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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
SEMINARIO DE DOCTORADO: “Discutiendo lo público”
“La política, lo público, lacomunidad”
Un cruce polémico a partir del debate Koselleck - Habermas
TRABAJO FINAL
DOCTORANDO: Emilio S. Lo ValvoPROFESORA: Dra. Nora Rabotnikof
Buenos Aires, octubre de 2010
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INTRODUCCIÓN
Sin pretensiones mayores que la de una perspectiva exploratoria, quisiéramos
abocarnos a la tarea de reflexionar en torno a un cruce histórico-conceptual precisoentre lo público y lo político. En los límites que impone este trabajo, puede emprenderse
dicha labor involucrando directamente la producción de R. Koselleck y J. Habermas.
Estos autores, que como veremos sostienen lecturas con implicaciones diversas acerca
de qué efectos produce este cruce histórico, será un punto de inflexión para llevar
nuestras indagaciones un poco más allá. Esta relación de lo público con lo político nos
transportará, en un segundo momento, a reflexionar sobre un conjunto de operaciones
que la teoría política moderna realiza entre la política y lo público, atendiendo a una
serie de producciones del pensamiento político más reciente, representadas tanto por la
reflexión italiano-francesa en torno a la comunidad, como al pensamiento denominado
“posfundacional”. En relación a este último punto, intentaremos escrutar, más
específicamente, qué relación puede establecerse entre la res pública, la comunidad y la
política a través del problema de la constitución del lazo social.
Claro está que para poder comenzar nuestro trabajo, deberíamos ser capaces de
comprender la complejidad de aquello que históricamente ha sido conocido como “lo
público”. En este sentido, es valioso recordar que la noción de “lo público” en su
devenir histórico puede ser organizada, siguiendo a Rabotnikof (2005, 2008), en
relación a tres díadas.
La primera díada, se relaciona con lo común - lo particular (Rabotnikof, 2005: 9, 28)
y apunta a entender lo público con lo que atañe a todos, a la comunidad, mientras que lo
privado, singular, particular es aquello que se sustrae al poder público.
La segunda díada sería lo visible - lo oculto (Rabotnikof, 2005: 9, 28), y refiere a lo
público como aquello que se muestra, que prescinde de los ocultamientos y por ende, lo
privado es entendido como lo que se sustrae a la mirada, el secreto.
La tercera tríada se da en términos de lo abierto - lo cerrado (Rabotnikof, 2005: 10,
29-30). Lo público entonces se define como aquello que es de uso para todos, lo que no
puede apropiarse particularmente, mientras que lo privado parece más cerca del
privilegio, de la ley privada.
Estas díadas marcan la posibilidad de distintas combinaciones. Lo público en tanto
común a todos, por ejemplo, puede ser secreto o privilegio de unos pocos, como ocurre
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cuando se toma la noción de “razón de estado”, donde las decisiones políticas que
atañen a la comunidad, no son más responsabilidad que del “soberano”. Empero, resulta
interesante marcar aquí que las tres díadas desplegadas históricamente en instantes
distintos, como muestra Rabotnikof, se han articulado de manera tal en el pensamiento
político occidental-europeo, que parece difícil desanudar hoy “lo público”, de alguno de
estos tres momentos; lo público en definitiva no parece hoy poder escaparse de apuntar
a lo común, a lo visible, a lo abierto.
En este sentido, por lo dicho más arriba, pareciera que en nuestro trabajo estamos más
cerca de explorar “lo público” circunscribiéndolo a su primera acepción, es decir, a su
relación con lo común, con aquello que se comparte entre todos. Sin embargo, nos
gustaría aventurar una hipótesis: que lo comunitario, no se restringe a una díada precisa
de “lo público” sino que parece atravesar transversalmente a las tres en su conjunto. Lo
“abierto”, lo “visible” en este sentido, nos parecen también solidarios de una idea de lo
común. Nos referimos a que aquello que lo público “abre” o “muestra”, parece precisar
también de un supuesto identitario colectivo, de la idea de un “nosotros”. En efecto, ¿a
quién/quienes puede abrirse aquello que debería abrirse?, ¿a quién/quienes puede
mostrarse aquello que debería mostrarse? ¿No es en tanto miembros de una comunidad
que podemos “acceder” o “ver” aquello que, en tanto público, debería ser de/ para
todos?
Si estamos en lo correcto, esa referencia a “lo común”, atacado al cuerpo de la res
pública, pondrá en primer plano una íntima relación entre la comunidad y la político
que, a partir del audaz intento hobbesiano, dará al mismo tiempo y en el mismo gesto,
nacimiento al Estado soberano. La constitución de ese “nosotros”, solidaria con la
noción de lo público, supone históricamente un cruce con la noción de política en clave
soberana que revela las tensiones entre autoridad y verdad, universalidad y
particularidad, violencia y consenso, legalidad y legitimidad. En el presente trabajo,
historia, política, derecho y filosofía se cruzan así en una mirada que trasciende
cualquier campo disciplinar, obligándonos a poner, como diría Heidegger, “ojo avizor”.
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KOSELLECK - HABERMAS: EL STATUS DE LA PUBLICIDAD MODERNA
En la medida en que queramos lograr nuestro cometido, debemos demorarnos en una
reconstrucción somera de las conclusiones del análisis que nuestros autores realizan en
torno a los orígenes históricos de la publicidad burguesa.
