verne la isla misteriosa

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julio Verne

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  • Julio Verne

    La isla

    misteriosa

    in octavo

    2010

    VE

    RN

    E

  • Este libro se publica y ofrece gratuitamente a

    los suscriptores de In Octavo, con el nico propsito de su puesta a disposicin, en el mis-

    mo sentido en que lo hara una biblioteca

    pblica. Esto no significa en modo alguno que

    su contenido haya sido librado al dominio

    pblico. Los propietarios de los derechos perti-

    nentes estn debidamente consignados. Cual-

    quier uso alternativo, comercial o no, que se

    haga de esta versin digital o se derive de ella

    es absolutamente ilegal.

    In Octavo

    inoctavo.com.ar

  • Julio Verne

    La isla misteriosa

    in octavo

    2010

    Ilustraciones de Jules-Descartes Frat

    (1874)

  • La isla misteriosa

    4

    Noticia

    Muchos consideran a La isla misteriosa (1874) como

    la obra maestra de Julio Verne (1828-1905), y aun-

    que esa valoracin se presta a controversia, puede

    decirse que esta novela refleja como pocas las convic-

    ciones del autor en su poca de madurez: una con-

    fianza irrestricta en el gnero humano y en su capa-

    cidad para superar sus debilidades morales y fsicas

    con el auxilio de la razn, la ciencia, la tcnica y el

    trabajo. Armados con esos recursos, cinco nufragos

    abandonados en una isla despoblada no slo logran

    sobrevivir satisfaciendo sus necesidades ms elemen-

    tales sino que avanzan hasta construir una comuni-

    dad casi tan avanzada como la poca lo permita.

    Un marino, un periodista, un estudiante aventajado

    con pasin por la biologa y un esclavo liberto, con-

    ducidos por un ingeniero, son los artfices de la proe-

    za. A pesar de la abundancia de explicaciones tcni-

    cas y referencias eruditas, la novela mantiene cons-

    tante el inters, apoyada en los rasgos de personali-

    dad de cada uno de los protagonistas, los retos conti-

    nuos a los que los someten las adversidades de la na-

    turaleza y la habilidad de los nufragos para supe-

    rarlas, y el inevitable encuentro con otros seres

    humanos, conflictivo en unos casos, providencial en

    otros. El lector moderno probablemente se sienta sor-

  • La isla misteriosa

    5

    prendido al enfrentarse con una visin del mundo

    donde campean la misoginia (en la novela no hay

    mujeres), el racismo (un negro y un mono se entien-den como iguales), la naturaleza exclusivamente co-mo una cantera a explotar sin consideraciones.

    La isla misteriosa forma parte de una triloga, pre-

    cedida por la tambin famosa Veinte mil leguas de

    viaje submarino y sucedida por Los hijos del capitn

    Grant.

    Esta edicin digital incluye las ilustraciones origina-

    les de Jules-Descartes Frat; la traduccin al caste-

    llano ha sido cuidadosamente revisada.

    El Editor

  • La isla misteriosa

    6

    ndice

    I

    Los nufragos del aire

    II

    El abandonado

    III

    El secreto de la isla

  • La isla misteriosa

    7

    I

    Los nufragos del aire

  • La isla misteriosa

    8

    Captulo 1

    EL HURACN DE 1865. GRITOS EN EL AIRE. UN GLOBO AEROSTTICO ARRASTRADO POR UNA

    TROMBA. LA ENVOLTURA DESGARRADA. SLO MAR A LA VISTA. CINCO PASAJEROS. LO QUE OCURRE EN LA BARQUILLA. UNA COSTA EN EL HORIZONTE. EL DESENLACE DEL DRAMA.

    Remontamos?

    No, al contrario, descendemos!

    Mucho peor, seor Ciro! Caemos!

    Santo Dios! Arrojen lastre!

    Ya se ha vaciado el ltimo saco.

    Se vuelve a elevar el globo?

    No.

    Oigo un ruido de olas!

    El mar est debajo de la barquilla!

    Y a unos quinientos pies!

    Entonces una voz potente rasg los aires y reso-

    naron estas palabras:

    Fuera todo lo que pesa! Todo! Sea lo que Dios quiera!

  • La isla misteriosa

    9

    Estas palabras estallaron en el aire sobre el vas-

    to desierto de agua del Pacfico, hacia las cuatro de

    la tarde del da 23 de marzo de 1865.

    Seguramente nadie ha olvidado el terrible viento

    del nordeste que se desencaden en el equinoccio de

    aquel ao y durante el cual el barmetro baj a 710

    milmetros. Fue un huracn sin intermitencia, que

    dur desde el 18 al 26 de marzo. Produjo daos in-

    mensos en Amrica, en Europa, en Asia, en una an-

    cha zona de 1.800 millas, que se extendi en direc-

    cin oblicua al Ecuador, desde los 35 grados de lati-

    tud norte hasta los 40 de latitud sur.

    Ciudades destruidas, bosques desarraigados,

    pases devastados por montaas de agua que se pre-

    cipitaban como aludes, naves arrojadas a la costa,

    que los registros del BureauVeritas anotaron por centenares, territorios enteros nivelados por las

    trombas que arrollaban todo lo que encontraban a

    su paso, muchos millares de personas aplastadas o

    tragadas por el mar; tales fueron los testimonios

    que dej de su furor aquel huracn, que fue muy su-

    perior en desastres a los que asolaron tan espanto-

    samente La Habana y Guadalupe, uno el 25 de octu-

    bre de 1810, y el otro el 26 de julio de 1825. Al mis-

    mo tiempo en que tantas catstrofes sobrevenan en

    la tierra y en el mar, un drama no menos conmove-

    dor se presentaba en los agitados aires.

    En efecto, un globo, llevado como una bola en la

    cresta de una tromba, y atrapado en el movimiento

    giratorio de la columna de aire, recorra el espacio

  • La isla misteriosa

    10

    con una velocidad de noventa millas por hora, giran-

    do sobre s mismo, como si se hubiera apoderado de

    l algn maelstrom areo.

    Debajo de aquel globo oscilaba una barquilla, que contena cinco pasajeros, casi invisibles en me-dio de aquellos espesos vapores, mezclados de agua pulverizada, que llegaban hasta la superficie del o-cano.

    De dnde vena aquel aerostato, verdadero ju-guete de la tempestad? De qu punto del mundo haba despegado? Evidentemente no haba podido elevarse durante el huracn; pero el huracn dura-ba ya haca cinco das, y sus primeros sntomas se haban manifestado el 18. As, pues, era lcito creer que aquel globo vena de muy lejos, porque no haba recorrido menos de dos mil millas en veinticuatro

    horas.

    En todo caso, los pasajeros no haban tenido me- dios para calcular la ruta recorrida desde su parti-da, porque no tenan punto alguno de referencia. Debi producirse el curioso hecho de que, arrastra-

    dos al corazn de las violencias de la tempestad, no las sintieron.

    Se desplazaban, giraban sobre s mismos, sin darse cuenta de esta rotacin, ni de su movimiento

    en sentido horizontal. Sus ojos no podan penetrar la espesa niebla que se amontonaba bajo la barquilla. Alrededor de ellos todo era bruma. Tal era la opaci-dad de las nubes, que no habran podido decir si era

    de da o de noche. Ningn reflejo de luz, ningn rui-do de tierras habitadas, ningn mugido del ocano

  • La isla misteriosa

    11

    haba llegado hasta ellos en aquella oscura inmensi-dad, mientras se haban sostenido en las altas zo-

    nas. Slo su rpido descenso pudo darles idea de los peligros que corran encima de las olas.

    No obstante, el globo, libre de objetos pesados ta-

    les como municiones, armas, provisiones, se haba

    elevado hasta las capas superiores de la atmsfera a

    una altura de 4.500 pies. Los pasajeros, despus de

    haber reconocido que el mar estaba bajo la barqui-

    lla, y encontrado que los peligros eran menos temi-

    bles arriba que abajo, no haban vacilado en arrojar

    por la borda los objetos ms tiles, y trataban de no

    perder nada de aquel fluido, de aquel alma de su

    aparato, que les sostena sobre el abismo.

    Transcurri la noche en medio de inquietudes

    que habran sido mortales para otras almas menos

    templadas. Lleg despus el da y con el da el

    huracn mostr tendencia a moderarse. Desde el

    principio de aquel da, 24 de marzo, hubo algunos

    sntomas de calma. Al alba, las nubes ms vesicula-

    res haban remontado hasta las alturas del cielo. En

    algunas horas la tromba fue disminuyendo hasta

    romperse. El viento, del estado de huracn, pas al

    de gran fresco, es decir, que la celeridad de trasla-

    cin de las capas atmosfricas disminuy a la mitad.

    Era an lo que los marinos llaman una brisa a tres rizos, pero la mejora en el desorden de los elemen-tos no fue por ello menos considerable.

    Hacia las once, la parte inferior del aire se haba

    despejado mucho. La atmsfera despeda esa limpi-

  • La isla misteriosa

    12

    dez hmeda que se ve, que se siente despus del pa-

    so de los grandes meteoros. No pareca que el hura-

    cn hubiese ido ms lejos en el oeste; al contrario,

    pareca que se haba disipado por s mismo; tal vez

    se haba desvanecido en corrientes elctricas, des-

    pus de la rotura de la tromba, como sucede a veces

    a los tifones del ocano Indico.

    Pero hacia esa hora tambin se pudo comprobar

    de nuevo que el globo bajaba lentamente, con un mo-

    vimiento continuo, en las capas inferiores del aire.

    Pareca incluso que se desinflaba poco a poco y que

    su envoltura se alargaba al distenderse, pasan-do de

    la forma esfrica a la forma oval. Hacia el medioda,

    el aerostato se cerna a una altura de dos mil pies

    sobre el mar. Meda cincuenta mil pies cbicos, y

    gracias a su capacidad haba podido mantenerse lar-

    go tiempo en el aire, fuese por haber alcanzado

    grandes latitudes, o por haberse movido siguiendo

    una direccin horizontal.

    En aquel momento los pasajeros arrojaron los

    ltimos objetos que an pesaban en la barquilla, los

    pocos vveres que haban conservado, todo, hasta los

    pequeos utensilios que guardaban en sus bolsillos,

    y uno de ellos, alzndose sobre el crculo en el que se

    reunan las cuerdas de la red, trat de atar slida-

    mente el apndice inferior del aerostato.

    Era evidente que los pasajeros no podan mante-

    ner ms el globo en las zonas altas y que les faltaba

    el gas!

    Estaban, pues, perdidos!

  • La isla misteriosa

    13

    En efecto, lo que se extenda debajo de ellos no

    era un continente, ni siquiera una isla. El espacio no

    ofreca ni un solo punto para aterrizar, ni una su-

    perficie slida donde su ancla pudiera morder.

    Era el inmenso mar, cuyas olas chocaban todav-

    a entre s con incomparable violencia! Era el oca-

    no sin lmites visibles, aun para ellos que lo domina-

    ban desde lo alto y cuyas miradas abarcaban enton-

    ces un radio de cuarenta millas! Era esa llanura

    lquida, golpeada sin misericordia, azotada por el

    huracn, que les deba parecer como una multitud

    inmensa de olas desenfrenadas sobre las cuales se

    hubiera arrojado una vasta red de crestas blancas!

