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UN MAR DE ESPECIAS

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Antonio Callejón Peláez

{COLECCIÓN SÍSTOLE}

UN MAR DE ESPECIAS

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Primera edición, abril 2019

© Antonio Callejón Peláez, 2019© Esdrújula Ediciones, 2019

ESDRÚJULA EDICIONESCalle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

[email protected]

Edición a cargo de Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Ilustración de cubierta: Adrie TejeroImpresión: Gami

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en elCódigo Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con

penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren oplagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica,

fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal: GR 509-2019ISBN: 978-84-17680-18-3

Impreso en España· Printed in Spain

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A mi hermano Quique,viajero incansable,

trotamundos y loco bueno.

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Si, como algunos afirmaban, la Tierra no fuera un disco,sino una esfera, Alejandro, que había desaparecido por el Este,aparecería algún día viniendo desde el Oeste1.

1 GISBERT HAEfS: Alejandro Magno.

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La documentación principal en la que se basa esta novelaestá tomada del escrito de Antonio Pigafetta, testigo directo,y del de Maximiliano Transilvano, pariente de uno de lossupervivientes. Ambos se conservan en un solo tomo con eltítulo Il viaggio fatto da gli spagnivoli a torno a´l mondo en laBiblioteca Nacional, Sala Cervantes, Sección de Raros, con lasignatura R/1779 (1 y 2).

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En este año de gracia de Nuestro Señor de 1527, me dis-pongo a narrar las aventuras e infortunios de unos hombresque realizaron la proeza más increíble que los siglos hayancontemplado. Grande es mi atrevimiento al pretender explicarcon meras palabras sobre un sencillo papel, todo lo que aque-llos héroes sufrieron y presenciaron durante casi tres años.

Pero mi memoria aún es clara para recordar muchos deesos hechos, antes de que los detalles se pierdan en el tiempo.Porque, aunque sus nombres se borren, tengo la certeza deque la gesta que realizaron nunca se olvidará, por miles deaños que pasen, mientras la Tierra siga siendo redonda.

Mi nombre es Antonio Pigafetta, y soy uno de los dieciochoafortunados que terminó con éxito aquella imposible travesía.

Nosotros, y nadie antes, vimos salir el Sol por el Poniente.Descubrimos el paso para llegar al Mar del Sur y cruzamos unocéano tan gigantesco que durante meses no vislumbramostierra firme.

Nosotros, y nadie antes, atravesamos toda la tierra y larodeamos. Vimos plantas desconocidas y animales maravi-llosos. Con nuestras naves, cargadas de preciosas riquezas,hicimos de España un reino más grande y del mundo unlugar más pequeño.

Sólo nosotros, y nadie antes…

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I

El mar, el mar…Repito esta palabra porque yo vi el mar por vez primera en

dos ocasiones. Una de ellas fue en Venecia, con los ojos, y lasegunda cuando rogué a Dios con toda mi alma para que seacabara aquella enorme extensión de agua que rodeaba lasnaves, a punto de morir de hambre y sed, abandonados anuestra suerte en mitad del Mar del Sur.

Toda mi vida siempre ha estado, directa o indirectamente,ligada al mar. Mi padre, un gentilhombre de la muy noble yleal ciudad de Vicenza, desempeñaba un alto cargo para laSerenísima República. fue él quien hizo que viera por primeravez el mar con los ojos. Nunca olvidaré aquel día. Ni en mismás febriles fantasías habría podido imaginar que existierauna ciudad edificada sobre el agua y sin embargo allí estaba:¡Venecia! A su puerto, poblado por infinidad de naves de todoslos tamaños, llegaban mercancías de Oriente, de Persia, de laIndia, de China y de lugares que quizá ni tendrían un nombreen cristiano. Productos lejanos y maravillosos que hacían denuestra ciudad la más rica de todas las de la Tierra. Entre losmarineros corrían historias de nuevas rutas descubiertas, no

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hacía mucho, por un marino genovés al servicio de los reyes delas Españas.

Aquella mañana de primavera la urbe aparecía gigante,sobre todo para un tembloroso niño que, de la mano del criadoque atendía todos los deseos de mi padre, avanzaba variospasos detrás de éste. Lo primero que hacía Giovanni AntoninoPigafetta siempre que tenía importantes negocios en la capitalera visitar la Basílica de San Marcos y, en aquella ocasión, nofue diferente. La plaza principal de la ciudad estaba atestadade mercaderes y algunos grupos de curiosos observaban cómovarios sacerdotes portando cirios procesionaban la reliquia dela Vera Cruz bajo un palio de seda carmesí. Mi padre, despuésde unos momentos de debido respeto y tras santiguarse tresveces, se dirigió hacia el gran templo en cuya fachada lucíaorgullosa la cuadriga de bronce que llegó a la ciudad como botínde guerra tras el vergonzoso saqueo de Constantinopla durantela cuarta cruzada. Al franquear la entrada de la iglesia mequedé maravillado; pensaba incluso que había atravesado laspuertas del Paraíso. Una resplandeciente luz dorada iluminabalas cúpulas revestidas de mosaicos de vistosos colores y docenasde santos y ángeles me miraban desde lo más alto. Allí, postradoante el cuerpo del santo que dos mercaderes habían robadohacía siglos en Alejandría y ocultado entre carne de cerdo con laintención de no ser descubiertos por los guardias musulmanes,mi padre rogaba para que los negocios que se traía entre manostuvieran éxito. Yo, por mi parte, me entretenía en contar lasplumas de las alas de los serafines, disfrutando entonces de unavista de la que, por desgracia, carezco hoy en día.

Cuando todas las plegarias de mi padre fueron pronuncia-das, salimos de nuevo a la plaza. La procesión había concluido;

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con menos gentío y alboroto a nuestro alrededor, pude perca-tarme de varios detalles de los que antes no había sidoconsciente. Algunos operarios estaban retirando unas telasque cubrían piedras y ladrillos, y los andamios de madera queocultaban varias fachadas se hicieron entonces más evidentes.Los albañiles y picapedreros reanudaron su trabajo y lo quepoco antes era música de trompetas y tambores se convirtióen martillazos y gritos de los capataces. Media plaza seencontraba en obras: la nueva sacristía, la torre del reloj y larestauración del campanile, cuya cúspide había sido des-truida por un rayo hacía años, ocuparon mi atención. Solounos instantes pude contemplar aquellas faenas, ya que untirón de la mano por parte del criado que me cuidaba me sacóde mi ensimismamiento.

No podíamos retrasarnos. Mi padre tenía audiencia nadamás y nada menos que con el Secretario personal del GranDux Agostino Barbarigo, la persona más importante de todala ciudad. Algunos todavía recordaban la mala relación que elDux había tenido con su hermano y predecesor en el cargo, elfallecido Marco Barbarigo. La poderosa República de Veneciano terminaba de ver con buenos ojos que dos hermanos sesucedieran en el poder, algo inaudito en la Historia de nuestraciudad y que podría parecerse sospechosamente a una monar-quía hereditaria. Menos aún cuando el pretencioso Duxescandalizó a todos al insistir en que los visitantes se arrodi-llaran y besaran su mano en señal de respeto. Ciertamente elGran Dux había conseguido logros brillantes: se había apode-rado de Chipre varios años antes, pero en aquellos momentosera vital consolidar las posiciones en tierra firme y defendersedel creciente expansionismo del rey Carlos VIII. El francés,

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además de disputar el trono de Nápoles con el rey fernandode Aragón, abuelo de quien más tarde sería mi señor, no aban-donaba sus intereses en el Norte de Italia. En aquellosmomentos, todo el mundo trataba de defenderse de francia.

Con mi mente esforzándose en aclarar esa tupida marañade nombres y datos que no comprendía por completo, atrave-samos las puertas del palacio ducal y llegamos al gran patiointerior. Un sirviente del secretario estaba esperando a lospies de la escalera que conducía a los apartamentos principa-les. Allí mi padre se despidió y me dejó por entero a cargo denuestro criado. El joven estuvo pendiente de que no realizaratravesuras pero, al cabo de un buen rato, el sueño comenzó avencerle y aprovechó para dar una discreta cabezada apoyadoen la pared de una de las esquinas. En cuanto me vi libre dela vigilancia del lacayo, me aventuré a pasear por el patio. Elpalacio había sufrido un incendio y el fuego había destruidoparte de la fachada y las habitaciones ducales. Además de laslabores de restauración, el antiguo Dux había encargado unaescalera monumental, que ahora estaba a punto de ser termi-nada por orden de su hermano: cuatro arcos triunfales en labase y otro triple en lo alto de la escalinata, sobre una celdaespecialmente diseñada para prisioneros, simbolizaban a lasiempre victoriosa Venecia. Cualquier dignatario extranjerode cierta importancia sería recibido por el Dux en el extremosuperior de la escalera, subrayando así su magnificencia. Loque más me llamó la atención de la obra fueron los mármolesde diversos colores en los que abundaban motivos marinos,cestas de frutas, cornucopias y trofeos, dando a entender quenuestra República era invencible tanto en la tierra como enel mar.

