mis compañeros sin darle mayor importancia al asunto. Por suerte, la nube de peregrinos me acabó llevando a la altura de Miguel Ángel. Aunque ya con las ruedas libres de la fricción continua de los frenos, nuestro nuevo compañero tuvo que hacer un esfuerzo brutal para alcanzar la cima. Su vetusta MM Lasa es una bicicleta antigua, pesada, y con unos desarrollos inapropiados para esta cita. No obstante, Miguel Ángel acabó demostrando una capacidad de sufrimiento infinita, y no se amedrentó ante la dificultad.

Por delante, José Luis, Toni y Cacaíto hacían de las suyas. Yo, poco a poco, iba recuperando posiciones entre los peregrinos, una vez dominado el noble arte de la grabación. Sin embargo, no fui más allá. Había parada obligatoria. ¿Para qué machacarse en un lugar emblemático al que no sabes cuándo vas a volver cuando estás en la compañía de dos de tus mejores amigos de siempre?

Nunca he ocultado que me hacía especial ilusión hacer este viaje con Pere y con Rober. Fueron compañeros inseparables en mis inicios con Rodadores, junto a Moiso, David, Jorge... Que ellos hayan vuelto, que estemos otra vez juntos en bicicleta, y que nunca lo hayamos dejado de estar a pesar de la distancia que me separa de Valencia, significa mucho para mí. Así pues, no había duda; mi ritmo iba a ser el que me marcaran Pere y Rober.


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Entrar en detalles técnicos de la ascensión carece de demasiado sentido. Cualquiera puede encontrar los gráficos en páginas de altimetrías. Es por ello que no me detendré en este asunto.

A los pocos kilómetros de empezar la parte verdaderamente dura de la subida, sin descanso alguno, con una pendiente tan perversa como constante, rodeados de árboles, sumidos en el túnel construido por los troncos y ramas que nos envolvían literalmente; Pere y Rober decidieron parar un momento. No había prisa. Al poco tiempo, llegó Miguel Ángel. Se tiró al suelo, recordándome mi estado catatónico en mi primera participación en una marcha cicloturista, en la Ruta de los Vinos de 2004, en lo alto de la Campichuelo. ¡Vaya cara llevaba! Dejó el maillot lleno de tierra, manchado de barro... No se había caído, pero cualquiera lo hubiera jurado. Personificaba la épica en estado puro.

La tercera anécdota de la jornada vino de la mano de Pere y de un servidor. Nos detuvimos unos kilómetros más adelante. Pere y Rober me sugirieron que les pidiera agua a unos hombres que andaban por el monte. Con mi francés de la E.G.B., el cual no había sido suficiente para entenderme con la muchacha de la recepción del hotel, conseguí intuir que estos señores no eran especialmente generosos para cedernos un trago de agua, pero al menos nos indicaban dónde la podíamos encontrar. Había un bar poco más allá.

Seguimos la carretera, en busca del bar. Encontramos, en un tramo con una sucesión de curvas de herradura bastante duras, una casa de madera con una sombrilla y un cartel que aparentaba ser el lugar que estábamos tratando de encontrar. Nada de eso. Era una casa particular, pero cuando ya nos habíamos dado cuenta, Pere y yo estábamos bajo las escaleras con la familia invitándonos a subir con ellos. Con nuestro francés de andar por casa, conseguimos que nos ofrecieran agua a tutiplén. Sorpresa la nuestra, ¿cuál sería nuestro acento?, los paisanos pensaban que éramos belgas. Supusimos que pensarían que éramos flamencos, porque los valones deben hablar la lengua gala bastante mejor. Les sacamos del error y, para colmo, les acabé diciendo que sí, que Bradley Wiggins es un buen corredor, pero Alberto Contador es mucho mejor. Por suerte, no me tiraron el agua a la cabeza, y se limitaron a decirnos que nos todavía quedaba lo peor. ¿Y? Nada era suficientemente duro para nosotros. Sumidos en un mar de lenguas (castellano, valenciano, francés, inglés), Pere y yo no sabíamos ni en qué idioma hablábamos, y de ahí surgió la frase del viaje... A las advertencias de lo que nos venía por delante, Pere no dudó en contestar, "No, but,... we are très fort!". Este


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batiburrillo de inglés y francés fue nuestro grito de guerra a partir de entonces. Si alguien nos adelantaba, no dudábamos en decirle... "We are très fort!". Para colmo, el bar al que hacían referencia los paisanos del monte, estaba pocos metros más adelante.

Otra vez vimos a Miguel Ángel. Parecía haber encontrado el ritmo adecuado. ¡Al fin! Cuando llegamos a una curva con una fuente, todo cambió por completo. La descripción del "paisaje lunar" sólo se entiende cuando estás allí. Nada que ver con el Veleta, como el que siempre me lo había imaginado. Aquí el color blanco te invade. Pequeñas y grandes piedras, pero todas en un color blanco que te envuelve, te traslada al famoso satélite, y te llena de paz.

Pere se emocionó. Y yo, que había estado esperando cómodo en los kilómetros anteriores, me vi en la obligación de sudar la gota gorda para seguir de cerca a mi compañero, siempre detrás suyo para grabarle. Le tendré que quitar el sonido al vídeo para que no se escuche lo forzado de mi respiración. ¡Me estaba dando un baño! Juntos llegamos, a un ritmo descomunal, al último kilómetro. Tuvimos mucha suerte. El viento no nos perjudicó, y el último tramo fue relativamente sencillo, al menos en comparación con lo que podría haber sido. El final, sin embargo, era una auténtica pared. Se sufrió, pero se superó.

Allí estábamos. ¡Al fin! Habíamos alcanzado uno de los templos del ciclismo. ¡Sí! Rodeados de peregrinos y de peregrinas (había no pocas mujeres que se atrevían con esta montaña); disfrutamos como enanos en la cima. Sí, también había enanos, o niños con bicicletas de juguete, como si hubieran hecho todo lo anterior. Era bonito verles.

Pronto llegó Rober. Imaginaos nuestra avalancha de aplausos. Siempre lo digo... Rober es una de las personas de las que más he aprendido en esta vida. No todo está en los libros. De hecho, pocas cosas lo están, y sí que existen infinitas lecciones en gente que está a nuestro lado.


