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UNA ESCUELA DE OBSCURIDAD CAPÍTULO UNO Nací al sur de Italia en una granja que había pertenecido a la familia de mi madre por generaciones. Aunque en realidad, siempre fui una americana nacida en suelo italiano por accidente. También fue un accidente el que me mantuvo en Italia hasta cumplir casi los seis años de edad. Años más tarde me enteré que una de las razones por las que mi madre me había dejado allá fue con la esperanza de convencer a su marido para que toda la familia, que estaba en Nueva York, regresara a Italia. Para ella, esa granja cerca de Potenza era su verdadero hogar. Pero nunca pudo convencerlos, pues estaban decididos a quedarse en América. Mi madre enviudó cuando el menor de sus nueve hijos, aún era un bebé. Con la ayuda de los hijos mayores trabajó la granja y sin duda se habría quedado en ella por el resto de sus días, si no fuese porque Rocco Visono llegó desde Lugano de Potenza. Rocco se enamoró de Teresa Marsica, quien a pesar de haber dado a luz a nueve niños seguía siendo atractiva, de grandes, vivarachos y brillantes ojos oscuros y tenía buenas formas. Rocco había ido a visitar a su hermana menor, casada con un oficial del gobierno, y conoció a Teresa en una villa cercana llamada Picerno. Cantero de profesión, encontró trabajo en Potenza con la intención de persuadir a Teresa de viajar a Nueva York. Tardó mucho en convencerla, pues ella sabía lo bien que se daban las lechugas y los frijoles en aquel rico suelo. Este había sido la granja de su padre, de su abuelo y del padre de su abuelo, ¿cómo podría abandonarlo para cruzar el Atlántico hacia la incertidumbre y sin una tierra que trabajar? Sin embargo, la tranquilidad de los ojos azules de su pretendiente fue más persuasiva, además de contar con el apoyo de los niños, quienes debido a las historias relatadas por Rocco sobre una vida esplendorosa de libertades y oportunidades para enriquecerse, estaban deseosos de viajar a América. Así que rogaron hasta que consiguieron el sí. Los tres varones mayores acompañarían al padre elegido, y mi madre y el resto de nosotros los alcanzaríamos después. He dicho “elegido” a propósito, porque Teresa tenía sus propias razones para no casarse hasta llegar a América. Pero al ver vencidas sus objeciones tuvo también que renunciar a esta última y dejar a los cuatro en los Estados Unidos. Desde el Este de Harlem, enviaron entusiastas cartas: que allí vivían muchos italianos, que era como una colonia de familiares, que debía ella apresurarse y unírseles rápidamente. Así que Teresa aceptó lo inevitable. Se despidió de sus vecinos y de sus amados campos, de la casa que la había abrigado durante toda su vida y en la que todos sus hijos habían nacido. Le encargó la granja a un familiar, ya que no abrigaba la idea de vender. Tal vez, algún día, pudiera regresar.

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Page 1: UNA ESCUELA DE OBSCURIDAD CAPÍTULO UNO … · En enero de 1904, Rocco Visono y Teresa Marsica se casaron en la iglesia de Santa Lucía, ... De repente comprendí y me escabullí

UNA ESCUELA DE OBSCURIDAD

CAPÍTULO UNO

Nací al sur de Italia en una granja que había pertenecido a la familia de mi madre por

generaciones. Aunque en realidad, siempre fui una americana nacida en suelo italiano por

accidente. También fue un accidente el que me mantuvo en Italia hasta cumplir casi los

seis años de edad. Años más tarde me enteré que una de las razones por las que mi

madre me había dejado allá fue con la esperanza de convencer a su marido para que toda

la familia, que estaba en Nueva York, regresara a Italia. Para ella, esa granja cerca de

Potenza era su verdadero hogar. Pero nunca pudo convencerlos, pues estaban decididos

a quedarse en América.

Mi madre enviudó cuando el menor de sus nueve hijos, aún era un bebé. Con la ayuda de

los hijos mayores trabajó la granja y sin duda se habría quedado en ella por el resto de

sus días, si no fuese porque Rocco Visono llegó desde Lugano de Potenza.

Rocco se enamoró de Teresa Marsica, quien a pesar de haber dado a luz a nueve niños

seguía siendo atractiva, de grandes, vivarachos y brillantes ojos oscuros y tenía buenas

formas. Rocco había ido a visitar a su hermana menor, casada con un oficial del gobierno,

y conoció a Teresa en una villa cercana llamada Picerno.

Cantero de profesión, encontró trabajo en Potenza con la intención de persuadir a Teresa

de viajar a Nueva York. Tardó mucho en convencerla, pues ella sabía lo bien que se daban

las lechugas y los frijoles en aquel rico suelo. Este había sido la granja de su padre, de su

abuelo y del padre de su abuelo, ¿cómo podría abandonarlo para cruzar el Atlántico hacia

la incertidumbre y sin una tierra que trabajar?

Sin embargo, la tranquilidad de los ojos azules de su pretendiente fue más persuasiva,

además de contar con el apoyo de los niños, quienes debido a las historias relatadas por

Rocco sobre una vida esplendorosa de libertades y oportunidades para enriquecerse,

estaban deseosos de viajar a América. Así que rogaron hasta que consiguieron el sí. Los

tres varones mayores acompañarían al padre elegido, y mi madre y el resto de nosotros

los alcanzaríamos después. He dicho “elegido” a propósito, porque Teresa tenía sus

propias razones para no casarse hasta llegar a América. Pero al ver vencidas sus

objeciones tuvo también que renunciar a esta última y dejar a los cuatro en los Estados

Unidos.

Desde el Este de Harlem, enviaron entusiastas cartas: que allí vivían muchos italianos, que

era como una colonia de familiares, que debía ella apresurarse y unírseles

rápidamente. Así que Teresa aceptó lo inevitable. Se despidió de sus vecinos y de sus

amados campos, de la casa que la había abrigado durante toda su vida y en la que todos

sus hijos habían nacido. Le encargó la granja a un familiar, ya que no abrigaba la idea de

vender. Tal vez, algún día, pudiera regresar.

Page 2: UNA ESCUELA DE OBSCURIDAD CAPÍTULO UNO … · En enero de 1904, Rocco Visono y Teresa Marsica se casaron en la iglesia de Santa Lucía, ... De repente comprendí y me escabullí

Rocco y los tres mayores, la llevaron en hombros al apartamento de cinco cuartos de la

Calle 108. Teresa estaba contenta de verlos de nuevo, pero se le notaba consternada

porque los departamentos parecían panales de abejas. Se consoló un poco, cuando su

hermana, María Antonia, que vivía en América desde hacía tiempo y fue a darle la

bienvenida.

En enero de 1904, Rocco Visono y Teresa Marsica se casaron en la iglesia de Santa Lucía,

al Este de Harlem. Este quizá, fue el día más nostálgico para ella. Acudieron a su mente

los recuerdos, traídos por una palabra del sacerdote, las imágenes de Fidelia, su madre, y

de Silverio, su padre, de los trabajadores de la granja, de ella y sus hermanos rezando

arrodillados en la amplia estancia de la granja en Picerno.

Varios meses más tarde, llegó una carta desde Italia, avisando a Teresa sobre un problema

con el manejo de su propiedad. Con estas noticias convenció a Rocco para que le

permitiera ir y arreglar los asuntos. Quizá podría rentar la propiedad a personas

responsables, o, a petición de él, venderla a final de cuentas.

No fue hasta que Teresa se encontraba en alta mar cuando se dio cuenta que estaba

embarazada porque se desmayó. El negocio en Italia podría tardar meses y nacer allá el

bebé. Los asuntos de la finca requirieron más tiempo de lo esperado.

En octubre de 1904 nací en Picerno y se me bautizó con el nombre de Isabel María de la

Asunción. Con la aprobación de mi padre, Teresa decidió regresar a los Estados Unidos y

dejarme a cargo de una madre adoptiva. Pensaba regresar en un año, pero pasaron cinco,

antes de volver a verme. Tenía casi seis años cuando vi a mi padre y hermanos por primera

vez.

Quien fuera mi nodriza y madre adoptiva, era enfermera y estaba casada con un pastor

y vivían en Avialano. Su bebé había muerto y estaba feliz de tenerme. Por cinco años viví

con estas sencillas personas. Aunque teníamos pocos lujos en la pequeña casa de piedra,

recibí de mis padres de crianza mucho cariño. Mis recuerdos se remontan a mi tercer año.

Sentía gran devoción por Mamarella y le estaba muy agradecida, pero fue por Taddeo,

su marido, en quien volqué un cariño más profundo. Al no haber otro niño en casa, me

prodigó todo su amor paternal. También recuerdo la chimenea de su casa, la mesa puesta

antes de la cena, me veo en los brazos de Tadeo, su gran abrigo de pastor cubriéndome.

Días después, cuando la vida se volvió difícil, desee volver a ser la niña que se sentaba

bajo el cariño protector.

Mi madre enviaba dinero con regularidad y así, daba a mis padres adoptivos más

comodidades de las que Taddeo con sus ingresos, pudiera obtener.

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Constantemente, Mamarella intentaba convencer a Taddeo que se dedicara a algo más

que el pastoreo en las colinas. Le disgustaba estar lejos de casa los inviernos. Ya que en

la parte montañosa de Italia los inviernos son muy fríos y se debían trasladar las ovejas

hasta la cálida Apulia, donde se pastoreaba mejor. Incluso durante el verano Taddeo se

quedaba a menudo toda la noche en las colinas. Mamarella y yo le llevábamos mantas y

comida, para que pudiera dormir a la intemperie. Mientras marido y mujer hablaban, yo

vagaba entre las flores y las mariposas. Recuerdo correr de un cerro a otro. Mis dedos se

estiraban ansiosos hacia arriba, el cielo parecía tan cerca que pensaba que lo podía tocar.

Volvía agotada y encontraba a Mamarella tejiendo y a Taddeo tallando un par de zapatos

de madera para mí. No usé zapatos de piel hasta llegar a América.

Taddeo me ofrecía leche caliente de sus ovejas y trataba de explicarme lo del firmamento.

En una ocasión me dijo: “No te preocupes, pequeña. Quizás, un día puedas tocar el cielo.

¡Quizás!”

Luego, me contaba historias sobre las estrellas y yo casi creía que le pertenecían y que

podía moverlas en los cielos. Me quedaba dormida envuelta en una manta y al

despertarme, me encontraba de nuevo en mi cama de nuestra casa a las afueras de la

aldea. Tengo recuerdos vagos sobre la religión. Recuerdo que Taddeo me llevaba en

hombros durante las procesiones que se hacían internándonos en el bosque por varios

días con dirección al santuario. Debieron ser en primavera, ya que en el bosque se

extendía la alfombra de violetas. No he vuelto a ver violetas azules sin recordar el

murmullo de las oraciones de tantas personas

Cierta niña me habló de un lugar llamado purgatorio. Me dijo que si dejaba que el obispo

me pusiera sal en la boca y agua en la frente iría al cielo, de lo contrario iría al purgatorio

por años y años. Hablé de este asunto con Taddeo, y por primera vez, su respuesta no me

tranquilizó. El Purgatorio era un lugar gris, dijo, no hay árboles ni colinas, pero me dijo

que estaría ahí conmigo. Él habló con Mamarella y le dijo que si seguía con ellos me

tendrían que confirmar cuando el obispo acudiera al pueblo para la ceremonia. Esto

significaba grandes preparativos. Tendría un vestido rojo de cuello alto, tipo princesa y

mis primeros zapatos de cuero. Cuando el gran día llegó, estuve desde temprano en la

iglesia. El templo estaba casi vacío, de no ser por el pequeño grupo de niños que

aguardaban la confirmación. Unos cuantos asientos se colocaron en el amplio templo

cerca del altar, destinados para la clase acomodada del pueblo. Los demás nos

arrodillábamos en el piso de piedra. Así, de rodillas, me puse a observar todas las estatuas

alrededor. Mi favorita fue la de San Antonio, con su tierna sonrisa sosteniendo a Cristo

Niño en su brazo. Taddeo me decía que San Antonio me veía y que me preservaría del

mal; y que si perdía cualquier cosa, San Antonio me ayudaría a encontrarla.

Una noche durante la cena, escuchamos pasos apresurándose y una voz que exclamaba:

“Una lettera d’America!”

“Quizá es de mamá”, dije, “y debe traer dinero para Mamarella.”

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Cuando abrió la carta vi que no tenía dinero. Nadie me comentó lo que decía la carta.

Semanas más tarde, estaba sola cerca del fuego. Ese año, febrero había sido muy frío.

Taddeo había ido a Apulia, donde permanecería por algún tiempo y Mamarella había ido

a buscar agua a la fuente de la aldea. Entonces, escuché pasos extraños sobre los

adoquines. La puerta se abrió y allí estaba una mujer alta, morena, envuelta en un grueso

abrigo que me miró y sin decir una palabra me abrazó. Luego, se quitó el velo y vi

que tenía el pelo negro y espeso, un poco gris, pero suave y ondulado.

La miré asombrada, "¿Quién eres?", pregunté. Ella me contestó en italiano, pero su voz

sonaba algo distinta a la de la gente de la villa.

"Soy amiga de las personas que viven aquí. ¿Dónde está el pastor? "

"No está aquí. Está en Apulia. "

" ¿Te agrada él? "

"Me encanta, no hay nadie mejor que él en el mundo. Lo quiero más que a nadie.

La miré fijamente y le dije que si me podía decir por qué me hacía esa clase de preguntas.

"Por supuesto que sí", dijo ella con dulzura. "Ven aquí y siéntate en mi regazo mientras

te cuento una historia. Pero dime primero, si ¿lo amas más que a tu propia madre? "

"Por supuesto que sí. No conozco a mi madre."

La extraña dama me sonrió.

"Escucha, querida, una vez tuve una niña."

A medida que escuchaba, comencé asentirme incómoda.

"Tuve que ir muy lejos a una tierra extraña donde no podía cuidar de ella, fue entonces

que me encontré un buen hombre que la cuidaría. Su nombre es Taddeo”.

“¿Taddeo?" De repente comprendí y me escabullí del regazo de la mujer. "Tú eres mi

verdadera madre."

Mientras me acariciaba el pelo dijo: "He viajado desde América por mi hija esperando

que ella me quisiese."

Algo en su voz me conquistó. Me acerqué a ella y puse mis brazos alrededor de su cuello

y así nos quedamos sentadas hasta que Mamarella entró. Solo recuerdo que adormilada

decía: “Esta es mi madre, mi verdadera madre. Tienes que amar a tu madre. "

Se retiró esa noche, pero dijo que regresaría dentro de una semana y que enviaría por mí.

Prometió llevarme con ella a los Estados Unidos.

Todo estaba listo para febrero. Se le mandó avisar a Taddeo, quien prometió estar de

regreso en casa antes de mi partida. En aquella última semana, triunfé sobre mis

compañeras de juegos, quienes me preguntaban: “¿Te ha traído regalos?”, ¿Irás en coche

a Potenza?, “Las casas en América están hechas de vidrio”, decía otra niña, “nadie es

pobre, allá todos son felices”. “Y comen macarrones todos los días”, añadía otra. Hasta

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yo creía que comer macarrones todos los días era una cosa maravillosa, era la esencia de

la plutocracia entre niños cuya dieta la constituían los frijoles y la polenta.

“¿Regresarás algún día?”, alguien preguntó.

De alguna manera, era la primera vez que había realmente pensado en irme y me sentí

un poco agitada, pero le contesté resueltamente, "Por supuesto que sí, y algún día los

llevaré a todos conmigo a los Estados Unidos”.

La víspera de mi partida aún no habíamos recibido noticias de Taddeo. Mamarella preparó

una cena exquisita de pasta arricata y calamares rellenos de nueces y pasas. Hubo también

suave vino blanco. Era como el carnavale. Esperamos a Tadeo, pero no llegó, así que

comimos en silencio. Se recogió la mesa. Recargué la cabeza en el respaldo de la silla de

Mamarella. Estaba llorando, pero se contuvo al ver que yo también lloraba. Me tomó en

brazos y cantó para mí—una canción sobre los santos.

Pero Taddeo no llegó, y tuve miedo de no volverlo a ver. Traté de guardar su imagen tal

como era y así lo recordaría siempre. Cuando el fuego se consumió, y se apagaron las

brasas, Mamarella puso cenizas sobre ellas y nos fuimos a la cama, pero yo no podía

conciliar el sueño. Cuando de repente, oí lo que había esperado escuchar: pesados pasos

sobre los adoquines. Cuando se abrió la puerta ya estaba yo sobre sus brazos. Se quitó la

bufanda, mis pies estaban helados, los frotó y los envolvió con ella.

Mamarella atizó de nuevo el fuego y exclamó: “Non far mosso,” (“No te muevas”) y

comenzó a calentar la polenta. Estaba sentada en los brazos de Taddeo, cuando comenzó

a contarnos lo que le sucedió camino a casa.

“Viajé la mitad de la noche y no tenía idea si hacía frío en Avialano,” dijo. Debía regresar

de inmediato al prado donde había dejado el rebaño a cargo de Filippi. Solo podría

permanecer una hora con nosotras. “San Antonio me trajo” “Me ayudó a llegar a tiempo.

Nunca olvides que él te ayudará cuando lo necesites y que encontrará lo que pierdas”

Presté muy poca atención a sus palabras. Estaba contenta de estar sentada al lado de la

chimenea y verle comer polenta y verle mojar el pan en el vino tinto. Cuando se levantó,

se puso su manto, enrolló la bufanda en su cuello, y dijo: “Esta bufanda es muy delgada

y no servirá por más tiempo. Escucha hija, ¿me enviarás una bufanda nueva desde

América?”

Mis ojos se llenaron de agua. Él me besó. “No llores cariño, algún día volverás”. Dijo con

aire tranquilizador. “Por lo pronto, irás a una buena casa y te convertirás en una signorina,

tendrás vestidos de seda y tal vez, dos pares de zapatos de cuero.

“No quiero ir”, entré en pánico llorando, “No quiero ir, no quiero.”

Me sostuvo hasta que dejé de sollozar y me dijo: “Ahora debes partir. Addio, carina”

Me entregó a Mamarella y salió apresuradamente. Conseguí zafarme y corrí tras él.

No traía puesto mi chal y mi vestido se levantaba con el viento.

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Seguí gritándole: “¡Taddeo, ¡Taddeo! Corrí calle abajo y llegué a la plaza. Pude ver a

Taddeo y a Filippi arriando el rebaño. Hacía mucho frío y el suelo estaba congelado. Llamé

a Taddeo una y otra vez. Me había calzado mis zapatos nuevos para enseñárselos, pero

los cordones se soltaron e hicieron que cayera. La dura piel de los zapatos, lastimaron mis

pies. Yacía en la nieve sollozando cuando Mamarella me encontró y llevó a casa. Me metió

en las sábanas calientes y se quedó conmigo hasta que me dormí.

Al día siguiente usé mi vestido rojo de confirmación que estaba destinado para usarse

en la fiesta de la Virgen y el carnevale.

Peinaron mi cabello cuidadosamente. Me ataron los zapatos de cuero alrededor de los

tobillos. Mamarella sacó su arcón de bodas y de ella un pañuelo de seda blanco. “Lo usé

cuando era niña”, dijo, lo dobló en triángulo y lo ató debajo de mi barbilla. Luego, nos

dirigimos al coche que me aguardaba. “Madonna, questa creatura e tutti occhi,” (“Señora,

esta criatura es todo ojos”) dijo el cochero, cuando vio a su pequeña pasajera.

Mamarella y yo nos sentamos en el coche en silencio y observamos el desolado paisaje

de las montañas y las ventiscas a lo largo de la carretera. Finalmente, y entumecidas por

el frío, llegamos a la estación de Potenza. Mamarella me subió al tren y me besó. Toda

clase se sentimientos se arremolinaron en mi interior al quedarme sola en el tren, rodeada

de extraños con destino a Nápoles donde me encontraría con mi madre, pero, no pude

llorar.

Aunque era mi primer viaje en tren, no me resultó extraño. Miré por la ventana los

cambios del paisaje. Después de un rato no se veían ni la nieve ni las montañas, solo el

vidrio y la planicie, con olivares en ella. Solo una vez vi un rebaño de ovejas blancas y a

su pastor, pensé en Taddeo. Pero Taddeo se encontraba muy lejos y yo estaba sola. Había

dejado atrás todo lo que me era familiar, lo que conocía, me aventuraba a lo desconocido.

El vagón en el que viajaba estaba casi vacío. El conductor le había prometido a Mamarella

que me cuidaría. Finalmente, gracias al extraño vaivén del tren me quedé dormida

sentada en el banco de madera con la cabeza apoyada en el bulto de mi ropa. Era de

noche cuando el tren arribó a Nápoles. El conductor entró y tomó mi paquete: “Viene

subito,” dijo. Y le seguí hasta la plataforma donde ansiosa me esperaba mi madre. La

encontré alta y tranquila. Me saludó con entusiasmo y me alegró ver su cálida sonrisa

mientras corría hacia mí.

Me asustó lo que vi en Napóles: gente mendigando, embaucadores usando el nombre de

San Roque. Había una multitud de niños sucios en las calles. Ruido y confusión. Deseaba

volar a nuestro tranquilo pueblo, allá donde la gente era pobre, pero limpia y espléndida.

Me alegró saber que al día siguiente zarparía hacia América.

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CAPÍTULO DOS

La razón por la que mi madre no regresó por mí a Italia sino pasados cinco largos años,

me la explicó mi padre, se debió a la terrible depresión que se vivió en los Estados Unidos.

Por ello fue imposible reunir el dinero para que mi madre viajara, además que una niña

tan pequeña no podía viajar sola. Cuando conocí a mi padre fui huraña con él, pues era

todo lo contrario a mi madre. Era rubio, de ojos azules y reservado. Pero a pesar de ser

callado y de su impasividad para demostrar sus emociones, sentía que me quería a su

manera, era para él una especie de mascota.

En ese tiempo, en casa había solamente cuatro niños; los demás se habían casado y tenían

sus propias familias. Hubo un gran alboroto cuando vinieron a conocer a la nueva

hermana. Se mofaron de mi mejor atuendo- mi vestido rojo de confirmación, ese que

todos los niños de Aviano admiraban. Se rieron de mí y me insistieron para que comprara

uno en una tienda americana. Con gran renuencia dejé el hermoso vestido de princesa

color rojo y con él se fueron mis últimos años como italiana. Entonces me di a la tarea de

convertirme en la niña americana.

Los tres hermanos que quedaban en casa fueron muy amables conmigo, pero tenían sus

propios intereses, que no eran ciertamente, los mismos que los de una niña de seis años,

que además, no hablaba inglés. Pero Caterina, de diecisiete, a quien la llamábamos por

su nombre americano, Katie, me tomó en sus manos. Era alta, delgada, una hermosa chica

de ojos grises, tierna y cariñosa. No le agradaba mi nombre- María Assunta- así que

cuando supo que también me bautizaron con el nombre de Isabella, insistió en llamarme

Bella.

Katie me llevaba a la escuela. Estaba convencida de que yo era una pequeña genio, así

que decidió inscribirme un grado adelante asegurando que había nacido en 1902, y no

dos años después. En aquellos tiempos, en los inicios de la educación escolar, no hubo

dificultad para que cursara el segundo grado. Los primeros días, me gritaban “wop, wop”

(término que proviene del vocablo napolitano guappo), pero no les presté mucha

atención, en aquel entonces no sabía lo que significaba. Con el tiempo me convertí en la

líder mi clase.

Me gustaba ir a la escuela. De ida y de venida me quedaba viendo las carretillas apiladas

con diversas mercancías en plena calle. Se podía comprar dulces, pimientos y frutas, y

hasta sombreros y vestidos. Me gustaba ver a las palomas pavoneándose con sus abrigos

gris-rosados y sus alas plateadas.

Mi madre no compartía mi entusiasmo por la ciudad. A menudo comentaba, “Si

viviéramos en el campo”.

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Posteriormente entendí lo mucho que le desagradaban las calles sucias, los chismes del

vecindario, las estrechas banquetas. Por supuesto que había parques, pero solo

conseguían aumentar su nostalgia por los espacios abiertos. Era también una mujer

eficiente. Realizaba una cantidad impresionante de trabajo, pero nunca se mostraba

cansada o desaliñada. Rápidamente estableció su rutina de trabajo y se daba tiempo para

jugar conmigo. Intentó ayudarme con el inglés pese a que el suyo siempre estuvo lejos

de ser bueno. Apuntaba al calendario y me hacía repetir los meses y días del año. Con la

escoba, me señalaba el antiguo reloj de la cocina, y de nuevo me hacía repetir sus palabras

que tenían un gracioso y suave acento.

Creo que la razón para estos esfuerzos educativos se debía a que mi madre quería

mantenerme ocupada después de las clases en la escuela ya que no me permitía jugar en

las calles. Me enseñó a coser y bordar; algunas veces tomaba la aguja de bordar, le ponía

hilo grueso para enseñarme las puntadas básicas, mientras me decía solemnemente:

“Algún día, tú misma bordarás tu vestido de novia”, y al notar que no me causaba mucho

entusiasmo esa idea, añadía: “De cualquier forma, es un pecado estar de ociosa”.

Apreciaba a todos los miembros de mi familia, pero la mejor sin duda, era Katie. La amaba

no solo porque era amable, sino porque era bonita, por su cabello que parecía una nube

sobre su rostro, por su fina cintura, por sus hermosos vestidos. Mi madre decía que se

parecía a su padre quien había sido un oficial de caballería. Pronto descubrí que Katie

estaba enamorada de Joe, un joven alto, de largos dedos y con el temperamento de una

estrella de ópera.

Gradualmente, mi nueva familia hizo que mi otra familia de Avialano fuera cosa del

pasado. Aunque entonces y ahora, cuando me sentía triste y pensaba en la frialdad de mi

padre o en las preocupaciones de mi madre, venía a mi mente la imagen de Taddeo.

Algunas veces también venía a mi memoria el vestido rojo de confirmación con el pañuelo

blanco que Mamarella había atado a mi barbilla. Me veía de regreso en Avialano.

En cuatro meses fui capaz de hablar suficientemente el inglés como para disfrutar las

clases de la escuela a la que asistía- La Escuela Pública Número Uno-. Esta escuela

conservaba las características de lo que anteriormente había sido una escuela de caridad

– conocidas como “escuelas-sopa”- Construida de piedra rojiza, estuvo a cargo de dos

señoras maduras, quienes comenzaban las clases con oraciones y el cántico “Columbia,

La Gema del Océano”.

Cuando estuve lista para cursar el tercer grado, nos mudamos del Este de Harlem, a una

casa ubicada en Westchester. Mi madre al fin, había convencido a mi padre, diciéndole

que no soportaría más vivir en aquel desorden de vecindario. Pero la nueva casa tampoco

la satisfacía. Nos mudamos varias veces. Finalmente, mi padre estableció una tienda de

comestibles y algunos años después, mi madre pudo atender una espaciosa casa, con

espacio para cultivar, cerca de Castle Hill. En esta casa pasé el resto de mi juventud.

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Teníamos sesenta y cuatro hectáreas de terreno y una casona. Mi madre había codiciado

esta finca antes de vivir en ella. Había sido propiedad de Mattie y Sadie Munn, dos

señoritas que vivían cerca de nosotros. Eran ancianas y mi madre se encargaba de cuidar

a la señorita Sadie, que era inválida. También mi madre se hacía cargo de la casa. Las

ancianas dependían de ella. Cuando murieron nos fuimos a vivir a la casa. Los anteriores

dueños llamaban a la casona “La Quinta del Peregrino”. No contaba con luz eléctrica, pero

sí con lámparas de queroseno. El techo goteaba y teníamos únicamente un baño en el

exterior. Desde el principio me encantó esta casa, sobre todo mi habitación en el segundo

piso, a la que literalmente abrazaban las ramas de un enorme castaño de Indias. Lucía

preciosa todo el tiempo, pero especialmente en primavera cuando sus blancas flores

brillaban como candelas encendidas.

Nuestra casa estaba de continuo llena de niños. Mis hermanos menores, iban y venían. A

menudo, Katie llevaba a su bebé. Teníamos además, perros, gatos, gallinas, gansos, y de

vez en cuando una cabra o un cerdito. Todos muy bien alimentados por mi madre, quien

compraba mucho alimento para los pollos y las aves silvestres, aunque la bonanza para

los pájaros fue temporal, mi padre se quejó más de una vez porque se gastaba más en

alimento para las aves que la ganancia que se obtenía de los huevos. De esto, tuve serias

dudas, pues mi madre era una excelente administradora. Manejaba su granja sin la ayuda

de trabajadores, pues siempre se consideró la mejor de ellos. Obteníamos todo tipo de

productos, suficientes tanto para nuestro consumo como para su venta en la tienda de

papá, además de enviar algunos al Mercado Washington.

Contábamos con poco efectivo, pero teníamos una buena casa, un buen terreno y el mejor

recurso: una madre con gran inventiva. No pensábamos en la escasez ni en la inseguridad,

incluso cuando el dinero escaseó. Recuerdo en especial, un postre que nos preparaba a

base de nieve recién caída, azúcar y café. Nos encantaba la versión de mamá de “granita

de caffé.”

Entre nuestros vecinos cercanos se podían encontrar escoceses, irlandeses y alemanes.

Había dos iglesias católicas en los alrededores, La Sagrada Familia, a la que asistían en su

mayoría familias alemanas y la de San Raymundo frecuentada por los irlandeses.

Mis padres dejaron de recibir los sacramentos, pues sentían que no encajaban en ninguna

de las parroquias, así que decidieron dejar de ir. Aunque mi madre continuaba cantando

algunos himnos de los santos y nos contaba historias religiosas que atesoraba en sus

recuerdos. A nuestra familia se le consideraba católica, pero ya no éramos practicantes.

Mi madre invitaba a sus pequeños a asistir a la iglesia, sin embargo, en breve, seguimos

el ejemplo de nuestros padres. Creo que mi madre estaba consciente que, su pobre inglés

y la falta de buena ropa constituyeron un impedimento. Aunque el crucifijo permanecía

sobre nuestras cabeceras y las velas se encendían ante la imagen de Nuestra Señora,

nosotros, los niños teníamos la idea, que esas cosas pertenecían al pasado italiano, al fin

y al cabo queríamos ser americanos.

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De buena gana, y sin saber lo que hacíamos en ese momento, cortamos las raíces de la

cultura de nuestro pueblo y nos pusimos a buscar algo nuevo.

La búsqueda para mí, comenzó en las escuelas públicas y en las librerías. Había una

escuela pública a media milla de casa – la Escuela Número Doce- El Director, el Dr.

Condon, era un hombre de gustos variados. Le gustaba que sus alumnos marcharan a la

escuela tocando el flautín y los tambores. Tendía a interrumpir las clases para estas

marchas. En esta escuela llevábamos lecciones de Biblia que nos impartía el propio Dr.

Condon. Me enseñó el gusto por los salmos que nos leía y su admiración por su lenguaje

poético.

Cercana a nuestra casa, en la Avenida Westchester se encontraba la Iglesia Episcopal de

San Pedro y en la calle Castle Hill estaba la rectoría. Por su arquitectura y paisaje, San

Pedro lucía como una de esas pinturas de iglesias inglesas. Su terreno se extendía media

milla o más. Durante los veranos recogíamos moras y en las primaveras recolectábamos

violetas y “estrellas de Belén”. San Pedro era una iglesia muy antigua. En su cementerio

había lápidas cuyos nombres el clima había atenuado. Algunos domingos por la tarde,

vagábamos por el cementerio intentando reconstruir el pueblo a base de esos nombres.

Gracias a mi constante lectura sobre la historia del pueblo estadounidense, imaginaba a

todos ellos como peregrinos y puritanos, o como héroes de la Guerra Civil. Con frecuencia,

juntaba algunas flores y con el mayor de los respetos, las colocaba en las tumbas de los

hombres y mujeres con un pasado americano. Deseaba apasionadamente ser parte de

América. Como una planta, quería echar raíces. Pero como habíamos cortado nuestro

propio pasado cultural, me resultaba sumamente difícil encontrar una nueva cultura en el

presente.

Al nuevo ministro de San Pedro, el Dr. Clendenning, se le consideraba como un caballero

solemne, pero amable. Saludaba mientras caminaba entraba a la rectoría de la iglesia. Al

otro lado de San Pedro, había un edificio dedicado a las actividades de la iglesia. Quedaba

camino a la escuela. También estaba cerca de la Biblioteca Huntington. Me hice amiga de

la bibliotecaria. Me sugería lecturas y me invitó a asistir a un curso de costura en la casa

parroquial de San Pedro. La encargada de este curso era hija del ministro, se llamaba

Gabrielle Clendenning. Nos veíamos una vez por semana. Cosíamos y cantábamos. Fue

ahí donde aprendí canciones tan sencillas como “Onward, Christian Soldiers” y “Rock of

Ages Cleft for Me.” (“Adelante soldados cristianos y “La Roca de los Tiempos, una herida

para mí”).

Los otros niños cruzaban la calle para ir a los servicios de la iglesia. Marqué distancia con

ellos, ya que me veía a mí misma como católica, a pesar de estar consciente de haber

cortado todo vínculo con mi propia Iglesia. Le expliqué a la señorita Grabrielle que a los

católicos se nos prohíbe asistir a cualquier otra iglesia. Ella pareció comprender y nunca

se discutió el tema. Cuando los niños regresaban de los servicios, tomábamos juntos el té

y comíamos galletas. Eran reuniones de lo más alegre.

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Con frecuencia, Gabrielle Clendenning invitaba a los niños a subirse a su carreta tirada

por un pony. Era una gran aventura para mí, además que esto significaba que había sido

aceptada por la gente que quería.

La bibliotecaria y madre de Gabrielle, era hija de Horace Greeley. Yo no tenía idea quién

pudiera ser Horace Greely, pero ella me dijo que había sido un famoso escritor y un

patriota americano. Recuerdo que esta familia reconocida y tenía gran influencia en el

vecindario. Eran el modelo a seguir, lo que yo creía debía ser un americano con carácter.

La vida en aquella pequeña comunidad era tranquila. Todos los que vivían en nuestra

cuadra, a pesar de pertenecer a distintas razas y religiones, se llevaban bien. Dábamos

más importancia a la cordialidad que a nuestras diferencias. Todos, el señor Weisman, el

farmacéutico, la señora Fox, la dulcera, los McGrath, los Clendenning y los Visono,

aceptábamos nuestras diferencias respetando nuestras cualidades, sin el menor signo de

hostilidad. Era un buen sitio para criar una familia.

Algunos años antes de mi graduación de la Escuela Pública Número Doce, estalló la

Primera Guerra Mundial. Me convertí en una devoradora de periódicos. Leí la espantosa

propaganda sobre las atrocidades cometidas por los alemanes. Mi imaginación se agitaba

hasta el delirio. Desde entonces no he perdido el hábito diario de la lectura. Todo lo que

he leído ha dejado una huella permanente en mí.

En el otoño de 1916 estaba lista para entrar en la escuela secundaria Evander Childs High

School, pero tuve que esperar un año más. El año 1916 fue terrible para mí. Un caluroso

día de julio volvía a casa en tranvía, hice la señal al conductor para que hiciera la parada.

El tranvía se detuvo y no sé qué sucedió después, pero fui lanzada hacia la calle y mi pie

izquierdo quedó debajo de las ruedas. No perdí el conocimiento y estuve tendida en el

suelo hasta que mi padre me levantó en sus brazos y con lágrimas en el rostro me llevó

al médico. Cuando la ambulancia llegó tenía con un enorme dolor, pero el médico que se

sentó a mi lado fue tan amable que no quise quejarme y darle problemas. Así que

bromeamos juntos camino al hospital Fordham.

Me desmayé en la camilla llegando al hospital. Cuando recobré la conciencia, había un

insoportable y nauseabundo olor a éter, y el dolor me aguijoneaba sin piedad. Pude ver

en el rostro de mi madre, sentada a mi lado en la cama, que algo terrible había sucedido.

Me dijeron ese mismo día que mi pie izquierdo había sido amputado.

Todos los días, mi madre me visitaba en el hospital y me llevaba naranjas, flores y todo

aquello que ella pensaba que me gustaría. Aquel fue un caluroso y sofocante verano y

hubo una huelga general en el sistema de transporte, así que mi madre tenía que caminar

varias millas para llegar al hospital. Ni un solo día me faltó su compañía ese terrible año.

Fueron días muy amargos para mí. Por mi estatura fui ingresada en el pabellón de las

mujeres, porque para mi edad era alta. Vi padecer y morir a muchas mujeres.

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Particularmente, me afectó la muerte de una anciana quien llegó al hospital con una

fractura de cadera y cuando le amputaron una pierna la gangrena se extendió. No pude

dormir aquella noche, ni muchas noches después.

Transcurrió casi un año, tratamiento tras tratamiento, operación tras operación, con

algunas mejorías, pero mi herida no había sanado por completo. En cinco ocasiones fui

llevada al quirófano, las mismas cinco veces que el nauseabundo olor a éter invadía la

sala. El día que iniciaron las clases, me sentí más desconsolada. Veía desde la ventana del

hospital a los niños cargando sus libros bajo el brazo. Mi tristeza fue mayor cuando el

doctor Conboy se detuvo para preguntarme, qué me sucedía. “Hoy hubiera sido mi primer

día en la secundaria”, le dije con lágrimas en los ojos. “Ahora, iré retrasada en las clases

de Latín”. El Latín era la materia en la que puse más empeño, pues era para mí, el símbolo

de la verdadera educación. Aquella misma tarde, el doctor Convoy me llevó el ejemplar

de gramática latina que él había usado en el colegio y prometió ayudarme con las

lecciones. De inmediato, me puse a trabajar en ellas.

Cuando ingresé en el hospital, me registraron como católica, pero durante mi estancia no

vi a nadie de mi Iglesia. Ocasionalmente, algún sacerdote llegaba al pabellón, pero me

daba pena hablarle. En cambio, el Dr. Clendenning and Gabrielle me visitaban y me

escribían cartas. Un día, el Doctor Clendenning me llevó un libro de oraciones y poemas

religiosos. Tenía una cubierta blanca con flores, en la portada una reproducción de “Las

Espìgdoras” y el título: Palette d’Or. Leí y releí este libro.

Cuando se hizo evidente que las operaciones solo traían consigo dolor sin alivio, mi madre

decidió llevarme a casa. Pasé los siguientes seis meses en la granja con mamá como

enfermera. Usé las muletas hasta que me adaptaron una prótesis en lugar de mi pie. Un

médico practicante iba a nuestra casa una vez por semana, para realizar un tratamiento a

la intervención mal hecha y con ello, las heridas comenzaron a sanar lentamente.

Pasaba los días leyendo y escribiendo poesía, además de que mi madre y yo nos hicimos

más cercanas. Me gustaba estar lejos del hospital, me sentía casi feliz.

Por aquellos días, la muerte causó algunas pérdidas en nuestra familia. Mi hermana Katie,

perdió a su segundo bebé y poco después ella contrajo influenza por la epidemia y murió.

Mi madre sufrió terriblemente, su cabello castaño se volvió blanco. Me dolía verla sufrir

tanto. Sus hijos varones se casaron y se fueron, una de sus hijas estaba muerta y la otra

inválida.

Esos días en casa, los pasaba leyendo. Mi madre me llevaba algunos libros de la biblioteca

local, y leí los que quedaban en casa y que habían pertenecido a las señoritas Munn. Como

ellas habían sido metodistas, su colección de libros incluía viejas Biblias, libros de himnos,

de comentarios y sermones de John Wesley, que disfrutaba y que aún me conmueven por

su solidez, tan firme como el roble inglés, que le cobijaba mientras hablaba a su

congregación.

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Había también, una copia de In His Steps (“En Sus Pasos”) escrita por Sheldon, la cual me

impresionó fuertemente. Las viejas Biblias contenían ilustraciones fascinantes que

invitaban a la meditación.

En estos libros usados, por supuesto, pude leer sencillos tratados sobre los Evangelios y

de ahí mismo aprendí una sencilla oración de Jonh Wesley, que nunca he olvidado, que

dice: “Querido Dios, salva mi alma y perdona mis pecados, en nombre de Jesucristo.

Amén.”

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CAPÍTULO TRES

A pesar de no haberme recuperado por completo, comencé mis estudios en la Secundaria

Evander Childs High School, en el otoño de 1917. Todavía usaba las muletas. Mi madre

me animaba contándome historias de los santos que habían sufrido alguna limitación

física. Me hacía sentir que podía realizar cualquier cosa, así que me llené de valor, a pesar

de mi discapacidad.

Inicié mis estudios secundarios con las muletas y con grandes esperanzas. Para ir a las

clases debía caminar diez cuadras. Desde el principio, decidí no pedir ayuda, y los

profesores y compañeros, pronto se dieron cuenta de cómo me sentía y respetaron mi

independencia.

En aquel invierno, obtuve mi primer aparato para caminar. No era muy bueno, pero sí

mejor que las muletas. A partir de entonces, estuve lista para todas las actividades

escolares. Intenté hacer todo lo que mis compañeros hacían, incluso ir de excursión. Me

inscribí en el Club de Naturalistas, fuimos a los Palisades (Zona montañosa localizada en

New Jersey), recogíamos flores y observábamos aves. Cuando me fatigaba, me sentaba y

esperaba que los demás regresaran.

Por entonces, me sentía una muchacha feliz a pesar de mis limitaciones. Amaba la vida y

encontraba la dicha en las pequeñas cosas. Algunas veces, cuando salía a campo abierto,

me detenía a escuchar, sentía que el mundo entero tenía algo que suspirarme al oído. Me

parecía que el viento de la primavera me hablaba de cosas lejanas y de la belleza. Algunas

noches, cuando la luz de la luna traspasaba el castaño al lado de mi ventana, y el olor de

las lilas y los lirios del valle llegaban hasta mí, sentía ganas de llorar sin saber por qué.

El alumnado del Evander Childs High School superaba el millar, entre niños y niñas. En su

mayoría eran hijos de escoceses, irlandeses o alemanes, pero también asistían hijos de

italianos, rusos y otros países europeos. Todos los credos podían encontrarse allí –

protestantes, católicos, judíos- Coincidíamos en ser de clase modesta, ni ricos, ni pobres.

Nadie se fijaba o acentuaba nuestras diferencias.

Cierto día, una chica proveniente del lado Este del Bronx, con la que había estado

conversando sobre política, tema que me interesaba desde hacía poco, me regaló un

ejemplar de una publicación socialista de la que nunca había oído hablar, se trataba de

“The Call” (“La Llamada”). Gracias a este periódico, mi pensamiento tomó una nueva

dirección. Busqué otros ejemplares. Sentía que el corazón latía aceleradamente al leer

aquellos artículos de justicia social. Incluso los poemas que hablaban de la extrema

pobreza y de la desigualdad social acaparaban mi atención. En efecto, fue la primera vez

que sentí una llamada, una especie de vocación. De manera inconsciente, aunque solo

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emocionalmente, me había enrolado en el ejército de quienes afirmaban luchar por la

justicia social. Encontré embriagador aquel lenguaje rebelde y desarrollé una obcecación

a la hora de elaborar juicios.

Al no poder practicar deportes, se me permitió asistir a la clase de anatomía e higiene con

la señorita Genevieve O’Connell. Fue la única persona religiosa que encontré en la

secundaria. Cuando se enteró que era católica, me invitó a las reuniones de una asociación

femenina para jóvenes que se llevaban a cabo en el “Cenáculo de San Regis” en la ciudad

de Nueva York.

Los sábados por la tarde nos reuníamos un pequeño grupo de chicas e íbamos al convento

de la Calle 140, esquina con Riverside Drive. Cierta tarde, nos sentamos formando un

círculo, mientras una monja leía para nosotras que cosíamos ropa para los pobres. No me

interesé mucho por la lectura, pero llamaron mi atención, la simplicidad, la tranquilidad,

la aceptación de algo real e inmutable, que se sentí conmovida.

El Cenáculo no respondió directamente a las preguntas que comenzaba a plantearme,

quizá porque nunca las expresé en voz alta. Asistí a varios retiros los fines de semana y

como la atmósfera de la casa me atraía mucho, me atrevía a solicitar un retiro privado.

Esto fue un fracaso. Mi falta de preparación espiritual y mi ignorancia en cuestiones de

fe, impidieron que pudiera entender lo que querían decir las lecturas que la monja, bajo

cuya dirección estuve, me asignó.

A pesar de este tropiezo, sabía que los fines de semana en el Cenáculo, me daban algo

valioso y perdurable. Sentía que en la profundidad del silencio podría encontrar una vida

espiritual. Por primera vez, asistí a la exposición y bendición del Santísimo Sacramento.

Me sentí profundamente conmovida por el incienso y las oraciones del breviario. La

elevación de la Hostia, la música, constituían un verdadero poema para mí que amaba la

poesía. Muchas, muchas veces, en los desvaríos, de mis extravagancias posteriores, acudía

a mi mente el Tantum ergo cantado por las monjas en aquella primorosa capillita. Sin

embargo, aunque mi corazón se inclinaba a aceptar lo que nacía en mi interior, el

obstinado orgullo que se había aposentado en mi intelecto, rechazaba lo que consideraba

contrario a la ciencia. En esto, se vieron reflejadas las superfluas consignas, que

prevalecían en el campo educativo. Las que aseguran que la ciencia se opone a la religión.

Los cuatro años de mi estadía en la secundaria Evander Childs obtuve buenas notas en

Ciencias y en Historia. Hasta conseguí una beca para continuar mis estudios superiores.

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El día de la graduación, me aferré fuertemente a mi diploma y a los ejemplares de las

obras de Shelley y Kates, que me dieron como reconocimiento por mi excelencia en la

clase de Literatura. Aunque estaba orgullosa de mis premios, mi mayor satisfacción fue

haber sido elegida la chica más popular de mi clase.

El siguiente otoño entré al Colegio Femenino Hunter, de la ciudad de Nueva York. Había

decidido estudiar para maestra. Comencé con la firme determinación de aprender. Había

mucho terreno por explorar. Todos los días emprendía el viaje de la casa al colegio, y del

colegio a la casa, en el nuevo subterráneo de Pelham Bay.

Mi primer guardarropa universitario consistía en dos vestidos, una pañoleta azul de

algodón barato, una falda negra, dos suéteres tejidos por mi madre, y una gran colección

de cuellos blancos, muy almidonados que colocaba sobre los suéteres.

Una de las características del Colegio Hunter, aún entre las chicas acomodadas, era dar

mayor importancia a las cosas de la mente. Por ello, nunca pasó por mi cabeza que mi

modesto atuendo fuera inadecuado. Todavía hoy, no se le da importancia al guardarropa

de una universitaria.

En el Colegio había un ambiente distinto al de la secundaria. Al principio me pareció algo

apagado. La secundaria, al ser mixta, había sido más difícil. El colegio Hunter fue para mí,

un estado de transición, el paso por una academia femenina hacia la verdadera formación

para el profesorado. Aunque el personal estaba calificado para impartir los cursos, éste

era tan apagado como la atmósfera del instituto, cuando por el contrario debía haber sido

cálido y afable en la formación de los futuros maestros. Debido a esta diferencia, existía

cierto alejamiento entre los alumnos y los profesores. Nos repetían constantemente que

la educación que recibíamos era gratuita y que debíamos estar agradecidos con la ciudad

por proveérnosla. Lo anterior fomentaba la animadversión de los alumnos, quienes

sentían que recibían sólo aquello a lo que tenían derecho. La Directora, Annie

Hickenbottom, una fina dama, de edad madura, graciosa y bien educada, se había

graduado en la Escuela Normal Hunter. Las alumnas la venerábamos, pero solo por sus

maneras maternales. A menudo, nos hablaba de la importancia de usar guantes y

sombreros, y que nuestra manera de hablar debía ser suave y refinada. La escuchábamos

más por amabilidad que por qué creyésemos que tenía razón.

Aunque el personal directivo estaba compuesto principalmente por protestantes anglo-

sajones; algunos escoceses e irlandeses americanos constituyeron las pocas excepciones.

En el Departamento de Educación laboraban varios católicos y había algunos profesores

judíos.

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Entre ellos, la Dra. Adele Bildersee, catedrática de Gramática Inglesa. Tenía por costumbre,

hablar a sus alumnos de la belleza de las celebraciones judaicas y de leernos, en voz alta,

antiguas oraciones y escritos, que por su tono de voz, nos dábamos cuenta que ella estaba

realmente convencida de su autenticidad y belleza.

La Dra. Elizabeth Burlingame nos enseñó historia medieval. Los directivos la consideraban

una persona demasiado sentimental. Quizá lo fue. Por mi parte, aún siento por ella una

inmensa gratitud, por la apreciación sobre el Medioevo que me supo transmitir. Supo,

con su pasión, mostrarme la esencia de este incomprendido periodo de la Historia, no

con los fríos datos de los hechos, sino por la comprensión del papel fundamental de la

Iglesia Católica en el siglo XIII de aquella época. Desafortunadamente, sus enseñanzas,

eran un pasado que considerábamos muerto.

La persona que más influyó en mí, fue la maestra Sarah Parks, encargada de impartir

gramática inglesa en el primer año. Sus enseñanzas tenían un poco del pasado, del

presente y del futuro. Era diferente al resto de los bien educados profesores. Era menos

ortodoxa y atrevida que algunas de las alumnas. Llegaba a la escuela sin guantes ni

sombrero, con su rubia cabellera que volaba con el viento, igual que ella lo hacía montada

en su bicicleta cuando paseaba en la Avenida Park.

Evidentemente, la Directora Dean Annie Hickenbottom se guardaba de opinar sobre la

señorita Parks. Sin embargo, las alumnas bien sabíamos que se hubiera escandalizado de

haberle visto por la calle Sesenta y ocho en una bicicleta y ¡sin sombrero! Estoy segura,

que se habría escandalizado en mayor medida por las avanzadas teorías de la señorita

Parker en materia social. Pero, en aquel entonces, en el Hunter, el aula era como el castillo

del profesor que nadie se atrevía invadir. Esas teorías sociales de la señorita Park me

perturbaban al mismo tiempo que me apasionaban.

En aquel primer año en el Hunter, me uní al Club Newman, pero, perdí rápidamente el

interés, por un lado, porque en el ámbito social, sus actividades me parecían puras

formalidades y por el otro, porque en los pequeños debates que se hacían en materia de

Fe, no encontraba entusiasmo por parte de los católicos en los asuntos sociales. Por ser

una joven arrogante consideré aquella atmósfera, como anti-intelectual.

La consultora académica del Club, era una dama adorable de pequeña estatura. Me

parecía que estaba completamente alejada de la realidad y que era incapaz de abarcar la

amplia brecha entre el aislamiento de su autoimpuesta clausura y los problemas que

enfrentábamos los estudiantes.

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Luego de un tiempo, dejé de hacer sugerencias sobre los tópicos a discutir y desistí de

buscar mi integración en aquel grupo, incluso cuando me pareció un buen sitio al cual

pertenecer. Me resultaba difícil determinar con lo que debía identificarme. Comencé a

sentirme incómoda.

Fui a parar a otro círculo de amigas. Eran jóvenes con un gran sentido de responsabilidad

que se habían impregnado de intelectualidad con el fin de llevar a cabo la llamada reforma

social. Mi mejor amiga era Ruth Goldstein. Iba con frecuencia a su casa, en la que su

madre, una sabia mujer, que parecía sacada del Antiguo Testamento, nos daba buenos

consejos y nos alimentaba con estupendas comidas.

Durante las festividades judías del Rosh Hashana y la Pascua, la señora Goldstein me

invitaba a los servicios y a las comidas familiares. Estas antiguas ceremonias me causaron

gran impresión. Era inspirador ver cómo aquella familia había permanecido fiel a la

historia de su pueblo. Y la manera en que habían reforzado, en esta nueva tierra, su

sentido de pertenencia a través del pasado, por medio de la oración. Mientras observaba

el resplandor de las velas y escuchaba las oraciones en hebreo, pensaba en el hecho de

que mi familia no estaba destinada a estrechar lazos y permanecer unida, me parecía, que

no pertenecíamos a nada en concreto. A pesar de tener unos padres devotos, sus hijos

estábamos a la deriva.

En el Colegio Hunter, también estudiaban muchas hijas de padres extranjeros. Entablé

amistad con varias chicas, cuyos padres habían participado en la Revolución Rusa de 1905.

Ellas habían crecido escuchando las conversaciones que sus padres sostenían sobre el

socialismo y las teorías marxistas. Y aunque alguna vez se rieron de sus padres, no

tardarían en estar en el centro de las actividades comunistas que estaban por venir.

Estaban inmersas en el idealismo frustrado de sus padres y convencidas de su mesiánica

misión.

Tenía en el Colegio Hunter toda clase de amistades. Con todas me llevaba bien, pero,

sentía que no pertenecía a ningún grupo en particular. Pasaba gran parte del día,

charlando y debatiendo con distintos grupos.

El sótano del edificio de la calle Sesenta y ocho, servía como escenario para obras

informales de teatro, y como sala de juntas. Ahí se desarrolló una especie de producción

intelectual. Se discutía sobre filosofía, religión, sexo, y revolución. Sin ninguna norma

que nos guiara, no distinguíamos lo bueno de lo malo. Hablábamos de un futuro “unido

por las fuerzas de la mente”; de una “nueva tradición”; de un “nuevo mundo”, que se

construiría con nuestra ayuda, partiendo de un presente egoísta.

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Al carecer de las bases de una creencia en común, navegábamos a la deriva entre el

pensamiento laissez-faire (liberalismo- laicismo), el agnosticismo de nuestra religión y el

pragmatismo de nuestra filosofía. Por aquel entonces, en el Hunter College, convivían

diversas asociaciones religiosas, pero las considerábamos clubes sociales, cada una de

nosotras cambiaba de grupo a su antojo. Algunas compañeras afirmaban abiertamente:

“Dios no existe”, la mayoría de nosotras decíamos: “Tal vez sí, tal vez no.”

En el campus de aquella época, las comunistas eran pocas y no se les prestaba mucha

atención. Se vestían con chaquetas de cuero, se apartaban de las demás, mostraban poco

interés para que se les entendiera o en entender a las otras. Su discurso era dictatorial y

partía de la necesidad de acabar con la concentración de la riqueza en manos de unas

cuantas familias y de la glorificación de la Revolución rusa. Se interesaban también, por

la buena música y la Literatura europea. Leían revistas de “opinión”, como “The Nation” y

“The New Republic”.

Mi formación religiosa era superficial. De niña iba a la iglesia con Mamarella y se me

enseñaron las oraciones. En nuestra casa, teníamos varias imágenes de santos y el crucifijo

pendía de las cabeceras. Pero, no sabía nada de la doctrina de mi fe. Sabía mucho más

sobre los dogmas de la composición gramática inglesa. Si abracé alguna creencia, fue en

el entendido que debemos amar a nuestros semejantes.

Sarah Park nos introdujo en las novedades y en las hipótesis especulativas. Fue la primera

persona a la que escuché hablar a favor de la Revolución rusa. La comparaba con la

Revolución francesa, de la que aseguraba, había sido la gran causa que generó la

liberación de la cultura europea, que algo parecido sucedería el día en el que se

completara la Revolución rusa. Llevaba a la clase libros sobre el comunismo y permitía

leerlos a todo aquel que se interesara.

Durante mi primer año, con ella como maestra, escribí dos ensayos; el primero sobre el

cultivo de las rosas, y el otro, sobre el monacato. Concedió buenas notas a ambos, pero

al final del trabajo sobre el monacato, como una orden siniestra, escribió: “Ven a verme.”

Cuando llegué a verla, me pareció simpática y me preguntó, cómo fue que elegí aquel

tema. Traté de explicarle sobre lo que aprendí en la clase de Historia Medieval y de lo

mucho que me impresionó la generosidad de los hombres y mujeres de aquellos tiempos,

del gran servicio que habían prestado a la humanidad renunciando a todo egoísmo. “Y a

una chica de diecisiete años, ¿se le hace normal esa manera de vivir? Preguntó con desdén.