    Ni un pedazo de tierra se vea, ni un buque!

    Era menester, pues, a toda costa, detener el mo-

    vimiento de descenso, para impedir que el aerostato

    se hundiese entre las olas, y por cierto que a esa ur-

    gente operacin se dedicaron los pasajeros de la bar-

    quilla. Pero, a pesar de sus esfuerzos, el globo conti-

    nuaba bajando, al mismo tiempo que se mova con

    extrema celeridad, siguiendo la direccin del viento,

    es decir, de nordeste a sudoeste.

    Situacin terrible la de aquellos infortunados!

    Evidentemente no podan dominar el aerostato. Sus

    tentativas no daban resultado. La cubierta del globo

    se desinflaba, el fluido se escapaba sin que fuera po-

    sible retenerlo. El descenso se aceleraba visiblemen-

    te y, a la una de la tarde, la barquilla no estaba sus-

    pendida ms que a seiscientos pies del ocano.

  • La isla misteriosa

    14

    Era, en efecto, imposible impedir la fuga del gas,

    que escapaba libremente por una rasgadura del

    aparato.

    Aligerando la barquilla de todos los objetos que

    contena, los pasajeros podan prolongar, durante

    algunas horas, su suspensin en el aire. Pero la in-

    evitable catstrofe no hara ms que postergarse y,

    si no divisaban tierra antes de la noche, pasajeros,

    barquilla y globo desapareceran definitivamente

    entre las olas.

    La nica maniobra que quedaba por hacer fue

    ejecutada en aquel momento. Los pasajeros del ae-

    rostato eran, sin duda, gente enrgica y saban mi-

    rar la muerte cara a cara. Ni un solo murmullo es-

    cap de sus labios. Estaban decididos a luchar hasta

    el ltimo segundo, y hacan todo lo que podan para

    retrasar su cada. La barquilla era una especie de

    caja de mimbre, inadecuada para flotar, y no haba

    posibilidad de mantenerla en la superficie del mar,

    si caa.

    A las dos de la tarde el aerostato estaba apenas a

    cuatrocientos pies sobre las olas.

    En aquel momento una voz varonil la voz de un hombre cuyo corazn era inaccesible al temor se hizo escuchar. A esta voz respondieron voces no me-

    nos enrgicas.

    Se ha arrojado todo?

    No! An quedan dos mil francos en oro!

    Un saco pesado cay entonces al mar.

  • La isla misteriosa

    15

    Se eleva el globo?

    Un poco, pero no tardar en volver a caer!

    Qu lastre nos queda?

    Ninguno!

    S!... La barquilla!

    Acomodmonos en la red, y al mar la barqui-lla!

    Era, en efecto, el nico y ltimo medio de alige-

    rar el aerostato. Las cuerdas que sostenan la bar-

    quilla al crculo fueron cortadas, y el aerostato, des-

    pus de la cada de aqulla, remont dos mil pies.

    Los cinco pasajeros, que se haban metido en la red,

    encima del crculo, y tenan de los hilos de la malla,

    miraban el abismo.

    Es conocida la sensibilidad esttica de los aeros-

    tatos. Bastaba arrojar el objeto ms ligero para pro-

    vocar un desplazamiento en sentido vertical. El apa-

    rato, flotando en el aire, obra como una balanza de

    exactitud matemtica. Se comprende que, aligerado

    de un peso relativamente considerable, su movi-

    miento sea importante y brusco. Fue lo que pas en

    aquella ocasin. Pero, despus de permanecer un

    instante equilibrado en las zonas superiores, el ae-

    rostato volvi a descender. El gas se escapaba por

    una rasgadura imposible de reparar. Los pasajeros

    haban hecho todo lo posible. Ningn medio humano

    poda salvarles. Slo tenan que contar con la ayuda

    de Dios.

  • La isla misteriosa

    16

    A las cuatro el globo estaba a quinientos pies so-

    bre la superficie de las aguas.

    Se oy un ladrido. Un perro, que acompaaba a

    los pasajeros, estaba asido, cerca de su dueo, a las

    mallas de la red.

    Top ha visto algo! exclam uno de los pasa-jeros.

    Poco rato despus se oy una voz fuerte que de-

    ca:

    Tierra! Tierra!

    El globo, arrastrado sin cesar por el viento hacia

    el sudoeste, haba recorrido desde el alba una dis-

    tancia considerable, que poda calcularse en cente-

    nares de millas, y una tierra bastante elevada aca-

    baba, en efecto, de aparecer en aquella direccin.

    Pero aqulla tierra se encontraba an a treinta

    millas a sotavento. Faltaba ms de una hora para

    llegar a ella, con la condicin de no desviarse. Una

    hora! Podra resistir el globo todava una hora sin

    perder todo su fluido?

    Este era el terrible problema! Los pasajeros ve-

    an distintamente aquel punto slido, que era me-

    nester alcanzar a toda costa. Ignoraban lo que era,

    isla o continente, porque apenas saban hacia qu

    parte del mundo el huracn los haba arrastrado.

    Pero aquella tierra, estuviese o no habitada, fuera o

    no hospitalaria, era su nico refugio!

    Cerca de las cuatro ya era evidente que el globo

    no poda sostenerse. Rozaba la superficie del mar.

  • La isla misteriosa

    17

    Las crestas de las enormes olas haban lamido mu-

    chas veces la parte inferior de la red, hacindola

    an ms pesada, y el aerostato no se levantaba sino

    a medias, como un pjaro que tiene plomo en las

    alas.

    Media hora ms tarde la tierra no estaba ms

    que a una milla de distancia, pero el globo ajado, flo-

    jo, desinflado, arrugado en gruesos pliegues, slo

    conservaba gas en su parte superior. Los pasajeros,

    asidos a la red, pesaban ya demasiado para l, y

    pronto, medio sumergidos en el mar, fueron golpea-

    dos por las olas enfurecidas. La cubierta del aeros-

    tato se infl entonces, y el viento lo empuj, como un

    buque con viento de popa. Pareca que iban a llegar

    a la costa!

    Pero, cuando no estaban ms que a dos cables de

    distancia, resonaron gritos terribles, salidos de cua-

    tro pechos a la vez. El globo, que, al parecer, no pod-

    a ya levantarse, acababa de dar un salto inespera-

    do, a impulsos de un formidable golpe de mar. Como

    si hubiera sido aligerado sbitamente de una nueva

    parte de su peso, remont a una altura de mil qui-

    nientos pies, y all encontr una especie de remolino

    de viento que, en lugar de llevarlo directamente a la

    costa, le hizo seguir una direccin casi paralela a

    ella. En fin, dos minutos ms tarde se acerc obli-

    cuamente y cay sobre la arena de la orilla, fuera

    del alcance de las olas.

    Los pasajeros se ayudaron unos a otros a des-

    prenderse de las mallas de la red. El globo, libre de

  • La isla misteriosa

    18

    Los pasajeros se ayudaron a desprenderse de las

    mallas de la red.

  • La isla misteriosa

    19

    aquel peso, fue recogido por el viento y, como un

    pjaro herido que encuentra un instante de vida,

    desapareci en el espacio.

    La barquilla haba contenido cinco pasajeros,

    ms un perro, y el globo slo haba arrojado cuatro

    sobre la orilla.

    El pasajero que faltaba haba sido evidentemen-

    te arrebatado por el golpe de mar, que, dando de lle-

    no en la red, haba permitido al aparato, aligerado

    de peso, llegar a tierra.

    Apenas los cuatro nufragos pues as se los puede llamar pusieron pie en tierra, todos, pensan-do en el ausente, exclamaron:

    Tal vez pueda ganar la orilla a nado! Salv-moslo! Salvmoslo!

  • La isla misteriosa

    20

    Captulo 2

    UN EPISODIO DE LA GUERRA DE SECESIN. EL INGENIERO CIRO SMITH. GEDEN SPILETT. EL NEGRO NAB. EL MARINO PENCROFF. EL JOVEN HARBERT. UNA PROPUESTA INESPERADA. CITA A LAS DIEZ DE LA NOCHE. PARTIDA EN MEDIO DE LA TORMENTA

    No eran ni aeronautas de profesin ni amantes

    de expediciones areas los hombres que el huracn

    acababa de arrojar en aquella costa: eran prisione-

    ros de guerra, a los que su audacia haba impulsado

    a fugarse en circunstancias extraordinarias.

    Cien veces estuvieron a punto de perecer! Cien

    veces su globo desgarrado habra debido precipitar-

    los en el abismo! Pero el cielo les reservaba un ex-

    trao destino, y el 20 de marzo, despus de haberse

    fugado de Richmond, sitiada por las tropas del gene-

    ral Ulises Grant, se encontraban a siete mil millas

    de la capital de Virginia, principal baluarte de los

    separatistas durante la terrible guerra de secesin.

    Su navegacin area haba durado cinco das.

    Observemos, por otra parte, en qu curiosas cir-

    cunstancias se produjo la evasin de los prisioneros,

    evasin que iba a terminar en la catstrofe ya cono-

    cida.

  • La isla misteriosa

    21

    Ese mismo ao, en el mes de febrero de 1858, en

    uno de los golpes de mano ensayados, aunque intil-

    mente, por el general Grant para apoderarse de

    Richmond, muchos de sus oficiales cayeron en poder

    del enemigo y fueron internados en la ciudad. Uno

    de los ms distinguidos prisioneros perteneca al es-

    tado mayor federal y se llamaba Ciro Smith.

    Ciro Smith, natural de Massachusetts, era inge-

    niero, un sabio de primer orden, al que el gobierno

    de la Unin haba confiado durante la guerra la di-

    reccin de los ferrocarriles, cuyo papel estratgico

    era tan considerable. Era un norteamericano cabal,

    seco, huesudo, esbelto, de unos cuarenta y cinco

    aos, pelo corto y canoso, barba afeitada, y un abun-

    dante bigote igualmente gris. Posea una de esas

    hermosas cabezas numismticas, que parecen hechas para ser acuadas en medallas: los ojos ar-

    dientes, la boca grave, la fisonoma de un sabio de la

    escuela militar. Era uno de esos ingenieros que han

    querido comenzar manejando el martillo y el pico,

    como los generales que prefieren iniciarse como sol-

    dados rasos. Al tiempo que agudeza de ingenio, po-

    sea destreza manual. Sus msculos exhiban sea-

    les notables de tonicidad. Autntico hombre de ac-

    cin, al mismo tiempo que hombre de pensamiento,

    todo lo ejecutaba sin esfuerzo, bajo la influencia de

    una gran expansin vital, con esa vivaz perseveran-

    cia que desafa todo contratiempo.

    Muy instruido, muy prctico, muy campechano,

    para decirlo en palabras corrientes, tena un tempe-

    ramento magnfico, pues, conservndose siempre

  • La isla misteriosa

    22

    dueo de s, en cualquier circunstancia, reuna en

    alto grado esas tres condiciones que en conjunto de-

    terminan la energa humana: cuerpo y espritu acti-

    vos, deseo vehemente, fuerza de voluntad. Y su divi-

    sa hubiera podido ser la de Guillermo de Orange en

    el siglo XVII: No tengo necesidad de esperar para acometer una empresa, ni de lograr el objetivo para

    perseverar.

