vallin demografia y desarrollo

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Vallin, J. (1997): La población mundial, Madrid, Alianza Universidad, 129 p. DEMOGRAFÍA y DESARROLLO La perspectiva, dentro del campo de lo posible, de una estabilización de la población mundial en el año 2100, procura un inmenso alivio. Sin embargo, el futuro a largo plazo de la humanidad llama a la reflexión sobre la naturaleza de esta estabilización. Además, si existe un grado óptimo alcanzable, las políticas se esforzarán por conseguirlo. Natalistas o maltusianas ¿son aceptables? ¿Resultan creíbles?. 1. Por una población estacionaria Se ha demostrado en numerosas ocasiones el absurdo de mantener a largo plazo el loco crecimiento demográfico de los años sesenta. No sólo peligraban los efectivos de la población al alcanzar muy rápidamente un umbral crítico de superpoblación a partir del cual un cataclismo es casi ineluctable, sino que, más allá de dicho umbral, cuyo techo podemos discutir indefinidamente, la rapidez del crecimiento plantea problemas insuperables de adaptación económica y social una vez esquilmado el planeta y sólo el progreso técnico puede aumentar los recursos disponibles. ¿Hay entonces razones para desear un crecimiento lento, el estancamiento o una disminución?. Toda una escuela de pensamiento milita en favor del crecimiento. No todos sus argumentos son convincentes. Es cierto que quizá Francia habría salvado su leadership en Europa y conservado Luisiana y Canadá --ocupando actualmente la lengua francesa el lugar del inglés- si hubiera tenido, durante los siglos XVIII y XIX la misma fecundidad que Inglaterra o Alemania. ¿Pero es que una tasa de crecimiento natural del 1% (¿al precio de qué política demográfica?) le permitiría hoy restablecer sus privilegios? ¿No correría el riesgo de despertar las mismas preocupaciones en sus socios?. ¿Hay un interés global en los países industrializados por buscar de manera más concertada un crecimiento demográfico de conjunto?.Ciertamente fue este crecimiento el que dio a Europa durante el siglo XIX los recursos humanos para su formidable expansión. Pero ya no hay una América por descubrir, ni indios por exterminar, ni esclavos para deportar de África. Por una parte, el extraordinario desarrollo de los medios de comunicación, la democratización de las potencias industriales y el impacto de dos guerras mundiales han hecho germinar la idea de una humanidad más solidaria. Pero, por otra parte, el empuje demográfico de los países en desarrollo está en fase de colmar rápidamente los «vacíos» que podrían quedar todavía. No sería muy oportuno despertar ningún tipo de imperialismo demográfico. Un argumento más convincente en favor del crecimiento es el que subraya la importancia de una cierta proporción de jóvenes en una sociedad para garantizar su dinamismo. Es una tesis grata a Alfred Sauvy. Sin embargo hay que rendirse a la evidencia. Los países desarrollados, al tener en la actualidad una población más joven que la que correspondería en régimen estacionario a su tabla de mortalidad, sólo para mantener las estructuras actuales y más aún para reforzar la proporción de jóvenes tendrían que elevar la fecundidad a un nivel netamente superior al que exige el estricto reemplazo generacional y por tanto volver a tasas de crecimiento elevadas, lo que nos lleva al problema anterior. De hecho, a muy largo plazo, todo crecimiento, incluso débil conduce a lo inverosímil. Es inútil ponernos a razonar en miles de millones de años (¿además, que quedará de nuestro planeta en tan largo plazo?) ni siquiera en millones de años (a dicha distancia el Homo sapiens puede haber cedido el lugar a otra especie), sino simplemente en miles: mil años es poco en la historia de la humanidad. Supongamos que, al final de la transición demográfica,. la población mundial, en lugar de estabilizarse sigue aumentando a un ritmo lento, por ejemplo a 0,3% como en el siglo XVII, justo antes de la transición. Mil años después, se habría multiplicado por veinte, pasando por tanto de 10.000 a 200.000 millones. De nuevo nos encontramos en un absurdo. El aumento de los plazos no cambia nada. De la misma manera toda disminución resulta, a la larga, inaceptable ya que conduce a la desaparición. Es una primera clave para el futuro: a largo plazo, todo crecimiento, positivo o negativo, es insostenible. ¿Debemos sacar la conclusión de que la población estacionaria es en todo lugar y en todo tiempo el objetivo óptimo? Por supuesto que no. Países con recursos naturales importantes y con una población

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Vallin, J. (1997): La población mundial, Madrid, Alianza Universidad, 129 p. DEMOGRAFÍA y DESARROLLO La perspectiva, dentro del campo de lo posible, de una estabilización de la población mundial en el año 2100, procura un inmenso alivio. Sin embargo, el futuro a largo plazo de la humanidad llama a la reflexión sobre la naturaleza de esta estabilización. Además, si existe un grado óptimo alcanzable, las políticas se esforzarán por conseguirlo. Natalistas o maltusianas ¿son aceptables? ¿Resultan creíbles?. 1. Por una población estacionaria

Se ha demostrado en numerosas ocasiones el absurdo de mantener a largo plazo el loco crecimiento demográfico de los años sesenta. No sólo peligraban los efectivos de la población al alcanzar muy rápidamente un umbral crítico de superpoblación a partir del cual un cataclismo es casi ineluctable, sino que, más allá de dicho umbral, cuyo techo podemos discutir indefinidamente, la rapidez del crecimiento plantea problemas insuperables de adaptación económica y social una vez esquilmado el planeta y sólo el progreso técnico puede aumentar los recursos disponibles.

¿Hay entonces razones para desear un crecimiento lento, el estancamiento o una disminución?.