Fue una pregunta que no pude responder, en cambio, su astuto desprecio, sembró dudas

en mi mente.

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Había decidido que al finalizar el primer año, debía ganar dinero para ayudar con los

gastos del siguiente periodo escolar. Así que conseguí un empleo vendiendo libros. Esta

elección fue un gran reto, ya que todavía no podía caminar distancias considerables sin

sentir mucho dolor. El libro que vendí aquel verano, se titulaba “Library”, se trataba de un

grueso tomo, muy completo, con todo tipo de artículos informativos para niños. El costo

variaba entre los nueve y quince dólares, dependiendo del encuadernado. Mi área de

venta era una sección del condado de Westchester, y al localizarse lejos de casa, tuve que

alquilar un cuarto en la granja de una familia en Mt. Kisko. Todo el verano vendí libros y

comprobé que era una buena agente de ventas. El trabajo fue agotador, pero gané lo

suficiente para comprarme ropa, un monedero y para los gastos del siguiente curso.

Regresé a Hunter en el otoño. En muchos sentidos era una persona diferente a la que

había entrado en el colegio. En tan solo un año, mi pensamiento se había transformado,

ahora hablaba sobre los cambios en la ciencia, sobre la evolución del Hombre y de la

sociedad, pero sobre todo, me había vuelto escéptica en materia religiosa. Había llegado

a tal punto, que aceptaba la idea, que aquellos que creían en un ser Creador eran anti-

intelectuales y que la creencia de una vida eterna era anti-científica. Era tolerante con

todas las religiones. Afirmaba que todas están bien, para aquellos que las necesitan, pero

para el ser humano que es capaz de pensar por sí mismo, no existe la necesidad de

apoyarse en algo que no sea él mismo. Esta nueva visión de la vida, es en realidad una

gran necedad, pero me atrapó y me dejé dominar por ella.

Sarah Park no fue mi maestra en el segundo año, pero, platicaba a menudo con ella. A

varias alumnas nos invitaba a su apartamento, la veíamos como una directora no oficial.

Nos encantaba el aire fresco que Sara Parker había llevado a aquella estéril atmósfera

intelectual, donde a veces, las alumnas parecían ir sin sentido, en aquella atmósfera donde

las Phi Beta Kappa guardaban sus claves (secretos) en un granero con grilletes.

Hablábamos con desprecio de los grados y los títulos. Recuerdo una discusión, en la que

se planteaba si el verdadero intelectual debiera aceptar todas las reglas establecidas, ya

que no son sino manipulaciones para despertar en las masas el espíritu competitivo y la

plebe no representa en absoluto, al verdadero intelectual. Concluimos que lo que nos

debería mover era el deseo por el aprendizaje y la cooperación entre estudiantes y no el

espíritu de competencia.

La señorita Park llevaba una vida bastante ocupada, éramos demasiados los que

queríamos consultarla. Era un factor clave en la preparación de la filosofía materialista, su

trabajo consistía en que aceptáramos el cambio. Se burlaba sin piedad, de lo que ella

misma llamó “raíces secas” de la sociedad existente. En realidad, nos encaminaba hacia la

gran desilusión de nuestro tiempo, hacia la filosofía social-comunista de Karl Marx.

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Estoy segura que ayudó a algunas estudiantes, pero hizo muy poco por aquellas que no

tenían convicciones, aquellas que estaban vacías por no creer en nada.

Park cuestionaba los modelos existentes en el comportamiento moral y a algunas de

nosotras, nos condujo a un callejón sin salida, por su enfoque pragmático en la solución

de los problemas morales. En ese periodo, saturado por el sexo de los años veinte, los

jóvenes intelectuales estaban más interesados en la vida del exterior que en las promesas

del espíritu. Eran los días del pelo corto, de las faldas con flecos, de los vestidos sin forma,

del “flapper”, de la enfermedad espiritual y de la dominación física. Nosotras, que nos

considerábamos intelectuales, habíamos desarrollado nuestro propio código moral.

Como despreciábamos el pasado y nos repugnaba la crudeza y la fealdad de aquellos

años, nos sentíamos la avant-garde (la vanguardia) de una nueva cultura.

De nuevo me eligieron presidente de la clase. Varias de mis amigas y yo nos involucramos

en el movimiento estudiantil de auto-gobierno. Fue otra oportunidad para destacar, para

expresar nuestra rebeldía y la incomprensión de los mayores, y al mismo tiempo,

sentíamos que estábamos haciendo algo en beneficio de nuestras compañeras de escuela

al exhibir el sentido de nuestra misión social.

El Consejo Estudiantil contaba con las propuestas de jóvenes brillantes. En las reuniones,

escuchaba atentamente toda clase de deslumbrantes ideas, dispuesta a apoyar las

innovaciones. Nuestro pequeño grupo se indignó airadamente cuando nos enteramos de

las enormes fortunas que amasaban ciertas personas, cuyo único trabajo consistía en

levantar un auricular en la oficina de Wall Street. Este fue en la ciudad, un periodo de

vulgaridad ostentosa y por ello nuestro grupo se convirtió en cuasi-ascético al burlarnos

de las cosas materiales.

Miro hacia atrás y veo aquel inquieto grupo, ansioso por ayudar al mundo, en búsqueda

de algo por lo cual entregarse. Aquel celo nuestro, aparece a la distancia, patético. Todas

nosotras teníamos una verdadera disposición a la bondad. Veíamos un presente sombrío

e intentábamos convertirlo en un espléndido futuro, para los pobres y los desvalidos, pero

no contábamos con fundamentos sólidos o con acciones efectivas. En realidad, tampoco

teníamos objetivos, porque no poseíamos una clara visión de la naturaleza humana y del

rumbo que debe seguir. Teníamos sentimientos y emociones, pero al carecer de normas

era imposible trazar en el mapa el camino para llegar a nuestro destino.

Asistí con Mina Rees, la presidenta del Consejo Estudiantil, a una conferencia intercolegial

en el Colegio Vassar. En Vassar nos sentimos como en casa, los cinco días que estuvimos

ahí. En los dormitorios donde estuvimos, los días y las tardes, las pasábamos en charlas y

en un estimulante intercambio de ideas.

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Se trataron varios asuntos en la conferencia, como el de las hermandades, tanto

femeninas, como masculinas, y su posible abolición. Como no había pertenecido a

ninguna hermandad, el problema, no me interesaba. Pero al escuchar las duras críticas,

por parte de algunos delegados, sentí que no había estado lo suficientemente alerta ante

este problema. Las había considerado hasta aquel entonces, como un grupo infantil, mas,

en la conferencia, me percaté que debía tratarse como un verdadero problema social. Se

discutió sobre la importancia de tener un código de honor supervisado por los

estudiantes. En torno a este tema, se habló del castigo que debía imponerse a las

infracciones: ¿se debería considerar como pena o como advertencia? El grupo dominante

sostenía que únicamente se debería aplicar a manera disuasoria, pero me levanté y dije

que se deberían tomar en consideración ambos.

Fui elegida presidente del Consejo Estudiantil durante mi último año. Encabecé el

movimiento para establecer un código de honor en Hunter. También durante aquel año,

implanté la política de un autogobierno mediante la votación en las elecciones

presidenciales. Un poco más tarde, la directora Hickenbottom, insistió en realizar una serie

de conferencias sobre higiene mental. Me apoyaba el grupo político de la escuela y

aprendí sobre la importancia de tener un grupo bien organizado. Me emocioné al saber,

todo el poder que se puede obtener.

Un año antes, la profesora Hannah Egan, que enseñaba en el Departamento de Educación,

me detuvo en el pasillo y me preguntó: “¿Por qué ya no asistes a las reuniones del Club

Newman? Intenté encontrar una buena excusa, pero notando mi desconcierto, me dijo

seriamente: “Bella Visono, desde que te integraste al Consejo Estudiantil y te convertirte

en una chica popular, vas caminando derecho al infierno”. Me quedé pasmada, todas sus

palabras se me hacían pasadas de moda, aunque al mismo tiempo me afligían. Me

consolé repitiéndome una frase de Abu Ben Adhem:”Escríbeme como uno que ama a su

prójimo”. Esta idea me alentaba considerablemente. Así eliminé toda responsabilidad que

la señorita Egan trataba de darme. Lo importante, pensaba, es el amor que siento por mis

semejantes.

Este era un nuevo credo, el credo de la camaradería, estaba claro que el mundo lo

necesitaba con urgencia. Era una buena frase y guardaba cierta semejanza con el

significado de la Cruz, sobre todo desde que se había negado la divinidad del Crucificado.

Era un credo en el que se aceptaba el sufrimiento y el sacrificio; pero se dudaba de la

promesa de Redención. Por mi parte, continuaba tranquilizándome, diciéndome que no

era necesario tener un credo pasado de moda. Era una chica moderna. Era adepta a la

ciencia y estaba dispuesta a pasar mi vida en el servicio de los demás.

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En junio de 1925, me gradué con honores. El día de la entrega de diplomas me hizo pensar

en mi futuro inmediato. Como había estudiado en dos escuelas reconocidas de la ciudad

de Nueva York y debido a la escasez de maestros, tenía asegurado un puesto.

Al día siguiente, fui a la casa de Ruth Goldstein. Ambas nos habíamos inscrito en la

Universidad de Columbia. Nuestra intención era conseguir el grado de maestría, pero su

hermana Gertrude nos abordó preguntándonos el por qué ir a Columbia. “Los tiempos

del colegio han acabado, ahora muchachas deben obtener un empleo- y también un

hombre.” Dijo. Ruth y yo nos sonreímos al oírla. Sin embargo, sus palabras me hicieron

reflexionar. En mis años de escuela, había sido estudiante, política, reformadora. Me di

cuenta que mi educación había hecho muy poco por mí en cuanto a un entrenamiento

como mujer.

Debía someterme a otra cirugía en mi pie y ahora que estaba libre de la escuela, tomé

una repentina decisión. Me dirigí al Hospital de San Francisco, en el Bronx. La razón por

la que escogí ese hospital, no la sé. Le pregunté a la monja el nombre del mejor cirujano

que operaba ahí. Me respondió que era el Dr. Edgerton y que su consultorio se encontraba

en Park Avenue. Inmediatamente fui a verlo.

El Dr. Edgerton era un hombre que sobrepasaba el metro noventa, se veía tan grande y

capaz que de inmediato le hice una confidencia. Le mostré mi pie y pregunté: “¿Cómo lo

ve?” Su respuesta fue directa, pero amable: “Es una necrosis por una mala amputación“.

¿Puede hacer algo por mí?” pregunté tímidamente. “Por supuesto que puedo”.

“Limpiaremos el tejido muerto y será capaz de caminar con facilidad. Le prometo, que

dentro de seis semanas, estará caminando y hasta podrá patinar.” Era inevitable hacer la

siguiente pregunta: “¿Cuánto costará?”

La suma que mencionó por sus honorarios, era sin duda, modesta, y llena de una gran

confianza le dije: “Por ahora doctor, no tengo dinero. Acabo de salir del colegio, pero

conseguiré un trabajo lo más pronto posible y le pagaré a la brevedad”.

“Tomaré ese riesgo”, dijo mientras sonreía.

El Dr. Edgerton se encargó de los arreglos necesarios para que ingresara al hospital San

Francisco la mañana siguiente. Me encontré en excelentes manos. Las enfermeras

franciscanas eran profesionales competentes, también había algunas seglares que

trabajaban como asistentes de enfermería. Al ingresar al hospital se me preguntó por mi

religión; respondí que había sido católica, pero que ahora era una libre-pensadora.

Obviamente esta declaración surgía de mi rebeldía juvenil.

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Cuando recuerdo aquellos días, pienso que fue una lástima que nadie prestara atención

a mi respuesta sobre religión. Las enfermeras entraban y salían de la habitación, eran

amigables y eficientes. En una o dos ocasiones, vi pasar un sacerdote, pero nadie se me

acercó. Nadie habló de cuestiones religiosas mientras estuve ahí. De haberlo hecho,

podría haber respondido.

Seis semanas después del alta, tal como el doctor lo había prometido, caminaba bien.

Conseguí rápidamente un puesto como maestra suplente en el Departamento de Historia

de la Preparatoria Park High. Se le consideraba una escuela difícil, era famosa por su

indisciplina. Tuve que impartir seis semanas de historia europea medieval.

Cuando aparecí en escena, los estudiantes habían estado cuatro semanas sin maestro, con

el gis y el borrador abandonados. Con la determinación de mantener mis ideales y con

gran reverencia tomé el cargo como docente, pero como todos los maestros novatos tuve

que aprender que hay una gran brecha entre la teoría y la práctica. Es en el salón de clases

donde el maestro aprende a serlo. Todas las asignaturas se basaban en métodos

didácticos, pero sólo como una guía para conseguir el objetivo.

Los chicos obviamente habían decido ponerme a prueba. El segundo día de clases me

encontré con una fogata en una esquina del aula. Atravesé el denso humo, apagué el

fuego y culpé a los cuatro alumnos que estaban más cerca. ¿Quién encendió el fuego?

Pregunté. Negaron tener algo que ver. No había nada más que hacer en ese momento. El

fuego se había apagado, así que la clase de historia de la Edad Media en Europa continuó.

Decidí resolver el problema sin consultar al jefe del departamento o al secretario del

director. Y pedí ayuda a uno de los alumnos mayores.

“Evans, le dije, “eres mayor que los demás, ayúdame con este problema”. Evans se rascó

la cabeza y dijo muy seriamente: “Mire señorita Visono, lo que usted tiene que hacer es

enseñarles quien tiene el control y luego se calmarán.” Fue un buen consejo. El resto del

curso transcurrió sin incidentes violentos.

Intenté, de acuerdo a mis intereses en política, atraer a mis jóvenes estudiantes. Le llevaba

periódicos a la clase y mantuvimos acalorados debates. La mayoría de los muchachos

llevaban sus tabloides y cuando hablé sobre sus preferencias, uno de los estudiantes, el

joven Morris Levine, me dijo: “ah, señorita Visono, ¿qué quiere que yo lea, El Times? Sino

tengo acciones en la bolsa”.

El curso en Seward Park terminaba a principios de febrero. Un poco después de que

comenzara año nuevo de 1926, el Dr. Dawson, el gerente del Departamento de Ciencias

Políticas del Hunter College, me llamó para ofrecerme un puesto en el colegio. Comencé

las clases en febrero de 1926.

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CAPÍTULO CUATRO

Aquella primavera de 1926 di clases a tiempo completo, quince horas a la semana, a

los primeros grados de ciencias políticas. Las clases eran largas y los salones estaban

abarrotados.

El Dr. Dawson, originario de Virginia y director del departamento, había sido mi

maestro en todas las asignaturas de ciencia política. Yo conocía bien su

temperamento y sus métodos. Era un caballero de finos modales y sus técnicas

pedagógicas eran inusuales, simplemente nos llevaba a la biblioteca y nos pedía que

leyéramos. Cuando en la clase había discusiones acaloradas nunca se apasionaba o

se exaltaba. También había sido profesor en Princeton, al mismo tiempo que

Woodrow Wilson era el presidente estudiantil en esa universidad. Era un demócrata

wilsoniano, también apoyaba incondicionalmente a la Liga de Naciones y creía que

el Tribunal Internacional de la Haya constituía el principio de la estabilidad

internacional. Era un activista convencido de las reformas como la del sistema

administrativo de la ciudad, de las elecciones primarias y la del presupuesto para el

poder ejecutivo. Fue fácil aceptar sus ideas y hacerlas mías. Ni una sola vez nos

preguntamos sobre las cuestiones fundamentales en el gobierno. Nuestras

conversaciones eran solamente formalidades superficiales.

Fui una de sus alumnas predilectas, ya que ponía alma y corazón durante las eternas

horas en la biblioteca, especialmente en los trabajos sobre De Tocqueville, Lord Bryce

y Charles A. Bear, mientras que otras compañeras ponían poco empeño cuando no

se les presionaba. Comencé a interesarme en temas como el gobierno americano y la

interpretación de los fundamentos de la Constitución. Quizá porque el Dr. Dawson

provenía de Virginia, compartíamos de cierta manera, nuestros puntos de vista sobre

los derechos de los Estados.

Pero ahora que era maestra, no tenía una perspectiva clara, ni objetivos académicos.

No sabía qué esperar de mis alumnos. En lugar de esto, traté de estimularlos, hacer

que pensaran y que discutieran sobre los asuntos públicos, esperaba que estuvieran

preparados para la acción. Quería que aprendieran tanto de las experiencias prácticas

como de los libros de texto.

Ruth Goldstein, Margaret Gustaferro y yo nos convertimos en las asistentes del Dr.

Dawson. En la avalancha de 1926, los estudiantes de nuevo ingreso encontraron un

colegio deficiente. Las instalaciones eran inadecuadas. Nosotras tres, impartíamos

las clases, al mismo tiempo, en diferentes secciones del auditorio, que anteriormente

se había utilizado como capilla. Tres jóvenes maestras y amigas desde el colegio,

ahora trabajábamos juntas, desarrollábamos programas, bibliografías y nuevas

técnicas. Nos inscribimos en la Universidad de Columbia para graduarnos en ciencias

políticas.

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Por aquellos tiempos, muchos profesores se inclinaban por lo que se conoce como

periodismo de investigación. Algunos sostenían públicamente que la guerra no se

había hecho para asegurar la democracia y que Alemania había sido humillada por

el Tratado de Versalles. También en ese entonces, Columbia había recibido a varios

profesores de la Escuela de Economía de Londres y del Instituto Brookings, quienes

habían descubierto la importancia de la militancia partidista y el activismo político.

Algunos comenzaron a enrolarse en las contiendas electorales locales. Enviando a

sus alumnos a recorrer la ciudad, tocar puertas, subir y bajar escaleras, les mostraban

el proceso democrático con la nueva investigación. Entramos en esta nueva especie

de laboratorio trabajando con entusiasmo. Diseccionábamos y analizábamos a los

jefes políticos locales, como si fuésemos expertos. Logramos penetrar en los clubes

políticos con el fin de aprender más de esta fascinante profesión.

Uno de mis cursos en Columbia versaba sobre un estudio del Senado de los Estados

Unidos y su poder en la elaboración de leyes. Algunos profesores se cuestionaron

cuál era la importancia del caso Lindsey Rogers y porqué se daba todo un curso en

tratarlo. Habían pasado solo seis años desde el caso Missouri contra Holland, el

veredicto se basó en un estudio relativo a las aves migratorias- y el antecedente de

ley no convenció a muchos. Me fascinaba la materia y sus implicaciones.

Tuvimos nuevos profesores que nos impartían clases interesantes. Uno de ellos fue

Raymond Moley, quien no estaba muy convencido de la genialidad de Roosvelt.

Tuvimos también clases sobre medios y opinión pública. Nosotros los jóvenes nos

sentimos atraídos ante la posibilidad de participar en el gobierno y utilizar los medios

de comunicación para acceder a él. Transmitimos nuestro entusiasmo a las alumnas

del Hunter y transformamos la mentalidad con la que habían entrado. Enviamos a las

chicas a los clubes políticos. Enseguida recibimos llamadas de los líderes políticos

preguntándonos por qué enviábamos a las “niñas” del Hunter a sus asociaciones.

Esto no nos detuvo, sino al contrario, comenzamos a enviarlas en parejas a visitar las

cárceles y las cortes, las secciones legislativas y los institutos. Un día, una alumna

socialista preguntó si los grupos podían asistir también a los clubes socialistas,

aceptamos la propuesta. Las animamos a que se mezclaran en todos los grupos. En

poco tiempo nos decían – sin darse cuenta que no era más que un cliché- que los

liberales de hoy, serían los conservadores del mañana, que no podría existir progreso

si no fuera por los radicales.

Han pasado muchos días desde que se comenzó a catalogar de “derecha” o

“izquierda” al sistema político y con toda seguridad puedo decir que ningún otro

falso concepto ha traído más confusión a la vida de los norteamericanos. Parece algo

sencillo y bueno a la vez. Mediante este esquema se coloca a los comunistas a la

izquierda para que se les considere audaces y liberales, como el catalizador necesario

para el progreso.

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Los comunistas usurpan la postura de izquierda, pero si se les examina a la luz de lo

que realmente representan, se les ve claramente como los reaccionarios que son,

tanto a los comunistas como a sus versiones anteriores de reaccionarios de los

movimientos sociales a lo largo de la historia. Esto es lo que se busca obtener en la

oleada revolucionaria en dos mil años de progreso humano.

Durante mis trece años como profesora en el Hunter repetí esta falsedad muchas

veces. No me daba cuenta que las personas no nacen en la “derecha” o en la

“izquierda”, ni se vuelven de “derecha” ni de “izquierda” a menos que se les eduque

en los fundamentos de cierta filosofía, cuidadosamente organizada, que conocemos

como comunismo.

Fui la primera en conformar un nuevo grupo de profesores que tenía como encargo

entrar en la mayoría de las universidades de la ciudad. Representábamos toda una

generación, éramos sofisticados, intelectualmente modernos, “snobs”, pero sobre

todo, éramos los “ídolos de la democracia” para nuestros alumnos. Ciertamente,

parte de nuestro encanto era que los entendíamos mejor que los viejos profesores.

Por las tardes continuaba los estudios en Columbia. Me formé con “El Desarrollo del

Nacionalismo” de Carlton J.H. Hayes, con A.A. Berle y Gardier Means, quienes

escribieron sobre las doscientas corporaciones que controlaban a los Estados Unidos

después de la Primera Guerra Mundial.

Leí abundantemente sobre el imperialismo y comencé a criticar el papel que mi país

desempeñaba. Descubrí la Sociedad John Dewey y la Asociación de Educación

Progresista. También me encontré con el concepto de frontera social y repetí con

ligereza que por fin habíamos alcanzado nuestra última frontera natural y por lo

tanto, la siguiente sería la social. Se nos dijo, que en un futuro próximo habría en

todo el mundo una sociedad colectiva, especialmente en nuestro país, que debíamos

hablarles en clase de ello a los alumnos, para prepararlos para cuando ese día llegara.

Gracias a los estudios sobre Historia Americana, de Política Nacional, y a mi trabajo

en la política local, logré que mis alumnos abandonaran todo sentimiento de respeto

y admiración por las instituciones públicas (de caridad, iglesias y otros grupos), que

intentaban mejorar las condiciones sociales a la manera antigua.

Ahora sé que esta clase de discurso tuvo en mí un efecto destructivo, pero fue peor

para mis alumnas más sensibles. Ya que por seguir la ruta que les había trazado se

quedaron sin nada en qué creer. Traté de eliminar sus principios, pero no sustituí con

algún modelo el vacío que les dejaba. La razón de ello fue muy sencilla: yo misma no

tenía ninguno, no sabía en realidad hacia dónde me dirigía.

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Tiempo después, cuando en el Partido Comunista, me encontré con algunas de mis

alumnas; tuve la sensación de ser la responsable de su estilo de vida; había sido por

mi causa que ahora tenían esa penosa y fría fe.

Para 1926 ya sabía algo sobre los comunistas, los veía como la solución a los

problemas sociales, e incité a las alumnas a trabajar para que las cosas del mundo

mejoraran. Mis discursos se volvieron elocuentes porque yo misma estaba enojada

con aquellos que sin trabajar tenían dinero y con los que no hacían nada por

disminuir la creciente miseria en la clase trabajadora.

Como es de esperar, había días en que las cosas se hacían más llevaderas. Íbamos de

fiesta, sosteníamos amenas charlas y algunas veces íbamos a alguna taberna en

aquella época de la prohibición. Un día, llevé a una profesora del Hunter a un bar

clandestino, en parte como broma, en parte como un acto de cordialidad, pensando

que así le enseñaría lo que es vida. Pero Bessie Dean Cooper tomó las riendas esa

noche. Era una señora de edad madura, robusta, enseñaba Historia y le daba un

toque especial al departamento. Sus once gatos eran toda una leyenda. Aquella

noche me preguntó si podía encargarme uno de ellos cuando viajara a Europa, sus

amigos cuidarían del resto. Como se lo prometí, llevé al gato con mi madre, junto

con comida, medicamentos, una cobija, un cojín y con las instrucciones para su

cuidado. Mi madre echó una ojeada a toda la parafernalia y me dijo brevemente:

“Alimento a los gatos como gatos”, y así lo hizo hasta que su ama regresó. Algunos

años más tarde, la señorita Cooper se jubiló del Hunter y se llevó a sus once gatos a

la Riviera francesa.

Durante este periodo visitaba con frecuencia el Colegio de Profesores en Columbia.

Me impresionaba la enorme cantidad de maestros que acudían de todos los estados

de la nación. Los observaba mientras se reunían alrededor de los árboles mostrando

los escudos de sus estados. Me di cuenta también de la gran influencia que el Colegio

de Profesores podía ejercer en la educación americana, con miles de maestros

actuando en la política nacional con repercusión en la sociedad.

Me enteré que George Counts, filósofo, uno de los principales ideólogos de la

educación y colaborador de Jonh Dewy, se había ido a Rusia. Por supuesto que había

estado con anterioridad en aquel país. De hecho, él había diseñado el sistema

educativo del gobierno ruso en la época revolucionaria. Había traducido al inglés los

libros de texto rusos y estaba ansioso por que los maestros americanos lo estudiaran

cuidadosamente. Prometió que a su regreso traería consigo un reporte de las

escuelas rusas.

Varios organismos cercanos al campus de Columbia, tuvieron gran influencia en mí,

por ejemplo, la Casa Internacional, a la que fue invitada por primera vez por un

estudiante de economía que provenía de las Filipinas.

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Ahí conocí a varias personalidades, como Albert Bachman del Departamento Francés

quien daba clases en la escuela Tagore en la India y quien me presentó a los guapos

estudiantes del Punjab, que como yo, eran jóvenes y se entusiasmaban por aquellas

ideas. Compartíamos la esperanza de que el mundo podía ser transformado por

hombres y mujeres de todas las naciones en condiciones de igualdad y tolerancia.

No estábamos conscientes de la poderosa red que se tejía para moldear nuestras

opiniones. Durante aquel verano tuve la oportunidad de conversar con personas de

otros países y aprender de ellos. Creció entonces, el deseo por convertirme en

ciudadana del mundo. Por ese deseo se me hizo natural y fácil aceptar el comunismo

y sentir afinidad por el internacionalismo.

Respecto al pasado, sentía un punzante remordimiento por lo que dejaba atrás, pero

lo ignoré. Acepté el presente con todos sus egoísmos que no tenían rumbo fijo, y

aunque no me convencía del todo fue imposible negarme. Deseaba más y más,

hablar y actuar conforme al futuro, un futuro en el que no habría la corrupción del

presente. Me desalentaba pensar que las personas cercanas a mí se conformaran con

tal presente. Solo las personas que no conocía, la gran masa desconocida de seres

humanos, despertaban en mí un sentimiento conmovedor de familiaridad. De hecho,

comencé a transferir mi sentir personal a esta desconocida masa. Así fue

como empecé a buscar mi hogar espiritual entre los desposeídos de la tierra.

Un maestro no puede evitar transmitir lo que es y aquello en lo que cree. Soy

consciente que causé mucho daño. Pero lo que me salvó en la época de mis

devastadoras enseñanzas, fue que en mis relaciones personales con mis alumnas,

había conservado dentro de mí, la esencia de lo que Dios había querido que fuera –

una mujer, una madre-. Amaba a mis alumnas, a todas ellas, amaba a la aburrida, a

la débil, a la fuerte, a la oportunista, a la extraviada. Las amaba porque eran jóvenes

y porque estaban llenas de vida, porque estaban en el proceso de formación y aún

no habían sido vaciadas en un molde de la cínica sociedad o porque aún no eran

cómplices de los poderosos.

Disfrutaba enseñar, ya que en la enseñanza, continuamente uno se renueva y en esa

renovación se encuentra siempre la promesa de la frescura que nos acerca a la

perfección. Para mí fue un placer dar clases a las alumnas de primer grado. Llegaban

al colegio, resueltas a aprender, muchas de ellas quedaban atrapadas en la

dedicación por los estudios, no se daban cuenta de las razones prácticas de un

trabajo o de una carrera, aún no estaban presionadas por obtener un status quo.

Eran como los acólitos que están aprendiendo el ritual. Me hubiera gustado (en

aquellos años), haber podido rezar ardorosamente para que mis alumnas

conservaran esa llama encendida. Y aunque la llama siempre está ahí, latente,

depende en gran medida de los maestros, de las normas y de los objetivos que se

establezcan, para que esa chispa estalle en un incendio destructor o que solo

parpadeé y se extinga.

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Durante los dos primeros como docente, pasé interminables horas entre la Biblioteca

de Columbia y la sala número 300 de la Biblioteca Pública de Nueva York. El tema

que elegí para mi maestría fue: “¿Es el Congreso un espejo de la Nación?” Pero mi

escrito no llegó a ninguna conclusión. De hecho, mientras más leía mi propuesta, más

me desilusionaba, sentía que el Congreso era algo así como esos espejos de Coney

Island, que ahora exageran, que ahora minimizan el objeto real.

En la elaboración de este trabajo tuve que leer un centenar de biografías, que

recopilé en el Directorio del Congreso. Desde la fundación de la República hasta la

actualidad, encontré un patrón que se repetía constantemente: hombres de humildes

orígenes que se habían superado gracias a la educación. Me impresionó la cantidad

de profesores que habían terminado estudiando Leyes y que posteriormente habían

entrado en la política.

Comenzaba impacientarme con el sistema escolar; las becas que se ofrecían y al

parecer nunca se concretaban; odiaba el énfasis que se daba a la obtención de grados

y títulos, por ejemplo, para conseguir un incremento en el salario, habría que tener

una maestría y para escalar puestos era esencial el doctorado. Entonces, puse en

duda el valor de algunas tesis registradas. Los temas que abordaban eran cada vez

más intrascendentes. Mi juventud estaba ávida de significados, de sentido y por

supuesto, de acción.

En aquel entonces no me di cuenta, lo descubrí después y ahora lo entiendo con

claridad: Toda la razón de nuestra existencia radica en el orden. El desasosiego de mi

alma se debía a que no había orden en mi vida. No tenía un modelo a seguir. Me

movía entre los sentimientos y las emociones, en realidad, el acumular conocimientos

solo sirvió para llevar una vida sin esperanza ni consuelo.

Después de entregar mi tesis y recibir el título de la Maestría en Artes, el verano de

1927, Ruth Goldstein, Beatriz Feldman (compañera del Hunter) y yo decidimos

alquilar una casa en la campiña para descansar. Así que rentamos una cabaña junto

al Lago Schroon, en los Adirondacks. Estaba feliz de haber regresado al campo. No

me había dado cuenta de lo mucho que extrañaba la tierra hasta que regresé a ella.

Unos años atrás habíamos perdido la casa en la que crecí, se la había llevado la

marcha del progreso. La comunidad que rodeaba la Posada del Peregrino había

cambiado mucho. Era ahora un bullicioso vecindario en el que se habían construido

varios edificios de apartamentos y una estación del subterráneo. Tuvimos que

renunciar a nuestra propiedad, la casa estaba en mal estado y no valía la pena

repararla. Así que fue vendida y dividida en varios lotes.

En el Lago Schroon, nuestra soledad fue parcial. Los primeros días, algunos amigos

iban los fines de semana, pero poco a poco, nuestra cabaña siempre estaba llena.

Teníamos libros pero no leíamos mucho.

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Pasábamos las horas a la orilla del lago, y a veces, Ruth y Beatriz jugaban al tenis,

mientras yo las observaba sentada sobre el césped. Realizábamos paseos nocturnos

y discutíamos sobre diversos temas. Hablábamos sobre las teorías de John Dewey y

de Justice Holmes, de filosofía, de educación. También de las cuestiones prácticas

como el amor y el matrimonio. Debatíamos sobre las cosas que nuestros padres

habían aceptado sin cuestionarlas.

Cuando un grupo de jóvenes se reúne solamente buscando compañía es muy

romántico creer que tenemos una nueva familia social en este grupo de amistades,

sobre todo si se proviene de hogares desintegrados como lo era el mío y

lamentablemente no era la única.

En aquella época, las grandes ciudades sufrieron transformaciones estructurales, las

casas como viviendas fueron desapareciendo para dar paso a los apartamentos de

un solo cuarto. Antes de esto, no importaba cuan pobre fuera una familia, contaba

por lo menos con tres o más habitaciones. Ahora la cocina se colocaba en una

diminuta alcoba, la cama se escondía en un armario. Se vivía en una habitación

moderna. A veces elegante y especiosa, pero de una sola recámara. El matrimonio,

para el proletariado intelectual, se convirtió en un contrato de convivencia con un

hombre o una mujer en cuartos tan pequeños que la liberación y satisfacción

debían buscarla fuera de casa, sino querían ser sofocados por las paredes.

Uno de los eventos más agradables de aquel verano en los Adirondacks, fue el

conocer a los Finkelstein. Louis, Carmel y sus dos hijos; la adorable Hadassah y un

bebé de nombre Ezra. Carmel pertenecía a una distinguida familia británica y tenía

un acento fascinante. Por su apariencia pensaba que ella y su hija eran personajes

bíblicos. El doctor Louis era un rabino nacido en el Bronx, su rostro era el de un

apóstol. Sus hermanos, Hinky y Maurice, le visitaban con frecuencia. Me encantaba

escucharlos conversar. Los encontraba encantadores, no solo porque eran grandes

lectores, ni por su afición al arte y a la filosofía, sino porque entendían de política. Mi

amistad con los Finkelstein duró varios años. Veía en ellos, el ideal familiar, eran muy

unidos y estaban determinados a permanecer juntos, inmunes a las influencias

corrosivas de las grandes ciudades industriales. Me preguntaba, por qué las otras

familias que conocía no tenían esa habilidad de seguir unidos. Sentía que la

estabilidad de esta familia se debía, en gran parte a la devoción por sus tradiciones,

al continuo revivir las historias de un pasado, en el que se incluía su amistad con Dios

y una lealtad incondicional entre sí.

Una tarde de aquel verano, me quedé en casa con los niños. Después de un rato, vi

que Hadassah había comenzado a llorar sin ninguna razón aparente. Era de esas niñas

que se apartaban y pensé que yo no le agradaba. Pero en ese momento, dejó que le

tomara de la mano y la consolara. Era evidente que ella no sabía por qué lloraba,

pero cuando alzó sus oscuros ojos llenos de lágrimas para mirarme, me pareció ver

a una persona mucho mayor en ella.

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Por la forma en que se me acercó, pude percibir un extraño miedo que la hacía

sollozar. Cuando finalmente se durmió sosteniendo mi mano, una extraña sensación

me invadió, como si ella hubiese llorado durante mucho tiempo, como si hubiesen

transcurrido dos mil años en una sola noche.

Mi carrera dio un giro al llegar el otoño. Cansada de la esterilidad de mi tesis, Ruth

Goldstein y yo, decidimos matricularnos en la Escuela de Leyes de la Universidad de

Nueva York. Por las mañanas enseñaba en el Hunter y asistía por las noches a las

clases de Derecho.

Las clases en la escuela de leyes eran largas y algunas veces se impartían a cientos de

estudiantes. El sistema legal, que en aquel entonces era casi universal no despertó en

mí interés alguno. El método me pareció monótono. A pesar de ello, me gustaba el

estudio de la ley, fue el dominio de esta disciplina lo que me atrajo. También encontré

a sus estudiantes con cierto atractivo. En una de las clases me sentaba al lado de un

joven llamado Samuel Di Falco, que actualmente es juez del Supremo Tribunal, quien

acostumbraba molestarme escribiendo garabatos en mi cuaderno de poesía, cuando

debía estar trabajando en los casos. Ruth me criticaba porque ponía más atención a

otras cosas que al Derecho. Ciertamente la esencia del derecho me apasionaba, ya

que es el reflejo del pasado en la sociedad y me ayudaba a entender el presente, pero

no estaba interesada en los procedimientos legales, que solo son un intento por

conservar un obsoleto status quo. Mi constante preocupación por cambiar ese status

quo, llegó a angustiarme, sobre todo durante el último año en la escuela de leyes.

Aunque nunca aspiré a practicar la abogacía. Siempre me vi como maestra.

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CAPÍTULO CINCO

Desde el otoño de 1927 a junio de 1930 asistí a la Escuela de leyes en la Universidad

de Nueva York, mientras continuaba mi labor docente en el Colegio Hunter. Fue un

periodo de mucha actividad con los estudiantes de nivel superior, no solamente

fungía como profesora sino también como consejera de muchos de ellos, de manera

individual y colectiva.

Como era una profesora joven e inexperta, y me preocupaban los conflictos entre

los académicos, recurrí a Sarah Parks en busca de consejo y ayuda. Pero aquella

maestra a la que había admirado cuando yo era estudiante se encontraba envuelta

en las discusiones sobre los salarios y las políticas de promoción dentro del instituto.

En aquel tiempo no me interesaban estas cuestiones, me encantaba enseñar y el

asunto del sueldo era secundario para mí. Pero Sarah estaba encendida sobre los

asuntos de desigualdad en rangos y salarios, así que por ella me adentré algo en

estos temas.

Ya para entonces había conocido hombres y mujeres que hablaban de ideas y formas

de vida nada ortodoxas. El amor a la literatura, las artes, el interés por saber de la

revolución rusa, se habían convertido en los pretextos para abandonar nuestros

hogares y vivir en los pequeños apartamentos de Greenwich Village. Pasábamos

largas horas, noche tras noche sentados frente la chimenea de alguna buhardilla del

pueblo, hablando sin cesar.

Sarah, quien había sido parte de esto, ahora estaba tan involucrada con las políticas

del instituto que había caído en una especie de desesperación. Yo sentía que la

situación no ameritaba tanto esfuerzo y entrega, no sabía que pronto seguiría sus

pasos. Por entonces sólo percibí cierto un vacío en su vida que la iba catapultando

violentamente en todo lo que hacía. Así que me incliné por alejarme de ella y cultivar

nuevas amistades.

En enero de 1928 Sarah se suicidó y yo entré en una vertiginosa crisis emocional. Me

sentía culpable por no haber pasado más tiempo con ella. Pensé que le había fallado.

Su muerte nos afectó profundamente y me molesté con aquellos a quienes ella les

había mostrado su afecto y ahora le daban la espalda.

En quienes había influido, sentíamos que ella había tenido el valor intelectual para

creer en una nueva sociedad colectiva, pero que careció de la audacia práctica que

se requiere para ser un miembro disciplinado. Creímos que su pensamiento era

efectivamente de comunidad, pero que vivió y luchó como individualista y, en

nuestra errónea manera de considerar la vida sentimos que ese fue su fracaso. No

reconocimos que en realidad la vida para Parker se había vuelto insoportable debido

al desorden de su pensamiento, el cual irremediablemente la llevaría a su auto

destrucción.

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Por no tomar la vía que la condujo al suicidio, tomé un camino más largo, más

decepcionante, aunque paralelo a la aniquilación. Me reusé volver sobre mis pasos

hasta el punto donde me había extraviado en el equívoco modo de pensar. No sabía

que esto sólo podía traerme el desequilibrio, la confusión y la derrota.

1928 y 1929 fueron años horribles y confusos. Me volqué desesperadamente en la

literatura, traté de escribir, pero mi confusión interna se veía reflejada en mis

trabajos. Por primera vez me preocupé por mi futuro. Hacía las cosas con desgano,

me entusiasmaba poco y mi desempeño en la escuela de leyes era mediocre. Las

clases en el Hunter se me hacían larguísimas, además que los estudiantes de nuevo

ingreso entraban cada vez peor preparados. Mi gusto por el aprendizaje se iba

desvaneciendo.

Muchos padres por una moderna aspiración (ya que ellos carecieron de

oportunidades para prepararse académicamente) presionaban a sus hijos para que

obtuvieran un título universitario. Así que los jóvenes entraban en la Universidad con

el fin de complacerlos.

Estaba consciente de que la masa de jóvenes tenía acceso a los grados superiores casi

en automático después de haber cursado la secundaria y el bachillerato. Sabía que

los estándares estaban por los suelos. Casi nadie se preguntaba el propósito y el

significado de la educación técnica o universitaria y prácticamente nadie se

cuestionaba el papel de las universidades públicas municipales.

Durante la primavera de 1930 tomé clases de apoyo en Medina para prepararme y

presentar el examen de admisión a la barra de abogados de Nueva York. Cuando

terminó el examen pedí una licencia para ausentarme de las clases en el Hunter. Y

me fui a Europa con mi amiga Beatriz. De manera ilusa esperaba encontrar allí las

respuestas que no había adquirido en el hogar. Cansada y agitada deseaba escapar

de toda responsabilidad. Era joven y quería disfrutar de la vida.

Gracias a mi capacidad para hacer amigos conocí a mucha gente y me encontré con

toda clase de personas. En este viaje conocería a John Dodd, mi futuro marido.

Aterrizamos en Hamburgo, una ciudad glamorosa, llena de comerciantes, soldados,

marinos y nuevos ricos con los bolsillos rebosantes con las riquezas del país. Había

comunistas por todos lados, caminando, cantando, reuniéndose. Allí estaban

también los lugares más decadentes anunciándose con luces de neón. Podíamos

encontrar elegantes restaurantes antiguos, caserones e iglesias. Era una ciudad de

contrastes.

Con frecuencia nos reuníamos con los alemanes de clase media, de rostros tensos,

que en la primera oportunidad hablarían de sus problemas.

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Lo que más me llamó la atención fue su desconcierto. Tampoco ellos entendían la

causa por la que luchaban ni hacia dónde se dirigían. Estaban en una encrucijada.

Nos limitamos a observarlos y escucharlos, pues éramos estadounidenses con dólares

en los bolsillos que habían viajado para pasarla bien.

En Berlín me encontré con más rostros tensos y una fastuosidad más fragante. Nos

alarmó la evidente degradación moral y sexual en ciertos lugares turísticos durante

la noche. La atmósfera de la ciudad estaba cargada como lo está el aire antes de una

tormenta eléctrica.

Me encontré con varios amigos del Hunter en la Universidad de Berlín y tuvimos la

oportunidad de ver la sede del aprendizaje. Conversamos con maestros y estudiantes.

La universidad se rasgó en un pleito. La batalla era entre socialistas, comunistas y

nacionalsocialistas que peleaban entre sí poniéndose zancadillas o haciendo alianzas

para derrotar a quienes ellos llamaban conservadores que atentaban contra su país,

movidos por el amor natural a la patria. Los actos de violencia eran frecuentes tanto

en la ciudad como en los alrededores de la universidad.

Me di cuenta que aquí la política se había convertido en cuestión de vida o muerte,

también me di cuenta que los intelectuales, los maestros, profesores y científicos eran

muy arrogantes pero carecían de la fortaleza interna necesaria para ayudar a su país

en la hora decisiva. Los que apoyaban con mayor determinación a las fuerzas

violentas era la élite intelectual. Ahora sé que durante casi cien años, la vida

académica en Alemania fue sistemáticamente atacada y llevada hacia la

desespiritualización, actualmente se puede ver la consecuencia: la deshumanización.

Esta desespiritualización solamente fue posible gracias a que los hombres que

primero sirvieron al partido nazi y luego al comunista lo hicieron con la

impresionante fuerza de la lealtad y la eficiencia.

En Alemania discutíamos sobre la creciente marea en el conflicto estudiantil, pero en

algo siempre estuvieron de acuerdo profesores y estudiantes, fue que nunca

triunfaría el fascismo en Alemania, quizá se establecería en Italia, por su falta de

educación general, decían. Pero una cosa así nunca pasaría en Alemania. Dos

instituciones impedirían su establecimiento: Las grandiosas universidades alemanas

y el Servicio Público Alemán.

Contrario a sus declaraciones, lo primero que colapsó fueron precisamente las

universidades y el servicio público alemán. Y ellos fueron los primeros en servir al

Führer. Y fue de ellos de quienes obtuvimos una valiosa lección: que la educación en

sí y por sí misma no constituye un obstáculo en la destrucción de una nación. Las

preguntas correctas son: ¿qué clase de educación?, ¿con cuál propósito?, ¿con cuál

finalidad?, ¿bajo cuáles estándares?

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Me alegre de dejar Berlín. Insistí en hacer un viaje que no estaba programado y

aunque me había reusado a pasar mucho tiempo en museos e iglesias, quería visitar

Dresden y ver la Madonna Sixtina. Fue un largo viaje para mirar a la hermosa Virgen

y al Niño con los querubines que parecían alegres erizos a sus pies. El día que

estuvimos en Dresden fue el mejor de mi estancia en Alemania.

Yo quería ir a Viena, fue una suerte que Beatriz tuviera parientes en la fabulosa capital

de los Habsburgo. De nuevo nos topamos con los blancos y tensos rostros de los

austriacos. Vestíamos ropas sencillas para no ofender a la gente que conocíamos.

Queríamos ir a la ópera, pero renunciamos a hacerlo ya que nos dimos cuenta que

los lugareños esperaban de pie a fuera del teatro mientras los turistas acaparaban los

asientos.

El tío de Beatriz que había sido asesor durante el régimen de Francisco José nos

entretenía llevándonos de paseo a las cafeterías más famosas. A medida que hablaba

de la historia de Viena supe que él sentía un gran cariño por la ciudad y que se estaba

muriendo. Nos dijo que estaba arreglando todo para llevar a su familia a Uruguay.

Una vez más, me llamó la atención saber que quienes sentían más frustrados era

porque no sabían hacia dónde se dirigían. Estaban asustados. Se sentía un ambiente

de “desengaño de la vida”, un deseo por regresar al pasado, pero sin sentido, sin

saber el porqué.

De Austria fuimos a Italia. Intenté en vano disimular la emoción que me invadía por

regresar a la tierra que me vio nacer. Creí que la sensación de no pertenecer a ningún

lugar desaparecería de repente. Esperaba una transformación mística. Cruzamos la

frontera, el inspector de aduanas revisó nuestro equipaje y llegamos a Venecia, nos

hospedamos en un hotel con un nombre alemán. Inútilmente traté de encontrar la

Italia que había atesorado en mi memoria y que mi imaginación había embellecido.

Venecia era una ciudad sofisticada, alegre, brillante y materialista. Se veían por

doquier hombres uniformados. Prácticamente uno de cada tres, era soldado. Fui a la

catedral pero no se podía entrar por estar llena de gente bien vestida de todas las

naciones. Afuera, los mercaderes dirigían sus góndolas hacia aquellos que parecían

tener dinero.

La cualidad italiana en la que había meditado y atesorado, la espiritualidad, parecía

estar ausente, me di cuenta que no pertenecía al país que había dejado en mi niñez.

Ahora se podía palpar la plaga de la filosofía fascista.

En la década de los veinte, cuando no estaba de moda ser anti fascista y yo era

estudiante en el Hunter, me había declarado anti fascista, pero lo había hecho por la

emoción en ir contra de una sociedad de petulantes, que hablaban de las maravillas

que el fascismo traería a Italia. Sentí que estaban más preocupados por los horarios

de los trenes y la cuestión sanitaria que por la belleza de su cultura y el alma de su

pueblo.

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Sin embargo, al llegar a Florencia descubrí que ni siquiera el fascismo fue capaz de

destruir los increíbles símbolos del pasado. Me encantó haber estado en Florencia.

La delicada estructura de su paisaje y su arquitectura parecían reflejar el carácter de

su gente. Estuve en las plazas, observé los rostros de los que iban y venían, me

impresionó ver en las muchachas comunes los modelos de Rafael.

Me sorprendió ver la diversidad y la belleza de la pasada cultura en las ciudades de Italia.

Venecia, que a diferencia de Florencia. Verona y Bolonia eran un mundo aparte de Roma.

Hoy día cuando se habla tanto de la cultura de masas y de la variedad de cultos, o se teme

a la idea de un gobierno mundial, miro hacia atrás y veo la alegría que la cultura del

pasado tenía en sus pequeñas ciudades -Estados y me pregunto si el arte y la arquitectura

de nuestros días alcanzará la belleza como lo hicieron aquellos tiempos anteriores.

Al llegar a Roma, estaba más interesada en las ruinas de la antigüedad que en los

monumentos que son el espíritu viviente del alma del cristianismo. Era evidente hasta qué

punto y debido al se había pervertido mi mente a través de mi educación, había pasado

por alto la historia de mi pueblo, la sabiduría acumulada y la seguridad que dos mil años

de cristianismo podrían proporcionar a los niños modernos del mundo occidental.

Conduje miles de millas bajo el sol abrasador para visitar la tumba del poeta Horacio y

pasé varias horas en los Baños de Caracalla y otras ruinas antiguas. En una noche

iluminada por la luna miré con asombro las gradas del Coliseo y tuve la sensación de

cómo corría su pasado. Visité también el Vaticano y algunas otras iglesias, pero la verdad

es que mi visita solo se limitaba al valor de sus tesoros artísticos, por mi ceguera no pude

apreciar su significado real.

El poder fascista en Roma se hacía notar por todas partes, especialmente por la gran

cantidad de uniformados. De repente, pensé en mi madre que había crecido en una granja

y sentía cierto desdén por los militares: “todos ellos viven a nuestras espaldas”, solía decir.

Ahora pienso en Italia como un intenso dolor de espalda por llevar sobre sí el peso de los

funcionarios y militares.

En mis planes estaba visitar mi pueblo natal para ver a mis padres adoptivos, con los que

había perdido todo contacto con el paso de los años. Sin embargo, cuando llegué a

Nápoles se nos informó que había ocurrido un terremoto, así que regresé por Florencia.

De ahí regresamos al sur de Alemania. Beatriz y yo fuimos a París donde recogí mi

correspondencia en la oficina de American Express. Ruth nos telegrafió: “Ambas han

aprobado sus exámenes en la Barra”. Mis padres me escribieron: “Regresa a casa, te

extrañamos”.

En el barco de vuelta a casa me encontré con un grupo de profesores de Nueva York, me

dijeron que pertenecían al Sindicato de Maestros. Hablaron de la importancia de contar

con maestros que organizaran el movimiento obrero y nos invitaron a participar en el

Sindicato.

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Cuando me señalaron que a su gremio pertenecían un buen número de maestros de

escuelas públicas, pensé que los profesores universitarios no tendrían cabida en él. Los

reclutadores insistieron asegurándome que los fundadores y cerebros de la Federación

Americana de Maestros eran profesores universitarios. Prometí unirme a ellos como

prueba de mi disposición de luchar por la clase obrera, a pesar de que no creía que unirme

al Sindicato me ayudaría en lo personal.

Al regresar a Nueva York asistí a las reuniones del Sindicato de Maestros. Las encontré

desconcertantes por las peleas entre los grupos que buscan el control. Entonces no

entendí por qué los adultos inteligentes debían luchar tan duro para controlar una

organización tan pequeña e insignificante.

Me quedé estupefacta al encontrar los nombres de distinguidos profesores como John

Dewey y George Counts involucrados en la controversia. Con el tiempo, cuando entendí

mejor la política de izquierda, supe que la importancia del control radica en esta cabeza

de playa.

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CAPÍTULO SEIS

El colapso de la bolsa de valores no afectó inmediatamente a mi familia que no tenía

dinero invertido en acciones o bonos. Por lo tanto, no me resultó difícil abandonar mi

empleo en el Hunter College en 1930 y solicitar el puesto de secretaria en el Colegio de

Abogados de Nueva York. Trabajé por un salario nominal en el despacho de Howard

Hilton Spellman, un excelente abogado quien entonces estaba escribiendo varios libros

de texto sobre derecho laboral.

Aquel año, traté a John Dodd, a quien había conocido en mi viaje por Europa, me pareció

un gran sujeto. Al principio, pensé que teníamos poco en común, ya que John tenía

mentalidad de ingeniero y a mí la mecánica no me atraía, la veía como cosa de magia.

Pero muy pronto descubrimos que éramos afines en varias cosas, como nuestro amor por

este país y el interés por resolver los problemas.

La familia de John vivía en el condado de Floyd, Georgia. Antes de visitar su casa, me

había contado la historia de cómo su gente se había adentrado en territorio indio y se

habían establecido a sesenta millas de Atlanta, en dirección al Paso de Sherman. Me dijo

que su abuelo había perdido un brazo en la Batalla de Shiloh y que su abuela se había

burlado de los hombres de Sherman cuando éstos llegaron a su granja. De cómo su padre

había transformado la granja en un huerto de duraznos que se arruinó cuando la ruta del

ferrocarril esquivó Georgia dejando que se pudrieran los melocotones y favoreciendo el

comercio de frutas de California.

Cuando John me pidió que me casara con él. Dudé. Había pensado muy poco en el

matrimonio. Pensaba más en hacer una carrera; eran los días en los que una mujer debía

elegir entre el matrimonio o tener una profesión. Sin embargo, la depresión económica

había empujado a las mujeres a la industria y a abandonar, y hasta cierto punto, sus

actividades en el hogar. Las mujeres con quienes trataba, hablaban mucho más de sus

tesis e investigaciones que de la casa. De cualquier manera, dejé a un lado mis dudas y

decidí casarme.

Como John era furiosamente anticlerical no planeamos que la boda fuera en una iglesia.

Por mi parte y contrario a los pensamientos de John, el matrimonio civil, no era

importante, pues me consideraba una libre pensadora. Así que una mañana de

septiembre, un funcionario de la oficina central del condado de Nueva York, nos

casó. John, rubio, alto, permaneció de pie erguido. Yo a su lado, pequeña,

morena. Nuestros testigos fueron mis amigos, Beatrice Feldman y el Dr. Louis Finkelstein.

Cuando el funcionario nos declaró marido y mujer, surgió repentinamente en mi corazón,

un sentimiento que me derrumbó. ¿Por qué? ¿Me había precipitado al matrimonio sin

estar preparada? ¿Era esta ceremonia válida para el matrimonio? No lo sé. Lo que sí sé,

es que en los siguientes meses mi amor por John creció más de lo que pudiera imaginar.

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Me di cuenta de lo que John amaba el Sur y a su gente, cuando después de casarnos

fuimos a visitar a su familia. Nunca antes había estado en el Sur, entonces comprendí el

por qué tantos de sus hijos emigran al Norte para ganarse la vida.

La familia de John no eran terratenientes ni poseían plantaciones. Con gran esfuerzo

habían conseguido comprar las tierras que ellos mismos trabajaban. Las mujeres

trabajaban al parejo que los hombres. Conocí algunos de los niños de la familia Dodd en

la escuela de Martha Berry, que se encontraba al lado de la casa de John, y me quedé

sorprendida por la independencia y la tenacidad de esta gente. Después de aquella

primera visita, no pude leer más la mórbida literatura sureña sin resentimiento, por la

retorcida imagen con la que pintan a este sector que en realidad tiene una gran fortaleza,

no fundada en la riqueza material, sino en la integridad de su gente.

John era diez años mayor que yo. Tenía mucha más experiencia, había trabajado en

centros industriales como Detroit y Akron, y había servido como piloto primero, en la Real

Fuerza Aérea de Canadá (RAF) y luego, en la Fuerza Aérea Americana.

En aquellos tiempos, los de la Primera Guerra Mundial, servir en aquella área, era tanto

como unirse a un escuadrón suicida.

Como soldado joven vio morir a muchos de sus compañeros. Él mismo había sufrido una

lesión en la espina dorsal cuando el avión que pilotaba se estrelló en el Campo Kelly. Este

accidente lo marcó, dejándole los nervios destrozados.

Hacia 1932 mi familia resintió los efectos de la depresión económica. El negocio de mi

padre se fue a la quiebra. John pasaba también por problemas financieros, así que decidí

regresar a mi puesto en el Hunter College.

