una casona misteriosa -...
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Hay lugares que merecen ser recordados. Son lugares olvidados por sus
antiguos moradores, y están ahí, esperando que alguien los rescate del olvido,
como sea. Personalmente tengo pasión por los lugares que guardan su historia
entre sus paredes y ocultan secretos detrás de cada puerta. Por los
alrededores del pueblo todavía se pueden ver algunas casas abandonadas; los
dueños originales por distintos motivos, han desaparecido. Las casas quedaron
vacías, a merced de las yerbas, lagartijas, y quién sabe de qué cosas más.
Hoy, las miro esperando a que alguien arregle esas puertas y ventanas, y
ponga el torbellino de maleza en orden. Entonces volverán los niños a jugar en
sus jardines y los adultos a
sentarse en sus miradores.
A las afueras, cerca de un campo
de olivos que tiene mi familia, hay
una casa abandonada. Es grande,
con jardín alrededor y balcones al
camino. Dicen que últimamente
perteneció a la familia García. Le
llamaban "la casa del tuerto"
porque su dueño estaba falto de un
ojo. Un día, los García salieron y no volvieron más. La grama creció y creció,
las ventanas empezaron a romperse solas, la suciedad se iba acumulando y
decían que las sombras paseaban a sus anchas por el interior. Aunque lindaba
con nuestros campos, parecía estar en otra dimensión. Era como un portal
mágico a un mundo de espantos del cual solo nos separaba un bardiza de
piedras con una verja cerrada y una cadena mohosa que nadie había abierto
en tiempos. Esa casona me llamó la atención desde que era pequeño y
merodeaba por allí.
Mi hermano y yo, que presumíamos de aventureros, nunca nos atrevimos a
entrar. La mirábamos con respeto y de lejos. Sólo una vez pisamos el jardín, y
mis recuerdos son muy vagos. Al oír el viento silbar entre los cipreses,
aumentaba mi sensación de niño con respecto a "la casa del tuerto”. Por el
pueblo decían que se escuchaban sonidos extraños e incluso a un violinista
tocar, pero al parecer soy el único que nunca escuchó nada de eso. Siempre
pensé que tuvo que haber vivido allí una familia con niños, tíos, abuelos... Una
cocina con olor a arroz con pollo... Quizá con una señora sentada en uno de
sus miradores, contemplando las oliveras y sintiendo su presencia.
Construida por un hombre olvidado, aunque deteriorada, la nobleza de su
construcción todavía es apreciable. Tiempo atrás la casa llegó a ser escondrijo
de vagos y maleantes. Nadie se atrevía a entrar. Mi abuela contaba que la
viuda de Severino García, era una señora muy educada y elegante. Tuvo un
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primer matrimonio: se había casado a los 18 años con un tal Federico. La boda
se celebró por todo lo alto. Sin embargo, dicen que se marchó a la Guerra de
Cuba con su amigo inseparable, José Ibáñez Marín, entonces capitán, y de la
que nunca regresó. Antes de marchar, él le entregó a su esposa uno de los
gemelos que llevó puestos el día de su boda. Aquello sería un recuerdo
imborrable para Matilde. Ella sabía que su marido la estaría cuidando desde el
lugar en el que estuviera. Aquél gemelo de camisa lo guardó más de 60 años.
Tenía pensado dárselo a su nieta Ana el día que ésta se casara, deseándole
algo que ella no tuvo: una vida maravillosa. Y así fue. Ana besó a su abuela
como respuesta a aquél regalo tan inesperado como original. El día de su
boda, tras la foto familiar, el novio descubrió que Ana llevaba algo entre sus
manos: el gemelo que le había dado su abuela. Lo que ella no se esperaba es
que su marido sacara del bolsillo otro gemelo idéntico; su abuelo se lo dio
como recuerdo, antes de la ceremonia. El abuelo, murió tiempo atrás en
Bélgica. Aunque reconoció siempre su origen español, nunca permitió que se
investigara sobre su genealogía. Matilde reconoció emocionada aquél gemelo,
pareja del que ella mantuvo y retuvo tantos tiempo. El caso es que habían
pasado muchos años; más de cincuenta. Nadie pensó que de forma tan distinta
y simbólica, un día, volverían a unirse. La anécdota que nos contó la abuela,
nos llegó al corazón.
