una buena noticia para nuestros días

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Homilía de Navidad 2006 Una Buena Noticia para nuestros días Fecha: Lunes 25 de Diciembre de 2006 Pais: Chile Ciudad: Santiago Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa Celebrar la Navidad es retornar a nuestra infancia y abrirle espacio a nuestros sueños de amor, paz y felicidad. Es adentrarnos por los anhelos más profundos de nuestra existencia, mirando el cielo que se abre en la gruta de Belén. En verdad, la celebración del nacimiento en Cristo está unida para la mayoría de los chilenos a los más hermosos y significativos recuerdos de su niñez, a recuerdos familiares en torno a pesebres que cobraban nueva vida al salir de las cajas en que se guardaban año a año. En el campo, al terminar la novena del Niño, los retiraban después de cantar con nostalgia un villancico dirigida a Jesús: "Adiós, mi buen Manuelito, hasta el año venidero. Nos volveremos a ver, cuando engorden los corderos". Más que la alegría por los regalos, aflora en nuestra memoria el recuerdo de personas muy queridas, que fueron para nosotros como ventanales abiertos a los horizontes más humanos, más espirituales y más profundos de nuestra existencia; a aquellos que nos llenan de esperanza. Una canción de Navidad entreteje esos recuerdos: "Noche de paz". Pero no siempre las noches son de paz y de amor. A veces se nos viene encima la oscuridad de otras noches. Y no sólo a nosotros. El profeta Isaías describió la llegada de Jesús, mostrando un estremecedor contraste entre las tinieblas por las cuales caminaría el pueblo en el país de la oscuridad, y la gran luz que vendría de lo alto y multiplicaría en él la alegría, el regocijo por la presencia de Dios. Y sucedió que el pueblo escogido sentía la sujeción al emperador romano como una noche cerrada, también los cuantiosos impuestos que se cobraban, los nombramientos de las autoridades civiles y religiosas hechos en Roma, entre ellos la designación del rey Herodes, que dio muerte a su mujer y a dos de sus hijos. Como una noche muy triste constataba el pueblo la propagación, desde la corte del rey, de culturas del todo ajenas a sus convicciones. Y esta mañana el Santo Padre, en su mensaje urbi et orbe, describía tantas noches que acongojan a muchos habitantes y a diversas regiones de nuestro planeta. Decía: "Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo de abundancia y de consumismo desenfrenado. Todavía hay quienes están esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, quienes son víctimas del odio racial y religioso, y se ven impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias y discriminaciones, por ingerencias políticas y coacciones físicas o morales. Hay quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos, especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo y por cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier el progreso, la solidaridad y la paz para todos. ¿Qué se puede decir de quienes, sin esperanza, se ven obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros lugares condiciones de vida dignas del hombre ¿Qué se puede hacer para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, () se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga ¿Qué se puede pensar de quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida" También a nosotros, en nuestra querida patria, una y otra vez nos acongoja la oscuridad de la noche. Junto a muchos signos de esperanza que no podemos ni queremos desconocer, que surgen de la inteligencia, el esfuerzo, la creatividad y la solidaridad, hemos experimentado y seguimos experimentando con cierta frecuencia la noche desoladora de la violencia familiar y a veces callejera y de la dolorosa inequidad, de los desalentadores desempleos y de la educación mediocre, de las indignas corrupciones y de enervantes pugnas, de las deslealtades tristes y de lamentables

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Page 1: Una Buena Noticia para nuestros días

Homilía de Navidad 2006

Una Buena Noticia para nuestros días

Fecha: Lunes 25 de Diciembre de 2006Pais: ChileCiudad: SantiagoAutor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa

Celebrar la Navidad es retornar a nuestra infancia y abrirle espacio a nuestros sueños de amor, paz y felicidad. Es adentrarnos por los anhelos más profundos de nuestra existencia, mirando el cielo que se abre en la gruta de Belén. En verdad, la celebración del nacimiento en Cristo está unida para la mayoría de los chilenos a los más hermosos y significativos recuerdos de su niñez, a recuerdos familiares en torno a pesebres que cobraban nueva vida al salir de las cajas en que se guardaban año a año. En el campo, al terminar la novena del Niño, los retiraban después de cantar con nostalgia un villancico dirigida a Jesús: "Adiós, mi buen Manuelito, hasta el año venidero. Nos volveremos a ver, cuando engorden los corderos".