Toda una escuela de pensamiento milita en favor del crecimiento. No todos sus argumentos son convincentes. Es cierto que quizá Francia habría salvado su leadership en Europa y conservado Luisiana y Canadá --ocupando actualmente la lengua francesa el lugar del inglés- si hubiera tenido, durante los siglos XVIII y XIX la misma fecundidad que Inglaterra o Alemania. ¿Pero es que una tasa de crecimiento natural del 1% (¿al precio de qué política demográfica?) le permitiría hoy restablecer sus privilegios? ¿No correría el riesgo de despertar las mismas preocupaciones en sus socios?.

¿Hay un interés global en los países industrializados por buscar de manera más concertada un

crecimiento demográfico de conjunto?.Ciertamente fue este crecimiento el que dio a Europa durante el siglo XIX los recursos humanos para su formidable expansión. Pero ya no hay una América por descubrir, ni indios por exterminar, ni esclavos para deportar de África. Por una parte, el extraordinario desarrollo de los medios de comunicación, la democratización de las potencias industriales y el impacto de dos guerras mundiales han hecho germinar la idea de una humanidad más solidaria. Pero, por otra parte, el empuje demográfico de los países en desarrollo está en fase de colmar rápidamente los «vacíos» que podrían quedar todavía. No sería muy oportuno despertar ningún tipo de imperialismo demográfico.

Un argumento más convincente en favor del crecimiento es el que subraya la importancia de una

cierta proporción de jóvenes en una sociedad para garantizar su dinamismo. Es una tesis grata a Alfred Sauvy. Sin embargo hay que rendirse a la evidencia. Los países desarrollados, al tener en la actualidad una población más joven que la que correspondería en régimen estacionario a su tabla de mortalidad, sólo para mantener las estructuras actuales y más aún para reforzar la proporción de jóvenes tendrían que elevar la fecundidad a un nivel netamente superior al que exige el estricto reemplazo generacional y por tanto volver a tasas de crecimiento elevadas, lo que nos lleva al problema anterior.

De hecho, a muy largo plazo, todo crecimiento, incluso débil conduce a lo inverosímil. Es inútil ponernos a razonar en miles de millones de años (¿además, que quedará de nuestro planeta en tan largo plazo?) ni siquiera en millones de años (a dicha distancia el Homo sapiens puede haber cedido el lugar a otra especie), sino simplemente en miles: mil años es poco en la historia de la humanidad. Supongamos que, al final de la transición demográfica,. la población mundial, en lugar de estabilizarse sigue aumentando a un ritmo lento, por ejemplo a 0,3% como en el siglo XVII, justo antes de la transición. Mil años después, se habría multiplicado por veinte, pasando por tanto de 10.000 a 200.000 millones. De nuevo nos encontramos en un absurdo. El aumento de los plazos no cambia nada. De la misma manera toda disminución resulta, a la larga, inaceptable ya que conduce a la desaparición.

Es una primera clave para el futuro: a largo plazo, todo crecimiento, positivo o negativo, es

insostenible. ¿Debemos sacar la conclusión de que la población estacionaria es en todo lugar y en todo tiempo

el objetivo óptimo? Por supuesto que no. Países con recursos naturales importantes y con una población

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muy diseminada en un territorio vasto pueden desear legítimamente que dicha población crezca. Gabón no es el único ejemplo. Por el contrario, habrá casos de densidades de población tan fuertes que, dadas las posibilidades, interesará alcanzar una cierta disminución. China parece haber tomado este rumbo. En estos casos, el demógrafo no tiene nada que decir: no se puede imponer ninguna teoría ni ley. A largo plazo, la población se puede estacionar según los ajustes en el tiempo y en el espacio que la situación socio-económica sugiera.

El objetivo de alcanzar una población estacionaria en un plazo exigirá que a todo movimiento de

descenso de la fecundidad sin llegar al umbral de reemplazo suceda un movimiento de sentido opuesto y viceversa. Sin embargo, hay una consecuencia inevitable de estos movimientos de la fecundidad que nos enseña la demografía: las deformaciones sucesivas de las pirámides de edad que sabemos son difíciles de controlar económica y socialmente. Es la segunda clave: toda oscilación alrededor del estado estacionario tiene un coste que conviene considerar.

Para conseguir una población estacionaria en un plazo y amortiguar las fluctuaciones se necesitan políticas de población. Aunque se sitúen en contextos radicalmente diferentes y respondan a objetivos opuestos, las políticas puestas en práctica en los países en desarrollo y las que están en curso en los países desarrollados se plantean las mismas preguntas. 2. ¿Actuar o no intervenir?

La voluntad política de influir en la evolución demográfica no es nueva. El debate sobre la oportunidad de las medidas tomadas o a tomar es muy viejo. No hace falta decir, sin embargo, que se dirige esencialmente a las medidas sobre la fecundidad, el descenso de la mortalidad es reconocido por todos como una de las ambiciones más legítimas de cualquier política sanitaria. Desde la ley francesa de 1920 que castigaba severamente el aborto y prohibía toda propaganda anticonceptiva, hasta los programas actuales de planificación familiar en los países en desarrollo, se plantean dos preguntas fundamentales: ¿existen medidas eficaces? ¿Son verdaderamente necesarias?. ¿ Existen medidas eficaces?

¿Se puede, por decreto, influir en el número de nacimientos?. A primera vista, los ejemplos hablan por sí solos: Rumanía, al prohibir brutalmente a finales de 1966 el aborto, hasta entonces fácil y ampliamente practicado, dio un vuelco espectacular a la tasa de natalidad (de 14% en 1966 a 27% en 1967). En sentido contrario, China, al combinar una terrible presión social sobre la formación de parejas y su vida conyugal con una difusión masiva de métodos anticonceptivos ha obtenido el extraordinario descenso de fecundidad que hemos visto en el capítulo anterior.