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Vanidad de vanidades. Tristemente, los turcos se encarga-rían en pocos años de demostrarnos que aquello no era cierto.Por aquel entonces, yo aún era joven para saber que habíaalgo más importante que el oro o la fama, y no era otra cosaque la caprichosa rueda de la fortuna. Con mis diminutosdedos, acaricié los relieves dorados que tanto me fascinaron,el tiempo justo de girar la cabeza y darme cuenta de que micuidador se estaba despertando. Regresé rápidamente a sulado y, al poco tiempo, mi padre bajó aquellas impresionantesescaleras con un rostro tan feliz que no podía disimular quehabía conseguido un excelente negocio. Esa fue mi primeravisita a Venecia, ciudad a la que regresaría en infinidad deocasiones, pero que nunca volvería a causarme la impresiónque sentí en aquella mañana de primavera de 1497.

En los años siguientes, previos a mi mocedad, mi padre seempeñó en enseñarme el oficio de los negocios que yo deberíacontinuar cuando él faltara. Pero, aunque hacía todo lo posi-ble por esmerarme, aquellas transacciones comerciales y losnúmeros de las cuentas de deudas e ingresos no llamaban miatención. Me sentía mucho más atraído hacia disciplinas ele-vadas como la Astronomía, la Geografía o la Aritmética. Mipobre padre, que espero se encuentre en compañía delAltísimo, desesperaba al ver que su hijo y heredero no pres-taba atención a los negocios familiares y se distraía con librosque él consideraba inútiles. Más de una vez perdió la pacien-cia y me propinó algún pescozón cuando me sorprendía enla terraza de la casa observando las estrellas, tratando dereconocer y nombrar las diferentes constelaciones del firma-mento. Aún hoy, continúo sintiendo con pesar el haberlodefraudado durante mi primera juventud, pero el destino me

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tenía reservado un futuro más brillante, aunque a la vez tam-bién más penoso. finalmente un día, mi padre se rindió a laevidencia de que nunca sería un próspero mercader como ély decidió enviarme al mejor lugar del mundo donde podríainstruirme en los elevados conocimientos que yo tanto anhe-laba. Ese lugar era la antigua capital de la civilización:Roma.

Llegué a la ciudad eterna cargado de ilusiones y deseosode disfrutar el nuevo soplo de libertad que se me presentaba,una vez había abandonado para siempre las fastidiosas disci-plinas del comercio. ¡Qué equivocado estaba! Pronto descubríque no era libertad, sino libertinaje lo que se respiraba enaquel fétido y hediondo aire de una urbe que, como el antiguodios Jano, tenía dos caras que mostrar a cualquier incauto quecayera en sus garras. Una Roma decadente llena de mentiras,odios y confabulaciones. De día, la púrpura de los cardenalesy el olor a pan recién hecho se extendían por las siete colinas.Los nobles se afanaban en revestir las fachadas de sus resi-dencias de blancos mármoles y los peregrinos llegaban amillares para expiar sus pecados ante la tumba de San Pedroo cualquiera de las innumerables reliquias que inundaban laciudad. De noche eran rameras pintarrajeadas, asesinos yladrones quienes se hacían los amos de la oscuridad y se apo-deraban de unas calles muy diferentes a las que, siglos atrás,habían pisado vestales y magistrados, personajes que ya casinadie recordaba.

Mi padre había encontrado una pequeña vivienda, pocomás que un cubículo, en una planta alta, no lejos de la igle-sia de Santa María sopra Minerva, en el centro de la ciudad.Mi habitación, de muy escasas dimensiones, tenía el espacio

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suficiente para colocar la cama, el arca donde guardaba mispertenencias, que hacía las veces de asiento y una diminutamesa en la que tan solo cabían un candelabro y un libroabierto. Pero tampoco necesitaba más. A cambio de habitaren ese ínfimo espacio, gozaba de una luz que hacía que, enlos días de fiesta, mis lecturas y estudios fueran aún másgratificantes. En contrapartida, tenía que soportar la proxi-midad de mi casera, que vivía en la planta baja. Era unavieja bruja romana que nada hubiera envidiado en arrugasa la sibila de Cumas y quien, por orden de mi padre, contro-laba todos mis movimientos. Limpiaba la habitación una vezpor semana, aunque lo peor de todo era su comida, ya que lamiserable arpía ahorraba al máximo el estipendio que reci-bía para mi manutención, adquiriendo las carnes y verdurasmás nauseabundas de la ciudad. ¡Quién me iba a decir enesos momentos que, años más tarde, habría matado por unasimple cucharada de su asquerosa bazofia! Pronto aprendí laimportancia que mi casera otorgaba al dinero, lo que hizofácil comprarla para que no informara a mi padre, en algunaocasión en que llegué a casa más tarde de lo que la prudenciay la decencia aconsejaban.

Aquellos primeros meses fueron tranquilos. Mi rutina sedebatía entre las clases en la Universidad, los estudios y unpar de escapadas juveniles que no llegaron a alejarme de miprincipal objetivo: el conocimiento. Todos los días, para acudira mis lecciones, pasaba por delante de la espléndida fachadade la iglesia de Santa María de los Mártires, que en otrotiempo había sido un templo pagano mandado construir porel general Agripa. Pero poco quedaba ya de la grandeza de laRoma imperial, una sombra que tan solo podía vislumbrarse

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en los escritos de los historiadores latinos. El foro y los tem-plos estaban destruidos. Las escasas ruinas conservadasaumentaban aún más ese sentimiento de decadencia del quela ciudad era incapaz de sacudirse. Tan solo el anfiteatro delColiseo resistía a duras penas el envite del tiempo, santificadopor la creencia de que, en su arena, infinidad de mártires cris-tianos habían vertido su sangre. Por entonces en Roma, losPapas eran los nuevos emperadores. Todo el oro y el lujo sedirigían hacia el Vaticano y las impresionantes obras de lanueva basílica de San Pedro, destinada a convertirse en laiglesia más grande de la Cristiandad. Para atender a mis obli-gaciones escolares, tenía que atravesar parte de aquellaciudad a medio derrumbar. No faltaría a la humildad si dijeraque, con mucho, era el más aventajado de mis compañeros. Elgran interés que manifestaba en aprender fue rápidamenteapreciado por mis profesores. Ello, unido a varias cartas derecomendación que mi padre consiguió de algunos de sus ami-gos y conocidos, facilitaron que pronto medrara en aquelladifícil sociedad de bandos y camarillas.

Con el calor y la llegada del verano, mi vida giró demanera radical. Como en muchos de los grandes cambios quese han producido en mi vida, surgió de manera casual. Unamañana que me desperté tarde, después de una correría juve-nil, la casera se presentó en mi cuarto exigiéndome másdinero de la cuenta por no informar a mi padre de mis excesosnocturnos. La vieja bruja había aprendido pronto cómo conse-guir más plata y aquello fue la gota que colmó el vaso de miya exigua paciencia. Estaba demasiado harto de soportar lospotingues con los que me sustentaba como para ademásaguantar sus viles chantajes. Cerré de un portazo, escribí una

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carta a mi padre informándole que me mudaba y empaquétodas mis cosas dispuesto a buscar un lugar mejor donde darcon mis jóvenes, aunque cansados huesos. Encontré unavivienda algo más espaciosa a un precio moderado en el pocorecomendable barrio del Trastevere. Ya no tenía quién vigi-lara mis pasos, así que debo reconocer que comencé ainteresarme más por la noche romana, que en los primerosmeses había llamado poco mi atención. Cuando se tienen sufi-cientes monedas en la bolsa y, con los ojos abiertos, se poneespecial cuidado en no mostrarla en demasía, la oscuridad nose convierte en enemiga, sino en cómplice. Pronto comencé aconocer a jóvenes con los que, de día, podía discutir sobrePlatón o Tito Livio, y sobre cuáles eran las mejores tabernasy dónde se podía gozar de las más bellas compañías, de noche.Infinidad eran las banderías de grupos juveniles, las más delas veces enfrentadas entre sí, pero ninguna tan famosa comola que capitaneaba una de las personalidades más atrayentesde toda la ciudad y a quien pronto conocería. Se trataba deuno de los mejores pintores que jamás hayan existido. Sunombre era Rafael Sanzio de Urbino.

