un pacto para vivir
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Sólo otra cursi historia más, de amor.TRANSCRIPT
2011
J.G.S. http://ir.pe/servi
[UN PACTO PARA VIVIR] Sólo otra cursi historia más, de amor.
Para aquellos que saben,
por obra de la experiencia,
que no hay mejor arma
contra la fatalidad
que contar con que
el tiempo nunca para,
y que, pase lo que pase, todo pasa.
“Érase una vez, y era y ya no es, una
historia de amor, y por eso la cuento”
– Aronajuan.
I
– ¿Diana –preguntó, tocándole el
hombro–?
– ¿Perdone? Se está confun-
diendo, caballero –replicó ella,
guardando las formas–.
Cuando le tocaron el hombro,
cuando ella había volteado a con-
testarle, sabía perfectamente quién
era: le acababa de ver hace un mo-
mento fijamente a los ojos, sin saber
bien por qué, antes de doblar la
esquina.
– Te conozco –insistió él–, ¿no
eres Diana?
– No. Me llamo Julieta, y no te
conoz…
– Oh, Julieta. Hola, Julieta; yo
me llamo Ariel. Mucho gusto –y le
soltó la sonrisa del pícaro y le tendió
la mano a modo de saludo–.
Ella arqueó las cejas inclinando
un poco la cabeza hacia adelante
como para mirarlo por encima de
unas gafas que no llevaba puestas, y
sonriendo divertida le estrechó la
mano brevemente.
Ya con esa sonrisa por trofeo,
Ariel le confesó que en verdad no la
conocía, es cierto. Y le confesó tam-
bién que hace un rato, cuando cru-
zaron las miradas, de pronto sintió
que no podía dejarla pasar, que se
acercó a hablarle seguro de que
llegarían a presentarse y agregó
temblando de emoción que ella era
una mujer sumamente hermosa.
Para Julieta, que hace rato ya no
tenía ningún flirt, esto le sonó a una
completa locura, pero estaba bastante
excitada escuchando al muchachito
este, que decía llamarse Ariel y que
de pronto le toma la mano y la invita
a un café.
– No me des un no.
– «En qué me metí.»
Lo miraba buscando en su
mente, desesperada, un escape.
– ¿Vives aquí? –dijo él, to-
mándola por sorpresa–.
– Eh… no, no no. Esta es casa de
una amiga, yo pasaba a visitar.
– Y parece que no está.
– No. Aún no he tocado el tim-
bre.
– «Vamos, no lo toques; vente
conmigo.»
En un momento que a Ariel se le
hizo eterno la vio mirar la puerta,
pensativa, medio sonreír y volver la
vista hacia él.
– Mira, voy a subir a dejar mis
cosas y bajo. Pero espérame en la
panadería.
– Eres una diosa –la celebró–.
– Vete ahora, no quiero que te
vea nadie aquí cuando me abran la
puerta.
El café se prolongó hasta la
noche. Al verlos como iban, en su
charla, uno no se imaginaba nunca
que acabaran de conocerse, se dis-
frutaban como amigos de toda la vida
que se reencuentran y tienen mucho
por decirse. Pagaron y él se ofreció a
dejarla en su casa, pero ella cor-
tésmente se negó. Bueno, lo que tú
digas, pero eso sí, dime que vamos a
volvernos a ver, sentenció confiado.
Ella sonrió y él también un poco,
pero la volvió a mirar más seria-
mente, como esperando una res-
puesta.
Intercambiaron emails y los días
siguientes coincidieron un par de
veces. Y siempre charlando, de café
en café, la atracción que ella contenía
hacia él se hizo laxa… hasta que una
tarde se descubrió bajo las sábanas de
un hotel, mirando a ese muchacho
que no llevaba ni dos semanas en su
vida y que ahora le hacía una mueca
graciosa antes de desaparecerse des-
nudo tras la puerta del baño. Le oyó
tararear algo y abrir el caño, y ella se
miró en el espejo del techo y se
encontró sonriéndose a sí misma.
Debes estar terriblemente loca, o
este muñeco es un demonio, Julieta,
se recriminaba con palabras que ni
ella se creía. Y es que en el fondo se
sentía en excelente condición; hace
rato que el sexo para ella no tenía ese
candor que alcanzaba con Ariel, y
ella sentía que nunca en realidad ha-
bía sentido la confianza que depo-
sitaba en él y…
– Basta, no, ¡Ariel!
Del borde de la cama, tirando de
las sábanas en las que estaba medio
envuelta, estaba él. Sonreía y se
acercaba desnudándola, mientras ella
afectaba, sin efecto, seriedad y
procuraba cubrirse de nuevo, sin
éxito. Se acercó a su carita y le dijo
que era una fantasía, que era una
mujer hermosa y que jamás contaba
él con que pudiera existir lo que vivía
con ella. La beso en la naricita como
despidiéndose y ella entrecerró los
ojos, él inclinó la cabeza mirándole
los senos desnudos y de súbito la
levantó por debajo de las rodillas y la
espalda. Sin mucho por defenderse y
sacudida por las palabras que le aca-
baba de confesar su amante, Julieta se
abrazó a su cuello y se recostó, ri-
sueña, en su hombro, dejándose
llevar a la ducha, plena.
–o–
II
La pasión, leía Julieta por
enésima vez, no es un sentimiento…
Era talvez la cuarta o quinta carta
que Ariel le escribía y cada una era
su favorita. Ella estaba recostada en
el sillón de la sala, con su portátil en
las piernas y en pijamas, cerca de las
diez de la noche. La casa estaba en
penumbras y estaba distraída pen-
sando en Ariel y en que él estuviera
pensando en ella en ese mismo
momento. Su comunicación se redujo
desde un principio sólo a emails. Y
cuando se veían, cada vez más pasa-
ban del café. Él no preguntaba nada
de ella y sin embargo ella de él lo
sabía todo; era como una condición
secreta: ella no tenía que contar nada
si no quisiera, pero podía preguntarlo
todo. Y para Julieta eso estaba muy
bien, aunque a ratos sí se preocupaba
pensando qué pasaría el día en el que
él quiera saber. Suspiró.
