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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES  FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES SEMINARIO DE DOCTORADO: “Discutiendo lo público” “La política, lo público, la comunidad” Un cruce polémico a partir del debate Koselleck - Habermas TRABAJO FINAL DOCTORANDO: Emilio S. Lo Valvo PROFESORA: Dra. Nora Rabotnikof Buenos Aires, octubre de 2010

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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES 

 FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES 

SEMINARIO DE DOCTORADO: “Discutiendo lo público” 

“La política, lo público, lacomunidad”

Un cruce polémico a partir del debate Koselleck - Habermas

TRABAJO FINAL

DOCTORANDO: Emilio S. Lo ValvoPROFESORA: Dra. Nora Rabotnikof 

Buenos Aires, octubre de 2010

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INTRODUCCIÓN

Sin pretensiones mayores que la de una perspectiva exploratoria, quisiéramos

abocarnos a la tarea de reflexionar en torno a un cruce histórico-conceptual precisoentre lo público y lo político. En los límites que impone este trabajo, puede emprenderse

dicha labor involucrando directamente la producción de R. Koselleck y J. Habermas.

Estos autores, que como veremos sostienen lecturas con implicaciones diversas acerca

de qué efectos produce este cruce histórico, será un punto de inflexión para llevar 

nuestras indagaciones un poco más allá. Esta relación de lo público con lo político nos

transportará, en un segundo momento, a reflexionar sobre un conjunto de operaciones

que la teoría política moderna realiza entre la política y lo público, atendiendo a una

serie de producciones del pensamiento político más reciente, representadas tanto por la

reflexión italiano-francesa en torno a la comunidad, como al pensamiento denominado

“posfundacional”. En relación a este último punto, intentaremos escrutar, más

específicamente, qué relación puede establecerse entre la res pública, la comunidad y la

 política a través del problema de la constitución del lazo social.

Claro está que para poder comenzar nuestro trabajo, deberíamos ser capaces de

comprender la complejidad de aquello que históricamente ha sido conocido como “lo

 público”. En este sentido, es valioso recordar que la noción de “lo público” en su

devenir histórico puede ser organizada, siguiendo a Rabotnikof (2005, 2008), en

relación a tres díadas.

La primera díada, se relaciona con lo común - lo particular (Rabotnikof, 2005: 9, 28)

y apunta a entender lo público con lo que atañe a todos, a la comunidad, mientras que lo

 privado, singular, particular es aquello que se sustrae al poder público.

La segunda díada sería lo visible - lo oculto (Rabotnikof, 2005: 9, 28), y refiere a lo

 público como aquello que se muestra, que prescinde de los ocultamientos y por ende, lo

 privado es entendido como lo que se sustrae a la mirada, el secreto.

La tercera tríada se da en términos de lo abierto - lo cerrado (Rabotnikof, 2005: 10,

29-30). Lo público entonces se define como aquello que es de uso para todos, lo que no

  puede apropiarse particularmente, mientras que lo privado parece más cerca del

 privilegio, de la ley privada.

Estas díadas marcan la posibilidad de distintas combinaciones. Lo público en tanto

común a todos, por ejemplo, puede ser secreto o privilegio de unos pocos, como ocurre

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cuando se toma la noción de “razón de estado”, donde las decisiones políticas que

atañen a la comunidad, no son más responsabilidad que del “soberano”. Empero, resulta

interesante marcar aquí que las tres díadas desplegadas históricamente en instantes

distintos, como muestra Rabotnikof, se han articulado de manera tal en el pensamiento

 político occidental-europeo, que parece difícil desanudar hoy “lo público”, de alguno de

estos tres momentos; lo público en definitiva no parece hoy poder escaparse de apuntar 

a lo común, a lo visible, a lo abierto.

En este sentido, por lo dicho más arriba, pareciera que en nuestro trabajo estamos más

cerca de explorar “lo público” circunscribiéndolo a su primera acepción, es decir, a su

relación con lo  común, con aquello que se comparte entre todos. Sin embargo, nos

gustaría aventurar una hipótesis: que lo comunitario, no se restringe a una díada precisa

de “lo público” sino que parece atravesar transversalmente a las tres en su conjunto. Lo

“abierto”, lo “visible” en este sentido, nos parecen también solidarios de una idea de lo

común. Nos referimos a que aquello que lo público “abre” o “muestra”, parece precisar 

también de un supuesto identitario colectivo, de la idea de un “nosotros”. En efecto, ¿a

quién/quienes puede abrirse aquello que debería abrirse?, ¿a quién/quienes puede

mostrarse aquello que debería mostrarse? ¿No es en tanto miembros de una comunidad

que podemos “acceder” o “ver” aquello que, en tanto público, debería ser   de/ para

todos?

Si estamos en lo correcto, esa referencia a “lo común”, atacado al cuerpo de la res

 pública, pondrá en primer plano una íntima relación entre la comunidad y la político

que, a partir del audaz intento hobbesiano, dará al mismo tiempo y en el mismo gesto,

nacimiento al Estado soberano. La constitución de ese “nosotros”, solidaria con la

noción de lo público, supone históricamente un cruce con la noción de política en clave

soberana que revela las tensiones entre autoridad y verdad, universalidad y

 particularidad, violencia y consenso, legalidad y legitimidad. En el presente trabajo,

historia, política, derecho y filosofía se cruzan así en una mirada que trasciende

cualquier campo disciplinar, obligándonos a poner, como diría Heidegger, “ojo avizor”.