Me quedé atónita al ver la furia del impacto que tuvo la depresión en mi familia y en

aquellos que me rodeaban. Vi las filas de gente con el rostro desencajado a las puertas

del Banco de Ahorros de Bowery de la calle Cuarenta y cuatro. Esas mismas caras de

ansiedad las había observado algunos años antes en Hamburgo y Berlín. También vi a

varios hombres que evidentemente habían tenido buena posición económica, formados

para recibir su ración de sopa y café en los comedores de caridad y cómo recogían

furtivamente del suelo las colillas recién apagadas.

Apenas regresé a Hunter cuando me vi envuelta en una serie de discusiones sobre los

problemas económicos del personal. Decían que los salarios estaban por debajo del rango

profesional. Varios instructores y otros miembros del equipo se consideraban

subempleados, sin prestaciones laborales básicas y sin esperanza de ascender. Fundamos

entonces la Asociación de Instructores del Colegio Hunter y llegué a ser una líder de

opinión. Obtuvimos beneficios y prerrogativas y fui electa representante ante el Consejo

Consultivo

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La Asociación de Instructores del Colegio Hunter tenía dos representantes en el consejo

con el fin de indicar a los profesores por cuáles asuntos habrían de votar. Esta era una

nueva manera de organizarse—una estructura de base con el fin de controlar la reacción

inmediata para privilegiar o inhabilitar asuntos importantes por medio de la discusión.

Algunos de los miembros con mayor antigüedad se alegraron secretamente al ver que el

grupo de instructores rebeldes ponía en “jaque” al presidente. No sólo había cambiado

aquella oficina, sino también ahora teníamos un nuevo tipo de presidencia.

Cuando por primera vez llegué al Colegio, el titular de la presidencia era el señor Davis.

Un caballero protestante, de gran eminencia, modales correctos y tolerante con todo, sin

tomar partido por algo. Prácticamente se le permitía hacer lo que quisiera, tanto en lo

personal como al homogéneo grupo al que pertenecía. Era un sistema liberal en el que el

presidente seleccionaba a los jefes de cada departamento y estos a su vez elegían a sus

profesores. Estaba permitida toda clase de métodos en la enseñanza y no había restricción

alguna en la moralidad (vida personal) de los profesores. Se le reconocía como el colegio

modelo de las artes liberales.

El presidente Davis murió a finales de los años veinte y el Dr. John Kieran, quien fuera

jefe de la secretaría académica del Hunter fue el elegido. El Dr. Kieran era católico, y para

algunos miembros de la facultad su elección como presidente fue considerada muy

desafortunada. Sin embargo, el Dr. Kieran contaba con ponderosas amistades en City Hall

y los administradores veían en él una fortaleza en las finanzas a la hora de buscar

patrocinadores gubernamentales.

De cualquier manera no vivió lo suficiente para hacer cambios en la administración. El

Dr. Eugene Colligan lo sucedió en el cargo. Joven, fuerte, católico e irlandés, traído

directamente del sistema de escuelas públicas, fue para la vieja guardia causa de

consternación. Se encendieron los ánimos anticatólicos por el solo hecho de provenir de

la administración de escuelas públicas de nivel medio-superior. El Dr. Colligan

malinterpretó la reacción hacia él. Él estaba feliz de haber obtenido el puesto, tenía

nuevas ideas y energía realizadora gracias a su juventud. Pronto estableció directivas

pero se topó con una barrera de piedra. Sus problemas surgieron no solamente por parte

de la vieja guardia de la facultad, sino también por los estudiantes, además de que la

elección de Fiorello LaGuardia, en 1932, como alcalde de Nueva York trajo consigo nuevas

políticas, lo mismo que sucedió en la administración de Roosevelt a nivel nacional.

El reconocimiento en 1932 de la URSS por parte de Washington trajo un tremendo cambio

en las actividades de los comunistas en el campus universitario.

Gracias a este reconocimiento, a los grupos como Amigos de la Unión Soviética, dirigido

por ingenieros y trabajadores sociales, se les vio con respeto. Muy pronto esta simpatía

se extendió al mundo del arte, la ciencia y de la educación en general.

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En el Hunter la situación entre estudiantes, profesores y la administración cambió por

completo. En nuestro instituto, la iniciativa no tuvo impacto pues el staff no contaba con

miembros del Partido Comunista entre nosotros los profesores, pero los estudiantes

comunistas entraron en acción y esto repercutió rápidamente en los profesores jóvenes.

Es común escuchar sobre la influencia que tienen los maestros sobre sus alumnos, sin

embargo, durante los inicios de la ideología comunista, la influencia en los campus de

Hunter y de City provenía de los estudiantes hacia los profesores y tuvo impacto.

De la noche a la mañana y aparentemente de la nada surgió la organización. Los grupos

como la Liga de Jóvenes Comunistas (YCL) y de la Liga de la Democracia Industrial (LID)

— una organización originada en Inglaterra por los fabianos, (Nota del editor: La Sociedad

Fabiana fundada el 4 de enero de 1884 en Londres, es un movimiento

socialista británico cuyo propósito es avanzar en la aplicación de los principios

del socialismo mediante reformas graduales. Es también conocida por formar los

cimientos de lo que más tarde sería el Partido Laborista británico) aparecieron pequeños

clanes de jóvenes, que originaron grupos de estudiantes masificados que exigían su

derecho a concentrarse en el campus; si el permiso les era denegado, se juntaban afuera

y protestaban ruidosamente.

Si algo tenía yo muy claro: es que esas organizaciones no nacen de la nada; algún grupo

estaba detrás de ellas. Lo que sí es cierto es que la respuesta de los estudiantes era

espontánea e inmediata. De repente un grupo estudiantil hacía su aparición en un

campus, este grupo parecía preocuparse, tener ideales, la voluntad para trabajar, ser

sacrificado. Y muy pronto se había contagiado a todo el cuerpo estudiantil.

Sentí una gran afinidad con estos estudiantes, pero en aquel momento estaba inmersa en

lograr una mejor seguridad social para los trabajadores del instituto. Los nacidos durante

la depresión económica estaban decididos a tomar el asunto en sus propias manos.

Despreciaban a la anterior generación por el legado de miseria y un incierto porvenir.

Ellos mismos construirían sus esperanzas desde el campus.

El proletariado intelectual que sería en los próximos años la columna vertebral de cientos

de organizaciones comunistas - y que era, de hecho, proporcionar a los hombres y

mujeres activos para los movimientos de masas de los próximos veinte años, nació de la

siguiente manera: muy lentamente los estudiantes se fueron asociando con el

proletariado, trabajadores y obreros.

La fama de la asociación de instructores creció rápidamente y las otras instituciones se

acercaron para implementar las mejoras. El resultado de esto fue el nacimiento de un

comité que unificara los esfuerzos de los instructores en todos los institutos que

pertenecieran al municipio de Nueva York.

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Casi de inmediato este grupo municipal se unió a los colegios privados. El acercamiento

se hizo a través de Margaret Schlauch de la Universidad de Nueva York, quien concertó

las reuniones que incluían a los representantes de las Universidades de Columbia y Long

Island y otros colegios de la ciudad. Se llevaron a cabo muchas reuniones para tratar la

difícil situación de los intelectuales. A estas juntas asistieron algunos jóvenes destacados

como: Howard Selsam, ahora jefe de la Escuela de Ciencia Social; Margaret Schlauch,

actual profesora en la Universidad de Cracovia; su hermana menor Helen Infels,

(colaboradora de Albert Einstein) quien impartía clases en Polonia. Sidney Hook estuvo

un periodo muy corto. Juntos planearon conformar la Asociación Americana de

Profesores Universitarios para luchar por las cuestiones primordiales de los maestros y

del personal de los institutos.

Por alguna razón desconocida, esta organización vivió poco. Para sustituirla, Margaret

Schauch convocó a los que permanecieron y propuso un nuevo tipo de organización. En

aquel entonces no me di cuenta de cómo se movían las ruedas, pero sentí que algo nuevo

entraba en escena. Gente extraña fue llegando a las pequeñas reuniones en casa de

Margaret y el resto éramos todos profesores y empleados escolares, las nuevas figuras

nada tenían que ver con los colegios. Comenzaron a introducirnos en la lucha contra el

fascismo.

A una de las reuniones asistió una mujer demacrada que habló sobre un movimiento

clandestino antifascista. Habló con aire de autoridad. Era de esa clase de personas que yo

había conocido en las juntas de trabajo. Habló de quien ella llamaba su marido, de

nombre Engfahl, quien se encontraba por entonces haciendo propaganda en Scottsboro

Case y al igual que ella (como supe después) era agente del movimiento comunista

Internacional.

Harriet me eligió desde el principio y ante su invitación prometí visitarla en su casa.

Cuando se levantó para retirarse, no pude evitar ver su abrigo raído y su sombrero sin

forma, lo que me atrajo de ella sin duda fue su evidente sentido de entrega y dedicación.

Ella era el modelo ascético de nuestro tiempo, un tipo de persona que prevalecía dentro

del Partido Comunista. Vivía en un pequeño apartamento remodelado en el lado Este.

Para llegar a él debíamos subir cuatro niveles de empinados escalones. El cuarto tenía una

atmósfera de clausura; en los estantes de la librería me di cuenta de las obras completas

de Lenin, Karl Marx, Stalin, Historia del Movimiento Obrero de Bimba y otros libros sobre

sociología y trabajo social. No había nada trivial ahí. Tampoco encontré poesía. En una de

las paredes estaba colgado un gran retrato de Lenin, enmarcado con las banderas rojas

del martillo y la hoz.

Harriet se encontraba enferma la noche que la visité. Vestía una vieja bata de baño y

hablaba desde su sillón con intensidad sobre los planes para cambiar el mundo. Me

impresionó el hecho que no se preocupara por su propia pobreza sino por trabajar por

las personas de todo el mundo.

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De pronto, sentí que mis esfuerzos para que se incrementaran los salarios de unos cuantos

colegas eran insignificantes. Me hacía sentir avergonzada por tener un buen empleo y un

apartamento confortable. Todo aquello me movió para que le entregara el dinero que

traía conmigo.

Harriet sugirió que el grupo que se reunía en casa de Margaret debía organizar un comité

de literatura antifascista con el propósito de hacer investigaciones, escribir panfletos y

recaudar fondos.

Me dijo francamente que era comunista. “No temo a las etiquetas” añadió. “Con gusto

me uniría al mismísimo demonio para luchar contra el fascismo.”

Cuando le pregunté cómo se hacía llegar el dinero para contribuir a la causa antifascista,

me respondió que a través del Partido y de sus contactos”.

Quizá en mi rostro se mostró la sorpresa o incredulidad cuando de pronto me preguntó

si me gustaría conocer a Earl Browder. A lo que respondí con una afirmación. Así que

acordamos la cita para la siguiente semana en los cuarteles generales comunistas de la

Calle Doce.

Harriet y yo fuimos conducidas al noveno piso en un ascensor que más que de pasajeros

era de carga. Todo el edificio estaba en mal estado y tuve la misma sensación que cuando

vi la vivienda y ropa de Harriet: la monotonía. Sin duda es del pueblo y para el pueblo,

pensé.

Earl Browder no lucía como lo había imaginado, como se esperaba de un líder del Partido

Comunista. Tenía una cara tranquila, reflexiva, el cabello gris abultado, justo como

cualquier profesor de una pequeña universidad del Medio Oeste.

Hablamos de varias cosas—de nuestro comité antifascista, de las tácticas para luchar

contra la tiranía, de la necesidad de entablar aliados con todas las naciones opuestas al

fascismo. Fue una charla placentera y amistosa. Cuando terminamos, Earl Browder nos

acompañó hasta el elevador y nos despidió con una cálida sonrisa.

Sabíamos que había comunistas entre nosotros en el Comité de Literatura Antifascista,

pero se decidió no utilizar una pantalla de partidismo, tal vez para protegernos al resto.

En el Comité se redactaron varios folletos, pero lo más importante era la recaudación de

miles de dólares para propagar y difundir la causa.

Poco a poco, los maestros que iban llegando aumentaron su interés en las reuniones y se

acordó una mayor dedicación. Era un llamado a la acción por los inocentes—hoy en día

no tengo claro quiénes entre ellos eran inocentes.

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A veces, cuando nos ganaba la emoción, o cuando nos asaltaba la duda, Margaret

levantaba su voz fresca, tan formal y tan correcta como su formación en D.A.R. (Nota del

editor Daughters of the American Revolution, Hijas de la Revolución Americana, un

movimiento feminista de finales del siglo XIX). Con su tono educado y con una simple

precisión, ella resolvía cualquier duda y nos tranquilizaba.

Para poder llevar a cabo la encomienda del Comité de Literatura Antifascista me

embarqué en una campaña de recaudación de fondos supervisada por Harriet Silverman.

En mi casa se organizaron reuniones sociales en las que repartíamos refrescos y

propaganda a cambio de dinero. A estos encuentros, llegaba vestida sofisticadamente al

más puro estilo comunista. Entre nuestros invitados se encontraban médicos, abogados,

hombres de negocios, no podían faltar algunos funcionarios del Partido, que al igual que

Harriet traían las ropas raídas y tenían ese aire ascético, de dedicación que nos hacía sentir

a la pequeña burguesía lo mucho que daban por los demás. También nos visitaban

hombres y mujeres del mundo del arte—músicos, cantantes bailarines, gente de clubes

nocturnos y el teatro—para darle un toque de glamour.

Mezclado con estos elementos burgueses había otro grupo de comunistas que le

daba una clase diferente de glamour a las asambleas. Eran los verdaderos

proletarios—pintores, plomeros, carteros, oficinistas, estibadores y marineros. Los

profesores jóvenes eran los patrocinadores de estas reuniones y eran quienes daban

realmente vida y fuerza. Este roce de codos entre los doctores y los ayudantes de

plomería nivelaba las diferencias. Las bases antiguas en las que se había desarrollado

la sociedad eran malas, el presente corrupto y el futuro sólo valdría la pena si se

volviese colectivo.

Por todo el país se estaban fundando consejos de desempleados. En Nueva York, la

Liga de exmilitares, que había organizado una gran marcha en Washington, era

especialmente activa. Trabajé con este grupo en un programa para mejorar los

beneficios de la seguridad social y allí conocí personajes muy interesantes.

Quizá el que mejor representó a estos elementos de aquella época comunista fue el

pintoresco Paddy Whalen. Era un irlandés bajito y penetrantes ojos negros, a quien

llamaban el alcalde de Hooversville, por el pueblo de las planicies de Jersey. Bebía

mucho y comía poco. Muy a su manera se dedicaba al movimiento obrero. (Nota del

editor: Industrial Workers of the World —Trabajadores Industriales del Mundo—

(IWW o los Wobblies) es un sindicato seguidor de la teoría sindicalista

revolucionaria (democracia laboral y autogestión obrera), que tiene su origen en

Estados Unidos) que en apariencia era contrario a los intereses comunistas.

Pero a principios de los años treinta, todo aquel que perteneciera a los movimientos

heterodoxos o que hubiera perdido lazos con la sociedad, como anarquistas,

socialistas, librepensadores, muckrakers (periodistas organizados quienes

denunciaban la corrupción) fueron integrados en el movimiento comunista.

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Sin un proyecto propio, la inercia los llevó a una bien integrada y financiada

asociación que se legalizó al mismo tiempo que el reconocimiento de la Unión

Soviética.

Paddy Whalen provenía del Medio Oeste. Alguna vez fue católico y argumentaba,

con la ayuda de sacerdotes progresistas, que se debía ayudar a las personas de todos

los credos. Como alcalde de los pepenadores, portaba con gran dignidad una capa

que le llegaba a los tobillos. La prensa acudió a sus oficinas y se le hizo ver como

Robin Hood y su banda y no como un montón de fracasados rebeldes.

En el proceso de preparar al país para la revolución, el Partido Comunista enrolaba a

las masas. Buscaba enlistar a la gente marginada, aquellos que tuvieran poco que

perder y que fueran los primeros encabezar las revueltas organizadas. Mas, para

Paddy, la libertad tenía un gran significado y estaba dispuesto a defenderla a golpes.

Dudo que haya servido por mucho tiempo al comunismo en su plan para esclavizar

al mundo.

Una vez escuché lo que dijo un líder del partido sobre él: “Es un excelente camarada

para iniciar la revolución, pero después del triunfo lo tendremos que matar (aniquilar)

porque él inmediatamente procedería a deshacerla”. No tuvieron que matarlo,

alguna otra fuerza lo hizo. Cuando inició la Segunda Guerra Mundial, Paddy no buscó

“la inmunidad de la unión”; se enroló mucho antes que los barcos cargueros o los

convoys tuviesen armas defensivas antiaéreas. Su barco se hundió y Paddy con él. ¡Lo

que se habría reído de ver al Gobierno ante la insistencia de su sindicato y de la

prensa comunista, nombrar aquel buque “libertad” después de su muerte! Así el

Partido aprovechó su memoria para atrapar a otros.

Fueron muchos, además de Paddy, los que cayeron en las garras del Partido ya fuera

por necesidad o voluntariamente. Los sindicatos o asociaciones de desempleados, los

antifascistas, los migrantes y las minorías raciales o religiosas fueron seducidos.

Incluso hoy día, puedo entender el atractivo que tiene sobre el proletariado. Fue

como una gran familia que los acogiera gustosamente.

No dejaba de maravillarme los sacrificios de los miembros de este Partido Comunista.

En mis clases en Hunter, los jóvenes de las ligas Comunistas iban con el estómago

vacío a comprar papel y tinta para imprimir los proyectos de propaganda. Sus rostros

demacrados rompían mi corazón. Con frecuencia se salían de clase, participaban a

medias, sacrificaban sus estudios en aras del cumplimiento de las tareas asignadas,

era penoso ver esto. Vi también muchachas explotadas por despiadados agentes del

partido. Se les consideraba como seres remplazables, podían prescindir de ellos y

colocar en su lugar a cualquier otro joven con los ojos vendados dispuesto al

sacrificio.

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En especial recuerdo a una muchacha irlandesa “católica”, líder de una organización

de desempleados y agitadora de masas. Helen Lynch era tuberculosa, trabajó para

Partido hasta el día de su muerte. Los comunistas la aclamaron como mártir.

La camaradería debía ser algo que se trasmitiese y para ello, se requerían organismos

como las Rentas del Partido donde se reunían los fondos para pagar el alquiler

algunos camaradas. Este tipo de ayuda personal le quitó aridez al adoctrinamiento y

a las órdenes de los “funcionarios”, como se les llamó a los burócratas, la estructura

administrativa que se establecería cuando pasara la Revolución.

Yo seguía trabajando en el Hunter para mejorar las condiciones económicas de los

profesores del Instituto. Enseguida fui invitada a participar en las reuniones de la

Quinta Avenida donde conocí a los ejecutivos de alto nivel de la llamada Asociación

de Profesores del Aula de Clases. Ostensiblemente esta asociación era la base del

movimiento magisterial. El propósito era enseñarles las técnicas para la conducción

de las masas y estaban organizados en las bases de la filosofía de lucha de clases.

Constituían un grupo altamente disciplinado y secretamente estaban vinculados con

la Unión de Cámaras de Comercio dirigida por William Z. Foster.

La Asociación de Profesores del Aula de Clases tenía dos objetivos: convertir a un

número considerable de profesores al enfoque revolucionario de solución de

problemas y reclutar todos los miembros posibles en el Partido Comunista. Algunos

de estos profesores eran miembros del Sindicato Local número 5 de la Federación

Americana de Maestros quienes formaron al interior una célula minoritaria que se

opusiera al comunismo ante los líderes no comunistas que eran mayoría.

Como todos los sindicatos rojos de principios de los años treinta, la Asociación de

Profesores del Aula de Clases ayudaba a publicitar los problemas cotidianos del

momento. En la ciudad había muchos profesores sin empleo y un gran número de

maestros interinos fueron contratados por la Junta de Educación otorgándoles un

bajo salario, además de renovar cada año el convenio. La organización roja

capitalizaba todas estas cuestiones, mientras que las organizaciones conservadoras

eran demasiado ineficientes para tomar cartas en el asunto

Los Profesores del Aula de Clases enviaron delegaciones masivas a la Junta de

Educación. Dirigieron ataques contra los oficiales de la ciudad burlándose del

entonces— respetable sindicato magisterial presidido por Lefkowitz y Linville.

Maestros como Celia Lewis, Clara Richer, y Max Diamond emergieron como los

líderes de la minoría roja dentro de la A.F. L. Al organizar a los profesores

desempleados y luchar por incluirlos en el Sindicato quedó de manifiesto que desde

mucho tiempo antes el Sindicato Magisterial era controlado por los rojos.

No me convertí en comunista de la noche a la mañana. Requirió algo de tiempo.

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Había sido condicionada por mi educación y asociación para aceptar la filosofía

materialista. Ahora tenía nuevas razones para aceptarla. Estaba agradecida con la

Asociación de instructores por el apoyo comunista en los conflictos. Admiraba el

desinterés de muchos miembros del Partido. Me introdujeron en su círculo fraternal

y me hicieron sentir en casa. No estaba interesada en ningún objetivo a largo plazo,

pero acepté la ayuda en cuestiones inmediatas y los admiraba por su valentía. Más

que nada respetaba la manera en que luchaban por la clase olvidada de la ciudad.

Así que cuando me hablaron sobre la “dictadura del proletariado” o de sus

implicaciones, no puse ninguna objeción.

Como era de esperarse algunos de mis amigos no estaban conformes con el nuevo

curso que estaba tomando mi vida. Un día, mientras Ruth Goldstein y yo

caminábamos por la Calle Sesenta y ocho, dijo con disgusto:

“Bella, te estás involucrando demasiado, podrías resultar lastimada. ¡Mejor, espera y

observa!”.

Me reí de ella. “Oh Ruth, te preocupas demasiado por el estancamiento y los

ascensos. Hay otras cosas en la vida”

Entonces preguntó: “¿De qué trata ese sistema unipartidista, qué es lo que busca?

“Bueno, de hecho, como sabes, actualmente el sistema en Estados Unidos es

unipartidista”. Repliqué. “Recuerda lo que decía aquel profesor de Harvard sobre que

dos partidos políticos son como dos botellas vacías con etiquetas distintas”

Ruth continuó argumentando y finalmente dije: “Oh, Ruth, a mí solamente me

importa el presente. Lo que diga el Partido Comunista sobre el futuro no me

interesa. La cordura del pueblo americano se impondrá. Sin embargo, esta gente es

la única que hace algo por cambiar las actuales condiciones. Es por eso que estoy con

ellos, y concluí cruelmente: Y con ellos me quedaré”.

Claro está que no era la única estadounidense que pensaba que se podía quedar uno

con lo bueno del comunismo y luego desechar sus objetivos. Era una idea por demás

ingenua, y muchos de nosotros ingenuos éramos. Me llevó mucho tiempo descubrir

que una vez que te unes a sus filas no es fácil regresar. Aprendí con los años que si

alguno de nosotros gracias al cansancio desfallecía, nadie se detendría a levantarlo.

Simple y llanamente pasarían sobre él.

La situación más penosa que vi en el Partido fue el ansia de cientos de jóvenes por

ser utilizados. El Partido utilizaba esta masa anónima para sus propósitos inmediatos.

Estos jóvenes se consumieron antes de alcanzar la madurez. También observé con

tristeza que el suministro de seres humanos dispuestos a ir al matadero era

inagotable. Gran parte de la fuerza de Partido se debía a la crueldad con la que

trataba a estas personas.

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En varias ocasiones se me instó a acercarme al Partido como miembro regular.

Cuando acepté hacerlo, me sorprendió que Harriet Silverman fuera la primera en

ponerme un alto. Como era yo su contacto, me dijo que debía tomar una postura “de

centro”, así que decidí no participar. Mi consternación se debió a lo que vi en las

reuniones secretas. Harriet me había dado literatura marxista e instrucciones, a pesar

de no ser reconocida como comunista.

Nunca me permití actuar con doble jugada o a medias. Me parecía que si me unía al

Partido debía hacerlo ser con todo. Sin embargo acaté a regañadientes la disciplina.

Y como ya estaba enterada de cómo se estaba dando la lucha del movimiento en los

Estados Unidos, el Partido pensó en mí como representante de los trabajadores

quienes de otra manera (sin nuestra ayuda) serían oprimidos por tiranos ricos y

poderosos.

Por entonces, no sabía que los ricos eran quienes usaban al movimiento comunista

para que los obreros hicieran su voluntad. Por lo tanto, con gustó adopté el cliché de

ocultar si fuese necesario, la brutalidad y el salvajismo con que los enemigos trataban

a las clases trabajadoras. Pronto aprendí que quienes daban la cara, los que aparecían

en público, no eran comunistas importantes.

Harriet me consolaba sobre mi estatus en el Partido diciéndome que debía

salvaguardar los verdaderos objetivos y no exponerme. Así que por lo pronto estaba

orgullosa de no trabajar al grupo ideológico, sino de pertenecer a una potencia bien

organizada en el secretismo. Harriet me consiguió literatura, se llevó las

contribuciones financieras que yo había recolectado y me dio órdenes.

Cierto día, me reencontré con Christopher McGrath, uno de mis vecinos y a quien

recordaba de niño por haberme jalado el cabello, ahora era el alcalde sustituto por

el Condado del Bronx. Tuve la oportunidad de acordar una reunión con él cuando era

el secretario de la Asamblea del Comité de Educación.

Charlamos de los viejos tiempos y le pedí apoyo para nuestros profesores. El aceptó

ayudar. Por supuesto nada sabía de mi simpatía por el comunismo. Al día siguiente

elaboramos un proyecto de ley para apoyar a los profesores universitarios. Prometió

introducirlo por la noche del siguiente lunes.

Me sorprendió la velocidad del trámite, pero más me sorprendió el impacto que tuvo

esta iniciativa en todo el campus del Hunter. Rápidamente el presidente Colligan me

llamó a su oficina y entendí que nuestra propuesta había sido aceptada por todos

menos por el presidente. Redactamos de nuevo el documento hasta que el

presidente Colligan estuvo satisfecho, este incluía no solo a los profesores,

instructores sino también al personal administrativo. Lo más interesante fue es la

manera como se me veía en el campus.

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Los maestros ya no serían removidos de sus cargos gracias al proceso legislativo y

como tenían pocos conocimientos en materia legal, lo veían como una especie de

conjuro mágico.

La lucha por aprobar esta iniciativa dio nuevos bríos a las organizaciones de

profesores universitarios en toda la ciudad. En mi casa se daban cita los

representantes comunistas de los tres colegios de la ciudad para atender sesiones

tormentosas. Discutíamos hasta bien entrada la noche hasta que los acuerdos se

completaban.

Esto de discutir los asuntos con personas quisquillosas y perfeccionistas era de lo más

común en la vida comunista. Los reportes y las resoluciones eran preparados siempre

por un grupo, y los compañeros peleaban porque cada palabra correspondiera con

exactitud a lo que se quisiera imponer en la política.

El resultado de los esfuerzos combinados, la aceptación del proyecto y la unión de

las asociaciones magisteriales se celebró como una victoria con una cena en el Hotel

de la Quinta Avenida. El proyecto había sido firmado por el gobernador Lehman.

Ahora me veía como una legisladora experta. Mi éxito me catapultaba a una nueva

posición, como representante legislativa del Sindicato Local de Maestros Número 5.

Y como oficial de la Unión de Sindicatos de la educación era más importante para el

Partido

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CAPÍTULO SIETE

En la primavera de 1936 me dieron licencia para ausentarse seis meses de la universidad

para fungir como representante legislativo en el Sindicato de Maestros. Gran parte de ese

tiempo lo pasé en Albany, Washington, y en el City Hall de Nueva York. Tuve éxito al ser

aprobadas dos de mis propuestas en el Sindicato y ellos se dieron por satisfechos con mi

trabajo.

Ahora representaba al grupo en crecimiento que presionaba el sector educativo. Con

los comunistas de control, el Sindicato de Maestros de Nueva York amplió sus listas de

miembros mediante la integración de maestros desempleados, los maestros sustitutos, y

los profesores de WPA. Estos hicieron un gran bloque de presión política. Agregamos más

fuerza al incluir a la sección comunista de la PTA y otras organizaciones estudiantiles.

Mi actividad en la política se incrementó en gran medida al apoyar a estas campañas.

Organicé un bloque igual que como lo hacía la asamblea de distrito, con un capitán que

perteneciera al sindicato, es decir, un maestro por cada distrito. Cuando una propuesta

de ley estaba pendiente, llamaba a mis propios capitanes para que presionaran a

representantes recalcitrantes.

El Partido Comunista se mostró satisfecho con este sistema, y posteriormente lo adaptó

a otras instituciones importantes como el Partido Americano del Trabajo, que controlaba.

Muchos de los profesores participaron por primera vez en la política práctica gracias a los

clubes de distrito del magisterio.

Entonces me nombraron delegada de Operaciones Centrales del sindicato de maestros

por la A. F. de L. y por Consejo Laboral de Nueva York. La primera vez que estuve en la

Sala Beethoven de la calle Quinta Este, Joseph Ryan presidió la asamblea y George Meany

fue representante legislativo.

Me sentía muy orgullosa con el nombramiento, pues era joven e idealista y con ganas de

servir a los obreros. Me había convertido en un miembro "fracción" del Partido Comunista

de la AFL y esto significaba que me reuniría con regularidad con los miembros y líderes

del Partido Comunista de la AFL para presionar a la AFL para cambiar sus políticas hacia

la línea comunista.

El partido mantuvo la fracción activa en los grupos de trabajo, incluyendo el de la A. F. L.

En 1934 los sindicatos rojos bajo el título de la TUUL (Trade Union Unity League- Liga de

Comercio para la unión de Sindicatos), que era dirigida por William Z. Foster, y había

recibido la orden de desaparecerla por parte de la Internacional Comunista. El núcleo

radical de obreros formados por Foster, volcó sus energías a los sindicatos de la AFL

(American Federation of Labor- Federación Americana Obrera). Gracias al apoyo recibido

por los militantes a favor de la legislación para los desempleados pronto atrajeron nuevos

seguidores.

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Esta lucha por una misma causa permitió al Partido construir lazos emocionales y

organizativos con los trabajadores que pertenecían a muchos sindicatos.

A través del Partido, en 1936 conocí los comités de marineros en paro que, bajo la

dirección del Partido Comunista, se habían unido en la lucha.Desde los propietarios de

las embarcaciones hasta los líderes corruptos de la antigua ISU (International Seamen’s

Union), filial de la AFL – contra la vieja dirección de la ISU. Estos insurgentes fueron

dirigidos por Joseph Curran y Blackie Myers, quienes inmediatamente comenzaron una

huelga no autorizada por el sindicato en contra de los propietarios de buques. Con el fin

de ganar el apoyo de los sindicatos solicitaron ayuda a las Cámaras de Comercio y a la

Central del Trabajo. Querían presentar sus quejas ante los delegados de la central de

trabajadores de la ciudad.

El Partido Comunista me convocó para que presentara ante la Cámara de Comercio las

demandas de los marineros en huelga que pedían reorganizarse con el modelo

democrático. Estuve de acuerdo en cooperar a pesar de no entender por completo las

implicaciones. Me entreviste con Joseph Curran y algunos marineros del comité marítimo

fuera del Beethoven Hall. Me dieron la lista de peticiones y me informaron lo que debía

hacer.

La sala estaba repleta y la dirección esperaba problemas. Cuando la agenda de la reunión

había sido cubierta, pedí la palabra a Joe Ryan. Para desarmar a la oposición hablé

primero sobre la democracia en los sindicatos y luego anuncié sin aliento:

"Por la presente expongo la petición de los marineros en huelga. En aras de la democracia

sindical tienen derecho a una audiencia".

Se desató el pandemonio. El presidente golpeó su mazo una y otra vez, con tal fuerza que

finalmente salió volando de sus manos. Esa noche me acompañaron a casa un grupo de

delegados comunistas que temían fuera agredida físicamente. Pero la prensa tenía la

historia de las demandas de los marineros y la publicó. Habíamos cumplido nuestra

misión.

Aquella noche aprendí una gran lección: Los actos audaces con la apariencia de

moralidad, tienen un impacto tremendo para la fundación de un movimiento,

independientemente de si gana o no. Este es un hecho que los comunistas bien saben

usar.

Por supuesto, que se me dificultaba representar a los maestros al involucrarme en

asuntos que no concernían a mi sindicato, pero había aprendido que servir al Partido

Comunista era el primer requisito para continuar al frente.

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De mis mentores comunistas recibí muchas lecciones. Aprendí que Lenin despreciaba los

intereses de los sindicatos a no ser por el desarrollo económico de los propios

trabajadores, porque él sostenía que la liberación de la clase trabajadora no se obtendría

con las reformas.

También aprendí que los sindicatos que seguían la política reformista eran culpables del

crimen marxista que llamaban “economismo”. Aprendí que las cámaras de comercio son

útiles en la medida en que se puedan utilizar políticamente para ganar la aceptación del

trabajador a partir de la teoría de la lucha de clases, y con ello convencerlos que la única

esperanza de mejorar sus condiciones era a través de la revolución.

Una y otra vez escuché a Jack Stachel, a Foster y a los líderes obreros de menor rango

decir que los trabajadores necesitan ser “politizados” y “proletarizados”. Decían que el

obrero americano no estaba consciente de su rol como clase trabajadora porque vivía

cómodamente. Por esto, fui testigo de que se convocara a huelgas interminables o que

se prolongaran demasiado. Al principio no comprendí el lema que proclamaban estos

hombres: “Cada derrota es una victoria”. La pérdida del empleo, o del salario, incluso de

la vida no era tan importante como hacer que el trabajador aceptara la lucha de clases.

Aquel año me eligieron delegada en la Convención de Siracusa de la Federación Estatal

del Trabajo. Los comunistas y algunos sindicatos liberales decidieron aprobar una

resolución para la formación del Partido del trabajo. Asistí a la reunión del Partido

Comunista en Nueva York para la preparación de esta convención. Revisamos los

objetivos y las resoluciones y se nombraron delegados

El Partido Comunista introdujo sus fracciones entre los grupos no comunistas. Éstos se

habían organizado, preparado los trabajos a detalle, entrenado, pero antes que pudieran

pensarlo, los comunistas habían tomado la ventaja. En cada convención los bloques

trabajaron organizados. En otros bloques, los comunistas tenían “durmientes” asignados

para proteger los intereses del Partido. Estos “durmientes” eran miembros activos de los

bloques no comunistas cuyo propósito era paralizar y destruir el poder de la oposición.

Aquel año, el bloque "progresista" en la convención de la Federación Estatal decidió

postularme para obtener una posición en la Federación Estatal del Trabajo. Ahora me

parece ridículo que un recién llegado al movimiento obrero fuera impulsado contra la

maquinaria establecida. Pero esto, era también, una táctica comunista. Ya que los

comunistas no vacilan en promover a desconocidos con tal que sean líderes natos. Por lo

tanto, el miembro más inexperto o el mal preparado, será guiado por el Partido. Cuanto

más débil sea, más fácil será llevar a cabo las aspiraciones del Partido. De repente y de

forma dramática el Partido Comunista convierte al “don nadie” en “alguien”. Si las

circunstancias cambian, de nuevo y con la misma rapidez el alguien será don nadie.

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Para 1936 las principales fuerzas en Washington habían puesto en marcha los planes para

lanzar al Partido Americano Obrero, presumiblemente como método para consolidar el

voto obrero en Nueva York por el presidente Roosevelt. Los comunistas habían prometido

total apoyo. Por supuesto, nadie en su sano juicio esperaba que la A. F. L. se moviera como

bloque en el partido obrero independiente. El propósito era radicalizar a los trabajadores

de Nueva York y paralizar a los dos grandes partidos. Vi como la convención de la

Federación Estatal luchaba desde abajo por era poner en marcha el Partido del trabajo y

por "politizar" los sindicatos obreros atándolos al partido, de igual manera que el Partido

Laborista Británico.

Mi candidatura para el cargo en la agitada L. A. F. me dio la oportunidad de hacer una

súplica apasionada para la acción política independiente por parte de la organización de

trabajadores. Aunque fue bien recibida me derrotaron en las votaciones, cosa que el

Partido esperaba.

No importaba que hubiera dirigido la actividad desde el hotel al centro de convenciones,

mi temor crecía porque mi actuación podría haber creado represalias en contra del

sindicato de maestros. El nuestro, era una organización sin un control de trabajos y

nuestras actividades estaban limitadas a mejorar los salarios y las condiciones generales

de los maestros ante los organismos legislativos, tanto municipales como estatales.

Necesitábamos del apoyo de los grandes sindicatos obreros para concluir nuestro

proyecto.

Para 1936 las filas de la Federación Americana Obrera en Nueva York se habían

adelgazado considerablemente. El Partido no quería exponer a los camaradas con buenos

puestos en los organismos de la Federación, reservándose los puestos clave para las

estrategias a largo plazo. Debo añadir, que había comunistas ocupando altos puestos en

los sindicatos que se negaban a dejarlos, incluso aunque se los ordenara el partido. Ellos

argumentaban que era más importante conservar las posiciones conquistadas que ser

utilizados para fingir oposición. Estas prácticas eran muy comunes tanto en el Sindicato

de Maestros, como en la Federación de obreros, lo que traía consigo represalias por parte

de los líderes. Por ello se volvieron reacios a dar asistencia al Sindicato Magisterial.

Descubrí entonces que se avecinaban tiempos difíciles.

El Dr. Lefkowitz, había representado al Sindicato por muchos años, fue muy triste para él

que una neófita lo sustituyera, solo porque el partido la promovía. Supuse que para mi

llegada anunciaría a todos que yo era un comunista, advirtiendo a los legisladores para

que se aliaran en mi contra. Me dirigí a la oficina legislativa de la A.F. L. ubicada en la calle

Hawk Sur para hablar con el señor Hanley, pero el Dr. Lefkowitz se me había adelantado.

Hanley me recibió a penas cortésmente. Yo me seguí preguntando por qué había tanta

aspereza cuando se trataba del control de una organización relativamente pequeña. El

total de sus miembros para 1938 no sobrepasaba los tres mil.

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Con el tiempo aprendí, que los que intentan influir en la opinión pública ponen el mismo

empeño sin importar si la organización es pequeña o grande, y que es mucho más fácil

controlar una de menor tamaño.

Abrí la brecha para dirigir la junta del Comité de Organizaciones Magisteriales

(Committee of Teachers Organizations), la asociación conservadora de maestros de la

ciudad de Nueva York. Tal vez A. Healey conocía bien las escuelas de Nueva York y su

escenario político. Ella estaba dotada de astucia diplomática. Cuando fui a visitarla me

habló claramente sobre el sindicato de maestros, pero dijo que no creía en la unión de

los profesores. Fue penoso saber que estaba en mi contra ya que ella no era parte de la

A.F. L. mas, tenía excelentes contactos en la ciudad y en todo el Estado.

Debido a que el Sindicato de Maestros en América fue básicamente pro-socialista y

apoyaba un sistema educativo basado en el nuevo sistema colectivista económico que

debía enseñarse a los niños, no recibimos el apoyo que esperábamos de la A. F. L. En

aquellos días esto era demasiado moderno.

A pesar de estar en desventaja por el episodio en Albany, no me desanimé. Tenía un

"buen" programa legislativo y los camaradas me aseguraron que no me pasarían factura

y continuarían patrocinándome. Su verdadero propósito era tener el programa popular y

utilizarlo como un medio para la contratación de más maestros por el sindicato.

Me puse a trabajar con entusiasmo. Cultivé amistades con los asambleístas y senadores.

Estudié sus distritos y conocí los problemas que enfrentan en las elecciones. Sostuve

reuniones con los votantes en sus distritos. Hice muchos amigos entre los legisladores.

En el otoño de ese año volví a mis clases en el Hunter. En la primavera pedí otra licencia

para ausentarme, pero esta vez tuve que recurrir al alcalde Fiorello La Guardia para que

intercediera por mí ante la Junta de Síndicos para obtenerlo. El alcalde era un amigo mío

y en aquel momento me pudo ayudar.

En el desfile del Primero de Mayo de 1936 más de quinientos maestros marcharon con

los comunistas. Entre ellos iban muchos profesores universitarios. Yo había sido

seleccionada para dirigir el contingente magisterial. Me sentí emocionada al marchar con

las organizaciones de obreros Era para mí un gesto de desafío contra la ambición y la

corrupción. Con esto también reafirmaba mi convicción de poder mejorar el mundo como

nunca antes se había visto.

Atrás había quedado el dolor de los primeros años de la década de los treinta, los de

haber visto los rostros pálidos, las caras largas desencajadas de los que hacían largas filas

delante de las puertas del Banco de Ahorros Bowery. Atrás quedó también la vergüenza

que sentí cuando vi a los hombres de buena crianza recoger furtivamente las colillas de

calles de la ciudad o cuando vi filas esperando por un poco de sopa a las puertas de la

misión de caridad.

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En 1936 la gente tenía un poco más de dinero que en los trágicos años de 1932 a 1934.

En general, las cosas para Estados Unidos habían cambiado tremendamente. Millones de

personas que anteriormente pertenecían a la clase media escalaron, habían sido

contratados por la WPA (Works Progress Administration) o se habían fusionado con los

camaradas. Para estas personas el Partido Comunista fue su tabla de salvación, les dio

apoyo psicológico. Salvó su orgullo al culpar al sistema económico de sus problemas: les

dio algo que odiar, a la vez que daba salida a ese odio mediante la rebeldía.

Muchos de estos nuevos proletarios marcharon ese día de mayo por la Octava Avenida,

cantando mientras recorrían calles de los barrios marginales: "¡Arriba, parias de la Tierra!

¡En pie, famélica legión!, terminando con la promesa: "Los nada de hoy todo han de ser."

Estos hombres y mujeres los unía el sentimiento de pérdida y el miedo a un futuro incierto.

Cuando terminó el desfile, los profesores universitarios llenos de alegría por haber

compartido con sus camaradas proletarios nos reunimos en un bar a beber cerveza y a

cantar una y otra vez himnos obreros. Nos sentíamos parte de algo nuevo, algo

revitalizador.

Aquella noche fuimos de bar en bar. Por la madrugada estuvimos en la intimidad de un

club nocturno financiado por el Partido Comunista y donde los miembros de éste

difícilmente se hubieran congregado. Estábamos agotados y solo queríamos disfrutar de

las variedades del club.

Cuando los dueños del club se hubieron retirado, nosotros continuamos divirtiéndonos.

Nos habíamos mezclado intelectuales, obreros, profesores, etc., los hombres y mujeres de

clase media habían empezado a identificarse con el proletariado. Solo esta emoción pudo

haber reunido a los trabajadores con chiflados, psicópatas e inadaptados sociales.

A principios de 1936 el Partido realizó un prodigioso apoyo a la guerra civil española, y

esto continuó hasta 1939. Tal vez ninguna otra actividad despertó mayor devoción entre

los intelectuales norteamericanos.

Desde 1932, el Partido Comunista se había proclamado el principal opositor del fascismo.

Había utilizado el atractivo emocional del antifascismo para llevar a muchas personas a la

aceptación del comunismo, pretendían hacer creer que el comunismo y el fascismo eran

las únicas alternativas. Los recursos para la propaganda eran casi ilimitados, utilizaron un

fin de palabras, imágenes y dibujos animados. Se jugó con las sensibilidades intelectuales,

los sentimientos humanitarios, raciales, religiosos, a tal grado de manipulación que en los

Estados Unidos era casi imposible usar la palabra fascista, incluso cuando la gente

desconociera su significado.

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Me maravilla que el movimiento comunista internacional fuera capaz de batir los

tambores contra Alemania sin haber traicionado al grupo interno que conocía bien:

algunas de las fuerzas que apoyaron a Hitler en sus inicios fueron las mismas que

impulsaron a Lenin y a su ejército revolucionario de Suiza a San Petersburgo para que

comenzara la revolución que terminaría en el estado totalitario soviético.

A pesar de la propaganda de odio hacia Alemania e Italia no existió indicio alguno de que

los representantes comunistas se reunieran tras bambalinas con los fascistas alemanes e

italianos para hacer negocios, no hay pruebas de quién les vendía armamento y petróleo.

No hay una sola prueba que los sinvergüenzas soviéticos se entrevistaban para rediseñar

el mapa europeo. Nadie dijo nada de estos hechos, hasta que un día, ante todo el mundo

se firmó el acuerdo del nuevo mapa de Europa, un contrato hecho por Molotov y Von

Ribbentrop.

Durante la Guerra Civil Española, el partido llamó a sus muchos miembros al campo de

las relaciones públicas, varios agentes se ganaban la vida escribiendo copias para las

empresas estadounidenses, para la venta de jabón, whisky y cigarrillos. Colaboraron

intensamente en el adiestramiento de los norteamericanos. Toda clase de personas se

unieron a la campaña de los republicanos: pacifistas, humanitarios, aventureros políticos,

artistas, actores, cantantes, maestros y predicadores. Todos ellos y otros dieron su mejor

esfuerzo en esta campaña.

En la guerra española el Partido Comunista tuvo la capacidad de utilizar algunos de los

mejores talentos del país en contra de la Iglesia Católica. Mediante la repetición de frases

dirigidas a los antiguos prejuicios, insinuando que la Iglesia era indiferente a los pobres y

que estaba en contra de aquellos que luchaban por su libertad.

Los publicistas comunistas tomaron palabra “Lealtad”, dándole un sentido agradable para

ellos, y a todo el que se opusiera a ellos le llamaban "Franco-fascista". Este fue un golpe

lingüístico que confundió a muchos hombres y mujeres. A los republicanos, en E.U. se les

conoció como “leales”. Continuamente en la violenta literatura comunista se agrupaba a

toda la jerarquía de la Iglesia en el lado de los "fascistas", con esta técnica, se trató de

destruir la Iglesia atacando sus sacerdotes. Esta, por supuesto no era una táctica nueva.

He visto utilizarla en nuestro país una y otra vez. Cuando los comunistas organizaron en

sindicatos a los trabajadores católicos, irlandeses, polacos e italianos, abrieron una

brecha entre los seglares y los sacerdotes, halagando los laicos y atacando a los

sacerdotes.

Para la campaña en España, los comunistas de Estados Unidos siguieron las directrices de

Moscú. Constituían la avanzada a distancia del reino soviético y estaban en coordinación

con la Internacional Comunista en todos los detalles. Cuando llegó la hora de integrar a

los americanos en el contingente de la Brigada Internacional, los agentes portuarios

comunistas del Sindicato de Marinos (de la Costa Este) los proveyeron de pasaportes

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falsos con el fin de acelerar el proceso de embarque de esta armada secreta hacia un país

amigo.

Varios sindicatos invitaron a sus miembros a unirse a la Brigada Abraham Lincoln, que era

la división norteamericana de la Brigada Internacional. Los comunistas usaron el prestigio

del nombre de Lincoln y de otros patriotas con fines propagandísticos.

Yo misma me tragué las mentiras del partido sobre la Guerra Civil Española. Este fraude

fue poco difundido por los líderes americanos. Con el fin de confundir, de vez en cuando,

el partido, producía unos pocos sacerdotes pobres, se nos dijo que eran Leales y se les

promocionó como los “sacerdotes del pueblo” que por supuesto estaban contra los

sacerdotes fascistas. Viéndolo en retrospectiva es fácil comprender cómo tergiversaron

por completo el amor que el americano siente por la libertad y la justicia para ganar la

simpatía por el apoyo brindado a España de parte de los soviéticos.

A través de numerosos comités se recaudaron miles de dólares para la campaña

comunista en España. Pero la formidable campaña publicitaria no pudo haber sido

financiada por los congresos masivos y otro tipo de reuniones, aunque las sumas eran

considerables. Recuerdo una del Sindicato de Maestros, en la que participé como

conferencista, en ella se logró reunir más de doce mil dólares.

Con el paso del tiempo, fue evidente, al menos para mí, que la Unión Soviética utilizó

todo su poder para que la política estadounidense se adecuara a sus sinuosos planes, sin

dudar en utilizar el engaño para imponer el socialismo. En aquel momento no lo advertí,

después se unieron en mis recuerdos antes inconexos, las piezas de información de los

acontecimientos hasta que finalmente se conformaron para darme un ejemplo de

rompecabezas armado fue la historia del Erica Reed, una imagen con sentido.

Un buque de ayuda que llevaría alimentos, leche y medicina a Barcelona públicamente

fue cargado por el Comité de América del Norte para la España “leal” (republicana). En

realidad fue financiado por agentes soviéticos.

Originalmente el Erica Reed habría de zarpar de Nueva Orleans. Su tripulación era

anticomunista o neutral, además, en aquel momento los anticomunistas tenían el control

del Sindicato Marítimo Nacional del Golfo, y como esto no entraba en los planes de los

soviéticos y de los comunistas americanos, se decidió llevar al Erica Reed a Nueva York y

sustituir a la tripulación por hombres de confianza del Partido.

Un hombrecillo vestido con un traje arrugado estaba sentado en el lobby de un hotel de

Nueva York, le acompañaban varios comunistas del Sindicato Marítimo Nacional y Roy

Hudson, luego a una señal, el agente soviético entusiasmado sacó un enorme fajo de

billetes de cien dólares e insistió que equipo de confianza tripulara al Érica Reed: la vieja

tripulación debía ser retirada a la fuerza o incluso enviarla al hospital.

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Tiempo después hablé con uno de los encargados de cambiar la tripulación. Se dio la

orden para que un comando lo abordara por la noche. Armados con tubos y cachiporras

comenzaron su trabajo. Algunos tripulantes sufrieron heridas en los brazos y piernas,

hubo algunas mandíbulas rotas también… el plan del hombrecillo soviético se había

cumplido al pie de la letra. Algunos tuvieron que ser hospitalizados. Además, una multitud

de jóvenes del mercado de pieles se congregó cerca del muelle del Lado Este, donde

estaba atracado el buque. Se les había dicho que había que luchar contra el fascismo.

Éstos esperaron a los que pudieron huir del ataque y pelearon con ellos sin saber que eran

sus compatriotas. No tenían idea que los habían engañado.

De la tripulación original sólo quedó el capitán, un escandinavo. El nuevo equipo estaba

conformado por miembros del sindicato marítimo de Nueva York, casi todos ellos

comunistas en busca de aventuras y de una rebelión violenta.

Cuando el Erica Reed estaba a punto de dejar el Sandy Hook, los inspectores de aduanas

se abalanzaron sobre el buque. Pero no encontraron armas ni municiones, y salieron de

la nave con un contrabando menor: una comunista rubia había decidido ir a España

escondida en la cabina del jefe de máquinas.

Cuando desde el Erica Reed se divisó Gibraltar, y a punto de alcanzar su destino, los barcos

de guerra de Franco le ordenaron que se detuviera. El capitán, preocupado por la

seguridad de su buque, se dispuso a hacerlo. Cuando dio la orden, un miembro de la

tripulación comunista puso en la cabeza del capitán una pistola y ordenó: "Diríjase a

Barcelona."

Los del buque de la armada española, reacios a apoderarse de una nave que enarbolaba

la bandera de Estados Unidos, regresó a la sede para obtener más instrucciones. El "buque

de socorro", llegó a Barcelona con sus suministros. De inmediato se le mandó ir a Odessa.

Y así fue cómo el Erica Reed, aparentemente fletado por el Comité de América del Norte

para ayudar a la España republicana, fue llevado a Odessa por su verdadero fletador, la

Unión Soviética. Los españoles fueron solo un pretexto, para los soviéticos eran

prescindibles.

Durante esos años, los miembros de nuestro sindicato organizaron fiestas para recaudar

dinero para la España republicana. Fueron invitados a ellas tanto maestros sindicalizados

como los no sindicalizados. Comunistas y no comunistas se codeaban y bebían cócteles

juntos. A los invitados se les humedecieron los ojos cuando se les habló de las bombas

lanzadas contra niños pequeños en Bilbao.

La Brigada Internacional gozó de buena fama entre muchos americanos. No se dieron

cuenta que el primer ejército internacional había nacido bajo el mando soviético; que a

pesar de que todas las subdivisiones nacionales tenían comisarios nacionales, las

primeras, ¡obedecían directamente a los comisarios soviéticos! Allí estaba la Brigada

Lincoln y la Brigada Garibaldi.

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Había surgido en España un mundo dirigido militarmente por los comunistas. Allí estaba

un Thompson para los Estados Unidos, un Tito para Yugoslavia, un André Marty para

Francia, y allí estaban otros para actuar como los nuevos líderes de otros países.

Nosotros los maestros, fuimos reclutados como soldados para la Brigada Lincoln. Supe

que Sid Babsky, un maestro de quinto grado de la Escuela Pública Número 6 en el Bronx,

y quien había sido mi compañero en la escuela de derecho, fue de los primeros en irse.

Nunca volvió. Ralph J. Wardlaw, hijo de un ministro de Georgia, de repente dejó sus clases

en el City College para ir a España, y, sin llevar siquiera una maleta con su ropa

desapareció. Seis semanas más tarde recibimos la noticia de su muerte. Algunos de

nuestros maestros sustitutos se alistaron y fueron sacados del país, con o sin pasaportes,

por agentes soviéticos. Se les vio en París en cierto domicilio con dirección a la frontera.

Abraham Lincoln vive de nuevo.

Abraham Lincoln marcha otra vez.

Levanta hasta lo alto su mano grande

Empuñando con ella el arma

para libertar la España

Con su Batallón Lincoln tras él.

Y en otras ocasiones cantábamos "no pasaron"; y otras con los puños levantados

gritábamos la canción de la brigada internacional alemana: "Freiheit".

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CAPÍTULO OCHO

De 1936 a 1938 me había involucrado en tantas actividades que tenía poco tiempo para

mi familia y los viejos amigos. Me dediqué cada vez más a mis nuevas amistades con las

que compartía un extraño sentimiento fanático de dedicación. Leía solamente literatura

del partido. Esto era necesario para mantener el liderazgo en una Unión donde muchos

de sus líderes habían sido formados y entrenados comunistas.

El Sindicato de Maestros fue creciendo rápidamente en número e influencia. El número

de profesores universitarios aumentó en tal grado que se preparó para ellos un local

independiente el 537 con oficina propia. Junto con el Local 453 de la WPA, nuestra

membresía creció hasta casi alcanzar los nueve mil y amplió el control de muchos vecinos

del norte del estado. En su apogeo la Unión se había jactado de contar con diez mil

miembros, y en ella el Partido Comunista tenía una fracción cercana al millar. Entre ellos

se encontraban los profesores y los hombres y las mujeres que habían participado en el

Sexto Congreso Mundial de la Internacional Comunista y que habían sido entrenados en

Moscú.

El presidente de la Unión, Charles J. Hendley, un profesor de Historia de la Preparatoria

George Washington no era comunista. Era un militante socialista y no se unió al Partido

Comunista hasta que se retiró del sistema escolar. Después fue socio del Daily Worker.

Sin embargo, estuvo muchas veces dispuesto a unirse a los comunistas en las muchas y

variadas campañas del Sindicato de Maestros y del movimiento obrero en general. Creció

al igual que muchos de los líderes del Partido Comunista de la Unión, tendía a reducir al

mínimo las diferencias políticas. Era un hombre solitario; la Unión y sus dirigentes

constituían su familia y su vida social.

El partido no dejaba nada al azar. Cuando en 1936 Lefkowitz y Linville abandonaron el

Sindicato de Maestros porque los comunistas ya se habían asegurado el control, el Partido

sugirió inmediatamente un candidato para dirigir la oficina, y Dorothy Wallas, una

descarada y agradable rubia, fue colocada allí para asegurar el control del partido,

especialmente para controlar al presidente .

El Sr. Hendley tenía su agenda de trabajo como maestro, saturada, a tiempo completo y

se le dificultaba llenar el papeleo administrativo, pero la eficiente señorita Wallas estaba

siempre a la mano. Creció su afición por a ella y poco a poco se apoyó cada vez más en

su juicio, sin saber, por supuesto, que ella era miembro del partido. Por su parte, la

señorita Wallas utilizó su posición de favorita para en el momento que creyó oportuno

adueñarse de la oficina, y como el señor Hendley estaba todo el día en la escuela ella

comenzó a tomar decisiones importantes.