Años después, con bicicletas y libres por el campo, mi hermano y yo decidimos
entrar. Ya habíamos escuchado bastantes historias. Había que meterse y ver lo
que de verdad había adentro. Juan iba por la aventura; yo, buscaba alguna
pista de los que un día miraron por aquellas ventanas, de los que escribieron
cartas o soñaron con alguien que viniera a visitarles. Los árboles que formaban
hilera hasta el fondo de la casa, siempre nos llamaron la atención. Sus esbeltas
y delicadas ramas, les daba apariencia de pinos, aunque según nuestra abuela,
el ruido que producían en las noches de tormenta, le crispaban los nervios a la
dueña. En esa época -o quizá antes- el jardín de la casa abarcaba un par de
hanegadas.
Sin que nadie nos viera salimos
hacia allí. Al llegar brincamos la
bardiza de piedras. Al cruzar el
patio los matorrales nos enredaban
los pies como evitando que
avanzáramos. Juan iba al frente
abriendo paso. En el patio de atrás
todo era moho, hierba seca con
olor a viejo y abandono. La entrada
a la casa destaca por un pavimento de piedra de río con dibujos geométricos.
Aunque la entrada principal se realizaba por el sur, nosotros localizamos una
ventana abierta y por allí accedimos como si lo hubiéramos hecho mil veces. La
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luz penetraba difícilmente y a cada paso levantábamos una polvareda que
quedaba flotando en el aire. El aspecto vacío acentuaba aún más la sensación
de soledad. Reinaba una tranquilidad casi irreal. El estado de la edificación era
próximo a la ruina. Paredes estropeadas, techos caídos. Era un milagro que la
casa sobreviviera.
En la planta baja, una chimenea y nada más. Solo papeles. Busque entre los
documentos si había alguna huella de la familia que habitó el lugar, pero había
carpetas y papeles de oficina. En cambio encontramos muchos murciélagos,
que con su presencia nos confirmaron que hacía tiempo que nadie entraba allí.
No parecieron molestarse con nuestra presencia, y siguieron colgados cabeza
abajo. Subiendo por la escalera central, los escalones crujían peligrosamente.
A mí se me hundió un pie hasta el tobillo por culpa de un escalón podrido. Mas
papeles, botellas y latas de cerveza; restos de visitantes y moradores
ocasionales. La cocina tenía aspecto “de abuela”. En una diminuta habitación
que probablemente se utilizó de cuarto de costura, había un mueble cajonero
lleno de botones y retales de tela. El tiempo había pasado factura. Los suelos
lugar de madera tenían carcoma.
Un colchón, una manta a cuadros y
fotos de santos, marcaban
territorios. En otras habitaciones no
quisimos entrar, por si el suelo se
hundía repentinamente. Resultaba
curioso encontrar muebles aquí y
allá a pesar de que el lugar llevaba
abandonado décadas. En la
habitación de matrimonio destacaba
un mueble que sin duda, pertenecía
a otra época. Ya estábamos cerca de él, cuando al estirar las manos para abrir
los cajones alguien nos gritó a toda voz, ¡Deteneros!
Bajamos los escalones de cuatro en cuatro sin pensar en lo estropeados que
estaban. Brincamos por la ventana casi sin usar las manos. Corrimos a través
del jardín, volamos de un salto por encima de la bardiza y caímos en el medio
del camino. Nos quedó la duda de si pudiera haber alguien allí, aunque no
vimos a nadie. Si hubiera estado abandonada del todo no estarían allí las latas
de cerveza y la planta baja no estaría en tan buen estado como nos pareció.
Según nuestra abuela iba por allí, concretamente los sábados, una señora de
Anna que poseía un Citroën de aquellos de cambio al lado del volante,
excelentemente cuidado. Entraba sin hablar con nadie.
Un día, nuestra tía-abuela nos relató que Matilde hizo un pacto con el diablo.