Más que la alegría por los regalos, aflora en nuestra memoria el recuerdo de personas muy queridas, que fueron para nosotros como ventanales abiertos a los horizontes más humanos, más espirituales y más profundos de nuestra existencia; a aquellos que nos llenan de esperanza. Una canción de Navidad entreteje esos recuerdos: "Noche de paz".

Pero no siempre las noches son de paz y de amor. A veces se nos viene encima la oscuridad de otras noches. Y no sólo a nosotros. El profeta Isaías describió la llegada de Jesús, mostrando un estremecedor contraste entre las tinieblas por las cuales caminaría el pueblo en el país de la oscuridad, y la gran luz que vendría de lo alto y multiplicaría en él la alegría, el regocijo por la presencia de Dios. Y sucedió que el pueblo escogido sentía la sujeción al emperador romano como una noche cerrada, también los cuantiosos impuestos que se cobraban, los nombramientos de las autoridades civiles y religiosas hechos en Roma, entre ellos la designación del rey Herodes, que dio muerte a su mujer y a dos de sus hijos. Como una noche muy triste constataba el pueblo la propagación, desde la corte del rey, de culturas del todo ajenas a sus convicciones.

Y esta mañana el Santo Padre, en su mensaje urbi et orbe, describía tantas noches que acongojan a muchos habitantes y a diversas regiones de nuestro planeta. Decía: "Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo de abundancia y de consumismo desenfrenado. Todavía hay quienes están esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, quienes son víctimas del odio racial y religioso, y se ven impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias y discriminaciones, por ingerencias políticas y coacciones físicas o morales. Hay quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos, especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo y por cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier el progreso, la solidaridad y la paz para todos. ¿Qué se puede decir de quienes, sin esperanza, se ven obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros lugares condiciones de vida dignas del hombre ¿Qué se puede hacer para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, () se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga ¿Qué se puede pensar de quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida"

También a nosotros, en nuestra querida patria, una y otra vez nos acongoja la oscuridad de la noche. Junto a muchos signos de esperanza que no podemos ni queremos desconocer, que surgen de la inteligencia, el esfuerzo, la creatividad y la solidaridad, hemos experimentado y seguimos experimentando con cierta frecuencia la noche desoladora de la violencia familiar y a veces callejera y de la dolorosa inequidad, de los desalentadores desempleos y de la educación mediocre, de las indignas corrupciones y de enervantes pugnas, de las deslealtades tristes y de lamentables

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ambiciones, de largas ingratitudes y de arbitrarias cegueras ante las evidencias de la verdad. A veces las echamos al olvido; otras veces nos inquietan y desaniman.

Precisamente al percibir la oscuridad de tantas noches, entonces y ahora, el mensaje del nacimiento de Cristo muestra su actualidad sorprendente. El Papa lo expresaba esta mañana en la plaza de San Pedro con estas palabras: Hoy "es Navidad: hoy entra en el mundo "la luz verdadera, que alumbra a todo hombre" (Jn 1, 9). "La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros" (ibíd. 1,14), proclama el evangelista Juan. Hoy, justo hoy, Cristo viene de nuevo "entre los suyos" y a quienes lo acogen les da "poder para ser hijos de Dios"; es decir, les ofrece la oportunidad de ver la gloria divina y de compartir la alegría del Amor, que en Belén se ha hecho carne por nosotros. Hoy, también hoy, "nuestro Salvador ha nacido en el mundo", porque sabe que lo necesitamos".