Estos dos ejemplos ilustran igualmente los límites de la afirmación. En Rumanía, si la tasa de

natalidad se multiplicó bruscamente fue porque, sorprendidas por la ley, las mujeres encintas que habían contado con el aborto, debieron llevar a término su embarazo. En consecuencia, el uso de anticonceptivos y sobre todo el recurso al aborto clandestino sustituyeron rápidamente al aborto legal y en algunos años la tasa de natalidad volvió a su nivel anterior. Por el contrario, la operación tuvo un efecto desastroso sobre la mortalidad infantil que, dada la aglomeración de los hospitales, pasó de 47% en 1966 a 60% en 1968, mientras que en toda Europa disminuía rápidamente.

El éxito obtenido por China es más estable pero el precio pagado por las parejas aún más

elevado (retraso en los matrimonios, represión sexual, separaciones arbitrarias, etc.) no siendo compatible con la declaración universal de los derechos del hombre. ¿La eficacia de una política demográfica no debe medirse también en lo que atañe a su aceptación? Eficacia demográfica y justicia social.

Ya se trate de reducir la fecundidad o por el contrario de aumentarla, las políticas demográficas encuentran intereses cruzados y en ocasiones divergentes. En el plano colectivo, la eficacia demográfica puede oponerse a las preocupaciones de la justicia social.

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Cuando en 1932 y sobre todo de 1939 a 1945, la legislación francesa instauró el subsidio familiar, pareció completamente natural utilizar para estimular la fecundidad un instrumento que además compensaba una parte de la desigualdad económica ligada al número de hijos por familia. Eficacia demográfica y justicia social coincidían. Sin embargo, en los países en los que, bajo la influencia de la antigua metrópoli se habían adoptado legislaciones del mismo tipo, la necesidad de reducir la fecundidad debía conducir fatalmente a un conflicto entre eficacia e igualdad. ¿Había que mantener el subsidio familiar en contradicción con la política demográfica, o suprimirlo en contradicción con la política social?. Entre estos dos extremos, se adoptaron las respuestas más variadas, ninguna de las cuales podía evidentemente satisfacer los dos objetivos.

Las medidas tomadas en China en el marco de la política del hijo único llevan al extremo dicha

contradicción. Una pareja que desee tener su primer hijo debe advertir a las autoridades. Si se les autoriza, tendrán derecho a un subsidio familiar con la condición de no tener otro hijo. Si a pesar de todo tienen un segundo hijo, el subsidio queda suprimido y si por desgracia llega un tercero, los salarios de los padres se recortan. La idea preconcebida de eficacia lleva así a aumentar la desigualdad social.

En Francia asimismo, una disposición muy particular encendió vivas polémicas a este respecto:

el cociente familiar. Al tratar de animar financieramente la natalidad, está claro que la incitación con una misma cantidad de dinero decrece cuando los ingresos de la familia aumentan. De ahí la idea de completar el sistema de subsidios familiares (con sumas fijas) por un sistema de desgravaciones fiscales tanto más ventajoso cuanto mayores fueran los ingresos. Pero hasta ahí llegaba toda la preocupación de justicia social ya que la contribución del Estado a las cargas familiares aumentaba en proporción a los ingresos de los padres y no a las necesidades del niño. Este sistema fue cuestionado por el gobierno socialista quien puso un tope a la desgravación. Interés colectivo y libertad individual

Las políticas demográficas que pretenden satisfacer el interés colectivo pueden también limitar la libertad individual. La política china, citada anteriormente, es el ejemplo más actual. Suprime la libertad de decisión de las parejas en el ámbito de la procreación y les dicta en gran parte su comportamiento sexual y conyugal. Con un objetivo radicalmente opuesto, la ley de 1920 en Francia era igualmente apremiante y represiva. Sin embargo, no es por azar que la transición demográfica comienza en Europa más o menos con la Revolución Francesa siguiendo las ideas nuevas de los filósofos. La conquista del control de la fecundidad es uno de los aspectos principales de la conquista de las libertades individuales. En este sentido, las políticas que desean reducir la fecundidad pueden adelantarse a las fuerzas de emancipación social participando en la creación de nuevos espacios para la libertad individual, ya que la libertad de procreación no existe fuera del control de cada pareja sobre su propia fecundidad. A la inversa, una política de fomento de la natalidad puede asimismo contribuir a la expresión de la libertad de las parejas si quiere facilitar la tarea de los que desean tener hijos. No hay por tanto contradicción a priori entre política demográfica y libertad individual. Ésta puede sin embargo estallar en dos circunstancias, ambas de gran actualidad.

En los países en desarrollo, el poder político puede considerar necesaria una reducción de la

fecundidad y querer tomar medidas en dicho sentido sin que las parejas vean de ningún modo la necesidad. El valor dado a una descendencia numerosa, los preceptos religiosos o las preocupaciones materiales pueden apartar cualquier interés individual por el control de la fecundidad. Esto explica, en parte, el escaso éxito de los primeros programas de control de la natalidad que se contentaban con promover el uso de los anticonceptivos. También se explica la tentación de imponer métodos coercitivos, en nombre del interés general. China no es el único ejemplo. Sin embargo, a menos que se pongan en práctica con mano de hierro, estos métodos son poco eficaces y producen incluso el efecto contrario al buscado. Prefiriendo la persuasión, muchos promotores de programas de planificación familiar han comprendido que la distribución de anticonceptivos debía acompañarse o mejor ir precedida, de campañas informativas de explicación y de persuasión. Mejor aún, es un hecho probado que el control de la fecundidad sólo adquiere sentido e interés para las parejas en un contexto más general de promoción de la salud (especialmente de la madre y del hijo), de mejora de las condiciones de vida y de evolución de la condición femenina. La limitación de la natalidad tiende a ser un elemento más de las políticas que promueven el desarrollo económico, social y cultural globalmente favorable al desarrollo de la libertad individual. Esta concepción, generalmente admitida en teoría, choca sin embargo con un cierto número de

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obstáculos, ya que supone una evolución política y social que ningún dictador (y con frecuencia los mismos gobiernos) tiene prisa por llevar a la práctica.