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Por mi parte, cuando no estaba en Albany, o fuera de la ciudad organizando algo, en el

Ayuntamiento, o en la Junta de Educación, rara vez iba a la oficina de la Unión, pero para

hacer eficaz el trabajo en la Unión pronto entendí debía prestar más atención a la política

interna de la oficina y hacer que la señorita Wallas trabajara sin ocasionar problemas. Ella

y yo nunca nos confrontamos ya que no quería que mi carrera fuera bloqueada por

diferencias con el Sr. Hendley. Como a menudo la escuchaba criticar a los comunistas,

estaba convencida de que ella no era uno.

En la oficina había otro grupo comunista, un grupo puritano y del ala más dura,

constituido por los líderes de antaño de la fracción. Los mismos que habían logrado el

renombre por más de tres décadas. Ellos habían encabezado la lucha contra Linville y

Lefkowitz. Algunos contaban con la venia de Moscú y eran una especie de cuerpo de élite,

disciplinado e inflexible, excepto cuando el Partido hablaba.

Hubo una lucha sutil para conseguir el liderazgo entre este núcleo interno y yo. Mi fuerza

en cualquier controversia radicaba en el hecho de que el Partido me estaba utilizando en

las campañas legislativas, laborales y pacíficas y que me utilizó para obtener posiciones

clave en la política laboral. Este prestigio lo utilicé para mantener a la Unión con vida,

lejos del congelamiento de un patrón comunista rígido. De cualquier manera, con

frecuencia me aplazaban, y yo permanecía firme sólo cuando se trataba de políticas de la

Unión en cuanto a los intereses económicos de los profesores y la necesidad de ganarse

el respeto político de la Unión.

La literatura partidista de aquel período estaba haciendo hincapié en la importancia de

incrementar los frentes unificados por la paz, contra el fascismo, contra la discriminación,

contra la inseguridad económica. Earl Browder y otros líderes del partido proponían a los

líderes de la Unión a no considerar el marxismo como dogma, sino a ser flexibles para

resolver las nuevas situaciones. De hecho, esta literatura a veces parecía como un

obstáculo desordenado como lo fue con doble discurso utilizado deliberadamente por

Marx y Lenin. Browder hizo hincapié en la importancia de contar con Stalin que estaba

construyendo el socialismo en Rusia, y sólo a la astucia de Stalin se debía el poder tratar

con todos, incluso con los enemigos de la clase obrera, como los capitalistas ingleses y

norteamericanos.

A nosotros, los líderes del frente unificado de la época se nos utilizó para sacudirles la

cabeza a la vieja guardia de la Unión y con desprecio a llamarlos los Diecinueve cero

cinco, en referencia a la revolución rusa de 1905. Sin embargo, ahora veo que esta vieja

guardia con su interminable disputa dio estabilidad al control del Partido de nuestra

Unión. Era toda su vida; Varios de ellos recibieron nada por sus interminables horas de

trabajo, salvo el derecho de controlar. Eran personas adustas, y algunos de ellos, como

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Celia Lewis y Clara Rieber, se presentaban como intolerantes a las opiniones de nadie,

excepto a las de bando. Nunca las vi reír y dudo mucho que supieran hacerlo.

En la Unión contamos con un hombre talentoso en la manipulación quien fue considerado

como el Stalin de la Unión - Dale Zysman, también conocido como Jack Hardy. Él había

estado en Moscú. Había escrito la primera revolución americana, lo que implicaba que

una mayor que estaba por venir. Profesor de la escuela secundaria, era un joven alto y

agradable con un gran interés en el béisbol y llevaba en la boca una pipa en el mismo

ángulo que Stalin llevaba la suya. La fracción comunista le había instalado oficialmente

como vicepresidente del Sindicato de Maestros y también extraoficialmente como el

árbitro en todas las disputas entre los miembros y grupos del partido. También estableció

contactos con personalidades que no eran del Partido con el fin de facilitar el trabajo en

la Unión. Fue él quien trató de dar al Consejo Ejecutivo de la Unión una apariencia

equilibrada ya que persuadió a los profesores protestantes y católicos para aceptar cargos

en el Consejo donde la mayoría de los miembros eran ateos comunistas.

Dale también mantuvo un sistema de espionaje con el que reunió información sobre lo

que estaba ocurriendo en la Unión, así como en los círculos internos de las otras

organizaciones de maestros. Los que trabajaban en este sistema de espionaje,

especialmente en otros grupos de izquierda, llegaron a tener personalidades retorcidas.

Supe con el tiempo que Dale, se reportaba directamente con "Chester", un hombre que

estaba a punto de conocer como el jefe del servicio de inteligencia del Partido.

Más tarde tuve un serio problema con Dale y nuestra oficinista rubia. Dorothy estaba

dificultando mi posición con el Sr. Hendley contándole falsas historias sobre mí. No podía

pasar horas en la oficina sólo para contrarrestar las intrigas. El asunto con Dale no

conducía a ninguna parte. Pero un día, dos contadores me trajeron pruebas de

irregularidades financieras. No querían mostrárselas al señor Hendley porque la señorita

Wallas estaba involucrada. Hablé del tema con Dale y la echaron.

Entonces un día el misterio se aclaró. Supimos que la señorita Wallas no era solamente

una buena comunista, sino que también ¡era la hermana de Dale! Esto explicaba mucho,

y pensé que los líderes de la fracción debían ser enterados. Pero cuando compartí mi

descubrimiento con Celia y Clara y observé sus rostros para conocer su reacción me di

cuenta que lo habían sabido todo el tiempo. Yo era la única que no lo sabía. Poco después,

la señorita Wallas fue enviada a otra parte y por fin fui libre para continuar mi trabajo;

pero por un tiempo estuve intranquila debido a esta duplicidad.

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La asistencia a las convenciones ocupaba gran parte de mi tiempo. Ninguna convención

de maestros en los Estados Unidos pasó desapercibida para el Partido Comunista. La

oficina nacional llamaría a los líderes de los maestros comunistas y discutiría con nosotros

la naturaleza de la organización y nos preguntaría si teníamos miembros del partido

dentro de ella. Si así fuera, tendríamos decidir qué resoluciones se iban a introducir y a

cuáles debíamos oponernos. Si no tuviéramos miembros, nos enviarían observadores para

hacer contactos. En estas convenciones se prestó atención especial para impulsar las

ayudas federales en los programas de educación pública y presionar sobre la cuestión de

la separación de iglesia y estado.

También nos preparamos cuidadosamente para reuniones de sociedades académicas,

como las matemáticas, las asociaciones de lengua moderna y las integradas por

profesores de física, historia y ciencias sociales. Se hizo una investigación metódica de los

militantes y amigos del Partido, tanto de los liberales como de los grupos de intereses

especiales. Esto fue hecho con muchos meses de antelación. A continuación, se inició una

campaña para seleccionar a ciertas personas de élite o tenerlos como voluntarios para ir

a una convención para que pudiéramos tener un núcleo de personas de confianza. Por fin

habíamos elaborado un plan de acción para poner ciertas medidas y tratar de derrotar a

los demás.

Nos pareció que era importante mantener estas reuniones de sociedades científicas para

derrotar a todo lo que no se ajustara a la ideología marxista.

El resultado fue que la ideología de muchas de nuestras sociedades académicas de los

últimos treinta años se vio profundamente afectada. Los comunistas establecieron una

fracción en tales sociedades y siempre dirigiéndolas con un enfoque materialista,

colectivista, internacional y de lucha de clases.

Las convenciones fueron de gran valor para reunir el grupo creciente de investigadores,

que no eran miembros del Partido, pero que seguían la ideología marxista idealista. La

fuerza del partido fue en aumento y alcanzó posiciones elevadas; la obtención de

empleos y los ascensos en el trabajo son una condición sine qua non de encuentros

académicos. Los hombres se sienten atraídos donde está el poder, y estos hombres

académicos no eran diferentes en ese aspecto a los vendedores ambulantes. El partido y

sus amigos eran asiduos a las sesiones donde se desarrollaban las fases de trabajo

dedicadas a la obtención de empleos.

Al finalizar cada convención, nuestros aliados regresaban con las listas de nuevas

conquistas. Estos nombres se distribuían a los organizadores de cada distrito del Partido

en la localidad donde vivía cada profesor.

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El organizador visitaría y trataría de profundizar en la conquista ideológica, halagando a

su víctima, revelándole nuevas perspectivas de utilidad, e introduciéndole a una vida

social interesante. Los métodos eran variados; el fin solo uno: tender un lazo para

acercarlo al partido.

En poco tiempo se convertiría en un profesor involucrado en la lucha de clases del

proletariado. Entonces su nombre se utilizaría para apoyar las declaraciones públicas

comunistas, ya en políticas nacionales o internacionales. Pronto, el profesor se

identificaría con un "lado", y todas las personas buenas serían las que estuvieran de su

parte y vería a todos los codiciosos, los degenerados y los estúpidos si estaban del otro.

Pronto comenzaría a hablar de "nuestra gente" y pensando en sí mismo como parte de

un innumerable ejército que marchaba en pos de la justicia de un nuevo mundo, o, como

un comunista intelectual francés, que perdió la vida en la Resistencia, y posicionó los

"mañanas que cantan. "

Las convenciones de la Federación Americana de Maestros se llevaron a cabo durante los

meses de verano, para que los delegados pudieran asistir a los maestros sin tener que

ausentarse de sus clases y pedir una licencia especial.

Esta Federación fue única en su especie, en la educación estadounidense. Fue la única

asociación de docentes organizada sobre una base sindical.

La historia de la planificación para afiliar maestros laboralmente es interesante. Se intentó

por primera vez en 1902 en San Antonio, donde una carta fue emitida directamente por

la AFL, más tarde ese mismo año, la Federación de Maestros de Chicago, organizada en

1897, se afilió a la Federación del Trabajo de Chicago para obtener apoyo de los

trabajadores para una lucha salarial con los "intereses creados". Muchos hombres y

mujeres prominentes de Chicago, entre ellos Jane Addams, instaron a los maestros para

afiliarse al campo laboral.

Las revistas pedagógicas publicaron un debate encendido en el que se podía leer sobre

la conveniencia de pertenecer a un sindicato, un debate que no ha cesado desde entonces.

Para 1916 veinte organizaciones magisteriales de diez estados distintos se habían afiliado

al campo laboral. Algunos habían durado poco tiempo, ya fuera por la supresión local o

por la pérdida de interés, después de que el objetivo inmediato fue ganado.

En 1916 la Unión de Maestros de Chicago hizo un llamamiento a todos los obreros

afiliados locales. Se realizó una reunión y se fundó una organización nacional: la

Federación Americana de Maestros. Para el siguiente mes se habían afiliado a la A. F. de

L., ocho locales de alquiler en Chicago, Gary, la ciudad de Nueva York, Scranton, y

Washington, DC, con una membresía combinada de dos mil ochocientos.

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“El Maestro de América”, una revista publicada por un grupo de individuos del sindicato

de Nueva York, la ratificó oficialmente. Al principio, las juntas de educación presionaron

con hostilidad a la nueva organización de maestros, pero para 1920 contaba con ciento

cuarenta locales y una membresía de doce mil.

La Federación Americana de Maestros fue iniciada por los socialistas. Su crecimiento se

debió a los principios contra la guerra de los socialistas americanos, porque no había

necesidad de una organización para ayudar a los profesores que participan en la lucha

contra la guerra. Incluso entonces la mayoría de los miembros no eran socialistas, pero

fueron atraídos por el programa de la Federación de ayuda económica y social. En 1927

la Federación se había reducido número de miembros y prestigio a causa de los ataques

contra los trabajadores organizados. Con la llegada de la depresión de nuevo comenzó a

crecer y para 1934 había setenta y cinco locales en buen estado con una membresía activa

de casi diez mil.

En ese momento los comunistas fueron desplazando a los socialistas de los puestos de

liderazgo en los sindicatos radicales. La marcha constante de los comunistas en la

Federación en este periodo fue planeada y no accidental. Los locales se podían formar a

partir de veinticinco profesores y éstos a su vez enviaban delegados a la convención

nacional. Los organizadores del distrito comunistas comenzaron a promover la

organización de los maestros, y éstos comenzaron a enviar delegados, casi siempre a los

más encantadores y persuasivos.

Muchos de los profesores no estaban interesados en la lucha política en la Federación y

no les importaba ir como delegados. Incluso en el local de Nueva York en mis tiempos,

era difícil conseguir que la gente que no pertenecía al partido fuera como delegados ya

que la Federación no corría con los gastos. Pero la competencia más aguda existía entre

los miembros del partido. La fracción comunista dentro de la Federación elaboró su lista

cuidadosamente y se considera como una marca de honor para los miembros del grupo

o compañeros de viaje para ser seleccionados.

Por supuesto, que de 1936 a 1938 nuestra delegación del local 5 para las convenciones

de la Federación tuvo que ser dividida entre el grupo comunista, que estaba en el control

y la oposición, que consistía en grupos escindidos de socialistas. La lucha entre estos

grupos se realizó durante las convenciones nacionales, a menudo ante la consternación

de los políticos ingenuos que todavía creían que toda la política estadounidense era

gobernada por los republicanos y los partidos democráticos. No podían entender la

amargura, el vituperio, y a veces hasta el terror que sus colegas mostraban. Pero un hecho

estaba claro para los demás: las convenciones de la Federación se convirtieron en campos

de batallas por la captura de las mentes y los votos de los delegados independientes.

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La primera convención de la federación a la que asistí se llevó a cabo en 1936 en la ciudad

de Filadelfia. Como estaba cerca de la ciudad de Nueva York, enviamos un contingente

completo de los delegados, mientras que muchos de los locales fuera de la ciudad se

vieron obligados a enviar sólo una representación simbólica. Para empeorar las cosas,

impresionamos tanto los miembros de la fracción de Nueva York, que aunque muchos no

eran delegados eran necesarios para entretener y cabildear con delegados de otras

secciones. Estábamos tan bien organizados que teníamos el control casi completo. Los

arreglos estaban en manos de los locales de Filadelfia, en sí dirigidos y controlados por

comunistas. El partido asignó los trabajos del sindicato a los más capaces, su función era

realizar sesiones secretas en una habitación contigua en el hotel de convenciones para

ayudar a los camaradas en todas las cuestiones.

Y si aún no estaba completamente convencida de que la única vía hacia el progreso era

la señalada por los comunistas, sí estaba abrumada por la sensación de poder que se

manifestó esta convención. A ésta asistieron profesores cuyos nombres había leído en la

literatura académica y en la prensa. Hubo una amplia gama de delegados, universitarios

y distinguidas mujeres y de la clase de los viejos tiempos maestros serios con tal dignidad

que parecía ser la profesión más importante en los Estados Unidos, sobre todo para el

joven sustituto y los maestros en paro quienes contemplaban con miedo su situación

económica y el desafío político y filosófico. También estaba la tropa WPA, un surtido de

hombres y mujeres a los que se les llamaba maestros, sino muchos de los cuales habían

sido desplazado en esta categoría, ya que estaban en relieve, o tenían una educación

universitaria, o poseían algún talento que les permitió ser llamados maestros, como

enseñar el baile, fontanería o peluquería.

Un buen proceso de nivelación estaba en el trabajo en la vida americana y en ese

momento me pareció una cosa buena. Al parecer también el Partido Comunista lo vio

bien, aunque por distinta razón. Esta nivelación profesional haría que los mejores

maestros se adhirieran a su filosofía de lucha de clases y así llevarlos a identificarse con

el proletariado.

En la convención se encontraban diferentes personalidades interesantes: ordenado,

tranquilo Albert Blumberg de la Universidad Johns Hopkins, el agente comunista más

astuto en la Federación; Jerome Davis, recién despedido de la Yale Divinity School, se nos

dijo que le habían echado, porque se había atrevido promover una huelga de trabajadores

en la cafetería de los estudiantes; María Foley Crossman, mujer fina y capaz y presidente

del local de Filadelfia; la señorita Allie Mann, encantadora mujer quien además pertenecía

al parlamentario del local más grande del sur de Atlanta, y una de las líderes no

comunistas.

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La convención fue tragada completamente por los comunistas. Se aprobaron cuanta

resolución quisieron y comencé a sentir que teníamos suficientes votos para aprobar una

resolución para una América Soviética.

Jerome Davis fue elegido presidente de la Federación. El año siguiente nuestros esfuerzos

fueron en torno a su causa: su reincorporación a Yale. Ésta también se convirtió en una

de las causas del Sindicato de Maestros.

La división de la universidad de la Federación votó para que se efectuaran manifestaciones

en Yale y se eligió una comisión para negociar con el Consejo de Yale para su

reincorporación. El nuestro era un grupo poco común de manifestantes, llevamos gorras

y batas y desfilamos con dignidad en el hermoso campus, pero llevamos pancartas para

demostrar que éramos los hermanos intelectuales de todos los trabajadores en huelga.

Después de algunas horas, el Consejo de Yale acordó entrevistarse con un comité de tres

elegidos por la delegación. Yo era uno de ellos. En un frío salón de altos techos que nos

sentamos en sillas de grandes respaldos - mis pies apenas tocaban el suelo – frente a los

cuatro miembros del Consejo, los hombres estuvieron callados, excepto cuando se nos

dijo que estaban allí sólo para escuchar. En vano hicimos preguntas. La respuesta era

siempre la misma: que estaban allí para escuchar, no para discutir.

Explicamos nuestras demandas. Hicimos discursos propagandísticos sobre el papel de los

educadores americanos y sobre el derecho de un profesor para participar en problemas

de la comunidad. A continuación, se informó a los manifestantes académicos que el poder

financiero representado en el Consejo de Yale ya había escuchado nuestras observaciones

y se había comprometido a considerarlas.

Como resultado de nuestros esfuerzos el Consejo acordó otorgar al profesor Davis un año

de salario, pero se negó a reintegrarlo. Quedamos satisfechos. Se había conseguido algo

gracias a nuestros esfuerzos y la Federación tenía como presidente un profesor

universitario.

La siguiente convención se llevó a cabo en Madison, Wisconsin, los dos años que le

siguieron continué siendo delegada. A nuestro Sindicato de Maestros de Nueva York le

había ido bien ese año, habíamos crecido enormemente en los cifras, en prestigio y en

victorias.

En la primavera de aquel año de nuevo había pedido licencia para ausentarse de Hunter

para representar al Sindicato en la legislatura. Los fideicomisarios de la universidad habían

sido reacios a concederme esta licencia, pero gracias al Alcalde La Guardia, con quien

todavía estaba en términos amistosos, de nuevo aseguré mi permiso.

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La organización del CIO de los sindicatos masivos y el rápido aumento en la afiliación

sindical habían traído gran prestigio y un poder tremendo al movimiento obrero.

Nosotros los maestros, montamos las bases y estábamos muy agradecidos con el Partido

por darnos la oportunidad de ayudar de cerca al proletariado.

En 1937 las huelgas de brazos caídos en las grandes instalaciones y en las oficinas de la

WPA y de bienestar en Nueva York dispararon la imaginación de los jóvenes intelectuales

del Sindicato de Maestros. Estaban dispuestos a probar suerte con el CIO. Dondequiera

que un grupo de maestros tenía influencia, nos uníamos encabezando las

manifestaciones. En Nueva York nos unimos a los periodistas del Brooklyn Eagle y del

NewarkLedger; a los oficinistas de telégrafos se unieron los trabajadores de la

comunicación. Al frente marino se le apoyó con tiempo y dinero, incluso se repartieron

recursos para los hogares de los marineros en huelga. En los desfiles del Primero de Mayo

marchamos con gorra y bata.

Aquel año fuimos a la convención con la esperanza de tomar la Federación del CIO, para

John L. Lewis. Estábamos fascinados con él, por su melena, por tener unas cejas increíbles,

por sus alusiones bíblicas, y por su forma de actuar al estilo de Shakespeare. Ahora veo

que éramos un grupo raro, intelectuales delirantes que se escapaban de sus aulas, para

dar clases de marxismo y leninismo a los obreros trabajadores en nuestras horas libres.

Algunos de los más astutos, ponían su labia al servicio de esta actividad, con la esperanza

de capturar los mejores puestos en los círculos académicos, donde podían servir mejor a

la causa. Pero la mayoría de los profesores que participaban en este tiovivo se

convirtieron en mejores políticos que educadores.

La Convención en Madison tuvo un enorme contingente de profesores universitarios,

especialmente de las escuelas que se dedicaban al entrenamiento de profesores.

Comenzaron a dominar la Federación. Entre ellos estaban John de Boer y Dorothy

Douglas, además de gente brillante de la llamada ala izquierda, incluido el atractivo Hugh

de Lacy de la Costa Oeste. Hasta entonces, De Lacy estaba encargado de dividir al Partido

Demócrata a través de la creación de la Federación Democrática, lo que derivó en su

elección en el Congreso. Él fue una gran adquisición para la causa comunista.

El Partido Comunista nos había dicho que no quería que los maestros que entran en el

CIO. Sentía que tenía el suficiente poder dentro del CIO mientras que en la A. F. L. fuerzas

del partido estaban disminuyendo. Yo estaba muy decepcionada porque creía que con las

fuerzas liberales del CIO y sus fondos, el movimiento del Sindicato de Maestros se podría

ampliar enormemente. A la AFL no le gustaba gastar dinero en la organización de los

maestros.

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El Partido no estaba dispuesto a correr riesgos y en cualquier momento podía dar la

instrucción de abortar las misiones. Rose Wortis y Roy Hudson, del Comité Central,

estaban en el hotel de convenciones para dirigir a los camaradas correctamente. Roy era

un ex marino alto y especialista en la política obrera de Browder. Era de los que daban un

golpe en la mesa y todo estaba dicho. Le hablé francamente y le dije que pensaba que

deberíamos entrar al CIO. Jerome Davis y los profesores estuvieron de acuerdo. Sin

embargo, nos informaron que no era lo que el Partido. La disciplina imperaba entre los

jefes de piso, así que se sometió a votación y optamos por seguir la línea del Partido. Los

comunistas se unieron a algunos miembros conservadores de la Federación derrotaron la

propuesta de entrar al CIO.

En todas las elecciones de 1937 de la ciudad de Nueva York, el Partido había fundado el

año anterior el Partido Obrero Americano y había conquistado importantes plazas para

él. La política de la ciudad había trabajado constantemente en eliminar las diferencias

entre los partidos principales, y los liderazgos a cargo de ambas partes fueron

desapareciendo. Esto llevó inevitablemente al control de todas las partes por un pequeño

grupo en torno a Fiorello La Guardia, cuya heredera política era Vito Marcantonio. Se

trataba de dictadura personal. Las nominaciones se negociaron en la lucha por el poder,

y el Partido Comunista se apresuró en integrarse a esta lucha.

Los que afirman que La Guardia fue un gran alcalde, olvidan que él fue quien derribó los

principales partidos políticos y quitó toda responsabilidad de los partidos en el estado de

Nueva York. Es cierto que limpió las calles, bajó los impuestos, y aunque menos notable

injertó la corrupción. Bajo el gobierno de La Guardia el poder político se transfirió de las

personas organizadas a los partidos políticos, los cuales estaban en manos de grupos que

ejercían el poder personal. El verdadero poder político pasó a los sindicatos bien

financiados y bien organizados del CIO y de la izquierda de la AFL a los grupos

minoritarios nacionales organizados: los negros, italianos, judíos, etc. Estos grupos se

utilizaron en política como máquinas para obtener votos y sus autoproclamados líderes

fueron recompensados con los despojos de las oficinas. Vi como este nuevo patrón se

repetía una y otra vez, y se vertía hacia los partidos tanto republicanos como demócratas.

Vi a LaGuardia reunirse con los comunistas. Lo vi cuando aceptó las renuncias por escrito

a la alcaldía por parte de Si Gerson y de Israel Amter y recibió un certificado de sustitución

para su nominación a alcalde. Una media hora más tarde le escuché dirigirse al grupo del

ala socialdemócrata del Partido Obrero Americano en el Hotel Claridge, y lo primero que

hizo fue exhortar a los comunistas. Los comunistas estaban entre el público y al parecer

ninguno de ellos pareció darse cuenta de sus patrañas. Por lo tanto LaGuardia jugó con

ambas alas del Partido Obrero para su propio beneficio. Tales eran las políticas a las que

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los idealistas se habían entregado. La campaña electoral de 1937 fue importante para que

la banda izquierda pudiera hacer ofertas por el poder, con los socialdemócratas del

Partido Obrero Americano, con los demócratas, con los republicanos, y con los adinerados

que querían cargos públicos y botines públicos.

Ese mismo año, el Partido Obrero Americano apoyó el proyecto de La Guardia, que incluía

a Thomas Dewey para fiscal de distrito. Me sorprendió cuando Abe Unger, un abogado

del partido al que conocía bien, me pidió que ayudara a organizar el comité femenino

para la elección de Thomas Dewey. ¿Cómo se introdujo Abe en aquella campaña? No lo

sé, pero lo que sí sé es que él organizó para Dewey los grupos de trabajo que se le habían

opuesto anteriormente debido a sus investigaciones y el procesamiento contra muchos

sindicatos.

Recuerdo especialmente una reunión hilarante del Sindicato de Maestros de aquel año

anterior a las elecciones. Se celebró en el hotel Diplomat y mientras se animaba al público

para aclamar a los candidatos del Partido Obrero Americano y a sus aliados, Thomas

Dewey, acompañado por sus directores de campaña, pasó como una bala en medio de

los reunidos, y de nuevo pasó como una bala para hacer un breve discurso. Y pensé, con

diversión satírica, que la política en efecto, se trataba de convertir a los extraños en

compañeros de cama.

Como en 1938 mi trabajo para el Sindicato y para las escuelas interfería con mi labor

como profesora, decidí renunciar al Hunter y trabajar a tiempo completo en el Sindicato.

Muchos de mis amigos se sorprendieron al escuchar mi decisión. Les impresionaba que

estuviera dispuesta a salirme de la universidad, dejar mi puesto de mando, renunciar a mi

pensión y otros derechos para irme a un trabajo sindical incierto con un salario reducido,

y lo peor de todo: para un trabajo que dependía de las elecciones anuales.

El presidente Colligan estaba profundamente conmocionado cuando se lo dije y me pidió

que lo reconsiderara. “Esta gente, Bella, te utilizará”, me advirtió, “y luego se desharán de

ti”. Le miré y pude ver que su preocupación por mí era sincera, lo cual aprecié, pero pensé

que era un hombre chapado a la antigua que temía considerar nuevos puntos de vista.

Además, sabía que él era católico y que se oponía a las fuerzas con las que estaba yo

asociada.

Sacudí mi cabeza. “Está decidido”, le dije. “En este país existen ciento cuarenta millones

de Americanos que no tienen posesiones ni seguridad social. Me la jugaré con ellos”. Y

entregué mi renuncia del Instituto Hunter.

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CAPÍTULO NUEVE.

Renuncié a mi trabajo en el Hunter College principalmente porque sentí que no podía

servir a dos amos. Si decidía permanecer como maestro, toda la atención debía dársela a

mis alumnos y no compartirla con organizaciones externas. Temía también que si

continuaba dando clases, como muchos otros maestros que incursionaron en la política,

habría un conflicto entre mi deseo de servir a los intereses de la universidad y mis

aspiraciones por servir a los “oprimidos”.

Así que sin pensar en el futuro, me decidí por pertenecer a la clase trabajadora confiando

que ahí encontraría seguridad y satisfacción. Como se aproximaban las elecciones para

los legisladores, me convertí en empleada de tiempo completo del Sindicato de Maestros

por sesenta dólares a la semana. Éste fue el salario que recibí durante los años que trabajé

para la Unión. No pedí entonces ni después un aumento, ya que era consciente de la

situación monetaria de los trabajadores. Había escuchado hablar sobre los llamados

"artistas de la tarjeta de pastel" que eran oportunistas y arribistas de los movimientos

sindicales, nunca me deje tentar por estas “concesiones”, así que trabajé durante ocho

años con el mismo salario.

Aquel primer año me dediqué especialmente a presionar a la Junta de Educación de

Nueva York para que cumpliera con su obligación moral de atender a los miles de

maestros sustitutos que habían estado como empleados con gastos de viáticos durante

la depresión. En un principio se les mostraba un programa completo a la par con los

maestros regulares, con la excepción de recibir la prima vacacional y una compensación

anual, y se les descontaban lo días de ausencia por enfermedad. Estos maestros odiaban

las vacaciones, ya que en esos días no se les pagaban ni tenían derecho a pensión. Se les

llamó irónicamente maestros "sustitutos", cuando en realidad no sustituyeron a otro

maestro.

El resultado fue una jungla educativa en la que se podían escuchar sólo las voces más

estridentes. De hecho, a veces se siguió la ley de la selva misma. Los maestros de la WPA,

los sustitutos, las asociaciones de los instructores en los colegios, fueron incitados por un

sentido de la injusticia y el temor al fracaso. En este terreno fue donde la fracción de

profesores comunistas echó raíces.

El hecho de que la educación pública fuese gratuita por parte de la ciudad de Nueva York

desde los grados básicos hasta la universidad, incluso con los libros de texto gratuito,

creó un proletariado intelectual. Estos hombres y mujeres necesitan puestos de trabajo

acordes con su educación, y la enseñanza en ese momento era el trabajo más solicitados

por ellos. Cuando estos aspirantes a maestros comenzaron a incursionar en la política y

se toparon con la ineptitud e insensibilidad de las autoridades educativas se desataron

los conflictos.

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La campaña de los maestros “sustitutos” atrajo a miles de maestros no sindicalizados.

Sentí que debía hallar la manera de ayudarlos. Así que pacíficamente comenzaron a estar

agradecidos con los comunistas

Existían algunos puntos oscuros en esta lucha. Los profesores más jóvenes que habían

sido forzados a pertenecer a la WPA y los maestros con categoría de sustituto eran por lo

general hijos de los recientes inmigrantes, los italianos, los griegos, los judíos de Rusia, y

los eslavos, que se fueron fusionando con los hijos de la población negra que se expandía

rápidamente en la ciudad y a los que se les vio, desde un punto de vista educativo para

obtener trabajos profesionales. Sin embargo, los puestos de poder y la supervisión

educativa estaban a cargo de ingleses, escoceses e irlandeses.

Los comunistas, que son infalibles en adherirse a una situación explosiva, tenían las

respuestas para las problemáticas de estos jóvenes profesores jóvenes. Su respuesta clave

fue que habíamos llegado a la "ruptura del sistema capitalista." Para aquellos que estaban

auto-conscientes de su raza o religión les dijeron que "la discriminación religiosa o racial"

era la causa. Cuando algunos casos particulares de intolerancia o discriminación se

levantaron, los comunistas se apresuraron a señalarlos y exagerarlos. Así se estableció una

división entre los docentes de mayor edad, que eran en su mayoría protestantes, católicos,

judíos conservadores, y los nuevos maestros; librepensadores, ateos o agnósticos, que a

veces se hacían llamar “humanistas”

El Sindicato de Maestros se encontraba en un dilema sobre la cuestión de los maestros

sustitutos. Por un lado, se quiso atender a los maestros con mayor antigüedad, quienes

andaban diciendo que el Sindicato solo defendía las apariencias, etiquetas y el estatus de

la profesión. Y por otra parte sabía que los sustitutos de hoy serían los habituales del

futuro, y que además más comunistas podían ser reclutados de los amolados

económicamente.

Los líderes de las fracciones del Sindicato se dividieron. Algunos estaban dispuestos a

dejarlo caer porque querían mantener una posición de autoridad entre los maestros

regulares, de modo que pudieran influir en las políticas educativas y en el cambio

curricular.

A veces viajaba desde Albany para reunirme con la vieja guardia y me encontraba con sus

caras sombrías. Sabía que habían estado discutiendo la negativa para la campaña para los

maestros sustitutos. Se convirtió en una causa para mí. Apelé al Partido y recibí una

resolución favorable.

Comencé por construir un nuevo tipo liderazgo dentro del Sindicato. Me rodeé de los

miembros más jóvenes del partido que estaban más atentos a las nuevas situaciones y

que no creían en los rígidos patrones marxistas.

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No tuvimos éxito para que se aprobara la ley por la que habíamos luchado en Albany: la

de los maestros sustitutos. Pero al menos hicimos que fuera la propuesta más

controvertida en las sesiones de 1938. Más tarde, cuando fue aprobada por la Legislatura,

el gobernador Lehman la vetó a regañadientes ante todo el Consejo de Educación que

había usado todo su poder para que no pasara. Sin embargo, al vetarla instó a la ciudad

de Nueva York para que se hiciera algo para arreglar la situación. Añadió que si la ciudad

no tomaba cartas en el asunto, él actuaría en favor de dicha legislación en un futuro.

El Sindicato y los grupos comunistas crecieron enormemente en estatura y prestigio entre

la nueva cosecha de profesores y entre otros empleados de la administración pública.

Incluso a los políticos y funcionarios públicos se nos respetaba por nuestra campaña

implacable

Al final del período de sesiones me encontraba muy cansada. Sin embargo, me quedé en

Albany para asistir a la Convención Constituyente del Estado, estaba determinada a

escribir sobre las nuevas garantías que la Constitución otorgaba al sistema de escuelas

públicas en expansión. Charles Poletti, ex vicegobernador y juez del Supremo Tribunal,

era el secretario de la Convención, y quien, junto con Edward Weinfeld, ahora un juez

federal, fue de gran ayuda para lograr el éxito del programa en las escuelas públicas.

En el otoño de 1938, el Partido Americano Laboral me nombró candidata a la Asamblea

por el Décimo distrito, que incluía la zona de Greenwich Village. Este distrito fue muy

famoso y fue representado en varias ocasiones por Herbert Brownell y MacNeil Mitchell.

Ya con el billete comprado y corriendo la candidatura al Congreso de la misma área que

George Backer, en ese momento casado con Dorothy Schiff, y propietario del diario New

York Post. Fue el período en el que la banda Alex Rose-David Dubinsky del Partido del

Trabajo y el ala comunista todavía estaban en coalición - una difícil alianza nacida de la

conveniencia. Ambos buscaban el control político del Estado de Nueva York.

El Sindicato de Maestros organizó mi comité de campaña. Escribimos canciones políticas,

hicimos grabaciones, y organizamos una gran cantidad de diѕcurѕoѕ callejeros. Por

entonces ya había participado en tantas campañas electorales en zonas difíciles y había

desarrollado facilidad para la oratoria. Una de mis cargos preferidos era vincular a los

abogados de los candidatos del Partido Republicano con los del Partido Demócrata a la

misma ley de asociación, una firma que representaba los intereses de utilidad para el

público en general. Para ampliar en este hecho, y concluyó con "Tweedledum y

Tweedledee – mejor vota por la APL”

Una noche, cuando estaba concluir una reunión en la esquina de la calle Séptima y la

Catorce, vi a David Dubinsky, que vivía en el barrio, y George Meany pasar. Se detuvieron

para escuchar durante unos momentos, luego sonrieron entre sí y se retiraron. De

repente, y por primera vez, me sobrevino una sensación de inutilidad de esta actividad

sin fin en la que los comunistas me habían involucrado.

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Aquel año John y yo estábamos viviendo en una pequeña y encantadora casa al oeste en

la calle Once. Mis padres ocuparon una planta, John y yo la siguiente, y el dúplex encima

de la nuestra lo alquilamos a Susan Woodruff y a su marido. Susan era una anciana

adorable cuyo marido republicano se había graduado en Princeton. Susan, por el

contrario, era una comunista confesa y admiradora de la Unión Soviética, aunque al igual

que su marido mientras su genealogía ascendendía a los primeros pobladores de Estados

Unidos de América. Más tarde se convirtió en una de las tres mujeres de edad quienes

supuestamente poseían el Daily Worker.

Susan me encantaba y la respetaba porque abiertamente se proclamaba afecta a la Unión

Soviética. Ella había ido a Rusia en los años treinta y que había tomado fotografías de

escenas soviéticas. Las había organizado en diapositivas las mostraba gratuitamente,

además de dar conferencias en diversas iglesias y en la “Y”. Ella realmente creía que la

Unión Soviética significaba un avance para la humanidad y estaba ansiosa por colaborar

en el fortalecimiento de la misma.

El partido estaba siempre dispuesto a utilizar estas propagandistas voluntarias. Incluso

los anticomunistas nunca mostraban a la gente como Susan como comunistas y sin

proponérselo estaban ayudando a socavar la clase capitalista generosa, el verdadero

sostén de su propio grupo.

Suѕan estaba rodeada de gente semejante, María van Kleek de la Fundación Russell Sage,

Josephine Truslow Adams, Annie Pennypacker, y Ferdinanda Reed. Ver a Susan y otros de

viejas familias estadounidenses dedicados al de servicio a la humanidad, las dudas que

pudiera haber tenido se disiparon.

A finales de 1938 nos mudamos a Poughkeepsie porque mis padres querían estar en el

área rural. La salud de mi padre estaba fallando. Mi madre ѕe alegró de poder regresar de

nuevo al campo. Yo alquilé un piso en la ciudad e iba a casa de mis padres los fines de

semana. John viajaba a menudo por negocios y prefería estar en Poughkeepsie.

Los efectos de la depresión se vieron reflejados en la sesión legislativa de 1939. Las

audiencias públicas sobre el presupuesto del Estado que tuvieron lugar en el cumpleaños

de Lincoln y las demandas trajeron consigo un recorte en las ayudas estatales en materia

educativa. Fue una lucha ahora entre el grupo de contribuyentes organizado con el lema,

"Hacha a la tasa", y el Sindicato de Maestros que condujo a un ejército de profesores y

padres con el lema mostrador, "No al hacha en la infancia." Pero se consiguió que pasara

un diez por ciento menos a la ayuda estatal – este recorte nos pareció que ponía en

peligro el programa educativo y que significaba una pérdida en las posiciones laborales

de los profesores.

Al final la legislatura aprobó una resolución pidiendo una investigación legislativa para

los costos de educación y de los procedimientos administrativos educativos. Hubo

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también un proyecto piloto pidiendo una investigación sobre las actividades subversivas

de los maestros de la ciudad de Nueva York.

De inmediato me llamó la atención el hecho de que el estudio de los costos de la

educación fue utilizado para investigar las actividades subversivas. Llegué a la conclusión

de que los líderes legislativos querían reducir costos, pero que para ello sería necesario

para manchar los maestros. Estaban usando una técnica de Red-cebo para socavar la

educación.

Ni el alcalde LaGuardia ni los funcionarios del Partido Americano del Trabajo se moverían

para protegerse de este ataque. Fue nombrado un comité legislativo encabezado por el

senador Federico Coudert, un republicano de la ciudad de Nueva York, y Herbert Rapp,

un republicano del norte del estado. Otras organizaciones de docentes descontaron que

se tratara de un ataque al presupuesto educativo, consideraron que simplemente se

trataba de un ataque contra el Sindicato de Maestros, y sin duda se complacían en secreto.

En abril de 1939 John me llamó a Albany y me instó a volver a casa inmediatamente. Mi

padre se estaba muriendo en el Hospital St. Francis en Poughkeepsie.

Estaba muy agradecida con John porque a pesar de su hostilidad hacia el catolicismo

había respetado los deseos de mi padre para que llamase a un médico católico y lo

llevasen luego a un hospital católico. Ruth Jenkins, mi secretaria, me llevó a una velocidad

furiosa a través de una noche de lluvia de aguanieve. Al llegar al hospital, mi padre estaba

solo detrás de las pantallas con un tanque de oxígeno junto a él, inconsciente o dormido.

Una monja que le atendía me dijo que había recibido los últimos sacramentos. Me sentí

agradecida a pesar de que había dejado de creer en esas cosas hacía mucho tiempo. Tuve

la sensación de que se necesitaba algo para disminuir el dolor de la muerte y para dar

sentido a mi vida.

Me puse de pie al lado de la cama de mi padre y le miré. Puse mi mano sobre la suya, y

abrió los ojos, todavía tenían ese azul tan brillante, y, aunque no podía hablar, me miró

de manera constante, y luego una sola lágrima cayó de su ojo. Esto me pesó mucho y

varios años más tarde seguía preocupándome, era como si de aquella manera

representara su preocupación por mí. Pensé, con remordimiento, en estos años

desordenados, en los que, le había fallado como hija y lo había abandonado

Fue enterrado en el cementerio de San Pedro en Poughkeepsie. No fueron muchos al

funeral, pero los oficiales del pueblo le escoltaron en motocicletas al cementerio, como

prueba de su afecto por él como un amigo y buen ciudadano. Después del funeral volví a

Albany con el corazón oprimido para enfrentarme a mi trabajo por las multitudes.

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El Partido Comunista se había dado cuenta rápidamente de que para evitar el ataque a

los profesores comunistas, una cosa que podría herir al corazón mismo del Partido, se

debía ayudar a la campaña contra la investigación Rapp-Coudert, la cual estaba

pendiente.

Entonces creamos un movimiento llamado "Amigos de las Escuelas Públicas Gratuitas",

con el fin de preservar a la cepa del Sindicato de todo esto y también para incluir en la

lucha a aquellas personas que no fueran maestros. El comité se organizó bajo sus

auspicios que recogimos y los fondos recolectados el primer año superaron los $ 150,000.

Publicamos atractivos folletos que remitimos a las organizaciones de docentes, a los

sindicatos, a los clubes de mujeres, y a los funcionarios públicos.

Se me ocurrió la idea de crear un stand que fuera exhibido en la Feria del Estado de Nueva

York en Syracuse y con ello se cubrieron numerosas ferias en el condado. Haciendo una

súplica estridente para el apoyo a las escuelas públicas. Teníamos también muchos

minutos de tiempo gratuitito en docenas de programas de radio. Hacíamos uso de este

espacio en los programas de mayor interés en la estación de radio en Nueva York.

En las escuelas comunitarias organizamos los clubes "Save Our Schools" (“Salvemos

nuestras escuelas). Éstos estaban formados por profesores, padres, sindicalistas,

estudiantes y gente joven. Éramos un ejército bien entrenado y gracias a nuestro

activismo dábamos a la gente la sensación que conseguiríamos la victoria.

Ese verano el Sindicato de Maestros de Nueva York sufrió un nuevo ataque. Los Amigos

del Dr. Lefkowitz, un grupo formado en su mayoría por profesores, algunos de la vieja

guardia y anticomunistas, y con una larga trayectoria en la Federación Americana de

Maestros, junto con un bloque socialista, se organizaron. Estaban bajo el liderazgo del Dr.

George Counts y el profesor John Childs del Colegio de Maestros, el Profesor George

Axtelle de Chicago, el bloque de los maestros socialistas de Detroit, el Sindicato de

Maestros de Atlanta, Selma Borchard de Washington, y el representante de la Convención

por la AFL, George Googe. Estos, junto con los grupos minoritarios de la Ciudad de Nueva

York, el principal los Lovestonites dirigidos por Ben Davidson (más tarde secretario del

partido liberal de la ciudad de Nueva York) y por su esposa Eva, forman un grupo mixto,

pero, irónicamente unidos por un mismo objetivo.

Se tenía previsto que los comunistas tomaran el liderazgo de la Federación. Pero el Partido

trajo sus fuerzas de reserva, por la parte noroeste, California, desde el Sur, además de sus

fuerzas del Medio Oeste y Nueva Inglaterra. No habíamos tenido demasiado éxito en el

Medio Oeste, donde el Sindicato de Maestros de Chicago era conservador y los profesores

de St. Paul y Minneapolis estaban inundados de pequeños locales de profesores

universitarios y maestros privados que habíamos sido capaces de establecer. Los

comunistas se enfrentaban a la pérdida de control.

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Para empeorar las cosas, la noticia de que el pacto nazi-soviético se rompió durante la

semana de la convención, y como consecuencia nos habíamos convertido en minoría. A

pesar de que algunos cripto-comunistas mantuvieron sus cargos, fuimos incapaces de

utilizar a la Federación Americana de Maestros para ayudar a los angustiados locales de

Nueva York. Temíamos que los funcionarios recién elegidos harían su propia investigación

de la situación de Nueva York, y tal vez descubrir nuestro juego de cartas.

La colaboración soviético-nazi llegó en un momento en que el mundo civilizado ya no

podía permanecer en silencio ante las atrocidades nazis contra los judíos y otras minorías.

El gran número de miembros judíos de los sindicatos bajo la dirección de David Dubinsky

y Alex Rose tenía sus propias razones para odiar a los comunistas, motivos que se

derivaban de los antiguos feudos y la lucha por el control de los sindicatos, y debido a la

desconfianza de los comunistas por las empresas conjuntas. Ahora bien, estas personas

estaban realmente indignadas cuando vieron a Molotov dando la mano a Von Ribbentrop.

El pueblo judío dentro del partido también se encontraba desconcertado y no pocos

abandonaron filas. Los que se quedaron, afirmaban que los belicistas de Occidente

querían destruir la patria soviética, y que por eso a manera de autodefensa, los "belicistas"

occidentales habían hecho una alianza con su enemigo. Por mi parte, estaba demasiado

ocupada con el problema de los maestros para prestar mucha atención a este ultraje

aunque sí me preocupaba.

Aunque los comunistas apoyaron al alcalde LaGuardia en las campañas electorales, me

impacientó su actitud hacia los problemas de los maestros. Finalmente, para ejercer

presión, lanzamos un piquete alrededor del Ayuntamiento. Nos apostamos en línea

cantando las veinticuatro horas como estrategia publicitaria, y anuncié a la prensa que al

amanecer se haría una oración. Intenté conseguir un cura católico para que dirigiera las

oraciones del amanecer para nosotros, pero incluso los sacerdotes de las parroquias

pobres de todo el Ayuntamiento me miraron extrañamente y me dijeron que no podían

hacerlo sin permiso de la cancillería. Ofrecí pagarles como contribución a sus obras de

caridad, pero sólo conseguí que me miraran con más extrañeza más extraña y se negaran

agradecidos. Al fin un ministro liberal aceptó venir y dirigir a nuestros piquetes en la

oración.

El Partido no contribuyó para ese evento, pero me alegré cuando la noticia llegó a las

primeras planas de los periódicos con las imágenes de los manifestantes rezando por la

mañana. Por extraño que parezca, creo que realmente esa mañana rezamos.

Este episodio terminó mi amistad con La Guardia, pues estaba furioso por la publicidad

adversa. Contribuimos a que se hiciera algo. La Junta de Educación recibió la orden de

investigar la situación de los maestros sustitutos.

Para el otoño de 1939 el Comité Rapp-Coudert había establecido trabajar con

investigadores. El comité estaba integrado por hombres sin oposición, hombres justos,

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leves, tales como Robert Morris, Philip Haberman de la Liga Anti-Difamación, y Charles S.

Whitman, hijo de un exgobernador de Nueva York.

El asambleísta Rapp, un dirigente de alto rango, se encargó del financiamiento y

administración de la educación. Así que su papel en la investigación fue insignificante.

Esto dejó a una persona en quien recayó toda nuestra furia combinada. El senador

Coudert era un republicano, de apariencia fría y patricia. Tenía un bufete internacional de

abogados con una oficina en París y se relacionó con muchos rusos blancos. Lo veíamos

como un agente del imperialismo. El Partido Comunista y los hombres que representaban

los intereses soviéticos en este país dieron luz verde para hacer de él nuestro objetivo. El

Partido colocó sus fuerzas a disposición de los profesores, ya que los maestros estaban

ahora al frente para mantener la línea defensiva del propio Partido.

Yo sabía que la lucha iba a ser amarga, pero, no estaba preparada para su violencia. El

primer ataque fue en las listas de miembros del sindicato de maestros. Dentro del

Sindicato aún estaban los que pertenecían a los grupos escindidos, los Lovestonites,

trotskistas, socialistas, pero en el curso de la lucha de 1940 estos grupos escindidos

dejaron el Sindicato y se unieron a otras organizaciones. El Local Cinco fue notificado

sobre una demanda, una citación duces tecum, interpuesta por el Comité de Rapp-

Coudert para tener acceso a todos nuestros registros, listas de miembros e informes

financieros.

Entonces se realizó una consulta general. El Partido estableció un grupo conjunto, un

gabinete compuesto por varios miembros de la fracción magisterial. Entre los líderes se

encontraban personalidades tales como Israel Amter, Jack Stackel, Charles Krumbein,

todos ellos pertenecientes a la cúpula del partido, y algunos de los abogados del Partido.

Eran los comandantes para las operaciones directas. La estrategia fue decidida en defensa

de los maestros por la defensa del Partido. Respecto a las tácticas, éstas comenzarían a

aplicarse día a día.

Para el "Comité para la Defensa de las Escuelas Públicas" contratamos una batería de

abogados, ya que era imposible que un abogado atendiese a las muchas demandas.

Decidimos luchar contra la incautación de los documentos sobre nuestra pertenencia en

el terreno de la Corte de Apelaciones. Esto serviría para ganar tiempo y nos permitiría

continuar con la organización de las campañas masivas contra la comisión legislativa.

También serviría para llevar a cabo la comisión investigadora.

Para proteger nuestras listas de miembros se pidió apoyo a la Unión de sindicatos.

Enviamos oradores a las reuniones de los sindicatos de la bahía, trabajadores de hoteles

y restaurantes, carniceros, trabajadores estatales, condales y municipales, tanto de la A.

F. L. como de la CIO. Capacitamos conferencistas, preparamos resoluciones de forma

mimeografiada, y enviamos cientos de mensajes telegráficos del formulario al

gobernador y a los líderes de minorías y mayorías.

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Tratamos incluso lo imposible. Recuerdo una reunión de la A. F. L. en Albany presidida

por Tom Lyons, entonces su presidente. Pedí la palabra para convocar a la solidaridad,

recordando a cada uno de los delegados que la lucha por la organización sindical había

sido una larga y dura, y que en algún momento los miembros del sindicato redactaron

sus cartas en las suelas de sus zapatos. Señalé que aunque era nuestro Sindicato el que

estaba bajo el ataque, mañana podría tratarse del suyo. Y luego solicité su ayuda.

Me la negaron por completo. Los delegados comunistas en esa audiencia tenían miedo

de hablar. Entonces observé que en el rostro de Tom Lyons había más compasión, (él que

se había opuesto a todo lo que yo defendía) que en las caras de los compañeros que solo

intentaban salvar el pellejo.

Nuestra decisión fue que las listas de los miembros no debían ser puestas a disposición

del Comité, aunque hubiéramos perdido en los tribunales. Se me entregaron los archivos

de los miembros y se me ordenó negar la existencia de las listas, incluso preferir ir a la

cárcel si era necesario. Sucedió que estando yo fuera de la oficina llegó el Comité con la

solicitud y la señorita Wallas, en cuya custodia estaban las listas de los maestros de las

escuelas públicas, les entregó los documentos a los representantes de la Comisión,

presumiblemente bajo la dirección del Sr. Hendley.

Por mi parte, quemé las listas de los profesores del Sindicato Magisterial que estaban en

mi poder. Teníamos miedo de que a través de ellos el Comité pudiera trazar un patrón de

pertenencia, ya que en nuestras tarjetas se mostraban los patrocinadores de cada

individuo y las fechas en las que se incorporaron.

Una vez que el Comité tuvo en su poder las tarjetas comenzó a emitir citaciones.

Instruimos a aquellos profesores que no eran miembros del partido a presentarse ante el

Comité y para decir la verdad. Pero había cientos para los cuales la verdad podría significar

el despido, y fue a éstos últimos que se decidió proteger

Para entonces, el Partido había puesto a nuestro servicio su aparato de inteligencia, ya

que el Partido Comunista cuenta con sus propios agentes de inteligencia, en grupos

separados, en los sindicatos, en las principales divisiones de nuestro cuerpo político, en

los departamentos de policía y en las divisiones de inteligencia del Gobierno. Estaba por

constatar su eficacia. Tan pronto como el Comité Rapp-Coudert comenzó a emitir las

citaciones, recibí un mensaje de Chester, que estaba a cargo de la Inteligencia del partido,

asegurándome que había previsto que un enlace que se reuniera conmigo

periódicamente para entregarme la información sobre lo que estaba pasando en el

Comité de Rapp-Coudert

Me veía con mi contacto diariamente, en cafeterías, restaurantes y edificios públicos. Ella

era una atractiva rubia, aristocrática, bien vestida y encantadora. Ella me entregaba en

pedazos de papel los nombres de los testigos que el Comité estaba usando para obtener

información y una lista de los que iban a ser citados.

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Armados con esta información, iríamos con los miembros del sindicato que iban a ser

llamados y los advertiríamos. Si queríamos ganar tiempo, pedíamos a la persona citada

que se reportara enferma, incluso la registrábamos en un hospital si era necesario. Si era

posible, debía moverse, de lo contrario se le asignaba un abogado o un representante del

Sindicato para ir con la persona a la audiencia. La mayoría de los maestros recibieron

instrucciones de no responder a las preguntas y tener un posible requerimiento por

desacato. Algunos fueron instruidos para renunciar a sus puestos de trabajo, porque

temíamos que el Comité estuviera dispuesto a publicar los datos sobre sus conexiones

internacionales. Si los maestros decían la verdad, muy seguramente involucrarían a otros

contactos del partido.

El Comité Coudert emitió más de seiscientas citaciones. Los maestros controlados por el

Partido siguieron nuestras indicaciones e instrucciones. Con nuestra ayuda y gracias a

nuestras advertencias, fueron capaces de preparar historias de defensa para el Comité.

Después de que cada persona había comparecido ante el Comité se le ordenó escribir un

informe exacto de lo que había ocurrido con todas las preguntas y respuestas, y éstos

fueron entregados a nuestro Comité de Defensa. Estudiamos estas hojas para poder tener

evidencias de la tendencia de la investigación del Comité y pudiéramos armar mejor al

siguiente lote de maestros que convocasen.

Mientras estudiaba estas historias que me di cuenta por primera vez, de la importancia

que tenía el sector y movimiento magisterial en los Estados Unidos para el Partido

comunista. Prácticamente abordaba todas las fases de trabajo del partido. Y no sólo

fueron utilizados como maestros en la educación del partido, donde dieron sus servicios

de forma gratuita, si no que en el verano viajaron y visitaron figuras del partido en otros

países. La mayoría de ellos eran un montón de idealistas, personas desinteresadas que

tripulaban los comités de frente y fueron la columna vertebral de la fuerza del Partido del

Trabajo y más tarde en el Partido Progresista. Incluso, en el aparato interno del Partido

realizaron servicios de valor incalculable. Ellos abastecieron al partido con miles de

contactos entre los jóvenes, las organizaciones de mujeres y grupos profesionales. Fueron

generosos con la ayuda financiera en las actividades del Partido. Algunos maridos

apoyaron como organizadores o en las asignaciones especiales.

No hay duda de que la investigación Rapp-Coudert de las escuelas de la ciudad de Nueva

York proveyó a la legislatura una gran cantidad de información sobre el funcionamiento

de los comunistas. También proporcionó un buen ejemplo de cómo se defienden, en

varias ocasiones esta lucha defensiva era contra quienes realizaban la investigación y de

todas las armas a disposición del Partido, recurriendo a la calumnia, el desprestigio, los

insultos, la incriminación, una cuidadosa tergiversación de la historia y de los

antecedentes de cada investigador. Si no se encontraba nada con qué atacar, a

continuación, se esparcían algunas murmuraciones que, a base de repetición se volvieron

bolas de nieve y la voz pública, repetía: "Donde hay humo, ha de haber fuego”.

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En ocasiones, la campaña pasaba a la ofensiva. Se trató de encontrar un punto para

explicar la maldad de los investigadores, un resquicio donde ocultaban sus verdaderos

motivos: privar a las personas de ciertos derechos. El campo docente sostuvimos

firmemente, ante la opinión pública, la idea de que la investigación pretendía robar a las

escuelas públicas el apoyo financiero y para promover la intolerancia religiosa y racial.