Rafael era el paradigma de la verdadera Roma. Por lamañana pintaba pulcras Madonnas o decoraba las estanciaspapales, derrochando una religiosidad que tocaba el alma decualquiera que las contemplara. Al oscurecer, embaucaba atiernas doncellas con sus exquisitas maneras o perseguíamujeres de dudosa reputación por las tabernas, como unsileno ebrio tras las ninfas del monte Parnaso. En toda la ciu-dad, cualquier joven habría dado lo que poseía por perteneceral grupo de afortunados que conocían las andanzas de Rafaely, por azares del destino, yo me convertí en uno de aquellos

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privilegiados. fue Pietro, uno de mis nuevos camaradas,quien me introdujo en el selecto círculo de Rafael.

Todo comenzó una calurosa tarde de verano en la que,como si Nerón hubiese querido de nuevo alumbrar los cielosen honor a Júpiter Capitolino, Roma parecía arder. Mi másreciente amigo me invitó a unirme a otro grupo de desocupa-dos que no tenían nada que hacer y quienes, para protegersede las altas temperaturas, habían decidido cobijarse en unasgrutas entre las colinas del Palatino y el Esquilino. Nos apro-visionamos de una buena cantidad de velas y lámparas y nosadentramos en la negra oscuridad de una cueva de la que,hasta hacía pocos años, nadie tenía conocimiento de que exis-tiera. Las diminutas llamas nos ayudaron a atravesar varioscorredores hasta que llegamos a una sala magníficamentedecorada. Los que entrábamos por vez primera quedamosmaravillados y, creo que del mismo modo, los que ya habíanpenetrado en aquellas cavidades en más de una ocasión. Anuestro alrededor, cubriendo por completo muros y bóvedas,centelleaban pinturas doradas como jamás había visto; unamezcla de plantas, animales y seres fantásticos, todos ellosentrelazados de un modo difícil de desentrañar y, sinembargo, de una belleza y pureza absolutas. Alguien, ahorano recuerdo su nombre, comentó que quizá se tratase delmajestuoso palacio de Nerón del que hablaban las crónicas.No lo sabíamos con seguridad. Pero sí teníamos la certeza deque aquellas pinturas eran un tesoro desconcertante. Depronto, una tenue luz atrajo nuestra atención. Allí, junto auna esquina y alumbrado por un sirviente, se adivinaba lafigura de un hombre. Mi amigo Pietro lo reconoció de inme-diato y, cuando pronunció su nombre, al resto del grupo se nos

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escapó un leve suspiro de asombro que resonó en aquellasilenciosa sala: ¡Rafael!

En toda Roma, el gran Rafael era uno de los pintores másfamosos y, por su particular vida, el más admirado entre losjóvenes. El maestro estaba sentado en el suelo, con la espaldaapoyada en el muro y un cuaderno de dibujo en su regazo.Trazaba rápidos esbozos de las pinturas que nos rodeaban yque, como supe más tarde, repitió en algunas de sus decora-ciones de las estancias vaticanas. Pietro se acercó parasaludarlo, pero él no se dio cuenta hasta que casi lo tuvoencima y mi amigo le tocó el hombro. Rápidamente se puso enpie y se dieron un fuerte abrazo, como si se conocieran de todala vida. Enseguida, mi amigo nos presentó al gran maestro alos que aún no lo conocíamos y, después de unos momentos deexquisita amabilidad, continuó con sus dibujos en aquellaoscuridad tenebrosa mientras los demás mortales regresába-mos al insoportable calor de Roma. Estoy seguro de que él nose percató de mi presencia ni me recordaría en las siguientesveces que coincidimos pero, para mí, aquel encuentro en unlugar tan maravilloso se convirtió en algo inolvidable. Mehabía extrañado sobremanera la familiaridad de mi amigo contan distinguido personaje y, esa misma noche, gracias a varioscomentarios pronunciados por la soltura de la lengua que pro-voca el vino, descubrí que el maestro mantenía una relaciónno muy secreta con la hermana de Pietro, la joven Margarita,a la que todos conocían como la fornarina.

El resto de aquel verano lo pasé de correrías y andanzascon mis nuevos compañeros, explorando otras ruinas de laciudad. Poco antes de comenzar el otoño, los contactos de mipadre hicieron su efecto y entré a formar parte del servicio

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de monseñor francesco Chiericati, alto cargo de la jerarquíaeclesiástica romana. Los conocimientos adquiridos en laUniversidad y la rapidez con la que aprendía las difícilesmaterias sorprendieron y agradaron a mi nuevo señor, quiencontinuó apoyando mis estudios. Me enseñó a masticar conla boca cerrada, a callar con los oídos abiertos y a hablar conmuchas lenguas2. Además, insistió en que aprendiera francésya que, como él decía, «era conveniente conocer la lengua delposible enemigo». Tan satisfecho parecía con mis progresosque, al mes de entrar a su servicio, ya me había nombrado suasistente personal. Ese nuevo cargo de confianza me permitiócontemplar la maravilla más grande que mano humana hayarealizado jamás. En aquellos momentos, en Roma solo habíauna persona que pudiera igualar a Rafael en su arte, y no eraotra que el mismísimo Miguel Ángel.

Se decía que el maestro llevaba años decorando la bóvedade la Capilla Sixtina en el más absoluto secreto, ya que nopermitía que nadie entrara en ella. En cualquier plaza, mer-cado o mentidero de la ciudad no se hablaba de otra cosa.Incluso Pietro, una noche en la que se encontraba aún máslocuaz que de costumbre, nos confesó un secreto en voz baja,que nos hizo jurar no repetiríamos a nadie. Su hermana, entreunos de los muchos chismes de alcoba, le había contado queRafael, acompañado de Bramante, tan pícaro o más que él,habían sobornado a uno de los vigilantes aprovechando unaausencia de Miguel Ángel, y lograron entrar en la capilla. Alparecer, habían quedado maravillados al presenciar la ínfimaparte de la obra que pudieron observar destapada. Los comen-tarios de que Miguel Ángel estaba realizando algo sin par,

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2 GISBERT HAEfS: Troya.

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unido al secretismo, hicieron que fuera el tema más repetidoen las conversaciones durante meses. Toda Roma hervía endeseos de conocer qué nuevo portento habría compuesto elmaestro. Nadie entre mis compañeros imaginaba en aquellosmomentos que, en pocos días, yo iba a ser uno de los escasosprivilegiados que pudieran contemplar aquella proeza de lapintura.

El día de Todos los Santos de 1512, con la mayor pompa yboato posibles, se inauguró la nueva decoración de la CapillaSixtina. Mi señor estaba invitado a tamaño evento y yo, comosu asistente personal, era la sombra que lo seguía a todas par-tes. La misa a la que acudí fue una de las más extrañas en lasque haya participado. Pocos asistentes estaban pendientes delo que decía el oficiante, que en más de una ocasión tuvo quealzar la voz para llamar la atención sobre las palabras quepronunciaba. En las paredes se encontraban obras de los másgrandes maestros: Perugino, Botticelli, Ghirlandaio oPinturicchio, algunos ya fallecidos. Pero nadie observaba esasobras. Todos los ojos volaban hacia la espléndida bóveda llenade unos colores pocas veces utilizados antes. Incluso el Papa,Julio II, estaba más interesado en mirar hacia arriba que enescuchar unas palabras que sabía de memoria. En lo más altose encontraba la historia de la Creación del hombre, rodeadade profetas y sibilas, con un Dios Padre como jamás se habíavisto: grandioso y cercano a la vez, terrible y al mismo tiempoasombrosamente humano. Cuando finalizó la misa, vi quemuchas de las altas autoridades, entre ellas mi señor, se acer-caban a saludar a un hombre encorvado, de cara ancha y nariztorcida, a quien felicitaban. Mi estupor fue enorme cuando com-prendí que se trataba del propio Miguel Ángel. Me sorprendió

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que alguien tan corriente e incluso poco agraciado, hubiera rea-lizado algo tan bello y sentí que su corazón debía de sufrir alreconocer que él mismo nunca llegaría a alcanzar la belleza querecreaban sus manos y que tan bien comprendía.

