verne la isla misteriosa
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julio VerneTRANSCRIPT
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Julio Verne
La isla
misteriosa
in octavo
2010
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Este libro se publica y ofrece gratuitamente a
los suscriptores de In Octavo, con el nico propsito de su puesta a disposicin, en el mis-
mo sentido en que lo hara una biblioteca
pblica. Esto no significa en modo alguno que
su contenido haya sido librado al dominio
pblico. Los propietarios de los derechos perti-
nentes estn debidamente consignados. Cual-
quier uso alternativo, comercial o no, que se
haga de esta versin digital o se derive de ella
es absolutamente ilegal.
In Octavo
inoctavo.com.ar
-
Julio Verne
La isla misteriosa
in octavo
2010
Ilustraciones de Jules-Descartes Frat
(1874)
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La isla misteriosa
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Noticia
Muchos consideran a La isla misteriosa (1874) como
la obra maestra de Julio Verne (1828-1905), y aun-
que esa valoracin se presta a controversia, puede
decirse que esta novela refleja como pocas las convic-
ciones del autor en su poca de madurez: una con-
fianza irrestricta en el gnero humano y en su capa-
cidad para superar sus debilidades morales y fsicas
con el auxilio de la razn, la ciencia, la tcnica y el
trabajo. Armados con esos recursos, cinco nufragos
abandonados en una isla despoblada no slo logran
sobrevivir satisfaciendo sus necesidades ms elemen-
tales sino que avanzan hasta construir una comuni-
dad casi tan avanzada como la poca lo permita.
Un marino, un periodista, un estudiante aventajado
con pasin por la biologa y un esclavo liberto, con-
ducidos por un ingeniero, son los artfices de la proe-
za. A pesar de la abundancia de explicaciones tcni-
cas y referencias eruditas, la novela mantiene cons-
tante el inters, apoyada en los rasgos de personali-
dad de cada uno de los protagonistas, los retos conti-
nuos a los que los someten las adversidades de la na-
turaleza y la habilidad de los nufragos para supe-
rarlas, y el inevitable encuentro con otros seres
humanos, conflictivo en unos casos, providencial en
otros. El lector moderno probablemente se sienta sor-
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La isla misteriosa
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prendido al enfrentarse con una visin del mundo
donde campean la misoginia (en la novela no hay
mujeres), el racismo (un negro y un mono se entien-den como iguales), la naturaleza exclusivamente co-mo una cantera a explotar sin consideraciones.
La isla misteriosa forma parte de una triloga, pre-
cedida por la tambin famosa Veinte mil leguas de
viaje submarino y sucedida por Los hijos del capitn
Grant.
Esta edicin digital incluye las ilustraciones origina-
les de Jules-Descartes Frat; la traduccin al caste-
llano ha sido cuidadosamente revisada.
El Editor
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La isla misteriosa
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ndice
I
Los nufragos del aire
II
El abandonado
III
El secreto de la isla
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La isla misteriosa
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I
Los nufragos del aire
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La isla misteriosa
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Captulo 1
EL HURACN DE 1865. GRITOS EN EL AIRE. UN GLOBO AEROSTTICO ARRASTRADO POR UNA
TROMBA. LA ENVOLTURA DESGARRADA. SLO MAR A LA VISTA. CINCO PASAJEROS. LO QUE OCURRE EN LA BARQUILLA. UNA COSTA EN EL HORIZONTE. EL DESENLACE DEL DRAMA.
Remontamos?
No, al contrario, descendemos!
Mucho peor, seor Ciro! Caemos!
Santo Dios! Arrojen lastre!
Ya se ha vaciado el ltimo saco.
Se vuelve a elevar el globo?
No.
Oigo un ruido de olas!
El mar est debajo de la barquilla!
Y a unos quinientos pies!
Entonces una voz potente rasg los aires y reso-
naron estas palabras:
Fuera todo lo que pesa! Todo! Sea lo que Dios quiera!
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La isla misteriosa
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Estas palabras estallaron en el aire sobre el vas-
to desierto de agua del Pacfico, hacia las cuatro de
la tarde del da 23 de marzo de 1865.
Seguramente nadie ha olvidado el terrible viento
del nordeste que se desencaden en el equinoccio de
aquel ao y durante el cual el barmetro baj a 710
milmetros. Fue un huracn sin intermitencia, que
dur desde el 18 al 26 de marzo. Produjo daos in-
mensos en Amrica, en Europa, en Asia, en una an-
cha zona de 1.800 millas, que se extendi en direc-
cin oblicua al Ecuador, desde los 35 grados de lati-
tud norte hasta los 40 de latitud sur.
Ciudades destruidas, bosques desarraigados,
pases devastados por montaas de agua que se pre-
cipitaban como aludes, naves arrojadas a la costa,
que los registros del BureauVeritas anotaron por centenares, territorios enteros nivelados por las
trombas que arrollaban todo lo que encontraban a
su paso, muchos millares de personas aplastadas o
tragadas por el mar; tales fueron los testimonios
que dej de su furor aquel huracn, que fue muy su-
perior en desastres a los que asolaron tan espanto-
samente La Habana y Guadalupe, uno el 25 de octu-
bre de 1810, y el otro el 26 de julio de 1825. Al mis-
mo tiempo en que tantas catstrofes sobrevenan en
la tierra y en el mar, un drama no menos conmove-
dor se presentaba en los agitados aires.
En efecto, un globo, llevado como una bola en la
cresta de una tromba, y atrapado en el movimiento
giratorio de la columna de aire, recorra el espacio
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con una velocidad de noventa millas por hora, giran-
do sobre s mismo, como si se hubiera apoderado de
l algn maelstrom areo.
Debajo de aquel globo oscilaba una barquilla, que contena cinco pasajeros, casi invisibles en me-dio de aquellos espesos vapores, mezclados de agua pulverizada, que llegaban hasta la superficie del o-cano.
De dnde vena aquel aerostato, verdadero ju-guete de la tempestad? De qu punto del mundo haba despegado? Evidentemente no haba podido elevarse durante el huracn; pero el huracn dura-ba ya haca cinco das, y sus primeros sntomas se haban manifestado el 18. As, pues, era lcito creer que aquel globo vena de muy lejos, porque no haba recorrido menos de dos mil millas en veinticuatro
horas.
En todo caso, los pasajeros no haban tenido me- dios para calcular la ruta recorrida desde su parti-da, porque no tenan punto alguno de referencia. Debi producirse el curioso hecho de que, arrastra-
dos al corazn de las violencias de la tempestad, no las sintieron.
Se desplazaban, giraban sobre s mismos, sin darse cuenta de esta rotacin, ni de su movimiento
en sentido horizontal. Sus ojos no podan penetrar la espesa niebla que se amontonaba bajo la barquilla. Alrededor de ellos todo era bruma. Tal era la opaci-dad de las nubes, que no habran podido decir si era
de da o de noche. Ningn reflejo de luz, ningn rui-do de tierras habitadas, ningn mugido del ocano
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haba llegado hasta ellos en aquella oscura inmensi-dad, mientras se haban sostenido en las altas zo-
nas. Slo su rpido descenso pudo darles idea de los peligros que corran encima de las olas.
No obstante, el globo, libre de objetos pesados ta-
les como municiones, armas, provisiones, se haba
elevado hasta las capas superiores de la atmsfera a
una altura de 4.500 pies. Los pasajeros, despus de
haber reconocido que el mar estaba bajo la barqui-
lla, y encontrado que los peligros eran menos temi-
bles arriba que abajo, no haban vacilado en arrojar
por la borda los objetos ms tiles, y trataban de no
perder nada de aquel fluido, de aquel alma de su
aparato, que les sostena sobre el abismo.
Transcurri la noche en medio de inquietudes
que habran sido mortales para otras almas menos
templadas. Lleg despus el da y con el da el
huracn mostr tendencia a moderarse. Desde el
principio de aquel da, 24 de marzo, hubo algunos
sntomas de calma. Al alba, las nubes ms vesicula-
res haban remontado hasta las alturas del cielo. En
algunas horas la tromba fue disminuyendo hasta
romperse. El viento, del estado de huracn, pas al
de gran fresco, es decir, que la celeridad de trasla-
cin de las capas atmosfricas disminuy a la mitad.
Era an lo que los marinos llaman una brisa a tres rizos, pero la mejora en el desorden de los elemen-tos no fue por ello menos considerable.
Hacia las once, la parte inferior del aire se haba
despejado mucho. La atmsfera despeda esa limpi-
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dez hmeda que se ve, que se siente despus del pa-
so de los grandes meteoros. No pareca que el hura-
cn hubiese ido ms lejos en el oeste; al contrario,
pareca que se haba disipado por s mismo; tal vez
se haba desvanecido en corrientes elctricas, des-
pus de la rotura de la tromba, como sucede a veces
a los tifones del ocano Indico.
Pero hacia esa hora tambin se pudo comprobar
de nuevo que el globo bajaba lentamente, con un mo-
vimiento continuo, en las capas inferiores del aire.
Pareca incluso que se desinflaba poco a poco y que
su envoltura se alargaba al distenderse, pasan-do de
la forma esfrica a la forma oval. Hacia el medioda,
el aerostato se cerna a una altura de dos mil pies
sobre el mar. Meda cincuenta mil pies cbicos, y
gracias a su capacidad haba podido mantenerse lar-
go tiempo en el aire, fuese por haber alcanzado
grandes latitudes, o por haberse movido siguiendo
una direccin horizontal.
En aquel momento los pasajeros arrojaron los
ltimos objetos que an pesaban en la barquilla, los
pocos vveres que haban conservado, todo, hasta los
pequeos utensilios que guardaban en sus bolsillos,
y uno de ellos, alzndose sobre el crculo en el que se
reunan las cuerdas de la red, trat de atar slida-
mente el apndice inferior del aerostato.
Era evidente que los pasajeros no podan mante-
ner ms el globo en las zonas altas y que les faltaba
el gas!
Estaban, pues, perdidos!
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En efecto, lo que se extenda debajo de ellos no
era un continente, ni siquiera una isla. El espacio no
ofreca ni un solo punto para aterrizar, ni una su-
perficie slida donde su ancla pudiera morder.
Era el inmenso mar, cuyas olas chocaban todav-
a entre s con incomparable violencia! Era el oca-
no sin lmites visibles, aun para ellos que lo domina-
ban desde lo alto y cuyas miradas abarcaban enton-
ces un radio de cuarenta millas! Era esa llanura
lquida, golpeada sin misericordia, azotada por el
huracn, que les deba parecer como una multitud
inmensa de olas desenfrenadas sobre las cuales se
hubiera arrojado una vasta red de crestas blancas!
