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Por Pilar Vélez Un regalo para Laura

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Por Pilar Vélez

Un regalopara Laura

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Por Pilar Vélez

Un regalopara Laura

pilarvelez©2015

Ilustraciones: Alynor Díaz

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Un regalo para LauraPrimera Edición, 2015© Snow Fountain Press

Snow Fountain Press25 SE 2nd. Avenue, Suite 316Miami, FL 33131www.snowfountainpress.com

Ilustraciones, diagramación y diseño de la portada: Alynor Díaz, Snow Fountain Press

ISBN-10:0-9885343-8-XISBN-13:978-0-9885343-8-4

Todos los derechos están reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo o parte, ni registrada en un sistema de recuperación de información o transmitida por esta manera, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita de Snow Fountain Press, excepto en el caso de citas cortas para críticas.

Impreso en los Estados Unidos de América

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n el último puesto de la segunda fila estaba Laura, esperando a que las manecillas del reloj dieran las doce del medio día para dar un salto desde su pupitre y salir

volando del salón de clases. La primera semana de escuela había sido tan excitante, que cuando llegaba la noche caía rendida en la cama. Se levantaba muy temprano y se tomaba su tiempo para arreglarse con esmero frente al espejo. No salía de su casa sin antes asegurarse de que los pliegues del uniforme de cuadritos azules y blancos estuviesen planchados a la perfección y que las medias blancas le cubriesen hasta la rodilla. Ni qué decir de sus zapatos negros; en las tardes se daba a la tarea de dejarlos tan relucientes que parecían de charol.

A Laura le encantaba salir al pizarrón, cantar las rondas y jugar en el depósito de juguetes que se hallaba en una de las esquinas del aula. Cada vez que se sentaba en su pupitre de color verde olivo, se sentía grande; poco le importaba que los pies le quedaran colgando y que tuviera que empinarse para poder subirse a la silla.

Había ansiado tanto ir a la escuela, que reventaba de energía y de ganas por aprenderlo todo en un día; pero junto a esa felicidad que la embargaba también estaba una profunda nostalgia. Le costaba desprenderse de su casa, de la abuela Carmela y en especial de su mejor amigo: Un árbol de mango de cuerpo robusto, ramas caídas y orquídeas solferinas que colgaban en medio de una melena de musgo plateado. Su árbol la acompañaba desde que tenía memoria.

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A menudo se le oía decir: “Después de un perro, un árbol es el mejor regalo que se le hace puede hacer a una niña”. Su padre se lo había dicho y ella lo repetía a su antojo. Por eso cuando sus amiguitos del barrio fanfarroneaban porque tenían bicicleta y ella no, Laura les contestaba en tono engreído: “No hay nada mejor en el mundo como tener un árbol”. El árbol de Laura ya era famoso en el salón de clases.

Aquel día, la jornada iba llegando a su fin cuando el ruido retumbante de la campana despertó a los chiquillos que estaban ensimismados coloreando una ballena. Algunos se apresuraron a recoger sus textos escolares y los lápices de colores esparcidos encima de las mesas; Laura, quien tenía lista su maleta de hilos trenzados desde las once de la mañana cerró el libro, lo metió debajo de su brazo y fue la primera en correr hacia la puerta.

—No tan rápido Laura. ¿Cuál es tu prisa?—Es mi cumpleaños, profesora —contestó con una sonrisa

tan abierta, que dejó ver la ausencia de por lo menos sus cuatro dientes superiores. Las mejillas se achataron y sus ojitos negros quedaron como un par de uvas aprisionadas por unas pestañas tan largas que por poco

le llegaban a la mitad de la cara.—¿Y cuántos

años cumples? —¡Seis! —le gritó,

al tiempo que salió corriendo del aula, dejando caer uno de sus libros.

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—¡El libro, Laura! —exclamó la maestra, atajando a la chorrera de niños que se le apilaron en la puerta. Pero Laura ya iba lejos. Tenía una cita importante y no podía aguardar un minuto más. ¿Y quién quiere pasar el cumpleaños en la escuela? —pensó mientras corría.

