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Una casona misteriosa Juan C. Pérez Gómez

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Una casona misteriosa

Juan C. Pérez Gómez

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Hay lugares que merecen ser recordados. Son lugares olvidados por sus

antiguos moradores, y están ahí, esperando que alguien los rescate del olvido,

como sea. Personalmente tengo pasión por los lugares que guardan su historia

entre sus paredes y ocultan secretos detrás de cada puerta. Por los

alrededores del pueblo todavía se pueden ver algunas casas abandonadas; los

dueños originales por distintos motivos, han desaparecido. Las casas quedaron

vacías, a merced de las yerbas, lagartijas, y quién sabe de qué cosas más.

Hoy, las miro esperando a que alguien arregle esas puertas y ventanas, y

ponga el torbellino de maleza en orden. Entonces volverán los niños a jugar en

sus jardines y los adultos a

sentarse en sus miradores.

A las afueras, cerca de un campo

de olivos que tiene mi familia, hay

una casa abandonada. Es grande,

con jardín alrededor y balcones al

camino. Dicen que últimamente

perteneció a la familia García. Le

llamaban "la casa del tuerto"

porque su dueño estaba falto de un

ojo. Un día, los García salieron y no volvieron más. La grama creció y creció,

las ventanas empezaron a romperse solas, la suciedad se iba acumulando y

decían que las sombras paseaban a sus anchas por el interior. Aunque lindaba

con nuestros campos, parecía estar en otra dimensión. Era como un portal

mágico a un mundo de espantos del cual solo nos separaba un bardiza de

piedras con una verja cerrada y una cadena mohosa que nadie había abierto

en tiempos. Esa casona me llamó la atención desde que era pequeño y

merodeaba por allí.

Mi hermano y yo, que presumíamos de aventureros, nunca nos atrevimos a

entrar. La mirábamos con respeto y de lejos. Sólo una vez pisamos el jardín, y

mis recuerdos son muy vagos. Al oír el viento silbar entre los cipreses,

aumentaba mi sensación de niño con respecto a "la casa del tuerto”. Por el

pueblo decían que se escuchaban sonidos extraños e incluso a un violinista

tocar, pero al parecer soy el único que nunca escuchó nada de eso. Siempre

pensé que tuvo que haber vivido allí una familia con niños, tíos, abuelos... Una

cocina con olor a arroz con pollo... Quizá con una señora sentada en uno de

sus miradores, contemplando las oliveras y sintiendo su presencia.

Construida por un hombre olvidado, aunque deteriorada, la nobleza de su

construcción todavía es apreciable. Tiempo atrás la casa llegó a ser escondrijo

de vagos y maleantes. Nadie se atrevía a entrar. Mi abuela contaba que la

viuda de Severino García, era una señora muy educada y elegante. Tuvo un

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primer matrimonio: se había casado a los 18 años con un tal Federico. La boda

se celebró por todo lo alto. Sin embargo, dicen que se marchó a la Guerra de

Cuba con su amigo inseparable, José Ibáñez Marín, entonces capitán, y de la

que nunca regresó. Antes de marchar, él le entregó a su esposa uno de los

gemelos que llevó puestos el día de su boda. Aquello sería un recuerdo

imborrable para Matilde. Ella sabía que su marido la estaría cuidando desde el

lugar en el que estuviera. Aquél gemelo de camisa lo guardó más de 60 años.

Tenía pensado dárselo a su nieta Ana el día que ésta se casara, deseándole

algo que ella no tuvo: una vida maravillosa. Y así fue. Ana besó a su abuela

como respuesta a aquél regalo tan inesperado como original. El día de su

boda, tras la foto familiar, el novio descubrió que Ana llevaba algo entre sus

manos: el gemelo que le había dado su abuela. Lo que ella no se esperaba es

que su marido sacara del bolsillo otro gemelo idéntico; su abuelo se lo dio

como recuerdo, antes de la ceremonia. El abuelo, murió tiempo atrás en

Bélgica. Aunque reconoció siempre su origen español, nunca permitió que se

investigara sobre su genealogía. Matilde reconoció emocionada aquél gemelo,

pareja del que ella mantuvo y retuvo tantos tiempo. El caso es que habían

pasado muchos años; más de cincuenta. Nadie pensó que de forma tan distinta

y simbólica, un día, volverían a unirse. La anécdota que nos contó la abuela,

nos llegó al corazón.