Ni un pedazo de tierra se vea, ni un buque!
Era menester, pues, a toda costa, detener el mo-
vimiento de descenso, para impedir que el aerostato
se hundiese entre las olas, y por cierto que a esa ur-
gente operacin se dedicaron los pasajeros de la bar-
quilla. Pero, a pesar de sus esfuerzos, el globo conti-
nuaba bajando, al mismo tiempo que se mova con
extrema celeridad, siguiendo la direccin del viento,
es decir, de nordeste a sudoeste.
Situacin terrible la de aquellos infortunados!
Evidentemente no podan dominar el aerostato. Sus
tentativas no daban resultado. La cubierta del globo
se desinflaba, el fluido se escapaba sin que fuera po-
sible retenerlo. El descenso se aceleraba visiblemen-
te y, a la una de la tarde, la barquilla no estaba sus-
pendida ms que a seiscientos pies del ocano.
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Era, en efecto, imposible impedir la fuga del gas,
que escapaba libremente por una rasgadura del
aparato.
Aligerando la barquilla de todos los objetos que
contena, los pasajeros podan prolongar, durante
algunas horas, su suspensin en el aire. Pero la in-
evitable catstrofe no hara ms que postergarse y,
si no divisaban tierra antes de la noche, pasajeros,
barquilla y globo desapareceran definitivamente
entre las olas.
La nica maniobra que quedaba por hacer fue
ejecutada en aquel momento. Los pasajeros del ae-
rostato eran, sin duda, gente enrgica y saban mi-
rar la muerte cara a cara. Ni un solo murmullo es-
cap de sus labios. Estaban decididos a luchar hasta
el ltimo segundo, y hacan todo lo que podan para
retrasar su cada. La barquilla era una especie de
caja de mimbre, inadecuada para flotar, y no haba
posibilidad de mantenerla en la superficie del mar,
si caa.
A las dos de la tarde el aerostato estaba apenas a
cuatrocientos pies sobre las olas.
En aquel momento una voz varonil la voz de un hombre cuyo corazn era inaccesible al temor se hizo escuchar. A esta voz respondieron voces no me-
nos enrgicas.
Se ha arrojado todo?
No! An quedan dos mil francos en oro!
Un saco pesado cay entonces al mar.
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Se eleva el globo?
Un poco, pero no tardar en volver a caer!
Qu lastre nos queda?
Ninguno!
S!... La barquilla!
Acomodmonos en la red, y al mar la barqui-lla!
Era, en efecto, el nico y ltimo medio de alige-
rar el aerostato. Las cuerdas que sostenan la bar-
quilla al crculo fueron cortadas, y el aerostato, des-
pus de la cada de aqulla, remont dos mil pies.
Los cinco pasajeros, que se haban metido en la red,
encima del crculo, y tenan de los hilos de la malla,
miraban el abismo.
Es conocida la sensibilidad esttica de los aeros-
tatos. Bastaba arrojar el objeto ms ligero para pro-
vocar un desplazamiento en sentido vertical. El apa-
rato, flotando en el aire, obra como una balanza de
exactitud matemtica. Se comprende que, aligerado
de un peso relativamente considerable, su movi-
miento sea importante y brusco. Fue lo que pas en
aquella ocasin. Pero, despus de permanecer un
instante equilibrado en las zonas superiores, el ae-
rostato volvi a descender. El gas se escapaba por
una rasgadura imposible de reparar. Los pasajeros
haban hecho todo lo posible. Ningn medio humano
poda salvarles. Slo tenan que contar con la ayuda
de Dios.
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A las cuatro el globo estaba a quinientos pies so-
bre la superficie de las aguas.
Se oy un ladrido. Un perro, que acompaaba a
los pasajeros, estaba asido, cerca de su dueo, a las
mallas de la red.
Top ha visto algo! exclam uno de los pasa-jeros.
Poco rato despus se oy una voz fuerte que de-
ca:
Tierra! Tierra!
El globo, arrastrado sin cesar por el viento hacia
el sudoeste, haba recorrido desde el alba una dis-
tancia considerable, que poda calcularse en cente-
nares de millas, y una tierra bastante elevada aca-
baba, en efecto, de aparecer en aquella direccin.
Pero aqulla tierra se encontraba an a treinta
millas a sotavento. Faltaba ms de una hora para
llegar a ella, con la condicin de no desviarse. Una
hora! Podra resistir el globo todava una hora sin
perder todo su fluido?
Este era el terrible problema! Los pasajeros ve-
an distintamente aquel punto slido, que era me-
nester alcanzar a toda costa. Ignoraban lo que era,
isla o continente, porque apenas saban hacia qu
parte del mundo el huracn los haba arrastrado.
Pero aquella tierra, estuviese o no habitada, fuera o
no hospitalaria, era su nico refugio!
Cerca de las cuatro ya era evidente que el globo
no poda sostenerse. Rozaba la superficie del mar.
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Las crestas de las enormes olas haban lamido mu-
chas veces la parte inferior de la red, hacindola
an ms pesada, y el aerostato no se levantaba sino
a medias, como un pjaro que tiene plomo en las
alas.
Media hora ms tarde la tierra no estaba ms
que a una milla de distancia, pero el globo ajado, flo-
jo, desinflado, arrugado en gruesos pliegues, slo
conservaba gas en su parte superior. Los pasajeros,
asidos a la red, pesaban ya demasiado para l, y
pronto, medio sumergidos en el mar, fueron golpea-
dos por las olas enfurecidas. La cubierta del aeros-
tato se infl entonces, y el viento lo empuj, como un
buque con viento de popa. Pareca que iban a llegar
a la costa!
Pero, cuando no estaban ms que a dos cables de
distancia, resonaron gritos terribles, salidos de cua-
tro pechos a la vez. El globo, que, al parecer, no pod-
a ya levantarse, acababa de dar un salto inespera-
do, a impulsos de un formidable golpe de mar. Como
si hubiera sido aligerado sbitamente de una nueva
parte de su peso, remont a una altura de mil qui-
nientos pies, y all encontr una especie de remolino
de viento que, en lugar de llevarlo directamente a la
costa, le hizo seguir una direccin casi paralela a
ella. En fin, dos minutos ms tarde se acerc obli-
cuamente y cay sobre la arena de la orilla, fuera
del alcance de las olas.
Los pasajeros se ayudaron unos a otros a des-
prenderse de las mallas de la red. El globo, libre de
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Los pasajeros se ayudaron a desprenderse de las
mallas de la red.
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aquel peso, fue recogido por el viento y, como un
pjaro herido que encuentra un instante de vida,
desapareci en el espacio.
La barquilla haba contenido cinco pasajeros,
ms un perro, y el globo slo haba arrojado cuatro
sobre la orilla.
El pasajero que faltaba haba sido evidentemen-
te arrebatado por el golpe de mar, que, dando de lle-
no en la red, haba permitido al aparato, aligerado
de peso, llegar a tierra.
Apenas los cuatro nufragos pues as se los puede llamar pusieron pie en tierra, todos, pensan-do en el ausente, exclamaron:
Tal vez pueda ganar la orilla a nado! Salv-moslo! Salvmoslo!
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Captulo 2
UN EPISODIO DE LA GUERRA DE SECESIN. EL INGENIERO CIRO SMITH. GEDEN SPILETT. EL NEGRO NAB. EL MARINO PENCROFF. EL JOVEN HARBERT. UNA PROPUESTA INESPERADA. CITA A LAS DIEZ DE LA NOCHE. PARTIDA EN MEDIO DE LA TORMENTA
No eran ni aeronautas de profesin ni amantes
de expediciones areas los hombres que el huracn
acababa de arrojar en aquella costa: eran prisione-
ros de guerra, a los que su audacia haba impulsado
a fugarse en circunstancias extraordinarias.
Cien veces estuvieron a punto de perecer! Cien
veces su globo desgarrado habra debido precipitar-
los en el abismo! Pero el cielo les reservaba un ex-
trao destino, y el 20 de marzo, despus de haberse
fugado de Richmond, sitiada por las tropas del gene-
ral Ulises Grant, se encontraban a siete mil millas
de la capital de Virginia, principal baluarte de los
separatistas durante la terrible guerra de secesin.
Su navegacin area haba durado cinco das.
Observemos, por otra parte, en qu curiosas cir-
cunstancias se produjo la evasin de los prisioneros,
evasin que iba a terminar en la catstrofe ya cono-
cida.
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Ese mismo ao, en el mes de febrero de 1858, en
uno de los golpes de mano ensayados, aunque intil-
mente, por el general Grant para apoderarse de
Richmond, muchos de sus oficiales cayeron en poder
del enemigo y fueron internados en la ciudad. Uno
de los ms distinguidos prisioneros perteneca al es-
tado mayor federal y se llamaba Ciro Smith.
Ciro Smith, natural de Massachusetts, era inge-
niero, un sabio de primer orden, al que el gobierno
de la Unin haba confiado durante la guerra la di-
reccin de los ferrocarriles, cuyo papel estratgico
era tan considerable. Era un norteamericano cabal,
seco, huesudo, esbelto, de unos cuarenta y cinco
aos, pelo corto y canoso, barba afeitada, y un abun-
dante bigote igualmente gris. Posea una de esas
hermosas cabezas numismticas, que parecen hechas para ser acuadas en medallas: los ojos ar-
dientes, la boca grave, la fisonoma de un sabio de la
escuela militar. Era uno de esos ingenieros que han
querido comenzar manejando el martillo y el pico,
como los generales que prefieren iniciarse como sol-
dados rasos. Al tiempo que agudeza de ingenio, po-
sea destreza manual. Sus msculos exhiban sea-
les notables de tonicidad. Autntico hombre de ac-
cin, al mismo tiempo que hombre de pensamiento,
todo lo ejecutaba sin esfuerzo, bajo la influencia de
una gran expansin vital, con esa vivaz perseveran-
cia que desafa todo contratiempo.
Muy instruido, muy prctico, muy campechano,
para decirlo en palabras corrientes, tena un tempe-
ramento magnfico, pues, conservndose siempre
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dueo de s, en cualquier circunstancia, reuna en
alto grado esas tres condiciones que en conjunto de-
terminan la energa humana: cuerpo y espritu acti-
vos, deseo vehemente, fuerza de voluntad. Y su divi-
sa hubiera podido ser la de Guillermo de Orange en
el siglo XVII: No tengo necesidad de esperar para acometer una empresa, ni de lograr el objetivo para
perseverar.