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Con Pere y Rober en la cima del Mont Ventoux.

Juntos estuvimos los tres celebrando nuestra gesta... ¡y ahí llegó Miguel Ángel! ¡Lo había conseguido! Os puedo asegurar que tuvo un mérito tremendo. Acostumbrado al baloncesto, y practicante relativamente habitual del triatlón, esto del ciclismo era prácticamente nuevo para él, y demostró una capacidad de superación impresionante. Lo que hizo, cómo lo hizo, y por qué lo hizo... fue tremendo.

Nos juntamos con Toni, José Luis y Cacaíto en la famosa fuente. Nos hicimos las fotos de rigor, y continuamos con un descenso que nos dio la visión del calibre de la ascensión que acabábamos de realizar.


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Foto del grupo en la Fontaine de la Grave, en el descenso del Mont Ventoux.

Comimos en Bédoin. Un camarero muy simpático dominaba a la perfección el castellano. Unos meses trabajando en un bar de San Sebastián eran la explicación. Lo agradecimos. Dicho sea de paso, le mareamos lo que no está escrito con nuestra indecisión a la hora de pedir los platos, postres y demás. Un piercing del chaval, y sus posibles usos, acabaron por ocupar nuestra conversación.

Después de comer, volvimos con rapidez a Carpentras. Esta vez no hubo lugar al descanso. Plato grande, ¡y a rodar! Al llegar a Carpentras, quizás hasta Juanito se habría orientado mejor que nosotros. Hicimos, sin querer, una ruta turística por cada rincón de la localidad, hasta encontrar al fin el lugar donde estábamos hospedados.

Nos duchamos, cortesía del hotel, en una habitación que no teníamos reservada. Ni juntos, ni revueltos. Uno detrás de otro. Los últimos, para colmo, con el manguito de la ducha roto, con lo que a algunos nos salió el agua como si más bien saliera de un aspersor.


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Ya con toda la expedición al frente, incluso con el famoso culotte de Toni en el equipaje, cogimos nuestros vehículos y nos dirigimos hacia nuestro auténtico centro neurálgico. ¿Bourg d'Oisans? Mejor todavía. La Estación de Esquí de Alpe d'Huez.

Nos costó encontrar el hotel. Esta vez casi no conseguimos cenar. Afortunadamente, logramos tomar un pequeño refrigerio mientras alucinábamos con la carrera de 100 metros lisos de los JJOO. ¡Ya estábamos allí!, donde Fausto Coppi o Marco Pantani habían protagonizado gestas incomparables. En coche daba miedo. ¿En bici? Lo comprobaríamos al día siguiente.

4. LA ASCENSIÓN A LA CROIX DE FER

Lunes 6 de agosto. Despertamos por encima de las nubes. Aún no nos lo creíamos, pero estábamos en la cima de Alpe d'Huez. Desde nuestros balcones, se atisbaban los peores augurios, aunque todavía guardábamos la esperanza de tener un buen día. En la víspera anterior, ya nos lo advirtió la prima de Toni. Nos iba a caer una buena...

Tras propinarnos un desayuno de campeonato, nos despedimos de Miguel Ángel y de Rober, quienes eran más prudentes y se limitarían a subir Alpe d'Huez, que no es poco. También de mi padre, que pasaría el día haciendo excursionismo por la zona.

Toni, José Luis, Cacaíto, Pere y yo nos dispusimos a descender desde la famosa estación de esquí hacia Bourg d'Oisans. Esta vez, las veintiuna curvas iban a saborearse de una manera más dulce, sin apenas esfuerzo, de un modo mucho más liviano. Yo bajaba en las primeras posiciones, cosa que indica que íbamos relativamente lentos. Cada curva era una fiesta. Bocazas como sólo puede ser uno mismo, me dedicaba a cantar en cada curva el nombre de los vencedores de etapa a quienes iban dedicadas. Fausto Coppi, Steven Rooks, Fede Echave, Lucho Herrera, Gianni Bugno, Marco Pantani, Carlos Sastre, Lance Armstrong, Frank Schleck... ¡y nosotros allí!


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En Bourg d'Oisans tomamos la carretera en dirección a Grenoble, hasta llegar a la localidad de Allemond. Íbamos agrupados, de uno en uno, como no podía ser de otra manera en un lugar donde apenas existe arcén practicable. En esto, aunque parezca mentira, estamos mejor en España. De vez en cuando, eso sí, había algo de arcén, en cuyo caso estaba señalizado a modo de carril bici.

Pregunté a un paisano ya mayor y algo entradito en carnes, quien también circulaba en bicicleta como nosotros. Convenía asegurar que estábamos dirigiéndonos a la Croix de Fer en el sentido apropiado. Por suerte, la intuición no nos había fallado.

Ni nos falló la intuición, ni erraron los meteorólogos en sus predicciones. No hacía falta más que echar un vistazo al cielo para saber que nos iba a caer una buena.

El cielo se encapotó en un pispás. Amenazante como él solo, éramos muy conscientes de lo que teníamos por delante. La Croix de Fer, uno de los puertos de montaña más duros que habíamos afrontado en la vida hasta la fecha, y un chaparrón que disfrazaba el horizonte de infierno en forma de nubes.

En cuanto pasamos la travesía de Allemond y nos dirigimos hacia el Glandon, una marea de gotas de lluvia decidió invadir nuestras existencias. No era el día para hacer nada. Sin embargo, allí estábamos, y no sabíamos cuándo podríamos volver.

Pere y yo seguimos unos doscientos metros hacia delante, bajo la lluvia, hasta llegar a un cruce que indicaba que el Glandon nos quedaba a la izquierda. No sabíamos si alguien más se iba a animar, pero como mínimo debíamos detener nuestra marcha para abrigarnos y protegernos con nuestros chubasqueros. Bajo el diluvio universal, encontramos un pequeño refugio. A mí todo eso me recordaba enormemente a la Quebrantahuesos de 2010, con Moiso y con Diego. No quería ser yo quien tomara la decisión de seguir o no, dado que soy un poco bruto para estas cosas y no deseaba poner en ningún aprieto al bueno de Pere. Sorpresa la mía... mi buen amigo me invitó a seguir, y eso hicimos.


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Lugar que tomamos como refugio mientras nos llovía en Allemond.