Durante varios meses, en Roma no se habló de otra cosaque de la Capilla Sixtina y yo me convertí en el centro de inte-rés de mi grupo de amigos, ya que era el único en haberpodido contemplarla. En todas las reuniones me pedían quedescribiera lo que mis ojos habían visto y, debo reconocerlo,llegó un momento en que mis frases, palabra por palabra, serepitieron en las docenas de tabernas y tenderetes delTrastevere. Mas no todo iban a ser alegrías en aquella ciudadtantas veces castigada por el pecado. Antes de que concluyerael invierno, la salud del Papa Julio II terminó de quebrarse yla voluntad del Altísimo quiso que se reuniera para siemprecon él. Desde ese momento, Roma dejó de ser una ciudadsanta y se convirtió en una lonja de mercaderes, cambistas ynegociantes. Lo que se compraba y vendía no eran joyas oespecias, sino las salvaciones de millones de almas cristianas.Si ya me había repugnado la hipocresía que se respiraba en laciudad, la sucesión del Pontífice agravó aún más ese malestar.Pero claro, yo no me podía permitir el lujo de que esos senti-mientos de rechazo se vislumbraran en mi rostro, sobre todocuando quería agradar e impresionar a mi nuevo señor. Por lotanto, me vi obligado a formar parte de una de tantas piezasmás de aquella endiablada maquinaria.

Desde el mismo momento del fallecimiento del Papa, sedesató en la ciudad una guerra sorda y cruel y, sin embargo,carente de sangre. Aún no se había enfriado el cadáver de JulioII cuando se empezaron a señalar las distintas camarillas para

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ver quién le sucedería en el sillón de San Pedro. Como desdehacía décadas, las grandes facciones se dividieron entre lospartidarios de francia y los de España, las dos potencias quedilucidaban su supremacía. Desde las victorias del GranCapitán, España controlaba el Sur de Italia y era fiel aliada dela Santa Sede. Pero, tras la derrota española en la batalla deRávena hacía casi un año, parecía que francia podría recupe-rar su no tan lejana hegemonía. Cualquier cosa era posible,por lo que la prudencia aconsejaba bailar entre dos aguas, algoen lo que mi señor era un experto. De repente, se acabaron misjuergas nocturnas y mis correrías juveniles. De la noche a lamañana me vi inmerso en un maremágnum de papeles, cartasy nombres de cardenales, tanto afines como contrarios a nues-tra política. Me trasladé al palacio de mi señor y cada día, alrayar el alba, salíamos a recorrer villas y casas nobles paraentrevistarnos con la más rancia y pomposa aristocraciaromana. Mi señor no era abiertamente pro español, pero sítenía claro que debía evitarse a toda costa el nombramiento deun Papa cercano a francia. Mi trabajo consistía en llevar unalista de las personalidades más influyentes y la contabilidadde los sobornos que habían recibido para, en el momento delcónclave, recuperar dichos favores.

fue por aquel entonces cuando aprendí un truco que, añosmás tarde, me salvaría la vida. Muy hábilmente, monseñorChiericati me había dado dos cuadernos para mis anotacio-nes. En uno debía escribir con minuciosidad todos los datosde las conversaciones mantenidas durante el día mientrasque en el otro, mucho más pequeño, tan solo debía escribir sidicha persona estaba en nuestro bando y, en el caso de queno lo estuviera, apuntar cuánto oro costaría hacerle mudar

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de parecer. Era de vital importancia que nadie supiera dedichas negociaciones, para evitar que el bando francés supe-rara los sobornos de esas personalidades. Para ello, y con unagran precaución, mi señor me enseñó cómo preparar unatinta especial, a base de jugo de limón, que permanecía invi-sible hasta que no se calentara la hoja en la que había sidoescrito el mensaje secreto. A simple vista de cualquier mortalno versado en la materia, aquel pequeño cuaderno estaba enblanco y, sin embargo, contenía una información que podríazarandear la mismísima elección del siguiente Papa. No soloera importante el principal pastor de la Iglesia; cualquier cargoreligioso estaba a disposición del mejor postor y el pecado desimonía parecía haber sido borrado del vocabulario de losromanos. Ahora, tiempo después y sin tener que medir mispalabras ante la vigilancia de mi señor, debo reconocer que nome extrañó cuando poco más tarde, un monje alemán llamadoMartín Lutero protestó por la compraventa de indulgencias yla corrupción que ahogaba a la Iglesia Romana. En los últimosaños sus escritos inundan media Europa y solo Dios sabe hastadónde podrán llevarnos dichas confrontaciones.

finalmente, llegó el gran día. El trono pontificio no estuvovacío ni veinte días, pero cada uno de ellos fue trepidante yagotador. El 11 de marzo de 1513 se eligió como sucesor deJulio II a un Papa italiano: Giovanni de Médici, hijo del granLorenzo el Magnífico. Como era de esperar, el sumo Pontíficenombró nuevos cargos, premiando a todos los que lo habíanayudado, entre ellos mi señor, pero no fue el único. Con ciertasorpresa y reticencia de algunos, eligió a Rafael como personade confianza y lo nombró su mayordomo, algo que no hizo quevariara en absoluto su vida y rutina nocturnas. En cambio la

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mía, desde ese momento, cambió de nuevo enormemente.Monseñor Chiericati fue elegido delegado apostólico, un cargomuy similar al de embajador de la Santa Sede. Su labor con-sistiría en viajar allá donde fuera necesario y, por supuesto,yo lo seguiría como su fiel sombra. Rápidamente empaqué misescasas pertenencias y me despedí de mis amigos y de unaRoma que retendría entre sus puentes y callejas mis años dejuventud, y donde perdí para siempre el irrecuperable senti-miento de la inocencia.

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II

Aunque al principio me costara reconocerlo, abandonarRoma fue lo mejor que me pudo ocurrir en aquel momento.Una vez León X ocupó el trono de San Pedro, mi señor se con-virtió en una pieza fundamental de la política vaticana, yaque gozaba de la confianza obtenida por la ayuda prestada enlos días previos a su elección como Papa. Era de vital impor-tancia mantener a los antiguos aliados y, aún más, sellarnuevos pactos entre Roma y las repúblicas italianas no dema-siado afines al modo de pensar del nuevo pontífice. De esemodo, mi señor y yo, acompañados de una pequeña delega-ción, visitamos diversas ciudades como Siena, Milán, Génovao mi añorada Venecia. En todas ellas nos recibieron con exqui-sito trato, ya que representábamos al mismísimo Papa, peroalgunas veían con ojos reticentes las estrategias vaticanas yse mantenían a la espera de que nuevos acontecimientos lesseñalaran qué rumbo tomar. Conocí a cardenales, príncipes yseñores, en los que rara vez era prudente confiar en demasía.Así, viajando por el Norte de la península, transcurrieronvarios meses mientras yo continuaba aprendiendo los secretosy argucias propias de la política de salón.

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Pocas semanas antes de comenzar el otoño, se nos enco-mendó una misión sumamente secreta, ya que afectaba delleno a la familia del Papa. Para ello, debíamos desplazarnosa florencia, señorío de los Médici. Monseñor Chiericati habíarecibido el encargo, por orden expresa de León X, de aportarpruebas concluyentes para la concesión del cardenalato a suprimo Julio. Los Médici habían ostentado el poder durantedécadas, desde la llegada de Cosme el Viejo y después su hijoPedro el Gotoso y el hijo de éste, Lorenzo el Magnífico, padrede nuestro Papa. El expansionismo francés de Carlos VIIIhabía dado al traste con esta política dinástica y, ante laimposibilidad de detener al invasor en su paso hacia Roma yNápoles, estalló una revuelta. Los Médici huyeron y las auto-ridades aprovecharon la coyuntura para instaurar la añoradaRepública. Tan solo el año anterior habían regresado a la ciu-dad y recuperado el control, por lo que les era fundamentalafianzar su recién adquirido poder. De hecho, uno de los pri-meros actos de León X tras ser nombrado Papa, fue otorgar asu querido primo el arzobispado de florencia. Pero aún res-taba por solventar un escollo peliagudo que debería tratarsecon gran tacto. Esa era nuestra misión y, para cumplirla, yoportaba en mi poder información de gran valor que solo mos-traría en el momento oportuno. Mi señor estaba seguro deque en florencia, ciudad natal de León X, seríamos recibidoscon gran devoción. El astuto clérigo no estaba alejado de laverdad.