Al mismo tiempo Ciro Smith era el valor personi-
ficado. Haba estado en todas las batallas de aquella
guerra de secesin. Tras haber empezado a las rde-
nes de Ulises Grant con los voluntarios de Illinois,
haba combatido en Paducah, en Belmont, en Pitts-
burg-Landing, en el sitio de Corinto, en Port-Gibson,
en el Rio Negro, en Chattanooga, en Wilderness, a
orillas del Potomac, en todas partes y valerosamen-
te, digno soldado del general que responda: Yo no cuento jams mis muertos! Y cien veces Ciro Smith haba estado a punto de ser uno de aquellos que no
contaba el terrible Grant. Sin embargo, en esos com-
bates, a pesar de lo mucho que se expona, la suerte
le favoreci siempre, hasta el momento en que fue
herido y hecho prisionero en el campo de batalla de
Richmond.
Al mismo tiempo que Ciro Smith, y en el mismo
dia, otro personaje importante cay en poder de los
sureos. Este era nada menos que el ilustre Geden
Spilett, corresponsal del New York Herald, encar-gado de seguir las peripecias de la guerra en los
ejrcitos del Norte.
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Geden Spilett
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Geden Spilett era de la estirpe de esos admira-
bles cronistas ingleses o norteamericanos, de los
Stanley y otros, que no retroceden ante nada para
obtener una informacin exacta y para transmitirla
a su peridico rpidamente. Los peridicos de la
Unin, tales como el New York Herald, constitu-yen verdaderas potencias, y sus enviados son repre-
sentantes que hay que tener en cuenta. Geden Spi-
lett figuraba a la cabeza de esos representantes.
Hombre de gran mrito, enrgico, preparado y
dispuesto a todo, lleno de ideas, habiendo recorrido
el mundo entero, soldado y artista, fervoroso en el
consejo, resuelto en la accin, desdeoso de penas,
trabajos, o peligros cuando se trataba de saberlo to-
do, para l primero, y para su peridico despus,
verdadero hroe de la curiosidad, de la informacin,
de lo indito, de lo desconocido, de lo imposible. Era
uno de esos intrpidos observadores que escriben
entre las balas, haciendo las crnicas bajo el fuego
de los caones, y para quienes todos los peligros son
un pasatiempo.
l tambin haba asistido a todas las batallas en
primera fila, con el revlver en una mano y la libre-
ta de apuntes en la otra, y la metralla no haca tem-
blar su pluma.
No fatigaba los hilos con telegramas incesantes,
como los que hablan cuando no tienen nada que de-
cir. Pero cada una de sus notas, cortas, precisas, cla-
ras, arrojaban luz sobre algn punto importante.
Por otra parte, no le faltaba humor. El fue quien,
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despus de la accin del Rio Negro, queriendo con-
servar a toda costa su lugar junto a la ventanilla de
la oficina de telgrafos, para anunciar a su peridico
el resultado de la batalla, hizo transmitir, durante
dos horas, los primeros captulos de la Biblia. Le
cost dos mil dlares al New York Herald, pero el New York Herald fue el primer informado.
Geden Spilett era alto y tena unos cuarenta
aos. Unas patillas rubias tirando a rojas enmarca-
ban sus facciones. Su mirada era calma, viva, rpi-
da en sus movimientos. Era la mirada de un hombre
acostumbrado a percibir rpidamente todos los deta-
lles de un horizonte. De complexin robusta, se ha-
ba templado en todos los climas, como una barra de
acero en el agua fra.
Desde haca diez aos, era el corresponsal oficial
del New York Herald, al que enriqueca con sus crnicas y sus dibujos, ya que manejaba tan bien el
lpiz como la pluma. Cuando cay prisionero, estaba
haciendo la descripcin y el croquis de la batalla.
Las ltimas palabras anotadas en su libreta fueron:
Un sureo me apunta con su fusil y... Y Geden Spilett se salv, porque, siguiendo su invariable cos-
tumbre, sali de aquel peligro sin ningn araazo.
Ciro Smith y Geden Spilett, que no se conocan
ms que de nombre, fueron trasladados ambos a
Richmond.
El ingeniero se cur rpidamente de sus heridas,
y fue durante su convalecencia cuando conoci al pe-
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La isla misteriosa
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riodista. Aquellos dos hombres simpatizaron y
aprendieron a estimarse. Pronto su vida en comn
no tuvo ms que un objeto: fugarse, reincorporarse
al ejrcito de Grant y combatir en sus filas por la
unidad federal. Los dos norteamericanos estaban
decididos a aprovechar cualquier ocasin; pero, aun-
que les permitan circular por la ciudad, Richmond
estaba tan severamente custodiada que una evasin
pareca imposible.
En estas circunstancias, vino a hacer compaa a
Ciro Smith un negro que le guardaba devocin, en la
vida y en la muerte. Este intrpido servidor haba
nacido en las tierras del ingeniero, de padre y ma-
dre esclavos, pero mucho tiempo atrs haba sido
emancipado por Ciro Smith, abolicionista de inteli-
gencia y de corazn. El esclavo, ya libre, no haba
querido abandonar a su amo. Le quera tanto, que
habra dado la vida por l. Era un mozo de treinta
aos, vigoroso, gil, diestro, inteligente, dulce y
tranquilo, a veces ingenuo, siempre sonriente, servi-
cial y bueno. Se llamaba Nabucodonosor, pero res-
ponda al nombre abreviado y familiar de Nab.
Al enterarse Nab de que su amo haba sido
hecho prisionero, abandon Massachusetts sin vaci-
lar, lleg a las puertas de Richmond y, a fuerza de
astucia y destreza, despus de arriesgar veinte ve-
ces su vida, penetr en la ciudad sitiada. No es posi-
ble describir la complacencia de Ciro Smith al ver de
nuevo a su criado y la alegra de Nab al reencontrar
a su seor.
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La isla misteriosa
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Aunque Nab pudo penetrar en Richmond, le
habra sido muy difcil salir, porque los prisioneros
federales era vigilados de cerca. Haba que aguardar
una ocasin favorable para intentar una evasin con
alguna probabilidad de xito, y esta ocasin no slo
no se presentaba sino que era riesgoso provocarla.
Entretanto, Grant continuaba sus enrgicas ope-
raciones. La victoria de Petersburgo le haba costa-
do mucho. Sus fuerzas, unidas a las de Butler, no
haban alcanzado ninguna victoria ante Richmond,
y nada haca presagiar que la libertad de los prisio-
neros estuviese prxima. El periodista, a quien su
fastidioso cautiverio ya no le proporcionaba un deta-
lle interesante que anotar, no aguantaba ms. Su
idea fija era salir de Richmond a toda costa. Muchas
veces intent la aventura y fue detenido por obst-
culos insuperables.
El sitio continuaba, y si los prisioneros tenan
prisa por escaparse para unirse al ejrcito de Grant,
algunos sitiados no tenan menos deseos de escapar-
se para reunirse con el ejrcito separatista, y entre
ellos, un tal Jonathan Forster, furibundo sureo. Si
los prisioneros federales no podan abandonar la
ciudad, los confederados tampoco, porque el ejrcito
del Norte los cercaba. El gobernador de Richmond,
desde haca tiempo, no lograba comunicarse con el
general Lee, y le apremiaba hacerle conocer la si-
tuacin de la ciudad a fin de acelerar la marcha de
refuerzos.
El tal Jonathan Forster tuvo entonces la idea de
elevarse en globo, para atravesar las lneas sitiado-
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La isla misteriosa
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ras y llegar as al campo de los separatistas. El go-
bernador autoriz la tentativa. Fabricaron un aeros-
tato y lo pusieron a disposicin de Jonathan Forster,
a quien deberan acompaar cinco de sus hombres.
Iran provistos de armas para el caso de que tuvie-
ran que defenderse donde aterrizaran, y de vveres,
por si la excursin area se prolongaba.
La partida del globo haba sido fijada para el 18
de marzo. Deba efectuarse durante la noche, y, con
un viento nordeste de mediana intensidad, los aero-
nautas contaban con llegar al cuartel general de Lee
en cuestin de horas.
Pero ese viento del nordeste no fue una simple
brisa. Desde el 18 pudo verse que se convertira en
huracn. Pronto la borrasca fue tal que oblig a pos-
tergar la partida de Forster, ya que era imposible
arriesgar el aerostato y a sus ocupantes en medio de
los elementos desencadenados.
El globo, inflado en la plaza de Richmond, per-
maneca all, listo para partir tan pronto como se
calmase un poco el viento, y en la ciudad la impa-
ciencia era grande al ver que la atmsfera no se mo-
dificaba.
Pasaron el 18 y el 19 de marzo sin que se produ-
jera cambio alguno en la tormenta. Incluso cost
mprobo trabajo mantener el globo amarrado y evi-
tar que lo destrozara el huracn.
Pas tambin la noche del 19 al 20, y por la ma-
ana, el huracn haba redoblado su mpetu. La
partida era imposible.
-
La isla misteriosa
29
Ese da, el ingeniero Ciro Smith fue abordado en
una de las calles de Richmond por un hombre a
quien no conoca. Era un marino llamado Pencroff,
de treinta y cinco a cuarenta aos de edad, fuerte,
de rostro atezado, ojos vivos y parpadeantes, pero de
buen aspecto. Pencroff era un norteamericano que
haba corrido todos los mares y a quien, en trminos
de aventuras, le haba sucedido todo lo que puede
ocurrir de extraordinario a un bpedo sin plumas. Es
intil decir que era de carcter emprendedor, capaz
de atreverse a todo e incapaz de sorprenderse por
nada.
Pencroff, a principios de ao, haba ido por asun-
tos particulares a Richmond con un joven de quince
aos, Harbert Brown, de Nueva Jersey, hijo de su
capitn, un hurfano al que amaba como a su propio
hijo. No habiendo podido abandonar la ciudad antes
de las primeras operaciones del sitio, se encontraba
bloqueado all con gran disgusto y slo pensaba en
escaparse como fuera. Conoca la reputacin del in-
geniero Ciro Smith, y saba con qu impaciencia es-
te hombre decidido tascaba el freno. As, pues, no
vacil ese da en acercarse a l para decirle sin rode-
os:
Seor Smith, est usted cansado de Rich-mond?
El ingeniero mir al hombre que le hablaba as, y
que aadi en voz baja:
Seor Smith, quiere usted escapar?
-
La isla misteriosa
30
Seor Smith, quiere usted escapar?