Mientras Habermas halla en la génesis de la publicidad burguesa, la posibilidad de la
racionalización de la violencia intrínseca a toda decisión política soberana, Koselleck
intenta demostrar que es precisamente allí, en el surgimiento de la crítica burguesa,
donde encontramos las raíces de un proceso de crisis política que no sólo se declara
incapaz de racionalizar el poder sino que, por el contrario, disuelve la construcción de
un espacio amoral, propiamente político, que es vital para las comunidades.
El análisis de Koselleck parte de una hipótesis histórico-conceptual que indica que en
la estructura político-soberana fundada por el absolutismo, como reacción a las guerras
de la religión, se halla in nuce la posibilidad del proyecto de la ilustración. El despliegue
del fenómeno absolutista en Europa a partir del siglo XV obedece al intento de
conformar un espacio de “acción racional” supra-religioso que, aunque socialmente no
trastoca la estratificación estamental tradicional, políticamente supone un proceso de
neutralización de las instituciones autónomas. El proyecto absolutista alumbrará la
configuración de un campo propiamente político, y el Estado soberano adquirirá un
status específico, confundiéndose (en última instancia) el espacio de “acción racional”
con el estado soberano mismo.
En esa operación, Koselleck sostiene que la instauración de la soberanía estatal
supone una nueva forma del derecho, una reconfiguración de la ley en términos
políticos. Dicha reconfiguración política del derecho no niega estrictamente “lo moral”,
pero reconfigura la relación política - moral, gracias a una escisión de la relación
conciencia-acción, una ruptura entre “lo interno” y lo “externo”. De esta manera, lo que
intenta apuntar Koselleck, siguiendo el análisis de Hobbes, es que la conformación de
un Estado supone evitar, o mejor dicho superar , la alternativa entre el bien y el mal por
una opción propiamente política:
“La necesidad de fundar el Estado transforma la alternativa moral del bien y el mal en
la alternativa política de la paz y la guerra” (Koselleck, 1965: 43).
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De acuerdo al análisis de Koselleck, para Hobbes lo que llevó a las guerras civiles
religiosas no fue simplemente “voluntad de poder”, sino más precisamente, “la
invocación a una conciencia sin asidero externo. La instancia de la conciencia, en lugar
de ser ‘causa pacis’, es en su pluralidad subjetiva ‘causa belli civilis’” (Koselleck, 1965:
50). La “alternativa política” hobbesiana nace a partir de la identificación del peligro
que el Leviatán debe conjurar: las guerras civiles, o más precisamente, las guerras
civiles religiosas causadas por las alternativas trazadas por una “moral”.
Hobbes entonces, torsiona una operación pre-absolutista al localizar en el punto
mismo de la escisión entre acción y conciencia, la posibilidad de la superación de las
guerras religiosas. Si los partidarios de una fe habían sostenido su práctica política
concreta mediante la identificación de su accionar con su conciencia, el resto del mundo
quedaba por la misma lógica obrando desde la mala fe, la perversión, premisa que sólo
puede romperse con el cuestionamiento de esa “conciencia sin asidero externo”. Por eso
en Hobbes, como dice Koselleck,
“la oposición entre el ámbito externo y el interno se convirtió en una artimaña
heurística, para descubrir las motivaciones psicológicas que, en su normatividad,
pueden llevar a todos los hombres, sin distinción, a la obediencia de una normatividad
estatal” (Koselleck, 1965: 53, nota al pie n° 52).
La “artimaña heurística” que Hobbes desarrolla es observar que la conformación de
un campo propiamente político-soberano, en tanto “alternativa política” para garantizar
la paz, depende de la intromisión de la política en el espacio de las opciones morales
que afectan las conciencias de los hombres que van al pacto. La política se configura así
como un espacio en dos movimientos lógicos. El primero, des/moralizante, supone una
privatización de la moral o, mejor dicho, la cancelación política de todo vínculo moral
entre los hombres que pactan. El segundo, la fundación de un nuevo lazo que descansasobre una ley civil (no simplemente “natural”) que reúne a los contrayentes del pacto
bajo la premisa de aceptar que la única moral que comparten, es decir la única moral no
atada a las conciencias individuales, es una moral de la razón política:
“La subsistencia de un orden estatal (garantizado y asegurado desde arriba) es
solamente posible cuando la pluralidad de partidos e individuos se sitúa en el seno de
una moral que acepta la soberanía política absoluta del príncipe como una necesidad
moral. Esta moral es la moral racional de Hobbes” (Koselleck, 1965: 55).
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De esta manera, no podría decirse exactamente que la operación que realiza la política
sobre la moral sea la “subordinación” dado que, como recuerda Koselleck, “la razón
elimina toda diferenciación entre ambos campos” (Koselleck, 1965: 43). En un sentido
estricto, habría que reconocer en la operación hobbesiana la postulación de la política
como el único lazo moral común. En este sentido, la fisura entre conciencia y política es
empujada a un campo fuera del espacio estatal, a sus bordes. Por un lado, el soberano,
que no pacta, y por tanto se encuentra “por encima” del Estado, por el otro, el individuo,
quien a través del pacto se escinde en hombre y ciudadano del estado (Koselleck, 1965:
64-65). Las convicciones privadas serán, de ahí en más, sólo eso, creencias privadas sin
posibilidades de traducción política, la conciencia es despojada de su carácter
vinculante, deviene en mera opinión.