"Iba siempre con un velo para no ver al diablo en su cara", nos dijo. En
ausencia de su segundo marido, comerciante de paños, y víctima de la
escasez y la pobreza durante un par de décadas, la condujo a un lamentable
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estado anímico; "Un callejón sin salida", nos dijo. En aquella desesperación,
viviendo por encima de sus posibilidades, su única salida fue “pacto”. Lo que
ahora nos parece descabellado, se realizaba por entonces; un acuerdo con “el
Mal” con la intención de lograr algo que estaba entorpecido o entorpeciendo.
¡Podre Matilde!, ¡Dónde se metió! El cura de la Parroquia le ayudo a anular
aquella alianza, independientemente de las condiciones del contrato que en su
día hiciera Matilde. Nos contó también que la hija de la señora, una joven
delgada y de pelo negro, pasó de no socializarse con nadie, a casarse con un
mayorista catalán en dos días.
Durante unos años se comentó por el pueblo que en noches de luna llena en la
casona se veía el oscuro contorno de una mujer. Como esta, circularon varias
historias, como que vagaban por allí los espíritus de las personas que Federico
asesinó en Cuba y por eso Matilde no quiso seguir viviendo en la casona.
También decían que habitaba allí el fantasma de un albañil tapiado
accidentalmente en la pared cuando estaban edificando la casona. Mientras
moría por asfixia, sacó su mano
a través del yeso.
Como la curiosidad me corroía,
preferí ir solo aquella vez. El
paseo desde la verja hasta la
puerta principal fue una
experiencia extraña… Sentí una
“energía gélida”, un frío
aterrador que me consumía.
Traté de pensar que todo
estaba en mi cabeza, pero la
sensación era incómoda e
intensa. Respiré profundamente y entré. Habían pasado casi dos años de
aquella visita fallida con mi hermano. Al pasar al interior, me encontré en una
habitación con un hombre de mediana edad, pálido y ojeroso que luchaba por
entender quién era yo. Sin duda era D. Severino. Lo reconocí por las fotos que
publicaron una vez en la revista "Enguera". Tenía dificultad para moverse
porque permanecía mucho tiempo sentado en soledad de su mecedora
carcomida. Se trataba de un hombre dulce y cariñoso, con un alma
encantadora y dispuesto al diálogo.
-Ante todo _dije una vez cumplimentada mi presentación_, quiero disculparme
por invadir su intimidad sin previo aviso.
-No tiene importancia _repuso don Severino_. Dígame, en qué puedo serle útil.
Tenga en cuenta que la edad nos hace moderados. La juventud es radical y
esto es un remanso de paz.
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Un bigote fino con las puntas ligeramente arqueadas le daba a Severino un
aspecto de gato. Vestía y calzaba de un modo exquisito pero desacertado para
nuestros tiempos: sus prendas, de la mejor calidad, habrían dado prestancia a
este hombre en otra época. Un parche cubría el ojo perdido y desprendía cierto
olor dulzón.
El tuerto me contó que fue uno de los primeros industriales de la lana; que su
familia, de condición media, supo combinar la agricultura y la producción textil.
Cuando murió dejó una cantidad de dinero importante para los tiempos que
corrían.
-Además tenía tierras, y esta casona que hipotequé para levantar una empresa
de frazadas de lana con mi cuñado.
En aquella época los trenes no
eran puntuales, ni limpios, ni
confortables, pero funcionan
bastante bien, cuando no habían
huelgas o sabotajes. Viajaba
bastante en ellos. Tenía
conocimientos de mecánica y
facilidad para proyectar negocios
sencillos.
Severino continuó hablándome de sus triunfos y de sus luchas. Ante mi
silencio, sonrió con tristeza añadiendo:
-El negocio de las frazadas, parecía bueno. Obtuvimos beneficios tan pronto
que no necesitamos más capital. Hacia la mitad de la década de 1880 pudimos
adoptar muchas de las innovaciones que iban saliendo. El número de telares
aumentaba, mientras que el número de tejedores manuales disminuía. En
Enguera teníamos casa, hoy desaparecida y convertida en un deslucido grupo
de viviendas.
-Siempre han dicho que las fiestas eran suntuosas en aquella casa y causaban
sensación en la Enguera del momento.