Dejamos a un lado el lago de Verney. En cuanto remitió parcialmente el diluvio, nos decidimos a partir hacia el Glandon. Ya abrigados, suponíamos que si nuestros compañeros se animaban a continuar, nos acabarían neutralizando, por lo que era mejor aprovechar cualquier momento en el que el cielo fuera algo comprensivo para avanzar un poco, aunque no supiéramos hasta dónde íbamos a llegar, ni cómo nos las arreglaríamos para volver.

Por un momento, parecía que el tiempo podía ser algo benigno con nosotros. Habíamos dejado atrás las nubes negras, aunque éramos conscientes de la amenaza que nos esperaba en las cumbres. Último intento. Llamamos a Toni para comentarle que nosotros estábamos como un cencerro, e íbamos a seguir, bajo lo que por aquel entonces era el típico chirimiri después de una gran tormenta.

Nos adentramos en las primeras rampas duras del Glandon. Rampas muy constantes, no excesivas, y un paisaje bestialmente bello, del que apenas


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guardamos el recuerdo de nuestras memorias, dado que no era momento de tener a la intemperie la cámara de vídeo, ni de parar a hacer fotografías y enfriarnos.

No sabíamos ni cuánto nos quedaba ni cómo era, aunque teníamos una idea, así que íbamos de paseo. Allí surgió la segunda frase mítica del viaje. Al famoso "We are très fort!", le siguió el "Esto es épico, Lorena", expresión que nos iba a acompañar cada dos por tres. Sí, Lorena, eso era épico.

Entre tanto guardo y no guardo, y respiro y respiro mejor, por si más arriba no puedo hacerlo; nos adelantó una ciclista de la zona que nos chuleó cosa mala. Cuando nos pasó, la muchacha iba crecida. Lo típico que hacemos todos cuando deseamos impresionar a nuestras presas. Casi al vuelo, le pregunté cuántos kilómetros quedaban hasta la cima. Nos respondió, pero con tal dosis de extravagancia, que cuando se dio cuenta que nos había dicho dos kilómetros de menos, frenó el ritmo, corrigió su error, y nos volvió a dejar sentados. En cualquier caso, ya se sabe, nuestra preocupación no era más que avanzar poco a poco, sin premura alguna. Al final, después de todo, la frescura de la moza disminuyó sobremanera, y tuvimos el placer de verla más adelante, para nuestro regocijo, y el de nuestros estómagos.

Entre unas cosas y otras, no sé muy bien cómo, fuimos superando los primeros kilómetros, bajo la lluvia, a veces liviana, y en ocasiones intensa. No eran tan exigentes como los del Mont Ventoux, pero no andaban a la zaga. El cielo fue comprensivo con nosotros, siendo selectivo a la hora de lanzar las trombas de agua en contra nuestra.

Justo llegando a la pequeña población de Le Rivier d'Allemond, nos cayó otro chaparrón sin precedentes. Allí estábamos Pere y yo, en medio de un coloso alpino, en un lugar tremendamente solitario. Ilusos como niños, pensamos tomar un café en un bar para entrar en calor. A la entrada al pueblo había uno, el único, y justo cerraba los lunes. Aprovechamos para detenernos bajo el toldo de la terraza del bar de pueblo fantasma, y comer parte del avituallamiento que todavía conservábamos. No era momento de ponerse exquisito. Si había que tomarse una magdalena o un bocadillo (restos de nuestros refrigerios del hotel) pasados por agua, no resultaba problema alguno.


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Le Rivier d’Allemond.

Otra vez, Pere me sorprendió por su decisión. Yo estaba con el corazón en un puño. Algo parecido al inicio del puerto, en el lago de Verney. No quería obligarle ni incitarle a la locura. Por suerte, estábamos locos los dos. ¡Bendita insensatez! En cuanto la lluvia dejó de arreciar, que no de caer... es decir, en cuanto pasamos del diluvio universal a un infierno ligeramente más benévolo, nos decidimos a continuar.

Nos abrimos paso entre los ríos que caían por los surcos de la carretera en Le Rivier d'Allemond. Ahora ya estaba claro. No nos habíamos subido de nuevo a la bicicleta para rendirnos. No habíamos llegado allí por casualidad. Estábamos ante uno de los días más grandes en nuestra historia como ciclistas. Lo sabíamos. Esa historia se escribe con gestas, y estábamos convencidos de estar ante una de las mayores que habíamos protagonizado jamás. Algo similar a lo que ocurrió en la Quebrantahuesos 2010; esto no habría sido posible hacerlo solo. Nos animamos mutuamente a continuar, y así, trabajando en equipo, se crece como ciclista y, dicho sea de paso, como persona. ¡Nada nos podía parar!


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Así, entre charcos, canales y riachuelos, continuamos nuestra marcha en unos kilómetros relativamente favorables que nos animaban a seguir. Incluso, poco más tarde, tuvimos el placer de disfrutar de un pequeño descenso. ¡Increíble! Aquí era cuando ya uno era consciente de no haberse equivocado. Los paisajes en todas las montañas eran tremendamente bellos. Allá donde mirabas, había lagos, cascadas kilométricas que se acababan uniendo, animales salvajes disfrutando de una inusitada tranquilidad y, sobre todo, mucho verde, verde, y más verde.

Después de este engañoso descanso, capaz de enfriar las piernas de los más novatos, llegó una rampa durísima, sin duda, la peor de todo el puerto. Nos retorcimos encima de la bicicleta como buenamente pudimos. En una de las curvas de herradura, estaba aparcado un autobús de unos gallegos. Aunque no tuviéramos mucha capacidad para pensar, nos quedamos con la copla.

Tras superar este tramo, alcanzamos otra zona más llevadera. Estábamos al final de un puerto mítico: el Glandon. Nos dedicamos a disfrutar como enanos, disfrutando del paisaje, gozando de nuestro triunfo. Era el premio a la constancia, al tesón, y a la capacidad de soñar sin mirar atrás. Sí, éramos casi insignificantes al lado de un coloso de semejante magnitud, pero lo pudimos conquistar.

Después de semejante degustación orgásmica, llegamos a un cruce. A la izquierda, el Glandon. A la derecha, la Croix de Fer. Obviamente, llegado el caso, decidimos coronar ambas cimas.