Al llegar a casa, la abuela Carmela la esperaba para almorzar. Al lado del vaso con jugo de fruta y de la rodaja de pan, estaba un plato lleno hasta el borde con la habitual sopa de espinacas, que sin ser su favorita, la tomó sin resistirse. Anhelaba que fuese cierto lo que la abuela afirmaba sobre la comida de Popeye, y que a ella le crecieran los huesos y se convirtiera en una niña fuerte. Solo así lograría subirse a la copa de su árbol y hallar a su padre sentado sobre alguna nube, cuidándola desde lo alto; como le decía la abuela.

Al escondido, tomó los trozos de pan y se los metió en el

bolsillo de su delantal. Se bebió hasta la última gota de la sopa

verde para que la abuela le permitiera levantarse de la

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mesa y salió gritando como loca hacia el patio. Tiró por el aire los cintillos blancos que amarraban sus dos trenzas y rodó sus zapatitos negros por debajo de una mesa.

—¡Feliz cumpleaños amigo! —exclamó y se abalanzó contra el tronco del árbol, estampándole un beso. ¡Cómo has crecido! ―le dijo, cuando alzó sus ojos para contemplar a plenitud la grandeza de su árbol. El copo verde acariciaba las nubes como si fuera una escalera de peldaños forrada de hojas y flores menuditas de color amarillo. ¿Quieres ver cuánto he crecido? —le preguntó con ternura.

—¡Abuela, Abuela! ―gritó Laura desde el patio―. Quiero que me midas para mostrarle a mi árbol que yo también he crecido.

La abuela Carmela soltó el vestido que confeccionaba y lo dejó sobre la máquina de coser. Caminó hasta el patio, llevando consigo la tijera y el metro de medir. Laura se paró de espalda, recostada al tronco del árbol y para no hacer trampa se quitó sus medias blancas.

—Marca bien. Que no se borre —le ordenó Laura; entre tanto la abuela trazaba una línea sobre el tronco, con su tijera recién afilada.

—Humm… Te dije que la sopa de espinacas funcionaría. ―¿De verdad? ―exclamó la niña con asombro.―Mira Laura: Aquí… en esta raya fue cuando cumpliste

dos años y tu papá te regaló este árbol. Él mismo lo trasplantó el día de tu cumpleaños… Mira esta otra raya… aquí sí creciste un montón. Ésta es la de los cuatro… y aquí fueron cinco y ahora ésta, la última es la de los seis. ¡Si sigues así, el árbol se te va a quedar pequeño! —comentó la abuela entre risas viendo a su nieta dar

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brincos de júbilo porque lo único que le preocupaba en las últimas semanas era su deseo de crecer.

—Abuelita ¿Y la foto? No me has tomado la fotografía para enviársela a mamá.

—No se me ha olvidado. Vamos Laura, ahora súbete al árbol —le indicó, mientras sacaba de su bolsillo la cámara fotográfica que le había enviado su hija desde los Estados Unidos.

—Espera, abuelita que esta rama está muy bajita.—Esa pobre rama no creció, de tanto que te columpiaste

en ella. —agregó la abuela arrugando el ceño—. Y ten cuidado con las orquídeas.

—¡Me subiré más arriba! Espera no te vayas. —le pidió al tiempo en que se subía a la siguiente rama; pero cuando Laura se sentó en ella, sintió que aún estaba muy cerca del suelo y que una niña de su tamaño podía conquistar ramas más altas. Laura se agarró del tronco y se arrojó hacia otra que estaba más arriba. Se paró en puntillas para alcanzarla pero no pudo y su cuerpo se tambaleó de un lado al otro.

—¡Laura, no te caigas! —gritó la abuela ofuscada—. Todavía no estás lista para subirte a la copa del árbol. ¡Bájate!

Laura se detuvo sobre la primera rama y se tiró con fuerza a otra que estaba más arriba, se aferró a ella con las dos manos y dejó su cuerpo colgando en el aire como si fuera un mono araña.

—¡Ya abuela! Tómala ya que me caigo. Aquí, abuela. Mírame. Que mi mamá vea lo grande que estamos. Su sonrisa mueca era un sol en llamaradas y desarmaba a la abuela, quien terminó omitiendo el regaño.

Preocupada por su nieta trapecista, tomó de prisa varias fotografías y le ordenó que no se subiera tan alto. Mas Laura no oía

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y seguía meciéndose en cuanta rama podía alcanzar. Un desfile de mangos maduros empezó a estrellarse contra el suelo, por lo que la abuela prefirió regresar a sus labores de costura antes de que los mangos le cayeran encima.