Llegamos a la capital de la Toscana a inicios del mes deseptiembre y, a diferencia de Génova o Milán, donde tuvimosescuetas recepciones, disfrutamos de una acogida similar a lade un rey. Las principales autoridades de la ciudad, encabe-

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zadas por el arzobispo, nos ofrecieron una gran cena. Vestidoscon las mejores galas, atravesamos las escasas calles queseparaban nuestra residencia temporal, cerca del PonteVecchio, de la Plaza della Signoria. Allí, al pie del edificiocomunal, contemplé la bellísima escultura de David, realizadapor el insuperable Miguel Ángel. En esos momentos, la pre-mura no me permitió disfrutar de la obra todo lo que hubieradeseado, aunque regresaría durante mi estancia para regoci-jarme en su hermosura varias veces más, siempre que tuvealgún momento de descanso, que fueron pocos. La enormeescultura de mármol se alzaba orgullosa frente al palacio,pero noté que mi señor hizo un gesto de desaprobación cuandose percató de mi ensimismamiento. Como sabía que monseñorChiericati no era hombre de miradas vacuas, proseguí ense-guida mi camino sabedor de que, más tarde, me detallaría elmotivo de aquella extraña conducta. En el salón de losQuinientos, el más importante del Palazzo della Signoria,miembros de las principales familias de la ciudad, como losTornabuoni, los Rucellai o los Gherardini, se deshicieron enalabanzas hacia mi señor y, por ende, al Papa.

De todas las personalidades que conocí aquella noche,Julio de Médici, objeto principal de nuestra misión, me resultóla más fascinante. Su carácter, muy temperamental, parecíamás inclinado a las armas y al ejército que a la vida sacerdo-tal. A pesar de pertenecer a la familia más importante de laciudad, era hijo natural de Giuliano, hermano de Lorenzo elMagnífico, asesinado en la conjura de los Pazzi. Tras aquellatragedia, tanto su tío como sus primos, entre los que se encon-traba León X, le ofrecieron su total protección y apoyo, pero elproblema de su origen ilegítimo dificultaba su elección como

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cardenal. Precisamente nosotros portábamos documentos con-fiados por el Papa que deberían resolver dicha cuestióncuando, en pocos días, se reuniera el consejo. Aunque inten-taba disimularlo, el arzobispo ardía en deseos de hablar enprivado con mi señor. Tras la cena, en uno de los fugacesmomentos en que los músicos distrajeron con deleite nuestrossentidos, aprovechó para alejarse unos pocos pasos y conver-sar con él. A su regreso con el resto de invitados, la serenidadque se adivinaba en el rostro de Julio de Médici dejaba claroque las noticias que le llegaban desde Roma eran más quehalagüeñas.

Esa misma noche, antes de dormir, monseñor Chiericati,con quien ya compartía una relativa confianza, me explicó elmotivo de su escueta regañina cuando me quedé embobadomirando la estatua de David. Al parecer, había sido encargadadurante el breve periodo de la república para simbolizar lavictoria sobre la tiranía y, de manera simbólica, sobre losMédici, expulsados pocos años antes de la ciudad. Al margende su belleza, la estatua recordaba los bandos enfrentados, afavor y en contra de la noble familia. Incluso en su trasladodesde el taller, fue apedreada por seguidores acérrimos de losMédici, al considerar que simbolizaba la oposición de laRepública florentina a la política de los Estados Pontificios.Algunos también decían que, cuando se colocó, se hizo demodo que su rostro desafiante mirara hacia Roma, donde lafamilia se había refugiado amparada por Alejandro VI, enclara advertencia de que no debían regresar. En aquellosmomentos, cuando los Médici llevaban poco más de un año denuevo en el poder, el hecho de que la escultura de David con-tinuara frente a la puerta de ingreso de Palazzo della Signoria

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aún generaba tensiones. Mi señor oyó decir que el año ante-rior había caído un rayo sobre la estatua y que, mientras unosveían ese prodigio como una advertencia divina para que nose la tocara, otros creían que era un mensaje de los Cielospara acabar con el último símbolo de la república. Me quedéhorrorizado al pensar que algunos bárbaros hubieran siquieraconsiderado destruir aquella maravilla, aunque tuviese unsignificado oculto. Yo, que había visto a Miguel Ángel enRoma, comprendí que en ese bloque de mármol había escul-pido sus ideales de libertad, pero no solamente política. Elhombre encorvado que conocí, de cara ancha y nariz torcida,había representado una belleza y una perfección físicas tanansiosamente anheladas por él y que, era sabedor de ello,nunca alcanzaría.

Los siguientes días, previos a la reunión del consejo, trans-currieron entre cartas, documentos y legajos que deberíanestar absolutamente preparados por si surgía algún impre-visto. El más mínimo detalle tenía que resultar perfecto y,para ello, contábamos con informaciones precisas que veníande Roma. En los pocos momentos que pude disfrutar de unbreve descanso, paseé por la ciudad e intenté empaparme todolo que pude de su esencia. Aparte de la estatua de David, queveía a diario aunque solo fuera unos instantes, visité, entreotras cosas, el baptisterio. No me extrañó que al ver sus puer-tas doradas, se dijera que eran las mismas del Paraíso, porqueverdaderamente parecía que iban a dar paso a la Gloriaeterna. Justo enfrente se encontraba la Catedral, con lafachada aún por terminar, y el esbelto campanile en uno desus lados. Pero lo que más me sorprendió de aquella visita fuela enorme cúpula de color anaranjado que cubría el edificio,

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cuya sombra hubiera podido tapar toda la Toscana. Nuncapregunté, ni nadie supo decirme, si Brunelleschi había visi-tado Roma, pero estoy seguro de que así fue. Seguramentepisó más de una vez el antiguo templo de Agripa, muy cercanoa mi antigua casa, cuya estructura tanto me recordaba a estaotra. Rodeé por completo la Catedral para admirar tamañaobra y franqueé sus puertas hacia el interior. Aunque no fueranecesario para el consejo que se celebraría en pocos días, que-ría ver el lugar exacto donde había muerto el padre delarzobispo Julio, el malogrado Giuliano, durante la conjura delos Pazzi.

Pasados ya muchos años, todo el mundo sabía que, porgraves desavenencias económicas y políticas, las familiasPazzi y Salviati habían planeado acabar con la vida deLorenzo y de su hermano Giuliano para poner fin al poder delos Médici en florencia. Durante la misa del domingo 26 deabril de 1478, en el mismo suelo que yo estaba pisando,Giuliano era apuñalado hasta la muerte, mientras Lorenzo,padre del actual Papa, escapaba gravemente herido y se refu-giaba en la sacristía. Los enfurecidos florentinos atraparon ymataron a muchos de los conspiradores, arrastrando sus cadá-veres y arrojándolos al Arno o colgándolos de los muros delPalazzo della Signoria. Un problema añadido radicaba en quelos Salviati eran los banqueros papales de florencia y muchosdijeron que habían actuado en nombre de Sixto IV, enemigodeclarado de los Médici. De ahí que uno de los asesinados enlas revueltas fuera francesco Salviati, arzobispo de Pisa. Lareacción del Papa no se hizo esperar: como castigo, prohibió lamisa y la comunión en florencia e intentó atacar la ciudad,pero tuvo que suspender su plan al no encontrar aliados.

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Ahora, casi cuarenta años después, las tornas habían cam-biado. Los Médici no solo dominaban florencia, sino tambiénRoma, donde uno de su sangre se sentaba en el trono de SanPedro. Por lo que había visto hasta ese momento y los docu-mentos que guardaba en mi poder, no estaban dispuestos aperder esa recién adquirida supremacía.