Esto supone un forzamiento no exento de violencia para las personas que componen la
comunidad política. El Estado soberano, espacio político por excelencia, exige la
sujeción de los pactantes, quienes por su propia voluntad resignan una alternativa moral
como regente del accionar, en pos de una opción política imprescindible para la
comunidad, la paz. La política hobbesiana, posible a partir del estado de naturaleza que
rápidamente deviene en esa guerra del “todos contra todos”, es un instrumento
pacificador paradójico que parte las subjetividades de quienes van al pacto y les exige
renunciar a su condición de meros “hombres” para ingresar al lazo vertical de
obediencia, que une a los súbditos con el soberano, y se recubre de un halo de violencia:
“Quien se somete al soberano, vive por medio del soberano; quien no se somete a él,
será aniquilado, pero la culpa recae sobre el aniquilado mismo. El súbdito, para poder
sobrevivir simplemente, tiene que ocultar su conciencia” (Koselleck, 1965: 34-35).
El pacto supone entonces un reparto de competencias. Mientras que la culpa es ahora
propiedad exclusiva del súbdito, el soberano asume la absoluta responsabilidad política,
responsabilidad que descansa sobre la exigencia de la dominación absoluta de todos los
pactantes, convertidos/partidos en sujetos.
Como consecuencia del pacto, se abrevian entonces los criterios identitarios que
supone una comunidad política organizada. Los individuos, son ante todo, súbditos del
soberano, es decir que no se reconoce otro lugar de pertenencia social (como los
estamentos), que tenga eficacia o fuerza política (Koselleck, 1965: 41). El Estado como
espacio político, implica la simplificación de los criterios de ordenamiento; el soberano
absorbe toda la politicidad que una comunidad supone, adquiriendo con ello también
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todos los deberes que ya no se hallan en manos de los súbditos. Hobbes, como dice
Koselleck, piensa el Estado como una magnitud que despoja a las convicciones privadas
de su repercusión política (Koselleck, 1965: 54):
“En el Estado, la conciencia, de la cual se separa y alinea el Estado, conviértese en
moral privada. ‘Auctoritas, non veritas facit legem’. El príncipe está por encima del
Derecho y es al mismo tiempo la fuente de éste; él decide lo que es justo y lo que es
injusto, él es legislador y juez al mismo tiempo. Este derecho, en cuanto Derecho
político o estatal, no se halla ya vinculado en su contenido a intereses sociales y
esperanzas religiosas, sino que delimita un ámbito formal de las decisiones políticas…”
(Koselleck, 1965: 54-55).
De esta manera, el súbdito en tanto ciudadano del Estado, no puede buscar otro
referente para la ley que la autoridad del soberano, poder terrenal que prescindiendo de
la trascendencia divina, puede sin embargo ser fundamento de la ley de la comunidad
porque ha surgido a través del pacto, en tanto opción pacificadora, como la conjura
misma de la guerra civil.
Esta situación sin embargo no “libera” de toda preocupación al soberano. Por el
contrario, el fundamento de la auctoritas soberana implica el manejo discrecional de la
decisión e incluso, como apuntamos, de la violencia. Compelido a actuar precisamente
en las situaciones donde las fronteras jurídicas se borronean, la decisión del soberano
adquiere su especificidad precisamente en ese campo de indeterminación que, por
definición, es inestable:
“La omisión de dichas acciones podía acarrear consecuencias tan graves como su
contrapartida, el abuso excesivo de poder. Un peligro era tan grande como el otro;
ambos, por lo demás, se provocaban entre si. Precisamente el peligro de caer desde un
extremo en el opuesto era lo que confería evidencia a la decisión soberana” (Koselleck,
1965: 35).
La ligazón civil de los ciudadanos descansa así sobre la espada del soberano. Lo
público, la res pública configurada por el Estado, supone entonces una comunidad
donde paradójicamente lo común se halla políticamente trastocado, es decir, donde los
ciudadanos ya no comparten sino una moral racional que exige su incorporación en
tanto súbditos a la estructura piramidal de la soberanía y, por tanto, la renuncia a la
posibilidad de la construcción de cualquier tipo de lazo entre los “hombres”.
A partir de estas premisas planteadas por Koselleck podemos anclar el análisis del
surgimiento histórico de la publicidad burguesa a manos de Habermas, cuyo análisis
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histórico es, a grandes rasgos, similar. En efecto, es el absolutismo y su conformación
de un espacio político de neutralidad moral y monopolio de la decisión lo que posibilitó,
para Habermas, la creación de un ámbito autónomo donde los privados podían
igualarse, no políticamente, sino socialmente:
“No es tanto su igualdad política [porque participaban tanto burgueses como nobles]
de los miembros, como su exclusión respecto del ámbito político del absolutismo, lo
decisivo: la igualdad social era posible, por lo pronto, sólo como una igualdad fuera del
Estado” (Habermas, 1981: 73).
Si la Ilustración supone un proceso que se inicia en el ámbito privado no alcanzado
por el poder del soberano, no se detiene allí puesto que va ensanchando los límites de lo
privado hacia lo público. Koselleck habla de un “nuevo estrato” de intereses
heterogéneos e incluso contrapuestos, “cuyo común destino fue no hallar un lugar
suficiente para ellos en el seno de las instituciones existentes en el Estado absolutista”
(Koselleck, 1965: 115). Es precisamente esa “igualdad social”, como producto de la
exclusión del ámbito político del absolutismo, la que conforma una “reunión de
personas privadas que se reúnen en calidad de público”, configurando para Habermas la
esfera de la publicidad burguesa (Habermas, 1981: 65).