La puerta. Una llave atravesaba
la cerradura y Julieta, calmada, cerró
su bandeja de entrada y pasó a un
documento en Word que fingió leer.
– ¿Julieta? ¿Ya no duermes o
qué?
El capitán Márquez y Julieta eran
esposos de hace poco más de dos
años. Y eran de aquellos matrimonios
en los que ella se calla muchas cosas
y a él simplemente no le interesan en
lo más mínimo. Él no pregunta cómo
le ha ido en el día, o si ha ido o ha
venido, pero le paga todas las cuentas
y a cambio, cuando se le antoja, se
acuesta con ella. El capitán, por
último, ya ni eso, ni la toca… la ver-
dad es que tiene más de una amante
regular. Y esas eran cosas que, de
oírlas tanto en habladurías, Julieta
había aprendido a no querer verificar
y a vivir con la idea de que su marido
es de ella y de otras, sin hacerse líos
por ello. Por eso, antes de Ariel,
Julieta como mujer se sentía una puta
con contrato de cama adentro; pero
jamás hubiera pensado en el divorcio.
Para ella, modosita, lo último que
haría en la vida sería considerar di-
vorciarse como una opción, aunque
no amara más al hombre con el que
se casó. Por eso Ariel representaba
para ella algo que jamás hubiera con-
cebido, de no ser porque no contaba
con la atracción natural que sus
cuerpos encontraban –lo mucho que
se deseaban–. Cuando Ariel entró en
su vida, de café en café, se lanzó el
tablero de las virtudes y formas que
ella siempre había conservado, y ella
se sorprendía a sí misma de sus re-
acciones: simplemente no se contra-
riaba por ello; Debe ser que a lo
mejor sí existen las almas gemelas y
yo encontré a la mía, se justificaba
mentalmente cuando pensaba en él,
en el bien y el mal.
– Buenas noches, Adrián. Estaba
a punto de meterme a la cama.
– Ya. Supongo que sí –dijo el
capitán sin ningún tonito en especial,
metiendo la nariz en la refri-
geradora–.
Ella dudó un momento y
finalmente dijo:
– ¿Puedo hacerle una pregunta,
Márquez?
El capitán había dejado su maleta
en la mesita de la cocina y habiendo
sacado una latita de cerveza, se sentó
al lado de su legítima mujer,
observándola, o intentando encon-
trar a la mujer por la que se moría
hace un par de años, buscando res-
puesta a la pregunta que le acababa
de plantear.
Julieta era sin duda una mujer
hermosa. El capitán Márquez se
enamoró perdidamente de ella en
cuanto se la presentaron. Primero fue
el cortejo, al que accedió medio des-
ganado porque no era lo suyo, pero
una amiga de ella le contó que eso la
pondría a sus pies. Y en efecto, así
fue. Él se deshacía en detalles, cada
vez que salía con ella. Al poco tiempo
se hicieron novios y pasó de ser
Julieta a July, y de ahí a Julietica y el
matrimonio en pocos meses; después
de eso volvió, así nomás, antes del
medio año, a “Julieta” a secas.
Márquez no recordaba muchas cosas
de la época bonita de la relación
como para contrastar el ahora con el
pasado y contestarle la pregunta a
Julieta, la verdad es que todos esos
detalles se los sugerían sus amigos y
no eran cosas que para él repre-
sentaran tanto como para ella, él era
feliz viéndola sonreír. (O eso solía
hacerse creer.) Ahora, casados y
teniéndola a su lado en el sillón, la
miraba y se preguntaba, aburrido, si
no sería mejor cambiar de tema,
evadir la pregunta. Si fuera honesto
consigo mismo, debería haber con-
testado que se casó con ella por
capricho: que si ella quería primero
el matrimonio para darle sexo, él
estaba dispuesto a casarse para ob-
tenerlo; ésa era su verdad.
– Mira, Julieta… estas conver-
saciones nunca acaban bien. Y sólo
quiero descansar ahora. ¿Sabes?,
desde la próxima semana vamos a to-
mar un curso de legislación, proba-
blemente en la universidad San
Marcos o en la Católica. Talvez venga
a casa más temprano porque parece
que vamos a tener nuevos horarios.
Escucha, mujer, vamos a hacer cosas,
¿sí?, digamos que… podremos salir a
cenar juntos o ir por ahí de paseo en
la noche. ¿Qué dices?
– ¿San Marcos –pronunció ella
lentamente, catatónica-?
– ¿Qué…?
– ¿Dijiste… “San Marcos”?
– También dije Católica. ¿Qué te
pasa?
Él no notó nada, a ella el mundo
se le partió en dos. Ariel estudiaba en
San Marcos. Fingiendo que no pasaba
nada, y por dentro rogando que fuera
en la Católica donde llevara sus cur-
sos su marido, cerró la conversación
hablándole de ponerse a buscar qué
cosas habría para la próxima semana
por la noche. Él se acercó y le dio un
beso en la cabecita, a lo mejor com-
padeciéndose de ella, mal inter-
pretando su poco entusiasmo mani-
fiesto por salir con él, y anunció que
se daría una ducha y luego iría a la
cama.
