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JL960 vss 2009 Villoro, Luis

Tres retos de la sociedad por venir : justicia, democracia, pluralidad I por Luis Villoro. -México: Siglo XXI, 2009.

79 p. - ( filosofía )

ISBN: 978-607-03-0124-7

l. América Latina - Política y gobierno -Ensayos, conferencias, etc. 2. Justicia -América Latina. 3. Democracia -América Lalina. 4. Pluralidad-América Latina. I. t. II. Ser.

primera edición, 2009 tercera reimpresión, 2017 © siglo xxi editores, s.a. de c.v. isbn 978-607-03-0124-7

derechos reservados conforme a la ley impreso en edamsa, s.a. av. hidalgo 111 col. fracc. san nicolás tolentino iztapalapa, 09850 ciudad de méxico

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PRÓLOGO

Este breve libro habla de una realidad en la sociedad latinoamericana actual.

Primero. En ella no existe un ca­mino adecuado para avanzar hacia una jus­ticia adecuada. Su realidad es la injusticia.

Segundo. Tampoco hay una democracia efectiva, desde abajo; la democracia ha sido remplazada por una "partidocracia" .

Tercero. México, como la mayoría de los países de América Latina, es una nación donde subsiste una pluralidad de culturas. No hay en él una política basada en el reco­nocimiento de esa pluralidad.

Estos ensayos intentan proponer un ca­mino para empezar a cambiar esa realidad injusta.

El libro recoge el texto de tres conferen­cias impartidas, primero en El Colegio Na­cional y luego en el Instituto de Filosofía de

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la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en agosto de 2008.

Incluye algunos breves párrafos de dos libros míos: Poder plural, pluralidad de cul­turas, México, Paidós, 1998, pp. 1 10- 1 1 1 y Los retos de la sociedad por venir, México, Fondo de Cultura Económica, 2007, pp. 16-20.

Agradezco a Fabiola Bautista por su la­bor de transcripción del original .

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En los últimos decenios hemos asisti­do a una efervescencia de reflexiones filosóficas sobre la justicia, su funda­

mento y sus características, parte, tal vez, de un interés renovado por la ética política. En el ámbito de la filosofía anglosajona, des­taca la obra de John Rawls sobre la Teoría de la justicia y su discusión en una amplia y diversa corriente de pensamiento políti­co y jurídico que suele caracterizarse como "socialdemócrata" .1 En la filosofía europea actual, una corriente paralela importante discute problemas inherentes a la justicia en la línea de Apel y Habermas.

La mayoría de esas reflexiones compar­te un punto de vista: el de las sociedades

1 John Rawls, A Theol}' of Justice, 1971.

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desarrolladas que han superado ya, tanto umbrales insoportables de injusticia econó­mica y social, como regímenes de domina­ción dictatorial. En esas sociedades, sobre todo después de la segunda guerra mundial, ha sido común la instauración de regímenes políticos basados en procedimientos que re­gulan acuerdos entre ciudadanos con dere­chos iguales. El filósofo, al inclinarse sobre temas de la sociedad humana, no puede me­nos de reflejar el ambiente histórico al que pertenece. Por eso, las teorías más en boga para fundamentar la justicia, suelen partir de la idea de un consenso racional entre sujetos iguales, que se relacionan entre sí, en términos que reproducen los rasgos que tendría una democracia bien ordenada.

Pero, para bien o para mal, hay quienes tenemos que reflexionar sobre los mismos problemas en medios muy diferentes: socie­dades donde aún no se funda sólidamente la democracia, donde reina una desigual­dad inconcebible para unos países desarro­llados, donde el índice de los expulsados de los beneficios sociales y políticos de la aso­ciación a la que teóricamente pertenecen es elevado. Nuestro punto de vista no puede ser el mismo. En nuestra realidad social no son comunes comportamientos consensuados que tengan por norma principios de justicia incluyentes de todos los sujetos; se hace pa­tente su ausencia. Lo que más nos impacta, al contemplar la realidad a la mano, es la

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111arginalidad y la injusticia. Si queremos 11artir de nuestro conocimiento personal del 111t111do en torno -punto de partida, en mi cipinión, de toda reflexión ética auténtica-111 > podemos menos que considerar desde 1111a perspectiva distinta los mismos proble-11 ias que ocupan a los filósofos de países oc-1 • identales desarrollados . Podríamos enton-1 ·es ensayar una vía de reflexión igualmente vúlida. En lugar de partir del consenso para 1'11 ndar la justicia, partir de su ausencia; en vez de pasar de la determinación de prin­l'ipios universales de justicia a su realiza­dón en una sociedad específica, partir de la percepción de la injusticia real para pro­.vectar lo que podría remediarla. Para ello lendríamos que precisar cuál es el principio de la injusticia entendiendo por "principio" la explicación última de las distintas for­mas en que la injusticia puede presentarse, su condición necesaria, supuesta en todas sus variantes. Se trataría entonces de deter­minar las características de una relación de justicia posible a partir de ese principio de la injusticia existente y no a la inversa.

Este camino teórico correspondería a un punto de vista más adecuado a la situa­ción de sociedades donde no existen aún las condiciones permanentes para la reali­zación de un consenso racional y cuya per­cepción de la justicia no puede menos de estar impactada por la experiencia cotidia­na de su ausencia. Así, la idea de injusticia

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tiene como supuesto la inoperancia en una sociedad real del acuerdo racional en que se funda la idea de justicia. Nuestra situación en este tipo de sociedades nos invita a con­traponer a la vía del consenso racional su diseño en negativo: en lugar de buscar los principios de justicia en el acuerdo posible al que 1legarían sujetos racionales libres e iguales, intentar determinarlos a partir de su inexistencia en la sociedad real .

Este camino teórico sería el contrario al que siguieron tanto Rawls como Habermas en Occidente. Porque para ambos los prin­cipios de justicia expresan, en último térmi­no, la posibilidad de un consenso racional entre sujetos libres e iguales que se comuni­can entre sí. El concepto de inj usticia puede presentarse como la negación de la posibi­lidad de ese consenso. Bastaría comprobar un hecho: la realidad de la injusticia exis­tente.

Partamos entonces de una realidad: la vivencia del sufrimiento causado por la in­justicia. El dolor físico o anímico es una rea­lidad de nuestra experiencia cotidiana. Pero hay una experiencia vivida particular: la de un dolor causado por el otro. Sólo cuando tenemos la vivencia de que el daño sufrido en nuestra relación con los otros no tiene justificación, tenemos una percepción clara de la injusticia. La experiencia de la injus­ticia expresa una vivencia originaria: la vi­vencia de un mal injustificado, gratuito.

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Un daño sufrido puede aducir varias jus­i ificaciones: el medio para evitar o combatir 11 n mal mayor, la realización de un bien su­perior, el proyecto de una vida mejor. Pero si carece de justificación, la vivencia del 1 laño injustificado es la experiencia del mal radical, y el mal injustificado causado por los otros puede ser efecto de una situación de poder. ¿Implica la justicia escapar del ¡H1der?

Desde que varios hombres se pusieron a ,·ivir juntos, se dieron cuenta de que no po­dlan hacerlo sin establecer un enlace entre 1·llos . Ese enlace era el poder. Empecemos 1·11lonces por preguntar por la relación del ¡ 1c 1der con la injusticia.

Poder es la capacidad de actuar para • ;111sar efectos que alteren la realidad. Un l 111111bre o una mujer tienen poder si tie-111 ·11 la capacidad de satisfacer sus deseos ' n1mplir sus fines, cualesquiera que éstos .,,·an. Una sociedad tiene poder si tiene la • . qmcidad de explayarse en el medio natu-1 , 1 I, dominarlo y trazar en él sus fines. Poder , .. , dominación sobre el mundo en tomo, na-111 r;tl y social, para alcanzar lo deseado . La ·.1 wiedad no puede entenderse sin la presen­' 1; 1 del poder.

1 ·:l primer filósofo de la política en la , 111 >ca moderna, Thomas Hohbes, compren­' l 111 cuál es el móvil que nos impulsa en la 1 11 L1: es el deseo. Si la pulsión originaria i l1· l;i que todas las demás se derivan es el

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deseo, su faceta negativa es el temor a la muerte. Deseo de vida y temor a la muerte es el principio originario, el más simple, de todas las acciones humanas. De allí el afán de poder. Poder para asegurar la preserva­ción de la vida, poder para protegernos de la muerte. Que hay -dice Hobbes- "una in­clinación de la humanidad entera, un per­petuo e incesante afán de poder que sólo cesa con la muerte". 2

Lo que escapa al afán de poder son las acciones contrarias a su búsqueda. Una ciudad bien ordenada sería la que pudiera prescindir del deseo de poder. Si estuviera gobernada por hombres de bien -advier­te Sócrates-, "maniobrarían para escapar del poder como ahora se maniobra para alcanzarlo" .3 Mientras Hobbes habla del "afán de poder", Sócrates dice la necesidad de "escapar del poder" .

Frente al afán universal de poder sólo hay una opción: la búsqueda del no-poder. La actitud de un hombre que estuviera libe­rado de la pasión de poder, de que hablaba Hobbes, sería justamente esa persona que pretendería maniobrar, no para alcanzar poder sino para escapar de él.

El contrario del hombre ansioso de po­der no es pues el impotente, no es el que

2 Thomas Hobbcs, Leviatán, México, Fondo de Cultura Económica, 1940.

3 Platón, República, 347 d.

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'.1rcce de poder, según Sócrates, sino el que .,,. rehúsa a hacer de la voluntad de poder su l 111. Buscar la vida no marcada por el poder ·. i 110 libre de toda voluntad de poder: ése es 1·1 lin que, en contradicción con la tesis que ';c"1crates atribuye a Trasímaco, constituiría 1; 1 vida del hombre de bien. El hombre de l1icn no es esclavo del afán de poder que 111ueve a los demás hombres, está movido "por escapar al poder" . El enunciado de l lobbes se ha invertido.4

Escapar del poder no equivale a acep­t; 1 r la impotencia sino no dejarse dominar por las múltiples maniobras del poder para prevalecer; es resistirlo. Al poder se opone 1·ntonces un contrapoder. Podemos llamar "contra poder" a toda fuerza de resistencia !'rente a la dominación. El contrapoder se 1 nanifiesta en todo comportamiento que se < lcfiende y resiste al poder.