Años después, con bicicletas y libres por el campo, mi hermano y yo decidimos

entrar. Ya habíamos escuchado bastantes historias. Había que meterse y ver lo

que de verdad había adentro. Juan iba por la aventura; yo, buscaba alguna

pista de los que un día miraron por aquellas ventanas, de los que escribieron

cartas o soñaron con alguien que viniera a visitarles. Los árboles que formaban

hilera hasta el fondo de la casa, siempre nos llamaron la atención. Sus esbeltas

y delicadas ramas, les daba apariencia de pinos, aunque según nuestra abuela,

el ruido que producían en las noches de tormenta, le crispaban los nervios a la

dueña. En esa época -o quizá antes- el jardín de la casa abarcaba un par de

hanegadas.

Sin que nadie nos viera salimos

hacia allí. Al llegar brincamos la

bardiza de piedras. Al cruzar el

patio los matorrales nos enredaban

los pies como evitando que

avanzáramos. Juan iba al frente

abriendo paso. En el patio de atrás

todo era moho, hierba seca con

olor a viejo y abandono. La entrada

a la casa destaca por un pavimento de piedra de río con dibujos geométricos.

Aunque la entrada principal se realizaba por el sur, nosotros localizamos una

ventana abierta y por allí accedimos como si lo hubiéramos hecho mil veces. La

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luz penetraba difícilmente y a cada paso levantábamos una polvareda que

quedaba flotando en el aire. El aspecto vacío acentuaba aún más la sensación

de soledad. Reinaba una tranquilidad casi irreal. El estado de la edificación era

próximo a la ruina. Paredes estropeadas, techos caídos. Era un milagro que la

casa sobreviviera.

En la planta baja, una chimenea y nada más. Solo papeles. Busque entre los

documentos si había alguna huella de la familia que habitó el lugar, pero había

carpetas y papeles de oficina. En cambio encontramos muchos murciélagos,

que con su presencia nos confirmaron que hacía tiempo que nadie entraba allí.

No parecieron molestarse con nuestra presencia, y siguieron colgados cabeza

abajo. Subiendo por la escalera central, los escalones crujían peligrosamente.

A mí se me hundió un pie hasta el tobillo por culpa de un escalón podrido. Mas

papeles, botellas y latas de cerveza; restos de visitantes y moradores

ocasionales. La cocina tenía aspecto “de abuela”. En una diminuta habitación

que probablemente se utilizó de cuarto de costura, había un mueble cajonero

lleno de botones y retales de tela. El tiempo había pasado factura. Los suelos

lugar de madera tenían carcoma.

Un colchón, una manta a cuadros y

fotos de santos, marcaban

territorios. En otras habitaciones no

quisimos entrar, por si el suelo se

hundía repentinamente. Resultaba

curioso encontrar muebles aquí y

allá a pesar de que el lugar llevaba

abandonado décadas. En la

habitación de matrimonio destacaba

un mueble que sin duda, pertenecía

a otra época. Ya estábamos cerca de él, cuando al estirar las manos para abrir

los cajones alguien nos gritó a toda voz, ¡Deteneros!

Bajamos los escalones de cuatro en cuatro sin pensar en lo estropeados que

estaban. Brincamos por la ventana casi sin usar las manos. Corrimos a través

del jardín, volamos de un salto por encima de la bardiza y caímos en el medio

del camino. Nos quedó la duda de si pudiera haber alguien allí, aunque no

vimos a nadie. Si hubiera estado abandonada del todo no estarían allí las latas

de cerveza y la planta baja no estaría en tan buen estado como nos pareció.

Según nuestra abuela iba por allí, concretamente los sábados, una señora de

Anna que poseía un Citroën de aquellos de cambio al lado del volante,

excelentemente cuidado. Entraba sin hablar con nadie.

Un día, nuestra tía-abuela nos relató que Matilde hizo un pacto con el diablo.