Las primeras noches salieron a
cenar al mar, al centro de la ciudad y
a todo sitio interesante que se
antojara aparecer el primero en las
búsquedas de Google. Él, cansado, o
más bien aburrido, de intentar coin-
cidir con su mujer en algún tema
interesante, decidía cuándo se ter-
minaba la velada y ella no presentaba
protestas. Subía al coche y volvían a
casa sin novedad. La cuarta o quinta
noche, Adrián Márquez desistió de
salir con su mujer a cenar y no volvió
a casa hasta muy tarde; tal como se la
esperaba, a Julieta la encontró dor-
mida y por la mañana, ni le tocó el
tema. Esa actitud obsecuente de ella,
que debiera preocuparlo, a él le daba
comodidad. Ésa era, en buena ima-
gen, la relación conyugal a la que
estaban atados los dos: sin novedad.
Por ende, su marido no se
enteraba nunca de los correos que se
cruzaban en sus narices un tal Ariel y
ella. Era su secreto, era por fin algo
que le aceleraba el corazón después
de mucho tiempo.
Julieta escribía enamorada y
recibía respuestas igual o más
apasionadas que la ponían por los
cielos. Tenía 28 años pero se sentía
de 16. Enviaba emails, recibía, sus-
piraba y cerraba todo en cuanto lle-
gara su marido, y adoptaba su
posición habitual de esposa sumisa.
Lo único que le pesaba era
acostarse con su marido. No era muy
a menudo, pero cada vez le costaba
más fingir, o ya no tenía ganas de
tener que hacerlo. Pero también
consideraba que era legítimamente
suya y que debía cumplir con él; esto
era una curiosa contradicción que se
le presentaba momentos antes del
acto y con la que nunca arribaba a
nada. Sus pensamientos se volvían
remolinos mientras en la cama su
marido la poseía, y ella volaba como
dejando en piloto automático a una
Julieta que sabía de memoria cómo y
de qué lado ponerse en las ya
bastante conocidas, embestidas de
Márquez. De vez en cuando volvía
en sí y se encontraba trepada en su
marido; lo reconocía dentro de ella e
inmediatamente, en un acto reflejo,
casi natural, rememoraba a Ariel y
entonces apretaba contra su pecho a
su legítimo marido y lo sentía des-
hacerse en ella, pero soñando
inconscientemente que era a su
amante a quien sentía.
–o–
III
Una tarde, como a las seis y
media, llamó Adrián a casa y le pidió
que preparase una cena ligera, que
iría a casa con unos amigos de la
universidad. Ella salió de compras,
volvió a casa y con mucho esmero
preparó una cena para seis, como le
ordenó su marido. Cerca de las
nueve, cuando acababa de ponerse
un vestido que finalmente le gustó y
se miraba en el espejo las formas que
mantenía como si tuviera 20, escuchó
en la primera planta a su marido
llegar y llamarla a gritos.
Por algún extraño instinto,
Julieta ya sabía a quién encontraría
en la sala al bajar.
Estaba de espaldas a ella,
descorchando un champán. Cuando
se volteó para verla bajar la escalera,
Ariel casi se pega con el corcho en la
cara y ella le sonrió disimulando sus
nervios, cuando todos empezaron a
reír del espectáculo que era él empa-
pándose de espuma la camisa. Y él le
entendió perfectamente el juego
cuando ella le ofreció una servilleta y
le indicó el baño tratándolo de “jo-
vencito”. Durante toda la velada todo
se sucedió como si, efectivamente,
recién todos se acabaran de conocer.
De rato en rato, ella o él,
echaban miradas subrepticias al
capitán Márquez que seguía
brindando y bebiendo y charlando,
animoso y en exceso. Era ya sábado
como a las 2 de la mañana cuando
empezaron a irse y al capitán lo
dejaron entre todos en su recámara,
inconsciente.
Ariel se había ido con los demás
amigos, todos más ebrios que él, pero
en cuestión de minutos, cuando ella
recogía la mesa y pretendía dejar
todo en el lavadero, escuchó los
golpecitos en su puerta, que sabía
muy bien de quien eran. Apagó las
luces y le abrió. No le dio tiempo de
preguntar nada: lo atrajo hacia ella y
allí mismo, tras la puerta, y después
en los sillones de la sala, y en la
cocina y en la escalera, allí mismo,
bajo la habitación donde yacía el
capitán, hicieron el amor sin reparos,
sin ocuparse de no hacer ruido, como
queriendo despertar a todo el
vecindario, como queriendo con eso
explicarse que no haber hecho
preguntas había sido su primera y
maldita bendición. Sentados des-
nudos en la ventana, mirando a la
luna llena, al fin Ariel le preguntó si
era feliz. (La misma pregunta que ella
le había hecho a su marido un tiempo
atrás.)
– Contigo, sí.
– Conmigo, no; con él, ¿eres fe-
liz?
– No importa. Eso ya no me
importa.
– A mí sí me importa, Julieta. Yo
quiero saber si soy sólo un amante
más o si acaso por mí, serías capaz
de…
– Cállate. Sólo cállate. Por favor
–terminó, pareciendo verdadera-
mente incómoda–.
Por unos momentos, Ariel tragó
saliva amargamente, sin entender
bien nada. Ella miraba a la luna,
impasible.
La siguiente conversación fue
muy lenta, pausada.
– No. Dime, Julieta, ¿qué es lo
que somos tú y yo?
– Lo que hacemos.
– Cómo se llama eso.
– No lo sé. ¿No te lo explicas tú?;
yo tampoco sé lo que somos tú y yo.
Nuevamente se hizo un silencio
y Ariel se puso de pie. Ella no lo
miró, adivinó que se estaba vistiendo
y no hizo nada, sólo mirar por la
ventana la noche sin fin.
– ¿Por qué quieres un nombre
para esto –dijo mirando siempre por
la ventana–, qué ha cambiado entre
nosotros?