En un contexto muy distinto, la misma dificultad aparece cuando las parejas han llegado a una

fase de un control casi total de la fecundidad. En 1978 en Francia, de cada 100 mujeres de 20 a 44 años, 67 utilizaban métodos anticonceptivos (de los cuales 36 la píldora o el DIU), 7 estaban esterilizadas, 10 sin compañero y 6 embarazadas. Del 10% de mujeres expuestas al riesgo de embarazo, 7% lo estaban voluntariamente porque deseaban tener un hijo. Así, sólo un 3% de las mujeres se encontraban expuestas al riesgo de concebir sin desear tener un hijo. Si a eso añadimos que los embarazos no deseados pueden interrumpirse legalmente en Francia desde 1975, podemos decir que las parejas francesas, como las de la mayoría de los países industrializados han adquirido un control casi perfecto de su fecundidad. Descartamos aquí la acusación infundada hecha a la introducción de los métodos anticonceptivos modernos o a la legalización del aborto que les haría responsables de la caída reciente de la fecundidad en los países industrializados. Aunque mejoren las condiciones de control de la fecundidad, no son por ello sus determinantes fundamentales. Lo que importa es que este control ofrece a las parejas la posibilidad de tomar individualmente decisiones que, sumadas, no van forzosamente en el sentido del interés colectivo como puede percibirlo el poder político. Ahí de nuevo puede estallar el conflicto entre interés colectivo y libertad individual.

La tentación de promulgar medidas autoritarias existe, ahí está el ejemplo rumano para

recordárnoslo. También nos recuerda que su eficacia es cuanto menos discutible. La mayoría de los países, al Este como al Oeste, buscan medidas impulsoras de la natalidad. Tratan a menudo de facilitar la venida al mundo de hijos y aligerar el coste (subsidio familiar, elección de la baja maternal o paternal, ritmo de trabajo, alojamiento, guarderías, etc.). Sin embargo, aun imaginando la asunción por el Estado -lo que sigue siendo poco probable- de todas estas cargas materiales, ello no impedirá jamás a las parejas decidir en función de su afectividad, percepción de la sociedad, concepción de la vida o de sus angustias sobre el futuro. Podemos intentar recrear un deseo de tener hijos que se había debilitado mucho promocionando valores morales o culturales asociados a la procreación, a la maternidad. La campaña publicitaria llevada a cabo en Francia durante el verano de 1985 iba en dicho sentido. Podemos imaginar, sin embargo, las diferencias que podrían revestir las distintas políticas según se inscribiesen en un régimen democrático, en el que el contraste de ideas es posible, o en un régimen totalitario, donde sólo el Estado dispone de medios de información y propaganda. Volvemos a encontrar aquí, aunque en un contexto mucho más amplio, el conflicto entre política demográfica y libertad individual. De Bucarest a México, importantes cambios metodológicos.

Si la aceptación de las políticas demográficas puede plantear problemas, su oportunidad ha sido objeto de importantes enfrentamientos ideológicos. Los años setenta y ochenta conocieron importantes cambios a los que sustituye hoy día un amplio consenso internacional.

El momento crucial tuvo lugar en Bucarest en 1974 con ocasión de la Conferencia Mundial organizada por Naciones Unidas sobre los problemas de la población. Dicha conferencia se convocó a instancias de los países ricos, inquietos por el crecimiento demográfico de los países pobres. Muchos delegados occidentales, fervientes defensores de la píldora y del DIU hicieron un discurso generoso sobre mejora de las condiciones de vida en el Tercer Mundo, pero su entusiasmo era tan desaforado como las alucinaciones de hordas bárbaras invadiendo el Occidente. Algunos delegados de países en desarrollo embarcados en programas de planificación familiar a la americana argumentaban que el descenso de la fecundidad contribuiría ampliamente al desarrollo económico. Sin embargo, un gran número de gobiernos del Tercer Mundo habían llegado a Bucarest con el único objeto de minimizar la importancia de la población como factor de limitación del desarrollo. Para los chinos, callando su propia política, el problema demográfico sólo era un «mito», el futuro era «infinitamente bello». Perú rechazaba la «fábula» de la degradación de los recursos y de los sistemas ecológicos, argumento decididamente ingenuo para justificar una política de reducción del crecimiento demográfico. Tanzania, presa de grandes dificultades económicas afirmaba que el crecimiento de la población era una «ventaja pata el desarollo». Finalmente, para Senegal las cosas estaban claras; «África debe elegir el desarrollo hoy y -quizás- la píldora mañana.» . Pero, entre todas las delegaciones del Tercer Mundo, Argelia subió a primer plano para denunciar el imperialismo americano disimulado tras la generosidad anticonceptiva del tío Sam. El argumento era claro y sencillo y, por una vez, conforme a la política efectivamente llevada a cabo: la única urgencia es el desarrollo económico, la evolución demográfica seguirá por sí misma.

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En realidad, apenas se habían apagado las últimas luces en Bucarest cuando el gobierno de

Bumedián decidió modificar poco a poco su política demográfica. Cambio que, con el presidente Chadli, ha tomado un cariz inverso ya que la cuestión demográfica se considera en la actualidad como «el factor principal del subdesarrollo». Esta revisión ideológica no se da tan sólo en Argelia. Es característica del «después de Bucarest».

Tres factores principales han conducido sin duda a la mayoría de los países en desarrollo a tener

en cuenta la cuestión demográfica y a definir sus propias políticas de acuerdo a sus necesidades. Por una parte, la evolución de los hechos ha permitido una cierta tranquilidad. Tanto en Occidente como en los países en desarrollo los discursos se han adaptado a la nueva situación: hay una salida posible, ¿por qué no intentar alcanzarla en las mejores condiciones?. Por otra parte, más que nunca, en el curso del último decenio los países del Tercer Mundo han podido medir el peso y el coste del crecimiento demográfico. Desventaja tanto más sufrida cuanto la crisis económica mundial encarecía considerablemente los medios de desarrollo y arruinaba las numerosas salidas para sus industrias nacientes al cerrar la válvula de la emigración. Por último, el éxito reconocido de ciertas políticas de población, mejor integradas en los programas de protección maternal e infantil, cuidados de atención primaria y de desarrollo rural y comunitario han permitido al mismo tiempo relativizar las virtudes de la anticoncepción y revalorizar sus ventajas.