    Al mismo tiempo Ciro Smith era el valor personi-

    ficado. Haba estado en todas las batallas de aquella

    guerra de secesin. Tras haber empezado a las rde-

    nes de Ulises Grant con los voluntarios de Illinois,

    haba combatido en Paducah, en Belmont, en Pitts-

    burg-Landing, en el sitio de Corinto, en Port-Gibson,

    en el Rio Negro, en Chattanooga, en Wilderness, a

    orillas del Potomac, en todas partes y valerosamen-

    te, digno soldado del general que responda: Yo no cuento jams mis muertos! Y cien veces Ciro Smith haba estado a punto de ser uno de aquellos que no

    contaba el terrible Grant. Sin embargo, en esos com-

    bates, a pesar de lo mucho que se expona, la suerte

    le favoreci siempre, hasta el momento en que fue

    herido y hecho prisionero en el campo de batalla de

    Richmond.

    Al mismo tiempo que Ciro Smith, y en el mismo

    dia, otro personaje importante cay en poder de los

    sureos. Este era nada menos que el ilustre Geden

    Spilett, corresponsal del New York Herald, encar-gado de seguir las peripecias de la guerra en los

    ejrcitos del Norte.

  • La isla misteriosa

    23

    Geden Spilett

  • La isla misteriosa

    24

    Geden Spilett era de la estirpe de esos admira-

    bles cronistas ingleses o norteamericanos, de los

    Stanley y otros, que no retroceden ante nada para

    obtener una informacin exacta y para transmitirla

    a su peridico rpidamente. Los peridicos de la

    Unin, tales como el New York Herald, constitu-yen verdaderas potencias, y sus enviados son repre-

    sentantes que hay que tener en cuenta. Geden Spi-

    lett figuraba a la cabeza de esos representantes.

    Hombre de gran mrito, enrgico, preparado y

    dispuesto a todo, lleno de ideas, habiendo recorrido

    el mundo entero, soldado y artista, fervoroso en el

    consejo, resuelto en la accin, desdeoso de penas,

    trabajos, o peligros cuando se trataba de saberlo to-

    do, para l primero, y para su peridico despus,

    verdadero hroe de la curiosidad, de la informacin,

    de lo indito, de lo desconocido, de lo imposible. Era

    uno de esos intrpidos observadores que escriben

    entre las balas, haciendo las crnicas bajo el fuego

    de los caones, y para quienes todos los peligros son

    un pasatiempo.

    l tambin haba asistido a todas las batallas en

    primera fila, con el revlver en una mano y la libre-

    ta de apuntes en la otra, y la metralla no haca tem-

    blar su pluma.

    No fatigaba los hilos con telegramas incesantes,

    como los que hablan cuando no tienen nada que de-

    cir. Pero cada una de sus notas, cortas, precisas, cla-

    ras, arrojaban luz sobre algn punto importante.

    Por otra parte, no le faltaba humor. El fue quien,

  • La isla misteriosa

    25

    despus de la accin del Rio Negro, queriendo con-

    servar a toda costa su lugar junto a la ventanilla de

    la oficina de telgrafos, para anunciar a su peridico

    el resultado de la batalla, hizo transmitir, durante

    dos horas, los primeros captulos de la Biblia. Le

    cost dos mil dlares al New York Herald, pero el New York Herald fue el primer informado.

    Geden Spilett era alto y tena unos cuarenta

    aos. Unas patillas rubias tirando a rojas enmarca-

    ban sus facciones. Su mirada era calma, viva, rpi-

    da en sus movimientos. Era la mirada de un hombre

    acostumbrado a percibir rpidamente todos los deta-

    lles de un horizonte. De complexin robusta, se ha-

    ba templado en todos los climas, como una barra de

    acero en el agua fra.

    Desde haca diez aos, era el corresponsal oficial

    del New York Herald, al que enriqueca con sus crnicas y sus dibujos, ya que manejaba tan bien el

    lpiz como la pluma. Cuando cay prisionero, estaba

    haciendo la descripcin y el croquis de la batalla.

    Las ltimas palabras anotadas en su libreta fueron:

    Un sureo me apunta con su fusil y... Y Geden Spilett se salv, porque, siguiendo su invariable cos-

    tumbre, sali de aquel peligro sin ningn araazo.

    Ciro Smith y Geden Spilett, que no se conocan

    ms que de nombre, fueron trasladados ambos a

    Richmond.

    El ingeniero se cur rpidamente de sus heridas,

    y fue durante su convalecencia cuando conoci al pe-

  • La isla misteriosa

    26

    riodista. Aquellos dos hombres simpatizaron y

    aprendieron a estimarse. Pronto su vida en comn

    no tuvo ms que un objeto: fugarse, reincorporarse

    al ejrcito de Grant y combatir en sus filas por la

    unidad federal. Los dos norteamericanos estaban

    decididos a aprovechar cualquier ocasin; pero, aun-

    que les permitan circular por la ciudad, Richmond

    estaba tan severamente custodiada que una evasin

    pareca imposible.

    En estas circunstancias, vino a hacer compaa a

    Ciro Smith un negro que le guardaba devocin, en la

    vida y en la muerte. Este intrpido servidor haba

    nacido en las tierras del ingeniero, de padre y ma-

    dre esclavos, pero mucho tiempo atrs haba sido

    emancipado por Ciro Smith, abolicionista de inteli-

    gencia y de corazn. El esclavo, ya libre, no haba

    querido abandonar a su amo. Le quera tanto, que

    habra dado la vida por l. Era un mozo de treinta

    aos, vigoroso, gil, diestro, inteligente, dulce y

    tranquilo, a veces ingenuo, siempre sonriente, servi-

    cial y bueno. Se llamaba Nabucodonosor, pero res-

    ponda al nombre abreviado y familiar de Nab.

    Al enterarse Nab de que su amo haba sido

    hecho prisionero, abandon Massachusetts sin vaci-

    lar, lleg a las puertas de Richmond y, a fuerza de

    astucia y destreza, despus de arriesgar veinte ve-

    ces su vida, penetr en la ciudad sitiada. No es posi-

    ble describir la complacencia de Ciro Smith al ver de

    nuevo a su criado y la alegra de Nab al reencontrar

    a su seor.

  • La isla misteriosa

    27

    Aunque Nab pudo penetrar en Richmond, le

    habra sido muy difcil salir, porque los prisioneros

    federales era vigilados de cerca. Haba que aguardar

    una ocasin favorable para intentar una evasin con

    alguna probabilidad de xito, y esta ocasin no slo

    no se presentaba sino que era riesgoso provocarla.

    Entretanto, Grant continuaba sus enrgicas ope-

    raciones. La victoria de Petersburgo le haba costa-

    do mucho. Sus fuerzas, unidas a las de Butler, no

    haban alcanzado ninguna victoria ante Richmond,

    y nada haca presagiar que la libertad de los prisio-

    neros estuviese prxima. El periodista, a quien su

    fastidioso cautiverio ya no le proporcionaba un deta-

    lle interesante que anotar, no aguantaba ms. Su

    idea fija era salir de Richmond a toda costa. Muchas

    veces intent la aventura y fue detenido por obst-

    culos insuperables.

    El sitio continuaba, y si los prisioneros tenan

    prisa por escaparse para unirse al ejrcito de Grant,

    algunos sitiados no tenan menos deseos de escapar-

    se para reunirse con el ejrcito separatista, y entre

    ellos, un tal Jonathan Forster, furibundo sureo. Si

    los prisioneros federales no podan abandonar la

    ciudad, los confederados tampoco, porque el ejrcito

    del Norte los cercaba. El gobernador de Richmond,

    desde haca tiempo, no lograba comunicarse con el

    general Lee, y le apremiaba hacerle conocer la si-

    tuacin de la ciudad a fin de acelerar la marcha de

    refuerzos.

    El tal Jonathan Forster tuvo entonces la idea de

    elevarse en globo, para atravesar las lneas sitiado-

  • La isla misteriosa

    28

    ras y llegar as al campo de los separatistas. El go-

    bernador autoriz la tentativa. Fabricaron un aeros-

    tato y lo pusieron a disposicin de Jonathan Forster,

    a quien deberan acompaar cinco de sus hombres.

    Iran provistos de armas para el caso de que tuvie-

    ran que defenderse donde aterrizaran, y de vveres,

    por si la excursin area se prolongaba.

    La partida del globo haba sido fijada para el 18

    de marzo. Deba efectuarse durante la noche, y, con

    un viento nordeste de mediana intensidad, los aero-

    nautas contaban con llegar al cuartel general de Lee

    en cuestin de horas.

    Pero ese viento del nordeste no fue una simple

    brisa. Desde el 18 pudo verse que se convertira en

    huracn. Pronto la borrasca fue tal que oblig a pos-

    tergar la partida de Forster, ya que era imposible

    arriesgar el aerostato y a sus ocupantes en medio de

    los elementos desencadenados.

    El globo, inflado en la plaza de Richmond, per-

    maneca all, listo para partir tan pronto como se

    calmase un poco el viento, y en la ciudad la impa-

    ciencia era grande al ver que la atmsfera no se mo-

    dificaba.

    Pasaron el 18 y el 19 de marzo sin que se produ-

    jera cambio alguno en la tormenta. Incluso cost

    mprobo trabajo mantener el globo amarrado y evi-

    tar que lo destrozara el huracn.

    Pas tambin la noche del 19 al 20, y por la ma-

    ana, el huracn haba redoblado su mpetu. La

    partida era imposible.

  • La isla misteriosa

    29

    Ese da, el ingeniero Ciro Smith fue abordado en

    una de las calles de Richmond por un hombre a

    quien no conoca. Era un marino llamado Pencroff,

    de treinta y cinco a cuarenta aos de edad, fuerte,

    de rostro atezado, ojos vivos y parpadeantes, pero de

    buen aspecto. Pencroff era un norteamericano que

    haba corrido todos los mares y a quien, en trminos

    de aventuras, le haba sucedido todo lo que puede

    ocurrir de extraordinario a un bpedo sin plumas. Es

    intil decir que era de carcter emprendedor, capaz

    de atreverse a todo e incapaz de sorprenderse por

    nada.

    Pencroff, a principios de ao, haba ido por asun-

    tos particulares a Richmond con un joven de quince

    aos, Harbert Brown, de Nueva Jersey, hijo de su

    capitn, un hurfano al que amaba como a su propio

    hijo. No habiendo podido abandonar la ciudad antes

    de las primeras operaciones del sitio, se encontraba

    bloqueado all con gran disgusto y slo pensaba en

    escaparse como fuera. Conoca la reputacin del in-

    geniero Ciro Smith, y saba con qu impaciencia es-

    te hombre decidido tascaba el freno. As, pues, no

    vacil ese da en acercarse a l para decirle sin rode-

    os:

    Seor Smith, est usted cansado de Rich-mond?

    El ingeniero mir al hombre que le hablaba as, y

    que aadi en voz baja:

    Seor Smith, quiere usted escapar?