4 ¿No es ésta la posición que, en lo esencial, proclama lambién en México un movimiento popular, el movimiento 1apalista? Valga una cita: "Lo que nos hace diferenles -dicen­('s nueslra propuesta política. Las organizaciones políticas, �.ean partidos de derecha, centro, izquierda y revolucionarios, buscan el poder. Unos por la vía electoral, otros por la men­l ira y el fraude, otros por la vía de las armas. Nosotros no ... Nosotros no luchamos por tomar el poder, luchamos por de-1nocracia, libertad y justicia. Nuestra propuesta política es la más radical en México (y tal vez en el mundo, pero es pron­to para decirlo). Es tan radical que todo el espectro político tradicional (derecha, centro, izquierda y otros de uno y otro extremo) nos critican y se deslindan de nuestro 'delirio"' ("Li­bertad, democracia y justicia, delirio del EZLN", La lomada, México, 3 de septiembre de 1994).

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La oposición frente al poder puede ayu­dar a explicar la dinámica de cualquier so­ciedad. El contrapoder puede ejercerse en muchas formas. Puede ser una resistencia pasiva: grupos de la sociedad dejan de par­ticipar, se mantienen al margen, no cola­boran en acciones comunes. Frente a los poderosos, prefieren ausentarse, como una forma de resguardo y defensa tácita. La re­sistencia al poder puede revestir varios gra­dos y pasar por distintas actitudes, socia­les, políticas, ideológicas. Lo mismo sucede con las formas variables de la sumisión a la dominación. Una manera de contemplar la historia es verla como una permanente contienda entre la voluntad de poder y los intentos de escapar de ella.

La dinámica contra el poder se muestra en comportamientos comunes que no obe­decen a un mismo fin general ni tienen una única traza. En la dinámica de muchas lu­chas y de variadas formas de resistencia al poder se va formando una corriente varia­da que alimente un contrapoder. La resis­tencia contra el poder no puede atribuirse a un solo sujeto ni presenta el mismo ca­rácter en todos los casos. Sólo por abstrac­ción podríamos imaginarla como una fuer­za múltiple que tiene una dirección común. Aunque está formada por innumerables acciones concretas, podríamos conjugarlas bajo un mismo concepto en la persecución de un fin común. Ese fin común sería la

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. 1 I H >lición de la dominación. Y puesto que el 1 . . . '>lado ejerce la dominación mediante va-

1 i:1das formas: política, jurídica, ideológica, 111 i litar o policiaca, el fin último del contra­!" ><ler podría concebirse como la abolición 1 ll·I Estado .

Se trata, naturalmente, de.

un objetivo i111aginario, último. Con la abolición del Es-1 ado se arrancarían de cuajo las raíces de lo<la voluntad de poder. Ese fin imaginario ',l'ría el ideal de un mundo opuesto al po­' lcr. La realización paulatina que condujera a un mundo liberado en todos sus resqui­l'ios del afán universal de poder, sería una idea regulativa que daría un sentido ético ;1 nuestras acciones . Esa idea regulativa da sentido al decurso histórico. La historia c·ntera puede verse como un camino en la realización constantemente interrumpida y desviada, de una sociedad humana liberada del ansia de dominación. ¿No puede verse la historia humana como un camino entre su inicio, en la realidad universal del poder .v los intentos sucesivos de escapar de él?

Liberarse del mundo donde priva la in­.iusticia no equivale a postular el mundo in­.iusto de que habla Trasímaco frente a Só­crates, sino a elegir la posibilidad de actuar para escapar de esa realidad injusta. Se tra­ta de iniciar el impulso para depurarse de un mundo donde rige la injusticia. Por eso Sócrates no expresa esa idea como "buscar la justicia", sino como "escapar del poder

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injusto". Ése es el inicio de una vía negativa frente al poder que se considera injusto.

Podríamos advertir, en ese camino, tres etapas, que se sobreponen y coinciden a menudo, pero que podemos distinguir por mor de la claridad:

1] La experiencia de la exclusión por cau­sa de la injusticia. Ella provoca la conciencia de la separación tajante entre los sujetos ex­cluidos y la comunidad de consenso social o la resultante del pacto político. Ejemplos: la exclusión del indio, de la mujer, etcétera.

2] El juicio de la exclusión como injusti­cia. La consideración de la injusticia obliga a rechazar la pretensión de objetividad de la noción y práctica de justicia comúnmente aceptada.

3] La proyección de un nuevo modelo de justicia. Éste implica, a la vez, la caracteri­zación de un sujeto moral frente al sujeto "normal" de consenso y nuevos principios de justicia válidos para ese sujeto moral.

Podríamos concebir este proceso como una vía negativa hacia la justicia a partir de la injusticia real.

De hecho, es esta vía negativa que, se­gún nos narra la historia, individuos y gru­pos sociales han seguido para llegar a una concepción cada vez más racional de la jus­i ida, capaz de ser universalizada, basada en l;i l'1qwricncia de formas de exclusión como l 111 111;1s dl· i n,iuslicia. La historia nos ofrece \'. 1 1 i11•, 1·j1•111plos concretos de injusticia.

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De la experiencia personal de la exclu­sión de los indios en América nace, en un Las Casas, la indignación ante la injusticia y, de allí, la postulación de un trato equita­tivo hacia el colonizado, como nuevo sujeto moral que implicaría una idea superior de justicia. La exclusión del "Tercer Estado" respecto del pacto político conduce, en la Revolución francesa, a la revelación de la injusticia del Antiguo Régimen; esa expe­riencia tiene otra cara: la postulación de un orden racional de justicia incluyente de todo agente moral autónomo, cualquiera que sea la clase social a la que pertenezca. Y sólo la dolorosa experiencia de la explotación de los desposeídos pudo conducir, en los dos últimos siglos, a la concepción teórica de una justicia económica en el socialismo que abarcara la equidad en la distribución de bienes y oportunidades sociales para todos. En todos esos ejemplos históricos la con­ciencia de exclusión lleva a una nueva idea de la injusticia.

Veamos primero en qué consiste, en to­dos los casos, la experiencia personal de la exclusión que da lugar a la injusticia. Digo "experiencia personal" porque se trata de un conocimiento directo por el individuo, �·a sea del rechazo del que él personalmente es objeto, ya de la comprobación de la exclu­sión a que están sometidos otros individuos o grupos con los que mantiene contacto. No se trata de un rechazo general, sino de una

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relación vivida en el seno de una sociedad concreta. Se trata de la percepción de un daño sufrido.

La comunidad de consenso está consti­tuida, en cada caso, por personas que tienen ciertas características definidas. Esas carac­terísticas son el criterio para que una per­sona sea aceptada y, por ende, pertenezca plenamente a la comunidad. Los excluidos, en cambio, lo son por poseer alguna dife­rencia que los coloca aparte de los sujetos "normales" . En ese respecto preciso no pue­den ser aceptados, aunque puedan serlo en otros aspectos. Ante la comunidad de "suje­tos normales" los excluidos ya no son consi­derados sujetos como ellos; son vistos desde fuera, determinados por los juicios de los otros; quedan "cosificados" por la caracterís­tica que los vuelve rechazables. La diferencia que hace a los excluidos inaceptables para la sociedad puede variar en cada contexto histórico. En todo caso es esa nota diferen­cial (raza, género, ascendencia, pertenencia a una clase o etnia, etcétera) la que los des­carta del consenso efectivo. La comunidad de consenso no puede tomar en cuenta sus preferencias; al no considerarlos sujetos iguales, tampoco puede admitirlos como in­terlocutores del pacto político, salvo en los aspectos que no toquen a esa diferencia. "Tú no puedes intervenir en nuestro acuerdo" , parece decirle, "No eres uno de nosotros" . La comunidad de consenso los "ningunea"

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-si se me ha de permitir el mexicanismo-, es decir, los considera un "don nadie", no aptos para acordar con los otros. La injusticia, así, conduce a una forma de exclusión.

Pero la idea de injusticia a partir de la experiencia de exclusión puede considerar­se un proceso histórico real en el que pue­den eliminarse progresivamente las injusti­cias exis len tes y acercarse a un orden social más justo que eliminara o, al menos, dismi­nuyera las exclusiones e- injusticias existen­tes . Este proceso puede tener varias etapas.

En cada etapa, el sentido histórico de la justicia se acerca a una idea en la que se suprimen las diferencias excluyentes. Cada etapa es una aproximación a una idea de justicia cabal en la que se suprimirían las diferencias excluidas. Así, la experiencia de la exclusión puede dar lugar a una nueva idea de justicia. Recordemos algunos ejem­plos de esas etapas hislóricas.

Primera etapa. Las Casas experimenta la exclusión de hecho en la opresión de sus prójimos, los indios, porque ellos son dife­rentes a las variantes aceptadas en la comu­nidad consensuada de españoles . Una so­ciedad dividida permite la exclusión de los indios, condición de la injusticia. Compren­de entonces que la injusticia del régimen colonial descansa en el interés particular, no generalizable, de los dominadores. Entonces discrepa: tan sujeto moral es el indio como el español; debe exigir el mismo reconocí-

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miento como miembro igual en la asocia­ción; ese reconocimiento lo igualaría, por lo tanto, a los demás en un respecto: como súbdito del soberano, con las mismas pre­rrogativas, y como fiel de la misma Iglesia. Así, las características de ese nuevo sujeto moral están determinadas por la situación a la cual responde; son la negación de una exclusión específica. Las Casas y sus segui­dores incorporan en la idea del sujeto mo­ral, digno de justicia, la diferencia de raza, origen de la exclusión.

Segunda etapa. Más tarde, Locke expe­rimentará otra forma de exclusión: la into­lerancia religiosa. Ella lo llevará a precisar otro aspecto de la injusticia que, durante mucho tiempo, estaba oscurecido. Proyec­tará entonces un nuevo sujeto moral que incluirá la virtud de la tolerancia; ampliará así el círculo de las diferencias que no de­ben ser objeto de repudio; abrirá el campo de las opciones y creencias privadas entre las diferencias que merecen ser aceptadas en el trato equitativo de la justicia. Pero aún él dejará pendiente la posibilidad de una comunidad de consenso que excluye­ra otras discriminaciones en otros aspectos de la relación social, por ejemplo, las que derivan de la propiedad o aun de la ascen­dencia.