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KOSELLECK - HABERMAS: EL STATUS DE LA PUBLICIDAD MODERNA

En la medida en que queramos lograr nuestro cometido, debemos demorarnos en una

reconstrucción somera de las conclusiones del análisis que nuestros autores realizan en

torno a los orígenes históricos de la publicidad burguesa.

Mientras Habermas halla en la génesis de la publicidad burguesa, la posibilidad de la

racionalización de la violencia intrínseca a toda decisión política soberana, Koselleck 

intenta demostrar que es precisamente allí, en el surgimiento de la crítica burguesa,

donde encontramos las raíces de un proceso de crisis política que no sólo se declara

incapaz de racionalizar el poder sino que, por el contrario, disuelve la construcción de

un espacio amoral, propiamente político, que es vital para las comunidades.

El análisis de Koselleck parte de una hipótesis histórico-conceptual que indica que en

la estructura político-soberana fundada por el absolutismo, como reacción a las guerras

de la religión, se halla in nuce la posibilidad del proyecto de la ilustración. El despliegue

del fenómeno absolutista en Europa a partir del siglo XV obedece al intento de

conformar un espacio de “acción racional” supra-religioso que, aunque socialmente no

trastoca la estratificación estamental tradicional, políticamente supone un proceso de

neutralización de las instituciones autónomas. El proyecto absolutista alumbrará la

configuración de un campo propiamente político, y el Estado soberano adquirirá un

status específico, confundiéndose (en última instancia) el espacio de “acción racional”

con el estado soberano mismo.

En esa operación, Koselleck sostiene que la instauración de la soberanía estatal

supone una nueva forma del derecho, una reconfiguración de la ley en términos

 políticos. Dicha reconfiguración política del derecho no niega estrictamente “lo moral”,

  pero reconfigura la relación política - moral, gracias a una escisión de la relación

conciencia-acción, una ruptura entre “lo interno” y lo “externo”. De esta manera, lo que

intenta apuntar Koselleck, siguiendo el análisis de Hobbes, es que la conformación de

un Estado supone evitar, o mejor dicho  superar , la alternativa entre el bien y el mal por 

una opción propiamente política:

“La necesidad de fundar el Estado transforma la alternativa moral del bien y el mal en

la alternativa política de la paz y la guerra” (Koselleck, 1965: 43).

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De acuerdo al análisis de Koselleck, para Hobbes lo que llevó a las guerras civiles

religiosas no fue simplemente “voluntad de poder”, sino más precisamente, “la

invocación a una conciencia sin asidero externo. La instancia de la conciencia, en lugar 

de ser ‘causa pacis’, es en su pluralidad subjetiva ‘causa belli civilis’” (Koselleck, 1965:

50). La “alternativa  política” hobbesiana nace a partir de la identificación del peligro

que el Leviatán debe conjurar: las guerras civiles, o más precisamente, las guerras

civiles religiosas causadas por las alternativas trazadas por una “moral”.

Hobbes entonces, torsiona una operación pre-absolutista al localizar en el punto

mismo de la escisión entre acción y conciencia, la posibilidad de la superación de las

guerras religiosas. Si los partidarios de una fe habían sostenido su práctica política

concreta mediante la identificación de su accionar con su conciencia, el resto del mundo

quedaba por la misma lógica obrando desde la mala fe, la perversión, premisa que sólo

 puede romperse con el cuestionamiento de esa “conciencia sin asidero externo”. Por eso

en Hobbes, como dice Koselleck,

“la oposición entre el ámbito externo y el interno se convirtió en una artimaña

heurística, para descubrir las motivaciones psicológicas que, en su normatividad,

 pueden llevar a todos los hombres, sin distinción, a la obediencia de una normatividad

estatal” (Koselleck, 1965: 53, nota al pie n° 52).

La “artimaña heurística” que Hobbes desarrolla es observar que la conformación de

un campo propiamente político-soberano, en tanto “alternativa política” para garantizar 

la paz, depende de la intromisión de la política en el espacio de las opciones morales

que afectan las conciencias de los hombres que van al pacto. La política se configura así

como un espacio en dos movimientos lógicos. El primero, des/moralizante, supone una

 privatización de la moral o, mejor dicho, la cancelación política de todo vínculo moral

entre los hombres que pactan. El segundo, la fundación de un nuevo lazo que descansasobre una ley civil (no simplemente “natural”) que reúne a los contrayentes del pacto

 bajo la premisa de aceptar que la única moral que comparten, es decir la única moral no

atada a las conciencias individuales, es una moral de la razón política:

 

“La subsistencia de un orden estatal (garantizado y asegurado desde arriba) es

solamente posible cuando la pluralidad de partidos e individuos se sitúa en el seno de

una moral que acepta la soberanía política absoluta del príncipe como una necesidad

moral. Esta moral es la moral racional de Hobbes” (Koselleck, 1965: 55).

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De esta manera, no podría decirse exactamente que la operación que realiza la política

sobre la moral sea la “subordinación” dado que, como recuerda Koselleck, “la razón

elimina toda diferenciación entre ambos campos” (Koselleck, 1965: 43). En un sentido

estricto, habría que reconocer en la operación hobbesiana la postulación de la política

como el único lazo moral común. En este sentido, la fisura entre conciencia y política es

empujada a un campo fuera del espacio estatal, a sus bordes. Por un lado, el soberano,

que no pacta, y por tanto se encuentra “por encima” del Estado, por el otro, el individuo,

quien a través del pacto se escinde en hombre y ciudadano del estado (Koselleck, 1965:

64-65). Las convicciones privadas serán, de ahí en más, sólo eso, creencias privadas sin

  posibilidades de traducción política, la conciencia es despojada de su carácter 

vinculante, deviene en mera opinión.