  • La isla misteriosa

    30

    Seor Smith, quiere usted escapar?

  • La isla misteriosa

    31

    Cuando...? respondi vivamente el ingenie-ro, y se puede afirmar que esta respuesta se le es-

    cap, pues an no haba examinado al desconocido

    que le diriga la palabra.

    Pero despus de haber observado con una mira-

    da penetrante la leal figura del marino, no pudo du-

    dar de que se hallaba en presencia de un hombre

    honrado.

    Quin es usted? pregunt con voz queda.

    Pencroff se dio a conocer.

    Bien respondi Ciro Smith. Y cmo?

    Con ese globo holgazn que no hace nada, y que jurara nos est invitando a marchar...

    El marino no tuvo necesidad de acabar la frase.

    El ingeniero le haba comprendido desde la primera

    palabra. Asi a Pencroff de un brazo y le llev a su

    casa.

    All el marino desarroll su plan, en verdad muy

    sencillo. Para ejecutarlo no se arriesgaba ms que la

    vida. El huracn estaba entonces en toda su violen-

    cia, es verdad, pero un ingeniero diestro y audaz, co-

    mo Ciro Smith, sabra conducir bien un aerostato. Si

    l, Pencroff, hubiera sabido manejarlo, no habra va-

    cilado en partir (con Harbert, se entiende). Haba

    visto otras y no le asustaba una tempestad ms!

    Ciro Smith haba escuchado al marino sin decir

    palabra, pero sus ojos brillaban. La ocasin se le

    presentaba y no era hombre de dejarla escapar. El

  • La isla misteriosa

    32

    proyecto era muy peligroso, pero realizable. Durante

    la noche, a pesar de la vigilancia, era posible acer-

    carse al globo, deslizarse en la barquilla y cortar las

    cuerdas que le retenan. Claro est que se exponan

    a morir, pero tambin haba alguna probabilidad de

    xito, y sin esa tempestad... Pero sin esa tempestad

    el globo ya habra partido, y la ocasin tan deseada

    no se presentara en aquel momento!

    No estoy solo!... dijo por fin Ciro Smith.

    Cuntas personas quiere usted que le acom-paen? pregunt el marino.

    Dos: mi amigo Spilett y mi criado Nab.

    Tres respondi Pencroff, y Harbert y yo, cinco. El globo iba a llevar seis...

    Listo! Partiremos! dijo Ciro Smith.

    Aquel partiremos comprenda al periodista, pe-ro el periodista no era hombre de volverse atrs y,

    cuando el proyecto le fue comunicado, lo aprob sin

    reserva. Solamente se admiraba de que aquella idea

    tan sencilla no se le hubiera ocurrido a l. En cuanto

    a Nab, estaba dispuesto a seguir a su seor a donde

    quisiera ir.

    Hasta la noche, entonces dijo Pencroff. Nos daremos una vuelta por all los cinco, como cu-

    riosos.

    Hasta la noche, a las diez respondi Ciro Smith, y quiera el cielo que esta tempestad no se apacige antes de nuestra partida.

  • La isla misteriosa

    33

    Pencroff se despidi del ingeniero y volvi a su

    casa, donde haba dejado al joven Harbert Brown.

    Este nio conoca el plan del marino y esperaba con

    cierta ansiedad el resultado de su entrevista con el

    ingeniero. Ya se ha visto, cinco hombres resueltos

    iban a arrojarse as a la tormenta, en pleno

    huracn!

    No! El huracn no se calm, y ni Jonathan Fors-

    ter ni sus compaeros podan pensar en desafiarlo

    en aquella frgil barquilla. El da era terrible. El in-

    geniero no tema ms que una cosa: que el aerosta-

    to, amarrado al suelo y azotado por las rfagas de

    viento, se rompiera en mil pedazos. Durante muchas

    horas pase por la plaza casi desierta, vigilando el

    aparato. Pencroff haca otro tanto por su parte, con

    las manos en los bolsillos, bostezando de a ratos co-

    mo un hombre que no sabe cmo matar el tiempo,

    pero temiendo tambin que el globo se desgarrase o

    rompiera sus ligaduras y se levantara por los aires.

    Lleg la noche, y la oscuridad se acentu. Espe-

    sas brumas pasaban como nubes rasando el suelo y

    una lluvia mezclada con nieve caa continuamente.

    Haca fro. Una especie de niebla se extendi sobre

    Richmond. Pareca como si la violenta tempestad

    hubiese impuesto una tregua entre sitiadores y si-

    tiados, y que el can hubiera optado por callar ante

    las formidables detonaciones del huracn. Las calles

    de la ciudad estaban desiertas. No se haba credo

    necesario, con aquel horrible tiempo, vigilar la plaza

    en la cual se agitaba el aerostato.

  • La isla misteriosa

    34

    Todo favoreca evidentemente la partida de los

    prisioneros, pero aquel viaje, en medio de rfagas

    de viento desencadenadas...!

    Maldita marea! se deca Pencroff, calndose de un puetazo el sombrero que el viento disputaba

    a su cabeza. Pero, bah, la dominaremos de todos modos!

    A las nueve y media Ciro y sus compaeros lle-

    garon por diversos sitios a la plaza, que los faroles

    del gas, apagados por el viento, haban dejado a os-

    curas. No se vea ni el enorme aerostato, casi ente-

    ramente aplastado contra el suelo.

    Sin contar los sacos de lastre que pendan de las

    cuerdas de la red, la barquilla estaba retenida por

    un fuerte cable pasado por una anilla fijada en el

    suelo y con los extremos atados a bordo.

    Los cinco prisioneros se reunieron cerca de la

    barquilla. No los haban visto, y era tal la oscuridad

    que ni ellos mismos se vean.

    Sin pronunciar palabra, Ciro Smith, Geden Spi-

    lett, Nab y Harbert se ubicaron en la barquilla,

    mientras que Pencroff, siguiendo las rdenes del in-

    geniero, iba desatando sucesivamente los saquitos

    de lastre. Esta operacin dur unos instantes y el

    marino se reuni con sus compaeros.

    El aerostato entonces estaba slo retenido por el

    doble cable, y slo faltaba que Ciro Smith diera la

    orden de partida. En ese momento un perro entr de

    un salto en la barquilla.

  • La isla misteriosa

    35

    Llegaron por diversos sitios a la plaza.

  • La isla misteriosa

    36

    Era Top, el perro del ingeniero, que, habiendo ro-

    to su cadena, haba seguido a su amo. Ciro Smith,

    creyndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre

    animal.

    Bah, uno ms! dijo Pencroff, y desat de la barquilla otros dos sacos de lastre. Despus des-

    amarr el doble cable, y el globo, tomando una direc-

    cin oblicua, desapareci, despus de haber chocado

    la barquilla contra dos chimeneas que derrib con la

    violencia del golpe.

    El huracn azotaba entonces con una violencia

    espantosa. Durante la noche, el ingeniero no pudo

    pensar en descender y, cuando lleg el da, la bru-

    mas le interceptaron toda vista de la tierra. Debie-

    ron pasar cinco das antes de que un claro dejara

    ver la inmensidad del mar por debajo de aquel ae-

    rostato, que el viento arrastraba con una velocidad

    terrible.

    Sabemos que, de los cinco hombres que haban

    partido el 20 de marzo, cuatro haban sido arroja-

    dos, el 24 de marzo, sobre una costa desierta, a ms

    de seis mil millas de su pas.

    Y el que faltaba, aquel a quien los cuatro sobre-

    vivientes del globo acudieron de inmediato a soco-

    rrer, era su jefe natural: el ingeniero Ciro Smith!

  • La isla misteriosa

    37

    Captulo 3

    LAS CINCO DE LA TARDE. EL QUE NO EST. LA DESESPERACIN DE NAB. PESQUISAS HACIA EL NORTE. EL ISLOTE. UNA TRISTE NOCHE DE AN-GUSTIA. LA NIEBLA MATUTINA. NAB SE ZAMBU-LLE. VISTA DEL TERRENO. CRUCE DEL CANAL.

    Un golpe de agua haba arrebatado al ingeniero

    de la red, cuya malla cedi. Su perro tambin haba

    desaparecido: el fiel animal se haba lanzado al au-

    xilio de su amo.

    Adelante! exclam el periodista.

    Y los cuatro, Geden Spilett, Harbert, Pencroff y

    Nab, olvidando el cansancio, emprendieron la bs-

    queda.

    El pobre Nab lloraba de rabia y desesperacin a

    la vez, temiendo haber perdido todo lo que l amaba

    en el mundo.

    No haban pasado dos minutos entre el momento

    en que Ciro Smith desapareci y el instante en que

    sus compaeros tocaron tierra. Estos podan espe-

    rar, pues, llegar a tiempo para salvarlo.

    Busquemos! busquemos! exclamaba Nab.

    S, Nab contest Geden Spilett, y lo en-contraremos!

  • La isla misteriosa

    38

    Vivo?

    Vivo!

    Sabe nadar? pregunt Pencroff.

    S! contest Nab. Adems, Top est con l!

    El marino, oyendo rugir el mar, sacudi la cabe-

    za. El ingeniero haba desaparecido hacia el norte

    de la costa, y a una media milla de donde los nu-

    fragos acababan de aterrizar. Si hubiese podido al-

    canzar el punto ms cercano del litoral, ese punto no

    poda estar ms lejos que media milla.

    Eran cerca de las seis de la tarde. La bruma co-

    menzaba a levantar y la noche se haca ms oscura.

    Los nufragos caminaban siguiendo hacia el norte

    la costa este de aquella tierra sobre la cual el azar

    los haba arrojado, tierra desconocida, cuya situa-

    cin geogrfica no podan siquiera imaginar. El sue-

    lo que pisaban era arenoso, mezclado con piedras y

    desprovisto de toda especie de vegetacin.

    Aquel suelo sumamente desparejo, lleno de ba-

    rrancos, apareca en ciertos sitios acribillado de

    hoyuelos, que hacan la marcha ms penosa. Salan

    de estos agujeros grandes aves de pesado vuelo, que

    huan en todas direcciones y que la oscuridad im-

    peda ver. Otras, ms giles, se levantaban en ban-

    dadas y pasaban como nubes. El marino supona

    que eran gaviotas, cuyos silbidos agudos competan

    con los rugidos del mar.

  • La isla misteriosa

    39

    De cuando en cuando los nufragos se detenan,

    llamaban a gritos y escuchaban, por si llegaba algu-

    na respuesta desde la parte del ocano.

    Deban pensar, en efecto, que, si estaban prxi-

    mos al lugar donde el ingeniero hubiera podido to-

    mar tierra, los ladridos del perro Top, en caso de

    que Ciro Smith no estuviera en condiciones de dar

    seales de vida, llegaran hasta ellos. Pero ningn

    grito se destacaba sobre el gruido de las olas y los

    chasquidos de la resaca. Entonces, la pequea tropa

    reanudaba su marcha, registrando las menores an-

    fractuosidades del litoral.

    Despus de veinte minutos de caminata, los cua-

    tro nufragos tropezaron con una linde espumosa de

    olas. Ya no haba terreno slido. Se encontraban en

    el extremo de un punto agudo, contra el que el mar

    golpeaba con furor.