Teníamos el Glandon a tiro de piedra, a tan sólo 300 metros. Subimos helados y hambrientos. Allí, curiosamente, estaba el marido de la chica que nos había adelantado al inicio del puerto. Muy majo él, nos ofreció comida que tenía en el coche (él, también ciclista, se estaba preparando para dejar la bicicleta en el coche), y no le importó mojarse para hacernos las fotografías de rigor.


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Con Pere en el Col du Glandon.

Sumamente agradecidos, dejamos a la pareja (llegó la muchacha mientras tanto) y nos fuimos a la Croix de Fer. Otra gozada. A ritmo, a ritmo, a ritmo... otra vez con Pere pletórico en el tramo final. ¡Ahí estábamos! La famosa cruz de hierro es un tanto ridícula en tamaño, pero es absolutamente emblemática. Estábamos ante la Historia del Ciclismo.


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Con Pere en el Col de la Croix de Fer.

El Glandon ha sido coronado en primera posición por mitos de la talla de Fausto Coppi, Lucien Van Impe, Steven Rooks, Thierry Claveyrolat, Richard Virenque o Gilberto Simoni. En el caso de la Croix de Fer, también Fausto Coppi dejó su santo y seña, como lo hicieron Gino Bartali y Bernard Hinault, entre otros. En medio de semejante leyenda, se inscribían los nombres de dos cicloturistas, como tantos otros, que peregrinaron aquel día imborrable a este santuario del deporte.

Aparcamos nuestras bicicletas e intentamos subir nuestra temperatura corporal en el interior del bar de la cima, repleto de ciclistas, calentándonos con un café-au-lait y endulzándonos con un gofre, mientras conversábamos con un matrimonio holandés. Por suerte, se nos apareció la Virgen disfrazada de cicloturista gallego. Nos quedaba lo peor. En el descenso, la climatología se mostraría mucho más adversa. Además, todavía teníamos que afrontar la ascensión a Alpe d'Huez. Estábamos encantados con lo que habíamos logrado, y aún quedaban cosas maravillosas por llegar.


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Chalet du Col de la Croix de Fer.

5. LA ASCENSIÓN A ALPE D’HUEZ

Estábamos en la Croix de Fer. Pere y yo, literalmente congelados. El reto de ascender semejante coloso bajo la lluvia ya estaba alcanzado. Ahora quedaba otro bien distinto, descenderlo. Le teníamos bastante más miedo a esto último. Subiendo, el propio esfuerzo acaba regulando mejor la temperatura corporal y la sensación térmica no es tan sumamente severa. Bajando apenas es necesario pedalear si uno no quiere, pero el frío en estas condiciones puede ser brutal.

Recuerdo una ocasión en la que me sorprendió un pequeño temporal entre Cotos y Navacerrada, en la Sierra de Guadarrama. Hice varios kilómetros entre la niebla, prácticamente escoltado por la benemérita. Tuvieron compasión de mí y no me multaron (¿qué otra cosa podía hacer yo sino avanzar en busca de un lugar más seguro?). Pues bien, la bajada de Navacerrada hacia Manzanares El Real fue


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tremenda. En realidad no hacía tanto frío, pero la humedad, el viento, la altitud... todos los componentes se iban sumando para acabar dándome la sensación de estar recibiendo a golpes una oleada de cubitos de hielo sobre mi maltrecho cuerpo. La experiencia de la Croix de Fer no prometía ser mucho menos descorazonadora.

Por suerte, el ser humano agudiza el ingenio y la caradura en situaciones extremas. Resulta que un servidor es tímido y reservado cuando no se le conoce, pero tan desesperado me encontraba en esta ocasión, que acabé metiéndome en una conversación entre gallegos. Ya habían acabado de tomar su refrigerio, y estaban dispuestos a bajar el puerto... ¡en autobús! ¡Sí! ¡En autobús! Ni corto ni perezoso, les pregunté si nos podríamos montar en su vehículo. Muy gustosos, accedieron a ayudarnos.

Se trataba de un viaje organizado entre varios clubes de Galicia. Eran de la zona de Vigo y alrededores. Todos los años, desde hace al menos una década, se juntan para hacer un viaje de este tipo. La base de la organización está dirigida por el Club Ciclista Traviesas. El autobús era el mismo que habíamos visto en la rampa más dura del Glandon, poco después del engañoso descanso después de Le Rivier d'Allemond.

La expedición de gallegos estaba formada básicamente por gente talludita ya en edad, salvo un chaval jovencito que subía como los ángeles. La mayoría de ellos iban acompañados de sus mujeres.

Ellos hacen etapas en línea, sin volver al hotel. Se adecentan un poco al acabar, y comen con sus mujeres en plan picnic, aparcando el autobús en cualquier lugar apropiado para ello. Después, pasan la tarde juntos, y vuelven al hotel. No está nada mal. Así, año tras año.

Nos sentamos en la primera fila del autobús, tras el conductor, y gozamos de la hospitalidad de unas personas que nos acogieron con sumo agrado, para quienes nuestra gratitud siempre se quedará corta. ¡Nos salvaron de una buena! Entre anécdotas y demás, alguna disfrazada de chiste malo, al cual sólo Pere podía darle algo de sentido con su gracejo habitual, acabamos llegando a Allemond. Mientras descendíamos, tomamos consciencia de la magnitud de nuestra hazaña en el Glandon y la Croix de Fer. Cruzamos la travesía de Allemond, y los gallegos tuvieron a bien llevarnos a pie de puerto de Alpe d'Huez. Un detallazo.


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Las nubes todavía acechaban amenazantes. El tiempo no había mejorado. Para colmo, el GPS del autobús parecía estar marcando las nubes que copaban el cielo. No creíamos que la tecnología hubiera avanzado tanto, pero llegó un momento en que lo llegamos a dudar. Había montañas enormes frente a nuestras narices, brotando en vertical desde el valle, con la ladera casi perpendicular cubierta en su práctica totalidad por nubes negras.

Sumamente agradecidos y emocionados, nos despedimos de nuestros amigos gallegos, una vez aparcado el autobús en un parking bastante espacioso a pie de puerto de Alpe d'Huez, en Bourg d'Oisans, junto a la carretera que une Grenoble con el Col du Lautaret.