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La isla misteriosa
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Cuando...? respondi vivamente el ingenie-ro, y se puede afirmar que esta respuesta se le es-
cap, pues an no haba examinado al desconocido
que le diriga la palabra.
Pero despus de haber observado con una mira-
da penetrante la leal figura del marino, no pudo du-
dar de que se hallaba en presencia de un hombre
honrado.
Quin es usted? pregunt con voz queda.
Pencroff se dio a conocer.
Bien respondi Ciro Smith. Y cmo?
Con ese globo holgazn que no hace nada, y que jurara nos est invitando a marchar...
El marino no tuvo necesidad de acabar la frase.
El ingeniero le haba comprendido desde la primera
palabra. Asi a Pencroff de un brazo y le llev a su
casa.
All el marino desarroll su plan, en verdad muy
sencillo. Para ejecutarlo no se arriesgaba ms que la
vida. El huracn estaba entonces en toda su violen-
cia, es verdad, pero un ingeniero diestro y audaz, co-
mo Ciro Smith, sabra conducir bien un aerostato. Si
l, Pencroff, hubiera sabido manejarlo, no habra va-
cilado en partir (con Harbert, se entiende). Haba
visto otras y no le asustaba una tempestad ms!
Ciro Smith haba escuchado al marino sin decir
palabra, pero sus ojos brillaban. La ocasin se le
presentaba y no era hombre de dejarla escapar. El
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La isla misteriosa
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proyecto era muy peligroso, pero realizable. Durante
la noche, a pesar de la vigilancia, era posible acer-
carse al globo, deslizarse en la barquilla y cortar las
cuerdas que le retenan. Claro est que se exponan
a morir, pero tambin haba alguna probabilidad de
xito, y sin esa tempestad... Pero sin esa tempestad
el globo ya habra partido, y la ocasin tan deseada
no se presentara en aquel momento!
No estoy solo!... dijo por fin Ciro Smith.
Cuntas personas quiere usted que le acom-paen? pregunt el marino.
Dos: mi amigo Spilett y mi criado Nab.
Tres respondi Pencroff, y Harbert y yo, cinco. El globo iba a llevar seis...
Listo! Partiremos! dijo Ciro Smith.
Aquel partiremos comprenda al periodista, pe-ro el periodista no era hombre de volverse atrs y,
cuando el proyecto le fue comunicado, lo aprob sin
reserva. Solamente se admiraba de que aquella idea
tan sencilla no se le hubiera ocurrido a l. En cuanto
a Nab, estaba dispuesto a seguir a su seor a donde
quisiera ir.
Hasta la noche, entonces dijo Pencroff. Nos daremos una vuelta por all los cinco, como cu-
riosos.
Hasta la noche, a las diez respondi Ciro Smith, y quiera el cielo que esta tempestad no se apacige antes de nuestra partida.
-
La isla misteriosa
33
Pencroff se despidi del ingeniero y volvi a su
casa, donde haba dejado al joven Harbert Brown.
Este nio conoca el plan del marino y esperaba con
cierta ansiedad el resultado de su entrevista con el
ingeniero. Ya se ha visto, cinco hombres resueltos
iban a arrojarse as a la tormenta, en pleno
huracn!
No! El huracn no se calm, y ni Jonathan Fors-
ter ni sus compaeros podan pensar en desafiarlo
en aquella frgil barquilla. El da era terrible. El in-
geniero no tema ms que una cosa: que el aerosta-
to, amarrado al suelo y azotado por las rfagas de
viento, se rompiera en mil pedazos. Durante muchas
horas pase por la plaza casi desierta, vigilando el
aparato. Pencroff haca otro tanto por su parte, con
las manos en los bolsillos, bostezando de a ratos co-
mo un hombre que no sabe cmo matar el tiempo,
pero temiendo tambin que el globo se desgarrase o
rompiera sus ligaduras y se levantara por los aires.
Lleg la noche, y la oscuridad se acentu. Espe-
sas brumas pasaban como nubes rasando el suelo y
una lluvia mezclada con nieve caa continuamente.
Haca fro. Una especie de niebla se extendi sobre
Richmond. Pareca como si la violenta tempestad
hubiese impuesto una tregua entre sitiadores y si-
tiados, y que el can hubiera optado por callar ante
las formidables detonaciones del huracn. Las calles
de la ciudad estaban desiertas. No se haba credo
necesario, con aquel horrible tiempo, vigilar la plaza
en la cual se agitaba el aerostato.
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La isla misteriosa
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Todo favoreca evidentemente la partida de los
prisioneros, pero aquel viaje, en medio de rfagas
de viento desencadenadas...!
Maldita marea! se deca Pencroff, calndose de un puetazo el sombrero que el viento disputaba
a su cabeza. Pero, bah, la dominaremos de todos modos!
A las nueve y media Ciro y sus compaeros lle-
garon por diversos sitios a la plaza, que los faroles
del gas, apagados por el viento, haban dejado a os-
curas. No se vea ni el enorme aerostato, casi ente-
ramente aplastado contra el suelo.
Sin contar los sacos de lastre que pendan de las
cuerdas de la red, la barquilla estaba retenida por
un fuerte cable pasado por una anilla fijada en el
suelo y con los extremos atados a bordo.
Los cinco prisioneros se reunieron cerca de la
barquilla. No los haban visto, y era tal la oscuridad
que ni ellos mismos se vean.
Sin pronunciar palabra, Ciro Smith, Geden Spi-
lett, Nab y Harbert se ubicaron en la barquilla,
mientras que Pencroff, siguiendo las rdenes del in-
geniero, iba desatando sucesivamente los saquitos
de lastre. Esta operacin dur unos instantes y el
marino se reuni con sus compaeros.
El aerostato entonces estaba slo retenido por el
doble cable, y slo faltaba que Ciro Smith diera la
orden de partida. En ese momento un perro entr de
un salto en la barquilla.
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La isla misteriosa
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Llegaron por diversos sitios a la plaza.
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La isla misteriosa
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Era Top, el perro del ingeniero, que, habiendo ro-
to su cadena, haba seguido a su amo. Ciro Smith,
creyndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre
animal.
Bah, uno ms! dijo Pencroff, y desat de la barquilla otros dos sacos de lastre. Despus des-
amarr el doble cable, y el globo, tomando una direc-
cin oblicua, desapareci, despus de haber chocado
la barquilla contra dos chimeneas que derrib con la
violencia del golpe.
El huracn azotaba entonces con una violencia
espantosa. Durante la noche, el ingeniero no pudo
pensar en descender y, cuando lleg el da, la bru-
mas le interceptaron toda vista de la tierra. Debie-
ron pasar cinco das antes de que un claro dejara
ver la inmensidad del mar por debajo de aquel ae-
rostato, que el viento arrastraba con una velocidad
terrible.
Sabemos que, de los cinco hombres que haban
partido el 20 de marzo, cuatro haban sido arroja-
dos, el 24 de marzo, sobre una costa desierta, a ms
de seis mil millas de su pas.
Y el que faltaba, aquel a quien los cuatro sobre-
vivientes del globo acudieron de inmediato a soco-
rrer, era su jefe natural: el ingeniero Ciro Smith!
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La isla misteriosa
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Captulo 3
LAS CINCO DE LA TARDE. EL QUE NO EST. LA DESESPERACIN DE NAB. PESQUISAS HACIA EL NORTE. EL ISLOTE. UNA TRISTE NOCHE DE AN-GUSTIA. LA NIEBLA MATUTINA. NAB SE ZAMBU-LLE. VISTA DEL TERRENO. CRUCE DEL CANAL.
Un golpe de agua haba arrebatado al ingeniero
de la red, cuya malla cedi. Su perro tambin haba
desaparecido: el fiel animal se haba lanzado al au-
xilio de su amo.
Adelante! exclam el periodista.
Y los cuatro, Geden Spilett, Harbert, Pencroff y
Nab, olvidando el cansancio, emprendieron la bs-
queda.
El pobre Nab lloraba de rabia y desesperacin a
la vez, temiendo haber perdido todo lo que l amaba
en el mundo.
No haban pasado dos minutos entre el momento
en que Ciro Smith desapareci y el instante en que
sus compaeros tocaron tierra. Estos podan espe-
rar, pues, llegar a tiempo para salvarlo.
Busquemos! busquemos! exclamaba Nab.
S, Nab contest Geden Spilett, y lo en-contraremos!
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La isla misteriosa
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Vivo?
Vivo!
Sabe nadar? pregunt Pencroff.
S! contest Nab. Adems, Top est con l!
El marino, oyendo rugir el mar, sacudi la cabe-
za. El ingeniero haba desaparecido hacia el norte
de la costa, y a una media milla de donde los nu-
fragos acababan de aterrizar. Si hubiese podido al-
canzar el punto ms cercano del litoral, ese punto no
poda estar ms lejos que media milla.
Eran cerca de las seis de la tarde. La bruma co-
menzaba a levantar y la noche se haca ms oscura.
Los nufragos caminaban siguiendo hacia el norte
la costa este de aquella tierra sobre la cual el azar
los haba arrojado, tierra desconocida, cuya situa-
cin geogrfica no podan siquiera imaginar. El sue-
lo que pisaban era arenoso, mezclado con piedras y
desprovisto de toda especie de vegetacin.
Aquel suelo sumamente desparejo, lleno de ba-
rrancos, apareca en ciertos sitios acribillado de
hoyuelos, que hacan la marcha ms penosa. Salan
de estos agujeros grandes aves de pesado vuelo, que
huan en todas direcciones y que la oscuridad im-
peda ver. Otras, ms giles, se levantaban en ban-
dadas y pasaban como nubes. El marino supona
que eran gaviotas, cuyos silbidos agudos competan
con los rugidos del mar.
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La isla misteriosa
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De cuando en cuando los nufragos se detenan,
llamaban a gritos y escuchaban, por si llegaba algu-
na respuesta desde la parte del ocano.
Deban pensar, en efecto, que, si estaban prxi-
mos al lugar donde el ingeniero hubiera podido to-
mar tierra, los ladridos del perro Top, en caso de
que Ciro Smith no estuviera en condiciones de dar
seales de vida, llegaran hasta ellos. Pero ningn
grito se destacaba sobre el gruido de las olas y los
chasquidos de la resaca. Entonces, la pequea tropa
reanudaba su marcha, registrando las menores an-
fractuosidades del litoral.
Despus de veinte minutos de caminata, los cua-
tro nufragos tropezaron con una linde espumosa de
olas. Ya no haba terreno slido. Se encontraban en
el extremo de un punto agudo, contra el que el mar
golpeaba con furor.