"Iba siempre con un velo para no ver al diablo en su cara", nos dijo. En

ausencia de su segundo marido, comerciante de paños, y víctima de la

escasez y la pobreza durante un par de décadas, la condujo a un lamentable

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estado anímico; "Un callejón sin salida", nos dijo. En aquella desesperación,

viviendo por encima de sus posibilidades, su única salida fue “pacto”. Lo que

ahora nos parece descabellado, se realizaba por entonces; un acuerdo con “el

Mal” con la intención de lograr algo que estaba entorpecido o entorpeciendo.

¡Podre Matilde!, ¡Dónde se metió! El cura de la Parroquia le ayudo a anular

aquella alianza, independientemente de las condiciones del contrato que en su

día hiciera Matilde. Nos contó también que la hija de la señora, una joven

delgada y de pelo negro, pasó de no socializarse con nadie, a casarse con un

mayorista catalán en dos días.

Durante unos años se comentó por el pueblo que en noches de luna llena en la

casona se veía el oscuro contorno de una mujer. Como esta, circularon varias

historias, como que vagaban por allí los espíritus de las personas que Federico

asesinó en Cuba y por eso Matilde no quiso seguir viviendo en la casona.

También decían que habitaba allí el fantasma de un albañil tapiado

accidentalmente en la pared cuando estaban edificando la casona. Mientras

moría por asfixia, sacó su mano

a través del yeso.

Como la curiosidad me corroía,

preferí ir solo aquella vez. El

paseo desde la verja hasta la

puerta principal fue una

experiencia extraña… Sentí una

“energía gélida”, un frío

aterrador que me consumía.

Traté de pensar que todo

estaba en mi cabeza, pero la

sensación era incómoda e

intensa. Respiré profundamente y entré. Habían pasado casi dos años de

aquella visita fallida con mi hermano. Al pasar al interior, me encontré en una

habitación con un hombre de mediana edad, pálido y ojeroso que luchaba por

entender quién era yo. Sin duda era D. Severino. Lo reconocí por las fotos que

publicaron una vez en la revista "Enguera". Tenía dificultad para moverse

porque permanecía mucho tiempo sentado en soledad de su mecedora

carcomida. Se trataba de un hombre dulce y cariñoso, con un alma

encantadora y dispuesto al diálogo.

-Ante todo _dije una vez cumplimentada mi presentación_, quiero disculparme

por invadir su intimidad sin previo aviso.

-No tiene importancia _repuso don Severino_. Dígame, en qué puedo serle útil.

Tenga en cuenta que la edad nos hace moderados. La juventud es radical y

esto es un remanso de paz.

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Un bigote fino con las puntas ligeramente arqueadas le daba a Severino un

aspecto de gato. Vestía y calzaba de un modo exquisito pero desacertado para

nuestros tiempos: sus prendas, de la mejor calidad, habrían dado prestancia a

este hombre en otra época. Un parche cubría el ojo perdido y desprendía cierto

olor dulzón.

El tuerto me contó que fue uno de los primeros industriales de la lana; que su

familia, de condición media, supo combinar la agricultura y la producción textil.

Cuando murió dejó una cantidad de dinero importante para los tiempos que

corrían.

-Además tenía tierras, y esta casona que hipotequé para levantar una empresa

de frazadas de lana con mi cuñado.

En aquella época los trenes no

eran puntuales, ni limpios, ni

confortables, pero funcionan

bastante bien, cuando no habían

huelgas o sabotajes. Viajaba

bastante en ellos. Tenía

conocimientos de mecánica y

facilidad para proyectar negocios

sencillos.

Severino continuó hablándome de sus triunfos y de sus luchas. Ante mi

silencio, sonrió con tristeza añadiendo:

-El negocio de las frazadas, parecía bueno. Obtuvimos beneficios tan pronto

que no necesitamos más capital. Hacia la mitad de la década de 1880 pudimos

adoptar muchas de las innovaciones que iban saliendo. El número de telares

aumentaba, mientras que el número de tejedores manuales disminuía. En

Enguera teníamos casa, hoy desaparecida y convertida en un deslucido grupo

de viviendas.