– Debiera decir que eres casada,
que eso lo cambia todo. Pero aquí nos
tienes debajo de su propia cama,
como animales en celo. …espera: eso
es lo que somos.
– Animales.
– A lo mejor sí.
– Yo no soy un animal, Ariel –
dijo ella, repentinamente y sin saber
por qué, con la voz quebrada–.
La miró esconderle el rostro y se
acercó en la penumbra hasta ponerse
detrás de ella. Se quitó la camisa y se
la puso en la espalda, abrigándola,
luego la abrazó, acomodándose para
sentarse detrás de ella. Julieta se hizo
a un lado y la luz de la luna iluminó a
través del cristal a dos gatitos
enrollados él uno al otro, como
animales complicados.
– No me dejes, Ariel.
– No es lo que quiero hacer.
El alba los encontró todavía
tumbados en el sillón, dormidos. La
luz del sol, tibia sobre su carita, la
despertó. Se descubrió pequeña y
feliz, todavía entre sus brazos. Se giró
y le besó en el pecho; lo despertó. Él
la miró a los ojos, le dedicó una
sonrisa y la observó desnuda, pre-
ciosa a contraluz; y se sintió com-
pleto, sin nada más qué hacer para
siempre, infinito. Ella le hizo una
seña y miró la hora en su reloj.
Entendía todo: se debía marchar.
Después de aquella noche, sus
encuentros, con descaro, se daban en
la mismísima casa de ella. Era vivir
con el amante de día, y por las
noches recibir al marido. Ahora su
actitud hacia él en la cama, también
había cambiado. Las pocas veces que
su marido la requería, ella le rehuía
reclamándole alguna tontería –que le
sobraban motivos para hacerle un
desplante–. Y al capitán lo único que
le pareció es que eso debía de suceder
algún día; así que la dejó, y para el
sexo ocupó de lleno a sus amantes.
Lo malo vino de parte de Ariel,
una tarde cuando salieron de la
ducha y estaban en la sala esperando
el delivery que habían ordenado, a
medio vestir, mirando la tele.
– He pensado que te quiero más
que sólo para esto, ¿sabes?
Y ella siguió mirando la tele,
como si no le hubiera escuchado. Por
primera vez, Ariel la trató brus-
camente: en un impulso apagó el
monitor, la tomó por los hombros y
la miró directamente a los ojos.
– Esto no es lo que quiero para ti
–espetó–.
– Qué cosa –preguntó ella, pare-
ciendo verdaderamente no enten-
derle–.
– Esto, esta situación no es la que
yo quiero para ti.
Julieta se quedó un momento
mirándolo. Luego contestó pausada:
– Pero si yo no me he quejado,
Ariel.
Y él no supo qué más decir. Era
verdad. Era él quien no se sentía a
gusto y lo disfrazaba de no querer
esto para ella. Esa patética actitud
típica masculina, la de proteger
siendo que ella no necesitaba nin-
guna protección en ese momento.
Ella lo miraba esperando que dijera
algo, o a lo mejor que simplemente
encendiera la tele. Y él se paró y se
marchó poniéndose la camisa todavía
andando.
Días después, por email, un aver-
gonzado Ariel intentaba disculpar su
actitud y quería verla. Por la tarde
estaba en el mismo sillón de la sala,
sentado frente a ella con la tv apa-
gada y Julieta que lo miraba atenta.
– No sé qué decir, o por dónde
empezar.
– Empezar qué.
Ariel tenía 20 recién cumplidos
en ese entonces, y ella estaba a punto
de los 29. Pero viéndolo así como lo
tenía ahora, Julieta sentía que estaba
frente a un nene de 13. Lo esperó.
– No sé, no entiendo nada…
Silencio.
Y Julieta empezó:
– Me gusta estar contigo, me gus-
ta pasarlo contigo. No hemos tenido
mayores problemas antes porque esto
es todo lo que hay que saber. Deja de
querer encontrar algo más aquí: sólo
somos tú y yo, y lo que nos hacemos,
que nos gusta.
Se quedaron en silencio después
de eso. Y él pregunto qué es lo que
debía hacer ahora. Julieta subió los
pies al sillón, se le acercó al pecho y
encendió la tv; él la abrazó y así
pasaron el resto de la tarde.
Las cosas parecían haber vuelto a
la normalidad, o por lo menos a
alguna normalidad. Los amantes se
seguían disfrutando cada vez que se
encontraban. Y en la universidad,
Márquez y Ariel eran compañeros de
clase de lo más normal, aunque el
capitán le llevara 13 años o él se co-
giera a su mujer.
–o–
IV
Pasó a lo mejor un trece o
dieciséis de enero, cuando llevaban
casi un año de relación, que Ariel
recibió la noticia, y se la comunicó a
Julieta por email.
Quedaron en verse para almorzar
y así fue.
– Debes tomarlo, querido –soltó
ella, segura de lo que decía–.
Ariel miraba el fondo de su vaso
y luego, por la ventana del res-
taurant, a la playa, una y otra vez.
– ¿Eso es lo que quieres –pre-
guntó tristísimo–?
– Sí –dijo sin pensarlo dos veces,
Julieta–.
Él, otra vez desconcertado, se-
guía mirando a todos lados con tal de
evitar la mirada de ella. Al fin puso el
vaso en la mesa, apoyó los dos ante-
brazos al borde de la misma y la miró
de frente:
– Dímelo una vez más.
– Es lo mejor para ti, Ariel –se
explicaba Julieta–. Difícilmente se te
presentará otra oportunidad así, y yo
no quiero llevar ningún cargo de
conciencia. Toma ese intercambio y
vete a Europa a estudiar.