Tercera etapa. Los revolucionarios del si­glo XVIII experimentan la exclusión del Ter­cer Estado respecto del poder político. Esa

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experiencia se acompaña, en la reflexión, de la construcción de un agente moral nue­vo: el sujeto universal de "derechos huma­nos", que incluye las exigencias de equidad de aquel Estado. Su nueva idea de justicia abarcará los derechos individuales de todo ciudadano, en los aspectos en que antes era excluido; sin embargo, permitirá aún la ex­clusión de grupos con diferencias políticas, económicas y sociales.

En suma, en cada etapa se da de hecho una forma de exclusión: exclusión social de los indios en la colonia, exclusión religiosa de los católicos en el protestantismo, exclu­sión política del proletariado en la burgue­sía ascendente. En cada etapa histórica se presenta correlativamente la exigencia de un derecho que pudiera eliminar las exclu­siones existentes.

Se trata de un proceso que se da en la historia. Una idea de justicia se va elaboran­do en ese proceso. En cada etapa se propo­ne la idea de un sujeto moral que no recha­ce las diferencias que antes eran excluidas de la justicia. Una idea cabal de justicia se enriquece con la progresiva conciencia so­cial de las injusticias existentes de hecho en la sociedad. Éste es el camino que po­dría conducir a una idea nueva de justicia a partir de su negación. En cada caso, la comprobación de las injusticias existentes se aproxima a una idea de un orden social más justo. En todos, se justifican en el co-

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nacimiento personal sometido a crítica, de una injusticia padecida. Pero a partir de ese conocimiento personal, proyecta la posibi­lidad de un orden social en que no existie­ra la exclusión específica contra la que el discrepante se rebela. El nuevo orden es­taría constituido por la decisión de sujetos morales que incluirían las diferencias antes inadmisibles.

Hemos mencionado el hecho de la injus­ticia efectiva en el nivel de las sociedades existentes, pero obviamente puede darse también el nivel de distintas culturas en la historia. En este nivel existe también la al­ternativa de aceptar la otra cultura o repri­mirla o incluso eliminarla. Es el dilema en toda forma de colonización. También en la historia se dan varias etapas. En cada una puede abrirse la posibilidad de una aproxi­mación mayor a una idea cabal de justicia por la negación de las injusticias exislentes en algún aspecto. En la historia occidental podrían señalarse varias formas de injusti­cias existentes.

En el aspecto de las razas lo señala Las Casas; en la dimensión religiosa, lo indica Locke; en la social y política, Rousseau y Kant; en la económica, Marx.

En cada caso, una idea cabal de justicia puede darse en la aceptación del otro en la diferencia que pretenda excluirlo.

Ante esa realidad histórica, ¿cuál podría ser una vía al futuro? Sólo podría ser una:

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abrir el camino que condujera a la no-ex­clusión del otro y aceptar su otreidad. Es lo que puede darse, por ejemplo, entre dife­rentes culturas en un multiculturalismo.

Concluyamos: 1] Veamos primero cuál es el camino re­

corrido. Comprobamos primero la realidad de la injusticia causada por un poder. Pre­guntamos luego ¿cómo escapar a una situa­ción en que priva un poder injusto? Frente a una situación de la injusticia de un poder injusto, examinamos las etapas históricas que pudieran generar la exclusión que cau­sa las injusticias existentes, en las distintas formas de exclusión. Concluimos por fin con abrir un camino hacia la eliminación de las injusticias existentes. Éste sería un camino negativo para lograr una justicia cabal a partir de las injusticias existentes.

2] Ante las injusticias existentes se abre la posibilidad del disenso. El disidente par­te de su percepción de la injusticia y del proyecto de un orden distinto donde ya no existiera ésta.

3] El disidente puede entonces construir una nueva comunidad moral de sujetos donde nadie quedase excluido.

4] Los principios de juslicia racionales no se derivan del consenso de los sujetos morales; se fundan en una conversión de la voluntad del sujeto, que pasa, de obedecer a intereses particulares ajenos, a determi-

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narse a sí mismo, por su conciencia de la injusticia real .

5] La construcción del sujeto moral está determinada por la negación de un tipo es­pecífico de exclusión y por el reconocimien­to de una diferencia. Éstos pueden variar en cada caso. Por eso la idea de justicia a que se llegue en cada momento histórico de dis­rupción lleva la marca de la situación que dio lugar a la disrupción como en los casos anteriores. De manera parecida, las dife­rencias que el disidente acepta en su nueva idea de justicia dependerán del tipo de dife­rencias que fueran objeto de exclusión en la situación histórica contra la que se rebela. Las concepciones del sujeto moral se enri­quecerán conforme se amplíe el margen de las diferencias aceptadas y se restrinjan las exclusiones posibles.

Así, la conciencia de injusticia existente abre una vía negativa hacia la justicia.

La vía que hemos seguido no es inocua. Pretende situar la caracterización de la jus­ticia en un proceso histórico cuyos agentes son personas reales, situadas en un con­texto social, que parten de una moralidad social dada para ponerla en cuestión. Creo que responde al camino que efectivamen­te los hombres han recorrido y continúan recorriendo en la historia, en su perpetuo rechazo a la injusticia social .

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En todos los países occidentales pre­domina un tipo de democracia: la democracia que podríamos llamar

"liberal" . Es la que existe, de hecho. En este trabajo, examinaremos las características de este tipo de democracia, contrastándola con otro tipo posible de democracia distin­ta: la que suele llamarse también "democra­cia republicana o comunitaria" .

Señalemos primero las características de una democracia liberal, que es, sin duda, la que existe en los países occidentales, in­cluyendo el nuestro. Es la democracia repre­sentativa, basada en la competencia entre partidos electorales, tal como se presenta en México, entre otros países . A esa demo­cracia podríamos llamarla, con propiedad, una "partidocracia"_.

La democracia liberal presenta ventajas

[31]

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frente a las otras posibles formas de demo­cracia pero también adolece de graves ca­racterísticas negativas.

En efecto, el nuevo impulso a la democra­cia en la concepción liberal ha tenido como objetivo asegurar la libertad de los ciudada­nos frente a cualquier opresión pública. La libertad se entiende, en consecuencia, como la capacidad individual de actuar o no ac­tuar sin oposición del Estado. Se plasma principalmente en las llamadas "libertades negativas" y en las "libertades privadas", que permiten al individuo perseguir sus propios intereses sin intromisión del poder público. La doctrina universal de los derechos huma­nos individuales, base de la democracia li­beral, es la manifestación de la dignidad in­sustituible de la persona humana y a la vez la consagración del individualismo en la so­ciedad. Las libertades negativas aseguran la posibilidad de cada quien de elegir conforme a su propio interés, pero no son suficientes para procurar que todos puedan realizar lo que eligen. Al no interferir en las elecciones en que todos buscan su propio beneficio, permiten la libre competencia entre todos y, en la competencia, siempre gana el que par­te de una situación privilegiada; sólo él está en condición de realizar lo que elige. Así, la protección de las libertades individuales, a la vez que reconoce la dignidad básica de las personas, conduce a la exclusión de los me­nos aptos, los excluidos.

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Para asegurar la libertad, la democracia liberal concede prioridad a los derechos in­dividuales sobre la realización del bien co­mún, lo cual se traduce en la concepción del ciudadano como un titular de derechos, an­tes que como sujeto de obligaciones hacia la colectividad.

En el Eslado liberal todos tienen el mis­mo derecho de expresar y promover su con­cepción sobre los valores comunes que de­ben regir la sociedad; por lo tanto, el Estado no puede hacer suya una concepción espe­cífica del bien común. Tiende así a ser un Estado neutral y a despojarse de su función de promover activamente un bien deseable para todos, por encima de los intereses con­trapuestos de los particulares.

Por su parte, el ciudadano individual, resguardado en sus derechos, se ve incitado a centrar su conducta política en su interés exclusivo; tiende a prescindir del compro­miso de todos con un mismo bien común y a abandonar la solidaridad con los demás como norma de conducta. El bien personal remplaza como guía a un bien colectivo. A la cooperación sucede la competencia, a la competencia la aceptación de los exitosos y el descarte de quienes no pueden hacer valer con la misma fuerza sus derechos. De allí la paradoja: la prioridad de los derechos individuales sobre el bien común asegura la libertad, como principio que protege a to­dos los miembros de la sociedad, pero a la

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vez, conduce a la exclusión real de muchos. Provoca entonces la desigualdad social y económica. Así, la democracia liberal con­duce a la exclusión de muchos.

Los procedimientos operativos de la de­mocracia representativa, de corte liberal, propician esa situación. La preeminencia de los derechos individuales sobre el bien común tiene una consecuencia. Todos los ciudadanos son iguales entre sí, pese a sus diferentes situaciones materiales y cultura­les. Todos los hombres y mujeres quedan uniformados desde el punto de vista polí­tico. El Estado-nación es concebido como un espacio homogéneo, donde no cuentan las distintas identidades culturales ni las desigualdades sociales y económicas . Las diferencias se colocan en el ámbito priva­do . En la esfera pública, para la democra­cia representativa liberal, todos los ciuda­danos son intercambiables; cada uno es simplemente un voto, un número en una cuenta cuya mayoría asegura el poder. La participación política de todo ciudadano es la misma: deposita una papeleta en una urna y luego se ausenta; otros se encargan de gobernarlo. Su participación ha contado como un número en una cifra acumulada. La democracia representativa remplaza el poder real del ciudadano por el de un grupo de funcionarios que lo sustituye, gracias a un procedimiento: toma al ciudadano como un número cuantificable.

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Cuando el poder político depende del recuento de elementos cuantificables, se da una consecuencia inevitable: la homogenei­zación de las diferencias. En un recuento cuantitativo sólo puede obtener una mayo­ría el denominador común de todas las di­ferencias . Las posturas que no pueden ser reducidas a ese denominador quedan mar­ginadas del poder político.