-Siempre han dicho que las fiestas eran suntuosas en aquella casa y causaban

sensación en la Enguera del momento.

-Aquello no duró muchos años. Enfermé. Contraje una de esas enfermedades

con mala reputación. Hablo de la sífilis. De aquella enfermedad había un dicho:

“Una noche con Venus y una vida con Mercurio”, debido a que a los que la

contraíamos se nos trataba con mercurio, lo cual resultaba muy tóxico. A causa

de los síntomas y males que me acarreó aquella vida, mi carácter y

comportamiento se afectaron seriamente. Después de mi muerte la casa quedó

vacía y durante años fue prácticamente imposible venderla. Los vecinos decían

oír voces y las puertas se abrían y cerraban solas aunque nadie vivía en ella. Y

ahora, amigo mío, dejando a un lado estas cosas, permítanme expresarle mi

agradecimiento y honrar su decencia al venir aquí, tomando una copita de

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oloroso. De cuando en cuando entran jóvenes y no tan jóvenes de inimaginable

quehacer.

Asentí calladamente para evitar una discusión innecesaria sobre cosas que

ignoraba y sobre las que no creía correcto pronunciarme. Aunque, eso sí,

empecé a inquietarme cuando por otra puerta apareció un mayordomo con dos

copas de oloroso en una bandeja de plata.

-No puede haber certidumbre auténtica sin pasión, amigo mío _ objetó.

-Comprendo, don Severino _dije con fingida inocencia.

-No mienta, _repuso el inquilino de la casona_, y si miente, no mienta tan mal.

Cuando se encuentre de nuevo en la seguridad y el confort de su casa, nuestra

conversación le parecerá incierta, como un sueño. Si lo cuenta por ahí, nadie le

creerá. No obstante le invito a compartir mi morada, como es natural.

Severino, hizo un gesto amplio y benévolo, iniciando una despedida que

preveía larga y resultó escueta. Aquello me pareció un sueño, jamás pensé que

existiera algo así. El aire en Enguera empezaba a ser frío; la gente se

apresuraba por las calles con las manos en los bolsillos, la gorra calada y las

solapas levantadas.

Regresé. Por supuesto que regresé. Lo hice un

día de cielo cubierto y con lluvia fina de esa que

humedece los tejados, más si cabe. La puerta

principal de la casona se abrió y el mayordomo

me preguntó cuál era el objeto de mi visita.

Apoyado en un mueble pegado a la pared, la

cabeza gacha y pensativo vi a alguien. Nunca

había visto a este señor. Pese a que sentí miedo

al verlo, fue un encuentro bastante cercano; me

sentí observado, noté su mirada tan fija en mí

que me incomodó. Al instante me habló; empezó

diciendo que no conocía la casona en la que

vivió su esposa. Supuse que tenía ante mí al

primer marido de Matilde: Federico. A pesar de que la gente empezó a decir

que su espíritu volvía pidiendo justicia, clamando por su inocencia respecto a

las maldades cometidas en Cuba, Matilde y Severino compraron la casona sin

hacer caso de aquellos rumores. Me pareció un hombre abierto y liberal.

-Se perdió Cuba. Aquellos dirigentes eran unos inútiles; otra cagada española

para la historia. Conmigo pasó algo muy extraño y... dudoso para los míos.

-No entiendo lo que quiere decirme...

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-No se preocupe. Nadie lo entendió. Cuba y Filipinas, además de las

posesiones que teníamos en África, formaban parte de un imperio agonizante.

Ibáñez Marín me convenció para ir a Cuba. Allí debíamos encontrarnos. Él

embarcó en Santander y yo por error, en Valencia. El vapor me transportó a

Filipinas.

-¿A Filipinas? _me sorprendí.

-Cuba, Filipinas y todo lo que España tenía en África, formaba parte de un

imperio que agonizaba. Yo tenía que embarcar en Barcelona rumbo a Cuba

pero al final me convenció Ramón, un amigo de

Carlet y acabamos en Filipinas. Allí luchamos

contra los filipinos que deseaban la

independencia de España. Yo no estaba seguro

de lo que hacía. Allí cometimos muchas

atrocidades: quema de cosechas, exterminio de

ganados, campos de concentración y otras

medidas para someter a la población hostil, el

número de muertos fue impresionante.