Sería ingenuo atribuir los méritos de dichos cambios políticos al plan mundial de actuación que, a pesar de algunos discursos fue adoptado por amplia mayoría en Bucarest. Los gobiernos sin embargo han podido encontrar en dicho plan un estímulo para suscribir las ideas propuestas, especialmente cuando, más discretamente, en conferencias regionales se debatía su aplicación. Nacido de un compromiso histórico, tenía el mérito de estar fundado en las realidades y cuando un gobierno ha considerado las de su propio país, las ha encontrado rápidamente en armonía con los grandes ejes del plan de Bucarest. Este plan reposa en efecto sobre el juicioso reconocimiento de una doble imposibilidad: la de resolver el problema demográfico sin desarrollo económico y social y la de salir del subdesarrollo sin controlar el crecimiento demográfico. Una vez reconocida la evidencia, se propusieron una serie de recomendaciones, prudentes y adaptables a los distintos contextos nacionales. Su característica común es subrayar constantemente la necesidad de progresar en todos los frentes a la vez.

Curiosamente, cuando en 1984 las Naciones Unidas convocaron una nueva conferencia mundial

en México en respuesta esta vez a una demanda de los países en desarrollo, los papeles parecían haberse invertido completamente. Era el conjunto de los países en desarrollo, a los que la crisis había sustraído fuentes de financiación, los que pedían ayuda en materia de planificación familiar y los países desarrollados los que, más avaros con sus fondos y preocupados por la amenaza de desmoronamiento de la fecundidad en sus propios países, quienes se mostraban mucho menos entusiasmados.

El conflicto se produjo en México por la actitud de la delegación americana. Al afirmar

curiosamente que «el crecimiento de la población era en sí un fenómeno neutro» y que «la explosión demográfica no debería causar una crisis», reclamaba con vehemencia, de un modo muy reaganiano, el retorno al liberalismo económico, la primacía del sector privado en el proceso de desarrollo y la condena del aborto como método de control de natalidad, con la retirada de toda ayuda americana a los países u organizaciones que no practicaran estas nuevas virtudes. Sin embargo, hay que distinguir entre el aspecto coyuntural y el del movimiento de fondo. El Congreso de, los Estados Unidos había enviado a México su propia delegación para afirmar que no podría haber un cambio en la política americanína sin su consentimiento.

La Conferencia de México volvió a encontrar el consenso de Bucarest para reafirmar la filosofía del plan mundial dc actuación y reforzar algunos de sus aspectos: papel de las mujeres en el desarrollo, y especialmente su derecho al trabajo, necesidad de modificar la fecundidad aunque no hubiera esperanzas inminentes de desarrollo económico, relación aún más estrecha entre mejora de la sanidad, desarrolló social y control de la natalidad.

La Organización Mundial de la Salud, que hasta entonces había mantenido muchas reservas tomó oficialmente partido por el control de la natalidad entre Bucarest y México. Al adoptar en 1978 en la Conferencia de Alma Ata la estrategia de los cuidados de atención primaria fundados sobre la

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descentralización de los medios sanitarios esenciales y la satisfacción de las necesidades elementales de la población en todos los aspectos (alimentación, educación, producción agrícola y saneamiento), el control de la natalidad se convertía naturalmente en uno de los elementos de dicha estrategia.

El consenso generalizado sobre el control del crecimiento demográfico está lejos de alcanzarse

en cuanto a la distribución de los recursos. 3. El crecimiento y el reparto Restaurar el crecimiento económico

Aun en el mejor de los casos, en el que la población mundial conseguiría realmente la estabilización en un siglo y medio, no dejaría de ser cierto que habría pasado en 60 años, en el 2050, de 5.000 a 10.000 millones de personas. Sólo para mantener el nivel de vida medio actual, haría falta que al mismo tiempo el crecimiento económico continuase al mismo ritmo. Sin embargo, de esos 10.000 millones, casi 9.000 pertenecerán a los países actualmente en desarrollo. ¿Se puede concebir que estos 9.000 millones de hombres a finales del próximo siglo se tengan que repartir todavía la quinta parte de las rentas mundiales que les conceden ahora las grandes potencias económicas? Para compensar el retraso de los más pobres, es necesario un crecimiento fuerte. Pero teniendo en cuenta el efecto de arrastre de los países industrializados, será sin duda necesario un crecimiento fuerte no sólo en los países en desarrollo, sino también en los países desarrollados. Las repercusiones catastróficas de la crisis económica mundial en los países del Tercer Mundo son una prueba dramática. Bajando la tasa de crecimiento del orden de 4 a 5% en los años sesenta y a tasas próximas al 1% al principio de los años ochenta, los países industrializados han podido mantener una ligera progresión de su nivel de vida ya que su crecimiento demográfico es inferior al 1 %. Por el contrario, han arrastrado a la crisis a los países en desarrollo que, pasando de tasas de crecimiento del orden de 6 al 7% a tasas inferiores al 2% han visto su nivel de vida medio retroceder ya que el ritmo de crecimiento de su población es del 2%.

La escuela de pensamiento basada en el crecimiento cero que se manifestó a finales de los años sesenta y que ha inspirado algunos movimientos políticos subestimó gravemente este problema. ¿No ha contribuido asimismo a preparar la crisis económica al reforzar las tendencias latentes en el maltusianismo económico?. Si el debate sobre la naturaleza y los medios del crecimiento es útil, sería suicida dejarse estancar en el marasmo económico actual en los próximos decenios. Para los países industrializados gangrenados por el paro así como para los países en desarrollo cargados de hijos, la vuelta a un crecimiento sostenido es cada vez más una cuestión de supervivencia.