– Pensé que te importaba más –
dijo él por toda respuesta–.
– Qué dices. Si es porque me
importas que te pido que escojas lo
mejor para ti.
– Pues no es lo que yo quiero,
¡yo te quiero a ti –sentenció final-
mente, clavando en ella una mirada
ambivalente, insondable como el
mar–!
Ella aguardó un momento,
agachó la mirada y después de eso
sólo le pidió irse. No quiero tener
esta conversación, le dijo. Y, acto
seguido, fue a los servicios higiénicos.
Para Ariel, que nunca entendía
nada cuando ella se ponía así, y que
se dejaba llevar por la cólera, el único
pensamiento que tenía en mente
rezaba furioso: ¿Eso es lo que qui-
eres? Entonces eso es exactamente lo
que haré.
No hubo una despedida, nadie
pidió explicación. De un día para
otro, veloz, Ariel le escribía a Julieta
que esa tarde partía. Y le daba todos
los datos del vuelo, aunque sin invi-
tarla a asistir.
En el aeropuerto, él la buscó
entre la gente hasta el último
minuto; pero no la encontró. La
encontró recién en Francia, cuando
llegó y abrió su email. Julieta estaba
destrozada.
Querido Ariel
Sé que no vas a entender nada de lo que diré, porque tú no tienes que entenderme: soy una tonta.
Desde que te conocí fue que empecé a creer otra vez en el amor. Pero, lástima, yo ya tenía un compromiso. Y he sido siempre educada en que lo peor que podría pasarme en la vida sería ser una divorciada. Es muy mal visto. Me enseñaron que eso es lo peor. Pero ahora sé que no. Lo peor es quedarme sin ti.
No quise admitirlo nunca, pero estás muy dentro de mí. Y ahora simplemente te perdí. Esa última noche, cuando dije que irte era lo mejor para ti, debí decirte que también era la mismísima muerte para mí. No sabes cómo me dolió que me contestaras “eso no es lo que yo quiero, yo te quiero a ti”. Jamás olvidaré esas palabras. Pero ahora estás allá y yo, con todo lo que te quiero, tengo que pedirte que no volvamos a intercambiar correos nunca más. Quiero que seas muy feliz, y quiero que lo seas con otra persona que no sea yo. Yo no soy una mujer digna de ti. Mírame: ni siquiera
puedo dejar a mi marido. Y no lo haré. Quiero que seas muy feliz y que me olvides para siempre. Yo haré lo mismo. E intentaré ser otra vez sólo una mujer casada con un hombre que la engaña. Pienso que Márquez puede cambiar, voy a intentarlo otra vez con él. Ariel, querido, perdóname pero no quieras saber nunca nada más de mí.
Julieta.
Ariel estuvo muy furioso al prin-
cipio, leyó y releyó infinitas veces el
correo, hasta que de la rabia pasó al
llanto. Intentó contestar y la cuenta
de ella había sido cerrada. Llamó a
Lima pero no supo ni por dónde em-
pezar: jamás le había pedido su
número telefónico y no podía llamar
al capitán a pedirle que le comunique
con su mujer, obviamente. Se deva-
naba los pensamientos y al final se
resignó. Julieta debía pasar al pasado;
y él, caminar la vida de nuevo –o eso
es, en teoría, lo que sabía que debía
hacer–.
–o–
V
Sentada en su ventana, Julieta
mira las nubes transformarse en
dibujitos que intenta reconocer, de rato en rato se le empañan los ojos y
se seca las lágrimas y se sopla la
nariz. Se imagina a Ariel leyendo el
email y piensa si fue lo mejor cerrar
la cuenta o mejor esperaba una
respuesta de él. Pero ya no hay
marcha a atrás, lo sabe bien. Él va a
estar allá y ella acá y además era
verdad lo que escribió: pensaba
volver a Márquez como lo que era:
Su legítima mujer.
No contaba, por supuesto, con
que él nunca en realidad la amó.
Pronto, la vida de ella se volvió
un infierno. Por quererlo “recuperar”
lo solicitaba “demasiado” –en
palabras del capitán–. Al principio, él
accedió porque se sentía bien que ella
lo atienda y lo complazca. Pero
después, ella empezaba a hacer de-
masiadas preguntas, y a Márquez
nadita le gustaba tener que dar
explicaciones. Menos a una mujer.
Aunque fuera su esposa.
De pronto Julieta empezó a
aparecerse por la base militar y hasta
en la mismísima oficina del capitán,
cosa que desconcertó a la secretaria y
a todo el cuerpo. Y al capitán lo en-
fureció.
Julieta, en su afán de recuperarlo
contó con, necesariamente, tenerse
que deshacer de las amantes que
sabía que él tenía. Para ello pretendía
no darle espacio para verlas. Pero
hizo mal. Muy mal. El capitán se
sintió asfixiado y un día, sin de-
masiado remordimiento la llevó a
casa y la dejó allí violentamente,
encerrada. Julieta no entendía bien
qué es lo que debía hacer. Cuando
Márquez volvió, y ella retomó el
hostigamiento, recibió de su marido
un manotazo en la espalda, que la
dejó muy adolorida y tumbada a un
lado de la cama, además de una sarta
de lisuras respecto a qué es lo que él
quería de ella, que era poco: que no
lo joda nada más –en sus palabras–.
Julieta no entendía muy bien por
qué, pero se volvió más obstinada en
cuanto peor trato recibía. Y Márquez
se convirtió pronto en un abusón
redomado y brutal. La violencia cada
vez más iba en aumento, y ella no
recurría a nadie porque otra cosa
muy mal vista era que la sociedad se
enterara de cosas que suceden a
puerta cerrada. Así la habían edu-
cado: los trapitos sucios se lavan en
casa. Y no se daba cuenta que
aquellos no eran trapitos sucios sino
todo un atentado. Lo aguantó: boba.