Será Locke, tal vez referente máximo de la intelligentsia burguesa, quien reformule
algunos de los principios sobre los que se sostenía el edificio hobbesiano. En particular,
en relación al status de las leyes morales. Aunque los juicios particulares siguen siendo
atributo de los ciudadanos (y por tanto, al igual que en Hobbes, distinguiéndose del
poder soberano), los juicios morales presentan para Locke, un carácter de ley. Y la
obligatoriedad de esta ley moral proviene de un tácito y secreto acuerdo de todos los
ciudadanos, acuerdo que por un lado, no depende del Estado, se sustrae; y por el otro
amplía el universo moral más allá de la situación particular de los individuos, lo“socializa”:
“Los ciudadanos no quedan ya subordinados exclusivamente al poder estatal, sino que
constituyen una society que desarrolla sus propias leyes morales, leyes que aparecen
junto a las leyes del Estado. Con ello la moral burguesa (…) penetra en el ámbito de la
vida pública” (Koselleck, 1965: 97-98. Cursivas nuestras).
En este gesto, Locke le quita al soberano hobbesiano lo que podríamos llamar “el
monopolio” de la res pública. Aún en secreto (en caso de carecer de autorización
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estatal), las leyes morales de la sociedad no pueden remitirse ya a conciencias
individuales de índole privada. El campo estatal soberano ideado por Hobbes, que se
levantaba sobre esta escisión entre conciencia y política, se desestabiliza. El “hombre”
quiere ahora realizarse estatalmente. Esto supondrá que la escisión entre “hombre” y
“ciudadano” sea puesta en cuestión. La idea de una sociedad como sujeto de la ley
moral entonces, descose la trama que Hobbes había tejido entre la universalidad, el
Estado soberano y lo público. Como vimos en la cita anterior, las leyes morales
aparecen junto a las leyes estatales, es decir que el lazo civil que pretendía Hobbes se
desdobla para reintroducir un vínculo moral que supone la coexistencia de ley civil y
ley moral. Independientemente de la sujeción al poder estatal, los individuos son sujetos
a una ley moral, es decir, se hallan incluidos en un universo social común. Frente al
espacio de neutralización moral que Hobbes pretendía para el Estado, la ley moral de
Locke vuelve a atar conciencia y política de manera tal que sociedad y Estado se
convierten en los marcos de referencia paralelos, pero no necesariamente
complementarios, para la inscripción de las acciones de los ciudadanos.
Como resultado, dirá Koselleck, la moral burguesa transforma los límites de la esfera
privada, y deviene en “poder público” dado que, aunque exterior al Estado y ligada a
una crítica intelectual, tiene consecuencias de carácter político (Koselleck, 1965: 105).
En efecto, Locke nunca se ocupó del tema de cómo coordinar ambas instancias
(Koselleck, 1965: 103), pero históricamente se produjo una radicalización de la pugna
hasta convertir al Estado y la sociedad en espacios antagónicos que, de acuerdo al
análisis de Koselleck, instigaría una crisis política.
Habermas en cambio, intenta una aproximación distinta. Distinguirá un proceso de
“desenclaustramiento del público”, donde el carácter de lo público no se mide por las
personas que efectivamente participan o su exclusividad, sino porque se entiende y se
ubica así mismo dentro de un público más amplio de personas privadas. Lo público
entonces, no se define simplemente como aquello que concierne a un colectivo de
personas privadas sino que, además, es subsidiario de una idea de “accesibilidad”: “Las
cuestiones discutidas se convertían en algo ‘general’ no sólo en el sentido de su
relevancia, sino también en el de su accesibilidad” (Habermas, 1981: 75).
Ahora bien, aún Habermas debe admitir que este proceso de surgimiento de la
publicidad burguesa, íntimamente ligada a la experiencia de la esfera de la intimidad
pequeño familiar (Habermas, 1981: 87), supone la conformación de una esfera de lo
público que nace como una relación polémica con el poder político encarnado en el
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Estado soberano. El terreno de la disputa opondrá la práctica del secreto soberano al
principio de publicidad, problematizando “si la ley depende del arbitrio soberano o si la
autoridad de éste debe sólo ejercerse sobre el fundamento de una ley” (Habermas, 1981:
89):
“Con ello se prepara la subversión del principio inapelable del dominio absoluto
formulado por la teoría del Estado de Hobbes: veritas non auctoritas facit legem. En la
‘ley’, suprema encarnación de las normas generales, abstractas y permanentes, a cuya
mera ejecución tiene que reducirse el dominio, está contenida una racionalidad en la que
lo justo converge con lo justificado” (Habermas, 1981: 90)
Mientras los arcana imperii suponían la conformación de una dominación basada en
la voluntas, “la publicidad habrá de servir a la imposición de una legislación basada enla ratio” (Habermas, 1981: 90). Una legislación basada en la razón, supone entonces
que la publicidad es un medio idóneo, un instrumento que permite la ambición moderna
de “racionalizar el poder” (Rabotnikof, 2005: 169).