-Aquello no duró muchos años. Enfermé. Contraje una de esas enfermedades
con mala reputación. Hablo de la sífilis. De aquella enfermedad había un dicho:
“Una noche con Venus y una vida con Mercurio”, debido a que a los que la
contraíamos se nos trataba con mercurio, lo cual resultaba muy tóxico. A causa
de los síntomas y males que me acarreó aquella vida, mi carácter y
comportamiento se afectaron seriamente. Después de mi muerte la casa quedó
vacía y durante años fue prácticamente imposible venderla. Los vecinos decían
oír voces y las puertas se abrían y cerraban solas aunque nadie vivía en ella. Y
ahora, amigo mío, dejando a un lado estas cosas, permítanme expresarle mi
agradecimiento y honrar su decencia al venir aquí, tomando una copita de
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oloroso. De cuando en cuando entran jóvenes y no tan jóvenes de inimaginable
quehacer.
Asentí calladamente para evitar una discusión innecesaria sobre cosas que
ignoraba y sobre las que no creía correcto pronunciarme. Aunque, eso sí,
empecé a inquietarme cuando por otra puerta apareció un mayordomo con dos
copas de oloroso en una bandeja de plata.
-No puede haber certidumbre auténtica sin pasión, amigo mío _ objetó.
-Comprendo, don Severino _dije con fingida inocencia.
-No mienta, _repuso el inquilino de la casona_, y si miente, no mienta tan mal.
Cuando se encuentre de nuevo en la seguridad y el confort de su casa, nuestra
conversación le parecerá incierta, como un sueño. Si lo cuenta por ahí, nadie le
creerá. No obstante le invito a compartir mi morada, como es natural.
Severino, hizo un gesto amplio y benévolo, iniciando una despedida que
preveía larga y resultó escueta. Aquello me pareció un sueño, jamás pensé que
existiera algo así. El aire en Enguera empezaba a ser frío; la gente se
apresuraba por las calles con las manos en los bolsillos, la gorra calada y las
solapas levantadas.
Regresé. Por supuesto que regresé. Lo hice un
día de cielo cubierto y con lluvia fina de esa que
humedece los tejados, más si cabe. La puerta
principal de la casona se abrió y el mayordomo
me preguntó cuál era el objeto de mi visita.
Apoyado en un mueble pegado a la pared, la
cabeza gacha y pensativo vi a alguien. Nunca
había visto a este señor. Pese a que sentí miedo
al verlo, fue un encuentro bastante cercano; me
sentí observado, noté su mirada tan fija en mí
que me incomodó. Al instante me habló; empezó
diciendo que no conocía la casona en la que
vivió su esposa. Supuse que tenía ante mí al
primer marido de Matilde: Federico. A pesar de que la gente empezó a decir
que su espíritu volvía pidiendo justicia, clamando por su inocencia respecto a
las maldades cometidas en Cuba, Matilde y Severino compraron la casona sin
hacer caso de aquellos rumores. Me pareció un hombre abierto y liberal.
-Se perdió Cuba. Aquellos dirigentes eran unos inútiles; otra cagada española
para la historia. Conmigo pasó algo muy extraño y... dudoso para los míos.
-No entiendo lo que quiere decirme...
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-No se preocupe. Nadie lo entendió. Cuba y Filipinas, además de las
posesiones que teníamos en África, formaban parte de un imperio agonizante.
Ibáñez Marín me convenció para ir a Cuba. Allí debíamos encontrarnos. Él
embarcó en Santander y yo por error, en Valencia. El vapor me transportó a
Filipinas.
-¿A Filipinas? _me sorprendí.
-Cuba, Filipinas y todo lo que España tenía en África, formaba parte de un
imperio que agonizaba. Yo tenía que embarcar en Barcelona rumbo a Cuba
pero al final me convenció Ramón, un amigo de
Carlet y acabamos en Filipinas. Allí luchamos
contra los filipinos que deseaban la
independencia de España. Yo no estaba seguro
de lo que hacía. Allí cometimos muchas
atrocidades: quema de cosechas, exterminio de
ganados, campos de concentración y otras
medidas para someter a la población hostil, el
número de muertos fue impresionante.