    Es un promontorio dijo el marino. Debe-mos volver sobre nuestros pasos, torciendo a la dere-

    cha, y as regresaremos a tierra firme.

    Pero y si est ah? respondi Nab sealan-do el ocano, cuyas enormes olas blanqueaban en la

    oscuridad.

    Bueno, llammoslo!

    Y todos, uniendo sus voces, lanzaron un grito vi-

    goroso, pero nadie respondi. Esperaron un momen-

    to de calma y empezaron otra vez. Nada.

    Los nufragos retrocedieron, siguiendo la parte opuesta del promontorio, por un suelo igualmente

  • La isla misteriosa

    40

    Uniendo sus voces, lanzaron un grito vigoroso.

  • La isla misteriosa

    41

    arenoso y lleno de piedras. Sin embargo, Pencroff observ que el litoral era ms escarpado, que el te-rreno suba, y supuso que deba llegar, por una ram-pa bastante larga, a una alta costa, cuya masa se perfilaba confusamente en la oscuridad. Haba me-nos aves en aquella parte de la costa; el mar tam-bin se mostraba menos alterado, menos ruidoso, y la agitacin de las olas disminua sensiblemente. Apenas se oa el ruido de la resaca. Sin duda la cos-ta del promontorio formaba una ensenada semicir-cular, protegida por su punta aguda contra la fuerza de las olas.

    Pero, siguiendo aquella direccin, marchaban hacia el sur: era ir por el lado opuesto de la costa donde Ciro Smith poda haber tocado tierra. Des-pus de recorrer milla y media, el litoral no presen-taba ninguna curvatura que permitiese volver hacia el norte. Sin embargo, aquel promontorio, cuya pun-ta haban rodeado, deba unirse a la tierra franca. Los nufragos, a pesar de que sus fuerzas estaban casi agotadas, marchaban siempre con valor, espe-rando encontrar algn ngulo que los devolviera al rumbo inicial.

    Cul no fue su desesperacin, cuando, despus de haber recorrido dos millas, se vieron una vez ms detenidos por el mar en una punta bastante eleva-da, formada de rocas resbaladizas!

    Estamos en un islote! dijo Pencroff, y lo hemos recorrido de un extremo a otro!

    La observacin del marino era justa. Los nufra-

    gos haban sido arrojados no sobre un continente ni

  • La isla misteriosa

    42

    una isla, sino sobre un islote, que no meda ms de

    dos millas de longitud y cuya anchura era evidente-

    mente poco considerable.

    Aquel islote, rido, sembrado de piedras, sin ve-

    getacin, refugio desolado de algunas aves marinas,

    perteneca a un archipilago ms importante? No

    lo saban. Los pasajeros del globo, cuando desde su

    barquilla avistaron tierra a travs de la bruma, no

    haban podido reconocer su importancia. Sin embar-

    go, Pencroff, con su mirada de marino habituada a

    horadar en la oscuridad, crey en aquel momento

    distinguir hacia el oeste masas confusas, que anun-

    ciaban una costa elevada.

    Pero en ese momento era imposible, debido a la

    oscuridad, determinar a qu sistema simple o com-

    plejo perteneca el islote. Tampoco era posible salir

    de l, puesto que el mar lo rodeaba. Haba que apla-

    zar hasta el da siguiente la bsqueda del ingeniero,

    que no haba dado voces que sealaran su presen-

    cia.

    El silencio de Ciro no prueba nada dijo el pe-riodista. Puede estar desmayado, herido, imposi-bilitado de responder momentneamente, pero no

    desesperemos.

    El periodista propuso entonces la idea de encen-

    der en un punto del islote una hoguera, que pudiese

    servir de gua al ingeniero. Pero en vano buscaron

    madera o arbustos secos; all no haba ms que are-

    na y piedras.

  • La isla misteriosa

    43

    Se comprende cul sera el dolor de Nab y el de sus compaeros, que estaban vivamente unidos al

    intrpido Ciro Smith. Era por dems claro que se hallaban imposibilitados de socorrerlo; haba que es-perar el da. O el ingeniero haba podido salvarse solo, y ya haba encontrado refugio en un punto de la costa, o estaba perdido para siempre!

    Las horas de espera fueron largas y penosas.

    Haca mucho fro y los nufragos sufran cruelmen-te, pero apenas lo notaban. Ni siquiera pensaban en tomar un instante de reposo.

    Se olvidaban de s por su jefe; esperando, que-riendo esperar siempre, iban y venan por aquel is-lote rido, volviendo incesantemente a su punto nor-te, donde crean estar ms prximos al lugar de la catstrofe. Escuchaban, gritaban, esperaban captar

    alguna exclamacin suprema, y sus voces deban lle-gar lejos, porque entonces reinaba cierta calma en la atmsfera, y los ruidos del mar empezaban a dismi-nuir.

    Uno de los gritos de Nab pareci repetido por el eco. Harbert se lo hizo notar a Pencroff, aadiendo:

    Esto probara que existe hacia el oeste una costa bastante cercana.

    El marinero hizo un gesto afirmativo. Por otra parte, su vista no poda engaarle. Si haba distin-guido tierra, no haba duda de que sta exista.

    Pero aquel eco lejano fue la nica respuesta pro-

    vocada por los gritos de Nab, y la inmensidad, sobre

    toda la parte oriental del islote, qued silenciosa.

  • La isla misteriosa

    44

    Entretanto el cielo se iba despejando poco a poco.

    Hacia las doce de la noche brillaron algunas estre-

    llas y, si el ingeniero hubiese estado all, al lado de

    sus compaeros, habra podido notar que aquellas

    estrellas no eran las del hemisferio boreal. En efec-

    to, la polar no apareca en aquel nuevo horizonte:

    las constelaciones cenitales no eran las que estaban

    acostumbrados a ver en la parte norte del nuevo

    continente, y la Cruz del Sur resplandeca entonces

    en el polo austral del mundo.

    Pas la noche. Hacia las cinco de la maana, el

    25 de marzo, el cielo se ti ligeramente. El horizon-te estaba an oscuro, pero con los primeros albores

    del da una opaca bruma se levant en el mar, por lo

    que el rayo visual no poda extenderse a ms de

    veinte pasos. La niebla se desplegaba en gruesas vo-

    lutas, que se movan pesadamente.

    Esto era un contratiempo. Los nufragos no po-

    dan distinguir nada alrededor de ellos. Mientras

    que las miradas de Nab y del periodista se dirigan

    hacia el ocano, el marino y Harbert buscaban la

    costa en el oeste. Pero ni un palmo de tierra era visi-

    ble.

    No importa dijo Pencroff, no veo la costa, pero la siento..., est all..., all... Tan seguro como

    que tampoco estamos en Richmond!

    Pero la niebla no deba tardar en desaparecer.

    No era ms que una bruma de buen tiempo. Un

    hermoso sol caldeaba las capas superiores, y aquel

    calor se tamizaba hasta la superficie del islote. En

  • La isla misteriosa

    45

    efecto, hacia las seis y media, tres cuartos de hora

    despus de aparecer el sol, la bruma se volvi ms

    transparente: se espesaba en la parte superior, pero

    se disipaba por debajo. Pronto todo el islote se hizo

    visible como si hubiera descendido de una nube; lue-

    go, el mar se mostr siguiendo un plano circular, in-

    finito hacia el este, pero limitado al oeste por una

    costa elevada y abrupta.

    S! La tierra estaba all! All la salvacin, provi-

    sionalmente asegurada, por lo menos. Entre el islote

    y la costa, separados por un canal de una milla y

    media, una corriente rpida se precipitaba con gran

    estruendo.

    Sin embargo, uno de los nufragos, siguiendo

    slo el dictado de su corazn, se precipit en la co-

    rriente, sin requerir el consejo de sus compaeros,

    sin decir palabra. Era Nab. Estaba impaciente por

    llegar a aquella costa y remontarla hacia el norte.

    Nadie pudo retenerlo. Pencroff lo llam, pero en va-

    no.

    El periodista se dispuso a seguir a Nab.

    Pencroff, yendo hacia l, le pregunt:

    Quiere usted atravesar el canal?

    S contest Geden Spilett.

    Pues bien, confe en m y espere dijo el mari- no. Nab basta y sobra para socorrer a su amo. Si nos metemos en ese canal, nos exponemos a ser

    arrastrados por la corriente, que es de una violencia

    extrema. Pero, si no me equivoco, se trata de una co-

  • La isla misteriosa

    46

    rriente de reflujo. Valo, la marea baja sobre la are-

    na. Armmonos de paciencia y, en la bajamar, quiz

    encontremos un paso vadeable...

    Tiene usted razn respondi el periodista. Separmonos lo menos posible.

    Entretanto, Nab luchaba denodadamente contra

    la corriente. La atravesaba siguiendo una direccin

    oblicua. Podan verse sus negros hombros salir a la

    superficie a cada brazada. Se desviaba con mucha

    celeridad, pero tambin avanzaba hacia la costa.

    Emple ms de media hora para recorrer la milla y

    media que separaba el islote de la costa, y no al-

    canz la orilla sino a muchos miles de pies del punto

    que enfrentaba aqul de donde haba salido.

    Nab toc tierra en la falda de una alta pared de

    granito y se sacudi vigorosamente; despus, co-

    rriendo, desapareci veloz detrs de unas rocas, que

    se proyectaban hacia el mar casi a la altura de la ex-

    tremidad septentrional del islote.

    Los compaeros de Nab haban seguido con an-

    siedad su audaz intento y, cuando se perdi de vista,

    dirigieron sus miradas hacia aquella tierra a la cual

    iban a pedir refugio, mientras coman algunos ma-

    riscos de los que sembraban la playa. La comida era

    pobre, pero era comida.

    La costa opuesta formaba una vasta baha, ter-

    minada al sur por una punta muy aguda, desprovis-

    ta de toda vegetacin y de un aspecto muy salvaje.

    Aquella punta vena a unirse al litoral formando un

    diseo bastante caprichoso y enlazado con altas ro-

  • La isla misteriosa

    47

    cas granticas. Hacia el norte, por el contrario, la

    baha se ensanchaba, formando una costa ms re-

    dondeada, que corra del sudoeste al nordeste y ter-

    minaba en un cabo agudo. Entre estos dos puntos

    extremos, sobre los cuales se apoyaba el arco de la

    baha, la distancia poda ser de ocho millas. A media

    milla de la playa, el islote ocupaba una estrecha faja

    de mar, y pareca un enorme cetceo que asomara a

    la superficie su espalda desmesurada. Su anchura

    no pasaba de un cuarto de milla.

    Delante del islote el litoral se compona, en pri-

    mer trmino, de una playa de arena, sembrada de

    rocas negruzcas, que en aquel momento iban reapa-

    reciendo poco a poco bajo la marea descendente. En

    segundo plano, se destacaba una especie de cortina

    grantica, tallada a pico, coronada por una capricho-

    sa arista de una altura de trescientos pies por lo me-

    nos. Se perfilaba sobre una longitud de tres millas y

    terminaba bruscamente a la derecha en un acantila-

    do que se hubiera credo cortado por la mano del

    hombre. A la izquierda, por el contrario, encima del

    promontorio, aquella especie de cortadura irregular

    se desgarraba en bloques prismticos, hechos de ro-

    cas aglomeradas y de productos de aluvin, y se ba-

    jaba por una rampa prolongada, que se confunda

    poco a poco con las rocas de la punta meridional.