Claro que para llevar adelante dicha empresa, lo público debe conformarse en un
ámbito que no puede ser el del Estado. Para racionalizar el poder se debe, ante todo,
tomar nota del nacimiento histórico de aquello que Locke había denominado “society”,
y que Habermas concibe como un espacio social y público, pero no estatal: la sociedad
civil, dimensión universal de la comunidad política que no supone para sí misma una
institución del poder,
“esa trama asociativa no-estatal y no-económica, de base voluntaria, que ancla las
estructuras comunicativas del espacio de la opinión pública en la componente del
mundo de la vida (…). El núcleo de la sociedad civil lo constituye una trama asociativa
que institucionaliza los discursos solucionadores de problemas, concernientes a
cuestiones de interés general, en el marco de espacios públicos más o menos
organizados” (Habermas, 1998: 447)
La existencia de la sociedad civil queda ligada al espacio de la opinión pública,
funcionando como una red donde se configuran opiniones en torno a temas específicos
sobre el humus de las vivencias privadas de los hombres. Al estar ligada más
íntimamente con los ámbitos de la vida privada que el poder político, la sociedad civil
posee la ventaja de una mayor “sensibilidad” para identificar los problemas que atañen a
una comunidad y condensarlos en “opiniones públicas”:
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“El espacio de la opinión pública, como mejor puede describirse es como una red para
la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir de opiniones, y en él los
flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en
opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos” (Habermas, 1998: 440).
La relación polémica entre la publicidad burguesa y el Estado, sin embargo, no es
vista por los privados reunidos en calidad de público, según Habermas, como una
disputa por el dominio. En realidad, la empresa de racionalización de la voluntas -
auctoritas supone el proyecto de reabsorber la dominación del soberano en un poder
racionalizado. Aquí el contrapunto con Koselleck es evidente. Para Koselleck, esta
“sociedad” en tanto “esfera de intereses extra-estatales” que llevó a la creación de
nuevas instituciones, provocó una institucionalización paralela que conformó un “poder
político indirecto” (Koselleck, 1965: 116-7). La lectura de Habermas es criticada avant
la lettre por Koselleck, quien asegura que no entender este progresivo enfrentamiento
entre la sociedad y el Estado como una disputa política, es una falsa conclusión de la
historia liberal que desconoce “la significación funcional de una negación de la política
en el marco del Estado absolutista” (Koselleck, 1965: 131, nota al pie n° 56).
Este punto opaco de la conceptualización, que enfoques como el de Habermas
implican, ha llevado a advertir que:
“Esta conflictiva y no del todo resuelta relación con el poder político (…) llevará a la
alternancia entre la pretensión de fundar el verdadero poder (en la Revolución francesa),
la aspiración liberal de controlarlo y limitarlo (imponiendo restricciones normativas a su
principio de funcionamiento) y la aspiración libertaria de extinguir el poder estatal y
disolverlo en el seno de la sociedad civil” (Rabotnikof, 2005: 169).
Llegamos así a un punto muerto de la discusión que necesariamente trasciende la
revisión histórica de la génesis de la publicidad burguesa. Las valoraciones
contrapuestas entre Koselleck y Habermas parecerían obligarnos a un juego de suma
cero entre el Estado y la Sociedad por el monopolio de “lo público”, como bien nota
Rabotnikof:
“(…) a optar entre una especie de estadolatría que ve en cualquier expresión política
socialmente arraigada un desafío a la autoridad y el orden, y un societalismo ingenuo
para el que la decisión, el orden y la responsabilidad son problemas ‘de otro’”
(Rabotnikof, 2005: 287).
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La res pública aparece así jalonada, en los términos de este debate teórico-político,
entre dos espacios que pretenden fundar el espacio comunitario, nuestro “lugar común”.
Sin embargo, para desentrañar este punto muerto, intentaremos mostrar someramente
que el debate entre las posturas que representan Koselleck y Habermas sólo es posible
gracias a la velada existencia de un supuesto compartido.
EL SUPUESTO DEL LUGAR COMÚN
Como hemos visto a lo largo de esta reconstrucción del debate en torno a la
publicidad burguesa, detrás de la revisión histórica asoman discusiones que tienen que
ver con problemas que atraviesan la teoría política contemporánea. En este sentido, y
como señalamos hacia el final del apartado anterior, nos gustaría ahora ir
aproximándonos a ese “supuesto compartido” por ambos autores y que nos permite
poner en otra perspectiva la relación entre lo público y la política.
Hemos indicado de qué manera, tanto Habermas como Koselleck, asumen la
importancia de ese lazo comunitario “moral” o “político”1. La política, que recorre el
espacio comunitario atravesándolo, parece cruzarse de manera inequívoca (hasta
fundirse en el caso puntual de Koselleck) con ese vínculo que debe conformar un
espacio común, un lugar de lo público. Tanto Habermas como Koselleck no pueden
dejar de pensar a la política sin este sustrato universal comunitario. La razón es
evidente: sin la existencia de la res pública, ya sea de índole “estatal-política”, ya sea de
índole “social-moral”, parecería no haber un fundamento estable para la producción de
un derecho que regule la vida de los ciudadanos. Sin el pacto que incorpora las
subjetividades al lazo vertical de la soberanía hay guerra, no política soberana; sin el
espacio horizontal que conforma el vínculo societal-civil hay dominación i-rracional, no
política propiamente dicha.