La democracia cuantificable, para ser operativa, requiere necesariamente de la existencia de grupos excluidos de las de­cisiones políticas . En los países desarro­llados, excluidos de hecho son los que no opinan igual al denominador común preva­leciente; son considerados entonces "extre­mistas", de uno u otro signo; pero también son marginados quienes no pueden hacer prevalecer sus derechos en la competencia universal, los inmigrantes, los abandonados socialmente. En los países pobres, la exclu­sión es mucho más amplia: abarca a todos los que no caben dentro de la concepción de ciudadanos intercambiables: los grupos que obedecen a tradiciones culturales diferen­tes, como los pueblos indígenas en América Latina, los ignorantes de sus derechos po­líticos, quienes no se reconocen en ningún partido político. En mayor medida en esos países, en menor en los países industriali­zados, la democracia representativa liberal garantiza la igualdad ante la ley de todo ciudadano, protege su libertad personal y al

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mismo tiempo provoca la exclusión de un gran número de las decisiones colectivas . Y la exclusión es la marca de la injusticia.

Trataré de resumir, ante todo, las carac­terísticas de la forma de democracia libe­ral, en contraposición a otras formas . La concepción de la democracia como la con­cibe el liberalismo tiene sin duda su expre­sión más clara en la obra de John Rawls, expuesta principalmente en su Teoría de la justicia . Rawls parte de lo que podríamos considerar el fundamento de la concep­ción liberal . Veamos primero la doctrina de Rawls.

El orden normativo que a todos iguala solía estar fundado, en las sociedades pa­sadas, en una concepción del bien común, según Rawls, pero las sociedades actuales se caracterizan por la pluralidad de valores. Son muchas las concepciones del bien que subsisten y se oponen. Y éste es el hecho so­cial del que da razón el liberalismo moder­no. "El presupuesto del liberalismo (como doctrina política), representado por Locke, Kant y J.S. Mill, es que hay muchas concep­ciones del bien opuestas e inconmensura­bles, cada una de las cuales es compatible con la plena autonomía y racionalidad de las personas humanas. Como consecuencia de este presupuesto, el liberalismo supone que una condición natural de una cultura de­mocrática libre es la de que sus ciudadanos persigan una pluralidad de concepciones

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del bien." Este supuesto descarta cualquier concepción que sostenga una concepción sustantiva del bien común. 1

El liberalismo supone, por lo tanto, que existen varias concepciones de hecho en la sociedad moderna, dependientes de la con­vicción del bien común que tenga cada per­sona, grupo o cultura en la sociedad. En eso consiste su libertad. Por lo tanto, cualquier idea de justicia debe estar determinada por ciertos principios expresados por Rawls:

Primer principio: Cada persona ha de tener un dere­cho igual al sistema total más amplio de iguales liber­tades básicas, compartiblcs con un sistema similar de libertad para todos.

Segundo principio: Las desigualdades sociales y económicas han de ser tratadas de manera que: a] sean para el mayor beneficio de los menos favo­recidos ... y b] estén adscritas a cargos y posiciones abiertos a todos, bajo condiciones de una equitativa

igualdad de oportunidades.

El primer principio establece el derecho de todos a la libertad sin más limitación que la libertad de los demás. Libertad es la "capacidad de hacer o no hacer algo, sin restricciones externas". Las libertades son múltiples , constituyen un "sistema" , por­que una libertad puede limitar a otras (por ejemplo, la libertad de expresión puede es-

1 John Rawls, Justicia como equidad, Madrid, Tecnos, 1999.

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tar limitada por la de integridad personal, o la de asociación, por la de seguridad).2

Se trata de las "libertades básicas". És­tas abarcan las libertades de opinión y de conciencia, las de asociación, las libertades políticas, las de integridad de la persona y las protegidas por el orden jurídico. Son, en realidad, las que garantizan un ordenamien­to constitucional conforme con la demo­cracia moderna. Según nuestro autor, esas libertades corresponden a los individuos comprendidos como personas morales. Son las libertades necesarias para que una per­sona pueda elegir cómo obrar y seguir su concepción del bien en su vida personal y pública, dentro de los límites de la situación en que se encuentre y sin interferencia del poder del Estado. No comprenden, en cam­bio, las condiciones que harían posible la realización efectiva en la sociedad de sus elecciones de vida.

Nada puede abolir este derecho a las libertades básicas. Por mor de tratar las desigualdades existentes de acuerdo con la equidad, no puede atentarse contra el siste­ma igual de libertades para todos. Se recoge así la línea central de la tradición liberal. Sin embargo, nueve años más tarde de su Teo­ría de la justicia, en sus conferencias "J ohn Dewey" sobre "El constructivismo kantiano

2 John Rawls, A Theory of Justice, 1971, p. 302.

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en la teoría moral" , en consideración tal vez a algunas críticas recibidas, Rawls inicia un giro. Advierte entonces: "No intentamos en­contrar una concepción de la justicia ade­cuada para todas las sociedades, haciendo caso omiso de sus circunstancias sociales o históricas particulares. Queremos zan­jar un desacuerdo fundamental acerca de la forma justa de las instituciones básicas dentro de una sociedad democrática que se desenvuelve en condiciones modernas" .

Rawls señala que su teoría se aplica a un tipo de sociedad: la democracia libe­ral moderna. "Una cosa que me faltó decir en Teoría de la justicia o me faltó subrayar suficientemente es que la justicia como equidad se entiende como una concepción política de la justicia. Aunque una concep­ción política de la justicia es, por supuesto, una concepción moral, es una concepción moral diseñada para un género específico de sujeto, a saber, para instituciones polí­ticas, sociales y económicas. En particular, la justicia como equidad está armada para aplicarse a la que he llamado 'estructura básica' de una democracia constitucional moderna." La concepción "política" de la justicia, como en sus últimos escritos la interpreta Rawls, sólo trata de diseñar las ideas intuitivas que impregnan "las institu­ciones políticas de un régimen democráti­co constitucional y las tradiciones públicas que la interpretan". Éstas están implícitas

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en la idea de la justicia en una sociedad de­mocrática. 3

He resumido brevemente las ideas cen­trales de la democracia liberal (inspiradas en la filosofía de Rawls). Son las ideas en que se basa cualquier concepción liberal de la democracia.

Ahora me interesa referirme a una dis­cusión filosófica que se da en la actualidad en la que se enfrenta a ese tipo de libera­lismo otra concepción alternativa, como el republicanismo o el comunitarismo.

Porque la idea de democracia liberal no es la única posible, hay otra forma de democracia tal vez mejor: la republicana o comunitaria.

Recordemos primero las ideas centrales del republicanismo:

1] Frente al individualismo liberal: una democracia participativa o comunitaria.

2] Reconocimiento del multicultura­lismo.

3] No Estado neutral. Compromiso con un bien común.

4] Frente al Estado liberal, este Estado se fundaría en una moralidad o ética social.

Llamamos republicanismo a una corrien­te filosófica que opone el gobierno republi­cano a las formas de gobierno autoritario y

3 John Rawls, "La justicia como equidad: política, no me­tafísica", en Philosophy and Public Affaire, núm. 14 (3), 1985, p. 224.

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ofrece una concepc10n de la democracia distinta a la del liberalismo clásico. Tiene sus antecedentes en algunos autores rena­centistas italianos quienes, a su vez, tratan de revivir el espíritu que atribuyen a la re­pública romana. En Rousseau podemos en­contrar fundamentos de esa doctrina, que se desarrolla en las primeras etapas de las revoluciones democráticas, norteamericana (en su corriente antifederalista) y francesa (en el partido jacobino). La democracia re­publicana presenta rasgos comunes con la democracia comunitaria.

Las primeras ideas republicanas tra­taban de mantener o recuperar la vida de comunidades pequeñas de carácter agrario. Recordemos la defensa, tanto de Thomas Jefferson como de John Adams, de una or­ganización agraria de la economía, opuesta a la industrialización, por ser garante, en su opinión, de preservar la pureza y la simpli­cidad propias de las virtudes republicanas.

En la Revolución francesa, Hannah Arendt ha destacado la idealización de la vida comunitaria del campo francés, que subyace en la ideología de Robespierre y el club de los jacobinos.

Ligada a esta remisión a las comuni­dades locales se encuentra, también en los inicios del republicanismo, la idea del ne­cesario control de los gobernantes por el pueblo real. El gobierno mixto, con control popular, que propone Maquiavelo, autor

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de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pretende restaurar la vigilancia popular que él cree ver en la antigua repú­blica romana. La rotación en los cargos públicos y la posibilidad de revocación de los mandatos se manejaron en la tradición republicana inglesa como procedimientos para evitar la consolidación de un estrato de poder sobre los ciudadanos y propiciar una democracia directa. Algunos estados norteamericanos llegaron a consignar me­didas semejantes en sus constituciones, la más notable la de Virginia, de Jefferson. Los epígonos de Rousseau, en sus críticas a la democracia puramente representativa, to­maron una dirección semejante.

Desde sus inicios, la mentalidad repu­blicana difiere de la liberal en subordinar los intereses personales al interés del todo social . El historiador de la revolución de independencia norteamericana, George Wood, destaca en el republicanismo el si­guiente rasgo: "El sacrificio de los intereses individuales en beneficio del bien mayor de la totalidad -escribe- constituyó la esencia del republicanismo, viniendo a representar para los norteamericanos, el objetivo idea­lista de su revolución" .

En primer lugar, frente al individualis­mo de la democracia liberal, se inspiraría en una "democracia comunitaria" e intentaría renovarla. Trataría de revalorizar las formas de vida e instituciones comunitarias, como

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las que he descrito. En países multicultura­les, como México, comprendería el recono­cimiento de las autonomías de los pueblos que componen la nación; en todos los ca­sos, la delegación de competencias políti­cas y recursos económicos a las células de la sociedad: las comunidades y los munici­pios. Se acompañaría de la recuperación de viejas tradiciones democráticas que varían según los países: en la América indígena, de los calpulli indios, en la América hispana, la de los cabildos abiertos. (Recordemos, en España, la represión de Carlos V contra el movimiento de los comuneros que aspira­ban a acercarse a un Estado comunitario.)