Poco a poco ganamos la campaña, al menos en opinión de muchas personas; y distrajimos

la atención del público con acciones determinadas desde el Comité. El apoyo a los

maestros, que en un principio había venido sólo desde el Partido Comunista, aumentó

gracias a la inclusión primeramente de liberales, sindicatos de izquierda, organizaciones

nacionales y religiosas, y luego, de partidos políticos de izquierda, después, de los

demócratas, a continuación, los llamados progresivos republicanos. Todo el apoyo, sin

embargo, fue por cuestiones secundarias y no estaban dirigidas a combatir el problema

principal. A nosotros no nos importaba siempre y cuando marchasen a nuestro lado.

Veíamos sus razones como algo trivial.

Los Estados Unidos se encontraban en proceso de ser persuadidos a establecer una

alianza con Inglaterra y Francia en este momento. Al principio, el Partido Comunista

estaba en aparente oposición por el pacto nazi-soviético, y porque los miembros del

Partido Unificado se habían vuelto antibelicistas. Los grupos de los partidos comenzaron

a hacer alianzas con los grupos pro-Hitler, más violentos de E.U. Estas maniobras de los

comunistas por debajo de la mesa siempre irritaron a quienes como idealistas más o

menos sinceros pero equivocados, seguían ciegamente al partido. Los editorialistas de

The Daily Worker atacaron continuamente al Comité Rapp-Coudert como estrategia para

instigar a la guerra.

Por aquellos días, los comunistas estadounidenses se volvieron casi pacifistas. Esta fase

no duró mucho, ya que en el transcurso de la misma el Comité de Defensa de Profesores

publicó un libro llamado “Los Soldados de Invierno”. Se imprimieron unos diez

ejemplares. Estaba muy bien ilustrado. Obtuvimos la colaboración de artistas famosos

quienes realizaron las viñetas, porque las ganancias eran para ir a la Comisión de Defensa.

Pero nos vimos obligados a desistir de su posterior distribución cuando supimos que la

línea de la Internacional Comunista había cambiado una vez más y ahora el partido estaba

a favor de la guerra, como la Internacional Comunista siempre tuvo la intención de que

Estados Unidos debía ser.

La Internacional había asustado al mundo occidental por su alianza con Hitler; ahora la

campaña para involucrar a Estados Unidos en la guerra mundial estaba en su apogeo.

Aunque ahora el partido tenía ciertas dificultades debido a que muchos nuevos amigos

del Partido veían un conflicto entre cambiar de pacifistas a belicistas con la mayor

tranquilidad. Miles de estudiantes comunistas habían pronunciado con ímpetu el

juramento anti militar de Oxford. Muchos de ellos habían leído con alegría los poemas

contra la guerra de Mike Quinn, que también había proporcionado el CIO con su lema,

"Los Yankees no están llegando."

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Miles de mujeres habían trabajado con el partido en sus comités de masas, como la Liga

contra la guerra y el fascismo - un título que fue cambiado posteriormente a Comité

americano para la Paz y la Democracia, y luego a la Comisión de Movilización de América.

En 1940, el Partido me había seleccionado para dirigir el Comité Sindical de Mujeres por

la Paz. Habíamos multiplicado el dinero, se contrató a un joven para las relaciones

públicas, y se organizó una delegación multitudinaria para ir a Washington, donde

cabildeamos con los representantes y senadores. Estuvimos plantados frente a la Casa

Blanca con los megáfonos gritando consignas pro-alemanas.

Justo en aquel momento, había llegado la ruptura final entre mi marido y yo. Desde hace

algún tiempo John estaba molesto con el aumento de mis actividades con los comunistas.

Él era pro-británico y había servido en las fuerzas aéreas canadienses durante la Primera

Guerra Mundial hasta la entrada de Estados Unidos a ella. Despreciaba las campañas de

"falsa paz", como él mismo las llamaba. Hubo otras razones personales por las que

nuestro matrimonio fracasó, pero el punto culminante llegó en ese momento. Me dijo

que se iba a la Florida para obtener el divorcio.

Me quedé en nuestro apartamento en la calle Perry. Mi madre había venido a vivir con

nosotros algunos meses antes. Yo me la pasaba yendo y viniendo de Albany a Nueva York

aquella primavera, dedicando todo mi tiempo al Sindicato y a la causa del Partido, estaba

agradecida por el apoyo otorgado a los maestros.

Todavía no veía el comunismo como una conspiración. Lo consideraba una filosofía de la

vida que glorificaba a la "gente pequeña". Estaba rodeada de personas que se llamaban

a sí mismas comunistas y que estaban llenas de pasión como yo. En el mundo exterior

había inmoralidad, decadencia e injusticia; no había un modelo real a imitar en la vida.

Pero entre los comunistas sabía que había una conducta moral de acuerdo con normas

bien definidas y había apariencia de orden y certeza.

El resto del mundo se había convertido en un lugar frío y caótico para mí. Había oído

hablar de hermandad, pero no vi ninguna evidencia de ello. En el grupo de comunistas

con quienes trabajé encontré una comunidad interesante.

Además del trabajo en el Sindicato de Maestros, continué como líder activa del Partido

Laborista Estadounidense. Me asignaron a trabajar con un comité para liberar a los líderes

del Sindicato de Peleteros, que habían sido enviados a prisión por sabotaje industrial.

Organicé una comisión de mujeres, incluidas las esposas de los presos, para visitar a los

congresistas y al Departamento de Justicia.

Hablamos con la señora Eleanor Roosevelt en su apartamento de la calle Once. Ella

amablemente accedió a hacer todo lo que estaba a su alcance para hacer llegar nuestra

agenda a manos de los funcionarios apropiados. Fue muy atenta con las esposas de los

presos que habían ido conmigo.

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Sólo me molestó un detalle durante la entrevista: la cuestión sobre los derechos de los

comunistas de liderar los sindicatos que surgió en la plática en general. La Sra. Roosevelt

dijo que creía que los comunistas deberían ser miembros, pero no dirigir los sindicatos.

Su posición me pareció ilógica y se lo hice saber. El comunismo no puede estar en lo

correcto para los pequeños, para los obreros, y equivocado para los líderes. Sólo puede

haber un código moral para todos. Tal vez la señora Roosevelt, como yo y muchas otras

personas bien intencionadas en E.U., había aprendido por entonces, que en el comunismo

no se pueden encontrar puntos intermedios. La coexistencia es imposible en todos los

niveles.

En el verano de 1940 asistimos a la convención de la Federación Americana de Maestros

en Buffalo, temerosos de cómo seríamos recibidos. Fue casi irónico que una vez más,

estuviéramos en una convención en el preciso momento la escena comunista

internacional se agitaba por un acontecimiento dramático. El año anterior habíamos oído

hablar de la firma del pacto soviético-nazi; entonces llegaron noticias del asesinato de

León Trotsky en México. Los socialistas en conjunto, trotskistas, por un lado y el grupo

Lovestone por el otro prácticamente nos responsabilizaron de aquel evento. Pero el

desenlace de la convención de 1940 fue que el grupo de George Counts tomara el control

de la Federación Americana de Maestros y que poco después en Nueva York y Filadelfia,

otros dirigentes comunistas tuvieran sus levantadas sus cartas. En Nueva York, el

codiciado estatuto de la Federación Americana de Maestros fue para el Dr. Lefkowitz ya

él había fundado una nueva organización: el Gremio de Maestros.

Esto terminó automáticamente nuestras relaciones formales con la A.F. de L. El Sindicato

de Maestros de Nueva York era ahora un sindicato independiente no afiliado a ninguno

de los grandes movimientos obreros. Recordé con tristeza la convención en Madison

cuando habríamos sido aceptados en el CIO, pero que el Partido prohibió. Perdimos

aquella oportunidad principalmente como resultado de la publicidad en nuestra contra

durante la investigación de Rapp-Coudert y por eventos extranjeros.

Volví a Nueva York para enterarme de más malas noticias. Casi cincuenta de nuestros

maestros habían sido suspendidos de sus empleos. Pero quizá el mayor golpe fue a uno

de nuestros maestros, Morris U. Schappes, se le acusó de perjurio. Era profesor de inglés

en City College, ardiente comunista, graduado también del mismo instituto. Vivía cerca

de sus padres que Lower East Side. Con su esposa, Sonia, una devota comunista, de las

más dedicadas que conocí. Él fue la chispa que desencadenó el despido de los estudiantes

y maestros del City College cuando su entrega revolucionaria disminuyó. Bajo el nombre

de "Horton" él fue el director de la educación del partido de Nueva York al mismo tiempo

que enseñaba en la universidad. Ejerció una tremenda influencia tanto clase tras clase

como en la organización de los profesores universitarios del Sindicato trabajando

infatigablemente.

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Cuando fue citado por el Comité, se decidió que no respondería ciertas preguntas y optar

por tomar un apercibimiento por desacato con la casi segura pérdida de su empleo, o

renunciar a la plaza de maestro. Cuando volví de Albany, me enteré de que los altos

mandos del comité habían cambiado de nuevo la decisión: iba a admitir su filiación

comunista y aceptar que entre él y otras tres personas publicaron el periódico comunista,

The Pen and Hammer, (“La Pluma y el Martillo”) que circulaba de manera anónima en City

College.

El problema era que los tres comunistas que nombró estaban muertos o se habían ido

de la universidad y el Comité Coudert pudo demostrar que su declaración era falsa. Morris

Schappes fue procesado y juzgado ante el juez Jonah Goldstein y reenviado a los viejos

calabozos con una fianza de diez mil dólares.

Cuando las puertas de las viejas mazmorras, sucias e infestadas de ratas se cerraron detrás

de él, odié el mundo en que vivía. No me parecía posible que hombres tan ordinarios

pudieran encarcelar a otro por el deseo de mejorar la condición de los pobres además de

que nunca se benefició personalmente con sus actividades. Odié a Tom Dewey, el fiscal

del distrito, a quien yo culpaba por la catástrofe. Odié al "sistema" porque lo creía

causante de la tragedia. Fui con Sonia e hice lo que pude para ayudarla

Organizamos un comité para la defensa de Schappes. Convocamos a una reunión masiva

frente al Supremo Tribunal de Nueva York en Foley Square y colocamos una corona en

los escalones del palacio de justicia "en memoria de la libertad académica", porque este

fue el lema que utilizamos en el caso Schappes para obtener apoyo público. Mientras

tanto, recibí diez mil dólares en efectivo de uno de los amigos del Partido para que Morris

estuviera fuera de la cárcel en espera de las apelaciones.

Sobre este caso todavía hay cierta ironía. El abogado defensor de Schappes, Edmund

Kuntz, fue uno de los abogados en el caso del espía de átomo de Rosenberg. Es

igualmente irónico que Morris Schappes fue uno de los maestros que inspiraron a Julius

Rosenberg en City College mientras éste último cursaba sus estudios allí. Al final del juicio,

Morris Schappes fue condenado y condenado de dos a cuatro años en una prisión estatal.

El nuevo período estaba a la vista, un período de extremos, cuando el frente único de los

comunistas y las fuerzas de la unidad nacional en los Estados Unidos debían trabajar

juntos para ganar la guerra. Morris Schappes fue olvidado excepto por su esposa y

algunos amigos leales. El Partido Comunista estaba ahora en coalición con las fuerzas que

habían procesado a Morris.

Los días finales de 1940 y los primeros de 1941 se habían ido en preparar las defensas de

los individuos que las juntas escolares habían traído a colación para los despidos basados

en los hallazgos del Comité Rapp-Coudert. Cuando desapareció el humo, descubrimos

que había habido una pérdida de entre cuarenta y cincuenta puestos en los colegios de

la ciudad y en las escuelas públicas.

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El Sindicato de Maestros, en general, resistió el ataque. Hubo cierta pérdida de

membresía, pero todavía teníamos cerca de mil miembros del Partido en un sindicato de

alrededor de cuatro mil.

En febrero de 1941 mi querida madre había enfermado. El diagnóstico fue neumonía. Yo

estaba en Albany cuando llegó la noticia. Me apresuré a regresar para encontrarme con

la angustia de que los agentes de la Comisión Rapp-Coudert y algunos periodistas con

exceso de celo habían entrado en mi apartamento en busca de las listas de los profesores.

Mi madre, en su inglés entrecortado, les había informado que yo estaba ausente y que

me alegraría verlos a mi regreso. Se negó a dejar que miraran a cualquiera de mis papeles,

pero la habían empujado a un lado intentando hacerse cargo. Cuando me enteré me puse

furiosa por la invasión ilegal de mi casa. Pero todos rechazaron su responsabilidad, pero

en aquel momento mi principal preocupación era mi madre

Tenía setenta y seis años. Siempre había tenido gran fortaleza corporal y un buen ánimo.

Nunca la había visto aburrida. Su única preocupación era que yo trabajaba demasiado, y

a menudo me suplicaba que me relajara, pero a mí me impulsaban furias interiores. No

descansé. No tomé vacaciones. Me gustaba decir que no había vacaciones en la lucha de

clases.

Durante mucho tiempo mis actividades no tenían sentido para mi madre. Lo único que

sabía era que trabajaba demasiado. Pero debió de saber algo en sus últimos días, porque

una vez sacudió la cabeza y me miró con tristeza y dijo: “Los Estados Unidos hacen cosas

extrañas a los niños.” Murió en mis brazos varias semanas después. En el reposo de la

muerte, su rostro era encantador, y mientras yo estaba junto a su cuerpo, de repente vi a

mi madre con su gran suéter blanco con panes en las manos, cruzando los campos en

Pilgrim's Rest. A su alrededor estaban las aves salvajes que sabían que había venido a

alimentarlas. Ella ayudó a los pájaros y los animales y los niños y los adultos. La iba a

extrañar mucho.

Los funerales se celebraron en la Iglesia de Nuestra Señora de Pompeya en la calle

Bleecker. No había mucha gente en la iglesia conmigo, pero habían venido Beatrice y

algunos de los maestros del Partido, personas ajenas a esta casa de Dios. Vinieron a

consolarme por mi pérdida. Yo estaba profundamente conmovida.

Mi madre fue enterrada junto a mi padre en el cementerio de San Pedro en Poughkeepsie.

Regresé a Nueva York y ahora estaba completamente sola. Mi vida personal parecía que

se había acabado pues hasta entonces solo había pertenecido a la causa que servía.

Me mudé de apartamento porque no podía soportar su soledad. Conseguí uno pequeño

y barato en la calle Horacio, era el último piso de una vieja casa cerca del río Hudson.

Había una ventana al lado de mi cama y desde ella podía ver el cielo por la mañana al

despertar. Algunos días me llegué a preguntar desde cuándo realmente estaba tan sola.

Cuán lejos estaba aquel departamento del castaño que abarcaba con su sombra la casa

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de mi madre, mi padre y todos sus hijos, aquella casa desde donde había planeado mi

futuro.

Aunque todavía tenía una habitación y aún tenía una familia. La habitación era muy

diferente de la de Pilgrim's Rest y mi familia que era muy grande no tenía ningún lazo ya.

En mi cuarto de manera confusa lograba olvidarla, sobre todo cuando mi cuerpo y mi

mente estaban completamente agotados.

CAPÍTULO DIEZ

Era el verano de 1941. El sindicato de maestros esperaba que en la convención de la

Federación de Maestros de E.U.A. se otorgara la readmisión a nuestra sección. Por lo

tanto, elegimos una delegación completa y la enviamos a Detroit, ciudad sede de la

convención. Pero aquellos que ahora controlaban la Federación de Maestros de E.U.A.

difícilmente conocían que hubiera algún cambio en la situación. El año anterior habían

expulsado a los comunistas y no estaban listos para sentarse pacíficamente a conversar

con ellos ese año. Por lo tanto se negaron a aceptar a los delegados de las secciones

expulsadas.

Llevamos a cabo una convención de grupos opositores al otro lado de la calle. Dimos

discursos, y muchos delegados de la convención regular vinieron a escucharnos. Pero

volvimos a Nueva York sin haber cumplido con nuestro objetivo.

En el camino de regreso a Nueva York, varios delegados, entre ellos Dale Zysman y yo,

íbamos en el mismo tren que el Dr. Counts y el Profesor Childs, los líderes máximos de la

Federación de Maestros de E.U.A. Dale, siempre muy sociable, se fue a sentar junto con

ellos y hablaron de una posible readmisión en el futuro. Ambos profesores creyeron

apropiado que los Estados Unidos se convirtieran en aliado de la URSS pero que el Partido

Comunista norteamericano debía ser disuelto. Ésta era la filosofía política que en ese

entonces yo no entendía. A finales de ese año, ambos hombres publicaron un libro que

se titulaba America, Russia and the Communist Party in the Post-War World (Estados

Unidos, Rusia y el Partido Comunista en el Mundo de la Posguerra), un elogio excesivo a

la Unión Soviética con un llamamiento de cooperación en la guerra y en la paz entre los

Estados Unidos y la URSS, pero al mismo tiempo, una invitación a disolver el Partido

Comunista.

Ese otoño yo todavía estaba tratando de encontrar trabajo para maestros que habían

perdido sus puestos en la disputa Rapp-Coudert. Algunos de los suspendidos todavía

estaban esperando juicio departamental. El partido había perdido interés en ellos. Su

nueva línea era un frente unido con todas las "fuerzas democráticas" — es decir todas las

fuerzas pro guerra.

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Antes de Junio de 1941 se había presentado ante la opinión pública como una "guerra

imperialista", y esta sólo podría tener resultados reaccionarios. Pero cuando la Unión

Soviética fue atacada, la guerra se transformó en una “guerra del pueblo,” una “guerra de

liberación.”

El Partido Comunista de E.U.A. abandonó todas sus campañas de oposición. De nuevo,

sus amigos pacifistas eran "fascistas reaccionarios" y el partido dedicó todas sus energías

a elogiar a Francia y a Inglaterra como las grandes democracias. La lucha contra la Junta

de Educación Superior tuvo que finalizar, ya que el partido consideraba al alcalde La

Guardia como una fuerza en el campo de guerra pro-democrático.

A través de un intermediario nos ofrecimos para hacer un acuerdo total en los casos que

quedaban sin procesar ante la Junta de Educación Superior. No lo logramos y tuvimos

que tratar los casos uno por uno.

En el programa legislativo del Sindicato de Maestros de 1941 incluí una propuesta para

establecer guarderías públicas. El programa de guarderías WPA, a cargo del

Departamento de Educación del Estado, estaba llegando a su fin. El proyecto de ley que

introduje para el Sindicato era moderado. Estaba concebido principalmente como

programa de empleos para maestros y en parte como un programa social para ayudar a

mujeres trabajadoras con hijos pequeños. La polvareda que levantó en los grupos

opositores conservadores me asustó. Evidentemente había tropezado con un tema

controversial, algo que ponía sobre el tapete el rol de la mujer en la educación.

Para entonces no había prestado mucha atención a las políticas educativas. Los cursos de

educación en el colegio Hunter, incluían muy pocos temas polémicos y en los estudios de

posgrado, había evitado tales cursos pensando que debía dedicarme principalmente a las

asignaturas sobre el tema. Tenía la anticuada teoría de que si un maestro sabía su materia,

había hecho algunos cursos en psicología y le gustaba la gente joven, era capaz de

enseñar. Me horrorizaba ver a los maestros que enseñarían matemáticas, historia, o inglés,

y dedicaban todo el posgrado a cursos de métodos de enseñanza.

El 7 de diciembre de 1941 reuní a algunos ciudadanos sobresalientes a fin de discutir el

programa de expansión de escuelas, solicitar apoyo para las guarderías y para una mejor

educación de los adultos. La reunión se llevó a cabo en la casa de la señora Elinor Gimbel,

una mujer con espíritu colectivo y que estaba involucrada en muchas causas.

Con nosotros estaba Stanley Isaacs, un republicano liberal que provenía del barrio de

venta de la seda en Manhattan encabezado por el senador Coudert.

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También estaba presente la jueza Anna Kross, inspectora de enmiendas de la ciudad de

Nueva York; Kenneth Leslie, ex editor de la revista The Protestant; y Elizabeth Hawes, una

elegante modista y autora del libro Fashion Is Spinach.

Disfrutamos de la hospitalidad de la señora Gimbel y hablamos sobre discriminación,

acerca de las nuevas oleadas de migrantes en Nueva York, de los conflictos con los

católicos en la ayuda federal, los presupuestos, edificios de las escuelas y los salarios de

los maestros.

Mientras repasaba las conferencias a las que había asistido sobre políticas educativas, los

métodos y avances, me di cuenta de que nunca habíamos debatido o pensado sobre de

qué tipo de hombres y mujeres esperábamos formar con nuestro sistema educativo.

¿Cuáles eran los objetivos de la educación? ¿Cómo los íbamos a alcanzar? Pocos se hacían

estas preguntas. ¿Son éstas las preguntas que se plantean en las escuelas públicas de nivel

superior?, y ¿cuáles son nuestras conclusiones?

Recientemente escuché al jefe de las escuelas públicas de Nueva York hablar en televisión

sobre la delincuencia juvenil. Fue poco después de los destrozos en una escuela

ocasionados por jóvenes vándalos. Dijo que lo que se necesitaba eran más edificios, más

maestros y mejores patios de recreo.

Aquellos dedicados a la educación progresista y a preparar a la juventud para vivir en el

"nuevo mundo socialista" están seguros de lo que quieren de manera abstracta, pero

parecen ignorar que trabajan con seres humanos. Aparte de enseñar a los niños que

deben aprender a llevarse bien con otros niños, no se establecen estándares de moral o

ley natural. No saben nada acerca de cómo nuestros hijos van a encontrar el orden

correcto de una vida armoniosa.

Yo también tuve que aprender por medio de una dura experiencia que no se puede curar

un alma enferma con más edificios o más patios de recreo. Estas cosas son importantes,

pero no suficientes. Abraham Lincoln, educado en una cabaña de una sola habitación,

recibió de la educación todo lo que los campos de atletismo y los laboratorios no pueden

dar. Todos sus discursos reflejaban su amor por su Creador. Sabía que Dios es la cura para

el ateísmo.

En esa tarde del domingo 7 de diciembre de 1941, hablamos mucho y fervientemente

sobre educación. También hablamos del excelente trabajo realizado por las mujeres de

Inglaterra para la seguridad de sus hijos preparándolos para los bombardeos. La señora

Gimbel encendió la radio para escuchar las noticias. Mientras llegaban los primeros

sonidos oímos una voz agitada anunciando que Pearl Harbor había sido bombardeado

por aviones japoneses. El desastre lejano en Europa, del cual habíamos estado discutiendo

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en esta placentera habitación, ahora era nuestro. Escuchamos consternados mientras la

voz nos contaba todo el horror de lo que había sucedido.

Cuando terminaron las noticias nos miramos en silencio durante unos minutos. Éramos

personas de razas, religiones y partidos políticos distintos, pero todos pensábamos en

nuestro país. De modo que lo natural era que empezáramos a trabajar para hacer planes,

y que estos planes incluyeran a los niños. Luego allí constituimos una Comisión de

Emergencia para el Cuidado de Niños con la señora Gimbel como presidente, y prometí

sacar mis apuntes de enfermería y dar todo mi apoyo a esta comisión.

En el partido hacía mucho que esperábamos que la guerra involucrara a los Estados

Unidos. En realidad, a comienzos del verano el partido había convertido repulsivamente

la Comisión de Paz en una comisión de movilización bélica estadounidense, y en

septiembre habíamos llevado a cabo una gran reunión al aire libre en el velódromo de

Brooklyn. Yo fui una de los oradores. El tema principal de la reunión fue la guerra que se

avecinaba y cómo enfrentarla.

Ahora, las fuerzas del partido se centraban en establecer las comisiones para ganar la

guerra. Las antiguas disputas entre los maestros del sindicato y del CIO (Congreso de

Organizaciones Industriales) y AF of L (Federación estadounidense del Trabajo) quedaron

aparte y las pequeñas y grandes discusiones olvidadas. Ahora los comunistas eran los

pacificadores entre las facciones discordantes en todos lados. Con alegría y alivio vi al

partido funcionar como una agencia para unir las fuerzas de la comunidad para ganar la

guerra.

Por supuesto, el partido comunista estaba encantado con lo que estaba sucediendo. Se

movió enérgicamente para poner la enorme fuerza de Estados Unidos a disposición de la

Unión Soviética. Además, los comunistas de la tropa estaban saboreando nuevamente

haber sido aceptados por todos los grupos. Durante este período, el partido dio

lineamientos para que los miembros ordinarios fueran tratados como seres humanos y se

actuara con naturalidad, con el fin de que no se les viera como una amenaza y hasta los

escuchaban cuando trataban de explicar que ellos estaban del lado del pueblo

estadounidense. Ahora todos los grupos norteamericanos trabajaban juntos en las

comisiones de la Cruz Roja, en reuniones de venta de bonos, en campañas de bancos de

sangre. Éramos un pueblo unido en una causa común.

Es triste haberme dado cuenta que los líderes del partido comunista consideraban a este

frente unido sólo como una táctica para perjudicar a este país, y que estaban usando la

buena fe de sus propios miembros para terminar destruyéndolos. Cubiertos por una falsa

unidad se movían como ladrones en la noche, robando materiales y secretos. Cada

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miembro del partido comunista era usado como parte de la conspiración, pero la mayoría

no se daba cuenta. Sólo aquellos que conocían la modalidad sabían cómo cada uno de

ellos encajaba en la situación.

Estuve cerca del partido durante los peores días entre 1939 y 1941, los días del pacto nazi-

soviético, sobre todo porque amaba profundamente el sindicato de maestros que

representaba. Mi amor no era una emoción abstracta. Sentía cariño por todos sus

miembros, los fuertes, los débiles; los arrogantes, los humildes. Me identificaba con todo

ellos. Ese sentimiento que algunos tienen por su iglesia o su nación, yo la tenía por el

Sindicato. Me acerqué al partido porque éste se preocupaba por los problemas de los

maestros, nos daba buena publicidad y apoyaba nuestras campañas.

La segunda razón fue por la campaña antibélica del partido. Ahora sé que esta política

anti-guerra era solamente una táctica para satisfacer las condiciones cambiantes. En aquel

entonces no podía creer que las directrices comunistas constituían un proyecto para

colocar a los comunistas un paso más cerca de la guerra total para el control absoluto del

mundo. Lentamente empecé a creer en la infalibilidad del "socialismo científico" y en el

inevitable milenio socialista. De ninguna manera estaba ajena a los muchos signos de

brutalidad, corrupción y egoísmo dentro del partido, pero pensaba que el movimiento

era algo más grande.

Yo, y cientos como yo, creíamos en Stachel y Foster, en Browder y Stalin, en el Politburó,

el gran partido de la Unión Soviética. Sentíamos que eran incorruptibles. La Fe ciega en

la Unión Soviética, la tierra del verdadero socialismo, fue el último hechizo en romperse

para mí. Había sido un hechizo entretejido de palabras hiladas inteligentemente por los

intelectuales del partido que mintieron, y mi deseo de ver perfección humana en este

mundo imperfecto hizo que esas palabras fueran creíbles.

En este período, Rose Wortis, una mujer más bien ascética, como Harriet Silverman,

modesta, dedicada, incansable en su trabajo, una pieza bien dispuesta en el engranaje de

revolucionarios profesionales, me supervisaba mientras yo preparaba un panfleto para la

comisión de paz del sindicato de mujeres. Había incluido una declaración en contra de los

nazis, que Rose tachó mientras lo corregía, diciendo:

“¿Por qué escribes esto? "Por el momento no es prioridad darle importancia a eso”. Quedé

espantada, pero me negué a creer en las implicaciones, la excusé basándome en que ella

era sólo una funcionaria insignificante. Estaba segura de que en un nivel más alto, nadie

cometería un error de tal magnitud. Más tarde tuve oportunidad de ver el nivel más alto.

Ahora estaba tan involucrada con el partido que le dedicaba todo mi tiempo libre. No

tenía más amigos que mis compañeros.

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A esto se agregó otro factor, no menos importante: en este extraño mundo, mi

importancia crecía. Me había unido como una idealista. Ahora comenzaba a experimentar

una sensación de poder al ver la oportunidad de participar en eventos significativos.

Al igual que otros conocidos, estaba exhausta por tanto trabajo y horas de dedicación.

Comencé a criticar a aquellos que no se involucraban completamente en el partido.

Todavía basaba mis actividades en mis estándares de bondad, honestidad y lealtad. No

entendía que, al momento de hacer alianzas, el partido no tenía nada que ver con estas

cualidades, que no estaba allí para reformar el mundo sino que estaban empeñados en

hacer una revolución para controlar al mundo. No sabía en ese entonces que para hacer

eso podían usar degolladores, mentirosos y ladrones tanto como santos y ascéticos. Sin

embargo, lo habría sabido si hubiera reflexionado sobre las repercusiones del discurso de

Lenin pronunciado en el Tercer Congreso Ruso de la Liga Comunista de Jóvenes Rusos el

2 de octubre de 1920: “ . . . "...toda nuestra moralidad está enteramente subordinada a

los intereses de la lucha de clases del proletariado".

Si ocasionalmente veía cosas que me hacían sentir incómoda, pensaba que los tiempos

demandaban dichas acciones. En cierta ocasión, esta supuesta calma hizo que me

sobresaltara. Un grupo del Partido y líderes del sindicado se reunieron en una casa privada

en Greenwich Village para hablar con Earl Browder, quien después fuera líder del partido

comunista, con respecto a Vito Marcantonio y su trabajo en el Partido y en particular con

respecto a las próximas elecciones. Estaban presentes varios miembros del Politburó y

una veintena de líderes de la unión comunista de la A.F. L. y del CIO.

Marcantonio tenía una relación muy especial con el Partido Comunista. Como vocero en

el congreso, era indispensable. Ya que era amigo cercano del alcalde LaGuardia, fortaleció

al partido. Al mismo tiempo apoyaba al alcalde porque era el representante personal de

este último en el Este de Harlem. A través de él, LaGuardia mantenía conexiones con una

sección de las políticas de la ciudad, las cuales ningún alcalde puede ignorar. Pero

Marcantonio no hubiera podido mantener su distrito en el congreso sin el Partido

Comunista.

En la reunión discutimos sobre los nombramientos para representantes por toda Nueva

York. Algunos de nosotros había recomendado el respaldo de un republicano quien había

servido en el senado del estado en las ternas o listas de los republicanos y de los

trabajadores, un hombre que había representado bien al área del Este de Harlem. En ese

entonces Marcantonio estaba aliado con Tammany Hall, e insistió en el respaldo del

candidato que tenía un mal récord de votación y estaba más ausente que presente en su

escritorio en el Congreso.

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En mi ingenuidad creí que todo lo que teníamos que hacer era mostrarle su récord de

votos a la dirección del Partido, y éste apoyaría al candidato mejor calificado. Pero la

respuesta a nuestro pedido fue un simple "no" por parte de Browder. Nos ordenaron no

interferir con las decisiones de Marcantonio. Totalmente sorprendida acaté su orden, ya

que estaba convencida de que las decisiones del Partido se tomaban democráticamente.

Lo que ocurrió después fue que los líderes más importantes del sindicato comenzaron a

quejarse acerca de lo que ellos denominaban demandas desmedidas de las alianzas por

parte de Marcantonio. Cuando terminaron, Browder les dijo directamente que todo el que

se opusiera a Marcantonio era prescindible. Observé a los líderes de la unión escuchando

al líder del Partido mientras pronunciaba su edicto. Parecían perros apaleados. Cuando

Browder terminó, hubo un breve silencio y pude ver a estos jefes de sindicatos tratando

de explicar su oposición, riéndose nerviosamente de nada, por haber aceptado una

decisión que antes habían jurado jamás aceptar.

Con el corazón abatido también lo acepté, y enseguida empecé a racionalizar: Sin duda

todo se debía a alguna exigencia de las políticas prácticas acerca de las cuales yo no sabía

nada. Sin embargo, el incidente me dejó con un duradero resentimiento.

En 1942, fui lanzada al corazón mismo de la violencia de las políticas de izquierda. En los

días del pacto Nazi-Soviético, la peor lucha fue entre los Demócratas sociales y los

comunistas por el control del Partido Laborista norteamericano, que había llegado a ser

el equilibrio de poder en el estado de Nueva York.

El Partido Demócrata no podía llevar adelante el estado sin el apoyo del Partido Laborista.

Los republicanos no podían conducir el estado sin separar esta nueva fuerza política.

Aquellos formados en las escuelas de políticas de izquierda mostraban aptitudes para las

políticas prácticas, lo que dejaba la vieja maquinaria de políticos fuera de funcionamiento.

Los demócratas sociales bajo el liderazgo de Alex Rose de la Unión Millinery y de David

Dubinsky de la Unión de trabajadores de prendas femeninas, en un principio habían

colaborado en la construcción del Partido Laborista estadounidense. Al competir entre sí

al momento de hacer alianzas con los demócratas y republicanos para las elecciones

sucesivas cada grupo obtuvo para sus seguidores algunos puestos en la votación que

asegurarían la elección si la lista de candidatos conjunta era exitosa

En 1937 y 1939 las fuerzas conjuntas del partido laborista estadounidense habían

conseguido puestos en las elecciones de la ciudad y del estado. Con la llegada del pacto

Nazi-Soviético, los demócratas sociales comenzaron una campaña en contra de los

comunistas tanto en los sindicatos como en el Partido Laborista.

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Ya porque los comunistas habían competido con los intelectuales y liberales que estaban

en el Partido laborista; ya porque el partido se había aliado con la maquinaria del Este de

Harlem de Marcantonio (una maquinaria personal); ya por la fuerza del Partido en las

nuevas uniones CIO, los candidatos apoyados por el Partido salieron victoriosos en varias

luchas primarias. Para el año 1942 habían expulsado a los demócratas sociales del control

del Partido laborista en todos los distritos excepto en Brooklyn.

Las primarias de primavera de aquel año vieron una lucha dura entre estas dos facciones

por el control de Brooklyn. El Partido me colocó en la sede del Hotel Piccadilly como

secretaria del comité, conocido como Comité del Sindicato para elegir a los candidatos

para ganar la guerra. El trabajo que me asignaron fue aplicar la consigna del partido a

varias uniones de izquierda para recaudar dinero y fortalecer las elecciones.

El comité dedicaba su energía a dos campañas: Vencer a las fuerzas de Dubinsky en

Brooklyn, y ganar la nominación para Marcantonio en los tres partidos políticos de su

distrito del congreso. Se postulaba en las primarias del partido republicano, demócrata y

laborista.

El ala comunista del partido laborista ganó las elecciones primarias en Brooklyn y tras una

reñida lucha que incluyó una apelación ante los tribunales, Marcantonio ganó la primaria

en los tres partidos luego de haber gastado increíbles sumas de dinero y de haber

utilizado un sin número de miembros de la unión movilizados por el Partido como

solicitantes de votos en su distrito.

Todas las noches, miles de hombres y mujeres iban casa por casa en el distrito del Este de

Harlem. Hacían visitas continuas a los votantes. En la primera visita les pedían que

firmaran una promesa de votar a Marcantonio en una lista ticket particular del partido.

Luego, mediante un llamado, les recordaban el día de la primaria. Y en el mismo día de

las primarias los visitaban cada hora hasta que acudieran a las urnas. Escuadrones de

autos los esperaban para llevarlos. Los maestros hacían de niñeros. Personas que habrían

menospreciado trabajar para un líder republicano o demócrata, por voluntad propia y sin

recompensa, hicieron las tareas más serviles porque el Partido les había dicho que ésta

era la forma de vencer a los “fascistas.”

Llámenlo hipnosis general si quieren, pero lo importante es reconocer esta apelación a la

bondad en los seres humanos y darse cuenta cómo se puede usar.

Cientos de miembros del Sindicato de maestros fueron asignados a distritos de negros y

puertorriqueños donde les ayudaban a realizar las pruebas de alfabetización.

Manipularon las urnas. Hablaron en las esquinas durante la campaña y escucharon en

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éxtasis a Marcantonio, que terminaba cada discurso con un "larga vida a Puerto Rico

libre”, grito de batalla que nada tenía que ver con las elecciones primarias.

Al finalizar la campaña, estaba agotada. Aun así volví a la oficina del Sindicato de maestros

y durante los calurosos días de verano colaboré ayudando al esquema de fuerza que

trabaja allí. Creo que éramos la única organización de maestros que mantuvo alguna

actividad durante todo el verano. Asignamos los asuntos sociales a los maestros que

estaban fuera de la ciudad en la universidad de Columbia y New York. Prestamos servicio

a los maestros y suplentes y nos preparamos para el siguiente período escolar.

En ese año el partido laborista estadounidense decidió apoyar para el senado del estado

al candidato demócrata, Jerry Finkelstein, en contra de Frederic Coudert. El sindicato de

maestros respondió al llamado de ayuda. El distrito senatorial era particular, consistía en

tres distritos de asamblea, el famoso Greenwich Village Tenth, el silk-stocking Fifteenth,

y el Puerto Rican East Harlem Seventeenth.

Estos distritos comprendían extremos de riqueza y pobreza, desde casas estupendas en

Park Avenue hasta viviendas infestadas de ratas y alimañas. El partido comunista liberó a

todos los camaradas maestros de otras tareas para dejarlos trabajar en esta campaña.

Me trasladaron a una suite de oficinas en el Hotel Murray Hill en Park Avenue y

establecimos un comité constituido por ciudadanos destacados. "Los votantes aliados en

contra de Coudert" estaba oficialmente bajo la presidencia de una mujer fina e inteligente,

la señora Arthur Garfield Hayes. Incluía personas como Louis Bromfield, Samuel Barlow,

y la ayuda de otras personas respetables.

Uno de los abogados de Amtorg, la organización de negocios soviética, aportó dinero y

también información útil para la campaña en contra de Coudert. En el distrito silk-

stocking casi no había una organización democrática, y la que había en la villa se la

consideraba tan relacionada con los republicanos que tuvimos que establecer la nuestra

propia. Esto dejó la organización democrática en el Este de Harlem, que estaba cada vez

más bajo el control de Marcantonio, como clave para la elección. En ese distrito se ganaría

o perdería la pugna.

Pronto me di cuenta de que Marcantonio, que había ganado la primaria en los tres

partidos, no estaba peleando lo suficiente por llevar el distrito del partido laborista en

contra de Coudert. No le importaba qué partido ganara, dado que él era candidato en los

tres que había. Además el alcalde LaGuardia se había comprometido a hacer todo lo

posible para el senador Coudert, y Marcantonio respondía a los pedidos del alcalde. Pero

Marcantonio había prometido ayudar, y pusimos algo de dinero a disposición de los

líderes de esta maquinaria.

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Mis peores temores se confirmaron cuando escuché los resultados de las elecciones y

supe que habíamos perdido. No me importó que perdiéramos el distrito silk stocking.

Pero perder el distrito de Marcantonio fue un golpe a mi confianza en las personas de

este extraño mundo de izquierda.

Esa noche Harry, uno de los viejos capitanes de Marc, me llevó a casa. Estaba deprimida,

no sólo porque se había perdido la elección, sino por la lección que había aprendido.

Paramos en el Village Vanguard y allí nos encontramos con Tom O’Connor, editor de

trabajo de P.M, un buen amigo mío, y uno de los más humanos del partido. Me miró, pero

no dije nada. Él sabía lo que había pasado.

Cuando el Vanguard cerró, Tom y yo caminamos rumbo al ayuntamiento por las calles

desiertas. Hablamos acerca del "movimiento" y de los extraños callejones sin salida a los

que a menudo conducía. Hablamos de los oportunistas que llenaron la calle hasta esa

Meca de perfección en la que todavía fijamos la vista.

Caminamos por el puente de Brooklyn mientras amanecía. Tom me subió a un taxi.

Cuando llegué a casa, me fui a la cama y dormí dos días seguidos.

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CAPÍTULO ONCE

LOS AÑOS DE LA GUERRA hicieron que todo pareciera irreal, incluso el partido. Sin

embargo, no faltaban actividades, en las que el partido jugaba un papel importante.

Los líderes del sindicato de maestros, no estaban satisfechos porque no tenían afiliaciones

con las uniones de obreros, por eso negocié una afiliación con otros sindicatos dirigidos

por comunistas. Los del Condado Estatal y los trabajadores municipales pasamos de

pertenecer de la sección 5 de la A.F. L.; a la sección 555 del CIO.

El sindicato estableció sus nuevos cuarteles en el número trece de la Plaza Astor, en el

edificio Tom Mooney Hall que había sido propiedad del Instituto Alexander Hamilton y

luego perteneció a la sección 65 del sindicato de Warehousemen, una corporación

controlada por comunistas ricos. La sección 65 alquilaba pisos para los sindicatos y

organizaciones de izquierda. Los sindicatos State County y Municipal Workers (del

Condado Estatal y los trabajadores municipales) estaban en el séptimo piso. El sindicato

de maestros se apoderó del quinto. Contábamos con suficiente espacio para nuestras

actividades profesionales y sociales.

El sindicato se había comprometido a ayudar a los profesores que fueron despedidos por

el comité Rapp-Coudert, pero la situación se complicaba. Finalmente, luego de meditar

sobre este problema, decidimos fundar una escuela liberal para adultos; y de esta forma

creamos empleos y expandimos la educación.

La Escuela para la Democracia (The School for Democracy) fue fundada por el Dr.Howard

Selsam, ex –director de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Brooklyn, y por David

Goldway, también ex director del colegio Townsend Harris High School y ex secretario

estatal de educación del Partido Comunista en Nueva York. Trabajé arduamente para

organizar las juntas del sindicato de maestros en el número 13 de la Plaza Astor.

La escuela fue un éxito. Casi de inmediato los maestros de ciencias consiguieron empleos

bien pagados en laboratorios experimentales. Pero el partido observó nuestra incursión

en el ámbito educativo y preparó todo para que ésta les sirviera para lograr sus objetivos.

Ligada al partido desde tiempo atrás, la escuela de los trabajadores (Workers School),

ubicada en la sede del partido, daba cursos de Marxismo-Leninismo, de historia del

sindicato, y de divulgación de la línea del partido actual. Aunque su verdadero propósito

era el adoctrinamiento de comunistas que no comprometiera el concepto de educación

burguesa. Había un ambiente extranjero en todo esto. La escuela fue dirigida por viejos

comunistas, que algunos por simpatía y otros a manera despectiva llamaron “Nineteen

Fivers.”(" los de 1905")

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Earl Browder y los dirigentes nacionales estaban entusiasmados con la Escuela para la

Democracia. Por su parte pretendían dar la imagen entre los estadounidenses de ser una

organización nacida en América para así prepararlos para su participación durante la

guerra y la posguerra.

A Brower le impacientaba que la mayoría de los dirigentes del partido fueran extranjeros.

Tal vez su niñez y juventud en Kansas tuvieron algo que ver con esto. Su lema, "El

Comunismo es el americanismo del siglo veinte" había molestado tanto a los comunistas

extranjeros como a los activistas estadounidenses ya que lo vieron como un intento para

venderles un artículo falso. Pero con la guerra, Browder trabajó impunemente y convertió

al partido en una organización política y socialmente aceptable en los Estados Unidos.

De acuerdo con esto, se decidió asumir el control de la Escuela para la Democracia y unir

a sus más distinguidos profesores, graduados de las universidades burguesas al ala más

dura, la de los maestros comunistas de la Escuela de Trabajadores. Alexander

Trachtenberg fue designado por el comité para fusionar las Escuelas de los Trabajadores

y de la Democracia.

Comunista astuto, socio fundador del partido y ex socialista revolucionario, Trachtenberg

era y es uno de los cabecillas financieros del movimiento. También fue jefe de la firma de

editores internacionales, y tenía el monopolio de la publicación y distribución de libros y

panfletos comunistas. La suya fue una empresa altamente rentable.

Con el fin de albergar una escuela marxista, Trachtenberg compró un hermoso edificio en

la esquina de la calle Dieciséis y la Sexta Avenida, a tiro de piedra del Colegio San

Francisco Xavier.

Los planes para echar a andar escuelas marxistas para la educación de adultos bajo

aspecto patriótico, estaban listos. A los héroes de la Independencia y de la Guerra Civil

estadounidense se les daría un estatus marxista. A escuela nueva en Nueva York se le

llamó Escuela Jefferson de Investigación Social. En Chicago, Abraham Lincoln; en Boston,

John Adams, y en New Rochelle, Thomas Paine. Estas escuelas tendrían un papel de

"tercera revolución" que sería el de destrucción de la nación.

Una vez Trachtenberg me dijo que cuando el comunismo llegara a los Estados Unidos lo

haría bajo el nombre de “democracia progresista”. “Vendrá”, agregó, “bajo etiquetas que

el pueblo estadounidense acepte”.

Irónicamente los fondos iniciales para la creación de las escuelas marxistas fueron

donados por el sector más adinerado, eran industriales a quienes se les invitaba a las

cenas organizadas por personas también adineradas. Venían a escuchar a Earl Browder

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hablar de los eventos actuales y predecir el futuro haciendo énfasis en la importancia del

partido en los acontecimientos venideros.

No hay duda que Earl Browder, como jefe del partido comunista, y cercano a los centros

de poder mundial, conocía mejor que la mayoría de los estadounidenses lo que estaba

sucediendo, salvo que veía los hechos bajo su distorsionada ideología marxista.

A los hombres que pagaban su admisión de cien dólares y contribuían de esa forma a los

fondos de la escuela, Earl Browder les nombraría " hombres de negocios progresistas", es

decir aquellos que estaban dispuestos a seguir un programa de comunismo internacional.

El señuelo fue muy atractivo: grandes beneficios a través del comercio con los soviéticos.

El precio a pagar no era de gran importancia para estos hombres bien alimentados de la

alta sociedad, que sentían que el mundo estaba a su servicio. El precio significaba respetar

a los comunistas de casa y someterse a los soviéticos como extranjeros.

Yo no formé parte de este grupo que planeaba un nuevo imperio de educación marxista,

aunque había sido el espíritu inspirador para la fundación de la Escuela para la

Democracia. Los administradores de la escuela Jefferson no eran educadores, eran

comunistas y figuras clave para la dirección del naciente partido comunista en E.U. Entre

los dirigentes se podía encontrar gente con antecedentes increíbles, algunos entrenados

en Moscú, todos en apariencia respetables, aunque a veces esa apariencia se hacía

borrosa.

Viéndolo en retrospectiva, puedo darme cuenta que conservé un pequeño espacio en

donde mi podía escapar. Sin embargo, en algunas etapas de mi vida me hallé

completamente dispuesta a que se me controlara, incluso que se me esclavizara. Estaba

condicionada para aceptar que el sistema capitalista era ineficiente, ambicioso, inmoral y

decadente. Mis estudios, lecturas y la depresión hicieron que coincidiera con el presidente

Roosevelt en querer sacar a los mercaderes del templo.

También estaba dispuesta a seguir al partido en la aplicación de programas afines a sus

políticas, ya en este punto, el ataque se dirigió hacia la grosera estupidez de aquellos

gobernantes que no tenían planes para el futuro.

Así mismo, por voluntad propia, ayudé al partido a ganar poder en el ámbito educativo

a través de mi trabajo con el sindicato de maestros. Siempre estaba lista para ayudar a

incluir al mundo académico de los intelectuales a nuestra población inmigrante, los cuales

se sentían discriminados.

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Pero ante el aparato educativo interno del partido actué con cautela. No me dejé llevar

por las pedanterías dogmáticas de las escuelas comunistas. De forma inconsciente supe

que aquello no era educación sino que se trataba de propaganda, y mi corazón seguía

siendo de una estudiante y maestra. Quería leer a Marx, Engels y Lenin, pero no bajo la

tutela de esas grises figuras monótonas que llenaban la sede educativa del partido.

Los líderes del partido hicieron varios intentos para llevarme a las escuelas de formación,

ya fueran del estado o nacionales. Se me acercaron en repetidas ocasiones para

proponerme que fuera a estudiar a Moscú, pero yo siempre alegué que por lo inestable

del trabajo en el sindicato me era imposible, que no creía tener tiempo para tal cosa.

"Quizás algún día" les dije.

Vi cómo ingresaban maestros, marineros, peleteros, choferes, amas de casa, la mayoría

con una educación básica, hasta tercer grado, mezclarse en estas escuelas públicas,

estatales o nacionales, con los que acumulaban títulos universitarios y los he visto salir

con el mismo sello de uniformidad. Este proceso de nivelación les daba un extraño sentido

de superioridad, como si al graduarse se sintiesen sacerdotes de una nueva cultura.

El desarrollo de las nuevas escuelas marxistas me alejó del trabajo como maestra. Di una

clase en la escuela Jefferson, pero no la disfruté. Cuando me ofrecieron la dirección de la

escuela para obreros en California la rechacé sin dudarlo. Temía que si me dejaba llevar

por este tipo de adoctrinamiento, ese último lugar donde mi mente encontraba libertad

dejaría de existir.

Los años de guerra produjeron fenómenos interesantes entre los círculos de izquierda

dirigidos por comunistas. No menos importante fue la renuncia pública a la lucha de

clases. El partido anunció que todas las secciones de la clase capitalista se habían unido

al "frente democrático", llamado "el campo Roosevelt del progreso".

El periódico The Dairy Worker no se cansaba de nombrar a todos aquellos que

estrechaban las manos en con un mismo objetivo: comunistas, sindicatos, secciones del

partido democrático y capitalistas progresistas. Se concretó la coalición cuando el partido

declaró que ganaría la guerra y con ello la paz.

El partido comunista se había comprometido a establecer en la clase obrera una disciplina

rígida. Algunos patrones estaban encantados por el apoyo recibido, pues disminuyeron

las quejas respecto a la desigualdad en los salarios, las huelgas eran controladas con

eficacia y en general, las condiciones de los obreros habían mejorado. Lo asombroso fue

que mientras los salarios aumentaban un poco durante esos años, no lo hicieron a la par

que los ingresos y el control de los monopolios empresariales.

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En otras circunstancias, los comunistas hubieran explotado el hecho de que la producción

de la guerra estaba en manos de diez grandes corporaciones y que el 80 por ciento de la

producción de la guerra la acaparaban unas cien firmas. Ahora los comunistas silenciaban

cuidadosamente esa información. En cambio, jugaban con los sentimientos de

patriotismo de los trabajadores.

Fue triste ver cómo el partido renunció a luchar a favor de los verdaderos intereses de los

trabajadores, por ejemplo cuando los trabajadores negros protestaron por adquirir

mejores condiciones en las fábricas, los comunistas se opusieron violentamente a sus

demandas. En realidad, ya estaba en marcha una campaña para denigrarlos. Se acusó a

los líderes de este movimiento negro de ser agentes japoneses.

El partido puso todo su esfuerzo para inducir a las mujeres para que entraran en la

industria. Los diseñadores de moda crearon estilos especiales para ellas y los

compositores escribieron canciones para incentivarlas. Usar el poder de la mujer en la

industria bélica era imprescindible. Aunque en realidad el programa comunista iba más

allá. La estrategia consistía en que las situaciones que se viven durante la guerra llegaran

a ser parte permanente en los programas educativos, además, que el modelo de familia

burguesa como núcleo de la sociedad se viera como una estructura obsoleta.

Después de la Conferencia de Teherán, el partido decidió aplazar las huelgas, es decir, se

proyectó una política sin huelgas permanentes. Cada vez que los líderes políticos

estadounidenses salían de una conferencia internacional, ya fuera la de Crimea, de

Teherán o de Yalta, el partido volvía a anunciar su dedicación al plan para ganar la guerra.

Sus líderes dirigían una intensa guerra para lograr y mantener la paz entre los Estados

Unidos y la Unión Soviética. En todas partes se comenzaba a ubicar al partido en

posiciones clave para conseguir la coalición del frente interno. Los gobernantes

consultaban a los directores comunistas.

Con la campaña para el segundo frente Earl Browder alcanzó prominencia nacional, vimos

cómo era consultado por líderes nacionales como Sumner Wells. Funcionarios del

gobierno estaban utilizando a los comunistas para unir a grupos divergentes

Al crearse el Comité de Asistencia para la Guerra en Rusia, una variedad deslumbrante de

ciudadanos destacados adornaron con elegancia los encabezados. El lanzamiento del

Comité de Asistencia para la Guerra en Rusia fue un asunto lleno de esplendor para las

personas del gobierno y de la alta sociedad.

El partido comunista se aprovechó al máximo. De éste surgió el Instituto Ruso con su

imponente sede en Park Avenue.

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Era una agencia de propaganda sofisticada, que atrajo a este mundo de izquierda a

educadores estadounidenses, funcionarios públicos, artistas, a algunos jóvenes de

familias adineradas. Algunos nombres famosos como Vanderbilt, Lamont, Whitney,

Morgan se mezclaron con los de los líderes comunistas. El Instituto Ruso era tan respetado

que le permitieron impartir cursos de carácter técnico a los maestros de una escuela de

la ciudad de Nueva York para que obtuvieran títulos de capacitación.

En Albany y Washington, una nueva generación de jóvenes comunistas nacidos en

norteamerica irrumpió en las cámaras legislativas como publirrelacionistas, como

representantes legislativos y como asesores de investigación de los legisladores. Debido

a que poseían información clasificada y sabían perfectamente lo que estaba sucediendo,

fueron capaces de guiar a los legisladores en dirección a la fusión estadounidense-

soviética. Ademas, ayudaron a crear decenas de importantes figuras públicas salidas de

las manifestaciones de Madison Square Garden, organizadas, claro está, bajo distintas

etiquetas, pero llenas de tropas de los más dedicados miembros del partido. Estaba

surgiendo una sociedad brillante, compuesta por diplomáticos y agentes de negocios

rusos, de estadounidenses con trajes de noche, y de bohemios artísticos con sus overoles

descuidados, todos ellos vitoreando las muestras de amistad con la madre patria

soviética.

En 1943 Stalin anunció la disolución de la Internacional Comunista, lo que dio un gran

impulso a la construcción del partido comunista estadounidense. En realidad esta

disolución fue una táctica para disminuir el miedo de aquellos norteamericanos que no

creían en la unidad soviético-estadounidense sin que se dañara la soberanía del país.

Cuando llegué a Albany para la sesión legislativa de 1943 me bombardearon a preguntas.

En todos lados expliqué la nueva política de paz, una nueva era que venía al mundo

basada en la amistad entre los comunistas. Unos días más tarde, cuando hablé ante una

audiencia sobre el presupuesto en una sala repleta, supuestamente para mi sindicato, en

realidad estaba comprometiendo la línea de unidad del partido en términos del problema

de impuestos. Me felicitaron republicanos, demócratas, y representantes de la

organización de contribuyentes.

Después Gil Green, presidente del partido comunista del estado en Nueva York, y Si

Gerson, su representante legislativo, me felicitaron por mi discurso. Luego Gil me dijo

efusivamente: “El momento ha llegado Bella, deberías presentante abiertamente como

líder del partido.” Gerson añadió que se iría pronto a la armada e iba a hacer falta un

nuevo representante legislativo para el partido: “y te queremos a ti”.

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Cenamos en el Witt Clinton Hotel, estuvieron presentes también hombres del CIO,

abogados sindicales locales, y un representante del sindicato agrario. Un miembro del

partido, mi mesero preferido, nos tomó la orden. Escuchaba a medias lo que la gente

hablaba alrededor de nuestra mesa, ya que Gil Green me había sorprendido con su brusca

sugerencia, y sabía que era casi una orden. Me agradaba Gil. Usaba trajes de mal aspecto,

y gastados y me recordaba a Harriet Silverman y Rose Wortis y las otras personas

abnegadas y dedicadas.

Comencé a ver en el partido mucha gente de diferentes bandos. Durante la guerra vi

como el oportunismo y el egoísmo atrapó a muchos compañeros. Usaban ropas caras,

vivían en departamentos elegantes, se tomaban largas vacaciones en lugares provistos

por hombres adinerados. Había uno en particular, William Wiener, ex tesorero del partido,

quien manipulaba una veintena de empresas comerciales, acostumbraba vestir trajes

Brools Brothers, fumaba cigarrillos caros y sólo almorzaba en los mejores lugares.