Las situaciones imaginadas por el Banco Mundial, en su Informe sobre el desarrollo mundial de

1988, no dejan ninguna duda a este respecto. En la hipótesis alta, la progresión anual del PNB podría establecerse en 3% en los países desarrollados y en 5,6% en los países en desarrollo. Los primeros no lograrán sin embargo recuperar el pleno empleo y los segundos, teniendo en cuenta su crecimiento demográfico, sólo a muy largo plazo recuperarían su retraso. Sin embargo, esta hipótesis alta no tiene visos de producirse. En la hipótesis llamada «de base», más próxima a la realidad actual, el creciniiento sería sólo de un 2,3% en los países desarrollados y en 4,2% en los países en desarrollo. La situación de los países en desarrollo iria diferenciándose: unos, al disponer de bazas particulares, conseguirán aprovechar el crecimiento moderado de los países industrializados mientras que otros, y especialmente Africa intertropical lograría apenas mantener su nivel de vida actual.

Mencionando las condiciones que permitirían la consecución de la hipótesis alta, el Banco

Mundial estimaba que los resultados de los países industrializados serían determinantes y que dependerían esencialmente de las políticas llevadas a cabo. En efecto, el progreso técnico parece acelerarse y sólo los defectos de la organización económicoa suponen un obstáculo: financiación y estructura del gasto público, rigidez del mercado de trabajo, proteccionismo del Estado retrasando la adaptación a los cambios económicos, etc. La política más nefasta para el conjunto de la economía mundial sería la que conduciría a los países industrializados a preferir protegerse contra las industrias nacientes del Tercer Mundo en lugar de intentar adaptarse a su competencia mediante la reestructuración de su propia producción. Esta amenaza de refuerzo del proteccionismo es sin duda la que más pesa sobre el desarrollo económico del Tercer Mundo. La cuestión es tan seria que, incluso en la hipótesis más optimista las previsiones del Banco Mundial quedan cortas para la respuesta necesaria al desafío

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demográfico del siglo que viene. Y sin embargo, condición sine qua non, restaurar el crecimiento no basta. Explotar los recursos más racionalmente.

Cuanto más crece la humanidad, con mayor cuidado hay que utilizar los recursos disponibles. Mejorar el nivel de vida no significa necesariamente que adoptemos el modelo norteamericano. La aportación de la reflexión ecológica es fundamental en este punto. Va en dos direcciones. Un cierto número de bienes indispensables, considerados hasta ahora inagotables demuestran encontrarse, de hecho, en cantidades limitadas. En el caso del suelo cultivable es cosa hecha. Desde hace años se calculan las reservas de la mayoría de los recursos minerales e incluso si se revisan al alza por nuevos descubrimientos, sabemos bien que el campo de exploración no se estira hasta el infinito. La conquista del espacio abre en teoría nuevos horizontes pero en la práctica plantea problemas difíciles de solucionar todavía.

Lo que es aún más inquietante: la humanidad, y con ella todos los seres vivos, ¿no corren el

riesgo de carecer un día de elementos tan preciados distribuidos hasta ahora por la naturaleza, como el agua que bebemos e incluso el aire que respiramos? La falta de agua ya es un problema crucial en vastas zonas pobladas como la región subsahariana en África donde la mínima desviación climática lleva a la catástrofe. Aunque en la actualidad se trate más de un problema de distribución que de escasez absoluta, la escasez impondrá sus límites a una población mundial en expansión.

Es urgente que los gobiernos tomen conciencia y se pongan de acuerdo para utilizar en el momento oportuno los recursos de la Tierra. Por ejemplo, la pesca, que se beneficia hoy día de los medios tecnológicos más sofisticados, data en su principio del paleolítico, cuando el hombre se conformaba con tomar, sin buscar la producción. Igual sucede con la tala de árboles que, a menudo, hace retroceder el bosque sin que la reforestación alcance el mismo ritmo. Los ejemplos de este tipo serán cada vez más abundantes.

La expansión europea fue posible por el extraordinario aumento de la capacidad de transformación y de producción resultante de la Revolución Industrial, pero también gracias a la conquista de territorios inmensos, a expensas de civilizaciones que aún no habían accedido a los mismos medios técnicos. Garantizar los medios de supervivencia a las poblaciones actuales y futuras de los países en desarrollo exige un crecimiento de dicho esfuerzo productivo mucho más importante ya que no hay espacios «nuevos» que conquistar. El esfuerzo de transformación franqueará nuevas fronteras. El ejemplo más convincente es el de la energía. La potencia industrial de los países ricos basada en un aprovisionamiento fácil de petróleo barato se vio sacudida por las dos crisis petrolíferas de 1973-1974 y 1979-1980. La experiencia fue saludable en la medida en la que favoreció la búsqueda de nuevas formas de energía y también de tecnologías menos voraces y de métodos de lucha contra el derroche (especialmente en materia de transporte y de calefacción doméstica). Esta lucha contra el derroche, la búsqueda de técnicas de reciclaje o de métodos de transformación y de producción más económicos, no sólo de energía sino también de todo tipo de materias primas, será cada vez más prioritaria y motor de importantes cambios tecnológicos. El desarrollo de la electrónica es en este campo significativo en la medida en que permite construir herramientas de grandes prestaciones con menos materiales.