En efecto, lo que ocurrió en Tierra Santa hace más de 2000 años es Buena Noticia para nuestros días, porque en Belén, para el pueblo que caminaba en sombras de muerte, en la pobreza de la gruta y ante la mirada contemplativa y agradecida de María y de José, Dios hizo salir el Sol. Quería vencer el mal por el bien. Con el nacimiento de Jesús Dios puso un nuevo comienzo, un nuevo inicio en la historia, un punto de partida tan novedoso y fecundo que los pueblos que acogieron el cristianismo comenzamos a enumerar los años en relación al nacimiento de Cristo: los anteriores y los posteriores a Belén; tan novedoso, que nosotros mismos enumeramos nuestros días, en relación a la hora de gracia en que Jesucristo llegó a ser luz para nuestros pasos y nuestras relaciones humanas.

No faltan quienes reconocen, aun sin ser cristianos, ese nuevo inicio, valorando a Jesucristo como un ser extraordinario, y encontrando en su doctrina una luz admirable para vivir en paz y fraternidad. Los que hemos recibido el don inmerecido de la fe, sabemos que en Belén ocurrió algo inaudito. El Hijo de Dios, que es Dios y Señor, nació en la pobreza de Belén e ingresó así a nuestra historia para compartir su vida y sus sentimientos con nosotros, e iluminar nuestros pasos, enseñándonos quién es Dios, cuáles son sus designios de amor, cuán grande es la dignidad plena de toda vocación humana, qué cumplimiento tendrán nuestros anhelos de fraternidad y de cielo.

El Hijo de Dios entró a la historia como nuestro hermano, porque quería liberarnos del mal y revelarnos que Dios es nuestra vida, nuestro camino, nuestra verdad y nuestra alegría. Venía a abrir nuestra existencia a esa realidad sorprendente de ser familiares y colaboradores de Dios. Con razón los ángeles inundaron la noche de los pastores con su canto: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él".

También en nuestra patria queremos celebrar un nuevo comienzo. Vamos en camino al Bicentenario. No queremos para nosotros las noches de la injusticia, la enemistad, la miseria, la indiferencia, la infidelidad, la violencia, la droga, la deshonestidad y la increencia. Queremos que brille entre nosotros la novedad que nos hace felices, que nos confiere paz, que estrecha nuestra solidaridad, que nos invita a respetar y favorecer la vida de todos, que abre el cielo a nuestros anhelos de vida y trascendencia. Todos ellos, proyectos que nos invitan a acercarnos a Belén para asumir los dones que brillan en ese inicio gozoso y fecundo de paz, de reconciliación y de benignidad.

No nació Jesús como un niño no deseado. Por el contrario, lo esperaban tantos habitantes de su tierra, y sus padres, los pastores y después los sabios de oriente lo acogieron como un maravilloso don de Dios. Más tarde lo acompañaron y lo escucharon, guardando sus palabras y sus iniciativas en la profundidad contemplativa del corazón, y aceptaron el misterio de que Él se ocupara de las cosas de su Padre. ¡Cuántos niños quieren ser acogidos, escuchados, favorecidos en sus anhelos y en sus proyectos de bien, como lo fue Jesús Sería para ellos el mejor regalo de Navidad.

Nos maravilla que Dios haya puesto un inicio como éste para darle un nuevo rumbo a la historia de la humanidad. No nació Jesús en un palacio, ni entre judíos de notables estudios, ni rodeado de bienes materiales y de personas a su servicio. José y María no encontraron para su nacimiento un lugar en una posada. Nació en una pesebrera en las afueras de la ciudad de su antepasado legal, el rey David. José, su padre adoptivo, un carpintero, hombre trabajador y dispuesto al servicio y a las indicaciones de Dios, hombre interior de espíritu noble e inclinado a la oración. Su madre, María, una de las jóvenes de su pueblo amantes de la historia sagrada, que transparentaba alegría, bondad, vida interior y sinceridad. Maravillosa en su interioridad y su preocupación por los demás. Pero según las categorías del mundo, ella era una joven más, y su padre, un trabajador más. Según esa manera de pensar, ninguno de los dos debía ser