Antes de comenzar la ascensión, llamamos a nuestros compañeros. Rober y Miguel Ángel habían decidido subir antes, con unas condiciones climatológicas adversas. También ellos habían recurrido a la épica.

Miguel Ángel y Rober en Alpe d’Huez.


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Recibimos la sorpresa mayúscula cuando telefoneamos a nuestros amigos de Allemond. ¡Todavía estaban allí! Ni cortos ni perezosos, habían decidido esperarnos en la población donde nos habíamos separado a causa de la lluvia, como buenos colegas. Cuando bajamos, dentro de un autobús, lógicamente no nos distinguieron. Entre unas cosas y otras, Toni, José Luis y Cacaíto acababan de batir un récord histórico en el mundo del cicloturismo... ¡Cinco horas en un mismo bar! A eso le llamo yo paciencia. La suya, por permanecer allí a base de unos cuantos cafés; y la de los camareros, por soportar a unos ciclistas que bien podrían haber sido tomados por okupas si se hubieran aplicado un implante de rastas.

Salimos en dirección hacia Alpe d'Huez. Íbamos camino de la gloria. En su día, la alcanzaron Fausto Coppi, Joop Zoetemelk, Hennie Kuiper, Joaquim Agostinho, Peter Winnen, Beat Breu, Lucho Herrera, Bernard Hinault, Fede Echave, Steven Rooks, Gert-Jan Theunisse, Gianni Bugno, Andy Hampsten, Roberto Conti, Su Majestad Marco Pantani, Giusseppe Guerini, Lance Armstrong, Iban Mayo, Frank Schleck, Carlos Sastre, y Pierre Rolland. Debido a los repetidos éxitos de antaño, es conocida como la montaña de los holandeses. Bien podría podría ser adoptada también por los italianos. Sin embargo, aquel día 6 de agosto, Alpe d'Huez fue la montaña por excelencia de los Rodadores.

13.8 kms al 7.9%. ¡Casi nada! En cada una de las veintiuna curvas, en las que se homenajea a los ganadores de etapa en la cima en el Tour de Francia, la pendiente decrece considerablemente para dar paso de inmediato a otra rampa muy dura. Así sucesivamente. Una tras otra. Se trata de una ascensión curiosamente escalonada.

Pere y yo andábamos prácticamente en paralelo, codo a codo. Nuestros ritmos eran muy similares, aunque él se empeñara en decir que yo podía ir más y más. ¡Para nada! Además, era una gozada subir con un amigo de siempre.

Al principio, la climatología continuaba siendo amenazante. No llovía, pero el cielo estaba encapotado. ¿Qué más daba? ¡Estábamos en Alpe d'Huez! No teníamos la menor presión competitiva. Si algún paraje nos gustaba especialmente, nos parábamos por momentos, hacíamos la fotografía de rigor, y continuábamos la marcha. De vez en cuando, encendía la cámara de vídeo prestada por Paco, y protagonizábamos otro capítulo más de "Esto es épico Lorena".


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Ascendiendo Alpe d’Huez.

Nos detuvimos en unos baños para cargar agua, enfrente del cementerio de Huez. Por suerte, todavía estábamos muy vivos, con fuerzas para seguir hasta la cima. Se divisaba la estación de esquí en la parte superior de la montaña. Pere y yo disfrutamos como enanos.

Poco a poco, se fueron sucediendo los kilómetros más duros, atravesamos la localidad de Huez, y llegamos a las últimas curvas. En la número tres, una de las dedicadas a Marco Pantani, paramos de forma obligatoria para rendir tributo a uno de los mejores escaladores que ha dado jamás la Historia del Ciclismo. Para colmo, Pere llevaba el pañuelo en la cabeza al más puro estilo Pirata. Bonito homenaje a uno de los más grandes.


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En la curva tres, homenaje a Marco Pantani.


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Continuamos la marcha, y al fin llegamos a la estación de esquí. La rampa de llegada al poblado no era nada fácil. Allí estaban Miguel Ángel y Rober. Me emocioné. Poco más tarde, pasamos por la puerta del hotel. Desde el balcón de nuestra habitación, ahí estaba mi padre animándonos. ¡Increíble! ¿Se puede superar eso? Me hizo mucha ilusión.

El último kilómetro, transitando entre calles de la estación de esquí, no es excesivamente complicado. Paseo triunfal. Ya en la recta de meta, Pere y yo nos animamos a esprintar. ¡Habíamos conquistado Alpe d'Huez!

Pere en la cima de Alpe d’Huez.

Fruto de un error con la cámara y de los ánimos de Toni, acabé protagonizando hasta tres sprints más. Acabé fundido por culpa de tanta exhibición... No sólo nos encontramos a Toni mientras volvíamos al hotel. También a José Luis y a Cacaíto.

Fue un gran día para todos. En mi caso, básicamente junto a Pere, les puedo asegurar que esta etapa, con el Glandon, y la Croix de Fer bajo la épica lluvia, con la hospitalidad de los compañeros gallegos, y con el placentero postre de Alpe d'Huez, ha sido una de las etapas más bonitas que he completado en toda una vida dedicada al ciclismo. ¡Gracias, Pere!


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6. LA ASCENSIÓN AL COL DU GALIBIER

Lunes 6 de agosto. Después de alcanzar la cima de Alpe d'Huez, previo paso por el Glandon y la Croix de Fer, nos juntamos todos los expedicionarios. Yo quería haber comprado algún maillot a modo de recuerdo, pero la prematura hora de cierre de los comercios en el país vecino no lo permitió. Fuimos a cenar a un bar muy confortable, ambientado con un tono rústico que invitaba a quedarse. No sé si porque suponían que al ser españoles íbamos a gritar mucho, nos llevaron al sótano. Me encantan los sótanos, buenos lugares para charlar y perderse fuera de la muchedumbre. Y buen programa de radio, dicho sea de paso. Estuvimos viendo los JJOO de Londres. Atletismo, para variar. Buen momento para compartir las historias del día, y para prever las que llegarían horas más tarde. Nos enfrentábamos al Lautaret, al Galibier y a Deux Alpes.

Foto de grupo en la cena del 6 de agosto.