    En la meseta superior de la costa no se vea

    ningn rbol. Era una llanura despejada, como la

    que domina la Ciudad del Cabo, en el de Buena Es-

    peranza, pero con proporciones ms reducidas. Por

    lo menos, as apareca vista desde el islote. Sin em-

  • La isla misteriosa

    48

    bargo, el verde no faltaba a la derecha, detrs del

    acantilado. Se distingua fcilmente la masa confu-

    sa de grandes rboles, cuya aglomeracin se prolon-

    gaba ms all del alcance de la mirada. Aquel ver-

    dor regocijaba la vista, vivamente entristecida por

    las speras lneas del paramento de granito.

    En fin, en ltimo plano y por encima de la mese-

    ta, en direccin noroeste y a una distancia de siete

    millas por lo menos, resplandeca una cima blanca,

    herida por los rayos solares. Era una caperuza de

    nieve, que cubra algn monte lejano.

    No poda resolverse, pues, la cuestin de si aque-

    lla tierra formaba una isla o perteneca a un conti-

    nente. Pero, a la vista de aquellas rocas convulsio-

    nadas, que se aglomeraban sobre la izquierda, un

    gelogo no habra dudado en asignarles un origen

    volcnico, porque eran indiscutiblemente producto

    de un trabajo plutoniano.

    Geden Spilett, Pencroff y Harbert observaban

    atentamente aquella tierra, en la que iban a vivir

    quiz largos aos, y en la que tal vez moriran, si no

    se encontraban en la ruta de los barcos.

    Qu te parece esto, Pencroff? pregunt Har-bert.

    Que tiene algo bueno y algo malo, como todas las cosas contest el marino. Veremos. Pero ob-servo que comienza el reflujo. Dentro de tres horas

    intentaremos pasar y, una vez all, procuraremos

    arreglarnos y encontrar a Smith.

  • La isla misteriosa

    49

    Pencroff no se haba equivocado en sus previsio-

    nes.

    Tres horas ms tarde, con la bajamar, la mayor

    parte de las arenas que conformaban el lecho del ca-

    nal haban quedado al descubierto. No quedaba en-

    tre el islote y la costa ms que un canal estrecho,

    que sin duda sera fcil de franquear.

    En efecto, hacia las diez, Geden Spilett y sus

    dos compaeros se despojaron de sus ropas, hicieron

    con ellos un hato que se pusieron en la cabeza y se

    aventuraron por el canal, cuya profundidad no pasa-

    ba de cinco pies. Harbert, para quien el agua era de-

    masiado alta, nadaba como un pez y sali perfecta-

    mente del paso.

    Los tres llegaron sin dificultad a la orilla opues-

    ta. All, el sol los sec rpidamente y volvieron a po-

    nerse sus vestimentas, que haban preservado del

    contacto con el agua, y celebraron consejo.

  • La isla misteriosa

    50

    Captulo 4

    LOS LITODOMOS. LA DESEMBOCADURA DEL RIO. LAS CHIMENEAS. CONTINUACIN DE LAS PES-QUISAS. LA SELVA DE ARBOLES VERDES. SE ES-PERA EL REFLUJO. DESDE LO ALTO DE LA COS-TA. LA JANGADA. EL REGRESO A LA PLAYA.

    Antes que nada, el periodista dijo al marino que le esperase all, donde l volvera, y, sin perder un instante, remont el litoral en la direccin que haba seguido algunas horas antes el negro Nab. Despus

    desapareci rpidamente tras un ngulo de la costa, tan impaciente estaba por tener noticias del inge-niero.

    Harbert habra querido acompaarlo.

    Qudate, hijo mo le dijo el marino. Tene-mos que preparar un campamento y ver si se puede encontrar algo ms slido que los mariscos para hin-car el diente. Nuestros amigos tendrn ganas de co-mer algo a su regreso. Cada uno a su trabajo.

    Estoy listo, Pencroff contest Harbert.

    Bien! repuso el marino As se hace. Proce-damos con mtodo. Estamos cansados, y tenemos fro y hambre. Se trata entonces de encontrar abri-go, fuego y alimento. El bosque tiene madera; los ni-dos, huevos; falta buscar la casa.

  • La isla misteriosa

    51

    Pues bien respondi Harbert, yo buscar una gruta en estas rocas, y sin duda terminar por

    descubrir algn agujero donde podamos meternos.

    Eso es dijo Pencroff. En marcha, hijo mo.

    Y ambos se pusieron en marcha al pie de la enor-

    me muralla, sobre aquella playa que la marea des-

    cendente haba descubierto en una gran extensin.

    Pero, en lugar de remontar hacia el norte, descen-

    dieron hacia el sur. Pencroff haba observado que, a

    unos centenares de pasos ms all del sitio donde

    haban tocado tierra, la costa ofreca una estrecha

    cortadura, que sin duda deba servir de desemboca-

    dura a un ro o a un arroyo.

    Por una parte, era importante acampar en las

    cercanas de un curso de agua potable, y por otra, no

    era imposible que la corriente hubiera llevado hacia

    aquel lado a Ciro Smith.

    La empinada muralla, como dijimos, se levan-

    taba a una altura de trescientos pies, pero el bloque

    era liso por todas partes, y su misma base, apenas

    lamida por el mar, no presentaba la menor hendidu-

    ra que pudiera servir de morada provisoria. Era un

    muro vertical, hecho de un granito dursimo, que el

    agua jams haba rodo. Hacia la cumbre revolotea-

    ba todo un mundo de aves acuticas, y particular-

    mente diversas especies del orden de las palmpe-

    das, de pico alargado, comprimido y puntiagudo;

    aves chillonas, poco temerosas de la presencia del

    hombre, que por primera vez, sin duda, turbaba su

    soledad. Entre las palmpedas, Pencroff reconoci

  • La isla misteriosa

    52

    una especie de gaviotas, a las que suele darse el

    nombre de estercoleras, y otras pequeas pero vora-

    ces, que anidaban en las anfractuosidades del grani-

    to.

    Un disparo de fusil en medio de aquella mirada

    de pjaros habra abatido un gran nmero; mas pa-

    ra disparar un tiro se necesitaba un fusil, y ni Pen-

    croff ni Harbert lo tenan. Por otra parte, esas gavio-

    tas son apenas comestibles e incluso sus huevos tie-

    nen un sabor detestable.

    Entretanto, Harbert, que se haba adelantado un

    poco hacia la izquierda, encontr pronto algunas ro-

    cas tapizadas de algas, que la marea iba a cubrir

    horas ms tarde. En aquellas rocas, y en medio de

    musgos resbaladizos, pululaban unos crustceos bi-

    valvos, que no podan ser desdeados por gente

    hambrienta. Harbert llam entonces a Pencroff,

    quien acudi en seguida.

    Vaya! Son almejas! exclam el marino. Algo para reemplazar los huevos que nos faltan!

    No son almejas respondi el joven Harbert, que examinaba con atencin los moluscos adheridos

    a las rocas; son litodomos.

    Y eso se come? pregunt Pencroff.

    Ya lo creo!

    Entonces, comamos litodomos.

    El marino poda fiarse de Harbert. El muchacho

    era muy fuerte en historia natural y haba tenido

    siempre verdadera pasin por esta ciencia. Su padre

  • La isla misteriosa

    53

    Y eso se come? pregunt Pencroff.

  • La isla misteriosa

    54

    lo haba impulsado por este camino, hacindole se-

    guir estudios con los mejores profesores de Boston,

    que tomaron afecto al joven, porque era inteligente

    y trabajador. As sus instintos de naturalista iban a

    ser utilizados ms de una vez en el futuro, y, desde

    luego, no lo haban engaado en esa primera oca-

    sin.

    Estos litodomos eran crustceos oblongos, ad-

    heridos en racimos y muy pegados a las rocas. Per-

    tenecan a esa especie de moluscos perforadores que

    abren agujeros en las piedras ms duras, y sus con-

    chas se redondean en sus dos extremos, disposicin

    que no se observa en la almeja ordinaria.

    Pencroff y Harbert hicieron un buen consumo de

    litodomos, que se iban abriendo entonces al sol. Los

    comieron como si fuesen ostras y les encontraron un

    sabor picante, lo que les quit el disgusto de no te-

    ner ni pimienta ni condimentos de otra clase.

    Su hambre qued momentneamente saciada,

    pero no su sed, que se acrecent despus de haber

    comido aquellos moluscos naturalmente condimen-

    tados. Haba que encontrar agua dulce, y no poda

    faltar en una regin tan caprichosamente accidenta-

    da. Pencroff y Harbert, despus de haber tomado la

    precaucin de hacer gran provisin de litodomos, de

    los cuales llenaron sus bolsillos y sus pauelos, vol-

    vieron al pie de la alta muralla.

    Doscientos pasos ms all llegaron a la cortadu-

    ra, por la cual, segn el presentimiento de Pencroff,

    deba correr un riachuelo de ntidas mrgenes. En

  • La isla misteriosa

    55

    aquella parte, la muralla pareca haber sido separa-

    da por algn violento esfuerzo plutoniano. En su ba-

    se se abra una pequea ensenada, cuyo fondo for-

    maba un ngulo bastante agudo. La corriente de

    agua meda all cien pies de ancho y sus dos orillas

    no contaban ms de veinte pies. El ro se hunda ca-

    si directamente entre los dos muros de granito, que

    tendan a hacerse ms bajos hacia la desembocadu-

    ra; despus daba la vuelta bruscamente y desapa-

    reca bajo un soto a una media milla.

    Aqu, agua; all, lea dijo Pencroff. Bien, Harbert, no falta ms que la casa!

    El agua del ro era lmpida. El marino observ

    que en aquel momento de la marea, es decir, en el

    reflujo, era dulce. Establecido este punto importan-

    te, Harbert busc alguna cavidad que pudiera servir

    de refugio, pero no encontr nada. Por todas partes

    la muralla era lisa, plana y vertical.

    Sin embargo, en la desembocadura del curso de

    agua y por encima del nivel adonde suba la marea,

    los aluviones haban formado no una gruta, sino un

    conjunto de enormes rocas, como las que suelen en-

    contrarse en las regiones granticas, y que llevan el

    nombre de chimeneas.

    Pencroff y Harbert se internaron bastante entre

    las rocas, por aquellos corredores areniscos, a los

    cuales no faltaba luz, porque penetraba por los hue-

    cos que dejaban entre s esos trozos de granito, algu-

    nos de los cuales se mantenan en equilibrio por mi-

    lagro. Pero con la luz entraba tambin el viento, una

  • La isla misteriosa

    56

    Los aluviones haban formado un conjunto de

    enormes rocas que llevan el nombre de chimeneas.