Es un promontorio dijo el marino. Debe-mos volver sobre nuestros pasos, torciendo a la dere-
cha, y as regresaremos a tierra firme.
Pero y si est ah? respondi Nab sealan-do el ocano, cuyas enormes olas blanqueaban en la
oscuridad.
Bueno, llammoslo!
Y todos, uniendo sus voces, lanzaron un grito vi-
goroso, pero nadie respondi. Esperaron un momen-
to de calma y empezaron otra vez. Nada.
Los nufragos retrocedieron, siguiendo la parte opuesta del promontorio, por un suelo igualmente
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La isla misteriosa
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Uniendo sus voces, lanzaron un grito vigoroso.
-
La isla misteriosa
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arenoso y lleno de piedras. Sin embargo, Pencroff observ que el litoral era ms escarpado, que el te-rreno suba, y supuso que deba llegar, por una ram-pa bastante larga, a una alta costa, cuya masa se perfilaba confusamente en la oscuridad. Haba me-nos aves en aquella parte de la costa; el mar tam-bin se mostraba menos alterado, menos ruidoso, y la agitacin de las olas disminua sensiblemente. Apenas se oa el ruido de la resaca. Sin duda la cos-ta del promontorio formaba una ensenada semicir-cular, protegida por su punta aguda contra la fuerza de las olas.
Pero, siguiendo aquella direccin, marchaban hacia el sur: era ir por el lado opuesto de la costa donde Ciro Smith poda haber tocado tierra. Des-pus de recorrer milla y media, el litoral no presen-taba ninguna curvatura que permitiese volver hacia el norte. Sin embargo, aquel promontorio, cuya pun-ta haban rodeado, deba unirse a la tierra franca. Los nufragos, a pesar de que sus fuerzas estaban casi agotadas, marchaban siempre con valor, espe-rando encontrar algn ngulo que los devolviera al rumbo inicial.
Cul no fue su desesperacin, cuando, despus de haber recorrido dos millas, se vieron una vez ms detenidos por el mar en una punta bastante eleva-da, formada de rocas resbaladizas!
Estamos en un islote! dijo Pencroff, y lo hemos recorrido de un extremo a otro!
La observacin del marino era justa. Los nufra-
gos haban sido arrojados no sobre un continente ni
-
La isla misteriosa
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una isla, sino sobre un islote, que no meda ms de
dos millas de longitud y cuya anchura era evidente-
mente poco considerable.
Aquel islote, rido, sembrado de piedras, sin ve-
getacin, refugio desolado de algunas aves marinas,
perteneca a un archipilago ms importante? No
lo saban. Los pasajeros del globo, cuando desde su
barquilla avistaron tierra a travs de la bruma, no
haban podido reconocer su importancia. Sin embar-
go, Pencroff, con su mirada de marino habituada a
horadar en la oscuridad, crey en aquel momento
distinguir hacia el oeste masas confusas, que anun-
ciaban una costa elevada.
Pero en ese momento era imposible, debido a la
oscuridad, determinar a qu sistema simple o com-
plejo perteneca el islote. Tampoco era posible salir
de l, puesto que el mar lo rodeaba. Haba que apla-
zar hasta el da siguiente la bsqueda del ingeniero,
que no haba dado voces que sealaran su presen-
cia.
El silencio de Ciro no prueba nada dijo el pe-riodista. Puede estar desmayado, herido, imposi-bilitado de responder momentneamente, pero no
desesperemos.
El periodista propuso entonces la idea de encen-
der en un punto del islote una hoguera, que pudiese
servir de gua al ingeniero. Pero en vano buscaron
madera o arbustos secos; all no haba ms que are-
na y piedras.
-
La isla misteriosa
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Se comprende cul sera el dolor de Nab y el de sus compaeros, que estaban vivamente unidos al
intrpido Ciro Smith. Era por dems claro que se hallaban imposibilitados de socorrerlo; haba que es-perar el da. O el ingeniero haba podido salvarse solo, y ya haba encontrado refugio en un punto de la costa, o estaba perdido para siempre!
Las horas de espera fueron largas y penosas.
Haca mucho fro y los nufragos sufran cruelmen-te, pero apenas lo notaban. Ni siquiera pensaban en tomar un instante de reposo.
Se olvidaban de s por su jefe; esperando, que-riendo esperar siempre, iban y venan por aquel is-lote rido, volviendo incesantemente a su punto nor-te, donde crean estar ms prximos al lugar de la catstrofe. Escuchaban, gritaban, esperaban captar
alguna exclamacin suprema, y sus voces deban lle-gar lejos, porque entonces reinaba cierta calma en la atmsfera, y los ruidos del mar empezaban a dismi-nuir.
Uno de los gritos de Nab pareci repetido por el eco. Harbert se lo hizo notar a Pencroff, aadiendo:
Esto probara que existe hacia el oeste una costa bastante cercana.
El marinero hizo un gesto afirmativo. Por otra parte, su vista no poda engaarle. Si haba distin-guido tierra, no haba duda de que sta exista.
Pero aquel eco lejano fue la nica respuesta pro-
vocada por los gritos de Nab, y la inmensidad, sobre
toda la parte oriental del islote, qued silenciosa.
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La isla misteriosa
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Entretanto el cielo se iba despejando poco a poco.
Hacia las doce de la noche brillaron algunas estre-
llas y, si el ingeniero hubiese estado all, al lado de
sus compaeros, habra podido notar que aquellas
estrellas no eran las del hemisferio boreal. En efec-
to, la polar no apareca en aquel nuevo horizonte:
las constelaciones cenitales no eran las que estaban
acostumbrados a ver en la parte norte del nuevo
continente, y la Cruz del Sur resplandeca entonces
en el polo austral del mundo.
Pas la noche. Hacia las cinco de la maana, el
25 de marzo, el cielo se ti ligeramente. El horizon-te estaba an oscuro, pero con los primeros albores
del da una opaca bruma se levant en el mar, por lo
que el rayo visual no poda extenderse a ms de
veinte pasos. La niebla se desplegaba en gruesas vo-
lutas, que se movan pesadamente.
Esto era un contratiempo. Los nufragos no po-
dan distinguir nada alrededor de ellos. Mientras
que las miradas de Nab y del periodista se dirigan
hacia el ocano, el marino y Harbert buscaban la
costa en el oeste. Pero ni un palmo de tierra era visi-
ble.
No importa dijo Pencroff, no veo la costa, pero la siento..., est all..., all... Tan seguro como
que tampoco estamos en Richmond!
Pero la niebla no deba tardar en desaparecer.
No era ms que una bruma de buen tiempo. Un
hermoso sol caldeaba las capas superiores, y aquel
calor se tamizaba hasta la superficie del islote. En
-
La isla misteriosa
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efecto, hacia las seis y media, tres cuartos de hora
despus de aparecer el sol, la bruma se volvi ms
transparente: se espesaba en la parte superior, pero
se disipaba por debajo. Pronto todo el islote se hizo
visible como si hubiera descendido de una nube; lue-
go, el mar se mostr siguiendo un plano circular, in-
finito hacia el este, pero limitado al oeste por una
costa elevada y abrupta.
S! La tierra estaba all! All la salvacin, provi-
sionalmente asegurada, por lo menos. Entre el islote
y la costa, separados por un canal de una milla y
media, una corriente rpida se precipitaba con gran
estruendo.
Sin embargo, uno de los nufragos, siguiendo
slo el dictado de su corazn, se precipit en la co-
rriente, sin requerir el consejo de sus compaeros,
sin decir palabra. Era Nab. Estaba impaciente por
llegar a aquella costa y remontarla hacia el norte.
Nadie pudo retenerlo. Pencroff lo llam, pero en va-
no.
El periodista se dispuso a seguir a Nab.
Pencroff, yendo hacia l, le pregunt:
Quiere usted atravesar el canal?
S contest Geden Spilett.
Pues bien, confe en m y espere dijo el mari- no. Nab basta y sobra para socorrer a su amo. Si nos metemos en ese canal, nos exponemos a ser
arrastrados por la corriente, que es de una violencia
extrema. Pero, si no me equivoco, se trata de una co-
-
La isla misteriosa
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rriente de reflujo. Valo, la marea baja sobre la are-
na. Armmonos de paciencia y, en la bajamar, quiz
encontremos un paso vadeable...
Tiene usted razn respondi el periodista. Separmonos lo menos posible.
Entretanto, Nab luchaba denodadamente contra
la corriente. La atravesaba siguiendo una direccin
oblicua. Podan verse sus negros hombros salir a la
superficie a cada brazada. Se desviaba con mucha
celeridad, pero tambin avanzaba hacia la costa.
Emple ms de media hora para recorrer la milla y
media que separaba el islote de la costa, y no al-
canz la orilla sino a muchos miles de pies del punto
que enfrentaba aqul de donde haba salido.
Nab toc tierra en la falda de una alta pared de
granito y se sacudi vigorosamente; despus, co-
rriendo, desapareci veloz detrs de unas rocas, que
se proyectaban hacia el mar casi a la altura de la ex-
tremidad septentrional del islote.
Los compaeros de Nab haban seguido con an-
siedad su audaz intento y, cuando se perdi de vista,
dirigieron sus miradas hacia aquella tierra a la cual
iban a pedir refugio, mientras coman algunos ma-
riscos de los que sembraban la playa. La comida era
pobre, pero era comida.
La costa opuesta formaba una vasta baha, ter-
minada al sur por una punta muy aguda, desprovis-
ta de toda vegetacin y de un aspecto muy salvaje.
Aquella punta vena a unirse al litoral formando un
diseo bastante caprichoso y enlazado con altas ro-
-
La isla misteriosa
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cas granticas. Hacia el norte, por el contrario, la
baha se ensanchaba, formando una costa ms re-
dondeada, que corra del sudoeste al nordeste y ter-
minaba en un cabo agudo. Entre estos dos puntos
extremos, sobre los cuales se apoyaba el arco de la
baha, la distancia poda ser de ocho millas. A media
milla de la playa, el islote ocupaba una estrecha faja
de mar, y pareca un enorme cetceo que asomara a
la superficie su espalda desmesurada. Su anchura
no pasaba de un cuarto de milla.