Martes 7 de agosto. Después de degustar el desayuno en el hotel, nos volvimos a despedir de mi padre por unas horas para bajar en los vehículos a Bourg d'Oisans, a pie de puerto de Alpe d'Huez. Aparcamos en el mismo lugar donde nuestros amigos gallegos nos habían dejado el día anterior. Descargamos todas las bicicletas


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de la Mercedes Sprinter de alquiler, y nos dispusimos a prepararnos para comenzar la etapa cuanto antes. Estuvimos charlando con unos chavales que habían hecho lo mismo que nosotros. En su caso, habían dejado sus coches para preparar otra peregrinación, la de Alpe d'Huez.

Una vez ya ataviados con nuestros enseres, tomamos la misma carretera que el día anterior, pero esta vez en sentido opuesto. No iríamos hacia Grenoble, sino hacia Briançon. Sólo de pensarlo, daban escalofríos. Estábamos en el pleno corazón de las grandes gestas del Tour de Francia.

Seguimos la carretera D-1091, siempre en sentido ascendente. Cacaíto era muy minucioso con su posición en la bicicleta. Se había cambiado el sillín el día anterior, y decidió detenerse un momento para terminar de ajustarlo. Buen momento para comenzar la sucesión sin fin ni freno de chascarrillos entre la pareja de murcianos.

Mientras tanto, nuestro amigo Miguel Ángel y su ligera bicicleta de alquiler se escapaban sin pretenderlo. Por detrás, habíamos acordado ir de paseo. Quedaba mucha tela que cortar. Yo notaba el cansancio del día anterior y, según me dijo, Pere también. La Croix de Fer bajo la lluvia nos había desgastado lo suyo. Como Miguel Ángel es aficionado al Girondins de Burdeos, y el primer día, camino del Mont Ventoux, nos preguntaba con humor si queríamos ser olímpicos; esta vez la cuestión había dado un giro de ciento ochenta grados. ¿Se había hecho Miguel Ángel fan del Olympique de Marsella?

Llegamos a un primer desvío que indicaba Deux Alpes. No, no era ése... Debíamos continuar con destino Galibier. Marchamos agrupados, ocasionalmente con Miguel Ángel y Cacaíto por delante. Este último, con la equipación de la selección española, era otro polvorín. Algo parecido a Juanito en Rodadores. No podía permanecer un segundo quieto. Si alguien iba por delante, allí estaba él.

Pasamos por una pequeña población, Le Freney d'Oisans, repleta de establecimientos para la práctica del esquí, el ciclismo y deportes de aventura. Mejor localización, imposible. Pere y Rober pararon a fotografiar el paisaje. Yo aproveché para echar unos cuantos mordiscos al avituallamiento sólido que llevaba conmigo. Lo iba a necesitar.

Nos reagrupamos para pasar por varios túneles que tenía la carretera. En el más largo, el del Grand Chambon, sentimos miedo, debido a la falta de iluminación. Todos de uno en uno, sin frenar, lo más escorados posible a la derecha, confiando


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en el buen hacer de unos conductores que previamente nos habían dado algún susto.

Poco a poco, fuimos entrando en la dinámica de una larguísima ascensión al Col du Lautaret. Si contamos desde Le Bourg d'Oisans, son 34'2 kms al 3'9% de pendiente media y un 9'2% de pendiente máxima. La media no asusta, pero la longitud mina las fuerzas considerablemente, más si cabe cuando en los últimos 25 kms es tremendamente habitual encontrar rampas continuamente al 5-7%. Algo parecido al Portalet... No muy complicado estando fresco, retador en cualquier caso, y machacapersonas estando cansado de antemano.

Cuando quedaban unos diez kilómetros para alcanzar la cima del Lautaret, tuve que echar mano de oficio. El esfuerzo del día anterior me estaba pasando factura. Pere y yo llevábamos en el cuerpo un desgaste adicional, y lo estaba comenzando a pagar. Sin embargo, la cosa era sencilla. Bastaba con subir a un ritmo algo inferior del que realmente podía, para economizar fuerzas y disfrutar de la ascensión. Afortunadamente, en este tramo ya no había casi tráfico, y habíamos pasado ya todos los túneles. Era una gozada observar el paisaje, bucólico donde los haya. Entre montañas alpinas y glaciares, siempre es mucho más fácil levantar el ánimo y sacar fuerzas de flaqueza. Así fue como acabé llegando al Lautaret.

José Luis y Cacaíto en la cima del Col du Lautaret.


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Fue una maravilla divisar el Lautaret. A 2058 metros de altitud, es un auténtico coloso. En la cima hay hoteles, refugios, puntos de venta ambulante, y una fuente de la cual brota un agua tremendamente buena. Dicen que el agua es incolora, insípida e inodora. Será así, no lo dudo, pero ésta sabía de lujo. Paramos un rato a tomar un pequeño tentempié. Algunos pecaron de pardillos y compraron una botella de agua, hasta que Pere nos descubrió la ya citada fuente. Después de este avituallamiento, nos hicimos las fotos de rigor, y continuamos la marcha. Quedaba lo más duro. Casi nueve kilómetros hasta la gran cumbre: el Galibier.

Foto de grupo en la cima del Col du Lautaret.

Entre paisajes increíbles, entre montañas fascinantes, estábamos visitando la épica del ciclismo. La carretera se tornaba estrecha, y la peregrinación de aficionados a una de las cumbres más míticas de nuestro deporte era un auténtico viaje hacia el Cielo. Éramos conscientes de estar ante uno de los momentos más emblemáticos que jamás habíamos vivido. Como en el Mont Ventoux, hice grupeta con Pere y Rober. Tanto es así, que en ocasiones nos parábamos sin complejos a tomar alguna foto del paisaje. ¡Era una vez en la vida! Espero que se repita.


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Juntos, recorrimos el camino hacia la gloria ciclista. Quizás el Veleta sea más alto, más duro... Quizás el Tourmalet sea tan mítico y tenga mayor pendiente. Mont Ventoux, Croix de Fer, Alpe d'Huez, Aubisque, Marie Blanque, Lagos de Covadonga, los puertos de la Sierra de Guadarrama... Todos son magníficos, pero en el Galibier era consciente de estar haciendo algo diferente, entre otras cosas, porque el puerto estaba a la altura de los mejores, quizás llegando al punto de lo inimaginable y, sobre todo, porque lo estaba logrando junto a, y gracias a, mis amigos.