  • La isla misteriosa

    57

    verdadera correntada de pasillo, y con el viento, el

    fro agudo del exterior. El marino pens entonces

    que obstruyendo ciertos trechos de aquellos corredo-

    res, tapando algunas aberturas con una mezcla de

    piedras y de arena, podran hacer habitables las

    chimeneas.

    Su plano geomtrico representaba el signo ti-

    pogrfico &, que significa etctera. Aislado el crculo

    superior del signo, por el cual se introducan los

    vientos del sur y del oeste, podran sin duda utilizar

    su disposicin inferior.

    Ya tenemos lo que nos haca falta dijo Pen-croff y, si volvemos a encontrar a Smith, l sabr sacar partido de este laberinto.

    Lo volveremos a ver, Pencroff exclam Har-bert, y, cuando venga, tiene que encontrar aqu una morada casi soportable. Lo ser, si podemos po-

    ner un fogn en el corredor de la izquierda y conser-

    var all una abertura para el humo.

    Podremos, hijo mo respondi el marino, y estas Chimeneas fue el nombre que dio Pencroff a esta morada provisoria nos servirn para ello. Pe-ro, ante todo, vayamos a hacer provisin de combus-

    tible. Me parece que la lea no ser intil para ta-

    par estas aberturas a travs de las cuales el diablo

    toca su trompeta.

    Harbert y Pencroff abandonaron las Chimeneas

    y, doblando el ngulo, empezaron a remontar la ori-

    lla izquierda del ro. La corriente era bastante rpi-

    da y arrastraba algunos rboles secos. La marea

  • La isla misteriosa

    58

    creciente que se haca sentir en ese momento de-ba lanzarlos con fuerza a una distancia bastante

    considerable. El marino pens, pues, que podra uti-

    lizar el flujo y el reflujo para el transporte de objetos

    pesados.

    Despus de andar durante un cuarto de hora, el

    marino y el muchacho llegaron a un brusco recodo

    que haca el ro al hundirse hacia la izquierda. A

    partir de este punto, su curso prosegua a travs de

    un bosque de rboles magnficos. Estos rboles ha-

    ban conservado su verdor, a pesar de lo avanzado

    de la estacin, porque pertenecan a esa familia de

    conferas que se propaga en todas las regiones del

    globo, desde los climas septentrionales hasta las co-

    marcas tropicales.

    El joven naturalista reconoci especialmente los

    deodar, especie muy numerosa en la zona del Himalaya y que esparce un agradable aroma. Entre

    aquellos hermosos rboles crecan grupos de pinos,

    cuyo opaco quitasol se extenda bastante. Entre las

    altas hierbas Pencroff sinti que su pie haca crujir

    ramas secas, como si fueran fuegos artificiales.

    Bien, hijo mo dijo a Harbert; si por una parte ignoro el nombre de estos rboles, por otra s

    clasificarlos en la categora de lea para el fuego, y,

    por el momento es lo nico que necesitamos.

    Hagamos nuestra provisin! respondi Har-bert, quien puso de inmediato manos a la obra.

    La tarea fue fcil. Ni siquiera era necesario cor-

    tar los rboles, pues yaca a sus pies enorme canti-

  • La isla misteriosa

    59

    dad de lea. Pero si combustible no faltaba, los me-

    dios de transporte dejaban que desear. Aquella ma-

    dera era muy seca y ardera rpidamente; de aqu la

    necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad

    considerable, y la carga de dos hombres no sera su-

    ficiente. Esto lo hizo notar Harbert.

    Hijo mo respondi el marino, debe de haber un medio de transportar esa madera.

    Siempre hay medios para todo! Si tuviramos un

    carretn o una barca, la cosa sera fcil.

    Pero tenemos el ro! dijo Harbert.

    Justamente respondi Pencroff. El ro ser para nosotros un camino que marcha solo y para al-

    go se han inventado las jangadas.

    Pero apunt Harbert nuestro camino va en este momento en direccin contraria a la que ne-

    cesitamos, porque est subiendo la marea.

    No nos iremos hasta que baje respondi el marino y ella se encargar de transportar nuestro combustible a las Chimeneas. Preparemos mientras

    tanto nuestra jangada.

    El marino, seguido de Harbert, se dirigi hacia el

    ngulo que el extremo del bosque formaba con el ro.

    Ambos llevaban, cada uno en proporcin de sus

    fuerzas, una carga de lea, atada en haces. En la

    orilla haba tambin cantidad de ramas secas, entre

    esa hierba que probablemente nunca haba hollado

    la planta del hombre. Pencroff empez enseguida a

    preparar la jangada.

  • La isla misteriosa

    60

    En una especie de remanso producido por una

    punta de la costa y que rompa la corriente, el mari-

    no y el joven pusieron trozos de madera bastante

    gruesos que ataron con lianas secas. Formaron as

    una especie de balsa sobre la cual apilaron toda la

    lea que haban recogido, o sea la carga de veinte

    hombres por lo menos. En una hora el trabajo estu-

    vo acabado, y la jangada qued amarrada a la orilla

    hasta que bajara la marea.

    Faltaban unas horas y, de comn acuerdo, Pen-

    croff y Harbert decidieron subir a la meseta supe-

    rior, para examinar la comarca en un radio ms am-

    plio.

    Precisamente a doscientos pasos detrs del

    ngulo formado por el ro, la muralla, terminada en

    un desgranamiento de rocas, vena a morir en pen-

    diente suave sobre la linde del bosque. Pareca una

    escalera natural. Harbert y el marino emprendieron

    el ascenso y, gracias al vigor de sus piernas, llega-

    ron a la cumbre en pocos instantes y se apostaron

    en el ngulo que formaba sobre la desembocadura

    del ro.

    Al llegar, su primera mirada fue para aquel o-

    cano que acababan de atravesar en tan terribles

    condiciones. Observaron con emocin la parte norte

    de la costa, sobre la que se haba producido la cats-

    trofe. All era donde Ciro Smith haba desaparecido.

    Buscaron con la mirada algn resto del globo al que

    hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba.

    Nada! El mar no era ms que un vasto desierto de

  • La isla misteriosa

    61

    agua. La costa tambin estaba desierta. Ni el perio-

    dista ni Nab estaban a la vista. Pero era posible que

    en aquel momento los dos estuvieran tan distantes,

    que no se les pudiera distinguir.

    Algo me dice exclam Harbert que un hombre tan enrgico como Ciro no ha podido dejarse ahogar

    como un novato. Debi de alcanzar algn punto de

    la costa. No es as, Pencroff?

    El marino movi tristemente la cabeza. No espe-

    raba volver a ver a Ciro Smith; pero, queriendo de-

    jar alguna esperanza a Harbert, contest:

    Sin duda, sin duda, nuestro ingeniero es hom-bre muy capaz de salvarse all donde cualquier otro

    perecera.

    Entretanto observaba la costa con extrema aten-

    cin. Ante sus ojos se extenda la playa de arena, li-

    mitada a la derecha de la desembocadura por lneas

    de rompientes. Aquellas rocas, an emergidas, pa-

    recan grupos de anfibios tendidos en la resaca. Ms

    all de la zona de escollos, el mar brillaba bajo los

    rayos del sol. En el sur, una punta aguda cerraba el

    horizonte, y no se poda distinguir si la tierra se pro-

    longaba en esa direccin o si se orientaba hacia el

    sudeste y sudoeste, lo que hubiera dado a la costa la

    forma de una pennsula muy prolongada. Al extre-

    mo septentrional de la baha continuaba el litoral

    dibujndose a gran distancia, siguiendo una lnea

    ms curva. All la playa era baja, llana, sin acantila-

    dos, con grandes bancos de arena, que el reflujo de-

    jaba al descubierto.

  • La isla misteriosa

    62

    Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el

    oeste. Pero una montaa de cima nevada, que se

    elevaba a una distancia de seis o siete millas, detu-

    vo su mirada. Desde sus primeras estribaciones has-

    ta dos millas de la costa se extendan vastas masas

    boscosas, en las que se destacaban grandes manchas

    verdes debidas a la presencia de rboles de hojas pe-

    rennes. Desde la linde de este bosque hasta la mis-

    ma orilla verdeaba una gran planicie salpicada de

    grupos de rboles caprichosamente distribuidos. A

    la izquierda se vea de a ratos brillar las aguas del

    riachuelo, a travs de algunos claros, y pareca que

    su curso, bastante sinuoso, se remontaba hacia los

    contrafuertes de las montaas, entre los cuales deb-

    a de tener su origen. En el punto donde el marino

    haba dejado su jangada comenzaba a correr entre

    las dos altas murallas de granito; pero, si en la ori-

    lla izquierda las paredes eran unidas y abruptas, en

    la derecha, al contrario, se achicaban poco a poco,

    las rocas macizas se convertan en bloques aislados,

    los bloques en guijarros y los guijarros en grava,

    hasta el extremo de la punta.

    Estamos en una isla? murmur el marino.

    En ese caso, sera muy vasta respondi el muchacho.

    Una isla, por vasta que sea, siempre ser una isla dijo Pencroff.

    Pero esta importante cuestin no poda ser re-

    suelta todava. Era preciso aplazar la solucin para

    otro momento. En cuanto a la tierra, isla o continen-

  • La isla misteriosa

    63

    te, pareca frtil, agradable en sus aspectos, variada

    en sus productos.

    Es una dicha observ Pencroff y, en medio de nuestra desgracia, debemos dar gracias a la Pro-

    videncia.

    Dios sea loado! respondi Harbert, cuyo pia-doso corazn estaba lleno de reconocimiento hacia el

    Autor de todas las cosas.

    Durante mucho tiempo, Pencroff y Harbert exa-

    minaron aquella comarca sobre la que los haba

    arrojado el destino, pero era difcil imaginar, des-

    pus de una inspeccin tan superficial, lo que les re-

    servaba el porvenir.

    Despus volvieron, siguiendo la cresta meridio-

    nal de la meseta de granito, contorneada por un lar-

    go festn de rocas caprichosas, que tomaban las for-

    mas ms extraas. All vivan algunos centenares

    de aves que anidaban en los agujeros de la piedra.

    Harbert, saltando sobre las rocas, hizo levantar vue-

    lo a toda una bandada.

    Ah! exclam, no son gaviotas de ninguna especie.

    Qu clase de aves son, entonces? pregunt Pencroff. Asegurara que son palomas!

    En efecto, pero son palomas torcazas o de roca respondi Harbert. Las conozco por la doble ra-ya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus

    plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma

    de roca es buena para comer, sus huevos deben ser

  • La isla misteriosa

    64

    Qu clase de aves son, entonces?

  • La isla misteriosa

    65

    excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus ni-

    dos...

    No les daremos tiempo de abrirse sino en for-ma de tortilla! contest alegremente Pencroff.

    Pero dnde hars tu tortilla? pregunt Har-bert. En el sombrero?

    Bah! contest el marino, no soy bastante brujo para eso. Nos contentaremos con comerlos pa-

    sados por agua, hijo mo, y yo me encargar de los

    ms duros.

    Pencroff y el joven examinaron con atencin las

    anfractuosidades del granito, y efectivamente en-

    contraron huevos en algunas cavidades. Recogieron

    varias docenas, que pusieron en el pauelo del mari-

    no, y, como se acercaba el momento de la pleamar,

    Harbert y Pencroff empezaron a descender hacia el

    ro.