En este punto, llamamos la atención sobre el hecho de que el debate en torno a si la
comunidad de lo común es creada por la política o si la comunidad de lo común debe
defenderse o racionalizar la política, es ya un segundo movimiento, que implica
soslayar una discusión en torno a qué se está pensando en esta relación entre la política
y “lo común”. No es casual que el debate así trazado omita este punto clave. La
1 La distinción, sabemos, es en última instancia antojadiza y sirve sólo con miras a una mayor claridadexpositiva. En el apartado anterior debería haber quedado claro cómo, en la lectura de Koselleck, para
Hobbes el lazo político es de naturaleza moral-racional.
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pregunta por una comunidad político-jurídica y su fundamento (¿ Auctoritas? ¿Veritas?)
soslaya una discusión que hoy está en boga y refiere precisamente a pensar el status que
tiene para la política la idea de un fundamento social.
En este sentido, el posfundacionalismo puede darnos una mano para echar luz sobre el
tema que nos ocupa. El posfundacionalismo, cabe aclarar, no debe confundirse con un
anti-fundacionalismo. Un enfoque posfundacional no intenta realizar una negación tout
court de la figura del fundamento sino, más bien, “debilitar su status ontológico”
(Marchart, 2009: 15). Lejos de agotarse en un mero malabarismo filosófico, esta
discusión atañe directamente al campo del pensamiento político. Dicho debilitamiento,
que apunta a señalar la imposibilidad de un fundamento último (esto es,
metafísicamente necesario), implica la creciente conciencia de “lo político como el
momento de un fundar parcial y, en definitiva, siempre fallido” (Marchart, 2009: 15).
Pero ese “fundar” se escapa de los marcos de referencia estables que abonan el debate
entre nuestros autores. En primer lugar porque implica la creciente conciencia de que las
sociedades no tienen a priori ningún lazo que las haga una. Toda sociedad en su
constitución es pensada, en esta clave, mediante la operación de un momento de la
política que desconoce los límites que separan lo social de lo estatal, puesto que es
precisamente este momento de la política el que, en todo caso, puede fundar esos límites
contingentemente. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, ya no podría
identificarse una lógica externa a este momento fundante de lo político para determinar
qué es aquello común a todos. La res pública, en tanto “momento universal” de la
sociedad, se vuelve obscura, se opaca en tanto se desprende de una operación política
que define un fundamento universal que no es necesario sino contingente2.
Deberíamos mencionar, sin embargo, que Habermas no ignora esta complejidad
presentada por la crítica al “pensamiento fundacionalista”. De hecho, no es ilegítimo
leer la producción de este autor (específicamente “”Facticidad y validez”) como un
intento de complejizar la cuestión en torno a esta temática puntual. En esta clave, la
intención de Habermas al pensar una legitimación “procedimental” de la producción de
derecho, puede interpretarse como un intento de escape a las problemáticas que encierra
la idea de fundamento “metafísico”. Hay que tomar nota entonces, que la veritas que
2 Contingente, no azaroso. Las posibilidades de un fundar de lo social no son infinitas, dependen de
sedimentaciones históricas que acotan los marcos de cualquier decisión política. La contingencia apuntamás bien a marcar que el fundamento supone una “decisión” en el sentido cabal del término, es decir, una
operación ontológica que cuestiona la idea de “necesidad”.
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intenta heredar críticamente en su propuesta es un fundamento inmanente-contingente ,
que no apunta a un ámbito trascendental necesario. Veamos.
El proyecto de la Ilustración (racionalización del poder, realización del hombre en el
Estado), que supone la crisis del Estado absolutista que anuncia Koselleck, queda
anudado de manera particular en la propuesta habermasiana. En este sentido, es
importante notar que para el autor alemán, la sociedad civil no ejerce propiamente
“poder” sino que, más bien, su accionar se circunscribe a la noción de “influencia”. La
sociedad civil no puede (no debería) funcionar como “un foco en el que se concentran
los rayos de una autoorganización de la sociedad en su conjunto” (Habermas, 1998:
452), es decir que no puede aspirar a ser el único marco de referencia para la atención
de los problemas e intereses que poseen los ciudadanos. En la propuesta de Habermas es
clara, entendemos, la relación de complementariedad que existe entre la sociedad civil y
el Estado de derecho y sus instituciones. La sociedad civil es una “estructura
intermediaria” (Habermas, 1998: 454), el espacio público facilita la “aparición” de los
intereses colectivos, pero no puede cristalizarlos institucionalmente en derecho. Su tarea
es operar sobre los actores del sistema político:
“El influjo político de tipo publicístico, es decir, apoyado por convicciones de tipo
público, sólo se transforma en poder político, es decir, en un potencial para tomar decisiones vinculantes, cuando opera sobre las convicciones de los miembros
autorizados del sistema político y determina el comportamiento de electores,
parlamentarios, funcionarios, etc. El influjo publicístico-político, al igual que el poder
social, sólo puede transformarse en poder político a través de procedimientos
institucionalizados” (Habermas, 1998: 443. Cursivas en el original).
Tal vez tomando nota del riesgo desestabilizante que anunciara Koselleck, para
Habermas los actores del espacio público pueden ejercer influencia, pero no poder
político. Los filtros del sistema político institucional son absolutamente necesarios paraque los intereses del público penetren en la producción legítima de derecho. La
soberanía popular, que se extiende en los flujos comunicacionales, debe influir entonces
en las instituciones democráticas del Estado de derecho en pos de alcanzar resoluciones
formales (Habermas, 1998: 452).