Estaban también los comunistas del sindicato que se codeaban con un submundo de

personajes en los clubes nocturnos financiados con fondos comunistas, y abogados del

sindicato a los que les fue otorgado el patrocinio de los sindicatos dirigidos por

comunistas. Por el momento nos encontrábamos estables y cómodos.

Aunque la verdad no era así, podía ver en el rostro serio del mal vestido de Gil Green que

el partido comunista todavía era lo que yo siempre había pensado que era. Su propuesta

llegó en el momento en que ya me estaba cansando de la variación en las órdenes que el

partido daba a sus miembros; estaba cansada de ver cómo algunos vivían con toda clase

de comodidades, de los que conseguían puestos importantes en el poder porque el

partido los sostenía y no sufrían ninguna desventaja de pertenecer al mismo.

Antes de irme, le prometí a Gil pensar seriamente en su propuesta. Tenía problemas

personales y debía considerarla detenidamente, pues era un paso que no tenía marcha

atrás.

Por un lado, dejaría cierta libertad que me daba mi entorno laboral ya que algunos

campos estaban cerrados para un comunista declarado.

En todo, salvo en el nombre yo era comunista. Aceptaba la disciplina y asistía a las

reuniones. Dediqué mis trabajos al partido, y sentía un gran apego y lealtad hacia las

personas en sus rangos. Me consideraba como parte de un grupo que perseguía el día en

el que el socialismo triunfara. Lo más significativo es que había hecho míos sus odios. Esto

era lo que me hacía ser una comunista con pleno derecho.

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Por mucho tiempo, no fui capaz de odiar a nadie, sufría desesperadamente cuando

alguien era maltratado; me consideraban una pacificadora. Ahora, poco a poco, había

acumulado una gran cantidad de odio contra muchas personas: los grupos e individuos

que luchaban en contra del partido.

Cómo surgió esto no lo puedo explicar. Lo único que puedo decir es que cuando miro

hacia ese momento es que mi mente había respondido al condicionamiento marxista. Ya

que es un hecho, verdadero y terrible, que el partido establece dicha autoridad por encima

de sus miembros y es capaz de cambiar sus emociones ahora y en contra de la misma

persona o asunto. Reclama su soberanía incluso por encima de la propia conciencia, el

partido dicta cómo y cuándo odiar.

Antes de 1935, por ejemplo, el partido predicaba el odio hacia la persona de John L. Lewis.

Se dijo que era un explotador de los trabajadores. Ninguna de las historias que se

contaban sobre él parecían lo suficientemente viles. Fue acusado de asesinato y saqueo

en su marcha por el poder en el sindicato de mineros. De repente, en 1936, Lewis se

convirtió en un héroe del partido comunista. De nuevo en 1940, cuando el partido decidió

apoyar a Roosevelt en contra de Willkie, y John L. Lewis arriesgó su liderazgo en el CIO al

llamar a los sindicatos a votar por Willkie, los comunistas gritaron improperios, y en

reuniones privadas entre Roy Hudson y William Z. Foster, (encargado de los trabajos para

el Politburó), se vilipendió a Lewis. Cuando los comunistas cambiaron su apoyo, Lewis

perdió su cargo como presidente del CIO y Philip Murray fue electo en su lugar.

Paulatinamente me acostumbré a estas expresiones de odio. Y puesto que el odio

engendra más odio, aquellos que sufrían ataques respondían con odio. Al escucharlos,

empecé a tomar partido y finalmente acepté como míos los odios del partido.

En 1938 durante la Convención Nacional de la Federación Estadounidense de Maestros,

se me comisionó atacar una resolución introducida por los socialistas en apoyo de Fred

Beals, ex comunista, acusado de asesinato en la huelga textil de Gastonia. Pagó la fianza

y huyó a Rusia, pero no le gustó la vida en la Unión Soviética e insistió en volver a Estados

Unidos aunque eso significara ir a juicio. Los socialistas lo defendieron pidiendo a los

sindicatos su apoyo argumentando que la acusación era una cuestión laboral.

No conocía a Fred Beals, y desde un punto de vista meramente laboral debería haber sido

comprensiva. En cambio, acepté la tarea de hablar en contra de la resolución para

ayudarlo. Había empezado a adoptar los odios de un grupo.

Ésta es la peculiar paradoja del totalitarismo moderno. Ésta es la clave para esclavizar

mentalmente a la humanidad: que el individuo se convierta en nada, que opere como una

parte física de lo que es considerado una inteligencia grupal elevada y actúe según la

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voluntad de esa inteligencia superior, que no tenga conciencia de los planes que esa

inteligencia superior tiene para utilizarlo. Cuando una persona está condicionada por un

grupo totalitario y habla acerca del derecho de no incriminarse a sí mismo, en realidad

quiere decir el derecho a no incriminar al grupo comunista del cual él es sólo un nervio

terminal. Cuando habla de libertad de discurso, quiere decir libertad para el grupo

comunista para hablar como un grupo a través de un individuo que ha sido seleccionado

por una inteligencia superior.

La Carta de los Derechos de la Constitución Estadounidense fue escrita para proteger al

individuo en contra de un poder centralizado. Los comunistas tergiversan este primer

resguardo al esclavizar al individuo para que se convierta en una marioneta del poder

centralizado.

Este tipo de condicionamiento tuvo algo que ver con mi decisión de convertirme en

comunista partidaria. En Marzo de 1943, di mi consentimiento a la propuesta de Gil Green

para ser abiertamente una líder del partido. Ocupé el puesto de Si Gerson como

representante legislativa para el distrito de Nueva York. Gil estaba satisfecho e insistió en

que comenzara inmediatamente la transición, por lo que pasé algún tiempo en las sedes

del partido y asistí a todas las reuniones.

Ahora tenía que enfrentar dos tareas: prepararme para mi nueva vida, y organizar mi

salida del sindicato de maestros.

Por varios años ayudé acercando gente nueva al partido. Para la dirección del sindicato

de maestros, mi propuesta fue Rose Russel, profesora de francés en el Colegio Thomas

Jefferson. Rose era inteligente y había tenido experiencia en un periódico.

Tenía la capacidad para acercarse a la gente y un trato afable con quienes se encontraban

en problemas. Aún no había sido marcada por el sello del partido comunista. Era muy

agradable y querida, y yo sabía que la vieja guardia en la fracción del partido en el

sindicato no se atrevería a oponerse a ella abiertamente. Elegí a mi sucesora en el puesto

que tanto había amado, y con la aprobación de Gil y Rose Wortis obtuvimos la

autorización necesaria de la dirección comunista de los maestros. De esta manera fue fácil

presentarla como candidata para las elecciones del sindicato de 1944.

Técnicamente, yo me quedaría como representante legislativa del sindicato de maestros

hasta que se llevaran a cabo las elecciones y hasta que Russel se instalara públicamente.

El sindicato realizó un evento de despedida en mi honor en junio de 1944. Era una clara

demostración del tipo de unidad que este sindicato, ahora un brazo sólido del partido

comunista, era capaz de fundar.

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La fiesta de despedida se llamó "Un tributo a nuestra querida Bella". Hoy, al leer la

propaganda del programa sólo me queda sacudir la cabeza con tristeza. Allí se leía: "el

inspirador e incansable liderazgo en defensa de todos los niños — todos los maestros —

el avance en la educación pública — la lucha en contra de la intolerancia racial". La

presidente era una vieja amiga, la profesora Margaret Schlauch de la Universidad de

Nueva York.

Recibí decenas de telegramas por parte de los asambleístas y senadores nacionales, de

los líderes de sindicatos, comunistas y no comunistas, congresistas y jueces. Varios líderes

destacados acudieron en mi honor, ya que había logrado que muchas de estas personas

aceptaran al sindicato gracias a un sincero respaldo a las necesidades de las escuelas.

Entre los que me saludaron estaban Charles Hendley, el honorable Hulan Jack, y la juez

Anna Kross a la que aprendí a respetar y querer.

Rose Russell me presentó un obsequio de parte del sindicato, un acuarela modernista que

todavía cuelga en la pared de mi despacho. Es un buen recordatorio, la plena confusión

de la materia, la distorsión de lo real, la confusión y el sin sentido de este periodo de mi

vida.

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CAPÍTULO DOCE

Ahora, era toda una estadista del Sindicato de Maestros. Continué como miembro

honorario y en la dirección del partido permanecí en el comité de altos mandos. Ayudé a

Rose Russell a establecer su liderazgo y traté de transmitirle lo que había aprendido a lo

largo de estos años. Le presenté a los funcionarios públicos con los que había trabajado.

Ella no tuvo que enfrentar la hostilidad con la que yo me encontré cuando fui a Albany

por primera vez, ya que el partido había crecido en poder, y la organización que

controlaba estaba enviando muchos representantes a Albany. Ahora el partido tenía

aliados entre los grupos de presión, legisladores, y corresponsales de prensa. Con

frecuencia iba a Albany como representante del partido comunista y tenía la oportunidad

de pasar mucho tiempo con Rose.

El año anterior mi marido había conseguido el divorcio en el sur. Y al poco tiempo me

enteré que se había vuelto a casar. Eso, y la muerte de mi madre hicieron que me

sumergiera más que nunca en mi trabajo para el sindicato y para el partido. Sin embargo,

extrañaba la vida familiar y a menudo hablaba de adoptar niños. Pero mis compañeros

me convencieron de que no lo hiciera. Me recordaron que no podría superar los

obstáculos legales de adopción para una mujer que vivía sola, y además, sabía que mis

horarios irregulares e ingresos limitados lo dificultarían aún más. En cambio, me seguí

moviendo en un mundo de hombres decididos a crear una nueva clase de seres humanos

dispuesta a ajustarse al proyecto de mundo que con seguridad esperaban controlar. Vivía

sólo como parte de un grupo ideológico. Fui aceptada por ellos y los trataba de manera

directa e impersonal que había cultivado durante largo tiempo.

En marzo de 1943 empecé a pasar gran parte del día en la sede del partido en el número

35 de la calle Doce Este. Este edificio, que iba desde la calle Doce a la Trece, era propiedad

del partido. En el primer piso estaba la biblioteca de los trabajadores y la entrada a las

mercancías y los ascensores que atendían todo el edificio. El tercero, albergaba al equipo

del condado de Nueva York. El cuarto, se usaba para almacenar los libros de la Compañía

Editora Internacional. En el quinto se encontraba la dirección del estado de Nueva York.

En el sexto estaban las oficinas de publicación del periódico Yiddish, el Freiheit, y la

Comisión Judía. El séptimo y octavo, eran utilizados por el periódico Daily Worker. En el

noveno, funcionaba la sede de la dirección nacional del partido.

A pesar de que hubo una campaña para limpiar el edificio, éste se mantuvo

increíblemente sombrío. Los comunistas se resistían a cualquier intento de embellecer el

lugar porque consideraban eso una pretensión burguesa. Los únicos cuadros en las

paredes eran los de Lenin, Marx y Stalin, y las únicas decoraciones, banderas rojas.

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Comenzaron los trabajos de limpieza gracias al ímpetu de Browder por hacer del partido

comunista la versión norteamericana.

Se pintaron las paredes. Aparecieron nuevas fotografías de las autoridades

estadounidenses. Fui justo cuando se acababa de pintar — un color crema espantoso con

un borde marrón. Lenin y Stalin tenían el mismo espacio en las paredes lo mismo que las

fotografías de los miembros del Politburó, cada una de igual tamaño y tipo de marco,

ubicadas en las mismas posiciones, ninguna más abajo o más arriba que la otra. Estaban

distribuidas bien alto a lo largo de las paredes del noveno piso. Al mirarlos, tenía la

sensación de que estaba entrando a la morada de algún extraño culto secreto y me sentía

tanto atraída como repelida.

Diariamente cuando entraba a mi oficina en el quinto piso, mujeres y hombres extraños

abrían y cerraban silenciosamente las puertas. Al principio me sorprendió la excesiva

precaución, pero después aprendí que muchas de las personas que entraban en ese centro

de intriga necesitaban protección.

Fui a varias reuniones del Politburó con Gil Green. Allí me encontré con Earl Browder,

William Z. Foster, Bob Minor, Jim Ford, Jack Stachel, John Williamson, and Elizabeth Gurly

Flynn. Browder parecía ser el indiscutible líder, pero los otros no parecían forzados o

intimidados, como más tarde testificaron que lo estaban. Las reuniones eran como las de

una junta de directores, en las que todos acordaban por voluntad propia.

Mientras me preparaba para realizar el trabajo que me asignaron, me sorprendí por la

falta de archivos de material sobre temas sociales tales como vivienda y bienestar. Cuando

me quejé, Gil me dijo: “Bella, somos un partido revolucionario, no un grupo de reforma.

No estamos tratando de arreglar esta estructura burguesa.”

Empecé a darme cuenta porqué el partido ya no tenía un programa de largo alcance para

asistencia social, hospitales, escuelas, o cuidado infantil. Copiaron programas de servicios

públicos de diferentes sindicatos. Tales reformas, si encajaban, podían ser adaptadas al

gusto del momento. Pero las reformas eran un anatema para la estrategia comunista de

largo alcance, que en cambio ponía su acento en la revolución y dictadura del

proletariado.

El partido quería que yo mantuviera mis contactos con el mundo no comunista, lo que

había sido fácil mientras representaba al sindicato de maestros, pero sabía que sería difícil

como comunista declarada. Gil estaba encantado cuando le hablé de la posibilidad de

establecer un despacho jurídico en Midtown en el cual podría reunirme con simpatizantes

comunistas que no tendrían que ir a la sede del partido por miedo a la vigilancia de la

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policía. Empecé a trabajar con dos jóvenes abogados que querían ejercer en el campo

laboral. Pensaban que mi creciente poder en la política de izquierda los ayudaría.

De modo que Philip Jones, Allen Goodwin, y yo encontramos las oficinas adecuadas en el

número 25 de la Calle Cuarenta y tres Oeste. Establecimos la firma que tuvo un buen

comienzo. Pero yo no tenía mucho tiempo para ejercer como abogada. Mi oficina se

convirtió en un lugar donde me reunía con personas pertenecientes o no al partido,

involucradas en iniciativas comunes.

Earl Browder se estaba preparando para la convención del partido de 1944. En esta

convención se anunciaría públicamente mi afiliación al partido. Gil me dijo que estaban

preparando una lista de cerca de cien sindicalistas que también se unirían al partido

abiertamente.

Como muchos de los agentes de enlace del partido, empecé a pasar horas en restaurantes

y cafeterías reuniéndome con gente del partido de todos los grupos sociales, explicando,

instando, insistiendo y diciéndoles lo que debían hacer y lo que se esperaba de ellos.

Esa primavera de 1943 fue inolvidable por los nuevos amigos que encontré. Me había

mudado a un departamento en la Séptima Avenida cerca de la calle Catorce. El alquiler

era bajo pues estaba arriba de un restaurante. No obstante era un departamento

agradable que podría compartir fácilmente ya que tenía dos habitaciones en el frente, dos

atrás y una cocina y un baño en medio.

Al poco tiempo conseguí una compañera. Por medio de Blackie Myers, vice presidente

del sindicato nacional marítimo y su esposa Beth McHenry, escritora del Daily Worker,

conocí a Nancy Reed, quien hacía poco había sido despedida, en medio de gran

publicidad, de su trabajo en el departamento del trabajo del estado de Nueva York por

haber manifestado su actividad comunista. La despidió Godfrey P. Schmidt, quien

posteriormente sería miembro de la comisión industrial. Como resultado de las

investigaciones de Stephen Birmingham, la prensa acarreó historias escabrosas de cómo

ella había enterrado en la playa de la casa de verano de su madre en Cape Cod, archivos

del partido comunista. Al saber que estaba sin empleo le ofrecí compartir mi

departamento, y luego convencí al sindicato de maestros para que fundara una bolsa de

trabajo para que ella lo dirigiera.

Nancy venía de una buena familia de Boston. Conocí a su madre, Ferdinanda Reed, una

de las tres mujeres maduras que técnicamente eran las propietarias del Daily Worker, las

otras dos eran Anita Whitney y mi anterior inquilina en Village, Susan Woodruff.

Ferdinanda había llegado al comunismo intelectualmente y se quedó porque, al igual que

Susan, nunca vio su lado despiadado. Sus dos hijas la siguieron en el partido y Mary, la

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hermana de Nancy, escritora de renombre, había dejado a su marido estadounidense y se

había ido a vivir a Rusia llevándose a su pequeño niño. Nancy la visitó allá.

Nancy tenía muchos amigos entre los obreros que había ayudado a encontrar empleo

cuando trabajaba para el departamento de empleo del estado. Poseía gran vitalidad y

amor por la vida social. Cuando llegaba a casa por la noche encontraba el departamento

repleto de gente. Algunos pertenecían a los sindicatos de servicios sociales. Muchos de

ellos eran hombres de mar, ya que entre sus amigos más cercanos estaban Ted Lewis, vice

presidente del sindicato nacional marítimo, Joseph Curran, Ferdinand Smith y otros de la

dirección del sindicato. Durante aquellos días de guerra los marineros ganaban buenos

salarios, pues había bonificaciones por horas extras y asignaciones especiales por riesgo

de guerra.

Antes de que me diera cuenta mi casa se había convertido en un centro para los líderes

del sindicato nacional marítimo y marineros de todos los rangos. Entre ellos estaban el

capitán Mulzac, el primer negro en convertirse en capitán, y una veintena de ingenieros,

contramaestres y marineros comunes. Algunos sólo venían por una noche, pero otros

eran asiduos visitantes.

Una noche John Rogan del sindicato nacional marítimo trajo a un marinero alto, delgado,

pelirrojo con camisa y pantalón caqui que había sido amigo de Paddy Whalen. “Red,”

como sus amigos lo llamaban, resultó ser una excelente adquisición para el partido ya

que hablaba bien y tenía muchas historias para contar. Venía de Minnesota. Contó que su

abuela había sido la primera mujer blanca en ese estado. Cuando hablaba de su gente se

notaba que estaba orgulloso de su herencia. Su madre era franco-canadiense, educada

en un convento, y dijo que él también había sido criado como católico. Su abuelo de

Wisconsin había muerto en la batalla de Shiloh y fue enterrado en Springfield, Illinois.

Le conté sobre el abuelo de mi ex marido que peleó con el Sur y perdió un brazo en

aquella batalla. Nos quedamos hablando hasta tarde y me enteré de que había dejado el

catolicismo y se había convertido en un IWW (Industrial Workers of the World-

(Trabajadores industriales del Mundo) y algunas veces había trabajado con el partido

comunista. Con mucho orgullo le conté acerca de mi reciente decisión de trabajar

abiertamente en el partido. Dudó al preguntar: “¿estás segura de que eso es lo que

quieres?” y como yo parecí sorprendida, continuó:

“Mira, yo no creo que ellos tengan la respuesta. Simplemente no me convence eso de

que sólo somos pedazos de tierra y que cuando nos morimos, nos morimos y eso es todo.

He visto malas condiciones en muchos lugares; en barcos, en cárceles y en puertos

extranjeros en China, India, África y Sudamérica. He peleado contra eso.

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No hay duda de que toda la revolución puede salir de ahí — de la forma que los

comunistas lo quieren — pero ¿qué vendrá después de eso? ¿Qué hará toda esa gente

cuando tengan su revolución? Odio pensar en eso. Pero estoy bastante seguro de que no

han encontrado la respuesta”.

Me sorprendió escuchar esto de un hombre que estaba obsesionado con el trabajo y que

había luchado incansablemente, a menudo arriesgando su vida. Él no era un "enemigo de

clase". Mientras hablaba, sentí esa sensación incómoda que a veces me venía pese a que

trataba de ignorarla. Era como si las palabras de este hombre fuesen el eco de mis propios

miedos

Pero eso no cambió mi decisión de incorporarme formalmente a la dirección del partido.

Por años había trabajado con el partido sin tener ningún carnet o alguna otra indicación

formal de adhesión. Ahora Gil Green me había dado mi primer carnet, y cuando me

preguntó a cuál de las filiales quería ir, le dije que a la sección del Este de Harlem. Para

empezar a trabajar en esa área me mudé a una casa en la Avenida Lexington. A un barrio

que en algún momento había sido irlandés y donde todavía quedaban familias irlandesas

e italianas desparramadas, pero en el cual cada vez había más familias portorriqueñas,

antillanas, y negras. Yo llamaba a nuestra manzana, la calle de todas las naciones.

En la esquina de la Calle 102, había una iglesia Episcopal para negros y me hice buena

amiga del ministro y de su familia. Al lado de la iglesia había una casa de huéspedes

portorriqueña a cargo de una soltera italiana. Cerca de ahí había un almacén cuyo

propietario era un auténtico irlandés que venía de la isla esmeralda y que conservaba el

acento. Vivíamos todos juntos en paz, como buenos vecinos.

Cedí un piso en mi casa a Clotilda McClure y a su esposo Jim. La señora McClure había

trabajado para mí cuando recién me casé y vivía en la casa de la calle Once. Estaba

contenta de tenerlos conmigo porque éramos buenos amigos y además porque Clotilda

me ayudaba con la casa.

Me había mudado a este barrio en particular ya que como funcionaria del partido quería

trabajar en esta comunidad y estudiar sus problemas específicos. Me asignaron la filial

del partido de Garibaldi ubicado en la Calle 116, un club del partido que se concentraba

en reclutar italianos. El club era ineficaz y el ambiente monótono, en parte, debido a que

los italianos en Estados Unidos se resistían a unirse al partido comunista y en parte

también por Vito Marcantonio, que representaba al partido laborista estadounidense y

trabajaba activamente por el partido comunista, pero al que no le entusiasmaba tener un

partido comunista fuerte en su distrito, quizás porque pensaba que podría interponerse

en su camino cuando realizara rápidas negociaciones con las distintas fuerzas.

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Su centro de actividades políticas era una sede de un club en la 116 cerca de la Segunda

Avenida. Allí se congregaban una mezcla rara de chicos y chicas comunistas sofisticados

y agradables, que iban y venían en el juego de la intriga política, miembros de una pandilla

local, mafiosos reconocidos, abogados ambiciosos, y oportunistas políticos que buscaban

las migajas de su acción política.

También había gente del barrio que necesitaba un amigo. Marc escuchaba sus historias,

asignaba tenientes a sus casos, o pedía ayuda a los sindicatos dirigidos por comunistas.

Desde Washington escribió muchas cartas con su membrete representando a su gente.

Nada los hacía más felices que recibir una de sus cartas desde la capital, las llevaban en

sus bolsillos y las mostraban con orgullo. No importaba si la carta no decía nada, el hecho

de conocer a un congresista que les escribiera era suficiente. Podría haber sido electo por

un ticket indio de madera ya que esta gente no pertenecía a ningún partido. Seguían a

Marc por su persona.

La sección Garibaldi del partido comunista estaba a sólo una cuadra de este club. Esta

sección de cincuenta o sesenta miembros estaba compuesta principalmente por italianos,

judíos, negros y finlandeses. Algunos de los italianos eran viejos anarquistas. Se sentían

como en casa con los comunistas aunque sólo fuera por su ateísmo y creencia en la

violencia. En el Este de Harlem había muchísimo trabajo por hacer, pero pronto me di

cuenta que al partido laborista y a sus activistas, los comunistas, lo único que les

preocupaba era obtener votos. El bienestar de la gente no les importaba. Este era un

nuevo tipo de maquinaria política, atraía no solo a los votantes sino también a los

trabajadores del recinto con promesas vagas de un mejoramiento social en el futuro.

Para enero de 1944 estaba bien establecida en la sede del partido en la Calle Doce. Desde

allí organicé el programa legislativo del partido, pero lo más importante fue que supervisé

el trabajo legislativo de los sindicatos, principalmente los de los trabajadores del gobierno

a nivel del estado, local y nacional, de las organizaciones masivas de mujeres y de las

organizaciones juveniles.

En todo el edificio había un notable sentimiento de emoción y optimismo. El libro de

Browder, Victory and After, (Y después de la Victoria) posicionó la participación comunista

en el centro de la vida estadounidense, y entre nosotros había cada vez menos charlas y

actividades de izquierda. En una junta de estado, Gil dio una charla sobre la nueva era

que estaba en camino y nos sorprendió con perspectivas que eran nuevas para aquellos

que habían sido educados con la tesis de Lenin de que el imperialismo es la última etapa

del capitalismo. Gil dijo que la era del imperialismo había llegado a un fin, que Teherán

había cancelado Múnich, y que la unidad soviético-norteamericana continuaría

indefinidamente después de la guerra.

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Y agregó que, juntos, Estados Unidos y los soviéticos resolverían los problemas coloniales

del mundo y de hecho todos los demás problemas del mismo.

Durante diciembre de 1943, en la sede no escuchamos otra cosa que Teherán. Lo que

había pasado en esa conferencia era muy confuso para nosotros. Sabíamos que Browder

estaba escribiendo otro libro sobre el tema. También sabíamos que Teherán ahora era la

contraseña, que significaba cooperación máxima de los comunistas con todos los grupos

y todas las clases. La línea política que durante dos años se había llamado "Frente

Democrático" ahora se llamaba "Frente Nacional". En esa Navidad, entre nosotros

Teherán remplazó a Belén.

Los artistas y escritores que seguían a los comunistas empezaron a interpretar Teherán en

sus trabajos. Para cada actividad la clave era Teherán. Lo conmemoraron con gigantescos

murales y también con canciones en cafés sociales y sketches políticos. Durante algún

tiempo esta línea trajo una sensación de seguridad placentera, pero en enero surgieron

rumores de que en el noveno piso habían comenzado los problemas durante los

preparativos para la siguiente convención del partido.

El desacuerdo entre los líderes había aumentado. Sam Darcy, el organizador del partido

en California, no estaba de acuerdo con el cambio propuesto por la línea del partido y en

la reunión de la junta del estado en Nueva York, Gil anunció la decisión del Politburó de

expulsar a Darcy, decisión con la cual él obviamente estaba de acuerdo. En fuerte apoyo

a Browder por parte de Gil no sorprendió a nadie, ya que todos mirábamos a Gil como el

secuaz de Browder y el elegido para sucederlo

Se hizo una votación apoyando la acción del Politburó nacional de expulsar a Darcy. Como

todas las votaciones en el partido comunista, ésta fue unánime. Estaba sorprendida por

el enojo que se manifestaba en contra de este hombre que, como dijo Gil, se había

rehusado a dejar de lado el "dogma revolucionario" para hacer frente a la nueva situación.

Tan sólo unos cuantos días antes todos lo llamaban "camarada".

Con la expulsión del disidente Darcy, la paz reinó otra vez. Escuchamos que William Z.

Foster también había criticado el cambio propuesto. No obstante él se había inclinado

por la mayoría. Fuimos juntos a la convención de 1944 con una creciente membrecía del

partido y el creciente prestigio de Browder en la política nacional. Estábamos convencidos

de la importancia del partido en la actual escena norteamericana. Sabíamos que Browder

tenía información confidencial de la guerra tanto del exterior como desde Washington.

La convención ese año se llevó a cabo en el Riverside Plaza, un hotel de la Calle Setenta

y dos Oeste. Hubo buena participación. Además de los delegados, muchos líderes de los

sindicatos y hombres de reputación nacional se hicieron presentes.

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La Internacional Comunista había sido, por insistencia de Roosevelt, técnicamente

disuelta el año anterior, pero varios de sus miembros estaban de nuevo en Nueva York y

vinieron a nuestra convención. Desde Francia, Lucien Midol trajo una carta del comité

central del partido comunista francés, que aprobaba la nueva línea estadounidense. Había

algunos viejos sindicalistas quejosos a quienes no les gustaba la nueva tendencia, uno de

ellos dijo en tono sarcástico: “En esta la convención los obreros y patrones se han

convertido en pareja.”

Como dije antes, el papel que se me había asignado era anunciar públicamente mi

adhesión al partido. Cerca de cien sindicalistas me acompañarían en esto. Cuando llegó

el momento, casi todos los candidatos elegidos habían encontrado razones urgentes para

no hacer una declaración pública. Al final sólo dos, y éstos eran de sindicatos

insignificantes, se unieron para ser abiertamente miembros del partido.

La primera noche de la convención trajo noticias trágicas: Anna Damon había muerto al

saltar desde una ventana de un hotel cercano. Anna, importante miembro auxiliar del

Politburó, pertenecía a una familia adinerada de Chicago y se le había asignado fungir

como auxiliar de Charles Ruthenberg, primer secretario del partido comunista

estadounidense, quien había venido al este luego de su muerte cuando el partido mudó

su sede a Nueva York. La influencia de Anna había ido en aumento, tenía reputación de

haber desarrollado para el partido figuras como la de Earl Browder, Roy Hudson, Charles

Krumbein, y otros del Politburó.

La vi por primera vez en los años 30 cuando era secretaria ejecutiva de la poderosa

organización para la Protección del Trabajo Internacional, una organización masiva con

grandes recursos financieros y extensos contactos con la profesión legal. Este era el

comité que organizaba la participación comunista en los casos Scottsboro y Herndon, y

en las huelgas Gastonia y otras huelgas obreras.

Una amiga me llevó una noche a su casa en la Calle Dieciséis Este y recuerdo mi asombro

al ver que un miembro del partido comunista vivía en un departamento tan lujoso, con

finos cuadros y una terraza con vista a la ciudad y al East River. Marcantonio, sobre quien

ella ejercía una gran influencia y a quien había entrenado en las políticas de izquierda,

estaba allí esa noche, al igual que Robert Minor y su esposa. Todos salvo Marc iban bien

vestidos. Cuando nos fuimos, pensativamente le dije a la amiga que me había llevado:

“Esta podría ser la nueva aristocracia de nuestro país”.

Nunca supe por qué se mató Anna Damon. Se decía que había roto con Browder por la

nueva política. El partido cuidadosamente difundió el rumor de que tenía cáncer y que

esta había sido su escapatoria al dolor.

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Pero el comienzo de una convención de un partido en el cual ella había tenido gran poder

era un extraño momento para elegir quitarse la vida — si es que en realidad se había

quitado la vida.

En esta convención el discurso de Earl Browder que llamaba a la disolución del partido

comunista era, al lado del suicidio de Anna, el hecho más sorpresivo. Algunos viejos

funcionarios no lo podían entender, pretendían ver en esto un intento de anular las

enseñanzas de Lenin.

Pero la maquinaria del partido trabajó con una precisión premeditada. El partido

comunista norteamericano se disolvió y luego por otra resolución, los delegados lo

restablecieron bajo el nombre de Asociación Política Comunista, con los mismos líderes,

la misma organización y los mismos amigos.

Fui electa como miembro del Comité Nacional de esta Asociación Política Comunista, lo

que me llevó a las autoridades más altas. Ahora, supuestamente era parte del círculo

interno.

El nuevo cambio de nombre desorientó a muchos que entraron y salieron del partido.

Había escuchado atentamente durante la convención y no resultaba claro para mí. Sabía

por supuesto, que la razón inmediata era sentar las bases para la dirección de comunistas

de la reelección de Roosevelt, puesto que Earl Browder fue el primero en proclamar

públicamente su reelección para un cuarto período. También sabía que el nuevo nombre

sonaba menos ominoso para los oídos estadounidenses. Aun así, había sido un cambio

drástico.

Aquellos que pensaban que conocían la razón me lo explicaron de esta forma: La línea

actual del comunismo mundial se basaba ahora en el compromiso de Roosevelt con la

Unión Soviética de coexistencia mutua y continua unidad soviético-americana de

postguerra. Si se mantenía ese compromiso y la marcha hacia el control mundial

comunista pudiera alcanzarse por la unidad diplomática fuera de las relaciones soviético-

americanas oficiales, no habría necesidad de un partido de lucha de clases militante. En

ese caso la Asociación Política Comunista se convertiría en un tipo de Sociedad Fabiana,

realizando investigaciones e involucrándose en promocionar ideas sociales económicas y

políticas para dirigir el desarrollo de Estados Unidos hacia una nación totalmente

socialista.

Terminada la convención pasamos al tema más importante en la agenda del partido: la

reelección del presidente Roosevelt por un cuarto período. Con este fin el comité nacional

se reunió inmediatamente después de la convención. Browder propuso que el partido

contribuyera con cinco mil dólares para ayudar a desarrollar el Willkie Memorial, sin duda

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como gesto de amistad para con los social demócratas que también estaban

concentrados en esta elección. Sin embargo, David Dubinsky y otros a cargo del proyecto,

rechazaron públicamente la oferta. Después de eso, la Asociación Política Comunista se

movió independientemente en su autoproclamada tarea de promover la victoria de

Roosevelt.

Antes que nada era necesario atraer a los distintos distritos y subdivisiones de la

organización a la rápida aceptación de la decisión de la convención. En el comité nacional,

cada uno de nosotros asistió a pequeñas reuniones secretas, habló con compañeros,

explicó las nuevas perspectivas, los hicimos sentir que estaban justo en medio de las cosas

importantes que estaban sucediendo.

Enfatizamos la astucia de Browder y nuestra confianza en él y les dijimos cuánta gente

importante fuera del partido estaba de acuerdo con nosotros. Lo cual era cierto, ya que

su perspicacia había sido elogiada por Walter Lippman y otros publicistas. También fue

elogiado por la nueva constitución de la Asociación Política Comunista, escrito en

conformidad con el tipo de organizaciones americanas, y por el cambio de terminología

comunista extranjera como por ejemplo "Politburó,” a expresiones norteamericanas

como “junta nacional.”

Sin embargo, algunos de nosotros sabíamos que a pesar de que Browder estaba

americanizando la apariencia de la organización, tenía dificultades con numerosos

revolucionarios profesionales que no podían cambiar tan rápidamente su discurso y su

forma de pensar.

Mis tareas eran varias. Seguí ejerciendo el control sobre los maestros comunistas. Antes

de dejar el sindicato pude sentar las bases para la afiliación de los maestros del sindicato

con la NEA. (National Education Association, Asociación Nacional Educativa)

En junio de 1944 me asignaron para hablar en una reunión frente a más de quinientos

maestros comunistas y de sus simpatizantes en la escuela Jefferson sobre las nuevas

perspectivas comunistas aplicadas a la educación. Ofrecí la posibilidad de un nuevo

enfoque de la educación que pronto sería revelado por los líderes norteamericanos que

controlaban los hilos de la economía de la nación. Impulsé a los maestros comunistas a

ejercer su influencia en pos de la unidad de todos los grupos de maestros y ciudadanos.

Señalé que el NAM (New Age Movement) había establecido una unión con la NEA y se

había comprometido a ayudar a fortalecer la educación y a respaldar un programa

nacional de construcción de escuelas; que esto se convertiría en un programa de

cooperación constante en todos los temas educacionales. A aquellos que cuestionaban

esta perspectiva les dije que los empresarios progresistas jugaban un papel

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revolucionario. Repetí las explicaciones que habían dado Gil y otros líderes de la nueva

Junta Nacional.

Como miembro oficial de la Junta del partido del estado de Nueva York y del comité de

estado, era la segunda de Gil Green a cargo de las campañas políticas. Me asignaron dos

tareas inmediatas: la derrota de Hamilton Fish en el Distrito del Congreso Vigésimo

noveno y la creación de una división en Nueva York de agricultores progresistas y

empresarios para la reelección de Roosevelt.

La historia de la manipulación comunista para la derrota de Hamilton Fish es demasiado

larga para contarla aquí. En la otra tarea iba a ver por primera vez cómo una pequeña

minoría, bien organizada, con miembros en ambos partidos mayoritarios, y dentro de los

sindicatos, y con control de pequeños partidos laboristas podían servir como cerebros

para hacer lo que los grandes grupos de ciudadanos sin coordinación no podían hacer.

En esta elección los comunistas sirvieron como factor de coordinación importante.

En el pequeño pueblo de Catskill, un soleado domingo de junio de 1944, un puñado de

criadores de pollos de Sullivan, Columbia, y de los condados de Orange se reunió con un

comité organizador para el sindicato de agricultores, compuesto por Charles Coe, un

hombre gordito medio callado que había acudido a la convocatoria de los agricultores,

Gil y yo.

Juntos planeamos un comité progresista de campesinos para apoyar la reelección de

Roosevelt. Algunos meses más tarde, cuando la campaña estaba en plena marcha, eran

pocos los que sabían que los trabajos en gran escala de los agricultores habían surgido

de humildes comienzos.

En Nueva York el comité de Acción Política CIO contaba con personal comunista muy

sofisticado, con años de experiencia en la capital de la nación. El comité independiente

de artistas, científicos y profesionales, bajo la presidencia de Jo Davidson, el escultor,

estaba bajo la fuerte dirección del partido.

Estos comités electorales, compuestos por comunistas y no comunistas, estaban bajo el

control comunista. Si el presidente del comité no era comunista, su secretario ejecutivo

estaba inevitablemente bajo dominación comunista.

Nueva York, por su gran poder electoral, era el centro directivo de la campaña. Los

comunicados de prensa de Nueva York, ampliados por los principales diarios

neoyorquinos, establecieron la línea para los cientos de periódicos y estaciones de radio

en el interior.

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Para el éxito de esta elección el partido laborista norteamericano aceleró la marcha. El

nuevo partido Liberal, organizado por Alex Rose y David Dubinsky, junto con George

Counts y John Childs, también jugó un papel importante. Este último grupo se

diferenciaba de los comunistas y a menudo los atacaban. Como respuesta los comunistas

se pusieron en acción. Querían llevarse todo el mérito por lograr la victoria electoral, así

que se tomaron el tiempo para atacar a Dubinsky y al partido liberal recientemente

formado, a pesar de que estaban del mismo lado en la campaña electoral. En esa campaña

los comunistas estaban por todos lados. No confiábamos en los líderes de distrito del

partido demócrata para entregar los votos, por lo que enviamos jóvenes inteligentes de

izquierda a los clubes democráticos para convencer a los viejos compañeros de entrar en

acción, fue divertido verlos en ese ambiente tan agitado.

Para reunir los votos que el partido laborista no pudo ganar y que las organizaciones

democráticas quizás no lograrían, establecimos un Comité de Acción Política de

Ciudadanos Nacionales. Esta organización independiente llevó a cabo reuniones locales y

recaudó fondos. Su comité ejecutivo estaba compuesto por notables personalidades. El

verdadero trabajo lo hicieron las mismas pocas y dedicadas personas, los que no

buscaban una recompensa personal ganaban el derecho de participar en la construcción

del nuevo mundo.

Era fascinante ver como el personal del partido se aclimataba tan fácilmente a su nuevo

rol de reunir todas las fuerzas. Se codeaban con líderes de distritos, con un submundo de

personajes, y con una antigua línea política de jefes a los cuales realmente consideraban

como guardianes de un aparato en proceso de desintegración.

Mientras estaba trabajando activamente era bastante feliz, pero cuando la campaña

terminó y Roosevelt fue reelecto me deprimí. Una de las razones era la peculiar lucha de

poder que veía emerger. Durante la elección había visto el trabajo eficaz realizado

miembros ocultos comunistas. Empezaron a surgir disputas entre los funcionarios

comunistas públicos y estos comunistas ocultos que estaban bien instalados en puestos

bien pagados en organizaciones poderosas. De ser necesario el mismo Browder resolvía

estas disputas, siempre a favor de los miembros ocultos. Sentí una gran competencia

entre estos grupos, y quería zafarme de eso. Un día se lo comenté a Elizabeth Gurly Flynn

que estaba conmigo en el Comité Nacional y en el comité de Estado. Me dijo que sólo en

Nueva York los compañeros actuaban de esa manera. Me explicó que a menudo era a

causa del machismo en las sedes.

“Anda y visita el resto del país”, me aconsejó. "Eso te va hacer sentir mejor”. De modo que

en 1945 la reemplacé en las reuniones comunistas en el Medio Oeste.

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Desde la primera charla pude deducir que entre los trabajadores había resistencia hacia

la nueva línea de cooperación y unidad. A muchos no les gustaba el "compromiso de no

huelga" de postguerra, o la adopción de un estatuto de gestión de trabajo propuesto por

la Cámara de Comercio y respaldado por los comunistas. La nueva línea era inaceptable

para los trabajadores escépticos que habían sido educados con la filosofía de lucha de

clases y que en ese momento notaban los efectos de la avaricia de los monopolios

poderosos: reducir salarios, y despedir trabajadores a pesar del creciente costo de vida.

Hablé en Cleveland, Toledo, Gary, y Chicago. Al volver no me sentí más feliz que cuando

me fui. Tampoco la siguiente tarea me hizo sentir mejor. Trabajé por un tiempo con

jóvenes comunistas que estaban iniciando una campaña a favor de la instrucción militar

universal. Esta campaña me preocupaba ya que no parecía encajar con la perspectiva de

Teherán de una paz a largo plazo, ni tampoco con el optimismo que se promocionaba

cuando el ejército nazi se desmoronaba y la paz parecía estar cerca.

La campaña para la instrucción militar universal, el compromiso a la no huelga de la

postguerra que los comunistas estaban anunciando con bombo y platillo, y el estatuto de

gestión de trabajo eran todos signos que apuntaban a una cosa: máximo control de la

gente por el Estado.

Cuando la conferencia de Yalta hubo terminado, los comunistas se prepararon para

apoyar el estatuto de Naciones Unidas que iba a ser adoptado en la conferencia de San

Francisco que se celebraría en mayo y junio de 1945.

Para esto organicé un grupo de oradores y fuimos a las esquinas llevando altavoces y

realizamos reuniones al aire libre en las secciones de sombrerería y prendas de vestir para

damas en Nueva York, donde miles de personas se congregaban a la hora del almuerzo.

Hablamos de la necesidad de la unidad mundial y en apoyo a las decisiones de Yalta. Pero

al mismo tiempo la división juvenil comunista hacía circular peticiones para la instrucción

militar universal.

Las dos cosas parecían contradictorias. Pero los comunistas no cruzaban mensajes en

forma descuidada. La verdad era que las dos campañas estaban orientadas hacia objetivos

distintos: la necesidad de controlar a la gente en el período de postguerra, y la de

construir una maquinaria a nivel mundial para preservar la paz. Ya que los líderes

comunistas evidentemente no concebían un mecanismo de paz sin ejércitos, la pregunta

obvia era entonces la siguiente: ¿para quién y con qué fin los comunistas estaban

impulsando la construcción de un ejército permanente? ¿No confiaban en su propia

propaganda de paz?

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CAPÍTULO TRECE

PARA ABRIL DE 1945, había indicios de problemas en el partido comunista. La inquietud

entre sus funcionarios había crecido. Me di cuenta gracias a mi trabajo en la Comisión

Italiana del partido comunista estadounidense.

Un día aparecieron dos extranjeros recién llegados de Italia, Berti y Donnini. Juntos hacían

una dupla agradable y atractiva. Se hacían llamar profesores y se habían convertido en

líderes de la comisión italiana. Inmediatamente iniciaron una controversia sobre la

cuestión laboral de las comunidades minoritarias en la nación.

Durante la Convención de 1944, Earl Browder había insistido en eliminar las diferencias

de los nacidos en el extranjero para que fueran tratados como parte del movimiento

obrero norteamericano. Los profesores Berti y Donnini presentaron vigorosas objeciones.

Señalaron la importancia de las organizaciones nacionales independientes, del fomento a

que el nacido en el extranjero usara su idioma, y de la circulación de periódicos en idiomas

extranjeros. Estimularon la organización de diferentes grupos nacionales casi como si

estos fueran colonias extranjeras. Afirmaron que esto fortalecería entre ellos el sentido

de nacionalismo, algo necesario para la construcción del comunismo mundial.

Debido a sus inoportunas opiniones, estos dos funcionarios quedaron por los suelos. Se

había puesto en marcha el plan para expulsarlos. Luego, repentinamente, llegaron las

increíbles noticias de que ¡eran miembros de un partido comunista italiano! Hasta este

momento, tal como otros, yo los había considerado honestos, aunque me parecieron unos

torpes extranjeros con tendencia a las disputas.

Ahora me daba cuenta de que nada de lo que habían dicho era casual, y de que no

hablaban por ellos mismos. Representaban al movimiento comunista internacional y

estaba claro que la propuesta de Browder para el problema nacional no gozaba del favor

de algunas secciones del comunismo mundial.

Durante una amarga reunión comprendí que estos dos hombres eran los responsables de

la traducción y de haber dado a la prensa Scripps-Howard, la carta de Jaques Duclos,

publicada anteriormente en Francia, en una revista comunista, Cahiers du communisme.

(Apuntes del comunismo). Esa carta iba a cambiar todo el curso del movimiento

comunista de este país.

La carta, que apareció en el World Telegram en mayo de 1945, ridiculizaba la línea de

unidad de Browder y su política Teherán, y acusaba a los comunistas norteamericanos de

haber traicionado los principios de Marx y Lenin. Los exhortaba a poner la casa en orden,

y literalmente demandaban que volvieran a la tarea de hacer la revolución.

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Estigmatizaban a Browder como un craso de “revisionismo” del Marxismo-Leninismo, y

proponían su remoción del cargo.

El partido se vio inmediatamente invadido por la confusión y la histeria. El noventa por

ciento de los miembros no sabía quién era Jacques Duclos, ni entendían que significaba

“revisionismo”. No se intentó aclararles nada. Estaban sucediendo cosas más importantes.

En la Calle Doce había estallado una gran revolución, con William Z. Foster liderando las

fuerzas del fundamentalismo marxista. A la confusión se sumó el gran cuerpo de

trabajadores del partido, que como caballos en un establo en llamas, habían perdido todo

sentido de discreción. Aún sin saber lo que significaba, los atemorizaba ser atrapados en

estado de "revisionismo" y al sentir que desde el extranjero las voces presagiaban un

cambio en la línea del comunismo mundial, intentaban desesperadamente purgarse del

error que, aunque no entendían, evidentemente habían cometido. Confesaban en

reuniones públicas y privadas que habían sido negligentes en su deber y que habían

traicionado a los trabajadores por apoyar un programa de colaboración de clases. Hubo

algunas manifestaciones de auto flagelación pública que provocaban sentimientos que

oscilaban entre el asco y la lástima.

Fue un tiempo de desconcierto. Para mi nada tenía sentido. Una y otra vez escuchaba a la

gente decir que ellos habían traicionado a los trabajadores. Vi a los desamparados

miembros de la Junta Nacional negar su responsabilidad, alegando que no sabían lo que

estaba sucediendo, o que cuando vieron los errores tuvieron miedo de hablar. Alegaban

que Browder los había confundido y aterrorizado. Era lamentable ver a estos líderes, que

en el mejor de los casos desconocían lo que había sucedido o, en el peor, eran cobardes.

Gil Green estaba lívido y había caído en la desesperación porque había sido

estrechamente identificado con el jefe — en realidad se lo conocía como el chico de

Browder. También él negó todo lo que había dicho sobre que el imperialismo había

llegado a su fin. En realidad, estaba claro que ahora nuevamente había que creer en que

el imperialismo era la última etapa del capitalismo, que inevitablemente llevaría a la

guerra y a la revolución comunista, y que Estados Unidos era el peor contraventor. Otra

vez íbamos a despreciar a nuestro propio país como explotador de los trabajadores.

Gil e Israel Amter me pidieron que escribiera un comunicado para ser publicado en el

Daily Worker en el cual yo repudiaría la reciente política y confesaría mis errores. Lo

Intenté, pero a mi bolígrafo no le salían las palabras. Me excusé diciendo " No entiendo

lo que ha sucedido. Parece ser que no contamos con todos los elementos". Recordé cómo

recientemente, en mayo, miembros de la Internacional Comunista habían estado

presentes en la convención del partido y habían aprobado la línea. También recordé que

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fue William Z. Foster quien nominó a Browder como presidente de la Asociación Política

Comunista. Fue Foster quien apoyó la moción de disolver el partido en 1944.

Verdaderamente, esto fue un cambio de ciento ochenta grados, un repudio absoluto a la

política que no solo tenía el apoyo unánime de la dirección comunista en Estados Unidos,

sino también el apoyo público de la Unión Soviética. Incluso nos habían dicho que la

política Teherán había sido preparada con la asistencia del representante autorizado de

la USSR para Estados Unidos, el embajador Oumansky.

Hoy, es obvio que luego de que Stalin ganara las concesiones diplomáticas en Yalta, y

luego de que en las conferencias de Bretton Woods y Dumbarton Oaks se ubicara a los

comunistas norteamericanos ocultos en puestos de poder, el comunismo mundial no

quería los esfuerzos patrióticos de Earl Browder y su banda de comunistas públicos que

anhelaban tener participación en los asuntos estadounidenses. Más tarde me enteré de

que la oposición tardía, amable y moderada de Foster que hacia la línea Teherán el año

anterior había sido sugerida por medio de los canales privados del extranjero como

preparación para el levantamiento de 1945.

Obviamente Browder estaba desprevenido y le tomó por sorpresa este giro. Ahora estaba

oficialmente obligado a presentar a los miembros la carta de Duclos para su “discusión”

a través de las columnas del Daily Worker. En las reuniones del partido había una ola de

confusa discusión, y la conclusión fue el llamado a una convención de emergencia en

junio de 1945.

Iban a suceder muchas cosas antes de que la convención tuviese lugar.

Para prepararse para la misma, el Comité Nacional, de casi sesenta miembros, fue

convocado a sesión en la Twelfth Street. Al principio, ocupó la presidencia Irving Potash

del sindicato Furriers. Más tarde fue Foster quien la ocupó.

Browder estaba en la sala. Había estado enfermo y su apariencia era la de un hombre

dolorido.

Todos evitaban cuidadosamente hablar con él, y cuando se sentó, quedó completamente

aislado. Cientos de veces yo había visto a estas mismas personas saltar cuando él llegaba

a la sala y entonar "Browder es nuestro líder. No nos moverán". Ahora, cuando lo miraban,

sus caras se veían sombrías de odio, o quizás de temor.

Siendo uno de los miembros más nuevos del Comité Nacional, yo no conocía bien a

Browder, pero de repente, no lo pude soportar más. Me levanté del asiento en el otro

extremo de la sala, caminé hacia la silla de Browder y le estreché la mano. Luego me senté

en la silla vacía a su lado, aunque era consciente de que mi acto no iba a pasar inadvertido.

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Le insistí para que me diera alguna explicación o al menos para que no se fuera y esperase

los cargos que se iban a presentar. Pero dijo que no se podía quedar para la reunión.

“No me defenderé”, dijo firmemente. “Esta es un secta absurdo secta de la izquierda.

Volverán”.

Poco sabía yo de las políticas de alto nivel dentro del aparato comunista, y no podía

entender su remoción ni por qué se había rendido tan fácilmente. Incluso entonces no

creía, como claramente él sí, que habría algún retorno. Tiempo después cuando fue a la

Unión Soviética, me di cuenta de que había ido a Moscú con la esperanza de revertir la

decisión. El viejo Comité Nacional se reunió durante tres días. Las reuniones empezaban

temprano y terminaban tarde. Busqué signos de comprensión, amabilidad y compasión.

Esperaba encontrarlos al menos entre las mujeres, pero tampoco estaban allí. Pensé que

al menos Mother Bloor, también llamada "sweetheart" (" la novia") del movimiento,

aconsejaría moderación, ya que había estado cerca de Browder. En cambio, esta mujer

hablaba enfadadamente acerca de lo obstinado que era y de su "arrogancia".

Elizabeth Curly Flynn, anteriormente de IWW, a quien Browder había llevado al partido

en 1938 y elevado al Comité Nacional, no se alejaba mucho de los comentarios de Mother

Bloor. Apenas podía creerlo cuando la escuché decir fríamente que había sido intimidada

por Browder, que no había sido consciente del hecho de que él estaba "liquidando” el

partido, que ella estaba tanto afuera de la sede, que no sabía lo que estaba sucediendo.

Escuché a Ann Burlak, una vez conocida como la "Llama roja de Nueva Inglaterra", quien

tras años de ser organizadora del partido se había convertido en una criatura pálida, de

labios finos, y silenciosa, hablar y unirse al grupo acusador.

Yo misma no estaba ni a favor ni en contra de Browder. Casi me meto en problemas por

responderle a Ben Davis cuando dio un discurso particularmente cruel. Ben Davis era

negro, miembro del concejo de la ciudad de Nueva York, y el año anterior se había unido

al club democrático Tammany Hall con el fin de, según dijo él, obtener apoyo para su

próxima campaña en el Concejo de la Ciudad. Ahora él fustigaba a Browder por su

“traición” al pueblo negro al disolver el partido comunista en el sur. Browder había

exhortado a que el partido trabajase en el sur a través de comités visibles, tales como el

Comité del sur por los Derechos Humanos, porque sentía allí, que el nombre “Comunista”

cerraba todas las puertas.

Había visto al mismo Ben Davis usar la línea de colaboración del frente unido en la forma

más cruda posible para promover sus propias ambiciones políticas y de repente supe lo

que tenía que decir. Tomé la palabra y pregunté dónde había estado Ben Davis en el

momento en que se estaba haciendo todo esto. Dije que seguramente alguien tan

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sensible como él a la traición a los negros, tendría que haber hablado en ese entonces y

no haber esperado hasta ahora.

Ben Davis rápidamente se volvió violento conmigo: insinuó que yo era culpable de

chovinismo, ya que como negro, él espera que yo fuera sensible al problema de los

negros. Esta situación extraña e ilógica me dejó sin palabras.

Ese mismo día varios de los miembros negros del Comité Nacional me llevaron a almorzar.

Pettis Perry y William Patterson, que me agradaban, trataron de justificar los ataques

inmoderados y dijeron que yo no entendía bien el problema de la minoría nacional. Todo

lo que podía pensar mientras escuchaba era: “¿Todos se volvieron locos?”.

Esa tarde escuchamos más lamentos y vimos a más gente golpeándose el pecho. Cuando

Pat Tuohy, un organizador activo del partido, anteriormente minero de Pennsylvania

asociado con los Molly Maguires, se levantó para hablar, pensé que ahora se iba a

escuchar algo razonable. Por el contrario, Pat estalló llorando y dijo que nunca había

estado de acuerdo con la línea Teherán, pero que Browder lo había intimidado diciendo

"Pat, te estás poniendo viejo. Podemos prescindir de tus servicios si estás en desacuerdo".

¿Eran estos los hombres que yo creía valientes luchadores por justicia?

Justo antes de que el Comité Nacional cerrara su reunión, se establecieron comités para

prepararse para la convención de emergencia. Me sorprendí al escuchar mi nombre para

integrar un comité temporal de trece miembros, cuya misión era entrevistar a todos los

miembros de la Junta Nacional y del Comité Nacional, para estimar la magnitud de sus

errores revisionistas, y recomendar a la Convención Nacional quiénes deberían

permanecer como líderes y quiénes no.

Mi trabajo en ese comité de trece miembros fue una experiencia que nunca olvidaré.

Técnicamente Bill Foster era el presidente. Su acompañante permanente era Robert

Thompson. Davis de la A.F. of L. del sindicato de trabajadores de la alimentación de

Filadelfia y Ben Gold de los Furriers del CIO eran los miembros de alto grado. El

procedimiento era fascinante y fantástico, lo más cercano a juicios de depuración que

jamás haya visto.

Uno por uno comparecieron los líderes ante este comité. En silencio, esperábamos que

hablaran. Los hombres mostraban remordimiento por haber ofendido o traicionado a la

clase trabajadora. Desesperadamente intentaban demostrar que ellos mismos eran de la

clase trabajadora, que no tenían un pasado burgués y que no habían sido contaminados

por la educación burguesa. Hablaban de Browder como si fuese una especie de Satanás

burgués que los había llevado al error por incomprensión debido a su educación

comunista deficiente. Ahora lamentaban su equivocación y prometían untuosamente que

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estudiarían lealmente a Marx-Lenin-Stalin, y que no volverían a traicionar a la clase

trabajadora. Uno por uno fueron compareciendo ante el comité y comencé a sentirme

como si integrara uno de los comités de Robespierre en la Revolución Francesa.