    Cuando llegaron al recodo, era la una de la tar-

    de. El reflujo haba empezado ya y haba que apro-

    vecharlo para llevar la jangada a la desembocadura.

    Pencroff no tena intencin de dejar que la corriente

    la arrastrara sin direccin, ni tampoco pensaba em-

    barcarse en ella para dirigirla. Pero un marino siem-

    pre vence los obstculos cuando se trata de cables o

    de cuerdas, y Pencroff trenz rpidamente una cuer-

    da larga de varias brazas con lianas secas. Ataron

    aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, mien-

    tras el marino asa una punta con la mano, Harbert

    empujaba la jangada; con una larga prtiga, mante-

    nindola dentro de la corriente.

  • La isla misteriosa

    66

    El procedimiento dio el resultado querido. La

    enorme carga de madera, que el marino sujetaba

    marchando por la orilla, sigui la corriente del agua.

    La orilla era muy suave, no hubo que temer que la

    jangada encallase, y, antes de dos horas, ya estaba

    en la desembocadura, a unos pasos de las Chime-

    neas.

  • La isla misteriosa

    67

    Captulo 5

    ARREGLO DE LAS CHIMENEAS. LA IMPORTANTE CUESTIN DEL FUEGO. LA CAJA DE FSFOROS. PESQUISAS POR LA PLAYA. REGRESO DEL PERIO-DISTA Y DE NAB. UN SOLO FSFORO. CHISPO-RROTEA EL FUEGO. LA PRIMERA COMIDA. LA PRIMERA NOCHE EN TIERRA.

    El primer cuidado de Pencroff, despus de que la

    pila de lea hubo sido descargada, fue hacer habita-

    bles las Chimeneas, obstruyendo aquellos corredo-

    res a travs de los cuales circulaban las correntadas

    de aire. Arena, piedras, ramas entrelazadas y barro

    cerraron hermticamente las galeras de la & abier-

    tas a los vientos del sur, aislando el anillo superior.

    Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abra en

    la parte lateral, qued abierto, para conducir el

    humo al exterior y darle tiraje al fogn. Las Chime-

    neas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si

    acaso puede darse este nombre a cuevas sombras,

    con las que una fiera apenas se habra contentado.

    Pero all no haba humedad y un hombre poda

    mantenerse en pie, al menos en la habitacin princi-

    pal, que ocupaba el centro. Una arena fina cubra el

    suelo y, a fin de cuentas, poda servir perfectamente

    aquel sitio mientras se encontraba otro mejor.

  • La isla misteriosa

    68

    Sin dejar de trabajar, Harbert y Pencroff charla-

    ban:

    Y si nuestros compaeros encontraron una instalacin mejor que la nuestra? dijo el mucha-cho.

    Es posible contest el marino, pero, en la duda, no te abstengas! Ms vale una cuerda ms en

    tu arco que no tener ninguna!

    Ah prosigui Harbert, con tal que traigan a Smith, con tal que lo encuentren, deberemos dar

    gracias al cielo!

    S! murmur Pencroff. Ese s que era un hombre, todo un hombre!

    Era... intervino Harbert. Es que desespe-ras de volverlo a ver?

    Dios me libre y guarde! contest el marino.

    El trabajo de arreglo qued rpidamente listo, y

    Pencroff se declar muy satisfecho.

    Ahora dijo ya pueden volver nuestros ami-gos. Encontrarn un abrigo adecuado.

    Faltaba encender el fogn y preparar la comida.

    Tarea simple y fcil, a decir verdad. Al fondo del pri-

    mer corredor de la izquierda, junto al estrecho orifi-

    cio que se haba reservado como chimenea, dispusie-

    ron grandes piedras planas. El calor que no escapa-

    se con el humo sera suficiente para mantener de-

    ntro una temperatura conveniente. La provisin de

    lea fue almacenada en uno de los cuartos y el mari-

  • La isla misteriosa

    69

    no puso sobre las piedras de la hoguera algunos le-

    os mezclados con ramas secas.

    El marino se ocupaba de este trabajo, cuando

    Harbert le pregunt si tena fsforos.

    Ciertamente contest Pencroff, y aadir felizmente, porque sin fsforos o sin yesca nos ha-

    bramos visto en apuros.

    No podramos hacer fuego como los salvajes coment Harbert, frotando dos ramitas de lea seca una contra la otra?

    Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.

    No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacfico.

    No digo que no contest Pencroff, pero hay que creer que los salvajes conocen la manera de

    hacerlo, o emplean madera especial, porque ms de

    una vez he querido procurarme fuego de esa suerte

    y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero

    los fsforos. Dnde estn mis fsforos?

    Pencroff busc en su chaleco la caja de fsforos,

    que no abandonaba nunca, ya que era un fumador

    empedernido. No la encontr. Busc en los bolsillos

    del pantaln y, para su completo estupor, tampoco

    hall la cajita en cuestin.

    Hay que ser torpe, y ms que torpe! dijo mi-rando a Harbert. Se me habr cado del bolsillo y la he perdido. T, Harbert, no tienes nada, ni es-

    labn, ni cosa alguna que sirva para hacer fuego?

  • La isla misteriosa

    70

    No, Pencroff!

    El marino sali seguido del joven, rascndose la

    frente con energa. En la arena, en las rocas, cerca

    de la orilla del ro, buscaron por todas partes con el

    mayor cuidado, pero intilmente. La caja era de co-

    bre y no habra podido escapar a sus miradas.

    Pencroff pregunt Harbert, no habrs ti-rado la caja desde la barquilla?

    Me cuid bien de hacerlo contest el mari-no; pero, cuando a uno lo sacuden por el aire como a nosotros, un objeto tan pequeo bien puede haber

    desaparecido. Mi pipa! Tambin me ha abandona-

    do! Diablo de caja! Dnde puede estar?

    El mar se retira dijo Harbert; corramos al sitio donde tocamos tierra.

    Era poco probable que se encontrase la caja, que

    las olas habran debido arrastrar por los guijarros

    durante la marea alta; sin embargo, nada se perda

    con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rpi-

    damente hacia el lugar donde haban llegado a tie-

    rra el da anterior, a doscientos pasos ms o menos

    de las Chimeneas.

    All, registraron minuciosamente entre los guija-

    rros y entre los huecos de las rocas, pero en vano. Si

    la caja hubiera cado en aquella parte, habra sido

    arrastrada por las olas. A medida que el mar se reti-

    raba, el marino registraba todos los intersticios de

    las rocas, sin encontrar nada. Era una prdida gra-

    ve en aquellas circunstancias, y por el momento,

    irreparable.

  • La isla misteriosa

    71

    Pencroff no ocult su vivo descontento. Su frente

    se haba arrugado gravemente. No pronunciaba ni

    una palabra. Harbert quera consolarle hacindole

    notar que probablemente los fsforos estaran moja-

    dos por el agua del mar y seran inservibles.

    Pero no, hijo mo contest el marino. Estn dentro de una caja de cobre que cerraba muy

    bien. Y, ahora, cmo nos las arreglaremos?

    Ya encontraremos algn medio de procurarnos fuego dijo Harbert. Smith y Spilett no sern tan tontos como nosotros.

    S respondi Pencroff, pero mientras tanto estamos sin fuego, y nuestros compaeros no encon-

    trarn ms que una triste cena a su vuelta.

    Pero dijo vivamente Harbert, es imposible que no traigan fsforos o yesca!

    Lo dudo respondi el marino moviendo la ca-beza. En primer lugar, Nab y Smith no fuman, y temo que Spilett haya preferido conservar su carnet

    y su lpiz en vez de la caja de fsforos.

    Harbert no contest. La prdida de la caja era

    evidentemente un hecho lamentable; sin embargo,

    el joven contaba con que iban a poder procurarse

    fuego de un modo u otro. Pencroff, hombre ms ex-

    perimentado, a quien no le asustaban las dificulta-

    des grandes ni pequeas, no era del mismo parecer.

    De todos modos, no haba ms que hacer que espe-

    rar la vuelta de Nab y del periodista. Pero haba que

    renunciar a la cena de huevos duros que quera pre-

  • La isla misteriosa

    72

    pararles, y el rgimen de carne cruda no le pareca,

    ni para ellos ni para l mismo, una perspectiva

    agradable.

    Antes de volver a las Chimeneas, el marino y

    Harbert, para el caso de que el fuego les faltara defi-

    nitivamente, hicieron una nueva recoleccin de lito-

    domos y emprendieron silenciosamente el cami-no

    de su morada.

    Pencroff, con los ojos fijos en el suelo, segua bus-

    cando su inhallable caja. Incluso remont la orilla

    izquierda del ro desde su desembocadura hasta el

    ngulo en donde haban amarrado la jangada. Vol-

    vi a la meseta superior, la recorri en todas direc-

    ciones, registr los pastizales junto a la orilla del

    bosque; pero en vano.

    Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y el

    marino entraron en las Chimeneas. Es intil decir

    que registraron todos los corredores hasta los ms

    oscuros rincones, y que tuvieron que renunciar deci-

    didamente a sus pesquisas.

    Hacia las seis, en el momento en que el sol des-

    apareca detrs de las alturas del oeste, Harbert,

    que iba y vena por la playa, anunci la vuelta de

    Nab y de Geden Spilett.

    Volvan solos...!

    Al joven se le encogi el corazn; el marino no se

    haba equivocado en sus presentimientos.

    No haban podido encontrar al ingeniero Ciro

    Smith!

  • La isla misteriosa

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    El periodista se dej caer sobre una roca.

  • La isla misteriosa

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    El periodista, al llegar, se dej caer sobre una ro-

    ca sin decir palabra. Rendido de cansancio y muerto

    de hambre, no tena fuerzas para hablar.

    En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos probaban

    cunto haba llorado, y las nuevas lgrimas que no

    poda retener decan demasiado claramente que

    haba perdido toda esperanza.

    El reportero hizo relacin de las pesquisas que

    haban practicado para encontrar a Ciro Smith. Nab

    y l haban recorrido la costa en un espacio de ms

    de ocho millas, y, por consiguiente, mucho ms all

    de donde haba ocurrido la penltima cada del glo-

    bo, cada a la que sigui la desaparicin del ingenie-

    ro y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningn

    rastro, ningn vestigio. Ni un guijarro fuera de su

    sitio, ni una huella sobre la arena, ni una pisada

    humana en toda esa parte del litoral. Era evidente

    que ningn habitante la frecuentaba. El mar estaba

    tan desierto como la orilla, y, sin embargo, haba si-

    do all, a algunos centenares de pies de la costa,

    donde el ingeniero encontrara su tumba.

    En aquel momento, Nab se levant y, con una

    voz que denotaba hasta qu punto se resista a per-

    der las esperanzas, exclam:

    No, no! No est muerto! No, no puede ser! Morir, l! Yo o cualquier otro, podra ser, pero l,

    jams! Es un hombre que sabe librarse de todo!

    Despus las fuerzas le abandonaron.

    Ah!, no puedo ms! murmur.

  • La isla misteriosa