Esto supone un forzamiento no exento de violencia para las personas que componen la

comunidad política. El Estado soberano, espacio político por excelencia, exige la

sujeción de los pactantes, quienes por su propia voluntad resignan una alternativa moral

como regente del accionar, en pos de una opción política imprescindible para la

comunidad, la paz. La política hobbesiana, posible a partir del estado de naturaleza que

rápidamente deviene en esa guerra del “todos contra todos”, es un instrumento

 pacificador paradójico que parte las subjetividades de quienes van al pacto y les exige

renunciar a su condición de meros “hombres” para ingresar al lazo vertical de

obediencia, que une a los súbditos con el soberano, y se recubre de un halo de violencia:

“Quien se somete al soberano, vive por medio del soberano; quien no se somete a él,

será aniquilado, pero la culpa recae sobre el aniquilado mismo. El súbdito, para poder 

sobrevivir simplemente, tiene que ocultar su conciencia” (Koselleck, 1965: 34-35).

El pacto supone entonces un reparto de competencias. Mientras que la culpa es ahora

 propiedad exclusiva del súbdito, el soberano asume la absoluta responsabilidad  política,

responsabilidad que descansa sobre la exigencia de la dominación absoluta de todos los

 pactantes, convertidos/partidos en sujetos.

Como consecuencia del pacto, se abrevian entonces los criterios identitarios que

supone una comunidad política organizada. Los individuos, son ante todo, súbditos del

soberano, es decir que no se reconoce otro lugar de pertenencia social (como los

estamentos), que tenga eficacia o fuerza política (Koselleck, 1965: 41). El Estado como

espacio político, implica la simplificación de los criterios de ordenamiento; el soberano

absorbe toda la politicidad que una comunidad supone, adquiriendo con ello también

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todos los deberes que ya no se hallan en manos de los súbditos. Hobbes, como dice

Koselleck, piensa el Estado como una magnitud que despoja a las convicciones privadas

de su repercusión política (Koselleck, 1965: 54):

“En el Estado, la conciencia, de la cual se separa y alinea el Estado, conviértese en

moral privada. ‘Auctoritas, non veritas facit legem’. El príncipe está por encima del

Derecho y es al mismo tiempo la fuente de éste; él decide lo que es justo y lo que es

injusto, él es legislador y juez al mismo tiempo. Este derecho, en cuanto Derecho

  político o estatal, no se halla ya vinculado en su contenido a intereses sociales y

esperanzas religiosas, sino que delimita un ámbito formal de las decisiones políticas…”

(Koselleck, 1965: 54-55).

De esta manera, el súbdito en tanto ciudadano del Estado, no puede buscar otro

referente para la ley que la autoridad del soberano, poder terrenal que prescindiendo de

la trascendencia divina, puede sin embargo ser fundamento de la ley de la comunidad

 porque ha surgido a través del pacto, en tanto opción pacificadora, como la conjura

misma de la guerra civil.

Esta situación sin embargo no “libera” de toda preocupación al soberano. Por el

contrario, el fundamento de la auctoritas soberana implica el manejo discrecional de la

decisión e incluso, como apuntamos, de la violencia. Compelido a actuar precisamente

en las situaciones donde las fronteras jurídicas se borronean, la decisión del soberano

adquiere su especificidad precisamente en ese campo de indeterminación que, por 

definición, es inestable:

“La omisión de dichas acciones podía acarrear consecuencias tan graves como su

contrapartida, el abuso excesivo de poder. Un peligro era tan grande como el otro;

ambos, por lo demás, se provocaban entre si. Precisamente el peligro de caer desde un

extremo en el opuesto era lo que confería evidencia a la decisión soberana” (Koselleck,

1965: 35).

La ligazón civil de los ciudadanos descansa así sobre la espada del soberano. Lo

 público, la res pública configurada por el Estado, supone entonces una comunidad

donde paradójicamente lo común se halla políticamente trastocado, es decir, donde los

ciudadanos ya no comparten sino una moral racional que exige su incorporación en

tanto súbditos a la estructura piramidal de la soberanía y, por tanto, la renuncia a la

 posibilidad de la construcción de cualquier tipo de lazo entre los “hombres”.

A partir de estas premisas planteadas por Koselleck podemos anclar el análisis del

surgimiento histórico de la publicidad burguesa a manos de Habermas, cuyo análisis

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histórico es, a grandes rasgos, similar. En efecto, es el absolutismo y su conformación

de un espacio político de neutralidad moral y monopolio de la decisión lo que posibilitó,

  para Habermas, la creación de un ámbito autónomo donde los privados podían

igualarse, no políticamente, sino socialmente:

“No es tanto su igualdad política [porque participaban tanto burgueses como nobles]

de los miembros, como su exclusión respecto del ámbito político del absolutismo, lo

decisivo: la igualdad social era posible, por lo pronto, sólo como una igualdad fuera del

Estado” (Habermas, 1981: 73).