El atardecer se posó sobre el patio y los colores empezaron a palidecer, somnolientos por el aire fresco. Laura debería bajar pronto del árbol, pues eran las seis de la tarde y la abuela era puntual sirviendo la cena.

—¿Y tú no me vas a dar mi regalo de cumpleaños? —le preguntó al árbol, mirándolo con extrañeza.

El árbol inclinó una de las ramas más altas a la que Laura no había podido subir y le dijo: “Este es tu regalo mi pequeña”. Sus ojos se abrieron como ventanales. No lo podía creer. En la rama, en medio de una cesta hecha de pajillas entretejidas y hojas secas, se encontraban tres delicados huevos, que en segundos empezaron a romperse. Un pequeño pico se abría paso en medio de las cáscaras blancas, y luego el otro empezó a rajarse por un costado. El tercer huevo estaba inmóvil.

—¿Y ese, por qué no abre? ¿Se va a morir? —le preguntó a punto de

llorar. Extendió su mano hacia el huevo e intentó darle un golpecillo con la punta de sus dedos.

—¡No, no lo hagas! La naturaleza tiene sus propias reglas. Ten paciencia y espera.

Laura se sentó vigilante en su rama y esperó, acatando la

orden del árbol. El canto agresivo de

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dos pájaros azules que revoloteaban el nido, la asustó. Ya el cielo oscurecía, cuando el tercer huevo empezó a moverse. Laura sintió que su corazón saltaba de la emoción y con nerviosismo, se acercó al nido para presenciar el acontecimiento: Un pequeño pico de color rosado asomó la punta rompiendo en dos el caparazón que lo envolvía. Los tres pajarillos escuálidos y desnudos de plumas se sacudían con lentitud. Eran tan pequeños, que tuvo el impulso de ponerlos entre sus manos para abrigarlos. Uno de los pájaros azules se aposentó en el nido y cubrió con sus alas a los pajarillos, mientras el otro emprendió un vuelo en círculos, entonando un fuerte silbido.

El árbol levantó sus ramas con delicadeza hasta que el nido desapareció de la vista.

—¿Lo ves Laura? Siempre habrá un regalo especial para ti. Ahora, tenemos nuevos amigos y te esperaremos todos los días para que nos enseñes lo que aprendiste en la escuela. ¿Trajiste las migas de pan que te pedí?

Laura sacó los trozos de pan y los ubicó con precaución en una de las ramas.

—¡Laura! ¡A cenar! —gritó la abuela Carmela. —Debo irme. Ya está oscuro y aún no me lavo las manos,

pero regresaré mañana apenas me despierte. Ahora tengo que cuidar a mis pajaritos.

—Duerme tranquila mi pequeña, que los padres se encargarán de ellos.

—¿Y si llueve?—Mi rama es muy fuerte y el nido no se caerá.—¿Y si les da frío?—Los padres los arroparán con sus alas.—¿Y si les da miedo la oscuridad?

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—Ellos no tienen miedo. Saben que mañana saldrá el sol.—¿Y si les da hambre o viene un animal y los ataca?—No están solos Laura. Sus padres los defenderán.—¿Y si sus padres no están allí para cuidarlos?—Aprenderán a defenderse, al igual que tú lo has hecho

durante estos años.—¡Pero son muy chiquitos y no quiero dejarlos…!—Tú también eres chiquita aún, pero eres valiente y ellos

aprenderán todo lo que necesitan saber para sobrevivir.

Confiando en las palabras de su fiel amigo el árbol, Laura saltó de la rama y corrió hacia la sala. Un dulce aroma inundaba el pasillo con una tibia aura celestial. Se dirigió hacia la cocina, que era el lugar de donde provenía el festín y vio cómo la abuelita Carmela retiraba del horno un gran pastel de color marrón. Laura se arrimó al mesón, presta a pasar su dedo por la densa capa de chocolate derretido.

—hummm ¡Un bizcocho de chocolate! Hoy es el día más feliz de mi vida. ¿Abuelita, tú crees que a los pajaritos bebés, les guste el chocolate?

—¡Ni se te ocurra! —le advirtió la abuela, retirando el pastel del alcance de su nieta. Lo tomó en sus manos y lo colocó en el

centro de la mesa donde la esperaban Paquita, Gloria y Eugenia, sus mejores amigas de la escuela. Las

cuatro se veían impacientes; pero la abuela se tomó su tiempo y le

pidió a cada una que incrustara un par de velitas y cuando las

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encendió, las niñas empezaron a cantarle a Laura la canción de “Feliz cumpleaños”.