Para Habermas, el espacio público asume la posibilidad de la “influencia” para la
producción legítima de derecho, es decir, pretende para el poder político
institucionalmente organizado la imposibilidad de remitirse simplemente a la voluntad
para la producción de la ley. El fundamento de la ley, en tanto respaldado en las
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preocupaciones e intereses de una comunidad que se condensan en el espacio público,
se legitima, apunta a una instancia que se reivindica inmanente, una veritas no
trascendental.
En este sentido, el Estado democrático de derecho nunca asume una configuración
definitiva, sino que es entendido,
“como una empresa sujeta a riesgos, irritable e incitable, y sobre todo falible y
necesitada de revisión, empresa que se endereza a realizar siempre de nuevo y en
circunstancias cambiantes el sistema de los derechos, es decir, a interpretarlo mejor, a
institucionalizarlo en términos más adecuados, y a hacer uso de su contenido de forma
más radical” (Habermas, 1998: 466).
De esta manera la participación de los ciudadanos en la esfera pública es un intento por superar esa tensión entre la validez de la producción de derecho y su facticidad
social (Habermas, 1998: 466). La sociedad civil es la instancia que legitima la
producción de ley, aún en el contexto de restricciones estructurales o sistémicas. De una
manera “post-metafísica”, Habermas consigue atar nuevamente moral y política,
conjunción que se cristaliza precaria, no definitivamente, en leyes que pueden
transformarse a lo largo del tiempo.
Por esto también, Habermas quiere despegarse de otro gran “invento” de la filosofía
moderna: el “gran sujeto político”. La sociedad civil no puede asumir el rol de
representante de los intereses de la comunidad y actuar en nombre de todos:
“Directamente la sociedad civil sólo puede transformarse a sí misma e,
indirectamente, puede operar sobre la autotransformación del sistema político
estructurado en términos de Estado de derecho. Por lo demás, influye sobre la
programación de ese sistema. Pero ni conceptual ni políticamente puede ocupar el
puesto de aquel sujeto de gran formato, inventado por la filosofía de la historia, cuya
misión era poner a la Sociedad en conjunto bajo su control y a la vez actuar legítimamente en nombre de ella” (Habermas, 1998: 453).
Sin embargo, en el planteo de Habermas, y más allá de sus recaudos en torno a no
cometer el mismo error que la “filosofía de la historia”, lo que resulta problemático (en
nuestra clave de lectura) es la dura división entre Sociedad, como reino de la moral y
Estado, como espacio del poder. La cuestión en torno a lo común sigue siendo, como
vimos más arriba, ligada a la hipóstasis de lo moral, es decir, de la cosa pública, por
fuera del poder . La necesidad de Habermas de construir una propuesta que permita
legitimar procedimentalmente el derecho en las sociedades actuales, es solidaria de esta
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escisión. Controvertida para una línea minoritaria de la filosofía moderna y también
para una corriente más importante del pensamiento contemporáneo, la idea de trazar una
línea conceptual entre Sociedad y Estado es una operación que parece garantizar la
existencia misma de la res pública: en efecto, ¿dónde quedaría ubicado lo público si las
coordenadas de ambos espacios se contaminaran? Si la sociedad ya no tiene un
fundamento universal moral , si le resulta imposible tenerlo en el sentido de una moral
común, ¿cómo podría el Estado y sus instituciones encargarse de “traducir” a un
lenguaje jurídico un “interés social”? En otras palabras, si la universalidad ya no
preexiste al “poder” ¿cómo debemos pensar el juego entre lo social y lo político?
La operación habermasiana, heredera de la filosofía moderna, no puede dejar de
pensar un ámbito común, lógicamente pre-político, capaz de generar por su condición
misma de universal la producción legítima de derecho. Si en Koselleck, la decisión
soberana creaba una moral común mediante la anulación de cualquier lazo común no
estatal, en Habermas es la hipostatación de ese lazo social, exterior/anterior al ámbito
estatal lo que permite sostener una moral común. Ambos autores descansan sus apuestas
sobre este basculamiento que oscila entre Sociedad y Estado, pero que pende de la
creencia en “un lugar común”, de un punto inmóvil que garantiza la existencia de este
péndulo.
A MODO DE CONCLUSIÓN
En definitiva, el desarrollo de estas cuestiones nos ha legado una pregunta que ha
quedado abierta en el cruce entre la política, lo público y la comunidad: ¿qué es lo que
comparten los miembros de una comunidad? Si la pregunta logra alcanzar este punto
inmóvil del péndulo, es precisamente el escenario que permite la controversia entre
Koselleck y Habermas lo que podría desequilibrarse.
Avanzamos ahora a tientas. En relación a la pregunta formulada, R. Esposito intenta
una estrategia novedosa. Mediante la genealogía de la palabra communitas, nos indica
que la noción de comunidad parece señalar un conjunto de personas a las que ata, no
“algo” que poseen, sino más bien un deber o una deuda, un “conjunto de personas
unidas no por un ‘más’, sino por un ‘menos’, una falta, un límite que se configura como
un gravamen…” (Esposito, 2003: 29).
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Por tanto, ya no puede ser “lo propio” aquello que caracteriza la ligazón comunitaria
sino, paradójicamente, lo “impropio”, lo “otro”. La comunidad atraviesa a los sujetos
con una carga que descentra cualquier tipo de identificación común. Pero la presencia
de lo común en los miembros de una comunidad no se halla simplemente opacada por
algún obstáculo a superar y, así retornar al dominio de si. La comunidad de una falla es
para Esposito una presencia constitutiva. De allí que la res pública no pueda
simplemente “coincidir” con lo comunitario. Si la comunidad es esa falla que surca lo
social, lo público parece más bien acechado por el peligro de inundarse de comunidad,
aunque esta última a su vez es condición de posibilidad de aquel: “la cosa pública es
inseparable de la nada. Y nuestro fondo común es, justamente la nada de la cosa”
(Esposito, 2003: 33).