Si la Ilustración supone un proceso que se inicia en el ámbito privado no alcanzado

 por el poder del soberano, no se detiene allí puesto que va ensanchando los límites de lo

  privado hacia lo público. Koselleck habla de un “nuevo estrato” de intereses

heterogéneos e incluso contrapuestos, “cuyo común destino fue no hallar un lugar 

suficiente para ellos en el seno de las instituciones existentes en el Estado absolutista”

(Koselleck, 1965: 115). Es precisamente esa “igualdad social”, como producto de la

exclusión del ámbito político del absolutismo, la que conforma una “reunión de

 personas privadas que se reúnen en calidad de público”, configurando para Habermas la

esfera de la publicidad burguesa (Habermas, 1981: 65).

Será Locke, tal vez referente máximo de la intelligentsia burguesa, quien reformule

algunos de los principios sobre los que se sostenía el edificio hobbesiano. En particular,

en relación al status de las leyes morales. Aunque los juicios particulares siguen siendo

atributo de los ciudadanos (y por tanto, al igual que en Hobbes, distinguiéndose del

 poder soberano), los juicios morales presentan para Locke, un carácter de ley. Y la

obligatoriedad de esta ley moral proviene de un tácito y secreto acuerdo de todos los

ciudadanos, acuerdo que por un lado, no depende del Estado, se sustrae; y por el otro

amplía el universo moral más allá de la situación particular de los individuos, lo“socializa”:

“Los ciudadanos no quedan ya subordinados exclusivamente al poder estatal, sino que

constituyen una  society que desarrolla sus propias leyes morales, leyes que aparecen

 junto a las leyes del Estado. Con ello la moral burguesa (…) penetra en el ámbito de la

vida pública” (Koselleck, 1965: 97-98. Cursivas nuestras).

En este gesto, Locke le quita al soberano hobbesiano lo que podríamos llamar “el

monopolio” de la res pública. Aún en secreto (en caso de carecer de autorización

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estatal), las leyes morales de la  sociedad  no pueden remitirse ya a conciencias

individuales de índole privada. El campo estatal soberano ideado por Hobbes, que se

levantaba sobre esta escisión entre conciencia y política, se desestabiliza. El “hombre”

quiere ahora realizarse estatalmente. Esto supondrá que la escisión entre “hombre” y

“ciudadano” sea puesta en cuestión. La idea de una sociedad como sujeto de la ley

moral entonces, descose la trama que Hobbes había tejido entre la universalidad, el

Estado soberano y lo público. Como vimos en la cita anterior, las leyes morales

aparecen  junto a las leyes estatales, es decir que el lazo civil que pretendía Hobbes se

desdobla para reintroducir un vínculo moral que supone la coexistencia de ley civil y

ley moral. Independientemente de la sujeción al poder estatal, los individuos son sujetos

a una ley moral, es decir, se hallan incluidos en un universo social común. Frente al

espacio de neutralización moral que Hobbes pretendía para el Estado, la ley moral de

Locke vuelve a atar conciencia y política de manera tal que sociedad y Estado se

convierten en los marcos de referencia paralelos, pero no necesariamente

complementarios, para la inscripción de las acciones de los ciudadanos.

Como resultado, dirá Koselleck, la moral burguesa transforma los límites de la esfera

 privada, y deviene en “poder público” dado que, aunque exterior al Estado y ligada a

una crítica intelectual, tiene consecuencias de carácter político (Koselleck, 1965: 105).

En efecto, Locke nunca se ocupó del tema de cómo coordinar ambas instancias

(Koselleck, 1965: 103), pero históricamente se produjo una radicalización de la pugna

hasta convertir al Estado y la sociedad en espacios antagónicos que, de acuerdo al

análisis de Koselleck, instigaría una crisis política.

Habermas en cambio, intenta una aproximación distinta. Distinguirá un proceso de

“desenclaustramiento del público”, donde el carácter de lo público no se mide por las

 personas que efectivamente participan o su exclusividad, sino porque se entiende y se

ubica así mismo dentro de un público más amplio de personas privadas. Lo público

entonces, no se define simplemente como aquello que concierne a un colectivo de

 personas privadas sino que, además, es subsidiario de una idea de “accesibilidad”: “Las

cuestiones discutidas se convertían en algo ‘general’ no sólo en el sentido de su

relevancia, sino también en el de su accesibilidad” (Habermas, 1981: 75).

Ahora bien, aún Habermas debe admitir que este proceso de surgimiento de la

 publicidad burguesa, íntimamente ligada a la experiencia de la esfera de la intimidad

 pequeño familiar (Habermas, 1981: 87), supone la conformación de una esfera de lo

 público que nace como una relación  polémica con el poder político encarnado en el

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Estado soberano. El terreno de la disputa opondrá la práctica del secreto soberano al

 principio de publicidad, problematizando “si la ley depende del arbitrio soberano o si la

autoridad de éste debe sólo ejercerse sobre el fundamento de una ley” (Habermas, 1981:

89):

“Con ello se prepara la subversión del principio inapelable del dominio absoluto

formulado por la teoría del Estado de Hobbes: veritas non auctoritas facit legem. En la

‘ley’, suprema encarnación de las normas generales, abstractas y permanentes, a cuya

mera ejecución tiene que reducirse el dominio, está contenida una racionalidad en la que

lo justo converge con lo justificado” (Habermas, 1981: 90)

Mientras los arcana imperii suponían la conformación de una dominación basada en

la voluntas, “la publicidad habrá de servir a la imposición de una legislación basada enla ratio” (Habermas, 1981: 90). Una legislación basada en la razón, supone entonces

que la publicidad es un medio idóneo, un instrumento que permite la ambición moderna

de “racionalizar el poder” (Rabotnikof, 2005: 169).