Y por fin, tras muchos preparativos, llegó el día de la reu-nión del consejo. Como no podía ser menos, éste se celebró enel Palazzo della Signoria pero, a diferencia del fastuoso salónde los Quinientos, donde habíamos cenado días antes, fuimosconvocados en una de las pequeñas estancias de la plantaalta. Sin duda, el arzobispo Julio no quería que aquella asam-blea, congregada para resolver el espinoso asunto de suilegitimidad, fuera del dominio público. En torno a una granmesa de nogal y protegidos de ojos y oídos indiscretos, unadocena de personalidades muy bien escogidas de la ciudad,junto con monseñor Chiericati y yo mismo, comenzamos elproceso. De hecho, gran parte del problema estaba resuelto deantemano, desde el momento mismo en que el Papa habíanombrado a su primo arzobispo de la ciudad, lo que suponíauna especie de dispensa. Se inició un debate sobre la relacióndel malogrado Giuliano y fioretta, madre de Julio, quien apa-recía en los archivos como soltera. Varios testimonios, entreellos algunos religiosos y el tío materno del arzobispo, asegu-raron que Giuliano, al conocer que esperaba un hijo, le habíadado a la joven su secreto consentimiento para ser esposos,algo que no pudo llevarse a cabo a causa de su repentino ase-sinato. Ante el mutismo de todos los presentes, restaba elsegundo punto a tratar: dilucidar la fecha de nacimiento delarzobispo. Se presentó entonces la partida de bautismo de

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Julio, conservada en una de las parroquias florentinas, dondefiguraba la fecha del 26 de mayo. Aquello suponía que, siGiuliano había sido asesinado por los Pazzi justo un mesantes, nunca había conocido a su hijo, ni habría podido legiti-marlo. fue entonces cuando, a una señal de mi señor, saquédel cartapacio el documento que, hasta ese momento, tan celo-samente había custodiado. Como si se tratase de una reliquia,acerqué a monseñor Chiericati una hoja que, tras romper ellacre que la protegía, leyó en voz alta. En ella, se asegurabaque Julio había nacido el 6 de marzo pero que, debido a lamala salud de su madre tras el parto, el bautismo se habíaretrasado más de dos meses. Aquel pliego demostraba que supadre habría podido reconocerlo en vida y, por tanto, no setrataba de un hijo póstumo, lo que le hubiera hecho perdermuchos de sus pretendidos derechos. Para dar consistencia aldocumento, la página estaba ratificada nada menos que por elsello papal de León X.

Una vez monseñor Chiericati terminó de leer, un silenciosepulcral inundó la sala. Nadie se atrevió a hablar y, muchomenos, a oponerse a sus palabras. Tan solo pude apreciarleves miradas de soslayo entre algunos de los asistentes yvarias sonrisas de aprobación que me hicieron sospechar queel veredicto que se iba a pronunciar ya se conocía de ante-mano. Por unanimidad de la asamblea, se decidió reconocer aJulio de Médici como hijo legítimo de Giuliano, quedando asíeliminado el principal escollo para que pudiera ser nombradocardenal, algo que conseguiría en pocos días. En los escasosinstantes de distracción que tuve mientras todo el mundo feli-citaba al arzobispo, pude revisar el documento que habíaprotegido y que jamás había visto. Una rápida ojeada y el

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amplio conocimiento que los estudios de los últimos meses mehabían proporcionado sobre papeles, me hicieron dudar de queaquella hoja, ni por su textura ni por el color de la tinta,tuviera cuarenta años. De nuevo, una fugaz mirada de miseñor me indicó que guardara enseguida el documento y man-tuviera un secreto que tan solo he roto al escribir estas letras.Con vistas a que no tuviera problemas en su futura carreraeclesiástica, León X se las había ingeniado para declarar a suprimo Julio hijo de legítimo matrimonio. Pocos saben, a día dehoy, la verdad de lo que ocurrió en aquella sala del Palazzodella Signoria concerniente al que, años más tarde, seríaClemente VII, el actual Papa.

Nuestra misión en florencia se había completado con éxitopor lo que, tras generosas muestras de agradecimiento porparte del arzobispo Julio, abandonamos la ciudad de los Médicicon destino a Roma. Allí, el Papa recibió a mi señor con granalegría y guardó el preciado documento que tan definitivohabía resultado durante el consejo, el cual imagino debe con-tinuar a buen recaudo en los archivos vaticanos. En los pocosdías que descansamos, solo tuve tiempo de saludar brevementea Pietro, pero no al resto de mis amigos. Los meses que habíaestado de viaje habían sembrado en mi interior un deseo porconocer mundo que me acompañarían desde entonces y quehacían que me sintiera incómodo si permanecía demasiadotiempo en un lugar conocido. Quería ver nuevas tierras y visi-tar ciudades cuyos nombres no aparecían siquiera en losmapas pero, para cumplir ese sueño, tendría que esperar toda-vía unos años más. Afortunadamente, mi señor recibió otramisión importante y, con presteza, partimos de Roma esta vezen dirección Sur, hacia la gran ciudad de Nápoles.

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Aquel dominio, tras la guerra con francia, llevaba pocosaños perteneciendo al rey fernando el Católico y el SumoPontífice tenía especial interés en conocer la situación políticade la zona. No en vano, Nápoles seguía siendo feudatario delPapa y uno de los reinos más importantes de Italia. Llegamosa la capital a finales de año y fuimos acogidos por unos díasen la imponente residencia de Castel Nuovo, antiguo palaciode los reyes napolitanos. Una vez hubimos descansado delviaje, don Ramón folc de Cardona, que había sido virrey deSicilia y ahora lo era de Nápoles, nos preparó una suntuosarecepción de bienvenida. Don Ramón había liderado las gale-ras aragonesas durante el asedio de Gaeta, una de las últimascampañas del Gran Capitán en la guerra contra los franceses.Pero esa noche no se habló de Gonzalo fernández de Córdoba,de quien posteriormente conocería más detalles durante misviajes por Nápoles. El actual virrey, como jefe de los ejércitosde la Santa Liga, había derrotado también a los galos en lasbatallas de Novara y La Motta, ésta última hacía poco más dedos meses. Esas victorias habían ayudado a consolidar elregreso de los Médici en florencia, y por ello el Papa León Xquería agradecer a don Ramón, de un modo especial, su par-ticipación en la guerra. En el salón más importante delcastillo el virrey, junto con su esposa doña Isabel, nos ofrecie-ron una cena con las más exquisitas viandas que podíanencontrarse en el reino.

Entre aromas que hubieran embriagado a un príncipe,media docena de criados fueron sirviendo los diferentes ali-mentos en bandejas de plata. Los entremeses comenzaron conun suculento trozo de pastel dorado de piñones y pasas, a losque siguieron diversos platos con pechugas de pollo, faisanes,

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perdices y otras carnes asadas. En el centro de la mesa unafuente, de la que manaba un pequeño surtidor, proporcionabaagua de azahar para lavarse las manos y, en su cúspide, undiminuto quemador en forma de pirámide de plata, donde secolocaban esencias olorosas, otorgaba a la estancia un aromadelicioso. Los platos fuertes fueron diversos pescados fritos yestofados de carne de caza, aunque no supe distinguir bien sise trataba de jabalí, aderezados con salsa de pimienta, canelay albahaca. A pesar de los éxitos militares y del flamanteregreso de su esposo, durante toda la cena me percaté de laextraña melancolía que asomaba al rostro de doña Isabel. Erauna mujer muy bella y portaba un elegante vestido, ademásde joyas deslumbrantes. Pero su mirada daba a entender queno era feliz y algo, que enseguida descubriría, pesaba en sucorazón. El ágape finalizó con un surtido de frutas del tiempo,tortas y mazapanes, además de unas fantasías de azúcardecoradas con los escudos de la Casa de Aragón y de losMédici. Con ese gesto y de un modo muy sutil, don Ramónmanifestaba claramente su adhesión a León X y no específi-camente al Papado, cuyos emblemas no aparecían en losdulces. Mi señor se percató de ese detalle y, con un gesto decomplicidad, correspondió al virrey con una ligera inclinaciónde la cabeza mientras comía uno de aquellos pasteles.Tristemente, ni siquiera aquella sorpresa final que la parejanos tenía preparada consiguió que la sonrisa apareciera en elrostro de doña Isabel.

Tras la comida y como señal de amistad, se realizó la habi-tual entrega de regalos. El Papa nos había confiado variosobjetos que debíamos ofrecer al matrimonio, que yo había pro-tegido durante todo el viaje con especial cuidado. A una señal

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de monseñor Chiericati, saqué un paquete muy bien envueltoen tela de seda, que ofrecí al virrey. Se trataba de una copiade la obra de Roberto Valturio De re militari, que Lorenzo deMédici tenía en su biblioteca y que ahora su hijo, León X, sehabía preocupado de traducir para ofrecer como presente aquien había ayudado a consolidar a su familia de nuevo enflorencia. Don Ramón agradeció el libro, ya que era un tra-tado muy preciso sobre la disciplina militar y quedóimpresionado por las magníficas xilografías en las que serepresentaban diferentes armas de asedio como ballestas,cañones y bombardas. Pero si el regalo del virrey habría sidoconsiderado por muchos como un tesoro, el que el Papa teníapreparado para su esposa superó las expectativas de la pareja.Cuando aún don Ramón no había terminado de salir de suasombro, presenté a la virreina un pequeño relicario cuadradode marfil, con incrustaciones de nácar y un delgado cristal quedejaba ver su bien protegido interior. Doña Isabel lo tomóentre sus manos y observó que se trataba de una falangehumana, pero su rostro reflejaba que no comprendía total-mente su contenido. fue entonces cuando mi señor tomó lapalabra y explicó que se trataba de un trozo del dedo de SanBlas, milagroso patrón de las enfermedades de la garganta.El Papa conocía de sobra el enorme pesar del matrimonio yaque su hijo Antonio, primogénito y heredero, era mudo.Monseñor Chiericati añadió que León X había bendecido per-sonalmente la reliquia, a la espera de que pudiera ayudar ala curación del niño. En ese momento, comprendí el porqué dela tristeza de aquella dama quien, como supe más tarde, tam-bién había perdido a una hija hacía pocos años. Los virreyesno salieron de su asombro ante lo que consideraban el mejor

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regalo posible y, en aquel momento, las lágrimas de gratitudafloraron a los ojos de doña Isabel mientras se aferraba alsagrado estuche como si le fuera la vida en ello.