Delante del islote el litoral se compona, en pri-
mer trmino, de una playa de arena, sembrada de
rocas negruzcas, que en aquel momento iban reapa-
reciendo poco a poco bajo la marea descendente. En
segundo plano, se destacaba una especie de cortina
grantica, tallada a pico, coronada por una capricho-
sa arista de una altura de trescientos pies por lo me-
nos. Se perfilaba sobre una longitud de tres millas y
terminaba bruscamente a la derecha en un acantila-
do que se hubiera credo cortado por la mano del
hombre. A la izquierda, por el contrario, encima del
promontorio, aquella especie de cortadura irregular
se desgarraba en bloques prismticos, hechos de ro-
cas aglomeradas y de productos de aluvin, y se ba-
jaba por una rampa prolongada, que se confunda
poco a poco con las rocas de la punta meridional.
En la meseta superior de la costa no se vea
ningn rbol. Era una llanura despejada, como la
que domina la Ciudad del Cabo, en el de Buena Es-
peranza, pero con proporciones ms reducidas. Por
lo menos, as apareca vista desde el islote. Sin em-
-
La isla misteriosa
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bargo, el verde no faltaba a la derecha, detrs del
acantilado. Se distingua fcilmente la masa confu-
sa de grandes rboles, cuya aglomeracin se prolon-
gaba ms all del alcance de la mirada. Aquel ver-
dor regocijaba la vista, vivamente entristecida por
las speras lneas del paramento de granito.
En fin, en ltimo plano y por encima de la mese-
ta, en direccin noroeste y a una distancia de siete
millas por lo menos, resplandeca una cima blanca,
herida por los rayos solares. Era una caperuza de
nieve, que cubra algn monte lejano.
No poda resolverse, pues, la cuestin de si aque-
lla tierra formaba una isla o perteneca a un conti-
nente. Pero, a la vista de aquellas rocas convulsio-
nadas, que se aglomeraban sobre la izquierda, un
gelogo no habra dudado en asignarles un origen
volcnico, porque eran indiscutiblemente producto
de un trabajo plutoniano.
Geden Spilett, Pencroff y Harbert observaban
atentamente aquella tierra, en la que iban a vivir
quiz largos aos, y en la que tal vez moriran, si no
se encontraban en la ruta de los barcos.
Qu te parece esto, Pencroff? pregunt Har-bert.
Que tiene algo bueno y algo malo, como todas las cosas contest el marino. Veremos. Pero ob-servo que comienza el reflujo. Dentro de tres horas
intentaremos pasar y, una vez all, procuraremos
arreglarnos y encontrar a Smith.
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La isla misteriosa
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Pencroff no se haba equivocado en sus previsio-
nes.
Tres horas ms tarde, con la bajamar, la mayor
parte de las arenas que conformaban el lecho del ca-
nal haban quedado al descubierto. No quedaba en-
tre el islote y la costa ms que un canal estrecho,
que sin duda sera fcil de franquear.
En efecto, hacia las diez, Geden Spilett y sus
dos compaeros se despojaron de sus ropas, hicieron
con ellos un hato que se pusieron en la cabeza y se
aventuraron por el canal, cuya profundidad no pasa-
ba de cinco pies. Harbert, para quien el agua era de-
masiado alta, nadaba como un pez y sali perfecta-
mente del paso.
Los tres llegaron sin dificultad a la orilla opues-
ta. All, el sol los sec rpidamente y volvieron a po-
nerse sus vestimentas, que haban preservado del
contacto con el agua, y celebraron consejo.
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La isla misteriosa
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Captulo 4
LOS LITODOMOS. LA DESEMBOCADURA DEL RIO. LAS CHIMENEAS. CONTINUACIN DE LAS PES-QUISAS. LA SELVA DE ARBOLES VERDES. SE ES-PERA EL REFLUJO. DESDE LO ALTO DE LA COS-TA. LA JANGADA. EL REGRESO A LA PLAYA.
Antes que nada, el periodista dijo al marino que le esperase all, donde l volvera, y, sin perder un instante, remont el litoral en la direccin que haba seguido algunas horas antes el negro Nab. Despus
desapareci rpidamente tras un ngulo de la costa, tan impaciente estaba por tener noticias del inge-niero.
Harbert habra querido acompaarlo.
Qudate, hijo mo le dijo el marino. Tene-mos que preparar un campamento y ver si se puede encontrar algo ms slido que los mariscos para hin-car el diente. Nuestros amigos tendrn ganas de co-mer algo a su regreso. Cada uno a su trabajo.
Estoy listo, Pencroff contest Harbert.
Bien! repuso el marino As se hace. Proce-damos con mtodo. Estamos cansados, y tenemos fro y hambre. Se trata entonces de encontrar abri-go, fuego y alimento. El bosque tiene madera; los ni-dos, huevos; falta buscar la casa.
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La isla misteriosa
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Pues bien respondi Harbert, yo buscar una gruta en estas rocas, y sin duda terminar por
descubrir algn agujero donde podamos meternos.
Eso es dijo Pencroff. En marcha, hijo mo.
Y ambos se pusieron en marcha al pie de la enor-
me muralla, sobre aquella playa que la marea des-
cendente haba descubierto en una gran extensin.
Pero, en lugar de remontar hacia el norte, descen-
dieron hacia el sur. Pencroff haba observado que, a
unos centenares de pasos ms all del sitio donde
haban tocado tierra, la costa ofreca una estrecha
cortadura, que sin duda deba servir de desemboca-
dura a un ro o a un arroyo.
Por una parte, era importante acampar en las
cercanas de un curso de agua potable, y por otra, no
era imposible que la corriente hubiera llevado hacia
aquel lado a Ciro Smith.
La empinada muralla, como dijimos, se levan-
taba a una altura de trescientos pies, pero el bloque
era liso por todas partes, y su misma base, apenas
lamida por el mar, no presentaba la menor hendidu-
ra que pudiera servir de morada provisoria. Era un
muro vertical, hecho de un granito dursimo, que el
agua jams haba rodo. Hacia la cumbre revolotea-
ba todo un mundo de aves acuticas, y particular-
mente diversas especies del orden de las palmpe-
das, de pico alargado, comprimido y puntiagudo;
aves chillonas, poco temerosas de la presencia del
hombre, que por primera vez, sin duda, turbaba su
soledad. Entre las palmpedas, Pencroff reconoci
-
La isla misteriosa
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una especie de gaviotas, a las que suele darse el
nombre de estercoleras, y otras pequeas pero vora-
ces, que anidaban en las anfractuosidades del grani-
to.
Un disparo de fusil en medio de aquella mirada
de pjaros habra abatido un gran nmero; mas pa-
ra disparar un tiro se necesitaba un fusil, y ni Pen-
croff ni Harbert lo tenan. Por otra parte, esas gavio-
tas son apenas comestibles e incluso sus huevos tie-
nen un sabor detestable.
Entretanto, Harbert, que se haba adelantado un
poco hacia la izquierda, encontr pronto algunas ro-
cas tapizadas de algas, que la marea iba a cubrir
horas ms tarde. En aquellas rocas, y en medio de
musgos resbaladizos, pululaban unos crustceos bi-
valvos, que no podan ser desdeados por gente
hambrienta. Harbert llam entonces a Pencroff,
quien acudi en seguida.
Vaya! Son almejas! exclam el marino. Algo para reemplazar los huevos que nos faltan!
No son almejas respondi el joven Harbert, que examinaba con atencin los moluscos adheridos
a las rocas; son litodomos.
Y eso se come? pregunt Pencroff.
Ya lo creo!
Entonces, comamos litodomos.
El marino poda fiarse de Harbert. El muchacho
era muy fuerte en historia natural y haba tenido
siempre verdadera pasin por esta ciencia. Su padre
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Y eso se come? pregunt Pencroff.
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lo haba impulsado por este camino, hacindole se-
guir estudios con los mejores profesores de Boston,
que tomaron afecto al joven, porque era inteligente
y trabajador. As sus instintos de naturalista iban a
ser utilizados ms de una vez en el futuro, y, desde
luego, no lo haban engaado en esa primera oca-
sin.
Estos litodomos eran crustceos oblongos, ad-
heridos en racimos y muy pegados a las rocas. Per-
tenecan a esa especie de moluscos perforadores que
abren agujeros en las piedras ms duras, y sus con-
chas se redondean en sus dos extremos, disposicin
que no se observa en la almeja ordinaria.
Pencroff y Harbert hicieron un buen consumo de
litodomos, que se iban abriendo entonces al sol. Los
comieron como si fuesen ostras y les encontraron un
sabor picante, lo que les quit el disgusto de no te-
ner ni pimienta ni condimentos de otra clase.
Su hambre qued momentneamente saciada,
pero no su sed, que se acrecent despus de haber
comido aquellos moluscos naturalmente condimen-
tados. Haba que encontrar agua dulce, y no poda
faltar en una regin tan caprichosamente accidenta-
da. Pencroff y Harbert, despus de haber tomado la
precaucin de hacer gran provisin de litodomos, de
los cuales llenaron sus bolsillos y sus pauelos, vol-
vieron al pie de la alta muralla.
Doscientos pasos ms all llegaron a la cortadu-
ra, por la cual, segn el presentimiento de Pencroff,
deba correr un riachuelo de ntidas mrgenes. En
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aquella parte, la muralla pareca haber sido separa-
da por algn violento esfuerzo plutoniano. En su ba-
se se abra una pequea ensenada, cuyo fondo for-
maba un ngulo bastante agudo. La corriente de
agua meda all cien pies de ancho y sus dos orillas
no contaban ms de veinte pies. El ro se hunda ca-
si directamente entre los dos muros de granito, que
tendan a hacerse ms bajos hacia la desembocadu-
ra; despus daba la vuelta bruscamente y desapa-
reca bajo un soto a una media milla.
Aqu, agua; all, lea dijo Pencroff. Bien, Harbert, no falta ms que la casa!
El agua del ro era lmpida. El marino observ
que en aquel momento de la marea, es decir, en el
reflujo, era dulce. Establecido este punto importan-
te, Harbert busc alguna cavidad que pudiera servir
de refugio, pero no encontr nada. Por todas partes
la muralla era lisa, plana y vertical.
Sin embargo, en la desembocadura del curso de
agua y por encima del nivel adonde suba la marea,
los aluviones haban formado no una gruta, sino un
conjunto de enormes rocas, como las que suelen en-
contrarse en las regiones granticas, y que llevan el
nombre de chimeneas.
Pencroff y Harbert se internaron bastante entre
las rocas, por aquellos corredores areniscos, a los
cuales no faltaba luz, porque penetraba por los hue-
cos que dejaban entre s esos trozos de granito, algu-
nos de los cuales se mantenan en equilibrio por mi-
lagro. Pero con la luz entraba tambin el viento, una
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Los aluviones haban formado un conjunto de
enormes rocas que llevan el nombre de chimeneas.