El poder político se acercaría así al pue­blo real. Para impedir el dominio de los es­pacios locales por caciques y sectas parti­distas , se tendrían que renovar y en su caso inventar procedimientos de una democra­cia "participativa" o "radical", mediante los cuales los hombres y mujeres situados en los lugares donde viven y trabajan pudie­ran decidir libremente de los asuntos que les conciernen. Los mandatarios electos por esos procedimientos estarían bajo el control de sus electores y deberían rendir cuentas de su gestión ante ellos en todo mo­mento, de modo de asegurar que las autori­dades designadas -como dirían los zapatis­tas- "manden obedeciendo" .

Frente al Estado-nación homogéneo, cuyo poder centralizado dominaba los po-

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deres locales, se tendría un Estado que de­rivara su poder del reconocimiento y la coo­peración de las diferencias . Si el derecho a la igualdad priva en el Estado liberal ho­mogéneo, el derecho a la solidaridad entre todos los diferentes sería el principio más importante de ese Estado.

La función fundamental, que daría sen­tido a ese Estado, republicano a la vez que comunitario, sería promover el bien común que puede unir a todas las diferencias . En contraposición con la concepción estricta­mente liberal, ese Estado no podría ser neu­tral, tendría que estar comprometido con valores que rebasan los intereses de cual­quier entidad local.

Se trataría, por lo tanto, de una alter­nativa que puede justificar posiciones po­líticas distintas . En ese sentido, me parece correcta la formulación de Maclntyre: "la oposición moral fundamental es la que se da entre el individualismo liberal, en una u otra versión, y l a tradición aristotélica, en una u otra versión" .

En efecto, como indica Maclntyre, fren­te al individualismo del liberalismo puede oponerse otra concepción que tendría su antecedente lejano en la tradición aristoté­lica. Es justamente en esa tradición en la que podemos encontrar las concepciones contrarias al liberalismo, a saber, el comu­nitarismo y el republicanismo.

Ahora bien, esa confrontación entre el

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liberalismo y las concepciones que se le oponen, podría resumirse en dos ideas dis­tintas sobre el sujeto moral y su relación con las normas.

El concepto de la persona moral, en su relación con el orden normativo, es distinto en uno y otro modelo teórico. En la con­cepción liberal, el sujeto moral debe ser un agente libre, no coaccionado; no debe estar voluntariamente sujeto a reglas en cuya for­mulación no haya participado; su principal característica es la autonomía. En cuan­to sujetos morales, todas las personas son iguales y, tienen, por lo tanto, los mismos derechos y deberes . Esta idea de la persona en cuanto sujeto moral se expresará de ma­nera diferente en las distintas doctrinas filo­sóficas. En la metáfora del "contrato social" , la racionalidad y la libertad caracterizan a los miembros que lo acuerdan; la vigencia universalizable de la ley exige la igualdad de esos sujetos.

La idea de la persona moral autónoma tuvo su expresión más rigurosa en la filoso­fía de Kant, pero tuvo sus continuadores en los dos siglos posteriores. En la época con­temporánea, consideramos a John Rawls anteriormente como principal exponente de una idea de la justicia en la línea liberal.

Pero, frente al liberalismo puede pre­sentarse otra corriente filosófica que obe­dece a antiguas voces. Así en la filosofía contemporánea actual , Alasdair Maclntyre,

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recupera ideas de la tradición aristotélica. La elección y persecución del bien es lo que determina a la persona moral. Y el bien está ligado al fin ( tÉA.°';) . "Llamar a x bueno . . . es decir que es la clase de x que escogería cual­quiera que necesitara un x para el propósito que busca característicamente en los x . " Es el concepto de un tÉA.os de la vida humana completa, concebida como una unidad, el que presta identidad y sentido a la persona, en cuanto sujeto capaz de ejercer virtudes. Pero el hombre es un ente social y su fin no puede separarse de los papeles que desem­peña en su comunidad. "Lo que sea bueno para mí debe ser bueno para quien habite esos papeles. Como tal, heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi na­ción, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones . Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral. Confieren en parte a mi vida su propia particularidad moral ."4

Ante esta concepción de la persona con­creta, en sociedad, identificable por su no­ción del bien y por los fines que hace su­yos, ligada a su papel en su comunidad, la idea de un sujeto puro, de elección, como el kantiano, anterior a sus fines y abstraído de su situación social aparece como la de un ente vacío. Al tratar de cernir al sujeto

4 A. Maclntryre, Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987, p. 84.

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moral, se le despoja de todas las caracterís­ticas que realmente lo constituyen; al inten­tar restringirlo a su capacidad de elegir lo universalmente debido, se le convierte en un ente abstracto, inhumano. "Sólo cuando el hombre se piensa como individuo previo y separado de todo papel, 'hombre' deja de ser un concepto funcional . " La teoría de Rawls es un ejemplo claro de esa estrategia para concebir los principios universales que elegiría un sujeto imparcial, mediante su abstracción de todo lo que constituye a un individuo concreto. El "velo de la ignoran­cia" , de que habla Rawls, consiste en des­pojar a toda persona real de su identidad, de sus fines y valores, para llegar al sujeto puro capaz de elegir lo universal. Ese sujeto es el "hombre sin atributos", intercambia­ble por cualquier otro, "el hombre de cual­quier parte"; para ser universal, ha vendido su identidad. 5

Seyla Benjabid da un nombre a ese suje­to igual y libre de la concepción liberal: es el "yo generalizado" . Frente a él se encuentra el verdadero "yo" , el "yo concreto" . Al "yo generalizado" lo conozco por la abstracción de sus características personales y sociales . No es esto ni aquello, no tiene género, ni preferencias personales, ni situación social, es igual a cualquiera, porque no es nadie en

5 Op. cit. , p. 250.

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particular. Al "yo concreto" , en cambio, lo conozco por su identidad, mediante el reco­nocimiento de sus diferencias .6

Estamos, pues, frente a dos concepciones opuestas de la persona moral, difícilmente compatibles. La primera da razón de lo que elige un sujeto imparcial, capaz de un punto de vista general, no reducido a los intereses exclusivos del sujeto. Por ello, no se rige por su particular concepción del bien; la segun­da se refiere a un sujeto concreto, con una identidad personal, que actúa siguiendo sus propios fines y su idea del bien. Aquélla for­ma parte de la tradición kantiana, que en alguna medida alimenta al liberalismo; éste se finca en otra tradición más antigua: la aristotélica.

Estas dos ideas de la persona moral dan lugar a dos concepciones que subrayan uno u otro sentido de la justicia. La primera pri­vilegia la justicia como igualdad, la que no hace distinción entre las personas, pues to­das están revestidas de la misma dignidad y tienen los mismos derechos. La segunda destaca la justicia como reconocimiento de la identidad de cada quien, pues las personas son insustituibles y cada una tiene necesida­des diferentes, que deben ser atendidas.

Ambas ideas de la justicia pueden adu­cirse para justificar, en la práctica, sen-

6 Seyla Benjabid, 1eoría feminista y teoría crítica, Valen­cia, Generalizar, 1990, p. 1 19.

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dos programas políticos. La justicia como igualdad exige el trato imparcial, bajo la ley, a todos los grupos e individuos; a to­dos les son debidos los mismos derechos y obligaciones, sin aceptar ninguna situación privilegiada. Por ello fue ideal ético de las luchas contra el antiguo régimen, un arma ideológica radical en la destrucción de una sociedad basada en jerarquías sociales y privilegios, y es todavía presupuesto de la democracia liberal moderna. La justicia como reconocimiento de las identidades exige, en cambio, el respeto a las diferen­cias y la atención a las desigualdades rea­les que necesitan ser reparadas . Por eso ha sido reivindicación de grupos excluidos del consenso imperante y es actualmente una justificación ética de los movimientos de grupos marginados, que reivindican sus de­rechos particulares frente a una igualdad legal que los ignora. Una y otra noción de la justicia obliga a políticas distintas . "Con la política de la igual dignidad de todos -es­cribe Charles Taylor-, se establece lo que se supone que es universalmente lo mismo, una canasta idéntica de derechos e inmu­nidades; con la política de la diferencia, lo que nos pide reconocer es la identidad úni­ca de este individuo o grupo, su carácter distintivo de cualquier otro."7

7 Charles Taylor, Multiculturalism, Ncw Jersey, Princcton University Press, 1994, p. 38.

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Se trata, en suma, de dos concepciones del sujeto moral y político. Habría que ir más allá de esas dos concepciones del su­jeto moral: la de un sujeto puro, abstracto, universalizable, en la tradición filosófica kantiana y la de una persona situada, que sigue sus propios fines en una sociedad, en el republicanismo y el comunitarismo. En el debate actual sobre la justicia, subyace una nueva forma de la oposición entre dos concepciones sobre la manera en que los in­dividuos pertenecen al todo social .

Subrayemos sus diferencias: La concepción liberal, en sus variadas

versiones, puede caracterizarse por las si­guientes notas:

1 ] La persona individual es el único agente moral. En realidad, sólo él existe como sujeto independiente.

2] La sociedad se explica por los indivi­duos . Es resultado de su acción concertada. Los individuos se conciben como previos a la sociedad, en el "estado de naturaleza". Por sus acciones recíprocas originan la so­ciedad y, por un convenio libre, el Estado. La libertad individual se pone límites a sí misma por el convenio que crea la sociedad política.

3] Si el individuo es el origen de la so­ciedad política, también es su fin. La socie­dad es un medio para la realización de la persona. Por ello ningún fin colectivo puede sobreponerse a la libertad del individuo.

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4] La sociedad política cumple ese fin al garantizar los derechos básicos, condición de la libertad. Éstos son inviolables por la sociedad.

S] El espacio público ofrece un ámbito para la actuación de las libertades indivi­duales. Es, por lo tanto, el lugar de la com­petencia entre individuos y grupos de per­sonas.

6] La competencia debe darse en el mar­co de la tolerancia y del respeto a los dere­chos básicos, lo que permite la cooperación en beneficio mutuo.

Las concepciones comunitaristas, en sus distintas versiones, presentarían, en cambio, notas contrarias . En un exceso de concisión, podríamos resumirlas en las siguientes:

1 ] La sociedad preexiste el individuo. El individuo nace y transcurre en el marco de un horizonte social que lo antecede. La persona moral lo presupone. Hay un sujeto colectivo, histórico, al que pertenece el in­dividuo.