Pasó la época en que ella lo
esperaba llena de ideas y cositas para
hacer juntos, y él a todo decía no y
que lo deje de joder. Pasó la época en
la que ella lo esperaba con una cena,
y él le decía que ya había comido y
que no quería nada y que si quería lo
podía tirar todo a la basura, que le
daba igual. La época en que ella le
entregaba su cuerpo y él la rechazaba
como a un perro, también pasó. Y
pasó todo y ella seguía allí, al lado de
él: verdaderamente como un animal
fiel, imbécil y fiel.
Llegaron en algún momento a lo
que se podría llamar una isla, un
“algo” donde todo parecía volver a la
tranquilidad. Márquez llegaba a casa
y ella ya no preguntaba nada, se
quedaba cerca de él nada más,
solícita, esperando a que la necesite.
Y él la ignoraba por completo. Se iba
a la cama y ella lo seguía. Él se
aburría y de una cachetada la
regresaba a la sala mientras se iba al
cuarto a descansar. Más tarde, ella se
metía a la cama y él se movía para
hacerle espacio, evidenciándole el
fastidio que le generaba que ella
llegara. Se levantaba temprano y, con
o sin mesa servida, se iba de casa sin
desayunar. Las veces que ella pre-
paraba algo para desayunar juntos y
lo esperaba, esperaba en vano. El
capitán pasaba de largo, ya ni los
buenos días le daba.
Una noche, Julieta se fue de casa
y pasó la noche frente al mar. Volvió
al siguiente día, cuando ya su marido
había salido de casa. Estaba en
evidente mal estado y sin embargo,
cuando él volvió y la encontró así, él
no preguntó dónde había pasado la
noche o si acaso se sentía mal. Desde
esa vez, Julieta entendió finalmente
que todo lo que quería rescatar entre
los dos nunca existió ni existiría.
Pero aún viéndolo con claridad, no
supo qué hacer.
Parece lógico lo que le sucedió
después. Una de esas noches que se
largaba de casa como gata perdida y
deambulaba sin rumbo, acabó en un
antro bailando como loca en medio
de otros locos que le habían dado
drogas; por la mañana despertó
desnuda y adolorida en medio de
otros hombres y mujeres también
desnudos, y empezó a reír des-
controlada. Los demás empezaron a
despertar y a reírse con ella, estú-
pidos. Y se volvieron a violar entre
todos, antes de irse cada quien sin
despedirse, sin siquiera presentarse.
Otras noches terminaba en un
hotel con un desconocido que des-
pués de usarla la abandonaba a su
suerte, quién sabe dónde fuera que
amaneciera.
Aunque seguía siendo una mujer
hermosa, había tanto por delante de
su belleza, opacándola, que parecía
ella misma haberse olvidado de sí.
Pero eso sí, siempre volvía a su
casa sola. A casa vacía, verda-
deramente vacía, aunque no tanto
como su corazón. Y empezaba en ella
un círculo vicioso de ducharse y dor-
mir, despertarse hambrienta, vestirse,
comer y escapar otra vez, antes de
que vuelva el capitán.
¿Para qué lo quiero ver –se
decía–?, no quiero verlo nunca más.
–o–
VI
«Seis años atrás, en esta misma
cama, ella ocupaba la mayor parte de
mis pensamientos. ¿Qué edad tendrá
ahora?, ¿35, 36?... ¡Y a mí qué me
importa! Fue muy clara con su
último email; de “nosotros” ya no
queda nada. …sin embargo, todavía
me preguntó Qué será de ti, Julieta.»
Había vuelto a Lima por primera
vez. Y estaba hecho todo un hombre
de mundo, de costumbres sofís-
ticadas, con un buen trabajo y que
hablaba con soltura Francés, Inglés,
Alemán y Sueco. La noche que llegó
estaba muy cansado, y, por la hora,
llegó directo a descansar a casa de sus
padres, a su vieja cama de uni-
versitario. No fue sino hasta el
siguiente día que recién salió a pasear
con su familia y a buscar a las
amistades.
Contaba de las cosas que había
vivido como estudiante, de las
costumbres que había tenido que
aprender y desaprender y mil y un
cosas más. Pero no habló de ninguna
mujer.
Fue por la noche, cuando estaba
celebrando con los viejos amigos de
San Marcos en una disco, que salió el
tema. Y él no les ocultó nada. La
verdad era que en Francia se había
dedicado al estudio con toda su
atención, y las mujeres que habían
pasado por su vida habían pasado por
su cama nada más, ninguna por su
corazón. No tenía mucho qué contar
al respecto. Sólo había tenido espo-
rádicas compañeras de cama, nada
importante.
– ¿Ustedes se acuerdan del
capitán Márquez –se atrevió de pron-
to, con varias copas encima–?
Al principio les costó un rato
recordarlo, pero después sí dieron
con él. No obtuvo mucho con ellos
porque la verdad era que le perdieron
el rastro. Pero llegaron a la con-
clusión de que sin duda seguiría
viviendo donde siempre.
De pronto, como una epifanía
maldita, sonó en el antro una canción
asesina que de a pocos, mataba a un
risueño Ariel, hasta ponerlo a llorar
como niño.
«Los restos de un amor… con un camino recto a la desesperación… desenlace de un cuento de terror.»
Y sin saberlo ninguno, en ese
mismo lugar, ebria, escuchaba
también por primera vez esa canción,
Julieta.
«Seis años así… buscando otro cuerpo, otra voz… fui consumiendo
infiernos para salir de vos, intoxicado, loco y sin humor.»
Cada cual por su lado, perdidos y
encontrados, sin darse por enterados.