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verdadera correntada de pasillo, y con el viento, el
fro agudo del exterior. El marino pens entonces
que obstruyendo ciertos trechos de aquellos corredo-
res, tapando algunas aberturas con una mezcla de
piedras y de arena, podran hacer habitables las
chimeneas.
Su plano geomtrico representaba el signo ti-
pogrfico &, que significa etctera. Aislado el crculo
superior del signo, por el cual se introducan los
vientos del sur y del oeste, podran sin duda utilizar
su disposicin inferior.
Ya tenemos lo que nos haca falta dijo Pen-croff y, si volvemos a encontrar a Smith, l sabr sacar partido de este laberinto.
Lo volveremos a ver, Pencroff exclam Har-bert, y, cuando venga, tiene que encontrar aqu una morada casi soportable. Lo ser, si podemos po-
ner un fogn en el corredor de la izquierda y conser-
var all una abertura para el humo.
Podremos, hijo mo respondi el marino, y estas Chimeneas fue el nombre que dio Pencroff a esta morada provisoria nos servirn para ello. Pe-ro, ante todo, vayamos a hacer provisin de combus-
tible. Me parece que la lea no ser intil para ta-
par estas aberturas a travs de las cuales el diablo
toca su trompeta.
Harbert y Pencroff abandonaron las Chimeneas
y, doblando el ngulo, empezaron a remontar la ori-
lla izquierda del ro. La corriente era bastante rpi-
da y arrastraba algunos rboles secos. La marea
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creciente que se haca sentir en ese momento de-ba lanzarlos con fuerza a una distancia bastante
considerable. El marino pens, pues, que podra uti-
lizar el flujo y el reflujo para el transporte de objetos
pesados.
Despus de andar durante un cuarto de hora, el
marino y el muchacho llegaron a un brusco recodo
que haca el ro al hundirse hacia la izquierda. A
partir de este punto, su curso prosegua a travs de
un bosque de rboles magnficos. Estos rboles ha-
ban conservado su verdor, a pesar de lo avanzado
de la estacin, porque pertenecan a esa familia de
conferas que se propaga en todas las regiones del
globo, desde los climas septentrionales hasta las co-
marcas tropicales.
El joven naturalista reconoci especialmente los
deodar, especie muy numerosa en la zona del Himalaya y que esparce un agradable aroma. Entre
aquellos hermosos rboles crecan grupos de pinos,
cuyo opaco quitasol se extenda bastante. Entre las
altas hierbas Pencroff sinti que su pie haca crujir
ramas secas, como si fueran fuegos artificiales.
Bien, hijo mo dijo a Harbert; si por una parte ignoro el nombre de estos rboles, por otra s
clasificarlos en la categora de lea para el fuego, y,
por el momento es lo nico que necesitamos.
Hagamos nuestra provisin! respondi Har-bert, quien puso de inmediato manos a la obra.
La tarea fue fcil. Ni siquiera era necesario cor-
tar los rboles, pues yaca a sus pies enorme canti-
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dad de lea. Pero si combustible no faltaba, los me-
dios de transporte dejaban que desear. Aquella ma-
dera era muy seca y ardera rpidamente; de aqu la
necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad
considerable, y la carga de dos hombres no sera su-
ficiente. Esto lo hizo notar Harbert.
Hijo mo respondi el marino, debe de haber un medio de transportar esa madera.
Siempre hay medios para todo! Si tuviramos un
carretn o una barca, la cosa sera fcil.
Pero tenemos el ro! dijo Harbert.
Justamente respondi Pencroff. El ro ser para nosotros un camino que marcha solo y para al-
go se han inventado las jangadas.
Pero apunt Harbert nuestro camino va en este momento en direccin contraria a la que ne-
cesitamos, porque est subiendo la marea.
No nos iremos hasta que baje respondi el marino y ella se encargar de transportar nuestro combustible a las Chimeneas. Preparemos mientras
tanto nuestra jangada.
El marino, seguido de Harbert, se dirigi hacia el
ngulo que el extremo del bosque formaba con el ro.
Ambos llevaban, cada uno en proporcin de sus
fuerzas, una carga de lea, atada en haces. En la
orilla haba tambin cantidad de ramas secas, entre
esa hierba que probablemente nunca haba hollado
la planta del hombre. Pencroff empez enseguida a
preparar la jangada.
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En una especie de remanso producido por una
punta de la costa y que rompa la corriente, el mari-
no y el joven pusieron trozos de madera bastante
gruesos que ataron con lianas secas. Formaron as
una especie de balsa sobre la cual apilaron toda la
lea que haban recogido, o sea la carga de veinte
hombres por lo menos. En una hora el trabajo estu-
vo acabado, y la jangada qued amarrada a la orilla
hasta que bajara la marea.
Faltaban unas horas y, de comn acuerdo, Pen-
croff y Harbert decidieron subir a la meseta supe-
rior, para examinar la comarca en un radio ms am-
plio.
Precisamente a doscientos pasos detrs del
ngulo formado por el ro, la muralla, terminada en
un desgranamiento de rocas, vena a morir en pen-
diente suave sobre la linde del bosque. Pareca una
escalera natural. Harbert y el marino emprendieron
el ascenso y, gracias al vigor de sus piernas, llega-
ron a la cumbre en pocos instantes y se apostaron
en el ngulo que formaba sobre la desembocadura
del ro.
Al llegar, su primera mirada fue para aquel o-
cano que acababan de atravesar en tan terribles
condiciones. Observaron con emocin la parte norte
de la costa, sobre la que se haba producido la cats-
trofe. All era donde Ciro Smith haba desaparecido.
Buscaron con la mirada algn resto del globo al que
hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba.
Nada! El mar no era ms que un vasto desierto de
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agua. La costa tambin estaba desierta. Ni el perio-
dista ni Nab estaban a la vista. Pero era posible que
en aquel momento los dos estuvieran tan distantes,
que no se les pudiera distinguir.
Algo me dice exclam Harbert que un hombre tan enrgico como Ciro no ha podido dejarse ahogar
como un novato. Debi de alcanzar algn punto de
la costa. No es as, Pencroff?
El marino movi tristemente la cabeza. No espe-
raba volver a ver a Ciro Smith; pero, queriendo de-
jar alguna esperanza a Harbert, contest:
Sin duda, sin duda, nuestro ingeniero es hom-bre muy capaz de salvarse all donde cualquier otro
perecera.
Entretanto observaba la costa con extrema aten-
cin. Ante sus ojos se extenda la playa de arena, li-
mitada a la derecha de la desembocadura por lneas
de rompientes. Aquellas rocas, an emergidas, pa-
recan grupos de anfibios tendidos en la resaca. Ms
all de la zona de escollos, el mar brillaba bajo los
rayos del sol. En el sur, una punta aguda cerraba el
horizonte, y no se poda distinguir si la tierra se pro-
longaba en esa direccin o si se orientaba hacia el
sudeste y sudoeste, lo que hubiera dado a la costa la
forma de una pennsula muy prolongada. Al extre-
mo septentrional de la baha continuaba el litoral
dibujndose a gran distancia, siguiendo una lnea
ms curva. All la playa era baja, llana, sin acantila-
dos, con grandes bancos de arena, que el reflujo de-
jaba al descubierto.
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Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el
oeste. Pero una montaa de cima nevada, que se
elevaba a una distancia de seis o siete millas, detu-
vo su mirada. Desde sus primeras estribaciones has-
ta dos millas de la costa se extendan vastas masas
boscosas, en las que se destacaban grandes manchas
verdes debidas a la presencia de rboles de hojas pe-
rennes. Desde la linde de este bosque hasta la mis-
ma orilla verdeaba una gran planicie salpicada de
grupos de rboles caprichosamente distribuidos. A
la izquierda se vea de a ratos brillar las aguas del
riachuelo, a travs de algunos claros, y pareca que
su curso, bastante sinuoso, se remontaba hacia los
contrafuertes de las montaas, entre los cuales deb-
a de tener su origen. En el punto donde el marino
haba dejado su jangada comenzaba a correr entre
las dos altas murallas de granito; pero, si en la ori-
lla izquierda las paredes eran unidas y abruptas, en
la derecha, al contrario, se achicaban poco a poco,
las rocas macizas se convertan en bloques aislados,
los bloques en guijarros y los guijarros en grava,
hasta el extremo de la punta.
Estamos en una isla? murmur el marino.
En ese caso, sera muy vasta respondi el muchacho.
Una isla, por vasta que sea, siempre ser una isla dijo Pencroff.
Pero esta importante cuestin no poda ser re-
suelta todava. Era preciso aplazar la solucin para
otro momento. En cuanto a la tierra, isla o continen-
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te, pareca frtil, agradable en sus aspectos, variada
en sus productos.
Es una dicha observ Pencroff y, en medio de nuestra desgracia, debemos dar gracias a la Pro-
videncia.
Dios sea loado! respondi Harbert, cuyo pia-doso corazn estaba lleno de reconocimiento hacia el
Autor de todas las cosas.
Durante mucho tiempo, Pencroff y Harbert exa-
minaron aquella comarca sobre la que los haba
arrojado el destino, pero era difcil imaginar, des-
pus de una inspeccin tan superficial, lo que les re-
servaba el porvenir.
Despus volvieron, siguiendo la cresta meridio-
nal de la meseta de granito, contorneada por un lar-
go festn de rocas caprichosas, que tomaban las for-
mas ms extraas. All vivan algunos centenares
de aves que anidaban en los agujeros de la piedra.
Harbert, saltando sobre las rocas, hizo levantar vue-
lo a toda una bandada.
Ah! exclam, no son gaviotas de ninguna especie.
Qu clase de aves son, entonces? pregunt Pencroff. Asegurara que son palomas!
En efecto, pero son palomas torcazas o de roca respondi Harbert. Las conozco por la doble ra-ya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus
plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma
de roca es buena para comer, sus huevos deben ser
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Qu clase de aves son, entonces?
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excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus ni-
dos...
No les daremos tiempo de abrirse sino en for-ma de tortilla! contest alegremente Pencroff.
Pero dnde hars tu tortilla? pregunt Har-bert. En el sombrero?
Bah! contest el marino, no soy bastante brujo para eso. Nos contentaremos con comerlos pa-
sados por agua, hijo mo, y yo me encargar de los
ms duros.