En el último killómetro, mandamos a Pere hacia delante. Así podría inmortalizar el momento de nuestra llegada. Desde que lo tengo, debo confesar que no han sido pocas las veces que he visto el vídeo de mi llegada con Rober a la mítica cumbre del Galibier. Pocas veces me he emocionado tanto encima de una bicicleta, y en cualquier circunstancia. Fue algo muy grande. Esta vida es un constante aprendizaje, por eso dicen que los abuelos son sabios. Yo me considero afortunado. No todo el mundo tiene la ocasión de conocer gente de la que aprender tanto y tan bien. Para eso, Rober es un maestro. Nadie me ha transmitido semejantes valores de esfuerzo y superación. En parte, muchas cosas se las debo a él. Por eso, fue una gozada alcanzar la cima con él. Por eso, su regreso al seno de nuestra peña supone una gratísima alegría para quien os escribe.

Es habitual que el Galibier sea la cima más alta del Tour de Francia. La han coronado en primer lugar ciclistas de la talla de Henri Pélissier, Vicente Trueba, Federico Ezquerra, Gino Bartali, Fausto Coppi, Federico Martín Bahamontes, Charly Gaul, Julio Jiménez, Eddy Merckx, Luis Ocaña, Vicente López Carril, Lucho Herrera, Pedro Muñoz, Tony Rominger, Marco Pantani, José Luis Arrieta, Alexandre Vinokourov y Andy Schleck, entre otros.

Nosotros no fuimos los primeros, pero por momentos nos sentimos los mejores. Este camino a la gloria fue un triunfo conjunto de todos los integrantes de la expedición. Sin el apoyo del resto, nada habría sido posible. Toni, José Luis, Cacaíto, Miguel Ángel, Pere, Rober y un servidor. ¡Todos estábamos en la cima! ¡Habíamos llegado a lo más alto!


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Público local observando nuestra hazaña.

Con Rober y Pere en la cima del Galibier.


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Una vez coronado el Col du Galibier, se habían colmado nuestras máximas aspiraciones. ¿Qué más podíamos hacer? En tan sólo tres días habíamos llegado a lo más alto de cumbres tan míticas como el Mont Ventoux, la Croix de Fer, y Alpe d'Huez. Mientras ascendíamos el Lautaret, camino del Galibier, anduve convenciendo a mis compañeros de buscar una nueva aventura. Nos daba tiempo, y todavía teníamos algunas fuerzas. Pese a mi insistencia, sólo alguno parecía planteárselo.

Tras disfrutar los momentos de mayor gloria del viaje en la cima de la montaña que encumbró a Marco Pantani como mito del ciclismo, y hacernos fotos incluso con nuestros amigos gallegos del día anterior, nuestros ángeles de la guarda en la Croix de Fer: los hombres del Club Ciclista Traviesas; nos decidimos a descender hacia un lugar llamado Tierra.

Cuando bajas un puerto de semejante categoría, te das cuenta de cuán grande es la hazaña que has logrado. Descendí lentamente en compañía de Pere, Rober y Miguel Ángel. Había que tratar de guardar en la retina las joyas en forma de imágenes que nos proporcionaba el paisaje, intentando inmortalizar cada momento en nuestras mentes y adherirlo a nuestros poros para que permanezca en nuestro espíritu de por vida.

Miguel Ángel entró a comprar un recuerdo en una tienda que había junto a un túnel larguísimo que dejábamos atrás. Pere y yo nos detuvimos en el monumento a Henri Desgrange, conocido por haber fundado el Tour de Francia en 1903.

Poco después realizamos una nueva parada. Resulta que el mundo es un pañuelo, y en una curva volvimos a ver el famoso autobús de los gallegos. Esta vez hacía un tiempo espléndido. No era necesario que nos rescataran. Vimos a sus mujeres y a algún veterano que había preferido tener un día más calmado sin darle a los pedales. Nos gritaron "Rodadores" con un acento gallego que resultaba muy gracioso. Espero que les volvamos a ver en otra ocasión. Son muy buena gente.

Con la calma que nos caracteriza en estas situaciones, después de comprobar que unas chicas muy monas subían en sentido inverso con bicicletas cargadas de mochilas y sacos de dormir, llegamos al punto intermedio de lo que antes había sido la ascensión: el Col du Lautaret.

Allí estaban esperándonos el resto de compañeros. De nuevo todos juntos: José Luis, Cacaíto, Toni, Miguel Ángel, Pere, Rober y yo. Nos sentamos para comer en


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una mesa, cortesía de un puesto que había en la cima. ¿Adivináis cuál? Obvio: el mismo en el que antes habíamos comprado el agua. Siempre nos quedará la duda de si la abuela dependienta reconoció o no a Miguel Ángel cuando se acercó a pedirle unos dulces. El caso es que todo estaba riquísimo, tanto los dulces como un salchichón de cabra que me tenía loco. Tanto como mis compañeros, que se acabaron convenciendo de la bondad de la última propuesta. Sí, íbamos a Deux Alpes.

7. LA ASCENSIÓN A DEUX ALPES

Miguel Ángel había aprendido la lección. Aunque estuviéramos en pleno mes de agosto, a más de 2000 metros de altitud y en plenos Alpes, puede hacer frío. Sobre todo cuando se baja un puerto. A falta de ropa de abrigo en condiciones, se atrevió a lucir un chubasquero rosa de dimensiones tales que habrían podido cubrir de la lluvia a un oso pardo. Para colmo, de color rosa. En cualquier caso, a falta de pan, buenas son tortas; y nuestro compañero anduvo caliente aunque apenas si éramos capaces de disimular la sonrisa el resto de la gente.

Cuando llegamos al pie de puerto, era momento de decidir quiénes íbamos a ascender definitivamente a Deux Alpes. Rober lo tenía muy claro. Ya había pedaleado suficiente. Costó Dios y ayuda convencer a Pere. Mereció la pena. El resto, ya estaban prácticamente dispuestos a afrontar el último puerto de la aventura.

Así pues, Rober se marchó camino de Bourg d'Oisans, con las llaves de nuestra Mercedes Sprinter, y se echó una buena siesta en la parte trasera de la furgoneta, mientras el resto de expedicionarios sudábamos como gorrinos. Un tipo inteligente.