-Y... usted...
-Combatiendo contra los insurgentes me
detuvieron en la localidad de Baler, a 200 Km. de
Manila en la isla de Luzón. Hasta allí llegamos un
destacamento de cincuenta españoles al mando del teniente Mota, de escasa
experiencia militar. Diez compañeros fueron asesinados por los rebeldes
filipinos y el teniente, tras el ataque nocturno en el que nos detuvieron a los
demás, terminó suicidándose. Todo esto ocurría días antes de que Fernando
Primo de Rivera, capitán general de las islas, firmara la paz. A pesar de esta
victoria diplomática, aquellos fueron los últimos latidos del Imperio del que una
vez se dijo que no se veía poner el Sol. Como yo, miles de españoles caímos
en manos de las tropas del rebelde Aguinaldo. Alguien facilitó mis datos para
que me dieran por muerto por enfermedad para evitar la deshonra en mi familia
y, así figuraba en el estadillo. Ese alguien quería que una de sus hijas se
casara conmigo. Durante años realicé trabajos forzosos para aquél dirigente,
como castigo por rechazar la mano de su hija. Me resultaba difícil contener las
lágrimas cuando pensaba en Matilde, pero... nunca quise unirme a aquella
indígena.
-¡Pobre!, veo que no tuvo mucha suerte...
-Cada uno vivimos como pudimos, nuestra propia historia. Me viene a la
memoria Pedro Planas, de Sant Joan de les Abadesses que, tuvo tiempo
durante el asedio para componer el Himno de Baler: "Somos del 2º nobles
soldados, / dignos seremos del Batallón. Siempre en la brecha nos
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encontramos / dando la vida por la nación. Viva el monarca que nos gobierna. /
Viva la insignia del Batallón. Viva España la hidalga tierra. / Sea primero
nuestro pendón".
Don Federico guardó un instante de silencio.
-Me escapé una noche y mi huida se alargó casi una semana hasta que oí
voces que hablaban español. Eran compatriotas que esperaban en el muelle
para subir a uno de los últimos barcos que regresaban a Europa. El destino me
llevó a Francia. El barco me dejó en Marsella cuatro años después de que lo
hicieran aquellos Últimos de Filipinas que resistieron en Baler. Era consciente
de que a mi regreso a España, nada volvería a ser como antes. Tuve la
oportunidad de vivir en Barcelona donde se encontraban empresas tan
importantes como la Compañía Trasatlántica, monopolizadora del transporte
marítimo entre Barcelona y Manila, el Banco Hispano Colonial o la Compañía
General de Tabacos de Filipinas. En Enguera, hacía tiempo que me habían
dado por muerto y... Matilde, mi pueblo y mi ayer, pasaron al recuerdo.
Los tiempos, indudablemente, habían
cambiado. Hacía años que la guerra
finalizó. Federico, como otros muchos
aparecía en las listas de fallecidos y
desaparecidos; corría el año 1903. Matilde
comprobó que oficialmente "no existía"
mientras que algunos de los Últimos de
Filipinas, hacía tiempo que estaban en
casa. Sumida en un profundo desconsuelo,
continuamente recordaba aquella última
frase que le regaló: "Te vas. Pero te
quedas mi corazón." y a la que Severino respondió: "Dondequiera que estés
formarás parte de mí."
-¿Le importa si fumo? _me preguntó_. Nada volvió a ser igual en la península.
Matilde, que era una mujer de mucho talante, superó aquello y se volvió a
casar con Severino. Compraron y ampliaron esta casona con más habitaciones
y aunque ahora está todo el suelo bastante desprendido, es bonito el diseño de
la construcción. La parte de arriba está muy mal; le recomiendo que no suba ya
que faltan algunos escalones y hay muchos huecos pudiendo caer si pisa
mal....
-Cuentan por ahí fuera, que esta casona oculta millones de pesetas de sus
anteriores dueños; que les gustaba vivir rodeados de jardines, fuentes y con
vistas al pueblo...