El esfuerzo debe tender no sólo a economizar los recursos; también debe conducir a conservar la

calidad. La calidad es mucho más importante en los elementos fundamentales de la vida (aire, agua) y el equilibrio ecológico que en las materias primas industriales. Los riesgos de contaminación crecen con la densidad de población y la revolución técnica que conlleva. El accidente de Chernóbil puede reproducirse, pero hay que tener en cuenta sobre lodo los factores permanentes de degradación cotidiana, mucho más perniciosos ya que son menos espectaculares. El crecimiento económico de las décadas futuras no puede, sin riesgos graves para la humanidad, seguir el modelo de industrialización salvaje del siglo XIX ni siquiera el de los años sesenta. El elemento ecológico forma parte de la respuesta al desafío demográfico. Aceptar el reparto de los recursos

Restaurar el crecimiento y explotar más racionalmente los recursos constituye una apuesta vital para un planeta en trance de acoger a 10.000 millones de hombres. Sin embargo no es suficiente. La

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situación más optimista del Banco Mundial sólo da oportunidad de progresar a los países en desarrollo más competitivos (los que no tienen una deuda excesiva, los que pueden jugar bazas en el campo industrial o agrícola). Para ellos, la tasa de crecimiento económico podrá alcanzar el 6 ó 7% y les permitirá compensar una parte del retraso ya que son estos países los que están más avanzados en la vía de la moderación del crecimiento demográfico. Para el resto, la situación no prevé sino un crecimiento de 3 a 4% del PNB, lo que, teniendo en cuenta un crecimiento demográfico del 2 al 3%, vuelve a significar el aumento de la distancia con los países ricos. ¿No es precisamente el aumento de esta desigualdad lo que amenaza con volver intolerable y explosiva la nueva situación demográfica inscrita en las previsiones para la primera mitad del siglo XXI?

Al igual que el capitalismo salvaje del siglo XIX debió transformarse en Europa y ofrecer sólidas contrapartidas políticas y sociales a la injusticia que suponía, así el sistema económico mundial actual debe, bajo pena de desencadenar graves conflictos, encontrar el modo de distribuir las riquezas a favor de los países más pobres.

Esta redistribución puede aplicarse sobre los frutos del crecimiento. El crecimiento económico de los países industrializados es indispensable para el crecimiento de la economía mundial y resultaría muy útil que una parte considerable del mismo se invirtiese de alguna manera en el desarrollo de los países menos avanzados. En este sentido, la condonación de una parte de la deuda del Tercer Mundo, el reequilibrio de las operaciones de cambio en favor de los países en desarrollo y, de forma más general, la búsqueda sincera de un nuevo orden económico mundial serían bazas decisivas.

La cuestión del reparto se planteará también, en las próximas décadas, a propósito de las tierras

habitadas. Volvemos a ver aquí la demografía bajo un aspecto que tendrá cada vez mayor importancia: las migraciones. En la actualidad, el fenómeno está enmascarado en gran parte por la recesión económica y por el consiguiente cierre de fronteras. Sin embargo resultaba flagrante en los años sesenta. Con la recuperación económica volverá a aparecer. Durante los próximos cincuenta años, el fuerte crecimiento demográfico del Tercer Mundo, ante las tendencias bajistas de los países industrializados, no puede concebirse fuera de transferencias importantes de población que las previsiones demográficas de las Naciones Unidas no tienen en cuenta. En muchos países industrializados en crisis, la inmigración se considera negativa hoy día y algunas formaciones políticas explotan abusivamente la reacción nacionalista que inspira dicha situación. No es el mejor modo de preparar un futuro en el que la inmigración debería ser, más aún que una necesidad económica, un factor de reducción de las turbulencias que la explosión demográfica del Tercer Mundo lleva en ciernes. Una vez más, los países en desarrollo no tiene ante ellos un «nuevo mundo» que conquistar. Su única válvula de seguridad es la inmigración pacífica hacia los países ricos menos poblados. En este sentido, la puesta en práctica de un nuevo orden económico mundial pasa por la adecuación de un nuevo orden demográfico y geográfico, asumiendo, en todos los aspectos, las consecuencias de las enormes diferencias actuales del crecimiento. Corresponde a los países industrializados no preferir el desorden y la violencia.

Al igual que el proteccionismo es nefasto para la salud de las economías industriales, la

xenofobia es contraria al interés bien entendido de los pueblos. Con el tiempo, el cierre de fronteras no dejará de transformar a los países ricos en gueto, en fortaleza asediada y pronto invadida por los desheredados. Así, en lugar del temor a perder el alma, las civilizaciones occidentales deberían ver en las migraciones, de las que se han aprovechado, la fuente de un dinamismo nuevo que les permita transmitir a las generaciones futuras los valores a los que están más aferradas. CONCLUSION

La evolución demográfica de los años setenta conjuró los discursos alarmistas de los años sesenta y abrió el camino a nuevas perspectivas aceptables para el siglo XXI. Al mismo tiempo, hablando de políticas de control de la natalidad, lo irracional ha dado paso a un tratamiento más razonado de la realidad, obteniéndose un amplio consenso.

Quedan numerosas preguntas por contestar. ¿Tendrá lugar la estabilización de la población?. ¿Durará?. ¿Supone una vuelta de los países industrializados a una tasa de fecundidad que les permita garantizar el reemplazo generacional?. En los países en desarrollo, la prosecución de políticas que promueven el control de la natalidad es un complemento indispensable a la actuación sanitaria que, haciendo retroceder la mortalidad, tiende a acrecentar la presión demográfica. Sabemos sin embargo que dichas políticas no pueden garantizar por sí mismas el éxito, salvo si se usan métodos coercitivos

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difícilmente aceptables. El consentimiento de las parejas es indispensable y la actuación en favor de la reducción de la fecundidad será más eficaz cuanto más ponga en marcha las condiciones para dicha aceptación: progreso social y cultural (especialmente la educación), desarrollo económico y evolución de las estructuras de la sociedad. Estas mismas dificultades existen en los países industrializados donde las parejas han conseguido un control pleno de su fecundidad. Son necesarias políticas de población que busquen el equilibrio demográfico.