Fue extraño ver al alto y escuálido Roy Hudson escoger sus palabras con patético cuidado,

oírlo alegar, como alardeando, que todo lo que él tenía era una educación de tercer grado

y que venía de un origen muy pobre. También lo fue escuchar a Thompson hablar de su

padre y madre proletarios. Raro oír a Elizabeth Gurly Flynn pedir perdón y ofrecer como

atenuante que era de linaje revolucionario, ya que su padre había pertenecido a la R.A.

de Irlanda, y luego prometer estudiar a Marx y Lenin y convertirse en una verdadera hija

de la venidera revolución estadounidense.

A veces era de gran alivio oír una declaración honesta. Una fue cuando Pettis Perry dijo

que él había sido un aparcero analfabeto del sur, que el partido lo había ayudado a

aprender a leer y a escribir y que le había dado la oportunidad de descubrir lo que él

podía hacer.

Mientras escuchaba esta insistencia sobre la pobreza y la falta de una educación formal

como los requisitos para la admisión a este partido, me empecé a sentir incómoda, y

recurrí a Alexander Trachtenberg, uno de los trece del comité.

“Creo que no pertenezco aquí,” le dije. “Es cierto que mis padres trabajaron duro, pero

mi padre se convirtió en un exitoso hombre de negocios, teníamos una casa propia y yo

fui a la universidad.”

Trachtenberg, un hombre muy culto, captó la ironía en mi afirmación. Se acarició el bigote

de morsa y dijo de modo tranquilizador: “No te preocupes por eso. Recuerda que Stalin

estudió para ser sacerdote y Lenin venía de una familia adinerada y estudió para ser

abogado. Debes ser proletario o identificarte con el proletariado. Eso es todo”.

Mientras los camaradas seguían compareciendo ante el comité examinador, me asaltó la

idea de que entre ellos no había ningún verdadero trabajador. Foster, a pesar de que

usaba la camisa caqui de trabador, no había movido un dedo en mucho tiempo. Durante

veinticinco años había estado sentado en pequeñas salas, planeando revoluciones y

conspirando por poder. Thompson y Gil Green ingresaron a la Liga comunista juvenil justo

después de haberse graduado. Thompson había ido a España como comisario de la

Brigada Lincoln y cuando regresó había trabajado para el partido, y Gil se había

convertido en funcionario del partido a edad temprana.

Esa era la modalidad de estos revolucionarios norteamericanos, y mientras los miraba

sentí que realmente debían saber muy poco acerca del trabajador común.

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A fines de junio se reunió la convención de emergencia. Debido a las restricciones de viaje

por la guerra, Foster anunció que solo un número reducido vendría del resto del país.

Vinieron unos cincuenta delegados. Los delegados de New York llenaron la convención.

Los que venían de afuera estaban de adorno. Cuando Foster entró caminando con pasos

largos junto a Thompson y Ben Davis, ante sus taconeos, solo podía pensar en el

victorioso Führer y sus gauleiters.

El debate y la discusión que se mantuvieron en esa convención solo los puedo comparar

con una conversación de pesadilla. En la actividad frenética, se percibía un peligro

amenazador, pero había cierta imprecisión en cuanto a de qué se trataba todo esto, y en

cuanto hacia dónde estábamos yendo. La confusión y la sospecha universal reinaban en

el Club fraternal de la Calle Cuarenta y ocho, que era el escenario de la convención.

Los íntimos amigos de muchos años se convirtieron, de la noche a la mañana en enemigos

mortales. Basadas en el principio de progreso y protección mutua, surgieron por todos

lados pequeñas camarillas. Algunos gritaban eslóganes de Jacques Duclos. Otros

abucheaban a cualquiera que insinuara la discusión lógica de problemas. El humor, las

emociones, eran histéricamente izquierdistas, con la conversación racista más violenta

que yo jamás haya escuchado.

Bill Lawrence, secretario del estado de Nueva York, que había combatido en España, fue

atacado a causa del Browderismo. Él lo rechazó afirmando su lealtad para con el partido.

Luego alguien lo acusó de haber sido un cobarde en España, y vi como las lágrimas caían

por sus mejillas mientras trataba de dar explicaciones a un grupo que sólo quería

ejecuciones, no explicaciones. Ben Davis atacó a Jim Ford, un miembro negro de la Junta

Nacional, y lo llamó "chupamedias”, porque se había refrenado en su ataque a Browder.

El Comité Nacional recientemente electo, mantuvo su primera reunión a las 4:00 am.

Todavía faltaba elegir un nuevo presidente y secretario. Browder apareció brevemente en

la convención para dirigirla. Cuando se sugirió esto por primera vez hubo llamados desde

el hall para su ahorcamiento inmediato y ante la sugerencia, se escucharon los gritos y

aplausos. Sin embargo, le permitieron hablar, y fue más conciliador, diciendo que él había

aprobado el proyecto de resolución y la creación de una nueva línea. Prometió cooperar.

Cuando terminó, me uní a algunos aplausos dispersos. Estaba sentada en la mesa con

Israel Amter y capté sus negros y redondos ojos que se fijaban en mí. Meses más tarde

me acusó por haber aplaudido a Browder.

La convención llevó a cabo diversas medidas. Se votó por disolver la Asociación Política

Comunista y por restablecer el partido. Se votó para que volviera a dedicarse a su tarea

revolucionaria de establecer un Estados Unidos Soviético. Se votó por intensificar la

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educación Marxista-Leninista desde los líderes hacia los miembros más bajos. Se votó por

expulsar a Browder como líder. Se votó por volver a usar la palabra “camarada”.

Por mi parte, desde ese entonces me hice alérgica al uso de esa palabra, ya que en la

Convención de Emergencia en el Club Fraternal había visto actos que no eran

precisamente camaraderías.

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CAPÍTULO CATORCE

LA NUEVA LÍNEA que se estableció en la Convención de Emergencia significaba que todas

las cosas estaban destinadas para todas las personas. Pretendía ser lo suficientemente de

izquierda como para aplacar a aquellos que tenían sentimientos de culpa acerca de la

traición de la clase trabajadora, pero exigieron suficiente unidad con las llamadas fuerzas

democráticas para permitir la continua colaboración con las fuerzas del "imperialismo".

No obstante había elementos insatisfechos tanto de derecha como de izquierda.

En las convenciones de distrito, la nueva línea fue adoptada con la histeria que ha

caracterizado a la Convención Nacional. El terror mismo se hizo presente.

Como representante legislativa, me encontraba en una difícil posición, tenía que

presentar la propuesta para la selección de candidatos de toda la ciudad para las

elecciones de noviembre a la Convención de Distrito de Nueva York. La decisión de apoyar

a William O’Dwyer para la alcaldía por parte de la junta nacional había sido tomada antes

del sensacional acontecimiento de Duclos. Ahora, en vista de la línea modificada, nadie

quería asumir la responsabilidad de apoyarlo.

Era obvio que la nueva línea de izquierda interrumpiría el poder comunista en el campo

de las políticas prácticas, y aún así el partido quería seguir controlando el equilibrio de

poder en las políticas del estado de Nueva York. Me asignaron para informar a la

Convención y obtener un voto de aprobación para O’Dwyer.

Por años, los sindicatos de servicios públicos de Nueva York y los trabajadores del

transporte habían estado agitando en contra de LaGuardia. Él les había hablado bonito,

pero, les había aumentado muy poco o casi nada el salario. En 1941 el partido había

considerado apoyar a O’Dwyer pero a último momento cambió de parecer y se sumó a

Hillman y Dubinsky en apoyo a LaGuardia.

Ahora la suerte estaba echada y seguimos las decisiones sobre las elecciones como se

habían tomado previamente. Con la elección de O’Dwyer, los comunistas ubicaron a uno

de sus hombres más capaces en la municipalidad como secretario confidencial del nuevo

alcalde.

La nueva Junta Nacional había reorganizado los cargos del partido. Gil Green fue enviado

a Chicago para hacerse cargo de los estados industrializados de Illinois e Indiana. Robert

Thompson fue nombrado por Eugene Dennis como líder del distrito de Nueva York.

Cuanto me enteré de eso se me fue el corazón al piso. En una acción sin precedentes me

opuse a su elección sobre la base de que él tenía poca experiencia en llevar adelante la

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gestión de un distrito tan grande y complejo. Nunca me perdonó por este desaire a su

orgullo.

Traté de dejar mi cargo como empleada del partido pero Thompson insistió en

mantenerme cerca. Yo no podía callarme y chocábamos a menudo. Me sentía incómoda

y con miedo, pero trataba de creer que esta locura que teníamos era sólo temporal.

Cuando Browder se fue a Moscú con una visa soviética, yo esperaba que a su regreso

hubiese un cambio, de modo que aguanté porque sentí la obligación de hacer todo lo

que estaba a mi alcance para lograr que los demás vieran lo terrible que eran las cosas

que planeábamos hacer. Ya que, por extraño que ahora me parezca, la última ilusión que

murió en mí, fue la de la Unión Soviética. No sabía en ese entonces que la nueva línea

había sido diseñada desde Moscú.

La dirección del partido en Estados Unidos podía estar equivocada; las direcciones del

partido francés o la del partido italiano podían estar equivocadas; pero la fe en la madre

tierra socialista, en la Unión Soviética estaba profundamente arraigada en nuestro ser. La

preparación había sido profunda.

Tenía conflicto tras conflicto con Thompson. Había sido entrenado en Moscú y era

malhumorado e inestable. Se rodeaba de hombres de mano dura y llenaba las reuniones

de junta de estado con aquellos que lo halagaban y votaban a su favor. Se movía

rápidamente para destruir a cualquiera que lo frustrara. Él y Ben Davis intentaron hacerme

formular cargos en contra de Eugene Cannolly, un concejal de la ciudad y secretario del

partido laborista estadounidense, por razones de "chovinismo blanco". Cuando me quejé

diciendo que nunca había visto la menor evidencia de "chovinismo blanco", me miraron

con desprecio.

Intentaron ir en contra de Michael Quill porque había votado a favor de la resolución del

consejo de la ciudad para saludar al arzobispo Spellman por su regreso de Roma como

cardenal. En una tensa reunión de la junta de estado me quejé sobre este intento contra

Quill y le recordé a Thompson que los líderes de masa efectivos que trabajen con el

partido son muy difíciles de encontrar.

“La camarada Dodd se olvida”, dijo Thompson, “que la dirección comunista es superior a

la dirección de masa. Cualquiera que se oponga a nosotros deberá ser eliminado del

movimiento laborista”.

Apelé esas decisiones ante Eugene Dennis, pero él sólo se encogió de hombros y me

sugirió que viera al “viejo". Una charla con William Z. Foster me hizo decidir que nunca

más lo buscaría, su respuesta fue totalmente cínica.

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A medida que el año 1945 se fue arrastrado hacia la primavera de 1946 era claro que

Foster y Dennis habían recibido la orden de tomar el mando del partido, pero también

era claro que no sabían qué hacer con eso. La depresión predicha por un grupo de

investigadores soviéticos para Estados Unidos no se había materializado y Foster y sus

asistentes, que estaban preparados para el momento revolucionario, no se podían poner

de acuerdo en cuanto a qué hacer. Era evidente que no habría convención del partido en

1946.

En enero de 1946 la Junta Nacional decidió expulsar del partido a Earl Browder, fue

acusado bajo cargos por la pequeña rama del comunismo de Yonkers donde residía. Los

cargos eran que había avanzado en las ideas Keynesianas, las cuales mantenía

obstinadamente, que había estado políticamente pasivo, y que no había asistido a las

reuniones locales del club.

Fue juzgado por un puñado de comunistas de Yonkers, pero su expulsión fue aprobada

por el Comité Nacional. La crueldad de ese trato para con un líder anterior sólo puede

ser posible en este extraño movimiento, donde no hay caridad ni compasión, y se llega a

la total eliminación de aquellos que le han servido.

Más tarde en 1945 llegó el mensaje de Jessica Smith, esposa de John Abt, quien estaba

en Moscú, decía que era importante que las mujeres estadounidenses se organizaran en

un movimiento internacional, aparentemente pacífico. Se iba a establecer una federación

internacional con mujeres del partido ruso y francés como líderes. De modo que durante

los próximos meses ayudé a organizar la sección de Estados Unidos. Una combinación de

mujeres adineradas y miembros del partido establecieron y mantuvieron lo que se llamó

el Congreso de Mujeres Estadounidenses.

Puesto que era supuestamente un movimiento por la paz, atrajo a muchas mujeres. Pero

en realidad solo era una renovada ofensiva por controlar a las mujeres estadounidenses,

un tema sumamente importante para el movimiento comunista, ya que las mujeres

realizan el 80 por ciento del gasto familiar. En los escalones más altos, poseen un

predominio de capital de acciones y bonos. Son importantes en la toma de decisiones

políticas.

Junto con los grupos juveniles y de minorías, se las considera una fuerza de reserva de la

revolución ya que son más fáciles de persuadir por medio de recursos emocionales. De

modo que la campaña por la paz estaba especialmente orientada a ganar el apoyo de la

mujer.

Desde el día de la Convención de Emergencia se hicieron esfuerzos para hacer que todos

los miembros del partido apoyaran esta nueva iniciativa. A algunos los convencieron

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ofreciéndoles puestos de trabajo. Otros fueron sometidos a la humillación pública; a

algunos les permitieron quedarse sin asignación hasta que su descontento hubiera

pasado; y otros fueron expulsados.

De 1945 hasta 1947 fueron expulsados algunos millares, en cada expulsión y por

separado se utilizaron técnicas de purga de refinadas. Dos eran las razones principales de

expulsión: ser culpable ya sea de izquierdismo o de derechismo. Ruth McKenney, famosa

por escribir “My Sister Eileen”, y su esposo Bruce Minton, estuvieron entre los primeros

expulsados, su delito fue ser izquierdistas.

Comenzó un reinado de terror en el cual los pocos que se habían unido por nociones

idealistas tenían miedo de que la más mínima crítica al partido trajera la acusación de

desviación. Algunas de estas personas solicitaron mi ayuda, ya que la acción del partido

ponía en peligro su reputación y sus empleos. Traté de ayudar. Les recomendé

moderación pero solía ser ineficaz debido a que yo misma estaba en una posición

equivocada, algo de lo que el partido estaba bien al tanto. Me había escapado del castigo

por mi independencia en 1945, posiblemente porque no soy muy fácil de tratar, puesto

que había ganado una posición de respeto con los miembros y siempre me había

mantenido cerca de mi sindicato.

Pero había comenzado una campaña sigilosa en mi contra. Ese año, enfrenté cargos dos

veces. Mi casa y mi despacho fueron invadidos por investigadores del partido que

supuestamente venían a charlar y visitarme, y pero luego informaban a la sede de

cualquier comentario poco ortodoxo. Mi secretaria había recibido instrucciones de

informar quienes iban a mi oficina, sobre mis relaciones con los miembros y no miembros

del partido, y sobre la naturaleza de mi correspondencia. Un pobre viejo pescador, a quien

yo había alojado y dado de comer mientras esperaba conseguir trabajo, fue lo

suficientemente ingenuo como para contarme que le habían hecho muchas preguntas

acerca de qué se decía y qué se hacía en mi casa. Empecé a sentir que si le fruncía el ceño

a la editorial del Daily Worker alguno seguramente lo anunciaría.

Dos veces inventaron cargos de chovinismo blanco en mi contra. Una vez comparecí ante

Ray Hausborough, un Negro de Chicago, a quien apreciaba y respetaba, escuchó las

acusaciones y las desestimó. En otra ocasión me encontré ante una comisión de mujeres

encabezada por Betty Gannet, de nuevo se trataba de un cargo inventado de chovinismo.

Me reí de todas las mujeres blancas presentes, yo era la única que vivía en Harlem y que

tenía amistad con mis vecinos de todas las razas.

Todas estas acusaciones eran muy débiles para ser sostenidas, pero inventaron otras. Una

acusación surgió del hecho de que yo había bloqueado la jugada del partido para apoyar

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a uno de sus líderes favoritos del sindicato, quien enfrentaba cargos de hurto de fondos

del sindicato. Esta acusación era verdadera, y yo estaba escandalizada por el apoyo del

partido a un personaje tan desagradable. Esta vez recibí un trato tan duro por parte de

los compañeros que cuando Thompson, que estaba a cargo, se inclinó sobre el escritorio

y empezó a gritarme, me paré, volteé la silla en la que estaba sentada y les dije fríamente:

“Ustedes piensan como cerdos”, y salí dando un portazo. Pero en mi corazón estaba

aterrada por mi propia audacia.

Al día siguiente Bill Norman, el secretario de estado, que servía como contrapeso del

explosivo e impredecible Thompson, me llamó a su oficina. Me habló a su manera

tranquila y moderada y le dije francamente que quería salirme del partido. Su expresión

cambió. Fijó sus ojos en mí y me dijo, casi con severidad, "Dodd, nadie se sale del partido.

Te mueres o te echan. Pero nadie se sale". Luego volvió a ser suave de nuevo.

Finalmente le pedí que Gerson tomara mi puesto como representante legislativo y ser

asignada a la campaña de Marcantonio aquel otoño.

Para las elecciones estatales de 1946, el partido había decidido ubicar un ticket comunista

en el campo para obtener una posición negociadora en el aparato del partido laborista

estadounidense el cual ahora tenía como líderes a los miembros del sindicato

Amalgamated Clothing Workers, a Vito Marcantonio y su equipo, y a los comunistas. Se

confeccionó una lista completa de candidatos; yo figuraba en ella como candidata para

fiscal general; por supuesto que no lo tomé seriamente ya que sabía que más tarde el

partido haría negociaciones con el partido laborista estadounidense y uno de los dos

partidos más importantes, y luego retiraría sus propios candidatos.

El trabajo de las elecciones de 1946 fue tan artificial que los comunistas, a través del

partido laborista estadounidense y los sindicatos que controlaban, lograron derrotar a

todos los que parecía que apoyaban. Sin embargo, había una excepción a este fraude y

era la campaña para la elección de representante de Vito Marcantonio. Por una vez el

partido republicano había resuelto realizar una fuerte campaña en su contra. Marc era

uno de los hombres más capaces en el congreso, pero también era la voz reconocida de

los comunistas. Había otros en el congreso que servían de manera eficaz. Ninguno era tan

capaz o tan audaz al promocionar los objetivos del partido. Estaba contenta por haber

sido asignada para trabajar en la campaña de las primarias y la elección en el distrito de

Marcantonio ya que me dio un respiro de las complicaciones de la Calle Doce.

Estaba a cargo de un distrito difícil, el Décimo superior, el cual abarcaba desde la Calle

Noventa y seis hasta la Ciento Seis, y desde East River hasta la Quinta Avenida. Era un área

increíblemente abatida, la población en su gran mayoría eran negros recientemente

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llegados del sur, portorriqueños en gran medida provenientes de su isla, y el resto

irlandeses, italianos, griegos y judíos, que vivían en uno de los peores barrios de Nueva

York.

Había un solo oasis en el distrito, el nuevo proyecto de viviendas en el East River. En este

proyecto vivía un capitán republicano llamado Scottoriggio que era opositor declarado

del partido laborista. Esto era inusual en esta zona ya que ese partido por lo general tenía

la cooperación de los líderes tanto democráticos como republicanos.

Mi sede se ubicaba entre la Segunda Avenue y la Calle Noventa y nueve. Mis capitanes

eran un grupo de maestros, amigos míos, y miembros italianos y portorriqueños del

equipo de Marcantonio, uno de ellos Tony Lagana, era un joven italiano desocupado con

un profundo apego a Marcantonio.

En la campaña de empadronamiento, los maestros ayudaron a cientos de personas a

aprobar los exámenes de alfabetización. Se dedicaron muchas horas a ayudar a estos

adultos a calificar para el derecho a voto. Prácticamente duplicamos las cifras de

empadronamiento. Fue una campaña electoral encarnizada, olas de violencia surgieron

por todas partes. Entre nuestros principales opositores estaba Scottoriggio, quien

interfirió con nuestros trabajadores de la campaña y cuestionó su eficacia en la

prospección del proyecto de viviendas. La noche anterior a las elecciones el odio había

alcanzado su punto más álgido.

El día de las elecciones abrí la sede a las cinco en punto de la mañana, serví café y

panecillos a mis capitanes y proseguí con mis tareas. Mientras tomábamos café y

escuchábamos la radio en mi escritorio, oímos la noticia de que Scottoriggio, en su

camino a las urnas, había sido atacado por cuatro hombres y estaba en un hospital con

una fractura de cráneo.

Ganamos las elecciones. Cuando Scottoriggio falleció como consecuencia de sus heridas,

el distrito se vio inmerso en el escándalo. El líder republicano y la policía que había

cooperado con Marcantonio por años estaban bajo fuego. Todos mis capitanes fueron

llamados a interrogatorios, entre ellos el pequeño Tony Lagana. Fue llevado a la estación

de la Calle 104 y retenido por muchas horas. Lo que sucedió allí no lo sé ni a quién implicó,

o la rapidez con la que la información llegó a aquellos a quien él implicó. Finalmente lo

dejaron ir. Esa noche él desapareció, y después de varios meses su cuerpo fue hallado en

el East River.

Fui citada por el gran jurado del condado de Nueva York e interrogada en la oficina del

fiscal de distrito. En medio del interrogatorio uno de los dos asistentes me preguntó por

qué me había convertido en comunista.

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“Porque sólo a los comunistas pareció importarles lo que le sucedía a la gente en 1932 y

1933”, contesté. “En ese entonces luchaban contra el hambre, la miseria y el fascismo, y a

ninguno de los partidos políticos más importantes ni a las iglesias pareció importarles. Es

por eso que soy comunista”.

Hablé intensamente, más por costumbre y práctica de tanto tiempo que por tener fe en

la causa, ya que no tenía la misma convicción profunda acerca de la defensa de los pobres

y desposeídos del partido. Ahora sabía que sus actividades se concebían en duplicidad y

terminaban en traición.

Las sesiones del Comité Nacional de diciembre fueron notables por su interminable y

fantástica justificación de la línea de “autodeterminación del Negro en franja negra”. Solo

la inteligencia y paciencia de los líderes Negros en Estados Unidos hicieron posible la

resistencia a esta teoría maliciosa planificada por Stalin y que ahora era desencadenada

por Foster. La teoría consiste, en pocas palabras, en que los Negros en el sur forman una

nación subyugada que desea convertirse en una nación libre, y que los comunistas deben

prestarle toda su asistencia. El partido propuso impulsar las aspiraciones nacionales del

pueblo Negro para que se levantaran y se establecieran como una nación con derecho de

separarse de Estados Unidos. No era una teoría elaborada para beneficiar a los Negros

sino para incitar al conflicto, y para usar al Negro estadounidense en la propaganda

comunista mundial, para ganarse a la gente de color del mundo. En última instancia, los

comunistas propusieron usarlos como instrumentos en la venidera revolución de Estados

Unidos.

Durante aquellos días me enfermé del cuerpo y el alma. Sobre todo me mantuve alejada

de la Calle Doce y sus reuniones. Y cuando llegaba a ir estaba consciente de la extrema

agitación entre los burócratas del partido. Las facciones estaban creciendo en un

ambiente de mayor incertidumbre y miedo.

En la primavera de 1947 Foster fue a Europa, era evidente que para recibir instrucciones

de cómo actuar, y volvió orgulloso con la noticia de que había conocido a Gottwald de

Czechoslovakia, Dimitroff de Bulgaria, Togliatti de Italia, y Duclos de Francia. También

informó que había estado en Inglaterra para las reuniones del Imperio, que llevó a los

representantes comunistas de las diferentes mancomunidades a Londres.

Tan pronto como hubo regresado desaparecieron los signos de enfrentamiento. Se llamó

a una reunión del Comité Nacional para el 27 de junio de 1947. Se prolongó por varios

días, cada uno de ellos lleno de dramatismo. Para todos los que estábamos allí reunidos,

era claro que se acercaba una reorganización de la dirección.

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En primer lugar, Morris Childs, editor del Daily Worker, fue removido de su cargo. Morris,

que había vuelto de Moscú hacía poco, evidentemente había hecho algo que había

disgustado o a Moscú o al partido en Nueva York. Él no lo ignoraba ya que ni bien regresó

pidió una licencia por seis meses, explicando que tenía un problema de corazón.

Eugene Dennis, secretario nacional del partido, al hacer el informe organizativo, anunció

la licencia indefinida de Childs, y luego propuso a un joven hombre como nuevo editor

con el nombre artístico de John Gates. La cara de Childs se puso blanca como un papel,

porque ni él, ni la junta editorial del Daily Worker habían sido consultados acerca de este

nuevo editor.

Fue una elección extraña. John Gates, un joven veterano recientemente llegado de su

servicio en el extranjero, no tenía experiencia de trabajo en periódico, pero yo no sabía

que él había hecho contactos con figuras poderosas en el extranjero, y a su regreso fue

ubicado a cargo del trabajo de los veteranos para el partido. Hubo una revuelta entre los

miembros por esta selección. Foster puso fin al disentimiento al decir rotundamente, “Un

líder comunista no necesita tener experiencia en un periódico para ser editor. Es más

importante que sea profundamente marxista”.

Tras estas declaraciones, se procedió a votar. El resultado fue unánime a favor de Gates.

Hubo dos abstenciones de aprobación — Morris Childs y yo. Mi voto fue un acto de

sublevación manifiesta en contra de los métodos que se estaban utilizando en el Comité

Nacional. Sabía que esta reunión marcaba el fin de mi estadía en la administración del

partido, de modo que decidí sacarle provecho. Sabía que había otros en el comité que

sentían lo mismo que yo, pero el miedo no les permitía realizar la ruptura que yo acaba

de hacer.

Sabía que en el partido, nadie ataca jamás a personas en el poder elegidas para entregar

informes. Ellos deben ser elogiados y el informe debe ser magistral y más claro que el

agua. Sabía, finalmente, que todos iban a votarlo.

Decidí romper con esta tradición, primero absteniéndome de votar por Gates, y luego

atacando la siguiente propuesta de Foster: posponer la convención del partido hasta

1948. La constitución del partido, la cual se mostraba con orgullo cada vez que el partido

era atacado como antidemocrático, estipula una convención regular cada dos años. La

última se había llevado a cabo en 1944; la de 1945 había sido sólo de emergencia. Estaba

prevista una convención para 1947. Me levanté y dije que no teníamos otra opción que

cumplir con la constitución.

Algunos de los otros miembros también hablaron y vi la posibilidad de obtener una

pequeña victoria en contra de la corriente. Foster también lo vio, y dijo con voz autoritaria

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que puesto que todos los otros partidos políticos iban a tener convenciones en 1948 para

la nominación de candidatos para presidente, los comunistas debían tener la suya al

mismo tiempo. Me lanzó una mirada fulminante y dijo, “el argumento de la camarada

Dodd es legalista”, un comentario que puso fin a la discusión.

Se votó el informe y fue aprobado.

El siguiente asunto en la agenda era el informe político de las elecciones de 1948 y la

posibilidad de un tercer partido. Este informe fue dado por John Gates, y el hecho de que

él hubiera sido elegido para darlo mostró que lo estaban preparando como futuro líder

del partido. No sólo no sabía nada de cómo llevar adelante un periódico, sino que

desconocía, hasta cierto punto, las políticas estadounidenses.

El reporte evidentemente no era suyo. En realidad, pude reconocer con facilidad que era

el trabajo conjunto de Eugene Dennis y esos miembros del partido con los que tenía un

contacto cercano a través del partido laborista, el Comité Independiente de artistas,

Científicos y Profesionales, y las fuerzas comunistas en Capitol Hill, especialmente el

brillante Albert Blumberg, que alguna vez formó parte del equipo Johns Hopkins, a quien

había conocido en las convenciones de la Federación estadounidense de Maestros. Lo

conocía como mensajero común entre Dennis y el equipo de comunistas de Washington.

Escuché con atención el confuso y contradictorio informe, lleno de palabras, que repetía

las viejas frases sobre la necesidad de un partido laborista en Estados Unidos. No decía

cuándo se iba a construir ni cuáles eran las condiciones especiales que lo hacían tan

necesario en aquel momento en particular. El punto llegó a término, cuando Gates leyó

que un tercer partido sería muy efectivo en 1948, pero sólo si podíamos conseguir a Henry

Wallace como candidato.

Ahí estaba, claramente dicho. Los comunistas estaban proponiendo un tercer partido, un

partido agrícola- laborista, como una maniobra política para las elecciones de 1948.

Incluso estaban eligiendo a su candidato.

Cuando Gates terminó yo tomé la palabra. Dije que aunque no descartaría la posibilidad

de crear un partido agrícola-laborista, la decisión de ubicar un tercer partido en 1948 sin

duda no se debería basar en si Henry Wallace podía ser candidato, sino si un tercer partido

podía ayudar a satisfacer las necesidades de los trabajadores y agricultores de Estados

Unidos. Y si un tercer partido iba a participar en las elecciones de 1948, la decisión debería

ser tomada inmediatamente por grupos de agrícolas y laboristas de buena fe, y no

retrasarlo hasta que algún grupo secreto y desconocido de personas tomaran la decisión.

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Mis comentarios se escucharon en un profundo silencio. Cuando terminé, sin respuesta a

mi objeción, el comité pasó a otra tarea.

Sin embargo, era cada vez más evidente que la pandilla superior estaba teniendo

problemas con esta propuesta. También era claro que Dennis y su equipo de chicos

inteligentes se estaban reservando el derecho de tomar la decisión final, y que mantenían

al partido en general en la oscuridad.

Cuando finalmente el partido progresista fue lanzado, no representaba a los granjeros ni

trabajadores de Estados Unidos sino al mismo tipo de coalición sintética que se había

convertido en una modalidad de participación comunista en las políticas nacionales. En

el partido había un gran número de profesionales de clase media desilusionados, había

mujeres adineradas, conmovidas por motivos humanitarios; y había comunistas y

compañeros de viaje. Todos estos elementos estaban aunados por agentes pretensiosos

de publicidad profesional, de lábia y bolígrafos ligeros.

La actitud cínica de los más altos comunistas con respecto al partido Progresista se puede

ilustrar mejor con sus resultados. A principios de enero de 1948 y antes de que Henry

Wallace hubiera hecho alguna declaración pública, de hecho, incluso antes de que el

partido progresista hubiera sido formalmente organizado, Foster anunció a través de la

Prensa Asociada que se iba a formar y que Henry Wallace sería su abanderado.

Antes del día de las elecciones estaba claro que los comunistas habían cometido un fraude

contra aquellos que estaban buscando un partido bien definido. Ya que el partido

progresista, anunciado como un partido agrícola laborista, no tenía el apoyo del sindicato

ni de ninguna organización agrícola básica. Aparte de unos pocos sindicatos de izquierda,

el apoyo del partido laborista era artificial.

La tarde de la elección escuché a Henry Wallace cuando cerraba su campaña en la Calle

116 y la Avenida Lexington, en el distrito de Marcantonio. Él solo había sido orador

suplente del congreso, y parecía estar fuera de lugar, lejos de los maizales de Iowa. Él era

el candidato de un partido agrícola-laborista, y aun así realmente no tenía el apoyo de

ninguno de los dos. Como la voz de protesta, él estaba completamente controlado por

los comunistas que los estadounidense rechazaron y los resultados de la elección

mostraron que él solo había recibido un poco más de 900.000 votos de los cuales 600.000

eran del estado de Nueva York. No afectó al cuadro nacional, aunque sí hizo una

diferencia en el estado de Nueva York donde se aseguró la victoria de Thomas E. Dewey.

Proporcionalmente él recibió menos votos que Eugene Debs cuando se presentó con la

lista socialista después de la Primera Guerra Mundial mientras se encontraba encarcelado.

La Follette en 1924 recibió cuatro veces más votos.

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Los comunistas pusieron inteligentemente a Wallace al frente como un líder inspirador y

como un idealista más que como un organizador práctico. Lo habían rodeado con los

muchachos de Foster y el resultado era inevitable. Foster y Dennis se convirtieron en los

líderes del partido progresista, Wallace era solo su portavoz.

No había entendido por qué Foster debía estar dictando este tipo de políticas

aparentemente contraproducentes para el partido progresista. Ahora era evidente que la

razón por la cual querían un partido progresista reducido era porque era el único tipo que

podían controlar. Querían controlarlo porque querían un sustituto político para el Partido

Comunista, el cual esperaban que pronto sería ilegal. Un partido progresista controlado

y limitado sería una organización pantalla y un sustituto para el partido comunista si el

último fuera prohibido.

También era claro por qué en la reunión del Comité Nacional de junio de 1947, Foster dio

un informe sobre organizaciones clandestinas en Europa, en países donde el partido

comunista enfrentaba la ilegalidad. Dijo que solo el núcleo permanecería organizado y

todos los demás serían localizados a través de sus sindicatos y otras organizaciones

masivas.

Alrededor del diez por ciento del partido sería organizado en pequeños grupos de tres —

representantes sindicales, representantes políticos y representantes desorganizados. Este

iba a ser el partido clandestino de la ilegalidad.

Al final, uno podía ver que la reestructuración del personal en la reunión había sido

planeada cuidadosamente. Había expulsado a todos aquellos que estaban de adorno en

la convención de Duclos de 1945. Ahora los incondicionales y profesionales de la

revolución tomaron sus lugares designados y estaban listos para atacar.

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CAPÍTULO QUINCE

A finales de 1947, todas las cosas a mi alrededor habían cambiado. La certeza que por

mucho tiempo tuve sobre el Partido Comunista se había desvanecido.

Me sentía mal mental y corporalmente, pues tenía un miedo constante y terrible, porque

sabía que estaban haciendo todo lo posible para destruirme. Conocía muy bien los

despiadados y métodos que habían utilizado para acabar con otras personas y no tuve el

valor suficiente para advertir y defender a los inocentes.

En aquel periodo se habían formado pequeños grupos disidentes que criticaban al

Partido, algunos de derecha y otros de izquierda. Cada uno contaba con su propio líder y

cada uno juraba fidelidad al Partido o acusaba a los dirigentes del Partido estadounidense

de haber seguido los pasos marxista-leninistas. Ya antes había observado lo inútiles que

eran tales intentos y sabía bien que ningún grupo podía organizarse sin la supervisión de

Chester, el suave y pulcro director del servicio secreto del Partido, cuyos hombres estaban

por todos lados.

Regresé a la práctica de la abogacía y traté de olvidar mis miedos concentrándome en el

trabajo, pero por dentro estaba tan perturbada que lo reflejaba en mis actividades. No

sabía cuándo ni cómo caería el hacha. Sabía que mi oficina seguía bajo constante

vigilancia y que no había manera de detenerla. Ciertos agentes comunistas de las oficinas

centrales tenían la costumbre de visitarme en intervalos regulares intentando

convencerme de tomar parte en alguna actividad insignificante, pero yo sabía bien que

esa no era la verdadera razón por la cual venían.

Recuerdo, en particular, a un comunista italiano que me envió Foster para discutir la

recaudación de fondos para las elecciones italianas de 1948. Sentí que el propósito era

involucrarme y eso le dije al joven italiano. También aseguré que la recaudación de dinero

no era mi especialidad y que la oficina nacional solo tenía que levantar el teléfono para

recolectar los cincuenta mil dólares que me pedían recaudar.

Pero como estaba acostumbrada a obedecer las órdenes del Noveno Piso, en vez de

desembarazarme de mi visitante, me vi en posesión de una lista de personas a las que

tenía que llamar, y, junto a él, visitamos varios hombres acaudalados que trabajaron

anteriormente para el Partido.

Había prestado poca atención a esta fase de la actividad comunista mientras me dedicaba

al sindicato y al trabajo político. Las finanzas del Partido nunca se discutían en las

asambleas del comité nacional ni del estatal y nunca se entregaban informes financieros.

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De manera periódica, planeábamos campañas de recaudación de fondos en las que, por

lo general se pedía una semana o un día del salario de los trabajadores.

Desde luego, yo sabía que el partido tenía otras fuentes de ingresos pero nunca lo discutí

con ellos. Sabía que recaudaban fondos por medio de los campamentos, sabía de esto

gracias a un divertido incidente después de la guerra en el cual Chester asistió a una

asamblea del Consejo de la Secretaría para decirnos que tenía la oportunidad de comprar

un automóvil último modelo para uso del Partido a precio del mercado negro. El consejo

lo aprobó y luego Chester dijo que el vehículo debía estar a su disposición por haber sido

él quien dio las rondas semanales en los campamentos para recolectar el dinero.

Fui la única que presenció un pequeño pleito que se originó entonces. Thompson, cuya

familia estaba pasando el verano en Cape Cod, creyó tener derecho a hacer uso del auto

nuevo por ser el presidente estatal. Bill Norman, siempre conciliador, propuso que fuera

para Thompson y que el auto de Thompson se le quedara a él, Bill, que era secretario, y

que el auto de Bill pasara a Chester. Aunque no me acuerdo quién se quedó con el

automóvil, lo que sí recuerdo es que Chester recaudó una cantidad considerable de dinero

en los campamentos de verano, tanto de los jóvenes como de los adultos.

Durante la guerra me di cuenta que el Partido tuvo participación en cierta planta mecánica

con contratos bélicos y que también sacaba fondos de ésta. Por mucho tiempo supe que

el Partido obtenía beneficios de equipos de impresión y litografía, así como de los

proveedores de material de oficina y papelería, tiendas en las que todos los sindicatos y

organizaciones masivas dirigían sus negocios mediante administradores que eran

miembros del Partido.

Diversos clubes nocturnos se inauguraron con la ayuda de figuras políticas acaudaladas

quienes reclutaron a algunos de los "pastelitos" comunistas más atractivos del Partido.

Concordaba con estas lindas comunistas cuando algunas de ellas se rebelaron alegando

que no habían recibido suficiente educación marxista. En cambio, llegó un momento en

que solo se dedicaban a visitar a hombres y mujeres de dinero para que les abrieran sus

bolsillos. Estas chicas, casi todas con carreras universitarias, y algunas de ellas escritoras

de ingeniosas revistas, provenían de otros pueblos y conservaban aún un aire fresco y un

encanto inocente. Me di cuenta que no tardarían en olvidar sus ansias de tener mayor

educación marxista y se engarzaron en una reñida competencia para conseguir listas

telefónicas privadas de los ingenuos. Estas jovencitas eran capaces de recaudar sumas

fabulosas, fueron ellas quienes recolectaron los primeros fondos para los clubes

nocturnos que llamaban: Bill Browder’s Folly, Bill being Earl’s brother, los cuales gozaron

de prestigio político y compensaban con buenas cantidades de dinero.

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Las chicas también fueron un medio para atraer montones de jóvenes talentosos que

recibieron su primera oportunidad de presentarse en público, y que al mismo tiempo se

sintieron atraídos por saberse parte de un movimiento secreto subversivo.

Los chicos del Partido que habían trabajado en comités electorales, como el comité

Truman que investigaba los estados financieros de los pequeños empresarios, habían

logrado valiosos convenios para que el Partido participara en el mundo de los negocios.

Fueron ellos quienes organizaron el Comité Progresivo de Hombres de Negocios para la

elección de Roosevelt. A través de ellos, el partido tuvo contacto con las Cámaras de

Comercio locales y las organizaciones de negocios conservadoras tales como el Comité

para el Desarrollo Económico, en el que la esposa de Ruy Hudson tenía un importante

trabajo de investigación. Los investigadores económicos, contadores y abogados del

Partido conseguían trabajos con varios grupos conservadores de planeación en

organizaciones de los Partidos Demócrata y Republicano y en las organizaciones

independientes.

El director de muchas de estas actividades fue William Wiener, dirigente de Century

Publishers, conocido como el inversionista número uno del movimiento comunista,

además de operar un gran imperio financiero. Era un hombrecillo regordete y afable que

usaba trajes Brooks Brothers, fumaba cigarros caros y frecuentaba restaurantes caros

también. Los miembros promedio del Partido no tenían contacto con hombres como él,

ya que estos funcionarios ganaban un promedio de cincuenta dólares a la semana, y rara

vez veían este lado del Partido.

Wiener tenía diversas fuentes financieras que operaban para reunir capital de gente

acaudalada y de la clase media del Partido. Ellos mantenían oficinas con montones de

contadores y abogados de quienes sacaba reservas el movimiento comunista. Había

fábricas de muñecas, diversas empresas de pintura y plástico, empresas químicas,

agencias de viajes y turismo, compañías de importación y exportación, textiles y

cosméticos, discos para jóvenes y agencias teatrales. En 1945, se fundaron varias

empresas y corporaciones para comerciar con China, en una de las cuales estaba Frederick

V. Field. Bajo la dirección de Wiener y otros, tales corporaciones contrataron y

mantuvieron a otro tipo de comunistas, mejor vestidos, mejor alimentados, más

sofisticados y mucho más venenosos.

El grupo de exportación-importación era especialmente interesante. Recuerdo un grupo

de agentes comunistas que compró a Suiza partes para relojes, se ensamblaron aquí y se

envió el producto terminado a Argentina. Conocí también a un sujeto que viajaba con

regularidad a Checoslovaquia y que se dedicaba al terrible negocio de vender armas y

municiones, ya que en la actualidad es mucho más efectivo el agente comunista dedicado

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al comercio internacional que el anticuado agitador político.

Como en ese momento recorría toda la ciudad tratando de recaudar dinero para las

elecciones italianas, me di cuenta más que nunca, de cuántas operaciones financieras

importantes tenían relación con el Partido. En una oficina, visitamos un negocio del

Partido que compraba hierro en Minnesota y lo embarcaba al norte de Italia, donde, con

la ayuda de los dirigentes del Partido Comunista Italiano, se destinaba a las plantas de

acero comunistas y ahí se procesaba para convertirlo en acero y luego se enviaba a

Argentina. En otra oficina había abogados muy metidos en el negocio de hacer dinero

como custodios de propiedades en el extranjero, los bienes de los ciudadanos italianos

que se habían confiscado durante la guerra. Tareas como esta no eran fáciles de obtener,

pero ellos las habían conseguido.

Luego de haber presentado a mi joven socio italiano a varias personas que decían estar

dispuestas a ayudar, él decidió establecer un comité permanente en los Estados Unidos

para fomentar vínculos culturales con Italia. Fue así que nació el Comité Estadounidense

para Relaciones Culturales con Italia. John Crane, cuya fortuna familiar se hizo con el

negocio de instalaciones para baños, fue asignado como su director.

No es que yo no supiera que el Partido Comunista usaba a los ricos tanto como a los

obreros, pero nunca antes lo había visto con tanta claridad.

Aquel verano me dediqué a la abogacía y traté de reconstruir mi vida privada. Me libré

de más de un plan que habían diseñado para hacerme daño. Durante esos meses, me di

cuenta que varios de los agentes del movimiento Comunista Internacional no se

diferenciaban en su manera de vestir o de hablar de cualquier vecino. A pesar de que

todavía veía a muchos comunistas de a pie, evité contacto con el resto siempre que pude.

Cada mañana, al levantarme y saber que debía enfrentar otro día difícil, me decía: "¿Cómo

me metí en este callejón sin salida?"

No perdía la esperanza de que algún día se me permitiera zafarme del Partido. Después

de todo, más de un millón de estadounidenses habían entrado y salido de él. Pero estaba

segura que no se lo permitirían a nadie que hubiera alcanzado una posición importante.

Me había retirado de todas las actividades que tenían que ver con ellos, excepto porque

continuaba como contacto del Partido para los grupos de maestros. Incluso ahí me habían

remplazado por un individuo que no sabía nada sobre la educación. Dejé de asistir a las

reuniones del Partido. Sin embargo, cuando recibí la notificación para la convención

estatal decidí ir al Webster Hall donde se celebró aquel año.

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Ahí me enteré que estaba señalada. La gente tenía miedo de ser vista a mi lado. Después

de dudar un poco, terminé sentada en una mesa a lado de David Goldway. Él y yo siempre

habíamos sido amigos y sabía que él estaba teniendo problemas como secretario de la

Jefferson School. Me saludo sólo con la mirada y con una especie de cabeceo. Sus labios

eran una línea delgada. No sonrió ni habló.

Escuché gritos en la puerta de entrada. Entraron Thompson y Ben Davis pavoneándose,

detrás de ellos, una tropa de jóvenes. De repente me acordé de mi visita a Alemania en

los años treinta, cuando vi en Múnich aquellas intensas miradas en rostros jóvenes

devotos a Hitler, su líder.

Cuando el presídium nominó una delegación estatal para la próxima Convención

Nacional, me sorprendió escuchar que algún alma valiente se atrevió a nominarme a mí

desde el público. Lo reconocí, era un hombre de la Comisión Italiana. No tenía sentido

que me rehusara, dado que yo sabía que mi nombre no se presentaría para ser votado y

estaba en lo cierto. El presídium tachó mi nombre sin dar mayor explicación.

Cuando se cerró la convención, levantaron las sillas para instalar mesas para la cena. Me

retiré porque sabía que no podía compartir el pan con ellos.

Como miembro del Comité Nacional, tenía la obligación de asistir a la Convención

Nacional del 1948, pero decidí que ya me había castigado suficiente. No tenía motivos

para ir, no había nada que pudiera hacer. Quizá cuando todo terminara, cuando ya no

fuera miembro del Comité Nacional, quizá entonces me dejarían ir.

Como es evidente, algunos de los dirigentes pensaron que iría a la convención y planearon

medios para hacerme callar. Justo antes de la convención, el comité disciplinario me

ordenó comparecer ante él en el noveno piso.

Sabía perfectamente que no tenía que obedecer esta orden. Era una ciudadana

estadounidense con pleno a la libertad. No tenía que ir a la Calle Doce ni subirme al

lúgubre ascensor para llegar al noveno puso; tampoco tenía que enfrentar los herméticos

rostros de los hombres y mujeres que mantenían las puertas y las rejas cerradas a prueba

de intrusos, no tenía que cruzar la mirada con ellos, esa mirada desdeñosa por saberme

persona non grata. No tenía que ir, pero fui como un autómata.

Cuando salí del elevador tomé el largo y oscuro corredor que lleva a un cuarto

desordenado. De pronto casi río de alivio al ver a tres ancianos a quienes conocía muy

bien. Alexander Trachtenberg, con su bigotito de morsa y su manera de mirar bajo su

nariz, no dijo nada cuando entré. Pop Mindel, el héroe de las escuelas de adiestramiento

comunista, cuyos ojos cafés solían ser alegres, no tuvo sonrisas para mí. El tercero era Jim

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Ford, líder Negro, quien me dirigió una mirada distante y taciturna.

Los saludé y tomé asiento. “Al menos”, me dije, “se trata de hombres que conocen la

situación”. Mi relación con todos ellos había sido cordial y nunca habíamos estado en

desacuerdo. Ahora esperaba que hablaran, pero ellos estuvieron ahí sentados en silencio

hasta que empecé a sentirme incómoda. “¿Tardaremos mucho?”, pregunté a

Trachtenberg, aclaró la garganta y comenzó a hablar. Apenas podía creer lo que estaba

oyendo:

“¿Cómo se siente?”, preguntó sin el menor interés en su voz.

Intenté salir por la tangente. “Me he sentido un poco enferma, Comrade Trachtenberg”

“Pero, ¿está bien ahora?”

“Sí,” afirmé. “Supongo que ahora estoy bien”.

Cuando volvió a hablar, su acento alemán se notaba más fuerte que de costumbre.

“Queremos hacerle algunas preguntas”.

“Aquí viene”, pensé y me preparé para luego encontrarme diciendo para mí mismo, “Dios

Santo, Dios Santo”, con tal intensidad que parecía que lo estaba diciendo en voz alta.

“Supimos que atacaste el Kominform”, dijo Trachtenberg, mitad preguntando, mitad

acusándome; acto seguido, mencionó la hora y el lugar donde lo había hecho.

* Kominform (acrónimo en ruso de Oficina de Información de los Partidos Comunistas y Obreros)

era una organización para el intercambio de información y experiencias entre los partidos

comunistas. Nota del Editor

Pude contestar; expliqué cuidadosamente que había criticado la declaración del Daily

Worker en la que se afirmaba que la razón por la que el Partido Comunista en Estados

Unidos no debía unirse al Kominform fue porque hacerlo hubiera sido peligroso. Señalé

que tal declaración era falsa y que nadie lo hubiera creído.

Escucharon mi breve explicación pero no se mostraron ni a favor ni en contra. Los ojos de

Pop Mindel se tornaron aún más pequeños y sus labios se comprimieron aún más. Hubo

otro intervalo de silencio después del cual Trachtenberg dijo, “Sabemos que no te agrada

Thompson”.

“Honestamente, Comrade Trachtenberg, el hecho de que me simpatice o no Thompson

no tiene nada qué ver con el caso”, dije. No obstante, expuse la impresión que tenía de

él: que era una amenaza para los obreros estadounidenses y que ponía en peligro la

seguridad de nuestros miembros.

La siguiente pregunta fue inesperada. “¿Naciste de familia católica?”

Me repuse. “Sí”, contesté preguntándome por qué se me hacía esa pegunta. La única

razón que se me ocurría era que mi discusión con Thompson sobre la resolución Sharkey

en relación con el saludo del cardenal Spellman años atrás. Miré a los tres hombres

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sagaces, tan doctos en las maneras de planeación comunista, y no logré encontrar una

sola pista sobre la verdadera razón. Ellos sabían que yo provenía de una familia católica;

también sabían que por muchos años no había seguido ninguna religión. ¿A qué venía

esa pregunta?

De repente Trachtenberg me preguntó por qué ya no estaba activa en la membrecía, por

qué mi actividad se había paralizado. Yo cabeceé. “Todavía no me encuentro muy bien,

Comrade Trachtenberg; he tenido problemas personales. Déjenme tranquila hasta que

pueda encontrarme de nuevo”.

De nuevo hubo un largo silencio. “¿Debo irme?”, pregunté por fin sin recibir una respuesta

directa.

“Volverá a tener noticias nuestras”, dijo Trachtenberg.

Me dejaron ir y yo salí de la habitación preguntándome sobre este extraño interrogatorio

sin principio ni fin. No me cabía duda de que era para evitar que fuera a la convención,

porque temían que hiciera declaraciones embarazosas que pudieran filtrarse hacia la

prensa. Pero no tenían por qué temer, ya que yo no estaba en posición de tomar la

iniciativa en algo tan complicado.

En las siguientes semanas se desarrolló un nuevo plan en mi contra, una estrategia de

injurias, difamaciones y hostigamiento. Por supuesto, aún había mucha gente en el

movimiento sindical y en especial en el de maestros que no eran parte del círculo

comunista interno que recordaban los días de mi campaña. Ahora, el Partido había

decidido ensuciar mi figura públicamente para que los obreros sencillos del partido, que

simpatizaban conmigo, dejaran de confiar en mí.

El incidente que se usó como excusa para mi expulsión formal del Partido no tenía

importancia para mí. La manera en la que se manejó dejaba ver los métodos del Partido.

En Lexington Avenue, a unos pasos de mi casa, vivía una mujer checoslovaca con la que

llegué a platicar algunas veces. Ella vivía en un edificio de tres pisos donde trabajó como

conserje de 1941 a 1947. Su marido era inválido y ella era el único sustento de la familia.

A pesar de que trabajaba de conserje y de sirvienta algunos días a la semana, se las

ingeniaba para mantener unida a la familia.

En 1947, el propietario del edificio decidió venderlo. La mujer, temerosa de perder tanto

su casa como su trabajo, decidió comprarlo y pidió prestado el dinero para ese fin. Así,

llegó a ser la casera, técnicamente, pero su vida diaria siguió siendo la misma: seguía

siendo conserje. No obstante, como dueña de la casa, pidió prestado a algunos de los

inquilinos y tuvo tres juicios seguidos en su contra. Su marido discutió con ella y la dejó.

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El abogado de los demandantes, ansioso de cobrar sus honorarios, pidió garantías por su

arresto. Fue entonces cuando ella me buscó para que la ayudara y acepté representarla.

Al final la corte cedió a mi petición y como resultado los inquilinos recibieron su pago y

la mujer no tuvo que ir a la cárcel.

Una cosa estaba clara: sólo se le podía llamar casera técnicamente, pero los dirigentes

comunistas escucharon con placer que Bella Dodd había trabajado como “abogado para

un arrendador”. Al final tuvieron la excusa para atraparme políticamente, la excusa que

habían estado buscando. Claro está que podían haberse limitado a expulsarme pero

hacerlo así habría implicado discutir las políticas. Ellos buscaban una excusa para

expulsarme con cargos que ensuciaran mi nombre, alejaran a mis amigos y pondrían fin

a la discusión. ¿Qué mejor excusa que la de expulsarme por el crimen de convertirme en

“asalariado de arrendatarios”?

Debían haberse dado cuenta de que un argumento así sería poco convincente para

personas externas, incluso para muchos del Partido era una excusa débil; por ende, tenían

que agregar algo que fuera de verdad imperdonable para convertirme en una marginada

ante los ojos de la gente común del Partido. Hicieron esto esparciendo la historia de que

en mis comparecencias en la corte había hecho comentarios contra inquilinos

puertorriqueños, que los había calumniado y que me había mostrado racista, casi fascista.

Y al final de todo lanzaron varios medida cargos por ser antinegro, antisemita, y

antiproletariado.

El 6 de mayo, un joven líder del Partido Comunista, de cara regordeta y formal para su

edad vino a mi casa; le pedí que pasara y le ofrecí una taza de café, misma que él rechazó.

En cambio, me entregó una copia de los cargos por escrito. Cuando hice referencia a su

falsedad, después de examinarlos, adoptó un aire de desprecio y se limitó a darme

instrucciones para comparecer al juicio el siguiente día en la comisión de sección local, a

una cuadra de mi casa.

Subí las interminables escaleras para llegar a la sucia y sosa sala de juntas con olor a

cigarro viejo. Un grupo me esperaba y observé que se trataba casi en su totalidad de

empleados sin importancia del Partido, aquéllos que pertenecían a los rangos más bajos

de la burocracia. Las tres mujeres entre ellos tenían caras duras y llenas de odio. “Las Caras

del Partido”, pensé, “sin gracia y rígidas”. Se sentaron ahí como Parcas listas para pasar

sobre los destinos de los seres humanos,

No discutí con estas personas; de hecho, conforme miraba al grupo tenía la sensación de

ser un maestro de escuela cuando los niños desafían la autoridad de modo inesperado.

Una mujer, la presidente, era finesa; otra, una puertorriqueña, empezó a gritarme cuánto

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me odiaba. Al menos odio parecía a juzgar por su expresión, puesto que su inglés era

demasiado histérico para poder entenderlo. De las otras tres personas, reconocí a un

mesero y a un músico que tocaba el flautín con quienes había hecho migas.

Mi juicio fue un juicio fuera de lo normal. La Comisión ante la cual comparecí había ya

tomado una determinación. Pregunté si podía traer testigos y la respuesta fue no.

Pregunté si podía llamar a declarar a la mujer involucrada en el caso y la respuesta fue

no. Pregunté si la Comisión podía venir conmigo a casa de la mujer para hablar con ella y

con sus inquilinos y la respuesta fue no. Entonces pregunté si podía traer a un abogado

comunista que entendiera al menos los tecnicismos legales a los que me enfrentaba en

este sencillo caso y la respuesta fue no.

Traté de explicar los hechos en los términos más simples que pude. Desde el inicio me di

cuenta de que estaba hablando con gente que había recibido órdenes, que eran hostiles

y que continuarían siéndolo a pesar de los argumentos o incluso de las pruebas. La mujer

finesa que era la presidente dijo que se me informaría el resultado. Me dieron permiso

para retirarme. Mientras bajaba las escaleras mi corazón se sentía apesadumbrado. La

inutilidad de mi vida me abrumaba. Por veinte años, había trabajado en este Partido, y

ahora, al final, me encontraba con solo algunos hombres y mujeres de poca categoría,

insignificantes funcionarios del Partido, carentes de toda piedad, sin humanidad en sus

ojos, sin la buena voluntad que obra la justicia. De haber estado armados, sé que me

habrían disparado sin pensarlo.