Pese a ser menos conocido que el resto de puertos de la aventura, Deux Alpes es un puerto de mucha entidad. Para entendernos, es algo así como una versión reducida de Alpe d'Huez. Sus cerca de nueve kilómetros a porcentajes apreciables no resultan nada desdeñables. Sus curvas y la señalización de las mismas no hacen sino recordar al hermano mayor, situado a muy pocos kilómetros. El perfecto estado del asfalto convierte esta ascensión en una experiencia muy agradable. Fue un acierto total.


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Aquí ya no había fuerzas que guardar. Decidí probarme y no reservarme como en otros puertos, aunque siempre reservando ese pequeño extra para disfrutar realmente del puerto de montaña. De lo contrario, se podría haber convertido en un calvario. Ni con ésas. Toni y Cacaíto estaban más frescos. Me mantuve a 100 metros de la pareja de cracks durante un buen rato. Sabía que con mi punta de velocidad eso no debía ser problema para darles un susto en el último kilómetro. Y ahí rodaba yo relativamente tranquilo, dispuesto a destapar el tarro de las esencias a falta de dos kilómetros, en compañía de Miguel Ángel... hasta que Toni decidió atacar por delante y un servidor, con el esfuerzo de la Croix de Fer del día anterior entre pecho y espalda, vio claramente que el tarro debía quedarse cerrado por esta vez. ¡Era imposible alcanzar a Toni! Mientras, Miguel Ángel seguía hacía delante. Fue una de las imágenes con las que me quedo de todo el viaje. Yo rezagándome con cierta tranquilidad, y él dando el 200% de sus posibilidades, con la respiración de un jabalí en celo y autoanimándose para continuar. Me preocupé por él. Incluso se lo dije. Me estaba imaginando recogiéndolo en la cuneta víctima de algún mal. Tanto esfuerzo no puede ser bueno.

Por suerte para él... y para mí que le habría tenido que recoger... Miguel Ángel es un tipo acostumbrado a los retos físicos. Debo decir que un mes antes, cuando le conocí, no habría imaginado ni por asomo que fuera capaz de rendir tan bien y tan pronto. Tampoco lo habría hecho tan sólo un par de días antes en el Mont Ventoux. Ese día, con unas espléndidas ascensiones al Galibier y a Deux Alpes, Miguel Ángel mostró sus credenciales para ser un gran escalador. Desde aquí, mis más sinceras felicitaciones. Es muy difícil conseguir tanto en tan poco tiempo. Para eso hay que valer, y tener la valentía suficiente como para embarcarse en unas aventuras aparentemente imposibles.

Ya en la cima, se llegaba a una estación de esquí con una rampa casi interminable. Nos reagrupamos todos y nos hicimos la foto de rigor. ¡Objetivo cumplido!


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Miguel Ángel con su peculiar vestimenta en Deux Alpes.

Foto de grupo en Deux Alpes.


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En el descenso, Toni pinchó la rueda trasera. Para una vez que se cambia los vetustos tubulares por las cámaras convencionales... Mantuvimos preocupados un rato a la pareja de murcianos, quienes no sabían nada de lo sucedido y nos esperaban a pie de puerto. Solucionado el pequeño contratiempo, nos unimos todos de nuevo y completamos los últimos kilómetros favorables hasta el aparcamiento de Bourg d'Oisans.

Allí estaba Rober; feliz, relajado y descansado. ¡Como debe ser! Cargamos las bicicletas en la furgoneta y volvimos a Alpe d'Huez. Tras devolver la Scott alquilada de Miguel Ángel, nos fuimos al hotel. ¡Al fin con mi padre! Fuimos a comprar un maillot de recuerdo de Alpe d'Huez con un toque retro, el cual había encargado el día anterior. El vendedor era fan de Andy Schleck, quien había inaugurado una tienda de una conocida marca, justo enfrente del bar donde me vendían el maillot. En una conversación un tanto políglota, a medio camino entre el castellano, el italiano y el francés; convenimos que él debía mantener su admiración por el luxemburgués, pero aquí uno es fiel a un madrileño de Pinto.

Cenamos juntos en un restaurante muy agradable al otro lado de la estación de esquí, cercano a la iglesia y al centro de deportes. Fue un colofón perfecto a unos días simplemente perfectos.

8. FIN DE LA AVENTURA

El día siguiente, madrugamos lo suficiente para asegurar que íbamos a llegar a devolver la Mercedes Sprinter dentro de horario en la oficina de Tarragona. Largo viaje, en su mayoría acompañado por José Luis y por mi padre en la furgoneta. Paramos a almorzar en una estación de servicio francesa, y a comer ya pasada la frontera española.

A la entrada de Tarragona había un pequeño incendio. Por suerte, no fue a mayores. ¡Vaya verano!

Una vez devuelta la furgoneta, nos redistribuimos y acabé en el coche de Toni. Escuchamos por la radio cómo España conseguía medallas en taekwondo. Las retransmisiones radiofónicas de este deporte son muy graciosas. Comentan las


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virtudes de los púgiles de manera muy educada para finalmente acabar gritando "¡patada en la cara!" como posesos, aludiendo a la testiculina y demás atributos del auténtico macho ibérico. Sinceramente estaba mucho más interesado en la victoria del baloncesto, precisamente frente a la selección francesa. Indignados por el puñetazo de Batum a Juan Carlos Navarro, acabaron contentos por la victoria. ¡Ya estábamos en semifinales!

Y así, entre unas cosas y otras, nos plantamos en Valencia. Las montañas que normalmente ascendemos parecían pequeñas colinas... y la plaza de San Roque más bien se asemejaba a la Puerta del Sol o al Ayuntamiento de una ciudad donde los deportistas celebran sus victorias. Volvimos como héroes, con la satisfacción por las nubes.

Nunca había imaginado poder hacer esto. Fue muy grande. Enorme. Por suerte, parece que a partir de ahora esto será habitual. Nada de lo que hasta ahora había hecho en bicicleta es comparable a esta aventura. Muchísimas gracias a todos los compañeros que asistieron. Entre todos, conseguimos hacer de estos días un viaje inolvidable y una experiencia que quedará grabada en nuestra memoria de por vida. Ya lo decía Freddie… It was worth it!

viaje a los alpes: un sueÑo hecho realidad...viaje a los alpes: un sueÑo hecho realidad vicente...

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