Pensado de este modo, las lecturas más frecuentes acerca de la filosofía política
moderna, empezando por el modo de comprender la obra de Hobbes, comienzan a sufrir
una torsión:
“Lo que los hombres tienen en común (que los hace semejantes más que cualquier
otra propiedad), es el hecho de que cualquiera pueda dar muerte a cualquiera. Y aquí
está lo que Hobbes lee en el fondo obscuro de la comunidad. Cómo interpreta su
indescifrable ley: la communitas lleva dentro de sí un don de muerte” (Esposito, 2003:
41).
Si la comunidad es la “guerra”, el poder inmunizante del contrato supone una ruptura
(y no la creación) de un orden comunitario. El estado de naturaleza, dimensión
originaria del “vivir en común”, es conjurado mediante un pacto de sujeción que sólo
obliga a la obediencia al soberano, construyendo una pirámide que no contempla otra
relación social que la de protección - obediencia.
El lugar del miedo entonces, “es el lugar fundacional del derecho y la moral en el
mejor de los regímenes. En suma, el miedo (al menos potencialmente) tiene una carga
no sólo destructiva, sino también constructiva. No determina únicamente fuga y
aislamiento, sino también relación y unión” (Esposito, 2003: 57) El miedo, a diferencia
del terror como bien sabía Hobbes, no está del lado de lo irracional sino del lado de la
razón. El miedo es racional porque tiene una “potencia productiva”, políticamente
productiva: el miedo es un productor de política (Esposito, 2003: 58).
Si la única relación común-natural entre los hombres es violenta, la aparición de la
política viene a descentrar precisamente cualquier comunidad. En este sentido, y contra
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la lectura de Koselleck, la soberanía no es tanto la creación de un lazo político común
sino más bien la “institución normativa” de la disolución del lazo comunitario, o más
precisamente, el Estado es la des-socialización misma, la re-unión de hombres que ya
no tienen más que nada en común (Esposito, 2003: 66). Pensar la des-socialización
como producto de la política implica, entonces, pensar la destrucción de la comunidad:
“si la relación entre los hombres es de por sí destructiva, la única salida de este
insostenible estado de cosas es la destrucción de la relación misma. Si la única
comunidad humanamente experimentable es la del delito, no queda sino el delito contra
la comunidad: la drástica eliminación de toda clase de vínculo social” (Esposito, 2003:
64-65).
Así queda claro que el lazo soberano-súbdito es incapaz de crear comunidad. La res pública no puede ser ya entendida como lo común a todos, porque aquello que todos
compartimos socialmente es solamente la proliferación de fuerzas que implican la
posibilidad de la muerte. De esta manera Hobbes es tal vez el primero que entiende que
la política es en el fondo una política del miedo, que surge de él y, de manera
apaciguada, también lo conserva, lo “asegura”. El miedo no se olvida, empuja al pacto y
también lo conserva. Del miedo anárquico del homo hominis lupus, al miedo común-
institucional del súbdito al Leviatán. De un miedo indeterminado, a un miedo regulado,
determinado por la razón a través del pacto:
“El Estado no tiene el deber de eliminar el miedo, sino de hacerlo ‘seguro’. (…) El
Estado moderno no sólo no elimina el miedo a partir del cual originariamente se genera,
sino que se funda en él, haciéndolo motor y garantía de su propio funcionamiento”
(Esposito, 2003: 61).
Si seguimos estas premisas, anunciar que la política sólo puede pensarse a partir de un
“lugar común” es totalmente válido. Sin embargo, la res pública es ya algo muy distinto
a lo que imaginaban tanto Habermas como Koselleck. La política nace gracias a una
comunidad del miedo, de la violencia, de la guerra, de la muerte. Por eso, la política
tiene este mismo reverso, es acechada por la comunidad. Conjuración del lazo
comunitario, pacto de supresión: esto es la política como espacio negador de lo común.
Así, el cruce entre lo público y lo político sigue siendo vital para comprender la
dinámica de las sociedades, pero desde una perspectiva oblicua, descentrada. Las
posibilidades de la política dependen, en última instancia, no tanto de una opción por
una comunidad de la paz, sino de admitir que no podemos “vivir en común”,
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dejándonos como desafío la necesidad de pensar bajo el asedio del espectro de una
comunidad políticamente imposible.
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BIBLIOGRAFÍA
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HABERMAS, J: Facticidad y validez . Trotta, Madrid, 1998.
HABERMAS, J: Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural
de la vida pública. G. Gili, Barcelona, 1981.
KOSELLECK, R: Crítica y crisis del mundo burgués. Rialp, Madrid, 1965.
MARCHART, O: El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en
Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. FCE, Buenos Aires, 2009.
RABOTNIKOF, N: En busca de un lugar común: el espacio público en la teoría política contemporánea. UNAM, México, 2005.
RABOTNIKOF, N: Lo público hoy: lugares, lógicas y expectativas. Iconos, Revista de
Ciencias Sociales. Num. 32, Quito, septiembre 2008, pp. 37-48.