Claro que para llevar adelante dicha empresa, lo público debe conformarse en un

ámbito que no puede ser el del Estado. Para racionalizar el poder se debe, ante todo,

tomar nota del nacimiento histórico de aquello que Locke había denominado “society”,

y que Habermas concibe como un espacio social y público, pero no estatal: la sociedad

civil, dimensión universal de la comunidad política que no supone para sí misma una

institución del poder,

“esa trama asociativa no-estatal y no-económica, de base voluntaria, que ancla las

estructuras comunicativas del espacio de la opinión pública en la componente del

mundo de la vida (…). El núcleo de la sociedad civil lo constituye una trama asociativa

que institucionaliza los discursos solucionadores de problemas, concernientes a

cuestiones de interés general, en el marco de espacios públicos más o menos

organizados” (Habermas, 1998: 447)

La existencia de la sociedad civil queda ligada al espacio de la opinión pública,

funcionando como una red donde se configuran opiniones en torno a temas específicos

sobre el humus de las vivencias privadas de los hombres. Al estar ligada más

íntimamente con los ámbitos de la vida privada que el poder político, la sociedad civil

 posee la ventaja de una mayor “sensibilidad” para identificar los problemas que atañen a

una comunidad y condensarlos en “opiniones públicas”:

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“El espacio de la opinión pública, como mejor puede describirse es como una red para

la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir de opiniones, y en él los

flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en

opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos” (Habermas, 1998: 440).

La relación polémica entre la publicidad burguesa y el Estado, sin embargo, no es

vista por los privados reunidos en calidad de público, según Habermas, como una

disputa por el dominio. En realidad, la empresa de racionalización de la voluntas -

auctoritas supone el proyecto de reabsorber la dominación del soberano en un poder 

racionalizado. Aquí el contrapunto con Koselleck es evidente. Para Koselleck, esta

“sociedad” en tanto “esfera de intereses extra-estatales” que llevó a la creación de

nuevas instituciones, provocó una institucionalización paralela que conformó un “poder 

 político indirecto” (Koselleck, 1965: 116-7). La lectura de Habermas es criticada avant 

la lettre por Koselleck, quien asegura que no entender este progresivo enfrentamiento

entre la sociedad y el Estado como una disputa política, es una falsa conclusión de la

historia liberal que desconoce “la significación funcional de una negación de la política

en el marco del Estado absolutista” (Koselleck, 1965: 131, nota al pie n° 56).

Este punto opaco de la conceptualización, que enfoques como el de Habermas

implican, ha llevado a advertir que:

“Esta conflictiva y no del todo resuelta relación con el poder político (…) llevará a la

alternancia entre la pretensión de fundar el verdadero poder (en la Revolución francesa),

la aspiración liberal de controlarlo y limitarlo (imponiendo restricciones normativas a su

 principio de funcionamiento) y la aspiración libertaria de extinguir el poder estatal y

disolverlo en el seno de la sociedad civil” (Rabotnikof, 2005: 169).

Llegamos así a un punto muerto de la discusión que necesariamente trasciende la

revisión histórica de la génesis de la publicidad burguesa. Las valoraciones

contrapuestas entre Koselleck y Habermas parecerían obligarnos a un juego de suma

cero entre el Estado y la Sociedad por el monopolio de “lo público”, como bien nota

Rabotnikof:

“(…) a optar entre una especie de estadolatría que ve en cualquier expresión política

socialmente arraigada un desafío a la autoridad y el orden, y un societalismo ingenuo

  para el que la decisión, el orden y la responsabilidad son problemas ‘de otro’”

(Rabotnikof, 2005: 287).

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La res pública aparece así jalonada, en los términos de este debate teórico-político,

entre dos espacios que pretenden fundar el espacio comunitario, nuestro “lugar común”.

Sin embargo, para desentrañar este punto muerto, intentaremos mostrar someramente

que el debate entre las posturas que representan Koselleck y Habermas sólo es posible

gracias a la velada existencia de un supuesto compartido.

EL SUPUESTO DEL LUGAR COMÚN

Como hemos visto a lo largo de esta reconstrucción del debate en torno a la

 publicidad burguesa, detrás de la revisión histórica asoman discusiones que tienen que

ver con problemas que atraviesan la teoría política contemporánea. En este sentido, y

como señalamos hacia el final del apartado anterior, nos gustaría ahora ir 

aproximándonos a ese “supuesto compartido” por ambos autores y que nos permite

 poner en otra perspectiva la relación entre lo público y la política.

Hemos indicado de qué manera, tanto Habermas como Koselleck, asumen la

importancia de ese lazo comunitario “moral” o “político”1. La política, que recorre el

espacio comunitario atravesándolo, parece cruzarse de manera inequívoca (hasta

fundirse en el caso puntual de Koselleck) con ese vínculo que debe conformar un

espacio común, un lugar de lo público. Tanto Habermas como Koselleck no pueden

dejar de pensar a la política sin este sustrato universal comunitario. La razón es

evidente: sin la existencia de la res pública, ya sea de índole “estatal-política”, ya sea de

índole “social-moral”, parecería no haber un fundamento estable para la producción de

un derecho que regule la vida de los ciudadanos. Sin el pacto que incorpora las

subjetividades al lazo vertical de la soberanía hay guerra, no política soberana; sin el

espacio horizontal que conforma el vínculo societal-civil hay dominación i-rracional, no

 política propiamente dicha.