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-De eso no sé nada. No me interesa. El plano astral es un lugar fascinante, y lo
que hago es curiosear para saber más y más... y por eso puedo, desde aquí,
he descubierto otras verdades.
-¿Qué verdades?
-Dicen que hay dos temas sobre los que las mujeres mienten delante de sus
parejas: el número de amantes que han tenido -siempre dicen menos- y la
calidad de los amoríos. Matilde llevaba lo de sus amantes de otra manera: no
hablaba de ellos ni para mentir. "Antes muerta, que luego todo se sabe",
pensaba. Desde aquí, lugar que ocupo desde hace mucho tiempo, los he
conocido a todos.
Fuera, la luz de la luna amortiguada por el aire cristalino de la noche enguerina,
apenas proyectaba círculos entre los árboles y en los setos del jardín. Yo que
nunca había creído en leyendas de fantasmas estaba impactado por todo; con
un permanente nudo en la garganta. Es muy difícil que en un mismo lugar se
den tanta serenidad y recogimiento como los que emanaron de aquél mágico y
fascinante sitio. Posiblemente, porque
Federico resultó ser una encantadora
persona.
-A los tres años de la muerte de
Severino, nuestra esposa tuvo un
amante. Un hombre casado de 50
años. Aquella fue una relación muy
fuerte, apasionada y con mucha
entrega. Hoy, estoy en condiciones de
decirte que aquello, para ella, fue como el primer amor que no conservó. Sentía
un cariño muy grande por él; lo amaba muchísimo. El tema es que pasaron de
verse mucho, a no saber de él en semanas. Él era un hombre muy ocupado
con un cargo muy importante en la administración. La paciencia de Matilde se
agotó y se fue alejando, hasta dejarlo.
-Su vida transcurrió por Francia según dice...
-Sí. En España la situación no era mucho mejor, se vivía una de las peores
crisis económicas y sociales. El caciquismo lo viciaba todo. El país ofrecía un
perfil de absoluto inmovilismo típico de una sociedad agraria atrasada, reacia a
cualquier innovación y yo, a todos los efectos, estaba muerto. No existía. Todas
las ciudades eran “difíciles” para empezar y Marsella, demasiado rebelde e
incontrolable; un hueso duro de roer, “la ciudad sin nombre”, como nos
conocían en París.
-Pese a todo, se instaló allí
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-Sí, sí, y formé una nueva familia. Marsella era un lugar donde se podían hacer
muchas cosas que no se hacían en otros lugares, allí decimos Marseille, pas
pareil, una ciudad que vive a la suya y funciona con su propia brújula, algo
siempre a tener en cuenta...
-Conozco Marsella y he de decirle que la mayor parte de sus calles están
sucias y al aspecto general es decadente y desatendido. El puerto viejo se
salva un poco pero casi todo lo demás necesita restauración y limpieza diarias.
Si de Francia solo visitases Marsella creerías que se trata de un país más
pobre que Portugal o Grecia aunque no tanto como Marruecos.
-¿Nunca tuvo contacto con Enguera?
-De alguna manera sí. Un amigo de Requena que estuvo conmigo en Filipinas,
tenía familia en Enguera. A través de él, conseguía el aceite de oliva para la
fabricación de jabón y, cómo no, todo tipo de noticias.
-¿Trabajaba para la industria del jabón de Marsella?
-Desde el principio. Cuando llegué, la industria del jabón era una de las más
importantes de la ciudad. Recuerdo que había unas ochenta fábricas. Con el
aumento del precio del aceite de oliva se empezó a usar el de colza, lino o
sésamo. Como queríamos un producto auténtico, estos amigos nos enviaban
todo el aceite de oliva de Enguera que podían que, mezclado con el aceite de
clavel, conseguimos un jabón de calidad excepcional. Mi empresa nunca imitó
al jabón blanco de Alicante y mis hijos, más tarde, se decidieron por la
fabricación de un jabón más moderno, que no se utilizaba únicamente como
detergente o como producto de aseo, sino también como producto
farmacéutico e industrial para las fábricas de lana y de telas.
-¡Nuestro aceite de oliva, principal ingrediente de la famosa pastilla de jabón de
Marsella de 600 gramos!. ¡Qué revelación, don Federico!