-Y... usted...

-Combatiendo contra los insurgentes me

detuvieron en la localidad de Baler, a 200 Km. de

Manila en la isla de Luzón. Hasta allí llegamos un

destacamento de cincuenta españoles al mando del teniente Mota, de escasa

experiencia militar. Diez compañeros fueron asesinados por los rebeldes

filipinos y el teniente, tras el ataque nocturno en el que nos detuvieron a los

demás, terminó suicidándose. Todo esto ocurría días antes de que Fernando

Primo de Rivera, capitán general de las islas, firmara la paz. A pesar de esta

victoria diplomática, aquellos fueron los últimos latidos del Imperio del que una

vez se dijo que no se veía poner el Sol. Como yo, miles de españoles caímos

en manos de las tropas del rebelde Aguinaldo. Alguien facilitó mis datos para

que me dieran por muerto por enfermedad para evitar la deshonra en mi familia

y, así figuraba en el estadillo. Ese alguien quería que una de sus hijas se

casara conmigo. Durante años realicé trabajos forzosos para aquél dirigente,

como castigo por rechazar la mano de su hija. Me resultaba difícil contener las

lágrimas cuando pensaba en Matilde, pero... nunca quise unirme a aquella

indígena.

-¡Pobre!, veo que no tuvo mucha suerte...

-Cada uno vivimos como pudimos, nuestra propia historia. Me viene a la

memoria Pedro Planas, de Sant Joan de les Abadesses que, tuvo tiempo

durante el asedio para componer el Himno de Baler: "Somos del 2º nobles

soldados, / dignos seremos del Batallón. Siempre en la brecha nos

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encontramos / dando la vida por la nación. Viva el monarca que nos gobierna. /

Viva la insignia del Batallón. Viva España la hidalga tierra. / Sea primero

nuestro pendón".

Don Federico guardó un instante de silencio.

-Me escapé una noche y mi huida se alargó casi una semana hasta que oí

voces que hablaban español. Eran compatriotas que esperaban en el muelle

para subir a uno de los últimos barcos que regresaban a Europa. El destino me

llevó a Francia. El barco me dejó en Marsella cuatro años después de que lo

hicieran aquellos Últimos de Filipinas que resistieron en Baler. Era consciente

de que a mi regreso a España, nada volvería a ser como antes. Tuve la

oportunidad de vivir en Barcelona donde se encontraban empresas tan

importantes como la Compañía Trasatlántica, monopolizadora del transporte

marítimo entre Barcelona y Manila, el Banco Hispano Colonial o la Compañía

General de Tabacos de Filipinas. En Enguera, hacía tiempo que me habían

dado por muerto y... Matilde, mi pueblo y mi ayer, pasaron al recuerdo.

Los tiempos, indudablemente, habían

cambiado. Hacía años que la guerra

finalizó. Federico, como otros muchos

aparecía en las listas de fallecidos y

desaparecidos; corría el año 1903. Matilde

comprobó que oficialmente "no existía"

mientras que algunos de los Últimos de

Filipinas, hacía tiempo que estaban en

casa. Sumida en un profundo desconsuelo,

continuamente recordaba aquella última

frase que le regaló: "Te vas. Pero te

quedas mi corazón." y a la que Severino respondió: "Dondequiera que estés

formarás parte de mí."

-¿Le importa si fumo? _me preguntó_. Nada volvió a ser igual en la península.

Matilde, que era una mujer de mucho talante, superó aquello y se volvió a

casar con Severino. Compraron y ampliaron esta casona con más habitaciones

y aunque ahora está todo el suelo bastante desprendido, es bonito el diseño de

la construcción. La parte de arriba está muy mal; le recomiendo que no suba ya

que faltan algunos escalones y hay muchos huecos pudiendo caer si pisa

mal....

-Cuentan por ahí fuera, que esta casona oculta millones de pesetas de sus

anteriores dueños; que les gustaba vivir rodeados de jardines, fuentes y con

vistas al pueblo...