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mencionado en las crónicas de su tiempo. Tampoco el niño, nacido en tan precarias condiciones. ¡Qué equivocadas son estas categorías para juzgar lo que es importante para nosotros y para la historia

Siempre es así. Toda verdadera renovación tiene su origen en lo pequeño, en lo cotidiano, en la rectitud de la conciencia, en el caminar iluminado por la mirada sabia de Dios. Se vence el mal por el bien, se pasa de la noche a la luz, acogiendo los dones de Dios, admirándolos, agradeciéndolos, dejando que nuestro espíritu se compenetre de tanto amor inmerecido. Se vence el mal por el bien, amando al Niño recién nacido, tratándolo con ternura, sonriéndole, cumpliendo deseos suyos, y presentándolo a pastores y sabios, sabiendo que Cristo "nada quita de lo que es auténticamente humano, sino que lo lleva a su cumplimiento" (Benedicto XVI, mensaje urbi et orbe, 2006). Se vence, optando por la sencillez del Niño, por una existencia que no despierte temor, que se dedique al servicio de todos, especialmente de los afligidos, por un trato que enaltece a tantas personas en virtud de la confianza con que nos acercamos a ellos. La nuestra será el eco a la confianza de Dios, que depositó al Niño Jesús en los brazos de María, en los brazos de la historia y de la humanidad.

Nadie se habría atrevido a pensar, ni siquiera a imaginar, que Dios vendría a nuestro mundo y se insertaría en la historia como hermano nuestro. Muchos pueblos imaginaron lejano al creador del universo. Pensaban que no aceptaba el mal entre los hombres, y suponían que había que aplacar su ira, para no ser castigados. Les era evidente que nunca se acercaría a los pecadores.

La historia de Jesucristo nos mostró otra imagen de Dios. Su nacimiento en Belén, su prontitud para perdonar, la generosidad de sus dones, el poder que resplandecía en sus gestos bondadosos y sabios, y siempre su amor hasta el extremo, nos revelaron que su amor supera todas nuestras expectativas, que fue sorprendente y sigue siendo sobreabundante y asombroso.

Sopesemos una y otra vez su infinita bondad. Tomémonos el tiempo para meditar y aquilatar sus dones, para tomar conciencia y dejarnos sobrecoger por la magnitud, la paciencia y la fidelidad de su amor. San Juan nos propuso precisamente este camino para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas. Lo amamos, porque Él nos amó primero. Lo amaremos cada vez más, si gustamos día a día su amor primero. Hagámoslo ahora, contemplando su amor en Belén.

Y optemos también nosotros por el camino de Jesús. Seamos discípulos suyos para que todas las noches sean noches de paz y de amor, y para disipar las tinieblas que amenazan nuestra convivencia. Optemos por amar como Él y con Él de manera sorprendente, por perdonar y respetar sin límites, por apoyar y servir sin condiciones - en el ámbito del trabajo, de la familia y de educación. Optemos por amar aun a nuestros enemigos, y sobre todo a los que están más solos, más tristes y desalentados. No podríamos dar a ellos y a nuestro país un mejor regalo de Navidad.

Viene a nuestra memoria el testimonio de San Alberto Hurtado. Siguiendo las huellas de Cristo nos proponía dar hasta que duela. Viviendo así le decía a Jesús: ¡Contento, Señor, contento Démonos los unos a los otros de manera tan sorprendente, que recuerde el acogimiento que le brindó María, en nuestro nombre, al Hijo de Dios, y que recuerde sobre todo la bondad entrañable del mismo Dios. Por este camino seguirá gestándose entre nosotros la benevolencia, la contemplación y la ternura que admiramos en el Nacimiento de Jesús en Belén.

¡De corazón les deseo una Navidad muy feliz y bendecida

� Francisco Javier Errázuriz OssaCardenal Arzobispo de Santiago