-Ese aceite salía de las almazaras de Enguera y supuestamente llegaba a
Requena; de allí, viajaba hasta
Marsella. Mi nieto, el casado con la
nieta de Matilde, fabrica un jabón
según una receta tradicional. Sólo
quedan cuatro jabonerías en Marsella
que fabrican este jabón artesanal,
además ya no es sólo un producto
para lavarse el cuerpo, el rostro y para
limpiar la ropa, sino que es un objeto
estético que seduce por su aspecto:
esa forma tradicional de cubo verde si es de oliva, aunque también hay de
otros colores y aromas.
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Federico quedó profundamente dormido y yo aproveché para regresar a casa.
La tarde había caído. Nunca olvidaré la sensación de paz que experimenté al
cruzar el jardín. El campo volvía a hacer gala de su colorido y esplendor con los
colores del otoño. Las hojas siempre tornan a amarillo y naranja a finales de
septiembre, extendiéndose hacia los más bajos a lo largo del mes de octubre.
Esta era, y es, la casona de mis amigos Fernando y Severino. Consumí los
días que tenía guardados para las fiestas de San Miguel, escuchándoles. La
última noche, les dije a mis amigos que tenía una cena de compromiso y no
asistiría con ellos al espectáculo que los festeros ofrecían en la plaza de toros
portátil y me fui a despedirme de mis "otros amigos".
-Buenas noches don Severino _ saludé nada más verle.
-El techo y las paredes están llenos de mosquitos, los murciélagos van a
ponerse las botas esta noche. ¿Le importa que nos sentemos afuera?...
Nos sentamos en el exterior y disfrutamos de una hermosa noche. Federico,
según me explicó, estaba recogido a motu proprio en la capilla privada de la
casona que hoy no tiene culto y el
espacio es diáfano. Allí pasaba gran
parte del "tiempo" esperando que
algún día las dos partes propietarias
de aquel par de gemelos tan
cruelmente separadas vuelvan a
juntarse. Me dijo Severino que yo
había sido una bendición para ellos y
yo le dije que no podía explicar con
palabras lo que ellos significaban
para mí.
Antes de marcharme, le pedí que me hablara de Matilde.
-Una mañana se despertó antes de costumbre, porque sí, y cuando quiso
moverse, medio cuerpo no le respondía. Había sufrido un ataque cerebral. Por
la mañana la llamaron y casi no podía hablar, no le salían las palabras. Debido
a su estado, se puso muy nerviosa y tuvieron que atarla. Como pudo, pidió que
la desataran pero no lo hicieron. Pensaba que los médicos querían hacerle
daño y que todos iban en su contra. Durante al menos dos días no dejó de
gritar, no se dejaba hacer nada, atacaba a médicos y enfermeras si le hacían
algo. Lloraba, cuando intentaba hablar no le salían las palabras, miraba hacia
el techo y decía: no, no, no; sus ojos parecían estar viendo otras cosas y no a
los que estaban en la habitación, parecía estar viviendo algo muy malo. Se
quejaba muy fuerte y chillaba. Finalmente, murió en el Hospital de Valencia.
-¡Dios Santo! Necesitaba compañía, alguien que le diera cariño.
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-Yo estaba allí. La besé de nuevo con pasión.
Hoy, mientras escribo este relato mi retina se impregna de aquellos colores y
me produce deseos de tranquilidad junto a la lumbre. Todavía sigo asombrado
de haber conversado con aquellos hombres, sin necesidad de haber entrado en
el plano astral en el que se encontraban. Tuve muchas dudas, sobre si aquello
eran alucinaciones mías, pero nunca supe qué fueron con exactitud. Lo
recordaré toda la vida.
Ahora es el momento de disfrutar de la lectura, reunirnos al atardecer en torno
a un chocolate calentito que nos aportará la energía empleada durante en el
fresco paseo. Sin embargo, un día soleado es la excusa perfecta para salir a
pasear y cargar las pilas. Otoño, para mí, es la estación más triste, oscura y
sombría en Enguera, aunque no por ello menos bella.