La inteligente maniobra de la reliquia del dedo de SanBlas, gracias al fervor de su esposa, nos granjeó la incontes-table amistad del virrey, quien entregó a mi señor unsalvoconducto con su sello para poder recorrer sin problemascualquier parte del reino. Además, puso a nuestra disposiciónuna pequeña guardia de una docena de hombres de su másentera confianza, para que nos sirvieran de proteccióndurante el viaje. Monseñor Chiericati no quiso esperar dema-siado y, a la semana siguiente, ya estábamos en camino hacialas diferentes ciudades y villas que deberíamos recorrer endirección al Sur: Salerno, Potenza y Cosenza, entre otras,para finalizar en Reggio, donde embarcaríamos rumbo aSicilia. Nuestra misión en aquella ocasión era triple: en pri-mer lugar agradecer al virrey su apoyo a los Médici yconseguir su protección, que ya habíamos logrado, pero habíaalgo más. El encargo oficial del Papa era recorrer Nápoles ySicilia vendiendo indulgencias para costear las obras de lanueva Basílica del Vaticano, en aquellos momentos en cons-trucción. Pero en realidad había otro interés, que en ningúncaso podía hacerse público. En cada ciudad o villa de impor-tancia que atravesábamos, debíamos asegurarnos de lapostura que nobles o principales de la zona tomarían en elcaso de una hipotética contienda. León X estaba especial-mente interesado en conocer a los posibles aliados si seprodujera una tercera guerra entre los españoles, que contro-laban Nápoles, y los franceses, que no cesaban en unexpansionismo iniciado hacía más de treinta años. Por ello, el

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Papa necesitaba un informe detallado sobre las intenciones dequienes pudieran liderar ejércitos o gobernar ciudades estra-tégicas en un dominio tan ligado a Roma.

Durante varios meses atravesamos todo el reino entrevis-tándonos con obispos, duques, condes o cualquier personainfluyente. Ciertamente, aquellas visitas tenían siempre unpretexto religioso, ya que el motivo oficial de nuestras reunio-nes era la venta o, en muy escasas ocasiones, el regalo debendiciones e indulgencias con el sello de León X, que yo guar-daba por docenas y que, por supuesto, no estaban firmadas desu puño y letra. La remisión de los pecados de los nobles o lareducción de días de condena de alguno de sus antepasados enel doloroso Purgatorio era el mejor modo de abrirnos las puer-tas de palacios y mansiones. Aquellos documentos, además dela innata habilidad de monseñor Chiericati para obtenerinformación, proporcionaron una inapreciable fuente de cono-cimientos políticos, que yo anotaba de manera minuciosa enmis cuadernos. Aun así, había que ir con sumo cuidado paraganarnos la confianza de aquellos grandes sin levantar dudasni sospechas. De ahí que nuestro viaje se demorara tanto ynos viéramos obligados a prolongar estancias de una semanaen cada villa, y de casi un mes en las ciudades de mayortamaño. Algo que pude confirmar en todos y cada uno de loslugares que visitábamos, ya fueran lujosas urbes o modestospueblos, era la absoluta disconformidad de la población antela idea de una posible guerra. Todo el reino había sufridomucho en los últimos veinte años, desde que un alocadoCarlos VIII decidiera atravesar Italia para plantarse enNápoles y reclamar sus derechos al trono. Ni él ni su sucesor,Luis XII, habían logrado imponerse a los españoles, a pesar

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de disponer siempre de mejor artillería, avituallamiento o deun ejército muy superior. El artífice de aquella gesta fue elhombre que aún era recordado en una tierra demasiadotiempo azotada por la penuria: el Gran Capitán. Hacía yasiete años que Gonzalo fernández de Córdoba había dejadode ser virrey, pero en Nápoles seguía siendo uno de los nom-bres que se escuchaban sin cesar en palacios, tabernas ymercados, si no el que más. Trovadores y poetas recordabansus brillantes victorias de Ceriñola y Garellano y muchos aúnesperaban impacientes que se produjera su regreso a tierrasitalianas. Pero el añorado militar se encontraba en aquellosmomentos en España, exiliado en Loja según las malas len-guas, por motivos y razones que solo descubriría cuandoregresara de nuevo a la capital.

Llegamos a Reggio, en el extremo Sur de Italia, a puntode iniciarse el otoño de 1514 y cruzamos el estrecho deMessina antes de que el frío y el mal tiempo dificultasennuestra travesía. Me ilusionó saber que estaba navegando lasmismas aguas en las que, miles de años atrás, Odiseo sehabía enfrentado a los peligros de Escila y Caribdis. Nadiehubiera podido vaticinar en aquellos momentos que llegaríaa viajar y ver más mundo que el afamado héroe griego.Nuestra estancia en Sicilia no fue muy diferente, salvo quela isla llevaba más de doscientos años en manos aragonesasy su apoyo a los españoles era incondicional. Aún se recor-daba el antiguo odio a los franceses, que acabó con lassangrientas vísperas sicilianas. Recorrimos la isla bordeán-dola, desde Catania a Siracusa y después por toda la costahasta llegar a Palermo, la capital. Solo con recorrer los cam-pos y las ciudades, se veía claro que Sicilia no había sufrido

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guerras en su territorio tan recientemente como había ocu-rrido en Nápoles. Los campos eran ricos y los árboles viejos yde tronco grueso, algo que era muy difícil de encontrar en elreino contiguo, donde los olivos y los frutales no tenían másde diez años. Nuestra estancia en Sicilia fue meramenteanecdótica, ya que todos los nobles eran fieles la Corona deAragón y ninguno se hubiera aliado con francia, como sípodría suceder en el vecino Nápoles. Pero tuvimos que visi-tarla para continuar con nuestra misión oficial de venta deindulgencias y no levantar sospechas. En aquella isla declima suave, con forma de triángulo, parecía que se hubieradetenido el tiempo. Recuerdo haber visto templos paganosconvertidos en iglesias y decoraciones de antiguos mosaicosen dorado que no eran frecuentes encontrar ya en la penín-sula, donde se prefería la pintura al fresco. Nuestra estanciasiciliana fue apacible, lejos de las intrigas y maniobras napo-litanas pero, lamentablemente, no duró mucho.

Al comenzar la primavera, tomamos una nave en Palermoy zarpamos con destino a Nápoles. Su gran bahía y la siempreamenazadora sombra del Vesubio, nos dieron la bienvenida.Tras desembarcar, lo primero que hicimos fue dirigirnos a veral virrey y agradecerle todas las facilidades que nos había pro-porcionado durante nuestro viaje. Don Ramón no habíacambiado en el casi año y medio que nosotros habíamos per-manecido fuera de la capital, pero su esposa sí. Parecía aúnmás triste y hundida que la primera vez que la vi y sus her-mosos ojos se presentaban ahora surcados de profundasojeras, sin duda por la falta de sueño. No tuve que atarmuchos cabos para comprender que la reliquia no había sur-tido el efecto deseado y que, por ese motivo, la virreina parecía

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desolada. Durante la cena estuvo como ausente y la sonrisano anidó en su rostro en toda la velada. Rogué al Señor ensilencio para que, si no podía curar a su hijo de la mudez, almenos le proporcionara otro que heredara los títulos de suesposo, pero nunca sabré si el Todopoderoso llegó a escucharmis oraciones. La pareja nos ofreció las mismas estancias quehabíamos disfrutado en la anterior ocasión y deshicimos nues-tro equipaje para residir unos días con ellos, a la espera denuevas órdenes.