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-De eso no sé nada. No me interesa. El plano astral es un lugar fascinante, y lo

que hago es curiosear para saber más y más... y por eso puedo, desde aquí,

he descubierto otras verdades.

-¿Qué verdades?

-Dicen que hay dos temas sobre los que las mujeres mienten delante de sus

parejas: el número de amantes que han tenido -siempre dicen menos- y la

calidad de los amoríos. Matilde llevaba lo de sus amantes de otra manera: no

hablaba de ellos ni para mentir. "Antes muerta, que luego todo se sabe",

pensaba. Desde aquí, lugar que ocupo desde hace mucho tiempo, los he

conocido a todos.

Fuera, la luz de la luna amortiguada por el aire cristalino de la noche enguerina,

apenas proyectaba círculos entre los árboles y en los setos del jardín. Yo que

nunca había creído en leyendas de fantasmas estaba impactado por todo; con

un permanente nudo en la garganta. Es muy difícil que en un mismo lugar se

den tanta serenidad y recogimiento como los que emanaron de aquél mágico y

fascinante sitio. Posiblemente, porque

Federico resultó ser una encantadora

persona.

-A los tres años de la muerte de

Severino, nuestra esposa tuvo un

amante. Un hombre casado de 50

años. Aquella fue una relación muy

fuerte, apasionada y con mucha

entrega. Hoy, estoy en condiciones de

decirte que aquello, para ella, fue como el primer amor que no conservó. Sentía

un cariño muy grande por él; lo amaba muchísimo. El tema es que pasaron de

verse mucho, a no saber de él en semanas. Él era un hombre muy ocupado

con un cargo muy importante en la administración. La paciencia de Matilde se

agotó y se fue alejando, hasta dejarlo.

-Su vida transcurrió por Francia según dice...

-Sí. En España la situación no era mucho mejor, se vivía una de las peores

crisis económicas y sociales. El caciquismo lo viciaba todo. El país ofrecía un

perfil de absoluto inmovilismo típico de una sociedad agraria atrasada, reacia a

cualquier innovación y yo, a todos los efectos, estaba muerto. No existía. Todas

las ciudades eran “difíciles” para empezar y Marsella, demasiado rebelde e

incontrolable; un hueso duro de roer, “la ciudad sin nombre”, como nos

conocían en París.

-Pese a todo, se instaló allí

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-Sí, sí, y formé una nueva familia. Marsella era un lugar donde se podían hacer

muchas cosas que no se hacían en otros lugares, allí decimos Marseille, pas

pareil, una ciudad que vive a la suya y funciona con su propia brújula, algo

siempre a tener en cuenta...

-Conozco Marsella y he de decirle que la mayor parte de sus calles están

sucias y al aspecto general es decadente y desatendido. El puerto viejo se

salva un poco pero casi todo lo demás necesita restauración y limpieza diarias.

Si de Francia solo visitases Marsella creerías que se trata de un país más

pobre que Portugal o Grecia aunque no tanto como Marruecos.

-¿Nunca tuvo contacto con Enguera?

-De alguna manera sí. Un amigo de Requena que estuvo conmigo en Filipinas,

tenía familia en Enguera. A través de él, conseguía el aceite de oliva para la

fabricación de jabón y, cómo no, todo tipo de noticias.

-¿Trabajaba para la industria del jabón de Marsella?

-Desde el principio. Cuando llegué, la industria del jabón era una de las más

importantes de la ciudad. Recuerdo que había unas ochenta fábricas. Con el

aumento del precio del aceite de oliva se empezó a usar el de colza, lino o

sésamo. Como queríamos un producto auténtico, estos amigos nos enviaban

todo el aceite de oliva de Enguera que podían que, mezclado con el aceite de

clavel, conseguimos un jabón de calidad excepcional. Mi empresa nunca imitó

al jabón blanco de Alicante y mis hijos, más tarde, se decidieron por la

fabricación de un jabón más moderno, que no se utilizaba únicamente como

detergente o como producto de aseo, sino también como producto

farmacéutico e industrial para las fábricas de lana y de telas.