2] La sociedad explica características del individuo; éste no puede concebirse pre­vio a la sociedad. Por lo tanto, la sociedad no surge de un contrato entre individuos. Hay un convenio tácito, previo, que precede a t8da persona individual.

3] Los fines del individuo se realizan en la comunidad. El fin personal incluye la persecución de un bien común. Por eso, el fin de la comunidad es el bien común en

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el que se realiza el bien de las personas in­dividuales.

4] Junto a los derechos individuales existen derechos colectivos, condición de la realización de bienes comunes.

5] En la comunidad, la competencia en­tre individuos debe remplazarse por la per­secución de un fin propio a todos.

6] En la comunidad, la solidaridad va más allá de la tolerancia recíproca. No hay justicia plena sin solidaridad.

Las concepciones comunitaristas no son unitarias, tienen muchas variantes; pero todas reaccionan, de una u otra manera, contra el carácter de la sociedad capitalista actual, que ya MacPherson había calificado de "individualismo posesivo" y que Charles Taylor llama el "atomismo" de la sociedad liberal. En la sociedad individualista se debilitan los vínculos sociales; el espacio público es un campo donde luchan los in­tereses antagónicos, tanto en la esfera eco­nómica como en la social y política; en él quedan descartados los perdedores.

Ante la realidad del aislamiento de los individuos en una sociedad de competencia entre todos, vuelve en Maclntyre la nostal­gia por la comunidad antigua, donde cada quien concebía el bien del todo social como parte de su bien propio: comunidad "don­de los hombres reunidos buscan el bien humano y no sólo, como el Estado liberal moderno piensa de sí mismo, proporcionar

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el terreno donde cada individuo busque su propio bien privado". En esa idea de la co­munidad, cambia radicalmente el carácter de la asociación entre individuos. La socie­dad no se explica a partir de los individuos; el individuo se entiende por su pertenencia a una sociedad. La comunidad no se gene­ra por un contrato entre hombre libres, tal como sería al pertenecer a ella; preexiste a los individuos, es una continuidad histórica que los acoge y envuelve. El vínculo comu­nitario rebasa los intereses personales, se logra por la adhesión a un fin común. "Mi bien como hombre es el mismo -dice Mac­Intyre- que el bien de aquellos otros que constituyen conmigo la comunidad huma­na. No puedo perseguir mi bien de ninguna manera que necesariamente sea antagónico al tuyo, porque el bien no es peculiarmente mío ni tuyo, ni lo bueno es propiedad pri­vada. De aquí la definición aristotélica de amistad, la forma fundamental de relación humana, en términos de bienes que se com­parten. Así en el mundo antiguo y el medie­val , el egoísta es alguien que ha cometido un error fundamental acerca de donde re­side su propio bien y por ello se autoexcluye de las relaciones humanas."8

Charles Taylor, por su parte, es convin­cente al ligar la noción de identidad a la de

8 A. M aclntyre, op. cit., p. 28 1 .

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reconocimiento. Ambas nociones, a su vez, permiten comprender y justificar las reivin­dicaciones de los grupos sociales, caracte­rizados por notas diferenciales, que por ello son desplazados de la sociedad liberal . Ante la homogeneización de los individuos en una sociedad que, al tratar a todos por igual, es "ciega" a las diferencias, los grupos ignorados reclaman ser reconocidos en su identidad. Esto puede aplicarse tanto al es­pacio de la nación, en las posiciones discri­minatorias (racismo, antifeminismo, mar­ginalización, etcétera) , como en la arena internacional, ante la multiplicidad de cul­turas.

La oposición entre estas posturas (la liberal y la republicana y comunitaria) no sólo tiene consecuencias teóricas sino que puede repercutir también en programas políticos. El liberalismo político -sostiene Ralws- se caracteriza, entre otras cosas, porque una concepción política de la justi­cia "puede ser formulada con independen­cia de cualquier doctrina comprensiva, reli­giosa, filosófica o moral" . En consecuencia, el Estado debe ser neutral frente a la plura­lidad de concepciones sobre lo que debe de ser objetivamente valioso. El Estado liberal garantiza así la libertad de concepciones so­bre la vida buena, tanto del individuo como de la sociedad. Al abrir un espacio para que se manifiesten todas las doctrinas razona­bles, permite cualquier actitud crítica basa-

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da en razones, que discrepe de la situación política y de las convenciones vigentes . La única virtud común que promueve es la to­lerancia y la cooperación entre partidarios de distintas concepciones del bien.

Pero esa gran ventaja moral del libera­lismo político se logra al costo de renunciar a otro valor social fundamental: la posibili­dad de fomentar virtudes cívicas dirigidas a fines comunes, única condición que hace posible la solidaridad y la fraternidad en auténtica comunidad.

Además, es por lo menos controvertible que la tesis de la independencia del libe­ralismo político ante toda concepción sus­tantiva del bien sea correcta. Para Sandel, en su crítica a Rawls, esa tesis entraña ella misma una concepción filosófica de la per­sona humana y del fin de la sociedad; no puede pretender, por lo tanto, ser indepen­diente de toda doctrina moral. Taylor, por su parte, hace ver que el liberalismo no puede ni debe reclamar neutralidad porque "tam­bién él es un credo combativo" . En efecto, la reivindicación de derechos iguales para todos los individuos, independientemente de su idea de la vida buena, corresponde al punto de vista de una cultura en una eta­pa histórica y a una doctrina filosófica. Por otra parte, la doctrina de la neutralidad del Estado frente al bien común conduce, en nombre de la tolerancia, a la falta de víncu­los comunitarios; al abandonar la idea de

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un fin y un bien común a todos los miem­bros de la sociedad, deja a un lado el princi­pio de la solidaridad y permite la exclusión de los más necesitados.

Así, entre una política liberal estricta que se pretenda justificar en los derechos, con independencia de una concepción del bien común, y la idea de que la política no puede menos de abrazar una concepción fi­losófica del bien y del fin comunes a la so­ciedad, parece abrirse una divergencia difí­cilmente superable.

Algunas ideas para terminar. Contrastamos primero la concepción li­

beral de la democracia, cuyo representan­te actual más connotado podría ser J ohn Rawls, con las concepciones republicana y comunitaria, vimos que una y otra se basan, en el fondo, en una oposición entre ideas éticas que pueden remontarse a tradiciones filosóficas distintas . El liberalismo es una expresión, en filosofía, del individualismo moderno; el republicanismo y el comunita­rismo, en cambio, expresan e] proyecto fu­turo de una posible comunidad renovada. El futuro próximo dependerá, en gran me­dida, del resultado de esa alternativa, en la ética y en la política.

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O tra visión del mundo es posible; para que pudiera realizarse, sería necesario primero despertar de una

ilusión: la ficción de la hegemonía de la Mo­dernidad occidental.

Ante todo, ¿qué solemos entender por "modernidad"? Se trata de un término vago, que se refiere a ciertos rasgos que podría tener la época actual en la historia. En el orden económico, la última época del capitalismo tardío donde se da la llamada "globalización" y, en el orden cultural, las distintas variantes de una filosofía y un arte "posmodernos", lo cual podría dar lugar a la confrontación entre distintos poderes y cul­turas, en un "multiculturalismo" posible.

Pues bien, la modernidad occidental moderna es donde se da la llamada "globa­lizacjón", que es la que ha causado los gran-

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des males que padece la actualidad, como declaran tres .filósofos occidentales, Jurgen Habermas, David Held y Will Kimlicka. La "globalización" -señalan- ha conducido a Occidente a "una explotación inicua de los trabajadores" , a amenazas sobre el medio ambiente natural" y a "injusticias globales" en una "sociedad mal estructurada" . Ante estos males se suele reaccionar -prosiguen los autores- "con el refugio en las tradicio­nes que conducen a la intolerancia y al fun­damentalismo religioso" .

Ante ello, a los tres filósofos sólo se les ocurre proponer algo simple, a saber: "for­talecer las instituciones internacionales vi­gentes y crear otras nuevas" , porque -cito­el "gran reto del siglo XXI es configurar un orden mundial en el que los derechos hu­manos constituyan realmente la base del derecho y de la política. 1

La "Declaración" que comento es, en mi opinión, correcta en lo que se refiere a los males causados por la modernidad del ca­pitalismo occidental. ¿Pero lo es también en su remedio? No. Creo que éste es totalmente insuficiente. No bastarían las buenas inten­ciones como tal vez piensan los tres autores para lograr este nuevo orden basado en los derechos humanos universales cuyo cumpli­miento se ha visto tantas veces conculcado.

1 Artículo en La Jornada, agosto de 2008.

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¿No e s ingenuo pensar que, frente a los males del capitalismo mundial que seña­lan los autores, bastaría apelar a los dere­chos universales del hombre? La vigencia de los derechos apela a la voluntad; ignora, en cambio, las causas reales, económicas y sociales que imposibilitan la realización de esos derechos en todas las sociedades.

Frente a los males del capitalismo, me parece que el único remedio sería caminar hacia un orden mundial diferente, y aun opuesto, al capitalismo mundial. Sería un orden plural que respondiera a la multipli­cidad de culturas. Porque la llamada "glo­balización cultural" no ha sido obra de una comunicación racional y libre en una pre­tendida cultura mundial . Ha significado, por el contrario, para muchos pueblos, la enajenación en formas de vida no elegidas. De ahí que la tendencia hacia una cultura universal se acompañe a menudo de una reacción contra la hegemonía de la cultura occidental .

Se reclama entonces la libertad de cada cultura a determinar sus propios fines, el valor insustituible de las diferentes identi­dades culturales .

Porque la hegemonía de la cultura occi­demal moderna se ha acompañado de efec­tos nada deseables, tales como la depreda­ción de la naturaleza por la tecnología, la primacía de una razón instrumental frente a la ciencia teórica y, en el orden social y

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político, el individualismo egoísta contra la primacía del bien común.

¿Cuál podría ser la alternativa? Cual­quiera que fuere tendría que ser una que eliminara o, al menos, aminorara los males causados por la cultura pretendidamente universal del capitalismo moderno.