Llorando sin nadie que los mirase.
«Si hoy te tuviera aquí… me sentirías raro.»
Huyó Julieta hacia el baño, a
buscar si en la última jeringa que usó,
todavía tenía sustancia. Y por la
puerta de entrada, en ese mismo
momento, decidido, escapaba Ariel.
–o–
VII
«Si para tenerte aquí, había que maltratarte: no puedo hacerlo; sos mi Dios: Te veo, me sonrojo y tiemblo.
¿Qué idiota te hace el amor? »
Eran otros. Ella no era ya nunca
más la mujer de principios, y hasta
tierna, que consideraba indecoroso el
divorcio. Y él ya había dejado de ser
el muchacho propenso a la ira, de
sentimientos plagiados de vidas que
no eran la suya, que solía escribir con
facilidad sus emociones en un email
y hacerla vibrar de pasión.
El encuentro, a decir verdad, fue
tristísimo.
Ariel fue hasta su casa, confiando
en que siempre el capitán no
estuviese. Se equivocó.
Al acercarse lo escuchó gri-
tándola, o en realidad escuchó los
gritos de ambos.
Las groserías hubieran espantado
a cualquiera; pero él se quedó ahí,
petrificado en un segundo, sin saber
si huir o intervenir. No es que
tuviera miedo, es que de pronto
sintió que le faltaban fuerzas –tanto
para irse, como para quedarse–.
Sintió que no reconocía a nadie allí
adentro, en especial a ella –No puede
ser ella, le suplicaba su mente–.
– Claro. Si por ti fuera, que me
muera para quedarte con todo, perra
–era la voz del capitán, pro-
bablemente borracho y furibundo–.
– Sí –una Julieta increíble–. Sí, y
qué. Soy perra, tú perra, ¡la perra que
te corona!
Ariel había puesto la mano sobre
el timbre y estuvo a punto de tocarlo
un momento antes de escuchar
aquello. Pero al oírlo se desarmó por
dentro, eso jamás lo hubiera ima-
ginado. Suspiró un suspiro amargo
(¿un bufido suspirado?, ¿un suspiro
bufado?). Y apoyó la frente en la
puerta y la palma entera sobre el bo-
tón del timbre, sin presionarlo, con
los ojos apretadísimos.
De repente se hizo el silencio, al
que le siguió un llantito mezclado
con risa, indescifrable. Y sin poder
creerlo la escuchó de pronto afectada
pero convincentemente cariñosa y
hasta suplicante, una gata en celo,
repugnante. Márquez medio se reía y
le decía porquerías a las que ella
contestaba con risas y gemidos
grotescos, esto no parecía estar
ocurriendo por vez primera. No se
imaginaba ni hubiese querido saber
qué pasaba allí dentro, y ahora sí ya
no quería ni quedarse ni intervenir.
Estaba horrorizado. Se separó de la
puerta y dio marcha a atrás para
siempre.
Después de eso, alistó sus maletas
y se fue a visitar el interior del país
en los días que le quedaban aún. La
pasó bien y se distrajo bastante; la
verdad es que, aunque a ratos
pensaba en ella, ya había decidido
dejarla en su lugar: una mujer del
pasado. Se fue a Cusco y a la Selva
que nunca antes había podido
conocer. Y volvió a Lima cargado de
recuerdos para sus amistades en
Europa y sobre todo, feliz.
Ya en Lima, planeó su viaje de
retorno para esa misma semana, y
sentía que ya nada aquí podría
hacerle daño, como siempre temió: y
respiró aliviado, capaz de todo por sí
mismo.
En su caso, como suele pasar, el
golpe lo hizo más fuerte.
Había superado.
–o–
Epílogo
Eran las once de la noche y a
pesar de que su vuelo estaba previsto
para el siguiente día a la una de la
tarde, estaba Ariel con un par de
amigos en un pub tomando algo.
Había mucho ambiente y su idea era
volverse a casa temprano y tranquilo,
sin más acontecimientos. – No puedes ser tú –le dijo una
voz inconfundible, tirándole suave-
mente del hombro–.
Antes de regresar a mirarla, Ariel
sabía bien quién era ella.
– ¿No puedo?, ¿quién dice que no
puedo –contestó girándose–?
Y de súbito tenía colgada a su
cuello a una Julieta maltrecha, o una
versión de Julieta que parecía sacada
más bien de un malhadado reparto de
payasos callejeros desalojados de una
casona antigua por los serenos, a
media noche, con perros y a palos, a la carrera. Se sintió tentado a alejarla,
pero encontró su mirada justo
cuando la tomaba por debajo de las
costillas, y aunque era ésta una
Julieta impresentable, encontró en el
brillo de sus ojos la misma emoción
de aquella mujer que una vez le dijo
–y le volvieron a sonar las palabras
en la cabeza– “No me dejes, Ariel”.
Se sintió entonces movido por una
extraña misericordia a preguntarle
qué le había pasado, pero en ese
momento ella ocultó nuevamente el
rostro.
La mujer se abrazó a su cintura y
con todas sus fuerzas, como el que
busca echar abajo un muro con su
humanidad sola con esperanza de
hallar del otro lado un mejor lugar,
apretó su cabeza contra el pecho
fornido de un Ariel sin concierto.
Allí la tenía, pareciendo querer
atravesarlo y esconderse dentro de él.
Allí la tenía, otra vez entre sus
brazos, como hubiera anhelado hace
tiempo atrás.
Con mucho esfuerzo consiguió
sacarla de la multitud que bailaba
toda compacta como una sola masa, y
recién afuera pudo separarla final-
mente de sí.