Sin embargo no pueden cuestionar la autonomía de decisión de las parejas. Ante un Estado cada

vez más poderoso y organizado, ante poderes económicos y financieros de infinitos tentáculos, la libertad individual y el respeto a los derechos fundamentales del hombre y de la mujer (entre ellos, el de la procreación) se han convertido en valores fundamentales. Aún más que en los países en desarrollo, se trata aquí de crear las condiciones que incitarán a las parejas a tener, como media, un número de hijos compatible con el equilibrio demográfico buscado. Estas condiciones dependerán sin duda cada vez más de la evolución del contexto económico y social y del sistema de valores que de él emana, en el que las políticas demográficas propiamente dichas desempeñan más un papel de comparsa que de verdadero motor de la evolución. Más allá de las proyecciones a corto y medio plazo, una gran incertidumbre planea sobre el futuro de la población mundial.

¿El desarrollo económico será suficiente ante la indudable multiplicación de la población del

planeta a corto plazo?. ¿Sabremos manejar los recursos disponibles?. ¿Sabremos distribuirlos para reducir las desigualdades demasiado evidentes y amenazantes?. Las economías y los pueblos occidentales ¿preferirán la apertura que molesta pero que obliga a adaptarse aun nuevo mundo naciente, más que a la estrategia suicida de replegarse en sí mismos?. La incertidumbre es aún mayor. La experiencia de las últimas décadas puede parecer prometedora, ya que algunos países en desarrollo parecen haber conseguido un despegue económico y que en conjunto se ha constatado un progreso, sostenido, pero opuesto a la catástrofe anunciada por los pesimistas. Nada permite deducir sin embargo una reducción próxima de las desigualdades fundamentales entre los cuatro grandes polos industriales (Estados Unidos, Japón, Europa y la antigua Unión Soviética) amenazados por la depresión demográfica y el resto de la humanidad reducida a contentarse con un quinto de las riquezas mientras que cuenta con tres cuartos (y pronto nueve décimos) de la población. Adivinamos una posible salida, percibimos el camino que podrían conducir a ella. Pero todo dependerá de factores difíciles de calibrar cuya discusión supera ampliamente el marco de este pequeño libro.

No podríamos finalmente olvidar dos hipótesis que, para la claridad de lo expuesto, se han

dejado de lado deliberadamente. La primera todo el mundo la tiene en mente: una guerra nuclear que destruyera de un día para otro todo tipo de vida sobre el planeta. Durante muchos decenios, esta eventualidad marcó las relaciones EsteOeste, pero pronto, algunos países pobres entraron en juego en la carrera del armamento atómico haciendo resurgir la angustia (que la caída del muro de Berlín ha calmado de momento). Sin embargo hoy día sabemos que no hace falta utilizar toda la potencia armamentística de los dos supergrandes para amenazar la existencia de la humanidad, ya que, al parecer, bastaría un conflicto limitado para que -por la doble acción de la contaminación y de los cambios climáticos- quedara suprimida toda posibilidad de supervivencia humana durante un largo período. Sin embargo, dicha hipótesis no necesita comentario, ya que arruina cualquier reflexión sobre el futuro de la población mundial. Digamos solamente que el acuerdo Reagan-Gorbachov sobre el desarme nuclear en Europa, desgraciadamente, no es más que una etapa modesta en el largo camino por recorrer para eliminar el peligro de forma definitiva.

La segunda hipótesis es, por el contrario, a primera vista decididamente optimista. Suponiendo

que la esperanza de vida al nacer no aumentara más de 80 años, los expertos de las Naciones Unidas sólo traducen en cifras el sentimiento bastante extendido según el cual el progreso en este campo tropieza con un límite prácticamente infranqueable. ¿No es al contrario probable que el progreso siga más allá de este límite arbitrario? Si fuera para llegar a los 90 e incluso a los 100 años, ello cambiaría sensiblemente los resultados, pero no modificaría fundamentalmente las perspectivas: la vida media se aproximaría aún más a la duración máxima de vida del Homo sapiens (el orden de 115 a 120 años). Si, por el contrario, como permiten imaginar las investigaciones sobre el envejecimiento celular y el reloj genético, este límite impuesto a la especie humana por la biología se transgrediera, el futuro demográfico de la humanidad cambiaría radicalmente.

Paradójicamente, el nivel de fecundidad necesario para el reemplazo generacional seguiría

siendo el mismo. En efecto, de 0 a 50 años, la mortalidad ya es muy débil en los países más desarrollados.

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Suponiendo que desapareciera completamente, el número de hijos por mujer necesario para la sustitución de generaciones pasaría sólo de 2,1 a 2,05. Por el contrario, en este nivel de fecundidad, si la esperanza de vida sigue aumentando, la población aumenta proporcionalmente y sólo si la esperanza de vida tocara techo la población sería estacionaria.

Esta perspectiva permitiría ciertamente prever en los países más avanzados que la fecundidad se vaya a mantener, durante todo este tiempo, a un nivel inferior a 2,05 hijos por mujer, sin que disminuya la población. Pero acarrea una consecuencia decisiva en la organización de la sociedad que haría necesarios importantes cambios económicos y sociales: un envejecimiento de una naturaleza completamente nueva. No sólo las franjas de edad más elevadas de la pirámide aumentarían desproporcionadamente sino que, lo nunca visto, el vértice de la pirámide se elevaría. Después de la tercera edad, hay una cuarta, por encima de 100 años, que debería tener su lugar en la sociedad. Además, una vez franqueado este límite hoy insuperable, el campo de los progresos futuros es tan vasto y novedoso que la perspectiva no encuentra guía en la evolución pasada ni ningún punto de apoyo en la situación presente. ¿Podrá el hombre vivir 140 años?, ¿200 años? ¿más aún? o bien ¿conseguirá tan sólo asegurarse la posibilidad de vivir más completamente el siglo de existencia al que su naturaleza actual le da teóricamente derecho? A cada respuesta posible corresponde un aspecto muy diferente de la humanidad en el transcurso del próximo milenio.