Frente a la cultura occidental se abre la posibilidad de la aceptación de una plu­ralidad de culturas distintas a la moderni­dad occidental, porque el mundo habitado por la especie humana es un mundo plural, constituido por una posibilidad de puntos de vista diferentes sobre la realidad. La multiplicidad de culturas corresponde a la pluralidad de las formas de vida de los gru­pos humanos.

Sin embargo, desde el siglo XVI, una de las culturas que pueblan el planeta fue víc­tima de una ilusión; se creyó la única ver­dadera. Elegida por la voz divina primero, producto supremo de la razón, después. La civilización occidental era la poseedora de la verdad, de la medida del bien y la belle­za. Cualquier punto de vista distinto no po­día ser más que una aproximación hacia el mundo creado por la cultura occidental.

Pero ahora estamos viviendo el desper­tar de esa ilusión. Ella presenta dos niveles . En primer lugar, es el despertar de las na­ciones antes colonizadas por los países eu­ropeos y, en consecuencia, el planteamiento de las reivindicaciones de pueblos antes ig-

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norados por los dominadores. En segundo lugar, en el interior de esas mismas nacio­nes, contra un Estado que se creía homogé­neo, el proyecto de un Estado plural, capaz de reconocer esas múltiples exigencias de los distintos pueblos en su seno. De estos dos niveles surge la reivindicación posible del multiculturalismo, tanto en el interior de una nación como entre las distintas na­ciones.

Un Estado puede ser multicultural. Com­prende, entonces, varias culturas. En nues­tro mundo subsisten multiplicidad de for­mas de vida.no sometidas a un poder estatal único. La pluralidad de culturas puede ma­nifestarse en el interior de un Estado nacio­nal que abarque culturas diferentes . Es el caso en la mayoría de los Estados del llama­do "Tercer Mundo". Porque la marcha ha­cia una cultura global no ha sido obra de la comunicación libre, sino de la dominación y la violencia. De allí que la marcha hacia una cultura universal se acompañe a me­nudo de una reacción contra la imposición de la cultura occidental. Se reclama enton­ces el valor insustituible de las identidades culturales . Frente al papel hegemónico de la cultura occidental, se insistirá en el valor semejante de todas las culturas.

Entonces puede darse un contraste en­tre distintas formas de vida en un multicul­turalismo. Éste debe partir de un hecho: el mundo habitado por la especie humana es

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un mundo plural, constituido por una posi­bilidad de puntos de vista diferentes sobre la realidad. La multiplicidad de culturas co­rresponde a la pluralidad de las formas de vida de los grupos humanos .

Porque la marcha hacia la universaliza­ción de una cultura no ha sido la obra de la comunicación racional y libre sino de la dominación y la violencia. La imposición de una pretendida cultura global ha signi­ficado para muchos pueblos la enajenación en formas de vida no elegidas . De allí que la aceleración de la tendencia hacia una cultu­ra universal se acompañe a menudo de una reacción contra la imposición de la cultura occidental . Se reclama entonces la libertad de cada cultura de determinar sus propios fines, el valor insustituible de las diferentes identidades culturales.

Historiadores y antropólogos han inten­tado comparaciones limitadas entre cultu­ras que pueden servir de pistas para desvelar lo que podría ser el "espíritu" de un pueblo. Podemos también contrastar "tipos" gene­rales de culturas, oponiendo sus principales virtudes y sus carencias más señaladas. Si­guiendo una vía negativa, no faltaría la ma­nera de subrayar las carencias que caracte­rizan a culturas que nos son cercanas.

Intentémoslo, a modo de ejemplo, con un caso: el de cultura occidental moderna. No podríamos menos de comprobar caren­cias morales de lo que Charles Taylor de-

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nomina "el desencanto de la modernidad" . Éstos serían disvalores de la cultura occi­dental moderna.

En primer lugar, el individualismo. Es el resultado más significativo de la actual civilización moderna. Incluye el respeto a la persona, con su capacidad de elegir libre­mente su vida, conforme a sus fines, frente a una vida confinada a la sujeción a un orden social establecido. Pero la otra faceta del individualismo es la pérdida de integración en la comunidad y la carencia del sentido de la vida en la solidaridad con los otros hom­bres y con el todo del universo . La pérdida del sentido es el síntoma de ese "desencanto del mundo" del que habló Weber como ca­racterística de nuestra época moderna, ese "lastimoso y mediocre bienestar" que men­cionaba Nietzsche.

La segunda característica de la cultura occidental moderna es, sin duda, la prima­cía en ella de la razón instrumental. Lugar privilegiado de la ciencia y la tecnología. Ella nos ha liberado de nuestros prejuicios y fantasmas y, al mismo tiempo, ha logrado un poder nuevo sobre el mundo. La época moderna instaura el dominio del hombre, a nombre tanto de la libertad como de la eficacia. Sin embargo, la preminencia de la razón científica en la ciencia y la tecno­logía ha dado lugar a menospreciar el papel de los sentimientos y emociones socia­les que podrían acompañar a toda sociedad

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bien ordenada dirigida hacia un fin común. El tercer rasgo de la modernidad está en

el ámbito de la sociedad y de la política. Con el dominio de la razón y el individualismo se manifiesta el atomismo de la sociedad y los excluidos de ella. Esta división constitu­ye el obstáculo principal para la realización de una auténtica comunidad.

Estos tres rasgos generales del pensa­miento de la modernidad occidental (in­dividualismo, racionalidad, atomismo de la sociedad) se completan con una última característica que permearía las tres notas anteriores: una concepción diferente de la "totalidad en la modernidad occidental fren­te a la idea de totalidad de otras culturas no occidentales.

Porque frente a la cultura occidental moderna, otras culturas han manifestado valores comparables o incluso superiores . Tomemos un ejemplo: el de las culturas his­tóricas que se desarrollaron en la América indígena. Frente al Occidente moderno, las culturas indoamericanas expresaban una cosmovisión distinta. Más allá de sus di­ferencias, tenían puntos comunes que po­drían verse como una alternativa frente al pensamiento occidental moderno. Así, en contraste con la modernidad occidental , presentan otra manera de pensar basada en una tradición diferente. Ésta se manifiesta en Indoamérica, donde existe otra manera de ver y vivir el mundo. Es el pensamiento

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de los pueblos originarios de América del Centro y del Sur. El pensamiento de dichos pueblos presenta un gran contraste frente al pensamiento de la modernidad occidental . Se manifiesta en muchos pueblos indíge­nas, en México, Guatemala, Perú, Ecuador, Bolivia e incluso en partes de Venezuela, Colombia y Brasil .

Podríamos resumirlo brevemente en algunos rubros centrales que difieren del pensamiento de la modernidad occidental. Se presenta, de hecho, en varios países que tienen una amplia población de raíces indí­genas.

Primero: en contraste entre el indivi­dualismo que permea todo el pensamiento occidental , el comunitarismo de los pueblos indígenas. En la época moderna, el pensa­miento ha estado centrado en el sujeto in­dividual, desde Hobbes, Descartes, Kant. Frente al individualismo occidental donde el "yo" es el centro, el "nosotros" comunita­rio. Porque el todo es más que la suma de las partes. En el universo, conduce a la con­ciencia de nuestra pertenencia, como una parte, a la totalidad.

La relación del individuo con la colecti­vidad que lo rebasa era la base de la mayoría de las sociedades de la América indígena, la cual daría lugar a lo que hoy podríamos llamar una "democracia comunitaria" . Ésta sería lo contrario de la actual democracia representativa y tendría rasgos semejantes

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a la "democracia republicana" de que an­tes hablamos. Una democracia comunitaria es la que trataría de realizar el bien común para toda la comunidad. Seguiría los prin­cipios siguientes en la sociedad: acercarse a la no desigualdad, a la complementariedad y a la reciprocidad, basada -para ello- en una economía distributiva. Una democra­cia comunitaria eliminaría así toda forma de exclusión de cualquier persona o grupo. Frente a la desigualdad existente, se acer­caría a la equidad y a la redistribución ade­cuada de los recursos . Al seguir y realizar estos principios, una sociedad se convierte en una comunidad. Se refleja entonces en la moral y en el derecho. Frente a los derechos individuales, los derechos colectivos; frente al individualismo occidental, el "nosotros" colectivo.

Segundo: Frente al individualismo del pensamiento occidental moderno, el de los pueblos indígenas se acercaba a la vivencia de su pertenencia a la totalidad. Lo cual conduce a la noción de la armonía entre el hombre y el mundo, el respeto y equilibrio entre las fuerzas naturales y a la posibilidad de escuchar al todo de la naturaleza. Porque, como dice Carlos Lenkersdorf, "todo vive, todo tiene corazón" (Carlos Lenkersdorf vi­vió más de 20 años entre los tojolabales en Chiapas, escribió varios libros sobre ellos y, ante todo, compartió su visión del mundo y de la vida). Pues bien, como dice él, "los

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pueblos indígenas nos enseñan a escuchar a la madre tierra, a la totalidad. El Occidente moderno se olvidó o nunca supo escuchar a las plan tas, a los animales, a las aguas, al suelo y a tantos hermanos y hermanas más. Porque la vida está presente en todo, tam­bién en la fauna, en la forma, en los astros. Porque todo vive, todo tiene corazón" .2

Ideas parecidas se encuentran en Jean­Marie Le Clézio, premio Nobel de literatura 2008 (Le Clézio sabe de lo que habla. Él vi­vió muchos años en México, conoció a va­rias comunidades indígenas en Michoacán y en el sureste. De ellos obtuvo inspiración para varios libros, entre ellos El sueño mexi­cano) . Pues bien, Le Clézio creyó percibir en el pensamiento de esos pueblos una oposi­ción entre el mundo individualista y posesi­vo de Occidente y el comunitario y próximo a las fuerzas divinas de Indoamérica.3

Porque otro rasgo de la matriz cultural indígena es su relación con la naturaleza . Y sus ritmos vitales son la comunión con lo otro, con el no-yo, opuesto al indivi­dualismo occidental. Respeto a todos los seres vivos y, en algunos pueblos, incluso a los inanimados. Contrariamente a la tradi­ción judaico-cristiana, el mundo no ha sido

2 Carlos Lenkersdorf, Filosofar en cl ave tojolab al, México, 2002.

3 J.M.G. Le Clézio, Le, réve mexicain, Gallimard, 1988 [El sueño mexicano o el pens amiento interrumpido, México, FCE].

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creado solamente en provecho del hombre sino en provecho de todos los seres vivos.