Pensé en las otras personas que habían tenido que pasar por esto y en aquéllos que

todavía estaban por cometer el mismo error. Me estremecí ante el pensamiento de

personas duras y deshumanizadas como estas, llenas de odio, robots de un sistema que

se erigía como un nuevo mundo, y me entristecí por aquéllos que tomarían ese largo

camino, cuyo fin, alcanzaba ahora a vislumbrar, era un callejón sin salida.

Cuando llegué a mi casa y entré, las habitaciones estaban frías y silenciosas. Estaba

cansada y sin fuerzas, como si acabara de regresar de un largo viaje de pesadilla.

Desde luego, estaba segura de que aún había más problemas esperándome. Este paso

había sido una mera publicidad preliminar en mi contra, una publicidad muy inteligente,

puesto que esta expulsión no se había originado en las sucias salas de la Comisión de

Harlem, sino en las oficinas principales de la Calle Doce, y quizá en oficinas de un nivel

más alto.

Me aterrorizaba la publicidad que estaba por venir y decidí ponerme en contacto con el

único grupo que había considerado amigo. Llamé al Sindicato de Maestros para decir a

los dirigentes del Partido sobre lo que estaba por venir. Pensé que entenderían y

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descartarían cualquier acusación falsa.

No tenía que haberme molestado. A partir del testimonio que rindió John Lautner meses

después frente al Comité de Seguridad Interna del Senado, supe que Rose Russell y

Abraham Lederman, dirigentes del Sindicato de Maestros, habían estado presentes en la

junta del Partido Estatal en la que se diseñó y confirmó mi expulsión y habían entregado

la resolución a la prensa. El voto había sido unánime.

El 17 de junio de 1949, sonó mi teléfono. “Habla la Associated Press”, dijo la voz.

“Recibimos una declaración del Partido Comunista en la que se anuncia su expulsión. Se

dice que usted es una racista que odia a los negros, a los puertorriqueños, a los semitas,

al proletariado y que es abogado defensor de un arrendatario. ¿Tiene alguna declaración

que hacer?”.

¿Qué declaración podía hacer? “Sin comentarios”, fue todo lo que pude decir.

Los periódicos de Nueva York sacaron la historia el día siguiente y tres días más tarde, el

Daily Worker reimprimió la larga resolución de expulsión, firmada por Robert Thompson.

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CAPÍTULO DIECISÉIS

Para los periódicos de Nueva York la historia de la expulsión de una mujer que había sido

comunista era simplemente una historia más. Se manejó de una manera rutinaria. Sin

embargo, hice una mueca, cuando los periódicos con buena reputación en sus titulares

publicaron los cargos del Partido Comunista y utilizaron la palabra "fascismo" y "racismo",

aunque sabía que estas palabras solamente fueron citadas por resolución del partido.

Me preparé para los nuevos ataques del Partido, que pronto llegaron en términos de

amenazas económicas. Algunos, los que se referían a mi práctica como abogado

procedían de sindicatos y miembros del partido, y aquí la acción fue rápida. Los

comunistas del sindicato me dijeron que no habría más referencias sobre mí. Los

miembros del partido que eran mis clientes vinieron a mi oficina, algunos de ellos con sus

nuevos abogados, a retirar sus asuntos pendientes.

Las represalias llegaron, también, en forma de llamadas telefónicas, cartas y telegramas

de odio y vituperios, muchos de ellos de personas que no conocía. Lo que me hizo sentir

desolada eran las represalias de mis conocidos y allegados, aquellos profesores a quien

había considerado mis amigos. Mientras estaba ocupada con el trabajo del partido a veces

me sentía orgullosa de tener cientos de amigos y de la firmeza de los lazos que nos unían.

Ahora, esos lazos no eran más que cuerdas de arena.

Me había equivocado al creer que la seguridad que sentía en el partido era la de un grupo

y que el afecto en ese extraño mundo comunista nunca es una emoción personal. El amor

o el odio que se siente por la persona estaba basado en la aceptación del grupo, y las

emociones se agitan o entorpecen por la propaganda. Aquella propaganda había sido

diseñada por gente poderosa de alto nivel. Es por eso que los comunistas ordinarios se

llevan bien con sus grupos: piensan, sienten y trabajaban juntos por un objetivo común.

Incluso perdí a los amigos personales, algunos del partido, y entre ellos había muchos de

mis antiguos alumnos y compañeros maestros. Nuestros psiquiatras indican que el

rechazo de un individuo puede causar su destrucción emocional, no se puede, en cierto

modo, comparar con la devastación producida por el rechazo de un grupo. Aprendí que

a esto se le llama: aniquilar.

En vano me dije que el mundo era muy amplio y que había muchas más personas en él

que no eran comunistas, pero esto no logró consolarme. Porque el mundo era una jungla

en la que me había perdido, en la que me sentía perseguida. Lo peor de todo, sentía una

constante compulsión por explicarme por qué mis conocidos permanecían todavía en los

círculos comunistas. Lo intenté sobre todo al principio, pero pronto me di por vencida.

Siempre había sido una persona independiente y rara vez daba explicaciones sobre lo que

hacía, pero después de esto escribí cartas a algunas personas; los que habían vivido en mi

casa o la habían frecuentado, y en cuyas casas había sido bienvenida.

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Los que respondieron fueron injustos o se notaba claramente que no querían tener nada

que los asociara conmigo. Dos de mis amigos respondieron con una frase en la parte

posterior de la carta que les había enviado: "Favor de no involucrarnos." La mayoría no

respondió.

En poco tiempo se vació mi oficina, a excepción de los fisgones y acreedores. Me mudé

de casa y renté una sucia habitación cerca de mi oficina. Quería llegar temprano a la

oficina, leer el Times y la Revista de Derecho, y luego sentarme y mirar hacia el Parque

Bryant, donde se encontraba la biblioteca pública con su arquitectura de líneas clásicas.

Había pasado muchas horas en esa biblioteca como alumna y como profesora, con

hambre de conocimiento. Desafortunadamente nunca satisfice realmente aquella

hambre, mi lectura en los últimos años había sido sólo la literatura comunista y material

técnico. No existe un control más estrecho y minucioso como el del partido en relación

con la lectura. Muchas veces vi a los líderes arrojar de las estanterías de libros en los

hogares y amenazar a sus miembros para que los destruyeran.

Por ahora no tenía ganas de leer. El único libro que abrí fue el Nuevo Testamento que

nunca había dejado de leer incluso en mis días más delirantes mientras pertenecí al

partido.

Me quedaba hasta tarde en mi oficina, porque no tenía otro lugar a donde ir aparte de

mi habitación, que era desagradablemente oscura, con olor de un hotel de segunda clase.

Todavía recuerdo la miseria y la oscuridad de la primera Navidad que pasé sola. Me quedé

en mi habitación todo el día. Recuerdo el Año Nuevo que le siguió, cuando escuché con

desesperación la alegría y el ruido del Times Square y el sonido de campanas de las

iglesias. Más de una vez pensé abandonar Nueva York y perderme en el anonimato de

una ciudad extraña. Pero no lo hice. Algo en mí me hacía creer que nada tenía sentido,

me envolvía una especie de desesperación, pero, dentro de mí pensé que debía dejar

pasar ese sentimiento.

El New York Post me pidió escribir una serie de artículos sobre por qué había roto con el

Partido Comunista, y me hizo una generosa oferta. Estuve de acuerdo. Pero cuando

terminé y los leí, no quise verlos publicados y encontré una excusa para rechazar la oferta.

Otra revista semanal aumentó la oferta, también me negué. Había varias razones para

ello, ahora me doy cuenta de que: uno; no confiaba en mis propias conclusiones, y dos

que no soportaba la idea de lastimar a las personas que había conocido en el Partido y

por los que todavía sentía afecto, sabía con seguridad que algunos estaban atrapados del

mismo modo que yo estuve.

Fue un extraño y doloroso año. El proceso para liberarme emocionalmente por completo

por haber sido comunista es algo que ningún extraño puede entender. El pensamiento en

grupo, la planificación en grupo y la vida en grupo del Partido habían sido una parte de

mí durante tanto tiempo que era desesperadamente difícil ser una nueva persona.

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Por eso perdí la cuenta de los días y de semanas enteras durante aquel periodo.

Fue entonces cuando comenzó el proceso en contra de la "incapaz" comunista. Fue un

proceso largo y doloroso, muy parecido al de una víctima de polio que tiene que aprender

a caminar de nuevo. Tuve que aprender a pensar. Tuve que aprender a amar. Tuve que

vaciar de mi sistema el odio y el frenesí. Tenía que deshacerme del egoísmo y del orgullo

que me habían hecho arrogante, el que me había hecho creer que yo tenía todas las

respuestas. Tenía que aprender que no sabía nada. Hubo muchos obstáculos en esta

transformación.

Una tarde, en marzo de ese año, un viejo conocido, Wellington Roe, entró en mi oficina.

El muy campante con una amplia sonrisa dijo que sólo estaba de paso y había decidido

decirme hola. Y no pensé nada más de su visita. "Duke", como todos le llamamos, había

sido uno de los candidatos al frente del Partido Obrero Americano. Fue el líder de las

fuerzas de Staten Island y había sido candidato por cuenta propia. Había ayudado en la

lucha contra Dubinsky cuando el partido estaba peleando por conseguir el control total

del Partido del Trabajo. No lo había conocido como un miembro del partido, sino como

un liberal y un amigo del partido, alguien a quien no le importa ser utilizado para las

campañas.

Fue razonablemente tranquilizador poder hablar del Partido en términos de un periodista

promedio, y reírse de sus extrañas ocurrencias que él había satirizado. Le hablé de mis

artículos y me dijo que quería verlos e incluso habló de un posible contrato para un libro.

Luego habló de los acontecimientos en Washington. Le dije que estaba tan inmersa en

mis propios problemas que había prestado poca atención a los acontecimientos actuales.

Si tuviera cualquier opinión sobre el senador McCarthy, de los cuales hablaba, y de los

cuales el país se acababa de dar cuenta, era que pensaba en él como el arma de apertura

en la campaña republicana.

Me preguntó si alguna vez había conocido a Owen Lattimore. Le respondí que no. Me

preguntó si lo había conocido como miembro del Partido y de nuevo mi respuesta fue

no. Había escuchado algunas cosas vagas sobre su persona, dije, que había sido un agente

británico en el Lejano Oriente.

Unas cuantas semanas más tarde, Duke volvió y en esta ocasión preguntó si estaba

dispuesta a ayudar al profesor Lattimore. Le respondí que no sabría cómo, ya que no lo

conocía. Me habló de la importancia de unificar a los liberales en la lucha cuando se

exteriorizase la reacción. Sus palabras no me convencían, tenía mis propios problemas y

que por esta ocasión no deseaba involucrarme en los problemas de otros. Pero, al día

siguiente regresó. Esta vez acompañado de un hombre al que me presentó como Abe

Fortas, abogado de Lattimore. No lo conocía, pero había oído hablar de él a través de

amigos en común, como un hombre que a menudo se encargaba por vía civil de la defensa

de los empleados que habían tenido problemas en las pruebas de lealtad.

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Después de una breve charla, el abogado me dijo que había pensado en conseguir un

apercibimiento para la defensa de Lattimore. Al ver mi renuencia me preguntó si podría

al menos, darle una declaración jurada diciendo que mientras había sido un miembro

importante del Partido Comunista no había escuchado acerca de Lattimore. Así que firmé

dicha declaración jurada para tal efecto pensando que ahí terminaría esto.

Fui una ingenua al pensar de ese modo. Días después recibí un citatorio del Comité de

Relaciones Exteriores del Senado. Extrañada, llamé a Duke. Me dijo que para él no era

sorpresa. Aprovechando que él iría a Washington, gustoso haría una reservación para mí.

Incluso alquilaría una máquina de escribir para poder preparar una declaración.

Vi por primera vez a Lattimore en las audiencias. También Duke estuvo ahí. En una mesa

se sentaron el senador Tydings, el senador Green de Rhode Island, el senador McMahon

de Connecticut, el senador Lodge de Massachusetts y el senador Hickenlooper de Indiana.

En otra mesa de atrás se sentaron el senador McCarthy, y a su lado Robert Morris, a quien

había conocido como uno de los abogados del Comité Rapp-Coudert.

Puse atención a los senadores que estaban frente a mí. El senador Tydings estaba

relacionado de alguna manera con Joseph Davies, antiguo embajador de Rusia, quién

además había escrito el libro “Mission to Moscow”, que había sido un miembro activo en

las negociaciones con la Unión Soviética por lo cual recibió un premio del Centro de

Propaganda del Instituto Ruso en los Estados Unidos. Sabía que McMahon había

propuesto que Estados Unidos compartiera los conocimientos de materia nuclear con la

Unión Soviética.

Sentí que aquellos hombres con altos cargos en el poder sabrían hechos que no estaban

al alcance del resto de nosotros y que tenían una perspectiva de la postguerra en la

coexistencia con la Unión Soviética, una postura que yo había aceptado cuando comencé

a participar en el Partido Comunista. Cuando el senador Hickenlooper empezó a hacerme

preguntas agresivas, reaccioné con la hostilidad del comunista, y le di respuestas

superficiales y llanas, porque no quería que me involucrara en lo que consideraba una

lucha demócrata-republicana.

Tengo la completa seguridad que cuando se trató de hechos que conocía, declaré la

verdad. Pero, cuando llegaron las preguntas en las que tenía que dar mi opinión no me

cabe la menor duda que ante el Comité Tydings reaccioné emocionalmente como

comunista y como comunista respondí. Había roto con la estructura del partido, pero

seguía estando condicionada por ciertos patrones de pensamiento, que te confrontan con

sus oponentes.

Sin embargo, algo me sucedió en aquella audiencia. Me estaba dando cuenta que me

había convertido en una ignorante, y cada vez lo era más porque solo había leído

literatura comunista.

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Recordé nuestras estanterías vaciadas de libros cuestionados por el partido, en cómo

cuando un escritor era expulsado, sus libros corrían la misma suerte. Pensé en la

sistemática reescritura de la historia soviética, en la revaluación y, en algunos casos, la

prohibición de mencionar a personas como Trotsky. Pensé cuando se desencadenaron las

purgas. De repente, yo también quería las respuestas a las preguntas que el Senador

Hickenlooper estaba pidiendo. Quería la verdad. Me encontré golpeando al Partido

Comunista por su hipocresía.

Sola, de regreso a Nueva York, cuando el tren iba a toda velocidad miré en la oscuridad

la tenue silueta de las casas de las ciudades pequeñas y en mi corazón venía a la memoria

de mi misma caminando sobre el pequeño cementerio episcopal como un niño y

poniendo flores en el tumbas de los héroes americanos. Y de repente me di cuenta de la

realidad con la que se enfrentaba el país, un temor aleccionador de las fuerzas que

planean en contra de su forma de vida. Tenía un abrumador deseo de ayudar a mantener

a salvo de todo peligro a todas las personas que vivían en esos pequeños pueblos.

Mi comparecencia ante la Comisión Tydings había servido a un buen propósito: se había

renovado mi interés en los acontecimientos políticos, además de haber roto el hechizo

que me aprisionaba. Yo había hablado del pasado de manera abierta criticando al Partido

Comunista.

Para quienes les resulta difícil entender cómo una mente puede estar aprisionada, mi

acusación endeble sobre el movimiento comunista ante el Comité Tydings pudo haber

parecido ligera, porque de hecho, di algo de comodidad al Partido al no querer abrirme.

Pero, para un ex-comunista se necesita tiempo.

De cualquier manera, el evento había sido importante para mí. Ahora podía respirar de

nuevo. Podía leer críticamente, y vivir de nuevo tantas cosas de las que me había perdido.

Leí el informe de las audiencias en el Congreso sobre el Instituto de Asuntos por la Paz.

Me di cuenta que de nuevo era capaz de interpretar los acontecimientos. Mientras

pertenecí al partido acumulé un gran acervo de información sobre personas y

acontecimientos, y con frecuencia estos encajaban con los cuadros presentados por los

miembros del partido. Era como si yo sostuviese un millar de piezas de un rompecabezas

y no pudiera encajarlas. Todo esto me irritó. Pero cuando pensé en los testimonios ante

el Comité del Congreso, algunos de los cuales había conocido como comunistas, gran

parte de la verdadera imagen de repente apareció ante mi vista. Mi almacén de piezas

sueltas estaba empezando a convertirse en una imagen reconocible.

Había muchas cosas que no entendía. Consideré que el Partido Comunista era de los

pobres, y pensé que la presencia de ciertos hombres adinerados dentro de él, era

accidental. Ahora veo que no es un accidente. Veía al Partido como una organización

monolítica que seguía órdenes del Comité Nacional y el Consejo Nacional. Ahora sé que

esto era sólo una fachada colocada allí por el movimiento para crear la ilusión de un

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partido de los pobres; era en realidad un mecanismo para controlar al "hombre común"

a quien pregonaban defender.

Había muchas piezas del rompecabezas que no encajaban con la estructura del partido.

Organizaciones paralelas que antes visualizaba borrosamente ahora sé claramente de sus

conexiones con el aparato y que cada vez se hacían más evidentes. A medida que la Guerra

de Corea se desarrollaba, lo pude entender mejor.

A los comunistas se nos dijo en 1945, después de la publicación de la carta de Duclos, que

el Partido en los Estados Unidos enfrentaría una situación difícil. Nuestro país, nos dijeron,

sería el último en ser tomado por los comunistas; en los Estados Unidos, el Partido a

menudo se enfrentaba con la oposición, no sólo por estar en contra de los intereses de

nuestro gobierno, sino, incluso en contra de nuestros propios trabajadores.

Ahora me doy cuenta que, las mejores intenciones y los deseos por servir a los

trabajadores de mi nación, los míos y de miles como yo, habían sido traicionados por

estas personas. Ahora veo que estuve del lado de los que buscaban la destrucción de mi

propio país.

Pensé en la respuesta que Pop Mindel me dio en la Oficina de Educación del Partido,

cuando le pregunté si el partido se opondría a que nuestros muchachos entraran en el

ejército. Le había planteado esa cuestión en un momento en que los comunistas estaban

llevando a cabo una violenta campaña por la paz, y me pareció razonable sacar

conclusiones pacifistas. Pop Mindel chupó su pipa y con una mirada de complicidad en

los ojos, dijo:

“Bueno, si mantenemos a nuestros miembros en el ejército, entonces, nuestros

muchachos aprenderán a utilizar las armas para asegurar el poder”

Entendí que los soviéticos habían utilizado a España como un avance de la revolución

venidera. Ahora otros pueblos se habían convertido en prescindibles - los coreanos del

Norte y del Sur, los soldados chinos, y los soldados estadounidenses. Me encontré orando,

"Dios, ayúdanos a todos".

Lo que ahora me queda claro fue el pacto entre estas dos fuerzas: los comunistas con su

agenda para controlar al mundo, y ciertas fuerzas mercenarias del mundo libre para

obtener beneficios a partir del derramamiento de sangre. Ahora estaba sola con estos

pensamientos y sin poder hablar de mis conclusiones con los amigos.

Al año siguió su curso. La primavera cambió al verano y el verano al otoño, los días y los

problemas se repitieron en una cansada monotonía. Las pocas personas con las que tuve

contacto estaban tan desubicadas como yo. Hubo varios, fuera del partido, que al igual

que yo estaban luchando por encontrar su camino de vuelta al mundo real. Uno estaba

siendo psicoanalizado y otros se estaban consumiendo a sí mismos en la desesperanza

adormecida.

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Más de una vez me pregunté si debía seguir viviendo. No tenía manera de ganarme el

sustento. Cuando lograba tener un poco de dinero, pagaba a los acreedores o lo regalaba.

Les pagué a las personas que más me presionaban. Algunas veces iba a visitar a mis

familiares, a mis hermanos y a sus hijos. Pero cada vez que lo hacía regresaba más

desolada. Había perdido a mi familia; no había manera de recuperarla.

Todas las mañanas y todas las tardes, caminaba por la Sexta Avenida y la calle Cuarenta

y dos. Conocía a los personajes que allí se congregaban: ladrones, carteristas, prostitutas,

apostadores, y hombrecillos de cara afilada. También yo era una marginal más.

A principios del otoño de 1950 fui a Washington para arreglar un asunto de inmigración.

Tenía planeado regresar a Nueva York inmediatamente después. Era un día claro y nítido.

Caminaba por la Avenida Pennsylvania hacia el Capitolio. Cerca del edificio de las oficinas

me encontré con un viejo amigo, Christopher McGrath, el representante del Congreso del

vigésimo séptimo distrito, la antigua zona del este del Bronx de mi infancia. No lo había

visto desde hacía más de un año. La última vez que lo vi, me había llevado a comer y me

había dado consejos. Me saludó calurosamente y me invitó a su oficina. Estaba feliz de

estar con él. Ahí me encontré con Rose, su secretaria, a quien ya conocía. Cuando

estábamos en su despacho, dijo bruscamente: "Bella, te ves hastiada y molesta ¿Hay algo

que pueda hacer por ti?”

Me hizo un nudo en la garganta. Le dije lo mucho que me había ayudado el día en que

me había llevado a comer, y lo bien que me sentí al poder hablar de mi madre con alguien

que la había conocido.

Recordé que aquel almuerzo había sido fuera de lo común. Por primera vez en muchos

años, y en un ruidoso restaurante de Manhattan alguien me había hablado acerca de Dios

con reverencia. La gente que había conocido en mi vida de adulta, se burlaba del nombre

de Dios o contaban sofisticados chistes sobre religión, pero ninguno hablaba de Dios

como una persona Real y viva.

Me preguntó si quería la protección del FBI, debí haber temblado notablemente, pero a

pesar de sentir miedo, no quería llevar ese tipo de vida. Él no insistió más en el tema.

Luego, dijo: "Sé que te estás enfrentando al peligro, y si no deseas protección, sólo me

queda rogar por tu seguridad."

Me miró un momento, como si quisiera decir algo más y luego preguntó: "Bella, ¿te

gustaría ver a un sacerdote?"

Más sorprendida por la pregunta, me quedé atónita por la intensidad de mi respuesta:

"Sí, me gustaría."

"Tal vez podamos ver a Monseñor Sheen en la Universidad Católica," dijo. Rose hizo

algunas llamadas y concertó una cita para mí por la noche en la casa de Monseñor.

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Permanecí en silencio todo el trayecto a Chevy Chase. Todas las amenazas en contra de

la Iglesia católica que había oído y tolerado, incluso las que por mi silencio había

aprobado, habían conseguido apagar la pequeña llama del anhelo de fe que había dentro

de mí. Pensé en muchas cosas durante el camino. Pensé en la palabra "fascista", utilizada

una y otra vez por la prensa comunista al describir el papel de la Iglesia durante la Guerra

Civil española. También pensé en la palabra "Inquisición" que habían utilizado hábilmente

en muchas ocasiones. Otros términos vinieron a mí – “reaccionaria”, “totalitaria”,

“dogmática”, “pasada de moda”. Durante años las habían utilizado para generar miedo y

odio en personas como yo.

Un millar de temores me asaltaron. ¿Insistiría en que debía hablar con el FBI? ¿Insistiría

en que testificara? ¿Me haría escribir artículos? ¿Me vería involucrada en todo aquello? Y

luego, en mi mente, una imagen visual me recordó la portada de un panfleto comunista

en la que un comunista le extiende la mano a un obrero católico. El folleto era la

reimpresión de un discurso pronunciado por el líder comunista francés Thorez que

halagaba a los trabajadores por no atacar a su religión. La jerarquía rompió hábilmente

con el modelo del comunista ordinario para abrir una brecha entre el católico y su

sacerdote.

Y pensé, ¿con qué derecho, iba en busca de ayuda de alguien a quien había ayudado a

denostar, aunque fuera sólo con mi silencio? ¿Cómo me atrevía a acudir a un

representante de aquella jerarquía?

El chirrido de los frenos me hizo volver a la realidad. Habíamos llegado, y mi amigo me

deseó suerte cuando bajé del automóvil. Toqué el timbre y me condujeron a una pequeña

habitación. Mientras esperaba, comenzó de nuevo la lucha interior. Si hubiera tenido a la

mano una salida habría escapado corriendo, pero cuando estaba sumergida en estos

pensamientos, Monseñor Fulton Sheen entró en la habitación con una cálida sonrisa en

sus ojos. Su cruz de plata relucía.

Me extendió la mano mientras cruzaba la puerta. "Doctora, me alegro de que haya

venido", dijo. Su voz y sus ojos tenían una bienvenida que yo no esperaba, y me cogieron

por sorpresa. Comencé por darle las gracias por permitirme venir, pero me di cuenta de

que las palabras que salían por mi boca no tenían sentido. Empecé a llorar, y oí mi propia

voz repitiendo una y otra y con agonía, "Dicen que estoy en contra de los negros." Aquella

acusación en la resolución del Partido era la difamación que más me había hecho sufrir, a

mí, a quien todos me tenían por una dura comunista, y lloré al sentir el aguijón clavarse

de nuevo.

Monseñor Sheen puso su mano en mi hombro para consolarme. "No se preocupe", dijo.

"Esto va a pasar", y él me llevó suavemente a una pequeña capilla. Los dos nos

arrodillamos ante una imagen de la Virgen. No recuerdo la oración, pero sí recuerdo que

la batalla dentro de mí cesó, se secaron mis lágrimas, y por fin fui consciente de la

tranquilidad y de la paz

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Cuando salimos de la capilla, Monseñor Sheen me dio un rosario. “Iré a Nueva York en el

invierno”. Dijo. “Ve a verme y te instruiré en la Fe”.

En mi camino al aeropuerto pensé en cuánto me había entendido. Él sabía que a un

cristiano sólo de nombre, los hombres que se hacen pasar por sus salvadores le pueden

desviar con facilidad hacia los propósitos del mal. Pensé en cómo los líderes comunistas

utilizan su enorme poder y sus trampas ingeniosas con fin de ganar la buena voluntad de

sus miembros. Les mueven las emociones con frases que solamente son una imagen

borrosa de las verdades eternas.

Al rechazar la sabiduría y la verdad que la Iglesia ha conservado, y que ha utilizado para

mantener la armonía y el orden establecido por Cristo, que me había puesto a la deriva

en un mar desconocido sin dirección alguna. Yo y otros como yo, nos habíamos aferrado

con alivio a una falsa certeza ofrecida por los materialistas y aceptamos este programa

que se nos había ofrecido más atractivo, al pedirnos: "sacrificio por nuestros hermanos."

Aprendí entonces, lo vacías y sin sentido que son las frases como "la hermandad de los

hombres "a menos que tengan la sólida base de la creencia en la paternidad de Dios.

Cuando dejé a Monseñor Sheen me sentí llena de una paz y también de una emoción

interior que perduró por varios días. Volé de regreso a Nueva York aquella noche, una

hermosa y alumbrada noche. El avión voló sobre una sábana de nubes y sobre mí brillaban

las estrellas. Dentro del bolsillo de mi abrigo de lana azul, mi mano guardaba un puñado

de cuentas, con una cruz al extremo. Todo el camino hacia Nueva York me aferré al rosario

que Monseñor Sheen me había dado.

El resto de aquel año me quedé sola en Nueva York, limitada en los contactos de mis

pocos clientes y de algún amigo ocasional que pasaba. De vez en cuando entraba en una

iglesia para sentarme y descansar, y sólo así, la agitación que llevaba por dentro se

calmaba por algún tiempo y sólo entonces pude librarme del miedo.

Se aproximaba la Navidad de 1950, una vez más se intensificó mi soledad. Ahora habitaba

en un departamento amueblado en Broadway, en la calle Setenta y cinco y todos los días

eran iguales, el trasladarme de mi casa a la oficina y de la oficina a mi casa.

En la víspera de Navidad, Clotilda y Jim McClure, que habían vivido en mi casa en

Lexington Avenue y que continuaban en contacto conmigo, preocupados, me llamaron y

me instaron a pasar la noche con ellos. Después de vender mi casa, la habían pasado

terrible tratando de encontrar alojamiento. Harlem y su indescriptible situación en las

viviendas era un lugar donde la pobreza engañaba al paciente y al poco exigente. Los

McClures se habían trasladado a un apartamento de una habitación en la calle Ciento

dieciocho, donde el alquiler por el destartalado apartamento era fantástico para lo que

ofrecía. Jim y Clo no se disculparon por su casa, sabían cómo me afligía su situación.

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Hacía mucho frío cuando llegué, pero lo olvidé por el caluroso recibimiento. Me frotaron

mis heladas manos y me sentaron en su sillón. A continuación, Clo sirvió una sencilla sopa

y Jim dio las gracias como acostumbraba hacerlo cuando vivimos juntos. Hablamos sobre

la Navidad, y al escucharlos supe por qué la amargura no los había alcanzado. Habían

hecho lo que estaba en sus manos hacer. Eran alegres y llenos de vida, estaban tocados

por una profunda espiritualidad que hacía de su destartalada habitación una isla de

armonía. Allí, en aquel sórdido edificio de una vil calle con la parte trasera llena de basura

y de vidrios rotos ellos habían encontrado consuelo espiritual.

Después de que hubimos cenado, Jim abrió su gastada Biblia, leyó algunos salmos y Clo,

otros. Mientras escuchaba sus cálidas y ricas voces de aquellas grandes frases,

derramaban en ellas sus propios anhelos, presentes en estos cánticos de David, y me di

cuenta de por qué las oraciones de los negros no son no demasiado empalagosas ni

amargas. Jim me entregó el libro y me dijo: "Aquí, mujer, ahora nos lees algo."

Hojeé las páginas hasta encontrar la que quería. Comencé a leer las maravillosas frases

del Salmo Octavo:

“Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre

para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los

ángeles, lo coronaste de gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos,

todo lo pusiste bajo sus pies: todos los rebaños y ganados, y hasta los animales salvajes;

las aves del cielo, los peces del mar y cuanto surca los senderos de las aguas.

¡Señor, nuestro Dios qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!”

Unos momentos después de la lectura nadie habló. Devolví a Jim la Biblia. Clo sirvió otra

taza de café. Luego dije que me sentía cansada y que debía irme a casa ya que eran casi

las once. Prometí regresar pronto. Jim me encaminó hasta la parada del bus en Madison

Avenue y me deseó una “Feliz Navidad”.

El bus estaba repleto de gente feliz y parlanchina. Me senté en medio de ellos apoyando

mi cara a la ventana y observé pasar las monótonas calles. En muchas de esas esquinas

había trabajado en las campañas, las había recorrido durante meses por mis actividades

sin ningún sentido, un despilfarro de mis años dedicados a una falsa batalla. ¡Tantos años

perdidos! Pensé. ¡Tan monótonos como las calles!

Estaba tan inmersa en mis pensamientos que olvidé bajarme del autobús cuando llegó a

la calle Setenta y dos y dio vuelta hacia el lado oeste. Me di cuenta de que había ido

demasiado lejos, pero realmente no quería bajar del autobús, y vi Madison Avenue, sus

almacenes, sus hoteles, sus tiendas y edificios. Cuando cruzamos la Calle Cuarenta y dos

aún no había salido del autobús.

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No me acuerdo de haber si dejé el autobús en la Calle Treinta y Cuatro o si caminé por

ella hasta el lado oeste. Mi siguiente recuerdo es encontrarme en una iglesia. La iglesia

de San Francisco de Asís, como supe después.

Estaba llenísima. Cada asiento estaba ocupado. Apenas había espacio para ponerse de

pie, porque la gente llenaba los pasillos. Me encontré atrapada entre la multitud, a medio

camino entre el altar y la parte trasera de la iglesia.

Los servicios habían comenzado. Del coro llegaron los himnos navideños. Tres sacerdotes

de vestiduras blancas tomaron parte en el antiguo ritual. La campana sonó tres notas

profundas; la gente se arrodilló en adoración. Miré los rostros grabados en la suave luz,

rostros reverentes y agradecidos.

Ahí entendí que en aquel lugar estaban las personas que por tantos años había buscado,

las personas a las que amaba y quería servir. Ahí estaba lo que en vano había buscado en

el Partido Comunista, la verdadera hermandad entre los hombres. Ahí estaban hombres

y mujeres de todas las razas y edades, de todas las condiciones sociales cimentadas en el

amor de Dios.

Entonces recé: “Dios mío, ayúdame, Dios, ayúdame”. Lo repetí una y otra vez.

Aquella noche, después de la misa de medianoche, caminé cuatro horas antes de regresar

a la casa de huéspedes. No me di cuenta que alguien pasara a mi lado. Estaba tan sola

como lo había estado por mucho tiempo, pero ahora, había dentro de mí un cálido

resplandor de esperanza. Supe que me acercaba cada vez más a mi hogar, guiada por la

Estrella.

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CAPÍTULO DIECISIETE

Recién entrado el año nuevo, me dirigí a la oficina de la Junta de Educación para ver

al Dr. Jacob Greenberg, el superintendente a cargo del personal, en relación con un

profesor. En su oficina conocí a Mary Riley, su asistente. Como el Dr. Greenberg no

pudo atenderme, lo hizo la señorita Riley

Ella había sido profesora de secundaria por muchos años. Respetada y querida por

todos. Era un tipo de maestro que para entonces era difícil encontrar, ya que habían

sido eliminados sistemáticamente de nuestras escuelas. Era una mujer digna y

equilibrada, de aquellas personas que aman a Dios y ese amor se ve reflejado en sus

relaciones.

Desde que tomé asiento y comenzamos a platicar me sentí relajada. Verla, escucharla,

mirar aquellos ojos azules tan cálidos, su buen gusto en el vestir me tranquilizaba.

Me sorprendió un poco que me hablara pues sabía de mis actividades y que mi

doctrina era contraria a su ideología. Mas, ella sonreía mientras me decía lo mucho

que sentía el no haberme visto antes en la junta. Le expliqué que últimamente había

tenido varios problemas.

Ella lo sabía. “Eso es decir poco”, dijo. “No deje que eso la detenga Bella. Aún tiene

muchos amigos. Nosotros no estamos de acuerdo con el comunismo pero

admiramos a aquellos que buscan ayudar a su prójimo, como usted lo ha hecho

siempre”.

Sus palabras me sacudieron, hacía mucho tiempo que no sostenía una conversación

de aquel tipo. Habló entonces del Concilio Interracial que ella había fundado en

Brooklyn y al que aún apoyaba. Tuve la sensación de que las cosas estaban a punto

de cambiar, una nueva etapa, la de un mundo en donde los actos de bondad serían

anónimos y en el que no se usara la propaganda para conseguir el poder. Unos días

más tarde recibí un paquete con libros y revistas que trataban sobre el catolicismo,

como las misiones médicas en África, el Concilio Interracial, los refugios para jóvenes.

Me lo había enviado Mary Riley. Contenía el paquete, también un libro del Padre

James Keller, Tú puedes cambiar al mundo.

Al leer el título recordé a Sarah Parks, mi maestra en el Hunter, y los libros que me

obsequió para que me interesara en el Comunismo. Aquellos libros solo trataban de

elogios a los cambios que traería consigo la revolución rusa al mundo y en aquel

tiempo fueron considerados indispensablemente necesarios para el mejoramiento de

las condiciones sociales de la gente rusa. Ahora sabía que esa glorificación de la

revolución y tantas vidas destrozadas con la esperanza de un mundo mejor era una

equivocación fatal. Pensaba con tristeza en Sarah Parks—su brillante inteligencia

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desperdiciada por no tener un porqué para vivir, de cómo al final ella se quitara la

vida por no poder ver más que el vacío.

Hojeé el libro del padre Keller. Era casi primitivo por su simplicidad y yo estaba atrapada

por su invitación personal al dirigirse a cada lector - una llamada hacia la auto

regeneración. Parecía que me hablaba personalmente. Esta fue una nueva llamada a la

acción social. No se trataba de agitación basada en el odio y llevar a cabo la reforma

social, sino de la agitación de la llama del amor.

No podía dejar de leer el libro. Me senté en la tranquilidad de mi oficina y sentí como la

verdad que decía el padre Keller recorría todo mi ser: " No puede haber una regeneración

social y sin una regeneración personal. " A medida que leía sentí que la vida fluía de nuevo

en mí, la vida como una persona. Dentro del Partido esa persona había sido borrada

excepto cuando se trataba de ser parte del grupo. Ahora, como un Rip Van Winkle,

despertaba de un largo sueño.

El Padre Keller no me dejó con la sensación de soledad o de futilidad. "Es mejor encender

una vela que maldecir la oscuridad", había escrito. Ya había empezado a sentir que el mal

estaba listo para envolver el mundo, por el contrario, aquellas líneas eran la vida misma.

Estaba muy agradecida con Mary Riley y con el sacerdote por sus edificantes palabras.

Poco tiempo después estaba yo en el Edificio de los Juzgados defendiendo a un

delincuente juvenil y me encontré con el juez Pagnucco, ex miembro de la oficina del

fiscal de distrito, quien me había interrogado durante la investigación Scottoriggio.

Hablamos de la responsabilidad social de cada quien cuando se comete un crimen.

Mencionó las palabras del padre Keller sobre ese tema, le dije que había oído hablar de

él y que admiraba su trabajo. El juez me preguntó si me gustaría conocer el sacerdote

Maryknoll.

La tarde siguiente me reuní con el juez en la oficina de Godfrey Schmidt, un abogado

católico militante, profesor en la Escuela de Leyes de Fordham. Lo recordaba vívidamente

como funcionario del Departamento del Trabajo del Estado de Nueva York y por haber

preparado el caso en contra de Nancy Reed, la chica que había vivido en mi apartamento

por un tiempo y cuya madre era una de las propietarias del Daily Worker. Pensé en la

violenta campaña que el Partido había organizado en su contra, las espantosas caricaturas

de él en los periódicos controlados por el Partido, y la forma en que lo llamaron "Herr

Doktor Schmidt."

Ahora conversábamos sinceramente Godfrey Schmidt y yo sobre América y su gente, y

me avergonzaba haber participado en la campaña para desprestigiarlo.

El señor Schmidt me invitó a comer junto con el padre Keller y otro amigo. Se palpaba

la franqueza con la que hablaba y me interesó la armonía, la paz de su rostro y su

conocimiento sobre los problemas actuales. El padre y la otra persona discutieron

sobre diversos temas y me di cuenta por qué estos tres hombres eran tan distintos

de los pequeños grupos comunistas con quienes había estado. En ellos no había odio

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ni miedo. Hablaban de lecturas, televisión, incluso de comunismo. Posteriormente el

padre Keller se refirió a éste como “la última etapa de un horrible periodo”

Acepté regresar a su oficina para aprender algo sobre los “Cristóforos”. Volvía una y

otra vez a su despacho impresionada por la espiritualidad que había en el lugar.

Recuerdo la primera ocasión que estuve en la sede de los Cristóforos con media

docena de personas que al sonar de las campanas de la catedral a la hora nona,

dejaban de hacer su trabajo para rezar el Ángelus. Trataba de retener cada palabra

que escuchaba y me di cuenta que las mismas las había escuchado hace mucho,

mucho tiempo atrás. “…he aquí la esclava de Señor….” “Y el Verbo se hizo carne y

habitó entre NOSOTROS”.

Al unirme a los Cristóforos tomé consciencia de lo poco que conocía de mi Fe y de

continuar así sería como una llama apagada. Tenía mucho que aprender. Volvió ese

deseo de mi juventud, ayudar a los que están en problemas, se despertó en mí ese

aborrecimiento ante las injusticias. Sonreí con tristeza por haber creído que los

comunistas eran el prototipo de los primeros cristianos, que eran quienes iban a

erradicar el egoísmo y la avaricia del mundo. Los comunistas habían prometido

también restablecer el orden y la armonía de la vida. Supe entonces, que sus

promesas eran un fraude, que la armonía que prometían solo traía consigo caos y

muerte. Supe también, que debía tener muy claras las diferencias en mi mente entre

las dos doctrinas antes de dar el siguiente paso. Tenía que descubrirlo por mí misma.

Todos los días rezaba. Me levantaba temprano y asistía a Misa en la Iglesia de Nuestra

Señora de Guadalupe, cerca de donde vivo en la Avenida Diecisiete Oeste. Me

emocionaba escuchar a los Hermanos cantar maitines antes de la misa. Veía los

rostros de los que iban a comulgar, deseaba estar con ellos en el comulgatorio.

Cuando regresaban desde el altar sentía un cálido resplandor al estar cerca de ellos.

Meditaba sobre el sacrificio perpetuo y continuo en millares de iglesias en todo el

mundo, en cualquier lugar donde el sacerdote celebrase la Misa.

El anticlericalismo que había formado parte de mi pensamiento por años, se fue

apagando cuando miraba que se encendían las velas del altar de Nuestra Señora de

Guadalupe y al ver al sacerdote ofreciendo el Sacrificio, ya con las llamas encendidas.

Me sentía irremediablemente atraída a acercarme al altar, pero permanecía en las

bancas traseras como espectador. No estaba lista, me dije. Tenía pavor de dramatizar,

pero a medida que transcurrían los días sentía como esa sensación se apartaba de mí

e iba sintiendo una tranquilidad interior.

Como quien está hambriento, comencé a devorar libros. Libros que los comunistas

y el mundo secular sofisticado desprecian o etiquetan como tabú. Encontré a San

Agustín y La Ciudad de Dios. Eran infinitamente más vivificantes que las desafiantes

obras modernas escritas por profesores como “La Ciudad del Hombre”. Me encontré

también con Santo Tomás de Aquino, y reí al recordar que todo lo que habíamos

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aprendido sobre él fue que era un filósofo escolástico que creía en el método

deductivo como pensamiento. Ahora, sé que ese gran edificio de su sabiduría estaba

abierto para mí, y sentía la riqueza de cada una de sus palabras.

Durante una comida con Godfrey Schmidt le expliqué que necesitaba conocer más

acerca de la Fe. Así que caminamos por la Avenida del Parque, entramos en una

librería y me compró un devocionario. Al día siguiente me llamó para decirme que el

obispo Sheen estaba en la ciudad y que había concertado una cita para que nos

entrevistáramos. Esto fue como la llamada jubilosa de un viejo amigo.

El Sr. Schmidt me acompañó por la Calle Treinta y ocho Este, hacia las oficinas de la

Sociedad para la Propagación de la Fe y tocamos el timbre. El obispo Sheen abrió la

puerta y vi la cruz plateada que portaba sobre su pecho, sus ojos sonrientes, al mismo

tiempo escuché una bienvenida en su saludo.

Y así empecé a recibir instrucciones en la Fe. Comencé a notar algo extraño en mi

comportamiento - que por lo general me había sido escéptica y argumentativa ahora

sólo hice unas cuantas preguntas. No quería desperdiciar ese precioso momento. Semana

tras semana escuché el relato de la historia del paciente amor de Dios por el hombre, y

de anhelo del hombre por Dios. Vi como con lógica y utilizando el razonamiento

adecuado iban desapareciendo mis dudas y se iluminaban las mentes de mis compañeros

que habíamos perdido el arte de pensar. Ahora en lugar de oscuridad entendíamos,

éramos asertivos gracias a la casuística. Vi cómo la historia, los hechos y la lógica eran

inherentes a los fundamentos de la fe cristiana.

Escuché al Obispo explicar las palabras de Jesucristo al fundar Su Iglesia, el Cuerpo

Místico. Ahora me sentía cercana a todos aquellos que recibían la Comunión en todas las

iglesias del mundo. Y sentí la verdadera igualdad, la que existe entre las personas de

diferentes razas y naciones cuando se arrodillan en la barandilla frente el altar, iguales

ante Dios. Y comencé a amar esta Iglesia que nos hace uno.

Leí hasta tarde por las noches. Había muchas cosas que tenía que saber. Había

desperdiciado muchos años preciosos.

Se acercaba el verano de 1952 cuando el obispo Sheen dijo que estaba lista. Como no

tenía el acta de bautismo ni un certificado que el pueblo italiano donde nací pudiera

expedir e hiciera constar con certeza que había sido bautizada, se decidió que recibiría el

bautismo bajo condición.

Fui bautizada por el obispo Sheen en la pila bautismal de la Catedral de San Patricio el 7

de abril, aniversario del nacimiento de mi madre. Mary Riley y Louis Pagnucco estuvieron

de pie a mi lado. Godfrey y unos cuantos amigos más me acompañaron también.

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Más adelante el obispo Sheen escuchó mi primera confesión. Notó que estaba angustiada

y nerviosa al hacer mi preparación, pues había pasado muchos años negando la verdad.

Medité sobre la burla que había hecho de mi matrimonio; de cómo había desperdiciado

mi privilegio de haber nacido mujer; mis desviadas relaciones con mis padres; la soberbia

desmedida de mi mente y la tolerancia hacia el error. Al darse cuenta de mi desesperación

me dijo con reconfortante voz: “Nosotros los sacerdotes, hemos escuchado los pecados

de muchos hombres, los tuyos no son más grandes que los de los demás. Ten confianza

en la misericordia de Dios.” Después de oír mi confesión me otorgó la absolución. Su Pax

vobiscum hizo eco y resonaba en mi corazón.

Recibí la Comunión a la mañana siguiente de sus manos. Recé mientras observaba la flama

de la lámpara del tabernáculo, aquella Luz que me había recuperado podía alcanzar a los

que amaba y que permanecían aún en la oscuridad.

Es como si hubiera estado enferma por mucho tiempo y haberme despertado sin fiebre.

Fui al trabajo con una calma que me sorprendió. Parecía que había adquirido un nuevo

corazón y una nueva consciencia.

En el exterior, mi vida no cambió en nada. Seguía viviendo en un vecindario muy

poblado, en un apartamento sin agua caliente, pero ahora podía saludar a mis

vecinos sin sentimientos de desconfianza o temor. Nunca más estaría sola. Cuando

rezaba, lo hacía frente a la Presencia de Aquel al que oraba.

A medida que la paz y el orden regresaban a mi vida, fui capaz de enfrentar con

inteligencia la difícil reaparición ante los organismos gubernamentales y las

comisiones de investigación. Temía herir a las personas que quizá estaban más ciegos

de lo que yo lo estuve, y eran utilizados todavía por los conspiradores. Me aterraba

también la campaña que se levantaría de nuevo en mi contra.

Para ello formulé y traté de responder a tres cuestiones fundamentales:

¿Realmente mi país necesitaba la información que yo podría brindar? ¿Debía tener

escrúpulos al decir la verdad? ¿Estaría actuando con malicia?

Sabía que la información que yo poseía podría ayudar a proteger a nuestra gente.

Sabía también que los ciudadanos honestos estaban mal informados acerca de la

naturaleza del marxismo, además, ahora reconocía que el verdadero significado de

informar es educar. Las vías de la educación estaban bloqueadas y desviadas por la

propaganda por los agentes de esta conspiración, mi pueblo necesitaba información

y yo la tenía.

Me aterraba tener que testificar, llegarían cartas, llamadas telefónicas y tarjetas

postales amenazadoras, tal como ocurriera la primera vez que comparecí ante el

Comité de Seguridad Interna del Senado.

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Hubo un interesante cambio en el sentido del término abuso: estaba construido en

términos bíblicos— “Judas Iscariote”, “treinta monedas de plata” “¿por qué me

traicionan?”, fueron las expresiones más utilizadas. Demasiadas citas del Evangelio

de san Mateo, diciendo cómo Judas Iscariote se ahorcó. Los escritores finalizaban la

exhortación: “Ve y haz lo mismo”

Ahora puedo ver una nueva perspectiva de los profesores y las escuelas para

contribuir realmente en el progreso de Estados Unidos. De la misma manera en que

me entristeció darme cuenta de la oscura imagen de algunos educadores y

educandos que se había formado entre nosotros. Justice Jackson ha dicho que esto

es la paradoja de nuestros días, dice que la sociedad moderna debe temer al hombre

educado. Ciertamente que el conocimiento hace al hombre lo que es, en cierto

sentido, se justifica o hace lo que le dicta su educación. Si echamos un vistazo a las

mentes brillantes que sirvieron al régimen de Hitler y a los investigadores que

sirvieron al Kremlin, vemos a los hombres acusados de subversivos en nuestro país.

Todo esto nos debe llevar a replantearnos el papel de la educación.

Se nos ha dicho que todos los problemas serán resueltos con educación Mas, ha

llegado el momento de preguntarnos: ¿Qué clase de educación? ¿Educación, para

qué? Hay una cosa clara para mí: la educación integral incluye el entrenamiento de

la voluntad tanto como el entrenamiento de la mente; la mera acumulación de

información, sin un sentido filosófico no es educación.

Vi mi propia educación sin sentido como una cafetería del conocimiento, sin

propósito, sin equilibrio. Me movía la emoción y mi educación fracasó en el intento

al tomar decisiones privadas y públicas. Hasta que conocí a los comunistas mi vida

cobró sentido, pero me llevó años darme cuenta que era un sentido falso.

Ahora sé que un movimiento o filosofía que se contempla a sí mismo no puede tener

éxito al querer mejorar las condiciones de las masas de nuestra sociedad industrial si

se pretende introducir al hombre en el molde del materialismo y lo desespiritualiza

ya que solo atiende a una parte de éste que es la terrenal. No importa cuántas veces

ser humano niegue su alma espiritual, de manera inexplicable su espíritu tiende a lo

Eterno. El anhelo de Dios es una herencia tan natural como el latido del corazón lo

es para el cuerpo. Cuando el hombre trata de reprimirlo, su pensamiento colapsa en

el caos.

Sé que el hombre solo no puede establecer el cielo en la tierra. Sin embargo aún sigo

preocupándome por mi prójimo y siento la obligación de luchar contra las injusticias

que atentan contra su ser y su seguridad. Estoy consciente que si los hombres se

amasen entre sí se terminarían de un golpe los desórdenes sociales. Debemos estar

preparados para ver a los conspiradores revolucionarios tomar el poder usando como

pretexto la desestabilización social.

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Creo que el primer requisito para hacer frente al actual desafío que representa el

comunismo es entender claramente lo que es. Pero no podemos pelear de manera

negativa. El hombre debe estar dispuesto a combatir las falsas doctrinas con LA

VERDAD, y ser capaz de organizar la acción con acción. Sobre todo, debe haber un

resurgimiento de aquellos valores morales que durante dos mil años han fortalecido

a nuestra civilización.

Hoy en día, podemos hablar de que hay signos inequívocos de que la marea está

cambiando, a pesar del hecho ser estar fuertemente condicionados por el

materialismo. El cambio es tan evidente, que en lo personal, me siento llena de

esperanza cuando antes desesperé. Muchos de los líderes de opinión de nuestro país

siguen comprometidos y dirigiendo la capitulación, pero entre el pueblo el cambio

es claro.

Al haber viajado por todo el país he podido constatarlo. He visto hombres y mujeres

determinados anteponer los principios a sus intereses personales. He visto a los

padres de familia estudiando el problema de la educación en las escuelas,

constituyendo la quinta columna para el enemigo. En Texas, he visto amas de casa

sentarse a estudiar la Constitución de los Estados Unidos y las he escuchado explicarla

a sus hijos, determinadas a que nadie les robe su herencia.

Hemos visto cada vez más en nuestro país el aumento de la armonía social y ciudadana

en las comunidades pobladas con los de distintos orígenes nacionales, raciales y

religiosos. Los hombres y mujeres de estas comunidades han puesto su corazón y

voluntad contra la obra insidiosa de los comunistas que tratan de enfrentar a uno contra

el otro para provocar conflictos raciales y religiosos.

También a los grupos de trabajadores unidos en los sindicatos reunirse y rezar juntos

para lograr la seguridad de su nación. Están decididos a unirse en la lucha por

conseguir el pan de cada día y no usar esa unión como mecanismo para la toma del

poder.

Es entre los jóvenes en donde el cambio es más notorio. A pesar de que las revistas

y los periódicos exhiben hacia ese sector páginas repletas de horribles historias de la

decadencia, una crueldad inverosímil y los crímenes de algunos de nuestros jóvenes.

He hablado con los jóvenes que volvieron de la Segunda Guerra Mundial y de Corea

que al regresar a sus pequeños pueblos por toda América decidieron hacer de sus

hogares, casas de fortaleza moral para hacer frente a los que promueven la

desintegración familiar. Me he encontrado con personas inteligentes, bien educadas

que se trasladaron de las grandes ciudades industriales a los suburbios y dedicarse a

encender esa llama de amor entre los vecinos y amigos menos afortunados.

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Una noche fui invitada a la cena que se ofrecía en La Casa de la Amistad en Harlem,

Nueva York. En el exterior no se diferenciaba de aquellas que conocí en el

movimiento comunista. La diferencia radicaba en que se dedicaban los trabajos por

amor a Dios y por lo mismo, no podrían ser utilizados como marionetas por hombres

hambrientos de poder. Otra diferencia es el trato hacia el prójimo y trataban de

ayudar. Cuando pertenecía al movimiento comunista, estaba consciente que había

prometido un milenio material a quienes se nos unieran a la causa. Aquí en la Casa

de la Amistad se mantiene la primordialidad del espíritu, y para aquellos que acudían

por ayuda obtuvieron mayores beneficios a causa de ello.

Se nota un nuevo tipo de estudiantes en las universidades. Hemos notado un cambio

en las sociedades religiosas de universitarios, que en mi época eran solo una cuestión

social y de formalidad con un gesto de reconocimiento de Dios.

Ahora emerge un nuevo fenómeno. Los estudiantes están empezado a darse cuenta

que el entrenamiento de la mente tiene un valor pequeño para el hombre en sí mismo

y para la sociedad, a menos que se encuentre en el marco de las verdades eternas.

Una vez más somos testigos e insistimos en la unión del conocimiento de las cosas

del espíritu con aquellas del mundo. Hay una creciente demanda en el interés sobre

las cosas inmateriales.

Una noche el año pasado hablé en la Universidad de Connecticut ante el Club Newman.

El club, se encuentra en el sótano de la capilla y el lugar era muy activo. Tenía una

biblioteca y un centro social, y contaba con la dirección de dos sacerdotes capacitados

para comprender los peligros que enfrenta el joven intelectual en una sociedad inmersa

en el paganismo.

Esa noche me había quedado muy tarde para responder a las preguntas y el P. O'Brien

pidió a tres jóvenes que me llevasen al tren en New London. En nuestro camino a través

de las colinas de Connecticut empezó a nevar. Le pregunté al joven que iba manejando a

qué se iba a dedicar después de la graduación. "Supongo que servir al Tío Sam",

respondió. En su voz había amargura y resentimiento - y repentinamente pensé con

tristeza en su posible futuro y el de todos nuestros jóvenes. A continuación, uno de los

muchachos dijo en voz baja: "¿Por qué no rezamos el rosario por la paz?" Él comenzó por

el Credo y en la oscuridad de ese paisaje por carretera, con la caída de nieve blanda,

rezamos el rosario por la paz.

Mientras iba camino a casa esa noche, pensé en que hombres como estos pueden mejorar

el mundo, porque estaban ellos llenos de amor, y su celo era desinteresado. Sé bien que

aun si los comunistas fueran sinceros con las maravillosas promesas que hacen, serían

incapaces de cumplirlas porque ellos no pueden crear la clase de hombres necesarios para

esa gran tarea. Cualquier bien aparente que los comunistas han logrado, ha sido a través

de las personas quienes a pesar de una enseñanza en el crudo materialismo, conservan

en su memoria una idea de Dios e incluso inconscientemente, se basaron en las normas

eternas de la verdad y la justicia. Sin embargo, las reservas de dichos hombres se están

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agotando, y a pesar de sus aparentes victorias sus hombres formados en la oscuridad

están irremediablemente condenados a la derrota.

Están aumentando nuevos ejércitos conformados por verdaderos hombres, no están

sostenidos por el credo comunista sino por el credo del cristianismo. Estoy consciente que

sólo la generación de hombres dedicados a Dios quienes obedecen sus mandamientos:

"Amaos los unos a los otros como yo os he amado," puede traer la paz y el orden en

nuestro mundo.