—Ahora Laurita, pide un deseo. —le gritaban todas.Laura permaneció en silencio durante unos segundos,

observando el teléfono que estaba contiguo a la mesa, mas no alcanzó siquiera a abrir la boca, cuando un sonido metálico irrumpió la espera.

—¡Abuela, contesta rápido que es mamá! —exclamó, soltando un grito de alegría. Se metió un pedazo de bizcocho a la boca y corrió hacia el teléfono.

—Justo a tiempo. —respondió la abuela cuando levantó el auricular y escuchó la voz de su hija.

La cara de Laura rebozaba de alegría, esta llamada era lo único que le faltaba para terminar su día de su cumpleaños. Tenía tantas cosas para contarle a su madre, que no sabía por dónde empezar. Una canción entrecortada de cumpleaños se escuchó, al tiempo en que las niñas y la abuela devoraban el bizcocho.

—¿Que vendrás en navidad? —gritó Laura, maravillada por la noticia. La abuela, que ya lo sabía, sonrió maliciosa.

—¿Qué hice hoy? Mi abuelita me midió y estoy muy grande. —Sí hizo la marca en mi árbol… y me subí… bien alto…

porque he crecido mucho y estoy muy fuerte. —No. No te preocupes, que no me caeré. —Sí, ya sé… que la abuela me cuida. —Sí… no dejo una gota de sopa. Pregúntale a mi abuelita.—No mami, tengo que contarte algo mejor que la escuela.

¿Adivina qué regalo me hizo papá de cumpleaños? —No, no lo soñé. —¡Papá me mandó un nido! ¡Y tiene tres pajaritos! y

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aunque estén peladitos, van a ser azules. Les tomaré una foto para que los conozcas.

—¡No te preocupes mamá… Yo soy muy valiente y he aprendido a cuidarme! … Ya te paso a la abuela que está aquí a mi lado.

—Mamá, yo también te quiero.

Laura regresó a la mesa donde estaban sus tres amiguitas y mientras se deleitaban comiendo la torta de chocolate, les contó que el ángel de su papá le había dejado un hermoso regalo sobre la rama más alta de su árbol de mango. Ahora no sólo tenía el mejor árbol del mundo, sino también tres pajaritos a los que les llevarían migas de pan todos los días. Al escucharla, las amigas de Laura exclamaron: ¡Qué afortunada eres Laurita, tienes todo lo que una niña desea tener!

Fin

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Pilar VélezEscritora y poeta colombiana radicada en el sur de la Florida, es ganadora del International Latino Book Awards por sus poemarios “Soles Manchados” y “Pas de Deux, Relatos y Poemas en Escena”, del

cual es coautora. Ha participado en varias antologías, entre ellas “Equilibros Contrarios: Tributo a Federico

García Lorca”. Su obra ha sido galardonada en diferentes certámenes de poesía y cuento y ha merecido la publicación

en destacadas revistas literarias. El Expreso del Sol, su debut en el género de la novela, evidencia su sensibilidad hacia las causas sociales y presenta otros matices de la realidad trabajados desde la óptica literaria. Su compromiso con el desarrollo literario y cultural ha sido ampliamente reconocido. Ha dirigido talleres de poesía y escritura creativa para niños, es directora y fundadora de AIPEH Miami, capítulo de la Asociación Internacional de Poetas y Escritores Hispanos y presidenta de la Hispanic Heritage Literature Organization, entidad que convoca la Celebración Internacional del Mes del Libro Hispano.

En Un regalo para Laura, Pilar Vélez logra pintar con palabras la vida de muchas niñas y niños que deben crecer en ausencia de sus padres y aprender a defenderse de sentimientos propios y expresiones ajenas tanto de la escuela como del vecindario, en su vida cotidiana. La escritora explora en sus letras el universo de la infancia, la importancia de los lazos primarios del ser humano con la familia, los amigos y la naturaleza, dejando una historia que se desarrolla en un ambiente del siglo XXI y aún así pleno de detalles de una vida sencilla y feliz, en alguna ciudad latinoamericana.

Mary Franz Soriano Magistra en Educación. Cali, Colombia

Español para 9no. grado. N.C., USA.