Pencroff y el joven examinaron con atencin las
anfractuosidades del granito, y efectivamente en-
contraron huevos en algunas cavidades. Recogieron
varias docenas, que pusieron en el pauelo del mari-
no, y, como se acercaba el momento de la pleamar,
Harbert y Pencroff empezaron a descender hacia el
ro.
Cuando llegaron al recodo, era la una de la tar-
de. El reflujo haba empezado ya y haba que apro-
vecharlo para llevar la jangada a la desembocadura.
Pencroff no tena intencin de dejar que la corriente
la arrastrara sin direccin, ni tampoco pensaba em-
barcarse en ella para dirigirla. Pero un marino siem-
pre vence los obstculos cuando se trata de cables o
de cuerdas, y Pencroff trenz rpidamente una cuer-
da larga de varias brazas con lianas secas. Ataron
aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, mien-
tras el marino asa una punta con la mano, Harbert
empujaba la jangada; con una larga prtiga, mante-
nindola dentro de la corriente.
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El procedimiento dio el resultado querido. La
enorme carga de madera, que el marino sujetaba
marchando por la orilla, sigui la corriente del agua.
La orilla era muy suave, no hubo que temer que la
jangada encallase, y, antes de dos horas, ya estaba
en la desembocadura, a unos pasos de las Chime-
neas.
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Captulo 5
ARREGLO DE LAS CHIMENEAS. LA IMPORTANTE CUESTIN DEL FUEGO. LA CAJA DE FSFOROS. PESQUISAS POR LA PLAYA. REGRESO DEL PERIO-DISTA Y DE NAB. UN SOLO FSFORO. CHISPO-RROTEA EL FUEGO. LA PRIMERA COMIDA. LA PRIMERA NOCHE EN TIERRA.
El primer cuidado de Pencroff, despus de que la
pila de lea hubo sido descargada, fue hacer habita-
bles las Chimeneas, obstruyendo aquellos corredo-
res a travs de los cuales circulaban las correntadas
de aire. Arena, piedras, ramas entrelazadas y barro
cerraron hermticamente las galeras de la & abier-
tas a los vientos del sur, aislando el anillo superior.
Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abra en
la parte lateral, qued abierto, para conducir el
humo al exterior y darle tiraje al fogn. Las Chime-
neas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si
acaso puede darse este nombre a cuevas sombras,
con las que una fiera apenas se habra contentado.
Pero all no haba humedad y un hombre poda
mantenerse en pie, al menos en la habitacin princi-
pal, que ocupaba el centro. Una arena fina cubra el
suelo y, a fin de cuentas, poda servir perfectamente
aquel sitio mientras se encontraba otro mejor.
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Sin dejar de trabajar, Harbert y Pencroff charla-
ban:
Y si nuestros compaeros encontraron una instalacin mejor que la nuestra? dijo el mucha-cho.
Es posible contest el marino, pero, en la duda, no te abstengas! Ms vale una cuerda ms en
tu arco que no tener ninguna!
Ah prosigui Harbert, con tal que traigan a Smith, con tal que lo encuentren, deberemos dar
gracias al cielo!
S! murmur Pencroff. Ese s que era un hombre, todo un hombre!
Era... intervino Harbert. Es que desespe-ras de volverlo a ver?
Dios me libre y guarde! contest el marino.
El trabajo de arreglo qued rpidamente listo, y
Pencroff se declar muy satisfecho.
Ahora dijo ya pueden volver nuestros ami-gos. Encontrarn un abrigo adecuado.
Faltaba encender el fogn y preparar la comida.
Tarea simple y fcil, a decir verdad. Al fondo del pri-
mer corredor de la izquierda, junto al estrecho orifi-
cio que se haba reservado como chimenea, dispusie-
ron grandes piedras planas. El calor que no escapa-
se con el humo sera suficiente para mantener de-
ntro una temperatura conveniente. La provisin de
lea fue almacenada en uno de los cuartos y el mari-
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no puso sobre las piedras de la hoguera algunos le-
os mezclados con ramas secas.
El marino se ocupaba de este trabajo, cuando
Harbert le pregunt si tena fsforos.
Ciertamente contest Pencroff, y aadir felizmente, porque sin fsforos o sin yesca nos ha-
bramos visto en apuros.
No podramos hacer fuego como los salvajes coment Harbert, frotando dos ramitas de lea seca una contra la otra?
Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.
No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacfico.
No digo que no contest Pencroff, pero hay que creer que los salvajes conocen la manera de
hacerlo, o emplean madera especial, porque ms de
una vez he querido procurarme fuego de esa suerte
y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero
los fsforos. Dnde estn mis fsforos?
Pencroff busc en su chaleco la caja de fsforos,
que no abandonaba nunca, ya que era un fumador
empedernido. No la encontr. Busc en los bolsillos
del pantaln y, para su completo estupor, tampoco
hall la cajita en cuestin.
Hay que ser torpe, y ms que torpe! dijo mi-rando a Harbert. Se me habr cado del bolsillo y la he perdido. T, Harbert, no tienes nada, ni es-
labn, ni cosa alguna que sirva para hacer fuego?
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No, Pencroff!
El marino sali seguido del joven, rascndose la
frente con energa. En la arena, en las rocas, cerca
de la orilla del ro, buscaron por todas partes con el
mayor cuidado, pero intilmente. La caja era de co-
bre y no habra podido escapar a sus miradas.
Pencroff pregunt Harbert, no habrs ti-rado la caja desde la barquilla?
Me cuid bien de hacerlo contest el mari-no; pero, cuando a uno lo sacuden por el aire como a nosotros, un objeto tan pequeo bien puede haber
desaparecido. Mi pipa! Tambin me ha abandona-
do! Diablo de caja! Dnde puede estar?
El mar se retira dijo Harbert; corramos al sitio donde tocamos tierra.
Era poco probable que se encontrase la caja, que
las olas habran debido arrastrar por los guijarros
durante la marea alta; sin embargo, nada se perda
con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rpi-
damente hacia el lugar donde haban llegado a tie-
rra el da anterior, a doscientos pasos ms o menos
de las Chimeneas.
All, registraron minuciosamente entre los guija-
rros y entre los huecos de las rocas, pero en vano. Si
la caja hubiera cado en aquella parte, habra sido
arrastrada por las olas. A medida que el mar se reti-
raba, el marino registraba todos los intersticios de
las rocas, sin encontrar nada. Era una prdida gra-
ve en aquellas circunstancias, y por el momento,
irreparable.
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Pencroff no ocult su vivo descontento. Su frente
se haba arrugado gravemente. No pronunciaba ni
una palabra. Harbert quera consolarle hacindole
notar que probablemente los fsforos estaran moja-
dos por el agua del mar y seran inservibles.
Pero no, hijo mo contest el marino. Estn dentro de una caja de cobre que cerraba muy
bien. Y, ahora, cmo nos las arreglaremos?
Ya encontraremos algn medio de procurarnos fuego dijo Harbert. Smith y Spilett no sern tan tontos como nosotros.
S respondi Pencroff, pero mientras tanto estamos sin fuego, y nuestros compaeros no encon-
trarn ms que una triste cena a su vuelta.
Pero dijo vivamente Harbert, es imposible que no traigan fsforos o yesca!
Lo dudo respondi el marino moviendo la ca-beza. En primer lugar, Nab y Smith no fuman, y temo que Spilett haya preferido conservar su carnet
y su lpiz en vez de la caja de fsforos.
Harbert no contest. La prdida de la caja era
evidentemente un hecho lamentable; sin embargo,
el joven contaba con que iban a poder procurarse
fuego de un modo u otro. Pencroff, hombre ms ex-
perimentado, a quien no le asustaban las dificulta-
des grandes ni pequeas, no era del mismo parecer.
De todos modos, no haba ms que hacer que espe-
rar la vuelta de Nab y del periodista. Pero haba que
renunciar a la cena de huevos duros que quera pre-
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pararles, y el rgimen de carne cruda no le pareca,
ni para ellos ni para l mismo, una perspectiva
agradable.
Antes de volver a las Chimeneas, el marino y
Harbert, para el caso de que el fuego les faltara defi-
nitivamente, hicieron una nueva recoleccin de lito-
domos y emprendieron silenciosamente el cami-no
de su morada.
Pencroff, con los ojos fijos en el suelo, segua bus-
cando su inhallable caja. Incluso remont la orilla
izquierda del ro desde su desembocadura hasta el
ngulo en donde haban amarrado la jangada. Vol-
vi a la meseta superior, la recorri en todas direc-
ciones, registr los pastizales junto a la orilla del
bosque; pero en vano.
Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y el
marino entraron en las Chimeneas. Es intil decir
que registraron todos los corredores hasta los ms
oscuros rincones, y que tuvieron que renunciar deci-
didamente a sus pesquisas.
Hacia las seis, en el momento en que el sol des-
apareca detrs de las alturas del oeste, Harbert,
que iba y vena por la playa, anunci la vuelta de
Nab y de Geden Spilett.
Volvan solos...!
Al joven se le encogi el corazn; el marino no se
haba equivocado en sus presentimientos.
No haban podido encontrar al ingeniero Ciro
Smith!
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El periodista se dej caer sobre una roca.
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El periodista, al llegar, se dej caer sobre una ro-
ca sin decir palabra. Rendido de cansancio y muerto
de hambre, no tena fuerzas para hablar.
En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos probaban
cunto haba llorado, y las nuevas lgrimas que no
poda retener decan demasiado claramente que
haba perdido toda esperanza.
El reportero hizo relacin de las pesquisas que
haban practicado para encontrar a Ciro Smith. Nab
y l haban recorrido la costa en un espacio de ms
de ocho millas, y, por consiguiente, mucho ms all
de donde haba ocurrido la penltima cada del glo-
bo, cada a la que sigui la desaparicin del ingenie-
ro y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningn
rastro, ningn vestigio. Ni un guijarro fuera de su
sitio, ni una huella sobre la arena, ni una pisada
humana en toda esa parte del litoral. Era evidente
que ningn habitante la frecuentaba. El mar estaba
tan desierto como la orilla, y, sin embargo, haba si-
do all, a algunos centenares de pies de la costa,
donde el ingeniero encontrara su tumba.
En aquel momento, Nab se levant y, con una
voz que denotaba hasta qu punto se resista a per-
der las esperanzas, exclam:
No, no! No est muerto! No, no puede ser! Morir, l! Yo o cualquier otro, podra ser, pero l,
jams! Es un hombre que sabe librarse de todo!
Despus las fuerzas le abandonaron.
Ah!, no puedo ms! murmur.
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