En este punto, llamamos la atención sobre el hecho de que el debate en torno a si la

comunidad de lo común es creada por la política o si la comunidad de lo común debe

defenderse o racionalizar la política, es ya un segundo movimiento, que implica

soslayar una discusión en torno a qué se está pensando en esta relación entre la política

y “lo común”. No es casual que el debate así trazado omita este punto clave. La

1 La distinción, sabemos, es en última instancia antojadiza y sirve sólo con miras a una mayor claridadexpositiva. En el apartado anterior debería haber quedado claro cómo, en la lectura de Koselleck, para

Hobbes el lazo político es de naturaleza moral-racional.

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 pregunta por una comunidad político-jurídica y su fundamento (¿ Auctoritas? ¿Veritas?)

soslaya una discusión que hoy está en boga y refiere precisamente a pensar el status que

tiene para la política la idea de un fundamento social.

En este sentido, el posfundacionalismo puede darnos una mano para echar luz sobre el

tema que nos ocupa. El posfundacionalismo, cabe aclarar, no debe confundirse con un

anti-fundacionalismo. Un enfoque posfundacional no intenta realizar una negación tout 

court  de la figura del fundamento sino, más bien, “debilitar su status ontológico”

(Marchart, 2009: 15). Lejos de agotarse en un mero malabarismo filosófico, esta

discusión atañe directamente al campo del pensamiento político. Dicho debilitamiento,

que apunta a señalar la imposibilidad de un fundamento último (esto es,

metafísicamente necesario), implica la creciente conciencia de “lo político como el

momento de un fundar parcial y, en definitiva, siempre fallido” (Marchart, 2009: 15).

Pero ese “fundar” se escapa de los marcos de referencia estables que abonan el debate

entre nuestros autores. En primer lugar porque implica la creciente conciencia de que las

sociedades no tienen a priori ningún lazo que las haga una. Toda sociedad en su

constitución es pensada, en esta clave, mediante la operación de un momento de la

 política que desconoce los límites que separan lo social de lo estatal, puesto que es

 precisamente este momento de la política el que, en todo caso, puede fundar esos límites

contingentemente. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, ya no podría

identificarse una lógica externa a este momento fundante de lo político para determinar 

qué es aquello común a todos. La res pública, en tanto “momento universal” de la

sociedad, se vuelve obscura, se opaca en tanto se desprende de una operación política

que define un fundamento universal que no es necesario sino contingente2.

Deberíamos mencionar, sin embargo, que Habermas no ignora esta complejidad

 presentada por la crítica al “pensamiento fundacionalista”. De hecho, no es ilegítimo

leer la producción de este autor (específicamente “”Facticidad y validez”) como un

intento de complejizar la cuestión en torno a esta temática puntual. En esta clave, la

intención de Habermas al pensar una legitimación “procedimental” de la producción de

derecho, puede interpretarse como un intento de escape a las problemáticas que encierra

la idea de fundamento “metafísico”. Hay que tomar nota entonces, que la veritas que

2 Contingente, no azaroso. Las posibilidades de un fundar de lo social no son infinitas, dependen de

sedimentaciones históricas que acotan los marcos de cualquier decisión política. La contingencia apuntamás bien a marcar que el fundamento supone una “decisión” en el sentido cabal del término, es decir, una

operación ontológica que cuestiona la idea de “necesidad”.

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intenta heredar críticamente en su propuesta es un fundamento inmanente-contingente ,

que no apunta a un ámbito trascendental necesario. Veamos.

El proyecto de la Ilustración (racionalización del poder, realización del hombre en el

Estado), que supone la crisis del Estado absolutista que anuncia Koselleck, queda

anudado de manera particular en la propuesta habermasiana. En este sentido, es

importante notar que para el autor alemán, la sociedad civil no ejerce propiamente

“poder” sino que, más bien, su accionar se circunscribe a la noción de “influencia”. La

sociedad civil no puede (no debería) funcionar como “un foco en el que se concentran

los rayos de una autoorganización de la sociedad en su conjunto” (Habermas, 1998:

452), es decir que no puede aspirar a ser el único marco de referencia para la atención

de los problemas e intereses que poseen los ciudadanos. En la propuesta de Habermas es

clara, entendemos, la relación de complementariedad que existe entre la sociedad civil y

el Estado de derecho y sus instituciones. La sociedad civil es una “estructura

intermediaria” (Habermas, 1998: 454), el espacio público facilita la “aparición” de los

intereses colectivos, pero no puede cristalizarlos institucionalmente en derecho. Su tarea

es operar sobre los actores del sistema político:

“El influjo político de tipo publicístico, es decir, apoyado por convicciones de tipo

 público, sólo se transforma en  poder  político, es decir, en un potencial para tomar decisiones vinculantes, cuando opera sobre las convicciones de los miembros

autorizados del sistema político y determina el comportamiento de electores,

 parlamentarios, funcionarios, etc. El influjo publicístico-político, al igual que el poder 

social, sólo puede transformarse en poder político a través de procedimientos

institucionalizados” (Habermas, 1998: 443. Cursivas en el original).

Tal vez tomando nota del riesgo desestabilizante que anunciara Koselleck, para

Habermas los actores del espacio público pueden ejercer influencia, pero no poder 

 político. Los filtros del sistema político institucional son absolutamente necesarios paraque los intereses del público penetren en la producción legítima de derecho. La

soberanía popular, que se extiende en los flujos comunicacionales, debe influir entonces

en las instituciones democráticas del Estado de derecho en pos de alcanzar resoluciones

formales (Habermas, 1998: 452).