Es exactamente lo contrario al indivi­dualismo occidental basado en un interés personal. En las civilizaciones indígenas, la persona da prioridad a los rasgos que carac­terizan a culturas que no están obsesiona­das por el afán de dominar a la naturaleza y de organizarse racionalmente y que, por contraste, intentaron formas de unidad y armonía con lo otro, en que se manifiesta lo sagrado, aunque ello demeritara el poder de su cultura.

Tercero. En las sociedades comunitarias esto da lugar a una relación diferente con el poder. En las zonas zapatistas de Chiapas, por ejemplo, se efectúa de hecho esta rela­ción frente al poder en las llamadas "Jun­tas de Buen Gobierno" . Éstas se conducen conforme a los siguientes principios: parti­cipación de todos los miembros de la comu­nidad en la elección, rotación del mandato, revocabilidad y rendición de cuentas. Estos principios expresan el lema zapatista del "mandar obedeciendo" . Sólo la comunidad tiene el mando, no el individuo o los gru­pos de individuos. De ahí la noción diferente frente al castigo de quien no cumple con su deber o delinque: está obligado a trabajar -sin retribución- para la comunidad durante un tiempo determinado. Sólo así se restaura el equilibrio en el todo de la comunidad. En una comunidad nadie está excluido.

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Habría, e n suma, dos tipos de democra­cia: la democracia representativa actual, como la que existe en la mayoría de los paí­ses occidentales modernos y una democra­cia que podríamos llamar "participativa'' o "comunitaria" (Gustavo Esteva prefiere lla­marla "democracia directa") . Democracia comunitaria es la que tienen las comuni­dades en el ámbito de nuestra América in­dígena.

Empecé diciendo "otra visión del mun­do es posible"; ahora terminaré afirmando que, frente a la visión de la modernidad occidental, ese otro mundo posible ya está aquí, ahora, en pequeño, en las Juntas de Buen Gobierno de la zona zapatista. Ahí se empieza a abrir la posibilidad de una nueva visión . No como una utopía ("utopía" signi­fica etimológicamente "no lugar") sino como un lugar real, existente . Y ese lugar está en las comunidades zapatistas. Ellas han con­tribuido a la realización, aquí y ahora, hoy, de la verdadera utopía.4

He hablado de la concepción de las co­munidades indígenas en Latinoamérica como una visión del mundo, diferente a la del Occidente moderno. Pero, para termi­nar, podría plantear una última cuestión: esa otra manera de ver el mundo, ¿puede

4 Gloria Muñoz Ramírez, "EZLN 20 y l O. El fuego y la palabra", Revista Rebeldía, 2003 , y Crónicas intergalácticas, EZLN, Chiapas, 1996.

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adaptarse a sociedades modernas comple­jas donde se acepta una pluralidad de for­mas de vida y de concepciones distintas? Solamente si pudieran seguir ciertas ideas regulativas diferentes a las de la moderni­dad occidental . Serían las siguientes .

1 ] Frente al individualismo de la demo­cracia liberal, se inspiraría en una democra­cia comunitaria, intentando revalorizar las formas de vida e instituciones comunitarias.

2] El reconocimiento de las comunidades como base de la democracia implicaría una difusión del poder político de la cima a la base del Estado. En los países multicultura­les, como México, comprendería el recono­cimiento de las autonomías de los pueblos que componen la nación y la delegación de poder a comunidades y municipios.

3] El poder político se acercaría así al pueblo real. Para evitar el dominio político de los espacios locales, se tendrían que re­novar y, en su caso, inventar procedimientos de una "democracia participativa", median­te los cuales los hombres y las mujeres, en los lugares donde viven y trabajan, pudie­ran decidir libremente de los asuntos que les conciernen. Los mandatarios electos por esos procedimientos deberían rendir cuen­tas de su gestión en todo momento.

4] Sin embargo, las relaciones comuni­tarias, que pueden prosperar en ámbitos re­ducidos, no podrían tener el mismo carácter a nivel del Estado nacional. Entonces, los

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efectos nocivos de la representación podrían ser limitados por procedimientos inspirados en formas de democracia directa: apertura a todas las asociaciones y no sólo a los parti­dos para presentar candidatos, referendos y consultas populares en varios niveles sobre temas que no requieran conocimientos téc­nicos. Por la transmisión de competencias a los poderes locales, las funciones del Esta­do quedarían reducidas a renglones especí­ficos: relaciones internacionales, dirección general de la economía, seguridad, defensa, protección del medio ambiente, por ejem­plo. Frente al Estado-nación homogéneo, cuyo poder centralizado dominaba a los po­deres locales, tendríamos un Estado plural que derivara su poder del reconocimiento y la cooperación de las diferencias. Si el dere­cho a la igualdad priva en un Estado liberal homogéneo, el derecho a la diferencia y a las solidaridades con los diferentes sería el principio más importante de ese Estado.

5] Mientras el Estado liberal sólo preten­de la realización de los derechos individua­les, ese otro Estado buscaría también la rea­lización de los derechos colectivos. No sería, por lo tanto, un Estado "homogéneo" con un poder centralizado sino que tendría un poder diversificado, múltiple. Pero su poder no estaría dividido entre los estados, como en una federación, al modo de la república federal mexicana, sino que se diversificaría en los poderes múltiples correspondientes

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a comunidades, municipios y regiones. Ese Estado estaría basado en el poder último de las comunidades, más allá del Estado homo­géneo de la concepción liberal.

Todo derecho puede entenderse como la exigencia de la realización efectiva de un valor. A los derechos individuales proclama­dos por el liberal ismo, correspondería, por lo tanto, el derecho de los pueblos a un bien común en los distintos niveles del Estado. La realización del bien común es lo que se opone, por principio, a la concepción libe­ral . Es lo contrario al individualismo de la modernidad occidental moderna.

6] Lo anterior daría lugar a un nuevo tipo de Estado nacional. Estaría basado en un poder organizado, desde las comu­nidades hasta la nación. Tal poder sería la garantía de la realización de nuevos valo­res contrarios a la modernidad occidental: comunidad, integración, diversidad. Po­dríamos denominarlos "Estado plural" . El Estado plural sería la alternativa al Estado liberal moderno.

7] La función fundamental de ese Esta­do sería promover el bien común que pue­de unir a todas las diferencias. Ese Estado no podría imponer una concepción del bien común sobre otras, pero tampoco podría ser neutral. Su función sería justamente mantener la cooperación y la ayuda mutua entre todas las entidades que lo integran. El bien común del Estado tendría como candi-

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ción la no exclusión. Y la no exclusión es la condición primera de la justicia .

8] Ese Estado sería el opuesto al de la modernidad occidental moderna. Mientras la modernidad occidental ha perseguido la explotación de la naturaleza, ese Estado perseguiría la convivencia con ella, como lo pretenden las comunidades indígenas en nuestro país y en la mayoría de los paí­ses de Indoamérica. Buscaría, en cambio, el respeto a un multiculturalismo. Sería la realización de un proyecto opuesto al capi­talismo.

Un "Estado plural" frente al Estado libe­ral seguiría ciertas ideas regulativas. Se ins­piraría en un género de democracia distinta y, en parte, opuesta a la representativa libe­ral: la democracia comunitaria que existe de hecho en nuestro país y en otros muchos de América Latina, basada en las comunida­des indígenas, desde México hasta Ecuador, Paraguay y Bolivia. Es la democracia real que subsiste al nivel de las comunidades lo­cales y que podría ampliarse al ámbito de toda la nación. En todos los ámbitos locales con mayor o menor pureza, la idea de co­munidad permanece como un ideal por al­canzar. A menudo se encuentra adulterado por nociones derivadas de la colonización, primero; de la modernidad, después. La co­munidad originaria se corrompe a veces por las ambiciones de poder ligadas a las estruc­turas propias del Estado nacional; otras, se

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superpone a ellas. Pero la comunidad per­manece como un ideal de convivencia que orienta y da sentido a los usos y costumbres locales aunque no se realice plenamente. Es ese proyecto el que tratan de renovar los nuevos movimientos a favor de los derechos indígenas en toda nuestra América.

En muchas comunidades indias su sus­tento económico, la tierra, no es apropiable individualmente, no es una mercancía, sino un bien común; el trabajo colectivo es muy importante, al igual que el disfrute de todos en la fiesta. La relación con los otros impli­ca reciprocidad de servicios: el "tequio", el cumplimiento de cargos, son servicios des­interesados a los que todo individuo está obligado; en correspondencia, todos, ante sus dificultades, son objeto de ayuda colec­tiva. No existen funcionarios permanentes . En sus sistemas de cargos, las autoridades ocupan una función por tiempo limitado y no perciben remuneración alguna; por el contrario, a menudo gastan en el servicio su escaso patrimonio. Las decisiones se toman en asambleas, en las que participa toda la población, moderadas por un "consejo de

.

" ancianos . Cuando los zapatistas actuales, reco­

giendo un lema tradicional en los pueblos indígenas, hablan de que las autoridades deben "mandar obedeciendo" , se refieren a este tipo de vivencia de una comunidad en ejercicio. Pero ese ideal comunitario no

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siempre se realiza. La convivencia durante 500 años con una concepción diferente del poder, la fragilidad de los pueblos indígenas que subsisten, la corrupción y el ansia de enriquecimiento de caciques locales y gru­pos de interés económico, pervierten con frecuencia el espíritu comunitario. Sin em­bargo, en muchos pueblos aborígenes sub­siste como un modelo ideal por alcanzar y a cuya pureza original hay que regresar. En estos últimos años el movimiento de restau­ración de la comunidad está en obra en toda nuestra América. Frente al individualismo de la mentalidad liberal, contra la idea de una sociedad resultante de la lucha entre intereses particulares, ese ideal proclama la supeditación del beneficio individual a un fin común: "Para todos todo, nada para no­sotros" . En ese lema zapatista podría resu­mirse el ideal del comunitarismo indígena.

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