– Por favor, Ariel, por favor…
no me juzgues fácilmente; soy una
tonta, soy una tonta…
Ariel, sin atinar a mucho, sólo
calló, esperando que se calmara sola.
Y así fue. Poco a poco ella empezó a
respirar más tranquila, sin levantar la
vista de sus zapatos, con las manos
apoyadas a la altura de los riñones y
de cuando en cuando suspirando.
Repentinamente se volvió a abrazar a
él, aunque ya más decentemente.
Y él se dejó llevar y la envolvió en
sus brazos.
– No me dejaste saber nunca
nada más de ti –empezó, serio y triste
a una vez–.
– Soy una tonta, solamente. Era
fácil, Ariel, hubiera sido tu mujer
desde el momento en que me ena-
moré de ti; hubiera sido todo tan
fácil… ¡pero tenía que ser una tonta!
Era fácil, Ariel… era fácil entonces…
– No me dejaste saber nunca
nada más de ti –repitió con la voz
quebrada, un Ariel insólito–.
Ella alzó la mirada y le encontró
los ojitos humedecidos. Y se acordó
de la primera vez que lo tuvo des-
nudo en aquel hotel, jugueteando
con ella antes de meterse a la ducha,
tierno.
– Vámonos de aquí, vámonos a
donde nadie nos vuelva a encontrar.
Vamos a empezar otra vez –le dijo
besándolo en la boca y los pómulos y
las mejillas–.
Nada más entrados en la
habitación, se quedaron inmóviles.
Parecían dos bestias heridas, a punto
de devorarse para sobrevivir, la una a
la otra. Parecían.
Ariel tomó la iniciativa y la
condujo a la cama, no muy deli-
cadamente. Ella omitió el trato y se
trepó de inmediato a la cama con las
piernas cruzadas, esperándolo.
Ariel acercó una silla y sentado
en ella se quedó a mirarla unos
segundos.
Parecía una verdadera gatita. Un
animalito recogido de la calle; nada que ver con la mujer que había
amado, seis años atrás. Y al fin
preguntó la pregunta que le
atormentaba:
– Qué te pasó.
Como respuesta obtuvo un “Te
fuiste” y a ese animalito besándole el
cuello y aferrándose a su espalda.
Hicieron el amor como había
sido siempre, como si ayer mismo
hubieran pasado la tarde en casa del
capitán Márquez, follando bajo su
techo, casi diríase con su auspicio.
Hicieron el amor una y otra vez
como si hubieran llevado una cuenta
secreta y estuvieran poniendo al día
las deudas. Y siempre de una manera
animal: devorándose.
Por la mañana, con los primeros
rayos de sol que entibiaron la piel
desnuda de Julieta, Ariel empezó a
descubrirle las marcas que a su
cuerpo, antes hermoso, ahora ma-
gullaban. Recordaba esa piel muy di-
ferente, menos desgastada. Recor-
daba esa piel… Se dio cuenta que no
recordaba esa piel. Se dio cuenta que
había imaginado alguna piel, la
mejor, y se la había obsequiado en su
fantasía, y le había obsequiado tam-
bién una figura divina, que en la
realidad no existía.
La dejó dormir, contemplándola
en absoluto silencio.
Fue al baño cerca de las nueve de
la mañana y cuando salió la encontró
en la cama, cubierta, como siempre
había hecho, con la sábana. La miró
en el espejo del techo y ella le sonrió.
Él no le devolvió la sonrisa. Terminó
de ponerse el reloj y le pidió que se
incorporara.
– No me reclames nada, por fa-
vor, Ariel –empezó ella, con una
timidez que parecía pánico y que a él
le producía tremenda tristeza–.
– No te voy a reclamar nada…
– Dime.
– Te voy a pedir perdón.
Le dijo que al mediodía se iba de
regreso a Europa. Y ella escuchó
callada, sin emitir ni un sonido, pero
con los ojos henchidos de lloro.
– Pasé mucho tiempo contigo
pero sin ti. Sé que sabes de lo que
hablo porque supongo que has ex-
perimentado lo mismo. Y ahora sólo
he confirmado lo que me temía. Tu
vida y la mía se separaron para siem-
pre, cuando dejé que callarás, cuando
te permití que te guardaras todas las
cosas que debías decirme. Te di mi
amor sincero y me lastimé por no
aprenderte. Ahora, ya mucho tiempo
después, te pido perdón por ello.
Porque no debí aparecer jamás en tu
vida. Y sin embargo también te doy
gracias, porque eres parte de lo que
soy. Soy algo de lo que tú eres, o
fuiste, pero soy a la vez diferente. Y
nuestra diferencia ahora es irre-
conciliable. Probablemente te quiero,
y he vuelto a sentirme como hace
seis años al encontrar tu mirada… tu
mirada… pero no quiero más de ti.
Me voy porque ya he muerto y he
resucitado, aquí. Me voy porque mi
vida, mi vida, continúa pero lejos de
acá.
Julieta, que se había llevado las
manos al rostro y con ellas intentaba
cubrirse la atroz abertura que dibujó,
incontrolable, su boca, no paraba de
respirar espasmódica y emitía un
agudísimo chillido piano.
– Supongo que ahora eres tú
quien no me entiende. Este es el
pacto para vivir, Julieta: Odiarnos sin
tregua; yo te odio y así está bien, así
que ódiame a mí tú también. Ése será
nuestro pacto secreto: Odiarnos para
poder vivir. Y olvidarnos de a pocos,
como a las cosas que se odian; ódiame
de sol a sol, con todas tus fuerzas,
para sobrevivir sin enloquecer.
La miró por última vez, como a
un bicho, luego hizo puño en sus
manos y al fin giró sobre sus talones,
y respetuosamente y en silencio,
cerró la puerta al salir, un Ariel de
metal.
–o–