Para Habermas, el espacio público asume la posibilidad de la “influencia” para la

 producción legítima de derecho, es decir, pretende para el poder político

institucionalmente organizado la imposibilidad de remitirse simplemente a la voluntad

 para la producción de la ley. El fundamento de la ley, en tanto respaldado en las

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 preocupaciones e intereses de una comunidad que se condensan en el espacio público,

se legitima, apunta a una instancia que se reivindica inmanente, una veritas no

trascendental.

En este sentido, el Estado democrático de derecho nunca asume una configuración

definitiva, sino que es entendido,

“como una empresa sujeta a riesgos, irritable e incitable, y sobre todo falible y

necesitada de revisión, empresa que se endereza a realizar siempre de nuevo y en

circunstancias cambiantes el sistema de los derechos, es decir, a interpretarlo mejor, a

institucionalizarlo en términos más adecuados, y a hacer uso de su contenido de forma

más radical” (Habermas, 1998: 466).

De esta manera la participación de los ciudadanos en la esfera pública es un intento por superar esa tensión entre la validez de la producción de derecho y su facticidad

social (Habermas, 1998: 466). La sociedad civil es la instancia que legitima la

 producción de ley, aún en el contexto de restricciones estructurales o sistémicas. De una

manera “post-metafísica”, Habermas consigue atar nuevamente moral y política,

conjunción que se cristaliza precaria, no definitivamente, en leyes que pueden

transformarse a lo largo del tiempo.

Por esto también, Habermas quiere despegarse de otro gran “invento” de la filosofía

moderna: el “gran sujeto político”. La sociedad civil no puede asumir el rol de

representante de los intereses de la comunidad y actuar en nombre de todos:

“Directamente la sociedad civil sólo puede transformarse a sí misma e,

indirectamente, puede operar sobre la autotransformación del sistema político

estructurado en términos de Estado de derecho. Por lo demás, influye sobre la

  programación de ese sistema. Pero ni conceptual ni políticamente puede ocupar  el

 puesto de aquel sujeto de gran formato, inventado por la filosofía de la historia, cuya

misión era poner a la Sociedad en conjunto bajo su control y a la vez actuar legítimamente en nombre de ella” (Habermas, 1998: 453).

Sin embargo, en el planteo de Habermas, y más allá de sus recaudos en torno a no

cometer el mismo error que la “filosofía de la historia”, lo que resulta problemático (en

nuestra clave de lectura) es la dura división entre Sociedad, como reino de la moral y

Estado, como espacio del poder. La cuestión en torno a lo común sigue siendo, como

vimos más arriba, ligada a la hipóstasis de lo moral, es decir, de la cosa pública,  por 

 fuera del poder . La necesidad de Habermas de construir una propuesta que permita

legitimar procedimentalmente el derecho en las sociedades actuales, es solidaria de esta

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escisión. Controvertida para una línea minoritaria de la filosofía moderna y también

 para una corriente más importante del pensamiento contemporáneo, la idea de trazar una

línea conceptual entre Sociedad y Estado es una operación que parece garantizar la

existencia misma de la res  pública: en efecto, ¿dónde quedaría ubicado lo público si las

coordenadas de ambos espacios se contaminaran? Si la sociedad ya no tiene un

 fundamento universal moral , si le resulta imposible tenerlo en el sentido de una moral

común, ¿cómo podría el Estado y sus instituciones encargarse de “traducir” a un

lenguaje jurídico un “interés social”? En otras palabras, si la universalidad ya no

 preexiste al “poder” ¿cómo debemos pensar el juego entre lo social y lo político?

La operación habermasiana, heredera de la filosofía moderna, no puede dejar de

 pensar un ámbito común, lógicamente pre-político, capaz de generar por su condición

misma de universal la producción legítima de derecho. Si en Koselleck, la decisión

soberana creaba una moral común mediante la anulación de cualquier lazo común no

estatal, en Habermas es la hipostatación de ese lazo social, exterior/anterior al ámbito

estatal lo que permite sostener una moral común. Ambos autores descansan sus apuestas

sobre este basculamiento que oscila entre Sociedad y Estado, pero que pende de la

creencia en “un lugar común”, de un punto inmóvil que garantiza la existencia de este

 péndulo.

A MODO DE CONCLUSIÓN

En definitiva, el desarrollo de estas cuestiones nos ha legado una pregunta que ha

quedado abierta en el cruce entre la política, lo público y la comunidad: ¿qué es lo que

comparten los miembros de una comunidad? Si la pregunta logra alcanzar este punto

inmóvil del péndulo, es precisamente el escenario que permite la controversia entre

Koselleck y Habermas lo que podría desequilibrarse.

Avanzamos ahora a tientas. En relación a la pregunta formulada, R. Esposito intenta

una estrategia novedosa. Mediante la genealogía de la palabra communitas, nos indica

que la noción de comunidad parece señalar un conjunto de personas a las que ata, no

“algo” que poseen, sino más bien un deber o una deuda, un “conjunto de personas

unidas no por un ‘más’, sino por un ‘menos’, una falta, un límite que se configura como

un gravamen…” (Esposito, 2003: 29).