Aquella semana nos presentamos también ante donfrancisco de Remolins, una de las personalidades más influ-yentes de la capital. Don francisco, de origen español, llevabaveinte años en Italia ocupando cargos de importancia como elarzobispado de Sorrento y, más tarde, el cardenalato. En elmismo Nápoles, había ejercido de lugarteniente del virreydurante sus frecuentes ausencias en la guerra como jefe de laSanta Liga. Pero, algo aún más importante, el cardenalRemolins contaba con la plena confianza de León X porhaberlo apoyado en el cónclave que lo había elegido Papahacía ya dos años, cuando yo aún vivía en Roma. La confianzaque ambos mantenían, había hecho que fuera la persona indi-cada para que monseñor Chiericati le entregara los precisosinformes y el dinero recogido durante nuestro viaje, que élremitiría al Santo Padre. El cardenal tendría poco más de cin-cuenta años y su mirada denotaba un carácter agudo einteligente. Un escueto vistazo a los documentos que le entre-gamos dejó patente la buena impresión que le causaban y lafugaz mirada que intercambió con mi señor me dio a entenderque se comprendían a la perfección. A la espera de que reci-biéramos nuevas de Roma, don francisco nos relevó

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momentáneamente de cualquier tipo de trabajo. MonseñorChiericati decidió que debíamos abandonar la residencia deCastel Nuovo y hospedarnos por nuestra cuenta. El virreyrápidamente nos cedió una pequeña casa señorial, no lejos dela Catedral, donde podríamos campar a nuestras anchas. Porfin, después de tantos meses de idas y venidas, disfrutaríamosde un merecido descanso.

La rutina de aquellos días llegó a volverse demasiadoociosa. Ocupé mi tiempo libre, que era mucho, en recorrer lascalles de Nápoles y conocer algunos de sus rincones más curio-sos. A pesar de la guerra, que había devastado los campos, lacapital era una ciudad próspera que se había recuperado enmuy poco tiempo. No se apreciaba en ella el aire de decaden-cia que se respiraba en Roma, quizá porque Nápoles erasimplemente lo que se veía, y no pretendía ser una ciudadsanta. Paseé por sus atestadas calles y, en una de sus plazue-las, pude escuchar de boca de un ciego la leyenda de lafundación de la ciudad, mientras un niño que le servía delazarillo se perdía entre la multitud pidiendo dinero. Segúnnarraba en verso el pobre viejo, Odiseo se había propuesto dis-frutar del peligroso canto de las sirenas, quienes arrastrabana la muerte a todo el que las escuchara. Para ello, y por con-sejo de Circe, había mandado que lo ataran al palo mayor desu nave, mientras el resto de la tripulación se tapaba los oídoscon cera de abeja. Así consiguió su propósito pero los dioses,furiosos con las sirenas por su fracaso, exigieron la muerte deuna de ellas, y la desafortunada elección recayó sobreParténope. Las olas arrojaron su cadáver hasta la playa y fueenterrada con honores en una tumba donde más tarde se alza-ría un templo, que iría expandiéndose hasta crear la ciudad

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de Nápoles. Cuando el ciego terminó su relato, di al rapaz unamoneda de cobre, agradecido por haber aprendido algo quedesconocía completamente, y proseguí mi camino.

Aparte de leyendas y supercherías, lo cierto era que loslibros narraban que en la ciudad se habían instalado persona-lidades de la talla de Tiberio o Virgilio. Incluso el últimogobernante del imperio romano, Rómulo Augústulo, había sidodepuesto por Odoacro y encerrado en una villa en el mismosolar donde entonces se alzaba Castel dell´Ovo. Dirigí mispasos hacia aquella fortaleza junto al mar para verla de cerca.Me entusiasmaba pensar que había pisado la colina delCapitolio, el lugar donde la tradición decía que Rómulo habíafundado la ciudad eterna y ahora, en Nápoles, pisaría la mismatierra donde se había refugiado el último emperador. Parecíacomo si, en dos años, mis pies hubieran hoyado toda la Historiade la antigua Roma. En otras ocasiones también aprovechabapara pasear por el puerto que me recordaba, en parte, a mi año-rada Venecia. En sus tabernas podía escuchar relatos demaravillosos viajes, contados por marinos que habían llegadocasi hasta el fin del mundo y presenciado prodigios increíbles.fue entonces, apartado de palacios y sin la atenta vigilancia delos nobles, cuando aprendí algo más del que allí conocían comoel Gran Capitán. El héroe que había derrotado a los francesesy traído la tan deseada paz a Nápoles era todavía muy queridoy recordado, a pesar de que hiciera ya ocho años que habíaabandonado el reino rumbo a España. Yo había escuchado laversión oficial de sus gestas y triunfos pero tuvo que ser en unacantina de mala muerte, no lejos de los muelles, donde por fincomprendería lo que ocurrió con tan insigne militar, algo quenadie hasta entonces se había atrevido a contarme.

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Una tarde en que estaba a punto de regresar a casa, escu-ché una pelea a las puertas de uno de los tugurios querodeaban el puerto. Mi carácter solía ser pacífico y nada pro-penso a las trifulcas, pero aquella no parecía una riñacualquiera. Un hombre ya entrado en años se había deshechode tres soldados cuyos uniformes identifiqué con los de laguardia del virrey, y se retiraban abucheados por el gentío allíreunido. Me extrañó sobremanera que nadie tomara represa-lias contra aquel hombre y, sobre todo, cómo lo abrazaban yvitoreaban los presentes. Pregunté a un joven que tenía cercaqué había sucedido y me contó que la guardia del virrey sehabía mofado del Gran Capitán y el solitario, antiguo vete-rano de sus campañas, había salido en su defensa. En esemomento me quedé helado; tenía ante mí a un soldado quehabía conocido personalmente a Gonzalo fernández deCórdoba. No lo pensé un instante y me acerqué a él. El anti-guo militar se había sentado en una esquina, seguramentebuscando cierta tranquilidad después del incidente. Me pre-senté como Antonio Pigafetta, enviado papal y cronista de laciudad de Roma interesado en escribir una Historia sobre elGran Capitán, aunque esto último no fuera cierto. En un pri-mer momento dudó de mis palabras, pero al escucharmeordenar al mesonero una jarra de vino y un plato de pescadofrito para nuestra mesa, se dejó de reticencias y me ofrecióasiento. Además de las gestas y victorias que yo conocía, entrebocados de sardinas que acompañaba con frecuentes tragos devino, me narró cómo su admirado capitán había sido traicio-nado por el rey don fernando. Mi sorpresa fue enorme alescuchar semejantes palabras pronunciadas con tal soltura,pero lo cierto era que no había nadie más cerca. Aun así,

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pensé que aquel hombre las habría repetido a voz en grito enla plaza del mercado, tal era la determinación con la quehablaba. Me contó que don Gonzalo había abandonadoNápoles con la promesa del rey de obtener el maestrazgo dela orden de Santiago y cómo, al llegar a España, recibió tansolo la tenencia de la villa de Loja, un pequeño pueblo no lejosde la ciudad de Granada. Allí permaneció varios años soñandocon regresar y, cuando se presentó la oportunidad, donfernando le pagó con la peor moneda posible. Tras la victoriafrancesa de Rávena, toda Italia clamaba por el retorno del afa-mado militar. El rey católico incluso organizó una expedición,de la que mi interlocutor llegó a formar parte, para reunir unejército que debería embarcarse en Málaga y cruzar elMediterráneo. Pero todo resultó ser una artimaña para dis-traer a los franceses y desviar parte de sus tropas hasta Italiamientras el rey, sirviéndose del duque de Alba, conquistabaNavarra. Ésa fue la última muestra de gratitud de un rey alcapitán que le había regalado un reino. Comprendí entoncespor qué el gentío había apoyado a aquel soldado en su luchacontra la guardia del virrey, a quienes veían como represen-tantes de don fernando, y el respeto que aquellas gentes aúnsentían por el Gran Capitán.

Cuatro meses después de regresar a Nápoles, cuando yaparecía que se habían olvidado de nosotros, mi señor fue lla-mado de nuevo por don francisco Remolins. Según palabrasdel cardenal, Su Santidad estaba tan satisfecho con el informepresentado que solicitaba a monseñor Chiericati una misióndiplomática de altísimo secreto. Mis oídos no dieron créditocuando escuché que deberíamos prepararnos cuanto antespara viajar a la antigua capital de Oriente: Constantinopla.

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