-¡Nuestro aceite de oliva, principal ingrediente de la famosa pastilla de jabón de

Marsella de 600 gramos!. ¡Qué revelación, don Federico!

-Ese aceite salía de las almazaras de Enguera y supuestamente llegaba a

Requena; de allí, viajaba hasta

Marsella. Mi nieto, el casado con la

nieta de Matilde, fabrica un jabón

según una receta tradicional. Sólo

quedan cuatro jabonerías en Marsella

que fabrican este jabón artesanal,

además ya no es sólo un producto

para lavarse el cuerpo, el rostro y para

limpiar la ropa, sino que es un objeto

estético que seduce por su aspecto:

esa forma tradicional de cubo verde si es de oliva, aunque también hay de

otros colores y aromas.

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Federico quedó profundamente dormido y yo aproveché para regresar a casa.

La tarde había caído. Nunca olvidaré la sensación de paz que experimenté al

cruzar el jardín. El campo volvía a hacer gala de su colorido y esplendor con los

colores del otoño. Las hojas siempre tornan a amarillo y naranja a finales de

septiembre, extendiéndose hacia los más bajos a lo largo del mes de octubre.

Esta era, y es, la casona de mis amigos Fernando y Severino. Consumí los

días que tenía guardados para las fiestas de San Miguel, escuchándoles. La

última noche, les dije a mis amigos que tenía una cena de compromiso y no

asistiría con ellos al espectáculo que los festeros ofrecían en la plaza de toros

portátil y me fui a despedirme de mis "otros amigos".

-Buenas noches don Severino _ saludé nada más verle.

-El techo y las paredes están llenos de mosquitos, los murciélagos van a

ponerse las botas esta noche. ¿Le importa que nos sentemos afuera?...

Nos sentamos en el exterior y disfrutamos de una hermosa noche. Federico,

según me explicó, estaba recogido a motu proprio en la capilla privada de la

casona que hoy no tiene culto y el

espacio es diáfano. Allí pasaba gran

parte del "tiempo" esperando que

algún día las dos partes propietarias

de aquel par de gemelos tan

cruelmente separadas vuelvan a

juntarse. Me dijo Severino que yo

había sido una bendición para ellos y

yo le dije que no podía explicar con

palabras lo que ellos significaban

para mí.

Antes de marcharme, le pedí que me hablara de Matilde.

-Una mañana se despertó antes de costumbre, porque sí, y cuando quiso

moverse, medio cuerpo no le respondía. Había sufrido un ataque cerebral. Por

la mañana la llamaron y casi no podía hablar, no le salían las palabras. Debido

a su estado, se puso muy nerviosa y tuvieron que atarla. Como pudo, pidió que

la desataran pero no lo hicieron. Pensaba que los médicos querían hacerle

daño y que todos iban en su contra. Durante al menos dos días no dejó de

gritar, no se dejaba hacer nada, atacaba a médicos y enfermeras si le hacían

algo. Lloraba, cuando intentaba hablar no le salían las palabras, miraba hacia

el techo y decía: no, no, no; sus ojos parecían estar viendo otras cosas y no a

los que estaban en la habitación, parecía estar viviendo algo muy malo. Se

quejaba muy fuerte y chillaba. Finalmente, murió en el Hospital de Valencia.

-¡Dios Santo! Necesitaba compañía, alguien que le diera cariño.

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-Yo estaba allí. La besé de nuevo con pasión.

Hoy, mientras escribo este relato mi retina se impregna de aquellos colores y

me produce deseos de tranquilidad junto a la lumbre. Todavía sigo asombrado

de haber conversado con aquellos hombres, sin necesidad de haber entrado en

el plano astral en el que se encontraban. Tuve muchas dudas, sobre si aquello

eran alucinaciones mías, pero nunca supe qué fueron con exactitud. Lo

recordaré toda la vida.

Ahora es el momento de disfrutar de la lectura, reunirnos al atardecer en torno

a un chocolate calentito que nos aportará la energía empleada durante en el

fresco paseo. Sin embargo, un día soleado es la excusa perfecta para salir a

pasear y cargar las pilas. Otoño, para mí, es la estación más triste, oscura y

sombría en Enguera, aunque no por ello menos bella.