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Por tanto, ya no puede ser “lo propio” aquello que caracteriza la ligazón comunitaria

sino, paradójicamente, lo “impropio”, lo “otro”. La comunidad atraviesa a los sujetos

con una carga que descentra cualquier tipo de identificación común. Pero la presencia

de lo común en los miembros de una comunidad no se halla simplemente opacada por 

algún obstáculo a superar y, así retornar al dominio de si. La comunidad de una falla es

  para Esposito una presencia constitutiva. De allí que la res   pública no pueda

simplemente “coincidir” con lo comunitario. Si la comunidad es esa falla que surca lo

social, lo público parece más bien acechado por el peligro de inundarse de comunidad,

aunque esta última a su vez es condición de posibilidad de aquel: “la cosa pública es

inseparable de la nada. Y nuestro fondo común es, justamente la nada de la cosa”

(Esposito, 2003: 33).

Pensado de este modo, las lecturas más frecuentes acerca de la filosofía política

moderna, empezando por el modo de comprender la obra de Hobbes, comienzan a sufrir 

una torsión:

“Lo que los hombres tienen en común (que los hace semejantes más que cualquier 

otra propiedad), es el hecho de que cualquiera pueda dar muerte a cualquiera. Y aquí

está lo que Hobbes lee en el fondo obscuro de la comunidad. Cómo interpreta su

indescifrable ley: la communitas lleva dentro de sí un don de muerte” (Esposito, 2003:

41).

Si la comunidad es la “guerra”, el poder inmunizante del contrato supone una ruptura

(y no la creación) de un orden comunitario. El estado de naturaleza, dimensión

originaria del “vivir en común”, es conjurado mediante un pacto de sujeción que sólo

obliga a la obediencia al soberano, construyendo una pirámide que no contempla otra

relación social que la de protección - obediencia.

El lugar del miedo entonces, “es el lugar fundacional del derecho y la moral en el

mejor de los regímenes. En suma, el miedo (al menos potencialmente) tiene una carga

no sólo destructiva, sino también constructiva. No determina únicamente fuga y

aislamiento, sino también relación y unión” (Esposito, 2003: 57) El miedo, a diferencia

del terror como bien sabía Hobbes, no está del lado de lo irracional sino del lado de la

razón. El miedo es racional porque tiene una “potencia productiva”, políticamente

 productiva: el  miedo es un productor de política (Esposito, 2003: 58).

Si la única relación común-natural entre los hombres es violenta, la aparición de la

 política viene a descentrar precisamente cualquier comunidad. En este sentido, y contra

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la lectura de Koselleck, la soberanía no es tanto la creación de un lazo político común

sino más bien la “institución normativa” de la disolución del lazo comunitario, o más

 precisamente, el Estado es la des-socialización misma, la re-unión de hombres que ya

no tienen más que nada en común (Esposito, 2003: 66). Pensar la des-socialización

como producto de la política implica, entonces, pensar la destrucción de la comunidad:

“si la relación entre los hombres es de por sí destructiva, la única salida de este

insostenible estado de cosas es la destrucción de la relación misma. Si la única

comunidad humanamente experimentable es la del delito, no queda sino el delito contra

la comunidad: la drástica eliminación de toda clase de vínculo social” (Esposito, 2003:

64-65).

Así queda claro que el lazo soberano-súbdito es incapaz de crear  comunidad. La res pública no puede ser ya entendida como lo común a todos, porque aquello que todos

compartimos socialmente es  solamente la proliferación de fuerzas que implican la

 posibilidad de la muerte. De esta manera Hobbes es tal vez el primero que entiende que

la política es en el fondo una política del miedo, que surge de él y, de manera

apaciguada, también lo conserva, lo “asegura”. El miedo no se olvida, empuja al pacto y

también lo conserva. Del miedo anárquico del homo hominis lupus, al miedo común-

institucional del súbdito al Leviatán. De un miedo indeterminado, a un miedo regulado,

determinado por la razón a través del pacto:

“El Estado no tiene el deber de eliminar el miedo, sino de hacerlo ‘seguro’. (…) El

Estado moderno no sólo no elimina el miedo a partir del cual originariamente se genera,

sino que se funda en él, haciéndolo motor y garantía de su propio funcionamiento”

(Esposito, 2003: 61).

Si seguimos estas premisas, anunciar que la política sólo puede pensarse a partir de un

“lugar común” es totalmente válido. Sin embargo, la res pública es ya algo muy distinto

a lo que imaginaban tanto Habermas como Koselleck. La política nace gracias a una

comunidad del miedo, de la violencia, de la guerra, de la muerte. Por eso, la política

tiene este mismo reverso, es acechada por la comunidad. Conjuración del lazo

comunitario, pacto de supresión: esto es la política como espacio negador de lo común.

Así, el cruce entre lo público y lo político sigue siendo vital para comprender la

dinámica de las sociedades, pero desde una perspectiva oblicua, descentrada. Las

 posibilidades de la política dependen, en última instancia, no tanto de una opción por 

una comunidad de la paz, sino de admitir que no podemos “vivir en común”,

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dejándonos como desafío la necesidad de pensar bajo el asedio del espectro de una

comunidad políticamente imposible.

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BIBLIOGRAFÍA

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HABERMAS, J: Facticidad y validez . Trotta, Madrid, 1998.

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KOSELLECK, R: Crítica y crisis del mundo burgués. Rialp, Madrid, 1965.

MARCHART, O:  El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en

 Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. FCE, Buenos Aires, 2009.

RABOTNIKOF, N:  En busca de un lugar común: el espacio público en la teoría política contemporánea. UNAM, México, 2005.

RABOTNIKOF, N: Lo público hoy: lugares, lógicas y expectativas. Iconos, Revista de

Ciencias Sociales. Num. 32, Quito, septiembre 2008, pp. 37-48.